Texto Sobre Geología de Un Planeta Desierto

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1 Cuando propuse hacerme cargo de la propuesta literaria de algún escritor del norte, no tenía nada en particular en mente. Los requerimientos de la revista establecían que debía ser literatura chilena, y además de hoy: dos métodos de organización del texto escrito con los cuáles no estoy muy familiarizado. Mis compañeros me miraron, el coordinador también lo hizo, un sudor espeso cruzaba su frente, al verlo con esa teñida deportiva, intuía que había llegado hasta allí corriendo a lo Rocky, con unos cuantos perros siguiéndolo. Su sudor me distraía. –Me gustaría hacerlo sobre literatura del norte- dije, por decir cualquier cosa. Siempre que por algún azar se hablaba de soslayo sobre algún escritor del norte en clases, las miradas se clavaban en mí. Representada una suerte de embajador surgido en medio de un peladero. Un sobreviviente que cruzaba cuarenta horas semanales en tur bus para sentarse en una sala de clases. ¿Tenía alguna opinión? Claro que sí. Pero no sabía precisar si era constructiva. Me había autoimpuesto, en relación a la literatura, callar de no tener algo bueno que decir. Cruzaron por mi cabeza nombres y rostros de malos críticos, de malos talleres de literatura. De dudosos editores y escritores, de referencias plagadas de cal y polvo. Una literatura que en su tentativa de autoexplicación se había quedado en el canto al desierto y al obrero que, archiexplotado, caía atravesado sobre su propia picota. No, eso no es la literatura del norte. Alfaguara nos hizo un flaco favor publicando a Letelier hasta el hastío. Pero qué más daba. Tampoco es que hubiera un titán que agarrara a bofetadas a sus contemporáneos. La lista con los demás escritores del clan nortino había quedado petrificada con los nombres de Bahamonde, Sabella, Rendic, y Ferraro. Los cuatro tíos muertos a los que aún hoy se les rendía pompas fúnebres en cada concierto literario. -Entiendo que Patricio Jara es del norte. Geología de un planeta desierto es una gran novela-. Dijo el coordinador. No era la primera persona que sostenía esa opinión. Un amigo de Antofagasta, profesor de castellano, un par de años mayor que

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artículo sobre la Novela Geología de un planeta desierto de Patricio Jara

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Cuando propuse hacerme cargo de la propuesta literaria de algún escritor del norte, no tenía nada en particular en mente. Los requerimientos de la revista establecían que debía ser literatura chilena, y además de hoy: dos métodos de organización del texto escrito con los cuáles no estoy muy familiarizado. Mis compañeros me miraron, el coordinador también lo hizo, un sudor espeso cruzaba su frente, al verlo con esa teñida deportiva, intuía que había llegado hasta allí corriendo a lo Rocky, con unos cuantos perros siguiéndolo. Su sudor me distraía. –Me gustaría hacerlo sobre literatura del norte- dije, por decir cualquier cosa.

Siempre que por algún azar se hablaba de soslayo sobre algún escritor del norte en clases, las miradas se clavaban en mí. Representada una suerte de embajador surgido en medio de un peladero. Un sobreviviente que cruzaba cuarenta horas semanales en tur bus para sentarse en una sala de clases. ¿Tenía alguna opinión? Claro que sí. Pero no sabía precisar si era constructiva. Me había autoimpuesto, en relación a la literatura, callar de no tener algo bueno que decir.

Cruzaron por mi cabeza nombres y rostros de malos críticos, de malos talleres de literatura. De dudosos editores y escritores, de referencias plagadas de cal y polvo. Una literatura que en su tentativa de autoexplicación se había quedado en el canto al desierto y al obrero que, archiexplotado, caía atravesado sobre su propia picota. No, eso no es la literatura del norte. Alfaguara nos hizo un flaco favor publicando a Letelier hasta el hastío. Pero qué más daba. Tampoco es que hubiera un titán que agarrara a bofetadas a sus contemporáneos. La lista con los demás escritores del clan nortino había quedado petrificada con los nombres de Bahamonde, Sabella, Rendic, y Ferraro. Los cuatro tíos muertos a los que aún hoy se les rendía pompas fúnebres en cada concierto literario.

-Entiendo que Patricio Jara es del norte. Geología de un planeta desierto es una gran novela-. Dijo el coordinador. No era la primera persona que sostenía esa opinión. Un amigo de Antofagasta, profesor de castellano, un par de años mayor que yo, también había leído a Jara con interés. –Sí, es del norte. Precisamente estaba pensando en él- mentí.

A Patricio Jara lo conocí tres años atrás en el contexto de una clínica literaria organizada por la fundación Balmaceda, espacio cultural que sirve como mecanismo para la evasión de impuestos de la gran minería. Jara durante toda la mañana nos recomendó tips y trucos para la construcción de nuestros relatos. Nos mostró fragmentos de algunos de sus escritores favoritos, y nos hizo evidenciar cómo operaban los mecanismos internos de sus textos. Por esos años creía que no había nada que un escritor pudiera recomendarle a otro. Creía que la literatura se hacía encomendándose al demonio y escupiendo sangre: una tarea por completo ascética. Por lo tanto no lo escuché, y con una soberbia bestial, me arrellané en mi asiento en una protesta silenciosa hasta que opté por largarme.

-Entonces así queda la lista- concluyó el coordinador.

Nos despedimos y abandonamos el edificio para volver a clases. Cuatro horas después, antes de iniciar mi viaje de vuelta, bajé al centro de Viña, entré a una librería, y pedí una copia del libro. La portada era similar a El Fantasista de Letelier. Quiénes podrían ser los diseñadores de Alfaguara. Ni idea. Pagué y salí. Luego me senté en un bar restaurant que quedaba a la pasada, pedí un té y una pizza naturista, y comencé a leer. El libro comenzaba efectivamente con la

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aparición del padre del protagonista, que llevaba diez años muerto, tal como anunciaba su contraportada. Avancé unas cuantas páginas. Cuando el mesero se acercó con la comida, cogí una servilleta y marqué el lugar donde había quedado. –Le hace falta un separador de libros- me dijo. –A veces toca improvisar- respondí ensayando una sonrisa. Dejó el té y la pizza sobre la mesa y se fue. Pensé en Catherine, mi polola, quien también cada tanto me aconsejaba usar separador. Pensé en Rodrigo y Magaly, el protagonista de la novela de Jara y su compañera, quienes llevaban apenas dos meses y ya casi vivían juntos. Más tarde pensaría en una frase que un amigo de Rodrigo desliza: “no somos pacos del tránsito para estar midiendo la velocidad en que ocurren las cosas”, frase que usaría como argumento dos semanas después durante una conversación con unos amigos. Más tarde pensaría en mi propio padre, más tarde pensaría en mi infancia, más tarde pensaría en muchas cosas. Pero no era el momento, la pizza estaba frente a mí y solo había almorzado una naranja y un paquete de galletas. Me callé un rato y me concentré en la comida.

Tenía, como de costumbre, pasaje para las 11 de la noche. Aún me quedaban un poco más de tres horas para hacer cualquier cosa. Después de pagar, eché el libro al bolso y anduve por las calles hasta aburrirme. Llegaría quince minutos antes al terminal. Después de subir intentaría leer pero me vencería el sueño. A la mañana siguiente despertaría en Vallenar y reanudaría la lectura.

Una vez Borges en un discurso bastante amigable dijo que existe un libro para cada lector. Cuando un libro no me conmueve, opto por pensar que el libro no estaba hecho para mí. Este no fue el caso. No eran demasiadas páginas, pero leí el libro de un tirón. Incluso, cuando en Copiapó el auxiliar nos hizo bajar unos minutos en el terminal para cargar combustible, seguí leyendo de pie, mientras sostenía con la otra mano un vaso plástico de nescafé.

El desierto es un infierno porque te pierdes. Porque cuesta saberle una entrada y una salida. De día el sol arde como las brasas, y de noche el frío te roe los huesos. Es una tierra indómita donde cuesta fijar la vista, y es fácil imaginar cosas.

Hasta hace unos años la literatura local nos ponía en una relación pretérita con ese espacio que nos circunda. El desierto pampino, la de los abuelos que oficiaron en la extracción del salitre. No era agradable. Cuando se trataba del desierto solo cabía callar y escuchar. Así se vivía el desierto en la ciudad durante la semana: en un puesto de una esquina de la plaza de armas donde un abuelo exponía fotografías en blanco y negro y enseres de la época. Un poco parafraseando a Zambra, esa ni siquiera era la literatura de los padres, sino la de los abuelos: los pater familia de la antigua república romana.

Con algunos amigos, medio en broma, medio en serio, despreciábamos ese hecho. Nos reuníamos a beber y a escribir odiando la máscara que se había autoimpuesto el escaso hacer literario de la ciudad. Cabía reapropiarse la literatura. No porque fuera necesario en el derrotero de las letras nacionales, sino porque estaban pasando cosas. Porque había experiencias vitales de las cuales dar cuenta. Experiencias de las que la literatura no se hacía cargo. Nos imaginábamos a Cristo, luego pensábamos en cómo se veía el cerro desde la ventana. Así era la cosa.

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Ya no podía escribirse una novela que se llamara Norte Grande. Un poco a la posmoderna, pero por sobre todo con muchísima honestidad, había que hacerse cargo de ese pedazo de realidad que se concentraba en una sola pieza del rompecabezas.

Mientras leía la novela de Jara sentado en el bus sentí eso: una honestidad conmovedora.

Cerré el libro y me sentí agradecido. Tres años después mi opinión había cambiado.

Efectivamente, la novela de Jara viene a reapropiarse de este espacio: la ciudad, el desierto, las regiones del norte, y a ofrecérnoslo como un campo abierto donde escribir y deambular. Con gran generosidad resitúa nuestras propias historias en el horizonte de aquello que se vuelve literatura. Por lo tanto la novela trata de quien creció durante los años ochenta. De quien estudió geología en la Católica del Norte y sube tantos días por tantos días a hacer trabajos de exploración. De quien tiene problemas familiares, como todos, y le toca ver morir poco a poco a su padre. De quien creció escuchando rock, y carga discos de bandas metal en el reproductor mientras cruza de noche el desierto en camioneta. Trata de quien vive el amor y la soledad, de quien intenta ir tirando para seguir avanzando hacia alguna parte. Trata de un bello reclamo. Un susurro que pronunciado entre los cerros y la rompiente de la costa, dice: estas son nuestras historias, aquí estamos nosotros.

Sin embargo la novela no trata solo de eso. Lo del desierto, aunque importante, se da solo por añadidura. Debajo de esas brasas secas arde otra cosa. Trata de un lugar común y desgarrador que cruza la historia humana. El paso del padre al hijo. De una generación a la siguiente.

La literatura de Jara, la de Zambra, la de Zúñiga, y la de todos aquellos novelistas que han escrito hoy sobre los padres y los hijos no son gratuitas. Más allá incluso del dispositivo literario que nos permite bosquejar el mapa de la dictadura, está la tragedia íntima y común de padres e hijos solos, devorados por un mundo endemoniadamente cruel, donde los encuentros son escasos, casi inexistentes. En ese telón de fondo, el de las camionetas que suben la falda del cerro como baratas metálicas y las máquinas modernas perforando las costras del suelo, el de los viajes recorriendo el continente según los requerimientos de las distintas empresas mineras, y la vida en la ciudad de Antofagasta, aparecen en escena los recuerdos de Rodrigo y su padre. Las idas y venidas del trabajo. Las revistas de Barrabases. Su padre operando las grúas del puerto. La jubilación anticipada. El desempleo. El alcohol y el bar de la esquina que terminó por quemarse. Las chifladuras de viejo. La vergüenza. La enfermedad, los hospitales, la muerte, y sobre todo lo que viene después, los recuerdos que en forma de fantasmas no nos sueltan porque reclaman algo de nosotros.

En ese telón de fondo la vuelta del padre es una cálida invitación a la conciliación.

Con gran habilidad Jara logra introducirnos en un pequeño universo, y hacernos parte de esas luminarias que alumbran el cielo, donde proyectamos nuestros recuerdos, y uno dos sueños que se mueven lentísimos como barcos en el horizonte.

El premio municipal de literatura de Santiago lo tiene bien puesto.