Traducir poesía

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Traducir poesía (1): La traducción imposible Viernes, 22 de julio de 2011 Por Francisco J. Uriz El trujamán (http://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/julio_11/22072 011.htm) En un congreso celebrado hace unos años en Valladolid bajo el lema general «Poesía necesaria», fui invitado a participar en una mesa redonda integrada en dicho encuentro cuyo título era «Traducir poesía». Pensando en lo que iba a decir me pregunté: la traducción de poesía ¿es necesaria? Si lo es la poesía, como afirmaba el lema de la reunión, también lo será, después de Babel, su traducción. El poliglotismo tiene sus límites. Necesaria, sí. Pero ¿posible? Traté de contestarme con vivencias de mi práctica profesional. Aunque parezca paradójico no hay mejor lugar para comprender la imposibilidad de la traducción que un congreso de traductores. A principios de los ochenta, cuando ya llevaba unos años traduciendo en Suecia, asistí, con la fe del neófito, a mi primer congreso o reunión de traductores, en la Biblioteca Nacional de Madrid. Llegué pensando que allí estaba la solución a todos mis problemas y me encontré con la más brillante demostración y los más apabullantes ejemplos de la imposibilidad de la traducción. Anoté cosas tan evidentes como: La equivalencia exacta no existe. Claro que las rocas del archipiélago sueco que aparecen en un poema tienen muy poco que ver con lo que se imagina al leer la palabra ‘roca’ el gallego que vive en la Costa de la Muerte. Un poema forma una unidad indestructible con el idioma en que está escrito. Traducido es otra cosa, otro (si sigue siendo poema).

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Uriz. Traducir poesía. Trujamán. 2011

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Traducir poesía (1): La traducción imposibleViernes, 22 de julio de 2011Por Francisco J. Uriz El trujamán (http://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/julio_11/22072011.htm)

En un congreso celebrado hace unos años en Valladolid bajo el lema general «Poesía necesaria», fui invitado a participar en una mesa redonda integrada en dicho encuentro cuyo título era «Traducir poesía».

Pensando en lo que iba a decir me pregunté: la traducción de poesía ¿es necesaria? Si lo es la poesía, como afirmaba el lema de la reunión, también lo será, después de Babel, su traducción. El poliglotismo tiene sus límites.

Necesaria, sí. Pero ¿posible?

Traté de contestarme con vivencias de mi práctica profesional.

Aunque parezca paradójico no hay mejor lugar para comprender la imposibilidad de la traducción que un congreso de traductores.

A principios de los ochenta, cuando ya llevaba unos años traduciendo en Suecia, asistí, con la fe del neófito, a mi primer congreso o reunión de traductores, en la Biblioteca Nacional de Madrid. Llegué pensando que allí estaba la solución a todos mis problemas y me encontré con la más brillante demostración y los más apabullantes ejemplos de la imposibilidad de la traducción.

Anoté cosas tan evidentes como: La equivalencia exacta no existe. Claro que las rocas del archipiélago sueco que aparecen en un poema tienen muy poco que ver con lo que se imagina al leer la palabra ‘roca’ el gallego que vive en la Costa de la Muerte.

Un poema forma una unidad indestructible con el idioma en que está escrito. Traducido es otra cosa, otro (si sigue siendo poema).

Aún recuerdo que para demostrarlo se nos planteó un interesante problema, no por lejano menos fascinante: en un idioma africano una persona traslada a otra a hombros y en la traducción dice «llegó gracias a mí» cuando en el original pone literalmente «llegó yo herramienta».

Salí de allí convencido de que la traducción de poesía (¿toda traducción literaria?) es una actividad imposible, condenada al fracaso y me dirigí a una librería para tocar una traducción, y comprobar si, aunque fuese imposible, existía.

De la visita deduje: se hace, luego es posible. Unas veces los resultados son buenos, otras malos o regulares. Si los teóricos dicen que es imposible y en la realidad existe, ¿negamos la realidad o a los teóricos que, desafortunadamente, también existen?

Si, como nos habían demostrado, la equivalencia absoluta no existe, ¿por qué exigirla? 

Bastantes daños ha hecho históricamente el absolutismo.

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Me limito a constatar que traducir poesía es simplemente aproximar al lector un poema escrito en un idioma que no es el suyo, respetando de la manera más minuciosa posible fondo y forma.

Traducir poesía (2): Brillantes metáforas

Una de las razones que mantienen viva la idea de la imposibilidad de la traducción es la brillantez y variedad de las metáforas o imágenes que se utilizan para demostrarla.

En vísperas de un encuentro internacional de poesía celebrado en Malmö, Lasse Söderberg, poeta y gran traductor de poesía, especialmente de poetas hispanohablantes, que ha hecho disfrutar a los suecos de la poesía de Lorca, dedicaba estas palabras a la traducción de poesía:

Traducir poesía es como arrancar los pétalos de una rosa, colocarlos sobre un papel y decir: Miren qué bella es la rosa. Pero todos ven que aquello ya no es una rosa, lo que antes era una hermosa flor no es ahora más que unos pétalos que pronto se van a marchitar.

Evidentemente ves que aquello es un desaguisado y que el autor de la masacre es eso, el autor de una masacre, un floricida. Pero, claro, la diferencia es que el poema no es una rosa sino un texto formado con palabras colocadas, ellas sí, en su soporte natural, un papel, en un orden determinado, palabras que nos transmiten sentimientos, belleza, conocimientos, y que en la traducción debemos sustituir por sus más próximos equivalentes y lo que ponemos, negro sobre blanco, no son pétalos sino palabras.

Es como arrancarle los dientes a tu amada y ponerlos sobre la mesa para analizar su sonrisa. Una pesadilla.

Me entró un escalofrío cuando leí en el poeta noruego Georg Johannesen lo que era inquietante posibilidad para Lasse Söderberg:

Mira, estoy sentado remendando una rosa que alguien ha hecho pedazos y puntada tras puntada se me van marchitando las manos

Quizá sea más prosaicamente exacta la imagen que da el gran poeta polaco Zbigniew Herbert del trabajo del traductor de poesía.

Traduciendo poesía

Como un torpe moscónaterriza en la florel delicado tallo cedeél se abre camino entre hileras de pétalosque son como páginas de diccionarioe intenta introducirsedonde están el perfume y la miely aunque está resfriadoy no siente el sabor

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él perseverahasta golpear con la cabezacontra un pistilo amarillo

pero aquí se terminasencillamente no se puedea través de la corolallegar a las raícesasí sale el moscónmuy orondozumbando con fuerza:Yo he estado dentro

Y a los que no le creenles muestra su narizamarilla de polen

(Traducción A. Nowak, versión Francisco de Oraá)

Traducir poesía (3): Pídannos lo imposible

Un gran traductor de poesía sueca al inglés, Robin Fulton, comentando sus enfrentamientos —o mejor, sus diálogos de sordos— con los estudiosos de la traducción contó lo ocurrido en un seminario en que uno de esos expertos deslumbró al auditorio con las vueltas y variantes que le dio a unas frases de Strindberg, tomadas de las cinco traducciones que se habían publicado. «Bien, y usted ¿cuál escogería?», le preguntó ingenuamente Fulton. El conferenciante lo miró atónito ante lo disparatado de la pregunta: «Pero, por Dios, ¡eso no es cosa mía! Lo mío es analizar las traducciones y proponer posibilidades». Desgraciadamente el traductor no puede ir a la editorial que le ha encargado la traducción con una deslumbrante variedad de posibilidades.

Cuando a Fulton le criticaban alguna solución, le colocaban, al mismo tiempo, una especie de paleta de colores para elegir posibilidades; él les replicaba. «Bien, yo ya había pensado en casi todas estas variantes. Pero cuál elegiría usted para que jugase con el sentido de la línea siguiente y conservase la ambigüedad con respecto a la precedente y manteniendo el ritmo del verso?».

«Ah, no, esa no es nuestra misión».

Es el diálogo de sordos entre el productor de vino y el catador.

¿Puede exigir el cocinero al gastrónomo que cocine tan bien como él? ¿O Messi su arte futbolístico al cronista deportivo? (Eso queda para Mou).

Llegué a dos conclusiones, que se han ido afirmando con el tiempo: primera, que la contribución de los teóricos a la práctica de la traducción es la que puede proporcionar un taxidermista a un zoólogo de campo; y segunda, que el estudioso o el teórico de la traducción necesita mucho más al traductor que viceversa.

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Nadie conoce mejor las limitaciones de la traducción que el propio traductor.

La traducción es aproximación. Nadie es más consciente que el propio traductor de la lejanía o cercanía con respecto al original, de lo que se pierde. (Rara vez tanto como para imposibilitar la tarea). Pero tampoco debe olvidar lo que da. La traducción es pérdida, sí, pero también dádiva.

¿Poemas intraducibles? Sí, claro. ¿Poetas intraducibles? Pocos. Siempre que nos mantengamos en el mundo de la realidad.

Repitiéndonos que lo mejor es enemigo de lo bueno. Lo perfecto es enemigo de lo posible. Claro que hay que buscar la perfección, aun sabiendo que es inalcanzable, pero sin sentir frustraciones por esa ineludible realidad.

A veces, traduciendo, me siento como el protagonista del poema del poeta sueco Harry Martinson:

La impotencia

Una vez encontré en un bosque un hacha clavada en tierra hasta el ojo.Era como si alguien hubiese querido partir el mundo en dos de un solo tajo.La voluntad no había faltado, pero se había partido el mango.

Entonces, lo que hago es ir a por otro mango y persistir en el intento. Y pedirles a los lectores de traducciones: ¡Sean realistas, pídannos lo imposible!

Traducir poesía (4): Regalos inesperados

Todo esto debía haberme impulsado, no soy masoquista, a abandonar una profesión imposible —ya llevaba años traduciendo poesía—. En honor a la verdad debo decir que no me afectó demasiado. Los médicos no dejan la profesión porque se les muera un enfermo.

¿Tal vez porque disponía de un amuleto? Eran unas palabras de Neruda. Cuando le concedieron el Nobel y vino a Estocolmo a recogerlo, el Club de los Cronopios le organizó un recital de poesía en el Museo Moderno de Estocolmo. También le conseguimos un recitador digno de su premio: Max von Sydow. El poeta preparó el recital a su manera: él prefería que se leyese primero en sueco «para que los oyentes sepan de qué trata lo que leo». Yo estaba con él presentando el recital y cuando el actor sueco estaba leyendo la traducción del poema «Los muertos en la plaza», Neruda me susurró inquieto al oído: «¡Es mejor que el original! ¿Y ahora qué hago?».

La explicación es sencilla. El poema recuerda una matanza en una plaza y lo hace con una enumeración de los nombres de los asesinados y después de cada nombre se repite «¡Pido castigo!». En sueco la expresión que habíamos elegido Artur Lundkvist y yo para traducirla era «Jag kräver straff!». A Neruda aquello le sonó mucho más fuerte, más adecuado al sentido del poema, que la debilidad fónica de la expresión original con

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la suave acentuación de las íes frente a la potencia del grupo ‘kr’ y ‘str’ con ese final en ‘ff’.

A Neruda le parecíamos unos grandes traductores que habíamos mejorado el original, (Lundkvist lo era), pero en ese caso fue un regalo. No fue un hallazgo de traductor sino que nos lo dio el sueco. Gratis. Pido castigo. Jag kräver straff.

Y es que a veces ocurre que el idioma de llegada es generoso con el traductor, le regala algo que no tiene el original. Y el autor queda fascinado porque en la traducción se logran efectos que él no había conseguido.

Traducir poesía (5): ¿Placenteramente legible?

Termino estos trujamanes sobre la imposibilidad de la traducción de la poesía con un elogio, tal vez desmedido, a los traductores repitiendo que no olviden que la traducción es dádiva. Y una nota optimista sobre la interinfluencia sin fronteras de la literatura traducida.

Si existe la literatura comparada es gracias a la traducción (¿imposible?), pero madre tal vez de la mayoría de nuestras lecturas.

Después de la representación en Estocolmo de El rey Lear, dirigida por Ingmar Bergman y traducida por Britt Hallquist, un traductor inglés exclamó: «¡Qué suerte tienen ustedes que pueden ver a Shakespeare en sueco!». ¿Es esto literariamente correcto? Sin duda se refería a la dificultad que tiene el público inglés de hoy para comprender en el teatro los textos del dramaturgo.

Hablando con Tobias Berggren, uno de los grandes poetas de su generación, de la dura crítica publicada sobre los errores de la traducción de Artur Lundkvist de Poeta en Nueva York, me confesaba: «¡Es el libro que más me ha influido!».

(Después de haber visto los grandes errores de traducción en obras de Strindberg exitosas en español me pregunto cómo de mala tiene que ser una mala traducción para que destruya una obra maestra).

Hace ya un tiempo leí la reseña de una traducción al castellano del poeta danés Henrik Nordbrandt al que el crítico consideraba, acertadamente, como un gran poeta y lo presenta con frases similares a las de los críticos que lo reseñan en el original. ¿No tendrá el traductor —missing en la reseña— algo que ver en ese juicio? ¿No habrá traspasado la calidad la frontera de los idiomas?

Se suele citar como una evidencia la malhadada frase de Robert Frost de que «poesía es lo que se pierde en la traducción». Pero en cualquiera de los encuentros de poesía a los que he asistido, se habla, a mi juicio con conocimiento de causa, de la poesía de Czeslaw Milosz, Wislawa  Szymborska, Kostantin Cavafis o Gunnar Ekelöf, como si se hubiese leído en el original, (y no es fácil encontrar lectores de poesía que sepan, al mismo tiempo, polaco, griego y sueco), y hemos disfrutado leyéndolos. Por

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consiguiente creo que es igual de legítimo, además de muy gratificante para el traductor, afirmar que poesía es lo que queda en la traducción.

Dejemos de lado la autoflagelación. Ya nos debería bastar el ninguneo de los demás.

Lo traducido, ¿es legible? ¿Incluso placenteramente legible?

Pues, venga, hombre, no marees más. Emplea el papel de fumar para lo que ha sido fabricado.