Trilling, Wolfgang - El Evangelio Segun San Mateo 02

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EL NUEVO TESTAMENTO Y SU MENSAJE

Comentario para la lectura espiritual

Serie dirigida por

WOLFGANG TRILLING

en colaboración con

KARL HERMANN SCHELKLE y HEINZ SCHÜRMANN

1/2

EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO

WOLFGANG TRILLING

EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO

TOMO SEGUNDO

BARCELONA

EDITORIAL HERDER 1980

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Versión castellana de J. M.' QUEROL, de la obra de WOLFGANG TRILLING, Das Evangelium nach Matthaus 1/2

dentro de la serie «Geistliche Schriftlesung» Patmos-Verlag, Dusseldorf 1965

Tercera edición ¡980

IMPRÍMASE: Gerona, 24 de septiembre de 1975

JOSÉ M.» CARDELÚS. vicario general

© Patmos-Verlag, Dusseldorf 1965

© Editorial Herder S.A , Provenía 388, Barcelona (España) 1970

ISBN 84-254-1116-5

Es PROPIEDAD DEPÓSITO LEGAL: B. 3.701-1980 PRINTED IN SPAIN

GRAFESA - Ñapóles, 249 - Barcelona

SUMARIO

PARTE SEGUNDA: ACTIVIDAD DEL MESÍAS EN GALILEA (continuación)

VI. Las parábolas (13,1-52). 1. Sección primera (13,1-23).

a) Parábola del sembrador (13,1-9). b) Finalidad de las parábolas (13,10-17). c) Explicación de la parábola del sembrador (13,18-23).

2. Sección segunda (13,24-43). a) Parábola de la cizaña (13,24-30). b) Parábola del grano de mostaza (13,31-32). c) Parábola de la levadura (13,33). d) La enseñanza por medio de parábolas (13,34-35). e) Explicación de la parábola de la cizaña (13,36-43).

3. Sección tercera (13,44-52). a) Parábola del tesoro (13,44). fe) Parábola de la perla (13,45-46). c) Parábola de la red barredera (13,47-50). d) Conclusión del discurso de las parábolas (13,51-52).

VII. El misterio del Mesías (13,53-17,27). 1. Revelación gradual (13,53-16,12).

a) Incredulidad en Nazaret (13,53-58). b) Degollación del Bautista (14,1-12). c) Primera multiplicación de panes (14,13-21). d) Jesús camina sobre las aguas (14,22-33). e) Curaciones en Genesaret (14,34-36). f) Controversia sobre la pureza (15,1-20). g) La mujer cananea (15,21-28). h) Curación de muchos enfermos (15,29-31).

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i) Segunda multiplicación de panes (15,32-39). j) Los fariseos piden una señal (16,1-4). k) Prevención contra la doctrina de los fariseos (16,5-12).

2. Anuncios de la pasión (16,13-17,27). a) Profesión de fe de Pedro (16,13-20). b) Primer anuncio de la pasión (16,21-23). c) El seguimiento de Cristo (16,24-28). d) Transfiguración de Jesús (17,1-9). e) El retorno de Elias (17,10-13). /) Curación de un lunático (17,14-21). g) Segundo anuncio de la pasión (17,22-23). h) Jesús y la contribución para el templo (17,24-27).

VIH. El discurso sobre la fraternidad (18,1-35). 1. La verdadera grandeza (18,1-5).

a) El mayor en el reino de los cielos (18,1). b) Respuesta de Jesús (18,2-5).

2. La solicitud por los «pequeños» (18,6-14). a) Prevención contra el escándalo (18,6-9). b) Dios tiene en gran aprecio a los pequeños (18,10). c) La salvación de los extraviados (18,12-14).

3. La corrección fraterna (18,15-20). 4. El perdón de las ofensas (18,21-35).

a) Regla del perdón (18,21-22). b) Parábola del siervo despiadado (18,23-35).

PARTE TERCERA: EL MESÍAS EN JUOEA (capítulos 19-25).

I. En camino hacia Jerusalén (19,1-20,34). 1. Matrimonio y celibato (19,1-12). 2. Jesús y los niños (19,13-15). 3. El rico y las riquezas (19,16-30).

a) La pregunta del joven rico (19,16-22). b) Peligro de las riquezas (19,23-26). c) Recompensa por renunciar a todo (19,27-30).

4. Parábola de los obreros de la viña (20,1-16). 5. Tercer anuncio de la pasión (20,17-19). 6. La ambición de los discípulos y el precepto de servir (20,20-28).

a) Los hijos de Zebedeo (20,20-23) b) El precepto de servir (20,24-28).

7. Curación de dos ciegos (20,29-34).

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II. Entrada en Jerusalén (21,1-22). 1. Llegada de Jesús a la ciudad santa (21,1-17).

a) La entrada del Mesías (21,1-11). b) Jesús en el templo (21,12-17).

2. Maldición de la higuera estéril (21,18-22). III. Últimas confrontaciones con los adversarios (21,23-23,3^ 1. Polémicas (21,23-22,46).

a) Pregunta sobre la autoridad de Jesús (21,23-27). b) Parábola de los dos hijos (21,28-32). c) Parábola de los viñadores homicidas (21,33-46). d) Parábola del banquete de las bodas reales (22,1-14). e) Cuestión del pago de tributos (22,15-22). /) Pregunta sobre la resurrección (22,23-33). g) El mandamiento mayor (22,34-40). /)) De quién es hijo el Mesías (22,41-46).

2. Gran discurso contra escribas y fariseos (23,1-39). a) Acusación fundada en principios (23,1-7). b) Reglas para los discípulos (22,8-12). c) Las siete conminaciones 23,13-36. d) Apostrofe a Jerusalén (23,37-39).

IV. Instrucción sobre el fin del mundo (capítulos 24-25). 1. Las señales del fin (24,1-36).

a) La destrucción del templo (24,1-2). b) Los comienzos de las tribulaciones (24,3-8). r) Exhortación a la perseverancia (24,9-14). d) La gran tribulación de Jerusalén (24,15-22). e) La parusía del Hijo del hombre (24,23-31). /) Parábola de la higuera (24,32-36).

2. Incertidumbre del tiempo (24,37-45,13). o) El último día vendrá inesperadamente (24,37-42). b) El dueño vigilante de la casa (24,43-44). c) El criado fiel y sensato (24,45-51).

3. El juicio del Hijo del hombre (25,14-46). a) Parábola de los talentos (25,14-30). b) El juicio definitivo (25,31-46).

PARTE CUARTA: MUERTE V RESURRECCIÓN DEL MESÍAS (capítulos

26-28. I. En vísperas de la muerte (26,1-56). 1. Acuerdo de matar a Jesús (26,1-5).

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2. Unción en Betania (26,6-13). 3. Traición de Judas (26,14-16). 4. Última cena de Jesús (26,17-29).

a) Preparativos para la cena pascual (26,17-19). b) Designación del traidor (26,20-25). c) Institución de la Eucaristía (26,26-29.

5. Jesús en Getsemaní (26-30-46). a) Predicción de las negaciones de Pedro (26,30-35). b) Oración de Jesús en su agonía (26,36-46).

6. Prendimiento de Jesús (26,47-56). II. Condena de Jesús (26,57-27,26). 1. Jesús ante el sanedrín (26,57-68). 2. Negaciones de Pedro (26,69-75). 3. Jesús entregado a Pilato (27,1-2). 4. Fin de Judas (27,3-10). 5. Juicio ante Pilato (27,11-26). 6. Escarnio del rey de los judíos (27,27-31). III. Muerte y sepultura de Jesús (27,32-66). 1. La crucifixión (27,32-38). 2. Burlas contra el crucificado (27,39-44). 3. Muerte de Jesús (27,45-56). 4. Sepultura de Jesús (27,57-66).

a) El entierro (27,57-61). b) Los centinelas del sepulcro (27,62-66).

IV. Glorificación del Mesías (28,1-20). 1. Resurrección de Jesús (28,1-10). 2. Los centinelas sobornados (28,11-15). 3. Misión de los discípulos (23,16-20).

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TEXTO Y COMENTARIO

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Parte segunda

ACTIVIDAD DEL MESÍAS EN GALILEA Continuación

VI. LAS PARÁBOLAS (13,1-52).

Conocemos ya dos grandes discursos en el Evangelio de san Mateo ', a saber, el sermón de la montaña (capí­tulo 5-7), y la «instrucción de los discípulos» (capítulo 10). Ahora llegamos al tercer gran discurso, al capítulo 13. que refiere las parábolas 2. San Marcos ya ofrece una pe­queña compilación de parábolas que él mismo había pre­parado o acaso adoptado de otra (Me 4,1-34). San Mateo acoge esta pequeña compilación y la amplía. Este precioso capítulo está construido y ordenado tan artificiosamente

1. Las explicaciones de este lomo segundo suponen las del primero (Barcelona 1970) en muchos pormenores y temas importantes, sin (jue cada vez se llame la atención sobre ello.

2. Sobre las parábolas de Jesús hay bibliografía moderna de buena ca­lidad, a la que remitimos: W. MICHAELIS, Die Gleichnisse Jesu, Hamburgo '1956; J. JEREMÍAS, Die Gleichnisse Jesu, Gotinga M962; F. MUSSNEK. Die Botschaft der Gleichnisse Jesu («Schriften zur Katechetik» 1), Munich 1961; H. KAHLEFELD, Gleichnisse und Lehrstücke im Evangelium, I / I I » Francfort del Meno 1963; Leipzig 1965; [A. HERRANZ, Las parábolas. Un problema y una solución, «Cultura Bíblica» 12 (1955) 129-139; F. PLANAS. Parábolas paralelas, «Cultura Bíblica» 17 (1960) 211-213; A. OÑATE, La parábola de la cizaña (Mt 13,24-30); «Cultura Bíblica» 18 (1961) 242-246.] Aquí no tratamos de textos, a lo que se han dedicado con gran acierto J. JEREMÍAS y H. KAHLEFELD. Aquí tenemos que basar nuestra explica­ción en el texto y la composición del Evangelio de san Mateo; por consi­guiente, también en la especial manera de entender que el evangelista quiere que prevalezca en todo su libro. En Marcos y en Lucas tendrán prepon­derancia otros acentos.

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como las otras secciones de discursos. Sin violentar el texto se divide en tres partes. La sección primera contiene la parábola del sembrador, un fragmento intermedio sobre el sentido del lenguaje de las parábolas y la explicación de la parábola (13,1-23). La sección segunda empieza con la parábola de la cizaña, a continuación siguen las dos parábolas del grano de mostaza y de la levadura, unas frases de carácter general con una cita del profeta, y final­mente la explicación de la parábola de la cizaña (13,24-43). La sección tercera contiene tres parábolas más breves, la del tesoro, la de la perla y de la red barredera (13,44-50). La instrucción se concluye con una parte que redondea y que al mismo tiempo coloca todo el capítulo a la luz que intentaba dar el evangelista (13,51s). En este discurso se han reunido en total siete parábolas y dos explicaciones de parábolas, además un número de importantes textos intermedios que se refieren por regla general al modo de hablar usado en las parábolas. Mediante dichos textos intermedios el capítulo viene más bien a ser como una compilación de textos instructivos semejantes, también se convierte en una pequeña teoría sobre el lenguaje de Jesús en las parábolas y su importancia para la Iglesia.

El reino de Dios es el gran tema que enlaza entre sí todas las parábolas. Antes ya hemos oído hablar de este tema fundamental del mensaje de Jesús 3. Ahora lo encon­tramos expresado en forma de parábola, lo cual es carac­terístico de Jesús. Todavía hay muchas otras parábolas, que han sido transmitidas en los Evangelios. Todas las aquí reunidas se refieren en sentido más estricto al mis­terio del reino de Dios. Esto se dice algunas veces con claridad en la introducción («el reino de los cielos se pa­rece...» 13,24, y así en otros pasajes)*. El lenguaje de

3. Cf. tomo i, 76s. 84s. 90^ .

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las parábolas puede muy bien esclarecer el carácter del reino, futuro y, sin embargo, también presente, oculto en los designios salvíficos de Dios y, sin embargo, mani­fiesto en el tiempo presente. En efecto, la parábola emplea la manera de hablar de la comparación, no la directa in­mediatez. Toma los modos de ver de algún sector de la realidad, las parábolas de Jesús los toman principalmente de la vida y de los trabajos de la gente sencilla en el cam­po o en la ciudad. Pero la realidad aludida siempre es el reino de Dios. Está en el oyente descubrir esta relación, reconocer lo que propiamente se alude. El oyente no sólo tiene que oir bien, sino que ha de ser capaz de captar el sentido propuesto. Debe aplicarse a meditar y, sobre todo, ha de encontrar el ámbito de la fe. Sólo puede entender íntegramente lo que quieren decir las parábolas el que escucha con fe, por tanto el que se abre a Jesús y pone su confianza en las palabras de Jesús. Sólo eso ya distingue las parábolas de las visiones apocalípticas del tiempo futuro, en las que se dan pormenores precisos sobre la vida en el infierno o en el reino de los cielos, sobre el tiempo del fin del mundo y los acontecimientos que entonces tendrán lugar. Pero Jesús quiere que el hom­bre sea afectado por la realidad de Dios y crea, y con la fe recorra el camino de la conversión y de la nueva vida. Ésta es su doctrina del reino de Dios.

La parábola es una forma de enseñar antiquísima y corriente en muchas literaturas. Jesús enlaza esta forma instructiva con los profetas y con las enseñanzas de la sabiduría en Israel, pero también con los rabinos que han expuesto especialmente el reino de Dios con bellas y pro-

4. Estamos acostumbrados a esta traducción literal. Pero detrás de esta fórmula hay un arraigado modismo rabínico, que siempre expresa con una forma abreviada la comparación entre dos cosas y siempre quiere decir: «en el reino de los cielos ocurre como en...» Cf. JEREMÍAS, Glcichnisse, p. 85-88.

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fundas parábolas. Se conserva gran número de estas pa­rábolas rabínicas. Se puede aclarar lo común y lo dis­tintivo entre ellas y las parábolas de Jesús. Las parábolas de Jesús sobresalen por su gran sencillez y concisión, por su aspecto simple y por su profundo significado. Para entender una parábola no se requiere haber estudiado ni tener mucha ciencia. La parábola es sencilla y fácilmente accesible a cualquier hombre. El que se orienta en la forma debida, comprende el sentido de la parábola, tanto si es persona culta como si tiene una manera sencilla de pensar.

1. SECCIÓN PRIMERA (13,1-23).

a) Parábola del sembrador (13,1-9).

1 Aquel día salió Jesús de casa y fue a sentarse a la orilla del mar. 2 Un gran gentío se reunió en torno a él, de forma que tuvo que subirse a una barca y sentarse en ella, mientras todo el pueblo permanecía de pie en la orilla. 3a Y les habló de muchas cosas por medio de pa­rábolas, diciendo:...

Al principio el evangelista traza un cuadro escénico que ha de aplicarse a todo el discurso: Jesús sale de la casa y se sienta a la orilla del lago de Genesaret, mientras confluyen las multitudes para oírle. «La casa» se concibe con frecuencia en el Evangelio como el ambiente de la intiminad familiar o también de la instrucción especial para los discípulos o para un grupo todavía más reducido de los apóstoles. Hay enseñanzas especiales para un pe­queño grupo y la proclamación dirigida a todos. A todos hay que aplicar lo que ahora sigue.

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La aglomeración es tan grande que Jesús sube a una barca, para poder hablar a todos. ¡Qué escena! Jesús está sentado en la barca, a suficiente distancia de la orilla, para poderlos ver a todos. Allí se coloca el pueblo for­mando una mezcla abigarrada; todos están pendientes de los labios de Jesús, para que nada se les escape. ¡Qué ham­bre de la palabra! ¡Qué interés por la salvación! ¡Qué fuerza de atracción debía de tener Jesús! Los hombres acuden donde realmente puede oírse la voz de Dios, donde su Espíritu da testimonio eficaz de sí mismo, aunque tenga que servirse de palabras humanas...

En el sermón de la montaña Jesús estuvo sentado como maestro enaltecido sobre el pueblo y por lo mismo sacado de su medio ambiente (5,ls). El mensaje de Jesús procedió de arriba. Ahora está sentado frente al pueblo, pero separado por la barca y el agua. Habla a los hom­bres desde la otra orilla.

Jesús habla por medio de parábolas. Con esta locución el evangelista dice en seguida de qué manera de enseñar se sirve Jesús en lo que sigue y cómo se establece la uni­dad de toda la composición del discurso. Con esta locución también se indica el otro tema —junto al tema del reino de Dios —, que también debe tratarse objetivamente en las próximas secciones: qué sentido tiene en general el len­guaje parabólico de Jesús. Desde el principio hemos de prestar atención a ello y aceptar la instrucción que contiene este capítulo sobre las parábolas de Jesús. Es una ins­trucción que recibimos de labios del evangelista y por tanto del corazón y pensamiento de la antigua Iglesia.

3b Salió el sembrador a sembrar. 4 Y según iba sem­brando, parte de la semilla cayó al borde del camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. 5 Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde había poca tierra; brotó en

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seguida, porque la tierra no tenía profundidad; 8 pero, en cuanto salió el sol, se quemó; y como no había echado raíces, se secó. 7 Otra parte cayó entre zarzas, y como las zarzas también crecieron, la ahogaron. 8 Otra parte cayó en tierra buena y dio fruto: una al ciento por uno, otra al sesenta, otra al treinta. 9 El que tenga oídos, que oiga.

La narración empieza con sencillez: «Salió el sembra­dor a sembrar.» Lo que llegará a ser la semilla, no se decide por su calidad o cantidad, sino por el suelo en que cae. Porque la semilla de nada es capaz sin este suelo. Sólo lleva fruto, cuando puede echar raíces y lograr el suficiente alimento.

Para comprender la parábola se tienen que conocer las circunstancias de Palestina. Allí el labrador con un saco, en que está la simiente, va al campo que todavía está yermo desde la última cosecha. No ha sido labrado para recibir la nueva simiente. La labranza se hace des­pués de la siembra. Así se explica más fácilmente por qué muchas semillas caen en el camino, otras entre zarzales, otras en un suelo pedregoso, privado de tierra a causa de la lluvia. Después de la labranza queda decidido defi­nitivamente lo que llegará a ser la semilla. La que cayó al borde del camino no dará fruto, porque los granos des­pués de algún tiempo son comidos a picotazos por los pájaros sobre el suelo endurecido por las pisadas. Lo que cayó entre zarzas (es decir, en medio de la maleza), no puede desarrollarse, porque la simiente de la mala hierba crece con mayor rapidez y ahoga el tallo tierno. Lo que cayó en suelo pedregoso hace ya tiempo que se secó. Pero también hay semillas que cayeron en terreno bueno.

Estas semillas son las que fructifican: al treinta, al sesenta, al ciento por uno. La semilla se ha multiplicado de una manera maravillosa. Es pequeña y contiene en

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apariencia exigua virtud, pero de ella procede el tronco robusto con sus espigas y granos. No todos los troncos dan el mismo fruto, las tierras de pan llevar especialmente fértiles dan también abundante rendimiento. En otros pa­rajes, que son pedregosos o están mal abonados, el ren­dimiento resulta más exiguo. Eso lo sabe cualquier cam­pesino de Palestina.

¿Qué significado debe tener esta narración? No se nos ha dado ninguna ayuda. ¿Quizás esta ayuda nos la debería dar la breve frase final: «El que tenga oídos, que oiga»? Entonces la historia sólo trataría de la conveniente audi­ción y describiría la esterilidad o el éxito de la adecuada audición.

Pero esta breve frase sólo hay que entenderla como exhortación a escuchar bien y hacer reflexionar sobre lo que se ha oído. Al principio de la parábola nunca se dice que se trate de una comparación con el reino de Dios. Tampoco llegamos a conocer quién puede ser el sembrador y qué es la semilla. Pero el evangelista ha insertado la narración en la gran serie de las parábolas del reino de Dios. Evidentemente ha de darse algún conocimiento sobre este tema.

Preguntémonos qué debe llamar la atención en la historia y qué debe hacer reflexionar a los oyentes. Podría ser el diferente destino de la semilla, la distinta calidad de la tierra de labranza o también la actividad del sembrador. Nada de eso es el punto esencial. Antes bien lo esencial es lo que acontece en la siembra. Debe mostrarse cómo se efectúa la siembra y cómo se dan juntos el fracaso y el éxito. Hay que notar un triple fracaso que va en aumento: primeramente ya se consume el grano, luego se destruye la nueva simiente, finalmente la planta. Tres veces no se consigue éxito. Hasta aquí podría parecer que el esfuerzo del campesino haya sido en balde.

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Pero entonces viene la otra parte: el éxito sorprendente. El fracaso se compensa con el abundante fruto. Contra toda apariencia y, a pesar de las circunstancias adversas, se manifiesta ahora finalmente el verdadero sentido de la siembra. La simiente germina y da un beneficio ubérri­mo. Debemos entender: aunque el fracaso podría aparecer como regla, al fin triunfa el éxito. La obra cunde. El sem­brador en último término no se siente defraudado.

¿Qué clase de obra es la que cunde? La realización del reino de Dios. Ahora en el tiempo decisivo de Jesús, penetran las fuerzas del reino. Pero es muy poco lo que puede percibirse del dominio y la majestad divinas. La respuesta son los oídos sordos y la resistencia de corazones duros. No obstante, dice Jesús, el éxito decisivo es se­guro. La obra y la palabra de Dios no pueden resultar estériles. Eso no lo dice una fe optimista, sino el cono­cimiento del ser divino de Dios y la llegada inapelable de su reino. Debemos llenarnos de esta confianza, cuando leemos este relato.

Todavía resuena otra idea. Si se habla del sembrador, de la semilla, del campo labrantío, del definitivo fruto y, por tanto, también de la cosecha, entonces el hombre de antaño percibía al mismo tiempo, lo que es el último objetivo de la historia, el juicio de Dios. Simiente, fruto y cosecha son imágenes corrientes de la acción de Dios con el género humano y de la separación del juicio final, al fin de los tiempos. El fruto que debe producirse es pro­piamente el de nuestra vida, lo que nuestra existencia terrena llegue a rendir, con la posibilidad de almacenar este fruto en los graneros eternos. En la explicación de la parábola (13,18-23) se insiste de forma especial en que es el hombre mismo quien ha de producir el fruto válido ante Dios. La misma parábola ya insinúa esta aplicación monitoria. Por tanto no sólo oímos el mensaje alentador

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de que el plan de Dios consigue con seguridad su objetivo, sino simultáneamente la advertencia a procurar no encon­trarnos sin el fruto el día de la cosecha...

b) Finalidad de las parábolas (13,10-17).

10 Y acercándose a él los discípulos le dijeron: ¿Por qué les hablas por medio de parábolas? nY él les res­pondió: A vosotros se os ha concedido conocer los mis­terios del reino de los cielos, pero a ellos, no. n Porque, al que tiene, se le dará y tendrá de sobra; pero al que no tiene, aun aquello que tiene se le quitará.

Difícilmente podemos imaginar cómo los discípulos se acercan a Jesús en el lago, y pueden dirigirle sus pre­guntas. El evangelista ya no presta atención al cuadro que antes ha delineado (13,1-3^. Le interesa referir por sepa­rado la doctrina enseñada al pueblo y la instrucción dada a los discípulos. Lo que ahora sigue son palabras dirigidas al grupo íntimo, a los entendidos e iniciados que están a distancia del pueblo.

Los discípulos empiezan preguntando por qué les habla en parábolas. Este pronombre se refiere, sin duda, a las multitudes (13,2). Con este pronombre se indica que el lenguaje parabólico es considerado como una especie de lenguaje secreto, no como abierta instrucción sobre el reino de Dios. Es una pregunta que solamente podía origi­narse cuando la proclamación de Jesús no daba los frutos que debía dar. ¿Quizás la recusación, la actitud cerrada y la incredulidad se debían a que Jesús no hablaba abier­tamente y con bastante claridad, sino que envolvía su men­saje con parábolas?

Jesús contesta con la frase difícilmente inteligible de

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que «a vosotros se os ha concedido conocer los misterios del reino de los cielos», pero a ellos no. Se habla de los misterios. No se manifiesta espontáneamente lo que es en realidad el reino de Dios, no se impone ni supera al hom­bre. Es un misterio, que solamente lo conoce el oyente so­lícito y por él es reconocido. Jesús llama a todos y no olvida a nadie, su palabra va dirigida a todos los grupos de hombres sin distinción. Pero allí, en diferentes campos de labranza, se decide si se acepta o se rechaza la pala­bra de Jesús, si puede echar raíces y dar fruto, o si se pierde en seguida o en el curso del tiempo.

Pero todavía queda un residuo. No se dice qué son los misterios del reino de Dios. En nuestro contexto se sus­cita en primer lugar el pensamiento de que con la palabra misterios se hace alusión a las explicaciones de las pará­bolas. El capítulo contiene dos explicaciones circunstan­ciadas (13,18-23; 13,36-43). Estos textos evidentemente des­empeñan un gran papel para san Mateo y para su manera de entender el capítulo, Dos veces se dice que la explicación sólo se confía a los discípulos: «Escuchad, pues, el sen­tido de la parábola del sembrador» (13,18), y también: «Entonces dejó las muchedumbres y se fue a casa» (13, 36a). En estas explicaciones debe exponerse el verdadero contenido de los relatos, la realidad aludida. Ésta sólo se da a conocer a los que no solamente se han abierto al mensaje de Jesús, sino que ya son «discípulos». La rela­ción entre la parábola y la explicación de la misma aparece como la relación entre la catequesis preparatoria y la propiamente dicha. En la frase final del capítulo también se dice del verdadero escriba que está instruido sobre el reino de los cielos y como tal se asemeja al dueño de una casa (13,52). El iniciado e instruido, el discípulo de Jesús, conoce el reino de Dios, es decir sus misterios, su verdadera realidad.

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Los v. 16 y 17 todavía llevan algo más lejos. Se alaba a los discípulos como bienaventurados, porque ven y oyen, es decir, aquí ven y oyen tal como conviene. Pero lo que ven y oyen es la persona y la palabra de Jesús. En su palabra y en su persona está el misterio más profundo del reino de Dios. Ya no hay que formularlo con ninguna frase instructiva, ni tampoco con ninguna explicación de parábolas. Pero este misterio central ha resplandecido ante los ojos de los discípulos y sus oídos lo han percibido. Por consiguiente pueden y tienen que ser «discípulos», porque el reino de Dios se les ha abierto en la per­sona del maestro. La separación pasa también necesaria­mente por entre los discípulos (los que están dentro y entienden) y las muchedumbres, o sea, los que están fuera y son sordos.

Suena con dureza en nuestros oídos que aquí se diga: A vosotros se os ha concedido, pero a ellos no se les ha concedido. Hay en esta distinción un supremo misterio, que tampoco es aclarado por esta frase, un misterio de la vocación y de la elección sobre el cual el hombre en último término no puede dar informes. Este misterio está encerrado sólo en Dios y en su soberana voluntad do­minadora, y no le conviene al hombre preguntar a Dios sobre este particular ni pedirle cuentas \ Lo que es cierto es que el camino para dar fruto sólo está abierto al oyente bien dispuesto. Pero eso no puede ser mal entendido como una relación entre una condición necesaria y una conse­cuencia, de tal modo que el hombre por sí mismo pudiera calcular o incluso exigir, si cumple la condición. Entonces el conocimiento del reino de Dios y la admisión entre los discípulos sigue siendo un misterio de Dios. Entonces también siguen siendo elección y gracia, puro obsequio.

5. Cf. Rom 9,19ss.

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«Yo usaré de misericordia con quien quiera, y haré gra­cia a quien me plazca» (Éx 33,19)...

Aquí el evangelista añade acertadamente la frase por­que, al que tiene, se le dará y tendrá de sobra... Esta frase recuerda la conclusión de la parábola con su grada­ción del fruto, según que éste sea del ciento, del sesenta o del treinta por uno (13,8). Esta frase muestra que Dios tiene amplias miras y espera otorgar sus dones profusa­mente. Recibimos «gracia sobre gracia» hasta conseguir el tesoro exuberante de la vida eterna, el cual es superior a toda ponderación.

No tiene nada que esperar el que no tiene nada, quien nada trae consigo, es decir, según el v. 11, aquel a quien Dios no ha dado nada, y según el v. 13 aquel que no se abre con el oído ni con la vista. Por el contrario, así como al otro se le añade, a él se le quita incluso lo poco que tiene. Más aún, por fin se le quitará todo, cuando llegue el día del juicio. Entonces su vida se encogerá, y será vaciada hasta llegar a carecer por completo de sentido. Éste es el destino del infierno que Jesús describe muy a menudo poniéndolo ante nuestra mirada. Este destino aquí relampaguea desde lejos. Con todo cualquiera entien­de que se trata de una decisión radical y que esta decisión queda en manos de Jesús.

13 Por eso les hablo por medio de parábolas: porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. 14 Y en ellos se cumple aquella profería de Isaías que dice:

«Con vuestros oídos oiréis, pero no entenderéis; y vien­do veréis, pero no percibiréis. 15 Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido y con sus oídos pesadamente oyeron, y cerraron sus ojos; no sea que perciban con sus ojos y oigan con sus oídos y entiendan con su corazón y se conviertan, y que yo los sane» (Is 6,9s).

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Ahora Jesús contesta directamente a la pregunta de por qué les habla por medio de parábolas. Lo hace refi­riéndose a las palabras del profeta Isaías, que se citan in­mediatamente con bastante extensión (13,14s). El profeta había recibido directamente de Dios el encargo de endu­recer el corazón de este pueblo. Este corazón está maduro para la completa aniquilación, porque es obstinado, nunca siguió realmente el llamamiento de Dios ni obedeció al Señor de la alianza. La aniquilación empieza con el endu­recimiento del corazón, que ya no puede oir ni entender, y por consiguiente no puede capacitarse para la curación. Dios encarga al profeta que anuncie el juicio sobre el pueblo, juicio que ya tiene lugar con sus palabras. Se tiene que conocer este punto de partida para comprender la res­puesta de Jesús. Sólo un desengaño que perduró a través de los siglos, y una desobediencia que se había ido acumu­lando, hacen que llegue a ser comprensible este juicio de Dios, pronunciado por el profeta contra el pueblo.

Jesús había empezado de nuevo y acababa de procla­mar el mensaje de la gracia. Cualquiera podía acercarse y nadie estaba excluido. Pero también aparece en la gene­ración de Jesús el misterio de la obstinación. Sólo un pequeño grupo se le había unido y había creído en él. Pero los demás han visto y, sin embargo, no han visto; han oído y, sin embargo, no han entendido. Así pues, ya está dictada la sentencia contra ellos, así como antes contra la generación de los profetas. No se les anuncia abierta­mente el misterio, sino con un encubierto lenguaje en pa­rábolas, porque han permanecido estériles y han desper­diciado la oportunidad e.

6. E! texto de san Marcos (Me 4,l is) todavía es más duro, cuando dice qi'.e Jesús habla en parábalas (apara que viendo, vean, pero no per­ciban...» Aquí no se designa la obstinación como motiva, sino como fina­lidad del lenguaje parabólico. Sobre este particular, cf. sobre todo J. SCHMID. El Evangelio según san Mateo, Herder, Barcelona 1967, p. 316s.

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Así se vieron las cosas más tarde: Las comunidades creyentes, que habían conocido el misterio real de Jesús después de su resurrección, volvieron sus ojos a los tiem­pos de Cristo. Pero el conocimiento pleno propio de aque­llas comunidades no es adecuado para medir aquella predicación en parábolas, que, naturalmente, se limita a insinuar y envuelve su contenido en imágenes. Los judíos de aquel tiempo no eran dignos de este conocimiento, porque no habían creído. De aquí conocen los fieles (y ello puede servirles de ejemplo) que la misma Palabra que trae la vida, puede convertirse en perdición. La ocasión desperdiciada puede tener consecuencias irreparables para la vida. La decisión ya se abre camino al primer momento en que uno se abre con prontitud o se cierra con dureza de corazón...

16 Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen. 17 Porque os lo aseguro: muchos pro­jetas y justos desearon ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oir lo que vosotros estáis oyendo y no lo oyeron.

En estos versículos tenemos la llave para todo este pasaje, a partir del v. 10. Jesús dirige la palabra directa­mente a los discípulos, y los alaba llamándolos dichosos. Sus ojos son felices, porque ven, y sus oídos lo son, porque oyen. Hay una doble acción de ver y oir. Es una percepción y acogida meramente óptica y acústica y una concepción de la realidad, que se da a conocer con imágenes y pala­bras. Muchos profetas y justos han deseado ver lo que veis, y oir lo que oís.

¿Qué es lo que vemos y oímos? En primer lugar lo que ocurrió cuando vino Jesús. La actuación preparatoria del Bautista con su enorme amplitud. Y luego el mismo

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Jesús con la proclamación de su mensaje, la anuencia de la multitud, las señales prodigiosas y las palabras llenas de Espíritu.

Se dice con prudencia «lo que vosotros estáis viendo», sin que se den pormenores. Antes hemos oído hablar de los «misterios del reino de los cielos» (13.11). En el fondo se alude a lo mismo: a Jesús. La realidad del reino de Dios, de su venida misericordiosa y de su manifestación en Jesús, el Mesías. Eso se podía ver y oir. Los unos per­manecieron ciegos y sordos, los otros llegaron a ver y entender.

Jesús les llama dichosos. Salvación para vosotros, los que habéis encontrado el camino y las huellas. Habéis encontrado el propio, el verdadero objetivo, no solamente para vuestra vida personal y para su última consumación, sino el objeto final del mundo y de la historia. Los profetas y los justos han vivido siglos antes que vosotros y han esperado con ansia esta manifestación de Dios, de la cual ellos no. fueron testigos, sino que permanecieron en el ad­viento. Ahora el adviento se ha trocado en la verdadera «venida».

Hay pocas palabras de Jesús que irradien y resplan­dezcan como éstas. Es el tiempo de la consumación, tiempo decisivo y tiempo de gracia, tiempo de la visitación de Dios, única e irrepetible. En la plenitud y fuerza de esta conciencia se hace presente el Señor. Y podemos decir que es cierto que quien se ha hecho cargo de esto y, en consecuencia, puede aplicarse a sí mismo estas palabras, es también dichoso: el que ve y conoce, el que oye y entiende. Dichoso el que cree y ha experimentado en Jesús el misterio de Dios. Es el misterio fundamental del mundo, que estaba escondido y ahora se ha manifestado en Cristo Jesús (cf. Col l,24ss).

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c) Explicación de la parábola del sembrador (13,18-23).

18 Escuchad, pues, el sentido de la parábola del sem­brador. 19 Cuando uno oye la palabra del reino sin pro­fundizarla, viene el malo y arrebata lo sembrado en su corazón; éste es lo sembrado al borde del camino. 20 Lo sembrado en terreno pedregoso representa al que oye la palabra y de momento la recibe con alegría; 21 pero no echa raíces en él, porque es hombre de un primer impulso, y apenas sobreviene la tribulación o la persecución por causa de la palabra, al momento falla. M Lo sembrado entre zarzas figura al que oye la palabra; pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la pala­bra, y no da fruto. 23 Lo sembrado en tierra buena re­presenta al que oye la palabra y la entiende y da fruto y llega al ciento por uno, al sesenta o al treinta.

Después de todo lo dicho, resulta evidente que la expli­cación sólo se da a los que entienden. Ellos llegarán a conocer el verdadero sentido de la parábola. Aunque no estuviera aquí está exposición o se diera de una forma algo distinta, en el fondo entenderíamos así la parábola basándonos en la fe. Pero la explicación es un ejemplo de cómo es acogido el discurso de Jesús por el creyente, la Iglesia y su proclamación apostólica, y cómo es aplicado a la situación propia de ellos. Es una disertación para los que están dentro, y no para los que están fuera. Es una especie de declaración de sí mismo y un resultado de la experiencia misional, tal como pudo inferirse de la práctica de la Iglesia.

Sorprende el rigor con que la explicación se adapta a la estructura de la parábola. En conjunto ambas discu­nen paralelas. Según san Marcos al principio de la exposi-

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ción estaba la frase lacónica: «El sembrador va sem­brando la palabra» (Me 4,14). Con esta frase se interpretó exactamente la importancia de la semilla en el sentido de la parábola. Se trata de la palabra, del mensaje del reino, de la nueva de la venida de la salvación. San Ma­teo pasa en seguida a describir los sucesos y en ellos hace recaer dos acentos importantes: se trata del oyente («cuando uno oye...») y de «la palabra del reino» (13,19). Con las dos expresiones Jesús ya establece la dirección de lo que ha explicado. Deben presentarse diferentes clases de oyentes del mensaje de salvación del reino de Dios. Esta dirección no coincide exactamente con la de la parábola. En ésta se encuentra en primer término lo que sucede en la siembra, es decir la obra de Dios en la proclamación de Jesús. En la explicación está en primer término la re­cepción subjetiva y la diferente respuesta que se da a la palabra. En la parábola hay que robustecerse con la es­peranza del éxito otorgado con seguridad. En la explicación hay que precaverse del riesgo que amenaza, de la completa destrucción de la semilla. Así pues, el peso fuerte de un estímulo confiado en vista del menguado éxito se cambia en una exhortación a dar buena acogida al mensaje. Escu­charemos, pues, esta explicación, y nos daremos por alu­didos con ella. De este modo los dos textos —parábola y explicación — se complementan ventajosamente.

El camino, al que ha sido echada la semilla, y del que ha sido quitada a picotazos por los pájaros, es com­parado con una persona, que ha escuchado, pero no ha entendido. Sólo las palabras llegaron a su oído, pero el sentido de las palabras no penetró en su corazón. Ha per­cibido exteriormente el sonido, pero no ha abierto de veras su manera de pensar al contenido de la palabra, y por tanto al mismo Dios. Satán se acerca rápido y arrebata lo que se ha oído superficialmente. Un segundo grupo de

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hombres lo forman los que al principio escuchan y reciben con entusiasmo, pero no se mantienen firmes. El terreno es demasiado tenue, la semilla no puede echar raíces. Vienen las tribulaciones y la persecución. Se cansan, se escandalizan y recusan. Así como el grano se seca por los rayos del sol. así también perece su fe, que todavía no se ha fortalecido. Un tercer grupo también escucha la palabra y la acepta, pero no puede defenderla contra las exigencias y los demás ofrecimientos seductores de la vida. Las preocupaciones y las riquezas impiden el crecimiento de la palabra, y permanece estéril. También aquí había una fe auténtica, pero ni pudo imponerse ni tomar a su servicio toda la vida. Pero el Evangelio exige la completa disposición y el primer derecho. «No podéis servir a Dios y a Mammón» (6,24c). «No os afanéis por vuestra vida: qué vais a comer; ni por vuestro cuerpo: con qué lo vais a vestir...» (6,25).

Por fin el último grupo, del que todo depende y que debe ser expuesto principalmente en la parábola, son los que oyen y entienden. Estos entienden bien, no sólo al principio e imperfectamente, ni tan sólo por algún tiempo o mientras resulte fácil y dé alegría creer, sino en las tri­bulaciones e indigencias, en la dura polémica con las otras fuerzas que quieren dominar nuestra vida. Entender en estas condiciones es entender plenamente, es una com­prensión de que Dios quiere ser Señor por completo, siem­pre y en todas partes, es comprender que el hecho de ser discípulo importa un compromiso para toda la vida en su altura y amplitud. Al que así ha «entendido» se le da cons­tantemente, se le provee ubérrimamente con dones de Dios, lleva mucho fruto. A cada cual según la medida de su conocimiento se le da el ciento por uno, el sesenta o el treinta.

La Iglesia apostólica sabe que hay diferencias en la

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manera de entender. No consiguen la plena madurez del conocimiento todos los que se han adherido a la fe. La fe da en germen el conocimiento y la sabiduría de Dios. Pero, con la medida de amor y renuncia aportada por el individuo, se decide cuan profundamente es introducido él en el conocimiento de Dios. San Pablo fue uno de los que Dios obsequió con un conocimiento inusitado. La carta a los Hebreos también distingue entre la fe incipiente una verdad primordial (la «leche»), y una sabiduría más elevada (la «comida sólida») para los perfectos (Heb 5,1 lss). La misma manera de ver encontramos también en la parábola de los talentos (25,14-30). Son diferentes los dones que el Señor de la casa reparte antes de partir de viaje. También es proporcionalmente distinta la ganan­cia que obtienen los criados. A los que han tenido éxito según la medida de sus dones, se les añaden nuevos dones en la rendición de cuentas. Pero el criado perezoso que había enterrado su talento, no sólo es arrojado a las ti­nieblas exteriores, sino que se le quita lo poco que tenía y se añade al que ya poseía la mayor parte: «Quitadle ese talento, y dádselo al que tiene los diez. Porque a todo el que tiene, se le dará y tendrá de sobra; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará» 25,28s). Los dones de Dios son diferentes, y el hombre no tiene derecho a in­terrogar a Dios sobre ellos o a quejarse de él. La comu­nidad debe admirar y recibir agradecido la riqueza de Dios y la variedad de sus dones. Se alegra de todos los que no sólo dan fruto al treinta por uno, sino al sesenta o al ciento por uno, como los santos de entre ellos.

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2. SECCIÓN SEGUNDA (13,24-43).

a) Parábola de la cizaña (13,24-30)'.

Sigue otra parábola basada en la vida del campo. Es similar a la del sembrador por pertenecer al mismo ámbito de vida, por la contemplación del campo, de la sementera y de la cosecha. También está estrechamente ligada con la parábola de la red barredera (13,47s). Las dos constituyen como una doble parábola Nó son raros tales ejemplos 8.

24 Les propuso esta otra parábola: El reino de los cielos se parece a un hombre que siembra buena semilla en su campo. 25 Pero, mientras la gente dormía, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. 26 Luego, cuan­do brotó la planta y se jormó ¡a espiga, entonces apareció también la cizaña. 27 Los criados del padre de familia fueron a avisarle: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña? 28 Él les respondió: Esto lo ha hecho algún enemigo. Los criados le dicen: ¿Quieres que vayamos a recogerla? 29 Pero él les contesta: No; no sea que, al querer recoger la cizaña, arranquéis con ella el trigo. 30 Dejad crecer los dos juntos hasta la siega; y al tiempo de la siega diré a los segadores: Re­coged primero la cizaña y atadla en gavillas para que­marla, y el trigo, almacenadlo en mi granero.

Tenemos que representarnos, en forma viva, lo que aquí se nos narra. Un campesino ha estado durante el día

7. En la parábola de la cizaña vale de una manera especial lo que se' dijo en la nota segunda de un modo general sobre la relación de las palabras originales de Jesús con la manera de entender del respectivo evan­gelista. En la parábola de la cizaña no es posible prescindir de la manera como san Mateo entendió la parábola, sobre todo por causa de la subsi­guiente explicación en 13,36-43.

8. Cf. el grano de mostaza y la levadura en 13,31-33; el tesoro y la perla en 31,44-46, la oveja perdida y la dracma perdida en 15,4-10, etc.

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en el campo, para sembrarlo. Un vecino que le odia mor-talmente, lo ha observado. Se le ocurre un pensamiento abominable y lo realiza aquella misma noche. Pasa disi­muladamente y sin ser visto por el mismo campo y esparce la semilla de cizaña. El vecino duerme tranquilo y, al prin­cipio, no se nota nada, pero cuando el trigo germina, aparece también la cizaña, en cantidad tan grande que sorprende. El hecho de que no fuera notada antes, puede ser debido a que una determinada cizaña, el joyo, al co­mienzo tiene un parecido sorprendente con el trigo. Pero ahora por primera vez se puede ver todo el infortunio. Los criados proponen al campesino la cuestión en sí razonable de si no se tiene que arrancar la cizaña. Pero quizás ya es demasiado tarde para ello, dado que ya «se forma la espiga» (13,26). No obstante sorprende que el campesino rechace la propuesta. Quiere que ambos crezcan juntos, para que el trigo no sufra ningún perjuicio, escardando el terreno. No tiene ningún sentido que se escarde ahora. En lugar de esto habrá pronto la siega, y entonces los segadores cumplirán el encargo del campesino de poner aparte la cizaña y atarla en gavillas para quemarla. En Palestina la madera es escasa, por eso se desea tener ma­terial suplementario de combustión. Pero el trigo se guar­dará en el granero.

La conducta del campesino es extraña de suyo. Cual­quier hombre razonable, primero se ocupará en quitar la cizaña para que el grano tenga más aire. ¿No ha de temer el agricultor que la cizaña crezca más aprisa y más alta que el trigo, y lo ahogue, como se describe en la parábola precedente? (13,7). Esta sorpresa ya indica la dirección, en que hay que buscar la declaración, el sentido de la pará­bola. Lo que se quiere declarar, lo transparenta más esta parábola de la cizaña que la del sembrador. Se nota más claramente a quién se alude, cuando se habla del padre

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de familia (13,27). El vocablo es característico de san Mateo y se emplea con frecuencia de tal modo que el oyente haya de pensar en Dios o en Jesús, el padre de la familia de los discípulos 9. Pero además hay otro sem­brador, un «enemigo» (13,25.28). De las condiciones exis­tentes en el campo no es responsable solamente el padre de familia. Si cuando se habla de él se señala a Dios, al hablar del enemigo se señala a su gran antagonista y rival, el malo y enemigo por antonomasia (cf. 13,19.38). Aquí se hace resaltar la siega con más fuerza que en la primera parábola. Al fin el juicio está en perspectiva.

Pero lo principal consiste en otra cosa. Es la decisión del padre de familia. Se rechaza la propuesta de los criados, que es reemplazada por la decisión del señor de la casa. Esta decisión ha de respetarse, es decir, la cizaña y el trigo han de permanecer juntos hasta la siega. Toda separación y juicio antes de tiempo es una intromisión en el plan del señor de la casa. Él se ha reservado el juicio. Soporta la cizaña y también el perjuicio que causa al trigo. Cuanto más lejos del hombre esté esta manera de pensar, tanto más ha de aceptarla. Esta decisión no se revoca...

Para el discípulo del reino la situación del mundo es difícilmente soportable, es una constante tentación de su confianza o de su propia voluntad de poner orden antes de tiempo. El día de la siega se quitará el tormento de los corazones de los buenos, y a los malos les sobrevendrá el destino que les corresponde. Dios tiene los hilos sujetos en la mano. Sabe que todo es llevado a la finalidad que él y ningún otro ha establecido. Dios sabe que el trigo no se perderá, sino que se conserva para ser recogido en el granero divino. Deben observar una actitud como la de Dios los que se han subordinado al dominio de la voluntad divina.

9. Cf. 10,25; 20,1.11; 21.33.

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Se requiere una gran fe y mucha bondad y madura sabiduría para poder pensar así. Dios se ha reservado el juicio para sí solo, «a mí me corresponde la venganza; yo daré el pago merecido, dice el Señor» (Rom 12,19). Cuando los discípulos quisieron hacer bajar fuego sobre una aldea samaritana que rehusó alojar a Jesús y a los suyos, Jesús se lo prohibió (Le 9,54s). «No juzguéis y no seréis juzgados» (7,1).

b) Parábola del grano de mostaza (13,31-32).

31 Les propuso esta otra parábola: El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. 32 Con ser ésta la más pequeña de todas las semillas, cuando crece es la mayor de las hortali­zas y se convierte en árbol, de modo que los pájaros del cielo pueden venir y anidar en sus ramas.

La pregunta de la que proviene la parábola, puede haber sido semejante a la pregunta de la parábola del sembrador. ¿Cómo debe representarse el poderoso reino de Dios en unos principios tan raquíticos? ¿Qué debemos conservar en este pequeño número, en la exigua eficacia del aposto­lado de Jesús, en el tenue eco del llamamiento de Jesús? ¿Es todo eso digno de Dios y del tiempo incipiente de la salvación?

En Palestina es proverbial que el grano de mostaza es la más pequeña de todas las semillas. Pero el arbusto desarrollado de la mostaza crece rápidamente hasta una altura de dos o tres metros, y es visible desde lejos. Es verdad que no se convierte en un «árbol», como se dice en la parábola. Aquí se introduce otra imagen, que es familiar al Antiguo Testamento, la imagen del árbol uní-

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versal: «Así dice el Señor Dios: Yo mismo tomaré de la cumbre del cedro, de sus ramas más altas yo arrancaré un tierno ramo. Lo plantaré sobre una montaña muy elevada. Sobre un monte elevado de Israel lo plantaré. Echará ramas y dará frutos. Se convertirá en un magnífico cedro. Todos los pájaros habitarán a la sombra de sus ramas» (Ez 17,22s). El profeta menciona la antigua ima­gen del árbol universal, el vetusto símbolo de la fertilidad, de la vida y de la estabilidad. El mismo Dios plantará de nuevo el árbol en el tiempo futuro 10. Jesús hace apare­cer la imagen y habla del árbol, al que vuelan los pájaros del cielo y anidan en sus ramas. Así sucederá al fin con la obra de Dios, que empieza humildemente como una insignificante semilla.

Poniendo la mirada en este tiempo futuro el discípulo soporta con alegría el tiempo presente. Sabe que los pe­queños principios actuales y las sencillas señales no pue­den compararse con la obra consumada. El discípulo confía en Dios enteramente y sin reserva, confía en que Dios puede hacer grande una cosa tan exigua. Dios pue­de sacar de estas piedras hijos de Abraham, es decir, puede formarse un pueblo de la nada (cf. 3,9). Dios tiene nor­mas distintas de las que tenemos los hombres. Lo exi­guo ante él es grande, y lo grande que tienen los hombres, ante él es horrible.

En la parábola todavía resuena otro pensamiento, el del crecimiento. No sólo debe aparecer gráficamente la relación entre la pequeña semilla y el gran árbol, sino también la índole dinámica del reino de Dios, en cons­tante crecimiento y progreso, siempre encaminado a su objetivo. El reino prosigue y adelanta, Dios conduce los

10. En otros pasajes del Antiguo Testamento, también se emplea este árbol como símbolo del poder de un soberano o reino, que se opone al poder de Dios y por eso es condenado; cf. Ez 31,lss; Dan 4,oss.

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acontecimientos hacia su glorioso objetivo. El creyente está seguro de esta meta y de la acción de Dios, eficaz e impulsora de la historia, a pesar de que con frecuencia no aparezca como tal, sino que, por el contrario, dé la impresión de deterioro y no de mejora, y aun cuando otras veces el hombre se crea envuelto en el eterno girar del retorno de lo idéntico.

c) Parábola de la levadura (13,33).

33 Otra parábola les dijo: El reino de los cielos se pa­rece a un poco de levadura que una mujer tomó y mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó toda la masa.

Esta parábola se cuenta con mucha llaneza y conci­sión en un versículo. Una mujer quiere cocer pan. A la gran cantidad de harina se añade una porción insignifi­cante de levadura, la mujer mezcla las dos, las cubre con un paño y las deja. Después de algún tiempo ha ocu­rrido algo admirable: toda la harina ha fermentado. La pequeña cantidad hizo un gran efecto. Como en la pa­rábola del grano de mostaza también aquí se trata, en primer lugar, de lo sorprendente, del cambio brusco, de la comparación asombrosa entre el principio y el fin. Así sucede con el reino de Dios. Por sus humildes indicios no se puede juzgar su pleno poder, desarrollo y grandeza.

Pero aquí todavía es más importante el pensamiento de la eficacia. La pequeña parte de levadura tiene en sí una vigorosa fuerza vital. La levadura puede hacer fer­mentar una gran masa de harina, de forma que pueda cocerse y producir pan. Es, por así decir, el principio vital del conjunto.

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El pequeño número y la cantidad minúscula no pue­den engañar. Ante Dios no sólo tiene validez otra medida en la relación entre lo grande y lo pequeño, sino tam­bién entre lo eficaz y ¡o débil. Interiormente está lleno de fuerza vital lo que exteriormente puede parecer débil e indigente. Con la debilidad externa del mensajero se des­arrolla la fuerza interna del mensaje11. Son realmente di­vinos el nuevo corazón y el nuevo espíritu, que Dios ha prometido y que ahora quiere formar en la plenitud del tiempo.

La persona que se subordinó por completo al domi­nio de Dios y se dejó transformar por él es como una levadura para su ambiente. La efectiva fuerza vital, que fluye y palpita en esta persona, comprende todo lo que es­tá alrededor de ella y se le confía. No sólo los grandes acontecimientos, sino nuestra pequeña vida cotidiana nos muestran esta fuerza vital, si está incorporada en per­sonas vivientes. También nos muestran su eficacia y su capacidad de irradiación sobre los demás.

Jesús ha dicho al pequeño grupo de sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo..., vosotros sois la sal de la tierra..., no puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte» (cf. 5,14-16). ¿Conocemos el te­soro que Dios ha insertado en nuestra vida? ¿Creemos que estamos llamados para dedicarnos a nuestro ambiente con esta fuerza, para hacerlo fermentar con la vida de Dios, aunque lo hagamos con tentativas muy humildes, poco vistosas y quebradas por nuestras debilidades y fragilidad? Esta es la vida de Dios.

11. Cf. Gal 4,13; ICor 1,25.27; 2,3; 2Cor 12,8s, y G. RICHTER, Devt-sches Wórterbuch lum Neuen Testament, Ratisbona 1962, p. 799s.

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d) La enseñanza por medio de parábolas (13,34-35).

34 Todo esto lo dijo Jesús a las muchedumbres por medio de parábolas, y sin parábolas no les decía nada. 35 Para que se cumpliera lo anunciado por el projeta: En parábolas abriré mi boca, declararé lo que desde la crea­ción está oculto.

A continuación siguen dos versículos sobre el sen­tido del lenguaje de Jesús en las parábolas. Estos ver­sículos concluyen esta sección de enseñanza del pueblo, que se contrapone a la parte siguiente, que sólo se di­rige a los discípulos. Con relación al pasaje anterior (13,10-15) estos dos versículos tienen otra dirección. De­ben mostrar que el modo de hablar de Jesús en las pará­bolas corresponde a la Escritura. Las palabras del An­tiguo Testamento no están en ningún profeta, sino en el libro de los salmos, aunque de una forma algo dis­tinta: «Yo abriré a las parábolas mi boca. Expondré los arcanos de los tiempos idos...» (Sal 77,2). Jesús sólo habla al pueblo con parábolas, porque el pueblo no presta atención al mensaje y no cree. Las parábolas sólo pueden ser aclaradas a los que les gusta escuchar y ya han en­tendido. Aquí el evangelista sigue utilizando este pensa­miento de 13,10-15. El embotamiento de Israel no se debe a Dios ni a Jesús, su causa no es la manera enigmática de la proclamación del Señor. Este posible error está excluido por la palabra de la Escritura, según la cual el elegido de Dios ha de hablar con parábolas. Eso quiere decir el evangelista, así lo pudieron entonces entender los judíos, a quienes era familiar esta manera de expre­sarse de la Escritura.

Se reconoce claramente que estos versículos (como

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también 13,10-15) incluyen la experiencia del tiempo pos­terior. La misión entre los judíos en conjunto había fra­casado. Israel no sólo había rechazado al Mesías, sino también a los misioneros después de pentecostés. Se vuelve la mirada a los acontecimientos y se procura dilucidar la recusación, que difícilmente se puede comprender. Un me­dio para entender es la explicación del lenguaje para­bólico del Señor. Aquí se introduce la separación entre oyentes solícitos y embotados. A los primeros se les hace comprender las parábolas añadiéndoles la explicación de las mismas (cf. las explicaciones de las parábolas del sem­brador y de la cizaña). Pero los demás, los que están fuera, sólo llegan a conocer las parábolas sin la clave, es decir sin la explicación, porque se han colocado fuera.

Tenemos que esforzarnos por separar entre sí las dos cosas: la parábola primitiva, tal como Jesús la ha con­tado y nos la transmite inmediatamente, y por otra parte la explicación de las parábolas en general, que son un fragmento de la teología cristiana primitiva y que debían ayudar a poner en claro el endurecimiento de Israel para la Iglesia de aquel tiempo. Dios ofrece el pleno sentido y la verdadera comprensión de sus misterios sólo a los que han abierto su espíritu y su corazón para entenderlos. Así sucedía en Israel, así sucede en la Iglesia.

e) Explicación de la parábola de la cizaña (13,36-43).

36 Entonces dejó a las muchedumbres y se fue a casa. Y se le acercaron sus discípulos para decirle. Explícanos la parábola de la cizaña del campo. 37 Él les respondió: El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; 38 el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino; la cizaña son los hijos del malo; i9 el enemigo que

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la siembra es el diablo; la siega es el final de los tiempos; los segadores son los ángeles.

Jesús regresa a la casa de donde (13,1) había salido. La predicación oficial a todos está separada de la instruc­ción especial a los discípulos. Ahora los discípulos piden expresamente una explicación: Explícanos la parábola de la cizaña del campo. Luego sigue una explicación, que en esta forma está una sola vez en toda la tradición evan­gélica. En primer lugar casi todas las personas y acciones del relato son transferidas a la realidad religiosa, y son enumeradas como en una lista n. El Hijo del hombre es el sembrador; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino; la cizaña son los hijos del malo; el enemigo es el diablo; la siega es el final de los tiempos; los segadores son los ángeles. En esta enumeración ya se ve que en la explicación se pretende algo esencialmente distinto de lo que se pretendía en la parábola. En ésta se trataba de la decisión del padre de familia de dejar crecer ahora la cizaña y el trigo, aquí se trata de la siega futura, de la muerte definitiva de la cizaña y del trigo.

Por la parábola se descubre el drama del juicio final. Este drama debió realmente inducir a explicar y nombrar las distintas figuras. Pero la explicación manifiesta un pro­fundo deseo de la antigua Iglesia. Los predicadores tenían interés en impugnar una temeraria seguridad que podía difundirse entre los llamados a la salvación. Al mismo

12. Hoy día se reconoce casi generalmente que esta explicación de la parábola de la cizaña no procede de labios de Jesús, sino que reproduce la predicación de la antigua Iglesia, que, sin embargo, no sólo tiene que considerarse como palabra inspirada, sino que también tiene derecho por sí misma a una alta consideración. Un conjunto de observaciones lingüís­ticas hacen incluso probable que sea una explicación original del evange­lista san Mateo. Cf. más pormenores en J. JEREMÍAS, Die Gleichnisse Jesu, p. 69-72; sobre todo H. KAHLEFELD, Gleichnisse und Lehrstücke im Evan-gelium i, p. 65-72.

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tiempo se puso ante la mirada la gravedad y el terror del juicio, hacia el que también se dirigen los que se han sal­vado, con la esperanza de ser también salvados le se­gunda vez.

Se revela el drama del fin del mundo. Quien domina el mundo y en todas partes arroja su semilla es el Hijo del hombre. No el humilde peregrino de Galilea, ni el supuesto revolucionario fracasado y condenado a muerte, ni tampoco el rey del tiempo final, que venia sobre las nubes del cielo y fue contemplado por el profeta como «uno que parecía el Hijo del hombre» (Dan 7,13); sino el Señor del tiempo actual del mundo, computado desde la presentación de Jesús hasta su segunda venida para el juicio, el Señor de las comunidades y de todas las na­ciones.

El campo puede significar simplemente el mundo. No se hace ninguna diferencia entre el terreno laborable pri­mitivo, el pueblo de la alianza del Antiguo Testamento (el pueblo primeramente destinado a la salvación), y los pueblos paganos que se agregan. Todos ellos son ahora sin distinción terreno laborable para la semilla del divino sembrador. De él procede la buena semilla, éstos son los hijos del reino. Reino aquí es una dicción abreviada de la forma más completa «reino de los cielos» o «reino de Dios». Los hijos del reino son los que a él están llamados y han seguido este llamamiento por propia decisión. Ahora ya forman parte del reino, pero conseguirán un día la plena filiación, si de su actual vocación también dimana la definitiva elección 13. Así pues, los hijos del reino son los aspirantes a poseerlo definitivamente. Aunque no ten­gan ninguna garantía, tienen una esperanza justificada

13. Sobre la diferencia entre vocación y elección, cf. lo que se dice a propósito de 22,14; sobre la filiación al fin de los tiempos, cf. lo que se dice a propósito de 5.9.

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de conseguir esta posesión, porque han sido llamados y han seguido este llamamiento. Es un honroso título ser hijo del reino de Dios.

Se oponen con violencia los hijos del malo, que el demonio ha diseminado y de él proceden. Aquí no se distingue entre los que sólo están comprometidos en parte con el malo, y otros que están enteramente a merced de él. Sin embargo, hay que tener en cuenta que los hijos del reino también son tentados y pueden caer, es decir, están constantemente amenazados por el malo. La mi­rada se dirige al fin, en el que cada uno ha obtenido su «forma» definitiva y su decisión ha madurado plena­mente para una cosa o la otra.

Incluso entre los miembros de la comunidad los hay propiamente malos. Hay quienes han pretendido des­truir, sembrar discordia, causar confusión, seducir y atraer a la apostasía. Aquí no se ha de preguntar si dichos miembros son enteramente malos y ya no son capaces de conversión o si sólo se han convertido temporalmente en el instrumento del malo. En cualquier caso cooperan con el malo y contra Dios y su obra. Los que tienen el nombre y la dignidad de hijos del reino, pueden ser inte­riormente hijos del malo. Esto se hace patente al fin. La segunda parte de la explicación cuenta cómo se llevará a cabo la separación.

40 Pues lo mismo que se recoge la cizaña y se quema en el fuego, así sucederá al final de los tiempos: 4l el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los escandalosos y a todos los qué cometen la maldad, 42 y los arrojarán al horno del fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. 43 Entonces los justos, en el reino de su Padre, resplandecerán como el sol. El que tenga oídos, que oiga.

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Lo que sucede en el campo, cuando se recoge la ci­zaña y se quema en el fuego, eso también ocurrirá al fin del mundo. El Hijo del hombre es el que juzga. En esta segunda parte de la parábola se habla sobre todo del destino de los malos. Se los debe prevenir. Solamente al final se les opondrán los justos: brillarán como el sol, en el reino del Padre (13,43a). Los malos ya no tendrán ninguna esperanza, sino que serán arrojados muy lejos de Dios. Las expresiones corresponden al tiempo y son corrientes para los rabinos como para todos los contem­poráneos de Jesús. Allí está el «horno del fuego», y reina el «llanto y el rechinar de dientes». Estas expresiones tienen que ser explicadas para que las comprendamos. Porque no se trata de tormentos físicos, sino de la exclu­sión definitiva de la gloria y de la vida de Dios. Por esta exclusión los condenados se sumergen en la desesperación y en la rabia impotente.

En este pasaje llegamos a conocer mejor la índole de estos hijos del malo. Se nombran dos grupos, los «escan­dalosos» y los que «cometen la maldad».

En san Mateo se habla con frecuencia de los escán­dalos y de los que los provocan. Esta expresión no debe ser privada de su fuerza. El escándalo afecta siempre a la totalidad de la persona y principalmente a la fe. El que se escandaliza, pierde la fe, se aleja de Dios y de su llamamiento, quizás por un motivo insignificante. Dar escándalo a un tercero significa ser motivo de caída para el otro, que deja de cumplir con su dignidad de cristiano. Tales escandalosos son los peores seductores, contra los que se previene con las más graves amenazas (cf. 18,6s). En este pasaje pueden entenderse los escándalos en sen­tido personal u objetivo. Cabe suponer que se ha in­cluido en ellos todo lo que la comunidad cristiana con­sideraba como tal: los que se escandalizan y caen, y por

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este motivo se convierten, a su vez, en ocasión de tro­piezo para sus propios hermanos en la fe y para los ex­traños, y los que, como escándalos vivientes, merodean por la comunidad y, mediante sus doctrinas erróneas y sus graves extravíos, seducen a otros. Una fuerza real­mente inquietante.

El segundo grupo lo forman los que cometen la maldad. ¿Qué clase de gente es ésta? En el sentido del evange­lista son personas sin ley, porque ellos mismos se cons­tituyen en ley: son sus propios legisladores. La verda­dera ley del nuevo pueblo de Dios es la perfecta ley del amor (22,40) cumplida por Jesús (cf. 5,17), «la perfecta ley de la libertad» (Sant 1,25). En esta ley se ha perfec­cionado la ley del Antiguo Testamento. Esta ley ahora ha venido a ser la norma competente para los discípulos de Jesús. Se puede contravenir a esta ley, si se recae en el servicio de la ley del Antiguo Testamento y cada uno por su parte procura cumplir puntualmente los manda­mientos que allí se dan, y quiere obligar a los demás a cumplirlos. Éste era el peligro de una dirección que pro­cedía de la Iglesia madre de Jerusalén y contra la cual san Pablo se resistió apasionadamente. Pero también se puede contravenir a esta ley, rechazándola en general y si uno se llena de ilusiones y se entrega a una falsa libertad y, con ello, al desenfreno y a la disolución (cf. Gal 6,13s). Ambos grupos son culpables. Ambos hacen traición a lo propio de la obra de Jesús, a la nueva vida del amor en la perfección de la nueva ley. No tienen esperanza de ser liberados, si han conducido a la comu­nidad por caminos erróneos y se colocaron fuera de la salvación, que Jesús también a ellos les había traído.

Se puede desacertar en la Iglesia la voluntad de Dios y el orden de vida establecido por Jesús, si se recae en la manera legal de pensar del Antiguo Testamento o si

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se rechaza por principio la manera de pensar perfeccio­nada por Jesús, la «ley de Cristo» (Gal 6,2). También hoy día se dan las dos tentaciones, también hay porta­voces y seductores para una u otra de las dos clases de corrupción.

Estos dos grupos ya muestran que se piensa sobre todo, aunque no exclusivamente, en las relaciones dentro de la Iglesia. La cizaña también crece en las propias filas. En ellas hay traidores, embusteros, personas insensibles, pecadores de toda clase, herejes y seductores. ¿Cómo es esto posible, si la Iglesia es el pueblo santo de Dios, y los creyentes son discípulos de tal maestro? El espanto de­bido a esta causa fue al principio mucho más intenso del que hoy día sentimos, aunque agobie gravemente a todos los que adoptan una actitud seria. Los creyentes de todos los tiempos lo han experimentado como carga y prueba, a menudo como una prueba mayor y más mo­lesta que las tribulaciones provenientes de un poder es­tatal corrompido o de artes de seducir en tiempos de inmoralidad. ¡Cuántas veces se intentó salir de esta socie­dad poco selecta, y fundar una Iglesia de los limpios y santos! Estas palabras aquí nos dicen que también el otro sembrador está constantemente actuando, y que no es de la incumbencia de los hombres el juicio ni la sepa­ración por la violencia; se nos dice que el hombre debe esperar ansiosamente el gran juicio que lleva a cabo el Hijo del hombre por encargo de Dios. «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria. Todas las na­ciones serán congregadas ante él, que separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos» (25,3 ls).

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3. SECCIÓN TERCERA (13,44-52).

a) Parábola del tesoro (13,44).

44 El reino de los cielos se parece a un tesoro escon­dido en el campo; un hombre lo encontró y lo escondió, y se va lleno de alegría, vende cuanto tiene y compra el campo aquel.

El vocablo tesoro suscita imágenes misteriosas. Le­yendas y fábulas giran alrededor de tesoros que desde hace milenios de años yacen en alguna parte, y azuzan la curiosidad y el deseo de aventuras. Los hombres dejan su casa, lo abandonan todo y se ponen a buscar la gran fortuna, se imponen toda clase de privaciones, solamente tienen ante su vista un único objetivo: encontrar el gran tesoro, la mina de oro, el diamante fabuloso, en la espe­ranza de que entonces toda su vida discurrirá por otros cauces, en la esperanza de liberarse de todas las preocu­paciones y molestias que atosigan a los mortales. El gran descubrimiento habrá de cambiar el rumbo de la vida.

Jesús habla de este tesoro. Alguien lo halla casual­mente, cava más, reconoce el valor. Entonces hace algo que los demás observan meneando la cabeza. Vende cuan­to tiene, y adquiere aquel campo. El precio de compra es tan alto, que tiene que arriesgarse todo lo que se posee, por modesto que sea. Se ha de vender todo, hay que entregarlo todo por causa de este valioso objeto. Este tesoro requiere una inversión alta, más aún, una inversión total.

Todavía se añade otro pensamiento. Es la alegría in­mensa de haber encontrado el tesoro. Esta alegría induce a la inversión inusitada. Ya no se calcula con sobriedad

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ni se sopesa en frío. En comparación con este tesoro todo lo demás que se posee es escaso, su valor no tiene propor­ción con el tesoro. Las cosas que se tienen, por muchas que sean, se vuelven insignificantes ante el verdadero valor por cuya causa vale la pena vivir.

Este tesoro es el reino de Dios, y por tanto el mismo Dios. El que ha encontrado a Dios mediante el mensaje de Jesús, renuncia con alegría a todo lo demás. Ha en­contrado la verdad y la vida.

El que tiene a Dios, lo tiene todo. Sólo Dios basta. Esta verdad únicamente puede aprenderse en la vida real. Nuestra mentalidad mundana, el temor de perder o des­atender algo y el programa que nos fijamos para nuestra propia vida tropiezan una y otra vez con esta verdad.

b) Parábola de la perla (13,45-46).

45 También se parece el reino de los cielos a un comer­ciante en perlas finas; ^encontró una de mucho valor, fue a vender cuanto tenía y la compró.

Esta breve parábola juntamente con la anterior forma una doble parábola y versa sobre el mismo tema. La pa­labra perla no sólo suscita la idea de un altísimo valor, sino también de la belleza inmaculada. El reino de Dios no solamente es el más excelso valor, sino también el bien más bello y perfecto que se puede conseguir.

Con respecto a la parábola del tesoro hay una no­vedad y es que se trata de un hombre que se dedica a buscar perlas finas. En el tesoro del campo se podía pensar en una persona que lo halla casualmente y luego saca las consecuencias. Así también muchos pueden haber encontrado a Jesús sin tener el afán ni la intención de

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encontrar el tesoro. Pero fueron dominados por él. Aquí se podría pensar en alguien que busca la verdad, como Nicodemo, que viene a Jesús de noche (Jn 3,lss). Aquí se habla de un gran comerciante que trafica en joyas. Nunca ha encontrado una perla tan preciosa y fina. Sin reflexionar va a vender cuanto tiene, todo el inventario de su negocio para adquirir esta perla. Por su experiencia sabe que la perla recompensará la inversión.

El corazón del hombre se queda intranquilo, hasta que la ha encontrado. Pero cuando la ha encontrado, está dispuesto a entregarlo todo por causa de este único ob­jeto valioso. ¡Qué inversión se exige, qué exigencia tan profunda! Jesús no la suaviza en nada, pero también mues­tra el atractivo y la alegría que produce el hallazgo de la valiosa salvación. Cuando lo hemos encontrado, hemos de procurar permanecer con la fascinadora alegría inicial del descubrimento. Cuando nos dedicamos a la búsque­da, no podemos descansar hasta haber encontrado lo que buscábamos.

c) Parábola de la red barredera (13,47-50).

47 También se parece el reino de los cielos a una red barredera que fue echada al mar para recoger de todo; 48 cuando estuvo llena, los pescadores la sacaron a la orilla, se sentaron y recogieron lo bueno en canastos, y echaron afuera lo malo.

Las dos últimas parábolas hablaban del tiempo pre­sente, de la oferta que ahora obtiene el hombre, y de la puesta que ahora debe hacer. Esta parábola de la red habla del tiempo futuro. Se echa al lago una red barre­dera y recoge muchos peces de diferente clase y calidad.

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La red tiene que ser extendida entre dos barcas y arras­trada sobre el lago. Cuando los pescadores están en tierra, sacan despacio la red con el hervidero multicolor, ponen los peces en la orilla y los clasifican. Sólo se clasifican en dos grupos, buenos y malos, aprovechables y sin valor. Los buenos se recogen en cubos, y los malos se echan afuera.

Antes se empleó la metáfora de la siega, en la que se separan el trigo y la cizaña. Aquí es una pesca de peces, en la que se recoge sin distinción todo lo que la red barre, y luego es clasificado. Al fin, tiene lugar la verdadera se­paración. Aquí ahora no están separados, sino juntos, y la mirada del hombre está oscurecida para llevar a cabo la separación; sobre todo no tiene derecho ni poder para efectuarla. La separación sólo es de la incumbencia de Dios, él es el gran pescador, que ha echado la red y nadie se escapa de ella. Entonces se hará justicia, de acuerdo con el valor de cada uno.

La parábola habla de Dios como del Señor del juicio. San Mateo también conoce que Dios ha traspasado el juicio al Hijo: «Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces dará a cada uno conforme a su conducta» (16,27). El Hijo del hombre ejercerá el juicio de Dios, «su gloria» (cf. 25,31) será la gloria del Padre...

49 Así sucederá al final de los tiempos: saldrán los án­geles, separarán a los malos de entre los justos 50 y los echarán al horno del juego; allí será el llanto y el rechinar de dientes.

La aplicación está estrechamente ligada con la ante­rior explicación de la parábola de la cizaña. La doctrina es la misma, también se describen los mismos sucesos,

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aunque con una forma mucho más breve y primitiva. Al fin del mundo los ángeles saldrán y separarán a los malos de entre los justos y serán echados al horno del fuego, al infierno. Nada más se dice de la suerte de los «justos» (cf. 13,43: «resplandecerán como el sol»). Las palabras deben hacer resaltar el juicio, suscitar el temor de la re­probación. Aunque en la vida de un hombre en el mundo no salga a luz lo malo cuando tiene éxito y prestigio, cuan­do es estimado, cuando exteriormente aparece intachable y excelente, sin embargo no perdamos de vista que el día del juicio sacará a luz la verdadera calidad. Todos de­bemos pensar en eso, especialmente los cristianos que un día han encontrado la perla preciosa y el tesoro en el campo. También ellos pueden encubrir su propia vida bajo la máscara de la piedad. Interiormente pueden ser «malos», cuando no buscan a Dios, sino a sí mismos.

d) Conclusión del discurso de las parábolas (13,51-52).

51 ¿Habéis entendido todo esto? Ellos le responden: Sí. 52 Entonces les dijo: Por eso todo escriba convertido en discípulo del reino de los cielos se parece a un padre de familia que saca de su almacén lo nuevo y lo viejo.

No solamente importa oir, sino entender. La pregunta del Señor se refiere a si los discípulos han entendido el verdadero tema y sentido de las parábolas. Esta com­prensión es lo que importa. Los discípulos obtienen la ayuda de las explicaciones circunstanciadas, que deben tra­ducir un lenguaje metafórico al sentido que se intentaba. La acción depende de la adecuada inteligencia. Sólo quien interiormente acepta lo que se ha proclamado, puede pro­ceder debidamente guiándose por este conocimiento. Puedo

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NT, Mt II, 4

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oir la parábola del tesoro en el campo, y no quedar afec­tado por ella, a lo sumo considerarla como saludable o necesaria para otros. Si me esfuerzo por entender esta parábola, entonces noto que se refiere a mí y que no pue­do desviarme de lo que ella reclama. El hecho de entender lo que aprovecha a mi persona, deja libre el camino para la acción conforme con la palabra.

La respuesta de los discípulos no solamente es im­portante para su salvación personal, sino también para su posterior tarea en la Iglesia. Deben aprender lo que han oído. Sólo pueden enseñar con el mismo derecho que Je­sús, si han entendido, si se han identificado con lo que oyeron, si han creído.

El capítulo de las parábolas también es una parte di­dáctica. El evangelista lo ha concebido así, y al final lo dice claramente una vez más (13,52). El que quiere en­señar, tiene que estar bien instruido. El que quiere anun­ciar el reino de Dios, tiene que haber aprendido la verdad sobre este reino. El capítulo de las parábolas también debe servir para aprender esta verdad. Dice a los predi­cadores y catequistas cómo debe expresarse la verdad del reino de Dios y cómo se puede mostrar el camino que conduce a la auténtica comprensión. Es un modelo para la enseñanza de la Iglesia.

En el seno del nuevo pueblo de Dios se forma una nueva categoría de escribas. En Israel hay escribas a los que está confiada la palabra de Dios, para que la expon­gan y hagan aplicaciones. Pero no han acertado el verda­dero sentido y no han conocido la verdadera voluntad de Dios. Ahora habrá verdaderos escribas, a quienes se con­cede la conveniente comprensión. También habrá una nue­va «Sagrada Escritura», la recopilación de las palabras y acciones de Jesús, que ponen por escrito los primeros heraldos. Se debe aprender y estudiar, exponer y aplicar

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esta Escritura. Cada uno de los teólogos es primeramente y en el fondo intérprete de la Escritura, cada uno de los teólogos instruidos debe ser un escriba. Aquí hay que descubrir — en medio del Evangelio — una de las fuentes de la teología y de su configuración científica.

El maestro de la Iglesia debe estar en la comunidad, como padre de familia, así como un padre de familia cuida de los suyos, da a los que viven en la casa lo que necesitan, y lo da en la medida y de la manera como lo necesitan. Saca lo nuevo y lo viejo del arca de su te­soro. No solamente lo nuevo, lo atractivo y actual, lo moderno y chocante sino también lo viejo, lo transmitido y acreditado, que debe unirse con lo nuevo. Jesús no ha suprimido la ley del Antiguo Testamento ni en su lugar ha colocado una ley nueva. Ha conservado lo viejo con profundo respeto, pero lo ha perfeccionado con lo nuevo 14. Así también en el capítulo de las parábolas están aunados lo viejo y lo nuevo. Lo antiguo es el gran tema del reino de Dios, desde que Dios empezó la historia con Israel. Lo nuevo es la última perfección de lo viejo mediante la venida y el mensaje de Jesús. Dios no quiere la ruptura radical con el tiempo pasado, sino la unidad del tiempo pasado, presente y futuro. Así debe enseñarse en la Igle­sia, así se debe proceder en ella. Lo viejo siempre es ac­tual en la tradición a través de las generaciones, pero siempre ha pretendido una comprensión más profunda, un conocimiento de causa más perfecto, una realización mejor.

14. Cf. el comentario a 5,17-19, volumen i, p. 107ss.

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VII. EL MISTERIO DEL MESÍAS (13,53-17,27).

1. REVELACIÓN GRADUAL (13,53-16,12).

Desde aquí en adelante san Mateo sigue exactamente el curso de los acontecimientos en san Marcos. En la gran sección de 13,53-17,22 (= Me 6,1-9,32) solamente faltan eñ san Mateo unas breves palabras sobre la misión (Me 6,6-13), que san Mateo ya había transmitido en su discurso a los discípulos (10,1-42), y el relato de la curación de un ciego (Me 8,22-26), que san Mateo omite en este pasaje. En cambio el primer evangelista tiene dos relatos, cada uno de los cuales narra la curación de dos ciegos (9,27-31; 20,29-34). Con los puntos esenciales de las dis­tribuciones milagrosas de alimentos, de la confesión mesiánica de Pedro, de la transfiguración en el monte, de los anuncios de la pasión del Mesías, se puede designar esta sección como gra­dual revelación mesiánica. Siempre aparece con mayor fuerza la creciente separación entre la gran masa del pueblo, que conti­núa en la incredulidad, y el grupo de discípulos que es con­ducido a una inteligencia más profunda. Así pues, las revela­ciones del Mesías tienen un efecto que al mismo tiempo separa y guía.

a) Incredulidad en Nazaret (13,53-58).

53 Cuando Jesús terminó todas estas parábolas, se fue de allí. 54 Y, llegando a su patria, les enseñaba en la sina­goga, de modo que quedaban sorprendidos y decían: ¿Pero de dónde le vienen a éste esa sabiduría y esos prodigios? 55 ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Y no se llama su madre María, y sus hermanos Santiago y José y Simón y Judas? 56 ¿Y no viven entre nosotros todas sus herma­nas? ¿De dónde, pues, le viene a éste todo eso?

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Jesús va a Nazaret, a la que se llama «su patria». Allí se había establecido y domiciliado José con María y el niño después de regresar de Egipto. Esta manera de pro­ceder estaba de acuerdo con la voluntad de Dios, como lo demuestra lo que dice la Escritura (2,23). Jesús tam­bién propone allí su mensaje durante la normal asamblea del sábado en la sinagoga. La gente queda sorprendida, como también se informó después del sermón de la mon­taña (cf. 7,28s). Pero aquí no es la sorpresa por la propia insuficiencia, no es la conternación por la alta reivindica­ción de Dios, sino la sorpresa de la irritación, de la pro­testa y de verse heridos en la propia estimación. Existen las dos posibilidades, las dos respuestas en cierto modo instintivas, que pueden darse a la proclamación del men­saje. Los unos están conmovidos hasta el fondo de su alma y perciben el llamamiento a cambiar la vida; los otros se sienten amenazados y se colocan a la defensiva por el orgullo ofendido.

Sus paisanos preguntan: ¿Pero de dónde le vienen a éste esa sabiduría y esos prodigios? Reconocen la sabi­duría, pero como algo ajeno y más excelso, que cae fuera de su horizonte de comprensión o no puede ser procla­mado con obligatoriedad, ya que Jesús es uno de los suyos y no puede evadirse de esta solidaridad. Las ac­ciones vigorosas de Jesús les producen la sensación de desafío y no de señal propicia. La razón de su altiva pre­gunta es el hecho de que le conocen. Por lo menos saben «de dónde» procede. No puede haber traído nada extra­ordinario, ya que su familia pertenece a la clase pobre del lugar, su madre, sus hermanos y hermanas son muy conocidos y todavía viven allí. Quizás hayan evitado inten­cionadamente decir «el hijo de José», para expresar la relación que le unía a él, y así han dicho «el hijo del car­pintero». Tal vez José sea el único carpintero del lugar,

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pero en todo caso ésta es una profesión normal, social-mente incorporada a la colectividad del pueblo. ¿Qué hace por iniciativa propia este «hijo», que procede de con­diciones normales, de una casa sencilla y de una profe­sión honorable?

Además dan algunos nombres de hermanos y también mencionan a sus hermanas, todos los cuales viven entre ellos y todavía están con ellos 15. Semejantemente subra­yan también que «están entre nosotros». No han salido del marco en que se les había puesto, no han abando­nado el medio de vida ni la comunidad del pueblo, sino que han permanecido en el lugar y en el redil gozando de simpatía. Pero ¿qué pensar de éste?

Tras esta sensación de que sea un extraño un hijo del pueblo que ha salido de la comunidad, y ahora tam­bién es rechazado de la comunidad, se advierte también otra cosa. El problema fundamental es éste: ¿De dónde le viene a éste todo eso? Solamente el lector del evangelio sabe la respuesta, a saber, que Jesús estaba engendrado «por obra del Espíritu Santo» (cf. 1,18) y que «el Espí­ritu de Dios» había descendido sobre él (3,16). Pero los habitantes de Nazaret se cierran el acceso a Jesús, por­que hacen la segunda pregunta antes de la primera. La primera pregunta se formula así: ¿Qué se dice aquí?, y no: ¿De dónde viene eso? Sólo si se ha escuchado y en­tendido de la forma debida, se puede preguntar por el

15. Acerca de la cuestión de las personas a quienes se llama «herma­nos de Jesús» (la cual, por desgracia, siempre grava el diálogo confesio­nal entre católicos y protestantes), cf. los artículos de J. BLINZLER, Zum Problem der Brüder des Herrn, en «Trierer Theol. Zeitschr.» 67 (1958), p. 129-145.224-246; «Theol. Jahrbuch», Leipzig 1960, p. 68-101; Brüder Jesu, en Lexikon für Theologie und Kirche, Herder, Friburgo de Brisgovia 21958, p. 714-717; S. SHEARER, LOS «hermanos» del Señor, en B. ORCHAHD, Verbum Dei m , Herder, Barcelona !1960, p. 314-319; W. GROSSOUW, Hermanos de Jesús, en H. HAAG - A. VAN DEN BORN - S. DE AUSEJO, Dic­cionario de la Biblia, Herder, Barcelona "1967, col. 829-831; J. SCIIMID, El Evangelio según san Marcos, Herder, Barcelona 1967, p. 126-128.

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origen. La pregunta por la procedencia «¿de dónde?» ya muestra que no quieren oir y que en la sinagoga en realidad no han oído.

57 Y estaban escandalizados de él. Pero Jesús les dijo: A un projeta sólo lo desprecian en su tierra y en su casa. 58 Y por aquella incredulidad no hizo allí muchos milagros.

Para la actitud de los hombres ante Jesús sólo existen dos posibilidades: abrirse con la fe o cerrarse por el es­cándalo. Los paisanos estaban escandalizados de él. Eso es exactamente lo contrario de la actitud de la fe. El es­cándalo procede de abajo, del hombre y del malo, des­truye la fe y no la deja medrar. El mismo Jesús se con­vierte en motivo de escándalo, sin que él haya contribuido en nada al mismo. Sólo se decide en el hombre qué ca­mino y qué dirección toma su vida.

La pregunta por la procedencia «¿de dónde?» para muchas personas, incluso modernas, se convierte en mo­tivo de escándalo. Especialmente para los que han estu­diado y conocen la historia. Ellos también piensan «que saben». Entonces Jesús pasa a ser el fundador de una re­ligión como Buda o Mahoma. La doctrina de Jesús se interpreta como un sistema doctrinal religioso o sola­mente como la experiencia originaria de un corazón genial; se ve a sus discípulos como un círculo de entusiastas adep­tos, semejante al que se forma siempre en torno a la per­sonalidad de promotores religiosos. Pero nada más. Se piensa que se puede contestar la pregunta sobre la pro­cedencia, «¿de dónde?», por el Antiguo Testamento, por la tradición religiosa de los pueblos circundantes, por el movimiento resurgente de la comunidad de Qumrán, por el apocalipsis del judaismo posterior y por la tradición escolar rabínica. Pero nada más. No se puede hacer la

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segunda pregunta antes de la primera, antes que se haya realmente oído lo que se dice.

El mismo Jesús cita un proverbio, según el cual nin­gún profeta vale nada en su tierra ni en su familia. Parece ser como una ley que se inicie el escándalo donde menos se le debía esperar. En el propio ambiente es donde será más fácil al hombre recusar, porque difícilmente distin­gue entre lo que viene de abajo, de la tradición de la fa­milia y del pueblo, y de la virtud de la sangre, y lo que se dice desde arriba y penetra en el mundo. Esta disposición defectuosa ya es incredulidad por la raíz de donde pro­viene. La incredulidad —no la propia impotencia— hace que sea imposible que Jesús pueda efectuar acciones mi­lagrosas. Porque el milagro se enlaza con la franqueza y la confianza del hombre. Sólo se da por añadidura todo lo demás a quien ha dado el primer paso, y ha cumplido la condición fundamental de escuchar con el ánimo dispues­to. Hará «obras... aún mayores» que las del maestro (Jn 14,12).

b) Degollación del Bautista (14,1-12).

1 En aquel tiempo llegó a oídos del tetrarca Herodes la fama de Jesús, 2 y dijo a sus cortesanos: Este es Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y de aquí que por él se realizan esos milagros.

Con escasa conexión se menciona una observación del príncipe reinante, Herodes Antipas ie. Ha oído hablar

16. En estos dos versículos se puede percibir ciaramente (lo cual es corriente que también pueda observarse en otros pasajes de san Mateo) que el primer evangelista enlaza entre sí distintas partes. En ello preva­lece de una manera constante el interés objetivo por encima de un interés histórico cronológico.

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del movimiento que había surgido en torno a Jesús y le da una notable explicación. Debe haber resucitado Juan el Bautista y debe haber reanudado sus actividades en Jesús. Las energías de Juan actúan en Jesús. Estas afirmaciones atestiguan el gran prestigio que entonces tenía Juan en general, y en particular en la opinión de Herodes. Al mis­mo tiempo se da a entender aquí el temor ante el juicio de Dios, que experimenta el que hizo dar muerte a Juan. Herodes se había apoderado del hombre de Dios, y ¿Dios ahora triunfaba sobre la malicia y violencia humanas me­diante la resurrección de los muertos? ¿Le amenazará también a él algún mal? Herodes da una opinión, que puede haber sido compartida por otros17. Aún se conser­vaba un recuerdo demasiado fresco de la actuación enér­gica de Juan, la semejanza entre la proclamación de Juan y la de Jesús podía llevar a esta confusión. En Juan y en Jesús se perciben fuerzas prodigiosas de arriba, prue­bas de poder divino. Ni siquiera Herodes puede hacerse sordo ante ellas. Aquí Herodes está más cerca de Jesús que los mismos paisanos de Nazaret, que no perciben nada divino, sino solamente lo humano.

3 Efectivamente, Herodes había arrestado a Juan y lo había encadenado y metido en la cárcel por causa de He-radías, mujer de su hermano Filipo; 4 pues Juan le decía: ¡No te es lícito tenerla! 5 Y aunque quería matarlo, tuvo miedo al pueblo, porque lo tenían por profeta. 6Pero en el cumpleaños de Herodes, salió a bailar la hija de Hero-días delante de todos, y le agradó tanto a Herodes, 7 que le prometió bajo juramento darle cuanto le pidiera. 8 Ella, instigada por su madre, le dijo: Dame aquí, en una ban­deja, la cabeza de Juan el Bautista. 9 El rey se puso muy

17. Cf. 16,14; Me 8,28; Le 9,19; cf.. también Me 9,9-13 y Mt 17,9-13.

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triste; pero, por los juramentos y por los comensales, or­denó que se la dieran, 10 y envió a decapitar a Juan en la cárcel. n Trajeron su cabeza en una bandeja y se la entregaron a la muchacha, y ella se la llevó a su madre. 12 Acudieron luego sus discípulos a recoger el cadáver y lo enterraron. Después fueron a contárselo a Jesús.

En este pasaje el evangelista inserta el relato sobre el fin del Bautista, como también lo había hecho san Marcos (Me 6, 17-29). Este relato en ambos evangelistas está preparado por la referencia del juicio de Herodes sobre Jesús (14,ls = Me 6,14-16). El fin del Bautista y la primera actuación de Jesús ya los en­lazó san Marcos con una mutua relación al principio del Evan­gelio. Jesús empezó a proclamar su mensaje, después que había oído la noticia del fin del Bautista (Me 1,14). El más fuerte re­leva al que no se creyó digno de desatarle la correa de las san­dalias (cf. Me 1,7). Aquí se añade cómo se dio muerte a Juan. El relato es mucho más corto que el de san Marcos. Sólo se informa lo esencial en un compendio conciso. En san Mateo este compendio se incorpora a la tesis del evangelista de que Israel había rechazado a todos los profetas sin excepción, y de este modo se había puesto contra Dios y sus mensajeros.

Herodes creyó justificado que el Bautista no se metiese en sus asuntos privados. Ofendido en su orgullo reaccionó contra el reproche de Juan y le hizo encarcelar. Así se redujo al silencio al inoportuno amonestador. Como ocurre frecuentemente con los tiranos, Herodes se arredra ante el último recurso por temor ante el pueblo. En cambio el pueblo lo tuvo por profeta, como más tarde también se dice de Jesús (cf. 21,46). Tal es la índole de los tiranos. Fácilmente maltratan al individuo, pero se arrendran ante las medidas antipopulares. Lo único que temen es perder el favor del pueblo.

Con motivo de un banquete para celebrar el cum­pleaños baila la hija de Herodías y causa la complacencia del rey. Entusiasmado por el espectáculo del baile, He-

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rodes hace un juramento imprudente. Herodías, la madre, lo aprovecha con astucia, llena de odio mortal contra Juan. No solamente hace pedir la muerte del Bautista, sino la horrible ceremonia de traer en una bandeja al salón de fiestas la cabeza cercenada de Juan. Por causa del jura­mento y por temor a los huéspedes Herodes manda ejecu­tar la orden. ¡Otra vez ha sucumbido un profeta en Israel! Pero esta vez no fue porque el pueblo no creyera a Juan o no soportara su mensaje, sino por el antojo de un rey altanero y al mismo tiempo débil. Los miembros de la familia de Herodes siguen pareciéndose. Herodes, el padre, había atentado contra la vida de Jesús y había matado a los niños de Belén (2,16). Su hijo asesina al Bautista. ¿Cómo debe establecerse el reino de Dios, si los reyes de la nación se convierten en el enemigo mortal de los mensajeros de Dios?

Los discípulos del Bautista logran sepultar decorosa­mente el cadáver. Hicieron causa común con su maestro, incluso en la muerte. Luego fueron a contárselo a Jesús (14,12).

Cronológicamente es difícil explicar este dato, pues­to que según 14,2 ya ha ocurrido la muerte del Bau­tista, y en 14,3-12 aparece como trasladada. San Mateo ya no dirige ninguna otra mirada retrospectiva, porque pretende otra finalidad. Quiere indicar la íntima unión entre las dos personas y su obra. Los dos hombres no concurren juntos, sino que su actividad se funda en el mismo plan de Dios. Jesús debe ser informado para que note la señal y adapte a ella su propia conducta. Y así oímos decir inmediatamente después (14,13) que Jesús huyó. Es, pues, evidente que abandonó el territorio de la jurisdicción de Herodes Antipas para no exponerse al pe­ligro antes que llegara su hora. Están profunda y mutua­mente relacionadas la vida y actividad de Jesús y las del

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Bautista. Sólo Dios tiene los hilos en la mano, su sabiduría se atestigua en las obras de ambos (cf. Ií,í9c).

La muerte del Bautista también debe ser significativa para Jesús a manera de una señal. Jesús recorre el mismo sendero y es entregado al mismo destino de muerte de los profetas. No se rompen los hilos de la historia de Dios. Lo que el Bautista ha empezado, Jesús lo acogerá y lo conducirá a la última perfección. Sobre la muerte y la tumba de Juan reposa esta esperanza de la última perfec­ción. Una esperanza mucho mayor reposará sobre la tum­ba de Jesús.

c) Primera multiplicación de panes (14,13-21).

13 Cuando Jesús recibió esta noticia, se alejó de allí a solas en una barca a un lugar desierto. Pero, al enterar­se la gente, lo siguieron por tierra desde las ciudades. 14 Al desembarcar y ver a tanta gente, sintió gran compasión por ellos y curó a sus enfermos.

Jesús sube a una barca en el lago de Genesaret y se dirige solo a un lugar solitario. No permanece mucho tiem­po así, porque la gente se entera y le siguen a pie por la orilla del lago. Vienen juntos de todas las poblaciones circundantes, por tanto también de los pueblos situados a la orilla del lago. Cuando Jesús baja de la barca, ve la gran multitud. ¡Qué escena! Jesús siente gran compa­sión por ellos y cura a sus enfermos. Lo que impulsa así a la gente hacia Jesús no es sólo el afecto humano, el entusiasmo que suscita un gran orador, los sentimientos de gratitud por los beneficios logrados. Lo que impulsa a la gente es la percepción de lo sobrehumano, que faltó a los paisanos de Nazaret, el anhelo oculto del bien y

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de la rectitud, de la verdadera vida. Jesús no puede res­ponder de otra manera, contestó como hizo Dios a través de los siglos, á saber con su misericordia. Dios se com­padece del hombre. El estado del hombre afecta su co­razón, la indigencia le conmueve.

15 Llegada la tarde, se le acercaron los discípulos, y le dijeron: Esto es un despoblado, y la hora ya avanzó; despide, pues, a la gente, que vayan a las aldeas a com­prarse alimentos. 16 Pero Jesús les dijo: No tienen por qué irse; dadles vosotros de comer. "Ellos le replican: No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces. IS Él con­testó: Traédmelos aquí.

Entre tanto llega la tarde, y los discípulos lo indican al Maestro. La hora es avanzada y el lugar es solitario. Sobre todo aquí no se puede comprar nada para comer. La conversación entre Jesús y los discípulos resulta algo artificiosa. Desde el principio Jesús sabe lo que quiere hacer, y el lector lo nota. Pero los discípulos deben apren­der algo, sus pensamientos dirigidos a las cosas terrenas deben ampliarse y crecer en el conocimiento del Maestro. Ha pasado ya mucho tiempo y todavía no saben a quién tienen consigo.

Desorientados, hacen la observación de que solamente hay cinco panes y dos peces para comer. Eso resulta muy infantil. ¿Qué significa la ridicula cantidad ante el poder que tiene Jesús? Naturalmente los discípulos no pueden saciar al pueblo, como les encarga Jesús: «Dadles vos­otros de comer.» Muy poco es lo que pueden hacer los discípulos, de una forma semejante a lo que más tarde se dice de la fe, en la curación del muchacho lunático (cf. 17,16ss). La mirada debe dirigirse a Jesús. Los dis­cípulos están ante el pueblo con las manos vacías, pero

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Jesús puede alimentar a la multitud. Así también están los maestros y pastores delante del pueblo con las manos vacías, sólo pueden entregar el pan que Jesús les ofrece.

19 Y mandando a la gente sentarse sobre la hierba, tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, dijo la bendición, partió los panes y se los dio a sus discípulos, y los discípulos al pueblo. 20 Todos co­mieron hasta quedar saciados; y recogieron, de los peda­zos sobrantes, doce canastos llenos. 21 Los que comieron eran unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

El pueblo se coloca sobre el césped. Ahora Jesús está en el centro, todos los ojos parecen estar dirigidos a él. En el círculo más reducido alrededor de él están los dis­cípulos, que han traído los panes y los peces, a continua­ción el pueblo se ha colocado por doquier. Jesús toma los alimentos, mira al Padre que está en el cielo y le alaba. Así como el padre de una familia judía antes de la comida da la bendición sobre los manjares y da gracias a Dios por sus dones, así hace aquí Jesús como padre de todo el pueblo: «Alabado seas, Yahveh, nuestro Dios, rey del mundo, que haces que el pan se forme de la tie­rra.» Jesús parte el pan y los peces, y los da a los discí­pulos para que los repartan. Los discípulos a su vez lo entregan a las multitudes. Todos comen y quedan sacia­dos, más aún, incluso se reúne una gran cantidad de restos, que muestra que se ha distribuido con superabundancia, y que en realidad todos quedaron saciados. Esto es una bendición realmente divina.

Ha resultado más bien fortuito que Jesús hiciera este gran signo. Se trata, en efecto, de un gran signo. Jesús no ha eliminado la necesidad del hambre ni ha quitado a los hombres la preocupación por el pan cotidiano. Pero una

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vez tuvo lugar: todos quedaron saciados, más aún. tu­vieron superabundantemente. Cuando Jesús estaba entre ellos, no les faltaba nada y todos estaban contentos. La misericordia de Dios descendió sobre ellos, y todos eran uno en sus comidas en común y no sufrían penuria. Pero este signo no fue dado para aturdir o subyugar a los hom­bres a manera de los prodigios espectaculares que el es­píritu maligno había reclamado a Jesús (cf. 4,lss). Fue resultado de la situación. Así como Jesús concede su mise­ricordia al individuo que se adhiere a él con fidelidad, así también a la gran muchedumbre que está necesitada. Así procede Dios siempre con el hombre.

En el desierto Dios había alimentado al pueblo de una manera prodigiosa y los había preservado de perecer. «Llegada, pues, la tarde, vinieron codornices, que cubrie­ron todo el campamento, y por la mañana se halló es­parcido también un rocío alrededor de él, y cuando el rocío se evaporó, había sobre la superficie de la tierra una cosa fina, como granos, fina como la escarcha en el suelo. Lo que visto por los hijos de Israel, se dijeron unos a otros: ¿Qué es esto? Porque no sabían lo que era. A los cuales dijo Moisés: Éste es el pan que el Señor os ha dado para comer» (Éx 16,13-15). Las proezas que hizo Dios en el tiempo glorioso de Israel ¿resurgen ahora en la primavera del pueblo? ¿Está Dios de nuevo cerca de su pueblo como en el gran tiempo pasado? ¡Qué sensa­ción de dicha y nueva confianza tienen que haber sentido aquellos hombres!

Este acontecimiento también es una imagen de la Iglesia y así debe ser considerado. Jesús está en el centro como el dador de todos los dones buenos, el dador del pan y de la palabra. Luego viene el grupo de los discí­pulos. Están muy cerca de él y entregan sus dones, son su brazo extendido. El pueblo está situado alrededor de

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él y puede disfrutar de su presencia. Jesús alza la vista al cielo, cuando da la bendición. Jesús hace «las obras que el Padre le ha encomendado» (Jn 5,36). Ya no es el me­diador, como era Moisés. Él mismo es el dador y fuente de la vida. Tal es la experiencia de sí misma que tiene la Iglesia, cuando se reúne para celebrar la eucaristía. Así vivirán solidariamente con Dios y no tendrán penuria todos los que están elegidos para las bodas regias en el reino de Dios. En Dios está la superabundancia y la ple­nitud de la misericordia. Solamente en él se sacia todo el hambre que pueda sentir el hombre.

d) Jesús camina sobre las aguas (14,22-33).

Pedro por primera vez desempeña en este pasaje un papel independiente (14,28-31). De forma semejante, ocupará el pri­mer plano en la confesión de la mesianidad de Jesús (16,17-19) y al final de toda esta sección se encuentra un pasaje que evoca una conversación entre él y Jesús (17,24-27). Estos tres pasajes sólo se hallan en san Mateo y demuestran que este evangelista puede inspirarse en una más amplia tradición petrina. Se des­cubren análogos reflejos en otros pasajes del mismo Evangelio, por ejemplo, en 10,2, donde se designa a Pedro como «prime­ro», y sobre todo en varios pasajes, donde actúa como porta­voz de los apóstoles (15,15; 17,4; 18,21; 19,27). A pesar de que el Evangelio de san Mateo imprime su acento en el apóstol, no cabe afirmar que su figura quede idealizada o indebidamente enaltecida. En la conversación entre Jesús y Pedro después de la confesión de la mesianidad, san Mateo más subrayó lo menos grato para el apóstol (16,22s), y no disimula tampoco el papel desairado de Pedro durante el proceso de Jesús (26,69-75).

22 Mandó a sus discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía al pueblo. 23 Después de despedirlo, subió al monte para orar a solas. Al anochecer, estaba él allí solo.

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Jesús manda a los discípulos subir a la barca. ¿Por qué se usa esta enérgica frase? ¿Necesitaban este apremio, porque querían permanecer cerca de Jesús o no le que­rían dejar solo? Les da el encargo de partir antes que él a la orilla opuesta, de recorrer el trayecto que ya habían recorrido de día (14,13). Quiere quedarse solo con la gente y «despedirla». Pero además busca una mayor soledad. En cuanto la muchedumbre se ha dispersado, se va al monte, para orar solo. En un lugar elevado, en el monte se experimenta la proximidad de Dios, de forma más in­mediata. Jesús busca la quietud de la oración, de aquella oración que sólo puede fluir entre él y el Padre. Ningún ser humano puede entrometerse en ella ni tampoco ser testigo de ella. Es una oración distinta de la que Jesús había pronunciado antes sobre los panes y los peces. Aque­lla fue la bendición oficial de la mesa y la oración usada para bendecir que tiene que rezar el padre de familia para el pueblo y en su nombre. En esta oración solitaria, se efectuaría un trueque vital inefable. Jesús es impulsado a la soledad, tiene que forzar a los discípulos a subir a la barca.

Basta quedarse absorto en esta escena: Jesús unido con Dios en la obscuridad de la noche, en el monte, en la soledad. Allí está el puente entre Dios y los hombres. El mediador es «Cristo Jesús hombre» (ITim 2,5).

24 Entretanto, la barca se había alejado ya muchos estadios de la costa y se encontraba combatida por ¡as olas, pues el viento era contrario. 25 A la cuarta vigilia de la noche, fue hacia ellos caminando sobre el mar. 26 Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se sobresaltaron y dijeron: ¡Es un fantasma! Y se pusieron a gritar por el miedo. 21 Pero Jesús les habló en seguida: ¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!

65 - V T A f * T T C

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Entretanto la barca en que van los discípulos, va si­guiendo su rumbo, pero el viento que sopla en dirección contraria, dificulta su navegación y por eso adelantan pe­nosamente. Notan cuan escasas son sus fuerzas y cuan difícilmente pueden luchar con la fuerte tormenta que se avecina. Es una tortura fatigosa. Entonces sucede que Jesús va al encuentro de ellos sobre las aguas hacia el amanecer. Los discípulos son presa de espanto y creen ver un fan­tasma. Aunque son hombres duros y han soportado muchas horas difíciles en el lago, echan a gritar. El evangelista no teme decirlo abiertamente.

Jesús les da voces: «¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!» Siempre sucede lo mismo. El hombre siente su debilidad, cuando se encuentra con Dios o con las cosas divinas. El ánimo decae y el temor hace que el corazón quede oprimido. Jesús no da ninguna señal para ser re­conocido ni menciona ningún nombre. Sólo dice llana­mente: Soy yo. Con estas dos palabras está todo dicho, porque sólo hay un hombre que pueda hablar así, de modo tan incondicional y absoluto, sin identificar su per­sonalidad ni presentarse con pormenores. Los discípulos no debían conocerle ni por su voz ni por su figura ni por un ademán. Sólo deben saber que quien puede decir: «Soy yo», tiene que ser él. Entonces el hombre no pide una legitimación, no pide señales ni prodigios que lo atestigüen, no pregunta por el nombre identidad y origen («Sabemos de dónde es éste»). Todos esos detalles se vuel­ven accesorios ya que Jesús sabe que ante él solamente existe la confianza sin reservas y la entrega total, que desvanecen el temor...

28 Pedro le contestó: Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. 29 Ven, le respondió. Pedro enton­ces saltó de la barca y, caminando sobre las aguas, fue

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hacia Jesús. 30Pero, viendo el viento que había, tuvo miedo, y al comenzar a hundirse, lanzó un grito: ¡Señor, sálvame! 3I Inmediatamente Jesús extendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?

Este pasaje, que sólo trata de Pedro y de Jesús, única­mente está en san Mateo. Pedro dirige la palabra a Jesús con el título soberano de Señor. Pedro ha entendido. 5/ eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. «Nada será imposi­ble» al que cree (17,206). Si es Jesús, no sólo carece de peligro el abismo del mar, sino que también se despierta el ansia de ir a Jesús. Pedro se deja llevar por este anhelo. El Señor le contesta lacónicamente: «Ven». La confianza audaz perdura, Pedro salta de la barca, corre con una efectiva seguridad sobre el agua y va hasta Jesús. Entonces Pedro nota de repente el fuerte viento y se estremece. Su corazón de nuevo se atemoriza, y al instante empieza a hundirse. Invoca por segunda vez a Jesús: «¡Señor, sál­vame!» Jesús le alza y le pregunta en son de reproche: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?» Cuando se está próximo a Jesús, no se puede perder la firmeza ni dudar. El conocimiento de la presencia de Jesús sostiene sobre el agua y refrena la fuerza del viento.

32 Y cuando subieron los dos a la barca, el viento se calmó. 33 Los que estaban en la barca se postraron ante él, exclamando: Realmente, eres Hijo de Dios.

Jesús sube a la barca y en el acto el viento se calma. No se requiere una orden peculiar como antes (cf. 8,26). La presencia sola de Jesús sosiega y reprime los elementos excitados. Los discípulos quedan subyugados y postrándose rinden homenaje al Maestro con la siguiente confesión:

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Realmente, eres Hijo de Dios. Son unas palabras gran­diosas. Así pues, ¿han entendido los discípulos el misterioso milagro de los panes en un lugar solitario, el poder de Jesús para caminar sin riesgo sobre el lago, sus palabras excelsas: «soy yo» y la fácil salvación de Pedro, cuando empezaba a hundirse? Aquí se ha llegado a un punto culminante. En la noche sobre la superficie del lago reco­nocen repentinamente a quién tienen ante sí. Vino a ser como una iluminación del conocimiento, la esplendorosa figura del maestro brillando súbitamente ante ellos en la obscuridad. Más allá de las reflexiones de la inteligencia, de la ponderación de los argumentos, de la interrogación crítica y de la confianza irresoluta, brota lo más profundo que los discípulos pueden llegar a experimentar: el Hijo de Dios está entre ellos.

Aquí los sucesos se concentran por completo en Pedro. Es el primer apóstol (cf. 10,2), habla y procede en re­presentación de los demás 1S. Aquí Pedro todavía es más, a saber el primero de los creyentes y el modelo de todos ellos. En esta escena se hace patente de una manera dra­mática lo que significa creer. La percepción de la frase soberana: «Soy yo», llama al hombre y lo atrae. Luego el ansia de ir a él y estar con él. Los pasos sin riesgo, sostenidos por la confianza y el amor, sobre los abismos. También el desfallecimiento de la confianza y el decai­miento momentáneo de la fuerza. Si desfallece la confianza, aunque solamente sea un poco, el hombre tiene súbita­mente la sensación del peligro de fuera. También se puede decir a la inversa: si el hombre se deja impresionar por los peligros, inmediatamente se desmorona la confian­za. Se convierte en presa de fuerzas que amenazan, si no recurre a la única mano salvadora, la del maestro. Aquí

18. Cf. 15,15; 16,16; 17,24, 18,21s.

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hay confianza y fe, pero todavía son «pequeñas». No puede quedar ni reservarse ningún residuo, sólo sostiene la fe incondicional. Así pues, lo que aconteció a Pedro es un modelo para los creyentes. Pedro representa la Iglesia, más tarde se le constituye en piedra fundamental de la misma (cf. 16,18).

Así está toda la Iglesia ante su maestro. Sabe que en último término está sustraída a todo peligro y preservada del total hundimiento en la historia, si tiene esta fe. «Si no creéis, no subsistiréis» (Is 1,9b). Esto puede aplicarse tanto al pueblo de la antigua alianza como al de la nueva. Pero el pueblo de la nueva alianza tiene a Jesús en el centro, y a él puede decirle: «Realmente, eres Hijo de Dios.» Oye la voz alentadora de Jesús: ¡Ánimo! ¡Soy yo! ¡No tengáis miedo!

e) Curaciones en Genesaret (14,34-36).

34 Terminada la travesía, arribaron a la costa de Gene­saret. 35 Apenas lo reconocieron los hombres de aquel lu­gar, divulgaron la noticia por toda aquella comarca, y le presentaron todos los enfermos, 36 y le rogaban que les permitiera tocar siquiera el borde de su manto. Y todos los que tocaron, quedaron completamente sanos.

Una vez concluido el viaje, los discípulos desembar­can con Jesús en la costa. Aquí sucede lo mismo que antes. Se acude en masa, se difunde la noticia a todos los pueblos circundantes, se trae a los enfermos y la multitud se apiña en torno a él. El lector sabe los suce­sos misteriosos de la noche. Ha oído la confesión: Real­mente, eres Hijo de Dios. No le llama la atención que la gente procure tocarle, aunque sólo sea el ribete de su

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vestido. Tampoco le sorprende que crean recibir algo de la corriente de fuerza y de vida por el contacto. También ellos son curados. Su fe puede ser infantil y sencilla, pero la misericordia de Jesús tampoco retrocede ante ella. Esta fe para Jesús no es demasiado exigua ni falta de ilumi­nación, para que no sea obsequiada con el mismo regalo. Esta fe no se manifiesta en la súplica explícita de ser curado, ni en una confesión de la confianza en el poder prodigioso de Jesús. Es una fe sencilla y sin palabras. Le gusta el ademán externo, el contacto con el vestido, y en ellos esta fe expresa todo lo que siente el corazón. Jesús no ha censurado a la gente y tampoco reprendió a la mujer que padecía flujo de sangre (cf. 9,20-22). Jesús puede oir y entender el lenguaje del corazón.

No debemos pensar ni juzgar con altivez los ademanes de la fe sencilla, con tal que no sean supersticiosos, sino veraces y sinceros.

f) Controversia sobre la pureza (15,1-20).

En el versículo segundo se emplea una expresión técnica, que usaba la teología rablnica, el concepto de la tradición de los antepasados. Los rabinos habían desarrollado una teología dog­mática en que había firmes tradiciones didácticas. Una creencia fundamental en esta enseñanza era que la Escritura y la tradi­ción forman una unidad. Dios había dado la ley a Moisés en el Sinaí. Luego la ley había sido escrita y había permanecido en vigor a través de los siglos como la expresión obligada de la voluntad de Dios con respecto a su pueblo de la alianza. Pero en cada tiempo tuvo que ser expuesta y aplicada de nuevo. Este trabajo se efectuó desde el siglo quinto antes de Cristo me­diante maestros de la ley, que constituían un estado social dis­tinguido. Los escribas del tiempo de Jesús son sus sucesores. Así se desarrolló en el curso del tiempo hasta llegar a la vida de Jesús una interpretación (transmitida, pero aplicada constan-

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temente y, en la práctica, también aumentada) de la ley. Esta interpretación se llamó «tradición». Se consideró que era tan santa y obligatoria como la misma ley escrita; con todo fue entendida como servicio a esta ley. Un incumplimiento de la tradición de los antepasados era considerado como un incum­plimiento de la ley y por tanto como una transgresión contra Dios. Un menosprecio de una prescripción tradicional era un menosprecio de la ley oficialmente válida en Israel, como fue enseñada y aplicada en Israel. En cualquier caso éste fue el modo de ver del partido de los fariseos y de los escribas que pertenecían a él. Sabemos que el partido de los saduceos recha­zaba esta tradición oral19.

1 Entonces se acercan a Jesús unos fariseos y escribas de Jerusalén para preguntarle: 2 ¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los antepasados? Porque no se lavan las manos cuando van a comer. 3 Pero él les re­plicó: ¿Y por qué vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por esa tradición vuestra?

Puede tratarse de una delegación oficial de Jerusalén, quizás incluso del sanedrín, que ahora viene a hablar con Jesús. Quieren hacerle una pregunta especial, tras la que está la solicitud por la conveniente instrucción y práctica en Israel. La pregunta no se dirige a un caso particular, a un acontecimiento escandaloso o a una sentencia cho­cante pronunciada por labios de Jesús, como en casos precedentes. Tampoco está formulada desde un principio de un modo hostil, sino como auténtica pregunta. Sólo en segundo lugar se nombra un caso concreto, que causa escándalo y que sea como fuere debe ser explicado: Tus discípulos no se lavan las manos, antes de comer. Efec­tiva y centralmente la primera parte está contenida en la

19. Sobre estas cuestiones cf. J. SCHMID, El Evangelio según san Marcos, Herder, Barcelona 1967, p. 194s; P. BILLERBECK, Kommentar sutn Neuen Testament aus Talmud und Midrasch i, Munich a1956, p. 691ss.

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pregunta: ¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los antepasados?

Jesús no ha exhortado a sus discípulos a someterse a las abluciones del culto prescritas por tendencias severas. En el Antiguo Testamento sólo se habla de estas abluciones a propósito de los sacerdotes que han de cuidar de las ofrendas (Éx 30,17s). Es típico de la interpretación fari­saica de la ley que tales prescripciones dadas a un pequeño grupo de personas sean ampliadas a todos (sacerdotes y laicos) y a todas las situaciones de la vida (en el culto y en la vida doméstica), y que todo sea organizado con una multitud de prescripciones particulares 20. Jesús no es im­pugnado directamente, pero se le pregunta, en cierto modo se le pide cuenta. Se sabe que Jesús es el maestro de sus discípulos y por consiguiente es responsable de su con­ducta. Si Jesús defiende una tradición didáctica discre­pante, no puede actuar más como maestro en Israel. Hay que retirarle la licencia 21. Es una de las preguntas obje­tivamente más cortantes que conocemos por el Evangelio, al mismo tiempo es el preludio de una polémica fundada sobre principios y de una delimitación de frentes que pone al descubierto la diferencia entre Jesús y la doctrina ofi­cial farisaica. ¿Cómo contestará Jesús?

No contesta con una explicación ni con una excusa, ni tampoco con silencio condenatorio, sino haciendo a su vez una pregunta. Al mismo tiempo es un contraataque, que apunta todavía más lejos que la pregunta dirigida a él. ¿Y por qué vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios

20. En la Mishna, el compendio más antiguo de la tradición didáctica i abúlica, y que data de unos 200 años después de Cristo, las leyes de la pureza incluyen toda la sexta «ordenación», que comprende doce tratados.

21. Jesús no había sido «ordenado» de rabino, aunque a menudo se le trata respetuosamente con este título. Con todo Jesús tuvo que ser consi­derado en cierto sentido como «maestro» en Israel (cf. Me 12,14; Mt 22,16) y también tuvo muchas cosas comunes con IOÍ; rabinos, jor ejemplo el grupo de discípulos.

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por esa tradición vuestra? Entonces se despedaza la afir­mada unidad de la ley y de la tradición. En un lado está el mandamiento de Dios, en el otro está vuestra tradición. Ésta ya no puede ser considerada como explicación legí­tima del mandamiento de Dios, sino que está en oposición a él. Porque mediante la tradición, lo desviado y lo que tiene menos valor, se deroga lo primitivo y más excelso, a saber el mandamiento propio de Dios. Así lo hace vues­tra tradición en vez de someterse con la obediencia al mandamiento de Dios. Con las palabras vuestra tradición aquí ya se anticipa lo que más tarde se llama, de forma todavía más severa, preceptos humanos (en la cita de Isaías 15,9). Para Jesús el mandamiento de Dios tiene una calidad y una autoridad distintas de las que tienen los preceptos de los rabinos. Jesús no los considera como obligatorios, y enseña o permite que estos preceptos sean quebrantados, como aquí en el caso de las abluciones de las manos.

4 Porque Dios mandó: Honra al padre y a la madre, y también: El que maldiga al padre o a la madre, que muera sin remisión. 5 Pero vosotros afirmáis: Si uno dice al padre o a la madre: Aquello con que yo pudiera ayudarte lo de­claro ofrenda sagrada, 6 ya no tiene que honrar a su padre o a su madre. Y así habéis anulado la palabra de Dios por esa tradición vuestra.

¿Cómo se demuestra esta tesis? Jesús da un ejemplo evidente. El cuarto mandamiento ordena honrar al padre y a la madre. El que maldiga al padre o a la madre, que muera sin remisión. Pero los rabinos conocen una posi­bilidad según la cual la parte de la propia fortuna y de los propios bienes destinada al mantenimiento de los pa­dres puede sustraerse de la obligación prescrita. Para lo­grarlo, basta declararla «ofrenda sagrada», con lo cual

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se la retira del ámbito profano, y, desde luego, se arrebata a los padres — como se declara expresamente — los medios que hubiesen necesitado para su sustento. Aquí solamente se nombra la expresión escueta «ofrenda sagrada», que los adversarios podían entender sin la menor dificultad. Sabían también todo el reglamento de aplicación previsto. Una ofrenda sagrada iba destinada al templo y ya no podía emplearse para ninguna otra finalidad22. De ello resultaba el espantoso contrasentido de que, cumpliendo un acto piadoso, uno se liberaba de su obligación filial mandada por Dios, mientras lo de la «ofrenda sagrada» era un precepto introducido por los hombres. Así pues, quien interpreta según vuestro precepto aquel mandamiento, anula la palabra de Dios. Jesús elige una expresión dura: anular, derogar, quitarle toda fuerza legal.

Aquí se aclara por qué Jesús responde con tanta se­veridad. La «tradición de los antepasados» para él sola­mente tiene el valor de disposiciones humanas. Se pueden observar o no observar, pero en ningún caso proclamar con autoridad divina. Pueden ser costumbres y aplicaciones tradicionales de la ley, pero no tienen la autoridad de la validez divina. ¿Cómo podéis hacerme este reproche, siendo así que hacéis lo que es mucho peor, a saber, anular el mandamiento de Dios?

7 ¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: 8 Este pueblo me honra con los labios, pero su co­razón está muy lejos de mí; 9 vano es, pues, el culto que me rinden, cuando enseñan doctrinas que sólo son pre­ceptos humanos (Is 29,13).

22. La frase «aquello con que yo pudiera ayudarte lo declaro ofrenda sagrada» (15,3) corresponde a fórmulas rabínicas para hacer votos, las cuales nos han sido transmitidas, cf. BILLERBECK, l .c , p. 711ss.

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Sois hipócritas, porque defendéis vuestros propios pen­samientos detrás de la reclamación divina. Inducís direc­tamente al pueblo a menospreciar el mandamiento de Dios y a seguir vuestros propios preceptos. El profeta Isaías ya ha dicho a sus contemporáneos que todo este servicio es inútil y en balde. Son preceptos humanos, con los cuales no se llega a Dios23. Todo va en una dirección falsa, es una confesión con los labios en vez de ser una obediencia nacida del corazón. Puede ser que se desacierte tan profundamente la verdadera voluntad de Dios, incluso con la intención sincera de acertarla. Jesús echa en cara de los adversarios el oráculo del profeta y de este modo concluye su respuesta con la mayor dureza.

Aquí se entiende un poco cuan insuperable tiene que ser la oposición entre Jesús y los partidos hostiles. Pero Jesús no tiene otro camino, ha de enfrentarse en esta polémica y fracasar en ella. Ante el tribunal se le conjurará por el «Dios viviente» (26,13).

10 Y llamando junto a sí al pueblo, les dijo: Oíd y entended: ll No lo que entra por la boca contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso contamina al hombre.

23. El texto de Isaías dice así: «Porque este pueblo se me acerca de palabra y me honra con los labios; pero su corazón está lejos de mí, de suerte que su temor se reduce a simples formulaciones y lecciones apren­didas...». En la segunda parte, el texto de los setenta, que se lee en san Mateo 15,9, se apoya en un defecto de traducción. El texto de los setenta «enseñan doctrinas que sólo son preceptos humanos» se ajusta exactamente a la demostración de Jesús, ya que se trata de doctrinas. Pero el texto original expresa la misma actitud, que luego pudo formularse en la doc­trina. Puesto que el temor a Dios se reduce simplemente a formulaciones de hombres, que se habían aprendido, también el cumplimiento de la volun­tad concreta de Dios, en su ley podía llegar a convertirse en una de estas formulaciones.

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Jesús aprovecha la ocasión de la controversia para di­rigir unas palabras al pueblo. Empieza con la significativa amonestación: Oíd y entended. Aquí se hace este reque­rimiento, porque no se trata de una interpretación discre­pante de la ley, de una aplicación diferente con respecto a los rabinos, sino de algo fundamentalmente nuevo. Se rechaza toda la manera de pensar que se oculta tras las prescripciones de los rabinos sobre la pureza24. En sus­titución de estas prescripciones se exige un nuevo modo de pensar que no se orienta formalmente en la letra de la ley, sino en los sentimientos del corazón. Es necesario oir y entender de nuevo, si hemos de ajustar nuestra con­ducta a esta orientación.

No lo que entra por la boca contamina al hombre. Se alude a una materia, a un caso externo, que aquí es el ali­mento, el cual se come sin haberse lavado las manos, o se consume sin haberse purificado. Todo eso no lo ha de temer el hombre, no le hace indigno de Dios ni le sepa­ra de la comunidad de los hombres. Antes bien, lo que sale de la boca, hace impuro al hombre. Aquí todavía no se

24. ¿De qué clase de pureza e impureza se trata aquí? En contraste con la pureza o impureza de los sentimientos del corazón, por tanto, de una actitud moral, con la expresión de impureza ritual se entiende una mancha externa, que puede eliminarse con determinadas ceremonias. El que según los ritos es impuro, es inepto para el culto divino, por ejemplo un sacerdote para ofrecer un sacrificio. Mediante determinadas abluciones eí sacerdote puede restablecer su capacidad para el culto. La impureza cultual también repercute en la convivencia de ios hombres. El que toca a un leproso, a un muerto o incluso un sepulcro, el que está sentado a la mesa con pecadores públicos, se volvía impuro y tenía que evitar la comunidad hasta que había desaparecido su mácula. Una mujer en las semanas del nacimiento de su hijo también pasaba por impura. Esta manera de enten­der la pureza predominaba en tiempo de Jesús y se hacía patente en una multitud increíble de prescripciones particulares. Los profetas habían in­tentado exigir la pureza interior de los sentimientos como mucho más im­portante, pero estos pensamientos estaban desvanecidos y sofocados desde hacía mucho tiempo. Jesús no solamente designa los sentimientos del co­razón como más importantes frente a la pureza ritual, sino que en gene­ral rechaza esta pureza.

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dice aquello a lo que Jesús alude (cf. 15,17-20). La opo­sición se aguza por causa de la alusión: No lo que entra, sino lo que sale. En primer término se tendría que pensar en las palabras que salen de la boca. El hombre no se vuelve impuro desde fuera, sino desde dentro.

Éste es un nuevo modo de pensar; más aún, una nueva ley. Aquí no solamente se rechaza la «tradición de los antepasados», sino toda una parte del modo de obrar se­gún la ley, lo cual tuvo que surtir un efecto revolucionario.

12 Entonces se le acercan sus discípulos y le dicen: ¿Sa­bes que los fariseos, al oir tus palabras, se han escandali­zado? 13 Pero él les replicó: Toda planta que mi Pudre celestial no plantó, será arrancada de raíz. 14 Dejadlos. Son ciegos que guían a otros ciegos; pero si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.

Los discípulos hacen observar al Señor que los fariseos se escandalizan por las palabras que él ha pronunciado. Estas palabras son todo lo que Jesús ha dicho, pero tam­bién son directamente las últimas palabras que expresaban de una forma aforística el nuevo modo de pensar (15,11). Desde hacía por lo menos un siglo los escribas y fariseos habían contraído un matrimonio íntimo. El partido de los fariseos se había unido casi exclusivamente a los repre­sentantes de la ley y a los oficiales doctores de la ley, y había adoptado sus interpretaciones y enseñanzas. La ma­yor parte de los escribas había pasado al partido de los fariseos o estaba espiritualmente próximo a él. Así pues, desde un punto de vista histórico casi se identifican los escribas y los fariseos, y en el Evangelio de san Mateo incluso es igual que se hable d e los unos o de los otros. En ambos casos se hace alusión al mismo frente de un fariseísmo petrificado en el legalismo de los escribas. Se

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escandalizan, como antes se escandalizó la gente de Na-zaret (13,57). Forman un frente firme y endurecido, y no están dispuestos a oir y aprender de nuevo. Se habla a distintos niveles, y la palabra de Jesús no penetra hasta su pensamiento y voluntad. Se produce, pues, el escándalo, porque no se llega a entender.

Jesús contesta con unas frases metafóricas. Israel se parece a un jardín plantado por Dios. Dios ha conducido a su pueblo a la tierra bendita y le ha prometido pros­peridad en el tiempo futuro. Dios ha protegido esta su plantación y la ha cuidado como un buen jardinero, pero también ha intervenido siempre con mano dura y ha arran­cado la mala yerba prolífera. Las misericordias y los juicios de Dios descendieron sobre la nación y el pueblo. Más aún, Dios incluso pudo permitirse desarraigar toda la plantación en la conquista e inmigración por medio del poder babilónico. El Bautista de nuevo ha evocado este juicio, en que todo árbol infructuoso debe ser arrancado y arrojado al fuego (cf. 3,10).

¿Qué quiere decir aquí planta? No se refiere a una persona particular o a todo el pueblo, que Isaías también compara con una viña (Is 5,1-7). Tiene que ser algo que de acuerdo con su grandeza e importancia está entre los dos. Por el contexto se podría pensar en el fariseísmo. Es una planta exótica, como una maleza prolífera, que se ha metido en el jardín de Dios. Dios no la ha plantado. Es una plantación de hombres y no una plantación de Dios. Los fariseos creían que formaban la comunidad pura e ideal de Israel, pero Jesús dice que están maduros para el castigo. Se escandalizan, en vez de convertirse.

Son ciegos guías de ciegos. No pueden ver ni conocer, porque con sus pensamientos humanos ofuscan los pen­samientos de Dios. Un ciego no puede guiar a otro ciego. El pueblo tiene que quedarse ciego, porque solamente

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tiene guías que han perdido la vista. El pueblo se cansa sirviendo a la ley de un modo formal y molesto, recibe sobre los hombros un yugo que es tosco y áspero (cf. 11,28), se le impone una carga que nadie puede soportar, y que los escribas y fariseos ni siquiera tocan (cf. 23,4). ¿Cómo puede haber en el país fidelidad, amor y conocimiento de Dios? (Os 4,1). Tanto los dirigentes como los dirigidos tienen que caer en el abismo. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Pues vosotros no entráis, ni dejáis que entren los que están para entrar» (23,13).

El pueblo carece de culpa, porque no puede prescindir de sus maestros y pastores. Sobre éstos recae toda la responsabilidad, son los que representan a todo el pueblo. «¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿Acaso no son los rebaños los que deben ser apacentados por los pastores? Vosotros os alimentáis de su leche, y os vestís de su lana, y matáis las reses más gordas, mas no apacentáis mi grey. No fortalecisteis las ovejas débiles, no curasteis las enfermas, ni bizmasteis las perniquebradas, ni recogisteis las descarriadas, ni fuis­teis en busca de las perdidas, sino que dominabais sobre ellas con aspereza y con prepotencia» (Ez 34,2¿>-4).

15 Pedro tomó la palabra y le dijo: Explícanos esta parábola. 16 Él le contestó: ¿Pero también vosotros estáis todavía sin entender? 17 ¿No comprendéis que todo lo que entra por la boca pasa al vientre y luego se arroja en la cloaca? 18 Pero lo que sale de la boca, del corazón procede; y esto sí que contamina al hombre. 19 Porque del corazón salen las malas intenciones, homicidios, adulterios, fornica­ciones, robos, falsos testimonios, injurias. 20 Éstas son las cosas que contaminan al hombre; pero comer sin lavarse las manos no contamina al hombre.

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Pedro vuelve a actuar como portavoz de los discípulos. Pide una aclaración de la parábola, es decir, de las pa­labras enigmáticas. Con ello se alude a lo que se dice en un versículo precedente (15,11), que todavía tiene que ser explicado. Primero pregunta el Señor en son de re­proche, cómo es posible que estén todavía sin entender. No se han escandalizado, pero tampoco han comprendido la verdad interna y el sentido de las palabras de Jesús. Todo depende de esta comprensión. Están en camino de conseguirla, pero todavía no lo han logrado, tal como Pe­dro había confiado, porque aún no poseían la plena fe (cf. 14,31). Sólo he entendido, si con toda mi alma he aceptado la palabra y le he dado una respuesta afirmativa.

Lo que procede de la boca, viene del corazón, del centro y de la sede del pensamiento, de la sensibilidad y de la volición humanas. Contamina al hombre todo lo maligno que proviene del corazón, como malos pensamien­tos, palabras crueles y acciones perniciosas. Se trata de pensar y hacer de una manera moral en su raíz, dirigida a lo bueno y por tanto a Dios. De nuevo encontramos la ideología del sermón de la montaña. Ante esta ideología ¿qué importancia tiene comer sin haberse lavado las manos? Lo malo incapacita al hombre para las cosas di­vinas y le hace indigno de la comunidad. La falta de amor en la forma que sea, separa de Dios y de los hombres.

g) La mujer cananea (15,21-28).

21 Cuando Jesús salió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. 22 Y en esto, una mujer cañonea, salida de aquellos contornos, le decía a gritos: ¡Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David! Mi hija está atrozmente ator­mentada por un demonio. 23 Pero él no le respondió pala-

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bra. Y sus discípulos, acercándose a él, le suplicaban: Despídela; que viene gritando detrás de nosotros.

Jesús siempre ha permanecido en el territorio de Is­rael y sólo raras veces ha penetrado en territorio de los gentiles. Aquí el evangelista san Mateo menciona una de estas pequeñas correrías, en este caso en dirección norte, en el territorio de las dos poderosas ciudades comerciales de Tiro y Sidón.

En el camino le sale al encuentro una mujer cana­nea. Esta expresión se emplea para caracterizarla como gentil (cf. en Me 7,26: sirofenicia). San Mateo no designa su nacionalidad civil, sino la religión a la que pertenece. Así prepara la siguiente conversación, que es importante. La mujer conoce lo que permanecía oculto a los hijos de Israel en conjunto, y le invoca con el título mesiánico de hijo de David. Le pide ayuda para su hija. Los discípulos se molestan y ruegan al Maestro que la despida. ¿Sola­mente tienen la sensación de fastidio o les resulta imper­tinente la importunidad de una mujer pagana? Evidente­mente Jesús había proseguido la marcha sin prestarle atención. Pero ella no cesa de caminar detrás del pequeño grupo.

¿Qué hará Jesús? Lo que haga será importante no sólo para la mujer y para el grupo de los discípulos, sino para el tiempo futuro de su obra.

24 Pero él respondió: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. 25 Sin embargo, ella se acercó y se postró ante él, diciéndole: ¡Señor, socórre­me! 26 Él le contestó: No está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los perrillos. 21 Ella replicó: Es verdad, Señor; pero también los perrillos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos.

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NT. Mt II, 6

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Jesús habla a los discípulos. De suyo, la respuesta sólo se ajusta a la mujer como explicación de la conducta de Jesús y como recusación indirecta de la súplica de la mujer. Pero aquí la respuesta va dirigida a los discípulos, que han rogado al Maestro que la despache. Las palabras de Jesús en este pasaje parece que sean una confirma­ción de lo que pensaban los discípulos, a saber que Jesús no le puede ayudar y que ella debe regresar a su casa sin haber logrado su propósito. Pero los discípulos primero deben oir la frase que les hace comprender mejor a Jesús.

«No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.» Dios le ha enviado, él no se ha encargado nada a sí mismo. Dios también le ha señalado el campo de la actividad. Su misión está limitada a Israel, por medio del cual los pueblos deben participar en la salvación. Éste es el orden establecido, así rezan las promesas de los profetas. Pero Israel es un rebaño sin pastor que se ha dispersado por las montañas y está destinado a la des­trucción. Sólo se conserva el rebaño, si está reunido y el pastor lo vigila y lo conduce. Ahora los hijos de Israel tienen como pastores a ciegos guías de ciegos (15,14), son como «ovejas sin pastor» (9,36). Dios había anunciado por el profeta Ezequiel que destituiría a los falsos profetas y que él mismo ejercería el cargo de pastor (Ez 34). Ahora llega el tiempo de cumplir lo anunciado. El Mesías está enviado para reunir en un rebaño las ovejas extraviadas, para impedir que desfallezcan y para conducirlas a los terrenos de fértiles pastos. Sólo cuando Israel se haya vuelto a juntar, y siga de buen grado a su verdadero pastor, Dios, pueden también los pueblos del mundo congregarse al lado del único Dios verdadero. Tal es el encargo que ha recibido el Mesías.

Luego continúa la conversación con la mujer. Se acerca y pide ayuda. Jesús le contesta que no está bien quitar

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el pan a los hijos y darlo a los perrillos. Jesús no quiere pronunciar una sentencia despectiva sobre los gentiles ni compararlos con los perros. Es una frase metafórica que expresa de nuevo el pensamiento del v. 24: el pan es para aquellos hijos, así como el pastor es para aquel rebaño. Los hijos son los hijos de Israel, a quienes ahora se dedica la misericordia de Dios. No se dice lo que quizá tiene aplicación al tiempo futuro. La mujer acoge con osadía la palabra de Dios. Los perrillos también reciben algo de lo que cae de la mesa de su señor. Casi parece humorís­tica la manera como la mujer (que sabe contestar) se vale de la imagen y la invierte en su favor. Pero Jesús está vinculado a su misión. Se ha subordinado a ella, sin re­serva, y desde un principio rehusa cualquier desviación en la lucha con Satán en el desierto. ¿Cómo procederá Jesús?

28 Entonces le dijo Jesús: ¡Mujer, qué grande es tu je! Que te suceda como deseas. Y desde aquel momento quedó sana su hija.

A pesar de todo Jesús socorre. Todo lo precedente hablaba en contra. Pero ahora se indica el motivo: tu je es grande. Dios ayuda a quien cree así, con perseverancia y tenacidad, sin desfallecer ni darse por vencido precipita­damente, con la firme convicción de que sólo hay uno que pueda ayudar. El ruego de la mujer es atendido y la hija queda curada desde esta hora. Jesús no socorre a la mu­jer porque sea pagana, sino porque tiene una gran fe. Se mantiene el orden, no se sobrepasan los límites del encargo. Pero ha brillado una esperanza. En ella ya aparece un nuevo Israel, cuyo fundamento es esta fe. Así sucedió con el centurión (8,10.13), así sucede aquí con esta mujer. Así como Dios puede sacar de las piedras hijos de Abraham, así formará con estos creyentes un nuevo Israel. La sal-

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vación todavía no llega a los gentiles. Jesús permanece y actúa en Israel, y parte a sus hijos el pan. Pero acá y allá, en casos particulares se hace patente algo nuevo, el tiem­po futuro, en el cual Dios perfeccionará el orden de la salvación, que ha estado en vigor hasta ahora. Todos los pueblos de la tierra deben recibir toda la salvación, incó­lume y pródigamente.

h) Curación de muchos enfermos (15,29-31).

29 Jesús partió de allí y se fue a las orillas del mar de Galilea, subió al monte y se quedó sentado allí. 30 Y se acercaron a él grandes muchedumbres, llevando consigo cojos, mancos, ciegos, mudos y otros muchos enfermos, y los tendieron a sus pies. Y él los curó; 31 de suerte que el pueblo quedó asombrado cuando vio a los mudos hablar, a los mancos sanos, a los cojos andar y a los ciegos ver. Y glorificaron al Dios de Israel.

La ruta del viaje a pie apunta directamente a Galilea, al lago de Genesaret; según san Mateo, se trata sólo de una breve excursión en territorio pagano. Jesús se sienta en el monte. Se nos recuerda el otro monte en que se pu­blicó la doctrina de la nueva justicia (5,1). En el monte siempre suceden cosas trascendentales. El monte está cerca de Dios, desde el monte habla y obra el Mesías, como en otro tiempo Moisés. Ahora acuden a él las multitudes, todos los enfermos y achacosos, ciegos, cojos, mancos. Es una escena de la gran misericordia que desciende sobre los hijos de Israel. Jesús en realidad continúa partiendo el pan a «los. hijos». Ellos también dan la respuesta esperada con la glorificación: «Y glorificaron al Dios de Israel.» Parece el cumplimiento de la visión de Ezequiel: el único pastor

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y el único rebaño, que estaba disperso, y se ha congregado y unido en la confesión del Dios de Israel.

Esta breve escena sirve de introducción a la siguiente. Ya se informó de una prodigiosa multiplicación de panes (14,13-21), ahora se cuenta una segunda mutiplicación. La segunda será una manifestación todavía mayor del poder y de la misericordia de Dios. Jesús está sentado en el monte, enaltecido sobre el pueblo. Ha curado a todos los enfermos y por tanto ya ha repartido el primer don de Dios. Ha escuchado la glorificación que brotó de corazones agradecidos. Todo parece que esté bien y pacificado, una alegría festiva reina en la asamblea, cuyo centro es el verdadero pastor.

i) Segunda multiplicación de panes (15,32-39)25.

32 Luego Jesús reunió junto a sí a sus discípulos y les dijo: Me da compasión del pueblo, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer; pero no quiero des­pedirlos sin que tomen algo, para que no desfallezcan en el camino. 33 Los discípulos le dicen: ¿Cómo procurarnos en un despoblado tantos panes para saciar a todo este pueblo? 34 Y Jesús les pregunta: ¿Cuántos panes tenéis? Ellos contestaron: Siete, y unos pocos peces. 35 Y mandó al pueblo sentarse en el suelo.

25. Sorprende que el evangelista informe sobre un segundo milagro de panes. San Mateo ya lo ha encontrado así en san Marcos (Me 6,30-44; 8,1-9). San Lucas sólo había retransmitido el primer milagro (Le 9,10-17). Los relatos reproducen, en lo esencial, los mismos sucesos, pero se dife­rencian entre sí en pormenores. El milagro que en los dos primeros evan­gelistas se refiere en segundo lugar, es más breve y tiene menos colorido, pero encarece el carácter prodigioso. Es muy natural que ,se pregunte si aquí no hay dobles relatos del mismo acontecimiento. Son muchas las ra­zones en favor ds esta solución. Entonces san Marcos también los habría encontrado y no los hubiera interpretado como descripciones del mismo su­ceso, sino de dos sucesos distintos.

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Esta vez la iniciativa procede únicamente de Jesús. Congrega a los dicípulos, no son los discípulos quienes se acercan a él. Luego les dice: «Me da compasión del pue­blo», no son los discípulos quienes le llaman la atención sobre la necesidad, como ocurrió en el primer caso. Jesús pregunta qué hay para comer y manda al pueblo sentarse. Ya hace tres días que la gente está con él sin cansarse. Nadie atiende al tiempo, que parece estar inmóvil. El pastor y el pueblo están unidos y sólo tienen el deseo de quedarse y simplemente estar allí. Los enfermos han sanado, y la glorificación ha brotado del pueblo. Dios vuelve a habitar en el corazón de los suyos. El estado de ánimo en la segunda multiplicación de los panes es dis­tinto del que hubo en la primera. Se piensa en las gran­des promesas como ésta: «Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (Jer 31,33c).

36 Tomó los siete panes y los peces, dijo la acción de gracias, los partió y los iba dando a los discípulos, y los discípulos al pueblo. " Comieron todos hasta quedar sa­ciados, y de los trozos sobrantes recogieron siete cestos llenos. 38 Los que comieron eran cuatro mil hombres, sin contar mujeres y niños. 39 Y cuando despidió a las muche­dumbres, subió a la barca y se fue a la región de Magadán.

Luego se sigue el mismo ceremonial que la primera vez. Jesús toma los panes y los peces, dice la acción de gracias, los parte y los da a los discípulos para que Jos repartan entre el pueblo. También esta vez se recogen los restos y se hace constar el número de los que habían comido. La primera vez cinco mil hombres, la segunda vez cuatro mil, sin contar las mujeres y los niños. En Israel se con­taban los hombres como cabezas de familia. El elevado número no sólo debe dar una idea de la magnitud del

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milagro, sino que también debe decir que el pueblo aquí realmente estaba reunido y fue alimentado. Naturalmente no todo Israel, pero sí una parte tan importante de él, que puede ser considerado como representación de Israel.

Los israelitas fueron conducidos como «pueblo» a tra­vés del desierto a la tierra anhelada. Este recuerdo, que brota en los corazones, se proyecta, al mismo tiempo, como imagen del tiempo futuro. Así Dios cuidará de su pueblo, si éste vuelve a ser muy devoto de Dios. En él no hay ninguna indigencia, sino superabundancia. Dios cura las enfermedades y satisface el hambre. Es un Dios que es amigo de los hombres. Jesús ha triunfado sobre las ver­daderas enfermedades del cuerpo y ha satisfecho el hambre corporal.

No demos una interpretación espiritual a estos mila­gros. Dios también ve al hombre en su indigencia corporal y con un dolor más intenso que el que sentimos unos por otros. Dios quiere que todos los hombres estén saciados y sanos. En el reino de Dios no se dirige solamente la atención a los valores espirituales y a las actitudes internas. Eso no lo pueden olvidar los discípulos, si de mil modos distintos ven la penuria de su prójimo, que pasa hambre y frío y carece de lo necesario para vivir. Todo el hombre debe estar preparado para la liberación y llegar al ban­quete celestial.

En la primera multiplicación de panes Jesús desembar­có, alimentó al pueblo y subió al monte para orar. Ahora Jesús viene del monte», despide ai pueblo después de la milagrosa distribución y sube a la barca para pasar a la otra orilla. Aún no ha llegado el tiempo de la estabilidad. También Jesús está entre los suyos como de paso. Hay horas sublimes, en las que el simple hecho de estar juntos, la dichosa permanencia en la posesión ya es mantenida como un gusto anticipado. Así fueron estos tres días. Pero

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ahora prosigue la ruta, el Mesías ha recibido la orden de ir a todas partes, para que a todos se haga extensivo el mensaje. «Vamonos a otra parte, a las aldeas vecinas, para predicar también en ellas; pues para eso he venido» (Me 1,38). Jesús es un peregrino entre los peregrinos.

) Los fariseos piden una señal (16,1-4)2e.

1 Luego se le acercaron los fariseos y saduceos, y, para tentarlo, le pidieron que les hiciera ver alguna señal ve­nida del cielo. 2 Él les respondió: 4 ¡Generación perversa y adúltera que reclama una señal! Pero no se le dará otra señal que la de Jonás. Y volviéndoles la espalda, se fue.

Esta vez son los fariseos los que se han aliado con los saduceos y se acercan a Jesús. En realidad, son hostiles entre sí, pero están unidos en la enemistad contra Jesús. Le piden una señal venida del cielo para confirmar la misión de Jesús y su derecho. Dichas señales las da Dios por iniciativa propia para ayudar. Fueron dadas a casi todos los grandes personajes del tiempo pasado. Los hom­bres, de quienes aquí se habla, piden una señal para ellos personalmente, ya sea como un desafío, porque no creen que Jesús pueda obrar por sí mismo una señal ni que la pueda solicitar «del cielo» (es decir de Dios), ya sea como condición: sólo estarían dispuestos a creer, si se otorgara la señal. El mismo Dios debe manifestarse, y pre-

26. Los versículos 26-3 dicen así: «Al caer de la tarde, decís: Hará buen tiempo, porque el cielo está arrebolado; ay por la mañana: Hoy habrá tormenta, porque el cielo está de un rojizo sombrío. ¿Conque sabéis inter­pretar el aspecto del cielo y no podéis interpretar las señales de los tiem­pos?» Estos versículos faltan en importantes manuscritos antiguos, pero re­presentan un paralelismo algo cambiado con respecto a Le 12,546-56. Sin la interpolación, el texto de san Mateo resulta más redondeado y vigoroso.

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cisamente ahora en este momento, que ellos determinan, y de un modo que les convenza. El hombre quiere dominar a Dios y prescribirle lo que tiene que hacer. Como dice el evangelista, ésta es realmente una «tentación» y puede compararse con las tentaciones llevadas a cabo por Satán en el desierto. O determina y reina Dios o bien el hombre.

Son como sus padres una generación perversa y adúl­tera. La viña que Dios ha plantado, en vez de las espera­das uvas de mesa, sólo da agraces (cf. Is 5,4). En vez de la fidelidad al esposo Yahveh se vuelven infieles y corren tras los dioses extranjeros (cf. Os 2,2-13), más aún, tras sí mismos en sus «preceptos humanos» (15,9). A esta generación sólo se le dará una señal, que se hace a la hora señalada por Dios, la señal de Jonás. Para la ciudad pagana de Nínive el profeta Jonás se convirtió en la señal del castigo de Dios. Dios le envió allí para anunciar la des­trucción (cf. Jon 3,lss). Ésta será la última señal, y des­pués de ella no puede haber ninguna más. Para la nación incrédula de Israel el Mesías se convierte en el castigo 27. En su muerte Dios pronunciará la sentencia, que estará en vigor de forma inapelable.

Jesús los deja estar y prosigue. Ya no se continúa dis­cutiendo ni se sostienen más controversias, no se hacen indicaciones a la adecuada comprensión de las señales ni se construye otro puente. Aquí ya hay claros frentes. Apar­tarse de Jesús ya es como una expresión de la señal del castigo anunciado por él.

27. Ya en 12,38-42 había informado san Mateo sobre la petición de una señal. Allí se explicó la «señai de Jonás» como la única señal que debe darse, de tal forma que en ella se debía reconocer la muerte y resu­rrección de Jesús. Aquí en 16,4 no se da ninguna explicación de la «señal de Jonás». Se puede entender este pasaje en el sentido de 12,38-42. Pero también se da la otra posibilidad, tal como se declara en el párrafo que corresponde a esta nota. Así como Jonás se convirtió para Nínive en señal de castigo, así Jesús se convertirá para «esta generación» en la señal de castigo. Cf. lo que se dice a propósito ds 12,38-42, temo i, p. 280-283.

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¡.Con qué aspereza están contiguas las dos escenas! Inmediatamente antes, la prodigiosa distribución de ali­mentos en su atmósfera de paz y de unidad; ahora, la radical separación. Las dos pertenecen a la vocación, al destino del Mesías de ser causa de la misericordia de Dios y del castigo de Dios. Mientras perdure el poder del ma­lo y trabaje contra la unión de los hombres con Dios, tam­bién está presente sin cesar el castigo de Dios, pero la verdadera finalidad es el reinado del amor.

k) Prevención contra la doctrina de los fariseos (16,5-12).

5 Al pasar a la otra orilla, los discípulos se olvidaron de llevar panes. 6 Jesús les dijo: Estad alerta y guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos. 7 Ellos comenta­ban entre sí: Eso es porque no hemos traído pan.

Ha terminado la travesía. A la llegada los discípulos notan que se han olvidado de tomar pan consigo. A con­tinuación está la frase del Señor colocada de una forma que en apariencia es incoherente: «Estad alerta y guar­daos de la levadura de los fariseos y saduceos». ¿Cómo ha de entenderse esta yuxtaposición? La explicación se in­fiere de lo que sigue, pero aquí ya puede decirse que se trata de la dirección con la que los discípulos deben tener solicitud, de una manera semejante como en el pasaje del sermón de la montaña sobre los afanes (6,25-34). Su preo­cupación no debe ser que no tengan nada para comer, sino que no sean víctimas de la levadura de los fariseos y saduceos. Éste es el verdadero afán, el afán por el reino de Dios y su justicia.

De lo precedente aquí se siguen sacando dos hilos. Por una parte la experiencia que los discípulos tenían que

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adquirir en la doble distribución de panes, a cuya más profunda comprensión ahora son llevados. Por otra parte la petición de una señal, petición que hicieron los fariseos y saduceos, y que se ve en relación con su «doctrina» (16,12), es decir con la levadura. Es un breve pasaje di­dáctico, que trata de estos dos acontecimientos y los aplica a la comprensión de la fe. Sigamos esta catequesis de los discípulos.

8 Al darse cuenta de ello Jesús, dijo: ¡Hombres de poca je! ¿Por qué estáis comentando entre vosotros que no te­néis pan? 9 ¿Todavía no entendéis ni os acordáis de los cinco panes para los cinco mil hombres y de cuántos ca­nastos recogisteis? 10 ¿Ni de los siete panes para cuatro mil hombres y de cuántas cestas recogisteis? n ¿Cómo no entendéis que no os hablé de panes? Guardaos, pues, de la levadura de los fariseos y saduceos. n Entonces compren­dieron que no les había dicho que se guardaran de la leva­dura de pan, sino de la doctrina de los fariseos y sa­duceos.

Ahora se ve claramente que los discípulos están preocu­pados por la falta de comida. Quizás incluso unos han reprochado a otros no haber pensado en ello. En todo caso, es una preocupación que les atañe. No es preciso que Jesús sea preguntado ni que él mismo pregunte. Jesús conoce dónde se detienen sus pensamientos. Se repiten las palabras características de Jesús: Hombres de poca fe. La fe es todavía escasa, porque los discípulos no han entendido plenamente. ¿No estaban presentes cuan­do Jesús les partió el pan la primera y la segunda vez? ¿No han ido buscando los panes y los peces y se los han traído? ¿No lo han repartido y han recogido los restos? ¿Cómo pueden temer que hayan de pasar hambre cerca

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de quien puede saciar a tan grandes multitudes? Ésta es una inteligencia insuficiente y, por tanto, son hombres de poca fe. Los discípulos hubiesen entendido de veras, si hubiesen aplicado a sí mismos la experiencia que entonces tenían. Saben que no han de temer ninguna necesidad, si permanecen en la pura confianza. Así pues, el afán tiene dormido el corazón de los discípulos y ha hecho menguar la fe, como en san Pedro, que se sobresalta ante la fuerza del viento (14,30).

La catequesis todavía recorre otra etapa. Se trata ade­más de la adecuada inteligencia, que es una condición para la fe. Al oir hablar de la levadura de los fariseos y sadu-ceos, los discípulos quizás habían pensado que Jesús también habla de cómo se podría ir a buscar pan. Pero no debían comprar a los fariseos. Es un pensamiento in­fantil pensar que no pueden comer el pan cocido por los fariseos y saduceos, pensar que hay que guardarse de este pan. Ellos usan una mala levadura para cocer. Jesús quiere decir que el hecho de que no le hayan entendido muestra que todavía tienen que aprender como niños. Lo que es realmente peligroso y es motivo para tener pre­caución y cuidado, es la doctrina de los fariseos y sadu­ceos. Esta doctrina echa a perder la harina, inhabilita al pueblo para Dios. El que es ciego, no puede conducir a otro ciego (15,14). La buena levadura son las fuerzas del reino de Dios, es el mensaje del Evangelio, que debe hacer fermentar a la humanidad. Vuestra alma debe estar dirigida a este mensaje. Entonces se vuelve accesoria la solicitud por el pan terrenal. Porque todo lo demás se dará por añadidura a quien hace lo primero (cf. 6,33).

Es una preciosa catequesis. A quienes están dispuestos a oir y aprender Jesús les abre con prontitud el camino a la inteligencia, tanto en las explicaciones de las parábolas (capítulo 13) como también en los acontecimientos de su

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propia actividad. Pero a quienes no oyen ni entienden. se les quita lo que tienen, sólo les queda la señal de Jonás.

2. ANUNCIOS DE LA PASIÓN (16,13-17,27).

a) Profesión de fe de Pedro (16,13-20).

13 Al llegar Jesús a la región de Cesárea de Filipo, preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? I4 Ellos respondieron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elias, y otros, que Jeremías o uno de los profetas.

Ahora llega un momento importante en la vida de Jesús. Los evangelistas pueden indicar el lugar en que ocurrió la siguiente escena, es decir, Cesárea de Filipo. Filipo, un hijo de Herodes i, hizo construir esta Cesárea en el monte Hermón, al norte de Palestina. A esta ciudad se la lla­mó Cesárea de Filipo para distinguirla de la más antigua Cesárea, que estaba junto al mar. Jesús pregunta a los discípulos quién opina la gente que es él. El Hijo del hombre también se emplea en arameo como circunlocución para expresar la idea de «hombre», por tanto aquí susti­tuye el pronombre «yo». Naturalmente la pregunta en labios de Jesús no es una encuesta efectuada por interés. La pregunta pretende lograr que respondan los discípulos; según la intención del evangelista pretende, sobre todo, destacar de las falsas apreciaciones esta acertada com­prensión de la persona de Jesús. La gente son todavía de los que están «fuera» (Me 4,11), los discípulos deberían haber «comprendido» (16,12).

Ya hemos oído de labios de Herodes que Jesús era te­nido por Juan el Bautista resucitado (cf. 14,2). Elias era

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muy venerado en el pueblo, se esperaba su regreso como precursor del Mesías (cf. Mal 4,5s), ya que fue arrebatado de una manera prodigiosa para ir a Dios. El profeta Je­remías también gozó de gran reputación; se formó una corona de leyendas alrededor de su figura y de su vida. O uno de los projetas. Esta enumeración muestra en qué categoría se incluía a Jesús. Casi es la categoría más excelsa que se podía tener según la manera de pensar de Israel. Sólo era posible una elevación, a saber la persona y la llegada del mismo Mesías de Dios. Todas las personas nombradas son premesiánicas y submesiánicas. Incluso Juan el Bautista, que pertenece al tiempo presente, fue considerado como profeta (cf. 14,5; 21,26). Los tres pri­meros evangelios no dejan reconocer que se haya tenido a Juan por el Mesías.

Los discípulos sólo deben decir la opinión de la gente, no lo que piensan los enemigos declarados de Jesús. Ya hemos oído lo que éstos pensaban: «Éste no arroja los demonios sino por arte de Beelzebul, príncipe de los de­monios» (12,24s). En la pregunta ya no se trata de com­prender una señal, una frase o parábola. En esta pregunta sobre quién es él, recae la decisión en favor o en contra del reino de Dios. Es una pregunta decisiva de extrema gravedad.

15 Díceles él: Y vosotros, ¿quién decís que soy? 16 To­mando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente.

No es una novedad que Pedro actúe como portavoz2S. Aquí se pregunta a todos los discípulos, pero sólo uno responde. En esta contestación no debe manifestarse el

28. Cf. p. 68 y nota 18.

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conocimiento personal y la confesión propia de Pedro (a pesar de 16,17), sino la opinión de los discípulos en total. Pedro confiesa que Jesús es el Mesías. Eso es lo propio y decisivo, y es lo único que se dice en san Marcos (cf. Me 8,296). El Mesías es el plenipotenciario de Dios, el último enviado después de todos los profetas. Des­pués de él no puede venir nadie más que le supere. Su palabra es la última palabra de Dios, el Mesías según la fe de los rabinos trae la válida interpretación de la torah. La presentación del Mesías determina el tiempo de empezar el último tiempo. Es la gran y concluyente señal que Dios pone en el mundo.

A la confesión se añade: el Hijo del Dios viviente. Eso también lo hemos oído antes (14,33), no nos sor­prende en el Evangelio de san Mateo. Lo que allí res­plandeció súbitamente durante la noche y lo que se dijo a propósito de la sujeción de los elementos, ahora es de dominio público y viene a ser como una confesión oficial de los discípulos. Por esta profundidad de las re­laciones con el Padre, Jesús ya había dicho: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (11,27). Ahora se da la respuesta desde fuera: Tú eres el Hijo del Dios viviente.

17 Jesús le respondió: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque ni la carne ni la sangre te lo han reve­lado, sino mi Padre que está en los cielos. 18 Pero yo tam­bién te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edifica­ré mi Iglesia, y las puertas del reino de la muerte no podrán contra ella.

Aunque Pedro ha hablado en nombre de los discí­pulos, Jesús ahora dirige la palabra a él personalmente.

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Su confesión podía aplicarse a todos, la siguiente dis­tinción sólo puede aplicarse a él. Jesús empieza con una bienaventuranza. Ya hemos oído decir: «Bienaventurados los pobres en el espíritu» (5,3); «bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo» (11,6); «di­chosos vuestros ojos, porque ven» (13,16). Ahora Jesús llama bienaventurado a uno solo, al primero de los após­toles, por las palabras que acaba de pronunciar. El cono­cimiento de la verdadera dignidad de Jesús y del miste­rio de su persona no procede de abajo, sino de lo alto. «La carne y la sangre», es decir la capacidad terrena del hombre débil no ha dado origen a este conocimiento 29. El mismo Dios se lo ha inspirado desde lo alto. A quien tiene, aún se le añade más (cf. 13,12). Pedro había dado el paso desde la audición a la fe, se había atrevido a ir sobre las aguas. Aunque su fe fuera «pequeña», estaba en el camino que lleva a la plenitud de la fe. A quien se encuentra en este camino, se le añade el pleno conoci­miento y la verdadera ciencia. Es realmente bienaventurado quien anda por este sendero, porque conoce el misterio más íntimo del reino de Dios (cf. 13,11)3D.

La bienaventuranza también es una glorificación de Dios, que ha dado a conocer sus misterios a la gente sen­cilla, y los ha ocultado a sabios y entendidos (cf. 11,25). Así es como Dios quiso hacerlo, como se prueba en esta ocasión.

Jesús llama Pedro a Simón. Petras es la traducción griega de la voz aramea Cefas y significa «piedra», «roca». En otros

29. Es un modismo estereotipado. Cf. «la carne y Ja sangre no pue­den heredar el reino de Dios» (ICor 15,50). Después que san Pablo re­cibió la vocación de apóstol,, no acudió en seguida a «la carne y la sangre», es decir «a los a]>óstoles, mis predecesores» (Gal l,16s). Se necesita la ar­madura de Dios, porque no es una lucha contra «carne y sangre», es decir contra hombres, sino contra potestades celestes (Ef 6,12).

30. Cf. lo que se exjxine en la p. 20ss.

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pasajes del Nuevo Testamento también se encuentra este nombre arameo Cefas, que hace referencia al cargo que desempeñó Pedro31. San Mateo prefiere usar el vocablo Pedro, a menudo también se encuentra la doble forma Simón Pedro, un enlace del nombre personal con la designación de su función, como el nombre «Jesucristo».

«Tú eres Pedro» no significa en primer término que Pedro adquiera este nombre, sino que él es o debe ser piedra; esta frase significa que la función de Pedro, el encargo que se le confió es ser piedra. Al Antiguo Testa­mento, especialmente al libro de los salmos32, le gusta llamar roca al mismo Dios. Dios es la roca de Israel, su castillo roquero, el apoyo seguro, el fundamento perma­nente, garantía de fidelidad y firmeza. Nos podemos re­fugiar en la roca, cuando irrumpe súbitamente la tormenta y el agua se precipita en el valle, o cuando el enemigo ha ocupado los valles y sólo queda la posibilidad de huir al castillo roquero situado en la cumbre. Roca es una expre­sión corriente, como «pastor y rebaño», «cosecha» y «alian­za». La seguridad y consistencia de un fundamento rocoso deben ser representadas por este hombre Simón. La pró­xima frase dice para qué Simón debe ser una roca. Jesús quiere edificar su Iglesia sobre esta roca o sobre esta piedra.

También está transmitida la metáfora de construir y edificar. En efecto, Dios promete por medio del profeta que restaurará la cabana de David que está por tierra (Am 9,11); el salmista confiesa que los albañiles trabaja­rán en vano, si el Señor no edifica la casa (Sal 126,1). Ante todo había elegido Dios una roca y un edificio para

31. Especialmente importante es aquí el testimonio del apóstol san Pablo, sobre todo en sus primeras cartas: Gal 1,18; 2,9.11.14; ICor 1,12; 3,22, etc.

32. Por ejemplo Sal 18,3; 31,4; 71,3.

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residir allí y estar cerca del pueblo: el monte de Sión y sobre éste el santo templo 33. Así como Dios se hizo cons­truir en este monte una santa casa, así también Jesús quiere edificar en el tiempo futuro sobre la roca de Simón la casa de su Iglesia. No será una casa de piedras y vigas, sino de hombres vivos 34.

La voz Ekklesia (Iglesia) dice que se trata de hombres vivos. Ekklesia es traducción del vocablo hebreo kahal, que en primer lugar significa «asamblea», luego en particular la comunidad reunida para el culto divino y, en general, la comunidad de Dios. Jesús quiere construir esta comunidad. Las imágenes no coinciden, ya que con el verbo «edificar» hace juego otro com­plemento, como «casa» o «torre» o «templo». Y viceversa: con el sustantivo ekklesia ( = asamblea) enlaza mejor un verbo como «juntar», «reunir» u otros semejantes. La palabra ekklesia quiere decir que se trata de una comunidad, se trata de seres huma­nos, quiere decir que se debe edificar la comunidad de Dios en Israel, aunque de una forma completamente nueva3ñ.

33. Cf. Am 9,11; Sal 127,1; 68,17, etc. 34 La imagen de la construcción se extiende por todo el Nuevo Tes­

tamento; cf. un «sagrado templo» (Ef 2,21). una «casa espiritual» (IPe 2,5); en la última perfección «la ciudad santa, Jerusalén» (Ap 21,10); el templo que Jesús quiere levantar de nuevo en tres días en lugar del an­tiguo (Jn 2,19).

35. La discusión científica sobre el llamado «texto del primado» con­tinúa. Aquí no se puede transmitir ninguna impresión de cuan múltiples son los problemas de que se trata. Sólo pueden darse algunas indicaciones. Una sinopsis concisa del campo católico la da J. SCHMID, JEÍV Evangelio scyún san Mateo, Herder, Barcelona 1967, 363-377. En el campo protes­tante introducen en la moderna discusión científica el conocido libro sobre san Pedro, de O. CULLMANN, Fierre, disciple. apotre et martyr, París 1952; J. RINÜOER, Das Fehenwort. Zur Sinndeutuny von Mt 16, 18, vor allem im Licht der Symbolgeschichte, en Begegnung der Christen (miscelánea en honor de O. Karrer), Stuttgart-Francfort del Meno 1959, p. 271-347; en el campo católico; A. VOGTLE, Der Petras der Verheissung mid der Er-fiillung. Acerca del libro de O, CULLMANN sobre san Pedro véase la reseña de P. BENOIT, en «Revue Biblique 60 (1953) 565-579, y «Münchener Theo-logische Zeitschrift» '(1954), p. 1-47). En estos artículos también se con­signa gran ]>arte de la bibliografía moderna. Acerca de la importancia del texto en el Evangelio de san Mateo, cf. también VV. TRILLING, Das wahrc Israel, Leipzig 1959, p. 131-137; Munich '1964, p. 156-163.

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Este nuevo modo de edificar se expresa con el pose­sivo mi. No será la antigua comunidad de Yahveh, sino la nueva comunidad del Mesías. La diferencia entre la nueva y la antigua ha de consistir en que la comuni­dad nueva hace profesión de fe en Jesús el Mesías y median­te esta confesión está unida. En él y en su persona, en su dignidad como Hijo de Dios recaerá la decisión de quién pertenece y quién no pertenece a esta comunidad. Jesús también es y sigue siendo el Mesías de Israel y no revoca la antigua ley, sin embargo su obra mesiánica será la fundación de algo nuevo, que se diferencia claramente de la antigua comunidad. No obstante no se coloca lo nuevo al lado de lo antiguo dejando entre los dos una separa­ción radical, sino que en la nueva fundación se perfec­ciona la antigua alianza de Dios. Porque en la Iglesia vive y gobierna el Dios de Israel y de todos los pueblos, que es «Dios con nosotros» (cf. 1,23). Jesús es la ver­dadera habitación de Dios en su pueblo, mucho más próxima y real que la que antes había tenido Dios incluso en los momentos más propicios.

A esta fundación Jesús le promete una duración esta­ble. Las puertas del reino de la muerte :!i; están abiertas de par en par para los que son devorados por la muerte, están cerradas con cerrojo y definitivamente para los que ya están en el reino de la muerte y no pueden salir. Por tanto las puertas son la imagen más vigorosa del poder invencible de la muerte, del que todos son víctimas. Pero el poder de la muerte no tendrá ningún dominio sobre la institución de Jesús. Así como la «muerte ya no tiene dominio sobre él» (Rom 6,9), tampoco lo tiene sobre la comunidad. La muerte es una consecuencia del pe­cado (Rom 5,12), pero Jesús vencerá el pecado, dará su

36. Las «puertas del reino de la muerte» también es una expresión corriente en la Biblia: cf. Is 38.10; Job 38.17; Sal 9.1(9)14.

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sangre como rescate del género humano para perdón de los pecados (cf. 20,28; 26,28). El fundamento rocoso so­brevivirá a la muerte, las energías vitales del resucitado ya no pueden ser superadas por la muerte.

Son unas palabras victoriosas de Jesús. No son las únicas palabras de Jesús en el Evangelio, pero también están en él. En esta promesa la Iglesia no tienen ningún motivo para hacer ostentación de una supremacía triun­falista, pero en cambio tiene motivo para sentir una con­fianza ilimitada en Dios, la roca fiel y acreditada de Israel, y en su Cristo «primicias de los que están muertos» (ICor 15,20)...

19 Te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra, atado será en los cielos; y todo lo que desates en la tierra, desatado será en los cielos.

ha segunda parte de \a promesa que Jesús hizo a Pedro, habla de las «llaves del reino de los cielos» y de «atar y desatar». Con ello acude a nuestra consideración el tema principal del mensaje de Jesús, el reino de Dios. Aquí parece que se lo compare con una ciudad, que se cierra por medio de portones, o con una casa, en la que se tiene que entrar por las puertas. Se necesita una llave para abrir o para cerrar. Un portero o mayordomo es quien se encarga de la llave. Este mayordomo debe ser Pedro.

Dios o el Mesías ¿pueden desprenderse de este car­go? Y si Dios o el Mesías así lo hacen, ¡qué poder se confiere a un hombre! Empezamos a estremecernos an­te estas palabras. Ha de ser un profundo misterio el que hace hablar así a Jesús, un nuevo orden de la salva­ción que toma al hombre todavía mucho más en serio.

Las expresiones atar y desatar provienen de la ter-

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minología rabínica37. Con ellas se entendía que alguien tiene el poder de declarar verdadera o falsa una doctri­na. Un segundo significado alude al poder de excluir a al­guien de la comunidad de Israel (de excomulgar) o de acogerlo en la misma. La excomunión podría ser fulmi­nada como medida disciplinar por algún tiempo o como exclusión total para siempre. Los dos significados guardan una relación interna entre sí, porque este poder está derivado de la Sagrada Escritura, que es proclamada con autoridad y se emplea con valor discriminatorio. Con tales palabras se abría o se cerraba a la comunidad de Israel el acceso al reino de Dios3S. Es de suponer que en las palabras de Jesús también tienen validez los dos signifi­cados en su relación interna. Pedro debe tener el poder de decidir qué ha de estar en vigor como verdadera doc­trina y quién puede participar en la salvación del reino de Dios siendo recibido en la Iglesia de Cristo. Hay, pues, que concebir la facultad de atar y desatar como amplia facultad para comunicar la salvación en sus más distintas modalidades.

Este veredicto de Pedro tiene ahora validez en el cielo, es decir ante Dios. Esta sentencia es confirmada por Dios, más aún. está en vigor ante él desde el momento en que se dicta, exactamente igual como si él mismo la hubiese dictado. Se confía a Pedro una tarea realmente divina. Su veredicto tiene esta fuerza y validez divinas.

Entonces ¿qué son las llaves del reino de los cielos? Tienen que ser una imagen de este santo poder judicial del apóstol, que se ejerce aquí en este mundo, pero que

37. Acerca de los dos verbos, cf. sobre todo A. YOGTLE, Bindsn und Losen, en Lcxikon für ThcaJagic und Kirchc, Herder, Friburgo de Brisgo-via, l l , «1958. p. 480-482; también J.B. BAUER, Atar y desatar, en Diccio­nario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967, col. 120-121, con biblio­grafía.

38. Cf. J. JEREMÍAS, en Thcologischcs Worterbuch, m , p. 750.

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está en vigor ante Dios «en los cielos». Al juez del tiem­po final está reservada la última y definitiva decisión de quién entra en este reino de Dios. Este juez ha de se­parar los cabritos de las ovejas (25,32). Pero durante el tiempo anterior al juicio final hay decisiones previas en vir­tud de un poder judicial ejercido en la Iglesia. Permanece oculto en los decretos de Dios quién pertenece al número de los predestinados para el reino consumado de Dios. Pero se deja en manos de Pedro quién pertenece ahora o no pertenece a la comunidad de salvación que se pre­para para este reino de Dios y a él se dirige.

Esta sentencia se repite más tarde casi con las mis­mas palabras (18,18). Allí se confiere el poder de atar y desatar a los apóstoles en conjunto. Hemos observado reiteradas veces que Pedro no está ni habla como particu­lar, sino como miembro y portavoz de los doce 39. Cier­tamente es el primero, pero es el primero entre los otros. Es apóstol elegido por Jesús como también todos los demás, pero por ser el «primero» (10,2) recibe la pro­mesa. Y así la carta a los Efesios no dice que la Iglesia esté fundada sobre Pedro como fundamento, sino que los cristianos están «edificados sobre el cimiento de los após­toles y profetas» (Ef. 2,20). El poder de atar y desatar es transferido a todos, así como también personalmente a Pedro, como primero de los apóstoles.

Si el cargo apostólico sigue ejerciéndose en la Iglesia, también tiene que seguir ejerciéndose en ella el cargo de Pedro. De lo contrario la Iglesia no hubiese permanecido fiel al orden que Jesús dio a la Iglesia. Hasta la parusía del Señor no caducará la Iglesia, que entre tanto ejercerá el oficio de los apóstoles de atar y desatar y el oficio de Pedro. Ninguno de los dos es institución humana pro-

39. Cf. p. 68 y nota 18.

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veniente de aquí abajo, sino fundación divina procedente de lo alto. Ambos oficios forman parte de los dones sal-víficos de la nueva alianza...

20 Entonces advirtió severamente a sus discípulos que a nadie dijeran que él era el Mesías.

Los discípulos deben mantener oculto el misterio de la mesianidad de Jesús. Este misterio les fue revelado sólo como creyentes; así también tiene que suceder en todos los demás. Es el objetivo y el fin del camino de la fe, no es su principio. Primero es preciso entender las señales del tiempo, oir con prontitud la palabra, luego se da como fruto el misterio de Jesús. Eso también tiene validez hoy día...

b) Primer anuncio de la pasión (16,21-23).

21 Desde entonces comenzó Jesucristo a declarar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, que había de pa­decer mucho de parte de los ancianos y de los sumos sacerdotes y de los escribas, que sería llevado a la muerte, pero que al tercer día había de resucitar.

Aquí están en un lugar destacado las palabras desde entonces. Ahora ha llegado el tiempo y la madurez para algo nuevo, para el misterio de la pasión. Hasta este momento no se ha hablado de ella. Jesús ha dejado en­trever a los apóstoles persecuciones y ha remitido a su ejemplo. A ellos no les irá de otra manera que a él mismo (10,24s). Pero estas palabras podían permanecer obscu­ras, en ningún caso no tenían un contenido concreto. Ahora cambia la situación. Jesús habla con claridad y abierta-

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mente de los acontecimientos que se aproximan. Al prin­cipio está el verbo tenía. Todo eso tiene que suceder así, porque está establecido en el orden de la salvación. El término «tenía» procede de Dios. Por así decir, no tiene Dios otro camino, ni siquiera puede dejar de exponer a su propio Hijo, sino que tiene que entregarlo. Es un «te­ner» divino, es una presión del amor, la cual nos infunde profundo respeto y nos impone un silencio admirativo.

Se enumeran brevemente los acontecimientos más im­portantes. El lugar de la pasión será Jerusalén, porque no cabe que un profeta pierda la vida fuera de Jerusalén (cf. Le 13,33). Jerusalén es la notoria asesina de los profetas, y está madura para el castigo (cf. 23,29ss). Los ejecuto­res serán los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, los que forman el sanedrín, el supremo tribunal en Is­rael. El Mesías tendrá que sufrir mucho de parte de ellos, incluso la muerte.

Pero Jesús resucitará al tercer día. Nos quedamos sorprendidos de que aquí se mencione la resurrección. El principio suena como una introducción cautelosa en el misterio de la pasión: «Comenzó Jesucristo a declarar a sus discípulos...», es decir, a hacerles advertencias e indi­caciones. En esta primera introducción y sin hacer pausa alguna ¿les habló de su resurrección? Lo mismo da, por­que la historia siguiente muestra que los discípulos oye­ron las palabras, pero no las entendieron.

Desde aquí empieza en el Evangelio una nueva sec­ción, y al mismo tiempo una nueva tarea de la inteligen­cia. En estas palabras sobre la pasión se reconoce por primera vez el terror que causan y su contrasentido, si se tiene conocimiento de la mesianidad y de la filiación divina. ¿Cómo concuerdan las dos cosas? Ya era difícil la tarea realizada hasta el presente: reconocer en las seña­les, palabras y acciones la actuación divina y mesiánica;

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todavía será más difícil la tarea futura. Así lo muestra inmediatamente después la reacción de Pedro.

22 Pedro, llevándoselo aparte, se puso a reprenderlo, diciéndole: ¡Dios te libre. Señor! No te sucederá tal cosa. 23 Pero él, volviéndose, • dijo a Pedro: Quítate de mi pre­sencia, Satán; eres un escándalo para mí, porque no pien­sas a lo divino, sino a lo humano.

No contradice a lo precedente que Pedro aquí pro­teste tan enérgicamente y que sea reprendido todavía con más energía. Se trata de este nuevo grado de inteligencia, en el que se tiene que volver a empezar completamente por abajo y desde el principio. Eso debe expresarse por medio de la brusquedad de las expresiones. ¡Jamás, por ningún precio debe suceder algo semejante!, dice Pedro. Es el Mesías y el Hijo del Dios viviente, y ¿le ha de matar el sanedrín? Eso es inconcebible y no puede suceder. Así pensamos todos nosotros, si somos sinceros. Aquí está el escándalo, la necedad de la cruz, como dice san Pablo (ICor 1,23).

Jesús tiene que volverse contra Pedro. Es un pequeño pormenor, quizás intencionado. No es una conversación cara a cara ni frente a frente sino que ambos se dan mu­tuamente las espaldas. La pregunta y la contestación mues­tran esta distancia, los interlocutores están separados y piensan en distintos planos. Las palabras de Jesús suenan con una dureza increíble. Quítate de mi presencia, Satán; eres un tropiezo para mí. El tropiezo ocurre siempre en los límites, allí donde lo divino hace irrupción en lo hu­mano. Si el hombre no se aparta de sí mismo y se queda en sus pensamientos, está separado de los pensamientos de Dios. Si el hombre se abre al malo, a Satán, el abismo se vuelve insuperable. Apártate de mí, ha dicho Jesús

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al seductor (cf. 4.10). Es la misma impugnación pero en un plano superior. Así como la tentación en el desierto está al principio de la actividad mesiánica, así esta con­versación está al comienzo del camino de la pasión. No es fortuito, sino intencionado que Pedro sea el portavoz. No puede mostrarse con más vigor cómo los pensamien­tos de Dios están muy por encima de los pensamientos de los hombres, así como el cielo se aboveda muy por encima de la tiera. «Mis pensamientos no son vuestros pen­samientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55,8). Pedro y todos nosotros tenemos que empezar desde el principio y totalmente por abajo, para comprender fati­gosamente algo de los pensamientos de Dios. Pero el Señor también es el guía para lograr esta comprensión, desde ahora en adelante somos instruidos y se nos introduce gradualmente en el misterio. Ya las próximas palabras hablan de él.

c) El seguimiento de Cristo (16,24-28).

24 Entonces Jesús dijo a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame.

Jesús había llamado en particular a los discípulos con la orden: «Sigúeme.» En esta palabras se fundó la soli­daridad, la unión personal de los discípulos con él. En el sentido literal los discípulos le habían seguido a donde él iba, y habían compartido su vida. Este seguimiento exte­rior, la acción de ir literalmente en pos de él tiene que convertirse en seguimiento interior. El seguimiento inte­rior requiere otras condiciones distintas del abandono de casa y hogar, familia y profesión. Es el estado del alma

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dispuesta para sufrir la pasión. Sólo entonces el segui­miento pasa a ser seguimiento en sentido propio, y se llega a ser verdadero discípulo.

Negarse a sí mismo significa no conocerse ya en cier­to modo a sí mismo, renunciar a sí mismo. No es una renuncia con resignación, cansancio de vivir o con indi­ferencia, dado que en la propia vida ya no se encuentra ningún sentido, sino como libre acción dirigida hacia un objetivo, como renuncia de algo que tiene menos valor para lograr una cosa más elevada, tal como Jesús ha renunciado a sí mismo. Porque él «siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se des­pojó a sí mismo, tomando condición de esclavo... se hu­milló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).

La segunda condición es cargar con la cruz. Esta es una expresión para indicar que se está dispuesto a morir. El condenado tenía que llevar su cruz hasta el sitio de la ejecución. El que coge el madero y lo pone sobre sus hombros, ha aceptado su destino. Sabe que está condena­do y que terminará en este madero. En esta expresión el tono principal está en la decisión, en la acción resuelta de coger el madero. El verdadero discípulo tiene que estar dispuesto a esta acción, si quiere seguir a su Maestro. Dado que es un modismo, no tiene que aludirse necesariamente a la disposición para sufrir la muerte física. La verda­dera decisión que importa tomar, es la misma que en la negación de sí mismo. Las dos expresiones se comple­mentan mutuamente y se refieren a lo mismo: la firme vo­luntad y resolución de renunciar a sí mismo y desasirse de sí, posiblemente — si tal fuera la voluntad de Dios — hasta la muerte real, hasta la renuncia de la vida corpo­ral. ¡Qué norma para seguir a Jesús!

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25 Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perde­rá; pero quien pierda su vida por nú, la encontrará.

Se eligen dos nuevos vocablos opuestos entre sí, para expresar el mismo pensamiento: poner a salvo y perder. En último término se trata de las dos acciones, o de conser­var, recoger y asegurar definitivamente la vida, o de per­der; de la completa destrucción, de la vaciedad y falta de sentido. El hombre tiene ante sí las dos posibilidades. Uno de los caminos es el que conduce a la vida, y el otro el que conduce a la perdición (cf. 7,13s).

Las palabras de Jesús suenan a modo de paradoja y difícilmente calan en nuestra vida. Aquí se habla desde un plano distinto y con una lógica distinta de la humana. Todos aspiran a poner a salvo su vida, a conservarla. Quien así procede, dice Jesús, en realidad la perderá. Consigue lo contrario de lo que quiere. Y viceversa, con­sigue la vida el que la había perdido, es decir el que había renunciado a ella. ¿Es un trueque misterioso? La verdad de estas palabras se muestra solamente a quien intenta vivir de ellas. Los discípulos ya las han oído antes en ] a

gran instrucción dirigida a ellos (10,39). Aquí, en la nueva situación del camino de Jesús, se exige un nuevo grado de ejecución. Lo que allí estaba en el fragmento didác­tico acerca de los discípulos, tiene que hacerse aquí en el camino hacia Jerusalén.

La vida de todo discípulo conoce estos diferentes grados. A un conocimiento más profundo corresponde una exi­gencia superior en la vida, así como a la inversa una reali­zación más profunda ofrece nueva comprensión.

26Porque ¿qué provecho sacará un hombre con ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué dará un hombre a cambio de su vida?

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¿Qué es lo que propiamente interesa? Tener la verda­dera vida y no ser víctimas de la muerte, salvarse y no ser castigado eternamente. En relación con este objetivo de la vida humana todos los demás objetivos son de se­gundo orden. Más aún, si alguien pudiera llamar suyo al «mundo entero», no sacaría ningún provecho, si su vida quedara perdida.

En la sentencia del juicio el hombre no puede susti­tuir la vida con nada como contrapeso ni pagar nada como precio de ella.

No se trata del «alma» en oposición al cuerpo. El Antiguo Testamento y los contemporáneos de Jesús ven juntos el alma y el cuerpo. Hacen distinción entre el ser humano vivo o muerto. Lo que otorga valor al hombre, lo que le hace hombre, es ¡a vida. Pero al concepto de vida contradice la realidad de la muerte. El hombre an­hela tener siempre la vida, vivir eternamente. Eso ocurre por el poder y la misericordia de Dios. Dios puede ase­gurar la vida del hombre, incluso más allá de la muerte, otorgándosela de nuevo. Este versículo apunta a esta vida eterna, que procede de Dios y es revelación de su amor. Si el hombre se ha hecho indigno de esta vida, de ningún modo la puede conseguir. Es el bien más excelso, no se puede contrapesar con nada. Nuestro anhelo debe estar dirigido a conseguir esta verdadera vida. Jesús ha des­echado todos los reinos del mundo «con su esplendor» (cf. 4,8), obedeciendo a Dios hasta la renuncia de su vida terrena.

27 Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces dará a cada uno con­forme a su conducta. 2i Os ¡o aseguro: Hay algunos de los aquí presentes que no experimentarán la muerte sin que vean al Hijo del hombre venir en su reino.

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En el juicio se decide acerca de cada cual si obtiene la vida. El Hijo del hombre vendrá a juzgar en la gloria de su Padre. Sólo el creyente sabe que Jesús habla de sí mismo. ¿No podría ser otro el Hijo del hombre? ¿Cómo se debe pensar en su venida, cuando él ya está presente, y por cierto, como se dice a menudo con la misma expre­sión, «ha venido» (por ejemplo 9,13b)? La plenitud del tiempo ¿no sería aún la plenitud total que contiene la obra del Mesías, la definitiva manifestación de Dios en el mundo?

Jesús habla con deliberación de una manera velada. Toca un ulterior misterio del orden de la salvación. Aquí es poco lo que llegamos a conocer sobre este misterio y tenemos que esperar hasta el capítulo 24. En este pasaje las palabras deben ayudar a comprender la pasión del discípulo. Recuerdan el juicio del cual tienen conocimiento todos los judíos creyentes. Allí se recompensa según el valor de cada uno. Se da la sentencia según como se haya vivido. Los unos alcanzan la vida. los otros incurren en la perdición. La obra o el hecho que puede llevarse a cabo con la mayor seguridad de la vida es la renuncia a la propia vida por amor de Jesús (cf. 16,25)...

Es especialmente difícil de entender la segunda afir­mación de Jesús. Dice que algunos de los que están aquí, es decir, de los presentes, no morirán hasta que vean venir al Hijo del hombre en su reino. La comprensión nos re­sultaría más fácil, si no se dijera que el Hijo del hombre viene. Entonces podríamos traducir «en su gloria real», y podríamos pensar en el tiempo posterior a la resurrec­ción, cuando Jesús estará revestido de la gloria de Dios. Pero la venida se refiere a una única venida, la misma de la que se acaba de hablar, o sea la venida para el juicio (16,27). Estas palabras no logramos descifrarlas. Como 10,23 contienen la idea de que la conclusión de la histo-

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ria está cerca y hay que esperarla pronto. Algunos con­temporáneos la presenciarán, así como san Pablo al prin­cipio también pensaba que podría presenciar personal­mente la. segunda venida de Cristo 40.

El Evangelio contiene misterios que no comprendemos. San Mateo respeta las palabras en su tenor, porque habían sido transmitidas. Es tan leal y fiel que no suprime nada ni da ninguna interpretación nueva. ¿O es que acaso con­tiene realmente el recuerdo de un tiempo en que el mismo Jesús creía que el reino consumado de Dios sobrevendría en breve, sería implantado por él en su calidad de Hijo del hombre? «En cuanto al día aquel y la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el Padre sólo» (24,36). Incluso estas palabras del Evangelio han de tomarse en serio. No podemos decir con seguridad si el mismo Jesús pensaba tal como indican las palabras de la llegada del Hijo del hombre (16,28). ¿Habría, pues. Dios llevado al Mesías despacio y gradualmente al co­nocimiento de su plan por medio del gran modelo del siervo paciente de Dios en el libro de Isaías, por medio de la creciente hostilidad de los jefes del pueblo y por medio de la exigua fe del pueblo? Jesús como verdadero hombre también tuvo que aprender de una manera humana y le tuvo que ser posible crecer en «sabiduría y estatura» (Le 2,52). ¿Quizás para él sólo más tarde ha resplande­cido la cruz como «poder de Dios y sabiduría de Dios» (ICor 1,24)?

d) Transfiguración de Jesús (17,1-9).

1 Seis días después, toma Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los conduce a un monte alto, aparte.

40. Cf. ITes 4,15; ICor 15,51; etc.

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2 Y allí se transfiguró delante de ellos: su rostro resplan­deció como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz- 3 En aquel momento se les aparecieron Moisés y Elias, que conversaban con él. 4 Tomando Pedro la pala­bra, dijo a Jesús: ¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elias.

De nuevo en la vida de Jesús se habla de un monte, el lugar de la proximidad de Dios y del encuentro con Dios. Jesús toma consigo a tres de los primeros apóstoles que fueron llamados. Esta vez quiere tener testigos, a di­ferencia del coloquio nocturno entre el Padre y el Hijo (14,23). En la obscuridad de la noche se transfigura ante ellos La palabra griega (metamorphei) designa una trans­formación, un cambio de la apariencia visible. Los após­toles perciben otra figura de su Maestro, de una forma semejante como sucederá más tarde después de la re­surrección. Su rostro brilla como el sol y ios vestidos son blancos como la luz. La gloria de Dios resplandece en él y luce a través de él. «Porque es Dios que dijo: De entre las tinieblas brille la luz, él es quien hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que resplandezca el cono­cimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo» (2Cor 4,6). La gloria refulgente de Dios que dio origen a la luz de la creación, irradia en el rostro de Jesucristo. En él se reconoce la gloria de Dios.

Cuando Moisés después del encuentro con Dios bajó de la montaña, brillaba su semblante, de tal forma que los hijos de Israel no lo podían mirar, no podían sopor­tar el fulgor luminoso y tenían miedo (Éx 34,29s). El semblante de Moisés reflejaba la gloria de Dios. Aquí la gloria de Dios es sumamente intensa y brillante, ya que en ninguna parte Dios está tan próximo, más aún, cor-

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poralmente presente como en Jesús. La gloria de Dios no solamente hace que el rostro resplandezca, sino que atraviesa con sus rayos todo el cuerpo, de tal forma que éste aparece sumergido en la gloria de Dios y absor­bido por ella. ¿No es una respuesta a la confesión de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente» (16,16)? «La gloria que me has dado, yo se la he dado a ellos» (Jn 17,22a). En el reino del Padre los justos tam­bién «resplandecerán como el sol» (13,43) y los rayos de la gloria se transparentarán en ellos como en Jesús en este monte.

Además se hacen visibles Moisés y Elias, el primer legislador y el primer profeta. Están al lado de Jesús como dos testigos. Moisés ha dado la ley que el Mesías ha lle­vado a la última perfección. Elias ha renovado la ver­dadera adoración de Dios, que Jesús perfecciona. Los dos «conversan» con Jesús. No hay ninguna grieta entre la antigua alianza y la nueva, no hay solución de conti­nuidad con el gran tiempo pasado.

5 Todavía estaba él hablando, cuando una nube lu­minosa los envolvió y de la nube salió una voz que decía: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido; es­cuchadle. 6 Al oir esto los discípulos, cayeron rostro en tierra y quedaron sobrecogidos de espanto. 1 Entonces se acercó Jesús, los tocó y les dijo: levantaos y no tengáis miedo. 8 Y cuando ellos alzaron los ojos, no vieron a nadie, sino a él, a Jesús solo. 9 Y mientras iban bajando del monte, les mandó Jesús: No digáis a nadie esta visión, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.

Sobre el monte desciende una nube luminosa, la nube de la presencia divina. Se puso sobre el Sinaí, como se

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NT. Mt II. 8

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dice en el libro del Éxodo: cuando «Moisés subió al monte, lo cubrió luego una nube. Y la gloria del Señor se manifestó en el Sinaí, cubriéndolo con la nube por seis días...» (Éx 24,15s). La gloria de Dios llena el templo: «Al salir los sacerdotes del santuario, una niebla llenó la casa del Señor; de manera que los sacerdotes no podían estar allí para ejercer su ministerio por causa de la niebla; porque la gloria del Señor llenaba la casa del Señor» (IRe 8,1 Os). La nube indica y al mismo tiempo encubre. Dios permanece en escondido y encubierto.

Desde la nube resuena una voz que dice lo mismo que en el bautismo del Jordán: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido. Ahora el mismo Padre tes­tifica lo que Pedro había confesado por divina revelación (16,17). El camino hacia Jerusalén ya está tomado y el objetivo de la muerte ya está ante la mirada. Sobre este camino resuena la voz del Padre. Al Hijo ha dado el Padre su gloria, que no se destruye ni extingue en la muerte. Irradiará con el más intenso fulgor en la más pro­funda obscuridad. Y así Jesús puede decir en el Evan­gelio de san Juan que «tiene que ser levantado» (Jn 3,14). La más profunda humillación en realidad será el más alto ensalzamiento. Los enemigos injurian a Jesús y blas­feman contra él incluso en las horas de la pasión, en las que se le golpea, se hace burla de él y se le humilla. En toda circunstancia descansará sobre él la complacencia de Dios. Jesús es el siervo obediente, que recorre el ca­mino de la pasión y de la expiación vicaria. Esta obe­diencia y esta humillación voluntaria son muy agradables a Dios. La unidad y el amor entre el Padre y el Hijo no se alteran, sino que se profundizan.

Como conclusión, la voz exhorta: Escuchadle. Cuan­do Jesús anunció la pasión, encontró oídos sordos y co­razones embotados (16,21-23). Los pensamientos de Dios

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todavía son extraños y están cerrados para los pensa­mientos de los hombres. ¿Logrará Jesús formar a los hombres y hacerles penetrar en los pensamientos divinos? La voz del cielo confirma la doctrina del Mesías, sobre todo la necesidad de padecer la pasión (16,21), e invita a rechazar la tentación satánica salida de labios de Pedro (16,23). Lo que dirá Jesús, otra vez lleva el sello de la confirmación divina. Jesús había exhortado a «oir» (13,9) y «escuchar» (13,18); ahora Dios interviene, y manda es­cuchar con autoridad todavía superior.

Los discípulos caen atemorizados rostro en tierra y tienen que ser alentados por Jesús: «Levantaos y no tengáis miedo.» Cuando se ponen en pie, solamente está Jesús. Han desaparecido los dos testigos, la nube y el fulgor luminoso de la figura de Jesús. Parece haber sido un sueño y sin embargo fue una realidad. El velo del mundo de Dios se dejó por un momento a un lado, y los testigos contemplaron la gloria descubierta. Dios se revela por medio de la palabra y de la figura. Da testimonio de sí a nuestros principales sentidos, el oído y la vista. El camino normal de Dios es el camino que conduce a nues­tro oído y, mediante el oído, a la obediencia del corazón. Pero a algunos elegidos Dios también se ofrece por medio de la visión. En el reino consumado la visión cabrá en suerte a todos: «Y nosotros todos, con el rostro descu­bierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando de gloria en gloria...» (2Cor 3,18). «Sabemos que, cuando se mani­fieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es» (Un 3,2)...

Al descender del monte Jesús ordena a los testigos que a nadie digan nada de la visión, antes que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos (17,9). Así como deben mantener oculta la mesianidad de Jesús

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(16,20), así también han de mantener oculto lo que aca­ban de ver. La razón es la misma. Los hombres deben obtener la salvación escuchando y obedeciendo, por medio del conocimiento de las señales y de la inteligencia cre­yente, y no por medio de noticias sensacionales. Sólo cuando Dios haya hablado definitiva y públicamente, y la mesianidad haya triunfado, en la resurrección de entre los muertos, se puede hablar de estos acontecimientos. Entonces la obra de Jesús queda concluida, y el alma creyente podrá descubrir y clasificar en Jesús los caminos de Dios. Así lo han hecho para nuestra fe los evangelistas en sus libros.

e) El retorno de Elias (17,10-13).

10 Y le preguntaron los discípulos: ¿Pues cómo es que dicen los escribas que primero tiene que venir Elias? u Él respondió: Sí, Elias vendrá y lo restablecerá todo. n Pero yo os aseguro que Elias ya vino y no lo reconocieron, sino que hicieron con él cuanto se les antojó; así tam­bién el Hijo del hombre padecerá de parte de ellos. n En­tonces comprendieron los discípulos que les había hablado de Juan el Bautista.

Desde 16,15 los discípulos ya pueden hablar abierta­mente de la mesianidad de Jesús. Pero para la fe judía existe un problema. Según la convicción general, antes del Mesías, Dios debe enviar a Elias. Éste debe ser pre­cursor y mensajero, el heraldo de la venida del Mesías. Así se decía en las últimas palabras del último profeta de Israel, Malaquías: «He aquí que yo os enviaré el profeta Elias, antes que venga el día grande y tremendo del Señor. Y él reunirá el corazón de los padres con el de

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los hijos, y el de los hijos con el de los padres; a fin de que yo en viniendo no hiera la tierra con anatema» (Mal 4,5s). La fe de los contemporáneos se apoya en este texto. ¿Cómo ha de basarse ahora en él, si no se cumple la promesa de Dios? ¿No es un argumento contra la afir­mación de Jesús de que él es el Mesías? Quizás para los discípulos que han visto pruebas más convincentes este argumento tiene menos fuerza que para los adversarios que ahora y más tarde pueden esgrimir este argumento contra lo que se exige. Jesús confirma que Elias vendrá y «lo restablecerá todo», pero entonces Jesús hace la de­claración asombrosa de que Elias ya vino y no lo reco­nocieron. A Elias le ocurió como a él mismo, o sea que permaneció desconocido, y su misterio quedó oculto a los hombres. Procedieron con Elias de acuerdo con su petulancia. No de acuerdo con la voluntad de Dios, sino de acuerdo con su propia voluntad, «como se les anto­jó». Estaban obcecados y procedieron mal. Hubiesen te­nido que reconocer a Elias en sus acciones y en sus palabras. ¿No lo ha «restablecido todo», no ha allanado los caminos, rellenado los valles y rebajado los montes? ¿No estaban sobre el umbral de su vida las siguientes palabras: «Irá delante de él con el espíritu y poder de Elias...» (Le 1,17)? ¿No ha anunciado Juan el último tiempo y sobre todo al más fuerte, que ya está dispuesto con el bieldo en la mano para limpiar el grano en la era, quemar la paja en el fuego y recoger el trigo en el gra­nero de Dios (cf. 3,12)? Su nombre no era Elias, pero cumplió el encargo de Elias, o sea ser profeta de última hora y preparar el pueblo para el reino de Dios. Si no habían ya reconocido esta «señal del tiempo», ¡cuánto menos reconocerán las señales del Mesías!

Por eso el Hijo del hombre también tiene que sufrir la pasión, y por cierto ante ellos. Es la misma generación

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desobediente y obstinada, que se opone a los caminos de Dios y recorre sus propios caminos. Hemos leído que Herodes había sido la causa inmediata de la muerte del Bautista (14,3-12). Pero la culpa alcanza a todos, porque no siguieron la llamada de Juan y no se convirtieron. «Se presentó Juan ante vosotros por el camino de la justicia, y no creísteis en él» (21,32a/ El Mesías también tiene que recorrer el mismo camino. Así la muerte del Bautista es iluminada con una nueva luz. No solamente es una consecuencia de un humor no dominado y del juramento irreflexivo de un principe. Juan no sólo es víctima del odio de Herodías, no es un profeta trágicamente fraca­sado, sino que es precursor de la salvación mesiánica en su muerte.

En esto Juan llega a tener la más profunda seme­janza con Jesús, Juan también tuvo que morir como el grano que se echa al suelo, y sólo entonces produce fruto (cf. Jn 12,24).

Los discípulos entienden esta instrucción. Se les ha solucionado otro enigma. Por medio de la palabra se les interpreta la figura del Bautista. Así se juntan — muy despacio, pero sólidamente— los anillos de la cadena. También se entenderán mejor a sí mismos, paso a paso. Sobre todo tienen que reconocer que, como testigos de Jesús, de su humillación y de su gloria, tampoco pueden evitar el camino de la pasión. Porque la vida viene de la muerte.

f) Curación de un lunático (17,14-21).

14 Cuando llegaron a donde estaba la multitud, se le acercó un hombre, se arrodilló ante él, 15 y le dijo: Señor, ten compasión de mi hijo, que está lunático y se encuen-

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Ira muy mal, y muchas veces cae al fuego y otras al agua. 16 Lo he llevado u tus discípulos, pero no han sido capaces de curarlo.

Así como el centurión había rogado por su criado, y la mujer cananea por su hija, así ahora un hombre ruega por su joven hijo. Es lunático, y se lastima de di­versos modos por esta enfermedad4l. El hombre quizás no quería molestar a Jesús, como el centurión, que no se consideraba digno de recibir a Jesús en su casa (8,8). Por eso intenta lograr primero la curación de su hijo por medio de los discípulos, y les ruega que liberen al mu­chacho de la enfermedad. Los discípulos no consiguieron curarlo. El interés del evangelista se ha concentrado en esta observación del hombre. Al evangelista no le interesa tanto la curación del muchacho como la instrucción de los discípulos sobre la fe. Lo que sucede en la curación se convierte en una catequesis sobre la fe.

Puesto que los discípulos no le pudieron ayudar, el hombre tiene que volverse a Jesús. Se le aproxima, se postra de rodillas, y le suplica que tenga compasión de su hijo. ¿Qué hará Jesús? ¿Recompensará la confianza, como siempre ha hecho hasta ahora, y socorrerá al en­fermo sin decir nada?

17 Jesús respondió: ¡Oh generación incrédula y per­vertida! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo acá. 18 Jesús le increpó, el demonio salió del muchacho y éste quedó curado desde aquel momento.

41. Entonces era tenida i>or una forma de posesión demoníaca. Cf. el relato circunstanciado de Me 9,14-29, en que se describe la enfermedad como epilepsia.

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La respuesta de Jesús al ruego del hombre hace tem­blar. Con un gemido lastimero exclama: «¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?» Hacía ya mucho tiempo que había em­pezado la pasión del Mesías, sin que lo notaran los hom­bres, ni siquiera los discípulos. Son dolores que no pode­mos imaginarnos y que no podemos padecer. Tan graves dolores del alma no están causados por sufrimientos cor­porales ni tampoco por decepciones humanas, sino por el hecho de soportar la incredulidad, la experiencia de la esterilidad, de la aridez del campo y de la ineficacia del trabajo. Jesús abrió su alma «con gritos y lágrimas» en los días de su vida mortal (Heb 5,7). No sólo conmueve su alma la muerte, sino desde ya mucho tiempo antes la incredulidad. Jesús abrió su alma sólo a Dios, en el si­lencio de la noche, en la soledad del monte. Aquí la queja y el dolor brotan de él en público y sin reservas.

Y por si fuera poco, también los discípulos pertenecen a la generación incrédula y pervertida. Aunque en otras ocasiones estén separados del pueblo y de los adversarios, aunque se les llame dichosos, porque ven y oyen (13,16s), aquí parece que se haya olvidado todo. Es la fría muralla de la incredulidad la que está en frente de Jesús.

Este rasgo profundamente humano, que aquí sale a la luz, para nosotros es conmovedor y al mismo tiempo consolador. Conmovedor, porque llegamos a ser testigos de cómo sufre el Mesías, a pesar de que solamente nos trae bienes. Consolador, porque Jesús se muestra como verdadero hombre, para quien no es extraño ningún mo­vimiento de las facultades sensitivas ni ninguna conmo­ción del alma, que también nos afecte a nosotros.

Jesús manda que le traigan el joven y lo cura. Bastan unas palabras imperativas: Jesús le mandó. Entonces desaparece la enfermedad que había hecho presa en él.

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Jesús estaba enteramente de parte de Dios, y para él nada es imposible. Por eso Jesús posee un poder único, porque su propia confianza y su entrega a Dios son tan perfectas.

19 Entonces, acercándose los discípulos a Jesús, le pre­guntaron aparte: ¿Por qué nosotros no hemos podido arro­jarlo? 20 Él les contesta: Por vuestra poca je. Porque os aseguro que, si tuvierais una je del tamaño de un granito de mostaza, diríais a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría; y nada os sería imposible i2.

Inmediatamente después sigue una conversación entre Jesús y los discípulos, a la cual estaba dirigida la narra­ción de san Mateo. De nuevo se retiran y son instruidos separadamente. Los discípulos preguntan por qué no po­dían curar al muchacho. Jesús contesta concisa y atina­damente: Por vuestra poca je. Aquí se hace una distinción. Ellos no pertenecen en el sentido estricto de la frase a la «generación incrédula». Su defecto no es la incredulidad, sino la poca fe, la fe insuficiente, todavía no desarrollada, que ha llegado a la plena comprensión y vigor, y que domina a todo el hombre. La fe existe, pero es mediocre, pusilánime, endeble.

Si estuviera plenamente desarrollada, «diríais a este mon­te: Trasládate de aquí allá y se trasladaría». Es un ejemplo muy gráfico. Se dice en serio. Naturalmente en la vida de los discípulos y de la Iglesia no se trata de cambiar de lugar las montañas. La fe tiene que conseguir otra cosa, ha de transformar a los hombres y hacerlos aptos para

42. El versículo 21 dice así: «Y. además, que esta casta de demonios no se expulsa sino mediante la oración y el ayuno.» El versículo falta aproxi­madamente en la mitad de los manuscritos antiguos y es probable que se haya introducido aquí a causa del pasaje paralelo de Marcos 9,29.

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Dios. Como el ojo de la aguja en lo que dijo el Señor sobre la riqueza (19,24), aquí el monte ha sido también escogido como ejemplo gráfico. La fe íntegra lo puede todo. Es audaz y arrojada, y se atreve a lo que en apariencia es imposible, como acontece con Pedro cuando salta de la barca para andar sobre el agua. La fe deja a Dios la soli­citud por la comida y la bebida y por las demás necesidades de la vida, cuando ha comprendido la única cosa necesaria (cf. 6,33). Sobre todo no se debilita ni se equivoca en la prueba, en el sufrimiento, en la enfermedad, en la persecu­ción, maledicencia, ultraje, incluso en la obscuridad de la muerte.

El que en todo eso logra no agarrarse a su vida, sino dejarla en manos de Dios, hace algo mayor que mover un monte de un lugar a otro.

g) Segundo anuncio de la pasión (17,22-23).

22 Mientras andaban juntos por Galilea, les dijo Jesús: El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres, 23 y le darán muerte; pero al tercer día resucitará. Y ellos quedaron consternados.

Por segunda vez Jesús habla abiertamente de la pa­sión del Mesías. Esta vez habla de una forma algo más breve, y en parte con otras expresiones. Es significativo lo que se dice al comienzo: que ha de ser entregado en manos de los hombres. El que pertenece por completo a Dios, llegará a ser presa de los hombres. Podrán hacer con él, y de hecho lo harán, «cuanto se les antoje» cf. 17,12). Manes de hombre Je cogerán y atarán, le darán golpes, le oprimirán la cabeza con una corona de espinas, lo arrastrarán al monte y lo clavarán en la cruz. Realmente

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será puesto en manos de hombres, que vendrán a ser el instrumento de la arbitrariedad y de la violencia humanas. El mismo Dios deja de la mano a su Mesías, lo entrega. Lo da a la impotencia, sin liberarle de ella.

Al primer anuncio Pedro había reaccionado con su apasionada protesta (16,22). Después del segundo anuncio solamente se dice que quedaron consternados. Ésta es otra manera de responder a las palabras de la pasión: tristeza y resignación, que son también, a su manera, un modo de dejarse caer. La tristeza puede ser una simpatía y compasión humanas y ardientes, o también la gran tris­teza por el estado del mundo (cf. 5,4). Aquí la tristeza más bien es un desaliento de la voluntad humana de vivir, porque el sentido del mensaje todavía no se ha entendido.

h) Jesús y la contribución para el templo (17,24-27).

24 Cuando entraron en Cafarnaúm, se acercaron a Pe­dro los que cobraban el impuesto de las dos dracmas y le preguntaron: ¿Vuestro maestro no paga el impuesto? 25 El contesta: Claro que sí. Cuando Pedro llegó a la casa, Jesús se anticipó a decirle: ¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes reciben impuestos o tributos los reyes de la tierra: de sus hijos o de los extraños?

En el recorrido por la Galilea (17,22) Jesús llega otra vez a «su ciudad», Cafarnaúm. Entonces vienen unos co­bradores de impuestos y preguntan a Pedro si su Maestro paga el impuesto prescrito del templo. No era el impuesto que era recaudado para el imperio romano por medio del gobernador, sino un impuesto personal propio de los israelitas. Cualquier varón israelita adulto había de con­tribuir a conservar el templo y a mantener el ofrecimiento

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de sacrificios. Por abreviar aquí se dice solamente «el impuesto de las dos dracmas»; todos sabían a qué se hacía referencia con esta expresión 43. Es sintomático que aquí de nuevo se haga la pregunta a Pedro. Éste contesta con naturalidad diciendo que sí. Jesús es un israelita con todos los derechos y obligaciones. Habla del templo con profundo respeto, aunque conoce el carácter provi­sional del templo (12,6); Jesús tiene el ofrecimiento de los sacrificios por una evidente obligación (cf. 5,23s).

26 Al contestar él que de los extraños, le dijo Jesús: Por consiguiente, exentos están los hijos. 21 Sin embargo, para no darles motivo de escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y al primer pez que pique, sácalo; luego le abres la boca, y encontrarás un estáter; tómalo y dáselo a ellos por ti y por mi.

Antes que Pedro pueda informar o pueda desembolsar lo que exige el cobrador de impuestos, se le anticipa Jesús con una pregunta. El diálogo a solas vuelve a tener lugar «en casa». Jesús aduce una comparación para ilustrar el caso. Los reyes de los reinos terrenales recaudan sus impuestos de los extraños, pero no de los que pertenecen al propio pueblo, por no hablar de los miembros de su propia familia. ¿Qué significa la comparación? Los hijos están exentos, sobre todo lo está el Hijo por antonomasia.

43. El impuesto iiersonal, que se pagaba todos los años, fue introdu­cido por Nehemías (Neh 10,32s). Se recaudaba el mes de adar antes de ]a fiesta de la pascua y ascendía a medio siclo por persona. Medio siclo corresponde a dos dracmas, de aquí el nombre de didracma o dracma doble. Ks la unidad básica griega como medio de pago. Al siclo israelita corres­pondía el estáter, que vale cuatro dracmas. El estáter que Pedro ha de sacar del pez, equivale al impuesto de dos personas: un estáter = 4 drac-m a s = un siclo. Cf. B. BEICKE - L. ROST, Bibl. Hist. Handtvórlcrbuch ir, Gotinga 1964, J). 1255; H. HAAC, Diccionario de la Biblia, Herder, Barce­lona '1967. col. 1965s.

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Mediante la filiación de Jesús los discípulos participan en esta libertad, forman parte de la familia del Mesías (cf. 12, 46-50). Jesús no tiene necesidad de pagar ningún impuesto del templo, porque es el Hijo del Padre. En él hay uno «más grande que el templo» (12,6).

Son palabras sublimes que, como aquellas otras: «Aquí hay uno que es más que Salomón» (12,426), ponen de manifiesto quién es Jesús. Pedro lo había confesado (16,16), pero no lo había examinado minuciosamente en sus reper­cusiones prácticas. ¿Quién llegaría también a este pen­samiento? Los caminos de la fe son extensos y ramificados. La fe penetra despacio y paulatinamente en todos los ámbitos de la vida, de tal forma que la más pequeña cuestión, por trivial y práctica que sea, ha de ser vista y solucionada a la luz de la fe.

De nuevo surge la posibilidad del escándalo. Jesús la toma tan en serio, que en esta cuestión incluso procede de una manera distinta de la que piensa según los prin­cipios. Pero procede de un modo soberano. No se sacan las dos dracmas de la caja común, sino que hay que encontrarlas. Por medio del pequeño milagro debe paten­tizarse que el mismo Dios cuida de este asunto. Así se echa de ver la exención del Mesías, se honra a Dios y no se da escándalo a los hombres.

En la vida de la Iglesia también hay situaciones, en las que tiene que ser tenido en cuenta el encándalo de- los demás. A menudo no se puede hablar con una claridad total o no se puede proceder con una consecuencia radical para no derribar más que construir. No es fácil encontrar estos caminos. Y junto a ellos están al acecho los peligros de ilusión, del temor a los hombres o de táctica. Sólo la fe íntegra, capaz de trasladar montañas, puede recorrer estos caminos con seguridad.

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VIH. EL DISCURSO SOBRE LA FRATERNIDAD (18.1-35).

Este discurso, el cuarto de los grandes discursos del Evan­gelio de san Mateo, trata de la fraternidad que debe reinar en la comunidad cristiana. Este discurso está más adaptado que los otros a la situación de la comunidad y a las cuestiones de su vida interna. Como composición es asimismo una obra del evan­gelista sacada por él de las palabras del Señor transmitidas por tradición. La base de este fragmento instructivo lo forman los versículos 18,1-5 con la pregunta sobre la verdadera grandeza en el reino de los cielos y la respuesta que le dio Jesús. Todas las partes siguientes y las distintas instrucciones han de ser juz­gadas sobre esta base. En todas ellas repercute esta ley funda­mental de la verdadera grandeza44.

1. LA VERDADERA GRANDEZA (18,1-5).

a) El mayor en el reino de los cielos (18,1).

1 En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús para preguntarle: ¿Quién es mayor en el reino de los cielos?

El discurso empieza así: «En aquel momento». Esta expresión indica un nuevo principio y al mismo tiempo la trascendencia de lo que se va a decir. Los discípulos se acercan al maestro y le proponen una pregunta, tal como los discípulos de los rabinos hacen ante su maestro. La pregunta parece muy sencilla, pero inmediatamente plan-

44. Se expone más detenidamente el capítulo 18 y se coloca en el con­texto de todo el evangelio en: \V. THILLING, Hausordnuny Gattes. Bine Aus-legung van Malthaus 18B St. Benno Verlag, Leipzig a1964; l'atmos, Dus­seldorf 1960. Aquí se adoptan de forma un tanto simplificada algunas sec­ciones del Hbrito.

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tea un problema: ¿Se debe entender la expresión «en el reino de los cielos» como alusiva a la futura configura­ción del reino de Dios (esperada al fin del tiempo) o como alusiva a su realización actual? ¿Significa la pregunta: quién será un día el mayor en el reino consumado de Dios? o ¿quién es aquí y ahora el mayor entre los dis­cípulos? En nuestra pregunta no se habla de atribuir, de prometer el reino de Dios a determinados grupos de hom­bres, como por ejemplo en las bienaventuranzas (5,3-12), sino de un orden en el reino de los cielos. Mateo en otro lugar también habla del «cielo» simplemente, como sus­tituto del nombre de Dios (5,34; 16,19). La pregunta, pues, apunta a los órdenes de grandeza que están en vigor aquí y ahora, entre nosotros, con respecto a Dios.

San Mateo leyó en el texto de san Marcos una breve escena, que se designa como disputa sobre la precedencia: «Llegaron a Cafarnaúm. Y estando él en la casa, les pre­guntaba: ¿De qué veníais discutiendo en el camino? Pero ellos guardaban silencio; porque en el camino habían dis­cutido entre sí sobre quién era el mayor» (Me 9,33s). Este incidente humillante no lo ha adaptado Mateo, sino que solamente ha hecho destacar el núcleo, la pregunta sobre el mayor. De este modo esta pregunta está desconectada de la situación histórica y se ha hecho de ella un problema fundamental. La pregunta se refiere al orden interno del reino de Dios, proclamado y traído por Jesús, con absoluta independencia del sentido en que esta pregunta es actual y del grado en que ha sido realizada. En el fondo esta pregunta quiere decir: ¿Quién es el mayor ante Dios?, ¿quién es apreciado en general por él?

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h) Respuesta de Jesús (18,2-5).

2 Y llamando junto a sí a un niño, lo puso delante de ellos 3 y les dijo: Os aseguro que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

La respuesta del Señor tiene una doble forma: se da con el signo y con la palabra. Ambos se explican mutua­mente. El signo es lo que acontece con el niño, las palabras en primer lugar abarcan el versículo tercero, al que se añade el versículo cuarto como explicación. El signo fija el sentido de las palabras: en medio de los hombres altos, adultos, fornidos, está el niño. Se toma la figura niño como prototipo. Hay que procurar representarse la escena en forma viva, para captar el contraste y significado de este signo: de un lado, el grupo de hombres prudentes y se­guros de sí mismos, y de otro, perdido en medio de ellos y, tal vez, mirando en torno con angustia, la pequeña criatura de la calle; el grupo de los elegidos, que se dan muy bien cuenta de su rango, y entre ellos el diminuto ser que nada dice.

El signo no está destinado a confundirá los que habían preguntado. Más bien es un anuncio real. La escena re­presenta el orden en el reino de Dios. Esta relación entre la imagen y la palabra responde a una tradición profética. El signo efectuado aquí por Jesús con la máxima sencillez es un signo profetice Las palabras empiezan con énfasis profético: «Os aseguro». Además se dice, con tono pro­fetice en la conclusión de estos dos versículos: «... no en­traréis en el reino de los cielos». La parte intermedia, la condición a la que se vincula la entrada, consta de dos miembros y nombra dos sucesos: «convertirse» y «ha­cerse como niño».

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Convertirse designa un acontecimiento revolucionario. Toda la marcha de la vida debe interrumpirse y cambiar de dirección como una persona que durante mucho tiempo ha adelantado por un camino, y que se detiene y se vuelve atrás. En conexión con la señal profética el signo todavía dice más. El hombre debe volverse y en cierto modo desandar el trayecto ya recorrido del sendero, debe retro­ceder. El objetivo de este sendero es hacerse niño. Así como el niño resulta pequeño e insignificante entre los adultos, también designa el punto final de la conversión. Este cambio no quiere decir que hayamos de hacernos ni­ños en sentido literal, no significa una regresión del ser adulto a la edad infantil. Se menciona un hecho de la vida espiritual representado en el niño entre los adultos. No está ante Dios como un hombre prudente, superior, con­solidado en la autonomía, maduro, sino como un hom­bre deficiente y necesitado de ayuda, que se ha puesto bajo el amparo y dirección de Dios.

Con esto queda indicado lo que significa hacerse como niños. No es que el niño sea, modesto, por naturaleza, humilde o sin pretensiones. En las palabras de Jesús el punto de comparación no son estos sentimientos, sino la relación entre grande y pequeño, adulto y no desarrollado. Lo más típico en el niño es su actitud receptiva. El niño depende de la ayuda ajena, por eso también la recibe. El Señor reclama del discípulo esta manera de ser del niño cuando el discípulo está delante de Dios y pregunta por su relación con él *". La conversión está necesariamente antepuesta a este cambio ulterior. Las exigencias están co­locadas una después de la otra con estricta lógica: la pri­mera es la conversión, el cambio radical; la segunda el

45. Cf. E. NEUHAUSLER, Anspruch und Antwwt Gates, Dusseldorf 1962, p. 136. Esta característica es más acertada que la que di anterior­mente en Hauscrrdmtng Goties, p. 21s, que hace resaltar la minoría de edad.

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objetivo de hacerse como niños. Ambas son condiciones indispensables para entrar en el reino de Dios.

4 Por consiguiente, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.

Este versículo está en otro plano. Se suaviza el rigor áspero del signo y de la palabra proféticos. Se prosigue la comunicación profética por medio de una llamada, de orden ético, a los sentimientos. Es similar a la sentencia: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (23,12). Estas dos frases están unidas por la misma idea de un cambio de valores. Sólo recibirá la recom­pensa escatológica de ser ensalzado el que antes se haya hecho pequeño y se haya humillado. Este humillarse expli­ca lo anterior, o sea hacerse como niños. El v. 3 indica que a la decisión espiritual debe añadirse la reforma del corazón y de la manera de pensar. El acto de la conver­sión debe concretarse en el pensamiento y en la voluntad. Quien así lo hace, verdaderamente es bajo, pequeño y, por tanto, humilde.

Éste es, pues, el mayor en el reino de los cielos. En el orden del reino de Dios está en vigor esta ley: el grande es pequeño, y el pequeño es grande. El Señor Jesús es el ideal en que esta ley ha tomado forma corporalmente. Jesús ha proclamado y explicado el reino de Dios. Este peculiar cambio en la manera natural de pensar ha sido introducido por el hecho de la existencia de Jesús, que dice de sí mismo que es «humilde de corazón», es decir humilde en el ámbito de sus más íntimos sentimientos (11,29). A partir de esta representación ideal ya no queda posibilidad de invertir aquel orden, que se ha implantado en oposición al orden humano «normal». Esta ley puede ser comprobada en el mismo Jesús, y este orden debe ser

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vivido en los sentimientos y en la vida de sus discípulos. Con lo dicho está también contestada la pregunta de

quién es el mayor entre ellos y no solamente delante de Dios. Sólo puede ser mayor que otro el que se hace inferior. Sólo el ínfimo de todos puede ser absolutamente el mayor. San Mateo no ha aducido aquí las palabras del Señor, que expresan esta norma de los discípulos. Pero las presenta en otros textos destacados, por ejemplo: «El que quiera entre vosotros ser grande, sea vuestro servidor, y el que quiera entre vosotros ser primero, sea vuestro esclavo» (20,26s). Y «el mayor de vosotros sea servidor vuestro. Pues el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (23,1 ls).

5 Y quien acoge en mi nombre a un niño como éste, es a mí a quien acoge.

El último versículo sobre este tema no está estricta­mente concadenado con la anterior serie de pensamientos. Habla de la acogida hospitalaria y afectuosa de los niños. Están desamparados y por tanto expuestos a especiales peligros y necesitados de asistencia, sobre todo si se pien­sa en los huérfanos. El que recibe en su casa o adopta uno de estos niños faltos de protección y guía, no sólo hace una buena obra, como ya la alababan y recomendaban los rabinos; si se procede en nombre de Jesús, es decir por el espíritu propio de los discípulos y por el espíritu de fraternidad, entonces el que acoge al niño, verdaderamente acoge al mismo Jesús. Porque este niño representa al in­ferior y pequeño.

Acoge al niño como señal, como representación sim­bólica del orden de Dios. Porque «lo que para el mundo es débil, lo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte» (ICor 1,27). El niño es santo en su desamparo; atrae la

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bondad y misericordia de Dios. Al mismo tiempo en estas palabras resuena el pensamiento que se acaba de mani­festar (18,3s): lo diminuto es lo grande; el hecho en apa­riencia insignificante es, en realidad, lo que importa; mues­tra el espíritu de conversión y seguimiento el que así se inclina hacia el niño. El mismo Jesús se oculta en el más pequeño, y en él hay que encontrarlo. Dice Jesús: «Porque ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como quien sirve» (Le 22,27).

Al evangelista le interesa especialmente esta ley fun­damental del reino de Dios. Dios y su Iglesia tienen ante sí un frente judío consolidado en el fariseísmo y en el rabinato. Allí los títulos y los tratamientos honoríficos ocupan un sitio importante, ya que había una ambiciosa aspiración de dignidad y rango, se disputaba con viveza sobre la relación entre grandes y pequeños. «Por eso ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, acaparar los saludos en las plazas, y que la gente los llame rabí» (23,56-7). A este modo de proceder se contrapone la nueva manera de pensar. Los responsables, los dirigentes y los que ejer­cen cargos en la comunidad, son los primeros que han de cumplir esta ley: «Pero vosotros no dejéis que os llamen rabí; porque uno solo es vuestro maestro, mientras todos vosotros sois hermanos. A nadie en la tierra llaméis padre vuestro; porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni dejéis que os llamen consejeros; que uno solo es vues­tro consejero: Cristo. El mayor de vosotros sea servidor vuestro» (23,8-11). La ley permanece en vigor hasta la decisión definitiva en el gran juicio. Los ínfimos y más in­significantes entre los hombres pasan a ser el motivo de­terminante de la sentencia del tribunal. Han representado

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al maestro como el niño. El bien que se haya obrado con uno de éstos, se obró con Cristo (cf. 25,40-45).

Por tanto se trata de una ley fundamental de la Iglesia de Cristo, que la Iglesia nunca puede borrar de la con­ciencia. En la comunidad los diminutos son los grandes. Hacerse como niños es lo que se ha puesto ante nosotros como objetivo y como norma imponiéndonos una obliga­ción y al mismo tiempo causando escándalo. La única posibilidad es que este objetivo solamente sea alcanzado por el amargo camino de la conversión, un cambio que constantemente debe ser pretendido y llevado a término. Cuando así sucede, la comunidad de Jesucristo puede ser presentada como pura y genuina. Entonces también se esta­blece la relación del individuo con Dios y con el hermano en el sentido de Cristo. Puede entrar en el reino de Dios el que se hace como niño ante Dios y como servidor ante el hermano.

2. LA SOLICITUD POR LOS «PEQUEÑOS» (18,6-14).

a) Prevención contra el escándalo (18,6-9).

6 Si uno escandaliza a cualquiera de estos pequeños que cree en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de las que mueven los asnos, y lo su­mergieran en el fondo del mar.

¿Quiénes son los pequeños? Por lo precedente se podría intentar ver también en ellos a los niños. Pero las palabras griegas son diferentes, el concepto de los «pequeños» está particularmente caracterizado. Ya en san Marcos está la adición explicatoria «que creen» (Me 9,42). Así pues, son personas que han cumplido la principal reclamación del

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Señor, o sea, creer. Sólo san Mateo dice claramente que se trata de la fe estricta en Cristo: que creen en mí. Por consiguiente son discípulos que tienen la fe en común con todos, pero que son diferentes de algunos por ser peque­ños. ¿Son personas que tienen una fe «pequeña», los hom­bres de «poca fe», concepto que sólo se encuentra a menu­do en el Evangelio de san Mateo? ia. ¿O bien son los que en la relación con sus hermanos son insignificantes y están menos dotados, y los que están a la sombra de los mayores? Nada de esto parece que dé en el blanco con precisión.

Las primeras palabras de la predicación, las bienaven­turanzas del sermón de la montaña, iban dirigidas a los pobres, a los hambrientos e indigentes, a los desposeídos de los bienes, a los pequeños despreciados4T. Esta capa social del pueblo fue para la actividad de Jesús la primera tierra laborable para la semilla celestial, y así ha perma­necido hasta el fin. Los pobres e insignificantes han sido buscados y amados fervientemente por Jesús. Son los pre­tendientes del reino por excelencia. Este pueblo sencillo, pero dispuesto para oir y creer, parece que haya sido designado ya en una de las primeras etapas con el nombre colectivo de los «pequeños». Si éstos se abren paso hasta llegar a la fe en Jesús, entonces el reino de Dios echa fir­mes raíces. Su fe es el comienzo cierto de la gran obra. Pero esta fe tiene también un sentido simbólico en cuanto está realizada precisamente por los que, al parecer, son los menos llamados a ello. Únicamente a partir de esto se ve la dureza de las palabras sobre el escándalo.

La fe de los pequeños puede perderse por culpa de los discípulos. El medio para esta pérdida es el escándalo, que tiene un aliento diabólico. Se experimenta la sensación

46. Mt 6.30; 8,26; 14,31; 16,8. 47. Cf. 5,3s; Le 6,20s.

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de que el escándalo es como un poder personal que sale del fondo del abismo de lo demoníaco. Cuando uno de los hermanos viene a ser un escándalo para otro, hay algo demoníaco en acción. Las traducciones castellanas «escan­dalizar», «inducir a pecado», «causar escándalo» apenas están en condiciones de reproducir este sentido precisa y acertadamente. A la obscura introducción del tema corres­ponde la amenaza del castigo. Éste sólo es nombrado como posibilidad («más le valdría»); sin embargo, esta posibili­dad deja que la mirada penetre en la profundidad del mis­terio. El seductor debería ser sumergido en el fondo del mar con una rueda de molino al cuello. Lo que se sumerge en la profundidad del océano, para los antiguos desaparece para siempre, sin que pueda salvarse. El abismo es negro y sin fondo.

7 ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque es inevita­ble que los haya; pero ¡ay.de aquel hombre por quien viene el escándalo!

El «ay» pertenece al lenguaje profetice Amenaza con la desventura a lodo el mundo, o sea el mundo de los hom­bres vivos, el orbe habitado. El cosmos humano está perturbado por los escándalos. Infestan la tierra y estropean el primitivo orden de Dios. Es una necesidad interna ine­vitable que haya escándalos y que siempre actúen des­truyendo. Mientras Satán ejerza su dominio, el mal tiene fuerza y poder. Se prepara el fin de este poder para el tiempo en que termine el mundo. Entonces «enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y quitarán de su reino todos los escándalos y a cuantos obran la maldad. Y los arrojarán en el horno del fuego» (13,41s). Los escándalos, que proceden del espíritu maligno, serán exterminados con los hombres que se han entregado al demonio y «obran la

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maldad». Hasta que llegue este día perdura la eficiencia de los escándalos y por eso son necesarios.

El «ay» dirigido a todo el mundo, adquiere mayor pre­cisión cuando se dice: ¡Ay de aquel hombre que se abre al escándalo y se convierte en su instrumento! Los poderes del espíritu que actúan de una forma invisible, necesitan del medio visible de un hombre que deje seducir su espíritu. Por tanto el castigo que se anuncia contra los escándalos, también alcanza a los hombres que se han entregado a ellos. Desde lejos resuenan las sombrías palabras dirigidas a Judas: El Hijo del hombre se va, conforme está escrito de él; pero ¡ay de ese hombre por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Más le valiera a tal hombre no haber nacido» (26,24).

8 Si tu mano o tu pie te escandaliza, córtatelo y arró­jalo lejos de ti; mejor es para ti entrar manco o cojo en la vida, que no ser arrojado al juego eterno, conservando las dos manos o los dos pies. 9 Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti; mejor es para ti entrar tuerto en la vida que, conservando los dos ojos, ser arrojado a la «gehenna» del fuego™.

Se prosigue el tema que antes se ha iniciado. Una vez más se reduce la zona de acción del escándalo. Éste se sirve de los miembros del propio cuerpo, de la mano, del pie, de los ojos para confundir al discípulo y para hacerle descender a la baja esfera del escándalo. Aquí no se trata del escándalo que los hermanos dan a otros hermanos suyos, sino del escándalo que, para uno mismo, puede provenir de los miembros del cuerpo. Como en el primer

48. Mateo ya había presentado esta doble sentencia en el sermón de la montaña con una redacción algo distinta: 5,29s; cf. sobre este particular el tomo i, p. 123s.

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caso, también aquí se manifiesta el peligro mortal de esta tentación. Aquí como allí se trata de la vida y la muerte, de la gloria eterna o de la perdición permanente.

Los escándalos revelan así el gran riesgo que amenaza a los discípulos. Contienen toda la maldad enemiga de Dios, la cual se opone a la voluntad de Dios. La raíz siempre es la misma, las formas son variadas. Lo que está en peligro es la je. Éste es el fundamento de la nueva vida fundada en Cristo. Además de la aparición de falsos profetas, de la traición y el odio mutuos, de la seducción y del enfriamiento del amor forma parte de los indicios del fin el escándalo (24,10-12). Es significativo que aquí se nom­bre el escándalo como primera señal, de la que parecen derivar todas las demás. Por eso la comunidad ahora tiene que hacer lo posible por precaver el escándalo de otros (cf. 17,27), sobre todo entre los creyentes (18,6).

b) Dios tiene en gran aprecio a los pequeños (18,10)4!>.

10 Cuidado con despreciar a uno solo de estos pequeños; porque os aseguro que sus ángeles en los cielos están viendo constantemente el rostro de mi Padre celestial.

La primera frase es una advertencia, la segunda apoya la advertencia precedente con un profundo pensamiento, que Jesús manifiesta sólo aquí. Estos pequeños no deben ser despreciados. Están expuestos al desdén, precisamente porque son insignificantes y valen poco según el criterio de los hombres. Ni siquiera uno de ellos debe ser olvidado

49. El versículo H dice así: «Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que se había perdido.» Este versículo falta en la mayor parte de los manuscritos más antiguos y podría haberse introducido aquí a partir de Le 19,10, por razón de la semejanza con la siguiente parábola.

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ni desatendido. Cada uno es portador del magnífico tesoro de la fe, y por esta razón ya es un «grande».

Como motivo de este gran aprecio de los pequeños, Jesús menciona el hecho de que sus ángeles están viendo constantemente el rostro de Dios. Tienen mensajeros divi­nos, que están dedicados a cada uno de ellos. Sólo por esta causa los pequeños están tratados con distinción y son muy estimados por Dios. Y eso no es todo. Sus ángeles cuidan continuamente del servicio del trono ante la divina majestad: éste es el sentido de la expresión «están viendo el rostro». La más excelsa prestación de servicio ante Dios es contemplar su rostro. Servir y contemplar forman una unidad, la visión inspira el espíritu de servir, y el servicio se cumple en la visión. Así lo ha vislumbrado el Antiguo Testamento "'", y así lo revela de nuevo Jesús, el Mesías. Los ángeles contemplan temblando el rostro del Padre. No es el rostro de un ser inquietante y lejano, sino el ros­tro del que sabe cuándo cae un gorrión del tejado y tiene contados los cabellos de nuestra cabeza.

Los mensajeros representan a los pequeños ante la faz del Padre. En los mensajeros están siempre presentes los pequeños. La fe de los pequeños ahora ya participa en la visión beatífica mediante el servicio de los ángeles. La vida terrena y la consumación celestial ya están de acuerdo, aunque los portadores todavía estén separados. Con la mirada de gloria y de amor, con la que el Padre contem­pla al mensajero, también ve al que está representado por el ángel. Tal es el valor de los pequeños a los ojos de Dios, tan grande es la estima que Dios tiene de ellos. ¿Cómo pueden los hermanos atreverse a despreciarlos?

50. Cf. Tob 12,15.

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c) La salvación de los extraviados (18,12-14).

12 ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le extravía una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en los montes, para irse a buscar la extraviada? u Y cuando llega a encontrarla, os aseguro que se alegra por ella más que por las noventa y nueve qué no se extraviaron, u De la misma manera, no quiere vuestro Padre que está en los cielos que se pierda uno solo de estos pequeños''1.

En esta corta parábola se distingue entre «estar per­dido» y «estar extraviado». En los escritos del Antiguo Testamento y del Nuevo no es fácil distinguir si se habla de una oveja del rebaño en realidad o con lenguaje figu­rado. Piérdase la oveja o se extravíe es indistinto. Otro caso es el de los discípulos, porque se puede distinguir entre un miembro que se ha extraviado, pero que se le puede ir a buscar por el interés de los hermanos, y otro miembro, que está en peligro de perderse, quizás para siempre. En la narración siempre se dice «extraviada», y en cambio en la aplicación siempre se dice «se pierda» (18,14). El que se extravía, está en peligro de perderse por completo. El texto está ya configurado con vistas al quehacer de los pastores de almas.

El pastor apacienta un rebaño numeroso, que no le pertenece, pero que le ha sido confiado; tiene que dar cuenta de cada una de las ovejas. Si una de ellas ha ido a pastar a suelos rocosos o se ha encaramado al saliente de una roca, el pastor se siente llamado por su honra­dez profesional. Se marcha y va en busca de la oveja, hasta que es puesta felizmente a salvo. Entonces la ale-

si. Un lugar paralelo a la parábola se encuentra en Le 15,3-7.

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gría del pastor es inmensa. Con esta oveja recuperada se familiariza con una intimidad creciente, mayor que la que tiene con las otras ovejas. El pastor ha salvado la vida de esta oveja. Todas las demás también pueden tener mucho valor para él como buen pastor, pero con todo la oveja recuperada se convierte en motivo de ale­gría especial. Por consiguiente en este caso concreto su alegría es mayor que en todos los demás.

Esta escena cotidiana que se contempla en la vida, se convierte en ocasión para hacer una advertencia. Dios también piensa como este pastor. Su mirada también está dirigida a todos, no se ha olvidado de nadie y se cuida de cada uno. Cuando alguien se aparta de la comunidad, esta desviación a Dios no le es indiferente. Dios quiere la salvación de cada uno con voluntad fuerte y sana. El más insignificante para él no lo es en grado suficiente para no ofrecerle el obsequio de su amor.

Todo el pasaje es una invitación a los discípulos para que tengan esta solicitud. No se indica si el «extravío» se debe al propio descuido, negligencia o a culpa ajena, por ejemplo un escándalo. Basta el hecho solo. Con todo en el último versículo (18,14) se dice claramente que tam­bién aquí se trata de los «pequeños». A ellos debe diri­girse la solicitud del pastor. No ha de parecer que los pequeños sean demasiado insignificantes para no justi­ficar este interés. Dios, para quien tanto valen los peque­ños, quiere expresamente que ni siquiera uno solo de ellos sea desatendido. Por su misma sencillez, podrían estar quizás en un especial peligro. El pastor podría per­derlos de vista y olvidarlos, porque están en la sombra y en segundo plano. Dios se compromete especialmente con ellos y espera lo mismo de los hermanos.

El Evangelio de san Mateo contiene otro texto que desarrolla más el tema de los pequeños: «Quien recibe a

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un profeta como profeta, recompensa de profeta tendrá, y quien recibe a un justo como justo, recompensa de justo tendrá. Y quien da de beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, sólo por ser discípulo, os ase­guro que no se quedará sin recompensa» (10,41 s). Aquí los pequeños están coordinados con dos muy apreciados grupos de «grandes», y en cierto modo están equipara­dos a ellos: los profetas y los justos. No se olvida ni siquiera la ínfima acción de amor dedicada a estos hom­bres. Las dos palabras «os aseguro» dan peso al ver­sículo, deben grabarse profundamente en la comunidad.

¿Que se ha prescrito en nuestras comunidades acerca de los «pequeños»? Con respecto a ellos ¿tenemos la de­licadeza de sentimientos y la conciencia despierta para evitar el escándalo? ¿Nos esforzamos por tener el alto aprecio que Dios les muestra? ¿Se dirige todo nuestro interés al único que yerra, o sólo a las otras noventa y nueve? Ciertamente, no se trata ante todo de reglas pastora­les prácticas, sino de una manera general de pensar. Pero la manera de pensar del discípulo (que está contenida en la exigencia fundamental de 18,1-5), en ninguna parte se expresa de una forma tan pura como en la forma de tra­tar a los «pequeños» dentro de la comunidad. No sólo los pastores designados, sino toda la comunidad debería estar animada por estos sentimientos y proceder de acuer­do con ellos.

3. LA CORRECCIÓN FRATERNA (18,15-20).

15 Si tu hermano comete un pecado, ve y repréndelo a solas tú con él. Si te escucha, ya ganaste a tu hermano; 16 pero, si no te escucha, toma todavía contigo a uno o dos, para que todo asunto se decida a base de dos o tres

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testigos, X1 y si no les hace caso, di lo a la Iglesia, y si tampoco a la Iglesia hace caso, sea para ti como un gentil o un publicano.

El tercer tema del discurso podría titularse el pecado en la comunidad. Ya se habló de este tema al tratar de la solicitud por los pequeños. Con todo no se fija la mi­rada en este caso de una manera accesoria, sino directa. No parece que se diga que el hermano haya faltado contra mí, como dicen algunas traducciones («si pecare tu her­mano contra ti»)52. En primer lugar se trata del hecho del pecado como tal. Puede atemorizar que se cuente con esta posibilidad. ¿No debería bastar para siempre la conversión que se ha efectuado y ha conducido a la fe? Aquí se fijan los ojos de una manera realista en la posi­bilidad del pecado. La Iglesia no es una comunidad de puros y santos.

El hermano que se da cuenta de la caída del prójimo debe dar el primer paso. Tiene que «acercarse» y re­prender al pecador. En la ley del Antiguo Testamento se da la siguiente orden: «No aborrezcas en tu corazón a tu hermano, sino corrígele abiertamente, para no caer en pecado por su causa. No procures la venganza, ni conserves la memoria de la injuria de tus conciudadanos. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor» (Lev 19,17s). En este texto como en el de san Mateo debe nombrarse sin rodeos la culpa. El pecador debe llegar a comprender. El derecho de corregir es propio del herma­no, porque es hermano. En la antigua alianza era el pró-

52. En muchos manuscritos importantes se dice «contra ti», expresión que no se encuentra en otra serie de manuscritos. A la luz de la crí­tica textual, no hay dificultades en admitirla como perteneciente al texto original. La otra lectura es más difícil; este aditamento j.udo haberse des­lizado por paralelismo con Mt 18,21 y Le 17,4. Si se prescinde de esta aña­didura, el texto resulta más radical.

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jimo, que estaba ligado con los lazos de la sangre y de la patria común; ahora es el hermano, que está unido con la misma fe y religión. El primer paso debe darse a solas, para que la culpa permanezca lo más escondida po­sible y, así, se proteja el honor del prójimo.

Sería magnífico que este primer paso ya condujera al éxito. Si el prójimo abre su oído, no rehusa comprender y acepta el servicio de su hermano, entonces se ha logrado todo lo que se pretendía. Ha sido ganado. Se dice del que se ha corregido que su acción fue el fundamento del éxito. Se ha recuperado al que había caído en pecado, está'de nuevo en la comunidad y es hermano como antes. A la inversa se puede concluir que el pecador antes se había colocado al margen de la comunidad. La falta tiene que haber sido grave, ya que un extravío insignificante no hu­biese causado esta separación.

Pero si el prójimo cierra su oído, debe hacerse una segunda tentativa. Según una antigua disposición de la ley, sólo se considera como válido un testimonio que es confir­mado por dos o tres de la misma manera. «No bastará para nadie un solo testigo, cualquiera que sea el pecado y el crimen, sino que todo caso se decidirá por deposi­ción de dos o tres testigos» (Dt 19,15). Aquí se aplica esta disposición del procedimiento judicial para vigorizar la advertencia y evitar el último paso. Dos o tres juntos deben testificar las circunstancias del delito y hacer re­gresar al que yerra.

Si esta tentativa tampoco tiene éxito, el caso debe presentarse a la Iglesia. Aquí la palabra ekklesia designa la comunidad de los fieles congregada en el lugar. La co­munidad debe repetir la advertencia con todo el peso de su autoridad. Ante ella, el caso se hace ahora público. La comunidad ofrece el último retorno posible, después ya no habría otra oportunidad. Por otra parte, es difícil

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decir de qué manera hay que hablar con la comunidad y de qué modo ésta puede ser efectiva. ¿Es el presi­dente (¿el obispo?) o un colegio de ancianos (presbíteros) el que decide convocar una asamblea plenaria de toda la comunidad o una comisión determinada, prevista para tales casos? Estas preguntas han de quedar en suspenso, ya que el texto no ofrece ningún punto de apoyo para contestarlas. Lo único que puede decirse con seguridad es que el veredicto que se pronuncia de una u otra forma, contiene el dictamen de toda la Iglesia (local). La misma Iglesia decide, y aquí lo hace como suprema y última instancia.

Aquí también se tiene en cuenta la posibilidad de que el pecador rechace la advertencia. La actitud que en­tonces adopta, se reviste con una expresión proverbial. Sea para ti como un gentil o un publicano. Aquí todavía no se dice que la Iglesia pronuncie y ponga en ejecución una sentencia formal (sin embargo, cf. 18,18). La idea más bien parece ser que sin este requisito ya sólo por ser pecador está fuera de la fraternidad y ahora se le con­sidera y designa expresamente como tal. Lo que primero ha efectuado por delito propio personal, ahora también vale por parte de la colectividad. Se ha desmembrado, y luego la comunidad confirma este estado del pecador por la sola causa de que ha repelido la mano que se le ofrecía para la conversión.

Según la manera de pensar del Antiguo Testamento el gentil no pertenece al pueblo escogido de Dios. El pu­blicano está fuera de la colectividad de hijos honorables de Israel, ya que según la apreciación general ejerce un oficio inmundo y vive del pacto con el poder pagano de ocupación. Ninguno de los dos es, en sentido pleno, hijo del pueblo santo. Los judíos los consideran como per­sonas que están fuera. Así como la comunidad de Israel

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mira a estos dos grupos de hombres, así también debe su­ceder en la Iglesia.

Esta relegación del hermano pecador resulta dura. Pero la dureza queda justificada en cierto modo si se considera la solicitud pastoral que alienta en esta me­dida. Estas palabras dan a entender la magnitud de la exigencia y la elevada conciencia de sí misma habida por la comunidad cristiana. El miembro que se entrega al pecado y persevera en esta sujeción, ha roto el puente y ha salido de la familia. Sólo cuando los hermanos han hecho todo lo que está en su poder, puede cortarse el vínculo. Únicamente teniendo en cuenta el versículo si­guiente puede contestarse si la sentencia debe estar en vigor perpetuamente o sólo hasta un retorno que se es­pera en un tiempo posterior. En este pasaje, se expresa con cuánta severidad se enjuicia el pecado...

18 Os lo aseguro: todo lo que atéis en la tierra, atado será en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra, des­atado será en el cielo.

Estas palabras hacen que lo precedente aparezca a una nueva luz. Apoyándose en ellas, cabe afirmar que la Iglesia como tal puede dictar sentencia en virtud de la que el pecador queda pri­vado de su comunidad con ella. La coherencia con lo prece­diente es tan estrecha y la conexión de la sentencia (18,18) tan íntima, que resulta forzoso admitir una transposición a este lugar para dar remate a los v. 15-17. Sin ella hubiese quedado ais­lada la sentencia y difícilmente conectable.

Estas palabras tienen su paralelo en las de la promesa dirigidas a Pedro. «Te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ates en la tierra, atado será en los cielos, y todo lo que desates en la tierra, desatado será en los cielos» (Mt 16,19). La diferencia entre los dos textos consiste en que la facultad de atar y desatar aquí

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se otorga a Pedro y allí a la Iglesia. Detrás está la unidad en la materia tratada. Las dos facultades proceden de Jesucristo. La Iglesia, incluso la «comunidad» reunida en el lugar, está autorizada para decidir sobre la vincu­lación de sus miembros. Esta decisión es de suma efica­cia. La toman los hombres «en la tierra» y produce un efecto inmediato «en el cielo». La sentencia terrena es completamente igual a la del cielo, la humana es entera­mente igual a la divina. No sólo de forma que una sen­tencia dictada por la Iglesia, posteriormente sea puesta en vigor por Dios, sino de un modo todavía mucho más inmediato: en la sentencia terrena se cumple la sentencia divina. La decisión de la Iglesia tiene autoridad divina, lo cual vale para los dos actos: declarar la vinculación de los miembros y la pérdida de la categoría de miembro.

No sólo hay que atar (excomulgar) sino también des­atar. De aquí se puede concluir que la exclusión del pe­cador no ha de ser definitiva, sino que ha de dejar abierta la posibilidad de convertirse y de reanudar las relaciones precedentes. Así, incluso en la forma más dura de la corrección, se percibe la solicitud por la salvación del her­mano y el anhelo de que se convierta.

¡Cuan estrechamente enlazadas entre sí están en este texto el delito personal del individuo y la vida de toda la comunidad! El delito no queda supeditado solamente a la Iglesia «oficial», es decir, al actual sacramento de la penitencia, sino a la responsabilidad de todos los miem­bros. Esta responsabilidad está en primer lugar dividida y se expresa en una actividad distribuida. Primero se obliga al individuo a la corrección fraterna, luego otros deben prestar ayuda y sólo al fin se debe apelar a la última ins­tancia. La actuación extrasacramental y la sacramental están, pues, relacionadas entre sí, pero las dos juntas se encaminan a la salvación del pecador. Para reavivar la

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práctica del sacramento de la penitencia se habría ga­nado mucho, si esta diversidad coordinada penetrara con más vigor en nuestra conciencia.

19 Os aseguro que si dos de vosotros unen sus voces en la tierra para pedir cualquier cosa, la conseguirán de mi Padre que está en los cielos.

Aquí propiamente no se habla de la oración en el nombre de Jesús. El peso recae en lo comunitario. Los hermanos deben convenir entre sí y llegar a un acuerdo sobre lo que deben pedir. El número más reducido de la comunidad, o sea dos hermanos solos ya bastan para garantizar la promesa. Entre el cielo y la tierra existe una inmediata acción recíproca. Lo que aquí se resuelve y es sostenido en común delante de Dios, podemos estar seguros de que será escuchado. Con ello no se dice que la oración privada del individuo no tenga esta seguridad, sino solamente que hay una garantía absoluta de que el Padre celestial atiende el ruego común. El que así ruega, conoce y desempeña su papel como «niño». No confía en sí, sino en la inteligencia de los hermanos en la elec­ción de lo que piden, y en la virtud del ruego común, y juntamente con ellos confía en el poder de Dios.

No se nombra lo que se pide en la oración. «Cual­quier cosa» es una expresión general. Ciertamente se su­pone que sólo puede pedirse lo que, con espíritu de fe y de solidaridad con Dios y con Jesucristo, se conoce como importante y como digno de ser escuchado. Mediante esta práctica comunitaria resulta mayor la garantía de que se trata de una cosa digna de ser atendida. Pero aquí hay que fijarse en la conexión entre el procedimiento correc­cional y la oración de la comunidad. Están mutuamente conectadas la solicitud por el pecador y la oración. Las

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súplicas de la Iglesia por el hermano que se aparta del camino, también forman parte de lo que pide la Iglesia en la oración. Están sostenidos por la oración común todos los actos de corregir y amonestar, de hacer venir los testigos y de pronunciar la sentencia, de excluir de la comunidad y de readmitir en la misma.

20 Porque donde están dos o tres congregados por razón de mi nombre, allí estoy yo entre ellos.

El pequeño grupo que se reúne para orar, está asis­tido por la presencia del Señor. Jesús está presente entre ellos, si están juntos por razón de su nombre. Eso quiere decir que la comunidad entre ellos se funda en la común confesión de Jesús, el Mesías. Éste es el plano en que ellos están, la fuerza aglutinante que los junta. Con el nombre se alude a toda la existencia y ser del que se nombra. Si están congregados por razón del nombre, la efectividad y el poder del Señor, entonces Jesús está pre­sente de una forma verdadera y real. La confesión común, en cierto modo le fuerza a estar presente. Aquí también se piensa en el grupo más pequeño posible, bastan «dos o tres» para hacer patente aquí y en este momento la gloria del Señor.

En la recopilación de los proverbios de los padres, que es una parte notable de la tradición rabínica, hay una frase que manifiesta el mismo pensamiento aplicado a la ley del pueblo de Dios: «Pero si dos están sentados juntos y se ocupan de las palabras de la torah, la shekina está entre ellos (Abot 3,2). Shekina significa «la habita­ción», «la presencia»53. La meditación comunitaria de

53. «En la literatura rabínica, shekina es la denominación de Dios en cuanto habita en medio de su pueblo» (H. HAAG, Diccionario de la Biblia. Herder, Barcelona 'lüfi7 col. 1812). Nota del traductor.

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las palabras de la ley, que contienen la voluntad de Dios, hacen que esté presente el mismo Dios. Ahora es el mis­mo Señor glorificado el que está entre los discípulos. Jesús a quien se llama la «imagen del Dios invisible» (cf. Col 1,15), que vino por mandato del Padre, de cuya voluntad dio perfecto testimonio y que «puso su morada» (cf. Jn 1,14) mucho más cerca de Yahveh que ningún otro puede ser llamado en un sentido muy profundo shekina, la habitación de Dios en la tierra. En él está Dios presente por completo. Vive como Señor glorificado en medio de su grupo fiel, vive tan cerca, como antes vivía siendo un hombre entre los hombres.

Si se mira todo el texto en conjunto (18,15-20), res­plandece en él una profunda imagen de la Iglesia. Ésta tiene su firmeza en la común confesión del nombre de Jesús, del nombre sólo por medio del cual tenemos la salvación (cf. Act 4,12). En esta confesión el mismo Jesús se hace presente. Con él Dios mora entre los hombres, él es la habitación de Dios. Mediante la presencia de Jesús se encauza la oración comunitaria y se le da se­guridad de ser atendida. Mediante esta presencia un ve­redicto de la comunidad logra también la garantía de la validez divina.

Esta promesa es el motivo de la inquebrantable con­ciencia que la Iglesia tiene de sí misma, y de su indestruc­tible gozo aquí en la tierra.

4. E L PERDÓN DE LAS OFENSAS (18,21-35).

a) Regla del perdón (18,21-22).

21 Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuán­tas veces tendré que perdonar a mi hermano, si peca

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contra mí? ¿Hasta siete veces? n Respóndele Jesús: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Al principio del capítulo los discípulos preguntan jun­tos (.18.1), al fin sólo pregunta Pedro. Él es el apóstol que ha sido tratado con distinción sobre todos mediante la transmisión del poder de las llaves para el reino de los cielos y del poder de atar y desatar (16.18s). En otros pasajes del Evangelio de san Mateo Pedro habla y obra en nombre de los discípulos ",4. Además es el apóstol que cayó y fue perdonado por el Señor (26,69ss). De una forma significativa Pedro dirige la palabra a Jesús lla­mándole Señor. El que está ante él no sólo es el instruc­tor y Maestro, sino también el Señor dotado de poder y lleno de la gloria de Dios, el Señor que ordena.

Este pasaje está enlazado con el precedente (18,15-20) por el hecho del pecado. Pero aquí se dice claramente que se trata de un delito contra el propio hermano, lo cual hasta entonces no se había dicho ". No se indica la clase y gravedad del delito, pero parece natural pensar en la amplia zona de las infracciones del mandamiento del amor.

La pregunta se dirige a la medida del perdón. ¿Se puede esperar de un discípulo que se ejercite siempre en perdonar sin ninguna compensación? ¿Hay una norma con que se pueda medir la obligación de reconciliarse? El número siete que nombra Pedro, se dice de una forma tan típica como el siguiente número setenta veces siete. Siete es un número sagrado y ya alude a algo perfecto y total. Hasta siete veces significaría que estoy dispuesto a seguir también perdonando más allá de la única vez que ciertamente exige la obligación del amor. Aunque se

54. Cf. Mt 14,28: 15,15; 17,4.24; 19.27. 55. Cf. p. 137s.

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repita regularmente la falta, estoy dispuesto a perdonar. Siete veces ya se dice como tope máximo.

La respuesta de Jesús aún es más asombrosa que la medida por la que ya se ha preguntado. Pedro no sólo debe perdonar hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Este es un número, que alude a una ilimitada dis­posición pura perdonar. Aquí no se da la medida q u e

Pedro deseaba conocer. La parábola siguiente explica el porqué del trastorno de los principios de una conducta «razonable». Aunque el hermano no mejore en modo alguno y siempre recaiga en el pecado, el otro nunca debe desistir de ejercitarse en el perdón. Ni siquiera se dice, como en san Lucas, que el hermano se convierta, que lo diga expresamente y con ello solicite el perdón (Le 17,4). Aunque no se llegue al acto externo de reconciliarse, a la declaración oral de arrepentimiento, en el interior nunca deben tolerarse los sentimientos de enemistad y endure­cimiento. El ofendido en principio con respecto al ofen­sor está en una situación semejante a la del deudor con respecto a su acreedor. Esto es tan sorprendente y pas­moso que se requiere necesariamente la parábola como explicación. En el libro del Génesis se transmite un anti­guo canto, que Lamec, uno de los descendientes de Caín, cantó antiguamente ante sus mujeres:

Ada y Sela, oíd mi voz; mujeres de Lamec dad oídos a mis palabras: Por una herida mataré a un hombre, y a un joven, por un cardenal. Caín será vengado siete veces, pero Lamec lo será setenta veces siete (Gen 4,23s).

Aquí están los dos números. Caín disfrutó de la es­pecial protección de Yahveh, obtuvo una señal para que

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no pudiera matarle nadie que le encontrase (Gen 4,15). Pero si sucediera que alguien lo matara, entonces Caín sería vengado siete veces, es decir con un castigo mu­chísimo más grave. En su arrogante canto triunfal Lamec intenta sobrepujar a Caín. Si a Caín le corresponde una represalia séptuple, entonces a él, a Lamec, hay que ven­garle de un modo feroz y desmedido. Dios se había re­servado la venganza de Caín, pero ahora el mismo Lamec la reclama. Este texto está al principio del gran desorden en la creación. Poco después que la primera pareja hu­mana fue expulsada del paraíso, Caín mató a su her­mano Abel. Unas líneas más abajo, leemos aquella per­versión que lo inunda todo, consistente en la desmesura en la venganza y en la sangre. El mal se reproduce de mil formas y un pecado siempre origina otros.

Jesús da su orden contra esta temible destrucción del mundo de Dios. Fundándose en este texto de Lamec se da la primera explicación del ilimitado deber de recon­ciliarse. Puesto que el pecado en el mundo presenta mil maneras diferentes, sólo puede ser detenido, si se le con­trapone una medida igualmente grande en el bien. Puesto que el perdón siempre debe seguir siendo la última pala­bra, que nunca debe pronunciar el ofensor, en todos los casos el bien alcanza la victoria. Solamente así parece posible detener la marea ascendente del pecado y supe­rarla mediante el amor libremente dispensado. San Pablo dirá: «No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien» (Rom 12,21).

b) Parábola del siervo despiadado (18,23-35).

23 A propósito de esto: el reino de los cielos se pa­rece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos.

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24 Cuando comenzó a ajustarías, le presentaron a uno que le debía diez mil talentos. 25 Pero, como éste no tenía con qué pagar, mandó el señor que lo vendieran, con su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que así se liquidara la deuda. 26 El siervo se echó entonces a sus pies y, postrado ante él, le suplicaba: ¡Ten paciencia con­migo, que te lo pagaré todo! 21 Movido a compasión el señor de aquel siervo, lo dejó en libertad, y además le perdonó la deuda. 28 Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien denarios; y, agarrándolo por el cuello, casi lo ahogaba mientras le decía: ¡Paga lo que debes! 29 El compañero se echó a sus pies y le suplicaba: ¡Ten paciencia conmigo, que te pa­garé! 3Ü Pero él no consintió, sino que fue y lo metió en la cárcel, hasta que pagara lo que debía. 31 Al ver, pues, sus compañeros lo que había sucedido, se disgustaron mucho y fueron a contárselo todo a su señor. 32 El señor, entonces, lo mandó llamar a su presencia y le dijo: ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné, porque me ¡o suplicaste. 33. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti? 34 Y el señor, enfurecido, lo entregó a los torturadores, hasta que pagara todo lo que le debía. 35. Así también mi Padre celestial hará con vosotros, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.

Toda la historia parece muy inverosímil. Aunque no se cuente entre los siervos a ningún sirviente bajo, sino a altos funcionarios, resulta difícil de concebir que uno de ellos pudiera haber acumulado una deuda tan enorme (10 000 talentos = unos 10 millones de dólares). Aunque se hubiese vendido al funcionario derrochador con su mujer y sus hijos, difícilmente se podría esperar que esta venta hubiese aportado tan ingente suma. El siervo, mo-

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vido por la angustia, pide su libertad, y promete la de­devolución de la deuda. El rey por esta mera súplica se deja inducir a condonarle simplemente toda la deuda. Ni siquiera le exige una insignificante señal de buena vo­luntad. Además, cuando el siervo se enfrenta sin piedad con su compañero, hace que lo encierren inmediatamente en la cárcel hasta que haya reunido su exigua deuda (100 denarios = 17.5 dólares). Y finalmente el rey eno­jado entrega al siervo a los torturadores «hasta que pague todo lo que le debe», lo cual también excede todo lo que nos podamos imaginar.

La historia ya contiene en su diseño la declaración de su sentido interno. Toda la parábola es transparente y hace que se trasluzca la majestad y misericordia de Dios. Todo lo que se cuenta, sólo puede decirse razonable­mente de Dios. No se puede decir que a todos los por­menores de la narración resulte posible atribuirles en se­guida un significado religioso, pero sí puede afirmarse que, a lo largo de toda la historia, la mirada está diri­gida a Dios y a su modo de proceder. En la Sagrada Es­critura se tiende a representar la relación entre Dios y el hombre con la metáfora del Señor y del siervo. Sólo Dios puede perdonar una deuda tan colosal, sólo él puede pronunciar una sentencia tan terrible. El siervo que es entregado a los torturadores, tiene que pagar toda su deu­da. Puesto que la deuda era inmensa y había alcanzado cifras enormes, el siervo tendrá que expiar para siempre. El pánico de la eterna reprobación relampaguea tras las palabras que nos indican el castigo.

La primera enseñanza de la parábola es la adverten­cia contra la dureza de corazón. Si los hermanos no se perdonan mutuamente, está en peligro su eterno destino. El Padre que está en los cielos procederá como el rey de la parábola, si alguien no perdona de todo corazón

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(18.35). El cuarto tema de nuestro capítulo y todo el dis­curso concluyen con estas palabras amenazadoras. En ellas recae la definitiva decisión sobre la vida humana. Sólo tiene perspectiva de que sea condonada su deuda el que antes hizo lo mismo con sus hermanos (cf. 6.15).

Tan grande como la medida del castigo es la medida del perdón de Dios. Él es el rey que perdona la enorme deuda sólo por la simple súplica. Su clemencia es sin me­dida, el perdón de la culpa sobrepasa todo límite humano. Dios demuestra su omnipotencia y majestad en la gran­deza de la misericordia. Pero no es esto sólo. Cada uno de los hermanos sabe que él también está obligado a tenerla si quiere subsistir ante Dios. Cada uno va acumu­lando pecados y se parece de algún modo al primer siervo. Si Dios le condona la deuda, está de nuevo ante Dios como siervo que vive enteramente de la munificencia y de la misericordia de su Señor.

Solamente así resulta inteligible que la obligación con el hermano haya de tener validez sin limitaciones. El que recibe la misericordia con exceso, no puede encerrarla y endurecer su corazón. Para quien desempeña el papel de deudor, no hay nadie más que también pueda ser deu­dor con respecto a él. La medida con que Dios nos mide es la misma con que nosotros debemos medir. La rela­ción con los demás hermanos se regula con nuestra re­lación con Dios. De aquí nace la orden de estar dispues­tos sin restricciones a reconciliarnos. Solamente así se mantiene la perspectiva de ser salvado al rendir cuentas en el juicio.

De este modo se ha elevado a un nuevo plano la re­lación de los hermanos entre sí. Todos ellos están rela­cionados como personas que viven de la misericordia del mismo Señor. Lo que se les ha encargado es obsequiarse también entre sí con esta misericordia, que se les ha

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concedido con exceso. En la historia se revela la con­ducta de Dios con el hombre con la misma profundidad que la conducta de los hombres entre sí. El que no busca su propia gloria, sino que constantemente se da poca im­portancia y perdona desinteresadamente, éste es el mayor en el reino de los cielos.

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Parte tercera

EL MESÍAS EN JUDEA Capítulos 19-25

El evangelista san Marcos había dispuesto en dos grandes grupos toda la materia transmitida. El primer grupo contenía la actuación de Jesús en Galilea, sobre todo alrededor del lago de Genesaret, el segundo grupo se centraba en Jerusalén y culminaba en el relato de la pasión, de la muerte y de la resu­rrección de Jesús. San Mateo permanece fiel a este diseño. Con­figura con mayor amplitud sobre todo la parte de Judea y Jeru­salén, que en san Marcos es breve, y así equilibra mejor las dos partes, incluso exteriormente. En san Marcos la divisoria esta­ba en 10,1; en san Mateo está en 19,1. Incluso en la gran sec­ción que ahora sigue, san Mateo se atiene a la línea directriz del predecesor, san Marcos. San Mateo aporta varias partes sacadas de la propia tradición, y vuelve a ordenar la materia de una manera más fácil de comprender y más temática BB. Forma una vez más un gran discurso contra los «escribas y fariseos» en el capitulo 23, del que se pasa inmediatamente al discurso sobre el fin del mundo (24,1-25,46). En estos dos discursos, me­jor dicho, en este único discurso doble (cf. el texto y comenta­rio de 26,1), se muestra una vez más la grandiosa capacidad creativa en la composición de nuestro Evangelio.

La primera sección de esta parte comprende los capítulos 19-1-22,46. San Mateo ha insertado adicionalrriente en el orden seguido por san Marcos los siguientes fragmentos: la parábola de los obreros de la viña (20,1-16), la parábola de los dos hijos (21,28-32), la parábola de las bodas reales (22,1-14). Así pues, son tres parábolas no incluidas en el capitulo de las parábolas, sino colocadas muy ventajosamente en los nuevos contextos.

56. A diferencia de la sección 14,1-17,27, cf. sobre este punto la p. 52.

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I. EN CAMINO HACIA JERUSALÉN (19,1-20,34).

1. MATRIMONIO Y CELIBATO (19,1-12).

La parte principal corresponde a Me 10,1-12. La estructura del pasaje didáctico sobre el divorcio está más conforme con la realidad en san Mateo, aunque el texto de este evangelista tam­bién depende de san Marcos. San Mateo aprovecha la ocasión para añadir un párrafo más sobre el celibato (19,10-12). Así pues, esta parte de Mateo se centra en dos puntos, el uno expone la ordenación nueva del matrimonio, el otro, el camino especial del celibato, para los discípulos «que puedan entender» (19,12).

1 Cuando Jesús acabó estos discursos, partió de Ga­lilea y se fue a la región de Judea, al otro lado del Jor­dán. 2 Le siguieron grandes multitudes y realizó curacio­nes allí.

Por cuarta vez el evangelista concluye uno de los gran­des discursos de Jesús con las mismas palabras. Al mismo tiempo Mateo designa aquí una nueva sección en la obra del Mesías. Galilea y Judea se excluyen entre sí. La pre­cedente actividad de Jesús se efectuó según el modo de ver que el evangelista adoptó en su relato, en el ámbito de Galilea con muy pocos cruces de frontera " . Aquí un nuevo ámbito entra en el campo visual del lector. Ini-cialmente parecen Jas palabras a la región de Judea algo indeterminadas. Paulatinamente aparece con mayor cla­ridad la dirección en que se mueve la comitiva del maes­tro. Pero con el nombre de Judea resuena lo crítico y decisivo. Ya hace tiempo sabemos lo que sucederá en

57. Cf. lo que se dice en la p. SI acerca de 15,21-28.

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Judea, sobre todo en Jerusalén. y lo que de allí hay que esperar (cf. 2,3; 15.1). Estamos preparados especialmente por medio de vaticinios de la pasión (16,21 s; 17.22s). Pronto seguirá un nuevo vaticinio (20.17-19). Desde la confesión mesiánica de Pedro se sabe adonde se va. La inestable vida errante es relevada por el camino resuelto hacia Jerusalén. Jesús llega a Judea. que ya no abando­nará hasta su muerte. Judea es el recinto de la crisis. Galilea fue eJ recinto del comienzo primaveral, y será el recinto de la revelación de Jesús resucitado (28,16).

«Al otro lado del Jordán» es una expresión que aquí solamente indica que Jesús no tomó el camino directo a través de Samaría, sino que dio un rodeo por oriente del Jordán, pasando por la ciudad de Jericó situada en el ca­mino hacia Jerusalén (20,29). De nuevo le sigue mucha gente, como ya se dijo con frecuencia de una forma su­maria. Y de nuevo se invoca la piedad del Mesías para que cure a los enfermos. Ahora Jesús tampoco cesa de obrar curaciones. Aunque el camino se dirige hacia Je­rusalén, las curaciones forman parte de su apostolado y de la prueba de su misión mesiánica r'8. La instrucción del pueblo desde hace mucho tiempo se pospuso a la ense­ñanza de los discípulos, pero Jesús continúa haciendo el bien y prodigando favores. Así ocurrirá incluso en medio de la ciudad santa, en el templo (21,14). Sigue siendo inalterablemente fiel a su misión a las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (15,24).

3 Se le acercaron unos fariseos para tentarlo y le pre­guntaron: ¿Puede uno despedir a su mujer por un mo­tivo cualquiera? 4 Él respondió: ¿No habéis leído que el que los creó, desde el principio, varón y hembra los hizo?

58. Cf. los precedentes relatos sumarios 4,23-25; 9,35-37; 15,29-31.

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(Gen 1,27). 5 Y añadió: Por eso mismo, dejará el hombre al padre y a la madre para unirse a su mujer, y serán los dos una sola carne (Gen 2,24). 6 De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por consiguiente lo que Dios unió, no lo separe el hombre.

La pregunta de los fariseos aquí no se refiere a si en general está permitido disolver un matrimonio. Según el derecho vigente este permiso era evidente por razón de la ley del Antiguo Testamento. La pregunta más bien inquiere si está permitido el divorcio por un motivo cual­quiera. Detrás de la pregunta está la diferencia de dos tesis que eran sostenidas en tiempo de Jesús. Una tesis procedía del famoso rabino Hilel, según la cual prácti­camente un divorcio podía ocurrir por cualquier motivo, por insignificante que fuera. La opinión más severa la sostenía el rabino Samay, quien sólo consideraba como motivo suficiente los delitos morales, sobre todo los pe­cados de lascivia59. Jesús debe adoptar una actitud en esta cuestión discutida. Se le quiere «tentar» con esta cuestión. Según la respuesta que Jesús diese, se le podría tachar de laxismo o de rigor en la interpretación de la ley.

Jesús en primer lugar no aborda la pregunta espe­cial, sino el fondo de la cuestión. En la ley no solamente se contiene la disposición sobre el divorcio tomada de la ley mosaica (Dt 24,1), sino también la ordenación del matrimonio según el relato de la creación. Lo primitivo tiene una primacía jurídica sobre lo tardío. Lo que era al principio, no se invalida por lo que le siga. El Creador es anterior a Moisés (19,7). Al principio, Dios establece

59. La diferencia entre estas opiniones dogmáticas se funda en la vaga formulación de ÍH 24.1, según la cual el divorcio puede tener lugar, si el hombre ha visto en ella una tara imputable. Sobre la polémica rabí-nica y los diferentes motivos para divorciarse, cf. BII.I.EUBLCK I, p. 312-320.

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una ordenación que excluye la posibilidad del divorcio. Éste es un pensamiento al que nos hemos acostumbrado demasiado y cuya grandeza ya no experimentamos ple­namente.

El ser humano no es creado por Dios como ser único, sino con dos formas, a saber hombre y mujer. Pero las dos formas están tan mutuamente relacionadas y tan or­denadas la una a la otra, que tienden a constituir de los dos una sola entidad. La fuerza del sexo y el ansia del complemento personal es tan intenso que sobrepujan el vínculo de la sangre. Se deja al padre y a la madre para buscar la nueva unidad de vida con el otro consorte. Los que se han encontrado, se convierten en una sola carne. Ésta es la expresión más fuerte que puede concebirse. Con esta expresión el hebreo no solamente piensa en la unión sexual de los cuerpos, sino en la fusión de todo el ser humano terreno con el otro. Ya conocemos la ex­presión «la carne y la sangre» como designación del modo terreno de vivir del hombre, a diferencia del modo de vivir dado por Dios, lo cual se descubrirá en último tér­mino como «vida eterna» 00.

Según el relato del Gen 2,24, el Creador no ha pro­nunciado por sí mismo las palabras: «Por eso mismo, dejará el hombre al padre y a la madre.» Pero el evan­gelista quiere decir que la ordenación de la naturaleza que aquí manifiesta el autor sagrado, es institución di­vina. Así brota en las palabras de Jesús el concepto de principio en su pura originalidad. Lo que Dios hizo y dijo al principio, vale para siempre, nunca puede ser dero­gado ni puede mudarse por un precepto adicional o por una disposición suplementaria61. Dios ha establecido la unidad mediante su voluntad creadora, que puso en los

60. Cf. lo que se dice en la p. 96 acerca de 16,17. 61. Cf. el pensamiento similar de Gal 3,15-20.

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hombres este anhelo natural y su satisfacción. Pero la unidad no estriba solamente en la satisfacción del im­pulso corporal, sino en toda la vida. Por eso Jesús puede decir que Dios es quien unió. Lo que así fue unido, no puede ser separado por el hombre, porque el hombre es criatura y se le llama para que obedezca. El matrimonio es más que una unificación corporal; comprende toda la altura y profundidad, la anchura y longitud de la vida. En toda la vida ha de hacerse de dos uno. Ésta es la vo­luntad de Dios y la ordenación primitiva de Dios.

El hombre interviene arbitrariamente y se evade de esta voluntad y ordenación del Creador. Jesús no sola­mente cita el Antiguo Testamento, sino que consolida de nuevo y con autoridad propia la ordenación primitiva del matrimonio. La frase «lo que Dios unió, no lo separe el hombre» es la interpretación del texto del Antiguo Tes­tamento y el nuevo mandato propio de Jesús. Este pre­cepto tiene aplicación al pueblo de Dios en el Nuevo Testamento, o sea la Iglesia, y a cada miembro de la misma. Pero los que no son discípulos de Jesús, también tendrán que dejarse guiar por este alto concepto, si real­mente tienen interés en la persona humana. A la larga sólo la más alta reivindicación puede bastar al ser humano. Todos los compromisos entre la debilidad humana y la flexibilidad jurídica en último término redundan en per­juicio del hombre.

7 Ellos le replican: ¿Por qué, entonces, Moisés mandó darle el acta de divorcio para despedirla? 8 Él les con­testa: Moisés, mirando a la dureza de vuestro corazón, os permitió despedir a vuestras mujeres. Pero no fue así desde el principio. 9 Por eso yo os digo: El que despide a su mujer — no en caso de fornicación — y se casa con otra, comete adulterio.

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Jesús ha dicho lo fundamental, ahora lo formula una vez más en una «ley» (19,9). Queda por contestar la pre­gunta de los fariseos si está permitido disolver el matri­monio por un motivo cualquiera. Vuelve a conducir a esta pregunta la objeción, según la cual en la ley también se da la posibilidad del divorcio. Jesús contesta: No lo ha mandado Dios, sino Moisés. Para nosotros eso es tan difícil de entender como para los judíos de aquel tiempo. Puesto que Dios nos habla por medio de Moisés, el man­damiento de Moisés ¿no es mandamiento de Dios? Cier­tamente lo es, pero tiene menor autoridad. Primero por­que lo anterior mantiene la primacía con respecto a lo posterior; segundo, porque el mandamiento de Moisés fue dado por él de modo indirecto u2, mientras que el orden de la creación fue establecido directamente por Dios.

Todo eso, desde luego, no se expresa en la respuesta de Jesús; son argumentos teológicos que van implícitos en el diálogo.

Lo que Jesús dice para explicar este mandamiento de divorcio, es algo muy distinto, que impresionará a sus oyentes. Existe ya una diferencia en el mismo hecho de que Moisés no ha mandado, sino permitido. No se trata de un mandamiento, que debe estimular y condu­cir a la vida, sino de una concesión que se hace a la debi­lidad del hombre. Moisés lo ha permitido mirando a la dureza de vuestro corazón. Esta imagen designa la sor­dera y apatía de corazón de Israel ante la orden de Dios. La hallaremos asociada a la «incredulidad» (Me 16,14). Un tono profético penetra en el diálogo jurídico. Moisés os dio esta libertad, porque conocía vuestra condición y preveía que seríais negligentes e indóciles ante la voluntad de Dios. El hecho de que todavía se practique el divor-

6_>. Cí. Gal 3,19s.

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ció, no es señal de que se cumpla fielmente el manda­miento, sino, todo lo contrario: atestigua la obstinación de Israel.

La explicación que Jesús da a lo que dispone la ley mosaica, no es una explicación histórica o jurídica. Antes bien es una llamada projética, que también ahora tiene un alcance profundo. El hombre sólo es capaz de cumplir en particular el mandamiento divino, si se confía, total­mente a la voluntad de Dios. Quien se obstina frente a ella y es indolente, o persevera arbitrariamente en su propia voluntad, llegado el caso fallará y, por consiguiente, se verá obligado a invocar la libertad de divorciarse.

Esto se afirma, de forma inequívoca, en las últimas palabras. El hombre que despide a su mujer, no ha anu­lado el matrimonio que existía entre ambos. Continúa existiendo, y si el hombre vuelve a casarse, comete adul­terio. Para la mujer tiene aplicación lo inverso, que sólo san Marcos dice explícitamente (Me 10,12). Incluso la añadidura discutida «no en caso de fornicación» no puede cambiar nada en el principio dado por Jesús. Si se en­tiende esta adición en el sentido que de algún modo se pueda disolver el vínculo del matrimonio como tal, en­tonces se desplomaría toda la doctrina de Jesús expuesta en 19,3-9 03. La Iglesia, por encargo de su Señor, se man­tiene aferrada hasta el día de hoy en esta firme resolu­ción. Porque la Iglesia también observa la misma obe­diencia que ha de exigir a cada uno de sus miembros.

Por eso es tan importante este diálogo, porque mues­tra la posición de Jesús ante la ley. Aquí Jesús deroga formalmente una disposición de la ley del Antiguo Tes­tamento, así como antes ha anulado la legislación del Antiguo Testamento sobre la pureza (15,1-20). Sigue es-

63. Cf. sobre esta cuestión el primer volumen, p. 125s.s, notas 24 y 25.

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tando en vigor que Jesús no ha venido para abolir «la ley o los profetas», sino para «darle cumplimiento» (5.17). Pero también puede formar parte del cumplimiento de la ley que una disposición particular sea derogada o sus­tituida por una nueva orden. Esto aquí no ocurre por la propia plenitud de poderes, sino por el recurso a la primitiva voluntad del Creador. Se hacen valer de nuevo la pureza y la genuina intención de la voluntad de Dios, tal como han sido expresadas al principio. Pero el hecho de que el orden de la creación y el mandamiento de Moisés se puedan contraponer mutuamente y el hecho de que el orden inicial se ponga de nuevo en vigor sólo pueden explicarse por la pretensión de Jesús de ser el definitivo revelador de la voluntad de Dios. Sólo puede hacerlo el Mesías. En cualquier otro sería una presunción blas­fema. Aquí aparece de nuevo el estilo que ya conocemos: «Pero yo os digo» (5,22)...

10 Los discípulos le dicen: Si tal es la situación del hombre con respecto a la mujer, no conviene casarse. 11 Él les respondió: No todos entienden esta doctrina, sino aquellos a quienes se ha concedido. n Porque hay inca­pacitados para el matrimonio que nacieron así del seno materno, y hay incapacitados a quienes así los hicieron los hombres, y hay incapacitados que ellos mismos se hi­cieron así por el reino de los cielos. Quien pueda entender, entienda.

Si hay que ligarse mutua e indisolublemente para toda la vida, entonces resulta gravoso casarse. Así puede en­tenderse la réplica aterrada de los discípulos. La libertad del hombre ¿no está entonces coartada de un modo inso­portable? ¿Sólo tiene el hombre ante sí el camino del ma­trimonio, y además con este vínculo, que aquí se tiene

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la sensación de que es una carga y una tortura? Esta réplica dada con la primitiva manera de pensar del hombre vulgar, hace que Jesús añada otras palabras, que abren un segundo camino.

Estas palabras se introducen de un modo significativo con la observación de que no todos son capaces de en­tender lo que se dice a continuación. Sólo son capaces de entender aquellos a quienes se ha concedido. Esto también es un misterio del reino de los cielos, cuya com­prensión se concede desde arriba. El hombre no la tiene por sus propias fuerzas, sino por don de Dios (cf. 13,11). Nos podemos disponer para esta comprensión, pero no nos la podemos dar. Se puede estar agradecido por ella, si alguien la obtuvo, pero no se puede reprochar a nadie que no la tenga.

De lo que se trata se nos aclara en la última parte de la respuesta (que consta de tres grados): hay incapaci­tados para el matrimonio que ellos mismos se hiceron así por el reino de los cielos. El reino de Dios reclama todo el interés del hombre. También puede reclamar la renuncia al matrimonio y a la familia, más aún, como se dice en estos versículos, la renuncia voluntaria y per­manente a la satisfacción del apetito sexual. Entonces todo el vigor íntegro del hombre puede emplearse para el ser­vicio del reino de Dios. Toca a todos los discípulos em­prender la aventura de buscar primero el reino de Dios y su justicia (6,33); pero sólo a algunos de ellos realizarla y aplicar su persona a ello con tal amplitud, que incluso abandonen la tendencia innata en el hombre de dar sa­tisfacción a su vida sexual. Los capaces de entender son aquellos a quienes se les ha concedido. Aquí probable­mente no sólo se piensa en la comprensión, sino tam­bién en el seguimiento de esta otra vocación. Para dicho seguimiento en primer lugar se requiere la inteligencia,

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pero además la renuncia magnánima. Puesto que la pa­labra de Jesús queda así vibrando y postula consciente apertura en el oyente, preferimos también dejarla con esta apertura. En la vida de la Iglesia a través de los siglos se testifica que esta aventura magnánima se em­prende en forma duradera, y también se testifican los frutos para el reino de Dios, que se originan de esta re­nuncia.

2. JESÚS Y LOS NIÑOS (19,13-15).

13 Entonces le presentaron unos niños para que les im­pusiera las manos y orara por ellos; pero los discípulos los reprendieron. 14 Y Jesús dijo: Dejad a los niños y no les impidáis venir a mí, porque el reino de los cielos es de los que son como ellos. 15 Y después de imponerles las manos, se fue de allí.

No sólo llevan los enfermos a Jesús para que los cure, sino también le llevan los niños para que los bendiga. Es un gesto conmovedor de confianza. La fuerza de la bendición que con frecuencia se había experimentado, también se comunicará a los niños. Necesitan especial­mente la protección de los mayores y sobre todo el am­paro de quien es el mayor entre los mayores: Dios. Jesús debe poner sus manos sobre ellos y orar por ellos, es decir invocar en favor de ellos la protección y la gracia de Dios. A los discípulos les parece ridículo importunar al Maestro con tales niñerías. No conocen la confianza que con razón empuja a la gente hacia Jesús, ni el gran con­cepto del niño que Jesús ha dado a los discípulos (cf. 18,3).

Jesús no sólo exige que los niños le puedan ser traídos, sino que dice algo fundamental a este respecto. El reino

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de los cielos es de los que son como ellos. ¿Cómo deben entenderse estas palabras? En primer lugar en sentido literal. Los niños tampoco están excluidos de la llamada y de la promesa magnífica del Padre. No es preciso que ellos se queden fuera, aunque todavía sean pequeños y entiendan poco. Los escribas creen que los niños tienen poca capacidad, y en general los menosprecian, como también hacían con las mujeres. La tesis de los escribas es que la religión es cosa de hombres. Jesús ha exaltado a la mujer, así hace ahora con el niño. Esta división de los hombres en adultos y menores de edad tampoco vale ante el reino de Dios. El niño también puede entender y hacer aquello de lo que propiamente se trata, a saber que Dios debe reinar, y su voluntad debe llevarse a término. Así pues, los niños pueden colocarse libremente al lado del que trae este reino y esta voluntad. No les impidáis venir a mí... Ellos quizás entienden a Dios mejor que los adultos. Dios ha ocultado a sabios y enten­didos lo que ha revelado a la gente sencilla (11,25).

Ni siquiera en la Iglesia nadie tiene el derecho de escatimar a los niños los dones de Dios. Desde el tiempo más antiguo se les ha administrado él bautismo, aunque no pudieran hacer ninguna profesión personal de su fe. Hoy día se les ofrece el cuerpo del Señor tan pronto como pueden distinguirlo del pan ordinario. Porque el reino de los cielos es de los que son como ellos, y así lo ha que­rido el Padre que está en el cielo (11,26). No sólo debe­mos apreciar y amar a los niños por inclinación natural, sino porque Dios tiene tan gran concepto de ellos.

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3. E L RICO Y LAS RIQUEZAS (19,16-30).

a) La pregunta del joven rico (19,16-22).

16 Luego se le acercó uno y le preguntó: Maestro, ¿qué haría yo de bueno para poseer vida eterna? n Él le con­testó: ¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el bueno. Pero, si quieres entrar en la vida, ob­serva los mandamientos. 18 Dícele aquél: ¿Cuáles? Jesús respondió: Aquello de no matarás, no cometerás adulte­rio, no robarás, no levantarás falso testimonio, w honra al padre y a la madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo. 20 El joven le replica: Todas esas cosas las he cumplido. ¿Qué me falta todavía?

En el camino un hombre se acerca a Jesús, como otros hicieron antes que él (cf. 8,19.21). Su pregunta no se refiere a lo que debe hacer para seguir al Maestro ni a las condiciones que le serán impuestas, sino al fin per­seguido con este seguimiento, que es la vida eterna. Nues­tro hombre conoce el fin, pero pregunta por el camino. A este camino tiene que conducir algo bueno. La bondad de la vida humana aquí en la tierra, y de la vida eterna (donada por Dios) allí en el cielo, se corresponden mu­tuamente.

Además el que pregunta sabe que se tiene que hacer algo. El don de Dios no se logrará con independencia del esfuerzo del hombre, aunque nunca se puede merecer en el sentido propio. Ya es muchísimo saber estas dos cosas y poder preguntar tan atinadamente.

La respuesta en primer lugar, y sin atenerse a la pre­gunta estricta, se refiere al concepto de lo «bueno». La respuesta sólo llega a ser plenamente inteligible con el

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texto de san Marcos, en el que el joven rico había dado a Jesús el tratamiento de «Maestro bueno», y Jesús le había contestado: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno, Dios» (Me 10,18). San Mateo enfoca la pregunta de otra manera y coloca lo bueno en sentido objetivo ante lo bueno en sentido personal. Sólo Dios es bueno, y por tanto también es el dechado de todo lo bue­no que hay. Así pues, cuando se pregunta a Jesús por lo bueno, se le pregunta por Dios. Sólo por Dios se mide todo lo bueno que el hombre puede conocer y anhelar como valor. Es la plenitud de lo bueno, y cada una de las cosas buenas que se ven y hacen participa en el bien absoluto, que es el mismo Dios.

Prosigue la respuesta propiamente dicha, a saber guar­dar los mandamientos, que son los mandamientos de Dios. Jesús no los nombra todos, sino algunos de los diez man­damientos, que tienen más importancia, y además se añade — y así se hace resaltar — el mandamiento del amor al prójimo. No se nombran los tres primeros mandamientos de la tabla del decálogo, que se refieren a Dios y a su servicio, sino que solamente se nombran los que se refie­ren al hombre y a su servicio. Como complemento no se añade el mandamiento de amar a Dios, sino el de amar al prójimo. Así se indica la dirección de la respues­ta de Jesús: Importa hacer lo bueno en favor del hombre si se quiere alcanzar la vida eterna. El que pregunta en general por la vida eterna, ya sabe que se tiene que obe­decer a Dios, honrarle y amarle. Pero lo otro se Je tiene que decir de una forma que se grabe.

El punto central e importante del diálogo radica en la segunda pregunta: ¿Qué me falta todavía? La prime­ra contestación que dio Jesús, está en el Antiguo Tes­tamento. Se la podía dar el piadoso judío, y los escribas también lo han hecho alguna que otra vez. El camino de

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la salvación ya está contenido en el Antiguo Testamento si se entiende en la forma debida y no se ahogan sus exigencias capitales con innumerables prescripciones par­ticulares. No obstante, el joven puede declarar sin re­servas que ha cumplido todo lo que Jesús menciona. Di­fícilmente podrá salir airosa esta confianza ante un cri­terio estricto. Pero la respuesta también quiere indicar que todo eso le es bien conocido y no contiene ninguna novedad. Sin embargo, hay que poder decir algo nuevo, por­que la persona y la actividad de Jesús para él tienen una apariencia nueva. El joven desde el principio debió de esperar que Jesús le diera una orden especial que exce­diera lo ordinario. Ya que el Señor en primer lugar le da una respuesta tradicional que expresa la unidad con lo que se ha ido transmitiendo en Israel, el joven ahora tie­ne que preguntar expresamente por lo nuevo: ¿Qué me falta todavía?

21 Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende todos tus bienes y dáselos a los pobres, que así tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sigúeme. 22 Pero, cuando el joven oyó estas palabras, se fue lleno de tris­teza, pues poseía muchos bienes.

¿Cómo responderá Jesús? ¿Añadirá un undécimo man­damiento a los diez que ya existen, o explicará, como hizo más tarde, el único mandamiento del amor como resumen de toda la ley? (22,34-40). En primer lugar está la palabra «perfecto». Ya la oímos en el sermón de la montaña (5,48). Como en aquel sermón, esta palabra aquí también sirve para expresar el objetivo sintético de lo que Dios reclama. La frase si quieres ser perfecto no se dice como pregunta, que deje esta volición al arbitrio del individuo (un consejo), así como tampoco se dijo como pregunta la locución de

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la primera parte del diálogo: «Si quieres entrar en la vida» (19,17). Es lo que vale para todos los que quieren ser dis­cípulos, porque para todos vale la misma finalidad de la vida eterna. Todos deben ser perfectos como su Padre celestial. No basta solamente conocer los distintos man­damientos y cumplirlos puntualmente, sólo basta la per­fección. La justicia de los discípulos debe superar la de los escribas y fariseos (5,20). El mismo Dios debe ser la medida de las acciones del hombre. El cristianismo no consiste en cumplir los mandamientos, sino en entregarse perfectamente y en amar sin limitaciones.

Pero Jesús además dice que el joven debe vender lo que posee, desprenderse del producto de la venta, y luego debe seguirle. Estas palabras del Maestro hay que enten­derlas como llamada personal, que sólo puede aplicarse a este joven y a su situación. Tiene muchos bienes, y su corazón está pendiente de ellos, aunque haya cumplido los mandamientos. Por eso no es «perfecto», porque su corazón no está indiviso en Dios, sino que está dividido, porque también ama lo que posee. Aún no sabe nada de la nueva resolución firme que Jesús ha traído: «No podéis servir a Dios y a Mammón» (6,24c). El joven aún no puede distinguir entre el tesoro en la tierra, que destruyen la po­lilla y el orín, y que roban los ladrones, y el tesoro en Dios (cf. 6,19-21). Por eso el joven es invitado a emplear su tesoro en la tierra como tesoro en el cielo. Si así lo hace, entonces se verá que a él primero le interesa Dios y por tanto en realidad también le interesa la vida eterna.

Lo que aquí se dice de la perfección en general (junto son 5,48), puede aplicarse a todos los discípulos y los une sin hacer diferencias. Lo que se dice sobre la venta de lo que se posee, en primer lugar tiene aplicación al que preguntó. Pero cualquier discípulo de Jesús reconoce a ma­nera de ejemplo lo que importa. Primeramente escuchará el

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llamamiento a la perfección. Pero este llamamiento para el discípulo quizás contiene una reclamación concreta dis­tinta de la de desprenderse de lo que posee. No se trata de liberarse de los bienes como tales, sino de la libertad para Dios. Pero esta libertad sólo se puede obtener en el se­guimiento de Jesús. Por eso tiene validez que cuando hayas hecho todo lo que te hace libre, entonces tienes que se­guirme. Y también es verdad que sólo puede conservarse la plena libertad para Dios en el seguimiento de Jesús. La ley vital de Jesús: Dios solo y en primer término, tam­bién puede aplicarse a sus discípulos. El discípulo sabe que en el Evangelio al usar el verbo «seguir» de ordinario se piensa en la disposición para el sufrimiento y en par­ticipar en la pasión de Jesús...

b) Peligro de las riquezas (19,23-26).

23 Jesús dijo a sus discípulos: Os lo aseguro: un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos.24 Os lo vuelvo a decir: Más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico en el reino de Dios. 25 Cuando lo oyeron los discípulos, se quedaron hondamente sorpren­didos y dijeron: Pero entonces, ¿quién podrá salvarse? 16 Fijando en ellos su mirada, díjoles Jesús: Para los hom­bres, esto es imposible; pero para Dios, todo es posible.

Son unas palabras difíciles que empalman con el sermón de la montaña (cf. 6,24-34). No pueden ser paliadas ni cambiadas de sentido. Para los ricos es difícil, dice Jesús categóricamente, alcanzar el reino de Dios. Al hablar de «un rico» no debemos fijarnos en la cantidad de sus posesio­nes, como si fuera posible distinguir, de acuerdo con ella, lo que es justo o injusto; tampoco hay que pensar en un

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rico dominado por sus riquezas, que con avidez y codicia ha hecho de sus bienes un dios. El «rico» es una persona que tiene muchas posesiones, y para cuya vida estas po­sesiones significan mucho. Las dos cosas son inseparables. Un rico de esta clase, dice Jesús, está en sumo peligro.

Jesús sabe que los bienes no son una magnitud neutral, una acumulación de dinero, o de casas, o de acciones, o de joyas, o de lo que sea. Los bienes tienen un poder se­ductor que procura subyugar al hombre. Así habla Jesús de Mammón, que incluso entra en competencia con Dios 6.24c). Nadie puede sustraerse a esta resaca seductora, si no se aparta por completo de ella, y no se adhiere a Dios.

Una imagen drástica expresa lo antedicho. Exagera consciente y desmedidamente, y con todo quiere ser to­mada como una imagen. Un camello no pasa nunca por el ojo minúsculo de una aguja. ¿Quiere esto decir que ningún rico conseguirá su objetivo por principio? esta interpretación contradiría la primera frase, que se limita a decir que un rico difícilmente entra en el reino de los cielos. La imagen no dice que nadie lo logre, sino que las probabilidades son sumamente exiguas. Estas palabras quie­ren agitar, sacudir, hacer que caigamos en la cuenta de la gravedad de la situación. El joven ha encallado en este escollo, a pesar de hacer una pregunta tan radical y de estar dispuesto para una orden muy exigente del Maestro. Su apego a los bienes lo ha desvalorizado todo y le ha impedido recorrer el camino que conduce a la vida eterna. Este ejemplo y las graves palabras del Señor sobre los ricos tienen que ser como un estímulo en la carne para todos los que se encuentran en una situación semejante a la del joven rico...

La sentencia de Jesús aterroriza a los discípulos. Nos vienen a la memoria las palabras sombrías de la puerta

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estrecha y del camino angosto (7.13s). ¿Son quizás muy pocos los que se salvan (cf. Le 13.23) o quizás no hay nadie que se salve? Es preciso experimentar en sí mismo este temor. El salvarse no es algo natural y evidente; el hombre no puede invocar en favor suyo ningún derecho ni abrigar esperanza alguna. Muchas almas escogidas expe­rimentaron dolorosamente tan terrible incertidumbre.

La respuesta del Maestro no da ningún consuelo hu­mano ni sosiega la cuestión discutida. No obstante, libera al hombre de la angustia y del temor. Siempre es lo mismo: hay que confiar enteramente en Dios. Así como quien realmente tiene fe, confía enteramente en Dios, así tam­bién el que teme seriamente por su vida. En Dios todo es posible. El destino del hombre sólo está en manos de Dios. El conocimiento de esta verdad no conduce a una an­gustia servil, o a una cruel mutilación de sí mismo, sino a la libertad de los hijos de Dios. Dios no es un maestro de escuela, ni un tirano, sino un padre.

c) Recompensa por renunciar a todo (19,27-30).

27 Entonces tornó la palabra Pedro y le dijo: Pues mira: nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué habrá, pues, para nosotros? 2S Jesús les contestó: Os lo ase­guro: cuando el Hijo del hombre se siente en su trono glorioso, en la regeneración, vosotros los que me habéis-seguido, también os sentaréis en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.

La pregunta de Pedro no es tan dura como la de los hijos de Zebedeo (Me 10,37), pero también proviene de «abajo». En esta pregunta no se nombra la recompensa, pero se hace alusión a ella. Ellos lo han dejado todo y han

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seguido el llamamiento de Jesús; el joven rico no supo desprenderse de sí mismo y por eso se negó a seguir el llamamiento. Esta vez Jesús no rechaza bruscamente la pregunta, como lo hizo con Pedro hablando del tema de la pasión (16,23) y como lo hará con los hijos de Zebedeo (20,20-24). El que ha dejado, recibirá (19,29). El que ha seguido a Jesús en la humillación, compartirá su gloria (19,28). Ésta es la doble respuesta a la pregunta de Pedro 03.

Para el fin del tiempo en este mundo y para el paso al mundo nuevo san Mateo emplea en la mayoría de los casos la palabra parusía (por ejemplo 24,3.37). Aquí en­contramos la extraña palabra regeneración. El primero de estos dos vocablos alude sobre todo al acontecimiento único, que inicia la transformación del mundo, este se­gundo vocablo se refiere a la restauración del mundo según su estado primitivo. El mundo es engendrado por segunda vez, después que estén dominadas las fuerzas caóticas, como la primera vez fue engendrado del caos con una belleza inmaculada y con un orden armónico. La se­gunda creación será como la primera, es decir la produc­ción del mundo al principio sólo puede compararse con la acción revolucionaria de Dios, la cual abarca todo el cos­mos (Gen 1,1-2,4a). Pero la gloria del mundo nuevo será todavía mayor que la del antiguo, del que ya se pudo decir: «Y vio Dios todas las cosas que había hecho y eran buenas en gran manera» (Gen 1,31a). Porque el mundo nuevo debe subsistir con una duración eterna.

63. El v. 28 ha sido insertado por san Mateo en el orden de san Marcos y así convierte la respuesta de Jesús en una respuesta doble. La sentencia no habla de cualquiera que haya dejado casas y hermanos, etc. (19,29), sino solamente de los doce. Tampoco habla de la recompensa per­sonal, cuando termine el tiempo, sino del cargo de juzgar con el Hijo del hombre en su segunda venida. Así se abre una grieta entre las dos res­puestas, por una parte el versículo 28, por otra parte el versículo 29s. Una variante que se desvía mucho de 19,28 se encuentra en Le 22,28-30, cf. lo que en ella se dice.

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La regeneración se inicia con la venida del Hijo del hombre y se pone en vigor con su juicio. El Hijo del hom­bre estará sentado en su trono de gloria (25,31) y pronun­ciará la sentencia. Los doce se sentarán junto a él como asistentes y pronunciarán con el juez la sentencia. Antes se ha dicho: «Quién a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió» (10, 40). Esta unidad entre el Padre que envía, el Mesías en­viado y los apóstoles vale en la humillación y valdrá luego en la gloria. El Mesías se ha declarado en favor de ellos y se les ha identificado con su actuación de un modo tan íntimo que ahora pueden declararse ellos en favor de él en el juicio e identificarse con su sentencia. Esto en realidad es recompensa del seguimiento: seguimiento hasta lo profundo de la pasión, del desprecio, e incluso hasta la impotencia de la muerte, luego hasta la altura de la gloria y del poderío en el trono del Mesías al fin de los tiempos.

El pueblo de Dios constaba de doce tribus, tal como tuvo su origen en el padre Jacob, según testimonio de la Escritura. Las doce tribus tienen que ser reunidas al final de los tiempos, en ellas se presentará el pueblo de Dios en la gloria. Pero las doce tribus, de las que aquí habla Jesús, son las tribus del nuevo Israel, engendrado por Dios y redimido por Jesús. Es una gran imagen que se ofrece a Pedro. También es una imagen que la Iglesia peregrina edificada sobre el cimiento de los apóstoles y profetas (Ef 2,20), tiene ante los ojos, ya que marcha hacia el juicio de su Señor y de sus apóstoles...

29 Y todo aquel que por mi nombre haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos, o cam­pos, recibirá mucho más y heredará vida eterna. 30 Pues muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros.

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NT, Mt II , 12

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La segunda respuesta habla en primer lugar de lo que se ha dejado por amor de Jesús; es decir por causa de la íntima solidaridad con él y del servicio a su palabra "\ Se nombran sin interrupción vínculos familiares y bienes terrenales. Que los hijos se separen de los padres o que el campesino abandone su casa y sus tierras es lo mismo para el caso. La enumeración podría ser más larga. Lo que importa no es lo que se deja, sino por qué se deja, importa la relación con el Mesías y el empleo de la propia persona en su seguimiento. Distinto es lo que se reclama y cuánto se reclama; pero en ningún caso se da sin que se reciba, en cambio, el céntuplo. No para que el discípulo trabaje por esta recompensa, sino para que siempre crea más en la riqueza mayor y en la magnanimidad de Dios, que constantemente aventaja al hombre.

No trabajamos por la recompensa. Pero trabajamos por Dios, que también es nuestra recompensa.

Esta recompensa no se divide en una recompensa terre­nal y otra eterna (como en Me 10,30). San Mateo sola­mente nombra la única amplia recompensa de la vida verdadera, de la vida eternal. Esta vida es mucho más de lo que aquí ahora se podría dejar. La pregunta del joven rico versaba sobre el camino hacia la vida eterna (19,16). La orden de Jesús prescribía al joven que dejara lo que poseía y le siguiera. Los discípulos lo han hecho y no sólo han dejado los bienes terrenales. Obtienen la promesa de alcanzar el verdadero objetivo. ¡Qué esperanza se contiene en esta promesa para todos los que están seria­mente preocupados por su salvación!

El hombre no tiene una última seguridad sobre si se salva y logra la solidaridad con Dios. Siempre perdura una tensión entre la esperanza de conseguir estos fines y

US. Cf. la distinción que se hace entre ambas cosas en Me 10,2^.

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la experiencia de ser insuficiente ante la pretensión que implica esta esperanza. A pesar de esta inseguridad gene­ral que perdura, estas palabras también dan una seguridad libertadora. Estas palabras de la recompensa puede refe­rirlas a sí mismo el que pueda decir de sí como Pedro que realmente lo ha dejado todo por amor de Jesús. Dios no olvida ni siquiera las múltiples acciones ínfimas. ¡Cuánto menos olvidará la única gran acción de la renuncia en el seguimiento!

Esto se manifestará en la regeneración del mundo. En­tonces tendrá lugar una gran revalorización. Muchos que aquí eran los primeros, allí serán últimos, es decir los que serán arrojados fuera. Y muchos que eran los últimos, serán primeros, es decir los coherederos de Cristo en el reino de Dios. Lo ganará todo el que todo lo dejó, per­derá su vida el que la buscó, la encontrará el que la perdió.

4. PARÁBOLA DE LOS OBREROS DE LA VIÑA (20,1-16).

'. El reino de los cielos se parece a un propietario que salió muy de mañana a contratar obreros para su viña. 2 Y habiendo convenido con ellos a denario la jornada, los envió a su viña. 3 Salió luego hacia la hora tercia y, al ver a otros que estaban en la plaza desocupados, 4 les dijo igual­mente: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo. 5 Y ellos fueron. Nuevamente salió hacia la hora sexta y a la nona, e hizo exactamente igual. 6 Salió aún hacia la hora undécima y encontró a otros que estaban allí, y les pregunta: ¿Cómo estáis aquí todo el día sin trabajar? 7 Ellos le responden: Es que nadie nos ha contra­tado. Él les dice: Id también vosotros a la viña. 8 Al atar­decer, dice el señor de ¡a viña a su administrador: Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últi-

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DIOS y acabando por los primeros. 9 Llegaron, pues, los de la hora undécima y recibieron cada uno un denario. 10 Cuando llegaron los primeros, pensaron que recibirían más; pero también ellos recibieron cada uno un denario. 11 Después de haberlo recibido, protestaban contra el pro­pietario, n diciendo: Estos últimos trabajaron una sola hora, v los has igualado a nosotros, que hemos aguantado el peso de la. ¡ornada y el calor. 13 Él le contestó a uno de ellos: Amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no conviniste conmigo en un denario? 14 Pues toma lo tuyo y vete. Yo quiero darle a este último lo mismo que a ti. 15 ¿Es que yo no puedo hacer en mis asuntos lo que quiera? ¿O es tu ojo malo, porque yo soy bueno? 16 De esta suerte, los últimos serán primeros, y los primeros últimos'"''.

El pasaje anterior concluyó con la frase: «Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros» (19,30). Quizás fue únicamente esta frase la que indujo al evange­lista a insertar la parábola en este pasaje. En la parábola se paga el jornal primero a los últimos y en postrer lugar a los primeros. Ésta es también la única coincidencia, que se da entre la sentencia y la narración. El evangelista con­cluye la parábola con la misma frase (20,16), luego pro­bablemente ha empleado esta frase como idea directriz y así ha remachado los versículos sobre el seguimiento con la parábola de los obreros. Pero la importancia de esta parábola está orientada en otra dirección. Para en­tenderla tenemos que prescindir de esta frase final; por tanto tenemos que procurar explicarla sin el versículo 16.

(,6. En algunos manuscritos a continuación del v. 16 siguen las si­guientes palabras: «l'orque muchos son los llamados, pero pocos los esco­gidos.» Esta frase ciertamente no forma parte del versículo 16, sino nue procede de Mt 22,14.

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No obstante hemos de preguntarnos si el lugar actual está elegido con mucha oportunidad. En la pregunta de Pedro se trató de la recompensa (19,27), en la parábola también se trata de lo mismo. Allí Jesús en su respuesta habló de una recompensa muy superior, que es la vida eter­na (19,29). Aquí al último se le da un jornal que es mucho mayor del que puede esperar la justicia. Allí en la frase final (19,30) se invirtió la norma humana mediante la decisión divina, aquí sucede lo mismo. Así pues, el relato está interiormente enlazado con lo precedente por medio de varios hilos. Escucharemos la parábola tal como nos la da a entender el evangelista, es decir como ulterior ins­trucción sobre la recompensa de Dios para los discípulos, y también sobre nuestra recompensa, que esperamos con­seguir.

El suceso que Jesús describe está tomado de la vida real, como en la mayoría de las parábolas. En efecto, hay hombres que en el mercado aguardan que alguien les contrate como jornaleros. Un denario corresponde al sa­lario medio de un día de trabajo. Se puede comprender que el dueño de la viña contrate obreros varias veces, porque la necesidad eventual de trabajo es muy grande, si se piensa en el tiempo de la vendimia. Suena algo raro que el dueño de la viña contrate obreros hacia la hora nona, más aún hacia la hora undécima. No es probable que poco antes de terminar el trabajo, todavía haya hom­bres que esperen ganar algo aquel día. Tampoco es proba­ble que el dueño de la viña recorra por cuarta vez el camino del mercado. Con todo se fundan estos rasgos en la dis­posición del relato. Explican el suceso sin hacerlo inve­rosímil.

Sólo con los primeros trabajadores se concierta el jornal; de los segundos sólo se dice sin precisar que re­cibirán lo que sea justo. También esto prepara la li-

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quidación del salario tal como debe efectuarse al final del relato, que se narra minuciosamente y de un modo diáfano en conjunto, pero sólo como preparación para el punto principal. El pago de los jornales al atardecer nos indica el objeto de la parábola. El dueño encarga a su adminis­trador que después de terminar el trabajo pague el jornal comenzando por los últimos y acabando por los primeros. Tiene que seguirse este orden, para que los primeros vean cómo se paga a los últimos, cuando aquellos aún no se hayan ido con su sueldo. Mientras se les paga, se advierte en seguida la indignación de los obreros y también nuestro asombro. Los últimos cobran el mismo jornal que se con­certó con los primeros, un denario por el corto tiempo de trabajo. Es muy comprensible que se levante una mur­muración. Los siguientes esperan cobrar más, puesto que a los últimos ya se les ha pagado un denario. Pero todos cobran lo mismo. La conducta del dueño de la viña se puede llamar arbitrariedad extravagante, enorme despreo­cupación o injusticia directamente social. Así piensan aquí los obreros, así piensa el hombre en general. ¿Cómo se justificará el dueño? Nuestra conciencia social sumamente sensible está intranquila.

En la respuesta en primer lugar se trata de la cuestión de la justicia. A los primeros no se les hace ningún agravio por el hecho de que se les pagara el jornal que se había concertado, o sea un denario por la jornada. Aunque los otros recibieran lo mismo, no por eso se perjudica a los primeros. El propietario también ha conocido y mani­festado que los murmuradores en fin de cuentas no pro­testaban por ver que se quebrantaba la justicia, sino por envidia personal. ¿O es tu ojo malo...? El ojo malo revela una mala manera de pensar o un corazón ofuscado. «Pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo quedará en tinie­blas» (6,23a). La indignación no la ha causado el celo por

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el debido orden, sino la rivalidad y la malicia. Pero eso sólo es una parte de la respuesta.

La parte principal está en el contraste entre los dos miembros siguientes: ¿O es tu ojo malo, porque yo soy bueno? El propietario no procedió por un capricho incon­siderado o por una injusticia consciente, sino por bondad. Eso es lo que propiamente importa. El propietario no quiso dañar a los primeros, sino que quiso ser generoso con los demás. Su manera de pensar ya no se revela como la manera de pensar de un propietario rural terreno, sino como la manera de pensar del Padre divino. El propietario rural no podría decir de sí tranquilamente: «¿Es que yo no puedo hacer en mis asuntos lo que quiera?» Pero Dios sí puede hacer lo que quiera. Porque la recompensa que él tiene que dar, no hay que conseguirla por causa de la justicia, sino por razón de la gracia. No se puede merecer la vida eterna, sino que se adjudica al hombre como don libre. En la vida eterna dejan de existir la lógica humana y la inteligencia calculadora, más aún, deben ser superadas directamente en esta pregunta del propietario. En Dios están vigentes otras reglas, porque Dios piensa de otra manera. Y tiene que pensar de otra manera, porque su recompensa es distinta del jornal pagado por el rendi­miento del trabajo del hombre.

El Dios propietario puede regalar libremente lo que quiera. Y el hombre no le puede impedir que dé a quien quiera y cuanto quiera. Lo único que debemos saber es que Dios da por bondad. Sólo podemos fiarnos de la bon­dad de Dios y contar sólo con ella. Nunca se puede contar con el rendimiento del propio trabajo, con el su­puesto título jurídico, con la correspondencia entre ren­dimiento y jornal. Estas cosas son muy importantes para el orden de nuestra vida entre los hombres, pero tienen muy poco valor y son inválidas en el orden divino de la

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gracia, y nuestra parábola sólo habla de este orden. Con­tiene una de las grandes revelaciones de Dios y de su modo de pensar como la contiene la parábola del deudor despiadado (18,22-35), aunque sea de una forma distinta. Los rabinos calculaban la recompensa y establecían para cada obra buena un correspondiente sueldo divino. Me­diante la parábola se suprime este modo de pensar sobre la recompensa.

¿Qué podríamos esperar, si se pagara la recompensa según nuestro rendimiento? ¡Qué esperanza puede tener ahora quien crea que Dios también puede proceder con él por bondad y que no tiene que proceder por justicia!

5. TERCER ANUNCIO DE LA PASIÓN (20,17-19).

17 Cuando Jesús estaba para subir a Jerusalén, tomó aparte a los doce y les dijo por el camino: 18 Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas, y lo condenarán a muerte, 19 y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, y lo azoten, y lo crucifiquen; pero el tercer día resucitará.

Jerusalén se aproxima, Jesús sube a ella, la ciudad encumbrada. Por tercera vez Jesús anuncia a sus acom­pañantes lo que allí le espera. Se lo anuncia aparte del pueblo, pensando sólo en ellos. Están en el camino, en el que no hay regreso, ni rodeos que lo soslayen. El camino tiene que recorrerse con clara decisión.

Este anuncio es el más largo de los tres (cf. 16,21; 17, 22s). Como los anteriores, contiene lo que ante todo inte­resa; la marcha hacia la muerte. Aquí se da la novedad de que el Mesías tiene que sufrir afrentas desde dos la­dos, o sea, de parte de los judíos y de los gentiles. Antes

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se dijo que el Hijo del hombre había de ser entregado a «los hombres» (17,22). Estos hombres serán judíos y gen­tiles. Ambos han participado en el horrible acontecimiento. Los judíos no pueden cargar la culpa a los gentiles. Caifas no la puede cargar a Pilato; ni los gentiles a los judíos, ni Pilatos a la multitud vociferante del pueblo. Los judíos y los gentiles procederán como representantes de toda la humanidad pecadora. Así nadie podrá gloriarse de ser inocente de esta sangre (cf. 27,24), porque todos han pe­cado, de tal modo que Dios tiene que apiadarse de todos.

Pero de judíos y gentiles tiene que derivarse el fruto de la muerte de Jesús, o sea el nuevo pueblo de Dios, formado por judíos y gentiles. Cristo ha derribado el muro de separación entre ellos y ha reconciliado «con Dios a unos y a otros, en un solo cuerpo, por medio de la cruz» (cf. Ef 2,14-16). Esta esperanza ya resplandece, puesto que el anuncio de la cruz concluye con la resurrección. El fin no será la muerte, sino la vida; no será el fracaso, sino la victoria; no será la desmembración, sino la unidad.

6. LA AMBICIÓN DE LOS DISCÍPULOS Y EL PRECEPTO DE

SERVIR (20,20-28).

a) Los hijos de Zebedeo (20,20-23).

En san Marcos vienen los dos hermanos, Santiago y Juan, a Jesús y le exponen su petición. En san Mateo es la madre de los dos hijos la que ruega por ellos. El texto de san Marcos es más original, y sólo se puede entender bien el cambio propio del evangelista san Mateo en el sentido que no quiere hacer que­dar mal a los dos discípulos. Eso también puede observarse cla­ramente en otros pasajes6~.

67. Cf. J. SCHMID, El Evangelio según san Matea, Herder. Barcelona 1967, p. 46.

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2" Entonces se le acercó la madre de los hijos de Ze-bedeo con sus hijos y se postró ante él para pedirle algo. 21 Él le preguntó: ¿Qué es lo que quieres? Ella le dice: Di que estos dos hijos míos se sienten en tu reino el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. 22 Pero Jesús con­testó: No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz, que yo tengo que beber? Ellos le responden: Sí que lo somos. 2i Él les replica: Cierto; beberéis mi cáliz. Pero el sentarse a mi derecha y a mi izquierda no es cosa mía el concederlo; eso es para aquellos a quienes se lo ha reservado mi Padre.

Tres veces anuncia Jesús su pasión, y tres veces no es comprendido. Al primer anuncio sigue la enérgica objeción de Pedro, que Jesús rechaza tan bruscamente (16,22s). En san Marcos al segundo anuncio siguió el vergonzoso diá­logo de los discípulos entre sí sobre quién es el mayor, y la enseñanza de Jesús (Me 9,33-35). San Mateo ha aflojado un poco esta conexión intercalando el diálogo sobre la contribución del templo (17,24-27). El tercer anuncio es contestado con la petición de los hijos de Zebedeo. ¡Qué mala inteligencia! Jesús piensa en el oprobio, ellos piensan en su honor. Él va al encuentro del madero de la cruz, ellos esperan ocupar los sitios del trono de la gloria. No han entendido nada ni entenderán nada hasta que se les apa­rezca Jesús resucitado. Ellos piensan desde abajo, Jesús desde arriba. Lo que para ellos es objetivo de su ambi­ción, para Jesús es recompensa libremente otorgada a la obediencia: estar sentado en el trono.

El camino hacia la gloria va por el valle sombrío de la humillación. No sabéis lo que pedís. Antes se tiene que vaciar el cáliz. Jesús está a punto de beberlo. Pedirá an­gustiado que pase de él «este cáliz» (26,29). Tan difícil le resulta coger la copa. Pero los dos hermanos dicen con

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audacia: Podemos beberlo. Quizás con la ufanía con que habló Pedro en el lago: Mándame ir a ti sobre el agua (14,28). Pero quizás también porque no saben lo que con­tiene este cáliz: la bebida preparada por la ira de Dios.

Ni siquiera quien se identificó con Jesús en la muerte, tiene derecho a determinados sitios en la gloria. Éstos sólo los concede el Padre. Él está de un modo soberano por encima de todo, por encima de la marcha hacia Jeru-salén y de los acontecimientos que allí tendrán lugar, también está por encima del orden del tiempo en el mundo nuevo. Jesús sabe que entrará en la gloria. Lo sabe con la misma seguridad con que predice su resurrección (20,19). Así como será resucitado por el Padre, así también será entronizado por él como Señor y juez. Eso también puede aplicarse a los suyos, especialmente a los doce, a quienes ya se les ha prometido que se sentarán con él en su trono y juzgarán a las doce tribus de Israel (19,28). El Padre está por encima de todo. En la humillación y en el ensal­zamiento, sólo su voluntad prevalece.

b) El precepto de servir (20,24-28).

24 Cuando lo oyeron los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. 25 Pero Jesús los llamó junto a sí y les dijo: Ya sabéis que los jefes de las naciones las rigen con despotismo, y que los grandes abusan de su autoridad sobre ellas. 26 Pero no ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera entre vosotros ser grande, sea vuestro ser­vidor, 21 y el que quiera entre vosotros ser primero, sea vuestro esclavo.

Los otros diez apóstoles se enojan. Tienen la petición por temeraria. ¿Acaso ya habían «entendido»? ¿O es que

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consideran la manera de proceder de los dos como com­petencia y todavía no se ha extinguido la controversia entre ellos sobre quién es el mayor (Me 9,33s)? El Maestro añade una instrucción, que constituye una de las mayores enseñanzas que le debemos. Se descubre la ley fundamental de los discípulos, la nueva manera de pensar de los cre­yentes, la nueva ordenación del pueblo de Dios, que es la Iglesia. Se evoca un impresionante contraste: a un lado, la imagen más contundente de la corrompida autoridad humana; a otro, la imagen del esclavo servidor. Se ejerce la autoridad humana mediante la opresión, el poder del dominador se lleva a cabo por la impotencia de los do­minados. Cuanto más grande es la privación de poder de los subditos, tanto más ilimitado es el ejercicio de la autoridad del dominador. ¡Cuántos ejemplos en la historia!

Aquí se dice con energía: Pero no ha de ser así entre vosotros. Lo contrario es lo que aquí vale. El que quiere ser poderoso debe despojarse del poder, el que quiere ser grande debe hacerse pequeño, el que quiere pasar por primero debe hacerse el último. El nuevo espíritu es el espíritu de servicio. La nueva ley es la ley de la entrega a los demás. La verdadera grandeza es la pequenez. El verdadero dominio consiste en servir.

Todo eso parece paradójico y lo es, en efecto. El hom­bre natural se rebela contra esta concepción, y con ello muestra que todavía no se ha encontrado a sí mismo ni a su vocación humana. Porque el que pierde su vida, la encontrará (16,25). El discípulo se encuentra al desasirse de sí mismo. Se libera de sí esclavizándose al servicio del prójimo (cf. Gal 6,13).

28 De la misma manera que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate de muchos.

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Las palabras del Maestro a los discípulos podrían re­sultar vacías e ineficaces, si para ellas no hubiera un ejem­plo vivido de un modo convincente. Se podrían tener estas palabras por deliberadas exageraciones, destinadas sólo a sacudir los ánimos, si no se hubiesen cumplido al pie de la letra. La doctrina no exige un ideal inasequible, sino que puede ser comprobado en la vida de un hombre. El mismo Jesús es quien vive según esta ley. Vive como pro­totipo y modelo de la Iglesia. No ha venido para ser señor, sino siervo. Su misión está dirigida a servir. La voluntad que gobierna en él y por la que él «vino» es una volun­tad pronta para el servicio. La vocación de Jesús es servir. En el cenáculo él, que es el Señor y Maestro, prestará el servicio del esclavo y lavará los pies a los doce (Jn 13,1-15). El primero pasa a ser el último, el Señor de todos viene a ser el servidor de todos. «Porque ejemplo os he dado, para que, como yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis. De verdad os lo aseguro: el esclavo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que lo envía. Si entendéis esto, dichosos seréis practicándolo» (Jn 13,15-17).

Este servicio llega hasta la última posibilidad, a saber, la muerte. De estas palabras se deduce con claridad lo que propiamente animaba a Jesús: no lo impulsaba por el ca­mino del Gólgota una necesidad ciega, aceptada por pura obediencia; era la necesidad del amor que ha salido del Padre y ha entrado en el Hijo. El Hijo también recorre el camino por propia decisión, porque ama como ama el Padre. No se le despoja de la propia vida por la fuerza, sino que él la da como don de amor. El Hijo del hombre vino a dar su vida...

Ningún hombre tiene posibilidad de pagar como rescate algo que tenga el mismo valor que su propia vida, la cual, cuando se ha perdido no puede volver a compararse; sino que sigue en la muerte. Cuando esto tiene lugar en forma

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definitiva, es decir, cuando está corrompido por la culpa y el egoísmo, no podrá conseguir la auténtica vida eterna (cf. 16.26). Necesita que otro pague el rescate. Éste otro es el único que puede hacerlo, el Hijo del hombre. El amor le impulsa al servicio, y el servicio le impele hasta la entrega de la vida, pero la entrega de la vida como rescate para los demás.

El Nuevo Testamento, ofrece diferentes imágenes que ilustran la obra de Cristo. En él encontramos la expresión de desatar o soltar, que se aplicaba a la redención de un esclavo o de una persona privada de libertad. Se compra­ba la libertad por una suma determinada, el rescate. Aquí se paga el precio de una vida, y con él se compra la in­munidad de la muerte.

En el texto se dice: en rescate de muchos. Con estas palabras se contrapone el único a los otros muchos. Sabe­mos que estos muchos son todos, porque nadie puede pro­curarse el precio del rescate para su vida malograda. Pero a esta acción sustituía, desinteresada, de Jesús corresponde abundante fruto. Lo que ocurrió en los sentimientos por el amor a todos, también en el efecto redunda en provecho de todos. Así se expresa el libro de Isaías hablando del «siervo de Yahveh». Con esta figura, el mismo Jesús y la Iglesia posterior a él conocen que existe un trueque misterioso entre la acción del único y su eficacia para mu­chos. Una magnífica herencia y un rico botín son el fruto de la entrega de la vida: «Por tanto, le daré como porción suya una gran muchedumbre, y recibirá innumerables gen­tes por botín; pues que ha entregado su vida a la muerte, y ha sido confundido con los facinerosos, y ha tomado sobre sí los pecados de todos, y ha rogado por los trans-gresores» (Is 53,12).

El aposto! san Pablo dirige una mirada a la figura de Adán, más lejana aún que la del siervo de Yahveh.

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Desde Adán se le presenta en forma nueva la acción de Cristo, en la que reconoce la contrapartida de la acción de Adán: «Así pues, como por la falta de uno solo recayó sobre todos los hombres la condenación, así también por la acción justa de uno solo recae sobre todos los hom­bres la justificación que da vida. Pues, al igual que por la desobediencia de un solo hombre la humanidad quedó constituida pecadora, así también por la obediencia de uno solo la humanidad quedará constituida justa» (Rom 5,18s). Si el discípulo tiene esta figura ante los ojos, ya no tendrá la ley fundamental del cristiano por exageración retórica, sino por regla de su propia vida. Se propone al discípulo el modelo de su Señor, al lado del cual tienen que palidecer todos los demás modelos e ideales. Lo que decimos del discípulo vale también de la Iglesia, que debe presentarse al mundo como un don del amor.

7. CURACIÓN DE DOS CIEGOS (20,29-34).

29 Al salir ellos de Jericó, lo siguió mucha gente. 30 Y en esto, dos ciegos que estaban sentados junto al camino, cuando oyeron que pasaba Jesús, se pusieron a gritar: ¡Señor! ¡Hijo de David! ¡Ten compasión de nosotros! 31 El pueblo los reprendió para que callaran; pero ellos grita­ban más fuerte: ¡Señor! Hijo de David! ¡Ten compasión de nosotros! 32 Jesús se detuvo, los mandó llamar y ¡es dijo: ¿Qué queréis que os haga? 33 Ellos le contestan: ¡Señor, que se nos abran los ojos! 34 Jesús, movido a com­pasión, les tocó los ojos, y al momento recobraron la vista y lo siguieron.

Jericó está en el fondo del valle del Jordán. Es una de las ciudades más antiguas de Palestina, que durante la

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conquista de la tierra prometida cayó en manos de Josué "\ ¡Cuan distintas las circunstancias del paso del Maestro con su pequeña y pacífica comitiva!

A partir de Jericó se sube por una cuesta a través de montes agrestes, escarpados y sin árboles hacia Jeru-salén. Se deja la depresión del Jordán (19,1) y la primera ciudad que se encuentra es Jerusalén, construida en lo alto, en la que Jesús entrará triunfalmente (21,1). Este mi­lagro de Jericó parece que se haya grabado profundamente en la tradición. San Marcos incluso puede transmitir un nombre: Bartimeo, es decir el hijo de Timeo (Me 10,46) 0!\

La gente ordenaron a los dos ciegos que guardaran silencio para no molestar al Maestro ni llamar la atención. Los dos ciegos no hacen caso del mandato, sino que gri­tan todavía con mayor fuerza. Aumenta la indignación. De repente cambia la escena, ya que Jesús se detiene y los manda llamar. Primero la indignación concentrada de la multitud, ahora la benevolencia de uno solo. Ahora no hay nada más importante que ayudarlos, ni la prisa del camino, ni la consideración a la gente, ni el formalismo con los hombres torpes.

Su je en el Hijo de David, el Mesías, les ha hecho pedir misericordia sin cansarse. Esta fe es recompensada. Jesús les toca ligeramente los ojos, y recobran su vista. Gozando de la facultad de ver se unen a la comitiva y siguen a Jesús. Siendo ciegos entendieron, porque recono­cieron en Jesús al hijo de David. Gozando de la facultad de ver le siguen en el camino hacia Jerusalén. Ahora no

68. Jos 2,lss; 6,1-27. 69. San Mateo informa de la curación de dos ciegos, en san Marcos

sólo se habla de uno. En la precedente curación de ciegos (9,27-31) tam­bién eran dos los ciegos. Puesto que en la curación de endemoniados de Gádara también eran dos los posesos, se tiene que suponer que san Mateo cada vez lo ha delineado así conscientemente, sin duda a causa de la regla del Antiguo Testamento según la cual un estado de cosas sólo puede ser corroborado legalmente por la declaración de dos testigos (Dt 19,15).

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solamente ven al Mesías de Israel con la luz de sus ojos recuperada, sino que se ponen a seguir al Maestro, que es lo mismo que seguir la cruz.

II. ENTRADA EN JERUSALÉN (21,1-22).

1. LLEGADA DE JESÚS A LA CIUDAD SANTA (21,1-17).

En el Evangelio de san Mateo, el relato de la entrada corresponde a Me 11,1-11. San Mateo amplió el pasaje con dis­tintas adiciones realzando sobre todo con más vigor su trascen­dencia. A diferencia de san Marcos (Me 11,15-19), inmediata­mente añade la purificación del templo, después de la entrada de Jesús en la ciudad (21,12s). Mientras que san Marcos sola­mente dice que Jesús entra en la ciudad y en el templo y que «lo observó todo» (Me 11,1), san Mateo da mayor realce a la estancia en el templo, haciendo de ella una parte propia e im­portante. Jesús, después de presentarse, no sólo toma posesión de la ciudad, sino también del templo como Mesías, restablece su pureza, cura enfermos en él, recibe el homenaje mesiánico de labios de los niños (21,14-16). Así pues, el fin propio del re­lato de Mateo es el templo y la revelación mesiánica realizada en él.

Concluye la sección con un hecho del día siguiente, la mal­dición de la higuera y el diálogo sobre la fe, que san Mateo com­pendía (21,18-22), mientras que en san Marcos estaba separada por medio de la purificación del templo (cf. Me 11,12-25). Así la descripción de san Mateo resulta más cerrada y efectiva.

a) La entrada del Mesías (21,1-11).

1 Cuando se acercaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, al monte de los Olivos, entonces envió Jesús a dos discí­pulos, 2 diciéndoles: Id a esa aldea que está frente a vos­otros, y en seguida encontraréis una burra atada y un

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NT. Mt I I . 13

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pollino con ella; desatadla y traédmelos. 3 Y si alguien os dice algo, responderéis: El Señor los necesita, pero en seguida los devolverá. 4 Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el profeta cuando dijo: 5 Decid a la hija de Sión: Mira que tu rey viene a ti, lleno de mansedumbre y montado en un asna y en un pollino, hijo de una bestia de carga (Zac 9,9).

Según el relato de los tres primeros evangelistas Jesús aún no habría estado en Jerusalén durante su vida pú­blica T". Así resulta más significativa esta hora. La pequeña comitiva se acerca a la ciudad por el camino habitual de los viajeros y de los peregrinos que iban a celebrar la fiesta de la pascua. Después de la ruta rocosa, solitaria y montañosa, se llega a la altura del monte de los Olivos y se ve en frente la ciudad única en su género, separada por la profunda grieta del valle del Cedrón. Jesús antes de disponerse para la entrada, manda a dos discípulos que vayan a buscar una cabalgadura para este fin. Eso es muy inusitado, porque de ordinario los peregrinos, que se reú­nen en la ciudad para la fiesta de la pascua, van a pie. La entrada será desacostumbrada.

Los discípulos deben ir a buscar una burra y un po­llino. Podemos ver lo que eso significa por un texto del profeta Zacarías, que san Mateo cita literalmente (21,5). Los escribas también veían en estas palabras un vaticinio del Mesías. El Mesías no vendrá a la hija de Sión ufano sobre un corcel, después de una batalla victoriosa, sino, humilde y apacible, sobre una burra. Hasta ahora Jesús nunca ha dicho en público que él es el Mesías y sólo de los discípulos ha aceptado la explícita confesión, pero ahora prepara conscientemente una pública manifestación me-

70. El Evangelio de san Juan informa de cuatro visitas diferentes a la ciudad santa: Jn -'.13; 5,1; 6,4; 11,55.

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siánica. En la figura del rabino de Galilea montado en la burra deben reconocer los peregrinos al rey por las pala­bras del profeta T1.

¿Se concede, pues, a Israel y a la ciudad de Jerusalén una señal, que antes Jesús, por dos veces (12,38ss; 16,1-4), había rehusado dar? Antes Jesús sólo había anunciado la señal de Jonás, que .era la única que podía esperar esta generación. De este modo se hacía alusión al juicio del Hijo del hombre, que ya tendrá lugar en la crucifixión de Jesús y después en su segunda venida. Esta señal que aquí se da solamente está destinada a los creyentes, no a los incrédulos. Esta generación se ha negado a creer y tampoco quedará convencida con esta señal. Pero los que ya pertenecían a él y le habían reconocido, más tarde sabrán con absoluta claridad que realmente era el Me­sías el que entró en Jerusalén.

También es desacostumbrado el modo con que Jesús se ha procurado el animal. En virtud de su dignidad ve cerca lo que está lejos y recurre a la facultad de disponer del animal. Si se presentan objeciones, los discípulos deben decir que el Señor necesita los animales. Jesús hasta ahora nunca había usado para sí este nombre de soberanía Kyrios, Señor. Pero ahora también ha llegado la hora de usarlo.

Un nuevo rasgo resplandece en la figura del Mesías. Desde un principio aquí todo está determinado, rebosante de soberanía, todo es significativo. Aunque Jesús viene montado en la humilde cabalgadura, él es el Señor. Esta generación ahora no lo reconoce, sino que se enterará

71. El profeta habla cotí el paralelismo de un asna y de un animal joven, el pollino. Desde luego no quiere decir dos cabalgaduras, sino una. Pero en san Mateo son dos, «una burra atada, y un pollino con ella». Ape­nas nos lo podemos imaginar y no corresponde al acontecimiento histórico que se emplearan dos cabalgaduras. Pero se redactó así para indicar el cumplimiento de lo que dice el profeta del modo más literal posible.

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el día del juicio de que era el que vino «en el nombre del Señor» y, por tanto, también como el Kyrios.

6 Fueron, pues, los discípulos e hicieron conforme les había mandado Jesús: 7 trajeron la burra y el pollino, pu­sieron sobre ellos los mantos, y Jesús se montó encima. 8 El pueblo, en su gran mayoría, extendió por el camino sus mantos, mientras otros cortaban ramas de los árboles para alfombrar el camino. 9 La gente que iba delante, igual que la que iba detrás, gritaba diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!

En vez de una silla de montar, los dicípulos ponen ves­tidos sobre los animales, y Jesús se sienta encima de los vestidos 72. Una numerosa multitud, sobre todo peregrinos de Galilea, que vienen a celebrar la fiesta por el mismo camino y con la misma finalidad, extienden vestidos en el camino, y otros lo cubren con ramas de árboles. Sin palabras ya denotan la importancia de esta entrada. A pe­sar de la sencillez de las circunstancias parece que com­prendan la magnitud del acontecimiento. El que está sen­tado humildemente en una burra es más que un jefe del ejército que regresa a su casa después del victorioso combate, y es más que un rey que toma posesión de la capital del país subyugado. A éstos en la antigüedad se les preparaba triunfales recibimientos. Pero ¿quién es éste, que por primera vez entra en la ciudad? Las voces de los peregrinos lo hacen saber.

Se da la bienvenida al Hijo de David. El Hijo de David es el Mesías, es su título inconfundible. Así lo han llamado los dos ciegos delante de los que veían (9,27; 20,30s), así

72. Cf. la ñuta 71.

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lo reconoció aquella mujer en país pagano delante de los hijos, las ovejas perdidas de la casa de Israel (15,22), sólo una vez se formuló la pregunta de si lo es o no (12,23). En esta ocasión se pregona en voz al ta , s .

¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Con este clamor saludaba la ciudad los grupos de peregrinos que iban llegando. Cada uno venía en el nombre de Yahveh, a quien quería adorar en Jerusalén. Pero este peregrino montado en la cabalgadura es bendito sobre todos. Nin­gún otro ha de ser recibido como Hijo de David con tal expectación y esperanza, porque ningún otro viene como él en el nombre del Señor. En esta hora sonó por primera vez como homenaje tributado a Jesús lo que la comunidad celebrante clama cuando va al encuentro de su Señor, después del prefacio de la celebración eucarística.

Pero en cierto modo por medio del que llega, la bendi­ción vuelve a Dios, en cuyo nombre viene Jesús. Por eso se dice: ¡Hosanna en las alturas! «En las alturas» como «en el cielo» es una alusión a Dios 74. Loado sea Dios en el cielo, donde ya cumplen su voluntad (6,10s) las multi­tudes de los espíritus celestiales. Ante el trono de Dios deben resonar las voces de bienvenida de aquí abajo. Por todos sea Dios alabado por causa de esta hora.

El lector está desconcertado ante este acontecimiento. Después de todo lo precedente nunca se podría haber es­perado tal cosa. A lo que es posible y probable en el terreno de la historia, le prestamos menos atención que a lo que quiere mostrar el evangelista. En lo que sigue aún

73. Todavía es más largo el texto de la exclamación en san Marcos (Me 11,%.10), mientras que san Lucas lo ha asimilado al mensaje de los ángeles en los campos de Belén (Le 2,14; 19,38). Pero san Mateo habla de la persona que viene, con más claridad que san Marcos, que usa la expresión peculiar y dificultosa del reino, que ya llega, de nuestro padre David.

74. Hosanna propiamente significa: Dios es propicio. Pero también puede entenderse como exclamación de alegría y de homenaje.

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aparece con mayor claridad que el Mesías de Dios toma posesión en el nombre de Dios de la ciudad santa y del templo. Tanto si la gente entonces llamaba así a todos, tanto si eran muchos o pocos, tanto si eran entusiastas galileos o fanáticos judíos (que quizás vieron venir la gran subversión), tanto si en general reconocieron como si no reconocieron la importancia de la señal y de la hora, el evangelista sabe que el Mesías vino en el nombre de Dios y se reveló como Hijo de David. El evangelista lo ve corectamente, porque lo ve con la fe. Sólo con la fe puede comprenderse la importancia de una parábola tan poco vistosa como la del grano de mostaza o la de la perla. Lo mismo pasa con los sucesos de la vida de Jesús, En ella los pequeños acontecimientos también adquieren una gran importancia por medio de la persona en que ocurren, y por medio de la hora en que ocurren.

10 Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se puso en movimiento y se preguntaban: ¿Pero quién es éste? 11 Y la gente respondía: Éste es el profeta Jesús, el de Na-zaret de Galilea.

Jerusalén no permanece en silencio. La manifestación era bastante llamativa para poner en pie a toda la ciudad. Surge la gran pregunta: ¿Pero quién es esté? La respuesta quizás la dan los peregrinos de Galilea que acompañan a Jesús. Parece tan exacta como el texto de un documento de identidad. En ninguna otra parte de todos los Evange­lios se encuentra una definición semejante de Jesús. Hace poco fue aclamado como Hijo de David, ahora se le de­signa como profeta; todavía resonaban los altos títulos, cuando se indica con sobriedad su origen: «Jesús, el de Nazaret». Y finalmente se dice: de Galilea. Un galileo es­taba en medio de la metrópoli judía.

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Esta definición de Jesús es la más sobria que conocemos de los Evangelios. Está en vivo contraste con las solemnes aclamaciones de los que iban entrando. ¿Por qué se da así la respuesta?

Los fieles creyentes pueden reconocer y alabar al Me­sías, pero la Jerusalén incrédula sólo se entera de unos escuetos datos biográficos. Para Jerusalén, Jesús es pro­feta, y por cierto profeta de la condenación y ruina de la ciudad (capítulos 23 y 24). Para ésta, Jesús es una persona insignificante que viene del pueblecito de Nazaret y llega a la ciudadela judía de Jerusalén. Jesús es un galileo desconocido.

San Mateo antes ya había dado a entender, con una larga cita del profeta Isaías, que el Mesías no era oriundo de Jerusalén, sino de Nazaret; con ello trataba de atenuar lo chocante que tal circunstancia pudiera resultar a oídos de los judíos (4,15s). Ahora la reiterada declaración al pueblo de Jerusalén, de la procedencia del Mesías, pro­ducirá escándalo. El Mesías, a quien se saluda como Hijo de David, es el «profeta de Nazaret», ante quien Jerusa­lén deberá decidir.

b) Jesús en el templo (21,12-17).

12 Entró Jesús en el templo y expulsó a todos los que vendían y compraban en él; también volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, 13 mientras decía: Escrito está: Mi casa ha dé llamarse casa de oración, pero vosotros la estáis convirtiendo en guarida de ladrones.

En el gran atrio de los gentiles la administración del templo había permitido recaudar la contribución del mis-

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mo 7% y colocar puestos de venta para lo que se necesitaba en los sacrificios. Allí surgió el trajín comercial con todo el ruido y ostentosidad orientales en las compras y ventas. El templo es la casa de Dios, no es un sitio de comerciantes duchos en los negocios. Ante todo debe ser casa de si­lencio y de oración, no solamente para los piadosos visi­tantes de Israel, sino también «para todos los pueblos» del futuro. Así lo había contemplado el profeta: «Y a los extranjeros que se unen al Señor para honrarle, y amar su nombre... Yo los conduciré a mi santo monte, y en mi casa de oración los llenaré de alegría: me serán agradables los holocaustos y víctimas que ofrezcan sobre mi altar; porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,6s). Aquel ruido y el diligente regateo ¿cómo podía atraer a los pueblos gentiles a adorar allí al Dios verdadero?

San Mateo omite el aditamento para todos los pueblos (Me 11,17). Esto es digno de notarse. ¿Cuenta ya san Mateo con que el templo no pueda seguir cumpliendo esta predicción, ya que se convertirá en escombros y cenizas (24,2)? ¿Piensa Jesús que el templo ya está relevado por el que ahora lo purifica, ya que en él «hay uno más grande que el templo» (12,6)? No solamente viene el Señor del templo, sino el que lo reconstruirá espiritual-mente después de tres días (26,61; Jn 2,19-22). Todos los pueblos para adorar a Dios ya no confluirán en el templo de piedra, sino en sus discípulos, puesto que «todos los pueblos» deben ser hechos discípulos (28,19).

Jesús expulsa del atrio a los cambistas y comercian­tes. Se emplean expresiones duras. Jesús echa al suelo las mesas de los cambistas y los puestos de los vende­dores. «Porque me ha devorado el celo de tu casa»

75. Cf. las p. 123-125, acerca de 17,24-27.

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(Sal 68,10; Jn 2.17). El derecho de los hombres a efec­tuar sus negocios, es un agravio ejercerlo ante Dios, una profanación de su casa. El lugar de su graciosa presencia lo han convertido en una guarida de ladrones. Ya lo dijo antiguamente el profeta Jeremías, cuando puso al des­cubierto la escisión estridente entre la manera de vivir fuera y el servicio de Dios dentro. La casa de Dios se convierte en una guarida de ladrones, si no coinciden la vida y la fe, si se mata, se hurta, se cometen adulterios y luego se elevan las manos a Dios (cf. Jer 7,1-15). Así también ha sucedido ahora y Jesús sigue las huellas de Jeremías. No solamente acusa como el profeta, sino que obra. No invoca el juicio, sino que lo lleva a término. Porque Jesús procede con el poder y en el nombre del dueño de la casa, y como quien es más que el templo...

14 Luego se le acercaron en el templo ciegos y cojos, v los curó. 15 Cuando los sumos sacerdotes y los escribas-vieron los milagros que acababa de hacer, y a los niños gritando en el templo: ¡Hosanna al Hijo de David!, se indignaron, 16y le dijeron: ¿Estás oyendo lo que dicen éstos? Pero Jesús les responde: Sí. ¿No habéis leído nunca que «de la boca de párvulos y niños de pecho te has procurado alabanza»? (Sal 8,3). 17 Y volviéndoles la es­palda, salió fuera de la ciudad, a Betania, donde pasó la noche.

«Los ciegos ven, los cojos andan.» En esto debe re­conocer Juan si Jesús es o no es el que ha de venir (11,5). Ahora en el santuario los ciegos y cojos son curados, y allí se debe reconocer quién es el que lo hace. También a Jerusalén se conceden milagros mesiánicos. No sólo la entrada sobre una cabalgadura, anunciada por el profe­ta, no solamente la purificación de la casa de Dios pro-

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fañada, sino también las curaciones milagrosas. Los su­mos sacerdotes y los escribas vienen para acusar, los cie­gos y cojos vienen para ser curados. Los que son guías de ciegos y están espiritualmente ciegos caerán en el foso (15,4); los ciegos obtendrán la vista.

Cuando el rey David subió a Jerusalén para resca­tarla de los jebuseos y tomarla en posesión, se mencionó a los ciegos y a los cojos para hacer mofa de él. Como castigo mandó el rey que ningún ciego ni cojo entrara en el templo (cf. 2Sam 5,6-8). Ahora viene el «Hijo de David», los ciegos y los cojos no se burlan de él, si­no que en él buscan misericordia. No son excluidos, sino aceptados.

El pueblo de Jerusalén no sabía quién era el que en­traba (21,10). Pero los niños lo saben. Como los ciegos y los cojos forman parte de la gente sencilla, a quienes Dios lo ha revelado (11,25). De nuevo aclaman al Hijo de David, como lo hicieron en la entrada las multitudes que le acompañaban. Con el poder de su dignidad me-siánica ha limpiado Jesús el templo. Se le confirma este poder de boca de los niños. Dios se procura alabanza no de boca de los sabios y entendidos, sino de boca de los párvulos y niños de pecho. Así lo ha experimentado el salmista; ante la grandeza del cielo y el prodigio de la creación, ^cualquier alabanza sólo es tartamudeo de un párvulo y niño de pecho. Pero mediante este tartamudeo se hace enmudecer a los enemigos de Dios (cf. Sal 8,2s). Sólo se escogen párvulos para elogiar la grandeza del Mesías, con el fin de hacer que enmudezcan sus enemigos. En todas las partes del Evangelio encontramos el mismo pensamiento. Dios elige lo bajo para confundir lo grande. Dios levanta al pequeño del polvo y derriba a los gran­des del trono. Abre la boca de los pequeños y cierra la de los grandes. Jesús acepta a los pobres, enfermos y niños,

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pero deja estar a los prudentes escribas. Sólo puede re­cibirse el reino de Dios con la actitud del niño.

2. MALDICIÓN DE LA HIGUERA ESTÉRIL (21,18-22).

18 Por la mañana, cuando volvía a la ciudad, sintió hambre. 19 Y al ver junto al camino una higuera, se acercó a ella; pero no encontró en ella sino hojas solamente. Y le dice: ¡Nunca jamás brote en ti fruto alguno! Y al punto se secó la higuera. 20 Cuando los discípulos lo vie­ron, quedaron asombrados, y decían: ¿Cómo es que se ha secado al punto la higuera? 21 Jesús les contestó: Os aseguro que, si tenéis fe y no titubeáis, no sólo haréis lo de la higuera, sino que, si decís a este monte: «Quítate de ahí y échate al mar», así se hará. 21 Y todo cuanto pidáis en la oración con fe, lo obtendréis.

Al día siguiente por la mañana el pequeño grupo vuel­ve a la ciudad, y Jesús busca en una higuera algo para comer. Pero la higuera sólo tiene hojas y en cambio no ha producido ningún fruto. Jesús la maldice, después de lo cual se seca al instante. En todo el Evangelio no hay ningún pasaje paralelo a este suceso. Hay que compa­rarlo con los prodigios con que se castigaba según las na­rraciones del Antiguo Testamento, como en el caso de Moisés y Aarón ante el faraón. Pero ¿cómo se explica que se castigue así a un árbol, máxime cuando es con­cluyeme lo que sólo san Marcos observa, es decir que «no era tiempo de higos» (Me 11,13)? Para nosotros el conjunto no es muy diáfano ni inteligible. ¿Había que dar a los discípulos una señal de que se arranca el árbol de Israel, porque permanecía estéril (cf. 3,10)? Más tarde se dice en la parábola que se quitará la viña a los arren-

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datarios que no entregaron ningún fruto, y ellos serán ex­terminados (21,41). Pero son extremos que no se avienen mutuamente, ya que Jesús buscó higos, porque tenía hambre. La escena misteriosa tenemos que dejarla en su obscuridad. No todo lo que se narra en el Evangelio tiene para nosotros claridad meridiana.

El evangelista san Mateo toma el acontecimiento como ocasión para instruir a sus discípulos y para ofrecerles una visión intuitiva. Como anteriormente en otra ocasión (17,20) se trata aquí de la je. La fe no solamente puede con­seguir algo semejante a lo que acaban de ver, sino que puede trasladar montañas. Sólo es tan poderosa una fe en que no haya mezcla de duda. Sólo tiene perspectivas de ser escuchada una súplica a Dios, que esté soportada por una fe así. Más aún, incluso puede decirse que se accede con seguridad a cualquier ruego que se haga con esta fe. Así se comprende y explica medianamente la no­table maldición del árbol. En él se representa el poder de la fe. Cualquier discípulo tiene este poder mediante su oración. No por la propia capacidad, sino por condes­cendencia de Dios.

III. ULTIMAS CONFRONTACIONES CON LOS AD­VERSARIOS (21,23-23,39).

1. POLÉMICAS (21,23-22,46).

a) Pregunta sobre la autoridad de Jesús (21,23-27).

23 Entró en el templo, y, mientras estaba enseñando, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se acer-

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carón a preguntarle: ¿Con qué autoridad haces tú esas cosas y quién te dio esa autoridad? uJesús les respon­dió: Yo también os voy a hacer una pregunta; si me la contestáis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas. 25 El bautismo de Juan ¿de dónde era: del cielo o de los hombres? Pero ellos deliberaban entre sí diciendo: Si respondemos: Del cielo, nos dirá: ¿Por qué, pues, no creísteis en él? 26Pero, si respondemos: De los hombres, tenemos miedo al pueblo, porque todos tienen a Juan por profeta. 21 Y respondiendo a Jesús, le dijeron: No lo sabemos. Contestóles también él: Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esas cosas.

Después de regresar a la ciudad Jesús va enseguida al templo. El día anterior había purificado enérgicamente el atrio y había curado enfermos, hoy empieza a ense­ñar en el templo. Se efectuó una señal mesiánica, o sea los milagros; ahora se añade la otra señal, que es la enseñanza autoritativa. No se dice adrede que enseñara con autoridad, pero el lector lo sabe desde 7,29: «Por­que les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas.»

Con esta potestad Jesús había enseñado en Galilea, lo mismo tiene que ocurrir también en la ciudad de Je-rusalén.

La delegación oficial del sanedrín, «los sumos sacer­dotes y los ancianos del pueblo», pide a Jesús una prueba de esta autoridad. Con esta petición no se puede aludir en general al hecho de enseñar, puesto que esta actividad era de la incumbencia de cualquier israelita varón adulto. La pregunta apunta a la autoridad especial a que Jesús tiene derecho. ¿La reclama Jesús por sí mismo en virtud de un nombramiento oficial de rabino o en virtud de qué? Aquí habría ocasión para confesar abiertamente al Mesías.

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¿Caerá Jesús en el lazo? Jesús podría ofrecer un motivo oportuno para ser denunciado como seductor mesiánico a la potencia ocupante. Jesús podría dar a la autoridad religiosa un pretexto para que se le hiciera un proceso, ya que seguramente se encontraría en él una teoría que no coincidiera con la doctrina oficial.

La respuesta de Jesús se da con otra pregunta. Si ésta es contestada. Jesús está dispuesto a informar. La pregunta va dirigida al bautismo de Juan. La posición de los que preguntan sobre el bautismo del profeta pasa a ser el fiel de la balanza. ¿El bautismo de Juan era una orden de arriba o una presunción de abajo? ¿Procedía de Dios o del hombre? Jesús conoce de antemano la confusión en que su pregunta pondrá a los adversarios. El evangelista la describe detenidamente. Al mismo tiem­po Jesús sabe que en la actitud que se adopte con Juan también decide la actitud con respecto a él mismo y a su autoridad. Los sumos sacerdotes y los ancianos no creían en él porque no han creído en Juan, debido a que son una generación perversa y adúltera (12,39). «Porque llegó Juan, que ni come ni bebe, y dicen: Está endemoniado. Llegó el Hijo del hombre, que come y que bebe, y dicen: Éste es un comilón y un bebedor, amigo de publícanos y pecadores» (ll,18-19a| Juan ya había enseñado la lle­gada del reino de Dios (3,2), y Jesús había continuado su enseñanza con las mismas palabras (4,17). La auto­ridad del Bautista para administrar un bautismo de pe­nitencia en el nombre de Dios, se fundaba en su gran­dioso mensaje. La autoridad de Jesús para enseñar en el templo en el nombre de Dios, se funda en el mismo mensaje del reino de Dios. Los adversarios han recu­sado al profeta Juan, así lo hacen también con el profeta Jesús.

Por la misma razón que en el caso de Juan, también

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en el de Jesús temen los enemigos al pueblo. La gente tiene gran aprecio de ambos y los considera profetas. Poco después, se dice con respecto a Jesús: «Y aunque intentaban arrestarlo, tuvieron miedo a las multitudes, porque lo tenían por profeta» (21.46). Así. pues. Jesús no se escuda con el Bautista. No se libra hábilmente del peligro con la pregunta sobre la autoridad de Juan. Antes bien con la pregunta acerca de Juan indirectamente se pone de manifiesto la actitud que adopta de frente a Jesús. Porque en las obras de ambos se reconocía la sa­biduría de Dios (cf. \\,\9b).

Los adversarios no callan porque no sean capaces de hacer frente a la pregunta, sino porque están obstinados. «No lo sabemos» es una solemne mentira. Y con este espíritu mentiroso acusarán a Jesús. Pero Jesús los deja estar y rehusa dar razón. Porque solamente recibe el ob­sequio de la verdad el que la busca con solicitud.

b) Parábola de los dos hijos (21,28-32).

En san Marcos, la parábola de los viñadores homicidas había seguido a la discusión sobre la autoridad. San Mateo interpone la parábola de los dos hijos, con su aplicación (21,316-32). A la parábola de los viñadores san Mateo junta la parábola del ban­quete de las bodas reales (22,1-14) y reúne así una tríada de parábolas. Estas tres parábolas van dirigidas a los adversarios y contienen un severo ajuste de cuentas. En su distinta direc­ción se complementan recíprocamente. También puede notarse una gradación. La primera parábola habla de la raíz de la re­cusación, la incredulidad. La segunda anuncia que los viñadores serán castigados y que se les quitará la viña (sobre todo 21,41). La tercera habla de la reprobación que ya se ha efectuado y del castigo que se llevó a cabo (sobre todo 22,7). En estas pará­bolas de un modo a duras penas velado se anticipa lo que en el capítulo 23 dice explícitamente el discurso antifarisaico.

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2íi ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Acer­cándose al primero, le dijo: Hijo, vete hoy a trabajar en la viña. 29 Él le respondió: Voy. señor; pero no fue. 30 Se acercó luego al segundo y le dijo lo mismo. Éste respondió: No quiero; pero después se arrepintió y fue. " ¿Cuál de los dos cumplió la voluntad del padre? Res­ponden: El último.

Esta parábola no es una historia desarrollada, sino que propiamente consiste en una doble pregunta. Se contra­pone a dos hijos de un padre, de una manera parecida como en la narración del hijo pródigo y del hijo que se había quedado en casa (Le 15,11-32). Los dos hijos son invitados a ir a trabajar a la viña del padre. El primero se declara dispuesto, pero luego no va. El segundo al principio rehusa, pero muda de parecer y va a trabajar. Se deja al descubierto el contraste entre lo que se dice y lo que se hace. Lo que importa es «cumplir la voluntad del padre». No deciden las palabras, sino las acciones. Aunque el segundo al principio se negó, con todo ha cumplido la voluntad de su padre. Eso los adversarios también tienen que reconocerlo a Jesús.

Por otra parte, san Mateo hace resplandecer en la figura de este padre terreno la del Padre celestial. Dios encarga el trabajo y llama a los hombres para que le sirvan (cf. 20,1-16). Exige que realmente se cumpla su voluntad, con lo cual no se dispensa la confesión con los labios: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (7,21). El que oye y no hace, ha construido su casa sobre la arena. Cae la lluvia, los torrentes se precipitan y soplan los vientos y derriban la casa. Ha edificado la casa sobre la roca el que oye y hace, y así está firme en la tempestad del juicio

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(cf. 7,24-27). Poco después Jesús descubrirá la llaga de la doctrina y de la piedad farisaicas en la desavenencia entre lo que se dice y lo que se obra: «Pero no los imi­téis en sus obras; porque dicen y no hacen» (23,3Z>). En esto se incluye el mayor peligro para servir cordialmente a Dios y a los hombres.

31b Díceles Jesús: Os aseguro que los publícanos y las meretrices llegan antes que vosotros al reino de Dios. 32 Porque se presentó Juan ante vosotros por el camino de la justicia, y no creísteis en él; pero los publícanos y las meretrices en él creyeron. Vosotros, en cambio, aun habiendo visto esto, no os habéis arrepentido para, final­mente, creer en él 7<i.

Jesús aplica la breve parábola a los adversarios en un ataque de aspereza inaudita. Los publícanos y las mere­trices entrarán en el reino de Dios antes que ellos. Todos ellos oyeron el mismo llamamiento a la conversión y se les ha mostrado el camino de la verdadera justicia. Juan vino a todo el pueblo para llevarlo al Mesías. Pero lo han recusado, no se han convertido y no se han abierto a la fe. En cambio los publícanos lo hicieron (Le 3,12). Éstos no sólo han oído, sino que han preguntado por las obras: «¿Qué tenemos que hacer?» (cf. Le 3,10-14). Son los mismos que también se abren a Jesús. Como Leví, que siguiendo la mera llamada de Jesús lo deja todo (9,9),

76. La transmisión del texto de la breve parábola presenta un pro­blema, ya que hay tres redacciones distintas. Una indagación moderna mi­nuciosa de las condiciones en que se halla el texto, la debemos a J. SCHMIU, Das textkritische Problem der Parabel von den zwei Sóhncn Mt 21,28-32, en Vom Wort des Lebens (miscelánea en homenaje de Meinertz), Munster 1951, p. 68-84. Según este autor el que dice que sí es el primero (v. 29); el que dice que no, reflexiona (v. 30b) y cumple la voluntad del Padre: es «el último». En favor del orden inverso, aboga H. KAHLEFELD, Die Gleichnisse und Lehrstücke ¡m Bvangelium u . p. 21.

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NT, Mt I I , 14

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como la pecadora en la casa de Simón, la cual se pone a los pies de Jesús con arrepentimiento y amor exuberantes (Le 7,36-50). Y así se dijo que Jesús era «amigo de pu­blícanos y pecadores» (l\,\9a).

Los adversarios lo han visto, pero no lo han recono­cido como una señal para ellos. Han percibido la voz, pero no en su calidad de llamada. Se quedaron como espec­tadores indiferentes. Aunque sus ojos veían, estaban tan ofuscados que no entendían nada (13,13). El camino acer­tado hubiese sido ver, convertirse, creer, bautizarse. «Vos­otros, en cambio, aun habiendo visto esto, no os habéis arrepentido para, finalmente, creer en él» (21.326J. Así también lo ha descrito el evangelista san Lucas: «Y al oírlo, todo el pueblo, incluso los publícanos, reconocieron los designios de Dios, recibiendo el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la ley frustaron el plan de Dios respecto de ellos mismos no recibiendo el bau­tismo de aquél» (Le 7,29s). Los pequeños han entendido, los grandes se han negado...

Juan vino por el camino de la justicia, puesto que él pregonaba el reino de Dios (3,2). Ésta fue la señal de la verdadera justicia futura, que Jesús trae en su plenitud. El sermón de la montaña es la doctrina de esta verda­dera justicia (capítulos 5-7). Este sermón desde un punto de vista humano es el verdadero camino hacia el reino de Dios. Y desde el punto de vista divino es la revelación de este reino como la revelación de la verdadera justicia. Así lo dice Jesús en la frase: «Buscad primero el reino y ( = a saber) su justicia...» (6,33). Juan y Jesús no han enseñado dos caminos diversos, sino el mismo camino. En la actividad del Bautista y en la de Jesús se ha testi­ficado la misma sabiduría divina (11.196J. El que no cree en Juan, tampoco creerá en el Mesías. El bautismo con que Jesús tiene que ser bautizado en su pasión (cf. Me

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10,38), no lo querrá recibir para llegar a la vida el que no tomó sobre sí su bautismo como corroboración de su voluntad de convertirse. Para él está interceptado el ac­ceso al reino de Dios, porque no anduvo por el camino de la justicia. Porque solamente hay este único cami­no, fuera del cual ningún otro conduce al término.

Con frecuencia nos sorprendemos de sólo recorrer un trecho, de este camino o de desviarnos por caminos la­terales. No podemos aceptar el mensaje del amor y ne­garnos al mensaje de la pasión. No se puede alabar el amor al enemigo como la senda de la verdadera huma­nidad sin tener en cuenta la hostilidad a Satán y todo el mal que de él emana.

c) Parábola de los viñadores homicidas (21,33-46).

33 Escuchad otra parábola. Era un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y construyó una torre; luego la arrendó a unos vi­ñadores y se fue lejos de su tierra. 34 Cuando se acercó el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los viñadores, para percibir los frutos que le correspondían. 35 Pero los viñadores echaron mano a los criados, y al uno lo apa­learon, al otro lo mataron, y al otro lo apedrearon. 36 Nue­vamente envió otros criados más numerosos que los pri­meros, y con ellos hicieron lo mismo. 37 Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: A mi hijo lo respetarán. 38 Pero los viñadores, cuando vieron al hijo, se dijeron entre sí: Éste es el heredero. Vamos a matarlo y nos que­damos con su heredad. 39 Y, echándole mano, lo arroja­ron fuera de la viña y lo mataron. 40 Cuando vuelva, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores? 41 Y le responden: Exterminará a esos malvados y arren-

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dará la viña a otros viñadores que le paguen a su tiempo los frutos correspondientes. 42 Díceles Jesús: ¿Nunca habéis leído en las Escrituras: «.La piedra que desecharon los constructores, ésa vino a ser piedra angular; esto es obra del Señor, y admirable a nuestros ojos»? (Sal 118,22s). 43 Por eso os digo: Os quitarán el reino de Dios, y lo darán a un pueblo que produzca los frutos del reino. 45 Cuando los sumos sacerdotes y los fariseos oyeron estas parábolas de Jesús, se dieron cuenta de que se refería a tilos. 46 Y aunque intentaban arrestarlo, tuvieron miedo a las multitudes, porque lo tenían por profeta"'.

Esta segunda parábola tiene una fuerza insuperable. Sólo a duras penas puede verificarse el marco externo de una narración que sirve de ejemplo. El epílogo que está en el v. 43 saca explícitamente la consecuencia. No sólo pide cuentas de su actuación al incrédulo judaismo con­temporáneo, sino que, extendiéndose mucho más anuncia la sustitución del pueblo de la antigua alianza por un nuevo pueblo de Dios.

En un cántico conmovedor, Isaías había comparado a Israel con la viña, que Dios había plantado y cuidado cariñosamente con la esperanza de obtener una buena y rica cosecha. «Y esperó hasta que diese uvas, y las dio agraces. Ahora, pues, habitantes de Jerusalén, y vosotros, ¡oh varones de Judá!, sed jueces entre mí y mi vida. ¿Qué es lo que debí hacer, y que no haya hecho por mi viña?... Pues ahora os diré claramente lo que voy a hacer con mi viña: le quitaré su cerca, y será talada;

77. El v. 44 dice así: «El que caiga sobre esta piedra, se estrellará; y aquel sobre quien ella caiga, quedará aplastado.» El texto se halla ori­ginariamente en Le 20,18, y falta en una serie de importantes manuscritos 'leí Evangelio de san Mateo. Difícilmente podría estar en este lugar, ya que cabría esperar este texto a continuación de la cita de 21,42; y el ver­sículo 21,43 no admite en sí ninguna prosecución.

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derribaré su tapia, y será hollada» (Is 5,2¿>.3.4a.5). Las primeras palabras de la parábola están configuradas de acuerdo con el cántico de la viña del profeta. Todos los oyentes fueron inmediatamente trasladados a la sombría atmósfera de este cántico. Pero éste es sólo un punto de partida, y la historia de Jesús transcurre en otra direc­ción. No se altera el pensamiento fundamental de ambos textos: Israel es la viña; no ha dado ningún fruto y está maduro para el juicio. Con todo se patentiza la nueva dirección del relato de Jesús en que se arrienda la viña. En Isaías el dueño de la viña (Dios) y la viña (Israel) están fuerte y mutuamente enlazados. Dios planta la viña, se desengaña y amenaza con su destrucción. En esta pa­rábola la viña ya no es Israel, sino el reino de Dios, lo cual se dice claramente en el último versículo: «Por eso os digo: Os quitarán el reino de Dios, y lo darán a un pueblo que produzca los frutos del reino» (21,43). El reino de Dios fue confiado a los arrendatarios, así ha concebido san Mateo la parábola.

Ahora empieza una cruel tragedia entre el dueño y los arrendatarios. En tiempo de la cosecha el señor de la viña envía a sus criados para ir a buscar el rendimiento. Pero los viñadores se portan cínica e indignamente. Se veja a los criados, más aún, se les da muerte. La próxi­ma vez el dueño envía un número mayor para dar más peso a su voluntad e infundir mayor respeto a los arren­datarios. Pero eso tampoco hace ninguna impresión, se les maltrata y asesina del mismo modo. Por fin el señor se decide a mandar a su propio hijo con este encargo, esperando que los viñadores le respetarán. Ahora la ma­licia de los viñadores alcanza el punto culminante. Cuen­tan con el futuro, con que el hijo tome posesión de la herencia. Pero eso lo quieren impedir para ser ellos los que disfruten de la finca. Echan mano del hijo, lo arrojan

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fuera de su heredad y lo matan. Se cuenta una terrible historia de maldad humana, que ya no se puede exceder. Casi es superfluo preguntar lo que hará el dueño con estos arrendatarios. Jesús hace sacar la consecuencia a los adversarios. Un doble castigo tiene que recaer sobre ellos: el dueño los matará y dará la viña a otros arrenda­tarios de confianza.

La parábola es tan diáfana, que sólo la podemos en­tender aplicándola al pueblo desleal de Israel. No han obedecido a los mensajeros de Dios, sino que se han obs­tinado en su corazón. «Pero ellos no me escucharon, ni pusieron atención; sino que se abandonaron a sus ape­titos, y a la depravación de su maleado ánimo; y vol­viéronme la espalda y no el rostro. Desde el día en que salieron sus padres de la tierra de Egipto hasta el día de hoy, yo os envié a vosotros todos mis siervos los pro­fetas: cada día me daba prisa a enviarlos; mas no me escucharon, sino que se hicieron sordos y endurecieron su cerviz, y se portaron peor que sus padres», así es como se queja Dios nuestro Señor al profeta (Jer 7,24-26). Jesús continuará la letanía de la desobediencia (23,34-36). No han hecho caso de los profetas, tampoco harán caso del Hijo de Dios. Más aún, con él la malicia se vuelve espe­cialmente grande, ya que no solamente echan mano de él y le matan como antes a los criados, sino que le arro­jan fuera de la viña como prueba de especial oprobio. Así se trata al «hijo». Pero la sentencia que ellos llevan a término, reincide en ellos (cf. 27,25).

La viña fue entregada a los viñadores, para que pro­duzca los frutos. Las imágenes aquí empiezan a confluir. La expresión de la parábola «pagar los frutos» viene a ser equivalente de «producir los frutos» en la vida. Las uvas de las cepas en la narración son los frutos del reino de Dios en el tema aludido. Los viñadores del relato

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corresponden al «pueblo» en la aplicación (21,43). Un pueblo ha rehusado, no ha entregado ningún fruto e in­cluso ha defraudado de mil modos las esperanzas del pro­pietario. Ha sido traspasada la viña, es decir el reino de Dios, al otro pueblo, que no defraudará los deseos de Dios, sino que producirá los frutos de este reino. Pero los frutos son la justicia que debe superar la de los escribas y fa­riseos (5,20)...

Así pues, la parábola sugiere un castigo y una pro­mesa. Los primeros poseedores serán despojados de su cargo y sustituidos por otros. La recusación del antiguo pueblo de la alianza llega a su punto culminante en el asesinato del Hijo. El nuevo pueblo será fundado en la sangre de la alianza de Jesús (26,28). Allí se efectúa el prodigio inconcebible de que la piedra desechada como inútil pasa a ser piedra angular, que mantiene junto el edificio (Sal 118,22s). En tiempos del Nuevo Testamento apreció la Iglesia de forma especial estas palabras del salmo. En ellas la Iglesia vio prefigurado el gran pro­digio de que el Mesías desechado fuera enaltecido como Señor mediante la resurrección78. Así pues, ya resplan­dece sobre el fondo sombrío la luz de la promesa. El plan de Dios de recibir el fruto que le ofrezca el género humano, no se frustra definitivamente por la recusación de Israel. Surgirá un nuevo pueblo, al que se confiará el reino y que producirá los frutos del mismo. Pero este fruto será «fruto del Espíritu» (Gal 5,22)...

d) Parábola del banquete de las bodas reales (22,1-14).

Esta parábola ha sido transmitida también por san Lucas de forma semejante, pero que difiere mucho en los pormenores

78. Cf. Act 4,11; IPe 2,7.

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(Le 14,16-24). En san Lucas, sólo se habla de un banquete que prepara un hombre. En san Mateo, se cuenta que un rey pro­yecta la celebración de las bodas de su hijo. Las dos redaccio­nes tienen su origen en la misma parábola de Jesús, pero no la conservamos en su texto original. Se puede mostrar que los dos evangelistas configuraron independientemente la materia y la encauzaron según determinadas intenciones.

En san Mateo se añade un problema particular, por cuanto toda la historia tiene dos partes y dos puntos culminantes. La primera parte concluye con la invitación de los nuevos hués­pedes en lugar de los que fueron invitados en primer lugar (22,10). La segunda parte tiene como punto culminante la separación de un huésped sin traje de boda (22,13). Hasta hoy día aún no se ha contestado de una manera armoniosa la pregunta de cómo se relacionan mutuamente estas dos partes. Muchos opinan que san Mateo en 22,11-14 ha enlazado una corta parábola, que ori­ginalmente era independiente, con la parábola más larga. Se­gún otra apreciación el texto de 22,11-14 sólo es una ampliación, un suplemento circunstanciado de la historia original, configu­rado así por san Mateo 79. En la explicación procuraremos hacer resaltar los dos puntos difíciles, que se muestran claramente en el contexto actual de san Mateo: el pensamiento del castigo, que se expresa en la primera parte y especialmente en 22,7, y el pensamiento exhortatorio que quiere advertir a la comunidad que tenga dispuesto el traje de ceremonia.

1 Nuevamente se puso Jesús a hablarles en parábolas, diciendo: 2 El reino de los cielos se parece a un rey que preparó el banquete de bodas para su hijo. 3 Envió sus criados a llamar a los convidados al banquete, pero éstos no querían venir. 4 Nuevamente envió a otros criados con este encargo: Decid a los convidados: Ya tengo prepa­rado el banquete; he sacrificado mis terneros y reses ce­badas; todo está a punto. Venid al banquete. 5 Pero ellos no hicieron caso y se fueron: el uno a su campo, el otro

79. He defendido esta opinión en Zur Ueberlieferungsgeschichte des Gleichnisses vom Hochzeitsmahl Mt 22, 1-14, «Bibüsche Zeitschrift» NF 4 (1960) 251-265.

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a sus negocios; 6 y los demás echaron mano a los criados del rey, los ultrajaron y los mataron.

Salta a la vista la semejanza de esta narración con la precedente. Allí actúa un propietario y dueño de la viña, aquí un rey. El propietario por dos veces envía mensa­jeros para reclamar el beneficio que le correspondía, el rey envía criados dos veces para ir a buscar a los invi­tados. Los comisionados no consiguieron su objetivo nin­guna de las dos veces por la maldad de aquellos a quienes fueron enviados. Las dos veces se presenta el «hijo». Allí como el último de los delegados, aquí como la per­sona a quien se dedica la fiesta. Las dos veces se mal­trata a los criados y se les da muerte. Mediante estos múltiples puntos de contacto nuestra inteligencia se orien­ta en la dirección intentada por el evangelista. El pro­pietario y el rey hacen alusión al mismo Padre que está en el cielo, y el hijo se refiere al que se había designado como el «Hijo» por excelencia (11,27). Cuando se nos habla de los criados también debemos pensar en los si­milares mensajeros de Dios, sobre todo en los profetas, y cuando se nos habla de los invitados hay que pensar en el pueblo infiel, que había administrado tal mal la viña.

Pero en la disposición del relato hay además otra cosa. En la parábola de la viña se trataba de una recla­mación justa, aquí se cursa una invitación honrosa. Allí está el propietario severo, que insiste en su derecho; aquí el rey magnánimo, que quiere que sean muchos los que participen en la alegría de su hijo. Así pues, en la pará­bola del banquete de bodas los colores son más vivos. Gravedad tanto mayor reviste el desinterés de los invi­tados. No se trata de una infracción del derecho, sino de una grave injuria al honor. El trabajo cotidiano en el campo y en el negocio es preferido a la invitación a la

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brillante fiesta. Esta falta de interés se convierte en ene­mistad de forma inexplicable. La gente incluso se siente molesta con los mensajeros y sin reflexionar les da muerte. En este pasaje surge la misma pregunta que Jesús antes hizo a los adversarios: Si ahora viene el Señor de la viña, ¿qué hará con estos viñadores? (21,40). Aquí ya no se da la respuesta con palabras amenazadoras, sino con una acción punitiva. En el orden de las parábolas hay una gradación.

7 Entonces el rey se enfureció y, enviando sus tropas, acabó con aquellos asesinos y les incendió la ciudad. * Luego dice a sus criados: El banquete de bodas está preparado, pero los convidados no se lo merecían. 9 Salid, pues, a las encrucijadas de los caminos, y a todos cuantos encontréis, convidadlos al banquete. 10 Salieron los criados a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala del banquete se llenó de comen­sales.

La respuesta del rey es una devastadora expedición de castigo. Al instante, se movilizan grupos armados y se ponen en marcha. Tienen el encargo de matar a los ase­sinos y pegar fuego a su ciudad. Este giro de la narra­ción resulta difícilmente comprensible para un lector aten­to. ¿No se tenía que pensar hasta ahora en una misma ciudad en que viven el rey y los invitados? ¿Es devas­tada toda la ciudad con todos sus habitantes, incluso los inocentes, aunque sólo los homicidas han merecido esta represalia? ¿No son los asesinos solamente algunos de los invitados indignos, de tal modo que ningún castigo debe recaer sobre los desinteresados, que van al campo y a los negocios? Tales preguntas muestran que en el versículo séptimo la historia se corta interiormente. Aquí se tiene que haber hecho alusión a una cosa distinta de la que se

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tendría que esperar de la parábola (cf. también Le 14, 16-24). Se continuó la historia en línea recta con la invi­tación de los nuevos huéspedes en vez de los antiguos. Pero la represalia produce el efecto de un cuerpo extra­ño en el curso de la narración.

Es muy probable que el evangelista piense en la des­trucción de Jerusalén, que ya había ocurrido cuando redactó su libro. Esto sólo explicaría la enorme enverga­dura de la expedición militar y la totalidad del exter­minio. De hecho Jerusalén, el año 70 después de Cristo, fue entregada enteramente a las llamas y arrasada hasta los cimientos. Y los asesinos no solamente son los pocos que pueden hacer comprensible la parábola, sino los viña­dores en total, que han matado al hijo en virtud de un común acuerdo (cf. 21,38s). Una actual interpretación del evangelista se mete aquí en una historia transmitida por tradición. San Mateo de este modo creyó exponer acer­tadamente y dilucidar las palabras de Jesús. De san Mateo no sólo recibimos el fiel testimonio de las palabras tradicionales de Jesús, sino también la manera como las entendía la Iglesia primitiva. Ambas cosas están indiso­luble y recíprocamente unidas. Sólo las palabras del Señor acertadamente entendidas e interpretadas en la Iglesia apostólica son las inspiradas por el Espíritu Santo y las competentes para nosotros.

Se concibe la destrucción de Jerusalén como castigo de Dios por la obstinación de Israel y por el homicidio del Mesías. Aquí había obrado la ira de Dios, como ya anti­guamente, cuando Dios hizo que los ejércitos babilónicos asaltaran y conquistasen la ciudad santa. Entonces el mejor núcleo del pueblo se había convertido durante el destierro. ¿Ocurrirá lo mismo esta vez? Los aconteci­mientos de la historia son susceptibles de muchas inter­pretaciones. Los profetas han interpretado la historia a

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luz de la fe. y los autores sagrados solamente así han relatado la historia. Así lo hacen también los autores del Nuevo Testamento. Con todo así como pueden coexistir varias interpretaciones en el Antiguo Testamento — según la manera de entender de un escritor y de su tiempo y según el especial propósito de su libro —, así también en el Nuevo Testamento. Porque la verdad de la historia siempre es mayor y más amplia que el éxito que podría tener una tentativa de expresarla. Es una interpretación verdadera, pero sólo es una interpretación dentro del Nuevo Testamento decir que la destrucción de la ciudad santa es un castigo de Dios por haber dado muerte al Mesías.

Los criados deben invitar a nuevos huéspedes sin hacer distinciones. Al que hallen en el camino, le deben traer a la sala del banquete. Se cumple la orden, y la sala pronto se llena de una multitud abigarrada. Allí ha concurrido un pueblo entremezclado, no por causa de sus diferencias en el vestido, en el estado o en la posición social, sino por causa de su cualidad externa. Allí están juntos malos y buenos. Eso es digno de notarse, y para explicarlo también se requiere pensar en la realidad a la que alude el evangelista. En vez de Israel, que no mereció la in­vitación, ahora entra en su posesión el nuevo pueblo. Pero no es un pueblo de puros y santos, sino una socie­dad mixta de malos y buenos. Las dos clases se encuen­tran en la Iglesia, así como en el campo la cizaña no está separada del trigo. La sala se ha llenado, la invitación ha logrado su objetivo. Había libre acceso para todos los que se había hallado. Pero es inminente una separación definitiva. Con la invitación no se ha celebrado ya la boda, para mantenernos en el lenguaje de la parábola. Antes de celebrarla se colocan unos aparte de otros, como la cizaña aparte del trigo y los machos cabríos aparte de las ovejas. Así nos lo dice la segunda parte de la historia.

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11 Cuando entró el rey a ver a los convidados, descu­brió allí a uno que no estaba vestido con traje de cere­monia, n y le dice: Amigo, ¿cómo entraste aquí sin truje de ceremonia? Pero él se quedó callado. 13 Entonces el rey dijo a los sirvientes: Atadlo de pies y manos y arro­jadlo a la obscuridad, allá ajuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. I4 Porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos.

A cualquiera se le puede ocurrir preguntar cómo el hombre debe tener su vestido de fiesta, si se le va a buscar a la calle, para que asista a la celebración. ¿No es eso una injusticia espantosa? La dificultad que todos nosotros experimentamos, sólo pone en claro que el ves­tido de boda tiene que designar una cosa distinta de una vestidura de tela. Estamos preparados para esta solu­ción observando que en la sala hay malos y buenos. El que no está vestido con traje de fiesta, evidentemente forma parte de los malos. Sólo entonces resulta inteligible que se trate así al huésped. No solamente se le saca de la sala de fiestas profusamente iluminada y se le arroja al sombrío jardín, sino a la obscuridad en general, donde hay llanto y rechinar de dientes. Es echado a la per­dición.

En la Iglesia se multiplica rápidamente la cizaña entre el trigo, incluso los fieles van hacia la separación defini­tiva. Aunque están invitados, es decir aunque fueron lla­mados, aún no están definitivamente salvados. El número de los llamados es grande, es decir, a muchos se les hace entrar indistintamente, sin cumplir las condiciones pre­vias. No necesitan guardar la ley de Moisés ni se hacen circuncidar, sino que tienen libre acceso. Pero no tienen ninguna garantía de que con su admisión en la Iglesia también se les haya asegurado la elección para el reino de

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Dios al fin de los tiempos. Hay una esperanza confiada y una temeraria seguridad de la salvación. Se debe aspirar a la esperanza y precaverse de la seguridad.

La oposición entre muchos y pocos se refiere en primer lugar a que el número de los definitivamente salvados no es igual al número de los que fueron invitados al prin­cipio. Pero esta oposición no dice que sólo sean pocos los que consiguen el fin y que se pierda la gran masa de los llamados. En esta sentencia también hay que pensar tn el contexto en que está, y en el acento exhortativo que domina la segunda mitad de la parábola. Esta sentencia no contiene ninguna relación entre llamados y escogidos, sino el serio llamamiento de ser cuidadosos en este par­ticular y de tener la aspiración de formar parte del se­gundo grupo. Por lo demás la frase «para Dios todo es posible» (19,26) también puede aplicarse a la salvación del que quizás aporta pocos requisitos para la misma. El misterio de la predestinación de Dios no se revela, se sustrae a cualquier cavilación. No debemos derrochar nuestros pensamientos sobre este problema, sino vivir de modo que nos salvemos.

¿Qué es el vestido de ceremonia? Sólo puede ser lo mismo, a lo que antes se aludía con los frutos del reino en la parábola de los viñadores. Es la justicia del reino, y por cierto la justicia realizada en la vida y en las obras. Sólo puede esperar ser uno de los predestinados el que ha cumplido la voluntad del Padre celestial. El que la ha cumplido, aporta lo que le dispone a participar en la festividad eterna. Ante todos, está amenazador el destino del que no dio fruto y, en consecuencia, fue arrancado como árbol estéril y arrojado al fuego.

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e) Cuestión del pago de tributos (22,15-22).

Ahora siguen sin interrupción, como en san Marcos, las cua­tro controversias del período de Jerusalén, después que había precedido la primera sobre la cuestión de la autoridad, que quedó separada por medio de las tres parábolas (21,23-27). Según las apariencias san Marcos había adoptado dos conjuntos de con­troversias: uno de ellos tenía lugar en Galilea (Me 2,1-3,6), y el otro en Jerusalén, al cual se había juntado adicionalmente la parábola de los viñadores homicidas (Me 11,27-12,37). Estos dos conjuntos se diferencian por las cuestiones y la atmósfera. En el primer grupo sobre todo se tratan cuestiones sobre la prác­tica de la religión, en la segunda sobre todo se tratan cuestio­nes de la fe. En Jerusalén la atmósfera es hostil y tensa. Entran en escena sucesivamente distintos grupos de adversarios: dele­gados del sanedrín (21,23), discípulos de los fariseos y hero-dianos (22,15s), saduceos (22,23), fariseos y saduceos (22,34), finalmente los fariseos solos (22,41).

15 Entonces los fariseos se fueron y acordaron en con­sejo ponerle una trampa para sorprenderle en alguna pa­labra. i6 Y le envían unos discípulos suyos, con los hero-dianos, para decirle: Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas realmente el camino de Dios, y que nada te imperta de nadie, porque no te fijas en las apariencias de las personas. 17 Dinos, por consiguiente: ¿Qué te pa­rece? ¿Es lícito pagar tributo al César: sí o no? 18 Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: ¿Por qué me ten­táis, hipócritas? 19 Enseñadme la moneda del tributo. Ellos le presentaron un denario. 20 Y él les pregunta: ¿De quién es esta figura y esta inscripción? 21 Y contestan: Del César. Entonces les dice: Pues pagad lo del César al César, y lo de Dios a Dios. 21 Al oírlo quedaron admirados, y, de­jándolo en paz, se fueron.

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Los adversarios en apariencia dan un testimonio ho­norífico de Jesús, diciendo que no se fija en el aspecto de la persona, sino que enseña recta y realmente el ca­mino de Dios, que es el camino de la justicia, por el que ya vino Juan (21.32). ¿Habían reconocido y creído los adversarios que en la doctrina del Maestro se les ofrecía la verdad? Eso es inconcebible después de todo lo que hemos leído hasta ahora. Esta introducción aduladora es hipocresía, como dice Jesús en el tratamiento que da a los adversarios. No vienen para enterarse de la verdad, sino para cogerle en un lazo urdido sutilmente. «Alguna palabra» debe hacerle caer. Ellos se han figurado que esta palabra tiene que significar sí o no. Si dice que sí. se opone a la masa del pueblo piadoso; si dice que no, puede ser entregado a la potencia ocupante como sedi­cioso.

La cuestión de la licitud del tributo romano era dis­cutida entre los judíos. Los saduceos, como políticos rea­listas, se habían resignado a pagar el tributo y no veían en ello ningún motivo para adoptar una actitud hostil. Los fariseos, en cambio, admitían la licitud a regañadientes. Pero la licitud era radicalmente rechazada por los zelotas, que veían en el impuesto una disminución del dominio de Dios sobre su pueblo. No obstante, en amplios sectores del pueblo se sentía vivamente indignación contra el tri­buto personal, porque recordaba constantemente la domi­nación extranjera. Con demasiada facilidad, se cedió a cualquier conato de rebelión, como demuestran en aquel tiempo los numerosos secuaces de los patriotas más ce­losos. La pregunta contenía materia inflamable y resul­taba peligrosa por su contenido político.

Jesús hace que le muestren la moneda del tributo y que le digan de quién es la figura y la inscripción. Esta moneda es el medio de pago que aquí tiene validez. Ella

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sola demuestra que en este país tiene validez el dominio de aquel, cuya imagen está estampada en la moneda. Ésta pertenece al César, no por razón de su riqueza personal, sino por ser el representante del imperio romano. Así pues, en la imagen de la moneda se denota que en este país de hecho es válida la soberanía del César y del im­perio. Jesús con su respuesta salomónica se refiere a este hecho incontrovertible. Lo que pertenece al César —como tenían que confesarlo los adversarios con sus propios la­bios—, se le tiene que devolver. Es evidente que Jesús no ve en ello ningún problema, sino que solamente hace constar lo que es un hecho. Pero tampoco indica que en la dominación extranjera haya surgido ninguna compe­tencia a la soberanía de Dios sobre su pueblo. Es el orden que actualmente está en vigor, y que así es aceptado in­cluso por los zelotas sediciosos.

Pero lo que en último término interesa, resulta po­sible incluso bajo dominación extranjera, a saber, pagar a Dios lo que le pertenece. Jesús sobre este punto se pronuncia con imperturbable firmeza y todo el evangelio reitera que debe buscarse primero a Dios y su reino. En tal caso, pasan a ser de segundo orden todas las demás cuestiones, las que versan sobre el alimento y el vestido, la justicia terrena (cf. 5,39-42) y también la legitimidad de pagar el tributo. Las palabras del Señor no quieren esta­blecer dos órdenes, cada uno de los cuales tendría su propio derecho soberano —el Estado y la Iglesia— y tampoco quieren exhortar a una actitud resignada ante la legitimidad del César. Estas palabras colocan los in­tereses del César en el lugar que les corresponde para el discípulo del reino, es decir muy por debajo de los in­tereses de Dios.

Se preguntó a Jesús por el pago del impuesto y no por las exigencias de Dios. No obstante, Jesús no se ha

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NT. Mt II. 15

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desviado de la respuesta porque ésta le hubiese podido resultar peligrosa.

Cada cosa ha sido colocada en su lugar, de tal for­ma que los adversarios ya no quieren continuar ei diá­logo. No se viola el derecho del César, pero sobre todo se hace valer el derecho de Dios. También se puede cumplir en un grado suficiente esta primera y preemi­nente pretensión legal sobre el hombre, si se pagan impues­tos al César. Pues el hombre sólo debe amar a Dios con todas sus fuerzas (cf. 22,37).

f) Pregunta sobre la resurreción (22,23-33).

23 Aquel mismo día se le acercaron unos saduceos — que afirman que no hay resurrección — y le pregun­taron: 24 Maestro, Moisés dijo: Si uno muere sin tener hijos, su hermano se casará con la mujer de aquél, para dar sucesión al hermano dijunto. 25 Pues bien, había entre nosotros siete hermanos. El primero, ya casado, se murió, y como no tenía descendencia, le dejó la mujer a su her­mano. 26 Igualmente, el segundo y el tercero, y así hasta los siete. 21 Después de todos ellos, se murió la mujer. 28 Ahora bien, en la resurrección, ¿de cuál de los siete será mujer? Porque todos la tuvieron.

Los saduceos sólo admiten la Escritura y no recono­cen la tradición «de los antepasados» 80. Pero en la Escri­tura no se expresa claramente la doctrina de la resurrección de los muertos. No obstante, los fariseos la defendían, y en tiempo de Jesús la resurrección era en líneas ge­nerales un bien común de los creyentes. Fundándose en

80. Cf. las p. 70ss acerca de 15,lss.

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la Escritura los saduceos declaran absurda esta fe; por la Escritura les demuestra Jesús lo contrario. La ley indicaba que el hombre, cuyo hermano había muerto sin hijos, debía contraer matrimonio con la mujer de su hermano para conseguir la descendencia (matrimonio de dos cu­ñados, cf. Dt 25,5s). Los saduceos argumentan ingeniosa­mente: si la ley da esta orden, es evidente que no espera la resurrección de los muertos, porque ¿qué debe suce­der en este caso grotesco, en que siete hermanos tomaron sucesivamente por esposa a la misma mujer?

29 Jesús les respondió: Estáis en un error, por desco­nocer las Escrituras y el poder de Dios. 30 Porque, en la resurrección, ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en el cielo. 31 Y en cuanto a la resurrección de los muer­tos, ¿no habéis leído lo que Dios os ha declarado al decir: 32 Yo soy el Dios de Abraham y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Él no es Dios de muertos,- sino de vivos. 33 Y al oír esto la gente, quedó asombrada de su doctrina.

Jesús contesta con un doble razonamiento. Con el pri­mero, les demuestra que no conocen la Escritura, en cuyo testimonio tratan de apoyar su punto de vista. Porque la Escritura dice que Dios se ha revelado a Moisés como Dios de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob (Éx 3,6). Hacía mucho tiempo que habían muerto los patriarcas, y con todo Dios se dio a conocer a Moisés (que vivió mucho más tarde) como el Dios de los patriarcas. Su ser divino no puede ser eficaz sobre los muertos, sino sola­mente sobre los vivos. «No te alaban los muertos, Señor» (Sal 115,17). Está profundamente impreso en la mente del israelita que ha sido creado para alabar a Dios. Por con­siguiente se arredra ante la muerte, que le despoja de esta

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posibilidad. Así hablan los salmos antiguos 81. Pero ahora Jesús dice de nuevo que Dios quiere ser y tiene que ser Dios sobre los vivos, si su ser divino debe tener un sen­tido.

El segundo razonamiento concierne el poder de Dios. Dios puede mover al hombre a una nueva vida, crearle por segunda vez para un nuevo ser humano. La vida des­pués de la resurrección no puede ser la mera prolonga­ción de la vida terrena. Allí están en vigor otras leyes, que todavía están ocultas en el poder de Dios. De una forma alusiva Jesús solamente dice que allí «serán como ángeles en el cielo». En esta frase hay que fijarse en la conjunción como. Los resucitados, serán semejantes a los ángeles en que ni se casarán ni serán tomados en ma­trimonio. Aquí no llegamos a conocer todo lo demás sobre el cuerpo después de la resurrección y la manera como viven los resucitados. San Pablo escribe de una forma profunda sobre este particular, pero tiene que servirse de muchas imágenes para acercarse prudentemente a lo que quiere decir (sobre todo en ICor 15,35-49).

Para nosotros es más importante la imagen del Señor, como se describe en los relatos de sus apariciones después de la resurrección. Porque él es «primicias de los que están muertos» (ICor 15,20), a quien todos deben seguir. «Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos: pues, como en Adán todos mueren, así también en Cristo serán todos vueltos a la vida» (ICor 15,21s). Los que fueron injertados a una nueva vida, están destinados a configu­rarse de un modo semejante a la imagen del Señor. En la imagen del Señor resucitado no solamente se puede reconocer que hay una resurrección de los muertos, sino

81. Cf. sobre todo el salmo 88.

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también que la nueva vida será una vida de gloria, que no puede compararse con la actual.

g) El mandamiento (22,34-40).

34 Cuando los fariseos oyeron que había hecho callar a los saduceos, se reunieron en el mismo lugar, 35 y uno de ellos, doctor de la ley, para tentarlo, le preguntó, 36 Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor en la ley? 37 Él le respondió: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. 38 Éste es el mandamiento mayor y primero. 39 El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 40 De estos dos mandamientos pende toda la ley y los projetas.

Para los escribas, todos los mandamientos tienen en sí el mismo valor. Tienen la misma dignidad y la misma fuerza obligatoria, porque proceden de Dios y de Moisés. No obstante se distinguía entre los mandamientos graves y los leves, por cuanto algunos exigían un esfuerzo ma­yor y otros un esfuerzo menor. También se intentó com­pendiar el contenido de los distintos mandamientos. En este sentido la pregunta del doctor de la ley es legítima y se ha formulado con seriedad. Es probable que se la hubiesen planteado ya en círculos especializados.

Se pregunta a Jesús por el mandamiento mayor en la ley. De este modo ya está determinado que Jesús sólo puede dar citas de la ley escrita. No era desacostumbrado responder a esta pregunta con el mandamiento del amor a Dios ni tampoco con el mandamiento del amor al pró­jimo. Lo desacostumbrado era relacionarlos y equipararlos entre sí. Ambos mandamientos están en el Antiguo Tes-

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tamento, en dos pasajes distintos; el mandamiento del amor al prójimo incluso aparece en un lugar donde casi pasa desapercibido: «No procures la venganza, ni con­serves la memoria de la injuria de tus conciudadanos. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor» (Lev 19,18). En cambio el mandamiento del amor a Dios fue puesto por escrito en un texto de mayor alcance. Es la respuesta amorosa del pueblo que Dios escogió con preferencia sobre todos los demás y condujo al país de los padres: «Escucha, ¡Israel!: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estos mandamientos, que yo te doy en este día, esta­rán estampados en tu corazón, y los enseñarás a tus hijos, y en ellos meditarás sentado en tu casa, y andando de viaje» (Dt 6,4-7a). Muchos doctores de la ley hubie­sen podido mencionar esta respuesta sola como la de mayor entidad. Jesús, en cambio, cita ambos mandamien­tos unidos como «el mandamiento mayor».

Eso se corrobora con una formulación claramente teo­lógica: De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas. ¿Qué significa esta frase? «La ley y los profetas» es una expresión permanente y alude a la vo­luntad viviente de Dios, como está consignada en toda la Escritura. Esta voluntad de Dios, que se ha dado a conocer en tantos libros y prescripciones particulares y en tan diferentes tiempos, ¿puede ser expresada con una fórmula breve? ¿Hay una declaración, una manifestación de la voluntad de Dios que abarque en sí todas las demás? O si se pregunta teniendo en cuenta al hombre: ¿Existe la posibilidad de cumplir todas las distintas manifestacio­nes de la voluntad de Dios, si solamente se sigue una de ellas? Estas palabras de Jesús lo afirman y lo establecen como una nueva ley. En el mandamiento doble del amor

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a Dios y del amor al prójimo están contenidos todos los demás mandamientos. Y también puede decirse a la in­versa, que todos los demás mandamientos pueden ser re­ducidos a estos dos. Es una nueva doctrina. Aquí no solamente se dice lo que es el mayor mandamiento, sino que en él también están incluidos todos los demás. ¡Qué liberación para el hombre! Ya no necesita fijarse con an­gustia en observar 248 mandamientos y 365 prohibiciones, como los contaban los rabinos, sino solamente en dos. El que los guarda, cumple toda la ley, y por tanto la ver­dadera voluntad de Dios 82.

Aquí se nos dice una vez más con toda claridad lo que ya sabemos por el sermón de la montaña. Toda la aspiración moral del hombre debe tener su origen en una raíz, y estar dirigida a un objetivo, que es el amor. El hombre no solamente está creado para obedecer a Dios como su señor, sino también para amarle como su padre. La obediencia se lleva a cabo por medio del amor a Dios. Dios no quiere esclavos miedosos, sino hijos libres. El amor a Dios debe ser el núcleo de toda piedad.

El amor a los hombres también debe proceder de la misma raíz. Hemos leído que «el prójimo» no solamente es el miembro del mismo pueblo y el habitante del mismo país, como lo entendían los judíos en conjunto en tiempo de Jesús. El prójimo puede ser cualquier persona humana. El amor del discípulo en ningún sitio puede encontrar ba­rreras. Su modelo es el amor del Padre, que hace brillar su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos (5,45). También para la conducta con respecto al hombre puede afirmarse que el amor debe ser la medula, aquella fuerza que vivifica y junta todas las posibilidades de contacto recíproco.

82. Cf. las formulaciones paralelas de esta enseñanza de Jesús en Mt 7,12; Gal 6,14; Rom 13,8-10.

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Eso da por resultado un concepto grande y unitario para la vida del hombre. Por medio del amor la vida debe formarse y conseguir una unidad inconsútil. Nadie nece­sita malgastar ni destruir sus fuerzas ante las múltiples exi­gencias que se nos imponen. Para el discípulo del Señor, sólo hace al caso la misma conducta, ya sea ante Dios o ante el hombre. Si alguien dudara de lo que tiene que hacer en el caso particular y dónde hay que encontrar la voluntad de Dios, esta respuesta nunca le fallará...

Jesús aquí no dice de qué manera se han de cum­plir conjuntamente en la práctica los dos mandamientos: si son dos direcciones distintas que se señalan al hombre — por una parte, amar a Dios y por otra al prójimo — o si el amor es distinto en cada uno de los dos manda­mientos. Pero por la vida del hombre llegamos a conocer cómo se relacionan entre sí los dos mandamientos. En ella se unifican el cumplimiento de la voluntad de Dios y el amor que está al servicio del hombre. La obra de la re­dención de Jesús se lleva a cabo por amor al hombre, y por entrega amorosa a Dios, que así lo ha dispuesto (cf. 20, 28). Eso se dice más tarde de una forma sin par en una carta apostólica: «Si alguno dice: yo amo a Dios, y odia a su hermano, es mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y este mandamiento tenemos de él: que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (Uh A,2Qs).

h) De quién es hijo el Mesías (22,41-46).

41 En una reunión de los fariseos, Jesús les dirigió esta pregunta: 42 ¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es hijo? Ellos le responden: de David. *3 Él les dice: ¿Cómo, entonces, David, inspirado por el Espíritu, lo llama

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«Señor», al decir: 44 «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies» (Sal 109,1)? 45 Pues si David lo llama «Señor», ¿cómo puede ser hijo suyo? 46 Y nadie podía responderle una palabra, ni desde aquel día se atrevió ya nadie a preguntarle más.

Esta vez la iniciativa parte de Jesús, lo cual no ocurre en ninguna otra ocasión. La marcha del diálogo es difícil de entender. Porque para el mismo Jesús como para el evangelista la expresión «hijo de David» era un título del Mesías. Con este título san Mateo ha dado comienzo a su evangelio (1,1), y toda la sección 1,1-25 está orientada a demostrar la filiación de David. Con la exclamación «hijo de David» le han invocado los ciegos, sin que Jesús les contradijera. Para el lector judío éste es el título más claro del Evangelio para la dignidad mesiánica de Jesús. Parece que aquí este título sea rechazado para Jesús... ¿o se pregunta por otra cosa?

Jesús no trata del título, sino de la persona; no trata de ordenar una serie de generaciones, sino de la dignidad. El Mesías es hijo de David por la parte de abajo mediante el nombre y procedencia, pero es Kyrios, es decir Señor, por la parte de arriba mediante el origen y misión divinas. Pero las dos cosas ya están mutuamente enlazadas en el relato del nacimiento de Jesús (1,18-25).

El mismo David ya lo confiesa en su oración, en la que habla del Mesías según el modo de ver entonces vigente (Sal 110,1). Allí David llama su Señor al Mesías, a quien Dios entroniza a su derecha. ¿Cómo puede el Mesías ser solamente hijo de David, si David le llama su Señor? Esta aguda pregunta debe hacer reflexionar. Al Mesías no solamente pertenece su procedencia de la casa de David, sino todavía más. Ahora Jesús se ha metido en

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arduas controversias y está en el camino de la muerte ignominiosa. Pero pronto será Kyrios. Entonces resplan­decerá ante la mirada de los creyentes, cuando lean el salmo, como sucede hasta el día de hoy.

2. GRAN DISCURSO CONTRA ESCRIBAS Y FARISEOS (23,1-39).

En este pasaje el evangelista san Marcos había insertado un discurso muy conciso contra los escribas (Me 12,38-40). Pero el estilo de los «ayes» o conminaciones no procede de él, aunque también se encuentran en san Mateo y en san Lucas conmina­ciones que hallamos en san Marcos. Los «ayes» proceden de la fuente común de los discursos de san Mateo y de san Lucas. Probablemente san Lucas ha conservado la redacción más pri­mitiva de este pasaje, ya que refiere tres ayes contra los fari­seos y tres contra los escribas o doctores de la ley, lo cual tam­bién corresponde al contenido de los ayes en conjunto (Le 11, 39-52). San Mateo adopta la materia global, la llena con la tradición propia, también redacta algunas formulaciones con absoluta independencia y con todo ello forma un gran discurso. En la estructura del evangelio este discurso puede concebirse como un equivalente del sermón de la montaña, que empieza con las bienaventuranzas (capítulos 5-7). Allí se proclama la doctrina de la verdadera justicia, aquí se pone al descubierto la falsa justicia del fariseísmo y de los rabinos. El discurso es de una severidad y vigor insuperables. El reproche central que se repite muchas veces, es el de la hipocresía. De este modo se descubre la llaga de la doctrina deteriorada y de la práctica re­ligiosa.

a) Acusación fundada en principios (23,1-7).

1 Entonces Jesús habló al pueblo y a sus discípulos^ 2 En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. 3 Seguid, pues, practicando y observando todo lo que os digan, pero no los imitéis en sus obras; porque

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dicen y no hacen. 4 Atan cargas pesadas y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos no quieren moverlas siquiera con el dedo. 5 Hacen todas sus obras para que los hombres los vean: por eso ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; 6 ¡es gusta ocupar los pri­meros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, 7 acaparar los saludos en las plazas, y que la gente los llame «rabí».

Moisés es el primer legislador de Israel. Después de él sólo hay la «tradición de los antepasados»83. En el tiempo de Jesús es de la incumbencia de los escribas o doctores de la ley proteger y proclamar la ley de Moisés junto con la tradición que se desarrolló de esta ley. Así pues, se puede decir que los escribas están sentados en la cátedra de Moisés. Administran la ley y con ella la voluntad de Dios, que encontró su expresión en la ley. Aquí eso se hace constar sin críticas. Desde el principio están juntos los escribas y fariseos, porque Jesús y el evangelista los consideran como grupo unitario. De hecho la secta de los escribas estaba desde antiguo influida por la manera farisaica de pensar y la mayor parte de los es­cribas procedía del partido de los fariseos. En lo sucesivo — eso ya se aclara por esta introducción — se trata, pues, de la doctrina, de una polémica de principios con la teo­logía rabínica, no solamente de una agresión contra su sola práctica religiosa, como en 6,1-18. La doctrina debe llegar hasta la medula.

La segunda frase (23,3) nombra el segundo objetivo del discurso, o sea dejar al descubierto la falta de unidad entre la enseñanza y las obras. Esta falta de unidad se llama hipocresía. Se debe hacer lo que enseñan, pero

83. Cf. las p. 70ss acerca de 15,1-20.

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no hay que dirigirse por sus propias acciones. Sus ins­trucciones tienen validez, pero se recusa su ejemplo, ya que está en contradicción con lo que dicen. ¿No se de­clara aquí válida la doctrina de los fariseos y escribas, y solamente se censura su conducta personal? El desarrollo del discurso sobrepasa ampliamente esta frase y de hecho se dirige contra la doctrina. El contenido del v. 3 ya no se compagina enteramente con el contenido del resto del discurso 84. Pero con todo se tiene que ver que el peso principal de la frase no radica en apoyar la autoridad de los escribas para enseñar, sino en descubrir la discrepencia en su conducta. Con una imagen gráfica se muestra cómo oprimen a los hombres, pero sin vivir previamente lo que exigen. Se parecen a los traficantes que imponen enor­mes cargas a sus acémilas o camellos. Pero ellos no hacen el menor esfuerzo para hacerlos adelantar. Hay también en aquéllos este contraste entre lo que reclaman a los de­más y lo que se exigen a sí mismos: no hay que guiarse por sus propias acciones, porque no están de acuerdo con su doctrina. La próxima frase (23,5) nombra como ulterior motivo para esta advertencia que todas sus obras son fingidas, porque no las hacen por Dios, que conoce lo oculto, sino por los hombres, a quienes obceca la apa­riencia de una seria piedad.

El reproche de ostentar ante los hombres toda acción piadosa, ya fue antes explicado en tres ejemplos. Cuando

84. El v. 3 procede de la tradición judíocristiana, asequible al Evan­gelio de san Maleo y está formulado de modo que, por principio, se reco­noce la autoridad docente del rabinato. San Mateo ha conservado estas pa­labras, aunque desde un punto de vista global tiene otra opinión, porque ellas hacen patente la discrepancia entre palabras y acciones y porque el v. 3 pertenecía probablemente a una forma más antigua del discurso re­transmitido por san Mateo. También en otros casos san Mateo refiere pa­labras sueltas que se habían fusionado con la materia transmtida, psro que ya no corresponden a la manera de ver propia de san Mateo hecha efectiva en otras ocasiones de un modo consecuente: cf. por ejemplo 10,5.23; 16.28.

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dan limosnas, lo publican en las sinagogas y en las calles (6,2). Les gusta orar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse ante la gente (6,5). Cuando ayunan, ponen cara triste y desfiguran el rostro (6,16). Aquí se aportan dos pormenores especialmente ri­dículos. Ensanchan de una forma peculiar y vistosa las filacterias, en las que se sujetaban pequeñas cápsulas con textos de la ley. En parte se llevaban las filacterias en el brazo, en parte en la frente. Los flecos que se debían llevar en los cuatro extremos de la túnica, los alargan de un modo peculiar, para hacer impresión. Ellos también quie­ren ser honrados del modo que sea y estar en primer tér­mino, ya sea privadamente en la comida, ya sea en el culto divino de la sinagoga o públicamente en las calles y en las plazas. En todas partes sucede lo mismo: se hace una ridicula exhibición, que solamente es fachada huera y descubre un vano afán de prestigio.

En la parte introductoria ya se dice como advertencia «al pueblo y a sus discípulos» (23,1) todo lo que se enu­mera en particular como directa acusación a partir de 23,13. Se trata de la doctrina teorética y de la realización prác­tica de la voluntad de Dios, tal como las exponen los es­cribas y fariseos. Sobre todo, hay que precaverse de su ejemplo. Su vida contradice a su doctrina (23,3). No hacen lo que exigen a los demás (23,4). Y lo que hacen, tiene su origen en la vanidad y en la ambición, y por tanto carece de valor delante de Dios (23,5-7).

La introducción, pues, ya delinea una sentencia demo­ledora, en la que ya está contenido todo lo siguiente. Jesús pone al descubierto toda la vanidad de una «justicia» casi sin límites, presentada de palabra y de obra. No se con­serva ningún hilo bueno, todo está trastornado, todo es vanidoso y enfático, engañoso e hipócrita. La contrafigura repudiada de la verdadera «justicia», descrita por Jesús

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(5,20ss) y a la que todos nosotros estamos obligados. Esta contrafigura también tiene que servir a los cristianos para control saludable y como advertencia llamada a sus­citar un sano temor.

b) Reglas para los discípulos (23,8-12).

H Pero vosotros no dejéis que os llamen «rabí»; porque uno solo es vuestro maestro, mientras todos vosotros sois hermanos. 9 A nadie en la tierra llaméis padre vuestro; porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. l0 No dejéis que os llamen consejeros; que uno sólo es vuestro conseje­ro: Cristo. n El mayor de vosotros sea servidor vuestro.

En este pasaje se intercala en el discurso una adverten­cia especial a los discípulos. Ellos también forman parte de los oyentes (23,1). Los tres casos en que se dice cómo nadie debe denominarse en la comunidad cristiana, no son ejemplos tomados sin orden ni concierto, sino que repre­sentan un fragmento de la ordenación de la primitiva comunidad. En el ambiente judío los discípulos tenían que evitar todo lo que podía ser confundido con los ejem­plares hombres piadosos del otro lado. Éstos se hacen llamar respetuosamente rabí (es decir «mi maestro»), pero los discípulos renunciarán conscientemente a este tí­tulo. Entre aquellos hombres, a los piadosos maestros especialmente conspicuos y venerables se los llama «pa­dre», pero los discípulos evitarán darse este tratamiento. Lo mismo se puede aplicar al título de «consejero». Pero no deben hacerlo por táctica para hacer resaltar su in­dependencia con respecto al judaismo, sino por el nuevo conocimiento de las verdaderas proporciones. No es el primero, el principal, el superior el que así es considerado

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en la estima de los hombres. En el grupo de los discípulos el mayor es el que se hace menor y como un niño. El que verdaderamente domina es el que sirve, y es grande ante Dios el que se vuelve pequeño ante los hombres.

Pero aquí aún se dice más. Si los discípulos no abrigan la ambición de recibir dignidades y de usar entre sí los títulos aparejados a ellas muestran que no sólo entendieron la doctrina de Cristo por lo que respecta al orden auténtico de grandezas sino que, por añadidura, captaron rectamente su relación con Dios y con Cristo. Ningún hombre puede llevar el título de padre para expresar su dignidad religiosa, porque sólo hay un Padre, que lo es en un sentido tan incomparable y profundo. En la comunidad, no puede usarse el título de consejero ni maestro, porque solamente hay un consejero incomparable, maestro de los discípulos. Todos se limitan a dar lo que reciben. Nadie tiene nada por sí mismo. Nadie puede defender una tesis propia como un rabino de los judíos, ni puede adherirse a una escuela o fundar una nueva. Cada cristiano está enseñado ante todo por Cristo. Cada dirigente es guiado principalmente por él.

Aunque uno no se encariñe con los títulos y dignidades, los versículos en cuestión invitan a reflexionar constante­mente en el seno de la Iglesia. E' título de rabino en una comunidad judeocristiana sonaría de modo distinto que hoy; lo mismo una «viuda» en las primitivas comunidades de las cartas pastorales sería algo muy distinto de una viuda en nuestra sociedad. Pero el pensamiento que se contiene en estos versículos ¿está realmente vivo en los discípulos de la Iglesia actual? ¿Dejamos que estas frases nos inquieten y nos empujen a una conversión? Pues no se trataba tan sólo, en su origen, de suprimir títulos ho­noríficos superfluos o ridículos, sino de ahogar la insen­sata ambición de poseerlos o exhibirlos...

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12 Pues el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.

Los que se habían ensalzado, como los escribas y fa­riseos, son humillados en este capítulo por las sentencias de Jesús. Pero son ensalzados todos los que se han hecho servidores de los demás. Eso ya está en vigor ahora, pero sobre todo en el futuro de Dios. El veredicto mira hacia el fin. El tiempo futuro, que aquí se usa, habla del juicio. Entonces para todos quedará al descubierto si han vivido con el espíritu del mundo o con el espíritu de Jesús. Eso saldrá a la luz para los adversarios en tiempo de Jesús y para los fieles en el tiempo de la Iglesia.

c) Las siete conminaciones (23,13-36).

13 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Pues vosotros no entráis, ni dejáis que entren los que están para entrar 85.

Los escribas tienen la llave del reino de los cielos o como se dice en san Lucas, «la llave del saber» (Le 11,52), porque los escribas están sentados en la cátedra de Moisés. Su oficio es enseñar el camino de la verdad. Esta llave es la llave de la adecuada ciencia y del verdadero conocimien­to. Pero en vez de abrir, vosotros cerráis con llave. Vuestra doctrina es falsa y conduce al abismo. Sois guías ciegos,

85. £1 v. 14 dice así: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, qua devoráis las casas de las viudas, mientras fingís entregaros a largos rezos! Por eso recibiréis condenación más severa.» El texto corresponde a Me 12,40 y no pertenece al texto original de san Mateo. Un punto de apoyo de esta opinión consiste en que el número de los «ayes» del evangelista estaba conscientemente limitado a siete. Cf. también la nota preliminar del volumen i, p. 89s.

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como se dirá dentro de poco (23,16). No os basta que no podáis tener esperanzas de llegar al reino, ya que ni siquiera dejáis llegar a los que lo desean y a los que no pueden prescindir de vuestra llave. ¿Por quiénes sino por vosotros debe el pueblo sencillo saber lo que la ley exige para su vida y por dónde discurre el recto camino? De todos los reproches del discurso éste es el más duro y el más tre­mendo. Se recusa y condena la doctrina como falsa. Y para sus maestros se cierra el reino para el cual les ha sido confiada la llave...

Al mal administrador de la llave se le ha de quitar el cargo y se tiene que dar a otro, que lo ejerza mejor. Jesús dice a Pedro: «Te daré las llaves del reino de los cielos...» (16,19). Así como los arrendatarios de la viña son despojados de su oficio y la viña es confiada a otro pueblo (21,43), así también se tiene que proveer de nuevo el cargo de guardar la llave. Este ministerio tiene la pro­mesa de la validez incondicionada «en el cielo» y la se­guridad de que perdurará, porque en último término aquí también sólo es Cristo el que enseña y guía, el que «ata y desata». El ministerio no será ya sustraído ni tampoco caerá bajo la conminación de un «ay», como el que aquí profiere Jesús.

15 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis el mar y la tierra para hacer un prosélito, y cuando ya lo es, hacéis de él un hijo de la gehenna dos veces peor que vosotros!

Era proverbial el celo que los fariseos tenían por las almas. En la presente conminación, no solamente se cari­caturiza este celo, sino que se fustiga gravemente. Un prosélito es un adepto ganado personalmente para la propia fe. El resabio de impureza que percibimos es ajeno a estas

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NT, Mt II , 16

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frases, por lo demás tan usuales en aquella época. Los fariseos cazan al individuo yendo tras él para traerlo a su propia convicción religiosa. En cuanto encuentran a uno. caen sobre él y lo hacen aún más fanático de lo que son elios mismos. Más aún, hacen de él un hijo de la gehenna, ya que su camino es enteramente opuesto al camino de Dios, y no conduce a la vida, sino a la perdición. Así acusa Jesús a los fariseos.

16 ¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: El que ju­re por el santuario, a nada está obligado; pero el que jure por el oro del santuario, obligado queda! 17 ¡Insensatos y ciegos! ¿Pues qué es más importante el oro, o el santua­rio que da al oro carácter sagrado? K Como también decís: El que jure por el altar, a nada está obligado; pero el que jure por la ofrenda puesta sobre el altar, obligado queda. 19 ¡Ciegos! ¿Pues qué es más importante la ofrenda o el altar que da a la ofrenda carácter sagrado? 20 Pues el que jura por el altar, jura por él y por todo lo que hay en­cima, 21 y el que jura por el santuario, jura por él y por quien habita en él, 22 y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por quien está sentado en él.

No sólo es falsa la piedad farisaica, sino también su doctrina. Así lo dice también este «ay». Ellos creen que pueden distinguir entre fórmulas de jurar obligatorias y no obligatorias, e incurren en un formalismo igual al que Jesús ya había impugnado en el sermón de la montaña (5,34-36). Hacen pasar como única fórmula válida jurar por el oro del santuario; pero el juramento por el san­tuario es ineficaz. Algo parecido sucede en los otros ejem­plos. Truecan lo mayor con lo menor. El santuario es el que santifica el oro incrustado en él, y el altar es el que santifica la ofrenda presentada en él. Este «ay» no nos pare-

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ce que sea muy contundente. Es una crítica de una distin­ción sutil, que en todo caso ha de ser valorada de otra ma­nera, por lo cual la cuestión básica del juramento queda en suspenso. Hasta el 20 Jesús no toma posición en este par­ticular. Eso nos sorprende en vista de la objeción que apunta mucho más lejos y que está en el sermón de la montaña. Allí Jesús no solamente censura el juramento irreflexivo, sino que en general prohibe jurar (5,33.34a.37).

Los dos últimos ejemplos pasan adelante. El que ju­ra por el santuario, jura por Dios, e igualmente el que jura por el cielo (23,21 s). Los judíos tenían la costumbre de sustituir el nombre de Dios por otros circunloquios. En este sentido se hace alusión a las fórmulas de juramento «por el santuario» y «por el cielo». Mediante el circun­loquio se creía poder debilitar o eludir la inmediata invo­cación de Dios como testigo. Pero Jesús dice que tales fórmulas también se refieren a Dios personalmente. Son juramentos por Dios perfectamente válidos. No hay que precaverse de usar con ligereza estos juramentos, puesto que Jesús ha prohibido en general el juramento; se debe hablar con franqueza y veracidad, el sí debe ser sí, y el no debe ser no (cf. 5,33-37).

Pero la larga conminación sirve aquí para ilustrar la hipocresía, aunque en este caso y sólo en él no aparezca esta expresión. Hay algo que aquí no concuerda.

En este pasaje se descubre la discrepancia entre una adoración viviente y personal de Dios, y la práctica for­malizada, rígida de la religión. El hombre siempre tiene que tratar con el Dios viviente, con el Padre, a quien no se puede esquivar con sutiles distinciones jurídicas o ri­tuales. Todo servicio ante Dios tiene que ser sincero y fluir de un amor cordial.

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23 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os preocupáis por el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, mientras habéis descuidado lo de más peso en la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Esto es lo que había que practicar y aquello no dejarlo. 24 ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!

En la ley está ordenado que se cumpla el mandamiento del diezmo. Debe entregarse la décima parte del producto de los cereales, mosto y aceite para el sostenimiento del templo y para el servicio del culto. Los fariseos recargan asimismo esta obligación haciéndola rigurosa y desatinada, al extenderla también a las hortalizas más corrientes. Por una parte tanta minuciosidad, y por otra, tanta laxitud. Hacen la vista gorda en las cosas que propiamente im­portan.

Resuenan las antiguas exigencias de los profetas res­pecto a la justicia, misericordia, y fidelidad. Para los pro­fetas los deberes de la justicia social y del amor eran más importantes que los deberes del culto. Apoyar a los opri­midos y débiles, no explotar a los pobres, mantener limpio el matrimonio y la familia, ejercitar la justicia social en el trabajo y en los sueldos que se pagan lo recomendaron encarecida e incesantemente 8,i. El profeta Oseas dijo: «Es­cuchad la palabra del Señor, ¡oh vosotros hijos de Israel!, pues el Señor viene a juzgar a los moradores de esta tierra, porque no hay verdad, ni hay misericordia, no hay cono­cimiento de Dios en el país. La maldición, la mentira, el homicidio, el robo y el adulterio lo han inundado todo, y un crimen alcanza a otro» (Os 4,ls). Veamos todavía otro ejemplo: «Esto es lo que manda el Señor de los ejér­citos: Juzgad según la verdad y la justicia, y haced cada

86. Entre un número enorme de testimonios, cf. por ejemplo Is 5,8ss; Jer 9,23s; 22,3; Ez 18,1-32.

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uno de vosotros repetidas obras de misericordia para con vuestros hermanos. Guardaos de agraviar a la viuda, al huérfano, al extranjero y al pobre, y en su corazón nadie piense mal contra el prójimo. Mas ellos no quisieron es­cuchar, y rebeldes volvieron la espalda, y se taparon sus oídos, para no oír» (Zac 7,9-11). Los fariseos son fieles descendientes de sus antepasados.

25 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mas por dentro que­dan llenos de rapacidad y desenfreno! 26 ¡Fariseo ciego! Limpia primero por dentro la copa que así quedará limpio también lo de fuera.

Con estas imágenes se trata una vez más del concepto y de la doctrina de la pureza. Se mantienen con gran es­mero y se recomiendan encarecidamente las prescripciones sobre la pureza exterior. Pero lo que importa no es el cere­monial externo (la limpieza de copas y platos), sino los sentimientos interiores. Sólo un corazón puro verá a Dios (cf. 5,8). No lo que entra por la boca contamina al hombre, sino lo que sale de la boca, esto sí que contamina al hom­bre (15,11.15-20).

En el fariseo no cuadran entre sí lo interno y lo ex­terno, la manera interna de pensar y el comportamiento exterior. Y así exponen a la vista su piedad. Pero esta piedad está interiormente hueca, porque no es ejercita­da para Dios, sino para el hombre. Son «hijos de la gehenna» (23,15) y malos de cabo a rabo (12,34). Si se purificara primero su interior, si se convirtiera su manera de pensar y querer, entonces también sería puro y eficaz el exterior, su actuación y su actitud entre los hombres. Entonces también serían superfluas todas las prescripciones externas de limpieza para su vajilla. Pero así se oculta hi-

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pócritamente la maldad con el comportamiento, bienes mal adquiridos e inmoderada ambición.

27 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que parecéis sepulcros blanqueados, que por juera aparecen vis­tosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de todo lo impuro! 28 Así también vosotros: por juera pa­recéis justos delante de los hombres, mas por dentro estáis llenos de hipocresía y de maldad.

Esta conminación está orientada en el mismo sentido que la precedente: descubrir la discrepancia entre la rea­lidad y la apariencia. De nuevo se ilustra el pensamiento con una comparación de intenso contraste. Los sepulcros de Palestina tenían que ser blanqueados, para que nadie los tocase y viniera a contraer una impureza según los ritos. Podían estar adornados y tener muy buen aspecto, pero todos sabían su contenido. Así sois vosotros. La apariencia de la justicia desde lejos engaña ocultando 4a maldad que realmente existe. Se finge todo lo que exteriormente se hace patente.

En un profundo sentido reina la maldad en los que tienen que administrar la ley. Porque no han reconocido ni han hecho lo que importa en la ley. Mediante un sin­número de ocupaciones externas se han exonerado de sus grandes reclamaciones del derecho, de la misericordia y de la fidelidad (23,23). Esta maldad también queda reprobada en la sentencia del juez: «Apartaos de mí, ejecutores de maldad» (7,23). Tan profundamente se puede desacertar la voluntad de Dios, si se procura cumplirla según la letra y no según el espíritu.

29 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edijicáis los sepulcros de los profetas y adornáis las tum-

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bus de los justos. 30 v decís: Si hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros padres, no habríamos sido cómplices de la sangre de los profetas.' 3I Y con esto, os estáis de­clarando a vosotros mismos hijos de aquellos que mataron a los profetas.

Dios ha suscitado en su pueblo un gran número de pro­fetas y justos, y los ha enviado de nuevo a él como men­sajeros (cf. 21,33-36; 22.3-6). No fueron oídos, sino recha­zados. Los descendientes se glorían de ellos, les erigen tumbas caras y suntuosas. Pero esto no basta. El corazón obstinado es lo que hace que los hijos se parezcan a los padres. A los hijos les parece que son mejores, más jui­ciosos y justos que los padres, y precisamente son todavía más ciegos y obstinados que ellos. No deberían venerar los sepulcros de los profetas, sino hacer lo que ellos dijeron. Con esta obstinación matan una vez más espiritualmente a los profetas, a quienes sus padres han dado muerte. Aquí de nuevo se descubre la hipocresía. Con la creen­cia temeraria de ser mejores que los ascendientes, de estar de parte de los justos (23.28), cuyas tumbas son adornadas por ellos.

¡Qué espantoso engaño sobre la verdadera situación! ¿No hay también una ilusión semejante entre los cristia­nos que miran presuntuosamente los aspectos sombríos de la historia de la Iglesia, y les parece que son mejores que sus padres? La critica auténtica procede siempre del co­nocimiento de la propia culpa y del propio pecado.

32 ¡Y ahora vosotros, colmad la medida de vuestros padres! '"¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo escaparéis a la condenación de la gehenna? M Por eso. yo os voy a enviar profetas, sabios y escribas: a unos los mataréis y crucificaréis, y a otros los azotaréis en vuestras sinagogas

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y los perseguiréis de ciudad en ciudad, 35 para que así caiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el san­tuario y el altar. 36 Os lo aseguro: todo esto ha de venir sobre la. generación presente.

El discurso en la conclusión va subiendo de tono de modo extraordinario. La parte final empieza invitando a colmar la medida de los padres. Falta muy poco para ello y pronto rebosará. La medida quedará colmada con la muerte del último profeta, con la muerte de Jesús. Como hizo antes Juan, Jesús los trata de serpientes y ralea de víboras, que no tienen esperanza de eludir el castigo (cf. 3, 7). Pero aquí se dice ya cuál será el castigo: la condena­ción al fuego eterno (la gehenna).

Dios antes había enviado mensajeros para exhortar a la conversión. Ya ahora, y sobre todo después de su re­surrección, Jesús les envía una vez más mensajeros para llamarlos a la fe en él. Estos mensajeros también serán profetas, sabios y escribas. Sólo se distinguirán de sus predecesores por sus exigencias más altas, ya que anuncian al Mesías y así dan, de una manera irrevocable y única en su género, la ocasión para convertirse y creer. El que crea y se bautice, se salvará (Me 16,16aJ. Sólo eso estará ahora en vigor. Pero también sigue siendo válida la ley según la cual los mensajeros han sido llamados: Os perseguirán a vosotros, como también han perseguido a los profetas an­teriores a vosotros (cf. 5,1 ls). Ahora ya es claro lo que sucederá a los enviados del Señor: persecución, flagelación, crucifixión como tuvo que sufrir su Maestro.

Los profetas y los justos fueron perseguidos por su propio pueblo. Se derramó sangre inocente que clama ven­ganza, como la de Abel, que humedeció la tierra (Gen 4,10).

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Éste fue el primer asesinato, del que tuvo que dar noticia la Escritura. El del sacerdote Zacarías es el último que nos da a conocer la Biblia. «Por último revistió Dios de su espíritu al sumo sacerdote Zacarías, hijo de Joyada; y presentándose delante del pueblo, les habló de esta ma­nera: Así habla Dios: ¿por qué traspasáis los manda­mientos del Señor? Nada ganaréis. Habéis abandonado al Señor y él os abandonará también. Mas ellos, aunados contra Zacarías, lo apedrearon por orden del rey, en el atrio del templo del Señor. Y no se acordó el rey Joás de los beneficios que le había hecho Joyada, padre de Zacarías, sino que mató a este hijo suyo; el cual dijo al morir: Véalo el Señor y haga justicia» (2Cró 24,20-22). La sangre inocente en cierto modo se ha congestionado. Con ella se ha llenado casi hasta el borde la medida de los padres, la cual llegará a estar totalmente llena con los atroces crímenes de sus hijos. Y así el castigo vendrá sobre «la generación presente», que es albacea de todas las generaciones precedentes 8r.

d) Apostrofe a Jerusalén (23,37-39).

37 ¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que fueron enviados a ella! ¡Cuántas veces

87. El texto de las persecuciones del v. 346 está claramente armonizado con los otros que están en el discurso dirigido a los discípulos (10,17-22). El texto de san Mateo recurre a las persecuciones de los mensajeros de la fe cristiana y argumenta apoyándose en este amargo conocimiento. De este modo se da una indicación terminante de que el pronombre «yo» en 23,34 se refiere a Jesús, cuyos mensajeros han experimentado estos destinos, con independencia de que, en una anterior redacción de estas palabras, el pronombre «yo» hiciera alusión a Dios (o a la sabiduría divina). San Ma­teo a Zacarías le llama «hijo de Baraquías», pero según 2Cró 24,20, era «hijo de Joyada». La divergencia se debe a una confusión con el penúltimo de los llamados «profetas menores», Zacarías, que era hijo de Baraquías (Zac 1,17).

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quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne sus polluelos bajo sus alas! Pero vosotros no quisisteis. ™ Mirad que vuestra casa se quedará para vosotros. 39 Porque yo os digo: Ya no me veréis más hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (Sal 118,26).

El discurso conminatorio contra los escribas y fariseos se concluye con un gemido lastimero. Ahora se dirige la palabra a Jerusalén, pero con ella también a todo el pue­blo, que tiene su centro en la ciudad santa. El Mesías fue enviado para reunir las ovejas perdidas de la casa de Israel (15,24). Jesús se había esforzado por ellas día tras día como una madre amorosa, como un pastor solícito y — en la imagen presente — como una gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas. Nada quedó por intentar, ni en milagros, ni en palabras, con severidad amenazante y con indulgente compasión, en la oración solitaria y en la afluencia sofocante de la multitud, en la ciudad y en el campo, en Galilea y en Judea, con la gente sencilla y con los doctos teólogos. Jesús ha intentado serlo todo para todos. Ha solicitado el corazón de este pueblo como Oseas y ha sufrido por la fe de su pueblo como Jeremías. Pero todo fue en balde. Sólo esta queja puede hacer inteligible la severidad inexorable de las precedentes invectivas.

Pero ambas cosas —las palabras conminatorias y el apostrofe lastimero— para nosotros quedan envueltas en un misterio. ¡Cuan difícil es para nosotros comprender que el Mesías — desde un punto de vista humano — ha fra­casado en su misión con la «generación presente»! Es el mismo misterio que reina entre el Padre y él en las horas nocturnas de oración en el monte, y que no se descubre al hombre. El misterio que solamente de vez en cuando centellea, como en el suspiro por la incredulidad de esta generación (17,17), o en las palabras sobre la entrega de

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la vida en rescate de muchos (20.28). Pero el misterio permanece y estas palabras sólo son capaces de declarar veladamente lo que sucede en el corazón del Redentor.

Cuando se habla de la «casa», se hace referencia a la ciudad de Jerusalén. Vuestra casa se quedará para vos­otros. Ahora dependéis de vosotros y también sois respon­sables de vosotros mismos. Dios no se esforzará ya más y el Mesías tampoco. Dios se retira de su pueblo, por el cual ha luchado a través de los siglos, por último y con el máximo riesgo en su Hijo (cf. 21,37). He aquí que vuestra casa se quedará para vosotros. Ésta era la idea de Dios, cuyo nombre está oculto mediante el verbo. Dios deja sola la ciudad, en la que hizo benignamente que habitara su nombre, y se aleja de ella. Ya no me veréis más, dice de sí mismo el Mesías. Ha concluido su actividad pública y se retira. Ya no se les mostrará más, a no ser en el juicio final. Un día las multitudes clamaron: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (2l,9b). La próxima vez resonará este clamor, cuando venga a separar las ovejas de los cabritos. Cuando Jesús entró en Jerusalén, aún se podía preguntar quién era éste (21,10), entonces esto lo sabrán todos. Ahora Jerusalén ha rehusado aceptarle, cuan­do entraba como Mesías, entonces esta aceptación será inevitable. Ahora sólo algunos partidarios entusiastas le han aclamado, entonces serán todos los hombres. Estas palabras son también una sentencia definitiva, porque aho­ra el Mesías tiene que abandonar a su propio pueblo. Pero ¿no tienen estas palabras un reverso misericordioso? La «generación presente» aún tiene que comparecen un día ante el tribunal. Entonces se decidirá para siempre y para cada individuo si entra en la vida o en la perdición*"*.

88. En el v. 23,28. se ha querido ver con frecuencia una indicación de la conversión final de los -judíos. Eso no parece probable, porque en todo el discurso del capítulo 23 y, en general, en el Evangelio de san

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IV. INSTRUCCIÓN SOBRE EL FIN DEL MUNDO (24,1-25,46).

1. LAS SEÑALES DEL FIN (24,1-36).

El capítulo 13 del Evangelio de san Marcos forma la base de este discurso. San Mateo ha adoptado casi sin variaciones el texto de san Marcos, salvo algunos intercalados. Es nueva la sección comprendida entre los v. 26 y 28 del capítulo 24. En el discurso sobre la misión de los apóstoles (10,17-21) san Mateo ya había empleado el texto de las persecuciones de Me 13,9-13. Aquí san Mateo no lo repite por completo, sino solamente en dos frases (24,9.13s). En sustitución de lo que omite, ha inter­calado la sección 24,10-12. En la introducción san Mateo dice con más claridad que san Marcos que los discípulos preguntan a Jesús por la «señal de tu parusía y del final de los tiempos». En Me 13,4 permanece confuso el verdadero objeto de la pre­gunta.

La gran importancia del discurso de san Mateo está en que este evangelista lo configura de una forma todavía mucho más resuelta que san Marcos en una advertencia a la vigilancia. Ha añadido un número mayor de textos de la colección de discur­sos que expresan este pensamiento (24,37-25,13). A la parábo­la de las vírgenes (25,1-13) añade la de los talentos (25,14-30) y una detenida descripción del juicio final, en que dictará la sentencia el Hijo del hombre (25,31-46). Mediante estas am-

Mateo, sólo se tiene en cuenta «esta generación», o bien, en sentido más amplio, la generación de Jesús y de los primeros mensajeros de la fe. En suma, pues, no cabe hablar de «los judíos». Además, según el tenor de los v. 38s es inverosímil pensar en una declaración positiva. Por eso, en la salutación «Bendito el que viene», difícilmente se puede rastrear la profecía de que los judíos posteriormente reconocerán al Mesías, sí bien podría parecer que se insinúe un aspecto positivo, apuntando al juicio final. De este modo, la parte final del discurso, con su amenaza de cas­tigo (especialmente 23,29-36), adquiere más el carácter de una profecía conminatoria que de una sentencia judicial. El juicio queda tan reservado como lo queda para la Iglesia en 13,40-43 y en 22,12-14. De manera dife­rente debe juzgarse el importante pasaje de Rom 9-11.

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pl ¡aciones se ha formado un gran discurso sobre el fin del mun­do y la actitud de los discípulos ante el juicio. San Mateo pro­bablemente ha concebido como una unidad de composición los ataques contra los escribas y fariseos en el capítulo 23 y el dis­curso sobre el fin de los tiempos en los capítulos 24 y 25. Este doble discurso entonces sería el quinto dentro del evangelio. De aquí también resulta que la usual formulación conclusiva (que siempre permanece igual) no está después del capítulo 23, sino del 25 (26, 1).

Es muy difícil explicar especialmente la primera parte que procede de san Marcos 13, y que en la interpretación todavía es objeto de controversia. No podemos abordar todas las cues­tiones particulares y tampoco necesitamos hacerlo, porque san Mateo dice claramente que el discurso versa sobre la señal de la parusía y del final de los tiempos (24,36). Así, para él recae desde el principio la interpretación del discurso en la destruc­ción de Jerusalén y en aquella manera de pensar, que en la des­trucción de Jerusalén en cierto modo querría ver prefigurados (perspectiva profética) los acontecimientos del fin del mundo. Para él y para el tiempo en que escribió, la destrucción de la ciudad santa ya pertenece al tiempo pasado y es entendida como castigo sobre la generación incrédula (cf. 22,7).

Pero ahora la mirada del evangelista se dirige hacia ade­lante. Aunque Mateo conserve muchos pasajes sueltos de san Marcos, que están adaptados al estrecho horizonte de la ciu­dad de Jerusalén y del país de Judea (por ejemplo 24,15s), sin embargo no tienen ningún peso decisivo ni por la resuelta di­rección de la mirada de 24,36, ni sobre todo por la gran can­tidad de material nuevo que aporta.

a) La destrucción del templo (24,1-2).

1 Salió Jesús del templo, y, según iba caminando, se le acercaron sus discípulos para hacerle notar las cons­trucciones del templo. 2 Él les dijo: ¿No veis todo esto? Pues os aseguro que no quedará aquí piedra sobre piedra: todo será demolido.

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Aquí de nuevo se nos recuerda que Jesús, según la descripción del evangelista, estuvo todo el tiempo en el templo (21,23). Allí siguieron una tras otra las controver­sias, con las tres parábolas y el gran discurso contra los escribas y fariseos. Ha entrado en el templo con autori­dad y allí le han saludado los niños como Mesías (21,15s). En el templo ha enseñado. En el corazón del mundo judío lanza su acusación demoledora contra los intérpretes de la ley. Ahora sale del sagrado recinto, después que ya lo ha dicho todo a la masa del pueblo y a sus dirigentes.

Los discípulos son quienes, al abandonar el santuario, le hacen notar los suntuosos edificios. El templo de He-rodes, en cuya edificación se trabajó durante varias décadas (aproximadamente, entre el año 20 ó 19 a.C. y el 63 d.C.) era el radiante centro de atracción de la religión judía y, además, ejercía su influjo en los pueblos circunvecinos. Muchos lo contaban entre las siete maravillas del mundo. En aquel tiempo, su fábrica debía de brillar con vivos y resplandecientes colores. Aunque lo había levantado con tanta magnificencia, no un judío creyente, sino un extran­jero de Idumea, Herodes i, todos los judíos estaban orgu­llosos de su fabulosa suntuosidad. Durante muchos siglos se habían tenido que contentar con la modesta construc­ción, erigida provisionalmente después del destierro de Babilonia por orden de Zorobabel. Si bien no quedaba rastro de palacio real, de reino independiente y de autori­dad política alguna, el santuario brindaba un centro de unión y constituía motivo de renovada alegría.

Con una sola frase, Jesús anuncia que este esplendor será destruido hasta los cimientos. No quedará aquí piedra sobre piedra. No se dice en qué circunstancias, con qué motivo, en qué tiempo ni por medio de quién ocurrirá tal destrucción. Pero para Jesús el hecho es cierto por clari­videncia profética. Así también Amos había predicho la

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destrucción de Samaría, y Jeremías la devastación de Jerusalén. La desintegración interna del pueblo, el defi­nitivo apartamiento de Dios que se alejará de su pueblo (23,38), le incapacitan para tener un templo y celebrar en él los actos de culto. Casi es una necesidad histórica que el templo haya de ser arrebatado a Israel. Solamente un pueblo entregado a Dios con corazón indiviso puede pre­sentarse ante él y ofrecer allí sus dones en sacrificio. Para Jesús, la destrucción del santuario es la consecuencia exter­na de la obstinación interior.

También está latente el misterioso gobierno de Dios. aunque no se indique en la breve frase citada. Ya una vez Dios había pegado fuego con su propia mano al santuario, como lo había contemplado el profeta Ezequiel en una visión inaudita (Ez 9-11). Dios es tan soberano, que incluso puede permitirse algo tan terrible como des­truir su propia casa, si por parte de los hombres ya no se cumplen las condiciones que hacen que el templo sea el recinto del verdadero culto ante le divina presencia. El año 70 d.C. el templo fue reducido a escombros por un soldado romano que había arrojado un tizón a una ven­tana del ala norte del edificio, con lo que el fuego se propagó a toda la construcción de madera.

Para entender las partes siguientes hay que añadir todavía unas palabras. El tema y la verdadera declaración de los ver­sículos son la llegada del Mesías al fin de los tiempos y los signos que preceden esta llegada. Esta declaración se describe parcialmente con expresiones e imágenes que están tomadas de un ambiente espiritual debido al tiempo. Suponen el concepto del mundo de la antigüedad y muchas ideas particulares de la literatura apocalíptica que entonces florecía. Tenemos que hacer la tentativa de separar entre sí la verdad aludida y la manera de declararla, de una forma parecida como nos resulta nece­sario hacerlo en el relato de la creación del primer capítulo del Génesis. En lo que se declara sobre el fin de los tiempos, todavía

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es más difícil que en las declaraciones sobre el tiempo primitivo encontrar los correspondientes medios de expresión, ya que en el fondo tienen que anunciarse cosas inefables con palabras e imágenes humanas contenidas dentro de ciertos límites. Pero estas palabras e imágenes que aquí se emplean, hay que conce­birlas más como indicación del tema aludido que como su des­cripción. No nos atasquemos en ellas, sino intentemos compren­der por medio de ellas el mensaje que se anuncia.

b) Los comienzos de las tribulaciones (24,3-8).

3 Mientras él estaba sentado en el monte de los Olivos, se le acercaron los discípulos para preguntarle a solas: Dinos: ¿Cuándo sucederá esto y cuál será la señal de tu parusía y del final de los tiempos? 4 Y Jesús les contestó: Mirad que nadie os engañe. 5 Porque muchos vendrán am­parándose en mi nombre y dirán: Yo soy el Mesías, y engañarán a muchos. 6 Habéis de oir fragores de guerras y noticias de guerras. ¡Cuidado! No os alarméis. Porque eso tiene que suceder, pero todavía no es el fin. ''Efec­tivamente, se levantará nación contra nación, y reino contra reino, y habrá hambres y terremotos en diversos lugares. 8 Todo esto será comienzo del doloroso alumbramiento.

También aquí, todo este discurso está dirigido sola­mente a los discípulos. Sólo está pronunciado para los fieles que han logrado «conocer los misterios del reino de los cielos» (13,11). Los discípulos primero preguntan por la hora y la señal del fin. Jesús no da ninguna respuesta a la pregunta sobre la hora, y más tarde dice expresamen­te en un pasaje decisivo que nadie la conoce, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre (24,36). La pregunta muy enigmática, que siempre surge en tiempos agitados, también preocupaba entonces a los discípulos.

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La misma importancia tiene para ellos la señal del fin. En aquel tiempo había toda una literatura sobre este par­ticular. La teología de los escribas también se había dedi­cado a este punto y había recopilado muchos textos de los libros más antiguos de la Sagrada Escritura. Especial­mente el libro de Daniel produjo gran efecto. Es el primer libro apocalíptico que fue recibido en la Sagrada Escri­tura 8Í). Si el hombre no obtiene ninguna seguridad sobre la hora, de forma que pueda calcular el término, sin em­bargo pregunta por las señales, con las que puede orien­tarse. ¿Existen estas señales que indican que ha llegado la hora? Jesús exhorta expresamente a reconocer las «se­ñales del tiempo» y vitupera a los que están como ciegos y no las ven (Le 12,54-56). Forma parte de las tareas del discípulo de Jesús estar atento a estas señales con oído sutil. Dios no sólo habla privadamente a cada alma y ofi­cialmente mediante el mensaje de la Iglesia, sino también por medio del tiempo y de los vaivenes de la historia. Con todo, los discípulos tienen que precaverse de igual modo, tanto de la apatía indolente, como del nerviosismo angus-

89. En teología, se distingue entre la apocalíptica y la escatología. Los textos apocalípticos contienen descripciones sobre los sucesos anteriores, simultáneos y posteriores al fin de este eón; son, pues, visiones del tiempo futuro que quieren alimentar la esperanza de un tiempo mejor ante la tri­bulación actual. En cambio, los textos escatologicos testifican que el tiempo presente ya es el «último tiempo» y por consiguiente llaman a la conversión. Las descripciones apocalípticas no raras veces se pierden en un ornato fan­tástico de los acontecimientos, las exhortaciones escatológicas están enca­minadas a anunciar lo decisivo del tiempo actual, y por tanto apuntan a la actitud del hombre ante el fin. Desde algunos textos proféticos de Isaías y Ezequiel, pero sobre todo del libro de Daniel, hay un gran número de los llamados apocalipsis, como el de Baruc, de Esdras, de Henoc, para nombrar algunos de los más conocidos. En tiempos del Nuevo Testamento, se encuentra también este género literario, pero en el canon del Nuevo Testamento solamente se admitió uno de estos libros, el Apocalipsis de san Juan. En lo sucesivo muchos pormenores de los «signos» sólo son explicables por este género literario. Los apocalipsis ponen a la disposi­ción de Jesús y de los evangelistas muchos conceptos y representaciones utilizables para sus propias y nuevas declaraciones.

NT, Mt II . 17

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tioso. En lo que sigue, Jesús da instrucciones para guardar la debida actitud ante las «señales».

En la antigüedad se llamaba parusía a la venida de un monarca o a la prodigiosa aparición de un Dios. Junto con los demás escritos de la Iglesia primitiva, san Mateo emplea esta expresión para designar la segunda venida del Mesías. Será una venida, de la cual sólo son débiles indicaciones la recepción de un emperador en una ciudad con pomposa ostentación y la fe en la manifestación de un Dios entre sus seguidores. Será la venida por antonomasia, después de la cual no hay que esperar ninguna más. Juan el Bautista pregunta desde la cárcel: ¿Eres tú el que tiene que venir? (11,3). Jesús sólo le indica las señales por medio de las cuales hallará el camino para lograr una respuesta a su pregunta. La primera venida del que debía venir, estaba en la señal de la ocultación de la divinidad y tenía que ser buscada y reconocida con la fe. La segun­da venida será puro descubrimiento; en lugar de la fe que inquiere, se pondrá la visión imponente.

Coinciden la parusía del Hijo del hombre y el fin del mundo. La venida de Cristo es la introducción de este jin, su primer acto. Con la idea del fin, como con la idea del comienzo, se da un dictamen en la manera de entender la historia y el hombre. Solamente hay historia en el tiem­po. El tiempo procede de un comienzo e impulsa a una conclusión. Estamos en la corriente del tiempo y, por tanto, estamos en la historia, por eso nuestra vida está constante­mente orientada hacia una decisión que está determinada de parte del comienzo y del fin. El cristiano puede com­prenderse a sí mismo y a su encargo por el comienzo, por el origen, al que tiene que agradecer su propia existencia. Sólo puede encontrar la dirección de su proceder en la mirada a un fin, que para él es personalmente el fin de su propia vida. Y así el hombre y la historia están mutua-

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mente enlazados. En la decisión ante el fin de la propia vida se lleva a cabo simultáneamente la decisión ante el fin del mundo. La preparación para el fin y la orientación de la propia vida en vista de este fin ya significa para el cristiano un ejercitarse para la parusía de su Señor...

Falsas señales que han de ofuscar y seducir, son las afirmaciones de personas que digan que son el Mesías. Se proveerán de este nombre y engañarán a muchos. Con este nombre se alude a la pretensión de ser el definitivo Sal­vador que precede a la última perfección del mundo y que al mismo tiempo la introduce. Hubo personas que sus­citaron las esperanzas de mostrar el camino de la dicha, bienestar y salvación definitivas; hubo otros que eligiendo distintos miembros de la Iglesia reunieron una comunidad de «puros y santos» para disponerlos para la última per­fección; hubo otros que creyeron que podían indicar la hora exacta del fin, y se sintieron sus últimos mensajeros. ¡Con cuánta frecuencia ha sucedido ya así, y cuántos han sido engañados! Estas señales forman parte del «último tiempo», que transcurre desde la resurrección de Cristo en adelante. Jesús dice: «Mirad que nadie os engañe.»

La segunda señal, contra la que previene Jesús, son guerras espantosas con sus devastaciones. Tendrán una envergadura mayor que las guerras entonces conocidas entre tropas enemigas. Se levantarán naciones y reinos enteros unos contra otros. Añádanse finalmente catás­trofes de la naturaleza, como hambres y terremotos, que sobrevendrán en muchos lugares y perturbarán a los hombres. En todo eso no se debe ver el anuncio del fin, sino solamente el principio de su «doloroso alumbra­miento» 90.

90. La expresión «alumbramiento» mesiánico procede de los apoca­lipsis. Cuando hubiese pasado el alumbramiento, debería empezar un tiempo de alegría bajo el glorioso reinado del Mesías en la tierra.

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Así pues, éstas no son señales del fin anunciado como inmediato, según se afirman con frecuencia en al­guna secta. Aquí no se califican las guerras y catástrofes como males absolutamente necesarios, que simplemente forman parte de la historia y de la naturaleza y han de tomarse tal cual son. Nuestro discurso más bien ve en ellas señales pavorosas, con las cuales se anuncia el naci­miento de la nueva era. Estos temibles azotes del género humano pertenecen a este tiempo del mundo que está expirando. Solamente en este sentido son necesarios, por lo cual se dice: «Porque eso tiene que suceder.» En este pasaje tampoco se habla de cómo los hombres deben reprimir el efecto destructor de las catástrofes e impedir las guerras. Eso resulta de la misión universal del hombre y de los sentimientos de amor que Dios reclama. Pero aquí solamente se contraponen las dos edades del tiempo del mundo. El nuevo mundo de Dios no conocerá nada de todo esto...

c) Exhortación a la perseverancia (24,9-14).

9 Entonces os entregarán al tormento y os matarán, y seréis odiados por todos los pueblos a causa de mi nombre. 10 Y entonces muchos fallarán, y se traicionarán unos a otros y se odiarán mutuamente, n y surgirán mu­chos falsos profetas y engañarán a muchos, ny con el crecer de la maldad, se enfriará el amor en muchos. 13 Pero quien se mantenga firme hasta el final, éste se salvará.

Es curioso que siempre se vuelva a hablar de perse­cuciones. En la gran sección sobre la instrucción a los discípulos había hablado Jesús de ellas con insistencia (sobre todo 10,17.21). En el discurso contra los fariseos

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ya anticipa lo que amenazará al mensajero cristiano de la fe por parte de los adversarios judíos. Se les azotará en las sinagogas y se les dará muerte (23,34s). En ambos casos se evoca hostilidad por parte de los judíos. El mis­mo Jesús la experimenta y sus propios discípulos no podrán tampoco evitarla. «Un discípulo no está por en­cima del maestro, ni un esclavo por encima de su señor» (10,24). Dios es extranjero en el mundo, a Jesús «los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11).

Mientras el mundo está descuidado y el espíritu ma­ligno tiene poder, perdurará este extrañamiento, que a menudo degenera en hostilidad. ¿Debe, pues, sorprender que la hostilidad aumente con mayor fuerza en los últi­mos tiempos, cuando el mundo antiguo, abandonado a la muerte, debe ser vencido por el mundo nuevo de la vida gloriosa? Los discípulos serán «entregados», como fue entregado Jesús y se le dio muerte. Jesús fue puesto en manos de los hombres, en manos de judíos y gentiles (20,18s). En el último tiempo las persecuciones no sólo las promoverán los judíos, sino también los gentiles. «Se­réis odiados por todos los pueblos a causa de mi nombre.» La tribulación de los discípulos se extenderá con la am­plitud con que se difunda el mensaje. Se experimentará el escándalo de este nombre en todas partes en que vivan verdaderos discípulos que se reúnan en nombre de Jesús (cf. 18,20). Porque Jesús no ha venido a traer la paz entre el bien y el mal, sino la espada de la separación (cf. 10,34).

Pero la tribulación no sólo procede de fuera, sino tam­bién de dentro, de las mismas comunidades cristianas. Y estas aflicciones y calamidades quizás todavía sean peores. Muchos fallarán, es decir su fe perderá su fuerza y se dejará seducir. La consecuencia es que también entre ellos estalla el odio que les alcanza desde fuera. Más

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aún, incluso «se traicionarán» unos a otros, como lo hacen los poderes enemigos. Aquí el escándalo revela su más profunda malicia, porque se ha abierto camino en medio de los discípulos, cuyas fuerzas ha minado. Los discípulos debían precaverse del escándalo, y hacer lo posible por impedirlo. Eso tenía validez con respecto a los «pequeños» en las propias filas (18,6) y con respecto a los conciudadanos judíos (17,27). Pero los escándalos ya están firmemente instalados en la comunidad y no pueden ser extirpados antes de la separación definitiva. Sólo cuando el Hijo del hombre venga a juzgar, reco­gerá de su reino a todos los que suscitaron escándalo y los enviará al eterno castigo (13,41s). Éste es un hecho amargo para la Iglesia y para su testimonio en el mundo. El testimonio de Dios se presenta mutilado a los creyen­tes, porque debiendo ser un solo corazón y una sola alma, reina en ellos la desunión, e incluso el odio... Para nosotros los hombres es difícil comprender por qué Dios tolera tamaño desorden. ¿Excedemos el límite de lo que nos dice la parábola de la cizaña y su explicación? También aquí en último término debe tratarse de la in­sensatez «de la cruz», que, en realidad, es poder de Dios y sabiduría de Dios (cf. ICor 1,24). La debilidad que la Iglesia y nosotros mismos experimentamos con tales es­cándalos, ¿no tiene más fuerza para desencadenar el poder de Dios que el «vigor» aparente de una orgullosa conciencia de superioridad por parte nuestra?

También aparecerán falsos profetas en las propias filas y confundirán a muchos. Asimismo es sensato calcular que no todos los que llevan el nombre de Jesús en los labios y hablan del cristianismo, son verdaderos profetas del Mesías, que él ha enviado (23,34). Los falsos profetas se encubren mañosamente con piel de oveja, aunque sean lobos rapaces (7,15). Aparentan que son piadosas ovejas

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del rebaño como las demás. En realidad son sus mortales enemigos, en cuanto se cae su piel de oveja. Sólo hay una posibilidad, o sea conocerlas en su verdadero modo de ser. es decir observar cómo se han formado sus frutos, o sea sus obras. ¿Son obras de la «ley» bien entendida y del amor, o bien son obras de la «maldad» y de la dureza de corazón? La comunidad debe partir de este criterio e intentar la separación, aunque sin juzgar preci­pitadamente (7,1). Pero no deben ser víctimas de los se­ductores ni ser engañados por ellos.

Prevalecerá el desenfreno. Será este un rasgo típico que caracteriza terriblemente a los falsos cristianos, a quienes Jesús también trajo la verdadera ley. Como los demás cristianos, abandonaron la antigua ley de Moisés, pero no han abrazado la nueva ley del amor. Se han co­locado en una tierra de nadie, sin sujetarse a ninguna ley. Eso tiene que degenerar en anarquía y desenfreno totales, que ahora se disimulan con la capa de la libertad cristiana. Lo cual no sólo es contrario a lo que dice el Evangelio, sino que entraña un trastrueque total. Una frase sola bastará para expresar esta degeneración: Se enfriará el amor en muchos. Se traiciona la verdadera misión y la única vocación del discípulo: a saber la misión y voca­ción de amar.

Cuadro aterrador, que abarca desde el tiempo inter­medio presente hasta el fin de los tiempos y que al evo­carlo no está ausente la propia experiencia del evange­lista y de su Iglesia, condensada en estas palabras (24, 10-12). En pleno discurso sobre el fin del mundo, se percibe de nuevo una conmovedora exposición de lo que interesa a los discípulos de Jesús.

A pesar de los peligros de fuera y de dentro es posible salvarse. Para conseguirlo sólo se requiere perseverancia y paciente firmeza. Pero quien se mantenga firme hasta el

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final, éste se salvará. La salvación del individuo es obra de Dios, en él debemos abandonarnos con pura confianza, porque para Dios todo es posible (cf. 19,26).

Ya hubo tiempos en la historia de la Iglesia que es­tuvieron colmados de tal obscuridad e incluso los mejo­res se sintieron asaltados por la duda. Pero también ellos perseveraron y, a pesar del desamparo en que se hallaban y el fracaso de lo que intentaron hacer, se mantuvieron firmes y no vacilaron.

14 Y este Evangelio del reino será predicado en toda la tierra como testimonio para todos los pueblos. Y en­tonces llegará el final.

Todo esto puede parecer difícil y sombrío, pero la confianza irradia en este versículo con resplandores de victoria. Porque el mensaje que Jesús trajo, no resultará estéril. Lo que ocurre con la semilla, también sucede con la palabra, que en muchos sitios perece, pero en algunos produce un fruto ubérrimo (23,8). El evangelio vivirá, aunque muchos, a quienes está confiado, mueran interior­mente y ya no estén a la altura de lo que requiere el Evan­gelio. El mensaje se difunde por el mundo y hablará a todos los pueblos del amor del Padre Dios. El Evangelio sigue apremiando sin detenerse hasta que haya alcanzado este objetivo, porque la obra de Dios no puede fracasar, aunque tenga que propagarse a pequeños pasos y con éxitos modestos. Sólo puede llegar el fin, cuando haya ocurrido que se haya proclamado «el evangelio del reino en todo el orbe». Con este versículo tampoco es posible calcular la hora del fin del mundo. Porque puede ser muy diferente el modo con que se predique el Evangelio y llegue a los oídos de los hombres. Tampoco se dice que cada uno de los hombres tenga que tomar la decisión per-

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sonal de si acepta o no acepta la palabra. Sólo se puede concluir que se establecerá definitivamente el reino de Dios, cuando se haya pregonado en toda la tierra y haya sido dado a conocer a los hombres.

d) La gran tribulación de Jerusalén (24.15-22).

15 Cuando veáis, pues, la abcminución de la desola­ción, la anunciada por el profeta Daniel instalada en el lugar santo —entiéndalo bien el que lee—, I6 entonces, los que estén en Judea huyan a los montes, 17 y el que esté en la terraza no baje a recoger lo que hay en su casa, 18 y el que esté en el campo no vuelva atrás para recoger su manto. 19 ¡Ay de las que estén encintas y de las que estén criando en aquellos días! 20 Rogad para que vuestra huida no sea en invierno ni en sábado. 21 Porque enton­ces será la tribulación tan grande, como no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás. 22 Y si no se abreviaran aquellos días, nadie se sal­varía: pero en atención a los elegidos se abreviarán los días aquellos.

Esta sección es muy digna de notarse. Contrasta viva­mente con la anterior. En aquélla se habló de la difu­sión Universal del mensaje y de la amplitud del riesgo, aquí solamente se piensa en Judea. Allí estaban en pri­mer término los peligros internos, aquí los externos. Pero los peligros no sólo están causados por los perseguidores del cristianismo, sino por la gran tribulación. En primer término hay que pensar en terrores históricos y cósmicos, como ya fueron indicados en las guerras, terremotos y hambres (24,7). Aquí todavía resulta más claro que pre­domina un sonido extranjero. Para nosotros no es fácil

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deducir, de este extraño lenguaje metafórico apocalíp­tico 91, el pensamiento de Jesús. Pero éste no puede ser otro que lo que se dijo antes en la exhortación a perse­verancia (24,9-14): en cualquier aflicción es necesaria la perseverancia y la paciencia; el que persevere hasta el fin. se salvará (24,13). Aquí también tenemos que intentar descubrir la misma advertencia.

En el libro del profeta Daniel se habla muchas veces de una abominación de la desolación, con lo cual en el tiempo en que tuvo su origen el libro de Daniel, se aludía a un pequeño altar pagano para sacrificios, erigido por el rey de Siria Antíoco iv el año 168 antes de Cristo, y — en esto consistió la espantosa abominación — sobre el gran altar de los holocaustos en el templop-. Este altar de los holocaustos es el «lugar santo» no fue destruido por la acción del rey enemigo de los judíos, pero fue pro­fanado idolátricamente. La profanación del santuario es lo especialmente alarmante que enardeció a los judíos de aquel tiempo para la lucha apasionada en favor de sus cosas sagradas y de su independencia nacional. Ocurrirá de nuevo una profanación semejante y será una de las señales del fin que sobreviene.

Actualmente nadie está en condiciones de decir con seguridad a qué se hace referencia con este acontecimiento. Esta observación probablemente procede de una manera de pensar, que aún tenía a Jerusalén por el centro del mundo, y al templo como el lugar más santo del mundo, ya que allí se adora al verdadero Dios. Si se repite una vez más lo que hizo el rey de Siria —pero con una me­dida mayor y de un modo más significativo para todas las naciones—, ésta es una señal clara de los últimos

91. Cf. la nota 89. 92. Se describe el hecho en IMac 1.54.59; se menciona «la abominación

de la desolación» en Dan 9.27; 11.31; 12,11.

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días. Pero sobre todo es importante estar alerta y pres­tar atención a las señales de Dios en el tiempo.

La magnitud de la tribulación se muestra en que sólo queda la posibilidad de la huida. Se describen las prisas y el agobio de la huida con indicaciones particulares plás­ticas. Nadie debe volver atrás, porque está mandado apre­surarse lo más posible. Será especialmente duro para las madres embarazadas y las que estén criando. En invierno también se añaden penas complementarias. Si la huida tuviera lugar un sábado, se tendría que infringir la pres­cripción sabática de los escribas, dando más de mil pasos. La expresión «ni en sábado» muestra con la máxima cla­ridad el limitado horizonte judeojudaico e indica la in­fluencia de una mano ajena. La huida siempre ha sido un trance y una prueba especiales, incluso en nuestros días, en que casi constantemente se hallan desplazados varios millones de personas. Pero el hombre quiere ser cami­nante y no fugitivo. El viandante conoce el término y lo busca con alegría, el fugitivo corre hacia lo incierto y vive con temor. En cualquier huida puede percibirse algo de la tribulación del tiempo final, como en cualquier gue­rra, en cualquier hambre y en cualquier terremoto...

Pero los discípulos deben saber que nunca se prueba su paciencia con exceso. La deben sostener la esperanza y la confianza. Si los poderes del espíritu maligno fuesen desencadenados, quedaran sin estorbos y pudieran desfo­garse, entonces nadie se salvaría. Pero siempre hay un límite, porque Dios sostiene con vigor en la mano las riendas de la historia. No deja destruir su plan y tiene poder para reprimir el infortunio. Dios abreviará los días y la fuerza del mal. Los elegidos que han perseverado con paciencia y con fe, deben ser reunidos y «resplandecerán como el sol en el reino de su Padre» (13,43).

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e) La parusía del Hijo del hombre (24,23-31).

23 Entonces, si alguien os dice: Mirad aquí al Mesías, o allí, no lo creáis, 24 porque surgirán falsos profetas que harán grandes señales y prodigios, para engañar, si fuera posible, aun a los mismos elegidos. 25 Mirad que de ante­mano os lo he dicho.

Ya fueron anunciados los falsos profetas. Son una verdadera plaga de los últimos tiempos (24,11; 7,15). Pero todavía es peor que se presenten los que afirman que son el Mesías. Para la gran masa del pueblo permanecía Jesús desconocido durante su actividad pública como Mesías. Esta dignidad de Jesús solamente se hizo osten­sible desde arriba al grupo de los doce (16,17), y a mu­chas personas particulares que le aclamaron como «Hijo de David03.

La gran entrada mesiánica en la ciudad de Jerusalén también tenía que ser interpretada y entendida debida­mente con la fe (21,1-11). Así sucederá también des­pués de la resurrección, en la que el Padre confirmó a su Hijo como Mesías, pero también concedió esta segu­ridad sólo a los creyentes. De lo contrario no hubiese podido ocurrir que fueran perseguidos los profetas, sabios y escribas enviados por él (23,34). Así pues, la mesiani-dad de Jesús está oculta de un modo peculiar antes y después de su resurrección. El mismo ha dicho que al fin podrá ser conocida con plena claridad y con inequí­voca seguridad (cf. 23,39; 26,64). Ahora solamente existe el camino de la fe. Por eso ciertos individuos pueden jactarse de ser el Salvador, y otros incluso pueden espe-

93. Cf. p. 95s.l96s.

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rar en él. Y así es posible que los judíos creyentes aguar­den hasta el día de hoy la llegada del Mesías. A través de la obscuridad de la fe es posible cambiarla y mantenerse firme en favor de ella engañándose a sí mismo.

Su poder de seducción puede ser tan grande que in­cluso obren señales y prodigios que causen asombro en los hombres. Los falsos profetas ya son un peligro pa­ra los elegidos, y mucho más lo son los falsos Mesías. Si Dios lo permitiese, los elegidos podrían ser víctimas de estos Mesías y podrían ser seducidos. El Apocalipsis de san Juan traza una imagen plástica de los dos tipos — el pseudomesías y el pseudoprofeta — en los dos animales que suben del mar y de la tierra (Ap 13,1-8). Los falsos profetas y los falsos Mesías publican que vienen en nom­bre de Dios y de la religión, y con ello disimulan su dia­bólico arte de seducción. Los efectos grandiosos, que son recibidos como «prodigios», no son, sin embargo, señal del espíritu del bien que se testifique en ellos. Incluso curaciones y milagros asombrosos, que no pueden clasi­ficarse entre las leyes de la naturaleza que conocemos, por sí solas todavía no demuestran que son obradas por la virtud de Dios.

Tampoco es éste el caso, si se trata de obras que son llevadas a cabo en nombre de la religión. En todas par­tes está al acecho el peligro de desorientar y confundir al verdadero Mesías, que sólo busca la gloria de Dios, con los falsos Mesías, que buscan su propia gloria.

16 Si os dicen, pues: Mirad que está en el desierto, no salgáis; mirad que está en la habitación secreta, no lo creáis. 27 Porque, como el relámpago sale de oriente y se deja ver hasta occidente, así será la parusía del Hijo del hombre. 28 Donde esté la carroña, allí se juntarán los buitres.

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Cuando venga el verdadero Mesías, el Hijo del hom­bre, entonces cualquiera lo notará. No será preciso bus­carlo. Nadie tiene que correr al desierto, de donde se esperaba al Mesías según muchas opiniones judías. El de­sierto era el gran tiempo en que el pueblo estaba unido con su Dios y lo conducía Moisés a su primavera. Así como la salvación empezó en el desierto, así también terminará en el desierto (cf. Os 12,10). Allí el Mesías reunirá a su pueblo y lo unirá con Dios. ¿Aparecerá el Mesías en el desierto? El desierto es la zona de la sole­dad, pero el día del Hijo del hombre será una revelación. El desierto es la zona del silencio, pero la llegada del ver­dadero Mesías ocurrirá con un sonido intenso que no se puede dejar de oir.

Tampoco es preciso ir a buscar al Mesías en las ha­bitaciones secretas. Si surgen voces de que está aquí o allí, desde el principio no se les debe dar fe, porque será de una forma totalmente distinta. Se ha de ver en todas partes el relámpago, que cruza el cielo nocturno. Desde el oriente hasta el occidente resplandece su fulgor, no es preciso buscarlo. Todavía más diáfana es la otra imagen. La carroña del campo atrae los buitres, que la encuen­tran con la seguridad certera de sus sentidos. No es pre­ciso que nadie la señale. Así también se encuentra al Hijo del hombre por sí mismo, sin que se le tenga que indagar su paradero. Su venida será vista por todos, su presencia los atraerá irresistiblemente. Es una venida re­bosante de poder.

29 Inmediatamente, después de la tribulación de aque­llos días, el sol se obscurecerá y la luna no dará su brillo, las estrellas caerán del cielo y el mundo de los astros se desquiciará. 30 Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre, y se golpearán el pecho todas las

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tribus de la tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. 31 Y enviarán a sus ángeles con potente trompeta, para que reúnan a sus elegidos desde los cuatro vientos, de un extremo a otro de los cielos.

Todos los acontecimientos que hasta aquí han sido descritos, hay que imaginárselos yuxtapuestos. Todos ha­blan de los últimos tiempos, pero no hay que fecharlos en años, meses o días. Todos tienen un especial punto de vista y un sector propio del mundo, en que pueden percibirse las señales: las destrucciones y guerras entre los pueblos, la confusión en la Iglesia, la aparición de se­ductores. Ahora todavía se añade un nuevo sector: el universo. Desde que Dios creó el mundo, están íntima­mente entrelazadas la naturaleza inanimada y el destino del hombre. Según el relato de la creación el hombre fue creado como última obra de Dios y como coronamiento de toda criatura (Gen l,26s). Según el relato que sigue a continuación sobre el pecado de los dos primeros seres humanos, la naturaleza como la persona humana quedan afectados por las consecuencias del pecado. La vida del hombre está inseparable y estrechamente unida con su trabajo en la tierra laborable. Pero si el hombre que­branta el orden establecido, la tierra laborable también producirá cardos y espinas en vez de fruto alimenticio. La cosecha lleva una maldición, la maldición causada por el pecado del hombre (Gen 3,17-19).

El hombre debe ser sacado de su vida mortal y debe renovarse con una vida perdurable. Toda la creación tam­bién tiene que ser redimida. Ésta es la bíblica convicción de las primeras líneas del libro del Génesis hasta las úl­timas líneas de la revelación de san Juan, según las cuales el hombre redimido solamente puede subsistir en un

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«cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1). «Porque la creación, en anhelante espera, aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, no por propia voluntad, sino a causa del que la sometió, queda sometida a frustración, pero con una esperanza: que esta creación misma se verá liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Pues lo sabemos bien: la creación entera, hasta ahora, está toda ella gimiendo y sufriendo dolores de parto» (Rom 8,19-22).

Cada uno de los autores bíblicos ha expresado esta verdad con imágenes que eran usuales en su tiempo. Todas quieren decir lo mismo, pero se expresan de distintos modos. Cuando aquí se dice que caen las estrellas del cielo y que se desquiciará el poderío de los astros, sirve de base la misma concepción de la estructura del mundo que en el relato de la creación del primer capítulo del Génesis. Se ve la tierra en el centro del universo, encima se arquea el firmamento del cielo, en el que están fijas las estrellas, y la bóveda celeste se apoya en enormes pila­res, que se levantan en los bordes de la tierra. Esta ima­gen del mundo es un producto de su tiempo. Pero la ver­dad sigue siendo la misma: todo nuestro mundo con el hombre que en él vive, pasará a tener unas nuevas con­diciones creadas por Dios por segunda vez. Porque el reino de Dios tiene que estar sin pecado y por tanto tam­bién sin todas las consecuencias del pecado. El hombre fue creado y constituido como señor de la tierra (Gen 1, 26.28), como redimido debe participar en el reino de Dios sobre un mundo restablecido e imperecedero...

Los profetas hablaban del gran «día de Yahveh», en que debía tener lugar el temible juicio, pero al mismo tiempo también debía manifestarse de una manera lumi­nosa la salvación de Dios. Este día también tiene que

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incluir la conmoción y renovación de todo el mundo, si realmente debe mencionarse el total dominio de Dios. Y así encontramos descripciones, según las cuales el uni­verso experimenta las consecuencias de la penetración del poder divino: «Porque esto dice el Señor de los ejércitos: Todavía una vez haré temblar el cielo y la tierra, el mar y toda la tierra firme. Y pondré en movimiento las gen­tes todas...» (Ag 2,7s). Las imágenes de las conmocio­nes cósmicas también aquí sirven a lo que principalmente importa: aparecerá el Hijo del hombre. Dará origen al paso desde el mundo antiguo al nuevo.

Jesús se hace patente en la gloria de Dios, que le en­volvía desde el comienzo, antes que el mundo existiera (Jn 17,5). Ante la gloria de Dios se vuelven tinieblas la luz del sol, de la luna y de las estrellas. Y viene con el poder de Dios, que en otro tiempo creó el universo. Lo que Jesús aquí confía sólo a los discípulos, más tarde lo confesará abiertamente ante el tribunal: «Además, os lo aseguro: desde ahora veréis al Hijo del hombre sen­tado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo» (26,64).

Aparecerá con gran poder y gloria el que ahora va a la impotencia y a las tinieblas de la muerte. Jesús se presenta ahora ante sus jueces, cuya sentencia pronun­ciará luego. Ahora está en la tierra en la figura de siervo, entonces vendrá sobre las nubes del cielo en la figura de la gloria. Ahora es un desconocido, entonces todos le verán. Antes había rehusado hacer una señal que le acre­ditaría de una forma inequívoca ante los adversarios (16, 1.4), entonces su señal resplandecerá y será contemplada por todos. La única señal que se da, como había anun­ciado el Señor, es la señal de Jonás: el Hijo del hombre aparece para juzgar (16,4).

Jesús no viene solo, sino con los ejércitos celestiales de

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NT, Mt II, 18

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sus ángeles. Después que ha sonado la trompeta del jui­cio, sus ángeles son enviados para congregar a los elegidos por Jesús. Antes se dijo de los mensajeros celestes: «El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los escandalosos y a todos los que cometen la maldad, y los arrojarán al horno del fuego» (13,41.42a). Aquí tienen los ángeles la tarea de llevar a cabo la sepa­ración en el reino del Hijo del hombre, por tanto entre los fieles. Más adelante leímos. «Saldrán los ángeles, se­pararán a los malos de entre los justos y los echarán al horno del fuego» (13,49.50a). Concierne a la tarea de los ángeles el hacer efectiva en general y en toda la huma­nidad la separación de buenos y malos. En nuestro texto se dice que se reúne a los elegidos, o sea a los que per­manecieron fieles a la vocación y de ese modo se hicie­ron dignos de la elección (cf. 22,14).

Es diferente lo que se expone, son distintas las fun­ciones, pero en todas ellas hay una cosa común, que par­ticipan espíritus celestes en la venida del Mesías y en la obra del juicio. Las características del día del Hijo del hombre serán que tanto los ángeles como el mismo Hijo del hombre saldrán del retiro. Ellos también se harán visibles y harán que aparezca radiante el invisible «reino de los cielos», que el discípulo siempre conoció por la fe (6,10). Los «pequeños» siempre tuvieron ante la faz de Dios a sus ángeles, que atendían al servicio del trono en favor de los pequeños (18,10). Sus protectores espíri­tus celestiales los juntarán especialmente como elegidos. Pero Dios ha traspasado el juicio al Hijo, que estará sen­tado «en su trono de gloria» (25,31).

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f) Parábola de la higuera (24,32-36).

32 Aprended de la higuera esta parábola: Cuando sus ramas se ponen ya tiernas y comienzan a brotar las hojas, os dais cuenta de que está cerca el verano. 33 Igualmente vosotros, cuando veáis todas estas cosas, daos cuenta de que él está cerca, a las puertas.

Todavía es preciso estar atento a las señales, que sur­ten efecto en el tiempo. El campesino está ejercitado en sacar sus conclusiones de las pequeñas señales de la na­turaleza. Sabe cuándo se anuncia el verano, así como también puede juzgar el tiempo que se espera, por el as­pecto del cielo 94. Los discípulos deben vivir atentos en el mundo y prestar atención a lo que en él ocurre. La luz de la fe les ofrecerá la debida interpretación y dis­cernimiento. Aquí no se ha dicho expresamente qué son «todas estas cosas», pero por lo que antecede se sabe que siempre se pueden observar muchas señales que in­ducen a la conversión y a la vigilancia. Así se ha lle­nado con las señales del tiempo final todo el tiempo que transcurre entre la resurrección del Señor y su parusía.

Sólo una cosa será tan terminante, que pueda recono­cerse con seguridad la proximidad inmediata del fin. Los discípulos en su juicio obtendrán la misma seguridad que tiene el campesino, que ha contemplado la higuera. Sólo una señal tiene esta índole, a saber la aparición del Hijo del hombre. Todas las demás señales admiten varias in­terpretaciones, y sólo pueden ser reconocidas debidamente por el sentido de la fe; en cambio la imponente aparición del Señor será susceptible de una sola interpretación.

M4. Cf. Le 12,54-56; Mi 16,2-3. Este última texto está en la nota 26.

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34 Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda. 35 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras jamás pasarán. 36 En cuanto al día aquel y la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de ¡os cielos, ni el Hijo, sino el Padre solo.

Jesús acusó y condenó esta generación y le cargó con la culpa de toda la sangre derramada en la historia del pueblo de Dios (23,35). Ésta es la generación de Jesús, éstos son sus contemporáneos incrédulos, a quienes se hizo en el Mesías la promesa (única en su género) de Dios. ¿Presenciará todavía esta generación todas las prediccio­nes que hemos leído desde 24,4? ¿Jesús, pues, habría visto que el fin del mundo estaba tan cercano y era tan inmi­nente que sus mismos contemporáneos lo llegaran a pre­senciar? Ya hemos leído la extraña frase de que «hay al­gunos de los aquí presentes que no experimentarán la muerte sin que vean al Hijo del hombre venir en su reino» (16,28).

Jesús conoce su muerte y su resurrección por medio del Padre. Sabe que la muerte no destruirá su vocación de Mesías, sino que le dará su última perfección. ¿Ha espe­rado Jesús que poco después de su propia glorificación se efectuaría también toda la renovación? ¿Ha esperado que el Evangelio no sólo se difundiría rápidamente por el mundo, sino que el mundo también esté pronto dis­puesto para la siega como un campo maduro para la recolección? El mismo Jesús confiesa que solamente el Padre sabe la hora exacta. Jesús es el Hijo, pero ahora tiene la figura de siervo. Su ciencia humana está limitada. También en esto Jesús se ha enajenado y ha venido a ser igual que los hombres. Este texto no nos plantea cues­tiones fáciles. No hay una solución terminante para todos los problemas. Pero las soluciones sencillas (en las que

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se deshace fácilmente lo que es difícil de comprender) no pueden estar conformes con la verdad de Dios. Hay enig­mas y misterios que no podemos resolver.

«El cielo y la tierra» en su forma actual pasarán, como hemos oído. Pero las palabras del Mesías permanece­rán. Los judíos así lo han creído de la torah, la ley de Moisés. La torah ha sido creada antes que el mundo y sobrevivirá a la desaparición del mundo. Esta fe ha en­contrado en Jesús su verdadero objetivo, porque Jesús es la Palabra de Dios pronunciada desde la eternidad antes de la creación (cf. Jn Lis), vino al tiempo como la Pa­labra que el Padre habló a los hombres (Heb 1.2), y sigue siendo la Palabra que dura más allá de todo tiempo. Sus palabras son verdad eterna y divina en su contenido interno, aunque para nosotros tengan que ser revestidas con el ropaje del lenguaje humano. La dificultad para nuestra inteligencia no radica en que nuestro espíritu humano no comprende la verdad de sus palabras, sino en que la verdad tiene que hacerse oir con un deficiente lenguaje humano.

2 INCERTIDUMBRE DEL TIEMPO (24.37-25,13).

a) El último día vendrá inesperadamente (24,37-42).

37 Pues como sucedió en los días de Noé, así sucede­rá en la parusía del Hijo del hombre. 3S Porque igual que en aquellos días anteriores al diluvio seguían comiendo y bebiendo, casándose ellos y dando en matrimonio a ellas hasta el día en que Noé entró en el arca, 3 9v no se dieron cuenta hasta que llegó el diluvio que los barrió a todos, así será también la parusía del Hijo del hombre.

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Vino el diluvio, porque todo el género humano es­taba corrompido. Pero aquí no se habla de la corrupción, sino de la vida humana normal que se llevaba entonces como hoy día. Nos preocupamos por las necesidades de la vida, por la comida y la bebida. Todo eso ocurre sin recelo y sin temor. La vida sigue su curso normal. Aquí se debe hacer resaltar la conducta normal, y no la con­ducta viciada y atea. No se debe pensar en el castigo, sino en la sorpresa con que súbitamente se quiebra la «vida normal».

Los contemporáneos de Noé no sabían nada de la desventura que los amenazaba y ni llegaron a sentir temor. Sólo él la conocía y preparaba la liberación de su familia, probablemente entre la burla y las risotadas de sus con­temporáneos. El terrible despertar vino cuando era de­masiado tarde: los que creían estar seguros, fueron arre­batados. Tan repentinamente puede cambiarse por com­pleto nuestra vida. El modo humano de pensar resulta ser una necedad, y la necedad de Noé resulta ser sabi­duría de Dios.

En el transcurso de la vida humana se experimenta con frecuencia, de una u otra manera, cómo el propio edi­ficio, dotado de un fundamento seguro, se desploma como un castillo de naipes. El discípulo siempre debe contar con lo desconocido y no creerse seguro. Sobre todo, si el hombre tiene ante sus ojos la venida de su Señor y la aguarda ejerciendo la virtud de la esperanza. La vida segura de sí misma es perezosa y pesada, la vida del hom­bre vigilante es fácil y está llena de viva tensión.

40 Entonces estarán dos en el campo: uno será tomado y el otro dejado. 41 Estarán dos mujeres moliendo en un molino: una será tomada y la otra dejada. 42 Velad, pues, porque no sabéis en qué día va a llegar vuestro Señor.

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Exteriormente hacen lo mismo los dos campesinos que están en la tierra laborable, y las dos mujeres que están en el molino. En su activdad no hay nada que las distinga. La diferencia está en su actitud. El uno forma parte de los desprevenidos, el otro de los conocedores. De ellos, uno cuenta consigo y su plan de vida; el otro, con Dios y su venida. Uno sólo está en su trabajo; el otro cuando trabaja también está con Dios. Uno de ellos interiormente está durmiendo, el otro está despierto. ¡Qué luz desprenden estos dos ejemplos sobre la vida cotidiana! Lo que im­porta no es lo que se hace, sino cómo se hace.

b) El dueño vigilante de la casa (24,43-44).

43 Entendedlo bien: si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría en vela y no dejaría perforar su casa. uPor eso mismo, estad también vosotros preparados; que a la hora en que menos lo penséis llegará el Hijo del hombre.

Ésta es otra parábola corta. Naturalmente el dueño de una casa no puede velar cada noche, si tiene que contar con una irrupción. Pero si supiera el tiempo exacto, en­tonces se quedaría despierto en esta hora precisa. A vos­otros os sucede que no sabéis el tiempo. Y por eso es preciso andar siempre prevenido y estar preparados.

Pero esta comparación sola todavía no basta. Para agravar la advertencia Jesús dice que el Hijo del hombre vendrá cuando menos se piensa. No se requiere, pues, solamente una vigilancia general, sino una muy particular, para no descuidar esta hora. La apariencia y la propia conjetura engañarán, los cálculos resultarán inconsisten­tes, las señales serán mal interpretadas. Cuando nadie lo

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espere, de una forma sorprendente y repentina, tendrá lugar la venida.

Para la mayor parte de los hombres esta advertencia no fue referida ni se refiere al día de la segunda venida de Cristo, sino al día de su propia muerte. Nadie conoce este día, y nadie lo puede calcular. También puede venir de una forma súbita y sorprendente, en medio del trabajo, durante el sueño o en un alegre juego. Ejercitarse para la muerte es ejercitarse para la parusía: contar serenamente con la muerte y estar preparado para ella es equivalente a la actitud que el cristiano debe tener ante el Señor que viene.

c) El criado fiel y sensato (24,45-51).

45 ¿Quién es, pues, el criado fiel y sensato, a quien el señor puso al frente de su servidumbre, para darles el ali­mento a su debido tiempo? 46 Dichoso aquel criado a quien su señor, al volver, lo encuentre haciéndolo así. 47 Os lo aseguro: lo pondrá al frente de todos sus bie­nes. 4SPero, si aquel criado fuera malo y dijera para sí: Mi señor está tardando, 4 9y se pusiera a pegarles a sus compañeros, y además comiera y bebiera con borrachos, 50 llegará el señor de ese criado el día en que menos lo espera y a la hora en que menos lo piensa, 51 lo castigará duramente y le asignará la misma suerte que a los hipó­critas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.

En este segundo ejemplo lo que interesa no es estar en vela, sino servir con fidelidad por encargo del Señor. Antes de partir de viaje el Señor encomienda al jefe de los criados que cuide de los que moran en la casa. Debe cuidarse fielmente de ellos y darles puntualmente lo que

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necesitan en cada ocasión. El criado es fiel, si lo hace así y su señor puede fiarse de él. Pero es sensato, porque sabe que cuando regrese el señor, le alabará y le dará una re­compensa. Dichoso el criado a quien el señor encuentre en el fiel ejercicio de su misión. La actitud ante el señor que vuelve también está determinada por esta fidelidad a lo que quiere el señor.

Aquí en primer lugar se piensa en los que han logrado un cargo administrativo en la comunidad. Deben transmi­tir a los fieles los bienes que los fieles necesitan del Señor celestial de la casa. Con esta confianza y fidelidad mues­tran la disposición que espera el Señor celestial que les ha dado el encargo. Su vigilancia se manifiesta en su fiel servicio. Porque este servicio no les deja ninguna posi­bilidad de pensar en sí, sino que los conduce todos los días a cuidarse de las personas que les han sido confiadas. Éste es un ejercicio ininterrumpido que dispone para la parusía.

Un destino espantoso amenaza al que pasa el tiempo con ligereza, descuida su cargo, emprende una vida licen­ciosa e incluso maltrata a sus compañeros. Abusa de su cargo y a la vuelta de su señor tiene que abandonarlo. Se había convencido ilusoriamente de que su señor tar­daría mucho en regresar y que él podría despilfarrar du­rante mucho tiempo, pero quedará súbitamente sorpren­dido. A una hora imprevista, en un día ignorado le co­gerá desprevenido la desventura. Se le aplicará, sin mi­sericordia, el castigo más espantoso.

Pero en la misma frase el discurso de Jesús pasa de una comparación metafórica a la realidad: el criado es equiparado a los hipócritas y se le castiga como ellos. Una vez más surge esta idea que penetra en todo el ca­pítulo 23. También aquí la hipocresía es la desavenencia entre la fe y la acción. Sólo la vida que posee las dos y

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de ellas forma una unidad, puede tener consistencia ante Dios. La vida ya está juzgada en sí, si se desdobla en pa­labras y acciones, en apariencia exterior y en realidad interna.

d) Las diez vírgenes (25,1-13).

1 El reino de los cielos será entonces semejante a diez vírgenes, las cuales tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. 2 Cinco de ellas eran necias y cinco sensatas. 3 Porque las necias, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; 4 en cambio, las sensatas, junto con sus lámparas llevaron aceite en las vasijas. 5 Como el esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmie­ron. 6 A media noche se levantó un clamoreo: Ya llega el esposo; ¡salid a su encuentro! 7 Entonces, todas aque­llas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. 8 Las necias dijeron a las sensatas: Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan. 9 Pero las sensatas con­testaron: No sea que no alcance para nosotras y vosotras; mejor es que vayáis a los que lo venden y os lo compréis. 10 Pero, mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. u Finalmente, llegan también las otras vírgenes, llamando: ¡Señor, señor, ábrenos! u Pero él les respondió: Os lo aseguro: No os conozco. 13 Velad, pues; porque no sabéis el día ni la hora.

Al fin del sermón de la montaña Jesús había contra­puesto un hombre necio y otro sensato. El primero había edificado su casa sobre un movedizo suelo arenoso, el segundo sobre la firme roca. La casa del primero fue demolida en el juicio, la otra casa le hizo frente (cf. 7,

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24-27). Aquí de nuevo se da la oposición entre necio y sensato. Son sensatos los que oyen y ponen por obra las palabras del Evangelio, son necios los que oyen las pa­labras, pero no proceden de acuerdo con ellas. Unas vír­genes traen consigo el aceite, las otras sólo traen vasijas vacías. El aceite es el Evangelio realizado en la vida. El que no tiene aceite, no aporta obras; solamente, las pa­labras de la confesión «Señor, Señor» (Kyrie, Kyrie), pero no la vida conforme con esta confesión. Las vírgenes ex­claman: ¡Señor, señor, ábrenos!, como muchos excla­marán en aquel día: «¡Señor, Señor! ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos prodigios? Pero entonces yo les diré abiertamente: Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad» (7,22s).

El juez solamente reconoce a los que antes, a lo largo de su vida, lo habían reconocido. Los demás no le per­tenecen, el juez no los conoce. El que conoce a otro, según la concepción bíblica le dice «sí» y le ama. Le acepta como suyo y como si le perteneciera. Así ha conocido el Hijo al Padre, y el Padre al Hijo (11,27). Así el Señor conocerá a los suyos y los aceptará definitivamente en su reino, o no los conocerá y los recusará para siempre.

Las vírgenes según el relato estaban encargadas, como una comitiva de honor, de ir al encuentro del esposo desde la casa de la boda, para regresar con él a la casa donde se celebraba la fiesta95. Ante la casa del esposo tiene lugar la tardanza. Ya han consumido el aceite en el camino, y también ahora mientras esperan delante de la puerta, de tal forma que ya no es suficiente para el regreso, y las

95. Lo que sucedió no está muy claro en el relato y también admite otras explicaciones; por ejemplo, el esposo va a buscar a la esposa a casa de sus padres. Es recibido junto a la casa de la esposa por sus ami­gas, que le conducen dentro de la casa. Entonces van todos con los des­posados a la casa del esposo, donde tiene lugar el banquete.

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vasijas tienen que ser llenadas de nuevo. Algunas vír­genes se habían provisto abundantemente para cumplir su cometido, las otras habían dejado de hacer estas pro­visiones. Lo peculiar solamente es que mientras aguardan, se duermen y tienen que ser despertadas por el clamoreo. Quizás en este rasgo particular de la historia se debe re­conocer lo que antes se dijo muchas veces, o sea que la llegada ocurre repentina e inesperadamente. Pero por lo demás la parábola está bellamente concluida en sí misma y no puede transferirse en cada rasgo particular a la realidad aludida. Pero en el contexto que le da el evan­gelista, muchas cosas aparecen con mayor claridad por la comprensión de la fe. Cualquier cristiano sabe quién es este esposo, que también puede hacerse esperar, quiénes son las vírgenes sensatas y quiénes necias, qué significa la fiesta de la boda y qué espanto producen sobre todo las puertas cerradas (cf. 22,11-13). Siempre se hace referencia a lo mismo, tanto si Jesús habla del aceite en los jarros, del traje festivo del invitado a las bodas o de la construc­ción de la casa sobre el suelo rocoso. Sólo será aceptada por el juez la vida realizada con la fe...

San Mateo termina la parábola y toda la sección ex­hortando a la vigilancia (25,13). El día y la hora son muy inciertos tanto para el criado, a quien el señor había constituido administrador, como para las vírgenes, a quie­nes de repente despierta del sueño el clamor que se le­vanta a media noche.

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3. Ei, JUICIO DEL HIJO DEI, HOMBRE (25.14-46).

a) Parábola de los talentos (25,14-30).

14 Es como un hombre, que, al irse de viaje, llamó a sus criados y les entregó su fortuna: 15 a uno le dejó cinco talentos, al otro dos, y al tercero uno, a cada cual según su capacidad, y se fue. Inmediatamente, 16 el que había reci­bido cinco talentos, se fue a negociarlos y ganó otros cin­co; n igualmente, el que había recibido dos, ganó otros dos; 18 pero el que había recibido uno solo, se fue, hizo un hoyo en tierra y escondió el dinero de su señor. 19 Al cabo de mucho tiempo, vuelve el amo de aquellos criados y se pone a ajusfar cuentas con ellos. 20 Se acercó el que había recibido los cinco talentos y presentó otros cinco, dicien­do; Señor, cinco talentos me entregaste; mira, he ganado otros cinco. 21 Di jóle su señor: ¡Muy bien, criado bueno y fiel! Fuiste fiel, en lo poco, te pondré a cargo de lo mu­cho: entra en el festín de tu señor. 21 Se le acercó también el de los dos talentos y dijo: Señor, dos talentos me en­tregaste; mira, he ganado otros dos. 23 Díjole su señor: ¡Muy bien, criado bueno y fiel! Fuiste fiel en lo poco, te pondré a cargo de lo mucho: entra en el festín de tu señor. 24 Se acercó también el que había recibido un solo talento y dijo: Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste.25 Y como tuve miedo, fui y escondí en la tierra tu talento. Aquí tienes lo tuyo. 26 Pero su señor le contestó: ¡Criado malo y pe­rezoso! ¿Conque sabías que cosecho donde no sembré, y recojo donde no esparcí? 21 Pues por eso tenías que haber llevado mi dinero a los banqueros, para que, a mi vuelta, yo recuperara lo mío con sus intereses. 28 Quitadle ese talento, y dádselo al que tiene los diez. 29 Porque a todo el

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que tiene, se le dará y tendrá de sobra; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. i0Y a ese criado inútil, arrojadlo a la obscuridad, allá afuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.

Esta parábola coincide en parte con la del criado fiel y sensato que hemos leído hace poco (24,45-51). Allí como aquí confía el señor a sus criados determinados encar­gos para el tiempo de su ausencia. Lo que importa es que cumplan fielmente la voluntad de su señor. Pero aquí se añade algo nuevo. No sólo se deben llevar a cabo termi­nantes encargos, sino que los criados deben trabajar con independencia de acuerdo con el deseo de su señor. Las grandes sumas de dinero no son repartidas para ser con­servadas, para preservarlas del robo o de otros daños, sino para que sean empleadas con el fin de obtener una ganancia. En esto la parábola de los talentos sobrepasa la del criado fiel. No basta llevar a término un encargo de trazos muy concretos, sino que es preciso estar deseoso de aumentar los bienes con la iniciativa y el riesgo per­sonal.

La magnitud de la suma entregada es diferente en cada caso y se mide según la capacidad de los distintos cria­dos. Recibe más el que ya se había acreditado y ha sido hasta ahora fiel y diligente en el servicio de su señor. El dueño se promete el mayor éxito posible de esta grada­ción. Cada uno recibe según la aptitud, uno de ellos cinco talentos, otro dos, el tercero uno (un talento es una suma enorme de capital, unos 10.000 dólares, pero el poder ad­quisitivo aún es cuatro veces mayor). En este reparto el dueño tampoco se ha engañado, porque los dos primeros obtienen tanta ganancia cuanto fue el dinero que se les confió, el primero cinco talentos, el segundo dos. Sólo el tercero le decepciona y esconde el dinero en el jardín

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para tenerlo en lugar seguro, pero no hace el menor es­fuerzo por aumentarlo.

Se recalca que el señor regresa al cabo de mucho tiem­po. Aquí también resuena lo que sorprende en esta venida. Los criados se hubiesen podido simplificar el trabajo cuan­to más tiempo transcurriese, o también olvidarse del regreso. Aunque sea después de mucho tiempo, el señor parece venir de forma imprevista (cf. antes, 24,50; 25,6.13).

Ahora se ajustan las cuentas. Cada uno tiene que decir dónde se encuentra el dinero que se le había confiado, e indicar la ganancia obtenida. El primero y el segundo pueden hacerlo con la conciencia tranquila, porque se han esforzado con diligencia. Sólo el tercero ha de confesar que no ha hecho ningún trabajo. Más aún, insulta al señor con insolente osadía diciendo que se hubiese enriquecido injustamente, si ahora le restituyera el talento con ganancia. Ha interpretado mal la manera de proceder de su señor, no tomándola como expresión de su confianza, sino como indecorosa codicia. No solamente le faltaba el celo en la acción, sino que ya antes le faltaba comprender bien a su señor. Pero el señor no acepta los reproches, ya que el criado por lo menos hubiese podido tomarse la molestia de llevar el dinero al banco, para que allí produjera in­tereses. Los dos primeros son recompensados ubérima-mente. el tercero es castigado con una gravedad espantosa.

Notamos que el relato que sirve de base a esta parábola está fuertemente orientado de acuerdo con la enseñanza religiosa que el evangelista cree que de él se desprende. Propiamente se habla sólo de que los criados deben res­tituir, con la ganancia obtenida, lo que se les ha confiado. Y en la reprimenda del tercero se dice que se dé su único talento al que ya posee diez. Así pues ¿los talentos han pasado a ser propiedad de los criados? Así es. El hombre recibe de su señor el talento como don que debe

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hacer fructificar en su vida. Al que tiene mucho, se le exige mucho; al que tiene poco, se le pide poco. Pero el señor espera que cada uno trabaje con lo suyo, que no solamente lo administre fielmente, sino que lo aumente.

El relato se interrumpe de la forma más sorprendente con la remuneración y el castigo. Primero sólo se puede deducir de un modo indirecto quién es el que se presenta súbitamente y de qué se trata en el ajuste de cuentas. Pero luego se dice directamente que los dos primeros deben entrar en el festín de su señor. De acuerdo con la parábola se esperaría que estos dos criados «fueran puestos a cargo de lo mucho», es decir recibieran empleos más respon­sables, después de haberse acreditado. Pero esta recom­pensa del festín es la verdadera recompensa de la vida, es la recompensa que ya no se hace depender de que sea nuevamente confirmado en una posición más elevada. El festín del señor es la participación de su soberanía en el reino de Dios. El castigo del criado perezoso tampoco consiste solamente en que se le quite lo que se le había cedido, sino en que sea arrojado «a la obscuridad, allá afuera». Éste también es un destino inapelable, que ya no se hace depender de una nueva ocasión.

Así pues, el contenido religioso de la parábola se aclara de modo que vemos expuesto en el relato el hecho del juicio. Debemos examinar la parábola y referirla a la propia vida. Cuando Jesús habla del juicio, se yuxtaponen dos series de pensamientos. Una de ellas ve el juicio por parte de la libertad ilimitada y de la misericordia de Dios, que sobrepasa toda medida humana. Así se ve el juicio, porque se confía absolutamente en Dios, para quien todo es posible, inclusa la salvación de una vida que de suyo estaba perdida (19,26). Por otra parte, en san Mateo se insiste con el máximo vigor en cuánto importa el pro­pio obrar, sobre todo el amor. Es preciso poner en obra

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la justicia en el amplio sentido que hemos encontrado9". El Hijo del hombre vendrá en la gloria de su padre y dará a cada uno «conforme a su conducta» (16,27). Sólo puede ser aceptada por Dios la fe vivida y realizada, no la con­fesión de los labios. Sólo puede tener esperanza de entrar en el reino de Dios el que ejercita con fidelidad su cargo de administrador, el que lleva consigo aceite en abundan­cia para las lámparas y el que está vestido con el traje de boda. En esta segunda serie de pensamientos está nues­tra parábola, así como la siguiente descripción del juicio final.

La declaración peculiar que se añade a los otros textos a partir de 24,37 es que Dios espera que fructifiquemos de acuerdo con la capacidad que ha sido asignada a cada uno. No solamente es preciso en general producir frutos de justicia, hacer «buenas obras», ejercitar el amor, sino que cada uno tiene que esforzarse en obrar según las aptitudes que le han sido concedidas. Claro está que esta exigencia siempre excede ampliamente aquello para lo que se estaba dispuesto y de lo que se era capaz. Pero aquí tampoco hay correspondencia exacta entre las obras y el premio, sino una exigencia que en el fondo es inmensa, como sucede con el amor (cf. 5,43-48). Por eso el premio no es mezquino tampoco, ni guarda proporción con las obras, sino que es sobreabundante y mucho mayor en todos los conceptos: Te pondré a cargo de lo mucho; entra en el festín de tu señor.

96. Cf. lo que se dice acerca de 5,20; 6,33; 21,32.

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XT. Mt II. 19

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b) Doctrina sobre el juicio de las naciones (25,31-46).

31 Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria. n Todas las naciones serán congregadas ante él, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. 33 Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a la izquierda.

Ahora viene la conclusión del gran discurso sobre el fin del mundo. No es una parábola, ni tampoco una exhor­tación profética a convertirse, ni una amenaza profética de castigo, no es una descripción horripilante de lo que su­cederá en la renovación del mundo. Antes bien este frag­mento es un compendio de la doctrina y de la reclamación de todo el Evangelio en vista del juicio. Habla del juez y de los que son juzgados. En la figura de Jesús, el Me­sías juez, culmina la confesión que la Iglesia hace de su fe en Cristo. Aquí se manifiesta de una forma terminante por quién hay que tenerle. Su persona y su mensaje obtie­nen en esta hora su confirmación inapelable. Los que son juzgados también llegan a conocer por esta escena la ver­dad auténtica sobre sí mismos. Lo que el Evangelio dijo hasta ahora acerca de los hombres y lo que de ellos re­clamó, aquí se sella de modo definitivo.

Jesús no sólo era el Mesías de Israel, sino el redentor de todas las naciones. No viene como Mesías glorioso para los judíos, como ellos creían, ni para los cristianos, de acuerdo con su espectativa, sino como aquel a quien han esperado todas las naciones y que las reunirá a todas. Dos imágenes del Mesías se transfunden una en la otra: la del Hijo del hombre que aparece revestido de poder y la del pastor. Antes se dijo con lenguaje paradójico que el Hijo

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del hombre tiene que ser entregado y muerto (17,22s; 20,18). Ahora viene el Hijo del hombre en su gloria con todos los ángeles y se sienta en el trono.

Como pastor, ha ido a buscar a todas partes las ovejas perdidas de la casa de Israel, pero en vano: ellas no han querido (23,37). Ahora bien, se trata de un pastor rebosante de poder. Ya no es el buscador humilde que sigue, incan­sable, la oveja perdida, hasta que la tenga puesta a salvo, el que se hace cargo de los pecadores, de los pobres y de los que gimen bajo el peso de la vida. Ahora es el pastor regio, como se dijo de los grandes reyes orientales y como ha contemplado el vidente de Patmos: «Ha de regir a todas las naciones con vara de hierro» (Ap 12,5). Esto es lo que ocurre ahora. Con una larga vara de pastor, que tiene la punta de hierro, el pastor divide el rebaño en cabritos y ovejas.

El Hijo del hombre como pastor regio ejerce este car­go que Dios le transmitió. Porque el Padre le ha «dado todo poder en el cielo y en la tierra» (28,18).

34 Entonces dirá el rey a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre; tomad en herencia el reino que para vosotros está preparado desde la creación del mundo. 35 Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me hospedasteis; 36 estaba desnudo, y me vestísteis; caí enfermo, y me visi­tasteis; estaba en la cárcel, y fuisteis a verme. 37 Enton­ces le responderán los justos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer, o sediento, y te dimos de beber? 38 ¿Cuándo te vimos forastero, y te hospedamos, o desnudo, y te vistimos? 39 ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? 40 Y respondiendo el rey les dirá: Os lo aseguro: todo lo que hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis.

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A la imagen del Hijo del hombre y del pastor se añade como tercera la del rey. Jesús respondió afirmativamente la pregunta de si era el rey de los judíos (27,11). Pero este reino permanecía oculto. Sólo fue dado a conocer públi­camente por medio de la inscripción de la cruz (27,37). Esta inscripción no indujo a los que la leyeron a doblar su rodilla como homenaje, sino a burlarse de él (27,42). Se le colocó como manto real un raído manto de púrpura, como cetro se le puso en la mano una caña, como diadema se le ciñó una corona de espinas (27,27-31). Pero ahora se manifiesta este reino del Mesías: «Y sobre el manto y sobre el muslo lleva escrito un nombre: Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 19,16).

Desde el principio del mundo el reino de Dios está preparado. Este gran objetivo de Dios fue frustrado por toda la culpa del hombre y por todo el desconcierto de la historia. El reino de Dios siempre estuvo dispuesto. Los perfectos deben, participar del festín de su señor (25,21). Deben tomar este reino en posesión como herencia propia que les ha sido confiada. Uno ya se hizo cargo de esta herencia en el punto central de la historia, cuando fue resucitado de la muerte y constituido heredero uni­versal. No sólo para alegrarse y disfrutar de la herencia, sino como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29). Éste vino a ser nuestro hermano con la forma terrena de la vida humana, y también quiere serlo con la forma ce­lestial de la vida divina. Y si somos «hijos, también he­rederos: herederos de Dios, y coherederos de Cristo» (Rom 8,17)...

Entre los discípulos ya estaba en vigor la regla que Jesús había establecido: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió» (10,40), y «quien acoge en mi nombre a un niño como éste, es a mí a quien acoge» (18,5). Lo que uno ha

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hecho a otro, especialmente a un pobre o necesitado de ayuda — como un niño — por amor de Jesús, lo ha hecho a él mismo. Cada uno ha sido hermano de Cristo. Ya no tiene importancia conocer si lo sabía o no lo sabía, sí quería o no quería servir en él a Cristo. Al fin se mani­fiesta que todo servicio del amor fue servicio al gran her­mano Cristo. Las obras que el juez enumera, son obras corrientes de misericordia. Los escribas judíos han tenido un gran aprecio de ellas y son ejercitadas en todos los pueblos. Pero los cristianos saben especialmente que su excelsa fe tiene que repercutir en estas obras sencillas. En la práctica esta sencillez está con bastante frecuencia en oposición a las excelsas palabras de la fe. La fe excelsa está vacía y es reprobada, si no puede hacerse tan peque­ña, que entienda que está al servicio de los más pequeños.

41 Entonces dirá también el rey a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, id al juego eterno que está pre-parado para el diablo y sus ángeles. 42 Porque tuve ham­bre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; 43 era forastero, y no me hospedasteis; estuve desnudo, y no me vestísteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis. ** Entonces también éstos replicarán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o forastero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? 45 Entonces él les responderá: Os lo aseguro: todo lo que dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, con­migo lo dejasteis de hacer. 46 Y aquéllos irán a un castigo eterno, pero los justos a una vida eterna.

El mismo diálogo de antes se repite entre los que están a la izquierda y el rey juez. Ellos también han visto, pero no han obrado. La indigencia de los hombres no les ha conmovido, no les ha impulsado a ayudarlos. Pero ahora

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solamente vale lo que cada uno realmente ha hecho y no lo que ha pensado. No bastan la queja, el sentimiento ni la compasión por los que padecen indigencia, sino que es preciso poner manos a la obra y ayudar. Asombrados pre­guntan cuándo ha ocurrido que le hayan visto. En esta pregunta asombrada resuena el pensamiento de que segu­ramente le hubiesen servido al instante, si le hubiesen reconocido, así como Leví le agasajó en su casa o como hicieron María y Marta. No sabían que Jesús se oculta en los más pequeños, no sabían que hay que encontrarle y «verle» efectivamente en ellos. Creían que el amor a Cristo y el amor a los hombres son dos cosas distintas, y no una misma cosa. Han contemplado a su Señor, quizás eran piadosos y han rezado mucho, pero han hecho caso omiso del hombre que tenían a su lado. Ahora se descubre esta perniciosa bifurcación de su pensamiento. Por des­gracia es demasiado tarde, porque ya no puede repararse nada de este servicio. Lo que fue rehusado a los hom­bres, también fue rehusado a Jesús. Sólo basta hacer de veras la voluntad del Padre (7,21).

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Parte cuarta

MUERTE Y RESURRECCIÓN DEL MESÍAS Capítulos 26-28

i. EN VÍSPERAS DE LA MUERTE (26,1-56).

1. ACUERDO DE MATAR A JESÚS (26,1-5).

1 Cuando Jesús acabó todos estos discursos, dijo a sus discípulos: 2 Ya sabéis que dentro de dos días es la pas­cua, y el Hijo del Hombre va a ser entregado para que lo crucifiquen. 3 Se reunieron entonces los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo en el palacio del sumo sacerdote llamado Caifas, 4y acordaron arrestar a Jesús con astucia y darle muerte. 5 Pero se decían: Durante la fiesta, no; para que no haya algún motín en el pueblo.

El último discurso del Maestro toca a su fin; ya no hablará más, y solamente obrará. Resumiendo, dice el evangelista que Jesús terminó todos estos discursos y, con esta expresión, echa una mirada retrospectiva a toda la obra del Mesías, caracterizada por los grandes discursos. «Tiempo de callar, y tiempo de hablar», dice el libro del Eclesiastés (Ecl 3,7). Ha pasado el tiempo de hablar. Ante los jueces Jesús callará (26,63; 27,14). El mensaje ya ha sido comunicado. Ahora viene el tiempo en que tiene que ser perfeccionado mediante la propia vida. Para ser fruc-

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tuosa la semilla tiene que caer al suelo y morir (cf. Jn 12,24). El plan de los enemigos no coge desprevenido a Jesús.

Anteriormente ya había instruido tres veces a sus dis­cípulos diciéndoles que el Mesías tenía que sufrir, así ocurre aquí de nuevo. Antes que se tome el acuerdo for­mal, Jesús lo da a conocer a los discípulos. Con una clara presciencia espera lo venidero. Las primeras palabras no las pronuncian los enemigos con su acuerdo de matarle, sino Jesús, que va a la muerte dándose cuenta de ello. Será entregado. Eso antes pudo decirse de los hombres (17,22), de los judíos y gentiles (20,18s), en cuyo poder será puesto. Ahora está la Palabra sola y hace pensar en el que se deja arrebatar al Hijo. Lo ha enviado y ahora lo hace pasar de sus manos a las manos de hombres pecadores.

Los sumos sacerdotes toman un acuerdo formal de matar a Jesús, que solamente está ligado a una condición: Jesús debe ser arrestado con astucia, para que no haya nin­gún tumulto en el pueblo. Aunque solamente quedan pocos días antes de la gran fiesta, se tiene que llevar a cabo el acuerdo, porque hay que darse prisa. Los que le habían impugnado abiertamente y con sus «tentaciones» y preguntas sutiles, y como autoridad oficial judía habían tenido muchas posibilidades de cogerle, ahora tienen que prenderle por astucia. Una alta autoridad consciente de sí misma, y un bajo procedimiento malicioso. En estos acontecimientos todo sucederá sin nitidez ni grandeza humanas, sino solamente estará dictado por bajos ins­tintos. Ya desde el primer momento se puede percibir la mala conciencia. De lo contrario ¿cómo hubiesen po­dido temer un tumulto en el pueblo?

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2. UNCIÓN EN BETANIA (26,6-13).

6 Mientras estaba Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, 7 se le acercó una mujer con un frasco de ala­bastro, lleno de perfume de mucho valor, y se ¡o derramó en la cabeza, mientras él estaba a la mesa. 8 Cuando los discípulos lo vieron, decían indignados: ¿A qué viene este derroche? 9 Esto podía haberse vendido a mucho precio y haberse dado a los pobres. 10 Pero, cuando Jesús se dio cuenta de ello, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mu­jer? Ha hecho en mi favor una obra buena. n Porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros; pero a mí no me tenéis siempre. n Pues, al derramar ella este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho con miras a mi sepultura. 13 Os lo aseguro: Dondequiera que se predique este Evan­gelio, en todo el mundo, se hablará también, para recuerdo suyo, de lo que ella ha hecho.

Lo que hace la mujer, proviene de una profunda ve­neración al Maestro, por más que en realidad fuera un gran derroche. Pero en la hora en que se efectúa esta unción, adquiere una importancia única. La muerte está cercana, y con ella la sepultura. También está muy cerca el tiempo de despedirse de las personas con quienes Jesús estaba unido humana y amistosamente. Entonces ya no habrá ninguna posibilidad de colmarle de bondades y bienes.

El mismo Jesús interpreta la acción de la mujer en un sentido, que ella misma no podía haber adivinado. Su cuerpo está dedicado a la muerte y pronto será puesto en la cámara del sepulcro. Pronto le agarrarán y golpearán manos duras. Antes de que esto ocurra, una mano delicada puede hacer un obsequio a su cuerpo. El cuerpo sin vida pronto lo tomarán manos amigas y lo colocarán en el

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sepulcro. Esta mujer ha empezado ya de antemano lo que José de Arimatca y las mujeres amigas harán después.

Es una pequeña señal, si la comparamos con el gran crimen. Es un sencillo ademán en el ambiente familiar de la pequeña casa, si lo comparamos con el alboroto del pueblo y la publicidad de la crucifixión. Pero esta señal vale tanto, porque procede del amor. Y por eso siempre se hablará de la pequeña señal cuando se proclame en el mundo el gran Evangelio del Padre. Entonces la sencillez del signo será levantada hasta llegar a la grandeza, su índole oculta pasará a la publicidad. Ni siquiera se olvida lo más diminuto, si se ejercita con estos sentimientos, y menos aún se olvida en este caso, porque ocurrió en esta hora. Los discípulos huirán, y Pedro negará que conozca al Maestro. En la cruz estará solo, pero esta mujer y su acción son como una pequeña luz en esta obscuridad.

3. LA TRAICIÓN DE JUDAS (26,14-16).

14 Entonces, uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes, i5 y les dijo: ¿Cuánto me queréis dar, y yo os lo entregaré? Ellos le fijaron treinta monedas de plata. 16 Y desde entonces, él andaba buscando una ocasión oportuna para entregarlo.

Con doloroso acento se presenta al traidor como uno de los doce. En el grupo más íntimo de Jesús se encuentra el que le entregará en manos de los enemigos por unas miserables monedas. Se percibe el horror que habrán sen­tido los apóstoles, al verse en el caso de presentar así a Judas. Las mentes humanas no pueden comprender que eso sea posible. Según la exposición del evangelista, todo lo ha obtenido este grupo de los doce. Fueron admitidos

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en la más íntima comunidad de vida con el maestro, y sólo ellos iniciados en muchos misterios de Dios. La magnitud del fracaso se expresa por el hecho de que la traición tiene lugar por dinero, por treinta denarios de plata. Viene a ser el más bajo móvil que nos podamos imaginar, y un precio ínfimo para la persona de que se trata. Nada de ello no hubiese podido ser más vulgar e ignominioso. De nuevo aparece el verbo entregar. Gra­dualmente ocupan la escena otras personas que participa­ron en la entrega. El vocablo es como la clave para la historia de la pasión. En ella se consuma esta entrega a la impotencia de todo cuanto con anterioridad se había expuesto pormenorizado.

4. ULTIMA CENA DE JESÚS (26,17-29).

a) Preparativos para la cena pascual (26,17-19).

17 El primer día de los ázimos se acercaron los discí­pulos a Jesús para preguntarle: ¿Dónde quieres que te preparemos para comer la pascua? 18 El respondió: Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la pascua con mis discípulos. 19 Los discípulos hicieron como les había mandado Jesús, y prepararon la pascua.

Es la víspera de la fiesta. La pregunta acerca del lugar emana de los discípulos. Notan la responsabilidad de pro­veer un recinto donde pueda celebrarse la pascua, según lo que prescribe la ley. Jesús forma con ellos una familia, y es preguntado como jefe de los suyos. Así, pues, Jesús también cenará con ellos, como cualquier padre de familia en Israel cena con su familia y con los criados y doncellas

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de la casa. Pero es una familia congregada por libre elección. No se determina quién es el hombre que debe poner

su sala a disposición del Señor (con todo, cf. Me 14,13). A san Mateo no le interesa cómo se llama este hombre ni todas las circunstancias externas en que se consigue que este hombre deje a Jesús la habitación. Sin embargo, la or­den de Jesús es categórica y soberana de una manera pareci­da como antes de entrar en Jerusalén, cuando mandó ir a buscar cabalgaduras (21,1-3). Eso aparece con una espe­cial claridad en la breve frase: Mi tiempo está cerca. No el tiempo de la cena pascual, sino su tiempo. La cena pascual reúne en sus casas a todas las familias israelitas. Pero esta cena sólo debe tenerla Jesús y el grupo de los doce, en casa ajena y sin la familia dueña de la misma. Porque «mi tiempo» no siempre está presente, sino so­lamente ahora. Es el tiempo en que ocurre por primera vez algo que es único en su género. El Padre ha deter­minado el tiempo, pero Jesús sabe que se acerca. El Me­sías de antemano se acomoda a la ley de esta hora.

Así se encuentra el lugar y se hacen todos los prepara­tivos, como comprar el cordero, los diferentes manjares y bebidas, preparar las vasijas. Jesús había encargado a los discípulos que hicieran sentarse al pueblo, cuando lo alimentó en el yermo, y luego mandó repartir el pan y los peces; así también ahora Jesús da el encargo de disponerlo todo. La instrucción de los discípulos prosigue hasta el final, si bien en todo momento Él es el maestro y señor, a quien todos obedecen.

b) Designación del traidor (26,20-25).

20 Al atardecer, estaba a la mesa con los doce discípu­los. 2I Y mientras estaba comiendo, les dijo: Os aseguro

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que uno de vosotros me entregará. 22 Profundamente en­tristecidos comenzaron a preguntarle uno por uno: ¿Acaso soy yo, Señor? 23 Pero él contestó: Uno que ha mojado la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar. 24 El Hijo del hombre se va, conforme está escrito de él; pero ¡ay de ese hombre por quien el Hijo del hombre va a ser entre­gado! Más le valiera a tal hombre no haber nacido. 25 También Judas, el que lo iba a entregar, preguntó: ¿Acaso soy yo, rabí? Él le contesta: Tú lo has dicfio.

La víspera de la fiesta se come el cordero pascual. Las últimas horas de la tarde se transforman en la noche en que Dios liberó a su pueblo de la servidumbre de Egipto. Entonces se fundó Israel como pueblo, es el fundamental acto de salvación, que debe perdurar en un recuerdo im­perecedero. Esta cena es la cena conmemorativa y cada año actualiza de nuevo la acción salvífica de Dios en su pueblo (Éx 13,3ss). La cena correspondía en general a la manera como se celebraban las otras cenas judías. Se comía el cordero como manjar principal, y en conjunto se le daba una mayor solemnidad. Una serie de platos seguía sucesivamente, interrumpida por una alocución del padre de familia y por oraciones. Jesús, pues, y los doce se colocan alrededor de la mesa para cenar a loor de Dios nuestro Señor.

El alegre estado de ánimo se enturbia por unas pala­bras sombrías de Jesús: Uno de vosotros me entregará. Para los antiguos la participación en la misma mesa expre­sa la amistad y la paz, es señal de confianza mutua. El que es comensal, también es amigo. El grupo de los dis­cípulos constituye una comunidad de comensales que rodea a Jesús. Una especial gravedad del delito consiste en que el traidor está sentado en este grupo íntimo. El traidor moja la mano en la fuente común, de la que cada uno

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tomaba salsa con un pedazo de pan. Forma parte de la comunidad de comensales y ya la ha traicionado inte­riormente.

Jesús lo sabe y designa al traidor, que le pregunta cara a cara si es él. Sobre el camino de Jesús impera el decreto del Padre contenido en la Escritura. Pero no se borra la culpa del hombre que se convierte en instrumento del mal. Para este hombre sería mejor que nunca hubiese visto la luz del mundo. Tan insondable es su pecado y tan grave es su castigo. Para Jesús no se erigió en guía por el ca­mino de la justicia, sino que se convirtió en escándalo. «Porque si bien es forzoso que haya escándalo, sin em­bargo, ¡ay de aquel hombre que causa el escándalo!» (18,7b). ¡Cuan misteriosa e indisolublemente están aquí entretejidos la culpa humana y el decreto divino! Se ve uno de los dos y se piensa que ya no se entiende el otro, y viceversa. Los pensamientos de Dios siempre son mayores que los de los hombres, y el misterio del hombre y de sus acciones siempre es mayor que de lo que él puede com­prender.

c) Institución de la eucaristía (26,26-29).

26 Mientras estaban comiendo, Jesús tomó pan y, reci­tando la bendición, lo partió, se lo dio a los discípulos y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. 21 Tomó luego una copa y, recitando la acción de gracias, se la dio, diciendo: Bebed todos de ella; 28 porque esto es mi sangre, la de la alianza, que es derramada para muchos, para perdón de los pecados.

El evangelista no reseña el transcurso de la cena pas­cual. Solamente habla de dos sucesos especiales durante

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la comida, y aun éstos los narra con suma concisión. Du­rante la cena al principio se distribuye pan, y cada uno coge algo para sí. Ahora Jesús toma el pan, recita la bendición sobre él, lo parte en pedazos y lo da a los dis­cípulos invitándolos a comerlo. Es un pan especial, su propio cuerpo. Para la interpretación estas palabras suenan con un acento muy extraño y misterioso, cuando se escu­chan por primera vez, y para la inteligencia también re­sulta muy difícil comprenderlas, aunque se reflexione mu­cho sobre ellas, y durante toda la vida. La inteligencia de los sabios y entendidos fracasa ante ellas, pero son también reveladas a la gente sencilla. Ellos entienden que aquí se ofrece un don que es superior a todos los demás manjares, entienden que Jesús les ofrece participar de sí mismo de manera muy profunda. No puede concebirse una participación más íntima. En el hombre se da una ten­dencia a posesionarse de la energía vital de Dios y asi­milarla corporalmente. Jesús ha dado satisfacción a este anhelo.

En el duelo con Satán en el desierto había dicho Jesús que el hombre no sólo vive de pan, sino de toda pala­bra que procede de la boca de Dios (4,4). La palabra de Dios era el manjar espiritual del pueblo de la antigua alianza, también es el manjar espiritual del pueblo de la nueva alianza. Pero los padres de Israel que fueron sa­cados de Egipto, no sólo fueron obsequiados con el manjar de la palabra, sino también con dones prodigiosos — las codornices, el pan del maná y el agua que brotaba de la roca — para conservar su vida corporal. Y así ellos fue­ron alimentados doblemente por Dios, todos comieron el mismo manjar espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual. En ello san Pablo ya ve una interpretación pre­via de la fuente que está abierta para el nuevo pueblo de la alianza en Cristo (cf. ICor 10,1-4). Ahora el Redentor

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del nuevo pueblo de la alianza también ofrece un segundo manjar, como hizo Dios antiguamente con el pueblo de Israel. Dos mesas estarán siempre preparadas para este pueblo, la mesa de la palabra y la mesa del sagrado pan.

No debe haber ninguna pobreza en su pueblo, cons­tantemente debe participar en la fuerza vital exuberante que tiene Dios. Lo que sólo ocurrió dos veces en las pro­digiosas multiplicaciones de pan es instituido ahora para un tiempo durable. El pan no solamente se ofrece al indi­viduo, para que obtenga fuerza y vida para sí. El pan se da al pueblo para que experimente de nuevo su unión íntima espiritual y la solidaridad con su Señor. Ya que reciben el mismo don, deben ser unos con otros, una sola cosa.

En otro momento de la cena coge Jesús una copa, la «copa de bendición», que le fue pasada. Esta vez reza la prescrita acción de gracias sobre la copa y la da para que beban. También es ésta, según sus propias palabras, una bebida única: al beber el vino de la copa, gustamos en realidad su sangre, que es llamada por Jesús, con gran propiedad, la sangre de la alianza. Eso solamente lo en­tendemos, si volvemos la mirada a la primera alianza que Dios concertó con Israel. Al pie del monte Sinaí y por medio de Moisés fueron sacrificadas las víctimas, y con su sangre se selló la alianza. Con la mitad de la sangre roció el altar, con la otra mitad el pueblo (cf. Éx 24). La alianza fue concertada por medio de la propicia voluntad de Dios y la voluntaria aceptación del pueblo. Lo que estaba confirmado en la voluntad, fue sellado con la san­gre de las víctimas.

La sangre de Jesús también es sangre de la alianza. Sólo puede pensarse en otra nueva alianza, que Dios quiere concertar, no solamente con Israel, como en el Sinaí, sino con muchos, en favor de los cuales es derra-

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mada su sangre. «De la misma manera que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a, dar su vida en rescate de muchos» (20,28). Uno solo por muchos, es decir, como ya vimos: el único que podía pagar el res­cate en sustitución de todos los que no pueden recuperar su vida. Tiene que establecerse la alianza entre Dios y to­dos, porque la sangre de la alianza es derramada por todos. Debe establecerse un nuevo orden de la salvación. La antigua alianza es relevada por la nueva alianza. Ésta es la última alianza del fin de los tiempos, de la cual anunció el profeta Jeremías: He aquí que viene el tiem­po, dice el Señor, en que yo haré una nueva alianza con la casa de Israel, y con la casa de Judá; alianza, no como aquella que contraje con sus padres el día que los cogí por la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; fueron ellos quienes rompieron la alianza — ¡mi alianza! —, y entonces les hice sentir mi dominio, dice el Señor» (Jer 31,31-32). Por principio la nueva alianza ya no puede quebrantarse, porque está establecida en el Hijo propio de Dios. Dios no rechazará más a su pueblo, como rechazó a su antiguo pueblo de Israel, porque el nuevo pueblo de Dios vive en Jesús el Mesías.

Pero la nueva alianza en el fondo es la última y no puede abolirse, porque en ella se perdona el pecado. El pecado separa de Dios y ha arriesgado y destruido las relaciones de la precedente alianza. Ahora se extirpa de raíz el pecado, y se hace justo a todo el hombre. Nace un pueblo verdaderamente «santo». Por eso Jesús dice que su sangre de la alianza es derramada para perdón de los pecados. La sangre es el precio de rescate que tiene que pagarse por todos. Pero cuando se paga, entonces todos pueden acercarse y redimirse de la esclavitud del poder del pecado. La sangre de un solo justo basta para purificar a innumerables injustos. Todos pueden acercarse, pero

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sólo se acoge en la comunidad de la alianza al que así se redime y purifica. Eso sucederá en el tiempo futuro, cuando el pecador se inmerge en el baño de regeneración, en el bautismo. Éste es el nuevo orden de la salvación que Dios ha establecido en su Hijo, de una forma tanto más admirable y asombrosa cuanto más uno lo considera...

Aquí no se dice que los discípulos deben seguir ha­ciendo lo que acaba de tener lugar entre ellos. San Lucas y san Pablo han consignado esta orden: «Haced esto en memoria mía» (Le 22,19; ICor ll,24s). San Mateo sólo mira lo que ocurrió únicamente en esta hora. Pero esto que sucedió una sola vez se actualiza muchas veces, cuando los discípulos se reúnen para el ágape eucarístico. Allí no solamente están como comensales en la comunidad de su Señor, y descubren la virtud y vida de su Señor en el pan y en el vino, sino que también celebran cada vez la reno­vación de esta alianza. La celebración del ágape y la ali­mentación se identifican con la entrega a la muerte y con la institución de la alianza.

29 Pues os digo que desde ahora ya no beberé más de este producto de la vid hasta aquel día en que lo beba con vosotros en el reino de mi Padre.

«Ya no me veréis más hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (23,39). Con estas pa­labras Jesús se había anunciado como el juez de la gene­ración incrédula. Ya no actuará entre ellos como el pastor que los busca, sino que aparecerá ante ellos solamente como el pastor, que los apacentará con vara de hierro. De nuevo dice Jesús desde ahora, pero esta vez hacia dentro, o sea dirigiéndose al grupo de los creyentes. Son unas palabras que también designan una situación definitiva. Solamente hoy se puede presenciar así la comunidad

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de comensales formada con los discípulos. Será suprimida esta forma de comunidad. Pero será restablecida en «aquel día» en el reino de Dios.

Se elucida con frecuencia el reino de Dios como ban­quete festivo y amistoso. Este banquete tendrá lugar, y por cierto en comunidad con ellos, cuando el Hijo del hombre haya pronunciado la sentencia y haya congregado a los suyos consigo. Entre la cena actual y el banquete ce­leste está el tiempo de su presencia espiritual como Kyrios. Entonces y después Jesús está corporalmente entre los suyos, pero en el tiempo intermedio está espiritualmente, en el Espíritu Santo, más aún como el Pneuma (2Cor 3,17). Se constituye la comunidad para participar de la mesa de Jesús, vuelve la mirada a esta cena de la institución, y mira hacia adelante al banquete en el reino del Padre. La celebración eucarística es recuerdo de la cena en el tiempo pasado e interpretación previa del banquete futuro al fin de los tiempos.

5. JESÚS EN GETSEMANÍ (26,30-46).

a) Predicción de las negaciones de Pedro (26,30-35).

30 Y cantados los salmos, salieron hacia el monte de los Olivos. 31 Entonces les dice Jesús: Todos vosotros que­daréis escandalizados por causa mía durante esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño (Zac 13,7) 32 Pero, después que yo resu­cite, iré antes que vosotros a Galilea. 33 Pedro, tomando la palabra, le dijo: Si todos se van a escandalizar por causa tuya, yo jamás me escandalizaré. 34 Díjole Jesús: Yo te lo aseguro: Esta misma noche, antes que el gallo cante, tres veces me habrás negado tú. 35 Pedro le dice: Pues aunque

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tenga que morir contigo, jamás te negaré. Otro tanto di­jeron también todos los discípulos.

Después de la cena se entona el gran canto de los salmos, que según la costumbre concluía la solemne hora vespertina de la comida pascual. La pequeña comitiva sale hacia el monte de los Olivos. Por el camino Jesús pre­dice a los discípulos que todos ellos caerán esta noche. Jesús ha sabido de antemano dónde se había de encontrar la burra para su entrada en Jerusalén (21,2), ha sabido que sus enemigos tomarían el acuerdo de matarlo (26,2), dónde estaría la habitación para los preparativos de la cena pas­cual (26,18) y quién sería el que le entregaría (26,25). Ahora también sabe y dice que todos le abandonarán. La claridad de su ciencia y el conocimiento incluso de lo escondido se vuelve tanto mayor cuanto más entra en el cumplimiento del divino deber.

El escándalo se ha abierto camino hasta llegar al grupo más íntimo de los discípulos. Es como el poder personal del espíritu del maligno, que ahora tiene su máxima efi­ciencia, cuando se concluye la obra del Mesías. El es­cándalo es en el fondo una falta de fe y da ocasión a ejercer el cometido de la fe. Así sucederá ahora. En la suprema confirmación de la fe se manifestará que la fe de los dis­cípulos no solamente es «pequeña», sino que se derrumba por completo. Por primera vez suena la frase «escándalo de la cruz», que san Pablo empleó en su predicación mi­sional (ICor 1,23). La muralla de la incredulidad en torno de Jesús se vuelve cada vez más compacta, ya que en ella también se incluye el grupo más íntimo. Estará com­pletamente solo. Este abandono del Mesías forma parte de su enajenación.

El profeta ha dicho que el rebaño se dispersará, cuando se hiera al pastor. A Jesús no sólo se le había encargado

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que fuera pastor de Israel; también ha sido el pastor de los suyos, a quienes él debía introducir a la verdadera esencia de la obra mesiánica. Se separa del «pequeño re­baño» al pastor (Le 12,32). Se quebrará la unidad entre ellos. El fracaso externo de la obra de Jesús no solamente se mostrará en su ejecución, sino también al separarse de los suyos. Y con todo habrá una nueva reunión, cuando Jesús «vaya antes que ellos a Galilea». La esperanza irra­dia a través de la obscuridad de la predicción. Para ellos será otra vez el pastor que los preceda, y ellos seguirán su voz y en Galilea estarán nuevamente unidos con él (cf. 28,16).

Pedro afirma solemne y presurosamente delante de todos los demás que él nunca caerá. Cree estar seguro de sí mismo y caerá en lo más profundo. Ha olvidado que no le puede sostener la confianza propia, sino solamente la fe en el poder de Jesús (cf. 14,28-31). «Eres un escán­dalo para mí», le había dicho Jesús, cuando después de anunciar la pasión le hizo enérgicos reproches (16,23). ¡Cuánto mayor será el escándalo, que Pedro toma ahora de Jesús y cuánto mayor el que le prepara! Caerá a lo más profundo el que recibió la más excelsa promesa. Le traicio­nará de la manera más horrenda el que estaba elegido ante todos los demás y se sentía especialmente familiari­zado con el Maestro.

Todos los demás discípulos también afirman solemne­mente que prefieren morir con él antes que negarle. ¡Qué contrastes aparecen! Aquí la manera de pensar de los hombres, allí la manera de pensar de Dios (cf. 16,23). Los pensamientos humanos se fundan en la seguridad propia, en la solidaridad humana y en que sea fiel la comunidad; pero los pensamientos de Dios, tal como Jesús los manifiesta se fundan en la plena disposición incluso para el aislamiento y el abandono.

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b) Oración de Jesús en su agonía (26,36-46).

36 Entonces Jesús llega con ellos a una finca llamada Getsemaní y dice a los discípulos: Sentaos aquí, mientras yo voy allá para orar. 37 Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y an­gustia. 38 Entonces les dice: Siento tristezas de muerte: quedaos aquí y velad conmigo. 39 Y adelantándose un poco, se postró en tierra y oraba: ¡Padre mío: si es posible, que pase de mí este cáliz! Sin embargo, no sea como yo quiero sino como quieres tú.

Todavía están juntos los discípulos y Jesús, el rebaño con el pastor. Pero Jesús deja espontáneamente el grupo, ya que sabe que no le pueden seguir en su camino. Por otra parte, lo hace de modo distinto que antes, cuando había enviado por delante a los discípulos en la barca, mientras él quería orar solo en el monte (14,22s). Ahora Jesús los deja atrás, pero encuentra un consuelo en que estén cerca. Eso también puede decirse de los tres elegidos que fueron con él testigos de la transfiguración en el monte (17,1). Todavía pueden acompañarle un trecho, pero con su conducta muestran que no comprenden ni la hora ni al Maestro.

Esta hora y la oración de Jesús forman parte de lo más conmovedor de que nos informan los evangelistas. Jesús en la pasión inminente estará silencioso ante sus jueces y sufrirá la muerte en silencio, pero aquí manifiesta lo más íntimo de su alma. Sabe con antelación que tiene que recorrer este camino y lo ha dicho con frecuencia. También sabe que la muerte no le detendrá. Va con la clara conciencia de dar su vida como necesario precio de rescate de muchos (20,28). Acaba de decir en la comida

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que su sangre es derramada para muchos, para perdón de los pecados, como sangre de la alianza (26,28). Y no obs­tante esta tristeza y conmoción penetran hasta sus ideas y sentimientos más íntimos. Era una conmoción que le impulsa a pedir que le sea evitada la pasión.

Puesto que para el Padre todo es posible (cf. 19,26), ¿será también posible que pase de él este cáliz? Dios ha llenado la copa y la ha presentado para que se beba toda. Es la copa de la ira, que en el Antiguo Testamento tiene que ser preparada por Dios, y ha de beberse como bebida del castigo (Is 51,17.22), el cáliz de la amargura y de la bebida mortal. Ante este cáliz se estremece Jesús, como solamente un hombre puede estremecerse ante la muerte.

Aunque la necesidad aprieta y las aguas le han llegado hasta el cuello (cf. Sal 68,2s), la oración tiene como des­enlace la pura sumisión. Sin embargo, no sea como yo quiero, sino como quieres tú. Lo que enseñó Jesús a los discípulos a pedir en el padrenuestro (6,10), eso es lo que pide él ahora. La voluntad del Padre está por encima de todo. Nada puede serle contrario. Es una voluntad de amor, porque el reino de Dios es un dominio de amor. Si no se cumple su voluntad, se ponen estorbos a su do­minio y se reduce el poder del amor (cf. 6,10). Y en esta hora debe manifestarse el amor, con la máxima pureza, en el abandono del Hijo por el Padre y en la entrega del Hijo a los hombres. En la carta a los Hebreos se nos habla de la obediencia del Hijo en los días de su vida terrena: «El que en los días de su vida mortal presentó, con gritos y lágrimas, oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado en atención a su piedad reverencial. Y aun siendo Hijo, aprendió, por lo que padeció, la obediencia, y llevado a la consumación, se convirtió, para los que le obedecen, en causa de salva­ción eterna» (Heb 5,7-9). ¿De qué hora se afirmarían

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estas «oraciones y súplicas con gritos y lágrimas» con mayor razón que de ésta?

40 Vuelve luego a los discípulos y los encuentra dur­miendo; y dice a Pedro: ¿De modo que no habéis po­dido velar una sola hora conmigo? 41 Velad y orad para que no entréis en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. 42 Se alejó por segunda vez y de nuevo estuvo orando; ¡Padre mío: si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad! 43 Cuando volvió, otra vez los encontró durmiendo, pues sus ojos estaban cargados de sueño. ** De nuevo se alejó y estuvo orando por tercera vez, repitiendo nuevamente las mismas palabras. 45 Entonces vuelve a los discípulos y les dice: Ya podéis dormir y descansar. Está cerca la hora, y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecado­res. 46 Levantaos, vamos; ya está cerca el que me va a en­tregar.

El sueño no sólo ha dominado a los discípulos, que habían sido dejados atrás, más abajo, sino también a los tres discípulos que Jesús había tomado consigo. Para Jesús, la presencia de los tres discípulos no es un con­suelo confortante, sino una decepción. Antes sólo habían entendido poco, pero ahora ya no entienden absoluta­mente nada. Jesús está mirando al Padre con intensa vi­gilancia; ellos, en su inercia, son vencidos por el sueño. Sus fuerzas no alcanzan para una hora de vela. Eso ya era el principio de la tentación, del escándalo. Bajo la cruz, la tentación habrá conseguido su objetivo: allí ya no habrá ningún discípulo. Jesús también había enseñado a los discípulos a orar para preservarlos de la tentación (6,13). Esta oración ahora aún podría liberarlos para que no sucumbieran por completo a la tentación. Con esta ten-

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tación se alude a lo mismo que con el gran escándalo: la pérdida de la confianza y la ruptura de la unión con Dios. Jesús no viene a ser víctima de esta tentación, debido a que la oración de Jesús, a pesar del ruego suplicante, apunta a la unión con la voluntad del Padre. Al principio de su actividad, Jesús ha recusado las tentaciones de Satán. Este combate todavía es más arduo. Jesús vela y ora, y así sale airoso del temible combate.

Después de la lucha con Dios va Jesús consciente­mente al encuentro de su hora y del que lo va a entregar. Está cerca la hora. Antes de la cena Jesús había dicho que su tiempo estaba cerca (26,18), ya que quiso obse­quiar a los suyos con su carne y su sangre como fruto de su muerte y como don de su amor. En este momento la hora está cerca, ya que sucede lo mismo no bajo los dones simbólicos del pan y del vino, sino con la realidad san­grienta de su muerte corporal. Aquí también puede encon­trarse esta oposición difícilmente superable, como en la designación de Judas como traidor (26,24). Por parte de Dios la hora está fijada y ahora llega como la hora del amor más excelso; por parte de los hombres es la hora del más grave pecado. Porque Jesús es entregado en «manos de pecadores»...

6. PRENDIMIENTO DE JESÚS (26,47-56).

47 Todavía estaba él hablando, cuando llegó Judas, uno de los doce, acompañado de gran tropel de gente con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes y de los ancianos del pueblo. 48 El que lo iba a entregar les había dado una señal: Aquel a quien yo bese, ése es; arrestadlo. 49 Y en seguida, acercándose a Jesús, le dijo: ¡Salve, rabí! Y lo besó. 50 Y Jesús le dijo: Amigo, ¡a lo

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que has venido! Entonces, ellos se acercaron, echaron mano a Jesús y lo arrestaron.

Judas era uno de los comensales que formaban una comunidad con Jesús. Con una señal de solidaridad y de confianza amistosa lleva a término su obra infame. Había mojado la mano con Jesús en la fuente y había comido en la misma cena. Ahora solamente necesita el saludo de amigo, para entregarle a los enemigosB7. Es una escena verdaderamente fantasmagórica. La gente armada que viene por encargo de la autoridad; Judas que se ade­lanta separándose de la multitud, y en la obscuridad re­conoce y designa al Maestro; el inocente es atado.

51 Y uno de los que estaban con Jesús, alargó la mano, sacó su espada, hirió al criado del sumo sacerdote y le quitó la oreja. 52 Entonces le dice Jesús: Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñan espada, a espada morirán. 51 ¿O crees tú que no puedo acudir a mi Padre, que inmediatamente me enviaría más de doce legiones de ángeles? 54 Pero ¿cómo se cumplirían entonces las Escritu­ras de que así tiene que suceder?

Parece que por lo menos uno de los discípulos ha despertado de la somnolencia. Intenta intervenir, pero con un medio inapropiado: una pobre tentativa de en­frentarse a la multitud y a su armamento con una sola espada. Con todo, un criado del sumo sacerdote tiene que

97. La salutación «Amigo, ¡a lo que has venido!» es discutida en la interpretación. La forma más probable río es la interrogativa (¿A qué has venido?), sino el sentido siguiente: Haz aquello para lo que has venido. Con estas palabras de Jesús también se expresaría su libertad en el pren­dimiento, lo cual se ajusta bien al estilo de la historia de la pasión de san Mateo. Cf. E. LOHMEYER, Das Evangelium des Matthaus, Gotinga 1956, p. 364.

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sufrir las consecuencias. Jesús prohibe al discípulo este modo de defensa. Él mismo pone en práctica lo dicho en el sermón de la montaña: «Si alguien te pega en la mejilla derecha, preséntale también la otra, y al que quiera lle­varte a juicio por quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguien te fuerza a caminar una milla, anda con él dos» (5,39¿>-41). El Evangelio enseña el camino de la no violencia, y Jesús toma en él la delantera.

Jesús ha venido para traer la espada y no la paz (10,34). Pero es una espada espiritual, la de la separación entre Dios y Satán. Se tiene que empuñar esta espada y dejar la espada de acero en la vaina. Los que la empuñan, serán ejecutados por ella, porque no trae la paz, sino la des­trucción. La espada del espíritu es la palabra del Evan­gelio, que exige el amor y condena la guerra (cf. Ef 6,17).

Dios había enviado ángeles al Mesías en el desierto para servirle, después que Jesús había rehusado servir a Satán (4,11). ¡Y cuántos más ángeles no podría enviarle el Padre, si fuera su voluntad en esta hora! Allí acudie­ron los ángeles como premio a la obediencia del Hijo, ahora no tienen que comparecer, para que se concluya la obediencia del Hijo.

55 En aquella hora dijo Jesús a las turbas: ¿Como para un ladrón habéis salido con espadas y palos a prenderme? Día tras día estaba yo sentado en el templo enseñando y no me arrestasteis. 56Pero todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras de los profetas. Entonces, todos los discípulos, abandonándolo, huyeron.

Los judíos habían convertido en guarida de ladrones la casa de Dios, que debía ser una casa de oración (21,13). Jesús había restablecido su pureza, y allí había ense­ñado. Ahora vienen como para un ladrón para llevarle

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preso. Han temido la publicidad, y han recurrido a la protección de la noche. No pudieron oponerse a la ense­ñanza de Jesús en el templo y no le hicieron caer con ninguna palabra. Ahora le cogen, cuando calla, y le hacen caer, cuando está solo. Pero en esto también se atestigua la sabiduría de Dios, que antes han anunciado los pro­fetas. El Evangelio de la no violencia tiene que configu­rarse en Jesús.

Cuando Jesús es atado, le abandonan los discípulos, sin que hubiera ninguna excepción. En el huerto de Get-semaní, por lo menos, estaban cerca, aunque durmieran. En el encuentro con la turba un discípulo se atreve a dar un golpe valeroso, aunque sea con la espada de hierro, que aquí ya no puede conseguir nada. Ahora Jesús está completamente solo y abandonado. La huida de los dis­cípulos es la dispersión de las ovejas vaticinada (26,31). Puesto que Jesús les ha sido arrebatado de en medio de ellos, también ellos se quedan solos entre sí...

II. CONDENA DE JESÚS (26,57-27,31).

1. JESÚS ANTE EL SANEDRÍN (26,57-68).

57 Lx>s que arrestaron a Jesús lo condujeron a casa del sumo sacerdote Caifas, donde los escribas y los an­cianos estaban reunidos. 58 Pedro lo iba siguiendo de lejos hasta el patio del sumo sacerdote, entró allí dentro y estaba sentado con los criados, para ver en qué termi­naba aquello. s9 Entretanto los sumos sacerdotes y todo el senedrín andaban buscando algún falso testimonio contra Jesús para darle muerte; 60 pero no lo encontraron, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos, 61 que dijeron: Éste ha

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dicho: Yo puedo destruir el templo de Dios, y en tres días reconstruirlo. 62 Entonces se levantó el sumo sacerdote y le preguntó: ¿Nada respondes? ¿Qué es lo que éstos tes­tifican contra ti? 63a Pero Jesús callaba.

El Maestro no estaba completamente solo, porque Pedro le sigue. ¿Habrá por lo menos un testigo del grupo de los discípulos, y uno que mantenga la fidelidad hasta el fin? Precisamente Pedro le abandonará de la manera más ignominiosa, a pesar de haber sido distinguido con la más honrosa vocación...

Durante la noche se ha reunido el gran sanedrín, el alto consejo, la autoridad religiosa oficial de los judíos y el tribunal supremo. Hay que apresurarse, pues el temor de un tumulto en el pueblo determina su manera de pro­ceder (26,5). Caifas, que ejercía el cargo de sumo sacer­dote aquel año, ocupa la presidencia. Por lo demás forman parte del consejo peritos en la ley, es decir escribas, an­cianos, o sea representantes de la aristocracia seglar, y los sumos sacerdotes de los años precedentes y otros re­presentantes del sacerdocio 98.

Forman parte de cualquier juicio auténtico las decla­raciones de los testigos. Según el derecho vigente tenían que coincidir exactamente por lo menos las declaracio­nes de dos testigos. Se convoca a muchos testigos, evi­dentemente ya habían sido aprestados para venir rápida­mente para la sentencia que se debía pronunciar. San Marcos dice que estas declaraciones no concordaban (Me 14,56). Es raro que sólo se cite textualmente una

98. Éste no es lugar indicado para reconstruir el proceso a partir de los textos. Ésta es una cuestión histórica intrincada, que hasta hoy día no se ha aclarado totalmente y que nunca podrá desjjejarse por completo. Aquí solamente nos fundamos en las palabras del Evangelio. Sobre las cuestiones históricas, cf. sobre todo la obra de J. BLINZI.EH, Der Prozess Jesu, Ratisbona '1960.

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acusación y que sea presentada por dos testigos. San Mateo sin duda quiere decir que estas dos declaraciones coincidían, por tanto, pueden ser consideradas como fun­damento de la sentencia. La declaración contiene las pala­bras difíciles de entender sobre el templo. En el Evangelio de san Juan, las había dicho Jesús de modo semejante al expulsar del templo a los vendedores, y el evangelista las había referido al templo de su cuerpo, que después de tres días resucitaría (Jn 2.19).

Una declaración tan exagerada sobre el templo quizás pudo ser motivo suficiente para condenarlo. Pero hay que tener en cuenta que Jesús no dice que él destruirá este templo (Me 14,58), sino que él tiene poder para destruirlo. No se dice que Jesús haya afirmado que él hará uso de este poder. Además en san Mateo no se habla de la oposición entre un templo «hecho por mano» y otro templo «no hecho por manos» (Me 14,58). Al hablar del «templo de Dios» se piensa en el templo real de piedra, y por tanto en la nueva construcción también hay que pensar en el mismo templo de Dios, construido de piedra. ¿No llega a ser enteramente inteligible esta formulación, si se reflexiona en que al tiempo en que el evangelista san Mateo escribió su libro, estaba destruido el templo herodiano? Después del año 70 incluso los judíos espe­raban que el Mesías reedificaría el templo. Mediante los testigos se confirma indirectamente la reivindicación de Jesús de que puede llevar a cabo esta reconstrucción, y por tanto la reivindicación de que realmente es el Mesías. El creyente sabe que el nuevo templo de Dios ya no ha sido levantado con piedras, puesto que Jesús es «más grande que el templo» (12,6). El nuevo templo será la comunidad de todos los que confiesan a Jesús y entre los cuales mora Jesús (18,20).

Dos testigos confirman la declaración de Jesús. Pero

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Jesús calla al oir la acusación, aunque se le exige formal­mente que se pronuncie al respecto. ¿No se debe ver en este silencio una confirmación de la declaración de Jesús y de lo que con ella reivindica? ¿No lo entendió tam­bién así el sumo sacerdote, cuando inmediatamente des­pués pregunta si Jesús es realmente el Mesías? Así pues, de la declaración que los testigos confirman, el sumo sacer­dote deduce la reivindicación mesiánica.

63b Y ti sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. M Jesús le responde: Tú lo has dicho. Además, os lo aseguro: desde ahora veréis al Hijo del hombre sen­tado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo.

Con solemnes palabras introductorias, el sumo sacer­dote exige una confesión terminante de si Jesús es el Mesías. Invoca el santo nombre de Dios y conjura al acu­sado ante el Dios viviente que diga la verdad. El Mesías fue tenido por Hijo de Dios, aunque el judío en esta ex­presión no pudo entender lo que sabe el cristiano. El rey de Israel, que había sido elegido por Dios, se tenía por hijo de Dios: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7). Así habló Dios al rey el día en que le fue otorgado el trono y la soberanía. El vastago de David que debía ser el Mesías, tenía que ser hijo de Dios, como lo fueron los grandes reyes antes que él. Así pues, el sumo sacerdote no pregunta por dos diferentes reivindicaciones de Jesús — Mesías e Hijo de Dios —, sino por una sola.

La respuesta de Jesús hay que entenderla en un sen­tido terminante, aunque en el texto esté expresada de una forma peculiar: Tú lo has dicho, es decir: Sí. An­teriormente Jesús nunca ha dicho en público quién era.

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Sobre todo en las controversias con los teólogos y los re­presentantes de la autoridad se ha precavido recelosamente de descubrir por completo su misterio (cf. especialmente 21,23ss). Sólo ahora, cuando la decisión ya está tomada hablará abiertamente. De este modo la plena responsa­bilidad recae en los que le condenan. La indagación toca a su fin. La persona de Jesús ya no puede juzgarse por las señales ni por su mensaje, puesto que ya no se obra ninguna otra señal ni se anuncia ya ningún otro mensaje para Israel. Por esta causa, Jesús puede hablar claramente y hacer entrega de lo que hasta entonces tenía que seguir siendo su misterio. Hay aquí también, por parte de Jesús, un gesto de entrega espontánea. El Señor no se revela a los que indagan y afanosamente preguntan, sino a sus maliciosos jueces cuyo odio le envuelve con su gélida frialdad...

A Jesús no le basta una simple afirmación. Agrega una larga cita, tomada de dos pasajes de la Escritura (Sal 109,1; Dan 7,13). A partir de ambos, es forzoso re­conocer que su condición de Mesías abarca mucho más de lo que contenían las ideas prevalentes al respecto entre los judíos. El Hijo del hombre estará sentado a la diestra del Poder. Así sucederá cuando aparezca como Mesías del fin de los tiempos en el nombre de Dios. Poder es un vocablo que se emplea para designar a Dios. Vendrá como juez sobre las nubes del cielo, como se decía del Hijo del hombre en el libro de Daniel. «Yo estaba, pues, observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo uno que parecía un hijo de hombre; quien se adelantó hacia el anciano de días, y le presentaron ante él. Y diole éste la potestad, el honor y el reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas le ser­virán: la potestad suya es potestad eterna que no le será quitada, y su reino es indestructible» (Dan 7,13s).

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El que conocía el libro de Daniel y la promesa de un misterioso hijo de hombre, sabía que Jesús aquí una vez más presenta una reivindicación que manifiesta plenamente su dignidad como Mesías. Pero desde el gran fragmento instructivo del juicio universal el creyente ya sabe que el Hijo del hombre que ha de venir al fin del tiempo con poder y gloria, también será el que administre la justicia de Dios (25,31-46).

Tendrán que reconocerlo como juez, los que ahora lo juzgan. Por eso, se hace resaltar la expresión desde ahora: Ahora tenéis poder sobre mí, pero por única y última vez, porque del tiempo futuro sólo puede decirse que vengo como vuestro juez. Así pues, la respuesta de Jesús no solamente es una manifestación de su modo de ser, sino que en esta hora también tiene un sentido amenazador.

65 Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras y exclamó: ¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ahora mismo acabáis de oir la blasfemia. 66 ¿Qu¿ os parece? Ellos contestaron: Es reo de muerte. 67 Entonces le escupieron a la cara y le dieron puñetazos, y otros lo abofeteaban, 68 mientras le decían: Profetízanos, Mesías: ¿quién es el que te ha pegado?

Lo que hasta aquí habían dicho los testigos y el mismo Jesús, podía interpretarse como blasfemia. En ambos casos hubiera sido necesaria una indagación exacta de las declaraciones, si se piensa en un proceso legal. Sobre todo no leemos que se hubiera examinado lo que Jesús reivindica, a saber que es el Mesías. La descrip­ción de san Mateo transcurre en línea recta en el sentido de que Jesús ha testificado abiertamente su dignidad y el sanedrín le ha condenado a muerte como Mesías. Sin nin-

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guna ulterior comprobación se estima como blasfemia el testimonio del acusado. Una blasfemia contra Dios tenía que ser contestada con la rasgadura de los vestidos. Sólo esta clase de blasfemias pasaba por delito digno de muerte, sin tener que convocar otros testigos para comprobarla. Así pues, el sumo sacerdote aquí dictamina sobre la situa­ción y pregunta cuál es el castigo que el sanedrín tiene por adecuado. «Acabáis de oir la blasfemia. ¿Qué os parece? Los miembros del sanedrín dan la sentencia, por la que condenan a Jesús a pena de muerte.

La condenación solamente fue posible, porque ya antes estaba sentenciada desde el momento en que habían re­chazado a Jesús. Porque ¿qué habría ocurrido desde el punto de vista histórico, si un tribunal del pueblo judío con plena conciencia de que realmente se trataba de su Mesías, hubiese pronunciado tal veredicto? ¿Era siquiera posible que aquel a quien se dirigía la esperanza de todos, fuera condenado a muerte precisamente por la suprema autoridad? Estas preguntas muestran que no se trata en modo alguno de un proceso en el sentido usual, ni tam­poco de un proceso que pudiéramos llamar simplemente religioso. Aquí chocan entre sí otros mundos. En último término, el mundo de Dios y el mundo de Satán. Sólo por la enemistad mortal de Satán contra Dios, puede vis­lumbrarse a qué fuerzas en realidad se entregó a Jesús. Los que le condenan se convierten en instrumento del mal y son culpables de ello. Pero en el fondo de los sucesos no había ningún error jurídico, sino la plena erupción del pecado que Jesús quería llevar en su cuerpo al Gólgota. «Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que en él llegáramos nosotros a ser justicia de Dios» (2Cor 5,21)...

Una vez dada la sentencia, los instintos de la plebe se desbordan. Jesús dijo que era el Mesías. Ahora debe

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demostrarlo. ¿Quién es el que te ha pegado, Mesías? Este escarnio acompañará a Jesús durante las próximas horas, ya sea por parte de los servidores judíos, ya sea por parte de los soldados romanos. Todos hacen escarnio de él. No puede tomar sobre sí su castigo ni sufrirlo en conformidad con las leyes, como un condenado según la justicia. Está desamparado por la ley y entregado incluso a brutales puñetazos. A Jesús le está preparado el destino del siervo de Dios: «Entregué mis espaldas a los que me azotaban, y mis mejillas a los que mesaban mi barba: no retiré mi rostro de los que me escarnecían y escupían» (Is 50,6).

2. LAS NEGACIONES DE PEDRO (26,69-75).

69 Pedro estaba sentado fuera, en el patio, y se le acer­có una criada, que le dijo: También tú andabas con Jesús el Galileo. 70 Pero él lo negó delante de todos: No sé lo que estás diciendo. 71 Cuando salía hacia el parifico, lo vio otra criada, que dice a los que había allí: Ése estaba con Jesús el Nazareno. n Y él de nuevo negó con jura­mento: ¡No conozco a ese hombre! 73 Poco después, ¡os que allí estaban se acercaron a Pedro y le dijeron: Real­mente, tú también eres de ellos; pues tu manera de hablar te delata. 74 Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar: ¡No conozco a ese hombre! Y en aquel momento cantó un gallo. 75 Y se acordó Pedro de aquello que Jesús le había dicho: Antes que el gallo cante, me habrás ne­gado tú tres veces. Y saliendo ajuera, lloró amargamente.

Lo que aquí sucede no es sólo una renuncia pura­mente humana, la total conversión de un temperamento apasionadísimo que va de la más enérgica y solemne afir-

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marión de fidelidad hasta la muerte a la más humillante negación de sí mismo. No es únicamente una escena hu­manamente trágica y conmovedora, sino expresión de la verdad de la fe. Pedro que había sido exaltado hasta lo más alto, cae en lo más profundo. El que está llamado a ser fundamento pétreo de la nueva construcción del Mesías, se trueca ahora y resulta ser suelo de arena, sobre el que nada puede levantarse. El que en virtud de la revelación divina había confesado a Jesús como el Mesías, ahora incluso niega que lo conozca como hombre. ¿Qué significa esta contradicción difícilmente comprensible? Es, desde luego, fundamento pétreo, pero apoyado en el fun­damento inamovible, que es Cristo. «Por lo que se refiere al fundamento, nadie puede poner otro sino el que ya está puesto: Jesucristo» (ICor 3,11). Sobre este funda­mento se edifica la nueva comunidad y también Pedro en ella. Sin la piedra básica de Cristo la comunidad está edificada sobre lo que carece de base. La misión divina de administrar las llaves es transferida a un hombre que puede caer y ha caído. Aquí ya se vislumbra que la en­trega de Jesús no cesa en su muerte, sino que prosigue después de ella, hasta que venga sobre las nubes del cielo, sentado a la diestra del Poder...

3. JESÚS ENTREGADO A PILATO (27,1-2).

1 Llegada la mañana, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, en consejo contra Jesús, tomaron el acuerdo de hacerle morir; 2 lo ataron, y lo llevaron y entregaron al procurador Pilato.

La sesión del sanedrín ha durado hasta el amanecer. La autoridad judía estaba capacitada para dictar una sen-

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tencia de muerte, pero no para hacerla ejecutar (Jn 18,31)-La sentencia de muerte está confirmada, ahora el procu­rador romano tiene que ser inducido a ejecutar la sen­tencia. Jesús es atado y conducido a la residencia del procurador. Aunque Pilato es procurador de toda la pro­vincia de Siria y normalmente residía en Cesárea de Pa­lestina (junto al mar), ahora se encuentra en Jerusalén. Esto no era de extrañar en la fiesta de pascua, por el gran número de peregrinos que con frecuencia era causa de inquietud para la potencia ocupante. Judíos y genti­les están envueltos en este proceso. No solamente se mostrará cuan mal administra Pilato la acreditada jus­ticia romana, sino también cómo falla Pilato como hombre.

4. FIN DE JUDAS (27,3-10).

3 Entonces, Judas, el que lo había entregado, al ver que lo habían condenado, presa de remordimientos, de­volvió a los sumos sacerdotes y a los ancianos las treinta monedas de plata, 4 diciendo: He pecado entregando san­gre inocente. Pero ellos contestaron: Y a nosotros ¿qué? ¡Allá tú! 5 Y arrojando en el templo las monedas de plata, se retiró; luego fue y se ahorcó. 6 Los sumos sacerdotes recogieron las monedas de plata y dijeron: No se deben echar en el tesoro del templo, porque son precio de san­gre. 1Pero, después de acordarlo en consejo, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los forasteros. 8 Por eso aquel campo se llamó, y se llanta hasta hoy, campo de sangre. 9 Entonces se cumplió lo que anunció el profeta Jeremías cuando dijo: Y tomaron las treinta monedas de plata, precio en que fue tasado aquel a quien tasaron los hijos de Israel, 10 y las dieron por el campo del alfarero, tal como me lo ordenó el Señor.

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Después de la detención de Jesús es evidente que Judas no ha encontrado ningún sosiego. Tenía que en­terarse de lo que le acontecía a Jesús. Cuando se entera de la condena, hacen presa de él los remordimientos. Sabe que ha entregado «sangre inocente» por una mi­serable recompensa. Con la misma expresión protestará después Pilato de su inocencia: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!» (27,24). Lo mismo dicen los sacer­dotes con cínica frialdad: ¡Allá tú! En el pecado no hay solidaridad, ya que cada uno está solo. Judas se queda solo, como Jesús está abandonado por todos sus segui­dores. Judas está en el aislamiento del pecado, Jesús está en el desamparo del amor.

Esta soledad sólo encuentra el camino que conduce a la muerte escogida por sí mismo. Judas se ahorca. Es el primer difunto de esta historia de la pasión y la última víctima del gran poder del pecado antes de que este poder sea superado por Jesús. En esta muerte se muestra una vez más que la muerte es consecuencia y confirmación del pecado (cf. Rom 5,12). La muerte de Jesús será el precio de la vida «A fin de que, así como el pecado reinó para la muerte, así también la gracia, mediante la jus­ticia, reine para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor» (Rom 5,21).

Judas arroja el dinero al templo. Pero los sacerdotes, que lo encuentran allí, no lo pueden dejar en el templo. El dinero no es apto para el servicio de Dios, porque fue empleado para dar muerte a un hombre. Con él se compra un campo como sitio para sepultar a los forasteros, que en Jerusalén no tienen ninguna tumba propia familiar. En todo esto el evangelista ve una alusión a lo que aconteció al profeta Zacarías". Fue contratado como pastor por unos

99. En el texto se cita el nombre de Jeremías, pero se reproduce li-

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malos pastores (traficantes de ganado) y fracasó en su misión. Harto de hacer advertencias infructuosas y de la obstinación de estos pastores, dijo lo que sigue: «No quiero ser más vuestro pastor: lo que muriere, muérase; y lo que mataren, mátenlo...» (Zac 11,9). El profeta hace una última prueba exhortando a pagarle como pastor su salario para examinar así cómo le han evaluado a él y a su trabajo: «Yo, empero, les dije a ellos: Si os parece justo, dadme mi salario, y si no, dejadlo estar. Y ellos me pesaron treinta siclos de plata por el salario mío. Y dí-jome el Señor: Entrega al tesoro ese magnífico precio en que te han apreciado. Tomé, pues, los treinta siclos de plata, y los eché en la casa del Señor, en el tesoro» (Zac ll,12s). El profeta Zacarías y su trabajo son paga­dos con el precio que tenía que pagarse como indemni­zación de un esclavo o de una esclava muertas por un buey (cf. Éx 21,32). Jesús es vendido por el mismo «mag­nífico» precio. Éste es el salario que paga Jerusalén por la vida de un esclavo.

5. JUICIO ANTE PILATO (27,11-26).

11 Jesús, pues, compareció unte el procurador, y el procurador lo interrogó diciendo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús respondió: Tú lo has dicho. n Pero, por más que lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos,

bremente un texto del profeta Zacarías l l .U's. El nombre de Jeremías hace aquí al caso en cuanto que en su vida también desempeñan un papel el taller de un alfarero (Jer 18,lss) y la compra del canijo de su primo her­mano (Jer 32,lss). Puesto que en Mt se habla del campo del alfarero, pero no en Zacarías, se ha expresado solamente la relación co.n Jeremías. El texto original de Zacarías dice así: «Tomé, pues, los treinta siclos de plata, y los eché en la casa del Señor, en el tesoro» (Zac 11,136). Hay antiguas traducciones que en vez de «en la casa del Señor, en el tesoro» dicen «al alfarero».

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él nada respondía. u Entonces le dice Pilato: ¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti? u Pero él no le contestó ni una sola palabra, de forma que el procurador se quedó muy maravillado.

También en el juicio ante Pilato es la narración muy breve. El lector tiene que complementar la mayoría de los pormenores, porque sólo se dan a conocer los deta­lles más importantes. En primer lugar, la pregunta di­recta que formula el romano de si es el rey de los judíos. Jesús nunca se ha designado como Mesías, y mucho me­nos como rey. También tiene que saber que el romano enlaza con este título una idea política, y además peli­grosa para Roma. No obstante Jesús contesta afirmativa­mente. Ante los judíos, Jesús había dicho abiertamente que era el Mesías. Ante el procurador también reconoce que es el rey de los judíos. Su condición de Mesías, sin embargo, es de índole distinta de la que el sanedrín conoce y puede comprender. Análogamente su realeza es de ín­dole distinta de la que puede el procurador conocer. En ambos casos chocan entre sí la manera de pensar de arri­ba y la de abajo. En el Evangelio de san Juan, el mismo Jesús afirma: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). No obstante Jesús contesta afirmativamente la pregunta, porque el título de rey de los judíos también anuncia al Mesías, al regio hijo de David.

Después de esta declaración Jesús ya no dará ninguna respuesta. No se defiende ni tampoco acusa. No busca testigos para su descargo y deja libre curso a los testigos que cita la parte contraria. Los miembros del sanedrín no se cansan de hacerle cargos ante el procurador. In­cluido a éste le causa sorpresa el silencio de Jesús. «No abrió su boca, como un cordero conducido al matadero, como una oveja, muda ante el que la esquila» (Is 53,7).

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15 En cada fiesta, el procurador solía conceder al pue­blo la libertad de un preso, el que ellos quisieran. 16 Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás. ll Cuando ya estaban reunidos, les preguntó Pilato: ¿A quién que­réis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, al que llaman el Mesías? 18 Pues bien sabía él que se lo habían entregado por envidia. 19 Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: No te metas con ese justo; que hoy, en sueños, he sufrido mucho por causa suya. 20 Los sumos sacerdotes y los ancianos persuadieron a las turbas para que reclamaran a Barrabás y se diera muerte a Jesús. 21 Tomó la palabra el procurador y les preguntó: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Ellos respondieron: A Ba­rrabás. 21 Pilato les dice: ¿Pues qué voy a hacer con Jesús, el que llaman el Mesías? Responden todos: ¡Que sea cru­cificado! 23 Él insistía: ¿Pues qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban cada vez más fuerte: ¡Qué sea crucificado! 24 Viendo Pilato que todo era inútil, sino que, al contrario, iba aumentando el tumulto, mandó traer agua y se lavó las manos ante el pueblo diciendo: Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros! 25 Y todo el pueblo respondió: ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! 26 Entonces les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, des­pués de mandarlo azotar, para que lo crucificaran.

La escena que se desarrolla ante Pilato constituye, según el relato de san Mateo, la parte principal del pro­ceso. Esta escena no tiene lugar tras los muros del edi­ficio oficial, sino públicamente delante del pueblo. Llega a su culminación dramática, al quedar enfrentado un agitador de mala fama con Jesús y entablar Pilato su diálogo con la multitud. Aunque aquí no se relata propia­mente el curso del proceso según lo prescrito por la ley, el evangelista interpreta como sentencia condenatoria el

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clamor del pueblo cuando exclama: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (27,25). De este modo se ensancha el círculo, formando un segundo anillo. Primero el sanedrín condena a Jesús; ahora le condena el pueblo judío. Así pues, el proceso ante Pilato es la continuación lógica del juicio nocturno ante el sanedrín.

Poco destaca la figura de Pilato. Hablando con pro­piedad, desde el principio solamente desempeña el pa­pel de comparsa. Tiene que considerarse como poco há­bil la primera pregunta de cuál de los dos ha de dejar libre para complacer al pueblo. Con ella, Pilato sólo consigue que los miembros del sanedrín solivianten con

' más facilidad a las masas. No es menos inhábil la otra pregunta acerca de lo que debe hacer con Jesús, lo cual contribuye a excitar el deseo de dar muerte a Jesús. Final­mente, la acción de lavarse las manos delante de la mu­chedumbre sólo puede ser designada como un ademán huero. Cabs, desde luego, aplicar estas observaciones al curso de los acontecimientos, tal como aquí se describen. Pero, al mismo tiempo, muestran que el relato tiene una finalidad distinta de la de registrar históricamente unos hechos. La culpa de los judíos en la muerte de Jesús se debe hacer evidente, de modo que no deje lugar a dudas 10°. Por ello también, Mateo apostilla expresamente dos veces el nombre de Jesús, añadiendo «al que llaman el Mesías» (27,17.22). La sentencia condenatoria se dicta con claro conocimiento y plena conciencia.

100. No hay duda de que el relato del proceso en san Mateo tiene esta tendencia de modo unilateral. Hay otros relatos en los Evangelios y otras voces en el Nuevo Testamento que colocan los acentos de otra ma­nera y también emiten juicios distintos. Sólo abarcando el conjunto, se puede intentar acercarse a la verdad histórica. El relato de san Mateo representa una actitud extrema, que se ha de explicar por la situación hostil, en que después del año 70 d.C. se encontraba la Iglesia de san Mateo ante el judaismo. Cf. más por extenso W. THILLING, Das wakre Israel. Munich '1964, p. 66ss.75ss.

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Pilato protesta que es inocente de esta sangre. Re­cusa la responsabilidad por la sentencia de muerte y se absuelve de ella. El clamor del pueblo forma contraste con las palabras del procurador romano. Mateo recalca que clamó todo el pueblo. No sólo los dirigentes, el sa­nedrín, los escribas y fariseos, sino también el pueblo en su totalidad lo rechaza. Todos pronuncian la sentencia cuando se halla en poder de ellos.

El clamor: ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! no tiene la resonancia terrible, con que de ordinario suena en nuestros oídos. Deriva de una expre­sión en el Antiguo Testamento, usada para expresar la responsabilidad por un hecho culpable y sus consecuen­cias. La expresión no indica que la sangre derramada inocentemente, deba ser vengada sobre ellos y sobre su descendencia, sino que el pueblo asume plena responsa­bilidad para sí mismo y sus descendientes. No es, por tanto, un grito alocado de una masa instigada que pierde los estribos, ni tampoco una maldición que la multitud profiere sobre sí misma, sino una simple sentencia conde­natoria cuya responsabilidad alcanza a los descendientes en cuanto cada uno de ellos individualmente la reitere (condenando a Jesús y sus testigos de descargo), y no en tanto colectivamente pudieran quedar afectados por las consecuencias de un tremendo error judicial, cometido por sus antepasados. En las primeras persecuciones de los cris­tianos promovidas por el judaismo farisaico los cristianos lo experimentaron en su propia carne. Pero el rescate sa­tisfecho en favor del género humano también lo ha sido en favor de los judíos. La sangre de la nueva alianza no fue derramada para la venganza, sino para el perdón de los pecados (cf. 26,28)...

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6. ESCARNIO DEL REY DE IOS JUDÍOS (27,27-31).

11 Entonces los soldados del procurador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron en torno a él toda la cohorte. 28 Lo desnudaron, y le pusieron un manto de púrpura; 29 luego, le pusieron en la cabeza una corona que habían entretejido con espinas, y en la mano derecha, una caña, y doblando ante él la rodilla, se burlaban, diciendo: ¡Salve, rey de los judíos!; 30 y escupiéndole encima, le quitaron la caña y le golpeaban con ella en la cabeza. n Cuando acabaron de burlarse de él, le quitaron el manto, le pu­sieron sus propios vestidos, y se lo llevaron a crucificarlo.

Ante el sanedrín Jesús había confirmado en forma so­lemne que era el Mesías. Los servidores hicieron mofa de él como Mesías. Ante Pilato, Jesús contesta afirmati­vamente la pregunta de si era el rey de los judíos. Los soldados del procurador se burlan de él como rey. Se reúne toda la cohorte para disfrutar con esta diversión. Se le envuelve con un viejo manto a modo de púrpura regia. Su corona es una diadema de espinas puntiagudas, y como cetro le dan una caña, con la que en otras oca­siones solía castigarse a los desobedientes. Como ante la majestad del César, se hincan de rodillas ante Jesús y con cínico descaro le rinden homenaje como a un rey. En esta escena se descubre la maldad del corazón huma­no, pero también el verdadero carácter del reino de Jesús, que no es un reino de este mundo. Jesús experimenta en su persona la caricatura de un reino de este mundo. En realidad Jesús es rey, porque también soporta esta hu­millación en silencio y ejerce su soberanía sirviendo. Su deseo de servir es tan radical que llega a tomar sobre sí las humillantes burlas de que le hacen objeto.

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Por nuestro amor soporta Jesús el escarnio y todas las afrentas. Para «muchos» sufre el dolor causado por las heridas de la corona de espinas y el tormento de la fla­gelación. El pecado de todos se manifiesta en su cuerpo. «Ha crecido ante nosotros como una humilde planta, como una raíz en tierra árida; no tiene apariencia ni be­lleza; le hemos visto, y nada hay que atraiga nuestros ojos; despreciado y el desecho de los hombres, varón de dolores, y que sabe lo que es padecer; como a un hom­bre ante quien nos cubrimos el rostro lo desestimamos y no hicimos ningún caso de él. Pero él mismo tomó sobre sí nuestras penalidades; aunque nosotros le reputamos como un leproso, y como un hombre herido por Dios y humillado. Por causa de nuestras iniquidades fue él lla­gado, y despedazado por nuestras maldades; el castigo de que debía nacer nuestra paz descargó sobre él, y con sus cardenales fuimos nosotros curados. Como ovejas descarriadas éramos todos nosotros: cada cual se desvió para seguir su propio camino, y a él, el Señor le ha car­gado sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros. Fue maltratado, pero él se humilló, y no abrió su boca, como un cordero conducido al matadero, como una oveja, muda ante el que la esquila» (Is 53,2-7). El destino del siervo de Dios de que habla Isaías, ahora pasa a ser realidad, y puede ser contemplado en él, que es rey de los judíos.

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111. MUERTE Y SEPULTURA DE JESÚS (27,32-66).

1. LA CRUCIFIXIÓN (27,32-38).

n Al salir, encontraron a un hombre de drene, que se llamaba Simón, a quien obliguron a llevarle la cruz. -,3 Cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota. es decir, lugar de la Calavera. ,4 le dieron a beber vino mezcludo con hiél; él lo probó, pero no lo quiso beber. 35 Después de crucificarlo, se repartieron sus vestidos echando suer­tes; 16 >', sentados, lo custodiaban allí. 37 Encima de su cabeza pusieron escrita su causa: éste es Jesús, rey de los judíos. w Al mismo tiempo fueron crucificados con él dos ladrones: uno a la derecha y otro a la izquierda.

Evidentemente Jesús está demasiado débil para llevar por sí mismo la cruz. Los soldados son demasiado holga­zanes para resignarse a llevarla. Un hombre que cruza por el camino, es forzado a cargar con la cruz. Se ha conservado su nombre en la tradición; al parecer, sus hijos, Alejandro y Rufo, son conocidos en la comunidad cristiana posterior, según informa san Marcos (Me 15,21). No está presente ningún discípulo ni uno de los doce. Jesús les había dicho que seguirle a él era un seguimiento con la cruz: «El que quiera venir en pos de mí... cargue con su cruz» (16,24). Todos ellos habían afirmado solemne­mente que estaban dispuestos a ir con él a la muerte (26,35). Ahora ni siquiera hay uno para llevar el ma­dero al monte. Lo tiene que hacer un extraño.

Antes de la ejecución se acostumbraba a dar una bebida para refrescar y fortalecer al que estaba agotado. San Marcos menciona esta bebiba aromatizada, que Jesús

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no acepta (15,23). No quiere mitigar los dolores artificial­mente con una poción amortiguante; quiere apurar hasta las heces el cáliz que le presenta el Padre (26,39/)). San Mateo tiene ante la vista lo que dice uno de los salmos: «El corazón quebróme tanto ultraje y desfallezco, esperé quien de mí tuviera lástima y no le hubo, quienes me consolaran, sin hallarlos. Y mezcláronme hiél en la co­mida, y en mi sed me abrevaron con vinagre» (Sal 69,21 s). Para él la bebida es otro ultraje y un acrecentamiento de la tortura. La bebida que se le ofrece, está mezclada con hiél, con veneno.

Se describe la crucifixión con una exactitud propia casi de un protocolo notarial. Los soldados llevan a cabo su obra habitual de modo expeditivo y sin alterarse, re­parten entre sí los escasos bienes del ejecutado — sólo son un par de vestidos —, después del trabajo se sientan y vigilan. Tuvo que fijarse en el madero un rótulo con el nombre y la causa de la ejecución. Al mismo tiempo son ejecutados dos delincuentes, a la derecha y a la iz­quierda de Jesús. Aunque Pilato no encontró nada malo en Jesús y tampoco había admitido la acusación de los judíos, con todo había tomado muy en serio la afirma­ción de que Jesús era rey de los judíos, y ahora este título está en la cruz como causa de su muerte. De la confusa información judicial ante el juez romano se podía sacar un solo título que incluso desde el punto de vista de la potencia ocupante pudiera tener validez como causa digna de muerte. Aquí el relato estricto, llano y de una concisión difícilmente superable solamente menciona los hechos.

El dictamen del incrédulo se separa del dictamen del creyente al determinar lo que significan estos hechos. La crucifixión era la manera más cruel y afrentosa de eje­cutar, que conoció la antigüedad. No podía aplicarse a

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los ciudadanos romanos. Ser crucificado era lo más igno­minioso que podía ocurrir a un hombre. Los seguidores de Jesús ¿deben anunciar a un crucificado como Mesías? En esto consiste el mayor escándalo, una provocación para todos los que deben creer en Jesús. Así lo ha expe­rimentado san Pablo en sí mismo y lo ha expresado de un modo insuperable, cuando había reconocido la sabi­duría de Dios en la necedad de la cruz: «Realmente, la palabra de la cruz es una necedad para los que están en vías de perdición; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios. Porque es­crito está: Destruiré la sabiduría de los sabios, y anu­laré la inteligencia de los inteligentes (Is 29,14). ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el filosofo de las cosas de este mundo? ¿No convirtió Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y porque el mundo, mediante su sabiduría, no conoció a Dios en la sabiduría de Dios, quiso Dios, por la necedad del mensaje de la predicación, salvar a los que tienen fe. Ahí están, por una parte, los judíos pidiendo señales, y los griegos, por otra, buscando sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos; necedad para los gentiles; mas, para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios» (ICor 1,18-24).

2. BURLAS CONTRA EL CRUCIFICADO (27,39-44).

39 Los que pasaban por allí lo insultaban, moviendo la cabeza 40y diciendo: Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes: sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz. 41 Igualmente también, los su­mos sacerdotes se burlaban de él, juntamente con los es-

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cribas y los ancianos, diciendo: 42 Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. Es rey de Israel: que baje ahora mismo de la cruz, y creeremos en él. 43 Tiene puesta su confianza en Dios: que Dios lo libre ahora, si tanto lo quiere, puesto que dijo: Soy Hijo de Dios. 44 De la misma manera, también los ladrones que habían sido crucifica­dos con él lo insultaban.

La solidaridad del mal aquí acumulada se patentiza también en que Jesús, en su desamparo, no oye ninguna palabra buena. No hubo nadie que sufriera con él ni que procurara aliviar su suerte, ya fuese con un pequeño ade­mán, ya con una palabra compasiva. En vez de ello, surge el escarnio colectivo. Participan todos los que de algún modo son testigos inmediatos o casualmente pasan cerca. Los soldados romanos ya habían satisfecho su deseo de burlarse (27,27-31). Ahora se nombran otros tres grupos: los que van de paso por allí, los miembros del sane­drín, los delincuentes que estaban crucificados con Jesús. Incluso los que recibieron idéntico destino que Jesús, le dejan solo y se adhieren a las voces insultantes. Puesto que ellos son malos, no saben sacar ventaja de la unión con el otro que es bueno.

Las acusaciones que fueron proferidas en el proceso, ahora reaparecen como denuestos malignos. El testimo­nio dado libremente de ser el Mesías y por tanto el Hijo de Dios y el rey de los judíos, ahora resulta ser — así ellos podrían haber pensado — huera presunción. Si todos estos títulos fueran verdaderos. Jesús no podría terminar impotentemente en esta deplorable situación. Serían pa­labras- vacías y una pretensión petulante.

Si viéramos únicamente estos motivos de escarnio, nuestro modo de pensar se basaría sólo en la psicología humana. Las verdaderas razones son más profundas.

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Los adversarios ya quisieron antes ver señales, según su deseo, y de la manera y en la hora que ellos quisieran determinar. Así también sucede ahora, pero sin seriedad y de un modo desfigurado por burlas llenas de odio. No han hecho caso de Moisés, tampoco harán caso de uno que regrese después de la muerte (cf. Le 16,31). Los ad­versarios no han creído en las señales de Jesús, tampoco creerán si Jesús desciende de la cruz. La señal que les sorprenderá, es la señal de Jonás, con la doble significa­ción que el evangelista ha conservado: como Jonás es­tuvo tres días en el vientre del monstruo marino, así tam­bién el Mesías estará solamente tres días y tres noches en el seno de la tierra (cf. 12,40). Y como Jonás fue en­viado a la ciudad de Nínive como señal de su destrucción, así también el Hijo del hombre aparecerá para esta ge­neración como señal del juicio (cf. 16,4; 24,30),

3. MUERTE DE JESÚS (27,45-56).

45 Desde la hora sexta quedó en tinieblas toda aquella tierra hasta la hora nona. 46 Hacia la hora nona, exclamó Jesús con voz potente: Eli, Eli, lema sabakhthaní? Esto es: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? 47 Algunos de los que estaban allí, decían al oírlo: Éste está llamando a Elias. 48 Y uno de ellos corrió en seguida a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, ponién­dola en la punta de una caña, le daba de beber. 49 Pero los demás dijeron: ¡Déjalo! Vamos a ver si viene Elias a salvarlo. 50 Entonces Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu.

Jesús ha sido dejado solo por los hombres y entregado a la burla de todos. Pero ha permanecido la unidad con

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el Padre. De ella ha vivido Jesús y por ella ha efectuado su obra. Jesús ha renovado esta unidad en las horas noc­turnas de la oración. Le ha conducido la voluntad del Padre. Jesús ha abrazado esta voluntad con amor y la ha convertido en su voluntad. Con estos conocimientos y con esta voluntad Jesús fue a la pasión. Ahora también parece que se rompa esta unidad entre el Padre y el Hijo. ¿Le ha abandonado el Padre en manos de los hombres y le ha retirado su amor? La obscuridad que invade la tierra durante tres horas, ¿ha envuelto también el alma de Jesús? De esta obscuridad surge en alta voz el grito de la doliente plegaria: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? (Sal 22,2). En las palabras del salmo tenemos una idea del aislamiento de un hombre de quien Dios se retira de repente. El hombre creyente puede so­portar toda indigencia y enfermedad, desprecio y separa­ción, con tal que tenga a Dios. Así se expresan muchas oraciones en el libro de los salmos. Pero si Dios se oculta, sólo queda la pura nada. Jesús fue herido por esta dolo-rosísima experiencia de la vida humana en su límite in­ferior...

Y, sin embargo, esta plegaria es una oración de con­fianza y no de desesperación. En el trance más extremo el orante del salmo 22 pide el único consuelo y apoyo: «Mas yo soy un gusano y no un hombre, el baldón de los hombres y desecho de la plebe, todos los que me ven de mí se mofan, hacen muecas con los labios y menean la cabeza. Confía en el Señor, pues que él lo libre: que él lo salve, si es cierto que lo ama... No estés lejos de mí, que estoy atribulado; no te alejes de mí, pues no tengo quien me ayude» (Sal 22,7-9.12). Ha llegado la tribulación, que se expresa en un gemido angustioso. Pero en un gemido que sabe a quién se dirige y que sólo en Dios se puede encontrar ayuda: «Oh Dios mío, yo te llamo de día y

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no me oyes, de noche y no me atiendes. Pero tú habitas en el santuario, tú, gloria de Israel. En ti esperaron nues­tros padres, esperaron y tú los liberaste. A ti clamaron y se vieron salvos, en ti esperaron y no fueron confun­didos» (Sal 22,3-6).

Jesús muere dando un grito con voz potente. Para esta última voz de su boca no hay otras palabras que le sean adecuadas. ¿Es el clamor de la más profunda ne­cesidad, el cual se dirige a Dios, que puede salvarle (cf. Heb 5,7)? ¿Es el grito de horror de la criatura tri­turada, que solamente puede manifestarse con este medio y ya no es capaz de proferir palabras? ¿O es el grito del vencedor, que ha concluido su obra, que le había sido encomendada? ¿Es un clamor que quiere decir que esta vida no se va extinguiendo apaciblemente ni fluye des­pacio, sino que una vez más se concentra y consuma en un grito tremendo? Los evangelistas sólo nos han infor­mado del hecho. Según san Lucas Jesús con voz potente pronunció las siguientes palabras de súplica: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 23,46). Y el evan­gelista san Juan: «¡Todo se ha cumplido!» (Jn 19,30). No sabemos nada más sobre los hechos. Pero también conviene que esta muerte quede así envuelta por el mis­terio. Por medios humanos es muy poco lo que se puede comprender de la muerte, así como de la resurrección de Jesús para la vida. Ambos acontecimientos están su­mergidos en el misterio de Dios y sólo pueden ser aceptados con obediencia silenciosa.

51 Y al momento, el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló y las rocas se hendieron; 52 los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de los santos ya muertos resucitaron; 53 y saliendo de los sepulcros des­pués que él resucitó, entraron en la ciudad santa y se

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aparecieron a muchos. 54 Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús sintieron el terremoto y lo que pasaba, quedaron sobrecogidos de espanto y de­cían: Realmente éste era Hijo de Dios.

El velo del templo separaba del santuario el lugar santísimo. El lugar del encuentro con Dios se deja abierto a las miradas de todos. El velo se rasga en dos. El antiguo orden se quiebra, puesto que en la muerte de Jesús se fundó la nueva alianza (26,28). El que es más que el tem­plo, lo ha relevado. La rasgadura del velo es una señal de que, de hecho, se derribó el templo y su orden de sal­vación. Las piedras todavía están una encima de la otra, pero el papel decisivo de aquella mansión se ha desvane­cido. Ahora todos tienen libre acceso a Dios y a su recon­ciliación en la sangre de Jesús (cf. Heb 10,19s).

Con una audaz previsión el evangelista aún ve más. Esta muerte será el portal de la vida. El fin carece de glo­ria, pero el nuevo principio es muy glorioso. Así como la muerte fue en beneficio de ¡os hombres, así también se obtendrá la vida en la resurrección para los hombres. Al­gunos difuntos salen de las tumbas y se aparecen en la ciudad santa. Testifican que ya han sido alcanzados por la nueva vida y trasladados al tiempo nuevo. La resurrec­ción de los muertos es como un signo de que empieza el tiempo final.

«El día del Señor será día de tinieblas y no de luz» (Am 5,18). Así tuvo que anunciarlo el profeta de la antigua alianza. Estas tinieblas ahora invaden la tierra, y la luz de los astros se va extinguiendo (Le 23,45). El enojo de Dios se manifiesta, tiene lugar el juicio sobre el gran poder del pecado: «A su llegada se estremece la tierra, tiemblan los cielos, se obscurecen el sol y la luna, y las estrellas retiran su resplandor» (Jl 2,10). Éstas son las tinieblas del

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día de la ira, que aquí ya es equivalente al día del juicio. En este día el profeta solamente vio tinieblas, en cambio el evangelista también ve luz. Aquí también se tiene el juicio, pero simultáneamente se proclama la sentencia abso­lutoria que deja libre acceso a la vida. Algunos difuntos salen de los sepulcros. Son los testigos visibles del tiempo final como tiempo de salvación. De la desventura de la muerte, brota la salvación de la vida.

Lo que sin palabras acontece, se manifiesta en lo que confiesa el centurión. Anteriormente un centurión había encontrado la fe en Jesús ante los hijos de Israel. Este centurión pudo oir las notables palabras: «Os lo aseguro: En Israel, en nadie encontré una fe tan grande» (8,10). De nuevo es un centurión y un gentil el que pronuncia las palabras de la je. Todos los demás han blasfemado, él sólo da gloria a Dios. Su confesión procede del temor, pero contiene la verdad. Así resplandece la luz de la esperanza sobre el fracaso, la promesa para los gentiles sobre la con­dena de Israel, condena que Israel se ha dictado hasta la última hora. Se convoca a los gentiles para formar un nuevo pueblo, a ellos se les confía el reino de Dios (cf. 21,34).

55 Había también allí muchas mujeres que miraban des­de lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. 56 Entre ellas estaba María Magdalena, y María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo.

Ahora se mencionan algunas de las que acompañaban a Jesús, después de narrar su fallecimiento. Estaban lejos y desde allí miraban. Al Maestro no le han dado el con­suelo de su cercanía101. Le han servido durante su vida

101. El evangelio de san Juan conoce la tradición según la cual María y el apóstol Juan estaban al pie de la cruz (Jn 19,25-27). Los tres Evan-

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de viajero y así formaron parte de los que querían imitar a Jesús. Pero este servicio terminó ante la cruz, allí tam­bién le dejaron solo. Se mencionan nominalmente algunas a quienes después se pudo invocar como testigos. Llama la atención que se enumere la madre de los hijos de Zebe­deo. Ella había hecho en favor de sus dos hijos la pre­gunta por los sitios de honor, en el reino del Mesías. A la derecha y a la izquierda de Jesús fueron ejecutados dos delincuentes. Éstos eran entonces los sitios de honor. Los hijos habían afirmado solemnemente que podían beber el cáliz que el mismo Jesús tenía que beber (20,22s). No sabían lo que entonces decían. Porque en su lugar a la hora de la humillación se podía ver a los dos ladrones. Solamente se otorga la recompensa de la gloria a los que han compartido la bajeza de Jesús.

4. SEPULTURA DE JESÚS (27,57-66).

a) El entierro (27,57-61).

57 Llegada la tarde, vino un hombre rico, de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús. 58 Éste se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato mandó que se lo entregaran. 59 Y José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana lim­pia, 60 y lo puso en un sepulcro nuevo, de su propiedad, que había excavado en la roca; y después que hizo rodar una gran piedra a la puerta del sepulcro, se fue. 61 Pero María Magdalena y la otra María estaban allí sentadas frente al sepulcro.

gelios sinópticos, en cambio, no aluden a esta tradición; Uu dos tradiciones coexistieron sin llegar a fundirse. Cada evangelista adoptó la que mejor con­viniere a la finalidad teológica que perseguía.

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Ni siquiera después de la muerte se puede ver a al­guno de los doce. Como antes se mencionan mujeres que formaban parte de la comitiva de Jesús y un cierto José, que también le había seguido. Ahora sale de su escondrijo y hace una obra importante. El cadáver de Jesús no debe quedar expuesto, sino que debe ser sepultado debidamente. José pone a disposición su propio sepulcro. En este acto se muestra que había llegado a ser un ver­dadero discípulo de Jesús. En el pequeño servicio se ha evidenciado un gran amor, como en la mujer que había ungido de antemano el cuerpo de Jesús para su sepultura (26,12). Aquí el amor ya no pudo encontrar otro camino, sólo quedaba el servicio al cuerpo sin vida. Pero el es­píritu de discípulo se ha hecho patente en encontrar y recorrer este camino.

Se informa por extenso de cuan esmeradamente se pone en lugar seguro y se entierra el precioso cuerpo. El Me­sías debe recibir una sepultura digna. La tumba está exca­vada en la roca, como otras muchas que pertenecían a gente rica en los alrededores de Jerusalén. Una gran piedra tiene que colocarse delante de la entrada, para que la tumba esté asegurada contra animales o ladrones. Aún no había nadie en la cámara sepulcral, que se había dis­puesto para varios enterramientos. En esta cámara se hace descansar el cadáver de Jesús como primicias de los que están muertos. La tumba es nueva, y nueva será la luz que brote de ella.

b) Los centinelas del sepulcro (27,62-66).

62 Al día siguiente, el que viene después de la parasceve, se reunieron los sumos sacerdotes y los fariseos ante Piloto, 63 y le dijeron: Señor, nos hemos acordado de que aquel

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impostor, cuando todavía vivía, dijo: A los tres días re­sucitaré. 64 Manda, pues, que el sepulcro quede bien ase­gurado hasta el día tercero, no sea que vayan los discípulos a robarlo y luego digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos, y este último engaño sería peor que el pri­mero. 65 Pilato les respondió: Aquí tenéis una guardia; id y aseguradlo bien, como ya sabéis. 66 Ellos fueron y, des­pués de sellar la piedra, aseguraron el sepulcro con la guardia.

La hostilidad de los pontífices y fariseos llega más allá de la muerte. Ya se ha logrado la finalidad de haberle vencido, pero hay que asegurar esta victoria. Se han enterado dónde se ha sepultado el cadáver de Jesús y te­men que sus partidarios con su celo obcecado hagan una tentativa fraudulenta. ¡Qué pensamiento tan infantil! Los que sin excepción le han abandonado y se han dispersado como las ovejas de un rebaño, ahora, cuando Jesús ha muerto, creen de repente en él. Y no solamente eso. Se les cree capaces de robar sigilosamente el cadáver y de contar al pueblo la mentira de que Jesús ha regresado de la muerte. Por más infantil que pueda parecer esta consideración, Pilato la acepta, y concede la guardia que se había solicitado.

Solamente así puede explicarse la calumnia que pronto se divulgó, es decir, que los discípulos habían robado el cadáver. Así se hubiese tenido una razón evidente para hacer creíble su resurrección. ¡Los discípulos debieron arriesgar su vida por esta maniobra fraudulenta! Aquí ya se fundamenta la enemistad contra los misioneros, cuan­do se transfiere de Jesús a ellos...

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IV. GLORIFICACIÓN DEL MESÍAS (28,1-20).

1. RESURRECCIÓN DE JESÚS (28,1-10).

1 Pasado ya el sábado, cuando despuntaba el alba del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a mirar el sepulcro. 2 De pronto se produjo un gran terremoto; porque un ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella.3 Su aspecto era como el de un relámpago; y su vestido, blanco como la nieve. 4 Los centinelas temblaron de miedo ante él y quedaron como muertos. 5 Pero el ángel, dirigién­dose a las mujeres, les dijo: Vosotras no tengáis ya miedo; pues bien sé que buscáis a Jesús, el crucificado. 6 No está aquí, porque ha resucitado, como dijo. Venid y ved el sitio donde yacía. 7 Ahora id aprisa a decir a sus discí­pulos: Ha resucitado de entre los muertos, y mirad que va antes que vosotros a Galilea; allí lo veréis. Ya os ¡o he dicho. 8 Ellas se alejaron de prisa del sepulcro, con miedo, pero con gran alegría, y fueron corriendo a llevar la noticia a sus discípulos.

Después del día del sábado, en que debía guardarse descanso general, se ponen de nuevo en camino las mismas mujeres que estuvieron presentes en la sepultura. Solamente se hace la indicación general de que querían mirar el sepulcro. En cambio san Marcos dice que querían ungir el cadáver (Me 16,1). A primera hora de la mañana, encuentran en el sepulcro al mensajero divino y escuchan su mensaje.

Antes se describe la bajada de este ángel. Simultá­neamente, con un sacudimiento de la tierra, irrumpe el

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ángel desde el mundo de Dios y hace rodar la piedra hacia un lado. Su aspecto es glorioso y refulgente, como el aspecto de Jesús transfigurado en el monte. Nadie pudo ser testigo de la bajada del ángel, ni siquiera los centinelas, ya que se estremecieron de temor y quedaron reducidos a la impotencia. Menos aún hubo nadie que fuera testigo de la resurrección. El acontecimiento forma parte de los actos ocultos de Dios, que no se concede contemplar a ningún hombre. Nuestro relato tampoco dice nada sobre este particular, sino que solamente menciona que se hizo rodar la piedra. Basta que la fe de los discípulos y del evangelista sepa que también participaron los mensajeros celestes en el grandioso acontecimiento. Fueron ángeles los que dieron a José la noticia del Mesías niño, y el Hijo del hombre, cuando venga como juez, será acompa­ñado por ángeles. Fueron ángeles los que sirvieron a Jesús después de las tentaciones en el desierto, y los que in­tervinieron en la salida gloriosa del sepulcro.

En su arresto Jesús no ha solicitado ayuda de espí­ritus celestiales, ahora éstos son enviados después de la obediencia perfecta...

El ángel anuncia a las mujeres lo que dice sin palabras el sepulcro vacío con la piedra que se ha hecho rodar. Es un lenguaje y una promesa divinas. A los hombres se dice de parte de Dios: Ha resucitado. Buscáis al crucifi­cado, pero ya no se puede encontrar a un crucificado. La muerte fue devorada por la victoria. Dios no ha dejado que su santo contemplara la putrefacción. En la muerte de Jesús las señales ya han dicho que ha empezado el tiempo final. Así lo hacen estos signos con voz todavía más alta en la madrugada del primer día. La tierra se estremece, y se abre la cámara de la muerte. Allí un cen­turión de este mundo ha confesado que Jesús realmente era el Hijo de Dios. Ahora el ángel de arriba anuncia y confir-

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nía con seguridad que Jesús dijo la verdad. El nuevo tiempo ha despuntado como último tiempo. La noche se vuelve luminosa como el día. alumbrada por la gloria celestial. La sentencia que Dios hizo caer sobre el pecado en la muerte de Jesús, se convierte en sentencia liberadora de gracia y de vida para todos los que creen...

La segunda parte del mensaje del ángel contiene la orden que se da a los discípulos. Éstos están dispersos y se deben congregar. Su fe está quebrantada. Debe ser res­tablecida con la gran noticia: Ha resucitado de entre los muertos. Otra vez debsn peregrinar a la región de donde habían marchado, a Galilea. Jesús ha sido muerto en Jerusalén, en Galilea se aparecerá glorificado a los discí­pulos. Los que no le vieron muerto, porque habían huido, le contemplarán vivo, cuando hayan regresado a él.

Las mujeres escuchan las palabras y se apresuran. Se ha apoderado de ellas el miedo por la aparición del pode­roso ángel, el miedo por la irrupción de la divina majestad. Pero además las llena una gran alegría, ya que todo ha tomado otro rumbo. El sepulcro para ellas no vino a ser el paraje de. la tristeza y del llanto fúnebre, sino de la ale­gría y la glorificación jubilosa.

9 Y de pronto, Jesús les salió al encuentro y las saludó: ¡Salve! Ellas se acercaron, se abrazaron a sus pies y lo adoraron. 10 Entonces les dice Jesús: No tengáis ya miedo. Id a llevar la noticia a mis hermanos, para que vayan a Galilea; allí me verán.

Después del encuentro con el ángel, Jesús sale al en-cuentro de las mujeres. En el camino de regreso del sepulcro, Jesús se les presenta. Las tradiciones de los Evangelios sobre las apariciones de Cristo resucitado son extraordinariamente múltiples y muy variadas. San Mateo

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halló esta breve escena y le dio cabida en su Evangelio. El saludo de Jesús es la sencilla salutación cotidiana y no es una solemne bendición. Pero ellas le reconocen y se echan a sus pies para adorarle. Así hicieron ya los sabios ante el niño en Belén. Jesús dice una vez más lo mismo que había encargado el ángel como mensaje para los discípulos. Debían ir a Galilea para contemplarle allí. Je­sús habla de sus hermanos con un tono más confidencial que el ángel, que habló de «sus discípulos». Jesús considera de nuevo a los discípulos como hermanos, a pesar del escándalo que habían sufrido por causa suya. La peregri­nación a Galilea también los juntará interiormente y luego los unirá por completo con él. Jesús estará entre ellos tomo Señor viviente, aunque sólo se congreguen dos o tres en su nombre (18,20).

2. LOS CENTINELAS SOBORNADOS (28,11-15).

11 Mientras ellas se iban, algunos de la guardia llegaron a la ciudad y refirieron a los sumos sacerdotes todo lo sucedido. nPero éstos, en unión con los ancianos, des­pués de acordado en consejo, dieron a los soldados bas­tante dinero, 13 con esta consigna: Decid: Mientras nos­otros dormíamos, vinieron de noche sus discípulos y lo robaron. H Y si esto llega a oídos del procurador, nosotros lo convenceremos y conseguiremos que no os pase nada. 15 Ellos recibieron el dinero y procedieron de acuerdo con estas instrucciones. Y esta versión ha corrido entre los judíos hasta el día de hoy.

Este relato resulta todavía más confuso que el de la disposición de la guardia (27,62-66). Todo parece estar pensado y calculado con suma prudencia. Apenas el acon-

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tecimicnto ha cundido y ya lo desautorizan con mentiras. Pero ¡cuántas inconsistencias apuntan! En efecto ¿cómo van a confesar los centinelas que se habían quedado dor­midos? Y si Pilato llega a tener noticia de lo ocurrido, ¿cómo podía pasar simplemente por alto esta falta de los centinelas? Además ¿qué interés podían tener los soldados en difundir toda esta historia urdida con tanto esmero? Sin embargo, el infundio persistió durante décadas entre los judíos.

¿Cómo puede producir fruto una semilla que se siem­bra en un terreno previamente apisonado? El mensaje de los apóstoles sobre lo que ellos mismos habían visto y oído ¿cómo pudo encontrar corazones dispuestos, si antes ya quedaron endurecidos hasta el extremo? Es cierto que se habla en primer término de los jefes del pueblo; los que habían desencadenado el proceso, y han enhebrado y organizado todas las acciones hasta llegar a ésta. Pero la mentira se difunde y envenena al pueblo. ¡Cuan difícil será dar fe a la noticia de la resurrección del Mesías! Satán puede seguir actuando, aunque despunta el tiempo nuevo de Dios.

3. MISIÓN DE LOS DISCÍPULOS (28,16-20).

16 Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había señalado. 17 Y cuando lo vieron, lo ado­raron, aunque algunos quedaron indecisos. 18 Y acercándose Jesús a ellos, les habló así: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. K Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, 20 enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Y mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos.

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En Galilea el encuentro otra vez ocurre en un monte. Está tan indeterminado como todos los montes de que antes se habló. En un monte se había proclamado la doc­trina de la verdadera justicia (5,1). Por otra parte, desde un monte se publica la orden de Jesús resucitado para el tiempo que ha de durar hasta el fin del mundo. Como Jesús lo ha predicho, están otra vez reunidos todos (26,32), menos el que le entregó. Los once discípulos se hallan alrededor del Maestro, están de nuevo reunidos el pastor y el pequeño rebaño. Miran y se postran en actitud de adorar. En otra ocasión ya lo habían hecho, cuando por la noche en el lago se les había manifestado Jesús como Señor de los elementos. Se habían postrado en la barca y habían confesado: «¡Realmente, eres Hijo de Dios!» (14,33). Ahora saben con precisión a quién vieron entonces, y saben que Jesús recibió legalmente su confesión. El que ahora está entre ellos, no sólo es el Señor de los ele­mentos, sino también su Señor y el Señor del universo.

Se le ha transmitido todo poder en el cielo y en la tierra. El Padre ha recompensado ubérrimamente la obe­diencia del Hijo. No sólo le han sido confiados distintos poderes, como el de perdonar pecados (9,6), el de en­señar (21,23), poder sobre las enfermedades y demonios, sino toda clase de poder y todo el poder en el sentido ilimitado. En este poder también se incluye su cargo como Hijo del hombre que regresa, y como juez del fin de los tiempos. Ésta es la gloriosa confirmación del mesianismo de Jesús, mesianismo que Dios le otorgó y que el mismo Dios puede manifestar.

Lo fundamental de lo que dice Jesús es el encargo que confía a los discípulos de hacer asimismo discípulos a todos los pueblos. Ahora debe estar abierto a todos aque­llo para lo que fueron elegidos. No se exceptúa ningún pueblo, ni siquiera el obstinado pueblo de Israel. Eso

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debe suceder de una doble manera, por medio del bautismo y de la enseñanza. Es raro que no se nombren a la inversa estas dos maneras. Para poder bautizarse primero se tiene que creer. Pero aquí debe decirse que el bautismo solo no basta, aunque sea fundamental para la vida del dis­cípulo. El bautismo tiene que acreditarse en la vida según la enseñanza del Maestro. Las dos cosas juntas producirán discípulos que merezcan este nombre...

El bautismo debe efectuarse en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. No será un bautismo pe­nitencial para perdón de los pecados, como el de Juan el Bautista (3,6.11). Tampoco será el bautismo de muerte, al que Jesús tenía que someterse en representación de la humanidad (Me 10,38s). Este bautismo será un bautismo para la vida con Dios.

Se invoca sobre el bautizado el nombre del Padre y por consiguiente este nombre ya realiza de antemano aquello de lo que se hace definitiva donación al fin del mundo, es decir, el obsequio de la filiación de Dios: «Bien­aventurados los pacificadores, porque serán llamados hi­jos de Dios» (5,9). En el bautismo deben llegar a ser hijos del Padre, y deben vivir como hijos, tal como lo quiere el Padre. «Así seréis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, el cual hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos» (5,45). Y resumiendo: «Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (5,48).

Sobre el bautizado se invoca el nombre del Hijo y se establece la unidad de vida con el Hijo. Desde este día en adelante tendrá validez que el que hace una obra buena a uno de sus hermanos más pequeños, lo hace al mismo Jesús. Porque el más pequeño también es hermano entre los hermanos en el mismo Hijo Jesucristo. Especialmente de los apóstoles se podrá decir: «Quien a vosotros recibe, a

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mí me recibe, y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió» (10,40). En el juicio Jesús se declarará en favor de los que se han declarado en favor de él, y negará a los que le han negado (cf. 10,32s). El que por amor ha alimentado a un hambriento, ha dado de beber a un sediento, ha vestido a un desnudo, ha visitado a un enfermo o preso, en el juicio experimentará que todo eso fue hecho a Jesús (25,40). Porque Jesús se hizo hermano de todos, y todos han participado en su filiación... (cf. Gal 4,6s).

Sobre el bautizado se invoca el nombre del Espíritu Santo y se establece la unidad de vida con él. Con el Es­píritu de Dios el Mesías empezó su obra, ya que este Espíritu le condujo al desierto (4,1). Con el Espíritu de Dios expulsó a los demonios y así hizo venir el reino de Dios (12,28). Si los discípulos están ante el tribunal por causa del Evangelio, no tendrán que hablar guiándose por la propia prudencia, sino que será «el Espíritu de vuestro Padre quien hablará en vosotros» (10,20). Pero con este Espíritu de Dios podrán recorrer el camino de la imitación, aunque conduzca a la verificación de la entrega de la vida. Entonces ante sus ojos estará Cristo que se ha ofrecido a sí mismo como sacrificio expiatorio en el Espíritu Santo (cf. Heb 9,14).

La instrucción de los bautizados debe contener todo lo que les ha encargado Jesús. Está escrito en este Evan­gelio, especialmente en los grandes discursos. Son indica­ciones del Maestro, enseñanza acerca de los verdaderos discípulos y camino que conduce a la voluntad real de Dios. Contienen el «camino de la justicia» (21,32). Nada de todo eso puede suprimirse, nada se puede añadir ni interpretar en otro sentido, nada puede ser debilitado. El Kyrios resucitado lo confirma solemnemente.

La gigantesca obra de llevar la luz a todos los pueblos, no será efecto humano. Sobre todo los discípulos no están

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abandonados a su propia capacidad ni dependen de sus débiles fuerzas. Muchas veces se mostró en el Evangelio cuan poco pueden hacer los discípulos, cuando se necesita «un poco de fe».

Los discípulos tienen en Jesús un poderoso protector. Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos. La mirada está dirigida a la amplitud y lejanía de un largo tiempo. Solamente tiene su horizonte allí donde la era actual queda relevada por la venidera. Antes que el Hijo del hombre se manifieste como juez, estará con sus discípulos y sostendrá su actuación. Jesús está presente entre ellos de un modo espiritual y eficiente. No solamente cuando están reunidos alrededor de la mesa y piensan en la muerte de Jesús y comen el santo manjar, sino siempre y en todas partes. La nueva comunidad de la salvación no solamente se declara por doquier partidaria del único Señor, sino que lo tiene en medio de ella.

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