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Torquemada en la cruz Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Torquemada en lacruz

Benito Pérez Galdós

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Primeraparte

-I-Pues señor... fue el 15 de Mayo, día grande

de Madrid (sobre este punto no hay desave-nencia en las historias), del año... (esto sí que nolo sé; averígüelo quien quiera averiguarlo),cuando ocurrió aquella irreparable desgraciaque, por más señas, anunciaron cometas, ciclo-nes y terremotos, la muerte de doña Lupe la delos pavos, de dulce memoria.

Y consta la fecha del tristísimo suceso, por-que D. Francisco Torquemada, que pasó casitodo aquel día en la casa de su amiga y com-pinche, calle de Toledo, número... (tampoco séel número, ni creo que importe) cuenta que,habiendo cogido la enferma, al declinar la tar-de, un sueñecito reparador que parecía síntomafeliz del término de la crisis nerviosa, salió él al

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balcón por tomar un poco el aire y descansar dela fatigosa guardia que montaba desde las diezde la mañana; y allí se estuvo cerca de mediahora contemplando el sin fin de coches quevolvían de la Pradera, con estruendo de mildemonios; los atascos, remolinos y encontrona-zos de la muchedumbre, que no cabía por lasdos aceras arriba; los incidentes propios del malhumor de un regreso de feria, con todo el vinoy el cansancio del día convertidos en fluido deescándalo. Entreteníase oyendo los dichos ger-manescos que, como efervescencia de un líqui-do bien batido, burbujeaban sobre el tumulto,revolviéndose con doscientos mil pitidos depitos del Santo, cuando...

«Señor-le dijo la fámula de doña Lupe,dándole tan tremendo palmetazo en el omópla-to (2), que el hombre creyó que se le caía encimael balcón del piso segundo-, señor, venga, ven-ga acá... Otra vez el accidente. De esta me pare-ce que se nos va».

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Corrió a la alcoba D. Francisco, y en efecto, adoña Lupe le había dado la pataleta. Entre elamigo y la criada no la podían sujetar; trincabala buena señora los dientes; en sus labios hervíauna salivilla espumosa, y sus ojos se habíanvuelto para dentro, como si quisieran cerciorar-se por sí mismos de que ya las ideas volabandispersas por esos mundos. No se sabe el tiem-po que duraron aquellas fieras convulsiones.Pareciéronle a D. Francisco interminables, yque se acababa el día de San Isidro y le seguíauna larguísima noche, sin que doña Lupe en-trase en caja. Mas no habían sonado las nueve,cuando la buena señora se serenó, quedándosecomo lela. Diéronle de un brebaje, cuya compo-sición farmacológica no consta en autos, comotampoco el nombre de la enfermedad, semandó recado al médico, y hallándose la en-ferma en completa quietud de miembros, pre-cursora de la del sepulcro, con toda la vida quele restaba asomándose a los ojos, otra vez vivosy habladores, comprendió Torquemada que su

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amiga quería hablarle, y no podía. Ligera con-tracción de los músculos de la cara indicaba elesfuerzo para romper el lúgubre silencio. Lalengua al fin, pellizcada por la voluntad, sedespegó, y allá fueron algunas frases que sóloD. Francisco con su sutil oído y su conocimien-to de cuanto pudiera pensar y decir la de lospavos podía entender.

«Sosiéguese ahora...-le dijo-. Tiempo tene-mos de hablar todo lo que nos dé la gana sobreesa incumbencia».

-Prométame hacer lo que le dije, D. Francis-co-murmuró la enferma alargando una mano,como si quisiera tomar juramento-. Hágalo, porDios...

-Pero, señora... ¿Usted sabe...? ¿Cómo quiereque...?

-¿Y cree usted que yo, su amiga leal-dijo laviuda de Jáuregui, recobrando como por mila-

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gro toda la facultad de palabra-, puedo enga-ñarle? En ningún caso le aconsejaría cosa con-traria a sus intereses, menos ahora, cuando veolas puertas de la eternidad abiertas de par enpar delante de mí... cuando siento dentro de mipobre alma la verdad, sí, la verdad, Sr. D. Fran-cisco, pues desde que recibí al Señor... Si no mefalla la memoria, ha sido ayer por la mañana.

-No señora, ha sido hoy, a las diez en punto-replicó él, satisfecho de rectificar un error cro-nológico.

-Pues mejor: ¿había yo de engañarle... con elSeñor acabadito de tomar? Oiga la santa pala-bra de su amiga, que ya le habla desde el otromundo, desde la región de... de la...

Tentativa frustrada de dar un giro poético ala frase.

«Y añadiré que lo que le predico le vendráde perillas para el cuerpo y para el alma, como

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que resultará un buen negocio, y una obra demisericordia, en toda la extensión de la pala-bra... ¿No lo cree?...».

-¡Oh!, yo no digo que...

-Usted no me cree... y algún día le ha de pe-sar si no lo hace... ¡Que siento morirme sin quepodamos hablar largamente de esta peripecia!Pero usted se eternizó en Cadalso de los Vi-drios, y yo en este camastro, consumiéndomede impaciencia por echarle la vista encima.

-No pensé que estuviera usted tan malita.Hubiera venido antes.

-¡Y me moriré sin poder convencerle!... D.Francisco, reflexione, haga caso de mí, quesiempre le he aconsejado bien. Y para que ustedlo sepa, todo moribundo es un oráculo, y yomuriéndome le digo: Sr. D. Paco, no vacile unmomento, cierre los ojos y...

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Pausa motivada por un ligero amago. Inter-medio de visita del médico, el cual receta otrapócima, y al partir, en el recodo del pasillo,pronostica, con sólo alargar los labios y moverla cabeza, un desenlace fúnebre. Intermedio deexpectación y de friegas desesperadas. D. Fran-cisco, desfallecido, pasa al comedor, donde encolaboración con Nicolás Rubín, sobrino de laenferma, despacha una tortilla con cebolla,preparada por la sirvienta en menos que cantaun gallo. A las doce, doña Lupe, inmóvil y conlos ojos vigilantes, pronunciaba frases de clarosentido, pero sin correlación entre sí, truncadas,sin principio las unas, sin fin las otras. Era co-mo si se hubiera roto en mil pedazos el manus-crito de un sabio discurso, convirtiéndolo enpapeletas, que después de bien revueltas en unsombrero, se iban sacando, a semejanza deljuego de los estrechos. Oíala Torquemada conprofunda pena, viendo cómo se desbandabanlas ideas en aquel superior talento, palomarhundido y destechado ya.

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«Las buenas obras son la riqueza perdura-ble, la única que, al morirse una, pasa a la cuen-ta corriente del Cielo... En la puerta del Purga-torio le dan a una una chapa, y luego, el día quese saca ánima, cantan: 'número tantos', y sale laque le toca... La vida es muy corta. Se muereuna cuando cree que todavía está naciendo.Debieran darle a una tiempo para enmendarsus equivocaciones... ¡Qué barbaridad!, con elpan a doce, y el vino a seis, ¿cómo quieren quehaya virtud? La masa obrera quiere ser virtuosay no la dejan. Que San Pedro bendito mandecerrar las tabernas a las nueve de la noche, yveremos... Voy pensando que el morirse es unbien, porque si una viviera siempre y no hubie-se entierros ni funerales, ¿qué comerían los mi-nistros del Señor?... Veintiocho y ocho debieranser cuarenta; pero no son más que treinta yseis... Eso por andar la aritmética, desde que elmundo es mundo, tan mal apañada, en manosde maestros de escuela y de pasantes que siem-

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pre tiran a la miseria, a que triunfe lo poco, y lomucho se... fastidie».

Tuvo un ratito de lucidez, en el cual, miran-do cariñosamente a su compinche, que junto allecho era un verdadero espantajo de conmise-ración silenciosa, volvió al tema de antes conigual insistencia: «Mire que me voy persuadidade que lo hará... No, no menee la cabeza».

-Pero si no la meneo, mi señora doña Lupe, ola meneo para decir que sí.

-¡Oh, qué alegría! ¿Qué ha dicho?

Torquemada afirmaba, sin reparo de falsifi-car sus intenciones ante un moribundo. Bien sepodía consolar con un caritativo embuste aquien no había de volver a pedir cuenta de lapromesa no cumplida.

«Sí, sí, señora-agregó-, muérase tranquila...digo, no; no hay que morirse... ¡cuidado!, quie-

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ro decir, que se duerma con toda tranquilidad...Con que... a dormirnos tocan».

Doña Lupe cerró los ojos; pero no tardó enabrirlos otra vez, trayendo con el resplandor deellos una idea nueva, la última, recogida deprisa y corriendo como un bulto olvidado queel viajero descubre en un rincón, en el momen-to de partir. «¡Si sabré yo lo que me pesco alrecomendarle que se junte con esa familia! De-be hacerlo por conciencia, y si me apura, hastapor egoísmo. ¿Usted sabe, usted sabe lo quepuede sobrevenir?». Hizo esta pregunta contanto énfasis, moviendo ambos brazos en direc-ción del asustado rostro del prestamista, queeste se previno para sujetarla, viendo venir otrodelirio con traqueteo epiléptico. «¡Ay!-añadió laseñora, clavando en Torquemada una miradamaternal-, yo veo claro que ha de sobrevenir,porque el Señor me permite adivinar las cosasque a usted le convienen... y adivino que con suayuda ganarán mis amigas el pleito... Como

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que es de justicia que lo ganen. ¡Pobre familia!Mi Sr. D. Francisco les lleva la suerte... Arri-mamos el hombro, y pleito ganado. La partecontraria hecha un trapo miserable; y usted...No, no se han inventado todavía los númeroscon que poder contar los millones que va usteda tener... ¡Perro, si no lo merece, por testarudo ypor los moños que se pone!... ¡Menudo pleitazo!Sepa (bajando la voz, en tono de confidencia miste-riosa), sepa D. Francisco, que cuando lo ganen,poseerán todita la huerta de Valencia, toditaslas minas de Bilbao, medio Madrid en casas, ydos terceras partes de la Habana, en casas tam-bién... Ítem, una faja de terreno de veinte ytantas leguas, de Colmenar de Oreja para allá, ytantas acciones del Banco de España como díasy noches tiene el año; con más siete vaporesgrandes, grandes, y la mitad, próximamente, delas fábricas de Cataluña... Ainda mais, el cochecorreo de colleras que va de Molina de Aragóna Sigüenza, un panteón soberbio en Cabra, y nosé si treinta o treinta y cinco ingenios, los me-

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jorcitos, de la isla de Cuba... y añada usted lamitad del dinero que trajeron los galeones deAmérica, y todo el tabaco que da la Vuelta Aba-jo, y la Vuelta Arriba, y la Vuelta grande delRetiro...».

Y no dijo más, o no pudo entender donFrancisco las cláusulas incoherentes que siguie-ron, y que terminaron en gemidos cadenciosos.Mientras doña Lupe agonizaba, paseábase en elgabinete próximo con la cabeza mareada detanto ingenio de Cuba y de tanto galeón deAmérica como le metió en ella, con exaltaciónde moribunda delirante, su infeliz amiga.

La cual tiró hasta las tres de la mañana.Hallábase mi hombre en la sala, hablando conuna vecina, cuando entró el clérigo NicolásRubín, y consternado, pero sin perder su pe-dantería en ocasión tan grave, exclamó: Transit.

«¡Bah!, ya descansó la pobrecita»-dijo Tor-quemada, como dando a la difunta el parabién

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por la terminación de su largo padecimiento.No quiere decir esto que no sintiese la muertede su amiga: pasados algunos minutos despuésde oído aquel lúgubre transit, notó un gran vac-ío en su existencia. Sin duda doña Lupe le hab-ía de hacer mucha falta, y no encontraría él, a lavuelta de una esquina, quien con tanta corduray desinterés le aconsejase en todos los negocios.Caviloso y triste, midiendo con vago mirar delespíritu las extensiones de aquella soledad enque se quedaba, recorrió la casa, dando órdenespara lo que restaba que hacer. No faltaron allíparientes, deudos y vecinas que, con buenavoluntad y todo el cariño que se merecía la di-funta, le hicieron los últimos honores, esta re-zando cuanto sabía, aquella ayudando a vestir-la con el hábito del Carmen. De acuerdo con elpresbítero Rubín, dictó D. Francisco acertadasdisposiciones para el entierro, y cuando estuvoseguro de que todo saldría conforme a los de-seos de la finada y al decoro de la familia y deél mismo, pues como amigo tan antiguo y prin-

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cipal, al par de la propia familia se contaba,retirose a su domicilio, echando suspiros por laescalera abajo y por la calle adelante. Ya des-puntaba la aurora, y aún se oían, a lo largo delas calles obscuras, pitidos de pitos del Santo,sonando estridentes por haberse cascado eltubo de vidrio. Oía también D. Francisco pasosarrastrados de trasnochantes y pasos ligeros demadrugadores. Sin hablar con nadie ni detener-se en parte alguna, llegó a su casa en la calle deSan Blas, esquina a la de la Leche.

-II-Sin permitirse más descanso que unas cinco

horas de catre y hora y media más para des-ayuno, cepillar la ropita negra y ponérsela, cal-zarse las botas nuevas y echar un ojo a los inter-eses, volvió el usurero a la casa mortuoria, rece-lando que no harían poca falta allí su presenciay autoridad, porque las amigas todo lo embaru-

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llaban, y el sobrino cura no era hombre pararesolver cualquier dificultad que sobreviniese.Por fortuna, toda iba por los trámites ordina-rios. Doña Lupe, de cuerpo presente en la sala,dormía el primer sueño de la eternidad, rodea-da de un duelo discreto y como de oficio. Losparientes lo habían tomado con calma, y lacriada y la portera mostraban una tendencia alconsuelo que había de acentuarse más cuandose llevasen el cadáver. Nicolás Rubín hociquea-ba en su breviario con cierto recogimiento, en-treverando esta santa ocupación con frecuentesescapatorias a la cocina para poner al estómagolos reparos que su debilidad crónica y el can-sancio de la noche en claro exigían.

De cuantas personas había en la casa, la queexpresaba pena más sincera y del corazón erauna señora que Torquemada no conocía, alta,de cabellos blancos prematuros, pues su rostrocuarentón y todavía fresco no armonizaba conla canicie sino en el concepto de que esta fuese

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gracia y adorno más que signo de vejez; bienvestida de negro, con sombrero que a D. Fran-cisco le pareció una de las prendas más elegan-tes que había visto en su vida; señora de aspec-to noble hasta la pared de enfrente, con guantes,calzado fino de pie pequeño, toda ella pulcra,decente, requetefina, despidiendo de su perso-na lo que Torquemada llamaba olorcillo de aris-tocracia. Después de rezar un ratito junto alcadáver, pasó la desconocida al gabinete,adonde la siguió el avaro, deseoso de meterbaza con ella, haciéndole comprender que él,entre tanta gente ordinaria, sabía distinguir lofino y honrarlo. Sentose la dama en un sofá,enjugando sus lágrimas, que parecían verdade-ras, y viendo que aquel estafermo se le acercabasombrero en mano, le tuvo por representaciónde la familia, que hacía los honores de la casa.

«Gracias-le dijo-, estoy bien aquí... ¡Ay, quéamiga hemos perdido!».

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Y otra vez lágrimas, a las que contestó elprestamista con un suspiro gordo, que no lecostó trabajo sacar de sus recios pulmones.

«¡Sí señora, sí, qué amiga, qué sujeta tan ex-celente...! ¡Como disposición para el manejo...pues... y como honradez a carta cabal, no habíaquien le descalzara el zapato! ¡Siempre miran-do por el interés, y haciendo todas las cosascomo es debido...! Para mí es una pérdida...».

-¿Y para mí?-agregó la dama con vivo des-consuelo-. Entre tanta tribulación, con los hori-zontes cerrados por todas partes, sólo doñaLupe nos consolaba, nos abría un huequecitopor donde viéramos lucir algo de esperanza.Cuatro días hace, cuando creíamos que la mal-dita enfermedad iba ya vencida, nos hizo unfavor que nunca le pagaremos...

Aquello de no pagar nunca sonó mal en losoídos de Torquemada. ¿Acaso era un préstamoel favor indicado por la aristócrata?

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«Cuatro días hace, me hallaba yo en mi fincade Cadalso de los Vidrios-dijo, haciendo una oredondita con dos dedos de la mano derecha-,sin sospechar tan siquiera la gravedad, y cuan-do me escribió el sobrino sobre la gravedad,vine corriendo. ¡Pobrecita! Desde el 13 por lanoche, su caletre, que siempre fue como unreloj, ya no marchaba, no señora. Tan pronto ledecía a usted cosas que eran como los chorrosde la verdad, tan pronto salía con otras que elDemonio las entendiera. Todo el día 14 se lopasó en una tecla que me habría vuelto tarum-ba si no tuviera un servidor de usted la cabezamás firme que un yunque. ¿Qué locura conde-nada se le metió en la jícara, barruntándole yala muerte? Figúrese si estaría tocada la pobreci-ta, que me cogió por su cuenta, y después derecomendarme a unas amigas suyas a quienestiene dado a préstamo algunos reales, se empe-ñaba en...».

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-En que usted ampliase el préstamo, reba-jando intereses...

-No, no era eso. Digo, eso y algo más: unaidea estrafalaria, que me habría hecho gracia sihubiera estado el tiempo para bromas. Pues...esas amigas de la difunta son unas que se ape-llidan Águilas, señoras de buenos principios,según oí, pobres porfiadas, a mi entender...Pues la matraca de doña Lupe era que yo mehabía de casar con una de las Águilas, no sécuál de ellas, y hasta que cerró la pestaña, metuvo en el suplicio de Tártaro con aquellos dis-parates.

-Disparates, sí-dijo la señora gravemente-,pero en ellos se ve la nobleza de su intención.¡Pobre doña Lupe! No le guarde usted rencorpor un delirio. ¡Nos quería tanto...! ¡Se interesa-ba tanto por nosotras...!

Suspenso y cortado, D. Francisco contem-plaba a la señorona, sin saber qué decirle.

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«Sí-añadió esta con bondad, ayudándole asalir del mal paso-. Esas Águilas somos noso-tras, mi hermana y yo. Yo soy el Águila ma-yor... Cruz del Águila... No, no se corte; ya séque no ha querido ofendemos con eso del su-puesto casorio... Tampoco me lastima que noshaya llamado pobres porfiadas...».

-Señora, yo no sabía... perdóneme.

-Claro, no me conocía; nunca me vio, ni yotuve el gusto de conocerle... hasta ahora, puespor las trazas paréceme que hablo con el Sr. D.Francisco Torquemada.

-Para servir a usted...-balbució el prestamis-ta, que se habría dado un bofetón en castigo desu torpeza-. ¿Conque usted...? Muy señora mía;haga cuenta que no he dicho nada. Lo de po-bres...

-Es verdad, y no me ofende. Lo de porfiadasse lo perdono: ha sido una ligereza de ésas que

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se escapan a las personas más comedidas cuan-do hablan de lo que desconocen...

-Cierto.

-Y lo del casamiento, tengámoslo por unabroma; mejor dicho, por un delirio de mori-bundo. Tanto como a usted le sorprende esaidea, nos sorprende a nosotras.

-Y era una idea sola, una idea clavada, que lecogía todo el hueco de la cabeza, y en ella esta-ba como embutido todo su talento... ¡Y lo decíacon un alma! Y era, no ya recomendación, sinoun suplicar, un rogar como se pide a Dios quenos ampare... Y para que se muriera tranquilatuve que prometerle que sí... ¡Ya ve usted quédesatino!... Digo que es desatino en el sentidode... Por lo demás, como honra para mí, ¡cuida-do!, supóngase usted... Pero digo que paraaplacarle el delirio, yo le aseguraba que mecasaría, no digo yo con las señoras Águilas ma-yores y menores, sino con todas las águilas y

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buitres del cielo y de la tierra... Naturalmente,viéndola tan sofocada, no podía menos de ave-nirme; pero en mi interior, naturalmente, echa-ba el pie atrás, ¡caramba!, y no por el materia-lismo del matrimonio, que... ya digo... muchahonra es para mí, si no por razones naturales yrespectivas a mí mismo, como edad, circuns-tancias...

-Comprendido. Nosotras, si Lupe nos hubie-ra hablado del caso, habríamos contestado lomismo, que sí... para tranquilizarla; y en nues-tro fuero interno... ¡Oh! ¡Casarse con...! No esdesprecio, no... Pero, respetando, eso sí, respe-tando a todo el mundo, esas bromas no se ad-miten, no señor; no pueden admitirse... Y aho-ra, Sr. D. Francisco...

Levantose, alargando la mano fina y perfec-tamente enguantada, que el avaro cogió conmuchísimo respeto, quedándose un rato sinsaber qué hacer con ella.

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«Cruz del Águila... Costanilla de Capuchi-nos, la puerta que sigue a la panadería... pisosegundo. Allí tiene usted su casa. Vivimos lostres solos, mi hermana y yo, y nuestro hermanoRafael, que está ciego».

-Por muchos años... digo, no: no sabía queestuviera ciego su hermanito. Disimule... Amucha honra...

-Beso a usted la mano.

-Estimando a toda la familia...

-Gracias...

-Y... lo que digo... Conservarse.

Acompañola hasta la puerta, refunfuñandocumplidos, sin que ninguno de los que imaginóle saliera correcto y airoso, porque el azora-miento le atascaba las cañerías de la palabra,que nunca fueron en él muy expeditas.

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«¡Valiente plancha acabo de tirarme!»-bramóairado contra sí mismo, echándose atrás elsombrero, y subiéndose los pantalones con mo-vimiento de barriga ayudado de las manos.Maquinalmente se metió en la sala, sin acordar-se de que allí estaba, entre velas resplandecien-tes, la difunta; y al verla, lo único que se le ocu-rrió fue decirle con el puro pensamiento:

«¿Pero usted... ¡ñales!, por qué no me advir-tió...?».

-III-Todo aquel día estuvo el avaro de malísimo

temple, sin poder apartar del pensamiento suturbación infantil ante la dama, cuya figura yaristocrático porte le cautivaban. Era hombremuy pagado de las buenas formas y admiradorsincero de las cualidades que no poseía, entrelas cuales contaba en primer término, con lealmodestia, la soltura de modales y el arte social

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de los cumplidos. Pensó que la tal doña Cruzhabría bajado la escalera riéndose de él a todotrapo, y se la imaginaba contando el caso a laotra hermana, y partiéndose las dos de risa,llamándole gaznápiro y... ¡sabe Dios lo que lellamarían! Francamente, él tenía su puntillo deamor propio como cualquier hijo de vecino, ysu dignidad y todos los perendengues de unsujeto merecedor de ocupar puesto honroso enla sociedad. Poseía fortuna suficiente (bien ga-nadita con su industria), para no hacer el moni-gote delante de nadie, y eso de ser él personajede sainete no le entraba... ¡cuidado! Verdadque, en el caso de aquel día, él tuvo la culpa,por haber hecho befa de las señoras del Águila,llamándolas pobres porfiadas en la propia fiso-nomía del rostro de la mayor de ellas, tan peri-puesta, tan política, en toda la extensión de lapalabra... ¡Ay!, al recordarlo le subían ardores ala cara y apretaba los puños. Porque verdade-ramente, ya podía haber sospechado que aque-lla individua era... quien era. Y sobre todo,

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ningún hombre agudo dice cosas en despreciode nadie delante de personas desconocidas,porque el diablo las carga, y cuando menos sepiensa salta un compromiso... Hay que mirar loque se parla, so pena de no poder meter el cue-zo en cotarro de gente fina. «Yo-decía poniendotérmino a sus meditaciones, porque había lle-gado la hora de la conducción del cuerpo-tengopesquis, bastante pesquis, comprendo todomuy bien. Dios no me ha hecho tonto, ni mediotonto, ¡cuidado!, y entiendo el trasteo de la vi-da. Pero ello es que no tengo política, no la ten-go: en viéndome delante de una persona prin-cipal, ya estoy hecho un zángano y no sé quédecir, ni qué hacer con las manos... Pues hayque aprenderlo, ¡ñales!, que cosas más difícilesse aprenden cuando sobran buena voluntad yentendederas... Ánimo, Francisco, que a nuevasposiciones, nuevos modos, y el rico no es bienque haga malos papeles. ¡Bueno andaría elmundo, si los hombres de peso, los hombres

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afincados, los hombres de riñón cubierto fuerancuento de risa!... ¡Eso no, no, no!».

En el largo trayecto fúnebre, en la monoton-ía de aquel paseo perezoso y triste, los mismospensamientos le acometieron. Delante veía elmonstruoso y feísimo armatoste del carro mor-tuorio, con balances de barco; su cerebro sealetargaba con el rumor lento, sin solución nifin, de las llantas de las ruedas rayando el suelopolvoroso de los mal cuidados caminos. Comounos veinte simones iban detrás del coche decabecera, ocupado por don Francisco, NicolásRubín, otro clérigo y un señor, pariente lejanode doña Lupe, personas las tres que al usurerole cargaban, y más en aquella ocasión, por te-nerlas tan cerca y sin poder zafarse de ella. Noera Torquemada hombre para estar tanto tiem-po embutido en angosto cajón, entre tipos quele daban de cara, y no hacía más que cambiarde postura, apoyándose ya en una, ya en otracadera. Le estorbaban sus piernas y las de Ni-

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colás Rubín, su chistera y la teja del otro cura; leestorbaban el continuo fumar y la charla deaquellos tres puntos, que no sabían hablar másque del matute y de lo perdido que andaba elAyuntamiento.

Sin dignarse arrojar en la conversación másque algún vocablo afirmativo para que lo roye-ran, como hueso, aquellos pelagatos, que noposeían fincas en Cadalso de los Vidrios ni ca-sas en Madrid, Torquemada seguía tejiendo ensu meollo la tela empezada en la casa mortuo-ria.

«Lo que digo, no tengo política... y hay quegastar política para ponerse a la altura que co-rresponde. ¿Pero cómo había yo de aprendernada tocante a la buena forma, si en mi vida hetratado más que con gente ordinaria?... Estapobre doña Lupe, que en gloria esté, tambiénera ordinaria, ¿qué duda tiene? No la ofendo,no, ¡cuidado!, persona buenísima, con muchotalento, un ojo para los negocios que ya lo qui-

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sieran más de cuatro. Pero, diga ella lo quequiera, y no la ofendo, lo que es persona fina...¡que te quites! Intentaba serlo, y no le salía...¡ñales!, no le salía. Su hipo era ser dama... y¡que si quieres! Aunque se pusiera encima man-teletas traídas de París, resultaba tan dama co-mo mi abuela... ¡Ah!, para damas, las de estamañana. Aquello sí que es del mismísimo cose-chero. Y de nada le valió a mi amiga mirarse ental espejo... Ya era tarde, ya era tarde paraaprender... ¡Pobre señora! Como trastienda ydisposición, eso sí, ¡cuidado!, yo soy el primeroen reconocer... Pero finura, tono... ¡quiá! Si ella,como yo, no trataba más que con gente de pocomás o menos. ¿Y qué es lo que oye uno al cabodel día? Burradas y porquerías. Doña Lupe, meacuerdo bien, decía ibierno, áccido y Jacometren-zo, palabras que, según me ha advertido Bailón,no se dicen así... No vaya a creer que la ofendopor eso... Cualquiera equivoca el discursocuando no ha tenido principios. Yo estuve di-ciendo diferiencia hasta el año 85... Pero para eso

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está el fijarse, el poner oído a cómo hablan losque saben hablar... El cuento es que cuandouno es rico, y lo ha sacado a pulso con su su-dor, cavilando aquí, cavilando allá, está muymal que la gente se le ría. Los ricos deben dar elejemplo, ¡cuidado!, así de las buenas costum-bres como de los buenos modos, para que andederecha la sociedad, y todo lleve el compásdebido... Que sean torpes y mamarrachos losque no tienen sobre qué caerse muertos meparece bien. Así hay equidad; eso es lo que lla-man equilibrio. Pero que los acaudalados tirencoces, que los terratenientes y los que pagamoscontribución seamos unos... unos asnos, eso no,no, no».

Aún le duraba la correa de aquella medita-ción cuando volvían del cementerio, despuésde dejar los fríos despojos de la gran hacendistaperfectamente ennichados en uno de los tristí-simos patios de San Justo. Los tres compañerosde coche, volviendo a engolosinarse con la co-

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midilla del matute, contaron mil cuchufletasacerca del modo de introducir aceite, y de lasbatallas entre los guardias y toda la chusmamatutera, mientras la imaginación de Torque-mada iba en seguimiento de la señora del Águi-la, y fluctuaba entre el deseo y el temor de vol-verla a ver: deseo, por probar la enmienda desu torpeza mostrándose menos ganso que en laprimera entrevista; temor, porque sin duda lasdos hermanas se soltarían a reír cuando le vie-sen, tomándole el pelo en la visita. La más negraera que forzosamente tenía que visitarlas, porencargo expreso de doña Lupe y obligaciónineludible. Había convenido con su difuntaamiga en renovar un pagaré de las dos damas,añadiendo cierta cantidad. Y el nuevo pagaréno sería a la orden de los herederos de la viudade Jáuregui, sino a las de Torquemada, a quienla difunta había dejado, con aquel y otros fines,algunos fondos, de cuyo producto gozaríanunos parientes pobres de su difunto esposo.Que D. Francisco habría de cumplir con recta

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conciencia cuantos encargos de este linaje lehizo su socia mercantil, no hay para qué decir-lo. Lo difícil era cumplirlos sin personarse en elnido de las Águilas, como categóricamente lehabía ordenado la muerta, y aquí entraban losapuros del pobre hombre. ¿Cómo se presentar-ía? ¿Risueño o con cara de pocos amigos?¿Cómo se vestiría? ¿Con los trapitos de cristia-nar o con los de diario? Porque pensar en eva-dir el careo, dando la comisión a otra persona,era un disparate; además, implicaba cobardía,deserción ante el peligro, y esto le malquistabaconsigo mismo, pues su amor propio le pedíasiempre apencar con las dificultades, y no vol-ver la espalda a ninguna peripecia grave. Re-solvió, pues, poner pecho a las Águilas, y enaquella duda sobre el vestir, su natural despejotriunfó de la vanidad, sugiriéndole la idea depresentarse con el traje de todos los días, lacamisita limpia, eso sí, que aquella soez cos-tumbre de la camisa de quincena ya no regíadesde que el hombre empezó a ver claro en el

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panorama social. En suma: se presentaría talcual era siempre, y hablaría lo menos posible,contestando con sencillez a cuanto le pregunta-sen. Si se reían que se rieran... ¡ñales! Pero no:probablemente le recibirían con palio, aten-diendo al favor que les hacía y al consuelo queles llevaba con su visita, pues debían de estarlas pobres señoras, con toda su aristocracia y suinnegable finura, esperando el santo adveni-miento... como quien dice.

-IV-Elegida la hora que le pareció conveniente,

encaminose el hombre a la Costanilla. La casano tenía pérdida en calle tan pequeña y con lasseñas mortales de la tahona. Vio D. Francisco,arrimados a una puerta dos o tres hombres en-harinados, y más arriba una tienda de antigüe-dades, que más bien debiera llamarse prender-ía. Allí era, segundo piso. Al mirar el rótulo de

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la tienda, lanzó una exclamación de gozo:«Pues si a este prendero le conozco yo. Si esMelchor, el que antes estaba en el 5 duplicadode la calle de San Vicente». Excuso decir que leentraron ganas de echar un párrafo con su ami-go antes de subir a la visita. No tardó el pren-dero en darle referencias de las señoras delÁguila, pintándolas como lo más decente que élse había echado a la cara desde que andaba enaquel comercio. Pobres, eso sí, como las ratas,pero si nadie en pobreza les ganaba, en digni-dad tampoco, ni en resignación para llevar lacruz de su miseria. ¡Y qué educación fina, quémanera de tratar a la gente, qué meterse por losojos y ganarse el corazón de cuantos les habla-ban!... Con estas noticias sintió el avaro que sele disipaba el susto, y subió corriendo. La mis-ma doña Cruz le abrió la puerta, y aunque es-taba de trapillo (sin perjuicio de la decencia, esosí), a él se le antojó tan elegante como el díaanterior la vio, de tiros largos.

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«Sr. D. Francisco...-dijo la dama, con másalegría que sorpresa, pues sin duda esperaba lavisita-. Pase, pase...».

Las primeras palabras del visitante fuerontorpes: «¡Cómo había de faltar!... ¿Y qué tal?¿Toda la familia buena?... Gracias... Es comodi-dad». Y se metió por donde no debía, teniendoella que decirle: «No, no; por aquí».

Su azoramiento no le impidió observar mu-chas cosas desde los primeros instantes, cuandoCruz del Águila le llevaba, por el pasillo de tresrecodos, a la salita. Fijose en la hermosa cabeza,bien envuelta en un pañuelo de color, de modoque no se veía ni poco ni mucho la cabellerablanca. Observó también que vestía bata delana, antiquísima, pero sin manchas ni jirones,con una toquilla blanca cruzándole el pecho,todo muy pulcro, revelando el uso continuo yesmerado de aquellas personas que saben eter-nizar las prendas de ropa. Lo más extraño era

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que tenía guantes, viejos y con los dedos tizna-dos.

«Dispénseme-dijo con graciosa modestia-,estaba limpiando los metales».

-¡Ah!... ¡perfectamente...!

-Porque ha de saber usted, si ya no lo sabía,que no tenemos criada, y nosotras lo hacemostodo. No, no vaya a creer que me quejo por estanueva privación, una de las muchas que nos hatraído nuestro adverso destino. Hemos conve-nido en que las criadas son una calamidad, ycuando una se acostumbra a servirse a sí mis-ma, lleva tres ventajas: primera, que no hay quelidiar con fantasmonas; segunda, que todo sehace mucho mejor y a nuestro gusto; tercera,que se pasa el día sin sentirlo, con ejercicio sa-ludable.

-Higiénico-dijo Torquemada, gozoso de po-der soltar una palabra bonita que tan bien enca-

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jaba. Y el acierto le animó de tal modo, que yaera otro hombre.

-Con permiso de usted-indicó Cruz-, se-guiré. No estamos en situación de gastar mu-chos cumplidos, y como usted es de confianza...

-¡Oh!, sí, de toda confianza. Tráteme la seño-ra mismamente como a un chiquillo... Y si quie-re que la ayude...

-¡Quia! Eso sería ya faltar al respeto, y... Deninguna manera.

Con la cajita de los polvos en la mano iz-quierda y un ante en la derecha, ambas manosenguantadas, se puso a dar restregones en laperilla de cobre de una de las puertas, y al pun-to la dejó tan resplandeciente que de oro finoparecía.

«Ahora saldrá mi hermana, a quien usted noconoce. (Suspirando fuerte.) Es triste decirlo; pe-

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ro... está en la cocina. Tenemos que ir alternan-do en todos los trabajos de casa. Cuando yodeclaro la guerra al polvo, o limpio los metales,ella friega la loza o pone el puchero. Otras ve-ces, guiso yo, y ella barre, o lava, o compone laropa. Afortunadamente tenemos salud; el tra-bajo no envilece; el trabajo consuela y acompa-ña, y además fortifica la dignidad. Hemos naci-do en una gran posición: ahora somos pobres.Dios nos ha sometido a esta prueba tremenda...¡ay, qué prueba, Sr. D. Francisco! Nadie sabe loque hemos sufrido, las humillaciones, lasamarguras... Más vale no hablar. Pero el Señornos ha mandado al fin una medicina maravillo-sa, un específico que hace milagros... la santaconformidad. Véanos usted hoy ocupadas lasdos en estos trajines, que en otro tiempo noshabrían parecido indecorosos; vivimos en paz,con una especie de tristeza plácida que casi casise nos va pareciendo a la alegría. Hemosaprendido, con las duras lecciones de la reali-dad, a despreciar todas las vanidades del mun-

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do, y poquito a poco hemos llegado a creerhermosa esta honrada miseria en que vivimos,a mirarla como una bendición de Dios...».

En su pobrísimo repertorio de ideas y expre-siones, no halló el bárbaro nada que pudiera sersacado dignamente ante aquel decir elegante ysuelto, sin afectación. No supo más que admi-rar y gruñir asintiendo, que es el gruñido másfácil.

«También conocerá usted a mi hermano, elpobrecito ciego».

-¿De nacimiento?

-No señor. Perdió la vista seis años ha. ¡Ay,qué dolor! Un muchacho tan bueno, llamado aser... qué sé yo, lo que hubiera querido... ¡Ciegoa los veinte y tantos años! Su enfermedad coin-cidió con la pérdida de nuestra fortuna... paraque nos llegara más al alma. Créalo usted, D.Francisco, la ceguera de mi hermano, de ese

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ángel, de ese mártir, es un infortunio al cual mihermana y yo no hemos podido resignarnostodavía. Dios nos lo perdone. Claro que dearriba nos ha venido el golpe; pero no lo admi-to, no bajo la cabeza, no señor... la levanto...aunque a usted le parezca mal mi irreverencia.

-No señora... ¿qué ha de parecerme? El Pa-dre Eterno... es atroz. ¿Pero usted sabe lo queme hizo a mí? No es que yo me le suba a lasbarbas, ¡cuidado!... pero francamente... ¡quitarlea uno toda su esperanza! Al menos usted no lahabrá perdido; su hermanito podrá curarse...

-¡Ah!, no señor... No hay esperanza.

-¿Pero usted sabe?... Hay en Madrid losgrandes ópticos...

En el momento de decirlo conoció el hombrela enormidad de sus lapsus lingüe (3). ¡Vaya, quedecir ópticos por oculistas! Quiso enmendarlo;pero la señora, que al parecer no había parado

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mientes en el desatino, le dio fácil salida porotra parte. Pidiole permiso para ausentarsebrevemente, a fin de traer a su hermana, lo quea D. Francisco le supo muy bien, aunque laszozobras no tardaron en acometerle de nuevo.¿Cómo sería la hermanita? ¿Se reiría de él? ¡Sipor artes del enemigo no era tan fina comoCruz, y se espantaba de verle a él tan ordinario,tan zafiote, tan...! «Vamos, no es tanto-se dijo,estirando el cuello para verse en un espejo quefrontero al sofá, pendía de la pared, con incli-nación hacia adelante, como haciendo una cor-tesía-, no es tanto... Lo que digo... llevo muybien mi edad, y si yo me perfilara, daría quincey raya a más de cuatro mequetrefes que no tie-nen más que la estampa».

En esto estaba cuando sintió a las dos her-manas en el pasillo, disputando con cierta vive-za:

«Así mujer, ¿qué importa? ¿No ves que es detoda confianza?».

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-¿Pero cómo quieres que entre así? Deja si-quiera que me quite el delantal.

-¿Para qué? Si somos nuestras propias cria-das, y nuestras propias señoras, y él lo sabebien, ¿qué importa que te vea así? Este es uncaso en que la forma no supone nada. Si estu-viéramos sucias o indecentes, bueno que no nosvieran humanos ojos. Pero a limpias nadie nosgana, y las señales del trabajo no nos hacendesmerecer a los de una persona tan razonable,tan práctica, tan... sencilla. ¿Verdad, D. Francis-co?

Esto lo dijo alzando la voz, ya cerca de lapuerta, y el aturrullado prestamista creyó quela mejor respuesta era adelantarse a recibir ai-rosamente a las dos damas, diciendo: «Bien,bien; nada de farándulas conmigo, que soymuy llano, y tan trabajador como el primero; ydesde la más tierna infancia...».

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Iba a seguir diciendo que él se limpiaba suspropias botas y se barría el cuarto; pero le cortóla palabra la aparición de la segunda Águila,que le dejó embobado y suspenso.

«Mi hermana Fidela»-dijo Cruz, tirando deella por un brazo hasta vencer su resistencia.

-V-«¿Qué importa que yo las vea en traje de

mecánica, si ya sé que son damas, y muy reque-tedamas?-argumentó D. Francisco, que a cadanuevo incidente se iba desentumeciendo deaquel temor que le paralizaba-. Señorita Fidela,por muchos años... ¡Si está muy bien así!... Lasbuenas mozas no necesitan perfiles...».

-¡Oh!, perdone usted-dijo la Águila menor,toda vergonzosa y confusa-. Mi hermana es así:¡hacerme salir en esta facha!... con unas botas

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viejas de mi hermano, este mandil... y sin pei-narme.

-Soy de confianza y conmigo, ¡cuidado!, conFrancisco Torquemada no se gastan cumpli-dos... ¿Y qué tal? ¿Usted buena? ¿Toda la fami-lia buena? Lo que digo, la salud es lo primero, yen habiendo salud todo va bien. Pienso, de con-formidad con ustedes, que no hay chinchorreríacomo el tener criadas, generalmente puercas,enredadoras, golosas, y siempre, siempre, soli-viantadas con los malditos novios.

A todas éstas, no le quitaba ojo a la cocineri-ta, que era una preciosa miniatura (4). Muchomás joven que su hermana, el tipo aristocráticopresentaba en ella una variante harto común.Sus cabellos rubios, su color anémico, el delica-do perfil, la nariz de caballete y un poquitolarga, la boca limpia, el pecho de escasísimobulto, el talle sutil, denunciaban a la señorita deestirpe, pura sangre, sin cruzamientos que vivi-fican, enclenque de nacimiento y desmedrada

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luego por una educación de esa. Todo esto yalgo más se veía bajo aquel humilde empaquede fregona, que más bien parecía invención dechicos que juegan a las máscaras.

Como la pobre niña (no tan niña ya, puesfrisaba en los veintisiete) no se había penetradoaún de aquel dogma de la desgracia que pres-cribe el desprecio de toda presunción, esfuerzogrande le costaba el presentarse en tal fachaante personas desconocidas. Tardó bastante enaplomarse delante de Torquemada, el cual, acápara inter nos, le pareció un solemne ganso.

«El señor-indicó la hermana mayor-, eragrande amigo de doña Lupe».

-¡Pobrecita! ¡Qué cariño nos tomó!-dijo Fide-la, sentándose en la silla más próxima a la puer-ta, y escondiendo sus pies tan mal calzados-.Cuando Cruz trajo la noticia de que habíamuerto la pobre señora, sentí una aflicción...¡Dios mío! Nos vimos más desamparadas en

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aquel instante, más solas... La última esperanza,el último cariño se nos iban también, y me pa-reció ver allá, allá lejos, una mano arrugaditaque nos hacía... (doblando los dedos a estilo de des-pedida infantil) así, así...

«Pues esta-pensó el avaro, de admiración enadmiración-, también se explica. ¡Ñales!, ¡quépar de picos de oro!».

-Pero Dios no nos desampara-afirmó Cruzdenegando expresivamente con su dedo índice-, y dice que no, que no, que no nos quiere des-amparar, aunque el mundo entero en ello seempeñe».

-Y cuando nos vemos más solas, más rodea-das de tinieblas, asoma un rayito de sol que vaentrando, entrando, y...

«Esto va conmigo. Yo soy ese sol... dijo parasu sayo Torquemada; y en alta voz-: Sí señoras;pienso lo mismo. La suerte protege al que tra-

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baja... ¡Vaya, que esta señorita tan delicada me-terse en el materialismo de una cocina!».

-Y lo peor es que no sirvo-dijo Fidela-. Gra-cias que esta me enseña...

-¡Ah!, ¿la enseña doña Cruz?... ¡Qué bien!

-No, no quiere decir esto que yo aprenda...Empieza ella por no ser una eminencia ni mu-cho menos. Yo me aplico, eso sí; pero soy muydistraída, ¡y hago cada barbaridad...!

-Bueno, ¿y qué?-indicó la mayor en tono fes-tivo-. Como no cocinamos para huéspedes exi-gentes, como esto no es hotel, y sólo tenemosque gustamos a nosotras mismas, cuantas faltasse cometan están de antemano perdonadas.

-Y una vez porque sale crudo, otras porquesale quemado, ello es que siempre tenemosdiversión en la mesa.

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-Y en fin, que nos resulta una salsa con queno contamos: la alegría.

-Que no se compra en ninguna tienda-dijoTorquemada, muy gozoso de haber compren-dido la figura-. Justo y cabal. Que me den a míesa salsa, y le meto el diente a todas las malascomidas de la cristiandad. Pero usted, señoritaFidela, dice que guisa mal por modestia... ¡Ah!,ya quisieran más de cuatro...

-No, no, lo hago malditamente. Y puede us-ted creerme-añadió con la expresión viva queera quizás la más visible semejanza que teníacon Cruz-, puede usted creerme que me gustar-ía cocinar bien; pero muchísimo. Sí, sí, el arteculinario paréceme un arte digno del mayorrespeto, y que debe estudiarse por principios ypracticarse con seriedad.

-¡Como que debiera ser parte principal de laeducación!-afirmó Cruz del Águila.

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-Lo que digo-apuntó Torquemada-; debieranponer en las escuelas una clase de guisado... Yque las niñas, en vez de tanto piano y tantobordado de zapatillas, aprendieran a ponerbien un arroz a la vizcaína, o un atún a la mari-nera.

-Apruebo.

-Y yo.

-Con que...-murmuró el prestamista, golpe-ando con ambas manos los brazos del sillón,manera ruda y lacónica de expresar lo siguien-te-: «Señoras mías, bastante tiempo hemos per-dido en la parlamenta. Vamos ahora al nego-cio...».

-No, no, no venga usted con prisas-dijo lamayor, risueña, alardeando de una confianzaque trastornó más al hombre-. ¿Qué tiene ustedque hacer ahora? Nada. No le dejamos salir deaquí sin que conozca a nuestro hermano.

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-Con sumísimo gusto... No faltaba más. Comoprisa, no la hay, Es que no quisiera molestar...

-De ningún modo.

Fidela fue la primera que se levantó, dicien-do: «No puedo descuidarme. Dispénseme».

Y se fue presurosa, dejando a su hermana ensituación conveniente para hacerle el panegíri-co.

«Es un ángel de Dios. Por la diferencia deedad, que no es menor de doce años, soy paraella, más que hermana mayor, una madre. Hijay madre somos, hermanas, amiguitas, pues elcariño que nos une no sólo es grande por lointenso, Sr. D. Francisco, sino por la extensión...no sé si me explico...».

-Comprendido indicó Torquemada,quedándose a obscuras.

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-Quiero decir que la desgracia, la necesidad,la misma bravura con que Fidela y yo luchamospor la vida, ha dado a nuestro cariño ramifica-ciones...

-Ramificaciones... justo.

-Y por mucho que usted aguce su entendi-miento, Sr. D. Francisco, ya tan agudo, nopodrá tener idea de la bondad de mi hermana,de la dulzura de su carácter. ¡Y con qué manse-dumbre cristiana se ha sometido a estas duraspruebas de nuestro infortunio! En la edad enque las jóvenes gustan de los placeres del mun-do, ella vive resignada y contenta en esta po-breza, en esta obscuridad. Me parte el alma suabnegación, que parece una forma de martirio.Crea usted que si a costa de sufrimientos mayo-res aún de los que llevo sobre mí, pudiera yoponer a mi pobre hermana en otra esfera, loharía sin vacilar. Su modestia es para esta tristecasa el único bien que quizás poseemos hoy;pero es también un sacrificio, consumado en

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silencio para que resulte más grande y merito-rio, y, la verdad, quisiera yo compensar dealgún modo este sacrificio... Pero... (confusa) nosé lo que digo... no puedo expresarme. Dispén-seme si le doy un poquito de matraca. Mi cabe-za es un continuo barajar de ideas. ¡Ay, la des-gracia me obliga a discurrir tanto, pero tanto,que yo creo que me crece la cabeza, sí!... Tengopor seguro que con el ejercicio del pensar sedesarrolla el cráneo por la hinchazón de todo eloleaje que hay dentro... (Riendo). Sí, sí... Y tam-bién es indudable que no tenemos derecho amarear a nuestros amigos... Dispénseme, yvenga a ver a mi hermano.

Camino del cuarto del ciego, Torquemadano abrió el pico, ni nada hubiera podido deciraunque quisiera, porque la elocuencia de lanoble señora le fascinaba, y la fascinación levolvía tonto, dispersando sus ideas por espa-cios desconocidos, e inutilizando para la expre-sión las poquitas que quedaban.

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En la mejor habitación de la casa, un gabine-tito con mirador, hallábase Rafael del Águila,figura inmóvil y melancólica que tenía porpeana un sillón negro. Hondísima impresiónhizo en Torquemada la vista del joven sin vista,y la soberana tristeza de su noble aspecto, laresignación dulce y discreta de aquella imagen,a la cual no era posible acercarse sin cierto res-peto religioso.

-VI-Imagen dije, y no me vuelvo atrás, pues con

los santos de talla, mártires jóvenes, o Cristosguapos en oración, tenía indudable parentescode color y líneas. Completaban esta semejanzala absoluta tranquilidad de su postura, la iner-cia de sus miembros, la barbita de color casta-ño, rizosa y suave, que parecía más obscurasobre el cutis blanquísimo de nítida cera; labelleza, más que afeminada, dolorida y mor-

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tuoria, de sus facciones, el no ver, el carecer dealma visible, o sea mirada.

«Ya me han dicho las señoras que...-balbucióel visitante, entre asombrado y conmovido-.Pues... digo que es muy sensible que usted per-diera el órgano... Pero ¡quién sabe...! Buenosmédicos hay, que...».

-¡Ah!, señor mío-dijo el ciego con una vozmelodiosa y vibrante que estremecía-, le agra-dezco sus consuelos, que desgraciadamentellegan cuando ya no hay aquí ninguna esperan-za que los reciba.

Siguió a esto una pausa, a la cual pusotérmino Fidela entrando con una taza de caldo,que su hermano acostumbraba tomar a aquellahora. Torquemada no había soltado aún la ma-no del ciego, blanca y fina como mano de mu-jer, de una pulcritud extremada.

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«Todo sea por Dios-dijo el avaro entre unsuspiro y un bostezo. Y rebuscando en su men-te, con verdadera desesperación, una frase delcaso, tuvo la dicha de encontrar ésta-: En sudesgracia, pues... la suerte le ha desquitadodándole estas dos hermanitas tan buenas, quetanto le quieren...».

-Es verdad. Nunca es completo el mal, comono es completo el bien-aseguró Rafael volvien-do la cara hacia donde le sonaba la voz de suinterlocutor.

Cruz enfriaba el caldo pasándole de la tazaal plato, y del plato a la taza. D. Francisco, entanto, admiraba lo limpio que estaba Rafael,con su americana o batín de lana clara, pan-talón obscuro, y zapatillas rojas admirablemen-te ajustadas a la medida del pie. El señorito deÁguila mereció en su tiempo, que era un tiem-po no muy remoto, fama de muchacho guapo,uno de los más guapos de Madrid. Lució por suelegancia y atildada corrección en el vestir, y

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después de quedarse sin vista, cuando por leyde lógica parecía excusada e inútil toda presun-ción, sus bondadosas hermanas no querían quedejase de vestirse y acicalarse, como en lostiempos en que podía gozar de su hermosuraante el espejo. Era en ellas como un orgullo defamilia el tenerle aseado y elegante, y si nohubieran podido darse este gusto entre tantasprivaciones, no habrían tenido consuelo. Cruz oFidela le peinaban todas las mañanas con tantoesmero como para ir a un baile; le sacaban cui-dadosamente la raya, procurando imitar la dis-posición que él solía dar a sus bonitos cabellos;le arreglaban la barba y bigote. Gozaban ambasen esta operación, conociendo cuán grata erapara él la toilette minuciosa, como recuerdo desu alegre mocedad; y al decir ellas: «¡qué bienestás!» sentían un goce que se comunicaba a él,y de él a ellas refluía, formando un goce colec-tivo.

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Fidela le lavaba y perfumaba las manos di-ariamente, cuidándole las uñas con un esmeroexquisito, verdadera obra maestra de su pa-ciencia cariñosa. Y para él, en las tinieblas de suvida, era consuelo y alegría sentir la frescura desus manos. En general, la limpieza le compen-saba hasta cierto punto de la obscuridad. ¿Elagua sustituyendo a la luz? Ello podría ser undisparate científico; pero Rafael encontrabaalguna semejanza entre las propiedades de unoy otro elemento.

Ya he dicho que era el tal una figura delica-da y distinguidísima, cara hermosa, manos cin-celadas, pies de mujer, de una forma intacha-ble. La idea de que su hermano, por estar ciegoy no salir a la calle, tuviese que calzar mal, sub-levaba a las dos damas. La pequeñez bonita delpie de Rafael era otro de los orgullos de la raza,y antes se quitaran ellas el pan de la boca, antesarrostrarían las privaciones más crueles queconsentir en que se desluciera el pie de la fami-

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lia. Por eso le habían hecho aquellas elegantí-simas zapatillas de tafilete, exigiendo al zapate-ro todos los requisitos del arte. El pobre ciegono veía sus pies tan lindamente calzados; perose los sentía, y esto les bastaba a ellas, sintiendoal unísono con él en todos los actos de la exis-tencia.

No le ponían camisa limpia diariamente,porque esto no era posible en su miseria, yademás no lo necesitaba, pues su ropa perma-necía días y semanas en perfecta pulcritud so-bre aquel cuerpo santo; pero aun no siendopreciso, le mudaban con esmero... y cuidadocon ponerle siempre la misma corbata. «Hoy tepones la azul de rayas-decía con candorosaseriedad Fidela-, y el anillo de la turquesa». Élcontestaba que sí, y a veces manifestaba unapreferencia bondadosa por otra corbata, tal vezporque así creía complacer más a sus hermanas.

El esmerado aseo del infeliz joven no fue lamayor admiración de D. Francisco en aquella

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casa, en la cual no escaseaban los motivos deasombro. Nunca había visto él casa más limpia.En los suelos, alfombrados tan sólo a trozos, sepodía comer; en las paredes no se veía ni unamota de suciedad; los metales echaban chis-pas... ¡Y tal prodigio era realizado por personas,que según expresión de doña Lupe, no teníanmás que el cielo y la tierra! ¿Qué milagros har-ían para mantenerse?... ¿De dónde sacaban eldinero para la compra? ¿Tendrían trampas?¡Con qué artes maravillosas estirarían la tristepeseta, el tristísimo perro grande o chico! ¡Hab-ía que verlo, había que estudiarlo, y metersehasta el cuello en aquella lección soberana de lavida! Todo esto lo pensaba el prestamista,mientras Rafael se tomaba el caldo, después deofrecerle.

«¿Quiere usted, D. Francisco, un poquito decaldo?»-le dijo Cruz.

-¡Oh! No. Gracias, señora.

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-Mire usted que es bueno... Es lo único bue-no de nuestra cocina de pobres...

-Gracias... Se lo estimo...

-Pues vino no podemos ofrecerle. A este nole sienta bien, y nosotras no lo gastamos, pormil y quinientas razones, de las cuales con queusted comprenda una sola, basta.

-Gracias, señora doña Cruz. Tampoco yo be-bo vino más que los domingos y fiestas deguardar.

-¡Vea usted qué cosa tan rara!-dijo el ciego-.Cuando perdí la vista, tomé en aborrecimientoel vino. Podría creerse que el vino y la luz eranhermanos gemelos, y que a un tiempo, por unsolo movimiento de escape, huían de mí.

Fáltame decir que Rafael del Águila seguíaen edad a su hermana Cruz. Había pasado delos treinta y cinco años; mas la ceguera, que le

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atacó el 83, y la inmovilidad y tristeza consi-guientes, parecían haber detenido el curso de laedad, dejándole como embalsamado, con surepresentación indecisa de treinta años, sin lo-zanía en el rostro, pero también sin canas niarrugas, la vida como estancada, suspensa, se-mejando en cierto modo a la inmovilidad insa-na y verdosa de aguas sin corriente.

Gustaba el pobre ciego de la amenidad en laconversación. Narraba con gracejo cosas de sustiempos de vista, y pedía informes de los suce-sos corrientes. Algo hablaron aquel día de doñaLupe; pero Torquemada no se interesó poco nimucho en lo que de su amiga se dijo, porqueembargaban su espíritu las confusas ideas yreflexiones sobre aquella casa y sus tres mora-dores. Habría deseado explicarse con las dosdamas, hacerles mil preguntas, sacarles a tiro-nes del cuerpo sus endiablados secretoseconómicos, que debían de constituir toda una

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ley, algo así como la Biblia, un código supremo,guía y faro de pobres vergonzantes.

Aunque bien conocía el avaro que se pro-longaba más de la cuenta la visita, no sabíacómo cortarla, ni en qué forma desenvainar elpagaré y los dineros, pues esto, sin saber porqué, se le representaba como un acto vitupera-ble, equivalente a sacar un revólver y apuntarcon él a las dos señoras del Águila. Nunca hab-ía sentido tan vivamente la cortedad del negocio,que esto y no otra cosa era su perplejidad;siempre embistió con ánimo tranquilo y con-ciencia firme en su derecho a los que por fas opor nefas necesitaban de su auxilio para salir deapuros. Dos o tres veces echó mano al bolsillo,y se le vino al pico de la lengua el sacramentalintroito: «Conque señoras...» y otras tantas ladesmayada voluntad no llegó a la ejecución delintento. Era miedo, verdadero temor de faltar alrespeto a la infeliz cuanto hidalga familia. Lasuerte suya fue que Cruz, bien porque conocie-

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ra su apuro, bien porque deseara verle partir,tomó la iniciativa, diciéndole: «Si a usted leparece, arreglaremos eso». Volvieron a la sala, yallí se trató del negocio tan brevemente, queambos parecían querer pasar por él como sobreascuas. En Cruz era delicadeza, en Torquemadael miedo que había sentido antes, y que se lereprodujo con síntomas graves en el acto deajustar cuentas pasadas y futuras con las po-brecitas aristócratas. Por su mente pasó comoun relámpago la idea de perdonar intereses engracia de la tristísima situación de las tres dig-nas personas... Pero no fue más que un relám-pago, un chispazo, sin intensidad ni duraciónbastantes para producir explosión en la volun-tad... ¡Perdonar intereses! Si no lo había hechonunca, ni pensó que hacerlo pudiera en ningúncaso... Cierto que las señoras del Águila merec-ían consideraciones excepcionales; pero elabrirles mucho la mano, ¡cuidado!, sentaba unprecedente funestísimo.

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Con todo, su voluntad volvió a sugerirle,allá en el fondo del ser, el perdón de intereses.Aún hubo en la lengua un torpe conato de for-mular la proposición; pero no conocía él pala-bra fea ni bonita que tal cosa expresara, ni quécara se había de poner al decirlo, ni hallabamanera de traer semejante idea desde los espa-cios obscuros de la primera intención a los cla-ros términos del hecho real. Y para mayor tor-mento suyo, recordó que doña Lupe le habíaencargado algo referente a esto. No podía de-terminar su infiel memoria si la difunta habíadicho perdón o rebaja. Probablemente sería estoúltimo, pues la de los pavos no era ninguna de-rrochadora... Ello fue que en su perplejidad, nosupo el avaro lo que hacía, y la operación decrédito se verificó de un modo maquinal. Nohizo Cruz observación alguna. Torquemadatampoco, limitándose a presentar a la señora elpagaré ya extendido para que lo firmase. Ni ungemido exhaló la víctima, ni en su noble fazpudiera observar el más listo novedad alguna.

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Terminado el acto, pareció aumentar el aturdi-miento del prestamista; y despidiéndose gro-tescamente, salió de la casa a tropezones, cho-cando como pelota en los ángulos del pasillo,metiéndose por una puerta que no era la desalida, enganchándose la americana en el cerro-jo, y bajando al fin casi a saltos; pues no se fijóen que eran curvas las vueltas de la escalera; yallá iba el hombre por aquellos peldaños abajo,como quien rueda por un despeñadero.

-VII-Su confusión y atontamiento no se disipa-

ron, como pensaba, al pisar el suelo firme de lacalle; antes bien, este no le pareció absoluta-mente seguro. Ni las casas guardaban su nivel,dígaselo que se dijera; tanto que por evitar quealguna se le cayera encima, ¡cuidado!, D. Fran-cisco pasaba frecuentemente de una acera aotra. En el café de Zaragoza, donde tenía una

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cita con cierto colega para tratar de un embar-go, en dos o tres tiendas que visitó después, enla calle, y por fin en su propia casa, en la cualrecaló ya cerca de anochecido, le perseguía unaidea molesta y tenaz que sacudió de sí sin con-seguir ahuyentarla; y otra vez le atacaba, comoel mosquito en la obscura alcoba desciende deltecho con su trompetilla y su aguijón, y cuandomás se le ahuyenta más porfiado el indino, másburlón y sanguinario. La pícara idea concluyópor producirle una desazón indecible que leimpedía comer con el acompasado apetito decostumbre. Era una mala opinión de sí mismo,un voto unánime de todas las potencias de sualma contra su proceder de aquella mañana.Claro que él quería rebatir aquel dictamen conargumentos mil que sacaba de este y el otrorincón de su testa; pero la idea condenatoriapodía más, más, y salía siempre triunfante. Elhombre se entregaba al fin, ante el aterradoraparato de lógica que la enemiga idea desple-gaba, y dando un trastazo en la mesa con el

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mango del tenedor, se echó a su propia caraeste apóstrofe: «Porrón de Cristo... ¡ñales!, malque te pese, Francisco, confiesa que hoy te hasportado como un cochino».

Abandonó los nada limpios manteles sinprobar el postre que, según rezan las historias,era miel de la Alcarria, y tragado el último bu-che de agua del Lozoya, se fue a su gabinete,mandando a la tarasca, su sirvienta, que le lle-vase la lámpara de petróleo. Paseándose desdela cama al balcón, o sea desde la mitad de laalcoba al extremo del gabinete; dando tal cualbofetada a la vidriera que ambas piezas separa-ba, y algún mojicón a la cortina para que no leestorbara el paso, se rindió, como he dicho, a laidea vencedora. Porque, lo que él decía, algunaocasión había de llegar en que fuera indispen-sable tener un rasgo. Él jamás tuvo ningún ras-go, ni había hecho nunca más que apretar,apretar y apretar. Ya era tiempo de abrir unpoco la mano, pues había llegado a reunir, tra-

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bajando a pulso, una fortuna que... Vamos, eramás rico de lo que él mismo pensaba; poseíacasas, tierras, valores del Estado, créditos mil,todos cobrables, dineros colocados con primerahipoteca, dineros prestados a militares y civilescon retención de paga, cuenta corriente en elBanco de España; tenía cuadros de gran mérito,tapices, sin fin de alhajas valiosísimas; era,hablando bien y pronto, un hombre opíparo,vamos al decir, opulento... ¿Qué inconvenientehabía, pues, en darse un poco de lustre con lasseñoras del Águila, tan buenas y finas, damas,en una palabra, cual él nunca las había visto?Ya era tiempo de tirar para caballero, con pulsoy medida, ¡cuidado!, y de presentarse ante elmundo, no ya como el prestamista sanguijuela,que no va más que a chupar, a chupar, sinocomo un señor de su posición (5) que sabe sergeneroso cuando le sale de las narices el serlo.¡Y qué demonios!, todo era cuestión de unassucias pesetas, y con ellas o sin ellas él no seríani más rico ni más pobre. Total, que había sido

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un puerco, y se privaba de la satisfacción deque aquellas damas le guardaran gratitud y letuvieran en más de lo que le tenía el común delos deudores... Porque las circunstancias habíancambiado para él con el fabuloso aumento deriqueza; se sentía vagamente ascendido a unacategoría social superior; llegaban a su nariztufos de grandeza y de caballería, quiere decirse,de caballerosidad... Imposible afianzarse enaquel estado superior sin que sus costumbresvariaran, y sin dar un poco de mano a todasaquellas artes innobles de la tacañería. ¡Si hastapara el negocio le convenía una miaja de rumboy liberalidad, hasta para el negocio... ¡ñales!,porque cuando se marcara más aquella trans-formación a que abocado se sentía, por la fuer-za de los hechos, forzoso era que acomodarasus procederes al nuevo estado!... En fin, habíaque ver cómo se enmendaba el error cometido...Difícil era ¡re-Cristo!, porque ¿con qué incum-bencia se presentaba él nuevamente allá? ¿Quéles iba a decir? Aunque parezca extraño, no

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encontraba el hombre, con toda su agudeza,términos hábiles para formular el perdón deintereses. Infinitos recursos de palabra poseíapara lo contrario; pero del lenguaje de la gene-rosidad no conocía ni de oídas un solo vocablo.

Toda la prima noche se estuvo atormentan-do con aquellas ideas. Su hija Rufinita y su yer-no estuvieron a visitarle, y achacaron su inquie-tud a motivos enteramente contrarios a los ver-daderos. «A tu papá le han arreado algún timo-decía Quevedito a su esposa cuando salían parairse al teatro a ver una función de hora-. ¡Y quedebe de haber sido gordo!».

Rufina, cogida del brazo de su diminuto es-poso, y rebozada en su toquilla color de rosa,iba refunfuñando por la calle: «Es que papá noaprende... Aprieta sin compasión, quiere sacarjugo hasta de las piedras; no perdona, no con-sidera, no siente lástima ni del Sursum Corda, y¿qué resulta? Que la divina Providencia se des-cuelga protegiendo a los malos pagadores... y al

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pícaro prestamista, estacazo limpio... Papá de-biera abrir los ojos, ver que con lo que tienepuede hacer otros papeles en el mundo, subirsea la esfera de los hombres ricos, usar levita in-glesa y darse mucha importancia. ¡Vamos, quevivir en una casa de corredor, y no tratar másque con gansos, y vestir tan a la pata la llana...!Esto no está bien, ni medio bien. Verdad que anosotros ¿qué nos va ni nos viene? Allá se en-tienda; pero es mi padre, y me gustaría verle enotra conformidad... Voy a lo que iba: papá es-truja demasiado, ahoga al pobre, y... hay Diosen el cielo, que está mirando dónde se cometeninjusticias para levantar el palo. Claro, ve quemi padre es una fiera para la cobranza, y allá vael garrotazo... Vete a saber lo que habrá pasadohoy: alguno que no paga ni a tiros, y al ir a em-bargarle se han encontrado con cuatro trastosviejos que no valen ni las diligencias... O algu-no que ha hecho la gracia de morirse, dejando ami padre colgado; en fin, qué sé yo lo queserá... Lo que digo, que a Dios no le hace maldi-

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ta gracia que papá sea tan atroz, y le dice... '¡eh,cuidado!...'».

-VIII-Desde la muerte de su hijo Valentín, de triste

memoria, Torquemada se arregló una viviendaen el principal de la casa de corredor que pose-ía en la calle de San Blas. Juntando los dos cuar-titos principales del exterior, le resultó unahuronera bastante capaz, con más piezas de lasque él necesitaba, todo muy recogido, tortuosoy estrecho, verdadera vivienda celular en lacual se acomodaba muy a gusto, como si encada uno de aquellos escondrijos sintiera elmolde de su cuerpo. A Rufina le dio casa enotra de su propiedad, pues aunque hija y yernoeran dos pedazos de pan, se encontraba mejorsolo que bien acompañado. Había dado Rufini-ta en la tecla de refistolear (6) los negocios de supadre, de echarle tal cual sermoncillo por su

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avaricia, y él no admitía bromas de esta clase.Para cortarlas y hacer su santa voluntad sinintrusiones fastidiosas, que cada cual estuvieseen su casa, y Dios... o el diablo en la de todos.

Tres piezas tan sólo, de aquel pequeño labe-rinto, servían de vivienda al tacaño para dor-mir, para recibir visitas y para comer. Lo demásde la huronera teníalo relleno de muebles, tapi-ces y otras preciosidades adquiridas en almo-nedas, o compradas por un grano de anís adeudores apurados. No se desprendía deningún bargueño, pintura, objeto de talla, aba-nico, marfil o tabaquera sin obtener un buenprecio, y aunque no era artista, un feliz instintoy la costumbre de manosear obras de arte ledaban ciencia infalible para las compras asícomo para las ventas.

En el ajuar de las habitaciones vivideras senotaba una heterogeneidad chabacana. A losmuebles de la casa matrimonial del tiempo dedoña Silvia habíanse agregado otros mejores, y

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algunos de ínfimo valor, desmantelados y ridí-culos. En las alfombras se veían pedazos riquí-simos de Santa Bárbara cosidos con fieltros in-decentes. Pero lo más particular de la viviendadel gran Torquemada era que, desde la muertede su hijo, había proscrito toda estampa o cua-dro religioso en sus habitaciones. Acometido,en aquella gran desgracia, de un feroz escepti-cismo, no quería ver caras de santos ni Vírge-nes, ni aun siquiera la de nuestro Redentor, yafuese clavado en la cruz, ya arrojando del tem-plo a los mercachifles. Nada, nada... ¡fuera san-tos y santas, fuera Cristos y hasta el mismísimoPadre Eterno fuera!... que el que más y el quemenos, todos le habían engañado como a unchino, y no sería él, ¡ñales!, quien les guardaseconsideración. Cortó, pues, toda clase de rela-ciones con el Cielo, y cuantas imágenes habíaen la casa, sin perdonar a la misma Virgencitade la Paloma, tan venerada por doña Silvia,fueron llevadas en un gran canasto a la bohar-

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dilla, donde ya se las entenderían con las ara-ñas y ratones.

Era tremendo el tal Torquemada en sus faná-ticas inquinas religiosas, y con el mismo desdénmiraba la fe cristiana con todo aquel fárrago dela Humanidad y del Gran Todo que le habíaenseñado Bailón. Tan mala persona era el GranTodo como el otro, el de los curas, fabricante delmundo en siete pasteleros días, y luego... ¿paraqué? Se mareaba pensando en el turris-burrisde cosas sucedidas desde la Creación hasta eldía del cataclismo universal y del desquicia-miento de las esferas, que fue el día en que re-montó su vuelo el sublime niño Valentín, tanhijo de Dios como de su padre, digan lo quequieran, y de tanto talento como cualquier GranTodo, o cualquier Altísimo de por allá. Creíafirmemente que su hijo, arrebatado al cielo enespíritu y carne, lo ocupaba de un cabo a otro, oen toda la extensión del espacio infinito sinfronteras... ¡Cualquiera entendía esto de no

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acabarse en ninguna parte los terrenos, los aireso lo que fuesen!... Pero ¡qué demonio!, sin me-terse en medidas, él creía a pies juntillas que ono había cielo ninguno, ni Cristo que lo fundó,o todo lo llenaba el alma de aquel niño prodi-gioso, para quien fue estrecha cárcel la tierra, ymenguado saber todas las matemáticas queandan por estos mundos.

Bueno. Pues con tales antecedentes se com-prenderá que la única imagen que en la casa delprestamista representaba a la Divinidad era elretrato de Valentinito, una fotografía muy bienampliada, con marco estupendo, colgado en eltestero principal del gabinete, sobre un bargue-ño, en el cual había candeleros de plata repuja-da, con velas, pareciéndose mucho a un altar.La carilla del muchacho era muy expresiva.Diríase que hablaba, y su padre, en noches deinsomnio, entendíase con él en un lenguaje sinpalabras, más bien de signos o visajes de inteli-gencia, de cambio de miradas, y de un suspirar

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hondo a que respondía el retrato con milagro-sos guiños y muequecillas. A veces sentíaseacometido el tacaño de una tristeza indefinible,que no podía explicarse, porque sus negociosmarchaban como una seda, tristeza que le salíadel fondo de toda aquella cosa interior que noes nada del cuerpo; y no se le aliviaba sino co-municándose con el retrato por medio de unacontemplación lenta y muda, una especie deéxtasis, en que se quedaba el hombre como lelo,abiertos los ojos y sin ganas de moverse de allí,sintiendo que el tiempo pasaba con extraordi-naria parsimonia, los minutos como horas, yestas como días bien largos. Excitado algunasveces por contrariedades, o cuestiones con susvíctimas se tranquilizaba haciendo la limpiezatotal y minuciosa del cuadro, pasándole respe-tuosamente un pañuelo de seda que para elcaso tenía y a ningún otro uso se destinaba;colocando con simetría los candeleritos, loslibros de matemáticas que había usado el niñoy que allí eran como misales, un carretoncillo y

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una oveja que disfrutó en su primera infancia;encendiendo todas las luces y despabilándolascon exquisito cuidado, y tendiendo sobre elbargueño, para que fuese digno mantel de talmesa, un primoroso pañuelo grande bordadopor doña Silvia. Todo esto lo hacía Torquemadacon cierta gravedad, y una noche llegó a figu-rarse que aquello era como decir misa, pues sesorprendió con movimientos pausados de lasmanos y de la cabeza, que tiraban a algo sacer-dotal.

Siempre que le acometía el insomnio rebel-de, se vestía y calzaba, y encendido el altar, semetía en pláticas con el chico, haciéndole gara-tusas, recordando con fiel memoria su voz ysus dichos, y ensalzando con una especie dehosanna inarticulado... ¿qué dirán ustedes?, lasmatemáticas, las santísimas matemáticas, cien-cia suprema y única religión verdad en losmundos habidos y por haber.

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Dicho se está que aquella noche, por lo muyexcitado que estaba el hombre, fue noche degran solemnidad en tan singulares ritos. Sin-tiéndose incapaz de dormir, ni siquiera pensóen acostarse. La tarasca le dejó solo. Encendidaslas luces, apagó la lámpara de petróleo, lleván-dola a la sala próxima para que el tufo no leapestara, y entregose a su culto. El recuerdo delas señoras del Águila, y el vigor con que suconciencia le afeaba la conducta observada conellas, mezcláronse a otras y sentimientos, for-mando un conjunto extraño. Las matemáticas,la ciencia de la cantidad, los sacros números,embargaban su espíritu. Caldeado el cerebro,creyó oír cantos lejanos sumando cantidadescon música y todo... Era un coro angélico. Elrostro de Valentinico resplandecía de júbilo. Elpadre le dijo: «Cantan, cantan bien... ¿Quiénesson esos?».

En su interior sentía el retumbar de una granverdad proferida como un cañonazo, a saber,

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que las matemáticas son el Gran Todo, y losnúmeros los espíritus, que mirados desde aba-jo... son las estrellas... Y Valentinico tenía en suser todas las estrellas, y por consiguiente toditoel espíritu que anda por allá y por acá. Ya cercade la madrugada rindiose D. Francisco al can-sancio, y se sentó frente al bargueño, apoyandola cabeza en el ruedo de sus brazos, y estos enel respaldo de la silla. Las luces se estiraban yenrojecían lamiendo el pábilo negro; la cerachorreaba, con penetrante olor de iglesia. Elprestamista se aletargó, o se despabiló, puesambos verbos, con ser contrarios, podían apli-carse al estado singular de sus nervios y de sucabeza. Valentín no decía nada, triste y mañosocomo los niños a quienes no se ha hecho el gus-to en algo que vivamente apetecen. Ni habríapodido decir D. Francisco si le miraba realmen-te, o si le veía en los nimbos nebulosos de aquelsueñecillo que en la silla descabezaba. Lo indu-dable es que hijo y padre se hablaron; al menospuede asegurarse, como de absoluta realidad,

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que D. Francisco pronunció estas o parecidaspalabras: «Pero si no supe lo que hacía, hijo demi alma. No es culpa mía si no sé tocar esacuerda del perdón... y si la toco, no me suena,cree que no me suena».

-Pues... lo que digo-debió de expresar laimagen de Valentín-, fuiste un grandísimopuerco... Corre allá mañana y devuélveles atoca teja los arrastrados intereses.

Levantose bruscamente Torquemada, y des-pabilando las luces, se decía: «Lo haremos; esmenester hacerlo... ¡Devolución... caballerosi-dad... rasgo! ¿Pero cómo se compone uno parael rasgo? ¿Qué se dice? ¿De qué manera y conqué retóricas hay que arrancarse? Direles ¡ña-les!, que fue una equivocación... que me distra-je... ¡ea!, que me daba vergüenza de ser rumbo-so... la verdad, la verdad por delante... que noacertaba con el vocablo por ser la primera vezque...».

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-IX-¡La primera vez que perdonaba réditos!

Confuso y mareado durante toda la mañana, sesentía en presencia de una estupenda crisis.Veía como un germen de otro hombre dentrode sí, como un ser nuevo, misterioso embrión,que ya rebullía, queriendo vivir por sí dentrode la vida paterna. Y aquel sentimiento novísi-mo, apuntado como las ansias de amor enquien ama por vez primera, le producía unaturbación juvenil, mezcla de alegrías y temor.Dirigiose, pues, a casa de las señoras del Águi-la, como el novato de la vida, que después demil vacilaciones, se decide a lanzar su primeradeclaración amorosa. Y por el camino estudiabala frase, rebuscando las que tuvieran el saboretemelifluo que al caso correspondía. Dificultadgrande era para él la palabra suave y cariñosa,pues en su repertorio usual todas sonabanbroncas, ordinarias, como la percusión de lallanta de un carro sobre los desgastados ado-quines.

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Recibido, como el día anterior, por Cruz, quese asombró mucho de verle, estuvo muy torpeen el saludo. Olvidósele todo el diccionario finoque preparado llevaba, y como la dama le pre-guntase por la feliz circunstancia a que debía elhonor de tal visita, disparose el hombre, a im-pulsos de la expansiva ansiedad que dentrollevaba, y allá como el diablo le dio a entenderfue echando de su boca este chorretazo de con-ceptos: «Porque verá usted, señora doña Cruz...ayer, como soy tan distraído... Pero mi inten-ción, ¡cuidado!, era dar a ustedes una muestra...Soy hombre considerado y sé distinguir. Creausted que pasé un mal rato al percatarme,cuando salí, de mi descuido, de mi... estupefac-ción. Ustedes valen, ya lo creo, valen mucho,son personas dignísimas, y merecen que unamigo de corazón les dé una muestra...».

Embarullándose, tomó otro hilo; pero siem-pre iba a parar a la muestra, hasta que dandoun brinco, de locución, se entiende, fue a caer

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espanzurrado (7) en el terreno de la verdad puray concisa: «¡Ea!, señora, que no cobro intereses,que no los cobro, aunque me lo mande el Ver-bo... Y aquí tiene usted, en buena moneda, loque ayer descontamos».

Quitósele un gran peso de encima, y se ma-ravilló de que la dama no hiciese remilgos paratomar el dinero devuelto. Diríase que esperabael rasgo, y su sonrisa benévola y graciosa demujer bien curtida en la sociedad revelaba lasatisfacción de una sospecha confirmada. Diolelas gracias con delicadeza, sin lloriqueos depobre en quien el tomar y el pedir ha venido aser un oficio, y conociendo con tino admirableque al usurero le causaba enojo aquel asunto,por no ser de su cuerda, mudó airosamente deconversación (8). ¡Qué mal tiempo hacía! ¡Vayaque, después de tanto llover, venirse aquel fríoseco del Norte, en pleno Mayo! ¡Y qué desas-trosa temporada para los infelices que teníancajón en la pradera! Francamente, el Santo no se

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había portado bien aquel año. De aquí pasaronal disgusto de las dos señoras por la mala saludde Rafael. Era sin duda una afección hepática,efecto de su vida sedentaria y tristísima. Unatemporada de campo, un viajecito, una tandade baños alcalinos, serían quizás remedio segu-ro; pero no podían pensar en semejante cosa.Con discreción de buen tono se abstuvo la se-ñora de recalcar en el tema de sus escaseces,porque no creyera el otro que pordioseaba suauxilio para llevar a baños al ciego.

La mente de Torquemada se había chapuza-do en un profundo cavilar sobre la pobrezadecorosa de sus amigas, y aunque Cruz hablóde muy distintas cosas, no podía él seguirlamás que con algún que otro tropezón mono-silábico. De repente, como el nadador que des-pués de una larga inmersión sale a flote respi-rando fuertemente, se arrancó el hombre conesta pregunta: «¿Y ese pleito...?».

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Reproducíanse en su imaginación las estu-pendas ponderaciones de doña Lupe agonizan-te, y aquellas galeras cargadas de oro, las pro-vincias enteras, los ingenios de Cuba y elcúmulo increíble de riquezas que por derechopertenecían a los del Águila, y que sin duda leshabía quitado algún malsín. ¡Hay tanta pilleríaen esta España hidalga!

«¿Y ese pleitito...?»-volvió a decir, pues laseñora no había contestado al primer tiro.

-Pues el pleito-replicó al fin Cruz-, sigue sustrámites. Es de lo contencioso administrativo.

-Quiere decirse que la parte contraria es elGobierno.

-Justo.

-Pues entonces, no cansarse, lo perderán us-tedes... El Gobierno se lo lleva todo. Es el amo.Peseta que en sus manos cae, no esperemos que

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vuelva a salir de aquellas condenadas arcas. Ydígame, ¿es de mucha cuantía?

-¡Oh!, sí señor... Y en los seis millones delsuministro de cebada en la primera guerra ci-vil... negocio de nuestro abuelo, ¿sabe usted?...pues en los seis millones, la cosa es tan clara,que si no nos reconocen ese crédito, hay quedespedirse de la justicia en España.

Al oír el vocablo millones, Torquemada sequedó lelo, y aguzó el hocico soplando haciaarriba, manera muy suya de expresar la magni-tud de las cosas juntamente con el asombro queproduce.

«Hay además otros cabos, otros asuntos. Lacosa es muy compleja, Sr. D. Francisco... Mipadre fue despojado de sus tierras de la Rioja yde la ribera del Jalón, que estuvieron afectas auna fianza, por la contrata de conducción decaudales. El gobierno no cumplió lo pactado,hizo mangas y capirotes de las cláusulas del

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arrendamiento, y echó mano a las fincas. Ab-surdos, Sr. D. Francisco, que sólo se ven en estepaís desquiciado... ¿Quiere usted conocer deta-lladamente el asunto? Pues véngase por aquíalguna de estas noches. En la soledad y desam-paro en que vivimos, víctimas de tanta injusti-cia y de tanto atropello, alejadas de la sociedaden que nacimos y en la cual hemos sufrido tan-tos desaires y desengaños tan horribles, Diosmisericordioso nos ha concedido un lenitivo,un descanso del alma, la amistad de un hombreincomparable, de un alma caritativa, hidalga ygenerosa, que nos sostiene en esta lucha y nosda ánimo. Sin ese hombre compasivo, sin eseángel, nuestra vida sería imposible: ya noshabríamos muerto de tristeza. Ha sido el con-trapeso de tanto infortunio. En él hemos visto ala Providencia, piadosa y bella, trayéndonos unramito de oliva después del diluvio, y dicién-donos que no olvidemos que existe la esperan-za. ¡Esperanza! Basta con saber que no ha sidoarrebatada del mundo, para sentirla y vivir y

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alentar con ella. Gracias a ese buen amigo no locreemos todo perdido. Miramos a las tinieblasque nos cercan, y allá lejos vemos una lucecita,una lucecita...».

-¿Y ese señor...?-dijo Torquemada, en quienla curiosidad pudo más que el gustillo de oír ala señora.

-¿Conoce usted a D. José Ruiz Donoso?

-Donoso, Donoso... Me parece que me suenaese nombre.

-Persona muy conocida en Madrid, de edadmadura, buena presencia, respirando respetabi-lidad; modales de príncipe, pocas palabras,acciones hidalgas sin afectación... D. José RuizDonoso... Sí, le habrá usted visto mil veces. Hasido empleado en Hacienda, de esos que nuncaquedan cesantes, pues sin ellos no hay oficinaposible... Hoy le tiene usted jubilado con treintay seis mil, y vive como un patriarca, sin más

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ocupación que cuidar a su mujercita enferma, ymirar por nosotras, activando el dichoso pleito,que si fuera cosa suya no le inspiraría mayorinterés. ¡Ay, nos quiere mucho, nos adora! Fueíntimo de nuestro padre, y juntos siguieron enGranada la carrera de leyes. Hombre muy bienquisto en todo el Madrid oficial, para él no haypuerta cerrada en este y el otro ministerio, ni enel Tribunal de Cuentas, ni en el Consejo de Es-tado. Todo el día le tiene usted de oficina enoficina, dando empujones al carro pesadísimode nuestro pleito, que hoy se nos atasca en estebache, mañana en el otro. Conocedor comonadie del teclado jurídico y administrativo, yatoca el registro de la recomendación amistosa,ya el de la autoridad severa; un día le echa elbrazo por el hombro al consejero A; otro lesuelta una peluca al oficial B, del Tribunal deCuentas; y así marcha el asunto, y así sabemoslo que es esperanza, y así vivimos. Crea ustedque el día en que Donoso nos falte, para noso-tros se acabó el mundo, y nada tendremos que

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hacer en él más que procurarnos una muertecristiana que nos lleve al otro lo más prontoposible.

Panegírico tan elocuente acreció la curiosi-dad de Torquemada, que no veía las santashoras de echarse a la cara al señor de Donoso, aquien, por el retrato trazado de tan buena ma-no, ya creía conocer. Le estaba viendo, le sentía,érale familiar.

«No falta aquí ni una noche, aunque caigancapuchinos de bronce-añadió la dama-. Esnuestra única tertulia, y el único solaz de estavida tristísima. Se me figura que han de simpa-tizar ustedes. Conocerá usted a un hombre muysevero de principios, recto como los caminos deDios, veraz como el Evangelio, y de trato ex-quisito sin zalamerías, ese trato que ya se vaperdiendo, la finura unida a la dignidad y alsentimiento justo de la distancia que debeguardarse siempre entre las personas».

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-Sí que vendré-dijo D. Francisco, abrumadopor la superioridad del personaje, tal comoCruz le pintaba.

Algo más de lo conveniente alargó la visita,esperando que asomara Fidela, a quien deseabaver. Oyó su voz dulce y cariñosa, hablando conel ciego en el gabinete próximo, como si amoro-samente le riñera. Mas la cocinerita no se pre-sentaba, y al fin el tacaño no tuvo más remedioque largarse, consolándose de su ausencia conel propósito firme de volver a la noche.

-X-Vestido con los trapitos de cristianar, se fue

entre ocho y nueve, y cuando llamaba a lapuerta, subía tosiendo y con lento paso el señorde Donoso. Entraron casi juntos, y en el saludoy presentación, dicho se está que habían decontrastar la soltura y práctica mundana delviejo amigo de la casa con la torpeza desmaña-

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da del nuevo. Era Donoso un hombre eminen-temente calvo, de bigote militar casi blanco; lascejas muy negras, grave y ceremonioso el ros-tro, como un emblema oficial que en sí mismollevaba el respeto de cuantos lo miraban; llenoy bien proporcionado de cuerpo y talla, concierta tiesura de recepción, obra de la costum-bre y del trato social; vestido con acendradapulcritud, todo muy limpio, desde el cráneopelado que relucía como una tapadera de bru-ñido marfil, hasta las botas bien dadas debetún, y sin una mota del fango de las calles.

Desde los primeros momentos cautivó aTorquemada, que no le quitaba ojo, ni perdíasílaba de cuanto dijo, admirando lo correcto desu empaque, y la fácil elegancia de sus expre-siones. Aquella levita cerrada, tan bien ajustadi-ta al cuerpo, era la pieza de ropa más de sugusto. Así, así eran galanas y señoras las levitas,herméticamente cerradas, no como la suya, deltiempo de Mariana Pineda, tan suelta y desgar-

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bada, que no parecía, al andar con ella, sino unmurciélago en el momento de levantar el vuelo.¿Pues y aquel pantalón de rayas con tan buenacaída, sin rodilleras?... ¡y todo, Señor, todo: loscuellos tiesos, blancos como la leche; las botasde becerro, gruesas sin dejar de ser elegantes, yhasta la petaca que sacó, con cifra, para ofrecer-le un cigarrillo negro, de papel pectoral engo-mado! Todo, Señor, todo en D. José Ruiz Dono-so, delataba al caballero de esos tiempos, tal ycomo debían ser los caballeros, como Torque-mada deseaba serlo, desde que esta idea de lacaballería se le metió entre ceja y ceja.

El estilo, o lo que D. Francisco llamaba la ex-plicadera, le cautivaba aún más que la ropa, yapenas se atrevía el hombre a dar una opinióntímida sobre las cosas diversas que allí sehablaron. Donoso y Cruz se lo decían todo, y selo comentaban a competencia. Ambos gastabanun repertorio inagotable de frases lucidísimas,que Torquemada iba apuntando en su memoria

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para usarlas cuando el caso viniese. Fidelahablaba poco; en cambio el ciego metía baza entodos los asuntos, con verbosidad nerviosa ycon el donaire propio de un hombre en quien lafalta de vista ha cultivado la imaginación.

Dando mentalmente gracias a Dios porhaberle deparado en el señor de Donoso el mo-delo social más de su gusto, D. Francisco seproponía imitarle fielmente en aquella trans-formación de su personalidad que le pedían elcuerpo y el alma; y más atento a observar que aotra cosa, no se permitía intervenir en la con-versación sino para opinar como el oráculo dela tertulia. ¡Vamos, que también doña Cruz eraoráculo, y decía unas cosas que ya las habríaquerido Séneca para sí! Torquemada soltabagruñiditos de aprobación, y aventuraba algunafrase tímida, con el encogimiento de quien acada instante teme hacer un mal papel.

Dicho se está que Donoso trataba al presta-mista de igual a igual, sin marcar en modo al-

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guno la inferioridad del amigo nuevo de la ca-sa. Su cortesía era como de reglamento, un po-co seca y sin incurrir en confianzas impropiasde hombres tan formales. Representaba D. Joséunos sesenta años; pero tenía más, bastantemás, muy bien llevados, eso sí, gracias a unavida arregladísima y llena de precauciones.Cuerpo y alma se equilibraban maravillosa-mente en aquel sujeto de intachables costum-bres, de una probidad en que la maledicenciano pudo poner jamás la más mínima tacha; conla religión del método, aprendida en el cultoburocrático y trasegada de la administración atodos los órdenes de la vida; de inteligenciaperfectamente alineada en ese nivel medio queconstituye la fuerza llamada opinión. Todoesto, con sagacidad adivinatriz, lo caló al ins-tante Torquemada: aquel era su hombre, sutipo, lo que él debía y quería ser al encontrarserico y merecedor de un puesto honroso en lasociedad.

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Picando aquí y allá, la conversación recayóen el pleito. Aquella noche, como todas, Dono-so llevaba noticias. Cuando no tenía algo nuevoque decir, retocaba lo de la noche anterior,dándole visos de frescura, para sostener siem-pre verdes las esperanzas de sus amigas, aquienes quería entrañablemente.

«Al fin, en el Tribunal ha aparecido el inven-tario del año 39. No ha costado poco encontrar-lo. El oficial es amigo mío, y ayer le acusé lascuarenta por su morosidad... El ponente delConsejo me ha prometido despachar el dicta-men sobre la incidencia. Podemos contar conque antes de las vacaciones habrá recaído fa-llo... He podido conseguir que se desista delinforme de Guerra, que sería el cuento de nun-ca acabar...». Y por aquí seguía. Cruz suspiraba,y Fidela parecía más atenta a su labor de frivo-lité que al litigio.

«En este Madrid-dijo D. Francisco, que enaquel punto de la conversación se encontró con

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valor para irse soltando-, se eternizan los plei-tos, porque los que administran justicia no mi-ran más que a las influencias. Si las señoras lastienen, échense a dormir. Si no, esperen senta-das el fallo. De nada le vale al pobre litiganteque su derecho sea más claro que el sol, si nohalla buenas aldabas a que agarrarse».

Dijo, y se sopló de satisfacción al notar lobien que caía en los oyentes su discurso. Dono-so lo apoyaba con rápidos movimientos de ca-beza, que producían en la convexidad relucien-te de su calva destellos mareantes.

«Lo sé por experiencia propia de mí mismo-agregó el orador, abusando lastimosamente delpleonasmo-. ¡Ay, qué curia, ralea del diablo,peste del infierno! Olían la carne; se figurabanque había dónde hincar la uña, y me volvíanloco con esperas de hoy para mañana, y de estemes para el otro, hasta que yo los mandaba adonde fue el padre Padilla y un poquito másallá. Claro, como no me dejaba saquear, perdía,

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y por esto ahora, antes que andar por justicia,prefiero que todo se lo lleven los demonios».

Risas. Fidela le miró, diciendo de improviso:

«Señor D. Francisco, ya sabemos que en Ca-dalso de los Vidrios tiene usted mucha propie-dad».

-Lo sabemos-agregó Cruz-, por una mujerque fue criada nuestra y que es de allá. Viene avernos de cuando en cuando, y nos trae albillopor Octubre, y en tiempo de caza, conejos yperdices.

-¿Propiedad yo?... Regular, nada más queregular...

-¿Cuántos pares?-preguntó lacónicamenteDonoso.

-Diré a ustedes... Lo principal es viña. Cogíel año pasado mil y quinientas cántaras...

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-¡Hola, hola!

-¡Pero si va a seis reales! Apenas se saca parael coste de laboreo, y para la condenada contri-bución.

-No se achique-dijo Cruz-. Todos los labra-dores son lo mismo. Siempre llorando...

-Yo no lloro, no señora... No vayan a creerque estoy descontento de la suerte. No hay que-ja, no. Tengo, sí señora, tengo. ¿A qué lo he denegar, si es el fruto de mi sudor?

-Vamos, que es usted riquísimo-dijo Fidelaen tono que lo mismo podía ser de burla que dedesdén, con un poquito de asombro, como sidetrás de aquella frase hubiese una vaga acusa-ción a la Providencia por lo mal que repartía lasriquezas.

-Poco a poco... ¿Qué es eso de riquísimo?Hay, sí señora, hay para una mediana olla.

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Tengo algunas casas... Y en Cadalso, ademásdel viñedo, hay un poco de tierra de labor, supoco de pasto...

-Va a resultar-observó el ciego en tono jo-vial-, que con todos esos pocos se trae ustedmedio mundo en el bolsillo. ¡Si con nosotros noha de partirlo usted!

Risas. Torquemada, un poquitín corrido, searrancó a decir: «Pues bueno, señoras y caballe-ros, soy rico, relativamente rico, lo cual no quitaque sea humilde, muy humilde, muy llano, yque sepa vivir a lo pobre, con un triste pedazode pan si a mano viene. Miserable me suponenalgunos que me ven trajeado sin los requiloriosde la moda; por pelagatos me tienen los quesaben mi cortísimo gasto de casa y boca, y el nosuponer, el no pintarla nunca. Como que igno-ro lo que es darse lustre, y para mí no se hahecho la bambolla».

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Al oír este arranque, en que D. Francisco pu-so cierto énfasis, Donoso, después de reclamarcon noble gesto la atención, endilgó un solemnediscurso que todos oyeron religiosamente, yque merece ser consignado, pues de él se deri-van actitudes y determinaciones de la mayorimportancia en esta real historia.

-XI-«¿A qué hacer un misterio de la riqueza bien

ganada?-dijo Donoso en tono grave, midiendolas palabras, y oyéndose el concepto, por lo quevenía a ser a un tiempo mismo orador y públi-co-. ¿A qué disimularla con mal entendidahumildad? Resabio es ese, señor don Francisco,de una educación meticulosa, y de costumbreque debemos desterrar, si queremos que hayabienestar y progreso, y que florezcan el comer-cio y la industria. ¿Y a qué vienen, Sr. D. Fran-cisco, esa exagerada modestia, esos hábitos de

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sobriedad sórdida, sí señor, sórdida, en des-acuerdo con los posibles atesorados por el tra-bajo? ¿A qué viene ese vivir con apariencias demiseria, poseyendo millones, y cuando digomillones, digo también miles, o lo que sea? No;cada cual debe vivir en armonía con sus posi-bles, y así tiene derecho a exigirlo la sociedad.Viva el jornalero como jornalero, y el capitalistacomo capitalista, pues si es chocante ver a unpobre pelele echando la casa por la ventana, nolo es menos ver a un rico escatimando el cénti-mo, y rodeado de escaseces y porquerías. No:cada cual según su porqué; y el rico que vivecon miseria, entre gente zafia y ordinaria, pecagravemente, sí señor, pero contra la sociedad.Esta necesita constituir una fuerza resistentecontra los embates del proletariado envidioso.¿Y con qué elementos ha de constituir esa fuer-za, sino con la gente adinerada? Pues si los te-rratenientes y los rentistas se meten en una co-vacha, y esconden lo que les da el derecho deocupar las grandes posiciones, si renuncian a

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estas y se hacen pasar por mendigos, ¿en quién,digo yo, en quién ha de apoyarse la sociedadpara su mejor defensa?».

Se cruzó de brazos. Nadie le contestaba,porque nadie se atrevía a interrumpir con pala-bra ni gesto retahíla tan elocuente. Siguió di-ciendo:

«La riqueza impone deberes, señor mío: serpudiente, y no figurar como tal en el cuadrosocial, es yerro grave. El rico está obligado avivir armónicamente con sus posibles, gastán-dolos con la prudencia debida, y presentándoseante el mundo con esplendor decoroso. La po-sición, amigo mío, es cosa muy esencial. Lasociedad designa los puestos a quienes debenocuparlos. Los que huyen de ellos, dejan a lasociedad desamparada y en poder de la pilleríaaudaz. No señor; hay que penetrarse bien de lasobligaciones que nos trae cada moneda queentra en nuestro bolsillo. Si el pudiente vivecubierto de harapos, ¿me quiere usted decir

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cómo ha de prosperar la industria? Pues y elcomercio, ¿me quiere usted decir cómo ha deprosperar? ¡Adiós riqueza de las naciones,adiós movimiento mercantil, adiós cambios,adiós belleza y comodidad de las grandes capi-tales, adiós red de caminos de hierro!... Y haymás. Las personas de posición constituyen loque llamamos clases directoras de la sociedad.¿Quién da la norma de cuanto acontece en elmundo? Las clases directoras. ¿Quién pone unvalladar a las revoluciones? Las clases directo-ras. ¿Quién sostiene el pabellón de la morali-dad, de la justicia, del derecho público y priva-do? Las clases directoras. ¿Le parece a ustedque habría sociedad, y que habría paz, y quehabría orden y progreso, si los ricos dijeran:'pues mire usted, no me da la gana de ser clasedirectora, y me meto en mi agujero, me vistocon siete modas de atraso, no gasto un mara-vedí, como como un cesante, duermo en unjergón lleno de pulgas, no hago más que ir me-tiendo mis rentas en un calcetín, y allá se las

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componga la sociedad, y defiéndase como pue-da del socialismo y de las trifulcas. Y la indus-tria que muera, pues para nada me hace falta; yel comercio que lo parta un rayo; y las vías decomunicación que se vayan en hora mala. ¿Fe-rrocarriles? Si yo no viajo, ¿para qué los quiero?¿Urbanización, higiene, ornato de las ciudades?¿A mí qué? ¿Policía, justicia? Como no pleiteo,como no falto a la ley escrita, vayan con mildemonios...'».

Detenido para tomar aliento, el labio palpi-tante, acalorado el pecho, oyose un vago rumorde aprobación, la cual no se manifestaba conaplausos por el excesivo respeto que a todos elorador infundía.

Pausa. Transición de lo serio a lo familiar.«No tome a mal, Sr. D. Francisco, esta filípicaque me permito echarle. Óigala con benevolen-cia, y después usted, con su buen juicio, hará loque le acomode... Hablamos aquí como amigos,y cada cual dice lo que siente. Pero yo soy muy

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claro, y con las personas a quienes estimo deveras uso una claridad que a veces encandila.Conozco bien la sociedad. He vivido más decuarenta años en contacto con todas las emi-nencias del país; he aprendido algo; no me fal-tan ideas; sé apreciar las cosas; la experienciame da cierta autoridad. Usted me parece per-sona muy sensata, de muy buen sentido, sóloque demasiado metido en su concha. Es ustedel caracol, siempre con la casa acuestas. Hayque salir, vivir en el mundo... Me permito de-cirle mi parecer, porque yo predico a los hom-bres agudos: a los tontos no les digo nada. Nome entenderían».

-Bien, bien-murmuró Torquemada, queatontado por el terrible efecto de las amonesta-ciones de Donoso, no acertaba a expresar suadmiración-. Ha hablado usted como Séneca;no, mejor, mucho mejor que Séneca... Es que...diré a ustedes... Como yo me crié pobre, y conestrechez he vivido ahorrando hasta la saliva,

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no puedo acostumbrarme... ¿Cuál es el caminomás derecho del mundo? La costumbre... y porél voy. ¿Yo metiéndome a clase directora? ¿Yopintándola por ahí? ¿Yo echando facha y...? No,no puede ser; no me cae, no me comprendo así,vamos.

-¡Si no es echar facha, por Dios!

-Si más afectación, y por consiguiente másfacha, hay en aparentar pobreza siendo rico.

-Sólo se trata de dar a la verdad su naturalsemblante.

-Se trata de representar lo que se es.

-Otra cosa es engaño.

-Mentira farsa.

-No basta ser rico, sino parecerlo.

-Justo.

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-Cabal.

Estos comentarios, expresados rápidamentepor los tres Águilas, sin dar a D. Franciscotiempo para hacerse cargo de cada uno de ellos,le envolvieron en un torbellino. Sus oídos zum-baban; las ideas penetraban en su mente comouna bandada de alimañas perseguidas, y volv-ían a salir en tropel para revolotear por fuera.Balbuciente primero, con segura voz después,manifestose conforme con tales ideas, asegu-rando que ya había pensado en ello despacio, yque se reconocía fuera de su natural centro yclase; pero ¿cómo vencer su genio corto y enco-gido, cómo aprender de golpe las mil cosas queuna persona de posibles debe saber? Echoseinstintivamente por este camino de sinceridad,después de muchos tropezones y reticencias, yantes que pensara si le sería conveniente decla-rar su incapacidad para la finura, ya la habíadeclarado y confesado como un niño sorpren-dido en falta. ¿Qué remedio ya? Lo dicho, dicho

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estaba, y no se volvía atrás. Donoso le arguyócon razones poderosas; Cruz sostuvo que otrosmás desmañados andaban por el mundohechos unos príncipes, y Fidela y el ciego leanimaban con observaciones festivas, que sialgo tenían de burla, era esta tan discreta y sa-zonada que no podía ofenderle.

Charla charlando, llegó el fin de la velada, ytan gustoso se encontraba allí el hombre, quehabría podido creer que su conocimiento conlas Águilas y con Donoso databa de fecha muyremota; de tal modo se le iban metiendo en elcorazón. Juntos salieron los dos amigos de lacasa, y por el camino platicaron cuanto les diola gana sobre negocios, maravillándose D.Francisco de lo fuerte que estaba D. José enaquellas materias, y de lo bien que discurríasobre el interés del capital y demás incumben-cias económicas.

Y solo ya en su madriguera, recordaba elprestamista, palabra por palabra, el réspice que

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le echó aquel su nuevo amigo y ya director es-piritual, pues pensaba seguir lo mejor que pu-diese su sapientísima doctrina. Lo que le habíadicho sobre los deberes del rico y la ley de lasposiciones sociales era cosa que se debía oír derodillas, algo como el sermón de la Montaña, lanueva ley que debía transformar el mundo. Elmundo en aquel caso era él, y Donoso el Mesíasque había venido a volverlo todo patas arriba, ya fundar nueva sociedad sobre las ruinas de lavieja. En sus ratos de desvelo no pensaba D.Francisco más que en el sastre a que había deencargar una levita herméticamente cerrada comola de Donoso; en el sombrerero que le decoraríala cabeza, y en otras cosas pertinentes a la ves-timenta. ¡Oh!, sin pérdida de tiempo había quedeclarar la guerra a la facha innoble, al vestirsucio y ordinario. Bastantes años llevaba ya deadefesio. La sociedad fina le reclamaba como aun desertor, y allá se iba derecho, con botas decharol y todo lo demás que le correspondía.

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Pero su mayor asombro era que en una solanoche de palique con aquellas dignísimas per-sonas había aprendido más términos elegantesque en diez años de su vida anterior. Del tratocon doña Lupe había sacado (en justicia debíadecirlo) diferentes modos de hablar que le da-ban mucho juego. Por ejemplo, con ella apren-dió a decir: plantear la cuestión, en igualdad decircunstancias, hasta cierto punto, y a grandes ras-gos. Pero ¿qué significaba esta miseria de len-guaje con las cosas bonitísimas que acababa deasimilarse? Ya sabía decir ad hoc (pronunciabaazoc), partiendo del principio, admitiendo la hipóte-sis, en la generalidad de los casos; y, por último,gran conquista era aquello de llamar a todas lascosas el elemento tal, el elemento cual. Creía élque no había más elementos que el agua y elfuego, y ahora salíamos con que es muy bellodecir los elementos conservadores, el elemento mili-tar, el eclesiástico, etc.

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Al día siguiente, todas las cosas se le antoja-ron distintas de como ordinariamente las veía.«¿Pero me he vuelto yo niño?» se dijo, notandoen sí un gozo que le retozaba por todo el cuer-po, una como ansia de vivir, o dulce presagiode felicidades. Todas las personas de su cono-cimiento que aquel día vio, pareciéronle de unatosquedad intolerable. Algunas le daban asco.El café del Gallo y el de las Naranjas, a dondetuvo que ir en persecución de un infeliz deu-dor, pareciéronle indecorosos. Amigos en-contró que no andaban a cuatro pies por espe-cial gracia de Dios, y los había que le apesta-ban. «Atrás, ralea indecente» se decía, huyendodel trato de los que fueron sus iguales, y refu-giándose en su casa, donde al menos tenía lacompañía de sus pensamientos, que eran unospensamientos muy guapos, de levita y sombre-ro de copa, graves, sonrientes, y con tufillo deagua de colonia.

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Recibió a su hija con cierto despego aqueldía, diciéndole: «¡Pero qué facha te traes! Hastame parece que hueles mal. Eres muy ordinaria,y tu marido el cursi más grande que conozco,uno de nuestros primeros cursis».

-XII-Dicho se está que antes faltaran las estrellas

en la bóveda celeste, que Torquemada en latertulia de las señoras del Águila, y en la con-fraternidad del señor de Donoso, a quien pocoa poco imitaba, cogiéndole los gestos y las pa-labras, la manera de ponerse el sombrero, eltonito para saludar familiarmente, y hasta elmodo de andar. Bastaron pocos días para enta-blar amistad. Empezó el tacaño por hacerse elencontradizo con su modelo en Recoletos, don-de vivía; le visitó luego en su casa con pretextode consulta sobre un préstamo a retro que aca-baban de proponerle, y por mediación de Do-

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noso hizo después otro hipotecario en condi-ciones muy ventajosas. De noche se veían encasa de las del Águila, donde el tacaño habíaadquirido ya cierta familiaridad. No sentía en-cogimiento, y viéndose tratado con benevolen-cia y hasta con cariño, arrimábase al calor deaquel hogar en que dignidad y pobreza eranuna misma cosa. Y no dejaba de notar ciertadiferencia en la manera de tratarle las cuatropersonas de aquella gratísima sociedad. Cruzera quien mayores miramientos tenía con él,mostrándole en toda ocasión una afabilidaddulce y deseos de contentarle. Donoso le mira-ba como amigo leal. En Fidela creía notar ciertodespego y algo de intención zumbona, como sidelicadamente y con mucha finura quisiera aveces... lo que en estilo vulgar se llama tomar elpelo; y por fin, Rafael, sin faltar a la urbanidad,siempre correcto y atildado, le llevaba la con-traria en muchas de las cosas que decía. Poqui-to a poco vio D. Francisco que se marcaba unadivisión entre los cuatro personajes, dos a un

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lado, dos al otro. Si en algunos casos la divisiónno existía, y todo era fraternidad y concordia,de repente la barrerita se alzaba, y el avaro ten-ía que alargar un poco la cabeza para ver a Fi-dela y al ciego de la parte de allá. Y ellos le mi-raban a él con cierto recelo, que era lo más in-comprensible. ¿Por qué tal recelo, si a todos lesquería, y estaba dispuesto a descolgarse conalgún sacrificio de los humanamente posibles,dentro de los límites que le imponía su natura-leza?

Cruz sí que se le entraba por las puertas delalma con su afabilidad cariñosa, y aquel gracejoque le había dado Dios para tratar todas lascuestiones. Poquito a poco fue creciendo la fa-miliaridad, y era de ver con qué salero sabía ladama imponerle sus ideas, trocándose de ami-ga en preceptora. «D. Francisco, esa levita le caea usted que ni pintada. Si no moviera tanto losbrazos al andar, resultaría usted un perfectodiplomático»... «D. Francisco, haga por perder

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la costumbre de decir mismamente y ojo al Cristo.No sienta bien en sus labios esa manera dehablar»... «D. Francisco, ¿quién le ha puesto austed la corbata?, ¿el gato? Creeríase que nohan andado manos en ella, sino garras»... «DonFrancisco, siga mi consejo y aféitese la perilla,que mitad blanca y mitad negra, tiesa y amena-zadora, parece cosa postiza. El bigote solo, queya le blanquea, le hará la cara más respetable.No debe usted parecer un oficial de clase detropa, retirado. A buena presencia no le ganaránadie, si hace lo que le digo»... «D. Francisco,quedamos en que desde mañana no me trae acáel cuello marinero. Cuellito alto, ¿estamos? Oser o no ser persona de circunstancias, comousted dice»... «D. Francisco, usa usted dema-siada agua de colonia. No tanto, amigo mío.Desde que entra usted por la puerta de la callevienen aquí esos batidores del perfume anun-ciándole. Medida, medida, medida en todo...»«Don Francisco, prométame no enfadarse, y lediré... ¿se lo digo?... le diré que no me gusta

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nada su escepticismo religioso. ¡Decir que no leentra el dogma! Aparte la forma grosera de ex-presarlo, ¡entrarle el dogma!, la idea es abomina-ble. Hay que creer, señor mío. Pues qué,¿hemos venido a este mundo para no pensarmás que en el miserable dinero?».

Dicho se está que con estas reprimendasdulces y fraternales se le caía la baba al hombre,y allí era el prometer sumisión a los deseos dela señora, así en lo chico como en lo grande, yaen el detalle nimio de la corbata, ya en el graveempeño de apechugar a ojos cerrados con todasy cada una de las verdades religiosas.

Fidela se permitía dirigirle iguales admoni-ciones, si bien en tono muy distinto, ligeramen-te burlón y con toques imaginativos muy gra-ciosos. «D. Francisco, anoche soñé que veníausted a vernos en coche, en coche propio, comodebe tenerlo un hombre de posibles. Vea ustedcomo los sueños no son disparates. La realidades la que no da pie con bola, en la mayoría de

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los casos... Pues sí, sentimos el estrépito de lasruedas, salí al balcón, y me veo a mi D. Francis-co bajar del landeau, el lacayo en la portezuela,sombrero en mano...».

-¡Ay, qué gracia!...

-Dijo usted al lacayo no sé qué... con ese to-nillo brusco que suele usar... y subió. No aca-baba nunca de subir. Yo me asomé a la escalera,y le vi sube que te sube, sin llegar nunca, pueslos escalones aumentaban a cientos, a miles, yaquello no concluía. Escalones, siempre escalo-nes... Y usted sudaba la gota gorda... Ya porúltimo, subía encorvadito, muy encorvadito,sin poder con su cuerpo... y yo le daba ánimos.Se me ocurrió bajar, y el caso es que bajaba,bajaba sin poder llegar hasta usted, pues la es-calera se aumentaba para mí bajando comopara usted subiendo...

-¡Ay, qué fatiga, y qué sueños tan raros!

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-Esta es así-dijo Cruz riendo-. Siempre sueñacon escaleras.

-Es verdad. Todos mis sueños son de subir ybajar. Amanezco con las piernas doloridas y elpecho fatigado. Subo por escaleras de papel,por escaleras de diamante, por escalas tan suti-les como hilos de araña. Bajo por peldaños demetal derretido, por peldaños de nieve, y porun sin fin de cosas, que son mis propios pen-samientos puestos unos debajo de otros... ¿Seríen?

Sí que se reían, Torquemada principalmente,con toda su alma, sin sentirse lastimado por elligero acento de sátira que salpimentaba laconversación de Fidela como un picante usadomuy discretamente. El sentimiento que la jovendel Águila le inspiraba era muy raro. Habríadeseado que fuese su hija, o que su hija Rufinase le pareciese, cosas ambas muy difíciles depasar del deseo a la realidad. Mirábala comouna niña a quien no se debía consentir ninguna

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iniciativa en cosas graves, y a quien conveníamimar, satisfaciendo de vez en cuando sus an-tojos infantiles. Fidela solía decir que le encan-taban las muñecas, y que hasta la época en quela adversidad le impuso deberes domésticosmuy penosos se permitía jugar con ellas. Con-servaba de los tiempos de su niñez opulentaalgunas muñecas magníficas, y a ratos perdi-dos, en la soledad de la noche, las sacaba pararecrearse y charlar un poco con sus mudasamigas, recordando la edad feliz. Confesábase,además, golosa. En la cocina, siempre que hac-ían algún postre de cocina, fruta de sartén ocosa tal, lo saboreaba antes de servirlo, y el re-puesto de azúcar tenía en la cocinera un enemi-go formidable. Cuando no mascaba un palitode canela, roía las cáscaras de limón; se comíalos fideos crudos, los tallos tiernos de lombar-da, y las cáscaras de queso. «Soy el ratón de lacasa-decía con buena sombra-, y cuando tenía-mos jilguero, yo le ayudaba a despachar loscañamones. Me gusta extraordinariamente

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chupar una hojita de perejil, roer un haba, oechar en la boca un puñadito de arroz crudo.Me encanta el picor de la corteza de los rabani-tos, y la miel de la Alcarria me trastorna hastael punto de que la estaría probando, probando,por ver si es buena, hasta morirme. Por barqui-llos soy yo capaz de no sé qué, pues me comer-ía todos los que se hacen y se pueden hacer enel mundo; tanto, tanto me gustan. Si me deja-ran, yo no comería más que barquillos, miel y...¿a que no lo acierta D. Francisco?».

-¿Cacahuet?

-No.

-¿Piñones confitados?

-Tampoco.

-¿Pasas, alfajores, guirlache, almendras deAlcalá, bizcochos borrachos?

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-Los bizcochos borrachos también me embo-rrachan a mí. Pero no es eso, no es eso. Es...

-Chufas-dijo el ciego para concluir de unavez.

-Eso es... Me muero por las chufas. Yo man-daría que se cultivara esa planta en toda Espa-ña, y que se vendiera en todas las tiendas, parasustituir el garbanzo. Y la horchata debierausarse en vez de vino. Ahí tiene usted una cosaque a mí no me gusta, el vino. ¡Qué asco! ¡Vayacon lo que inventan los hombres! Estropear lasuvas, una cosa tan buena, por sacar de ellas esabebida repugnante... A mí me da náuseas, ycuando me obligan a beberlo me pongo mala,caigo dormida y sueño los desatinos más horri-pilantes: que la cabeza me crece, me crece hastaser más grande que la iglesia de San Isidro, oque la cama en que duermo es un organillo demanubrio, y yo el cilindro lleno de piquitos quevolteando hace sonar las notas... No, no me denvino, si no quieren que me vuelva loca.

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¡Lo que se divertían Donoso y Torquemadacon estas originalidades de la simpática joven!Deseando mostrarle un puro afecto paternal, noiba nunca D. Francisco a la tertulia sin llevaralguna golosina para el ratoncito de la casa.Felizmente, en la Travesía del Fúcar, camino dela calle de San Blas, tenía su tienda de esteras yhorchata un valenciano que le debía un pico aTorquemada, y este no pasaba por allí ningunatarde sin afanarle con buenos modos un cartu-chito de chufas. «Es para unos niños», solíadecirle. El confitero de la calle de las Huertas,deudor insolvente, le pagaba, a falta de monedamejor, intereses de caramelos, pedacitos deguirlache, alguna yema, melindres de Yepes, omantecadas de Astorga, género sobrante de laúltima Navidad, y un poco rancio ya. Hacía deello el tacaño paquetitos, con papeles de coloresque el mismo confitero le daba, y corriéndosealguna vez a adquirir en la tienda de ultrama-rinos el cuarterón de pasas, o la media librita degalletas inglesas, no había noche que entrara en

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la tertulia con las manos vacías. Todo ello no lesuponía más que una peseta y céntimos cadavez que tenía que comprarlo, y con tan pocoestipendio se las daba de hombre galante yrumboso. Rebosando dulzura, con todas lasconfiterías del mundo metidas en su alma, pre-sentaba el regalito a la damisela, acompañándo-lo de las expresiones más tiernas y mejor confi-tadas que podía dar de sí su tosco vocabulario.«Vamos; sorpresa tenemos. Esta no la esperabausted... Son unas cosas de chocolate fino, quellaman pompones, con hoja de papel de platafina, y más rico que mazapán». No podía co-rregirse la costumbre de anunciar y ponderar loque llevaba. Acogía Fidela la golosina congrandes extremos de agradecimiento y alegríainfantil, y D. Francisco se embelesaba viéndolahincar en la sabrosa pasta sus dientes, de unablancura ideal, los dientes más iguales, máspreciosos y más limpios que él había visto en sucondenada vida; dientes de tan superior hechu-ra y matiz, que nunca creyó pudiese existir en

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la humanidad nada semejante. Pensando enellos decía: «¿Tendrán dientes los ángeles?,¿morderán?, ¿comerán?... Vaya usted a saber sitendrán dientes y muelas, ellos, que, según re-zan los libros de religión, no necesitan comer.¿Y a qué es plantear esa cuestión? Falta saber quehaiga ángeles».

-XVIII-La amistad entre Donoso y Torquemada se

iba estrechando rápidamente, y a principios delverano, D. Francisco no ponía mano en cosaalguna de intereses sin oír el sabio dictamen dehombre tan experto. Donoso le había ensan-chado las ideas respecto al préstamo. Ya no sereducía al estrecho campo de la retención depagas a empleados civiles y militares, ni a lahipoteca de casas en Madrid. Aprendió nuevosmodos de colocar el dinero en mayor escala, yfue iniciado en operaciones lucrativas sin

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ningún riesgo. Próceres arruinados le confiaronsu salvación, que era lo mismo que entregárseleatados de pies y manos; sociedades en deca-dencia le cedían parte de las acciones a precioínfimo, con tal de asegurar sus dividendos, y elEstado mismo le acogía con benignidad. Todoel mecanismo del Banco, que para él había sidoun misterio, le fue revelado por Donoso, asícomo el manejo de Bolsa, de cuyas ventajas ypeligros se hizo cargo al instante con instintoseguro. El amigo le asesoraba con absoluta leal-tad, y cuando decía: «Compre usted Cubas sinmiedo», D. Francisco no vacilaba. Armoníainalterable reinaba entre ambos sujetos, siendode admirar que en la intervención de Donosoen los tratos Torquemadescos resplandecíasiempre el más puro desinterés. Habiéndoleproporcionado dos o tres negocios de granmonta, no quiso cobrarle corretaje ni cosa quelo valiera.

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Al compás de esta transformación en el or-den económico, iba operándose la otra, la so-cial, apuntada primero tímidamente en refor-mas de vestir, y llevada a su mayor desarrollopor medio de transiciones lentas, para que elcambiazo no saltara a la vista con crudezas desainete. El uso del hongo atenuaba la rutilanteaparición de un terno nuevo de paño color depasa, y los resplandores de la chistera flamantese obscurecían y apagaban con un gabán decuello algo seboso, contemporáneo de la entra-da de nuestras valientes tropas en Tetuán. Ten-ía suficiente sagacidad para huir del ridículo, opara sortearlo con hábiles combinaciones. Aunasí, la metamorfosis fue cogida al vuelo pormás de un guasón de los barrios en que resid-ían sus principales conocimientos, y no faltaroncuchufletas ni venenosas mordeduras. Sinhacer caso de ellas, D. Francisco iba dando delado a sus tradicionales relaciones, y ya no pod-ía disimular el despego que le inspiraban susamigos del café del Gallo, y de diversas tiendas

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y almacenes de la calle de Toledo, despego quepara algunos era antipatía más o menos decla-rada, y para otros aversión. Alguien encontrabanatural que D. Francisco quisiera pintarla, pose-yendo, como poseía, más que muchos que enMadrid iban desempedrando las calles en ca-rretelas no pagadas, o que vivían de la farsa ydel enredo. Y no faltó quien, viéndole con penaalejarse de la sociedad en que había ganado elprimer milloncito de reales, le tildara de ingratoy vanidoso... Al fin, hacía lo que todos: despuésde chupar a los pobres, hasta dejarles sin san-gre, levantaba el vuelo hacia las viviendas delos ricos.

Y si en los hábitos, particularmente en elvestir, la evolución se marcaba con rasgos ycaracteres que podía observar todo el mundo,en el lenguaje no se diga. Ya sabía decir cadafrase que temblaba el misterio, y se iba asimi-lando el hablar de Donoso con un gancho imi-tativo increíble a sus años. Verdad que a lo me-

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jor afeaba los conceptos con groseros solecis-mos, o tropezaba en obstáculos de sintaxis. Pe-ro así y todo, a quien no le conociera le daba elgran chasco, porque advertido por su sagaci-dad de los peligros de hablar mucho, se concre-taba a lo más preciso, y el laconismo y tal cualdicharacho pescado en la boca de Donoso lehacían pasar por hombre profundo y reflexivo.Más de cuatro, que por primera vez en aquellosdías se le echaron a la cara, veían en él un suje-to de mucho conocimiento y gravedad, oyéndo-le estas o parecidas razones: «Tengo para míque los precios de la cebada serán un enizma enlos meses que siguen, por actitud expectante delos labradores». O esta otra: «Señores, yo tengopara mí (el ejemplo de Donoso le hacía estarconstantemente teniendo para sí) que ya haybastante libertad, y bastante naufragio universal,y más derechos que queremos. Pero yo pregun-to: ¿Esto basta? La nación, por ventura, ¿nocome más que principios? ¡Oh, no!... Antes delprincipio, désele el cocido de una buena admi-

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nistración, y la sopa de un presupuesto nivela-do... Ahí está el quiquiriquí... Ahí le duele... ahí...Que me administren bien, que no gotee uncéntimo... que se mire por el contribuyente, yyo seré el primero en felicitarme de ello, a fuerde español y a fuer de contribuyente...». Alguiendecía oyéndole hablar: «Un poco tosco es estetío, pero ¡qué bien discurre!». Y ¡qué ingeniosoel chiste de llamar naufragio al sufragio! Dichose está que lo juicioso de sus manifestaciones ysu fama de hombre de guita le iban ganandoamigos en aquella esfera en que desplegaba susalas. Manifestaciones eran para él cuanto sehablaba en el mundo, y tan en gracia le cayó eltérmino, que no dejaba de emplearlo en todocaso, así le dieran un tiro. Manifestaciones lodicho por Cánovas en un discurso que se co-mentaba; manifestaciones lo dicho por la porte-ra de la casa de la calle de San Blas, acerca de silos chicos del tercero hacían o no hacían aguasmenores sobre los balcones del segundo.

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Y ya que se nombra la casa de D. Francisco,debe añadirse que la primera vez que entró enella Donoso para tratar de un fuerte préstamoque solicitaban los duques de Gravelinas, seasombró de lo mal que vivía su amigo, y validode la confianza que ya tenía con él, se permitióamonestarle en aquel tonillo paternal que tanbuen resultado le daba: «No lo creería si no loviera, amigo D. Francisco... Es que me enfado;tómelo como quiera, pero me enfado, sí señor...Vamos a ver: ¿no le da vergüenza de vivir eneste tugurio? ¿No comprende que hasta sucrédito pierde con tener casa tan miserable?¡Qué dirá la gente! Que es usted Alejandro enpuño, un avaro de mal pelaje, como los que seestilan en las comedias. Créame: esto le hacepoco favor. Tal como es el hombre, debe ser lacasa. Me carga que no se tenga de una persona-lidad como usted el concepto que merece».

-¡Pues yo, Sr. D. José, me acomodo tan bienaquí...! Desde que perdí a mi querido hijo, le

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tomé asco a los barrios del centro. Vivo aquímuy guapamente, y tengo para mí que estacasa me ha traído buena suerte... Pero no vaya acreer ¡cuidado!, que echo en saco roto sus mani-festaciones. Se pensará, D. José, se pensará...

-Piénselo, sí. ¿No le parece que en vez deandar buscando con un candil inquilino para elprincipal de su casa de la calle de Silva debeusted instalarse en él?

-¡En aquel principal tan grande... veintitréspiezas, sin contar el...! ¡Oh!, no, ¡qué locura!¿Qué hago yo en aquel palaciote, yo solo, sinnecesidades, yo, que sería capaz de vivir a gus-to en un cajón de vigilante de Consumos, o enuna garita de guarda-agujas?

-Siga mi consejo, Sr. D. Francisco-añadióDonoso, cogiéndole la solapa-, y múdese alprincipal de la calle de Silva. Aquella es la resi-dencia natural del hombre que me escucha. Lasociedad tiene también sus derechos, a los cua-

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les es locura querer oponer el gusto individual.Tenemos derecho a ser puercos, sórdidos, y adesayunarnos con un mendrugo de pan, cierto;pero la sociedad puede y debe imponernos uncoram vobis decoroso. Hay que mirar por el con-junto.

-Pero D. José de mi alma, mi personalidad seperderá en aquel caserón, y no sabrá cómoarreglarse para abrir y cerrar tanta puerta.

-Es que usted...

Hizo punto Donoso, como sin atreverse conla manifestación que preparaba; pero después deuna corta perplejidad, acomodó sus caderas enel sillón no muy blando que de pedestal le serv-ía, miró a D. Francisco severamente, y accio-nando con el bastón, que parecía signo de auto-ridad, le dijo:

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«Somos amigos... Tenemos fe el uno en elotro, por cierta compenetración de los caracte-res...».

-¡Compenetración!-repitió Torquemada parasí, apuntando la bonita palabra en su mente-Nose me olvidará.

-Supongo que usted creerá leal y sincero,inspirado en un interés de verdadero amigo,cuanto yo me permita manifestarle.

-Cierto, por la com... compenetranza... pene-tración...

-Pues yo sostengo, amigo D. Francisco, y lodigo sin rodeos, clarito, como se le deben decira usted las cosas... sostengo que usted debecasarse.

Aunque parezca lo contrario, no causó des-medido asombro en Torquemada la manifesta-ción de su amigo; pero creyó del caso pintar en

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su rostro la sorpresa: «¡Casarme yo, a misaños!... ¿Pero lo dice de verdad? ¡Cristo!, ca-sarme... Ahí es nada lo del ojo... Como si fuerabeberse un vaso de agua... ¿Soy algún mucha-cho?».

-¡Bah!... ¿qué tiene usted, cincuenta y cinco,cincuenta y siete...? ¿Qué vale eso? Está ustedhecho un mocetón, y la vida sobria y activa queha llevado le hacen valer más que toda la ju-ventud encanijada que anda por ahí.

-Como fuerte, ya lo soy. No siento el correrde la edad... A robustez no me gana nadie, nia... Qué sé yo... Tengo para mí que no careceríade facultades; digo, me parece... Pero no es eso.Digo que a dónde voy yo ahora con una mujercolgada del brazo, ni qué tengo yo que pintaren el matrimonio, encontrándome, como meencuentro, muy a mis anchas en el elemento sol-tero.

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-¡Ah!... eso dicen todos... libertad, comodi-dad... el buey suelto... Pero y en la vejez, ¿quiénha de cuidarle? Y esa atmósfera de santo cariño,¿con qué se sustituye cuando llegamos a vie-jos?... ¡La familia, Sr. D. Francisco! ¿Sabe ustedlo que es la familia? ¿Puede una personalidadimportante vivir en esta celda solitaria y fría,que parece el cuarto de una fonda? ¡Oh!, ¿no locomprende, bendito de Dios? Cierto que ustedtiene una hija; pero su hija mirará más por lafamilia que ella se cree que por usted. ¿De quéle valdrán sus riquezas en la espantosa soledadde un hogar sin afecciones, sin familia menuda,sin una esposa fiel y hacendosa?... Dígame, ¿dequé le sirven sus millones? Reflexione... consi-dere que nada puedo aconsejarle yo que no seala misma lealtad. La posición quiere casa, y lacasa quiere familia. ¡Buena andaría la sociedadsi todos pensaran como usted y procedierancon ese egoísmo furibundo! No, no: nos debe-mos a la sociedad, a la civilización, al Estado.Crea usted que no se puede pertenecer a las

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clases directoras sin tener hijos que educar,ciudadanos útiles que ofrecer a esa misma co-lectividad que nos lleva en sus filas, porque loshijos son la moneda con que se paga a la naciónlos beneficios que de ella recibimos...

-Pero venga acá, D. José, venga acá-dijo Tor-quemada, echándose atrás el sombrero, y to-mando muy en serio la cosa-. Vamos a cuentas.Partiendo del principio de que a mí me dé ahorael naipe por contraer matrimonio, queda en piela cuestión, la madre del cordero... ¿Conquién...?

-¡Ah!... eso no es cuenta mía. Yo planteo lacuestión: no soy casamentero. ¿Con quién?Busque usted...

-Pero D. José, venga acá. ¡A mis años...! ¿Quémujer me va a querer a mí, con esta facha?...digo, mi facha no es tan mala ¡cuidado! Otrashay peores.

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-Digo... si las hay peores.

-Con cincuenta y seis años que cumpliré el21 de Septiembre, día de San Mateo... Ciertoque no faltaría quien me quisiera por mi gua-no.... digo, por mi capital; pero eso no me llena,ni puede llenar a ningún hombre de juicio.

-¡Oh!, naturalmente. Bien sé yo que si ustedanunciara su blanca mano se presentarían cienmil candidatas. Pero no se trata de eso. Usted,si acepta mis indicaciones contrarias de todo entodo al celibato, busque, indague, coja la linter-na y mire por ahí. ¡Ah, ya sabrá, ya sabrá esco-ger lo mejorcito! A buena parte van. Mi hombresabe ver claro, y posee una sagacidad que daquince y raya al lucero del alba. No, no temo yoque pueda resultar una mala elección. ¿Existe lapersona que emparejará dignamente con D.Francisco? Pues si existe, contemos con que D.Francisco la encuentra, aunque se esconda cienestados bajo tierra.

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-¡Vaya, que a mis años...!-repitió el usurerocon ligera inflexión de lástima de sí mismo.

-No tergiverse la cuestión ni se escape por latangente de su edad... ¡Su edad! Si es la mejor.Como usted, en caso de volver a la cofradía, nohabría de descolgarse con una mocosa, frívola yllena la cabeza de tonterías, sino con una mujersentada...

-¿Sentada?

-Y de una educación intachable...

-¡Pero qué cosas tiene D. José!... Salir ahoracon la peripecia de que debo casarme... ¡Y todopor la... colectividad!-dijo Torquemada rom-piendo a reír como un muchacho, ávido debromas.

-No-replicó Donoso, levantándose despacio,como quien acaba de cumplir un alto debersocial-, no hago más que señalar una solución

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conveniente; no hago más que decir al amigo loque entiendo razonable, y eminentementepráctico.

Salieron juntos, y aquel día no hablaron másde casorio. Pero antes de que concluyera la se-mana, D. Francisco se mudó a su amplísimoprincipal de la calle de Silva.

-XIV-Había él oído mil veces el casado casa quiere;

pero nunca oyó que por el simple hecho detener casa debiera un cristiano casarse. En fin,cuando Donoso lo decía, su poco de razónhabría seguramente en ello. Las noches quesiguieron a aquella memorable conversación,estuvo el hombre receloso y asustado en la ter-tulia de las señoras del Águila. Temía que D.José saliese allí con la tecla del casorio, y fran-camente, si llegaba a sacarla, de fijo el aludidose pondría como un pimiento. De sólo pensarlo,

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le subían vapores a la cara. ¿Por qué le dabavergüenza de oírse interrogar sobre nuevasnupcias delante de Crucita y Fidelita? ¿Acaso lehabía pasado por las mientes ahorcarse conalguna de ellas? Oh, no, eran demasiado finaspara que él pretendiese tal cosa, y aunque supobreza las bajaba enormemente en la escalasocial, conservaban siempre el aquel aristocrá-tico, barrera perfumada que no podía salvarcon todo su dinero un hombre viejo, groserotey sin principios. No, nunca soñó tal alianza. Sialguien se la hubiera propuesto, el hombrehabría creído que se reían en sus barbas.

Una noche, a Cruz le habló de Valentinico, ylas dos hermanas mostraron tal interés en saberpormenores de la vida y muerte del prodigiosoniño, que Torquemada no paró de hablar hastamuy alta la noche, contando la triste historiacon sinceridad y sin estudio, en su lenguajepropio, olvidado de los terminachos que se lecaían de la boca a Donoso, y que él recogía.

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Habló con el corazón, narrando las alegrías depadre, las amarguras de la enfermedad que learrebató su esperanza, y con calor y naturali-dad tan elocuentes se expresó el hombre, quelas dos damas lloraron, sí, lloraron, y Fidelamás que su hermana; como que no hacía másque sonarse y empapar el pañuelo en los ojos.Rafael también oyó con recogimiento lo quecontaba D. Francisco; pero no lloraba, sin dudapor no ser propio de hombres, ni aun ciegos,llorar. El sí que echaba unos lagrimones deltamaño de garbanzos, como siempre que al-guien refrescaba en su espíritu la fúnebre histo-ria.

Y para que se vea cómo se enlazan loshechos humanos, y cómo se va tejiendo estatrenza del vivir, aquella noche, paseándose ensu cuarto delante del altarito con las velas en-cendidas, no podía pensar más que en las dosdamas gimoteando por la memoria del pobreValentinico, y en la circunstancia notoria de

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que Fidela había llorado más que Cruz, peromás. Bien lo sabía ya el chiquillo, sin que supadre se lo dijera. Acostose D. Francisco yamuy tarde, cansado de dar vueltas y de hacergaratusas delante del bargueño, cuando en me-dio de un letargo oyó claramente la voz delniño: «¡Papá, papá!...».

-¿Qué, hijo mío?-dijo levantándose de unsalto, pues casi siempre dormía medio vestido,envuelto en una manta.

Valentín le habló en aquel lenguaje peculiarsuyo, sólo de su padre entendido, lenguaje queera rapidísima transmisión de ojos a ojos.

«Papá, yo quiero resucitar».

-¿Qué, hijo mío?-repitió el tacaño sin enten-der bien, restregándose los ojos.

-Que quiero resucitar, vamos, que me da lagana de vivir otra vez.

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-¡Resucitar... vivir otra vez... volver al mun-do!

-Sí, sí. Ya veo lo contento que te pones. Yotambién, porque, lo que te digo, aquí se aburreuno.

-¡Según eso, te tendré otra vez conmigo, pe-dazo de gloria!-exclamó Torquemada, sentán-dose, o más bien cayéndose sobre una silla, cualsi estuviera borracho perdido.

-Volveré a ese mundo.

-Resucitando, como quien dice, al modo deJesucristo; saliéndote tan guapamente de lasepulturita perpetua que... me costó diez milreales.

-Hombre, no, eso no podría. ¿Tú qué estáspensando? Salir así... ¿cómo dices?, ¿grande ycon el cuerpo de cuando me morí?... Quítate.Así no me dejan...

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Pues así, así debe ser. ¿Quién se opone? ¿ElGrandísimo Todo? Ya, ya veo la tirria que metiene por si digo o no digo de él lo que me da lagana, ¡ñales! Pero conmigo que no juegue...

-Cállate... El Señor Grandísimo es bueno yme quiere. Como que me deja hacer en todo misantísima voluntad, y ahora me ha dicho queme salga de este elemento, que me vaya contigopara convertirte y quitarte de la cabeza tusherejías endemoniadas.

-¿Y vienes a este elemento?-murmuró Tor-quemada, hecho un ovillo, la cabeza entre laspiernas.

-Al elemento de la Humanidad bonita. Perome da risa lo que tú piensas, padre. ¡Creer quesalgo de la fosa con mi cuerpo de antes! ¿Esta-mos en los tiempos de la Biblia? No y no. Enté-rate bien: para ir allá tengo que volver a nacer.

-¿Volver a nacer?

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-Verbigracia, nacer chiquitín, como se nacesiempre, como la otra vez que nací, que no fuela primera, digo que no fue la primera ¡ñales!

-Entonces, hijo mío... me vestiré... ¿qué horaes? Iré a avisar al comadrón, D. Francisco deQuevedo, calle del Ave María.

-Todavía no... ¿Qué prisa hay? Pues apenasfalta tiempo para eso. Tú estás tonto, padre.

-Sí que lo estoy. No sé lo que me pasa. Ya meparece que despunta el día. Las velas alumbranpoco, y no te veo bien la cara.

-Es que me borro, yo no sé qué tengo que meborro. Me voy volviendo chiquitín...

-Espérate... ¿Y tu mamá, dónde está? (Al de-cir esto, Torquemada, tendido cuan largo era enmedio de la estancia, parecía un muerto.) Se mefigura que la he sentido gritar... Lo que dije:empiezan los dolores; hay que avisar.

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-No avises, no. Estoy tan chiquitín que nome encuentro. No tengo más que el alma, yabulto menos que un grano de arroz.

-Ya no veo nada. Todo tinieblas. ¿Dóndeestás? (En esto se arrastraba a gatas por el cuar-to.) Tu mamá no parece. La traía yo en el bolsi-llo, y se me ha escapado. Puede que esté dentrode la caja de fósforos... ¡Ah, pícaro!, la tienes túahí, la escondes en el bolsillo de tu chaleco.

-No, tú la tienes. Yo no la he visto. ElGrandísimo Todo me dijo que era fea...

-Eso no.

-Y vieja.

-Tampoco.

-Y que no sabía cómo se llamaba, ni le hacíafalta averiguarlo.

-Yo sí lo sé; pero no te lo digo.

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-Tiempo tengo de saberlo.

-Partiendo del principio de que sea quien túcrees...

-No se dice así, papá. Se dice: en el merohecho de que sea...

-Justo: en el mero hecho: se me había olvidadoel término... Pues si es, que sea, y si no es, queno sea... Será otra.

Púsose en cuclillas con gran dificultad, ysobándose los ojos miraba con estupefacción elaltarito, diciendo: «¡Qué cosas me pasan!». Va-lentinico no replicaba.

«Pero ¿es verdad que...?-le preguntó donFrancisco, que se había quedado solo-. Tengofrío. Me salí de la cama sin echarme el cha-quetón, y no tendrá maldita gracia que coja unapulmonía. Lo que haría yo ahora es tomar algo,por ejemplo, migas o unas patatas fritas. Pero a

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estas horas, ¿cómo le planteo yo a Rumalda lacuestión de que me haga el almuerzo?... Juraríaque mi hijo quiere nacer y que me lo ha dicho...Pero yo, triste de mí, ¿cómo lo nazgo?... Me vol-veré a la cama, y dormiré un poco si puedo.Todo ello será una suposición, un mero hecho. Lecontaré a Donoso lo que me pasa, y resuelva élmismamente esta... hipoteca, digo, hipótesis, quees como decir lo que se supone. Para que mihijo nazca, se necesita en primer término unamadre, no, en primer término un padre. D. Joséquiere que yo sea padre de familia, como quiendice, señor de muchas circunstancias. Ya le veolas cartas al señor de Donoso, que me estima, sí,me estima... Pero no puede ser. Dispense usted,amigo mío; pero no hay forma humana de quese realice ese... ¿cómo se dice?, ¡ah!, sí... desidera-tum. Yo le agradezca a usted mucho el desidera-tum, y estoy muy envanecido de saber que...muy satisfecho, y a la verdad, también tengo younas miajas de desideratum... pero hay una ba-rrera... eso de las clases. Pronto se dice que no

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hay clases; pero al decirlo, las dichosas clasessaltan a la vista, y le dejan a uno corrido...Dispénseme, D. José, dispénseme: pídame us-ted lo que quiera, la Biblia en pasta; pero no mepida eso. La idea de que me digan: '¡So!, vete deahí, populacho, que apestas', me subleva y mepone a morir. Y no es que yo huela mal. Bien veusted que me lavo y me aseo. Y hasta el aliento,que según me decía doña Lupe tiraba un pocopara atrás... se me ha corregido con la limpiezade la boca..., y desde que me quité la perilla queparecía un rabo de conejo, tengo mejor ver.Dice Rumalda que me parezco algo a O'Don-nell cuando volvía del África... En fin, que porlo físico no hay caso. Tengo para mí que enigualdad de circunstancias, sería yo el preferido;es decir, si yo fuera más fino y de nacimiento yeducación más compatibles... Pero no, no soycompatible, no caso, no ajusto... Mi corteza esmuy dura, áspera y picona como lija... No pue-de ser, no puede ser».

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Pasado algún tiempo, se agitó en la cama,diciéndose con sobresalto: «¿Apostamos a quehe roncado? Sí, ronqué... Me oí soltar un pipo-rrazo como los de los funerales... Esto sí que esgordo... Y yo pregunto: El Sr. Donoso, que eshombre tan fino, ¿roncará? Y aquellas delicadí-simas señoras... ¡por vida del Todísimo!, ¿ron-carán?».

-XV-A causa de la mala noche, estuvo destem-

plado y ojeroso toda la mañana siguiente; y porla tarde se le vio hecho un azacán, persiguiendogangas de almoneda, para amueblar con decen-cia dentro de la economía, su nueva casa. Nocompró cama de matrimonio porque ya la ten-ía, y de palosanto, adquirida por doña Silvia enun precio bajísimo. Y como Ruiz Donoso setomaba la confianza de asesorarle en aquellosarduos asuntos, aun antes que D. Francisco le

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pidiera su leal parecer sobre ellos, resultó quefueron comprados multitud de objetos perti-nentes al uso de señoras distinguidas, algunostan extraños, que no sabía Torquemada paraqué demonios servían. Como adquirido en li-quidaciones diferentes, por embargo, quiebra odefunción, el mueblaje era de lo más heterogé-neo que imaginarse puede. Pero la casa iba re-sultando elegante, de rico y señoril aspecto.Imposible que dejase de hablarse de ella en latertulia de las del Águila: Cruz pedía informes,se hacía explicar y describir todos los trastos,expresando opiniones discretísimas sobre lanecesaria armonía entre la comodidad y la ele-gancia.

Una de aquellas tardes (debió de ser pocosdías después de la mudanza) fueron de paseoTorquemada y su modelo, charlando de nego-cios. A la vuelta del Retiro por el Observatorio,saltó la conversación a lo del pleito, y D. José,parándose en firme, expresó una opinión opti-

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mista acerca de él; mas luego venían los peros,una cáfila de inconvenientes que quitaban todosu efecto a la primera afirmación. Había quegastar mucho, y como las señoras carecían deposibles, quizás... y sin quizás, tendrían queabandonar su derecho por falta de medios parademostrarlo. ¡Qué pena! ¡Una cosa tan clara! Élhabía agotado en obsequio de sus buenas ami-gas toda su actividad, todas sus relaciones, ypor fin, su corto peculio. Y no le pesaba, no.¡Eran tan dignas ellas de que todo el mundo sesacrificara por servirlas, y sacarlas de su horro-rosa situación! Pero esta ¡ay!, empeoraba, hastael punto de que las señoras y su infeliz herma-no tendrían pronto que pedir plaza en un asilode mendicidad: ya no poseían renta alguna,pues lo último que restaba de una lámina in-transferible, bocado a bocado se lo habían idocomiendo; ya no tenían nada que vender ni queempeñar.-Por mi parte-añadió descorazonado ycasi a punto de romper en llanto-, he hechocuanto humanamente podía. Los gastos del

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pleito absorben los tres cuartos de mi paga, yhéteme aquí imposibilitado de ir más adelante,Sr. D. Francisco. Habrá que abandonar a lospobres náufragos, pues ni agarrándolos por loscabellos se les puede sacar a flote. Me voy te-miendo que Dios se ha empeñado en ahogar aesa digna familia, y que todos nuestros esfuer-zos por salvarla son inútiles. Dios lo quiere, ycomo dueño absoluto de vidas y haciendas, lohará.

-Pues no lo hará-dijo Torquemada brava-mente, soltando un terno, y reforzándolo confuerte patada.

-¿Y qué podemos nosotros contra los desig-nios...?

-¡Qué desinios ni qué...!(aquí una palabra queno se puede copiar.) Las señoras ganarán elpleito.

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-¡Oh!, sí... Pero... garantíceme usted que lle-garemos a la sentencia. Yo confío en la rectituddel Consejo de Estado; pero de aquí a que elpleno falle hay una tiradita de tiempo y de gas-tos, en la cual nos veremos obligados a aban-donar el asunto.

-No se abandonará.

-¿Usted...?

-Yo, yo. Héteme aquí diciendo: adelante conlos faroles y con el litigio. Pues no faltaba más.

-Eso varía... Concretemos: usted...

-Yo, sí señor; yo, Francisco Torquemada, or-deno y mando que se pleitee. ¿Qué hace falta?¿Un abogado de los gordos? Pues a él. ¿Quémás? ¿Levantar un monte de papel sellado?¡Pues hala con él!... Nada de abandono. O haycorazón o no hay corazón. ¿Está claro el dere-

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cho? Pues saquémoslo por encima de la cabezadel mismísimo Cristo.

-Bueno... Me parece muy bien-dijo Donosoagarrando a su amigo por el brazo, pues en elcalor de la improvisación, a punto estuvo deque le cogiera un carruaje de los que en tropelbajaban del Retiro.

Emprendieron la caminata por el paseo deAtocha, hacia el Prado, a la hora en que los fa-roleros encendían el gas, y en que los paseantesa pie y en coche regresaban en bandadas enbusca de la sopa. Allá por el Museo vieron unhormigueo de luces en el Prado, y les dio en lanariz tufo de aceite frito. Era la verbena de SanJuan. Ya comenzaba el bullicio, y por evitarlo,subieron los dos respetables amigos por la Ca-rrera, charlando sobre lo mismo, parándose aratos, para poder expresar con cierto reposo lasgraves cosas que les salían del cuerpo. «Con-formes, Sr. D. Francisco-dijo Donoso allá frentea los leones del Congreso-. Permítame que le

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felicite por su delicadeza, virtud de la cual veoen usted uno de los ejemplos más raros. Hedicho delicadeza, y añado abnegación, porqueabnegación grande se necesita para hacer frentea tales dispendios, sin... vamos, obtener ningu-na ventaja... Si usted me lo permite, le diré queme parece mal, pero muy mal. (Torquemada nochistaba)... Digo que no me parece bien, y queusted, modesto en demasía, no se aprecia en loque vale. Le basta con la gratitud de las seño-ras, y francamente, no veo paridad entre la re-compensa y el servicio. Y no es que sea yo muypositivista... es que me duele verle a usted achi-carse tanto...».

Como D. Francisco no rezongaba, clavadossus ojos en el suelo, cual si tomara nota de lasrayas de las baldosas, arrancose el otro a mayo-res claridades, y allá por la esquina de Cedace-ros, parose otra vez en firme, y con gallardíarasgó el velo de esta forma:

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«¡Ea!, basta de jugar a la gallina ciega connuestras intenciones, Sr. D. Francisco. ¿Paraqué hacemos misterio de lo que debe ser clarocomo la luz? Yo le adivino a usted los senti-mientos. ¿Quiere que le describa el estado de suánimo?».

-¿A ver...?

-Pues desde que tuve la honra de hablarle deun delicado asunto... vamos, de la convenienciade tomar estado, la idea ha ido labrando enusted... ¿Es o no cierto que desde entonces nocesa usted de pensar en ello noche y día...?

-Es certísimo.

-Usted piensa en ello; pero su descomunalmodestia le impide tomar una resolución. Secree indigno, ¡oh!, siendo, por el contrario, dig-no de las mayores felicidades. Y ahora, cuandoplanteamos la cuestión de sacar adelante elpleito famoso, ahora, cuando usted se dispone

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a prestar a esa familia un servicio impagable, sudelicadeza viene a remachar el clavo, porque siantes se sentía usted cohibido como diez, ahoralo está como doscientos mil, y no cesa de ator-mentarse con este argumento, que es un verda-dero sofisma: Yo, que me creo indigno de aspi-rar a la mano, etcétera... ahora que, por venir lascosas rodadas, les presto este servicio etcétera,menos puedo pensar en casorio, porque creer-ían ellas y el mundo etcétera, que vendo el fa-vor, o que compro la mano etcétera...». ¿Es esto,sí o no, lo que piensa el amigo Torquemada?

-Eso mismísimo.

-Pues me parece una tontería mayúscula, Sr.D. Francisco de mi alma, que usted sacrifiquesentimientos nobilísimos ante el ídolo de unadelicadeza mal entendida.

Dijo esto con tanta gallardía, que a Torque-mada le faltó poco para que la emoción le hicie-ra derramar lágrimas.

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«Es que... diré a usted... yo... como soy así...no me ha gustado nunca ser mayúsculo, vamosal decir, picar más alto de lo que debo. Ciertoque soy rico; pero...».

-¿Pero qué?

-Nada, no digo nada. Dígaselo usted todo...

-Ya sé lo que usted teme: la diferencia declases, de educación, los timbres nobiliarios...todo eso es música en los tiempos que corren.¿Se le ha pasado por las mientes que sería re-chazado?...

-Sí señor... Y este cura, aunque de cepahumilde, y no muy fuerte en finuras de socie-dad, porque no ha tenido tiempo de aprender-las, no quiere que nadie le desprecie, ¡cuidado!

-Y la pobreza de ellas le cohíbe más, y diceusted: «no vayan a creer que porque son po-bres, les hago la forzosa...».

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-Justo... Parece que anda usted por dentro demí con un farolillo, registrando todas las in-cumbencias y sofismas que me andan por losrincones del alma.

Aproximábanse a la Puerta del Sol, dondehabían de separarse, porque Donoso vivía haciaSanta Cruz, y el camino de Torquemada era lacalle de Preciados. Fue preciso abreviar la con-ferencia, porque a entrambos les picaba la nece-sidad, y en su imaginación veían el santo gar-banzo.

«No hay para qué decir-indicó Donoso-, quehe hablado por cuenta propia antes y ahora, yque jamás, jamás, puede creerlo, hemos tocadoesta cuestión las señoras y yo... Debo recordar,además, que la pobre doña Lupe, que en gloriaesté, abrigaba este proyecto...».

-Sí que lo abrigaba-replicó D. Francisco, en-cantado de la frase ¡abrigar un proyecto!

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-Algo me dijo a mí.

-Y a mí. Como que me volvió loco el día desu defunción.

-En ella debió de ser manía, y me consta queindicó a las señoras...

-Las cuales no me conocían entonces.

-Justo; ni yo tampoco. Ahora, nos conocemostodos, y yo, amigo D. Francisco, me voy a per-mitir...

-¿Qué cosa?

-Me voy a permitir proponer a usted queponga el asunto en mis manos. ¿Cree que serébuen diplomático?

-El mejor que ha echado Dios al mundo.

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-¿Cree que sabré dejar a salvo la dignidad detodos en caso de aceptación, y en caso de repul-sa?

-Pues ¿qué duda tiene?

-Ea... No hay más que hablar por ahora.Adiós, que es tarde.

Se despidió con un fuerte apretón de manos,y no había andado seis pasos, cuando D. Fran-cisco, que perplejo quedó en la esquina de Go-bernación, sintiose asaltado de una duda pun-zante... Quiso llamar a su amigo; pero este sehabía perdido ya entre la muchedumbre. Eltacaño se llevó las manos a la cabeza, formu-lando esta pregunta: «Pero... ¿con cuál?». Por-que Donoso hablaba siempre en plural: las seño-ras. ¿Acaso pretendía casarle con las dos? ¡De-monio, la duda era para volver loco a cualquie-ra! Lanzándose intrépido en el torbellino de laPuerta del Sol, y haciendo quiebros y pasespara librarse de los tranvías y evitar choques

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con los transeúntes, interrogaba mentalmente laesfinge de su destino: «Pero ¿con cuál, ¡ñales!,con cuál...».

-XVI-Le faltó ánimo aquella noche para acudir a la

tertulia; porque si a D. José le tentaba el demo-nio y planteaba la cuestión allí, cara a cara, ¿deba-jo de qué silla o de qué mesa se metería él? Y nose achicaba, no: después de lo hablado con Do-noso, tan hombre era él como otro cualquiera.¿Pues qué, el dinero, la posición, no suponennada? ¿No se compensaba una cosa con otra, esdecir, la democracia del origen con la aristocra-cia de las talegas? ¿Pues no habíamos conveni-do en que los santos cuartos son también aris-tocracia? ¿Y acaso acaso las señoritas del Águilavenían en línea recta de algún Archipámpano,o del Rey de Babilonia? Pues si venían que vi-nieran. El cuento era que a la hora presente no

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tenían sobre qué caerse muertas, y su propie-dad era... lo que las personas bien habladasllaman un mito..., un pleito que se ganaría allápara la venida de los higos chumbos. ¡Ea, nadade repulgos ni de hacerse el chiquitín! Bienpodían las tales darse con un canto en los pe-chos, que brevas como él no caían todas lassemanas. ¿Pues a qué más podían aspirar?¿Había de venir el hijo mayor del Emperadorde la China a pedir por esposa a Crucita, yallena de canas, o a Fidelita, con los dientes afi-lados de tanta cáscara de patata como roía?¡Ay, ya iba él comprendiendo que valía más delo que pesaba! ¡Fuera modestia, fuera encogi-mientos, que tenían por causa el no dominar lapalabra y el temor de decir un disparate quehiciera reír a la gente! No se reirán, no, que gra-cias a su aplicación, ya había cogido sin fin detérminos, y los usaba con propiedad y soltura.Sabía encomiar las cosas diciendo muy a Cuen-to: excede a toda ponderación. Sabía decir: si yofuera al Parlamento, nadie me ganaría en poner los

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puntos sobre las íes. Y aunque no supiera, ¡ñales!,su pesquis para los negocios, su habilidad ma-ravillosa para sacar dinero de un canto rodado,su economía, su formalidad, su pureza de cos-tumbres, ¿no valían nada? A ver, que le sacarana relucir algún vicio. Él ni bebida, él ni mujeres,él ni juego, él ni tan siquiera el inofensivo pla-cer del tabaco. Pues entonces... ¿por qué le hab-ían de rechazar? Al contrario, verían el cieloabierto, y creerían que el Santísimo y toda sucorte se les entraba por las puertas de la casa.Razonando de este modo se tranquilizó,llenándose de engreimiento y de confianza ensí mismo. Pero luego volvía la terrible duda:«¿Con cuál, Señor, con cuál?».

En un tris estuvo, por la mañana, que escri-biera una esquelita a D. José Donoso rogándoleque le sacara de aquella enfadosa incertidum-bre. Pero no lo hizo. ¿Para qué, si pronto habíade despejarse la incógnita? Al fin, como las se-ñoras mandaran recado a su casa preguntando

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por su salud (con motivo de haber hecho rabo-na en la tertulia de la noche precedente), notuvo el hombre más remedio que ir. Casi casi lodeseaba. ¡Qué miedo ni qué ocho cuartos! Cadauno es cada uno. Si le rechazaban, ellas se loperdían. Por mucho que se les subiera a la ca-beza el humillo de la vanidad, no dejarían decomprender que de hombres como él entranpocos en libra... ¡Y a fe que estaban los tiempospara reparillos y melindres!... Sin ir más lejos,véase a la Monarquía transigiendo con la de-mocracia, y echando juntos un piscolabis en elbodegón de la política representativa. ¿Y esteejemplo no valía? Pues allá iba otro. La aristo-cracia, árbol viejo y sin savia, no podía ya vivirsi no lo abonaba (en el sentido de estercolar) elpueblo enriquecido. ¡Y que no había hecho flo-jos milagros el sudor del pueblo en aquel terciode siglo! ¿No andaban por Madrid arrastradosen carretelas muchos a quienes él y todo elmundo conocieron vendiendo alubias y baca-lao, o prestando a rédito? ¿No eran ya senado-

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res vitalicios y consejeros del Banco muchosque allá en su niñez andaban con los codos ro-tos, o que pasaron hambres para juntar paraunas alpargatas? Pues bien: a ese elemento per-tenecía él, y era un nuevo ejemplo del sudor depueblo fecundando... No sabía concluir la frase.

Esto pensaba al subir la escalera de la casade sus amigas, casi casi podía decir de sus mu-jeres, pues no pudiendo discernir en su agitadamente cuál de las dos le tocaría, se le represen-taba el matrimonio dando una mano a cadauna. Abriole Cruz, que le llevó a la sala, comosi quisiera hablarle a solas. «Esto de enchique-rarme en la sala-pensó Torquemada-, me huelea manifestaciones. Ya tenemos la pelota en eltejado».

En efecto, Cruz, que había llevado a la salitala lámpara que de ordinario alumbraba la tertu-lia del gabinete, le acorraló allí para manifestarlecon fría urbanidad que el señor Donoso les(¡siempre en plural!) había hablado de un asun-

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to, cuya importancia ni a ellos ni al Sr. de Tor-quemada se podía ocultar. Inútil decir que lasseñoras se sentían honradísimas con la... indi-cación... No era aún más que indicación; peroluego vendría la proposición. Honradísimas,naturalmente. Agradecían con toda su alma elnobilísimo rasgo... (rasgo nada menos) de sunoble amigo, y estimaban sus nobles sentimien-tos (tanta nobleza empalagaba ya) en lo muchoque valían. Mas no era fácil dar respuesta ca-tegórica hasta que no pasara algún tiempo,pues cosa tan grave debía mirarse mucho ypesarse... Así convenía a la dignidad de todos.Contestó D. Francisco en frases entrecortadas yrápidas, sin decir nada en sustancia, sino que élabrigaba la convicción de... y que él había hechoaquellas manifestaciones al señor de Donosomovido de la lástima... no, movido de un sen-timiento nobilísimo (ya todos éramos nobilísi-mos)... que su deseo de ser grato a las señorasdel Águila excedía a toda ponderación... que setomaran todo el tiempo que quisieran para

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pensarlo, pues así le gustaban a él las cosas,bien pensaditas y bien mediditas... que él eramuy sentado, y evacuaba siempre despacito ycon toda mesura los asuntos de responsabili-dad.

Breve fue la conferencia. Dejole solito un ins-tante la señora, y él se paseó agitadísimo por laangosta sala, otra vez atormentado por aquelladuda que ya se iba volviendo del género cómi-co, de un cómico verdaderamente sainetesco.Fue a dar ante el espejo, y al ver su imagen nopudo menos de increparse con saña: «¡Perohombre, si serás burro que todavía no sabes concuál ha de ser...! Pedazo de congrio, pregúntalo,pregúntalo, que es ridículo ignorarlo a estasalturas... aunque también preguntarlo es granmamarrachada, ¡ñales!».

La entrada del Sr. de Donoso puso fin a estasmanifestaciones internas, y no tardaron los cincopersonajes en hallarse reunidos en el próximogabinete, las señoras próximas a la luz, D. Fran-

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cisco, junto al ciego, y Donoso allá en la mar-quesina del ángulo, apartado como en señal deveneración, para que sus palabras, teniendoque recorrer un espacio relativamente largo,resonaran con mayor solemnidad. Perdido ya elmiedo, Torquemada, si le pinchan, arroja enmedio de la noble sociedad su pregunta explo-siva: «Con que a ver, sepamos, señoras mías,con cuál de ustedes me voy a casar yo». Pero nohubo nada de esto, porque ni alusiones remotí-simas se hicieron al peliagudo caso, y por másatención que puso, no pudo descubrir el avaroninguna novedad en el rostro de las dos damas,ni síntoma alguno de emoción. ¡Cosa más rara!Porque lo natural era que estuviese emocionadala que... la que fuese. En Cruz, únicamente pod-ía observarse un poco de animación; en Fidela,quizás, quizás un poco más de palidez. Ama-bles como siempre las dos señoritas, no le dije-ron al pretendiente nada que él no supiera, delo que dedujo que no les importaba un cominoel casorio, o que disimulaban la procesión que

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les andaba por dentro. Lo que sí pudo notar D.Francisco fue que a Rafael no hubo medio desacarle del cuerpo una palabra en toda la vela-da. ¿Cuál sería el motivo de que estuviese elbendito joven tan tétrico y metido en sí?¿Tendría relación aquella... ¿cómo se decía?...¡ah!, actitud... aquella actitud con el proyectadocasorio? Puede que no, porque probablementenada le habrían dicho sus hermanas.

Cruz siempre afable, guardando la distancia,señora neta y de calidad superior; Fidela máscorriente, tendiendo a la familiaridad festiva,con leves atrevimientos, y mayor flexibilidadque su hermana en la conversación. Tales fue-ron aquella noche, como la anterior, comosiempre; mas por lo tocante al materialismo deaquel proyecto que alborotaba el espíritu y losnervios de Torquemada, fueron un par de je-roglíficos a cuál más enigmático e indescifrable.Ya le iba cargando a D. Francisco tanto repulgo,tanto fruncido de labios, marcando la indife-

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rencia, y tanto escoger y recalcar las palabrasmás sosas y que no tenían carne ni pescado.Deseaba que terminase la tertulia para salir deestampía y desahogarse con D. José... ¡Ah, gra-cias a Dios que se acababa al fin! «Buenas no-ches... Conservarse...». En la escalera no quisodecir nada, porque las señoras, que salían defaroleras, podían oír. Pero en cuanto llegaron ala calle, cuadrose el hombre, y allí fue el estallarde su cólera con la grosería que informaba suser efectivo, anterior y superior a los postizosde su artificiosa metamorfosis.

«¿Me quiere usted decir qué comedia de pu-ñales es esta?».

-Pero ¡D. Francisco...!

-Si se han enterado, ¡me caigo en la mar!,¿por qué tanta tiesura? ¡Vaya, que ni tan siquie-ra darle a entender a uno que les retoza un po-co de alegría por el cuerpo...!

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-Pero ¡D. Francisco...!

-Y sobre todo, y esto es lo que más me re-vienta... dígame, dígamelo pronto... ¿Con cuálde las dos me caso?... El demonio me lleve si loentiendo... ¡Puñales, y la Biblia en pasta!

-Moderación, mi querido D. Francisco. Yparta del principio de que yo no intervengo si...

-Yo no parto de más principio ni de máspostre, ¡cuerno!, sino del saber ahora mismo...

-¿Con cuál...?

-¡Sí, con cuála! Sépalo yo con cien mil grue-sas de demonios y con la Biblia en pasta...

-Pues... no lo sé yo tampoco todavía. Esta-mos en lo más delicado de las negociaciones, ysi no me confirma sus poderes plenos, aguar-dando con moderación y calma lo que resulte,me desentiendo y nombre usted a otro... legado

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pontificio (echándose por lo festivo) o trate usteddirectamente con la potencia.

-¡Mecachis con la potencia! Yo creía... va-mos... parecía natural (calmándose) que lo pri-mero fuera saber cuál es la rama en que a unole cuelgan... De modo que...

-Nada puedo decir aún sobre ese particular,cuya importancia soy el primero en reconocer.

-Apañado estoy... Ya debe comprender quetengo razón... hasta cierto punto, y que otro cual-quiera, en igualdad de circunstancias...

Al ver que se ponía otra vez la máscara definura, Donoso le tuvo por vencido, y le enca-denó más, diciéndole:

«Repito que si mis gestiones no le acomo-dan, ahí va mi dimisión de ministro plenipo-tenciario...».

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-Oh, no, no... No la admito, no debo admitir-la... ¡cuidado! Es más, suplico a usted que laretire...

-Queda retirada. (Palmetazo en el hombro.)

-Dispénseme, si se me fue un poco la burra...

-Dispensado, y tan amigos como antes.

Separáronse en la Red de San Luis, y Tor-quemada se fue rezongando: aún repercutíanen su interior los ecos de la tempestad, mal so-focada por la fascinación que D. José Donosoejercía sobre él.

Segunda parte

-I-Levantábase Cruz del Águila al amanecer de

Dios, y comúnmente se despertaba un par de

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horas antes de dejar el lecho, quedándose enuna especie de éxtasis económico, discurriendosobre las dificultades del día, y sobre la manerade vencerlas o sortearlas. Contaba una y otravez sus escasos recursos, persiguiendo el pro-blema insoluble de hacer de dos tres y de cua-tro cinco, y a fuerza de revolver en su caldeadocerebro las fórmulas económicas, lograba darrealidad a lo inverosímil, y hacer posible loimposible. Con estos cálculos entremezclabarezos modulados maquinalmente, y las sílabasde oraciones se refundían en sílabas de cuen-tas... Su mente volvíase de cara a la Virgen, y seencontraba con el tendero. Por fin, la voluntadpoderosa ponía término al balance previo deldía, todo fatigas, cálculos y súplicas a la divini-dad, porque era forzoso descender al campo debatalla, a la lucha con el destino en el terrenopráctico, erizado de rocas, y cortado por inson-dables abismos.

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Y no sólo era general en jefe en aquella des-comunal guerra, sino el primero y el más bravode los soldados. Empezaba el día, y con el día elcombate; y así habían transcurrido años, sinque desmayara aquella firme voluntad. Mi-diendo el plazo, larguísimo ya, de su atroz su-frimiento, se maravillaba la ilustre señora de suindomable valor, y concluía por afirmar la infi-nita resistencia del alma humana para el pade-cer. El cuerpo sucumbe pronto al dolor físico, elalma intrépida no se da por vencida, y aguantael mal en presiones increíbles.

Era Cruz el jefe de la familia con autoridadirrecusable; suya la mayor gloria de aquellacampaña heroica, cuyos laureles cosechara enotra vida de reparación y justicia; suya tambiénla responsabilidad de un desastre, si la familiasucumbía, devorada por la miseria. Obedecían-la ciegamente sus hermanos, y la veneraban,viendo en ella un ser superior, algo como elMoisés que les llevaba al través del desierto,

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entre mil horrendas privaciones y amarguras,con la esperanza de pisar al fin un suelo fértil yhospitalario. Lo que Cruz determinaba, fuese loque fuese, era como artículo de fe para los doshermanos. Esta sumisión facilitaba el trabajo dela primogénita, que en los momentos de peli-gro, maniobraba libremente, sin cuidarse de laopinión inferior, pues si ella hubiera dicho undía: «no puedo más; arrojémonos los tres abra-zaditos por la ventana», se habrían arrojado sinvacilar.

El uso de sus facultades en empeños tandifíciles, repetidos un día y otro, escuela fue delnatural ingenio de Cruz del Águila, y este se lefue sutilizando y afinando en términos, quetodos los grandes talentos que han ilustrado ala humanidad en el gobierno de las naciones,eran niños de teta comparados con ella. Porqueaquello era gobernar, lo demás es música: erahacer milagros, porque milagro es vivir sin re-cursos; milagro mayor cubrir decorosamente

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todas las apariencias, cuando en realidad, bajoaquella costra de pobreza digna, se extendía lallaga de una indigencia lacerante, horrible, des-esperada. Por todo lo cual, si en este mundo sedieran diplomas de heroísmo, y se repartierancon justicia títulos de eminencia en el gobernar,el primer título de gran ministra y el diplomade heroína, debían ser para aquella hormigasublime.

Cuando se hundió la casa del Águila, los res-tos del naufragio permitieron una vida tolera-ble por espacio de dos años. La repentina or-fandad puso a Cruz al frente de la corta familia,y como los desastres se sucedían sin interrup-ción, al modo de golpes de maza dados en lacabeza por una Providencia implacable, llegó afamiliarizarse con la desdicha; no esperaba bie-nes; veía siempre delante la cáfila de malesaguardando su turno para acercarse con espan-tosa cara. La pérdida de toda la propiedad in-mueble, la afectó poco: era cosa prevista. Las

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humillaciones, los desagradables rozamientoscon parientes próximos y lejanos, también en-contraron su corazón encallecido. Pero la en-fermedad y ceguera de Rafael, a quien adoraba,la hizo tambalear. Aquello era más fuerte quesu carácter, endurecido y templado ya como elacero. Tragaba con insensible paladar hieles sinfin. Para combatir la terrible dolencia, realizóempresas de heroína, en cuyo ser se confundie-ran la mujer y la leona; y cuando se hubo per-dido toda esperanza, no se murió de pena, yadvirtió en su alma durezas de diamante que lepermitían afrontar presiones superiores a cuan-to imaginarse puede.

Siguió a la época de la ceguera otra en que laescasez fue tomando carácter grave. Pero no sehabía llegado aún a lo indecoroso; y además elleal y consecuente amigo de la familia, les ayu-daba a sortear el tremendo oleaje. La venta deun título, único resto de la fortuna del Águila, yde varios objetos de reconocida superfluidad,

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permitioles vivir malamente; pero ello es quevivían, y aun hubo noche en que, al recogersedespués de rudos trabajos, las dos hermanasestaban alegres, y daban gracias a Dios por laventura relativa que les deparaba. Esta fue laépoca que podríamos llamar de doña Lupe,porque en ella hicieron conocimiento con lainsigne prestamista, que si empezó echándolesla cuerda al cuello, después, a medida que fueconociéndolas, aflojó, compadecida de aquelladestronada realeza. De los tratos usurarios sepasó al favor benigno, y de aquí, por naturalpendiente, a una amistad sincera, pues doñaLupe sabía distinguir. Para que no se desmin-tiera el perverso sino que hacía de la existenciade las señoras del Águila un tejido de infortu-nios, cuando la amistad de doña Lupe anuncia-ba algún fruto de bienandanza, la pobre señorahizo la gracia de morirse. Creeríase que lo hab-ía hecho a propósito, por fastidiar.

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¡Y en qué mala ocasión le dio a la de los pavosla humorada de marcharse al otro mundo!Cuando su enfermedad empezó a presentarsíntomas graves, las Águilas entraban en lo queTorquemada, metido a hombre fino, habríallamado el periodo álgido de la pobreza. Hastaallí habían ido viviendo con mil estrecheces,careciendo no sólo de lo superfluo en que sehabían criado, sino de lo indispensable en quese crían grandes y chicos. Vivían mal, aunquesin ruborizarse, porque se comían lo suyo; peroya se planteaba el dilema terrible de morir deinanición o de comer lo ajeno. Ya era llegado elcaso de mirar al cielo, por si caía algún manáque se hubiera quedado en el camino desde eltiempo de los hebreos, o de implorar la caridadpública en la forma menos bochornosa. Si se hade decir la verdad, este período de supremaangustia se inició un año antes; pero el lealamigo de la casa, D. José Donoso, lo contuvo, olo disimuló con donativos ingeniosamente dis-frazados. Para las señoras, las cantidades que

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de las manos de aquel hombre sin par recibían,eran producto de la enajenación de una cargade justicia; mas no había tal carga de justiciaenajenada, ni cosa que lo valiera. Descubriolo alfin Crucita, y su consternación no puede expre-sarse con palabras. No se dio por entendida conD. José, comprendiendo que este le agradeceríael silencio.

Habría seguido el buen Donoso practicandola caridad de tapadillo, si humanamente tuvie-ra medios hábiles para ello. Pero también habíaempezado a gemir bajo el yugo de un adversodestino. No tenía hijos; pero sí esposa, la cualera, sin género alguno de duda, la mujer másenferma de la creación. En el largo inventariode dolencias que afligen a la mísera humani-dad, ninguna se ha conocido que ella no tuvierametida en su pobre cuerpo, ni en este habíaparte alguna que no fuese un caso patológicodigno de que vinieran a estudiarlo todos losfacultativos del mundo. Más que una enferma,

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era la buena señora una escuela de medicina.Los nervios, el estómago, la cabeza, las extre-midades, el corazón, el hígado, los ojos, el cuerocabelludo, todo en aquella infeliz mártir estabacomo en revolución. Con tantos alifafes, porindefinido tiempo sufridos sin que se vieranseñales de remedio, la señora de Donoso llegó aformarse un carácter especial de persona sobe-ranamente enferma, orgullosa de su mala sa-lud. De tal modo creía ejercer el monopolio delsufrimiento físico, que trinaba cuando le decíanque pudiera existir alguien tan enfermo comoella. Y si se hablaba de tal persona que padecíatal dolor o molestia, ella, no queriendo ser me-nos que nadie, se declaraba atacada de lo mis-mo, pero en un grado superior. Hablar de susdolencias, describirlas con morosa prolijidad,cual si se deleitara con su propio sufrimiento,era para ella un desahogo que fácilmente leperdonaban cuantos tenían la desdicha de oírla;y los de la familia le daban cuerda para que sedespotricara, con aquel dejo vago de voluptuo-

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sidad que ponía en el relato de sus punzadas,angustias, bascas, insomnios, calambres y retor-tijones. Su esposo, que la quería entrañable-mente y que ya llevaba cuarenta años de ver ensu casa aquella recopilación de toda la Patolog-ía interna, desde los tiempos de Galeno hastanuestros días, concluyó por asimilarse el orgu-llo hipocrático de su doliente mitad, y no lehacía maldita gracia que se hablase de padeci-mientos no conocidos de su Justa, o que a los desu Justa remotamente se pareciesen.

-II-La primera pregunta que a D. José se hacía

en la tertulia de las del Águila, era esta: «Y Jus-ta, ¿cómo ha pasado el día?». Y en la respuestahabía siempre una afirmación invariable, mal,muy mal, seguida de un comentario que variabacada veinticuatro horas: «Hoy ha sido la asisto-lia». Otro día era la cefalalgia, el bolo histérico,

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o el dolor agudísimo en el dedo gordo del pie.Gozaba Donoso pintando cada noche con re-cargadas tintas un sufrimiento distinto del de lanoche anterior. Y si no se hablaba nunca deesperanzas o probabilidades de remedio, por-que el curarse habría sido quitar a la epopeyade males toda su majestad dantesca, en cambio,siempre había algo que decir sobre la continuaaplicación de remedios, los cuales se ensayabanpor una especie de dilenttantismo (9) terapéutico,y se ensayarían mientras hubiese farmacias yfarmacéuticos en el mundo.

Con estas bromas, y el sin fin de médicosque iban examinando, con más entusiasmocientífico que piedad humanitaria, aquella enci-clopedia doliente, los posibles de Donoso semermaban que era un primor. Él no hablaba detal cosa; pero las Águilas lo presumían, y aca-baron por cerciorarse de que también su amigopadecía de ciertos ahogos. Por indiscreción deun íntimo de ambas familias enterose Cruz de

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que D. José había contraído una deuda, cosa enél muy anómala y que pugnaba con los hábitosde toda su vida. ¡Y que no pudiera ella acudiren su auxilio, devolviéndole con creces los be-neficios de él recibidos! Con estas penas, queunos y otros devoraban en silencio, coincidie-ron los días de la tremenda crisis económica deque antes hablé, los crujidos espantosos queanunciaban el principio del fin, dejando entre-ver el rostro lívido de la miseria, no ya vergon-zante y pudibunda, sino desnuda, andrajosa,descarada. Ya se notaban en algunos proveedo-res de la casa desconfianzas groseras, que hac-ían tanto daño a las señoras como si las azota-ran públicamente. Ya no había ni esperanzasremotas de restablecer las buenas relacionescon el propietario de la casa, ni se veía soluciónposible al temido problema. Ya no era posibleluchar, y había que sucumbir con heroísmo,llamar a las puertas de la caridad provincial omunicipal, si no preferían las nobles víctimasuna triple ración de fósforos en aguardiente, o

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arrojarse los tres en cualquier abismo que eldemonio les deparase.

En tan críticos días apareció la solución. ¡Lasolución! Sí que lo era, y cuando Donoso lapropuso, refrescando memorias de doña Lupe,que la había propuesto también como una chi-fladura que hacía reír a las señoras, Cruz sequedó aturdida un buen espacio de tiempo, sinsaber si oía la voz de la Providencia anuncian-do el iris de paz, o si el buen amigo se burlabade ella.

«No, no es broma-dijo Donoso-. Repito queno es imposible. Hace tiempo que esa idea estálabrando aquí. Creo que es una solución acep-table, y si se me apura, la única solución posi-ble. Falta, dirá usted, que el interesado mani-fieste... Pues aunque nada en concreto me hadicho, creo que por él no habrá dificultad».

Hizo Cruz un gesto de repugnancia, y des-pués un gesto de conformidad, y sucesivamen-

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te una serie de gestos y mohines que denotabanla turbación de su alma. Solución, sí, soluciónera. Si no había otra, ni podía haberla, ¿a quédiscutirla? No se discute el madero flotante alcual se agarra el náufrago que ya se ha bebidola mitad de la mar. Marchose D. José, y al si-guiente día volvió con la historia de que susnegociaciones iban como una seda, que por laparte masculina, bien se podía aventurar un sícomo una casa. Faltaba el sí del elemento feme-nino. Cruz, que aquella mañana tenía un volcánen su cerebro, del cual eran señales las llamara-das rojizas que encendían su rostro, movió losbrazos como un delirante tifoideo, y exclamó:«Aceptado, aceptado, pues no hay valor para elsuicidio...».

Donoso no sabía si la señora lloraba, o si semordía las manos cuando la vio caer en unasilla, taparse la cara, extender luego los brazosechando la cabeza hacia atrás.

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«Calma, señora mía. Hablando en plata, diréa usted que el partido me parecería aceptableen cualesquiera circunstancias. En las presen-tes, tengo para mí que es un partido soberbio».

-Si no digo que no; no digo nada. Arréglelousted como quiera... El humorismo del destinoadverso es horrible ¿verdad? ¡Gasta unas bro-mas Dios Omnipotente!... Crea usted que nopuedo menos de ver todo eso de la inmortali-dad y de la eterna justicia por el lado cómico.¿Qué hizo Dios, al crear al hombre, más quefundar el eterno sainete?

-No hay que tomarlo así-dijo D. José bus-cando argumentos de peso-. Nos encontramosfrente a un problema... La solución única, acep-table desde luego, es un poquito amarga, decatadura fea... Pero hay cualidades: yo creo queraspando la tosquedad se encuentra el hombrede mérito, de verdadero mérito...

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Cruz, que tenía los brazos desnudos porquehabía estado lavando, los cruzó, clavándose enellos las uñas. A poco más se saca tiras de piel.«Aceptado; he dicho que aceptado-afirmó conenergía, tembloroso el labio inferior-. Ya sabeque mis resoluciones son decisivas. Lo que re-suelvo, se hace».

Cuando se retiraba, D. José, asaltado de unaduda enojosa, tuvo que llamarla. «Por Dios, nosea usted tan viva de genio. Hay que tratar deun extremo importantísimo. Para seguir lasnegociaciones, y fijar con la otra parte contra-tante los términos precisos de la solución, nece-sito saber...».

-¿Qué, qué más?

-Pues ahí es nada lo que ignoro. A estas altu-ras, ni él ni yo sabemos con cuál de ustedes...

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-Es verdad... Pues... con ninguna, digo, conlas dos... No, no haga usted caso. Yo pensaréese detalle.

-¿Lo llama detalle?...

-Tengo la cabeza en ebullición. Déjeme pen-sarlo despacio, y lo que yo resuelva, eso será...

Retirose D. José, y la dama siguió lavando,sin dejar comprender a Fidela el gallo tapadoque el amigo de la casa traía. Ambas se ocupa-ban con el ardor de siempre en las faenasdomésticas, alegre la joven, taciturna la mayor.Una de las cosas a que más difícilmente se re-signaba ésta era a la necesidad de ir a la com-pra. Pero no había más remedio, pues la porte-ra, que tal servicio solía prestarles, se hallabagravemente enferma, y antes morir que fiarsepara ello de alguna de las vecinas entrometidasy fisgonas. Confiar los secretos económicos dela desgraciada familia a gente tan desconside-rada, incapaz de comprender toda la grandeza

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de aquel martirio, habría sido venderse estúpi-damente. Y antes que venderse, mejor erahumillarse a bajar al mercado, hacer frente aplaceras insolentes y tenderos desvergonzados,procurando no darse a conocer o haciéndose lailusión de no ser conocida. Cruz se disfrazaba,envolviéndose el cuerpo en un mantón, y lacara en luengo pañuelo, y así salía, con su esca-so repuesto de moneda de cobre, que cambiabapor porciones inverosímiles de carne, legum-bres, pan, y algún huevo en ciertos días. Ir a lacompra sin dinero, o con menos dinero del ne-cesario, era para la dignísima señora suplicioque se dejaba tamañitos todos los que inventóDante en su terrible Infierno. Tener que supli-car que se le concediese algún crédito, tenerque mentir, ofreciendo pagar la semana próxi-ma lo que seguramente no había de poder dar,era un esfuerzo de voluntad sólo inferior en ungrado al que se necesita para estrellarse elcráneo contra la pared. Flaqueaba a veces; peroel recuerdo del pobrecito ciego, que no conocía

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más placer que saborear la comida, la estimula-ba con aguijón terrible a seguir adelante enaquel vía crucis. «¡Y luego me hablan a mí demártires -se decía, camino de la calle de Pelayo-, y de las vírgenes arrojadas a las fieras y deotras a quienes desollaban vivas! Me río yo detodo eso. Que vengan aquí a sufrir, a ganar elcielo sin ostentación de que se gana, sin bomboy platillo». Regresaba a su casa, jadeante, elrostro como un pimiento, rendida del colosalesfuerzo, que otra vez le daba idea de la infinitaresistencia de la voluntad humana. Seguían aestas amarguras las de aderezar aquellos recor-tes de comida, de modo que Rafael tuviese lamejor parte, si no la totalidad, sin enterarse deque sus hermanas no lo probaban. Para que noconociese el engaño, Fidela imitaba el picoteodel tenedor, el rumor del mascar, y todo lo quepudiera dar la ilusión de que ambas comían.Cruz se había hecho ya a sobriedades inve-rosímiles, y si Fidela mordiscaba, por travesuray depravaciones del gusto, mil porquerías, hac-

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íalo ella por convicción, curada ya de todos losascos posibles. El partido que allí se sacaba deuna patata resultaría increíble si se narrara contoda puntualidad. Cruz, como el filósofo calde-roniano, recogía las hierbas arrojadas por laotra. Huevos, ninguna de las dos los catabatiempo hacía, y para que Rafael no lo compren-diera, la traviesa hermana menor golpeaba uncascarón sobre la huevera, imitando con admi-rable histrionismo el acto de comer un huevopasado. Para sí hacían caldos inverosímiles,guisos que debieran pasar a la historia culina-ria, cual modelos de la nada figurando ser algo.Ni aun a Donoso se le revelaban estos milagrosde la miseria noble, por temor de que el buenseñor hiciera un disparate sacrificándose porsus amigas. Tanta delicadeza en ellas era yaexcesiva; pero se encontraban sin fuerzas paraconllevar por más tiempo actitudes tan angus-tiosamente difíciles, y por las noches no podíansostener la afable rigidez de la tertulia sino contremendas erecciones de la voluntad.

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Aquel día, que debía señalarse con piedra dealgún color, por ser la fecha en que fueronaceptadas en principio por Cruz las proposi-ciones de Torquemada, sentíase la buena seño-ra con más ánimos. Se presentaba una solución,buena o mala, pero solución al fin. La salida deaquella caverna tenebrosa era ya posible, y deb-ían alegrarse, aun ignorando a dónde irían aparar por la grieta que en la ingrata roca se vis-lumbraba. Al dar de comer a su hermano, ladama ponderó más que otras veces la buenacomidita de aquel día. «Hoy tienes lo que tantote gusta: lenguado al gratin. Y un postre riquí-simo: polvorones de Sevilla». Fidela le ataba laservilleta al cuello, Cruz le ponía delante elplato de sopa, mientras él, tentando en la mesa,buscaba la cuchara. La falta de vista habíaleaguzado el oído, dándole una facultad de apre-ciar las más ligeras variaciones del timbre devoz en las personas que le rodeaban. De talmodo afinaba, en aquel memorable día, la am-pliación del sentido, que conoció por la voz no

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sólo el temple de su hermana, sino hasta suspensamientos, a nadie declarados.

En los ratos que Cruz iba a la cocina, deján-dole solo con Fidela, el ciego, comiendo despa-cio y sin mucho apetito, platicaba con su her-mana.

«¿Qué pasa?»-le preguntó con cierta inquie-tud.

-Hijo, ¿qué ha de pasar? Nada.

-Algo pasa. Yo lo conozco, lo adivino.

-¿En qué?...

-En la voz de Cruz. No me digas que no.Hoy ocurre en casa algo extraordinario.

-Pues no sé...

-¿No estuvo D. José esta mañana?

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-Sí.

-¿Oíste lo que hablaron?

-No; pero supongo que no hablarían nada departicular.

-No me equivoco, no. Algo hay, y algo muygordo, Fidela. Lo que no sé es si nos traerá feli-cidad o desgracia. ¿Qué crees tú?

-¿Yo?... Hijo, sea lo que fuere, más desgra-cias no han de caer sobre nosotros. No puedeser; la imaginación no concibe más.

-¿De modo que tú sospechas que será bue-no?

-Te diré... en primer lugar, yo no creo queocurra nada; pero si algo hubiere, por razónlógica, por ley de justicia, debe de ser cosa bue-na.

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-Cruz nada nos dice. Nos trata como a ni-ños... ¡Caramba!, y si lo que pasa es bueno, bienpodía decírnoslo.

La entrada de Cruz cortó este diálogo.

«¿Y vosotras, qué tenéis hoy para comer?».

-¿Nosotras?... ¡Ah!, una cosa muy buena.Hemos traído un pez...

-¿Cómo se llama? ¿Lo ponéis con arroz, ococido, en salsa tártara?

-Lo pondremos a la madrileña.

-A estilo de besugo, las tres rajitas y las rue-das de limón.

-Pues yo no lo pruebo. No tengo gana-dijoFidela-. Cómetelo tú.

-No, tú... Para ti se ha traído.

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-Tú, tú... tú te lo comes. ¡No faltaba más!...

-¡Ay, qué risa!-dijo el ciego con infantil gozo-. Será preciso echar suertes.

-Sí, sí.

-Arranca dos pajitas de la estera, y tráeme-las. A ver... vengan... Ahora, no miréis. Cortouna de las pajitas para que sean iguales de ta-maño... Ya está... Ahora las cojo entre los dedos:no mirar, digo... ¡Ajajá! La que saque la pajagrande, esa se come el pescadito. A ver... seño-ras, a sacar...

-Yo esta.

-Yo esta.

-¿Quién ha ganado?

-¡Tengo la pajita chica!-exclamó Fidela, go-zosa.

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-Yo la grande.

-Cruz se lo come, Cruz-gritó el ciego con se-riedad y decisión impropias de cosa tan baladí-.Y no admito evasivas. Yo mando... A callar... ya comer.

-III-Aquella fue la noche en que D. Francisco

dejó de asistir a la tertulia, lo que no causó pocaextrañeza, pues era de una puntualidad que élmismo solía llamar matemática, empleando condeleite un término que le parecía de los másfelices. ¿Qué tendría, qué no tendría?... Todoera conjeturas, temores de enfermedad. Al reti-rarse, Donoso prometió mandar un recado lomás temprano posible al día próximo para sa-ber a qué atenerse.

Cuando Fidela, como de costumbre, ayuda-ba a Rafael a quitarse la ropa para meterse en el

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lecho, el ciego, en voz tan apagada que pudieradudarse si hablaba con su hermana o consigomismo, decía: «No cabe duda, no. Algo ocurre».

-¿Qué estás ahí rezongando?

-Lo que te dije... Veo un suceso, un sucesoextraordinario, aquí, sobre la casa, dándolesombra como una nube que casi se toca con lamano, o como un gran pájaro con las alas abier-tas...

-¿Pero en qué te fundas tú para pensar talcosa? Caviloso eres...

-Me fundo... no sé en qué me fundo. Cuandouno no ve, se le desarrolla un sentido nuevo, elsexto sentido, el poder de adivinación, ciertaseguridad del presentimiento, que... No sé, nosé lo que es. Me mareo pensándolo... Perojamás me equivoco.

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Cualquier suceso insignificante que alteraraen mínima parte la monótona regularidad de latriste existencia de aquella familia era para Ra-fael motivo de cavilaciones, poniendo en febrilejercicio su facultad de husmear los sucesos enmisteriosos efluvios de la atmósfera. El nohaber venido aquella noche Torquemada, mo-tivo fue para pensar en un desequilibrio de loshechos que componían el inalterable cuadrovital de la tertulia; y aunque Rafael no echabade menos a D. Francisco, vio en aquel vacíocreado por su ausencia algo anormal, que leconfirmaba en sus sospechas o barruntos. Yenlazando aquella ausencia con fenómenosacústicos del género más sutil, como el timbrede voz de su hermana mayor, se metía en unlaberinto de hipótesis, capaz de volver loco aquien no tuviera por cabeza una perfectamáquina de probabilidades.

«Vaya, niño-indicó su hermana arropándole-, no pienses tonterías, y a dormir».

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Entró Cruz a ver si estaba bien acostado, o sialgo le faltaba.

«¿Sabes?-le dijo Fidela, que a broma tomabasiempre aquellas cosas-. Dice que algo va a su-ceder, rarísimo y nunca visto».

-Niño, duérmete-respondió la hermana ma-yor acariciándole la barba-. Nunca sabemos loque sucederá mañana. Lo que Dios quiera será.

-Luego... algo hay-afirmó el ciego con rápidapercepción.

-No, hijo, nada.

-Con tal que sea bueno, venga lo que quiera-apuntó Fidela graciosamente.

-Bueno, sí; pensad cosas buenas. Ya es tiem-po... me parece...

-¿Luego... es bueno?-dijo vivamente Rafael,sacando la boca del embozo.

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-¿Qué?

-Eso.

-¿Qué, hijo?

-Eso que va a pasar.

-Vaya, no caviles, y duérmete tranquilo...¿Quién duda que Dios, al fin y al cabo, ha deapiadarse de nosotros? ¡Oh, pensar en que aúnpueden venir más desgracias...! Nunca; no cabeen lo humano. Hemos llegado al límite. ¿Hay ono hay límite en las cosas humanas? Pues si haylímite, en él estamos... Ea, a dormir todo elmundo.

¡El límite! No necesitaba Rafael oír más parapasarse parte de la noche hilando y deshilandouna palabra. Límite era lo mismo que frontera,el punto o línea en que acaba un territorio yempieza otro. Si ellos tocaban ya el límite, eraque su vida cambiaría por completo. ¿Cómo,

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por qué?... También Fidela, creyendo notar algode excitación nerviosa en su hermana, ordina-riamente tan impenetrable y reposada, creyóque aquello del límite no era un dicho insignifi-cante, y empezó a divagar, abriendo su espíritua las ilusiones risueñas que constantemente lerondaban para colarse dentro. La pobrecillanecesitaba poco para ponerse alegre, ávida derespirar fuera de aquella cárcel tenebrosa de lamiseria. Una idea suelta, media palabra le bas-taban para entregarse al juego inocente de creeren el bien posible, de mirarlo venir, y de lla-marlo con la fuerza misma del deseo.

«Acuéstate»-le dijo su hermana con la dulceautoridad que gastar solía. Y cogiendo una luz,se fue a registrar la casa, costumbre que habíaprevalecido en ella desde un fuerte susto quepasaron a poco de habitar allí. Examinaba todoslos rincones, poníase a gatas para mirar debajodel sofá y de las camas, y concluía por asegu-rarse de que estaba bien echado el cerrojo, y

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bien trancadas las ventanas que caían al patini-llo medianero. Cuando volvió al lado de suhermana, esta se desnudaba para acostarse,doblando cuidadosamente su ropa. «¿Se lo diréahora?-pensó Cruz, después de aplicar el oído ala vidriera del gabinete para cerciorarse de queRafael no rebullía-. No, no; se desvelará la po-brecilla. Mañana lo sabrá. Además, temo el oí-do sutil de mi hermano, que oye lo que se pien-sa, cuanto más lo que se dice».

Viendo a Fidela rezar entre dientes, ya en ellecho, se acostó en la cama próxima, operaciónsencillísima, pues la señora no se desnudaba.Dormía con enaguas, medias y una chambra,liado en la cabeza un pañuelo al modo de ven-da. Una manta de algodón la preservaba delfrío en los meses crudos; en verano le bastabaun abrigo viejo, de rodillas abajo. Seis meseshacía que la mayor de las Águilas no sabía loque eran sábanas.

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Apagada la luz y masculladas dos o tres ora-ciones, la dama dio un chapuzón en aquellaestancada laguna de su mísera vida, sintiéndo-se con agilidad para nadar un poco. Además, lalaguna se agitaba; en su seno levantábanse olasque columpiaban y sumergían a la nadadoracon gallardo movimiento.

«No, Virgen y Padre Eterno y Potencias ce-lestiales, yo no... no es a mí a quien toca estesacrificio para salvarnos de la muerte. A mihermana le corresponde, a ella, más joven, aella, que apenas ha luchado. Yo estoy rendidade esta horrible batalla con el destino. Ya nopuedo más; me caigo, me muero. ¡Diez años deespantosa guerra, siempre en guardia, siempreen primera línea, parando golpes, atendiendo atodo, inventando triquiñuelas para ganar unasemana, un día, horas; disimulando la tribula-ción para que los demás no perdieran el ánimo;comiendo abrojos y bebiendo hiel para que losdemás pudieran vivir...! No, yo ya he cumpli-

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do, Señor; estoy relevada de esta obligación; meha pasado el turno. Ahora me toca descansar,gobernar tranquilamente a los demás. Y ella, mihermanita, que entre ahora en fuego, en estedesconocido combate que se prepara; ella, tro-pa de refresco, ella, joven y briosa, y con ilusio-nes todavía. Yo no las tengo; yo no sirvo paranada, menos para el matrimonio... ¡y con esepobre adefesio!...».

Media vuelta, y rápida emergencia desde loprofundo de las aguas a la superficie.

«En resumidas cuentas, no es mal hombre...Ya me encargaré yo de pulirle, raspándole bienlas escamas. Debe de ser docilote y manso co-mo un pececillo. ¡Ah, si mi hermana tiene unpoquito de habilidad, haremos de él lo que nosconvenga!... La solución será todo lo estrafala-ria que se quiera; pero es una solución. O acep-tarla, o dejarnos morir. Cierto que resulta unpoquito y un muchito ridícula... pero no esta-mos en el caso de mirar mucho al qué dirán.

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¿Qué debemos a la sociedad? Desaires y humi-llaciones, cuando no dentelladas horribles. Puesno miremos a la sociedad; figurémonos que noexiste. Los mismos que nos critiquen le besaránla mano a él, sí... porque con esa mano firma eltalonario... la besarán, por si algo se les pega...¡Qué risa!».

Media vuelta, y rápida inmersión a los pro-fundos abismos. «Pues si esta pobrecita Fidela,que siempre fue mimosilla y voluntariosa, seniega al sacrificio; si no logro convencerla, siprefiere la muerte a la redención de la familiapor tal procedimiento, no tendré más remedioque apechugar yo... No, no; yo la convenceré:es razonable, y comprenderá que a ella le tocaapurar este cáliz, como a mí me han tocadootros... Lo que es yo, no me lo bebo... Además,ya estoy vieja. De seguro que él preferirá a laotra... ¿Pero si por artes del enemigo se vuelvea mí, o me saca, como en el juego de las paji-tas...? ¡No, no; qué disparate! He cumplido cua-

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renta años y me siento como si hubiera vividosesenta. ¡Yo ahora en esos trotes, teniendo queacostarme con ese gaznápiro, y soportarle, y...!¡Ni cómo he de servir yo para eso!... Fidela,Fidela, que apenas tiene veintinueve... Porque...¡cielos divinos!, para que el sacrificio sea prove-choso, es preciso que nazca algo... Yo criaré amis sobrinitos, y gobernaré a todos, chicos ygrandes, porque eso sí... mi autoridad no lapierdo. Estableceré una dictadura; nadie respi-rará en la casa sin mi permiso, y...».

Breve sueño, y despertar repentino, con exci-tación y hormiguilla en todo el cuerpo.

«En cuanto a ese pobre hombre, respondo deque le afinaré. Yo le alecciono de una maneraindirecta, y... la verdad, no hay queja del discí-pulo. En su afán de encasillarse en lugar másalto del que tiene, se asimila todas las ideas quele voy echando, como se echa pan a los pececi-llos de un estanque. El infeliz está ávido deideas nuevas, de modales finos y de términos

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elegantes. No tiene nada de tonto, y se espantade ser ridículo. Ponte en mis manos, asnito dela casa, y yo te volveré tan galán que causesenvidia... Cuando tenga más confianza, le co-geré por mi cuenta, y veremos si me luzco. Porde pronto, me valgo del amigo Donoso paraadvertirle ciertas conveniencias, leccioncillasque no puede una espetar sin tocarle el amorpropio. D. José me servirá de intermediariopara hacerle entender que las personas finas nocomen cebolla cruda. Hay noches, ¡Dios mío!,en que es preciso ponerse a metro y medio delbuen señor, porque...».

Balanceo en aguas medias... desvanecimien-to, letargo.

-IV-A la siguiente mañana, tempranito, cuando

Rafael aún no rebullía, Cruz trincó a su herma-na, y metiéndose con ella en la cocina, lugar

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retirado y silencioso, desde el cual, por muchoque se alzase la voz, no podía esta llegar al sutiloído del ciego, sin preparativos ni atenuantesque aquella mujer de acero no acostumbrabausar en las ocasiones de verdadera gravedad, selo dijo. Y muy clarito, en breves y categóricaspalabras.

«¡Yo... pero yo...!»-exclamó Fidela, abriendolos ojos todo lo que abrirlos podía.

-Tú, sí... No hay más que hablar.

-¿Yo dices?

-¡Tú, tú! No hay otra solución. Es preciso.

Cuando Cruz, con aquel solemne y autorita-rio acento, robustecido y virilizado en el conti-nuo batallar con la suerte, decía es preciso, nohabía más remedio que bajar la cabeza. Allí seobedecía a estilo de disciplina militar, o con la

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sumisión callada de la ordenanza jesuítica, pe-rinde ac cadaver.

«¿Creías tú otra cosa?»-dijo después de unapausa, en que observaba en el rostro de Fidelalos efectos del testarazo.

-Anoche empecé a sospecharlo, y creí... creíque serías tú...

-No, hija mía, tú. Con que, ya lo sabes.

Dijo esto con fría tranquilidad de ama de ca-sa, como si le mandara mondar los guisantes oponer los garbanzos de remojo. Alzó los hom-bros Fidela, y pestañeando a toda prisa, replicó:«Bueno...» y se fue hacia su cuarto, disparada,sin saber a dónde iba.

La primera impresión de la graciosa joven,pasado el estupor del momento en que oyó lanoticia, fue de alegría, de un respirar libre, y deun desahogo del alma y de los pulmones, como

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si le quitaran de encima un formidable peñasco,con el cual venía cargada desde inmemorialfecha. El peñasco podía ser una pesadísimajoroba que en aquel instante por sí sola se leextirpaba, permitiéndole erguirse con su natu-ral gallardía. «Matrimonio-se dijo-, significalímite. De aquí para allá, no más miseria, nomás hambre, no más agonías, ni la tristeza infi-nita de esta cárcel... Podré vestirme con decen-cia, mudarme de ropa, arreglarme, salir a lacalle sin morirme de vergüenza, ver gente, te-ner amigas..., y sobre todo, soltar este remo degalera, no tener que volverme loca pensando encómo ha de durar un calabacín toda la sema-na... no contar los garbanzos como si fueranperlas, no cortar y medir al quilate los pedazosde pan, comerme un huevo entero... rodear ami pobre hermano de comodidades, llevarle abaños, ir yo también, viajar, salir, correr, ser loque fuimos... ¡Ay, hemos sufrido tanto, que eldejar de sufrir parece un sueño! ¿Acaso estoyyo despierta?». Se pellizcaba, y luego corría por

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toda la casa, emprendiendo maquinalmente lasfaenas habituales: coger un zorro y empezar asacudir latigazos a las puertas, coger también laescoba, barrer... «No hagas mucho ruido-le dijoCruz, que pasaba del comedor a la cocina lle-vando loza-. Todavía me parece que duerme.Mira... yo barreré un poco; enciende tú la lum-bre: toma la cerilla... Cuidadito al encenderla,que no tenemos más que tres por junto». Dabaestas órdenes con sencillez, como si momentosantes no hubiera ejercido su autoridad en lacosa más grave que ejercerse podía. Creyéraseque no había pasado nada, que todo había sidobroma. Pero Cruz era así, un carácter entero,que disponía lo que juzgaba conveniente, em-pleando la misma autoridad glacial en las cosaschicas que en las grandes. Cambió de mano laescoba. ¡Sabe Dios lo que Cruz pensaba mien-tras barría! Fidela, al encender la lumbre, siguiórecreando su mente con la risueña perspectivadel cambio de vida. Hubo de pasar algún tiem-po, en el cual prendió la astilla y se levantó la

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vagarosa llama, antes de que comenzara la na-tural reacción de aquel júbilo, o el despertar deaquel ensueño, permitiendo ver la realidad deltremendo caso. La llama atacaba con brío elcarbón, cuando a Fidela se le representó la ima-gen de Torquemada en toda su estrafalaria tos-quedad. Bien observado le tenía, y jamás pudoencontrar en él ninguna gracia de las que ador-nan al sexo fuerte. ¿Pero qué remedio habíamás que resignarse para poder vivir? ¿Era o nouna salvación? Pues siendo salvación para lostres, ella por los tres se ofrecía en holocausto almonstruo, y se le entregaba por toda la vida.Menos mal si los demás vivían alegres, aunqueella pasase la pena negra con los amargores deaquel brebaje que se tenía que tomar.

Esta idea le quitó el apetito, y cuando suhermana preparó, con la rapidez de costumbre,el chocolate con agua que a las dos servía dedesayuno, Fidela no quiso probarlo. «¿Ya vie-nes con tus remilgos? ¡Si está muy bueno!-le

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dijo Cruz, poniendo sobre la mesa de la cocinalos mendrugos de pan del día anterior queayudaban a tragar la pócima-. ¿Qué? ¿Estáspreocupada con lo que te dije? ¡Ay, hija mía, enesta fiera lucha que venimos sosteniendo,cuando hay que hacer algo se hace! A ti te hatocado esta obligación, como a mí me han toca-do otras, bien rudas por cierto, y no hay reme-dio. Si los tres hemos de vivir, de ti dependennuestras vidas. Y no resulta el sacrificio tanduro como a primera vista parece. Cierto queno es muy galán que digamos. Cierto que se haenriquecido prestando dinero con espantosausura, y lleva sobre sí el menosprecio y el odiode tanta y tanta víctima. ¡Pero, ay, Fidela, nopuede una escoger el peñasco en que ha de to-mar tierra! La tempestad nos arroja en ese.¿Qué hemos de hacer más que agarrarnos?Figúrate que somos pobres náufragos flotandoentre las olas, sobre una tabla podrida. ¡Quenos ahogamos, que nos traga el abismo! Y así sepasan días, meses, años. Por fin alcanzamos a

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ver tierra. ¡Ay, una isla! ¿Qué hemos de hacermás que plantarnos en ella y dar gracias aDios? ¿Es justo que, ahogándonos y viendotierra cercana, nos pongamos a discutir si la islaes bonita o fea, si hay en ella flores o cardosborriqueros, si tiene pájaros lindos, o lagartijasy otras alimañas asquerosas? Es una isla, essuelo sólido, y en ella desembarcamos. Ya pro-curaremos pasarlo allí lo mejor posible. ¡Yquién sabe, quién sabe si metiéndonos tierraadentro encontraremos árboles y valles hermo-sos, aguas saludables, y todo el bien de queestamos privadas!... Conque... no hay que afli-girse. Es hombre de clase inferior y de extrac-ción villana. Pero su inferioridad y las ganasque tiene de aseñorarse, le harán más dócil,más dúctil, y conseguiremos volverle del revés.Por más que tú digas, yo veo en él cualidades;no es tonto, no. Rascando en aquella corteza seencuentra rectitud, sensibilidad, juicio claro...En fin, casados os vea yo, y déjale de mi cuen-ta... (Pausa.) ¿Y a qué viene ahora ese lloro?

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Guarda la lagrimita para cuando venga a pelo.Esto no es una desgracia; esto, después de diezaños de horrible sufrimiento, es una salvación,un inmenso bien. Reflexiona y lo compren-derás».

-Sí, lo comprendo... No digo nada-murmuróFidela, decidiéndose a tomar el chocolate; quemás pudo al fin la necesidad que el asco-. ¿Espreciso hacerlo? Pues no se hable más. Aunqueel sacrificio fuera mucho mayor, yo lo haría. Noestán los tiempos para escrupulizar, ni parapedir que nos sirvan platos de gusto. Lo quedices..., ¡quién sabe si será la isla menos árida ymenos fea de lo que parece mirada desde elmar!

-Justo... ¡Quién sabe!...

-Y si una vez salvados, nos alegraremos deestar en ella... Porque eso no se sabe. ¡Cuántasse han casado creyendo que iban a ser muyfelices, y luego resultaba que él era un perdido

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y un sinvergüenza! ¡Y cuántas se casan comoquien va al matadero, y luego...!

-Justo... Luego se encuentran con ciertas vir-tudes que suplen la belleza, y con un ordeneconómico, que al fin y al cabo hace la vidametódica, dulce y agradable. En este mundopícaro no hay que esperar felicidades de re-lumbrón, que casi siempre son humo; bastaadquirir un mediano bienestar. Las necesidadessatisfechas: eso es lo principal... ¡Vivir, y conesto se dice todo!

-¡Vivir!... eso es... Pues bien, hermana, si demí depende, viviremos.

Gozosa de su triunfo se levantó Cruz, y en-cargando a su hermana que no diese la noticia aRafael sino después de prepararle gradualmen-te, se vistió de máscara para ir a la compra, laobligación que más la molestara, y que máspenosa se le hacía entre todas las cargas deaquella abrumadora existencia.

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Rafael llamaba. Acudió Fidela, y dándole laropa le incitó a levantarse. Aquel día estaba lajoven de buenas, y propuso a su hermano lle-varle a dar un paseo. «Noto en el timbre de tuvoz una cosa muy extraña-le dijo el ciego, le-vantado ya, y cuando la hermana le ponía de-lante la jofaina para que se lavase la cara-. Nome niegues que te pasa algo. Tú estás más ale-gre que otros días... alegre, sí, y conmovida...Tú has llorado, Fidela, no me lo niegues: hay entu voz la humedad de lágrimas que se han se-cado hace un ratito. Tú has reído después oantes de llorar. Todavía te queda en la voz lavibración de la risa».

-Anda, no hagas caso... Date prisa, que eshora de peinarte, y te voy a poner hoy másguapo que un sol.

-Dame la toalla.

-Toma...

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-¿Qué hay? Cuéntamelo todo...

-Pues hay... un poquitín de novedades.

-¿Ves? Anoche lo dije. Si yo adivino...

-Pues...

-¿Ha estado alguien en casa?

-Nadie, hijo.

-¿Han traído alguna carta?

-No.

-Yo soñé que traían una carta con buenas no-ticias.

-Las buenas noticias pueden llegar sin carta;vienen por el aire, por los medios desconocidosque suele usar la infinita sabiduría del Señor.

-¡Ay, me pones en ascuas! Dilo pronto.

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-Te peinaré primero... Estate quieto... Nohagas visajes...

-¡Oh, no seas cruel!... ¡Qué suplicio!

-Si no es nada, hijito... Quieto. Déjame sacarbien la raya. Apenas es importante la raya.

-A propósito de raya... ¿Qué es eso del límiteque dijo Cruz? No he pensado en otra cosa du-rante toda la noche. ¿Quiere decir que hemosllegado al límite de nuestro sufrimiento?

-Sí.

-¿Cómo?... (levantándose con febril inquietud).Dímelo, dímelo al instante... Fidela, no me irri-tes, no abuses de mi estado, de esta ceguera queme aísla del mundo, y me encierra dentro deuna esfera de engaños y mentiras. Ya que nopuedo ver la luz, vea al menos la verdad, laverdad, Fidela, hermana querida.

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-V--Sosiégate... Te diré todo-replicó Fidela, un

poquitín asustada, colgándose de sus hombrospara hacerle sentar-. Tiempo hacía que no teenfadabas así.

-Es que desde ayer estoy como un arma car-gada a pelo. Me tocan, y me disparo... No séqué es esto... un presentimiento horrible, untemor... Dime: en este cambio feliz que nos es-pera, ¿ha tenido algo que ver D. José Donoso?

-Puede que sí: no te lo aseguro.

-¿Y D. Francisco Torquemada?

Pausa. Silencio grave, durante el cual, elvuelo de una mosca sonaba como si el espaciofuera un gran cristal, rayado por el diamante.

«¿No respondes? ¿Estás ahí?»-dijo el ciegocon ansiedad vivísima.

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-Aquí estoy.

-Dame tu mano... A ver.

-Pues siéntate y ten juicio.

Rafael se sentó, y su hermana le besó la fren-te, dejándose atraer por él, que le tiraba delbrazo.

«Paréceme que lloras (tentándole la cara). Sí...tu cara está mojada. Fidela, ¿qué es esto?Respóndeme a la pregunta que te hice. En esecambio, en ese... no sé cómo decirlo..., ¿figurade algún modo, como causa, como agente prin-cipal, ese amigo de casa, ese hombre ordinarioque ahora estudia para persona decente?».

-Y si figurara, ¿qué?-contestó la joven des-pués de hacerse repetir tres veces la pregunta.

-No digas más. ¡Me estás matando!-exclamóel ciego, apartándola de sí-. Vete, déjame solo...No creas que me coge de nuevas la noticia.

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Hace días que me andaba por dentro una sos-pecha... Era como un insecto que me picaba lasentrañas, que me las comía... ¡Sufrimiento ma-yor...! No quiero saber más: acerté. ¡Qué mane-ra de adivinar! Pero dime: ¿no trajisteis a esehombre a casa como bufón, para que nos divir-tiera con sus gansadas?

-Cállate, por Dios-dijo Fidela con terror-. SiCruz te oye, se enojará.

-Que me oiga. ¿Dónde está?

-Vendrá pronto.

-¡Y ella...! Dios mío, bien hiciste en cegarmepara que no viera tanta ignominia... Pero si nola veo, la siento, la toco...

Gesticulaba en pie, y habría caído, trope-zando contra los muebles, si su hermana no seabrazara a él, llevándole casi por fuerza alsillón.

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«Hijo, por Dios, no te pongas así. Si no es loque tú crees».

-Que sí, que sí es.

-Pero óyeme... Ten juicio, ten prudencia.Déjame que te peine.

De una manotada arrancó Rafael el peine demanos de Fidela y lo partió en dos pedazos.

«Vete a peinar a ese mastín, que lo necesitarámás que yo. Estará lleno de miseria...».

-¡Hijo, por Dios!... te vas a poner malito.

-Es lo que deseo. Mejor me vendría morirme;y así os quedabais tan anchas, en libertad paradegradaros cuanto quisierais.

-¡Degradarnos! ¿Pero tú que te figuras?

-No, si ya sé que se trata de matrimonio enregla. Os vendéis, por mediación o corretaje de

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la Santa Iglesia. Lo mismo da. La ignominia noes menor por eso. Sin duda creéis que nuestronombre es un troncho de col, y se lo arrojáis alcerdo para que se lo coma...

-¡Oh, qué disparates estás diciendo...! Tú noestás bueno, Rafael. Me haces un daño horri-ble...

Echose a llorar la pobre joven, y en tanto suhermano se encerraba en torvo silencio.

«Daño, no-le dijo al fin-, no puedo hacertedaño. El daño te lo haces tú misma, y a mí metoca compadecerte con toda mi alma, y querertemás. Ven acá».

Abrazáronse con ternura, y lloraron el unosobre el pecho de la otra, con la efusión ardien-te de una despedida para la eternidad.

Inmenso cariño aunaba las almas de los treshermanos del Águila. Las dos hembras sentían

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por el ciego un amor que la compasión elevabaa idolatría. Él las pagaba en igual moneda; peroqueriéndolas mucho a las dos, algún matiz dis-tinguía el afecto a Cruz del afecto a Fidela. Enla hermana mayor vio siempre como una se-gunda madre, dulce autoridad que, aun ejer-ciéndose con firmeza, reforzaba el cariño. EnFidela no veía más que la hermanita querida,compañera de desgracias, y hasta de juegosinocentes. En vez de autoridad, confianza,bromas, ternura, y un vivir conjuntivo, alma enalma, sintiendo cada uno por los dos. Era uncaso de hermanos siameses, seres unidos poralgo más que el parentesco y un lazo espiritual.A Cruz la miraba Rafael con veneración casireligiosa: para ella eran los sentimientos defilial sumisión y respeto; para Fidela toda laternura y delicadeza que su vida de ciego acu-mulaba en él, como manantial que no corre, ylabrando en su propio seno, forma un pozoinsondable.

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Llorando sin tregua, no sabían desabrazarse.Fidela fue la primera que quiso poner fin a es-cena tan penosa, porque si Cruz entraba y lesveía tan afligidos, tendría un disgusto. Secán-dose a toda prisa las lágrimas, porque creyósentir el ruido del llavín en la puerta, dijo a suhermano: «Disimula, hijo. Creo que ha entra-do... Si nos ve llorando... de fijo se incomo-dará... Creerá que te he dicho lo que no debodecirte...».

Rafael no chistó. La cabeza inclinada sobre elpecho, el cabello en desorden, esparcido sobrela frente, parecía un Cristo que acaba de expi-rar, o más bien Eccehomo, por la postura de losbrazos, a los que no faltaba más que la cañapara que el cuadro resultase completo.

Cruz se asomó a la puerta, sin soltar aún eldisfraz que usaba para ir a la compra. Los ob-servó a los dos, pálida, muda, y se retiró al ins-tante. No necesitaba más informaciones paracomprender que Rafael lo sabía, y que el efecto

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de la noticia había sido desastroso. La convi-vencia en la desgracia, el aislamiento y la cos-tumbre de observarse de continuo los tres, da-ban a cada uno de los individuos de la infelizfamilia una perceptibilidad extremada, y ungolpe de vista certero para conocer lo que pen-saban y sentían los otros dos. Ellas leían en lafisonomía de él como en el Catecismo: él lashabía estudiado en el metal de la voz. Ningúnsecreto era posible entre aquellos tres adivinos,ni segunda intención que al punto no se descu-briera. «Todo sea por Dios»-se dijo Cruz, cami-no de la cocina, con sus miserables paquetes devíveres.

Arrojando su carga sobre la mesa, con gestode cansancio, sentose y puso entre sus trémulasmanos la cabeza. Fidela se acercó de puntillas.«Ya-le dijo Cruz, dando un gran suspiro-, yaveo que lo sabe, y que le ha sentado mal».

-Tan mal, que... ¡Si vieras... una cosa horri-ble...!

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-¿Acaso se lo dijiste de sopetón? ¿No te en-cargué...?

-¡Quia! Si él ya lo sabía...

-Lo adivinó. ¡Pobre ángel! La falta de vista leaguza el entendimiento. Todo lo sabe.

-No transige.

-El maldito orgullo de raza. Nosotros lohemos perdido con este baqueteo espantoso deldestino. ¡Raza, familia, clases! ¡Qué miserableparece todo eso desde esta mazmorra en queDios nos tiene metidas hace tantos años! Pero élconserva ese orgullo, la dignidad del nombreque se tenía por ilustre, que lo era... Es un ángelde Dios, un niño: su ceguera le conserva tal ycomo fue en mejores tiempos. Vive como ence-rrado en una redoma, en el recuerdo de un pa-sado bonito, que... El nombre lo indica: pasadoquiere decir... lo que no ha de volver.

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-Me temo mucho-dijo Fidela secreteando-,que tu... proyecto no pueda realizarse.

-¿Por qué?-preguntó la otra con viveza,echando lumbre por los ojos.

-Porque... Rafael no resistirá la pesadum-bre...

-¡Oh!, no será tanto... Le convenceré, le con-venceremos. No hay que dar tanta importanciaa una primera impresión... Él mismo recono-cerá que es preciso... Digo que es preciso, y quees preciso... y se hará.

Reforzó la afirmación dejando caer su puñocerrado sobre la mesa, que gimió con estallidode maderas viejas, haciendo rebotar el pedazode carne envuelto en un papel. Después, la da-ma suspiró al levantarse. Diríase que al tomaraliento con toda la fuerza de sus pulmones met-ía en su interior una gran cuchara para sacar laenergía que, después del colosal gasto de aque-

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llos años, aún quedaba dentro. Y quedaba mu-cha: era una mina inagotable.

«No hay que acobardarse-añadió, sacandodel ensangrentado papel el pedazo de carne, ydesenvolviendo los otros paquetes-. No pense-mos ahora en eso, porque nos volveríamos lo-cas; y a trabajar... Mira, corta un pedazo parabistec. Lo demás lo pones como ayer... Nada decocido. Aquí tienes el tomate... un poco delombarda... los tres langostinos... el huevo... trespatatas... Haremos para la noche sopa de fide-os... Y no te muevas de aquí por ahora, ni vuel-vas allá. Yo le peinaré, y veremos si logro tem-plarle».

Encontrole en la misma actitud de Ecce homosin caña.

«¿Qué te pasa, hijo mío?-le dijo besándole enel pelo, y dando a su voz toda la ternura posi-ble-. Voy a peinarte. A ver... no hagas mañas.¿Te duele algo, tienes algún pesar? Pues cuén-

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tamelo prontito, que ya sabes que estoy aquípara procurarte todo el bien posible... Vamos,Rafael, pareces un chiquillo: mira, hijo, que sonlas tantas; no te has peinado, y tenemos muchoque hacer».

Con una de cal y otra de arena, con palabrasdulcísimas, entreveradas de otras autoritarias,le dominaba siempre. El respeto a la hermanamayor, en quien había visto, desde que empe-zaron los tiempos de desgracia un ser dotadode sobrenatural energía y capacidad para elgobierno, puso en el alma de Rafael, y sobreaquellos ímpetus de rebeldía mostrados pocoantes, pesadísima losa. Dejose peinar. La pri-mogénita del Águila, que siempre se crecía antelas dificultades, en vez de rehuir la cuestión laembistió de frente.

«¡Bah!... todo eso... por lo que te ha dicho Fi-dela del pobre D. Francisco, y de sus pretensio-nes. ¡El pobre señor es tan bueno, nos ha toma-do un cariño tal...! Y ahora sale con la tecla de

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querer aplicar un remedio definitivo a nuestrahorrible situación, a esta agonía en que vivi-mos, abandonados de todo el mundo. Y no hayque acordarse ya del pleito, que es cosa perdi-da, por falta de recursos. Se ganaría si pudié-ramos hacer frente a los gastos de curia... ¿Peroquién piensa en eso?... Pues como te decía, elbuenazo de don Francisco quiere traer un cam-bio radical a nuestra existencia, quiere... quevivamos».

Sintió la peinadora que bajo sus dedos se es-tremecía la cabeza y la persona toda del pobreciego. Pero este no dijo nada, y después de sa-car cuidadosamente la raya, siguió impávida,presentando con lenta ductilidad y cautela latemida cuestión.

«¡Pobre señor! Por los de Canseco he sabidoayer que todo eso que se cuenta de su avariciaes una falsa opinión propalada por sus enemi-gos. ¡Oh!, el que hace bien los tiene, los cría alcalorcillo de su propia generosidad. Me consta

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que a la chita callando, y aun dejándose des-ollar vivo por los calumniadores, D. Franciscoha remediado muchas desdichas, ha enjugadomuchas lágrimas. Sólo que no es de los quecacarean sus obras de caridad, y prefiere pasarpor codicioso... Es más, le gusta verse menos-preciado por la voz pública. Yo digo que así esmás meritorio el buen hombre, y más cristia-no... ¡Ah!, con nosotras se ha portado siemprecomo un cumplido caballero... Y lo es, lo es, apesar de su bárbara corteza...».

Nada. Rafael no decía una palabra, y estodesconcertaba a la hermana mayor, que le re-quería para que hablase, pues en la discusióntenía la seguridad de vencerle, disparándole lasandanadas de su decir persuasivo. Pero el cie-go, conociendo sin duda que en la controversiasaldría derrotado, se amparaba en la inercia, enel mutismo, como en un reducto inexpugnable.

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-VI-Le citaba (digámoslo en estilo tauromáqui-

co); pero él no quería salir de su posición de-fensiva. Por fin, concluyendo de peinarle, y aldar la última mano a los finos cabellos ondea-dos sobre la frente, le dijo con un poquito deseveridad:

«Rafael, me vas a hacer un favor, y no es unasúplica, es más bien mandato. No des ocasión aque me enfade de veras contigo. Si esta nocheviene D. Francisco, espero que le tratarás con laurbanidad de siempre, y que no saldrás conalguna pitada... Porque si el buen señor tieneciertas pretensiones, que ahora no califico, anosotros nos corresponde agradecerlas, enningún caso vituperarlas, cualquiera que sea larespuesta que demos a esas pretensiones... ¿Meentiendes?».

-Sí-dijo Rafael inmóvil.

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-Confío en que no nos pondrás en ridículo,tratando mal, en nuestra propia casa, a quiendesea favorecernos en una forma que ahora nodiscuto... No se trata de eso. ¿Puedo estar tran-quila?

-Una cosa es la buena crianza, a la cual nofaltaré nunca, y otra la dignidad, a la que tam-poco puedo faltar.

-Bien.

-Así como te digo que nunca desmentiré mibuena educación ante personas extrañas, seanquienes fueren, también te digo que jamás,jamás transigiré con ese hombre, ni consentiréque entre en nuestra familia... No tengo másque decir.

Cruz desfalleció, reconociendo en las categó-ricas palabras de su hermano la veta dura de laraza del Águila, unida al irreducible orgullo delos Torre-Auñón. Aquel criterio dogmático so-

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bre la dignidad de la familia, ella se lo habíaenseñado a Rafael cuando era niño, cuandoella, señorita de casa noble opulenta, vivía ro-deada de adoradores, sin que sus padres encon-traran hombre alguno merecedor de su precio-sa mano.

«¡Ah, hijo mío!-exclamó la dama sin disimu-lar su pena-. Diferencias grandes hay entretiempos y tiempos. ¿Crees que estamos enaquellos días de prosperidad... ya no te acuer-das... cuando por apartarte de relaciones que noeran muy gratas a la familia, te mandamos deagregado a la legación de Alemania? ¡Pobrecitomío! Después vino la desgracia sobre nuestraspobres cabezas, como una lluvia torrencial quetodo lo arrasa... Perdimos cuanto teníamos, elorgullo inclusive. Quedaste ciego; no has vistola transformación del mundo y de los tiempos.De nuestra miseria actual y de la humillaciónen que vivimos, no ves la parte dolorosa. Lomás negro, lo que más llega al alma y la destro-

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za más, no lo conoces, no puedes conocerlo.Estás todavía, por el poder de la imaginación,en aquel mundo brillante y lleno de ficciones. Yno puedo consolarme ahora de haber sido tumaestra en esas intransigencias de una digni-dad tan falsa como todos los oropeles que nosrodeaban. Sí, ese viento, yo, yo misma te lometí en la cabeza, cuando te enamoraste de lachica de Albert, hija de honrados banqueros,monísima, muy bien educada, pero que noso-tros creíamos que nos traía la deshonra, porqueno era noble... porque su abuelo había tenidotienda de gorras en la Plaza Mayor. Y yo fuiquien te quitó de la cabeza lo que llamábamostu tontería; y en el hueco que dejaba metí mu-cha estopa, mucha estopa. Todavía la tienesdentro. ¡Y cuánto me pesa, cuánto, haber sidoyo quien te la puso!».

-Es muy distinto este caso de aquel-dijo elciego-. Reconozco que hay tiempos de tiempos.Hoy, yo transigiría, pero dentro de ciertos lími-

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tes. Humillarse un poco, pase... ¡Pero humillar-se hasta la degradación vergonzosa, transigircon la villanía grosera, y todo ¿por qué?, por lomaterial, por el vil interés...! ¡Oh, hermana que-rida!, eso es venderse, y yo no me vendo. ¿Dequé se trata? ¿De comer un poco mejor?

-¡De vivir-dijo briosamente, echando lumbrepor los ojos, la noble dama-, de vivir! ¿Sabes túlo que es vivir? ¿Sabes lo que es el temor demorirnos los tres mañana, de aquella muerteque ya no se estila... porque está lleno el mundode establecimientos benéficos... de la muertemás horrible y más inverosímil, de hambre?¿Qué, te ríes? Somos muy dignos, Rafael, y contanta dignidad no creo que debamos llamar a lapuerta del Hospicio, y pedir por amor de Dios,un plato de judías. Esa misma dignidad nosveda acercarnos a las puertas de los cuarteles,donde reparten la bazofia sobrante del ranchode los soldados, y comer de ella para tirar undía más. Tampoco nos permite nuestro digní-

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simo carácter salir a la calle los tres, de noche, yalargar la mano esperando una limosna, ya quenos sea imposible pedirla con palabras... Puesbien, hijo mío, hermano mío, como no podemoshacer eso, ni tampoco aceptar otras solucionesque tú tienes por deshonrosas, ya no nos quedamás que una, la de reunirnos los tres, y bienabrazaditos, pidiendo a Dios que nos perdone,arrojarnos por la ventana y estrellarnos contrael suelo... o buscar otro género de muerte, siesta no te parece en todo conforme con la dig-nidad.

Rafael, anonadado, oyó esta fraterna filípica(10) sin chistar, apoyados los codos en las rodi-llas, y la cabeza en las palmas de las manos.Atraída por la entonada voz de Cruz, Fidelacurioseaba desde la puerta, pelando una patata.

Pasado un ratito, y cuando la primogénita,recogiendo los objetos del tocador, se congratu-laba mentalmente del efecto causado por sus

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palabras, el ciego irguió la cabeza con arrogan-cia, y se expresó así:

«Pues si nuestra miseria es tan desesperadacomo dices, si ya no nos queda más soluciónque la muerte, por mí... sea. Ahora mismo. Es-toy pronto... vamos».

Se levantó, buscando con las manos a suhermana, que no se dejó coger, y desde el otroextremo de la habitación le dijo:

-Pues por mí tampoco quedará. La muerte espara mí un descanso, un alivio, un bien inmen-so. Por ti no he dejado ya de vivir. Siempre creíque mi deber era sacrificarme y luchar... peroya no más, ya no más. ¡Bendita sea la muerte,que me lleva al descanso y a la paz de mis po-bres huesos!

-¡Bendita sea, sí!-exclamó Rafael, acometidode un vértigo insano, entusiasmo suicida que

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no se manifestaba entonces en él por vez pri-mera-. Fidela, ven... ¿Dónde estás?

-Aquí-dijo Cruz-. Ven, Fidela. ¿Verdad queno nos queda ya más recurso que la muerte?

La hermana menor no decía nada.

-Fidela, ven acá... Abrázame... Y tú, Cruz,abrázame también... Llevadme; vamos, los tresjuntitos, abrazaditos. ¿Verdad que no tenéismiedo? ¿Verdad que no nos volveremos atrás,y que... resueltamente, como corresponde aquien pone la dignidad por encima de todo,nos quitaremos la vida?

-Yo no tiemblo...-afirmó Cruz, abrazándole.

-¡Ay, yo sí!-murmuró Fidela, desvanecién-dose. Y al tocar con los brazos a su hermano,cayó en el sillón próximo y se llevó la mano alos ojos.

-Fidela, ¿temes?

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-Sí... sí-replicó la señorita, trémula y descon-certada, pues había llegado a creer que aquelloiba de veras; y por parte de Rafael bien de verasiba.

-No tiene el valor mío-dijo Cruz-, que es to-davía más grande que el tuyo.

-¡Ay, yo no puedo, yo no quiero!-declaró Fi-dela, llorando como una chiquilla-. ¡Morir, ma-tarse...! La muerte me aterra. Prefiero mil vecesla miseria más espantosa, comer tronchos deberza... ¿Hay que pedir limosna? Mandadme amí. Iré, antes que arrojarme por la ventana...¡Virgen Santa, lo que dolería la cabeza al caer!No, no, no me habléis a mí de matarnos... Yo nopuedo, no; yo quiero vivir.

Actitud tan sincera y espontánea terminó laescena, apagando en Rafael el entusiasmo sui-cida, y dando a Cruz un apoyo admirable parallevar la cuestión al terreno para ella más con-veniente.

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«Ya ves, nuestra querida hermanita nos dejaplantados en mitad del camino... y sin ella¿cómo vamos a matarnos? No es cosa de dejarlasolita en el mundo, entre tanta miseria y des-amparo. De todo lo cual se deduce, queridohermano, chiquitín de la casa (acariciándole congracejo), que Dios no quiere que nos suicide-mos... por ahora. Otro día será, porque en ver-dad no hay más remedio».

-Ah, pues conmigo no cuenten-manifestóFidela, nuevamente aterrada, tomándolo muyen serio.

-Por ahora no se hable de eso. Con que,tontín, ¿me prometes ser razonable?

-Si ser razonable es transigir con... eso, y darnombre de hermano a... Vamos, no puedo: noesperes que yo sea razonable... no lo soy, no séla manera de serlo.

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-Pero hijo mío, ¡si no hay nada todavía! ¡Sino es más que un rumor, que no sé cómo hallegado a tus oídos! En fin, ya conozco tu opi-nión, y la tendré en cuenta. D. José hablará con-tigo, y si entre todos acordamos rechazar laproposición, entre todos acordaremos tambiénlo que se ha de hacer para vivir... Mejor dicho,no hay que discutir más que el asilo en quehemos de pedir plaza. Esta no quiere que mu-ramos; tú no quieres lo otro. Pues al Hospiciocon nuestros pobres cuerpos.

-Pues al Hospicio. Yo no transigiré nuncacon... aquello.

-Bien, muy bien.

-Que venga D. José. Él nos dirá dónde de-bemos refugiarnos.

-Mañana se ajustará la cuenta definitiva connuestro destino... Y como aún tenemos un día-agregó la dama con transición jovial-, hemos de

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aprovecharlo. Ahora almuerzas. Tienes lo quemás te gusta.

-¿Qué es?

-No te lo digo; quiero sorprenderte.

-Bueno: lo mismo me da.

-Y después que almuerces, nos vamos de pa-seo. Tenemos un día que ni de encargo. Llega-remos hasta la casa de Bernardina, y te distra-erás un rato.

-Bien, bien-dijo Fidela-; yo también quierotomar el aire...

-No, hija mía, tú te quedas aquí. Otro díasaldrás tú, y yo me quedo.

-¿De modo que voy...?

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-Conmigo-afirmó la dama, como diciendo:«lo que es hoy no te suelto»-. Tengo que hablarcon Bernardina...

-¡Salir!-exclamó el ciego, respirando fuerte-.Buena falta me hace. Parece que se me apolillael alma...

-¿Ves, tontín, como el vivir es bueno?

-¡Oh... según y conforme...!

-VII-Si no se ha dicho antes, dícese ahora que la

antigua y fiel criada de las Águilas vivía enCuatro Caminos, en el cerro que cae hacia Po-niente, del lado del Canalillo del Norte. La casa,construida con losetones que fueron de la Villa,adobes, tierra, pedazos de carriles de tranvía ypuertas viejas de cuarterones, era una magnífi-ca choza, decorada a estilo campesino con plan-

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tas de calabaza, cuyas frondosas guías perfila-ban el alero y la cumbre del tejado. Ocupaba elcentro de un grandísimo muladar con cerca depiedras sueltas, material que fue de un taller decantería, y de trecho en trecho veíanse monto-nes de basura y paja de cuadra, donde escarba-ban hasta docena y media de gallinas muy po-nedoras, y un gallo muy arrogante, de plumasde oro. Al extremo oriental del cercado, miran-do hacia la carretera de Tetuán, se destacaba undesmantelado edificio de un solo piso con to-das las trazas de caseta de sobrestantía, techoprovisional y paramentos sin revoco; pero sudestino era muy distinto. En la puerta que dabaal camino veíase un palo largo, al extremo de éluna como gran estrella de palitroques negros,algo como un paraguas sin tela, y debajo unletrero de chafarrinones negros sobre yeso, quedecía: Baliente, polvorista.

Allí tenía su taller el esposo de Bernardina,Cándido Valiente, que surtía de fuegos artificia-

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les, en las fiestas de sus santos titulares, a losbarrios de Tetuán, Prosperidad, Guindalera, y alos pueblos de Fuencarral y Chamartín. Ber-nardina había servido a las señoras del Águilaen los primeros tiempos de pobreza, hasta quese casó con Valiente; y tal fue la fidelidad yadhesión de aquella buena mujer, que sus amassiguieron tratándola después, y sostenían conella relaciones de franca amistad. De Bernardi-na se valía Cruz para comisiones delicadas,sobre las cuales era prudente guardar impene-trable secreto; con Bernardina consultaba enasuntos graves, y con ella se permitía confian-zas que con nadie del mundo habría osado te-ner. Formalidad, discreción, sentido claro de lascosas, resplandecían en la mujer aquella, quesin saber leer ni escribir, habría podido dar lec-ciones de arte de la vida a más de cuatro perso-nas de clase superior.

Su matrimonio con el polvorista había sidohasta entonces infecundo: malos partos, y pare

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usted de contar. Vivía con la pareja el padre deél, Hipólito Valiente, vigilante de consumos,soldado viejo, que estuvo en la campaña deÁfrica; el grande amigo del ciego Rafael delÁguila, que gozaba lo indecible oyéndole con-tar sus hazañas, las cuales, en boca del propiohéroe de ellas, resultaban tan fabulosas como sifuera el mismísimo Ariosto quien las cantase. Sise llevara cuenta de los moros que mandó alotro mundo en los Castillejos, en MonteNegrón, en el llano de Tetuán y en Wad-Ras, nodebía quedar ya sobre la tierra ni un solo secta-rio de Mahoma para muestra de la raza. Habíaservido Valiente en Cazadores de Vergara, de ladivisión de reserva mandada por D. Juan Prim.Se batió en todas las acciones que se dieronpara proteger la construcción del camino desdeel Campamento de Oteros hasta los Castillejos;y luego allí, en aquella gloriosa ocasión... ¡Cris-to!, empezaba el hombre y no concluía. Cazado-res de Vergara siempre los primeritos, y él,Hipólito Valiente, que era cabo segundo,

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haciendo cada barbaridad que cantaba el miste-rio. ¡Qué día, qué 1.º de Enero de 1860! El ba-tallón se hartó de gloria, quedándose en cua-dro, con la mitad de la gente tendida en aque-llos campos de maldición. Hasta el 14 de Enerono pudo volver a entrar en fuego, y allí fue otravez el hartarse de escabechar moros. ¡MonteNegrón! También fue de las gordas. Llega porfin el gloriosísimo 4 de Febrero, el acabose, elnepusuntra de las batallas habidas y por haber.Bien se portaron todos, y el general O'Donnellmejor que nadie, con aquel disponer las cosastan a punto, y aquella comprensión de cabeza, queera la maravilla del universo.

Estas y las subsiguientes maravillas las oíaRafael con grandísimo contento, sin que lo ate-nuara la sospecha de que adolecían del vicio deexageración, cuando no del de la mentira poéti-ca forjada por el entusiasmo. Desde que des-embarcó en Ceuta hasta que volvió a embarcarpara España, dejando al perro marroquí sin

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ganas de volver por otra, todo lo narraba Valientecon tanta intrepidez en su retórica como en suapellido, pues cuando llegaba a un punto du-doso, o del cual no había sido testigo presen-cial, metíase por la calle de enmedio, y allí lohistoriaba él a su modo, tirando siempre a loromancesco y extraordinario. Para Rafael, en elaislamiento que le imponía su ceguera, incapazde desempeñar en el mundo ningún papel airo-so conforme a los impulsos de su corazónhidalgo y de su temple caballeresco, era unconsuelo y un solaz irreemplazables oír relataraventuras heroicas, empeños sublimes de nues-tro ejército, batallas sangrientas en que las vi-das se inmolaban por el honor. ¡El honor siem-pre lo primero, la dignidad de España y el lus-tre de la bandera siempre por cima de todointerés de la materia vil! Y oyendo a Valientereferir cómo, sin haber llevado a la boca untriste pedazo de pan, se lanzaban aquellos mo-zos al combate, ávidos de hacer polvo a losenemigos del nombre español, se excitaba y

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enardecía en su adoración de todo lo noble ygrande, y en su desprecio de todo lo mezquinoy ruin. ¡Batirse sin haber comido! ¡Qué gloria!¡No conocer el miedo, ni el peligro; no mirarmás que el honor! ¡Qué ejemplo! ¡Dichosos losque podían ir por tales caminos! ¡Miserables ydesdichados los que se pudrían en una vidaociosa, dándose gusto en las menudencias ma-teriales!

Entrando en el corral, lo primero que pre-guntó Rafael, al sentir la voz de Bernardina,que a su encuentro salía, fue: «¿Está hoy tu pa-dre franco de servicio?».

-Sí, señor... Por ahí anda, componiéndomeuna silla.

-Llévale con tu padre-le dijo Cruz-, que leentretendrá contándole lo de África; y entremostú y yo en tu casa, que tenemos que hablar.

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Apareció por detrás de un montón de basurael héroe de los héroes del Mogreb (11), hombremachucho ya, pequeño de cuerpo, musculoso yágil, a pesar de su edad, no inferior a los sesen-ta; tipo de batallón de cazadores, cara curtida,bigote negro, cortado como un cepillo, ojos vi-vaces, y un reír continuo que perpetuaba en éllas alegrías del tiempo de servicio. En mangasde camisa, los brazos arremangados, un pan-talón viejo del uniforme de Consumos, la cabe-za al aire, Hipólito se adelantó a dar la mano alseñorito, y le llevó a donde estaba trabajando.

«Siga, siga usted en su faena-le dijo Rafael,sentándose en una banqueta con ayuda delveterano-. Ya sé que está componiendo sillas».

-Aquí estamos enredando por matar la píca-ra vagancia, que es otro gusanillo como elhambre.

Sentado en el santo suelo, las patas abiertas,entre ellas la silla, Valiente iba cogiendo eneas

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de un montón próximo, y con ellas tejía unasiento nuevo sobre la armazón del vetustomueble.

«A ver, Hipólito-le dijo Rafael, sin máspreámbulo, que aquel romancero familiar no lonecesita-, ¿cómo es aquel pasaje que empezóusted a contarme el otro día...?».

-¿Ya...?, ¿cuando en la cabecera del puenteBuceta, sobre el río Gelú, defendíamos el pasode los heridos...?

-No, no era eso. Era el paso por un desfila-dero... Moros y más moros en las alturas.

-¡Ah!... ya.... al día siguiente de Wad-Ras,¡vaya una batallita!... Pues el ejército, para ir deTetuán a Tánger, tenía que pasar por el desfila-dero de Fondac... ¡Cristo, si no es por mí... digo,por cazadores de Vergara...! Nos mandó el gene-ral que subiéramos a echar de allí a la morralla,y había que vernos, sí, señor, había que ver-

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nos... Nos abrasaban desde arriba. Nosotros tanternes, sube que te sube. Al grupo que cogía-mos en medio del monte... ¡carga a la bayone-ta!... lo barríamos... Salían de los matojos a ladesbandada, como conejos. Una vez en lo alto,pim, pam... aquello no acababa... Yo solo pusepatas arriba más de cincuenta.

Mientras con tanta fiereza desalojaban losnuestros al agareno de sus terribles posiciones,en la puerta de la casa, sentadas una frente aotra con familiar llaneza, Cruz y Bernardinaplaticaban sobre combates menos ruidosos, delos cuales ningún historiador grande ni chicoha de decir jamás una palabra.

«Necesito dos gallinas»-había dicho Cruzcomo introducción.

-Todas las que la señorita quiera. Escójalasahora.

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-No: escógelas tú bien gordas, y no me laslleves hasta que yo te avise. Es indispensableconvidarle a comer un día.

-Según eso, aquello marcha.

-Sí; es cosa hecha. Poco antes de salir de casarecibí una esquela de D. José, en la cual me diceque anoche quedó todo convenido, y el hombrecomo unas pascuas de contento. No puedesimaginarte lo que he sufrido y sufro. Para llegara esto, ¡cuánto discurrir, y qué trabajo tan pe-noso el de acallar la repugnancia, para no oírmás voz que la de la razón, unida a otra voz nomenos grave, la de la necesidad! Se hará; nohay más remedio.

-¿Y la señorita Fidela...?

-Se resigna... La verdad, no lo ha tomado porla tremenda, como yo me temí. Puede que hagade tripas corazón, o que comprenda que la fa-milia merece este sacrificio, que bien mirado no

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es de los más grandes. Sacrificios peores hay,¿no lo crees tú?

-Sí, señorita... El hombre se va afinando.Ayer le vi y no le conocí, con su chisterómetroacabado de planchar, que parecía un sol, y levi-ta inglesa... Vaya; a cualquiera se la da... ¡Quiénle vio con la camisa sucia de tres semanas, lostacones torcidos, la cara de judío de los pasosde Semana Santa, cobrando los alquileres de lacasa de corredor de frente al Depósito!

-Por Dios, cállate, no recuerdes eso. Tapa,tapa.

-Quiero decir que ya no es lo que era, y aligual de su ropa, habrán cambiado el genio ylas mañas...

-¡Ah... lo veremos luego! Esas son otras bata-llas que habrá que dar después.

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Ambas volvieron la vista, asustadas por unruido como de disparos que muy cerca se oía...¡Pim, pam, pum!

«¡Ah!-exclamó Bernardina riendo-, es mi pa-dre, que le cuenta al señorito las palizas quedieron a los moros».

-Pues, como te decía, Fidela no me inspiracuidado: se somete a cuanto yo dispongo. ¡Perolo que es este... el pobrecito ciego!... ¡Si supierasqué disgusto nos ha dado hoy!

-¿No le hace gracia?...

-Maldita... Tan no le hace gracia, que hoyquiso matarse... No transige, no. En él tienenraíz muy honda ciertas ideas... sentimientos defamilia, orgullo de raza, la tradición noble... Yotenía también... eso; pero me lo he ido dejandoen las zarzas del camino. A fuerza de caer yarrastrarme, la vulgaridad me ha ido conquis-tando. Mi hermano sigue en su antigua con-

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formación de persona de alcurnia, enamoradode la dignidad y de otra porción de cosas queno se comen, ni han dado de comer a nadie endías aciagos.

-El señorito Rafael, ¿qué ha de hacer másque lo que las señoras quieran?

-No sé, no sé... Me temo que ha de estallaralguna tempestad en casa. Rafael conserva ensu alma el tesón de la familia, como los objetospreciosos que están en los museos. Pero, sucedalo que quiera, lucharemos, y como esto debehacerse, porque es la única solución, se hará, yote aseguro que se hará.

Los temblores del labio inferior indicaban laresolución inquebrantable, que convertiría enrealidad aquel propósito, desafiando todos lospeligros.

«Pues hemos de prepararnos para el hechocon hechos ¿entiendes?... quiero decir que ten-

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go que ir tomando medidas... Verás. El señor deDonoso me ha escrito hoy, asegurándome queha cerrado el trato, y que el hombre tiene pri-sa».

-Es natural.

-Y quiere llevarlo a pasos de carga. Mejor:estos tragos, de una vez y por sorpresa. Cuandola gente se percate, ya está hecho. Excuso decir-te que necesitamos prepararnos. Así me lo diceD. José, que, comprendiendo las dificultadesque en nuestra situación tristísima hallaríamospara esa preparación, me ofrece los recursosnecesarios... Claro, en el caso presente, acepto elfavor... ¡Qué hombre, qué previsión, qué bon-dad!... Acepto, sí, por la seguridad de poderreintegrar pronto el anticipo. ¿Te vas enteran-do?

-Sí señora. Habrá que...

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-Sí... Veo que me entiendes. Tenemos que irsacando...

-Ya sabe que me tiene a su disposición.

-Desde mañana te vas por casa todos losdías. No sacaremos todo de golpe por no llamarla atención. Urgen los cubiertos de plata.

-Están en...

-En lo que estuvieren: lo mismo da.

-Calle de Espoz y Mina. Diez meses, si no re-cuerdo mal.

-Luego, la ropa de cama... los relojes...

-Todo, todo... ¡Y yo que pensé que se perd-ía...! Como que los réditos subirán...

-Déjalos que suban-dijo Cruz vivamente,queriendo evitar un cálculo enojoso y denigran-

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te-. ¡Ah!, ahora que recuerdo: mañana te darélos diez duros que te debo.

-No corre prisa. Déjelos. Si Cándido se ente-ra, me los quitará para pólvora. Guárdemelos.

-No, no... Quiero saborear el placer, que yaiba siendo desconocido para mí, de no debernada a nadie-dijo Cruz, iluminado el rostro poruna ráfaga de dicha inefable-. Si me parecementira. A veces me digo: ¿sueño yo? ¿Seráverdad que pronto respiraré libre de esta opre-sión angustiosa? ¿Se acabó este vivir muriendo?¿El suceso que está al caer, nos traerá bienan-danza, o nuevas desgracias y tristezas nuevas,en sustitución de las que se lleva?

-VIII-Quedose la señora un rato suspensa, el pen-

samiento lanzado en persecución del misteriosoporvenir, la mirada perdida en el horizonte,

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que ya empezaba a teñirse de púrpura con eldescenso del sol entre nubes. El labio inferiormarcó, con casi imperceptible vibración, el en-cabritarse de la voluntad. Si era preciso seguirluchando, a luchar sin tregua; las condicionesde la pelea y la disposición del campo seríansin duda alguna muy distintas.

«Ya es tarde. Debemos marcharnos».

-¿Va la señorita en coche?

-Bien podría hoy volver en simón, y mis po-bres piernas lo agradecerían; pero no me atre-vo. Tanto lujo pondría en cuidado a Rafael.Iremos en el coche de San Francisco... (Llaman-do.) Rafael, hijo mío, que es tarde... (Yendo haciaél risueña.) ¿Qué? ¿Habéis tomado ya toditas lastrincheras? De fijo no quedará un moro paracontarlo.

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-Estábamos-dijo el héroe de Berbería le-vantándose-, en los mismísimos Castillejos,cuando D. Juan Prim...

-Allí murió nuestro primo Gaspar de la To-rre-Auñón, capitán de Artillería-indicó Rafael,volviendo el rostro hacia donde sonaba la vozde su hermana-. Es la gloria más reciente de lafamilia. ¡Dichoso él!... Con que... ¿nos vamosya?

-Sí, hijo mío.

-Pues... paso redoblado... ¡Marchen!

En aquel momento salió de su taller el pi-rotécnico, todo tiznado, las manos negras deandar con pólvora, y saludó cortésmente. Mien-tras Rafael le hablaba del negocio de cohetes, yél maldecía la crisis industrial que afectaba a (12)

toda la fabricación de fuegos, haciendo hinca-pié en la poca protección que daban los Ayun-tamientos y Corporaciones a industrias tan bri-

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llantes y a diversión tan instructiva para elpueblo, Bernardina, tomándoles la delantera,acompañaba a su ama hasta el boquete de en-trada. «¿Llevo mañana las gallinas?».

-No, todavía no. Me llevarás, de las carnicer-ías de Tetuán, una buena lengua para poner enescarlata...

-Bien.

-Y un buen solomillo.

-¿Quiere chorizo superior... de Salamanca?

-Ya hablaremos de eso.

El polvorista, que se lavó las manos en unsantiamén, salió a darles convoy hasta más aba-jo del Depósito de Aguas. Desde allí a su casa,solitos y agarrados del brazo, tardaron los doshermanos media hora, que a ella le pareció lar-ga por la prisa que de llegar tenía, y a él por larazón contraria, corta.

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Ni Donoso ni Torquemada faltaron aquellanoche, siendo muy de notar en este la turba-ción, el no saber qué decir, ni qué cara poner.Ni media palabra pronunció sobre el graveproyecto, pues D. José había encargado a suamigo un silencio prudente sobre aquel arduopunto. Tiempo había de explicarse. MostroseRafael seco y glacial en todo el tiempo de latertulia; pero sin permitirse ninguna inconve-niencia. Fidela evitaba el mirar cara a cara a D.Francisco, que no la quitaba ojo, congratulán-dose en su fuero interno de aquel casto ruborde la interesante joven, a quien ya tenía porsuya. Hacia la mitad de la velada, el novio fueperdiendo su cortedad; se soltaba, decía cuchu-fletas, echándoselas de hombre locuaz y quesabe perfilar las frases. Advirtieron todos en élun recrudecimiento de palabras finas, aprendi-das en los días últimos, y lanzadas ya en el tor-bellino del discurso con la seguridad que sóloda una larga práctica. Sus amaneramientos delenguaje saltaban a la vista: si había que mani-

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festar algo del objeto o fin de una cosa, decía elobjetivo, y en corto tiempo infinidad de objetivossalieron a relucir, a veces con dudosa propie-dad, verbigracia: «No sé para qué riegan tantolas calles, pues si el objetivo es que no haya pol-vo, lo que procede es barrer primero... Pero nadiecomo nuestro Municipio (jamás decía ya elAyuntamiento) para tergiversar las operaciones».También reveló un tenaz empeño de que sesupiera que sabía decir por ende, ipso facto, lostérminos del dilema, bajo la base. Esto principal-mente le cautivaba, y todo lo consideraba bajotales o cuales. Notaron asimismo las dos damasque iba adquiriendo soltura; como que al des-pedirse, lo hizo con cierta gallardía, y Cruz nopudo menos de congratularse de tales progre-sos. Algo dijo a Fidela, en el momento de salir,que no desagradó a esta: era una galantería quesin duda le había enseñado Donoso. En la carade este se veía retozar el gozo, sin duda por lasatisfacción de aquella conquista por él dicho-samente realizada. Había cogido a la fiera con

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lazo, y de la fiera hacía, con sutil arte de mun-do, un hombre, un caballero, quién sabe si unpersonaje.

Cuando Cruz y Fidela se quedaron solas,después de acostado Rafael, picotearon sobre lomismo, y la hermana mayor dijo, entre otrascosillas: «¿Verdad que es cada día menos gan-so? Esta noche me ha parecido otro hombre».

-También a mí.

-El roce, la conciencia de su nueva posición.¡Ah!, el hecho de alternar con nosotras obliga, yél no es tonto y procura instruirse. Verás comoal fin...

-Pero, ¡ay!-observó Fidela con profunda tris-teza-. Rafael no transige. ¡Si vieras lo que me hadicho ahora cuando se acostaba...!

-No quiero saberlo. Déjame a mí, que yo leaplacaré los humos... Acuéstate, y no pensemos

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en dificultades, porque se vencerán todas, to-das. Lo digo yo, y basta.

Muy inquieto estuvo Rafael toda la noche;tanto, que oyéndole rezongar, levantose Cruz, ydescalza se aproximó a su lecho. Él fingía dor-mir sintiéndola acercarse, y la dama, despuésde un largo acecho, se retiró intranquila. Alsiguiente día, mientras Fidela le peinaba, elciego, nervioso, mascullaba palabras, y a cadainstante quería ponerse en pie.

«Por Dios, estate quietecito: ya te he clavadodos veces el peine en las orejas».

-Dime, Fidela, ¿qué significan estas entradasy salidas de Bernardina? Llegó esta mañanatemprano, cuando yo no me había levantadoaún, salió, volvió a entrar, y así sucesivamente.Ahora entra por quinta vez. Parece que lleva ytrae no sé qué... ¿Qué recados son estos? ¿Quéocurre?

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-Hijo, no sé. Bernardina trajo una lengua.

-¿Una lengua?

-Sí, para ponerla en escarlata... Y a propósi-to, hoy comerás un bistec de solomillo riquísi-mo.

-Sin duda la abundancia reina en la casa-dijoRafael con sarcasmo-. ¿Pues no sosteníais ayerque la situación es tal, la escasez tan horrible,que no nos queda más remedio que entrar enun asilo? ¿Cómo me compaginas el pedir li-mosna con la lengua escarlata?

-Toma: nos la regala Bernardina.

-¿Y el solomillo?

-¡No sé!... ¿Pero a ti qué te importa?

-¿Pues no ha de importarme? Quiero saberde dónde vienen esos lujos que se han metidotan de rondón en esta casa de la miseria ver-

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gonzante. O no sabéis lo que es dignidad, otendréis que declarar que os ha caído la lotería.No, no vengáis con componendas: esos son lostérminos del dilema, como diría la bestia, queanoche se traía una de dilemas y de bases y deobjetivos que daba risa... Por cierto que notendréis queja de mí. He respetado a vuestromamarracho, y no he querido desmandarme ensu presencia. Si lo hiciera, me pondría a su ni-vel. No; mi buena educación jamás medirá ar-mas con su grosería villana.

-Por Dios, Rafael-dijo Fidela, sofocadísima.

-No, si no puedo hablar de otra maneratratándose de ese hombre... Cuando se marcha,el olor de cuadra que deja tras sí parece que lomantiene en mi presencia. Antes de llegar,cuando sube la escalera, ya le anuncia el olor decebolla.

-Eso sí que no es verdad. Bah... no digas de-satinos.

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-Si yo reconozco que vuestro jabalí procuraechar pelo fino, y va aprendiendo a ser menosanimal, y adquiere cierto parecido con las per-sonas. Ya no escupe en el pañuelo, ya no dicepor mor ni mismamente; ya no se rasca la panto-rrilla; que yo sin verlo, sentía un asco... y el rui-do de sus uñas me ponía nervioso, como si so-bre mi carne las sintiera. Reconozco que hayprogresos. Buen provecho para ti y para Cruz.Yo no le acepto ni en basto ni en fino, y la puer-ta que se abra para darle entrada en casa, seabrirá para darme a mí salida... ¡Qué quieres,soy así! No puedo volverme otro. No he olvi-dado a mi madre: la tengo aquí... y ella te hablaconmigo... No he olvidado a mi padre: le sientoen mí, y esto que digo, lo dice él...

Fidela no pudo contener su emoción, y seechó a llorar, sin que con esto se aplacara elciego, que más excitado con los gemidos de suhermana, siguió atosigándola en esta forma:

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«Podrán Cruz y tú hacer lo que quieran. Yome separo de vosotras. Mucho os he querido yos quiero; me será imposible vivir lejos de ti,Fidela, de ti, que eres el único encanto de estavida mía, rodeada de tinieblas, de ti que erespara mí la luz, o algo parecido a la luz que heperdido. Me moriré de pena, de soledad; perojamás autorizaré con mi presencia esta degra-dación en que vais a caer».

-Cállate, por Dios... No se hará nada... Le di-remos que se vaya al infierno con sus millones.Para vivir, yo me pondré de costurera, mi her-mana entrará a servir en casa de algún señorsacerdote o persona grave... ¿Qué importa?Hay que vivir, hermanito... Nos rebajaremos.¿También eso te enoja?

-Eso no: lo que me subleva es que queráis in-troducir en mi familia a esa asquerosa sangui-juela del pobre. Esto envilece, no el trabajo hon-rado. ¡Si yo tuviera ojos, si yo sirviera para al-go...! Pero el no servir para nada, el ser una

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carga y un estorbo no me priva de la dignidad,y otra vez y otra, y ciento y mil, te digo que nocedo, que no consiento, que no me da la ganade entregarte a la bestia infame, y que si per-sistís, yo me voy a pedir limosna por los cami-nos...

-¡Jesús, no digas eso!-exclamó espantada lajoven corriendo a abrazarle.

Afortunadamente, Cruz ya no estaba en ca-sa. Cuando entró, ya la crisis había pasado, yRafael, quieto y silencioso en el sitio de cos-tumbre, aguardaba su almuerzo.

«¡Si supieras qué cosita tan buena te he traí-do!-le dijo Cruz, todavía con la mantilla puesta-. ¿A qué no aciertas?».

El almuerzo, preparado por Bernardina, es-taba ya listo y se lo sirvieron afectando unaalegría que en ambas era la más dolorosa mue-ca que es posible imaginar. Comió Rafael con

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mediano apetito el sabroso y tierno bistec; perocuando le presentaron la golosina, traída por lamisma Cruz de casa de Lhardy, un pedazo decabeza de jabalí trufada, la rechazó con seque-dad, diciendo gravemente: «No puedo comerlo.Me huele a cebolla».

-¿A cebolla? Tú estás loco... ¡Tanto como tegusta!

-Me gusta, sí... pero apesta... No lo quiero.

Las dos hermanas se miraron consternadas.Por la noche repitiose la escena. Había traídotambién Cruz de casa de Lhardy unas salchi-chas muy sabrosas, que a Rafael le gustabanextraordinariamente. Resistiose a probarlas.

-Pero hijo...

-Apestan a cebolla.

-Vamos; no desvaríes.

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-Es que me persigue el maldito olor de la ce-bolla... Vosotras mismas lo tenéis en las manos.Se os ha pegado de algo que lleváis en el por-tamonedas, y que ha venido a casa no sé cómo.

-No quiero contestarte... Supones cosas in-dignas, Rafael, que no merecen ser tomadas enserio. No tienes derecho a ultrajar a tus pobreshermanas, que darían su vida mil veces por ti.

-Por el decoro de la familia os pido, no lasvidas, sino algo que vale mucho menos.

-El decoro de la familia está en salvo...-replicó la mayor de las Águilas con arranqueviril-. ¿Acaso eres tú el único depositario denuestro honor, de nuestra dignidad?

-Voy creyendo que sí.

-Haces mal en creerlo-añadió la dama, convibración grande del labio inferior-. Ya te ponespesadito, y un poco impertinente. Se te toleran

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tus genialidades; pero llega un punto, hijo, enque se necesita, para tolerarlas, mayor pacien-cia y mayor calma de las que yo tengo; y cuentaque las tengo en grado sumo... Basta ya, y de-mos por terminada esta cuestión. Yo lo quieroasí, yo lo mando... lo mando, ¿oyes?

Calló el desdichado, y poco después las dosdamas se vestían a toda prisa en su alcoba pararecibir a los amigos Torquemada y Donoso.Como Fidela lloriquease, revuelto aún su espí-ritu por la anterior borrasca, Cruz la reprendiócon aspereza: «Basta de blanduras. Esto es yademasiado tonto. Si nos achicamos, acabará porimponernos su locura. No, no: hay que mos-trarle energía y oponer a sus escrúpulos de se-ñorito mimado, una resolución inquebranta-ble... Ánimo, o se nos viene a tierra el andamia-je levantado con tanta dificultad».

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-IX-Fue preciso llevar a D. José Donoso como

parlamentario. Fiadas en la autoridad del ami-go de la casa, las dos hermanas le encerraroncon Rafael, y aguardaron ansiosas el resultadode la conferencia, no menos grave para ellasque si se tratara de celebrar paces entre guerre-ras naciones enemigas. Estupendo fue el dis-curso de D. José, y no quedó argumento deagudo filo que no emplease con destreza detirador diplomático... ¡Ah, no estaban los tiem-pos para mirar mucho a la desigualdad de losorígenes! Casos mil de tolerancia en punto aorígenes podía citar... Él, Pepe Donoso, era hijode humildes labradores de tierra de Campos, yhabía casado con Justina, de la familia ilustrede los Pipaones de Treviño, y sobrina carnal delconde de Villaociosa. Y en la propia estirpe delos Águilas, ejemplos elocuentísimos podríancitarse. Su tía (de Rafael) su tía doña Bárbara dela Torre-Auñón, había casado con SánchezRegúlez, cuyo padre dicen que fue fabricante

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de albardas en Sevilla. Y en último caso, ¡Se-ñor!, él debía someterse ciegamente a cuantodispusiera su hermana Cruz, aquella mujer sinpar, que luchaba heroicamente por salvarlos alos tres de la miseria... Tocó el hábil negociadorvarios registros, atacándole ya por la ternura,ya por el miedo, y tan pronto empleaba elblando mimo como la amenaza rigurosa. Masal fin, afónico de tanto perorar, y exhausto elentendimiento del horroroso consumo de ideas,hubo de retirarse del palenque sin conseguirnada. A su especiosa dialéctica contestaba elciego con las afirmaciones o negativas rotundasque le sugería su indomable terquedad, y cadacual se quedó con sus opiniones, el uno sin ga-nar un palmo de terreno, ni perderlo el otro,firme y dueño absoluto en el campo en quebravamente se batía. Terminó Rafael su vigoro-sa jornada defensiva, asentando con fuertespalmetazos sobre el brazo del sillón y sobre supropio muslo que jamás, jamás, jamás transigir-ía con aquel sabandijo infame que querían in-

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troducir estúpidamente en su honrada familia,y no se recató de emplear tintas muy negras enla breve pintura que del sujeto discutido hizo,sacando a relucir la ignominia de sus riquezas,amasadas con la sangre del pobre...

«¡Pero, hijo, si vamos a buscarle el pelo alhuevo...! Tú estás en babia... Te cojo del suelo, yte vuelvo a poner en las pajitas del nido de queacabas de caerte... Sí, porque meterse a indagarde dónde viene la riqueza... es tontería mayús-cula. Ven acá... ¿No andan por ahí muchos, queson senadores vitalicios, y hasta marqueses, concada escudo que mete miedo? ¿Y quién seacuerda de que unos se redondearon vendien-do negros, otros absorbiendo con el chupón dela usura las fortunas desleídas? Tú no vives enla realidad. Si recobraras la vista, verías que elmundo ha marchado, y que te quedaste atrás,con las ideas de tu tiempo amojamadas en lamollera. Te figuras la sociedad conforme alcriterio de tu infancia o de tu adolescencia, in-

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formadas en el puro quijotismo, y no es eso,Señor, no es eso. Abre tus ojos; digo, los ojos nopuedes abrirlos; abre de par en par tu espíritu ala tolerancia, a las transacciones que nos impo-ne la realidad, y sin las cuales no podríamosexistir... Se vive de las ideas generales, no de laspropias exclusivamente, y los que pretendenvivir de las propias exclusivamente, suelen darcon ellas y con sus cuerpos en un manicomio.He dicho».

Desconcertado, y sin ganas de proseguir ba-tiéndose con enemigo tan bien guarnecido en-tre cuatro piedras, otras tantas ideas duras einconmovibles, abandonó Donoso el campo,con las manos en la cabeza, como vulgarmentese dice. Era para él derrota ignominiosa el nohaber triunfado de aquel mezquino ser, a quienen otras circunstancias y por otros motivoshabría reducido con una palabra. Pero disimulóante las dos hermanas el descalabro de su amorpropio, tranquilizándolas con vagas expresio-

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nes... Adelante con los faroles, que si el jovenno cedía por el momento, el tiempo y la lógicade los hechos le harían ceder... Y en último ca-so, Señor, ¿qué podría el testarudo aristócratacontra la firme voluntad de sus dos hermanas,que veían claro el campo entero de la vida y loscaminos abiertos y por abrir? Nada, nada; valory adelante; no era cosa de subordinar el bien detodos, el bien colectivo, a la genialidad mimosadel que no era en la casa más que un niño ado-rable. Finalmente: como a niño había que tra-tarle en aquellas graves circunstancias.

Cruz no tenía sosiego. Mientras presurosasarreglaban el comedor, poniendo en su sitio losdiversos objetos rescatados y traídos por Ber-nardina de las casas de préstamos, acordaronsuprimir, o por lo menos aplazar, el convite aD. Francisco, pues bien podía suceder que sur-giera en mitad del festín algún desagradableincidente. Y aquel mismo día, si no mienten lascrónicas, recibió Fidela del bárbaro una carta

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que ambas hermanas leyeron y comentaron,encontrando en ella mejor gramática y estilo delo que en buena lógica debía esperarse.

«No-dijo Cruz-, si de tonto no tiene nada».

-Puede que se la haya redactado algún ami-go de más práctica que él en cosas de escritura.

-No; suya es: lo juraría. Esos dilemas, y esosobjetivos, y esos aspectos de las cosas, lo mismoque las bases, bajo las cuales quiere fundar tufelicidad, obra son de su caletre. Pero no estámal la epístola. Pues anoche, hasta ingeniosoestuvo el pobre. ¡Y cómo se va soltando, y quérasgos de buen sentido y observación justa! Teaseguro que hay hombres infinitamente peores,y partidos que sólo ganan a este en las mentiro-sas apariencias.

La casa iba perdiendo de hora en hora suambiente de miseria. Aparecieron colchas ycortinajes, que arrugados volvían de su larga

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prisión; ropas de uso, que ya resultaban anti-cuadas, por aquello de que cambian más prontolas modas que la fortuna; dejáronse ver los cu-biertos de plata, por largo tiempo en lastimosaemigración, y vajillas y cristalería que incólu-mes volvían del largo cautiverio.

De todo se enteraba Rafael, conociendo lavuelta de la loza por el sonido, y la de la ropapor el tufo de alcanfor que al ser desdobladadespedía. Triste y caviloso presenciaba, si asípuede decirse, la restauración de la casa, aque-lla vuelta a las prosperidades de antaño, o a unbienestar que habría sido para él motivo dejúbilo, si las causas del repentino cambio fueranotras. Pero lo que le llenaba el alma de amargu-ra era no advertir en su hermana Fidela aquelabatimiento y consternación que él creía lógicosante el horrendo sacrificio. ¡Incomprensiblefenómeno! Fidela no parecía disgustada, ni si-quiera inquieta, como si no se hubiese hechocargo aún de la gravedad del suceso, antes te-

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mido que anunciado. Sin duda, los seis años demiseria habíanla retrotraído a la infancia,dejándola incapaz de comprender ninguna cosaseria y de responsabilidad. Y de este modo seexplicaba Rafael su conducta, porque la sentíamás que nunca tocada de ligereza infantil. Ensus breves ratos de ocio, la señorita jugaba conlas muñecas, haciendo tomar a su hermanoparticipación en tan frívolo ejercicio, y las vest-ía y desnudaba, figurando llevarlas a visita, albaño, de paseo y a dormir; comía con ellas milfruslerías extravagantes, en verdad más propiasde mujeres de trapo que de personas vivas. Ycuando no jugaba, su conducta era de una ex-tremada volubilidad; no hacía más que agitarsey correr de un lado para otro, echándose a reírpor fútiles motivos, o excitándose a la risa sinmotivo alguno. Esto indignaba al ciego, que,adorándola siempre, habríala querido más re-flexiva ante las responsabilidades de la existen-cia, ante aquel atroz compromiso de casarse

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con un hombre a quien no amaba ni amar pod-ía.

La señorita del Águila, en efecto, veía en suproyectado enlace tan sólo una obligación más,sobre las muchas que ya sobre ella pesaban,algo como el barrer los suelos, mondar las pata-tas y planchar las camisolas de su hermano. Yatenuaba lo triste de esta visión obscura delmatrimonio, figurándose también el vivir sinahogos, el poner un límite a las horrendas pri-vaciones y a la vergüenza en que la familia seconsumía.

-X-Así lo comprendió Rafael con seguro instin-

to, y de ello le habló ingenuamente una tardeque se encontraron solos.

«Hermana querida, me estás matando conesa sonrisa inocente, de persona sin seso, que

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llevas al degolladero. Tú no sabes lo que haces,ni a dónde vas, ni la prueba terrible que te es-pera».

-Cruz, que sabe más que nosotros, me hamandado que no me aflija. Creo que debemosobedecer ciegamente a nuestra hermana mayor,que es para nosotros padre y madre a un tiem-po. Cuanto ella dispone, bien dispuesto está.

-¡Cuanto ella dispone! ¿Infalibilidad tene-mos? ¿De modo que tú accedes...? Ya no hayesperanza. Te pierdo. Ya no tengo hermana...Pues pensar que yo he de vivir junto a ti, casa-da con ese hombre, es la mayor locura imagi-nable. Lo que más quiero en el mundo eres tú.En ti veo a nuestra madre, de quien ya no teacuerdas...

-Sí que me acuerdo.

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-¡Ah! Cruz y tú, que conserváis la vista, hab-éis perdido la memoria. En mí sí que vive fres-co el recuerdo de nuestra casa...

-En mí, también... ¡Ah, ¡nuestra casa...! Paré-ceme que la estoy viendo. Alfombras riquísi-mas, criados muchos. El tocador de mamápodría yo describírtelo sin que se me olvidaseninguna de las chucherías elegantes que en élveíamos... Diariamente comían en casa veintepersonas: los jueves muchas más... ¡Ah!, lo re-cuerdo todo muy bien, aunque poco alcancé deaquella vida, que en su esplendidez era un po-quito triste... No hacía dos meses que me hab-ían traído de Francia cuando estalló el volcán,la quiebra espantosa. Se juntan en mi memorialas visiones risueñas y la impresión de las rui-nas... No creas que la desgracia me cogió desorpresa. Sin saber por qué, yo la presentía.Aquella vida de disipación nunca fue de migusto. Bien recuerdo que a Cruz la llamaban losperiódicos el astro esplendoroso de los salones del

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Águila; y a mí no sé qué mote extravagante mepusieron... algo así como satélite o qué sé yo...Sandeces que me han dejado un cierto amargoren el alma... La muerte de mamá la recuerdocomo si hubiera pasado ayer. Fue del dolor quele produjo el desastre de nuestra casa. A papále quitó de la mano D. José Donoso el revólvercon que quería matarse... Murió de tristeza cua-tro meses después... ¿Pero qué, lloras? ¿Te las-timan estos recuerdos?

-Sí... Papá no tenía la firmeza estoica que ne-cesitaba para afrontar la adversidad. Era hom-bre, además, capaz de doblegarse a ciertas co-sas, con tal de no verse privado de las comodi-dades en que había nacido. Mamá no, mamá noera así. Si mamá hubiera alcanzado nuestrostiempos de miseria, los habría sobrellevado convalor y entereza cristiana, sin transigir con nadahumillante ni deshonroso, porque a sus muchasvirtudes, unía el sentimiento de la dignidad delnombre y de la raza. Entre tantas desdichas,

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siento yo algo en mí que me consuela y me daesperanza, y es que el espíritu de mi madre seme ha transmitido; lo siento en mí. De ella eseste culto idolátrico del honor y de los buenosprincipios. Fíjate bien, Fidela: en la familia denuestra madre no hay ningún hecho que no seaaltísimamente decoroso. Es una familia quehonra a la patria española y a la humanidad.Desde nuestro bisabuelo, muerto en el combatenaval del Cabo San Vicente, hasta el primo Feli-ciano de la Torre-Auñón, que pereció con gloriaen los Castillejos, no verás más que páginas devirtud y de cumplimiento estricto del deber. Enlos Torre-Auñón jamás hubo nadie que se dedi-cara a estos obscuros negocios de comprar yvender cosas..., mercaderías, valores, no sé qué.Todos fueron señores hidalgos que vivían delfruto de las tierras patrimoniales, o soldadospundonorosos que morían por la Patria y elRey, o sacerdotes respetabilísimos. Hasta lospobres de esa raza fueron siempre modelo dehidalguía... Déjame, déjame que me aparte de

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este mundo y me vuelvo al mío, al otro, al pa-sado... Como no veo, me es muy fácil escoger elmundo más de mi gusto.

-Me entristeces, hermano. Digas lo que quie-ras, no puedes escoger un mundo, si no vivirdonde te puso Dios.

-Dios me pone en este, en el mío, en el de misanta madre.

-No se puede volver atrás.

-Yo vuelvo a donde me acomoda... (le-vantándose airado.) No quiero nada de vosotras,que me deshonráis.

-Cállate, por Dios. Ya te da otra vez la locu-ra.

-Te he perdido. Ya no existes. Veo lo bastan-te para verte en los brazos del jabalí-gritó Rafa-el con turbación frenética, moviendo descom-pasadamente los brazos-. Le aborrezco; a ti no

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puedo aborrecerte; pero tampoco puedo per-donarte lo que haces, lo que has hecho, lo queharás...

-Querido, hijito mío-dijo Fidela abrazándolepara que no se golpeara contra la pared-. Noseas loco... escucha... Quiéreme como te quieroyo.

-Pues arrepiéntete...

-No puedo. He dado mi palabra.

-¡Maldita sea tu palabra, y el instante en quela diste!... Vete: ya no quiero más que a Dios, elúnico que no engaña, el único que no aver-güenza... ¡Ay, deseo morirme!...

Luchando con él, pudo Fidela llevarle alsillón, donde quedó inerte, anegado en lágri-mas. Anochecía. Ambos callaban, y profundaobscuridad envolvió al fin la triste escena silen-ciosa.

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Desde aquel día determinaron las hermanasque Rafael no asistiese a la tertulia, porque si élestaba violentísimo en presencia de Donoso yTorquemada, no era menor la violencia de ellas,temerosas de un disgusto; como que ya en lasúltimas noches había dirigido el ciego a su fu-turo cuñado dardos agudísimos, no bien reves-tidos de las flores de la cortesía. La separaciónde campos, fue, pues, inevitable. Por indicacióndel mismo Rafael, poníanle de noche en uncuartito próximo a la puerta, el cual era la piezamás ventilada y fresca de la casa. Naturalmen-te, se determinó que el ciego no estuviese sincompañía durante las horas de velada, y antesque tenerle solo y aburrido, las dos damashabrían disuelto la tertulia, cerrando la puerta alas dos únicas personas que a ella concurrían.Propuso Rafael que subiera a darle palique unamigo por quien tenía verdadera debilidad, elchico mayor de Melchor el prendero, habitanteen la planta baja de la casa. Era Melchorito delo más despabilado que podría encontrarse a su

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edad, no superior a dieciocho años, tan corto deestatura como largo de entendimiento; vivara-cho, cariñoso y con toda la paciencia y graciadel mundo para entretener al ciego durantelargas horas sin aburrirle ni aburrirse. Estudia-ba pintura en la Academia de San Fernando, yno se contentaba con llegar a ser menos que unRosales o un Fortuny. Al dedillo conocía el Mu-seo del Prado; como que había copiado multi-tud de Vírgenes de Murillo, que bien o malvendidas le daban para botas y un terno deverano; y como estudio de las sumas perfeccio-nes del arte, se había metido con Velázquez, co-piando la cabeza del Esopo, y el pescuezo de laHilandera. La descripción del Museo y el re-cuento de todas las maravillas que atesora,servíanle para tener embelesado a Rafael, querecordando lo que años atrás había visto, loveía nuevamente con ajenos ojos. Y de todoaquel Olimpo de la pintura, el ciego prefería losretratos, donde se admiraba tanto la naturalezacomo el arte, porque en ellos revivían las per-

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sonas efectivas, no imaginadas, de antaño. Porver y examinar retratos, revolvía todas las salasdel Museo con su inteligente lazarillo, el cual leprestaba sus ojos, como pueden prestarse unoslentes, y uno y otro se embelesaban ante aque-llas nobles figuras, personalidades vivas eterni-zadas en el arte por Velázquez, Rafael, AntonioMoro, Goya o Van Dyck (13). Algunas noches,por variar de entretenimiento, Melchorito, queera punto fijo en el paraíso del Teatro Real, yposeía una feliz memoria musical, daba con-ciertos vocales e instrumentales, cantándole aRafael trozos de ópera, arias, dúos y piezas deconjunto, no sin agregar a su salmodia todo elcolorido orquestal que obtener podía con lasmodulaciones de boca más extrañas. El ciegoponía de su parte algún bajete o ritornello fácil,por no ser su retentiva filarmónica tan grandecomo refinado su gusto, y gozaba lo indeciblellegando a creer que se hallaba en su butaca delTeatro, como antes llegaba a figurarse que pa-seaba por las galerías del Museo.

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Lo que agradecían las dos damas la compla-cencia del chiquillo de abajo, y lo que admirabansu habilidad, no hay para qué decirlo, puesRafael era dichoso con tal compañía, y no lacambiara por la de todos los sabios del mundo.Cruz solía asomar sonriente a la puerta delcuarto, para ver la cara radiante de su hermano,mientras el otro, colorado como un pavo, dirig-ía la orquesta dando la entrada a los trombo-nes, o atacando el sobreagudo de los violines.Volvía la dama a la tertulia diciendo: «Estánahora en el cuarto acto de Los Hugonotes». Ypoco después: «ya, ya concluye... Se marcha laReina, porque oigo la marcha real».

Enterado D. Francisco por Donoso de lairreducible oposición de Rafael, no le daba im-portancia; tan ensoberbecido estaba el pobrehombre con su próximo enlace, y con la con-ciencia de su exaltación a un estado social su-perior. «¿Con que ese mequetrefe-decía-, noquiere aceptarme por hermano político?

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Cúmpleme declarar que me importa un rábano suoposición, y que tengo cuajo para pasármele aél con todo su orgullo por las narices. Agradez-ca a Dios que es ciego y no ve, que si tuvieraojos ya le enseñaría yo a mirar derecho y verquién es quién. Sus pergaminos de puñales mesirven a mí para limpiarme el moco... que si yoquiero, ¡cuidado!, pergaminos tendré mejoresque los suyos y con más requilorios de noblezade ñales, que me hagan descender de la Bibliapastelera, y de la estrella de los Reyes Magos».

Pasaron días; arreciaba el calor; y como Tor-quemada quería llegar lo más pronto posible alnuevo orden de cosas, fijose la fecha de la bodapara el 4 de Agosto. La familia se trasladaría ala calle de Silva, para lo cual se completó elmueblaje con un comedor de nogal, elegantísi-mo, escogido por Donoso; y todo habría mar-chado sobre carriles, si no inquietara a las seño-ras y al propio D. Francisco la actitud de Rafael,petrificado en su intransigencia. No había que

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pensar en llevarle a la casa matrimonial, a me-nos que el tiempo suavizase tanto rigor. Si Do-noso y Fidela confiaban en la acción del tiempo,y en la imposición de los hechos consumados,Cruz no tenía tal confianza. Discutían sin cesarlos tres el difícil problema, no hallándole solu-ción adecuada, hasta que por fin D. José propu-so una especie de modus vivendi, que no pareciómal a sus amigas; esto es, que si Rafael se obs-tinaba en no vivir bajo el mismo techo que elusurero, él le llevaría a su casa, donde le tendr-ía como a hijo, pudiendo sus hermanas verlesiempre que quisieran. Triste pareció la solu-ción, pero admitida fue por ser la menos mala.

Una noche de Julio, Rafael y su amigo plati-caban de pintura moderna. Díjole Melchoritoque tenía una crítica muy salada y chispeantede los cuadros de la última Exposición; mostróel ciego deseos de que su amigo se la leyera;corrió el otro en busca del folleto; quedose soloel joven del Águila.

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No notaron las hermanas la salida del chiqui-llo de abajo, pues como aquella noche no habíamúsica, el silencio no les llamó la atención. Contodo, al cabo de un rato, el silencio fue dema-siado profundo para no ser advertido. CorrióCruz al cuartito. Rafael no estaba. Gritó. Acu-dieron los demás; buscáronle por toda la casa, yel ciego sin aparecer. La idea de que se hubiesearrojado por la ventana al patio, o por algúnbalcón a la calle, los alarmó un momento. Perono, no podía ser. Todos los huecos cerrados.Donoso fue el primero que descubrió que lapuerta de la escalera estaba abierta. Pensaronque Rafael y su amigo habían bajado a la tien-da. Pero en aquel instante subía Melchorito, elcual se maravilló de lo que ocurría.

Bajaron las dos hermanas más muertas quevivas, y tras ellas los dos amigos de la casa. Enla plazuela, un guardia les dijo que el señoritociego había atravesado solo por el jardinillo,dirigiéndose a la calle de las Infantas o a la del

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Clavel. Preguntaron a cuantas personas vieron;pero nadie daba razón.

Consternadas, resolvieron ir en su busca.¿Pero a dónde?... No había que perder tiempo.Fidela con Donoso iría por un lado. Cruz conTorquemada por otro... ¿Habría tomado el fugi-tivo la dirección de Cuatro Caminos? Esta era laopinión más admisible. Pero bien podría haber-se dirigido a otra parte. Melchorito y su padrerecorrieron presurosos las calles próximas. Na-da; no aparecía.

«¡A casa de Bernardina!-dijo Cruz, que con-servaba la serenidad en medio de tanta desola-ción y aturdimiento. Y al punto, como generalen jefe indiscutible, empezó a dictar órdenes-:Usted, D. Francisco, no nos sirve para nada eneste caso. Retírese: le informaremos de lo queocurra. Tú, Fidela, súbete a casa. Yo me arre-glaré sola. D. José y yo por un lado, Melchorpadre e hijo por otro, le buscaremos, y porfuerza le hemos de encontrar... ¡Qué locura de

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chico! Pero conmigo no juega... Si él es terco, yomás. Él a perderse y yo a encontrarle, veremosquién gana..., ¡veremos!».

-XI-En cuanto se vio solo Rafael, determinó po-

ner en ejecución el plan que hacía dos semanasembargaba su mente, y para el cual se habíapreparado con premeditaciones de criminalcallado y reflexivo. Desde que ideó la evasión,todas las noches llevaba furtivamente al cuartosu bastón y su sombrero, y se metía en el bolsi-llo un pedazo de pan, que afanaba con mil pre-cauciones en la comida. Aguardando una oca-sión favorable, pasaron noches y noches, hastaque al fin, la salida de Melchorito en busca delfolleto de crítica le vino que ni de encargo, por-que para mayor facilidad, el pintor y músico,siempre que por breve tiempo bajaba, solía de-

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jar abierta la puerta, a fin de no molestar a lasseñoras cuando volvía.

No bien calculó que había transcurrido eltiempo necesario para no encontrar a Melchoren la escalera, deslizose con pie de gato, y tan-teando las paredes se escurrió fuera sin que sushermanas le sintiesen. Bajó todo lo a prisa quepodía, y tuvo la suerte de que nadie en el portalle viera salir. Conociendo perfectamente lascalles, sin ayuda de lazarillo andaba por ellas,con la sola precaución de dar palos en el suelopara prevenir a los transeúntes del paso de unhombre sin vista. Atravesó el jardín, y ganandola calle de las Infantas, que le pareció la vía másapropiada para la fuga, pegado a la fila de ca-sas de los impares, avanzó resueltamente. Paraprevenirse contra la persecución, que inevitablesería en cuanto notaran su ausencia, creyó pru-dente meterse por las calles transversales, to-mando un camino de zig-zag. «Por aquí no escreíble que vengan a buscarme-decía-; irán por

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las calles de San Marcos y Hortaleza, creyendoque voy hacia Cuatro Caminos. Y mientras ellasse vuelven locas buscándome por allá, yo meescurro bonitamente por estos barrios, y luegome bajaré a Recoletos y la Castellana».

¡Oh, qué sensación tan placentera la de la li-bertad!... Dulce era ciertamente la tiranía de sushermanas siempre que la ejercieran solas. Conla salvaje y grotesca alimaña que introducidohabían en la casa, esta resultaba calabozo, y a lamás suave de las esclavitudes era preferible lamás desamparada y triste de las libertades.

Avanzaba resueltamente, castigando la aceracon su palo, no sin recibir alguno que otro gol-pe, por la impaciencia que le espoleaba, y lafalta de costumbre, pues era la primera vez queandaba solo por las calles y plazuelas. El pasode una acera a otra colmaba la dificultad de sutránsito. Atento al ruido de coches, en cuantodejaba de sentirlo lanzábase al arroyo, sin soli-citar el auxilio de los transeúntes. A esto no

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habría recurrido sino en un caso extremo, por-que consideraba humillante apoyarse en perso-nas extrañas, mientras tuviera manos con quepalpar, y bastón con que abrirse paso a travésde las tinieblas.

Al llegar a Recoletos saboreó la frescura delambiente que de los árboles surgía, y su gozoaumentó con la grata idea de independencia enaquellas anchuras, pudiendo tomar la direcciónmás de su gusto, sin que nadie le marcase elcamino ni le mandara detenerse. Tras cortavacilación, dirigiose a la Castellana por elandén de la derecha, para lo cual tuvo queorientarse cuidadosamente, buscando con cau-tela de náutico la derrota más segura para atra-vesar la plaza de Colón. Su oído sutil le anun-ciaba los coches lejanos, y sabía aprovecharsedel momento propicio para pasar sin tropiezo.Avanzó por el andén, respirando con delicia elaire tibio, impregnado de emanaciones vegeta-les, con ligero olor de tierra humedecida por el

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riego. Y más que nada le embelesaba la dulcí-sima libertad, aquel andar de por sí, sin agarrar-se al brazo de otra persona, la certidumbre deno parar hasta que su voluntad lo determinase,y de estarse así toda la noche, bañando su almay su cuerpo en la intemperie, sin sentir sobre sucabeza otro techo que el santo cielo, en el cual,con los ojos del alma veía sin fin de estrellasque le contemplaban con cariño y le alentabanen su placentera vagancia. Antes que vivir conTorquemada, resignaríase el pobre ciego a to-dos los inconvenientes de la vida vagabunda,sin más amigo que la soledad, un banco porlecho y el firmamento por techumbre. Antesque aceptar a la bestia zafia y villana, aceptaríael sustentarse de limosna. ¡La limosna! Ni laidea ni la palabra le asustaban ya. La pobreza aningún ser envilecía; solicitar la caridad públi-ca, no teniendo otro recurso, era tan noble co-mo ejercerla. El mendigo de buena fe, el infelizque pedía para no morirse de hambre, era elhijo predilecto de Jesucristo, pobre en este

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mundo, rico de inmortales riquezas en el otro...Pensando en esto, concluyó por sentar el princi-pio, como diría la bestia, de que, para su honra-da profesión de ciego mendicante, le vendríabien un perro. ¡Ay, cómo le gustaban los pe-rros! Daría en aquel momento un dedo de lamano por tener un fiel amigo a quien acariciar,y que le acompañase calladito y vigilante. Con-sideró luego que para solicitar eficazmente lalimosna, le convendría tocar algo; es decir, po-seer alguna habilidad musical. Recordó conpena que el único instrumento que manejabaera el acordeón; pero sin pasar de las cuatronotas de la donna e mobile, y aun este pasajillono sabía concluirlo... En fin, que para desgarrarlos oídos del transeúnte, valía más no tocarnada.

Sentose en un banco, dejando pasar el tiem-po en dulce meditación, durante la cual sushermanas se le representaron en término muyremoto, alejándose más cada vez, y borrándose

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en el espacio. O se habían muerto Cruz y Fide-la, o se habían ido a vivir a otro mundo que nose podía ver desde este. Y en tanto, no habíaformado plan ninguno para pasar la noche. Tansólo pensó vagamente que cuando le rindiera elsueño iría a pedir hospitalidad al polvorista.Pero no, no... mejor era dormir al raso, sin soli-citar favores de nadie, ni perder, por la grati-tud, aquella santa independencia que le hacíadueño del mundo, de la tierra y del cielo.

De pronto le asaltó una idea, que le hizo es-tremecer. Husmeaba el aire como un sabuesoque busca el rastro de personas o lugares. «Sí,sí, no me queda duda-se dijo-. Sin proponérme-lo, sin pensar en ello, he venido a sentarmefrente a mi casa, frente al hotel que fue de mispadres... Paréceme que no me equivoco. El tre-cho recorrido desde la plaza de Colón es la dis-tancia exacta. Conservo el sentido de la distan-cia, y además, no se qué instinto, o más biendoble vista me dice que estoy aquí, frente al

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palacio donde vivimos en los tiempos de felici-dad, breves si los comparo con nuestra insopor-table miseria». Trémulo de emoción, quiso cer-ciorarse por el tacto, y avanzó, traspasando concautela el seto, hasta llegar a una verja, quehubo de reconocer cuidadosamente. Se leanudó la voz en la garganta al adquirir la certi-dumbre que buscaba. «Estos son, estos-se dijo-,los hierros de la verja... La estoy viendo, pinta-da de verde obscuro, con las lanzas doradas...La conozco como conocería mis propias manos.¡Oh, tiempos! ¡Oh, lenguaje mudo de las cosasqueridas!... No sé qué siento, la resurreccióndentro de mí de un pasado hermoso y triste,ahora más triste por ser pasado... Dios mío, ¿mehas traído a este lugar para confortarme o parahundirme más en el abismo negro de mi mise-ria?».

Limpiándose las lágrimas volvió al banco, yhumillada la frente sobre las manos, suscitó ensu mente con vigor de ciego la visión del pasa-

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do. «Ahora viven aquí-se dijo exhalando ungran suspiro-los marqueses de Mejorada delCampo. Se me figura que poco han cambiado elhotel y el jardín. ¡Qué hermosos eran antes!».Sintió que se abría la verja para dar paso a uncoche.

«De seguro van ahora al Teatro Real. Mimamá iba siempre a esta hora, tardecito, y lle-gaba al acto tercero. Jamás oía los dos primerosactos de las óperas. Estábamos abonados a laplatea número 7. Paréceme que veo la platea, ya mi mamá, y a Cruz, y a las primas de Rebo-lledo, y que estoy yo en la butaca número 2 dela fila octava. Sí, yo soy, yo, yo, aquel que allíveo, con mi buena figura de hace ocho años..., yahora, vengo al palco de mi madre, y la riñopor no haber ido antes... No sé por qué me sub-en a la boca, al recordarlo, dejos de aburrimien-to. ¿Era yo feliz entonces? Voy creyendo queno».

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Pausa. «Desde donde estoy, vería yo, si nofuera ciego, la ventana del cuarto de mi ma-dre... Paréceme que entro en él. ¡Qué se haríade aquellos tapices de Gobelinos, de aquellarica cerámica viejo Viena y viejo Sajonia! Todo selo tragó el huracán. Arruinados, pero con hon-ra. Mi madre no transigía con ninguna clase deignominia. Por eso murió. Ojalá me hubieramuerto yo también, para no asistir a la degra-dación de mis pobres hermanas. ¿Por qué no semurieron ellas entonces? Dios quiso sin dudasometerlas a todas las pruebas, y en la última,en la más terrible, no han sabido sobreponersea la flaqueza humana, y han sucumbido. Serinden ahora, después de haber luchado tanto;y aquí tenemos al diablo vencedor, con permisode la Divina Majestad, que es quien a mí meinspira esta resolución de no rendirme, prefi-riendo al envilecimiento la soledad, la vagan-cia, la mendicidad... Mi madre está conmigo.Mi padre también... aunque no sé, no sé si en elcaso presente, hallándose vivo, se habría dejado

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tentar de... Mucha influencia tenía sobre él Do-noso, el amigo leal antes, y ahora el corruptorde la familia. Contaminose mi padre del mal dela época, de la fiebre de los negocios, y no con-tento con su cuantioso patrimonio, aspiró aganar colosales riquezas, como otros muchos...Comprometido en empresas peligrosas, su for-tuna tan pronto crecía como mermaba. Ejem-plos que nunca debió seguir le perdieron. Suhermano y mi tío había reunido un capitalazocomprando bienes nacionales. La maldiciónrecayó sobre los que profanaban la propiedadde la Iglesia, y en la maldición fue arrastradomi padre... A mamá, bien lo recuerdo, le eranhorriblemente antipáticos los negocios, aquelfundar y deshacer sociedades de crédito, comocastillos de naipes, aquel vértigo de la Bolsa, yentre mi padre y ella el desacuerdo saltaba a lavista. Los Torre-Auñón aborrecieron siempre elcompra y vende, y los agios obscuros. Al fin loshechos dieron razón a mi madre, tan inteligentecomo piadosa; sabía que la ambición de rique-

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zas, aspirando a poseerlas fabulosas, es la ma-yor ofensa que se puede hacer al Dios que nosha dado lo que necesitamos y un poquito más.Tarde conoció mi padre su error, y la concien-cia de él le costó la vida. La muerte les igualó atodos, dejándonos a los vivos el convencimien-to de que sólo es verdad la pobreza, el no tenernada... Desde aquí no veo más que humo, va-nidad, y el polvo miserable en que han venidoa parar tantas grandezas, mi madre en el Cielo,mi padre en el Purgatorio, mis hermanas en elmundo, desmintiendo con su conducta lo quefuimos, yo echándome solo y desamparado enbrazos de Dios para que haga de mí lo que másconvenga»

-XII-Pausa. «¡Qué hermoso era el jardín de mi ca-

sa!... y lo será todavía, aunque oí que le hanquitado una tercera parte para construir casas

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de vecindad. ¡Qué hermoso era el jardín, y quéhoras tan gratas he pasado en él!... Parécemeque entro en el hotel y subo por la escalera demármol. Allí las soberbias armaduras que pose-ía mi padre, adquiridas de la casa de SanQuintín, parientes de los Torre-Auñón. En eldespacho de mi padre están Donoso, D. Ma-nuel Paz, el general Carrasco, que delira por losnegocios, y envainando para siempre su espadase dedica a hilvanar ferrocarriles, el exministroGarcía de Paredes, Torres, el agente de Bolsa, yotros puntos... Allí no se habla más que decombinaciones financieras que no entiendo...Me aburro, se ríen de mí; me llaman don Gala-or... Insultan en mí a la diplomacia, que el gene-ral llama, remedando a Bismarck, vida de trufasy condecoraciones... Me largo de allí. Parécemeque veo el despacho con su chimenea monu-mental, y en ella un bronce magnífico, repro-ducción del Colleone de Venecia. En los stores,bordados los escudos de Torre-Auñón y delÁguila. La alfombra, de lo más rico de Santa

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Bárbara, es profanada por los salivazos delagente de Bolsa, que al entrar y al salir pareceque se trae y se lleva en la cartera toda la rique-za fiduciaria del mundo... Y todo eso es ahorapolvo, miseria; y los gusanos le ajustan a mipadre la cuenta de sus negocios... Torres elagente se pegó un tiro en Monte Carlo tres añosdespués, y el general anda por ahí miserable,paseando su hemiplejia del brazo de un criado.Sólo viven él y Donoso, petrificado en su sufi-ciencia administrativa, que a mí me carga tanto,aunque me guardo muy bien de decírselo a mishermanas, porque me comerían vivo».

Pausa... «¡Oh, qué linda era Cruz, qué ele-gante y qué orgullosa, con legítimo y bien me-dido orgullo! La llamábamos Croisette, por laestúpida costumbre de decirlo todo en francés.Fidela, al venir de Francia, nos encantaba consu volubilidad. ¡Qué ser tan delicado, y quétemperamento tan vaporoso! Diríase que noestaba hecha de nuestra carne miserable, sino

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de substancias sutiles, como los ángeles quenunca han puesto los pies en el suelo. Ella losponía por gracia especial de Dios, y podía cre-erse que al tocarla se nos desbarataba entre lasmanos, trocándose en vapor impalpable. Y aho-ra... ¡Santo Dios!, ahora... allá la miro metida enfango hasta el cuello. He querido sacarla... Nose deja. Le gusta la materia. Buen provecho lehaga... Cuando yo me fui a la Embajada deAlemania, que entonces era todavía Legación,salí de casa con el presentimiento de que nohabía de volver a ver a mi madre. Esta se em-peñó en que no me llevara a Toby, el perrodanés que me regaló el primo Trastamara. ¡Po-bre animal! Nunca me olvidaré de la cara quepuso al verme partir. Murió de enfermedaddesconocida, dos días antes que mi madre... Yahora que me acuerdo: ¿a dónde habrá ido aparar el bueno de Ramón, aquel criado fiel, quetan bien entendía mis gustos y caprichos? Cruzme dijo que puso un comercio de vinos en supueblo, y que fabricando Valdepeñas ha hecho

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un capital... Él tenía sus ahorros. Era hombremuy económico, aunque no sisaba como aquelbribón de Lucas, el mozo de comedor, que hoytiene un restaurant (14) de ferrocarril. Con loscigarros que le robaba a mi padre, compró unacasa en Valladolid, y con lo que sisaba en elChampagne sacó para establecer una fábrica decerveza».

Pausa. «¿Qué hora será?... ¿Pero qué me im-porta a mí la hora, si soy libre, y el tiempo notiene para mí ningún valor? Mi hotel no duer-me aún. Siento rumores en la portería. Loscriados arman tertulia con el portero, esperan-do la vuelta de la señora... Ya, ya me parece quesiento el coche. Es la hora de salir del Real, launa menos cuarto, si no ha sido ópera larga.Wagner y su escuela no nos sueltan hasta launa y tres cuartos... Ya está ahí... abren la ver-ja... entra el coche. ¡Si me parece que estoy enmis tiempos de señorito! El mismo coche, losmismos caballos, la noche igual, con las mismas

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estrellas en el cielo... para quien pueda verlas...Ya cierran. El hotel se entrega al sueño comosus habitantes... Yo siempre principio a sen-tir...».

Más que sueño, lo que empezaba a sentir erahambre, y echando mano al zoquete de pan quellevaba en el bolsillo, dio principio a su frugalcena, que le supo más rica que cuantos manja-res delicados solía llevarle Cruz de casa deLhardy.

«¡Qué apuradas andarán mis hermanasbuscándome!-dijo, comiendo despacito-. Fasti-diarse. Os habíais acostumbrado a que yo fueseun cero, siempre un cero. Convenido: soy cero,pero os dejo solas, para que valgáis menos. Yyo me encastillo en mi dignidad de cero ofen-dido, y sin valer nada, absolutamente nadapara los demás, me declaro libre y quiero bus-car mi valor en mí mismo. Sí, señoras del Águi-la y de la Torre-Auñón: arreglad ahora vuestrobodorrio como gustéis, sin cuidaros del pobre

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ciego... ¡Ah, vosotras tenéis vista; yo no! Midesdicha se compensa con la inmensa ventajade no poder ver a la bestia. Vosotras la veis, latenéis siempre delante, y no podéis libraros desu grotesca facha, que viene a ser vuestro casti-go... ¡Qué rico está este pan!... ¡Gracias a Diosque he perdido al comer aquella sensación mor-tificante del olor de cebolla!».

Sintió sueño, y se estiraba en el banco bus-cando la postura menos incómoda, haciendoalmohada del brazo derecho, cuando se leacercó un pobre, que arrastraba un pie como sifuera bota a medio poner, y alargaba en vez demano, para pedir limosna, un muñón desnudoy rojo. La voz bronca del mendigo hizo estre-mecer a Rafael, que se incorporó diciéndole:

«Perdone, hermano. Yo soy pobre también,y si no he pedido todavía es por la falta de cos-tumbre. Pero mañana, mañana pediré».

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-¿Es usted por casualidad ciego?-dijo el otro,desesperanzado de obtener limosna.

-Para servir a usted.

-Estimando.

-Si hubiera venido usted un poquito antes,habríale dado parte del pan que acabo de co-merme. Pero lo que es dinero no puedo darle.No llevo sobre mí moneda alguna, ni perrogrande ni chico... Soy más pobre que nadie. Hevenido ¡ay!, muy a menos. Y usted, ¿qué es?

-¿Cómo que qué soy?

-Quiero decir si es usted también ciego.

-No, gracias a Dios. No soy más que cojo;pero de los dos cabos, y manco de la derecha...La perdí dando un barreno.

-Por la voz, me parece que es usted viejo.

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-Y usted muy parlanchín. ¡Porras!, como to-dos los ciegos, que echan el alma y los hígadospor la pastelera lengua.

-Dispense usted que no le conteste en eselenguaje ordinario. Soy persona decente.

-Sí, ya se ve... ¡Persona decente! Yo tambiénlo fui. Mi padre tenía catorce pares.

-¿De qué?

-De mulas.

-¡Ah!... creí que de bemoles... ¿Con que mu-las? Pues eso no es nada en comparación de loque tuvo el mío. Ese palacio que está frente anosotros, si hablara, no me dejaría mentir.

-¡Porras maúras (15)! ¿A que va a decir que essuyo el palacio?

-Digo que lo fue; la verdad...

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-Mecachis, y que se lo limpiaron los usure-ros. Como a mí, como a mi padre, que era ma-yorazgo, y por tomar dinero a rédito para me-terse en negocios nos dejó más pobres que lasratas.

-¡Los malditos negocios, el compra y ven-de!... Y henos aquí a los hijos pagando las cul-pas de la ambición de los padres. Ahora pedi-mos limosna, y de seguro los que nos empobre-cieron pasan a nuestro lado sin darnos una tris-te limosna. Pero Dios no nos desampara, ¿ver-dad? Donde menos se piensa salta una personacaritativa. Hay almas caritativas. Dígame ustedque las hay, pues yo, la verdad, no quisieramorirme de hambre por esas calles.

-¿No tiene familia?

-Mis hermanas, hombre de Dios. Pero noquiero nada con ellas.

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-Ya, ¡contra!, le han desamparado ¡porrasverdes! Como a mí, lo mismo que a mí.

-¿Sus hermanas?

-No... ¡pior, pior! (16)-dijo el otro con una vozbronca y arrastrada, que parecía extraer congran trabajo de lo más hondo de su cuerpo-.¡Son mis hijas las que me pusieron en la calle!

-¡Ja, ja, ja! ¡Sus hijas!-exclamó Rafael, acome-tido de violentísimas ganas de reír-. Y dígame,¿son señoras?

-¿Señoras?-dijo el otro con todo el sarcasmoque cabe en la voz humana-. Señoras del pinga-jo y damas del tutilimundi. Son...

-¿Qué?

-Púas coronadas... Agur.

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Y se fue, arrastrando la pata, echando de-monios por su boca, entre gruñidos bestiales,babeándose como un perro con moquillo.

-Pobre señor...-murmuró Rafael, volviendo atomar la postura de catre-. Sus hijas, por lo quedijo, son... ¡Qué abismos nos revela el fondo dela miseria cuando bajamos a él! Si yo me dur-miera, ahogaría en mi cerebro ideas que memortifican. Probaremos. Más duro es esto quemi cama; pero no me importa. Conviene acos-tumbrarse al sufrimiento... ¡Y vaya usted a sa-ber ahora con qué me desayunaré mañana! Loque Dios me tenga reservado, café o chocolate,o mendrugo de pan, él lo sabe, en alguna parteestará... ¿No se desayunan los pájaros? Puesalgo ha de haber también para mí...

Quedose aletargado, y tuvo un sueño brevecon imágenes intensísimas. En corto tiemposoñó que se hallaba en el vestíbulo del hotelcercano, tendido en un banco de madera. Vioentrar a su padre con gabán de pieles, accidente

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de invierno que no le chocaba a pesar de hallar-se en pleno verano. Su padre se maravilló deverle en tal sitio, y le dijo que saliese a comprardiez céntimos de avellanas. ¡Cuánto disparate!Aun soñando, discurría que todo aquello notenía sentido. Después salió el perro danés au-llando, con una pata rota y el hocico lleno desangre. En el momento de abalanzarse en soco-rro del pobre animal, despertó. En un tris estu-vo que se cayera del banco de piedra.

Le dolían los huesos; el frío empezaba a mo-lestarle, y su estómago no parecía conforme conpasar toda la noche al raso sin más sustentoque un pedazo de pan. Para sobreponerse alclamor de la Naturaleza desfallecida, salió deestampía por el paseo adelante, tropezando conlos árboles, y besando el santo suelo en dos otres tumbos que dio al perder el equilibrio. Perosupo sacar fuerzas de flaqueza, y sostener elcuerpo con los bríos del ánimo. «Vamos, Rafael,no seas niño; a la primera contrariedad, ya estás

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aturdido y sin saber qué camino tomar. Prontoha de amanecer, y o mucho me engaño, o Dios,que vela por mí, ha de depararme un alma cari-tativa. No siento pasos... Debe de ser la madru-gada. ¡Qué soledad! ¿Cómo podría enterarmede que ha salido el sol, o de que va a salir? ¡Ah!,siento cantar un gallo, anunciando el día. Seráilusión tal vez, pero me parece que es el gallode Bernardina el que canta. Y otra vez, y otra...No, son muchos gallos, todos los gallos de estoscontornos que dicen a su manera: 'Basta ya denoche...'». Lo que no siento aún es el graciosopiar de los pajarillos. No, no amanece todavía.Más adelante, en otro banco, podré dormir otropoquito, y cuando los pájaros me avisen, dejarélas ociosas plumas, digo, la ociosa berroqueña...Adelante, y valor. De seguro que ninguna deestas avecillas que ahora duermen inocentes enel ramaje que se extiende sobre mi cabeza, sepreocupa ni poco ni mucho de lo que ha decomer cuando despierte. El desayuno, en algu-na parte está. Las almas caritativas duermen

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también ahora, y dormirán la mañanita; perode fijo no faltará alguna que madrugue».

Hacia el fin de la Castellana, volvió a darsesu ración de banco; mas no pudo pegar los ojos,ni siquiera sosegar sus cansados huesos. Dosperros vagabundos se llegaron a él, y le olierony le hocicaron. Quiso Rafael retenerles con vozcariñosa; pero los dos animales, que debían deestar dotados de gran penetración y agudeza,entendieron que de allí muy poco o nada sacar-ían. Después de infringir ambos sosegadamen-te, en el banco del ciego, las ordenanzas de po-licía urbana, se fueron en busca de aventuramás provechosa.

Levantose Rafael al rayar la aurora, cuya cla-ridad saludaron las avecillas, y restregándoselas manos para proveerse de un poco de calor,que supliera bien que mal la falta de alimento,echó a andar y desentumeció sus piernas. Elvalor no le abandonaba; pero iba compren-diendo que la iniciación en el oficio de mendigo

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tiene sus contras, y que el aprendizaje había deser para él durísimo. ¡Qué bien le habría venidoen aquella hora un poco de café! Pero las almascaritativas no parecieron con la provisión delprecioso líquido. Pasos de hombres y brutosoyó en dirección al centro de Madrid: eran tra-jinantes, mercaderes de hortalizas y huevos quellevaban frutas a la plaza. Sintió el ruido decántaros de leche que chocan con el movimien-to de la caballería que los conduce. ¡De buenagana se habría él tomado un vasito de leche!¿Pero a quién, ¡Santo Dios!, se lo había de pe-dir? Gentes de pueblo pasaron al lado suyo sinhacerle caso. De fijo que si él se lanzara a por-diosero, alguien le daría. «Pero el mérito gran-de de las almas caritativas-pensó-, será que mesocorran sin que yo pase por la vergüenza depedirlo». Por desgracia suya, en aquel tímidoensayo de mendicidad, las almas compasivas seabstenían de socorrer a un necesitado que noempezaba por marear al transeúnte con enfa-dosos reclamos de limosna. Largo trecho andu-

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vo desorientado, sin saber a dónde iba, y al finel cansancio y el hambre determinaron en suespíritu el propósito de pedir albergue a Ber-nardina; pero al hacer esta concesión a la duranecesidad, quería engañarse y dar satisfaccio-nes a su entereza diciéndose: «No, si no harémás que tomar un bocadillo y seguir luego. Ala calle otra vez, al camino».

No le fue tan fácil encontrar el rumbo. Perosi sentía cortedad para implorar limosna, no lasentía para pedir informes topográficos. «¿Voybien por aquí a Cuatro Caminos?». Esta pre-gunta, sin número de veces repetida y contes-tada, fue la brújula que le señaló la derrota porcampos, carreteras y solares baldíos, hasta quedio con sus cansados huesos en el corralón delos Valientes.

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-XIII-Viole Bernardina antes que traspasara el

hueco del portalón, y salió a recibirle con de-mostraciones de vivo contento, mirándole co-mo un aparecido, como un resucitado. «Damecafé-le dijo el ciego con trémula voz-. Siento...nada más que un poquito de debilidad». Llevo-le adentro la fiel criada, y con rara discreción seabstuvo de decirle que la señorita Cruz habíaestado tres veces durante la noche buscándole,muerta de ansiedad. Mucha prisa corría comu-nicar el hallazgo a las angustiadas señoras; perono urgía menos dar al fugitivo el desayuno quecon tanta premura pedían la palidez de su ros-tro y el temblor de sus manos. Con toda la pres-teza del mundo preparó Bernardina el café, ycuando el ciego ávidamente lo tomaba, dio ins-trucciones a Cándido para que le retuviese allí,mientras ella iba a dar parte a las señoras, quesin duda le creían muerto. Lo peor del caso eraque Hipólito Valiente, el héroe de África, estabaaquel día de servicio. «Ya que no tenemos aquí

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al viejo, que sabe embobarle con historias debatallas-dijo Bernardina a su marido-, entretén-le tú como puedas. Cuéntale lo que se te ocurra;inventa mentiras muy gordas. No seas bruto...En fin, lo que importa es que no se nos escabu-lla. Como quiera salir, le sujetas, aunque paraello tengas que amarrarle por una pata».

Rafael no mostró después del desayuno de-seos de nuevas correrías. Estaba tan decaído deespíritu y tan alelado de cerebro, que sin es-fuerzo alguno le pudo llevar Cándido al tallerde polvorista donde trabajaba. Hízole sentar enun madero, y siguió el hombre en su faena deamasar pólvora y meterla en los cilindros decartón que forman el cohete. Su charla conti-nua, a ratos chispeante y ruidosa como las pie-zas de fuego que fabricaba, no sacó a Rafael desu sombría taciturnidad. Allí se estuvo conquietud expectante de esfinge, los codos en lasrodillas, los puños convertidos en sostén de lasquijadas, que parecían adheridas a ellos por

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capricho de Naturaleza. Y oyendo aquel rumrum de la palabra de Valiente, que era un elo-gio tan enfático como erudito del arte pirotéc-nico; y sin enterarse de nada, pues la voz delpolvorista entraba en su oído, pero no en suentendimiento, se iba engolfando en medita-ciones hondísimas, de las cuales le sacó súbi-tamente la entrada de su hermana Cruz y de D.José Donoso. Oyó la voz de la dama en el co-rralón: «¿Pero dónde está?». Y cuando la sintiócerca, no hizo movimiento alguno para recibir-la.

Cruz, cuyo superior talento se manifestabaseñaladamente en las ocasiones críticas, com-prendió al punto que sería inconveniente mos-trar un rigor excesivo con el prófugo. Le abrazóy besó con cariño, y D. José Donoso le dio pal-metazos de amistad en los hombros, diciéndole:«Bien, bien, Rafaelito. Ya decía yo que no tehabías de perder... que ello ha sido un broma-zo... Tus pobres hermanas muertas de ansie-

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dad... Pero yo las tranquilizaba, seguro de queparecerías».

-¿Sabes que son tus bromas pesaditas?-dijoCruz sentándose a su lado-. ¡Vaya que tenernostoda la noche en aquella angustia! Pero en fin,la alegría de encontrarte compensa nuestroafán, y de todo corazón te perdono la calavera-da... Ya sé que Bernardina te ha dado el des-ayuno. Pero tendrás sueño, pobrecillo. ¿Dor-mirías un rato en tu camita?

-No necesito cama-declaró Rafael con se-quedad-. Ya sé lo que son lechos duros, y meacomodo perfectamente en ellos.

Habían resuelto Donoso y Cruz no contra-riarle, afectando ceder a cuanto manifestara, sinperjuicio de reducirle luego con maña. «Bueno,bueno-manifestó Cruz-; para que veas quequiero todo lo que tú quieras, no contradigoesas nuevas opiniones tuyas sobre la dureza delas camas. ¿Es tu gusto? Corriente. ¿Para qué

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estoy yo en el mundo más que para complacer-te en todo?».

-Justo-dijo D. José revistiendo su oficiosidadde formas afectuosas-. Para eso estamos todos.Y ahora, lo primero que tenemos que preguntaral fugitivo es si quiere volver a casa en coche oa pie.

-¡Yo... a casa!-exclamó Rafael con viveza,como si oído hubiera la proposición más ab-surda del mundo.

Silencio en el grupo. Donoso y Cruz se mira-ron, y en el mirar sólo se dijeron: «No hay queinsistir. Sería peor».

-¿Pero en dónde estarás como en tu casa,hijo mío?-dijo la hermana mayor-. Consideraque no podemos separarnos de ti, yo al menos.Si se te antoja vagabundear por los caminos, yotambién.

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-Tú, no... Déjame... Yo me entiendo solo.

-Nada, nada-expuso Donoso-. Si Rafael, porrazones, o caprichos, o genialidades que nodiscuto ahora, no señor, no las discuto; si Rafa-el, repito, no quiere volver a su casa, yo leofrezco la mía.

-Gracias, muchas gracias, Sr. D. José-replicódesconcertado el ciego-. Agradezco su hospita-lidad; pero no la acepto... Huésped molestísimosería...

-Oh, no.

-Y créanme a mí... En ninguna parte estarétan bien como aquí.

-¡Aquí!

Volvieron a mirarse Donoso y Cruz, y a untiempo expresaron los ojos de ambos la mismaidea. En efecto, aquel deseo de permanecer encasa de Bernardina era una solución que por el

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momento ponía fin a la dificultad surgida; so-lución provisional que daba espacio y tiempopara pensar descansadamente en la definitiva.

«¡Vaya, qué cosas tienes!-dijo Cruz, disimu-lando su contento-. ¡Pero hijo, aquí!... En fin,para que veas cuánto te queremos, transijo. Yosé transigir; tú no, y a todos nos haces desgra-ciados».

-Transigiendo se llega a todas partes-declaróD. José, dando mucha importancia a su senten-cia.

-Bernardina tiene un cuarto que se te puedearreglar. Te traeremos tu cama. Fidela y yo tur-naremos para acompañarte... Ea, ya ves cómono soy terca, y me doblego, y... Conviene, enesta vida erizada de dificultades, no encasti-llarnos en nuestras propias ideas, y tener siem-pre en cuenta las de los demás, pues eso decreer que el mundo se ha hecho para nosotrossolos es gran locura... Yo, ¡qué quieres!, he

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comprendido que no debo contrariarte en eseanhelo tuyo de vivir separado de nosotras...Descuida, hijo, que todo se arreglará... No teapures. Vivirás aquí, y vivirás como un prínci-pe.

-No es preciso que me traigan mi cama-indicó Rafael, entrando ya en familiar y cariño-so coloquio con su hermana mayor-. ¿Notendrá Bernardina un catre de tijera? Pues mebasta.

-Quita, quita.. Ahora sales con querer pintar-la de ermitaño. ¿A qué vienen esas penitencias?

-Si nada cuesta traer la camita-apuntó D.José.

-Como quieran-manifestó el ciego, que pa-recía dichoso-. Aquí me pasaré los días dandovueltas por el corralón, conversando con el ga-llo y las gallinas; y a ratos vendré a que Cándi-do me enseñe el arte de polvorista... no vayan a

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creer ustedes que es cualquier cosa ese arte.Aprenderé, y aunque no haga nada con las ma-nos, bien puedo sugerirle ideas mil para com-binar efectos de luz, y armar los ramilletes, ylos castillos y todas esas hermosas fábricas dechispas, que tanto divierten al respetable públi-co.

-Bueno, bueno, bueno-clamaron a una Do-noso y Cruz, satisfechos de verle en tan ventu-rosa disposición de ánimo.

Brevemente conferenciaron la dama y el fielamigo de la casa, sin que Rafael se enterase.Ello debió de ser algo referente a la traída de lacama y otros objetos de uso doméstico. Despi-diose Donoso abrazando al joven ciego, y estevolvió a caer en su murria, presumiendo que suhermana, al hallarse sola con él, le hablaría delasunto que causaba las horribles desazones detodos.

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«Vámonos a la casa-dijo Cruz, cogiendo delbrazo a su hermano-. Tengo miedo de estaraquí, Sr. Valiente... No es desprecio de su taller,es... que no sé cómo hay quien tenga tranquili-dad en medio de estas enormes cantidades depólvora. Supóngase usted que por artes delenemigo cae una chispa...».

-No, señorita, no es posible...

-Cállese usted. Sólo de pensarlo, parece queme siento convertida en pavesas. Vamos,vámonos de aquí. Antes, si te parece, daremosun paseíto por el corralón. Está un día precioso.Ven, iremos por la sombra.

Lo que el señorito del Águila recelaba eracierto. La primogénita tenía que tratar con élalgo muy importante, reciente inspiración sinduda, y último arbitrio ideado por su grandeingenio. ¿Qué sería?

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«¿Qué será?»-pensó el ciego temblando,pues todo su tesón no bastaba para hacer frentea la terrible dialéctica de su hermana. Principióesta por encarecer las horrendas amarguras queella y Fidela habían pasado en los últimos días,por causa de la oposición de su querido her-mano al proyecto de matrimonio con D. Fran-cisco.

-Renunciad a eso-dijo prontamente Rafael-,y se acabaron las amarguras.

-Tal fue nuestra idea... renunciar, decirle albuen D. Francisco que se fuera con la música aotra parte, y que nos dejase en paz. Preferimosla miseria con tranquilidad a la angustiosa vidaque ha de traernos el desacuerdo con nuestrohermano querido. Yo dije a Fidela: «Ya ves queRafael no cede. Cedamos nosotras, antes quehacernos responsables de su desesperación.¡Quién sabe! Cieguecito, puede que vea másque nosotras. ¿Su resistencia será aviso del Cie-lo, anunciándonos que Torquemada, con el

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materialismo (como él dice) del buen vivir, nosva a traer una infelicidad mayor que la presen-te?».

-¿Y qué dijo Fidela?

-Nada: que ella no tiene voluntad; que si yoquería romper, por ella no quedara.

-¿Y tú qué hiciste?

-Pues nada por el pronto. Consulté con D.José. Esto fue la semana pasada. A ti nada tedije, porque como estás tan puntilloso no quiseexcitarte inútilmente. Pareciome mejor nohablar contigo de este asunto hasta que no seresolviera en una o en otra forma.

-¿Y Donoso qué opinó?

-¿Donoso...? ¡Ah...!

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-XIV--¡Cuando yo te digo que Donoso es un ángel

bajado del cielo! ¡Qué hombre, qué santo!-prosiguió la dama, sentándose con Rafael en unmadero, que en el mejor sitio del corralón hab-ía-. Verás: la opinión de nuestro fiel amigo fueque debíamos sacrificar el enlace con Torque-mada por conservar la paz en la familia... Así loacordamos. Pero ya habían tramado entre él yD. Francisco algo que este llevó prontamente dela idea a la práctica, y cuando D. José acudió aproponerle la suspensión definitiva de las ne-gociaciones matrimoniales, ya era tarde.

-¿Pues qué ocurría?

-Torquemada había hecho algo que nos cog-ía a todos como en una trampa. Imposible es-caparnos ya, imposible salir de su poder. Esta-mos cogidos, hermanito; nada podemos ya con-tra él.

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-¿Pero qué ha hecho ese infame?-gritó Rafaelfuera de sí, levantándose y esgrimiendo elbastón.

-Sosiégate-replicó la dama, obligándole asentarse-. ¡Lo que ha hecho! Pero qué, ¿creesque es malo? Al contrario, hijo mío: por bueno,por excesivamente bueno, el acto suyo es... nosé cómo decírtelo, es como una soga que nosecha al cuello, incapacitándonos ya para tenervoluntad que no sea la voluntad suya.

-¿Pero qué es? Sépalo yo-dijo el ciego con fe-bril impaciencia-. Juzgaré por mí mismo eseacto, y si resulta como dices... No, tú estás alu-cinada, y quieres alucinarme a mí. No me fío detus entusiasmos. ¿Qué ha hecho ese majagran-zas que pudiera inducirme a no despreciarlecomo le desprecio?

-Verás... Ten calma. Tan bien sabes tú comoyo que nuestras fincas del Salto y la Alberquilla,en la sierra de Córdoba, fueron embargadas

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judicialmente. No pudo rematarlas el sindicatode acreedores, porque estaban afectadas a unafianza que al Estado tuvo que dar papá. El di-choso Estado, mientras no se aclarase su dere-cho a constituirse en dueño de ellas (y ese esuno de los pleitos que sostenemos), no podíaprivarnos de nuestra propiedad, pero sí delusufructo... Embargadas las fincas, el juez lasdio en administración a...

-A Pepe Romero-apuntó el ciego vivamente,quitándole la palabra de la boca-, el marido denuestra prima Pilar...

-Que reside en ellas dándose vida de prince-sa. ¡Ah, qué mujer! Sin duda por haber recibidode papá tantos beneficios, ella y el rufián de sumarido nos odian. ¿Qué les hemos hecho?

-Les hemos hecho ricos. ¿Te parece poco?

-Y no han sido para auxiliarnos en nuestramiseria. La crueldad, el cinismo, la ingratitud

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de esa gente son lo que más ha contribuido aquitarme la fe en todas las cosas, lo que me in-duce a creer que la humanidad es un inmensorebaño de fieras. ¡Ay!, en esta vida de sufri-mientos inauditos, pienso que Dios me permiteodiar. El rencor, que en casos comunes es unpecado, en el caso mío no lo es, no puede ser-lo... La venganza, ruin sentimiento en circuns-tancias normales, ahora... me resulta casi unavirtud... Esa mujer que lleva nuestro nombre ynos ha ultrajado en nuestra desgracia, ese Ro-merillo indecente que se ha enriquecido connegocios sucios, más propios de chalanes quede caballeros, viven sobre nuestra propiedad,disfrutan de ella. Han intrigado en Madrid paraque el Consejo sentenciase en contra de la tes-tamentaría del Águila, porque su anhelo es quesean subastadas las fincas...

-Para rematarlas y quedarse con ellas.

-¡Ah!... pero les ha salido mal la cuenta a esepar de traficantes, de raza de gitanos sin duda...

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Créelo porque yo te lo digo... Pilar es peor queél, es uno de esos monstruos que causan espan-to, y hacen creer que la hembra de Satanás andapor estos mundos...

-Pero vamos al caso. ¿Qué...?

-Verás. Ahora puedo decir que ha llegado lahora de la justicia. No puedes figurarte la alegr-ía que me llena el alma. Dios me permite serrencorosa, y lo que es peor, vengativa. ¡Quéplacer, qué inefable dicha, hermano mío! ¡Piso-tear a esa canalla..., echarlos de nuestra casa yde nuestras tierras, sin consideración alguna,como a perros, como a villanos salteadores...!¡Ay, Rafael, tú no entiendes estas pequeñeces;eres demasiado angelical para comprenderlas!La venganza sañuda es un sentimiento que raravez encuentras hoy fuera de las clases bajas dela sociedad... Pues en mí rebulle, ¡y de qué mo-do! Verdad que también es un sentimiento feu-dal, y en nosotros, de sangre noble, revive esesentimiento, que viene a ser la justicia, la justi-

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cia brutal, como en aquellos tiempos podía ser,como en los nuestros también debe serlo, porinsuficiencia de las leyes.

Púsose en pie la noble dama, y en verdadque era una figura hermosa y trágica. Hirió elsuelo con su pie dos o tres veces, aplastando enfiguración a sus enemigos, ¡y por Dios que sihubieran estado allí no les dejara hueso sano!

«Ya, ya entiendo-dijo Rafael asustado-. Nonecesito más explicaciones. Esperas rescatar elSalto y la Alberquilla. Donoso y Torquemadahan convenido hacerlo así, para que puedasconfundir a los Romeros... Ya, ya lo veo todobien claro: el D. Francisco rescatará las fincasponiendo en manos de la Hacienda una canti-dad igual a la fianza... Pues, por lo que recuer-do, tiene que ir aprontando millón y medio dereales... si es que en efecto se propone...».

-No se propone hacerlo-dijo Cruz radiante-.Lo ha hecho ya.

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-¡Ya!

La estupefacción paralizó a Rafael por breverato, privándole del uso de la palabra.

«Ahora tú me dirás si después de esto, esdigno y decente en nosotros plantarnos delantede ese señor y decirle: Pues... de aquello no haynada».

Pausa que duró... sabe Dios cuánto. «¿Peroen qué forma se ha hecho la liberación de lasfincas?-preguntó al fin el ciego-. Falta ese deta-lle... Si quedan a su nombre, no veo...».

-No: las fincas son nuestras... El depósitoestá hecho a nuestro nombre. Ahora dime si esposible que...

Después de accionar un rato en silencio, Ra-fael se levantó súbitamente, dio algunos pasosagitando el bastón, y dijo: «Eso no es verdad».

-¡Que yo te engaño!

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-Repito que eso no puede ser como tú locuentas.

-¡Que yo miento!

-No, no digo que mientas. Pero sabes, comonadie, desfigurar las cosas, dorarlas cuando sonmuy feas, confitarlas cuando son amargas.

-He dicho la verdad. Créela o no. Y ahora tepregunto: «¿Podemos poner en la calle a esehombre? ¿Tu dignidad, tus ideas sobre el honorde la familia me aconsejan que le despida?...».

-No sé, no sé-murmuró el ciego, girando so-bre sí, y haciendo molinete con los dos brazospor encima de la cabeza-. Yo me vuelvo loco...Vete; déjame. Haced lo que queráis...

-¿Reconoces que no podemos retirar nuestrapalabra, ni renunciar al casamiento?

-Lo reconozco, siempre que sea verdad loque me has dicho... Pero no lo es; no puede

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serlo. El corazón me dice que me engañas... conbuena intención sin duda. ¡Ah!, tienes tú mu-cho talento... más que yo, más que toda la fami-lia... Hay que sucumbir ante ti, y dejarte hacerlo que quieras.

-¿Vendrás a casa?-dijo Cruz balbuciente,porque el gozo triunfal que inundaba su almale entorpecía la voz.

-Eso no... Déjame aquí. Vete tú. Estoy bienen este corral de gallinas, donde me podré pa-sear, sin que nadie me lleve del brazo, a todaslas horas del día.

Cruz no quiso insistir por el momento. Hab-ía obtenido la victoria con su admirable táctica.No le argüía la conciencia por haber mentido,pues Rafael era una criatura, y había queadormecerle, como a los niños llorones, conhistorias bonitas. El cuento infantil empleadohábilmente por la dama no era verdad sino amedias, porque al pactar Donoso y Torquema-

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da el rescate de las fincas de Córdoba, estable-cieron que esto debía verificarse después delcasamiento. Pero Cruz, en su afán de llegarpronto al objetivo, como diría el novio, no sintióescrúpulos de conciencia por alterar la fechadel suceso feliz, tratándose de emplearlo comoargumento con que vencer la tenacidad de suhermano. ¡Decir que Torquemada había hechoya lo que, según formal convenio, haría des-pués! ¿Qué importaba esta leve alteración delorden de los acontecimientos, si con ello conse-guía eliminar el horrible estorbo que impedía lasalvación de la familia?

Volvió Donoso con la noticia de haber dicta-do las disposiciones convenientes para el tras-lado de la cama y demás ajuar de la alcoba delciego. Después que charlaron los tres un rato decosas extrañas al grave asunto que a todos losinquietaba, Cruz espió un momento en queRafael se enredó en discusiones con Valientesobre la pirotecnia, y llevando a su amigo

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detrás del más grande montón de basura y pajaque en el corralón había, le echó esta rociada:

«Deme la enhorabuena, Sr. D. José. Lo heconvencido. Él no querrá volver a casa; pero suoposición no es, no puede ser ya tan furiosacomo era. ¿Que qué le he dicho? ¡Ah, figúreseusted si en este atroz conflicto pondré yo enprensa mi pobre entendimiento para sacar ide-as! Creo que Dios me ilumina. Ha sido una ins-piración que tuve en el momento de entraraquí. Ya le contaré a usted cuando estemos másdespacio... Y ahora, lo que importa es activar...eso todo lo posible, no vaya a surgir algunacomplicación».

-No lo quiera Dios. Crea usted que a impa-ciencia no le gana nadie. Hace un rato me lodecía: por él mañana mismo.

-Tanto como mañana no; pero nos pasamosde gazmoños alejando tanto la fecha. De aquí al4 de Agosto pueden ocurrir muchas cosas, y...

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-Pues acerquemos la fecha.

-Sí, acerquémosla. Lo que ha de ser, que seapronto.

-La semana que entra...

-¡Oh!, no tanto.

-Pues la otra.

-Eso me parece muy tarde... Tiene ustedrazón: la semana próxima. ¿Qué es hoy?

-Viernes.

-Pues el sábado de la semana entrante.

-Corriente. Dígaselo usted... propóngaselocomo cosa suya.

-Pues no se pondrá poco contento. Ya le digoa usted: por él... mañana. Y volviendo a nuestro

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joven disidente, ¿cree usted que no nos daráningún disgusto?

-Espero que no. Su deseo de instalarse aquínos viene ahora que ni de molde. Bernardinanos inspira confianza absoluta: le cuidará comonosotras mismas. Vendremos Fidela y yo, al-ternando, a hacerle compañía, y además, yo meencargo de mandar acá al bueno de Melchoritoalgunas tardes para que le cante óperas...

-Muy bien... Pero... y aquí entra lo grave.¿Sabe que sus hermanas se mudan a la calle deSilva?

-No lo sabe. Pero lo sabrá. ¿Qué? ¿Teme us-ted que no quiera entrar en aquella casa?

-¡Me lo temo, como hay Dios!

-Entrará... Respondo de que entrará-afirmóla dama; y le temblaba horrorosamente el labio

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inferior, cual si quisiera desprenderse de sunoble faz.

-XV-Con lento paso de fecha deseada, llegó por

fin aquel día, sábado por más señas, y víspera oantevíspera (que esto no lo determinan bien lashistorias) de la festividad de Santiago, patrónde las Españas. Celebrose la boda en San José,sin ostentación, tempranito, como ceremonia detapadillo a la que no se quería dar publicidad.Asistieron tan sólo Rufinita Torquemada y sumarido, Donoso, y dos señores más, amigos delas Águilas, que se despidieron al salir de laiglesia. D. Francisco iba de levita herméticamentecerrada, guantes tan ajustados, que sus dedosparecían morcillas, y sudó el hombre la gotagorda para quitárselos. Como era la época demás fuerte calor, todos, la novia inclusive, nohacían más que pasarse el pañuelo por la cara.

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La del novio parecía untada de aceite, segúnrelucía, y para mayor desdicha, exhalaba con sualiento emanaciones de cebolla, porque a medianoche se había comido de una sentada unafuente de salpicón, su plato predilecto. A Cruzle dio el vaho en la nariz en cuanto se encarócon su cuñado, y tuvo que echar frenos a su irapara poder contenerla, mayormente al ver cuánmal se avenía el olor cebollesco con las palabrasfinas que a cada instante, y vinieran o no acuento, desembuchaba el ensoberbecido pres-tamista. Fidela parecía un cadáver, porque...creyérase que el demonio había tenido parte enello..., la noche antes tomó un refresco de agrazpara mitigar el calor que la abrasaba, y agrazfue que se le agriaron todos los líquidos delcuerpo, y tan inoportunamente se descompuso,que en un tris estuvo que la boda no pudieracelebrarse. Allá le administró Cruz no sé quédroga atemperante, en dosis de caballo, graciasa lo cual, no hubo necesidad de aplazamiento;pero estaba la pobre señorita hecha una mártir,

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un color se le iba y otro se le venía, sudandopor todos sus poros, y sin poder respirar fácil-mente. Gracias que la ceremonia fue breve, quesi no, patatús seguro. Llegó un momento enque la iglesia, con todos sus altares, empezó adar vueltas alrededor de la interesante joven, ysi el esposo no la agarra, cae redonda al suelo.

Cruz no tenía el sosiego hasta no ver con-cluido el ritual, para poder trasladarse a la casa,con objeto de quitar el corsé a Fidela y procu-rarle descanso. En dos coches se dirigieron to-dos al nuevo domicilio, y, por el camino, Tor-quemada le daba aire a su esposa con el abani-co de esta, diciéndole de vez en cuando: «Esono es nada, la estupefacción, la emoción, el ca-lor... ¡Vaya que está haciendo un verano!... De-ntro de dos horas no habrá quien atraviese lacalle de Alcalá por la acera de acá, que es la delsolecismo. A la sombra, menos mal».

En la casa, la primera impresión de Cruz fueatrozmente desagradable. ¡Qué desorden, qué

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falta de gusto! Las cosas buenas colocadas sinningún criterio, y entre ellas mil porquerías conlas cuales debía hacerse un auto de fe. Salió arecibirlos Romualda, la tarasca sirviente de D.Francisco, con una falda llena de lamparones,arrastrando las chancletas, las greñas sin pei-nar, facha asquerosa de criada de mesón. En laservidumbre, como en todo, vio la noble damareflejada la tacañería del amo de la casa. Elcriado apestaba a tagarnina, de la cual llevabauna colilla tras de la oreja, y hablaba con elacento más soez y tabernario. ¡Dios mío, quécocina, en la cual una pincha vieja y con los ojospitañosos ayudaba a Romualda!... No, no, aque-llo no podía ser. Ya se arreglaría de otra mane-ra. Felizmente, el almuerzo de aquel día clásicose había encargado a una fonda, por indicaciónde Donoso, que en todo ponía su admirablesentido y previsión.

Fidela no se mejoró con el aflojar del corsé yde todas las demás ligaduras de su cuerpo. In-

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tentó almorzar; pero tuvo que levantarse de lamesa, acometida de violentos vómitos, que lesacaron del cuerpo cuanto tenía. Hubo queacostarla, y el almuerzo se dividió en dos tiem-pos, ninguno de los cuales fue alegre, por aque-lla maldita contrariedad de la desazón de ladesposada. Gracias que había facultativo en lacasa. Torquemada llamaba de este modo a suyerno, Quevedito. «Tú, ¿qué haces que no me lacuras al instante? Reniego de tu facultad, y dela Biblia en pasta». Iba y venía del comedor a laalcoba, y viceversa, regañando con todo elmundo, confundiendo nombres y personas,llamando Cruz a Romualda, y diciendo a sucuñada: «Vete con mil demonios». Queveditoordenó que dejaran reposar a la enferma, en lacual parecía iniciarse una regular fiebre; Cruzprescribió también el reposo, el silencio y laobscuridad, no pudiendo abstenerse de echarlos tiempos a Torquemada por el ruido quehacía, entrando y saliendo en la alcoba sin ne-cesidad. Botas más chillonas no las había visto

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Cruz en su vida, y de tal modo chillaban ygemían aquellas endiabladas suelas, que la se-ñora no pudo menos de hacer sobre esto unadiscreta indicación al amo de la casa. Al pocorato apareció el hombre con unas zapatillas deorillo, viejas, agujereadas, y sin forma.

Continuaron almorzando, y D. Francisco yDonoso hicieron honor a los platos servidos porel fondista. Y el novio creyó que no cumplíacomo bueno en día tan solemne si no empinabaferozmente el codo; porque, lo que él decía:¡Haberse corrido a un desusado gasto de cham-pagne, para después hacer el pobrete melindro-so! Bebiéralo o no, tenía que pagarlo. Pues aconsumirlo, para que al menos se igualara elHaber del estómago con el Debe del bolsillo.Por esta razón puramente económica y de Par-tida Doble, más que por vicio de embriaguez,bebió copiosamente el tacaño, cuya sobriedadno se desmentía sino en casos rarísimos.

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Terminado el almuerzo, quiso D. Franciscoenterar a Cruz de mil particulares de la casa, ymostrarle todo, pues ya había tratado Donosocon él de la necesidad de poner a su ilustre cu-ñada al frente del gobierno doméstico. Estaba elhombre, con tanta bebida y la alegría que portodo el cuerpo le retozaba, muy descompuesto,el rostro como untado de craso bermellón, losojos llameantes, los pelos erizados, y echandode la boca un vaho de vinazo que tiraba paraatrás. A Cruz se le revolvía el estómago; perohizo de tripas corazón. Llevola D. Francisco desala en sala, diciendo mil despropósitos, elo-giando desmedidamente los muebles y alfom-bras, con referencias numéricas de lo que lehabían costado; gesticulaba, reía estúpidamen-te, se sentaba de golpe en los sillones para pro-bar la blandura de los muelles; escupía, pisote-ando luego su saliva con la usada pantufla deorillo; corría y descorría las cortinas con infantiltravesura; daba golpes sobre las camas, agre-gando a todas estas extravagancias los comen-

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tarios más indelicados: «En su vida ha vistousted cosa tan rica... ¿Y esto? ¿No se le cae lababa de gusto?».

De uno de los armarios roperos sacó variasprendas de vestir, muy ajadas, oliendo a alcan-for, y las iba echando sobre una cama para queCruz las viese. «Mire usted qué falda de raso.La compró mi Silvia por un pedazo de pan. Esriquísima. Toque, toque... No se la puso másque un Jueves Santo, y el día que fuimos padri-nos de la boda del cerero de la Paloma. Pues,para que vea usted lo que la estimo, señoradoña Cruz, se lo regalo generosamente... Ustedse la arreglará, y saldrá con ella por los Madri-les hecha una real moza... Todos estos trajesfueron de mi difunta. Hay dos de seda, algoantiguos, eso sí, como que fueron antes de unadama de Palacio... cuatro de merino y de lani-lla... todo cosa rica, comprado en almonedaspor quiebra. Fidela llamará a una modista depoco pelo, para que se los arregle y los ponga

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de moda; que ya tocan a economizar, ¡ñales!,porque aunque es uno rico, eso no quiere decir¡cuidado!, que se tire el santísimo dinero... Eco-nomía, mucha economía, mi señora doña Cruz,y bien puede ser maestra en el ahorro la que havivido tanto tiempo lampando... quiero decir...como el perro del tío Alegría, que tenía quearrimarse a la pared para poder ladrar.

Cruz hizo que asentía, pero en su interiorbramaba de coraje, diciéndose: «¡Ya te arre-glaré, grandísimo tacaño!». Enseñando el apo-sento destinado a la noble dama, decía el pres-tamista: «Aquí estará usted muy ancha. Le pa-recerá mentira, ¿eh?... Acostumbrada a los cu-chitriles de aquella casa. Y si no es por mí ¡cui-dado!, allí se pudren usted y su hermana. Di-gan que las ha venido Dios a ver... Pero ya queme privo de la renta de este señor piso princi-pal, viviendo en él, hay que economizar en elplato pastelero, y en lo tocante a ropa. Aquí noquiero lujos, ¿sabe?... Porque ya me parece que

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he gastado bastante dinero en los trajes de bo-da. Ya no más, ya no más, ¡ñales! Yo fijaré untanto, y a él hay que ajustarse. Nivelaciónsiempre; este es el objetivo, o el ojete, para decir-lo más pronto».

Prorrumpía en bárbaras risas, después dedisparatar así, casi olvidado de los términoselegantes que aprendido había; tocaba las cas-tañuelas con los dedos o se tiraba de los pelos,añadiendo alguna nueva patochada, o mofán-dose inconscientemente del lenguaje fino: por-que yo abrigo la convicción de que no debemosdesabrigar el bolsillo ¡cuidado!, y parto del princi-pio de que haiga principio sólo los jueves y do-mingos; porque si, como dice el amigo Donoso,las leyes administrativas han venido a llenar unvacío, yo he venido a llenar el vacío de losestómagos de ustedes... digo... no haga caso deeste materialismo... es una broma.

Difícilmente podía Cruz disimular su asco.Donoso, que había estado de sobremesa plati-

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cando con Rufinita, fue en seguimiento de lapareja que inspeccionaba la casa, uniéndose aella en el instante en que Torquemada enseñabaa Cruz el famoso altarito con el retrato de Va-lentín convertido en imagen religiosa, entrevelas de cera. D. Francisco se encaró con laimagen, diciéndole: «Ya ves, hombre, comotodo se ha hecho guapamente. Aquí tienes a tutía. No es vieja, no, ni hagas caso del materia-lismo del cabello blanco. Es guapa de veras, ynoble por los cuatro costados... como que des-ciende de la muela del juicio de algún rey debastos...».

-Basta-le dijo Donoso, queriendo llevárselo-.¿Por qué no descansa usted un ratito?

-Déjeme... ¡por la Biblia! ¡No sea pesado nicócora! Tengo que decirle a mi niño que ya es-tamos todos acá. Tu mamá está mala... ¡Pues noes flojo contratiempo!... Pero descuida, hijo demis entrañas, que yo te naceré pronto... Másguapín eres tú que ellas. Tu madre saldrá a ti...

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digo, no, tú a tu madre... No, no; yo quiero queseas el mismo. Si no, me descaso.

Entró Quevedito anunciando que Fidela ten-ía una fiebre intensa, y que nada podía pronos-ticar hasta la mañana siguiente. Acudieron to-dos allá, y después de ponerla entre sábanas, leaplicaron botellas de agua caliente a los pies, yprepararon no sé qué bebida para aplacar sused. D. Francisco no hacía más que estorbar,metiéndose en todo, disponiendo las cosas másabsurdas y diciendo a cada momento: «¿Y paraesto, ¡Cristo, re-Cristo!, me he casado yo?».

Donoso se lo llevó al despacho, obligándolea echarse hasta que se le pasaran los efectos delalcoholismo; pero no hubo medio de retenerleen el sofá más que algunos minutos, y allá fueotra vez a dar matraca a su hermana política,que examinaba la habitación en que quería ins-talar a Rafael.

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«Mira, Crucita-le dijo arrancándose a tutear-la con grotesca confianza-, si no quiere venir elcaballerete andante de tu hermano, que novenga. Yo no le suplico que venga; ni haré nadapor traerle, ¡cuidado!, que mi suposición (17) no esmenos que la suya. Yo soy noble: mi abuelocastraba cerdos, que es, digan lo que quieran,una profesión muy bien vista en los... puebloscultos. Mi tataratío el Inquisidor, tostaba here-jes, y tenía un bodegón para vender chuletas decarne de persona. Mi abuela, una tal doña Cos-cojilla, echaba las cartas y adivinaba todos lossecretos. La nombraron bruja universal... Conque ya ves...».

Ya era imposible resistirle más. Donoso lecogió por un brazo, y llevándole al cuarto máspróximo, le tendió a la fuerza. Poco después,los ronquidos del descendiente del inquisidoratronaban la casa.

«¡Demonio de hombre!-decía Cruz a donJosé, sentados ambos junto al lecho de Fidela,

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que en profundo letargo febril yacía-. Insopor-table está hoy».

-Como no tiene costumbre de beber, le hahecho daño el champagne. Lo mismo me pasó amí el día de mi boda. Y ahora usted, amiga mía,procediendo hábilmente, con la táctica que sabeusar, hará de él lo que quiera...

-¡Dios mío, qué casa! Tengo que volverlo to-do del revés... Y dígame, D. José: ¿No le ha in-dicado usted ya que es indispensable ponercoche?

-Se lo he dicho... A su tiempo vendrá esa re-forma, para la cual está todavía un poco rebel-de. Todo se andará. No olvide usted que hayque ir por grados.

-Sí, sí. Lo más urgente es adecentar este ca-serón, en el cual hay mucho bueno que hoy noluce entre tanto desarreglo y suciedad. Estoscriados que nos ha traído de la calle de San

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Blas, no pueden seguir aquí. Y en cuanto a susplanes de economía... Económica soy; la des-gracia me ha enseñado a vivir con poco, connada. Pero no se han de ver en la casa del ricoescaseces indecorosas. Por el decoro del mismoD. Francisco, pienso declarar la guerra a esatacañería que tiene pegada al alma como unaroña, como una lepra, de la cual personas comonosotras no podemos contaminarnos.

Rebulló Fidela, y todos se informaron convivo interés de su estado. Sentía quebranto dehuesos, cefalalgia, incomodidad vivísima en lagarganta. Quevedito diagnosticó una anginacatarral sin importancia: cuestión de unos díasde cama, abrigo, dieta, sudoríficos y una ligeramedicación antifebrífuga. Tranquilizose Cruz;pero no teniéndolas todas consigo, determinóno separarse de su hermana; y despachó a Do-noso a Cuatro Caminos para que viese a Rafael,y le informase de aquel inesperado accidente.

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«¡Si de esta desazón-dijo Cruz, que todo loaprovechaba para sus altos fines-resultará unbien! ¡Si conseguimos atraer a Rafael con elseñuelo de la enfermedad de su querida her-mana...! D. José de mi alma, cuando usted lehable de esto, exagere un poquito...».

-Y un muchito, si por tal medio conseguimosver a toda la familia reunida.

Allá corrió como exhalación D. José, despuésde echar un vistazo a su amigo, que continuabaroncando desaforadamente.

-XVI-Tristísimo fue aquel día para el pobre ciego,

porque desde muy temprano le atormentó laidea de que su hermana se estaba casando, y co-mo fijamente no sabía la hora, a todas las deldía y en los instantes todos estaba viéndola casar-se, y quedar por siempre prisionera en los bra-

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zos del aborrecido monstruo que en mal horallevó el oficioso D. José a la casa del Águila.Hizo el polvorista imposibles por distraerle;propuso llevarle de paseo por todo el Canalillohasta la Moncloa; pero Rafael se negó a salir delcorralón. Por fin metiéronse los dos en el taller,donde Valiente tenía que ultimar un trabajillopirotécnico para el día de San Agustín, y allí sepasaron tontamente la mañana, decidor el uno,triste y sin consuelo el otro. A Cándido le dioaquel día por enaltecer el arte del polvorista,elevándolo a la categoría de arte noble, conideales hermosos, y su correspondiente tras-cendencia. Quejábase de la poca protección queda el Gobierno a la pirotecnia, pues no hay entoda España ni una mala escuela en que se en-señe la fabricación de fuegos artificiales. Él sepreciaba de ser maestro en aquel arte, y con unpoquitín de auxilio oficial haría maravillas.Sostenía que los fuegos de pólvora pueden ydeben ser una rama de la Instrucción pública.Que le subvencionasen, y él se arrancaría, en

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cualquier festividad de las gordas, con una fun-ción que fuera el asombro del mundo. Vamos,que se comprometía a presentar toda la Histo-ria de España en fuegos artificiales. La forma delos castilletes, ruedas, canastillas, fuentes deluz, morteros, lluvias de estrellas, torbellinos,combinando con esto los colores de las luces, lepermitiría expresar todos los episodios de lahistoria patria, desde la venida de los godoshasta la ida de los franceses en la guerra de laIndependencia... «Créalo usted, señorito Rafael-añadió para concluir-, con la pólvora se puededecir todo lo que se quiera, y para llegar a don-de no llega la pólvora tenemos multitud desales, compuestos y fulminantes, que son lomismito que hablar en verso...».

-Oye, Cándido-dijo Rafael bruscamente, ymanifestando un interés vivísimo, que contras-taba con su anterior desdén por las maravillaspirotécnicas-. ¿Tienes tú dinamita?

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-No señor; pero tengo el fulminante deprotóxido de mercurio, que sirve para prepararlos garbanzos tronantes, y las arañas de luz.

-¿Y explota?

-Horrorosamente, señorito.

-Cándido, por lo que más quieras, hazme unpetardo, un petardo que al estallar se lleve pordelante... ¡qué sé yo!, medio mundo... No teasustes de verme así. La impotencia en quevivo me inspira locuras como la que acabo dedecirte... Y no creas... te lo repito, sabiendo quees una locura: yo quiero matar, Cándido (exci-tadísimo, levantándose), quiero matar, porquesólo matando puedo realizar la justicia. Y yo tepregunto: «¿De qué modo puede matar un cie-go?». Ni con arma blanca, ni con arma de fue-go. Un ciego no sabe dónde hiere, y creyendoherir al culpable, fácil es que haga pedazos alinocente... Pero, lo que yo digo, discurriendo,discurriendo, un ciego puede encontrar medios

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hábiles de hacer justicia. Cándido, Cándido, tencompasión de mí, y dame lo que te pido».

Aterrado le miró Valiente, las manos en lamasa, en la negra pólvora, y si antes había sos-pechado que el señorito no tenía la cabeza bue-na, ya no dudaba de que su locura era de las deremate. Mas de pronto, una violenta crisis seefectuó en el espíritu del desgraciado joven, ycon rápida transición pasó de la ira epiléptica ala honda ternura. Rompió a llorar como un ni-ño, fue a dar contra la pared negra y telarañosa,y apoyó en ella los brazos, escondiendo entreellos la cabeza. Valiente, confuso y sin saberqué decir, se limpiaba las manos de pólvora,restregándolas una contra otra, y pensaba ensus explosivos, y en la necesidad de ponerlosen lugar completamente seguro.

«No me juzgues mal-le dijo Rafael tras breverato, limpiándose las lágrimas-. Es que me danestos arrechuchos... ira... furor... ansia de des-trucción; y como no puedo... como no veo...

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Pero no hagas caso, no sé lo que digo... Ea, yame pasó... Ya no mato a nadie. Me resigno aesta obscuridad impotente y tristísima, y a serun muñeco sin iniciativa, sin voluntad, sintien-do el honor y no pudiendo expresarlo... Guár-date tus bombas, y tus fulminantes, y tus ex-plosivos. Yo no quiero, yo no puedo usarlos».

Sentose otra vez, y con lúgubre acento, quealgo tenía de entonación profética, acabó deexpresar su pensamiento en esta forma:

«Cándido, tú que eres joven y tienes ojos,has de ver cosas estupendas en esta sociedadenvilecida por los negocios y el positivismo.Hoy por hoy, lo que sucede, por ser muy extra-ño, permite vaticinar lo que sucederá. ¿Quépasa hoy? Que la plebe indigente, envidiosa delos ricos, les amenaza, les aterra, y quiere des-truirlos con bombas y diabólicos aparatos demuerte. Tras esto vendrá otra cosa, que podrásver cuando se disipe el humo de estas luchas.En los tiempos que vienen, los aristócratas

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arruinados, desposeídos de su propiedad porlos usureros y traficantes de la clase media, sesentirán impulsados a la venganza... querrándestruir esa raza egoísta, esos burgueses grose-ros y viciosos, que después de absorber los bie-nes de la Iglesia, se han hecho dueños del Esta-do, monopolizan el poder, la riqueza, y quierenpara sus arcas todo el dinero de pobres y ricos,y para sus tálamos las mujeres de la aristocra-cia... Tú lo has de ver, Cándido; nosotros losseñoritos, los que siendo como yo, tengan ojosy vean dónde hieren, arrojaremos máquinasexplosivas contra toda esa turba de mercachi-fles soeces, irreligiosos, comidos de vicios, har-tos de goces infames. Tú lo has de ver, tú lo hasde ver».

En esto entró Donoso, pero la perorata esta-ba concluida, y el ciego recibió a su amigo conexpresiones joviales. En cuatro palabras le en-teró D. José de la situación, notificándole lasbodas y la enfermedad de Fidela, que inopina-

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damente había venido a turbar las alegríasnupciales, sumiendo... A pesar de su prácticaoratoria, no supo Donoso concluir la frase, ypronunció el sumiendo tres o cuatro veces. Laidea de exagerar la dolencia, faltando a la ver-dad, como reiteradamente le había recomenda-do Cruz, le cohibía.

«Sumiendo...-repitió Rafael-¿A quién y enqué?».

-En la desesperación... no tanto: en la triste-za... Figúrate: ¡en día de boda, enferma grave-mente!... o al menos de mucho cuidado. A sabersi será pulmonía insidiosa, escarlatina, virue-las...

-¿Tiene fiebre?

-Altísima, y aún no se atreve el médico adiagnosticar, hasta no ver la marcha...

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-Yo diagnosticaré-dijo el ciego con altanería,y sin mostrar pena por su querida hermana

-¿Tú?

-Yo. Sí señor. Mi hermana se muere. Ahí tie-ne usted el pronóstico y el diagnóstico, y el tra-tamiento, y el término fatal... Se muere.

-¡Oh, no es para tanto...!

-Que se muere digo. Lo sé, lo adivino: nopuedo equivocarme.

-¡Rafael, por Dios...!

-Don José, por la Virgen... ¡Ah, he aquí la so-lución, la única racional y lógica! Dios no podíamenos de disponerlo así en su infinita sabidur-ía.

Iba y venía como un demente, presa de agi-tación insana. No se consolaba D. José dehaberle dado la noticia, y procuró atenuarla por

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todos los medios que su hábil retórica le suger-ía.

«No, si es inútil que usted trate de desmentiravisos, inspiraciones que vienen de muy alto.¿Cómo llegan a mí, cómo se me comunica estedecreto misterioso de la voluntad divina? Esoyo lo sé. Yo me entiendo. Mi hermana se mue-re; no lo duden ustedes. ¡Si lo estoy viendo, sitenía que ser así! Lo que debe ser es».

-No siempre, hijo mío.

-Ahora, sí.

Lograron calmarle, sacándole a pasear por elcorralón. D. José le propuso llevarle al lado dela enferma; pero se resistió, encerrándose enuna gravedad taciturna. Después de encargar aBernardina y los Valientes que redoblaran suvigilancia y no perdieran de vista al desdichadojoven, volvió Donoso con pies de Mercurio a lacalle de Silva, para comunicar a Cruz lo que en

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Cuatro Caminos ocurría; y tanta era la bondaddel excelente señor, que no se cansaba de andarcomo un azacán desde el centro hasta el extre-mo Norte de Madrid, con tal de ser útil a losúltimos descendientes de las respetabilísimasfamilias del Águila y de la Torre-Auñón.

Habría querido Cruz duplicarse para aten-der juntamente a Fidela y al ciego, y si no quer-ía abandonar a la una, anhelaba ardientementever al otro, y aplacar con razones y cariños sudesvarío. Por fin, a eso de las diez de la noche,hallándose la señora de Torquemada casi sinfiebre, tranquila, y descansada ya de su pade-cer, la hermana mayor se determinó a salir,llevando consigo al paño de lágrimas de la familia,y un simón de los mejores les transportó a Cua-tro Caminos. Rafael dormía profundamente.Viole su hermana en el lecho; enterose por Ber-nardina de que ninguna novedad ocurría, yvuelta a Madrid y al caserón desordenado ycaótico de la calle de Silva.

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Al día siguiente, por la tarde, hallándose elciego en el corralón, sentado en una piedra, a lasombra de un ingente montón de basura, sinmás compañía que la del gallo, que frente a élaltaneramente le miraba, y de varias gallinasque, sin hacerle caso, escarbaban el suelo, reci-bió la visita del indispensable Donoso, el cualse acercó a saludarle, muy bien penetrado delas instrucciones que le diera la intrépida Cruz.

«¿Qué hay?»-preguntó el ciego.

-Nada-dijo secamente D. José, midiendo laspalabras, pues la dama le había recomendadoque éstas fueran pocas y precisas-. Que tu her-mana Fidela quiere verte.

-¿Pero...? ¿Cómo está?

Algo iba a decir el paño de lágrimas, en quienel hábito de la facundia podía más que las exi-gencias de la discreción. Pero se contuvo, y

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encomendándose a su noble amiga, tan sólodijo:

«No me preguntes nada; no sé nada. Sólo séque tu hermana quiere verte».

Después de una larga pausa, durante la cualpermaneció con la cabeza a la menor distanciaposible de las rodillas, se levantó Rafael, y dijoresueltamente: «Vamos allá».

Por más señas, hallábase aquel día donFrancisco Torquemada en felicísima disposi-ción de ánimo, despejada la cabeza, claros lossentidos y expeditas todas las facultades, puesal salir del tenebroso sopor en que le sumergiódurante la tarde y noche la travesurilla alcohó-lica del almuerzo de boda, maldito si se acordóde lo que había dicho y hecho en aquellas horasde turbación insana, y así no tenía por quéavergonzarse de nada. No hizo Cruz la menoralusión a cosas tan desagradables, y él se des-vivía por mostrarse galán y obsequioso con

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ella, accediendo a cuantas observaciones le hizoreferentes al régimen y gobierno de la casa. Lailustre dama, con habilidad suma, no tocabaaún con su blanda mano reformadora más quela superficie, reservándose el fondo para másadelante. Naturalmente, coincidió con esta si-tuación del ánimo Torquemadesco, un recrude-cimiento de palabras finas, toda la adquisiciónde los últimos días empleada vertiginosamente,cual si temiera que los términos y frases que notenían un uso inmediato, se le habían de esca-par de la memoria. Entre otras cosillas, dijo quesólo defendía a Romualda bajo el aspecto de lafidelidad; pero no bajo ningún otro aspecto. El nue-vo orden de cosas merecía su beneplácito. Y notemiera su cuñada que él, fingiendo acceder, seopusiera luego con maquiavelismos impropiosde su carácter. Eso sí: convenía que él se entera-se de lo que ella dispusiera, para que no resul-taran órdenes contradictorias, porque a él, ¡cui-dado!, no le gustaba barrenar las leyes, ni barre-nar nada, vamos... Cierto que la casa no tenía

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aspecto de casa de señores; faltaban en ella nopocos elementos; pero su hermana política, decha-do de inteligencia y de buen gusto, etc., habíavenido a llenar un vacío... Todo proyecto que ellaabrigase se lo debía manifestar a él, y se discutir-ía ampliamente, aunque él, previamente lo acep-taba... en principio.

En esto llamaron. Era Donoso con Rafael.Cruz recibió a este en sus brazos, haciéndolemuchas caricias. El ciego no dijo nada, y se dejóllevar hacia dentro, de sala en sala. Al oír la vozde Fidela, que alegremente charlaba con Rufini-ta, el señorito del Águila se estremeció.

«Ya está mejor... Va saliendo, hijo, va salien-do adelante-le dijo la primogénita-. ¡Qué sustonos ha dado!».

Y Quevedito, con sinceridad y buena fe, seadelantó a dar su opinión en esta forma: «Si noha sido nada. Un enfriamiento... poca cosa. Está

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bien, perfectamente bien. Por pura precauciónno la he mandado levantarse».

En la puerta de la alcoba matrimonial, Tor-quemada, frotándose las manos una contra otracon aire de satisfacción, calzado ya con elegan-tes zapatillas que acababan de traerle de latienda, dio al ciego la bienvenida, para lo cualle vino de perillas la última frase bonita quehabía aprendido:

«¡Ah!-exclamó-, el bello ideal... ¡Al fin, Rafa-el!... Toda la familia reunida... ¡el bello ideal!...».

La Magdalena (Santander.) Octubre de 1893.

FIN DE TORQUEMADA EN LA CRUZ (18)

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Notas1. Antecedentes: Fortunata y Jacinta, Tor-

quemada en la hoguera.

2. [«homóplato» en el original. (N. del E.)]

3. [«lingüe» sic en el original, en vez de«linguae». (N. del E.)]

4. [«miuiatura» en el original. (N. del E.)]

5. [«de suposición» en el original. (N. delE.)]

6. [«refistolear» sic en el original, en vez de«refitolear». (N. del E.)]

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7. [«espanzurrado» sic en el original, en vezde «despanzurrado». (N. del E.)]

8. [«conservación» en el original. (N. delE.)]

9. [«dilenttantismo» sic en el original, en vezde «dilettantismo» (italiano) o «diletantis-mo» (español). (N. del E.)]

10. [«filípica» falta en el original. (N. del E.)]

11. [«Moghreb» en el original. (N. del E.)]

12. [«a» falta en el original. (N. del E.)]

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13. [«Van Dick» en el original. (N. del E.)]

14. [Sin cursiva en el original. (N. del E.)]

15. [Sin cursiva en el original. (N.delE.)]

16. [Sin cursiva en el original. (N.delE.)]

17. [Sin cursiva en el original. (N.delE.)]

18. [«GRUZ»en el original. (N.delE.)]