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5TA PARTE LA BESTIA HUMANA

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Al llegar donde estaba el coche, el seor Da-badie hizo una observacin en voz alta,Pues ayer se verific la visita. Si hubiesenquedado huellas, me lo habran comunicado aldar el parte.' Vamos verlodijo el seor Cauche.Y abri la portezuela, penetrando en la ber-lina. Al instante exclam entre juramentos:Dijrase que han degollado un cochino!Un soplo de espanto recorri el grupo de em-pleados, Cuyos cuellos se alargaron para vermejor, y el seor Dabadie subi al estribo,mientras que Roubaud, detrs de l, para imi-tar los dems, alargaba tambin el cuello.Interiormente no presentaba la berlina des-orden alguno. Los cristales haban permanecido-cerrados, todo pareca estar en su sitio. Unica-mente se escapaba por la portezuela abierta unolor nauseabundo, y all, en medio de un almo-hadn. se haba coagulado un charco de sangre,un charco tan profundo y extenso, que de el,como de un manantial, haba brotado un arro-yuelo. Y nada ms, nada ms que aquella sangrenauseabunda.El seor Dabadie se puso colrico.Diide estn los hombres que hicieronayer la visita? Que me los traigan!Presentes estaban, y se adelantaron balbu-ceando excusas; podan haberlo visto de nochesy sin embargo, pasaron las manos por todas par-tes. Juraban, en suma, que la vspera no habannotado liada. .No obstante, el seor Cauche, en pie dentrodel vagn, tomaba notas con un lpiz. Luegollam Roubaud, cuyo trato frecuentaba gus-toso en los ratos de ocio, fumando cigarrillos yhablando con l lo largo del andn. ^ .-Seor Roubaud, subad. y me ayudar.Y cuando Roubaud hubo saltado por encimadel charco de sangre, para no pisarlo, aadi elcomisario: ,-Mire Ud. debajo dl otro almoliadon a versi tambin est manchado.Lo levant y mir cuidadosamente.No hay nada.Pero una mancha que haba en la tela delrespaldo le llam la atencin, y se la ense alcomisario. No pareca la seal de un dedo en-sangrentado? No, acabaron por convenir en queera una salpicadura. Todo el mundo se habaacercado para seguir el examen, apindose de-trs del jefe de estacin, que por delicadeza sequed en el estribo.De pronto se le ocurri una reflexin:Diga Ud., seor Roubaud, no estaba UtLen el tren? Tal vez Ud. pueda decirnos algoToma! es verdadexclam el comisario.Not Ud. algo?Durante tres cuatro segundos permaneciRoubaud en silencio. Estaba inclinado la sa-zn, examinando La alfombra, Pero se levantcasi en seguida, respondiendo con su voz natu-ral algo gruesa:Efectivamente, voy decirles UdsfL Mimujer se hallaba conmigo. Si lo que yo s debefigu rar en la informacin, preferira que Severi-na bajase para refrescar mi memoria con la suya.Esto le pareci muy razonable al seor Cau-che, y Pecqueux, que acababa de llegar, se ofre-ci ir por Severina. Hzolo largas zancadas yentretanto hubo un instante de expectacin. Fi-lomena, qhe haba llegado con el fogonero, lesegua con los ojos, enojada porque se habaprestado semejante comisin. Pero habiendovisto la esposa del seor Lebleu, que venacon toda la ligereza de sus pobres piernas hin-chadas, sali su encuentro y la ayud llegar;ambas mujeres levantaron las manos al cielo yprorrumpieron en exclamaciones, impresionadaspor el descubrimiento de tan abominable cri-men. Bien que todava no se supiese nada, circu-laban ya comentarios y versiones en torno deel las, sazonados con gestos y ademanes de terror.Dominando el murmullo de voces, afirmabaFilomena, por cuenta propia, que la mujer deRoubaud haba visto ai asesino. Todo qued ensilencio cuando apareci nuevamente Pecqueux,acompaado de Severina.Mrela Ud.!murmur la Lebleu. Cual-quiera dice que es la mujer de un-subjefe al versu aire de princesa! Esta maana ya estaba as,peinada y ajustada como si fuese de visita.Severina avanzaba con leve y regular paso.Haba que recorrer un largo trecho de andnbajo las miradas que estaban fijas en ella,vindola venir; pero caminaba firmemente, aun-que llevndose el pauelo los ojos para enju-garse las lgrimas que le haba arrancado elprofundo dolor que le causaba la noticia delnombre de la vctima. Y, vestida con un sencilloy elegante traje negro, pareca llevar luto porsu protector. Sus abundantes caballo negros r9-lucan al sol, pues ni siquiera tuvo tiempo paracubrirse la cabeza, pesar del fro. Sus azulesojos tan dulces, llenos de agona y anegados enllanto, dbanle interesantsimo aspecto.Razn tiene para llorardijo media vozFilomena.Ya estn frescos, ahora les hanmatado su dios.Cuando Severina se hall en medio de aque-llas gentes, ante la portezuela de la berlina, ba-jaron el seor Cauche y Roubaud; y enseguidacomenz este ltimo decir lo que saba,Verdad, querida ma, que ayer, en cuantollegamos Pars, fuimos ver al seor Grand-morin? Seran las once y cuarto, no es eso?Y la miraba fijamente. Ella respondi condocilidad:S, las once y cuarto.Pero sus ojos se haban fijado en el almoha-dn ennegrecido por la sangre, y sufri un es-pasmo y profundos sollozos brotaron de su gar-ganta. El jefe de estacin se apresur interve-nir, conmovido. Seora, si no puede Ud. soportar este es-pectculo Comprendemos perfectamente sudolorOh! no ms que dos palabrasinterrum-pi el comisario.Enseguida dejaremos la se-ora que se vaya su casa.Roubaud se apresur continuar:Despus de hablar de diferentes cosas, nosdijo el seor Grandmorin que deba salir de Pa-rs al da siguiente, para ir Doinville, casa desu hermana An me parece estar vindolesentado en su escritorio. Yo estaba aqu, mimujer ah Verdad que nos dijo eso de ir casa de su hermana al da siguiente?S, s, al da siguiente.El seor Cauche, que segua tomando notascon el lpiz, levant la cabeza.Cmo al da siguiente, si se puso en cami-no por la tarde!-Aguarde Ud.!replic el subjefe.Cuan-do supo que nosotros salamos por la tarde, penstomar el mismo tren, si mi mujer quera irse conl Doinville, para estar unos das en casa desu hermana, como ha sucedido otras veces. Peromi mujer, que tena muchos quehaceres aqu,rehus Verdad que rehusaste?S, rehus.Estuvo muy amable, trat de mis asuntos,y nos fu acompaando hasta la puerta de sudespacho, no es as?En efecto, hasta la puerta.Por la tarde nos marchamos Antes deentrar en nuestro departamento, estuve hablan-do con el seor Vandorpe, el jefe de estacin.Y no he visto ms, nada absolutamente. Porcierto que estuve muy aburrido, pues creyendoqu estbamos solos, not luego que haba unamujer en un rincn; y poco despus entrarondos personas ms, un matrimonio HastaRouen, tampoco vi nada de particular enRouen, donde nos bajamos para estirar un pocolas piernas, cul fu nuestra sorpresa al vertres cuatro coches ms all del nuestro, alseor Grandmorin, de pie, la portezuela deuna berlina! Cmo es, seor presidente, quese ha puesto Ud. en camino! Cun genos est-bamos de viajar con Ud.! Entonces nos dijo quehaba recibido un telegrama Tocaron el sil-bato y nos fuimos corriendo nuestro departa-ment, donde, entre parntesis, no hallamos nadie, porque todos nuestros compaeros deviaje se haban quklado en Rouen, lo cual mal-dita la pena que nos caus Y esto es todo!....verdad, querida ma?S,, todo.Este relato, aunque sencillo, impresion mu-cho al auditorio. En todos los semblantes se pin-taba el deseo de penetrar el misterio. El comi-sario pregunt, dejando de escribir:Y est Ud. seguro de que no haba nadiecon el seor Grandmorin?Completamente S3guro.Todos se estremecieron de horror ante aquelmisterio. Si el viajero estaba solo, quin pudoasesinarle y arrojar el cuerpo tres leguas deall, antes de que el tren parase otra vez?En,el silencio, oase la voz de Filomena.Es raro, muy raro.Mirla Roubaud hizo un gesto, como paraindicar que l tambin le pareca raro. Enton-ces vi Pecqueux y la mujer de Lsbleu quemovan la cabeza con estraeza. Los ojos detodos se fijaron en l; esperaban otra cosa ybuscaban en su persona algn detalle olvi-dado que aclarase el misterio. No haba ningu-na acusacin en sus curiosas mirabas; pero lcrea, sin embargo, ver esa duda que se tornaen certeza, con motivo del hecho ms insignifi-cante.Ks extraordinario! murmur el seorCauche.Extraordinario de todo punto!repiti elseor Dabadie.Entonces se decidi Roubaud aadir:De lo que estoy tambin seguro, es de queel exprs ha caminado con su velocidad regla-mentaria, sin que yo observase nada anormalLo digo, porque precisamente, como estbamossolos, baj el cristal para fumar un cigarrdlo, yestuve mirando al exterior y dndome cuenta detodos los ruidos del tren En Barentn, habien-do visto en el andn al seor Bessiere, el jefe deestacin, mi sucesor, le llam y estuvimos ha-blando un instante, mientras que, subido en elestribo, me daba la mano No es cierto, Seve-rina? Pueden preguntrselo, l lo dir.Severina, plida inmvil, con el semblanteinundado de disgusto, confirm una vez ms ladeclaracin de su marido.El lo dir, s.Desde aquel momento hacase imposible todaacusacin, supuesto que Roubaud, vuelto sucoche en Rouen, haba sido saludado en Baren-tn por un amigo. La leve sombra de sospechaque el subjefe haba credo ver en los ojos decuantos le miraban, desvanecise al punto; y olasombro de todos creca. El asunto tomaba cadavez ms misterioso aspecto.Veamosdijo el comisarioest Ud.segu-ro de que nadie haya podido subir, en Rouen, la berlina, despus que Ud. se separ del seorGrandmorin?Roubaud, que no haba previsto esta pregun-ta, se turb por vez primera, sin duda porque notenia preparada de antemano ja respuesta. Mir su mujer y pronunci balbuciente:Oh, no! no creo Estaban tocando elsilbato y cerrando las portezuelas, tuvimos eltiempo preciso para volver nuestro cocheAdems, la berlina era reservada, y creo quenadie podra subir.Pero los negros ojos de su mujer adquirierontal expresin, que Roubaud se espant de haberhablado tan categricamente.Despus de todo, yo no s S, tal vez pu-diera subir alguien Haba tal confusin!Y, medida que hablaba, aclarbasele la voz;aquella nueva historia iba afirmndose.Ya sabe Ud. que, con motivo de las fiestasdel Havre, la multitud era inmensa Nos vimosobligados defender nuestro departamento con-tra viajeros de segunda clase y aun de terceraAdems, la estacin est mal alumbrada, no sevea apenas, y todo el mundo tropezaba y chilla-ba en el apresuramiento de la marcha'..... S,!fe! es muy posible que, no sabiendo cmo colo-carse, aprovechndose del barullo, ss introdu-jese alguien violentamente en la berlina, en elultimo instante.E interrumpindose, dijo:Eli, Severina? es lo que ha debido suceder.Severma, transida de dolor, repiti, llevn-dose el pauelo los ojos:Seguramente, eso es lo que ha debido su-ceder.Desde entonces se presentaba la pista, y, sindecir una palabra, el comisario de vigilancia yel jefe de estacin cambiaron una mirada de in-teligencia. Un largo movimiento de oleaje seprodujo entre la multitud, que vea llegado elfin de la informacin y necesitaba dar riendasuelta sus comentarios, los cuales no se hicie-ron esperar mucho. Haca un rato que el servi-cio de la estacin estaba en suspenso; todo el per-sonal se hallaba all hipnotizado por el sucesosiendo una verdadera sorpresa la llegada deltren de las nueve y treinta y ocho. Todos echa-ron correr, abrironse las portezuelas y co-menzaron bajar los viajeros. La mayor partede los curiosos se haban quedado en torno delcomisario, que por escrpulos de hombre met-dico visitaba otra vez, la ltima, aquella berlinaensangrentada. .Pecqueux, que gesticulaba entre la mujer deLebleu y Filomena, vi en'aquel momento a sumaquinista, Santiago Lantier, que acababa debajar del tren y se hallaba mirando de lejos elcorro de gente. Le llam con la mano, pero San-tiago no se mova. Por ltimo, ech andar len-tamente.Qu hay?pregunt' su fogonero.Pero como lo saba todo, escuchaba distrada-mente la noticia del asesinato y las suposicionesque se hacan con tal motivo. Lo que le trastornopor completo fu el caer en medio de aquellainformacin, hallndose frente la berlina queapenas haba distinguido en medio de las time-blas, lanzada todo escape. Asom la cabezapara mirar el charco de sangre que haba en elinterior del coche, y se le representaba la escenadel asesinato, el cadver sobre todo, atravesadoen la va, con la garganta abierta. Despus, alapartar los ojos, vi Roubaud con su mujer,mientras que Pecqueux segua contndole la'historia, de qu modo se hallaban stos mezcla-dos en el asunto, su salida de Pars en el mismotren que la>ctima, y las ltimas palabras quecambiaron con ella en Rouen. A Roubaud loconoca de saludarle casi diariamente, desdo quehaca el servicio del exprs; Severina habalavisto de vez en cuando, pero se haba apartadode ella como de las dems. Sin embargo, enaquel momento, plida y llorosa, con la dulzurade sus ojos azules, le llam la atencin. No acer-taba separar la mirada de Severina, y hubo uninstante en que se pregunt la causa de encon-trarse all l, Roubaud y su mujer; cmo losacontecimientos haban podido reunidos anteaquel coche del crimen, ellos de vuelta de Pa-rs, y l de regreso de Barentin.Oh! lo sdijo en voz alta, interrumpien-do al fogonero.-Precisamente me encontrabayo a la salida del tnel y cre ver algo en eltren que pasaba.Estas palabras causaron grandsima sensa-cin. Todos formaron corroen torno de l. YSantiago tu el primero que sesinti trastornadopor lo que acababa de decir. Por qu hablaba,despus de haberse prometido s propio callar-se? Cun buenas eran las razones que le acon-sejaban el silencio! Y las palabras se le habanescapado inconscientemente, mientras que mi-raba Severina. Esta apart bruscamente elpauelo para fijar sus espantados ojos en San-tiago.Pero el comisario se acerc apresuradamentecon el jefe de estacin. Cmo! qu ha visto usted?Y Santiago, del cual no se apart un puntola mirada de Severina, dijo lo que haba visto: laberlina alumbrada, pasando, en medio de la no-che, todo vapor, y los fugitivos perfiles de losdos hombres, tumbado el uno, con el arma en lamano el otro. Junto su mujer, estaba Roubaudescuchando, fijos sus azorados ojos en Santiago.De modopregunt el comisarioque re-conocera Ud. al asesino?Oh! eso no, no lo creo.Llevaba paletot blusa?No puedo asegurarlo. Figrese Ud., en untren que marcha con la velocidad de ochentakilmetros! imposible.