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FRENIA, Vol. II-1-2002 138 TRATAMIENTO DE LA MORFINOMANÍA CÉSAR JUARROS JUSTIFICACIÓN

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FRENIA, Vol. II-1-2002 138

TRATAMIENTO DE LA MORFINOMANÍA CÉSAR JUARROS

JUSTIFICACIÓN

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Se carece en España de Sanatorios creados, exclusivamente, para tratar la mor-

finomanía; por otra parte abunda entre nosotros el tipo de clínico que ante un habi-tuado a la morfina no halla remedio mejor que increparlo, pidiéndole el milagro de que abandone el vicio por solo esfuerzo de su voluntad.

En estas condiciones y teniendo en cuenta el alarmante incremento que la cos-tumbre de inyectarse morfina ha adquirido en nuestro país, nos hemos atrevido a pensar como podría reportar alguna utilidad a los compañeros no especializados en estas cuestiones, poner a contribución nuestra experiencia para redactar una mono-grafía clara, sencilla, personal, de carácter práctico. Tales son los propósitos y moti-vos que hicieron nacer el presente volumen.

CLASIFICACIÓN DE LOS MORFINÓMANOS

Todo tratamiento de la morfinomanía que quiera plantearse con garantía de éxi-

to ha de serlo a base de un conocimiento perfecto de los motivos que llevaron al en-fermo a intoxicarse periódicamente.

No hay modo de encauzar ningún método sin este requisito, ya que entre los morfinómanos existen dos grandes grupos, perfectamente diferenciados en cuanto a probabilidad de curación y duración de ésta.

Uno hállase formado por los que tienen el hábito de la morfina, por ser toxicó-manos; otros, por aquellos que adquirieron el vicio merced a la intervención de fac-tores de raigambre mucho menos constitucional.

El toxicómano es un sujeto que, por accesos, de modo fatal, impulsivo, superior a la capacidad de resistencia de su voluntad se ve asaltado por la necesidad imperio-sa, campeadora, de intoxicarse. Cambia el veneno; pero el fenómeno clínico es el mismo. Estos sujetos se intoxican ahora con alcohol, luego con morfina; antes fue-ron esclavos del éter; lo serán más tarde de la cocaína. Su vida constituye así un largo calvario con estación ante los altares de todos los tóxicos descubiertos por el hombre para espolear su sistema nervioso. El famoso poeta Baudelaire fue un ejemplo de esta tortura horrible de querer resistir y no poder; de ambicionar sacudirse la tiranía de los tóxicos y no lograrlo.

En estos enfermos sólo es posible aspirar a que la morfina deje de ser el veneno favorito. El hábito es invencible, y lo único que puede lograrse es lo que llamó Du-bois ortopedia mental, labor toda, fundamentalmente, de psicoterapia en general, y, ajena, por tanto, a la índole de la presente monografía, dedicada de modo exclusivo a la morfinomanía.

El toxicómano adquirirá o no la costumbre de la morfina según surja o no algu-na razón de contagio, imitación y sugestión. Esto no quiere decir que deba el médico

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cruzarse de brazos ante uno de esos casos, y sí sólo que no ha de llegar en el prome-ter más allá de donde es lícito hacerlo científicamente.

Así, pues, quede bien establecido que dentro de los morfinómanos existe una cla-se, la de los que son morfinómanos por ser toxicómanos, ante los cuales no puede aspi-rarse a cambiar de tal modo la psicología del sujeto que pueda darse por invalidada aquella manera constitucional del ser, que produce y explica el hábito del veneno.

Sin llegar a tan hondas raíces, es, sin embargo, cierto que en la mayoría de los morfinómanos suele hallarse un fondo mental de degeneración; son individuos ya ale-jados del término medio de la normalidad, hasta el extremo de justificar que Delmas haya podido decir recientemente —La pratique psychiatrique, París, 1919— «de un modo general la morfinomanía no se desarrolla sino en los desequilibrados constitucionales».

Esto es una gran verdad que no ha de olvidarse ni un solo instante mientras se hable de morfinomanía. Pueden encontrarse, y de hecho se encuentran en la prácti-ca, morfinómanos de psiquismo absolutamente normal; pero son los menos, y en ellos resulta fácil siempre obtener rápida y definitivamente la curación.

Veamos ahora los procedimientos más corrientes por los cuales se llega al hábito de la morfina.

Es el principal de todos el terapéutico. Así se hicieron opiómanos Quincey y Co-leridge, los poetas cantores de la embriaguez producida por la droga infernal; así se hacen morfinómanos el 80 por 100 de los esclavos de este hábito.

El mecanismo es siempre idéntico. Una afección dolorosa pertinaz, las noches en vela, los días en un grito y el médico de cabecera que ordena la inyección de mor-fina; con ella cede el sufrimiento; repetición del calmante al día siguiente, y así poco a poco establecimiento del vicio fatal.

¿Quiere decir esto que deba renunciarse en la práctica a los excelentes servicios que la morfina puede prestar?

No; no quiere decir esto, y sí sólo que debe restringirse su uso todo lo posible, especialmente cuando se trate de sujetos de psiquismo un poco anómalo.

Además, ha de ponerse especial cuidado en que no se acostumbre el enfermo a hacerse las inyecciones por sí mismo. Más adelante tendremos ocasión de ver cómo la costumbre de pincharse representa un serio obstáculo para la desmorfinización en algunos enfermos.

De ordinario, y cuando el hábito adquirido por uso terapéutico no ha recaído en un paciente muy acentuadamente predispuesto, esta clase de morfinómanos son los más fáciles de curar. Aquellos en los que resulta sensato abrigar un cierto optimismo respecto a la recidiva.

Es también el grupo donde se encuentran los morfinómanos de sistema nervioso más normal, donde es más frecuente hallar rebeldes a la tiranía tóxica, donde en mayor proporción se puede contar con el auxilio del enfermo, tanto más sincero, eficaz y decidido, cuantas menos pretensiones de intelectual y supercivilizado tenga.

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Siguen a este grupo, en frecuencia, los morfinómanos por imitación. La curiosi-dad por una parte, y por otra la sugestión de algún morfinómano todavía en su luna de miel con el veneno, como decía Guimbail —Les morphinomanes, París, 1892— se encar-gan de conquistar la voluntad del curioso. Abundan aquí los débiles mentales, terre-no propicio a todas las siembras de ideas raras, esotéricas. No se olvide que se ha hablado demasiado de paraísos artificiales, de placeres refinados, para que a los seres de personalidad amorfa les resulte posible resistir la tentación.

En este sentido Baudelaire ha causado positivos perjuicios, tanto más inexplica-bles cuanto que el poeta no ocultó jamás las torturas, las vergüenzas, los desastres morales de que era origen su toxicomanía.

Es interesante señalar la nefasta influencia ejercida por las prostitutas elegantes que, contagiadas por alguno de sus amantes, van contaminando luego a otros, sedu-ciéndoles con el raro atractivo de mezclar la voluptuosidad sexual con la emanada del uso del veneno. Un tercer grupo, éste ya de mucha menor importancia, es el de los trabajadores intelectuales que, obligados a rendir un esfuerzo mucho mayor del que les permiten sus energías, buscan en la morfina un estimulante, pensando del modo más erróneo posible que Poe debió su arte maravilloso a la intoxicación, sin comprender que esta obra de belleza fue realizada no a favor, sino a pesar del veneno, y que la borrachera del zafio no podrá ser jamás sino un reflejo del psiquismo del borracho.

Aún más reducido es el grupo de los que se hicieron morfinómanos buscando lenitivo a un dolor moral. Aunque reales, escasean estos casos, en los que una psicote-rapia acertada puede obtener resultados admirables.

Finalmente, merecen mención especial los que Brouardel —Opium, morphine et cocaine, París, 1906— llama morfinómanos por euforia, que no son sino neurópatas desequilibrados, degenerados, buscadores insaciables de nuevas fuentes de placer. Los libros pseudocientíficos en que se describen las sensaciones extrañas, sutiles y exquisitas que la morfina produce, causan un mal, pues muchos desequilibrados se lanzan al hábito del alcaloide con sus páginas por guía buscando terca, obstinada-mente, alambicamientos espirituales que no puede producir el veneno cuya única acción es espolear, estimular las funciones cerebrales primero y deprimirlas luego, siendo incapaz de todo milagro y mucho menos del de convertir en hombre selecto y de cultura al mediocre horro de lecturas escogidas.

Conocidas estas variantes etiológicas de la morfinomanía, se puede ya abordar más fácilmente el problema de la desmorfinización de un enfermo, pues como hemos de ver luego, las actuales tendencias son a conceder cada vez mayor importancia a los recursos psicoterápicos, sin desdeñar por eso el auxilio de los farmacológicos.

EL MÉDICO DEL MORFINÓMANO

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Si importante resulta para poder establecer un buen plan de desmorfinización conocer las causas, los motivos que acarrearon el grave hábito, no lo es menos darse buena cuenta de que el morfinómano es un enfermo cuya voluntad debilitada no obedece.

He tenido ocasión de tratar varios enfermos, en los cuales se había fracasado ex-clusivamente porque el médico, adoptando una severa actitud de dómine, no cesaba de regañar, acusando al enfermo de que era morfinómano porque quería, con lo cual se espoleaba la actitud, casi siempre incomprensiva, de deudos y parientes.

El morfinómano es un buen número de veces un sujeto con defectos constitu-cionales del psiquismo, y a este estado, ya de por sí tan difícil de modificar, viene a agregarse la apatía engendrada por el uso del veneno.

Todo lo fáciles que son de conducir los morfinómanos con la ayuda de suges-tiones sencillas, en ocasiones hasta pueriles, resultan díscolos, rebeldes, cuando se utiliza un machaconeo constante, irreflexivo, sin otro contenido ideológico que la censura a la debilidad, a la falta de energía para sobreponerse a la funesta tendencia.

El hábito de la morfina crea un estado especialísimo de irritabilidad, de suscepti-bilidad exagerada. La predicación tozuda no hace sino aumentar este modo de reac-cionar, y como el morfinómano, a cualquier pesar, a la menor contrariedad acude a la inyección como bálsamo de consuelo, con el sistema de denigrarlos, de poner de relieve su falta de decisión para manumitirse de su carencia de voluntad, no se logra sino acentuar su malestar impulsándolos a aumentar la dosis.

Esto no implica que se les haya de tolerar todo, adulándolos constantemente, y sí que es totalmente contraproducente el sistema de acosarlos, de adoptar frente a ellos una actitud de desprecio por su falta de propósitos leales de desmorfinizarse. Todas esas frases:

«¡Dejarle que se muera!» (sic) «¡Él ya es mayor para saber lo que le conviene!» «¡Si no se quita el vicio es porque no quiere, si quisiera pondría algo de su parte!» «¡Todo eso es falta de voluntad, cobardía!», etcétera, etc… no resuelven nada, ni son justas, ni benefician lo más mínimo al plan acordado.

Y tan errónea es la actitud de las familias y tal la terquedad de algunos médicos en no darse cuenta de la realidad clínica, que ésta que señalamos constituye una de las causas fundamentales del fracaso de muchos tratamientos de desmorfinización. Ya en 1892 decía Guimbail —Les morphinomanes—, antes de todo intento de sistema-tización científica de la psicoterapia y sus aplicaciones:

«Débiles y fáciles de conducir en el fondo, conviene no violentarlos sea lo que se quiera obtener de ellos; no atacarlos jamás de frente, sino llegar a doblegar su volun-tad enfermiza, a vencer su obstinación de borracho por medios de dulce persuasión, poniendo a sus caprichos de niño la fuerza de la inercia; tal es la línea de conducta que conviene adoptar frente a sujetos capaces, sin duda, de razonar, pero no siempre dueños de sus determinaciones.»

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Pero esta orientación exige como base previa que el médico tenga confianza en sí mismo, en su método y que sea a la medida del enfermo. Son estas dos cuestiones tan trascendentales que, por serlo, merecen que se insista sobre ellas.

Es muy corriente encontrarse con médicos que aceptan intentar una desmorfini-zación sin la menor fe en el resultado o con muy escasa fe, más por cumplir un deber profesional que no por impulso entusiasta y confianza en el éxito de la labor. ¡Eso de quitarle la morfina a un habituado a ella es muy difícil!, se oye repetir a cada paso, y en esta situación de ánimo el fracaso es seguro.

Oscar Jennings —Morphinisme et Morphinomanie, París, 1910— ha escrito estas palabras que ningún médico debe olvidar:

«En fin, es necesario que no sólo el médico tenga confianza en su médico, sino que el médico esté también convencido por su experiencia anterior de que es capaz de curar al enfermo. Debe estar igualmente seguro de su propia capacidad de perse-verancia, porque, como dice M. Deschamps, se ha observado en algunos casos que quien primero se cansa del esfuerzo es el médico. Lo que nos rodea está influenciado por nuestros pensamientos y la confianza en nuestra capacidad para acudir en auxi-lio del enfermo inspira confianza a aquellos que esperamos curar».

El Dr. Chalmet —Gazzette de Hôpitaux, 1909— lo ha traducido muy bien al ocu-parse del tratamiento de la astenia psíquica: «El neurasténico es muy tenaz en su descorazonamiento y debemos alejar de su espíritu el recuerdo de las causas de su vencimiento moral. Debemos prestarle energía y aceptar lo que no puede evitar. Esto exige lo que Dubois llama ortopedia moral y Levy reeducación de la emotividad. Tienen la salud de su carácter; si el carácter mejora, mejora la salud. El enfermo debe ser animado progresivamente y debe aprender primero a aceptar lo más animosa-mente posible las pequeñas molestias y los pequeños pesimismos».

Pero con esto se halla ligado el importante problema del médico a la medida. No todos los médicos pueden llegar a desmorfinizar a un determinado morfinómano. La más escrupulosa aplicación de los métodos que luego expondremos, la más meditada selección de ellos fracasará de no darse una feliz conjunción espiritual entre médico y enfermo.

Cuando ante un morfinómano no nos sintamos acompañados de una gran con-fianza en nosotros por parte de él; cuando no percibamos claramente, diáfanamente, un íntimo cambio espiritual con el enfermo, una franca posesión de su entusiasmo y de su fe, no debemos intentar la aplicación de un método, sea el que quiera, de des-morfinización.

Sobre este punto fundamental apenas si existen los tratadistas, y, sin embargo, mi práctica me obliga a concederle influencia decisiva. Hasta tal extremo, que en varios casos ya me he negado a encargarme de una desmorfinización por no sentir-me acorrido de la suficiente influencia moral sobre el paciente.

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La desmorfinización no es, ni puede ser, una labor técnica, puramente mecáni-ca, como, por ejemplo, la punción lumbar. Con sólo cambiar de personajes, un mis-mo método puede fracasar o hacer prodigios. Yo traté, hace tres años, un enfermo deshauciado ya por un inteligentísimo compañero, y cuyo enfermo, apenas me en-cargué de su curación, sin variar de método, comenzó a disminuir la dosis hasta la total vuelta a la normalidad. Fue como una verdadera resurrección.

En cambio, en los días en que escribo las presentes cuartillas, me he negado a procurar la desmorfinización de una señorita falta de toda confianza en mis méto-dos; siquiera los optimismos y entusiasmos de la familia fueran grandes.

Es decir, que sin dar de lado a los recursos físicos y farmacológicos, ha de tener-se siempre presente que una desmorfinización sin urdimbre psicológica, no merece tal nombre ni puede ser cosa permanente.

La frecuencia de las recidivas son consecuencia, en su mayor parte de lo raro que es el hábito de la morfina en personas totalmente equilibradas, y en segundo término, de que en la generalidad de los métodos se atiende poco a la reeducación, a la reconstitución de la personalidad del morfinómano.

Finalmente, el médico del morfinómano ha de ser un técnico no dispuesto a de-jarse sorprender; pero sin exteriorizar claramente esta actitud.

Todos los morfinómanos tienen tendencia a engañar al médico, y para conse-guirlo apelan a los más ingeniosos procedimientos. Como ejemplo citaré un cliente mío que depositaba las ampollas, sujetas sobre un corcho, en el depósito del agua del inodoro. Cuando iba al retrete se ponía las dosis que ante mí simulaba ir dejando.

Brouardel cita casos de mujeres que ocultan el veneno en sus cavidades natura-les; es muy corriente hallarlo en los carretes de la costura y en el moño.

En este sentido, toda la vigilancia será pequeña, y ya diremos en otra parte de este libro los procedimientos que pueden emplearse para saber si efectivamente em-plea o no la dosis que dice, uno de estos enfermos.

Ahora sobre lo que quiero llamar la atención, es sobre el riesgo representado por una actitud sistemática de incredulidad por parte del médico.

El morfinómano, si se decide a abandonar su hábito, es de ordinario un poco a la fuerza, lleno de angustias y vacilaciones. Las primeras victorias son exiguas, pe-queñas, casi insignificantes. Dudar de su realidad es llevar al espíritu del enfermo el desánimo, el desaliento, y desaprovechar, acaso para no volver a encontrarla más, una ocasión de cura.

Al contrario, todo debe ser ánimos, alientos, esperanza, siembra de optimismo, realzando hiperbólicamente el éxito.

Bien está, y es un deber lograrlo, no dejarse engañar por el enfermo; pero ello no autoriza a tirar por tierra los primeros ladrillos puestos para reconstituir el edificio de la personalidad.

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Las dudas debe guardarlas cuidadosamente el médico y no exteriorizar la menor sospecha. Sólo cuando tenga certeza absoluta del engaño hablará.

Quizá parezcan las recomendaciones hechas en este capítulo un poco pueriles, por sabidas de todo el mundo; pero aún siendo así teóricamente, es lo cierto que en la práctica no cesamos de encontrar demostraciones de que con mucha facilidad se olvidan tales ideas.

Tanto, que acaso ese olvido sea el motivo principal de lo muy corrientemente que fracasan los métodos de desmorfinización en la práctica.

De todo lo dicho nos permitimos recomendar al lector que se fije especialmente en lo referente al problema de la necesidad de íntima compenetración espiritual entre el morfinómano y su médico.

PAUTAS PARA UN PLAN DE DESMORFINIZACIÓN

Vamos a exponer ahora las pautas a que nos sujetamos, cuando de desmorfini-

zar a un sujeto se trata. Es una sistematización puramente personal, fruto de nuestra práctica y de nues-

tras ideas sobre morfinomanía, y precisamente por este carácter no la traemos aquí con el propósito de imponérsela ni aún de aconsejársela al lector, sino como tipo, como modelo para que él pueda construirse otra a su medida.

La nuestra abarca las siguientes etapas:

I Estudio general del enfermo. II Elección del método. III Período preparatorio. IV Desmorfinización.

V Convalecencia. I Estudio general.- Empezamos por un análisis clínico completo del enfermo, para

conocer el estado de su organismo. Este examen lo hacemos muy detallado y pres-cindiendo siempre de los diagnósticos anteriores. No puede abordarse una desmorfi-nización, sin conocer bien el estado de las diversas funciones del enfermo.

Simultáneamente determinamos las causas que llevaron a éste a ser morfinómano. Es éste, como pronto vamos a ver, un punto esencial para elegir el método a seguir.

Por último, utilizamos estas dos o tres visitas, nunca menos de dos, para tantear la posibilidad de una eficaz intervención psicoterápica.

Si nos hallamos con un enfermo, de cuya simpatía no logramos apoderarnos pronto y decisivamente, aconsejamos que se acuda a otro médico. Es ésta para noso-tros, una cuestión capital. Creyendo, como creemos, que lo esencial en el morfinó-

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mano es la reconstrucción de su psicología, no podemos aceptar una labor fría me-cánica.

Las desmorfinizaciones, a nuestra manera, tienen siempre un carácter de cola-boración, de obra común del médico y el enfermo.

Bien sé, y lo sé prácticamente, que a las familias ha de parecerlas (sic) raro que un médico se niegue a desmorfinizar a un enfermo, por [no] lograr conquistar su simpatía; pero la experiencia también nos ha enseñado que así se ahorran muchos fracasos y malos ratos.

Sin una positiva compenetración espiritual entre médico y paciente no es posible soñar con una verdadera, seria y positivamente eficaz, desmorfinización.

Lo otro son privaciones más o menos toleradas del veneno. II Elección del método.- Preferimos como método básico cualquiera de los rápidos,

de ordinario, el de Sollier; pero no siguiéndolo al pie de la letra, sino haciendo siem-pre una adaptación de él a las condiciones del enfermo, y dando una gran importan-cia a los recursos psicoterápicos.

Pero esta preferencia no va más allá de lo que impone la conveniencia de los en-fermos. He aquí los datos orientadores:

Métodos bruscos.- 1º Sujetos de menos de treinta años.

2º Corazón absolutamente normal. 3º Mentalidad sana sin huellas de constitución psíquica anormal. 4º Dosis inferiores a cincuenta centigra[mos]. 5º No ser morfinómano de más de uno año de antigüedad.

Sólo cuando se dan todas estas circunstancias empleamos un método brusco.

Métodos rápidos.- 1º Enfermos de menos de cincuenta años. 2º Carencia de lesiones cardíacas, vasculares y renales. 3º Sujetos no muy predispuestos a las afecciones mentales. 4º Posibilidad de severo aislamiento del enfermo. 5º Dosis inferiores a dos gramos.

Métodos lentos.- 1º Enfermos de más de cincuenta años. 2º Dosis superiores a dos gramos. 3º Enfermos con enfermedades cardíacas, vasculares o renales. 4º Sujetos a los que por motivos sociales no es posible aislar. 5º Sujetos de gran disposición neuropática.

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La elección de un método no quiere decir que deba seguirse forzosa y fatalmente en cuanto a la rapidez.

Puede ocurrir que habiendo empezado por un método lento, pueda llevarse lue-go a cabo uno rápido y viceversa.

En esto ha de haber una gran flexibilidad de criterio, no empeñándose en hacer una cosa rígida, sin espíritu, de uno de los tratamientos más propicios a la iniciativa personal.

III Período preparatorio.- El comienzo de este período lleva anejo el planteamien-

to de donde ha de tener lugar la desmorfinización, y nosotros resolvemos esta cues-tión con arreglo a las siguientes bases:

a) El ideal es el sanatorio especial. b) Aceptable, un sanatorio de otras enfermedades con tal de que estas no sean

mentales ni infecciosas. c) Poco aceptable, un hotel o casa alquilado por el enfermo para este objeto. d) Nunca, salvo casos extremos, la casa del enfermo. Durante este período hay que mostrar gran rigidez en obligar al cumplimiento

de las prescripciones; pensando que todavía no se está en el verdadero período de desmorfinización, es corriente observar en algunos médicos cierta tolerancia. Tal línea de conducta implica un error. Precisamente en estos días de la fase preparatoria es cuando ha de cimentarse el hábito de la disciplina. Otro cuidado ha de tenerse, el de empezar sin demora las reglas psicoterápicas. Si como decimos antes, se trata de un enfermo de psicología inabordable para la nuestra, sin vacilar, debe desistirse de dirigir la desmorfinización. Por violento y radical que a primera vista pueda parecer este consejo, quien lo siga fielmente, sólo motivos de congratulación tendrá por haberlo hecho.

De este modo, entendido el período preparatorio, adquiere el significado de unos días de tanteo para conocer el caso ante que nos hallamos.

Pretender desmorfinizar a un enfermo, no sintiéndose amo de su psicología, es tan grave error como intentarlo en un sujeto con más de 80 pulsaciones.

Y aún más peligroso es meterse de lleno en la difícil tarea sin conocer bien las idiosincrasias físicas y morales del sujeto.

Por ello, alguna vez, en casos dudosos que se resistían a nuestra comprensión, hemos alargado este período cuatro y cinco días más. Jamás, ni en éste ni en ningún aspecto relativo a la desmorfinización procedemos sistemáticamente, sino plegándo-nos por entero a lo que el enfermo impone.

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IV Desmorfinización.- Dentro de las normas generales del método escogido, brus-co, rápido o lento, le privamos de inflexibilidad adaptándonos a lo que la evolución del proceso de desmorfinización exige en cada caso particular. Permítanos que insistamos sobre ello, pues es una cuestión esencial.

Cuando las circunstancias en las que realizamos la desmorfinización son propi-cias, practicamos cada tres días el análisis de sangre, para juzgar por la fórmula leu-cocitaria cómo se va verificando aquella.

Los datos facilitados por este análisis constituyen una excelente guía para regu-lar la velocidad de la desmorfinización, pues permiten apreciar si tiene lugar de un modo franco, fácil y sin riesgo, o por el contrario, lento, difícil y con peligros.

Así, pues, nosotros no entendemos los métodos como una pauta inflexible, sino que ateniéndonos a sus líneas generales, hacemos una aplicación especial a cada caso en particular. Esta misma línea de conducta es la seguida en lo referente a los medi-camentos auxiliares, a los cuales acudimos o no, según los casos.

Enfermos hemos tenido en los cuales hubimos de apelar a todos los medicamen-tos reputados como auxiliares, mientras que en otros apenas si utilizamos más que los purgantes, con lo cual quiere darse a entender que la organización de un método de desmorfinizamiento tiene siempre algo de improvisado, de arte de aplicación par-ticular de leyes generales.

En lo que sí insistimos siempre de un modo sistemático, es en utilizar las prácti-cas psicoterápicas en toda su intensidad.

V Convalecencia.- Dijimos ya anteriormente lo suficiente para orientar al lector, y

por ello no hemos de insistir aquí, sino sobre un hecho, el de que jamás damos por terminado el período de convalecencia sin haber obtenido todo el fruto que sea lícito esperar de los recursos psicoterápicos.

Privar a un enfermo de su morfina no es lo mismo que crear frente a su hábito morboso otro capaz de contrarrestarlo.

Ésta debe ser la ambición suprema de todo desmorfinizador. Por ello resulta muy frecuente que, enfermos nuestros que ya no se ponen mor-

fina, siguen bajo nuestra tutela. Sin embargo, conducidos por esta idea, no se debe caer tampoco en la exagera-

ción de empeñarse tozudamente en alcanzar beneficios que nadie pueda lícitamente esperar.

Es como siempre que de desmorfinización se trata un problema de discreción y serena ponderación de los factores del problema.

MÉTODOS RÁPIDOS

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De todos los métodos rápidos, el que sin duda permite mayores éxitos es el de Sollier. En nuestra experiencia, sólo alabanzas encontramos para él. Tiene algunas contraindicaciones; pero empleándolo oportunamente es, sin duda, el método habi-tual que debe escogerse.

Los métodos rápidos fueron preconizados por Mattison, 1878, y por Erlenmayer en 1883.

Sollier —Semaine med., pág. 146, 1894; Terapéutica práctica, del Dr. A. Robin, tomo III, versión española; Journal de Mèdecine de Paris, núm. 52, 1910; La Presse mé-dicale, núm. 2, 1911— procede del siguiente modo:

I. Período de disminución preparatoria.

a) Aislamiento del enfermo. b) Disminución de la dosis de un modo regular para llegar a 0 al octavo día. c) Purgante diario de calomelanos, jalapa y escamonea en sellos, purgantes

salinos, agua de Sedlitz con preferencia. d) Baños y duchas calientes. e) Inyección de pilocarpina el día anterior a la supresión.

Durante este período no se dará sucedáneo coadyuvante, calmante, estimulante ni hipnó-

tico alguno. II. Período de suspensión:

a) Suspensión absoluta de la morfina. b) Purgante salino abundante por la mañana, precisamente cuando se le

pone la última inyección. c) Por la tarde se le hace sudar. d) Montar una vigilancia permanente de médico a la cabecera del enfermo. e) Si el pulso es superior a 80 no intentar la suspensión. f) Baños templados a 36°ó 37° de ocho minutos de duración. g) Si hay excitación, sólo se dará un poco de bromuro potásico, y si cefalal-

gia, un poco de aspirina funcionando bien el riñón. h) En caso de debilidad brusca de pulso, éter, amoníaco y una jeringuilla

con morfina. A ésta sólo se recurrirá en caso de necesidad absoluta. Si el enfermo está muy agitado por la diarrea y los vómitos, a las treinta horas se puede, so pretexto de administrarle una inyección de cafeína o esparteí-na, añadir a éstas medio centigramo de morfina.

i) No dar alimento y sí sorbos de limonada o agua de Vichy. j) Mantener la diarrea de modo que el enfermo vaya al retrete por lo menos

una vez cada veinticuatro horas.

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k) Cuando el riñón funciona de modo insuficiente o la deshidratación es muy grande, 300 ó 400 gramos de suero artificial en inyección.

III. Período de eliminación aguda. Comprende los diez días que siguen a los dos del período de suspensión.

a) Baños generales, duchas. b) Una purga diaria. c) Primero un poco de café con leche, y luego, a medida que el estómago lo

va tolerando, atenerse a los gustos y deseos del enfermo, dentro de un lí-mite prudencial.

De la convalecencia hablaremos en capítulo aparte así como de los riesgos no

previstos de la desmorfinización. Ahora nos hemos limitado a exponer las pautas de Sollier.

En lo que ha de ponerse muy singular cuidado es en no pretender una aplicación sistemática casi mecánica de ellas. Ha de subordinarse todo al enfermo, y según sea su psicología, su ambiente, su preparación cultural, así se procederá.

De todos modos, día más o día menos, nada significa, y la fecha de ocho días, indicada por Sollier, no debe ser tomada al pie de la letra.

Duhem —Journal des practiciens, 15 Abril 1911— ha defendido, y con gran aco-pio de razones ciertamente, que nada deben preocupar unos días más, si así se ate-núa la crisis de eliminación.

Algunos autores aconsejan ocultar al enfermo la disminución, mejor dicho, la cantidad de tóxico que se disminuye diariamente. Lo creemos un mal procedimien-to, y por nuestra parte utilizamos precisamente el opuesto, el de hacer que el morfi-nómano colabore en su curación.

Como veremos más adelante, no puede hablarse de curación de la morfinoma-nía mientras no se haya llevado a cabo una verdadera reeducación del enfermo. Una cosa es privarle a la fuerza de su hábito y otra tonificar su voluntad para que no vuel-va a caer en la tentación […].

MÉTODOS PSICOTERÁPICOS E HIPNOTISMO

[…] Sin que sea posible admitir que los métodos, a base de psicoterapia, son un

ideal y capaces por sí solos de garantizar el éxito, es lo cierto, como veremos luego al exponer los resultados de nuestra experiencia, que prescindiendo de la psicoterapia, no será lícito, jamás, hablar de curación de la morfinomanía […] Conviene no olvidar

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que la finalidad de la desmorfinización, es no sólo quitar al enfermo de la morfina, sino el hábito, la necesidad de intoxicarse.

Dubois ha dicho estas profundas palabras —Les psychoneuroses et leur traitement moral, París, 1905— que no se deben olvidar ni un solo instante durante toda cura de desmorfinización… «hacer obedecer a un enfermo, abusar con este objeto de su mi-seria psicológica para dominarle, no es curarle».

La verdadera curación de una morfinomanía sólo puede alcanzarse, merced al concurso de la psicoterapia, tendiendo a reeducar la voluntad del sujeto, a medida que se va verificando la desmorfinización.

Ni uno ni otro proceder valen gran cosa aisladamente; tan erróneo es pretender desmorfinizar a un sujeto mecánica, automáticamente, como querer lograrlo por sola acción psicoterápica.

Andrés Thomas ha dicho con absoluta lealtad —Psicoterapia versión española—: «la psicoterapia nada puede por sí sola para desmorfinizar a un enfermo».

Como durante todo el tiempo de la desmorfinización el médico ha de vigilar asiduamente al enfermo, permaneciendo a su lado largas horas y en ocasiones días enteros; nosotros practicamos preferentemente la psicoterapia verbal bajo forma de conversaciones a base de evocación de un porvenir halagüeño, una vez perdido el hábito fatal, esmaltándolo todo con ejemplos cortos y precisos de casos fatales de morfinomanía. No será un sermón ni una monótona repetición de ideas generales, sino algo lleno de vida, capaz de interesar al enfermo,

Para ello, la primera condición necesaria es conocer bien la psicología del en-fermo utilizando la condición dominante en él, sea un defecto o una virtud. Siempre recordaremos el caso de un morfinómano al que logramos curar valiéndonos de su orgullo. Un orgullo satánico feroz, que espoleado hábilmente le llevo a abandonar el hábito de la morfina. Por orgullo de curarse se curó.

La pretendida indiferencia de muchos médicos para con la psicoterapia nace, no de que no crean en ella, sino de que no gustan de la labor previa de estudio de la psicología del enfermo que su aplicación impone.

Toda la clave reside precisamente en el estudio de la condición dominante del enfermo y en su aprovechamiento[…].

RESULTADOS DE LA PROPIA EXPERIENCIA

En una monografía de la índole de la presente, no tiene cabida una estadística

personal detallada, pues vendría a duplicar su número de páginas sin verdadero be-neficio para el lector; pero aún conocido esto tampoco resulta posible pasar por alto la exposición leal y sincera de los resultados conseguidos.

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Creemos que una síntesis, a modo de conclusiones, han de venir a llenar satis-factoriamente esta necesidad de dar al lector la verdad de lo que, según nuestro crite-rio, puede obtenerse y esperar obtener de los métodos de desmorfinización.

En el 99 por 100 de los casos, se logra quitar la morfina a los enfermos. Hay, sin embargo, en un uno por ciento de enfermos, en los cuales se debe renunciar a la con-tinuación del método, porque ellos o las familias, o ambos a la vez, se niegan termi-nantemente a seguirlo.

Unas por efecto de la diarrea, los vómitos y el malestar físico que acompaña a la privación de la morfina. Esto, sin embargo, ocurre pocas veces y muchas menos en los sanatorios especiales, que en los sanatorios generales, hoteles y pisos alquilados.

En la mayoría de los casos, el fracaso es debido a que el enfermo flaquea en su voluntad y declara su decisión de no continuar el tratamiento.

Conviene pues, a la hora de prometer, no olvidarse jamás de esta posibilidad. Claro que dentro de sanatorios especiales y con previo consentimiento por escrito del enfermo es fácil reducir el número de estas probabilidades; pero aún en los sanatorios generales se dan bastantes veces, logrando el morfinómano sus propósitos con tanta mayor facilidad cuanto que en muchos de ellos la admisión de esta clase de sujetos se hace un poco a regañadientes.

En cambio debemos declarar que ni una sola vez nos vimos en la necesidad de suspender una desmorfinización por accidentes en que pudiera correr peligro la vida del enfermo.

Débese esto, en primer término, al gran cuidado que ponemos en la elección de método, con arreglo a las condiciones del enfermo. Hace unos meses desmorfiniza-mos sin el menor accidente a un miocardítico crónico.

Aún saliendo de nuestras manos perdido el hábito de la morfina no cantamos victoria.

La recidiva es una amenaza constante, tan constante que conocemos morfinóma-nos que cuatro y cinco veces fueron desmorfinizados en España y fuera de España.

Y tan exacto es esto, que existen algunos en los cuales cabe preguntarse si no sería preferible desistir de toda nueva tentativa.

Son siempre toxicómanos o degenerados de una constitución mental, francamente morbosa.

Aquí la vuelta al vicio es algo fatal, inevitable, hágase lo que se haga, pues en estos pacientes el hábito de la morfina no constituye una enfermedad sino un síntoma más.

El número de morfinómanos que recidivan, resulta crecidísimo aún poniendo to-do el esmero de que seamos capaces en la aplicación de los métodos psicoterápicos.

En nuestra estadística el 35 por ciento de los desmorfinizados han recidivado. Por ello, la morfinomanía debe estimarse en la mayoría de los casos como un es-

tigma revelador de un estado mental suficiente para justificar la adopción de un plan de severa higiene psíquica.

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Sujeto que fue morfinómano inveterado, y sobre todo si llegó a serlo por conta-gio psíquico, debe ser objeto de un nuevo encauzamiento de su vida.

Quitarse la morfina para continuar después por los mismos derroteros por don-de se caminó antes, es en la mayoría de los casos una equivocación que embota pronto la eficacia toda de la cura.

Los elementos de juicio los proporciona siempre en la suficiente medida el co-nocimiento de la mentalidad del morfinómano. No se olvide que el tipo del hombre sano de espíritu, que cae en las garras del vicio de inyectarse como consecuencia de un hábito medicamentoso, excasea (sic).

La casi totalidad de los morfinómanos son, o seres de un cerebro en equilibrio inestable o consecuencia de métodos erróneos de educación. Personas o de psicolo-gía, insegura, expuestas a todos los contagios psíquicos o de psicología borrosa, por errores cometidos por sus educadores.

Cuando se ha tratado de morfinómanos de psiquismo normal el éxito ha sido siempre rotundo, decisivo, persistente.

Respecto a los accidentes ocurridos durante la desmorfinización debemos decla-rar que los métodos bruscos no nos han causado jamás sobresalto alguno, no nos han dado ningún susto, sin que suponga esta afirmación un intento de desdecirnos de lo afirmado en otros capítulos.

Pensamos como piensan ya casi todos los autores, que los métodos bruscos es-tán llenos de peligros. Lo que ocurre es que nosotros no recurrimos a ellos sino cuando están absolutamente indicados.

Así los métodos bruscos carecen de todo riesgo; pero así, sólo en muy contado número de enfermos pueden utilizarse.

Los accidentes más serios los hemos visto con el método rápido, sin que jamás hayamos registrado ni una sola desgracia. Hubo sí, instantes de riesgo; pero el mane-jo de los medicamentos auxiliares nos facilitó siempre dominar pronto la situación.

De todos los accidentes que tuvimos en nuestra práctica, dos fueron los que más inquietud lograron causarnos: los cardíacos y los psicósicos (sic).

Los primeros pueden mirarse con serenidad si se tiene hábito de manejar los tó-nicos cardíacos y se cuenta con la reserva de una jeringuilla con uno o dos centigra-mos de morfina, recurso al que sólo se recurrirá en último extremo y por una vez mientras se logra levantar la energía cardíaca.

Dentro del campo de la psicosis casi todos los episodios que no[s] ha sido dable observar durante la desmorfinización, han sido de un tipo marcadamente confusio-nal, con delirio onírico y singular predominio de las alucinaciones visuales de carác-ter terrorífico.

Se curan siempre, y su verdadera trascendencia está en la actitud de las familias, creyendo que el enfermo se volvió loco por querer quitarle la morfina. Esta incom-

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prensión da lugar a accidentes desagradables, pero en el fondo fáciles de afrontar, teniéndose como se tiene la seguridad del pronóstico favorable.

Esto es cuanto arroja el balance de nuestra práctica en la desmorfinización, en que tan difícil resulta orientarse, leyendo a algunos autores sugestionados por sus métodos, sugestión que les lleva a negar el pan y el agua a los demás.