Trilling, Wolfgang - El Evangelio Segun San Mateo 01

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san Mateo i herder

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EL NUEVO TESTAMENTO Y SU MENSAJE

Comentario para la lectura espiritual

Serie dirigida por WOLFGANG TRILLING

en colaboración con

KARL HERMANN SCHELKLE x HEINZ SCHURMANN

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EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO

WOLFGANG TRILLING

EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO

TOMO PRIMERO

BARCELONA

EDITORIAL HERDER

1980

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Versión castellana de J. M.* QUEROL, de la obra de WOLFGANG TRILLING, Das Evangelium nack Matthaus 1/1

dentro de la serie «Oeistliche Schriftlesung» Patmos-Verlag, Dusseldorf *1962

Tercera edición 1980

IMPRÍMASE: Gerona, 24 de septiembre de 1975

JOSÉ M.* CARDELÚS, vicario general

© Patmos-Verlag Dusseldorf ¡962

© Editorial Herder S.A., Provenía 388, Barcelona (España) 1970

ISBN 84-254-0608-0

Es PROPIEDAD DEPÓSITO LEGAL: B. 563-1980 PRINTED IN SPAIN

GRAFESA - Ñapóles, 249 - Barcelona

INTRODUCCIÓN

La palabra «Evangelio», que nos resulta tan fami­liar, etimológicamente significa buena noticia, buena nue­va. En primer lugar es el mensaje de Dios, transmitido por Jesucristo. Pero eso también se podría decir de los hombres de Dios de la antigua alianza, especialmente de los profetas. Se trata, sin embargo, de algo más: Dios habla de manera única, porque por medio de Jesús dice su última palabra, a la que ya no ha de añadir ninguna más. Este mensaje sobre todo es incomparable, porque Jesús es el Hijo de Dios. Jesús es la palabra viviente del Padre, hecha carne, y que éste no solamente pronuncia con los labios, sino con toda su existencia, con su vida y su actuación. Por tanto el Evangelio es simultáneamente buena nueva de Dios y de Jesucristo.

La antigua alianza, la historia del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, se mueve en sucesivas oleadas hacia la salvación de Dios. Como el flujo y el reflujo, esta historia es movida misteriosamente por el Dios invisible y que, sin embargo, actúa con tanto poder. Pero esta his­toria no es una mera repetición constante de lo mismo, con el ritmo monótono de apostasía y conversión, ira y gracia, sino que con fuerza interior, como con dolores de parto, exige la plena revelación, la salvación perfecta,

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la unión de Dios y el pueblo: «Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,28). Todos los anhelos se acumulan (tanto más cuanto más cerca está su venida) en el único Salvador prometido, en el ungido por antono­masia, en el Mesías. El debe llevar a cabo la última obra, unir a su pueblo con Dios, en beneficio de Israel y de todas las naciones. San Mateo muestra mejor que los otros Evangelios que la historia del pueblo desemboca en la obra de Jesús, y que este Jesús de Nazaret es, de hecho, el esperado.

El acontecer de Dios, en sus distintas secciones, se había depositado en los libros del Antiguo Testamento. Éstos muestran imágenes reflejadas y descubren su sig­nificado divino. Las Sagradas Escrituras patentizan casi en cada página la pujanza interna del acontecer, que se dirige hacia un fin radical. En estos escritos, sobre todo, la figura del Mesías toma perfiles cada vez más claros. La fe en que Jesús era el Mesías hace verlo todo de for­ma nueva y transparente. Se mira y considera a Jesús con los ojos del Antiguo Testamento. Entramos en un mundo inmensamente rico. No es una árida enumeración de hechos acontecidos, no es la descripción de la vida de un grande hombre, sino todo el acontecer de que Dios ha sido causa desde el principio del mundo, y al que Dios ha dicho «sí» y «amén» en Cristo (cf. 2Cor 1,19s). Así hay que ver los muchos pasajes en que el evangelista señala el cumplimiento de una palabra particular del An­tiguo Testamento, o en general se refiere a una palabra o acontecimiento del Antiguo Testamento.

Se traza una rica imagen del mesías Jesús. Jesús es el profeta, como los antiguos profetas, es el último de los profetas. Su mensaje es un llamamiento de Dios, una lla­mada a la conversión y una promesa de la misericordia de Dios (4,17). Jesús también experimenta el destino de

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los antiguos profetas: es mal interpretado, perseguido, combatido e incluso matado.

Jesús es el maestro del pueblo. No solamente pronun­cia palabras decisivas, adaptadas a una hora y a una si­tuación determinadas, sino que enseña el verdadero ca­mino de la justicia (5,20). Se sienta como los maestros de la ley para hacer una exposición instructiva (5,1), utiliza la manera de hablar de un maestro de la sabiduría, reúne alrededor de sí un grupo de discípulos. Forman armazón del Evangelio de san Mateo los grandes discursos del Señor, a los que se puede designar como piezas maestras. En estos discursos se recopilan los temas de la doctrina de Dios con una sucesión ordenada y con una estructura fácil de comprender.

Jesús es el siervo de Dios, en quien Dios ha puesto su Espíritu, para que proclame el derecho de Dios y lo con­duzca a la victoria. Cumple dócilmente la voluntad del Padre celestial y obra el bien con sosiego y humildad: cura a los que tienen el corazón quebrantado, y a los en­fermos y desgraciados en el cuerpo. Jesús no quiebra la caña cascada ni apaga la mecha humeante (cf. 12,18-21). Es manso y humilde de corazón (11,29); lleno de manse­dumbre entra en la ciudad santa montado en un asna (21,5). Mediante la humillación sigue su camino hacia el ensalzamiento.

Jesús es el Hijo de Dios en un sentido único. Antes ya se llamó así ocasionalmente al rey o incluso a todo el pueblo. Pero nunca pudo decirse: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (11,27). Dios ha levantado a la más alta dignidad a Jesús, que sufrió la más grave ignominia: Dios le ha dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (28,18).

En la obra de Jesús no solamente se manifiesta de

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forma definitiva el tiempo pasado, también llega a su ob­jetivo la historia de Israel. En la obra de Jesús también se contiene una novedad: el verdadero pueblo de Dios está formado por todos los pueblos. El alumbramiento de un tiempo nuevo es un nacimiento para todo el mundo. La salvación de todos los pueblos y tiempos está resuelta en Jesucristo. El portador de la salvación es el pueblo del Mesías, la Iglesia. Este pueblo, que tiene su origen en una insignificante semilla, el grupo de los discípulos, ahora sostiene el destino del mundo: la buena nueva, las fuen­tes de la gracia y el poder del Señor ensalzado. «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizadlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y en­señadles a observar todo cuanto yo os he mandado» (28,19s).

Por tanto esta «historia de Jesús» da al mismo tiempo la llave de la antigua y de la nueva alianza. Esta historia muestra la fuerte unidad que forman Cristo y la Iglesia, el verdadero pueblo de Dios y la Iglesia. No se puede leer el Evangelio como un libro de narraciones referentes a algunos acontecimientos del tiempo pasado. La palabra no es menester que la «traduzcamos» del tiempo preté­rito al tiempo presente, ni es preciso que hagamos una aplicación artificiosa a nuestra propia vida. La palabra se dirige a nosotros, porque es la palabra de la Iglesia, que hoy día también está dotada de vida; en el fondo, porque el mismo Jesucristo pronuncia esta palabra por medio de la Iglesia.

Esta palabra no quiere contar, sino dar voces. «La palabra de Dios es viva y operante, y más tajante que una espada de dos filos: penetra hasta la división de alma y espíritu, de articulaciones y tuétanos, y discierne las intenciones y pensamientos del corazón» (Heb 4,12). La palabra de Jesús quiere infiltrarse en lo más profundo de

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nuestro corazón y de nuestra alma como rocío restaura­dor, quiere hacer fecundas y activas nuestras mejores fuer­zas, y sobre todo quiere nacer de nosotros en la acción. Por tanto la palabra del Evangelio es palabra de vida en un doble sentido: engendra vida en nosotros, porque es la palabra de Dios, santa y santificadora y nace de nuevo para la vida mediante nuestra actividad en pos de esta palabra, para gloria del Padre celestial y testimonio en favor de los hombres *.

1. Aquí no pueden tratarse las cuestiones científicas referentes a la interpretación del Evangelio de san Mateo. Hay muchas obras que pueden ayudar a los lectores interesados en ün estudio ulterior, por ejemplo e! co­mentario de J. SCHMID, El Evangelio según san Mateo, Herder, Barce­lona 1967; cf. también como intentos de una teología del evangeho de san Mateo G. BORNKAMM - G. BARTH - H. J. HELD, Ueberlieferung und

Auslegung in Matthüus.Evangelium, Neukirchen 1960, y W. TRILLING, Das ivahre Israel, Leipzig a1962.

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SUMARIO

PARTE PRIMERA: LOS ANTECEDENTES DEL MESÍAS (capítulos 1-2)

I. Árbol genealógico de Jesucristo (1,1-17). II. Nacimiento e infancia de Jesús (1,18-2,23). 1. Nacimiento de Jesús (1,18-25). 2. Unos sabios de Oriente adoran al niño (2,1-12). 3. Huida a Egipto (2,13-15). 4. Matanza de los niños de Belén (2,16-18). 5. Traslado a Nazaret (2,19-23).

PARTE SEGUNDA: ACTIVIDAD DEL MESÍAS EN GALILEA (capítulos 3-18)

I. La salida (3,1-4,22). 1. Juan el Bautista (3,1-12).

a) Presentación del Bautista (3,1-6). b) Exhortación a convertirse (3,7-10). c) Anuncio del Mesías (3,11-12).

2. Bautismo de Jesús (3,13-17). 3. Tentación en el desierto (4,1-11). 4. Los comienzos (4,12-17). 5. Los primeros discípulos (4,18-22). 6. Actividad del Salvador en Galilea (4,23-25). II. Doctrina de Jesús (5,1-7,29). Introducción (5,1-2). 1. Vocación de los discípulos (5,3-16).

a) Las bienaventuranzas (5,3-12). b) Sal de la tierra y luz del mundo (5,13-16).

2. La verdadera justicia en el cumplimiento de la ley (5,17-48). a) Aclaración de principios (5,17-20). b) La ira y la reconciliación (5,21-26).

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c) El adulterio (5,27-30). d) El divorcio (5,31-32). e) El juramento (5,33-37). j) El desquite (5,38-42). g) El amor a los enemigos (5,43-48).

3. La verdadera justicia en las buenas obras (6,1-18). a) La limosna (6,2-4). b) La oración (6,5-15).

El padrenuestro (6,9-13). c) El ayuno (6,16-18).

4. La verdadera justicia en el servicio de Dios sin reservas (6, 19-7,12). a) El verdadero tesoro (6,19-21). b) El ojo, lámpara del cuerpo (6,22-23). c) Verdadero servicio de Dios (6,24). d) Confianza en Dios (6,25-34). e) No juzguéis (7,1-5). /) Las cosas santas (7,6). g) Poder de la oración (7,7-11). h) Regla áurea (7,12).

5. Los discípulos ante el juicio (7,13-27). a) Vida o perdición (7,13-14). b) Los falsos profetas (7,15-20). c) La confesión de fe y las obras (7,21-23). d) Las dos casas (7,24-27).

Conclusión (7,28-29). III. Milagros de Jesús (8,1-9,34). 1. Primer ciclo de milagros (8,1-17).

a) Curación de un leproso (8,1-4). b) El centurión pagano (8,5-13). c) Otras curaciones (8,14-17).

2. Segundo ciclo de milagros (8,18-9,13). a) El seguimiento (8,18-22). b) La tempestad en el lago (8,23-27). c) Expulsión de demonios (8,28-34). d) Curación de un paralítico (9,1-8). e) Jesús y los publícanos (9,9-13).

3. Tercer ciclo de milagros (9,14-34). a) El ayuno y el tiempo mesiánico (9,14-17). b) Resurrección de la niña difunta y curación de la he-

morroisa (9,18-26).

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c) Curación de dos ciegos (9,27-31). d) Curación de un mudo (9,32-34).

IV. Instrucción a los discípulos (9,35-11,1). Introducción (9,35-38). 1. Vocación y misión de los apóstoles (10,1-16).

a) Los doce apóstoles (10,1-4). r>) Misión de los apóstoles (10,5-16)

2. Anuncio de persecuciones (10,17-25). 3. Exhortación a confesar la fe (10,26-33). 4. Decisión en favor de Jesús (10,34-39) 5. Misión y recompensa (10,40-42). Conclusión (11,1). V. Entre la fe y la incredulidad (11,2-12.45). 1. Jesús y el Bautista (11,2-19).

a) Pregunta del Bautista (11,2-6). b) Testimonio de Jesús sobre el Bautista (11,7-15). c) Acusación contra «esta generación» (11,16-19).

2. Juicio y salvación (11,20-30). a) Amenaza a las ciudades de Galilea (11,20-24). b) Se revela la salvación (11,25-27). c) El yugo llevadero (11,28-30).

3. Observancia del sábado (12,1-21). a) Los discípulos arrancan espigas (12,1-8). b) La curación de una mano seca (12,9-14). c) El siervo de Dios (12,15-21).

4. Dios o Satán (12,22-45). a) Reino de Dios o reino de Satán (12,22-37). h) Petición de una señal (12,38-42). c) Peligro de recaída (12,43-45). d) Los verdaderos parientes de Jesús (12,46-50).

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TEXTO Y COMENTARIO

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Parte primera

LOS ANTECEDENTES DEL MESÍAS Capítulos 1-2

San Mateo empieza su Evangelio con unos antecedentes, como también hace san Lucas, sin embargo, los dos escritos son muy distintos entre sí, por el estilo y por los acontecimientos que refieren 2. En san Lucas, encontramos narraciones amplias y exten­sas, en cambio en san Mateo encontramos fragmentos redactados de forma más escueta y muy arrebañados desde un punto de vista teológico. Al principio está el árbol genealógico de Je­sucristo (1,1-17), la primera demostración de la mesianidad. Si­guen a continuación una serie de secciones más breves (1,18-2,23), entre las cuales se describe más detenidamente la adoración de unos sabios de Oriente (2,1-12). Todas las partes reunidas forman un conjunto narrativo continuado hasta el establecimiento en Nazaret. Sorprende que el estilo sea tan sobrio, casi como si fuera una crónica. Es característico de todas las partes que se indique el cumplimiento de los vaticinios del Antiguo Testamento. Estas citas del cumplimiento son, en cierto modo, el hilo rojo que se ha hecho pasar por la tela y que solamente tiene una finalidad. Los primeros acontecimientos de la vida del Mesías también están dispuestos maravillosamente por Dios y correspon­den a la expectación del Antiguo Testamento.

2. J. SCIIMID en los volúmenes del «Comentario de Ratisbona» sobre san Mateo y san Lucas (Herder, Barcelona 19(Í7 y 1968) trata a fondo de la relación mutua entre los dos relatos de los antecedentes del Mesías.

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1. ÁRBOL GENEALÓGICO DE JESUCRISTO (1,1-17).

San Mateo construye el portal de su obra con imponentes si­llares. Una genealogía, un árbol genealógico, conduce a través de los siglos hasta la plenitud del tiempo. Desde la vuelta del des­tierro de Babilonia tales genealogías eran muy apreciadas entre los judíos. En medio de la mezcla de pueblos de estos siglos el judaismo se mantuvo firme con tenacidad. Para tomar posesión de cargos públicos y de dignidades superiores, el aspirante tenía que demostrar que su árbol genealógico era intachable. Lo mis­mo se exigía a los sacerdotes. Es natural que fuera un honor singular pertenecer a una de las antiguas y apreciadas estirpes o estar enlazado con la ramificada familia real, que tiene su ori­gen en David. Porque en esta familia se había de cumplir la promesa, de esta familia se esperaba el vastago real, que no solamente estaba ungido, como lo estaban antes los reyes, sino que se llamaba el Ungido por antonomasia, el Mesías.

1 Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham.

2 A braham engendró a Isaac, Isaac engendró a Ja­cob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. 3 Judá engendró, de Turnar, a Farés y a Zara. Farés engendró a Esrom, Esrom engendró a Aram, 4 Aram engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Naasón, Naasón en­gendró a Salmón, 5 Salmón engendró, de Rahab, a Booz, Booz engendró, de Rut, a Jobed, Jobed engendró a Jesé, 6 y Jesé engendró al rey David.

David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Sa­lomón, 7 Salomón engendró a Roboam, Roboam engen­dró a Abías, Abías engendró a A sai, H Asaf engendró a Josafat, Josajat engendró a Joram, Joram engendró a Ozías, 9 Ozías engendró a Joatam, Joatam engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, 10 Ezequías engendró a Mana­ses, Manases engendró a Amos, Amos engendró a Josías,

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11 Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos cuando la deportación de Babilonia.

12 Y después de la deportación de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, n Zo-robabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliaquim, Eliaquim engendró a Azor, w Azor engendró a Sadoc, Sadoc engendró a Aquim, Aquim engendró a Eliud, 15 Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Matan, Matan engendró a Jacob, 16 Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.

17 Por consiguiente, todas estas generaciones suman: de Abraham hasta David, catorce; de David hasta la de­portación de Babilonia, catorce, y de la deportación de Babilonia hasta Cristo, catorce.

Mediante un milagro único en su género tuvo lugar la concepción y el nacimiento de Jesús, como se lee en la próxima sección. ¿Hizo este milagro que Jesús careciera por completo de los vínculos naturales de la familia y del pueblo, y en cierto modo fuera solamente un enviado por Dios a nuestra historia y a nuestro mundo, como un co­meta, que corta el espacio aéreo de la tierra? De ninguna manera. Por medio de José, que ante la ley es su padre, Jesús entra en la sucesión de las generaciones. De este modo la Sagrada Escritura atestigua en primer lugar que Jesús es un verdadero hombre; no uno de aquellos seres celestiales (de los que hablan los mitos), que descienden de las esferas del ciclo, se hacen visibles aquí en la tierra, para regresar al mundo inmaterial y celeste. Jesús es real­mente «nacido de mujer» (Gal 4,4)...

Pero hay todavía algo más: la familia en que Jesús aparece en un lugar determinado, es una regia familia, la familia de David, en la que ha de cumplirse la promesa mesiánica. Y así la primera aposición de Jesucristo es:

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hijo de David. Es una expresión atrevida. Jesús es en sen­tido pleno y con validez jurídica descendiente de David, miembro de la familia real y heredero del trono de David (cf. 2Sam 7,1-16; Le 1,32).

¿Habría podido Jesús ser también Mesías sin este pa­rentesco? No podemos dar la respuesta, ya que Dios dispuso los acontecimientos de tal forma que su Hijo eterno fuese «nacido del linaje de David según la carne» (Rom 1,3). Una cosa es segura: si no se hubiese podido demostrar el origen davídico, se habría dificultado mucho a los judíos la fe en que este Jesús era el Mesías.

La segunda aposición todavía llega más lejos: hijo de Abraham. No solamente concluye en Jesús la línea real, no solamente se cumplen en él las promesas del trono y del reino permanente. Se hace remontar la sucesión de antepasados nada menos que hasta Abraham, que es el fundador de todo un pueblo, no solamente de una estirpe. A Abraham es a quien se hizo sobre todo la promesa todavía más antigua y amplia: «Bendeciré a los que te bendigan, y maldeciré a los que te maldigan, y serán ben­ditas en ti todas las naciones de la tierra» (Gen 12,3). El pueblo formado por sus descendientes debe ser fuente de bendiciones para todo el género humano. Este pueblo transmite la bendición a través de los siglos como un don valioso, hasta que la bendición se pose en el único vas­tago del linaje que trae la bendición para todo el mundo: «Las promesas fueron hechas a Abraham y a su des­cendencia». La Escritura no dice «y a sus descendencias», como si fueran muchas; sino como si fuere una sola: «Y a tu descendencia, es decir, a Cristo» (Gal 3,16). La expre­sión «hijo de David» nos resulta familiar y estamos ha­bituados a oírla. ¿Podemos decir lo mismo de la expresión «hijo de Abraham»? La historia del género humano, que Dios empezó de nuevo con Abraham, avanza hacia su

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fin. El arco de la historia se extiende desde el patriarca de Israel hasta el fundador de un nuevo Israel...

No es perfecto el árbol genealógico del evangelista desde Abraham hasta José. Faltan muchos miembros in­termedios. Sólo en parte conocemos las fuentes de que se forma el árbol genealógico. Las dos primeras secciones hasta la cautividad de Babilonia, podrían estar tomadas de los textos bíblicos3. Desconocemos por completo las fuentes de los nombres de la tercera sección. Tampoco es posible examinar la exactitud del árbol genealógico. Final­mente es raro que el árbol no termine en María, que era la madre corporal de Jesús, sino en José, que sólo era su marido según la ley. Todo esto nos ayuda a entender este texto como conviene. Si Jesús era el hijo de José según la ley, se le podía clasificar con pleno sentido en la des­cendencia de los antepasados de José y, por tanto, en la sucesión davídica.

San Mateo no da tanta importancia a la exactitud cien­tífica como a la disposición y a la lógica internas. Esta disposición está claramente indicada en el versículo final, que es el 17: siempre son catorce generaciones las que llenan los tres lapsos de tiempo transcurridos entre Abra­ham, David, el cautiverio de Babilonia y Cristo. Catorce es el doble de siete, número sagrado 4.

En los mismos números se revela a la inteligencia cre­yente algo de la ordenación del plan de Dios en la historia. El nacimiento de Jesús es una parte de los planes divinos, y a través de siglos y generaciones Dios ha dirigido los acontecimientos hacia este nacimiento, que ha tenido lugar exactamente en el tiempo predeterminado. Para san Mateo

3. Versículos 2-6: lCró 2,1-15; cf. Rut 4,18-22; versículos 7-12: lCró 3,5-16.

4. En realidad en el último período solamente hay trece miembros. Esto precisamente demuestra que el texto es estructurado, así como la fuerza probatoria de la lista, que descansa sobre esta estructura.

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y para los que leemos su Evangelio este descubrimiento es una indicación de la sabiduría con que Dios conduce la historia.

Este último pensamiento también se expresa con otra peculiaridad del árbol genealógico, a saber en la mención de cuatro mujeres. Siendo así que sólo se tiene en cuenta la línea masculina, sorprende que se mencionen mujeres, y aún sorprende más. si tenemos en cuenta que las mu­jeres no son ¡lustres y célebres esposas de los patriarcas, como Sara y Rebeca, Lía y Raquel, sino cuatro que per­manecen en la sombra. Una de ellas es Turnar (v. 3). a quien Judá rehusa el derecho a la descendencia, pero ella con insolente astucia consigue su derecho (cf. Gen 38,1-30). Otra es Rahab (v. 5), que engendra a Booz; es una pros­tituta cananea, que prestó gran ayuda al pueblo elegido (Jos 2; 6,15ss). Luego se nombra a Rut (v. 5), que no tiene ninguna mancha moral, pero que era gentil, una moabita, y que fue bisabuela del rey David (cf. Rut 4,12ss). No se designa a la cuarta mujer con su nombre, sino como mujer de Urías. También ella, una extranjera, llamada Betsabé. esposa de un heteo, está relacionada de modo inusitado con el pueblo de la promesa:. David cometió adulterio con ella, del cual procedió su hijo y sucesor Salomón (2Sam lis).

Lo desacostumbrado y extraordinario es común a todas estas mujeres. A pesar de su sangre extranjera o de su indignidad se ha llevado a término el plan de Dios. Nada podía hacer que se rompiera la línea de la bendición, todos los caminos laterales y todos los rodeos fueron aprovechados y dirigidos hacia el único objetivo, hasta que del pueblo «viniera la descendencia a la que se hizo la promesa» (Gal 3,19). El nombre y el destino de estas mujeres muestra una sola cosa: el camino de Dios con frecuencia es el rodeo, pero no por ello decae su fidelidad.

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Su voluntad firme e inflexible de salvar siempre se abre paso. También eso debe considerarse cuando se oigan contar las inusitadas circunstancias del nacimiento de Jesús. Ninguna sombra recae sobre María, pero el camino de Dios está lleno de misterios, y en el tiempo pasado y en el presente siempre es muy distinto de los caminos de los hombres.

En los últimos versículos se habla por dos veces del Mesías. De María nació Jesús, «llamado Cristo» y «de la deportación de Babilonia hasta Cristo, catorce» gene­raciones. La finalidad propia de la genealogía es demos­trar la verdadera mesianidad de Jesús. En el primer frag­mento del Evangelio se expresa lo que enseña todo el libro: Jesús es verdaderamente el Mesías prometido. Por otra parte se hace llegar el árbol genealógico hasta Abra-ham. ¿No se indica ya de este modo que el Mesías no debe ser considerado sólo como vastago real e hijo de David, y menos como figura política? Jesús reúne en sí todas las promesas, no sólo las que se refieren a una dinastía es­cogida, sino también las que van dirigidas a todo un pue­blo consagrado a Dios. Desde un principio el concepto del Mesías es mayor que el concepto que se diluyó en la sucesión real. Aquí se trata de la vocación de Israel, del encargo que se le ha confiado, de la bendición o maldi­ción para todo el mundo. Para quien sabe que este Jesús es el Mesías, la historia de todo el mundo hasta la llegada de Jesús se deshoja y queda al descubierto como un plan inteligente y prometedor de Dios3.

5. Sólo san Lucas tiene un árbol genealógico semejante (3,23-38), pero con una sucesión invertida. La novedad de san Lucas es que sobre­pasa el límite de Abraham y llega hasta Adán y, por tanto, ve a Jesús como fundador no sólo del nuevo pueblo, sino también de una nueva hu­manidad.

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III. NACIMIENTO E INFANCIA DE JESÚS (1,18-2,23).

1. E L NACIMIENTO DH JESÚS (1.18-25).

18 El nacimiento de Jesucristo jue así. Su madre María estaba desposada con José y, antes de vivir ¡untos, resultó que ella había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. 19 Pero José, su esposo, como era justo y no quería denunciarla, determinó repudiarla en secreto.

Este fragmento informa sobre el nacimiento del niño Mesías. Es notable en muchos respectos la manera como tiene lugar el nacimiento. Sorprende la sobriedad y la con­cisión de este relato, si se compara con la narración del nacimiento que conocemos familiarmente por san Lucas y que se lee en las misas de Navidad. Casi no se exponen las circunstancias más próximas, la preparación del acon­tecimiento y el mismo suceso. San Mateo dirige la mira­da a hechos muy distintos. Supone que nos son conocidos los pormenores de la concepción milagrosa y del naci­miento, que ahora se recuerdan con breves palabras. ¿Qué quiere sobre todo enseñar el evangelista?

En primer lugar está la figura de José, que se presenta en primer plano, así como en los relatos de san Lucas se presenta a María. Todo se contempla desde la posi­ción que ocupa José, que al final del árbol genealógico fue mencionado como «esposo de María». Con esta men­ción se enlaza el relato del nacimiento. María estaba des­posada con José, por eso según el derecho judío era con­siderada como su esposa legítima. Sin embargo aún no habían vivido juntos. Esto significa que José aún no había introducido en su casa a su desposada ni había empe-

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zado la vida comunitaria del matrimonio. El relato ahora dice de forma muy concisa que en este tiempo resultó que María estaba encinta. José lo había notado clara­mente. Lo que él no sabe, nos lo dice en seguida el evan­gelista interpretando y explicando de antemano: lo que vive en ella, procede del Espíritu Santo. Nada se dice de la turbación, de la pesadumbre, de las cavilaciones, dudas y titubeos del esposo. No se nos cuenta lo que pasa en su alma y lo que hace madurar la decisión. Solamente nos enteramos del resultado: José resuelve separarse de su desposada con gran sosiego. La deshonra en que José ere que se encuentra María, no debe ofenderla ante todo el pueblo.

Se califica de justo a José, en cuya conducta se mani­fiestan la consideración y los sentimientos. Justo es el hombre que busca a Dios y que sujeta su vida a la volun­tad de Dios. Justo es el hombre que cumple la ley con todo su corazón y con intensa alegría, como el devoto autor del salmo 118. Pero también es justo el hombre prudente y bondadoso, en cuya vida se han mezclado y esclarecido de una forma singular la propia madurez hu­mana y la experiencia en la ley de Dios. Así es como el Antiguo Testamento ve al justo. El justo es la figura ideal del hombre en quien Dios se complace. La justicia es la más noble corona con que puede adornarse un hombre. Lo mismo puede decirse de José. Su vista todavía está retenida, y él no comprende el enigma desconcertante. Pero José tampoco lo escudriña ni procura examinarlo a fondo. Lo que hace, en todo caso es indulgente y juicioso. Así logra que se le tribute la alta distinción de elogiarle como justo.

20 Y mientras andaba cavilando en ello, un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de

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David, no temas llevarte a casa a María tu esposa, porque lo engendrado en ella es obra del Espíritu Santo.

Cuando José ya ha tomado la decisión de separarse de María, Dios interviene. Un ángel, santo mensajero de Dios, le descorre el velo del misterio. Le dirige la palabra con solemnidad: «José, hijo de David». Fuera de este caso, solamente a Jesús se concede este título honorífico (Mt 1,1; 9,27; 20,30s). En este tratamiento resuenan las esperanzas que inspira esta expresión desde el vaticinio de Natán al rey: «Yo seré su padre, y él será mi hijo, y si en algo obra mal, yo le corregiré con vara de hombres y con castigo de hijos de hombres. Mas no apartaré de él mi misericordia, como la aparté de Saúl, a quien arrojé de mi presencia. Antes tu casa será estable, y verás per­manecer eternamente tu reino, y tu trono será firme para siempre» (2Sam 7,14-16). Con este tratamiento el sencillo José es intercalado en el gran contexto de la historia di­vina. Es descendiente del linaje de David, uno de sus «hijos». Lo que José oye decir al ángel, debe oírlo como hijo de David, entonces comprenderá. Al final de este re­lato leemos que en realidad sucede así: después del men­saje nocturno, José, con sencillez y docilidad, procede como le había encargado el ángel (1,24).

José está en primer término, pero ahora también se ilumina con mayor intensidad la madre del Mesías. José no debe temer llevarse a casa a María, acogerla en su casa como su mujer, porque en ella ha tenido lugar un milagro de Dios: el fruto de su vientre no procede de un encuentro terrenal. Con profundo respeto y con delicadeza se indica el misterio. Son cosas divinas, que no pueden ser profanadas por la indiscreta curiosidad del hombre ni por el lenguaje que todo lo abarca. Sólo se nombra un hecho que puede servir de explicación: la actuación

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del Espíritu Santo. A él se atribuye como última causa el milagro que ha tenido lugar en el seno de María. Es el espíritu que expresa el poder y la grandeza de la actua­ción divina; es el espíritu que llena a los profetas y a los héroes; pero también es el espíritu que obra en silencio y que actúa ocultamente y sin ruido. Aquí se evitan cui­dadosamente todos los pormenores. Ante la mirada de José y la nuestra sólo debe estar esta figura: la virgen, un vaso de elección, expuesto al soplo del Espíritu de Dios...

21 Dará a luz un hijo, a quien le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.

Ahora el mensajero habla más claramente. María dará a luz un hijo, y José le debe poner el nombre de Jesús. Era un privilegio de la dignidad paterna otorgar el nom­bre al hijo. Esto en cierto modo es un acto creador, por­que para los antiguos el nombre designa la manera de ser y la vocación. Sin embargo en el caso de José se limita el derecho: No solamente no tiene ninguna parte en la procreación del hijo, sino que tampoco tiene derecho a determinar el nombre. Éste le es dado de arriba, se anun­cia de antemano: un nombre, que ya fue usado con fre­cuencia en la historia del pueblo, pero que nunca procla­mó la razón de ser con tanta precisión como aquí.

¿Qué significa el nombre de Jesús? Traducido del he­breo, significa: Dios es la salvación, Dios ayuda y libera, Dios es salvador. Así se llamó Josué, quien como sucesor de Moisés condujo al pueblo por el Jordán a la vida se­dentaria y a la paz del país. Este nombre lo tuvo un sumo sacerdote, que después del regreso de la cautividad de Babilonia participó como dirigente en la restauración del culto y en el servicio del templo (Esd 2-5). Así también

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se llamaba un maestro de la sabiduría, que pudo alabar el camino de la justicia y de la vida con sentencias bien redactadas, Jesús, el hijo de Eleazar y nieto de Sirac, autor del libro de Jesús Sirac o Eclesiástico (Eclo 50,29). Todos ellos fueron, de diferentes maneras, medianeros de la sal­vación de Dios. Pero Jesús traerá esta bendición con ma­yor amplitud que ninguno de los que le precedieron. Así lo indica la interpretación de su nombre, que añade san Mateo: «él salvará a su pueblo de sus pecados». No se trata simplemente de la salvación de un país fértil, de una oblación de sacrificios agradable a Dios o de un cono­cimiento adecuado, sino la liberación de una esclavitud más grave de la que representan el desierto, el culto idolátrico y una doctrina errónea: la esclavitud del pecado. Con la palabra «pecado» se dice todo aquello, de lo que debe ser liberado el hombre y la humanidad. Esta palabra designa la oposición más viva a Dios y a su salvación.

La expresión un poco ambigua: su pueblo, indica a quién liberará Jesús de esta servidumbre. El judío sola­mente conoce a un pueblo, que tiene legítimamente este nombre en el sentido más profundo, es decir, Israel, el pueblo de la elección. El judío diría: «nuestro pueblo» o en labios del ángel: «vuestro pueblo», el pueblo mediante el cual el israelita es lo que es. O se podría esperar que se dijera: el pueblo de Dios. Pero aquí se lee «su pueblo». Desde el primer momento a este niño se le promete un pueblo propio, y queda por completo en suspenso si este pueblo se identifica con el Israel contemporáneo. También podría ser un nuevo pueblo para el cual ya no tengan vigencia las fronteras de aquel tiempo y que crezca más allá de las fronteras de Israel, un nuevo pueblo de Dios, perteneciente a Jesús de una forma especial, y cuyo nom­bre ostente...

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22 Todo esto sucedió en cumplimiento de lo que había dicho el Señor por el projeta: 23 He aquí que la virgen concebirá en su seno y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emmanuel, que signijica «Dios con nosotros».

Lo que el ángel ha anunciado hasta ahora es signifi­cativo y asombroso. En parte dice claramente lo que su­cederá, en parte indica grandes conexiones que conocen o adivinan los que están bien informados como José. Mateo concluye las palabras del ángel indicando el cumplimiento de una projecía. Finalmente ahora se hace patente que no se trata de un acontecimiento de un día; al contrario: como en una lente se concentran los rayos de luz. así también en la llegada de este niño es como si se reuniesen los hilos de una obra tejida por Dios. El hecho es signi­ficativo para el tiempo presente, en el que tiene lugar el milagro del Espíritu Santo; para el tiempo futuro, en que este niño debe llevar a cabo la liberación de su pueblo; y para el tiempo pasado, que aparece con una nueva luz. En una situación apurada el profeta Isaías había anun­ciado al rey Acaz una señal divina que le debía notificar la desgracia. Ahora estas palabras del profeta se convier­ten en mensaje de alegría: «He aquí que la virgen con­cebirá...» Las misteriosas circunstancias que habían per­turbado a José, no son tan sensacionalmente nuevas; el profeta ya las había indicado hablando de una «virgen», que dará a luz un hijo. El nacimiento virginal del Mesías, por obra del Espíritu, ya está indicado en el Antiguo Tes­tamento. El creyente conoce la actuación de Dios en los siglos y entiende las promesas a la luz de su cumplimiento.

Un segundo dato se da también en el profeta: un nom­bre que es tan profundo y rico como el nombre de Jesús: Dios con nosotros (Is 7,10-16). Estaba arraigado en la fe de Israel el conocimiento de que Yahveh siempre está con

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su pueblo. Ésta es la distinción y la gloria de Israel. Como sucedió en el tiempo pasado, así sucederá también en el tiempo futuro, que los profetas anuncian: «No temas; pues yo te redimí, y te llamé por tu nombre: tú eres mío. Cuando pasares por medio de las aguas, estaré yo contigo, y no te anegarán sus corrientes; cuando anduvie­res por medio del fuego, no te quemarás, ni la llama ten­drá ardor para ti» (Is 43,ls). Dios siempre estuvo con su pueblo en las guerras de los antepasados, en las asam­bleas reunidas en los sitios de culto en tiempo de los jueces, luego especialmente en la santa montaña de Sión y en el templo, en las unciones de sus reyes y en la misión confiada a sus profetas, en su fidelidad y en el otorga­miento de su salvación, también en la dispersión entre las naciones, en el cautiverio. Sin embargo, se mantenía viva la esperanza de que Dios estaría con su pueblo en el tiempo futuro. Era un hecho y al mismo tiempo una promesa, se podía experimentar felizmente la presencia de Dios, y con todo tenía que esperarse. Es evidente que debía ser un modo enteramente nuevo de la presencia, que ya se estaba acercando.

Ahora parece que esta nueva presencia está a punto de realizarse. El niño que ha de nacer tiene el nombre que implica esta esperanza: «Dios con nosotros». Esta proximidad de Dios no debe realizarse en una reunión es­pecial, en un lugar, en una casa, sino en una persona humana, a cuya manera de ser pertenece que Dios esté con nosotros. En él y por medio de él Dios está presente y cercano, más próximo y activo que hasta ahora...

24 José, cuando se despertó, hizo como le había orde­nado el ángel del Señor y se llevó su esposa a casa.25 Y has-la el momento en que ella dio a luz un hijo él no la había tocado, y él puso al niño el nombre de Jesús.

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José, con sencillez y naturalidad, hace lo que se le había encargado. Con profundo y medroso respeto no se acerca a María, que exteriormente pasa por ser su esposa. Ella da a luz al niño, y José le designa con el nombre de Jesús. De este modo, el niño es su hijo según la ley, que es incorporado a la línea de los padres, que va desde David hasta José. No solamente conocemos el nombre que debe tener el niño, y que se unió con el título de Mesías, formando el nombre doble: Jesucristo, esto es, Jesús el Mesías. Sabemos que el nombre se com­plementa con un segundo nombre que Jesús no usó: «Dios con nosotros». La última frase del Evangelio echa una mirada retrospectiva al principio del mismo: la proximidad de Dios en Cristo está plenamente garantizada, y nunca más quedará en lejanía, hasta el fin del tiempo: «Y mi­rad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (28,20). Dios está cerca de nosotros en Jesucristo, siempre está presente, nunca más estaremos solos ni perdidos, lanzados a una existencia sin sentido...

2. UNOS SABIOS DE ORIENTE ADORAN AL NIÑO (2,1-12).

1 Después de nacer Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos sabios llegaron de Oriente a Jeru-salén, 2 preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarlo.

El árbol genealógico y el relato del nacimiento de Je­sús quedaron en el ámbito de la nación y del pueblo judío. Ahora la vista se amplía al gran mundo de las naciones y de los reinos. En el árbol genealógico habíamos ido tentando el camino de la historia hasta David y Abra-

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ham. Sigue luego un pasaje (1.18-25) en que resuena la profecía de que un niño hijo de una virgen será el «Dios con nosotros». Todo esto se ha logrado con una creyente mirada retrospectiva, que se dirige al tiempo pasado desde el tiempo presente consumado. El acontecimiento de la adoración de unos subios de Oriente de nuevo parece que realiza grandes profecías, con la diferencia de que aquí sucede con una publicidad mucho mayor, algo que antes sólo podía conocer la mirada de la fe: la venida del ver­dadero Mesías.

Por primera vez, nos enteramos en san Mateo de que el nacimiento de Jesús tuvo lugar en Belén, en el país de Juila. Ambas circunstancias cumplen la profecía, según la cual solamente entra en consideración el país real de Judá y una ciudad que se encuentra en este país. Ambas indicaciones del versículo primero ya anticipan la cita del Antiguo Testamento, que se aduce por extenso en el v. 6. El profeta Miqueas sobre esta pequeña ciudad había he­cho el oráculo de que de eJía debe saiir el soberano del tiempo final, que ha de gobernar a todo el pueblo de Israel. El lugar del nacimiento ha sido designado por el profeta, así como el nombre del niño ha sido determinado por Dios.

Se dice en general: «En tiempos del rey Herodes», sin que podamos conocer una determinación más próxima del tiempo. Se alude a Herodes el Grande, que a pesar de apreciables méritos, como extranjero (idumeo) y de­pendiente de los favores de Roma, ejerció el mando arbi­traria y horriblemente, sin escrúpulos y con desenfreno. Es verdad que había arreglado suntuosamente el templo y que hizo mucho bien al pueblo, no obstante las agrupa­ciones piadosas de los judíos tienen la sensación de que es un dominador extranjero. Aunque su poder era pe­queño, usaba el título de «rey», que Roma le había

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concedido. Aquí se usa muchas veces este título, en con­traste con el rey que buscan los sabios. En el Evangelio sólo dos veces se habla de Jesús como el «rey de los judíos»: aquí en contraste con el tirano Herodes, y hacia el fin en el proceso usan este título el pagano Pilato (27,11), los soldados que hacen escarnio de Jesús (27,29) y la inscripción en la cruz (27,37). Jesús respondió afirma­tivamente a la pregunta de Pilatos (27,11), pero el título no era expresión de la verdadera dignidad de Jesús ni una profesión de fe. Aquí se ha de considerar que quien pretende ser rey de los judíos está sentado tembloroso en el trono, y el verdadero rey viene con la debilidad del niño.

Los sabios vienen de oriente. No se indica qué país era su patria, tampoco se dice el número de ellos. Las cir­cunstancias externas permanecen ocultas ante la sola pre­gunta que les mueve: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Son personas instruidas, probablemente sacer­dotes babilonios, familiarizados con el curso y las apari­ciones de las estrellas. La notable aparición de una es­trella les ha movido a partir. A esta estrella estos sabios la llaman «su estrella», la del rey de los judíos. Es la estrella del nuevo rey infante. Según persuasión del antiguo Oriente los movimientos de las estrellas y el destino de los hombres están interiormente relacionados. Pero hasta hoy día no se han aclarado todas las investigaciones y cálcu­los ingeniosos sobre esta estrella, si designa una conste­lación determinada, un cometa o una aparición entera­mente prodigiosa. Aquí dejamos aparte la cuestión y so­lamente vemos la estrella según el significado que tiene para aquellos sabios. También hubiera podido moverlos a emprender su expedición otra señal. Lo que es seguro es que la aparición de la estrella no podía explicarse de uña forma puramente natural, sino que era un suceso prodigioso (v 9). Una señal es dada por Dios, el Dios

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de las naciones y del mundo. Lo principal no son las circunstancias externas de la aparición, sino su finalidad interna.

Pero ¿qué significa la señal para la gente instruida? Para ésta el país de los judíos es ridiculamente pequeño, carece de importancia desde el punto de vista político, desde hace siglos ya no se hace sentir por su función independiente dentro del próximo Oriente. ¿Cómo se expli­ca que no les baste un mensaje, una averiguación por medio de emisarios? ¿Por qué les estimula el deseo de ir a ver y de adorar? La Sagrada Escritura no contesta a estas preguntas, sino que solamente informa sobre lo que ha sucedido. Pero el asombro que nos causan estas preguntas, nos conduce a descubrir el profundo sentido de este re­lato...

Dios no solamente había elegido a su pueblo sacán­dolo de la servidumbre de Egipto, sino que había elegido para sí una ciudad santa: Jerusalén, y había escogido, por así decir, como domicilio un monte santo: el monte de Sión. Para el comienzo de la salvación Israel no sola­mente espera la llegada del Mesías y el establecimiento del reino davídico. sino mucho más: la bendición de to­das las naciones por medio de Israel. La ciudad y el monte son la sede y el origen de la salvación, que ha de­parado Dios a las naciones. Allí resplandece la luz. allí se tiene que adorar. El monte Sión se convierte en el monte de todos los montes, en el más alto y más santo de todos. En los últimos días muchos pueblos se ponen en marcha desde los cuatro vientos y van en romería a Je­rusalén, para que Dios les enseñe sus caminos, y anden por las sendas de Dios (cf. Is 2,2s). Allá van reyes y prín­cipes de todo el mundo y llevan sus dones a la ciudad de Jerusalén iluminada por el fulgor de la luz: «Y a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al resplandor de

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tu claridad naciente. Tiende tu vista alrededor tuyo, y mira; todos ésos se han congregado para venir a ti; ven­drán de lejos tus hijos, y tus hijas acudirán a ti de todas partes. Entonces te verás en la abundancia; se asombrará tu corazón, y se ensanchará, cuando vengan hacia ti los tesoros del mar; cuando a ti afluyan las riquezas de los pueblos. Te verás inundada de una muchedumbre de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá; todos los sábeos vendrán a traerte oro e incienso, y publicarán las alabanzas del Señor» (Is 60,3-6; cf. Sal 71,l()s). La peregrinación de los pueblos al fin del tiempo. ¿Tiene el evangelista esta escena ante su mirada? ¿Ve cumplido el «fin de los días»?

Jesús no vino al mundo en la ciudad real de David, sino en la pequeña y mucho menos importante ciudad de Belén. ¿Cómo puede explicarse que todos los demás indicios de la expectación señalen a Belén? ¿Y cómo es posible que el Mesías no nazca en el palacio real de He-rodes, sino en cualquier parte, desconocido e ignorado? ¿Puede ser este niño el verdadero Mesías? Es difícil res­ponder a estas preguntas. La respuesta tenía preocupada a la primitiva Iglesia, especialmente entre los judíos. Hasta que un día el Espíritu Santo también le indicó el camino. Todo esto también lo atestigua la Escritura. El profeta Miqueas nombra y ensalza adrede este pueblo de Belén, que es poco importante y pequeño, pero que es grande a causa de que de él debe salir el dominador de Israel. San Mateo ha reproducido con alguna libertad el texto del profeta Miqueas. El texto original dice así: «Y tú, Belén, Ef'ratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá el que ha de ser dominador de Israel; su origen es desde tiempos remotos, desde días muy antiguos... Y él permanecerá firme, y apacentará la grey con la for­taleza del Señor, en el nombre altísimo del Señor Dios

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suyo, y ellos se establecerán, porque ahora será glorificado él hasta los últimos términos del mundo. Y él será paz» (Miq 5,1.3-4). Efratá era una estirpe numéricamente pe­queña de Israel, de la cual procedía David (ISam 17,12). Dios eligió una vez lo que era débil, y volverá a hacerlo en la consumación del tiempo.

3 Cuando lo oyó el rey Herodes, se sobresaltó, y toda Jerusalén con él. 4 Y convocando a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, les estuvo preguntando dónde había de nacer el Cristo. 5 Ellos le respondieron: En Belén de Judea; pues así está escrito por el profeta: 6 Y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la me­nor entre las grandes ciudades de Judá; porque de ti saldrá un ¡eje que gobernará a mi pueblo Israel. 7 Entonces Herodes llamó en secreto a los sabios y averiguó cuida­dosamente el tiempo transcurrido desde la aparición de la estrella. 8 Y encaminándolos hacia Belén, les dijo: Id e informaos puntualmente acerca de ese niño; y cuando lo encontréis, avisadme, para que también yo vaya a adorarlo.

Precisamente Herodes es interrogado acerca del lugar. La pregunta le estremece, porque ahora ha de temer a un nuevo competidor, y la pregunta estremece a la ciudad, porque tiembla por el miedo de nuevas medidas de terror. Puesto que Herodes no sabe el lugar (¿qué sabe de la Escritura el rey de sangre extranjera y amigo de los paganos?), tiene que convocar un consejo de personas constituidas en dignidad: sumos sacerdotes y escribas, para que oficialmente le den respuesta. El lugar, pues, no lo han inventado los cristianos creyentes ni lo han dispuesto posteriormente. Los judíos e incluso Herodes tienen que testificar que Belén es la ciudad del Mesías.

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Por la mediación de Dios la romería de los sabios no termina en Jerusalén, sino más allá de la ciudad, en la cercana Belén. ¡Singular providencia! Jerusalén no es la ciudad de la luz, en la que los pueblos pueden disponer del derecho y de la salvación. Jerusalén está en pecado, es la ciudad de los asesinos de los profetas (23,37-39), la ciudad de la desobediencia y de la sublevación, del des­precio de la voluntad de Dios. El Mesías no viene a Je­rusalén, a no ser para morir en. ella. Entonces también sale la luz de esta ciudad, pero de una forma muy distinta de la que se esperaba.

9 Después de oir al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño. 10 Al ver la estrella, sintieron inmensa alegría. n Y entran­do en la casa, vieron al niño con María, su madre y. postrados en tierra, lo adoraron; abrieron sus cojres y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. n Y advertidos en sueños que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

Con toda pobreza y estrechez ocurre en Belén algo de la gran promesa: los hombres doctos encuentran al niño y a María su madre, le presentan su homenaje y sus valiosos regalos, propios de reyes: oro, incienso y mi­rra. Su alegría sobrepasa toda medida: sintieron inmensa alegría, la alegría del hallazgo, del anhelo cumplido.

Es un comienzo, el principio de la adoración de todos los pueblos en la presencia del único Señor. La luz no sólo brilla para los judíos; el dominador no solamente «gobernará a mi pueblo Israel» (v. 6), los gentiles tam­bién participan de la luz; antes que los demás, antes que un solo judío haya logrado la fe. Mientras Herodes

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se queda inmovilizado con sombríos pensamientos homi­cidas, estos gentiles venidos de Oriente se arrodillan delante del niño. Se atestigua que en Jesús vino la sal­vación para todo el mundo. No podía ser atestiguado de una forma más solemne que mediante este grandioso acon­tecimiento. Empieza a llegar el fin de los tiempos. Se presentan las primeras grandes señales. Herodes no con­sigue su objetivo. Su intención hipócrita de ir a adorarlo es desbaratada: con un medio fácil Dios ordena que re­gresen por otro camino. Se requiere solamente una indi­cación, y el mal queda alejado...

3. HUIDA A EGIPTO (2.13-15).

13 Después de partir ellos, un ángel del Señor se apa­rece en sueños a José y le dice: Levántate, toma contigo a! niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes se pondrá a buscar al niño para matarlo. 14 José se levantó, y de noche, tomó consigo al niño y a su madre, y partió para Egipto;

Se continúa el tema iniciado con el relato de los sabios: planes de Herodes contra el niño. En primer lugar se informa que el niño es llevado a Egipto por una in­tervención de Dios. De nuevo José está en el primer plano. Por segunda vez recibe un mensaje de Dios, que le trans­mite un ángel. De una forma tan sucinta como antes (1,20) se le comunica un mandato: Levántate. Se le exige algo repentino, inaplazable. Debe ponerse en pie en plena no­che. La exhortación del ángel se efectúa privadamente y bajo la envoltura del sueño; sin embargo, las facultades superiores del alma toman plena conciencia de este man­dato, cuyo cumplimiento exige la decidida acción hu-

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mana. Al hablar del cumplimiento del mandato (2.14) se dice que san José se levanta y obra sin pérdida de tiem­po, cuando aún es de noche.

¡Cuan atento tiene que haber estado este hombre, cuan clarividente y abierto a la advertencia de Dios! Su alma está orientada hacia arriba no sólo durante el día. sino también durante la noche, de tal forma que Dios puede intervenir fácilmente y puede estar seguro del éxito. La recepción de la orden no hace que José se vaya desper­tando, sino que al instante está dispuseto a obrar. Así es siempre, cuando una persona llena su alma de Dios...

Tonto consigo al niño y a su madre. En los dos pri­meros capítulos del Evangelio solamente se habla así de María y del niño Jesús (2,11.13.14.20.21). En primer lugar es la única manera de hablar correcta y dogmáticamente exacta: primeramente se nombra al niño, que siempre ocupa el centro del relato, después se nombra a María, que le dio a luz. San Mateo nunca dice «los padres», o «la familia» o «María y su hijo»; se menciona separada­mente a las dos santas personas, como corresponde a la diferencia en su dignidad. Una expresión como la que leemos en san Lucas, que al parecer con descuido, habla de «sus padres» (Le 2.43). no se podría concebir en san Mateo. Su conciencia de la grandeza de Jesús se manifiesta en todas partes con delicada ponderación de las palabras. Tampoco a María se designa con su nombre, sino sola­mente como «su madre». Esta designación no significa ningún frío distanciamiento, sino que indica que María recibe del niño su dignidad. Ante la importancia de este hecho su nombre palidece. En los dos primeros capítulos sólo se menciona una vez (1.18). mientras que constante­mente se emplea el nombre de José. La gloria de María radica en su elección para la verdadera y real maternidad humana del Mesías.

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Y huye a Egipto. Ya una vez había habido una pere­grinación fugitiva a Egipto: cuando la falta de víveres movió a los hijos de Jacob a que fueran al fértil delta del Nilo (Gen 42s). En aquella ocasión el apremio de la necesidad: salvarse de la muerte por hambre. Desde tiem­pos antiguos era Egipto el país de refugio en tiempo apurado para todo el contorno. Especialmente las tribus del desierto, nómadas y seminómadas, con frecuencia fue­ron empujadas hacia los márgenes de aquel país agrícola, para obtener un sustento. El camino hacia el sur era fati­goso y no exento de peligro, pero con todo estaba cerca el fin del camino. Solamente se necesitaban unos pocos días de viaje para llegar a las fértiles márgenes del delta. Ahora José debe recorrer los mismos caminos para salvar la vida del niño que se le había confiado. Dios prepara la huida en el tiempo oportuno, sin que sea menester que se prevenga todo lo necesario. En las últimas tribulaciones que se describen en el Apocalipsis, Dios también ha erigi­do para la comunidad del tiempo final un refugio en el desierto, para sustraerse a la mayor y más fuerte embes­tida de Satán (Ap 12,6). Lo que Dios concedió a su Hijo, no lo rehusará a los hermanos de su Hijo...

Y quédate allí hasta que yo te avise. El ángel no indica la duración de la estancia. Deja a José en la ¡ncertidum-bre. José tiene que limitarse a hacer lo que le está en­cargado. Aquí una vez más se mostrará la docilidad de José en el cumplimiento de lo que Dios le inspira. No sólo debe cumplirse la voluntad de Dios que percibimos a modo de moción interna o en las diversas circunstancias del día, sino también la voluntad de Dios, cuando se nos exige en forma de mandato o prescripción. Hay que ser persona ya muy ejercitada en el trato con esta volun­tad, para estar dispuesto a cumplir una orden como la que aquí recibe José...

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El ángel también añade una explicación de la orden: Porque Herodes se pondrá a buscar al niño para matarlo. Resulta pavorosa en este pasaje la dura palabra, que pro­piamente significa «hacer perder», «aniquilar», «eliminar por la fuerza». Más tarde Jesús, hablando de los viñadores homicidas que asesinaron al hijo, dirá que el Señor de la viña los «aniquilará» (21,41).

El contraste no podría estar iluminado con más viveza: aquí los gentiles que vienen presurosos para rendir un homenaje de sentido creyente; allí el rey de los judíos que ha decretado la muerte del niño rey.

15 y se quedó allí hasta la muerte de Herodes. Con ello se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: De Egipto llamé a mi hijo.

Con la muerte de Herodes parece que se aclare algo la obscuridad. Porque José estuvo allí hasta la muerte de Herodes. Esta observación ya anticipa los sucesos siguien­tes. Un singular juego de ideas: el rey vivo decreta la muerte del niño, cuya vida parece asegurada después de la muerte del rey.

El evangelista redondea el pasaje con una cita del profeta Oseas, cuya profecía se ha cumplido. Esta es­tancia también la quería Dios. Con audacia y sagacidad el escritor sagrado ve el cumplimiento de las palabras del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. El profeta lo ha dicho de todo Israel, que cuando todavía era joven y un niño, fue elegido amorosamente por Dios, y fue llamado de Egipto para la peregrinación: «Cuando Israel era un niño, yo le amé y yo llamé de Egipto a mi hijo» (Os 11,1). Éste era el tiempo del primer amor, del amor nupcial, en el que Israel era muy devoto de su Dios y junto a él no conocía ídolo alguno. Dios, pues, a su Hijo verdadero lo

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hizo volver otra vez de Egipto al país de los padres. No solamente oímos el mismo sonido de las palabras, que se cumplen, no solamente vemos juntos los dos aconte­cimientos históricos, en estas palabras del profeta resuena además la esperanza que llenaba el alma de Oseas: Como esta primavera en el tiempo de la juventud de Israel, después de su conversión Dios le concederá una segunda primavera, una nueva vida en tiendas y chozas, sin sa­ciedad ni riqueza, con una entrega indivisa al Señor: «Pero con todo, yo la seduciré y la llevaré a la soledad, y le ha­blaré al corazón: Daréle nuevamente sus viñas, y el valle de Acor para que entre en esperanza, y allí cantará como en los días de su juventud, como en los días en que salió de la tierra de Egipto» (Os 2.14s; cf. 12,10). En este texto se pulsa una cuerda del corazón del verdadero Israel, que en todo tiempo debe buscar a Dios y a él solo servir... Apunta la nueva primavera.

4. MATANZA DE IOS NIÑOS DE BELÉN (2,16-18).

16 Cuando Herodes se vio burlado por los sabios, se enfureció y envió a que mataran a todos los niños que había en Belén y en toda su comarca menores de dos años, conforme al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los sabios.

Hasta ahora san Mateo solamente ha nombrado lo principal: la liberación del Mesías niño. Pero con su huida no se conjura la desgracia. Antes bien la ira del rey se descarga brutal y ferozmente. El rey se da cuenta de que los sabios le han engañado. Por tanto, persiste la preocu­pación, y para Herodes el único punto de apoyo es el tiempo de la aparición de la estrella, del que él se había

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enterado por los sabios (2.7). Tan grande era el espanto, y su manera de pensar era tan cínica que decreta una matanza terrible. Aunque no encuentre al niño, éste en ningún caso ha de quedar con vida. Manda matar a todos los niños varones que tengan menos de dos años de edad.

De nuevo podemos admirarnos del singular paralelismo con los sucesos que en Egipto ocurrieron en la juventud de Israel. Entonces fue un faraón quien por miedo del vigor y del poder vital de los israelitas dio la orden de ejecutar a los niños varones. Primeramente son las coma­dronas quienes deben matar a todos los nacidos de sexo masculino. Cuando las comadronas con firmeza y astucia eludan la orden, entonces el faraón exige a todo el pueblo: «Todo varón que naciere, echadle al río; toda hembra, reservadla (Éx 1,22)". Así como entonces la horrible ma­tanza no impidió que Dios conservara en Moisés al liber­tador, así también ahora preserva al niño Mesías del derramamiento de sangre en Belén. Con casta reserva, san Mateo soiamente dice ¡o necesario. No menciona ni ía dureza de corazón del rey, ni el horror de la matanza. También aquí penetra el pensamiento de Mateo los pla­nes del acontecer de Dios.

17 Entonces se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías cuando dijo: lx Una voz se oyó en Rama, alari­dos y grandes lamentos: Raquel está llorando a sus hijos, y no quiere que la consuelen, porque ya no existen.

Raquel llora a sus hijos... De nuevo son palabras proféticas las que dan la llave al evangelista (Jer 31,15). Cuando después de decenas de años san Mateo escribe este pasaje, por así decir oye los lamentos y llantos de

6. A propósito de los dos primeros capítulos de Mateo léase todo el primer capítulo del Éxodo.

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las madres estremecidas. A san Mateo no le supone ningún obstáculo que Jeremías hable de Rama, que se encuentra al norte de Jerusalén, y no de Belén, que está al sur; por­que las lamentaciones son las mismas. Allí el profeta oye cómo Raquel, antepasada de las tribus de Benjamín y de Efraím, llora por sus hijos, que están en el cauti­verio de Asiría. El país está desguarnecido, los pueblos están devastados. La desolación del país también está en su alma. Es un canto que descubre todo el dolor de Israel, su desgracia nacional y su desobediencia a Dios, la cual fue causa de la desgracia. De esta índole es tam­bién el dolor de la madre en Belén. El evangelista no sólo oye el lamento por la pérdida de los niños; en este lamento también resuena el dolor por la desobediencia de Israel, porque el crimen que se perpetra, lo perpetra en Israel un rey de Israel. Este homicidio es como una señal, un grito de alarma que descubre el rescoldo del infortunio.

5. TRASLADO A NAZARET (2,19-23).

19 Muerto ya Herodes, un ángel del Señor se aparece en sueños a José en Egipto 20y le dice: Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y vete a la tierra de Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño. 2I El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel.

Antes (2,15) ya se mencionó la muerte de Herodes, ahora se vuelve a hablar del acontecimiento y de su con­secuencia para la Sagrada Familia. El motivo del viaje de regreso es de orden externo: la muerte del rey receloso y cruel. Y con todo tal motivo externo puede dirigir los destinos del niño Mesías. ¿No parece que sea como una

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debilidad de Dios, que hace depender sus acciones de los antojos y sinos de los hombres? En la posterior historia de Jesús encontramos algo semejante: el motivo de su vida pública procede de fuera, del arresto de Juan el Bautista (Me 1,14). Una conspiración de Herodes Antipas contra él hace que Jesús se esconda (Le 13,31-33). En su acción ¿se deja Dios imponer la ley por los hombres y se deja quitar la dirección de los acontecimientos? Esta impresión está en la superficie de la historia. Pero en el fondo, por una necesidad inexorable, solamente ocurre lo que Dios quiere. Los escritores sagrados nos enseñan a penetrar incesantemente a través de la costra externa hasta esta profundidad. El camino, por el que a san Mateo le gusta especialmente conducirnos, es el esclarecimiento me­diante la revelación del Antiguo Testamento.

El ángel indica a José — casi con las mismas palabras que para la huida (2,13)— que vaya con el niño y su madre a la tierra de Israel. Esta expresión tiene un colorido religioso. El mensajero no nombra las demarcaciones po­líticas de los territorios del reino (Judea, Samaría, Galilea), ni tampoco una designación geográfica como Palestina, sino que emplea la expresión que en el Antiguo Testamento designa esta tierra como la tierra de Dios, el regalo de su misericordia. Es la tierra santa, otorgada benignamente a las doce tribus de Israel. Mateo usa aquí dos veces la expresión. Probablemente quiere indicar que Jesús entra en el país de sus antepasados, que de nuevo corresponde al Mesías. ¿No resuenan aquí también los motivos de la salida de Egipto y la toma de posesión de Palestina por el pueblo de Israel en esta nueva primavera «De Egipto llamé a mi hijo» (2,15); «vete a la tierra de Israel»...

Estas relaciones resuenan como tonos y sonidos con­comitantes, como lo muestra el motivo que añade el ángel: «Porque han muerto ya los que atentaban contra la vida

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del niño». Ésta es casi textualmente una frase de la historia del Éxodo, que fue dicha a Moisés. Éste tuvo que huir de Egipto por ser culpable del homicidio de un capataz egipcio, y tuvo que permanecer durante largos años en el extranjero, en la tierra de Madián. Allí Moisés recibió su misión (Éx 3.1-18). y en un tiempo determinado se le ordenó volver para llevar a cabo su obra: «Había dicho el Señor a Moisés en Madián: Anda y vuelve a Egipto; porque han muerto ya todos los que atentaban contra tu vida. Tomó. pues. Moisés, a su esposa y a sus hijos, y los hizo montar en un jumento, y volvióse a Egipto (Éx 4,19s). ¡Qué juego tan singular de disposiciones!: allí el faraón quiere quitar la vida al joven Moisés, aquí Herodes procura matar al niño Mesías; allí la huida de Egipto y el regreso de acuerdo con la orden de Dios; allí el libertador escogido está en camino con su mujer y sus hijos, aquí José, el hijo de David, como instrumento de la conducción de Dios, viaja a pie con «el niño y su madre». Con todo, este juego de la semejanza en los pormenores es solamente una música de acompañamiento del gran paralelismo que san Mateo tiene muy presente: la salida de Israel, la li­beración de la servidumbre, un nuevo pueblo de Dios. El evangelista ahora ya sabe que todo eso se verifica en el niño Jesús, pero lo indica con parquedad dirigiendo la mirada hacia la primitiva historia de Israel.

22 Pero, cuando oyó que Arquelao había sucedido a su padre Herodes en el trono de Judea, tuvo miedo de vol­ver allí, y advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, 23 y se fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret. Con ello se cumplió lo anunciado por los profetas: que sería llamado nazareno.

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En Palestina después de la muerte de Herodes (año 4 d.C.) el territorio del reino fue de nuevo repartido. Galilea en el norte la obtuvo su hijo Herodes Antipas. Judea y Samaría las obtuvo su hijo Herodes Arquelao. Éste era todavía más cruel que su padre y pronto fue destituido de su cargo por el emperador romano (año 6 d.C). Pero ahora él es quien gobierna; es evidente que su mala reputación se divulgaba con rapidez. José tuvo miedo de entrar en el territorio de su jurisdicción. ¿No procederá el hijo con tanta furia como sU padre? Entonces se dirige al norte, a la región de Galilea. Este cambio de plan tampoco tiene su origen solamente en la perspicaz vista política de José ni en su prudencia práctica: el mismo Dios le transmite la decisión. Vuelve, pues, a explicarse por factores externos, por la presión de las circunstancias políticas, uno de los hechos más singulares en la vida del Mesías: su procedencia de Nazaret.

Galilea por sí sola le hacía sospechoso, porque esta región era considerada por los judíos celosos de la ley como semipagana, liberal, rústica y primitiva. Aún le ha­cía mucho más sospechoso su procedencia de Nazaret: «¿Acaso de Nazaret puede salir cosa buena?», dice Nata-nael a Felipe (Jn 1,46). Jesús ha salido precisamente de este lugar, y no de una de las ciudades, más conocidas, que rodeaban el lago de Genesaret.

El nombre «Jesús de Nazaret» tiene que ser muy an­tiguo, quizás el más antiguo con que Jesús fue designado por sus contemporáneos. ¿Fueron los adversarios de Jesús, quienes le designaron así para presentarle como digno de desprecio? Es posible. Con todo basta el aparente con­trasentido: Jesús, o sea el Salvador y «Dios con nosotros» y Nazaret, o sea el lugar despreciado y de mala fama. No hay que percibir en la elección de este lugar algo del enajenamiento de Dios? Da la impresión de una preferencia

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por lo pequeño, lo débil, lo inadvertido y lo que no es honroso, aquí al principio y más tarde en la consumación...

Pero los adversarios no tienen ningún motivo para echar en cara a Dios esta «debilidad». Eso también lo indican los profetas. Cuando José establece su residencia en Na-zaret, se cumple también la voluntad de Dios, que está contenida en la Escritura, de una forma confusa y apa­rentemente rebuscada, pero que es recognoscible para el que tiene fe: Será llamado nazareno (el texto griego dice nazoraios). Esta frase no se encuentra en ninguna parte del Antiguo Testamento. El dato «por los profetas» tam­poco es exacto. ¿En qué ha pensado san Mateo? El pro­feta Isaías dice refiriéndose al Mesías del tiempo futuro: «Y saldrá un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz se ele­vará una flor, y reposará sobre él el espíritu del Señor...» (Is 11,ls). Del tronco de Jesé, del linaje principal de David, que se ha interrumpido (por castigo de Dios) y que se ha vuelto estéril, debe brotar un nuevo retoño. «Retoño» en hebreo se dice nezer, que suena de una forma parecida a nozri, traducido al griego por nazoraios, término que tal vez sólo tardíamente cambió su significado en «el hom­bre de Nazaret». Lo más probable es que haya que pen­sar en esta relación entre el «hombre de Nazaret» y el «renuevo del tronco de Jesé». Luego esta procedencia no es despreciable ni sospechosa, sino por el contrario es una alusión al Mesías y libertador...

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Parte segunda

ACTIVIDAD DEL MESÍAS EN GALILEA Capítulos 3-18

I. LA SALIDA (3,1-4,22).

1. JUAN EL BAUTISTA (31-12).

Juan el Bautista está en el centro del primer pasaje de la actividad pública de Jesús. En primer lugar se describe su pre­sentación (3,1-6), luego siguen su exhortación a convertirse (2,7-10) y el anuncio del Mesías (3,11-12). El punto culminante de su actuación es el bautismo de Jesús (3,13-17), con el que se pasa a la actividad de Jesús.

a) Presentación del Bautista (3,1-6).

Súbitamente, de la historia de la infancia del Mesías se salta a su actuación como persona adulta. Esta nueva sección se introduce de manera aparentemente descuida­da: En aquellos días... No sabemos qué edad tiene Jesús. San Mateo parece tener poco interés por los datos biográ­ficos e históricos (cf. Le 3,1-6). Esto se puede ver aquí y en todo el libro. En esto tenemos una indicación para leer este Evangelio con la debida orientación. A san Mateo siempre le interesa ante todo el asunto; no los pormenores históricos ni el colorido policromo de los acontecimientos, sino su significado interno, su sentido y su declaración acerca de Dios y de Jesucristo. El evangelista en primer lugar los anuncia para la fe de sus oyentes. Todo lo que

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leemos es en primer lugar testimonio de la fe. nacido de la fe y dispuesto para nuestra fe.

1 En aquellos días se presenta Juan el Bautista predi­cando en el desierto de Judea. 2 Decía: Convertios, porque el reino de los cielos está cerca.

La primera frase se dirige rápidamente a su objetivo: el mensaje del Bautista en el v. 2. Sólo nos enteramos de unos pocos pormenores de esta hora trascendental. Se presenta Juan el Bautista. Aquí se le menciona por pri­mera vez, pero se hace esta mención como si se tratara de una persona conocida desde hace mucho tiempo. En los antecedentes históricos san Mateo no cuenta nada de él, a diferencia de san Lucas (cf. Le l,5-25;39-80). En este pasaje san Mateo tampoco da ninguna información de lo que nos gustaría saber: los padres de Juan, el lu­gar y el día de su nacimiento, su formación y su vocación. Aquí solamente se indica el nombre propio y se añade «el Bautista» como un sobrenombre invariable. Todos saben quién es él; su presentación ha conmovido profundamente el tiempo; su figura es como una roca prominente en la historia. Pero no nos podemos detener, sino que nos de­jamos mover por la siguiente frase concisa.

Predicando en d desierto de Judea. Por tanto lo prin­cipal es su palabra. Juan proclamaba, pregonaba, anun­ciaba..., porque la palabra griega alude a la proclamación de un mensaje por medio del heraldo. En el desierto de Judea, o sea en la región pedregosa de los montes de Judea hasta la hondonada del Jordán con el mar Muerto, en la roca descolorida, desmirriada. El llamamiento del heraldo viene desde fuera. No se mezcla con el ruido y las habla­durías de las calles y plazas verbosas. Suena desde lejos como un clarín solitario y aislado. El desierto es el espacio

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de la pureza y de la vacuidad. Nada obstruye la mirada hacia el cielo: ningún árbol, ninguna casa, ningún muro. Nada hay que ataje el paso hacia Dios ni impida la per­cepción de su palabra. El tiempo de la peregrinación por el desierto es el tiempo ejemplar de la salvación: «Como uvas en el desierto tomé yo a Israel; como a brevas de higuera, así miré a sus padres» (Os 9,10). La salvación vendrá del desierto: «Heos aquí que las haré yo nuevas, y ahora saldrán a luz, y vosotros las presenciaréis: Abriré un camino en el desierto, y manantiales de agua en país yermo» (ls 43,19; cf. 41,18-20). En tiempo de Jesús se esperaba del desierto al Mesías: Si os dicen, pues: Mirad que está en el desierto... (Mt 24.26).

El mensaje es lo más conciso y grande que es posible. Contiene dos frases: la primera de las cuales es «Con­vertios». La palabra original griega {mexanoeite) también podría traducirse por «arrepentios» o «haced penitencia». En esta llamada se reconoce al profeta. «Volveos», «con­vertios», es la llamada (que siempre se repite y que es retransmitida de un profeta a otro, como si fuera una antorcha) para retornar a Dios. En Ezequiel esta llamada llega a su apogeo, unida con la promesa de la vida. Se reclama un completo cambio de la manera de pensar y vivir: «Volveos y convertios de todas vuestras trans­gresiones... Arrojad lejos de vosotros todas vuestras pre­varicaciones que habéis cometido y formaos un corazón nuevo y un nuevo espíritu. ¿Por qué has de morir, casa de Israel, puesto que yo no deseo la muerte del pecador, dice el Señor Dios, convertios y viviréis» (Ez 18,30-32). La peregrinación que conduce a la muerte, debe desem­bocar en la vida. Los pecados que gravan sobre el corazón, deben ser arrojados fuera, y en su lugar debe formarse un nuevo corazón, perfectamente entregado a Dios, y un nuevo espíritu, que anime y estimule a este corazón.

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Con este amplio sentido hay que oir el llamamiento del Bautista. Se trata de la vida o la muerte, la ruina o la salvación. Entonces y siempre.

Ningún profeta había antes añadido a esta llamada una razón semejante: «Porque el reino de Dios está cerca.» Los profetas amenazaban con el juicio de Dios, con el arrebato de la ira de Dios y con la represalia, con el terri­ble «día de Yahveh»: «Por ventura aquel día del Señor no será día de tinieblas, y no de luz» (Am 5,20). Amos está bajo el peso y la cercanía apremiante de este día, lo que da una fuerza irresistible a su llamada para hacer penitencia. El acontecimiento a que se refiere el Bautista, ¿es este día sombrío, en que se descarga el ardor acumulado de la ira de Dios sobre Israel y las naciones? Si se escucha la predicación del Bautista sobre la penitencia (3,7-10), se tiene que dar una respuesta afirmativa a esta pregunta. Pero esto es imposible aquí, al principio, cuando el Bau­tista emplea la expresión «reino de los cielos». Esta lo­cución resuena con viveza e infunde alegres esperanzas. Alude al establecimiento del reino de Dios en todo el mun­do y para todo el tiempo, al triunfo brillante de Dios al fin de la historia, a la bienaventuranza y alegría de todos los que pertenecen a Dios. Este reino ahora ha llegado, está tan cerca delante de la puerta, que Juan puede decir: «Ahora realmente viene, lo proclamo. Era una hora emo­cionante. ..»

Llama la atención que las primeras palabras de la predicación de Jesús en el relato de san Mateo sean exac­tamente iguales a éstas de Juan (4,17). ¿Es que el Bautista sólo ha anunciado lo que Jesús? Como precursor de Jesús ¿no tiene que ser más sobrio en palabras, hablar solamente de la penitencia y de la conversión, y en cambio dejar el anuncio de la gran alegría al que viene después de él? Ciertamente que sí, como veremos con claridad en el pa-

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saje siguiente. Pero Mateo quiere decir que Juan Bautista ya pertenece al tiempo nuevo. Está al otro lado de la frontera que separa el tiempo antiguo y el tiempo nuevo. Con él ya empieza a realizarse el reino de Dios. De este modo también se dice algo más: en último término su exhortación a la penitencia tan severa y tan penetrada por el temor del «día de Yahveh», está al servicio del alegre acontecimiento, de la buena nueva, de la incipiente salvación. La palabra de Juan no debe sofocar al hom­bre, sino levantarlo. Juan el Bautista exige una conver­sión estricta, pero por un objetivo glorioso, es decir por el mayor que podemos conocer y pensar, el reino de Dios...

3 Juan es el anunciado por el projeta Isaías cuando dijo: Voz. del que clama en el desierto: «Preparad el camino del Señor, haced rectas sus sendas.»

Después del prólogo majestuoso, ya se nos da a conocer a Juan con más pormenor. De nuevo es significativo que primero oigamos hablar de su rango en el plan de Dios, y luego de los pormenores de su aparición. Isaías había designado de antemano su cargo, cuando daba voces a los cansados proscritos en Babilonia, diciendo: «Una voz grita: Preparad en el desierto un camino para el Señor. Enderezad en la soledad las sendas de nuestro Dios. Todo valle ha de ser alzado, y todo monte y cerro abatido; y los caminos torcidos se harán rectos, y los ásperos, llanos. Entonces se manifestará la gloria del Señor y toda carne la verá, pues la boca del Señor ha hablado» (Is 40,3-5). Isaías vio una magnífica procesión que a través del desierto se dirigía a la patria (Is 40.9-11), y oyó el llamamiento a preparar la ruta y allanarla para que pase el Señor. En este paso Dios avanzará con el pueblo jubilante. La Iglesia y el evangelista oyen de nuevo estas palabras con gran

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audacia, y las entienden como referidas a Juan. Él es quien entonces ha exclamado, quien ahora exclama: Pre­parad el camino del Señor. Isaías no podía indicar quién profiere esta llamada, pero nosotros lo sabemos. Dios debía avanzar con el pueblo en el desfile triunfal, pero ahora viene corporalmente el que tiene por nombre «Dios con nosotros. Por toda la escena la mirada de la fe reconoce a las dos figuras: El heraldo mensajero es Juan, y el Señor es el Mesías. Se acerca la liberación de la servidumbre.

4 Juan llevaba un vestido de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura: su alimento consistía en langostas y miel silvestre. 5 Jerusalén, Judea entera y toda la región del Jordán acudían a él.

La vida externa del Bautista es austera. Lleva un ves­tido de pelo de camello sujeto tan sólo con un cinturón de cuero. Se alimenta del escaso alimento producido por el monte yermo: langostas y miel silvestre. Con pocos ras­gos, se traza la figura de un hombre, cuya vida puede atestiguar lo que él exige a los demás. No se desoye la llamada. Repercute en Jerusalén. Judea entera y toda la región del Jordán Empieza una gran peregrinación, pero no es la que vio el profeta de un pueblo liberado por el camino que conduce a la patria; aquí, a la inversa, el pueblo sale al encuentro del solitario pregonero del desierto, del hombre de Dios; no en busca de sensaciones, sino para renovar la vida. Aunque las expresiones pueden ser exage­radas, lo cierto es que una profunda conmoción embarga al pueblo de Judá y le hace salir hasta el lugar donde se encuentra Juan.

Un charlatán o un flautista de Hamelin puede con­gregar también un público entusiasta y desencadenar reac­ciones emotivas en el pueblo, pero cuando resuena la voz

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de Dios, no se reduce todo a humo de pajas. Allí no hubo ninguna sugestión de masas. Se conmueve el corazón del individuo, y éste es llamado a tomar una decisión per­sonal...

6 Y él los bautizaba en el río Jordán al confesar ellos sus pecados.

Juan bautizaba a todos los que venían a él. Juan había instituido un rito especial para disponerse a la conversión: el bautismo. Había llegado a ser tan significativo para él, que recibió el sobrenombre de «el Bautista». En el Jordán, probablemente no lejos de la desembocadura en el mar Muerto, Juan bautiza por inmersión a todos los que se le presentan. Se debe lavar simbólicamente el peca­do. Es cierto que en tiempos de Juan se hacían abluciones y baños en el judaismo oficial y en las comunidades de las sectas. Eran una de las ocupaciones cotidianas, una parte constitutiva de la vida legal. El bautismo de Juan es dis­tinto de todas estas abluciones y baños, era una señal de que el hombre se convierte, se renueva, se dispone para la salvación que se acerca, es un indicador del fin de los tiempos, en el sentido del profeta: «Lavaos, purificaos, apartad de mis ojos la malignidad de vuestros pensamien­tos, cesad de obrar mal, aprended a hacer el bien» (ís 1,16s). El que así era sumergido en las aguas del río, debía vivir en adelante como un hombre nuevo, orientado por completo hacia lo venidero.

b) Exhortación a convertirse (3,7-10).

7 Pero al ver que venían al bautismo muchos fariseos y saduceos, les dijo: Raza de víboras, ¿quién os ha ense-

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nado a huir del inminente castigo? " ¡A ver si dais frutos propios de conversión!

Entre los romeros no había solamente gente sencilla, sino también comerciantes y soldados, piadosos fariseos y miembros del sanedrín de Jerusalén. No es, pues, de ma­ravillar que entre la multitud Juan también viera a «mu­chos fariseos y saduceos», que querían bautizarse, y por tanto estaban dispuestos a convertirse. No obstante llama la atención que el único fragmento detallado de la predi­cación, que encontramos en el Evangelio, va dirigido so­lamente a aquel grupo. Probablemente lo que san Mateo quiere decir es que el tratamiento incisivo y áspero de raza de víboras se ajusta a los que así se descubren en el curso del Evangelio (cf. 12,34; 23,33). Pero no puede haber ninguna duda de que este fragmento contiene en términos muy generales pensamientos básicos de la predicación del Bautista. Explica la primera palabra del programa: «Con­vertios.»

Después del denuesto «¡raza de víboras!» retumba como un trueno la siguiente pregunta: «¿Quién os ha enseñado a huir del inminente castigo?» Es el aconteci­miento amenazador, contra el que previnieron los profetas antes de Juan, como ya hemos visto. El día de la catás­trofe y de la aniquilación, el día de Yahveh, que no es luz, sino tinieblas; este día está ante la puerta, se acerca con tal ímpetu y rapidez, que nadie puede huir de él. Quizás resonaron en Juan palabras como las que Amos ha pronunciado acerca de la imposibilidad de evitar el día del Señor: «Como un hombre que huyendo de la vista de un león diere con un oso o entrando en su casa, al apo­yarse con su mano en la pared, fuese mordido de una culebra» (Am 5,19). Nadie puede huir. El que cr.ea estar seguro, es cogido antes; al que busca la huida, el escon-

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drijo le resulta fatal. También a vosotros os sobreviene este día, a nadie le deja el camino libre para huir. «Por­que es grande y muy terrible el día del Señor. ¿Y quién podrá soportarlo?» (Jl 2,11).

Con todo hay una huida, un camino, que no preserva del acontecimiento, pero que ayuda a soportarlo. Es cierto que el día viene, pero no como juicio e ira. si os convertís: ¡A ver si dais frutos propios de conversión! La penitencia es lo único que puede salvaros: abandonar el camino falso y recorrer el camino de la justicia; per­mutar la ruta que conduce a la muerte con la que lleva a la vida; arrojar fuera el pecado y elegir a Dios. La con­versión ha de acreditarse con obras, una nueva vida debe corresponder a la plena conversión a Dios. Hay que notar algo sobre este particular. No es suficiente una mudanza en la manera de pensar, un cambio del alma y del espí­ritu. Tiene que transformarse toda la vida, tiene que haber «frutos propios de la conversión».

9 Y no os hagáis ilusiones diciendo en vuestro interior: ¡Tenemos por padre a Abraham! Porque os aseguro que poderoso es Dios para sacar de estas piedras hijos de Abraham. wYa el hacha está puesta a la raíz de los ár­boles. Y todo árbol que no da fruto bueno será cortado y arojado al fuego.

¿Qué valor tienen las seguridades, nuestras garantías? ¿No somos el pueblo elegido, agraciado con copiosas pro­mesas y privilegios? ¿No somos hijos del «padre» Abra­ham? A través del mismo linaje ¿no participamos tam­bién de su promesa? ¿No se nos atribuye también su mérito, de tal forma que no tengamos que temer por nuestra salvación? ¿No se detiene el alud del juicio ante los hijos de la elección? Dice Juan: «No os hagáis ilu-

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sioncs diciendo en vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham. Porque os aseguro que poderoso es Dios para sacar de estas piedras hijos de Abraham.» Esto es inaudito, es una herejía. ¿Dios no respeta los privilegios'.' Sí, los respeta, pero no le compran la conversión insistiendo ce­losamente en las prerrogativas. Ante Dios no tiene valor la certeza de salvarse sin la propia conversión. Mirad las toscas piedras que están alrededor. Dios no necesita vastagos. Dios quiere tener verdaderos hijos. Si vosotros no los sois, rehusando hacer penitencia, entonces Dios de estas piedras formará un nuevo linaje de Abraham. Esto tuvo que poner a todos en movimiento, y sacar de quicio a los judíos que estaban seguros de sí mismos, a los que creen acreedores de Dios, a los versados en la Escritura. Dios ha determinado un orden de la salvación, y cumple lo que promete, incluso con respecto al pueblo elegido. Pero no por eso puede nadie conseguir por astucia con­vertirse, salvarse y obtener la vida. Eso tiene que hacerlo cada uno con su propio esfuerzo, incluso en la Iglesia, incluso hoy día...

Aquí ya se adivina cómo se hace saltar el antiguo armazón y se descubre en el horizonte otro Israel, que no se encubre con la comunidad nacional del judaismo: san Pablo llamará a Abraham el «padre de todos los cre­yentes, aunque no circuncidados» y también le llamará «padre de los circuncidados», aunque solamente de aque­llos que le siguen en la fe (Rom 4,1 Is). Juan solamente quiere sacudir la seguridad que confía en la propia justicia, aún no debía pensar en un Israel de los gentiles. Pero los caminos están trazados, y san Pablo es el primero que anda por ellos. ¡Qué trastorno se anuncia! Esto es real­mente «preparar el camino» y «hacer rectas las sendas»...

El tiempo apremia y no se puede demorar la conver­sión: Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles.

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Unos pocos golpes más y los árboles se hienden y quie­bran. Conviene darse prisa, no vaciléis un momento. Ahora unas imágenes se intercalan en otras: los árbo­les, los frutos de los árboles, el hacha para talar. El ha­cha está a punto y seguro que dará en el blanco; seme­jantemente nadie puede huir del día del enojo. Se tala, pero no se quema el árbol del que se ha convertido. Puede subsistir en el fuego de la destrucción. Todos los demás árboles están destinados al fuego: se corta y se arroja al fuego todo árbol que no lleve buen fruto. El fuego es el fuego de la sentencia de aniquilación. Ya está encendido y se abre camino trabajosamente, ávido de alimento. Son roídos por el fuego todos los que no se han convertido...

c) El anuncio del Mesías (3,11-12).

11 Yo os bautizo con agua para la conversión. Pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y ni si­quiera soy digno de llevarle las sandalias; él os bautizará con Espíritu Santo y juego.

Juan no sólo está bajo la impresión del «día de Yah-véh», sino bajo los efectos de otra luz, proyectada po­derosamente sobre él. Su misión no es solamente pregonar la catástrofe, sino anunciar un personaje; no sólo noti­ficar la proximidad del juicio, sino la proximidad de una persona. Se le ha concedido decir lo que ningún profeta antes de él pudo decir: El que viene detrás de mí es más juerte que yo. No se dice su nombre, es «el que viene» por antonomasia. Por una parte es el esperado, cuya lle­gada se espera y en quien se ha esperado, por otra parte es el que ahora ya está cerca y por así decir está delante de la puerta. Este nombre, «el que viene», manifiesta su

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aparición, que está ya muy próxima. Cada adviento hace experimentar intensamente a la Iglesia la proximidad del «que llega»...

Juan muestra con dos metáforas que este otro es más poderoso que él. La primera metáfora habla del bautis­mo. Su propio bautismo se llevaba a cabo con agua para la conversión. Su bautismo tenía por finalidad la con­versión y la expresaba. El bautizado era bañado con agua, lo cual reclamaba una nueva vida. La actividad de Juan era una selladura externa y una confirmación de esta vo­luntad, la realización de un signo, cuyo contenido debía cumplir en el individuo. Pero ahora viene el que es más fuerte; también él administrará un bautismo, pero de una índole completamente distinta: Él os bautizará con Espí­ritu Santo y fuego. En primer lugar sin agua, que solamente moja la superficie, sino con el Espíritu viviente de Dios, que transforma los corazones. Es creado de nuevo con toda certeza aquello de lo que echa mano el Espíritu de Dios. «El que es más fuerte» es capaz de dar este don.

El Espíritu de Santo de Dios es un don del tiempo final. Isaías ve el país desguarnecido y devastado «hasta tanto que desde lo alto se derrame sobre nosotros el es­píritu del Señor. Entonces el desierto se convertirá en un vergel...» (Is 32,15). Isaías oye el anuncio de Dios: «De­rramaré mi espíritu sobre tu linaje, y la bendición mía sobre tus descendientes» (Is 44,3). Entre los acontecimien­tos del fin Joel también nombra la efusión del Espíritu, que Pedro ve cumplido en pentecostés: «Y después de esto derramaré yo mi espíritu sobre toda clase de hom­bres; y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vues­tros ancianos tendrán sueños, y tendrán visiones vuestros jóvenes. Y aun también sobre los siervos y siervas de­rramaré en aquellos días mi espíritu» (Jl 3,1 s). Esta fuerza verdaderamente divina tiene que haber sido dada al «que

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es más fuerte...» Además: también bautizará con fuego. Juan habló del fuego del juicio (3,10). Eso también es una imagen antigua del día de Yahveh: «Porque he aquí que llegará aquel día semejante a un horno encendido, y todos los soberbios, y todos los impíos serán como ras­trojo, y aquel día que debe venir los abrasará, dice el Señor de los ejércitos, sin dejar de ellos raíz ni renuevo alguno» (Mal 4,1; cf. Jl 2,1-5). La llama abatirá al que no se ha convertido, el Espíritu se derramará sobre los convertidos. En esto consiste el doble bautismo. Pero el primero está en el primer plano, como muestra el versícu­lo siguiente.

12 Tiene el bieldo en la mano y limpiará su era; re­cogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego que no se apaga.

Esta otra metáfora procede de la vida del campesino: la mies. Se reúne el grano y se aventa en la era. Allí la paja se separa del trigo; la paja vuela impulsada por el viento, el grano por su peso cae al suelo. Se quema la paja, y el trigo se almacena en el granero. Eso es lo que ahora va a suceder. «El más fuerte» ya ha cogido la pala. La separación empezará dentro de pocos momentos.

Pero ¿no es propio de Dios, no es privilegio suyo ce­lebrar el juicio? ¿No lo indica así el hecho de que se hable de «su trigo», con el cual solamente se puede aludir a las personas adictas a Dios, a los que se han convertido? Y la paja no se quema en la era, como en realidad se hace, sino que es arrojada a un fuego que no se apaga, que solamente puede ser el fuego de la gehenna, del in­fierno. Juan sólo conoce un juicio, que es el juicio de Dios. Cuando habla del juicio, tiene que decir todo lo que los profetas han anunciado antes que él sobre el juicio.

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Pero el que lo lleva a término no es Dios, sino «el más fuerte», que es el Mesías. De él se afirma lo que hasta esta hora era privilegio santo de Dios. La imagen del Mesías ya al principio tiene unas dimensiones que ningún judío hubiese podido imaginar: Señor y juez del tiempo final. Realmente es «el más fuerte», ante el que Juan se postra, y no se siente capaz de prestarle el menor servicio de un esclavo, a saber, de llevar tras él las sandalias. El que está enviado a ir delante de él. no se encuentra en condiciones de correr detrás de él como servidor.

San Mateo escribe pocas frases sobre la presentación y predicación del Bautista. Sin embargo estas frases dan un concepto grandioso del hombre a quien Jesús designa como el «mayor entre los nacidos de mujer» (11,11). Si Juan está por encima de todos los demás y por otra parte ve que es tan grande la distancia entre él y el Mesías, ¿qué diremos nosotros, si nos comparamos con el Mesías?

En el mensaje de Juan predominan los colores obs­curos. Le hace estremecer, es el día del juicio de Dios, y su anuncio del Mesías está también bajo la impresión de esta tormenta amenazadora. Según parece, Juan sólo pue­de ver al Mesías como ejecutor del enojo divino. Pero el hecho de que se anuncie el Mesías, ya es una buena nueva, la primera luz que difunde el llamamiento: «El reino de los cielos está cerca». Y el Mesías no sólo viene para el espantoso juicio, sino que también trae el espí­ritu vivificante para un pueblo nuevo...

2. BAUTISMO DE JESÚS (3,13-17).

13 Entonces Jesús llega de Galilea al Jordán, y se pre­senta a Juan para que lo bautice. 14 Pero Juan quería im­pedírselo, diciendo: Soy yo quien debería ser bautizado

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por ti. ¿y tú vienes a mí? 15 Pero Jesús le contestó: Per­mítelo por ahora; porque es conveniente que así cumpla­mos toda justicia. Entonces Juan se lo permitió.

Jesús viene como uno de tantos, y con la intención expresamente mencionada de ser bautizado. Esto no se había dicho tan claramente de los fariseos y saduceos (3,7), es bastante singular, e inmediatamente suscita la pre­gunta: ¿Cómo puede humillarse entre los más débiles el que fue designado como «el que es más fuerte» y a quien se han atribuido tales facultades? ¿Cómo es posi­ble que el juez de los demás aquí juzgue, al parecer, su propia vida? El que debía bautizar con el Espíritu Santo ¿se deja ahora lavar con agua? Tales preguntas proba­blemente se han formulado muy pronto en el tiempo misional de la primitiva Iglesia, cuando se informaba del bautismo de Jesús. Los demás evangelistas pasan por alto la dificultad y no le dan ninguna respuesta. En san Mateo, el Bautista y Jesús dan ya la respuesta en su encuentro.

Juan debió de reconocer en seguida a Jesús. La es­cena no se describe con pormenores, como en el Evan­gelio de san Juan (Jn 1,29-37). El Bautista tampoco lo da a conocer al pueblo. Procura disuadirle de su propó­sito con la pregunta desconcertada: Soy yo quien debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Juan aún no ha sido bautizado con el bautismo del espíritu, que acaba de anunciar, y pide a Jesús este bautismo, que una vez más se describe como superior, como la relevación de su propio bautismo, y de este modo el tiempo antiguo es separado del nuevo. La línea divisoria queda trazada, por así decir, a través de la figura de Juan. Es verdad que entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie mayor que él, pero también se dice que «el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11,11). Su pre-

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gunta no es ante todo una señal de humildad personal o del deseo de la propia salvación, sino que es la conse­cuencia de su predicación: ahora viene el tiempo del «más fuerte»; el que bautiza con Espíritu y fuego no tiene nada que ver con mi bautismo de penitencia.

Jesús le contesta: Permítemelo por ahora. No te opon­gas y deja que ocurra lo que es necesario. Porque es con­veniente que así cumplamos toda justicia. Es curioso que Jesús se solidarice con el Bautista y use la primera per­sona del plural «cumplamos». Los que tienen un rango tan desigual (Juan no se siente capaz de prestar el más insignificante servicio de esclavo) están unidos en un res­pecto: ahora nos está encomendado a nosotros dos algo a lo que no podemos sustraernos. Se trata de «toda jus­ticia». ¿Qué significa esto? ¿No es la justicia una con­ducta personal dentro del ámbito de la perfección, como fue atribuida a José? Aquí también se hace referencia a esta conducta: en todo tenemos que hacer dócilmente lo que Dios ahora quiere. Los dos estamos subordinados a una orden superior. Es el «camino de la justicia», el ca­mino que conduce a la verdadera vida, por el cual vino Juan (21,32). El Mesías toma el mismo camino, el cual le conducirá por la obediencia a la muerte. El Mesías ya desde el principio indica a todos los imitadores lo que es la «justicia» que debe aventajar mucho la de los es­cribas y fariseos (cf. 5,20): mortificar la propia voluntad, identificarse profunda e interiormente con la voluntad de Dios...

16 Apenas bautizado Jesús, salió en seguida del agua, y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios descender, como una paloma, y venir sobre él, 17 mientras de los cielos salió una voz que decía: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido.

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Esta escena casi parece una respuesta a la dicción «toda justicia». Jesús sale del agua, el cielo se hiende y Jesús ve al Espíritu de Dios descender, como una paloma, y venir sobre él. San Mateo describe el acontecimiento como una experiencia personal del Señor; el gran público parece que no nota nada7. Es algo que ocurre entre el Padre y él, es un misterio dentro de la esfera divina. De nuevo se habla del «Espíritu de Dios», el cual ya actuó en la concepción milagrosa en el seno de la virgen (1,18.20). Es obra del Espíritu el principio de la vida, y también lo es el comienzo de la actividad. Cuando el Espíritu des­ciende «sobre él», toma posesión de él. Así también ha­blaban los hombres de Dios en el Antiguo Testamento, y sobre todo Isaías anuncia acerca del Mesías: «Está sobre mí el espíritu del Señor; porque el Señor me ha un­gido, y me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1).

Toda misión procede de Dios nuestro Señor, pero la realización es llevada a cabo e impulsada por su Espíritu Santo. Así también sucede en el Mesías...

A la señal silenciosa del Espíritu que desciende, so­breviene la palabra del Padre, que resuena desde el cielo: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido. He aquí una revelación que quita el aliento. Dios muestra su predilección por este hombre, que está a la orilla del Jor­dán como un hombre del pueblo, discreto e inadvertido. A este hombre Dios le llama su «Hijo amado». El ad­jetivo tiene el significado de «el único», pero aquí tam­bién resuena la viveza y la proximidad del amor, que experimentamos en primer lugar. En la antigua alianza también se habla de los «hijos de Dios». Especialmente los reyes de Israel son designados así. Están particular-

7. Así también Me 1,10; de otra manera hablan Le 3.21s, y Jn 1,3, que no menciona el bautismo.

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mente cerca de Dios, ya que representan su dominio y su gloria en la tierra. Pero antes Dios a nadie había llamado nunca «mi hijo amado». Se denota un misterio nuevo e incomparable, conocido por Jesús, ignorado entonces por los circunstantes, proclamado más tarde jubilosamente por la fe de la Iglesia.

El Padre no designa a Jesús como su Hijo, para pre­sentarlo al mundo o para revelarse a él personalmente, sino para mostrar su predilección por él. «En quien me he complacido» quiere decir: me complace en todo lo que dice y hace, en su vida y en sus sufrimientos. La actividad, que pronto ha de empezar, lleva expresamente y desde un principio el sello del divino reconocimiento. Ya de antemano está resuelto lo que Dios hará con la resurrección del crucificado. Principio y fin se corresponden mutuamente como dos pilares, en los que descansa el pre­sente. ..

3. TENTACIÓN EN EL DESIERTO (4,1-11).

1 Entonces fue llevado Jesús por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo. 2 Y después de ayunar cua­renta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre. 3 El ten­tador se le acercó y le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. 4 Pero él le contestó: Escrito está: No de solo pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

En seguida se muestra cómo obra en él la gran fuer­za del Espíritu, que lo llena: Fué llevado por el Espíritu al desierto. Juan ya vivía allí, ahora también Jesús es llevado al desierto. Lo que ahora sigue, también fue que­rido por Dios. Lo que parece determinar de modo carac-

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terístico, como una ley, los caminos de Dios es que la salvación viene del desierto. Es el lugar de la pura ado­ración de Dios, en la peregrinación del pueblo por el desierto, en el regreso de la cautividad, en Juan, en Jesús... Aquí el desierto se ha convertido en la zona de la deci­sión: en favor o en contra de Dios. Una decisión que no se toma para poner en claro la misión personal, sino en favor de la salvación de todos los hombres y del mundo o contra ella. La primera frase va orientada a nombrar el objetivo de esta estancia en el desierto: para ser ten­tado por el diablo. Otro poder aparece en escena: junto al hombre de Dios (Juan), al Mesías, al Espíritu Santo y a la voz del Padre ahora se presenta el gran antagonista. La Sagrada Escritura le llama el «diablo», es decir el antagonista que desune y enemista al hombre y a Dios.

La historia de Israel a través de todo su transcurso muestra que hubo poderosas fuerzas, que constantemente se oponían al establecimiento del reino de Dios; fuerzas que se exteriorizaban en una brutal violencia o en un refinamiento enmascarado, y se servían de los recursos externos del poder de los grandes Estados o de la debi­lidad de ciertas personas. Las formas son muy variadas, pero el objetivo siempre permanece el mismo: Dios no puede ser Señor, su voluntad no puede tener validez, su plan no puede realizarse. En los últimos siglos antes de Cristo en Israel se tiene una vista más perspicaz, y se reconoce un poder personal tras todas estas diferentes formas. Hay algo así como un antidiós, un ser maligno, que quiere servirse de todos los recursos para combatir contra Dios. En el Nuevo Testamento y especialmente aquí, en este pasaje, todo esto se ilumina con el fulgor del relámpago. En el primer instante en que debe hacerse la obra de Dios, allí también está el antagonista. En cuanto se levanta el telón de un escenario, aparecen en él frente

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a frente Dios y Satán sin fingimiento y con dureza. Se nota cuánto pesa la palabra «tentar». No es una de nues­tras cotidianas tentaciones, de las que se habla en el confesonario, sino que es una tentación grande y única: desde Dios a Satán. Es la tentación a la caída, a la muerte, a Ja nada...

Jesús ha ayunado en el desierto cuarenta días y cua­renta noches, como hicieron antes de él Moisés en el Sinaí (Éx 34,28) y Elias (IRe 19,8). Cuando Jesús se encon­traba en un estado de hambre acuciadora y de enerva­miento corporal, se le dirige el tentador invitándole a convertir estas piedras en panes. Para el Hijo de Dios evidentemente es cosa fácil y, al mismo tiempo, es con­veniente. ¿Es una tentación candida de corto alcance?

Jesús la rechaza con una frase de la Escritura, que está tomada del Deuteronomio. En un discurso Moisés recuerda al pueblo lo que, a pesar de la penuria y del hambre, Dios ha logrado en el desierto de una manera prodigiosa: «Te afligió con hambre, y te dio el maná, manjar que no conocías tú ni tus padres, para mostrarte que el hombre no vive de solo pan, sino de cualquier cosa que Dios dispusiere» (Dt 8,3). Ésta fue una expe­riencia importante para los padres en el desierto: Dios les ha conservado la vida de manera prodigiosa; incluso cuando la necesidad apremiaba, su vitalizante palabra ha preparado una nueva nutrición: el maná y las codor­nices. Pero los padres tenían que dar crédito a Moisés, y confiar en que Dios los conservaría. Ellos han hecho las dos cosas creyendo en la palabra de Dios y alimen­tándose del manjar para el cuerpo. ¿No tiene también que suceder así en el Mesías, a saber que él no pueda confiar en su propio poder, sino solamente en Dios? Si Dios le ha conducido al desierto, ¿no le conservará la vida? También en esto Jesús cumple «toda justicia», para

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servir de modelo intachable a todos los que le seguirán: Dios cuida de los suyos, si éstos le miran primero a él. Es verdad que su palabra omnipotente podría convertir estas piedras en panes. Pero todavía con mucha mayor solicitud Dios recompensa la confianza: los ángeles se acercan para servirle (4,11). Así también la confianza ha salido airosa en nuestra vida de distintas maneras, y este éxito se confirmará incesantemente.

5 Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone sobre el alero del templo 6y le dice: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo; pues escrito está: Mandará en tu favor a sus ángeles, y te tomarán en sus manos, no sea que tropiece tu pie con una piedra. 7 Jesús le respondió: También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios.

La segunda tentación le conduce a la ciudad santa, es decir, Jerusalén, que sólo san Mateo nombra respetuo­samente con este título. Los dos están en el alero del tejado del templo. El diablo le invita a tirarse abajo con­fiando en las palabras del salmo, según las cuales Dios mandará a sus ángeles para que nada dañe a su devoto (Sal 90.lis). ¡Cuánto más valdrá esta promesa para el Hijo de Dios! En la primera tentación ha salido airosa con brillantez la confianza de Jesús en Dios. Con todo es fácil poner a prueba una vez más esta confianza que se acaba de manifestar. Demuestra con una acción va­lerosa lo que acaba de declarar. Si esta confianza es tan incondicional y vigorosa, entonces mi proposición no puede ser considerada como temeraria.

Jesús también contesta al seductor versado en la Es­critura, con un texto bíblico que rasga la tela esmerada­mente urdida por el diablo: No tentarás al Señor, tu Dios (Dt 6,16). Si yo hiciera lo que tú esperas, así habla Jesús,

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mi conducta no seria una prueba de mi confianza, sino lo contrario: peirasmos. la gran tentación de la discordia y la apostasía. Dios nunca se deja forzar. Sigue siendo el Señor que gobierna sin restricción. No tolera que le man­den ayudar ni que los hombres lo tomen a su servicio. Su intervención siempre es una gracia libremente otorgada. El Mesías también está esperando ante Dios de una ma­nera tan incondicional, que Dios se lo entrega todo. Cier­tamente su confianza es ilimitada, pero también es ilimitada en el sentido de que él «nada puede hacer por sí mismo, como no lo vea hacer al Padre» (Jn 5,19). Dios tiene que ser Señor por completo y en todo..,

s De nuevo lo lleva el diablo a un monte elevadísimo, le muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor, ">• le dice: Todo esto te daré, si postrándote me adoras. 1,1 Entonces le responde Jesús: Retírate, Satán; porque es­crito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto. n Entonces lo deja el diablo, y unos ángeles se acer­caron para servirle.

El diablo se atreve a una tercera tentativa. Conduce a Jesús a un monte elevadísimo y le muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor. Le ofrece la posesión de todos ellos al precio del homenaje de la adoración. Aquí por primera vez el espíritu maligno habla con fran­queza. Ahora aparece clarísimo lo que antes permanecía velado: se trata del poder o de la impotencia, del reino o de la esclavitud, de ser o de no ser. No hemos de cavilar averiguando cómo el diablo puede haber pro­ducido la ilusión y cómo podemos imaginarnos esta es­cena con sus pormenores 8. Lo que interesa es el sentido

S. Lo mismo puede aplicar.se a la segunda tentación: cf. J. SCHMID, El Euanijclio según san Mateo, Herder, Barcelona 1967, 98-102.

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de los sucesos. Satán se siente señor del mundo, «prín­cipe de este mundo», como dice san Juan en su evangelio (Jn 12,31). Incluso cree que está en condiciones de trans­ferir este dominio. Pero también ha de manifestar que es subido el precio de esta transferencia. Solamente puede ser señor del mundo el que se doblega ante Satán y le reconoce como señor. ¡Qué contradicción tan grotesca! Eso sería un dominio aparente, que en realidad es una esclavitud, y Satán, a pesar de todo, seguiría siendo el señor del mundo.

En esta última agravación Jesús también contesta con una frase de la Escritura, pero antes da una orden: Re­tírate, Satán. Aquí ya se muestra que él tiene un poder superior y que puede mandar al que se cree en posesión del mundo. Basta una orden sencilla y clara para vencer a Satán. Jesús aparentemente esto lo hace en nombre propio, con la plenitud del propio poder, y sin hacer pausa dice: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto. Jesús tiene el poder, pero no es su propio poder. Hace marchar de allí al tentador, pero no en su nombre. También aquí sólo se trata de Dios. Él es el único que puede exigir homenaje y servicio.

Y unos ángeles se acercaron para servirle. ¡Qué cam­bio tan notable de la escena! Jesús acaba de rechazar cualquier afán de dominio y acaba de patentizar su con­fianza en Dios, se acaba de someter por completo a la providencia del Padre, entonces recibe el servicio com­placiente de seres celestiales. Aquí sucede de una forma semejante a lo que antes ocurrió en el relato del bautismo. Jesús primeramente se enajena diciendo cumplir dócil­mente toda justicia, entonces Dios muestra su predilec­ción por él como su «Hijo amado». Aquí Jesús reconoce sin reservas el señorío de Dios, entonces Dios le envía los mensajeros celestes para que le sirvan.

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Una frase hace penetrar todavía más profundamente en la inteligencia de este fragmento singular. Satán pro­mete todos los reinos de la tierra y su esplendor. En la predicación de Jesús encontraremos constantemente la expresión reino de Dios o, como se dice siempre en san Mateo, reino de los cielos. Siempre se alude a la intro­ducción y establecimiento del señorío de Dios, de su reino. Es la finalidad más profunda de Jesús y de su misión. En labios del antagonista esto ya se indica de antemano: por lo visto sabe que no solamente se trata de Jesús como persona, de su misión mesiánica y de su filiación divina (4,3.6), sino de algo todavía mayor: del reino de Dios. Jesús procura convencer con la misma idea del reino, y procura ponerla a su servicio. Se ha rechazado el gran ataque, la tentación de la apostasía. Desde esta hora en adelante el verdadero reino toma el curso de su vic­toria, sin que sea posible detenerlo. Ahora ya no puede cambiar nada Satán, que tuvo que abandonar vencido el campo. Jesús lanzará demonios, vencerá el mal y con su propia muerte sellará la derrota de Satán. En todas partes, cuando —unidos con Jesús— confiamos sólo y radicalmente en Dios, sucede lo mismo: se despedaza el poder de Satán y se establece el verdadero reino.

4. Los COMIENZOS (4,12-17).

Los v. 13-16 son bastante independientes y tienen que ser in­terpretados en función del v. 12. En el versículo 12 se tiene la impresión de que Jesús desde la comarca del Jordán, en la que vive el Bautista, viaja al norte de Galilea, pero en los versículos 13-16 parece que Jesús parte de su domicilio en Nazaret, para ins­talarse en Cafarnaúm. El primer dato tiene su origen en la corres­pondiente frase de san Marcos (Me 1,14), el segundo corresponde a la representación geográfica que san Mateo tiene presente.

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12 Cuando Jesús oyó que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. u Y dejando Nazaret, se jue a vivir a Cafarnaúm, la ciudad marítima, en los confines de Za­bulón y Neftalí.

Se cumple el destino de Juan el Bautista, que es dete­nido y encarcelado. Más tarde se informa de los sucesos que dieron causa al encarcelamiento (14,3-12). Según Mateo, el arresto de Juan parece haber sido para Jesús la señal para empezar su actividad. Se muestra, por así decir, el sitio de la costura que separa a los dos y que al mismo tiempo los mantiene juntos: Primeramente el Precursor hace la obra de «preparar el camino del Señor» (3,3). luego obra Jesús. Pero no sólo debe aclararse la suce­sión temporal. El Bautista no sólo es precursor en el sentido cronológico, sino también en su destino como pro­feta. El texto griego del Evangelio de san Mateo emplea la voz paredoke, que se traduce generalmente por había sido encarcelado. El significado de paredoke es difícil. El verbo griego paradídomi significa entregar. Por tanto se podría traducir por «había sido entregado». Con la mis­ma palabra se dice más tarde de Jesús que es entregado a los sumos sacerdotes y a la muerte (20,18s; 26,2). Es una expresión marcada con un cuño inalterable, con la cual se indica la inocencia del arrestado, pero también la correspondencia a la vpluntad de Dios, que le «aban­dona». El destino de los profetas también se cumplirá en Jesús. Para él, Juan es el precursor en su predicación y en su muerte...

Jesús marcha a Galilea, en apariencia para eludir la misma suerte, pero sobre todo, porque éste debe ser en primer lugar la zona determinada por Dios para su acti­vidad. En los capítulos que hemos designado como los «antecedentes...», ya se apoyó en la Escritura que Jesús

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residiera en Galilea y en particular en Nazaret (2.22s). Sólo san Mateo dice tan explícitamente que Jesús se fue a vivir a Cafarnaúm. Según san Marcos y san Lucas. Jesús había permanecido durante algún tiempo en Cafarnaúm y en los alrededores de esta ciudad. San Mateo va más allá y designa a Cafarnaúm como residencia de Jesús. De este modo no solamente se vuelve a declarar un pormenor histórico. Porque este lugar está en el primitivo territorio de las tribus de Zabulón y Neftalí, que se menciona en la siguiente cita (cf. Jos 19,10-16; 32-39). En san Mateo también aparece Cafarnaúm como un tipo de la ciudad agraciada. En ella ha salido la luz, ella ha podido ver más milagros que ninguna otra ciudad. Y sin embargo no se ha convertido. Sobre ella tiene que recaer el juicio si­guiente: «Y tú, Cafarnaúm. ¿es que te van a encumbrar hasta el cielo? ¡Hasta el infierno bajarás! Porque, si en Sodoma se hubieran realizado los mismos milagros que en ti. todavía hoy estaría en pie. Por eso os digo: En el día del juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para ti» (ll,23s). La primera ciudad en que residió Jesús, o sea Nazaret, ha pronunciado sentencia sobre sí misma, porque no ha creído en el Hijo que había vivido entre sus muros, y por eso Jesús no obró allí ningún mi­lagro (13,54-58). A la segunda ciudad donde residió Jesús, o sea Cafarnaúm, le conmina el juicio de Jesús, porque ha visto sus señales, pero no se ha convertido.

14 Con ello se cumplió lo anunciado por el projeta Isaías cuando dijo: 15 ¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, ca­mino del mar, más allá del Jordán, Galilea de los gentiles! 16 El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz; para aquellos que yacían en región y sombra de muerte una luz amaneció.

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El evangelista ve. con asombro, que de nuevo se cum­ple una profecía. En otro tiempo, cuando los asirios conquistaron el reino del norte (722 a.C), en el que se encontraba Galilea. Dios humilló la tierra de Zabulón y Neftalí. Pero Dios la rehabilitará cuando empiece la sal­vación de Dios (Is 8.23). Las palabras siguientes de Isaías sobre la luz en las tinieblas hay que referirlas a todo el pueblo, no sólo al que mora en Galilea. San Mateo lo entiende así: la luz ha salido precisamente aquí, en los lugares designados con precisión por el profeta. De todo el texto (Is 8,23) san Mateo elige solamente algunas frases que pueden aplicarse a las ciudades donde actuó Jesús: Tierra de Zabulón y tierru de Neftalí, camino del mar. o bien «región cercana del mar». El evangelista no piensa en el mar Mediterráneo (como Isaías), sino en el mar de Galilea, llamado lago de Genesaret o también de Tibe-ríades, en cuya orilla occidental está Cafarnaúm. La tierra más allá del Jordán es la tierra que se extiende al este del Jordán (Perea), en sentido más amplio también abarca el territorio de las diez ciudades (Decápolis), que está si­tuado al norte de la Perea, limita por el este el lago de Genesaret, y en el que con frecuencia se detuvo Jesús (cf. 8,18.28). Pero lo más importante es la expresión Gali­lea de los gentiles 9. Con esta expresión se caracteriza toda la región mencionada en las palabras del profeta: era un territorio mixto mal asegurado, en el que vivían muchos gentiles, y que era bastante independiente de Judea, in­cluso en sus prácticas religiosas y en sus tradiciones. Tam­bién aquí se menciona a los «gentiles». Ya habían venido los representantes del mundo oriental para rendir homenaje de adoración (2,1-12), ahora sigue resonando el tema...

9. En hebreo propiamente se dice gelil ha-goyim = «distrito de los gentiles». Con esta expresión en la antigüedad se designaba el mismo territorio; la palabra «distrito» pasó a designar el país de Galilea.

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Una gran luz resplandece en las tinieblas. El pueblo del Mesías no conoce el camino y está sentado en las ti­nieblas. No está iluminado por el sol de la vida, sino que medita profundamente a la sombra de la muerte. ¿Cuál es esta luz que ahora resplandece? ¿La aparición de Jesús en general, su doctrina, sus milagros? Todo junto. Jesús es la luz (cf. Jn 8.12) y trae la luz, enseña toda la verdad y da la vista a los ciegos. Sobre todo su palabra da testi­monio de la luz, que sale como si fuera un sol.

17 Desde entonces comenzó Jesús a predicar, diciendo: Convertios; porque el reino de los cielos está cerca.

En la vida del Señor todo tiene su tiempo predeter­minado y su lugar establecido por Dios. El nuevo lugar es Cafarnaúm, la tierra sobre la que el profeta ha pro­nunciado su oráculo, y el tiempo es la hora después de la disputa entre Satán y Jesús en el desierto. Lo primero es la predicación, la palabra. Jesús viene como la palabra del Padre por antonomasia, su primer don es la palabra. Como referente al hablar del Bautista se emplea el verbo predicar. No sólo es una nueva doctrina, sino que es una declaración, un pregón del heraldo, un mensaje que sa­cude y despierta. Es un mensaje que se anuncia de parte de Dios, y que ha de ser transmitido sin falta y tiene su hora establecida. Todo eso resuena en la palabra «pre­dicar». Se tiene que escuchar esta predicación: no como una instrucción, ni tampoco solamente como una revela­ción de la verdad, sino que hay que dejarse hablar y sa­cudir como hombre íntegro, con todos los sentidos y fuer­zas del corazón, hay que estar dispuesto a renovar la propia vida...

El contenido del pregón del heraldo es el siguiente: Convertios; porque el reino de los cielos está cerca. Hemos

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visto que el Bautista ya había usado las mismas palabras. Pero eso solamente era una antelación, una síntesis y una interpretación del contenido de la predicación de Jesús y de su actividad. El cristiano debe saber que Juan ya per­tenece al tiempo en que se anuncia y realiza el reino de Dios. Pero ahora viene lo que es propio del reino de Dios, por así decir la advertencia autoritativa y eficaz. La pri­mera advertencia es como la sombra, la presente adver­tencia es como el mismo objeto. En Juan el acento recaía en la palabra «convertios», como correspondía a su fun­ción de precursor y de predicador del juicio. Ahora se recalca la segunda parte: «el reino de Dios está cerca». Sobre todo es una frase de alegría, de felicidad rebosante: la voluntad inquebrantable de Dios de otorgar la salva­ción, el afán del pueblo israelita, la esperanza del mundo, todo eso ahora está cerca. Dios establecerá su reino, su señorío real. Y para el mundo eso significa bendición y vida, satisfacción y dicha.

La expresión está cerca incluye dos matices: primero, la venida del reino, que no se predice en general para cualquier tiempo futuro, sino que se declara del momento presente. El reino de Dios viene y no puede ser detenido. Pero ello no quiere decir: el reino de Dios está ahora aquí. Todavía no llega con pleno desarrollo ni con toda su gloria.

También tiene valor el segundo elemento que está contenido en estas palabras: «Está cerca». Está por así decir delante de la puerta, ante las murallas del mundo de los hombres, en las fronteras del acontecer. Su cer­canía es amenazadora y agradable al mismo tiempo, pero aún es una cercanía. No dominará ni forzará al hombre ni a los pueblos. Dios llega, pero no sin ser esperado ni ser aceptado con prontitud por el hombre. A la palabra de arriba corresponde la respuesta de abajo. Por eso de-

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lante del llamamiento de la salvación está el llamamiento a la penitencia: «Convertios.» Antes hemos oído lo que significa este llamamiento a la penitencia (p. 51). Tiene que cambiarse toda la vida. Según parece, sólo cuando esto haya sucedido, habrá ya llegado el reino. Entonces el tiempo futuro se trocará en tiempo presente, el acer­camiento en la llegada; entonces estará presente lo que antes estaba cerca. Ésta es como una ley de la actividad salvadora: Dios procede primero y viene antes, pero el hombre tiene que proceder en segundo lugar y ha de venir después. No hay llegada de Dios sin transformación de la vida, no hay reino de Dios sin destronar al hombre...

5. Los PRIMEROS DISCÍPULOS (4,18-22).

1K Mientras iba caminando junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a su her­mano Andrés, que estaban echando al mar una red de mano, pues eran pescadores. I9 Y les dice: Seguidme, y os haré pescadores de hombres. 20 Ellos, inmediatamente, dejaron las redes y lo siguieron.

El primer hecho que se nos da a conocer en san Mateo, no es un gran milagro, no es un hecho espectacular, sino algo muy discreto. Como de paso se cuenta que Jesús va caminando por la ribera del lago de Genesaret. Ve a dos pescadores que realizan su trabajo con pequeñas redes cir­culares de mano, evidentemente cerca de la orilla en aguas poco profundas. Se presenta a los dos hombres como si ya fueran conocidos: Simón lleva el sobrenombre de Pedro, es decir, «piedra», «roca», que también es en cierto modo el nombre de su cargo 10. Además se dice que Andrés es su

10. En san Mateo se habla principalmente de «Simón Pedro», como

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hermano. En las listas de los apóstoles los dos están siem­pre al principio con la otra pareja de hermanos. Pedro siempre es el primero de la lista11. A Simón se le con­cede la distinción de ser el primero que fue llamado, lo cual ya es una indicación de su posterior rango promi­nente.

Lo siguiente se describe con tanta concisión, que hay que darse cuenta claramente de la magnitud del suceso. ¿Qué ocurre en este encuentro? No se saluda a nadie, no se conversa ni se da a conocer uno a otro, sino solamente se hace un llamamiento. Jesús llama a los dos pescadores, que están en el mar, con una palabra que suena como una orden: «Seguidme». Es una llamada que hay que ima­ginarse que se hizo en voz alta y que pudo oírse por en­cima del murmullo del agua. En seguida se añade el ob­jetivo de la orden: Os haré pescadores de hombres. Deben seguir siendo lo que son: pescadores. La profesión que han ejercido a lo largo de su vida, la podrán seguir ejer­ciendo. Pero ya no con el fin de sacar peces del agua para venderlos y obtener el alimento cotidiano de sus familias. Los pescadores de hombres ¿son gente que debe perse­guir a hombres, cogerlos y llevárselos a su casa? Queda sin decidir con qué medios y con qué objetivo deben pro­ceder así. Puede ser que Pedro y Andrés entonces y du­rante largo tiempo no tuvieran idea de ello. Sólo cuando Jesús los mandó a predicar (10,lss), debieron compren­der más claramente esta profesión. Y con una claridad meridiana después de la resurrección de Jesús, cuando fueron enviados al mundo para enseñar a todos los pue­blos (28,16-20).

le llamó la primitiva Iglesia. En san Marcos el mismo Jesús puso el so­brenombre (3,16; cf. Et 16,18).

11. Cf. Mt 10,2; Le 6,14, en que P e d r o y Andrés encabezan la lista; en Me 3,16s se citan los apóstoles por e s t e orden: Simón, Santiago. Juan y Andrés; y en Act 1,13: Pedro, Juan, Santiago y Andrés.

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Pero aquí solamente se indica el tema: se traza a gran­des rasgos su futuro camino. Este tendrá dos distintivos: «seguidme», es decir la adhesión incondicional a Jesús; «pescadores de hombres», es decir su misión en el mundo...

Los dos hermanos siguen al instante el llamamiento: Ellos, inmediatamente, dejaron las redes y lo siguieron. Los dos se van con Jesús, dejando e) trabajo, el oficio cotidiano y también los compromisos con la mujer y con la familia, la vivienda y su tierra natal. Mucho más tarde, quizás años después de esta escena, Pedro pide una re­compensa: «Pues mira: nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (19,27). Jesús ha querido que la re­nuncia y el desprendimiento de los bienes fueran una ley fundamental para sus discípulos: «Ninguno de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, puede ser mi discí­pulo» (Le 14,33).

No se dice: «se fueron con él», o «se asociaron a él», sino de una forma más significativa: lo siguieron. Con estas dos palabras no se dice sólo que le acompañaron, formaron una especie de grupo de viajeros o una peña de ayudantes, dispuestos a servirle. Son unas relaciones de se­guimientos: él va delante, ellos van detrás; él dirige, ellos son dirigidos; él es el primero, ellos los que siguen. Desde un principio las relaciones entre ellos se han estableci­do así, y así ellos han vivido con estas relaciones cada vez más profundas hasta imitar a Jesús en el servicio, en la humillación, en las persecuciones, y también en la muerte...

21 Pasando más adelante, vio a otros dos hermanos: Santiago, el de Zebedeo, y su hermano Juan que remen­daban su redes en la barca, con Zebedeo, su padre, y los llamó. 21 Ellos inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.

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Lo mismo se repite con otros dos hermanos: Santia­go, el de Zebedeo y su hermano Juan. De ellos se dice que estaban ocupados con su padre en la barca limpiando y remendando las redes. El evangelista aquí aún se expresa más brevemente: «y los llamó», les dio voces, les mandó venir. Con el verbo llamar se alude a las mismas palabras que Jesús ha dicho a Simón y a Andrés (v. 19). Igual que los primeros abandonan al instante su trabajo, «la barca y a su padre», y se van tras él. No se indica lo que el padre ha pensado en este momento y cómo se ha explicado la conducta enigmática del que llamó a sus dos hijos y la partida de éstos. Todo está bajo el único llamamiento poderoso y apremiante del que lleno del Espíritu Santo, probado en el desierto, ahora ha dado a conocer el gran mensaje y procede con el poder de su cargo.

¿Por qué puede el evangelio informar primeramente del llamamiento de Jesús? ¿Cómo se relaciona esta in­formación con el mensaje (que se acaba de pregonar) del cercano reino de Dios? Aquí empieza el reino de Dios en una medida desde luego muy módica. Son hombres muy sencillos, en cada caso de acuerdo con su proceden­cia y estado. No pertenecen a la capa social de los inte­lectuales o influyentes en el país y son pocos. Con ellos empieza Jesús y por así decir todo lo deposita en ellos. Ellos serán el fundamento, sobre el que debe levantarse la construcción. ¡Qué audacia! Pero Jesús sabe que lo anun­ciado no puede fracasar. La decisión de Dios, su propia misión son inapelables. La obra tendrá éxito, el edificio se levantará.

¿Se echa realmente de ver en esta llamada la libertad? ¿No quita Jesús a estos hombres cualquier posibilidad de ponderar y de reflexionar con prudencia, decidirse libre­mente y proceder sin influencia ajena? Ellos también hu­biesen podido tomar otra decisión, rechazar el llamamiento

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NT Mt I. 6

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como el joven rico (19.16-22), o hubiesen podido hacer objeciones cautelosas, como otros que fueron llamados (8.18-22). Pero ellos actúan instantánea y resueltamente. Eso solamente es posible si han vivido en una constante disposición para el llamamiento de Dios y su voluntad regia, sabiendo que Dios en cualquier tiempo puede re­clamarlo todo y exigir cualquier servicio...

Pero además: aunque sean el principio del reino de Dios, con todo antes no han hecho penitencia ni han cam­biado su vida. Las dos cosas están estrechamente enla­zadas entre sí. Aquí se pone en claro que ha sido trazado un camino especial para aquellos a quienes más tarde se llama apóstoles. Para ellos el principio de su nueva vida no consiste solamente en una transformación de sus sen­timientos y de su actividad, sino ante todo en el segui­miento del maestro. Para ellos el principio de la con­versión está unido con la cercanía y solidaridad inmediatas con la vida de Jesús. En el curso del Evangelio llegamos a conocer muchas cosas sobre la manera como se perfec­ciona este principio, la disposición incondicional viene a parar en el seguimiento vivido, se ejercita diariamente en este grupo el cambio de mentalidad y la penitencia.

Dios ha puesto para todos el mismo objetivo: su reino. Pero los caminos son distintos: «Y Dios puso en la Igle­sia: primeramente, apóstoles; en segundo lugar, profetas; en tercer lugar, maestros... ¿Acaso son todos apóstoles? ¿Todos profetas? ¿Todos maestros?» (cf. ICor 12,28s). Cada uno tiene que conocer y seguir su camino, al cual ha sido llamado. Se tiene que estar dispuesto, como un corre­dor, que agazapado espera la señal de salida, teniendo ante los ojos la pista y dirigiendo la mirada a la cinta de la meta. Entonces el maestro puede llamar a los discípulos a donde él quiera.

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6. ACTIVIDAD DEL SALVADOR EN GALILEA (4,23-25).

A la vocación de los primeros discípulos el evangelista agrega una descripción general de la actividad de Jesús. El escenario es «toda Galilea», la actividad del Mesías consiste en «predicar» y «curar». Por una parte, mediante este fragmento, el relato queda aislado del principio de la obra mesiánica, por otra par­te conduce a la gran parte instructiva del sermón de la monta­ña, que abarca los tres próximos capítulos.

23 Y recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, predicando el Evangelio del reino y curando en el pueblo toda enfermedad y toda dolencia.

Jesús ha establecido su domicilio en Cafarnaúm (4,13), pero no se ha detenido solamente allí. Va por los alrede­dores y recorre el país. La semilla de la palabra tiene que ser diseminada, el mensaje tiene que ser transmitido a todas partes. «En tu palabra hallé el gozo y alegría de mi corazón», confiesa Jeremías (Jer 15,16). La palabra tiene que multiplicarse y difundirse en el país. No debe haber nadie que no la haya oído. «¿No son mis palabras como fuego y como martillo que quebranta las peñas?, dice el Señor» (Jer 23,29).

El Mesías no solamente trae la palabra de la salva­ción, sino también la obra de la salvación. La salvación y las curaciones están muy unidas. Se manifiesta ostensi­blemente que Dios obra el bien, da la salvación y la salud. Las dos actividades de enseñar y curar se nom­bran una a continuación de la otra en la misma frase. Así se pone en claro que las dos actividades forman parte de la única misión de Dios. A Jesús no le estimula a curar solamente una compasión humana ni tampoco una mise­ricordia divina del enfermo. Lo que le estimula es el deseo

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de proclamar de hecho el reino de Dios. El mundo sana y se restablece cuando Dios viene; se hacen desaparecer en el pueblo las enfermedades y «toda dolencia», cuando se presenta el Mesías 12.

Se habla del mensaje con dos verbos distintos: Jesús enseña y predica. Jesús recorre el país, pero no como un predicador ambulante de una secta, ni como un practi­cante terapéutico. Enseña «en las sinagogas»; se coloca conscientemente en el orden de la tradición. La sinagoga es el sitio ordinario de la comunidad local judía, en el que se lee y expone la Escritura, y se ora. Jesús enseña en estas casas de oración y locales de asamblea que exis­tían en cada población como sustituto del templo de Je-rusalén. El texto griego dice que Jesús enseñaba en las sinagogas de ellos, lo cual ya muestra la distancia que había entre el pueblo judío y la Iglesia cristiana del tiempo posterior, en el cual ha sido redactado el libro. Los cris­tianos en las sinagogas ya no tienen la sensación de estar en su casa paterna, como sucedió durante largo tiempo en la comunidad primitiva de Jerusalén. Para ellos estas casas solamente son instituciones judías, de las que los cristianos están expulsados. La dolorosa separación entre judíos y cristianos se trasluce en estos locales, y también nos conmueve profundamente " .

Lo que Jesús hace en las sinagogas no es la corriente y usual interpretación de textos de la Escritura y su apli­cación al tiempo presente. En las sinagogas Jesús tam­bién «predica el reino de Dios». Anuncia su proximidad y exhorta a la penitencia, como puede leerse en 4,17. Aquí se designa este mensaje como Evangelio del reino.

12. Esta frase es como un título para los siguientes capítulos: «Doc­trina de Jesús», en ios capítulos 5-7; «Milagros de Jesús», en los capí­tulos 8-9.

13. Cf. textos semejantes en Mt 7,29; 9,35; 11,1; 12.9; 13,54.

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Ésta es probablemente la expresión más concisa y acer­tada que encontramos en todos los Evangelios para de­signar este mensaje. Resume lo que Jesús ha predicado y también puede aplicarse exactamente a lo que la Iglesia apostólica predicaba en su primera misión. Un buen tí­tulo del Evangelio de san Mateo podría ser «Evangelio del reino», o bien «buena nueva del reino de Dios». Es tiempo festivo, tiempo de alegría, ya que Dios se acerca, como oyó el profeta: «Entona himnos, hija de Sión; canta alabanzas, Israel; alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén... El Señor, rey de Israel, está en medio de ti: jamás tienes que temer mal alguno. En aquel día se dirá a Jerusalén: No temas; y a Sión: No hay que des­mayar. Está en medio de ti el Señor, el Dios tuyo, po­deroso para salvar; en ti hallará él su gozo y su alegría; será constante en amarte, se regocijará y celebrará tus alabanzas» (Sof 3,14.156.16.17). Si oímos o leemos el Evangelio, esta alegría debe afectarnos...

24 Su jama se extendió por toda Siria, y le trajeron todos los que se sentían mal, aquejados de diversas en­fermedades y dolores: endemoniados, lunáticos y paralU ticos, y los curó.

La noticia del taumaturgo que enseña, se divulga por todas partes, «por toda Siria», como dice el evangelista, es decir por la región que limita con el norte de Palestina. Especialmente sus curaciones atraen a los hombres, de tal forma que le traen los enfermos y todos los que se sentían mal. Se nombran en primer lugar las enfermeda­des en general, luego se añaden algunas que parecen ser especialmente graves y que los antiguos creían que difícil­mente podían curarse: endemoniados, lunáticos y paralí­ticos. Ya aquí se resume brevemente lo que el evangelista

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más tarde expone en extensos relatos de curaciones. Ante nuestros ojos se presenta de una manera grandiosa el poder milagroso y la autoridad sobre todo sufrimiento. Es como si un imán atrajese toda fatiga y enfermedad, todo mal y congoja. Al mismo tiempo se presenta una gran esperanza que está despierta en los corazones de los hombres. ¡Qué multitud de hombres atormentados ante este solo hombre! En uno de sus famosos cuadros Rem-brandt ha pintado la figura de Jesús rodeado de una le­gión de enfermos y curándolos. En la historia siempre hubo, e incluso hay en nuestros dias, escenas en que se presenta un galeno o bien un charlatán, y los hombres le rodean ansiosos y con una credulidad ingenua. Pero siempre hay solamente uno que pueda dar abasto a tanta concurren­cia, y que pueda dominar el mal, el que «tomó nuestras flaquezas, y cargó con nuestras enfermedades» (8,17)...

25 Y lo siguieron grandes muchedumbres de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro lado del Jordán.

San Mateo aún incluye en esta gran escena un ter­cer dato: le siguen grandes muchedumbres. En sus corre­rías no sólo le acompañan los discípulos, que él ha lla­mado, sino muchos otros. Puede haber sido una multitud abigarrada, de la que formaban parte personas que bus­caban en serio la verdad, y holgazanes ávidos de sensa­ciones; mujeres y hombres, doctos y sencillos, sanos y enfermos. Le rodean como un enjambre, prestan atención a cualquier palabra y a cualquier gesto, para que nada se les escape; pero en lo más íntimo están incitados por una gran esperanza, cuya expresión para ellos —quizás entremezclada con ideas curiosas— es el «reino de Dios».

Es una comitiva, cuyos miembros proceden de toda Palestina, cuyas zonas san Mateo indica con precisión:

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Galilea al norte, el territorio casi completamente pagano de las diez ciudades (Decápolis) en el noreste del Jor­dán, también Jerusalén y Judea en el sur. y las zonas situadas en el sudeste del Jordán («el otro lado del Jor­dán»), Todo ello era una gran Palestina (sólo deja de mencionarse Samaría), en cuanto allí aún vivían judíos, aunque muchas veces como pequeña minoría entre los pa­ganos. Es el mismo territorio que ocuparon, conducidas por Josué, las doce tribus de Israel, que venían de Egipto y del desierto. Políticamente sólo estuvo unida una vez en la larga historia: en los reinados de David y Salomón. Pero en un sentido religioso ha continuado siendo la tierra de los padres, de la promisión, la tierra santa de Israel asignada por Dios. Esta tierra ahora toma posesión del Mesías, y éste la toma de dicha tierra. El camino de Dios conduce con seguridad a la meta. El pueblo de Dios surgirá de nuevo de la tierra y del pueblo de las doce tribus.

II. DOCTRINA DE JESÚS (5,1-7,29).

El Evangelio de san Mateo se caracteriza especial­mente por los grandes discursos. En cada uno de estos discursos ocupa el centro un tema de la predicación de Jesús. El primero y el más importante es el llamado «sermón de la montaña». En él se ponen los fundamentos del reino mesiánico. Desde los tiempos más antiguos del cristianismo hasta hoy día estos tres capítulos actuaron como un horno ardiente que atizaba el fuego del Evangelio en innumerables corazones. Es como si se entrara en una catedral construida de grandes sillares. Es «el Evangelio del Evangelio».

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INTRODUCCIÓN (5.1-2).

1 Cuando vio agüellas muchedumbres, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos. 2 Y abriendo sus labios, los instruía así:...

Las «muchedumbres» que contempla Jesús, son las que le habían seguido, aquella multitud abigarrada proce­dente de todos los territorios de Israel (4,25). Así pues, el discurso debe estar dirigido a toda la tierra de Israel (4,25), a los representantes de todas las zonas y tribus. Con esto solo se recalca la importancia de la predicación que sigue. Se recalca esta importancia diciendo que Jesús «subió al monte» y allí se sentó. No se dice qué montaña es. Carece de fundamento cualquier suposición sobre este particular. Se alude a la montaña como tal, al lugar ele­vado, desde el cual se puede contemplar una gran muche­dumbre, pero también es el lugar de la instrucción divina. Así también estaba Esdras, cuando leyó al pueblo el libro de la ley «en un lugar más elevado que todos» (Neh 8,5). La postura de estar sentado es propia del maestro. Los rabinos se sentaban en la cátedra de Moisés en las sinagogas (cf. 23,2), en la basílica de san Pedro en Roma, Pedro está sentado en la cátedra con el brazo derecho levantado en actitud de enseñar. Al antiguo arte cristiano gusta de representar así a Cristo. Lo que aquí oímos es enseñanza que se propone con pleno poder y con la autoridad de Dios.

El discurso va dirigido a todo Israel, pero también a sus discípulos. Se les menciona de propósito, se le acercan. Le pertenecen. Es el principio del Israel despertado de nuevo, convocado de entre las doce tribus. La coordina­ción de pueblo y discípulos no hay que entenderla como

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si algunas partes del discurso estuvieran destinadas a la generalidad, otras solamente para los discípulos. Tam­poco hay que entender esta coordinación como si las palabras solamente se dirigieran a los discípulos, y las masas sólo fueran espectadores. Jesús habla a los discípu­los como al verdadero Israel, que ahora ya existe, y Jesús habla a todos como al Israel de la esperanza y del fu­turo. O viceversa: Jesús habla a todos los oyentes de la verdadera voluntad de Dios, que todos ellos tienen que cumplir, pero que los discípulos ya han empezado a cumplir. No es un discurso para los que tienen un gusto exquisito en materia religiosa, para los piadosos y obe-' dientes, sino para todos los que están llamados a ser dis­cípulos, al «Israel», que quiere tener realmente a Dios, a quien todos deben pertenecer, incluso nosotros mismos... Así pues, todas las palabras van dirigidas a nosotros, y no hay posibilidad de soslayar sus grandes exigencias.

1. VOCACIÓN DE LOS DISCÍPULOS (5.3-16).

a) Las bienaventuranzas (5,3-12).

El discurso empieza con la palabra «bienaventurados», que se repite ocho veces. Es una proclamación, es una promesa, una apelación cordial, cuyo sentido es ¡dichosos vosotros! Esta palabra se emplea en el Antiguo Testamento para desear la victoria, la paz y la felicidad, y para aclamar. Lo contrario son las conde­naciones conminatorias encabezadas con la exclamación «¡ay de vosotros!». Bienaventuranza y conminación van dirigidas a perso­nas concretas. San Mateo inicia el discurso con una larga serie de tales bienaventuranzas. En el capítulo 23 hay una serie to­davía más larga de conminaciones contra los «escribas y fari­seos» 14. Las bienaventuranzas aquí revelan la imagen auténtica "

14. Cf. Le 6,20-26, donde cuatro bienaventuranzas van seguidas de las cuatro imprecaciones correspondientes. Según convicción general las cuatro

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del pueblo de Dios y con ello, la de los elegidos por Dios. Alli las conminaciones juzgan al falso Israel y a todos los que no conocen ni cumplen la valuntad de Dios.

Las ocho bienaventuranzas juntas dan una idea del perfecto discípulo de Jesús, que se expone con más por­menor en todo el sermón de la montaña. Aquí ya podría servir de título lo que leeremos más adelante en un impor­tante pasaje: «Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (5,48).

3 Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Jesús fue enviado «a llevar la buena nueva a los po­bres» (Is 61,1). En primer lugar, en el Antiguo Testamento no se tenía ninguna estima de los pobres, antes bien las propiedades y las riquezas eran consideradas como signo de la bendición de Dios. Sin embargo, en tiempo poste­rior se reconoce más claramente que el indigente y des­valido puede estar especialmente cerca de Dios. Así puede haberlo confirmado la experiencia de tales hombres. Así especialmente en los salmos vemos representado al pobre, que es amado por Dios y está especialmente vinculado a su benevolencia ' '. Este «pobre» ha aprendido a ver de una forma nueva su destino. No se siente como desatendido ni desamparado. Su carencia de bienes terrenos se le con­vierte en riqueza de bienes espirituales, en libertad ante Dios, en humildad y esperanza.

Jesús se refiere a estos «pobres». No están descontentos

bienaventuranzas de san Lucas son más primitivas que las ocho de san Mateo; lo mismo puede aplicarse al uso de la segunda persona en vez de la tercera en san Mateo.

15. Cf. Sal 18,28; 41,17; 86,ls; 70.6.

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con su suerte ni traman una revolución violenta. No son tontos, de pocas luces o ineptos, sino pobres «en el espí­ritu», su pobreza tiene una faceta espiritual. Transfieren su modesta posición en la sociedad terrena a sus rela­ciones con Dios. Todo lo esperan de él, no se fían de los propios bienes de justicia y piedad. Por consiguiente toda su vida ha llegado a ser pobre, la vida terrena y la vida espiritual.

A estos pobres espirituales se promete el reino de Dios. Si lo miramos bien, sólo ellos pueden entrar en posesión del reino de Dios, porque no traen nada consigo, sino que todo lo esperan de arriba. Están libres de la carga de los bienes terrenos y de la carga de la propia presunción, por eso también están libres para Dios. Tie­nen que ser espiritualmente pobres todos los que quieren entrar en posesión del reino de Dios, solamente a ellos se les puede hacer donación de este reino.

4 Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Así como el Mesías debe llevar la buena nueva a los pobres, así también debe «curar a los de corazón lastimado» y proclamar la hora en que se consolará «a todos los que lloran» (Is 61,1 s). Los que lloran son aproximadamente los mismos que los «pobres en el espíritu»: todos los que presentan a Dios su sufrimiento, la inquietud silen­ciosa en el corazón, y el grito del dolor penetrante. Hay muchas lágrimas en el mundo, un mar de lamentaciones y sufrimientos. Llanto por la pérdida de un ser querido, de bienes o incluso de prestigio, por los desengaños y reveses de fortuna, pero detrás de todo esto hay una gran tribulación. Es el llanto por el estado perdido del mundo, en el que no son respetados Dios y su ley; es el llanto

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inherente a toda pesadumbre particular. Es el llanto que tiene toda persona que ve y está en vela. No sólo ve su propio destino personal con sus miserias, sino lo general, todo el mundo en un estado de confusión y sufrimiento.

Pero los discípulos no deben ser personas cuyos ojos parezcan lúgubres y los rostros melancólicos; no han de llevar la cabeza gacha. Aceptan el dolor sin asustarse, pero tampoco lo alejan de sí a la ligera. Abren su alma oprimida a Dios. Y Dios los consolará ya ahora, cuando el esperado «consuelo de ísrael» (Le 2,25) manifiesta la promesa liberadora, pero sobre todo cuando Dios «en­jugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni llanto, ni lamentos, ni trabajos existirán ya» (Ap 21.4)...

5 Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

Casi lo mismo leemos en el Sal 36.11: «los mansos heredarán la tierra». ¿Quiénes forman parte de este gru­po? Los «pobres» y los «mansos» están estrechamente unidos en el Antiguo Testamento. Ambos se contentan con todo y son pobres, se conforman con la voluntad de Dios y están llenos de esperanza en la benevolencia divina. No oprimen ni explotan, ni pretenden una venganza feroz ni la obtención violenta de sus objetivos. Saben que Dios odia la injusticia social y juzga a los opresores orgullosos: «Porque ellos venden el justo a precio de plata, y el pobre por un par de sandalias; abaten hasta el suelo las cabezas de los pobres, y esquivan el trato con los humildes; recués-tanse junto a cualquier altar, sobre los vestidos tomados en prenda, y en la casa de su Dios beben el vino de aquellos que han sido multados» (Am 2,6s.8). Los pobres y los mansos también saben que Dios «juzgará a los pobres con justicia, y tomará con rectitud la defensa de los

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humildes de la tierra» (Is 11,4). Son los sencillos, los do­blegados, pero son personas enteramente abiertas para Dios.

Los mansos heredarán la tierra. ¿Qué tierra es ésta? En primer lugar la tierra de la promesa, Canaán, que los israelitas tenían ante su vista en el desierto y miraban con ansia, y que luego obtuvieron de Dios como regalo gra­tuito. Esta tierra fue profanada por el culto idolátrico y la apostasía, se perdió en el gran reino de Babilonia, fue de nuevo otorgada después de la cautividad. Con todo en la historia del pueblo nunca pareció que su posesión estuviera plenamente asegurada. En la catástrofe del año 70 después de Jesucristo, fue de nuevo conquistada y poseída por los romanos. Entonces se rompió definitiva­mente la unidad entre Dios, el pueblo y la tierra. Mucho tiempo antes ya se había espiritualizado la esperanza: la tierra se convirtió en el símbolo de la herencia celestial imperecedera.

Así continúa el anhelo, incluso más allá del Nuevo Testamento, hasta el futuro del reino de Dios. También la tierra, como espacio donde se desarrolla la vida, perte­nece a cada hombre y a cada pueblo. Los escribas dicen que «no es persona humana quien a ninguna tierra puede llamar propia» , c . Llegará a restablecerse la unidad de Dios, pueblo y tierra, pero de una forma nueva y muy distinta de antes. No poseerán la tierra los conquistadores y soberanos, sino los que se han doblegado, los mansos y los pacíficos de la tierra...

6 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de jus­ticia, porque ellos serán saciados.

16. Cf. H. L. STRACK - P . BILLERBECK, Kommenlar zttm NT aus Talmud und Midrasch, Munich "1956, iv /2 , p. 881.90U.

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El hambre en el mundo. En efecto, ningún tiempo ha experimentado y sufrido esta indigencia tan profunda­mente como el nuestro. El hambre es como un clamor que surge de todo el género humano, una indigencia del hombre, que nos sobrecoge a la vista de mil escenas y casos angustiosos. Se promete a los hambrientos la sa­ciedad, pero una saciedad completa y duradera, que jamás dejará pendiente una necesidad. Esta saciedad tam­poco se logra ahora, sino en el comienzo del reino de Dios. Más tarde Jesús subrayará claramente estas palabras mediante su obra: en la prodigiosa multiplicación de los panes (14,13-21; 15,32-39). Pero es importante que los hambrientos sean como los «pobres» y «mansos», que llenos de confianza ponen su vida en manos de Dios, y de él esperan la ayuda en la necesidad.

Pero el hambre del cuerpo sólo es una faceta del hambre humana. Las voces que piden pan son voces de todo el hombre. Aunque el cuerpo esté saciado, pero queda otra hambre y sed, que puede ser igualmente atormentadora, pero todavía mucho más intensa. Es el hambre del espí­ritu y del corazón, de ser tal como Dios nos ha creado y nos quiere tener. Esta bienaventuranza habla de esta ham­bre. La saciedad se promete a los que tienen hambre y sed de justicia. Ésta no es la justicia civil de la jurispru­dencia, tampoco es la justicia en el trato cotidiano con los demás, justicia que con frecuencia echamos de menos con dolor. Aquí hay que entender la justicia en el sentido en que se llamó justo a José. Es la justicia que hace perfecto al hombre ante Dios, es esta misma perfección. El que quiere ser justo, ansia cumplir íntegramente y sin reserva la voluntad de Dios.

No se indica si esta justicia también puede lograrse con la actuación humana o si sólo es un obsequio propi­cio de Dios. Más adelante se esclarece esta cuestión mejor

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que en el texto que comentamos ,T. Lo principal es que el hombre tenga el anhelo de dirigir su vida hacia Dios, y de ver el sumo bien de su vida en la justicia que ie hace digno de Dios. Pero ciertamente se dice que la suprema saciedad y la más profunda satisfacción del ser humano no tiene lugar aquí, sino en el tiempo futuro... No es que se huya de la realidad o se entumezca la actividad humana, sino que se adquiere el conocimiento desapasio­nado de la verdad de que el hombre no vive sólo de pan (cf. 4,4).

7 Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos al­canzarán misericordia.

Jesús promete el reino de Dios a los pobres en el espíritu, a los que lloran, a los mansos y a los que tienen hambre de justicia. Es común a todos ellos que su vida no está cerrada, sino abierta por la necesidad. Todos expe­rimentan su indigencia, su debilidad, su dependencia, el carácter truncado de su vida. Lo mismo puede decirse de los misericordiosos. Se los declara bienaventurados, porque obran el bien, colocan la misericordia por encima del derecho, no tratan con hostilidad al prójimo, sino que alivian las necesidades y curan las heridas. No por sentimientos benévolos y amistosos hacia los hombres, sino porque saben que necesitan la misericordia de Dios, viven continuamente de ella. No juzgan para no ser juz­gados (7,1); no pagan mal por mal, porque a ellos sólo se los retribuye con bienes; no condenan al hermano, porque ellos no son condenados; perdonan a los que les hacen injusticias, porque son constantemente perdonados por Dios (cf. 6,14s; 18,35). Pero sobre todo no podrán

17. Cf. 6,1.33; 25,14-30.

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sostenerse el día del juicio sin esta misericordia. Así como su anhelo tiende a la saciedad y a la posesión de la «tierra», también tiende a la gran misericordia en el juicio...

8 Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

No sólo tenemos hambre y sed de justicia, sino tam­bién, y con mucha mayor intensidad, tenemos hambre y sed de contemplar a Dios. Todo el mundo y su gloria sólo es un reflejo de la belleza de Dios. En todas partes están grabadas las huellas de Dios, en el fulgor radiante del sol, en la sencilla nitidez de la flor, en el rostro del niño. Pero al mismo Dios no lo vemos. Cuando el israe­lita subía por el monte de Sión para ir al templo, pedía a Dios la gracia de verle: «Sedienta está mi alma del Dios viviente. ¡Ay! ¿Cuándo tornaré y veré de Dios la cara?» (Sal 41,3).

Moisés pide a Dios la misma gracia: «Muéstrame tu gloria.» Respondió el Señor: «Yo te mostraré a ti todo el bien y pronunciaré el nombre del Señor delante de ti. Usaré de misericordia con quien yo quiera y haré gracia a quien me plazca. En cuanto a ver mi rostro, prosiguió el Señor, no lo puedes alcanzar, porque no me verá hom­bre alguno sin morir. Mas yo tengo aquí, añadió, un paraje especial mío. Tú, pues, te estarás sobre aquella peña. Y al mismo tiempo de pasar mi gloria te pondré en el resquicio de la peña y te cubriré con mi mano derecha hasta que yo haya pasado. Después apartaré mi mano y verás mis espaldas; pero mi rostro no podrás verlo» (Éx 33,18-23). Sólo se otorga en parte la gracia pedida. La visión de Dios aquí nos está prohibida y está reservada a la eternidad. El Dios oculto e invisible mora en la luz inaccesible. «Ningún hombre lo vio ni puede verlo» (ITim

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6,16). Pero luego sucederá el prodigio de que Dios llegue a ser visible a nuestros ojos glorificados.

No todos verán a Dios, sino solamente los limpios de corazón. Con estas palabras se alude a una íntima pureza y claridad, por así decir, a un receptáculo perfectamente diáfano y limpio para la plenitud de aquella luz. El co­razón se ensucia con pecados de toda clase: «Lo que sale de la boca, del corazón procede, y esto sí que con­tamina al hombre. Porque del corazón salen las malas intenciones, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias (15,18s). El mal nace en el corazón. De este modo se vuelve impuro el corazón y, por tanto, todo el hombre (cf. 6,22s). Son limpios de corazón aquellos de quienes procede el bien, los pensamien­tos de amor y de misericordia, el anhelo de Dios y de su justicia. Este anhelo quedará satisfecho, si el mismo Dios se ofrece a nuestros ojos de una forma imponente y bea­tificante...

9 Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios.

«Dios es un Dios de paz, tiene designios de paz, y no de aflicción» (Jer 29,11). En él está la plenitud de la vida, pero ningún antagonismo ni contradicción. En nuestro mundo y en la sociedad humana hay discordias y contien­das bulliciosas. Se ha roto la unidad, se ha perturbado la paz. No solamente se trata de sentimientos benignos, de tolerancia o disposición para ceder. La paz es un bien excelso, en último término un bien divino como la justicia y la verdad, una prenda de la salvación, que el hombre debe seguir dando. Nuestra aspiración tiende a una paz en la que Dios esté incluido y los hombres estén de acuer­do entre sí y con Dios. Cuando éste no es el caso, incluso

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N T Mt T 7

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puede suceder que surja la división entre los padres y los hijos, entre los esposos, «y serán enemigos del hombre los de su propia casa» (10,36).

Bienaventurados los que traen la paz, reconcilian a los contendientes, apagan el odio, unen lo que está separado. En la vida cotidiana normal, con un pequeño gesto, con una palabra conciliadora, que procede de un corazón lleno de Dios. Bienaventurados los que sienten estas ansias y velan por la paz entre las naciones y trabajan por ella con intención pura. Sobre todo bienaventurados los que ponen paz entre Dios y el hombre. Éste es el especial encargo de cualquier servicio apostólico, que según dice san Pablo, en el fondo es «servicio de la reconciliación» y «mensaje de la reconciliación» (2Cor 5,18-21). Pero tam­bién puede decirse de cualquier cristiano. El que irradia la propia paz en Dios, no necesita abundar en palabras: será camino y puente para que muchos encuentren esta paz.

Al fin de los tiempos todos serán llamados hijos de Dios, es decir serán hijos de Dios. Jesús siempre emplea nuevas imágenes para describir la vida en la consuma­ción del reino: posesión de la tierra, saciedad, visión de Dios, filiación divina. El Antiguo Testamento llama «hi­jos de Dios» a los ángeles y seres celestiales, pero raras veces a los hombres. Es un privilegio de personas ensal­zadas, sobre todo de los reyes de Israel. En la expectación también se designa como hijo al futuro Mesías: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy» (2,7), y en el bau­tismo mostró el Padre con las mismas palabras su predi­lección por su «hijo amado» (Le 3,22). Esta filiación del Mesías es única y sin igual. Pero las demás deben venir a ser un tesoro general de salvación en la eternidad.

Ésta es la metáfora más bella de nuestra elección y vocación. Indica una plena solidaridad con Dios, un amor personal como el que hay entre el Padre y el Hijo, la

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proximidad íntima del soberano universal, la armonía con el Dios santo. Ahora ya se lleva a término algo de esta promesa para el tiempo futuro. No todavía en sentido pleno, pero sin embargo ya está en vigor real y verda­deramente lo que se dice de nosotros en la primera carta de san Juan: «Somos llamados hijos de Dios. ¡Y lo so­mos!» (Un 3,1)...

10 Bienaventurados los perseguidos por causa de la jus­ticia, porque de ellos es el reino de los cielos.

En todos los tiempos ha habido persecuciones, por ene­mistad personal, por aversión racial, por discordias sobre la propiedad entre tribus o naciones, pero ¿se puede ser perseguido por «causa de la justicia»? Se trata de aquella justicia de Dios, de la que debemos tener hambre y sed (5,6): la entrega a Dios y la perfecta pureza y orden en la vida, a imitación de Jesús. Esta justicia ¿no tendría que acuciar a los demás, en vez de repudiarlos? ¿No tendría que entusiasmar a los demás, en vez de excitarlos al odio? Jesús sabe y atestigua aquí que incluso la mayor honradez puede convertirse en motivo de enemistad. Juan el Bau­tista fue encarcelado por su integridad, y por ella fue muerto (4,12; cf. 14,3-12). El mismo Jesús tuvo que expe­rimentarlo en su propio destino. También puede aplicarse a los que son sus discípulos.

A pesar de todo son bienaventurados. Su futura exal­tación estará en vivo contraste con su humillación actual. Todos los que por causa de aquella justicia han sufrido el oprobio y la persecución, recibirán el reino de Dios. Aunque en su vida terrena exteriormente no se pueda ver nada de su gloria, aquella promesa se mantiene firme y está asegurada por la palabra del Señor. Con ella se podrán esclarecer y suprimir muchos desalientos y cansancios...

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11 Bienaventurados seréis cuando, por causa mía, os in­sulten y persigan y digan toda clase de calumnia contra vosotros. ,2 Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompen­sa es grande en los cielos; pues así persiguieron a los pro­fetas anteriores a vosotros.

La última bienaventuranza no se ajusta a las anteriores. La simetría de la tercera persona: «Bienaventurados los...», es re­levada por el tratamiento conmovido en segunda persona: «Bien­aventurados seréis...» Esta última bienaventuranza también es considerablemente más extensa que todas las precedentes. Se re­fiere al versículo décimo con el tema de la persecución y refuerza todavía la oración encabezada por la voz «bienaventurados» con la exclamación: «Alegraos y regocijaos.»

«Perseguidos por causa de la justicia» y perseguidos por causa mía son dos ideas yuxtapuestas que se explican mutuamente. Porque solamente se puede conseguir la verdadera justicia por el camino de Jesús y de su doctrina. Y viceversa: el que sufre persecución por causa de Jesús, al mismo tiempo es perseguido por causa de la justicia. No hay ninguna grieta entre el Antiguo Testamento y la doctrina de Jesús, sino plena unidad. Los escribas y fa­riseos tampoco pueden recurrir a la justicia del Antiguo Testamento y de su propia vida para oponerse a la doc­trina de Jesús.

Múltiples son las formas de la enemistad: se los cargará de insultos y maledicencias, incluso de toda clase de ca­lumnia. Todo esto sucederá, pero será falso e inventado. Cuando Jesús está ante el sanedrín, es difamado, y se hace mofa de él incluso al pie de la cruz. Los discípulos lo tendrán constantemente ante su mirada y ya no se sorprenderán...

Estos hechos no deben producir en ellos ninguna tristeza ni lamentación, ninguna terca irritación o ira enconada, antes bien deben ser causa de alegría y regocijo. No por

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causa de los insultos y humillaciones, sino porque su recompensa es grande en los cielos. Jesús no da ningún consuelo barato para el otro mundo, pero dice sobria­mente que no hay que esperar en la tierra esta recompensa. Aquí los discípulos son entregados como él a los poderes del mal, a la mentira y a la enemistad. ¿Cuál es esta gran «recompensa en los cielos»? Es lo que se ha prometido con locuciones siempre nuevas: el mismo Dios, su sobera­nía real, la visión de Dios y la posesión de la tierra, la filiación divina... Los discípulos deben prepararse no so­lamente con vistas a un tiempo futuro que está ante ellos con incertidumbre, sino también en vista del tiempo pasado, de la historia de los antepasados. Aquí ya se perfila esta ley: «Pues así persiguieron a los profetas anteriores a vos­otros.» ¿Quénes son estos perseguidores? Sus propios an­tepasados, que se opusieron a la palabra de los profetas y fueron su oprobio. La figura del profeta Jeremías, satu­rado de oprobios y probado por el sufrimiento, es un testimonio elocuente de las persecuciones promovidas por los antepasados. «Colman la medida de sus padres» (cf. 23, 32) los descendientes de aquellos padres, que procesan a Jesús, y luego odiarán a los discípulos como a él. Así pues, se piensa en las persecuciones debidas a los judíos. Ellos fueron los primeros que quisieron ahogar la semilla na­ciente del mensaje cristiano. Ésta es la experiencia de la primera misión y especialmente de san Pablo18. Aquí ya se mostró una ley general, que continuó en vigor en todo tiempo y en cualquier lugar, como sabemos hoy día después de casi dos mil años de historia de la Iglesia, especialmente después de las dolorosas experiencias del tiempo de los nazis. Jesús hace volver la mirada de los discípulos a la historia de Israel; nuestra mirada abarca

18. Cf., por ejemplo, ITes 2,14-16.

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todavía más tiempo, y esta mayor amplitud puede ha­cernos sensatos, puede preservarnos de sueños optimistas. Los apóstoles realmente se regocijaban cuando habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre de Jesús (cf. Act 5.41). ¿Nos alegraríamos también nosotros?

b) Sal de la tierra y luz del mundo (5,13-16).

Ahora se continúa el tratamiento directo en segunda persona, que empezó en los v. 11 y 12. Jesús emplea dos imágenes para mostrar lo que son sus discípulos: la sal (v. 13) y la luz (v. 14s). Una aplicación explícita concluye el pasaje (v. 16).

13 Vosotros sois la sal de la tierra; pero, si la sal pierde su sabor, ¿con qué salarla? Para nada vale ya, sino para arrojarla fuera y que la pise la gente.

Tenemos ante la vista la imagen del hombre que han descrito las bienaventuranzas. Es una imagen de la perfec­ción y de una sublime exigencia. A esta sublime exigencia corresponde una gran recompensa, la mayor de todas, la perfecta recompensa. Sin embargo, esta imagen no es una pintura romántica que transfigure la amarga realidad, des­conozca al hombre y muestre un dechado de virtud que sea pura fantasía. Especialmente en los últimos V. (10-12) se pone en claro que al discípulo no se le evita ninguna mo­lestia y que ha de tomar precauciones para pesadas car­gas. El afán por el reino de Dios traerá como consecuencia insultos y persecuciones. Pero cuando esto ocurra, enton­ces los discípulos serán «la sal de la tierra».

La sal sirve al hombre para condimentar los manjares. Los alimentos desprovistos de sal son insípidos y desabri­dos. La sal es como una fuerza interna y condimento de toda la nutrición que tomamos. Pero ocurre que la señora

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de la casa ya no puede emplear la sal. porque es insípida. se ha licuado, perdió su virtud. Por tanto, es totalmente inservible, se tiene que tirar.

Vosotros sois la sal de la tierra. Como el manjar ne­cesita sal, así también la tierra, es decir toda la humani­dad. Aguarda que la vigoricen y sazonen. Ésta es la vocación de los discípulos. Si hacen todo lo que antes se ha dicho. es decir, si son pobres y misericordiosos, mansos y limpios de corazón, si son pacíficos.y se regocijan en todas las persecuciones, entonces son la fuerza de la humanidad desvaída. Esta existencia pura que vive del reino de Dios y confía en él, es el vigor interno de la humanidad...

La frase tiene además un acento monitorio. Jesús añade en seguida: «Si la sal pierde su sabor, ¿con qué salarla?» Así pues, la vocación puede debilitarse, se pueden fatigar las fuerzas de esta vida que confían en Dios. Entonces no solamente se desmorona la propia vida del discípulo, con­siderada en sí misma, sino que con ella también se derrumba la fuerza para los demás. No hay ninguna otra sal fuera de ésta. Es la única sal, de la que necesita «la tierra». es la sal que tiene que meterse en la humanidad, sin que pueda ser sustituida por otra. Se arroja la sal insípida, los hombres la pisotean. En la imagen relampaguea en lontananza la reprobación del discípulo infiel. Arrojarle fuera. Estas palabras recuerdan el invitado sin vestido de boda, que es arrojado fuera por los sirvientes (cf. 22,12). Y al criado inútil, que escondió en la tierra el talento de su señor y es lanzado «a la obscuridad, allá afuera» (cf. 25,30). Es una vocación excelsa y gloriosa, para el discípulo y para los hombres, para quienes él debe ser sal; pero también es una vocación que puede ser malograda, que puede debilitarse, escurrirse y perecer en la indiferencia, y entonces se inutiliza por completo, incluso tiene que con­tar con el castigo...

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14 Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte; I5 ni encienden una lámpara y la colocan debajo de un almud, sino sobre el candelero. para que alumbre a todos los que están en la casa.

La segunda metáfora es todavía mayor: luz del mundo. Para nosotros el sol es la luz del mundo, sin la cual esta­mos en las tinieblas y andamos a tientas en la obscuridad. Sin su luz no hay ningún color ni belleza, no se ve el camino ni el mundo de las cosas. El mundo necesita esta luz externa, pero con mucha mayor urgencia necesita la luz in­terna, el conocimiento adecuado, la verdad. Antes se llamó a los discípulos sal de la tierra, aquí se los llama luz del mundo. Ésta es la expresión más amplia. En ambos casos se alude a lo mismo, a saber al mundo de los hombres y de su vida, al orbe al que se ha dado vida y que está habitado. Pero la palabra griega kosmos, mundo, produce todavía con más fuerza la impresión de la amplitud y del conjunto, de la totalidad del ser terreno. ¡Qué reivindica­ción! En el Evangelio de san Juan, Jesús dice de sí mismo que es la luz del mundo (Jn 8,12). Aquí los discípulos son luz del mundo. Eso sólo puede significar que los dis­cípulos son la luz del mundo, porque llevan la luz de la verdad, que Jesús ha traído. Los discípulos pertenecen a Jesús de una forma tan estrecha y están tan llenos de él, que ellos mismos se convierten en luz.

Cuando la luz realmente ha llegado, entonces también resplandece de una manera inextinguible, y nada puede oponerse a este fulgor; con él todo se ilumina e irradia. De un modo muy semejante a lo que sucede en la ciudad, que está situada a gran altura en la cima de un monte, y se ve desde todas partes; así como un castillo domina el campo, o el alto campanario de una iglesia desde todas

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partes denota la ciudad. El israelita tenia que pensar en seguida en la sola ciudad, edificada en lo alto (Sal 121.3): Jerusalén. Desde lejos la veían los peregrinos. Dios había elegido para sí este lugar, el monte santo de Sión, como hogar de su nombre, y como sitio de la gracia. En la visión de los profetas Sión también se convierte en el centro de los sucesos de la salvación en el tiempo final: los pue­blos paganos partirán hacia este monte al fin de los tiempos y dirán: «Ea, subamos al monte del Señor, y a la casa del Dios de Jacob, y él nos mostrará sus caminos, y por sus sendas andaremos; porque de Sión saldrá la ley. y de Jerusalén la palabra del Señor (Is 2,3).

La metáfora de los profetas ha continuado, su conte­nido es nuevo: ius discípulos, que tienen hambre y sed de la verdadera justicia, y que se ha convertido en la luz del mundo, serán la ciudad que no puede permanecer oculta. Ya no hay que designar como portador de la salvación para el mundo a este único lugar geográfico, sino a personas vivientes, que en sí tienen la luz. En cualquier parte en que estén, allí también está la «ciudad situada en la cima de un monte»...

Por segunda vez se dilucida la palabra luz: la señora de la casa tampoco coloca una luz debajo del almud — es decir de un barril o jarra que sirve como medida de gra­nos — sino sobre el candelero. Sería necio quien encendiera una luz, y en seguida la hiciera ineficaz, poniendo enci­ma una jarra. La luz es para iluminar o bien no tiene nin­gún sentido. La vela que enciende la señora de la casa es para que «alumbre a todos los que están en la casa». ¿No es semejante lo que sucede en los discípulos?

De nuevo está — de forma bien consciente — la palabra «todos». La tierra, el mundo, todos, siempre es la misma humanidad, toda la humanidad. Pero con la frase «todos los que están en la casa» aquí quizás se piense especialmen-

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te en los compañeros de la comunidad cristiana. Porque la luz no es solamente la luz de la misión para los paganos, sino también la luz de la edificación y del modelo para los que viven en la propia casa.

!f> Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.

En la explicación, se añade que la luz son las buenas obras. Esto no es fácil de entender. En primer lugar, la luz no son ideas ni pensamientos. Los discípulos no deben llevar a los hombres nuevos conceptos del mundo, nuevas filosofías o enseñanzas de la sabiduría, sino acciones vivas que puedan ser oídas y vistas. Así pues, ¿se trata de «bue­nas obras» según la piadosa manera católica de entender? ¿Las limosnas para la hucha de la caritas, el donativo para el día de la vejez, el cuidado de los ornamentos de la iglesia o el ayuno de las témporas? Puede ser todo eso, pero también infinitamente más. Las obras son simplemente la luz infiltrada en la vida, la luz que se ha realizado. Son la verdad configurada, la fe vivida. Las buenas obras no están junto a la fe ni la acompañan como una calle ribereña va bordeando el río, tampoco son mérito propio, como los protestantes con frecuencia reprochan. Las bue­nas obras, en suma, son la vida cristiana activa, dedicada a las obras, que fluye constantemente como de un volcán. Aquí se concibe la luz del mundo por así decir con su más intenso resplandor. Sólo irradia de veras la luz que pro­duce incesantemente tales obras, y con ellas da testimonio de sí.

Con las últimas palabras se quita todo pensamiento de propio mérito o ambición hipócrita. La luz que fluye no debe reflejarse en nosotros. No debemos alumbrar para

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que los hombres elogien nuestra luz. No se hacen las obras para ser alabados, sino única y solamente para que Dios sea ensalzado. El Padre que está en los cielos es el que debe ser reconocido. La luz del discípulo, a través de él. debe remitir al origen, al «Padre de las luces» (cf. Sant 1,17). Ésta es la última finalidad y el motivo más profundo de la vocación del discípulo: hacer ostensible a Dios con toda la existencia, con la vida iluminada por el amor, con las obras nacidas de la verdad...

2. LA VERDADERA JUSTICIA EN EL CUMPLIMIENTO DE LA

LEY (5,17-48).

Las bienaventuranzas han proclamado la nueva justicia en forma programática. En una segunda y larga sección san Mateo prosigue este tema, partiendo de la ley mosaica. Para el cristia­nismo, especialmente para los que proceden del judaismo, en se­guida tenía que surgir la cuestión de cuáles son las relaciones que tiene con la ley de los padres lo que Jesús ha anunciado y exigido. ¿Hay que realizar el concepto de la perfección expresado en las bienaventuranzas con absoluta independencia de esta ley? ¿Es una doctrina enteramente nueva? ¿Está también arraigada en el suelo materno de la historia del pueblo de Dios, de Is­rael, y en la ley? A estas preguntas da respuesta el siguiente y largo capítulo (5,17-48). También aquí se trata de la verdadera justicia, de la vida perfecta. Pero este tema se desarrolla desde el punto de vista de la ley y de la manera contemporánea de entenderla.

a) Aclaración de principios (5,17-20).

11 No vayáis a pensar que vine a abolir la ley o los profetas; no vine a abolir, sino a dar cumplimiento.

La ley fue dada por Dios como orden santo de toda la vida de Israel. También fue dada como una indicación

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para el individuo, para su pensamiento y acción éticos y religiosos. La voluntad solicitante de Dios se ha hecho patente en la ley. está detrás de cada una de las letras. Junto a la ley están los profetas. También en el mensaje de éstos se ha patentizado la voluntad de Dios. Las dos juntas, la ley y los profetas, no sólo han tenido importancia para su tiempo. La ley fue solemnemente presentada por Moisés al pueblo, y el pueblo en el monte Sinaí se obligó al cumplimiento de la ley. Los profetas en su tiempo han dado a conocer en discursos expresivos lo que Dios re­clama. No se redujo a palabras orales ni al mensaje ha­blado: todas estas palabras, «la ley y los profetas» fueron puestas por escrito y retransmitidas a cada una de las siguientes generaciones con la misma fuerza obligatoria. Como sagrados escritos pasaron a ser el meollo y la norma interna en la vida del pueblo de la alianza. ¿Puede derrum­barse de repente lo que viene de parte de Dios de una for­ma tan inequívoca y actualizó durante siglos la voluntad de Dios? ¿Puede derribarse por medio de Jesús, que ha declarado que estaba dispuesto a «cumplir toda justicia» (3,15)? Es inconcebible.

Jesús habla de su misión, como no ha hablado ningún profeta antes que él, cuando dice que ha venido. La pa­labra vine se refiere a un ser venido por parte de otro, a un ser enviado por el Padre. Lo que Jesús hace, sucede en nombre y por encargo del Padre. El mismo de quien en último término se derivan la ley y los profetas, no puede enviar a Jesús a aboliría. Abolir significa invalidar, así como en el ámbito terreno se dejan sin vigor una disposi­ción o una ley. No empieza algo enteramente nuevo, que no tenga ningún enlace con lo antiguo. Jesús no elimina las antiguas leves y establece otras nuevas. Su misión se re­fiere a algo distinto, en lo que está la novedad.

No vine a abolir, sino a dar cumplimiento. A la voluntad

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de Dios y a las Sagradas Escrituras, que la han insertado en sí, se les debe dar cumplimiento. Lo nuevo no es com­pletamente distinto, sino que es el perfeccionamiento de lo antiguo. La ley y los profetas son revelación de Dios, pero todavía no son la definitiva revelación. La voluntad de Dios se da a conocer en ellos, pero no todavía en su forma más pura.

Después de estas palabras de Jesús la situación se ha cambiado por completo. La ley y los profetas, los escritos sagrados del Antiguo Testamento como tales no tienen para nosotros ninguna obligatoriedad. Pero tampoco han venido a carecer de importancia, tampoco han pasado a ser como quien dice tan sólo una sombra de la futura salvación en el Nuevo Testamento, sino que siguen en vi­gor, pero en su última perfección dada por Jesús. Él ha dicho de una forma definitiva cómo hay que llevar a cabo la voluntad de Dios de un modo efectivo; una vez Jesús «vino a dar cumplimiento», ya no podemos volver atrás. Si leemos este libro, sólo podemos hacerlo a la luz de la revelación de Jesús. Entonces se cae el velo de nuestros ojos, y todo aparece con una nueva luz: en todas partes vemos a Dios actuando y podemos separar lo imperfecto de lo perfecto.

Pero para los judíos, como dice san Pablo, «en la lectu­ra del Antiguo Testamento, sigue sin descorrerse el mismo velo, porque éste sólo en Cristo queda destruido. Hasta hoy, pues, cuantas veces se lee Moisés permanece el velo sobre sus corazones; pero cuantas veces uno se vuelve al Señor, se quita el velo» (2Cor 3,14-16). Pedimos y desea­mos vivamente que les sea quitado este velo y vean la verdadera gloria de Dios en la faz de Jesucristo (cf. 2Cor 4,6).

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]li Porque os lo aseguro: untes pasarán el cielo y la tierra, que pase una sola yod o una sola tilde de la ley sin que todo se cumpla.

He aquí una comparación vigorosa. Todo el mundo ha de desaparecer antes que se suprima la mínima parte, in­cluso la mínima letra de la ley '". La yod es la letra más pequeña en el alfabeto hebreo, y las tildes son pequeños signos empleados como auxiliares de la lectura al escribir los sagrados textos, cuyas partes y cuyas letras son pala­bra santa de Dios inviolables. Nunca pueden dejar de estar vigentes, porque es Dios quien por ellas ha hablado. Las palabras humanas son fugaces y pasajeras, la palabra de Dios tiene consistencia perenne...

Pero Dios no sólo ha hablado en la ley y por medio de los profetas, sino también «en estos últimos días, por el Hijo» (Heb 1,1 s). Ésta es su última palabra, después de la cual Dios ya no dirá otra alguna con la misma autoridad. Esta última palabra perfecciona las precedentes y las pone en la verdadera luz. Porque la ley perdura, pero necesita un perfeccionamiento. Esto es expresa con la breve añadidura: sin que todo se cumpla. Esta frase quiere decir que toda la ley tiene que llegar a la perfección que ya empieza ahora en este momento por medio de la doctrina de Jesús. Pero también quiere decir: tiene que cumplirse todo lo que allí se predijo y que señala el tiempo futuro. Jesús no solamente enseña el cumplimiento de la ley, sino que lo muestra también en su persona, en su vida, en su muerte. Cuando todo esto se haya cumplido —la doctrina perfecta y la realización perfecta por medio de Jesús—, entonces todo se habrá cumplido realmente.

19. El evangelista ha entendido este versículo en el sentido de la frase precedente (v. 17). Esta suposición se basa en la interpretación aquí dada del difícil versículo.

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En las páginas siguientes tenemos que ver siempre a Jesús en este gran conjunto. Jesús no es fundador de una secta ni un genio religioso, como a veces se oye decir. Antes bien es el último profeta, la última palabra de Dios, el definitivo revelador de la voluntad de Dios y, por tanto, es nuestro camino y nuestra verdad.

19 El que viole, pues, uno solo de estos mandamientos mínimos y enseñe así a los hombres, mínimo será en el reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, ése será grande en el reino de los cielos.

Nadie puede atreverse a violar ni siquiera uno solo de los mandamientos de Dios, aunque sea solamente un man­damiento insignificante y de poca importancia. No procede según la voluntad de Jesús. Es sencillo poner aparte lo antiguo, y procurarse nuevas ideas. Es mucho más difícil hacer lo que es tradicional, de tal forma que dé un nuevo resplandor. Jesús prosigue diciendo: «El que los cumpla y los enseñe...» Precede y se recalca el cumplimiento, por­que es lo que sobre todo importa, Pero este cumplimiento y enseñanza de los mandamientos ahora sólo es posible en el sentido y de la nueva forma, con que Jesús los pro­clama. A continuación leemos varios ejemplos, que nos muestran a qué se hace referencia. Incluso los mandamien­tos menores debemos cumplirlos con el mismo vigor en la entrega y en el amor. Esto nos preserva de una manera de pensar de miras demasiado amplias, de un modo quizás incluso arrogante de pensar, para el cual las cosas peque­ñas de la vida cotidiana son de poca monta.

En el reino de Dios uno será tal como aquí haya vivido y enseñado. No solamente aquí en la tierra, sino también allí en el reino de Dios hay cosas pequeñas y cosas gran­des. La solicitud incluso en las cosas pequeñas determina

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la categoría en el reino de los cielos. Uno será tal como ha vivido y enseñado. La frase puede aplicarse sobre todo a los que ejercen un magisterio en la Iglesia: catequistas y párrocos, sacerdotes y seglares. No pueden procurarse ideas favoritas, y hacer una elección arbitraria en el tesoro de la fe: a ellos les está confiado el conjunto, en el que cada parte, incluso la más pequeña, tiene su importancia.

20 Porque os lo aseguro: si vuestra justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.

Aquí tenemos el núcleo, el versículo principal de todo el pasaje. Versa sobre la justicia. También los escribas la buscan, sobre todo en su estudio y en su enseñanza. Su tarea es investigar las Escrituras e indagar la voluntad de Dios. Instruyen al pueblo, enseñan a los niños, y así en cada caso aplican a su tiempo presente lo que han inves­tigado en los libros. Los escribas, también llamados rabi­nos, son los maestros oficiales en el país y en la metrópoli de Jerusalén, pero también son los jueces en los procesos menores de las comunidades rurales. «Se han sentado en la cátedra de Moisés y tienen en la mano la llave del saber» (Le 11,52). Buscan la verdadera justicia.

Eso también lo hacen los fariseos. No tienen ningún cargo oficial en el pueblo, pero tienen una gran influencia personal. Son un grupo religioso, un partido que quiere observar la ley con especial celo; adversarios de toda tibieza y mediocridad, radicales e inflexibles en las cuestiones re­ligiosas, enemigos jurados del poder gentil de ocupación. A ellos no les interesa tanto la doctrina como la acción, la práctica realización de la justicia. Los dos grupos se han arriesgado mucho. No los menospreciemos en este particular.

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Jesús parece que está emparentado con los dos grupos. ¿No es también un rabí, un maestro ambulante, que ins­truye a sus discípulos en el verdadero camino? ¿No es la acción la que primera y decididamente le interesa a él como a los fariseos? No obstante es grande la diferencia entre Jesús y los dos grupos, como lo muestra claramente todo el Evangelio. Aquí le vemos en la exigencia funda­mental formulada a los discípulos. Éstos también tienen ante la vista diariamente a los dos grupos, ya que han sido instruidos en su niñez por rabinos, y presencian en las calles y plazas el celoso comportamiento de los fariseos en lo que se refiere a la religión. A los dos grupos les im­porta la justicia. Pero la justicia de los discípulos de Jesús debe distinguirse con sumo cuidado de la de los escribas y fariseos.

Lo que enseñan y hacen los escribas y fariseos, no es suficiente a pesar del formidable esfuerzo. Dios pide más. Los discípulos deben superar a los dos grupos. La justicia de los discípulos debe ser algo tan pletórico e inmenso, que ya no pueda medirse. Debe ser una abundancia y una riqueza que desborden cualquier medida. En esta justicia parece que ha de contenerse algo nuevo. No solamente se alude a un grado diferente, sino a otra clase de justicia...

Este camino más elevado obliga a cada uno de los discípulos. De no ser así, no pueden entrar en el reino de los cielos. La condición para la entrada en el reino de Dios es aquella justicia exuberante. Ante esta exigencia quizás pierda alguno el ánimo ya ahora, sin haber todavía expe­rimentado aquello a lo que ella alude con precisión. ¿Cómo pueden adaptarse esta gente sencilla, los discípulos de Je­sús, a los cultos y celosos defensores de la ley? ¿Deben superar a quienes la gente sencilla contempla con profundo respeto? ¿Se tienen todavía que observar más mandamien­tos, llevar a cabo más obras de las que hacen los fariseos?

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NT. Mt I. 8

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¿No tendrían que ser todos como uno de los antiguos monjes del desierto, que morían a sí mismos y vivían para Dios de una forma solitaria y sobria, bajo las más duras privaciones? En seguida oímos que no hay que entender así la justicia, sino como algo que en el fondo es muy sencillo.

b) La ira y la reconciliación (5.21-26).

21 Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y quien mate, comparecerá ante el tribunal.

Jesús se refiere a la instrucción dada por los escribas. De sus labios se percibe la palabra de Dios y su explica­ción. Los discípulos han oído todo lo que Dios mandó, pero sólo poquísimos podían leer. Han aceptado con ánimo creyente lo que Dios antiguamente habló a sus antepasa­dos. Los antepasados, la generación de la salida de Egipto y de la peregrinación por el desierto son los antiguos, a quienes Dios se reveló. Permaneciendo con santo temor al pie del monte Sinaí, percibieron de labios de Moisés su mandamiento. Esta palabra permanece viva en la his­toria, se retransmite de generación en generación hasta los días de Jesús, que también la ha escuchado y aprendido en la sinagoga.

Una de las frases lapidarias de los diez mandamientos es la siguiente: No matarás. Toda vida viene de Dios y es santa. Al hombre, Dios sólo le había permitido expre­samente matar los animales, y así había autorizado nu­trirse con carne (Gen 9,2s). La vida humana permane­ció como posesión intangible de la divinidad. «Derra­mada será la sangre de cualquiera que derrame sangre humana: porque a imagen de Dios fue creado el hombre»

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(Gen 9,6). La sangre derramada del hombre clama al ciclo pidiendo reparación, como la sangre de Abel que ha em­papado la tierra (Gen 4,10) El mismo Dios tiene que vengar esta sangre, y cuando el hombre la venga, es por encargo de Dios. Una vida humana sólo puede ser con­trapesada con otra vida humana. Nunca está permitido a nadie matar a un ser humano por codicia, venganza, por descuido o enemistad o tal vez por frío cálculo. Pero si se perpetra el homicidio, entonces se conmueven los fundamentos de la sociedad humana...

El que así procede, comparecerá ante el tribunal y será juzgado según el principio expresado en la alianza de Noé (Gen 9,6). Desde el tiempo de Moisés este principio está en vigor con una formulación todavía más jurídica: «Quien hiriere a un hombre y lo matare, muera irremisi­blemente. Quien hiriere a un animal, restituirá otro equi­valente, a saber, animal por animal. Quien lesionare la persona de cualquiera de sus conciudadanos, se hará con él según hizo. Rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente ha de pagar: cual fuere el daño causado, tal será forzado a sufrir» (Lev 24,17-20). La represalia de la in­justicia se debe mantener estrictamente dentro de los lí­mites del mandamiento de Dios, no debe infringir estos límites con un desenfrenado deseo de venganza. Es segu­ro y también lo fue siempre en la aplicación que el ho­micidio (deliberado) se castiga con la pena de muerte. Esta manera de pensar (vida por vida, ojo por ojo) estaba profundamente grabada no sólo en los israelitas, sino en todo oriente. Una cosa implica necesariamente la otra. El homicida queda a merced de la sentencia del juicio y de la pena de muerte, a la que se le condena en el nombre de Dios, el Señor de la vida. En el juicio humano tiene lugar el juicio de Dios.

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22a Pero yo os digo: todo el que se enoje contra su hermano, comparecerá ante el tribunal.

A esta manera de pensar Dios contrapone algo nuevo. Se anuncia solemnemente con la fórmula, que suena como si la pronunciara un legislador: Pero yo os digo. A los antiguos Dios les dijo entonces las palabras precedentes. Ahora Jesús dice de una forma nueva lo que Dios quiere. Ya no está en vigor la unidad insoluble, la balanza conti­nuamente equilibrada: la muerte se castiga con pena de muerte. Ahora se dice: el sentimiento del corazón ya hace que se esté a punto para comparecer ante el tribunal humano, en el que se hace patente el tribunal de Dios.

Los platillos de la balanza parecen desequilibrarse, ningún hombre puede concebir, a primera vista, cómo pue­de decirse: Todo el que se enoje contra su hermano, com­parecerá ante el tribunal. Eso sólo puede ocurrir, si la ira en el corazón pesa tanto como el homicidio. ¿No hay algo que coincida con nuestra experiencia? El que lleva la ira en el corazón, querría toda clase de desgracias a otra persona, desea no tener nada que ver con ella, que ella ya no exista para él. ¿No es esta ira como un ase­sinato espiritual, un sentimiento que aborrece a otra per­sona, la envilece y rechaza? «Quien odia a su hermano es homicida...» (Un 3,15). En seguida nos damos cuenta de cómo en este ejemplo debe haberse conseguido la «jus­ticia que supera la de los escribas y fariseos» (cf. 5,20). El discípulo de Jesús ante la ira que brota en el corazón, debe tener tanto temor como ante el homicidio. La norma se ha cambiado y exige algo interior y mucho más excelso.

22b y ei qUe ¿[ga a su hermano «.estúpido», compare­cerá ante el sanedrín; y el que le diga «loco», comparece­rá para la gehenna del fuego.

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Los dos ejemplos siguen desarrollando el mismo prin­cipio sin cambiar su esencia y sin que haya que conce­birlo como una triple gradación. Se trata de lo mismo, con la diferencia de que se aplica el principio a otros dos casos de la ira: Y el que diga a su hermano «estúpido»... El que tal dice, no solamente tiene la ira oculta en el co­razón, sino que la patentiza en la injuria. El texto griego dice raka. Esta palabra es una ofensa degradante, una voz de escarnio. El discípulo también se ha de precaver de proferir esta palabra. Es arriesgado. No se quiere decir ni nunca ha sucedido que una tal persona haya sido lle­vada ante el sanedrín y haya sido condenado por él. Lo que debe decirse es lo mismo que en el primer, ejemplo: la ira hace que ya se esté a punto para el tribunal.

Lo mismo puede decirse del tercer ejemplo, que nom­bra otra injuria: loco. La primera injuria es difícil dis­tinguirla de la segunda, en cualquier caso no se distingue tanto que se pueda entender tan gran diferencia en el castigo. Más bien los dos ejemplos se complementan mu­tuamente: el sanedrín y la gehenna del fuego. El que in­juria a su hermano con ira y le degrada, jurídicamente es como un asesino ante el tribunal, pero por causa de su culpa ante Dios, por su pecado es como quien está a punto para la gehenna.

Regularmente se habla del hermano. ¿Quién es este hermano? Los israelitas se daban entre sí este nombre honorífico. Era un título para el que pertenecía al pueblo de la alianza. Hermano es el hombre de la misma pro­cedencia, de la misma sangre y de la misma fe. A este hombre también se refiere Jesús en primer lugar. Más tarde la Iglesia, cuando se aplicó a sí misma estas pala­bras de Jesús, tuvo que entender con el vocablo «herma­no» al compañero en la fe. Ya no valían las diferencias entre paganos y judíos, libres y esclavos, sino que todos

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eran hermanos en Cristo. Esta ley va dirigida a los com­pañeros en la fe y en el combate, y a los coherederos de Jesucristo. Tiene que vivir en la fraternidad, en la comu­nidad cristiana. En ellas deben estar prohibidas y se han de temer Ja aversión, la ira y el odio. ¡Cuan cuidadosa y exactamente tendría que estar formada la conciencia! ¡Qué sensación tan terrible debería causar el quebranta­miento de este mandato de Jesús en la comunidad! ¡Cuan fuerte tendría que ser en nosotros el impulso de estran­gular ya en el primer brote todo el mal contra el her­mano!

23 Por tanto, si al ir a presentar tu ofrenda ante el altar, recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, 24 deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda.

Entre los hermanos no debe haber nada que separe, ninguna aversión ni discordia. De no ser así, los herma­nos no son aptos para servir dignamente a Dios. El ejem­plo de la ofrenda en el templo explica el mandamiento de Jesús: si entre los hermanos hay desunión, también se ha roto el lazo entre ellos y Dios. Jesús nada dice contra la presentación de sacrificios, que estaba prescrita y natu­ralmente era ejercitada según lo que disponía la ley. Jesús no es un celador contra las formas de culto y los ritos litúrgicos. En la presentación de ofrendas, de las públicas para todo el pueblo y de las privadas para la salvación del individuo, puede hacerse ostensible la auténtica adora­ción de Dios. Pero esta manifestación está enlazada con una indispensable condición: el sentimiento de la adora­ción de Dios sólo es auténtico, cuando viene de la paz y de la unidad entre los hermanos.

El ejemplo no nombra el caso en que yo tenga algo

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contra otra persona, aversión, un reproche justificado, cuan­do no el rencor en el corazón; sino por el contrario, ya basta saber que hay quien tiene algo contra mí. Enton­ces debo dar el primer paso para la reconciliación, irme y restablecer la paz. Este primer paso es tan urgente, que debo dejar y deponer mi ofrenda, el animal escogido o los frutos de la cosecha ante el altar, no obstante la de­tención y retraso en el decurso de los sacrificios, a pesar del ruido y de las habladurías que causará mi partida. Solamente por el conocimiento alarmante (del que me he dado cuenta repentinamente) de que no vivo en paz con mi hermano, y que por ello soy indigno. Sólo cuando habré conseguido la reconciliación, seré apto para ofrecer mi sacrificio. Entonces mi ofrenda resultará muy agradable a Dios y también logrará la reconciliación con Dios. La paz entre los hermanos es condición previa para la paz con Dios.

Esto es realmente algo nuevo. El culto divino y la realización de la fraternidad en la vida cotidiana están estrechamente enlazadas entre sí. El servicio ante Dios pierde su valor, si no es sostenido por el amor y la uni­dad fraternas. Nunca pueden sustituir esta condición pre­via los sacrificios que se presentan, por muchos y por valiosos que sean. Jesús aquí tiene ante su vista los sacri­ficios que en su tiempo se ofrecían en el culto del templo. San Marcos nos ha conservado un ejemplo de la prác­tica que los escribas declaraban como permitida. Allí el Señor defiende el mismo principio: Nunca puede ser agra­dable a Dios un don que se adquiere a costa de las obli­gaciones del hijo con sus padres (Me 7,9-13; Mt 15,3-9). Siempre existe el peligro de cercenar las obligaciones hu­manas y morales en nombre de la adoración de Dios. Desde los abusos que los profetas denunciaban hasta muchas formas de piedad hipócrita en el día de hoy. ¡Cuán-

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to nos gustaría exonerarnos de una tarea humana (pesada) mediante la (fácil) evasión al terreno exclusivamente reli­gioso, a la oración o a una obra de penitencia!

Desde que Jesús como el sumo sacerdote una vez para siempre ha ofrecido a Dios un sacrificio muy agradable en el Espíritu Santo, han sido anulados estos antiguos sa­crificios en el culto20. Con todo los cristianos también ofrecen sacrificios, dones espirituales, sus cuerpos y a sí mismos como dádivas muy agradables en el sumo sacer­dote Cristo y por medio de él21. Las palabras de Jesús también pueden aplicarse a estos sacrificios, sobre todo a su fuente y a su centro, el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Dios solamente los acepta por el amor y la paz mutua. ¡Con cuánto cuidado hemos de pensar en este respecto! La discordia y la desunión incapacitan a la comunidad para el culto divino. ¡Con cuánto empeño y solicitud hemos de procurar reconciliarnos para que el culto divino no pierda su sentido y llegue a quedar vacío!

25 Procura hacer pronto las paces con tu contrario mientras vas con él por el camino; no sea que él te entre­gue al juez, y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. 26 Te lo aseguro: no saldrás de allí hasta que pagues el último cuadrante.

Este segundo ejemplo como el primero es fiel trasunto de la vida. Al que tiene deudas con otro y no quiere pagar, el acreedor le arrastra a viva fuerza entre inju­rias y maldiciones al juez. El juez certifica la deuda y manda al guardia que lleve al deudor al calabozo. Allí tiene que estar hasta que haya pagado el último cuadran­te de la suma adeudada. Así sucede también entre los

20. Léase Heb 9,11-10.18. 21. Cf. Rom 12,1; IPe 2,5; Heb 13,15.

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hombres: todos intentan con la ayuda de la ley hallar justicia, y si es preciso, por la violencia.

¿En qué consiste la advertencia que Jesús enlaza con esta historia narrada de una forma casi astutamente hu­morística? Aprovecha el tiempo para la reconciliación, mientras todavía tienes esperanzas de lograrla. Vas por el camino con tu adversario en el proceso, a solas. Allí pue­des intentarlo todo para arreglarte con él. Quizás tengas éxito en tu tentativa, quizás no. si el adversario se man­tiene duro e inflexible. Pero en cualquier caso debes apro­vechar el tiempo. Aquí no parece que se vea la compo­nenda con el adversario como una obligación de la fra­ternidad. ¿No es un consejo muy trivial decir que se obre según exige la prudencia?

Lo sería, si la breve historia no tuviera un fondo tan serio. Aprovecha el tiempo, antes que sea demasiado tarde — estas prisas denotan otro acontecimiento que se aproxi­ma, y el juez se refiere a otro juez mayor: el reino y la magistratura de Dios —. Todos vamos por el camino hacia el juicio. Nos podemos imaginar las consecuencias y casi calcular la hora... La reconciliación se convierte en una solicitud urgente, mientras todavía hay tiempo. Luego será tarde. Así pues, no aplacéis el tiempo de la reconciliación, y poned todo el empeño en vivir mutuamente en paz.

c) El adulterio (5,27-30).

27 Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. 28 Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer con mal deseo, ya en su corazón cometió adulterio con ella.

El sexto mandamiento del decálogo ha de proteger y asegurar el matrimonio. La prohibición: No cometerás

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adulterio, tiene validez universal, tanto para el hombre como para la mujer. Pero la interpretación de la ley y la manera como los escribas la aplicaban, daba mayor libertad al hombre que a la mujer, como pronto vere­mos (5,3ls). El carácter sagrado de esta comunidad entre el hombre y la mujer solamente fue asegurado a causa de que fue prohibida la infracción externa, el adulterio consumado, que representa un estado jurídico de las cosas que estorban la vida en comunidad. La alta estima social y la protección jurídica del matrimonio siempre son im­portantes: los pueblos y los estados han de cuidarse de lograr estos fines.

Jesús no quita esta prohibición, pero enseña que la pureza del matrimonio no está ya asegurada por dicha prohibición. El matrimonio ya se quebranta por el hecho de desear a otra mujer. El acto externo sólo es la consu­mación de la concupiscencia interna. Ante Dios tiene im­portancia el sentimiento, la pureza de lo que se piensa, la voluntad incorrupta y límpida. El cónyuge debe estar formado por esta pureza hasta en las raíces de su manera de pensar. Si realmente se hace así, se hacen patentes por sí mismas muchas disposiciones sociales y leyes eclesiásticas sobre la inviolabilidad del matrimonio. Dios penetra en el corazón, nos juzga según nuestros sentimientos.

Es también un hecho que una conducta exteriormente intachable puede ser fingida. Detrás de la brillante fachada puede esconderse un montón de gérmenes dañinos y per­versos. Deben coincidir por completo lo externo y lo in­terno, la vida y los pensamientos, la apariencia y los sentimientos. Se puede conocer a los hombres que viven así por sus ojos, por la nitidez en su manera de hablar, por su acción sincera.

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29 Si, pues, tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; porque más te vale perder uno solo de tus miembros, que ser arrojado todo tu cuerpo a la gehenna. 30 Y si tu mano derecha es para ti ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti; porque más te vale perder uno solo de tus miembros, que ir todo tu cuerpo a la gehenna.

Son palabras duras, que sólo se entienden bien, si se sabe lo que es el escándalo. Este vocablo puede tener diferentes significados. Se habla de «dar escándalo», cuan­do uno induce a otro a un pecado, o de «escandalizarse», cuando alguien es incitado desde fuera a pecar. Entre las posibilidades de caer en el pecado, hay una que sobre­pasa a todas las demás: es el gran escándalo, la verdadera tentación, la apostasía perfecta. De esto se habla más tarde repetidas veces22. Aquí no se habla de este tema, sino de la inducción a un pecado particular, al pecado del abuso sexual, del desliz moral. Porque san Mateo ha puesto estos dos versículos después de la advertencia sobre la perfecta pureza del corazón.

Aquí la tentación no procede de otros hombres, sino del propio interior, del que brotan «malas intenciones... adulterios, fornicaciones» (cf. 15,19). Pero la tentación se sirve de los miembros del propio cuerpo. Se nombran en particular el ojo y la mano, que parecen ser instrumentos especialmente preferidos de este escándalo. El ojo que contempla de un modo lascivo y mira alrededor de sí de una manera concupiscente; la mano que busca el bien prohibido y lo quiere poseer, como ocurre en el adúltero con respecto a la mujer ajena. No son malos los miembros ni tampoco el cuerpo en general, como se ha pensado en

22. Cf. 16,23; 18,6-9; 24,10.

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el desprecio anticristiano de la materia, pero podemos ser instrumentos del mal, esclavos de la sensualidad.

Si la tentación sobreviene como un enemigo, el discípulo debe proceder radicalmente, ha de rechazar en seguida el primer ataque. A esta decisión aluden las siguientes palabras: sácatelo y arrójalo de ti... córtatela y arrójala de ti. Del combate aparentemente pequeño depende toda la lucha. Si el discípulo abre solamente un resquicio de la puerta al pecado, éste le dominará por completo, su for­taleza es tomada por asalto. El libertinaje sexual siempre tiene por consecuencia un debilitamiento de toda la mo­ralidad, de la fuerza del carácter y del fervor de la vida religiosa. El camino que se aleja de Dios, a menudo em­pieza por no querer rechazar el pecado con prontitud.

Lo que amenaza al que no procede con esta decisión, es la gehenna. En tiempo de Jesús los judíos llamaban así el lugar del castigo después del juicio final. Jesús ha­bla de él con frecuencia, incluso tan a menudo, que llama la atención -3. Cuando se conoce esta posibilidad de ser arrojado para siempre y de estar separado de Dios, nuestro afán adquiere su plena seriedad. No es ningún juego; el camino de los discípulos no es un paseo cómodo. Segura­mente muchas veces tomaríamos otra decisión, si pensá­ramos más en dicha posibilidad. No con angustia, sino con sobriedad varonil.

El lenguaje de estos dos versículos es sólidamente rea­lista y conscientemente extremado. Tiene que entenderse por lo que se dice en el v. 28: las intenciones son lo decisivo. En ellas no se hace tan sólo una escaramuza

23. Con la manera de ver del hombre que no distingue entre el cuerpo y el alma, sino entre el cuerpo y la vida, está en consonancia que allí se torture todo el cuerpo. En la manera israelita de pensar siempre se ve al hombre como una unidad. Solamente existe el cuerpo animado y el cuerpo sin vida, y después de , la muerte todo el hombre en la bienaventuranza o todo el hombre en la ¡jehenna.

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junto a los límites entre lo lícito y el pecado, o en una zona neutral de los frentes de batalla, sino que se entabla todo el combate. Se nos pone ante una alternativa. Estas palabras del Señor no agobian, sino liberan a quien ya ha dado sinceramente su consentimiento a la voluntad de Dios y al Evangelio. Hay un solo camino. Pero no de­pendemos de nuestras débiles fuerzas, sino que el mismo Dios obra en nosotros por medio del Espíritu Santo los actos de querer y obrar: «¿O no sabéis que vuestro cuer­po es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, y que lo tenéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis a vosotros mismos? Porque habéis sido comprados a pre­cio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (ICor 6,19s).

d) El divorcio (5,31-32).

31 También se dijo: El que despida a su mujer, déle certificado de divorcio. 32 Pero yo os digo: todo el que despide a su mujer, excepto en caso de fornicación, la induce a cometer adulterio; y quien se casa con una des­pedida, comete adulterio.

Aquí se trata de una ley positiva del Antiguo Testa­mento. En Dt 24,1 se determinó que el hombre está autorizado para repudiar a su mujer «por haber visto en ella una tara imputable», con tal que haya dado un do­cumento explicativo, una emancipación escrita de la mu­jer, el certificado de divorcio24. Es el único caso que

24. Con esta disposición estaba permitido anular el vínculo matrimo­nial. Este derecho fue ejercido a través de los siglos hasta llegar a Jesús. No obstante, con independencia de este derecho, hubo en la tradición judía un alto concepto y una elevada moral del matrimonio, gravemente quebran-

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conocemos, en que Jesús anula una ley formal del Antiguo Testamento y la sustituye por un nuevo mandamiento. Aquí donde los antepasados se habían desviado de la primitiva disposición de Dios, y donde se había hecho a la mujer una injusticia tan deplorable, se tenía que poner de nuevo en vigor la verdadera voluntad de Dios. Así lo hace el Señor con la autoridad del que vino «a dar cum­plimiento» a la ley. Esto aquí significa que la imperfecta ley antigua se sustituye por la perfecta ley nueva.

Pero esta ley nueva en realidad es la antigua, porque corresponde a la primitiva voluntad de Dios, que se había patentizado en el libro de la creación (Gen l,26s; 2,23s).

Jesús prohibe al hombre que despache a su mujer. Si así ocurre, sería una adúltera volviéndose a casar, porque sigue en vigor el vínculo del antiguo matrimonio. Y vice­versa, si un hombre se casa con una mujer que ha sido despedida por otro hombre, comete con ella un adulterio, porque todavía es válido su matrimonio precedente. Los derechos están repartidos por igual. No solamente la mujer, sino también el hombre peca, si contraen un se­gundo matrimonio sin respetar que el otro consorte toda­vía esté ligado por un matrimonio anterior. Esta clara disposición nos la han conservado los tres primeros evan­gelios. San Pablo también lo conoce como precepto del

tada con la aceptación del repudio que siempre constituyó una dificultad para los espíritus sensibles, lo que atestigua la secta de Qumrán. No sola­mente se aflojó la unidad e indisolubilidad del matrimonio, queridas por Dios, sino que el hombre quedaba en situación de injusto privilegio con respecto a la mujer, pues sólo él estaba autorizado a ejercer el repudio, mientras que la mujer por sí misma no podía llevar a término ninguna separación. La exégesis más inmediata de la ley tenía que dilucidar sobre todo del motivo bastante obscuro, expresado con las siguientes palabras: «por haber visto en ella una tara imputable» (Dt 24,1). Había margen para apreciaciones generosas y mezquinas. En tiempo de Jesús la discusión estaba en pleno cur.so y fue dirigida sobre todo por las dos escuelas doctas del rabí Hilel y del rabí Shammay. La posición de Jesús sobre esta cues-tión la conocemos con más precisión en 19,1-9. Aquí solamente se toma la frase principal de Jesús y se contrapone al precepto del Antiguo Testamento.

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Señor (ICor 7.1 Os). La Iglesia desde los primeros tiempos se ha sentido ligada a esta orden, como a una ley inelu­dible. Ningún poder del mundo, ni siquiera la Iglesia ni el papa, están en condiciones de desatar por autoridad propia lo que Dios ha unido. La dureza con frecuencia incomprendida de la legislación eclesiástica sobre el ma­trimonio fluye de esta fuente, de la clara orden del Señor, de la santa voluntad de Dios expresada en esta orden. Así está determinado por amor al hombre, para el orden de su vida y para su salvación, como lo confirma la experiencia de múltiples maneras. No tenemos que soportar esta dis­posición férrea como una ley opresora, sino que hemos de darle de corazón una respuesta afirmativa: es una ley que manifiesta la verdad...-5.

e) El juramento (5,33-37).

33 Igualmente habéis oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en falso, sino que cumplirás al Señor tus ju­ramentos.

Por segunda vez Jesús empieza con la introducción más larga: «Habéis oído que se dijo a los antiguos» (cf.

25. La breve locución «excepto en caso de fornicación» ¿no va en contra de esta claridad? La nota sólo se encuentra en san Mateo aquí y también más tarde en 19,9. Ni san Marcos, ni san Lucas, ni san Pablo saben nada de ello. Es inconcebible que Jesús pueda haber pronunciado estas palabras en el sentido de que la prohibición decidida de cualquier disolución del matrimonio de nuevo sea suavizada con casos de excepción. Pero no podemos indicar con precisión el sentido que tuvieron estas pala­bras y lo que tuvo en cuenta san Mateo cuando las puso por escrito. La tradición y exégesis de la Iglesia aquí tienen que declarar posiciones. La Iglesia, sin hacer caso de esta nota, enseña la imposibilidad de anular el vínculo matrimonial. En otras palabras, la Iglesia expone los dos pasajes de san Mateo de acuerdo con los textos más terminantes de san Marcos (10, l is) , san Lucas (16,18). san Pablo (ICor 7,10s). Cf. a este respecto J. SCHMID, El Evangelio según san Mateo, Herder, Barcelona 1967, p. 151-154.

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5.21), y con estas palabras inicia un segundo grupo de ejemplos de la verdadera justicia. Aquí se trata de dos mandamientos del Antiguo Testamento. El primero se refiere a la solemne aseveración ante Dios, al invocarle como testigo de lo que se declara. A esta aseveración la llamamos juramento. El Antiguo Testamento ordena no jurar en falso (Lev 19,12). Cuando el hombre se vuelve a Dios y le llama para dar testimonio, tiene que ser muy verdadero y real lo que dice. De lo contrario haría el ul­traje de rebajar a Dios poniéndole al servicio de una mentira, haciéndole testigo del error a él, que es santo y veraz.

El segundo mandamiento también se refiere a las re­laciones del hombre con Dios, pero en otro aspecto. Si una persona hace a otra una promesa, el honor de los dos exige que se mantenga la promesa. También se puede prometer algo a Dios. Entonces surge una especie de juramento, que llamamos voto. Cuando alguien se ha comprometido así con Dios, sobre él recae el santo deber de cumplir la promesa. El mandamiento advierte: «cum­plirás al Señor tus juramentos». Las dos veces se trata de deberes del hombre con Dios, se exhorta al hombre a tener profundo respeto ante la santidad de Dios. También hemos de cuidar de este respeto, pero aún no es suficiente...

34 Pero yo os digo: no juréis en manera algunu: ni por el cielo, porque es trono de Dios; 35 ni por la tierra, porque es escabel de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciu­dad del gran rey.

Jesús no viola estos dos mandamientos, pero los hace llegar a una mayor profundidad. No basta precaverse tan sólo de los pecados y negligencias con respecto a Dios, por tanto no basta limitarse a evitar el mal. El discípulo

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debe tener una proximidad más personal con Dios. Aunque se cumplan escrupulosamente estos dos mandamientos, se puede vulnerar la santidad de Dios. Así lo hacían los rabinos y fariseos con motivos a menudo sutiles. Por eso en primer lugar se prohibe con energía: No juréis en ma­nera alguna. Porque el juramento, tal como es usual entre nosotros, ya deteriora el profundo respeto a Dios. En­tonces algunos dicen: No se puede pronunciar el nombre de Dios ni emplearlo en una obtestación, en una afirmación solemne, porque el nombre de Dios es santo. Pero se puede hacer una circunlocución: por el cielo, por Jeru­salén, y con estas expresiones siempre se hace alusión a Dios. Pero de este modo se abre más la puerta al abuso y a la ligereza. Jesús pone el dedo en esta doblez de los sentimientos, en este sutil manejo de las cosas divinas...

Dice Jesús: El que jura por el cielo, prácticamente nombra a Dios, porque el cielo es el trono de Dios, como se puede leer en Isaías: «Esto dice el Señor: el cielo es mi solio, y la tierra peana de mis pies: ¿qué casa es esa que vosotros edificaréis para mí, y cuál es aquel lugar donde he de fijar mi asiento? Estas cosas todas las hizo mi mano» (Is 66,ls). Lo mismo puede decirse, si se jura por la tierra. Esta expresión no era costumbre emplearla como circunlocución del nombre de Dios. Pero si la tierra es el escabel de los pies de Dios, también es propiedad de Dios. Algo semejante puede decirse de la expresión «por Jerusalén», porque Dios ha escogido para sí esta ciudad y el monte de Sión como lugar de su presencia. Esta ciudad es ensalzada en el salmo: «Hermosa altura, alegría de la tierra, la colina de Sión, en el extremo norte, la ciudad del gran rey» (Sal 47,3). El que pronuncia el nombre de Jerusalén con ligereza para jurar, también quebranta el honor de Dios.

129 V T M t T ü

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36 ni tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes volver blanco o negro un solo cabello.

El último ejemplo suena con un acento humorístico. Imaginémonos un charlatán, que gesticulando con violen­cia y revolviendo los ojos procura convencer a otro de la verdad de lo que dice, quizás tan sólo de la baratura de su mercancía. El otro no le cree y le reprocha su desmedido afán de lucro. Entonces el vendedor recurre al juramento solemne: Te ¡uro por mi cabeza... ¿Qué quiere decir toda esta ostentación? dice Jesús. Le ofreces tu cabeza como precio de tu veracidad, por una materia ridicula. Nunca puedes volver blanco o negro uno solo de tus cabellos, es decir hacer fija tu edad o cambiarla. Esta frase de Jesús es de una sencillez tan estupenda y tiene una profundidad de pensamiento tan recóndita como otras muchas. Porque detrás de esta sentencia está la gran verdad de que Dios es el Señor de tu vida, ha contado todos los cabellos de tu cabeza (10,30) y te ha hecho tal cual eres. ¿Cómo se podría ofrecer, por así decir, como garantía algo de lo que no se dispone? ¿No estamos con frecuencia prontos para usar expresiones fuertes como «por mi vida», «por mi alma», sin reflexionar en lo que decimos? Lo que decimos debe ser tan sencillo y verdadero, que no necesitemos exagerar nada.

37 Vuestro hablar sea: sí, sí; no, no. Lo que de esto excede, proviene del malo.

Cuando habláis, vuestras palabras deben decir real­mente lo que pensáis en el corazón. Un sí debe ser real­mente un sí, y un no debe ser realmente un no 2e. Esto

26. Cf. sobre este versículo de san Mateo el texto de la carta de San­tiago, que sobre todo en la segunda parte es más claro, porque no dice

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tiene validez sobre todo ante Dios, pero también ante los hombres, porque solamente somos una persona, y siempre la misma. El que ante Dios es abierto y verídico, también lo será ante los hombres. Porque Jesús no quiere solamente dar una regla ética, establecer una norma para una con­ducta humanamente recta. Esta norma permanecería den­tro de una manera mundana de pensar, que está al alcance de las fuerzas propias del hombre, y que también ha sido alcanzada por gentiles nobles. No se trata de ningún hu­manismo. La palabra de Jesús siempre está orientada desde el punto de vista de Dios.

Jesús también ve el gran adversario, el demonio. Las habladurías ligeras, los juegos de equilibrio con el honor de Dios no solamente son una imperfección humana, sino un pecado: Lo que de esto excede, proviene del malo. Al malo le gusta, de forma especial, permanecer en el extenso campo entre el mandamiento terminante y la prohibición terminante. Procurar hacernos responsables solamente de las prescripciones y de la letra de la ley, y procurar per­suadirnos que tenemos a nuestra disposición un extenso campo libre de lo que ni está prohibido ni permitido. También le gusta escudarse con interpretaciones de la palabra de Dios, que exteriormente parecen ser tersas e intachables, pero que interiormente son hipocresía. ¿Nos hemos de dar crédito solamente cuando empleamos una fórmula de juramento? Es preciso ser veraces hasta las raíces de los sentimientos. Entonces todos los accesorios se vuelven superfluos.

un doble «sí, sí; no, no» (que los rabinos ya consideraban como juramento): «Ante todo, hermanos míos, no juréis ni por el cielo, ni por la tierra, ni con ningún otro juramento. Que vuestro "s í " sea "s í" , y que vuestro "no" sea "no", para que no caigáis en juicio.

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f) El desquite (5,38-42).

M Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. 39 Pero yo os digo: No toméis represalias contra el malvado.

El hombre tiende a desquitarse de la injusticia que se le ha hecho. En esta tendencia a menudo domina la irri­tación impetuosa y el afán de venganza, el deseo de devol­ver al prójimo con creces los perjuicios que éste le ha causado. Cuando uno ha faltado, se destierra toda la parentela. Ha habido una infracción, el perjudicado en seguida atenta contra la vida del otro. Si caen bombas en una ciudad, se arrojan sobre una ciudad del enemigo un número mil veces mayor de bombas como medida de represalia.

El deseo no dominado de venganza es reprimido en el hombre, cuando se estipula exactamente la medida del desquite. Así sucedió en los antiguos ordenamientos jurí­dicos de los pueblos orientales, así también ocurrió en los libros jurídicos del Antiguo Testamento. La medida del castigo debía corresponder a la medida del perjuicio sin excederla con desenfreno. Aquí se establece y se exige con rigor un principio: «Pero si siguiese la muerte de ella, pagará vida por vida; ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe» (Éx 21,23-25). No parece que Jesús suprima esta norma jurídica del Antiguo Testamen­to, que debería ser válida para toda administración de justicia. Antes bien, como en los casos precedentes, Jesús se fija en la manera de pensar que se oculta tras las tra­diciones israelitas. En esta mentalidad se insiste en los títulos jurídicos, en el desquite, se piensa en una justicia

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severa e insensible, en la idea que se arraiga profundamente en el corazón perturbado del hombre: como tú has hecho conmigo, así haré yo contigo. El que piensa y procede así, puede creer que se arregla la injusticia cuando ésta ha encontrado la reparación que corresponde exactamente. Jesús muestra otro camino, el camino de Ja justicia so­breabundante.

A la manera jurídica de pensar del Antiguo Testa­mento Jesús contrapone una nueva concepción del amor en el siguiente principio: No toméis represalias contra el malvado. No se vence el infortunio rechazándolo con la misma dureza, sino sufriéndolo. El mal conservará su violencia mientras siga en el poder, por tanto mientras el perjudicado conteste con las mismas armas. Pero el mal pierde su dominio, si es contrarrestado por el amor pa­ciente. Entonces el golpe se pierde en el vacío, la violencia se anula, porque no encuentra oposición. Solamente se quebranta el poder del mal si se hace que el mal se es­trelle contra sí mismo.

39b Al contrario, si alguien te pega en la mejilla derecha, preséntale también la otra, 40 y al que quiera llevarte a juicio por quitarte la túnica, déjale también el manto, 41 y si alguien te fuerza a caminar una milla, anda con él dos.

Tres ejemplos tomados de la vida cotidiana muestran lo que se quiere decir. En ellos se denota una observación perspicaz y al mismo tiempo humorística y misericordiosa de los hombres. A uno de ellos alguien le pega en un carrillo ofendiéndole gravemente en su honor. Ya levanta la mano para devolver Ja bofetada, entonces Jesús le coge por así decir el brazo y le dice: No procedas así, preséntale también el otro, para que te pegue en él, y Verás que el ofensor cesa desconcertado y confuso, y su ira se desvanece.

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Pero aunque el ofensor siga pegando, es mejor soportar la injusticia que cometer una nueva injusticia...

Otro tiene un pleito privado, y coge por el cuello a la persona con quien litiga, y la arrastra ante el juez para (quizás como garantía o indemnización de daños) obtener su técnica. No contiendas con él, y no insistas ante el juez en tu derecho, sino dale además tu manto. Verás cómo sucede lo mismo que en el primer caso. Pero si no sucede lo mismo, te has portado como hijo del Padre celestial, y has seguido ofreciendo el amor que él te muestra. Y el amor es más fuerte que el mal.

El tercero te ha forzado a ir con él una milla, quizá para prestarle el servicio de transporte, para llevarle el equipaje o solamente mostrar el camino. No protestes contra la exigencia, no tengas rencor en tu corazón, no pierdas el tiempo pensando cómo podrías desembarazarte de él, sino vete en seguida y anda con él dos millas. An­ticípate a él con tu amabilidad y quebranta así en él la voluntad despótica.

42 Al que te pide, dale, y al que pretende de ti un préstamo, no lo esquives.

En la conclusión están unas palabras que sirven de compendio y que tienen a la vista otros dos casos concretos: no rehuyas al que te pide, y no rechaces al que quiere obtener de ti un préstamo. ¿Hay que olvidar aquí toda precaución y prudencia? ¿Hay que convertirse en la pelota de juego de los antojos ajenos y en la cabeza de chorlito aprovechada frivolamente? No es posible que se aluda a esta solución. En todos estos casos lo importante no es el ejemplo dilucidante, sino la verdad indicada en el ejem­plo. Esta verdad es que no se tomen represalias contra el malvado. Las represalias pueden provenir de cobardía

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inepta, de debilidad innata y del complejo de inferioridad, quizás incluso de engreimiento y arrogancia, que no quie­ren descender al nivel del otro. Jesús no alude a todo eso, sino a la nueva manera de pensar, al sentimiento del amor, que se contrapone enérgicamente al mal y exige sumo dominio de sí mismo. El propio Jesús ha contestado al que le había pegado: «Y si hablé bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23). No se pretende una renuncia sistemática del propio derecho y de la propia honra, mucho menos un nuevo ordenamiento jurídico de la vida pública, sino el sentimiento más elevado, la «justicia que supere la de los escribas y fariseos». Es lo mismo que dice el apóstol san Pablo a los Romanos: «No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien» (Rom 12,21).

g) El amor a los enemigos (5,43-48).

43 Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.

Uno de los supremos mandamientos del Antiguo Tes­tamento es que se debe amar al prójimo. El prójimo siem­pre es el miembro del pueblo escogido. Se tiene que con­siderar como un progreso que el extranjero que vive en el país, pero por cuyas venas no corre la misma sangre, fuera incluido en este mandamiento en muchos respectos. A los extranjeros residentes en el país han de poderse aplicar remotamente los mismos mandamientos y prerroga­tivas que a los israelitas. Así pues, ya en el Antiguo Testamento se amplió bastante la extensión del concepto de prójimo. Se trata de un amor sincero de la inclinación que excede el derecho, y desea y hace el bien a otra persona.

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Pero nunca se sobrepasó una frontera: la delimitación frente al enemigo. Con la palabra enemigo se hace alusión al enemigo de la patria, al adversario armado de la nación. En ninguna parte del Antiguo Testamento se lee que se deba odiar al enemigo como tal — este odio en el tiempo anterior a Cristo sólo lo exige de una forma tan explícita ¡a secta extendida en las cercanías del mar Muerto. Pero en el Antiguo Testamento la actitud también es natural, ya que se veía al país y al pueblo juntamente con Dios. Un ataque contra el país y el pueblo siempre era un ataque contra Dios, y fue contestado con una dureza irrecon­ciliable. Así lo muestran las expediciones de conquista en el libro de Josué, las guerras del tiempo de los reyes, tam­bién las figuras femeninas de Judit y Ester, y el combate enconado contra los gobernantes paganos en el tiempo de los Seléucidas en las luchas de los Macabeos. Así se pudo completar el mandamiento de amar al prójimo: odiarás a tu enemigo.

44 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen.

Aquí Jesús tampoco elimina el mandamiento del An­tiguo Testamento. Pero se descubre la manera de pensar que se oculta tras la práctica transmitida por tradición. En el desquite privado se debía quebrar la manera jurídica de pensar: Como tú hiciste conmigo, así haré yo contigo. Ahora también se elimina simplemente la división en la vida pública nacional entre amigos y enemigos. Ya no hay enemigos para la manera de pensar del discípulo.

El amor del discípulo debe extenderse a todos los hom­bres; para él un prójimo debe ser una persona cualquiera: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persi­guen. No podemos dejar de pensar en el antagonista per-

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sonal, el envidioso e infamador, en el vecino mal intencio­nado o el malévolo competidor en el negocio. Ya durante la vida mortal de Jesús los discípulos también fueron ob­jeto de la enemistad y difamación juntamente con Jesús. Esta participación en la suerte del Señor fue mucho mayor cuando la misión estaba en pleno curso y los misioneros y las comunidades de cristianos fueron duramente oprimidos. ¡Con qué actualidad se debió experimentar la orden de Jesús: orad por los que os persiguen, amad a vuestros ene­migos! No deben contestar con aversión y odio ni conso­lidar los muros de la enemistad. Su tarea siempre es la misma: vencer el odio con el amor.

Especialmente la oración no debe hacerse solamente por los que están animados por los mismos sentimientos, por los hermanos de la propia comunidad, sino que debe ser amplia y generosa, y debe también abarcar a todos los adversarios de Cristo. Este camino condujo efectivamente a la victoria, una victoria sin violencia, obtenida con hu­mildad y amor gozoso. También hoy día la oración es el mandamiento regió de los discípulos, el fruto más maduro de los verdaderos sentimientos cristianos. ¿Qué tendría que ocurrir, si procediéramos con inalterable confianza en el fruto de tal amor?

45 Así seréis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, el cual hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos.

El objetivo es llegar a ser hijos del Padre. No es un humanismo dentro del mundo, la aspiración a una natu­raleza humana tan pura como sea posible, la perfección de la personalidad. Dios es el modelo. Procede de tal for­ma, dice el Señor, que prodiga su bondad sin reserva: hace salir el sol y regala la lluvia sin prestar atención a

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la dignidad o gratitud de los hombres. Así como todos ellos participan de los dones naturales de Dios, así tam­bién son obsequiados con las riquezas de su gracia. Nuestra manera de pensar debe corresponder a la suya, y nuestros actos deben proceder del mismo amor gozoso, que no puede defraudar. Tomar a Dios por modelo, hacernos semejantes a él, para que al fin él nos reconozca y acepte como sus verdaderos hijos.

46 Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recom­pensa tendréis? ¿No hacen eso mismo también los publí­canos? 47 Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso mismo también los gentiles?

El amor debe exceder en mucho lo que dicen y ejer­citan los escribas y fariseos (5,20). Asimismo debe exceder en lo que se puede observar en publicanos y gentiles. Los publícanos también aman a los que son como ellos, no se pierden mutuamente de vista. Los recaudadores de im­puestos eran despreciados y pertenecían a las ínfimas cla­ses en la valoración oficial. Lo que hacen es cosa natural: no es preciso decir nada sobre ello.

Ser corteses y amistosos en las relaciones mutuas, salu­darse recíprocamente es usual en todas partes, incluso entre los gentiles, que no conocen al verdadero Dios; pero conocen las reglas humanas del trato y la conducta defe­rente. No debéis permitir que solamente reine entre vos­otros tal atención amistosa, sino que debéis extenderla a todos los demás. El saludo entre los cristianos será siempre especialmente cordial y sincero, porque es comunicación e intercambio de la vida de la gracia, como el Apóstol a menudo amonesta: «Saludad a todos los hermanos con el ósculo santo» (ITes 5,26). El intercambio de amor cordial

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no puede quedar limitado al propio ambiente, a los her­manos confidenciales en la fe, a los miembros de la pro­pia comunidad parroquial, sino que todos deben participar en este intercambio: los que conviven en la misma casa, los compañeros de trabajo y muchos desconocidos, con quienes diariamente nos ponemos en contacto. Jesús se comunica a otros en nuestro amor, en el saludo amistoso...

Jesús pregunta: ¿Qué recompensa tendréis? La palabra recompensa ya se usó antes, cuando se prometió una «recompensa grande en los cielos» por toda pena causada por la persecución y el insulto (5,12). Aquí también se habla con naturalidad de la recompensa que aguarda al discípulo. El acicate interior para nuestra acción no es la recompensa, sino solamente la actitud que Dios toma con nosotros, en último término el mismo Dios. Pero quien vive con este amor, y obedece la orden del Señor, también recibirá la recompensa, es decir, la misma recompensa que nos ha sido presentada en las bienaventuranzas con algunas imágenes: la filiación divina (cf. en este punto 5,45), toda la plenitud y felicidad del reino de Dios, el mismo Dios. No es preciso que temamos hacer algo por la aspiración de la recompensa. Cuanto más profunda­mente se vive en Dios, tanto más se hace todo por amor a él...

48 Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial.

Así concluye la sección que empieza en 5,17. La frase resume lo que se había expresado de una forma programá­tica en 5,20, y luego se expuso con seis ejemplos. La pa­labra perfecto aquí por primera vez se refiere a la acción humana. San Mateo es el único evangelista que la emplea con este sentido. ¿Qué quiere decir perfecto? Es una palabra

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muy rica en significado. Nos resulta comprensible por el Antiguo Testamento, donde se usa a menudo, y donde se corresponden mutuamente la perfección y la justicia. En el lenguaje de los sacrificios esta palabra expresa un concepto fijo que designa la incolumidad y pureza de la ofrenda sacrificial, la víctima. Si se habla del hombre, es «perfecto» el que sin titubeos y con sincera entrega ha dirigido a Dios su corazón y cumple la ley. Se dice de Noé que «era varón justo y perfecto» (Gen 6,9; cf. Eclo 44,17). Es perfecto el hombre que ha dado a su vida integridad y armonía, después de superar todo lo fragmentario y mediocre, orien­tándose solamente hacia Dios y a servirle sin reservas. De Dios nunca se dice que sea perfecto.

En cambio Jesús lo dice. El discípulo debe ser tan per­fecto como Dios. Así pues, el discípulo debe imitar a Dios, debe reproducir y grabar en el propio esfuerzo la conducta de Dios. Para estos pensamientos hay un modelo ideal veterotestamentario en la norma del libro del Levítico: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,2). Allí se exigía sobre todo la santidad (pureza) del culto sagrado, con la cual Israel debía llegar a ser digno del servicio prestado ante Yahveh. Aquí se hace alusión a otra cosa. El hombre debe reproducir la manera de ser y existir propia de Dios, su manera de pensar y sentir, sobre todo su amor divino. Uno podría espantarse ante estos pensamientos...

La perfección solamente puede entenderse bien desde el punto de vista del amor, que es la manera de ser de Dios. De lo contrario, resulta un ideal de virtud, que puede ser griego, estoico, budista o cualquier otra cosa, pero no es lo que Jesús dice. También podemos hablar del afán de perfección. En la Iglesia y en su tradición espiritual siempre hasta nuestros días ha habido este afán. Se puede pensar en algo erróneo si se concibe la perfec-

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ción como suma de todas las virtudes; pero se puede acertar si se ve la perfección como el apogeo en el amor.

Esta reivindicación sobrepasa todo lo que podríamos pensar o hacer. El mismo Dios tiene que suscitar en nos­otros el estímulo que nos arrastre más lejos de lo que nosotros iríamos...

Así es como Jesús «da cumplimiento» a la ley, así lo debemos hacer nosotros (5,17). La frase resume lo que hasta ahora hemos leído (5,17-47), e incluso todas las ins­trucciones del Evangelio. Explica su elevada exigencia: ¿Cómo podría ésta ser menor, si se trata de una conducta divina? La constante disposición a reconciliarse, el dominio de los impulsos sensuales, la sincera veracidad, la renuncia a cualquier recompensa e incluso el amor al enemigo: todo eso es de índole divina. El más excelso objetivo que se nos puede mostrar, también corresponde a nuestro anhelo más íntimo: queremos la totalidad y lo más sublime, las me­dias tintas no nos bastan. Y sobre todo: éste no es un ideal ajeno al mundo, sino que hay que conseguirlo con la gra­cia de Dios. Porque el amor de que aquí se trata, Dios lo ha «derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo» (Rom 5,5). Este amor tiende a la vida. La vida de los santos manifiesta a todos este amor.

3. LA VERDADERA JUSTICIA EN LAS BUENAS OBRAS (6,1-18).

A continuación también se trata de la verdadera justicia (5,20). Los ejemplos precedentes mostraron cómo la antigua ley debe cumplirse en el nuevo espíritu. Ahora Jesús habla de los tres ejercicios especialmente apreciados de la práctica religiosa: la limosna, la oración, el ayuno. En ellos pueden expresarse la ver­dadera adoración de Dios y la verdadera justicia, si se hacen con el espíritu adecuado. Pero también puede suceder lo contrario, si se convierten en formas puramente externas o tal vez sirven

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al egoísmo del hombre. Jesús descubre la conducta hipócrita y señala con claras palabras el camino certero.

1 Tened cuidado de no hacer vuestras buenas obras delante de la gente para que os vean; de lo contrario, no tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en los cielos.

Con mirada perspicaz descubre Jesús la oposición entre la verdadera y la falsa práctica de la justicia: ¿Se practica la justicia al hombre o por amor a Dios? Detrás de las obras piadosas se oculta un sentimiento que busca el pro­pio yo. Este sentimiento, en vez de buscar la aprobación de Dios, busca la alabanza de los hombres; en vez de esperar la recompensa sólo de Dios, aguarda la recom­pensa de los hombres. Lo que quizás puede aparecer como envanecimiento inofensivo o debilidad demasiado humana, pero perdonable, no es en último término culto divino, sino servicio prestado a los hombres. Pero entonces el conjunto se desvaloriza y se vuelve huero. La verdadera adoración de Dios sólo puede estar dirigida al mismo Dios y a la recompensa por él prometida. Cualquier mirada de soslayo a la alabanza o a la censura de los hombres falsea esta pura dirección.

No se dice que una buena obra solamente deba hacer­se por amor de la recompensa divina, sino que la recom­pensa se otorga espontáneamente, si se tenía este sentimien­to acendrado27.

27. Cf. lo que se dicif if 5,12 y 5,46s, p. 100 y 138s.

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a) La limosna (6,2-4).

2 Por tanto, cuando vayas a dar una limosna, no mandes tocar la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para recibir el aplauso de los hombres; os lo aseguro; ya están pagados. 3 Cuando vayas a dar una limosna, que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, 4 para que tu limosna quede en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará la recompensa.

El que da limosna no se exonera de una apremiante obligación social con un parco donativo. Antes bien sabe que sus propios bienes sólo le han sido confiados y que no le han sido dados en plena propiedad. El necesitado y el pobre son miembros de la comunidad exactamente igual que él, y tienen los mismos derechos que cualquier otra persona.

La solicitud por los pobres es piedra de toque para una adecuada orientación social. Así lo han machacado infatigablemente los profetas en sus conciudadanos. Pero en último término esta solicitud por el indigente no debe provenir tan sólo de una compasión humana y de la res­ponsabilidad social, sino que debe estar dirigida a Dios. Porque él es el padre de todos los hombres. Su voluntad es que nadie continúe en la penuria, sino que sea recibido con misericordia por los hermanos, porque Dios también se compadece de todo el pueblo...

Pero incluso cuando el hombre da limosnas por amor de Dios, no queda exento de peligros. Precisamente enton­ces está al acecho el peligro del egoísmo. Jesús tiene ante su vista personas que se jactan y hacen alarde de su gasto, publican en voz alta el importe del dinero o el valor de un donativo. Quieren granjearse la alabanza de los hom-

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bres y ser elogiados como bienhechores. Su nombre debe divulgarse en voz baja de boca en boca: Ved cuánto bien hace...

Jesús no acepta el camino agradable: lo que haces, debe quedar en secreto. Si nadie lo llega a conocer, tú mis­mo en cierto modo no lo sabes o lo olvidas en seguida («no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha»), entonces tienes seguridad de que tu obra fue hecha por Dios. No te preocupes de que tu obra sea olvidada o no encuentre ningún reconocimiento. Dios también contempla lo oculto; para él no hay ninguna zona inaccesible, conoce los deseos más íntimos de tu corazón. Conoce exactamente tu sen­timiento y según él pesa el valor de tus actos. El que busca la alabanza de los hombres, ya ha recibido su re­compensa, una recompensa escuálida, terrena, y ya no tiene que esperar ninguna otra. Ya «ha liquidado». Recibe recompensa el que obra el bien por amor de Dios con sencillez y sin ser advertido.

b) La oración (6,5-15).

El próximo ejemplo es la oración. Primero Jesús habla de la oración de la misma manera que de la limosna: la oración hipócrita, hecha ante los hombres, y la oración con espíritu de verdadera justicia (6,5-6). Siguen unos versículos sobre la locua­cidad verbosa en la oración (6,7-8). Se explica el verdadero es­píritu de la oración con el ejemplo y modelo que el mismo Jesús ha enseñado: el padrenuestro (6,9-13). A la petición de que se perdone la culpa, el evangelista finalmente añade unas palabras sobre el perdón recíproco de los hombres, las cuales para san Mateo tienen una particular importancia (6,14-15).

5 Y cuando os pongáis a orar, no seáis como los hi­pócritas, que gustan de orar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse ante la gente.

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Os lo aseguro: ya están pagados. h Pero tú. cuando te pon­gas a orar, entra en tu aposento, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará la recompensa.

En la oración, el hombre reconoce a Dios y le mani­fiesta su sumisión. El que ora, confiesa que Dios es el Señor de su vida. No es propiamente un «ejercicio piadoso», que también forme parte de la vida, y deba hacerse acá y allá. En la oración el hombre se vuelve expresamente a su origen. En esta acción tan excelsa, de la que el hombre es capaz, puede introducirse furtivamente el veneno del egoísmo. Sucede como en las limosnas: por medio del resabio de la vanidad y del afán de alabanzas no sólo se disminuye el valor, sino que se trastorna el conjunto. La dirección hacia Dios se desvía y se vuelve al hombre. Es un trastorno interno de lo que propiamente se intentaba. En vez de buscar a Dios se busca al hombre. Jesús no hace una caricatura, cuando describe así a los que tienen esta intención: Gustan de orar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse ante la gente...

Jesús indica un camino seguro, que preserva de la ilu­sión y de la vanidad: Entra en tu aposento y cierra la puerta. Allí donde no mira ningún ojo humano, puedes mostrar que sólo buscas a Dios. Jesús no quiere decir que en el aposento, en la habitación familiar, tranquila, Dios esté más cerca que en cualquier otra parte, por ejemplo en el mercado, entre la gente o en la asamblea del culto divino. Dios está presente en todas partes y en todas ellas debe ser encontrado. Aquí solamente se trata de que la oración esté exenta de toda mezcla de egoísmo. El que ha aprendido a hacer así la verdadera oración «en el aposento», está seguramente en condiciones de permanecer en oración-

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NT, Mt I, 10

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fuera, en las calles y en la agitación de la vida cotidiana. También asiste al culto divino con la conveniente actitud. No ha de temer que los demás interpreten su piedad como hipocresía. Dios también contempla lo que está oculto, conoce la verdadera intención y tiene preparada la re­compensa para el que no la ha buscado...

7 Cuando estéis orando, no ensartéis palabras y pala­bras, corno los gentiles; porque se imaginan que a fuerza de palabras van a ser oídos. H No os parezcáis, pues, a ellos; que bien sabe vuestro Padre lo que os hace falta antes que se lo pidáis.

Estos dos versículos contienen pocas palabras, pero están escogidas con acierto y van dirigidas al blanco. A fuerza de palabras, prodigando discursos, es una expre­sión acertada para la oración a los dioses en el ambiente pagano. Entre los gentiles también hay oración auténtica y profunda, impregnada de puro fervor religioso. Pero la apariencia exterior predominante es un torrente de pala­bras. No se invoca a los dioses sólo con un nombre, sino con innumerables nombres y títulos, antes de exponer lo que se desea. No es raro que se empleen unos 50 nombres y títulos. Tras ellos está lo que Jesús observa de una forma concisa: creen que son oídos más rápida y seguramente, si prodigan palabras. Se pretende persuadir a los dioses, atraer su atención a gritos; más aún, llegar a cansarlos y obligarlos. Para Jesús esta manera de orar merece el cali­ficativo de pagana. Dios quiere poseer el corazón y todo el hombre, y eso no se puede comprar con una piadosa ver­borrea.

Su precepto es muy sencillo: No os parezcáis, pues, a ellos. Tras este precepto resplandece la imagen de Dios de una forma llana y conmovedora: vuestro padre sabe

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lo que os es preciso, antes que se lo pidáis. Pero no con la mirada fría y crítica de un filósofo o de un investigador de la naturaleza o tal vez con la exactitud inexorable de un microscopio. Dios nos contempla como Padre, con mirada de amor. Sabe exactamente lo que nos falta. No es menester que lo expongamos prodigando palabras, para atraernos su atención. Y viceversa: estos conocimientos de Dios no hacen que nuestra oración sea superflua. Queda en poder del individuo darse cuenta de su necesidad ante Dios, y pedir lo necesario. Pero cordial y brevemente, con leal entrega y pura confianza. Con un ejemplo, que siempre será nuestra más valiosa y rica oración. Jesús nos muestra cómo se hace esta petición 28.

EL PADRE NUESTRO (6,9-13).

9 Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.

Después de lo ya expuesto, entendemos más fácilmente lo que quiere decir en labios de Jesús la salutación «Padre nuestro». Éste es, de forma especial, su Dios, el Dios que Jesús anuncia. Sin duda también es el Dios de Israel, el Dios «de Abraham, de Isaac y de Jacob», pero revelado de un modo nuevo como Padre. El padre es el origen y al mismo tiempo el protector solícito. Al padre se dirigen la confianza filial y el profundo y humilde respeto. Es auto-

28. Nos contentamos con estas indicaciones, ya que la oración es de­masiado rica para que pueda ser aquí totalmente explicada. Por otra parte, existen otras muchas obras que pueden ayudar a comprenderla: E. LOHMEYER, Das Vaterunser, Gotinga J1947 y H. SCHÜRMANN, Das Gebet des Herrn, Leipzig *1961, Friburgo de Brisgovia *1962, y otros; cf. tamlbién A. HAM-MAN, La oración, Herder, Barcelona 1967, p. 102-141; J. STAUDINGER, El sermón de la montaña, Herder, Barcelona 1962, p. 140-172.

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ridad. pero nunca sin amor. Jesús distingue del padre terreno a Dios añadiendo: Que estás en los cielos. Es una metáfora decir que Dios mora en el cielo. ¿Dónde debe­ríamos buscar este cielo en nuestro concepto del mundo? El sentido de la metáfora es que Dios está por encima de todas las cosas terrenas, más allá de nuestro mundo visible y ante él. El mundo no es una parte de Dios, pues Dios es un ser completamente distinto. La proximidad filial al padre nunca pierde el profundo respeto. Y el Dios santo, que es completamente distinto, se nos acerca de tal modo, que le podemos llamar Padre... La próxima locución: Santificado sea tu nombre, hay que entenderla uniéndola con la salutación. Es la primera frase que se presenta al que ora, la frase de la alabanza del glorioso nombre de Dios.

10 venga tu reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra.

Ahora empezamos los ruegos que con pocas palabras denotan lo que realmente es necesario. En primer lugar: Venga tu reino. Éste es el gran ruego del discípulo. El reino de Dios debe manifestarse, Dios debe ser realmente el Señor del mundo y debe producir y perfeccionar lo que Jesús ha empezado. El ruego está encaminado al fin, a la última perfección del mundo después del gran juicio. La primera y más urgente solicitud del discípulo es que Dios sea rey.

Nuestro anhelo se dirige a este objetivo. Se tiene que vivir profundamente en Dios, se tiene que haber penetra­do con la mirada a través del estado actual del mundo en toda su grandeza y hermosura.

La petición sobre el reino se refiere al tiempo presente mediante la próxima frase. Si rogamos que la voluntad

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de Dios se realice en la tierra, como ya se lleva a cabo en el cielo, luego también debe suceder algo en nuestro tiempo. Dios mismo puede cuidar de que su voluntad sea llevada a término y sea cumplida. Los hombres hemos de abrazar esta voluntad reclamante que procede de Dios. y hemos de identificarla con nuestra propia voluntad. O bien, cuando queremos lo que Dios quiere, entonces ya se realiza el reino de Dios aquí en la tierra. El primero y el principal que actúa es Dios, ya que la introducción del reino es asunto propio de Dios. Pero el hombre no está descartado ni es tan sólo un espectador pasivo. Las facultades propias del hombre son invitadas a hacer la voluntad de Dios, y convertir así a Dios en el Señor de su propia vida...

11 Danos hoy nuestro pan cotidiano; ...

Dios sabe lo que nos es preciso antes que se lo pida­mos (cf. 6,8). Por tanto basta la sencilla petición del pan suficiente para este día. No pedimos riqueza ni propieda­des, ni la abundancia de bienes terrenos, con los que nos podríamos asegurar el tiempo futuro; pedimos lo que ne­cesitamos, lo que nos es indispensable para vivir, para la familia.

Una mirada al mundo muestra cuan realista y necesa­ria es esta petición, ya que son innumerables los que ni siquieran tienen lo más perentorio. La petición es sobre todo necesaria para el discípulo, que se ha dedicado por completo al servicio del reino. Su primera preocupación es la causa de Dios; y así confía en que Dios también le dará lo necesario para la vida.

12 ...y perdónanos nuestras deudas, como ya nosotros perdonamos a nuestros deudores.

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La próxima frase de la oración pide el perdón de nues­tras deudas, propiamente — en la imagen fácil de rete­ner — el perdón de las «deudas» pecuniarias. Sólo que aquí esta petición está condicionada. Jesús presupone que hemos ejercitado el perdón mutuo y que nos hemos per­donado nuestras recíprocas faltas29, lo que para Jesús pa­rece evidente y la oración sólo puede ser dirigida a Dios a partir de esta certidumbre, aquí explícitamente expre­sada, que nos acucia en nuestra propia carne. Dios no nos lo otorga todo gratuitamente, ni reparte su gracia por así decir sin orden ni concierto. Solamente está dispuesto a tomar la carga de lo que le debemos si hemos hecho lo mismo entre nosotros. Pero entonces también sucede de hecho que podemos esperar el perdón con seguridad.

Lo que en este ruego se pide a Dios, quizás es lo mayor, en cuanto se refiere a nuestra vida privada. Por­que el pecado es el lastre más gravoso de nuestra vida. Así nos lo enseña nuestra propia experiencia. Sobre todo el hombre sabe que por sí solo no puede liberarse de esta carga. Necesita del médico, que es superior a él y le cuida la llaga con mano suave, sin que pueda pagar los hono­rarios. Sólo Dios es este médico, que no se cansa de estar dispuesto a purificarnos y curar nuestras enfermedades.

En último término esta petición dirige la mirada al fin: entonces se corrobora una vez más que estamos dia­riamente, a través de toda nuestra vida, como culpables ante Dios. Allí esperamos la gran misericordia de Dios, que todo lo abarca, incluso los pecados que nos son des­conocidos, nuestros vínculos inconscientes con la culpa, los escándalos que hemos dado a otros involuntariamente, toda la deuda de la confusa historia, de nuestros padres y pueblos. ¿Qué sería de nosotros sin esta esperanza?

29. La parábola del siervo despiadado (18,23-35) ilustra el contenido de esta condición.

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1J y no nos lleves a la tentación, sino líbranos del mal.

La cuarta petición es doble. La segunda frase continúa la primera y la aclara. Rogamos a Dios que no nos lleve a la tentación, al peligro de pecar. Difícilmente se con­cibe que pueda pedirse que seamos preservados de las lentaciones del mundo en el sentido usual. Esta preser­vación es imposible, ya que vivimos en medio del mundo. Tampoco nos conviene, ya que por medio de las tenta­ciones debemos ser confirmados. Aquí se trata de una tentación muy determinada. Es la misma, para la que Jesús fue llevado al desierto: la tentación de la apostasía, de la recusación de Dios, es decir, en último término la de reconocer la soberanía de Satán en vez de la soberanía de Dios. Jesús ha salido airoso de esta tentación, y ha sido probado en ella. Pero ya para los apóstoles Jesús tiene que rogar que no entren en la tentación en la hora amarga del huerto de los olivos (26,41). Aquí se trata del con­junto. Nuestra petición de ser protegidos contra esta gran tentación tiene que ser apremiante y sincera. Con todo ignoramos si podemos resistir a la tentación y si somos capaces de hacer frente a la embestida del adversario. Si todavía nos mantenemos firmes en la gracia de Dios, puede ser debido a que ha vuelto a atender nuestro ruego manifestado muy a menudo...

Sino líbranos del mal. Este ruego concluye la oración y la resume, y con él se completa el ruego de la venida del reino. Porque este reino todavía no llegó o no ha seguido adelantando, porque se le opone el poder del mal. Y el reino permanecerá así, hasta que este poder sea definitivamente quebrantado. Está muy por encima de nuestras posibilidades ser liberados de este poder. Sólo Dios puede liberarnos.

Se va extinguiendo en la obscuridad la oración que

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empieza de una forma tan familiar y luminosa. Cada pa­labra tiene su peso, cada petición su necesidad especial. Se tienen que ponderar en el corazón a menudo estas palabras y hacer que su espíritu penetre profundamente. Pero también se deberían medir con la oración del Señor nuestras restantes súplicas y ruegos. Preguntarse si los deseos expresados por Jesús también figuran en nuestras otras oraciones. Preguntemos también si nuestra oración está impregnada por el mismo amplio espíritu. Aquí se da la medida.

14 Porque, si perdonáis a los hombres sus ¡altas, tam­bién os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; 15 pero, si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras jaitas.

Aquí se formula como una ley lo mismo que antes se había manifestado en la tercera petición. El lenguaje es el que se usa en las leyes. Los pensamientos están ensamblados con rigor y se excluyen unos a otros. Pri­mero se presenta el caso positivo, luego el negativo: «Si perdonáis a los hombres... si no perdonáis a los hombres.» Las dos veces se hace depender la acción de Dios de la nuestra. No hay ningún hueco ni ninguna excepción. La parábola del siervo despiadado explica estas palabras de una manera impresionante (18,23-35). Los labios de Jesús pronunciaron pocas palabras tan inflexibles y terminantes como éstas. Una comunidad no puede vivir de forma real­mente cristiana, si esta ley no está profundamente gra­bada en el corazón de ella y si no determina su acción. No podemos abrir la boca para pedir perdón a Dios, si todavía estamos endurecidos con otra persona y no nos hemos reconciliado con ella.

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c) El ayuno (6.16-18).

16 Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que adrede se desfiguran el rostro, para hacer ver a la gente que están ayunando; os lo aseguro: ya están pagados. 17 Tú, en cambio, cuando estés ayunando, úngete la cabeza y lávate la cara, I8 para que la gente no se dé cuenta que estás ayunando, sino tu Padre que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te dará la recompensa.

En el tiempo antiguo el ayuno era para todo el pue­blo. Los pecados que se han hecho en Tsrael, no sólo son faltas personales de individuos, sino culpa que grava todo el pueblo. Todos deben ayunar para dolerse de los peca­dos y hacer penitencia. Hay ciudades prontas para la penitencia, que aceptaron el llamamiento y se convirtie­ron, como incluso la ciudad pagana de Nínive por la pre­dicación del profeta Jonás (cf. Jon 3). La caída de Jeru-salén, asaltada por el ejército babilónico es un castigo del pueblo que se ha negado a hacer penitencia. El individuo también podía ayunar privadamente por sus propios pe­cados o en representación del pueblo por los pecados del mismo. El primer sentido de nuestra cuaresma es que todo el pueblo de Dios ayuna para hacer penitencia, como señal de arrepentimiento y en representación de los demás.

Los fariseos tenían un alta estima del ayuno volunta­rio, y lo practicaban con diligencia 30. Pero por otra parte ¡qué trastorno del verdadero sentido del ayuno! Quieren hacer penitencia ante Dios y mostrarle su disposición a convertirse. Pero lo que debe dirigirse solamente a Dios,

30. Cf. el fariseo y el publicarlo Le 18,9-14.

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se convierte en espectáculo ante la gente. Todos deben ver cómo se consumen de pena y se contristan. Ponen una cara de santurrón y desfiguran el rostro, cubren de ceniza la cabeza, van dando vueltas con vestidos gastados: una exhibición que no puede ser más ridicula. Puesto que esperan la alabanza de la gente, han recibido ya su recompensa y no tienen que esperar ninguna otra.

Jesús no reprueba el ayuno, ni tampoco el que se practica voluntariamente. Puede ser expresión auténtica del deseo de hacer penitencia. Pero el que ayuna debe ungirse la cabeza y lavarse la cara. La gente no debe notar lo que él hace. Exteriormente debe aparecer con un aspecto normal con un exterior aseado y con semblan­te alegre. Entonces está garantizado que la dirección hacia Dios no está desbaratada por la dirección hacia los hom­bres. Lo que así permanece oculto, será visto y recom­pensado por Dios, porque Dios también contempla lo que está escondido, conoce los deseos del corazón, la pureza de intención y la renuncia a la ostentación externa.

Estos versículos sobre el ayuno valen para el tiempo en que Jesús, el esposo, está separado de nosotros. Mien­tras vive con los discípulos y lleva a término la obra de Dios en la tierra, es tiempo de alegría, ya que «el esposo está con ellos. Tiempo llegará en que les quiten al esposo y entonces ayunarán» (9,15). Entonces empezará un nuevo ayuno, con la esperanza del regreso del esposo: Es tiem­po de tristeza por la separación, pero también es tiempo para prepararse, tiempo de reparación por los pecados propios y por todos los pecados del mundo, tiempo de la espera vigilante y del humilde servicio del esclavo, hasta que de hecho se celebren las bodas del Cordero con su esposa, la Iglesia (Ap 22,3ss).

Nuestro ayuno conoce formas distintas de las que eran usuales entre los judíos de aquel tiempo, entre los

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antiguos cristianos y también en la edad media. La ín­dole adecuada al tiempo, de nuestro ayuno, también debe medirse con esta instrucción de Jesús. También aquí está al acecho, precisamente entre los «piadosos», el peligro de la hipocresía y de servir a los hombres. Solamente podemos estar seguros de ayunar ante Dios, si evitamos cualquier mirada de soslayo al prójimo y nos gusta quedar ocultos.

4. LA VERDADERA JUSTICIA EN EL SERVICIO DE DIOS SIN

RESERVAS (6,19-7,12).

Se continúa el gran tema de la verdadera justicia. Las seccio­nes precedentes más largas eran interiormente unitarias y esta­ban claramente divididas. Ahora encontramos instrucciones par­ticulares de Jesús de diversa índole. Todas están consideradas desde un punto de vista, que antes hemos encontrado: la ver­dadera justicia ha de estar totalmente orientada hacia Dios. Dios es el centro y el objetivo. Esto debe repercutir en todas las cuestiones y ambientes particulares de nuestra vida.

u) El verdadero tesoro (6,19-21).

19 No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los destruyen, y donde los ladrones per­foran las paredes y roban. 20 Atesorad, en cambio, tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre los des­truyen, y donde los ladrones no perforan las paredes ni roban; 21 porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón.

El afán de poseer es propio de nuestra naturaleza. El hombre dirige su pensamiento y su acción a producir

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bienes, a adquirirlos y aumentarlos. Pero aquí no se habla solamente de bienes, de cualquier clase de propiedad, sino de tesoros. Con esta palabra se alude a una grande y va­liosa propiedad, a extensas fincas, a casas bien construi­das, a preciosos ornamentos y a la acumulación de dinero. Por muy seguro y estable que pueda parecer todo eso ¡cómo está amenazado y cuan huera es su supuesta esta­bilidad! Minúsculos animales pueden destrozar el más rico valor. La polilla roe el precioso vestido de seda, y la carcoma ahueca el armario de excelente madera. Hay quienes se vuelven envidiosos y ávidos, y buscan medios para adueñarse de tales bienes: los ladrones perforan las paredes y roban. Como se gana, así se pierde. Jesús se refiere sobriamente a esta experiencia, que cualquiera puede sufrir. ¡Cuan inútil y sin valor es este afán, cómo se despilfarran las fuerzas por causa de bienes suma­mente inciertos e inestables...!

Os muestro otro objetivo que es digno del empeño de todas las fuerzas y asegura la estabilidad del valor: Ate­sorad tesoros en el cielo. Allí se colocan los valores en lugar seguro, ni los insectos destructores ni los ladrones perniciosos pueden hacerles nada. «En el cielo» quiere decir en Dios. Lo que es invertido en Dios, retiene su valor duradero. ¿Qué clase de tesoros son? Ciertamente en primer término la entrega del corazón a Dios. Pero luego también todo lo que el discípulo hace con la in­tención de servir realmente a Dios. Las «buenas obras» (5,16), la justicia sobreabundante hasta llegar al amor del enemigo (5,21-48), también los «ejercicios piadosos» (6,1-18), todo eso puede convertirse en el tesoro, si se hace con el debido espíritu.

La frase final de nuevo es de una sencillez estupenda: Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu co­razón. Jesús conoce este profundamente arraigado afán

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de riqueza y valor, en los cuales se busca la felicidad. El corazón, el hombre interior, siempre está interesado en ellos. Si el corazón se queda con los tesoros terrenos y es absorbido por ellos, entonces corre el mismo riesgo de ser destruido que las cosas terrenas. Pero si pasa a los tesoros celestiales y vive con ellos, entonces tiene la pers­pectiva de estar a salvo con Dios para siempre. Parece casi natural, parece una consecuencia lógica; pero cuan poco natural es pensar y proceder así.

b) El ojo, lámpara del cuerpo (6,22-23).

22 La lámpara del cuerpo es el ojo. Si. pues, tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado; 23 pero, si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo quedará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti son tinieblas, ¡qué densas serán las tinieblas!

Jesús vuelve a partir de una experiencia. El ojo sano o enfermo (incluso ciego) hace que todo el cuerpo res­plandezca o esté en tinieblas. Ahora bien, las dos expre­siones se matizan mutuamente: el ojo (del corazón) sano es, al mismo tiempo, el ojo bueno, y el ojo enfermo es, al mismo tiempo, el ojo perverso. El ojo corporal es una imagen del corazón, hay que pensar en los dos simultá­neamente. En el ojo se refleja todo el hombre, sus pen­samientos y reflexiones, la pureza o corrupción de su vida. El ojo es la lámpara del cuerpo, el espejo infalible del alma. Si esta lámpara es luminosa y nítida, entonces tam­bién lo es el cuerpo y todo el hombre. Pero si el ojo es malo, corrompido y perverso, si mira con astucia y con­cupiscencia, entonces todo el cuerpo está en tinieblas.

Es un lenguaje en imágenes, que requiere una expli-

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cación. Jesús la da en la última frase: Y si la luz. que hay en ti son tinieblas, ¡qué densas serán las tinieblas! ¿Qué significa esta frase? El corazón debe estar entera­mente dirigido a Dios, vivir en los tesoros del cielo. En­tonces todo el hombre está sano. Si el corazón se ha di­sipado en los bienes terrenos, se ha vuelto espiritualmente ciego, y todo el hombre está en tinieblas. No ve el verda­dero bien y anda a tientas.

Pero Dios es la luz, hace resplandecer al hombre, que debe brillar ante los ojos de Dios. El hombre enteramente dedicado a Dios, y que es limpio de corazón, ahora ya es un reflejo de la divina claridad. En su tiempo «verá a Dios» (cf. 5,8) con el ojo del cuerpo alumbrado por el amor y la pureza. «Todos vosotros sois hijos de la luz» (ITes 5,5), hijos de Dios, que «os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz» (IPe 2,9).

c) Verdadero servicio de Dios (6,24).

24 Nadie puede servir a dos señores; porque o aborre­cerá al uno y amará al otro, o se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No podéis servir a Dios y a Mammón.

El contraste siempre varía y se llama al discípulo para que tome siempre la misma decisión: tesoros en la tie­rra, tesoros en el cielo; tinieblas, luz; riqueza, Dios. Tam­bién aquí penetra una experiencia natural en el ámbito del espíritu. Cada uno en realidad sólo puede servir con todas sus fuerzas a un señor. Pero esto con pleno sentido sólo puede decirse de Dios, que pide todo el hombre y no tolera ningún compromiso. Solamente en Dios tiene validez la alternativa en el pleno sentido; el hombre sabe que sólo Dios puede darnos la salvación...

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En todas partes en que se pone en discusión el derecho señorial de Dios, se oculta el maligno. El demonio co­noce múltiples formas de oposición y enemistad. De una forma especialmente alevosa se escuda detrás de Mam­món. Éste representa la propiedad terrena, la acumula­ción de bienes y tesoros, y de toda clase de posesiones. Pero también conocemos por la experiencia el disimu­lado poder del oro, el brillo fascinante y la magnificencia cautivadora de los objetos terrenales de gran valor. Para Jesús la riqueza siempre es «injusta», un poder casi demo­níaco, que gana el corazón y lo tiene encadenado. El que es víctima de la riqueza, también lo es del diablo. Sola­mente se puede servir de veras a uno: a Dios, que es la luz de nuestra vida, y en quien están bien guardados los verdaderos tesoros y nuestro corazón.

d) Confianza en Dios (6,25-34).

23 Por eso os digo: No os afanéis por vuestra vida: qué vais a comer; ni por vuestro cuerpo: con qué lo vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?

El que vive confiando plenamente en Dios, como lo han mostrado los tres versículos precedentes, ya no se preocupa por su vida terrena. El siguiente largo pasaje sólo tiene un tema: mostrar la superfluidad de la preocu­pación terrena a la vista del gran Padre. Esta preocupa­ción se refiere sobre todo a dos necesidades del hombre: la nutrición para mantener la vida y el vestido para pro­teger el cuerpo. La nutrición, el vestido y el trabajo por coinseguirlos no deben ser privados de su valor, como podría suponer un visionario. Lo que aquí se reprueba es

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la solicitud excesiva por las cosas terrenas, el esfuerzo febril y el celo angustioso, el afán egoísta, en los que Dios no desempeña ningún papel ni es tenido en conside­ración. Tanto el pobre como el rico pueden ser víctimas de tal preocupación.

En primer lugar dice Jesús una frase general: ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Si Dios os ha hecho donación de lo más va­lioso, de la vida y del cuerpo, ¿no se cuidará también de lo menos valioso? En muchos hombres se produce la impresión de que el sentido de su vida se agota en la consecución de aquellos bienes. Piensan que son dicho­sos asegurándose la manutención y satisfaciendo estas necesidades: Olvidan que no vivimos «de solo pan».

26 Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan ni recogen en graneros; sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? 27 ¿Quién de vosotros, por mucho que se afane, puede añadir una sola hora a su existencia?

Aquí se trata de la primera necesidad, o sea, el ali­mento, y de la preocupación por el mismo. Es magnífico el ejemplo de la naturaleza, en el que puede comprobarse el gobierno del Padre. Para quien tiene a Dios presente en todas partes y lo ve en acción, la nutrición de las aves no es solamente un hecho de la naturaleza sino un mi-hgro de solicitud paternal No se cansan en almacenar para tener asegurado el alimento para el tiempo futuro, sino que viven al día: vuestro Padre celestial las alimenta. Si esto ya es verdad en criaturas tan pequeñas, ¿cuánto más en el hombre, cuya vida es incomparablemente más valiosa y está mucho más cercana al corazón del Padre? Dios sabe lo que nos hace falta, antes de que se lo pida-

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mos (cf. 6,8). Nos contempla constantemente, atiende a lo que necesitamos para vivir. Pensar de otra manera no tiene ninguna razón de ser. Dios ha establecido la dura­ción de nuestra vida. Ni siquiera el que se fatiga a porfía y mantiene una actividad febril es capaz de prolongar su propia vida.

Debemos poner atención a lo que aquí se nos dice y dejar sin respuesta las cuestiones que no hacen al caso: ¿No hay también animales que construyen depósitos en previsión del futuro? Ciertamente, pero no lo hacen las aves que aquí se toman como ejemplo. ¿Y no se puede alargar la vida viviendo de un modo ordenado y con el auxilio de la medicina? Eso también es verdad, pero no es lo que aquí se considera. Aquí se pretende poner en claro que el que se entrega a la confianza en Dios, sin descuidar lo necesario para sí o su familia, logra el lapso de vida que Dios le ha señalado. Se trata de subrayar la conformidad con el plan de Dios y no de las ventajas pu­ramente terrenales, que nada tienen que ver con él, aun­que se trate de una febril prolongación de la vida. ¡Cuán­tas veces hemos experimentado la verdad de estas pala­bras! ¿Es igualmente operante esta verdad cuando vivi­mos en medio del bienestar y la seguridad?

28 Y acerca del vestido, ¿por qué os afanáis? Obser­vad los lirios del campo, cómo crecen; ni se atarean ni hilan. 29 Pero yo os digo: ni Salomón en todo su esplen­dor se vistió como uno de ellos. 30 Pues si a la hierba del campo, que hoy existe y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe?

Viene ahora, en segundo lugar, la preocupación por el vestido. Jesús hace que la mirada del discípulo se di-

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rija de nuevo a la naturaleza, al delicioso jardín de Dios. Dios ha colmado de hermosura incluso plantas silvestres más humildes, como los lirios que crecen en el campo. No solamente las rosas o las dalias de vistosos colores están vestidas bellamente, también las flores del campo, que crecen entre la hierba y están destinadas al pasto o incluso a ser consumidas por el fuego. El prototipo de la brillante suntuosidad y del disfrute cortesano de la vida, el rey Salomón, es un pobre hombre ante esta sencilla be­lleza. Ciertamente es efímera, es quemada con la hierba, aunque Dios la haya adornado de una forma tan exqui­sita. El mismo Padre, que gobierna con una solicitud tan pródiga, ¿no tendrá también cuidado de vosotros, para que podáis vestiros decentemente? Sólo habéis de tener la fe, la íntima confianza de que Dios se cuida de veras de esta necesidad del vestido. No seáis hombres de poca fe, que sólo raras veces utilizan su confianza, y la escatiman, que confían poco en Dios, continuamente se le echan en brazos conservando su propia inquietud...

31 No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué vamos a comer, o qué vamos a beber, o con qué nos vamos a vestir? 32 Pues todas estas cosas las buscan ansiosamente los paganos; porque bien sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todas ellas. 33 Buscad primero el reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura.

Estas palabras resumen lo antedicho. En primer lugar los recelosos «hombres de poca fe» preguntan continua­mente: ¿Qué debemos comer y beber? ¿Con qué debe­mos vestirnos? Procede como los paganos quien hace estas preguntas, y espera lograr la seguridad de su vida con el propio esfuerzo. No sabe nada de Dios y de su providencia paternal, y por eso está completamente aban-

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donado a sus propias fuerzas. Pero vosotros conocéis a Dios, él es vuestro Padre celestial. Si lo creéis de veras, entonces también sabéis que él conoce todas vuestras ne­cesidades.

Aquí queda completamente claro que Jesús no pre­tende apartarnos del trabajo para sustentar la existencia terrenal. Sólo nos dice lo que propiamente importa, lo principal en la vida del discípulo: buscad primero el reino (de Dios), lo cual significa aquí prácticamente: buscad a Dios antes que a todas las demás cosas. El que aspira al reino de Dios, se somete enteramente a la majestad so­berana de Dios y a su bondad paternal.

Pero se añade: Y su justicia. Es la misma justicia, que ya hemos hallado reiteradas veces31, a saber la jus­ticia que Dios espera de nosotros y que debemos ofrecerle. Es la perfección del Padre celestial, que debe manifestarse en nosotros. La justicia que nos hace aptos para el reino, ya ahora y sobre todo al final. Esto quiere decir que lo más importante no son nuestros propios esfuerzos, sino ser conformados y enardecidos por Dios y su voluntad. En ello deben consistir nuestros anhelos, nuestro pensar y nuestro sentir. Solamente en esto pondrá de manifiesto nuestra propia obra.

Entonces no solamente se disminuye la preocupación por nuestras necesidades corporales, sino que Dios ya nos da por sí mismo todo lo necesario. El que está lleno de la única aspiración importante, ya no ambiciona nada para sí. También trabaja, gana dinero, compra; pero para él estas actividades son servicios que presta a Dios. En úl­timo término su corazón no vive en dichas actividades... Deberíamos adquirir el valor que se requiere para esta empresa. Los grandes santos, como Francisco de Asís o

31. Cf. 1,1<< y p. 24; 3.15 y p. 63 ; 5,6 y p. 93ss, 5,20ss y p. 112ss.

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Juan Bosco, experimentaron reiteradamente que se puede confiar en la palabra de Dios.

34 No os ajanéis, pues, por el día de mañana; que el día de mañana traerá su propio ajan. Bástele, a cada día su propia angustia.

Este versículo está al final como un suplemento, un discreto remate de las graves declaraciones precedentes. No es una excelsa enseñanza sobre Dios, sino un frag­mento de sabiduría casera de la vida. Cada día trae con­sigo una dosis determinada de angustia y jatiga; no debe­ríamos aumentarla con la preocupación por el día de mañana. A pesar de esta sencillez el versículo muestra que permanecemos en el -terreno de la realidad. La re­nuncia a la preocupación en el sentido indicado por Jesús no significa que seamos sustraídos al esfuerzo y al fati­goso trabajo de cada día, a las mil prácticas siempre igua­les, a la monotonía fastidiosa de la vida cotidiana. Todo eso permanece como está. Lo nuevo son los sentimientos del discípulo: su íntima aspiración no está ligada, sino dirigida hacia Dios. Entonces todos los pequeños queha­ceres se vuelven ligeros, y son iluminados desde arriba.

e) No juzguéis (7,1-5).

1 No juzguéis, y no seréis juzgados; 2 porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis medidos.

Nuestra trastornada naturaleza tiende a enjuiciar a otros. De este juicio se origina fácilmente la condenación. A esto se refiere Jesús, cuando prohibe juzgar al prójimo.

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El motivo de esta prohibición es que no seamos juzgados nosotros, es decir, no seamos condenados con especial rigor.

El que juzga a los demás, se atribuye un derecho que no tiene. Se inmiscuye en el derecho de Dios, a quien sólo es posible e incumbe juzgar certeramente. El que enjuicia a los demás, sobrepasa la medida del hombre y ahora es remitido a esta medida. De este modo también se dice que cualquier condenación humana es transitoria e insegura, que nunca hace plena justicia. Más vale callar diez veces que hablar injustamente una vez. En el perdón Jesús ya ha convertido la conducta con el prójimo en la norma de la conducta de Dios con nosotros: sólo quien perdona al prójimo, puede también confiar en el perdón de Dios (6,12.14s). Aquí se aplica al juicio este principio. La misma sentencia con que gravamos al hermano, Dios la pronunciará sobre nosotros. Con la medida que apli­camos al hermano, Dios también nos medirá a nosotros. El que espera de Dios indulgencia y misericordia y un juicio magnánimo, debería también tenerlos con su pró­jimo. El que juzga de una forma acerba y fría, injusta cuando no calumniosa, tiene que esperar que Dios tam­bién la trate sin misericordia. ¿Qué sería de nosotros, si Dios nos tratara como tratamos con frecuencia a nuestros prójimos? «Pues habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó misericordia. La misericordia triunfa sobre el juicio» (Sant 2,13).

3 ¿Por qué te pones a mirar la paja en el ojo de tu hermano, y no te jijas en la viga que tienes en el tuyo? 4 ¿O cómo eres capaz de decirle a tu hermano: Déjame que te saque la paja del ojo, teniendo tú la viga en el tuyo? 5 ¡Hipócrita! Sácate primero la viga del ojo, y en­tonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.

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Es un ejemplo drástico. El que condena al prójimo, está a punto para el juicio en que todos somos deudores de Dios. Las críticas y la voluntad de corregir faltas ajenas son similares al juicio. En esta voluntad con frecuencia no notamos las propias debilidades, solamente vemos las otras agigantadas. Mírate primero a ti, dice Jesús, y co­rrige tu propia vida. Cuando ya lo hayas logrado, entonces también puedes ayudar al hermano. Si procedes de otra manera, eres un hipócrita, que parece o quiere parecer mejor de lo que realmente es.

El Evangelio dice después todavía con mayor claridad (18,15-20) lo que aquí se afirma sobre el deber de la mutua corrección fraterna. Aquí se pretende decir que sólo tiene derecho a la censura fraterna, el que antes se ha examina­do y corregido a sí mismo. Así debe hacerse entre cris­tianos. ¿Ha penetrado esta norma en nuestra carne y en nuestro espíritu0

/) Las cosas santas (7,6).

6 No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras per­las a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas, y luego se revuelvan para destrozaros a mordiscos.

No es muy clara la verdadera relación del versículo. Es una orden dada por Jesús para la misión de los dis­cípulos. La perla es el Evangelio, la palabra de Dios. Sólo se puede anunciar el Evangelio, donde también es acep­tado con buena disposición. No puede ser desperdiciado ni se ha de dilapidar. Se debe administrar con esmero. De no ser así, no solamente se profanan las cosas santas, y son pisoteadas por los cerdos, sino que también se pone en peligro al mensajero. La recusación provocada del men-

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saje se acrecentará hasta llegar al odio contra los men­sajeros. Se vuelven y os destrozan.

Jesús ha anunciado a los discípulos fracasos e incluso persecuciones. Pero éstas no pueden estar causadas por propia imprudencia o por falta de discernimiento. Más de una impertinencia, de tipo sectario, en la difusión del Evangelio resultaría reprobable, confrontada con este pre­cepto del Señor. Hemos de mostrar amor a todos los hom­bres; pero en las palabras, en el contenido del mensaje, en el mismo misterio divino se requiere tacto y diligencia. Ambas cosas ha de mantener el discípulo ante su consi­deración: el ansia de proclamar el Evangelio y la obli­gación de no profanar ni desfigurar la palabra santa. Ésta es una importante advertencia también para nosotros, que vivimos entre muchos hombres para quienes los pensa­mientos cristianos han llegado a ser extraños.

g) Poder de la oración (7,7-11).

7 Pedid, y os darán; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán. 8 Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, le abren.

Si Dios es el Padre que sabe todo lo que se refiere a nosotros, y se cuida de todo, también estará siempre presente para favorecernos. En la oración se muestra si realmente creemos. En ella tenemos que confesar que de­pendemos de él y que solos no nos bastamos. La oración bien hecha es una piedra de toque de nuestra fe y de nues­tra humildad. Pedid, y os darán. Esta frase suena como si fuese una ley. A una cosa le sigue necesariamente la otra, al ruego confiado sigue la pronta concesión de lo que se pide. Aquí no se hace diferencia entre peticiones

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importantes y poco importantes, justificadas y no justi­ficadas. Sobre estas diferencias se nos habla en otros textos 32. Aquí lo que se recalca es la certeza de que Dios nos escucha. El que ha entendido lo precedente y vive de acuerdo con ello, experimenta diariamente cuan sen­cillo es. Siempre es una oración en Dios la de aquel que vive para Dios y confiando en Dios. El que así vive, sabe con seguridad que todas sus peticiones hechas «en Dios» son escuchadas tan pronto como él las presenta... Éste es el misterio de la oración suplicante, que Jesús con tanta frecuencia promete que será sin duda escuchada. No hay que recurrir a ningún medio de ejercer por así decir pre­sión sobre Dios, sino vivir como el discípulo que está enteramente subordinado al reino de Dios. Le resultará tan natural como los acontecimientos de la vida cotidiana: si se busca algo caído por el suelo, pronto se encuentra; si se llama a la puerta del vecino o si se toca el timbre, se abre la puerta. Tan sencillo y normal será para el dis­cípulo lo que es tan anormal e inaudito, o sea, que Dios incesantemente nos escucha...

9 ¿O habrá entre vosotros algún hombre, a quien su hijo pida pan, y le dé una piedra? 10 O si le pide pesca­do, ¿acaso le dará una serpiente? n Y si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿con cuánta más razón vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?

Solamente se tiene que creer que Dios es Padre. En­tonces todo se explica naturalmente. Sucede como en vues­tra vida; pues vosotros no sois padres inhumanos que deis a vuestros hijos una piedra en vez de pan, o una

32. Cf. 16,22s; 17,20; 18,19s; 20,20-23; 21,20-22.

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serpiente en vez de un pescado. Os ocupáis de vues­tros hijos y de vuestras familias, ponéis empeño en ali­mentarlos y en darles alegría. Sabéis exactamente lo que son las obligaciones de un buen padre...

Así procede también Dios con nosotros. Sólo con la diferencia de que a él le compete todavía mucho más de lo que se puede decir de los padres terrenos, puesto que sois malos. Son palabras que tienen un sonido duro y pe­netrante. Jesús no nos ha expuesto una «doctrina acerca del hombre», ni siquiera aquí en el sermón de la mon­taña, pero aquí y allá desciende como un rayo una luz sobre su concepto de hombre. Así sucede aquí. Jesús sabe lo que hay en el hombre y que está arraigado en el mal. Probablemente Jesús aquí no alude tanto al hecho de que a veces procedemos mal y siempre pecamos, sino a esta cercanía general, a esta afinidad e inclinación al mal. Esta tendencia es tan fuerte, tan profundamente enraizada en nosotros, que por ella somos «malos» aunque no sólo y únicamente mentira y pecado.

En todo caso, damos a nuestros hijos cosas buenas y los preservamos de lo nocivo. Esto lo hace Dios mucho más que cualquier padre terreno. Solamente piensa en repartir cosas buenas. Cuando rogamos, nunca hemos de temer que se nos dé algo nocivo, ni siquiera cuando «la cosa buena» nos venga bajo la forma de la enfermedad purificadora, de la soledad, de la asechanza o en cual­quier forma de sufrimiento. Si viene del Padre, siempre es conveniente para nosotros.

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h) Regla áurea (7.12).

12 Por eso, todo cuanto deseéis que os hagan los hom­bres, hacedlo igualmente vosotros con ellos. Porque ésta es la ley y los profetas.

Esta regla de la conducta humana no es típicamente cristiana. Los paganos y los judíos prestigiosos también han establecido el mismo principio: debemos tratar a los demás tal como nosotros deseamos ser tratados. Pero Jesús también dice estas palabras de razón y de filosofía naturales. En Jesús este principio adquiere un nuevo sen­tido. Porque la norma es distinta de la que podría esta­blecer un pagano o un judío. Jesús ha hablado del amor, que no conoce medida, porque toma su medida en Dios y ni siquiera excluye al enemigo. Este amor es lo que espero del hermano, del compañero en la fe cristiana, y lo que él también puede esperar de mí. La regla áurea es solamente una forma que puede ser llenada con dife­rente contenido. Nadie reclamará terminantemente el de­recho a ser tratado así. Primero aplicará la pretensión a sí mismo. Pero la experiencia de lo que me alegra o molesta, es una norma segura de cómo debo acoger a los demás.

¿No se dificulta de nuevo la comprensión con la frase: Porque ésta es la ley y ¡os projetas? Esta frase nos dice que la regla áurea corresponde al contenido fundamental del Antiguo Testamento en el respecto moral. El evan­gelista quiere decir lo que ya estaba expresado en 5.17: Jesús no ha abolido la antigua ley, sino que le ha dado cumplimiento por medio del nuevo modo de entender y del sentido más profundo, del mensaje del amor. La an­tigua ley permanece, pero con un espíritu nuevo. Así su-

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cede también en nuestra vida cotidiana. En ella encon­tramos mucha prudencia humana, sabiduría y experiencia, en la conversación o en los libros. Por la fe cristiana no se borra nada verdadero ni sublime, antes bien permanece, pero debe cumplirse y perfeccionarse con el espíritu de Jesús.

5. Los DISCÍPULOS ANTE F.i. JUICIO (7.13-27).

En la sección precedente (6,19-7,12) la arquitectura del ser­món de la montaña ya pareció menos consistente. Así continúa hasta el fin. Pero los últimos fragmentos tienen un punto de vista común: la perspectiva del fin, la expectación del juicio. Primero se hace un llamamiento a ir por la «puerta estrecha» (7,13s). Sigue una advertencia contra los falsos profetas, que sólo puede ser bien entendida, si se tiene en cuenta el fin (7,13-20). Luego viene una sección sobre el verdadero criterio del discípulo en el juicio (7,21-23). Toda la disertación concluye con una vigorosa parábola (7,24-27).

a) Vida o perdición (7,13-14).

13 Entrad por la puerta estrecha; que es ancha la puer­ta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella, H y es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella.

La imagen de los dos caminos es antigua. Se usa con frecuencia en los salmos para describir y diferenciar el camino que siguen en su vida el malvado y el justo. Aquí se han juntado las dos imágenes: la puerta, que puede ser estrecha o ancha, y el camino, que puede ser amplio o angosto. Ambas dicen algo que tiene validez: el camino

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es imagen del curso de la vida, la vida está implicada en el fluir del tiempo y es una peregrinación sin descanso hasta alcanzar un término. Se designa este término con la segunda imagen: la puerta, la cual alude a tres hechos concretos: la muerte, el juicio, y el cese y nuevo princi­pio. Las dos imágenes juntas ilustran el sentido de nues­tra vida.

Jesús las emplea aquí con palabras sombrías, fran­camente pesimistas. La perdición es la única posibilidad de la amplia puerta y del cómodo y confortable camino, la vida es la otra posibilidad de la puerta estrecha y del camino molesto y angosto. La perdición y la vida están una enfrente de la otra. Una de ellas alude a la ruina, al horror del infierno; la otra alude a la salvación, a la gloria de estar redimidos. Con la palabra «vida» se hace alusión a algo perfecto: la duración interminable, la feli­cidad de todo el hombre con cuerpo y alma por obra de Dios. No hay una tercera posibilidad.

Pero lo más terrible es la proporción numérica. Mu­chos van por la puerta ancha a la perdición, y pocos son los que dan con la puerta estrecha. Aquí tocamos uno de los enigmas más torturantes de la vida humana: el de la predestinación. «¿Son pocos los que se salvan?» (Le 13,23). ¿Quién se salva y quién no se salva? ¿Los ha predestinado Dios? ¿y con qué eficacia?

Estos dos versículos en primer lugar declaran algo del tiempo presente — aproximadamente con este sentido: el camino cómodo de la mediocridad, incluso del pecado y del vicio, es muy transitado —. En cambio de hecho son pocos los que encuentran la senda angosta, que se­ñala directamente hacia Dios, en pocas palabras: el ca­mino del sermón de la montaña. Así lo ha experimentado el mismo Jesús y, después de él, la Iglesia primitiva; así también parece que nos lo enseñe también nuestro pro-

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pió conocimiento. Pero todo el peso recae en la exhor­tación contenida al principio de este versículo: Entrad por la puerta estrecha. Es decir, esforzaos por encontrar el verdadero camino y la verdadera puerta. No es de vuestra incumbencia especular cuántos se salvan o no se salvan. A vosotros os incumbe hallar la -verdadera entra­da, que conduce a la vida33.

b) Los falsos profetas (7,15-20).

15 Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vos­otros vestidos con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces.

En el Antiguo Testamento Dios tuvo que prevenir a menudo contra los falsos profetas, que no estaban llama­dos por él y no anunciaban su palabra. El diablo es la «mona de Dios» y, por tanto, no sorprende que en todo lo santo haga una caricatura y quiera concurrir. Así con­tinuó también sucediendo en la naciente Iglesia, en la que había apóstoles y falsos apóstoles, maestros y here­jes, profetas y seudoprofetas. No es fácil conocerlos, por­que se han echado sobre los hombros la capa de la ver­dadera doctrina, del desinterés afectado. Los vestidos con piel de oveja significan el vestido peculiar de los cris­tianos, la apariencia de la fe y de la vida cristianas. La im­presión externa contradice enteramente la manera interna de ser: en realidad son lobos rapaces. El lobo es el ene­migo mortal del rebaño, se mezcla sin ser reconocido y,

33. Así hay que entender el texto paralelo de Le 13,23s. En lo fun­damental la declaración de san Mateo tiene que coincidir con la de san Lucas, y la exposición anterior puede mostrar que también aquí se da esta coincidencia.

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de una forma solapada, con las ovejas. Abusa de la con­fianza ingenua de éstas, manifestando repentinamente su verdadero modo de ser y despedazando las ovejas. Así sucederá con los que no buscan a Dios, sino a sí mismos.

A los discípulos no solamente les amenaza desde fuera el peligro de persecuciones y de difamación (5,lis), sino también desde dentro el peligro de falsos profetas. Este peligro que proviene de dentro es más difícil de conocer. No es fácil distinguir el auténtico maestro del falso. Se nos propone aquí un criterio irrefutable. Ante todo, las palabras de los falsos profetas no cuentan: los discursos, las predicaciones y los argumentos nos pueden engañar, pero nunca cabe un engaño, si buscamos los «frutos», la vida, la fe traducida en obras.

16 Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso de los espinos se cosechan uvas o de los cardos higos? ll Así todo árbol bueno da frutos buenos, y el árbol podrido da frutos malos. 18 No puede un árbol bueno producir frutos malos, ni un árbol podrido producir frutos buenos.

Jesús muestra el camino inspirándose en la naturaleza, en la cual está en vigor la siguiente ley: lo sano y fuerte da fruto sano, pero lo enfermo y débil produce frutos mezquinos y sin valor. Lo mismo sucede en el hombre. Su vida forma una unidad; tienen que coincidir sus sen­timientos, su manera de pensar, su querer y su acción. Si se abre una grieta a través de esta unidad, si el hombre cumple un mandamiento de Dios sólo exterior y formal­mente, pero en su interior piensa de otra manera, entonces esta grieta puede también reconocerse exteriormente. A la larga sólo subsiste el conjunto. Los frutos no son distintos actos, sino — como en el árbol — el fruto en total, toda la vida.

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También hoy día hay falsos profetas, que pretenden venir por encargo de Dios y aparentar un verdadero cris­tianismo, y sin embargo son los enemigos del rebaño. En casos particulares hay que ser prudentes en la manera de juzgar, pero una cosa siempre nos es posible: pregun­tar por los frutos, por toda la vida, que está formada por el amor activo, por la fe no falseada, sobre todo por la humildad y la obediencia. Muchas cosas que parecen «nuevas», resistirán brillantemente esta prueba; otras sal­drán desaprobadas.

19 Todo árbol que no da fruto bueno, lo cortan y lo echan al fuego. 20 Así pues, por sus frutos los conoceréis.

El juicio de la historia es el juicio de Dios. Esta frase, en cierto sentido, también vale aquí. Muchas cosas que no perduran en el tiempo ni en la vida terrena, tampoco son salvadas aquí sobre el foso del juicio. Ya están juz­gadas aquí de tal forma que el definitivo juicio sólo sea la confirmación. El árbol podrido y huero, que no pro­dujo ningún fruto alimenticio, ya no sirve para nada. El agricultor lo corta y lo quema. San Juan Bautista ya ha empleado la metáfora y con ella ha descrito el juicio. Lo mismo hace Jesús: el árbol estéril es presentado al juicio de Dios, y es aniquilado con su fuego.

Esto se dice aquí sobre todo de los falsos profetas. Pero también puede aplicarse a los otros discípulos de Jesús. Lo que en todos los fragmentos precedentes ha sido inculcado incesantemente, ahora obtiene su energía y perentoriedad ante el juicio: sólo puede resistir al fuego del juicio toda la vida formada en la fe y el amor.

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c) La confesión de fe y las obras (7,21-23).

21 No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos.

No interesan las palabras, sino los hechos. Tampoco interesan las palabras de confesión y de elogio. Señor, Kyrie, es la antiquísima invocación de Jesús, con la cual la fe en el ensalzamiento encontró su vigorosa expresión. Pero a esta confesión verbal de Jesús como Señor tiene que corresponder la confesión de los hechos. Y las obras no deben estar dirigidas a otra cosa que a cumplir la vo­luntad de mi Padre que está en los cielos. Aquí tenemos la unidad de la antigua y de la nueva alianza: la voluntad de Dios —dada a conocer en la antigua alianza y «cum­plida» por Jesús —, la confesión de Jesús como «Señor». Jesús no ha defendido doctrinas particulares; tampoco pueden hacerlo los maestros y profetas cristianos. La vo­luntad de Dios es para todos el objetivo que indica la dirección. Estas palabras podrían ser para los judíos un puente que los condujera a Cristo...

22 Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos prodigios? 23 Pero entonces yo les diré abiertamente: Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad.

En aquel día, es decir, el día del juicio. Los que en­tonces comparecen ante Jesús saben que él es el juez y que ha de dictar sentencia. Se vuelven a él y le llaman como antes en el culto divino, diciendo: «¡Señor, Señor!» Entonces empiezan a enumerar no solamente sus sermones

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y la doctrina que han proclamado, las cartas y libros que han escrito, sino sus obras. Estas obras dan testimonio de una dotación especial de fuerzas sobrenaturales. Jesús en su tiempo había provisto de ellas a los apóstoles: «Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad de­monios» (Mt 10,8). Más tarde en el trabajo misional tam­bién han llevado a término las mismas acciones. También otros estaban provistos del mismo don (dado por el Es­píritu) de hablar y de hacer milagros. Ellos dicen: Hemos vaticinado, es decir hemos hablado proféticamente en el Espíritu para edificación34; hemos arrojado demonios; hemos hecho milagros. Y todo eso lo hicimos en tu nombre, es decir apelando al poder del «Señor» e invocando su nombre, como lo sabemos por las curaciones de Pedro: «En el nombre de Jesucristo de Nazaret, anda» (Act 3,6). Eran obras que han sido llevadas a cabo por la fe en Jesús y para el servicio de la Iglesia. Pero ellos están solos y separados junto a la propia vida, porque no han cumplido la voluntad de Dios...

La sentencia del juez es de una severidad insólita: Jamás os conocí. El mensajero de Jesús sólo debe ejercer la actividad del «Señor», debe ser el brazo y la mano del Señor enaltecido. Siempre se alude a esto cuando los apóstoles dicen «en su nombre» o «en el nombre de Jesús». Cristo tiene que estar en la vida personal de su mensajero, como lo está en su cargo. Cristo ha «conocido» al que se ha identificado con él. Está en él y con él, porque dirige sus pensamientos y le conduce en sus caminos. Es un conocimiento amoroso, una mutua familiaridad, una actuación recíproca de uno en el otro. Pero si se abre una hendidura a través de esta vida, no solamente no funciona por así decir uno de los dos motores, sino que el otro es

34. Cf. lCor 14.

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v r \Í* T i ?

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ineficaz. Las señales, por brillantes y prodigiosas que sean, nunca pueden sustituir la falta de amor activo. Si falta el amor, los dones carismáticos también se quedarán vacíos y hueros, sin fuerza ni fruto.

Los que ejercieron cargos pastorales no se identifica­ron plenamente con el «Señor» en su vida terrena, sino que le sustrajeron alguna parcela de su personalidad. Les faltó la garantía moral, las obras del amor. Dado que se separaron parcialmente de Jesús, él se separa por com­pleto de ellos: Apartaos de mí, ejecutores de maldad. Esta frase procede del salmo (Sal 6,9). Aquí se convierte en veredicto judicial. La sentencia los separa del «Señor» y por tanto de la vida. Cuando el Señor oculta su rostro, sólo queda la muerte.

d) Las dos casas (7,24-27).

24 En fin, todo aquel que oye estas palabras mías y las pone en práctica, se parecerá a un hombre sensato que construyó su casa sobre la roca. 25 Cayó la lluvia, se pre­cipitaron los torrentes, soplaron los vientos y dieron contra la casa aquella; pero no se derrumbó, porque estaba ci­mentada sobre la roca. 26 Y todo aquel que oye estas palabras mías, pero no las pone en práctica, se parecerá a un hombre necio que construyó su casa sobre la arena. 27 Cayó la lluvia, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y batieron contra la casa aquella; se derrumbó, y su ruina fue completa.

Esta comparación tiene una fuerza inaudita. Con rasgos vigorosos Jesús delinea dos imágenes: la casa, que un hombre sensato ha construido sobre la roca, y la casa de un hombre insensato que tomó como fundamento la

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arena. Por un momento hemos de representarnos el pano­rama y la manera de construir casas en Palestina. La casa está construida de piedra, barro y madera, y tiene poca consistencia. De ordinario la lluvia viene súbitamente y con violencia, se precipita sobre las rocas, ya que no puede ser recibida por el suelo de bosques ni por húmedas praderas. La casa que tiene un fundamento de roca no es arrastrada, las avenidas de las aguas fluyen rápidas por la izquierda y por la derecha, pero no pueden ir soca­vando el fundamento. La otra casa de desmorona, porque con las avenidas de las aguas la arena se desprende y desde abajo hace que se derrumbe la casa. A la tormenta le resulta un trabajo fácil derribarlo todo con estrépito.

Jesús emplea las dos imágenes para colocarlas delante de los oyentes como un espejo. ¿A quién queréis pare-ceros en la construcción de vuestra vivienda? En el juicio de los demás el dueño de una de las casas es sensato y prudente, el otro es un insensato que sufre perjuicios por su culpa. Exactamente igual sucede con mi doctrina: el que la escucha y la observa, es un hombre sensato; el que solamente la escucha, pero no la observa, es necio. Sólo hay estas dos posibilidades, y aun en ellas sólo hay una cosa que realmente decide: la acción. «Llevad a la práctica la palabra, y no os limitéis a escucharla» (Sant 1,22).

Pero esta sensatez o necedad no es humana ni terrena, como en los dos hombres de la comparación, porque aquí no se trata de que se tenga éxito en la vida presente, de que se asegure la propia casa y se le dé un firme fun­damento. El necio en la imagen aquí presentada podría construirse una nueva casa y ser sensato la segunda vez a sus propias expensas. ¿Puede decirse lo mismo del dis­cípulo?

Jesús dice: Todo aquel que oye estas palabras mías y las guarda se parecerá a un hombre sensato el día del

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juicio. Se describe la tempestad con colores tan vivos, que nos hace recordar la enorme catástrofe que debe concluir la historia: cayó la lluvia, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y batieron contra aquella casa. En la imagen se presenta la tempestad del fin de los tiempos. Entonces se decide una sola vez y definitivamente lo que se hará con la casa. Nadie puede empezar a construir por segunda vez. Si la casa se derriba, queda en ruinas.

Todo el discurso se vigoriza con estas palabras. Sólo puedes edificar una casa, de una o de otra manera. Las palabras de Jesús muestran dónde hay que poner el fun­damento, para poder sostenerse en el fragor proceloso del juicio. Pero esta audición y estos conocimientos no bastan, si no edificas de hecho sobre la roca, es decir si pones por obra estas palabras y estos conocimientos. Todo lo que antes se ha dicho, no sólo es apremiante porque Dios así lo quiere, porque ha sido revelado por Jesús, sino porque el tiempo también insta a cada uno de nosotros. La vida sólo es una y no puede reiterarse. Al final está el juicio, que no se puede evitar. En él sólo puede soste­nerse aquel cuya vida estuvo edificada con un solo obje­tivo: Dios, el reino de Dios y su justicia.

CONCLUSIÓN (7,28-29).

28 Cuando acabó Jesús estos discursos, la gente se que­daba atónita de su manera de enseñar; 29 porque les ense­ñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas.

Ha terminado el primer gran discurso de Jesús. Es la síntesis más densa de su mensaje. San Mateo lo ha puesto al principio como fundamento de su Evangelio. Todo lo que sigue hay que considerarlo a la luz de este sermón.

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Los oyentes se quedaban atónitos de su manera de enseñar. No es el espanto causado por una sensación, no es que se contenga la respiración como ante un temerario baile sobre la cuerda, no es el estremecimiento angustioso en el peligro o en la proximidad de la muerte. Es el pánico de Dios, que penetra hasta la médula, es el estado de consternación producido por la santidad y el poder so­brenatural. Así sucede, cuando se toca el centro de la propia vida, cuando Dios conmueve las capas más pro­fundas del alma. Temblamos ante la información del otro mundo, ante la reivindicación que se dirige a nuestro corazón. Este miedo es necesario y provechoso.

Y las razones son estas: Porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas. La manera como se solía enseñar contrasta con ésta. Los escribas son transmisores e intérpretes de la voluntad de Dios, incluso servidores autorizados y oficiales de la fe. La técnica de su instrucción consiste en citar las opiniones de los doctos a propósito de una frase de la Escritura, y en defender una de ellas. Únicamente la palabra que se pro­fiere en Espíritu y obra con eficacia es palabra de la Escritura, palabra de Dios. Todo lo demás son aplica­ciones exégesis, y por tanto palabra humana. Pero aquí hay uno que habla «como quien tiene autoridad». Jesús no cita a los rabinos ni a sus opiniones, sino que, con independencia de ellas, él mismo dice lo que es voluntad de Dios. Como un divino legislador incluso antepone su propia palabra a la palabra de la ley. «Pero yo os digo...» Así sólo puede hablar quien provenga directa­mente de Dios, y de él haya recibido una delegación inmediata. Su doctrina cumple «la ley y los profetas». Esta grandeza y autoridad también la tiene para nosotros la palabra de Jesús. Tanto si la leemos, como si la oímos, el mismo Jesús nos habla «como quien tiene autoridad»...

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Lo que hace estremecer a la gente en lo más íntimo de su ser es algo más que la autoridad. Este poder se exterio­riza en el llamamiento personal: la exigencia que no se puede rehuir, la urgencia que quiere transformar los co­razones, la confirmación realizada por el Espíritu y la eficacia, y aportada por esta exigencia. Aquí se pronuncia una palabra única, una «nueva doctrina», pero una doc­trina de vigor exigente. Ante esta palabra no se puede permanecer desinteresado, ya que sólo hay dos caminos: cerrarse totalmente o abrirse por completo; o permanecer cerrado en sí mismo o abrirse hacia Dios. Es decir con­versión, fe. nueva vida.

III. MILAGROS DE JESÚS (8,1-9,34).

A las palabras les siguen las obras. Jesús proclama el reino de Dios con su mensaje oral y con sus hechos salvíficos. Ambos se corresponden y complementan mutuamente. San Mateo ha reunido los siguientes pasajes desde este punto de vista. Los milagros alternan con las controversias. Dentro de toda esta parte se destacan tres secciones (8.1-17; 8,18-9,13; 9,14-34j.

1. PRIMER CICLO DE MILAGROS (8,1-17).

a) La curación de un leproso (8,1-4).

El acontecimiento tiene lugar a la vista de la gran mul­titud, ante la gente que acaba de oir el discurso de Jesús, Todos ellos deben también presenciar en seguida la pro­clamación de Jesús puesta en obra.

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1 Cuando bajó del monte, lo siguieron grandes mul­titudes. 2 En esto, un leproso se le acerca y se postra de­lante de él, diciéndole: Señor, si quieres, puedes dejarme limpio.

La lepra es un azote de la humanidad, que hasta hoy día aún no ha sido eliminado del todo. Aquellas per­sonas dignas de compasión tienen que ver en su larga enfermedad cómo se atrofia un miembro tras otro hasta que ellas mismas se van extinguiendo. Además están de­sechados, han sido separados de la comunidad de Israel. Con la lepra llevan el pecado en su cuerpo — según la enseñanza de los rabinos— y no pueden participar en el culto divino y en la vida social. Desde lejos tienen que llamar la atención de la gente, nadie puede tocarles o re­cibirles en su casa. Son impuros en el cuerpo y también lo son en el culto. Se vuelve asimismo impuro todo lo que cogen. Viven en la cárcel de un tabú celosamente vi­gilado. El leproso llama a Jesús con el nombre que denota dominio: «Señor». El mismo que acaba de hablar como legislador soberano, ahora es inducido a la acción sobe­rana. La confianza es ilimitada: Si quieres, puedes dejarme limpio. El paciente cree en la virtud de Jesús para triunfar incluso sobre la enfermedad. Sólo depende de su voluntad que obre el milagro en él. Así el leproso se entrega por completo a la libertad del interlocutor, a la libertad de Dios. Jesús antes ha enseñado a orar de esta forma (cf. 7,7-11).

3 Y extendiendo la mano, lo tocó, diciéndole: Quiero; queda limpio. E inmediatamente quedó limpio de su lepra.

Jesús contesta con las mismas palabras: Quiero; queda limpio. Jesús confiesa así dos cosas: él puede realmente

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hacer lo que se cree que está en su poder, y también quiere hacerlo. Es la voluntad clemente y misericordiosa, que se vierte sobre aquel desgraciado, no la voluntad arro­gante para manifestar la propia grandeza. El ademán («y extendiendo la mano, lo tocó») hace resaltar las palabras. Jesús no teme quedarse impuro o ser acusado por los ad­versarios de infracción de la ley. Su acción de extender la mano es el ademán soberano del vencedor. Al tocar al pobre enfermo lo devuelve a la comunidad.

4 Dícele Jesús: Cuidado con decírselo a nadie; eso sí: ve a presentarle el sacerdote y a ofrecer el don que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio.

Jesús le ordena que no publique el milagro, sino que con sosiego y docilidad haga lo que ordena la ley. El que aparentemente infringió la ley con libertad regia, ahora manda que se observe exactamente. La presentación ante los sacerdotes debe demostrar la integridad de su curación, el don debe expresar su gratitud a Dios, de quien proceden la curación y la nueva vida. Al mismo tiempo el don ha de servir a la autoridad de testimonio de que no ha suce­dido nada ilegal. Jesús no se busca a sí mismo. Hace con sencillez el bien y es agradecido a Dios.

Aquí también se prueba lo que se ha dicho en el sermón de la montaña acerca del cumplimiento de la ley y los profetas: la ley no debe ser suprimida. La cumple también Jesús; la cumple del modo más radical, a pesar de no ser ya necesaria cuando ha desaparecido la enfermedad a que se refería la ley; cuando Dios ha restablecido la vida íntegra y sana, cuyas formas decaídas debía regular la ley. La llegada del reino de Dios es un acontecimiento. Y la mirada está dirigida a la plenitud del tiempo futuro, en que toda la vida se da a todos, sin necesidad de ley.

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b) El centurión pagano (8,5-13).

Jesús obra el milagro precedente en un israelita, que no puede estar más próximo a un gentil, lo cual es como un programa: la salvación de Dios debe llegar a Israel, pero también a los paganos. Éstos también están incluidos en la misericordia y par­ticipan en los dones del tiempo mesiánico. Al mismo tiempo se hace patente el orden que Dios ha establecido para el camino de su salvación: primero los judíos, luego los gentiles. Porque «la salvación viene de los judíos . . .» 3 5 . En san Mateo el milagro mismo no se destaca mucho. El peso principal descansa en el diá­logo entre el centurión y Jesús. Primero se trata de lo general y grande que tiene lugar aquí en la historia de la salvación, y sólo entonces se trata del milagro y de la salvación que se revela en él.

5 Cuando entró en Cafarnaúm, se le acercó un centu­rión suplicándole: 6 Señor, mi criado está en casa paralítico, sufriendo terriblemente. 1 Dícele Jesús: Yo mismo iré a curarlo. 8 Le contestó el centurión: Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; dilo solamente de palabra, y mi criado se curará.

Un oficial pagano de Herodes Antipas se acerca con franqueza a Jesús y le expone su deseo. El centurión describe discretamente el lamentable estado de su criado, sin pedir por el momento la intervención de Jesús. Jesús al instante entiende bien lo que desea, y le dice: Yo mismo iré a curarlo. La misma discreción se manifiesta en la res­puesta del centurión: él podía creer que el judío quedaría impuro entrando en su casa, y reviste su consideración con su humildad personal: «Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo.» Pero cree que Jesús tiene

35. Jn 4,22; cf. Rom 11,1 lss.

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poder para curar sin que comparezca personalmente. Bas­ta que diga una sola palabra imperativa para que la en­fermedad sea vencida.

9Porque también yo. aunque no soy más que un sub­alterno, tengo soldados bajo mis órdenes, y le digo a uno: ¡Ve!, y va; y a otro: ¡Ven!, y viene; y a mi criado: ¡Haz esto!, y lo hace.

El centurión se imagina a Jesús como un general en jefe, a quien tienen que obedecer los poderes enemigos de las enfermedades; así como él está bajo obediencia y tiene que ejecutar las órdenes de los superiores y así como él ejerce la facultad de mandar y sus soldados obedecen a su palabra. En estas órdenes sólo se pronuncia una pa­labra o frase que basta para expresar la voluntad del que manda, y para conseguir su ejecución. No es preciso que el superior esté presente. También basta dar desde lejos la orden; ¡Ven! ¡Ve! ¡Haz esto! La disciplina y la eficien­cia de la tropa se basa en esta obediencia. Jesús también tiene que poder quebrantar el poder de la enfermedad con una sola palabra imperiosa. El pagano se ha formado por su propia cuenta un gran concepto de Jesús.

10 Cuando Jesús lo oyó, quedó admirado y dijo a los que le seguían: Os lo aseguro: En Israel, en nadie encon­tré una je tan grande.

Jesús está maravillado de lo que ha dicho el centurión. Quedó admirado. Le impresiona la sublimidad de sus pa­labras Antes de contestarle dice a sus acompañantes, los hermanes en el judaismo, una frase dura: En Israel, en nadie encontré tanta je. Se supone que Jesús ya ha actuado durante algún tiempo, y ha tenido algún éxito entre sus

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compatriota*. Pero en ningún caso encontró lo que aquí atestigua el pagano: un grande y digno concepto de Jesús y la ilimitada confianza que tiene en el poder del Salvador. Jesús llama «fe» a los dos cosas juntas, es decir al con­cepto del Señor y a la confianza del centurión en él. Uno podría tener un concepto sublime de Jesús y creer que tiene poca capacidad en situaciones particulares. Y otro puede tener en sus ruegos una impetuosidad impertinente y an­siosa, sin poseer un concepto esclarecido de Jesús.

11 Os digo, pues que muchos vendrán de oriente y de occidente a ponerse a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; n en cambio, los hijos del reino serán arrojados a la obscuridad, allá juera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.

En estas palabras ya se anuncia proféticamente que Israel no logra tener esta fe y por eso será juzgado. La realización de la vida .sobrenatural se presentó a los judíos plásticamente con muchas imágenes. Una de estas imáge­nes es el banquete en comunidad con los padres del pueblo de Dios: Abraham, Isaac y Jacob. Los israelitas eran des­cendientes de Abraham, y por eso creían que en la consu­mación formarían parte de su familia. El Bautista había destruido ya la confianza en la filiación corporal de Abra­ham: «Poderoso es Dios para sacar de estas piedras hijos de Abraham» (3,9). Jesús da un paso adelante. Los ver­daderos hijos de Abraham serán los que tengan una fe como la del centurión pagano. «Vendrán de oriente y de occidente.»

Así lo han contemplado los profetas: la peregrina­ción de los pueblos paganos al final de los tiempos. Están en camino y buscan la salvación de Dios. En ellos se cum­plirá la máxima promesa: la participación en el reino de

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Dios. ¿No están viajando muchos pueblos del mundo en esta romería, impulsados por el anhelo de paz y salvación?

Los hijos del reino son los hijos de Israel según la carne. Propiamente son los herederos nativos, los pre­tendientes seguros del reino de Dios. Y precisamente ellos no serán admitidos a la comunidad de mesa con los pa­dres del pueblo de Dios. La imagen que Jesús emplea para la reprobación es horrible y espantosa. Así como son expulsados de la sala los invitados groseros, así serán arrojados a ias tinieblas sin límites, a las que no llega nin­gún resplandor de la sala iluminada festivamente. Los que han sido arrojados fuera, se reúnen en las tinieblas con lamentos quejumbrosos y con alaridos. Allí también ruge la rabia impotente de que no puedan participar en la fiesta y en el banquete: el rechinar de dientes.

13 Entonces dijo Jesús al centurión: Vete; que te su­ceda conforme has creído. Y en aquella misma hora se curó el criado.

Una cosa se pone aquí de nuevo en claro: Nunca puede reclamarse un derecho a salvarse por la tradición, por los méritos de los antepasados, por el mero hecho de pertene­cer a una familia, a una asociación, a un pueblo. Lo que decide es una fe tan grande. Ella recibe con abundancia lo que pide y también aquello por lo cual nuestro valor, con frecuencia escaso, ni siquiera se atreve a rogar.

c) Otras curaciones (8,14-17).

14 Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, vio que la suegra de éste yacía en cama con fiebre; 15 le tocó la mano, y se le quitó la fiebre; ella se levantó, y le servía.

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Pedro y su hermano Andrés vivían en Cafarnaúm, pro­bablemente en la casita de los suegros de Pedro 30. Una fiebre muy violenta y grave, quizás una enfermedad tro­pical, ha puesto en cama a la suegra. Jesús viene a visitarla, y la cura en seguida, sin esfuerzo y como de paso. Le coge la mano y la virtud curativa fluye hacia ella y le da la salud en un momento. Puede levantarse en seguida y ser­vir al huésped sin molestia. La vida irradia y fluye de él...

Es un milagro descrito con gran discreción y come-dimento. Con todo, sopla, a través de las pocas palabras que se emplean, una corriente de calor familiar. Pedro per­tenece a Jesús, y su casa le ofrece — quizás con frecuen­cia — un hogar acogedor y un ambiente de descanso repa­rador. Jesús comparte esta vida sencilla y obsequia a un familiar de su discípulo con sus dones caritativos.

16Llegada la tarde, le presentaron muchos endemonia­dos; y arrojó a ¡os espíritus con la palabra, y curó a todos los que estaban enfermos...

Por primera vez el evangelista concluye las narracio­nes de milagro con un resumen en un solo versículo, de una forma semejante a ¡o que se dijo en 4,23-25: son curados todos los endemoniados y enfermos que le pre­sentan. Esto sucedió por la tarde del mismo día en que Jesús estuvo invitado en casa de Pedro. Nos podemos imaginar que delante de la casa se congrega un gentío. Se trae a los pacientes de todas las casas del lugar. Basta una sola palabra para despedir a los espíritus, la pala­bra imperativa, en que el centurión había creído con una fe tan viva (8,8). Jesús no necesita hacer exorcismos ni prácticas molestas; basta su sencilla palabra.

36. Cf. Me 1,29 y Jn 1,44.

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¿No es una gran fe ésta que empuja la gente hacia Jesús? ¿No se hace aquí patente lo que Jesús echaba de menos en Israel? El evangelista guarda silencio sobre este punto, pero este silencio probablemente quiere decir que aquella confianza acuciante en él no era la je que con­duce a la salvación. Lo que atrae a la gente es el tau­maturgo.

Pero Jesús no rehusa curarlos; no apaga la mecha humeante ni quiebra la caña cascada (cf. 12,20). Aquella ansia pueril y quizás egoísta también puede llegar a ser la semilla de una fe adulta e iluminada. Tampoco no es lícito juzgar sobre este particular.

17... para que se cumpliera lo anunciado por el projeta Isaías, cuando dijo: Él mismo tomó nuestras jlaquezas, y cargó con nuestras enfermedades.

San Mateo todavía ve más: no sólo ve los milagros que se hacen en los hombres, sino el misterio que irradia en los milagros, a saber, el misterio de la persona de Jesús. El profeta Isaías había vaticinado del siervo de Dios, que tomaría sobre sí todas las enfermedades y dolencias. Es­taría dispuesto a padecer nuestro sufrimiento en sustitución nuestra. Jesús acepta las enfermedades de los demás, nues­tras dolencias como suyas propias. Las quita por así decir de los demás y las carga sobre sí. Entonces las hace des­aparecer. Jesús no sólo tiene paciencia y conformidad, sino la virtud de transformar y redimir. Pone sobre sí los pe­cados de todos, así como todo el sufrimiento, y lo cambia en bendición mediante su obediencia. Ya se anuncia el misterio de su muerte y de nuestra redención.

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2. SEGUNDO CICLO DE MILAGROS (8,18-9,13).

a) El seguimiento (8,18-22).

Este pasaje y el siguiente milagro en el lago (8,23-27) están es­trechamente enlazados entre sí. Primero se dan las normas para el adecuado seguimiento, luego el evangelista muestra cómo estas normas prueban prácticamente su eficacia en los acontecimientos del lago.

i» Viendo Jesús la muchedumbre a su alrededor, dio orden de pasar a la otra orilla. I9 Y se le acercó un escriba para decirle: Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas. 20 Y Jesús le contesta: luis zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.

Cafarnaúm está en la ribera del lago. Un día Jesús divisa la gran multitud del pueblo que le rodea, y da la orden de pasar en una barca a la orilla opuesta. De este modo se prepara la descripción de la travesía (8,23-27), y la breve escena se intercala en este contexto.

Primero viene un escriba que pide ser admitido entre sus seguidores. Con profundo respeto y con corrección le llama maestro. Sabe que es rabino itinerante con un grupo de discípulos, en el que se puede aspirar a ser admitido. Más tarde, un discípulo, que conoce mejor a Jesús, elige el noble tratamiento de «Señor» (8,21). Grande es la disposición de aquel escriba: quiere seguir a Jesús a todas partes adonde vaya. Es mucho lo que está dis­puesto a hacer.

Jesús no contesta con una negativa ni con una apro­bación; solamente muestra lo que aguarda al que le quiera seguir. Porque llegar a ser discípulo de Jesús no sola-

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mente significa como quien dice ir a su escuela para «apren­der» algo. Sobre todo significa compartir la vida propia de Jesús. El que le sigue, participa en la jornia de vida del Mesías, es empujado hacia esta forma. Esto es lo pri­mero, como lo dice san Marcos en la elección de los após­toles: «Llama junto a sí a los que quería, y ellos acudieron a él. Constituyó a doce, para que estuvieran con él...» (Me 3,13s).

Los hombres tenemos un hogar, o por lo menos el anhelo de llegar a tenerlo. Nos es natural buscar la seguri­dad en nuestra propia casa. Con todo empeño, en nuestros cambios de domicilio y emigraciones, voluntarios o im­puestos, buscamos siempre una morada fija. Aspiramos a una residencia de la que ya nunca nos puedan echar. In­cluso los animales tienen un sitio fijo, donde habitan, y lo construyen siempre por un instinto congénito.

El caso de Jesús es distinto. Desde que se marchó de la casa de Nazaret ha renunciado al acogimiento del hogar. Es un rasgo esencial de su nueva vida no morar en nin­guna casa. No sale de un lugar fijo para emprender dis­tintos viajes, sino que vive la vida de un simple viandante. No tiene dónde reclinar la cabeza. Esto no sólo forma parte de su vocación como pregonero que quiere ir y predicar en todas partes. Forma parte de su renuncia, de la vida del siervo que se entrega y que también se abstiene del calor del hogar de la casa.

A esto tendremos que estar dispuestos antes.que nos decidamos. Y no llamarnos a engaño, si Jesús nos coge la palabra...

21 Otro, que era de sus discípulos, le dijo: Señor, per­míteme que vaya primero a enterrar a mi padre. 21 Pero Jesús le contesta: Sigúeme, y deja a los muertos que en-tierren a sus muertos.

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Después del escriba viene un discípulo, y pide a Jesús que antes de unirse con él pueda cumplir los deberes de piedad con su anciano padre. Enterrar al padre quiere decir que el suplicante quería permanecer en casa hasta que su padre hubiese muerto, hubiera sido sepultado, y quedado él libre de todas las obligaciones con su padre. Esta espera podría también durar un prolongado período de tiempo. La respuesta de Jesús parece sumamente rigu­rosa. El llamamiento: Sigúeme se refiere a la acción inme­diata, a que se junte con él sin demora. Este seguimiento es mucho más importante y urgente que cualquier obli­gación filial. Deja a los muertos que entierren a sus muer­tos. Jesús trae la vida y está de la parte de la vida. En la interpretación de estas palabras se da una superposición de significados: el entierro del padre difunto se refiere a la verdadera sepultura corporal. Pero que el entierro debe ser efectuado por los muertos hay que entenderlo sola­mente en sentido metafórico y espiritual. Los que espiri-tualmente están muertos y no han oído el llamamiento a la vida y perseveran en el pecado, son también sepultu­reros de los demás. Sólo pueden llevar al sepulcro al que está agonizando o ya ha fallecido.

¿No pasa aquí el Señor insensiblemente por alto la obligación que intima el cuarto mandamiento? ¿No resulta esta omisión completamente incomprensible, siendo así que Jesús en otro pasaje recalca esta obligación y reprueba la sofistería de los escribas? (cf. 15,1-9). El motivo para una reclamación tan incisiva tiene que ser muy grave. Es el tiempo apremiante, es el plazo único determinado por Dios, que existe una vez y no se repite más; la presión del reino (que está llegando), la cual impulsa a Jesús incesantemente. No hay tiempo que perder. Esta premura del tiempo tanto tiene validez para el discípulo como para el maestro, pero tiene validez solamente ahora en este filo, en el tiempo

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mesiánico. No obstante la Iglesia conoce muchas almas ge­nerosas e inspiradas que se afectan tanto por el llamamien­to de Dios, que todo lo demás se retira y se sumerge alrededor de ellas, y estas almas son consumidas por la llama que hirió su corazón. Estas almas las hay en todos los tiempos.

b) La tempestad en el lago (8,23-27).

23 Luego subió a la barca, y lo acompañaron sus dis­cípulos. 1A Y en esto se levantó en el mar una tempestad tan grande, que las olas llegaban a cubrir la barca. Pero él estaba dormido. 25 Se le acercaron y lo despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!

Ahora Jesús sube a la barca y sus discípulos lo acom­pañaron. Jesús es el primero, el que precede, los demás van detrás de él. Con el estilo del primer versículo se con­tinúa el tema del seguimiento, v se le hace llegar al aconte­cimiento del lago.

En medio del mar se levanta la gran tempestad, como con frecuencia se forma allí, en el lago de Genesaret cir­cundado de montañas, y pone en peligro las pequeñas barcas de pesca, poco aptas para efectuar travesías. Las tormentas se encajonan en la hondonada, agitan profun­damente el mar y hacen casi imposible el gobierno de la embarcación. Los pescadores experimentados advierten en seguida el peligro que los amenaza, mucho más cuando las olas ya saltan dentro de la barca. Jesús duerme en medio de la tormenta, en la barca que es zarandeada de un lado a otro, entre las oleadas que pasan por encima. Jesús está escondido en Dios, y no le afecta el riesgo de la vida.

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En recelosa inquietud y angustia mortal los discípulos dan voces al Maestro: ¡Señor, sálvanos, que nos hun­dimos! Es un llamamiento de desesperación, pero también de confianza. La única salida que ven es el Señor, que está con ellos. Se dan por perdidos y no encuentran ayuda en su experiencia ni en las propias fuerzas. Sólo Jesús podría liberarles del peligro. La exclamación: Nos hundimos, además del significado literal, tiene un sentido más espiri­tual: nos vamos a pique, perecemos, estamos en un trance mortal, nuestra vida está al borde del abismo y está llegan­do a su fin, se ha perdido toda esperanza. Vemos el peligro de muerte de tal forma que con el riesgo exterior al mismo tiempo parece que vaya disminuyendo toda esperanza in­terna de la vida.

26 Pero él les dice: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. 21 Los hombres queda­ron admirados y se preguntaban: ¿Qué clase de hombre es éste, que hasta los vientos y la mar le obedecen?

Una vez despertado, Jesús pregunta sorprendido a los . suyos: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca je? La fe es todavía débil en aquel que teme. La fe disipa el temor, porque llena de Dios a todo el hombre. La luz de la fe quita de todos los rincones la sombra de la preocu­pación y de la angustia. Son «hombres de poca fe», es decir, la fe ya existe, de lo contrario ya no hubiesen es­perado que él los ayudara; pero todavía es escasa, de lo contrario no hubiesen afirmado angustiosos que estaban perdidos.

En esta situación se encuentra a menudo el discípulo de Jesús. Cree, pero no íntegramente, espera ayuda de arriba, pero no toda la ayuda; no se sabe todavía ente-

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ramente a salvo en las manos sustentadoras del Padre, como Jesús ha enseñado (cf. 6,25-34).

Jesús refrena las fuerzas desencadenadas y reprime la furiosa tormenta y el mar agitado. De repente el lago se queda muy tranquilo, el tumulto parece que se ha des­vanecido como un fantasma. La gente pregunta sorpren­dida. ¿Quienes son los que preguntan: los discípulos, o los que están en la otra orilla, o en general los hombres? No es eso lo que interesa, sino solamente la pregunta acerca del hombre misterioso: ¿Qué clase de hombre es éste? Antes la gente se asombró del mensaje propuesto con autoridad (7,28), ahora se asombra de su acción po­derosa, del dominio de la tormenta y del mar. Le obedecen los elementos igual que los demonios y las enfermedades.

¿No tiene que obedecerle también el hombre, si Jesús tiene tal poder? ¿No es realmente Señor y maestro, como le llaman los discípulos? ¿No es también el Señor de mi vida?

El discípulo debe seguir al maestro incondicionalmen-te, y contar sólo con él. Deja el recogimiento de su casa («no tiene dónde reclinar la cabeza») y de su familia («deja a los muertos que entierren a sus muertos»). El seguimiento es una llamada para dejar los compromisos terrenos y tomar un solo compromiso, a saber, el que se toma con el Señor. Eso vino a ser el acontecimiento del lago. En él tuvo lugar un tercer desprendimiento: el des­prendimiento de la confianza en las propias facultades. En el lago se experimentó lo que significa en último tér­mino el seguimiento de Jesús: él está en la barca y en el centro, él sólo basta, puede suceder en torno lo que él quiera; está oculto en Dios; sólo él nos puede liberar.

Vivir de estas verdades es la incumbencia de la fe, que desde los comienzos raquíticos debe llegar a la confianza ilimitada, desde la fe escasa hasta la plenitud de la fe.

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Esta escena puede estar con frecuencia ante nuestros ojos, aunque todas las apariencias sean de signo contrario. Sin embargo, Jesús está en la barca...

c) La expulsión de demonios (8,28-34).

28 Cuando llegó a la otra orilla, a la región de los gadarenos, fueron a su encuentro dos endemoniados, que salían de los sepulcros, y eran tan furiosos, que nadie podía pasar por aquel camino. 29 Y se pusieron a gritar: ¿Qué tienes tú que ver con nosotros. Hijo de Dios? ¿Vi­niste antes de tiempo para atormentarnos?

La orilla opuesta, por tanto la oriental, del mar de Galilea es el límite del territorio mixto medio pagano de las diez ciudades: la Decápolis. Gádara es una de estas ciudades, que se habían mancomunado en una alianza. Subiendo desde el lago se atraviesa un terreno montañoso escarpado, a través del cual trepan angostos senderos. Por doquiera se encuentran cavidades que se han formado en la piedra caliza, ofrecen asilo a los vagabundos o ca­minantes, y, en este caso, cobijan a dos endemoniados. Viven separados de los habitantes de la ciudad, quizás han sido expulsados. Han tomado posesión de ellos demonios muy desenfrenados y numerosos. La historia es algo tosca y confusa para nuestra mentalidad. Hemos de contar con la influencia de expresivos medios narrativos populares. San Mateo narra la historia de una forma muy concisa; a él le interesa sobre todo el poder de Jesús sobre los demonios.

Los dos endemoniados salen al encuentro de Jesús y se ponen a gritar: ¿Qué tienes tú que ver con nosotros, Hijo de Dios? Conocen en seguida la radical enemistad,

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incluso la especial dignidad de Jesús. Lo que permanece oculto a los hombres, está patente a la perspicaz inteligen­cia del antagonista. No tenemos nada que ver contigo, dé­janos tranquilos. ¿Viniste antes de tiempo para atormen­tarnos? Parece que sepan que se les ha señalado un plazo. Terminará su caza furtiva en la creación de Dios sin el menor estorbo. No está lejana la hora en que se ha de quebrantar el imperio del demonio. Desde la controversia en el desierto (4,1-11) la cercanía de esta hora hubo de quedar clara para el reino de Satán.

30 A cierta distancia de ellos, había una gran piara de cerdos paciendo. 31 Y los demonios le suplicaban: Si nos vas a echar, mándanos a esa piara de cerdos. 32 Y él les dijo: Pues id. Ellos salieron de allí y se fueron a los cer­dos. Y de pronto toda la piara se arrojó con gran ímpetu al mar por un precipicio, y perecieron en las aguas.

Con astucia propia de un abogado piden los demonios un plazo. Si ya vas a acabar con nosotros, ¿por qué nos atormentas antes de que llegue el fin? Déjanos ir por lo menos a estos cerdos, para que nos podamos sosegar algo. Si hablamos con toda seriedad, esta petición de los de­monios parece grotesca, y es todavía más sorprendente que Jesús acepte esta proposición.

Casi se podría concebir este lance como un matiz de gran humor y soberana libertad que también puede per­mitirse una «excepción».

33 Los porqueros salieron huyendo y se fueron a la ciu­dad a llevar la noticia de todo lo ocurrido con los ende­moniados. 34 Entonces toda la ciudad salió al encuentro de Jesús, y, cuando lo vieron, le suplicaron que se retira­ra de aquellos territorios.

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Los habitantes de la ciudad se enteran horrorizados de lo que ha sucedido, y piden a Jesús que se vaya de su territorio. Lo acontecido, en su totalidad, les causa in­quietud; quizás temen más perjuicios del que ya se ha causado por la pérdida de toda la piara de cerdos. Pero esto también significa que Jesús allí no puede conseguir nada. Como en su ciudad paterna, también de allí se le destierra. No se quiere saber nada de él. Sin embargo, todavía no ha llegado «el tiempo» de los gentiles. Primero Jesús tiene que actuar en Israel, porque ha sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (15,24). A pesar de la índole fantástica de toda la historia, se sabe que la luz ya ha resplandecido durante un breve tiempo para los paganos, como un anuncio del día que se acerca. Pero todavía hay tinieblas.

d) La curación de un paralítico (9,1-8).

1 Subiendo a una barca, pasó al otro lado del mar y llegó a su propia ciudad. 2 Entonces le presentaban un pa­ralítico tendido en una camilla. Cuando Jesús vio la fe que tenían, dijo al paralítico: ¡Ánimo, hijo! Perdonados te son tus pecados.

El suceso también tiene lugar «al otro lado», es decir, esta vez en la ribera occidental del lago, en su ciudad, en Cafarnaúm (cf. 4,13), después de una nueva travesía. A Je­sús le es presentado un paralítico, y ya en ésta presentación se denota la fe de los que lo llevaban. La novedad de este milagro está en lo primero que Jesús hace. Hasta ahora sólo hemos visto que Jesús curaba a los hombres de diver­sas enfermedades. Pero aquí Jesús dice inmediatamente: Perdonados te son tus pecados. Estas palabras no se han

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de interpretar como si Jesús hubiese aceptado una conexión inmediata entre la enfermedad y un pecado. En otro pa­saje Jesús rechaza expresamente que cualquier enfermedad sea el resultado de un pecado personal3?. Con todo, el paralítico padece dos enfermedades: la enfermedad de su cuerpo postrado y la enfermedad del pecado, que le co­rrompe interiormente. La enfermedad del pecado es la más grave, porque ningún médico humano puede enfren­tarse con ella, sino sólo Dios.

3 Entonces algunos escribas se dijeron para sí: ¡Pero si este está blasfemando! 4 Y penetrando Jesús sus pen­samientos, dijo: ¿Por qué estáis pensando mal en vuestro corazón? 5 ¿Pues qué es más fácil decir: Perdonados te son tus pecados, o decir: Levántate y anda? 6 Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados —entonces dice al paralítico—; Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

Los escribas, razonando lógicamente, creen que aquí se ha proferido una blasfemia contra Dios. ¿Quién podía pretender perdonar pecados, siendo así que este perdón sólo compete a Dios? El pecado se dirige únicamente contra Dios, con el descuido inconsiderado o con la infracción consciente de su mandamiento. Dios es el único compe­tente. Pero aquí no habla un hombre cualquiera, como Jesús se lo demuestra con una aguda conclusión: Sabéis que es más difícil perdonar pecados que curar el cuerpo. El que puede hacer lo más difícil ¿no podrá también hacer lo más fácil? A la inversa: Cuando veis con vuestros propios ojos que puedo quitar enfermedades externas ¿no tenéis una prueba de que también puedo curar la enfer-

37. Cf. Jn 9,1-41.

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medad interna? Si es que no tenéis buena voluntad ¿no que­réis doblegaros ante las razones de la inteligencia?

El poder del Hijo del hombre se demostró en su en­señanza y fue experimentado con admiración por la gente (7,28). Este poder aquí se expresa en la facultad de borrar el pecado. En la tierra, es decir: ahora y aquí, en este tiempo mesiánico. Con estas palabras se indica que también se perdona en el cielo, ante Dios, lo que se perdona aquí en la tierra. El Hijo del hombre transmitirá más tarde a sus apóstoles38 lo que aquí hace con el poder de Dios. Aquí llega el reino de Dios, la vida sana gobierna a todo el hombre en cuerpo y alma.

7 Éste se levantó y se fue a su casa. 8 Al ver esto las multitudes, quedaron sobrecogidas de temor y glorificaron a Dios por haber dado tal poder a los hombres.

Después que el enfermo ya había sanado en su interior, parece una consecuencia natural de la narración que el enfermo se levante y se vaya a casa. La historia, pues, termina de una manera poco llamativa. Para la gente lo principal no es la prodigiosa curación, sino el hecho de que Dios haya dado tal poder a los hombres. Aquí se re­calca lo que Dios hace.

¡Cuan grande tiene que ser Dios con esta libertad de no guardar celosamente un tesoro, sino de transferir poderes a los hombres! Ahora ha sido el mismo Hijo del hombre, lo cual no se hace resaltar; más tarde serán so­lamente hombres, quienes puedan perdonar pecados en el nombre de Dios.

Este milagro sucede siempre que se nos condonan los pecados. ¿Pensamos en que Dios entrega algo peculiar

38. Cf. 16,18; 18,17.

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suyo y transfiere a un hombre su propio poder? ¿Pen­samos en que el perdón de los pecados siempre es una gracia libremente concedida?

e) Jesús y los publícanos (9,9-13).

Esta sección refiere en primer lugar la vocación del após­tol san Mateo (9,9), luego una breve disputa con los fariseos (9,10-12). Al final se habla de la misión de Jesús a los pecado­res (9,13), y así se concluye toda la sección que empieza en 9,1.

9 Cuando Jesús pasó de allí, vio a un hombre llamado Mateo, sentado en su despacho de cobrador de impuestos, y le dice: Sigúeme. Y él se levantó y lo siguió.

Antes se informó detenidamente de la vocación de los cuatro primeros apóstoles. Los sinópticos sólo cuentan las especiales circunstancias en que fue nombrado otro apóstol. Es «Leví, hijo de Alfeo», como le llama san Marcos (Me 2,14). En el primer Evangelio se da a este apóstol el nombre de Mateo, que según la antigua tradición es quien escribió este Evangelio. Es un recaudador de impuestos, pertenece a una clase social despreciada, incluso odiada. Los judíos consideran impuros a sus miembros, porque se contaminaban con transacciones monetarias, y se lucraban a expensas del pueblo. Jesús llama a un hombre de esta clase social. De nuevo se ve la predilec­ción de Dios por los humildes, por los despreciados de la sociedad. A los sencillos pescadores ahora se agrega uno a quien se niega el saludo. También es galileo como los demás. Jesús se rodea de una «sociedad selecta». ¿Nos escandalizamos de este proceder de Jesús?

El publicano oye la llamada, se levanta al instante y se une a Jesús. Ha conocido la hora. Su conducta corres-

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ponde a las normas que Jesús había establecido poco antes para la verdadera vocación (8,19-22). El llamado no formu­la ninguna objeción, no pide una demora, sino que procede resueltamente y se entrega sin reservas. Otro recaudador de impuestos, del que nos habla san Lucas — por nombre Zaqueo — muestra una vez más que a Jesús le entienden estas personas (Le 19,1-10).

Las dos frases evocan una escena maravillosa de voca­ción decidida. Así debe escucharse la llamada del Señor. Dejar decididamente la «vieja» forma de vida, para iniciar la empresa de salvación, es decir, para seguir a Jesús.

10 Y sucedió que, mientras estaba Jesús a la mesa en casa de éste, muchos publícanos y pecadores vinieron a sentarse a la mesa con Jesús y sus discípulos.

Mateo, recientemente llamado, invita a comer en su casa a Jesús y a sus seguidores, y los obsequia. Esta comida atrae a otros compañeros y a toda clase de gente de mala ralea, que se siente tan despreciada como ellos. Todos entran en la casa y toman parte en la comida. Los que durante su vida permanecieron en la sombra y fueron mantenidos a distancia con altanería, ahora se atreven a acercarse, movidos por la admiración y por una tímida esperanza. Se celebra un gran banquete de ruines publí­canos y tal vez disolutas rameras. Jesús con sus discípulos está en medio de ellos; no se avergüenza de esta sociedad equívoca. Menos aún teme quedar impuro según la ley. ¡Qué escena!

11 Los fariseos, al verlo, decían a sus discípulos: ¿Por qué vuestro Maestro come con publícanos y pecadores? 12 Cuando él lo oyó, dijo: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos.

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Los fariseos se acercan a los discípulos para tantearlos o hacerlos vacilar. ¿Por qué vuestro Maestro come con publícanos y pecadores? Para ellos lo que está pasando es escandaloso y condenable. Nunca puede ser ésta la voluntad de Dios, ni puede estar de acuerdo con la ley. ¿Qué impresión puede causar la doctrina de este maestro, que se permite dar tal escándalo?

Al punto interviene Jesús, sin esperar a que le pregun­ten. Su justificación es un proverbio, prudente e irrefutable por su claridad: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No dice que los fariseos sean del número de los sanos, todo va en contra de esta posibilidad. Sólo se debe hacer resaltar que él ha sido enviado a los enfermos. Jesús está allí como un médico para visitarlos, para recibirlos y curarlos. Y los más enfermos de todos son precisamente estos pobres seres humanos a quienes nadie tiende la mano ni los saca del lodazal. Aquí es donde debe estar Jesús, ésta es su vocación.

13 Id, pues, y aprended qué significa: Misericordia quiero y no sacrificio; porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.

Este versículo sigue cimentando la justificación de Jesús. Sólo san Mateo cita en este pasaje las palabras del profeta Oseas. El evangelista quiere decir que cuanto hace Jesús no es una intrusión arbitraria en las disposi­ciones de Dios. No sólo se funda en su propia manera de ver, sino en el mismo Dios. Así lo demuestra la Escri­tura. Por medio del profeta dijo Dios que, ante todo, exigía a los hombres no sacrificios, sino la misericordia humana. La verdadera adoración de Dios tiene que mostrarse en la misericordia compasiva, en la solicitud por los débiles y postrados, en la bondad y el amor.

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La frase final: Porque no he venido.... dice una vez más que Jesús no procede así por propia iniciativa. Este «venir» tiene siempre un valor absoluto y es la expresión más concisa de su vocación. Indica un movimiento desde un punto de partida, del cual Jesús procede y ahora, en este momento, viene a este nuestro mundo. Esta expre­sión no significa sólo: «Estoy presente». Tras su llegada está la misión recibida de Dios, y con la misión el poder de Dios.

(No) a llamar a los justos, sino a los pecadores. Con la palabra justos no hay que entender a los que se tienen erróneamente por justos. Jesús admite la distinción judía entre justos y pecadores. La justicia no carece por com­pleto de valor, ni es falsa, pero es insuficiente (cf. 5,20), entre otras cosas, porque los justos tienden a separarse de los «pecadores» vulgares y los abandonan a su des­tino. La narración del fariseo y del publicano ilustra aquí convenientemente la frase (Le 18,9-14).

Los hombres deben proceder como Dios piensa. Ante todo, los modelos de piedad farisaica tienen que aprender como escolares el abecé del pensamiento de Dios: mi­sericordia quiero y no sacrificio. Estamos redimidos por misericordia. Dios también quiere seguir redimiendo me­diante nuestra misericordia.

3. TERCER CICLO DE MILAGROS (9,14-34).

Esta última sección de su conjunto empieza con una con­troversia sobre la cuestión del ayuno. Jesús proclama el tiempo actual como tiempo de bodas y de alegría mesiánicas (9,14-17). En correspondencia con este tiempo la vida de Dios penetra en los enfermos: la hija de Jairo y una mujer son curadas (9,18-26), se da la luz de los ojos a dos ciegos (9,27-31) y se expulsa a un espíritu mudo (9,32-34).

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a) El ayuno y el tiempo mesiánico (9,14-17).

14 Entonces se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: ¿Por qué rus discípulos no ayunan cuando nos­otros y los fariseos estamos ayunando?

Esta vez se plantea la cuestión de los discípulos de Juan, que según el ejemplo de su maestro llevaban una vida severa de penitencia. Como la secta de Qumran, junto al mar Muerto, los discípulos de Juan también pro­curaban cumplir radicalmente la voluntad de Dios. Tam­bién ellos se parecían a los fariseos en* que además de lo mandado con carácter general, se imponían obras no prescritas. Si Jesús igual que ellos enseña una perfección superior a la que está prescrita con carácter general, ¿por qué no guarda con el grupo de sus seguidores un ayuno más severo? No había motivos para tildar a Jesús de incumplimiento de sus obligaciones religiosas, pero subsis­tía en ellos la duda de si hacía realmente lo que enseñaba.

15* Jesús les respondió: ¿Acaso van a estar afligidos los invitados a bodas mientras el esposo está con ellos?

La respuesta de Jesús de nuevo es desconcertante. No parece que penetre en el núcleo de la cuestión. Todo el sermón de la montaña ya muestra que Jesús tiene en su manera de pensar una orientación totalmente distinta39. Aquí Jesús da una respuesta mucho más general: el sen­tido interno del ayuno es la aflicción, pero ahora es tiem­po de alegría. En la comparación se dice que cuando el esposo invita a sus amigos a bodas, no vienen para cele-

39. Cf. lo que allí se ha dicho sobre el ayuno (6,16-18) en la.s \>. 153-155 y los comentarios sobre 5,17-20 en las p. 107-114.

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brar un funeral. Ahora el novio está presente, y se rodea de invitados para celebrar con alegría la fiesta. El ayuno no tendría ningún sentido, estaría en contradicción con esta hora única. Ahora es tiempo de júbilo y de felicidad.

15b Tiempo llegará en que les sea arrebatado el esposo, y entonces ayunarán.

Este estado de dicha no continuará siempre, porque el esposo solamente está presente por un tiempo determi­nado, hasta que les sea arrebatado. El verbo «arrebatar» es duro e indica la separación violenta, el corte doloroso. Bajo el velo de la imagen, pero en forma clara para la mentalidad creyente. Jesús habla aquí por primera vez de su doloroso fin. En el Evangelio de san Juan dice el Señor: «Os conviene que yo me vaya. Pues si no me fuera, no vendría a vosotros el Paráclito» (Jn 16,7). La presencia de Jesús nos es dada en la eucaristía y en el Espíritu: «Porque donde están dos o tres congregados por razón de mi nombre, allí estoy yo entre ellos» (18,20). No obstante sigue siendo doloroso que Jesús no esté cor-poralmente con nosotros, sino que se haya ocultado hasta las bodas del Cordero (cf. Ap 21,9ss).

En el tiempo entre la desaparición y la parusía el ayu­no ha adquirido un nuevo significado: no es solamente la obra de la penitencia, sino la expresión del dolor por haberse separado del esposo celestial y por la privación de su proximidad corpórea.

16 En un vestido viejo, nadie echa un remiendo de paño sin encoger; porque este añadido tiraría del vestido y el desgarrón se haría mayor. "Ni se echa vino nuevo en odres viejos; porque, si no, reventarían los odres, y el vino se derramaría y los odres se echarían a perder.

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El vino nuevo se echa en odres nuevos, y así ambos se conservan.

Jesús añade a su respuesta dos cortas comparaciones, las dos son gráficas y populares. Dan testimonio de sen­tido práctico y de hábil prudencia. A ninguna circuns­pecta madre de familia se le ocurre remendar su vestido gastado con un pedazo de tejido nuevo y resistente. De lo contrario se experimenta que este pedazo que se ha intercalado, todavía causa más perjuicios al desgarrar el tejido viejo por todas partes. El agujero se hace todavía mucho mayor que antes, el vestido es enteramente in­servible.

Lo mismo dice la segunda imagen. El vinicultor se guardará de echar vino nuevo espumante y generoso en odres quebradizos. No resisten la fuerza del vino, se hienden, y los dos, el vino y los odres se echan a perder. Al vino nuevo le corresponden odres nuevos.

Las dos imágenes contraponen lo viejo y lo nuevo. Ahora es el tiempo nuevo, el tiempo del Mesías. Es gene­roso como el vino reciente, y resistente como el paño sin encoger. Tiene su ley propia, la ley de la alegría y de la plenitud rebosante. Al tiempo del Mesías no se le aco­modan las antiguas formas, las producirá nuevas. Son dos comparaciones que dan testimonio de inquebrantable con­fianza en la victoria y de luminosa esperanza.

¿No contradice esta oposición entre lo viejo y lo nuevo a otras palabras que hacen resaltar la coherencia de lo antiguo con lo nuevo? Las dos cosas han de tener vali­dez, pero con un sentido distinto. La revelación de Jesús continúa gradualmente la revelación del Antiguo Testa­mento y la cumple (5,17). Pero el cumplimiento en sí es nuevo, incomparable e irrepetible. El tiempo de la acti­vidad mesiánica tiene su propia plenitud y su fuerza efec-

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tiva, como nunca antes la hubo ni la habrá hasta el fin del mundo. Con referencia a esta época se ha dicho: «Di­chosos los ojos que ven lo que estáis viendo» (Le 10,23). La historia nos ofrece ejemplos de quienes pretendieron aplicar a su propia actividad aquellas valientes palabras de Jesús. Pero esto equivale a abusar de ellas. Propio de nuestro comedimiento es saber respetar en su unicidad el tiempo del Mesías.

b) Resurrección de una niña y curación de una hemo-rroisa (9,18-26).

Las narraciones de dos milagros aquí están intercaladas una en otra según la pauta de san Marcos. La curación disimulada de la mujer acontece en medio de la aglomeración que se había formado por el fallecimiento de la hija del dignatario. Para mu­chos pormenores se tiene que consultar el relato de san Marcos (Me 5,21-43); aquí se limita Mateo a unos pocos rasgos prin­cipales.

18 Mientras les estaba diciendo estas cosas, se le acerca un dignatario, se postra ante él y le dice: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella, y vivirá. 19 Jesús se levantó, y lo iba siguiendo, acompañado de sus discípulos.

Antes hemos oído hablar de un centurión pagano, de un soldado, aquí se nos habla de un judío, dignatario de la sinagoga que desempeña en el lugar el supremo cargo religioso y era responsable del culto divino y del cuidado de la casa de Dios. Su hija acaba de fallecer. El dolor lacerante le conduce a Jesús, a quien ruega confiadamente que la haga revivir. Será suficiente que le imponga sus manos milagrosas. El Señor inmediatamente está dispuesto

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a seguir al dignatario y se pone en camino con los discí­pulos. En vista de esta fe no parece que todo se haya perdido en Israel.

20 Y entretanto, una mujer, hemorroisa desde hacía doce años, acercándose por detrás, le tocó el borde del manto; 21 pues decía para sí: Sólo con tocar su manto quedaré curada. 21 Jesús se volvió y, mirándola, le dijo: ¡Ánimo, hija! Tu je te ha salvado. Y quedó curada la mujer desde aquel momento.

En medio de la aglomeración una mujer desgraciada consigue tocar por atrás el manto de Jesús. Grande es su fe, aunque se manifieste en una acción casi mágica. Pero también es aceptada por Jesús esta fe, esta confian­za silenciosa, sencilla, que puede exteriorizarse con un simple gesto. Sin embargo, en contraste con san Marcos, san Mateo muestra claramente que la curación es obra de la palabra de Jesús, de su voluntad y de su palabra imperante. No es la efusión mágica de la virtud curativa en el cuerpo enfermo. De este modo san Mateo da una interpretación más espiritual al texto popular e ingenuo de san Marcos. San Mateo previene el error de que Jesús sólo pudiera ser considerado como taumaturgo dotado de poderes sobrenaturales.

Es importante hacerlo constar ya en los Evangelios. En cierto modo hay una virtud reguladora entre los es­critores sagrados, y la plena verdad solamente sale a luz en la visión de conjunto de todos los informes.

Jesús hace resaltar que a la mujer la ha curado su fe. La fe siempre continúa siendo la condición y el funda­mento de la acción salvífica de Dios en el hombre. La fe puede revestirse de distintas formas, ya sean primitivas sin desarrollar, ya sean refinadamente espirituales. Siem-

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pre está en camino y en proceso de evolución, «partiendo de fe hasta consumarse en fe» (Rom 1,17); es decir, desde la fe existente y arraigada hasta la fe conocida cada vez más profundamente y vivida de forma más radical.

23 Cuando Jesús llegó a la casa del dignatario y vio a los flautistas y a la gente alborotando, u dijo: Retiraos; que la niña no ha muerto, sino que está durmiendo. Y se burlaban de él. 25 Cuando echaron a la gente, entró él, la tomó de la mano, y la niña se levantó. 26 Y la noticia del hecho se difundió por toda aquella comarca.

Jesús ha llegado a la casa y nota — evidentemente a disgusto — el ruido de las plañideras, de los flautistas y de una muchedumbre que según la costumbre oriental lloran por la muerte en voz alta y gritando. Este ruido desenfrenado contradice por completo la índole sencilla de Jesús y de su ayuda. El Señor invita a la multitud a que salga de la casa, lo cual evidentemente no lo hace sin la asistencia de otros («cuando echaron a la gente»). La multitud se burla de él, sobre todo por la razón que da: toda la ostentación ruidosa no viene al caso, porque la niña sólo está durmiendo. ¿Dice eso Jesús para tener un motivo incidental con que suprimir el ruido? Esta solu­ción difícilmente se acomodaría a Jesús. El Señor parece opinar que para él y para el poder de Dios esta muerte no significa más que un sueño ligero. Así lo dice tam­bién hablando de Lázaro: «Nuestro amigo Lázaro está dormido; pero voy a despertarlo» (Jn 11,11). La muerte para Dios no es un poder insuperable. Es delgada la pared que separa la muerte de la vida. Eso la gente no lo en­tiende, y se burlan neciamente de él.

Las cosas tienen un aspecto muy distinto ante la mi­rada de Dios y ante la experiencia del hombre. Sólo si nos

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ejercitamos en ver con la mirada de Dios, nos formamos el verdadero concepto. Entonces la muerte también pier­de su carácter horripilante.

c) Curación de dos ciegos (9,27-31).

27 Al irse Jesús de allí, le siguieron dos ciegos gritan­do: ¡Hijo de David, ten compasión de nosotros! 2H Cuando llegó a la casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: ¿Creéis que yo puedo hacer esto? Ellos le responden: Sí, Señor. 29 Entonces les tocó los ojos diciendo: Hágase en vosotros conforme a vuestra fe. 30 Y se les abrieron los ojos. Jesús les advirtió severamente: ¡Cuidado que nadie lo sepa! 31 Pero ellos, apenas salieron, lo divulga­ron por toda aquella comarca.

Jesús ha curado en Gádara a dos endemoniados, ahora cura a dos ciegos. Cuando cuenten el milagro, sus decla­raciones se apoyarán mutuamente. Según la regla del An­tiguo Testamento solamente se considera verdadero y demostrado lo que está certificado por dos testigos40.

La fe de los dos ciegos se denota en su ruego: Ten compasión de nosotros. En su petición no 'dicen explíci­tamente que querrían lograr la facultad de ver. Lo que suplican es la misericordia. Si Jesús se vuelve misericor­diosamente hacia ellos, entonces también serán liberados de su sufrimiento. Según su fe lo primero y decisivo es que Jesús se vuelva propicio a ellos.

El título de hijo de David ya fue usado en la primera línea- del libro: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham» (1,1). Precisamente dos ciegos conocen

40. De 19,15; cf. Mt 18,16. Se narra otra curación de dos ciegos (en san Marcos sólo se narra la de Bartimeo) en 20,29-34 = Me 10,46-52.

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lo que permanece oculto a la masa del pueblo dotado ile vista. No han presenciado el milagro, no pueden con­vencerse de su realidad con los propios ojos, como todos los demás. Pero la luz interior de la fe ha centelleado en su alma, y con esta luz han reconocido a Jesús como lo que en realidad es: hijo de David, es decir en este caso el Mesías. El ángel también llama a José «hijo de David» (1,20), pero ésta es una expresión genealógica. Se suplica la misericordia de aquel, cuyo título de «hijo de Da­vid» designa su dignidad como Mesías. Más tarde Jesús dirá: «¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!» (Jn 20,29)...

Jesús examina, como si fuera un catequista, si la fe de los dos ciegos está debidamente orientada, y les pre­gunta si creen que él tiene poder para obrar el milagro. Así lo afirman los dos sin reserva. Entonces los cura. Al final el Señor les da la orden severa de no contar lo ocu­rrido a nadie. Lo que sucedió con ellos, debe permanecer solamente entre ellos y Dios. Pero ninguno de los dos hace caso de la advertencia del Señor, sino que en todas partes hablan del que les curó.

Este contraste es extraño. Ninguno de los dos obedece a Jesús, sino que hacen lo contrario. En muchos pasajes de los sinópticos, especialmente en san Marcos, encon­tramos tales preceptos de guardar silencio, dados por Jesús. En parte se dirigen a los que han sido curados, en parte a los discípulos. En san Marcos tienen por finalidad ocultar a la gran multitud la verdadera dignidad mesiá-nica de Jesús. San Mateo no tiene esta intención, y por eso los ciegos aquí llaman a Jesús hijo de David, sin que les sea vedado. El primer evangelista quiere sobre todo decir que Jesús no se ha convertido en el taumaturgo sensacional, sino que ha hecho lo posible para que su mi­sión sea entendida. Sólo a Dios se le debe el honor.

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d) Curación de un mudo (9,32-34).

32 Mientras éstos salían, le presentaron un mudo en­demoniado. 33 Y una vez arrojado el demonio, habló el mudo. Y la gente quedó admirada y decía: Jamás en Israel se vio cosa semejante. M Pero los fariseos decían: Es por arte del príncipe de los demonios por el que éste arroja los demonios.

Inmediatamente sigue una segunda curación. Se trae a Jesús un endemoniado, que además es mudo. Después del milagro se manifiestan dos opiniones. La gente dice que nunca se ha visto cosa semejante en Israel, es decir, no solamente en el país de Palestina, sino también en el tiempo pasado del pueblo. Entonces habían ocurrido muchas cosas maravillosas. Dios se había revelado mu­chas veces mediante señales y pruebas de poder. También obraron milagros los profetas Elias y Elíseo. Ahora la gen­te también atestigua que «aquí hay uno más grande que el templo» (cf. 12,6) y «más que los profetas» (cf. 16,14-16).

Los fariseos no piensan así. Se atreven a proferir el terrible reproche de que Jesús hace sus milagros con la ayuda de poderes diabólicos. Jesús está aliado con el príncipe del reino demoníaco, y de él recibe su fuerza. Aquí se hace patente el abismo que ya se abre entre Jesús y sus adversarios. Ya no se trata de una controversia sobre un pasaje de la Escritura o sobre una costumbre religiosa, sino de una oposición irreconciliable. Dios y Satán se enfrentaron en el duelo del desierto (4,1-11). Los fariseos muestran en su acusación que están de parte del espíritu maligno41.

41. Más tarde se formula una vez más la acusación, y Jesús con­testa a ella por extenso: 12,22-37, cf. p. 271-279.

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La narración de los milagros de Jesús termina con una disonancia estridente. El doble juicio que se encuentra al final también puede aplicarse a todo el ciclo que empieza en 8,1. «Jamás en Israel se vio cosa semejante» es un testimonio global sobre la revelación magnífica y única en la obra del Mesías. «Es por arte del príncipe de los demonios por el que éste arroja los demonios» es el tes­timonio contrario de los enemigos por mala voluntad, por una consciente falsa interpretación. Así pues, incluso los milagros de Jesús pueden ser mal interpretados. Tam­bién requieren buena voluntad y disposición para la fe. Son señales que deben ser reconocidas, pero también son señales a las que se puede contradecir. Dios no nos fuerza ni siquiera con los milagros. La decisión se toma, cuando con espíritu de fe se contesta la pregunta: «¿Qué clase de hombre es éste?»

IV. INSTRUCCIÓN A LOS DISCÍPULOS (9,35-11,1).

El segundo gran discurso del Evangelio de san Mateo trata de los discípulos. Está dirigido a los doce apóstoles, que son considerados como el ideal de cualquier verdadero discípulo de Jesús. El discurso se divide en cuatro secciones: la vocación de los apóstoles y su misión (10,1-16), la predicción de persecu­ciones (10,17-25), la exhortación a profesar la fe (10,26-33), la decisión en favor de Jesús y la discordia en la familia (10,34-39). Se inicia este discurso con un prólogo (6,35-38) y se concluye con un epílogo (10,40-11,1).

INTRODUCCIÓN (9,35-38).

35 Y recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, ense­ñando en las sinagogas de ellos, predicando el Evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia.

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Primero leemos un versículo que compendia la acti­vidad' de Jesús, como ya lo había formulado el evange­lista en 4,23. El texto es casi igual en los dos versículos. San Mateo da dos datos referentes al espacio. Jesús va por las poblaciones que están alrededor y enseña en las sinagogas. Estos datos quieren indicar que no debe haber ningún lugar en que no se haya llegado a conocer nada del mensaje. Y además Jesús se sirve de la manera ofi­cial de enseñar, a saber, de la exposición en la asamblea reunida en las sinagogas para el culto divino. Natural­mente el evangelista sabe que Jesús también enseña al aire libre y en muchas situaciones que se presentan súbita­mente. Pero el evangelista quiere hacer resaltar que el Mesías está enviado a las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (10,6), y recorre el camino legal y conveniente para la instrucción dada por él.

San Mateo también aduce dos datos sobre la activi­dad del Señor. Jesús enseña y cura. Proclama el evangelio del reino y cura cualquier enfermedad que se le presente. El doble aspecto de la obra de Jesús de nuevo está deli­neado, como ya se hizo en 4,23 y en la estructura del sermón de la montaña (cap. 5-7) por una parte, y por otra parte en el ciclo de milagros (8,1-9,34).

36 Viendo a la gente, sintió gran compasión de ellos, porque, cansados y abatidos, parecían ovejas sin pastor.

Jesús ve que la gente está fatigada y desfallecida, sin guía ni amparo. Porque está sin pastor que le conduzca a los pastos abundantes y le cuide bien. Ezequiel ya había acusado en nombre de Dios a los pastores oficiales de Israel, a los príncipes y magistrados, que no apacentaban el rebaño, sino a sí mismos (Ez 34,2). El mismo Dios ejercerá en el tiempo futuro el cargo de pastor (Ez 34,1 lss).

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Para las «ovejas perdidas de la casa de Israel» ha venido ahora Dios en Jesús, a quien san Pedro más tarde llama el «jefe de los pastores» (IPe 5,4). Pero aquí la mirada se dirige más lejos, a saber, a los pastores del nuevo pue­blo de Dios, a los apóstoles y a su misión.

37 Entonces dice a sus discípulos: Mucha es la mies, pero pocos los obreros; 38 rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

Jesús habla de la mies. Se trata de una antigua imagen escatológica. Los profetas la hallaron, Jesús la hace suya. Ve por así decir los campos ondeantes maduros para la siega. Jesús es anunciado como el que «tiene el bieldo en la mano y limpiará su era; recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego que no se apaga» (3,12). Con la venida del reino de Dios también empieza la separación, el juicio que ya empieza a cumplirse en la decisión de cada uno. Sin embargo hay pocos obreros. Los segadores son escasos, faltan quienes llamen a tomar una decisión. Jesús se ve ante una tarea desmesurada, que exige la cooperación de los hombres.

De aquí la exhortación a orar al dueño de la mies, al gran Dios, a fin de que llame braceros para los campos maduros. ¿Por qué exhorta Jesús a rogar a Dios por este fin? ¿No es Dios quien llama a los apóstoles a su servicio para que cooperen en la gran obra mesiánica? Jesús de­clara que en último término es Dios quien llama y envía al servicio de su mensaje, así como él está enviado por el Padre (10,40). Pero todavía indica más: Esta oración siempre tiene que hacerse, mientras dure el tiempo esca-tológico de la cosecha, el tiempo final. Así lo han hecho las comunidades en la Iglesia apostólica — sin duda de modo especial la comunidad en que se encontraban san

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Mateo —, así se tiene que rogar en todo tiempo, incluso en nuestros días.

1. VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS APÓSTOLES (10,1-16).

a) Los doce apóstoles (10,1-4).

1 Y convocando a sus discípulos, les dio poder de arro­jar espíritus impuros y de curar toda enfermedad y toda dolencia. 2 Los nombres de los doce apóstoles son éstos: El primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago, el de Zebedeo, y su hermano Juan; 3 Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, el de Alfeo, y Tadeo; 4 Simón, el cananeo, y Judas Iscariote, el que luego lo entregó.

Los doce apóstoles aquí aparecen como un colegio, que ya está elegido y pertenece definitivamente a Jesús. San Mateo no ha relatado la elección 42. Jesús les da poder sobre los demonios y sobre todas las enfermedades. Más tarde se añade el encargo de predicar (10,7s). El evan­gelista emplea las mismas expresiones con que también describe el poder de Jesús (9,35), y así muestra que los apóstoles resultan enteramente iguales a él, deben ser su brazo extendido. Los apóstoles actuarán como él y tam­bién confirmarán su palabra con milagros.

Luego siguen los nombres de los doce apóstoles. De forma significativa, en primer lugar está Simón con el sobrenombre de Pedro. Mucho más adelante leemos de qué modo Simón adquirió este nombre (16,18). Aquí hay un catálogo o una lista oficial en la que tiene que estar este sobrenombre.

42. Cf. Me 3,13-15; Le 6,12s.

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Primeramente se mencionan los dos pares de herma­nos, cuya vocación ya se ha descrito al principio, y que seguramente desde el tiempo más antiguo fueron consi­derados en la Iglesia como los primeros llamados (4,18-22). En el evangelio sólo de dos de los apóstoles nombrados a continuación llegamos a conocer pormenores: del publi­cano Mateo (Leví), que en su despacho de cobrador de impuestos fue llamado por Jesús para que le siguiera (9,9), y de Judas, el traidor. En el evangelio de san Juan se nos dan más informes de Felipe y Bartolomé y de Tomás43.

En total no es mucho lo que se nos cuenta. Se puede entender que la leyenda más tarde quisiera llenar las lagu­nas que nos dejaron los evangelistas. Éstos no quisieron satisfacer la curiosidad y el sentido piadoso, sino que con su escasez quisieron indicar siempre solamente a uno: a Jesús, el Mesías. Cada uno, incluso quien ha obtenido el cargo más elevado —el apóstol—, es y lo ha recibido todo solamente de él.

Los nombres permiten sacar muchas conclusiones sobre la composición del grupo de los apóstoles. Hay nombres griegos junto a otros judíos; diferentes comarcas de Pa­lestina entran en consideración según la procedencia; sen­cillos pescadores están junto a un miembro del radical partido de los zelotas y discípulos de Juan el Bautista (Santiago y Juan). El grupo de que se rodea Jesús, parece haber sido abigarrado, los apóstoles no constituyen un séquito de discípulos aplicados y dóciles, pero tampoco son aduladores y serviles. A Jesús le ha sido difícil formar a los apóstoles y en apariencia ha logrado poco de ellos. Pero cuando realmente se habían convertido y el Espí­ritu Santo los había enardecido, entonces pasaron a ser

43. Cf. Jn 1,43-51; 6,5-7; 14,8-10.

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testigos valerosos y dispuestos a morir, y columnas bá­sicas sobre las que se levantó la Iglesia.

Uno de los misterios más terribles de la historia es que Judas fuera uno de los apóstoles. Los límites entre el reino de Dios y el imperio de Satán están muy próxi­mos. El traidor, que pertenecía al grupo más íntimo, se convierte en el instrumento del espíritu maligno. Jesús se ha entregado a estos hombres, a quienes distinguió con una misión tan excelsa, y se ha arriesgado a que uno de ellos le entregue a la muerte...

b) Misión de los apóstoles (10,5-16).

5 A estos doce los envió Jesús, dándoles estas instruc­ciones: No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos; b id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Ahora Jesús envía a los apóstoles. Para la misión Jesús da una instrucción precisa: primero sobre el lugar, luego sobre el contenido. No deben ir ni al encuentro de los gentiles ni de los samaritanos (hostiles y considerados como medio paganos), sino solamente a los israelitas. Con esta prohibición no se determina que los gentiles o los samaritanos no deban tener parte alguna en el reino de Dios y en las bendiciones del tiempo mesiánico. Jesús sólo dispone el orden, el camino que debe tomar la sal­vación según decreto divino, que manda ir de los judíos a los gentiles. Así entendió Jesús su misión, y como se infiere de los Evangelios, se ha atenido estrictamente a esta manera de entender: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (15,24). Esta limi­tación puede haber resultado dura para Jesús. También

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esta obediencia forma parte de la abnegación del Hijo de Dios, mediante el cual estamos redimidos.

En todo esfuerzo apostólico y pastoral se ha de tener en cuenta que no interesa la multitud de los trabajos, ni la extensión del recinto, sino hacer lo que es voluntad de Dios en el estrecho territorio determinado por él.

En la misión posterior ya no puede aplicarse esta regla a los apóstoles, puesto que a los gentiles ya se les han abierto de par en par las puertas. Estas palabras de Jesús tienen que estar aquí para que cualquier judío vea que Dios primero ha ofrecido la salvación a Israel. El Mesías y sus mensajeros le han servido exclusivamente a él. Si ahora los gentiles han encontrado la fe que Israel recusaba (cf. 8,10-12), puede decirse, con fundamento, que los judíos no tienen excusa.

1 Id y predicad que el reino de los cielos está cerca. 8a Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios.

Los apóstoles han de predicar lo mismo que Jesús predicaba: El reino de los cielos está cerca. Es el tiempo de la gran cosecha, de la donación única de Dios a su pueblo, es el tiempo de cumplir, por tanto el tiempo de la conversión y de la penitencia. El poder que han ob­tenido (10,1), también deben probarlo en la curación de enfermedades, incluso en la resurrección de muertos y en la expulsión de espíritus malignos, y así serán iguales a Jesús. En boca de Jesús, se resume lo que hemos oído por extenso: la curación de todas las enfermedades (4,23s; 8,17), la resurrección de muertos (9,18s.23-26), la purifi­cación de la lepra (8,1-4) y la expulsión de los demonios (4,24; 8,16.28-34; 9,32). Sólo muy escasas veces nos en­teramos de que los apóstoles hicieran tales cosas en tiempo

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de Jesús " . Más tarde aquel poder se desarrolló mucho; especialmente los Hechos de los apóstoles cuentan los milagros que hace Pedro en nombre de Jesús (Act 3,1-10; 5,12-16; 9,31-43). En tiempos apostólicos, en tiempos de la primitiva Iglesia, la predicación va acompañada de se­ñales y milagros. Este acompañamiento procede de aque­llos dones especiales que el Señor dio a los apóstoles para que pudieran cumplir su misión. Más tarde se manifiestan una que otra vez estos dones, especialmente en la vida de los santos. Entonces el don de hacer milagros es un nuevo y especial regalo de Dios, pero no va unido a un cargo particular ni a un tiempo determinado como en la primi­tiva Iglesia apostólica.

8b Gratis recibisteis, dad gratis. 9 No os procuréis oro, plata, ni moneda de cobre para vuestros cinturones; 10 ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; pues el obrero merece su sustento.

La predicación debe quedar libre de toda aparien­cia de codicia. Jesús comunica gratuitamente sus dones, y así deben también ser retransmitidos. También ha sido un principio del tiempo apostólico que el misionero actúe sin remuneración, pero que sea sustentado por los fieles. Como sucedió a Jesús, la predicación sólo puede tener éxito si no se lleva a cabo por la ganancia como negocio. No deben ganar ninguna cantidad de dinero, ni monedas de plata, ni de oro, por tanto monedas de valor más ele­vado, ni tampoco las menos valiosas de cobre, la calde­rilla. Cuando emprendan el viaje, deben confiar plenamente en Dios. Él los alimentará, como alimenta a los pájaros y a los lirios del campo. Cuando estén enteramente entre­gados a su servicio, Dios se cuidará de todo lo demás.

44. Cf. Le 10,17-20; Me 9,14-29 = Mt 17,14-21.

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La sobriedad y la sencillez también son distintivos del equipo que prescribe Jesús. Los apóstoles deben dejar en casa la alforja para llevar las provisiones de boca y otros accesorios de viaje, como la segunda túnica de re­cambio.

Causa extrañeza que tampoco puedan llevar sanda­lias ni bastón, que no son precisamente un lujo. Quizás las sandalias haya que entenderlas como calzado dura­dero, resistente por un largo tiempo y para la montaña, no como las sandalias ligeras sin las que no se puede correr por las melladas rocas calcáreas. ¿Y el bastón? ¿Debe quedarse en casa para no molestar a los apóstoles? En cualquier caso se exige una pobreza extremada. Pues el obrero merece su sustento. Los misioneros recibirán en el camino todo lo que se requiere además de lo absolu­tamente necesario. Más aún, tienen un derecho, que más tarde también usan, fuera de san Pablo. La regla apos­tólica sobrevive en diferentes formas hasta nuestros días. Las comunidades sustentan a todos los que les sirven con la palabra y los sacramentos. Ambas partes habrían de tener en cuenta que en los sentimientos fraternales hay una correspondencia de dar y tomar, la cual está limi­tada a lo necesario por la regla apostólica.

11 En cualquier ciudad o aldea en que entréis, infor­maos de quién hay de confianza en ella, y alojaos allí hasta el momento de partir. n Al entrar en la casa, dirigidle el saludo de paz; 13 y si la casa lo merece, descienda vuestra paz sobre ella; pero si no lo merece, vuélvase a vosotros vuestra paz. 14 Y si algunos no os reciben ni escuchan vuestras palabras, salid de esa casa o de aquella ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies. 15 Os lo aseguro: habrá menor rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra en el día del juicio que para esa ciudad.

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La presente sección contiene las instrucciones de Jesús para el alojamiento de los misioneros. Cuando lleguen a un lugar, deben primero indagar qué casa es adecuada para ellos. Una vez se hayan informado, deben permanecer allí mientras ejerzan su actividad en aquel lugar. De este modo se dice indirectamente que no se alojen en varias casas, ni se muden de una casa a otra 4 \ En los primeros tiempos de la misión parece que se han tenido malas expe­riencias a este propósito, por lo cual esta regla de Jesús fue aplicada también más tarde. Podrían producirse celos y envidia, diversas murmuraciones rumurosas que perju­dicaban el mensaje.

Cuando los misioneros lleguen a una casa, deben sa­ludar a sus moradores. Es el saludo de paz, usual en oriente incluso en nuestros días. San Lucas dice más explícita­mente: «Y en cualquier casa en que entréis, decid pri­mero: Paz a esta casa» (Le 10,5). Cuando van como men­sajeros del reino, el saludo de la paz ya no es una fórmu­la de cortesía. Lo que ellos traen consigo, el poder de salvar y la virtud milagrosa del reino de Dios, entrará en aquella casa. Es la paz de Dios que viene a la casa, que ha sido favorecida con una gracia. Pero si la casa no está dispuesta para Dios y sus enviados, si no contesta al sa­ludo de paz con alegría y prontitud, los mensajeros no pueden conseguir nada: la paz que han deseado y ofre­cido, vuelve a ellos. Cuando el sacerdote viene a visitar a un enfermo, dice al entrar en la habitación: «La paz del Señor sea con esta casa». Si no necesitamos pronunciar estas solemnes palabras, con todo deberíamos tener esta intención, cuando visitamos una casa como mensajeros del Señor, especialmente si es una casa de incrédulos: Traemos la paz de Dios.

45. Cf. Le 10.7; Me 6,10.

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Esto se ha dicho de cada casa, más en concreto de la comunidad doméstica, de la familia con los hijos, los abuelos y todos los servidores. Una casa puede rehusar la oferta de la paz. También puede pasar que toda una ciudad rechace a los mensajeros, no los deje entrar o no los escuche. Es el fracaso, tal como Jesús lo ha vivido también. El fracaso más doloroso lo tuvo Jesús en su ciudad paterna de Nazaret (13,53-58). Sobre todo san Pablo fracasó muchas veces4". Cuando tengan un fracaso, no deben lamentarse quejumbrosos, tampoco han de incul­parse a sí mismos, ni presentar ninguna excusa ni esperar nuevas tentativas. Se trata de una oferta de Dios presen­tada una sola vez. Si se desconoce esta hora, nunca vuelve. Deben sencillamente marcharse e incluso sacudirse el polvo de sus zapatos en aquel lugar, como señal de que Dios y ellos ya no tienen nada que ver con los moradores de la casa. Todo depende de la decisión, que es única y no puede volverse a tomar.

No faltará el castigo. Los habitantes de Sodoma y Gomorra, aquellas perversas ciudades que fueron destrui­das por la ira de Dios, saldrán mejor librados en el juicio que los habitantes de una de las ciudades que ahora no atiendan al llamamiento de Dios. Es preciso prestar aten­ción a estas palabras, si se quiere entender correctamente el proceso que sufrió Jesús posteriormente.

16 Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos; sed, por tanto, cautos como las serpientes y sencillos como las palomas.

El lobo y la oveja ya figuraron anteriormente en una imagen: los falsos profetas irrumpían en el rebaño con

46. Cf. 2Cor 11,23-33 y las correspondientes descripciones de los Hechos de los apóstoles.

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\ ¡ T Mf T 1 s

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piel de mansa oveja (7,15). Pero aquí se invierte la ima­gen: Jesús envía a los discípulos como inocentes ovejas entre una manada de lobos. Parece que estén entregados sin defensa a la ferocidad de éstos.

El reino de Dios se atestigua en la debilidad, en Jesús como también en sus mensajeros. El reino de Dios tiene su máximo poder allí, donde se presenta con la máxima debilidad, como dice san Pablo: «Pues mi poder se ma­nifiesta en la flaqueza» (2Cor 12,9).

Los discípulos deben ver este peligro serenamente, no han de desviarse de él ni dirigirse hacia él con una osadía insensata. Jesús junta dos comparaciones del reino animal. Según los proverbios las serpientes son astutas y sagaces (cf. Gen 3,1). No hay que meterse con torpeza en cual­quier peligro ni sucumbir ante cualquier ardid y trampa. Se requiere prudencia, aquella unión de vital aptitud hu­mana con el sentido de lo conveniente y necesario.

Pero los discípulos también deben ser sencillos como las palomas. Ser sencillos no significa ser tontos, es decir, simples e ingenuos, sino sinceros y sin doblez. La pru­dencia no debe convertirse en astucia taimada, en estra­tagema engañosa. Eso sólo se evita, si los emisarios no tienen falsedad, si no ocultan su intención más íntima ni su verdadera voluntad. Se tiene que notar que deben buscar a Dios y nunca pretender una ventaja terrenal. Esta búsqueda de Dios juntamente con esta falta de pre­tensiones terrenas los ayudarán a mantenerse firmes en la tribulación y a dar testimonio de Dios.

2. ANUNCIO DE PERSECUCIONES (10,17-25).

17 Tened mucho cuidado con la gente: porque os en­tregarán a los tribunales del sanedrín y os azotarán en sus

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sinagogas; 1S también seréis llevados ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles.

Al principio ya se advertía: «Guardaos de los falsos profetas» (7,15). De una forma semejante aquí se precave contra los hombres en general. La naturaleza y la volun­tad humana topará con ellos con ánimo hostil, especial­mente entre los judíos, a quienes va primeramente diri­gida su misión. Serán llevados ante los tribunales del lugar, los pequeños sanedrines, y serán flagelados. Incluso las autoridades de la nación tendrán que vérselas con ellos, los gobernadores romanos y los propios reyes judíos de la familia de Herodes. Allí tendrán que hablar y res­ponder. Lo que digan y contesten servirá para dar testi­monio a las autoridades y a los gentiles. Por causa de Jesús están allí, testifican en favor de Jesús, incluso cuan­do se les acusa y condena, se les desestima y perseveran fieles hasta el fin. Su testificación en estas circunstancias será un testimonio asombroso, una manifestación de la gloria de Dios en la debilidad del hombre.

19 Pero, cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué habéis de decir, porque se os dará en aquel mo­mento lo que habéis de decir; 20 pues no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien ha­blará en vosotros.

Ante el tribunal no deben fiarse de su propia prudencia ni preocuparse por encontrar las palabras convenientes. Si están allí como testigos, su intención estará solamente dirigida a que resulte puro aquel testimonio de Dios. Y entonces el Espíritu Santo de Dios les inspirará las pala­bras que deberán decir. Él es el Consolador, el «abogado»

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de los cristianos, que los tomará bajo su protección y los defenderá de los acusadores. El mismo Espíritu que ha­bita en el corazón, hablará desde el corazón, como se dice de san Esteban: «Y no eran capaces de hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba» (Act 6,10).

21 Y entregará a la muerte el hermano al hermano, y el padre al hijo, y los hijos se levantarán contra sus padres y les darán muerte. 21 Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que se mantenga firme hasta el final, éste se salvará.

La persecución incluso penetrará en la propia familia, el odio separará los parientes próximos (10,34-36). Así lo ha anunciado el profeta Miqueas para los terrores del tiempo final: el trastorno de los espíritus y la confusión de los corazones serán tan grandes que se quebrarán los lazos naturales de la familia. Así Israel madura para el juicio (Miq 7,6). Es semejante la descripción de Jesús. El odio estallará en todas partes adonde vayan los discípu­los. Resuena! con un acento verdaderamente terrible la predicción de, que «seréis odiados por todos...»

Sólo vale la perseverancia hasta el fin, la persistencia infatigable, la fidelidad que no defrauda, el valeroso de­nuedo invariable del alma a través de todas las enemis­tades, decepciones y fracasos, lo cual no es poco. Pero al que así procede se le promete que se salvará. Está asegu­rada su salvación eterna y no necesita inquietarse por ella. ¡Con cuánto heroísmo y sosiego y con cuánta fidelidad, se han verificado estas palabras de Jesús...!

23 Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra; por­gue os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel sin que venga el Hijo del hombre.

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Ya antes se dijo que los discípulos deben proseguir sin demora, si no son acogidos ni escuchados (10,14). Algo semejante puede aplicarse a la persecución. Se les dará caza. Entonces deben aprovechar con prudencia las posi­bilidades de huir —de una ciudad a la otra— y no bus­car el peligro o exponerse a él con un falso heroísmo. También en esto deben ser cautos como las serpientes (10,16).

No hay ningún motivo para dudar, ni siquiera en esta situación aparentemente sin salida. Así como el Espíritu Santo les ayudará ante el tribunal, así también aquí les promete el consuelo que les causará su propia venida. No estáis entregados sin remedio a las conspiraciones ene­migas: porque estoy cerca. Mi venida para redimiros, para liberaros de la tribulación será la última palabra.

Jesús habla del Hijo del hombre como de alguien dis­tinto de sí mismo. Se oculta tras esta expresión, que pro­piamente sólo significa «ser humano», «persona humana», por tanto algo muy sencillo. Este título propiamente oculta más de lo que revela. Lo mayor que se dice del Hijo del hombre es que vendrá sobre las nubes del cielo para llevar a cabo el juicio divino. Así también hay que en­tender aquí su venida. — En la oscuridad y en la tribula­ción, que ya no nos deja ningún consuelo terrenal ni nin­guna esperanza humana, sabemos que Jesús viene con seguridad y salva a los suyos47.

47. El versículo produce la impresión de que Jesús sólo haya contado con un breve tiempo para la consumación del reino de Dios. La proximidad apremiante del acontecimiento forma parte de su mensaje profético como en Juan el Bautista. Quizás este versículo también pertenece al primer tiempo de su actividad. En el tiempo en que el pueblo y los dirigentes se habían hecho sordos a él. las palabras suenan de otra manera (cf., por ejemplo, 23,37-39). Jesús en todos los tiempos mantiene una conversación inmediata con los hombres. No trae consigo una doctrina como un sistema ordenado en el libro de texto, una doctrina que puede revelarse con sen­cillez, sino que su doctrina es al mismo tiempo el llamamiento a la deci­sión. Como todos los profetas Jesús pertenece a su tiempo, según el cual

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24 Un discípulo no está por encima del maestro, ni un esclavo por encima de su señor. 25 Ya es bastante que el discípulo llegue a ser como su maestro, y el esclavo como su señor.

Jesús toma como comparación las relaciones entre dis­cípulo y maestro, Señor y esclavo. Ambos están en rela­ción mutua de subordinación y superioridad. Mientras el que aprende sigue siendo discípulo, está bajo el maestro. Los dos, discípulo y esclavo, están en dependencia de otro, reciben la enseñanza y el encargo de un superior que sabe más y es capaz de más. Las metáforas no son arbitrarias, sino que ya aluden a las relaciones de los discípulos con Jesús. Ante él los apóstoles son discípulos y esclavos. Han de aceptar su enseñanza y cumplir su encargo. Esta rela­ción permanecerá para siempre, ya que Jesús para ellos constantemente sigue siendo el maestro y el señor. Ante Jesús nunca han sabido bastante.

Así el inferior ha de estar contento con que le vaya, como a su maestro. Si el discípulo llega a ser como su maestro, no puede esperar nada más ni nada mejor. Al discípulo no puede aplicarse lo que dicen muchos padres: Nuestros hijos deben vivir más holgadamente que nos­otros. Sino al revés: la mayor semejanza con la vida de Jesús también es la mayor proximidad interna a él.

Será tanto mejor el discípulo cuanto más se asemeje al maestro, y le servirá tanto mejor, cuanto más sea como su señor.

25b Si al señor de la casa lo llamaron Beelzebul, ¡cuán­to más a los que viven con él!

orienta su mensaje siempre de nuevo, porque Dios habla al hombre tal como es y donde está.

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El señor de la casa es el mismo Jesús. Sólo aquí se designa con esta singular expresión. Se entiende muy bien, si se la relaciona con la promesa que Jesús hizo a Pedro: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (16,18). La casa construida por el mismo Jesús es la comunidad de los fieles congregada por él. En esta casa Jesús es el Señor, el Kyrios que gobierna con autoridad. Se le ha calumniado, se le ha acusado de tener un pacto con el diablo (9,34; 12,24). También nosotros hemos de contar con calumnias y difamaciones, y no nos podemos sorprender de las in­jurias ni de insultos denigrantes.

3. EXHORTACIÓN A CONFESAR LA FE (10,26-33).

26 Pero no les tengáis miedo; porque nada hay oculto que no se descubra, y nada secreto que no se conozca. 27 Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; lo que escucháis al oído, proclamadlo desde las terrazas.

A veces advierte el Señor: «Guardaos», «tened mucho cuidado» (7,15; 10,17). Aquí en cambio dice: «No ten­gáis miedo». Las dos cosas son necesarias. Por una parte la prudencia en el conocimento del adversario y el juicio sereno de su riesgo; pero además la resistencia imperté­rrita en la tribulación. La fe expulsa el temor. El conoci­miento de pertenecer al Mesías y de sufrir su propio des­tino da ufanía y valor.

Son humildes los principios nuevos que trae Jesús. Todos creerán poder triturar fácilmente la débil semilla. Se revelará gloriosamente lo que ahora vive oculto y muy silencioso. Jesús hace su obra como el sencillo siervo de Yahveh, y luego se hará potente como la esperanza de las naciones (cf. 12,17-21). Ahora Jesús habla en la oscuri-

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dad, pero los apóstoles deben hablar a plena luz. Deben predicar ante todo oído y ojo lo que se les susurra al oído, a gran distancia del pueblo y de la vasta publicidad. Es indiferente que los hombres acepten a los apóstoles o los rechacen. Siempre es testificada por medio de los após­toles la buena nueva, que en último término irradiará victoriosa como el sol por la mañana.

28 No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed más bien a quien tiene poder para hacer que perezcan cuerpo y alma en la ge-henna. 29 ¿Acaso no se venden por un as dos pajarillos? Sin embargo, ni uno de ellos cae a tierra sin permitirlo vuestro Padre. 30 Y en vosotros, hasta los cabellos de la cabeza están todos contados. 31 Así que no tengáis miedo. Vosotros valéis más que muchos pajarillos.

No tengáis miedo. Esta frase se repite como un estri­billo en este fragmento (10,26.28.31). El poder de los hom­bres está limitado, puede desfogarse en vosotros, pero sólo puede afectar la vida terrena ( = el cuerpo). Ningún poder humano puede destruir lo que constituye vuestro verda­dero valor, la esperanza en la vida celestial ( = el alma). La destrucción de la vida terrena no está relacionada con la destrucción de la vida eterna, con la perdición en el infierno. Pero hay un ser que tiene poder sobre ambas vidas: Dios, el Señor. Él con la sentencia de su tribunal puede hacer las dos cosas: entregar todo el hombre al infierno o llamarlo a la bienaventuranza. Debemos temerle.

¿No es espantosa esta manera de representar a Dios? Aquí solamente se ilumina un aspecto en la representación de Dios: el otro aspecto se nombra a continuación en los próximos versículos: la solicitud paternal de Dios, su benévola proximidad al hombre. Con todo en ellos se

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alude también al poder soberano de Dios. Sólo cuando se ve a Dios tan grande y también se reconoce su omnipo­tencia sobre la propia vida, adquiere fuerza su paternidad.

Pero si la fe expulsa el temor, ¿cómo se puede temer a Dios? ¿No es una contradicción? El temor tiene dos formas, según la persona ante la que se experimenta la sensación de temor. Si el temor se dirige al hombre, entonces rebaja al alma y la llena de preocupación e inseguridad angustiosas. Este temor destruye la fe. Pero si el temor se dirige a Dios, nos hace libres. Se funda en la dependencia de la criatura respecto al Creador y reconoce la sublimidad de Dios. No corroe el alma, sino que la cura, porque siempre produce la confianza en Dios. Sólo puede amar a Dios quien también le teme. Y viceversa el verdadero amor de Dios nunca carece de temor saludable.

Los pajarillos tienen tan poco valor, porque pueden tenerse en cantidades enormes, así como también los lirios silvestres del campo (cf. 6,28-30). Dios interviene aun en los más insignificantes acontecimientos, incluso en el hecho de que un gorrión caiga del nido o sea derribado de un tiro por un chicuelo. ¡Cuánto más estará Dios con vos­otros y se preocupará por todo lo que os sobrevenga! Incluso están contados los cabellos de vuestra cabeza. Y si es exacto su conocimiento, no es menos solícito el amor que os tiene dedicado. Como el amante que conoce todos los pormenores de la persona amada y nota al instante cualquier cambio, así es Dios para nosotros. Realmente no hay ningún fundamento para angustiarse ante los hombres, que no pueden hacer nada sin que lo conozca el Padre...

32 Por tanto, a todo aquel que me confiese delante de los hombres, también yo lo confesaré delante de mi Pa-

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dre que está en los cielos. 33 Pero a aquel que me niegue delante de los hombres, también yo lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos.

El que está ante el tribunal —por causa de la fe en Jesús— también debe confesarlo allí. No solamente cuan­do no hay ninguna contradicción o no amenaza ningún peligro. La fe se acreditará precisamente en la decisión y en el fracaso. El que así se acredita ante el tribunal hu­mano, puede estar confiado en el tribunal divino. Porque el mismo Jesucristo actuará en este tribunal como un abogado y defensor ante el Padre. Jesús dice con insisten­cia: delante de mi Padre. Se cambian los papeles. En cierto modo Jesús fue acusado ante el tribunal humano, pero fue defendido por sus testigos, ahora en cambio es a la inversa: el testigo es acusado ante el tribunal divino, y Jesús le defiende. Se efectúa un trueque misterioso entre los dos tribunales. ¡Qué manera tan elocuente de repre­sentar la mediación de Jesús!

Lo mismo puede decirse a la inversa. Cristo no asiste ante el Padre en el cielo a quien se le declara contrario y le niega ante los hombres. Cristo también se le declarará contrario y le negará, quizás con palabras tan duras como las que se leen en el sermón de la montaña: «Pero enton­ces yo les diré abiertamente: Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad» (7,23).

Pero, el Padre ¿no ha transferido el juicio al Hijo? El papel de defensor ¿es el mismo que tiene Jesús como juez del tiempo final? (cf. 3,lis; 7,22s). Las imágenes cambian en la Escritura. Lo que antes correspondía al Padre, en otro pasaje lo hace el Hijo, y lo que se describe como obra del Hijo, a veces se atribuye al Espíritu Santo. Nunca se puede expresar por extenso en una frase o ima­gen los misterios de Dios. Jesús es al mismo tiempo el

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Señor, a quien el Padre lo ha entregado todo (cf. 28,18) y el siervo obediente, que solamente hace la voluntad del Padre (cf. 12,18). Aquí el veredicto se complementa con el que se lee en san Marcos: «Si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles» (Me 8,38). En los dos textos está en vigor que la suerte eterna se decide por la actitud que se adopte con él, y sólo con él.

4. DECISIÓN EN FAVOR DE JESÚS (10,34-39).

34 No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada.

En conmovida queja el profeta Miqueas había descrito la perdición de su pueblo: se quebrantaban las disposicio­nes del derecho, los ministros de la justicia se habían con­vertido en seres corruptibles, un desconcierto general había destruido los vínculos familiares. Cada hombre es el ene­migo de su prójimo. Éste podría ser el título de la queja de Miqueas (Miq 7,1-7). En este cuadro ve el profeta una actuación anticipada del tribunal de Dios. Los hombres llegan a conocer, en su propio cuerpo, las consecuencias de su apostasía de Yahveh.

Jesús tiene presentes las palabras del profeta. El juicio de Dios, cuyas consecuencias había visto Miqueas, ha lle­gado a su momento crítico, por efecto de la venida de Jesús, enviado para traer el mensaje del reino de Dios. Más aún: el reino llega con Jesús. Viene como separación, como espada. Es la espada del juicio, que separa lo malo de lo bueno, los creyentes de los que rehusan creer, tam-

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bien es la espada de la decisión, ante la que se pone al hombre. Esto es lo primero que dice Jesús.

Lo contrario de esta separación es la paz. Solamente puede ser una paz opuesta a este juicio de la decisión. Y sería una paz corrompida, que lo deja todo tal como estaba, que hace desaparecer los frentes, tapa y encubre la oposición entre Dios y Satán, y por tanto sería en últi­mo término la paz entre Dios y Satán, que nunca puede darse48.

35 Porque vine a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; 36 y serán enemigos del hombre los de su propia casa.

La palabra de Jesús es más aguda que una espada, como dice de la palabra de Dios en general la carta a los Hebreos (Heb 4,12). Penetra hasta los tuétanos y separa en nuestro interior las falsas concupiscencias del ver­dadero temor de Dios. También puede meterse dentro de la familia, y allí enfrentar a los padres y a los hijos, a la nuera y a la suegra. La frontera pasa siempre por donde es preciso decidir en favor o en contra de Dios. Esta decisión puede traer como consecuencia la separación de otros, incluso de los más queridos. Es una separación que no puede significar que el discípulo de Jesús deba adoptar una actitud hostil o irreconciliable. Pero el dis­cípulo debe contar con que mediante su decisión también puede causar la enemistad de sus propios parientes. Ésta es probablemente la experiencia más penosa en el se­guimiento. Nunca se puede abusar de estas palabras del

48. Aquí Jesús no dice nada sobre la paz entre Dios y los hombres ni sclbre la paz de los hombres entre sí. De ello habla extensamente la Escritura en otros pasajes, sobre todo en san Pablo, que designa a Jesús como «nuestra reconciliación», «nuestra paz»: cf. Rom 5,11; 2Cor 5,18s; Ef 2,11-22.

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Señor para falsear el mensaje de la paz. que anuncia la Iglesia, o para justificar el incumplimiento de las propias obligaciones con la familia incrédula.

37 El que ama a su padre o a su madre más que a mí. no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; w y quien no toma su cruz. y sigue tras de mí, no es digno de mí.

El que ha reflexionado bien sobre los precedentes ver­sículos 34-36, también puede entender estas palabras. En primer lugar está Dios y la decisión en favor de Dios, pero aquí está el mismo Jesús, ante quien y por quien el discípulo tiene que decidirse. Él es el camino, por el que sólo en­contramos a Dios. Digámoslo de otra manera: en la decisión en favor de Jesús se toma la decisión en favor de Dios. Ante esta decisión tiene que retroceder cualquier otro compromiso terreno, incluso con el padre y la madre y los propios hijos.

No es que no deban amarse los padres o los hijos. Precisamente es a al inversa: el que sigue decididamente a Cristo, también queda libre de nuevo para el amor a su prójimo y a sus parientes. Pero es un amor nuevo, so­brenatural, que nos hace amar al prójimo en Dios y por amor de Dios. Antes de que el discípulo sea capaz de este amor, tiene que decidirse totalmente por Cristo.

Quien no ha tomado esta decisión no es digno de Cristo. No se ha ganado nada con una decisión a medias o con un corazón dividido. Entonces ni Dios logra lo que le corresponde, a saber la plena entrega; ni Jesús logra lo que le corresponde, a saber la imitación incondicional; ni el discípulo consigue la realización de su vida. Quien ha entregado su corazón, lo recupera lleno de la fuerza del amor divino.

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El siguiente versículo lo aclara todavía más: Y quien no tome su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí. El desprendimiento de sí mismo y la entrega a Dios tienen una medida extrema. Hay una frontera en la vida, en la cual se muestra con seguridad si la entrega es querida enteramente. Esta frontera es la muerte. Se ha decidido radicalmente quien en la empresa orientada hacia Dios también incluye la posible entrega de la vida terrenal. «Tomar su cruz» es una expresión metafórica de la dis­posición para morir. Cuando se está así dispuesto, se efectúa el movimiento «desde mí hacia Dios». Sólo cuando el discípulo ha incluido en la cuenta aquel extremo, y lo ha afirmado conscientemente, está de veras siguiendo a Jesús, y por tanto es digno del maestro.

No se pide a todos los discípulos que esta disposición también pruebe su eficacia en el trance de la muerte. Señaladamente Dios sólo conduce a algunos elegidos por este sendero. Pero cualquier entrega, si es tema de nuestra vida, tiene en sí algo de esta muerte. Un distintivo infalible de la veracidad de nuestra intención es si estamos o no estamos dispuestos a esta entrega.

39 El que haya encontrado su vida, la perderá; y el que haya perdido su vida por mi causa, la encontrará.

Aquí no se habla del alma en oposición al cuerpo. Para el Antiguo Testamento esta diferencia no tenía gran im­portancia. Tras la palabra vida está la unidad del cuerpo y del alma. Para el judío la vida es el bien supremo y con esta palabra se expresa con la máxima fuerza la última perfección. Se lleva a cabo el anhelo del judío, si tiene toda la vida, duradera e indestructiblemente, con una riqueza fluyente y con una posesión dichosa.

Este profundo anhelo, que Dios ha dado al hombre,

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parece que lo niegue inesperadamente Jesús, cuando dice: El que haya encontrado su vida, la perderá. Esto quiere decir que el hombre piensa haber llegado ya aquí al descanso y gozar con la posesión de la vida. En el hombre se ha convertido el anhelo en deseo egoísta y violento de posesión, no quiere nada fuera de sí y en último término sólo se busca a sí mismo. El anhelo es él mismo, y su realización aparentemente también, pero los caminos son enteramente opuestos. Ciertamente la vida debe ser con­quistada y a ello estamos llamados. Pero eso solamente tiene lugar cuando la perdemos.

El que haya perdido su vida por mi causa. Esta frase puede primeramente aludir al verdadero martirio en favor de Jesús. Entonces se recibe el don de la vida eterna por la vida terrena que se ha entregado. «Encontraremos» lo que realmente hemos buscado.

Pero en la vida del discípulo que no es llamado a la extrema verificación, también es una ley fundamental que todos tienen que renunciar primero a su vida, no han de quererla conseguir para sí mismos con ambición egoísta. Es preciso salir de sí mismo, tender más allá de sí mismo, pero no por así decir para entrenarse, en el sentido de los métodos de «vaciamiento interno». Porque esta tendencia en último término de nuevo sería un egoísmo, que busca la propia independencia de las pasiones del día y de las tentaciones de los instintos, y con ello una forma más elevada de perfección humana. Jesús alude a lo que siempre resonaba en el sermón de la montaña: el hecho de que el hombre se pierda a sí mismo ha de tener lugar con una orientación hacia Dios y dentro de Dios. Quien así se pierde, logra la plenitud de la vida, en último término la vida propia de Dios.

Esta frase no es lúgubre, sino luminosa. Aquí ya se experimenta en gracia que cualquier individuo que se

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pierda a sí mismo entregándose a Dios (prácticamente de ordinario entregándose al prójimo), aumenta la vida. Esta vida es mucho más rica que cualquier vida terrena. Es la alegría, la paz interior, el estado de seguridad en Dios, el amor. Por tanto, esta vida tiene un significado opuesto al de Fausto: «Así me tambaleo de la concupiscencia al placer, y en el placer estoy a punto de desmayarme tras la concupiscencia». Antes bien: así vamos de la muerte a la vida, y en la vida a una abundancia siempre mayor mediante la muerte. Dice Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan exuberante» (Jn 10,10).

5. MISIÓN Y RECOMPENSA (10,40-42).

40 Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió.

La primera frase despliega lo que los rabinos ya en­señaron como regla: el enviado es como el que envía. Aquí no solamente se habla de un envío, sino de dos, que actúan misteriosamente uno en otro. El mismo Jesús está enviado por el Padre, y además envía los apóstoles. Es un movimiento que partiendo del Padre llega hasta los men­sajeros de Jesús. Su envío es un acontecimiento divino. Tal como los hombres acojan a los mensajeros de Jesús — con la adhesión o el rechazamiento, con la fe o la in­credulidad —, así también le acogen a él y al Padre. No se puede apelar a Dios o a Cristo contra los mensajeros. Dios se humilla hasta ponerse al nivel de los mensajeros, se encubre con palabras y obras humanas. Cuando la fe ya no se escandalice con las formas quebradas de la ac­tividad humana, entonces es auténtica, dirigida con segu­ridad a Dios y hecha efectiva con la obediencia...

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41 Quien recibe a un projeta como profeta, recompensa de profeta tendrá, y quien recibe a un justo como justo, recompensa de justo tendrá. 42 Y quien da de beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, sólo por ser dis­cípulo, os aseguro que no se quedará sin recompensa.

Tres grupos de miembros de la comunidad están aquí juntos. Los profetas son hombres de Dios, que han sido inspirados por él, y que por propio conocimiento y expe­riencia enseñan la fe, sin ser apóstoles, discípulos de após­tol, ancianos (presbyteros) o guardianes (episkopoi) con un cargo de jerarquía. Los justos son los que se han acreditado en la comunidad con su vida ejemplar, con su fe activa en el amor. No tienen ningún cargo de jerarquía ni tampoco tienen como los profetas una misión carismá-tica para la enseñanza, sino un sentido ejemplar para la vida práctica. El tercer grupo son los pequeños, o sea los sencillos discípulos de Jesús, que no tienen una posición de primer orden en el cristianismo. En ellos el milagro de la fe es especialmente grande, ya que en apariencia no aportan condiciones exteriormente favorables: formación, estado distinguido, influencia y poder. Deben ser especial­mente queridos por la comunidad, han de ser cuidados por ella con viva solicitud 49.

En los dos primeros casos se mide con precisión la recompensa. Es difícil decir qué se ha de entender por recompensa de los profetas o de los justos. El pensamiento fundamental del versículo 40 continúa siendo efectivo, de tal forma que se puede decir: «El enviado es como el que envía» aquí significa que quien acoge hospitalariamente en su casa al profeta itinerante, es por ello equiparado al profeta y obtendrá la recompensa que corresponde al

49. Ci. lo que se dice sobre los «pequeños» en la explicación de 18,6 (segundo tomo).

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profeta. Lo mismo puede decirse del justo. La particular estima del pequeño se expresa por el hecho de que no se extravía ni siquiera la más insignificante obra que se hace por él. Porque el pequeño no viene a casa como un «pequeño», como un contemporáneo sin importancia, con el que no se requiere tratar durante largo tiempo, sino como discípulo. Se le ayuda «sólo por ser discípulo», quizás sólo se le da un vaso de agua. Puesto que tiene la alta dignidad de discípulo, el mismo Jesús viene con él, y por tanto también viene la recompensa.

Con tales palabras se explica que se aprecie tanto en la Iglesia cristiana la hospitalidad: cuando viene a casa un hermano o un sacerdote, no lo recibamos sólo por cortesía, sino con fe, como a Jesús.

Estas palabras concluyen la instrucción a los discípulos. En todo el fragmento didáctico se trata de la vocación y del envío del discípulo al mundo. Aquí el discurso también en su contenido llega a su apogeo. Todo lo precedente se ilumina una vez más con estas frases. Envío y encargo. Enseñanza y hechos milagrosos, persecuciones y confesión, perseverancia y muerte: todo eso hace al enviado como al que envía, al apóstol como a Jesús. Eso también co­rresponde a la realidad de hoy, pero el envío de Jesús prosigue más allá de los apóstoles, y llega a los obispos con el papa, a sus colaboradores, a todos los fieles. El que envía siempre es el Señor: en el curso de la historia mediante la orden dada en otro tiempo (la sucesión del papa y de los obispos) y con el llamamiento inmediato al individuo aquí y ahora. Siempre está en vigor que «quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Le 10,16).

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CONCLUSIÓN (11,1).

1 Cuando Jesús terminó de dar estas instrucciones a sus doce discípulos, se jue de allí, para enseñar y predicar en sus ciudades.

De nuevo el evangelista concluye como en el sermón de la montaña, es decir con una frase formularia. La palabra «instrucciones» es sorprendente y sólo se encuentra aquí. San Mateo quiere insistir una vez más en que este discurso es una enseñanza oficial y pública del Señor. Es el documento fundamental de la misión y de la vida apos­tólicas para todos los tiempos futuros.

V. ENTRE LA FE Y LA INCREDULIDAD (11,2-12,45).

Al discurso dirigido a los discípulos le sigue una sección bastante extensa sobre la actividad de Jesús. En esta sección se cuentan pocos milagros. Ante todo debe exponerse la polémica con los adversarios. Todos los fragmentos contribuyen algo a este tema: el pro y el contra de Jesús, la crisis en que incurre su obra, la enemistad enconada del judaismo oficial. La primera parte de considerable extensión trata de Juan el Bautista (11, 2-19). El segundo fragmento refiere dos sentencias bastante largas de Je­sús, que dilucidan las oposiciones (11, 20-30). La tercera sección contiene renovadas acusaciones de los adversarios con motivo de distintos acontecimientos (12, 1-45).

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1. JESÚS Y EL BAUTISTA (11,2-19).

a) Pregunta del Bautista (11,2-6).

2 Cuando Juan oyó en la cárcel las obras de Cristo, mandó unos discípulos suyos 3 para preguntarle: ¿Eres tú el que tiene que venir o hemos de esperar a otro? 4 Y Jesús les respondió: Id a contar a Juan lo que estáis oyendo y viendo: 5 los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el Evangelio a los pobres; 6y bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo.

Desde 4,12 no hemos leído nada más de Juan. Está en la cárcel. Más tarde se informa sobre los pormenores más circunstanciados que le llevaron a la cárcel (14,3-12). La primera frase en el fondo ya anticipa la respuesta, cuando habla de las obras de Cristo. «El que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y ni siquiera soy digno de llevarle las sandalias» (3,11). Ahora le vienen dudas de si Jesús realmente es quien «tiene el bieldo en la mano» (3,12) y no otro alguno. La pregunta que el Bautista hace por medio de sus discípulos es una auténtica pregunta y está tomada en serio. San Mateo la explica por el hecho de que Juan en la prisión y aislado del ambiente. Ha oído hablar de las obras, pero no puede interpretarlas. ¿Ha esperado Juan obras muy distintas?, ¿un movimiento espontáneo del pue­blo?, ¿el juicio tremendo contra los enemigos de Dios? No había llegado el fragor de la tempestad del juicio, cu­yas primeras ráfagas habían sacudido a Juan.

Jesús no contesta directamente confesando quién es. Hubiese podido contestar como ante el sumo sacerdote con una clara respuesta afirmativa. Pero en este tiempo

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aún evita esta contestación, y también muestra a Juan el camino por el que los discípulos y todos nosotros tene­mos que andar: ver señales e interpretarlas debidamente, concebir las obras que hace Jesús como obras del Mesías. Es el camino de la fe, que arranca de los resultados visi­bles y conduce al conocimiento de Jesús. Es el camino que va de la obscuridad a la luz, del signo a la realidad.

No puede incurrir en dudas quien comprende bien las obras y sobre todo las ve en conjunto. Jesús construye el puente que conduce a la fe, porque la enumeración «los ciegos ven...» se enlaza estrechamente con la promesa del profeta Isaías (Is 35,5s; 61,1). El Espíritu que ungió al elegido, le hizo apto para todas estas acciones gloriosas. No es posible detenerse en una sola cosa, no se pueden ver solamente ciertos milagros y dejar de ver otros, solamente escuchar las palabras y no atender a las obras. Todo junto forma el debido cuadro. Jesús no solamente es un predi­cador del pueblo o un taumaturgo. Y no solamente ha curado como un médico, sino que también ha resucitado muertos. Todo junto deja reconocer que aquí está actuando el ungido de Dios, que vio Isaías.

También la Iglesia sólo es conocida como signo de Dios, si se ven juntos todos sus distintivos: la Iglesia es una, santa, universal (católica) y conserva su primitiva his­toricidad (es apostólica).

b) Testimonio de Jesús sobre el Bautista (11,7-15).

Jesús no ha hablado tan detenidamente de ningún hombre como del Bautista. El discurso emocionado con sus preguntas bre­ves, que siguen unas a otras como por sacudidas, nos muestra de nuevo a Jesús como gran orador profético. Estas palabras no solamente revelan la importancia de Juan en la historia de la salvación, sino que al mismo tiempo son un testimonio de la

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profunda impresión que el Bautista incluso como hombre ha causado en Jesús.

7 Al irse ellos, comenzó Jesús a hablar de Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver al desierto: una caña agitada por el viento? 8 Si no, ¿qué salisteis a ver: un hombre vestido con refinamiento? Bien sabéis que los que visten con refinamiento están en los palacios de los reyes. 9 En­tonces, ¿a qué salisteis: a ver a un profeta? Pues sí, cier­tamente, y mucho más que un profeta.

Jesús con sus preguntas hace reflexionar al pueblo sobre lo que buscaban, cuando acudían en masa al Jordán. Aquella gran peregrinación parece haber cesado. Con todo, el recuerdo se había grabado profundamente en todos. Jesús con sus preguntas señala una vez más la figura de aquel hombre adusto: no era como una caña, que el viento mueve de un lado a otro. Un hombre que se mueve al compás del viento, hoy defiende esta opinión, mañana de­fenderá otra. Sin hipocresía y con franqueza ha dado a conocer Juan su mensaje, y ha apelado a la conciencia de cada uno, de la condición social que sea, incluso a la conciencia del rey. No era un hombre con vestidos suntuo­sos y refinados, como los que se encuentran en los palacios de los grandes, de los poderosos y de los ricos. Juan está ante ellos como un robusto árbol silvestre.

Los israelitas han buscado un profeta y también lo han encontrado. La cadena rota de los profetas se soldó de nuevo con Juan. En último término esto es lo que atraía a los hombres hacia él: Dios volvía a hablar con las pa­labras proféticas que habían conmovido a Israel a través de los siglos. Todo eso lo sabe la gente, y las palabras de Jesús habrán encontrado un fuerte eco en sus corazones. Sin embargo, Jesús dice todavía más.

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Juan es más que un profeta. No sólo es el portavoz de Dios, el medianero del mensaje de Dios para el pueblo. Es, además, portador y figura de la salvación. No por si mismo ni por razón de su vida ascética, sino porque su actuación desde un principio es mayor que la de los otros profetas. Su actuación le otorga una importancia única. Él solo fue llamado para conducir y preparar al pueblo para aquel que es más fuerte que él y ha de venir des­pués de él (3,11).

10 Éste es aquel de quien está escrito: Mira que envío ante ti mi mensajero, el cual preparará tu camino delante de ti.

La proclamación mesiánica del Bautista y su proximi­dad inmediata a Jesús le convierten en el precursor. Isaías ya había hablado de la preparación del camino: Dios hace volver jubilosamente del cautiverio a su pueblo, que debe recorrer para ello un camino llano y recto. El pueblo va de la servidumbre a la libertad (Is 40,4s; Mt 3,3). Todavía más dice el profeta Malaquías. Trata del camino de Dios a su pueblo. Pero no ya para liberarlo del cautiverio de Babilonia, sino para redimirlo al fin del tiempo. Vendrá el mismo Dios. Le precede un heraldo: «Mira que envío ante ti mi mensajero, el cual preparará tu camino delante de ti» (Mal 3,1). Estas palabras proféticas dan la luz, con que hay que ver la figura del Bautista desde el punto de vista del plan salvífico de Dios. Aquí lo hace el mismo Jesús. Indirectamente atestigua que él es el Mesías del tiempo final, para el que Juan ha desbrozado el camino.

11 Oí lo aseguro: entre los nacidos de mujer, no ha surgido uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él.

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«Más que un profeta» todavía significa otra cosa. Juan no solamente es un gran personaje como precursor en el ejercicio de su cargo, sino también como ser humano: entre los nacidos de mujer no hay uno mayor. Es una frase asombrosa. Parece como si hubiese sido formada en un delirio y sin embargo está concebida como una alabanza personal a este hombre. Realza a Juan entre sus contem­poráneos, más aún entre la gran multitud de hombres de Dios del tiempo pasado.

«Entre los nacidos de mujer», esta frase es en primer lugar una perífrasis al gusto de los orientales, pero, cuando Jesús la usa, también resuena el misterio de su propia pro­cedencia. También él ha nacido de mujer, pero sólo «se­gún la carne» (Rom 1,3). Su origen como hombre Dios está más allá de la procreación humana, ha sido engen­drado por Dios 50.

La frase siguiente vuelve a delimitar lo que se acaba de decir. Muy grande es Juan el Bautista, y sin embargo es muy pequeño, si se le mide en la nueva edad, en el reino de los cielos. El más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. Ya ha empezado la nueva época. El reino de Dios se abre paso. El que se encuentra en esta nueva edad, aún es mayor que cualquiera que haya vivido antes, incluso que el Bautista. Éste es un nuevo pensamiento: Junto a la alta categoría asignada a Juan se coloca la va­loración del tiempo nuevo, la época del reino de Dios. Está en una etapa superior el hombre de esta edad, el hombre en gracia, el hombre redimido. Lo antiguo y lo nuevo se relacionan mutuamente como la imagen con la realidad misma...

50. Cf. Heb 1,5; 5,5.

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12 Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arre­batan. ° Porque todos los projetas y la ley cumplieron su misión profética hasta Juan.

Se formula la pregunta: ¿En qué parte precisa de la historia de la salvación se encuentra el Bautista? Es una figura de transición, medio en la sombra y medio en la luz. profeta del tiempo futuro y, al mismo tiempo, precursor. ¿Está más allá o más acá de la linde que separa los dos períodos? Hasta ahora hemos oído palabras en que podían suponerse las dos cosas: Juan se halla en la parte de allá, ya que el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. Pero también podría estar en la de acá, ya que es más que un profeta, a saber, es el precursor del Mesías. El evangelista aquí no prosigue el pensamiento de que Juan sea menor que cualquiera en el reino de los cielos, sino que prosigue el otro pensamiento que incluye a Juan en la nueva era.

Desde los días de Juan el Bautista en adelante, es decir empezando con Juan, con su actuación y sus sermo­nes; desde esta hora, el reino de los cielos está presente, porque es acosado51. Aquí llegamos a conocer el otro aspecto, el aspecto sombrío de la venida del reino. Hasta ahora casi sólo hemos oído hablar del aspecto brillante, del avance victorioso, de la virtud vital y curativa. Con todo las muchas impugnaciones de los adversarios (la peor de las cuales es el reproche de que Jesús trabaja aliado con el demonio) mostraron el otro aspecto. Al reino se

51. Mateo 11,12 = Le 16, 16 es uno de los versículos más difíciles del Evangelio y es objeto de controversia en la interpretación. Puede ser una queja («el reino de los cielos es acosado») o un grito de júbilo («el reino de los cielos se abre paso victoriosamente»). Aquí se toma por base el primer modo de ver, sin que por ello se rechace el segundo. Hasta hoy día no hay una interpretación plenamente satisfactoria.

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oponen duras resistencias. Su avance es obstaculizado, más aún, detenido violentamente. Y esta oposición significa en último término que se ponen impedimentos al paso de Dios, que se frustra su actuación.

Eso lo ve Jesús tan perspicazmente que habla de los violentos que quieren arrebatar el reino. Según esto, el reino no solamente es debilitado y frenado en su curso, sino que se intenta privarle directamente de su fuerza. Es un pasaje oscuro. La historia de las tentaciones quizás ayude un poco a comprender este difícil versículo. Satán lucha por conseguirlo todo, quiere usurpar el dominio y arre­batarlo. En la continuación de la obra de Jesús, se escuda detrás de todos los adversarios e intenta de diversos modos disputar a Dios el dominio y establecer el suyo propio en su lugar. Una nueva ojeada a los abismos del acontecer, que siempre estará impulsado por estos poderes, mientras dure el tiempo final...

Puede aplicarse a Juan que desde él en adelante el reino de los cielos está de algún modo presente, principalmente por medio de todo lo que Jesús hace y predica. La ley y los profetas tienen un alcance que se extiende hasta él. Su tarea fue la conducción, la indicación previa de lo ve­nidero. Con el Bautista ya ha empezado lo venidero. Ha pasado el tiempo del vaticinio, ha llegado el tiempo de la realización.

14 Y si queréis aceptarlo, éste es Elias, el que tenía que venir. 15 El que tenga oídos, que oiga.

Hemos oído decir que Juan era el precursor, como dijo Malaquías (11,10). En el mismo profeta, algunos ver­sículos después, se anuncia otro mensaje: «Mirad, os envío al profeta Elias antes que llegue el gran y temible día del Señor» (Mal 3,23). Según la fe de aquel tiempo debía

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venir Elias antes que el Mesías, debía preparar la venida de éste. Aquí se reúnen las dos predicciones: el (anónimo) mensajero de Mal 3,1 es el Elias de 3.23. Y ambos son Juan el Bautista. No se puede creer que Elias apareciera corporalmente en Juan, que el Bautista sea. en algún modo, un Elias encarnado, sino que Juan «irá delante de él con el espíritu y poder de Elias» (Le 1,17).

Si Juan fuese el verdadero Mesías, entonces se tendría que poder comprobar quién es el precursor. A los ju­díos que decían: Jesús no puede ser el Mesías, porque Elias aún no ha aparecido, a éstos se tuvo que poder decir: Elias ya estaba presente en Juan, pero vosotros no lo habéis conocido.

El último breve versículo: El que tenga oídos, que oiga, quiere decir que solamente se puede comprender con la fe esta presencia de Elias en Juan. Sólo quien abre su oído y está dispuesto a entender bien y aceptar en su corazón lo que ha oído, conoce lo que aquí se dice: Así pasa con todos los misterios de la fe: hay indicaciones auxiliares, puentes que Dios construye. Pero la aceptación es de la incumbencia de nuestra fe diligente.

c) Acusación contra «esta generación» (11,16-19).

16 ¿A quién compararé esta generación? Se parece a los niños sentados en las plazas, que gritan a sus compañeros: 17 Os tocamos la flauta y no habéis bailado; entonamos cantos lúgubres y no os habéis lamentado.

Aún continúa el tema: Juan el Bautista y su rango en los sucesos de la salvación. Con todo ahora el tema pro­sigue con una invectiva contra esta generación. Es capri­chosa y versátil, más aún, directamente irresponsable, como

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niños que juegan en el mercado a «bodas» y «entierro». Uno de los grupos tiene aspecto jovial, pero el otro grupo está descontento. Hacen un ensayo con un canto triste y fúnebre, pero tampoco les satisface el ensayo. Nada les sienta bien, son caprichosos aguafiestas. ¿Cómo os va a vosotros, a esta generación, los contemporáneos de Juan y de Jesús? Como a estos niños, con la única diferencia de que aquí no se trata de un juego, sino de la vida...

18 Porque llegó Juan, que ni come ni bebe, y dicen: Está endemoniado. 19a Llegó el Hijo del hombre, que come y que bebe, y dicen: Éste es un comilón y un bebedor, ami­go de publícanos y pecadores.

Para ellos Juan no lo ha hecho bien, vivió una vida rigurosa de penitencia. Entonces dijeron: Está endemonia­do. No se acomodaba a ellos, y no podía hacerlo bien para ellos, no bailaba según su antojo y sin más ni más le dieron la culpa de su fracaso: es un desatinado. Algo semejante se ha dicho también de Jesús 52. Es el medio más sencillo de rehuir el llamamiento: atribuir al demonio lo que Dios hace.

Entonces vino Jesús, que no vivía como un áspero as­ceta. Trae el tiempo de la alegría, el tiempo de la pleni­tud, en que no debe haber ayunos (9,14s). Jesús se com­padece de los desechados, se sienta voluntariamente en la mesa con publícanos y pecadores (9,10-12). Esta con­ducta de Jesús les parece demasiado mundana. Por esta causa le hacen reproches espantosos y ofensivos, que en ningún pasaje de los Evangelios se expresan con palabras tan ásperas como aquí. ¿Quién procederá bien para vos­otros? ¿En quién queréis creer?

52. 9,32-34; 12,22-24.

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19b Pero la sabiduría fue reconocida por sus obras.

El juicio de los hombres no acierta, sino que pasa sin hacer caso de ninguno de los dos. En cada uno de ellos actuaba la sabiduría de Dios, la cual a uno le ha cons­tituido riguroso predicador de la penitencia, a otro por­tador de alegría y esposo celestial. Lo que han hecho los dos, son obras de la sabiduría de Dios, ideadas en las profundidades divinas y hechas en el Espíritu Santo. Re­conoce el carácter divino el que tiene oídos para oír y ojos para ver, el que tiene afición a lo sobrenatural y lo sabe percibir. Por tanto, se justifica la sabiduría, cuando hay hombres que creen en las obras. Todas las falsas in­terpretaciones humanas enmudecen ante esta justificación.

Todo lo que Dios obra, en último término sólo es ase­quible al ojo de la fe. Pero el que ve con este ojo, reco­noce en todas partes la sabiduría de Dios, incluso en la figura visible de la Iglesia. Tenemos que esforzarnos — como los contemporáneos del Bautista y de Jesús —, a ver con una mirada sobrenatural, a reconocer en las señales patentes del Dios invisible las obras de su sabi­duría.

2. JUICIO Y SALVACIÓN (11,20-30).

a) Amenaza a las ciudades de Galilea (11,20-24).

20 Entonces comenzó a increpar a las ciudades en que se habían realizado la mayoría de sus milagros, por no haberse convertido.

El discurso de Jesús se va elevando hasta convertirse en palabra conminatoria. No es un juego como en el caso

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de los niños en el mercado, sino que se trata de la muerte y de la vida. La veleidad caprichosa de los habitantes de dichas ciudades en último término es incredulidad, la recusación de Dios. Si no creyeron ya en las palabras de Jesús, las obras hubiesen tenido que convencerles. Estas ciudades, en las que Jesús había hecho muchos milagros, no se han convertido. Las ciudades que aquí nombra el Señor: Corazaín, Betsaida, Cafarnaúm, todas ellas son ciudades de Galilea, situadas alrededor del lago de Genesaret.

21 ¡Ay de ti, Corazaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque, si en Tiro y Sidón se hubieran realizado los mismos mila­gros que en vosotras, ya hace tiempo que, cubiertas de saco y ceniza, se habrían convertido. 22 Por eso, os digo: en el día del juicio, habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. 23 Y tú, Cafarnaúm, ¿es que te van a encumbrar hasta el cielo? ¡Hasta el infierno bajarás! Por­que, si en Sodoma se hubieran realizado los mismos mila­gros que en ti, todavía hoy estaría en pie. 24 Por eso os digo: en el día del juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para ti.

¡Ay de ti! es el llamamiento de la desventura, la con­traparte de la exclamación profética «bienaventurados» r'3. La interjección «¡ay!» amenaza con la desventura y la llama eficazmente, así como también la bienaventuranza llama la salvación. En la Escritura hay ejemplos típicos de ciudades impenitentes: es proverbial que los profetas nombren las ciudades paganas de Tiro y de Sidón en el norte de Palestina como ejemplos de altiva arrogancia y copiosa riqueza 54. Sodoma (y Gomorra), las ciudades del

53. Cf. 5,3ss; 23, 13ss. 54. Cf. Is 23,1-14; Ez 26-28.

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libertinaje y del vicio, fueron destruidas•">•"'. Así como el centurión pagano encontró el camino que conduce a la fe, así también las ciudades paganas se hubieran conver­tido, si hubiesen visto los milagros de Jesús. Y Sodoma actualmente aún estaría en pie, si hubiese llegado a ser testigo de las gloriosas pruebas de su poder.

Todo eso lo hará ostensible el día del juicio. Enton­ces estas ciudades quedarán en mejores condiciones que los lugares cercanos, que han rehusado el ofrecimiento de la gracia y han pasado jugando el tiempo de la deci­sión. La oferta se hizo a todos, a toda la población de una ciudad. Jesús los ve a todos implicados en un des­tino común. En el encuentro personal Jesús siempre llama al individuo, y éste adquiere la fe. Pero todos concurren y son responsables unos de otros. La llegada del reino de Dios es un acontecimiento público, más aún, político, que a todos atañe. Dios puede dar una señal a una co­munidad, a una ciudad, a un pueblo, y hacer una oferta que obligue a todos. Así sucedió siempre hasta nuestros días. Eso significa que debemos estar atentos al llama­miento que exhorta a la conversión...

b) Se revela la salvación (11,25-27).

A continuación siguen tres versículos de gran alcance sobre la gloria de Dios. El evangelista los hace resaltar con la frase introductoria «en aquel tiempo». Los dos primeros versículos son una alabanza al gran Dios, que se ha revelado a los pequeños y a la gente sencilla (ll,25s). El tercer versículo da una profunda visión del íntimo misterio de Jesús (11,27).

55. Cf. Gen 18,16-19,29 y el comentario a Mt 10,15, en la p. 225.

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25 En aquel tiempo tomó Jesús la palabra y exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra; por­que has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. 26 Sí, Padre; así lo has querido tú.

En el evangelio solamente aquí encontramos el solemne tratamiento: Padre, Señor del cielo y de la tierra. Antes Jesús hablaba del Padre, de su Padre o de nuestro Padre, con el íntimo acento familiar que tiene este tratamiento. Aquí ahora se dice expresamente que el Padre también es el Creador omnipotente y el Señor del mundo. Es el Dios que «al principio creó» (Gen 1,1) el mundo, el cielo y la tierra, y ahora los conserva en su subsistencia. Fuera de él no hay otro Dios. Todo lo que todavía existe en el mundo universo, está subordinado a él, como a Señor supremo.

El solemne tratamiento aquí muy significativo, por­que nos hace apreciar en lo justo las siguientes palabras. En efecto, este Dios grande, que todo lo conserva, ha ofrecido su revelación a la gente sencilla. Dios no ha elegido la gente entendida y prudente. Jesús no dice lo que Dios ha dado a conocer, sino solamente «estas cosas». Por el Evangelio que hemos leído hasta ahora, sabemos que refiere todo el mensaje de Jesús anunciado con pa­labras y con milagros. Jesús ha dedicado la primera bien­aventuranza a los pobres en el espíritu (5,3), ha buscado a los pequeños, a los desechados y despreciados, sobre todo a los incultos. A éstos ha llamado para ser sus discípulos, éstos han creído en él y le han rogado que hiciera milagros, como la mujer que padecía flujo de sangre, o los dos ciegos. Parece casi como una predilec­ción de Dios, como una debilidad por los que no valen nada en el mundo.

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Los sabios y entendidos se marchan vacíos. Ante ellos se oculta el misterio de Dios, de tal forma que no lo ven ni conocen, no lo oyen ni creen. Como en el Antiguo Testamento, así también aquí la aceptación o repudio se adjudica solamente a Dios. Él es quien abre el corazón o bien lo endurece, como el caso del faraón. Pero eso no sucede sin la propia decisión del hombre, sino que en cierto modo es tan sólo la respuesta de Dios a su alma, ya cerrada, que se ha vuelto impenetrable para la palabra de Dios. Aunque por razón de sus dones espirituales, de sus conocimientos y de su inteligencia tendrían que ser especialmente adecuados para entender el lenguaje de Dios, se cierran ante este lenguaje, que permanece oculto para ellos,

Jesús sobre todo ha de pensar en los escribas. Han utilizado su entendimiento para formarse una idea cerra­da de Dios y del mundo, y no están dispuestos a oir y aprender de nuevo. Creen que conocen bien a Dios y que poseen la verdadera doctrina.

Ésta es la eterna tentación del espíritu humano desde el momento en que el tentador insinuó a Eva que se les abrirían los ojos y serían semejantes a Dios, si comieren del árbol del conocimiento...

Así pues, Dios sólo puede contar con los sencillos que se descubren* y creen con llaneza. ¡Qué singular trastorno del orden! Y sin embargo Dios elige este camino, por­que es el único por el que puede llegar su mensaje. Este camino corresponde a su voluntad, le es muy agradable. ¡Cuántas cosas se entienden en el mundo, si se tienen en cuenta estas palabras!

27 Todo me lo ha confiado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo.

257 N T M t I 17

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Aquí se habla del conocimiento. No es una ciencia del entendimiento, una comprensión con sus ideas y conse­cuencias. Conocer en la Biblia tiene un significado mucho más extenso. La imagen del «árbol de la ciencia del bien y del mal» en el paraíso del Edén designaba unos conoci­mientos amplios, una inteligencia inmediata de las razo­nes y causas de las cosas. Además el verbo conocer in­dica que se está familiarizado con otra cosa, designa la aceptación juiciosa y la apropiación amante de una cosa. Participan por igual en la acción de conocer la voluntad, los sentimientos y la inteligencia. Por eso la Escritura puede designar con el verbo «conocer» el encuentro, más íntimo del hombre y de la mujer en el matrimonio. Si Dios conoce al hombre, lo penetra por completo con su espíritu y al mismo tiempo le abraza con amorosa pro­pensión. Conocer y amar son entonces una misma cosa.

Dice Jesús: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, el mismo Padre, que acaba de ser ensalzado como Señor del cielo y de la tierra (11,25). El Hijo es el mismo Jesús, ya que llama a Dios su Padre. Aquí por primera vez nos enteramos de esta profunda relación entre Dios y Jesús, que aquí habla como un hombre entre los hombres. Las imágenes Padre e Hijo, tomadas de nuestra experiencia en el orden natural, soportan el misterio que hay en Dios. Sólo un ser comprende por completo al Hijo con un co­nocimiento amoroso, de tal forma que no quede nada por explorar: el Padre.

Aún es más asombrosa la oración inversa: Y nadie conoce al Padre sino el Hijo. Jesús hasta ahora siempre había hablado de Dios con reverencia y humilde devo­ción, y así también lo continúa haciendo en adelante. También para él, que aquí habita como un hombre entre los hombres, Dios es el gran Dios y Padre bondadoso. Pero en la profundidad de su ser Jesús es igual al Padre,

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también le conoce plena y totalmente. Más aún, ni hubo ni hay nadie más en el mundo que tenga tales conocimien­tos, sino él. Jesús es Dios.

Es el único pasaje en los evangelios sinópticos, en que esté tan claramente expresada la filiación divina del Mesías. Estas palabras están solitarias y grandiosas en este pasaje. Como a través de una rendija en las nubes estas palabras nos dejan dirigir la mirada a las profundi­dades del misterio de Dios. Debemos aceptar estas pala­bras respetuosamente y como «gente sencilla».

Pero el Hijo no posee este conocimiento para sí solo, sino que debe retransmitirlo. Su misión es revelar el reino de Dios. Lo que se acaba de decir de Dios, también es la obra del Hijo: Y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo. Se le ha encomendado esta revelación, ya que el Padre se lo ha confiado iodo. En último término parece ser indife­rente que se declare algo del Padre o del Hijo. El Padre se lo ha encomendado todo, toda la revelación, luego el Hijo puede disponer libremente de ello, y comunicarlo a quien lo quiera comunicar. Y no obstante sigue siendo siempre la palabra y la obra del Padre. Porque ellos son un solo ser en su recíproco conocimiento y amor. Lo que dice Jesús, incluso de sí mismo, es como un obsequio que viene a nosotros de las profundidades de Dios. No es fá­cil penetrar en ellas. Entonces los judíos se escandalizan. Este escándalo también está al acecho en nosotros. ¿Cómo puede hablar así un hombre? ¿No es el hijo del carpinte­ro? No se entiende nada, si se procede en este particular con la comprensión crítica, como ya hicieron los adversa­rios en el primer tiempo del cristianismo. Se entiende tan poco como entendió aquella «generación», que no pudo emprender nada ni con Juan el Bautista ni con Jesús. Aquí sólo viene a propósito la abierta disposición de la «gente sencilla», no la arrogante seguridad de un «sabio»

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y «entendido». «Quien no recibe como un niño el reino de Dios, no entrará en él» (Me 10,15).

c) El yugo llevadero (11,28-30).

28 Venid a mí todos los que estáis rendidos y agobiados por el trabajo, que yo os daré descanso. 29 Cargad con mi yugo y aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vosotros; 30 porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.

De nuevo Jesús tiene ante su vista las mismas perso­nas a que estaba dedicado con todo el amor: los pobres y hambrientos, los ignorantes y la gente sencilla, los ape­nados y enfermos. Siempre le han rodeado, le han lle­vado sus enfermos, han escuchado sus palabras, y tam­bién han procurado tocar aunque sólo fuera una borla de su vestido. También ha ido a ellos por propio impulso y ha comido con los desechados. Ahora llama a sí a todos ellos y les promete aliviarlos. Son como ovejas sin pastor, están abatidos y desfallecidos (9,36). Están abrumados y gimen bajo el yugo. Ésta es la carga de su vida agobiada y penosa, pero sobre todo la carga de una interpretación insoportable de la ley. Esta doble carga les cansa y les deja embotados. En cambio Jesús los quiere aligerar y darles alegría.

Los escribas les imponen como yugo cruel y áspero las prescripciones de la ley, como un campesino impone el yugo al animal de tiro. Los escribas convierten en una carga insoportable de centenares de distintas prescripcio­nes la ley que fue dada para la salvación y la vida (Ez 20,13). Nadie podía cumplir tantas prescripciones; ni ellos mismos eran capaces de cumplirlas. Jesús tiene un

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yugo llevadero. Es un yugo que se adapta bien, se ciñe ajustado y se amolda fácilmente alrededor de la nuca. Aunque tiene exigencias duras, y enseña la ley de una forma mucho más radical (sermón de la montaña), este yugo de Jesús es provechoso al hombre. No le causa heridas con el roce, y el hombre no se desuella sangran­do. «Sus mandamientos no son pesados» (Un 5,3) por­que son sencillos y sólo exigen entrega y amor.

No obstante la voluntad de Dios es un yugo y una carga. Pero se vuelven ligeros si se hace lo que dice Jesús: Aprended de mí. Jesús también lleva las dos cosas: su misión para él es yugo y peso. Con todo, él los ha acep­tado como siervo humilde de Dios. Se ha hecho inferior y cumple con toda sumisión lo que Dios le ha encargado, se hace servidor de todos. Aunque el Padre se lo ha en­tregado todo, se ha hecho como el ínfimo esclavo.

Si se acepta así el yugo de la nueva doctrina, entonces se cumple la promesa: y hallaréis descanso para vosotros. Este descanso no es la tranquilidad adormecedora del bienestar burgués o la paz fétida con el mal (Jesús ha hablado de la espada [10,34]). Jesús promete el descanso para el lastre abrumador de la vida cotidiana, para el cumplimiento de la voluntad de Dios en todas las cosas pequeñas. El que vive entregándose a Dios, y ejercita incesantemente el amor, es levantado interiormente y se serena.

Nuestra fe nunca puede convertirse en carga agobian­te, en el yugo que nos cause heridas con el roce. Enton­ces se apreciaría la fe de una forma falsa. Si se procura realmente cumplir los mandamientos de Dios, entonces el yugo de Jesús nunca es una fuente menguante de con­suelo y de apacible serenidad. En esto tendría que ser posible conocer al discípulo de Jesús.

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3. OBSERVANCIA DEL SÁBADO (12,1-21).

La polémica continúa. En los dos pasajes siguientes se trata de la manera adecuada de entender el sábado, desarrollada por Jesús para justificarse. En primer lugar se nos dice que los dis­cípulos arrancaron espigas en un día de sábado (12,1-8), luego se nos habla de la curación de un hombre en un día de sábado (12,9-14). Una sección sintética concluye esta parte (12,15-21).

a) Los discípulos arrancan espigas (12,1-8).

1 En aquella ocasión, atravesó Jesús, en un día de sá­bado, por un campo de mieses; sus discípulos sintieron hambre y se pusieron a arrancar espigas y a comérselas. 2 Los fariseos, al verlo, le dijeron: Oye, tus discípulos hacen lo que no está permitido hacer en sábado. 3 Pero él les contestó: ¿No habéis leído lo que hizo David, cuan­do sintió hambre él y los suyos: 4 que entró en la casa de Dios y comió los panes ofrecidos a Dios, a pesar de que ni a él ni a sus compañeros les era lícito comerlos, sino sólo a los sacerdotes?

Jesús da a los adversarios nuevo motivo para sus acu­saciones. Un día de sábado los discípulos, caminando, para saciar su hambre, cogen espigas del campo y comen los granos, lo cual estaba expresamente permitido en la ley y sancionado por el derecho consuetudinario; no se consideraba como hurto. «Si entras en el sembrado de tu amigo, podrás cortar espigas y desgranarlas con la mano, mas no echar en ellas la hoz» (Dt 23,25). Los fa­riseos sólo inculpaban a Jesús de que lo consintiese y no lo impidiese en día de sábado. Según su estricta interpre­tación incluso actividades insignificantes quedaban afec-

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tadas por el precepto del reposo sabático. Sólo se podía correr un trayecto determinado, hacer los trabajos nece­sarios para la vida. El arranque y trituración de los granos ya eran considerados como trabajo prohibido.

Jesús se defiende en un discurso, en que procede es­calonadamente, argumento tras argumento. Hay cuatro pensamientos independientes, que primero deben mostrar que Jesús está en su derecho y no quebranta el precepto divino. Las tres primeras razones también tienen que con­vencer a un judío, ya que están tomadas de la Escritura. Pero la última y también decisiva prueba contra los fari­seos ya supone la fe en el poder de Jesús: Porque el Hijo del hombre es señor del sábado. De una forma parecida como antes en la cuestión del ayuno aquí Jesús habla de su misión única. En las bodas mesiánicas no hay motivo para ayunar, ni tan sólo el sábado. La interpretación del precepto sabático y la manera de observarlo están some­tidas a Jesús, como Señor.

Apoyándose en estas palabras los antiguos cristianos pudieron atreverse a celebrar la fiesta del sábado a su manera, y finalmente incluso a sustituirla con la cele­bración del primer día de la semana. Esta sustitución se funda en el poder del Señor, que fue transferido a los apóstoles.

En la Escritura hay ejemplos, en los cuales se que­brantó el sábado. El primer ejemplo versa sobre David, el rey ejemplar, a cuya manera de proceder se podía apelar. Cuando David huía de Saúl, hizo que el sacer­dote Aquimelec le diera los panes santos ofrecidos a Dios, que se guardaban en la tienda santa de Nob (ISam 21,1-7). Estos panes sólo los podían comer los sacerdotes. David no hizo caso de esta disposición, porque el mandamiento del culto no lo consideraba tan importante como la obli­gación de sustentar la vida. Las prescripciones sabáticas

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para Jesús tienen la categoría de esta disposición sobre los panes ofrecidos a Dios. Lo que hizo David, no sucedió un día de sábado. La comparación se basa en la infracción de lo que disponía la ley; en un caso extraordinario puede contravenirse un precepto de esta naturaleza.

5 ¿O no habéis leído en la ley que, en los sábados, los sacerdotes quebrantan, en el templo, el reposo del sábado, sin pecar por ello? 6 Pues bien, yo os digo que aquí hay uno más grande que el templo.

Todavía es más fuerte el segundo ejemplo. Los sacer­dotes que prestan sus servicios en el templo, hacen el sá­bado diversos trabajos corporales en los preparativos e inmolación de las víctimas, en la colecta de los dones y en la purificación de las vasijas. Todo eso no sólo está permitido por excepción, sino que está mandado expre­samente en la ley. Los sacerdotes lo hacen y no incurren en ninguna culpa. ¡Cuánto más tiene que estar ahora en vigor esta libertad, ya que aquí hay uno más grande que el templo! Es una frase vigorosa. Israel no conoce ningún santuario mayor que el templo, que garantiza la presencia de Dios. Unas palabras contra la santidad del templo desempeñan un papel importante en el proceso incoado contra Jesús (26,61; cf. Act 7,47-50). En el templo sola­mente está garantizada la proximidad de Dios. Pero en Jesús Dios está presente de una forma visible. Mora con nosotros. Dios se ha hecho hombre. Esta dignidad es in­mensamente mayor que la dignidad de la casa construida de piedra y madera.

7 Si hubierais comprendido qué significa: Misericor­dia quiero y no sacrificio, no habríais condenado a estos inocentes. 8 Porque el Hijo del hombre es señor del sábado.

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El tercer argumento ya lo hemos encontrado antes: son las palabras del profeta Oseas: Misericordia quiero y no sacrificio (9,13). Jesús hace valer de nuevo el ade­cuado orden de valores, como hicieron infatigablemente los profetas anteriores a él. Dios quiere el corazón, la obediencia y la confianza, la bondad y la verdadera jus­ticia. Si el hombre los ofrece, también son agradables a Dios los sacrificios. Pero nunca podemos exonerarnos de la misericordia observando escrupulosamente las pres­cripciones rituales, cumpliendo de una forma minuciosa las disposiciones del culto divino. Si sólo se da a Dios una cosa sin la otra, nos desviamos de su voluntad. Las pruebas de Jesús conducen mucho más allá de lo que era motivo de la queja. Se trata de la adecuada com­prensión de la ley de Dios y especialmente de sus pres­cripciones del culto. Jesús no dice que se hayan supri­mido las leyes del sábado, pero- son interpretadas de un modo nuevo. Hay obligaciones que están en un nivel su­perior y que son intimadas por Dios con más insistencia. Sobre todo se ha producido una nueva situación desde que se presentó Jesús. En él hay uno más grande que el templo y su culto. Es la aurora de un nuevo tiempo, en el que los verdaderos adoradores de Dios no le ado­rarán en el templo, sino «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).

También para nosotros sigue siendo válido el orden de valores establecido por Jesús: primero la obediencia y la misericordia, luego el cumplimiento de las prescripcio­nes del culto. El culto divino en la nueva alianza tiene una dignidad incomparable, ya que es ofrecido por el sumo sacerdote Jesucristo, pero en todas partes está al acecho el peligro de la angostura legal y de la prolifera­ción de ritos y prescripciones sobre el servicio viviente del corazón.

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b) La curación de una mano seca (12,9-14).

'' De allí se fue a la sinagoga de ellos. I0 Y había un hombre que tenía una mano seca; y para poder acusar a Jesús, le preguntaron: ¿Es lícito curar en sábado? n Pero él les contestó: Y si a uno de vosotros, en día de sábado, se le cae en un hoyo la única oveja que tiene, ¿no le echa mano y la saca? n Pues ¡cuánto más vale un hombre que una oveja! Por lo tanto, es lícito hacer bien en día de silbado. u Entonces le dice a aquel hombre: Extiende tu mano. Él la extendió, y se le quedó sana como la otra. 14 Pero los fariseos salieron, y en un consejo contra Jesús, acordaron la manera de acabar con él.

Un segundo suceso en día de sábado, y además en una sinagoga. Esta vez los adversarios atacan pregun­tando si está permitido curar en día de sábado. Los es­cribas sostuvieron en este punto diferentes opiniones, unas más amplias y otras más estrechas. Aquí no se pregunta por ellas, sino si en general está permitido.

El Señor contesta primero con un ejemplo. El caso de la oveja, expuesto por Jesús, en ciertas circunstancias lo habrían designado como permitido muchas opiniones de escuela. Pero Jesús no cuenta el ejemplo para adoptar y defender tal o cual opinión, sino para proceder según sano entendimiento humano. En efecto, cualquier hombre razonable procedería como este campesino. A nadie se le ocurre dejar perecer lastimosamente la oveja por causa del sábado, sobre todo si es la única que posee su dueño, y por tanto representa para él un alto valor.

Pero ahora viene la conclusión. El hombre es mucho más digno de! aprecio que una oveja. Si le acontece algo, se le ayudará en seguida, aunque sea en día de sábado.

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Ahora el hombre no ha caído con la mano seca en el hoyo. no está en peligro inmediato de muerte. Jesús también podría curarlo al día siguiente. Pero él quiere responder la pregunta según los principios, así como también ha sido preguntado según ellos. Jesús contesta haciendo un cambio significativo. Los adversarios le preguntan si se puede curar. Jesús contesta que se puede hacer una buena obra. De esto, pues, se trata. La norma de si esto o aquello está permitido, no se mide tan sólo por la. índole del trabajo, sino por la intención de este trabajo. Aquí se in­tenta algo bueno, provechoso y por eso muy agradable a Dios desde un principio. También aquí tiene que cambiar­se la manera de pensar. La rigidez en la manera legal de pensar debe quitarse con una manera humana de pensar, determinada por el sentido y valor morales. El bien siem­pre tiene su sentido en sí mismo. Sin cesar lo debemos hacer, espontánea y sinceramente, sin reflexionar con an­gustia o asegurarnos con prudencia.

El enfermo es curado. Pero según la manera de ver de los adversarios Jesús quebranta la ley. Y no sola­mente la quebranta, sino que defiende una nueva doctrina y por eso se coloca fuera de la tradición. Esta actitud de Jesús les irrita tanto que ya ahora resuelven matarlo. Como el estallido de un trueno en un día de verano —así resuena la frase que nos da a conocer que los enemigos de Jesús han tramado un plan para darle muerte —. Es evidente que aquí ya no se trata de una u otra manera de ver, de una interpretación más estricta o más amplia de la Escritura, sino de una enemistad sistemática. Para los enemigos las novedades que enseña Jesús, no se enla­zan con lo antiguo. Es una revolución que tiene que ser sofocada, para que no se estremezcan los fundamentos de su fe. Así pueden ellos pensar y creer de veras que tienen razón. A pesar de que todo el derecho de Dios

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está de parte de Jesús. Pero ellos no lo pueden ver por su rígida visión legalista.

c) El siervo de Dios (12.15-21).

15 AI saberlo Jesús, se alejó de allí. Muchos los siguie­ron; y él a todos los curó, 16 pero severamente les encar­gó que no lo descubrieran.

San Mateo hace suyo un pensamiento con frecuencia manifestado en san Marcos, a saber, que el Señor mandó guardar silencio sobre sus milagros y el misterio de su persona "i. Este mandamiento de callar aquí adquiere un carácter especial por el plan homicida, del que se acaba de hablar (12,14). Jesús parece que se aparte de los ad­versarios y que se retire. Por consiguiente tampoco es conveniente darlo a conocer. Jesús continúa sus cura­ciones, pero no para que se hable en una extensa zona de los alrededores. Parece haber pasado el tiempo en que sus obras hablan por sí mismas, es decir en favor de él. La enemistad ya ha ido en aumento como un torrente impetuoso, de tal forma que tiene que esconderse. ¿De­bemos ya ver en ello una señal del fracaso, una resigna­ción ante la fuerza apremiante de la contradicción? San Mateo prosigue esta cuestión con el texto del profeta Isaías.

17 Para que se cumpliera lo anunciado por el profeta Isaías cuando dijo: 18 Mirad a mi siervo, a quien yo elegí;

a mi predilecto, en quien se ha complacido mi alma.

56. Cf. Mt 9,30 y p. 213.

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Sobre él pondré mi espíritu, y él anunciará el derecho a las naciones.

19 No porfiará ni gritará, y nadie oirá su voz en las plazas.

20 La caña cascada no la quebrará, y la mecha humeante no la apagará, hasta que haga triunfar el derecho.

21 ¡Y en su nombre pondrán las naciones su esperanza!

Pocas citas del Antiguo Testamento aduce san Mateo tan detalladamente. Con esta cita se nos ofrece una llave para comprender al Mesías. Al retirarse Jesús obli­gado por los demás, se trasluce en él la imagen del siervo de Yahveh que se encuentra en Isaías. Dios no anula nada de lo que ha dotado a su siervo desde el principio. Dios le ha elegido para que sea el Emmanuel («Dios con nosotros») y para salvar «a su pueblo de sus pecados» (1,21.23). Jesús es su «hijo amado», en quien el alma de Dios se complace, cuando se revela en el bautismo del Jordán. Allí el Espíritu se puso sobre él. Empezó a obrar poderosamente en él, comenzando por la lucha con Satán en el desierto. Sus primeras palabras fueron las del reino, con las que se anunció el «derecho» divino; «a las na­ciones», se dice en Isaías, por tanto no sólo a Israel. El profeta dice que las palabras del Mesías tienen validez para todos y van dirigidas a todas las naciones del mundo, todo lo cual ha sido presentado a nuestros ojos mediante diversas imágenes.

El profeta no sólo tiene conocimiento de aquella vo­cación y de su radiante principio. Contempla en el tiem­po futuro que el siervo de Yahveh no marcha como un jefe de ejército o un reformador, que vuelve lo de abajo hacia arriba. El profeta tiene conocimiento de una acti­vidad profundamente interna, que cura de raíz y alienta.

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El siervo no porfía ni grita, ni llena las plazas con un diluvio de palabras. Su vocación es consolar al abatido delicada y misericordiosamente, curar las heridas, alentar el ánimo quebrantado, inclinarse hacia el pecador.

No hay ninguna porfía, como las tenemos los hom­bres, ni tampoco ninguna discusión para encontrar en común la verdad. Incluso frente a los adversarios Jesús no hace otra cosa que «anunciar el derecho (de Dios)». Los adversarios tienen que oir y aceptar lo que Dios dice por medio de Jesús.

No podemos discutir sobre el Evangelio. Solamente podemos obedecerlo. Ésta es la finalidad de cada una de las conversaciones sobre el mensaje de Dios: estimular­nos unos a otros a una obediencia mejor.

En el retiro, en esta actuación salvífica apenas percep­tible y poco llamativa, Jesús realiza la vocación de Dios. Pero de este modo se lleva a cabo el plan de hacer triun­far el derecho. No el derecho en que los hombres insis­timos, o el derecho del que mana la ley, sino el derecho de Dios, lo que él reclama inalienablemente: el reconoci­miento de su soberanía. En su nombre esperan las na-naciones, más aún, todas las naciones, Israel inclusive.

El camino del Mesías conduce de la humillación al en­salzamiento, del retiro a la luz, como ya se dijo a los apóstoles: «Lo que os digo en la obscuridad, decidlo a plena luz; lo que escucháis al oído, proclamadlo desde las terrazas» (10,27).

Este camino también lo describe en el Evangelio san Juan, aunque de una forma ampliada en torno al primer movimiento de arriba abajo, de la Palabra preexistente de Dios a la humillación de la carne, y de nuevo arriba al Padre, cuando Jesús fue exaltado: «Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28).

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4. Dios o SATÁN (12,22-45).

La crisis llega a su punto culminante en los siguientes pasajes, en los que se manifiesta la acritud de las divergencias de forma semejante como en el relato de las tentaciones (4,1-11). Pero aquí ya no se manifiesta en la secreta lucha invisible entre Dios y Satán, sino en la notoria lucha entre la oposición judía y el Mesías de Dios. Al principio se reprocha una vez más a Jesús que está aliado con el demonio, y a continuación Jesús habla en defensa propia (12,22-37). Siguen una llamada a la penitencia y unos párrafos judiciales sobre la generación hostil (12,38-42). El párrafo de la reincidencia concluye el discurso con tono ame­nazador (12,43-45).

a) Reino de Dios o reino de Satán (12,22-37).

22 Entonces le presentaron un endemoniado ciego y mudo, y lo curó, de manera que el mudo podía hablar y ver. 23 Toda la multitud estaba asombrada y se decía: ¿No será éste el Hijo de David? 24 Cuando lo oyeron los fariseos, replicaron: Éste no arroja los demonios sino por arte de Beelzebul, príncipe de los demonios.

Ya hemos leído antes una escena semejante (9,32-34). De nuevo se trata de un endemoniado, otra vez el pueblo aclama a Jesús con entusiasmo. En la escena citada la gente hace constar con asombro que nunca se ha visto en Israel algo semejante, aquí incluso pregunta: ¿No será éste el Hijo de David? Éste es un grado superior, un paso adelante. Al Mesías se le llama Hijo de David. ¡Cuan cerca parece que se está de la verdad! Pero sola­mente lo parece a medias. Porque con una oposición mucho más endurecida se levanta la acusación de que Jesús arroja los demonios con la ayuda del príncipe de

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los demonios. El mismo acontecimiento y un juicio tan diferente. Lo que para unos es la única esperanza, a otros les parece un insolente engaño del pueblo.

¿Es obra de Dios o prestidigitación de Satán? Siem­pre se exige esta decisión incluso en el gobierno de la Iglesia por parte de Dios; solamente la fe dócil y obe­diente conoce que en estos hechos no se da testimonio de seducción humana, sino de amor divino...

25 Pero él, penetrando sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido en bandos queda devastado, y toda ciudad o casa dividida en bandos no podrá subsistir. 26 Y si Satán arroja a Satán, está dividido contra sí. mismo; ¿cómo, pues, subsistirá su reino? 21 Y si yo arrojo los demonios por arte de Beelzebul, ¿por arte de quién los arrojan vuestros discípulos? Por eso serán ellos mismos vuestros jueces.

La defensa del Señor está estructurada con estricta lógica. Este rigor en el orden de las ideas es una expresión del antagonismo irreconciliable entre el reino de Dios y el reino de Satán. En la tentación el espíritu maligno solamente habló de los reinos del mundo, que él creyó que podía adjudicar a su libre elección (4,8s). Aquí Jesús habla de su propio reino. Se puede comparar su dominio con un Estado, o también con una ciudad o una casa, en las cuales reina el orden bajo una autoridad. Cuando una familia se divide por dentro, los hijos se rebelan contra los padres (10,34-36). Una guerra civil puede arrui­nar todo un reino; entonces está perdida la integridad de aquel orden. La capacidad de subsistir estriba en la uni­dad de los miembros aunados en su pluralidad mediante la comunidad de fines. Cuando uno se subleva contra otro, se desploman los pilares del orden y ha llegado el

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fin 57. El reino de Satán parece hecho según el molde del reino de Dios, más aún, calcado. Satán ha fundado un gobierno rival, un reino rival. En el reino de Satán no hay unidad en la plenitud, como la hay en Dios, sino solamente una imagen deformada de unidad: todo tiene que servir al espíritu maligno, todo tiene que ser destruido, lastimado, dividido. En esto están de acuerdo todos los miembros de este «reino». ¿Cómo puede trabajar en él uno contra otro? ¿Cómo puede Satán, como quien dice, suicidarse?

Jesús esgrime un segundo argumento en la polémica: vuestros propios hijos, es decir vuestros discípulos tam­bién actúan de exorcistas, que arrojan demonios. Vos­otros mismos los habéis instruido para este oficio. Ellos serán vuestros jueces, porque testifican en favor mío y en favor de mi actividad que el espíritu maligno solamente retrocede ante el vigor de Dios. También ellos solamente pueden alcanzar algo, si topan con el poder demoníaco en el nombre del Señor.

28 pero si y0 arrojo los demonios en virtud del Es­píritu de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vos­otros.

Todo lo antedicho constituye un argumento tajante. Ahora viene la proclamación que habla con autoridad, el testimonio que da sobre su obra. Hasta ahora tenía que doblegarse el entendimiento, pero, en adelante, será la fe la que llegue a comprender. En mí no actúa el espí­ritu maligno, sino el Espíritu de Dios. Mediante su virtud, con la que fui ungido, se vence a los demonios. Y cuan­do se consigue esta victoria, ya llega el reinado de Dios.

57. Ci. como señal del fin de los tiempos 10,34-36 y 24-10-14.

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NT. Mt I, 18

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Si se expulsa el poder maligno, puede establecerse el dominio de Dios. El espacio libre para este dominio es obtenido paso a paso y con fatiga. Pero entonces real­mente triunfa la gloria de Dios. El reino de Satán no se quebrará por los desacuerdos que haya en sí mismo, sino por el poder mayor del reino de Dios. Es una de las frases más vigorosas del Evangelio. Esta fuerza tiene que revelarse donde actúa el Espíritu de Dios, no sólo expul­sando un espíritu maligno como aquí, sino también en nuestras sencillas obras, si se hacen «con el Espíritu de Dios»: con la oración esforzada, con el servicio humilde o solamente con un buen recuerdo o deseo para uno de nuestros prójimos.

29 ¿O cómo puede uno entrar en la casa de un hombre fuerte y saquearla, si primero no logra atarlo? Sólo en­tonces le saqueará la casa.

Es una corta parábola. Está tomada de la guerra, y es dura y realista. El que quiere despojar una casa ajena, y saquear lo que en ella haya, primero tiene que maniatar al dueño de la casa, de lo contrario no conseguirá su in­tento. Causa extrañeza que se llame «hombre fuerte» al dueño de la casa. En la parábola es comprensible, por­que solamente así se entiende el riesgo que da quehacer al asaltante. Pero Jesús hablaba de Satán, y la parábola debe proseguir lo precedente. Satán es fuerte, porque está al frente de un «reino». Sólo uno más fuerte que él puede vencerle y encadenarle, si quiere despojarle de sus bienes. ¿Quién ha de ser el más fuerte, sino aquel a quien Juan el Bautista anunció con estas palabras: «Pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo» (3,11)? También es más fuerte que Satán, y sólo Jesús logrará hacer que la nocividad de aquél pierda su eficacia. Los demonios huyen

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ante la decisión soberana de Jesús. Satán sufre una de­rrota tras otra.

Somos impotentes si contamos con nuestras propias fuerzas. Sólo el poder de Jesús, el más fuerte, puede re­primir en nosotros el mal: el odio, la mentira, la ene­mistad contra Dios.

30 Quien no está conmigo, está contra mí, y quien con­migo no recoge, desparrama.

Dios contra Satán y el Mesías contra Satán es exac­tamente lo mismo. El que se vuelve contra Jesús, tam­bién se vuelve contra Dios. Sólo él puede hacer frente a lús poderes del maligno, porque está fatalmente en Dios, y Dios está totalmente con él. Con referencia a él se de­cide la suerte del hombre. Más aún, quien no trabaja activamente con Jesús, tal como hicieron los discípulos durante la vida mortal de él, trabaja contra Jesús, des­parrama. La imagen presenta que la obra de Jesús según la idea de reunir «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (10,6). De nuevo resplandece la imagen del pastor y del rebaño. Desparrama el lobo que irrumpe en el rebaño.

No solamente establecemos en alguna parte un crite­rio; no solamente se trata de la decisión antes tomada. Esta decisión tiene que realizarse constantemente, tiene que adquirir forma en la acción. No se queda en la teo­ría, en una orientación espiritual. Esta decisión sólo es verdadera donde las ocupaciones cotidianas son susten­tadas por ella, y esto significa recoger con Jesús, servirle como pastor de almas, trabajar por él...

31 Por eso os digo: cualquier pecado y blasfemia se perdonará a los hombres; pero la blasfemia contra el Es­píritu no se les perdonará. 32 Y si uno dice una palabra

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en contra del Hijo del hombre, se le perdonará; pero el que la diga en contra del Espíritu Santo, no tendrá per­dón ni en este mundo ni en el futuro.

Se habla de un pecado: la blasfemia. Este pecado siem­pre va dirigido contra lo santo y divino, a diferencia de otros pecados que se dirigen a los hombres y a los valo­res humanos. Jesús distingue entre la blasfemia contra el Espíritu Santo y la blasfemia contra el Hijo del hombre. Es difícil entender cómo puede perdonarse este pecado contra el Hijo del hombre, y no puede perdonarse el otro pecado.

Jesús emplea el título de Hijo del hombre para sí como un seudónimo. Puede significar simplemente «persona hu­mana», pero también puede significar las más excelsas dig­nidades: el poder para perdonar los pecados, el cargo de juez al fin de los tiempos. En cualquier caso exteriormente es un hombre como todos los demás. Como aquí se mues­tra, podemos incurrir en error respecto a él. Se pueden interpretar sus milagros con mala voluntad, como antes sucedió (12,24). Como hombre entre los hombres es ob­jeto de un antagonismo, la fe en él puede ser hallada, pero también rehusada. Este encubrimiento de la plenitud di­vina con el vestido humano, el ocultamiento de la divi­nidad en la endeblez puede ser imputada al hombre como «circunstancia atenuante». Aquí queda esperanza de perdón.

Pero el que blasfema contra el Espíritu de Dios, sabe muy bien de quién se trata. Su ataque se dirige inmediatamente a Dios. El hombre no puede ver a Dios ni tampoco a su Espíritu, pero sabe quién es Dios. Si alguien blasfema contra Dios, en realidad siempre hace referencia al mismo Dios. En esta blasfemia no hay ningún claroscuro de duda o de inseguridad y, por eso, tampoco hay ninguna excusa.

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Jesús confiesa solemnemente que expulsa a los demo­nios con el Espíritu de Dios. La blasfemia contra Dios en realidad es una blasfemia contra el Espíritu. Y este pecado no puede perdonarse, porque el blasfemo en cierto modo se excluye a sí mismo del perdón. No obtendrá perdón ni aquí en el tiempo del mundo actual ni en el tiempo futuro. Se ha separado de Dios.

33 O tenéis por bueno el árbol y por bueno su fruto, o tenéis por podrido el árbol y por podrido su fruto; pues por el fruto se conoce el árbol. 34 ¡Raza de víboras! ¿Cómo podréis decir cosas buenas, siendo malos? Por­que del rebosar del corazón habla la boca. 35 El hombre bueno, de su buen tesoro saca lo bueno, y el hombre malo, de su mal tesoro saca lo malo.

Aquí se emplea de nuevo la imagen de los árboles y de su fruto. No puede tener buen corazón, quien dice cosas malas, aquel cuyas palabras están llenas de maldad y odio. Todo el hombre está ofuscado (cf. 6,22s). El exterior re­fleja sin hipocresía la situación interna del hombre. La maldad del corazón se da a conocer en el lenguaje blas­femo. Este lenguaje testifica que estáis enteramente per­didos y que Dios no está en vosotros. Así como se co­noce el árbol putrefacto y podrido por su fruto inservible, así se conoce vuestra perversidad por vuestro lenguaje.

También Jesús emplea a su vez, como ya hizo el Bautista, el duro tratamiento: «¡Raza de víboras!»58 Con frecuencia no se conoce al instante aquella perversidad, tampoco tiene que darse a conocer exteriormente como maldad. Está encubierta bajo el manto de la piedad y se escuda con la intención de servir a Dios. Aquella per-

58. Cf. 3,7 y una vez más 23,33.

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versidad es hipocresía, que Jesús ya ha echado en cara a los fariseos en el sermón de la montaña (6,1-18) y de la que más tarde se trata de una forma más sistemática en el gran discurso de las invectivas (capítulo 23). Con la imagen de los árboles se junta la sabiduría proverbial de la experiencia humana: «Porque del rebosar del corazón habla la boca.» El puro sentimiento y la diafanidad en la manera de ser se expresa también en el lenguaje. Sólo percibe este sentimiento en el lenguaje quien tiene en sí suficiente pureza para percibir a través de las palabras la verdadera pureza de intención.

Por tanto el hombre en su corazón posee un tesoro que es bueno y valioso, o malo y vacío. ¡Cuan estrecha es la relación entre el lenguaje y el ser, entre las palabras pronunciadas con labios humanos y la disposición del ser! Es una verdad que también se confirma en nuestra expe­riencia cotidiana. A la larga conocerá uno a otra per­sona por la veracidad interna de su lenguaje, pero tam­bién él será conocido por los otros. La palabra revela nuestra persona. Viene del centro del ser y busca el ca­mino para llegar al prójimo. Cuanto mayor es la unidad entre nuestro sentir y la palabra, tanto más profunda­mente estamos configurados por la verdad de Dios. En­tonces de nuevo tiene validez la bienaventuranza: «Bien­aventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (5,8).

36 Pero yo os aseguro que de toda palabra sin hechos que hayan proferido los hombres, tendrán que dar cuenta en el día del juicio. 37 Porque por tus palabras serás jus­tificado, y por tus palabras serás condenado.

La palabra tiene que ser administrada con esmero. Tiene una alta dignidad y saca del fondo de nosotros lo

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más valioso que tenemos. Por eso nos debemos precaver de emplear palabras sin hechos. De cada una de ellas tenemos que dar cuenta el día del juicio.

Es un pensamiento estremecedor. Nuestras palabras se pesarán y medirán, como se pesan y miden nuestras acciones. Puesto que Jesús habla de ellas con tanta se­riedad, no pueden ser solamente las palabras cotidianas, sin las que sería inconcebible nuestra vida, la conversa­ción sobre los acontecimientos del día, sobre las alegrías y preocupaciones en la familia, las consideraciones sobre las compras y la comida, y sobre todo lo que nuestras palabras tienen que conseguir sin cesar y hasta necesa­riamente. Palabras sin hechos tienen que ser las que no proceden de aquella verdad interior, las que son impuras y ambiguas, fingidas oculta o conscientemente, y aisladas del amor: todo lo que se dice sobre el prójimo, si es murmuración; todo lo que se diga sobre la situación y estos malos tiempos, si son tan sólo inútiles y desenfre­nadas habladurías. Dios ponderará estas palabras. Debe­ríamos esforzarnos por que toda nuestra manera de hablar se identifique cada vez más con nuestro sentir, con nues­tro corazón, impulsado con el latido del amor.

b) Petición de una señal (12,38-42).

38 Entonces se dirigieron a él algunos escribas y fari­seos con estas palabras: Maestro, quisiéramos ver alguna señal tuya. 39 Él les contestó: Esta generación perversa y adúltera reclama una señal, pero no le dará más señal que la del profeta Jonás. 40 Porque así como estuvo Jonás en el vientre del monstruo marino tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre en las entrañas de la tierra tres días y tres noches.

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Los escribas y fariseos se acercan u Jesús para hacerle una petición. Le tratan respetuosamente como maestro: querrían ver alguna señal suya. ¿Qué clase de señal debe ser? ¿No ha dado señales continuamente, sobre todo en sus milagros? ¿No ha hablado el mismo Dios desde un principio y ha dado una señal en el bautismo del Jordán? Los escribas y fariseos quieren todavía algo más, su pre­gunta podría estar pensada honradamente, así como la pregunta de Juan el Bautista (ll,2s). Este preguntó si Jesús era realmente el Mesías. Los adversarios aquí po­drían aludir a lo mismo: una señal confirmatoria, un pro­digio innegable y seguro.

La respuesta del Señor también es similar a la que dio a Juan. No dijo al Bautista explícitamente que él era el Mesías, sino que le mostró el camino de la fe: juzgar su persona por las obras. Los adversarios aquí tampoco reciben una respuesta directa. Pero la recusación es mucho más áspera. Jesús ve en la petición como tal un agravio, una protesta contra el plan de Dios. A sus antepasados los profetas con frecuencia les han reprochado que eran una generación perversa, incapaces de hacer el bien, y por consiguiente una generación adúltera, que quebranta sin vacilar el pacto de amor que Dios había concertado. Así también es esta generación de los contemporáneos de Jesús. Pide una señal propia, por que no acepta las que ya han sido dadas por Dios. Intenta forzar bajo su vo­luntad a Dios, en vez de someterse a la voluntad de Dios. Por eso no se dará a esta generación ninguna señal. Satán en el desierto tampoco había tenido éxito en sus exi­gencias de señales prodigiosas. En último término Satán está metido tras las exigencias de esta generación.

A veces se oye decir: si Dios obrara un milagro, en­tonces creería. Están puestas todas las señales que nos muestran el camino. La voluntad sediciosa pide otras y

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nuevas señales, de las que nosotros mismos querríamos juzgar si también son suficientes para dar testimonio de Dios...

No obstante dará una señal, designada de modo im­preciso como señal del profeta Jonás. No en seguida, por­que la piden los escribas, sino cuando sea del agrado de Dios. Es la señal de la muerte y de la resurrección. Jonás fue retenido en el vientre del monstruo marino du­rante tres días, como castigo de Dios por su desobedien­cia. Pero luego es liberado milagrosamente y es enviado a Nínive para predicar. El Hijo del hombre estará tres días en el seno de la tierra (es decir, en el mundo subte­rráneo) para que se lleve a término su obediencia. Él muere con la muerte de los profetas, pero es resucitado y gloriosamente ensalzado por Dios. Es la señal que dará Dios — escándalo para los judíos, necedad para los gen­tiles —•, señal de contradicción. Ha sido del agrado de aquel que ha convertido en necedad la sabiduría del mundo, salvar a los fieles mediante la necedad de la predicación de la cruz. Así ve el Apóstol la señal de la salvación, que Dios establece (ICor 1,20-23). La tentación de pedir una señal a Dios se ha dado con frecuencia en la historia de la Iglesia. A todos los que piden especiales revelaciones, nuevos milagros, secretas informaciones sobre aconteci­mientos y fechas, sobre guerras y catástrofes o el fin del mundo, se dice lo mismo que aquí a los adversarios: no se dará otra señal que la señal del profeta Jonás... Todo lo demás es falta de fe o superstición.

41 Los habitantes de Nínive comparecerán en el juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se con­virtieron ante la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es mayor que Jonás. 42 La reina del sur comparecerá en el juicio con esta generación y la condenará; porque

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cllti vino desde los confines de la tierra para oir la sa­biduría de Salomón, y aquí hay uno que es mayor que Salomón.

Dos ejemplos de la Sagrada Escritura corroboran la respuesta de Jesús: Esta generación ya se ha pronunciado la sentencia, ya no tiene que esperar ninguna señal. El profeta Jonás fue enviado a los gentiles de una ciudad proverbialmente arrogante, frivola y degenerada. Nínive, la capital del reino asirio. Bastó un profeta para conver­tirles. Aquí hay uno que es mayor que lonas. Se ha per­dido el llamamiento a la penitencia sin que se haya oído, esta generación no se ha convertido. Al centurión pa­gano ya le dijo Jesús que no había encontrado una fe igual en Israel. Los paganos que vienen de los cuatro puntos cardinales de la tierra para reunirse, se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en vez de los he­rederos propios de éstos (8,11-12). Aquí Jesús todavía da un paso adelante: los paganos no solamente reempla­zarán a los hijos de Israel, sino que incluso pronuncia­rán sentencia contra esta generación en un proceso ante el tribunal divino.

El segundo ejemplo habla de una gentil, aquella reina de Saba, el rico país de oro de Arabia, que vino a ver a Salomón con ricos presentes para oir su sabiduría 59. Tam­bién ella actuará de acusadora en aquel día. Porque por más esclarecido y sabio que fuera Salomón, aquí hay uno que es más que él.

Estas palabras también proyectan una luz sobre Jesús. Es un predicador de la penitencia como Jonás y los otros profetas, y es el maestro del camino de Dios como Sa­lomón y todos los maestros sapienciales posteriores a él.

59. Cf. IRe 10,1-13; 2Cró 9,1-12.

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Jesús desempeña las dos funciones juntas, es decir, de profeta y maestro, y sin embargo es más que las dos.

Muchas personas que están fuera de la Iglesia la miran con profundo respeto y con ansia. Muchos aceptan su mensaje, si habla de la dignidad del hombre, de la paz y de la unidad de las naciones. Muchos ven el «estan­darte entre las naciones» (Is 11,12), si tampoco consiguen el pleno conocimiento de la verdad. ¿Actuarán también muchos de ellos el día del juicio contra los miembros de la Iglesia que poseyeron la verdad y, con todo, en el fondo, fueron incrédulos; pidieron señales y procuraron forzar a Dios, pero no se convirtieron?

c) Peligro de recaída (12,43-45).

43 Cuando el espíritu impuro sale del hombre, vaga por los desiertos buscando reposo, pero no lo encuentra. 44 En­tonces se dice: Me volveré a la casa de donde salí. Y al llegar a ella, la encuentra desocupada, barrida y arreglada. 45 Entonces va, toma consigo otros siete espíritus peores que él, entran en la casa y se instalan allí; y resulta que la situación final de aquel hombre es peor que la de antes. Así le sucederá también a esta generación perversa.

De nuevo se evoca el escenario del desierto. La etapa inculta, la monotonía desecada, inerte es lúgubre para el habitante de la tierra fértil de cultivo; le rodea como si fuera un peligroso país extranjero. Es el lugar de residen­cia de los demonios. Jesús también ha combatido allí con Satán. Desde el desierto los demonios avanzan hasta meterse en el reino de los hombres e intentan aclimatarse en él. Si se les echa fuera — como constantemente sucedía por el poder de la palabra de Jesús —, entonces no les

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queda otra solución que regresar a su patria inculta, que no es la patria de ningún hombre.

También es posible que por la fuerza se haya arrojado del hombre al espíritu maligno, sin que este hombre se emancipe interiormente de dicho espíritu. Por el contrario la potencia ocupante del espíritu tenebroso le resultaba agradable. Pero ahora se ha quedado vacío, porque la plenitud de Dios no ha llenado el recinto desocupado. Todavía está interiormente dispuesto para el espíritu mal­vado, más aún siente verdadera nostalgia de él y le atrae. Cuando el demonio vagando por los alrededores se apro­xima, encuentra la casa «desocupada, barrida y arreglada». Esto tiene que estimularle de nuevo y le ha de llenar de una alegría verdaderamente satánica. Reúne compañeros y con ellos vuelve a instalarse en la casa, en el corazón de aquel hombre. Allí pueden desbravarse y hacer de las suyas, y hacen al hombre todavía más desdichado de lo que era antes.

Este pasaje nos traslada a un mundo extraño, conce­bido por las ideas de los contemporáneos de Jesús. Pero con las ideas chocantes se hace patente lo que en el fondo interesa: la decisión en favor o en contra de Dios, la cual se toma en el corazón (en «la casa»). Esto corresponde a lo que cualquiera puede imaginarse como ejemplo es­pantoso. El que se ha emancipado una vez del espíritu maligno, es mucho peor, si recae por segunda vez.

Es un ejemplo. Lo que el Señor propiamente quiere decir, está en la última frase: Así le sucederá también a esta generación perversa. Jesús considera a la masa de sus adversarios como reincidentes. No se hace patente en par­ticular si los adversarios en parte han creído inicialmente en la palabra de Jesús, si por lo menos se han abierto a él con prontitud o si ya han empezado la vida nueva. Quizás la mirada tiene que volverse todavía más a la historia

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del pueblo, que era una historia de conversiones y de incesantes caídas. Los adversarios dejaron que el espíritu maligno adquiriera poder muy a menudo sobre ellos, a pesar de todos los fervientes esfuerzos de Dios; por eso son pecadores reincidentes, una generación realmente per­vertida.

Así como el hombre de quien aquí se habla, en se­guida volvió a pactar con el espíritu maligno, así tam­bién en esta generación no ha habido ninguna conversión real. Les irá peor que a otras generaciones precedentes. ya que aquí hay uno que es «mayor que Jonás» y «mayor que Salomón».

d) Los verdaderos parientes de Jesús (12,46-50).

Con este fragmento concluye la gran polémica con los adversarios, lo cual es muy significativo. Las últimas palabras no conminan a esta «generación perversa», sino que indican lo que se opone a ella, una nueva generación dedicada de veras a Dios.

46 Todavía estaba él hablando al pueblo, cuando su ma­dre y sus hermanos, que se habían quedado juera, inten­taban hablar con él. [47 Y le dijo uno: Mira que tu madre y tus hermanos están ahí juera y quieren hablar contigo °0]. 48 Pero Jesús le contestó al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? 49 Y extendiendo la mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí a mi madre y mis hermanos. 50 Porque todo el que cumple la voluntad

60. El v. 47 falta en muchos manuscritos importantes; probablemente no es original de san Mateo!,, sino que procede de Me 3,32, y se ha infil­trado en el primer Evangelio. Sin este versículo el texto de san Mateo es más escueto y rígido.

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de mi Pudre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.

Jesús habla con brusquedad al que le comunica la noticia de que sus parientes querían hablar con él, ha­ciéndole primero una pregunta extraña: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Esta pregunta mues­tra que Jesús tiene la intención de decir algo concreto. Porque todos saben quiénes son su madre y sus herma­nos. Jesús tampoco quiere manifestar que se distancia de su madre María y de los demás parientes, ni que no los conoce ni estima como parientes, ni que reconoce que está separado de ellos. Lo que interesa es otra cosa.

El evangelista dice solemnemente que Jesús extiende la mano hacia sus discípulos. Es el ademán de la toma de posesión, la señal para expresar la pertenencia y tam­bién la bendición. El texto no dice «sus apóstoles», sino sus discípulos. No se hace referencia al grupo de los doce, sino a los que en su interior mantienen las relaciones del discípulo con el maestro, a los que imitan el ejemplo de Jesús. De éstos dice el Señor: «He aquí a mi madre y mis hermanos».

Hay una señal característica del discípulo de Jesús: el cumplimiento efectivo de la voluntad de Dios. El que lleva este distintivo, también es inmediatamente un pa­riente espiritual de Jesús, es su hermano, hermana y madre. El vínculo de la sangre, el parentesco de la familia y estirpe naturales, la asociación del pueblo no son decisivos para el reino de Dios. A través de todos estos lazos, por muy fuertes que sean, va la exigente llamada del Dios viviente. Por ella se separan parientes y extraños, los alle­gados y los de fuera. Ya habíamos oído que la palabra de Jesús puede también penetrar como una espada en el íntimo ámbito de la familia, y en él enfrenta a los padres

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con sus hijos, a la hija con su madre, al hijo con su padre (10,34-36), y también hemos oído que la unión con Jesús ha de tener primacía sobre la unión con el padre y la madre (10,37).

Es muy significativo para el mensaje de Jesús que la voluntad de Dios sea la suprema ley, que también en los discípulos decide la verdadera adhesión a Dios. Eso es trascendental para el judío. No puede apelar a Dios ni a la voluntad de Dios contra la doctrina de Jesús. Lo mismo puede aplicarse al cristiano. Éste, mediante la confesión de Cristo, no puede exonerarse del cumplimiento activo de la voluntad de Dios01.

Hemos oído decir que el discípulo no está sobre el maestro, y que la relación discípulo y maestro nunca queda desposeída de superioridad y subordinación (10,24s). A esto se añade ahora algo nuevo: el discípulo es un pariente de Jesús en sentido espiritual. El calor y la intimidad, la in­mediación familiar imprime también su cuño en esta re­lación. No se reduce a la obediencia, a la subordinación y al seguimiento incondicional. Antes bien, el que se unió sin reserva a Cristo, por así decir es acogido en su fami­lia. Se le aproxima, intima con él, a la manera de las relaciones que en casa tienen entre sí los hermanos y las hermanas, los padres y los hijos. Eso da felicidad y es hermoso. ¡Cuántos experimentan que la intimidad, el pro­fundo acuerdo y el intercambio de corazones entre los hermanos de Jesús puede ser mucho más interno y rico que en el parentesco terrenal! El calor y el acuerdo entre los discípulos y su maestro también se transmiten a las relaciones entre sí. El reino de Dios establece un nuevo orden, una compenetración espiritual (que puede expe­rimentarse con la fe), que sobrepasa mucho los vínculos

<"• Esto se dijo ya categóricamente en el sermón de la montaña, 7,21-33.

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terrenos, sin que disminuya el valor de la familia, de la estirpe y del pueblo. Con todo, en el nuevo parentesco, en la categoría espiritual de miembros de la Iglesia ya tenemos un gusto anticipado de la última perfección. En cada comunidad se puede experimentar este gusto dichoso, especialmente entre los que incluso en el sentido literal lo han dejado todo y han seguido a Jesús.

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