Un puñado de cuentos y una huida (primeras páginas)

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UN PUÑADO DE RELATOS Y UNA HUIDA (CUENTOS TEMPRANOS 1995-2005) DAVID NAVARRO LLORET

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David Navarro Lloret compuso estos dieciocho cuentos desde 1995 hasta 2004 sin saber que estaba escribiendo sobre un mismo tema, la huida.Cada una de las propuestas literarias de Un puñado de relatos y una huida tiene como misión principal despertar los sentidos del lector.Disponible para su descarga en Amazon. Pincha en el siguiente enlance: http://goo.gl/IyEKXAEn cuanto al libro, la complejidad de cuentos como John Lennon no murió en Dakota y Ashima contrasta con la sobriedad de Cuento real o la aparente sencillez de Diario infantil.En cualquier caso, aparte del deseo de escapismo como leitmotiv, el manierismo de las estructuras narrativas, entendido como un salto al vacío por saciar el apetito del lector, sobresale en el conjunto como el recurso principal del autor para no dejar indiferente a nadie.

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UN PUÑADO DE RELATOS Y UNA HUIDA

(CUENTOS TEMPRANOS 1995-2005)

DAVID NAVARRO LLORET

Edición online (ebook)

© Bubok Publishing S.L., 2012

1ª edición

A mi familia, mis padres, mi hermano y mis abuelos.

Sin ellos no tendría lo que tengo, no sería como soy.

Índice

Pistas pág. 9

La mirada del viento pág. 12

Catecismo de voluntades pág. 24

Cuento real pág. 29

La puerta delantera pág. 34

Burbujas sin fe pág. 45

La acequia pág. 53

John Lennon no murió en Dakota pág. 56

La frontera del terror pág. 64

Algunos de mis perfiles hablan pág. 74

Diario infantil pág. 81

La cucaracha pág. 89

El día que deja de llover pág. 95

Especial y pasajero pág. 100

Ashima pág. 108

La rutina de Julián pág. 125

Día de la Hispanidad en Anatropía pág. 132

Puta pág. 148

El fatídico destino de una rubia fatal pág. 151

0.

PISTAS

Escribir un libro de cuentos con una idea en común no sale a cuenta.

Sobre todo si el autor no quiere celebrar un concurso de habilidades ni

participar en una antología polífónica.

Y no es el caso.

Por eso, he realizado el camino inverso y he detectado qué tienen en

común todos los cuentos tras escribirlos. A continuación, tras interpretar

que la huida es el pegamento que los une he querido resaltar los pasajes

donde se diluía el tema y, por consiguiente, no he tenido más remedio que

atenuar el mensaje cuando lo he visto demasiado evidente. De manera que

ahora ya es imposible saber si estos cuentos tienen algo, mucho o nada que

ver con lo que quise transmitir a mis 20 años.

Al final, ha prevalecido mi intención de que las historias tengan un sabor

diferente, que resulten atractivas por cómo se leen y no tanto por lo que

significan.

En todos los relatos la huida es el desencadenante o el fin necesario de

las historias que narro. En cuanto releí los cuentos supe que la esencia era

un escapismo que estaba muy en consonancia con mi estado anímico y mis

convicciones durante toda una década.

Para mí, como para mis personajes, el mundo en el que vivimos es (era)

un lugar sobredimensionado, brutal, una pesada bola de plomo que aplasta

a los seres que quieren vivir en libertad y sin ajustarse a un patrón fijo.

No voy a dar pistas al lector sobre la interpretación ni los motivos de

cada uno de los cuentos; a partir de ahora le pertenecen. Os pertenecen.

Pero si se obstina puede entretenerse identificando las fases de la huida o

irritarse mucho con el autor porque no la encuentra. Habrá que asumir ese

riesgo.

En 2012, como hace diecisiete años, estoy convencido de que la sociedad

actual se está inmolando y que en la mayoría de nosotros se fragua una

espada de rebeldía. Esta necesidad está presente en el espíritu de los

cuentos, aunque en campos tan poco bélicos como el derecho a pensar sin

chantajes, a disfrutar también de los lunes, a sufrir en vacaciones, a

trabajar sólo las horas necesarias, a estar solamente con las personas que

nos quieren, a cambiar el gimnasio por hacer los deberes junto a los niños,

a reflexionar, elegir, criticar y, si se puede, vencer el miedo a vivir.

Si la revolución interior debería concluir en algo más que una huida,

hacia el pasado o hacia adelante, ya no es materia que ataña a un escritor

de ficción.

Creo que estos cuentos constatan que muchas personas en diferentes

ámbitos y circunstancias no logran identificar la puerta de salida de su

problemática. Existe la necesidad de cambiar la realidad, pero no hay

ninguna garantía de que sea posible al no poder identificar la situación de

peligro. Principalmente porque la realidad impuesta nos advierte de que si

no conocemos al enemigo ni el objeto de la misión, más vale claudicar. Sin

embargo, antes de rendirse, la gente opta por huir (o sea, toma una

decisión), que es una manera de querer resolver los enigmas de la

existencia a pesar de no tener un mente el rostro del enemigo ni la

recompensa, cuando la hay.

Pero si acaso lo anterior me lo reservo para un ensayo. Espero que los

cuentos te transmitan mucho más que un montón de vagas (aunque

necesarias) ideas.

1.

LA MIRADA DEL VIENTO

Puede parecer fácil narrar un hecho cuando se está en cualquier parte, se

escucha y se ve todo, sin suscitar sospechas. Ese razonamiento está a la

altura de cualquier necio. No entienden que a menudo lo más complicado

está en saber qué se oculta tras lo visible, lo tangible, lo sonoro.

Soy la voz del viento, siempre me presento donde quiera que el aire

necesite renovarse. He asistido a otras historias que, como ésta, han

cruzado los límites de la gran paradoja: la muerte como génesis. Es

frecuente que muera una estrella para formar planetas: en el fondo los

astros, como las personas, saben que la vida es un ciclo que necesita

devorarse a sí mismo para continuar evolucionando. De ahí que muchas

personas, así como algunos animales, terminen suicidándose, dispuestos a

comenzar de nuevo, la próxima vez limpios de error.

Hace muchas mañanas que Gabriel recogió el saco del armario despensa

y abandonó la casa sin encender la luz. Afuera le aguardaba una lluvia de

plata que le acompañó por el sendero verde hasta el muelle y, una vez

embarcado, a alta mar.

Cuando Carmen se estremeció en la noche y abrió los ojos supo que no

tenía sentido llorar si sólo había sido una pesadilla. Pero al abrazar el vacío

de la parte derecha de su cama, se encontró muy sola con sus lágrimas. La

lluvia, que regaba las encinas del camino, sonaba al compás de su llanto.

Al poco se serenó y comprendió que había vencido a la pesadilla: Gabriel

había marchado, como tantas otras veces, aprovechando la complicidad de

la luna. Carmen no sabía que jamás lo volvería a ver vivo. Quizá lo intuía.

Lo cierto es que al sentirse sola se dio cuenta, por primera vez, de que

estaba sola. En el pasado, a pesar de sus largas ausencias, Carmen se

sentía arropada de modo que con el recuerdo de Gabriel, bajo una tupida

manta, lograba aplacar las noches más gélidas.

Intentó abrazarlo una vez más con los ojos cerrados recorriendo el

camino hasta el puerto. Yo me impregné del perfume de Carmen y seguí la

estela del camino de Gabriel. Él, desde cubierta, ya se había mudado al

sabor a algas, así que el aroma de Carmen se hundió en el agua tras

empaparse del salitre de la brisa sin poder acariciar la piel del marinero.

Mientras, Carmen ya no fantaseaba con ir a esperar a Gabriel cuando

volviera. En realidad, hacía mucho tiempo que lo había perdido. Pudiera ser

el día que se olvidó de la fecha exacta de su regreso. Quizá fue cuando ella

se negó a irse de vacaciones con él a la montaña o tal vez fuera la ocasión

en la que él pasó media noche en el bar antes de ni siquiera dejar los bultos

en su casa tras muchas noches ausente.

Ahora el barco se alejaba para no volver a atracar cerca del pueblo donde

había nacido Carmen en tres meses. Pasaron la primera semana sin ver

tierra firme; apenas sacaron los bueyes de pesca una vez al día; el resto del

tiempo lo empleaba Gabriel en dormir, mejor dicho en estar acostado. Los

demás marineros roncaban y no les importaba que una cucaracha se colara

por un camal del pantalón o que los ratones royeran la punta de sus botas;

dormían como troncos, ¿qué más se podía hacer en aquella lata de sardinas

en mitad del océano? Gabriel nunca había hecho otra cosa que no fuera

salir a la mar. Se subió por primera vez a un barco con catorce años y

desde entonces jamás le habían abandonado los restos de salitre sobre las

ojeras.

Carmen empezó a comportarse desde el primer día de su ausencia como

si hubiera enviudado. No sólo planchó su vestido negro y se lo puso con

unos zapatos y un bolso a juego sino que además se desembarazó de toda

la ropa de su marido. La gente del pueblo empezó a murmurar: al

principio, que había abortado, más tarde, que tenía un hermano en

Argentina, al que se lo habían llevado alguna de las fiebres que se cogían

nada más pisar América. En el mercado le preguntaban el motivo del luto y

se quedaba muda, se marchaba sin despedirse y se perdía por las calles de

vuelta a casa sin que nadie se preocupara por su estado, toda vez que les

afeaba el saludo con una mirada hacia otro lado, normalmente al suelo.

A dos meses del regreso al hogar, Gabriel sólo pensaba en la manera de

no volver. Las ocasionales visitas al islote escocés en busca de alimentos

frescos y algún momento de ocio en la taberna también le habían terminado

por hartar. La cerveza apenas le servía para hincharle el vientre y

ocasionarle un dolor de cabeza frío que terminaba con sus defensas. Uno de

esos sábados le dijo a Jesús, el cocinero de abordo, que le esperaran en la

taberna pues quería escribir una carta. Ni Jesús ni los otros insistieron en

que saliera con el resto de la tripulación, ya que pensaron que tal vez así se

desahogase lo suficiente para recuperar el buen ánimo que siempre había

tenido. El capitán no le dio mayor importancia y ordenó a sus marinos que

amarraran fuerte los cabos y se prepararan para divertirse.

Gabriel alzó la vista hacia el puente de mando y vio que allí no quedaba

nadie. Se dirigió a la cabina y encendió una tenue luz que colgaba del

camastro del capitán; encendió el ordenador donde se guardaban las rutas

y activó la carta que habría de guiarlos desde los mares del Norte hacia el

Cantábrico. La intentó modificar para que la misma carta los condujera más

allá del Atlántico, hacia América. Dudó entre ir al Caribe o a Alaska, pero

tampoco se aclaraba demasiado con el navegador así que toqueteó

desesperado varias opciones. De pronto, se quedó a oscuras. Ya en el

puente, descubrió que el apagón afectaba a todo el barco y buscó a tientas

cualquier indicio de que alguien hubiera saboteado la instalación.

Soplaba este viento que narra con fiereza, no de rabia interior (eso es

materia humana), sino por mi naturaleza y le obligué a bajar las escaleras

hacia la cubierta inferior a tientas. No fui yo, sino el miedo quien lo precipitó

al vacío, de manera que cayó sobre un montón de aparejos que no habrían

estado allí si los hubieran colocado en su sitio. Aquel descuido le salvó la

vida. El trabajo que Gabriel había olvidado realizar había amortiguado el

golpe. El hombre se desvaneció al contacto con el material rugoso. Por fin

descansaba. De pronto me volví cálido desde el Mar de Baffin hasta el Golfo

de Vizcaya. Aparté la lluvia tenue de su cuerpo y desperté a Carmen, que se

encontró sudando en pleno marzo, se libró de las mantas que la

aprisionaban, sonrió y cerró los ojos. A muchas millas de distancia, Jesús, el

cocinero de abordo, que no gustaba de emborracharse, hizo un ademán de

salir a la calle para buscar refugio al humo de los cigarros y al griterío. Pese

a la llovizna se percató de que la temperatura era cálida y se acordó de

Gabriel, a quien habían dejado en la litera hacía ya mas de una hora. Volvió

a entrar en la taberna y lo hizo despacio, de manera que algunos hombres

sintieron, por primera vez y pese a haber ingerido gran cantidad de whisky,

una fuerza térmica que les devolvía a la vida… Jesús vio aproximarse al

capitán.

¿Qué pasa?

Voy a acercarme a ver qué le ocurre a Gabriel; ya hace tiempo que

tendría que haberse dejado ver por aquí.

Sí, claro, acércate... Qué raro, juraría que cerca de la puerta hace un

calor del demonio.

Ven conmigo.

Salieron los dos marineros al exterior y se quedaron mirando como si

hubieran visto un fantasma. Sólo en una travesía que le llevara a aguas de

Sierra Leona habían sentido las sienes del capitán un viento tan cálido.

Jesús no había sido consciente de lo excepcional del hecho hasta que se fijó

en el rostro de su superior.

Hijo, ve por Gabriel. No avisaré a los demás: están demasiado bebidos

para disfrutar de este milagro.

Descuida, capi.

Jesús tomó el camino de la playa hasta el puerto. Le sorprendió la

negrura que envolvía al barco y, de nuevo, el calor, un soplo de fuego que

le obligaba a caminar con el rostro agachado. Subió al compartimiento de

las literas y llamó a Gabriel sin obtener respuesta. La oscuridad, perturbada

sólo por los crujidos de la madera, le sobrecogió. Allí no estaba Gabriel;

tanto vacío no podía albergar la respiración de un ser humano.

Como quiera que el calor no bastaba para que Jesús reaccionara, cambié

de estrategia. De pie, con los codos hundidos en un colchón cualquiera,

sintió mucho frío. Abrí la puerta de golpe, repartí mi gélida esencia por toda

la sala, choqué contra la piel colgante de Jesús; por el cogote, de frente,

contra las orejas... todo su ser zarandeado por la energía invisible de este

viento. Jesús no recuperaba el aliento y salió en busca del calor del mar.

También hacía frío, aunque me mantuve calmado para que inspirase el aire

suficiente para pensar. Las luces volvieron a alumbrar la cubierta; un halo

de vapor surgió de entre aparejos y cubos viejos. Con sólo girar la cabeza,

Jesús encontró a Gabriel en la cubierta inferior. Bajó la escala gritando su

nombre, pero estaba inconsciente. Al tenerlo cerca, comprobó que tenía

pulso. Por la posición de las piernas y los brazos y la cercanía a la escala,

estaba claro que había caído. ¿Le habrían atacado? ¿Para qué querría ir si

no al puente de mando?

A los tres días de aquel incidente le dieron el alta en el Hospital. Lo

habían llevado en helicóptero y el regreso lo realizó en avioneta. No se

acordaba de nada, pero en pocos meses recuperaría la memoria. No hubo

tiempo para tanto y la verdad se quedó con el único superviviente del

naufragio: Gabriel. El capitán había decidido cargar los datos anteriores al

apagón para evitar sorpresas. Era su primer viaje por esa ruta. Cuando se

percató de que se estaban yendo demasiado hacia el oeste, el islote de

Rockwall se cruzó con su nave. El destino y el soplo de un viento enfurecido

quisieron que Gabriel se encontrara en el bote pescando en el momento en

el que el barco se fue a pique. El oleaje salvaje que se levantó a

continuación le impidió rescatar al resto de sus compañeros. El barco se

hundió como si nunca antes hubiera flotado. Gabriel gritó con todas sus

fuerzas para demostrarse en voz alta que él no era responsable de lo que

estaba ocurriendo delante de sus ojos. Mientras veía los últimos recovecos

del buque intentando emerger como delfines, se acordó de que tenía una

esposa en un pueblo español, pero también la recordó y la odió aún más

por eso, porque no quería regresar a su lado. Se durmió en el bote cuando

el mar ya se había tragado a sus compañeros en una mortaja metálica, y

soplé hasta que las corrientes marinas se encargaron del náufrago. Lo

condujeron durante semanas por las aguas más apacibles, en cuyo interior

se agolpaban tropeles de peces en pos de un anzuelo que los anclara a

tierra. Unas piedrecillas mezcladas con arena eran el único referente

terrestre de Gabriel en su zozobra. Las noches eran cantos de sirenas

desnudas que lo animaban a seguir huyendo en busca de la invisibilidad.

La noticia del naufragio llegó a oídos de Carmen una noche en medio de

un apagón que duró exactamente dieciocho minutos. No hubo que

despertarla: hacía demasiado calor para dormir. Luego, siguió allí, en la

cama vacía, sin permitir que nadie de su familia la acompañase.

Al día siguiente tenía que acudir a uno de esos bautizos por compromiso.

Sin embargo, la mañana del domingo las campanas repicaron a muerto en

la iglesia. Durante el funeral las mujeres de los otros marineros evitaron

sentarse junto a Carmen; para ellas portaba el germen del mal desde que

había anunciado con su luto prematuro la desgracia que acababa de

suceder. Al lado de la viuda de Gabriel se sentó Marcial, un cartero cojo de

la pierna izquierda desde que contrajera unas fiebres a los ocho años.

Marcial fue el único que, o bien no se percató del gafe diabólico de Carmen,

o, en cambio, no vio ninguna malignidad en su belleza marchita. Justo al

año siguiente se casaron.

Gabriel nunca llegó a ver América ni ningún otro continente, una espina

de pez ardiente como el sable del Ángel Caído le cortó la respiración. Las

corrientes marinas se olvidaron de él y el mar lo engulló.

Unos tres años más tarde, como cada mañana, Carmen intentaba

adivinar en el horizonte señales de humo de su amado Gabriel. La arena de

la playa quemaba sus pies descalzos. Me acerque cálido a la orilla en la que

Carmen se retiraba el sudor del rostro sin apartar la vista del final de las

olas. En forma de suave brisa, destruyendo el mes de diciembre, le limpié

las lágrimas de los ojos mientras se acercaba mi regalo: Gabriel.

En un trono de espuma se balanceaba un cadáver mordido, picoteado y

podrido. En su lugar, Carmen vio un cuerpo de niño, la ternura de su primer

amor, el que debía ser el último, no sólo el primero. Se descalzó y lo acercó

a la arena húmeda; al principio no supo qué hacer con la masa inerte de

Gabriel, quizás debía dar parte a las autoridades, pero aquellos incrédulos y

mezquinos no habían entendido su sufrimiento ni su matrimonio ni nada.

Ella estaba segura de que su niño volvería en sí para quererla como hombre

y, entonces, ¿qué dirían los demás? ¿La seguirían tratando como a una

loca?

Como eran muchos los días de lluvia, Carmen tenía una cueva secreta

donde se guarnecía del mal tiempo y contemplaba fotografías viejas a la luz

de una linterna. No le resultó fácil llevarlo hasta allí, ese cuerpo dormido del

hijo que nunca había tenido, del padre que un día desapareció. Lo recostó

sobre la roca más plana y salió de la cueva; había pensado en volver a casa

a buscarle una manta para protegerlo del frío y la humedad. Antes de

abandonar a Gabriel tapó la entrada con guijarros y rocas, con tanto afán

que parecía obra de la naturaleza.

Al llegar a casa le esperaba una sorpresa: su marido y unos amigos la

esperaban entonando una canción de cumpleaños. Aquella tarde la pasó

entre tragos y risas con los suyos. Se olvidó de Gabriel, estaba eufórica,

empapada del calor de la gente que la quería. Para ser justos, faltaban las

enfermeras y la psiquiatra que la habían arrancado de la locura un año

antes. Era feliz y tampoco tuvo un hueco para las ausencias.

Al día siguiente Marcial se la llevó con el coche a un lugar desconocido,

otra sorpresa. La música de Silvio Rodríguez, la que más le gustaba y las

caricias de su marido la acompañaron en un viaje muy dulce, como un baile

entre las curvas de una carretera rodeada de colosos de nieve.

Al cabo de unas horas llegaron a un balneario perdido en la paz de un

valle. Era precioso, pero lo que más le gustó fue la habitación y su techo

azul celeste. Alrededor fluía un riachuelo que desde la ventana se mostraba

sereno, de plata, y desde el balcón se lanzaba como una serpentina para

perderse en un río mayor. Pasaron cinco días maravillosos de cuidados,

sonrisas y gestos de amor que la obligaron a decir gracias a la vida en cada

comida, cada atardecer, cada mañana.

Un lunes, muy temprano, Carmen cayó en la cuenta de que estaba sola

otra vez. Marcial tenía que repartir el correo urgente del viernes anterior,

cuando había acompañado a Carmen a la revisión mensual con la

psiquiatra. Desde las seis había dejado un hueco en la cama de su esposa.

No la había despertado con un beso, ni le había preparado el desayuno ni

siquiera le había dejado una nota de amor. Entonces sintió que el miedo se

apoderaba de ella y luego derramó una lágrima. Había abandonado a

Gabriel hacía casi un mes, cuando le llegó como un regalo del Cielo. Tuvo

mucho frío. Se vistió con un jersey negro y un pantalón del mismo color. Se

peinó con moño y se pintó ligeramente los labios, como le gustaba a

Gabriel. Sin echar la llave, como hacía siempre, dio un portazo y corrió

hacia la playa. El mar andaba revuelto, el cielo negro.

Me presenté ligero pero frío, como un día de diciembre cualquiera. La

entrada a la cueva apenas se distinguía del resto del muro de roca. Carmen

intentó liberar la apertura de la gruta con urgencia, rascando con las uñas,

gritando entre dientes a las piedras. Cuando ya casi había descubierto el

hueco, sintió mi soplo en el cuello y luego en la espalda. Suspiró y miró

serena el resto de piedras que le quedaban por quitar. Olisqueó algo que no

le agradó y torció la nariz. Se echó hacia atrás sin acabar de dibujar el

paso. Luego, suspiró y terminó de abrir la oquedad. Un manto de luz en

forma de araña iluminó el interior de la cueva: Sobre el lecho rocoso sólo

vio huesos, montones de huesos de un esqueleto putrefacto, asqueroso,

muerto, sangre de la roca y alimento de los recovecos mojados.

Aquella mañana derramó más lágrimas que el mar pudo engullir, y,

aunque años después, la vida no le fue todo lo bien que ansió cuando niña;

al menos jamás volvió a llorar por Gabriel.

2.

CATECISMO DE VOLUNTADES

A Julio Bellota le gustaba poco conducir. Todavía no había convertido su

malquerencia en fobia. Ese espejo en el que ver la propia muerte no le

había atrapado. Curioso, el pánico a conducir como reflejo de un deseo de

morir le habría salvado la vida. Cada vez que bajaba al garaje sentía

nauseas y la oscuridad y el aire viciado lo obligaban a caminar tan tenso

que luego, al volante del Ford Fiesta, no conseguía pegar la espalda al

respaldo. Si lograba dormir por la noche, la columna vertebral se negaba

también a unirse al colchón y este fenómeno le producía dolores matutinos

en diferentes vértebras. Los efectos perniciosos de un día de conducción

para Julio eran inescrutables como los caminos del sufrimiento.

Los Bellota siempre habían tenido problemas con los automóviles. Su padre

era un pésimo conductor: se jugaba la vida cada vez que salía a la carretera

pero rara vez se daba por enterado de los accidentes que estaba a punto de

provocar. Del mismo modo, jamás entró en sus cálculos un regreso al libro

de la autoescuela. Conducir era lo normal y todo el mundo menos las

mujeres lo hacían bien. Además, trabajaba como comercial. Vendía

aceitunas por los bares y en Alicante había muchos bares, no siempre en la

misma calle.

Su abuelo consiguió el carné a la quinta tras un almuerzo con el

examinador. Su tío se examinó trece veces, tantas que siempre lo contaba

cuando retransmitían carreras de fórmula 1 en el bar, cuando se oía una

frenada brusca en el cruce, cuando alguien estrenaba un coche nuevo... en

fin, que siempre lo contaba.

Julio bajó aquella tarde al garaje con el propósito de ir a buscar a su novia

con el coche. La noche anterior Eva le había comentado lo bien que se

llevaban los del quinto, que si él la paseaba en coche a todas partes, que si

ella tenía un coche también muy bonito y un sinfín de pistas que le hicieron

pensar que él tenía la obligación, como el chico del quinto, de hacer valer su

carné de conducir.

A tientas por los estrechos márgenes de la serpentina que lo llevaba hasta

el aparcamiento, Julio imaginó que si esa tarde conducía con toda

normalidad, entonces sería un novio a la altura de Eva. Por un momento,

flaqueó, y consideró que el Universo no se iba a inmutar por un progreso

tan tibio. Claro que de ninguna manera quería ser un perdedor. A Julio le

dio por pensar que el organismo que vela por mantener un cupo elevado de

ganadores natos en la Tierra no le aceptaría otro fracaso sonado. No cayó

en la cuenta de que tenía derecho a detestar a los coches. Pertenecer a la

clase media y ser mayor de dieciocho años no le obligaban a conducir.

Todos sus conocidos tenían dos pies y nadie les obligaba a jugar en la

Primera División de fútbol. De no haber sido tan joven, de no haber

deseado tanto a Eva, de haber vivido en otro país y de no haber heredado

ese Ford Fiesta rojo, tal vez, Julio habría reparado en todo lo anterior.

Julio llegó hasta el aparcamiento tieso como un bacalao y entró en el coche

sin apenas flexionar las rodillas. Gracias a un tremendo orgullo defensivo,

no se percató de su rigidez. Por esa dignidad, giró la llave de arranque con

la cabeza bien alta. La marcha atrás hizo el resto y la bicicleta del abuelo

perdió su vocación de pieza de museo. Julio vio por el retrovisor un pedal

junto al manillar y se le desencajó el rostro de manera que no se reconoció

en el espejo. Enseguida pensó que aquel trasto no servía para nada y que

un ganador nato no podía detenerse ante accidentes sin importancia. Se

relamió contemplando su futuro éxito y se vio pellizcando el culo de Eva

mientras adelantaba a los vecinos del quinto con su Ford Fiesta. Salió sin

más dilación (y sin bajar la persiana del aparcamiento) al exterior de un día

típico de agosto. Empezó a comentar mentalmente todos los giros y en

especial, cada vez que obedecía a una señal de tráfico: cedo el paso, pongo

el intermitente a la izquierda, freno en el Stop… De repente se puso a

llover. La calle parecía una pecera. En ese momento la tensión salió de

bambalinas y borró de la escena a Julio, que perdió el control. Los

limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad junto a la luz anti niebla que

activó por error. Caló a dos ancianos en un paso de cebra que no adivinaron

la repentina aceleración de Julio, que entró en la curva decidido a jugársela

con la barrera del paso a nivel cuya descendiendo implacable. A punto

estuvo de probar la guillotina en su Ford Fiesta heredado, pero andaba bien

de reflejos y se escoró a la derecha sin frenar. Dejó hecho una sopa a

alguien conocido que durante el resto del trayecto se reveló como Tito.

Menudo sinvergüenza. El tipo había salido a flote gracias a la hermana de

Eva para luego ponerle los cuernos con una tía de lo más vulgar. Clara lo

había salvado de las drogas, le había pagado los cursos de jardinería y el

muy cabrón... Julio se alegró de haber mojado a ese desalmado.

Esa noche se sentía pletórico por su fabuloso trayecto en coche e insistió en

hacer el amor con Eva en su interior, pero al día siguiente, durante otro

paseo feliz en el Ford Fiesta le habló del percance de con Tito. Eva se alegró

también. Aunque al fin y al cabo, la vida lo estaba poniendo en su sitio. Lo

habían despedido de la oficina, donde llegó por enchufe de Clara, y ahora

limpiaba los desperdicios del tanatorio. Peor destino imposible. El baño de la

tarde anterior sólo recalcaba el puño de la justicia que lo estrangularía sin

remedio.

Julio siguió durante toda la semana recogiendo a su novia en coche. Sólo

volvieron a hablar de Tito para comentar lo inefable del destino: ahora lo

habían visto con muletas. Y aquel domingo, siete días después de mudarse

al barrio de los ganadores y tras un interesante coito enfrente del cuartel de

la Guardia Civil, en el interior de su Fiesta, claro, Julio fue a guardar el

coche a la plaza de aparcamiento.

Con un gesto, subió la persiana. Entre la penumbra percibió una bota

suspendida en el aire. Su alegría por haber vencido el miedo a conducir lo

había instalado en una burbuja. No le importaba quién hubiera puesto la

bota ahí ni por qué. Simplemente saltó y con el puño cerrado la hizo oscilar

como un péndulo. No era una bota, sino un jamón lo que acaba de golpear.

Le hizo gracia y se imaginó un regalo sorpresa. Encendió la luz del

aparcamiento y descubrió una forma extraña embutida en una malla como

las que utilizan para las patatas. Tenía forma de bota y aspecto y tacto de

jamón. Una nota colgaba de una de las redecillas. La desenganchó:

“Hamputada por Tito cuando iba a travajar gracias al hijoputa de Julio que

me atropello el lunes 7 de agosto de 1995”.

Julio Bellota dejó de escuchar el ruido del motor del Ford Fiesta que

aguardaba a su encierro. En su mente sólo cabía la pésima ortografía de la

nota. Volvió a la realidad y sintió una presencia. Se dio la vuelta y, a la

media luz del aparcamiento, vio a Tito apoyado en un bastón. En su pierna

derecha había un vacío. Tito se acercó hasta apoyarse en el morro del coche

y blandió su bastón contra la cabeza de Julio.

Pasaron minutos, horas o... días.

Julio despertó sobre una superficie fría. Olía a medicamentos. Respiró

aliviado. Al moverse descubrió que estaba atado a aquella placa metálica.

Cerró los ojos horrorizado y deseó con todas las fuerzas que fuera una

pesadilla. Quería despertar en la cama de un hospital o en su propia

habitación. Los abrió de nuevo y todo su campo de visión se vio invadido

por el rostro desencajado de Tito. El brillo asesino de una sierra resaltaba

por encima del verde apagado de su mono de trabajo.

3.

CUENTO REAL

Relatar un hecho ficticio para conformar una realidad es mucho más

gratificante que convertir la realidad en ficción. Sin duda. A la hora de

empezar a narrar esta tragedia me encuentro con algo tan terrible como la

misma muerte y con una dificultad añadida: la incapacidad de contar todos

los detalles de la noche que vi morir a Andreu.

Imaginadme en un pueblo alicantino, en la tercera semana de julio y a

punto de las fiestas patronales. Hace calor. La gente toma en las terrazas

de los bares cualquier cosa que les ayude a refrescarse. Los niños corretean

alrededor de las mesas y nadie les hace caso. Sus padres ríen mientras

apuran sus cervezas. La noche luce estrellada como nunca.

Aquella noche tengo muchos menos años que ahora. Acabo de regresar

de la universidad y me espera el mundo real. Antes quiero disfrutar de mi

último verano. De alguna manera intuyo que los siguientes veranos serán

distintos.

Imaginadme saliendo, pues, de mi casa donde acabo de cenar la tortilla

de patatas de mi madre. Ellos contentos, yo más.

Estoy en la calle y me apetece llamar a Santi para reunirme con el resto

de amigos en la calle más céntrica del pueblo. Todo esto lo doy por hecho

cuando paso por la plaza repleta de mesas, niños que corren y papás que

parlotean con otros papás. Es decir, el mecanismo es automático: desde

que llegó julio, yo paso a buscar a Santi y si me falla, a Tomás, y con uno,

con el otro, con los dos o solo, me voy a la calle Colón. Allí siempre hay

alguien más tomándose un helado. Pasada la plaza, se nota ya el ambiente

pre-festivo. El alumbrado con motivos cristianos y sarracenos gobierna las

calles desde su mutismo expectante; los festeros cercan sus penyes y

cuarteles con tiras de cañiz aún verde. Cada cual se afana para dejar a

punto los escenarios que darán paso a cinco días de hermandad festiva.

Todavía no huele a vomitona de alcohol barato ni a pólvora mezclada con

orín, pero la brisa saca de los acuartelamientos moros el aroma de los

primeros nardos y las cachimbas borrachas.

La calle donde vive Santi es un punto turbio en el mapa. Ni los días más

luminosos se libra de la oscuridad. Antes de desembocar allí, oigo una

algarabía propia de mis paisanos y de los días de fiesta que se avecinan.

Instintivamente, me miro la camisa nueva y los pantalones vaqueros de

marca, y me siento fuera de lugar. Antes de doblar la esquina que me

separa de los festeros y de la calle de Santi, siento ganas de apuntarme a

una compañía, mora o cristiana, me da igual, pues la fiesta me recorre las

venas. Ya es tarde, me consuelo al doblar la esquina, aunque sé que el

motivo es el dinero. Ni más ni menos.

Aumenta el volumen de las risas –gritos de horror en realidad.

Veinteañeros como yo, que conozco de vista, corren por la perpendicular a

la calle de Santi. Les sonrío sin saber por qué. Un chico muy grueso llega a

la esquina y parece reclamar mi atención. Va todo manchado, no entiendo

qué me dice y entonces lo identifico: es un tal Andreu. Sólo he tratado una

vez con él y fue hace muchos años, precisamente durante unas fiestas, en

la penya contigua a la mía. Debe de estar borracho, pienso.

Avanzo por la acera a unos diez metros del portal de Santi y de reojo

observo que Andreu se tiende en la acera de enfrente, sobre los escalones

de un local. Su amigo –cuyo nombre desconozco—, un chico alto y muy

delgado, acude a su lado corriendo desde la calle perpendicular. Se agacha

y coloca la mano sobre la mancha en el costado de la camiseta de Andreu.

Antes de que ese chico grite ayuda, que lo han matado, comprendo lo que

sucede: es sangre. Andreu se está desangrando y unos segundos antes me

ha pedido ayuda.

No puedo socorrerlo ni siquiera detenerme. Acelero el paso. Una mujer

mayor que está tirando la basura, acude en auxilio de Andreu. No sé qué le

dice el chico alto. Ambulancia y asesino son las únicas palabras que

distingo. Sigo sin reaccionar y continúo un par de pasos más hasta tocar el

timbre de Santi. Le pido que baje enseguida. Seguramente ha percibido mi

nerviosismo.

Mis propias palabras vuelven a sonar en la cabeza y decido acercarme,

miento, me acerco al escalón donde se desangra Andreu. No es el hilo de

sangre de los cuadros o de las películas. Un material viscoso y turbio

empapa un pañuelo que acaba de colocar su amigo. No es la sangre de un

corte en el dedo. Es su vida. De repente me encuentro en un círculo de

curiosos impávidos como yo. Saco mi pañuelo y se lo doy al chico alto

cuando vuelve de implorar contra la columna tras de sí. La tela se funde con

la sangre. La femoral, grita alguien. Viene Santi y se coloca a mi lado, pero

no me pregunta qué ocurre. El coche de la Guardia Civil irrumpe en el

escenario de la tragedia. Despejan el corrillo dos guardias que preguntan al

chico alto por lo sucedido. Alguien le ha clavado el cuchillo a Andreu por no

querer darle tabaco.

Uno de los guardias se apresura a usar su radio, pero no acierta con el

nombre de la calle. La muchedumbre en torno al moribundo lo corrige, pero

ninguno de los dos guardias acierta. Los segundos parecen horas. El

sargento decide que deben transportarlo ellos mismos. Santi me coge por la

solapa y nos alejamos unos metros. Se llevan a Andreu.

Creo que fue así más o menos. Han pasado unos años y ni mis notas de

entonces parecen fiables. Lo cierto es que vi cómo la muerte se llevaba

inexorable a un ser humano en las inmediaciones del siglo XXI. Todos lo

vimos. Yo no actúe como debía. La guardia civil estuvo torpe. Los demás

tampoco supieron qué hacer y Andreu se terminó de desangrar como en las

trifulcas callejeras de la Edad Media.

El resto de esta historia me importa menos: nos cruzamos con la

ambulancia perdida por las calles muchos minutos después; el asesino

resultó ser un perturbado, ex presidiario, que había atacado a otras dos

personas; un amigo mío se salvó de milagro y todavía hoy cojea; otro

amigo mío, al que atacó en el mismo local que a Andreu, tiene una cicatriz

en la mejilla que siempre le recordará lo sucedido.

Lo que más me inquieta aún hoy de todo lo que aconteció es cruzarme

con Enric, el chico de la cicatriz, junto al amigo íntimo de Andreu –todavía

no sé cómo se llama. Enric y el chico alto continúan inseparables desde el

día del asesinato. A veces temo que me repudien por no haber actuado a

tiempo. Les veo pasar hablando de sus cosas y reconozco que eludo el

encuentro por si algún día al volver a casa, la mirada de uno de ellos me

hace pensar en la camisa que todavía pende de mi armario y que pude

haber usado para tapar la hemorragia.

No he contado que el asesino entró y salió de la cárcel a los pocos años.

Tampoco he querido referirme a las manifestaciones que recorrieron el

pueblo los días siguientes al asesinato ni a los brotes racistas contra los

gitanos –etnia del asesino al parecer— ni al intento de linchamiento al

alcalde.

Tan sólo he intentado transmitir un sentimiento de impotencia que va

más allá de aquella terrible escena. Es el mismo que me azota a pocos días

de la muerte de mi abuela, esta vez por causas naturales. No somos más

que marionetas con fechas de caducidad emborronadas por ese cúmulo de

absurdos con algún sentido global que es la vida.