Un recuerdo de mi infancia

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UN RECUERDO DE MI INFANCIA Luis Gerardo Cortez Junio de 2001

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Una historia novelada de la finca que ocupa el Archivo Historico del Estado de Aguascalientes.

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UN RECUERDO DE MI INFANCIA

Luis Gerardo CortezJunio de 2001

Haciendo memoria de las vivencias de mi infancia, recordé aquella casona en

donde jugaba de niño, ellos recuerdo claramente a Don Martín que era quien

vivía en esa casa, y a quienes le visitábamos; don Juan; don Rodolfo; don

Felipe y yo, Luis.

La finca se localizaba en la traza de la villa y calle que sale para la ciudad de

Zacatecas que se llama de Tacuba1. La fachada de esa casa era

impresionante, sorprendía a propios y extraños, se tenía por fuerza que voltear

a verla. Su fachada de cantera amarilla trabajada en algunas de sus partes con

figuras en forma de rosetones y pilastras a los costados de las puertas y las

ventanas, daban la impresión de un pequeño palacete.

Para entrar a esa casa, se tenía que pasar un portón de madera

opulentamente trabajada, y en el cual para llamar a la puerta, había un aldabón

en forma de una delicada mano de mujer, después tan solo unos cuantos

pasos de la puerta principal, se franqueaba una reja elaborada en hierro, en

ella, en la parte superior, encerradas en un medio circulo, se leían tres letras

que hacían alusión a los propietarios de la casa2, trasponiendo la reja se

comenzaba un enorme patio, que rodeado de macetones y un pozo en la mitad

del patio donde se surtían de agua, el pozo pintado de blanco, y con unos

troncos que servían para amarrar la cuerda de la tina que servía para alcanzar

el líquido.

El piso de ladrillo rojo lo hacía verse agradable e inspiraba tranquilidad, las

cinco habitaciones se situaban en torno a el. Cuatro candiles de velas

1 Calle de 5 de mayo2 las letras eran GEC que significaban Gaspar, Engracia y el apellido Cruz

adornaban el patio, las cuales nunca se utilizaban por las corrientes de aire que

los apagaba frecuentemente, por ello, en las paredes se veían sostenidos por

alcayatas, los cinco quinqués que suplían a los candiles.

Una vieja carreta en buen estado, se utilizaba como macetero, ignoro el

porque si estando en buenas condiciones, se le daba ese uso, siendo que

pudiera servir para carga, pero ahí estaba, en medio de la tranquilidad del patio

que solo era interrumpida por los cantos de los pájaros que se atrevían a

posarse en las ramas de las plantas que tanto cuidaba doña Engracia.

De los cuartos que daban a la calle, el del lado derecho, era el que se ocupaba

como la sala de la casa que para nosotros siempre fue vetada por doña

Engracia, madre de don Martín porque --nos decía con su grave voz-

“que si entrábamos sería la ultima vez que vería sanos los muebles de

esa habitación”.

La sala contaba con dos ventanales y dos pequeños balcones, los muebles

de la sala apenas si los alcanzábamos a distinguir a través de los vidrios de la

puerta, debido a que éramos de corta estatura, sin forzarnos demasiado se

veía perfectamente un gran espejo en el cual se reflejaba la mesa de centro

que, adornada con figuras de porcelana, se situaba al centro del cuarto.

En la pared contraria de ese cuarto se veían dos cuadros de unos santos

que veneraba la familia, eran Santa Bárbara y San Juan Nepomuceno,

pintados sobre lamina de cobre, según me comento un sirviente indio de

nombre Manuel, a quién la familia protegía desde niño.

En el aposento del lado izquierdo se encontraba la tienda “EL NUEVO

MUNDO” donde la entrada de luz a raudales hacía destacar la austeridad del

mobiliario que se componía de una estantería de pino sin barnizar. El

establecimiento era uno de los mejores surtidos de la villa, en ella, se podía

localizar gran cantidad de artículos como sillas de montar perfectamente

trabajadas y que regularmente, me di cuenta después, eran de las que

compraban los ricos hacendados de la región, unos de ellos eran los Rincón

Gallardo, con quiénes se había logrado trabar una buena amistad.

Había también machetes de todas clases y con todo tipo de cachas, dagas,

espadas y por ahí logré ver alguna vez un arcabuz. Entre otras

particularidades había capas ricamente confeccionadas, sombreros y otros

varios géneros que la gente acudía a comprar con don Gaspar, quien era una

persona bonachona y agradable, con toda la gente que llegaba a su tienda

platicaba, no importando su posición económica. Sobre esta afabilidad, doña

Engracia, su esposa le hacía el comentario de que parecía una enredadera, ya

que se atoraba en cualquier tronco.

Una amistad que apreciaba mucho era la de Juan García de Castañeda,

que cuando se lo permitía su trabajo de retablista, llegaba, y sentado en un

banco que le facilitaba don Gaspar, para estarse gran parte del día, se

recargaba en el grueso mostrador de madera despintada que abarcaba de

pared a pared, y el cual se encontraba repleto de mercancías varias. No

recuerdo haber escuchado de que platicaban, pero cuando lo hacían se les

pasaba el día en ello, solo se escuchaban sus risotadas por toda la casa.

Juan García de Castañeda, tenía su taller a tan solo media cuadra de la

tienda.

Dentro de la tienda, lo que a nosotros interesaba, era el piloncillo, y

mientras don Martín con mil argucias distraía a los dos empleados que

trabajaban en la tienda, nos escabullíamos y al estar cerca del costal que

contenía el dulce, aprovechábamos para llenar nuestros bolsillos. Entrar a esa

tienda significaba salir con algún dulce en el pantalón.

En la parte trasera de la tienda, pasando por una pequeña puerta que se

localizaba entre la estantería, se localizaba la oficina donde se pesaba , se

revisaba, se tomaban medidas y se les pagaba a los proveedores que llevaban

sus mercancías. Al centro de la oficina, había sostenida por una gruesa cadena

que colgaba de una de las vigas del techo, una enorme balanza. Ayudándonos

de los costales de fríjol que siempre había cerca, fácilmente subíamos en ella

sin peligro de que fuera a dañarse, en los platos de esa balanza cabíamos

perfectamente sentados y en ella nos columpiábamos hasta que con un grito,

cuando se acordaba, don Gaspar nos quitaba de ella.

Después de haber consumado nuestra pillería con el dulce, y de mecernos en

la balanza, nos marchábamos a la huerta donde saboreábamos las granadas,

duraznos y uvas.

De las ramas de un gran mezquite que se localizaba en una de las esquinas

de la huerta, colgábamos nuestro columpio y mientras nos tocaba el turno de

usarlo, los demás hacíamos el intento de cazar las lagartijas que

avizorábamos, intento que resultaba inútil ya que nuestra puntería era para

sentarse a llorar.

Hasta ahí llegaban los ricos olores de la cocina, de donde por cierto

invariablemente éramos echados por quienes ahí laboraban, las hermanas, la

señora madre de don Martín, y Glafíra quien se encargaba de cocinar, tenía

muy buen sazón, y cuando por alguna razón no lo hacía, don Gaspar con voz

que escondía reproche le ponía pretextos a la comida.

Ingresar a la cocina parecía que se estaba en un sitio donde se fabricaban

vajillas, ahí se podían localizar de diversos tipos y colores entre las que

destacaba una bellamente decorada por artesanos de la Puebla de los

Ángeles, por nuestro anfitrión supimos que esa vajilla era de las que le

llamaban de talavera y había pertenecido a sus abuelos, que en su viaje desde

la madre patria, al pasar por aquella ciudad, la compraron y trajeron con ellos.

La estufa de leña la mayor parte del día permanecía encendida, el humo del

ocote que se utilizaba como combustible, al encenderlo despedía tanto humo

que parecía haber un incendio en la habitación. El olor tan penetrante de la

humareda impregnaba la ropa, la campana que servía de escape a ese humo,

estaba ya totalmente ennegrecida, en su orilla de la parte de afuera se podía

ver a todo lo largo, una fila de mosaicos blancos con una línea azul en forma de

greca sin fin.

Una mesa grande estaba el centro de la cocina, servía para cortar las

verduras, la carne, y en una orilla de esta mesa, Manuel con movimientos

apresurados, amasaba y daba forma a las tortillas. Esta mesa tenía una

particularidad, uno de sus costados carecía de adorno, que era un hermoso

tallado en forma de florecillas y rosetones. Pensába que por el uso que se le

daba a esta, se estaba maltratando, sin embargo, la curiosidad me llevó a

preguntar a Glafira el porque de esa falta de adorno y me explico que esa mesa

así era, ya que del lado donde no había adorno, se sentaban los dueños de la

casa, y donde estaban los adornos, los invitados, me dijo también “es una

forma de halagar a quienes visitan a don Gaspar”.

Al lado de la cocina estaba el comedor, en esa habitación se encontraba una

gran mesa rectangular de color café oscuro con ocho sillas que a nosotros nos

parecía el trono de algún Rey.

El trabajo de ebanistería era muy bueno, las patas de la mesa eran gruesas y

al finalizar se apoyaban sobre lo que representaban unas garras de león, los

detalles de los terminados eran de excelente manufactura, trabajos que se

hacían por el rumbo de la hacienda de Palo Alto. Sentados a la hora de la

comida en ese fabuloso comedor, teníamos vista hacia el patio a través de un

gran ventanal que a su vez servía como puerta. En la pared sur de este cuarto,

había un hermoso trastero del mismo color y tipo de trabajo que la mesa del

comedor, en el, meticulosamente acomodados, estaban varios y diferentes

juegos de copas que rara vez se utilizaban, salvo en eventos muy especiales

que ameritara abrir las puertas de dicho trastero, como lo fueron las elegantes

bodas de las señoritas de la casa.

Prohibiciones había muchas, y dos de ellas eran; el ingresar a las alcobas de

los señores de la casa y a la de las hermanas de don Martín que se llamaban

Mariana y Francisca, quienes de muy buen carácter y de no malos bigotes,

eran cotejadas insistentemente por los caballeros de la villa, entre los que

recuerdo a Manuel Rafael de Aguilera, hijo de aquel escribano publico y de

cabildo Baltazar de Aguilera, ante quien se llevaron muchos negocios de la

villa, -tengo entendido, que en un baúl, que por cierto tiene dos llaves, y

resguardado como un tesoro por sus familiares,- aun conservan los libros

de protocolos en los cuales se encuentra escrita parte de la vida de nuestra

villa de la Asunción.

Mariana casó joven, de 18 años de edad con un caballero vecino de la

ciudad de Zacatecas y Francisca casó un poco mas grande de 20 años de

edad con un rico comerciante de la ciudad de Guanajuato de quién enviudó

tan solo a los cinco años de casada, ella vive ahora con sus dos hijos Diego y

Bernabé, en la ciudad de México.

La casa que tan buenos recuerdos me trae, fue vendida el año de 1738 “en

benta real” por Martín de la Cruz, mi amigo quién trabo negocio con Cristóbal

de Cobos en un precio y cuantía de 500 pesos de oro común en reales, de

cuya cantidad fui testigo de haberla recibido. Martín se dio por contento y este

a su vez le cedió todas sus entradas y salidas, usos costumbres, derecho y

servidumbre que le pertenecían a la finca.

Los linderos de la casa se especificaron de la siguiente forma, al norte con

la casa del comprador, quien muchas de las veces nos amonestó por invadir su

propiedad en busca de alguna aventura; al poniente con la huerta de un vecino

de rancio abolengo, don Francisco de Medina y al oriente con la huerta de

Pedro de Lascarro, con la cual había calle de por medio.

Estando en el trámite del negocio comenzamos a recordar las travesuras

que hacíamos y con grandes y sonoras carcajadas don Cristóbal, ahora ya una

persona mayor, comentaba que le daba mucho gusto el ver niños en su

propiedad, pero había momentos en donde nos pasábamos del limite, como

aquella vez que por el mal tino del cual éramos poseedores, en lugar de darle a

una lagartija, rompimos un vidrio de uno de los cuartos de la casa que daba a

la huerta. Al terminar de estampar su firma en la escritura, explicó que, ahora

que había adquirido la propiedad, uniría ambas huertas para sacar mayor

provecho de ellas.

El negocio de la compra venta, se llevó a cabo ante el escribano publico

que alguna ocasión pretendió a una de las hermanas de don Martín, Manuel

Rafael de Aguilera, quien igual al acordarse de sus tiempos mozos,

comenzamos a reír. ¡que pequeño es este mundo! ¡quién iba a imaginar

que yo intervendría en la venta de esta casa donde vivió alguien a quién

pretendí!.

La venta transcurrió en medio del buen humor, con recuerdos se animó la

reunión, no hubo caras largas en ningún momento, solo hasta que nos

despedimos del escribano y el comprador. Martín con un dejo de nostalgia me

pidió que le acompañara a la que había sido su casa durante un poco mas de

28 años, buscamos a nuestros compañeros de tropelías, Juan, Rodolfo y

Felipe, no fue posible localizarlos, aún así, comenzamos a caminar por la calle

del ojocaliente3, calle donde se localizaba la casa y oficina del notario, hasta

llegar a la plaza y tomar la calle donde se hallaba la casa. Recorrimos la vieja

casona en busca de los recuerdos que fuimos encontrando en cada esquina de

la casa, recordando a sus padres fallecidos hacía dos años, victimas de un

asalto cuando venían de Lagos de Moreno, a quienes robaron tan solo 20

reales. Dos vidas por una miseria.

3 Después calle del Centenario, hoy Juan de Montoro

A sus hermanas las visitaba periódicamente, sin embargo a una de ellas

dejaría de verla por lo menos en un largo tiempo y a la otra la vería casi a

diario, ya que Martín, ávido de aventura, se marchaba a la ciudad de México a

tomar posesión de un trabajo que le habían ofrecido en el ramo de la minería

por lo que tendría que residir en aquella ciudad.

Llegó el día de su partida, me pidió le acompañara a la diligencia, así lo

hice eran las seis de la tarde, comenzaba el ocaso del día, el sol se veía

amarillento, esta vez me hice acompañar de nuestros amigos con quienes

disfrutamos aquella casa donde pasamos nuestra infancia, al verlos Martín,

emocionado se fundió en un abrazo fraternal, de grandes amigos como lo

éramos, el conductor de la diligencia con su grito de “nos vamos” corto aquel

emotivo abrazo. Martín subió su pie al peldaño del carruaje que crujió ante su

peso, no sin antes arrancarnos la promesa que lo visitaríamos en aquella

ciudad, a lo cual asentimos con toda la firmeza posible, la diligencia comenzó a

recorrer su camino desde la esquina que formaban la calle de Relox4 y San

Diego para tomar la de Tacuba. Las ruedas del carromato golpeaban

lentamente a su arranque las piedras del camino, conforme aumentaba

velocidad, dejaba una nube de tierra a su paso, le seguimos con la mirada

hasta perderse en la calle donde por mucho tiempo se ubico la casa de nuestra

infancia.

Acervo consultado:

Protocolos Notariales caja 14 legajo2, fojas 165v-167f.Archivo Histórico del estado de Aguascalientes.

4 Hoy calle Juárez