UN DIA ESPECIAL

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1 UN DIA ESPECIAL Cuando yo tenía 8 o 9 años empezaron en las escuelas a prepararnos para la primera comunión. Varios meses antes de la fecha prevista, que debió ser a mediados de mayo, los maestros nos hicieron una preparación específica de todo lo relacionado con este dia: aprendernos perfectamente las partes de la misa, los mandamientos de la santa madre iglesia, y muchos otros temas, y también las contestaciones que se dan al sacerdote a lo que él va diciendo en el transcurso de la ceremonia, pues hay que recordar que todo lo que se decía en los rituales era en latín, y había que aprendérselo. No era tarea fácil aprenderse de memoria y en latín el “Yo Pecador” o el Credo; hubo bastantes chicos que no lo consiguieron, a pesar del mucho interés que ponían en enseñarnos las tres o cuatro catequistas, que dos veces por semana nos aleccionaban sobre todas estas cuestiones.

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PRIMERA COMUNION

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UN DIA ESPECIAL

Cuando yo tenía 8 o 9 años empezaron en las escuelas a

prepararnos para la primera comunión. Varios meses antes de

la fecha prevista, que debió ser a mediados de mayo, los

maestros nos hicieron una preparación específica de todo lo

relacionado con este dia: aprendernos perfectamente las partes

de la misa, los mandamientos de la santa madre iglesia, y

muchos otros temas, y también las contestaciones que se dan

al sacerdote a lo que él va diciendo en el transcurso de la

ceremonia, pues hay que recordar que todo lo que se decía en

los rituales era en latín, y había que aprendérselo. No era tarea

fácil aprenderse de memoria y en latín el “Yo Pecador” o el

Credo; hubo bastantes chicos que no lo consiguieron, a pesar

del mucho interés que ponían en enseñarnos las tres o cuatro

catequistas, que dos veces por semana nos aleccionaban sobre

todas estas cuestiones.

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Tambien íbamos a ensayar a la iglesia nuestra entrada en

el templo el dia de la comunión. Nos ponían en filas, en

devota actitud, con recogimiento, no hablar con los

compañeros, etc.

De mi primera comunión guardo un recuerdo bastante

desagradable, por algo que contaré más adelante. Hacía un día

magnífico, el sol brillaba y empezaba a calentar. Mi madre me

puso la mejor ropa que tenía. Nada de traje de almirante, ni de

marinero, ni tan siquiera de grumete: un pantalón corto y una

camisa blanca; zapatos, los de todos los días y los únicos que

tenía, eso sí bien lustrados con crema Búfalo y cepillo hasta

que quedaron brillantes. Nos dirigimos a la iglesia y por el

camino nos unimos a otros chicos con sus padres, que también

iban en la misma dirección.

Algunos niños sí que llevaban un traje especial, un traje

de primera comunión, con pantalones largos, blancos, y

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guerrera azul marino con muchos botones dorados, y zapatos y

guantes igualmente blancos y nuevos, de estreno. Se notaba

que sus padres tenían dinero, y si no tenían lo pedían y se

entrampaban con tal de que sus hijos fueran a su primera

comunión de punta en blanco. En cambio otros llevaban más o

menos la misma clase de vestimenta que la mía, que como ya

he dicho era la ropa más nueva o menos vieja que tenía.

Las niñas seguían la misma pauta en cuanto a vestidos

que los niños. Me refiero a que había las que llevaban vestido

blanco, largo, como si se fueran a casar; un vestido de princesa

de cuento que las volvía irreconocibles, pues estábamos

acostumbrados a verlas con su faldita de siempre, sus trenzas,

y con la cara sucia por alguna trifulca que tenían entre ellas,

(las más bravas incluso se peleaban con nosotros, los chicos, y

tengo que decir en honor a la verdad que no siempre salíamos

ganando). Otras en cambio, llevaban la misma ropa que su

madre les ponía los domingos, la mejor que tenían.

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Con respecto a esas trifulcas o peleas a las que antes me

he referido, tengo que decir que yo una vez me peleé con una

niña de mi edad, la María Antonia, que como pude comprobar

por mí mismo era de armas tomar.

La cosa fue de la siguiente manera: en el grupo de

escuelas al que iba yo, había dos clases para niños, y dos para

las chicas, y no coincidíamos a la hora del recreo, porque ya

los maestros se encargaban de que saliéramos a horas distintas

las chicas y los chicos, pero la entrada y la salida de las clases

era para todos igual: De diez a una por la mañana, y de tres a

cinco por la tarde.

Una tarde, a la salida de la escuela, algunos amigos míos

y yo estábamos en la calle hablando de las chicas como

muchas veces lo hacíamos; entonces salió un grupo de ellas, y

al vernos empezaron a cuchichear por lo bajo, mientras nos

miraban y se reían. Nosotros también hacíamos lo mismo,

hasta que un chico propuso hacer alguna “valentía” como por

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ejemplo haber quien se atrevía a ir al grupo de niñas y tocarle

el culo a una de ellas.

Ninguno de los allí reunidos parecía estar dispuesto a

hacer tal cosa, porque sabíamos como las gastaban las niñas en

todo lo referente a mantener intacta su anatomía. Sus madres

las tenían bien aleccionadas en ese terreno y las prevenían

continuamente sobre los “diablos” de los muchachos, y sus

pretensiones de querer emular a los mayores en algunas cosas.

Y tenían razón las madres, puesto que uno de nuestros juegos

favoritos, y que desafortunadamente raras veces secundaban

las chicas, era el de jugar a “los padres y las madres”, pues aún

con la inocencia de los pocos años, algunas “cosillas” veíamos

de los mayores que nosotros queríamos trasladar a nuestros

juegos.

Pero yo, que siempre me ha gustado presumir de chico

valiente y que no se echa para atrás en estas circunstancias, les

dije a mis colegas que sí que me atrevía a ir al grupo de chicas

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a tocarle el culo a cualquiera de ellas, y reté a Federico, que

era quien había hecho la propuesta a que se apostara conmigo

algo valioso, por ejemplo ese tirachinas tan bueno que tenía,

que su tío Alfonso le había hecho con las gomas de una

recámara de rueda de camión, y que funcionaba de maravilla,

pues podía llegar con las chinas hasta la campana de la torre,

cosa que nos demostró una vez.

Federico se quedó en suspenso puesto que no entraba en

sus cálculos desprenderse del tirachinas del cual tanto

presumía, pero se vio cogido por mi contraataque y no tuvo

más remedio que aceptar mis condiciones. Cuando se hubo

formalizado la apuesta delante de todos para que ninguno de

los dos pudiera rajarse, sólo quedaba que yo cumpliera mi

parte, así que me acerqué muy decidido al grupo de las niñas,

y sin mediar palabra le di una buena palmada en el trasero a la

muchacha que tenía más cerca, que resultó ser María Antonia,

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precisamente la chica que más “mala leche” tenía de todo el

grupo.

Ésta, al verse ofendida de tal manera no se lo pensó dos

veces, y con las mismas me arreó una bofetada que me dejó la

mejilla y la oreja izquierdas rojas como un tomate. Mi

reacción inmediata fue devolverle el guantazo, pues era

imprescindible que yo lavara mi honor mancillado por una

niña, y más delante de mis colegas. De modo que nos liamos a

tortazos, y, ¡hay que ver como pegaba la María Antonia! Los

chicos se arremolinaron jaleándonos, hasta que pasó por allí

una persona mayor que nos separó, recriminándonos, sobre

todo a mí por ser un chico que pega a una pobre niña.

Sí, sí, pobre niña. Me parece que en ese combate yo llevé

la peor parte, y encima era quien lo había provocado, con el

agravante de que yo era “el hombre”, y ya se sabe que los

hombres no deben pegarle a las mujeres; Tampoco tendría que

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estar permitido que las mujeres les pegaran a los hombres, o

en este caso, que las niñas le pegaran a los chicos.

Al dia siguiente el maestro, enterado de todos los

pormenores de la apuesta y de sus consecuencias, me afeó en

clase y delante de todos mi comportamiento del dia anterior,

haciendo hincapié en lo de que está feo tocarle el culo a una

niña, y encima pegarle. Y yo me pregunto que quien pegó a

quien, si bien reconozco que yo me lo busqué. En cuanto al

cumplimiento de la parte de la apuesta que le tocaba a

Federico, éste no tuvo más remedio que cederme el tirachinas

puesto que yo había cumplido el trato, aunque también es

cierto que de manera poco airosa para mi honor.

Y una vez que he referido el “encuentro” que tuve con la

María Antonia, continúo con la narración, interrumpida, del

día de mi primera comunión.

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Nos juntamos todos en la puerta de la iglesia a las diez en

punto. Los maestros de cada escuela, que estaban allí al tanto

de sus alumnos, nos pusieron en filas: los niños en una fila y

las niñas en otra, y no éramos unos cuantos niños los que

hacíamos la primera comunión, como se ve hoy día en las

iglesias, no; recuerdo que las filas de chicos y chicas eran muy

largas, pues ningún chico del pueblo que tuviera la edad

requerida se libraba de hacerla.

Como ya he dicho al principio, en los últimos meses

habíamos ensayado en la escuela todo el protocolo referente a

la primera comunión, y por tanto nos sabíamos al dedillo los

movimientos, poses, actitudes, etc., que teníamos que adoptar,

de modo que cuando nos pusimos en fila para entrar en la

iglesia, ya íbamos con las manos juntas, en actitud recogida y

poniendo cara de ser los más fervorosos cristianos de todo el

orbe.

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Entramos en la iglesia y toda la gente que había dentro se

levantó para vernos pasar: con la cabeza ligeramente baja y las

manos en ademán de plegaria. Algunos llevaban entre sus

manos el rosario y el librito típicos de la comunión, con los

bordes dorados muy monos, y que también en este caso, sus

portadores eran los niños cuyos padres tenían cierta solvencia

económica. No creo que costara mucho dinero los

mencionados rosario y librito, eran más bien como un

complemento del traje o el vestido: si no llevabas traje de

marinero o princesa, tampoco te pegaba mucho que llevaras

un rosario y un librito entre las manos.

Así que avanzamos por el pasillo central hasta la parte

delantera, cerca del altar mayor, donde teníamos nuestros

asientos reservados, por orden expresa del señor cura.

Recuerdo que iba bastante nervioso, y no sólo yo sino

también la mayoría de los chicos y chicas, pues nos sabíamos

el blanco de todas las miradas de los adultos, padres y madres

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principalmente, que allí estaban. Sobre todo las madres, se

fijaban en los trajes y vestidos de los demás niños, para

compararlos con el de su hijo/hija. Si en la comparación salían

ganando, esbozaban un amago de sonrisa de satisfacción; si

por el contrario era al revés, con un gesto de resignación.

Transcurrió la misa con sus diversas partes: ofertorio,

consagración y por fin la comunión, en la que los chicos

éramos los protagonistas, de modo que cuando el sacerdote se

dio la vuelta, (hay que recordar que la misa en aquella época,

la celebraba el cura vuelto de espaldas a los fieles), y empezó

a bajar los escalones que separaban el altar mayor de los

bancos donde se sentaba la gente, nosotros nos levantamos

para acudir a recibir la hostia consagrada de rodillas, en los

reclinatorios que había para tal efecto. Cuando me llegó el

turno a mí, y el sacerdote me puso la hostia en la lengua, yo

me la introduje en la boca con la idea de que se desharía

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enseguida, tal como nos habían dicho en las numerosas

catequesis a las que habíamos tenido que acudir.

Así que me levanté y me fui a ocupar de nuevo mi sitio

en el banco. Me puse de rodillas, y esperé a que la hostia se

deshiciera, mientras rezaba un padrenuestro. Pero no, la hostia

continuaba entera dentro de mi boca. Yo no era capaz de

tragármela, pues cuando lo intentaba me daban unas arcadas

tremendas. Tampoco me atrevía a arrojarla de mi boca pues

eso para mí era un pecado gordísimo. Me pasé toda la misa

dando arcadas que yo procuraba disimular lo mejor que podía.

Cuando acabó la ceremonia en la iglesia, salimos a la

calle en dirección a las escuelas que había en la plaza,

habilitadas en esta ocasión para el pequeño convite con que el

Ayuntamiento nos obsequiaba, yo con mi hostia dentro de la

boca dándome arcadas continuamente y sin atreverme a

arrojarla al suelo, hasta que ya no pude más y cuando salimos

de la invitación del Ayuntamiento, que consistió en un

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bizcocho y una soletilla, especie de galleta redonda y muy

gustosa, me aparté un momento de los demás chicos y arrojé

la hostia al suelo, con gran remordimiento y al mismo tiempo

con gran alivio.

Estuve mucho tiempo sin contar a nadie lo que me había

pasado aquel día. Tan mal lo pasé que se me quitaron las

ganas de comulgar y estuve sin hacerlo durante algunos años,

y ya con los doce cumplidos, y en la escuela de Formación

Profesional regentada por jesuitas, se lo conté en confesión a

uno de los curas que había allí.

Pensaba yo que se iba a escandalizar por lo que había

hecho, y que lanzaría sobre mí toda clase de anatemas, por

atreverme a arrojar al suelo la hostia de mi primera comunión,

pero no fue así. Al notar que yo estaba realmente preocupado

por aquello, (y habían pasado varios años), me tranquilizó

diciéndome que yo no había querido hacerlo, que había sido

un caso de fuerza mayor debido a las arcadas…En fin, que me

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olvidara y procurara acercarme de nuevo a comulgar sin esa

pesadumbre en mi cabeza. Y así lo hice. Hoy, con más de 50

años, todavía lo recuerdo como uno de los peores días que

pasé de toda mi infancia y adolescencia.

FIN