Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...
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EL SECRETARIO DEL INQUISIDOR
Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos
(1556-1566)
por W.J.D. van Dijck
Traducido por William Greendyk
Grand Rapids, Michigan, EE.UU.
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ÍNDICE
1. El fugitivo 3
2. Un refugio inesperado 9
3. El relato de Harm Hiddesz 17
4. Un sermón extraordinario 17
5. A la caza del hereje 20
6. El secretario del Inquisidor 25
7. Un descubrimiento sorprendente 28
8. La huida 32
9. El rescate de Harm Hiddesz 34
10. La ciudad de oro 37
11. La cena en la casa del párroco 42
12. Un mar de dudas 46
13. En el castillo de Duivenvoorde 49
14. En La Roca de Leiden 53
15. La tortura 57
16. El reencuentro 67
17. Diez años después 71
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EL FUGITIVO
— ¡Vamos Adrián, no te rindas, hijo! Ya puedo vislumbrar las
torres de Leiden en el horizonte. Si nos damos prisa podremos
encontrarnos en media hora en la casa de unos buenos amigos donde
podrás descansar junto a la chimenea.
El hombre que así le hablaba al chico de doce años que iba
caminando a su vera era alto y de anchos hombros. Andaba ligeramente
encorvado bajo el peso de un saco de piel negra que llevaba atado a la
espalda con una ancha correa y, a juzgar por su vestimenta, no era ni
campesino ni burgués. Cuando el frío viento del norte le levantaba su
capa de paño, se podía observar que su chaleco y sus calzones estaban
hechos de una tela fina procedente de Delft, una tela usada únicamente
por burgueses, mientras que sus rudimentarios zapatos, atados con
correas, se parecían a los de un campesino. Un sombrero de fieltro
blando le cubría gran parte de su barbudo rostro.
Las ropas del chico eran idénticas a la del hombre, excepto que en
lugar de un sombrero de ala ancha el chico se cubría con una gorra de
piel con orejeras para protegerse del gélido frío. Ambos caminaban
lentamente y con dificultad. El camino que discurría junto al río Vliet, -
pensado más para caballos de sirga que para personas -, estaba congelado
y los terrones duros como rocas hacían el andar sumamente difícil. La
calma de la noche que se cernía rápidamente era rota sólo por el
monótono rasgueo producido en el sólido suelo helado por los patines de
algún granjero de vuelta a casa o por los graznidos de unos cuervos en
pleno vuela hacia el boscoso Camino de La Haya. De repente, el chico se
paró y se puso una mano sobre la frente. El hombre se paró a su lado.
— ¿Qué ocurre, hijo, ya no puedes más? — “No me sorprende”,
pensó, “desde esta mañana temprano que lleva ya andando bajo este frío
por caminos intransitables.
— No, papá — contestó el chico — No es el frío lo que me
molesta. ¡Fíjate qué caliente está mi frente, y además mis rodillas están
cada vez más débiles! ¡Papá, no puedo seguir! ¡De verdad, no puedo
más!
Si en ese preciso instante el hombre no hubiera agarrado al chico con
sus fuertes brazos, este se habría caído desplomado allí mismo. El
hombre se asustó.
— ¡Adrián! — gritó alarmado — ¡Hijo mío, mi hijo querido!
Tras posar una rodilla sobre el helado suelo se trajo a su hijo contra
el pecho. Los ojos del chico se habían cerrado.
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— Demasiado frío para el chico — murmuró el hombre.
Aguantando a su hijo con una mano, sacó una botellita de debajo de su
capa con la otra — Toma, hijo, un poco de vino dulce te sentará bien.
Pasados unos minutos, el chico abrió los ojos de nuevo y miró
confundido a su alrededor.
— ¡Ah! Ya te sientes mejor, ¿a que sí? — le preguntó el hombre.
— Sí, papá — le respondió Adrián, cuyo cuerpo temblaba de pies a
cabeza, castañeteando los dientes — pero es tan raro lo que siento. Mis
piernas parecen de plomo, simplemente ya no puedo dar un paso más.
— Bueno, inténtalo, pero poco a poco. Ahí, cerca de ese puentecito,
puedo ver una granja. Nos meteremos dentro durante unos minutos y
luego seguiremos nuestro camino cuando hayas reposado durante un rato
junto al fuego. Como sabes, mañana es Navidad y, por tanto, pero
también por ti, quiero llegar a casa del hortelano Folkert esta misma
tarde.
Esto dicho, el hombre agarró al chico del brazo y se llegaron hasta la
verja de entrada a la granja. A su llamada, respondida por los rabiosos
ladridos de un perro guardián, apareció un campesino portando un farol,
pues, aunque aún no podía ser más que alrededor de las cinco de la tarde,
la oscuridad ya había tomado posesión del día.
— ¿Qué quieren ustedes? — preguntó el campesino con un tono
poco amable.
— Buen amigo — dijo el hombre — ¿serás tan amable de rogarle a
tu señor que nos deje entrar en la casa durante unos pocos minutos? Este
chico está helado hasta los huesos y muy cansado. Con gusto os pagaré
cualquier gasto que causemos.
— El señor de la casa soy yo — fue su brusca respuesta — y en
cuanto a pagar, ya me conozco yo bien esa trampa. Mi casa no es una
posada abierta a mendigos de cualquier calaña. Si llevan dinero en los
bolsillos, váyanse entonces a la cantina del embarcadero. Allí hallarán lo
que buscan.
— Pero ve — insistió el hombre, todavía sosteniendo al chico —
que el niño ya no puede andar ni un paso más. Por favor, te suplico que
nos dejes sentarnos junto al fuego durante media hora sólo.
— La cantina del embarcadero está por ahí — fue la seca respuesta
del campesino, señalando con el dedo en dirección a Leiden —, ¡así que
ahora lárguense ya de aquí!
Dicho esto, el campesino se dio la vuelta gruñendo, se acercó a la
caseta del perro y lo soltó. Ladrando como un poseso, el vil animal se
abalanzó hacia la verja.
— Vamos, hijo mío — dijo el hombre con un tono que daba a
entender que ya no le sorprendía ser tratado de esa manera. Al menos ese
campesino gruñón no nos tomó el pelo, pues veo una luz ahí delante y
también el trasbordador aprisionado en el hielo.
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Padre e hijo prosiguieron así su camino en silencio. Poco más tarde
llegaron a la cantina del embarcadero, un gran edificio de ladrillo
salpicado de ventanas medio cerradas con grandes postigos. Del interior
surgía una tenue luz a través de las ranuras de los postigos. El hombre
vaciló por un momento antes de alzar el pestillo de la puerta, pero una
mirada al agotado y tambaleante chico fue suficiente para eliminar
cualquier atisbo de duda, y así se decidió a entrar en la cantina.
Esta era una sala bastante grande y de techo bajo cruzado por añejos
y pesados travesaños de madera de roble que, negruzcos a causa del
humo y por el paso del tiempo, exudaban más bien fuerza que belleza.
Alrededor del gran fuego de la chimenea, alimentado con grandes leños y
trozos de turba seca, se sentaban un puñado de campesinos que jugaban a
las cartas bajo la tenue luz que proporcionaban un par de humeantes
velas. En la parte saliente de la tarima de hierro de la chimenea habían
colocadas unas cuantas jarras grandes de peltre llenas de la cerveza negra
de Delft que era tan embriagadora como famosa.
— ¡Buenas tardes a todos! — saludó el hombre. Todos los que se
encontraban en la sala se volvieron y miraron sorprendidos a la pareja
recién llegada sin devolver el saludo. Sin embargo, el patrón de la
cantina, un bajito bizco pero de fuerte complexión, se acercó
inmediatamente a saludar a los nuevos clientes.
— Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo servirle? — preguntó el
posadero mientras estudiaba al forastero de pies a cabeza a la vez que se
quitaba la gorra de piel de la cabeza con más educación que gracia para
saludar a los recién llegados. El posadero, conocido por todos como el
bizco Krijn, también parecía sorprendido. No era normal ver forasteros
en su cantina en esta época del año, pues únicamente los granjeros que
vivían a lo largo del curso del Vliet y en los alrededores de Voorschoten
y del dique de Leiden paraban aquí de tanto en tanto para tomarse una
jarra de cerveza tibia.
— Necesitamos descansar un rato, posadero, y tomarnos una pinta
de cerveza tibia. Hace frío ahí fuera y todavía nos hallamos a larga
distancia de Leiden — respondió el forastero mientras acomodaba a su
hijo en uno de los pocos bancos libres de la sala y su mochila bajo una
mesita de madera.
— ¡Amigo mío! ¿A Leiden a estas horas? — exclamó el bizco
Krijn, lanzándole una mirada de asombro al hombre — Pero ¿por qué
razón toman el camino del Vliet? ¿No sería mejor y más conveniente
viajar por el camino principal que por el del camino de sirga?
— ¡Un bicho raro! — murmuró uno de los campesinos quien,
cartas en mano, se había girado para mirar con atención a los visitantes
— ¿Tú qué crees, Kees?
— Me da igual lo que sea, ¡y reparte ya las cartas de una vez!
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— Ciertamente — prosiguió el forastero — este camino no es fácil
de transitar, pero uno no puede ser demasiado exigente cuando se
encuentra en viaje de negocios y, de todas formas, este es el camino más
corto desde el Dique.
— Verdad dices — asintió el posadero mientras les ponía un par de
humeantes cervezas — Pero ¿tienen en cuenta que cierran la puerta de la
ciudad a las siete?
— Bien lo sé, sí, pero no me es menester entrar dentro de los muros
de la ciudad, pues uno de mis amigos me espera fuera.
— ¿En casa de Krelis, el verdulero? — preguntó el posadero con
curiosidad.
El forastero no respondió, pues en ese momento concentraba toda su
atención en su hijo. Este había colocado la cabeza sobre el pecho de su
padre y no podía moverse ni para sorber un poco de cerveza tibia.
— ¡Ay, cómo me duele aquí! — se quejó el chico, poniéndose la
mano en la frente.
— Pobre hijo — suspiró el padre mientras miraba a su alrededor con
la vista perdida. Sabía bien de sobras que todo lo que su hijo necesitaba
era una buena cama y unas cuantas horas de descanso. Justo en ese
momento, el pestillo de la puerta principal se alzó de nuevo y acto
seguido entró un granjero con un par de patines en la mano y vestido con
un chaleco corto, unos calzones cortos y anchos y una espesa bufanda
flojamente enrollada al cuello.
— Hola Krijn, ¿dónde te has metido? ¡Pásame ya algo calentito para
beber! ¡Qué frío hace ahí fuera, Krelis! Krelis, uno de los jugadores,
aceptó con bastante reparo la mano que le ofrecía el granjero, detalle del
que este no pareció darse cuenta.
— Hombre, Teun, ¿tú aquí también? Y siempre jugando a las
cartas, ¿verdad? Bien, chico, este no es precisamente el momento de
romperse la cabeza con juegos. Ahora mismo lo que se necesita es que
todos piensen en una forma de conseguir el dinero para el arriendo. La
semana de Navidad, colegas, es una mala semana para el granjero, pues
el propietario no se lo pone fácil, así que pobre de aquél que durante esta
semana no aparezca con sus lustrosas monedas.
— ¿De camino a casa? — preguntó Krijn mientras le servía una
jarra de cerveza al granjero recién llegado.
— Vengo de dar una vuelta en trineo por el Dique — contestó este
entre trago y trago de cerveza — Un hielo precioso, pero el frío es de
muerte cuando vas de cara al viento.
El granjero colocó su jarra en el platillo de hierro que tenía delante,
siendo entonces cuando se dio cuenta por primera vez de la presencia del
forastero y del chico. Durante un segundo miró fijamente al hombre y
pareció entonces como si un ligero tic en su cara revelara una emoción
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interna, pero se recompuso rápidamente. Seguidamente se levantó y
cruzó la sala hasta donde se hallaba el forastero y su hijo
— ¡Anda, Harmen! ¿Eres tú, Harmen? ¿Qué te trae por aquí,
hombre? — y mientras extendía su mano derecha hacia el forastero que
se hallaba en su presencia, se puso el dedo índice de la otra mano en los
labios durante un segundo y dijo en rápido susurro: — ¡mi buen amigo,
Harm Hiddesz!
El forastero se mostró sorprendido. En frente tenía a un hombre que
él no recordaba haber visto nunca pero que en cambio sí lo conocía a él,
precisamente lo que más temor le causaba.
A pesar de ello, la franca y redonda cara del granjero lo tranquilizó
de alguna forma, así que chocó la mano que este le extendía como si
fueran amigos que no se hubieran visto en mucho tiempo. Entonces, el
granjero se sentó frente al hombre al que venía de llamar Harm Hiddesz.
— ¿Adónde te diriges? — le preguntó en voz baja.
— A Leiden — respondió Hiddesz, igualmente en voz baja.
— ¿A ver a Folkert?
El hombre asintió afirmativamente con la cabeza.
— Imposible — replicó el granjero. — A Folkert lo sacaron anoche
a rastras de la cama. La trampa está colocada, pero doy gracias a Dios por
poder avisarte a tiempo. Pero tenemos que seguir nuestro camino, ahora
mismo. Seguiremos hablando cuando salgamos.
— Anda, mira, ¿se están acabando de conocer ustedes dos? —
preguntó el siempre inquisitivo posadero mientras se acercaba a los dos
hombres.
— Hombre, Krijn, ¿no te alegrarías tú también de saludar a un viejo
conocido al que no hubieras visto desde hace años? ¿No conoces a
Harmen? ¿No? Harmen es un comerciante fabuloso, de los que pocos hay
ya en Holanda. Él nos visitaba al menos una vez cada dos semanas
cuando aún vivíamos cerca del Zijl. Pero vamos, Harmen — continuó el
chillón y parlanchín granjero — Si aún así quieres ir a Leiden, entonces
más vale darse prisa. Pon al chico en el trineo y siéntate a su lado y en
cinco minutos habremos cubierto una buena parte del camino.
Escasos minutos después, el trineo, empujado por el granjero en
patines, se deslizó por el hielo. Cubierto por una capa, el chico dormía
nerviosamente en los brazos de su padre.
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UN REFUGIO INESPERADO
Durante más de diez minutos el trineo se deslizó conducido por
poderosos brazos sin hacer apenas ruido a través de la sólida capa de
hielo que cubría el Vliet. De repente, el granjero torció bruscamente a la
derecha, provocando que Harm Hiddesz se despertara de sus profundos
pensamientos.
— Este no es el camino de Leiden, ¿verdad? — dijo volviéndose
hacia el granjero.
— Cierto, no lo es — respondió este — ¡ya te dije antes que allí no
estaréis a salvo!
— Pero, vamos a ver, ¿quién eres tú? Yo no recuerdo haberte visto
en mi vida. ¿Y adónde nos llevas?
— Los llevo a un lugar que todavía es seguro. Allí seguiremos
hablando.
De nuevo el trineo aceleró su marcha al ritmo del cadente patinaje
del granjero. Finalmente, este detuvo el trineo con una suave maniobra
justo enfrente de una granja oculta tras un grupo de árboles y una maleza
baja y espesa.
— ¿Es esa tu casa? — preguntó Harm Hiddesz.
— No — respondió el granjero — Voy a entrar durante unos
minutos y vuelvo en seguida. Reposen tranquilos mientras tanto.
Un hombre de baja estatura apareció en ese momento alertado por
los estridentes ladridos del perro de la granja. Su baja estatura contrastaba
sobremanera con la del granjero del trineo. Su cabeza parecía haberse
hundido entre los hombros, y sus brazos colgaban a ambos lados de su
cuerpo como si fueran las asas de una bomba de agua. Hiddesz no podía
distinguir bien su rostro en la oscuridad, pero sí pudo oír su tosca y
entrecortada voz, la de alguien que hablaba con gran dificultad. El
granjero, luego de dar un ágil brinco a la orilla, intercambió unas palabras
con el hombre de la granja y seguidamente ambos se adentraron en la
casa, dejando a Harm Hiddesz y a su hijo en el trineo.
Harm Hiddesz miró inquisitivamente a su alrededor y alzó los ojos
hacia los cielos en los que en ese momento parpadeaban miles de
estrellas.
— Fiel Padre celestial, ¿es tu voluntad llevarme hasta nuevos
amigos o por el contrario has preparado nuevas aflicciones para este Tu
servidor? Tú sabes, mi Señor, que el único deseo de Tu sirviente es seguir
el camino que Tú le señales, aunque le lleve a las más arduas pruebas;
pero, mi Señor, por el amor de Tu amado Hijo, ¡ten piedad de este chico
que no tiene ya fuerzas para seguirme en la obra que Tú me has asignado!
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Justo cuando Hiddesz terminaba su oración, el granjero salió de la
casa seguido por dos personas.
— Vamos, Harm, mi hermana acaba de prepararles un buen rincón
junto a la chimenea. Tú llevas al chico y yo me haré cargo de las cosas.
Harm Hiddesz levantó al chico, aún sumido en un profundo sueño,
en sus brazos y siguió al otro granjero hacia la casa. Harm tuvo que
agacharse al cruzar el umbral de la baja puerta que contrastaba
sobremanera con el gran tamaño y alzada de la granja. Pasaron entonces
por una estancia en la que sólo había una gran tinaja de agua y una fila de
utensilios de cobre resplandecientemente limpios alineados contra la
pared, entró en una gran habitación de bajo techo y suelo de arcilla
endurecida. La estancia estaba tenuemente iluminada por unas pocas
velas de sebo. La señora de la casa apareció entonces y dio la bienvenida
a Harm.
— ¡Sean bienvenido a mi casa, señor, y que la Nochebuena les
colme de bendiciones! — Harm Hiddesz se sorprendió por las palabras
de este recibimiento, pues no era costumbre oír tales palabras de boca de
la mujer de un granjero humilde. — Pero ¿qué llevan ahí? — continuó la
mujer — ¿Un niño? — Mi querida señora, mi hijo está muy agotado y me temo también
que no se encuentre bien de salud. Quisiera acostarlo cuanto antes en
algún lugar, aunque sea en el establo.
— ¡En el establo! — exclamó la mujer dando palmas — ¡El hijo de
Harm durmiendo en el establo! ¡Jamás! Vengan conmigo, les mostraré
algo mejor.
La mujer asió una de las velas y los llevó hasta una pequeña alcoba.
Una vez dentro, Harm acostó a Adrián en una limpia y pulcramente
arreglada cama.
— Ah, qué bien se está aquí — suspiró Adrián —, pero ¡ay, cómo
me retumba la cabeza, y qué sed que tengo!
— El chico tiene fiebre — dijo la mujer tras posar una mano sobre
la frente. Seguidamente empapó un trapo y lo colocó sobre su ardiente
cabeza, haciéndole beber a continuación un vaso de agua.
— ¡Papá, aún no he recitado mis oraciones! — exclamó el chico.
Su padre se arrodilló entonces frente de la cama del chico, y Adrián
empezó a recitar su oración:
“Alabado, honrado y lleno de gracia
Sea siempre Dios Padre que está en los cielos
Que por Jesús nos llevó a la salvación
Y que cada día nos viste y alimenta
Que Dios, único Rey y sabio de todas las cosas,
Sea alabado y honrado por los siglos de los siglos.
Amén”.
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Poco más tarde, Harm Hiddesz se encontraba sentado junto a las
personas que le habían acogido tan amablemente.
— Dime, Melis, ¿dónde te topaste con nuestro amigo? — preguntó
la mujer del granjero, que en ese momento se había puesto a preparar la
cena.
— Bien — dijo Melis, señalando con el dedo a Harm Hiddesz,
ansioso por contestar él mismo —, pues a nuestro hermano en
dificultades se le esperaba en Leiden, en la casa de Folkert, justo a la
salida de la Puerta de Gibbet. ¡Qué ganas teníamos ya de que llegara la
Navidad para oír en persona a nuestro amigo! ¿Verdad, Hannes? Pero
entonces me enteré en el mercado que los sabuesos de la Inquisición
estaban al tanto de nuestros encuentros. Es posible que su información no
fuera del todo correcta y pensaron que nos podían pillar a todos de un
solo golpe. Dicho y hecho, en la noche del jueves la casa de Folkert fue
completamente rodeada y pronto nuestro fiel amigo fue arrastrado en
cadenas a la prisión de la Piedra. Justo cuando hablábamos de este triste
episodio, el alguacil, acompañado de su cohorte de hombres armados,
entró en la lonja de pescado y declaró en voz alta que se sospechaba que
Harm Hiddesz, también conocido como el Buhonero, se hallaba
escondido en Leiden, y que todo ciudadano y burgués tenía la obligación,
bajo pena de ser acusado de complicidad, de entregarlo a la justicia.
Además, el alguacil añadió la promesa de una recompensa de veinte
florines imperiales a cualquiera que suministrara información sobre su
paradero facilitando así su captura. Ahora bien, yo no se porqué, pero
cuando volvía del Dique decidí parar en la cantina del embarcadero
durante unos minutos. Fue como si una voz dentro de mi alma me
hubiera dicho que el extraño viajero que se hallaba ahí dentro pudiera ser
Harm. Así, sin pensarlo dos veces, me dirigí a él y luego lo traje aquí.
— Y bien que hiciste, Melis — dijo Hannes.
Harm Hiddesz se sentía profundamente conmovido. Aunque estaba
acostumbrado a hallarse siempre en peligro, aún así temblaba al pensar
que no sólo él, sino que también su hijo podría haber caído en las garras
de la despótica Inquisición si no hubiera sido porque su fiel Dios que
siempre vela por Sus súbditos tuvo a bien enviar a Melis en su busca en
el momento justo.
— Cierto — dijo la mujer — El Señor vela por Su pueblo. En estos
días de terrible tiranía, Él hará ciertas las palabras del profeta Isaías en su
capítulo 27: En aquel día cantad acerca de la viña del vino rojo. Yo
Jehová la guardo, cada momento la regaré; la guardaré de noche y de
día, porque nadie la dañe.”1
Harm Hiddesz se le abrieron los ojos de la sorpresa.
1 Isaías 27:2-3
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— Te sorprendiste — dijo Hannes — Pero déjame decirte que mi
mujer puede leer tan bien como el mejor escribano o secretario, algo que
no puede decirse de muchos hombres de nuestra clase, y menos aún de
mujeres. En su juventud, cuando trabajaba como doncella para el señor
de Duivenvoorde, sacó provecho de las lecciones que le impartió el viejo
capellán del castillo; y como aprendió rápido, el viejo cura, — quien, que
quede entre nosotros, allí se atiborraba con el pan de la caridad —, le
tenía simpatía y le enseñó a leer y a escribir. Como mi hermano Melis y
yo no sabemos ni una cosa ni la otra, tiene que ser ella quien lo haga en
nuestro lugar.
— Exageras sobre mi educación, esposo mío. Pero sí que puedo
decir que estoy muy agradecida por las enseñanzas que recibí del viejo
capellán, en especial porque me permite, y también a vosotros, aprender
de las Escrituras todo aquello que es necesario para la salvación. Y
también debo decirles que si no hubiera sido por el señor de
Duivenvoorde que siempre me ha mostrado una gran consideración, no
nos habríamos librado de las dificultades que de otra manera el párroco
de Voorschoten nos hubiera hecho pasar. Aunque son los señores de La
Haya los que tienen la máxima potestad, aún así ninguna ordenanza del
tribunal de justicia criminal puede afectarnos sin su permiso y
aprobación.
— ¡Qué palabras tan educadas usas, esposa mía! ¡Esto te
demuestra, estimado Harm, que mi mujer en verdad estudió en el castillo!
— Vamos, sentémonos a la mesa y comamos — cambió de tercio
la mujer — Y tú, señor Harm, ¿nos darás el gusto de guiarnos en la
oración? Pero ¡anda!, ¿dónde está Bouke?
Justo en ese momento, Bouke entró en el salón. Harm reconoció en
él al primer granjero que vino a recibirlos fuera de la casa. Bajo la luz de
las velas, los rasgos deformados y distorsionados de su rostro le daban
una apariencia casi terrorífica. La viruela le había salpicado la cara con
profundas marcas, y grandes cicatrices minaban sus mejillas. Le faltaba
un ojo y apenas podía abrir parte del otro por culpa del peso del párpado
superior. Su cabello estaba cortado casi al rape, lo que daba la impresión
de que su cabeza fuera más grande de lo que en realidad era. Su boca,
siempre entreabierta por culpa de los labios deformados, mostraba unos
dientes que se parecían más a los de un animal que a los de un ser
humano. Su rostro no reflejaba otra cosa que no fuera ignorancia,
mientras que sus pesados huesos rezumaban una fuerza descomunal.
Harm Hiddesz, todavía inédito en la conversación, miró con cierta
repugnancia a ese rostro que tan lejos se hallaba de ser encantador. La
mujer de Hannes se dio cuenta de su reacción y sonrió.
— Bouke, atiende — le dijo — Este es Harm Hiddesz, de quien
hablamos hace algún tiempo.
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A la mención de su nombre, Bouke se quedó plantado y perplejo
donde estaba, dándole vueltas tímidamente al gorro que portaba en las
manos.
— Señor Harm — continuó la mujer — Bouke es un verdadero
amigo en cuyo corazón Dios acaba de comenzar a sembrar la gloria de Su
gracia. En su juventud fuimos compañeros de juegos, y esas cicatrices en
su cara son insignias de honor que no pocos caballeros envidiarían.
Cuando la casa de mis padres fue alcanzada por un rayo, Bouke me salvó
poniendo su propia vida en peligro y, más tarde, cuando nos ayudaba a
recuperar nuestras posesiones, el tejado en llamas cayó sobre él y se
quedó atrapado entre los escombros durante un buen rato. Es por esta
razón que ahora tiene que soportar esas cicatrices durante el resto de su
vida. Y si fuera poco, Bouke atravesaría de nuevo las llamas para
salvarme. ¿No es así, Bouke?
Bouke no supo qué contestar a estas palabras de elogio y se sentó en
su lugar a la mesa sin decir nada. Harm Hiddenz ofreció seguidamente
una oración de gracias tal como se le había solicitado. Mientras todos se
servían de la olla que la mujer había colocado en el centro de la mesa. La
mujer se levantó entonces de repente.
— ¡Casi nos olvidamos del niño!
— No creo que quiera comer nada, buena mujer — la tranquilizó
Harm — Por otro lado, he estado atento durante todo el tiempo por si me
llamaba. El pobre chico necesita descanso pues estos dos últimos días
han sido duros de verdad.
La cena continuó su curso. Cuando todos hubieron terminado, Harm
se dirigió a una esquina del salón donde se hallaba su saco y procedió a
aflojarle las correas. Seguidamente Harm sacó de él todo tipo de objetos,
ropas variopintas y telas de lana, pequeños artículos de bisutería,
cuchillos y peines, botones y cintas, en suma, artículos de todo tipo que
pudieran interesar tanto a la joven clientela campesina. El buhonero, sin
embargo, iba apartando todas estas cosas con indiferencia y, hurgando
más profundamente en el saco, sacó de dentro un falso fondo que también
apartó a un lado, dando paso así a unos cuantos libros bien ordenados que
nadie se hubiera imaginado que pudieran esconderse debajo de todas esas
baratijas. Entre estos libros se encontraba una copia del libro anabaptista
de los mártires Het Offer des Heeren (El Sacrificio del Señor), un libro
que presumiblemente habría llegado ya en 1599 a su undécima edición.
También se encontraba una copia del himnario Liedekens-bouck, en el
que se pueden encontrar himnos de toda índole, tanto recién compuestos
como antiguos. Había también un folleto provechoso y reconfortante
sobre el tema de la fe y de la esperanza y sobre lo que la fe verdadera
implica, impreso en Amberes por Adriaen van Bergen en 1543. Luego,
Hiddenz sacó un puñado de Testamentos escritos por hombres y mujeres
que habían dado sus vidas por su fe tanto en la horca como en la pira.
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Estos testamentos, - o cartas de admonición, como solían llamarse
entonces -, merecen ser analizados en detalle. Por lo general, el grado de
libertad del que disfrutaban los reos en la época de nuestro relato era
mayor que el de hoy en día. Por lo general se les permitía escribir, pues
se esperaba así que los escritos producidos por los reos contuvieran
información que pudiera servir de ayuda para arrestar a sus cómplices o
hermanos de fe. Si pensamos además que muchos reos por causa
religiosa tenían que prestar declaración por escrito y responder así a gran
número de las preguntas formuladas por la Inquisición, entonces no
puede sorprendernos que el Libro de los Mártires haga mención tan a
menudo a tales epístolas escritas en prisión. La historia incluso nos revela
que en los casos más graves, cuando se decidía no proporcionar tinta a
los reos, hubo quien, como un tal Joris Wippe, escribieron sus últimas
cartas a sus hijos con el jugo de las moras e incluso con su propia sangre.
Los reos, por lo tanto, consideraban que era de suma importancia que
sus familiares y amigos más cercanos supieran como se sentían en sus
últimas horas, hasta el punto que a menudo conminaban incluso a sus
familiares a estar presente en la hora de su sacrificio, es decir, de su
ejecución. Así, la heroica fe y tenacidad de estos reos durante sus últimos
momentos de vida podía servir para renovar las fuerzas y la fe de sus
allegados.
Estos testamentos, a menudo reescritos en forma de rima por el
editor, y que incluían un prólogo con una breve descripción de la historia
del mártir, seguida de unas cartas, eran impresas en forma de folletos de
minúsculo tamaño. Existía un buen mercado para la venta de estos
folletos, incluso a veces en el mismo día de la ejecución. Es así que no
resulta extraño que fueran escondidos “tras las cujas de las camas o en
las vigas del techo a causa del terror que producían las persecuciones y
la gran tiranía” y más tarde cedidos a hermanos de religión y copiados.
Así, finalmente impresos, pasaban luego a ser distribuidos a larga escala.
Los reos conocían bien el valor que se daba a sus escritos. Un tal Jan
de Grave, por ejemplo, escribió lo siguiente: “Pasen esto de unos a otros
y encomiéndenlo a Dios; léanlo y reléanlo de manera diligente, y
entiéndanlo de manera sabia. ¡Ah! Si esto hacen, querrá decir que
buscan la salvación y que aprecian mis escritos”. O como Joriaen
Simonsz escribiera a su vez: “Esta es mi última voluntad, mi último
testamento para ustedes; esto es lo que deseo de ustedes, que lean esto
con diligencia desde el principio hasta el final, que consideren lo que
aquí se expresa y lo comparen con las Escrituras para que así puedan
entonces enderezar sus caminos”. O como Godefroy van Hamell,
ajusticiado en 1552 en Doornik que, dando cuenta de su interrogatorio y
confesión, escribió estas palabras a su hermana: “No escribo esto con el
objetivo, sin embargo, de que puedas ser edificada e instruida por este
escrito como si fuera el producto de una inmensa y perfecta sabiduría,
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pero tenlo como si fuera una confesión hecha por el más vil de los
siervos de Dios que no desea enterrar el talento recibido por la gracia
del Señor”.
Estos testamentos, - algunos de los cuales aún pueden hallarse en la
Biblioteca Real holandesa -, estos panfletos pequeños, sucios y
toscamente impresos podrían causar reverencia incluso en los no
creyentes si los leyeran. ¡Ay, si estos panfletos hablaran!
No resulta extraño entonces que el gobierno prohibiera la
distribución de estas publicaciones o hiciera al menos todo lo que pudiera
para impedirlo, pues estos frutos prohibidos por el gobierno de la época
eran altamente codiciados por todo hombre o mujer que abrazaba las
doctrinas de la herética Reforma.
Aún así, por muy venerables y deseables que fueran estos escritos,
Harm Hiddesz escondía libros aún más valiosos en su saco: tres
colecciones de las Santas Escrituras de cuatro volúmenes pequeños cada
una de una popular edición de la época. Harm tomó entonces uno de
estos volúmenes y, aún bajo los efectos de la fuerte impresión que le
produjo este auxilio inesperado que se le ofreciera a él y en especial a su
hijo enfermo, procedió a leer a los presentes el capítulo 17 del primer
Libro de los Reyes.
— ¿Qué es lo que acabas de leer, señor? — preguntó la mujer del
granjero al terminar Harm sulectura — Mi versión de las Sagradas
Escrituras no contiene tales palabras.
Dicho esto, y segura de hallarse entre amigos, la mujer se fue a la
alcoba donde dormía Adrián, volviendo al poco con un pequeño libro en
la mano que era del mismo tamaño que los que Harm llevaba en su saco.
Harm lo tomó en sus manos y hojeó sus páginas durante unos instantes.
— Mi estimada señora — dijo Harm entonces — esta es sólo una
parte de las Sagradas Escrituras, pero por fortuna me hallo en posición de
ofrecerles las partes que faltan. El volumen que poseéis es uno de los
cuatro que fueron publicados en Amberes entre 1525 y 1527. El pequeño
tamaño de los libros impresos con las Escrituras ciertamente facilita la
labor de esconderlos, y como podéis ver siempre tengo existencias a mi
alcance, por lo que con sumo placer os entrego los volúmenes que os
faltan.
La oferta de Harm consiguió que la señora Hannes flotara como si
estuviera en una nube.
— ¡Mira, marido! — exclamó — Nos creíamos ricos ya, pero es
ahora que sí tenemos una mina de inagotables riquezas. ¡Ay, señor!
¿Cómo puedo expresarle mi gratitud?
— Leyendo estos libros con diligencia — contestó Harm con
gravedad — A mí no me cuestan nada porque regularmente recibo
nuevas existencias para su distribución; y como pueden ver, no los llevo
conmigo para comerciar.
17
Una vez iniciada la conversación sobre las Escrituras, Harm siguió
hablando durante largo rato sobre el tema, lo que además hizo con gran
placer, pues el ampliar las fronteras del Reino de Dios tanto como le
fuera posible se había convertido en la vocación de su vida.
18
3
EL RELATO DE HARM HIDDESZ
Hannes, Melis y la mujer quisieron saber entonces cómo Harm
Hiddesz fue traído a ese camino en el que tantos habían vertido su sangre.
Ante su insistencia, Harm inició su relato:
— Mi padre era un mercader de quesos de origen frisio. Poseía un
pequeño despacho en un barrio de La Haya que dejaba a cargo de mi
madre cuando se iba a hacer el reparto por las granjas, y tenían clientes
hasta en Amberes. Aunque nuestro despacho era bien conocido en la
ciudad, aún así mi padre ganaba más en un día que mi madre en toda la
semana. Así se me fue enseñando el negocio y más tarde, a la muerte de
mi padre, me dediqué a hacer visitas comerciales a clientes lejanos tal
como él había hecho en vida. A los veintisiete años me casé con una
chica flamenca. Como ella apenas podía ser confiada al frente de nuestro
pequeño despacho, mi madre siguió llevando el negocio y entonces nos
trasladamos a una casa cerca del Beguine Cloister, en la esquina con el
Spui.
“No hacía ni tres meses que me había casado cuando me di cuenta de
que mi mujer tenía ciertas ideas religiosas que me eran completamente
extrañas. Entonces no sabía si trataron de ideas heréticas, pero pronto me
percaté de que mi mujer poseía unas convicciones acerca de muchas
cosas que eran diferentes a las que habíamos aprendido y creído durante
toda la vida. Así que al poco tiempo empezamos a enzarzamos en un
sinfín de discusiones en las que ella siempre acababa llevando la voz
cantante citando las Escrituras que yo desconocía por completo. Al
principio me sentía atenazado por el miedo y pensaba: ¿Será que me he
casado sin saberlo con una mujer herética? A pesar de ello, estas
diferencias nunca arruinaron la buena relación que existía entre nosotros.
En la iglesia, bien seguro, se nos lanzaban continuas advertencias en
contra de las doctrinas heréticas que poco a poco se filtraban del
extranjero a través de las fronteras de nuestro país, pero en esa época el
gobierno no se fijaba demasiado en estas cosas y los bandos no eran
entonces tan duros como lo son hoy.
“Sin embargo, durante el curso de los primeros años de nuestro
matrimonio yo ya había absorbido un buen número de enseñanzas
heréticas. Durante mis frecuentes visitas a Amberes y Flandes, que a
menudo se alargaban varias semanas, entré en contacto con frecuencia
con burgueses que admitían abiertamente haber leído la Biblia y otros
libros de lectura prohibida. Cada vez que volvía a casa y le preguntaba a
mi mujer si había oído alguna vez a otros leer estos libros, ella se
mostraba reticente al principio y con poca inclinación a contestar a mis
19
preguntas con franqueza. Sin embargo, poco a poco conseguí enterarme
de que ella había frecuentado los círculos en los que estos libros
circulaban, a pesar de que tenían prohibida la entrada en la casa de su
padre.
“Nuestro hijo mayor tenía ocho años cuando nuestra hija pequeña,
un encanto de niña que entonces tenía cinco años, cayó gravemente
enferma. Todo el mundo nos rehuyó y se alejó de nuestra casa excepto
una prima de la parte de mi padre llamada Ana, que amaba de corazón a
nuestra pequeñita. Ana ayudó a mi mujer, siendo la única persona que
permaneció a nuestro lado. La ayuda del médico, sin embargo, no trajo
mejora alguna en la condición de la pequeñita enferma. Luego de pasar
por sufrimientos espantosos, nuestra querida hija falleció”. Harm Hiddesz
se secó una lágrima. Aún hoy, después de tantos años, su corazón se
resquebrajaba de dolor cuando recordaba a su hija. La mujer de Hannes
se sentía también muy conmovida y llena de compasión. Tras una
punzante pausa, Harm prosiguió su relato:
“Con la muerte de nuestra pequeña se inició una nueva etapa en
nuestras vidas. Tanto nuestra prima Ana como mi mujer estaban
desconsoladas a más no poder. Pues mira, merecido castigo tenía que
caer sobre ti, le dijo un día Ana a mi mujer. Todos los votos que ofrecí a
Nuestra Señora y a mi santo patrón intercediendo por nuestra querida
niña no sirvieron de nada. ¿Y por qué no? Porque tú, como muchos de
los extraños que a esta casa vienen, practicas ritos heréticos. ¿Pensabas
que no me había dado cuenta de ello ya? Tu marido podrá estar ciego,
pero yo tengo ojos en la cara. ¿Qué has hecho por la pequeñita? Te has
desvivido cuidando de ella, y apenas te has cambiado de muda desde que
cayó enferma. Todo esto está muy bien y eso es precisamente lo que se
espera de una buena madre, ¡pero sin embargo no has colocado ni una
sola vela por ella en la capilla del puente!
“Esperaba que mi mujer se revolviera con ira contra Ana para decirle
que cerrara la boca, pero para mi total sorpresa no lo hizo y, en vez de
ello, se echó de nuevo a llorar desconsolada. Bien, dijo, si este es en
verdad mi merecido castigo, entonces debe ser a causa de mis pecados y
de mi culpa. Hace ya algún tiempo que se me mostró el camino de la
salvación llevándome a renunciar a la adoración de ídolos y a todo ese
vacuo espectáculo de la iglesia cuando, por amor a mi marido, intenté
estrangular el brote de una nueva vida espiritual en mi corazón. Sí, y por
eso el Señor está contra mí y me golpea en lo que más amo para que me
percate de que pongo más interés en mi propia sangre que en Él.
“Al escuchar estas palabras, me levanté aterrorizado. Ana levantó los
brazos al aire estupefacta. ¿No te lo decía yo?, gritó, ¡Ahora sale todo a
la luz! Pues ya no me tendrás más aquí dentro de tu casa. Bien dijo el
párroco hace poco: ¡rechazad a todos los heréticos! Y así fue como Ana
abandonó nuestro hogar. Unas horas más tarde fui a verla y le dije que
20
quizás se había precipitado un poco en su juicio; también le rogué que
prestara atención a las penas que minaban el corazón de madre en mi
mujer y le hice entender claramente que no sólo destrozaría a mi mujer
sino también a mí y a mi hija si decidiera ir a contarle a todo el mundo
que mi mujer era una hereje. Ante la insistencia de mis ruegos, Ana me
prometió finalmente que no diría nada a nadie. Desafortunadamente,
entonces no tenía ni idea de cuán horrible y malvado puede llegar a ser el
corazón de una persona que no haya descubierto su propia esencia bajo la
luz guiadora del Espíritu Santo.
“A partir de entonces, mi mujer, que vivía casi totalmente recluida
lejos del mundo, expresó y defendió más y más sus convicciones sobre la
Verdad y no ahorró ningún esfuerzo en intentar ganarme para la causa del
Señor. A pesar de ello, hice caso omiso a sus súplicas y continué
respetando los días sagrados de la iglesia, e incluso iba a misa de tanto en
tanto, pero por lo demás mi comportamiento era, en suma, el de un
católico apostólico y romano indiferente y todavía distante del
cristianismo verdadero. Necesitaba que ocurriera algo más para
despertarme a bandazos y permitirme descubrir la verdadera esencia de
mi ser.
“Al año de la muerte de mi pequeña, mi mujer dio a luz a un nuevo
hijo, precisamente el chico que ahora duerme en la alcoba contigua.
Mientras tanto, mi madre había fallecido y el despacho de queso fue
traspasado a manos de extraños. Justo en ese momento había terminado
los preparativos para marchar en mi segundo viaje anual a Brabante y
Amberes. Mi mujer, que otras veces siempre se resignaba y permanecía
calma cuando tenía que dejarla por unas cuantas semanas, se mostró en
esta ocasión intranquila y triste. Si yo le hubiera prestado oídos habría
cancelado el viaje, pero, sin embargo, como no había razones de peso
para hacerlo y teniendo en cuenta que los intereses de mi negocio y de mi
familia exigían mi marcha, me despedí tiernamente de mi mujer y de mi
hijo mayor, un chico fuerte y saludable al que pusimos el nombre de mi
padre, Hidde. Entonces, mi mujer acurrucó al pequeño Adrián en mis
brazos y yo le di un beso a ese niño que gorjeando extendía sus manitas
hacia mí.
“No sé por qué razón sería, pero cuando alcancé el umbral de la
puerta de mi casa, me volví para abrazar a mi mujer una vez más. ¿Te
acordarás de traerme lo que me prometiste?, me preguntó de nuevo, así
que le reiteré mi promesa de traerle una pequeña Biblia de Amberes.
“Mi viaje no fue sólo agradable sino también muy provechoso.
Había hecho nuevos contactos comerciales y todo lo que tendría que
hacer cuando volviera a casa era controlar el embarque de las grandes
cantidades de queso, que estaban listas y esperando mi llegada en las
casas de los granjeros. En Amberes no encontré muchas dificultades para
comprar el libro que mi mujer deseaba tan fervientemente. Esa misma
21
noche, cuando llegué a la posada donde solía pernoctar, no pude resistir
la curiosidad de echar un vistazo a las páginas de ese libro de lectura
prohibida para los seglares. Pasé las páginas del libro y leí trozos
inconexos hasta que de repente unas palabras me llamaron la atención:
Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo
maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en
todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.2 Estas
palabras me estremecieron sobremanera y atravesaron mi alma como una
saeta. ¡Maldito todo aquel que no llevara a cabo las obras descritas en la
ley de Dios! ¡Eso fue demasiado para mí! Coloqué el libro en mi maleta y
bajé a la cantina a distraerme de mis pensamientos, pero ni el ruidoso
tumulto de los clientes del local ni el vino que bebí en grandes cantidades
pudieron amainar esa voz que sin cesar tronaba dentro de mí: ¡Maldito,
maldito!
Ninguno de los presentes pronunció una sola palabra para no
interrumpir el relato de Harm Hiddesz. Todos seguían absortos su
historia, y la mujer del granjero mostraba su acuerdo con sus palabras
asintiendo constantemente la cabeza. Bouke, apoyado con los codos en la
mesa y aguantando su deformada cabeza entre sus grandes manos, no
podía desviar la mirada de su único ojo del que relataba la historia. De
tanto en tanto gruñía suavemente, siendo esta su manera natural de
expresar gran interés por algo.
— No pude aguantar más ahí abajo — continuó Harm Hiddesz —
Subí de nuevo escaleras arriba completamente decidido a seguir leyendo
ese libro. ¿Sería esta la razón por la que mi mujer sentía la compulsión de
poseer ese libro, es decir, para poder así leer cada día sobre la maldición
que se cernía sobre ella? Pero entonces, ¿no sería mejor cumplir
fielmente con las obligaciones religiosas de uno y compensar los defectos
con buenas acciones? ¿No tenía la Santa Madre Iglesia una gran reserva
de buenas acciones a su disposición, una preciosa herencia entregada por
los santos? Todos estos pensamientos consiguieron calmarme un poco,
permitiéndome así volver a pasar las páginas del libro. Al instante me
llamaron la atención las palabras que se incluyen en el segundo capítulo
de la epístola de San Pablo a los efesios: “porque por gracia sois salvos
por medio de la fe.”3 ¿Cómo podía esto ser así? ¿Era cierto que ninguna
buena obra no pudiera ni aumentar ni reducir mis posibilidades de
salvación? La confusión creció dentro de mí, pues me estaba dando
cuenta que la ley predicaba mi perdición y el evangelio me cerraba el
paso a las fuentes mientras que la iglesia nos permitía siempre
adentrarnos en ellas. A pesar de esto, una cosa se me quedó grabada: que
las buenas acciones no cuentan para nada; así la palabra ¡maldito!
2 Gálatas 3:16 3 A los efesios, 2:8
22
resonaba continuamente en mis oídos. Finalmente me acosté, pero me fue
imposible conciliar el sueño. ¡Por primera vez en mi vida me percaté de
la razón por la que la iglesia prohibía a todo seglar leer las Escrituras!
Decidí entonces esperar hasta la hora de mi vuelta a casa, ansioso de oír
cómo mi mujer, que sabía más que yo de la Biblia, conseguía hallar una
solución a estos contradictorios temas.
“Me embarqué al día siguiente con la intención de atravesar el río
Schelde y volver a Holanda. Antes del anochecer tuvimos que
enfrentarnos a un furioso viento del noroeste y, como bien saben, en estas
condiciones el Schelde es un río muy turbulento y además peligroso por
culpa de los bajíos que acechan por doquier. El fuerte viento creció hasta
convertirse en un temporal y, para empeorar las cosas, el ancla del barco
fue arrancada de golpe y el agua que azotaba salvajemente las cubiertas
extinguió la luz de nuestros faroles. Entonces, poco más tarde,
encallamos en uno de los bajíos mientras las olas continuaban golpeando
sin cesar los debilitados costados de la vieja y desvencijada embarcación.
Petrificados de miedo dirigimos nuestras miradas hacia el capitán de la
nave, un miedo que rápidamente se transformó en terror cuando le vimos
a él y a sus dos ayudantes quitándose las gorras de la cabeza y
arrodillándose para pronunciar una oración de auxilio a la Virgen Madre
de Dios y a todos los santos. Tal visión hizo que yo mismo me
derrumbara sobre mis rodillas, momento justo en el que la palabra
¡Maldito! empezó a retumbar de nuevo en mis oídos; de hecho, parecía
como si cada ráfaga de viento gritara ¡Maldito, maldito! Poco después, el
barco balanceó de nuevo salvajemente lanzándonos a todos contra la
cubierta; el miedo me llevó a agarrarme de la barandilla de la cubierta,
pero entonces una nueva ola, más grande y poderosa que la anterior,
inundó la cubierta con una fuerza pasmosa arrastrando a su paso la
barandilla y a mí con ella.
“Apenas puedo describir los pensamientos que atravesaron mi mente
durante esos momentos. Sentí que ése iba a ser mi fin y por un instante la
imagen de mi mujer y de mis hijos circuló ante mis ojos, pero incluso esa
visión se difuminó ante el empuje de la palabra ¡Maldito! que me
perseguía incluso sumergido dentro del agua. Intenté gritar ¡piedad! pero
las rugientes aguas ahogaron mi voz; acto seguido, cerré los ojos y perdí
el conocimiento. Cuánto tiempo permanecí dentro del agua, eso no puedo
decirlo, pero cuando abrí los ojos me encontré dentro de la pequeña
cabaña de un pescador. Dos hombres, uno de ellos anciano ya, me habían
despojado de mis empapadas ropas y me brotaban con brío la piel,
dándome también de beber un trago de alcohol.
¡Gracias! es todo lo que pude llegar a decir. Me sentía tan agotado y
exhausto que apenas podía levantar las manos. Ambos me levantaron
entonces del suelo y me llevaron a una cama. Sin embargo, en vez de
sentirme mejor al día siguiente, la fiebre se apoderó de mi cuerpo. Para
23
acortar esta larga historia, tuvieron que transcurrir más de dos semanas
antes de que pudiera levantarme y andar de nuevo. Los dos pescadores,
padre e hijo, habían pasado por muchas penurias por mi causa durante
todo ese tiempo, y bien os puedo asegurar que al anciano le brillaron los
ojos de alegría cuando finalmente pudieron sentarme afuera en una silla
al sol frente a la puerta de la casa.
— ¡El Señor te salvó por segunda vez de la muerte, amigo! — dijo
con gravedad el anciano. Le miré confundido mientras se explicaba.
— Piensa sólo en lo que hubiera sido de ti si hubierais caído en
otras manos que no fueran las de tus hermanos de fe, pues si hubieran
encontrado esto entre tus ropas — continuó diciendo el anciano mientras
me mostraba la pequeña Biblia que había comprado para mi mujer —
entonces lo más seguro es que habrías acabado pudriéndote en una celda
por hereje.
“Esto me sobresaltó. Bajo la agitada condición en que me había
encontrado aquella noche en Amberes, había guardado el librito en el
bolsillo de mi chaleco, convirtiéndose por tanto en lo único que quedaba
de todas las posesiones que había subido a bordo del barco naufragado.
— No os alarméis, amigo mío, continuó el anciano. Ya os habréis
dado cuenta del valor que este
libro tiene también para mí. Lo puse a secar al sol pues, como tus ropas,
estaba completamente empapado.
— Pues si es así, entonces podrás explicarme más cosas sobre este
libro — respondí sin titubeos, pues acababa de recordar todas las
emociones que la lectura de las Escrituras habían suscitado dentro de mi
ser.
“El anciano me miró con sorpresa, pues me había tomado por un
seguidor y profesante de la nueva doctrina. Le narré mi historia acerca de
mi mujer y de los terribles momentos por los que había pasado antes de
llegar exhausto en la orilla inconscientemente agarrado a un pedazo de
madero al que, junto a Dios, debía mi vida. El anciano pescador, un
hombre que había andado el camino del cielo durante muchos años y que
ya había encontrado al Señor en los albores de la Reforma, me instruyó y
enseñó a descifrar las Escrituras. Ni siquiera un doctor en teología de la
misma Universidad de Lovaina podría haber competido con él, a pesar de
no haber nunca caminado el sendero a través de los tomos que los padres
de la iglesia, por muy merecedores que fueran de nuestro aprecio, nos
habían dejado como herencia, sino que en vez de ello había sido instruido
por el Señor y recibido día a día nuevas iluminaciones e instrucciones del
Espíritu Santo que siempre guía a Su pueblo en el camino de la verdad
absoluta. Para este hombre, todas las contradicciones se disolvían en una
fe tan pura como la de un niño, y si no hubiera sido porque yo ya echaba
de menos mi hogar, mi mujer y mis hijos, me habría quedado durante
semanas en la cabaña de ese pescador temeroso de Dios. Me despedí del
24
anciano y de su hijo, que no quisieron ni oír hablar de pagarles por sus
esfuerzos. Claro que tampoco tenía yo nada que ofrecerles en ese
momento. Les prometí visitarles de nuevo pronto, una promesa que he
cumplido repetidas veces.
“Tras una ausencia de más de siete semanas, finalmente
desembarqué en el Spui del barco que me llevó de Rótterdam a La Haya
y con el corazón palpitando ansiosamente me apresuré a llegar a casa.
Cuando llegué a ella, noté algo raro. ¿Qué pasaba aquí? Los postigos
estaban cerrados y la puerta no se abrió tras haber llamado repetidas
veces. Me sentí como si hubiera recibido una bofetada y como si toda mi
sangre hubiera sido bombeada de un golpe hasta el corazón. Mis rodillas
empezaron a fallar y mis dientes a castañetear. Entonces, una puerta se
abrió unas pocas casas más arriba de la calle, de la que salió una mujer
que al verme soltó un grito y se dirigió hacia mí.
— Sígueme a mi casa, Harm Hiddesz — me dijo; así lo hice y lo
primero que vi fue a mi pequeño Adrián durmiendo tranquilamente en su
cuna.
— ¡Señora Bartels! — grité — ¿Dónde está mi mujer? — Pero la
mujer se cubrió el rostro con las manos sin responder a mi pregunta.”
A Harm Hiddesz se le ahogó la voz de forma que apenas pudo
continuar. Lágrimas ardientes se colaron entre los dedos de las manos
que tenía pegadas contra sus ojos. Ninguno de los presentes se atrevió a
interrumpir el duelo silencioso del buhonero. Bouke estaba aún sentado a
la mesa en la misma posición y sin mover un músculo, y parecía que él
también se había emocionado profundamente con la tragedia de Harm
pues una mayúscula lágrima brillaba a la luz de la vela en su único y
medio cerrado ojo. Harm Hiddesz consiguió finalmente reprimir las
lágrimas y retornó a su relato con la voz entrecortada:
— Os pido mis disculpas, amigos míos, si evito entrar en más
detalles sobre la calamidad que se me
cayó entonces encima. Durante mi ausencia, mi mujer enfermó
gravemente tras oír el rumor de que yo había perecido ahogado junto a un
patrón de barco en el Schelde; una fiebre galopante se apoderó de ella, y
esta exhaló su último suspiro justo dos días después de haber recibido las
malas noticias. La señora Bartels acogió a mi pequeño por compasión,
llevándose también la cuna y todos los demás bártulos necesarios. Anne-
Bet se encargó de que mi mujer fuera enterrada luego de recibir la
extremaunción de un cura que mi prima había hecho llamar urgentemente
en sus últimas horas de vida, aún a pesar de que mi mujer ya se
encontraba inconsciente. Más tarde, el alguacil cerró las puertas de la
casa y guardó la llave. Pero antes de ir a verle, corrí como un
energúmeno a la casa de Anne-Bet. Al llegar, sus vecinos me
comunicaron que esta se había marchado y que nadie conocía su paradero
actual. ¿Y Peter, qué paso con él?, grité. La mujer se llevó al pequeño
25
con ella, fue la respuesta que recibí. Todo se transformó en tinieblas a mi
alrededor; era como si la tierra se hubiera resquebrajado bajo mis pies. Si
los vecinos no me hubieran agarrado a tiempo me habría derrumbado
como un saco de piedras. Cuando me recuperé del disgusto, me dirigí al
despacho del alguacil y le pregunté si sabía adonde había ido Anne-Bet
con mi hijo, pero este no pudo dar respuesta alguna. Media hora más
tarde entré de nuevo en mi casa y, llorando desconsoladamente, fui a caer
sobre la cama en la que mi amada esposa exhalara su último aliento.
Sobrecogido por un sentimiento que bordeaba en la desesperación, acabé
arrancándome los cabellos y llorando en el suelo. “Cuando empezó a caer la noche, Bartels, el marido de la mujer que
había acogido a mi pequeño, entró en la habitación y, posando su mano
en mi hombro, me dijo: Ven, amigo mío, ven conmigo. Le seguí sin
rechistar y, una vez dentro de su casa se volvió de nuevo hacia mí
diciéndome: Sé un hombre, y sé fuerte. Al decir esto, Bartels sacó al
pequeño Adrián, que aún dormía, de la cuna y lo acurrucó en mis brazos.
Recuerda que tu buena mujer, que Dios acoja su alma en su seno, te ha
dejado esto, terminó, haciéndose devotamente la señal de la cruz al
mencionar el nombre de Dios. Le di un beso al pequeñín y lo devolví a su
cuna todavía entre sollozos y lágrimas en los ojos.
“Al día siguiente marché con mi vecino Bartels a visitar la tumba de
mi mujer en la Iglesia de San Jacobo. Una vez dentro, mis labios se
negaron en redondo a pronunciar la oración habitual por el reposo de las
almas de los muertos. Aún seguía vestido con las ropas con las que había
llegado el día anterior y de forma convulsiva apreté con la mano el librito
que mi mujer había deseado con tantas ganas. ¡Porque por gracia sois
salvos!4 , suspiré entonces. En ese momento, y por primera vez, empecé a
comprender hasta cierto punto cuán ardua fue la batalla que tuvo que
librar el alma de esa mujer que ahora yacía debajo de la fría lápida de
piedra que se hallaba junto al altar principal de la iglesia.
“Sólo necesité unos pocos días para conseguir poner en orden los
asuntos de mis negocios y tener así las manos libres para marcharme otra
vez de viaje, pero la imagen de mi hijo mayor grabada en mi memoria no
me dejó respirar en paz ni un solo instante. También pensé entonces que
era digno de encomio que Anne-Bet hubiera decidido hacerse cargo de
mi hijo mayor al creer que su padre había muerto ahogado, pero el hecho
de haber desaparecido de esta manera y sin dejar rastro de su paradero me
dejó profundamente perturbado. Con estos pensamientos punzándome de
dolor, hice mis preparativos para el viaje y acordé con la señora Bartels
que se hiciera cargo de mi hijo pequeño durante mi ausencia.
“Se me ocurrió entonces que Anne-Bet no podría haberse marchado
a ninguna otro sitio que no fuera a la casa de su hermana en ‘s-
4 A los efesios, 2:8
26
Hertogenbosch. Viajé hacia allí tan raudo como me fue posible y, una vez
llegado a esa población, encontré a la hermana pero ni rastro de Anne-Bet
o de mi hijo. Así que, desesperado, me volví hacia La Haya, donde le
pregunté a todo el mundo pero aún así no conseguí acercarme ni un solo
paso al objetivo que perseguía con tanto ahínco. Busqué y busqué y
busqué durante meses y ni aún así pude encontrar ni a Anne-Bet ni a mi
hijo”.
— ¡Pero eso es terrible! — exclamó la señora Hannes — ¿Pasó
mucho tiempo antes de que por fin
consiguierais encontrar a vuestro hijo?
— ¡Ay! — se quejó Harm — Todos mis intentos fueron en vano,
pues no he vuelto a ver más
a mi hijo! Por gracia he sufrido de buena gana hambre y sed, miseria y
pobreza, escarnio y dolor al servicio de mi Dios, y aún así sé que cada
momento de descanso y de paz en mi alma es todavía una inmerecida
gracia bendita que el Señor me concede. Pero una cosa sí que le he
rogado al Señor, y en respuesta a mi súplica he recibido de Él la promesa
que un día, aunque sólo sea una vez, se me concederá la oportunidad de
encontrarme con mi hijo primogénito antes de que yo muera.
— Que Dios tenga a bien concederte la respuesta a tus oraciones,
hermano — dijo Melis — pues a
pesar de que yo no tengo hijos, puedo hasta cierto punto imaginarme
cómo se debe sufrir cuando se pierde un hijo de esta forma. Pero, ¿qué
hiciste entonces con vuestro hijo menor?
— Podéis comprender — respondió Harm — que a partir de
entonces mi vida tomó entonces un rumbo diferente. No conocía paz.
Aunque no tenía mucho dinero, tuve sin embargo la oportunidad de
vender mi negocio en condiciones harto ventajosas. Por el momento
decidí dejar a mi pequeño Adrián al cuidado de la amable y compasiva
vecina que le había acogido anteriormente a la muerte de su madre,
pagándole una pequeña remuneración por sus esfuerzos. Cogí todo mi
dinero para dejarlo en las seguras manos del pescador que me salvara la
vida, un dinero que, sobre todo en estos tiempos que corren, es totalmente
indispensable. Allí se encuentra tan seguro como en un banco y, además,
he tenido allí siempre un refugio seguro cuando mis perseguidores me
pisaban los talones y cuando me veía obligado a desaparecer de la
circulación durante una temporada. Así que continué deambulando ahora
por aquí ahora por allá, siempre alimentado por el ansia de descubrir una
pista que me condujera hasta mi hijo. Mientras tanto, la gracia de Dios
que fuera implantada en principio en mi corazón continuó creciendo a
medida que la opresión se incrementaba a su vez, y no sería hasta algo
más tarde que aprendí a comprender que fue a través de un sendero de
sufrimientos y de amargo dolor que fui llevado más cerca de la presencia
27
de ese Dios que me había escogido, o así quisiera yo creer, como vasallo
en Su gloria con el objetivo de diseminar Su pristina verdad.
Los presentes se hubieran quedado con gusto escuchando a Harm
durante mucho más tiempo si no hubiera sido porque la mujer de la casa
les conminó a irse a la cama, visto que de todas maneras Harm iba a
quedarse durante unos cuantos días si todo iba bien. Luego de arrodillarse
y recitar una oración todos juntos, todos se retiraron a sus respectivos
aposentos mientras Harm se hizo sitio junto a su hijo pequeño. Al día
siguiente y después del desayuno, la mujer se dirigió a Harm mientras los
tres granjeros se hacían cargo del ganado,.
— Es una lástima que no hubiéramos sabido antes que vendríais a
pasar unos días con nosotros.
Nuestros amigos pueden venir a visitarnos sin levantar la más mínima
sospecha, pues vivimos lejos de las rutas más transitadas y, visto que el
hielo es duro este año, un buen número de hermanos se visitarán los unos
a los otros viajando sobre patines. ¿Qué decís? ¿Os apetecería dar un
discurso educativo a nuestros amigos aunque no sean muchos los que
vengan?
— Será un placer — respondió Harm — Pues por pocos que sean
los que acudan, recordad lo que dicen las Escrituras: porque donde están
dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos5.
Aún así, ¿cómo informaréis a esas personas sobre el encuentro?
— ¡Dejad que yo me encargue de ello! — dijo la mujer, dicho lo
cual se dirigió rápidamente hacia el establo donde trabajaban en esos
momentos su marido y su hermano.
— ¡Escucha, Melis! — gritó la mujer — ¡Ponte rápido los patines!
Nuestro huésped Harm Hiddesz ha accedido a dar una charla para
nuestros amigos, así que marcha tan rápido como puedas y haz pasar la
voz por La Casa Azul y por El Peine! Pásate también por el local de
Geerte y también por el de Krelis van Dieren. ¡Ah, y si no te toma
demasiado tiempo, pásate también por la casa del molinero en el pólder
exterior!
— ¿Qué día y a qué hora le digo a la gente que venga?
— ¡Pues esta misma noche!
— Vamos a ver, mujer — protestó Hannes — Esta noche no creo
que sea buena idea. Todo el mundo sale a la calle el día de Navidad, y
como la gente vea que este y el otro se paran en nuestra casa, entonces
podríamos correr el riesgo de recibir visitas que no podríamos rechazar
con facilidad y que podrían traicionarnos. Sed, pues, prudentes como
serpientes, y sencillos como palomas6, dicen las Escrituras, así que no
ayudemos a alimentar las malas lenguas aún más de lo que ya están. Yo
5 San Mateo, 18:20 6 San Mateo, 10:16
28
estoy a favor de reunirnos el día después de Navidad, siempre y cuando
no sea demasiado tarde por la noche. ¿Qué tal a las seis de la tarde? A esa
hora ya habrá oscurecido lo suficiente.
Así, y a pesar de las protestas de la mujer, se decidió posponer el
encuentro hasta el día siguiente. Cuando la mujer de Hannes entró en la
estancia para comunicarle a Harm el acuerdo alcanzado con su marido,
este estaba sentado junto al lecho de su hijo. El chico había dormido mal
durante toda la noche y había permanecido en cama por orden de su
padre. Harm miró a su hijo con un semblante que reflejaba una gran
preocupación, pues la fiebre se había apoderado de él y esta vez con más
fuerza que la noche anterior.
— ¿Qué es lo que debe tener el chico? — preguntó compasiva la
mujer.
— Creo que ha cogido un fuerte resfriado y que se agotó de tanto
andar y viajar en estos últimos días.
— ¿Por qué no dejasteis al pequeño al cuidado de algún amigo? Me
da la impresión de que el chico es demasiado joven como para
acompañaros a todas partes. ¡Y tampoco creo que le sobre fortaleza
precisamente, pobre chico!
— No era mi intención llevármelo conmigo a todas partes —
contestó Harm — Cuando Adrián tenía más o menos seis años de edad
me vi obligado a arrancarlo de las manos de sus cuidadores en La Haya.
Estos habían sido muy buenos con el chico pero aún así no pude permitir
que fuera educado en el credo papista, así que por primera vez me lo
llevé a ver a mi amigo el pescador. Allí el chico estuvo muy a gusto, pues
me aseguré bien, como podréis comprender, de que no le faltara de nada.
Sin embargo, tampoco podía quedarse allí para siempre, así que durante
mi reciente estancia en Emden llegué a un acuerdo con cierta familia, en
la que creí que podía depositar mi confianza, para traerles a mi hijo y
velar así por su educación y su futuro. Adrián lloró cuando tuvo que
despedirse del anciano pescador, lo cual da prueba de lo bien que se
había sentido allí. Así que, una vez llegado a Rótterdam, llegó a mis
oídos el rumor de que allí corríamos peligro, por lo que tuve que
abandonar la ciudad apresuradamente para evitar caer en las garras de los
agentes de la Inquisición que, sin saber yo cómo, habían recibido el soplo
acerca de mi presencia en la ciudad. Conseguí salir de Rótterdam
montado en la carreta de un granjero rumbo a La Haya, desde donde tuve
que caminar hasta Leiden a fin de encontrarme con Folkert, que me
estaba esperando. Mi plan era permanecer en Leiden hasta que se
resquebrajaran los hielos y se restableciera la navegación, momento en el
que hubiera viajado con mi hijo hasta Emden a través de Frisia. Vos
misma sabéis bien que los caminos del Señor son inescrutables para
nosotros los mortales.
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Por fortuna, Adrián no se vio falto de tiernos cuidados pues la mujer
del granjero, sintiendo una gran compasión por el chico, le trató como si
fuera su propio hijo, más aún si se tiene en cuenta que, a pesar de haberlo
deseado tanto, su matrimonio no fue bendecido con hijos. El reducido
grupo de amigos disfrutó de un plácido día de Navidad, antesala de ese
día que los católicos romanos aún conocen como el día de San Esteban.
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4
UN SERMÓN EXTRAORDINARIO
A la hora señalada por Hannes, el gran salón que se usaba como sala
de estar se llenó de granjeros y sus mujeres, artesanos y varios sirvientes
del castillo de Duivenvoorde. Aunque Melis no tardó mucho en llegarse
hasta los amigos de la nueva doctrina a pesar de que algunos vivían en
lugares bastante alejados, las noticias de que Harm Hiddesz iba a dar un
discurso en la casa de Hannes pasaron de unos a otros en secreto;
además, tal como había comentado la mujer de Hannes, durante esos días
el hielo era duro, así que casi todo el mundo pudo usar sus patines como
medio de transporte.
Hacía muchos años que la señora Hannes no recibía a tanta gente en
su casa, así que hizo lo que pudo para proporcionar a todos un asiento
decente: se trajeron bancos para las señoras y barriles vacíos para los
hombres. Al poco, incluso la sala de la gran tinaja de agua se llenó de
visitantes. No sin buena razón había elegido el prudente granjero Hannes
el día de San Esteban para este encuentro, pues este era un día en el que
todo el mundo salía a visitar a familiares y amigos y disfrutaban de buena
comida y bebida, de manera que si a algún granjero que pasara por ahí le
llamara la atención el ver a tantas personas entrando en la casa de Hannes
o el oír las canciones procedentes de su casa, sus sospechas se disiparían
enseguida al recordar el tradicional espíritu alegría que siempre rodeaba
la noche de San Esteban.
Todos los presentes cantaron un liedeke (himno) que daba testimonio
fehaciente de su alegría y de su confianza en el credo, y que decía así:
Regocijaros, creyentes todos
Aunque sólo unos pocos cerca vemos
Que mal nos traiga no habrá enemigo
Si Dios nos protege, derrotados no seremos
Así que ¿quién entonces os podrá ofender?
Más segura que Él no hay fortaleza.
Señor, ¿tendréis a bien darme protección
Contra el enemigo que ruge con furia?
Salvadme, Vos que sois mi salvación,
De los mortales colmillos de esas fieras.
Señor, invencible en batalla, Vos sois Rey,
Y a la victoria a todos nos llevaréis
O mi Dios, mi corazón con Vos anhela ser
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El sufrimiento de este vuestro hijo así veréis
Llamadle a Vuestro Reino junto a Vos7
Terminado el himno, Harm se asomó por la puerta de la pequeña
alcoba en la que había pasado unos minutos a la vera de su hijo Adrián,
enfermo y postrado en la cama, y entró seguidamente en la sala,
saludando a los visitantes, estrechando manos con varios granjeros que ya
conocía de anteriores viajes y, finalmente, tomando su lugar detrás de la
gran mesa en la que la mujer de Hannes había colocado unas cuantas
velas más que de costumbre en esa casa por tratarse esta de una ocasión
tan especial. Así, y tras una simple pero conmovedora oración que todo el
mundo pronunció en pie, Harm comenzó su sermón.
Durante siglos, explicó, la costumbre de la iglesia cristiana era
relatar la historia del martirio de San Esteban el día después de Navidad.
Aunque tanto él como sus amigos eran considerados como profesantes de
una nueva doctrina, Harm no conocía una manera mejor de rebatir esta
errónea idea que no fuera negándose a romper con esa antigua costumbre,
pues lo que buscaban no era una nueva religión sino la reforma de una
iglesia que se hallaba sumida en la ignorancia y en la superstición. Harm
abrió entonces su Biblia, esa misma Biblia que había comprado en
Amberes para su mujer y de la que nunca se separaría desde entonces, y
procedió a leer parte del capítulo 2 de San Lucas, pasando seguidamente
al versículo 6:8 de los Hechos de los Apóstoles. Luego de haber llamado
la atención de sus correligionarios sobre el hecho de haber podido
presenciar la gran misericordia de Dios puesta de manifiesto durante el
nacimiento de Su Hijo, y sobre el gran consuelo y alegría que este hecho
causaría en los creyentes de todas las épocas, Harm Hiddesz continuó de
esta forma:
— … pero desde el momento en que es parte de la naturaleza
humana el permanecer insatisfecho a pesar de recibir esta alegría, y que,
así, bajo la pretensión de andar en busca de una alegría devota acaba
añadiéndole una alegría vana o terrenal a la celebración, los padres de
antaño decretaron justamente por tanto que este día debía ser celebrado el
día después de la conmemoración del nacimiento de Cristo y así, por
tanto, ningún hombre podría entonces pasar este día señalado haciendo
gala de comportamientos inadecuados o parranderos. Bien podemos ver
entonces que así como nuestros devotos antepasados decretaron que el
sagrado nacimiento de Cristo fuera conmemorado cada año de manera
que todo hombre pudiera siempre recordarlo, así Satanás por su lado
operó en dirección contraria instituyendo fiestas nocturnas en las fechas
del 18 de noviembre y del 20 de enero, días en los que la gente se reúne
para comer y beber en exceso y para comportarse de forma alocada con el
7 Uno de los himnos del Veelderhande Liedekens (1569).
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objetivo de llegar a olvidarse lo más rápidamente posible de la gran
misericordia que supone para el hombre este hecho milagroso. Más aún, a
estas noches se las denomina nochebuenas pero, mis queridos amigos,
también se las podría llamar las noches de los locos, pues es ciertamente
una locura total el trocar esta divina alegría por una temporal.
“Así fue como Satanás lo corrompió todo, pues tan pronto como
conmemoramos la sagrada resurrección de Cristo para nuestra propia
justificación, - y para no olvidarnos de cuánto hizo Él por nosotros ni
permitir que este recuerdo o conmemoración de Su amargo martirio
abandone nunca nuestros corazones ni nuestras mentes -, digo, justo el
día después de Pascua, Satanás instala una feria a las puertas de la ciudad
para que unos a presumir de sus preciosas vestimentas, otros a empinar el
codo hasta la saciedad y otros incluso a adornarse y engalanarse hasta la
coronilla. En todo esto se afana Satanás a fin de desviar la atención de los
hombres lejos de la devota meditación, pues bien sabe el diablo que no
hay espacio disponible en el corazón del hombre mientras este se ocupe
con pensamientos y reflexiones sobre el sufrimiento de Cristo. Así, con el
objetivo de impedir que esta ave de rapiña picotee la semilla plantada en
los dominios del corazón, y para conseguir que los hombres recién
nacidos y creyentes permitan que esa semilla germine profundamente en
esa tierra hasta conseguir enraizarse y dar fruto, vamos entonces a
descubrir en este texto aquello que el destino les depara a aquellos que
aceptan a Cristo y son unidos a Él. Bien sabido es que Cristo es sinónimo
de agravio para los judíos y de insensatez para los griegos, y para que
aquellos que dan la bienvenida al Cristo Rey recién nacido en el día de
Navidad puedan calcular el coste de tal acción y darse cuenta de lo que
Sus creyentes esperan de tal celebración, - de forma que no piensen más
tarde que hayan sido engañados -, os ruego que tengáis en consideración
el verdadero ejemplo que nos ofreció este santo y dichoso hombre
llamado Esteban.
No nos es posible transcribir el sermón entero que pronunció Harm
Hiddesz, pero nuestros lectores están suficientemente familiarizados con
la forma de predicar de nuestros primeros testigos evangélicos de aquella
época, así que basta con mencionar que el discurso de Harm aquella
noche llegó a echar chispas alimentado por el fuego del Espíritu y la
fuerza de su fe. No fue por tanto una sorpresa que los presentes se
sintieran como hipnotizados por el movimiento de los labios de Harm
Hiddesz, pues raramente tenían la oportunidad de oír palabras como las
que este pronunciaba en esos momentos, y tanto anhelaban el Pan de la
Vida que no sintieron el más mínimo reparo en desafiar todos los castigos
con los que se les amenazaba en los bandos promulgados por el tiránico
gobierno y lanzarse a recoger unas cuantas migajas de ese Pan.
El orador llegó entonces a la conclusión de su discurso.
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— Por lo tanto, ¡oh, vosotros los amados hijos elegidos del Señor,
vosotros que anheláis recibir Su consuelo y alcanzar la liberación,
vosotros que ciertamente teméis y os sentís preocupados por vuestras
almas, load y agradeced al Padre misericordioso que tuvo a bien enviaros
al Salvador, sí, al Conciliador! Acerquémonos a Él en este glorioso día,
conmemoremos Su nacimiento y roguemos que Él nazca también en
nuestros corazones, y celebremos Su fiesta pues esta nos llevara al
regocijo eterno; pues la Navidad nos servirá de muy poco incluso si la
celebramos cada día si Su nacimiento no está siempre en nuestros
corazones; pero si recibimos esta gracia, Él vendrá de nuevo a nosotros y
morará en nuestros corazones en compañía del Padre y del Espíritu
Santo. ¡Que el Padre misericordioso nos conceda esta gracia a través de
Jesucristo, Su Hijo recién nacido que, junto al Padre y al Espíritu Santo,
vivirá y triunfará por los siglos de los siglos, Amén!.
Acto seguido, Harm pronunció una corta oración con la que dio
punto final al encuentro. Cuando todo el mundo se preparaba para
abandonar la casa, un viejo granjero se acercó al orador y, colocando una
moneda de oro en su mano, dijo: — Esto es para nuestros hermanos que
sufren. Las palabras de oro no pueden ser pagadas con calderilla.
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5
A LA CAZA DEL HEREJE
Poco sospechaban los hermanos reunidos en esta asamblea que la
reunión había despertado la curiosidad de alguien que podía considerarse
como cualquier cosa excepto un amigo. Aart, - precisamente el granjero
que había negado a dar cobijo a Harm Hiddesz y a su hijo -, se había
cruzado durante la tarde temprano, cuando se dirigía patinando a casa de
un amigo, con varias personas que apenas respondieron de pasada a su
saludo. Aart se percató entonces de que estos se encaminaban hacia la
casa de Hannes, hecho que despertó sobremanera su interés. ¿Qué se
estará fabricando en esa casa?, se preguntó, ¡Hannes no es precisamente
uno que reciba demasiadas visitas!
Cuando Aart regresó a su casa un par de horas más tarde, le dio la
impresión de oír que el viento transportaba el rumor de gente cantando.
Aart aguzó el oído y de nuevo se sintió azuzado por la curiosidad,
siéndole imposible resistirse a la tentación de tomar de nuevo la helada
senda fluvial para acercarse a la casa de Hannes. Cuando llegó, el perro
se puso a ladrar, pero nadie le prestó atención pues todo el mundo se
hallaba en esos momentos absorto oyendo las palabras del orador y,
además, muchos granjeros de la vecindad habían pasado patinando junto
a la casa provocando la misma reacción en el can.
Aart se colocó a hurtadillas bajo una de las ventanas de la casa y lo
que vio a través de las rendijas de las persianas le causó una gran
sorpresa. Podía oír la voz de alguien pero no podía entender lo que se
estaba diciendo ni tampoco ver al que hablaba, pero sí pudo ver las caras
de algunas personas a las que conocía sentadas inmóviles en fila y que
parecían estar embelesados escuchando al orador. Aart no podía entender
lo que ocurría. ¿Qué significa todo esto?, murmuró, ansioso por asomarse
un poco más para escudriñar mejor; pero fue en ese preciso momento que
acertó a vislumbrar a una mujer que se levantaba de su asiento y,
creyendo que iba a salir afuera a hacer callar al perro que estaba
encadenado y que no paraba de ladrar, Aart se apresuró a marcharse
patinando a toda velocidad. Tras llegarse hasta el Vliet, Aart decidió
pasarse por la cantina del embarcadero donde quizás podría enterarse un
poco más sobre lo que estaba ocurriendo o al menos, en todo caso,
charlar con el posadero sobre este extraño asunto. Hay que tener en
cuenta que todo lo que ocurría especialmente en el campo, por muy
insignificante que pudiera ser, tendía a convertirse en un acontecimiento
en la vidas cotidianas tanto de los granjeros como de los vecinos de los
pueblos.
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El posadero no pudo ofrecerle explicación alguna, por supuesto, por
lo que se enzarzaron en hacer todo tipo de conjeturas, hasta que de
repente el silencio que imperaba fuera de la cantina se vio roto por el
golpeteo de cascos de caballos. Aart y el posadero se apresuraron a salir
a ver lo que ocurría, pues aún más raro era que pasaran hombres a caballo
por la ribera del Vliet a esa hora de la noche que el hecho de que se
celebrara una reunión en la casa de Hannes. Los jinetes, tres en total,
tiraron de las riendas para detenerse al llegar a la cantina.
— ¡Oye tú, fulano! — gritó el cabecilla —, ¿es esto una posada?
— ¡En efecto, nobles señores! — respondió el posadero
inclinándose en humilde reverencia. Su agudo olfato de posadero había
detectado rápidamente que no estaba tratando con huéspedes ordinarios.
— ¿Les apetecería a los caballeros desmontar durante un rato?
Tengo a su disposición un establo para guardar y abrigar a los caballos.
— ¿Qué piensas, Antonio? — preguntó el jinete al que estaba a su
vera.
— ¡No sé para que preguntas aún! En todo el día no hemos hecho
otra cosa que cabalgar arriba y abajo bajo este tiempo horrible. ¡De
verdad que si hubiera sabido que iba a hacer este frío en este país de
ranas al que os da por llamar Holanda, no me hubiera movido del sur!
Sin añadir más palabra, el hombre que respondía al nombre de
Antonio se apeó de la silla. El tercer jinete se apeó también y cogió las
riendas del caballo de Antonio.
— ¡Llévatelos adentro, Sjoerd! — ordenó uno de los hombres. Aart,
que de tanta curiosidad como sentía se mostraba ahora de lo más atento,
le guió hasta el establo que se encontraba justo detrás de la cantina y que
era usado para alimentar a los caballos de sirga que se utilizaban durante
el verano para tirar de las barcazas. Poco más tarde, ambos entraron en la
cantina en la que los otros dos jinetes ya se estaban tomando grandes
jarras de cerveza. Ahora que se habían sacado las capas de montar y se
podía ver su indumentaria y los estoques que llevaban sujetos a sus
costados se podía deducir sin dificultad que eran soldados; y también se
pudo deducir por el tono de su voz de mando al dirigirse a Sjoerd que
este viajaba con ellos como sirviente, lo que significaba que los dos
soldados ocupaban un rango importante en el escalafón del ejército del
gobierno.
— ¡Ven aquí un momento, posadero! — gritó el que parecía ser el
jefe. — Tengo una pregunta que hacerte, pero no me mientas ni me
pongas excusas, ¿me oyes?, o te enterarás enseguida de con quién estás
lidiando — dijo mientras le daba toquecitos a su espada, lo que hizo que
el corazón de Aart diera un vuelco del susto. Sin embargo, el posadero ni
siquiera parpadeó.
— Inquirid sin demora, noble señor, y os diré todo lo que sepa —
contestó tranquilamente.
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— ¿Habéis visto a un hombre pasar por aquí recientemente cargado
con un saco de buhonero o algo parecido? ¡Y no me mientas!
— Por aquí pasan muchos buhoneros que responden a esa
descripción — respondió el mesonero — pero no tantos en esta época del
año como en verano.
— ¡No te estoy preguntando quién pasa por aquí en verano — gritó
con rabia el soldado —, sino a quién habéis visto aquí durante los dos
últimos días!
El posadero se puso a consultar su memoria.
— ¡Esperad un momento! — exclamó entonces — Anteayer pasó
por aquí un hombre como el que describís que viajaba con un chico de
unos doce años de edad.
El soldado dirigió la mirada a su amigo Antonio.
— No puede ser ése entonces — dijo mientras negaba con la
cabeza.
Antonio encogió los hombros. El tema no parecía ir mucho con él.
— ¡Qué daría yo por un buen vino de Malvasía en vez de esta
porquería amarronada! — contestó entonces este mientras apartaba la
jarra de cerveza con desdén.
El posadero sintió la necesidad de levantar los ánimos de sus
clientes.
— ¿Podría su excelencia proporcionarnos una descripción más
detallada de la persona que está buscando?
El oficial le observó fijamente.
— Tú eres un buen católico, ¿verdad?
— Que no quepa duda alguna — replicó el posadero con talante
orgulloso.
— Bien entonces — prosiguió el oficial — Estamos buscando a un
hereje de la más peligrosa calaña. De acuerdo con nuestras
informaciones, este individuo podría haber estado intentando atravesar
Leiden en su camino para intervenir en una de esas reuniones de herejes
en los que estos perros no se dedican más que a pisotear la hostia sagrada
y quién sabe qué otras cosas abominables que les venga en gana.
Sabemos que no ha conseguido aún llegar a Leiden, pues la vigilancia allí
organizada se habría ya enterado, y que tampoco volvió a La Haya. Por
tanto, debe esconderse en algún lugar de por aquí.
Aart se armó del coraje suficiente para acercarse un poco más a esos
hombres. Las palabras pronunciadas por ese oficial echaron luz sobre
algo que rondaba por su cabeza pero aún así no se atrevió a decir una
palabra.
— Que no se te olvide — prosiguió el oficial — que podrías
ganarte un buen ducado de oro y un lugar en el cielo si nos pones tras los
pasos de este maldito hereje.
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Por muy buen católico, apostólico y romano que fuera el posadero, el
ducado le atrajo bastante más que ese lugar en el cielo, pero por mucho
que se pusiera a pensar no consiguió ampliar la información que había
suministrado hasta el momento.
La promesa del ducado también hizo mella en Aart, a quien por
cierto también se le conocía como Aart “el tacaño”, y no fue hasta que
consiguió dibujar los trazos de esta moneda de oro en su mente que
consiguió dejar de lado sus reticencias.
— Quizás yo podría mostrarles el camino a los caballeros — dijo
tímidamente.
— ¡Habla, hombre! — le interrumpió el oficial. Y Aart les contó
todo lo que había visto.
— ¡Por San Martín! — exclamó el oficial levantándose de un
brinco del banco— ¡Ahí debe encontrarse ese hereje! ¡Rápido, Antonio,
date prisa! ¡Esos herejes son tan escurridizos como las anguilas cuando
intentas pescarlos!.
El relato de Aart también surtió efecto en Antonio, pues este pareció
haberse despertado de golpe.
— Mejor que dejemos los caballos aquí — dijo este mientras se
acomodaba la espada al cinto.
— Sin duda, no nos sería fácil cruzar los hielos con los animales.
— Y tú nos mostrarás el camino. Cuando agarremos al hereje con
la ayuda de mi santo patrón, recibiréis el ducado prometido.
Aart guió a los tres soldados. Poco más tarde llegaron a corta
distancia de la casa de Hannes.
— ¡Ahí la tenéis, noble señor!
— Muy bien. Vuelve a la cantina y espéranos allí.
Esto dicho, el oficial y Antonio, acompañados de Sjoerd, se
acercaron a la casa de Hannes. Sin embargo, a pocos pasos de la casa
fueron parados por los ladridos del enorme perro vigilante de la granja al
que Bouke había desencadenado unos minutos antes de su llegada.
Ladrando furiosamente, el perro arremetió de un salto contra los
hombres, imposibilitándoles el seguir adelante pues todo intento de
deshacerse del perro fue en vano.
— ¡País asqueroso! — clamó Antonio mientras intentaba golpear al
perro con su estoque para evitar que este le mordiera las piernas. —
¡Vaya cuadro, tres soldados de élite al servicio del rey puestos en jaque
por un monstruo como este!
Mientras, el oficial se rodeó la boca con una mano y gritó tan alto
como le fue posible.
— ¡Ah de la casa, abrid esa puerta! — pero la gente que se hallaba
dentro no demostró tener prisa alguna en cumplir su orden.
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— ¡Esa gente debe de estar durmiendo! — se atrevió a comentar
Sjoerd, pero el oficial dejó tronar su poderosa voz que retumbó lejos en la
distancia de los campos.
Sin embargo, la gente de la casa no estaba precisamente durmiendo.
La señora Hannes estaba sacando los platos usados durante la cena
cuando Bouke entró en la casa de vuelta de sus acostumbradas rondas
con el rostro desencajado.
— ¡Señora Hannes! — gritó excitado — ¡Unos hombres caminan
hacia aquí por el sendero del molino, y he podido ver que vienen
armados!
La señora Hannes llamó entonces a su marido y a Melis y acto
seguido los tres se dirigieron hacia la puerta. No existía duda alguna
sobre ello, estos hombres venían directamente hacia su casa y además
pudieron vislumbrar el destello metálico de sus espadas bajo la clara luz
de la luna.
— ¿Está el perro desatado? — preguntó Hannes.
— Sí — contestó Bouke.
— Entonces, metámonos dentro inmediatamente. ¡Debemos decidir
qué hacer, pues esta visita no viene a santo nuestro sino de nuestro
huésped!
El grupo deliberó durante unos instantes. Todos acordaron que
resistirse no era una opción, pues ello únicamente daría lugar a un
derramamiento de sangre y a grandes problemas. Harm Hiddesz se había
ofrecido a rendirse si era cierto que venían a por él.
— No quiero que os metáis en problemas por mi causa — dijo —
Mi Padre celestial, que es el Juez de todas las viudas y Padre de todos los
huérfanos, tendrá misericordia de mi hijo.
Mientras, afuera el perro ladraba aún más furiosamente. La mujer del
granjero alcanzó rápidamente una decisión.
— Rápido, Bouke — susurró — llévate al señor Harm a tu cama de
la vaqueriza; y vosotros — continuó dirigiéndose a los demás — dejad
que me encargue yo de esto. Marchaos a la cama y esperad allí hasta que
os llame.
Ni Hannes ni Melis tenían la más ligera idea de lo que tramaba la
mujer pero no dudaron en obedecerla al instante. Mientras, afuera el
capitán gritó por tercera vez. La señora Hannes se apresuró hacia la
puerta y la abrió.
— ¡Sacadnos ya de encima a este maldito animal! — gritó con
áspera voz uno de los soldados.
— ¡Aquí, Belo, ven aquí! — gritó la mujer. El perro, obedeciendo a
esa voz que tan bien conocía, se acercó a ella ladrando por el camino
hasta que la mujer al final lo agarró y encadenó cerca de la casa —
¡Buenas noches, caballeros! — saludó entonces la mujer lo más
amablemente que pudo a los hombres que se aproximaban.
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— ¿A qué se debe el habernos hecho esperar durante tanto tiempo?
— preguntó con brusquedad el capitán.
— El perro a menudo se pone a ladrar por la noche, incluso cuando
no vienen visitantes, y justo en ese momento estaba yo ocupada cuidando
de mi hijo enfermo. Pero entrad, caballeros, y os ruego me digáis a qué se
debe vuestra visita.
Los tres soldados, sorprendidos por tan calma recepción, siguieron a
la mujer hasta la sala de estar mientras ella gritaba a viva voz desde el
vestíbulo.
— ¡Hannes, baja, que tenemos visitantes!
— ¡Creo que ese perro miserable me ha mordido a través de la
bota! — se quejó entonces el capitán mientras se dejaba caer sobre un
gran banco de madera — ¡Pues sí— prosiguió —, mira, estoy sangrando
como un cerdo!
— ¡Oh!, pero no es culpa del perro — exclamó la mujer a la vez
que se apresuraba a alcanzarle agua y vendas que el capitán usó de tal
manera que no cupo la mejor duda de que esta no era la primera vez que
se vendaba una herida. Mientras tanto, Antonio y Sjoerd estaban echando
una mirada inquisitiva por la habitación y Hannes y Melis, que no sabían
qué otra cosa hacer, estaban parados inmóviles en el umbral de la puerta.
— ¿Es ése vuestro marido? — preguntó el capitán.
— Sí, mi señor — respondió la mujer mientras le ayudaba con las
vendas. — El de ahí es mi marido, y el otro es mi hermano.
— ¿Recibisteis bastantes visitas anoche, verdad? — prosiguió el
capitán.
— Es nuestra costumbre recibir bastantes visitas en la noche de San
Esteban — respondió evasivamente la mujer del granjero.
— Sí, pero una casa entera llena de gente no es costumbre — dijo
el capitán mirándola penetrantemente en los ojos.
— ¡Bueno, bueno, tampoco estaba tan llena la casa!
— ¿Todavía se encuentra aquí ese hombre que acogisteis ayer? —
preguntó entonces el capitán con la intención de confundirla con esta
repentina y directa pregunta.
— ¿Se refiere mi señor a ese pobre buhonero que llegó hasta aquí
muerto de agotamiento? — preguntó la mujer adoptando un inocente
tono de voz.
— En efecto, ¿dónde está?
— Pues ahora mismo está durmiendo en la vaqueriza con el
jornalero. Nosotros, la gente de campo, tenemos muchos problemas con
esos vagabundos pero jamás damos la espalda a una obra de misericordia,
y menos aún en el día de Navidad. El hombre parecía ser de fiar.
— Eso es lo que vos creéis — le interrumpió el capitán. Su franca
admisión le hizo creer que estos granjeros no tenían ni idea de lo
peligroso que era el individuo que alojaban en su granja. — Eso es lo que
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vos creéis — repitió — ese hombre es uno de los herejes más peligrosos
que pululan por nuestro país creando conflictos. ¡Llevadme a él ahora
mismo!
Dichas estas palabras, Sjoerd desenvainó su daga y los tres hombres
se dirigieron hacia la vaqueriza siguiendo los pasos de la mujer del
granjero.
— ¡O mi mujer ha perdido la chaveta o ya no entiendo nada de lo
que ocurre! — le susurró Hannes a su cuñado. Melis encogió los
hombros, pues el comportamiento de su hermana le resultaba también de
lo más incomprensible. Mientras, Bouke, obedeciendo una señal de la
mujer, permaneció postrado inmóvil en su cama, que estaba emplazada
en una esquina del establo, mientras que un poco más allá Harm Hiddesz
se encontraba arrodillado frente a un catre parecido al de Bouke.
— ¡Fíjate en este hereje hipócrita! — gritó el capitán. Dicho esto,
agarró a Harm Hiddesz por el chaleco diciéndole: — ¡Mi prisionero sois
en el nombre del rey! — Harm se puso en pie y miró a la mujer del
granjero por un instante sin pronunciar una sola palabra. Si su razón de
entregarle a los soldados era la de poner a su hijo a salvo, pensó Harm,
entonces se sentiría agradecido hacia ella durante el resto de sus días.
De vuelta a la sala de estar de la casa, Antonio y Sjoerd cachearon a
Harm, pero no le encontraron nada sospechoso encima. La pequeña
Biblia que siempre le acompañaba estaba ahora escondida bajo las
mantas de la cama de Adrián.
— ¿Dónde está su saco? — preguntó el capitán. Lo tenía la señora
Hannes. — Siempre nos ocupamos de guardar los enseres de estas gentes
— dijo — cuando les ofrecemos cobijo por la noche, ¡pues no sería la
primera vez que nos roban como recompensa por nuestra hospitalidad!
La mujer les entregó el saco que, a su vez, tampoco guardaba nada
que pudiera despertar sospecha alguna, lo que no podía considerarse
sorprendente. Aunque Harm hubiera traído el triple de los libros que
trajo, aún así no hubiera quedado ni uno tras la reunión, pues los
asistentes habrían adquirido hasta el último ejemplar a cambio de la
voluntad.
— ¿Puedo preguntaros con qué derecho me arrestáis e interrogáis?
— le preguntó Harm al capitán.
— ¡Aquí tienes la orden de detención! — replicó inmediatamente el
capitán mostrando un pergamino firmado por Del Castro, Inquisidor
Mayor de la provincia de Utrecht. — Te hemos seguido la pista ya desde
Schoonhoven, pero te perdimos el rastro cerca de Dordrecht para luego
volver a hallarlo en Rótterdam. ¡Por muy listo que fueras, supimos como
llegar hasta ti!
Mientras el capitán hablaba, la señora Hannes montaba una
pantomima de exclamaciones y manoteos para mostrar su profunda
sorpresa.
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— ¿Y qué me decís si os digo que os habéis equivocado de
persona? — le incriminó Harm.
— ¡Yo nunca cometo un error! — fue la tosca respuesta del oficial
— e incluso si este fuera el caso, siempre tenemos tiempo de darnos
cuenta más tarde. ¡Sjoerd, átale las manos al prisionero, y pongámonos
ya de una vez en camino!.
Una mueca de dolor apareció entonces en el rostro del prisionero,
pero no a causa de la estrecha correa de cuero con la que Sjoerd le estaba
apretujando las muñecas en la espalda, sino por el temor que le sobrevino
de no poder volver a ver a Adrián nunca más y de tener que marcharse
sin siquiera poder decirle adiós a su hijo, pensamientos que le rajaron el
alma como si fueran espadas. Sin embargo, Harm estaba obligado a
reprimir sus sentimientos, pues una sola palabra fuera de lugar podría
poner en peligro no sólo la seguridad de su hijo sino también su vida,
pues la Inquisición no hacía distinciones de edad.
Mientras, la señora Hannes parecía saber con exactitud lo que
ocurría dentro del alma de Harm
, pues se ocupó de hacerle llegar de manera casi imperceptible un gesto
de aliento con la cabeza.
— ¡Pero no se marcharan los señores ahora de esta manera! —
exclamó la mujer con dulzura dirigiendo su mirada hacia el capitán. —
¡Anda, Hannes! — prosiguió girándose ahora hacia su marido, — no te
quedes ahí embobado mirando y saca los vasos. Estoy segura de que a los
señores les apetecerá tomarse una bebida que les reconforte en este frío.
El capitán era un excelente servidor y soldado de su rey, pero la
palabra “vaso” tenía un gran e infalible poder de embrujo sobre él,
especialmente cuando podía anticipar que iba a ser llenado con algún
brebaje alcohólico. El efecto alcanzó también a Sjoerd, quien se estaba ya
pasando la mano por los labios. Antonio a su vez respingó con desdén.
— ¿Y qué hacemos con ése mientras? — preguntó el capitán
apuntando con el dedo a Harm. La mujer del granjero abrió entonces una
puerta que daba paso a uno de los cuartos de la casa. — Encerradle ahí
dentro por el momento — dijo — ¡La presencia de un hereje podría
arruinar el sabor de una buena bebida!
El capitán echó un vistazo dentro de la habitación que la mujer había
abierto. El cuarto albergaba un grande y viejo baúl de madera de roble
pegado a la pared al otro lado de la repisa de la chimenea y que servía
para guardar las ropas blancas. Su única ventana tenía barrotes de hierro
como protección contra los ladrones y la abertura de la chimenea estaba
cubierta con un plafón de madera toscamente pintado. La puerta que
ahora se hallaba abierta, se convenció el capitán, era la única salida
posible de la habitación. Sin más deliberación, el prisionero esposado fue
empujado dentro de la oscura habitación.
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— Si hubieran llegado dos horas antes, esto no hubiera acabado tan
bien — murmuró Hannes. Mientras tanto, su mujer se puso a servir
bebidas a sus invitados, y el capitán, totalmente tranquilizado por el
comportamiento de la mujer, y sintiéndose ahora a gusto, se relajó y se
concentró en disfrutar de la intoxicadora bebida. La mujer tampoco
ahorró gastos a la hora de servirles, pues no paró de llenarles los vasos a
los soldados mientras hablaba con el capitán sobre temas heréticos y de
Harm Hiddesz.
— No parece que la bebida sea del placer de mi señor — le dijo a
Antonio en cierto momento.
— Pues no, mujer, en mi país no bebemos este caldo. ¡Allí
preferimos un vaso de buen vino!
— ¡Pero, mi querido señor, si yo hubiera sabido eso antes! Tengo
una gran vasija de vino en la bodega. ¿Te acuerdas, Hannes, aquella que
nos regaló el señor del feudo cuando caíste tan enfermo? ¡Me voy a por
ella ya mismo!
Dicho esto, la mujer salió de la habitación completamente decidida a
alcanzar su objetivo pero antes de bajar a la bodega se desvió hacia la
vaqueriza y se fue a buscar a Bouke, que en esos momentos estaba
esperando sentado al borde de su cama, y seguidamente le susurró
rápidamente algo en el oído. El pequeño hombre hizo una mueca y la
sonrisa que la acompañó hizo que su deformado rostro se distorsionara
aún más. Unos pocos minutos más tarde, la señora Hannes, de vuelta ya
al salón, colocó la gran jarra sobre la mesa. Como ya se estaba haciendo
tarde y el capitán insistía en marcharse, la mujer empezó a mostrar
señales de intranquilidad. Hannes, que conocía a su mujer desde hacía ya
muchos años, se dio cuenta de que algo iba mal. No paraba de hablar, lo
que para Hannes era una señal inequívoca de que estaba intentando
camuflar su desasosiego. Finalmente, el capitán se puso en pie
balanceándose levemente y los otros dos siguieron su ejemplo.
— Y ahora, buena gente — anunció — tened por seguro que no me
olvidaré de elogiar vuestra hospitalidad ante autoridades de mayor
influencia que la nuestra. ¡Sjoerd, saca al prisionero!
El soldado abrió la puerta de la habitación. Harm Hiddesz había
desaparecido.
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6
EL SECRETARIO DEL INQUISIDOR
El cortante viento del este que soplaba desde hacía varios días
amainó para dar paso a los vientos del oeste, tras lo cual las heladas
temperaturas bajaron en intensidad y el cielo se llenó de copos de nieve
de gran tamaño que se balanceaban suavemente en su caída desde el
grisáceo y encapotado cielo.
Hacía un buen rato que el joven vestido con hábitos de cura se
encontraba frente a uno de los muchos ventanales del monasterio de
Santa Clara de Leiden, mirando con ojos melancólicos a través de los
cristalitos del abovedado ventanal, hasta que por fin empezó a mostrar
señales de cansancio bajo la incesante caída de la nieve. Se dirigió
entonces con desgana a la mesa cubierta con un mantel verde sobre la que
se encontraban varios pergaminos, algunos de los cuales estaban
estampados con sellos de gran tamaño, unas pocas plumas y un tintero de
peltre recién pulido.
— Qué raro — murmuró para sí — pero desde que volví a
Holanda, es como si me hubiera convertido en una persona diferente.
Tampoco me gusta la labor que llevo a cabo aquí. ¡Todo lo que hago es
escribir y escribir —. Con un suspiro, el joven cogió una pluma de ganso
de la mesa. Levantando la voz, siguió quejándose. — Este lío de
concejales y magistrados es una disputa interminable. Si nos dejaran a
nosotros dilucidar estos asuntos, sería mucho más fácil poner en práctica
las órdenes de nuestro ilustre señor y príncipe que tan claramente se
enuncian en los edictos, pero no, todo lo que hacemos lo estrangulan la
obstinación y el orgullo de estos tercos burgueses, ¡como si los
privilegios y las costumbres locales fueran tan importantes como para
poner de lado los intereses de nuestra santa madre iglesia!
— ¡Eso es lo que yo llamo hablar como un hombre de verdad,
Cornelio! — le interrumpió una voz. Sorprendido, el joven cura se giró
hacia el lugar de donde provenía esa voz. Un sacerdote alto, delgado y de
grisácea barba acababa de hacer su entrada tras correr la cortina de
terciopelo que cubría una de las entradas a la estancia.
— Perdonadme, Reverencia, pero en la soledad uno tiende a hablar
solo en voz alta.
— Aquí eso lo puedes hacer sin temor, Cornelio — contestó el
viejo cura — pero recuerda que, por lo general, esta no es una costumbre
digna de elogio. Las mejillas del joven cura de pelo rubio se enrojecieron.
— Vamos, vamos — dijo el anciano — No fue mi intención regañarte,
sobre todo teniendo en cuenta que lo que has estado murmurado es fiel
reflejo de lo que yo mismo siento. Es imposible que podamos hacer
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progreso alguno con estas autoridades de toda índole. Tan pronto como
damos un paso fuera de nuestro despacho encontramos resistencia por
todos los lados, raramente recibimos cooperación alguna. Cada villa y
señorío tiene sus propios privilegios particulares, así que ay si se nos
ocurre aunque sólo sea rozarlos. Creo que los paisanos holandeses
preferirían la total destrucción de nuestra sagrada fe y de la iglesia antes
que sacrificar o renunciar a una sola de ésas llamadas libertades. También
me he dado cuenta de que los magistrados de aquí muestran muy poco
respeto por las extensas cartas de autorización que les enseño. No me
sorprendería nada que muchos de ellos estuvieran contaminados con esta
herejía y que no estén más que esperando la oportunidad propicia para
mostrar sus cartas. Pero por el momento, no debemos preocuparnos de
estos problemas. Es mejor que nos concentremos en sacarnos de encima
todo este trabajo antes del mediodía.
El cura de barba canosa, que se había paseado de un lado al otro de
la habitación mientras decía estas palabras, tomó asiento al otro lado de la
mesa del joven Cornelio. Canónigo de la iglesia de San Juan de Utrecht,
el anciano pasó a reemplazar a Lethmate como Inquisidor Provincial en
mayo de 1555. De nombre Nicolás Del Castro, este era un hombre
radicalmente diferente de sus predecesores en muchos aspectos,
especialmente en cuanto a su manera de responder a las variopintas leyes
que regían en los lugares en los que operaba. Así, lejos del
comportamiento de sus predecesores, Del Castro siempre intentaba
respetar los distintos privilegios que gozaban las localidades holandesas y
llegar a acuerdos y soluciones pacíficas que fueran en beneficio tanto de
estos privilegios como de los edictos gubernamentales. Quizás fuera
gracias a su cuidadosa y relativamente moderada forma de actuar que
Granvelle, - desesperado en sus esfuerzos por calmar el siempre creciente
malestar que se respiraba en las provincias -, decidiera recompensarle en
1562 en Malines por sus servicios prestados ascendiéndole al puesto de
obispo principal de Middelburg.
Cornelio se había puesto ahora a escribir con diligencia. Aunque
hacía poco que había sido destinado como secretario de Del Castro, este
ya había sentido un interés paternal por el joven prelado. Nacido en
Holanda, Cornelio se quedó huérfano a los pocos años. Un compasivo
familiar le acogió bajo su tutela y, luego de que el duelo por la pérdida de
sus padres empezara a remitir, Cornelio fue internado en un monasterio,
no sólo con la intención de proveerle con una buena educación sino
también para instruirle en la carrera eclesiástica.
Al principio sus profesores tuvieron bastantes problemas con él. No
es que su diligencia fuera grande ni su conducta ejemplar, todo al
contrario, pero el problema es que el chico había adoptado muchas ideas
extrañas que eran contrarias a las enseñanzas de la iglesia católica,
apostólica y romana, por lo que se tuvo que invertir grandes esfuerzos en
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la tarea de moldear lentamente su carácter hasta conseguir convertirlo en
un leal y obediente servidor de la iglesia. Este objetivo fue plenamente
alcanzado, pero no sin mucha paciencia y tacto por parte de sus
profesores. Cornelio, luego de haber estudiado durante tres años en la
Universidad de Lovaina, fue aceptado en la orden tras asegurarse que su
carácter no albergaba ni un sólo rastro de herejía. De tanto en tanto,
cuando se le detectaba una nueva aparición del germen de la herejía, sus
superiores se prestaban con placer y sin titubeos a mostrarle de nuevo la
senda correcta, lejos de lo que consideraban un camino erróneo y
peligroso.
¿Habría sido posible que estos no estuvieran del todo seguros de
Cornelio por temor al riesgo de que este tomara en el futuro caminos
divergentes y contrarios a la doctrina católica, apostólica y romana, o fue
pura coincidencia que Cornelio fuera asignado a Del Castro, un hombre
que, a pesar de su carácter afable y de trato fácil, era gran defensor de la
iglesia católica y cuya máxima ambición era la de exterminar hasta el
último vestigio de la Reforma? Fuera cual fuera el caso, Cornelio puso
toda su confianza en Del Castro y le siguió todos sus consejos de forma
obediente e incondicional. Sin embargo, a menudo Cornelio se dirigía a
Del Castro para hablar de un tema que consideraba de suma importancia:
— ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí, Reverendo Padre? —
preguntó Cornelio mientras lacraba, sellaba y ataba con cintas los últimos
documentos que acababan de ser firmados.
— Eso depende de cuánto tarde el Flamenco en llegar. No entiendo
porqué no ha aparecido todavía. Hace tiempo que debería haber llegado
ya.
— Y cuando nos marchemos, ¿iremos a La Haya, verdad? —
siguió preguntando Cornelio — ¡Tengo muchas ganas de volver a ver el
lugar donde nací!
— De verdad que no sé si estaré haciendo lo apropiado si te llevo
allí conmigo, Cornelio. Bien podría ocurrir que te vinieran todos los
recuerdos de tu niñez de golpe y arruinen la paz de tu alma.
La desilusión se dibujó en el rostro de Cornelio pero, a pesar de ello,
este no se atrevió a decir nada más. Si algo había aprendido a rajatabla,
eso era la obediencia, por lo que temía que si continuaba con el tema no
conseguiría otra cosa sino reducir las posibilidades de ver cumplido su
deseo. De manera que prosiguió su tarea mientras Del Castro,
profundamente sumido en sus pensamientos, daba vueltas de una punta a
la otra de la habitación.
En ese momento se oyó un suave golpeteo en la puerta que se
hallaba en la pared opuesta a la de la entrada que Del Castro utilizara
anteriormente. Al recibir el permiso de este, un monje entró para anunciar
la llegada del Flamenco, que solicitaba audiencia para ver al Reverendo
Inquisidor Provincial.
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— ¡Traedlo ya a mi presencia, hermano! — contestó Del Castro.
Unos minutos después, el flamenco, el mismo capitán que capturara a
Harm Hiddesz en la casa de Hannes en la noche de San Esteban, hizo su
entrada en la estancia. Apodado “el Flamenco” por haber nacido en
Amberes, el militar hizo una reverencia profunda inclinándose y
cruzando el brazo en señal de respeto con el sombrero de ala corta
adornado con un par de plumas de gallo en mano.
— ¡Acercaos, capitán! — dijo Del Castro, devolviéndole el saludo
haciendo un gesto en forma de cruz con su mano derecha. — Mucho
habéis tardado en llegar, así que espero que tengáis buenas noticias que
darme.
— ¡Ay, Reverencia! Mala fortuna he tenido, me temo.
— ¡Explicaos! — conminó escuetamente el Inquisidor con
poderosa voz de mando.
El capitán se embarcó entonces en un largo relato que incluía todos
los pormenores de la misión que le llevó a cabalgar de un lado a otro tras
las huellas de ese hereje que un día hacía de buhonero y el siguiente de
predicador. Sin embargo, cuando terminó de describir los sucesos
acaecidos en la casa de Hannes y de admitir que el hereje se había
escurrido entre sus dedos en el último instante, la ira de Del Castro hizo
estremecer los cimientos del monasterio. El prelado pateó las baldosas
del suelo con tanta furia que hasta Cornelio, que creía conocerle bien, se
quedó de piedra de la sorpresa.
— ¡Ese hereje debe estar en connivencia con Belcebú! — se
aventuró a apostillar el capitán — pues ese cuarto sólo tenía una salida.
Ni un segundo aparté mis ojos de esa puerta mientras me vendaba la
herida que me infligió el vil perro del granjero.
Este comentario era a todas luces un embuste, pero el Flamenco no
se había atrevido a reconocer que en realidad había pasado la mayor parte
del tiempo en esa casa bebiendo en lugar de apresurarse a llegar a Leiden
para hacer entrega de su valioso prisionero.
— ¿No más salidas, decís? ¿Y qué me decís de la chimenea de la
habitación de un miserable granjero? ¿Eso no cuenta entonces?
— La abertura de esa chimenea estaba cerrada, Reverencia, y como
prueba de que sé bien como llevar las cosas en estas situaciones, y por si
acaso el hereje se escondía en ella, hice que se quemaran varias pilas de
paja en la chimenea para asfixiarle y hacerle caer.
— ¿Y qué me decís del suelo, entonces? ¿Os fijasteis de si había
una puerta secreta o algo parecido, verdad?
— Nada, Reverencia, no había nada. El suelo era de barro duro y
cubierto únicamente por una estera de paja. La saqué del suelo pero
debajo no había absolutamente ninguna vía de escape. Luego registré la
casa entera con la ayuda de la amable ama de la casa y de su marido.
Buscamos por todas partes, el establo, el granero, el cobertizo e incluso la
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porqueriza, sin resultado. El hereje se había escapado y sólo Satanás, el
verdadero padre natural de estos herejes, sabe cómo lo consiguió.
Del Castro comenzó de nuevo a dar pasos de una pared a la otra.
— Sois incapaz de llevar a cabo vuestra misión, capitán, y por tanto
no os merecéis la confianza que en vos he depositado. ¿Sabéis qué opino
de todo esto? Que os habéis dejado vos solito engañar por esa amabilidad
mostrada por la ignorante mujer de un granjero que me explicáis. Así que
mientras os dedicabais sin duda a empinar el codo, como siempre,
¡vamos, no lo neguéis ahora!, esos palurdos encontraron una forma de
dejar escapar al hereje. Es precisamente la buena disposición de esta
gente a ayudaros lo que levanta mis sospechas y, bien mirado, no existía
mejor manera de conseguir alejaros del cuarto en el que se encerró al
hereje. ¡Y lo que todavía no comprendo es como os atrevéis a presentaros
ante mí luego de haber dejado escapar a una presa tan valiosa!
El capitán se quedó tieso como una vara. No tuvo más remedio que
reconocer que la operación podría haber sido simplemente un éxito si su
cabeza no se hubiera visto afectada por los vapores de la fuerte bebida.
Este pensamiento hizo que se quedara humildemente callado y estático
ante el Inquisidor. Del Castro, dándose cuenta de que había tocado el
punto más débil del capitán, y estando bien al corriente de los trucos que
los herejes solían utilizar para escapar a la persecución, bajó el tono de su
voz y le dijo:
— Os doy diez días más para que me entreguéis a ese hereje. Yo
parto mañana de viaje y permaneceré en La Haya durante cuatro días
como máximo hospedado en la casa del párroco de la iglesia de San
Jacobo. De ahí saldré para Ámsterdam, en cuyo tribunal podréis
averiguar sobre mi paradero. Y ahora, partid y procurad borrar la
vergüenza con la que os habéis cubierto.
— ¿Tendría a bien su Reverencia ser tan amable de darme alguna
indicación acerca de la dirección que debo tomar en mi misión? —
preguntó el capitán, todavía aturdido por el varapalo.
— ¡Y qué otro lugar sino ese vecindario donde vierais al hereje por
última vez! Seguro que no se halla lejos de allí y que debe estar
escondido hasta que crea que ya no haya ningún peligro acechándole. En
fin, tomad — prosiguió Del Castro, sacando unas cuantas monedas de oro
de un cofrecito magníficamente tallado — y no reparéis en ningún gasto
si ello os ayuda a dar caza a ese hereje.
Esto dicho, el capitán abandonó la habitación no sin antes haberse
inclinado repetidamente en reverencia.
— ¡Y ahora, Cornelio, vamos a comer, amigo mío! Y luego, tan
pronto como hayas terminado de empaquetar nuestras bolsas de viaje,
podrás irte a dar una vuelta y visitar el Castellum Romano.
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7
UN DESCUBRIMIENTO SORPRENDENTE
Cornelio aprovechó la autorización de su superior para salir a la calle
tan pronto como terminó de colocar un gran paquete de documentos y
otros enseres en su bolsa. Sin duda, el tiempo no era demasiado propicio
para paseos, pero habiendo estado tan ocupado durante todo el día
redactando documentos, Cornelio no quiso desaprovechar la oportunidad
de poder respirar un poco de aire fresco.
Había parado de nevar. La delgada pero helada capa blanca de hielo
que cubría el suelo no constituyó obstáculo alguno para frenar el paso
firme y rápido de las jóvenes piernas del secretario. Cornelio anduvo por
las calles de Leiden, una de las ciudades más prósperas de Holanda, con
un semblante que denotaba la gran curiosidad propia de un forastero. Las
telas de Linden gozaban de una gran popularidad en todas las regiones
circundantes, y su fama llegaba incluso hasta Flandes y el norte de
Francia; y los cerveceros de la zona ponían en tela de juicio, y no sin
buenas razones, el renombre que gozaba Leiden por su cerveza de Delft.
Las fachadas de las casas de las calles principales, aunque a duras
penas podían considerarse como calles por su falta de pavimentación,
daban una clara indicación del grado de prosperidad de sus habitantes.
Cornelio examinó con gran interés el peculiar estilo arquitectónico que se
hallaba tan en boga a principios del siglo XVI y que se caracterizaba por
los tejados de dos aguas de las casas de ladrillo rojo, las blancas tejas de
esquina insertadas entre los ladrillos y que formaban unas bandas de
separación entre los diferentes niveles y circundaban también los arcos de
las ventanas; los ganchos finamente forjados cuyas volutas servían de
refuerzo a los hastiales; los efectos ornamentales esculpidos en las
piedras de las esquinas; y, en algunas casas, las cubiertas de madera de
roble suntuosamente talladas. Todos estos detalles no sólo
proporcionaban testimonio de la prosperidad de los habitantes de Leiden,
sino también de su buen gusto y sentido artístico.
Sin embargo, las moradas que se alzaban en las calles traseras de las
murallas y en muchas de las callejuelas y tugurios donde vivían
normalmente los tejedores se parecían más a porquerizas que a casas.
Cornelio evitó pasear por estos lugares. Mientras andaba tranquilamente
a solas, algo comenzó a agitarse dentro del alma del joven cura, una
sensación que Cornelio no había experimentado desde hacía mucho
tiempo: los recuerdos de su juventud y de los lugares de su infancia.
Cornelio disfrutó de muchos días de alegría dentro de los muros del
monasterio al que fuera llevado cuando tenía doce años, pero también
pasó por muchos más días de tristeza. Y es que por mucho que el canario
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cante en su jaula, aún así se dan ciertos momentos en los que
infaliblemente renacen sus ansias de libertad y su añoranza por los
inmensos cielos, lo que le lleva a batir sus alas contra las rejas que le
rodean y a brincar nerviosamente de una percha a otra. Cornelio sintió
algo parecido. Propio de la naturaleza de un joven, había olvidado pronto
la pena por la muerte de sus padres gracias a su continuo contacto con
otros niños, y no más que un vago recuerdo de una felicidad pasada se
alojaba en su alma.
Cornelio se encontró con una mayor libertad de movimientos a su
paso por la Universidad de Lovaina, pero esta era una libertad que apenas
tuvo tiempo de disfrutar por culpa de sus estudios. No consiguió hacer
amigos y sólo mantuvo relaciones con estudiantes de habla holandesa
que, como él, estaban estudiando en el famoso centro de Lovaina. Fue
gracias a su destreza con la pluma y a su conocimiento de la lengua
holandesa que Cornelio fue destinado hacía sólo unas pocas semanas
como secretario a las órdenes de Del Castro, siendo esta la primera vez
que veía Holanda desde que se quedara huérfano. Así, los recuerdos de su
infancia comenzaron a tomar forma de nuevo en su memoria y, además,
el saber que al día siguiente se encontraría ya en La Haya hizo que su
corazón latiera aún más rápido. Allí intentaría localizar los lugares en los
que había jugado de chico y, quizás, podría ver otra vez la casa en la que
muriera su madre.
¡Su madre! Cornelio pudo visualizar en su mente el suave y lindo
rostro de la Virgen Madre de Dios dibujado en el cuadro que colgaba en
la capilla del monasterio. Cornelio recordaba como su madre solía
narrarle un sinfín de maravillosos cuentos mientras él se sentaba en un
taburete de madera pequeño colocado frente a sus rodillas. ¡Y cuántas
extrañas canciones le enseñó a cantar su madre! Y también, Cornelio
recordó que su madre le enseñó a orar de una forma que sólo más tarde
vería como era tachada como inmoral y depravada.
¿Sería el aire holandés que respiraba o la visión de esas casas sin par
lo que conseguía refrescar tanto su memoria? ¿Sería el aroma de su tierra
de nacimiento lo que causaba que las palabras y el sonido de la voz de su
madre volvieran de nuevo a reverberar dentro de su alma? ¡Cuántas veces
había Cornelio intentado años más tarde rememorar el pasado durante los
momentos de soledad y en el silencio de la noche sin apenas éxito! Pero
ahora, a pesar del paso del tiempo, esas imágenes de antaño se dibujaban
nítidamente en su memoria sin apenas esfuerzo por su parte. De repente,
Cornelio pudo recordar las palabras de una oración que había aprendido
de pequeño sobre las rodillas de su madre:
¡Contempla, Señor, mi agonía!
¡En mi aflicción lucho con fuerza
Para que de Ti no reniegue en la derrota!
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¡Mantenme, Señor, fiel a Tu Palabra
Si es menester hasta el amargo final!
Y justo en ese momento pudo también recordar claramente el día en
que el superior le hizo llamar justo después de haber cantado estos versos
en el jardín del monasterio y le amenazó con encerrarle a pan y agua en
una celda oscura si se le ocurría volver a repetir esas palabras. Tras la
amenaza, el superior le hizo entonces repetir sin parar el Ave María y el
Padrenuestro hasta caer finalmente exhausto.
Cornelio repitió de nuevo y repasó detenidamente las palabras de la
canción pero no consiguió detectar en ellas ni un solo indicio que pudiera
dar justificación al castigo que recibió por cantarlas. Su prima Anne-Bet,
fallecida hacía unos pocos años, insinuó en varias ocasiones que su
madre no había sido una católica, apostólica y romana tan devota como
hubiera sido de esperar y que sabía bastante más de la nueva doctrina de
lo permitido y justificable. Sin embargo, Cornelio no podía recordar nada
en absoluto que pudiera secundar estos comentarios. ¡Esa canción que
acababa de abrirse paso en su mente no podía de ninguna manera haber
sido compuesta por herejes! Cornelio siempre había dibujado a esos
rufianes de forma tan horrible que sería a todas luces un sacrilegio
atribuirles la autoría de tan hermosas palabras. Cornelio no estaba al tanto
de todas las ideas que propagaban los herejes, y lo poco que sabía no
representaba más que una falsa imagen de la nueva doctrina. Por otro
lado, la última escuela en la que había cursado sus estudios no dedicaba
asignatura alguna a las disputas y tratados relacionados con las doctrinas
de la Reforma. Sólo en contadas ocasiones se le permitió atender a las
charlas de Michiels de Bay, diácono de la Iglesia de San Pedro de
Lovaina. De Bay, doctor en teología, conocido también bajo el nombre
de Bajus en círculos educativos, se había metido en serias dificultades
por no seguir la doctrina católica, apostólica y romana a rajatabla, - y eso
a pesar de ser un enemigo implacable de la Reforma -, algo que se hizo
bien palpable durante el Concilio de Trento.
Así que Cornelio decidió rechazar sin titubeos la idea de que su
madre hubiera sido una hereje y siguió su camino hasta llegar finalmente
a la altura de una posada llamada La Corona. No era nada extraño por
aquel entonces ver personas vestidas con hábitos religiosos cerveza en
mano y jugando a los dados o a las cartas en el interior de las posadas o
tabernas. Y lo que es más, muchos miembros de las órdenes religiosas
inferiores y gran número de monjes eran clientes habituales de tales
lugares. Los piadosos burgueses católicos apenas podían aguantar el
sufrimiento que les causaba ver tan a menudo gentes en hábitos religiosos
dando traspiés por las callejuelas bajo el efecto de la bebida. Cornelio no
dudó en entrar dentro de La Corona. Una vez dentro, pidió una jarra de
vino. La entrada del joven cura no pareció suscitar interés alguno en los
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clientes de la tasca, con la excepción única de un corpulento granjero que
le observaba con cierto interés y que decidió preguntarle al tabernero, que
en ese momento pasaba por su lado recogiendo jarras vacías.
— ¿Quién es ese joven?
— No estoy seguro — contestó el tabernero. — Posiblemente un
secretario del honorable Inquisidor Provincial, que se encuentra hoy en la
ciudad. Sin duda es un forastero, pues todos los demás que vienen por La
Corona en sotana no beben vino.
— Pues es muy extraño — farfulló el granjero — Me gustaría
descubrir quién es —
No pasó mucho tiempo hasta que el campesino, armado con esa
jovial osadía tan típica de la gente de su condición social, se enzarzara en
animada conversación con Cornelio.
— Vuestro acento muestra que habéis vivido durante mucho
tiempo en tierras lejanas, señor — remarcó inquisitivamente el granjero.
— Pues sí, señor, es verdad. Viví en Valonia durante tres años,
¡pero aunque el corazón se mantenga totalmente fiel a sus buenas raíces
holandesas, la lengua tiende a adquirir un deje extranjero cuando uno
habla francés sin parar!
Entre risas, Cornelio tomó un buen trago de la gran jarra bajo la
atenta mirada del granjero. Cornelio se dio cuenta de esa mirada.
— ¿Ocurre algo malo?
— No, no temáis, no es eso. Es sólo que os parecéis tanto, sobre
todo cuando reís, a una persona a la que llegué a conocer muy bien que
no consigo salir de mi asombro. Me pregunto donde he podido ver ese
rostro antes. ¡Ah, ahora me viene a la cabeza! Sois una copia exacta de la
mujer de un mercader de quesos de La Haya. Su marido y yo hicimos
negocios juntos durante años hasta que un día decidió vender el negocio.
A menudo visité la casa de esa mujer, así que creedme que no me
equivoco cuando os digo que cuanto más os miro más me recordáis a
ella.
Las palabras del granjero hicieron profunda mella en Cornelio.
— ¿Cómo se llamaba ese mercader de quesos? — preguntó.
— Pues bien, nosotros siempre le llamábamos Harm.
— ¡Mi padre también se llamaba Harm, y también era un mercader
de quesos de la Achterom! — exclamó Cornelio.
— ¡Pues entonces debéis ser el hijo de Harm, no cabe duda! —
exclamó a su vez el granjero — Vuestra cara es exacta a la de vuestra
madre, como dos gotas de agua. El mismo pelo rubio y ese hoyuelo en la
barbilla. ¡Igualito que vuestra madre!
— ¡Pero mi madre hace muchos años que murió! — le interrumpió
Cornelio como si dudara de la veracidad de sus palabras.
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— Cierto, eso ya lo sé. La buena mujer abandonó este valle de
lágrimas antes de tiempo, y no poco sufrió vuestro padre por la
irreparable pérdida de vuestra madre.
— No. Mi padre jamás supo de la muerte de mi madre, así que creo
que os equivocáis de persona, señor. De acuerdo con lo que se me dijo,
mi padre pereció ahogado en un naufragio — suspiró Cornelio.
El granjero, al oír las últimas palabras del joven cura, alzo los ojos
incrédulo. ¿Cómo era posible que este joven no supiera lo que todo el
mundo en la Achterhom sabía?
— Escuchad, hermano — dijo entonces el granjero tras una corta
pausa — lo que acabáis de decir simplemente elimina las pocas dudas
que aún albergaba en mi corazón. Que vos sois el hijo de Harm es tan
seguro como que mi nombre es Jochems. Sí, todo el mundo creyó que
Harm Hiddesz había perecido ahogado junto con la tripulación — El
granjero bajó la cabeza — Sin embargo, el Señor tenía otros planes para
él. Tras una larga ausencia, Harm regresó de sorpresa y descubrió que su
mujer había fallecido. A su hijo mayor se lo llevó una prima, mientras
que el pequeño quedó a cargo de una vecina. El dolor llevó a su padre a
abandonar el negocio y a deambular de un lado a otro. De tanto en tanto
vuelve a la ciudad a visitar a su hijo más joven y, cuando este tenía unos
seis años, creo, se lo llevó consigo y no ha sido visto de nuevo por La
Haya desde entonces.
Cornelio se quedó mudo y casi sin respiración mientras escuchaba el
relato del granjero. Intentó subyugar los salvajes latidos de su corazón
con la mano derecha cerrada en un puño, pero al final sucumbió a la
tensión que le atenazaba. Se levantó de la silla, puso la mano en el
hombro del granjero y le dijo:
— ¡No me engañéis, hombre! ¿Es verdad todo lo que me decís?
¿No murió mi padre ahogado entonces? ¿Es verdad que mi padre está
vivo?
El granjero miró de nuevo a Cornelio y pareció titubear antes de
responder.
— ¡Decid algo! — gritó Cornelio.
— Sólo Dios sabe si vuestro padre vive o no todavía, pero si lo que
queréis es una confirmación de lo que os acabo de decir, entonces no
tenéis más que ir a La Haya y preguntarle a la mujer del zapatero en la
Achterom. Ella podrá probablemente deciros más que yo.
El granjero se levantó de su asiento y salió de la taberna. Cornelio,
que se había desplomado de nuevo en el banco, ni siquiera se dio cuenta
de su marcha. El granjero continuó su camino sumido en sus
pensamientos y meneando la cabeza.
— Maravillosos son Tus caminos, gran Dios — murmuró el granjero
mientras se alejaba — ¿y quién puede desentrañar las razones de tus
actos?
53
Cuando Cornelio volvió al monasterio, lo primero que pensó fue en
contarle a su maestro y confidente Del Castro lo que había descubierto de
manera tan inesperada. Usando su gran influencia y los medios a su
disposición, a Del Castro no le sería difícil hacer indagaciones sobre el
paradero de su padre siguiendo las pistas ofrecidas por el granjero de la
taberna y conseguir así arrojar luz sobre el oscuro misterio en el que se
sumía todo este asunto. Sin embargo, para desgracia del secretario, el
Inquisidor Provincial se había marchado a una reunión con varios
miembros del ayuntamiento y de las autoridades religiosas de Leiden.
Este no regresó hasta muy tarde, por lo que Cornelio decidió irse a la
cama y esperar hasta el día siguiente , pero no pudo conciliar el sueño por
mucho que lo intentó. Las palabras del granjero le asaltaron una y otra
vez, haciendo que se multiplicaran sus dudas e interrogantes.
¿Podría ser que ese granjero se hubiera confundido y que Cornelio
albergara por tanto falsas esperanzas? Eso era casi con toda seguridad
imposible. Ese hombre le había contado que todo los habitantes del
vecindario en el que vivió su padre sabía que este no había perecido
ahogado. ¿No se había referido el granjero a la mujer del zapatero que
había acogido a su hermanito, de cuyo nombre ya ni se acordaba apenas,
hasta que su padre decidió llevárselo consigo?
Entonces, ¿cuál era la razón por la que su padre no había intentado
nunca ponerse en contacto con él? ¿No había mostrado siempre su amor
por su hijo primogénito? ¡Qué tiernos habían sido siempre sus abrazos
cuando retornaba de sus viajes y Cornelio corría a la puerta para darle la
bienvenida! Su padre entonces le levantaba en alto mostrando en su
rostro una inconmensurable alegría. Cada vez que su padre se marchaba
de viaje, siempre traía a su retorno un bonito regalo para su Hidde, el
verdadero nombre de Cornelio antes de que recibiera los hábitos.
¿Había que suponer entonces que su padre estaba vivo y que jamás
había salido en busca de su hijo? ¿No se había preguntado nunca donde
podía encontrarse su hijo? La confusión se fue apoderando de Cornelio
bajo el peso de todos estos interrogantes. Si había entendido bien lo que
le dijo el granjero, entonces también ese hermanito que no era más que
un bebé cuando murió su madre todavía se encontraba con vida. Lo
extraño es que Cornelio le había preguntado al superior del monasterio
por él, y la respuesta que recibió tanto del clérigo como de la vieja Anne-
Bet fue que este había muerto poco después de la muerte de su madre.
Si todos los vecinos de la Achterom habían visto más tarde tanto a su
padre como a su hermano, ¿cómo podía explicarse que sus superiores le
hubiesen ocultado la verdad? ¿Le habían mentido entonces? Cornelio se
resistió a permitir que esta sospecha empezara a tomar forma en su mente
pero le resultó imposible. ¿Por qué razón entonces se habrían comportado
de esa forma? ¿Para quedarse con las posesiones de sus padres? Ahora
que lo pensaba, ¿pues qué había sido de ellas? Anne-Bet había dicho que
54
ella misma se había hecho cargo de todo, lo que le permitió
proporcionarle a Cornelio una buena educación que ahora le situaba en
una posición mucho más aventajada que la de cualquier otro hijo de
familia media.
— En vista de todo esto — pensó Cornelio — este un misterio que
quizás jamás consiga descifrar.
Sin embargo, si sus tutores espirituales creían que era necesario
mantenerle al margen de este secreto, - y bien sabía Cornelio hasta donde
podían llegar estos en asuntos de esta índole -, entonces sería una tontería
pedirle una solución a Del Castro por mucha consideración que este le
mostrara normalmente. Lo más indicado entonces sería mantener los ojos
bien abiertos e intentar hacer sus propias averiguaciones hasta poder
conseguir descifrar este oscuro misterio.
Cuando amaneció, Cornelio todavía se hallaba absorto en sus
pensamientos. Aún así, el secretario del Inquisidor también recibió el
nuevo día con alegría, pues dentro de un par de horas tendría la
oportunidad, después de tantos años, de volver a ver la ciudad en la que
había nacido. No sólo la visitaría de nuevo sino que también tendría la
ocasión de encontrarse con viejos vecinos y conocidos de su infancia y
dar así quizás con alguna pista que le pudiera llevar hasta su padre.
55
8
LA HUIDA
Harm Hiddesz, nuestro fiel testigo de la verdad, tuvo que apoyarse
contra la pared para poder sentarse. La habitación de la casa del granjero
Hannes en la que había sido arrojado por los soldados con las manos
atadas a la espalda se hallaba casi completamente a oscuras, pero aún así
la escasa luz que entraba por los resquicios de la puerta le permitían
vislumbrar vagamente los contornos de los objetos que le rodeaban.
Hiddesz no tenía ni la menor idea de adonde le llevaban, pero sí se daba
cuenta perfectamente de lo precario de la situación en la que se
encontraba.
Desde hacía dos años, sus actividades como predicador de la Palabra
divina habían llamado sobremanera la atención de los enemigos de la
Reforma. Su nombre estaba en la lista de los herejes más buscados por la
Inquisición. En más de una ocasión había conseguido escapar
milagrosamente de sus perseguidores, gracias a la desinteresada ayuda de
varias personas que le habían puesto a salvo a pesar del peligro que
corrían de ser ellos mismos apresados y ejecutados por haber
proporcionado ayuda y refugio a un hereje. Aún a pesar de su fortuna,
Harm nunca se hizo ilusiones al respecto de ser llamado, - como muchos
otros antes que él -, a poner colofón final a la predicación de la doctrina
de la libre gracia mediante el sacrificio de su vida. Consideraba que el
ofrecimiento de su cuerpo no era nada en comparación con los grandes
sufrimientos que Cristo había padecido por él. Como todos los mártires
presentes ante el trono del Cordero, él también subiría con placer al
cadalso o a la pira con el único deseo de que su Padre celestial le
mantuviera fiel a la hora de enfrentarse a sus perseguidores de forma que
pudiera salvaguardar aquello que se le había confiado. Sin embargo, a
pesar de su valentía, - que era el resultado de una convicción forjada por
el Espíritu Santo -, y a pesar también de todo el celo que depositaba en la
defensa del honor de su Rey crucificado, Harm sentía al mismo tiempo la
fuerza de los lazos de sangre que todavía encadenaban su ser a la tierra. A
pocos metros de distancia yacía su hijo enfermo, el único hijo que le
quedaba de un matrimonio feliz y puro, en la casa de unos desconocidos
que quizás mañana se verían sumidos, como él lo estaba ahora, en las
peores dificultades por defender la verdad. ¡Cuánto le hubiera gustado
estar a la vera de Adrián ahora para confortarle, cuidarle y atenderle
como haría una madre!
Harm, sin duda, estaba bien al tanto de la promesa que estipulaba
que el Dios de la Alianza se convertiría también en el Padre de su hijo
huérfano, pero hasta el cristiano más seguro de su fe sabe por experiencia
56
que por mucho que el espíritu muestre gran voluntad, la carne es débil y
que el acto de separarse sumisamente de los seres queridos puede
convertirse en un amargo suplicio para el alma. Ahora, el padre no
tendría oportunidad de despedirse de su hijo; no se le permitiría dar un
beso en esa frente que ahora ardía de fiebre. ¡Ay, cuánto deseaba Harm
arrodillarse una vez más junto a la cama de su hijo para encomendarle a
su fiel Dios con un postrero abrazo!
A Harm no se le ocurrió que esta vez podría de nuevo encontrar una
posibilidad de escape. Le parecía obvio que la mujer hubiera decidido
entregar al padre a las autoridades para poder así salvar al hijo pero, ay,
¡ojalá que el chico no se despertara para llamar a su padre ahora! Harm
sintió su corazón en un puño sólo de pensar que esos soldados que
bromeaban y vociferaban en el cuarto contiguo pudieran darse cuenta de
la presencia del niño en la casa. Hasta tal punto le atenazaba este temor
que Harm deseó fervientemente que los soldados entraran a buscarle y se
lo llevaran de una vez.
Sin embargo, los soldados no tenían aún el más mínimo deseo de
marcharse. Temeroso y completamente inmóvil dentro de la oscura
habitación, Harm aguzó el oído por si Adrián empezaba a dar voces. De
repente oyó un chirrido. ¿O fue esto un producto de su imaginación? No,
Harm volvió a oír ese ruido, esta vez más nítidamente que antes, un ruido
chirriante, como si alguien estuviera arrastrando un objeto pesado y que
además no provenía del cuarto contigo. La oscuridad imperante le
impidió investigar de dónde provenía ese extraño ruido. Aguzó el oído
aún más, pero ahora no pudo escuchar ruido alguno. Por un instante se
hizo el silencio más absoluto. De repente tuvo la sensación de que la
pared a su derecha empezaba a moverse. La idea de una posible ruta de
escape empezó entonces a tomar forma. ¡No había duda! ¡Alguien estaba
intentando ayudarle a escapar! El corazón de Harm empezó a latir a toda
velocidad. ¿Sería que el fiel Dios de Jacob le enviaba un ángel de la
guarda para salvarle de nuevo de una muerte segura? ¿Y quién podría ser
este si todo el mundo se encontraba en la habitación contigua?
Harm no sabía que quedaba una persona que no se encontraba en esa
habitación, y esta no era otra que Bouke, el hombre del rostro deformado
por el fuego. A toda prisa, la mujer de Hannes le había dado unas cortas
instrucciones en la vaqueriza que Bouke asimiló perfectamente. Con la
ayuda de una llave que le había pasado la mujer del granjero, Bouke se
abrió paso por el estrecho y oscuro pasillo que llevaba a la puerta
principal de la casa y que siempre estaba cerrada con llave. Lentamente y
sin apenas ruido alguno giró la vieja y oxidada llave hasta que consiguió
abrir la puerta. Entrar en ese cuarto no fue fácil por culpa del gran
armario de roble que contenía una pesada cantidad de ropas blancas, en
su mayoría hiladas y tejidas por la propia mujer del granjero, y que estaba
plantado justo contra la puerta tapándola completamente. Bouke tuvo que
57
arreglárselas como pudo para conseguir mover esa mole; si pudiera
conseguir moverla lo suficiente como para permitirle introducir su mano
por la abertura, entonces Harm podría ser rescatado, así que Bouke
intentó con todas sus fuerzas empujar el armario hacia delante, pero la
pesada armazón no parecía sino burlarse de su fenomenal fuerza. Tras
vanos intentos, Bouke empezó a temer por la suerte de Harm Hiddesz.
Bouke miró desesperado a su alrededor. Pesadas gotas de sudor
corrían a través de los surcos de su deformado rostro. Una vez más
intentó empujar la pieza con todas sus fuerzas y colar su cuerpo por el
resquicio que se había abierto entre el armario y la pared. El armatoste
empezó a moverse chirriando ligeramente y Bouke continuó empujando
sin respirar, con los dientes apretados y con todos los músculos de su
deformado cuerpo en total tensión. Por fin el armario cedió unos pocos
centímetros, permitiendo al fiel sirviente colarse dentro del cuarto, tras lo
cual se apresuró a acercarse a tientas hasta Harm y proceder a liberarle de
sus ataduras. Ninguno de los dos hombres pronunció una sola palabra.
Cogiéndose de la mano de Bouke, Harm le siguió y se escabulló tras él
por el estrecho resquicio que daba al pasillo. Juntos arrastraron el armario
con todas sus fuerzas para devolverlo a su emplazamiento original hasta
que no quedó indicio alguno de haber sido movido. Tras cerrar la puerta
con sigilo, Bouke guió al predicador llevándolo de la mano con la
intención de esconderle bajo la pila de paja almacenada en el altillo de la
vaqueriza.
Apenas les quedaba tiempo para conseguir su propósito, pues en el
salón el capitán se había ya levantado de la silla y en seguida Bouke se
dio cuenta, a tenor de los gritos y juramentos que surgían del interior de
la estancia, de que hizo un buen trabajo en borrar las pistas de su paso
durante el rescate de Harm. Esconder ahora a Harm en la vaqueriza era
imposible. Los soldados no tardarían en descubrirlos y abalanzarse sobre
ellos. El granjero observó a su alrededor en la oscuridad como si en
verdad le fuera posible discernir todos los objetos dentro de la habitación
frontal de la casa. Rápidamente levantó la tapa de una gran tinaja de
leche que se hallaba al lado de una gran pila de agua, descubriendo con
alegría que estaba vacía. Bouke le indicó a Harm que se escondiera en la
tinaja y este se metió rápidamente dentro sin problemas pues la tinaja era
lo suficientemente grande como para meter en ella a dos personas. Bouke
colocó de nuevo la tapa sobre la tinaja que ahora contenía tan valiosa
carga. Como si nada hubiera ocurrido, Bouke descolgó la lámpara de la
pared, de manera que cuando el capitán y su séquito abrieran la puerta les
daría la impresión de que Bouke acababa de encenderla con el propósito
de guiar a los soldados hacia el exterior.
Bouke se acercó al capitán con un ojo medio cerrado y bostezando
exageradamente.
— ¿Ya se marchan los señores? — preguntó sin parar de bostezar.
58
— ¡Aún no, bodrio insolente! — ladró el capitán. — Tú nos vas a
alumbrra el camino ahora mismo, y no nos marcharemos hasta que no
hayamos encontrado de nuevo a ese hereje.
Con una obediencia canina, Bouke guió al capitán hasta el último
rincón de la vaqueriza y de la porqueriza, y más tarde por el granero y la
bodega. La búsqueda fue inútil. El estupor etílico que aún sentía el
capitán se mezcló con una nauseabunda sensación de terror que le
sobrevino de repente al pensar en lo que se le avecinaba cuando tuviera
que rendir cuentas ante el Inquisidor Provincial, monseñor Del Castro.
59
9
EL RESCATE DE HARM HIDDESZ
El hereje no fue encontrado en ninguna parte a pesar de la intensa
búsqueda que se organizó tras su fuga. El Flamenco pasó tres o cuatro
veces por delante de la tinaja de leche en la que se acurrucaba Harm sin
ocurrírsele otra cosa que golpearla una vez con su espada. Harm,
temblando de miedo y rezando a Dios en silencio, esperaba que llegara el
desenlace fatídico, pero por fortuna a ninguno de los secuaces del
capitán, también medio borrachos, se les ocurrió tampoco levantar la
tapa.
Jurando y lanzando improperios, los soldados partieron finalmente
completamente convencidos de que había sido el mismísimo Satanás el
que había hecho desaparecer al hereje. Bouke les acompañó durante unos
minutos a la luz de su farol hasta que hallaron el camino de vuelta a la
cantina del embarcadero donde el miserable judas de Aart esperaba
impaciente recibir su recompensa. Bouke se quedó parado en medio del
camino y cuando se aseguró de que los tres soldados se hallaban ya lo
suficientemente alejados, dio media vuelta y corrió como un poseso hasta
la granja. Harm no se había atrevido aún a salir de la tinaja, así que
cuando el sudoroso Bouke llegó a la casa se topó con los Hannes y con
Melis que esperaban impacientes su retorno.
¿Dónde está Ham, Bouke, qué has hecho con él? — le preguntaron los
tres al unísono. Con aire triunfante, Bouke se hizo paso entre ellos y les
guió hasta la parte frontal de la casa, se paró junto a la tinaja y levantó la
tapa lentamente. Los otros, boquiabiertos, vieron aparecer la cabeza de
Harm, pálido y temblando aún de miedo. Ni tan siquiera la mujer de
Hannes cayó en la cuenta de que el fugado pudiera encontrarse tan cerca
de ellos.
— ¡Loado sea el Señor! — suspiró con la voz entrecortada por la
emoción.
— ¡Amén! — exclamaron entonces los dos granjeros,
descubriéndose en señal de reverencia.
Harm salió de la tinaja y se dirigió hacia Bouke, que luego de haber
sacado la tapa se había mantenido en un segundo plano con gran
modestia y sin mostrar emoción alguna como si lo que hubiera hecho
hubiera sido la cosa más nimia imaginable. Harm puso la mano izquierda
sobre el hombro de su salvador y levantando la mano derecha como si
llamara al Todopoderoso a que acudiera como testigo, dijo con voz
solemne y temblorosa:
— ¡Que el Señor te recompense, Bouke, por lo que la gran ayuda
60
que has prestado al más insignificante de Sus sirvientes! Y que tenga
también a bien, de acuerdo con Su promesa, colmarte con Su gracia. ¡Y
ojalá que en el día del juicio puedas oír a nuestro glorioso Rey pronunciar
las siguientes palabras: ¡de cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno
de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis!8
Bouke, el pequeño gran gigante, se puso a temblar de la emoción. En
la persona de Hannes había hallado a un amo gentil, y en la mujer de este
lo más cercano posible a una hermana, pero fuera de los límites de la
granja no era a menudo más que víctima de las estúpidas bromas de los
campesinos y un objeto de burla y escarnio. Ya de niño había sentido que
la vida no tenía sentido para él y desde entonces su corazón estaba
henchido de resentimiento y odio contra esas gentes que le atormentaban
con sus burlas. Esto hizo que su alma se rebelara contra Dios: “¿Por qué
razón debo arrastrarme por la vida con este horrible cuerpo cuando todo
el mundo tiene piernas bien formadas? ¿Por qué se recompensa mi
sacrificio al salvar las pertenencias de mi amo con un rostro deformado
de por vida como si yo no fuera ya lo suficientemente horrible?” Mucho
tiempo había transcurrido ya desde entonces, y durante ese tiempo su
actitud experimentó una transformación total cuando aprendió a buscar el
camino de Dios y dejó que la gracia se asentara gloriosamente en su
corazón. Bouke había aprendido a aguantar estoicamente las burlas de la
gente, que ahora le parecían nimias en comparación con el viacrucis del
Señor. Sin embargo, esta era la primera vez que alguien se dirigía a él en
la forma que acababa de hacerlo Harm. Bouke decidió entonces que
estaría dispuesto en todo momento a dar su vida por este hermano si fuera
necesario.
De vuelta al salón, en el que las jarras y los vasos aún daban fiel
testimonio de la parranda que habían armado los soldados, Harm y sus
amigos pusieron rodilla en tierra para orar. Una vez más, Harm
aprovechó la ocasión para dar gracias a su Señor y Rey por Su fidelidad y
para elevar su oración hacia ese lugar secreto donde moran el Altísimo y
el Espíritu del Todopoderoso. La oración flotó como un dulce aroma a
incienso que se elevaba en nombre de Jesucristo hacia el Dios de Jacob
que es siempre la segura fortaleza de Su pueblo, y con fe revitalizada se
elevó también un recordatorio para el Todopoderoso en honor de todos
los miembros militantes de la iglesia reformista y, en particular, de todos
los hermanos en apuros.
A Harm le hubiera gustado proseguir con una charla acerca de los
maravillosos actos llevados a cabo por Dios, pero su corazón de padre le
empujó a dirigirse hasta la cama en que yacía su Adrián.
— ¡Oh, padre! — exclamó el chico, cuyas mejillas y ojos ardían
ahora de fiebre — ¡Qué alegría que esos soldados se hayan marchado!
8 San Mateo, 25:40
61
Pude oírles hablar de ti, y ya sabía que querían apresarte pues Job, el
viejo pescador, me había contado muchas historias acerca de hombres y
mujeres, y hasta de niños, que fueron ejecutados por servir al Señor y a
Su Palabra. Así que creí que lo mejor era quedarme totalmente en
silencio para que no me encontraran a mí también. Durante todo este
tiempo he estado rogándole al Señor en voz baja que no permitiera que se
te llevaran.
— Pues nuestro Señor Jesucristo escuchó tu ruego, hijo mío —
respondió Harm — Él ha tenido a bien permitir que tu padre permanezca
contigo un poco más. Y ahora, Adrián, intenta conciliar el sueño, y
recuerda que el Señor envía a Sus ángeles para que nos guarden de todo
mal. Necesito ir a hablar con la buena gente de esta casa sobre unos
cuantos asuntos, pero antes empaparé este paño para aliviar tu fiebre.
Volveré tan pronto como termine de hablar con ellos.
El chico dejó que su padre colocara el paño caliente sobre su frente,
y acto seguido se metió de nuevo bajo las mantas.
Harm se fue en busca de Hannes y de su mujer para hablar sobre lo
que debían hacer ahora. Lo normal cuando varias personas se reúnen para
hablar de algo serio es que se exprese un abanico de opiniones diferentes
y se propongan varias medidas a tomar. Esta reunión no era diferente.
Harm aún no había concebido ningún plan, pues su intención era
escuchar primero las opiniones de sus anfitriones. Ya reunidos, Hannes
propuso llevar a Harm a Rótterdam en su carreta temprano por la
mañana; de allí podría volver a la cabaña del pescador en Zelandia, un
lugar mucho más seguro que la granja. Melis opinó que la ciudad ofrecía
mejores oportunidades para ocultarse, pues allí habían muchos hermanos
y amigos, y también porque si la Inquisición descubría su paradero, tenía
mayores posibilidades de escape en una ciudad que en una cabaña aislada
en el llano en la que se podía detectar desde larga distancia si una persona
entraba o salía. Por su parte, Bouke, a quien también se le pidió que
ofreciera su alternativa, expresó su deseo de ocultar a Harm en el pajar
durante un tiempo.
— ¿Y cuál es la opinión de nuestra buena señora? — preguntó
Harm.
— No estoy muy segura acerca de encontrar un escondite en otro
lugar — contestó la mujer del granjero — pero deberíamos considerar
seriamente si es prudente darse tanta prisa en salir de aquí. Lo más seguro
es que nuestros enemigos crean que estáis corriendo lejos en busca de un
sitio donde ocultaros, y no creo que vuelvan aquí a buscaros. Es
importante que os tengamos escondido de las miradas de los curiosos
que, sin lugar a dudas, no tardarán en pasar por aquí para que les
contemos la historia de vuestra fuga. Podéis estar seguro de que esos
soldados beodos han estado soltando información en la cantina del
embarcadero, y que cuando el tabernero se entera de algo las noticias
62
corren como la pólvora desde el Rín hasta el Dam. Podréis quedaros aquí
durante algún tiempo si os ocultáis durante el día, al menos hasta que los
ecos de lo sucedido esta noche se hayan disipado un tanto. Y cuando el
pequeño se recobre de su fiebre, entonces podréis viajar hasta Rótterdam
más seguros y cómodos por la noche.
— Pero, mi querida esposa — le interrumpió entonces Hannes —
Te olvidas de que nos encontramos justo a mitad del invierno ahora
mismo. ¿Cómo puedes sugerir que Harm y su hijo viajen por la noche?
— Lo que digo es que optemos por el menor de los dos males.
Tenemos muchos amigos por los alrededores. Si el hielo continua tan
duro como hasta la fecha, entonces Melis o Bouke podrán llevarse bien
lejos a Harm y al pequeño en el trineo. Por ejemplo, a casa de Krelis van
Dieren. Harm podría quedarse allí durante el día y luego por la noche
Krelis se los podría llevar a casa de algún amigo más distante. Así, estoy
segura que nuestro hermano y su hijo podrán llegar sanos y salvos a
Rótterdam si viajan a través de los helados polders y se mantienen a
distancia prudencial de los caminos principales. Cuanto más lejos se
encuentren de aquí, menos oportunidades tendrá esa gente de dar con
ellos. Lo que no admite discusión es que Harm tendrá que quedarse aquí
mientras el niño siga enfermo, a no ser que desee marchar sólo. Será para
mí un honor hacerme cargo del chico si su padre así lo desea.
Harm permaneció en silencio durante un rato sopesando todas las
opiniones. Lo primero que decidió fue que ir a la cabaña del viejo
pescador le alejaría de la causa evangélica a la que se sentía
encomendado, pues pasar una temporada allí, por mucho que apreciara la
hermandad que tenía con el pescador, representaría un alto en sus
actividades que no deseaba. Durante semanas, quizás meses, habría muy
poco que hacer en Holanda y Zelandia, los dos campos de operaciones
que se le habían asignado. Mientras Del Castro, el Inquisidor Provincial,
y su numeroso séquito de espías y perseguidores se encontraran viajando
por Holanda, una actividad desenfrenada por su parte sólo conseguiría
que sus correligionarios corrieran aún mayores peligros. Durante los
últimos dos años, las iglesias de las provincias germánicas del Rin que
habían adoptado los principios de la Reforma y que permitían una cierta
libertad a los seguidores de la nueva doctrina se habían preocupado por la
situación de sus hermanos holandeses y en consecuencia habían enviado
sus pastores a diversas zonas de los Países Bajos. Cierto es que no eran
predicadores salidos de las universidades católicas pero, a pesar de no
haber recibido tanta instrucción en materia de religión, estos eran
hombres que tenían la suficiente preparación para enfrentarse a la dura
tarea de difundir el evangelio entre los súbditos de un gobierno tiránico.
Era de una importancia capital, para poder así permanecer fiel a su
vocación, que Harm no se viera frenado en sus actividades a causa del
chico por cuya seguridad y futuro él era responsable como padre.
63
Intuyendo que el parecer de la mujer era el más correcto de todos y
coincidiendo con ella en la creencia de que sus perseguidores no
volverían a buscarle en la granja durante al menos unos cuantos días,
Harm decidió no marcharse todavía sino esperar un poco más hasta que
la salud de Adrián dejara de ser un impedimento para su misión.
64
10
LA CIUDAD DE ORO
Varios días pasaron sin que se interrumpiera la paz reinante en la
granja, a excepción de un suceso inesperado que provocó que los
habitantes de la granja se sumieran en un estado de gran preocupación.
Una mañana, Bouke se levantó temprano y se dio cuenta de que el perro
guardián no vino a recibirlo como era su costumbre. Bouke sospechó de
inmediato que algo no iba bien y se fue a buscar al perro por toda la
granja llamándole en voz alta. Al poco rato encontró al fiel animal a
cierta distancia de la granja, muerto por posible envenenamiento.
Informado por la familia, Harm sintió inmediatamente que un peligro
les acechaba. La muerte del perro era sin duda parte de un malvado plan
y justificaba a todas luces su temor de que la granja estuviera rodeada por
espías que se habrían deshecho del perro para poder así actuar sin ser
descubiertos. Desde ese momento, la gente de la granja actuó con la
máxima cautela. Harm no salía de su escondite hasta que caía la noche y
las persianas estaban cerradas para pasar unas pocas horas primero
cenando en familia con sus anfitriones y luego leyendo y orando todos
juntos.
Las horas así transcurridas fueron llenadas con un gran regocijo
espiritual, pues puede decirse que estas reuniones eran bendecidas por la
presencia del Señor. Sin embargo, a veces se enzarzaban en nerviosas
conversaciones cuando el pequeño grupo se sentía envuelto por las
brumas del temor y del descorazonamiento que hacían encoger
sobremanera sus corazones. En estos momentos de debilidad, la fe de
todos apenas podía entrever el camino por entre esas brumas, y solo con
mucha dificultad podían conseguir echar el ancla con confianza dentro de
las tinieblas en las que se veían envueltos. Cada vez que esto ocurría se
reunían todos una vez más para sopesar las posibilidades de escape
existentes, y hasta el incidente más ínfimo que tuviera lugar durante el
día era cuidadosamente analizado con detalle.
Tal como se había acordado, Harm pasaba el día entero en la alcoba
con su hijo. La mujer del granjero se ocupaba de que todas sus
necesidades fueran cubiertas. Tal como esta predijo, fueron muchos los
vecinos curiosos que picaron a la puerta de la granja, pero ni siquiera el
ser con mayores dotes de observación podría haber descubierto nada
anormal en la casa del granjero. Cada vez que venía alguien, la señora
Hannes se veía obligada a repetir de nuevo el relato de la inexplicable
huída del hereje y a abrir la puerta de la habitación de la que consiguió
desaparecer. Muchos fueron los que expresaron su incredulidad sobre la
desaparición del hereje.
65
Pero pronto la curiosidad de la gente empezó a disiparse. Sólo existía
una persona en la vecindad que se pasaba por la granja más a menudo de
lo que había sido su costumbre en el pasado. Y siempre que venía era
para hablar del mismo tema, es decir, de la huída del hereje. “¿Qué estará
tramando ese tacaño de Aart? se preguntaba a menudo la señora Hannes.
“Antes apenas le veíamos y ahora no para de meter la nariz por aquí o de
darse vueltas por la vecindad. ¡Seguro que está tramando algo!”.
Mientras tanto, Harm suspiraba por marcharse de la granja. En la
cabaña del pescador Job se habría encontrado mucho más a salvo que en
cualquier otro lugar. Allí, cerca de la cabaña, había un bote pequeño, que
hubiera venido de perlas para cruzar las aguas de Zelandia remando o a
favor del viento y no dejar rastro alguno de su paso. Pero irse ahora no
era posible, pues la salud de Adrián se iba deteriorando día a día. La
intensidad de su fiebre aumentaba paulatinamente y ya no había duda de
que el chico estaba perdiendo la batalla. Harm se abalanzaba raudo a
coger al chico en sus brazos siempre que este se despertaba gritando por
la noche, víctima de las pesadillas que le producía la febril visión de
imaginarios perseguidores pero, aún así, Adrián seguía gritando “¡Padre,
padre!” intentando con todas sus fuerzas liberarse del abrazo de su padre.
Un grito de desesperación se abrió paso desde lo más hondo del corazón
de Harm cuando este se topó, en medio de la calma nocturna, cara a cara
con esa fuerza destructora que amenazaba con derribar inexorablemente
la resistencia de su amado hijo. Entonces suplicó a su Dios, y luchó con
Él a brazo partido tal como hiciera Jacob en el vado de Jaboc9,
recordándole Sus eternas promesas sin poder reprimirse de suplicar a
Dios que hiciera una excepción con su benjamín, el único hijo que le
quedaba.
Sin embargo, durante este tiempo, Harm pudo darse cuenta de que la
inescrutable sabiduría de Dios a menudo lleva al hombre a hacer frente a
la gran realidad de su existencia. Harm, normalmente fuerte de carácter,
aprendió hasta qué punto llegaban su debilidad y su inexperiencia, y que
la entrega sumisa del ser más amado sólo podía conseguirse por el
espíritu. Este hecho le reveló su necesidad de ser liberado de las cadenas
que tanto le ataban todavía a este mundo si en verdad deseaba entregarse
en cuerpo y alma a la tarea que le había encomendado el Señor en Su
viña.
En el momento que la enfermedad de Adrián tomó este alarmante
giro, los hombres le preguntaron a la señora Hannes si sería posible
llevarle al médico. Hannes dijo que en Leiden habían varios monjes que
poseían grandes conocimientos médicos, pero en las circunstancias
actuales Harm no permitiría la entrada de un monje católico en la casa.
— Si el anciano capellán del castillo de Duivenvoorde viviera aún
9 Génesis 32:24
66
— dijo entonces la mujer — habría ido a verle hace tiempo para pedirle
ayuda, y no hubiera sentido temor alguno trayéndole aquí.
Melis recordó entonces que también en Leiden vivía un anciano por
cuyo botiquín existía una gran demanda en la ciudad. Quizás podría
convencerle de venir a ver al chico. Todos aceptaron esta opción y el
robusto granjero marchó inmediatamente. En el camino de sirga junto al
Vliet se encontró con el tacaño Aart, que también llevaba prisa por llegar
a Leiden, y Melis se sintió medio obligado a caminar con él. Ambos se
preguntaron el uno al otro la razón por la que viajaban y adonde se
dirigían, y ambos también se dieron cuenta de que el otro le daba una
evasiva por respuesta para mantener en secreto sus verdaderos
propósitos.
Tal como Melis había temido, el anciano se encontraba demasiado
débil para acompañarle hasta la granja, pero le dio un extracto de hierbas
para aliviar o hacer desaparecer la fiebre del chico. Luego de una larga
espera mientras el anciano preparaba la poción, y feliz por poder traer
una medicina tan valiosa, Melis se apresuró a volver rápidamente a la
granja, a la que llegó cuando ya se había hecho casi completamente de
noche. Un gran cambio había tenido lugar durante su ausencia. Su
hermana, su cuñado y Bouke se encontraban de pie junto a Harm
alrededor de la cama en la que yacía el chico. Melis pudo sentir la
profunda emoción que emanaba de sus rostros, una emoción que atenaza
incluso al más indiferente de los mortales cuando la muerte extiende sus
grandes alas sobre el lecho de un enfermo. Incluso el rostro de Bouke
temblaba hasta el punto de conseguir que su deformidad se maquillara
con una expresión tierna y suave. La señora Hannes se llevaba de tanto
en tanto una punta de su delantal hasta los ojos para enjugarse las
lágrimas. Harm, totalmente inmóvil, notó como la respiración del chico
se hacía cada vez más débil, y como este agitaba la cabeza de un lado al
otro. De tanto en tanto, Harm oprimía el pecho del chico con el puño
cerrado con el deseo de aliviar el frenético tamborileo de su joven
corazón.
¡Cuánto parecía haber cambiado todo en unas pocas horas, después
de que por la mañana el chico pareciera haber mejorado! ¿O no se había
percatado Harm de que esa claridad espiritual y ese gran deseo de decir
algo no eran más que las señales premonitorias de un desenlace fatídico?
— ¡Padre mío! — había preguntado Adrián — ¿estás leyendo la
Biblia de mamá?
— Sí, hijo. ¿Quieres que te lea algo?
— Sí, padre, por favor.
— ¿Qué quieres que te lea?
— Léeme por favor el capítulo sobre aquella ciudad que tenía doce
puertas hechas de perlas y calles empedradas en oro, acerca de la celestial
Jerusalén en la que los redimidos loaban sin desmayo la misericordia de
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Dios. Y léeme también acerca del trono en el que se sienta nuestro Señor
Jesucristo y de los santos que están frente al trono vestidos con largas
túnicas blancas y llevando palmas en las manos.
Los ojos del chico brillaban al decir estas palabras, pero, sentado en
a oscura esquina de la pequeña alcoba, Harm no se apercibió de ello.
Abrió la pequeña Biblia de nuevo y leyó el capítulo del Apocalipsis de
San Juan sobre la Nueva Ciudad, y durante unos instantes contempló con
el ojo de la fe la gloria de esa ciudad llena de mansiones a la que Jesús
fuera a preparar un lugar para Sus siervos, tanto grandes como pequeños.
Adrián, de doce años, había retenido gran parte de su inocencia infantil
por no haber pasado mucho tiempo con niños de su edad pero, sin
embargo, y gracias a las charlas con el pescador temeroso de Dios, poseía
un conocimiento de las cosas y una perspicacia mucho mayor de lo que
era normal para un niño de su edad. Adrián, iluminado por el Espíritu que
operaba en su corazón desde muy temprana edad, también había visto la
Ciudad de la Luz. Hallándose ahora cerca de sus puertas, Adrián pudo
verla aún más claramente que su padre. Así, mientras Harm leía el
Apocalipsis, el espíritu del chico iba liberándose poco a poco de su carne,
como una mariposa abriéndose camino a través del capullo que la atenaza
y le impide que extienda las alas.
Adrián — dijo Harm al terminar su lectura — estás muy enfermo y,
aunque he orado
cada día a nuestro Señor Jesucristo que te permita mejorar, creo que vas a
morir. Y sabes muy bien, ¿verdad?, que no todos los que parten de este
mundo consiguen llegar a la Nueva Ciudad. ¿No te asusta esto?
Al oír la palabra morir de labios de su padre, un ligero, apenas
imperceptible atisbo de terror cruzó el rostro de Adrián, pero este duró
sólo un instante y Adrián recuperó en seguida el control de sus
emociones. La nueva vida en la que se iba a embarcar en eterna dicha por
los siglos de los siglos le atraía mucho más que esa vida de la que ahora
se estaba despidiendo.
— ¿Si me asusta, dices, padre? — dijo — No, sé que Jesús mi
Redentor me espera y que pronto podré reunirme con Él.
— ¡Adrián! ¿Sabes lo que dices? — sollozó Harm, profundamente
conmovido por el dolor pero aún así lleno también de regocijo.
— No tengo duda, padre mío, pues cada vez que dejaba de pensar
en Él o de buscarle, el Señor Jesucristo se acercaba a mí y me decía:
“Hijo mío, dame tu corazón”. ¡Y bien sé yo cuanto me costaba entonces
entregarle mi corazón entero! Pero al final Él lo tomó, a pesar de mis
lágrimas, y aprendí así a amarle, a amarle mucho más que a ti y de una
manera totalmente distinta. ¡Y ahora sé que yo iré al lugar donde se
encuentra Él! ¡Job te contará más sobre esto cuando vayas a verle!
Las palabras de Adrián hicieron que las lágrimas se desbordaran por
las mejillas de Harm mientras le abrazaba con fuerza. No eran lágrimas
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de dolor sino de alegría. Rendido a la evidencia, Harm susurró: “Si esta
es Tu voluntad, Señor, toma entonces posesión de lo último que me
queda en esta vida. Con placer Te lo entrego. Permite que mi hijo Te
cante alabanzas allá en el cielo mientras yo en mi dolor continúo aquí la
ardua labor que Tú me has encomendado.”
La fiebre empeoró hacia el mediodía, aniquilando el cuerpo del
muchacho de la misma forma que el un huracán sacude y destroza una
frágil embarcación sobre las frenéticas olas del océano. De repente, la
fiebre frenó, como una calma chicha que preludia la gran tormenta, y el
corazón del chico latió más pausadamente. Consciente de que su hijo se
moría, Harm llamó a la mujer del granjero y esta a su vez a su marido y a
Bouke. Así los había encontrado Melis, todos en pie rodeando la cama de
Adrián.
— ¡Padre! — gritó Adrián, buscándole con los ojos.
— Aquí estoy, hijo mío. ¿Qué quieres de mí?
— Cuando me encuentre con mamá y con mi hermanita arriba en el
cielo, ¿qué les diré?
— ¡Oh, hijo mío, hijo mío! — sollozó Harm. — Diles, — continuó
bajo un torrente de lágrimas — diles que no puedo esperar a partir y
reunirme con Cristo y con ellos, pero no antes de que acabe la tarea que
Dios me ha encomendado.
La respiración del chico se volvió cada vez más entrecortada, pero
este tuvo aún fuerza para alzarse y sentarse en la cama.
— ¡Padre, que oscuro está todo! ¿Dónde estás?
Harm tomó al chico en sus brazos y este apretó su frente contra su pecho.
— Padre, cuando encontréis a Hidde, mi hermano mayor, pues sé
que le encontraréis un día, decidle que mamá y yo le estaremos esperando
en el cielo — dijo Adrián entrecortadamente y apuntando con el dedo
hacia arriba — Dile que, aunque nunca le vi, le quise mucho y que oré a
menudo por él, y que espero encontrarle y conocerle en el cielo.
Harm ya no lloraba ahora. ¿Por qué que abrir su moribundo hijo tuvo
esa vieja herida? ¿Sería porque el Señor deseaba, a través de los labios de
su amado vástago, renovar Su promesa de permitir el retorno del hijo
mayor perdido a sus brazos?
— Le pasaré tu mensaje a Hidde — suspiró Harm, besando
seguidamente la frente del chico.
— ¡Oh, padre querido, cuánta luz puedo ver ahora! ¡Oh, qué lindo,
qué gloria!
Así de súbito, aquellos ojos que antes tanto brillaban ahora se
apagaron, la exultante boca se contrajo y el agotado corazón cesó de latir.
Los ángeles bajaron rápidamente para llevarse al muchacho a esa ciudad
celestial que este vislumbrara anteriormente desde la distancia. Harm no
lloró. Por el contrario, la expresión de su rostro denotaba felicidad. Había
visto a su hijo adentrarse en la luz de la vida eterna, y el pequeño que
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tanto sufrió se hallaba ahora allí donde no hay dolor ni tentación ni
pecado, sino únicamente la santidad y el regocijo de los que se hallan
frente al trono del Cordero de Dios. Ningún perseguidor podía ya
agarrarle, ningún fanático sin escrúpulos podía ya perseguirle, ningún
temor podía oprimir ya su corazón. Adrián estaba ahora a salvo, a salvo
en los brazos y sobre el pecho de Jesús.
Harm gritó silenciosamente de alborozo. En un gesto de acción de
gracias levantó los brazos como si hubiera recibido el más preciado de
los dones posible. Nadie hubiera podido adivinar en aquel momento que
Harm acababa de perder a su querido hijo. De repente, sintió una mano
en su hombro. La mujer y los granjeros retrocedieron incrédulos cuando
vieron las personas que acababan de entrar en el cuarto.
— ¡Esta vez sí que no podrás escapar! — sonó una voz triunfante.
Era la voz del Flamenco. Este y sus hombres consiguieron acercarse a la
granja y entrar en la habitación por sorpresa. La banda armada rodeó
rápidamente a Harm. El hereje no mostró señal alguna de sorpresa. La
muerte de Adrián le había impactado tanto que no se dio cuenta en
absoluto de lo que ocurría a su alrededor. Con ademán propio de reyes
apartó la mano que el Flamenco había colocado sobre su hombro y dio
unos pasos hasta la cama.
Descansa en paz, hijo querido — dijo en voz baja mientras cerraba los
ojos del chico — Descansa en paz, mi niño, hasta que te encuentres con
el Todopoderoso que te ama por y para siempre. ¡Y ahora, Padre que
estás en los cielos, hágase Tu voluntad!
Harm entonces estiró los brazos hacia los soldados. Estos le
encadenaron y le arrastraron con fuerza fuera de la casa sin darle
oportunidad de despedirse de los granjeros.
— ¡Nos ocuparemos de vosotros más tarde! — le gruñó el
Flamenco a Hannes a la salida.
El capitán, cuyo amor propio sufrió un gran golpe por culpa de la
reprimenda de Del Castro, decidió demostrar que no se le conocía como
el cazaherejes por casualidad. Tras deliberar con Antonio, esta vez había
planeado sus movimientos con más cuidado y astucia que la primera vez.
Así pensó que sería una tontería adentrarse en la granja a investigar si el
hereje se escondía allí y que, admitiendo lo que dijo Del Castro, se podía
presumir que el hereje no osaría mostrarse en público por algún tiempo.
El Flamenco se concentró en buscar una manera de informarse sobre lo
que se cocía en la casa de los Hannes y el día después de su audiencia
con el Inquisidor marchó de nuevo decidido hacia la cantina del
embarcadero.
El tabernero, sin embargo, no se alegró mucho esta vez de la vuelta
del capitán a causa del rabioso espectáculo que este protagonizó a su
vuelta de la granja de Harm tras la desaparición de Harm. El capitán, sin
embargo, se mostró esta vez calmo y educado. A sus instancias, el
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tabernero fue esta vez el encargado de mostrarle el camino hasta la casa
del mezquino Aart. Aart, que no sólo era codicioso sino además cobarde
por naturaleza, se asustó sobremanera cuando vio aparecer al Flamenco a
la entrada de su granja, pero pronto el tono amistoso de la voz del capitán
le tranquilizó.
— Buen hombre, mi disgusto y pesar por la huída del maldito
hereje hicieron que me olvidara completamente de recompensaros por
habernos guiado hasta su escondrijo — dijo el Flamenco al granjero
mientras le ponía una moneda de oro en su mano.
La visión de la reluciente moneda cambió el talante de Aart por
completo, animándose a invitar al Flamenco a entrar en la casa y sentarse
junto a la chimenea, que era precisamente lo que este quería. Poco
después, ambos hombres entablaban una conversación en secreto.
Al marcharse de vuelta a Leiden, el Flamenco se frotó las manos
satisfecho.
— Cuando alguien carece de honor, hay que alimentar su codicia.
Creo que he encontrado el hombre indicado para esta tarea. Este granjero
codicioso vendería a su propia madre por unas cuantas monedas de oro.
Así, Aart, impaciente por ganarse el resto de la prometida
recompensa, dedicó todos sus esfuerzos a espiar las actividades de
Hannes. Sin embargo, como bien poco pudo averiguar, decidió entonces
merodear todas las noches alrededor de la granja, mirando a través de los
agujeros y resquicios de las puertas y ventanas para ver si podía detectar
alguna pista del hereje. Fue Aart el que envenenó al perro sin sentir
escrúpulo alguno para poder así actuar con total libertad. Finalmente,
luego de haber merodeado por la granja unas cuantas noches, consiguió
ver a un extraño en la sala de estar. No cabía duda de que se trataba del
hereje. Aart tuvo que reprimir sus ansias de salir corriendo para Leiden
esa misma noche a comunicarle su descubrimiento al Flamenco pues ya
bastante tarde. El hereje, pensó Aart, no se deslizaría esta vez por entre
sus dedos. Esperó hasta el día siguiente para marchar a Leiden y fue
entonces cuando coincidió con Melis en el camino. Tras la visita de Aart,
el capitán quiso marchar hacia la granja de inmediato, pero Antonio
insistió en esperar hasta la noche para así poder entrar en la granja por
sorpresa. El Flamenco accedió y así se hizo finalmente.
El Flamenco se llevó a Harm seguido por Antonio y dos soldados
más. Harm no ofreció resistencia alguna y sólo de tanto en tanto giró la
cabeza hacia la granja en la que había dejado a ese hijo que ya nunca más
volvería a ver. Los hombres avanzaron con paso pesado sobre la nieve
que cubría la tierra como si de un manto se tratase. A medio camino,
Harm giró la cabeza de nuevo y esta vez vio la figura de un hombre
siguiendo al grupo manteniéndose semioculto tras las malezas que
crecían a lo largo del camino. Pero también el Flamenco se dio cuenta de
su presencia y luego de ordenar a sus hombres que siguieran adelante, dio
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media vuelta y se dirigió derecho hasta esa sombra que ahora no se movía
en absoluto.
En efecto, mientras los demás permanecían en la casa presos por la
desolación, Bouke decidió seguir al grupo para averiguar adonde
llevaban a Harm. Había calculado que sería un largo trayecto, pues
llevaba consigo un bastón retorcido que normalmente utilizaba para
conducir las vacas al mercado.
— ¿Qué pasa contigo? — le gritó el Flamenco. Al no recibir
respuesta, el Flamenco se acercó amenazador a Bouke — ¡Habla,
monstruo! ¿Por qué nos sigues pisándonos los talones? ¿Te envía Satanás
para arrebatarnos de nuevo al hereje?
Bouke permaneció inmóvil donde estaba, pero algo en su interior
empezó a borbotear y hervir. Había aprendido a amar a Harm Hiddesz, le
había visto junto al lecho de muerte de su hijo, había sido testigo de la
crueldad de estos sicarios del verdugo que se habían arrancado a un padre
del lecho de muerte de su hijo como si fuera una alimaña. Un sentimiento
de profunda pena por el hombre que ya había salvado una vez de las
garras de los soldados se sumó entonces a la indignación que se estaba
apoderando de sus entrañas. ¡Y encima, este maldito capitán se estaba
mofando ahora de él! Cuando el capitán se abalanzó hacia él, Bouke, sin
pensar en las consecuencias, le agarró con violencia por el brazo. El
Flamenco, en su arrogancia, no había creído necesario sacar la espada de
la vaina para hacer frente a un simple enano. Sin embargo, ese enano
tenía la fuerza de un gigante. Sus brazos de acero agarraron el cuello del
soldado y este, torpe de movimientos por culpa de su ancha capa, intentó
liberarse de este abrazo mortal, pero parecía que esa ira que Bouke había
ido suprimiendo durante tantos años había hallado finalmente una vía de
salida en la persona del Flamenco. Este iba a pagar los platos rotos por
todos los que perseguían a los hijos de Dios. Con la fuerza de un
Hércules, Bouke izó a su adversario del suelo, y ambos acabaron rodando
por el suelo y luchando a vida o muerte.
El Flamenco, luego de haber conseguido sacar el brazo izquierdo
fuera del manto, agarró a Bouke por el pecho e intentó apartarle, pero
este se le agarró aún más fuerte. El capitán intentó entonces sacar la daga
que portaba en el cinturón, así que tuvo que liberar a Bouke, pues le era
imposible hacer uso de la otra mano. Bouke aprovechó esto para coger al
Flamenco por la garganta. Sus enormes manos de hierro cortaron la
respiración de este, que empezó a revolverse en agonía. Parecía como si
el cuerpo de Bouke se hubiera agigantado durante este abrazo mortal. La
nieve y la escarcha se pegaron a los cabellos del Flamenco, cuyos ojos se
medio salían ahora de sus cuencas y la frente se le inundaba de
abombadas venas azuladas. Bouke continuó apretando la garganta del ya
medio muerto cazador de herejes. Si Harm Hiddesz hubiera estado allí,
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sin duda le habría gritado a Bouke “¡Suéltale! ¡Mía es la venganza, yo
pagaré, dice el Señor!”10.
Sólo unos segundos más y el Flamenco habría sucumbido bajo la
presión mortal de Bouke, pero, de repente, este le soltó y, sin hacer
sonido alguno, cayó fulminado al suelo como muerto. Fue Antonio quien,
preguntándose porqué tardaba tanto su superior, siguió sus huellas hasta
llegar a la escena de la pelea. Con la empuñadura de su espada asestó
entonces un duro golpe en la cabeza de Bouke, haciéndole perder el
conocimiento de inmediato y salvando así al capitán de una muerte cierta.
El Flamenco, una vez en pie, se recuperó y se recompuso con dificultad.
— Creo que llegué a tiempo — dijo Antonio con un deje sarcástico
en su tono.
— ¡Diantres! Este maldito perro me saltó a la garganta como una
fiera, y te puedo asegurar que además tiene una fuerza endiablada en los
brazos. Espero que le hayas puesto fuera de circulación para siempre.
— ¡No lo dudéis! Mi espada es demasiado preciosa como para
mancharse con la sangre de esta alimaña. Estoy seguro de haberlo matado
con la empuñadura — Dicho esto, atizó con saña un puntapié al cuerpo
inerte del campesino.
— ¡Va, apresurémonos! — dijo el capitán — No sea que al hereje
le de por jugarnos otra mala pasada.
Los dos soldados se dieron tanta prisa como pudieron en la nieve
hasta alcanzar el lugar donde esperaban Harm y sus guardianes. Bouke
fue abandonado en la cuneta del camino y dado por muerto,
desangrándose por la herida abierta en el cráneo.
10 A los Romanos, 12:19
73
11
LA CENA EN LA CASA DEL PÁRROCO
La cena ofrecida por el párroco de la iglesia de San Jacobo de La
Haya fue sencillamente portentosa. Su invitado de honor, el Inquisidor
Provincial Del Castro se marchaba el día siguiente, razón esta por la que
el sacerdote del Warande había invitado a varios miembros del
ayuntamiento y a los prelados más importantes de la ciudad a una cena de
despedida.
Siguiendo la costumbre de la corte de Bruselas, los invitados fueron
invitados a llegar más tarde de la hora a la que normalmente se servía la
cena, de manera que cuando llegaran se les haría pasar a una gran sala
espléndidamente iluminada, pues la noche caía temprano durante esa
estación del año. Las arañas de plata conseguían llenar de una luz
brillante el normalmente sombrío salón decorado con oscuros paneles de
madera de roble. Una pila de troncos de haya crepitaba en la chimenea
proporcionando una gran sensación de confort por toda la estancia. La
larga mesa, cubierta con mantelería flamenca de un blanco níveo, acogía
las mejores frutas de los invernaderos del anfitrión. Sin duda, los
comensales sentados a esta mesa iban a ser tratados como reyes.
Naturalmente, el puesto de honor estaba ocupado por el invitado de
tan alto e importante rango a quien el párroco de San Jacobo deseaba
mostrar el gran respeto que se le profesaba en los círculos eclesiásticos de
la zona. Entre los presentes figuraban, aparte de los miembros del
ayuntamiento, el párroco de la Capilla de Santa María de la Corte de
Binnenhof; el abad del convento de Santa Elisa, ese monasterio que
ocupaba gran parte de lo que hoy es la gran plaza del Mercado; el prior
del monasterio de San Vicente de Voorhout, sentado justo frente a los
poderosos señores del convento de Bethlehem sito en la calle Assendelft y
del convento de Santa Inés, entonces sito en el barrio del Westeinde,
lugar ocupado hoy en día por el Orfanato del Ciudadano. En la otra
punta de la mesa se sentaban los capellanes de los conventos de Santa
María y de Galilea del Lange Poten, acompañados por el capellán de la
Capilla María en el Puente de la Cuchara del Spui. Se encontraban
también presentes otros invitados como el anciano cura que estuviera
hacía años al frente de la capillita de Nuestra Señora de las Tinajas, sita
entonces en el hoy puente de Scheveningen. A la vista de tal lista de
invitados, no cabía duda que el director de San Jacobo no había reparado
en gastos o esfuerzos para celebrar esta ocasión con toda solemnidad.
A los más sabrosos pescados de mar, traídos aún con vida esa misma
mañana desde Scheveningen, les siguió una gran carpa pescada en el
estanque de Hof suntuosamente servida. A continuación, se dio paso a
74
enormes filetes de carne y ternera asada servidos en grandes bandejas de
plata, seguidos luego por un pavo real frito y decorado con sus mismas
plumas de faustos colores y un venado procedente de los bosques de la
Haya, que entonces estaban poblados con numerosas manadas de ciervos.
La cena fue regada con vino dulce de Malvasía servido en grandes
copas de cristal fino de Bohemia, además de vinos tintos procedentes de
las viñas del sur de Francia y vino dorado importado de las tierras del
Mosela y del Rin, todos ellos servidos en grandes cantidades. Los
invitados demostraron estar a la altura de las circunstancias ante tal
espectáculo gastronómico, no sin razón es bien sabido que los holandeses
de esta época solían ser voraces comensales e insaciables bebedores. Las
bandejas iban y venían sin descanso y las copas, llenas hasta casi rebosar,
eran vaciadas casi tan rápidamente como tardaban los sirvientes en
llenarlas. Se bebió a la salud de Felipe II, Rey de España y Señor de los
Países Bajos, y de su padre Carlos V, aquel que fuera poderoso
emperador de un imperio en el que no se ponía el sol y que había
abdicado al trono para retirarse a un monasterio; y se elevó también
varios brindis a la salud del cardenal Granvelle, la Virgen, la Iglesia y la
exterminación de todos los herejes.
Del Castro, siempre en control y serio, respondió a todo brindis con
frases cortas y escuetas. No pasó mucho tiempo antes de que la etiqueta
diera paso a una atmósfera más festiva, producto de los jugos
fermentados de la uva. Sin embargo, no todos los invitados se mostraban
excitados ni se enzarzaban en animadas conversaciones. En la otra punta
de la mesa, sentado entre el capellán de la Capilla de Santa María y un
enorme cervecero que era también concejal del ayuntamiento, Cornelio,
sombrío y preocupado, estaba ausente de todo lo que ocurría a su
alrededor. Apenas había tocado las ricamente ornamentadas bandejas o
intervenido en conversación alguna, limitándose a tocar su copa con los
labios cada vez que tenía que sumarse a un brindis.
Cornelio tenía buenas razones para mostrarse tan sombrío y
reservado. El granjero con el que había conversado en La Corona de
Leiden le había inyectado un rayo de esperanza que jamás había sentido
hasta entonces. Así, Cornelio viajó a La Haya con Del Castro dispuesto a
poner en marcha los planes más maravillosos pero, ay, estos planes se
fueron rápidamente al traste. Cornelio recordaba cómo su corazón se
había puesto a latir vertiginosamente al ver la torre de la iglesia de San
Jacobo. ¡Qué recuerdos tan felices y a la vez tan tristes inundaron su alma
cuando pisó por primera vez tras doce años de ausencia la ciudad que le
vio nacer! Como hijo fiel de la iglesia católica, apostólica y romana, y en
honor a la memoria de su madre, el primer lugar que visitó fue la iglesia
de San Jacobo, lugar donde reposaban sus restos.
Jamás podría olvidarse de la impresión que le causó este lugar. Antes
de partir de La Haya acompañado de su anciana prima Anne-Bet,
75
Cornelio había visitado la tumba de su madre y se había arrodillado sobre
la fría lápida derramando lágrimas de dolor por esa madre que se le había
arrebatado tan tempranamente. Fue en ese momento cuando Anne-Bet se
dio cuenta aterrorizada de que a Cornelio no se le había sido enseñado a
rezar decentemente por los muertos y no sería hasta más tarde que uno de
sus tutores le explicó que tales rezos eran necesarios para conseguir el
eterno reposo del alma de su madre. Desde entonces, Cornelio no dejó
pasar un solo mes sin decir al menos una misa por su madre.
Tan pronto como sus obligaciones a las órdenes del Inquisidor se lo
permitieron, el joven cura, presa de una gran excitación, se marchó a
explorar la Achterom de La Haya. Una vez llegado ahí, pudo por fin
volver a ver aquella estrecha y curvada calle que se inundaba cada vez
que llovía pero que ahora se mostraba en todo su esplendor gracias a la
acción de la nieve y de las heladas. Todas las casas de la calle, incluso los
toldos de las tiendas, le dieron la impresión de ser viejos conocidos. Los
recuerdos de su niñez inundaron su alma y lucharon con denuedo los
unos contra los otros para alcanzar un lugar privilegiado en la mente del
joven. Cornelio se plantó finalmente justo enfrente de la casa en la que
nació, la misma casa desde la que un día viera como se llevaban a su
madre. Se imaginó entonces que se abría la puerta y que su padre se
agachaba para abrazarle antes de marcharse de nuevo de viaje. Sin
embargo, no todo parecía igual que antes. Los nuevos ocupantes habían
hecho varias reformas y la preciosa habitación de su madre en la planta
principal había sido convertida en una tienda de telas.
Nada hubiera sido más fácil que entrar en esa tienda e inquirir sobre
los antiguos ocupantes, pero el joven secretario no consiguió reunir la
valentía necesaria para hacerlo. En vez de ello, Cornelio escudriñó la
calle a izquierda y a derecha en busca de la casa del zapatero que le
describiera en detalle el granjero de Leiden. En ese momento salió de una
casa un individuo que le miraba con curiosidad, ansioso de conocer el
motivo de la presencia de ese cura en la calle. Zapatero de profesión, - tal
como luego le dijo a Cornelio -, este acababa de mudarse a la Achterom y
por tanto no pudo proporcionar información alguna sobre el mercader de
queso que viviera en la casa que le señalaba el joven monje. El antiguo
zapatero que había vivido en la Achterom durante tantos años había
muerto hacía ya mucho y su mujer se había marchado, nadie sabía
adonde.
Cornelio continuó buscando y preguntando, pero no consiguió
ninguna información que pudiera confirmar las palabras del granjero de
Leiden. Cierto es que el joven secretario no estaba muy al día de lo que
ocurría en Holanda en esos momentos, pues de otra forma habría sido
capaz de comprender la razón por la que las gentes tenían tan escasa
inclinación a responder a sus preguntas. Los holandeses eran educados y
desinhibidos en su trato con el cura de la parroquia a la que pertenecían
76
pero desconfiaban de cualquier otro que llevara sotana por temor a que
fuera un agente de la Inquisición. Incluso los más fervientes seguidores
de la fe católica tenían pavor a caer en las redes de esa corte jurídica
religiosa, fuere como testigo o como acusado. Para empeorar las cosas,
muchas familias del centro se habían mudado de casa durante los doce
últimos años.
Así, Cornelio no pudo descubrir nada y empezó a dudar seriamente
de todo lo que le había dicho el granjero de la taberna. Se preguntó si
sería conveniente pedirle ayuda a Del Castro pero, ¿qué podía decirle a su
jefe? ¿Que había conocido a un granjero en una taberna cuyo nombre
además desconocía? ¿Qué iba a pensar el Inquisidor, hombre de gran
inteligencia y experiencia en todos los campos, de su secretario? Nada
bueno ciertamente, a menos que Cornelio no consiguiera averiguar
primero el nombre de su informante y si en realidad era digno de
confianza.
Durante la estancia de ambos en La Haya, que por otro lado se alargó
más de lo que Del Castro había planeado, Cornelio investigó en solitario
esperando hallar noticias de su familia y confiando en que el destino le
guiara tras los pasos de su padre. Ahora, el último día de su visita a la
ciudad llegaba a su fin. Temprano por la mañana dejaría atrás La Haya
con el Inquisidor. Pero, seguía preguntándose Cornelio, ¿qué razón
podría haber tenido ese granjero de Leiden para engañarle? Todos estos
pensamientos cruzaban la mente de Cornelio e impedían que este se
percatara del más mínimo sonido procedente del festín que se celebraba a
su alrededor por mucho que las risotadas del inmenso cervecero y el
continuo y cristalino entrechocar de las copas retumbaran en sus
tímpanos.
Del Castro, mientras tanto, tampoco prestaba demasiada atención al
jolgorio que le rodeaba, pues en esos momentos se encontraba inmerso en
una conversación con el párroco de San Jacobo y el alguacil de La Haya.
De repente, el joven secretario fue abruptamente arrancado de su
ensimismamiento por el capellán de la capilla de Santa María del Puente
de la Cuchara, al atizarle este un fuerte codazo en el costado.
— ¿Qué pasa contigo, colega? ¿No te gusta el vino, o es que te
enseñaron en Lovaina a ir de santo abstemio? Sabes, en mis años mozos
nos tragábamos sin problemas toneles enteros, ¡y aún hoy me atrevería a
medir mis fuerzas con tu vecino de mesa, el cervecero!
Riendo a carcajadas, el capellán levantó su copa y la escudriñó con
la expresión propia de un buen conocedor de vinos. Sus mejillas
redondeadas, rojizas de tanto vino, y su cuerpo corpulento indicaban a
todas luces que el capellán se dedicaba más a satisfacer los placeres
mundanos que a llevar el peso de la cruz y de que no corría peligro de
perder peso por culpa del ayuno.
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— ¡Vamos, chaval! — continuó el capellán atosigando a Cornelio
— ¡Brindemos por la paz en los Países Bajos y por el pronto exterminio
de toda esa camada de herejes!
En ese momento a Cornelio no le interesaba lo más mínimo ni una
cosa ni la otra, pero aún así secundó el brindis chocando las copas con
sus vecinos de mesa más inmediatos.
— ¡Así no, sino ad fundum, chico, con ganas! ¡Uno podría llegar a
sospechar que el secretario del venerable Inquisidor Provincial siente
simpatía por los herejes! — le conminó el capellán.
— Sería una estupidez tener la más ligera sospecha sobre ello
respondió Cornelio tras vaciar su copa — Pero es doloroso ver como
estas ideas heréticas se extienden día tras día por todas partes, y como el
pueblo llano, engañados por falsos predicadores, se convierten en presa
de Satanás y sufren una gran pérdida tanto espirituales como física.
— Lo que dices es prueba de que tienes un buen corazón —
contestó el capellán — pero por lo que a mí me concierne, hace ya mucho
tiempo que dejé de sentir lástima por esta gente pues la mayoría son
rebeldes y agitadores forjados en el infierno. Pero lo peor de todo es que
cuanto más herejes se eliminan, más aún surgen de la nada. Y pregunto
yo, ¿qué sacan en limpio de esta nueva doctrina? ¿No tienen suficiente
con las doctrinas de toda la vida? ¿No es esta bien buena ya? ¿No ha
pasado la prueba del tiempo con éxito? Por otro lado, ¿no hemos vestido
nuestras iglesias con las más preciosas obras de arte que puedan ofrecerse
en honor de la fe? Bueno, vale que mi capilla no alberga muchas obras de
arte, ¡pero fíjate en la de San Jacobo! ¿Puedes imaginarte algo más
espléndido y lindo que cualquiera de los tesoros artísticos que contiene
esa capilla? El altar principal es famoso en todo el mundo y el coro está
tan suntuosamente adornado que uno tendría que irse al menos hasta
Brujas o Gante para encontrar algo parecido. ¿Y qué me dices de las
estatuas y de los retablos bañados por los rayos del sol filtrados por esas
vidrieras de colores de estilo gótico? ¿Y en qué otra parte se canta el Te
Deum de manera tan sublime como en San Jacobo? Pues nada, a pesar de
todo esto, estos herejes prefieren sus cobertizos y sus cuevas a la hora de
recitar sus miserables cantos que les da por llamar salmos y de escuchar
como hechizados los sermones de cualquier curtidor, herrero o buhonero
ambulante y medio analfabeto que le de por ir de santurrón. ¡Vamos,
hombre, estas gentes están como cencerros!
— Sí, es triste — asintió Cornelio — Aún así, a veces me pregunto
si no hemos puesto demasiado énfasis en lo externo a los ojos de estas
gentes y si no nos hemos concentrado lo suficiente en satisfacer las
necesidades de sus corazones. Ciertamente les damos todo lo que
humanamente se puede pero, ¿es eso suficiente?
— ¡Ahí va! ¿Es el secretario del Inquisidor el que habla? — le
78
interrumpió el corpulento capellán — ¡A ver si estoy ahora en presencia
de un hereje disfrazado!
— Os ruego que no me malinterpretéis — siguió Cornelio — Lo
último que se me ocurriría en la vida es salir en defensa de estos herejes
pero el descontento que se aprecia con respecto al estado actual de las
cosas da origen, a mi entender, a una necesidad, una necesidad que los
herejes pretenden satisfacer lejos de nuestras sagradas iglesias. ¡Ojalá que
nuestros líderes espirituales tomen las medidas pertinentes para dar una
respuesta adecuada a esa necesidad!
— Mira, hombre de Dios, si no fueras el secretario del Inquisidor
de verdad sospecharía que no miras a estos herejes con malos ojos, pero
en una cosa sí estoy de acuerdo contigo: se deben poner en práctica las
medidas adecuadas. Todos esas horcas, hogueras y confiscaciones hacen
que las cosas empeoren en vez de mejorar. Estas cosas llevan a que los
testigos sientan compasión de los herejes y esas fieras destructoras de la
Santa Madre Iglesia se aprovechan de este sentimiento. Las autoridades
deberían ser más inteligentes y acabar con las ejecuciones en público
pues esto no parece asustarles en lo más mínimo. Por ejemplo, en
Ámsterdam sí saben como llevar bien estos asuntos. Allí se dedican
simplemente a ahogar a los tozudos herejes dentro de una gran cuba de
vino o a arrojarles a veces atados de pies y manos a las aguas del río Ij.
¡Así, matándolos como perros se les impide el acceso a la gloria de los
mártires!
El capellán de Santa María hablaba de este tipo de ejecuciones como
si fueran la cosa más natural del mundo. Sin embargo, a Cornelio le hizo
temblar. Sabía que la iglesia, ayudada por las autoridades civiles, tomaba
medidas implacables para frenar la invasión de las doctrinas heréticas,
pero lo que no sabía era hasta qué punto eran aquellos capaces de llegar a
la hora de eliminar opositores que, aparte de su afiliación religiosa, eran
normalmente personas sin reproche alguno. Cornelio se preguntó si era
en realidad necesario que la iglesia hiciera uso de tales medidas para
conservar su posición privilegiada.
Cuanto más bebía el capellán, más parlanchín se volvía, así que
siguió con su perorata.
— Es muy importante mantener a la juventud alejada de las
influencias heréticas. Dentro de mi pequeña esfera de influencia he sido
testigo de los magníficos resultados que se consiguen con esta política.
Aún recuerdo un día, hace ya muchos años, en que una de mis fieles
parroquianas, una anciana mujer que hubiera hecho y dado todo lo que
hubiera podido por la iglesia me pidió que fuera a dar la extremaunción a
una joven de la Achterom.
Cornelio se quedó de piedra cuando oyó el nombre de la calle que
había estado resonando en su mente durante toda la noche pero el
capellán, completamente ajeno a la reacción del joven, continuó su relato.
79
— Sin embargo, pronto pude notar que mi presencia no era
precisamente bienvenida en esa casa y además ya era demasiado tarde.
Esa mujer, creo que nativa de Flandes, hizo oídos sordos a todo lo que
dije y pude apreciar entonces que no le faltó razón a mi feligresa cuando
me dijo más de una vez en el confesionario que sospechaba que su prima
mostraba tendencias heréticas que sin duda también trataría de enseñar a
sus hijos. En aras de mi deber intenté hacer recapacitar a esa moribunda y
mostrarle que por culpa de su conducta herética se le cerraría la puerta
del cielo si no se arrepentía. Nada, todo fue en vano. Lo único que acertó
a decir fue: “¡Mi paz reposa en la sangre de la cruz!”. Así que te puedes
imaginar qué educación le pudo dar esta mujer a su hijo, entonces un
chico de unos doce años, pues el padre no se preocupaba mucho de estas
cosas y además se pasaba la vida viajando. Si le hubiera dejado al
cuidado de su padre, no me cabe duda que ese chico también se habría
convertido en un hereje con el tiempo. De manera que la anciana,
siguiendo mi consejo, se llevó al chico y yo le mostré como encaminar su
joven alma al servicio de la iglesia. Cuando la mujer vino a visitarme más
adelante, el chico ya estaba internado en la escuela de un monasterio. Y
ahora te pregunto, ¿qué hubiera sido de ese muchacho si no le hubiera
rescatado de ese maligno entorno?
Cornelio no respondió a esta pregunta. En vez de ello, y simulando
como pudo un desinterés total para evitar levantar sospechas, preguntó:
— ¿Estuvo de acuerdo el padre o la familia con lo que se hizo con
ese chico?
— Esa vieja prima era la única familia que quedaba. Se dijo que su
padre había perecido ahogado en el mar poco antes de que muriera la
madre. Pero he aquí que el hombre apareció dos semanas más tarde.
Incluso vino a verme preguntando por su hijo pero, como ya te he dicho,
ese hijo estaba entonces en manos mucho más seguras que las de ese
hombre, ¡un marido que había tolerado las prácticas heréticas de su
mujer! Así que no le proporcioné información alguna y ya no volví nunca
más a saber nada ni de él ni de su hijo. Ahora mismo ya no recuerdo sus
nombres, pero, a ver, sí, creo que esa hereje era la mujer de un
comerciante de quesos que iba mucho a Flandes en viaje de negocios.
Justo en ese momento se levantó Del Castro y todos los comensales
siguieron su ejemplo. El inquisidor agradeció a su anfitrión con unas
pocas pero bien escogidas palabras y seguidamente hizo una reverencia a
los dignatarios civiles y religiosos. Cornelio también ofreció una
reverencia al capellán de Santa María y salió del salón estupefacto. Más
tarde, sólo en su cuarto, se sentó completamente inmóvil durante horas,
dándole vueltas a todo lo que había tenido ocasión de descubrir durante
esa noche.
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12
UN MAR DE DUDAS
Cornelio pasó mucho tiempo sentado frente a la chimenea y con la
cabeza entre las manos. La historia del capellán le había conmocionado
profundamente y arrojaba una luz totalmente nueva sobre el camino que
se le abría ahora al joven. Cornelio no veía razón alguna en absoluto para
pensar que las personas que mencionara el capellán no fueran sus padres.
A pesar de que los vecinos de la Achterom no pudieron o no quisieron
facilitarle información alguna, el relato del capellán de Santa María
confirmaba casi por completo las afirmaciones del granjero de la taberna
de Leiden. Así, cuanto más pensaba Cornelio en todo ello, más claro veía
que toda su educación y la posición que ocupaba en esos momentos eran
el resultado de un simple motivo, el motivo que llevó a su prima Anne-
Bet a llevárselo de la casa de sus padres.
Hasta ese momento Cornelio siempre había honrado la memoria de
su anciana prima, agradecido por haber acogido a un pobre huérfano y
por haber removido cielo y tierra para conseguir los medios necesarios
para proporcionarle una carrera dentro de la iglesia a pesar de las muchas
penurias y del alto precio que ello supuso. ¡Qué diferentes le parecían a
Cornelio sus motivos ahora! Lo que Anne-Bet hizo en realidad fue
secuestrarlo de la casa de sus padres y ocultarlo para que su padre no
pudiera encontrarle jamás, luego de que este, según el relato del capellán,
se hubiera librado milagrosamente de una muerte horrible y hubiera
hecho todo lo que humanamente pudo para encontrar a su hijo. Cornelio
retomó las imágenes que conservaba de aquellos tiempos en que aún se
llamaba Hidde y recordó aquel momento en que se despidió de su padre
por última vez. Aún podía dibujar los trazos del rostro de ese hombre que
le besara en aquel instante y, a pesar de los años transcurridos, aún podía
sentir también el cariño que rezumaba la mirada de ese hombre que debió
de sufrir terriblemente al no encontrar a su mujer a su vuelta y luego
descubrir también que se le había cruelmente arrebatado a su hijo mayor.
“¿Es ésa una forma de interesarse por un pobre huérfano?”, murmuró
amargamente Cornelio.
Qué diferente hubiera podido ser su juventud, pensó Cornelio, si se
le hubiera permitido quedarse con su padre y su hermano pequeño.
Cornelio comparó el dulce trato de sus padres con el férreo
comportamiento de sus profesores en la escuela del monasterio. Hasta ese
momento había considerado esa escuela como una necesidad inevitable
pero ahora no ya le parecía más que una crueldad sin lógica alguna.
Anne-Bet y el capellán le habían robado el amor de su padre, el afecto de
81
un hermano y la felicidad de un hogar: le habían mentido al decirle que
su hermano menor había muerto y jamás le informaron de que su padre le
estaba buscando. Cornelio se preguntó si tan vil conducta era digna de un
sacerdote. ¿Podría imaginarse algo más retorcido? Una cosa que aún le
causaba sorpresa era el haber podido controlarse tan bien cuando el
capellán le contó la historia de su secuestro.
Cornelio, ciego de ira, se levantó y se puso a dar vueltas por la
habitación.
— ¡Mañana! — gritó — ¡Mañana voy a ir a verle y a hacer que se
entere bien de lo que me ha hecho! Voy a arrojar sobre él toda la
amargura que he acumulado durante todos estos años en mi corazón y no
le soltaré hasta que me diga donde puedo encontrar a mi padre y a mi
hermano, pues bien seguro que sabe donde están.
Un sirviente entró en ese momento en la habitación portando un
mensaje de Del Monte pidiéndole que se presentara a él inmediatamente.
Cornelio, sin embargo, no se encontraba de humor para encontrarse con
el inquisidor, así que le ordenó al sirviente que le dijera al jefe que la
fiesta le había causado gran dolor de cabeza y que apenas podía moverse.
Marchado el sirviente, Cornelio se sentó en la mecedora frente a la
chimenea.
“¿Hay alguna razón que pueda justificar las acciones del viejo
capellán?”, se preguntó. La razón principal fue la de alejarle de toda
influencia herética, eso estaba claro, y desde ese punto de vista Cornelio
tenía que darle la razón al capellán. Aún así, ¿en qué evidencia se basaron
para creer que existía tal peligro de herejía en aquella casa? Él nunca se
apercibió de que su padre hubiera abrazado la nueva doctrina y ni
siquiera el capellán de Santa María aseguró tal cosa. Lo único que hizo su
padre fue tolerar una esposa hereje. Aún así, que su madre hubiera
rechazado el auxilio espiritual de la Santa Madre Iglesia, tal como dijo el
capellán, era muy grave. ¡Increíble!
¿Era eso cierto entonces? Cornelio no quería ni imaginarlo. Sólo los
más malvados y empedernidos herejes podían llegar a cometer un pecado
mortal de este calibre. Sin embargo, el capellán había acusado a su madre
de haber cometido precisamente este pecado; pero incluso si esta había
cometido un error tan lamentable, sin duda la culpa tenía que ser de la
enfermedad que sufría, ¡así que no se la podía responsabilizar de ese
pecado! Sí, pero entonces, ¿cuál era entonces el significado de ésas
palabras, ¡mi paz reposa en la sangre de la cruz!, sus últimas palabras,
según el capellán? Paz en la sangre de la cruz… pero ¿cómo podía un
hereje encontrar nunca paz? ¿Cómo podría un hereje entrar jamás en la
eternidad sintiendo paz en su corazón? ¿No sería esta una falsa paz
resultante de las malas artes de Satanás, ese gran enemigo de todas las
almas que venda los ojos de los fieles hijos e hijas de la iglesia para
arrojarlos a las llamas de la perdición eterna? Cornelio había oído durante
82
su estancia en la Universidad de Lovaina historias de herejes que
recitaban sus oraciones mientras eran quemados por las llamas de la
hogueras, historias que más que contar se susurraban a escondidas,
sabedores de que las autoridades estaban siempre al acecho y dispuestas a
castigar severamente cualquier comentario que se hiciera a favor de los
herejes.
¿Era posible entonces la paz más allá de los límites impuestos por la
Santa Madre Iglesia, una paz de la que Cornelio no poseía noción alguna?
¿No era la paz con Dios la única paz posible? Y si esta paz surgía de la
sangre de la cruz, ¿cómo podía ser esta entonces una falsa paz? “Pero la
iglesia no conoce esta forma de conseguir paz”, pensó Cornelio. Todo lo
que la iglesia podía ofrecerles a aquellos que la secundaban era
esperanza, jamás certeza. ¿Era entonces la paz que su madre había
proclamado cuando levantó sus moribundos ojos hacia el cielo más
grande que la paz ofrecida por la iglesia?
Cuanto más pensaba Cornelio en todo esto, más se le multiplican los
pensamientos; y aunque no quería todavía admitirlo, las dudas empezaron
a invadir su alma. La inevitable preguntó surgió como un torrente.
“¿Siento yo paz, esa paz de la que nos habla San Pablo y que está más
allá de la comprensión de todos los hombres?”
Cornelio dio de repente un brinco. Tan inmerso se hallaba en sus
elucubraciones que no se dio cuenta de que el Inquisidor Provincial
acababa de entrar silenciosamente en la habitación. Fue cuando este le
puso la mano en el hombro que Cornelio despertó como si del sueño más
profundo.
— Cornelio — habló Del Castro seria y lentamente — me estáis
ocultado algo, lo sé. ¡No, no, no lo niegues! — le reprimió cuando el
joven hizo ademán de protestar — Hace ya un par de días que te vigilo de
cerca y ni siquiera durante la cena he dejado de hacerlo a pesar de la
juerga que había. Puedo entender que el haber puesto de nuevo los pies
en ese lugar donde pasaste los primeros años de tu vida te haya afectado
profundamente, pero no debes permitir que ello te haga perder el hilo de
tu vocación. Así que te pregunto seriamente, no como tu padre confesor
si como alguien que se preocupa por tu bienestar, ¿por qué razón te aíslas
y te alejas de los demás cuando todo el mundo celebra? Debe de haber
una razón por la que te sientas tan triste y, aunque sospecho de qué se
trata, prefiero oírlo de tus propios labios. Esa melancolía no es propia de
tu edad. Acércate a mí, Cornelio, y descúbreme los secretos de tu
corazón. Como bien sabes, no me faltan influencias, así que quizás pueda
ayudarte con tus problemas.
El inquisidor pronunció estas palabras con un tono de voz paternal,
casi tierno, para ganarse así el corazón de Cornelio. Ciertamente, este
necesitaba oír palabras amables en esos momentos. Al oír estas palabras,
el rencor y la ira del joven cura dieron paso a un sentimiento de profunda
83
aflicción y este a un torrente de lágrimas. Del Castro arrastró una silla y
se sentó al lado de Cornelio.
— Vamos, vamos, hijo, descarga las penas de tu corazón y
cuéntame lo que te pasa.
Cornelio no pudo resistirse a su propuesta. Con una voz temblorosa
que mostraba tanto pena como ira, el joven le relató al anciano sus vanos
intentos por encontrar algún rastro de su familia en la Achterom y de todo
lo que luego le explicó el capellán durante la cena.
— De esto último ya estoy enterado — le interrumpió Del Castro
— Cuando saliste del salón le pedí al anciano y siempre venerable
capellán de Santa María que me contara lo que te había dicho, pues las
pocas palabras que cacé al vuelo durante la cena me convencieron de que
esa historia te estaba afectando. Pero, ¿qué es lo que te llevó a empezar tu
búsqueda por la Achterom? Pues eso ocurrió antes de hablar con el
capellán. El rostro de Cornelio se tornó escarlata de vergüenza, pues se
sentía culpable de haber mantenido el secreto durante tanto tiempo.
Ahora tenía que sobreponerse a ella para contarle al anciano lo que el
granjero le dijera en el Corona de Leiden.
Tras la confesión de Cornelio, el inquisidor reflexionó por unos
instantes y procedió entonces con su interpretación de los hechos.
— Sin duda todo esto es sumamente interesante. Puedo comprender
totalmente que todo lo que has oído durante estos últimos días te haya
conducido a conclusiones erróneas. Incluso creo que podrías haber
llegado a conclusiones diferentes si hubieras hecho caso al cerebro en vez
del corazón. Por la manera en que te expresas es obvio que estás
convencido de que ese hombre al que se refirió ese granjero desconocido
y el mercader de quesos de la historia del capellán son la misma persona.
Sin embargo, tal como yo lo veo, no existe ninguna prueba de que tu
padre hubiera sobrevivido al naufragio. Todo esto se basa sólo en un
simple rumor. La historia del capellán es sin duda cierta, pero si
consideras su edad y la gran cantidad de gente que va y viene en una
ciudad como La Haya, ¿no es entonces un poco precipitado sacar
conclusiones y creer así como así que dos personas inconexas pueden ser
la misma? ¿Crees de verdad que es posible no haber oído nunca nada de
tu padre si este no hubiera muerto? ¿Crees de verdad que el hombre se
rindió tras su primer fracaso en la búsqueda de su hijo y que aceptó así
por las buenas el hecho de haberte perdido para siempre?
— ¡No, jamás creería tal cosa! — saltó Cornelio como un resorte
— ¡Pero lo que ocurrió es que ellos le ocultaron toda la información
sobre mi paradero!
Del Castro se mordió el labio inferior.
— ¡Ellos! Dime, Cornelio, ¿quiénes son ellos? — Cornelio no pudo
responder a esta pregunta — Ellos — continuó Del Castro con el mismo
buen talante que exhibiera segundos antes — no mostraron egoísmo
84
alguno cuando aceptaron educarte para que alcanzaras una posición
dentro de la Iglesia. Si resultara que ese niño al que se refirió el capellán
eres tú, ellos podrían haber elegido cualquier otra forma de mantenerte
alejado de la pestilencia herética. Mira, supón que el mercader de quesos
era en realidad tu padre y que la mujer moribunda en aquella casa tu
madre. Si fuera así, ¿puedes imaginarte algo más horrible que un lecho de
muerte en el que su ocupante rechace el auxilio del sacerdote que viene a
suministrarle los medios de gracia y haga caso omiso a las palabras de
Cristo: y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos: y todo lo
que desatares en la tierra será desatado en los cielos11? Si esa mujer era
en verdad tu madre, lo que yo no creo, entonces deberías considerarte
afortunado de hallarte en posición de poder contrarrestar este inmenso
desliz en tu familia, pues muchos medios tienes a tu alcance para
conseguirlo. Consagrándote enteramente al servicio de la Iglesia puedes
restablecer todo aquello que se destruyó sin que tú tuvieras parte alguna
en ello. Pero mira, — continuó Del Castro viendo que sus palabras no
producían el efecto deseado en Cornelio — te esperan grandes tareas en
el futuro. El reino que el emperador Carlos convirtiera en el mayor
imperio jamás visto está bajo una gran amenaza de destrucción. Una falsa
doctrina inventada por ese instrumento de Satanás, Martín Lutero,
destruye día a día las almas de los fieles. Tejedores, herreros, toneleros y
toda clase de plebeyos ignorantes se creen en su arrogancia que pueden
mostrar a todo el mundo el sendero del cielo, incluso cuando estos tipos
apenas saben leer. Siento compasión por estas gentes engañadas, por
estas simples y equivocadas almas, y por eso les trataré a todos con
suavidad y moderación, ¡pero a estos embaucadores de la plebe, a estos
predicadores de campo y lodo, a estos asesinos de almas, a estos
enemigos de la Santa Iglesia les caerá encima toda la fuerza de mi ira, les
exterminaré hasta que no quede ni rastro de ellos por mucho que crezcan
en número por culpa de la debilidad del gobierno actual! Y tú formarás
parte de esta empresa, Cornelio. Esta es una tarea por la que recibirás una
corona celestial, pues Dios está de nuestra parte. ¡Recuerda el solemne
juramento que tomaste en el momento de tu consagración! ¡Nuestro es el
grito de guerra de los israelitas cuando se abalanzaron sobre los filisteos!
¡Sólo entendemos una orden: exterminad a todo aquél que busque
destruir la ancestral herencia de la Iglesia! En esta batalla no podemos
perder el tiempo pensando en padres y madres, hermanos o hermanas! Y
estas palabras del evangelio vienen totalmente al caso: “el que ama a
padre o madre más que a mí, no es digno de mí”12 — Del Castro
pronunció este versículo en pie y con la mano izquierda en alto mientras
la derecha se posaba en Cornelio — ¿Qué decís, Cornelio? ¿No es esta la
11 San Mateo, 16:19 12 San Mateo, 10:37
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más bella de las misiones? ¿Dudarías un solo instante en unirte a nuestras
filas si te creyeras merecedor de formar parte de tan noble y santa causa?
Cornelio no respondió. Las fervientes y entusiastas palabras del
inquisidor sólo consiguieron alterar la fachada de su alma pero no
consiguieron penetrar en su interior. Muchas eran ya las dudas que
habían tomado forma en el corazón de Cornelio, dudas de las que Del
Castro no tenía la más mínima sospecha.
— Mañana partimos para Ámsterdam — terminó Del Castro —
Acabo de ser informado de que uno de los herejes más peligrosos ha
caído en nuestras manos y, para que veas cuanta confianza tengo en ti,
voy a permitir que tomes parte en el juicio.
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13
EN EL CASTILLO DE DUIVENVOORDE
Tras recuperarse un tanto del impacto producido por la repentina
aparición de los soldados del rey y de la detención de Harm, los Hannes
se miraron entre ellos preguntándose qué podían hacer ahora ante tal
situación. Los tres se encontraban ahora en la sala que poco antes fuera
utilizada para albergar a todos los amigos de la vecindad y ahora se daban
perfecta cuenta de que su situación era a todas luces precaria. Arriba en la
alcoba yacía el cuerpo sin vida del chico cuyo pálido y rígido rostro
todavía mostraba una expresión de regocijo celestial. ¿Qué podían hacer
con él ahora? La amenaza del Flamenco podía hacerse realidad en
cualquier momento. Ninguno de los tres ignoraba que sobre sus cabezas
se cernía el duro castigo que se les imponía a aquellos que daban refugio
a un hereje. De hecho se dieron cuenta por primera vez del peligro que
corrían, pues le habían escondido a sabiendas de que la Inquisición iba
tras él. Mientras Harm estuvo entre ellos, no habían pensado en otra cosa
que en su seguridad y en ayudarle a escapar, pero ahora todo era distinto.
Ahora tenían que pensar en su propia seguridad. ¿Pero quién podría
ayudarles? Sólo había uno a quien podían acogerse, el Único que podía
ayudar a Su pueblo oprimido cuando todo esfuerzo humano fracasaba.
— Pidamos ayuda al Señor — dijo Hannes con sencillez — ese
Dios maravilloso será nuestra luz en las tinieblas y nos mostrará el
camino a tomar.
— Por cierto, ¿dónde está Bouke? — preguntó la mujer — Tendría
que estar aquí orando con nosotros.
Ninguno de los tres no tenía ni la menor idea de dónde se había
metido Bouke. Melis le había visto marchar tras los soldados cuando
estos se llevaron a Harm, pero era impensable que Bouke se hubiera ido
sin decirles primero adonde se dirigía. Hannes y Melis fueron a buscarle
por el establo y el patio pero sin éxito. La mujer del granjero estaba ahora
visiblemente preocupada, así que enviaron a Melis a la cantina del
embarcadero a preguntar si habían visto a Bouke por ahí. Melis volvió
poco más tarde, sudando de tanto correr y con el rostro desencajado de
preocupación.
— ¡Rápido, Hannes! — le conminó a su cuñado — ¡Ven conmigo,
parece que Bouke ha sufrido un accidente!
— ¿Qué ocurrió? — gritó la mujer alarmada.
— ¡No lo sé! — contestó Melis — ¡Lo sabremos en cuanto
volvamos! Los dos hombres se marcharon apresuradamente en el trineo
que Melis acababa de sacar de la cuadra.
— ¡Oh Dios! — suspiró la mujer — ¡Sólo Tú conoces el destino
que nos aguarda!
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Los dos hombres volvieron media hora después transportando con el
cuerpo de Bouke que seguidamente introdujeron en la casa. La señora
Hannes casi se desmayó cuando vio el rostro del fiel sirviente y amigo de
su juventud completamente cubierto de sangre.
— ¡Está muerto! — gimió.
— ¡No, no es tan grave! — dijo Melis — Pero creo que poco le
faltó, pues hace mucho frío ahí fuera. Pero mira — dijo volviéndose a
Hannes — su corazón todavía late. ¿Pero por qué toda esa sangre?
Tras examinarle minuciosamente, descubrieron un gran corte en la
nuca de Bouke. Afortunadamente, el frío y la nieve habían conseguido
parar la hemorragia. Bouke volvió en sí en el calor de la habitación, y tras
ser lavado y vendado fue por fin capaz de contarles lo que le había
ocurrido. Sin embargo, y a pesar de estar contentos de que Bouke no
hubiera sido víctima de su irracionalidad, los otros se percataron de que
su situación no había hecho más que empeorar. Todos serían acusados
por igual por los actos de Bouke, y no había duda de que serían
castigados por ello. Cuanto más discutían sobre la situación, mayor era su
necesidad de rogarle al Altísimo que les guiara con Su luz y Su sabiduría;
y si el avaro Aart hubiera estado espiando instantes más tarde a través de
los resquicios, habría podido ver entonces a los cuatro arrodillados y
escuchar la ferviente súplica de Hannes a su Dios, pidiéndole que
recordara Su promesa de no abandonar a su suerte ni de olvidarse nunca
de Sus oprimidos súbditos.
Los granjeros, fortalecidos por esa oración, empezaron de nuevo a
discutir el asunto, acordando pronto que lo mejor que podían hacer era
dirigirse al señor de Duivenvoorde en busca de ayuda, pues este le tenía
simpatía a la familia de Hannes y era siempre todo oídos a cualquier cosa
que le pidiera la mujer del granjero. El llegar a esta decisión les hizo
sentir que lo peor había pasado, así que se prepararon para irse a la cama,
no sin antes pasar por el cuartito en el que yacía Adrián.
— ¿Has cortado un mechón de su cabello? — preguntó Bouke al
acordarse de las últimas palabras del chico.
— ¿Para qué, si el padre ya no está aquí? — respondió la señora
Hannes.
Bouke, que nunca hablaba mucho, encogió los hombros y abandonó
la habitación, volviendo a los pocos minutos blandiendo unas tijeras con
las que cortó uno de los largos y rubios mechones de pelo que
seguidamente envolvió en un trozo de papel. De forma solemne y con
lágrimas en los ojos, la mujer cubrió el rostro del chico con la sábana.
— ¡Mirad! — exclamó entonces Hannes al ver la pequeña Biblia al
pie de la cama — ¡Imaginaos cuánto echa de menos ese pobre hombre
este valioso libro que le ha acompañado durante tantos años,
precisamente ahora que tiene que cruzar tan angosto desfiladero!
— ¿Qué quieres hacer con él? — preguntó Melis cuando Bouke se
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hizo cargo del libro.
— Llevárselo al señor Harm, y también el mechón de su hijo — fue
su sorprendente respuesta.
Todos se miraron atónitos y boquiabiertos.
— ¿Qué dices? ¿Cuándo? — le preguntaron al unísono.
— No lo sé aún, pero todos fuisteis testigos de la promesa que
recibió el señor Harm de que encontraría a su hijo mayor; y además este
chico que ahora está en el cielo cantando loas al Señor lo ha confirmado
y ha pedido también que se le entregue un mechón de su cabello a su
hermano. ¿y cómo puede el señor Harm cumplir su deseo si no está en
posesión del mechón?
— ¡Pero, Bouke, amigo, tú sabes que a Hiddesz se lo han llevado a
presidio! — contestó la mujer.
— ¡Bien lo sé eso! — exclamó Bouke mientras se llevaba una
mano a esa brecha en la nuca cuyo intenso dolor le traía incesantemente
el recuerdo de tan triste realidad.
A la mañana siguiente, justo cuando la mujer del granjero se
preparaba para dirigirse al castillo del señor de Duivenvoorde, un
forastero procedente de Leiden llamó a la puerta preguntando por
Hannes. Tras la respuesta afirmativa de la señora Hannes, el forastero le
entregó una nota escrita por Hiddesz. Eran las primeras noticias de
Hiddesz, pero la nota no contenía más que unas palabras pidiéndoles que
se le entregara su capa al mensajero. La mujer cogió la capa y preguntó al
hombre cómo se encontraba el prisionero y adonde le habían llevado.
— Ahora mismo se encuentra en La Roca — fue su respuesta — a
la espera, junto a otros, de que se lo lleven a Ámsterdam.
— ¿A Ámsterdam? — preguntó sorprendida la mujer. ¿Y por qué
no a La Haya? ¿No es ahí donde se halla la Corte de Justicia que se
encarga de estos asuntos?
Ahora era el mensajero el que parecía confundido.
— Estas son cosas que a mí no me atañen, y creo que es mejor que
vos os ocupéis de otros menesteres. Los miembros de la Corte tienen
gran influencia por todo el país y, si yo fuera vos, no me metería en estos
asuntos pues, si no me equivoco, vos sentís más simpatía por este hereje
de la que os conviene.
Dicho esto, el hombre cogió la capa, murmuró un saludo y se
marchó. Sintiendo un gran peso en el corazón y una gran preocupación
por lo que acababa de oír, la mujer salió de la casa en compañía de su
marido. La pareja tenía un largo camino por recorrer. Luego de cruzar el
Vliet sobre el hielo, a corta distancia de la cantina del embarcadero,
tomaron un estrecho sendero bordeado por alisos en dirección a
Voorschoten. Al pasar por el pueblo les dio la sensación de que muchos
que solían saludarles a su paso volvían ahora la cabeza o les señalaban
con el dedo. La noticia de la captura del hereje en la granja de Hannes
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había corrido como un reguero de pólvora por la comarca. Hannes y su
mujer aún estaban a media hora de camino del viejo castillo que tan bien
conocían. Sin embargo, cuanto más cerca se encontraban de la casa de su
señor, más les pesaba la inquietud. Por un instante la mujer pensó que
quizás sería mejor contarle al señor de Duivenvoorde todo lo que había
sucedido pero Hannes rechazó esta idea, creyendo que era mejor en este
caso combinar de nuevo la inocencia de las palomas con la astucia de las
serpientes. Llegaron por fin al castillo. Hannes se quedó a las puertas, pues
ambos habían acordado que era mejor que fuera la mujer la que viera al
señor a solas. Con el corazón latiendo como un tambor y repitiendo sus
oraciones sin descanso, la mujer esperó dentro de la gran sala por el
retorno del sirviente que había ido a informar al señor de Duivenvoorde
de su presencia. Al poco rato y tal como se esperaba, la mujer del
granjero se halló frente al señor de la comarca. Este se sentaba en un gran
sillón frente a la chimenea con la pierna izquierda reposando en un
escabel de madera para aliviar la gota que le atormentaba aún más
durante los meses de invierno, una dolencia esta que en sus inicios le
llevó a tratar a sus súbditos con enfado y brusquedad.
— Bueno, Brechtje mía — dijo el terrateniente en todo amigable —
¿qué te trae por aquí? Espero que todo vaya bien por la granja. Como
puedes ver — continuó — estos días estoy a la merced de mis problemas
de siempre, pero parece que mi viejo enemigo me da cuartel hoy. Siéntate
conmigo un rato y dime que deseas pero antes dime primero si son ciertos
todos esos rumores que han llegado a mis oídos. Tantos son los rumores
contradictorios que corren por ahí que me alegrará mucho que puedas
aclarármelo todo en persona.
Brechtje, tal como se la había conocido siempre en el castillo, se
sentó con recato en la silla que le había señalado el señor de
Duivenvoorde.
— Es precisamente sobre lo que ocurrió en mi casa para lo que he
venido a hablar con vos y a pedirle su consejo, mi señor — dijo la mujer
— Somos gente sencilla, como bien sabéis vos, y siempre que nos vemos
en dificultades venimos a veros porque sabemos que siempre estáis
dispuesto a ayudarnos de palabra y obra.
— ¡Sin duda, ciertamente! — afirmó el terrateniente, halagado por
las palabras de Brechtje — Y sabios sois por actuar así.
Tras expresar su agradecimiento, Brechtje inició su relato.
— Mi cuñado Melis, de quien sin duda bien se acuerda mi señor, trabó
amistad con un viajero en la cantina del embarcadero, un buhonero que se
dirigía a Leiden acompañado de su hijo gravemente enfermo. Como el
chico no podía apenas dar un paso más y no había sitio para ellos en ese
local, Melis decidió traerlos a nuestra casa.
— Melis siempre ha sido un buen hombre.
90
— Si el chico se hubiera restablecido, el hombre habría reanudado
su camino al día siguiente, tal como deseábamos. Pero la salud del chico,
postrado en cama con fiebre cada vez más alta, continuó deteriorándose
con el paso de los días. ¿Habría hecho yo bien entonces en sacarlos de la
casa y ser así la causa de que ese niño enfermo se congelara afuera en ese
implacable frío?
— ¡De ninguna manera! — exclamó el amo del castillo —
Ciertamente no fue eso lo que aprendisteis en este castillo. ¡Las virtudes
de la hospitalidad nunca se han echado en falta en este lugar!
— Aún así, lo que hice ha sido interpretado como una muestra de
maldad. ¡Nuestra casa fue invadida por soldados foráneos que se llevaron
al hombre prisionero, acusándole de ser un hereje!
— ¿Qué me dices? — le interrumpió el señor de Duivenvoorde —
¿quién osa meterse en cosas que sólo a mí me conciernen? ¿No soy yo el
señor de todas las tierras de Voorschoten y sus dependencias? ¿No soy yo
y sólo yo la única autoridad encargada de la justicia, sea por causa mayor
o no? — El hombro atizó el suelo con ira con su bastón — ¿Quiénes son
esos usurpadores?
— No lo sé, mi señor. Pero se presentaron en nombre del rey.
— ¡Sólo yo puede actuar aquí en nombre del rey! Pero continuad,
os lo ruego.
— Uno de los soldados pidió vino y yo le ofrecí la única jarra que
había en la casa, aquella que mi señor le enviara a mi marido hace algún
tiempo.
El noble apretó los puños con fuerza.
— Al final, tras pasar un buen rato bebiendo, decidieron coger al
prisionero y largarse. Sin embargo, este consiguió escapar, así que
tuvieron que marcharse sin él.
— ¡Ah, me place oír esto! — volvió a interrumpir el terrateniente
— Me encanta cuando esos cazadores furtivos que merodean por mis
territorios se tienen que largar con las alforjas vacías!
Al marcharse los soldados, descubrimos que ese hombre se había
escondido dentro de la casa. Así que, ¿qué podíamos hacer entonces? No
podíamos echarle a la calle en medio de la noche y abandonar a su hijo
moribundo en los hielos del dique, ¿verdad que no?
— ¡Claro que no! — exclamó el hombre.
— Así que dejamos que se quedara con nosotros durante unos
cuantos días con la esperanza de que ello diera tiempo a su hijo a
restablecerse. Pero, ¡ay!, todo lo contrario. Justo ayer falleció el chico, y
eso lo sentí casi como si hubiera sido mi propio hijo, tanto era el apego
que llegué a sentir por él — la mujer se enjugó las lágrimas de los ojos —
En fin, justo cuando el viajante acababa de cerrar los ojos de su hijo, los
soldados aparecieron de nuevo por sorpresa, le encadenaron y se lo
llevaron. Así es que decidí presentarme ante su excelencia para pedirle
91
consejo. ¿Qué podemos hacer? El cadáver de ese niño aún se encuentra
en nuestra casa. El párroco de Voorschoten sin duda se negará a oficiar
su sepelio y quién sabe lo que se nos avecina por haber acogido a ese
hombre en nuestra casa. Ya nos han amenazado acusándonos de hacer
causa común, dicen, con un hereje. ¿Es ésa entonces la recompensa a
nuestra hospitalidad, y será Melis llevado a La Roca como si fuera un
maleante simplemente porque se comportó como un buen samaritano? ¿Y
tendré yo, que tan fielmente serví a vuestra excelencia durante tantos
años, que languidecer en una celda junto a mi marido? ¿Podría tolerar el
Señor de Duivenvoorde que esta vergüenza cayera sobre nosotros y sobre
nuestra casa por no otra razón que la de haber cumplido con ese deber
que se nos enseñó a respetar aquí en vuestra casa?
— ¡Nada de eso os ocurrirá, de ello podéis estar bien segura! —
gritó con rabia el señor de Duivenvoorde — Pero, ¡ah!, bien sé de donde
surge todo esto. ¡Los sacerdotes están detrás de todo esto! Deberían
haberme informado y consultado, y si hubiera que castigar algún delito
ya les habría mostrado yo que me conozco los edictos del emperador
mejor que todos los curas juntos. Y ahora, Brechtje, vuélvete a tu casa.
Ahora mismo voy a dar instrucciones para que se le dé a este chico un
entierro decente. Y si al párroco de Voorschoten se le ocurre protestar,
entonces le enseñaré quien manda aquí para que no se le olvide nunca.
Además, hoy mismo voy a escribir una carta a la Corte Holandesa
requiriendo la custodia del hombre que fue hecho prisionero en tu casa,
alegando haberse cometido una felonía dentro de mis territorios. ¡Bien,
yo seré el que lleve la investigación y nadie más! Así que no te
preocupes, pues voy a cuidarme de que los caballeros de La Haya o de
cualquier otro lugar se enteren de que mejor les irá si se guardan de
meterse en mi territorio o de tocar un solo pelo de mis súbditos!
Brechtje salió del castillo, ahora totalmente tranquila tras oír las
palabras de su señor. Hannes, que del miedo que pasó ni se dio cuenta del
viento helado del este que le azotaba el rostro, pudo percatarse enseguida
que la expresión feliz en la cara de su mujer sólo podía significar que
todo había ido bien. Más tarde, luego de que la mujer les explicara a
Hannes y Melis los detalles de la conversación, todos se arrodillaron y
dieron gracias a Dios por Su misericordia, pues sólo Él gobierna los
corazones de los poderosos y hace que atiendan las súplicas de sus
siervos.
92
14
EN LA ROCA DE LEIDEN
Harm Hiddesz se dejó llevar sin rechistar por el capitán flamenco,
sabedor de que todo intento de resistencia sería fútil. Al llegar al
embarcadero, Harm se giró por última vez en dirección al lugar en el que
había dejado los restos mortales de su amado hijo. Suspirando, pero aún
así sintiendo un gran consuelo en su corazón, siguió caminando detrás del
Flamenco y de Antonio y con un albardero a cada lado. Por el camino,
Harm les oyó contar la historia de la pelea con Bouke y así se enteró
horrorizado de cómo Antonio le había atizado a Bouke en la cabeza,
dejándolo por muerto sobre la nieve. Sintió entonces una punzada en el
corazón al pensar que todo el amor y fidelidad de Bouke por un
predicador perseguido le había conducido a hacer uso de la violencia y a
ser víctima de su apasionada disposición a ayudar a los demás.
Sin embargo, a Harm no le quedaba mucho tiempo para dedicarse a
la contemplación. Casi a cada paso se le empujaba para que fuera más
deprisa pues el Flamenco quería llegar a Leiden antes de que cerraran las
puertas de la ciudad; poco le faltó para no conseguirlo pues cuando
finalmente el grupo entró en la ciudad los vigilantes de la Puerta del
Norte ya estaban a punto de cerrar los portalones y de izar el pesado
puente que daba acceso a esa ciudad por la que pocos días antes había
pasado el Inquisidor. Los hombres se dirigieron inmediatamente hacia La
Roca, un lúgubre edificio cuadrado sito cerca de la Iglesia de San Pedro
donde Harm, ahora temblando sin cesar de frío, iba a ser encerrado.
Después de que el capitán hubiera enseñado sus salvoconductos al
carcelero, este tomó al prisionero en su custodia llevándoselo por un
largo pasillo oscuro. Al poco, Harm oyó el ruido de cerrojos y de una
pesada puerta que se abría. El farolillo del carcelero le permitió entonces
vislumbrar una gran celda en la que unos cuantos seres se acurrucaban
los unos contra los otros sobre un montículo de paja para combatir el frío.
— ¿Voy a quedarme aquí esta noche? — preguntó Harm.
— Pues sí — respondió el carcelero — Esta celda no es
precisamente un palacio, bien seguro, pero ¡quien se esperaba algo
mejor! De todas maneras, es justo lo que se merece un hereje como tú.
Harm entró en la celda. Hacía mucho frío y humedad pues, a pesar
de la presencia de una chimenea, nadie se había cuidado de encender un
fuego.
— Supongo que pagando se podría conseguir algo de leña y un par
de velas, ¿no? — preguntó Harm.
— Pagando San Pedro canta. Si tienes dinero, pide lo que desees.
Harm sacó una moneda del chaleco y se la dio al carcelero.
— Traedme por favor también una bebida caliente y un poco de
93
pan.
El carcelero desapareció en el pasillo con su ayudante, dejando a
Harm en la celda completamente a oscuras. Todo quedó en silencio
dentro de la cámara durante unos instantes. Sólo podía oírse el eco de los
pasos de los carceleros.
— ¿Estoy soñando — elevó la voz entonces uno de los prisioneros
— o es que en verdad creo haber reconocido la voz de ese hombre al que
esperábamos aquí por Navidad? — Su forma de expresarse daba a
entender que se había cuidado de no mencionar nombres.
— Podéis llamarme libremente por mi nombre, amigo mío —
contestó Harm — pero esperad unos pocos minutos. Estaré en
condiciones de reconoceros en cuanto traigan las velas, y aunque vuestra
voz no me es desconocida, aún así deberé asegurarme de que no estoy
tratando con un espía.
El sirviente volvió poco más tarde trayendo lo que Harm había
pedido, incluido un gran cazo de hordiate caliente y un pan de molde que
colocó en el único banco de madera que había en la celda. Harm le pidió
entonces al sirviente que mandaran a alguien a recoger su manto de la
casa de Hannes. Este accedió a realizar el encargo por un precio
desmesurado y permitió que el prisionero escribiera unas pocas palabras
en un trozo de papel. La vela y los haces de leña alumbraban ahora la
tenebrosa celda. Al irse el sirviente, algo se movió en una esquina de la
celda. El hombre se acercó a Harm llamándole por su nombre. La
sorpresa y la alegría se fundieron en el rostro del predicador, pues de
seguida pudo reconocer a Folkert, el hortelano, en cuya casa próxima a la
Puerta de Las Horcas se le había esperado el día de Navidad. Ambos se
saludaron efusivamente. El hecho de poder encontrarse juntos en la senda
de los perseguidos y de los sufridores les llenaba de gran consuelo.
— ¡Ay, amigo mío! ¿Cómo te encuentro aquí? — le dijo Harm a
Folkert — ¿Hace mucho que te apresaron?
— Desde el día antes de Navidad, amigo mío. Pero no me
compadezcáis por mucho que haya sufrido el frío y las molestias de este
lugar, pues no tengo dinero para comprarle nada al carcelero y debo
conformarme con lo que poco que se me da. Al contrario, he pasado aquí
muchas horas en santa comunión con mi Sabio y Redentor. Él ha sido en
mis tinieblas mi Luz, la Estrella de Judá a la que me permitió dirigir la
mirada. Cuando pasé aquí los días de Navidad en soledad, medité sobre
la encarnación del Hijo único de Dios que, de acuerdo con el consejo de
Su Padre, cargó con el pecado y la culpa de Su pueblo elegido para
obtener así su salvación eterna. Me regocijé en Dios, y el Señor me
permitió cantar salmos durante la noche. ¡Y ahora que Dios ha tenido a
bien considerarme merecedor de ser testigo de la fe que Su Espíritu forjó
en mi corazón me siento, a pesar de las cadenas, más libre que un pájaro
y más rico que un rey!
94
— Bien, amigo mío — respondió Harm — si es así como te sientes,
permíteme que me una a tu regocijo. Esto es ciertamente la confirmación
de lo que dijera San Pablo: “También nos gloriamos en las tribulaciones,
sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y
la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos fue dado”13.
— Esa ha sido ciertamente mi experiencia — dijo Folkert — pues
al igual que David yo podría también cantar que el Señor “confortará mi
alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre. Aunque
ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú
estarás conmigo; Tu vara y Tu cayado me infundirán aliento. Aderezas
mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores; unges mi cabeza
con aceite; mi copa está rebosando”14. ¡Y he aquí que el Señor os ha
traído a ponernos la mesa!
Folkert miró con ojos deseosos al cazo que hervía en esos momentos
en el fuego y al pan de trigo sobre la mesa. Aunque el Folkert espiritual
cantaba loas al Señor, estaba claro que su cuerpo había sufrido penurias
durante largo tiempo. Con gran espíritu de hermandad, Harm compartió
la sencilla cena con Folkert, una cena que a este le pareció un banquete.
Tan pronto como Harm hubo partido el pan y llenado el recipiente de
Folkert, este se dirigió hacia una esquina que le había pasado
desapercibida a Harm.
— Vamos madre — murmuró Folkert — toma una bebida caliente.
¡Te sentará bien!
Estupefacto, Harm se dirigió hacia el grupo. Sobre la paja se
acurrucaban dos mujeres que rápidamente tomaron el recipiente y
compartieron su contenido.
— Esta mujer — dijo Folkert señalando a la más joven — es una
pobre viuda que venía a menudo a nuestros encuentros. Ahora la han
separado de sus hijos, después de ser traicionada por sus vecinos. Y la
otra es su hermana. Una reincidente, pues renunció a la causa durante un
juicio de la Inquisición, pero luego la volvieron a pillar en herejía y
condenada a muerte. Pero esta vez está decidida, con la gracia de Dios, a
no renegar del Señor ni de su causa. ¿No es así, señora Baltens?
— ¡Ah, mi querido amigo Folkert, cuánto he sentido haber dado
más importancia a salvaguardar mi cuerpo que al honor de Cristo ante el
peligro, tal como hiciera Pedro! Es mi más ferviente deseo que Dios
tenga a bien proporcionarle a esta miserable desgraciada el valor
necesario para que no sucumba de nuevo.
— Y tú, madre — preguntó Harm — ¿te crees lo suficientemente
13
A los romanos, 5:3-5 14 Salmos, 23:3
95
fuerte como para hacer frente al juicio que se te avecina? ¿No temes la
posibilidad de tener que entregar tu vida en el nombre del Señor?
— A veces sí — contestó la mujer — Mi carne tiembla sólo de
pensar en la muerte del mártir a manos de estos malvados, pero cuando la
gracia reina en mi corazón no sólo me recompongo sino que también me
regocijo al pensar que voy a ser entregada en bandeja de plata al Señor
Jesús. Aún así, hay momentos en los que sucumbo bajo un gran peso que
espero que el Señor en la hora que Él elija me quite de encima para
siempre. Soy una pobre viuda, mi hijo mayor tiene doce años y el
pequeño sólo tres. Ahora estos corderitos están en manos de extraños y
por la noche hasta me parece escuchar a mi pequeño Leendert llamar por
su madre. Esto me asusta y me oprime el corazón hasta que finalmente
consigo concentrarme en la causa del Señor durante algún tiempo. ¡Ojalá
tenga Él a bien acrecentar mi fe y liberarme de todo aquello que no
pertenezca a Su reino!
La mujer rompió en lágrimas al decir esto y levantó las manos hacia
el cielo.
— Pobre madre — suspiró Harm — El Señor te lleva por caminos
difíciles, pero no te separes de Él, confía y reposa siempre en Él cuya
fidelidad hacia Su pueblo es inalterable. Él no se olvidará de ti, ni te
abandonará a tu suerte. Yo también sufro una gran pena. Esta misma
tarde fui testigo de la partida de mi único hijo de doce años, pero tengo la
seguridad de que mi Adrián entona ahora sus loas a Dios a los pies del
trono del Cordero.
Pareció entonces como si las últimas palabras de Harm hubieran
alcanzado el fondo del corazón de la mujer, pues esta se puso a llorar y a
gemir desconsolada.
— Dejad que la mujer llore — dijo Harm — Ahora le contaré cómo
falleció mi hijo Adrián y le recordaré, en el nombre del Señor y para su
consuelo, la promesa de Dios tal como la expresara Isaías: “Y este será
mi pacto con ellos, dijo Jehová: El Espíritu mío que está sobre ti, y mis
palabras que puse en tu boca, no faltarán de tu boca, ni de la boca de tus
hijos, ni de la boca de los hijos de tus hijos, dijo Jehová, desde ahora y
para siempre”.15
Entonces Harm narró todo lo acontecido durante los últimos días en
casa de los Hannes, su milagrosa huida, la muerte de su hijo y su captura
final. Si no hubiera sido porque los últimos estertores de la vela no les
hubiera recordado de lo tarde que era ya, el grupo hubiera permanecido
hablando y contándose experiencias durante horas. Así que los dos
hombres y las dos mujeres se arrodillaron, momento este en el que el
Señor Jesús, Aquél que dijera que “donde están dos o tres congregados
15
Isaías, 59:21
96
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”16 hizo notar Su presencia
entre el grupo de reos de La Roca.
Harm sólo llevaba dos días en ese lugar, días de estímulo y consuelo
mutuo, cuando el Flamenco volvió de su viaje a La Haya trayendo
órdenes del Inquisidor para que Harm, la reincidente y su hermana fueran
llevadas a Ámsterdam.
Mientras tanto, el señor de Duivenvoorde, con aire resuelto, había
enviado inmediatamente después de la visita de Brechtje a un mensajero
a La Haya para reclamar al prisionero Harm Hiddesz, petición que
difícilmente podía rechazarse viniendo de donde venía y de acuerdo con
las costumbres legales de la época. Del Castro fue informado de esto en
la Corte de La Haya, razón por la que ahora se apresuraba a llevarse a su
presa a un lugar más seguro. De esta manera, se decidió que Harm fuera
llevado lo más rápidamente posible a Ámsterdam, por hallarse esta
ciudad fuera de la jurisdicción de la corte holandesa. Esta misión fue
encargada al Flamenco, procurándose este una carreta para transportar al
predicador y a las dos mujeres bajo vigilancia.
A la hora de su marcha, Folkert les abrazó a los tres como si fueran
hermanos a quienes nunca más volvería a ver. El piadoso hortelano sintió
gran pena por no haber sido incluido en las órdenes del Flamenco, pero
Harm le dijo entonces que el Señor sin duda debía tener otros planes para
él, y que esta era la razón por la que no se le llevara aún ante la Corte.
Para hacer que la estancia de Folkert en La Roca fuera algo más
llevadera, Harm le entregó unas cuantas monedas para conseguir así que
el carcelero le hiciera algo más de caso. Poco después, Harm y las dos
mujeres fueron metidos en la rudimentaria carreta que les llevaría a
Ámsterdam.
Este fue un viaje agotador para los tres reos. La salvaje helada dio
paso a un frío intenso y a una lluvia torrencial. Parecía como si incluso la
naturaleza se hubiera puesto de parte de los captores. Tras las horas de
regocijo pasadas en La Roca, los tres se encontraban ahora abatidos por
la tristeza y por el miedo a todos los horrores que les esperaban. Harm
echaba mucho de menos su Biblia, esa fiel compañera que tantas veces le
había animado a él y a otros en días de abatimiento. Pero el Espíritu
Santo vino a refrescarle la memoria, ayudándole así a repetir los versos
de los Salmos de David tanto para sí mismo como para sus compañeras
de viaje, aquellos salmos que habían sido compuestos por el hombre que
fuera en busca del corazón de Dios durante sus días de adversidad.
La hermana de la señora Balten sufría constantemente los asaltos de
Satanás. Ese ancestral asesino de hombres seguía tratando
implacablemente de evitar que esta débil alma buscara solaz en Cristo y
de arrojarla en las tinieblas de la desesperación. “¿Qué has sacado en
16 San Mateo, 18:20
97
limpio de esta nueva doctrina entonces?”, le susurraba el demonio. ¿A
qué otra cosa te llevará sino al desprecio, al sufrimiento y a una muerte
antes de tiempo? ¿Cómo puede una madre abandonar a sus hijos en
manos de extraños a cambio de una idea nueva? ¿Y por qué tuviste que
sacar tu nueva fe, como tú la llamas, a la luz? ¿Qué será ahora de esos
niños? ¡Cuando crezcan maldecirán a esa madre que tan poco amor les
dio! ¿Y crees tú que eres lo suficientemente fuerte como para aguantar
las torturas del potro durante el interrogatorio? ¡Sí, ya verás cuando te
pongan las empulgueras, tu fe se volatilizará como la paja en el viento!”.
Los afilados dardos de Satanás horadaban incesantemente la carne de
la pobre mujer pero no consiguieron eliminar la presencia de Dios en su
alma. Ambas mujeres repitieron los versos del Salmo 42 que Harm había
recitado unos momentos antes: “Como quien hiere mis huesos, mis
enemigos me afrentan, Diciéndome cada día: ¿Dónde está tu Dios? ¿Por
qué te abates, alma mía? ¿Y por qué te turbas dentro de mí? Espera en
Dios; porque aún he de alabarle, Dios mío y mi Salvación.”17
Finalmente, tras seis horas de baches y traqueteos, vislumbraron las
torres de Ámsterdam en el horizonte.
— ¿Tenéis alguna idea, señor Harm, de adonde nos llevan?
preguntó la señora Baltens.
— No, me temo que no — contestó Harm — Posiblemente nos
encierren en la prisión que hay en la Puerta de San Olaf. También otros
lugares son utilizados como prisiones en Ámsterdam, como la Puerta de
San Antonio, la Torre de Nuestra Señora, la Puerta de John Roden y la
Torre de la Santa Cruz. Me conozco bien la ciudad y además tengo
amigos allí. Espero que al menos ellos hayan conseguido ponerse a salvo
de la Inquisición, pues hace bastante que no sé nada de ellos. Los herejes
también son llevados a la Torre de Herring Packers, aunque las mujeres
son a menudo encerradas en conventos.
Las mujeres suspiraron.
— Ay — dijo la señora Baltens, animada al sentir crecer la fuerza
de su fe — ojalá que el Señor pueda dar fuerza a nuestra fe, pues así dará
igual adonde nos lleven. Por mucho que nos torturen, sé que nada nos
podrá separar de Cristo. Además, hermana mía, ¿no es un gran consuelo
que en mi carne he de ver a Dios?
— Al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro —
continuó Harm, que a continuación elevó sus ojos al cielo exultante por el
sonido de las palabras de Job — aunque mi corazón desfallece dentro de
mí18.
La carreta cruzó la puerta de la ciudad fortificada de Ámsterdam
haciendo alto poco más tarde frente a la Torre de la Santa Cruz. Al darse
17
Salmos, 42:10-11 18 Job, 19:26-27
98
cuenta Harm de donde se encontraban, un edificio ya tristemente célebre
por aquél entonces, miró con gran preocupación a las dos mujeres.
Hubiera sido de lo más apropiado si sobre la entrada del edificio se
hubieran esculpido las palabras del poeta italiano Dante Alighieri, “El
que entre aquí, abandone toda esperanza”. ¿No era esta torre un lugar de
lágrimas y penas hasta el punto que un tramo de la Nieuwezijds
Achterburgwal había sido bautizada como el Canal de los Mártires y a
cuya presencia debe su nombre la Calle de la Sangre? Tras recibir orden
de los jinetes para que descendieran de la carreta, los tres reos fueron
inmediatamente empujados a través del portalón de entrada, en la que se
encontraban dos carceleros jugando a las cartas junto al fuego. Uno de
ellos tomó la carta sellada de uno de los soldados y leyó su contenido.
— Monseñor Del Castro parece tener prisa — murmuró el hombre
— Pues me parece bien, pues como todo siga como hasta ahora, pronto
tendremos que construir otra torre para dar cabida a tanto hereje.
Dicho esto, escribió unas palabras en un trozo de papel, le ató un
sello y se lo entregó al jinete como acuse de recibo de los prisioneros. Sin
dirigirles una sola palabra a estos, el carcelero gritó varias órdenes a los
sirvientes que acababan de aparecer al oír el sonido de la campanilla,
quienes seguidamente se llevaron a los reos.
— ¿Se nos permitirá estar juntos? — le preguntó Harm a uno de los
sirvientes cuando entraron en el pasillo.
— ¡No, qué va! Eso iría contra el reglamento que prohíbe que se
encierren a hombres y mujeres en la misma celda excepto en casos de
emergencia. Por ahora las mujeres serán llevadas arriba y tú al sótano.
Cuando llegaron a la serpenteante escalera de caracol que marcaba el
punto de separación de los tres amigos, Harm se sobrecogió de la
emoción. Sabía muy bien lo que esto significaba. Cogiendo de las manos
a las mujeres, todo lo que Harm consiguió decir fue:
— ¡Que el Señor sea vuestra fuerza! ¡Que Él sea vuestro refugio!
¡Id con Dios, hermanas! ¡Nos encontraremos de nuevo ante el trono del
Cordero de Dios!
Sin embargo, la señora Baltens, la reincidente, se sentía animada.
Parecía como si la penumbra del lugar la llenara de gozo en vez de
deprimirla.
— No te rindas, amigo mío — dijo la débil mujer a ese hombre de
gran tesón que había sobrevivido a tantas terribles experiencias — El
Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de
Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con
Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con
él seamos glorificados19.
Los sirvientes del carcelero conminaron a la mujer a que terminara
19 A los romanos, 8:16-17
99
ya de hablar. Los amigos se estrecharon las manos una vez más, tras lo
cual Harm fue separado de esas mujeres con las que compartió fe y
aflicciones, y con las que dentro de poco se reuniría de nuevo para gozar
por los siglos de los siglos del Reino del Señor.
100
15
LA TORTURA
Poco después, Harm se encontró en una celda que, a juzgar por el
estruendo de las carretas que circulaban, debía de hallarse varios metros
por debajo del nivel de la calle. La puerta de la celda daba a un angosto
pasillo en el que Harm pudo ver tres puertas más. La puerta tenía una
pequeña abertura con barrotes que dejaban pasar aire y algo de luz y que
servía además para servir comida a los reos.
El ayudante del carcelero encendió su farol antes de iniciar el
descenso por la segunda escalinata. Llegados a la celda asignada a Harm,
un olor nauseabundo hizo que Harm se llevar las manos a la nariz, pero
esto no pareció hacer efecto alguno en el ayudante.
— Ya te acostumbrarás — le dijo a su prisionero — Ni te darás
cuenta en unos días. A tu predecesor lo sacamos justo esta mañana.
— ¿Lo sentenciaron a muerte? — preguntó Harm.
— Seguro que hubiera acabado en la hoguera si hubiera aguantado
un poco más — contestó el ayudante — Pero se murió ayer por la
mañana, creo. Hacía un par de días que se negaba a comer nada, pero
como te puedes imaginar, no podemos agobiarnos con chusma de este
calibre. No sé, quizás incluso la palmó antes. Es imposible estar siempre
al corriente de estas cosas. Al menos lo descubrimos, ya es algo.
¡Pero vamos, adentro! ¡A ver si ahora tienes miedo de la muerte! ¿No es
cierto que los herejes no temen a la muerte? ¿O sí? — apuntilló el
hombre riéndose con desdén — Mira, ahí tienes paja fresca en la que
echarte. La vasija ésa está llena de agua. Mañana temprano te traeré tu
pan.
— ¿Puedo conseguir una vela aquí, y algo para escribir, y también
una cama? — preguntó Harm — Tengo dinero, claro.
— Ni hablar, aquí no. No tendrías tiempo de usarlas de todas
maneras. Creo que tu caso se va a dilucidar pronto, y seguro que el
veredicto sale en un santiamén.
Harm intentó persuadir al carcelero en vano. Este se marchó dejando
a Harm completamente a solas en su oscura celda, a solas con su Dios.
Harm se sentó en el banco de madera acoplado a la pared y dio rienda
suelta a sus pensamientos. Sólo unos días antes se encontraba junto al
lecho de muerte de su Adrián. ¿No debería dar gracias a Dios por haber
acogido a su hijo? ¿Pues qué le hubiera ocurrido al chico si este hubiera
tenido que compartir la miserable suerte de su padre? Harm se preguntó
entonces qué había sido del cuerpo del niño. Seguro que había sido
enterrado en la esquina del camposanto que se destinaba a los suicidas y
ajusticiados. ¿Qué otra cosa podrían haber hecho con el hijo de un
101
hereje? ¡Pero qué más da! Dios todopoderoso levantaría el cuerpo del
chico y le resucitaría en la vida eterna por los siglos de los siglos. Fue un
gran consuelo para él el haber podido ser testigo de la partida de su hijo y
el saber que este había emprendido el camino de la gloria antes que él.
Harm se arrodilló y oró. Dentro de esa tenebrosa celda, Harm pudo
experimentar la comunión con el Espíritu Santo y, como el David de las
Escrituras, se fortaleció en su Dios y Señor. Sin darse cuenta, Harm oró
en voz cada vez más alta hasta que su plegaria se convirtió en un salmo
de alabanza al Señor. El haber sido hecho merecedor del suplicio en
nombre del Cristo Salvador se convirtió en un gran privilegio en ese
momento y por ello dio gracias al Señor. Harm concluyó su plegaria
gritando “¡Amén, amén, pero ven pronto a por mí, mi Señor!”
Una voz desde el fondo del pasillo contestó entonces, “¡Amén,
amén!” ¿Era este quizás el eco de sus palabras? Harm no se había
percatado antes de ello. Harm se encogió de hombros y seguidamente se
tapó con su manto y se acostó en la paja, en el mismo lugar donde horas
antes hubiera muerto otro mártir, alguien cuyo nombre, como el de
muchos otros, no entraría jamás en los anales de la historia pero sí en las
páginas del libro de la vida celestial.
Todo estaba muy calmo. De tanto en tanto, Harm creía oír el
murmullo del agua pasando junto al muro exterior de la celda, por lo que
se preguntó si quizás su celda estaba situada justo junto al cauce del río
Ij. En vano trató Harm de conciliar el sueño. Las profundas emociones
sentidas durante los últimos días no le permitían relajarse. De repente,
harm sintió que algo se arrastraba por su pierna, lo que le hizo dar un
salto y ponerse en pie con el corazón palpitando. ¡Ahora sí que no había
duda alguna! En efecto, su celda estaba junto al río, y las ratas de agua
habían encontrado la forma de meterse en su celda. Harm era un hombre
de gran coraje para todo excepto cuando se trataba de ratas, a las que les
tenía un pánico mayúsculo. El pensar en ratas corriendo por su cuerpo le
llenaba de un terror agónico.
Pasado el susto, Harm se acostó de nuevo en la paja en silencio para
poder detectar si esas horribles criaturas aún pululaban por la celda pero
no escuchó ningún ruido sospechoso más durante un buen rato. Sin
embargo, cuando menos se lo esperaba pudo oír unos chirridos que
parecían arañazos. Segundos después, algo frío cruzó rápidamente su
cara. Harm no pudo aguantarlo más. Se levantó de nuevo y rasgó un trozo
de tela del forro de su manto. Con ayuda de las yescas que siempre
llevaba encima consiguió sacar unas chispas con las que prendió fuego a
la tela. Entonces se puso rodilla en tierra, recogió una pequeña pila de
paja de su lecho, colocó la tela llameante en el centro de la pila y se puso
a dar cortas y continuas bufadas hasta conseguir que la paja se prendiera.
Una vez que el fuego prendió bien, Harm cogió más paja para tapar los
agujeros por los que se habían introducido los viles roedores, pero Harm
102
no se había dado cuenta de que el humo que causaba la pequeña fogata en
la húmeda paja no tenía otra vía de salida aparte de la ventanita con
barrotes de la puerta. Justo a tiempo notó que el humo se hacía más denso
y de que se encontraba en gran peligro si no hacía algo rápido. Decidió
entonces apagar el fuego a manotazos y, aún tosiendo, se echó a dormir
un poco sobre el banco de madera.
Tras pasar horas interminables exhausto abriendo y cerrando los
ojos, Harm se despertó finalmente pero aún más agotado que antes. Una
tenue luz trémula del exterior penetró en el pasillo indicándole que ya era
de día. Escuchó con atención para poder averiguar en qué parte de la
Torre de la Santa Cruz se encontraba a juzgar por el traqueteo de los
carros en la calle, pero como tantos eran los carros que pasaban Harm no
tuvo oportunidad de adivinar si se hallaba en el lado del río o en la parte
posterior de la torre. Entonces, de repente, Harm oyó la voz de un
hombre entonando las letras de un salmo bien conocido:
Señor, eres Tú más fuerte que torre o almena
Protégeme, Señor, en esta hora amarga
De todo enemigo que odio exhala.
Señor, Tú eres mi poder y mi fuerza
¡Arráncame de las fauces de la fiera!
Como tú, Señor, nadie es en batalla
¡Oh Rey, que a Su pueblo libera
Estar ante Ti este siervo anhela!
¡Sálvame te ruego de mi miseria
Y acógeme en Tu Reino de la gloria!
Harm no se sorprendió de que hubiera más gente encarcelada en ese
lugar por cuestiones de religión. Se alegró de poder cantar esta triste saeta
junto con ese desconocido cantante, lo que le dio ánimos para seguir
cantando a todo pulmón. Al terminar la canción, Harm se arrodilló y oró
larga y tendidamente. Se levantó entonces consolado y envalentonado y,
aprovechando que la luz que entraba en la celda era ya más clara, se puso
a inspeccionar la celda en la que posiblemente tuviera que pasar varias
semanas encerrado. Mientras andaba ocupado en esto, el ayudante del
carcelero bajó para traer pan y una sopa caliente. Tras pasarlo por el
agujero de la puerta, le informó a Harm que dentro de un par de horas le
iban a llevar a presencia del alguacil para pasar el primer interrogatorio.
Harm le atosigó en vano con preguntas y ruegos, pero cuando le colocó
media corona en la palma de su mano a través del orificio, el hombre
cambió de actitud y prometió intentar mediar con el carcelero para hacer
que su celda fuera un poco más cómoda.
Tal como le dijera el ayudante del carcelero, Harm fue sacado poco
después en grilletes de su celda y llevado a una estancia en la planta de
103
arriba en la que le esperaba el alguacil sentado ante una mesa. El
interrogatorio se inició al instante. Harm, avisado por las historias que le
habían contado algunos supervivientes, puso mucho cuidado en lo que
declaraba para no decir nada más que lo estrictamente necesario. Harm se
quejó del hecho que un mercader ambulante hubiera podido ser apresado
sin haber sido previamente acusado de delito alguno, y seguidamente
exigió que se le llevara ante el tribunal de los magistrados de la villa para
poder ser informado de las acusaciones en su contra y oír el veredicto
directamente de estos. Harm, sabedor de que una audiencia ante el
Inquisidor equivalía a una sentencia de muerte, intentaba de esta manera
zafarse de esta suerte. También estaba al tanto de que los magistrados de
Ámsterdam no estaban por regla general tan radicalmente opuestos a los
principios de la Reforma como esos inquisidores itinerantes a los que,
según las proclamaciones, se suponía que tenían que prestar su apoyo. Lo
cierto es que en realidad las autoridades civiles de Ámsterdam se habían
decantado favorablemente hacia el movimiento reformista ya antes de la
revuelta anabaptista.
El alguacil, que tenía ganas de dar carpetazo al máximo de casos
pendientes posible, prometió a Harm que pronto le llevaría ante los
magistrados, ya que estos eran los únicos que podían dictar una sentencia
contra un acusado. Así, y más rápidamente de lo que hubiera creído,
Harm fue de nuevo citado y llevado ante el alguacil y los magistrados,
conllevando esto que se le concediera el derecho de disfrutar de los
servicios de un abogado defensor, tal como dictaban las normas jurídicas
de la época, asignándosele el letrado Cornelius Lievens. Seguidamente, el
alguacil, en su condición de fiscal, pidió que se dictara sentencia contra el
reo en base a los siguientes cargos:
— Harmen de Amberes, o como sea que se os llame, yo os acuso en
el nombre de Su Majestad el Emperador, en su calidad de Duque de
Holanda, y en el mío propio, en mi calidad de Alguacil de la Villa de
Ámsterdam, de haber sido rebautizado, acto contrario a las ordenanzas de
la Santa Iglesia Católica y por lo tanto prohibido por Su Majestad bajo
pena de pérdida del derecho a la existencia y embargo de todas las
posesiones del acusado. Asimismo os acuso también de haber recibido en
vuestra morada en Amberes a varios luteranos que habían sido con
anterioridad desterrados de la ciudad por motivo de sus herejías de corte
luterano y a pesar de haber sido esto estrictamente prohibido por edicto
de Su Majestad bajo pena de pérdida del derecho a la existencia y
embargo de todas las posesiones del acusado. Sea mi conclusión que así
se procederá cuando se permita demostrar que en efecto sois culpable de
al menos uno de los susodichos cargos que se os imputan, y que
procederé a llevar a cabo la sentencia del Tribunal dando instrucciones
precisas al verdugo real con el fin de separar vuestra cabeza del cuerpo.
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Lievens, el abogado defensor, se acercó a la palestra para dar su
réplica contra los cargos imputados a su defendido.
— Con su venia, ilustres miembros del Tribunal, me dirijo al señor
Alguacil. Mi cliente Harmen opina que vos estáis obligado por ley a
suministrar primero prueba suficiente a los Señores Magistrados de los
cargos que se le imputan a mi cliente y que sean de la entera satisfacción
del Juez Supremo de esta Corte, y que vos asimismo deis explicaciones
sobre las razones por las que se le ha enviado a la cárcel, y que por lo
tanto, por no existir causa o razón alguna ni para lo uno ni para lo otro,
será vuestra obligación absolver al acusado de todos los cargos que
mencionáis y ponerlo inmediatamente en libertad.
— Vos sois bien sabedor — replicó el Alguacil — de que mi cargo
me otorga el derecho de detener a un hombre sin poseer pruebas
fehacientes. Y desde el momento en que Harmen es un mercader
extranjero y que este juicio se me ha sido asignado por las autoridades
competentes, concluyo por tanto que estoy autorizado a disponer de dos
semanas de tiempo para reunir las pruebas en contra del acusado.
— Señor Alguacil —cargó de nuevo Lievens — Harm también
declara que vos estáis obligado por ley a justificar vuestra acusación ante
este tribunal, y que un fiscal debe estar en todo momento en disposición
de demostrar que una acusación es justa e irrebatible. Y desde el
momento en que habéis detenido al Señor Harmen sin prueba alguna de
su culpabilidad, debemos concluir entonces que debe ser puesto en
libertad ipso facto.
— Desde el momento en que Harmen — insistió el Alguacil — es
un mercader foráneo, y teniendo asimismo en cuenta que estos hechos
tuvieron lugar allende las fronteras del Condado de Holanda, en Amberes
concretamente, villa perteneciente al Ducado de Flandes, debería yo por
tanto tener derecho a dos semanas de tiempo para reunir pruebas o
testigos. Por lo tanto, solicito a los magistrados que pronuncien
sentencia.
— Caballeros — contraatacó Lievens — Harmen insiste en que el
Señor Alguacil no debería disfrutar de plazo alguno para reunir sus
pruebas, sino que por el contrario debería haberlas reunido con
anterioridad a su detención. Razón por la cual mi cliente concluye, tal
como se ha expresado antes, que es de justicia que sea absuelto y puesto
en libertad, y asimismo solicita a los magistrados que se celebre juicio.
Los magistrados encargados de dilucidar esta disputa se levantaron
seguidamente de sus butacas y se retiraron a dilucidar según los usos y
costumbres de la corte judicial de la ciudad de Ámsterdam. Hicieron
llamar entonces al Alguacil y a dos jueces, preguntándole al primero:
— Señor Alguacil, ¿en qué basáis los cargos de vuestra acusación?
— Se me hizo saber de este tal Harmen — contestó el fiscal — a
105
través de un comunicado remitido por el Inquisidor Provincial de Utrecht,
en la cual se me comunicaba que el reo era culpable de pertenecer a una
secta anabaptista y de haber sido contaminado por las ideas luteranas.
Anabaptistas, por cierto, que aniquila el Inquisidor a sangre y fuego sin
necesidad de facilitar información alguna por lo general a ningún
magistrado. Además, no fue idea mía posponer la sentencia pero a ello he
sido forzado por la solicitud de Harmen. De ahí que concluya que debo
ser otorgado dos semanas de plazo para reunir las pruebas, tal como he
mencionado en mi alocución.
Los magistrados, tras volver a sus asientos, decidieron
unánimemente concederle las dos semanas al alguacil para presentar de
nuevo su caso, y confiando que para entonces se hallarían en posición de
pronunciar sentencia, ya que en ese momento no consideraban que
pudieran hacerse cargo del caso de una manera acorde con la justicia.
Harm fue entonces devuelto a su celda. La estrategia de su abogado,
basada en aprovecharse del hecho que el alguacil no tenía prueba alguna
de la culpabilidad de Harm para así conseguir su inmediata liberación
había perdido su caso, no fructificó por la sencilla razón que la orden de
detener a Harm provenía directamente de Del Castro, hecho que obligó a
los magistrados a declarar que “no se hallaban en posición de dictar
sentencia”. De forma que la oportunidad que Harm creía haber tenido de
ser puesto en libertad por falta de pruebas se había difuminado
totalmente. Ahora, además, cualquier cosa podía ocurrir para hacer
empeorar su situación durante las dos semanas que faltaban para su
próxima visita a la corte de justicia.
Sin embargo, Harm no se desmoronó. Al contrario, sacó fuerzas
agarrándose a la convicción de que todo lo ocurrido había sido la
voluntad de Dios y de nadie más. “Cuando dentro de poco tenga que dar
cuentas sobre mi fe”, pensó Harm, “mi fiel Dios me sostendrá y hará que
mis labios estén listos para confesar bajo Su Nombre y también, si es
necesario, sellar este testimonio con la sangre de mi calvario”. Harm
abandonó la sala con la cabeza erguida pasando entre varios guardianes
que habían estado siguiendo el proceso desde la puerta esperando el
veredicto de los jueces. De repente se paró en seco, pues se dio cuenta de
que entre los guardianes había una persona de aspecto deforme que se
parecía sobremanera a Bouke. Cuando se acercó un poco más a él ya no
le cupo duda de que ese era el mismo hombre que tan bravamente le
había defendido en los momentos más difíciles. Ese hombre de anchos
hombros y largos brazos también miró con su único ojo a Harm, pero de
una manera tan indiferente que hizo que el reo pensara que se había
equivocado de hombre y qué sólo se trataba de alguien que se parecía
mucho a Bouke. Y es que, después de todo, ¿cómo podría ser posible que
Bouke se encontrara entre estos toscos hombres que ahora se divertían
empujando al jorobado y riéndose a carcajadas? No, era imposible que
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Bouke fuera uno de los guardianes de la Torre de la Santa Cruz. ¿No le
habían destrozado el cráneo durante la desigual pelea con el flamenco?
“¡Incluso si la tierra hubiera devuelto al muerto a la vida, — pensó Harm
— seguro que no lo hizo para que este se convirtiera en guardián de la
prisión en la que se encierra a aquellos que son perseguidos a causa de la
fe que profesan!
Pero Harm no se había equivocado. Era sin duda Bouke quien se
encontraba a la entrada de la sala de justicia, por mucho que su rostro
cubierto de cicatrices no mostrara la emoción que sentía por poder ver de
nuevo a Harm. ¿Cómo pudo entonces el sirviente de Hannes hacerse paso
hasta ese lugar? El golpe que recibiera de Antonio había abierto una gran
brecha en su cráneo, pero pronto se recuperó bajo los cuidados de Hannes
y Melis hasta que la herida se cerró, aunque no se hubiera curado del
todo. Sus amigos no consiguieron hacerle desistir de sus intención de ir a
buscar al predicador y ponerse en contacto con él si fuere posible. Era
como si una fuerza irresistible empujara a Bouke hasta Harm, una fuerza
que era mucho más poderosa que el temor a los peligros a los que
inevitablemente se iba a exponer si llevaba a cabo sus propósitos.
Así, armado con su pesado bastón, al que había anudado un pequeño
paquete con ropas, y con la Biblia de Harm y un mechón del cabello de
Adrián en el bolsillo de su chaleco, Bouke se marchó hacia Leiden.
Cuando a su llegada se enteró de que el prisionero había sido trasladado a
Ámsterdam, Bouke emprendió de nuevo el camino hacia esa ciudad,
camino que hizo en parte en la carreta de un granjero, parte a pie. Tan
rápido viajó que consiguió llegar a Ámsterdam sólo un día después de
que lo hiciera Harm. Tal como le prometiera antes de su partida a la
señora Hannes, Bouke se fue directamente a ver a un verdulero de la
ciudad, uno de los muchos seguidores secretos de la Reforma que antes
había vivido en Leiden y que había sido amigo de Hannes y de su esposa.
Cuando finalmente consiguió encontrarle, no sin pasar antes grandes
dificultades, el buen hombre no pudo sino echarse las manos a la cabeza
cuando Bouke le contó su plan. El verdulero y su familia creían que sólo
la profunda ignorancia acerca de los peligros a los que se exponía Bouke
podía justificar su locura, así que se empeñaron en contarle las historias
más tremebundas sobre los perseguidores y las ejecuciones, historias que
hubieran convencido a cualquier mortal de olvidarse de la idea de
meterse en la boca del león. Pero no a Bouke.
Normalmente no se ponía objeción alguna a que los prisioneros
recibieran visitas. De hecho, se permitía también que se les llevara
alimentos y pequeños regalos. Sin embargo, el miedo a ser considerado
un compinche del hereje y a ser espiado por agentes secretos de la
Inquisición hacía que mucha gente evitara ir a visitar a los herejes. Bouke
permaneció sordo a las palabras de esta gente. Como medida de
precaución confió la Biblia de Harm al verdulero y seguidamente marchó
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hacia la Torre de la Santa Cruz. El verdulero le acompañó hasta poca
distancia de la prisión, se despidió y se dio la vuelta, no sin antes mirar
aún asombrado como Bouke marchaba con brío hacia la prisión. La
figura de Bouke empequeñeció todavía más ante la monstruosa mole de
piedra que se alzaba frente a él. Durante su viaje se había preguntado mil
veces de qué forma iba a entrar en ella y todavía no sabía la respuesta.
Pensó que preguntar por Harm y pedir que se le permitiera visitarle era
demasiado arriesgado y tampoco sería de mucha ayuda para conseguir
sus propósitos. Pero, ¿cómo si no podía entrar entonces? Bouke se plantó
indeciso y dubitativo frente a la caseta de los soldados, mirando a su
alrededor y preguntándose qué podía hacer para entrar.
— Dios mío — susurró Bouke — Vos sabéis que llevo un mensaje
para Vuestro sirviente que ahora languidece encadenado ahí dentro por
Vos. ¿Me ayudaréis Señor a llevar a cabo mi tarea?
Tan pronto como dijo esto, a Bouke se le ocurrió una idea cuando
vio las jarras de peltre sobre la mesa de la caseta. Rápidamente y con toda
la audacia del mundo se metió dentro, se sentó en un banco de madera,
colocó su bastón y su bolsa sobre la mesa y, cogiendo una de las jarras
vacías, la golpeó contra la mesa como si estuviera en una taberna. Los
tres soldados, tras mirarse primero los unos a los otros y luego de nuevo a
Bouke, estallaron en carcajadas.
— Bien, Su Señoría, ¿qué es lo que deseáis? — le preguntó con
sorna uno de ellos.
— ¡Una pinta de la mejor cerveza y una cama! — contestó Bouke.
Su único ojo lanzó una mirada tan estúpida al soldado burlón que este se
quedó convencido de estar lidiando con un perturbado mental.
— ¿Pero dónde está el jefe? — preguntó entonces Bouke mientras
oteaba a su alrededor.
— Enseguida se lo traeremos, noble señor — contestó el soldado.
Seguidamente, este se dirigió a sus colegas — ¡Vamos a hacerle una
broma a este!
El soldado tocó la campana de la puerta que antes hubieran cruzado
Harm y las dos mujeres y susurró unas palabras al oído del guardia. Este
se marchó entonces riendo, volviendo al poco acompañado del carcelero.
— Aquí tenéis al jefe — le espetó uno de los soldados.
— ¿Qué queréis? — preguntó el carcelero sorprendido volviéndose
hacia Bouke.
El ayudante de granja miró a uno y a otros como si se hubiera dado
cuenta de su error.
— ¡Ay, os ruego me perdonéis, señor! — dijo Bouke tímidamente
descubriéndose la cabeza y retorciendo nerviosamente el gorro con las
manos — Creí que esta era una posada cuando vi esas jarras sobre la
mesa y las puertas abiertas, y es por tal razón que pregunté por el jefe. ¡Y
bien puede verse que vos no sois precisamente el jefe que yo buscaba!
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— ¿Qué broma pesada es esta? — gritó el carcelero airado al
guardia y a los soldados. — ¿Sabes tú dónde estás, enano campesino?
¿Sabes qué clase de taberna es esta?
Bouke encogió los hombros.
— ¡Este lugar — continuó el carcelero — es una de esas tabernas
en la que más vale no entrar jamás, pues las probabilidades de volver a
salir con vida son ciertamente mínimas! ¡Esta es la torre en la que se
encierran a herejes y a otros criminales de parecida calaña!
Sobresaltado, Bouke agarró su bastón y su paquete, listo para salir
corriendo.
— ¡Tómatelo con calma! — exclamó el carcelero, ahora riéndose
de los movimientos apresurados y erráticos de Bouke. — ¡No tenéis
porque ir tan rápido! Dime, ¿de dónde venís, y qué os trae a esta ciudad?
— Vivía con un granjero cerca de Leiden — respondió Bouke —
Un día me enteré que había trabajo en Ámsterdam y que la paga era
buena.
— ¿Y dónde crees que podrás encontrar trabajo entonces?
— Eso no lo sé todavía.
— ¿Habéis visto alguna vez a un ganso tan majareta como este? —
preguntó el carcelero a los soldados. Entonces se calló hasta que se le
ocurrió algo — ¿Eres fuerte?
Bouke sonrió, y la mueca resultante hizo que su rostro se
descompusiera aún más. Entonces agarró una de las jarras y la hizo trizas
con una mano.
— ¡No me refiero a esa clase de fuerza, hombre! — carcajeó el
carcelero. — En fin, veo, colega, que tienes un par de manos de acero en
ese cuerpo que Dios te ha dado, y eso es lo que necesito en estos
momentos. ¿Quieres entrar a mi servicio entonces?
Bouke reaccionó como si la idea de trabajar en una cárcel le
horrorizara, razón de más para que el carcelero le conminara a quedarse,
lo que era en realidad lo que Bouke buscaba. Desde ese momento, Bouke
comería con los guardianes de la prisión y dormiría en una pequeña
habitación sobre la entrada del edificio, a cambio de prestar su enorme
fuerza muscular para las labores más pesadas.
Transcurrieron dos días más, que Harm pasó en total soledad pero en
completa comunión con su Dios. Cuánto deseó Harm poder comunicarse
con los otros reos que, como él, sufrían ahora por la misma causa y que
languidecían encadenados a pocos pasos de distancia. Sin embargo, las
gruesas paredes de la celda impedían cualquier conversación, e intentar
hablar a través de la abertura de la puerta era imposible pues el sonido de
las palabras rebotaba en las paredes del pasillo y se difuminaba antes de
llegar a la celda contigua. Únicamente las canciones de los prisioneros
rompían a menudo el doloroso silencio, y así los corazones de los reos se
hablaban los unos a los otros con los salmos que se cantaban acerca de la
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sagrada comunión del sufrimiento, del consuelo y de la esperanza.
Durante las horas de solitaria contemplación, ya no más interrumpida
por las ratas del río luego de que Harm hubiera arrancado trozos de las
baldosas de la celda para tapar los agujeros por los que se colaban estas
desagradables criaturas, el prisionero recordaba constantemente su
promesa de volver a ver un día a su hijo mayor, una promesa que nunca
había dudado que un día llegaría a cumplir. Incluso durante la noche,
cuando la dureza del suelo le impedía conciliar el sueño, Harm
reflexionaba sobre esta promesa y se preguntaba si esta era sólo fruto de
un deseo terrenal y carnal. ¿No ocurría a menudo, se preguntaba, que un
deseo constantemente acariciado por la carne toma al final la forma de
una promesa recibida directamente del Señor? Y aún cuando no se
estuviera engañando a si mismo, ¿no debería mejor creer mientras se
encontrara aquí entre los mortales que tan pronto como fuera llamado a
poner punto y final a su vida terrenal como un mártir se encontraría con
su otro hijo en el cielo? ¿Podría ser la promesa de Dios menos
maravillosa de lo que parecía? ¿Sería su cumplimiento menos glorioso
para ese padre temeroso de Dios? Cuando Harm pensaba en poder volver
a ver a su mujer y a sus hijos, cuando reflexionaba sobre la hermandad
sagrada y eterna que iban a disfrutar ante el trono de Dios y del Cordero,
entonces apenas podía resistir las ansias, como fuera el caso de San
Pablo, de partir de esta existencia y reunirse con su Redentor aunque
fuera pasando por las llamas de la hoguera. En tales momentos, Harm se
tornaba humilde ante Dios y se sentía poco merecedor de que se le
permitiera subir a la pira. Entonces detectaba, gracias a la iluminación del
Espíritu de Dios, tantos deseos pecaminosos y carnales en su interior que
se veía constantemente obligado a arrodillarse a pedirle a Dios. En suma,
se daba cuenta de que todavía le quedaban desafortunadamente muchas
cadenas que le anclaban a este mundo.
En la mañana del sexto día de su encarcelamiento en la Torre de la
Santa Cruz, el prisionero notó que algo extraño ocurría a causa del
griterío y del ruido de puertas abriéndose y cerrándose sin cesar. Su
guardián llegó más temprano que de costumbre a darle su pan seco, esta
vez acompañado por el hombre que Harm creyera haber confundido antes
con Bouke. Este entró en la celda para barrerla rápidamente con una
escoba. Harm se maravilló de nuevo por lo mucho que se parecían ese
hombre y el ayudante de granja de sus fieles amigos. Entonces el
guardián desapareció y se fue a abrir otra celda y Bouke se aprovechó de
esta oportunidad. Se aproximó a Harm y le susurró al oído:
— ¡Sed valiente, mi señor! ¡Confiad en la promesa de Dios, que
jamás os abandonará ni olvidará!
Antes de que Harm tuviera oportunidad de recobrarse de su estupor,
Bouke cerró la puerta de la celda con gran estruendo y echó el cerrojo, y
el prisionero volvió a quedarse a solas de nuevo. Harm no estaba seguro
110
de si se encontraba despierto o soñando. ¿Qué quiso decir Bouke con esas
palabras, y cómo pudo llegar hasta allí? Sin duda, el Señor no se olvidaría
de él ni le abandonaría, y se mantendría cerca de Sus fieles seguidores
hasta sus últimos suspiros en la hoguera pero, aún así, estas palabras
susurradas parecían conllevar un mensaje especial.
Una hora antes del mediodía, un grupo de personas bajaron las
escaleras que conducían al pasillo en el que se encontraba la celda de
Harm. Se trataba de Del Castro, acompañado del alguacil y de varios
jueces, y precedido por el carcelero y los vigilantes, que venía a pasar
revista personalmente la situación de la prisión. Cuando se hallaron frente
a la celda de Harm, el carcelero paró y le dijo a Del Castro:
— Su Señoría, esta es la celda en la que está encerrado el hereje
que trajeron la semana pasada de Leiden.
— ¡Abre la puerta! — ordenó Del Castro con voz de mando. Del
Castro entró y se plantó bajo el umbral mirando fija y duramente a los
ojos de Harm — ¿Eres tú el mercader flamenco que fue detenido cerca de
Leiden?
Harm asintió con la cabeza.
— ¿Habéis pedido la sentencia de los magistrados?
— En efecto, señor — contestó Harm — pues soy de la opinión que
es contrario a toda costumbre el encarcelar a una persona sin sentencia
previa. He sido acusado por el señor alguacil de ser un anabaptista, lo que
es a todas luces falso y además no ha sido probado por el alguacil.
— He pedido un plazo de dos semanas — interrumpió el alguacil,
dirigiéndose a Del Castro — para reunir las pruebas que demuestren que
este hombre ha sido contaminado por el Luteranismo y por otras
doctrinas heréticas.
— Mañana mismo os proporcionaré vuestras pruebas — dijo Del
Castro — No será necesario darle más tiempo a este hombre.
Más tarde, a la salida de la Torre, Del Castro le dijo al alguacil:
— Creía que iba a encontrarme con uno de esos campesinos o
cabezas de chorlito atolondrados que tanto pululan por estas tierras, pero
este es mucho más peligroso. Los seguidores de Calvino han empezando
últimamente a infiltrarse desde las provincias flamencas. No se plantean
una revolución total como la de los anabaptistas de Munster y tampoco
van por ahí en cueros, no crean disturbios ni se amotinan contra el rey,
no, sino que van aún más lejos y tratan de roer las raíces de nuestra
sagrada fe. De forma deliberada se han propuesto corroer los cimientos
sobre los que se asienta la Santa Iglesia, y esto les convierte en los peores
de todos nuestros enemigos. Mañana voy a encargarme de su
interrogatorio personalmente, así que os pido que tengáis todos sus
documentos listos para entonces. El alguacil asintió con una reverencia y
se fue a ordenarle al carcelero que preparara la sala del interrogatorio.
Harm recibió esa misma tarde, aparte de su ración normal de guisantes
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amarillentos, un trozo de carne asada y media botella de vino. Harm no
sospechó que tal trato se daba sólo a aquellos que iban a pasar por un
intenso interrogatorio, es decir, por el potro.
A la mañana siguiente, Del Castro, más grave de lo normal en él,
entró en el cuarto en el que Cornelio se encontraba trabajando en esos
momentos.
— ¡Hoy vas a tener un día duro, hijo mío! — dijo Del Castro —
Así que tendrás ocasión de demostrar tu valía. Lo más seguro es que lo
que vayas a ver hoy afectará sobremanera tu blanda actitud y tus nervios
de papel, pero uno ciertamente se acostumbra rápido a estas cosas y,
además, esto es algo a lo que el secretario de un inquisidor debe ser
inmune.
Cornelio miró anonadado a Del Castro. El rostro del secretario
estaba más pálido de lo normal. Parecía triste, y era obvio que la
conversación durante la cena en la casa del párroco de San Jacobo aún
hacía mella en su ánimo.
— Quiero que vengas conmigo — continuó el inquisidor — y estés
presente en el juicio del hereje que fue detenido hace poco. Es importante
que sus confesiones sean escritas lo más fidedignamente posible para que
en base en ellas se pueda juzgar al hereje, y tú escribes rápido.
Unas horas más tarde, Harm fue sacado de la celda tras comunicarle
que se lo llevaban a presencia del Inquisidor, lo que no supuso sorpresa
alguna para el prisionero, que por tanto no opuso resistencia alguna a que
le ataran las manos a la espalda.
— Señor — murmuró en voz inaudible — Hágase Tu voluntad.
Haz que Tu sirviente sea digno de Ti y fiel hasta la muerte. Haz que
pronuncie palabras de bien, aleja sus labios de toda mentira y permite que
exalten Tu Nombre.
Harm inició su andadura fuera de la celda todavía sumergido en su
oración. Al llegar al final del pasillo, Bouke apareció y se puso a andar al
lado del carcelero. Ambos parecían haberse convertido en grandes
amigos. Tras subir las escaleras, los tres llegaron a su destino. La puerta
se abrió entonces dejando aparecer ante sus ojos una gran sala iluminada
por un farol y varios candelabros. Al cruzar el umbral, Harm sintió como
el terror le hacía retroceder un paso, pero no tardó un segundo en
recomponerse y entrar en la sala con el ánimo resuelto. La bóveda de
arista en el techo le indicó que esta sala también estaba a nivel
subterráneo y, por tanto, una vez cerrada la puerta, ningún sonido, ningún
grito de dolor por penetrante que fuera podría ser oído en el exterior. El
gran banco de madera junto al torno, la gran columna cuadrada con los
collares de hierro y los demás instrumentos de tortura de toda índole que
se sucedían a lo largo de las paredes no le ofrecieron a Harm duda alguna
sobre la naturaleza de ese lugar en el que muchos antes que él habían
pasado horas y horas sufriendo indescriptibles agonías.
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Alrededor de una mesa se sentaban Del Castro, el alguacil y varios
magistrados de apoyo al interrogatorio. Varios documentos estaban
desplegados frente a Del Castro además de un reloj de arena y un tintero.
Cornelio, sentado en una punta de la mesa, levantó la vista con curiosidad
cuando entró el prisionero. Se quedó medio paralizado al creer haber
reconocido unos rasgos que le transportaron a un pasado lejano pero no
del todo ido. Además, pareció que también el prisionero había sentido la
misma punzada al verle a él, pues Harm no conseguía apartar la vista de
Cornelio.
— Harmen de Amberes, o como sea que te llames — dijo entonces
Del Castro iniciando así la vista.
Al oír este nombre, Cornelio se sobresaltó. Harmen, ¡ese era el
nombre de su padre! Pero su padre provenía de La Haya, no de Amberes,
y el reo no dijo nada al respecto. Cornelio consiguió rehacerse de la
impresión y se puso a escribir con celeridad las palabras de Del Castro.
El inquisidor concentró inmediatamente el interrogatorio en asuntos
relacionados con la Iglesia y en las creencias del prisionero. Tras
preguntar a este cuando había sido la última vez que se había confesado y
que había respetado fiesta de guardar, preguntas a las que Harm
respondió con franqueza, Del Castro le preguntó entonces si creía en los
siete sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Harm contestó que no,
puesto que sólo reconocía dos de ellos, el del Sagrado Bautismo y el de la
Última Cena.
— ¿Eres un anabaptista entonces? — espetó el inquisidor. Harm
respondió que creía en el bautismo infantil.
— Entonces eres un sacramentario, ¿no? — fue la siguiente
pregunta.
— Si su señoría considera que un sacramentario es un profanador
del sacramento del altar, entonces declaro ser totalmente inocente de este
cargo. Sin embargo, ¿no será que os referís a los sacramentarios que
niegan el milagro de la misa? Si es así, entonces sí soy un sacramentario,
pues creo que la misa es un acto idólatra condenado por Dios, y creo
también que vuestros sacerdotes y monjes son también sacramentarios
cuando colocan un trozo de pan, el mismo pan que los panaderos
muestran en sus escaparates, sobre las lenguas de la gente diciéndoles
que ese es el verdadero cuerpo de Cristo.
A pesar de no haber aún terminado, Del Castro le ordenó que se
callara.
— Acaban ustedes de escuchar, caballeros, de qué forma habla el
hereje sobre el sacramento del altar — dijo el inquisidor, su voz
temblorosa por la ira que sentía — ¡Al gran misterio sagrado lo llama una
idolatría condenada por Dios! ¿Son necesarias más pruebas para
convencernos de cuán peligroso es este sujeto al que nos enfrentamos
aquí? Si se tratara de una simple oveja descarriada de la Iglesia, no
113
tendría inconveniente en intentar convencerle de su error mediante la
razón, pero en el caso de este hombre esto sería como sembrar semillas
en el desierto. De acuerdo con la información que tengo, este hereje no
sólo acudió a reuniones prohibidas, sino que además las dirigió como si
fuera un predicador de oficio. ¿No lo niegas, prisionero?
— Cierto es, señoría. Fui enviado en misión desde Wesel y he
predicado el evangelio puro y verdadero como sirviente de Cristo al
pobre rebaño al que vos y vuestros monjes armados de estatuas y
padrenuestros habéis alejado del camino de la salvación.
— ¿Y no te has dedicado también a vender y a distribuir libros
heréticos y prohibidos?
— Eso también es cierto. Y, gracias a Dios, son tantas las Biblias
que he distribuido ya que vuestra
Inquisición no conseguirá jamás destruir la semilla que yo, por orden del
Señor, he plantado en estas provincias.
— ¡Tengo que admitir — exclamó gravemente Del Castro — que
rara vez me he cruzado con tanta impertinencia! ¿Te das cuenta de que
cada palabra que pronuncias es un paso más hacia la hoguera? ¿No has
leído los bandos?
— ¡Sí, claro que sí! — respondió Harm — Pero aunque no los
hubiera leído, bien seguro es que las hogueras humeantes que se esparcen
por toda Flandes y Holanda me hubieran informado al punto y sin
necesidad de bandos de cómo se las arregla la Iglesia Católica para
sacarse de encima a los fieles seguidores de la Palabra de Dios. En cuanto
a mí, estoy preparado para ofrecer mi cuerpo en sacrificio pues no temo,
gracias a Dios, ni vuestras amenazas ni vuestras piras. ¡Y en cuanto a
vos, os iría mejor si empezarais a sentir temor de Aquél que sí puede
destruir tanto el cuerpo como el alma en el infierno!
— ¿En qué lugares has organizado esos encuentros, y a quién has
entregado esos libros?
— ¿También queréis que os entregue a mis hermanos? ¡Seguid
soñando!
Del Castro miró una a una a todas las personas que se sentaban con
él a la mesa.
— Pido al alguacil — dijo entonces — que haga los preparativos
oportunos para iniciar un interrogatorio más a fondo, y sugiero además
que se coloque a este bravucón bajo la gota durante seis padrenuestros20.
Todos mostraron su acuerdo afirmando con la cabeza.
A señal de Del Castro, entró en la sala un hombre cubierto de cabeza
y torso con una capuchón blanco con agujeros a la altura de los ojos.
Harm palideció. De todos los tipos de interrogatorio a fondo, la gota era
con mucho la más sencilla pero también la más terrorífica. Seguidamente
20 La cantidad de tiempo necesaria para recitar la plegaria del Señor.
114
se le empujó hasta el gran pilar que se elevaba en el centro de la sala
donde le engancharon los collares de hierro alrededor del cuello y de la
cintura para imposibilitar así sus movimientos.
— ¿Así que no queréis citar nombres entonces? — preguntó de
nuevo Del Castro.
— ¡Ni quiero ni puedo! ¡Dios mío, no me abandones!
Del Castro dio una señal y le dio la vuelta al reloj de arena. La
primera gota cayó sobre la cabeza del mártir, quien apenas se dio cuenta
de ello. La segunda cayó y penetró entre sus cabellos. Así, lenta,
regularmente y sin interrupción fueron cayendo las gotas siempre sobre el
mismo punto de la cabeza de Harm. Este rehusó vehementemente a
contestar ninguna de las sucesivas preguntas que le hacía el inquisidor.
En vez de ello, se puso a cantar un salmo.
¡Contempla, Señor, mi agonía!
¡En mi aflicción lucho con fuerza
Para que de Ti no reniegue en la derrota!
¡Mantenme, Señor, fiel a Tu Palabra
Si es menester hasta el amargo final!
Cornelio se sintió abrumado por una intensa emoción. ¿No era esta la
canción que su madre solía cantar? ¿No eran estas las mismísimas
palabras que durante días habían sonado en sus oídos cuando pensaba en
sus padres? ¿Por qué razón tenían que ser ahora repetidas en esta cámara
de torturas por ese hombro cuyo semblante ya había hecho mella en las
profundidades de su alma? El joven, testigo por primera vez de un
interrogatorio a fondo, tuvo la sensación de que iba a desmayarse de un
momento a otro y se levantó tambaleante.
Del Castro se dio cuenta mientras le daba una nueva vuelta al reloj
de arena.
— ¿No te sientes bien, hijo mío?
Uno de los magistrados se levantó y se llevó a Cornelio fuera de la
sala. Cornelio volvió la vista una vez más hacia el hombre bajo tortura
cuando llegó a la puerta. Los ojos de Harm habían seguido al joven, pues
había reconocido los rasgos de su difunta mujer en el rostro del
secretario. “¿Puede esto ser cierto?”, se preguntó Harm. “Señor, ¿es Tu
deseo cumplir Tu promesa de esta forma? ¡Mi Hidde, mi hijo, sentado al
lado de mis torturadores! ¡Señor, ahora puedo entonces exclamar como lo
hiciera Tu sirviente Job: ojalá hubiera yo expirado21!”
Y las gotas siguieron cayendo inexorablemente. De nuevo Del
Castro pidió a Harm que confesara sin recibir respuesta alguna. Por
21 Job, 10:18
115
tercera vez le dio la vuelta al reloj de arena, y la gota empezó a hacer
mella en Harm. Ya no eran simples gotas de agua que caían, ahora eran
como martillazos que amenazaban con partir en dos el cráneo de la
víctima. Sus ojos se volvieron más y más nublados y le empezó a parecer
que oía toda clase de ruidos, el runrún de las carretas, el estruendo del
trueno. En vano intentó recomponer sus pensamientos, en vano intentó
juntar las palabras para una oración. Cada vez que la pequeña gota de
agua caía sobre su cabeza lo hacía con un impacto más terrible que la
anterior. La mitad superior del reloj de arena se vació por cuarta vez, y
Del Castro le dio de nuevo la vuelta tan calmamente como la primera
vez.
El primer grito de dolor retumbó por toda la cámara. El cuerpo de
Bouke, que se encontraba junto a la puerta, tembló de pies a cabeza,
apretó los puños y se mordió los labios hasta hacerlos sangrar, pero aún
así no se olvidó en ningún momento del objetivo de su viaje a
Ámsterdam, aunque a duras penas consiguió controlarse. Miró a Harm,
que en esos momentos estaba sufriendo la más terrible de las torturas por
Cristo y por toda la hermandad, para salvar con su silencio a todos esos
secretos seguidores del Evangelio que le habían dado cobijo y que con él
habían compartido mesa, ¡y mira cómo sufría ahora!
Con los ojos enrojecidos por el dolor, Harm intentó liberarse de los
anillos de hierro con todas las fuerzas que pudo reunir para escapar de la
última gota fatal que le haría volverse loco sin remedio si la tortura
continuaba. El inquisidor le dio la vuelta al reloj de arena por última vez.
Cuando por fin cayó el último grano, Del Castro se levantó de su
silla y, con el mismo tono de voz solemne y grave, se dirigió al alguacil y
a los magistrados.
— Resumiremos el interrogatorio la semana que viene, pues ahora
mismo no podremos sacarle nada más al hereje. Pero os aseguro,
caballeros, que la próxima vez conseguiremos mejores resultados. Pasará
mucho tiempo antes de que el hereje se olvide de la gota. En cuanto a mi
secretario, bueno, aún le falta experiencia en estas lides.
Del Castro ordenó al encapuchado que liberara al hereje. Hecho esto,
Bouke y uno de los guardianes se llevaron el fiel sirviente del Evangelio,
que apenas podía mantenerse en pie. Al llegar a la celda, el prisionero,
con los ojos casi fuera de las órbitas y la respiración entrecortada, se
desplomó sobre el banco de madera. Bouke se apresuró entonces a
quitarle las ataduras.
— ¿Pero qué estás haciendo? — preguntó el guardián alarmado y
apartándole las manos del prisionero con brusquedad — ¿Quieres que
este te salte encima como una fiera? ¡Todos los que pasan por la gota se
tornan como animales y son capaces de cualquier cosa!
— ¡Vaya hombre estás tú hecho! — exclamó Bouke riéndose con
116
sorna del guardián — Yo no tengo miedo de estos herejes! — Dicho lo
cual, y para hacer gala de su poderío, Bouke levantó al reo del banco y lo
colocó suavemente sobre la paja del suelo. — Pero este pobre hombre
podría hacerse daño en estas salvajes condiciones — comentó entonces
Bouke — y si le pasa algo, el Inquisidor nos cortará en rodajas. Si no
tienes inconveniente, me quedaré aquí durante media hora con el hereje
hasta que se haya calmado un poco.
El guardián aceptó la propuesta por parecerle sensata y dejó a Bouke
a solas con Harm.
— ¡Señor Harm! — susurró Bouke en el oído del mártir — ¡Señor
Harm!
El prisionero movió la cabeza. Entonces Bouke no dudó ya más en
quitarle las ataduras. Tomó a Harm en sus brazos, le alisó el pelo mojado
y desaliñado y, no sabiendo de una manera mejor de calmar la mente casi
enloquecida del prisionero, Bouke recitó todos los versos de las Sagradas
Escrituras que le vinieron a la cabeza que pudieran aplicarse a la
situación de Harm.
— ¿He sido leal, Bouke? — preguntó Harm — ¿no he traicionado a
nadie? Sentí que ya no era yo al final de esa tortura.
— No os preocupéis, señor — respondió Bouke, presionando las
manos del sufrido sirviente del Señor.
Durante un rato Harm permaneció quieto y con los ojos cerrados,
moviendo los labios como si estuviera recitando una oración silenciosa.
Entonces miró de nuevo a Bouke.
— ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¿Y qué estás haciendo aquí?
— Os lo explicaré más tarde — respondió Bouke — Cuando
vuelva por la noche os traeré vuestra Biblia, que ahora tengo escondida
bajo la paja de mi colchón. Por ahora, aquí tenéis un mechón del cabello
de Adrián.
Harm cogió el envoltorio de papel con dedos temblorosos y con
lágrimas en los ojos sacó de él el mechón de su hijo y se lo llevo a los
labios.
— ¡Mi fiel Bouke! ¡Gracias!
117
16
EL REENCUENTRO
Harm se despertó finalmente al día siguiente tras muchas horas de
sueño que casi consiguieron restablecerle y refrescarle por completo.
Tras dar gracias a Dios de rodillas por Su amor constante, Harm extrajo
de la paja la Biblia que siempre había sido su compañera en la
adversidad. De alguna forma sintió que este era el final de sus
aflicciones. Con voz alegre empezó a leer el Salmo 46: “Dios es nuestro
amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”22. Cuanto más leía Harm, mayor era el regocijo que embargaba su alma.
“Jehová de los ejércitos está con nosotros; Nuestro refugio es el Dios de
Jacob. Selah”23.
De nuevo Harm oyó pasos y, a regañadientes, se apresuró a esconder
su libro bajo la paja. Era Bouke, acompañado de un joven cura, el
secretario del inquisidor. Harm reconoció al joven que estuviera presente
en la sesión de tortura, lo que hizo que su corazón empezara a latir
salvajemente. ¿Era tan raro entonces que un hereje prisionero fuera
visitado por monjes y curas? Al contrario, Harm sabía que esa gente a
menudo hacían lo que podían para intentar convencer a los herejes de sus
errores.
El secretario también parecía dudar sobre si entrar en la celda luego
de que Bouke hubiera abierto la puerta de la celda. Al final se decidió a
cruzar el umbral y pidió a Bouke que le dejara a solas con el reo. Bouke
salió y se quedó en el pasillo escuchando.
— Señor — dijo el joven — ayer estuve presente en vuestro
interrogatorio y anoté todas vuestras respuestas que de forma tan
aplastante os culpabilizan. De todas maneras, no he venido aquí a discutir
con vos nuestras diferencias religiosas. Hay otro asunto que me llamó
fuertemente la atención cuando leía de nuevo vuestras declaraciones y
que han hecho que me pregunte si sois la persona que la gente aquí
piensa que sois. Así, espero que no os moleste responder sin reservas a
unas preguntas que son de la máxima importancia tanto para vos como
para mí.
— No puedo prometeros eso antes de conocer las preguntas. Pero
adelante, señor, quizás sí pueda contestaros de todas maneras.
— Bien. Se os llama Harmen de Amberes pero, ¿nacisteis en
verdad en esa ciudad?
— Es cierto que vine recientemente de Amberes y que a menudo
22 Salmos, 46:1 23 Salmos, 46:11
118
resido allí, pero mi lugar de nacimiento es La Haya.
El secretario empezó a temblar.
— ¿Os habéis cruzado alguna vez en la Achterom de La Haya —
prosiguió a duras penas — con un marchante de quesos llamado Hidde?
— ¡Ah, ese era mi padre! Pero, ¿a santo de qué vienen estas
preguntas?
— ¿Tuvisteis un hijo que…?
— ¡Hidde, eres tú, hijo mío! — gritó alborozado Harm.
— ¡Padre, padre! — el secretario se lanzó sobre el hereje y le besó
en el rostro — ¡Padre! ¿Por qué
tengo que volver a encontraros precisamente en este lugar?
Bouke, profundamente conmovido, dio un paso hacia la puerta y
miró a través de la ventanilla. “Al fin se encontraron”, pensó, “pero, ¡ay,
Señor, en qué circunstancias!” Una vez que padre e hijo consiguieran dar
un respiro a sus emociones procedieron a contarse las vicisitudes más
relevantes ocurridas desde el momento de su separación. Harm le contó a
su hijo acerca de las incontables e infructuosas búsquedas que llevó a
cabo durante esos doce años, mientras que Cornelio, ahora de nuevo
Hidde, pudo darse cuenta de cuánto había sufrido su padre durante todos
esos años. Hidde, por su parte, le contó todo lo que recordaba sobre la
muerte de su madre. Sin duda, el cura de la Capilla de Santa María de La
Haya no se hubiera imaginado nunca que esta descripción del lecho de
muerte de la mujer de Harm hubiera podido ser de tanta importancia y
fuente de tanto consuelo para el hereje encarcelado. Cuando Harm se
enteró así de cómo había muerto su mujer, cantando por el regocijo de “la
paz por la sangre de la cruz”, se arrodilló y dio gracias a Dios elevando
un salmo de agradecimiento por poder saber ahora a ciencia cierta que su
fiel mujer le había precedido en el camino hacia la Nueva Jerusalén de
los cielos. La oración de Harm provocó la excitación en el alma de
Hidde, pero al mismo tiempo también hizo que se diera cuenta del gran
trecho espiritual que le separaba de su padre.
Conmocionado, el secretario del Inquisidor tuvo que enfrentarse a la
fría realidad. Con toda la energía de su fogoso corazón intentó que su
padre retornara a la Santa Madre Iglesia, la única forma de evitar ser
testigo de su ejecución. Hidde utilizó todos los medios a su alcance para
salvar y proteger a ese padre que el destino acababa de devolverle. Estaba
seguro que Del Castro accedería a sus ruegos y que perdonaría al hereje
si este accedía a arrepentirse de sus errores.
Harm escuchó a su hijo en silencio y con gran regocijo en su alma
por poder tener la oportunidad de oír esa voz después de tantos años, pero
su corazón se cerró por completo a todos los argumentos que el joven
pronunciaba.
— ¡Querido padre! — gritó Hidde finalmente — ¡Respóndeme!
119
¡Dime que recapacitarás y te salvaré del verdugo aunque tenga que llegar
hasta las más altas instancias!
Harm sonrió.
— Siéntate a mi lado, Hidde — dijo — Tengo un mensaje para ti.
Un mensaje que será al mismo tiempo la respuesta a todas tus preguntas.
Hidde se sentó junto a su padre y Harm empezó, lentamente y con
gran sentimiento, a narrarle los últimos días de Adrián y a descubrirle a la
vez la doctrina de la justificación basada en la verdad eterna de la gracia
libre de Dios. Harm le habló a su hijo con una pasión y una convicción
que jamás había sentido en ninguno de sus anteriores sermones públicos.
Al llegar al final de su historia, sacó la Biblia de debajo de la paja, esa
Biblia que Harm había comprado como regalo para la madre de Hidde, y
de ella el mechón de Adrián que entregó a Hidde mientras citaba las
últimas palabras de su hermano pequeño: “Dile a mi hermano Hidde que
le estaré esperando en las calles de oro de la Ciudad del cielo”. Hidde no
pudo aguantar más y sollozó amargamente.
— ¡No puedo, padre, no puedo ir contigo!
— ¡Con mi Dios todo es posible, hijo mío! — exclamó Harm.
Hidde, aunque con gran pena en su corazón, se levantó y se despidió
de su padre, prometiendo que volvería pronto. Harm pasó todo el día y
toda la noche orando y en total ayuno. Su oración se convirtió en un
mano a mano continuo con Dios, un ruego continuo para conseguir el
fruto de Su promesa: “¡No descansaré, Dios mi Señor, hasta que Tú me
hayas bendecido, hasta que Tú me hayas dado también el espíritu de mi
hijo. Todopoderoso Dios de Jacob, rompe las cadenas y los grilletes que
atenazan a mi Hidde en las cavernas del error y de la superstición.
Desciende con Tu Espíritu Santo en su corazón y libérale, Dios
Todopoderoso, tal como Tú mismo hiciste una vez conmigo!” ¡Aún
encerrado tras los barrotes y a un paso de ser quemado en la hoguera,
Harm se jactaba de ser un hombre libre!
Aquella noche, mientras el sirviente del Evangelio oraba de rodillas,
el secretario del Inquisidor andaba de un lado para otro en su cuarto
angustiado a más no poder. ¿Cómo iba a poder dormir en un blando
colchón mientras su padre dormía sobre paja mojada en una celda
húmeda y gélida? En la calma de la noche, sólo rota de tanto en tanto por
las monótonas llamadas del vigilante nocturno, Hidde oía una y otra vez
la oración de su padre y veía a su hermano pequeño en su lecho de
muerte, al que sólo recordaba vagamente en su cunita. Sabía con certeza
que no estaba pasando por una pesadilla pues el mechón de su hermano
que estaba sobre la mesa junto al crucifijo era buena prueba de que todo
lo que estaba ocurriendo era real.
De acuerdo con lo que su iglesia le había comunicado, su hermano, y
también su madre, habían muerto como herejes y, por lo tanto, ambos
habían entrado en los dominios de Satanás y de sus demonios. Además,
120
pronto tendría que ver como se llevaban a su padre de nuevo al
interrogatorio y ser testigo de las torturas más crueles que sin duda le
infligirían. Le parecía como si ese hombre acusado por hereje le dictaba
de nuevo la doctrina de la justificación. Así estalló un terrible conflicto
dentro del alma de Hidde. ¿No le había recordado Del Castro hacía poco
las palabras de las Sagradas Escrituras: “el que ama a padre o madre más
que a mí, no es digno de mí”? ¿Qué eran todas las penas del pasado
comparadas con los temores que atenazaban ahora su corazón?
Llegó a la conclusión de que tenía que elegir ya de una vez por
todas. O abrazaba la Iglesia y obedecía por tanto sus órdenes y se
convertía en perseguidor de almas impuras y al mismo tiempo en
culpable de la muerte de su padre, o lo dejaba todo y se pasaba al bando
de su padre. Esto último significaría entonces que saldría para siempre de
la iglesia y que, al igual que todo hereje, se enfrentaría a la maldición
eterna. Estos fueron instantes de gran ansiedad para el ayudante del
inquisidor. Se arrodilló ante la estatua de la virgen María que se alzaba
sobre un pedestal en una esquina del cuarto. En vano pidió a Nuestra
Señora y a todos los santos que le mostraran su luz en esta hora de
necesidad, incluso un milagro o una aparición sobrenatural si fuese
necesario con tal de liberarle de sus dudas y mostrarle el camino a seguir.
En ese mismo instante, otra oración estaba siendo entonada en la
celda de la Torre, pero esta vez no frente a una estatua de María bañada
por la luz de las velas sino ante el trono de la gracia infinita, y que le
rogaba a Dios que cumpliera Su pacto: “El Espíritu mío que está sobre ti,
y mis palabras que puse en tu boca, no faltarán de tu boca, ni de la boca
de tus hijos, ni de la boca de los hijos de tus hijos, dijo Jehová, desde
ahora y para siempre.”24 Y ése siempre fiel Dios al que Harm elevaba
sus oraciones no hizo oídos sordos a sus súplicas. Dios no es sinónimo de
falsedad ni hijo de hombre que tenga que arrepentirse de nada. El Señor
en Su gloria cumpliría la promesa de Su pacto tal como ahora le rogaba
Su sirviente.
Aunque esa noche Hidde aún no formaba parte del rebaño de Cristo,
su nombre había sido impreso por los siglos de los siglos en el libro de la
vida, y el Señor le había reservado un nuevo nombre que Hidde recibiría
grabado en tablas de piedra de la misma mano de Dios. Hidde se levantó
a la salida del alba y rápidamente tomó una decisión. Haría todo lo que
estuviera en sus manos para sacar a su padre del país y ponerlo a salvo al
otro lado de la frontera. Esto significaba dar la espalda a su vocación y
violar sus votos a la Iglesia Católica, pero esto era algo que no podía
evitarse. Lo intentaría más adelante, cuando llegaran a algún país en el
que nadie le conociera. Allí ingresaría en un monasterio y haría
penitencia por el resto de su existencia. La suerte de Hidde estaba echada.
24 Isaías, 59:21
121
El joven secretario se pasó la mañana entera trabajando en presencia
de Del Castro con los documentos que iban a ser utilizados contra su
padre, pero a la vez pensando siempre en las posibles formas de liberarlo
de la prisión. Cuando el Inquisidor se marchó por la tarde a rendir visita
al alguacil y a los magistrados, Hidde corrió hasta la Torre de la Santa
Cruz. Los soldados de la guardia se irguieron y saludaron marcialmente
al joven cura cuando este cruzo la verja de la prisión. El carcelero abrió
todas las puertas con la rapidez y la humildad que siempre mostraba a
todos los miembros del Santo Tribunal.
Hidde pidió entonces a Bouke que le llevara hasta la celda de su
padre, que llevaba ya bastante tiempo esperándole. Tras un apasionado
abrazo, Hidde le contó la batalla que había dirimido durante la noche
anterior y sus planes para huir juntos del país.
— ¿Cómo puedo huir poniendo en peligro tu vida y la de los
demás? — preguntó Harm — ¡Estoy preparado para entregar mi vida, si
así lo quiere Dios!
— Creo que dejas con facilidad que tu entusiasmo te nuble los
sentidos, padre — contestó Hidde — Si podemos hallar una ruta de
escape, creo que debemos hacer uso de ella. De acuerdo con tus
convicciones, has sido llamado para llevar a cabo una misión sagrada.
Bueno pues, ¿qué razón hay para abandonarla entonces? ¿O preferirías
quizás que permaneciera yo al servicio de la Inquisición? Bien sé yo
cómo me estremecen de espanto todas esas torturas, así que no quiero
manchar mis manos con la sangre de otros, por muy herejes que sean.
Viajaré contigo, me encargaré de los salvoconductos que nos permitirán
cruzar la frontera y, luego, pues bien, luego hablaremos otra vez y quizás
decidamos tomar nuestros respectivos caminos por separado.
Harm suspiró. Quizás Hidde tenía razón. Ya había anticipado la
posibilidad de atraer a su hijo a la nueva causa, así que decidió aceptar su
propuesta. La mayor dificultad era, sin embargo, cómo pasar
desapercibido entre todos aquellos guardias. Ambos reflexionaron en
silencio durante unos minutos sobre este problema. De repente apareció
Bouke, que había escuchado toda la conversación que tuvo lugar entre
padre e hijo. Hidde se sobresaltó, pero su padre le calmó al descubrirle la
verdadera identidad de Bouke.
— Con la ayuda del Señor os sacaré de esta Torre — dijo Bouke.
Entonces les detalló su plan de escape que había preparado ya con
antelación desde el día anterior. Les mostró entonces dos llaves recién
cortadas, copias exactas de la llave de la celda de Harm hechas a partir de
un molde de cera. Gracias a ello, ahora podía abrir la puerta de la celda
cuando quisieran.
— ¿Y para qué es la otra llave? _ preguntó Hidde.
— Esa es para sacarnos de la torre — contestó Bouke — Al final
122
del pasillo, cerca de la cámara de torturas, hay una puertecita que permite
el paso a un gran arco de cemento por el que pasa una corriente que lleva
al río Ij. Bajo ese arco hay una barca que ha sido utilizada ya muchas
veces para transportar mujeres herejes en sacos para luego echarlas al
agua del río — Hidde se estremeció al pensar en tamaña crueldad —
También mandé hacer una copia de la llave de esa puerta. Así que cuando
vuestro hijo Hidde consiga los salvoconductos necesarios, sólo nos
quedará un problema por resolver.
— ¿Y cuál es ese problema? — preguntó Hidde.
— ¿De dónde sacamos el dinero para el viaje?
— ¡Eso no es problema! — exclamó Harm — Mi manto no sirve
sólo de protección contra el frío, también es un lugar seguro para
esconder mi dinero. En el cuello cosí varias monedas de oro para usar en
casos de necesidad, y esta fue la razón principal por la que hice que me la
trajeran de la casa de Hannes.
Solventado el último problema, los tres hombres decidieron llevar a
cabo el plan lo antes posible, no más tarde de esa misma noche. Luego,
tras tratar de varios detalles más, Harm y Bouke se arrodillaron, e incluso
Hidde, a pesar de la gravedad del momento, hizo lo mismo. Tras una
ferviente oración, en la que Harm rogó a Dios que les prestara Su ayuda
en la huida, Hidde abandonó la celda y se fue directamente a preparar su
parte del plan.
Del Castro aún no había vuelto. Atemorizado, Hidde preparó
rápidamente varios sellos con la marca del Inquisidor Provincial y los
estampó en varios pergaminos. Hecho esto, marchó a su dormitorio y allí
redactó los salvoconductos. Hacia las once, hora en la que las calles de
Ámsterdam estaban totalmente desiertas, Hidde salió con cuidado a la
calle vestido de paisano en vez de sotana. Cuando llegó al río Ij, se paró
en un punto desde el que poder observar el oscuro pasaje por el que,
según el plan, aparecería el bote con Bouke y su padre. Hidde no apartó
la vista de ese punto ni un instante. Hacía ya bastante rato que las
campanas de la villa habían anunciado la hora en la que debían haberse
encontrado, por lo que Hidde empezó a preguntarse si cabía la
posibilidad de que el plan se hubiera ido al traste, pero al poco notó que
algo se movía. Hidde dio un salto y se sentó junto a su padre.
— ¿Dónde está Bouke? — preguntó al ver que su padre estaba
sólo.
— Le han cogido — respondió Harm nerviosamente — Toma,
coge un remo y rema con fuerza, ¡deprisa, si no quieres que nos pillen!
¿Qué había ocurrido? Todo había ido bien y de acuerdo con el plan
hasta que Harm y Bouke alcanzaron la puerta que daba paso al canal. Sin
embargo, Bouke, no del todo familiarizado con las precauciones que se
tomaban en la Torre, no había pensado en las rondas. Apenas había dado
123
la vuelta a la llave cuando dos vigilantes armados aparecieron en el
pasillo. Bouke reaccionó rápidamente.
— ¡Corred, corred, señor!
— ¡No sin ti, Bouke!, contestó Harm.
— ¡Marchad, os lo suplico! ¡Pensad en vuestro hijo! — Insistió
Bouke mientras empujaba a Harm escaleras abajo.
Dicho esto, Bouke cerró la puerta tras Harm, se metió la llave dentro
de su puño cerrado y esperó el ataque de los vigilantes.
— ¡Traidor! — gritó uno de ellos — ¡Dame esa llave!
— ¡Por encima de mi cadáver! — fue la respuesta de Bouke.
Bouke y los guardas se enzarzaron en fiera pelea en la entonces casi
completa oscuridad del pasillo, pues Bouke le había dado una patada al
farol que llevaba uno de los guardas.
— ¡La llave, danos la llave! — gritaban los guardas — ¡El hereje se
escapa!
Bouke apretó aún más el puño. Segundos más tarde, un grito de
dolor resonó por todas las bóvedas de la torre. Uno de los guardias había
hundido su daga hasta la empuñadura entre las costillas de Bouke. Herido
de muerte, este cayó desplomado al suelo del pasillo. Sus últimas
palabras antes de morir por la causa de la hermandad fueron:
— ¡A salvo! ¡Gracias a Ti, mi Señor!
124
17
DIEZ AÑOS DESPUÉS
La Haya, diez años después. Hacía ya años que Nicolás Del Castro
había abandonado su cargo como Inquisidor Provincial para pasar más
tarde, el día 3 de Enero de 1563, a ocupar el puesto de primer obispo de
la ciudad de Middelburg. Pero otros inquisidores continuaron
persiguiendo a los cada vez más numerosos seguidores de la Reforma a
sangre y fuego y con aún más saña que Del Castro. Pero por cada persona
martirizada, docenas surgían a ocupar su lugar, y así la sangre de los
mártires de nuevo se convirtió en la semilla germinadora de nuestra
Iglesia.
Dentro de la casa de la Achterom que tiempo ha hubiera sido el
hogar de los Hiddenz, el propietario actual, un tal Gerrit Willemsz, un
mercader de lanas y dos hombres más se encontraban graves y en silencio
en medio de la habitación en la que diera su último suspiro la mujer de
Harm. Uno de esos hombres era el otrora mercader de quesos en persona.
Sus cabellos y su barba estaban cubiertos de canas y su cara horadada con
las marcas propias de una vida azarosa. La segunda persona era Hidde,
cuyo rostro apenas guardaba semejanza con el de aquel joven que
ayudara a su padre a escaparse de la prisión de Ámsterdam. Los años y
las privaciones de aquellos tiempos le habían hecho madurar hasta
alcanzar gran robustez.
Ambos visitaban por primera vez en más de veinte años esa
habitación en la que María, la mujer flamenca de Harm, partiera de esta
vida alabando la paz por la sangre de la cruz. Gerrit Willemsz, ferviente
seguidor y fiel creyente de la nueva doctrina, entró en el cuarto e invitó a
sus hermanos a seguirle hasta el gran almacén que había en la parte
trasera de la casa. Allí, Harm y su hijo se encontraron con una pequeña
multitud de leales cristianos que, a pesar de los amenazadores bandos,
habían conseguido hacer acopio del valor suficiente para reunirse en ese
lugar en busca de la Palabra de Dios y para participar en los sacramentos.
Todos miraron con profundo interés al joven que acompañaba a Harm,
pues todos estaban al tanto de su historia. Sabían que el predicador
consiguió escapar de la prisión en Ámsterdam junto con el secretario del
Inquisidor y que luego se enfrentaron a grandes peligros. También
estaban informados sobre la gran lucha que tuvo lugar en el espíritu del
joven cura antes de que pudiera conseguir entregarse por completo al
servicio del Señor, instante en el que fue por tanto ordenado
solemnemente y elevado al cargo de ministro de la Iglesia durante una
asamblea organizada en la villa de Wesel. Ahora todos tendrían ocasión
de oír el evangelio puro de los mismos labios de este hombre, de los
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labios de un hombre que diez años antes se había sentado junto a los
torturadores de la Inquisición, y de observar como Dios se manifestaba a
través de sus acciones.
Su padre dio comienzo a la reunión con una oración, reunión que se
celebraba justo en el mismo lugar en el que Harm años atrás se ganaba el
pan de cada día y que en cambio ahora se utilizaba para alabar las
riquezas que atesora nuestro Señor Jesucristo. Harm abrió la vieja Biblia,
su preciado tesoro. Sin embargo no se podía cantar, pues habían
enemigos por todos lados y sería por tanto no sólo negligente sino
peligroso el atraer la atención de transeúntes y vecinos. Harm leyó el
Salmo 77, esa canción que David compuso cuando su alma fuera
inundada por la aflicción y el poderoso Jehová le liberara de ella. Los
asistentes escucharon absortos las palabras pronunciadas por el
predicador.
— Me acordaré de las obras de JAH; Sí, haré yo memoria de tus
maravillas antiguas.25
Harm había tocado aquí un tema fértil, pues sin duda si había alguien
que pudiera dar testimonio de grandes maravillas y liberaciones, ése era
él. ¿No era él una prueba viviente de la fidelidad de Dios hacia sus
súbditos? ¿No había sido él arrancado milagrosamente más de una vez de
las garras de una muerte cierta? ¿Y no se hallaba ahora su hijo allí junto a
él, listo para coger las riendas de la misión de Harm en Holanda, mientras
este era llamado a continuar su labor en otros puntos de la viña del
Señor? Brevemente le recordó a esta pequeña congregación de La Haya
los extraordinarios sucesos que le llevaron a reencontrarse con Hidde y
con una ferviente oración rogó a Dios Su lealtad y a la congregación su
amor para su hijo.
Hidde se levantó en ese momento. Una cascada de emociones
embargaron su alma en ese lugar en el que había pasado los primeros
años de su vida y en el que su querida madre había exhalado su último
suspiro y que ahora visitaba en circunstancias totalmente distintas a las
del pasado. También pensó en aquel chico cuyos restos reposaban en
Voorsehoten pero que ahora cantaba loas al Altísimo junto a todos
aquellos que habían recibido la sangre del Cordero. El pensar en los
últimos instantes de la vida de ese chico y en esas sus últimas palabras
que Harm le había repetido tantas y tantas veces a insistencia suya le
llenaron de añoranza por la Ciudad de Dios en lo alto. En esos días de
represión y persecución, de lamentos y temores, de sangre y fuego, su fe
contemplaba la Nueva Jerusalén tal como San Juan la viera y describiera
en el capítulo 21 del Apocalipsis.
— No habrá ya más persecuciones ni lamentos, ni temor a las
25 Salmos, 77:11
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hogueras y a los cadalsos, sino que en su lugar se oirá una melodía
celestial entonada por aquellos que, como nuestro fiel hermano Bouke,
anduvieron por el sendero de la vida en esta tierra entre lágrimas y
suspiros, y se oirán también los himnos en honor al Dios que ya amara a
Su pueblo antes de la creación del mundo y que les acogiera a través de
Su preciosa sangre. Las haces de leña podrán convertirse en humo, la
Inquisición podrá multiplicar por mil sus intentos de apagar la luz del
evangelio y cientos o miles de mártires podrán todavía sellar su fe en la
gracia libre con su sangre, ¡pero nada, absolutamente nada, podrá
conseguir hacer mella en nuestro amor por Cristo!
Con estas palabras concluyó Hidde su sermón. Cuando pocos
instantes después la congregación se reunió alrededor de la mesa de
comunión, Harm Hiddesz, el viejo y sabio predicador de puertas afuera,
recibió la señal y el sello del nuevo pacto de manos de aquél que otrora
fuera el secretario del Inquisidor.
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