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COMO UN ARBOL ROJO PREFACIO Escribí la primera versión de este libro a los 17 o 18 años de edad. Salió de prensas modestas, con portada roja y puños en alto, allá por 1938. Ignoro su destino. A los pocos meses de su aparición me alejé de mi tierra y, con la intensa devoción de mi adolescencia, entré por caminos inesperados cerrando casi inconscientemente una pesada puerta detrás de mí. A través de los años he sentido la sombra de Luis Emilio Recabarren siguiendo incansablemente mis pasos. Como un ángel de la guarda proletario me ha tocado el hombro en ciertas plazas públicas para prevenirme a tiempo: No me negarás. Me tocó el hombro cada vez que pensé en el destino de las masas chilenas explotadas y consumidas por la miseria; cada vez que el orgullo de un triunfo efímero se me quiso pegar a los dedos como un polvo de oro; cada vez que la complacencia pudo haberme inducido a perdonar la desidia y la irresponsabilidad o, lo que es peor, la traición de quienes se empeñan en vender trozo a trozo el cuerpo de mi patria a voraces agiotistas extranjeros. Recabarren, el revolucionario de la pampa salitrera, vuelve ahora a salirme al camino y no le vuelvo la espalda. Comenzamos una vez más el viejo diálogo. ¿Qué fue Recabarren? ¿Comunista, anarquista, socialista? ¿Un rebelde que buscó la senda del cristianismo puro en la arena roja del desierto chileno? ¿Un fanático, un simple agitador, un iluminado? Recabarren fue un patriota, cuyo profundo sentido de lealtad y devoción a Chile estuvo invariablemente al servicio de la defensa de los trabajadores. Otros padres de la patria han ofrendado su vida en el campo de batalla, en el gabinete científico, en los mares, en las montañas. Recabarren entregó su vida en la lucha sindical defendiendo el derecho de los obreros chilenos a una vida digna y justa, a una participación en el gobierno de su patria, a una educación para sus hijos, a una protección social para sus mujeres. Su vida tuvo una sola orientación: la justicia. Un sentimiento predominó por encima de cualquier otro: el amor hacia el perseguido y sufriente. Combatió con dureza y con pasión. Epicamente. Tuvo enemigos, por cierto, enemigos acerbos que no cejaron en su ataque hasta que lo vieron doblado en el suelo, cubierto de sangre. Tuvo leales camaradas y recibió también la admiración y el respeto de hombres que no pertenecieron a su bando. Recabarren marca el nacimiento del proletariado moderno en Chile; simboliza la tradición de democracia civil por la cual se admira a nuestro país en toda América; representa la unidad de la clase media y la clase obrera chilenas en la organización sindical. Creo que su vida es uno de los ejemplos más genuinos y dramáticos que pueda ofrecerse a las nuevas generaciones para que observen la transición del Chile agrícola y oligárquico del siglo XIX al Chile industrial y democrático del siglo XX. Al narrar su vida se escribe la historia del movimiento obrero chileno desde fines del siglo XIX hasta 1925. Su nombre está unido, además, a los orígenes del movimiento sindical y socialista de la República Argentina. Por eso siento que debo contar una vez más su saga y que otros deberán repetirla después a su ma- nera y a la luz de nuevas circunstancias. Yo la cuento casi con las mismas palabras de mi adolescencia. Pero sin el candoroso apasionamiento —definitivamente perdido— de aquellos años. Mi libro es un relato sencillo y directo de un drama genuinamente chileno. Mi admiración por Recabarren es la de un interesado observador de la historia. En 1938 mi Recabarren era un remolino de metáforas. Ahora va mucho más ligero de galas. Más adecuado para el hogar obrero que le corresponde. Las alusiones al problema económico y social en los años críticos de 1910 a 1920 son

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COMO UN ARBOL ROJO PREFACIO Escribí la primera versión de este libro a los 17 o 18 años de edad. Salió de prensas modestas, con portada roja y puños en alto, allá por 1938. Ignoro su destino. A los pocos meses de su aparición me alejé de mi tierra y, con la intensa devoción de mi adolescencia, entré por caminos inesperados cerrando casi inconscientemente una pesada puerta detrás de mí. A través de los años he sentido la sombra de Luis Emilio Recabarren siguiendo incansablemente mis pasos. Como un ángel de la guarda proletario me ha tocado el hombro en ciertas plazas públicas para prevenirme a tiempo: No me negarás. Me tocó el hombro cada vez que pensé en el destino de las masas chilenas explotadas y consumidas por la miseria; cada vez que el orgullo de un triunfo efímero se me quiso pegar a los dedos como un polvo de oro; cada vez que la complacencia pudo haberme inducido a perdonar la desidia y la irresponsabilidad o, lo que es peor, la traición de quienes se empeñan en vender trozo a trozo el cuerpo de mi patria a voraces agiotistas extranjeros. Recabarren, el revolucionario de la pampa salitrera, vuelve ahora a salirme al camino y no le vuelvo la espalda. Comenzamos una vez más el viejo diálogo. ¿Qué fue Recabarren? ¿Comunista, anarquista, socialista? ¿Un rebelde que buscó la senda del cristianismo puro en la arena roja del desierto chileno? ¿Un fanático, un simple agitador, un iluminado? Recabarren fue un patriota, cuyo profundo sentido de lealtad y devoción a Chile estuvo invariablemente al servicio de la defensa de los trabajadores. Otros padres de la patria han ofrendado su vida en el campo de batalla, en el gabinete científico, en los mares, en las montañas. Recabarren entregó su vida en la lucha sindical defendiendo el derecho de los obreros chilenos a una vida digna y justa, a una participación en el gobierno de su patria, a una educación para sus hijos, a una protección social para sus mujeres. Su vida tuvo una sola orientación: la justicia. Un sentimiento predominó por encima de cualquier otro: el amor hacia el perseguido y sufriente. Combatió con dureza y con pasión. Epicamente. Tuvo enemigos, por cierto, enemigos acerbos que no cejaron en su ataque hasta que lo vieron doblado en el suelo, cubierto de sangre. Tuvo leales camaradas y recibió también la admiración y el respeto de hombres que no pertenecieron a su bando. Recabarren marca el nacimiento del proletariado moderno en Chile; simboliza la tradición de democracia civil por la cual se admira a nuestro país en toda América; representa la unidad de la clase media y la clase obrera chilenas en la organización sindical. Creo que su vida es uno de los ejemplos más genuinos y dramáticos que pueda ofrecerse a las nuevas generaciones para que observen la transición del Chile agrícola y oligárquico del siglo XIX al Chile industrial y democrático del siglo XX. Al narrar su vida se escribe la historia del movimiento obrero chileno desde fines del siglo XIX hasta 1925. Su nombre está unido, además, a los orígenes del movimiento sindical y socialista de la República Argentina. Por eso siento que debo contar una vez más su saga y que otros deberán repetirla después a su ma-nera y a la luz de nuevas circunstancias. Yo la cuento casi con las mismas palabras de mi adolescencia. Pero sin el candoroso apasionamiento —definitivamente perdido— de aquellos años. Mi libro es un relato sencillo y directo de un drama genuinamente chileno. Mi admiración por Recabarren es la de un interesado observador de la historia. En 1938 mi Recabarren era un remolino de metáforas. Ahora va mucho más ligero de galas. Más adecuado para el hogar obrero que le corresponde. Las alusiones al problema económico y social en los años críticos de 1910 a 1920 son

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ahora concretas y vienen respaldadas por el testimonio de investigadores y políticos de diversas tendencias, como Francisco Encina, Alberto Cabero, Luis Galdames, Ricardo Donoso y Hernán Ramírez. Las citas de periódicos, libros, folletos, discursos, cartas y las del diario de vida de Recabarren son textuales. Diálogos hay que son de mi cosecha, así como algunos pensamientos que atribuyo al héroe. Licencia es ésta permitida en una novela biográfica. Las metáforas de mi Recabarren de 1938 poseían un sentido propio. No eran más que el ardor y el azoramiento que dejaron en mí los viajes por la pampa, las confidencias de los viejos líderes a quienes busqué en Iquique, Coquimbo, Tocopilla, Mejillones, Antofagasta, Valparaíso y otros lugares, mis pequeños descubrimientos en casas de mineros y en prensas de pueblo. Conocí a la mayor parte de los camaradas de Recabarren, conocí a algunos de sus familiares, a su compañera, a sus discípulos, a sus amigos y enemigos. Tuve en mi poder su diario de vida, su libro de recortes y sus cartas. Como buen investigador juvenil no di cuenta detallada y precisa de mis fuentes (escritores de mi generación hubo que en poemas y novelas atribuyeron a Recabarren frases mías. . .). No se me ocurrió ordenar una bibliografía ni editar esos documentos. Ahora ya es demasiado tarde. Algo de eso se conserva. Ignoro a dónde fue a parar el resto. Entonces, me apuraba más el brillo insólito del alegato lírico. Entre una fecha y un adjetivo escogía este último. ¿Ahora? Ahora no tengo conmigo sino la sombra sustantiva del héroe en la leyenda, negación de todo dogmatismo, por encima de odios y artificiales divisiones en el seno de la patria chilena, tengo el eco de sus voces, la huella de sus pasos y sus gestos entre las multitudes, todo encarnado, imborrable, vivo en mí, definitivamente. F.A I El rumor no era nuevo y los descubrimientos de espías en el ejército gubernamental tornábanse frecuentes; pero ahora los soldados, que descansaban en los amplios patios del Cuartel de los Gendarmes, oyeron incrédulos la noticia: un muchacho de quince años se había atrevido a repartir una hoja antibalmacedista entre los soldados del gobierno y, al ser descubierto, delató a un conscripto del Gendarmes como su único cómplice. En aquella masa de hombres silenciosos, sin entusiasmo ya por la causa que defendían, desmoralizados por las persecuciones que a diario ordenaba el ministro Godoy, cundió el temor de verse envueltos en peligroso sumario. Las sombras marcaron esos rostros azulados por el frío de julio y las manos, hinchadas y torpes, moviéronse ner-viosas sobre las culatas de los rifles. Cerca de las once de la mañana se notó agitación en el Cuartel y un gran vocerío vino creciendo desde la puerta de la Alameda. Llegaba el piquete a cargo del prisionero. En la calle, muy pocos presenciaron el incidente. Las gentes permanecían en sus casas husmeando el aire de fronda que parecía fundirse en el cielo gris y anunciar el fuego repentino de una montonera. Entre aquellos escasos espectadores se adelantó una mujer y, de pronto, se hincó al paso de los soldados gritando: —¡No maten al niño, no lo maten, por Dios! Pero sus gritos de clemencia no perturbaron la dureza marcial de los guardias. Entre bayonetas, el prisionero no tuvo tiempo de hablarle; erguido, posó la mirada sobre ella un instante, y con un gesto de piedad en los labios, le sonrió. La mujer le vio cruzar las rejas del cuartel y desaparecer en la obscuridad del viejo edificio de ladrillos. Luego, enjugándose las lágrimas, se alejó corriendo por la Alameda en dirección a San Francisco.

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El interrogatorio fue breve. El preso contestó con valentía y reconoció su complicidad en la publi-cación de "El Opositor", la pequeña hoja antibalmacedista. El oficial de guardia le despidió con una frase que sonó como un disparo en el silencio de la sala: —¡Incomunicado hasta nueva orden el soldado Luis Emilio Recabarren! Y el prisionero, recién alistado en el ejército del gobierno, marchó a la celda bajo la mirada interro-gante de sus compañeros. Su caso era, en verdad, extraño: he aquí un niño que ingresa al ejército para intervenir en una lucha sangrienta que poca relación guarda con romanticismos de adolescencia; contienda turbia, sin la emoción que prestan las banderas, las despedidas, los discursos; saturada, más bien, de esa obscura vergüenza que generan las guerras fratricidas; lucha de significaciones ambiguas, ya que ni en uno ni en otro bando parecía existir una conciencia clara de por qué se peleaba. Pero, más extraño aún era que la intención de aquel niño fuese doble: que se uniera a un ejército para cooperar a la causa del enemigo y arriesgara su vida en el puesto de mayor peligro, en las fauces mismas de los que podían ser sus verdugos. El significado del acto de Recabarren se envolvía en misterio y la curiosidad crecía en los rudos soldados que miraban fijamente la estrecha puerta de la celda donde se sellaba la primera rebeldía de ese niño delgado y duro, de ojos dormidos y párpados pesados, soñador, voluntarioso, iluminado por cierto resplandor de dramas solamente presentidos. Apenas se filtra una claridad descolorida por la diminuta ventana. Sentado en una banca, la espalda apoyada en la pared, el muchacho piensa. Ni temor ni impaciencia le turban. Adquiere pronto la medida de su nueva situación; la mirada se adapta al muro, descansan las manos vencidas sobre el regazo, y los minutos van cayendo quemados en la última luz del día. ¿Qué pensará Amelia? ¿Se habrá impuesto de lo ocurrido? Amelia levantará las manos, abrirá mucho sus ojos claros y los cabellos rubios flotarán en el viento mientras corre en busca de su madre. ¿Y si no la volviera a ver, si lo procesaran rápidamente y lo fusilaran? El muchacho había sido reconcentrado y silencioso. Entregada la imaginación a un mundo de sím-bolos y parábolas, mientras estudiaba en el colegio de los Padres Franceses, llegó a un brusco y cruel despertar: a los once años debió interrumpir sus estudios y enfrentarse a la miseria del trabajo proletario. Amelia, su compañera de juegos, se transformó en la única luz, el único júbilo en la jornada que fue destrozando sus sueños infantiles. La descubrió de pronto, sorprendido de hallar en su mirada alegre una ternura que ya no era juego, sino anticipación de una entrega en que el fervor amoroso parecía confundirse extrañamente con la desolación, golpeándola y cambiándola, llevándole desde los ámbitos grises de la rutina y el desconsuelo a una alegría renovadora. Dejó de ver una mirada traviesa para interesarse en una melancólica sabiduría. La boca de niña maduró en sus besos y le sonrió con el aplomo inquietante de la mujer enamorada. Los padres de Recabarren habían salido de Valparaíso, —donde nació Luis Emilio el seis de julio de 1876— buscando rumbos que mejorasen una situación económica apremiante. Del puerto, el niño no trajo más que visiones confusas: cerros y barrios populares empapados por la llovizna, polvo de carbón en el vuelo de hambrientas gaviotas, una gran mancha de aceite sobre el lomo del mar y el viento que mezclaba aromas de huertos con los humos picantes de bodegas, almacenes y fábricas. La capital le recibió con gestos de grandeza que él no entendía. Eran los últimos años del siglo XIX y el poderío económico que conquistara la nación chilena en la guerra del Pacífico buscaba una expresión dinámica en nuevas industrias y centros comerciales, suplantando el ritmo lento y campesino de la ciudad colonial con el ajetreo de la urbe moderna. Pero sus barrios

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pertenecían al suburbio. A las mansiones que nacieron del oro salitrero no logró acercarse sino con el gesto tímido de la familia obrera en sus paseos dominicales. Cuando tuvo que dejar el colegio y emplearse de aprendiz en un taller de encuadernación, sintió de una vez el impacto de la gran ciudad. La rutina, la pobreza, le cercaron el paso. Del taller volvía agobiado, deshecho. El trabajo mismo no le disgustaba, aprendía su oficio dócilmente. De niño, dos eran sus juegos favoritos: uno, en que simulaba los ritos de la iglesia; el otro, en que recortaba letras de periódicos y componía páginas de imprenta. Ahora, su juego resultaba sórdido. Pero, como en todo juego, lo imprevisto podía desafiar a veces las reglas. Y lo imprevisto últimamente fue la publicación de "El Opositor". ¿Tontería de niño? ¿Heroísmo de un naciente revolucionario? Sonrió tristemente. Observó las pa-redes de la celda. Se descascaraban los muros y la cal flotaba como una luz en el fondo del aire frío. No había en la celda otro mueble que la banca en que se hallaba sentado. De algún rincón, sin embargo, le vino la sensación de no estar solo. Reaccionó con disgusto y recelo. Se pasó las manos por el pelo corto y tieso y las dejó resbalar por la cara, alisando la naciente barba. ¿Cuánto duraría el Presidente Balmaceda en el poder? Poco más, muy poco más. La victoria de los opositores era inminente. Ya se habían tomado Iquique y esta acción no podía ser sino el comienzo de un avance arrollador. ¿Y "El Opositor"? ¿Por qué participaba él en esta lucha que había sido provocada por la clase aristocrática y adinerada del país? Instintivamente buscaba la causa de la libertad. Con los opositores se movía una masa de operarios, inquilinos y feligreses, masa de propósitos inciertos, pero de voluntad empecinada. En el colegio, Recabarren oyó voces de "dictadura", de "traición al país", de "muerte de la república". El clero adoptaba una posición de combate editando panfletos contra el gobierno e incitando a la ciudadanía a tomar las armas para derrocar al Presidente Balmaceda. Desde su tierna infancia, Recabarren había oído el nombre de Balmaceda como un emblema de oprobio, de ateísmo, de imposición tiránica. ¿No había llegado al poder como el candidato "oficial", es decir, a espaldas del pueblo? La jornada eleccionaria de 1886 vino precedida de una revuelta en que hubo cincuenta muertos y más de ciento sesenta heridos. La oposición se abstuvo y Balmaceda fue electo por la fuerza del "presidencialismo", esa enfermedad del poder ejecutivo que no tardaría en hacer crisis ante la violencia anárquica de los partidos políticos. Sirviendo en el Ministerio del Interior durante el gobierno de Santa María, se creó Balmaceda la reputación de ser el eje y abanderado de la reforma que propiciaba la separación de la iglesia del estado y, aunque inició su propia presidencia con un gesto de cordialidad hacia el Vaticano, ya la fama estaba firmemente establecida y su nombre grabado para siempre en el índice de los herejes. Acorralado en La Moneda, Balmaceda debió afrontar el embate de múltiples ene-migos: de los conservadores que defendían a la Iglesia contra los asaltos masónicos y que no podían soportar ya el verse privados por tantos años de las riendas del poder; de los radicales y liberales que combatían honradamente contra el "presidencialismo"; y de grandes sectores populares que veían en él un símbolo de la sucesión presidencial de tipo oligárquico y que advertían en sus maniobras políticas un ejemplo más de inconsistencia demagógica. Frente a Recabarren la figura de Balmaceda surgía dolorosamente trizada: el liberal, el brillante hombre público, el auténtico defensor de ideas democráticas era, en el fondo, un líder sin base popular, un hombre solo, a quien la peor crisis de su vida, la de 1891, le sorprendió rodeado de voces elocuentes pero muertas, cubierto de ilustres folios, las manos aristocráticamente vacías. Sus ejércitos se derrumbaban, sus instituciones se carga- • ban de cadenas, sus partidarios desaparecían obscuramente por las callejas del invierno santiaguino. Junto al enemigo interno afilaban sus garras los poderes imperialistas y, en la sombra de los muelles del norte, abrían sus hocicos lamiendo las manos de los gestores y políticos criollos. Pero este fantasma, el de siniestra realidad y podridas intenciones, oculto como estaba detrás de las bambalinas diplomáticas, no podía verlo Recabarren, ni lo veía el pueblo, y el grito de alarma del Presidente Balmaceda no fue suficiente para desenmascararlo.

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Recabarren se adhirió a la causa que creyó justa y lo hizo como él hacía todas sus cosas: con tenacidad, con audacia, con valentía. "El Opositor" de Recabarren vino a sumarse a las numerosas publicaciones clandestinas que circulaban en Santiago como consecuencia de la clausura de los periódicos de oposición decretada por el gobierno. Pero su empresa había pecado de ingenua temeridad. Ni siquiera había concluido de imprimir un número cuando se alistó en los Gendarmes. Recordaba muy bien haber puesto los tipos en una caja que entregó a su madre con el encargo de vigilarlos cuidadosamente. ¿Cómo logró su cómplice obtener los tipos y acabar la impresión? Unos pasos se oyeron en el corredor. Había algo de amenazante en el duro taconeo militar. Recabarren se levantó e inconscientemente.retrocedió hasta el fondo de la celda. Una llave sonó en la cerradura, se abrió la puerta y entró un soldado. En la luz oblicua pudo ver que otro soldado aguardaba muy cerca de él en posición firme y con el fusil apoyado en una pierna. La mujer había corrido por la Alameda hasta San Francisco. Entró por fin en una casa a pocos pasos de Eyzaguirre. —¡Juana, hermana, se llevan al niño! Los soldados se lo llevan ... Sus voces resonaron en el silencio de la vieja casa. Primero una joven, después otra y otra, luego una mujer ya anciana, salieron a rodearla. Presintieron. una tragedia y entre sollozos y lamentaciones, poco a poco, reconstruyeron lo que debió ser la aventura de Recabarren. La madre se encaminó al regimiento y una de las muchachas fue a avisar al padre quien, a la sazón, mantenía casa aparte. Las otras, María, Mercedes, Clara, Lidia, quedáronse consternadas pensando en las consecuencias que el acto del hermano podría desencadenar sobre la familia. El oficial de guardia permitió que Recabarren viera a su madre, pero ordenó que también ella que-dara bajo custodia. Le esperó ella en el primer patio del cuartel y le vio venir de lejos, cuando los soldados le sacaron de su celda y marcharon con él a paso rápido. Traía el rostro contraído y arrugaba los ojos como si le hiriese la luz. Se miraron un momento en silencio y, luego, llorando le abrazó ella. Todavía lograba imponer su ternura en ese espíritu adusto y sobrio, mezcla de fuerza y desamparo. —... tu amigo, ese muchacho, el mismo que te delató, ese fue el que vino a casa con el encargo tuyo de que le entregara los tipos. —Pero, mamá, yo le dije que a nadie, absolutamente a nadie había que entregar esa caja. —Señora, me dijo, manda decir Recabarren que me entregue la caja que dejó guardada. Y se la di. ¿Cómo iba yo a imaginar las consecuencias? Ha sido una locura, un... Sus palabras iban a perderse en la humedad vacía del corredor. Encadenándose, parecían resbalar sobre la figura del muchacho que escuchaba ensimismado y sólo daba muestras de impaciencia cuando el tono de su madre se alzaba en agitada reconvención. Entonces le apretaba las manos y la miraba con bondadosa tristeza hasta que ella, serenándose, bajaba la voz y proseguía su monólogo. Un soldado vino corriendo desde la puerta principal, pasó junto a ellos y se perdió en dirección al tercer patio que se hundía ya en la penumbra del atardecer. Se creían olvidados cuando el suboficial de guardia vino y, dirigiéndose a doña Juana Rosa, le anunció bruscamente: —Usted puede irse. Está en libertad... Su marido la aguarda en la puerta. Besó ella al hijo y, sin decir palabra, se alejó. Re-cabarren volvió a su celda y pensó que las cosas marchaban bien si las autoridades daban esas muestras de indulgencia. En efecto, fue esa la primera medida a su favor. A los pocos días salió él mismo en libertad, gracias a la ayuda de su padre, don

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José, después de trámites de simple fórmula en que las razones y argumentos influyeron tanto como el desánimo de las autoridades balmacedistas que presentían la derrota inminente. La madre y las hermanas recibieron al precoz revolucionario con gran ternura y se esforzaron por prodigarle toda clase de cuidados en los primeros días de su libertad; después, le vieron retirarse poco a poco y reanudar sus lecturas, su soledad, la rutina de la imprenta donde consiguió, sin tropiezo, su antiguo empleo. No sabían ellas si la aventura fracasada había desanimado a Recabarren hasta el extremo de alejarlo de la contienda política. El no discutía sus problemas ni daba a conocer sus proyectos. Se mostraba reservado, hasta donde puede serlo un joven de espíritu generoso, pero de azarosa vida interior. No tenía muchos amigos entonces. Por ser el aprendiz más joven en la imprenta, era también el más ocupado. No le quedaba tiempo para cambiar ideas con sus camara-das y, al concluir el trabajo por la noche, prefería ver a Amelia. Y con Amelia no hablaba de política; era mejor imaginar con ella un destino de apasionantes acciones, de estudiosa y dinámica creación, imposibles de definir por el momento ... Tomados de la mano caminaban en el crepúsculo del suburbio mientras las gentes pasaban a su lado ocupadas en tareas que ellos observaban sin comprender. Un aserradero soltaba el olorcillo penetrante de la madera y ellos inconscientemente sabían que en la próxima esquina torcerían a la izquierda y llegarían a un portón. Allí, en unos pel-daños de piedra se sentarían, abstraídos, mirándose hondo en los ojos, en comunión silenciosa con un cielo gris de arrabal, hasta que una campanada les volvía a la realidad de una calle de tierra, con veredas de piedra y pequeñas casas descoloridas en cuyos negros barrotes se prendía la noche desolada del Santiago de 1891. Quien hubiese conocido íntimamente a Recabarren no habría dudado que ese sentimentalismo con-templativo no iba a durar gran cosa. El fracaso de su primera empresa revolucionaria no le desanimó, por el contrario, nuevos bríos le urgían a reanudar la lucha contra el gobierno, acaso en el frente mismo de batalla. Ingresaría al ejército nuevamente, marcharía al norte y, una vez estacionado, buscaría la oportunidad de desertar para unirse al bando de la oposición. Alimentando secretamente este plan, seguía atentamente las alternativas de la revolución. Sabía que las fuerzas de Montt y de Koerner dominaban ya toda la zona salitrera y que se preparaban para marchar sobre Valparaíso. Balmaceda, por su parte, enviaba numerosos contingentes a Coquimbo y a Arica con el vano propósito de detener un avance que era, en verdad, incontenible. Conocía la fecha en que saldría el próximo transporte y había calculado el momento preciso de alistarse. Mientras tanto leía la prensa clandestina y trabajaba con una abnegación que era incomprensible para su jefe poco acostumbrado a tales aprendices. A fines de julio se presentó, por fin, la ansiada oportunidad; el gobierno organizó un convoy, acaso el último de la campaña, y preparó la "Imperial" para embarcar a los soldados. Recabarren se ofreció como voluntario en la División Carvallo Orrego, destinada al frente de Coquimbo. Se le preguntó si había recibido instrucción militar y, ante su afirmativa, le aceptaron sin más averiguaciones. De su detención en el Gendarmes nadie parecía saber nada. Le dieron una tarde libre y la aprovechó para despedirse de su madre y sus hermanas que estaban muy lejos de imaginar su nueva escapada. Llegó a casa tímidamente, incómodo en su nuevo uniforme: la gorrita roja, pequeña y chata, se ajustaba con e legancia en la cabeza; los pantalones azules, anchos en los muslos, se angostaban en los tobillos, y la casaca, también azul, le flameaba en su busto firme aunque delgado. La madre rompió a llorar. Las hermanas le miraron con gesto de incredulidad. Sólo Amelia vio, más allá del rostro pálido y de los ojos sonrientes, la satisfacción de emprender un combate apenas vencido un peligro, el ansia de consumirse en una tarea que consideraba sublime, el entusiasmo de entrar a la vida por un ancho camino poblado de muchedumbres, de pasiones, de sufrimientos y, también, de victorias; le caló hondo. Le contempló por encima de aquella tensión y de aquel vacío que le aguardaban y fue la única que sonrió respondiendo a su varonil alegría. Le besó las manos contestando a sus bromas, rió con él mientras ambos se esforzaban por convencer a

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la madre y a las hermanas de que ahora el riesgo era insignificante, de que el retorno sería pronto, pues las fuerzas congresistas ya embarcarían para Valparaíso y, una vez allí, la marcha sobre Santiago no se haría esperar. Pasó la tarde. Una fría llovizna empapaba los cristales de las ventanas. Afuera, la ciudad silenciosa parecía presentir ya el humo de los combates. Se vino la lluvia y Recabarren comenzó a despedirse. Abrazó a su madre y, una por una, a sus hermanas. Luego caminó del brazo de Amelia y, juntos, salieron a la calle. Se sonrieron, pero la sonrisa de ella se hizo llanto, tan triste y tan frágil que no pudo sostenerse solo y buscó el pecho del soldado. Estrechó él su cuerpo fino y le besó las lágrimas, los cabellos, la boca, las manos. Los nombres se formaron como dos corolas en la lluvia y el soldado caminó sobre ellos golpeando con sus botas la piedra reluciente de agua. Amelia se quedó en la puerta mirando la sombra que borraba poco a poco la silueta de su enamorado. El, arrugado el ceño, se preguntaba en qué región de mar y sobre qué victoria o qué derrota iría mañana avanzando a esa misma hora.

II El cielo estaba encapotado y el agua se rompía amenazante contra los costados del barco. La noche venía lenta y fría, acuchillando constante, incansablemente, obligando a los soldados a volverse una y otra vez sobre el duro suelo, hiriéndoles y despertando viejos dolores. Algunos se arrastraban hasta la borda y vomitaban. Junto a la cara, Recabarren sentía la pestilencia de las botas de sus compañeros; alguien se acercaba en la noche y le aplastaba con un peso que era mezcla de angustia y desamparo. Cerrando los ojos Recabarren se hundía en un sueño negro y pesado, que parecía formarse como un miasma en el pecho. En circunstancias así, Recabarren demostró tener una reserva de energía espiritual que le salvó del abatimiento y que le permitió ver sus formas de vida avasalladas por fuerzas indiferentes y extrañas sin sucumbir ni guardar rastros de resentimiento. Tal vez sería aventurado decir que, por naturaleza, venía predispuesto a realizarse en la comunión con estas muchedumbres y que sólo junto a ellas sus pensamientos adquirían la profundidad, la vitalidad y la simpatía humana que en su propio medio no alcanzaban. Sin embargo, no había más que seguirle en esta empresa, constatar su jubiloso optimismo al meterse en la aventura indescifrable del mar, de la revolución y de la guerra, contemplarle dormido en ese barco poblado de amargos proletarios a quienes pronto trata como camaradas, para comprender que Recabarren ya orientaba sus actos y definía su vida compartiendo la suerte de los explotados, uniendo su destino al de un pueblo que, atrayéndole, no le enseñaba aún sus íntimos designios. Nada interrumpió la monotonía de la navegación. Por la mañana hacían ejercicios militares y la tarde la pasaban fumando, echados en la cubierta, mirando abstraídamente al mar que, agitado, se levantaba y barría el cielo para desplomarse luego con hosco fragor y gran vuelo de espumas. Jugaba el mar sobre los botes salvavidas, abría y cerraba puertas, quebrábase en un millar de diversos planos y se amansaba ondulante, en dirección a la pampa que alargaba su lomo de león dormido a escasas millas de la embarcación. Al amanecer del tercer día avistaron La Serena, un pueblo dorado y verde más allá de una bahía en forma de herradura. El barco, en vez de seguir en línea recta, torció junto a una saliente de los cerros y Coquimbo surgió aferrándose a las colinas, trepando por faldas áridas sobre las cuales escondía avergonzado unos ranchos de tablas y latas, empapelados con diarios amarillentos y resecos por el polvo arenoso que el viento les soplaba eternamente. Desembarcaron en grandes lanchones y, como ganado, a tropezones, ascendieron la escala del muelle medio podrido por la humedad. Frente a la plaza de Coquimbo formaron sus

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líneas y marcharon luego al cuartel donde aguardarían la llegada de las fuerzas opositoras para entablar combate. Recabarren sentía su corazón oprimido ante la desolación de aquel puerto. Ese silencio y esa soledad no eran propios de un centro minero; los ranchos, las calles estrechas, la playa metida en el pueblo como una avenida más entre el embarcadero y el agua, todo emanaba tristeza y abandono, y, a no ser por la inminencia de la batalla final que le daría la oportunidad de pasarse al bando enemigo y marchar en triunfo hacia Santiago, aplastado por el ambiente, hubiera perdido de vista los heroicos motivos de su aventura. Empujado por la angustia, se acercó más a sus compañeros, participó íntimamente en sus conversaciones, movió su pensamiento al ritmo de ellos y, poco a poco, un interés extraño a la guerra y una preocupación muy ajena a la política del instante, provocaron en su espíritu hondas conmociones. Ese interés se avivó con creciente intensidad a lo largo de su permanencia en Coquimbo. Impulsado por él comprendió que la revolución antibalmacedista no significaba nada para esos hombres; el triunfo de Montt y Koerner les dejaba indiferentes; comprendió que la lealtad del ejército como institución era auténtica, pues defendía la posición nacionalista del gobierno; pero, al mismo tiempo, advirtió que las masas, esos soldados que se improvisan en un cuartel ante la emergencia de una revolución o una guerra, seguían a Balmaceda únicamente por la paga, como un enganche de obreros que el patrón manda a una obra lejana. Nada sabían ellos de sus reformas liberales, de sus pronunciamientos antimperialistas ni de la oposición enconada con que sus enemigos políticos habían causado el derrumbe de sus planes de economía nacional. Esas masas eran un sector importante de Chile y ese sector no participaba en los manejos de la alta política. Para él, joven educado en el aislamiento de una instrucción congregacionista, el proceso de gobernar se reducía a una mayoría liberal hoy y una mayoría conservadora mañana, a una delegación de caballeros que bebían una copa de vino para proclamar un presidente, y a otra delegación de caballeros que bebían otra copa de vino para celebrar su destitución. Era impresionante descubrir de pronto que en su misma patria había millares, acaso millones, de personas que ignoraban lo que sucedía en el club liberal, en el club conservador o en el club demócrata, es decir, en La Moneda. No les importaba un gobierno u otro porque siempre, cualquiera que fuese el victorioso, ellos continuarían viviendo en la ignorancia y la miseria, como los soldados que él veía en este regimiento de Coquimbo y como los soldados de todos los regimientos a lo largo de la República. Sintió vergüenza de sus propias y pequeñas ambiciones, de la absurda ingenuidad con que había tomado bando en esta contienda. Se le perdió el motivo de su antibal-macedismo. Se quedó noche a noche tendido en el camastro duro de campaña y oyendo roncar a sus ca-maradas, oyéndoles rascarse y quejarse en violentos espasmos, envenenados, obscenos, buscando la moneda para emborracharse y comprar el amor venéreo. Les observó espantado y compadecido, preguntándose cuál sería su destino. En la capital y las ciudades del norte los congresales tramarían la revuelta y beberían para sellar el compromiso de guerra; en La Moneda el presidente suspendería la cena para ordenar la movilización de un ejército y, mientras tanto, en la pampa se cruzaban a balazos hombres iguales a estos: hombres que penaban, bebían, vomitaban y con espantosa indiferencia doblaban cuidadosamente su uniforme antes de acostarse. Este fue el interés que lo mantuvo en Coquimbo, el impulso que lo empujó a identificarse con el pueblo y le dio una conciencia social que aceptaba con amargura pero sin desesperación, seguro de haber encontrado el verdadero movimiento y propósito de su vida. Concluyó el invierno y con el sol de septiembre recibió el oasis de La Serena sus galas primaverales. Un día cualquiera vino un mensajero a comunicar la gran noticia: el ejército opositor zarpó en agosto de Caldera, desembarcó en Quintero, atacó en Concón, invadió Valparaíso, marchó sobre Santiago y asumió el poder. Don José Manuel Balmaceda, el hombre de ancha frente, de romántica apostura y aristocrático amor por el pueblo, se saltó los sesos de un balazo. Así se consumó el cambio gubernativo: de las manos empapadas de sangre del Presidente tomó el poder

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un famoso general y lo entregó a las manos aún más sangrientas de quienes llegaban victoriosos desde las remotas pampas salitreras. Nada indicó que Recabarren se hubiera conmovido con la noticia. Hizo los preparativos para su regreso y, llegado el momento, partió confundido entre la muchedumbre de civiles y soldados. No obstante, en el transcurso de la travesía tuvo oportunidad de analizarse y comprobar el profundo cambio ocurrido en su persona a raíz de su experiencia en Coquimbo. Conoció algunos acérrimos partidarios de Balmaceda. La política de Balmaceda —decían— aunque no fuera revolucionaria ni tuviera la proyección de una faena realizada en el corazón mismo del pueblo, creó muchas obras de valor social y sentó principios de gran significación política. Por ejemplo, Balmaceda adoptó una actitud valientemente patriótica en defensa de las salitreras contra los avances del imperialismo inglés, favoreció el progreso industrial del país y, si le hubiesen dado las armas, habría mejorado las condiciones de vida del pueblo ... ... A Balmaceda lo derrocó la oligarquía, las oligarquías campesinas y financieras que unieron sus fuerzas para conquistar el poder político que necesitaban. Los terratenientes para defenderse del industrialismo que les quitaba la mano de obra, transformando a sus peones en proletarios bien pagados. Los financistas e industriales porque debían acabar con el presidencialismo autoritario y establecer la democracia capitalista que les era indispensable para continuar enriqueciéndose. ¿Que Balmaceda mismo fue un oligarca? No lo fue en 1890 cuando los obreros de Tarapacá se levantaron en huelga —la primera gran huelga proletaria en Chile— para protestar contra un régimen dé esclavitud que les obligaba a recibir su paga en fichas de pulperías explotadas por las mismas compañías salitreras y Balmaceda, en vez de sofocar ese movimiento con las armas, buscó una solución pacífica y justa y por ello los reaccionarios le acusaron de amparar la revolución y el desorden ... Recabarren escuchaba sin asentir. Le atraía cualquiera idea que tendiese al mejoramiento de los explotados pero, políticamente, no sentía la urgencia de ensayar definiciones. Descubrió una injusticia y no sintió la necesidad de ostentarla como propaganda de un partido, le sorprendió ver las condiciones en que vivía la mayoría de sus compatriotas, se dolió de su pobreza, de su soledad y su impotencia, se rebeló contra la irresponsabilidad de las autoridades gubernativas, pero no llegó a ninguna conclusión. Escuchaba y reaccionaba intuitivamente: tenía razón el que se proponía defender al pueblo, no la tenía el que lo explotaba. A qué partidos pertenecían unos y otros, qué dic-tados o doctrinas obedecían, qué bando escogería él si emprendiera la tarea de reformas que consideraba inevitable, no lo sabía exactamente y eran cuestiones de importancia secundaria ante el ímpetu romántico del sentimiento social que lo empujaba en esa época de 1891. ¿Qué pensaban de él sus propios camaradas? El mismo se notaba extraño, distinto del niño-héroe que salió a defender el orden, la tradición, la libertad, palabras todas que, en escasas semanas, cayeron a sus pies quemadas por el fuego de una realidad brutal. Llevaba una mirada nueva en los ojos, una voz que todavía no encontraba las palabras de redención. Era una transformación cuyas consecuencias resultaban imposibles de prever. Tal vez hay quienes captan el destino de una vida en un solo instante y por una sola hendedura y, a pesar del tránsito complejo de un acto a otro acto, de una idea, de una actitud, de un convencimiento a otros diversos, esa hendedura permanece siempre la fuente de toda comunión vital. Reca-barren había soñado apaciblemente durante los años de la primera infancia y ahora, de pronto, al entrar en la adolescencia, una realidad hiriente, pavorosa, le interrumpe el camino. Sacudido hasta las entrañas, sabe que ya no podrá arrancarse de sí mismo la imagen de los tristes compañeros de Coquimbo y seguirá adelante con esa preocupación, obsesionado y tenso, buscando una salida que no ve, que le llevará una vida para descubrirla.

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La familia no observará mayores cambios en su persona; se contentarán con verle sano y salvo, oirán el relato de sus aventuras y, luego, le dejarán en paz. ¿Y Amelia? Ella le mirará adivinando todo y el efecto que le produzca su cambio será hondo y la cambiará, también, a ella. Este sentimiento de expectativa fue la única desazón de Recabarren al acercarse a la ciudad que imaginaba tranquila y floreciente bajo el nuevo gobierno. Al entrar a Santiago, sin embargo, debió olvidar sus preocupaciones ante la pavorosa visión de una ciudad arrasada por el furor de los antibalmacedistas. Era el instante álgido de la venganza y los vencedores azuzaban a la muchedumbre para que asaltara las casas de los liberales, saqueara y destruyera, quemara cuadros, libros y tapices, lanzara pianos por los balcones y robara impunemente. En los atardeceres del octubre santiaguino se alzaban gruesas columnas de humo atrayendo a los asaltantes que salvaban de los incendios valiosos objetos para agregar a su botín. Su familia le recibió habiéndole de los amigos arruinados por la revolución. Amelia no estaba en Santiago. Sus padres la habían llevado a un fundo del Sur, escapando a la violencia. No volvería hasta Marzo del año siguiente y sólo para ingresar interna a un colegio de monjas... Pero de todo lo que oyó y de la destrucción que vio a su llegada a Santiago, Recabarren recordaría más tarde una cosa solamente: la imagen de un pueblo que, en vez de asaltar únicamente los reductos balmacedistas como se le ordenaba, asaltaba agencias de montepío para rescatar las herramientas, las sábanas, los anillos que había empeñado, o que asaltaba almacenes para destruir la evidencia de sus deudas y robar los alimentos que necesitaba, vitoreando cualquier cosa, metido en un drama en el que sólo aparentaba desempeñar el principal papel. En 1892 Recabarren es un joven taciturno. Trabaja diez horas al día. Llega al anochecer a su casa, deja el sombrero y la chaqueta en su cuarto y sale a sentarse en las gradas de la puerta de calle. Las llamas de los faroles de gas parpadean sobre el azul de la noche estrellada. Desde lejos viene un carretón dando tumbos en las piedras, seguido por una manada de perros. Juegan los niños en un solar lejano. Un hombre y una mujer pasan muy cerca de él y le miran con curiosidad. La mujer lleva un enorme sombrero cuyas plumas le tocan suavemente los hombros. El vestido va arrastrando las basuras de la acera. Poco a poco, el barrio se va sumiendo en la sombra azulosa del crepúsculo. Los olores se mezclan en el aire y todo se convierte en aroma enervante. Pero nada sucede. Nadie se detiene junto a él. Inclina la cabeza, cierra los puños y, luego, por un instante todo él se abre como una flor: el recuerdo de Amelia se le viene desde todas partes y lo clava contra la puerta. Durante la comida guarda silencio, sin darse cuenta de que sus hermanas y su madre siguen la di-rección fija de sus ojos perdidos en un objeto lejano. Se levanta pronto, se encierra en su cuarto y ensaya enardecido los iniciales versos. Escribe mucho tiempo hasta que, rendido por el cansancio, se acuesta con una gran sensación de alivio, satisfecho de haberse calmado en unas cuartillas que al día siguiente romperá sin remordimientos. Detrás de su actitud vacilante, de su recelo hacia la política activa, de sus buceos en libros de versos y panfletos, hay en ese año de 1892 la inminencia de una crisis. Algo había de suceder que lo sacuda hasta la última fibra, que lo arranque de la ensoñación enfermiza, de la imprenta agobiadora, de las lecturas desordenadas. Ese algo fue la conjunción de un fatal incidente y de una potencia que maduraba ya en su espíritu. Amelia había pasado las primeras horas de la noche quejándose de un malestar al estómago. Nadie en su casa le prestó mayor atención, pero como el dolor no disminuía alguien se levantó a media noche y fue en busca de una medicina. Tomó ella el calmante y volvieron todos a la cama. No había pasado mucho tiempo cuando la niña dio un alarido y comenzó a retorcerse presa de espantosos

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dolores. Corrieron a su cuarto y la encontraron agitándose en violentas convulsiones, el rostro manchado por una palidez verdosa. De los labios finos y trémulos caía una espuma repugnante que iba a manchar su cuello y la almohada. Los ojos entrecerrados acusaban el efecto quemante del veneno. Envenenada ... Envenenada. Envenenada. No queda sino la huella de una desesperación en ese cuerpo. El temblor de los últimos espasmos parece haberse fijado en él, y los párpados no acaban de cerrarse. Con las piernas tiesas, abiertas, asomado un pie color de yeso entre la ropa, los puños apretados, las mandíbulas rígidas después de la furiosa agonía, el pelo revuelto tapándole el rostro, yace Amelia. La dulce novia del tipógrafo ha muerto. Mientras tanto transcurría lentamente la mañana en la imprenta. Recabarren trabajó hasta las doce, sumergido en el fragor de las prensas. Después, caminó bajo un sol ardiente de vuelta a su barrio. Junto a él pasaban con estruendo los viejos tranvías de caballos. El clamor de la ciudad le iba rodeando; voces y pregones quedaban vibrando en las calles luminosas. Y, de pronto, una de sus hermanas le salió al encuentro. Envenenada ... Envenenada ... Como si él solo pudiera comprender esta palabra se la repetían ahora desde todas partes. Su madre decía el nombre de Amelia, hablaba de un error. "... A las nueve vino alguien a avisarnos..." "¿Avisar qué?" "Que Amelia, que la Amelita. . . ". Recabarren atravesó a paso rápido la distancia que separaba su casa de la de su novia. Entró sin gol-pear: nadie le prestó atención. Tampoco se fijó él en nadie. Miró el cuerpecillo oculto bajo una sábana blanca, observó la rigidez de su finísima silueta y tuvo la sensación de que en nada le concernía esa muerte. Sintió que el llanto de esas gentes iba pegándosele al cuerpo con la fea consistencia de una baba. Un olor extraño se le fue al estómago y salió huyendo. Corrió hasta llegar a su casa, se encerró en su cuarto y cayó sobre el lecho, las manos crispadas, los ojos muy abiertos. En el fondo de la conciencia, como una llama encendida lentamente, una visión tomó cuerpo. Confundiéronse los libros y los pocos muebles de su pieza, los retratos familiares, su pobre ropa en la luz desvaída de la lámpara, y, empujado por el vértigo, se volvió todo entero hacia el trance de esa muerte joven, sabiendo que echaría raíces en su alma, quemándolo, subyugándolo en alucinado cautiverio. Y lloró, lloró amargamente, de bruces en la cama. III Recabarren no había notado las huellas que el año 1893 le dejara en el rostro, pero estaba muy segu-ro de las que le había hecho en su espíritu. Fascinado por un mundo de nuevas ideas y complejas sensaciones se abstrae del ambiente familiar. Sus hermanas, su madre, sienten que va retirándose de ellas y que en el proceso de su soledad e intensa búsqueda espiritual los mitos de la adolescencia comienzan ya a agrietarse y derrumbarse. Acaba el invierno, las lluvias de agosto se evaporan en neblinas. Se hinchan los retoños de los cerezos del barrio. Recabarren anticipa los ácidos aromas que ascienden de la tierra gredosa y buscan los pétalos en que estallarán mañana; apoyado en la pared de adobe, solo, vigilante, se dispone a responder a la primavera cercana que para él aún no tiene nombre. Pasa las noches leyendo, incapaz de conciliar el sueño; pasea por el cuarto, se tiende en la cama, vuelve a le-vantarse, sale a la calle solitaria. Allí se queda con todos los sentidos perplejos. Noche a noche se repetirá la misma incertidumbre, la misma urgencia y la espera inútil bajo el cielo azul y perfumado como un solio litúrgico. Una estrella cae pesadamente por la noche y como gota de agua viene a humedecerle la mirada melancólica. Recabarren se levanta, cierra la puerta de calle y entra sigilosamente a su cuarto. Se desviste y se acuesta. Con los ojos abiertos en la obscuridad, espera. Y

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la mañana trae, al fin, el pequeño mensaje que ha reservado la primavera para su atribulada ado-lescencia. Su hermana Mercedes y él recibieron de Los Andes una invitación para pasar una temporada en casa de unas primas. Recabarren decidió ir por la semana del ocho de diciembre. Llegaron a un ambiente juvenil donde se les recibió con gran algazara. Los muchachos y muchachas del pueblo, vestidos con sus mejores prendas, aprovechaban la llegada de los santiagui-nos para acelerar el ritmo somnoliento de la vida social provinciana. Recabarren quiso retirarse de la impetuosa compañía, sintióse incómodo ante ese despliegue de afectos y, acaso, hubiera acabado por huir a sus retiros, cuando le detuvo una mirada que insistía en observarle, medio irónica y medio cariñosa. En Los Andes encontraba Recabarren a una prima, varios años mayor que él, figura arrancada de un sueño de infancia, pequeña madre que le había mecido en sus brazos y arrullado con infantiles voces de ternura. Era ya una mujer. Reviviendo aquel pasado, cada gesto, cada palabra, recordaban gestos y palabras de un mundo de fábula. Se miraban con extrañeza, repitiendo sus nombres, sorprendidos del cambio que produjeran los diez años de ausencia. Cuando el grupo de muchachos caminaba al atardecer por las dulces alamedas del pueblecillo cordillerano, Guadalupe, que así se llamaba la prima, y Recabarren, se quedaban atrás y, tomados del brazo, cultivaban un afecto que a cada paso parecía encenderse con ardores inesperados. Recabarren se confió en ella y habló de sus años difíciles en Santiago; habló de Amelia, emocionado hasta las lágrimas, de su propia vida obscura y apartada, de la imprenta, de su hogar, de la política, de su aventura en el norte. Detrás de las palabras, Guadalupe adivinó una honda desesperación y compadeciéndole se enterneció. Sus confidencias la llenaron de un ferviente deseo de ayudarlo, como hiciera años antes cuando le aliviaba sus pequeños dramas infantiles. Sintió que él la necesitaba y le pesó, de un golpe, la gravedad de la crisis que vivía, el peligro de marchar a la deriva con su temperamento romántico y exaltado; debía intervenir porque él, sin declarárselo, así lo requería: había que salvarle de un pesimismo que pudiera corroer su personalidad como un ácido. Recabarren, adivinando la comprensión tácita de su prima, hablaba sin temores. Tuvo, de pronto, la seguridad de haberse salvado, de que al fin de tanta amargura una mano tierna y firme borraba sus fracasos, y con la sen-sación de algo ya consumado, escribió versos, Versos desprovistos de toda retórica, simples y directos, versos que no había de romper sino, por el contrario, que mostraría orgulloso, para sugerir el nacimiento de una pasión viril y madura: "¿Te acuerdas? Yo era muy niño y apenas si conservo en mi mente muy frágiles recuerdos de aquella época, para mí tan feliz y tan dichosa. Entonces, tiernamente, con toda la inocencia que se tiene en la infancia, yo te adoraba, cuando, al gracioso arrullo de tu acento, me hacías dormitar sobre tus brazos. Y lleno de contento me dormía ... era feliz, te amaba ... ... Y era todo mi afán estar contigo. ni siquiera un momento separarme de tu lado ..." Los modestos versos buscaban los trinos del Aconcagua que venía al galope, desde las cumbres, en monturas del alba. En las mañanas, de amanecida, los enamorados tomaban por el camino que penetra a la cordillera y seguían la ruta del río, orillando las huertas de duraznos, aligerado el ánimo por un viento suave y fresco que bajaba de los altos cerros dejando su eco en el verde campanario

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de los álamos. Abajo quedaban las zonas grises de piedra y arena, los muros de adobe, las calles de tierra doradas por el sol de diciembre, las avenidas frondosas recorridas por lentas carretas de bueyes. La maravilla del verano iba uniéndoles y encendiendo en ellos apremiantes deseos. El ocho de diciembre, un día antes que terminaran las vacaciones de Recabarren, la romántica espera se ilu-minó como en las tarjetas postales: alguien propuso un paseo nocturno, se evadieron ellos de la comparsa y, pronto, hallaron el inevitable escaño entre los álamos. Guadalupe cerró los ojos y se dejó besar. — ... te escribiré apenas llegue a Santiago ... — ... estaré aguardándote eternamente. —... vendré a buscarte, para que nos casemos ... "No hay un solo día que no me acuerde de ti. . .", escribió Guadalupe en su primera carta y, aunque eran palabras modestas, bastaron para enternecer a Recabarren e incitarle a desahogarse en una abundante correspondencia. Le contestó así: "Es muy triste, después de haber pasado horas felices a tu lado tener que volver a la realidad sombría, a un mundo de horror, donde sólo se sabe sufrir..." Ese mundo era el de la imprenta, el de su hogar, donde la familia parecía no apreciar sus esfuerzos y le exigía más, a él, que entregaba religiosamente su salario a la madre; era la triste monotonía de sus paseos en compañía de un amigo de apellido Meza con quien visitaba la Quinta Normal o iba al teatro una vez cada seis meses. En el anonimato de su existencia obrera la imagen de Guadalupe aparecía idealizada; junto a ella los horizontes se tornaban amplios y llenos de mensajes. Escribe versos románticos, los mismos que Matta y Soffia hacen volar entre palomas por las revistas de la época, sólo que Recabarren expresa en ellos un sentimentalismo que nació para vivir en esquelas pueblerinas y en esquelas se recoge, balbucea y desaparece: "tu mano es el marfil que en noches sombrías arroja al arenal la tempestad... es tu seno más blando que la espuma ... tus labios son labios de la rosa ..." "Yo —dice en otra carta— muchas veces al lado de mi amada creía que no había dicha más grande, pero me he equivocado, a tu lado me siento mil veces más feliz". Es a Amelia a quien se refiere con tal candor, seguro de que su prima apreciará la pureza de sus palabras. "Yo mismo no comprendo lo que siento —continúa— hay un algo, un no sé qué de misterioso que me oprime el corazón, un vago sentimiento que se eleva hacia ti; mi pensamiento se va a tu lado a toda hora..." Las respuestas de Guadalupe son breves, no acaba de entender la exuberancia lírica de su primo, pe-ro no se atreve tampoco a desilusionarle. A veces deja sus cartas truncas y se disculpa con un "dolor de cabeza" o con ocupaciones caseras. Recabarren no da la impresión de inquietarse, escribe con entusiasmo y todo lo convierte en motivo de ternura y esperanza. Guadalupe era católica ferviente y gustaba de hacer alarde de una moral que a Recabarren, estudiante de doctrinas anarquistas, debió parecer insoportablemente burguesa. Mas no daba muestras de ofenderse, por el contrario también clamaba él a la Providencia olvidando que no hacía mucho tiempo se debatiera en agudas crisis religiosas. "... estando a tu lado —dice— soy feliz y veo en ti un horizonte luminoso lleno de gloria y esperanza, en donde cifro toda mi felicidad, primita amada; Dios es grande y puede permitir que sea yo el que vaya a traerte..." Recabarren podía soñar en verso y en prosa, dar rienda suelta a sus pequeñas fantasías de intelectual en ciernes; Guadalupe, no obstante, llegaba a su vida provista de armas muy prácticas y eficientes que, manejadas con resolución, debían hacer realidad su único propósito: un rápido matrimonio...

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Por eso la correspondencia cambiada entre ambos a fines de 1893 y comienzos de 1894 adquiere tan curiosa significación. Al repasarla y archivarla años después, Recabarren no podría suprimir una sonrisa escéptica comprendiendo entonces la diferencia de personalidades que debió haberles separado y que él, ofuscado por la soledad, la tristeza y amargura de su adolescencia, no pudo advertir. En los primeros meses de 1894 Guadalupe vino a Santiago con la idea de reconfortar a su primo, cuyas cartas eran cada vez más desesperadas. Pasó las tardes con él, reclinada la cabeza sobre su hombro escuchando sus frases soñadoras, alentándole, forjando proyectos para el futuro. Un buen día llegó también una hermana suya, Leonor, quien traía el encargo de mantener estrecha vigilancia sobre los enamorados. Guadalupe desaparece entonces y escribe desde un lugar misterioso: "Todavía estoy en Santiago. Yo he querido decirte adiós y Leonor no me ha dejado; ha dicho que va a acusarme a mamá". ¿Estaba dispuesto Recabarren a comprometerse con su prima? No tuvo tiempo de plantearse la pregunta, pues en seguida recibió otra carta desde Los Andes con esta sorpresiva declaración: "Mi mamá no quería que te escribiese porque Leonor se lo dijo. Yo le conté todo y está muy conten-ta ... apresúrate a juntar plata para el matrimonio, no gastes en nada, anda poniendo en la Caja de Ahorros ..." El novio tembló horrorizado. "Mucho gusto he tenido —comenzó diciendo— al saber que le has contado a tu mamá nuestros amores ... si demora algún tiempo nuestra felicidad no será por culpa mía, sino porque así lo habrá dispuesto Dios". Pero él ignoraba que Dios, es decir Guadalupe, no lo había dispuesto así. No había lugar para demo-ras. Recabarren alegaba que no podía casarse con el salario de hambre que ganaba en la imprenta "Vicuña Mackenna"; que su familia, sin la ayuda del padre, dependía solamente de él para su mantención. Pero Guadalupe puso en juego todo el poder de sus propios argumentos y la fascinación fue irresistible. Recabarren cedió, rendido: "Cumpliré mis encargos tal como tú me lo mandas y desde mañana sábado empiezo a poner toda la plata que pueda a la Caja de Ahorros; seré lo bastante económico para poder juntar cuanto antes lo necesario para nuestra unión". El joven revolucionario se doblegaba, no se defendía ya detrás de su repugnancia instintiva por las convenciones burguesas. Indeciso, ilusionado, oscilando entre el romanticismo bohemio que era como el residuo de su intoxicación anarquista y una tendencia más utilitaria aún confusa y vaga, Recabarren optaba por enterrar sus escrúpulos esperando que en la tregua doméstica hallaría fe y vigor para nuevos combates. "Siempre que yo en mis sueños miro el porvenir —le escribió a Guadalupe— sólo veo un paraíso de esperanzas. Antes de amar, mi espíritu vagaba errante por el mundo y hubo momentos en que me creí perdido. Entonces clamé al cielo y no en vano, pues compadecido de mí, te puso en mi camino. Fuiste mi salvación, con tu amor volví a vivir". Volver a vivir para el joven tipógrafo era asomarse a la alegría sencilla de los barrios. Saludar la pri-mavera desde los aledaños polvosos de Quilicura, Conchalí o Colina. Con sus hermanas y un grupo de amigos y amigas proyectó un paseo a caballo para el 18 de septiembre. Guadalupe recibió la noticia y arrugó el ceño: "Me dices que vas a salir a caballo para el 18. ¡Quién como tú que tienes gusto para hacerlo! Desde ahora, yo te deseo que te diviertas bastante con la persona que más te guste. Para qué deseas que yo esté cuando tú solo pasas contento. Así es que yo para el 18 no voy a

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salir a ninguna parte, porque para mí sería un sacrificio". No salió a caballo, pues, Recabarren, sino que fue a visitar a Guadalupe a Los Andes y allí se formalizó su compromiso. El matrimonio debía realizarse el 28 de febrero de 1895, día del santo de su prima. De regreso a Santiago, Recabarren pudo aún mantener la vena lírica: "tú, que tienes fe pídele al cielo que cuanto antes acerque el día tan deseado para nuestra eterna felicidad, que yo no tengo valor para hacerlo; ahora me encuentro con menos valor que antes para luchar con el tenebroso fantasma de la ausencia". ¿Pero, no sería posible postergar el casamiento por la Iglesia y las celebraciones para una época más propicia? "Guadalupe, —se atreve a decir Recabarren— a mi me importa poco el qué dirán de las gentes, y yo con tristeza veo que tú miras con más afán esa parte y que piensas y prevés lo que hablarían de los dos si nos casáramos de cualquier manera...... Para el día de tu santo sólo tendré cien pesos seguros; bien puede ser que aumenten en veinticinco o treinta más, y si nos casamos por la Iglesia, que es como tú quieres, ya se nos irían cincuenta pesos y los otros cincuenta serían para hotel y pago de tren. Yo no tengo ropa negra, como tú sabes, y el terno claro es el mejor que tengo, y ya ves que la ropa cuesta tan cara. Ahora, si el casamiento por la Iglesia lo dejamos para mejores días, es decir, para cuando tengamos como hacerlo, y mientras tanto nos casamos civilmente, ahorraríamos mucho y con esa plata podríamos apartar casa en el acto, comprando lo más urgente. El matrimonio civil vale tanto como el eclesiástico y, sobre todo, Dios, desde el momento que nos amamos, nos ha bendecido y él que desde el cielo ve nuestra necesidad, nos perdonará". Esto ya no era retórica. En palabras desnudas y humildes Recabarren escribía el alegato del novio pobre. Respondió Guadalupe: ". . . cómo se te ocurre, ni por un momento, que mi madre va a querer. Ni yo tampoco quiero. Es imposible. . . qué dirían mis parientes que yo fuera a darle primero la carne al diablo y luego los huesos a Dios. Viviendo en pecado, tal vez sería la ruina de los dos y no la felicidad". Recabarren leía y releía, lloroso, doliéndose en su pieza de barrio: "Piensa cuánto sufro, tú que sabes que de todas maneras me hacen sufrir aquí, tú que has visto de qué manera me tratan y verás si tengo razón para decirte que nos casemos civilmente mientras tenemos como hacerlo por la Iglesia. Porque quiero salir pronto de aquí a ser feliz contigo. Ya que he sufrido tanto trabajando desde chico y sin que nadie agradezca mi trabajo y que siempre me dicen que sólo pago mi pensión, como tú misma lo has visto. Ya ves si sufriré. Sufro por ti que estás tan lejos de mi lado sin poderte acariciar, sin poder estrecharte contra mi corazón y estando solo aquí, encerrado aquí, sin ninguna distracción; así cada día lo paso más triste. Cómo quieres que no desee unirme pronto a ti para descansar de tanto sufrimiento". Por encima de lo inconexo de la expresión, de la dolorida ingenuidad de las frases, nos mira, con una patética pureza, su corazón abierto de par en par. Fuera cual fuera su sensibilidad, ese llamado de amargura y soledad del joven obrero tuvo que conmover a Guadalupe. "No puedes imaginarte —le respondió— cuánto siento lo que tú sufres, porque yo lo he presenciado. Y por eso mismo más te quiero y te compadezco y quisiera que muy pronto fuéramos felices. . . ". Pero no cedió. Recabarren volvió a escribir presa ya del desaliento: "Estoy tan desesperado como tú no te lo podrás imaginar, siento lleno el corazón de hastío, siento que mi sangre se extingue y que ya no corre por mis venas, siento que mis fuerzas se debilitan día por día. Te necesito a ti para que me alientes en el trance fatal de la vida, porque yo soy débil y no tengo el valor suficiente; me veo solo, como en un gran desierto, abandonado de todos. Te busco a ti y veo que tú me desamparas cuando me ves desfallecido y loco; entonces, desesperado te llamo, mas te llamo en un desierto y tú no me oyes, y en vez de acercarte, te retiras, te alejas viendo impasible cuánto y cuan desesperado es mi sufrimiento. Espero que Dios me ayude y me dé valor".

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Guadalupe vibró: "Cuando tú me buscas, yo voy con el pensamiento, y te tengo en mis brazos y te acaricio. . .". Pero clavó su respuesta definitiva, inapelable: ". . . sobre lo del matrimonio civil, es imposible". Recabarren se rindió. Aceptó el plan de su prima. Me casaré por la Iglesia, dijo, con invitados, con tongo, con zapatos nuevos, con chaquet, como sea. A vuelta de correo creyó encontrar un torrente de dulces palabras, pero Guadalupe le sorprendió una vez más. Era el suyo un talento particular para descubrir la vulgaridad y sumirse en ella con regocijo, rechazando la ternura del enamorado e hiriéndole con saña ingenua y torpe. "Con todo el dolor de mi corazón —empezaba su carta— voy a decirte estas cosas. Tú crees que yo no sé lo que haces: estoy al cabo de todo. Si tú sigues saliendo con esos trabajadores de la imprenta, no cuentes conmigo, porque yo no quiero verte con esos tunantes; sería el mayor sufrimiento para mí verte con esas gentes. Recuerda que eres un caballerito. . . Si te sujetas se hará el matrimonio, y si no, quedará en nada, aunque me cueste la vida. Tal vez a ti no se te dará nada, porque dicen que tú no tienes cariño a nadie y que no piensas más que en darte gusto. Tú hablas cosas que ni aún la gente más sin religión puede decirlas, porque tú no crees en nada. Te aseguro que cuando supe esto, lloré de pena. Me dicen que seré la persona más desgraciada si tú no cambias la manera de pensar que tienes. Tú me decías que Joaquín no quería salir contigo. Ahora ya sé los motivos y tenía demasiada razón. Una vez te juntaste con una pila de obreros y unas mujeres ordinarias, que a él le dio tanta vergüenza. . .". Aquello era grotesco. Los "tunantes" eran sus compañeros de trabajo, las mujeres "ordinarias" sus esposas y novias con quienes había visitado una vez la Exposición de la Quinta Normal. ¡"Caballerito", él! Avergonzado, ofendido, colérico, escribió una carta que marcaba nítidamente el abismo entre su condición de burgués empobrecido y adoptado por la clase proletaria y la comedia de su prima patéticamente encajada en los prejuicios de una clase media provinciana. He aquí la estampa de su imagen y de su condición en 1894: "Jamás esperaba recibir de tus manos una carta tan ofensiva y tan llena de reproches y reprensiones. Mi decepción ha sido triste, muy triste. Me ofendes sentenciándome que si sigo saliendo con esos trabajadores de la imprenta, no cuente contigo, porque no quieres verme con tunantes. Esta parte, sobre todo, es lo que más me ha ofendido. No te creía capaz de herirme sin piedad en lo más íntimo del alma. "Yo no salgo sino muy rara vez y es cuando me aburro demasiado en la casa y me fastidio y no sé qué hacer. En mi fondo soy muy distinto de lo que aparento ser en la casa. Después del 18 he salido una vez y junto con el joven Meza fui a la Quinta y no pienso ir más porque cuesta un peso la entrada. Sólo he salido a paseo una vez después del 18 y no he gastado más que tres pesos. Me dices que me gusta entrar en casas corrompidas. Yo no debía contestar. Cuando salgo no saben dónde voy. No voy a esas casas. Antes gastaba todo lo que me quedaba y en lo que más he gastado ha sido en libros, comprar tantos libros como son los que tengo. Con el joven Meza voy al teatro o a las pastelerías. He salido tres veces y habré gastado unos ocho pesos en el espacio de cuatro meses. . . Al leer tu carta se me han salido algunas lágrimas. Tan poco que reflexionas, pareces una loca. Te han dicho que yo no tengo cariño a nadie, que sólo pienso en darme gusto. Porque siempre hablo de paseos, pero lo hago sólo por hablar". Toda la época negra de su juventud, las dudas amargas, las insoportables zozobras, todo sale en una última queja adolescente:

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"Yo no retrocederé jamás; aunque vaya al abismo siempre tendré cuidado de ir por buen -m camino. En el desierto de la vida sólo hay dos caminos: el uno, que es el más grato y más largo, el mejor, del amor y la felicidad, lleno de encantos; y el otro es muy corto, sólo hay un paso. . . y ahí termina todo. Desde que te amé he marchado por el primer camino, pero poco me importa seguir por el otro; estoy dispuesto a todo. Durante esta escritura se me han salido muchas lágrimas". Guadalupe le contestó arrepentida y se reunieron en Los Andes el 8 de diciembre. Recabarren luchaba desesperadamente por mejorar su situación económica y corresponder en parte a las ambiciones de su prima. Desde agosto era regente de la imprenta y ganaba veintiún pesos a la semana, de los cuales trece eran para su madre y el resto lo depositaba en la Caja de Ahorros. Contaba con un préstamo que le haría su patrón para costear la ceremonia religiosa. A fines de diciembre su voluntad comenzó a flaquear, al salir un día de la imprenta se sintió más cansado que de costumbre y, al llegar a casa, se acostó consumido por una alta fiebre. Volvió a la imprenta al día siguiente y continuó trabajando a pesar de la influenza que iba minando sus energías. Así pasó la Navidad y el Año Nuevo, solo, sin medicinas, febril, incapaz de redactar una carta a Guadalupe, preocupado con la fecha de su matrimonio que veía acercarse como un plazo fatal, sumando pesos y centavos bajo una corte de fantasmas que le amenazaban con candelas y azahares desde las paredes tenebrosas de su cuarto. Apenas restablecido hizo una última visita a Los Andes y prometió solemnemente que se casaría en la fecha señalada. Días antes de la ceremonia se atrevió a pedir una postergación de cinco meses que le fue denegada y su postrera misiva de soltero es un en-ternecedor mensaje de auxilio ante lo irremediable. "Dices que es imposible postergar nuestra unión porque has avisado a tus amigas, pero con qué se hace si no hay dinero. Haré cuanto pueda por salvar este compromiso. Mi mamá no tiene ahora ni un centavo. Yo voy a ver si el patrón me puede prestar algo. Mi mamá también anda buscando plata. . .". Tales contingencias carecían de importancia para Guadalupe, quien respondió escuetamente: "Aquí todo está preparado. Mi mamá tiene mandados a hacer los dulces, yo tengo hecho el vestido de seda. Ahora estoy haciendo el vestido de luto. Sólo falta que tú vengas. No dejes de venir el lunes con la Juanita, para que alcancemos a hacerlo el día fijado". Y Recabarren, por supuesto, no dejó de irse el lunes para que se hiciera "el día fijado". Llegó con su madre y dos hermanas, Mercedes y Juana. Su padre no figuraba en los asuntos familiares; había desaparecido por completo de la vida hogareña. Fue una boda de dulces chilenos y de brindis en la copa verde de las alamedas de Los Andes. Recabarren se casó con tongo, él que ya era un obrero, y pasó entre abrazos, comedores y azahares, con la impresión de que arrancaba su pequeña vida del retablo provinciano para echarla como una tuerca en el engranaje triturante de la ciudad grande. ¿Hasta dónde le acompañaría Guadalupe? Ella, con su mundo dividido en "caballeritos" y "mujeres ordinarias" ella, que quería verlo sentar cabeza en una casita de barrio, en un corredor con tímidas macetas, en un dormitorio triste, clavado el desamparo entre el Corazón de Jesús y las palmas de un Domingo de Ramos, ascendiendo de un traje negro a un traje gris, de obrero a capataz, de capataz a empleado público, de empleado público al mausoleo de la sociedad de socorros mutuos. ¿Hasta dónde marcharían juntos? El, que ya sentía otra vez el ardor del viento marítimo en los labios y los cielos verdes y rojos de la pampa nortina enderezando su alma de aventurero, él, que ya se iba quemando las manos en la política revolucionaria y para quien la pobreza no podía ser sino una puerta hacia las masas obreras y combativas. Al menos esa tarde se portaron como se acostumbra. Atardeciendo, sale un tren para Santiago, tren que va abriéndose paso por las llanuras, potreros y alamedas. Aún no se divisa el San Cristóbal cuando ya la noche desciende sobre los cerros. El pitazo del tren sacude a los pasajeros adormecidos. La pareja se estrecha con nerviosidad. Entran a la Estación Ma-pocho y bajan a un mundo febril de maletas, canastos, paquetes, gorras coloradas. Sudan los grandes ejes de acero y sueltan bufidos de vapor por entre las piernas de la muchedumbre. Sigue sonando una campana y ellos salen a la plataforma, atraviesan rápidamente la

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plaza y buscan un cuarto de hotel cualquiera, allá arriba, mirando el Cerro San Cristóbal, sobre un aviso luminoso que enciende y apaga un Cinzano colorado. La política chilena cambió marcadamente a raíz del derrocamiento de Balmaceda. Del presidencialismo absolutista se pasó sin transición a los extremos del régimen parlamentario. Establecido el sistema del voto acumulativo, la importancia del Presidente reducida a un mínimo y sin tener el pueblo la oportunidad de participar positivamente en la administración pública, las cámaras se convirtieron en asilo de caudillos enceguecidos por el ansia del poder. Algunos, los más hábiles, lograron movilizar a las masas, utilizando consignas de redención social mal aprendidas en traducciones de manifiestos políticos europeos. Estos demagogos no imaginaron el efecto que iban a alcanzar sus prédicas y muy pronto fueron barridos por auténticos jefes populares quienes, no contentos con oír el eco de los profetas del socialismo moderno, buscaron personalmente las fuentes, asimilaron las nuevas ideas y se lanzaron a difundirlas en genuino apostolado. Para ellos fue una revelación encontrarse con las ideas anárquico-cristianas de Francisco Bilbao, cuya obra Sociabilidad chilena, escrita con exaltado fervor lírico, había planteado ya, a mitad del siglo XIX, la necesidad de una reforma social en Chile dirigida contra una aristocracia económica que había tergiversado la significación de las guerras de la Independencia. Bilbao reconoció el advenimiento de una nueva clase, principalmente comercial y artesana, cuyo poder social y económico la autorizaba para exigir una responsabilidad en el gobierno. Los obreros de fines de siglo estudiaron sus ideas con fervor religioso y le organizaron un culto que iba a durar muchos años. Comenzó en Chile la era de las organizaciones mutualistas. En amplias casas de los arrabales san-tiaguinos, en patios floridos y corredores de piedra, iban naciendo las primeras sociedades de socorros, escuelas y cooperativas, grupos deportivos, instituciones todas de muy escasa orientación política. Era la época de los primeros abnegados, de los líricos de la insubordinación, la inicial generación de líderes proletarios ensayando sus pasos en una marcha que sería el origen del sindicalismo chileno. Los falsos caudillos que cínicamente explotaron las ideas de las revoluciones europeas de mediados del siglo, de pronto, hubieron de enfrentarse a las consecuencias de su propaganda. Para ellos la lucha había terminado con la conquista de un sillón parlamentario durante los gobiernos de Montt, de Errázuriz, de Riesco. La política consistía en derrocar gabinetes y succionar febrilmente los tesoros del fisco que ya se nutría en abundancia de empréstitos extranjeros. Por los sectores proletarios circulaban folletos de toda clase: los nombres de Bakunin, Kropotkin, Grave y Tolstoy gozaban de gran popularidad; se discutían sus ideas, se las contrastaba con duro criterio analítico. Se hablaba de fundar periódicos. Hasta el cuarto de Recabarren llegaron las Palabras de un rebelde, La conquista del pan, El catecismo revolucionario, La sociedad futura. El comienzo de su interés por tal literatura pudo ser la prédica de un camarada de oficio; después, él mismo gastó sus ahorros comprando esas publicaciones. No obstante su educación católica, leía la propaganda anarquista sin escrúpulos. ¿Miseria, ignorancia, esclavitud? El las comprobaba a diario entre sus compañeros de faena. "Trabajo, pan, riquezas, instrucción, justicia y libertad para todos", decía el programa anarquista publicado en Roma. El pueblo chileno era explotado en la ciudad y en los campos, en las pampas salitreras y en las minas del carbón; las riquezas del país eran acaparadas por unos pocos, cuando no eran entregadas a consorcios extranjeros; el país marchaba irremediablemente a una ruina cuya única alternativa parecía ser convertirse en colonia de un conglomerado imperialista. El mismo, su propia vida de esfuerzo y sacrificio, obrero desde los once años, sin oportunidades para educarse sistemáticamente, atado y rematado en la esclavitud del oficio de tipógrafo y en la soledad de su cuarto de estudio ¿no era una digna ilustración para el Catecismo revolucionario? Es verdad que el anarquismo era ateo y que proclamaba el culto a la violencia en frases de un apasionamiento casi patológico. Pero Recabarren no sólo leía a Bakunin, sino también

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a Tolstoy y éste afirmaba que "el amor es la ley suprema de la vida". Por otra parte, los anarquistas hablaban del "establecimiento de sociedades cooperativas de producción como base del estado libre" y este aspecto constructivo de sus doctrinas contrapesaba los desmanes del fanatismo. Un párrafo del Catecismo revolucionario impresionó sobre todo a Recabarren. En él Bakunin dice: ". . . el revolucionario es un héroe consagrado a sí mismo. No debe tener intereses personales, ni sentimientos, ni propiedad. Debe abstraerse enteramente en un solo pensamiento: la revolución. Es moral todo lo que favorece a la revolución. Entre él y la sociedad hay una lucha a muerte, un odio irreconciliable. Debe estar siempre pronto a morir. . .". Por encima de la siniestra exaltación de este fanatismo, Recabarren veía en esas palabras una expre-sión de su propia angustia. He ahí la glorificación me-siánica del individuo, la invitación a darse enteramente en una causa que encierra paradójicamente tanto el desprecio a la humanidad, como el sublime deseo de sacrificarse por ella. Odio, amor y violencia; cinismo y candor, todo eso debía seducir a quien, como él, salía de una crisis sentimental y entraba a los dominios del sexo y del intelecto quemándose en dudas. En el fondo, no había perdido la fe religiosa, pues, cuando más angustiosas eran sus tribulaciones, cuando más intensa se hacía la desesperación de vivir, y sus ansias de reparar las injusticias sociales se traducían en audaces blasfemas, entonces se sabía im-potente y terminaba clamando a Dios. Sin embargo, el martilleo anarquista era implacable; su amplio camino iluminaba el rostro del idealista, su enérgico llamado golpeaba reciamente contra los cimientos de un misticismo juvenil y paulatinamente minaba su base, anunciando la destrucción cercana. ¿Acaso no estaba reemplazando una fe por otra? ¿Un idealismo cristiano por otro revolucionario? ¿Una redención por otra? La extraña combinación de Tolstoy y Kropotkin, de Bakunin y Grave, las acrobacias de la sensación —el terrorismo—, hacían del anarquismo un credo de intelectuales en el cual Recabarren hallaba un cómodo clima religioso-revolucionario que no lo obligaba a nada, pero que lo hacía vibrar, preparándolo de este modo para posteriores trances de su vida política. Recabarren se había incorporado al Partido Demócrata en 1894, pero no actuaba. Parecía evitar ins-tintivamente la política de maquinaciones electorales y de componendas parlamentarias que tanto atraía a dirigentes como Malaquías Concha —fundador del Partido Demócrata—, Ángel Guarello y Artemio Gutiérrez. En cambio, proseguía lentamente en su tarea de asimilar la literatura anarquista y de someterla al análisis de su espíritu fuertemente enraizado en la tradición cristiana. Acaso buscaba Recabarren el punto de contacto entre una teoría de drástica acción revolucionaria y el fondo humanitario de su simpatía por la causa del pueblo. Se preguntaba, por qué el ejemplo de Bilbao no había dejado huellas más concretas en Chile y por qué el pensamiento católico de fines del siglo XIX, desdeñando el estudio de las cuestiones económicas y sociales, continuaba atrin-cherándose en las odiosas barreras del capitalismo oligarca. Desconcertado ante soluciones que no le convencían del todo, no era sólo su ideología la comprometida en esos instantes de crisis, era también esa zona más vaga y sutil de las emociones sociales y la conciencia de su responsabilidad frente a los diferentes grupos que le ataban con lazos diversos y hasta contradictorios. Recabarren evolucionaba hacia el materialismo. Iba perdiendo la fe religiosa en un proceso en que los argumentos teológicos caían bajo la fuerza dramática de los argumentos políticos y sociales. Dentro de la tradición católica en que se había educado faltaba la punta de lanza, genuina y sólida, de la revolución social inspirada en los principios de Cristo. Cuando el Partido Conservador incorporó a su programa las ideas de la encíclica De Rerum Novarum de León XIII en 1901, fue para seguir a la retaguardia de un movimiento de reivindicación social que las fuerzas obreras habían puesto en marcha aún antes de tener su propia organización política. Coincidió, pues, en Recabarren esta crisis religiosa con su estudio y valoración de los fenómenos sociales de su patria. Por otra parte, no sería aventurado afirmar que su afiliación a los movimientos políticos de vanguardia ocurrió en los mismos instantes en que. traspasaba la línea de la clase media católica y empobrecida en que

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naciera, para formar filas en una clase obrera a la cual veía surgir como el factor determinante de la revolución social del nuevo siglo. Recabarren comenzó a frecuentar más asiduamente las asambleas de la Agrupación Demócrata de Santiago e intervino en sus debates, ganando aplausos con su fácil e inspirada elocuencia y sus audaces comentarios políticos. A pesar de no tener sino veinte años, hubo quienes le propusieron, de inmediato, para desempeñar cargos de responsabilidad en el partido. Pero el joven tipógrafo se apegaba demasiado a la doctrina; era muy duro para juzgar las "pequeñas" desviaciones y compromisos de los dirigentes; su puritanismo revolucionario podía tornarse peligroso en ciertas circunstancias. El Partido Demócrata, fundado en 1887 a raíz de una escisión en el Partido Radical, no lograba despojarse de sus tendencias mutualistas y, políticamente, se contentaba con desempeñar el papel de comodín en el juego de las mayorías parlamentarias. Recabarren venía a plantear por primera vez en el seno del Partido la reconciliación del espíritu evangelista de Bilbao con la lucha política de valor práctico inmediato. Las agrupaciones demócratas vivían de las contiendas electorales. Se agitaban cuando un sillón par-lamentario se ofrecía al mejor postor o cuando un candidato presidencial era proclamado bajo el sonoro tintineo de los pesos fuertes. Recabarren quería educar a las masas e interesarlas en la política ofreciéndoles una base teórica que las pusiera a salvo de todo oportunismo. El Partido debía crecer y unirse férreamente. ¿Cuáles debían ser los principales medios de combate? La prensa, el folleto, las conferencias, el trabajo parlamentario, las giras de propaganda. Pero, sobre todo, la prensa: soñaba con fundar un periódico para servir al pueblo en todas sus campañas, un periódico que fuera el espíritu mismo de sus consignas, que contara con amplia y variada colaboración y que llegara a ser el instrumento preponderante de todo partido obrero. En las elecciones parlamentarias de 1894 había triunfado por primera vez un candidato demócrata, Ángel Guarello, y Recabarren recordaba el episodio como un escándalo de cohecho y de fraude. Toda lucha revolucionaria era inútil si el pueblo se vendía con semejante descaro a los grupos oligárquicos. El régimen parlamentario había elevado el cohecho a la categoría de institución nacional y hasta los partidos populares lo toleraban y lo utilizaban. No obstante su repugnancia por las corrompidas maniobras de los dirigentes, Recabarren se abstuvo de provocar una división y, por el contrario, animó a sus compañeros a buscar un remedio dentro de los marcos del Partido, estableciendo así una especie de tregua que le permitiría preparar sus armas y organizar sus cuadros para las campañas que se avecinaban. Su vida matrimonial asumía, por otra parte, un tono ambiguo, característico de las relaciones que mantendría siempre con Guadalupe. Ella se había marchado a Los Andes a esperar el nacimiento del primer hijo y desde allá lanzaba sus pequeños dardos que Recabarren recibía con benevolente indiferencia, tal vez secretamente convencido de que esa separación no era sino el comienzo de una ruptura. En una carta escrita en 1897, cuando el hijo, Luis, cumplía un año, dice Recabarren: "Dile al Petoto que se acostumbre a estar sin mí. . .". Tal cosa, que pudiera tomarse como una observación casual, pudo ser también el presentimiento de que en su vida de luchador revolucionario los lazos familiares tendrían que ser sacrificados una y otra vez y que los combates decisivos los afrontaría irremediablemente solo. Sus esfuerzos se orientaban entonces a la adquisición de una imprenta propia que le permitiera independizarse económicamente y publicar un periódico de propaganda y difusión de sus ideas reformistas. Pero los gastos de casa postergaban tal empresa. Recabarren no tomó una parte activa en las elecciones presidenciales de 1896 y el triunfo de Fe-derico Errázuriz Echaurren le vino a ofrecer una prueba más de que su partido, que apoyara al can-didato de la Alianza Liberal, Vicente Reyes, no ganaría jamás una victoria popular mientras continuara usando las armas del cohecho y la demagogia. Con este convencimiento aceptó la

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invitación que le hiciera Artemio Gutiérrez a colaborar en un nuevo periódico llamado El Demócrata y su mensaje se difundió tan rápida y certeramente que, poco después de iniciadas sus labores de periodista, fue elegido Secretario de la Agrupación Demócrata de Santiago. Don Artemio le frenó los impulsos, sin embargo, obligándolo a suavizar sus campañas para "no herir suscep-tibilidades ni perjudicar el prestigio del partido". "El partido necesita un periódico independiente —alegaba Recabarren—. Un instrumento revolucionario que interprete el sentir del pueblo asalariado y que le infunda valentía y orientación". Ese periódico no podía ser El Demócrata con sus montañas de versos sentimentales y actas de insípidas sesiones del partido, con sus tanteos oportunistas y sus claudicaciones. Hacía falta algo nuevo, la voz auténtica del sector izquierdista entre los demócratas y de la ideología que empezaba a cristalizar en la Alianza Liberal. En 1897 Guadalupe dejó otra vez a Recabarren para esperar en Los Andes el nacimiento del segundo hijo. ¿No podría ella convencer a sus parientes que aportaran fondos para que su marido pudiera adquirir una imprenta? Al parecer, ella hizo un verdadero esfuerzo por conseguir tal cosa, pero regresó a Santiago con un niño, Armando. . . y sin dinero. Recabarren no cejó en sus empeños por mejorar sus finanzas: obtuvo préstamos y créditos, halló socios y logró, al fin, hacerse de una imprenta. Con la emoción del primer triunfo olvidó amarguras y rencores. Escribió sentidas cartas de añoranza y versos de cariño para los hijos. "Tu ausencia —le escribió a Guadalupe— me es muy penosa. El sueño por la noche, a pesar de que me acuesto tarde, no viene con su calma de antes. Los llantos y gritos de los chiquitines me hacen falta, como asimismo tus enojos. . .". El 22 de enero de 1899 apareció el primer número de La Democracia. En la nómina del consejo edi-torial figuraban: Florentino Vivaceta, como Director; Honorato Farías, de Sub-Director, e Isaías González y Recabarren, como Secretarios. La Democracia se publicaba los domingos y desde el primer número anunció a los lectores que trataría de convertirse en diario mediante la formación de una Sociedad Anónima, cuyas acciones se ofrecerían en venta al público. En su primer editorial Recabarren declaró: "Trataremos de interpretar fielmente las aspiraciones e ideales del proletariado de nuestra patria". La crónica era de interés actual y las noticias se destacaban en forma breve. Los comentarios aparecían dispuestos en secciones especiales, cada una a cargo de un re-dactor determinado. La situación política nacional, lo mismo que las informaciones extranjeras, las colaboraciones de índole literaria y las cartas de los lectores, ayudaban a dar al periódico un tono dinámico que era desusado para la época. Su éxito fue instantáneo, pero efímero. Aunque la circulación aumentó de manera apreciable hasta el punto de que a los pocos meses Recabarren podía fundar la sociedad que debía convertir a La Democracia en diario, los editores no lograron cumplir con los compromisos que habían contraído y, a pesar de todos sus esfuerzos, tuvieron que suspender la publicación y esperar una oportunidad más propicia para reanudarla. Desorientado, sin fuerzas todavía para rehacerse de este fracaso, Recabarren debió soportar un nuevo golpe: antes de cumplir los dos años murió Armando, su hijo menor. En sus hijos había descubierto el luchador la zona de ternura y jubilosa esperanza que él no conociera en su propia niñez, en ellos se afirmaba la razón de su hogar y verlos crecer era como ir moldeando en sus propias manos las raíces de un afecto en que podía sentirse una vez más unido a Guadalupe. Acaso tuvo una instantánea imagen de su triste condición en esos días. Cumplía los veintitrés años debatiéndose en la miseria. Era un obrero pálido y enjuto, vestido siempre con ropa oscura, muy en-deudado y muy anárquico. Su primera aventura periodística había fracasado bajo la mirada hostil o escéptica de los viejos tiburones de la política. Y ahora la muerte le rondaba arrebatándole a los hijos. Las canas prematuras eran marca de ruina en su cabeza.

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Pero de la desgracia familiar salió una vez más al combate y, ahora, asumió totalmente la responsa-bilidad de La Democracia. Buscó el pulso de la campaña Presidencial que se avecinaba, puso el oído a las quejas del pueblo, oyó a técnicos y políticos, se esforzó por comprender el mecanismo esencial del desorden político y económico que estrangulaba a Chile en los postreros años del siglo XIX, la razón íntima de una contradicción que mostraba al país rebosante de riquezas y al pueblo sumido, cada vez más, en una pobreza abyecta. Dirigió sus ataques contra la administración Errázuriz y los gobiernos oligárquicos que la habían precedido. La imprevista e inmensa fortuna que significó el salitre para Chile trajo como consecuencia una ex-traña situación. La banca chilena, según el testimonio de Agustín Ross en su obra Los bancos de Chile (1886), había contraído "préstamos excesivos, más allá de lo lícito dado su capital efectivo y real, y para procurarse recursos que su propio capital no les proporcionaba, forzaron a la circulación valiéndose de astucias, como la fundación del Banco de la Alianza, una gran masa de billetes enteramente desproporcionados con los fondos que tenían en caja para convertirlos". Y en su folleto La cuestión económica (1888) agrega: "El servicio de la deuda exterior nos cuesta sumamente caro, pues el término medio de los intereses que pagamos por la suma en pesos chilenos que realmente recibimos es el 11,72%, rigiendo el cambio de 24 d. y aún hay un empréstito (el de 1867) que nos cuesta el 15% por intereses y en la amortización del capital del mismo tenemos que emplear diez pesos para pagar cuatro pesos que recibimos. ¡Maravillas del papel moneda! No se quiere que suban los intereses, pero sí se quiere que el Estado pague hasta el 15% por su deuda exterior, que los FF. CC. dejen pérdida por seguir cobrando fletes en papel y pagando sus gastos con relación a metálico, que todos los consumos de mercaderías extranjeras y nacionales suban enormemente, estrechando la situación de la gran mayoría del país para dar tiempo así a los productores deudores que se benefician a costa de otros, cancelando sus deudas con valores nominales". El salitre vació en Chile una riqueza que nadie en las altas esferas de la política y de las finanzas quiso poner al servicio del engrandecimiento del país y del mejoramiento económico de las masas obreras. Se gastaba el dinero, se derrochaba, mejor dicho, pero la nación iba hundiéndose irremediablemente en una bancarrota que resultaba patética en sus aires de festividad. Cuando alrededor de 1860 la población del oeste norteamericano inició la explotación en gran escala de sus maravillosas tierras, la agricultura chilena sufrió un rudo golpe y vio bajar espectacular-mente el índice de sus exportaciones. El peso comenzó una carrera de depreciación que nadie pudo ya detener: de los 39, 1/2 d. que valía en 1878 bajó a 26, 1/4 diez años más tarde y, en 1898, había llegado a 16,1/2 d. La economía chilena entró, entonces, a un proceso de crisis intermitentes cuyos puntos álgidos se manifestaron en 1858, 1859, 1860 y 1861; en 1876 y 1878, a causa de las malas cosechas y los problemas monetarios; en 1884, año en que volvió a bajar el índice de exportaciones agrícolas, además del precio del cobre y de la plata; en 1894 y 1896 como resultado de la catastrófica revolución de 1891, y de los gastos en armamentos para un posible conflicto con la Argentina; en 1898 por el fracaso de la conversión metálica y la emisión excesiva de papel moneda que provocó una desenfrenada especulación. ¡En este mismo año de 1898 se contrató un empréstito por va-lor de cuatro millones de libras esterlinas para adquirir armas y barcos de guerra! A fines del siglo XIX el promedio del salario del campesinado chileno correspondía a la octava parte del de los trabajadores norteamericanos, a la quinta parte del de los ingleses y a la cuarta parte del jornal de los argentinos. El obrero de las salitreras ganaba seis pesos diarios como término medio y debía gastar cerca del 90% de esta cantidad en comprar sus alimentos a precios que imponían las compañías en los almacenes donde se le obligaba a canjear sus fichas. ¡Empréstitos, empréstitos!, era el grito de combate de los gobernantes. Chile empezaba su carrera de deudor, las masas aprendían un arte en el que llegarían a ser maestras: vivir al fiado, endeudarse para subsistir, hipotecar el futuro para justificar el mendrugo que recibían de los poderes

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económicos extranjeros. Los empleados y obreros no parecían darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. La prensa radical y demócrata proclamaba elocuentemente la solidaridad social, la justicia y la igualdad, pero nada decía de las peripecias del pobre peso chileno, nada del salitre que salía del país para convertirse en oro en el extranjero, mientras atrás dejaba su disfraz de escuálido billete. En 1890 había estallado la primera gran huelga proletaria en Chile: los obreros de la pampa se levantaron para protestar contra las compañías salitreras que les pagaban sus salarios no en dinero, sino en fichas que, como se ha dicho, sólo podían canjearse en las pulperías de las empresas. Esa violencia obrera que encendió la pampa como una rápida llamarada fue un simple anuncio de los combates que muy pronto marcarían los comienzos de la revolución industrial del siglo XX. Desde las columnas de La Democracia Recabarren reveló el fracaso de la política económica del gobierno de Errázuriz y llamó la atención sobre los peligros de su política internacional, y sobre la imperdonable entrega de las riquezas nacionales a los imperialismos extranjeros. Condenó, asimismo, la pasividad ante el cohecho y, analizando el conflicto con la Argentina, se esforzó por contrarrestar la propaganda chauvinista que algunos políticos difundían entre las masas previniendo situaciones electorales. Frente a las elecciones presidenciales de 1901 se pronunció por la libertad de acción del Partido Demócrata. Las fuerzas políticas se habían agrupado alrededor de tres candidatos: Pedro Montt, apoyado por conservadores y nacionales, Germán Riesco y Claudio Vicuña, aspirantes a los votos liberales, radicales y liberales democráticos. Riesco obtuvo el beneplácito de Malaquías Concha y, naturalmente, se transformó en el blanco predilecto del ala izquierdista del Partido Demócrata. Desde las columnas editoriales de La Democracia Recabarren declaró: "Entre los dos no hay uno que escoger. No seamos Riesquistas ni Monttistas. Seamos demócratas". Descartaba a Vicuña con clarividencia política. En marzo de 1901 se llevó a cabo la convención liberal-balmacedista y Germán Riesco resultó elegido candidato a la Presidencia con 195 votos entre 303, después de repetidas escaramuzas y votaciones en que Vicuña no logró la mayoría necesaria y optó por retirarse de la lucha. El Partido Demócrata convocó, a su vez, a una convención en el mes de abril. Recabarren fue ele-gido delegado por Tocopilla, donde se le conocía y admiraba por las campañas revolucionarias de La Democracia. El Partido Demócrata acordó apoyar a Germán Riesco, pese a la oposición cerrada de Recabarren, cuyas fuerzas habían sido tan poderosas como para elegirlo Vicepresidente de la convención. Recabarren acató disciplinadamente el veredicto del partido y no fue ajeno a la mayoría de electores que Riesco consiguió en junio de 1901. En pocos meses Recabarren había transformado su vida.De la pasividad de sus años de estudios po-líticos y de aprendizaje obrero entraba ahora a una etapa de acción intensa. El periódico le exigía una devoción constante y las campañas partidarias le llevaban de una asamblea a otra hasta altas horas de la noche. Guadalupe reaccionó como era de esperarse. En una ocasión, habiendo asistido Recabarren a un banquete del Partido Demócrata, lo esperó ella toda la noche y, ya en la madrugada, decidió tomar sus represalias. No le dio en la cabeza con un rodillo, pero sí rehusó abrirle la puerta. Recabarren ardió de rabia en el frío del amanecer. . . Más tarde le dijo a Guadalupe que era una mujer insoportable, y ella respondió marchándose a Los Andes. A raíz de otro de estos viajes Recabarren escribió: "Estaba creyendo que tú me amabas de corazón como yo te amo, pero ya me voy desengañando y comprendiendo que tu cariño desaparece. Mientras yo procuro hacerte pasar una vida feliz, tú, en cambio, te portas a veces cariñosa, las más veces díscola, irritante, atrevida. Tú eres la que me abandonas sin dejarme un centavo sabiendo que yo te había entregado

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todo mi sueldo. No sabré comprenderte. . . lo que veo es que tendré que lamentar que no pueda pasar una vida tranquila y llena de encanto como la necesito, por más que te lo haya dicho día a día desde que vivo unido a ti. Tú te hallas siempre dispuesta a ver en mí lo malo y a prejuzgar intenciones que mi honradez, mis cualidades, mi modo de ser rechazarán siempre. . .". La situación de La Democracia volvió a tornarse crítica. Recabarren fue a Valdivia como delegado a una convención demócrata y allí se le eligió Secretario General del partido. Iba a cumplir veinticinco años. Su gran capacidad de trabajo, la pureza intachable de su posición doctrinaria y su sobria tenacidad le iban conquistando un firme prestigio entre las masas. No era más que un muchacho, pero en su juventud se presentía el aliento de las vocaciones heroicas. La clase media de modestos recursos veía en él al visionario que atravesara la línea social sin la menor vacilación, reconociendo en su posición económica el destino inminente de gran parte de la pequeña burguesía chilena: su asimilación a la clase obrera. El proletariado, por otra parte, en especial el de las minas y las pampas salitreras, parecía evaluar su contextura de líder y, poco a poco, se dejaba ganar por el ímpetu de su apostolado. La capital le iba resultando pequeña, inadecuada. Le disgustaba el centralismo de los santiaguinos, el ambiente corroído por la política de baja alcurnia. Había que templar sus armas en contacto directo con el gran enemigo que no estaba exactamente en los choclones de barrio, ni aun en las salas parlamentarias, sino en el mundo más vago y siniestro de los consorcios internacionales y de sus vanguardias criollas unidos en pactos secretos. Su interés inmediato era Valparaíso. Al puerto le unían lazos sentimentales y recuerdos de familia. A mediados de 1901 dejó de aparecer La Democracia y Recabarren partió a Valparaíso. La familia seguiría después. Se empleó ganando dieciocho pesos semanales. Al poco tiempo estuvo en condiciones de trasladar su imprenta y llamó a Guadalupe, pero ella dudó de las ventajas del cambio. Recabarren no cejó y reconviniendo, aduciendo toda clase de razones, trató de ganársela y de salvar una vez más la unidad del hogar. En una de sus cartas expresa con genuino candor esta lealtad a los suyos: "Yo me mato trabajando —dice— para ver si alguna vez puedo encontrar la felicidad que quiero para ti y para Luisito, y sólo encuentro en ti reproches y ofensas que me amargan la vida. Tú sabes muy bien que mi carácter es para ser feliz. Sin embargo, si trabajo y me afano no es para mí que no necesito nada, todo lo que quiero es para ti y nuestro hijo. Te he dicho que aquí tengo trabajo para toda la vida y me dices que no tienes ganas de venirte porque no hay nada seguro. Vuelvo a repetírtelo: aquí tengo trabajo permanente y el sueldo irá aumentando poco a poco. De periódicos no tienes nada que preocuparte porque son cosas que tú no sabes. Yo no estoy aquí ni con Jara ni con nadie, y el periódico que han sacado en nada interrumpe lo que yo pienso hacer". Guadalupe amargaba a su esposo con suspicacias infantiles y mordaces observaciones sobre sus proyectos y su actividad política, es decir, sobre aquello de más íntimo y preciado que guardaba la vida del líder obrero; se oponía por principio a sus empresas, le irritaba con objeciones absurdas y cuando la discordia amenazaba provocar una ruptura fatal, se rendía saboreando los detalles de la reconciliación. Se reunieron en Valparaíso y Recabarren comenzó a frecuentar las asambleas demócratas del puerto, preparando así el ambiente para la reaparición de La Democracia. Por aquellos años el movimiento obrero Á de Valparaíso asumía caracteres nítidamente revolucionarios. El 12 de mayo de 1903 los obreros de las compañías Inglesa y Sudamericana de Vapores se habían declarado en huelga para exigir un aumento de salarios. El gobierno rehusó intervenir en el conflicto y la protesta de los obreros fue ahogada en sangre: se combatió en las calles, en las puertas de las agen-

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cias y de los almacenes, y frente a palacios aristocráticos. El saldo fue de treinta muertos y más de doscientos heridos. El edificio de la Compañía Sudamericana de Vapores fue saqueado e incendiado. La huelga, sin embargo, no había tenido vinculación política; las masas se rebelaron impulsadas por la miseria y el desamparo. En estas circunstancias se realizaron las elecciones municipales y parlamentarias de ese año. Reca-barren alcanzó a publicar La Democracia antes del torneo electoral y contribuyó, sin duda, a la elección de Ángel Guarello y de varios regidores demócratas. Por su actuación en una Mesa, Recabarren se vio envuelto en un proceso, a raíz del cual fue condenado a dos meses de prisión. Los partidos de izquierda, sus parlamentarios tanto como su prensa, protestaron vigorosamente. El nombre de Recabarren atrajo la atención de las asambleas políticas no sólo de Valparaíso, sino de otras ciudades que ya contaban con organizaciones obreras bien definidas, como Tocopilla e Iquique. Nada pudo probarse contra él y se le absolvió de todo cargo. Desde la cárcel escribió artículos . de protesta y entabló relaciones con los delegados de la Mancomunal de Tocopilla, especialmente con Gregorio Trincado, quien no vaciló en proponerle la dirección de un nuevo periódico llamado El Trabajo. Le ofrecían un sueldo de ciento cincuenta pesos mensuales. Recabarren, con el espejismo pampino relampagueando ante los ojos, aceptó sin demora. Se confiaba a su intuición. Presentía las heridas y la sangre en que se iba a forjar su alma de luchador, la cruel incógnita contra la cual iba a chocar su impostergable ansia de combatir y de resolver en el desierto el destino de las masas obreras. La pampa le dolía con el ardor de una llaga en el costado. La respiraba en el aire salino del puerto como una mezcla de asperezas, de amarguras, de violencias desatadas. Las multitudes le aguardaban quemándose en el fondo luminoso de las mesetas salitreras. Heridas por un pasado de abusos y explotaciones, ignorantes, hostiles ante el invasor sajón y sus secuaces criollos, podían rebelarse en cualquier momento y, descubriendo el camino de su liberación, echarse como una lava sobre sus enemigos. En ese caso los infelices que simulaban dirigirlas desde los proscenios tristes del mutualismo serían barridos sin piedad. ¿Dónde estaría él? ¿Confundido entre los mamócratas? ¿Huyendo o combatiendo en la vanguardia . La oferta de la Mancomunal de Tocopilla era el llamado que esperaba. Se enfrentaría por fin al pue-blo que hasta entonces había sido más bien una consigna en su periódico, una palabra que modulaba en todos los tonos pero siempre le dejaba un vacío en las manos. El pequeño agitador asumía la responsabilidad de un líder proletario: la prisión y el destierro acecharían, en adelante, sus pasos. Un grupo numeroso de obreros acudió al muelle para darle la despedida. El 22 de septiembre de 1903 partió acompañado de su mujer y su hijo, trece años después de aquel viaje a Coquimbo en que pareció descubrir su vocación revolucionaria. Esta vez. comprendió con mayor certidumbre que entonces las voces de Chile extendidas sobre su costa interminable: eran voces airadas, duras y amenazantes, voces que apretaban su pecho de visionario como tenazas y hurgaban allí, sangrándole, para mandarle herido por una insaciable sed de justicia. V Recabarren conversaba en tono suave y comedido; las palabras salían como alumbradas por la expresión risueña de sus ojos. Para Trincado había mucho de misterio en la figura del joven líder. El contenido ardiente y revolucionario de su plática parecía no corresponder a la dulzura de la mirada ni a los gestos suaves, casi acariciadores, de las manos serenas, paternales. ¿Había algo de oriental en sus ojos? Acaso tal impresión venía del peso de los párpados y la luz estrecha y rápida, en extremo perspicaz, de la mirada.

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—. . . Es necesario abarcar toda la pampa —decía— hasta el último extremo de la gran meseta y poner las masas en marcha, organizar, organizar, discutir y convencer hasta al obrero más humilde, despertarlo a la conciencia de su responsabilidad y de sus derechos. Cierto, ustedes han luchado y han luchado bien. Les han hecho frente a las autoridades tanto como a los grandes empresarios de la explotación salitrera. Pero no hay plan, no hay sistema aún en la Mancomunal. —¿Cuántos miembros tiene en la actualidad? —Tres mil, poco más o menos. —En cosa de un año, si no me equivoco. —Nos organizamos el primero de mayo de 1902. —Pues bien —continuaba Recabarren— con toda esa fuerza debían ustedes estar jugando un papel más importante en la política del país. No basta con la huelga aislada y la protesta a media lengua. Es como ir donde el patrón a tirarle la manga para que nos preste atención. Todavía pesa sobre ustedes la tradición mutualista. Se trata de otra cosa, compañero ... Trincado lo observaba con curiosidad. ¿Qué fuerza movía al joven tipógrafo? ¿Un resentimiento, un evangelio, un patriotismo de base humanitaria? ¿Ambición, ansias de mandar? ¿Qué le llevaba a correr la peligrosa aventura del Norte seguido por su mujer y el hijo pequeño? ¿La Sagrada Familia? ¿Descubrirían en él los obreros de la pampa al mesías de la buena nueva revolucionaria, en cuyas manos se consagraba el don de la libertad y la dignidad humana? —... la emancipación económica y social que buscamos la hemos de conquistar cuando sea una realidad la unión de los trabajadores... Barría el mar la voz del hombre pequeño e iluminado. Desde el cielo le graznaban unas gaviotas sucias, hambrientas. Se balanceaba el barco y Recabarren repetía las palabras con el dedo apuntando a la costa cercana. —La unión de los trabajadores. ¡Sí, compañero! La miseria de nuestro obrero acabará cuando él la entienda, cuando la comprenda en todas sus proyecciones y la destruya con método, no sólo con fe, sino con método, con inteligencia, con serenidad, con clara visión del futuro. Pero la serenidad que predicaba, al salir ya de sus labios, se cargaría de pasión y la mano extendida no era más que una anticipación del puño cerrado. Así lo comprendía el discípulo y así lo adivinaban las masas aún a la distancia. Con Recabarren llegaba a las pampas más que una consigna, llegaba una concepción revolucionaria de las luchas obreras y un plan de acción inmediata. Su dinamismo era el de una columna, inatajable y violenta. Periódicos obreros, como El Marítimo, La Voz del Obrero y otros de Taltal, Antofagasta e Iquique, sin conocerle, presintieron justamente esta cualidad de agitador de Recabarren y anunciaron su llegada con frases como éstas: "Recabarren hará una nueva era de adelanto cortando de raíz la ambición corrompida de los ca-pitalistas" y, dirigiéndose a los agiotistas "Se encuentra entre vosotros el ángel del exterminio". El mismo Recabarren se dio cuenta de esta irradiación dinámica de su personalidad que, a lo lejos iba creando ya una rebeldía y una responsabilidad social entre las masas, y así lo expresó en una breve nota en su libro de apuntes: "Quien observe los párrafos en que se anunció y pronosticó nuestra labor podrá notar cómo al llegar yo al norte y ser recibido en forma que se dejaban esperar acontecimientos de importancia, todos los obreros predispusieron su espíritu a una era de lucha". Desembarcaron en Taltal. Centenares de trabajadores lo aguardaban en el puerto y recibieron con entusiastas vítores la lancha en que venía acompañado de varios dirigentes. A la cabeza de un desfile marchó Recabarren por las calles del pueblo y en un local obrero pronunció un discurso sobre el funcionamiento de las cooperativas. Fue un discurso de importancia porque marcó el tono y la orientación que debían asumir todas sus campañas.

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Con palabras sencillas y acopio de datos Recabarren fue presentando el panorama económico del norte de Chile. Habló de la carestía de los alimentos, de la especulación que fomentaba la desvalorización de la moneda, del éxodo de las riquezas nacionales y de los abusos cometidos por los consorcios extranjeros bajo la protección de cínicos políticos y aprovechándose de la ignorancia de la gran mayoría del pueblo. —... El aumento de los jornales es una ilusión —decía—, se aumentan los salarios, pero sube el cos-to de la vida, el poder adquisitivo de las masas asalariadas disminuye y en la industria salitrera ese dinero vale menos aún porque los trabajadores reciben fichas que se canjean sólo en las pulperías donde se falsifica la medida y el peso de los artículos. ¿Qué muestra la libreta de trabajo de la mayoría de los obreros? Muestra un saldo en contra, muestra una deuda que es como una cadena de esclavitud y de oprobio que priva al chileno de la libertad de trabajo, pues se ve obligado a permanecer en condiciones misérrimas cumpliendo una vergonzosa obligación que ha sido impuesta sobre él por sátrapas internacionales. Los obreros del salitre ganan apenas para comer y viven en un régimen de trabajo forzado, hundidos en la miseria y la tristeza de una tierra que se apo-dera del hombre para calcinarlo como una piedra más en la soledad. Pero el país derrocha espléndidas riquezas, el país goza de créditos importantes y los banqueros de todo el mundo rivalizan por complacer sus peticiones de préstamos. ¿A dónde va esa riqueza? ¿Quién atesora las ganancias del salitre y del cobre chileno? Escuchemos la voz de los historiadores y economistas que confirmarían las palabras de Recabarren. Dice un distinguido hombre público: "Del valor de las exportaciones del salitre hay que descontar un 40% y casi la totalidad del valor de la exportación del cobre, por pertenecer la propiedad de esos productos, y por consiguiente las uti-lidades, a los extranjeros. Del saldo hay todavía que rebajar las utilidades e intereses de las empresas y personas extranjeras, provenientes del comercio y otras industrias y el servicio de la deuda externa del Fisco, municipalidades y empresas nacionales. En 1899, las utilidades y amortizaciones del capital extranjero, formado por compañías de navegación, de seguros, de ferrocarriles, de tranvías y luz eléctrica, casas de comercio de importación y exportación, bancos, cables, empresas industriales, se calculó que representaban el 65% de la producción del país. . ."1 Y esta es la voz de un historiador,de un gran historiador chileno: “ El extranjero es dueño de las dos terceras partes de la producción del salitre, y continúa adquiriendo nuestros más valiosos yacimientos de cobre… Fuera del país tienen sus directorios la mayor parte de las compañías que hacen entre nosotros el negocio de seguros. Los bancos nacionales han cedido y siguen cediendo terreno a las agencias de los bancos extranjeros. A manos de extranjeros que residen lejos del país, van pasando en proporción creciente los bonos de las instituciones hipotecarias, las acciones de los bancos nacionales y otros valores de la misma naturaleza"2. ¿Y si las empresas extranjeras dejan parte de sus utilidades en el país, qué hacen nuestros políticos con tales ingresos? Van a reemplazar en las arcas del Fisco los vacíos que dejan los impuestos que no se pagan, el aumento de empleos burocráticos, las misiones diplomáticas y turísticas. Mientras

1 Alberto Cabero,Chile y los chilenos,1926,pág.301,311. 2 Francisco A. Encina, Nuestra inferioridad económica (1912), p 4-5

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tanto el país se endeuda y estanca; no se desarrollan las industrias nacionales, no se mejoran las vías de comunicación, no se atiende a la educación y el bienestar del pueblo ... En Taltal, Recabarren, sin advertirlo acaso, iba erigiendo una tribuna mágica: su voz comenzaba allí una ronda de fuego que nadie podría ya apagar, que tocaría a la puerta de los galpones pampinos y soplaría en los piques mineros, transfigurada en la sal del desierto, para recordar a cada trabajador que el destino de su patria iba a ser disputado por segunda vez en el espacio de un siglo en una cruenta lucha de emancipación. Poco a poco aparecía frente a los obreros la historia de una vergonzosa irresponsabilidad y falta de previsión. Al terminar la Guerra del Pacífico el gobierno de Chile decidió devolver las oficinas salitreras a sus antiguos dueños, a cambio de los certificados que habían recibido de manos del Perú. Pero esos certificados eran objeto de audaces especulaciones bursátiles y cuando se dieron a conocer las intenciones del gobierno chileno, dos ingleses, North y Harvey, compraron en Lima un gran número de certificados y fundaron en Londres las compañías que se encargarían, en adelante, de explotar el salitre chileno. El pueblo no conocía los detalles de estas y otras maniobras que determinaban el curso económico de la nación, no identificaba sino al gringo que venía ganando sueldos fabulosos, se aislaba en su campamento, y desaparecía, luego. La compañía era el gringo, un mito, a quien no entendía ni llegaba jamás a conocer, que de un modo misterioso parecía dominar la política interna del país y barajaba entre sus dedos los nombres más encopetados de la aristocracia criolla para descartarlos después, cuando ya no podían prestarle ninguna utilidad. Recabarren iba paulatinamente dándole una presencia humana a esos ¡mitos, descubriendo las cuerdas invisibles, hurgando en las vidas de políticos y gestores, y exponiendo frente al pueblo todas las sorpresas. El 18 de octubre de 1903 publicó Recabarren el primer número de su nuevo periódico, El Trabajo. Al escribir su editorial pareció frenar sus arrebatos - y produjo una pieza que si no puede señalarse como . sobresaliente entre sus escritos es, indudablemente, un modelo de cordura. Adoptó el estilo metafórico y grandilocuente de Bilbao, habló de "ultrajados campeones de la vida", "luz de la verdad", del Derecho y la Razón, y acabó por aparecer ante las autoridades como un idealista romántico e inofensivo. Pero, una vez adaptado al nuevo ambiente, comenzó a esgrimir las armas que venía preparando desde Valparaíso. El gobierno promovía, entonces, un proyecto de "ahorro forzoso" para los trabajadores. Un día El Trabajo rompe el fuego contra el proyecto y sus consignas inundan la pampa: "Atrás el ahorro forzoso, es el grito de los trabajadores de todo Chile, aun cuando se necesiten para aplastarlo ríos de sangre ..." Eran palabras incendiarias. Los obreros de Iquique responden a la campaña de El Trabajo con una huelga general. A esta huelga sigue otra en Taltal como protesta por la expulsión de treinta trabajadores de una empresa y, simultáneamente, otra en Chañaral. En esos mismos días se levantaron los obreros de Valparaíso, Lebu y Coronel. El gobierno interpretó el movimiento como una agitación revolucionaria que había tenido su origen en Tocopilla, el centro de operaciones de Recabarren. La oposición de los obreros, sin embargo, no era el resultado de simples consignas, por muy elocuentes que fueran. El gobierno le exigía el ahorro a un trabajador cuyo salario no le alcanzaba para cubrir sus mínimas necesidades. Los trabajadores de Valparaíso expresaron muy acertadamente la ironía de esta situación en una carta dirigida al Presidente de la República con motivo de un problema semejante algunos años más tarde: "Se nos predica el ahorro, Excmo. Señor —decían— y al mismo tiempo se nos encarece la vida y se nos hace ésta cada día más dura y penosa. Y si ahorramos, Señor, y si llevamos nuestras

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pobres economías a la Caja que ha establecido el Estado para ellas, en la depreciación de la moneda nuestros ahorros merman dentro de esas mismas Cajas Fiscales y así, lo que nosotros economizamos penosamente, nos lo destruye el Estado con su pésimo régimen monetario, de manera que parece que estuviera diciendo: Ahorrad, ahorrad, sacrificaos en consideración del porvenir, que yo el Estado me encargaré de mermar y aventar vuestros ahorros y sacrificios". La protesta de los obreros alcanzó un eco en el Senado donde un hombre del prestigio de Enrique Mac Iver reconoció la necesidad de dar la voz de alarma: "Este estado de profunda agitación y excitación de las clases trabajadoras —afirmó en un discurso pronunciado en 1904— este cambio intolerable de la vida, que puede ser indiferente para los que tienen negocios en la Bolsa ¿no piensan mis honorables colegas que puede traer envueltas las huelgas futuras, con todas sus consecuencias? Hay que meditar sobre esto. Hay que meditar en nuestras facultades. ¿Tenemos nosotros el derecho para amargar la existencia de nuestros conciudadanos, para arrebatarles día a día el pan de su mesa? Yo creo que no. Estas cuestiones son muy graves. Si esos malos tiempos vinieran, si proyectos como éste que tienden a envilecer nuestra moneda, dieran el resultado que se teme ¿tendríamos derecho para quejarnos del levantamiento del pueblo? Los que estamos aquí podemos defendernos de la baja de la moneda, los que tienen otros negocios, tienen campo donde reponerse de las perturbaciones del valor de la moneda; pero los po-bres, los que están afuera, los que viven de salarios, esos no tienen medios de defensa; esos son los débiles en la lucha por la vida, esos son las víctimas de esta clase de proyectos". En Chañaral la agitación obrera hizo crisis: un grupo de sesenta trabajadores fundó la Mancomunal y, en compañía de ciento veinte más que acudieron a la segunda asamblea, declararon una huelga para exigir la expulsión de un capataz que les hacía objeto de toda clase de represalias en castigo por haberse organizado. Las autoridades recurrieron a la fuerza y usaron a soldados y marineros como rompehuelgas. Cuatro miembros de la Armada se negaron a obedecer declarando que no se prestarían para servir de traidores a su clase. En estas circunstancias se nombró una comisión de arbitraje que, después de varias reuniones, aceptó las peticiones de la Mancomunal y comenzó por expulsar al capataz que provocara el conflicto. La derrota de la empresa exacerbó los ánimos de los representantes del gobierno y, apenas comenzadas las labores, se inició nuevamente la persecución de los obreros. Interceptaron la correspondencia de la Mancomuna!, hicieron numerosas prisiones arbitrarias, culparon a los huelguistas de fantásticos atropellos y les hicieron aparecer como tenebrosos anarquistas. La presencia de las fuerzas armadas en la oficina era una constante provocación contra los trabajadores. Se llegó a temer un choque de magnas consecuencias. En la Cámara de Diputados el representante radical Pleitado lanzó contra el Ministro del Interior, Besa, una acusación que asumió los caracteres de un verdadero escándalo: —"La casa Besa —dijo— tiene interés en que permanezcan en Chañaral un buque de la Armada y un destacamento de fuerzas de línea, porque es proveedora de los artículos que esas fuerzas necesitan para su mantenimiento". Recabarren escribía desde las columnas de El Trabajo: "Sigamos teniendo paciencia, pero no para tolerar los abusos sino para apurar nuestra organización y apertrechar nuestras armas, ya que de tanta dinamita podemos disponer en esta gran zona del norte. Las lágrimas que hoy vierten nuestras mujeres y nuestros hijos y el hambre que todos sufrimos han de pagarlos con su sangre y sus vidas los déspotas y canallas que hoy nos oprimen..." El gobierno envió a Chañaral a un Ministro de la Corte de Apelaciones de La Serena y éste, después de revisar los procesos, puso en libertad a todos los Mancomunados y logró calmar, al menos temporalmente, los ánimos. Analizando su propia actuación en esta crisis escribió Recabarren en su diario de vida:

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"Soy de los que estiman que para despertar al trabajador del letargo tradicional es necesario una gran agitación que haga estremecer a los pueblos, aun cuando algunos nos veamos expuestos a ser las víctimas escogidas de las ferocidades burguesas. Con este espíritu encarné en El Trabajo todo el fuego posible y puse en el lenguaje una viveza natural que ya parecía ver desarrollarse un movimiento revolucionario capaz de trastornar todo el país". No todo el conflicto se desarrollaba en el ambiente dramático de la pampa. Se combatía también en la ciudad y algunas de las escaramuzas asumían contornos de saínete. La noche de Año Nuevo se reunieron en la Plaza Condell de Tocopilla los jóvenes representantes de la más enconada reacción lugareña. Iban a discutir la situación creada por los revoltosos y a tomar medidas. La asamblea se realizaba en una carpa de circo. Hasta esa carpa llegaron los obreros del puerto con el ánimo de divertirse. La discusión pronto subió de tono, y de las oraciones parlamentarias pasaron a las cachetadas, palos y botella-zos. Salieron los jóvenes patriarcas a protestar y a enseñar los ojos en tinta y las narices hinchadas en las oficinas de La Correspondencia, el diario gobiernista. A la mañana siguiente se relataba el episodio a grandes caracteres y en artículo editorial se añadía: "Fue una verdadera batalla no contra el capital, sino contra los futres, contra la levita. Eran los odios de clase que predica la prensa Mancomunal". A este bochornoso incidente vino a agregarse otro, menos violento, pero de mayores consecuencias. Un domingo por la noche, el Gobernador, los regidores municipales y las "personas decentes" de Tocopi11a esperaban la tradicional retreta cuando se les hizo saber que la función se suspendía porque los músicos estaban amenizando una fiesta de la Mancomu-nal. El Gobernador perdió la paciencia. "Ya verán los insolentes —dijo— rotos malcomunados". Y lo que vieron fue a la policía con una orden de encarcelamiento en contra de Recabarren por "subversivo". El 15 de enero de 1904 entró el líder a la cárcel en compañía de otros tres dirigentes. El Trabajo debió suspender su publicación. Recabarren planteó su defensa dentro del más estricto espíritu de la ley: "un delito que atañe a la legislación de imprentas debe ser juzgado conforme a tal legislación y no usando procedimientos que implican un atropello a la Constitución del país". Sus compañeros, aunque convencidos por el razonamiento, sintieron flaquear el ánimo ante el peligro de las persecuciones policiales. "No tengo por qué ocultarlo —anota Recabarren en sus memorias— los tres compañeros de prisión eran los que más aplaudían y me acompañaban en mi campaña, pero la prisión les atemorizó de manera notable. Las chapas no eran firmes. Esto demuestra la falta de experiencia y energía suficientes para decidirse a luchar con la pujanza que requiere la salvación del pueblo". El proceso contra los líderes obreros se desarrollaba lentamente. Recabarren no mostraba impacien-cia, por el contrario, aprovechó su encarcelamiento para escribir cartas y folletos que alcanzaron amplia difusión en las ciudades del Norte.. De especial importancia es el llamado que dirigió a los trabajadores para que acudieran en ayuda del célebre poeta popular Juan Rafael Allende, caído en desgracia por esos años. Allende era un poeta de temible vena satírica y sus versos "eran leídos y cantados en las ciudades y en los campos y en los vivacs, pues en realidad constituían la expresión verdaderamente captada del pueblo chileno", al decir de su moderno compilador Antonio Acevedo Hernández. Suya es aquella cuarteta dirigida al político Isidoro Errázuriz, orador magnífico pero poco aficionado a la música, que Allende cultivaba con especial maestría: "No comprendes Isidoro el valor de esta sonata, tu tienes el pico de oro

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y las orejas de lata". Recabarren supo apreciar el cariño que sentía el pueblo por la figura romántica y combativa del "Pequén" y, desde su celda de perseguido político, alzó la voz para defenderlo y destacar el valor popular de su obra periodística y literaria. Basándose en un informe presentado a la Municipalidad de Tocopilla por el doctor Luis Vergara Flores, primer Alcalde, Recabarren escribió, además, una circular titulada "A los amigos del sur", dando a conocer la situación de los trabajadores de Tocopilla y los propósitos de la Sociedad Mancomunal de Obreros. El salario medio en esta región salitrera, decía, es de cuatro pesos diarios; los trabajadores necesitan de un permiso especial de los patrones para viajar al puerto, viven en galpones de calamina expuestos al extremo calor de los soles del desierto y a los fríos nocturnos, desprovistos hasta de las más mínimas instalaciones sanitarias. La Mancomunal protege al trabajador enfermo pagándole dos pesos diarios durante el período de su inactividad, le ofrece escuela gratuita, publica un periódico para defen-der sus intereses e imprime ese periódico en imprenta propia de la organización. La Mancomunal, continuaba Recabarren, estudia el problema de las subsistencias y tiene el proyecto de construir una Cooperativa en la pampa, con el objeto de vender a los obreros los artículos de primera necesidad a precios más bajos que los precios de las Compañías y de los "mercachifles", contrabandistas éstos que vendían con un 80% de rebaja sobre el precio oficial. Escribiendo a sus compañeros afirma: "Ha desaparecido momentáneamente una cabeza, pero queda otra. Porque el pueblo en horas de locura patriotera aprendió a reemplazar a sus jefes unos tras otros para no entregarse vencidos jamás, prefiriendo vencer o morir". El 4 de febrero Recabarren y los tres dirigentes de la Mancomunal salieron en libertad. De inmedia-to organizaron las comisiones de obreros que se iban a encargar de la construcción del edificio de la Mancomunal; se disponían ya a transportar los materiales cuando el Gobernador anunció que se opondría terminantemente a la ejecución de la obra e impediría que los obreros tomaran posesión del terreno, a pesar de que el traspaso se había verificado de acuerdo a la ley. Recabarren protestó contra este abuso de autoridad. El Gobernador respondió que el Ejecutivo, ante la posibilidad de una revuelta armada en la región, le había conferido amplios poderes y que, por lo tanto, estaba en su derecho al confiscar el terreno de la Mancomunal. En esos mismos días se presentó a la justicia un individuo llamado Maximiliano Qui-roga pidiendo la disolución de la Mancomunal, su rendición de cuentas y liquidación, y, como garantía, el secuestro de la imprenta y de los fondos sociales. "Los dirigentes —dijo— les roban el dinero a los trabajadores y viven a su costa". Recabarren demostró que Quiroga no era socio de la Mancomunal, pues se hallaba atrasado en el pago de sus cuotas y, en consecuencia, no le asistía el derecho a presentar su reclamación. El juez escuchó a Recabarren y, luego, volviéndose a Quiroga, preguntó: —¿Es usted socio o no? —Soy socio —contestó el interpelado. —¿Ha pagado las cuotas? —Debo cuatro meses, Usía, pero aquí traigo el dinero. El juez alargó la mano, recibió el dinero y concluyó: —El señor es socio, indudablemente. Su reclamación es legal. El juez no advirtió que con esa tropelía acababa de encender la mecha de un estallido revolucionario que iba a conmover a toda la nación y en el cual Recabarren probó el temple de su condición de líder y su espíritu de sacrificio y devoción por la causa de los explotados. El edificio que usaban los obreros para reunirse e imprimir el periódico se hallaba frente a la plaza. Era una casa modesta, de tablas pintadas de color gris, vencida por el viento del puerto que va

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depositando su arena a través de los años en las cicatrices de la madera apolillada. En el zaguán, que era la sala de reuniones, conversaba Recabarren con un grupo de obreros. —Hay que tomar la ofensiva don Reca, no es bueno aguantar las persecuciones. ¿Por qué no vamos al terreno y empezamos a edificar? Cuando vengan a sacarnos los recibimos con dinamita ... —Es fácil decirlo, compañero —le respondía Recabarren sonriendo— y, a lo mejor, sería fácil ha-cerlo. Pero ¿y las consecuencias? Nos aplastarían. Destruirían el movimiento obrero. Pasarían años antes de que los trabajadores pudieran levantar la cabeza otra vez. —¿Y diay? A Quiroga, por lo menos, le debimos haber dado una gran pateadura . .. —Y unos petardos en la cárcel... Nos tendrían respeto, compañero. El líder comprendía la indignación. Se provocaba a los obreros, se les acorralaba, se les llevaba a picanazos al matadero, pero el dirigente debía conservar la calma y razonar con ellos, librarlos, por encima de todo, del veneno del terrorismo. Recabarren debió interrumpirse. En esos momentos entraban a la sala el Receptor, el ayudante de policía y diez hombres armados. Recabarren se adelantó a preguntar qué deseaban. —Venimos a confiscar la imprenta —contestó el Receptor— es la garantía en el juicio que sigue don Maximiliano Quiroga contra la Mancomunal. —Habrá que mostrar la orden. Los obreros se levantaron y se acercaron a su jefe. El Receptor miró a su alrededor, desconfiado. Los hombres devolvieron su mirada con desprecio. Gente nortina, pequeña y musculosa, de expresión filuda como un cuchillo; manos duras, ancho y desnudo el pecho. "Los conozco —parecía pensar el Receptor— rotos arriesgados y crueles, pero los tengo, los tengo, que no se crean". Los obreros aguardaban, silenciosos, amenazantes. —El edificio está rodeado —dijo un obrero en el oído de Recabarren— hay pacos por todas partes... Desde la calle vino un rumor de voces ansiosas. Los obreros del puerto abandonaban sus faenas y se acercaban presurosos a la plaza. —¡La Mancomunal está en peligro! ¡Van a asaltar la Mancomunal! ¡Quieren secuestrar a Reca-barren! Volaba el rumor por las viejas calles del pueblo y de los ranchos de calamina, de los cerros, de los conventillos, salía una multitud airada, combatiente. Bandadas de niños, corriendo con la camisa afuera, se perdían entre los vericuetos del puerto pasando la consigna. Avanzaba la muchedumbre en son de lucha. Algo nuevo, totalmente imprevisto por las autoridades, ocurría en esos momentos; la miseria adoptaba una organización; el rancho tradicional del paria chileno cobraba vida y marchaba por las calles a romper los signos de la ignominia. ¿Sería la sensación de fuerza ganada en unas cuantas huelgas victoriosas? ¿Sería el orgullo de poseer una imprenta? Los rudos trabajadores tomaban posición frente a la policía. Las mujeres comentaban en alta voz. Los chiquillos observaban en silencio, mirando con sus grandes ojos obscuros, desolados. De pronto, vieron salir a Recabarren. Tieso, fornido, la cabeza descubierta, caminaba a paso rápido seguido por el Receptor y el jefe de policía. La multitud guardó silencio. Los policías comenzaron a cargar la imprenta en una carreta. En esos instantes llegó Trincado. —¡Alto! —gritó—. Yo me opongo al secuestro de la imprenta. ¡Compañeros, no nos pueden quitar lo que es nuestro! ¡Defendamos la propiedad obrera! ¡Viva la Mancomunal! La muchedumbre, arrebatada por el ardor revolucionario de Trincado, contestó con gritos y amena-zas. Recabarren se había detenido y observaba el incidente, entre la policía y el pueblo. Se puso en camino la carreta y bajaba ya la pendiente que conduce hacia el puerto cuando los obreros se avalanzaron en una masa incontenible y golpeando a puño limpio se apoderaron de la imprenta y la transportaron nuevamente hasta la puerta de la Mancomunal. Se oyó la orden de ataque y la policía descendió sobre la plaza apaleando a los trabajadores. Resonaban los culatazos. La sangre empezaba a manchar la tierra arenosa. Se dividía la multitud y en la confusión se destacaba una voz

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o un juramento; frente a la voz estaba el cañón de un rifle. Se levantaba un puño y a su alrededor surgía un revuelo de correas sangrientas. Algunos obreros trataban de descargar la imprenta. La policía pareció impotente, acorralada por esos cuerpos harapientos que se echaban encima de los rifles con heroica indiferencia. Llegaron entonces los refuerzos del ejército e impetuosamente despejaron la plaza. En el suelo quedaron tres mancomúnales y seis soldados. Recabarren marchó a la cabeza de los prisioneros. Por las ventanas entreabiertas asomaban puños cerrados. Alguien gritaba aún ¡Viva la Mancomunal! y ese grito se iba transformando poco a poco en un vibrante homenaje al líder que iba a la cárcel a pagar por todos. Desde la prisión Recabarren envió cartas y telegramas que se distribuyeron en todo Chile. "La situación es insostenible —decía en una carta— pues de un día a otro caeremos aquí en informe hacinamiento proletarios y autoridades. La hecatombe será terrible. Hay seis mil obreros cansados de las enormidades cometidas con ellos por las autoridades". La miseria y el hambre entre los obreros pampinos eran realidades que hasta los parlamentarios conservadores reconocían y señalaban avergonzados al gobierno. Ahora se agregaba el insulto y la persecución. Con ciega porfía iba la autoridad provincial acumulando su diaria ración de intrigas, buscando en las sombras el ardid que pudiera aplastar la naciente organización obrera y hundir a su líder máximo en el desprestigio. Recabarren, sin embargo, salió en libertad. No había cargos en contra suya: no tomó parte en la violencia ni se opuso al secuestro legal de la imprenta. Pero esta libertad iba a ser transitoria. El Gobernador le consideraba su enemigo personal y no ocultaba sus intenciones ante el grupo íntimo de amigos: —Ya se echará a andar el proceso ... un señor proceso. No vale la pena gastar el dinero del fisco en condenas de mala muerte, no señor. Busque usted bien en la Constitución, secretario, y en el código penal. En otras palabras, no sea leso y ya encontraremos la condenita que nos hace falta. Antimilitarismo. ¿No ha oído usted de este delito? Porque es un delito, ¡sí pues. . . un delito de traición a la patria! No se olvide, traición... También es un delito andar conspirando contra las autoridades. La ciudad vivía en estado de sitio: patrullas armadas recorrían las calles y resguardaban la plaza; los negocios cerraban a las nueve de la noche. El Trabajo no podía publicarse porque el gobierno había requisado las piezas más importantes de la imprenta de Recabarren, esa imprenta que había sido transportada desde Valparaíso al cuidado del dirigente demócrata Lindorfo Alarcón y que Recabarren no consideraba ya como cosa suya sino como propiedad de la Mancomunal. En la cárcel Recabarren cometió un error del cual habría de arrepentirse muy pronto: entregó al niño que le llevaba la comida nueve cartas selladas para que las depositara en el correo. El cabo de guar-dia sospechó del niño y, registrándole, descubrió las cartas; las entregó de inmediato al alcaide, quien las puso a su vez en manos del Gobernador. Abrió los sobres el Gobernador, estudió detenidamente su contenido, leyó y releyó, al fin, con una gran sonrisa en los labios. Las cartas fueron puestas a disposición del poder judicial y Recabarren volvió a la cárcel, esta vez "estrictamente incomunicado". El Gobernador creía haber descubierto ahora los medios para condenar al líder revolucionario y procedió con astucia, tomando toda clase de precauciones, asegurándose que ningún detalle dañara la red perfecta de pequeñas trampas que había organizado. Desde su periódico, La Correspondencia, aseguró que los llamados fines de socorros mutuos de la Mancomunal no eran más que una pantalla para disimular sus propósitos terro-. ristas; obtuvo declaraciones de obreros enemigos de Recabarren, quienes aseguraban vivir muy contentos y en gran abundancia y preguntaban con sorna, ¿a dónde van a parar los fondos de la Mancomunal?

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Junto con esta campaña de prensa siguió su sistemática investigación de los escritos, discursos y hasta conversaciones de Recabarren, para agregar leña al fuego y no dejar la más mínima duda de su culpabilidad. Recabarren permaneció cuarenta días incomunicado. Sus carceleros le mantenían bajo estrecha vigilancia. Les resultaba curioso este joven obrero que así, en mangas de camisa y con expresión iluminada, salía a desafiar a los poderes del gobierno y de la oligarquía. Le veían pasar las noches en vela, caminando de un lado a otro de la estrecha celda, repitiendo en voz baja frases que pronto se transformarían en elocuentes períodos oratorios. Sentado en un banco de palo, llenaba hoja tras hoja de bien dibujada caligrafía y repasaba sus armas de autodidacta. A ratos se le obscurecía el rostro y la amargura le detenía a mitad de la tarea. Acaso pensaba en la mujer y el hijo con el remordimiento de haberlos lanzado a una vida de peligros y terrores que no merecían; empezaba una frase en su libro de notas, una frase que disfrazaba un sollozo, pero la tachaba de inmediato. Nada de sentimentalismos. "Mi confianza —se decía— está en el proletariado, en su combatividad que veo nacer aquí en la provincia. Aprovechar estas energías, interpretarlas y orientarlas, hacer que contribuyan a la liberación del pueblo y que la patria se beneficie con ellas: he ahí la gran labor. Ya vendrá el día de la victoria y sus coros y sus banderas. Lo importante es no desmayar, sino encarnarse en la agitación revolucionaria que uno mismo desencadena, en cuerpo y alma, sin reservas ni flaquezas. Pueden aplastar la Mancomunal por ahora y romper la unidad sindical, pueden condenarme a una larga prisión y seguir dominando la pampa con su terrorismo policial, pero antes la voz de los trabajadores se hará oír y se oirá fuerte en todo el país, millones de ojos se volverán hacia el Norte y comprobarán la miseria de la familia chilena, la pobreza y la enfermedad, la ignorancia y el vicio, el desamparo total y la humillación, verán el sacrificio de los líderes del pueblo la destrucción de sus organizaciones gremiales, el escamoteo vergonzoso de sus bienes, y la opinión pública no podrá ser silenciada. Desde la cárcel un revolucionario auténtico logra conseguir victorias que en libertad acaso le parecieran utópicas". Terminado el período de incomunicación hizo llamar a Lindorfo Alarcón y con él preparó su defen-sa. Los cargos que había reunido el Fiscal eran de muy débil base jurídica. Algunos parecían simplemente pueriles. Decía el Fiscal, por ejemplo, que la Mancomunal era una organización ilícita porque atentaba contra el orden social y, como prueba, citaba el incidente de la noche de Año Nuevo en que se profirieron, según el Prefecto de Policía, expresiones como éstas: "¡Viva la Mancomunal! ¡Abajo los futres! ¡Mueran los pacos!" Otros cargos eran de naturaleza más insidiosa. Se quería presentar a Recabarren como enemigo del ejército y, por lo tanto, como antipatriota. "En un artículo firmado por Luis E. Recabarren S. —se decía— la propaganda es más descarada: 'Trabajaremos —escribe Recabarren— incansablemente porque se acaben los soldados y a los que se queden aconsejémoslos, ya que son ellos de nuestra misma clase, que no disparen contra nosotros. Roguémosles que no obedezcan cuando les manden cargar contra nosotros, porque ellos han sido y serán trabajadores'». Esto, concluía el Fiscal, significa aconsejar la deserción y la rebeldía en el ejército y quien escribe tal cosa es reo de un delito militar. Recabarren defendíase subrayando los deberes profesionales del ejército, al margen de la política. Las cartas que escribiera en prisión fueron citadas especialmente como ejemplos de su "anarquismo terrorista". Pero, lógicamente, este era el argumento más débilmente esgrimido, pues el Gobernador, al violar la correspondencia de Recabarren, se había hecho culpable de un delito.

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Dispuesto a pasar un largo tiempo en la cárcel, Recabarren comenzó a escribir una conferencia so-bre "El socialismo en el hogar". Secretamente alentaba la esperanza de que recibiría su libertad antes de concluirla. Pero se equivocaba. Terminó esa conferencia y otra, acerca de "La jornada de ocho horas", escribió cartas, continuó sus memorias, y siguió preso. La prensa del país protestaba mientras tanto y varios periódicos, entre ellos El Chileno de Valparaíso y La Prensa de Curicó, le enviaron entusiastas adhesiones. El Congreso Obrero llamó a una asamblea en Santiago para pedir su libertad y, frente a la estatua de O'Higgins en la Alameda, lanzó un manifiesto que pudo haber tenido mayor significación si hubiera planteado sus razones con más fuerza y valentía. A su celda llegaban grupos de todas las tendencias políticas y uno en particular, el de los anarquis-tas, venía con proposiciones que habrían desconcertado a un dirigente de menor aplomo que Recabarren. —Conseguiremos su libertad de un modo muy sencillo, compañero —dijo el cabecilla—, le pondremos dinamita a la cárcel, a todos los edificios públicos, a ... —Gracias, compañero —respondió Recabarren— gracias de todo corazón, pero no es esa la libertad que yo ambiciono. Eso es un suicidio romántico, es provocar una matanza. ¿Cambiaría yo unos días de libertad por la destrucción del movimiento obrero? El pueblo debe reflexionar. Hay que superar la etapa de los cuadrillazos. Lo que nosotros buscamos es la acción organizada bajo estricta disciplina. Como dirigentes somos responsables ante el pueblo. No, compañeros, no quiero actos terroristas. Los otros le escucharon en silencio y se retiraron decepcionados. A pesar de las palabras de Reca-barren, tan precisas e inequívocas, los anarquistas procedieron a explotar un cartucho de dinamita en el edificio de La Correspondencia causando gran pánico en la ciudad. Ciertos escritos de Recabarren se prestaban a confusión y ello pudiera explicar la actitud de los anarquistas que lo buscaban aún, esperanzados en ganárselo para su causa: en la ideología de Recabarren reverberaba el espejismo de los grandes utopistas del siglo XIX y, bajo esta influencia, su lenguaje se hinchaba a veces con épicas metáforas destilando un romanticismo revolucionario que los ácratas recibían enternecidos. Recabarren no lograba aún, a principios de nuestro siglo, definir políticamente sus doctrinas sindicalistas e inconscientemente, acaso, se mantenía fiel a una raíz social-cristiana, de la cual sólo se apartaba impulsado por la indignación para lanzar anatemas que parecían un eco de Bilbao o de los anarquistas rusos. Un artículo suyo, titulado "El pecho afuera", ofrece un ejemplo de esta última actitud: "Contra ese mal de la persecución del gobierno —escribe— nosotros no conocemos más que un re-medio: el que tomemos la ofensiva con el pecho afuera, la cara al frente y caiga quien caiga. En adelante, debemos atacar en lugar de defendernos. Que se llenen las cárceles de trabajadores propagandistas de la libertad y de la justicia, que se embriaguen las fieras radicales y balmacedistas que gobiernan con la sangre proletaria. Las libertades que han surgido en el mundo han tenido por cuna sangre y cadáveres. Yo estimo que no hay otro remedio en verdad que tomar de frente la ofensiva". Los anarquistas acudieron sin demora. Pero, luego, en una carta dirigida a los mancomúnales la tea incendiaria se transforma en resplandor cristiano y es con la voz de un apóstol que llama ahora a la revolución: "Yo también siento en mi prisión ese placer infinito que os domina. Los instantes amargos que nos hicieran pasar esos caballeros ya van pasando, como pasan todas las tempestades, para traer, en seguida, una época de paz y de bonanzas. Trabajemos noche y día, ayudémonos unos con otros para obtener que todos los trabajadores de la pampa se unan. Que llegue nuestra propaganda hasta el

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extremo de abarcarlo todo. El cariño, la fraternidad, el amor deben ser las virtudes que nos acompañen en todo momento. "Yo he de salir alguna vez en libertad y siempre, por muy tarde que sea, saldré joven para salir lu-chando sin arriar jamás nuestra querida bandera del socialismo revolucionario que dará la felicidad a los pueblos. Y si me expulsan de este pueblo, a donde quiera que vaya he de levantar mi voz para despertar a los hermanos que duermen". Arrugan el entrecejo los anarquistas y, sin poder resistir ya la tentación, sale uno de ellos a la pales-tra y le pide a Recabarren una definición inequívoca de su posición política. "Es más feo aún —afirma el líder anarquista Alejandro Escobar y Carvallo en un artículo— guardar silencio ante las traiciones y las cobardías de ciertos falsos luchadores. Luchar contra el enemigo oculto en nuestras filas que mañana nos hará traición por la espalda es necesario, aunque doloroso. "¿Es usted socialista? —le pregunta a Recabarren— ¿es usted anarquista? o ¿es usted demócrata? Me lo figuro las tres cosas a la vez. Por sus escritos, por su labor, por sus promesas, usted es triple. ¿Qué propaganda es la que usted quiere hacer? Tal vez, usted mismo no lo sabe. Eso es lo malo, usted debe estudiar a fondo la cuestión social". Se duele de que Recabarren no haya permitido el atentado terrorista propuesto por los anarquistas para obtener su libertad. Le acusa de miedoso y de candido por creer en la justicia de los tribunales. Y concluye diciendo: "Puede que las prisiones arbitrarias que lleva sufridas lo hagan más revolucionario y decidido". La crítica de Escobar tácitamente señalaba la falta de base y sistema de los estudios sociales de Re-cabarren y su incapacidad de discernir rigurosamente entre los matices políticos de los grupos que se disputaban el favor de las masas proletarias. Recabarren contestó en estilo vibrante y con un presentimiento de la ideología marxista que descubriría más tarde, pero, en el fondo, su alegato es el de un poeta de la revolución: frente a la violencia anarquista enarbola el emblema de un socialismo idealista: "La maldad es necesario combatirla —dice—. Discrepamos en los medios. Cuando veo un hermano que cae al abismo voy a él, le tiendo la mano. Ustedes tratan de aplastarlo, de hundirlo. ¿Dónde está el ideal, el poema que se propaga? La creación Mancomunal es hoy la sociedad más poderosa de Chile y ha caído como pan fresco entre los pobres". Refiriéndose a un luchador obrero a quien Escobar atacara duramente agrega: "Cornejo era estibador; cuando nació la Mancomunal en Antofagasta le negaron el trabajo en todas las casas. Hoy es pescador y de ese trabajo vive él y su familia, en la que hay ancianos venerables. ¿Qué soy yo? Soy socialista revolucionario. Entre los medios para hacer la revolución, está el par-lamentarismo; por esta razón milito en el Partido Demócrata. Soy libre de llevar las armas que a mí me plazcan para hacer la revolución y libre, a la vez, de deshacerme de las que vaya estimando inútiles o gastadas o inofensivas, a mi debido tiempo. "Nosotros hacemos algo práctico, mientras que ustedes sólo se ocupan de criticarnos. La propaganda que se hace aquí en el norte es idéntica a una que usted hiciera si se fuera a la hacienda Panquehue y al lado de la administración reuniera a todos los inquilinos y les hablara, abriéndoles los ojos de explotados". Refiriéndose al terrorismo agrega: "Se me figura usted un niño al oírlo hablar así. Supóngase que el pueblo hubiera realizado el castigo de los canallas. El gobierno habría ocupado militar y navalmente este puerto y su venganza habría sido bestial. Los demás pueblos impasibles, habríamos ido a un sacrificio estéril. Lo realizado por

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mí y mis compañeros está muy bien hecho. Soy de opinión que donde cae un proletario deben caer dos burgueses. Los anarquistas chilenos obcecados por las ideas de violencia que aconsejan a otros que las ejecuten, se han hecho de un temperamento tan nervioso que los aleja del razonamiento y del cálculo. Si los ácratas chilenos no reaccionan en sus métodos, no habrán conseguido sino distanciarse de las masas obreras del país . El 20 de noviembre se celebró en la Plaza Condell de Tocopilla el aniversario del Partido Demócrata. Los organizadores guardaban una grata sorpresa para el pueblo: hablaría Recabarren, quien, por fin, había salido en libertad condicional después de siete meses de encarcelamiento. Al atardecer, en un ambiente tenso de emoción, se irguió en la plataforma popular la figura ya legendaria del joven líder proletario. Rugió la muchedumbre de entusiasmo y durante varios minutos se pobló el aire con atronadores vivas a la Mancomunal y a su máximo dirigente. Recabarren hizo la historia del partido, rindió homenaje a sus fundadores y a sus auténticos caudillos, analizó su acción política, sus triunfos y derrotas parlamentarias, examinó duramente los errores en la lucha sindical. Poco a poco fue adquiriendo fuego su palabra sencilla. Rápidas y violentas salieron las consignas. Las autoridades provinciales desfilaron en gráficas semblanzas que provocaban la risa o los insultos del público. Aludía el orador a todos los ámbitos de la pampa, golpeando aquí y allá, iluminando el cuadro social con cifras y datos. Desde la minúscula ciudad minera, cercada por la soledad quemante del desierto, Recabarren buscaba la voz de las masas chilenas y le daba expresión en un mensaje que no era demagogia ni vago sentimentalismo revolucionario, sino un metódico análisis del progreso realizado bajo las banderas de la unión sindical. Su libertad trajo como resultado una aceleración en el proceso revolucionario. La Mancomunal ve crecer sus filas con centenares de nuevos adherentes. Se fundan dos periódicos: El Proletario y El Trabajo, que muy pronto cuentan con millares de subscriptores. Recabarren asume la dirección de estas empresas y escribe una serie de artículos sobre temas tan variados como "La comuna de París", "La tierra y el hombre", "Explotadores y explotados", "La educación de los niños", y "Respeto a la mujer". En folleto aparte publica, con prólogo suyo, la defensa hecha por Alarcón en el proceso contra la Mancomunal. Organiza una jira de conferencias y proyecta la fundación de otro periódico en Antofagasta. Prosigue en su tarea de organizar y unificar a los obreros de la pro-vincia y no descuida la propaganda política para las elecciones parlamentarias de 1906. Su actividad es . sorprendente, hay en él una capacidad de trabajo que admira a sus compañeros y desconcierta a sus enemigos. El Gobernador empieza a considerarle como un ser demoníaco. No se puede combatir contra un hombre así. He ahí un monstruo de mil cabezas. Nada le detiene, ni la prisión, ni los trucos legales, ni las amenazas, ni la violencia. Tampoco parecen preocuparle, como antaño, los desacuerdos domésticos. Guadalupe, presa de una angustia constante, se ve por primera vez arrastrada al vórtice revolucionario donde los peligros que asedian a su esposo la obligan a olvidar los antiguos prejuicios y a simpatizar con el destino de esas gentes a quienes él ofrece a diario su propia vida. Convive ahora con familias proletarias, ella que trató de hacer de Recabarren un "caballerito". Lejos está la primavera de Los Andes, el rumor brioso del río, el verde plateado de las alamedas. Su desazón parece brotar de esa tierra gris, árida y sofocante, sin pájaros, sin flores. No comprende mejor la causa de Recabarren, está lejos de aceptarla, pero no se rebela contra él, espera, muda, aterrada en las noches que él pasa en la cárcel, alerta al llamado de los esbirros, con los gritos de la multitud pegados a los oídos, sintiendo rondar a la muerte en las patas de los caballos que patrullan las asambleas. Recabarren extendía su propaganda a los campamentos mineros. En una callejuela se daba cita con sus compañeros demócratas y, desde allí, con el estandarte del partido a la cabeza marchaban hasta

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la mina. Podía ser una caminata de horas. En los alrededores del campamento les aguardaban las mujeres y los niños, que siempre eran los primeros en acudir, y con ellos a la siga se acercaban al lugar de la concentración. Recabarren disertaba sobre temas sociales y políticos, otros le seguían en el uso de la palabra. Vendían folletos y periódicos. Al atardecer, regresaban marchando acompañados largas cuadras por los mineros, cubiertos de polvo, pero animados por una alegría apostólica que les iluminaba el rostro. Entraban a la ciudad con aire victorioso y las buenas gentes burguesas les contemplaban extrañadas. No entendían la fe de esos hombres. ¿Poder del diablo o poder de Dios? La pequeña banda se separaba y el líder, de chaqueta estrecha y pantalones raídos, desaparecía en el crepúsculo con el rojo intenso del sol pampino como un halo sobre la cabeza, ya medio cubierta de canas en plena juventud. El 7 de octubre falló la corte el proceso contra la Mancomunal: Recabarren y Trincado fueron condenados a 541 días de cárcel por el delito de "atentar contra la autoridad". Antes de que pudieran detenerle, Recabarren salió secretamente en dirección a Antofagasta. Arde el cielo de la pampa, pero el sol va desapareciendo como a través de un vidrio opaco, oculto por gigantescos nubarrones. Un aire fresco aligera la atmósfera, parece el aliento del mar que allí no más dispone lentamente sus olas azules, grises, y levanta a veces rápidas redes de plata. Por la playa va al galope un grupo de jinetes. La espuma que arroja el agua como una baraja sobre la arena dorada se sube por las patas de los caballos y cuelga unos instantes, entre los pelos negros, brillantes de gotas. Un ruido de arena empapada que se quiebra apaga las voces de los hombres. Van a la Caleta El Coloso. Una hora y cuarto de camino desde Antofagasta. Recabarren es de la partida. Desde el 11 de octubre está en Antofagasta. De un sindicato a otro, de una a otra industria, de un campamento a una oficina, sus conferencias van estableciendo su fama hasta que su nombre por si solo se transforma en voz de batalla y los obreros lo enarbo-lan como una bandera. Recabarren siente esta proyección de su espíritu y, como verdadero apóstol, desdeña los ataques que van dirigidos contra su persona, seguro ya de que no podrán jamás silenciar su palabra ni detener el movimiento revolucionario que avanza impetuoso por la pampa. A las dos y media de la tarde divisan el modesto caserío. Un grupo de pescadores les aguarda; saludan a Recabarren y le ofrecen cerveza brindando por el triunfo de los mancomunados. En plena pampa, junto a un estanque, han levantado una carpa y allí realizarán la asamblea. Las bancas ya están ocupadas por obreros y pescadores que han venido temprano con sus familias y esperan pacientemente la llegada de los oradores. Cuando entra Recabarren, en medio de sus compañeros, le observan con curiosidad. ¿Qué echan de menos? El hombre viste con sencillez, como un amanuense pobre, sonríe y escucha lo que se dice de él sin dar muestras de impresionarse. Parece que la sonrisa deja de ser sonrisa en alguna parte de la cara. Podría ser el brillo escondido de los ojos, o un gesto de los labios, o una ceja que duda repentinamente y pregunta. No entusiasma. ¡Pero si es un hombre como cualquier otro! De estatura mediana entre gente que no es alta, de talla más bien gruesa; el pelo suave, un mechón juvenil sobre la frente, encanecido antes de tiempo. Empieza a hablar y bromea. Sonríen ellos también. Paulatinamente, sin que se den cuenta, la impresión inicial va dejando paso a otra, más honda, más intensa, tan imprevista que de pronto sienten un estorbo en la garganta y tragan para disimular la emoción. No lo habían reconocido y es él. Recabarren es él, no podrían decir qué cosa, qué voz, qué destino, pero es él. Habla con las esperanzas y las angustias que son de ellos, habla como en las noches habla la pampa: torturando el corazón entre espinas, retorciendo la soledad y depositándola en la sangre. Les habla con el espanto de un brazo cercenado por la máquina, de un bote hundido por la tempestad, con la desolación de un niño hambriento en la obscuridad de la tierra sembrada de piedras. Les habla como un amanecer de naranjas y azahares, como una mañana de sol recién nacida del agua. La dicha y el sufrimiento de la familia obrera se unen en un mismo cordón vital.

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No lo negarán jamás. Su imagen queda enraizada a los ranchos de El Coloso, queda en las paredes de calamina y en las toscas redes de los pescadores, queda en los botes, en el muelle podrido de humedad, en el túnel de la mina, en el agua del estanque como la voz de un mito. A las nueve de la noche los jinetes emprenden el regreso. La playa desaparece en un arenal de sueño: pálida en las tinieblas, no puede contener las olas que se rompen en un lento y amplio movimiento hacia la pampa. Los caballos parecen galopar sobre alfombras. En la bahía de Antofagasta las lucecitas de los barcos brincan por escalas azules. El movimiento de los mástiles parece trastornar el equilibrio de la noche y el cielo también se mueve con sus nubes y sus estrellas. Junto a la cabalgata, los cerros negros avanzan igualmente al galope. Desde la cima parten las pampas, vacías y heladas en la noche. Recabarren va lleno de una serena alegría. Va escuchando los ecos de sus palabras, y meciéndose en las emociones que despertó en esos pechos obreros. A las once llegan a Antofagasta. Recabarren se despide y busca a la mujer y al hijo para compartir con ellos la revelación que ha tenido ese día. Los líderes obreros apelaron el fallo condenatorio ante la Corte de Tacna. Aprovechó Recabarren la tregua para continuar su jira de propaganda y organización. En Antofagasta fundó un nuevo periódico, La Vanguardia, y reunió mil quinientos pesos para la compra de una imprenta en Valparaíso. Visitó Taltal, Chañaral y Coquimbo, pronunciando discursos y conferencias ante miles de obreros. A su llegada a Valparaíso se impuso de que el Partido Demócrata lo había elegido candidato a diputado por Antofagasta, Taltal y Tocopilla. Volvió inmediatamente al norte llevando consigo la nueva imprenta, cuya dirección asumió desde entonces. La proclamación de su candida-tura se llevó a cabo en el Teatro Nacional de Antofagasta ante un público bullicioso y entusiasta. Se acercaba la fecha de las elecciones cuando estalló un conflicto obrero que comprometió a los cargadores del puerto y a los operarios de la maestranza del ferrocarril. En su plan de peticiones los huelguistas exigían un veinte por ciento de aumento en sus jornales. Las empresas se negaron a hacer concesiones y los obreros pidieron ayuda a la Mancomunal. Recabarren fue partidario de un paro general que sirviera de advertencia a las autoridades gubernativas y a los consorcios industriales de que las relaciones entre el capital y el trabajo entraban en Chile a una nueva época llena de peligros y en la cual el proletariado ofrecería, por primera vez, un frente unido para de-fender sus reivindicaciones. No se le escapaba a Re-cabarren la significación de este conflicto: la huelga paralizaba el puerto principal de la industria básica chilena; frente a él y sus mancomunados tendría el fantasma de la intervención armada y de las represalias policiales. Las clases dirigentes de Antofagasta, temerosas de una rebelión proletaria, organizaron una Guardia de Orden con el propósito de sofocarla a sangre y fuego. El seis de febrero amaneció la pampa totalmente paralizada. Junto a los campamentos y oficinas salitreras, los obreros aguardaban las noticias que debían llegar de Antofagasta. El desierto parecía reconquistar los reductos que le ganara la máquina. Se sentía el depósito de arena en el mecanismo de poleas y palancas. Desde el puerto, la pampa se veía como una vieja osamenta abandonada al sol. Los botes se balanceaban abandonados en la bahía. De pueblo en pueblo, por las mesetas, por los senderos calcinados, junto al mar, se iba repitiendo la noticia: "La Mancomunal ha respondido". En la Plaza Colón de Antofagasta se reunieron más de tres mil obreros para escuchar la palabra de sus dirigentes. Concluía de hablar Recabarren cuando los soldados, la marinería del Blanco Encalada y la Guardia de Orden atacaron a los huelguistas. Fue una batalla campal. El pueblo, sin armas, se defendió como pudo, pero sus energías se prodigaron en vano contra la fuerza de los fusiles y las ametralladoras. Pronto el combate se transformó en una masacre. Desalojada la Plaza, las fuerzas del orden hicieron su macabro balance: "Un centenar de cadáveres", anotó el parte

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oficial. ¿Cuántos centenares, en realidad, para quienes tuvieron que recogerlos a lo largo de la no-che? Los obreros votaron apretando la venganza en el papel arrugado entre los dedos: el candidato de la derecha con 3.454 votos y Recabarren con 2.625, resultaron elegidos diputados por Antofagasta y Tocopilla. En toda la pampa se llevaron a cabo colectas en favor de Recabarren. Los obreros, dando expresión pública a su cariño y devoción por el líder, le costearon sus gastos de viaje a Santiago y le regalaron una suma para que comprase una imprenta que reemplazara a la que él dio a la Mancomunal de Tocopilla. Entre sus compañeros pudo haber el sentimiento de que esa diputación era una recompensa y que la seguridad económica y la relativa comodidad de su nueva posición le brindarían al luchador la tregua necesaria para reponer sus fuerzas después de las difíciles campañas del Norte. Guadalupe también recibió esta victoria como el premio a su paciencia y el comienzo de una vida ordenada y burguesa. Pero Recabarren sabía que, en el fondo, su posición no había cambiado; el enemigo permanecía listo para emprender un nuevo ataque, acaso dueño de mejores armas para desprestigiar su causa y romper la unidad popular. —Nuestra diputación —le confesó a su compañero Bonifacio Veas— no tiene el sentido de las victorias parlamentarias de los partidos tradicionales. No soy yo quien ha triunfado: ha sido la unión de los trabajadores de la pampa. No es Recabarren el diputado de la pampa salitrera. Es la miseria. El diputado del norte es el hambre, es el abuso, es la explotación, es el despojo de nuestras riquezas nacionales y el orgullo patriótico herido. El diputado conservador celebra porque no gastó su dinero en vano. Fue una buena inversión la suya. Nosotros no invertimos dinero, invertimos nuestra propia vida. El que gana sin cohecho ya no se pertenece a sí mismo, es el genuino representante del pueblo. ¡Que vayan otros a retirarse como jubilados a los muelles asientos de la Cámara! Nosotros vamos a pelear, por eso somos los diputados obreros. La reacción también sabía esto y no había de perdonarlo. Con Recabarren llegaba por primera vez al Parlamento la voz auténtica del proletariado moderno chileno; por primera vez se iba a escuchar una voz que no era la voz de la banca, ni del latifundio ni del gestor internacional. Un nuevo fenómeno social encontraba su correspondiente expresión política en el sistema de la democracia. Las clases altas que habían acaparado el poder económico y político desde tiempos coloniales, disfrazando sus alianzas ora con una etiqueta conservadora o ya con una etiqueta liberal o radical, se detenían asombradas ante el cambio repentino y se negaban a creer que el roto chileno al fin exigía el reconocimiento de sus derechos de ciudadano. ¡No puede ser! Pero sí podía ser y Recabarren lo ha-bía probado. A la Cámara de Diputados llegaba el martillo que cavó las minas de cobre y de carbón, llegaba el arpón de los pescadores, llegaba la garra descarnada y ardiente del cauchero. Venían a preguntar con insolencia: ¿Qué pasó con la riqueza ganada en 1879? ¿Por qué suben y suben los precios de los alimentos, mientras el gobierno derrocha en absurdos turismos diplomáticos y permite que una minoría de voraces agiotistas especulen con la moneda, especulen con la carne, con las papas, con la leche, con el alma si les dan un poco de rienda? ¿Por qué asesinan a los trabajadores si protestan por la mala condición del país? ¿Que no sabemos de la cosa pública y no tenemos derecho a sentarnos codo a codo con el culto y viajado parlamentario de apellido vasco? Si no sabemos es porque los gobiernos nos han escondido los hechos y han cultivado la ignorancia entre nosotros, esforzándose por convencernos de que somos una raza inferior destinada a la servidumbre. ¡Pero vamos a sentarnos junto al apellido vasco! El diputado Trágatelas Todas va a tener que sentarse junto al diputado Pocas Pilchas. Aunque le duela. ¿No se acordaban acaso de que existía también este chileno? Pues ahí lo tienen. Aguántenlo, es tan chileno como ustedes, tiene tanto derecho como ustedes a discursear en la Cámara, a condecorarse, a cebar la panza si le da la gana. Sólo que no son éstas las ganas que nos mueven. Son las ganas de

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educar al pueblo, de proteger al niño y darle una infancia feliz, de darle casa y escuela, de alimentar a las masas, robustecerlas y alegrarlas. Nada más. ¿Les parece poco? No les parecía poco a las gentes de bien y, preocupadas, se daban a buscar remedios y a tratar de poner parches en la embarcación antes de que fuera demasiado tarde. En 1906 el Partido Radical renunció a sus postulados caducos y adoptó la línea socialista defendida por el profesor y sociólogo Valentín Letelier. Los universitarios fundaron la Federación de Estudiantes, institución que muy pronto se iba a cubrir de gloria en heroicas campañas civiles. Por todas partes surgían universidades populares, patronatos, asilos, sociedades benéficas. De repente, la población capitalina se daba cuenta de que Chile era algo más que un valle central privilegiado. Desde el Norte venía una voz colérica a recordárselo. Los gobernantes veían, de pronto, los conventillos piojentos, los hospitales insalubres, la infancia tuberculosa, la delincuencia, el alcoholismo venéreo, y salían bajo el peso del remordimiento y con el ardor de la crisis en las espaldas a mejorar la situación. Recabarren los miraba hacer. Ya había dado la voz de alarma, y la voz revolucionaria del norte recorría el país despertando a todos los ciudadanos responsables. Tan pronto llegó a Santiago, compró la imprenta que necesitaba y fundó La Reforma, periódico que apareció por primera vez el 21 de junio de 1906. Comenzó de inmediato a interpelar al gobierno sobre cuestiones económicas y políticas. Dió claro aviso de que su presencia en la Cámara sería motivo de enconados conflictos. En la sesión del 2 de junio Recabarren anunció a la Cámara de Diputados que prestaría su juramento de estilo a condición de que se le permitiera hacer algunas observaciones. La Mesa le negó el permiso que solicitaba y en la tercera hora llamó a Recabarren y Veas para que prestasen su juramento. El caudillo demócrata Malaquías Concha intervino para expresar opiniones hostiles a los diputados obreros y provocó una reyerta obligando al presidente a levantar la sesión. El 5 de junio se hacen dos nuevas tentativas para que Recabarren y Veas presten su juramento, pero Malaquías Concha se opone por segunda vez. Mientras tanto el incidente ha cobrado significación nacional y, la prensa lo comenta en todos los tonos. Es el drama que la crónica roja de la política necesita. Dos diputados obreros vienen a desafiar la tradición del ritual parlamentario. Cuando al fin consiguen jurar, los dos afirman que lo hacen por obligación, pero que no creen ni en Dios ni en los Evangelios. Estas palabras causan, naturalmente, un escándalo. Un diputado conservador propone que se anule ese juramento y que no se les permita incorporarse a la Cámara. Durante el debate dice Bonifacio Veas: —Mediante nuestros propios esfuerzos tenemos algunos conocimientos y si no hemos adquirido más ilustración y más cultura, ha sido por culpa de los hombres que han gobernado a este país. El diputado Francisco Izquierdo le responde enconadamente: —¡La primera de las culturas es creer en Dios! ¡De ésa no carecen ni los salvajes! Recabarren pide la palabra, entonces, y con su actitud serena, modesta, logra producir un respetuoso silencio en la sala. —Declaro —dice— que en mi conciencia no existe Dios ni existen los Evangelios. He prestado el juramento impuesto por el reglamento de la Cámara; pero si no creo en Dios ni en los Evangelios ¿ cómo voy a decir sin protestar: juro por Dios y los Evangelios? Respecto al secreto que debemos guardar de lo que se trate en sesiones secretas, basta con nuestra promesa de mantenerlo. ¿Por qué provocó Recabarren este incidente? Sabía, desde luego, que la prensa y la opinión pública lo falsearían reproduciéndolo en fantásticas proporciones; para las masas siempre hay algo de siniestramente diabólico en la actitud de un ateo que hace gala de su incredulidad. Se espera que el rayo divino lo fulminará al momento. En esos días se esperaba el rayo que fulminaría a Recabarren

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y el rayo no tardó en venir, pero de diferente dirección. Por otra parte, desde España llegaban ecos de la propaganda de ciertos ateos que habían conquistado especialmente la imaginación de los bandos anarquistas. Seres fanáticos, hombres y mujeres de gran labia y talento teatral que, arrastrados por el fuego de su propaganda, daban la impresión de ser católicos al revés: no se puede negar con tanto odio y pasión a un ser que no existe; combatían a Dios como a un enemigo personal y, en realidad, iban afirmando su existencia en cada asalto dialéctico que le dedicaban. Bajo la influencia de esos pintorescos ateos españoles Recabarren quiso agregar el elemento religioso a la campaña política que venía a disputar en la Cámara. Pero lo hizo con sinceridad y limpieza de espíritu: jura para no entorpecer el trabajo de un organismo público que debe entregarse a tareas provechosas para el país, pero, al mismo tiempo, se cree en el deber de explicar su juramento por respeto al pueblo que lo ha elegido su representante. Desde diferentes bancos se levantan voces para defenderlo. Un diputado propone que se pase a la orden del día dándose por concluido el incidente. Se aprueba su indicación por cuarenta y cuatro votos contra veintidós. El resultado de la votación debió indicarle a Recabarren que sus enemigos se mantenían firmemente unidos y dispuestos a expulsarle de la Cámara. El episodio del juramento había sido una escaramuza, una simple demostración de fuerzas. Acaso no lo proclamaban a voces, pero entre ellos el destino de Recabarren estaba sellado. Poco tiempo más tarde se le acusa en la Cámara de haber cometido fraudes en la elección de Antofagasta y de ser el responsable de que los apoderados del candidato radical Daniel Espejo fueran expulsados de varias mesas. Recabarren no pudo defenderse. Cayó enfermo y no tuvo fuerzas para dejar el lecho y acudir al Parlamento a probar su inocencia. Un diputado propuso que se aceptaran los poderes de Daniel Espejo, condenando a Recabarren sin oírle, y la Cámara aprobó su indicación. A Bonifacio Veas, quien protestó de esta infamia, le insultaron y le obligaron a reti-rarse, pero antes gritó: —Me retiro de la sala para no ser testigo de este crimen cometido por los canallas y sinvergüenzas que me insultan ... Una ola de protestas se alzó en el país. Recabarren fue defendido por todos los grupos políticos del pueblo así como por figuras eminentes de la cultura chilena: hasta su casa de la Avenida Latorre llegó Baldomero Lillo, el gran novelista proletario, a expresarle su adhesión y la de otros escritores de igual valía. El publico se convenció de que Recabarren era expulsado no por el incidente del juramento, sino porque se temía su crítica social y se le consideraba el eje del movimiento obrero nortino. Acaso intimados por la indignación popular los diputados mayoritarios nombraron a Daniel Espejo sólo en calidad de presuntivo y acordaron repetir la elección en Antofagasta el 26 de agosto de 1906. Repuesto de su enfermedad, inició Recabarren a través de la pampa una violenta campaña política. El terremoto de 1906, que destruyó poblaciones enteras y hundió al país en una crisis económica, lo encontró en Chañaral. Los asuntos políticos pasaron a segundo plano y en Santiago causó sorpresa saber que la elección de Antofagasta se había repetido. Como era de esperarse, el triunfo de Recabarren fue aplastante: obtuvo 766 votos contra 324 de su rival. Regresó Recabarren a Valparaíso el 4 de septiembre y siguió viaje a Los Andes donde le aguardaba su esposa. Daniel Espejo no aceptó la derrota y, posiblemente instigado por la vieja guardia del oportunismo en las filas demócratas y radicales, presentó a la Cámara un memorial acusando a Recabarren de haber pagado a varias personas por suplantar electores. Se discutió la acusación el 19 de octubre y en un debate sensacional Recabarren destruyó uno por uno los cargos que se presentaban en su contra. Negó que él o sus partidarios hubieran pagado para suplantar electores. Espejo intervino:

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—Sin embargo, acaban de salir cuatro en libertad... —Esa misma declaración del señor Espejo —responde Recabarren— está probando que el delito no se había cometido. Refiriéndose a un enemigo suyo nombrado por Espejo, declara Recabarren: —Es una ofensa a la Cámara traer siquiera el nombre de un individuo que ha perdido su decoro y ha sido arrojado de la sociedad... —Y habla de decoro el que ha salido de la cárcel para venirse a sentar en estos bancos... —interpone Espejo. —Esa prisión que yo sufrí en Tocopilla —dice Recabarren— es la más hermosa aureola que corona mi frente ... —ruidosos aplausos le interrumpen, y prosigue —Yo no he llegado a la cárcel como reo de un delito común o de una falta política, sino por defender los avanzados ideales de la justicia social. ¡No es una afrenta para nadie levantar públicamente la bandera de la moral y defender los derechos de los hermanos del trabajo! Los aplausos apagan sus últimas palabras. Se ha suspendido la sesión y se le concede prioridad en la próxima para que termine su defensa. Recabarren sale del recinto de la Cámara y ruega a sus compañeros que le permitan caminar solo hasta su casa. Va haciendo una lenta revisión de la jornada que se acerca ya a su punto culminante. Su vida parece haberse detenido; se bifurcan los caminos y, como en los cuentos, hay uno de siniestras tinieblas rechazándolo y otro engalanado con felices augurios. Los dos, en el fondo, encierran un engaño. No claudicará. Aceptará la efímera derrota, porque es una derrota la que le espera al final del debate parlamentario; poco les importa a sus enemigos que sea inocente; no le perdonan su ambición y su insolencia, es el diputado de los rotos pampinos y como tal es necesario castigarle y silenciarle para siempre. Pudiera doblar el espinazo y transformarse en un mamócrata para gozar de la dieta parlamentaria en el saludable calor del oportunismo. Le perdonarían su pasado. Llegaría a ser un venerable señor diputado. Compromisos, turbios arreglos, pingües ganancias, muchas, pero muchas sonrisas y sus correspondientes brindis. Pesos. Respeto y dignidad. Y el alma podrida. El señor Luis Emilio Recabarren Serrano, distinguido parlamentario demócrata, asiste al cocktail con que se honra la visita del Príncipe de Gales. Y el alma podrida. No. Le van a derrotar, van a amontonar la humillación, el ridículo, el desprecio sobre su cabeza. Cárceles, tribunales, huelgas, comicios, eterna inseguridad, la mujer y el hijo esperando siempre en la noche la llegada de los esbirros. Pero en el fondo brillará la satisfacción suprema de haber peleado con valentía, sin comprometer jamás su dignidad. Treinta años de edad. A los treinta años va a recibir su primera gran decepción. Presiente el dolor de la humillación y la injusticia, pero no le inquieta. Así, con esa tranquila confianza, podría marchar al patíbulo; horrorizado, tal vez, pero no de su propia muerte sino de la vergüenza de quienes le condenan. El 23 de octubre recibió un telegrama con el veredicto de la Corte de Tacna en el proceso de la Mancomunal: Culpable. Tendría que cumplir la condena de 541 días de cárcel. ¡Qué maravillosa coincidencia! La Corte fallaba tres días antes de la votación en que se iba a decidir su destino en la Cámara de Diputados. Este era el rayo divino que esperaban sus enemigos. Ya no había problema ... el diputado obrero era un delincuente común. ¿De qué se le acusaba? ¿Y eso a quién le importa? ¿No le condenó el supremo tribunal? Agitador, hombre molesto, que arma huelgas y peleas callejeras. Indeseable. La Corte falla tres días antes de la votación en la Cámara. De improviso. Coincidencia perfecta. Recabarren comentó en su periódico: "Se me condena a 541 días. Estuve en Tocopilla 233, me faltan entonces 308. Cuando el Juez de Tocopilla ponga el cúmplase a la sentencia iré a cumplir esa condena satisfecho y alegre sin guardar rencor ni odio contra mis tiranos". Uno de sus tiranos, a quienes perdonaba tan generosamente, quizás uno de los más enconados, el Juez de Tocopilla, Emilio Salas, ese mismo 23 de octubre, mientras paseaba a la una de la tarde por

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la calle Prat, fue acribillado a balazos por un enemigo suyo, un tal Montano Venegas, que tenía sus facultades mentales perturbadas. Recabarren ha terminado su defensa en la Cámara. Antes de la votación se le ofrece nuevamente la palabra y habla en tono de despedida; el ánimo de los diputados derechistas ya está decidido, lo demás será fórmula y rutina. El público guarda silencio. Las tribunas y galerías de la Cámara están repletas. Todo el país se halla pendiente de la votación que pronto se llevará a cabo. Recabarren mantiene su calma y apenas si acentúa una que otra idea con un gesto de las manos. —... doloroso es decirlo. Me voy de aquí convencido de que no se hará obra de justicia. La voluntad popular no será respetada. Yo pido solamente que quede constancia de este hecho para que él sea más tarde juzgado por la historia, que es más grande que nosotros. Me retiro. Yo llegué aquí demasiado pequeño e insignificante y me retiro grande porque tengo la convicción de que la opinión unánime del país no acepta los procedimientos de esta corporación. A mí no me duele retirarme de esta Cámara. Es el pueblo el que se convencerá de que aquí no se admite a sus representantes ... En el resplandor de la sala va cobrando relieve la imagen del tipógrafo: solo, vestido con la pobreza obscura del pueblo, encanecido a los treinta años de edad en el rigor del combate social, la mirada fulgurante bajo los pesados párpados, firme y segura la palabra, espera al umbral de la puerta que los poderosos han de cerrarle en lá cara. Pocos advierten que es a Chile a quien se le cierra la puerta, al Chile del siglo veinte que se apersona, abrumado por años de explotación y desamparo, a pedir cuentas en la casa del poder y la riqueza; es el anónimo empleado público, el olvidado sargento, el maestro hambriento y triste, el minero tuberculoso, el peón y el gañán, todos los endeudados y perseguidos, los héroes de la rutina, que de pronto se ponen de pie, hacen el balance de su pobreza, dan una mirada al certificado que les asegura que son chilenos, a pesar de todo, y golpean en la puerta del rico legendario. ¿No es Recabarren el símbolo de los obreros y empleados que se incorporan a la política con una consigna revolucionaria para Chile? ¿Y por qué votaron contra él entonces los demócratas, los radicales y los liberales balmacedistas? ¿Por qué votaron contra él Malaquías Concha y Arturo Alessandri? El pueblo se apartaba de sus falsos apóstoles. Alessandri iba a sobrevivir en la medida en que realizara y perfeccionara el programa de reivindicación obrera que Recabarren empujaba a tientas, por intuición casi, a través de sus campañas sindicalistas. Pero la marca estaba distintamente trazada y la orientación del movimiento social chileno no podría ya variar. Llegaría al poder la clase media y con ella se implantarían refor-mas que iban a beneficiar la suerte del empleado y del obrero. En la raíz misma de esta revolución, animándola, inspirándola, como una llama, estaría siempre la imagen del tipógrafo tal como la veían hoy los diputados de 1906, tal como la vio el que fue más tarde Presidente de Chile y no la reconoció o no quiso reconocerla, dramática en su modestia, épica en su pureza y resistencia. —... el juez que me condenó en Tocopilla no ha sido víctima de un loco, ha sido víctima de la indig-nación que producían sus injusticias ... —El señor Recabarren —exclama Alessandri— justifica al asesino, aún más, dice que es su amigo ... —¿Y qué tiene eso de particular? —responde Recabarren— ¿Acaso no hay varios asesinos que son amigos de los diputados? En aquella frase nombraba tácitamente a la banda de criminales que ordenaba la matanza de familias obreras en el norte del país. El diputado Alessandri grita a voz en cuello algunas palabras que no se entienden en el tumulto que se ha producido. Al fin, Recabarren se halla de pie, la frente cubierta de sudor, el gesto decaído, los ojos entrecerra-dos bajo la luz enceguecedora. —No quiero continuar este debate —afirma— porque no se me permite mantenerlo con la debida calma ...

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Durante breves minutos se enfrentaron en la tribuna parlamentaria dos fuerzas que no habían de re-conciliarse: el liberalismo del siglo diecinueve que con demagogia y piadosos sacrificios intentaba parchar la armazón apolillada del Chile colonial, y el sindicalismo del siglo veinte que cerraba los oídos a los oropeles verbales y repetía con apabullante insistencia "el proletariado exige salarios justos, libertad de organizarse, educación, habitaciones higiénicas, representación en el gobierno..." Se votó después y algunos diputados se escabulleron ante la expectación del enorme público. El re-sultado: treinta y cuatro votos a favor de Espejo, dos votos a favor de Recabarren. Y viendo salir al diputado que el pueblo de las pampas salitreras enviaba al Congreso una vez, dos veces y todas las que fuesen necesarias, esa muchedumbre de espectadores guardó silencio en una mezcla de consternación y de cólera. El sol se ha ido de golpe detrás de las enormes montañas y queda como una cola de luz vibrando en el cielo. Se adivinan las voces del río que, desprendiéndose de la cordillera, descienden sobre su escalinata de piedra. El tren va dejando a la vera del camino los paisajes de la llanura, frondosos y frutales. Los cerros van pelando la contextura de sus rocas. Más allá de Río Blanco la cordillera sale con audacia a clavar el cielo con sus picachos. Juncal y Caracoles dejan zonas heladas en el azul cristalino de la noche. Envuelto en humo se mete el tren por los túneles interminables y rodea en la altura estrellada el ojo negro de una laguna. El trasandino va saliendo de Chile y Recabarren cierra un ciclo de su vida. ¿Hay una razón que justifique su entrega absoluta a la causa del proletariado? ¿Qué ha obtenido el pueblo con sus prisiones, sus caminatas a lo largo de la pampa, sus discursos, sus periódicos? ¿Qué ha ganado él, a dónde ha llegado, a dónde va? Ya no hay tiempo para responder a tales preguntas. En su memoria viene, estridente como un bocinazo, su propio nombre repetido en coro por las muchedumbres, enarbolado como una bandera de esperanza. Sobre su espalda trae el escalofrío de la multitud que lo empuja con sus ojos desolados y sus brazos caídos por la agonía del hambre, de la huelga, de la masacre, hacia la liberación. Frente a él hay un mapa de sangre: Antofagasta, Valparaíso, Taltal, To-copilla. Allí está su patria explotada por indiferentes magnates extranjeros, padeciendo la irresponsabilidad moral de malos chilenos que hacen del gobierno un feudo y que regentan minas, salitreras, puertos y campamentos, con ansias de prestamista; allí están las masas analfabetas, los niños abandonados, las mujeres del pueblo encadenadas a la enfermedad, al abuso y la explotación. Vivir en un país así y permanecer indife-rente es un crimen. Someterse a la humillación cuando todos los caminos de defensa están cerrados es una estupidez. Por eso se escapa Recabarren y burla a sus enemigos para volver intacto a la batalla. Días antes de embarcarse para Los Andes y, de allí, a la República Argentina, Recabarren supo que se abría un nuevo proceso en su contra, esta vez por la huelga de febrero y que se le juzgaba responsable de un incendio y un linchamiento ... En los últimos días que pasó en Santiago la policía secreta le siguió a todas partes. Precipitadamente debió arreglar sus asuntos, hizo entrega de La Reforma a sus compañeros, decidió con Guadalupe reunirse en Buenos Aires y, burlando la vigilancia policial, huyó en el trasandino. Después, temió por las consecuencias de esta fuga; pensó que, al regresar, el pueblo le repudiaría y que volvería desprestigiado. Confuso, dolido por sus re-cientes derrotas, llegó a dudar de toda su actuación en las luchas sindicales. Quiso buscar, tal vez, una nueva verdad a su adhesión revolucionaria, o siquiera, hallar la misma de su adolescencia. Poco a poco volvió a ganar la confianza y tuvo la visión de su apostolado apuntando como una flecha al corazón de su tierra. Parado sobre la palma de su mano un gallo clarinea-ba el amanecer de los redentores. La nación se divide, dos espadas se apuntan cruelmente, su mano de proletario empuña sin vacilar el mango que está a su alcance y se bate por la suerte de los explotados y los per-seguidos. Más tarde, una sonrisa se dibuja serenamente en su rostro, y se deja ir con el tren por las faldas de la cordillera hacia Las Cuevas.

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VI Buenos Aires, con sus pintorescos barrios obreros y sus asambleas socialistas, fue una ciudad hospitalaria para Recabarren. Llegó a una modesta casa de pensión. Consiguió trabajo en la imprenta de un ex anarquista ganando seis nacionales a la semana. Al poco tiempo había ahorrado dinero suficiente para costear el viaje de su mujer y su hijo y recibirles en un departamento en la calle Buen Orden. Ayudándose con las recomendaciones que traía desde Chile se puso en contacto con los socialistas argentinos y se incorporó de lleno a sus actividades. Pocos meses después de su llegada asistió como delegado al Congreso Obrero de Fusión cuya finalidad era producir la unión entre anarquistas y socialistas. Causará sorpresa que se le confiaran puestos de responsabilidad en un ambiente extraño, pero la verdad es que Recabarren se conquistó de inmediato la admiración de los círculos obreros argentinos, impresionándoles con sus arrestos genuinamente proletarios que contrastaban con los resabios burgueses de los líderes locales. Su posición ideológica por lo demás, se definió claramente hacia esta época bajo la influencia de los teóricos argentinos del socialismo. El dirigente Zacanini ha dejado un recuerdo muy elogioso de Recabarren en su folleto "Desde la barra del Congreso de Fusión". Los anarquistas adoptaron una actitud intransigente en el Congreso y, en un momento dado, convencidos del poder de persuasión del líder chileno, le negaron el uso de la palabra. Cuando la mesa directiva anunció esta decisión se produjo un formidable escándalo. Los delegados comenzaron a pelear a bofetadas y pronto la asamblea se transformó en una batalla campal. Zacanini, que presenció la refriega desde la galería, cuenta que Recabarren se mantuvo impertérrito ante los ataques de los anarquistas quienes, sin poderle alcanzar con las manos, le lanzaban sillas y toda clase de proyectiles. Tanta fue su impasividad que el narrador se pregunta si no se debió a la miopía que le impedía ver los objetos con que le apuntaban…. 115 En enero de 1907 firmó los registros del Partido Socialista Argentino y, poco después, la Sección San Isidro de la Unión General de Trabajadores le nombró su delegado a la Junta Nacional. Había ya establecido su reputación de dirigente en Buenos Aires cuando un día de abril llegó hasta su departamento un chileno con una carta de presentación. Se llamaba Julio César Muñoz y salía de Chile a "rodar tierras"; venía con la tranquilidad desconcertante del aventurero de corazón que sale a recorrer el mundo como si fuera a conocer el patio del vecino. Sin un centavo en el bolsillo. Con las patas y el buche. De gesto indefinible, moreno y silencioso, con una mirada muy suave y muy triste, iba a cumplir una misión que Recabarren no se imaginara. Venía a cortarle las últimas amarras. —Pero si yo soy ciudadano del mundo, don Reca ... —decía, socarrón—. Ya estamos fuera de Chile; estamos cerca de cualquier parte ¿no le parece? Se le veían unos mares brumosos, unas lejanías, unas luces de ciudades misteriosas en la mirada . . y Recabarren quería conocer Europa, visitar España —¡ah. Pablo Iglesias!— Francia, Suiza y sus cooperativas. El acuerdo de partir a España se generó entre ambos lentamente a través de 1907, en medio de actuaciones políticas y sucesos familiares que facilitaron su decisión final. Guadalupe, quizás por hallarse en tierra extranjera o porque hubiera llegado a una secreta y firme decisión, adoptó en Buenos Aires una actitud de abierta agresividad contra los compañeros de Recabarren e hizo todo lo posible por obtener de su esposo la promesa de que abandonaría las actividades revolucionarias y volvería a Chile para comenzar una vida equilibrada y respetable. Ya no era la suya esa resignación amarga que la enmudeció en Tocopilla, ahora agravaba

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porfiadamente las diferencias que la separaban de Recabarren y discutía con él saltando del plano doméstico al campo de la política y de la religión. Libraba su propia batalla asentada en sus prejuicios y, lo que es peor, desdeñando el arma que acaso le hubiera dado ventajas: la devoción personal. Perdió la partida. Se separaron, al fin, con la tácita certeza de que no sería posible una reconciliación. Volvió ella con su hijo a Santiago y, a la distancia, ensayó aun sus últimos recursos: prometió enmendarse, cambiar de carácter y hasta consiguió que Recabarren hablara de reunirse con ella a su regreso a la patria. Pero, en el fondo, ambos se daban cuenta de que se mentían piadosamente. Recabarren alcanzó aun especiales honores en la Argentina, honores que recordaría siempre entre los más señalados de su carrera de líder revolucionario. El primero de mayo de 1907 fue designado por el comité ejecutivo del Partido Socialista Argentino para hablar en compañía de Juan B. Justo y Alfredo Palacios en una gran asamblea de homenaje a los trabajadores. Recorrió también la provincia dictando conferencias sobre cooperativas, sobre socialismo, sobre el problema social de la mujer, sobre el militarismo. En mayo el Comité Ejecutivo del Partido Socialista le nombraba primer suplente y en agosto, producida una vacante, se incorpora a ese comité y empieza una labor directiva que no abandonó hasta partir con Muñoz a España. En marzo de 1908, pagando veinticinco nacionales por un sitio en cubierta, junto a otros mil pasajeros, Recabarren y Muñoz partieron a Europa en un barco holandés. Después de veintinueve días de navegación desembarcaron en Vigo y continuaron viaje a Madrid. No tardaron en ocuparse; primero Recabarren en una imprenta y luego Muñoz, de zapatero. Buscaron a Largo Caballero en la Casa del Pueblo y éste, que ocupaba un cargo de regidor municipal en esa época, les recibió con gran simpatía y les llevó a conocer a Pablo Iglesias. Para Recabarren la entrevista con Iglesias asumió particular importancia; el líder español sabía de su actuación sindical a través de la prensa chilena y argentina y le invitó a dar una conferencia en la Casa del Pueblo. Recabarren habló sobre el movimiento obrero chileno y recibió cariñosos aplausos de parte de un público en que, además de Iglesias y Largo Caballero, se contaban otros prestigiosos dirigentes del proletariado español. A fines de mayo los dos compañeros de aventuras decidieron separarse: Recabarren salió en viaje a París, mientras Muñoz prefería quedarse en España. De París Recabarren siguió a Bruselas, invitado por la Secretaría de la Internacional Socialista. Permaneció allí tres meses estudiando la organización de cooperativas, reuniendo material impreso y escribiendo notas que usaría más tarde en sus conferencias. Es posible que en esos días llegara a conocer personalmente a Lenin. Así, al menos, lo afirma el testimonio del investigador Stewart Colé Blasier: "Lenin se refiere a un chileno que asistió a una reunión del Bureau de la Internacional Socialista en Bruselas en 1909. Probablemente, este chileno fue Recabarren de quien se sabe que viajaba por Europa en esa época". ("The Cuban and Chilean Communist Parties", 1956, pgs. 131-132). En la fecha puede haber un error, ya que Recabarren viajó por Europa en 1908. La posibilidad del encuentro es, sin embargo, interesante. Regresó, por fin, a Buenos Aires y en su recuerdo trajo dos imágenes que destacó siempre con particular cariño: la de Pablo Iglesias, cuya elocuente palabra y robusto ánimo fueron para él una revelación, y la imagen más íntima y querida de su compañero Julio César Muñoz, el de los ojos maduros de tristeza y ansias de aventuras, el chileno sin palabras que marcando sus horas con un martillito viajó por Turquía, Egipto, Italia, Francia, Alemania, Holanda e Inglaterra, y vino una noche de Año Nuevo desde Londres hasta la Avenida Brasil de Santiago a alumbrar con una lámpara mágica su modesto taller de zapatero. No bien hubo llegado a Buenos Aires, Recabarren recibió una carta urgente de su hermana Mercedes avisándole que su madre se hallaba enferma de suma gravedad. En 1907 había muerto ya

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su padre. Sin trepidar volvió a Chile. Se jugaba su libertad, renunciaba a la ocasión de poner en práctica las enseñanzas del socialismo europeo en el ambiente más propicio de la Argentina; sabía que la persecución policial le caería encima al solo poner pie en tierra chilena. Pero su madre moría y sus hermanas le llamaban. A fines de 1908 llegó a Santiago. Era demasiado tarde. Su madre había muerto. Las autoridades movilizaron sus sabuesos para cazar al fugitivo antes de que el pueblo pudiera ofre-cerle amparo. Le vieron entrar y le hallaron cambiado. No era la edad exactamente. Sus treinta y dos años parecían más duros, castigados tal vez, pero fundidos en materia áspera y fuerte; como se aprieta la arcilla sobre la urdimbre de alambre, se había definido su cara: cada arruga era un tajo, un recuerdo, una nostalgia o una desesperanza, pero marcada allí a golpe de cincel, sin suavidades ni sutilezas. Un joven viejo, sin edad en la mirada, pero con una agresividad escondida en que maduraban palabras, gestos, ideas y fuerza bruta: eso era Recabarren. Nada restaba del melancólico adolescente que escribiera versos en los diciembres de Los Andes. Sus frases eran escuetas y, a veces, crueles; sus acciones, en apariencia muy medidas, parecían impulsadas por extraño vértigo o por un dinamismo que buscaba su eje a medida que se iba expresando. Esa noche de noviembre dictaba su primera conferencia después de su regreso a Chile. Había escogido el Gremio de Tapiceros. Los viejos camaradas demócratas, que llenaban el local, le escuchaban haciendo toda clase de conjeturas. ¿Qué le pasaba a don Reca? Traía la voz llena de filos; su discurso se afirmaba en extremismos parcos y directos: —Chile, como todos los países —decía—, está compuesto de dos clases sociales: la de los explotados y la de los explotadores. ¡No hay más! No hay más. En esas palabras se veía desaparecer como en un pozo su romanticismo social-cristiano. Hablaba entre gentes que creían en la evolución social, que negaban la lucha de clases y cuyas armas de combate eran el cohecho y los pactos electorales. ¿Podía servirle aún el Partido Demócrata? Recabarren venía de una Europa en que el conflicto social hacía crisis y donde el proletariado asumía audazmente la iniciativa política. Ya no era una masa amorfa de cesantes y mendigos la que invadía las plazas de las grandes ciudades; el liberalismo de frases hechas y de hábiles recursos parlamentarios caía en las calles de Francia y Alemania sofocado bajo un montón siempre creciente de harapos. Recabarren había visto actuar a un proletariado de sólida organización y orientación marxista y su propósito era transformar a las masas chilenas en ejércitos de estricta disciplina revolucionaria. Sus partidarios y enemigos comprenderían la raíz ideológica de su cambio poco a poco, a través de una campaña que acabó por asentar la aureola de leyenda alrededor de su nombre. Del Gremio de Tapiceros fue a parar a la cárcel. Debía cumplir la vieja condena. Entró en noviembre de 1908 y salió en agosto de 1909. En el aislamiento de su celda Recabarren preparó el texto de las conferencias que se proponía dictar en una extensa gira por el sur de Chile. Fue la oportunidad que buscaba para organizar las notas recogidas en su viaje a Europa. Planeó cuidadosamente su campaña, escogió los temas que consideró más apropiados para despertar el interés de las masas obreras, postergó transitoriamente la discusión del problema político que, planteado dentro del Partido Demócrata, podía provocar su división y, al salir en libertad, se lanzó en una empresa de difusión revolucionaria que, por sus proporciones inusitadas, atrajo durante treinta días la atención de todo Chile. Visitó Talca, Constitución, San Fernando, Curicó, Molina, Linares, Chillan, Bulnes, Concepción, Temuco, Valdivia, Corral y Osorno. En poco más de un mes pronunció veintiuna conferencias.

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En su viaje de regreso, que duró ochenta días, visitó treinta pueblos, repitiendo en ocasiones dos, y hasta tres veces una conferencia para acomodar al público que no había podido escucharlo. Sus temas principales eran: "Lucha de clases", "La mejor organización del Partido Demócrata" y "Antialcoholismo". Su actividad trascendió los límites de la propaganda política y asumió una curiosa significación histórica. Los pueblos de la provincia comentaban la gira de Recabarren como quien repite una conseja. Terminaba de hablar, se marchaba a otro pueblo y quedaba la leyenda. En Santiago los políticos profesionales abrían los ojos. He aquí un hombre que descubría la provincia. En el futuro no bastaría ya con mandar un orador para las épocas de elecciones. Había que ir allí a sentir las pulsaciones de ese Chile que hoy escuchaba y aceptaba consignas y que mañana, tal vez, estaría dictándolas. Recabarren fue el inspirador de esa larga y pintoresca caravana de conferenciantes que comenzó entonces a recorrer el país, y en la cual formaban políticos, profesores, artistas, poetas y, naturalmente, charlatanes. Para Recabarren mismo la gira fue una profunda afirmación de fe personal. Había en él una insaciable necesidad de moverse y propagar, de organizar, incitando a las gentes chilenas, de suyo apáticas, a definirse y jugarse su destino en el drama social y económico del país. Cuando Recabarren recorre el sur de Chile y funda sociedades y periódicos y hace revivir los débiles tercios del Partido Demócrata da, en verdad, expresión al sentido primordial de su vida: su patriotismo fundido en una auténtica vocación apostólica. La observación directa de las provincias sureñas le dejó una lección cuyas significaciones pesó cuidadosamente en las campañas políticas que emprendió por aquella época. Hasta entonces los partidos políticos tradicionales encomendaban sus operaciones electorales en la provincia a quien pudiera ofrecerles garantías de un dominio sin contrapeso ni sorpresas, por lo general, a caciques sin escrúpulos que actuaban protegidos por bandas de matones, crápulas y tinterillos. Recabarren fue uno de los primeros políticos que reconoció la fuerza creciente de la clase media provinciana educada en una tradición de rebeldía contra el absurdo centralismo de los santiaguinos. Fue por esos años cuando la provincia rehusó aceptar las componendas electorales que trataban de imponerle las juntas directivas de la capital y envió, por primera vez, a sus legítimos voceros al Parlamento. Ricardo Donoso ha comentado más tarde este hecho del siguiente modo: "Comenzaron a aparecer así en el escenario político santiaguino auténticos representantes de los intereses económicos de las provincias: fueron los llamados regionales o regionalistas, que las más de las veces procedían con cierta independencia, al margen de las directivas partidistas. Esos elementos no tenían propiamente una conciencia de clase, y se distribuían en los partidos políticos tradicionales. En su formación gravitó poderosamente el desarrollo de la enseñanza pública, especialmente de la secundaria, que reclutando sus elementos en la juventud procedente de la burguesía provinciana, lanzó a la lucha varias generaciones resueltas a disputar el campo de la actividad a sus usufructuarios en la administración pública, en los negocios, en las profesiones liberales, y, finalmente, en la vida política"3. Los nombres de Héctor Arancibia Lazo, Armando Quezada Acharán, Guillermo Bañados, Pedro Nolasco Cárdenas, y muchos otros que representaban el despertar de la provincia chilena y la vanguardia política de una clase media combativa y progresista, vinieron a mezclarse en los debates de la Cámara con lo más rancio de la tradición conservadora y "nacional". Recabarren tuvo el oído alerta a esa voz de los pueblos sureños que demandaba un puesto de responsabilidad en los manejos de la república. 3 Alessandri, etc., Fondo de Cultura Económica, México, 1952, p. 206.

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Por otra parte, la actividad gremial respondía ya a la agitación revolucionaria del norte y en 1909 se reunieron en Santiago delegados de diversas industrias para fundar la Federación Obrera de Chile. A cuestas con el lastre mutualista del siglo XIX, la nueva institución proclamó unos estatutos que eran un modelo de timidez y mesura. Su acción debía limitarse a: "Intervenir amistosamente en los desacuerdos que se produzcan entre obreros y patrones, siempre que las causas sean justificadas; trabajar por la implantación de la jornada de ocho horas y del salario mínimo, siempre que éste sea suficiente para subvenir las necesidades del hogar obrero... Cultivar amistosamente relaciones con los Poderes Públicos y autoridades administrativas, encuadrándose al espíritu de los estatutos, a tal punto, que puedan ser consideradas, acogidas y convertidas en leyes de la República, las ideas de bienestar hacia las clases trabajadoras". Recabarren no tomó un interés inmediato en la FOCH; consideró, quizás, que de nada serviría pro-mover en su seno una polémica doctrinaria: el camino para llegar hasta su directiva y llevar a cabo una revisión de principios de acuerdo con su ideología marxista era el de la acción sindical directa, en contacto mismo con los organismos obreros. Trabajó hasta febrero de 1911 como Secretario de la Segunda Comuna del Partido Demócrata y, luego, decidió volver una vez más a la pampa. Le atraía el desierto con una fascinación trágica; el proletariado chileno disputaba allí una batalla que él comprendía y cuya estrategia se ajustaba precisamente a los nuevos postulados que aprendiera en Europa. Acción. Organización. Férrea disciplina revolucionaria. Pequeños triunfos obtenidos en los intervalos sangrientos de las huelgas y refriegas callejeras. Partió solo, obsesionado por las deman-das de la causa que insistían en borrar todo lazo de vida familiar y hogareña. Con privilegiado instinto de agitador revolucionario Recabarren había llegado a encarnarse en la muchedumbre nortina, asediándola y requiriéndola, impulsándola a la acción, combatiendo por ella. Sentía a su alrededor la comprensión de esta entrega y, halagado, daba más. Desde la pampa le observaban millares de rostros desconocidos que aceptaban su sacrificio: niños, mujeres y hombres que empezaban a balbucear voces apremiantes en su oído. Recorrió el norte una vez más y, al terminar su gira de conferencias, se radicó en Iquique. Fundó allí un periódico, El Grito Popular, con el lema: "Los trabajadores serán libres, pero por su propia obra". Iquique era entonces una ciudad de cuarenta y cinco mil habitantes. Recabarren vivió en sus barrios modestos: un caserío de pobres construcciones, gris y seco, donde la hojalata recibía eternamente el ventarrón marítimo y la madera apolillada de las veredas se partía dejando al descubierto sus clavos mohosos. La movilización se hacía en carros tirados por mulas. Los obreros vivían en conventillos miserables, edificados con tablas de cajón o láminas usadas; en esos conventillos reinaba una promiscuidad animal y en el agua sucia del patio se encharcaban desconsoladamente los niños y los perros. Los trabajadores frecuentaban los numerosos prostíbulos y cantinas del pueblo emborrachándose durante el fin de semana y reponiéndose de la borrachera en los días de faena. Este fue el puerto que escogió Recabarren para iniciar su nueva campaña política. Sus primeros ata-ques desde las columnas de El Grito Popular fueron dirigidos contra la Municipalidad. Aprovechando la visita de una delegación de parlamentarios demócratas, Recabarren llega hasta Pisagua y pronuncia un violento discurso contra regidores y diputados de la derecha. "—De los noventa y tantos diputados de la honorable Cámara, noventa son ladrones ..." —dijo entre otras cosas. Acusado de desacato a la autoridad, vuelven a encarcelarlo. La noticia del nuevo proceso que se inicia en su contra llega hasta la Cámara. Un representante demócrata, Lindorfo Alarcón, comenta el hecho con estas palabras:

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"—Los municipales usan los dineros públicos como si fueran su herencia. Contra esto protestó Recabarren y fue encarcelado". En el informe de la policía se anotaba: "En calidad de orador venía L. E. Recabarren, conocido co-múnmente con el apodo de El Anarquista, a causa de sus ideas..." Salió en libertad bajo fianza, gracias a una colecta realizada por los trabajadores. La persecución policial contra Recabarren no parecía ser un hecho aislado, sino más bien parte de un cuidadoso plan para liquidar los bandos políticos que el proletariado nortino presentaría en las jornadas electorales de 1912. El periódico El Proletario de Tocopilla fue incendiado y su director amenazado de muerte. El Partido Demócrata respondió a esta ofensiva anti-obrera con la proclamación de Recabarren como candidato a diputado. Salió éste a recorrer la pampa y visitó las oficinas de "Amelia", "Pozo Almonte", "Alianza", "Argentina" y Pisagua. A su regreso se impone de que el directorio del partido en Santiago ha firmado un pacto electoral con los conservadores. Protesta vigorosamente desde El Grito Popular y obtiene de sus compañeros el acuerdo de mantenerse independientes en Iquique. A manera de propaganda inicia la publicación de una serie de artículos doctrinarios, entre ellos uno sobre la "Teoría de la igualdad" que revela candorosamente su ideología de aquella época. En el mes de octubre El Grito Popular cesó su publicación por falta de apoyo económico. Recabarren no se desmoralizó, siguió buscando los medios que necesitaba para aventurarse en otra empresa editorial y pronto tuvo una nueva oportunidad. En ese año de 1911 los sentimientos patrióticos, enardecidos por la propaganda chauvinista, habían dado origen a unas Ligas que, dirigidas por matones profesionales, se dedicaban a asaltar tiendas y casas de peruanos creando un ambiente de pánico en toda la ciudad. Una de estas Ligas asaltó la imprenta de "La Voz del Perú". Los dueños decidieron abandonar el país y le vendieron las instalaciones a Recabarren, quien debió contraer numerosas deudas para hacer la compra. El 16 de enero de 1912 apareció el primer número de El Despertar de los Trabajadores, propiedad de la Sociedad Obrera Cooperativa Tipográfica, es decir, de Recabarren y de sus acreedores... En momentos de honda desazón Recabarren volvía a alentar la esperanza de vivir con Guadalupe. A uno de estos llamados —el último—, ella respondió con ternura, pero sin comprenderlo: "Mi última carta fue en contestación a la tuya, en la que dices que el diario marcha mal y que tú prefieres venirte a mi lado. Yo creyendo que me lo decías con el placer de tu corazón, te contesté al momento porque me consideré la mujer más feliz de la vida. Me parecía verte contento y charlando conmigo. Tú eres el único responsable de que yo haya sido tan franca. Tú, antes de irte, te portaste tan mal que me dejaste herida. Yo no te exijo que vivas conmigo ... al contrario, te digo en mis cartas que no quiero hacerte sufrir más, que si tienes quien te endulce la vida, ya que hace tantos años que sufres conmigo, yo no pretenderé exigirte estar a tu lado. Me parece que ésta te dejará satisfecho. Te deseo toda clase de felicidades, ya que yo jamás he podido dártelas". En la angustiosa soledad de su aventura revolucionaria Recabarren fue por un momento el varón atormentado. ¿De qué valían las decisiones inapelables, los planes y hazañas trascendentales, si unas frases ingenuas le tocaban tan hondo y trizaban la hosca armadura de revolucionario que creía invulnerable? Recabarren sentía la soledad con una mezcla de temor y amargura. Su actividad frenética era, a veces, un disimulo para la interrogante que le mordía en su corazón de incorregible romántico. Terco, la mirada fija en la obra inacabada, huía de las trampas sentimentales y huía en vano, pues venía predestinado a despertar pasiones y entre ellas buscaba su salida a tientas, hiriéndose, esperando secretamente, engañándose con una postergación, pero alerta siempre a la voz de la mujer que debía salvarle de algún modo imprevisto. La carta de Guadalupe fue profética. A la vida de Recabarren llegaba en esos momentos otra mujer apartando ruinas y ofreciendo su amor de compañera. Llegó sin deslumbramientos, plácida e inteligentemente.

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Recabarren tenía en Iquique un hermano de padre, Néstor, a quien visitaba con frecuencia. En su casa conoció a Teresa Flores. Le escuchaba ella atentamente. No tenía entonces más que dieciséis años. Su admiración por Recabarren la hizo desoír los consejos de su familia y seguirle ansiosa de participar en su agitada actividad política. Ni sus compañeros de esa época, ni las notas íntimas que dejara Recabarren proveen luz alguna que ilumine los detalles de la crisis personal que debió afrontar en esos momentos. De pronto nos sorprende una observación fugaz: El Grito Popular desapareció por falta de cooperación de los obreros. Una carta de Guadalupe nos indica que, sólo unos meses antes, Recabarren pensaba abandonar sus empresas y partir de regreso a Santiago. ¿Qué ocurría verdaderamente? ¿Decaía el temple del líder, le desmoralizaba la persecución de que era víctima, le amargaban los ataques de sus enemigos? Recabarren vivía del producto de sus empresas periodísticas: necesitaba el apoyo entusiasta de los obreros. La miseria le tocó directamente en Iquique, a él que llegaba a una edad en que se espera el reconocimiento y la recompensa por los esfuerzos derrochados en años de generosa lucha social. Acaso fue esta amargura que lo acercó a Teresa Flores; la inseguridad del hombre que se va quedando con el polvo de sus obras pegado a los dedos y que, de súbito, ve renacer la esencia de su impulso inicial en la voluntad rendida de una joven discípula enamorada. En esos momentos, cuando la obra empezada en 1904 se le aparece como un detalle minúsculo de lo que aún resta por hacer, cuando debe cerrar un periódico e inaugurar otro bajo la amenaza implacable de las autoridades y frente al desinterés de sus mismos compañeros, cuando se ve cercado por la desconfianza, el odio y la intriga, escribió a Buenos Aires estas palabras que parecen ser dictadas al borde de la derrota: "La mayoría de los trabajadores me considera un explotador y un vividor. El Despertar es para explotarlos, las organizaciones para vivir de las cuotas. Dicen que yo sólo estoy acumulando dinero para irme. Hay momentos en que quisiera huir de aquí, abrasado por la debilidad de los amigos y por la infamia de los enemigos, unido a un clima atroz, donde no se ve sino pampas desiertas o pueblos sin árboles. Pero después pienso en que sin abnegación el ideal no surgiría en todo el mundo". Teresa Flores borró las dudas e iluminó una vez más su vida con el ardor de su propia adolescencia. "Enamórate de la idea —le escribió Recabarren en una carta—. Quiero que de tu corazón y el mío brote una sola palpitación. Tu compañía me fortalecerá, me dará bríos para luchar. Hará que mis pensamientos sean cada vez más hermosos. Tú irás bebiendo en mis labios el amor que yo beba en tu alma. Quiero verme confundido contigo entre enormes multitudes. Hacer del amor la vida. He ahí todo. El gran trabajo. Todos sufren. Es que ninguno se ama a sí mismo ni ama a los demás. Corren sin cesar. Una huella de sangre dejan sus pies. Ven, tú que sabes hablar con el alma al alma de los hombres". Recabarren había perdido la confianza de los dirigentes demócratas de Santiago: "Es muy revolucionario —decían—, es un anarquista, no puede ir a la Cámara". Para ellos la jornada electoral era un negocio donde las leyes de la oferta y la demanda asumían un valor sagrado. Los aliados conservadores fruncían el ceño ante la candidatura del conocido "agitador" y demandaban una persona respetable, altamente asequible y plásticamente sobornable para que le reemplazara. Don Malaquías Concha buscó entre las mesas y botellas del Club de La Democracia y dio con el parroquiano que necesitaba: don Pedro Segundo Araya. Se le nombró inmediatamente candidato oficial del Partido Demócrata a la diputación por Iquique y se le envió con instrucciones de acabar de una vez por todas con Recabarren y sus secuaces.

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La casualidad dio que se encontraran los dos postulantes, el oficial y el obrero, en la Oficina Alianza frente a un público ansioso de escucharles y aquilatar sus méritos. La polémica fue brevísima y el resultado contundente. Declaró Araya que venía a Iquique con el propósito de "crear el Partido Demócrata", que contaba con poderes suficientes para dar base legal a su gestión y que, en cuanto a la candidatura a diputado, no quedaba otro camino que obedecer las sabias instrucciones del comando demócrata: "Recabarren no puede ir a la Cámara, es muy revolucionario". —Don Malaquías —agregó en tono confidencial— ha consultado sobre la candidatura de Recabarren a los partidos mayoritarios y la opinión de ellos es unánime: con Recabarren ni a misa ... Recabarren aguardó que pasara el efecto de tales palabras y con voz entera respondió: "El día que el partido de los obreros fuera en actitud servil a pedir permiso a los partidos burgueses para elegir a sus representantes, valdría mejor no existir como partido... No quiero ir con el voto de dos partidos: uno burgués y otro proletario, porque no podría servir bien a los intereses de ambos. Soy de la clase trabajadora, a ella pertenezco y a ella serviré. Araya rehusó, en adelante, la discusión pública y buscó otros medios menos peligrosos de combatir contra su rival. El día antes de las elecciones hizo distribuir un volante impreso que decía: "Solemne proclamación del candidato a diputado por Ticaco, don Luis E. Recabarren, eminente ciudadano y gran defensor de los cholos". No seguro de la eficacia de sus insinuaciones lanzó otro volante, éste en forma de una "carta" escrita por Recabarren anunciando el retiro de su candidatura e invitando a sus partidarios a votar por Pedro Segundo Araya. El acto eleccionario mismo revistió, en algunos casos, caracteres de comedia: en una Mesa el Presidente mirando su reloj exclamó: —¡Son las cuatro! Todo el mundo para afuera... — como nadie le prestara atención llamó a la policía y, una vez desalojado el recinto, procedió con entera calma a realizar el escrutinio sin testigos ... El resultado no pudo sorprender a nadie; las elecciones en Iquique eran todavía un torneo de audacia y oportunismo político. El candidato radical, Toro Lor-ca, triunfó con 2.622 votos. Recabarren obtuvo 839 y Araya 105. La moraleja era evidente: el Partido Demócrata servía a los adversarios del pueblo provocando la división y el descrédito de los auténticos líderes proletarios. Los trabajadores no contaban aún con una sólida organización ni poseían una conciencia clara de sus deberes políticos. Se dejaban engañar, se vendían o claudicaban temerosos de la prepotencia tradicional del dirigente santiaguino. No obstante, fue a raíz de las elecciones de 1912, como ya se ha dicho, que llegó a la Cámara de Diputados un contingente apreciable de representantes sureños, defensores todos del nuevo poder social que empezaba a minar la supremacía política de la oligarquía capitalina. Pero ellos formaban la vanguardia de la clase media y estaban tan lejos de la miseria y la explotación del proletariado chileno, como los mismos caciques del latifundismo y de la banca. Representaban un espíritu de rebeldía, pero no el de Recabarren. Era la de ellos una revolución parlamentaria y fiscal. Defendían su causa, con admirable elocuencia: "El gobierno —decía uno de sus voceros, Antonio Bórquez Solar— es de unos pocos, mejor dicho, de unas cuantas familias que residen en la capital desde los albores de la nación libre, o poco después, que han recibido en herencia, en feudo, mejor aún, dignidades y prebendas, influencias y puestos en la administración de la cosa pública y que defienden con porfiado tesón contra el empuje de las nuevas ideas. Tales familias, muchas de ellas de nebuloso origen, unidas entre sí por la

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mancomunidad de intereses o por los lazos del parentesco, forman una como ciudadela inexpugnable contra la cual el talento y la virtud se estrellan, y ejercen una verdadera tiranía, que si es cierto que no da garrote vil, ni tiene mazmorras, ni nos prohibe gritar nuestras aspiraciones, no por eso es menos aborrecible e intolerable que la que domina por el terror. Pero esto tiene que concluir. La misma oligarquía está allegando el combustible para la hoguera en la cual ha de purificarse de todo pecado y toda iniquidad".4 Reacio a domeñar sus ímpetus revolucionarios y a encuadrar su ideología en marcos que no ofendieran a los poderes políticos tradicionales, Recabarren no se unió a estas huestes que avanzaban sobre la capital a reclamar, desde la tribuna parlamentaria, desde la Universidad y desde la prensa, los derechos de la clase media provinciana. ¡Hubiera sido tan fácil claudicar y, aprovechando la popularidad ganada en heroicas luchas sindicales, obtener nuevamente un sillón parlamentario y abrir la brecha para incursionar más tarde por los vericuetos ministeriales de La Moneda! Otros lo hicieron y en muchos casos la claudicación pasó inadvertida: educados en la tradición del parlamentarismo francés y británico, venerando a los proceres del civismo chileno del siglo XIX, y bajo el impulso de la nueva religión positivista, aquellos radicales y demócratas creían de buena fe que su hora había llegado y que ante los trompetazos de su elocuencia caerían los muros de la reacción oligárquica. No todos ellos reparaban en la profunda transformación económica y social que iba sufriendo el país. Creían llegar al poder en aras del progreso, cuando en realidad triunfaban en aras de la miseria. El voto del pueblo que les elegía era un voto de protesta sin orientación política estrictamente definida; el voto de la clase media, más que el llamado a ser reconocida en el proceso social y político, parecía el presentimiento de una crisis económica que se veía llegar sobre el rastro de una falsa bonanza construida con pesos de papel, empréstitos, promesas, engaños y, sobre todo, irresponsable olvido. Quienes optaron por seguir el camino ambiguo del liberalismo mesocrático —particularmente reducido a los torneos oratóricos del Parlamento—, triunfaron. Fue una victoria efímera y de penosas consecuencias, pero una victoria al fin y sobre ella flotaron por algunos años los falsos líderes, famosos y enriquecidos, inflados los carrillos de dorada palabrería. Recabarren aceptó la derrota como un mandato a exigir del pueblo un pronunciamiento político que correspondiera a la lucha económica que libraba en esos momentos. Se lanzó sin vacilaciones en un ataque encarnizado contra el Partido Demócrata y sus dirigentes santiaguinos. Desde El Despertar afirma: "Don Malaquías pretende negar que el Club de la Democracia sea un garito indecente donde se despluma a gentes proletarias. ¿Qué hizo Artemio Gutiérrez en ese tiempo? Yo lo diré: pasar borracho hasta el extremo de quedarse dormido en la misma Cámara. En todos los pueblos de Chile donde se conoce a Gutiérrez se sabe que es un borracho consuetudinario. "No puedo yo seguir al lado de traidores y de incapaces. En todo Chile se conoce mi acción constante. Mi sola acción compárenla a la de todos los demócratas juntos que dirigen ese partido podrido. Puede ser que tengan razón al llamarme demente, porque hoy en Chile es demencia atreverse a ir contra la corrupción. Mi nombre no es recordado en ningún prostíbulo ni taberna como sucede con el de muchos discípulos de la democracia. Les desafío a que continúen en su campaña de insultos. Es el derecho de pataleo. ¿Dónde están vuestras acciones? Responded cobardes". Desde Santiago le respondieron con insultos, le llamaron "ciego idiota", "enfermo mental" y cosas parecidas. En la pampa los trabajadores le brindaron otra clase de respuesta: en Cholita, una de 4 Cit. por Donoso, pp. 207-208.

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tantas oficinas salitreras, los obreros acordaron retirarse en masa del Partido Demócrata y fundar la primera sección de una nueva entidad, el Partido Obrero Socialista. Recabarren asume inmediatamente la dirección de este movimiento declarando en un número de El Despertar de mayo de 1912: "Aceptamos el cambio de nombre y junto con eso que nos separemos del P. D. por las siguientes razones: "Primera.— El P. D. ha demostrado prácticamente que no sirve los intereses de la clase trabajadora, porque en cada acto electoral ha hecho causa común con los partidos de la clase explotadora. "Segunda.— Los dirigentes del partido son en su mayoría elementos burgueses. "No sigamos siendo carneros del Directorio General ni del Partido que lleva a la ruina la habilidad del fatal personaje Malaquías Concha. No, trabajadores del salitre. Sin vacilaciones fundemos aquí el formidable pedestal del Partido Socialista en Chile". En una gran asamblea del Partido Demócrata de Tarapacá nace oficialmente el Partido Obrero Socialista y, ya en el mes de junio de 1912, once secciones demócratas se han incorporado a la nueva organización. En el directorio del Partido Obrero Socialista figuran prominentemente Recabarren, Elias Laferte y Enrique Salas. La declaración de principios indica que el proletariado chileno, bajo la égida de Recabarren, asume por primera vez una posición militantemente marxista y se dispone a conquistar el poder político para obtener su emancipación económica. Como postulados básicos el nuevo partido reconoce la lucha de clases y condena la propiedad privada. Poco a poco van surgiendo nuevas secciones a través del país: antes de dos meses el partido se ha organizado ya en Punta Arenas, Concepción, Santiago, Valparaíso e Iquique. El directorio en Santiago quedó integrado por Manuel Hidalgo y Carlos A. Martínez. Desde Buenos Aires y Montevideo llegan mensajes de adhesión. Recabarren va de oficina en oficina convirtiendo a los obreros del salitre a la causa del socialismo. En febrero de 1913 Recabarren visita Antofagas-ta e intenta reorganizar los cuadros obreros que la persecución brutal de 1907 había desbandado. Una inmensa multitud le aguardaba en el muelle y Recabarren marchó a la cabeza de un desfile hasta el local de la Defensa Obrera. Más tarde pronunció un discurso en el Teatro Victoria sobre la teoría del socialismo. La novedad del planteamiento marxista impresionaba a sus oyentes menos, acaso, que su ataque desnudo y franco contra los errores de la política económica del gobierno. El costo de la vida venía subiendo ininterrumpidamente desde la segunda mitad del siglo XIX. Los alimentos llegaban a alcanzar precios absurdos que al año siguiente, sin embargo, parecerían módicos. Desde la tribuna proletaria el líder barajaba los precios del trigo, de las papas, de los frijoles, de la harina, demandando al gobierno la justificación de una carestía que transformaba los artículos de primera necesidad en artículos de lujo para el pueblo. —. . . en 1911 este mismo gobierno que ignora la situación de miseria y de hambre de las masas proletarias contrató un empréstito por tres millones y medio de libras esterlinas. ¿Para qué, se preguntarán ustedes? ¡Para comprar un acorazado! ¡Un acorazado y otras unidades de guerra! Los trabajadores del salitre piden a las autoridades que supriman el uso obligatorio de las fichas en las pulperías, piden que los jornales les sean pagados al cambio fijo de dieciocho peniques, piden un mínimo de seguridad en su trabajo y particularmente que cierren con rejas de hierro los cachuchos. ¿Y qué reciben en contestación a sus justas peticiones? Balas asesinas que matan a centenares de obreros. Allí está la huelga de 1907 como una mancha de sangre acusadora. . . ¿Eran éstas las voces de una irresponsable demagogia?

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Junto a la voz de Recabarren resonaban las acusaciones más serenas, pero no menos graves, de intelectuales de intachable probidad. Alejandro Venegas, un modesto profesor, había publicado en 1910 un libro valiente y dramático —Sinceridad—, en cuyas páginas se leían comentarios como éste acerca de las condiciones de vida en la pampa salitrera: "Estas barracas, que constituyen lo que se llama campamentos son las habitaciones más terribles que se puedan imaginar; en el día el hierro se caldea con el sol que cae a plomo y refleja sus rayos en aquellas arenas abrasadas y los cuartos se convierten en hornos; en la noche, la temperatura, aun en verano, baja mucho, y la habitación del obrero pasa del calor insufrible a un frío que muchas veces no le permite conciliar él sueño: diferencias de treinta grados en el día y la noche son corrientes. . . En otro tiempo los trabajadores bajaban de la pampa periódicamente a Iquique a darse algunos días de jolgorio y los lupanares, las tabernas y las casas de juego hacían su agosto. Ahora los trabajadores no necesitan bajar, porque estos lugares de diversión han ido a establecerse a un paso de las oficinas, en todas las poblaciones a lo largo del ferrocarril salitrero. Villorrios que no alcanzan a tener dos mil habitantes cuentan con dos o tres garitos, cinco o seis burdeles y un número de tabernas difícil de calcular. . . "5 En los mismos días en que Recabarren apremiaba a la conciencia nacional con su encendida propa-ganda revolucionaria, el poeta Víctor Domingo Silva escribía violentos artículos atacando a las autoridades municipales de Tarapacá y conminando al gobierno a socorrer a las masas obreras del norte. Sus acusaciones fueron comentadas por la prensa de todo el país y El Mercurio de Santiago en 1913 llegaba a decir: "No era un secreto que Tarapacá había llegado a substraerse a la acción administrativa, casi diríamos a la soberanía nacional, para convertirse en el vínculo de un cacicazgo político de la peor especie, que domina en la provincia, gracias a la desidia del Gobierno central y a su impotencia para libertarse de ciertos compromisos". Y en edición posterior añadía: "El gobierno, sin embargo, no puede alegar ignorancia de nada ni extrañarse de otra cosa que de que no hubiera estallado antes el escándalo que hoy trae revuelto a Iquique y agitado en Santiago al Congreso: se ha acumulado allí tal cantidad de materia purulenta que ha reventado a la menor presión. Informes repetidos ha tenido el Gobierno acerca de la situación de Tarapacá, en los cuales se le han manifestado los excesos de la administración de justicia de la pampa; la corrupción de la policía; la burla de las leyes con aquiescencia de las autoridades inferiores, que por su parte aprovechan de tal situación; el desinterés general por la suerte del trabajador…” —. . . No puede ya el gobierno desentenderse del drama que viven los obreros de las pampas del salitre —decía Recabarren en Antofagasta—. ¡Que vengan y trituren con sus cuidadas manos de congre-sales el caliche que produce la riqueza de Chile! ¡Que respiren el polvo y se quemen su alma apergaminada en los ardientes, cachuchos! Contemos los mártires del trabajo. ¿Se contarán en dólares? ¿Los pesarán contra una balanza cargada de libras esterlinas? Y el gobierno mandaría a sus congresales a constatar la gravedad de la crisis y en un informe que se escuchó con asombro en la Cámara, el diputado Enrique Oyarzún, presidente de la comisión parlamentaria que estudió la situación de los obreros en el norte, relató así sus observaciones: "La trituración de los grandes trozos de caliche o de costra, que es lo que ahí se beneficia, hecha en chancadoras abiertas y en medio de una nube de polvo sofocante, obligaba a los trabajadores a cubrirse la cara con un grueso pañuelo que les impedía respirar, y andaban a ciegas; los cachuchos, 5 Sinceridad, Chile íntimo en 1910, "imprenta Universitaria, 1910, pgs. 228 y 236

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donde en agua hirviendo se opera la disolución de la sustancia salitrosa del mineral chancado, no tenían seguridad alguna que evitaran las caídas dentro de ellos, y se veía perfectamente cuan penoso debía ser ese trabajo, con los riesgos consiguientes a semejante abandono, ya que los operarios están expuestos a esas caídas peligrosísimas. La temperatura de las salas de las calderas era posiblemente superior a cuarenta y cinco grados, y la comisión no permaneció sino pocos minutos dentro de ella, pues se sentía ahogada por los vapores salinos de los cachuchos y sofocada por ese gran calor de la sala. Las demás instalaciones corrían parejas con las anteriores, y los campamentos eran también de lo más primitivo y desaseado que vieron en toda la excursión". De cincuenta y dos mil trabajadores que se ocupaban en la pampa desde Pisagua a Chañaral ¡cuatro mil eran víctimas anualmente de accidentes del trabajo! Los congresales oyeron este informe en la sesión del siete de noviembre de 1913 y al día siguiente muchos lo habían olvidado ya para seguir ocupándose en derrocar ministerios. Antes de abandonar Antofagasta, Recabarren funda la Sociedad de Oficios Varios. Acompañado de varios dirigentes obreros toma luego el tren que lo llevaría a Calama y desde allí continúa viaje al famoso mineral de Chuquicamata. Cerca de la medianoche llega al campamento. Se estira la pampa como un cuero seco y helado empozando en pequeñas hondonadas el resplandor blanco de la luna. Los obreros, arropados en viejas chombas de lana, se pasan de mano en mano los tarros de lata en que hierve aromáticamente el té. Recabarren les observa y escucha sus quejas, sus esperanzas; adivina el fervor callado y siente la rebeldía acumulada buscando en el dirigente la palabra que habrá de desencadenarla. Es la vieja amargura del obrero chileno olvidado por la patria, la interrogación constante plantada en medio de cada riqueza nacional que se produce con sangre y se paga con desprecio y humillación. Hablan de los gringos que empiezan a dominar la pampa: los misteriosos hombres de negocios apenas visibles, que empiezan a ocuparlo todo, a llevárselo todo, penetrando el subsuelo con la tenue y ambigua tenacidad del humo de sus pipas. Hablan de la explotación del vicio, del alcoholismo y de la prostitución; la eterna historia. En medio de las tinieblas, sintiendo bajo la suela gastada de sus zapatos de propagandista la tierra seca y enemiga de la pampa, tieso el cuerpo de frío y de cansancio, Recabarren hace un esfuerzo por librarse de una angustia que le va apretando el pecho. —Es la puna, don Reca —le dice alguien— usted no está acostumbrado ... Pero es algo más que la puna. No es la atmósfera de la pampa que está rara, es la patria entera en cuyo aire no puede ya respirar el hombre de bien, el que sufre con las miserias de los olvidados. Al día siguiente recorre en silencio las instalaciones del mineral. So-bre la inmensa llanura se destaca la meseta alterada apenas por frecuentes y suaves colinas. Las viviendas parecen conscientes de su tremenda soledad y quisieran estrecharse en un vano esfuerzo por tapar su miseria con el zinc reverberante defendiéndose así de la monstruosa voracidad de las minas cercanas. Un poco apartado del centro minero se halla el pueblo llamado Placilla, una aglomeración de tabernas y prostíbulos. Recabarren apunta en su libro de notas este comentario que en 1913 pudiera haber sonado equívoco, pero que hoy es fríamente profético: "Chuqui tiene actualmente mil trescientos obreros, pasa por un período de decadencia preparador de un futuro de progresos, pues se preparan ya grandes trabajos por una compañía norteamericana que ha tomado posesión de una enorme extensión de mineral pobre y que, adquiriendo poco a poco tal vez todo el mineral, quedará propietaria de toda la región, incluso ferrocarriles locales ..." De regreso en Antofagasta dirige la palabra al pueblo en una asamblea de homenaje a Belén de Sárraga, auspiciada por el Club Radical. Sigue viaje a Iquique y ve allí realizarse uno de sus sueños más preciados de organizador: la Cooperativa Obrera del Pan. En local propio, con maquinarias adquiridas por los mismos obreros, se iba a producir el pan barato destinado a los

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barrios populares. Alborozado, Reca-barren no contaba con la oposición de las autoridades locales, que defendiendo los intereses de las oficinas salitreras, estaban dispuestas a impedir por todos los medios posibles que el Sindicalismo pusiera un atajo al sistema de monopolio comercial. En Iquique existía entonces una Junta de Saneamiento Liberal cuyo órgano de publicidad, El Bonete, se distinguía por su cáustico anti-clericalismo. La revista publicó una caricatura de muy dudoso gusto y el Prefecto de Policía aprovechó inmediatamente la oportunidad para lanzar sus sabuesos contra Recabarren. "Sin el dirigente, la Cooperativa no se inaugura", fue su razonamiento, y le acusó de ser responsable del desacato. Interrogado por las autoridades judiciales, Recabarren declaró que el director de la revista era Elias Lafferte, secretario de la Junta. Recabarren podía así asistir a la inauguración de la Cooperativa que se llevó a cabo el 1° de mayo. ¿Quién era Lafferte, que tan generosamente se sacrificaba para asegurar el éxito de la nueva empresa obrera? Recabarren le había descubierto en la pampa y, bajo la impresión de su callada y viril tenacidad, le invitó a incorporarse al trabajo de la imprenta. Hombre pequeño, de grandes ojos relampagueantes, sólido e incansable en la tarea, se ganó de inmediato la simpatía de sus compañeros. Era un luchador nato. Como Recabarren, era un militante sindical antes que político, metódico en el arte de organizar, dueño de una clara visión del movimiento obrero chileno y de una especie de intuición de la doctrina socialista. Su actividad de un tono constante e inalterable, su personalidad de firme relieve, su integridad a toda prueba le convirtieron en el aliado insustituible de Recabarren. Puro, abnegado, venía a ocupar su puesto de líder con cualidades que, a la larga, forjan el destino de un auténtico partido revolucionario. Recabarren no abandonó a su compañero en la prisión. Organizó una colecta entre los obreros y an-tes del l° de mayo el director de El Bonete salía en libertad bajo fianza. La inauguración de la Cooperativa fue una festividad popular que conmovió a Iquique. Desfiló la multitud en disciplinadas columnas, agitando banderas; al son de la Internacional se encendió el horno de la Cooperativa por primera vez. Habló Teresa Flores y luego, Recabarren. Marcharon, en seguida, hacia la imprenta de El Despertar, desde cuyos balcones Recabarren debió perorar una vez más. Celebraron por fin una velada en el Teatro Nacional y el líder pronunció su tercer discurso del día vitoreado por la muchedumbre que celebraba la ocasión como una gloria para todo el país. Días después, cuando la Cooperativa produjo pan por primera vez, volvieron los obreros a la calle y realizaron su primer desfile nocturno. Los socialistas siguieron a Recabarren con faroles y estandartes, deteniéndose en las calles para escuchar la palabra de sus líderes. Al regresar a su casa esa noche Recabarren dio salida a la emoción que ha ido cargando y reteniendo temeroso de enturbiar la victoria. Escasos son los triunfos espectaculares en la vida del modesto revolucionario. Aquella jornada era como la coronación de un apostolado, evocaba la pureza del milagro bíblico, era la multiplicación del pan proletario, la palabra de gracia y el ademán de gozo del paria chileno que levantaba la frente para ser bendecido. Sombras de multitudes cruzábanse sobre el rostro cansado del tipógrafo, en sus oídos se confundían los versos del himno socialista y creía oír el vuelo de las banderas y las pisadas viriles de las columnas en marcha. Teresa estaba a su lado, rendida también, después de la épica empresa. Un momento de júbilo la acercó a su compañero y buscó anhelante sus brazos. Recabarren escuchó aún los lejanos ruidos, confusos como el roce del océano contra el desierto, ruidos que anunciaban, por fin, el término de la roja custodia y con algo de pater-nal ternura aceptó la juvenil entrega. En ese mismo año de 1913 fundó también la Casa del Pueblo y la inauguró con un mitin grandioso al que concurrieron delegaciones de toda la pampa enarbolando sus banderas rojas. Veinte oradores trajeron la voz de los campamentos mineros. Recabarren habló a la muchedumbre sobre el emblema de los proletarios: la bandera roja.

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Parecía ofrecer realidades sobre la palma de la mano, invitando a las masas a que las pesaran contra sus prejuicios y desconfianza. Sentía la urgencia de convencerles, de poner en evidencia su honradez para imponerles nuevos sacrificios y regalarles nuevas victorias. La falta de cooperación de los obreros había provocado la quiebra de El Grito Popular y amenazaba ahora a El Despertar de los Trabajadores. Recabarren se vio forzado a reducir el formato de su periódico transformándolo en una escuálida hoja. Pero en esos momentos de tribulación, cuando el enemigo cantaba victoria, Recabarren sorprende a todos con una campaña que afirma las finanzas de la empresa e inyecta frescas energías a las columnas del Despertar. Dicta conferencias dos y tres veces a la semana cobrando cuarenta centavos por la entrada, inaugura los Sábados Rojos en la Plaza Condell para presentar a los mejores oradores obreros, ayuda a Lafferte a fundar un Centro Teatral que realiza periódicas funciones en un pequeño Teatro Obrero. Recorre una vez más las ofi-cinas salitreras; habla, predica, convence, hasta que emerge victorioso. Estas eran las obras que el líder ostentaba frente a amigos y enemigos, con ellas salía a la plaza del pueblo y sobre ellas erigía su pedestal. Asegurada la publicación del Despertar e inaugurada la Casa del Pueblo, el Partido Obrero Socialista llevó a cabo un mitin simultáneo en toda la pampa. Miles de personas se reúnen en las oficinas salitreras para escuchar la palabra de Lafferte, Zuzulich, Arenas, Barrera y otros dirigentes. En Iquique la muchedumbre desfila por las calles hasta la Plaza Prat y allí pronuncia Recabarren un discurso sobre la corrupción municipal: —"Mis palabras —dice— van dirigidas a los ciudadanos de Tarapacá sin distinción de banderas. Os invito a engrandecer la nacionalidad procurándonos un municipio con verdadero patriotismo y que no ofrezca el desgraciado espectáculo de motivar el proceso público del actual momento". A esta manifestación siguen otras. Recabarren va educando al nuevo Partido en el arte de movilizar a las masas y hábilmente induce a los dirigentes a trabajar en contacto íntimo con ellas. El movimiento socialista va creciendo, extendiendo sus raíces, ahincándose en los hogares obreros, regando su propaganda como una pólvora que estallará de improviso. Las autoridades reaccionaban con curiosa indiferencia. Jamás le negaron al Partido el permiso de usar las plazas públicas para sus concentraciones. Les dejaban hacer considerándolos, acaso, como sectas de evangélicos ruidosos, pero inofensivos. Recabarren mantenía gustoso el equívoco. Se hablaba hasta por los codos, se desfilaba de día y de noche, se cantaba a voz en cuello, pero se evitaba cuidadosamente la provocación y la violencia. El resultado práctico de esta tregua no se hizo esperar: antes de que los partidos de la derecha pudieran sobreponerse, Recabarren les había quitado millares de electores. Los primeros en advertir el peligro fueron los sacerdotes y los periodistas católicos. Alarmados ante el avance del socialismo salieron a la calle y buscaron a Recabarren en los Sábados Rojos, para trenzarse con él en apasionantes polémicas públicas. Comenzó así una costumbre única en el país y extremadamente pintoresca. Los iquiqueños salían en masa a la calle a discutir sobre Dios, la iglesia, el ejército, la guerra, la revolución, el socialismo y el capitalismo... Con ocasión de un primero de mayo y ante un público de varios miles de personas el dirigente socialista Nogueira fue interrumpido a gritos por un señor que demandaba el derecho de contradecirle. Bajó Nogueira de la tribuna y subió su adversario, Julio Santander, director del diario El Nacional. Contra la sediciosa idea socialista Santander defendía el concepto de patria. "La patria es un sentimiento sagrado", decía, "el congreso y la sociedad se ocupan de la suerte del pueblo". El pueblo gustaba de la polémica y participaba con gritos de entusiasmo o con risotadas y cuchufletas. Santander alcanzó a decir que era "socialista científico" y lo bajaron. Le tocó el turno a Recabarren.

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—El socialismo —dijo— demuestra su amor a la patria educando y cultivando al pueblo. El socialismo no predica odio sino amor ... Santander no se halla aún satisfecho y vuelve a interrumpir. Los gritos y carcajadas no permiten que se oigan claramente sus objeciones. Acusa a los socialistas de ser anti-patriotas y enemigos del ejército. —¡Ah! —responde Recabarren— si de eso se trata ¿por qué no hablamos sobre Patria y Socialismo? Sería una hermosa polémica ... Y de inmediato se comprometen a discutir el tema en un teatro de la ciudad. Esta vez las autoridades decidieron intervenir. No podía permitirse que la vida entera de Iquique y de los campamentos vecinos se alterase cada vez que los socialistas salían a la plaza a polemizar. Frente a las puertas del Teatro Variedades se instala un destacamento de policías encargado de seleccionar a la audiencia. Aparecen las componentes del Centro Femenino y les cierran las puertas. "Esto no es cosa de mujeres", declara un oficial, "si gustan esperan afuera, y cuando el acto termine desfilan y se van a casa". Alguien comenta que la policía sólo permite la entrada a los partidarios de Santander. A las cuatro de la tarde el teatro está lleno y se da comienzo a la polémica. Los adversarios convienen en que Recabarren hablará primero y luego Santander; al final, Recabarren contará con un cuarto de hora más para rebatir. La opinión pública, dice Recabarren, ignora el verdadero sentido patriótico del movimiento socialis-ta. Hábiles tergiversadores de la realidad describen al socialista como un ser peligroso, destructor, fanático, empecinado en despojar a los ricos de sus fortunas para dilapidarlas en compañía de sus camaradas; le presentan como un enemigo de la patria, promotor del caos y envenenado oponente de las más sagradas tradiciones sociales. ¿Quién informa a la nación de las campañas llevadas a cabo por el Partido Socialista contra el alcoholismo, contra el juego, contra la prostitución? ¿Quién se ha detenido a apreciar la magnitud de la obra educadora de las organizaciones obreras? La creación de escuelas y universidades populares, de cooperativas para proteger a los trabajadores de la explotación y el monopolio, de centros culturales y sociales, ésta, declara Recabarren, "es nuestra obra patriótica". —El sentimiento patrio —continúa— ha entrado en una nueva orientación empujado por los socialistas. Sin temor, pero midiendo bien sus palabras, consciente de tocar la zona más sensible del pueblo chileno, de suyo agresivamente patriótico, Recabarren va exponiendo el básico artificio de los viejos mitos chauvinistas. Se ama a la tierra no para crear una isla erizada de púas contra la familia vecina, no para cegarnos e intoxicarnos con una falsa epopeya de valores marciales que a la postre nos echará sobre los pueblos hermanos como bestias de presa, sino para aprender en ella la comprensión de las demás, el respeto a los hombres, la solidaridad elemental, el amor y la paz. Se engrandece el individuo con el progreso de su patria, pero más se engrandece la humanidad porque de la marcada diferencia de los esfuerzos individuales obtiene el impulso para crear una civilización más rica y más profunda en sus valores espirituales. ¿Qué absurdo, qué criminal falacia, induce a las naciones americanas a la guerra? ¿Qué tiene que ver la guerra con la noción de patria? ¿Cómo puede nadie justificar la guerra? —Querer la guerra ¿a eso llamáis patriotismo? Se nos llama anti-patriotas porque somos enemigos de la guerra. Somos y seremos enemigos de la guerra, y creemos así saber amar mejor a nuestra patria... Describe los horrores que trae como consecuencia la guerra y pregunta: —¿Y dando toda esa amargura atroz, todo ese hambre, todo ese luto, toda esa sangre que mancha la patria, toda esa inmensa desgracia irreparable, así es como amáis a la patria? ¿Que no es amor a la

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patria este sentimiento de pretender conservarla sana, intacta? Hablad a vuestros corazones que en ellos encontraréis respuesta. ¡Ama a su patria el que la libra de la guerra! La bandera -roja no guía ejércitos. Opinamos simplemente que algún día abrazará a los hombres de la tierra una sola bandera. Marcando cada palabra con ademanes firmes, Recabarren concluye su discurso: —Amamos a la patria amando la patria de los otros hombres. ¿Nosotros enemigos de la patria? Ja-más. ¿Nosotros enemigos de los soldados? Jamás ... Sus partidarios le ovacionan y corean su nombre impidiendo que Santander haga uso de la palabra. El tumulto va creciendo y amenaza en transformarse en batahola. Recabarren vuelve a la tribuna y ruega a sus partidarios que guarden silencio mientras habla su rival. —"Me he conmovido ante la hermosura imponderable de la oratoria de Recabarren —empieza di-ciendo Santander—. Lástima grande que no sea verdad tanta belleza. El Despertar es un insultador grosero ..." El socialismo es un veneno, nuestro ejército conquistó su fama en gloriosas jornadas, los colores de nuestra bandera ... el orden ... las tradiciones ... respeto a nuestro gobierno. .. paciencia trabajadores, paciencia, paciencia ... No habló mucho y al concluir abandonó la sala negándose a escuchar la última intervención de Recabarren. "Estoy muy cansado, dijo, y tengo mucho que hacer". Afuera del teatro la multitud trató de organizar un desfile pero fue dispersada violentamente por policías a caballo. A pesar del fracaso del periodista Santander, los elementos combativos del partido conservador no cejaron y ahora es un sacerdote quien desafía a Recabarren a una polémica en la Plaza Prat. El cura Merino fue uno de los más entusiastas partidarios de combatir con los socialistas en el seno mismo de las clases trabajadoras. Poseedor de una elocuencia impresionante, defensor empecinado del socialismo cristiano, no sólo una vez sino en muchas ocasiones rebatió a Recabarren desde el púlpito y desde la tribuna callejera. La polémica debía realizarse al aire libre. Diez mil personas acudieron esa noche. Recabarren se subió a un kiosko y aguardó tranquilo y sonriente a que el Padre Merino hiciera su aparición en los balcones de un edificio. Los militantes socialistas tenían instrucciones estrictas de escuchar al cura y desentenderse de toda provocación. Pero cuando apareció éste en el balcón y se dispuso a hablar, una estruendosa bulla de pitos y cornetas estalló en la plaza. Recabarren trataba de imponer silencio. El cura Merino empezaba a impacientarse. El alboroto iba en aumento. A los pitos y cornetas se unía ahora el ruido de tarros que alguien golpeaba con piedras o arrastraba por el suelo. Pronto se hizo evidente que la conmo-ción estaba cuidadosamente preparada y que miembros prestigiosos del Partido Radical la azuzaban desde lugares estratégicos de la plaza. El cura Merino aguardó aún unos instantes y, después, con gesto colérico cerró los balcones y optó por retirarse. La policía cargó entonces contra el público y la manifestación concluyó con el acostumbrado saldo de contusos. Pero los adversarios no se perdieron de vista y, por fin, se encuentran en la Plaza Condell, durante un Sábado Rojo, en los momentos en que Recabarren pronunciaba una conferencia sobre la existencia de Dios. Como suele ocurrir en estos casos los polemistas hablaron sin escucharse, pendientes tan sólo de esgrimir los propios puntos de vista, seguros de poseer cada uno toda la verdad, herméticos ante los razonamientos del contrario, encendidos de fe, agresivamente dog-máticos. El Padre Merino convenció a sus feligreses. Recabarren a sus camaradas. Ambos rendían homenaje a Cristo y a sus enseñanzas de amor y bondad. El sacerdote dentro de la tradición católica; el revolucionario, interpretando su sacrificio sublime a la luz de la historia. "La obra de Cristo —decía Recabarren— aparece como una protesta a la tiranía y corrupción de aquella época". Para convencer a su auditorio de la autenticidad de sus doctrinas de protección social al desvalido, el Padre Merino necesitaba argumentos concretos que su bando político no le proporcionaba. ¿De qué servía proclamar un mensaje de justicia social cristiana si los representantes políticos de la igle-sia no cejaban un ápice en su faena de explotar a los campesinos y a los proletarios? ¿Reformar el

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sistema capitalista, adaptarlo a las necesidades de la época, sacrificar ganancias para reducir la miseria de las masas? Ideas nobles que giraban como un eco perdido en el ámbito solitario de las iglesias de pueblo. El Padre Merino combatía solo. Sus propios partidarios le escuchaban condescendientemente. Le perdonaban su "chifladura" revolucionaria. Se necesitaba algo más que palabras para convertir la idea social cristiana en un movimiento que el pueblo pudiera apreciar y comprender. Recabarren no deja duda ya de su posición en materias religiosas: del catolicismo lírico de su adolescencia no quedan rastros: para él la iglesia representa un poder más en manos de los enemigos del socialismo revolucionario. El P. O. S. se dispuso a librar una enconada batalla en las elecciones parlamentarias de 1915. Un médico de apellido Urzúa fue designado candidato a senador y Recabarren candidato a diputado por Iquique. Enrique Salas disputaría la senaturía por Antofagas-ta. Recabarren se puso en campaña. Visitó Tocopilla y dirigió sus ataques contra el Partido Demócrata, enfrentándose a Gregorio Trincado, su ex compañero de las jornadas de 1904, en una polémica que produjo el desbande de la vieja guardia de Güarello y la fundación de una nueva rama del P. O. S. Fue, luego, a Taltal, donde desfiló a la cabeza de mil cesantes, quienes, gracias a esta demostración de fuerza política, recibie-ron donaciones de parte del comercio y un mejor trato en el viejo cuartel donde se les mantenía asilados. Desde Antofagasta, Recabarren, acompañado siempre de Teresa Flores, subió un día de septiembre a Calama y desde allí continuó a Placilla para descender, por fin, a Punta de Rieles. En lo alto de la sierra podía observarse el campamento yanqui y en un plano inclinado la llanura desnuda y árida que conducía a Punta de Rieles. Formando ángulo con la columna de Recabarren se divisaba una larga, interminable, fila de obreros que marchaban al sitio de reunión. Portaban grandes banderas rojas que agitaban en el viento haciendo señales a sus camaradas todavía distantes. Recabarren se conmovió profundamente al presenciar ese espectáculo: creyó captar de improviso el impacto de su obra social en la escueta realidad del desierto. Bajo el cielo gris, la pampa se entregaba poco a poco a esa marcha del hombre que la iba humanizando, inyectándole la alegría de sus cantos revolucionarios y de sus ágiles banderas, poniendo un corazón bajo sus milenarias capas de ceniza y arena. El movía a esos hombres, él encendía ese fuego que tarde, o temprano iba a arrebatar al desierto una nueva riqueza, un nuevo dinamismo para servir a su patria y no para explotarla. Descendiendo a Punta de Rieles Recabarren vive ese gran instante de los luchadores, el segundo aquél en que se enfrentan al mito que su paso les dejará a los hombres, puro y firme sobre la historia. Enaltecida su palabra por la visión, habla sobre la Guerra Europea que acaba de estallar: —Tras la brutalidad de la guerra, tras la carnicería horrorosa, sin precedentes en la historia, obra de los Zares, de los emperadores, de los reyes, de los grandes señores de la tierra, tras de todo eso, vemos venir otra calamidad poco menor que la guerra y otro período de ignorancia, de hambre amargo, de esclavitud cruel, de prostitución, de delincuencia... Eso es civilización, patriotismo de los grandes pueblos de la Europa burguesa ... A la guerra debe seguir la revolución y la revolución sin contemplaciones ni timideces. El proletariado debe tomar a su cargo la dirección de los destinos de los pueblos ... Sólo el socialismo puede imponer la paz al mundo ... Es de noche cuando regresan a Placilla. La puna les acosa con su aliento helado. Los revolucionarios marchan en silencio. Recabarren siente que debe insistir en su mensaje, y transformar en palabras y hechos esa unidad profunda del hombre y el desierto que presintió ese día, cincelarla como su obra maestra en el pecho de la patria alumbrándola con la llama sagrada de la paz. En su memoria lleva el avance de las dos columnas buscándose en la desolada aridez de la

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pampa. Se encontrarán alguna vez; quizás no en su tiempo, pero inexorablemente llegarán a unirse, fundiendo en un solo cielo el rojo vivo de sus banderas. La propaganda electoral llegó a su término. Recabarren regresó a Iquique el 27 de diciembre de 1914 para asistir a su proclamación. Los poderosos tercios del P. O. S. le apoyaron seguros de la victoria, pero Recabarren nada pudo contra el cohecho y cayó derrotado por el candidato derechista, quien llegó a pagar hasta ciento cincuenta pesos por el voto. El 20 de abril de 1915 salió, entonces, con destino a Valparaíso en el vapor Flora. Participó, luego, en el Congreso del P. O. S. y fue elegido miembro del Comité Ejecutivo. Se radicó por breve tiempo en Valparaíso, acompañado siempre de Teresa Flores, y fundó un diario, La Vanguardia, de propaganda sindical. En 1916 inició una gira por el sur del país y llegó hasta Punta Arenas donde dictó veinte conferencias. De improviso, el 25 de agosto se embarcó rumbo a Buenos Aires. ¿Iba decepcionado por la derrota reciente? En apariencias, su ánimo de propagandista y organizador gremial no había decaído, pero políticamente Recabarren sentía que el pueblo aún no respondía a sus consignas. Acaso su pensamiento mismo no estaba claro; vacilaba entre las tácticas marxistas y los impulsos románticos del mutualismo y el anarquismo. No lograba trascender el ámbito limitado de la política profesional, interesada sólo en diputaciones y senaturías. Sus campañas estallaban con gran despliegue de fuegos oratóricos, pero se apagaban luego en medio de la apatía del pueblo y la persecución a que lo sometían las autoridades. La razón primordial de su fracaso parecía hallarse en la falta de un partido disciplinado, dinámico, fundamentalmente obrero, que reforzara sus empresas individuales. Sin plantearse el problema en esos términos y forzado por circunstancias de distinta naturaleza, ha-bía de llegar, poco más tarde, a la decisión que cambiaría para siempre el destino de su actividad política. El comienzo de tal crisis se produjo durante su permanencia en Buenos Aires. Se había alojado con Teresa en un pequeño departamento. Arrendó materiales de imprenta e inició la publicación de una serie de folletos, algunos de propaganda política, otros anti-religiosos, como Materia eterna. Desde su llegada a la Argentina se incorporó a los trabajos del Partido Socialista y cuando la discusión teórica sobre la significación de la Guerra Europea dividió a este partido en dos bandos irreconciliables, Recabarren definió sin vacilaciones su posición y desempeñó un papel dirigente en la reagrupación de fuerzas políticas que se produjo más tarde. El socialismo de la Segunda Internacional estaba en crisis. Gritos de traición surgían por todas partes. Aceptar el concepto de patria y los sentimientos de nacionalidad significaba entrar militarmente en el conflicto. La hermandad socialista veía levantarse las barreras chauvinistas a su alrededor, mientras los Partidos de los países en guerra asumían ya las armas, reemplazando el ideal de fraternidad por el impulso bélico. Quienes apoyaban a los Aliados acusaban a Alemania de ser la encarnación del militarismo e invitaban a sus camaradas a aplastarla para acabar así con la guerra. Guerra a la guerra, decían, y empuñaban el fusil. En el Congreso Argentino se vota la ruptura de relaciones con Alemania. La directiva socialista or-dena a sus representantes votar por la afirmativa. Los socialistas ortodoxos se rebelan y constituyen el Partido Socialista Internacional bajo el comando de Recabarren. Se ha producido la escisión que marca la ruptura definitiva del líder chileno con los principios de la social democracia. Un paso más y su destino en el desarrollo de la revolución obrera americana se habrá cumplido. Crea un periódico que divulgará su posición y, a manera de consigna, estampa estas palabras: "Abandonemos el socialismo traidor y constituyamos el partido revolucionario del proletariado contra la guerra". Va a Montevideo y organiza una sección más del nuevo partido. Se dispone a librar una de las batallas más importantes de su carrera política, no ya de significación local, sino ante los principales partidos marxistas de América, cuando empieza a recibir urgentes llamados de Chile para que se reincorpore a las actividades sindicales. Le necesitan sus viejos camaradas pampinos. Los trabajadores chilenos han aprendido ya el alfabeto revolucionario con letras de sangre; no ignoran la significación del poder económico que pueden esgrimir en sus manos y sólo

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esperan al líder para cerrar filas y conquistar el poder político. Parece haber llegado el instante crítico de la revolución industrial chilena. Los sindicatos se tornan cada vez más poderosos. Los carteles imperialistas se disputan vorazmente la riqueza salitrera. Ingleses y norteamericanos intensifican sus esfuerzos para obtener los suculentos contratos que la Guerra Europea escribe con oro y sangre día a día, hora a hora. Fabulosas fortunas nacen de la noche a la mañana. La Moneda resplandece con los signos luminosos del dólar y la libra esterlina. Chile vuelca todas sus esperanzas sobre la pampa del salitre y del cobre y recoge fantásticas ganancias. El imponente castillo de arena se eleva soberbio y absurdo. Las masas miran desconcertadas toda esa riqueza que navega desde las costas de Chile y desaparece en el océano dejando feas cicatrices en la tierra desnuda. El panorama político ha cambiado. La oligarquía, temerosa, se acerca a los trabajadores de la pampa con halagadores programas copiados precipitadamente de las plataformas de la F.O.CH., del P.O.S. y demás grupos auténticamente revolucionarios. Con esta letra muerta en las manos y los labios rebozantes de encendida demagogia alguien avanza ya sobre La Moneda, empujado por la vieja guardia liberal, por los aterrorizados mamócratas, por la clase media naciente que cree ver en él la encarnación de su destino político. Hay que volver Don Reca. . . Hay que ponerles un atajo. ¿Nos vamos a dejar que nos despojen? ¿Vamos a permitirles que asuman la dirección del pueblo con audaces mentiras? Hay que volver a la pelea. Y Recabarren abandona todas sus empresas en suelos argentinos y regresa.presintiendo acaso que ésta será su última oportunidad. VII Los viejos partidos políticos chilenos entran a la hora de crisis con pasmosa indiferencia. Obsesionados por el juego presupuestario, voraces en sus ambiciones electorales, el ojo puesto en la próxima elección presidencial, se dividen en dos grupos que no representan, en verdad, auténticas diferencias ideológicas sino bandos rivales en la lucha por dominar la burocracia fiscal. El presidente electo en 1915, don Juan Luis Sanfuentes, parece gozar con las escaramuzas de senadores y diputados. ¿Por qué no permitirse unos instantes de diversión política al estilo de las democracias europeas? El presupuesto de la nación tiene bases sólidas, los combatientes de 1914 claman por el nitrato y el cobre chilenos, los banqueros internacionales aguardan a la puerta de La Moneda con sus bolsas de oro y sus siniestros porcentajes, ¿qué mejor ambiente para llevar hasta el fin la lucha entre el presidencialismo y el régimen parlamentario? Sanfuentes juega con sus gabinetes como malabarista con una baraja de naipes: un liberal por aquí, dos conservadores allá, el caballo de espadas para el ministro de guerra y siempre, siempre, el as de copas para los demócratas de sed insaciable. Frente a frente, la Alianza Liberal y la Coalición Conservadora esperan, una del parlamento y la otra del poder ejecutivo, la cartera ministerial que inclinará la balanza política a su favor. En las elecciones parlamentarias de 1918 suena una voz de alarma que los caciques políticos no alcanzan a comprender en toda su gravedad. Triunfa la Alianza Liberal y triunfa impulsada por el descontento del pueblo. En el calor de la contienda y en el entusiasmo de la oratoria los candidatos de la Alianza han prometido a las masas un programa de reivindicaciones sociales que no podrán cumplir. Al drama real del proletariado chileno, que se hunde en una creciente miseria mientras los consorcios imperialistas escamotean las riquezas de la patria, responde la Alianza Liberal con el único remedio que conoce: la demagogia. Se inicia la época del reformismo liberal que dicta toda clase de leyes para proteger el desarrollo del industrialismo chileno. Pero, en la febril ocupación de redactarlas, los liberales olvidarán que también les corresponde llevarlas a la práctica.

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Leyes de matrimonio y registro civil. . . Más escuelas y maestros mejor pagados. . . Legislación so-cial para las clases trabajadoras. . . Reconquista de la industria salitrera. . . Revisión del régimen tributario. . . Protección a la marina mercante. . . Mi querida chusma. . . Sanfuentes nombra Ministro del Interior a don Arturo Alessandri Palma. Concluye la Guerra Europea y victoriosos y vencidos se ven envueltos en una repentina hoguera re-volucionaria. En la retirada trágica de los soldados que sobrevivieron a la matanza va tomando forma el camino de la revolución: por las estepas rusas se abre un nuevo frente, ahora amplio, solidario, esperanzado, pero también iracundo; una marcha de ejércitos sin bandera hacia la capital de una nación sin límites. A la carga avanzan las masas del derrotado ejército zarista y vuelven sus fusiles contra la oligarquía que les ha traicionado. Las noticias de la revuelta armada en Rusia llenan las páginas de la prensa santiaguina. Hay asom-bro y desconcierto en los grupos obreros. Cae el gobierno autocrático, sube Kerensky y parece consolidar su revolución menchevique. Los aliados juegan sus últimas cartas. Pero el nombre y la imagen de Lenin van creciendo y se presiente un encuentro decisivo. La revolución Rusa está cercada por el viejo anillo férreo de la reacción europea y americana. Se da la última batalla: rápida, violenta, implacable, la revolución bolchevique ha triunfado. Lenin habrá de darle una estructura a esa victoria. Para Recabarren y sus cuadros sindicales la consigna es clara: al movimiento de reforma obrera y agraria, al frente antimperialista, a la defensa de las riquezas nacionales y del patrimonio del pueblo, corresponde la necesidad de conquistar el poder político dentro del marco de un nuevo partido de la clase obrera. Ese partido será la herencia directa de la Revolución Rusa de 1917. Los obreros rompen las barreras de la social democracia y crean la Tercera Internacional, a manera de vanguardia en un combate que no admitirá claudicaciones y en cuyos fuegos debe fundirse la estructura de un nuevo régimen social, económico y político. El proletariado chileno, —bajo la dirección de Recabarren— ha permanecido al margen de la con-tienda por el botín parlamentario. Como ha sentido en carne propia las heridas que deja la transformación social y económica de Chile durante una crisis que los líderes derechistas ignoran tanto como las autoridades gubernativas, prefiere esperar y aprender las ventajas de la organización sindical, usando la fuerza temible de la huelga como instrumento político. Desde la capital, el Gobierno responde a ese vasto y ominoso despertar de los trabajadores con una furiosa ofensiva. A la gigantesca concentración popular que llamó la Asamblea de Alimentación Nacional, dirigida por Carlos Alberto Martínez, opone la oligarquía una barrera de calumnias y amenazas. El pueblo pedía un abaratamiento de los artículos de primera necesidad y la estabilización de la moneda. Los personeros del Gobierno en la Cámara recurren a la vieja artimaña: no es el hambre quien impulsa al pueblo —dicen— son los agitadores revolucionarios; y ocultos en el engaño, creyendo que la opinión pública permanecerá impasible ante la crisis económica que ya se ha desencadenado, proceden a exigir que se persiga a los líderes, que se les encarcele y se les imponga silencio por medio de la fuerza. —"Debo decir —declara uno de estos proceres parlamentarios—, que tengo el convencimiento de que en el fondo de este movimiento hay un propósito subversivo, hay doctrinas subversivas…"

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Suben los precios del azúcar, del té y del arroz, disminuyen las exportaciones de salitre, se desvalo-riza el peso, los jornales no alcanzan a asegurar la subsistencia de las familias obreras, y el Gobierno clama a voces: ¡Sedición revolucionaria, subversión! Se declara una huelga general en Natales y las autoridades la aplastan y la ahogan en sangre. Facultades extraordinarias. ¿Para qué? ¿Para bajar el costo de la vida, para mejorar los salarios? Para romper los sindicatos obreros y calmar el hambre del pueblo a culatazos. El gobierno promulga una ley de represión que mas tarde será imitada dondequiera que una dictadura se entronice en las naciones hispanoamericanas: la Ley de Residencia, por medio de la cual se limitaba el ingreso al país a los extranjeros y se abría un registro policial para juzgar a quienes debía declararse "indeseables". La ley recibió el apoyo de todos los partidos tradicionales y el voto favorable del líder de la Alianza Liberal. Sale el pueblo a la calle en una manifestación que se llamó el Mitin del Hambre. El Gobierno continúa barajando ministerios y movilizando tropas para defenderse de la miseria. Este es el instante político en que llega Recabarren a su regreso de Buenos Aires. Rápidamente es-boza su plan de ataque. La clase obrera, piensa, irá de fracaso en fracaso si no busca de inmediato la unidad sindical; es necesario concertar fuerzas en un organismo obrero de amplia base y sólida disciplina. En marzo de 1918 inicia una jira por el sur de Chile predicando la consigna de una Federación Obrera. Vuelve a Santiago y continúa hacia el norte. En enero de 1919 consigue ya inaugurar en Unión el primer congreso regional de la FOCH con numerosos representantes de la provincia de Antofagasta. El gobierno de Sanfuentes pone oído atento hacia la pampa y acepta el desafío. "Si quieren pelea, les daremos pelea". El l° de enero de 1919 la policía asalta el edificio del periódico El Despertar de Iquique. Lafferte, Cruz y otros líderes obreros son maniatados y conducidos a prisión. Los asaltantes destruyen todo el material de la imprenta. En Antofagasta las autoridades secuestran a Recabarren y le llevan al regimiento Esmeralda. Allí están también los periodistas Luis Mery y Mariano Rivas. El gobierno ha declarado el estado de sitio y se propone relegar a los prisioneros a Lautaro. Antes de partir, Recabarren le contesta a un periodista que le ha mencionado su fama de sedicioso: —. . . porque han querido calumniarme. . . soy un hombre pacífico, convencido de que las reformas han de efectuarse sin derramar sangre. Su permanencia en el destierro fue breve y al regreso declaró: —"Vuelvo con más fuerzas qué antes. Nada tenemos que temer. Los que nos persiguen y encierran, esos son los que temen". . . Una ola de huelgas se desata a través de todo el país. Las oficinas salitreras comienzan a cerrarse. Se detiene el ritmo minero de la pampa y las multitudes permanecen a la espera. Millares de familias son arrojadas a la calle. En Chuquicamata las empresas norteamericanas tratan de sembrar la. división entre los obreros reemplazando a los federados con trabajadores que contratan en pueblos vecinos. Tres mil obreros quedan cesantes en la Oficina Ossa. ¡En Antofa-gasta se celebra un mitin de ciegos para protestar porque las autoridades sólo les permiten mendigar dos días a la semana! He aquí el testimonio de don Alberto Cabero, quien fue testigo del comienzo de la gran crisis salitrera: "El año 1919 presencié como se arrojó a todos los obreros y sus familias de algunas oficinas que se ordenaba paralizar. Se pedía primero carabineros y dos días antes del desalojamiento se avisaba a los obreros que eran despedidos sin indemnización ni pasajes para regresar a los lugares donde habían sido contratados. En una ocasión quedaron vagando por la pampa doscientos hombres con sus familias por faltarles dinero para pagar los pasajes del ferrocarril. Se envió un tren a buscarlos a costa del Estado. En ese año llegaron a Antofagasta miles de hombres, mujeres y niños famélicos

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que tuvieron que pernoctar a la intemperie y comer de cocinas públicas, hasta que el Gobierno los envió a las provincias centrales. "Humedecíanse los ojos al ver ese rebaño que se revolvía aturrullado sobre la cubierta de las naves sin tener a veces espacio suficiente para recostarse. Conservo en la retina una pincelada de ese éxodo doliente. Entre los desocupados que se embarcaban iba un viejo, tal vez abuelo, con una chica anémica, astrosa y descalza que estrechaba en sus manecitas enflaquecidas un atadijo de harapos y una vieja escoba, último resto del hogar deshecho. "La paralización de oficinas salitreras, en 1919, además de la intranquilidad social que produjo, acrecentó en las provincias del Norte la prostitución, los delitos contra la propiedad privada y la mortalidad infantil. Quien repartía la leche a los niños de los albergados me contó que éstos disminuyeron casi en un tercio en cinco meses. ¡Y la gente acomodada y satisfecha del centro del país se extrañó sobremanera que esas masas llegaran desmoralizadas, rebeldes, enloquecidas e inútiles para el trabajo!".6 La reacción de los trabajadores, firme y decidida, amenaza la estabilidad del gobierno. Setenta or-ganizaciones adheridas a la FOCH anuncian la preparación de un congreso nacional. En Santiago los obreros y empleados decretan un paro general y reciben apoyo entusiasta de las provincias, pero el Gobierno interviene y consigue evitarlo. Recabarren se encuentra en Mejillones cuando ocurrió una de las huelgas más dramáticas en la historia del sindicalismo chileno. Es la huelga de ferroviarios que se llamó del Tarro. La Empresa de Ferrocarriles había suprimido el personal destinado a manejar el "tarro" aceitador de máquinas a la llegada de los trenes y pretendía obligar a los maquinistas a desempeñar esta labor. Los maquinistas abandonaron sus tareas. En Antofagasta, las autoridades, empeñadas en responder a los problemas obreros con la provocación policial, intentaron sacar un tren conducido por rompehuelgas y resguardado por tropas del ejército. A lo lar-go de la línea que se extiende desde la Morgue al Cementerio apareció una doble fila de mujeres. Se puso el tren en marcha y las mujeres se arrojaron a la vía. Frenó el maquinista y una de las mujeres trató de ascender hasta su compartimento para bajarlo a viva fuerza. Rechazada por un culatazo salvaje, cayó sobre las piedras empapada en sangre. El obrero Herminio Suárez saltó de improviso con una bandera roja y la clavó medio a medio en la línea. Una descarga cerrada de los soldados lo acribilló contra el suelo. El tren retrocedió lentamente hacia la estación. No volvería a salir. Las mujeres de los huelguistas habían escrito con sangre sus justas peticiones y.la Empresa cedió y aceptó su derrota. Acompañado por Teresa Flores y el dirigente obrero Hernán Cortés, parte Recabarren a Valparaíso y de allí sigue viaje a Concepción para asistir al congreso de la FOCH. Sesenta y ocho consejos federales se hacen representar en este torneo y en medio de vítores y aplausos los delegados eligen presidente a Recabarren. De la organización mutualista que los políticos demócratas manejaran durante años no quedarán rastros. El Gobierno de Sanfuentes, los consorcios nacionales y extranjeros, parecen valorizar de una vez por todas la actividad revolucionaria del líder de las pampas y, sin proponérselo acaso, aunan sus temores y acoplan sus campañas, de modo que es un frente único de la reacción el que empieza a golpear en los reductos de Recabarren, tendiéndole emboscadas, tejiendo intrigas, llegando hasta armar la mano asesina para que le asalte en las soledades del desierto. Alberto Cabero ha estampado con sencillez y valentía esta acusación contra el Gobierno de la época: "Corría el año 1919. Gobernaba el señor Sanfuentes y era Ministro del Interior uno de los grandes duques que dirigían antes el país, caballero de voz campanuda, sangre azul, corta vista y finos

6 6 cf. Chile y los chilenos,pg.387

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modales. Había una huelga general en el departamento de Antofagasta, escasos carabineros y policía mal armada. El ferrocarril a la pampa estaba interrumpido desde hacía un mes; comenzaba el hambre en las oficinas. "El Intendente recibió dos hombres que traían una nota privada del Ministro en la cual le recomendaba cooperar en el cumplimiento de la reservada misión que llevaban. Interrogados sobre el objeto de su encargo, dijeron con tranquilidad y pasmosa frescura: "Somos carabineros disfrazados; mi coronel nos manda para deshacernos del caudillo socialista y de los cabecillas de la huelga". El Intendente, que ignoraba este medio persuasivo y discreto de terminar huelgas, los hizo regresar a Santiago, pidió permiso y renunció a su cargo". (Op. cit. p. 392). Como no pudieron "deshacerse" de él, le tomaron preso a su retorno a Antofagasta, después que había dictado conferencias en Santiago y Viña del Mar. ¿El motivo? Pero ¿hace falta un motivo? —¡Complot! —aulla la autoridad provincial, y se movilizan las fuerzas de carabineros, apresan a Julio César Muñoz, el zapatero que acompañara a Recabarren en su viaje a España, y se ponen en acecho hasta que cae el líder y le trasladan durante la noche a Mejillones. —"Yo no pediré mi libertad —declaró Recabarren—, así se lo dije ayer al Juez y me negué a prestar declaración porque no quiero hacerme cómplice de actos descabellados ... Estoy tranquilo y he reflexionado bien sobre lo que estoy haciendo y lo que haré". Dos obreros que presenciaron el secuestro de Recabarren avisan a la FOCH en Mejillones. Acuden los dirigentes al muelle, pero es demasiado tarde. Una lancha a gasolina va rompiendo las olas y en medio de la noche la figura de Recabarren se destaca un instante y se pierde luego flanqueada por los esbirros. Le llevan a Tocopilla. Desde la cárcel escribe a sus compañeros: "No quiero por ahora mi libertad. Todas las horas que dure esta prisión incorrecta serán horas de meditación profunda para toda la nación proletaria. Mientras yo pienso aquí todo un pueblo también piensa, y es eso lo que yo amo más. Del pensamiento del pueblo surgirá un magnífico gesto. ¡Pobres burgueses! Cuando nosotros les llamamos a la concordia, ellos se revuelcan airados y nos muerden como víboras desesperadas". Los trabajadores del salitre despacharon un ultimátum al Gobierno exigiéndole el retiro inmediato del Intendente Militar, del Gobernador Marítimo y del Prefecto, a quienes consideraban culpables de la persecución desatada contra los líderes sindicales. El siete de abril de 1920 sale Recabarren en libertad. Pero se trata de una maniobra política. Al día siguiente ya se pregunta toda la prensa del norte, todas las poblaciones mineras, ¿qué le ha sucedido a Recabarren? ¿dónde está Recabarren? El líder ha desaparecido. Se declara de inmediato el paro general. Momentáneamente se concentra la atención del país en el campamento de Coya. Llegan los mensajeros de Antofagasta con la consigna de la huelga. Han venido corriendo en la noche desde Peregrina, ocultándose de la policía que les persigue por la pampa. La minúscula población despierta a la voz de alarma y organiza la resistencia. Como cristal quemado devuelve el cielo vagos resplandores de fogatas. El adobe y la cal de los ranchos asume una dureza metálica y es azul la sombra que va como una daga a buscar el camino de tierra en la pampa. Viene un camión envuelto en nubes de polvo. Bajan los carabineros de un salto aleteando en sus grandes ponchos negros. El ruido de los rifles y las bayonetas alborota a los perros. Buscan al dirigente de la FOCH en el campamento y lo someten a un interrogatorio.

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—¡Qué vamos a hacer —dice el obrero, de apellido Salamanca— hemos recibido orden de paro y el paro se hace! Al día siguiente llegan noticias de que se ha descubierto el paradero de Recabarren. Está a bordo del buque de la armada Condell, le llevan desterrado a Iquique. No, añaden los rumores, no le permitieron desembarcar en Iquique. ¡Va en el vapor Bologna a Valparaíso! Recabarren está preso en Santiago... Con el destacamento policial ha llegado a Coya un Juez, quien ordena un registro minucioso de la FOCH y de la casa de Salamanca. La policía les confisca seis mil pesos y apresa a todo el directorio. Los obreros nombran reemplazantes y con los nuevos dirigentes marchan a pedir justicia. Las autoridades se niegan a escucharles. Se improvisa una tribuna en la plaza y sube un orador. Impaciente, con gestos frenéticos, un joven teniente de carabineros saca la pistola y, maldiciendo a los rotos, dispara contra la muchedumbre. Sus hombres le siguen, aturdidos, ciegos, presas de una violencia súbita y bestial. Quedan dieciséis heridos y dos muertos en la plaza. Se retiran los huelguistas, vuelven a agrupar sus fuerzas y armados de garrotes, puñales y cartuchos de dinamita, atacan el cuartel del pueblo. La indignación de los obreros se desborda cuando ven que sus enemigos izan la bandera patria a raíz de la masacre. El jefe de la guarnición militar le suplica a Salamanca —todavía preso— que salga a parlamentar con sus compañeros. —¡Calma, hay que tener calma! —alcanza a decir éste y antes de que logre explicar su misión conciliatoria una lluvia de golpes le derriba. Insiste Salamanca y, poco a poco, los huelguistas se resignan a escucharle y, luego, aceptan sus consejos. Al atardecer del día siguiente van a enterrar a los dos obreros asesinados. Los funerales parten de la Filarmónica donde había sido el velorio. Avanza la muchedumbre andrajosa cantando himnos revolucionarios. Van a pasar frente al cuartel. La bandera continúa izada. Un vocerío airado sube desde el camino; la dignidad herida de esos hombres y mujeres estalla en un revuelo de maldiciones. Asesinos .. . Cobardes ... ¿Por qué matan al pueblo? ¡Teniente! Una voz de mujer joven clava el nombre homicida como un andrajo entre los barrotes de la prisión. Algo extraño acontece. Los uniformados, armados hasta los dientes, se arrinconan en la miserable cárcel de lata y con ellos, en la cruel lejanía de la capital soberbia, se arrinconan un Presidente, un Ministro y un General y esconden la mirada por no ver esa sufrida gente, ese coraje, esos puños y esas lenguas, que sacan a Coya del desierto y la ponen en las luces del atardecer a brillar como un rojo catafalco. Frente al cuartel las mujeres, mostrando los pechos, invitaron al Teniente a disparar. Cunde el descontento popular a través del país. Manifestaciones de obreros cesantes, de empleados del Fisco y del comercio, elevan protestas al Gobierno y exigen solución a sus problemas económicos. Las clases adineradas contemplan recelosas el espectáculo de una nación que empieza a hundirse por los cimientos y deja al descubierto grietas y llagas profundas donde la desmoralización ha seguido un proceso implacable. Desde los tenebrosos agujeros, manchados de humedad, como raíces monstruosas, surgen las manos proletarias, amenazantes, trémulas, buscando al enemigo oculto. Vuelca el conventillo su corte de milagros a la calle; la población obrera cobra movimiento y trae sus harapos, sus niños enfermos, sus mujeres preñadas, a desfilar por las Delicias. Caen los cortinajes de felpa sobre los balcones de La Moneda y el Presidente se retira temblando de pavor. Y entonces, en medio de la crisis aguda, cuando la economía del país sigue desconcertando a los incapaces, a los irresponsables y agiotistas como un enigma sin solución, cuando los ricos insisten obcecados en duplicar y triplicar sus ganancias, mientras la gran masa del pueblo y la clase media ven desaparecer sus medios de subsistencia y se endeudan hasta el alma, entonces alguien, alguien predestinado y anónimo, deja caer la palabra mágica: el ejército. Sí, se dice de pronto el Presidente. ¿Por qué no? Naturalmente, agrega el Ministro. ¡Ya era hora! ¡He ahí la madre del cordero! exclama emocionado el jefe de la oposición. La familia nacional se ha unido una vez más y de sus fastuosas recámaras, de sus salones parisinos, de los acaudalados bufetes legu-

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leyos, de las salas de billar del club liberal, y de las bodegas de chicha demócratas, emergen los líderes una vez más sonrientes, la confianza reconquistada y la fe en los destinos del país inamovible. Un grupo de altos jefes militares organiza una sedición: la echa a caminar en 1919, la lleva a un fra-caso momentáneo a los pocos meses de su incesto, y la deja moviéndose como un culebrón enrollado por los corredores de La Moneda, aguardando el instante de saltar, lista su cría para futuras necesidades y emergencias. El complot militar se inició para poner fin a los desmanes de la muchedumbre revolucionaria y para forzar al Presidente de la República a tomar las medidas represivas que fueran necesarias. Militares y carabineros de sentimientos democráticos y auténtico patriotismo lo hicieron fracasar. El Mercurio en su editorial del 16 de mayo de 1919, estampó las siguientes frases memorables acerca del complot: "Gobernar a un país por medio de una Junta Militar pública o secreta, aunque sea por el conducto del Presidente de la República, es una revolución que sólo la inocencia, la ignorancia o la maldad, pueden buscarle diversos nombres, como fomento del progreso nacional, defensa de las instituciones, amparo al poder. Eso, todo eso, es mentira; la verdad es la intención oculta de los instigadores y promotores militares. La verdad es que se pretendía hacer del más puro, inmaculado e intachable Ejército de Sudamérica, un poder antidemocrático, un militarismo de segunda mano, una máquina de bastidores". El Fiscal Militar, general Carlos Hurtado Wilson, pidió la pena de muerte para los sediciosos, pero el Consejo de Guerra les condenó a prisión y relegación. Las vicisitudes del proceso coincidieron con la campaña presidencial de 1920 en la que resultó triunfante don Arturo Alessandri Palma. Recabarren, que había sido trasladado a Tocopilla para que allí se le sometiera a proceso, siguió la campaña desde su celda, a pesar de que en una convención del Partido Obrero Socialista en Antofagasta se le había proclamado candidato a la presidencia . . . La historia del movimiento obrero chileno debe anotar con singular relieve que la mayor parte de las reivindicaciones económicas y sociales planteadas en su programa por el candidato de la Alianza Liberal habían constituido, desde hacía años, el emblema de combate de los sindicatos y grupos socialistas dirigidos por Recabarren. El candidato presidencial pulsó la opinión pública, observó con perspicaz mirada el cauce que buscaba el descontento popular y, a manos llenas, recogió las consignas del P. O. S. y de la FOCH para diseminarlas engalanadas en grandilocuentes períodos oratorios. La masa respondió con ímpetus heroicos. Se volcó en las calles fascinada por los encantos del orador. Quería creer y creyó. Mientras el modesto líder obrero hablaba a campo raso en el desierto, encaramado en un cajón de velas, y por todos los sacrificios del pueblo ofrecía tan sólo el pan bíblico de su celo misionero y una esperanza allá, al otro lado de las barricadas, de la sangre, de la prisión, don Arturo Ales-sandri peroraba a las puertas mismas de La Moneda, desde su propio balcón en las Delicias y, mostrando el sillón de los Presidentes de Chile con su bien entre-nado índice, clamaba: "¡Triunfaremos pese a quien pese!". ¡Cielito lindo! Era la quimera en un abrir y cerrar de ojos, la victoria del pueblo hoy, este mismo día, para llegar al poder y establecer de una plumada el nuevo orden de la democracia obrera. El camino de los sindicalistas era el camino del Calvario. Alessandri poseía el secreto de la senda mágica y el poder milagroso de la victoria. Todos los patéticos esfuerzos del agitador proletario se incorporaban líricamente a las más sagradas tradiciones chilenas. Radicales, demócratas, liberales, anarquistas, cerraban filas en un movimiento social que, al llegar a su punto de maduración, intentaba poner fin a los abusos de la oligarquía chilena para iniciar la era política de la clase media y del proletariado.

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Mientras el ilusionista se preparaba para su celebración de gala en La Moneda, el caudillo proletario contaba las horas en la ratonera de una cárcel de pueblo. Ambos, Alessandri y Recabarren, entraron simultáneamente en un recodo de la historia de Chile; ambos con la certeza de que el país demandaba drásticos cambios y de que la era del feudalismo agrícola debía ceder ante el avance de una revolución industrial. Pero escogieron armas diferentes. En 1888 Alessandri firmaba los registros del Partido Liberal y en 1894 Recabarren se unía a las huestes del Partido Demócrata. De origen modesto los dos, uno llevaba ímpetu aventurero y dirigente en las líneas de la mano, el otro venía marcado con la tristeza de los profetas y el dinamismo candoroso de los mártires. Ambos sentirían estrechos los marcos de la tradición a que ingresaban. Políticamente, aquellos partidos no representaban ya los principios que les dieron origen y se quedaban rezagados ante el avance de la clase media y la clase proletaria chilenas. Con hábil criterio diplomático se adaptaron transitoriamente a ese paso lento y decadente. Del Partido Demócrata Recabarren saltó con genuina vocación revolucionaria y honestidad política a las filas del movimiento obrero socialista. Ales-sandri, educado en las normas de la vieja guardia parlamentaria, escogió temprano un propósito más pragmático; y avanzó hacia él con admirable desenfado: la Presidencia de la República. En las filas del Partido Demócrata o del Partido Socialista, Alessandri no hubiera pasado de ser un ponderado cacique. En las filas del liberalismo y apoyándose en las esperanzas y clamores del pueblo, con las riendas de capitalistas, empleados, militares, comerciantes y mutualistas en las manos, no sólo conquistó la presidencia sino que gobernó a Chile, directa o indirectamente, por cerca de treinta años, y el ejemplo de su ambición, de su audacia y de su talento sigue marcando rumbos en la po-lítica criolla. ¡Cielito lindo! Le cantaba el pueblo y le cantaban los estudiantes. Alessandri transforma la contienda electoral de 1920 en un conflicto de profundo contenido social, por encima de partidos y grupos políticos. Por eso su triunfo jamás estuvo en duda. Encarnó al pueblo y le hizo sentir a la multitud la ilusión de esta metamorfosis. ¡Hemos ganado, hemos ganado! Le repitió a las masas mucho antes de que se realizara la etapa final del escrutinio y, no sólo sus partidarios sino la nación entera, aceptó esa frase como una verdad absoluta y la repitió con él hipnotizada. Durante meses después de las elecciones el país vivió en un estado de trance al borde mismo de la guerra civil. Jamás impuso el pueblo su voluntad de un modo tan sutil y, a la vez, tan directo. Dominados por el pavor, los políticos de la vieja guardia oligárquica fueron cediendo poco a poco y, al fin, se rindieron sin condiciones: el Tribunal de Honor, nombrado conjuntamente por los dos bandos rivales, dio el triunfo a Alessandri ¡por 177 electores contra 176! El Congreso le proclamó y as-cendió al poder. Antes de retirarse, el señor Juan Luis Sanfuentes fue responsable de tres actos contra la democracia: el asalto y destrucción de la Imprenta Numen, donde se editaba la propaganda de la oposición, el asalto a la Federación de Estudiantes de Chile y el asalto al local de la FOCH en Magallanes. Para coronar esta negra época de persecuciones, abusos y crímenes políticos, las autoridades policiales arrastraron a la muerte al dulce y triste poeta universitario Domingo Gómez Rojas. Desde su celda Recabarren lanzó toda clase de pronunciamientos rebeldes. En un escrito titulado Nuestra revolución afirmaba: "La revolución burguesa tiene por mira la ambición de un círculo y por medio el complot cuartelero. La clase obrera no necesita promover motines cuarteleros. La huelga general es un arma superior a todo ejército". Los federados de la Reserva Militar, que la movilización de 1920 había puesto en armas ante un posible conflicto con Bolivia y el Perú, celebraron una manifestación en Tocopilla y, de súbito, decidieron hacerse eco de la consigna que recorría los campamentos obreros en aquella época: —¡Libertemos a Recabarren!

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Los federados, sin detenerse a pesar las consecuencias, marcharon a tomar la cárcel por asalto. El Alcaide, en precarias condiciones para defenderse, le suplicó a Recabarren que saliera a la calle a aplacarles los ánimos y convencerles de que se retiraran. Recabarren, sonriendo irónicamente, consintió y desde la puerta de la cárcel pronunció un discurso. Sus palabras fueron las mismas con que respondió a los anarquistas en 1904: la violencia es una enfermedad de la revolución. Serenidad, visión del futuro. ¡Cuidado con las precipitaciones de los entusiastas irresponsables! La clase obrera no puede darse el lujo de cometer muchos errores. Un paso en falso y el movimiento se retarda años, años difíciles de recuperar ... El 23 de octubre de 1920 Recabarren obtuvo la libertad bajo fianza de mil pesos, después de haber permanecido 200 días en prisión. Poco más tarde el poder judicial le absolvió de todo cargo y el oficial que le acusara pasó a ocupar su celda por falso testimonio. La alegría de los obreros fue indescriptible al ver a su líder nuevamente en gira por la pampa. Habló tantas veces que, al asistir a la manifestación con que se le recibió en Antofagasta, no pudo decir palabra porque había perdido la voz. Desde los balcones de las casas más acomodadas de la ciudad le arrojaron flores a su paso. Al finalizar el año, y cuando el nuevo gobierno de Alessandri había entrado ya en funciones, Recabarren partió en viaje a Santiago para asistir como delegado al Congreso de la FOCH. Llevaba un propósito simple y único, pero de grandes consecuencias. Elegido presidente del Congreso, lo propuso con su franqueza de costumbre; es necesario que la FOCH se adhiera a la Internacional Roja de Sindicatos. Días después, en el Congreso del P. O. S. celebrado en Valparaíso, propone que el partido se adhiera a la III Internacional y cambie su nombre por el de Partido Comunista de Chile. Ambas proposiciones son aceptadas en principio mientras se posterga su ratificación para los con-gresos que esas organizaciones celebrarían en diciembre de 1921. Acaba de iniciar una gira de conferencias por las provincias del sur cuando le avisan de Antofagasta que una convención de la FOCH y del P.O.S. le ha proclamado candidato a diputado. Regresa al norte con el propósito de asistir a su proclamación, pero en Aguas Blancas un grupo de obreros le detiene para rogarle que vaya a dictar conferencias en San Gregorio y Avanzada. Sobre el suelo de la pampa un signo escrito con sangre detiene su paso. Su vista cansada no lo reconoce, cubierto de polvo lo deja atrás y pro-sigue ... Son las seis de la mañana. Los obreros de la Avanzada escuchan a los delegados de San Gregorio. En las manos agarrotadas por el frío del amanecer humea la choca y su aroma va buscando el hueco de una minúscula ventana. El cielo de la pampa se asemeja a un gran estanque verde resplandeciente y tranquilo. Una que otra estrella parpadea aún. Habla un hombre arrugado y moreno, con el pucho del cigarro colgándole de los labios. Pelado al rape, una cicatriz corta y gruesa atrae demasiada atención sobre su cabeza. Hombre sin edad, sin gestos, monótono y gris, deja caer las palabras como guijarros en el polvo espeso del desierto. —¿Por qué tenemos que aguantar? —pregunta—. Nos echan de la Oficina. Bueno. La Oficina se cierra. No hay trabajo. Nos prometen el pasaje para nosotros y la familia a donde queramos irnos y, además, cien pesos. Cien pesos y el pasaje para irse al carajo. Bueno. Nos vamos. Pero no, pues compañero. El administrador nos sale ahora con que los cien pesos no los entregan aquí sino en Antofagasta. ¿Y a dónde creen ustedes que nos mandan? ¿A donde nosotros pidamos? No, todos a Valparaíso. Quiera o no quiera usted se va a Valparaíso. ¿Y qué vamos a hacer en Valparaíso? Yo no conozco a nadie allí. Nadie conoce a nadie. Sin un cinco partido por la mitad ¿qué vamos a hacer con las mujeres y chiquillos? No hay trabajo. ¡Si siquiera tuvieran suficientes cárceles! Pero no, es más fácil acabar con la cesantía matando a los cesantes. Como decía, compañeros, nos quieren mandar a Antofagasta en carros planos. Tenemos que atravesar la pampa, seis horas por lo menos,

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con mujeres, niños y viejos, a pleno sol. Y sin los cien pesos. Está claro. Nosotros no aguantamos y no nos movemos de San Gregorio. Ño nos sacan del campamento ni a tiros .. . Los de la Avanzada reaccionaron rápidamente. Se organizó un destacamento de hombres jóvenes, fuertes y decididos para que marcharan al apoyo de los huelguistas de San Gregorio. Cerca del mediodía llegaron rumores de que no se les había permitido la entrada al campamento y que merodeaban en la pampa sin agua y sin víveres. Salieron los demás trabajadores de la Avanzada en su ayuda y con ellos fueron también las mujeres y los niños a la siga. San Gregorio se había convertido en pocas horas en una fortaleza. Los soldados llegaban en camiones e instalaban sus ametralladoras con brutal indiferencia. Reverberaban al mediodía los cañones de los fusiles. En el rostro de los soldados, cubierto de polvo y sudor, se reflejaba la dureza inconsciente de la pampa. Vacía la expresión de los ojos como un pozo seco. Aguardaban órdenes. Pero en esos instantes la orden, única e inapelable, ya había sido dictada. No era la orden de un teniente ni de un administrador. Ni. siquiera era la orden de un gobernante. La nación entera se aproximaba al instante dramático de resolver una crisis social y cogía las armas para sangrarse en un gesto de renunciación y desesperado sacrificio. No hay solución para el hambre y la miseria de estos chilenos. La orden es asesinarles. El Presidente se ocupa de organizar su ministerio y distribuir los puestos públicos: es grande la deuda contraída durante las elecciones, grandes han de ser las recompensas. ¿El pueblo? Ya recibió los dineros del cohecho. Ahora que calle y aguante y si no aguanta que reviente. La orden es romper la moral de la clase obrera que empieza a defender sus derechos y su dignidad en el campo de batalla. Los trabajadores se organizan y hablan. Pero los economistas y gobernadores matan. Pese a quien pese triunfaremos. ¡Cielito lindo! ¿Que no lo sabían? Sobre el suelo caldeado del campamento pampino aguardan las ametralladoras, las espadas y los cambullones parlamentarios, que son las armas del Gobierno para solucionar la crisis del salitre. Y aguarda el pueblo: los obreros y los soldados, porque éstos también son pueblo. La gigantesca rueda mecánica se ha detenido. En la Bolsa de Nueva York se para un instante la cinta mercantil: un aliento en la respiración cansada del monstruo. Y en San Gregorio apuntan las ametralladoras. Regresaron las mujeres a la Avanzada, caminando lentamente, temiendo oír en el silencio de las ári-das mesetas el ruido lejano del combate. La cabeza inclinada, los harapos grises volando en el viento frío del crepúsculo, parecían aguardar el golpe misterioso que se descargaría sobre sus espaldas. Se iba transformando la soledad de la pampa, se ahondaba el azul del cielo y en el fondo se multiplicaban las estrellas; del suelo caliente ascendía un palpitar confuso y generoso que se mezclaba a la desesperación del hombre; los pasos de la multitud acallaban ese rumor. Entonces, de la noche misma iban naciendo las piedras de la pampa, piedras filosas, pequeñas bestias petrificadas con el eco de una hecatombe milenaria apretado en sus grietas, latente en sus raíces; y la soledad se convertía en una fuerza hostil; desaparecían los senderos, cobraban vida los flancos de las colinas, incrustados de metales verdes, amarillos, rojos, púrpuras; de las cuevas crecía un rumor de océano; y las familias se iban separando en silencio, perdiendo contacto en las tinieblas, aterradas, buscando la Oficina desierta como si en ella, de súbito, debieran encontrar la voz perdida, la tranquilidad, los hombres, el hogar, el nuevo día. Pero, a medida que avanzaban y se iban delineando los edificios del campamento, comenzaron a notar signos de una siniestra actividad. Luces temblorosas que corrían en todas direcciones, golpes de puertas, voces que quedaban sin respuesta, amenazas, maldiciones. Pronto salieron a su encuentro los primeros fugitivos de San Gregorio: trémulos, manchados de polvo, de sudor y, algunos, de sangre, miraban con expresión de espanto e impotencia, jadeantes, buscando las palabras que pudieran comunicar la masacre de la cual se habían salvado.

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—... y el Teniente Argandoña gritó ¡Alto ahí! ¡Ustedes no avanzan un paso más! ¡A balazos nos pararon! Nos balearon como perros ... —Sí. Tu esposo iba de los primeros. Lo mataron. —¿Qué ha hecho el pueblo para que lo asesinen así? ¿Qué hace el pueblo? —Berríos ... Berríos iba de los primeros. ¿Cómo me voy a equivocar si los vi con mis propios ojos? Berríos, Ramos y Trincado ... Los mataron. —... mataron al gringo. ¡Pobre gringo, quiso ayudarnos! —-... corríamos por la pampa, por el campo abierto y una tostadera de balas nos perseguía, nos ca-zaban y nos volteaban agujereados ... Las mujeres lloran y blasfeman, corren inconscientes clamando justicia. Los niños observan desde rincones obscuros. —Mataron al administrador y al teniente. ¡Qué sé yo! Dinamita o barretazos. Lo que fuera. Los milicos mataron más de cien obreros. —¿Cien? Anda a recogerlos y sacarás la cuenta...- —Los obreros iban en desfile, se acercaron a la Administración a entregar un pliego de peticiones y los recibieron a balazos. Se defendieron como hombres. Por eso los mataron. —¿Qué ha hecho el pueblo? Corren las mujeres en el viento helado de la madrugada y se pierden en dirección a San Gregorio; llegan otros sobrevivientes y huyen más allá de la Avanzada, más allá de la pampa, roban caballos, juntan unos pocos víveres y desaparecen del terror policial para siempre. —¡Nos balearon como perros, compañerita! ¡Y no es más que el comienzo! La voz, dolida y sola, vuela apenas en los océanos negros de la pampa. Los políticos de la reacción inmediatamente intentaron comprometer a Recabarren en la tragedia de San Gregorio. La prensa de la capital editó suplementos con títulos sensacionales y citas de las conferencias pronunciadas por Recabarren en el norte. Le acusaban de haber azuzado a las masas con frases como éstas: "No hay que moverse de la oficina aunque le cueste la vida a uno de los nuestros. Nosotros somos muchos y ellos son unos cuantos ..." Prendió la mecha, decían, y luego sacó el cuerpo. Pero toda la infamia, toda la venenosa propaganda, las solapadas y viles acusaciones que los maestros de la intriga iban lanzando desde los diarios y desde la tribuna parlamentaria, fueron insuficientes para esconder la verdad y, a su debido tiempo, el pueblo reconoció a los cul-pables. La impresión a través del país fue de vergüenza y horror. Las autoridades, que en un principio creyeron alarmar al país presentando a los huelguistas como peligrosos delincuentes, cambiaron pronto de actitud, se esforzaron por restar importancia al incidente y acudieron a la ayuda de las víctimas llevando alimentos y medicinas al hospital de sangre establecido por Recabarren en el local de la FOCH en Antofa-gasta. En este ambiente de confusión política que rodeaba al gobierno recién inaugurado debían efectuarse, semanas más tarde, las elecciones parlamentarias. El pueblo votó en realidad contra la brutal persecución desencadenada por las autoridades provinciales. Para Alessandri esas elecciones significaron no sólo una advertencia a sus alardes demagógicos, sino también una señal de que los sectores más políticamente desarrollados del pueblo le observaban en actitud alerta. La victoria de los socialistas fue contundente: Recabarren fue elegido diputado con 2.621 votos a su favor, y Luis V. Cruz obtuvo una senaturía con más de 5.000 votos. Cielito Lindo gobernaba al país desde hacía dos meses más o menos. El Presidente de la Querida Chusma, que llegaba al poder sobre los hombros de los desocupados, abriéndose paso entre la ruina de la industria salitrera, soltando mandobles a la oligarquía agiotista, el constructor del Chile nuevo, de la clase media y proletaria, que dedicaba su triunfo al heroísmo revolucionario de las masas, inicia su era de reformas entre ruido de sables y con vaho de sangre. Pero nadie le acusa de ser

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directamente responsable de la masacre. ¿Culpable del hambre y la desesperación? Imposible. ¿Ignorancia del verdadero sentido y del verdadero impacto social de sus consignas? ¿Burlador de genuinas esperanzas, olvidadizo? El Presidente Alessandri se duele de la matanza y recomienda tac-to y paciencia; pero se halla muy lejos del sitio de la tragedia, se halla muy lejos de Chile en esos momentos y muy cerca de Santiago con su carnaval de ministerios, pactos políticos y suculentas maniobras bursátiles ... Si alguna vez existió duda entre los jefes proletarios acerca de la verdadera naturaleza de la revolu-ción alessandrista, si durante la campaña presidencial de 1920 tuvieron la tentación de sumar sus fuerzas al torrente demagógico que inundaba al país, en ese día de febrero, al nacer el nuevo gobierno, mientras los cesantes de la pampa agonizaban cortados por el fuego de las ametralladoras, se alumbró para ellos la escena política y pudieron calcular fríamente las consecuencias que el cambio de régimen debía producir. Recabarren no lo dijo claramente ni en aquella oportunidad ni después, mas lo dio a entender y sus actividades tanto partidarias como sindicales, desde 1920 a 1924, son una prueba de que supo aquilatar con toda exactitud el sentido que asumía la historia social de Chile bajo el impulso del nuevo régimen y la naturaleza de las armas que habían de emplearse para proteger a los trabajadores. Con Alessandri se inaugura en Chile una escuela política que representa la combinación maestra de dos elementos: uno, revolucionario —reconocer que Chile entra a una era industrial en que el poder político y económico van a ser manejados directa o indirectamente por la clase media y la clase proletaria— el otro, de fondo demagógico: la lealtad tácita a la tradición oligárquica representada por los dos partidos de más antigua ascendencia en Chile, el conservador y el liberal. Esta doble actitud hace que Alessandri —y con él todos sus discípulos más tarde— busque asociaciones heterogéneas donde la ideología es factor secundario y es reemplazada, la mayor parte de las veces, por la "plataforma" eleccionaria: un ramillete de promesas frenéticamente escogidas y voceadas. Una vez obtenido el triunfo, el caudillo de tal escuela se apresura a declarar que, a pesar del coraje y devoción de las masas, ese triunfo se lo debe a la actitud patriótica de los partidos del orden que lo han admitido en La Moneda, y que sin el apoyo de éstos no logrará gobernar; por lo tanto, elimina a los grupos populares y cumple su período en escaramuzas parlamentarias, tapando los agujeros en la economía del país con empréstitos de la banca extranjera. Ni política ni económicamente las fuerzas obreras de Recabarren pudieron jamás identificarse con el alessandrismo. El caudillo de la Alianza liberal se hizo cargo del poder en el instante álgido de una crisis: se paralizó la industria salitrera, el público perdió la confianza en las instituciones bancarias —dos bancos quebraron en el primer año del nuevo régimen—, los obreros cesantes, junto con sus familias, fueron trasladados como vacunos a Valparaíso y Santiago; mantenidos por caridad en albergues públicos, vagaban hambrientos y enfermos, al borde de la desesperación, de plaza en plaza para escuchar los. clamores incendiarios de toda clase de caudillos. Los escándalos financieros estallaban en grandes titulares periodísticos: hubo gestores que recibieron cincuenta mil libras esterlinas de la Compañía de Salitres de Antofagasta y sesenta y cuatro mil del Pool de im-portadores de salitre en Europa a cambio de la aprobación de una ley en la Cámara de Diputados ... El Presidente se transformó en víctima de una curiosa obsesión: se convenció de que eran sus enemigos políticos quienes no le permitían gobernar y cumplir las reformas necesarias para solucionar la crisis. Pasaba el tiempo barajando nombres en pintorescas combinaciones ministeriales. Sin enemigos, su política no habría variado un ápice. Eso era su gobierno, eso debía ser a la larga su carrera política: barajar hombres y circunstancias como naipes, al calor de la improvisación. No eran sus rivales quienes provocaban las crisis de gabinete, era él quien se movía en un círculo de tramas palaciegas creándose la ilusión de gran gobierno. Para Recabarren y sus

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compañeros la elección de 1920 fue el triunfo exclusivo de un caudillo. El alessandrismo entró a La Moneda, la masa se quedó en la calle. El 15 de julio de 1921 Recabarren pronunció su primer discurso en la Cámara de Diputados. Examinó el panorama de las luchas sociales en Chile y dedicó sus mejores argumentos a defender el patriotismo de los dirigentes socialistas. —Los agitadores que hay en este país —dijo— somos chilenos auténticos, somos trabajadores manuales y no intelectuales. Yo he dicho y predicado siempre, que nuestra revolución tiene que ser la revolución de los brazos cruzados, del paro general, para obligar a las clases poderosas a ser morales en sus costumbres, a ser justas en todos los aspectos de la vida social con los hombres que trabajan. Es preciso recordar que sus adversarios, especialmente aquellos que le conocían sólo de nombre, se lo imaginaban como un peligroso anarquista, un criminal armado de bombas y puñales, apodado "El Presidiario". A estas gentes timoratas que le escuchaban temblando en el recinto de la Cámara les decía: —Yo voy a hablar con sinceridad y me habrán de disculpar por cierto mis honorables colegas si digo que siento más respeto cuando hablo en un tabladillo que cuando hablo en la Cámara. Porque en un tabladillo hablo frente al pueblo, frente a la majestad grandiosa de la clase trabajadora. Y aquí ¿frente a quién hablo? Un diputado conservador produjo inocentemente la respuesta que Recabarren deseaba: —Ante la representación de la soberanía nacional —exclamó. —¿Acaso son éstos los representantes de la soberanía nacional? —le contestó Recabarren— ¿Son los que han cohechado la conciencia del pueblo derrochando el dinero? La soberanía nacional está en la calle, en el pueblo, en torno al tabladillo. Ahí están los representantes de la soberanía nacional. Más adelante en su discurso citó unas palabras de Alberto Cabero acerca de la mentalidad revolucionaria de los obreros de la pampa: "El señor Cabero, que fue Intendente de Antofagasta decía: En Antofagasta cada chileno es un agitador, porque cada chileno que sabe leer y escribir y tiene conciencia, no quiere vivir bajo el peso de la opresión y de la explotación". Si no convenció a sus enemigos con los puntos básicos de su alegato, al menos les impresionó con la sinceridad y la viril firmeza de su actitud. Quedó en claro que la representación socialista no venía a la Cámara a competir en torneos de elocuencia ni a servir de comodín en los juegos parlamentarios, sino a plantear los problemas del pueblo y proponer soluciones razonables. Ismael Tocornal, una de las figuras más destacadas de los bandos derechistas, dijo de Re-cabarren: "Es el hombre más sensato de la Cámara". Con su oratoria vibrante, pero sencilla y directa, el líder socialista presentó proyecto tras proyecto en defensa de los campesinos y obreros, acusó sin temor a los culpables del desfalco público, a los irresponsables que precipitaban la ruina del país, desentendiéndose de las necesidades del pueblo para amontonar a los desocupados en albergues insalubres y provocarles, luego, en la calle donde los atacaban a golpes de sables y.garrotes. Su voz se unió a las de otros jóvenes líderes populares, como Santiago Labarca, Juan Pradenas Muñoz, Pedro León Ugalde, que clamaban desde el Congreso contra los abusos de las autoridades. Poco a poco, la leyenda fatídica fue dando lugar a una impresión más humana de su contextura de líder, a una comprensión más clara de sus móviles. El pueblo adornaba su cabeza con una aureola apostólica. Sus enemigos tejían alrededor de sus pasos una cerrada maraña de odios y calumnias. Frente a unos y otros, don Reca sonreía condescendiente, afirmaba su cajoncito a la sombra de cualquier alero —en la oficina salitrera, en la caleta de pescadores, en una mina de carbón, en un rancho de fundo, o en la Cámara de Diputados— se subía y hablaba. Le negarían, lanzarían los sabuesos sobre su cuerpo pequeño, husmeando la sangre sobre cada puerta obrera que le amparase, pero sus palabras quedarían con ellos, con enemigos y camaradas, con la permanencia hosca y dura de la verdad. Unos pocos enconados quisieron cebarse aún en la abatida organización proletaria y

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solicitaron el desafuero de Recabarren por la masacre de San Gregorio. La Cámara votó contra ellos. Los tiempos habían cambiado. Una vez se atrevieron a expulsarle impunemente. Ahora, Recabarren llegaba a la Cámara con la voz de un partido obrero y el poder económico y político de una federación sindical. Desde que Recabarren, a su regreso de la Argentina, lanzara la consigna de la unidad sindical y política de la clase proletaria, las decisivas huelgas del salitre y la creciente preparación doctrinaria de los dirigentes, habían transformado esa consigna en finalidad inmediata de todos los sectores populares. La clase obrera parecía haber descubierto el arma de la victoria. Estudiando los conflictos entre el capital y el trabajo, Alberto Cabero recuerda que entre 1911 y 1920 "hubo 293 huelgas en que tomaron parte 155.526 huelguistas, de las cuales 128 tuvieron por causa peticiones de aumentos de salarios, 53 fueron por solidaridad con otros gremios y 93 por conflictos en el régimen interno de los establecimientos en que trabajaban. De estas huelgas, se sabe que 95 fracasaron por completo, 93 tuvieron éxito parcial y 51 éxito total". (Op. cit., p. 390.) Entre 1920 y 1922, bajo el efecto de la intensa propaganda revolucionaria y acosadas las multitudes obreras por el hambre y la desocupación, hubo 148 huelgas en las cuales se vieron comprometidos más de 62.000 trabajadores. Recabarren ha advertido la gravedad crítica del proceso social que vive Chile en los primeros años del gobierno de Alessandri. Somete sus planes a un concienzudo análisis y, sin desestimar la significación local del movimiento obrero, pero atento a la compleja estructura económica y política del mundo de postguerra, llega por fin a comprender la razón última de su gesta revolucionaria. Son instantes preciosos en su vida. Acaba de cumplir los 45 años de edad. En plena madurez intelectual se detiene un momento en su febril actividad y avalora su pasado político. Su propósito constante fue el de coordinar la lucha contra el imperialismo extranjero dentro de un frente unido de la clase obrera: ensayó las tácticas electorales del Partido Demócrata, los ideales mutualistas de las Manco-munales y Sociedades de Oficios Varios, usó a la FOCH en su primera época apolítica, y luego al Partido Socialista Obrero, siempre obstinado en agrupar fuerzas y disciplinar a las masas para oponer al imperialismo una organización nacional que, al mismo tiempo, realizara sin violencia la revolución industrial que el país necesitaba. Todos esos esfuerzos fueron contribuyendo parcialmente a la victoria, pero la reacción también fue cerrando filas y armándose para contra-rrestar ese avance. Recabarren descartó sin vacilaciones las armas que le resultaron inservibles. Rechazó al Partido Demócrata por oportunista, perdió interés en el mutualismo al comprobar su indiferencia frente a los problemas contemporáneos. A fines de 1921, cuando el pueblo se desconcierta ante las veleidades del gobierno, Recabarren convoca a la FOCH a un Congreso Nacional, que ha de ser seguido por otro del Partido Obrero Socialista. En estas dos asambleas, auténticamente populares y revolucionarias, se cristaliza su carrera política. Recabarren indujo a los delegados a aceptar las dos resoluciones que se habían adoptado en principio en el Congreso de 1920: una, la adhesión de la FOCH a la Internacional Roja de Sindicatos —por 106 votos contra 12— y, la otra, adoptada por unanimidad, el cambio de nombre del Partido Obrero Socialista por el de Partido Comunista y su adhesión a la III Internacional. Sin subterfugios se adhiere a los principios esenciales del marxismo y se dispone a librar una batalla de épicas proporciones. Recabarren y sus camaradas lucharán solos contra toda clase de enemigos. La persecución policial no cejará ya contra ellos. Los partidos de la clase media, que ascienden al poder y se coronan con el emblema de la burocracia, les van a combatir ciegamente. Entre la legalidad y la ilegalidad, en eterna actitud defensiva, rotos los lazos de la rutina social, zaheridos, amenazados, planeando cada instante de la vida como un guerrillero prepara la estrategia de una batalla a muerte, se aislan de

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improviso en la historia de Chile y se muestran un instante ante la opinión pública para perderse, luego, en la actividad clandestina de la miseria popular que se rebela y ataca. "... la lucha improvisada y sin estructura contra el imperialismo toca a su fin —declara Recabarren—. El pueblo necesita un partido proletario que comande la lucha por la liberación económica de Chile y una central obrera que le sirva de sólido respaldo. En estas organizaciones el pueblo descubre su papel histórico, con ellas conquistará la victoria ..." A la luz del proceso histórico, si se le juzga sin prejuicios, puede afirmarse que Recabarren alcanza en esos congresos de 1921 y 1922 la estatura de un líder popular. No es suya la fama que gana condecoraciones y monumentos en las plazas públicas. Ni ingresa a la historia académica de las gentes de orden y tradición. Recabarren se consagra ante quienes no pueden asustarse de rebeldías, conociendo la vergonzosa medida de la miseria y de la injusticia social hispanoamericanas. Al realizar la unidad de la clase obrera y darle a esa unidad la base de sus propias convicciones, al exponer frente al país el peligro de la penetración imperialista y ofrecer un arma de combate contra él, Recabarren cierra el principal ciclo de su obra y deja su marca en una época del desarrollo social de Chile. Su nombre no florecerá en plazas ni paseos, pero sí tendrá su llama roja en los ranchos campesinos, en los suelos ardientes de la pampa, en las minas, en los puertos, dondequiera que el pueblo venere la memoria de sus héroes. Y, sin embargo, hay otra esfera de su vida que el líder no abarcó en esa revaloración del pasado. Los triunfos exteriores, con su sabor agridulce, los tiene muy a mano. Pero hay ciertas derrotas, ambiguas y esquivas, que flotan en la obscura zona del subconsciente. El luchador las aplasta con la energía brutal de la acción revolucionaria. Húndelas adonde no puedan herir directamente. No le tocan, o parecen no tocarle en sus horas de combate. Pero, de pronto, atacan. En el fondo le hiere la conciencia de una soledad atroz. Le cercan breves relámpagos de angustia y ansiedad. Una amargura, que sostenida fuera insoportable, se asoma a veces a su voz o a sus ojos asombrados, para esconderse luego en las arrugas de una triste sonrisa. ¿Qué iba quedando de la adolescencia sentimental y poética? ¿Se apagó ya el crepúsculo de mil ochocientos a la vera de una muchacha envenenada? ¿Se perdía el espíritu de la rebeldía y quedaba sólo la violencia? La dulce compañera acaricia su frente y borra las temidas dudas. Pero falta algo. Algo que daba eternidad a su vagabundaje heroico por la pampa, que lo iluminaba proyectándolo como un mito. Algo que se ha perdido irremediablemente. No hay tiempo. Es hora del discurso. Un puño enemigo da golpes a la puerta. ¡Viva Recabarren! La bandera roja encabeza el desfile y su pecho, su pecho de humilde obrero, crece y se conmueve al sentir junto a él, rozándole la piel, el calor del camarada. Se abren las calles y avenidas, se aglomeran las multitudes en las plazas. El cielo azul de verano extiende los colores de los estandartes. ¡Viva Recabarren! ¿Viva? ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Camaradas! Suena su voz y la muchedumbre aguarda temblando de emoción sus palabras. Se acaba todo. El hombre cumple su misión, acepta su destino, ofrece su vida para hacer un poco más llevadero el drama a quienes no encontrarán la fuerza en el instante crítico. Y se acaba. No quedará nada. ¡Sí quedará! Quedará perpetuado su sacrificio en la lucha de sus camaradas. ¿De acuerdo? Mientras pueda recordarlo y creerlo firmemente. Firmemente. ¡Firmemente, don Reca! ¡Cuidado! A fines de 1922 interrumpe una gira parlamentaria por el sur del país para asistir como delegado chileno al Segundo Congreso de la Internacional de Sindicatos en Moscú. Parte en un barco alemán, con dos mil pesos que ha reunido a duras penas y el encargo de unas crónicas de viaje para La Nación. Esta vez no le acompaña Teresa Flores. El 8 de noviembre llega a Berlín. Las reuniones del congreso habían comenzado en Moscú el día anterior. Sigue viaje sin demora y alcanza a tomar parte en las deliberaciones finales. Su primera crónica a La Nación demuestra que no perdió oportunidad de observar cuidadosamente los detalles

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de la organización soviética. Visitó imprentas, empresas industriales, edificios públicos, estudió la vida de los obreros, su participación en los experimentos económicos del nuevo régimen, sus sentimientos políticos, sus planes y esperanzas. Sus crónicas tardaban en aparecer y acababa de publicarse una, fechada en Moscú, cuando llegó a la Estación Mapocho, la noche del 19 de febrero de 1923. Una gigantesca multitud acudió a esperarle. Re-cabarren traía un mensaje que el pueblo aguardaba con ansiedad en medio de toda clase de conjeturas. La reacción había dicho que venía desilusionado. Oídle, exclaman, no podrá ocultaros la verdad. Miles de personas desfilan por las calles de Santiago cantando himnos revolucionarios y batiendo banderas rojas. Corean su nombre, le arrastran, le toman en peso. Una gran emoción le sacude el pecho al ver esa mu-chedumbre que desborda los ámbitos de la Plaza de Armas. Santiago ha salido a escuchar el mensaje del viajero. Recabarren espera su turno de hablar. Se confunde en su memoria el recuerdo de otras noches como ésta, de una polémica en la Plaza Condell de Iquique, de los Sábados Rojos, de las cárceles de tablas y calamina. Los mismos resplandores rojos, las mismas caras confusas, iluminadas, las voces, el cielo azul apretado de estrellas. Los puños cerrados. Las miradas alertas. —" ... en Rusia no existe la burguesía gobernante, en Rusia no existe el capitalismo explotador, en Rusia las fábricas, los campos, la producción, están en poder de los trabajadores. Os dirán que en Rusia el pueblo se muere de hambre, pero yo os puedo decir que Rusia tiene el ejército más podero-so del mundo y una nación que puede mantener un ejército tan poderoso no se está muriendo de hambre. Rusia necesita de ese ejército para consolidar la revolución, no sólo en Rusia sino en el mundo entero ..." El kiosko de la Plaza está repleto de gente. Desde lejos, junto a la Catedral o al Correo, desde los portales, se divisa apenas su figura; se alcanza, a veces, a ver un brazo en un gesto de rotunda acentuación, se cree notar cómo resalta su cabeza encanecida entre las sombras que le rodean. La voz decae en el esfuerzo, queda una sílaba flotando perdida, confusa, y de la multitud se escapa un rugido de aprobación. Le llevan en hombros hasta su casa. Recabarren está por fin solo con Teresa. Tendrá que hablar sobre Rusia en todos los pueblos de Chi-le; será una empresa gigantesca, no dejará aldea ni villorrio sin visitar. Teresa escucha y pregunta. Quiere saber más, saberlo todo esa misma noche. Recabarren relata impresiones del viaje, detalles de la vida diaria en Rusia; le muestra una banderita roja que una obrera le regaló en Moscú; le enseña libros, revistas, ropas, toda clase de recuerdos, y también, ¡ah!, también una pistola modernísima que compró a su paso por Berlín. VIII Recabarren se levanta a las cinco de la mañana, escribe sus folletos y artículos de propaganda hasta las ocho, se desayuna y se dirige a la imprenta de la FOCH donde compone personalmente la impresión de sus escritos. Se concentra, huraño, entre las cajas de tipos. El rostro, cruzado de arrugas, se va obscureciendo. En mangas de camisa, los brazos y las manos teñidas de tinta, trabaja silencioso, incansable. Los compañeros de faena se preocupan por su aire retraído. Hay que distraerse, don Reca, ¿por qué pretende hacerlo todo solo? No escucha, dobla sus horas de trabajo, se torna impaciente, discute cada detalle de la rutina. La intervención de Alessandri en las elecciones parlamentarias del 2 de marzo de 1924 le ha costado su diputación. No parece amila-

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narse. Emprende una gira al sur y pronuncia treinta conferencias. Despacha cuarenta o cincuenta cartas diarias. Dirige la publicación de Justicia y escribe un Manual del propagandista, que se dispone a distribuir en 1925 en una gira que abarcará desde Arica hasta Coquimbo. ¡Qué milagro de energía! Concentración, compañeros, concentración y método. Temple de acero unido a una vocación especial. El viejo está íntegro... ¿Viejo? No tiene más que cuarenta y ocho años. Es un modo de decir, cariñoso, usted sabe. Como decía, el viejo está íntegro, su pensamiento político no sufre vacilaciones de ninguna clase, todo resabio pequeñoburgués cayó hace tiempo por la borda. El antiguo compañero mira entre ofendido y hostil. Le parece un sacrilegio tocar siquiera con una frase burda al hermano de tantos, tantos combates. ¿Integro? A mí me dijo no hace mucho tiempo, la voz adquiere un tono confidencial, "cuando vea venir mi decadencia intelectual y no pueda ya dar al Partido lo que le he dado siempre, me pegaré un tiro..." Está enfermo, sufre de dolores de cabeza constantes, pero no pierde su calma y habla de sus males con franqueza. "¡No embrome, compañero! ¡Treinta años de lucha y de victorias, sí de victorias!" Recabarren sigue atentamente el juego de probabilidades de la revolución chilena. No ha perdido un ápice de su antigua sagacidad. El gobierno de Alessandri hace crisis. Ha provocado la ira de la opo-sición con sus maniobras intervencionistas y, desde el Congreso, ésta le crea un ambiente de inseguridad económica que compromete a todo el país. Se queja Alessandri de que no se apruebe la ley de Presupuestos. Los empleados públicos, las fuerzas armadas, golpean a la puerta de su despacho, pidiendo, exigiendo que se cancelen sus sueldos atrasados. Paciencia, señores, es preciso nombrar otro gabinete. Pero si sus enemigos no están en esta casa, pues, están allí en el Congreso, tejiendo a la sombra diabólicas intrigas". El Congreso. El Congreso... La mayoría parlamentaria procede en su labor de zapa con admirable astucia. El 11 de agosto de 1924 se inicia la discusión de un proyecto de Dieta Parlamentaria. El 2 de septiembre el Senado aprueba este proyecto. La opinión pública se muestra escandalizada. Un grupo de oficiales de ejército asiste a la reunión del Senado e intenta atemorizar a los políticos con ruido de sables y espolines. ¡El Ministro de la Guerra debe acudir a las tribunas para tranquilizarles! Es el comienzo del fin. El 5 de septiembre una Junta Militar entrega a Alessandri un pliego de peticiones y éste se compromete a cumplirlas en un plazo de quince días, siempre que cuente con el apoyo del Congreso ... Los militares pierden toda mesura. Entran y salen de La Moneda ante la mirada estupefacta del pueblo. Junto a los viejos generales surgen las voces potentes de los nuevos líderes: el mayor Ibáñez, el mayor Grove ... El León de Tarapacá pierde las garras, reúne precipitadamente a su familia, se despide de sus más íntimos amigos, y sale en busca de asilo, poco después de la medianoche del 9 de septiembre, a la Embajada de los Estados Unidos. A la mañana siguiente el pueblo se pregunta angustiado si el drama de Balmaceda ha de repetirse. ¿Confundirá el León a sus enemigos? ¿Entregará su vida para el escarnio de cuarteleros y aprendices de tiranos? ¿Qué intenta hacer? Renuncia y se va del país. En pocas horas se desmoronó el castillo de palabras. ¡Mala suerte! La Alianza había pasado ya el período de intoxicación y le miraba con el gesto agrio de la cruda. ¡Solo, Cielito Lindo! La chusma piensa en su hambre. Los soldados en sus ascensos y sus sueldos. La clase obrera observa y aprende. El 11 de septiembre la Junta Militar disuelve el Congreso y asume el poder ejecutivo, en reemplazo del mandatario a quien se le han concedido seis meses de vacaciones. . . Ha llegado la oportunidad que Recabarren esperaba desde los comienzos de su vida de agitador revolucionario. El proletariado chileno no vacilará. Hay una vanguardia férreamente organizada que lo conducirá al combate. Los sindicatos se reúnen en locales secretos. Desde los suburbios empieza a crecer un cinturón rojo que va ciñendo a la ciudad, apretándola con un abrazo silencioso y firme. Las calles de Santiago se ven solitarias. Como una concha marina la cordillera pone su oído junto a la respiración ansiosa de la capital. Por la Alameda pasan los camiones conduciendo a las tropas del ejército. Patrullas de carabineros avanzan hacia la Plaza de Armas. Toman posición los artilleros para defender La Moneda. Por toda la ciudad se va extendiendo una red de fusiles y ametralladoras.

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Se cierran los gruesos portones de comisarías y cuarteles. Pero la fuerza que les preocupa es invisible. Es una presión que viene desde abajo, que está detenida un instante en los conventillos de Matucana, de Independencia, del Matadero, de San Pablo, para resurgir más inminente en un local obrero, en un periódico, en la Federación de Estudiantes, en la FOCH, adentro mismo de un cuartel. Ha llegado el instante en que el movimiento sindical chileno pruebe sus armas en defensa de sus conquistas. Y es en ese instante cuando Recabarren siente sobre sí, como un golpe de relámpago, el trágico llamado que ha venido rehuyendo con desesperada obstinación. Cae, y en su caída, arrastra por un momento a un pueblo que no acaba de comprender el drama de su líder. Cuando los dolores de cabeza arrecian, Recabarren siente descomunales terrores. Las crisis se repi-ten. Hay un grito de agonía en su cerebro. En un momento cualquiera una sombra vendrá como un pájaro salvaje y a picotazos romperá las sutiles ligaduras. ¿Inválido? ¿Podrá soportar él esta muerte en vida? Se retrae angustiado. En la soledad conmina amables fantasmas de su juventud; gritos infantiles de un colegio repitiéndose en sueños a través de sombríos corredores y patios áridos, interminables. Desde una columna de mármol sale un chorro de agua azul. Una joven le sonríe entre máscaras de yeso y la pampa resplandece en una llamarada que confunde y borra todas las imágenes. Se le pega a los ojos como una placa ardiendo. Vuelan rojos estandartes. Celdas, numero-sas celdas, repetidas mecánicamente en la soledad. Celdas de adobe y cal. Un perro viene a lamer sus manos cansadas. En mangas de camisa acelera la composición de una página. Gentes españolas, de oscuros vestidos, le saludan en un muelle y le vitorean luego en un teatro. . . Collar de plazas, de tribunas, de gritos, puños, disparos, de sangre y lágrimas. Solloza calladamente en un rincón de su pequeña casa en la callejuela de Andrés Bello. ¿Qué escondió la febril actividad de años? ¿Qué logró disimular? "Tú y yo seguimos amándonos como si nada interrumpiera nuestra vida llena de idilios permanen-tes", le escribió una vez a Teresa y la frase suelta un aroma de cartas viejas y flores secas. ¿Qué puede calmarle? Junto a su pecho siente el aliento de su compañera. Despierta en la madrugada y quiere llamar a las multitudes que le esperan. Pero está solo y siente que, poco a poco, su cuerpo va cubriéndose de cenizas. En su último viaje al sur Recabarren trajo consigo a una hermana menor de Teresa. —He traído a tu hermanita para que no lo pases tan sola. . . Teresa vigila sus actos, observa su retraimiento silencioso. Mira su cabello blanco y su figura empe-queñecida en el traje proletario. Se sobrecoge de terror. Y si planeara. . . Y si estuviera decidido a hacerlo. . . Teresa ha escondido la pistola alemana. Un día quiere cerciorarse de que aún está donde la pusiera y, conmovida, advierte que ha desaparecido. Recabarren la lleva invariablemente en su bolsillo. Desde entonces vigila en eterno sobresalto. Recabarren conversa con un compañero de la vieja guardia, Luis V. Cruz, y le cuenta que su nuevo folleto está terminado y que iniciará su jira al norte en enero de 1925. La noche del 18 de diciembre Recabarren come y sale a dar un paseo. Se queja de un agudo malestar al cerebro. Vuelve pronto y se queda en la calle platicando con su sobrina, a quien ha llegado a querer intensamente. Se despide, de improviso, pero vuelve a hablarle; cuatro veces se despide y otras tantas reanuda la conversación. Hasta que por fin se retira a su cuarto. Teresa le nota más tranquilo y llega a pensar que sus temores son vanos. ¡La primavera santiaguina florece llena de ternura en los cerezos del barrio! Las familias conversan alegremente en la calle, los hombres en mangas de camisa, las mujeres, cálidas, soñadoras, en sus vestidos ligeros. Corren, gritando, los niños, hasta muy avanzada la noche. El San Cristóbal protege al barrio con sus corpulentas acacias que sueltan en la noche su aliento dorado y fragante sobre la tierra húmeda. Sombras de árboles y estrellas. Parejas de enamorados ascienden las faldas del cerro. El centro de la ciudad, iluminado, vacío y lejano, se desprende de los suburbios y aguarda como animal inquieto. La mano del tipógrafo cierra las persianas de su cuarto.

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Recabarren se levanta a las seis de la mañana, va a su escritorio y se pone a trabajar. Teresa sale a preparar el desayuno. Es una mañana espléndida de sol primaveral. Está ella en la cocina cuando oye un disparo, y otro, y otro, no se fija cuántos. Corre al dormitorio y encuentra a Recabarren tendido en el suelo en un charco de sangre, la pistola alemana junto al pecho. Está agonizando. Hace esfuerzos para hablar, pero no lo consigue. A los pocos instantes ha muerto. En todo Chile se asegura que Recabarren fue asesinado. "La fronda revolucionaria esconde a los culpables". El gobierno desmiente tal acusación. El Partido Comunista y la FOCH también la desmienten. Pero la ira del pueblo va en aumento, se derrama, inatajable, por las provincias. La prensa ayuda a la confusión. Delegados de la pampa, del carbón, de Concepción y Valparaíso, vienen a Santiago a investigar y regresan con la duda quemante. Repiten la afirmación oficial: Recabarren se suicidó y, agregan, se disparó cuatro balas en la región del corazón y una en el ojo izquierdo que le atravesó el cráneo. . . La FOCH erige una capilla ardiente entre montañas de flores rojas. Las banderas sindicales ondean sobre la muchedumbre que canta himnos día y noche. Treinta mil personas concurren al entierro y decenas de oradores hablan en las calles por donde pasa el cortejo y, luego, en él cementerio. Desde los balcones de la calle Ahumada, desde el puente del Mapocho, desde los techos proletarios de Independencia, la multitud arroja flores sobre la carroza. Centenares de muchachas, cruzado el pecho por bandas de seda roja, encabezan el funeral cantando. Se detiene el cortejo en una esquina y asciende el orador obrero a exaltar la memoria del caudillo. Voces airadas disputan. Queda el comentario flotando. . . "No se suicida un hombre que se pega cinco balazos. . . No se suicida un líder revolucionario. Lo mataron". Unas calles más arriba otra voz comenta resignada y experta: "La pistola alemana era automática. Apretó el gatillo y las balas salieron como de una ametralladora. Cayendo se metió cuatro en el pecho y una en la frente. ¿Por qué habían de matarlo?" "¿Y por qué se suicidó? ¿Por qué se suicida un hombre que conduce multitudes, un hombre de quien esperamos que nos enseñe el camino?" Un ramo de claveles se desarma en el aire y roza apenas las mejillas de las jóvenes militantes. "Estaba enfermo". —. . . Nos marcó la senda de la liberación política y económica, organizó en cuadros de acero a la vanguardia socialista, porque, compañeros y compañeras. . . "Digo que estaba enfermo". ¿Por qué? ¿Por qué? La duda es porfiada, insistente; crece como una mancha de sangre. Y he aquí que el revolucionario de las pampas ha muerto. Le crucificaron. Le apodaron "Sembrador de odios" y le llamaron también presidiario y asesino. Como una zarza le pusieron alrededor de sus pasos la desconfianza, la incomprensión, la calumnia. Le combatieron y le destrozaron limpiamente como sólo saben destruir los hombres. Le ocultaron a la historia de Chile bajo un traje raído de tipógrafo y agitador nortino. A cada esperanza suya le pusieron frente a frente un veneno. Y el Sembrador de Odios, con la alegría sencilla del apóstol, escribió un día desde la cárcel, como grabando las palabras en la arena roja de la pampa salitrera: "Hacer del amor la vida. He ahí todo. El gran trabajo". FIN.