Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

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1 EL SECRETARIO DEL INQUISIDOR Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos (1556-1566) por W.J.D. van Dijck Traducido por William Greendyk Grand Rapids, Michigan, EE.UU.

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EL SECRETARIO DEL INQUISIDOR

Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos

(1556-1566)

por W.J.D. van Dijck

Traducido por William Greendyk

Grand Rapids, Michigan, EE.UU.

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ÍNDICE

1. El fugitivo 3

2. Un refugio inesperado 9

3. El relato de Harm Hiddesz 17

4. Un sermón extraordinario 17

5. A la caza del hereje 20

6. El secretario del Inquisidor 25

7. Un descubrimiento sorprendente 28

8. La huida 32

9. El rescate de Harm Hiddesz 34

10. La ciudad de oro 37

11. La cena en la casa del párroco 42

12. Un mar de dudas 46

13. En el castillo de Duivenvoorde 49

14. En La Roca de Leiden 53

15. La tortura 57

16. El reencuentro 67

17. Diez años después 71

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EL FUGITIVO

— ¡Vamos Adrián, no te rindas, hijo! Ya puedo vislumbrar las

torres de Leiden en el horizonte. Si nos damos prisa podremos

encontrarnos en media hora en la casa de unos buenos amigos donde

podrás descansar junto a la chimenea.

El hombre que así le hablaba al chico de doce años que iba

caminando a su vera era alto y de anchos hombros. Andaba ligeramente

encorvado bajo el peso de un saco de piel negra que llevaba atado a la

espalda con una ancha correa y, a juzgar por su vestimenta, no era ni

campesino ni burgués. Cuando el frío viento del norte le levantaba su

capa de paño, se podía observar que su chaleco y sus calzones estaban

hechos de una tela fina procedente de Delft, una tela usada únicamente

por burgueses, mientras que sus rudimentarios zapatos, atados con

correas, se parecían a los de un campesino. Un sombrero de fieltro

blando le cubría gran parte de su barbudo rostro.

Las ropas del chico eran idénticas a la del hombre, excepto que en

lugar de un sombrero de ala ancha el chico se cubría con una gorra de

piel con orejeras para protegerse del gélido frío. Ambos caminaban

lentamente y con dificultad. El camino que discurría junto al río Vliet, -

pensado más para caballos de sirga que para personas -, estaba congelado

y los terrones duros como rocas hacían el andar sumamente difícil. La

calma de la noche que se cernía rápidamente era rota sólo por el

monótono rasgueo producido en el sólido suelo helado por los patines de

algún granjero de vuelta a casa o por los graznidos de unos cuervos en

pleno vuela hacia el boscoso Camino de La Haya. De repente, el chico se

paró y se puso una mano sobre la frente. El hombre se paró a su lado.

— ¿Qué ocurre, hijo, ya no puedes más? — “No me sorprende”,

pensó, “desde esta mañana temprano que lleva ya andando bajo este frío

por caminos intransitables.

— No, papá — contestó el chico — No es el frío lo que me

molesta. ¡Fíjate qué caliente está mi frente, y además mis rodillas están

cada vez más débiles! ¡Papá, no puedo seguir! ¡De verdad, no puedo

más!

Si en ese preciso instante el hombre no hubiera agarrado al chico con

sus fuertes brazos, este se habría caído desplomado allí mismo. El

hombre se asustó.

— ¡Adrián! — gritó alarmado — ¡Hijo mío, mi hijo querido!

Tras posar una rodilla sobre el helado suelo se trajo a su hijo contra

el pecho. Los ojos del chico se habían cerrado.

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— Demasiado frío para el chico — murmuró el hombre.

Aguantando a su hijo con una mano, sacó una botellita de debajo de su

capa con la otra — Toma, hijo, un poco de vino dulce te sentará bien.

Pasados unos minutos, el chico abrió los ojos de nuevo y miró

confundido a su alrededor.

— ¡Ah! Ya te sientes mejor, ¿a que sí? — le preguntó el hombre.

— Sí, papá — le respondió Adrián, cuyo cuerpo temblaba de pies a

cabeza, castañeteando los dientes — pero es tan raro lo que siento. Mis

piernas parecen de plomo, simplemente ya no puedo dar un paso más.

— Bueno, inténtalo, pero poco a poco. Ahí, cerca de ese puentecito,

puedo ver una granja. Nos meteremos dentro durante unos minutos y

luego seguiremos nuestro camino cuando hayas reposado durante un rato

junto al fuego. Como sabes, mañana es Navidad y, por tanto, pero

también por ti, quiero llegar a casa del hortelano Folkert esta misma

tarde.

Esto dicho, el hombre agarró al chico del brazo y se llegaron hasta la

verja de entrada a la granja. A su llamada, respondida por los rabiosos

ladridos de un perro guardián, apareció un campesino portando un farol,

pues, aunque aún no podía ser más que alrededor de las cinco de la tarde,

la oscuridad ya había tomado posesión del día.

— ¿Qué quieren ustedes? — preguntó el campesino con un tono

poco amable.

— Buen amigo — dijo el hombre — ¿serás tan amable de rogarle a

tu señor que nos deje entrar en la casa durante unos pocos minutos? Este

chico está helado hasta los huesos y muy cansado. Con gusto os pagaré

cualquier gasto que causemos.

— El señor de la casa soy yo — fue su brusca respuesta — y en

cuanto a pagar, ya me conozco yo bien esa trampa. Mi casa no es una

posada abierta a mendigos de cualquier calaña. Si llevan dinero en los

bolsillos, váyanse entonces a la cantina del embarcadero. Allí hallarán lo

que buscan.

— Pero ve — insistió el hombre, todavía sosteniendo al chico —

que el niño ya no puede andar ni un paso más. Por favor, te suplico que

nos dejes sentarnos junto al fuego durante media hora sólo.

— La cantina del embarcadero está por ahí — fue la seca respuesta

del campesino, señalando con el dedo en dirección a Leiden —, ¡así que

ahora lárguense ya de aquí!

Dicho esto, el campesino se dio la vuelta gruñendo, se acercó a la

caseta del perro y lo soltó. Ladrando como un poseso, el vil animal se

abalanzó hacia la verja.

— Vamos, hijo mío — dijo el hombre con un tono que daba a

entender que ya no le sorprendía ser tratado de esa manera. Al menos ese

campesino gruñón no nos tomó el pelo, pues veo una luz ahí delante y

también el trasbordador aprisionado en el hielo.

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Padre e hijo prosiguieron así su camino en silencio. Poco más tarde

llegaron a la cantina del embarcadero, un gran edificio de ladrillo

salpicado de ventanas medio cerradas con grandes postigos. Del interior

surgía una tenue luz a través de las ranuras de los postigos. El hombre

vaciló por un momento antes de alzar el pestillo de la puerta, pero una

mirada al agotado y tambaleante chico fue suficiente para eliminar

cualquier atisbo de duda, y así se decidió a entrar en la cantina.

Esta era una sala bastante grande y de techo bajo cruzado por añejos

y pesados travesaños de madera de roble que, negruzcos a causa del

humo y por el paso del tiempo, exudaban más bien fuerza que belleza.

Alrededor del gran fuego de la chimenea, alimentado con grandes leños y

trozos de turba seca, se sentaban un puñado de campesinos que jugaban a

las cartas bajo la tenue luz que proporcionaban un par de humeantes

velas. En la parte saliente de la tarima de hierro de la chimenea habían

colocadas unas cuantas jarras grandes de peltre llenas de la cerveza negra

de Delft que era tan embriagadora como famosa.

— ¡Buenas tardes a todos! — saludó el hombre. Todos los que se

encontraban en la sala se volvieron y miraron sorprendidos a la pareja

recién llegada sin devolver el saludo. Sin embargo, el patrón de la

cantina, un bajito bizco pero de fuerte complexión, se acercó

inmediatamente a saludar a los nuevos clientes.

— Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo servirle? — preguntó el

posadero mientras estudiaba al forastero de pies a cabeza a la vez que se

quitaba la gorra de piel de la cabeza con más educación que gracia para

saludar a los recién llegados. El posadero, conocido por todos como el

bizco Krijn, también parecía sorprendido. No era normal ver forasteros

en su cantina en esta época del año, pues únicamente los granjeros que

vivían a lo largo del curso del Vliet y en los alrededores de Voorschoten

y del dique de Leiden paraban aquí de tanto en tanto para tomarse una

jarra de cerveza tibia.

— Necesitamos descansar un rato, posadero, y tomarnos una pinta

de cerveza tibia. Hace frío ahí fuera y todavía nos hallamos a larga

distancia de Leiden — respondió el forastero mientras acomodaba a su

hijo en uno de los pocos bancos libres de la sala y su mochila bajo una

mesita de madera.

— ¡Amigo mío! ¿A Leiden a estas horas? — exclamó el bizco

Krijn, lanzándole una mirada de asombro al hombre — Pero ¿por qué

razón toman el camino del Vliet? ¿No sería mejor y más conveniente

viajar por el camino principal que por el del camino de sirga?

— ¡Un bicho raro! — murmuró uno de los campesinos quien,

cartas en mano, se había girado para mirar con atención a los visitantes

— ¿Tú qué crees, Kees?

— Me da igual lo que sea, ¡y reparte ya las cartas de una vez!

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— Ciertamente — prosiguió el forastero — este camino no es fácil

de transitar, pero uno no puede ser demasiado exigente cuando se

encuentra en viaje de negocios y, de todas formas, este es el camino más

corto desde el Dique.

— Verdad dices — asintió el posadero mientras les ponía un par de

humeantes cervezas — Pero ¿tienen en cuenta que cierran la puerta de la

ciudad a las siete?

— Bien lo sé, sí, pero no me es menester entrar dentro de los muros

de la ciudad, pues uno de mis amigos me espera fuera.

— ¿En casa de Krelis, el verdulero? — preguntó el posadero con

curiosidad.

El forastero no respondió, pues en ese momento concentraba toda su

atención en su hijo. Este había colocado la cabeza sobre el pecho de su

padre y no podía moverse ni para sorber un poco de cerveza tibia.

— ¡Ay, cómo me duele aquí! — se quejó el chico, poniéndose la

mano en la frente.

— Pobre hijo — suspiró el padre mientras miraba a su alrededor con

la vista perdida. Sabía bien de sobras que todo lo que su hijo necesitaba

era una buena cama y unas cuantas horas de descanso. Justo en ese

momento, el pestillo de la puerta principal se alzó de nuevo y acto

seguido entró un granjero con un par de patines en la mano y vestido con

un chaleco corto, unos calzones cortos y anchos y una espesa bufanda

flojamente enrollada al cuello.

— Hola Krijn, ¿dónde te has metido? ¡Pásame ya algo calentito para

beber! ¡Qué frío hace ahí fuera, Krelis! Krelis, uno de los jugadores,

aceptó con bastante reparo la mano que le ofrecía el granjero, detalle del

que este no pareció darse cuenta.

— Hombre, Teun, ¿tú aquí también? Y siempre jugando a las

cartas, ¿verdad? Bien, chico, este no es precisamente el momento de

romperse la cabeza con juegos. Ahora mismo lo que se necesita es que

todos piensen en una forma de conseguir el dinero para el arriendo. La

semana de Navidad, colegas, es una mala semana para el granjero, pues

el propietario no se lo pone fácil, así que pobre de aquél que durante esta

semana no aparezca con sus lustrosas monedas.

— ¿De camino a casa? — preguntó Krijn mientras le servía una

jarra de cerveza al granjero recién llegado.

— Vengo de dar una vuelta en trineo por el Dique — contestó este

entre trago y trago de cerveza — Un hielo precioso, pero el frío es de

muerte cuando vas de cara al viento.

El granjero colocó su jarra en el platillo de hierro que tenía delante,

siendo entonces cuando se dio cuenta por primera vez de la presencia del

forastero y del chico. Durante un segundo miró fijamente al hombre y

pareció entonces como si un ligero tic en su cara revelara una emoción

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interna, pero se recompuso rápidamente. Seguidamente se levantó y

cruzó la sala hasta donde se hallaba el forastero y su hijo

— ¡Anda, Harmen! ¿Eres tú, Harmen? ¿Qué te trae por aquí,

hombre? — y mientras extendía su mano derecha hacia el forastero que

se hallaba en su presencia, se puso el dedo índice de la otra mano en los

labios durante un segundo y dijo en rápido susurro: — ¡mi buen amigo,

Harm Hiddesz!

El forastero se mostró sorprendido. En frente tenía a un hombre que

él no recordaba haber visto nunca pero que en cambio sí lo conocía a él,

precisamente lo que más temor le causaba.

A pesar de ello, la franca y redonda cara del granjero lo tranquilizó

de alguna forma, así que chocó la mano que este le extendía como si

fueran amigos que no se hubieran visto en mucho tiempo. Entonces, el

granjero se sentó frente al hombre al que venía de llamar Harm Hiddesz.

— ¿Adónde te diriges? — le preguntó en voz baja.

— A Leiden — respondió Hiddesz, igualmente en voz baja.

— ¿A ver a Folkert?

El hombre asintió afirmativamente con la cabeza.

— Imposible — replicó el granjero. — A Folkert lo sacaron anoche

a rastras de la cama. La trampa está colocada, pero doy gracias a Dios por

poder avisarte a tiempo. Pero tenemos que seguir nuestro camino, ahora

mismo. Seguiremos hablando cuando salgamos.

— Anda, mira, ¿se están acabando de conocer ustedes dos? —

preguntó el siempre inquisitivo posadero mientras se acercaba a los dos

hombres.

— Hombre, Krijn, ¿no te alegrarías tú también de saludar a un viejo

conocido al que no hubieras visto desde hace años? ¿No conoces a

Harmen? ¿No? Harmen es un comerciante fabuloso, de los que pocos hay

ya en Holanda. Él nos visitaba al menos una vez cada dos semanas

cuando aún vivíamos cerca del Zijl. Pero vamos, Harmen — continuó el

chillón y parlanchín granjero — Si aún así quieres ir a Leiden, entonces

más vale darse prisa. Pon al chico en el trineo y siéntate a su lado y en

cinco minutos habremos cubierto una buena parte del camino.

Escasos minutos después, el trineo, empujado por el granjero en

patines, se deslizó por el hielo. Cubierto por una capa, el chico dormía

nerviosamente en los brazos de su padre.

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UN REFUGIO INESPERADO

Durante más de diez minutos el trineo se deslizó conducido por

poderosos brazos sin hacer apenas ruido a través de la sólida capa de

hielo que cubría el Vliet. De repente, el granjero torció bruscamente a la

derecha, provocando que Harm Hiddesz se despertara de sus profundos

pensamientos.

— Este no es el camino de Leiden, ¿verdad? — dijo volviéndose

hacia el granjero.

— Cierto, no lo es — respondió este — ¡ya te dije antes que allí no

estaréis a salvo!

— Pero, vamos a ver, ¿quién eres tú? Yo no recuerdo haberte visto

en mi vida. ¿Y adónde nos llevas?

— Los llevo a un lugar que todavía es seguro. Allí seguiremos

hablando.

De nuevo el trineo aceleró su marcha al ritmo del cadente patinaje

del granjero. Finalmente, este detuvo el trineo con una suave maniobra

justo enfrente de una granja oculta tras un grupo de árboles y una maleza

baja y espesa.

— ¿Es esa tu casa? — preguntó Harm Hiddesz.

— No — respondió el granjero — Voy a entrar durante unos

minutos y vuelvo en seguida. Reposen tranquilos mientras tanto.

Un hombre de baja estatura apareció en ese momento alertado por

los estridentes ladridos del perro de la granja. Su baja estatura contrastaba

sobremanera con la del granjero del trineo. Su cabeza parecía haberse

hundido entre los hombros, y sus brazos colgaban a ambos lados de su

cuerpo como si fueran las asas de una bomba de agua. Hiddesz no podía

distinguir bien su rostro en la oscuridad, pero sí pudo oír su tosca y

entrecortada voz, la de alguien que hablaba con gran dificultad. El

granjero, luego de dar un ágil brinco a la orilla, intercambió unas palabras

con el hombre de la granja y seguidamente ambos se adentraron en la

casa, dejando a Harm Hiddesz y a su hijo en el trineo.

Harm Hiddesz miró inquisitivamente a su alrededor y alzó los ojos

hacia los cielos en los que en ese momento parpadeaban miles de

estrellas.

— Fiel Padre celestial, ¿es tu voluntad llevarme hasta nuevos

amigos o por el contrario has preparado nuevas aflicciones para este Tu

servidor? Tú sabes, mi Señor, que el único deseo de Tu sirviente es seguir

el camino que Tú le señales, aunque le lleve a las más arduas pruebas;

pero, mi Señor, por el amor de Tu amado Hijo, ¡ten piedad de este chico

que no tiene ya fuerzas para seguirme en la obra que Tú me has asignado!

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Justo cuando Hiddesz terminaba su oración, el granjero salió de la

casa seguido por dos personas.

— Vamos, Harm, mi hermana acaba de prepararles un buen rincón

junto a la chimenea. Tú llevas al chico y yo me haré cargo de las cosas.

Harm Hiddesz levantó al chico, aún sumido en un profundo sueño,

en sus brazos y siguió al otro granjero hacia la casa. Harm tuvo que

agacharse al cruzar el umbral de la baja puerta que contrastaba

sobremanera con el gran tamaño y alzada de la granja. Pasaron entonces

por una estancia en la que sólo había una gran tinaja de agua y una fila de

utensilios de cobre resplandecientemente limpios alineados contra la

pared, entró en una gran habitación de bajo techo y suelo de arcilla

endurecida. La estancia estaba tenuemente iluminada por unas pocas

velas de sebo. La señora de la casa apareció entonces y dio la bienvenida

a Harm.

— ¡Sean bienvenido a mi casa, señor, y que la Nochebuena les

colme de bendiciones! — Harm Hiddesz se sorprendió por las palabras

de este recibimiento, pues no era costumbre oír tales palabras de boca de

la mujer de un granjero humilde. — Pero ¿qué llevan ahí? — continuó la

mujer — ¿Un niño? — Mi querida señora, mi hijo está muy agotado y me temo también

que no se encuentre bien de salud. Quisiera acostarlo cuanto antes en

algún lugar, aunque sea en el establo.

— ¡En el establo! — exclamó la mujer dando palmas — ¡El hijo de

Harm durmiendo en el establo! ¡Jamás! Vengan conmigo, les mostraré

algo mejor.

La mujer asió una de las velas y los llevó hasta una pequeña alcoba.

Una vez dentro, Harm acostó a Adrián en una limpia y pulcramente

arreglada cama.

— Ah, qué bien se está aquí — suspiró Adrián —, pero ¡ay, cómo

me retumba la cabeza, y qué sed que tengo!

— El chico tiene fiebre — dijo la mujer tras posar una mano sobre

la frente. Seguidamente empapó un trapo y lo colocó sobre su ardiente

cabeza, haciéndole beber a continuación un vaso de agua.

— ¡Papá, aún no he recitado mis oraciones! — exclamó el chico.

Su padre se arrodilló entonces frente de la cama del chico, y Adrián

empezó a recitar su oración:

“Alabado, honrado y lleno de gracia

Sea siempre Dios Padre que está en los cielos

Que por Jesús nos llevó a la salvación

Y que cada día nos viste y alimenta

Que Dios, único Rey y sabio de todas las cosas,

Sea alabado y honrado por los siglos de los siglos.

Amén”.

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Poco más tarde, Harm Hiddesz se encontraba sentado junto a las

personas que le habían acogido tan amablemente.

— Dime, Melis, ¿dónde te topaste con nuestro amigo? — preguntó

la mujer del granjero, que en ese momento se había puesto a preparar la

cena.

— Bien — dijo Melis, señalando con el dedo a Harm Hiddesz,

ansioso por contestar él mismo —, pues a nuestro hermano en

dificultades se le esperaba en Leiden, en la casa de Folkert, justo a la

salida de la Puerta de Gibbet. ¡Qué ganas teníamos ya de que llegara la

Navidad para oír en persona a nuestro amigo! ¿Verdad, Hannes? Pero

entonces me enteré en el mercado que los sabuesos de la Inquisición

estaban al tanto de nuestros encuentros. Es posible que su información no

fuera del todo correcta y pensaron que nos podían pillar a todos de un

solo golpe. Dicho y hecho, en la noche del jueves la casa de Folkert fue

completamente rodeada y pronto nuestro fiel amigo fue arrastrado en

cadenas a la prisión de la Piedra. Justo cuando hablábamos de este triste

episodio, el alguacil, acompañado de su cohorte de hombres armados,

entró en la lonja de pescado y declaró en voz alta que se sospechaba que

Harm Hiddesz, también conocido como el Buhonero, se hallaba

escondido en Leiden, y que todo ciudadano y burgués tenía la obligación,

bajo pena de ser acusado de complicidad, de entregarlo a la justicia.

Además, el alguacil añadió la promesa de una recompensa de veinte

florines imperiales a cualquiera que suministrara información sobre su

paradero facilitando así su captura. Ahora bien, yo no se porqué, pero

cuando volvía del Dique decidí parar en la cantina del embarcadero

durante unos minutos. Fue como si una voz dentro de mi alma me

hubiera dicho que el extraño viajero que se hallaba ahí dentro pudiera ser

Harm. Así, sin pensarlo dos veces, me dirigí a él y luego lo traje aquí.

— Y bien que hiciste, Melis — dijo Hannes.

Harm Hiddesz se sentía profundamente conmovido. Aunque estaba

acostumbrado a hallarse siempre en peligro, aún así temblaba al pensar

que no sólo él, sino que también su hijo podría haber caído en las garras

de la despótica Inquisición si no hubiera sido porque su fiel Dios que

siempre vela por Sus súbditos tuvo a bien enviar a Melis en su busca en

el momento justo.

— Cierto — dijo la mujer — El Señor vela por Su pueblo. En estos

días de terrible tiranía, Él hará ciertas las palabras del profeta Isaías en su

capítulo 27: En aquel día cantad acerca de la viña del vino rojo. Yo

Jehová la guardo, cada momento la regaré; la guardaré de noche y de

día, porque nadie la dañe.”1

Harm Hiddesz se le abrieron los ojos de la sorpresa.

1 Isaías 27:2-3

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— Te sorprendiste — dijo Hannes — Pero déjame decirte que mi

mujer puede leer tan bien como el mejor escribano o secretario, algo que

no puede decirse de muchos hombres de nuestra clase, y menos aún de

mujeres. En su juventud, cuando trabajaba como doncella para el señor

de Duivenvoorde, sacó provecho de las lecciones que le impartió el viejo

capellán del castillo; y como aprendió rápido, el viejo cura, — quien, que

quede entre nosotros, allí se atiborraba con el pan de la caridad —, le

tenía simpatía y le enseñó a leer y a escribir. Como mi hermano Melis y

yo no sabemos ni una cosa ni la otra, tiene que ser ella quien lo haga en

nuestro lugar.

— Exageras sobre mi educación, esposo mío. Pero sí que puedo

decir que estoy muy agradecida por las enseñanzas que recibí del viejo

capellán, en especial porque me permite, y también a vosotros, aprender

de las Escrituras todo aquello que es necesario para la salvación. Y

también debo decirles que si no hubiera sido por el señor de

Duivenvoorde que siempre me ha mostrado una gran consideración, no

nos habríamos librado de las dificultades que de otra manera el párroco

de Voorschoten nos hubiera hecho pasar. Aunque son los señores de La

Haya los que tienen la máxima potestad, aún así ninguna ordenanza del

tribunal de justicia criminal puede afectarnos sin su permiso y

aprobación.

— ¡Qué palabras tan educadas usas, esposa mía! ¡Esto te

demuestra, estimado Harm, que mi mujer en verdad estudió en el castillo!

— Vamos, sentémonos a la mesa y comamos — cambió de tercio

la mujer — Y tú, señor Harm, ¿nos darás el gusto de guiarnos en la

oración? Pero ¡anda!, ¿dónde está Bouke?

Justo en ese momento, Bouke entró en el salón. Harm reconoció en

él al primer granjero que vino a recibirlos fuera de la casa. Bajo la luz de

las velas, los rasgos deformados y distorsionados de su rostro le daban

una apariencia casi terrorífica. La viruela le había salpicado la cara con

profundas marcas, y grandes cicatrices minaban sus mejillas. Le faltaba

un ojo y apenas podía abrir parte del otro por culpa del peso del párpado

superior. Su cabello estaba cortado casi al rape, lo que daba la impresión

de que su cabeza fuera más grande de lo que en realidad era. Su boca,

siempre entreabierta por culpa de los labios deformados, mostraba unos

dientes que se parecían más a los de un animal que a los de un ser

humano. Su rostro no reflejaba otra cosa que no fuera ignorancia,

mientras que sus pesados huesos rezumaban una fuerza descomunal.

Harm Hiddesz, todavía inédito en la conversación, miró con cierta

repugnancia a ese rostro que tan lejos se hallaba de ser encantador. La

mujer de Hannes se dio cuenta de su reacción y sonrió.

— Bouke, atiende — le dijo — Este es Harm Hiddesz, de quien

hablamos hace algún tiempo.

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A la mención de su nombre, Bouke se quedó plantado y perplejo

donde estaba, dándole vueltas tímidamente al gorro que portaba en las

manos.

— Señor Harm — continuó la mujer — Bouke es un verdadero

amigo en cuyo corazón Dios acaba de comenzar a sembrar la gloria de Su

gracia. En su juventud fuimos compañeros de juegos, y esas cicatrices en

su cara son insignias de honor que no pocos caballeros envidiarían.

Cuando la casa de mis padres fue alcanzada por un rayo, Bouke me salvó

poniendo su propia vida en peligro y, más tarde, cuando nos ayudaba a

recuperar nuestras posesiones, el tejado en llamas cayó sobre él y se

quedó atrapado entre los escombros durante un buen rato. Es por esta

razón que ahora tiene que soportar esas cicatrices durante el resto de su

vida. Y si fuera poco, Bouke atravesaría de nuevo las llamas para

salvarme. ¿No es así, Bouke?

Bouke no supo qué contestar a estas palabras de elogio y se sentó en

su lugar a la mesa sin decir nada. Harm Hiddenz ofreció seguidamente

una oración de gracias tal como se le había solicitado. Mientras todos se

servían de la olla que la mujer había colocado en el centro de la mesa. La

mujer se levantó entonces de repente.

— ¡Casi nos olvidamos del niño!

— No creo que quiera comer nada, buena mujer — la tranquilizó

Harm — Por otro lado, he estado atento durante todo el tiempo por si me

llamaba. El pobre chico necesita descanso pues estos dos últimos días

han sido duros de verdad.

La cena continuó su curso. Cuando todos hubieron terminado, Harm

se dirigió a una esquina del salón donde se hallaba su saco y procedió a

aflojarle las correas. Seguidamente Harm sacó de él todo tipo de objetos,

ropas variopintas y telas de lana, pequeños artículos de bisutería,

cuchillos y peines, botones y cintas, en suma, artículos de todo tipo que

pudieran interesar tanto a la joven clientela campesina. El buhonero, sin

embargo, iba apartando todas estas cosas con indiferencia y, hurgando

más profundamente en el saco, sacó de dentro un falso fondo que también

apartó a un lado, dando paso así a unos cuantos libros bien ordenados que

nadie se hubiera imaginado que pudieran esconderse debajo de todas esas

baratijas. Entre estos libros se encontraba una copia del libro anabaptista

de los mártires Het Offer des Heeren (El Sacrificio del Señor), un libro

que presumiblemente habría llegado ya en 1599 a su undécima edición.

También se encontraba una copia del himnario Liedekens-bouck, en el

que se pueden encontrar himnos de toda índole, tanto recién compuestos

como antiguos. Había también un folleto provechoso y reconfortante

sobre el tema de la fe y de la esperanza y sobre lo que la fe verdadera

implica, impreso en Amberes por Adriaen van Bergen en 1543. Luego,

Hiddenz sacó un puñado de Testamentos escritos por hombres y mujeres

que habían dado sus vidas por su fe tanto en la horca como en la pira.

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Estos testamentos, - o cartas de admonición, como solían llamarse

entonces -, merecen ser analizados en detalle. Por lo general, el grado de

libertad del que disfrutaban los reos en la época de nuestro relato era

mayor que el de hoy en día. Por lo general se les permitía escribir, pues

se esperaba así que los escritos producidos por los reos contuvieran

información que pudiera servir de ayuda para arrestar a sus cómplices o

hermanos de fe. Si pensamos además que muchos reos por causa

religiosa tenían que prestar declaración por escrito y responder así a gran

número de las preguntas formuladas por la Inquisición, entonces no

puede sorprendernos que el Libro de los Mártires haga mención tan a

menudo a tales epístolas escritas en prisión. La historia incluso nos revela

que en los casos más graves, cuando se decidía no proporcionar tinta a

los reos, hubo quien, como un tal Joris Wippe, escribieron sus últimas

cartas a sus hijos con el jugo de las moras e incluso con su propia sangre.

Los reos, por lo tanto, consideraban que era de suma importancia que

sus familiares y amigos más cercanos supieran como se sentían en sus

últimas horas, hasta el punto que a menudo conminaban incluso a sus

familiares a estar presente en la hora de su sacrificio, es decir, de su

ejecución. Así, la heroica fe y tenacidad de estos reos durante sus últimos

momentos de vida podía servir para renovar las fuerzas y la fe de sus

allegados.

Estos testamentos, a menudo reescritos en forma de rima por el

editor, y que incluían un prólogo con una breve descripción de la historia

del mártir, seguida de unas cartas, eran impresas en forma de folletos de

minúsculo tamaño. Existía un buen mercado para la venta de estos

folletos, incluso a veces en el mismo día de la ejecución. Es así que no

resulta extraño que fueran escondidos “tras las cujas de las camas o en

las vigas del techo a causa del terror que producían las persecuciones y

la gran tiranía” y más tarde cedidos a hermanos de religión y copiados.

Así, finalmente impresos, pasaban luego a ser distribuidos a larga escala.

Los reos conocían bien el valor que se daba a sus escritos. Un tal Jan

de Grave, por ejemplo, escribió lo siguiente: “Pasen esto de unos a otros

y encomiéndenlo a Dios; léanlo y reléanlo de manera diligente, y

entiéndanlo de manera sabia. ¡Ah! Si esto hacen, querrá decir que

buscan la salvación y que aprecian mis escritos”. O como Joriaen

Simonsz escribiera a su vez: “Esta es mi última voluntad, mi último

testamento para ustedes; esto es lo que deseo de ustedes, que lean esto

con diligencia desde el principio hasta el final, que consideren lo que

aquí se expresa y lo comparen con las Escrituras para que así puedan

entonces enderezar sus caminos”. O como Godefroy van Hamell,

ajusticiado en 1552 en Doornik que, dando cuenta de su interrogatorio y

confesión, escribió estas palabras a su hermana: “No escribo esto con el

objetivo, sin embargo, de que puedas ser edificada e instruida por este

escrito como si fuera el producto de una inmensa y perfecta sabiduría,

Page 16: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

16

pero tenlo como si fuera una confesión hecha por el más vil de los

siervos de Dios que no desea enterrar el talento recibido por la gracia

del Señor”.

Estos testamentos, - algunos de los cuales aún pueden hallarse en la

Biblioteca Real holandesa -, estos panfletos pequeños, sucios y

toscamente impresos podrían causar reverencia incluso en los no

creyentes si los leyeran. ¡Ay, si estos panfletos hablaran!

No resulta extraño entonces que el gobierno prohibiera la

distribución de estas publicaciones o hiciera al menos todo lo que pudiera

para impedirlo, pues estos frutos prohibidos por el gobierno de la época

eran altamente codiciados por todo hombre o mujer que abrazaba las

doctrinas de la herética Reforma.

Aún así, por muy venerables y deseables que fueran estos escritos,

Harm Hiddesz escondía libros aún más valiosos en su saco: tres

colecciones de las Santas Escrituras de cuatro volúmenes pequeños cada

una de una popular edición de la época. Harm tomó entonces uno de

estos volúmenes y, aún bajo los efectos de la fuerte impresión que le

produjo este auxilio inesperado que se le ofreciera a él y en especial a su

hijo enfermo, procedió a leer a los presentes el capítulo 17 del primer

Libro de los Reyes.

— ¿Qué es lo que acabas de leer, señor? — preguntó la mujer del

granjero al terminar Harm sulectura — Mi versión de las Sagradas

Escrituras no contiene tales palabras.

Dicho esto, y segura de hallarse entre amigos, la mujer se fue a la

alcoba donde dormía Adrián, volviendo al poco con un pequeño libro en

la mano que era del mismo tamaño que los que Harm llevaba en su saco.

Harm lo tomó en sus manos y hojeó sus páginas durante unos instantes.

— Mi estimada señora — dijo Harm entonces — esta es sólo una

parte de las Sagradas Escrituras, pero por fortuna me hallo en posición de

ofrecerles las partes que faltan. El volumen que poseéis es uno de los

cuatro que fueron publicados en Amberes entre 1525 y 1527. El pequeño

tamaño de los libros impresos con las Escrituras ciertamente facilita la

labor de esconderlos, y como podéis ver siempre tengo existencias a mi

alcance, por lo que con sumo placer os entrego los volúmenes que os

faltan.

La oferta de Harm consiguió que la señora Hannes flotara como si

estuviera en una nube.

— ¡Mira, marido! — exclamó — Nos creíamos ricos ya, pero es

ahora que sí tenemos una mina de inagotables riquezas. ¡Ay, señor!

¿Cómo puedo expresarle mi gratitud?

— Leyendo estos libros con diligencia — contestó Harm con

gravedad — A mí no me cuestan nada porque regularmente recibo

nuevas existencias para su distribución; y como pueden ver, no los llevo

conmigo para comerciar.

Page 17: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

17

Una vez iniciada la conversación sobre las Escrituras, Harm siguió

hablando durante largo rato sobre el tema, lo que además hizo con gran

placer, pues el ampliar las fronteras del Reino de Dios tanto como le

fuera posible se había convertido en la vocación de su vida.

Page 18: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

18

3

EL RELATO DE HARM HIDDESZ

Hannes, Melis y la mujer quisieron saber entonces cómo Harm

Hiddesz fue traído a ese camino en el que tantos habían vertido su sangre.

Ante su insistencia, Harm inició su relato:

— Mi padre era un mercader de quesos de origen frisio. Poseía un

pequeño despacho en un barrio de La Haya que dejaba a cargo de mi

madre cuando se iba a hacer el reparto por las granjas, y tenían clientes

hasta en Amberes. Aunque nuestro despacho era bien conocido en la

ciudad, aún así mi padre ganaba más en un día que mi madre en toda la

semana. Así se me fue enseñando el negocio y más tarde, a la muerte de

mi padre, me dediqué a hacer visitas comerciales a clientes lejanos tal

como él había hecho en vida. A los veintisiete años me casé con una

chica flamenca. Como ella apenas podía ser confiada al frente de nuestro

pequeño despacho, mi madre siguió llevando el negocio y entonces nos

trasladamos a una casa cerca del Beguine Cloister, en la esquina con el

Spui.

“No hacía ni tres meses que me había casado cuando me di cuenta de

que mi mujer tenía ciertas ideas religiosas que me eran completamente

extrañas. Entonces no sabía si trataron de ideas heréticas, pero pronto me

percaté de que mi mujer poseía unas convicciones acerca de muchas

cosas que eran diferentes a las que habíamos aprendido y creído durante

toda la vida. Así que al poco tiempo empezamos a enzarzamos en un

sinfín de discusiones en las que ella siempre acababa llevando la voz

cantante citando las Escrituras que yo desconocía por completo. Al

principio me sentía atenazado por el miedo y pensaba: ¿Será que me he

casado sin saberlo con una mujer herética? A pesar de ello, estas

diferencias nunca arruinaron la buena relación que existía entre nosotros.

En la iglesia, bien seguro, se nos lanzaban continuas advertencias en

contra de las doctrinas heréticas que poco a poco se filtraban del

extranjero a través de las fronteras de nuestro país, pero en esa época el

gobierno no se fijaba demasiado en estas cosas y los bandos no eran

entonces tan duros como lo son hoy.

“Sin embargo, durante el curso de los primeros años de nuestro

matrimonio yo ya había absorbido un buen número de enseñanzas

heréticas. Durante mis frecuentes visitas a Amberes y Flandes, que a

menudo se alargaban varias semanas, entré en contacto con frecuencia

con burgueses que admitían abiertamente haber leído la Biblia y otros

libros de lectura prohibida. Cada vez que volvía a casa y le preguntaba a

mi mujer si había oído alguna vez a otros leer estos libros, ella se

mostraba reticente al principio y con poca inclinación a contestar a mis

Page 19: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

19

preguntas con franqueza. Sin embargo, poco a poco conseguí enterarme

de que ella había frecuentado los círculos en los que estos libros

circulaban, a pesar de que tenían prohibida la entrada en la casa de su

padre.

“Nuestro hijo mayor tenía ocho años cuando nuestra hija pequeña,

un encanto de niña que entonces tenía cinco años, cayó gravemente

enferma. Todo el mundo nos rehuyó y se alejó de nuestra casa excepto

una prima de la parte de mi padre llamada Ana, que amaba de corazón a

nuestra pequeñita. Ana ayudó a mi mujer, siendo la única persona que

permaneció a nuestro lado. La ayuda del médico, sin embargo, no trajo

mejora alguna en la condición de la pequeñita enferma. Luego de pasar

por sufrimientos espantosos, nuestra querida hija falleció”. Harm Hiddesz

se secó una lágrima. Aún hoy, después de tantos años, su corazón se

resquebrajaba de dolor cuando recordaba a su hija. La mujer de Hannes

se sentía también muy conmovida y llena de compasión. Tras una

punzante pausa, Harm prosiguió su relato:

“Con la muerte de nuestra pequeña se inició una nueva etapa en

nuestras vidas. Tanto nuestra prima Ana como mi mujer estaban

desconsoladas a más no poder. Pues mira, merecido castigo tenía que

caer sobre ti, le dijo un día Ana a mi mujer. Todos los votos que ofrecí a

Nuestra Señora y a mi santo patrón intercediendo por nuestra querida

niña no sirvieron de nada. ¿Y por qué no? Porque tú, como muchos de

los extraños que a esta casa vienen, practicas ritos heréticos. ¿Pensabas

que no me había dado cuenta de ello ya? Tu marido podrá estar ciego,

pero yo tengo ojos en la cara. ¿Qué has hecho por la pequeñita? Te has

desvivido cuidando de ella, y apenas te has cambiado de muda desde que

cayó enferma. Todo esto está muy bien y eso es precisamente lo que se

espera de una buena madre, ¡pero sin embargo no has colocado ni una

sola vela por ella en la capilla del puente!

“Esperaba que mi mujer se revolviera con ira contra Ana para decirle

que cerrara la boca, pero para mi total sorpresa no lo hizo y, en vez de

ello, se echó de nuevo a llorar desconsolada. Bien, dijo, si este es en

verdad mi merecido castigo, entonces debe ser a causa de mis pecados y

de mi culpa. Hace ya algún tiempo que se me mostró el camino de la

salvación llevándome a renunciar a la adoración de ídolos y a todo ese

vacuo espectáculo de la iglesia cuando, por amor a mi marido, intenté

estrangular el brote de una nueva vida espiritual en mi corazón. Sí, y por

eso el Señor está contra mí y me golpea en lo que más amo para que me

percate de que pongo más interés en mi propia sangre que en Él.

“Al escuchar estas palabras, me levanté aterrorizado. Ana levantó los

brazos al aire estupefacta. ¿No te lo decía yo?, gritó, ¡Ahora sale todo a

la luz! Pues ya no me tendrás más aquí dentro de tu casa. Bien dijo el

párroco hace poco: ¡rechazad a todos los heréticos! Y así fue como Ana

abandonó nuestro hogar. Unas horas más tarde fui a verla y le dije que

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20

quizás se había precipitado un poco en su juicio; también le rogué que

prestara atención a las penas que minaban el corazón de madre en mi

mujer y le hice entender claramente que no sólo destrozaría a mi mujer

sino también a mí y a mi hija si decidiera ir a contarle a todo el mundo

que mi mujer era una hereje. Ante la insistencia de mis ruegos, Ana me

prometió finalmente que no diría nada a nadie. Desafortunadamente,

entonces no tenía ni idea de cuán horrible y malvado puede llegar a ser el

corazón de una persona que no haya descubierto su propia esencia bajo la

luz guiadora del Espíritu Santo.

“A partir de entonces, mi mujer, que vivía casi totalmente recluida

lejos del mundo, expresó y defendió más y más sus convicciones sobre la

Verdad y no ahorró ningún esfuerzo en intentar ganarme para la causa del

Señor. A pesar de ello, hice caso omiso a sus súplicas y continué

respetando los días sagrados de la iglesia, e incluso iba a misa de tanto en

tanto, pero por lo demás mi comportamiento era, en suma, el de un

católico apostólico y romano indiferente y todavía distante del

cristianismo verdadero. Necesitaba que ocurriera algo más para

despertarme a bandazos y permitirme descubrir la verdadera esencia de

mi ser.

“Al año de la muerte de mi pequeña, mi mujer dio a luz a un nuevo

hijo, precisamente el chico que ahora duerme en la alcoba contigua.

Mientras tanto, mi madre había fallecido y el despacho de queso fue

traspasado a manos de extraños. Justo en ese momento había terminado

los preparativos para marchar en mi segundo viaje anual a Brabante y

Amberes. Mi mujer, que otras veces siempre se resignaba y permanecía

calma cuando tenía que dejarla por unas cuantas semanas, se mostró en

esta ocasión intranquila y triste. Si yo le hubiera prestado oídos habría

cancelado el viaje, pero, sin embargo, como no había razones de peso

para hacerlo y teniendo en cuenta que los intereses de mi negocio y de mi

familia exigían mi marcha, me despedí tiernamente de mi mujer y de mi

hijo mayor, un chico fuerte y saludable al que pusimos el nombre de mi

padre, Hidde. Entonces, mi mujer acurrucó al pequeño Adrián en mis

brazos y yo le di un beso a ese niño que gorjeando extendía sus manitas

hacia mí.

“No sé por qué razón sería, pero cuando alcancé el umbral de la

puerta de mi casa, me volví para abrazar a mi mujer una vez más. ¿Te

acordarás de traerme lo que me prometiste?, me preguntó de nuevo, así

que le reiteré mi promesa de traerle una pequeña Biblia de Amberes.

“Mi viaje no fue sólo agradable sino también muy provechoso.

Había hecho nuevos contactos comerciales y todo lo que tendría que

hacer cuando volviera a casa era controlar el embarque de las grandes

cantidades de queso, que estaban listas y esperando mi llegada en las

casas de los granjeros. En Amberes no encontré muchas dificultades para

comprar el libro que mi mujer deseaba tan fervientemente. Esa misma

Page 21: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

21

noche, cuando llegué a la posada donde solía pernoctar, no pude resistir

la curiosidad de echar un vistazo a las páginas de ese libro de lectura

prohibida para los seglares. Pasé las páginas del libro y leí trozos

inconexos hasta que de repente unas palabras me llamaron la atención:

Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo

maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en

todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.2 Estas

palabras me estremecieron sobremanera y atravesaron mi alma como una

saeta. ¡Maldito todo aquel que no llevara a cabo las obras descritas en la

ley de Dios! ¡Eso fue demasiado para mí! Coloqué el libro en mi maleta y

bajé a la cantina a distraerme de mis pensamientos, pero ni el ruidoso

tumulto de los clientes del local ni el vino que bebí en grandes cantidades

pudieron amainar esa voz que sin cesar tronaba dentro de mí: ¡Maldito,

maldito!

Ninguno de los presentes pronunció una sola palabra para no

interrumpir el relato de Harm Hiddesz. Todos seguían absortos su

historia, y la mujer del granjero mostraba su acuerdo con sus palabras

asintiendo constantemente la cabeza. Bouke, apoyado con los codos en la

mesa y aguantando su deformada cabeza entre sus grandes manos, no

podía desviar la mirada de su único ojo del que relataba la historia. De

tanto en tanto gruñía suavemente, siendo esta su manera natural de

expresar gran interés por algo.

— No pude aguantar más ahí abajo — continuó Harm Hiddesz —

Subí de nuevo escaleras arriba completamente decidido a seguir leyendo

ese libro. ¿Sería esta la razón por la que mi mujer sentía la compulsión de

poseer ese libro, es decir, para poder así leer cada día sobre la maldición

que se cernía sobre ella? Pero entonces, ¿no sería mejor cumplir

fielmente con las obligaciones religiosas de uno y compensar los defectos

con buenas acciones? ¿No tenía la Santa Madre Iglesia una gran reserva

de buenas acciones a su disposición, una preciosa herencia entregada por

los santos? Todos estos pensamientos consiguieron calmarme un poco,

permitiéndome así volver a pasar las páginas del libro. Al instante me

llamaron la atención las palabras que se incluyen en el segundo capítulo

de la epístola de San Pablo a los efesios: “porque por gracia sois salvos

por medio de la fe.”3 ¿Cómo podía esto ser así? ¿Era cierto que ninguna

buena obra no pudiera ni aumentar ni reducir mis posibilidades de

salvación? La confusión creció dentro de mí, pues me estaba dando

cuenta que la ley predicaba mi perdición y el evangelio me cerraba el

paso a las fuentes mientras que la iglesia nos permitía siempre

adentrarnos en ellas. A pesar de esto, una cosa se me quedó grabada: que

las buenas acciones no cuentan para nada; así la palabra ¡maldito!

2 Gálatas 3:16 3 A los efesios, 2:8

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22

resonaba continuamente en mis oídos. Finalmente me acosté, pero me fue

imposible conciliar el sueño. ¡Por primera vez en mi vida me percaté de

la razón por la que la iglesia prohibía a todo seglar leer las Escrituras!

Decidí entonces esperar hasta la hora de mi vuelta a casa, ansioso de oír

cómo mi mujer, que sabía más que yo de la Biblia, conseguía hallar una

solución a estos contradictorios temas.

“Me embarqué al día siguiente con la intención de atravesar el río

Schelde y volver a Holanda. Antes del anochecer tuvimos que

enfrentarnos a un furioso viento del noroeste y, como bien saben, en estas

condiciones el Schelde es un río muy turbulento y además peligroso por

culpa de los bajíos que acechan por doquier. El fuerte viento creció hasta

convertirse en un temporal y, para empeorar las cosas, el ancla del barco

fue arrancada de golpe y el agua que azotaba salvajemente las cubiertas

extinguió la luz de nuestros faroles. Entonces, poco más tarde,

encallamos en uno de los bajíos mientras las olas continuaban golpeando

sin cesar los debilitados costados de la vieja y desvencijada embarcación.

Petrificados de miedo dirigimos nuestras miradas hacia el capitán de la

nave, un miedo que rápidamente se transformó en terror cuando le vimos

a él y a sus dos ayudantes quitándose las gorras de la cabeza y

arrodillándose para pronunciar una oración de auxilio a la Virgen Madre

de Dios y a todos los santos. Tal visión hizo que yo mismo me

derrumbara sobre mis rodillas, momento justo en el que la palabra

¡Maldito! empezó a retumbar de nuevo en mis oídos; de hecho, parecía

como si cada ráfaga de viento gritara ¡Maldito, maldito! Poco después, el

barco balanceó de nuevo salvajemente lanzándonos a todos contra la

cubierta; el miedo me llevó a agarrarme de la barandilla de la cubierta,

pero entonces una nueva ola, más grande y poderosa que la anterior,

inundó la cubierta con una fuerza pasmosa arrastrando a su paso la

barandilla y a mí con ella.

“Apenas puedo describir los pensamientos que atravesaron mi mente

durante esos momentos. Sentí que ése iba a ser mi fin y por un instante la

imagen de mi mujer y de mis hijos circuló ante mis ojos, pero incluso esa

visión se difuminó ante el empuje de la palabra ¡Maldito! que me

perseguía incluso sumergido dentro del agua. Intenté gritar ¡piedad! pero

las rugientes aguas ahogaron mi voz; acto seguido, cerré los ojos y perdí

el conocimiento. Cuánto tiempo permanecí dentro del agua, eso no puedo

decirlo, pero cuando abrí los ojos me encontré dentro de la pequeña

cabaña de un pescador. Dos hombres, uno de ellos anciano ya, me habían

despojado de mis empapadas ropas y me brotaban con brío la piel,

dándome también de beber un trago de alcohol.

¡Gracias! es todo lo que pude llegar a decir. Me sentía tan agotado y

exhausto que apenas podía levantar las manos. Ambos me levantaron

entonces del suelo y me llevaron a una cama. Sin embargo, en vez de

sentirme mejor al día siguiente, la fiebre se apoderó de mi cuerpo. Para

Page 23: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

23

acortar esta larga historia, tuvieron que transcurrir más de dos semanas

antes de que pudiera levantarme y andar de nuevo. Los dos pescadores,

padre e hijo, habían pasado por muchas penurias por mi causa durante

todo ese tiempo, y bien os puedo asegurar que al anciano le brillaron los

ojos de alegría cuando finalmente pudieron sentarme afuera en una silla

al sol frente a la puerta de la casa.

— ¡El Señor te salvó por segunda vez de la muerte, amigo! — dijo

con gravedad el anciano. Le miré confundido mientras se explicaba.

— Piensa sólo en lo que hubiera sido de ti si hubierais caído en

otras manos que no fueran las de tus hermanos de fe, pues si hubieran

encontrado esto entre tus ropas — continuó diciendo el anciano mientras

me mostraba la pequeña Biblia que había comprado para mi mujer —

entonces lo más seguro es que habrías acabado pudriéndote en una celda

por hereje.

“Esto me sobresaltó. Bajo la agitada condición en que me había

encontrado aquella noche en Amberes, había guardado el librito en el

bolsillo de mi chaleco, convirtiéndose por tanto en lo único que quedaba

de todas las posesiones que había subido a bordo del barco naufragado.

— No os alarméis, amigo mío, continuó el anciano. Ya os habréis

dado cuenta del valor que este

libro tiene también para mí. Lo puse a secar al sol pues, como tus ropas,

estaba completamente empapado.

— Pues si es así, entonces podrás explicarme más cosas sobre este

libro — respondí sin titubeos, pues acababa de recordar todas las

emociones que la lectura de las Escrituras habían suscitado dentro de mi

ser.

“El anciano me miró con sorpresa, pues me había tomado por un

seguidor y profesante de la nueva doctrina. Le narré mi historia acerca de

mi mujer y de los terribles momentos por los que había pasado antes de

llegar exhausto en la orilla inconscientemente agarrado a un pedazo de

madero al que, junto a Dios, debía mi vida. El anciano pescador, un

hombre que había andado el camino del cielo durante muchos años y que

ya había encontrado al Señor en los albores de la Reforma, me instruyó y

enseñó a descifrar las Escrituras. Ni siquiera un doctor en teología de la

misma Universidad de Lovaina podría haber competido con él, a pesar de

no haber nunca caminado el sendero a través de los tomos que los padres

de la iglesia, por muy merecedores que fueran de nuestro aprecio, nos

habían dejado como herencia, sino que en vez de ello había sido instruido

por el Señor y recibido día a día nuevas iluminaciones e instrucciones del

Espíritu Santo que siempre guía a Su pueblo en el camino de la verdad

absoluta. Para este hombre, todas las contradicciones se disolvían en una

fe tan pura como la de un niño, y si no hubiera sido porque yo ya echaba

de menos mi hogar, mi mujer y mis hijos, me habría quedado durante

semanas en la cabaña de ese pescador temeroso de Dios. Me despedí del

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anciano y de su hijo, que no quisieron ni oír hablar de pagarles por sus

esfuerzos. Claro que tampoco tenía yo nada que ofrecerles en ese

momento. Les prometí visitarles de nuevo pronto, una promesa que he

cumplido repetidas veces.

“Tras una ausencia de más de siete semanas, finalmente

desembarqué en el Spui del barco que me llevó de Rótterdam a La Haya

y con el corazón palpitando ansiosamente me apresuré a llegar a casa.

Cuando llegué a ella, noté algo raro. ¿Qué pasaba aquí? Los postigos

estaban cerrados y la puerta no se abrió tras haber llamado repetidas

veces. Me sentí como si hubiera recibido una bofetada y como si toda mi

sangre hubiera sido bombeada de un golpe hasta el corazón. Mis rodillas

empezaron a fallar y mis dientes a castañetear. Entonces, una puerta se

abrió unas pocas casas más arriba de la calle, de la que salió una mujer

que al verme soltó un grito y se dirigió hacia mí.

— Sígueme a mi casa, Harm Hiddesz — me dijo; así lo hice y lo

primero que vi fue a mi pequeño Adrián durmiendo tranquilamente en su

cuna.

— ¡Señora Bartels! — grité — ¿Dónde está mi mujer? — Pero la

mujer se cubrió el rostro con las manos sin responder a mi pregunta.”

A Harm Hiddesz se le ahogó la voz de forma que apenas pudo

continuar. Lágrimas ardientes se colaron entre los dedos de las manos

que tenía pegadas contra sus ojos. Ninguno de los presentes se atrevió a

interrumpir el duelo silencioso del buhonero. Bouke estaba aún sentado a

la mesa en la misma posición y sin mover un músculo, y parecía que él

también se había emocionado profundamente con la tragedia de Harm

pues una mayúscula lágrima brillaba a la luz de la vela en su único y

medio cerrado ojo. Harm Hiddesz consiguió finalmente reprimir las

lágrimas y retornó a su relato con la voz entrecortada:

— Os pido mis disculpas, amigos míos, si evito entrar en más

detalles sobre la calamidad que se me

cayó entonces encima. Durante mi ausencia, mi mujer enfermó

gravemente tras oír el rumor de que yo había perecido ahogado junto a un

patrón de barco en el Schelde; una fiebre galopante se apoderó de ella, y

esta exhaló su último suspiro justo dos días después de haber recibido las

malas noticias. La señora Bartels acogió a mi pequeño por compasión,

llevándose también la cuna y todos los demás bártulos necesarios. Anne-

Bet se encargó de que mi mujer fuera enterrada luego de recibir la

extremaunción de un cura que mi prima había hecho llamar urgentemente

en sus últimas horas de vida, aún a pesar de que mi mujer ya se

encontraba inconsciente. Más tarde, el alguacil cerró las puertas de la

casa y guardó la llave. Pero antes de ir a verle, corrí como un

energúmeno a la casa de Anne-Bet. Al llegar, sus vecinos me

comunicaron que esta se había marchado y que nadie conocía su paradero

actual. ¿Y Peter, qué paso con él?, grité. La mujer se llevó al pequeño

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con ella, fue la respuesta que recibí. Todo se transformó en tinieblas a mi

alrededor; era como si la tierra se hubiera resquebrajado bajo mis pies. Si

los vecinos no me hubieran agarrado a tiempo me habría derrumbado

como un saco de piedras. Cuando me recuperé del disgusto, me dirigí al

despacho del alguacil y le pregunté si sabía adonde había ido Anne-Bet

con mi hijo, pero este no pudo dar respuesta alguna. Media hora más

tarde entré de nuevo en mi casa y, llorando desconsoladamente, fui a caer

sobre la cama en la que mi amada esposa exhalara su último aliento.

Sobrecogido por un sentimiento que bordeaba en la desesperación, acabé

arrancándome los cabellos y llorando en el suelo. “Cuando empezó a caer la noche, Bartels, el marido de la mujer que

había acogido a mi pequeño, entró en la habitación y, posando su mano

en mi hombro, me dijo: Ven, amigo mío, ven conmigo. Le seguí sin

rechistar y, una vez dentro de su casa se volvió de nuevo hacia mí

diciéndome: Sé un hombre, y sé fuerte. Al decir esto, Bartels sacó al

pequeño Adrián, que aún dormía, de la cuna y lo acurrucó en mis brazos.

Recuerda que tu buena mujer, que Dios acoja su alma en su seno, te ha

dejado esto, terminó, haciéndose devotamente la señal de la cruz al

mencionar el nombre de Dios. Le di un beso al pequeñín y lo devolví a su

cuna todavía entre sollozos y lágrimas en los ojos.

“Al día siguiente marché con mi vecino Bartels a visitar la tumba de

mi mujer en la Iglesia de San Jacobo. Una vez dentro, mis labios se

negaron en redondo a pronunciar la oración habitual por el reposo de las

almas de los muertos. Aún seguía vestido con las ropas con las que había

llegado el día anterior y de forma convulsiva apreté con la mano el librito

que mi mujer había deseado con tantas ganas. ¡Porque por gracia sois

salvos!4 , suspiré entonces. En ese momento, y por primera vez, empecé a

comprender hasta cierto punto cuán ardua fue la batalla que tuvo que

librar el alma de esa mujer que ahora yacía debajo de la fría lápida de

piedra que se hallaba junto al altar principal de la iglesia.

“Sólo necesité unos pocos días para conseguir poner en orden los

asuntos de mis negocios y tener así las manos libres para marcharme otra

vez de viaje, pero la imagen de mi hijo mayor grabada en mi memoria no

me dejó respirar en paz ni un solo instante. También pensé entonces que

era digno de encomio que Anne-Bet hubiera decidido hacerse cargo de

mi hijo mayor al creer que su padre había muerto ahogado, pero el hecho

de haber desaparecido de esta manera y sin dejar rastro de su paradero me

dejó profundamente perturbado. Con estos pensamientos punzándome de

dolor, hice mis preparativos para el viaje y acordé con la señora Bartels

que se hiciera cargo de mi hijo pequeño durante mi ausencia.

“Se me ocurrió entonces que Anne-Bet no podría haberse marchado

a ninguna otro sitio que no fuera a la casa de su hermana en ‘s-

4 A los efesios, 2:8

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26

Hertogenbosch. Viajé hacia allí tan raudo como me fue posible y, una vez

llegado a esa población, encontré a la hermana pero ni rastro de Anne-Bet

o de mi hijo. Así que, desesperado, me volví hacia La Haya, donde le

pregunté a todo el mundo pero aún así no conseguí acercarme ni un solo

paso al objetivo que perseguía con tanto ahínco. Busqué y busqué y

busqué durante meses y ni aún así pude encontrar ni a Anne-Bet ni a mi

hijo”.

— ¡Pero eso es terrible! — exclamó la señora Hannes — ¿Pasó

mucho tiempo antes de que por fin

consiguierais encontrar a vuestro hijo?

— ¡Ay! — se quejó Harm — Todos mis intentos fueron en vano,

pues no he vuelto a ver más

a mi hijo! Por gracia he sufrido de buena gana hambre y sed, miseria y

pobreza, escarnio y dolor al servicio de mi Dios, y aún así sé que cada

momento de descanso y de paz en mi alma es todavía una inmerecida

gracia bendita que el Señor me concede. Pero una cosa sí que le he

rogado al Señor, y en respuesta a mi súplica he recibido de Él la promesa

que un día, aunque sólo sea una vez, se me concederá la oportunidad de

encontrarme con mi hijo primogénito antes de que yo muera.

— Que Dios tenga a bien concederte la respuesta a tus oraciones,

hermano — dijo Melis — pues a

pesar de que yo no tengo hijos, puedo hasta cierto punto imaginarme

cómo se debe sufrir cuando se pierde un hijo de esta forma. Pero, ¿qué

hiciste entonces con vuestro hijo menor?

— Podéis comprender — respondió Harm — que a partir de

entonces mi vida tomó entonces un rumbo diferente. No conocía paz.

Aunque no tenía mucho dinero, tuve sin embargo la oportunidad de

vender mi negocio en condiciones harto ventajosas. Por el momento

decidí dejar a mi pequeño Adrián al cuidado de la amable y compasiva

vecina que le había acogido anteriormente a la muerte de su madre,

pagándole una pequeña remuneración por sus esfuerzos. Cogí todo mi

dinero para dejarlo en las seguras manos del pescador que me salvara la

vida, un dinero que, sobre todo en estos tiempos que corren, es totalmente

indispensable. Allí se encuentra tan seguro como en un banco y, además,

he tenido allí siempre un refugio seguro cuando mis perseguidores me

pisaban los talones y cuando me veía obligado a desaparecer de la

circulación durante una temporada. Así que continué deambulando ahora

por aquí ahora por allá, siempre alimentado por el ansia de descubrir una

pista que me condujera hasta mi hijo. Mientras tanto, la gracia de Dios

que fuera implantada en principio en mi corazón continuó creciendo a

medida que la opresión se incrementaba a su vez, y no sería hasta algo

más tarde que aprendí a comprender que fue a través de un sendero de

sufrimientos y de amargo dolor que fui llevado más cerca de la presencia

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27

de ese Dios que me había escogido, o así quisiera yo creer, como vasallo

en Su gloria con el objetivo de diseminar Su pristina verdad.

Los presentes se hubieran quedado con gusto escuchando a Harm

durante mucho más tiempo si no hubiera sido porque la mujer de la casa

les conminó a irse a la cama, visto que de todas maneras Harm iba a

quedarse durante unos cuantos días si todo iba bien. Luego de arrodillarse

y recitar una oración todos juntos, todos se retiraron a sus respectivos

aposentos mientras Harm se hizo sitio junto a su hijo pequeño. Al día

siguiente y después del desayuno, la mujer se dirigió a Harm mientras los

tres granjeros se hacían cargo del ganado,.

— Es una lástima que no hubiéramos sabido antes que vendríais a

pasar unos días con nosotros.

Nuestros amigos pueden venir a visitarnos sin levantar la más mínima

sospecha, pues vivimos lejos de las rutas más transitadas y, visto que el

hielo es duro este año, un buen número de hermanos se visitarán los unos

a los otros viajando sobre patines. ¿Qué decís? ¿Os apetecería dar un

discurso educativo a nuestros amigos aunque no sean muchos los que

vengan?

— Será un placer — respondió Harm — Pues por pocos que sean

los que acudan, recordad lo que dicen las Escrituras: porque donde están

dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos5.

Aún así, ¿cómo informaréis a esas personas sobre el encuentro?

— ¡Dejad que yo me encargue de ello! — dijo la mujer, dicho lo

cual se dirigió rápidamente hacia el establo donde trabajaban en esos

momentos su marido y su hermano.

— ¡Escucha, Melis! — gritó la mujer — ¡Ponte rápido los patines!

Nuestro huésped Harm Hiddesz ha accedido a dar una charla para

nuestros amigos, así que marcha tan rápido como puedas y haz pasar la

voz por La Casa Azul y por El Peine! Pásate también por el local de

Geerte y también por el de Krelis van Dieren. ¡Ah, y si no te toma

demasiado tiempo, pásate también por la casa del molinero en el pólder

exterior!

— ¿Qué día y a qué hora le digo a la gente que venga?

— ¡Pues esta misma noche!

— Vamos a ver, mujer — protestó Hannes — Esta noche no creo

que sea buena idea. Todo el mundo sale a la calle el día de Navidad, y

como la gente vea que este y el otro se paran en nuestra casa, entonces

podríamos correr el riesgo de recibir visitas que no podríamos rechazar

con facilidad y que podrían traicionarnos. Sed, pues, prudentes como

serpientes, y sencillos como palomas6, dicen las Escrituras, así que no

ayudemos a alimentar las malas lenguas aún más de lo que ya están. Yo

5 San Mateo, 18:20 6 San Mateo, 10:16

Page 28: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

28

estoy a favor de reunirnos el día después de Navidad, siempre y cuando

no sea demasiado tarde por la noche. ¿Qué tal a las seis de la tarde? A esa

hora ya habrá oscurecido lo suficiente.

Así, y a pesar de las protestas de la mujer, se decidió posponer el

encuentro hasta el día siguiente. Cuando la mujer de Hannes entró en la

estancia para comunicarle a Harm el acuerdo alcanzado con su marido,

este estaba sentado junto al lecho de su hijo. El chico había dormido mal

durante toda la noche y había permanecido en cama por orden de su

padre. Harm miró a su hijo con un semblante que reflejaba una gran

preocupación, pues la fiebre se había apoderado de él y esta vez con más

fuerza que la noche anterior.

— ¿Qué es lo que debe tener el chico? — preguntó compasiva la

mujer.

— Creo que ha cogido un fuerte resfriado y que se agotó de tanto

andar y viajar en estos últimos días.

— ¿Por qué no dejasteis al pequeño al cuidado de algún amigo? Me

da la impresión de que el chico es demasiado joven como para

acompañaros a todas partes. ¡Y tampoco creo que le sobre fortaleza

precisamente, pobre chico!

— No era mi intención llevármelo conmigo a todas partes —

contestó Harm — Cuando Adrián tenía más o menos seis años de edad

me vi obligado a arrancarlo de las manos de sus cuidadores en La Haya.

Estos habían sido muy buenos con el chico pero aún así no pude permitir

que fuera educado en el credo papista, así que por primera vez me lo

llevé a ver a mi amigo el pescador. Allí el chico estuvo muy a gusto, pues

me aseguré bien, como podréis comprender, de que no le faltara de nada.

Sin embargo, tampoco podía quedarse allí para siempre, así que durante

mi reciente estancia en Emden llegué a un acuerdo con cierta familia, en

la que creí que podía depositar mi confianza, para traerles a mi hijo y

velar así por su educación y su futuro. Adrián lloró cuando tuvo que

despedirse del anciano pescador, lo cual da prueba de lo bien que se

había sentido allí. Así que, una vez llegado a Rótterdam, llegó a mis

oídos el rumor de que allí corríamos peligro, por lo que tuve que

abandonar la ciudad apresuradamente para evitar caer en las garras de los

agentes de la Inquisición que, sin saber yo cómo, habían recibido el soplo

acerca de mi presencia en la ciudad. Conseguí salir de Rótterdam

montado en la carreta de un granjero rumbo a La Haya, desde donde tuve

que caminar hasta Leiden a fin de encontrarme con Folkert, que me

estaba esperando. Mi plan era permanecer en Leiden hasta que se

resquebrajaran los hielos y se restableciera la navegación, momento en el

que hubiera viajado con mi hijo hasta Emden a través de Frisia. Vos

misma sabéis bien que los caminos del Señor son inescrutables para

nosotros los mortales.

Page 29: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

29

Por fortuna, Adrián no se vio falto de tiernos cuidados pues la mujer

del granjero, sintiendo una gran compasión por el chico, le trató como si

fuera su propio hijo, más aún si se tiene en cuenta que, a pesar de haberlo

deseado tanto, su matrimonio no fue bendecido con hijos. El reducido

grupo de amigos disfrutó de un plácido día de Navidad, antesala de ese

día que los católicos romanos aún conocen como el día de San Esteban.

Page 30: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

30

4

UN SERMÓN EXTRAORDINARIO

A la hora señalada por Hannes, el gran salón que se usaba como sala

de estar se llenó de granjeros y sus mujeres, artesanos y varios sirvientes

del castillo de Duivenvoorde. Aunque Melis no tardó mucho en llegarse

hasta los amigos de la nueva doctrina a pesar de que algunos vivían en

lugares bastante alejados, las noticias de que Harm Hiddesz iba a dar un

discurso en la casa de Hannes pasaron de unos a otros en secreto;

además, tal como había comentado la mujer de Hannes, durante esos días

el hielo era duro, así que casi todo el mundo pudo usar sus patines como

medio de transporte.

Hacía muchos años que la señora Hannes no recibía a tanta gente en

su casa, así que hizo lo que pudo para proporcionar a todos un asiento

decente: se trajeron bancos para las señoras y barriles vacíos para los

hombres. Al poco, incluso la sala de la gran tinaja de agua se llenó de

visitantes. No sin buena razón había elegido el prudente granjero Hannes

el día de San Esteban para este encuentro, pues este era un día en el que

todo el mundo salía a visitar a familiares y amigos y disfrutaban de buena

comida y bebida, de manera que si a algún granjero que pasara por ahí le

llamara la atención el ver a tantas personas entrando en la casa de Hannes

o el oír las canciones procedentes de su casa, sus sospechas se disiparían

enseguida al recordar el tradicional espíritu alegría que siempre rodeaba

la noche de San Esteban.

Todos los presentes cantaron un liedeke (himno) que daba testimonio

fehaciente de su alegría y de su confianza en el credo, y que decía así:

Regocijaros, creyentes todos

Aunque sólo unos pocos cerca vemos

Que mal nos traiga no habrá enemigo

Si Dios nos protege, derrotados no seremos

Así que ¿quién entonces os podrá ofender?

Más segura que Él no hay fortaleza.

Señor, ¿tendréis a bien darme protección

Contra el enemigo que ruge con furia?

Salvadme, Vos que sois mi salvación,

De los mortales colmillos de esas fieras.

Señor, invencible en batalla, Vos sois Rey,

Y a la victoria a todos nos llevaréis

O mi Dios, mi corazón con Vos anhela ser

Page 31: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

31

El sufrimiento de este vuestro hijo así veréis

Llamadle a Vuestro Reino junto a Vos7

Terminado el himno, Harm se asomó por la puerta de la pequeña

alcoba en la que había pasado unos minutos a la vera de su hijo Adrián,

enfermo y postrado en la cama, y entró seguidamente en la sala,

saludando a los visitantes, estrechando manos con varios granjeros que ya

conocía de anteriores viajes y, finalmente, tomando su lugar detrás de la

gran mesa en la que la mujer de Hannes había colocado unas cuantas

velas más que de costumbre en esa casa por tratarse esta de una ocasión

tan especial. Así, y tras una simple pero conmovedora oración que todo el

mundo pronunció en pie, Harm comenzó su sermón.

Durante siglos, explicó, la costumbre de la iglesia cristiana era

relatar la historia del martirio de San Esteban el día después de Navidad.

Aunque tanto él como sus amigos eran considerados como profesantes de

una nueva doctrina, Harm no conocía una manera mejor de rebatir esta

errónea idea que no fuera negándose a romper con esa antigua costumbre,

pues lo que buscaban no era una nueva religión sino la reforma de una

iglesia que se hallaba sumida en la ignorancia y en la superstición. Harm

abrió entonces su Biblia, esa misma Biblia que había comprado en

Amberes para su mujer y de la que nunca se separaría desde entonces, y

procedió a leer parte del capítulo 2 de San Lucas, pasando seguidamente

al versículo 6:8 de los Hechos de los Apóstoles. Luego de haber llamado

la atención de sus correligionarios sobre el hecho de haber podido

presenciar la gran misericordia de Dios puesta de manifiesto durante el

nacimiento de Su Hijo, y sobre el gran consuelo y alegría que este hecho

causaría en los creyentes de todas las épocas, Harm Hiddesz continuó de

esta forma:

— … pero desde el momento en que es parte de la naturaleza

humana el permanecer insatisfecho a pesar de recibir esta alegría, y que,

así, bajo la pretensión de andar en busca de una alegría devota acaba

añadiéndole una alegría vana o terrenal a la celebración, los padres de

antaño decretaron justamente por tanto que este día debía ser celebrado el

día después de la conmemoración del nacimiento de Cristo y así, por

tanto, ningún hombre podría entonces pasar este día señalado haciendo

gala de comportamientos inadecuados o parranderos. Bien podemos ver

entonces que así como nuestros devotos antepasados decretaron que el

sagrado nacimiento de Cristo fuera conmemorado cada año de manera

que todo hombre pudiera siempre recordarlo, así Satanás por su lado

operó en dirección contraria instituyendo fiestas nocturnas en las fechas

del 18 de noviembre y del 20 de enero, días en los que la gente se reúne

para comer y beber en exceso y para comportarse de forma alocada con el

7 Uno de los himnos del Veelderhande Liedekens (1569).

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32

objetivo de llegar a olvidarse lo más rápidamente posible de la gran

misericordia que supone para el hombre este hecho milagroso. Más aún, a

estas noches se las denomina nochebuenas pero, mis queridos amigos,

también se las podría llamar las noches de los locos, pues es ciertamente

una locura total el trocar esta divina alegría por una temporal.

“Así fue como Satanás lo corrompió todo, pues tan pronto como

conmemoramos la sagrada resurrección de Cristo para nuestra propia

justificación, - y para no olvidarnos de cuánto hizo Él por nosotros ni

permitir que este recuerdo o conmemoración de Su amargo martirio

abandone nunca nuestros corazones ni nuestras mentes -, digo, justo el

día después de Pascua, Satanás instala una feria a las puertas de la ciudad

para que unos a presumir de sus preciosas vestimentas, otros a empinar el

codo hasta la saciedad y otros incluso a adornarse y engalanarse hasta la

coronilla. En todo esto se afana Satanás a fin de desviar la atención de los

hombres lejos de la devota meditación, pues bien sabe el diablo que no

hay espacio disponible en el corazón del hombre mientras este se ocupe

con pensamientos y reflexiones sobre el sufrimiento de Cristo. Así, con el

objetivo de impedir que esta ave de rapiña picotee la semilla plantada en

los dominios del corazón, y para conseguir que los hombres recién

nacidos y creyentes permitan que esa semilla germine profundamente en

esa tierra hasta conseguir enraizarse y dar fruto, vamos entonces a

descubrir en este texto aquello que el destino les depara a aquellos que

aceptan a Cristo y son unidos a Él. Bien sabido es que Cristo es sinónimo

de agravio para los judíos y de insensatez para los griegos, y para que

aquellos que dan la bienvenida al Cristo Rey recién nacido en el día de

Navidad puedan calcular el coste de tal acción y darse cuenta de lo que

Sus creyentes esperan de tal celebración, - de forma que no piensen más

tarde que hayan sido engañados -, os ruego que tengáis en consideración

el verdadero ejemplo que nos ofreció este santo y dichoso hombre

llamado Esteban.

No nos es posible transcribir el sermón entero que pronunció Harm

Hiddesz, pero nuestros lectores están suficientemente familiarizados con

la forma de predicar de nuestros primeros testigos evangélicos de aquella

época, así que basta con mencionar que el discurso de Harm aquella

noche llegó a echar chispas alimentado por el fuego del Espíritu y la

fuerza de su fe. No fue por tanto una sorpresa que los presentes se

sintieran como hipnotizados por el movimiento de los labios de Harm

Hiddesz, pues raramente tenían la oportunidad de oír palabras como las

que este pronunciaba en esos momentos, y tanto anhelaban el Pan de la

Vida que no sintieron el más mínimo reparo en desafiar todos los castigos

con los que se les amenazaba en los bandos promulgados por el tiránico

gobierno y lanzarse a recoger unas cuantas migajas de ese Pan.

El orador llegó entonces a la conclusión de su discurso.

Page 33: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

33

— Por lo tanto, ¡oh, vosotros los amados hijos elegidos del Señor,

vosotros que anheláis recibir Su consuelo y alcanzar la liberación,

vosotros que ciertamente teméis y os sentís preocupados por vuestras

almas, load y agradeced al Padre misericordioso que tuvo a bien enviaros

al Salvador, sí, al Conciliador! Acerquémonos a Él en este glorioso día,

conmemoremos Su nacimiento y roguemos que Él nazca también en

nuestros corazones, y celebremos Su fiesta pues esta nos llevara al

regocijo eterno; pues la Navidad nos servirá de muy poco incluso si la

celebramos cada día si Su nacimiento no está siempre en nuestros

corazones; pero si recibimos esta gracia, Él vendrá de nuevo a nosotros y

morará en nuestros corazones en compañía del Padre y del Espíritu

Santo. ¡Que el Padre misericordioso nos conceda esta gracia a través de

Jesucristo, Su Hijo recién nacido que, junto al Padre y al Espíritu Santo,

vivirá y triunfará por los siglos de los siglos, Amén!.

Acto seguido, Harm pronunció una corta oración con la que dio

punto final al encuentro. Cuando todo el mundo se preparaba para

abandonar la casa, un viejo granjero se acercó al orador y, colocando una

moneda de oro en su mano, dijo: — Esto es para nuestros hermanos que

sufren. Las palabras de oro no pueden ser pagadas con calderilla.

Page 34: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

34

5

A LA CAZA DEL HEREJE

Poco sospechaban los hermanos reunidos en esta asamblea que la

reunión había despertado la curiosidad de alguien que podía considerarse

como cualquier cosa excepto un amigo. Aart, - precisamente el granjero

que había negado a dar cobijo a Harm Hiddesz y a su hijo -, se había

cruzado durante la tarde temprano, cuando se dirigía patinando a casa de

un amigo, con varias personas que apenas respondieron de pasada a su

saludo. Aart se percató entonces de que estos se encaminaban hacia la

casa de Hannes, hecho que despertó sobremanera su interés. ¿Qué se

estará fabricando en esa casa?, se preguntó, ¡Hannes no es precisamente

uno que reciba demasiadas visitas!

Cuando Aart regresó a su casa un par de horas más tarde, le dio la

impresión de oír que el viento transportaba el rumor de gente cantando.

Aart aguzó el oído y de nuevo se sintió azuzado por la curiosidad,

siéndole imposible resistirse a la tentación de tomar de nuevo la helada

senda fluvial para acercarse a la casa de Hannes. Cuando llegó, el perro

se puso a ladrar, pero nadie le prestó atención pues todo el mundo se

hallaba en esos momentos absorto oyendo las palabras del orador y,

además, muchos granjeros de la vecindad habían pasado patinando junto

a la casa provocando la misma reacción en el can.

Aart se colocó a hurtadillas bajo una de las ventanas de la casa y lo

que vio a través de las rendijas de las persianas le causó una gran

sorpresa. Podía oír la voz de alguien pero no podía entender lo que se

estaba diciendo ni tampoco ver al que hablaba, pero sí pudo ver las caras

de algunas personas a las que conocía sentadas inmóviles en fila y que

parecían estar embelesados escuchando al orador. Aart no podía entender

lo que ocurría. ¿Qué significa todo esto?, murmuró, ansioso por asomarse

un poco más para escudriñar mejor; pero fue en ese preciso momento que

acertó a vislumbrar a una mujer que se levantaba de su asiento y,

creyendo que iba a salir afuera a hacer callar al perro que estaba

encadenado y que no paraba de ladrar, Aart se apresuró a marcharse

patinando a toda velocidad. Tras llegarse hasta el Vliet, Aart decidió

pasarse por la cantina del embarcadero donde quizás podría enterarse un

poco más sobre lo que estaba ocurriendo o al menos, en todo caso,

charlar con el posadero sobre este extraño asunto. Hay que tener en

cuenta que todo lo que ocurría especialmente en el campo, por muy

insignificante que pudiera ser, tendía a convertirse en un acontecimiento

en la vidas cotidianas tanto de los granjeros como de los vecinos de los

pueblos.

Page 35: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

35

El posadero no pudo ofrecerle explicación alguna, por supuesto, por

lo que se enzarzaron en hacer todo tipo de conjeturas, hasta que de

repente el silencio que imperaba fuera de la cantina se vio roto por el

golpeteo de cascos de caballos. Aart y el posadero se apresuraron a salir

a ver lo que ocurría, pues aún más raro era que pasaran hombres a caballo

por la ribera del Vliet a esa hora de la noche que el hecho de que se

celebrara una reunión en la casa de Hannes. Los jinetes, tres en total,

tiraron de las riendas para detenerse al llegar a la cantina.

— ¡Oye tú, fulano! — gritó el cabecilla —, ¿es esto una posada?

— ¡En efecto, nobles señores! — respondió el posadero

inclinándose en humilde reverencia. Su agudo olfato de posadero había

detectado rápidamente que no estaba tratando con huéspedes ordinarios.

— ¿Les apetecería a los caballeros desmontar durante un rato?

Tengo a su disposición un establo para guardar y abrigar a los caballos.

— ¿Qué piensas, Antonio? — preguntó el jinete al que estaba a su

vera.

— ¡No sé para que preguntas aún! En todo el día no hemos hecho

otra cosa que cabalgar arriba y abajo bajo este tiempo horrible. ¡De

verdad que si hubiera sabido que iba a hacer este frío en este país de

ranas al que os da por llamar Holanda, no me hubiera movido del sur!

Sin añadir más palabra, el hombre que respondía al nombre de

Antonio se apeó de la silla. El tercer jinete se apeó también y cogió las

riendas del caballo de Antonio.

— ¡Llévatelos adentro, Sjoerd! — ordenó uno de los hombres. Aart,

que de tanta curiosidad como sentía se mostraba ahora de lo más atento,

le guió hasta el establo que se encontraba justo detrás de la cantina y que

era usado para alimentar a los caballos de sirga que se utilizaban durante

el verano para tirar de las barcazas. Poco más tarde, ambos entraron en la

cantina en la que los otros dos jinetes ya se estaban tomando grandes

jarras de cerveza. Ahora que se habían sacado las capas de montar y se

podía ver su indumentaria y los estoques que llevaban sujetos a sus

costados se podía deducir sin dificultad que eran soldados; y también se

pudo deducir por el tono de su voz de mando al dirigirse a Sjoerd que

este viajaba con ellos como sirviente, lo que significaba que los dos

soldados ocupaban un rango importante en el escalafón del ejército del

gobierno.

— ¡Ven aquí un momento, posadero! — gritó el que parecía ser el

jefe. — Tengo una pregunta que hacerte, pero no me mientas ni me

pongas excusas, ¿me oyes?, o te enterarás enseguida de con quién estás

lidiando — dijo mientras le daba toquecitos a su espada, lo que hizo que

el corazón de Aart diera un vuelco del susto. Sin embargo, el posadero ni

siquiera parpadeó.

— Inquirid sin demora, noble señor, y os diré todo lo que sepa —

contestó tranquilamente.

Page 36: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

36

— ¿Habéis visto a un hombre pasar por aquí recientemente cargado

con un saco de buhonero o algo parecido? ¡Y no me mientas!

— Por aquí pasan muchos buhoneros que responden a esa

descripción — respondió el mesonero — pero no tantos en esta época del

año como en verano.

— ¡No te estoy preguntando quién pasa por aquí en verano — gritó

con rabia el soldado —, sino a quién habéis visto aquí durante los dos

últimos días!

El posadero se puso a consultar su memoria.

— ¡Esperad un momento! — exclamó entonces — Anteayer pasó

por aquí un hombre como el que describís que viajaba con un chico de

unos doce años de edad.

El soldado dirigió la mirada a su amigo Antonio.

— No puede ser ése entonces — dijo mientras negaba con la

cabeza.

Antonio encogió los hombros. El tema no parecía ir mucho con él.

— ¡Qué daría yo por un buen vino de Malvasía en vez de esta

porquería amarronada! — contestó entonces este mientras apartaba la

jarra de cerveza con desdén.

El posadero sintió la necesidad de levantar los ánimos de sus

clientes.

— ¿Podría su excelencia proporcionarnos una descripción más

detallada de la persona que está buscando?

El oficial le observó fijamente.

— Tú eres un buen católico, ¿verdad?

— Que no quepa duda alguna — replicó el posadero con talante

orgulloso.

— Bien entonces — prosiguió el oficial — Estamos buscando a un

hereje de la más peligrosa calaña. De acuerdo con nuestras

informaciones, este individuo podría haber estado intentando atravesar

Leiden en su camino para intervenir en una de esas reuniones de herejes

en los que estos perros no se dedican más que a pisotear la hostia sagrada

y quién sabe qué otras cosas abominables que les venga en gana.

Sabemos que no ha conseguido aún llegar a Leiden, pues la vigilancia allí

organizada se habría ya enterado, y que tampoco volvió a La Haya. Por

tanto, debe esconderse en algún lugar de por aquí.

Aart se armó del coraje suficiente para acercarse un poco más a esos

hombres. Las palabras pronunciadas por ese oficial echaron luz sobre

algo que rondaba por su cabeza pero aún así no se atrevió a decir una

palabra.

— Que no se te olvide — prosiguió el oficial — que podrías

ganarte un buen ducado de oro y un lugar en el cielo si nos pones tras los

pasos de este maldito hereje.

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37

Por muy buen católico, apostólico y romano que fuera el posadero, el

ducado le atrajo bastante más que ese lugar en el cielo, pero por mucho

que se pusiera a pensar no consiguió ampliar la información que había

suministrado hasta el momento.

La promesa del ducado también hizo mella en Aart, a quien por

cierto también se le conocía como Aart “el tacaño”, y no fue hasta que

consiguió dibujar los trazos de esta moneda de oro en su mente que

consiguió dejar de lado sus reticencias.

— Quizás yo podría mostrarles el camino a los caballeros — dijo

tímidamente.

— ¡Habla, hombre! — le interrumpió el oficial. Y Aart les contó

todo lo que había visto.

— ¡Por San Martín! — exclamó el oficial levantándose de un

brinco del banco— ¡Ahí debe encontrarse ese hereje! ¡Rápido, Antonio,

date prisa! ¡Esos herejes son tan escurridizos como las anguilas cuando

intentas pescarlos!.

El relato de Aart también surtió efecto en Antonio, pues este pareció

haberse despertado de golpe.

— Mejor que dejemos los caballos aquí — dijo este mientras se

acomodaba la espada al cinto.

— Sin duda, no nos sería fácil cruzar los hielos con los animales.

— Y tú nos mostrarás el camino. Cuando agarremos al hereje con

la ayuda de mi santo patrón, recibiréis el ducado prometido.

Aart guió a los tres soldados. Poco más tarde llegaron a corta

distancia de la casa de Hannes.

— ¡Ahí la tenéis, noble señor!

— Muy bien. Vuelve a la cantina y espéranos allí.

Esto dicho, el oficial y Antonio, acompañados de Sjoerd, se

acercaron a la casa de Hannes. Sin embargo, a pocos pasos de la casa

fueron parados por los ladridos del enorme perro vigilante de la granja al

que Bouke había desencadenado unos minutos antes de su llegada.

Ladrando furiosamente, el perro arremetió de un salto contra los

hombres, imposibilitándoles el seguir adelante pues todo intento de

deshacerse del perro fue en vano.

— ¡País asqueroso! — clamó Antonio mientras intentaba golpear al

perro con su estoque para evitar que este le mordiera las piernas. —

¡Vaya cuadro, tres soldados de élite al servicio del rey puestos en jaque

por un monstruo como este!

Mientras, el oficial se rodeó la boca con una mano y gritó tan alto

como le fue posible.

— ¡Ah de la casa, abrid esa puerta! — pero la gente que se hallaba

dentro no demostró tener prisa alguna en cumplir su orden.

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38

— ¡Esa gente debe de estar durmiendo! — se atrevió a comentar

Sjoerd, pero el oficial dejó tronar su poderosa voz que retumbó lejos en la

distancia de los campos.

Sin embargo, la gente de la casa no estaba precisamente durmiendo.

La señora Hannes estaba sacando los platos usados durante la cena

cuando Bouke entró en la casa de vuelta de sus acostumbradas rondas

con el rostro desencajado.

— ¡Señora Hannes! — gritó excitado — ¡Unos hombres caminan

hacia aquí por el sendero del molino, y he podido ver que vienen

armados!

La señora Hannes llamó entonces a su marido y a Melis y acto

seguido los tres se dirigieron hacia la puerta. No existía duda alguna

sobre ello, estos hombres venían directamente hacia su casa y además

pudieron vislumbrar el destello metálico de sus espadas bajo la clara luz

de la luna.

— ¿Está el perro desatado? — preguntó Hannes.

— Sí — contestó Bouke.

— Entonces, metámonos dentro inmediatamente. ¡Debemos decidir

qué hacer, pues esta visita no viene a santo nuestro sino de nuestro

huésped!

El grupo deliberó durante unos instantes. Todos acordaron que

resistirse no era una opción, pues ello únicamente daría lugar a un

derramamiento de sangre y a grandes problemas. Harm Hiddesz se había

ofrecido a rendirse si era cierto que venían a por él.

— No quiero que os metáis en problemas por mi causa — dijo —

Mi Padre celestial, que es el Juez de todas las viudas y Padre de todos los

huérfanos, tendrá misericordia de mi hijo.

Mientras, afuera el perro ladraba aún más furiosamente. La mujer del

granjero alcanzó rápidamente una decisión.

— Rápido, Bouke — susurró — llévate al señor Harm a tu cama de

la vaqueriza; y vosotros — continuó dirigiéndose a los demás — dejad

que me encargue yo de esto. Marchaos a la cama y esperad allí hasta que

os llame.

Ni Hannes ni Melis tenían la más ligera idea de lo que tramaba la

mujer pero no dudaron en obedecerla al instante. Mientras, afuera el

capitán gritó por tercera vez. La señora Hannes se apresuró hacia la

puerta y la abrió.

— ¡Sacadnos ya de encima a este maldito animal! — gritó con

áspera voz uno de los soldados.

— ¡Aquí, Belo, ven aquí! — gritó la mujer. El perro, obedeciendo a

esa voz que tan bien conocía, se acercó a ella ladrando por el camino

hasta que la mujer al final lo agarró y encadenó cerca de la casa —

¡Buenas noches, caballeros! — saludó entonces la mujer lo más

amablemente que pudo a los hombres que se aproximaban.

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39

— ¿A qué se debe el habernos hecho esperar durante tanto tiempo?

— preguntó con brusquedad el capitán.

— El perro a menudo se pone a ladrar por la noche, incluso cuando

no vienen visitantes, y justo en ese momento estaba yo ocupada cuidando

de mi hijo enfermo. Pero entrad, caballeros, y os ruego me digáis a qué se

debe vuestra visita.

Los tres soldados, sorprendidos por tan calma recepción, siguieron a

la mujer hasta la sala de estar mientras ella gritaba a viva voz desde el

vestíbulo.

— ¡Hannes, baja, que tenemos visitantes!

— ¡Creo que ese perro miserable me ha mordido a través de la

bota! — se quejó entonces el capitán mientras se dejaba caer sobre un

gran banco de madera — ¡Pues sí— prosiguió —, mira, estoy sangrando

como un cerdo!

— ¡Oh!, pero no es culpa del perro — exclamó la mujer a la vez

que se apresuraba a alcanzarle agua y vendas que el capitán usó de tal

manera que no cupo la mejor duda de que esta no era la primera vez que

se vendaba una herida. Mientras tanto, Antonio y Sjoerd estaban echando

una mirada inquisitiva por la habitación y Hannes y Melis, que no sabían

qué otra cosa hacer, estaban parados inmóviles en el umbral de la puerta.

— ¿Es ése vuestro marido? — preguntó el capitán.

— Sí, mi señor — respondió la mujer mientras le ayudaba con las

vendas. — El de ahí es mi marido, y el otro es mi hermano.

— ¿Recibisteis bastantes visitas anoche, verdad? — prosiguió el

capitán.

— Es nuestra costumbre recibir bastantes visitas en la noche de San

Esteban — respondió evasivamente la mujer del granjero.

— Sí, pero una casa entera llena de gente no es costumbre — dijo

el capitán mirándola penetrantemente en los ojos.

— ¡Bueno, bueno, tampoco estaba tan llena la casa!

— ¿Todavía se encuentra aquí ese hombre que acogisteis ayer? —

preguntó entonces el capitán con la intención de confundirla con esta

repentina y directa pregunta.

— ¿Se refiere mi señor a ese pobre buhonero que llegó hasta aquí

muerto de agotamiento? — preguntó la mujer adoptando un inocente

tono de voz.

— En efecto, ¿dónde está?

— Pues ahora mismo está durmiendo en la vaqueriza con el

jornalero. Nosotros, la gente de campo, tenemos muchos problemas con

esos vagabundos pero jamás damos la espalda a una obra de misericordia,

y menos aún en el día de Navidad. El hombre parecía ser de fiar.

— Eso es lo que vos creéis — le interrumpió el capitán. Su franca

admisión le hizo creer que estos granjeros no tenían ni idea de lo

peligroso que era el individuo que alojaban en su granja. — Eso es lo que

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40

vos creéis — repitió — ese hombre es uno de los herejes más peligrosos

que pululan por nuestro país creando conflictos. ¡Llevadme a él ahora

mismo!

Dichas estas palabras, Sjoerd desenvainó su daga y los tres hombres

se dirigieron hacia la vaqueriza siguiendo los pasos de la mujer del

granjero.

— ¡O mi mujer ha perdido la chaveta o ya no entiendo nada de lo

que ocurre! — le susurró Hannes a su cuñado. Melis encogió los

hombros, pues el comportamiento de su hermana le resultaba también de

lo más incomprensible. Mientras, Bouke, obedeciendo una señal de la

mujer, permaneció postrado inmóvil en su cama, que estaba emplazada

en una esquina del establo, mientras que un poco más allá Harm Hiddesz

se encontraba arrodillado frente a un catre parecido al de Bouke.

— ¡Fíjate en este hereje hipócrita! — gritó el capitán. Dicho esto,

agarró a Harm Hiddesz por el chaleco diciéndole: — ¡Mi prisionero sois

en el nombre del rey! — Harm se puso en pie y miró a la mujer del

granjero por un instante sin pronunciar una sola palabra. Si su razón de

entregarle a los soldados era la de poner a su hijo a salvo, pensó Harm,

entonces se sentiría agradecido hacia ella durante el resto de sus días.

De vuelta a la sala de estar de la casa, Antonio y Sjoerd cachearon a

Harm, pero no le encontraron nada sospechoso encima. La pequeña

Biblia que siempre le acompañaba estaba ahora escondida bajo las

mantas de la cama de Adrián.

— ¿Dónde está su saco? — preguntó el capitán. Lo tenía la señora

Hannes. — Siempre nos ocupamos de guardar los enseres de estas gentes

— dijo — cuando les ofrecemos cobijo por la noche, ¡pues no sería la

primera vez que nos roban como recompensa por nuestra hospitalidad!

La mujer les entregó el saco que, a su vez, tampoco guardaba nada

que pudiera despertar sospecha alguna, lo que no podía considerarse

sorprendente. Aunque Harm hubiera traído el triple de los libros que

trajo, aún así no hubiera quedado ni uno tras la reunión, pues los

asistentes habrían adquirido hasta el último ejemplar a cambio de la

voluntad.

— ¿Puedo preguntaros con qué derecho me arrestáis e interrogáis?

— le preguntó Harm al capitán.

— ¡Aquí tienes la orden de detención! — replicó inmediatamente el

capitán mostrando un pergamino firmado por Del Castro, Inquisidor

Mayor de la provincia de Utrecht. — Te hemos seguido la pista ya desde

Schoonhoven, pero te perdimos el rastro cerca de Dordrecht para luego

volver a hallarlo en Rótterdam. ¡Por muy listo que fueras, supimos como

llegar hasta ti!

Mientras el capitán hablaba, la señora Hannes montaba una

pantomima de exclamaciones y manoteos para mostrar su profunda

sorpresa.

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41

— ¿Y qué me decís si os digo que os habéis equivocado de

persona? — le incriminó Harm.

— ¡Yo nunca cometo un error! — fue la tosca respuesta del oficial

— e incluso si este fuera el caso, siempre tenemos tiempo de darnos

cuenta más tarde. ¡Sjoerd, átale las manos al prisionero, y pongámonos

ya de una vez en camino!.

Una mueca de dolor apareció entonces en el rostro del prisionero,

pero no a causa de la estrecha correa de cuero con la que Sjoerd le estaba

apretujando las muñecas en la espalda, sino por el temor que le sobrevino

de no poder volver a ver a Adrián nunca más y de tener que marcharse

sin siquiera poder decirle adiós a su hijo, pensamientos que le rajaron el

alma como si fueran espadas. Sin embargo, Harm estaba obligado a

reprimir sus sentimientos, pues una sola palabra fuera de lugar podría

poner en peligro no sólo la seguridad de su hijo sino también su vida,

pues la Inquisición no hacía distinciones de edad.

Mientras, la señora Hannes parecía saber con exactitud lo que

ocurría dentro del alma de Harm

, pues se ocupó de hacerle llegar de manera casi imperceptible un gesto

de aliento con la cabeza.

— ¡Pero no se marcharan los señores ahora de esta manera! —

exclamó la mujer con dulzura dirigiendo su mirada hacia el capitán. —

¡Anda, Hannes! — prosiguió girándose ahora hacia su marido, — no te

quedes ahí embobado mirando y saca los vasos. Estoy segura de que a los

señores les apetecerá tomarse una bebida que les reconforte en este frío.

El capitán era un excelente servidor y soldado de su rey, pero la

palabra “vaso” tenía un gran e infalible poder de embrujo sobre él,

especialmente cuando podía anticipar que iba a ser llenado con algún

brebaje alcohólico. El efecto alcanzó también a Sjoerd, quien se estaba ya

pasando la mano por los labios. Antonio a su vez respingó con desdén.

— ¿Y qué hacemos con ése mientras? — preguntó el capitán

apuntando con el dedo a Harm. La mujer del granjero abrió entonces una

puerta que daba paso a uno de los cuartos de la casa. — Encerradle ahí

dentro por el momento — dijo — ¡La presencia de un hereje podría

arruinar el sabor de una buena bebida!

El capitán echó un vistazo dentro de la habitación que la mujer había

abierto. El cuarto albergaba un grande y viejo baúl de madera de roble

pegado a la pared al otro lado de la repisa de la chimenea y que servía

para guardar las ropas blancas. Su única ventana tenía barrotes de hierro

como protección contra los ladrones y la abertura de la chimenea estaba

cubierta con un plafón de madera toscamente pintado. La puerta que

ahora se hallaba abierta, se convenció el capitán, era la única salida

posible de la habitación. Sin más deliberación, el prisionero esposado fue

empujado dentro de la oscura habitación.

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42

— Si hubieran llegado dos horas antes, esto no hubiera acabado tan

bien — murmuró Hannes. Mientras tanto, su mujer se puso a servir

bebidas a sus invitados, y el capitán, totalmente tranquilizado por el

comportamiento de la mujer, y sintiéndose ahora a gusto, se relajó y se

concentró en disfrutar de la intoxicadora bebida. La mujer tampoco

ahorró gastos a la hora de servirles, pues no paró de llenarles los vasos a

los soldados mientras hablaba con el capitán sobre temas heréticos y de

Harm Hiddesz.

— No parece que la bebida sea del placer de mi señor — le dijo a

Antonio en cierto momento.

— Pues no, mujer, en mi país no bebemos este caldo. ¡Allí

preferimos un vaso de buen vino!

— ¡Pero, mi querido señor, si yo hubiera sabido eso antes! Tengo

una gran vasija de vino en la bodega. ¿Te acuerdas, Hannes, aquella que

nos regaló el señor del feudo cuando caíste tan enfermo? ¡Me voy a por

ella ya mismo!

Dicho esto, la mujer salió de la habitación completamente decidida a

alcanzar su objetivo pero antes de bajar a la bodega se desvió hacia la

vaqueriza y se fue a buscar a Bouke, que en esos momentos estaba

esperando sentado al borde de su cama, y seguidamente le susurró

rápidamente algo en el oído. El pequeño hombre hizo una mueca y la

sonrisa que la acompañó hizo que su deformado rostro se distorsionara

aún más. Unos pocos minutos más tarde, la señora Hannes, de vuelta ya

al salón, colocó la gran jarra sobre la mesa. Como ya se estaba haciendo

tarde y el capitán insistía en marcharse, la mujer empezó a mostrar

señales de intranquilidad. Hannes, que conocía a su mujer desde hacía ya

muchos años, se dio cuenta de que algo iba mal. No paraba de hablar, lo

que para Hannes era una señal inequívoca de que estaba intentando

camuflar su desasosiego. Finalmente, el capitán se puso en pie

balanceándose levemente y los otros dos siguieron su ejemplo.

— Y ahora, buena gente — anunció — tened por seguro que no me

olvidaré de elogiar vuestra hospitalidad ante autoridades de mayor

influencia que la nuestra. ¡Sjoerd, saca al prisionero!

El soldado abrió la puerta de la habitación. Harm Hiddesz había

desaparecido.

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43

6

EL SECRETARIO DEL INQUISIDOR

El cortante viento del este que soplaba desde hacía varios días

amainó para dar paso a los vientos del oeste, tras lo cual las heladas

temperaturas bajaron en intensidad y el cielo se llenó de copos de nieve

de gran tamaño que se balanceaban suavemente en su caída desde el

grisáceo y encapotado cielo.

Hacía un buen rato que el joven vestido con hábitos de cura se

encontraba frente a uno de los muchos ventanales del monasterio de

Santa Clara de Leiden, mirando con ojos melancólicos a través de los

cristalitos del abovedado ventanal, hasta que por fin empezó a mostrar

señales de cansancio bajo la incesante caída de la nieve. Se dirigió

entonces con desgana a la mesa cubierta con un mantel verde sobre la que

se encontraban varios pergaminos, algunos de los cuales estaban

estampados con sellos de gran tamaño, unas pocas plumas y un tintero de

peltre recién pulido.

— Qué raro — murmuró para sí — pero desde que volví a

Holanda, es como si me hubiera convertido en una persona diferente.

Tampoco me gusta la labor que llevo a cabo aquí. ¡Todo lo que hago es

escribir y escribir —. Con un suspiro, el joven cogió una pluma de ganso

de la mesa. Levantando la voz, siguió quejándose. — Este lío de

concejales y magistrados es una disputa interminable. Si nos dejaran a

nosotros dilucidar estos asuntos, sería mucho más fácil poner en práctica

las órdenes de nuestro ilustre señor y príncipe que tan claramente se

enuncian en los edictos, pero no, todo lo que hacemos lo estrangulan la

obstinación y el orgullo de estos tercos burgueses, ¡como si los

privilegios y las costumbres locales fueran tan importantes como para

poner de lado los intereses de nuestra santa madre iglesia!

— ¡Eso es lo que yo llamo hablar como un hombre de verdad,

Cornelio! — le interrumpió una voz. Sorprendido, el joven cura se giró

hacia el lugar de donde provenía esa voz. Un sacerdote alto, delgado y de

grisácea barba acababa de hacer su entrada tras correr la cortina de

terciopelo que cubría una de las entradas a la estancia.

— Perdonadme, Reverencia, pero en la soledad uno tiende a hablar

solo en voz alta.

— Aquí eso lo puedes hacer sin temor, Cornelio — contestó el

viejo cura — pero recuerda que, por lo general, esta no es una costumbre

digna de elogio. Las mejillas del joven cura de pelo rubio se enrojecieron.

— Vamos, vamos — dijo el anciano — No fue mi intención regañarte,

sobre todo teniendo en cuenta que lo que has estado murmurado es fiel

reflejo de lo que yo mismo siento. Es imposible que podamos hacer

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44

progreso alguno con estas autoridades de toda índole. Tan pronto como

damos un paso fuera de nuestro despacho encontramos resistencia por

todos los lados, raramente recibimos cooperación alguna. Cada villa y

señorío tiene sus propios privilegios particulares, así que ay si se nos

ocurre aunque sólo sea rozarlos. Creo que los paisanos holandeses

preferirían la total destrucción de nuestra sagrada fe y de la iglesia antes

que sacrificar o renunciar a una sola de ésas llamadas libertades. También

me he dado cuenta de que los magistrados de aquí muestran muy poco

respeto por las extensas cartas de autorización que les enseño. No me

sorprendería nada que muchos de ellos estuvieran contaminados con esta

herejía y que no estén más que esperando la oportunidad propicia para

mostrar sus cartas. Pero por el momento, no debemos preocuparnos de

estos problemas. Es mejor que nos concentremos en sacarnos de encima

todo este trabajo antes del mediodía.

El cura de barba canosa, que se había paseado de un lado al otro de

la habitación mientras decía estas palabras, tomó asiento al otro lado de la

mesa del joven Cornelio. Canónigo de la iglesia de San Juan de Utrecht,

el anciano pasó a reemplazar a Lethmate como Inquisidor Provincial en

mayo de 1555. De nombre Nicolás Del Castro, este era un hombre

radicalmente diferente de sus predecesores en muchos aspectos,

especialmente en cuanto a su manera de responder a las variopintas leyes

que regían en los lugares en los que operaba. Así, lejos del

comportamiento de sus predecesores, Del Castro siempre intentaba

respetar los distintos privilegios que gozaban las localidades holandesas y

llegar a acuerdos y soluciones pacíficas que fueran en beneficio tanto de

estos privilegios como de los edictos gubernamentales. Quizás fuera

gracias a su cuidadosa y relativamente moderada forma de actuar que

Granvelle, - desesperado en sus esfuerzos por calmar el siempre creciente

malestar que se respiraba en las provincias -, decidiera recompensarle en

1562 en Malines por sus servicios prestados ascendiéndole al puesto de

obispo principal de Middelburg.

Cornelio se había puesto ahora a escribir con diligencia. Aunque

hacía poco que había sido destinado como secretario de Del Castro, este

ya había sentido un interés paternal por el joven prelado. Nacido en

Holanda, Cornelio se quedó huérfano a los pocos años. Un compasivo

familiar le acogió bajo su tutela y, luego de que el duelo por la pérdida de

sus padres empezara a remitir, Cornelio fue internado en un monasterio,

no sólo con la intención de proveerle con una buena educación sino

también para instruirle en la carrera eclesiástica.

Al principio sus profesores tuvieron bastantes problemas con él. No

es que su diligencia fuera grande ni su conducta ejemplar, todo al

contrario, pero el problema es que el chico había adoptado muchas ideas

extrañas que eran contrarias a las enseñanzas de la iglesia católica,

apostólica y romana, por lo que se tuvo que invertir grandes esfuerzos en

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45

la tarea de moldear lentamente su carácter hasta conseguir convertirlo en

un leal y obediente servidor de la iglesia. Este objetivo fue plenamente

alcanzado, pero no sin mucha paciencia y tacto por parte de sus

profesores. Cornelio, luego de haber estudiado durante tres años en la

Universidad de Lovaina, fue aceptado en la orden tras asegurarse que su

carácter no albergaba ni un sólo rastro de herejía. De tanto en tanto,

cuando se le detectaba una nueva aparición del germen de la herejía, sus

superiores se prestaban con placer y sin titubeos a mostrarle de nuevo la

senda correcta, lejos de lo que consideraban un camino erróneo y

peligroso.

¿Habría sido posible que estos no estuvieran del todo seguros de

Cornelio por temor al riesgo de que este tomara en el futuro caminos

divergentes y contrarios a la doctrina católica, apostólica y romana, o fue

pura coincidencia que Cornelio fuera asignado a Del Castro, un hombre

que, a pesar de su carácter afable y de trato fácil, era gran defensor de la

iglesia católica y cuya máxima ambición era la de exterminar hasta el

último vestigio de la Reforma? Fuera cual fuera el caso, Cornelio puso

toda su confianza en Del Castro y le siguió todos sus consejos de forma

obediente e incondicional. Sin embargo, a menudo Cornelio se dirigía a

Del Castro para hablar de un tema que consideraba de suma importancia:

— ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí, Reverendo Padre? —

preguntó Cornelio mientras lacraba, sellaba y ataba con cintas los últimos

documentos que acababan de ser firmados.

— Eso depende de cuánto tarde el Flamenco en llegar. No entiendo

porqué no ha aparecido todavía. Hace tiempo que debería haber llegado

ya.

— Y cuando nos marchemos, ¿iremos a La Haya, verdad? —

siguió preguntando Cornelio — ¡Tengo muchas ganas de volver a ver el

lugar donde nací!

— De verdad que no sé si estaré haciendo lo apropiado si te llevo

allí conmigo, Cornelio. Bien podría ocurrir que te vinieran todos los

recuerdos de tu niñez de golpe y arruinen la paz de tu alma.

La desilusión se dibujó en el rostro de Cornelio pero, a pesar de ello,

este no se atrevió a decir nada más. Si algo había aprendido a rajatabla,

eso era la obediencia, por lo que temía que si continuaba con el tema no

conseguiría otra cosa sino reducir las posibilidades de ver cumplido su

deseo. De manera que prosiguió su tarea mientras Del Castro,

profundamente sumido en sus pensamientos, daba vueltas de una punta a

la otra de la habitación.

En ese momento se oyó un suave golpeteo en la puerta que se

hallaba en la pared opuesta a la de la entrada que Del Castro utilizara

anteriormente. Al recibir el permiso de este, un monje entró para anunciar

la llegada del Flamenco, que solicitaba audiencia para ver al Reverendo

Inquisidor Provincial.

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46

— ¡Traedlo ya a mi presencia, hermano! — contestó Del Castro.

Unos minutos después, el flamenco, el mismo capitán que capturara a

Harm Hiddesz en la casa de Hannes en la noche de San Esteban, hizo su

entrada en la estancia. Apodado “el Flamenco” por haber nacido en

Amberes, el militar hizo una reverencia profunda inclinándose y

cruzando el brazo en señal de respeto con el sombrero de ala corta

adornado con un par de plumas de gallo en mano.

— ¡Acercaos, capitán! — dijo Del Castro, devolviéndole el saludo

haciendo un gesto en forma de cruz con su mano derecha. — Mucho

habéis tardado en llegar, así que espero que tengáis buenas noticias que

darme.

— ¡Ay, Reverencia! Mala fortuna he tenido, me temo.

— ¡Explicaos! — conminó escuetamente el Inquisidor con

poderosa voz de mando.

El capitán se embarcó entonces en un largo relato que incluía todos

los pormenores de la misión que le llevó a cabalgar de un lado a otro tras

las huellas de ese hereje que un día hacía de buhonero y el siguiente de

predicador. Sin embargo, cuando terminó de describir los sucesos

acaecidos en la casa de Hannes y de admitir que el hereje se había

escurrido entre sus dedos en el último instante, la ira de Del Castro hizo

estremecer los cimientos del monasterio. El prelado pateó las baldosas

del suelo con tanta furia que hasta Cornelio, que creía conocerle bien, se

quedó de piedra de la sorpresa.

— ¡Ese hereje debe estar en connivencia con Belcebú! — se

aventuró a apostillar el capitán — pues ese cuarto sólo tenía una salida.

Ni un segundo aparté mis ojos de esa puerta mientras me vendaba la

herida que me infligió el vil perro del granjero.

Este comentario era a todas luces un embuste, pero el Flamenco no

se había atrevido a reconocer que en realidad había pasado la mayor parte

del tiempo en esa casa bebiendo en lugar de apresurarse a llegar a Leiden

para hacer entrega de su valioso prisionero.

— ¿No más salidas, decís? ¿Y qué me decís de la chimenea de la

habitación de un miserable granjero? ¿Eso no cuenta entonces?

— La abertura de esa chimenea estaba cerrada, Reverencia, y como

prueba de que sé bien como llevar las cosas en estas situaciones, y por si

acaso el hereje se escondía en ella, hice que se quemaran varias pilas de

paja en la chimenea para asfixiarle y hacerle caer.

— ¿Y qué me decís del suelo, entonces? ¿Os fijasteis de si había

una puerta secreta o algo parecido, verdad?

— Nada, Reverencia, no había nada. El suelo era de barro duro y

cubierto únicamente por una estera de paja. La saqué del suelo pero

debajo no había absolutamente ninguna vía de escape. Luego registré la

casa entera con la ayuda de la amable ama de la casa y de su marido.

Buscamos por todas partes, el establo, el granero, el cobertizo e incluso la

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porqueriza, sin resultado. El hereje se había escapado y sólo Satanás, el

verdadero padre natural de estos herejes, sabe cómo lo consiguió.

Del Castro comenzó de nuevo a dar pasos de una pared a la otra.

— Sois incapaz de llevar a cabo vuestra misión, capitán, y por tanto

no os merecéis la confianza que en vos he depositado. ¿Sabéis qué opino

de todo esto? Que os habéis dejado vos solito engañar por esa amabilidad

mostrada por la ignorante mujer de un granjero que me explicáis. Así que

mientras os dedicabais sin duda a empinar el codo, como siempre,

¡vamos, no lo neguéis ahora!, esos palurdos encontraron una forma de

dejar escapar al hereje. Es precisamente la buena disposición de esta

gente a ayudaros lo que levanta mis sospechas y, bien mirado, no existía

mejor manera de conseguir alejaros del cuarto en el que se encerró al

hereje. ¡Y lo que todavía no comprendo es como os atrevéis a presentaros

ante mí luego de haber dejado escapar a una presa tan valiosa!

El capitán se quedó tieso como una vara. No tuvo más remedio que

reconocer que la operación podría haber sido simplemente un éxito si su

cabeza no se hubiera visto afectada por los vapores de la fuerte bebida.

Este pensamiento hizo que se quedara humildemente callado y estático

ante el Inquisidor. Del Castro, dándose cuenta de que había tocado el

punto más débil del capitán, y estando bien al corriente de los trucos que

los herejes solían utilizar para escapar a la persecución, bajó el tono de su

voz y le dijo:

— Os doy diez días más para que me entreguéis a ese hereje. Yo

parto mañana de viaje y permaneceré en La Haya durante cuatro días

como máximo hospedado en la casa del párroco de la iglesia de San

Jacobo. De ahí saldré para Ámsterdam, en cuyo tribunal podréis

averiguar sobre mi paradero. Y ahora, partid y procurad borrar la

vergüenza con la que os habéis cubierto.

— ¿Tendría a bien su Reverencia ser tan amable de darme alguna

indicación acerca de la dirección que debo tomar en mi misión? —

preguntó el capitán, todavía aturdido por el varapalo.

— ¡Y qué otro lugar sino ese vecindario donde vierais al hereje por

última vez! Seguro que no se halla lejos de allí y que debe estar

escondido hasta que crea que ya no haya ningún peligro acechándole. En

fin, tomad — prosiguió Del Castro, sacando unas cuantas monedas de oro

de un cofrecito magníficamente tallado — y no reparéis en ningún gasto

si ello os ayuda a dar caza a ese hereje.

Esto dicho, el capitán abandonó la habitación no sin antes haberse

inclinado repetidamente en reverencia.

— ¡Y ahora, Cornelio, vamos a comer, amigo mío! Y luego, tan

pronto como hayas terminado de empaquetar nuestras bolsas de viaje,

podrás irte a dar una vuelta y visitar el Castellum Romano.

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7

UN DESCUBRIMIENTO SORPRENDENTE

Cornelio aprovechó la autorización de su superior para salir a la calle

tan pronto como terminó de colocar un gran paquete de documentos y

otros enseres en su bolsa. Sin duda, el tiempo no era demasiado propicio

para paseos, pero habiendo estado tan ocupado durante todo el día

redactando documentos, Cornelio no quiso desaprovechar la oportunidad

de poder respirar un poco de aire fresco.

Había parado de nevar. La delgada pero helada capa blanca de hielo

que cubría el suelo no constituyó obstáculo alguno para frenar el paso

firme y rápido de las jóvenes piernas del secretario. Cornelio anduvo por

las calles de Leiden, una de las ciudades más prósperas de Holanda, con

un semblante que denotaba la gran curiosidad propia de un forastero. Las

telas de Linden gozaban de una gran popularidad en todas las regiones

circundantes, y su fama llegaba incluso hasta Flandes y el norte de

Francia; y los cerveceros de la zona ponían en tela de juicio, y no sin

buenas razones, el renombre que gozaba Leiden por su cerveza de Delft.

Las fachadas de las casas de las calles principales, aunque a duras

penas podían considerarse como calles por su falta de pavimentación,

daban una clara indicación del grado de prosperidad de sus habitantes.

Cornelio examinó con gran interés el peculiar estilo arquitectónico que se

hallaba tan en boga a principios del siglo XVI y que se caracterizaba por

los tejados de dos aguas de las casas de ladrillo rojo, las blancas tejas de

esquina insertadas entre los ladrillos y que formaban unas bandas de

separación entre los diferentes niveles y circundaban también los arcos de

las ventanas; los ganchos finamente forjados cuyas volutas servían de

refuerzo a los hastiales; los efectos ornamentales esculpidos en las

piedras de las esquinas; y, en algunas casas, las cubiertas de madera de

roble suntuosamente talladas. Todos estos detalles no sólo

proporcionaban testimonio de la prosperidad de los habitantes de Leiden,

sino también de su buen gusto y sentido artístico.

Sin embargo, las moradas que se alzaban en las calles traseras de las

murallas y en muchas de las callejuelas y tugurios donde vivían

normalmente los tejedores se parecían más a porquerizas que a casas.

Cornelio evitó pasear por estos lugares. Mientras andaba tranquilamente

a solas, algo comenzó a agitarse dentro del alma del joven cura, una

sensación que Cornelio no había experimentado desde hacía mucho

tiempo: los recuerdos de su juventud y de los lugares de su infancia.

Cornelio disfrutó de muchos días de alegría dentro de los muros del

monasterio al que fuera llevado cuando tenía doce años, pero también

pasó por muchos más días de tristeza. Y es que por mucho que el canario

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cante en su jaula, aún así se dan ciertos momentos en los que

infaliblemente renacen sus ansias de libertad y su añoranza por los

inmensos cielos, lo que le lleva a batir sus alas contra las rejas que le

rodean y a brincar nerviosamente de una percha a otra. Cornelio sintió

algo parecido. Propio de la naturaleza de un joven, había olvidado pronto

la pena por la muerte de sus padres gracias a su continuo contacto con

otros niños, y no más que un vago recuerdo de una felicidad pasada se

alojaba en su alma.

Cornelio se encontró con una mayor libertad de movimientos a su

paso por la Universidad de Lovaina, pero esta era una libertad que apenas

tuvo tiempo de disfrutar por culpa de sus estudios. No consiguió hacer

amigos y sólo mantuvo relaciones con estudiantes de habla holandesa

que, como él, estaban estudiando en el famoso centro de Lovaina. Fue

gracias a su destreza con la pluma y a su conocimiento de la lengua

holandesa que Cornelio fue destinado hacía sólo unas pocas semanas

como secretario a las órdenes de Del Castro, siendo esta la primera vez

que veía Holanda desde que se quedara huérfano. Así, los recuerdos de su

infancia comenzaron a tomar forma de nuevo en su memoria y, además,

el saber que al día siguiente se encontraría ya en La Haya hizo que su

corazón latiera aún más rápido. Allí intentaría localizar los lugares en los

que había jugado de chico y, quizás, podría ver otra vez la casa en la que

muriera su madre.

¡Su madre! Cornelio pudo visualizar en su mente el suave y lindo

rostro de la Virgen Madre de Dios dibujado en el cuadro que colgaba en

la capilla del monasterio. Cornelio recordaba como su madre solía

narrarle un sinfín de maravillosos cuentos mientras él se sentaba en un

taburete de madera pequeño colocado frente a sus rodillas. ¡Y cuántas

extrañas canciones le enseñó a cantar su madre! Y también, Cornelio

recordó que su madre le enseñó a orar de una forma que sólo más tarde

vería como era tachada como inmoral y depravada.

¿Sería el aire holandés que respiraba o la visión de esas casas sin par

lo que conseguía refrescar tanto su memoria? ¿Sería el aroma de su tierra

de nacimiento lo que causaba que las palabras y el sonido de la voz de su

madre volvieran de nuevo a reverberar dentro de su alma? ¡Cuántas veces

había Cornelio intentado años más tarde rememorar el pasado durante los

momentos de soledad y en el silencio de la noche sin apenas éxito! Pero

ahora, a pesar del paso del tiempo, esas imágenes de antaño se dibujaban

nítidamente en su memoria sin apenas esfuerzo por su parte. De repente,

Cornelio pudo recordar las palabras de una oración que había aprendido

de pequeño sobre las rodillas de su madre:

¡Contempla, Señor, mi agonía!

¡En mi aflicción lucho con fuerza

Para que de Ti no reniegue en la derrota!

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¡Mantenme, Señor, fiel a Tu Palabra

Si es menester hasta el amargo final!

Y justo en ese momento pudo también recordar claramente el día en

que el superior le hizo llamar justo después de haber cantado estos versos

en el jardín del monasterio y le amenazó con encerrarle a pan y agua en

una celda oscura si se le ocurría volver a repetir esas palabras. Tras la

amenaza, el superior le hizo entonces repetir sin parar el Ave María y el

Padrenuestro hasta caer finalmente exhausto.

Cornelio repitió de nuevo y repasó detenidamente las palabras de la

canción pero no consiguió detectar en ellas ni un solo indicio que pudiera

dar justificación al castigo que recibió por cantarlas. Su prima Anne-Bet,

fallecida hacía unos pocos años, insinuó en varias ocasiones que su

madre no había sido una católica, apostólica y romana tan devota como

hubiera sido de esperar y que sabía bastante más de la nueva doctrina de

lo permitido y justificable. Sin embargo, Cornelio no podía recordar nada

en absoluto que pudiera secundar estos comentarios. ¡Esa canción que

acababa de abrirse paso en su mente no podía de ninguna manera haber

sido compuesta por herejes! Cornelio siempre había dibujado a esos

rufianes de forma tan horrible que sería a todas luces un sacrilegio

atribuirles la autoría de tan hermosas palabras. Cornelio no estaba al tanto

de todas las ideas que propagaban los herejes, y lo poco que sabía no

representaba más que una falsa imagen de la nueva doctrina. Por otro

lado, la última escuela en la que había cursado sus estudios no dedicaba

asignatura alguna a las disputas y tratados relacionados con las doctrinas

de la Reforma. Sólo en contadas ocasiones se le permitió atender a las

charlas de Michiels de Bay, diácono de la Iglesia de San Pedro de

Lovaina. De Bay, doctor en teología, conocido también bajo el nombre

de Bajus en círculos educativos, se había metido en serias dificultades

por no seguir la doctrina católica, apostólica y romana a rajatabla, - y eso

a pesar de ser un enemigo implacable de la Reforma -, algo que se hizo

bien palpable durante el Concilio de Trento.

Así que Cornelio decidió rechazar sin titubeos la idea de que su

madre hubiera sido una hereje y siguió su camino hasta llegar finalmente

a la altura de una posada llamada La Corona. No era nada extraño por

aquel entonces ver personas vestidas con hábitos religiosos cerveza en

mano y jugando a los dados o a las cartas en el interior de las posadas o

tabernas. Y lo que es más, muchos miembros de las órdenes religiosas

inferiores y gran número de monjes eran clientes habituales de tales

lugares. Los piadosos burgueses católicos apenas podían aguantar el

sufrimiento que les causaba ver tan a menudo gentes en hábitos religiosos

dando traspiés por las callejuelas bajo el efecto de la bebida. Cornelio no

dudó en entrar dentro de La Corona. Una vez dentro, pidió una jarra de

vino. La entrada del joven cura no pareció suscitar interés alguno en los

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51

clientes de la tasca, con la excepción única de un corpulento granjero que

le observaba con cierto interés y que decidió preguntarle al tabernero, que

en ese momento pasaba por su lado recogiendo jarras vacías.

— ¿Quién es ese joven?

— No estoy seguro — contestó el tabernero. — Posiblemente un

secretario del honorable Inquisidor Provincial, que se encuentra hoy en la

ciudad. Sin duda es un forastero, pues todos los demás que vienen por La

Corona en sotana no beben vino.

— Pues es muy extraño — farfulló el granjero — Me gustaría

descubrir quién es —

No pasó mucho tiempo hasta que el campesino, armado con esa

jovial osadía tan típica de la gente de su condición social, se enzarzara en

animada conversación con Cornelio.

— Vuestro acento muestra que habéis vivido durante mucho

tiempo en tierras lejanas, señor — remarcó inquisitivamente el granjero.

— Pues sí, señor, es verdad. Viví en Valonia durante tres años,

¡pero aunque el corazón se mantenga totalmente fiel a sus buenas raíces

holandesas, la lengua tiende a adquirir un deje extranjero cuando uno

habla francés sin parar!

Entre risas, Cornelio tomó un buen trago de la gran jarra bajo la

atenta mirada del granjero. Cornelio se dio cuenta de esa mirada.

— ¿Ocurre algo malo?

— No, no temáis, no es eso. Es sólo que os parecéis tanto, sobre

todo cuando reís, a una persona a la que llegué a conocer muy bien que

no consigo salir de mi asombro. Me pregunto donde he podido ver ese

rostro antes. ¡Ah, ahora me viene a la cabeza! Sois una copia exacta de la

mujer de un mercader de quesos de La Haya. Su marido y yo hicimos

negocios juntos durante años hasta que un día decidió vender el negocio.

A menudo visité la casa de esa mujer, así que creedme que no me

equivoco cuando os digo que cuanto más os miro más me recordáis a

ella.

Las palabras del granjero hicieron profunda mella en Cornelio.

— ¿Cómo se llamaba ese mercader de quesos? — preguntó.

— Pues bien, nosotros siempre le llamábamos Harm.

— ¡Mi padre también se llamaba Harm, y también era un mercader

de quesos de la Achterom! — exclamó Cornelio.

— ¡Pues entonces debéis ser el hijo de Harm, no cabe duda! —

exclamó a su vez el granjero — Vuestra cara es exacta a la de vuestra

madre, como dos gotas de agua. El mismo pelo rubio y ese hoyuelo en la

barbilla. ¡Igualito que vuestra madre!

— ¡Pero mi madre hace muchos años que murió! — le interrumpió

Cornelio como si dudara de la veracidad de sus palabras.

Page 52: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

52

— Cierto, eso ya lo sé. La buena mujer abandonó este valle de

lágrimas antes de tiempo, y no poco sufrió vuestro padre por la

irreparable pérdida de vuestra madre.

— No. Mi padre jamás supo de la muerte de mi madre, así que creo

que os equivocáis de persona, señor. De acuerdo con lo que se me dijo,

mi padre pereció ahogado en un naufragio — suspiró Cornelio.

El granjero, al oír las últimas palabras del joven cura, alzo los ojos

incrédulo. ¿Cómo era posible que este joven no supiera lo que todo el

mundo en la Achterhom sabía?

— Escuchad, hermano — dijo entonces el granjero tras una corta

pausa — lo que acabáis de decir simplemente elimina las pocas dudas

que aún albergaba en mi corazón. Que vos sois el hijo de Harm es tan

seguro como que mi nombre es Jochems. Sí, todo el mundo creyó que

Harm Hiddesz había perecido ahogado junto con la tripulación — El

granjero bajó la cabeza — Sin embargo, el Señor tenía otros planes para

él. Tras una larga ausencia, Harm regresó de sorpresa y descubrió que su

mujer había fallecido. A su hijo mayor se lo llevó una prima, mientras

que el pequeño quedó a cargo de una vecina. El dolor llevó a su padre a

abandonar el negocio y a deambular de un lado a otro. De tanto en tanto

vuelve a la ciudad a visitar a su hijo más joven y, cuando este tenía unos

seis años, creo, se lo llevó consigo y no ha sido visto de nuevo por La

Haya desde entonces.

Cornelio se quedó mudo y casi sin respiración mientras escuchaba el

relato del granjero. Intentó subyugar los salvajes latidos de su corazón

con la mano derecha cerrada en un puño, pero al final sucumbió a la

tensión que le atenazaba. Se levantó de la silla, puso la mano en el

hombro del granjero y le dijo:

— ¡No me engañéis, hombre! ¿Es verdad todo lo que me decís?

¿No murió mi padre ahogado entonces? ¿Es verdad que mi padre está

vivo?

El granjero miró de nuevo a Cornelio y pareció titubear antes de

responder.

— ¡Decid algo! — gritó Cornelio.

— Sólo Dios sabe si vuestro padre vive o no todavía, pero si lo que

queréis es una confirmación de lo que os acabo de decir, entonces no

tenéis más que ir a La Haya y preguntarle a la mujer del zapatero en la

Achterom. Ella podrá probablemente deciros más que yo.

El granjero se levantó de su asiento y salió de la taberna. Cornelio,

que se había desplomado de nuevo en el banco, ni siquiera se dio cuenta

de su marcha. El granjero continuó su camino sumido en sus

pensamientos y meneando la cabeza.

— Maravillosos son Tus caminos, gran Dios — murmuró el granjero

mientras se alejaba — ¿y quién puede desentrañar las razones de tus

actos?

Page 53: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

53

Cuando Cornelio volvió al monasterio, lo primero que pensó fue en

contarle a su maestro y confidente Del Castro lo que había descubierto de

manera tan inesperada. Usando su gran influencia y los medios a su

disposición, a Del Castro no le sería difícil hacer indagaciones sobre el

paradero de su padre siguiendo las pistas ofrecidas por el granjero de la

taberna y conseguir así arrojar luz sobre el oscuro misterio en el que se

sumía todo este asunto. Sin embargo, para desgracia del secretario, el

Inquisidor Provincial se había marchado a una reunión con varios

miembros del ayuntamiento y de las autoridades religiosas de Leiden.

Este no regresó hasta muy tarde, por lo que Cornelio decidió irse a la

cama y esperar hasta el día siguiente , pero no pudo conciliar el sueño por

mucho que lo intentó. Las palabras del granjero le asaltaron una y otra

vez, haciendo que se multiplicaran sus dudas e interrogantes.

¿Podría ser que ese granjero se hubiera confundido y que Cornelio

albergara por tanto falsas esperanzas? Eso era casi con toda seguridad

imposible. Ese hombre le había contado que todo los habitantes del

vecindario en el que vivió su padre sabía que este no había perecido

ahogado. ¿No se había referido el granjero a la mujer del zapatero que

había acogido a su hermanito, de cuyo nombre ya ni se acordaba apenas,

hasta que su padre decidió llevárselo consigo?

Entonces, ¿cuál era la razón por la que su padre no había intentado

nunca ponerse en contacto con él? ¿No había mostrado siempre su amor

por su hijo primogénito? ¡Qué tiernos habían sido siempre sus abrazos

cuando retornaba de sus viajes y Cornelio corría a la puerta para darle la

bienvenida! Su padre entonces le levantaba en alto mostrando en su

rostro una inconmensurable alegría. Cada vez que su padre se marchaba

de viaje, siempre traía a su retorno un bonito regalo para su Hidde, el

verdadero nombre de Cornelio antes de que recibiera los hábitos.

¿Había que suponer entonces que su padre estaba vivo y que jamás

había salido en busca de su hijo? ¿No se había preguntado nunca donde

podía encontrarse su hijo? La confusión se fue apoderando de Cornelio

bajo el peso de todos estos interrogantes. Si había entendido bien lo que

le dijo el granjero, entonces también ese hermanito que no era más que

un bebé cuando murió su madre todavía se encontraba con vida. Lo

extraño es que Cornelio le había preguntado al superior del monasterio

por él, y la respuesta que recibió tanto del clérigo como de la vieja Anne-

Bet fue que este había muerto poco después de la muerte de su madre.

Si todos los vecinos de la Achterom habían visto más tarde tanto a su

padre como a su hermano, ¿cómo podía explicarse que sus superiores le

hubiesen ocultado la verdad? ¿Le habían mentido entonces? Cornelio se

resistió a permitir que esta sospecha empezara a tomar forma en su mente

pero le resultó imposible. ¿Por qué razón entonces se habrían comportado

de esa forma? ¿Para quedarse con las posesiones de sus padres? Ahora

que lo pensaba, ¿pues qué había sido de ellas? Anne-Bet había dicho que

Page 54: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

54

ella misma se había hecho cargo de todo, lo que le permitió

proporcionarle a Cornelio una buena educación que ahora le situaba en

una posición mucho más aventajada que la de cualquier otro hijo de

familia media.

— En vista de todo esto — pensó Cornelio — este un misterio que

quizás jamás consiga descifrar.

Sin embargo, si sus tutores espirituales creían que era necesario

mantenerle al margen de este secreto, - y bien sabía Cornelio hasta donde

podían llegar estos en asuntos de esta índole -, entonces sería una tontería

pedirle una solución a Del Castro por mucha consideración que este le

mostrara normalmente. Lo más indicado entonces sería mantener los ojos

bien abiertos e intentar hacer sus propias averiguaciones hasta poder

conseguir descifrar este oscuro misterio.

Cuando amaneció, Cornelio todavía se hallaba absorto en sus

pensamientos. Aún así, el secretario del Inquisidor también recibió el

nuevo día con alegría, pues dentro de un par de horas tendría la

oportunidad, después de tantos años, de volver a ver la ciudad en la que

había nacido. No sólo la visitaría de nuevo sino que también tendría la

ocasión de encontrarse con viejos vecinos y conocidos de su infancia y

dar así quizás con alguna pista que le pudiera llevar hasta su padre.

Page 55: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

55

8

LA HUIDA

Harm Hiddesz, nuestro fiel testigo de la verdad, tuvo que apoyarse

contra la pared para poder sentarse. La habitación de la casa del granjero

Hannes en la que había sido arrojado por los soldados con las manos

atadas a la espalda se hallaba casi completamente a oscuras, pero aún así

la escasa luz que entraba por los resquicios de la puerta le permitían

vislumbrar vagamente los contornos de los objetos que le rodeaban.

Hiddesz no tenía ni la menor idea de adonde le llevaban, pero sí se daba

cuenta perfectamente de lo precario de la situación en la que se

encontraba.

Desde hacía dos años, sus actividades como predicador de la Palabra

divina habían llamado sobremanera la atención de los enemigos de la

Reforma. Su nombre estaba en la lista de los herejes más buscados por la

Inquisición. En más de una ocasión había conseguido escapar

milagrosamente de sus perseguidores, gracias a la desinteresada ayuda de

varias personas que le habían puesto a salvo a pesar del peligro que

corrían de ser ellos mismos apresados y ejecutados por haber

proporcionado ayuda y refugio a un hereje. Aún a pesar de su fortuna,

Harm nunca se hizo ilusiones al respecto de ser llamado, - como muchos

otros antes que él -, a poner colofón final a la predicación de la doctrina

de la libre gracia mediante el sacrificio de su vida. Consideraba que el

ofrecimiento de su cuerpo no era nada en comparación con los grandes

sufrimientos que Cristo había padecido por él. Como todos los mártires

presentes ante el trono del Cordero, él también subiría con placer al

cadalso o a la pira con el único deseo de que su Padre celestial le

mantuviera fiel a la hora de enfrentarse a sus perseguidores de forma que

pudiera salvaguardar aquello que se le había confiado. Sin embargo, a

pesar de su valentía, - que era el resultado de una convicción forjada por

el Espíritu Santo -, y a pesar también de todo el celo que depositaba en la

defensa del honor de su Rey crucificado, Harm sentía al mismo tiempo la

fuerza de los lazos de sangre que todavía encadenaban su ser a la tierra. A

pocos metros de distancia yacía su hijo enfermo, el único hijo que le

quedaba de un matrimonio feliz y puro, en la casa de unos desconocidos

que quizás mañana se verían sumidos, como él lo estaba ahora, en las

peores dificultades por defender la verdad. ¡Cuánto le hubiera gustado

estar a la vera de Adrián ahora para confortarle, cuidarle y atenderle

como haría una madre!

Harm, sin duda, estaba bien al tanto de la promesa que estipulaba

que el Dios de la Alianza se convertiría también en el Padre de su hijo

huérfano, pero hasta el cristiano más seguro de su fe sabe por experiencia

Page 56: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

56

que por mucho que el espíritu muestre gran voluntad, la carne es débil y

que el acto de separarse sumisamente de los seres queridos puede

convertirse en un amargo suplicio para el alma. Ahora, el padre no

tendría oportunidad de despedirse de su hijo; no se le permitiría dar un

beso en esa frente que ahora ardía de fiebre. ¡Ay, cuánto deseaba Harm

arrodillarse una vez más junto a la cama de su hijo para encomendarle a

su fiel Dios con un postrero abrazo!

A Harm no se le ocurrió que esta vez podría de nuevo encontrar una

posibilidad de escape. Le parecía obvio que la mujer hubiera decidido

entregar al padre a las autoridades para poder así salvar al hijo pero, ay,

¡ojalá que el chico no se despertara para llamar a su padre ahora! Harm

sintió su corazón en un puño sólo de pensar que esos soldados que

bromeaban y vociferaban en el cuarto contiguo pudieran darse cuenta de

la presencia del niño en la casa. Hasta tal punto le atenazaba este temor

que Harm deseó fervientemente que los soldados entraran a buscarle y se

lo llevaran de una vez.

Sin embargo, los soldados no tenían aún el más mínimo deseo de

marcharse. Temeroso y completamente inmóvil dentro de la oscura

habitación, Harm aguzó el oído por si Adrián empezaba a dar voces. De

repente oyó un chirrido. ¿O fue esto un producto de su imaginación? No,

Harm volvió a oír ese ruido, esta vez más nítidamente que antes, un ruido

chirriante, como si alguien estuviera arrastrando un objeto pesado y que

además no provenía del cuarto contigo. La oscuridad imperante le

impidió investigar de dónde provenía ese extraño ruido. Aguzó el oído

aún más, pero ahora no pudo escuchar ruido alguno. Por un instante se

hizo el silencio más absoluto. De repente tuvo la sensación de que la

pared a su derecha empezaba a moverse. La idea de una posible ruta de

escape empezó entonces a tomar forma. ¡No había duda! ¡Alguien estaba

intentando ayudarle a escapar! El corazón de Harm empezó a latir a toda

velocidad. ¿Sería que el fiel Dios de Jacob le enviaba un ángel de la

guarda para salvarle de nuevo de una muerte segura? ¿Y quién podría ser

este si todo el mundo se encontraba en la habitación contigua?

Harm no sabía que quedaba una persona que no se encontraba en esa

habitación, y esta no era otra que Bouke, el hombre del rostro deformado

por el fuego. A toda prisa, la mujer de Hannes le había dado unas cortas

instrucciones en la vaqueriza que Bouke asimiló perfectamente. Con la

ayuda de una llave que le había pasado la mujer del granjero, Bouke se

abrió paso por el estrecho y oscuro pasillo que llevaba a la puerta

principal de la casa y que siempre estaba cerrada con llave. Lentamente y

sin apenas ruido alguno giró la vieja y oxidada llave hasta que consiguió

abrir la puerta. Entrar en ese cuarto no fue fácil por culpa del gran

armario de roble que contenía una pesada cantidad de ropas blancas, en

su mayoría hiladas y tejidas por la propia mujer del granjero, y que estaba

plantado justo contra la puerta tapándola completamente. Bouke tuvo que

Page 57: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

57

arreglárselas como pudo para conseguir mover esa mole; si pudiera

conseguir moverla lo suficiente como para permitirle introducir su mano

por la abertura, entonces Harm podría ser rescatado, así que Bouke

intentó con todas sus fuerzas empujar el armario hacia delante, pero la

pesada armazón no parecía sino burlarse de su fenomenal fuerza. Tras

vanos intentos, Bouke empezó a temer por la suerte de Harm Hiddesz.

Bouke miró desesperado a su alrededor. Pesadas gotas de sudor

corrían a través de los surcos de su deformado rostro. Una vez más

intentó empujar la pieza con todas sus fuerzas y colar su cuerpo por el

resquicio que se había abierto entre el armario y la pared. El armatoste

empezó a moverse chirriando ligeramente y Bouke continuó empujando

sin respirar, con los dientes apretados y con todos los músculos de su

deformado cuerpo en total tensión. Por fin el armario cedió unos pocos

centímetros, permitiendo al fiel sirviente colarse dentro del cuarto, tras lo

cual se apresuró a acercarse a tientas hasta Harm y proceder a liberarle de

sus ataduras. Ninguno de los dos hombres pronunció una sola palabra.

Cogiéndose de la mano de Bouke, Harm le siguió y se escabulló tras él

por el estrecho resquicio que daba al pasillo. Juntos arrastraron el armario

con todas sus fuerzas para devolverlo a su emplazamiento original hasta

que no quedó indicio alguno de haber sido movido. Tras cerrar la puerta

con sigilo, Bouke guió al predicador llevándolo de la mano con la

intención de esconderle bajo la pila de paja almacenada en el altillo de la

vaqueriza.

Apenas les quedaba tiempo para conseguir su propósito, pues en el

salón el capitán se había ya levantado de la silla y en seguida Bouke se

dio cuenta, a tenor de los gritos y juramentos que surgían del interior de

la estancia, de que hizo un buen trabajo en borrar las pistas de su paso

durante el rescate de Harm. Esconder ahora a Harm en la vaqueriza era

imposible. Los soldados no tardarían en descubrirlos y abalanzarse sobre

ellos. El granjero observó a su alrededor en la oscuridad como si en

verdad le fuera posible discernir todos los objetos dentro de la habitación

frontal de la casa. Rápidamente levantó la tapa de una gran tinaja de

leche que se hallaba al lado de una gran pila de agua, descubriendo con

alegría que estaba vacía. Bouke le indicó a Harm que se escondiera en la

tinaja y este se metió rápidamente dentro sin problemas pues la tinaja era

lo suficientemente grande como para meter en ella a dos personas. Bouke

colocó de nuevo la tapa sobre la tinaja que ahora contenía tan valiosa

carga. Como si nada hubiera ocurrido, Bouke descolgó la lámpara de la

pared, de manera que cuando el capitán y su séquito abrieran la puerta les

daría la impresión de que Bouke acababa de encenderla con el propósito

de guiar a los soldados hacia el exterior.

Bouke se acercó al capitán con un ojo medio cerrado y bostezando

exageradamente.

— ¿Ya se marchan los señores? — preguntó sin parar de bostezar.

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58

— ¡Aún no, bodrio insolente! — ladró el capitán. — Tú nos vas a

alumbrra el camino ahora mismo, y no nos marcharemos hasta que no

hayamos encontrado de nuevo a ese hereje.

Con una obediencia canina, Bouke guió al capitán hasta el último

rincón de la vaqueriza y de la porqueriza, y más tarde por el granero y la

bodega. La búsqueda fue inútil. El estupor etílico que aún sentía el

capitán se mezcló con una nauseabunda sensación de terror que le

sobrevino de repente al pensar en lo que se le avecinaba cuando tuviera

que rendir cuentas ante el Inquisidor Provincial, monseñor Del Castro.

Page 59: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

59

9

EL RESCATE DE HARM HIDDESZ

El hereje no fue encontrado en ninguna parte a pesar de la intensa

búsqueda que se organizó tras su fuga. El Flamenco pasó tres o cuatro

veces por delante de la tinaja de leche en la que se acurrucaba Harm sin

ocurrírsele otra cosa que golpearla una vez con su espada. Harm,

temblando de miedo y rezando a Dios en silencio, esperaba que llegara el

desenlace fatídico, pero por fortuna a ninguno de los secuaces del

capitán, también medio borrachos, se les ocurrió tampoco levantar la

tapa.

Jurando y lanzando improperios, los soldados partieron finalmente

completamente convencidos de que había sido el mismísimo Satanás el

que había hecho desaparecer al hereje. Bouke les acompañó durante unos

minutos a la luz de su farol hasta que hallaron el camino de vuelta a la

cantina del embarcadero donde el miserable judas de Aart esperaba

impaciente recibir su recompensa. Bouke se quedó parado en medio del

camino y cuando se aseguró de que los tres soldados se hallaban ya lo

suficientemente alejados, dio media vuelta y corrió como un poseso hasta

la granja. Harm no se había atrevido aún a salir de la tinaja, así que

cuando el sudoroso Bouke llegó a la casa se topó con los Hannes y con

Melis que esperaban impacientes su retorno.

¿Dónde está Ham, Bouke, qué has hecho con él? — le preguntaron los

tres al unísono. Con aire triunfante, Bouke se hizo paso entre ellos y les

guió hasta la parte frontal de la casa, se paró junto a la tinaja y levantó la

tapa lentamente. Los otros, boquiabiertos, vieron aparecer la cabeza de

Harm, pálido y temblando aún de miedo. Ni tan siquiera la mujer de

Hannes cayó en la cuenta de que el fugado pudiera encontrarse tan cerca

de ellos.

— ¡Loado sea el Señor! — suspiró con la voz entrecortada por la

emoción.

— ¡Amén! — exclamaron entonces los dos granjeros,

descubriéndose en señal de reverencia.

Harm salió de la tinaja y se dirigió hacia Bouke, que luego de haber

sacado la tapa se había mantenido en un segundo plano con gran

modestia y sin mostrar emoción alguna como si lo que hubiera hecho

hubiera sido la cosa más nimia imaginable. Harm puso la mano izquierda

sobre el hombro de su salvador y levantando la mano derecha como si

llamara al Todopoderoso a que acudiera como testigo, dijo con voz

solemne y temblorosa:

— ¡Que el Señor te recompense, Bouke, por lo que la gran ayuda

Page 60: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

60

que has prestado al más insignificante de Sus sirvientes! Y que tenga

también a bien, de acuerdo con Su promesa, colmarte con Su gracia. ¡Y

ojalá que en el día del juicio puedas oír a nuestro glorioso Rey pronunciar

las siguientes palabras: ¡de cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno

de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis!8

Bouke, el pequeño gran gigante, se puso a temblar de la emoción. En

la persona de Hannes había hallado a un amo gentil, y en la mujer de este

lo más cercano posible a una hermana, pero fuera de los límites de la

granja no era a menudo más que víctima de las estúpidas bromas de los

campesinos y un objeto de burla y escarnio. Ya de niño había sentido que

la vida no tenía sentido para él y desde entonces su corazón estaba

henchido de resentimiento y odio contra esas gentes que le atormentaban

con sus burlas. Esto hizo que su alma se rebelara contra Dios: “¿Por qué

razón debo arrastrarme por la vida con este horrible cuerpo cuando todo

el mundo tiene piernas bien formadas? ¿Por qué se recompensa mi

sacrificio al salvar las pertenencias de mi amo con un rostro deformado

de por vida como si yo no fuera ya lo suficientemente horrible?” Mucho

tiempo había transcurrido ya desde entonces, y durante ese tiempo su

actitud experimentó una transformación total cuando aprendió a buscar el

camino de Dios y dejó que la gracia se asentara gloriosamente en su

corazón. Bouke había aprendido a aguantar estoicamente las burlas de la

gente, que ahora le parecían nimias en comparación con el viacrucis del

Señor. Sin embargo, esta era la primera vez que alguien se dirigía a él en

la forma que acababa de hacerlo Harm. Bouke decidió entonces que

estaría dispuesto en todo momento a dar su vida por este hermano si fuera

necesario.

De vuelta al salón, en el que las jarras y los vasos aún daban fiel

testimonio de la parranda que habían armado los soldados, Harm y sus

amigos pusieron rodilla en tierra para orar. Una vez más, Harm

aprovechó la ocasión para dar gracias a su Señor y Rey por Su fidelidad y

para elevar su oración hacia ese lugar secreto donde moran el Altísimo y

el Espíritu del Todopoderoso. La oración flotó como un dulce aroma a

incienso que se elevaba en nombre de Jesucristo hacia el Dios de Jacob

que es siempre la segura fortaleza de Su pueblo, y con fe revitalizada se

elevó también un recordatorio para el Todopoderoso en honor de todos

los miembros militantes de la iglesia reformista y, en particular, de todos

los hermanos en apuros.

A Harm le hubiera gustado proseguir con una charla acerca de los

maravillosos actos llevados a cabo por Dios, pero su corazón de padre le

empujó a dirigirse hasta la cama en que yacía su Adrián.

— ¡Oh, padre! — exclamó el chico, cuyas mejillas y ojos ardían

ahora de fiebre — ¡Qué alegría que esos soldados se hayan marchado!

8 San Mateo, 25:40

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61

Pude oírles hablar de ti, y ya sabía que querían apresarte pues Job, el

viejo pescador, me había contado muchas historias acerca de hombres y

mujeres, y hasta de niños, que fueron ejecutados por servir al Señor y a

Su Palabra. Así que creí que lo mejor era quedarme totalmente en

silencio para que no me encontraran a mí también. Durante todo este

tiempo he estado rogándole al Señor en voz baja que no permitiera que se

te llevaran.

— Pues nuestro Señor Jesucristo escuchó tu ruego, hijo mío —

respondió Harm — Él ha tenido a bien permitir que tu padre permanezca

contigo un poco más. Y ahora, Adrián, intenta conciliar el sueño, y

recuerda que el Señor envía a Sus ángeles para que nos guarden de todo

mal. Necesito ir a hablar con la buena gente de esta casa sobre unos

cuantos asuntos, pero antes empaparé este paño para aliviar tu fiebre.

Volveré tan pronto como termine de hablar con ellos.

El chico dejó que su padre colocara el paño caliente sobre su frente,

y acto seguido se metió de nuevo bajo las mantas.

Harm se fue en busca de Hannes y de su mujer para hablar sobre lo

que debían hacer ahora. Lo normal cuando varias personas se reúnen para

hablar de algo serio es que se exprese un abanico de opiniones diferentes

y se propongan varias medidas a tomar. Esta reunión no era diferente.

Harm aún no había concebido ningún plan, pues su intención era

escuchar primero las opiniones de sus anfitriones. Ya reunidos, Hannes

propuso llevar a Harm a Rótterdam en su carreta temprano por la

mañana; de allí podría volver a la cabaña del pescador en Zelandia, un

lugar mucho más seguro que la granja. Melis opinó que la ciudad ofrecía

mejores oportunidades para ocultarse, pues allí habían muchos hermanos

y amigos, y también porque si la Inquisición descubría su paradero, tenía

mayores posibilidades de escape en una ciudad que en una cabaña aislada

en el llano en la que se podía detectar desde larga distancia si una persona

entraba o salía. Por su parte, Bouke, a quien también se le pidió que

ofreciera su alternativa, expresó su deseo de ocultar a Harm en el pajar

durante un tiempo.

— ¿Y cuál es la opinión de nuestra buena señora? — preguntó

Harm.

— No estoy muy segura acerca de encontrar un escondite en otro

lugar — contestó la mujer del granjero — pero deberíamos considerar

seriamente si es prudente darse tanta prisa en salir de aquí. Lo más seguro

es que nuestros enemigos crean que estáis corriendo lejos en busca de un

sitio donde ocultaros, y no creo que vuelvan aquí a buscaros. Es

importante que os tengamos escondido de las miradas de los curiosos

que, sin lugar a dudas, no tardarán en pasar por aquí para que les

contemos la historia de vuestra fuga. Podéis estar seguro de que esos

soldados beodos han estado soltando información en la cantina del

embarcadero, y que cuando el tabernero se entera de algo las noticias

Page 62: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

62

corren como la pólvora desde el Rín hasta el Dam. Podréis quedaros aquí

durante algún tiempo si os ocultáis durante el día, al menos hasta que los

ecos de lo sucedido esta noche se hayan disipado un tanto. Y cuando el

pequeño se recobre de su fiebre, entonces podréis viajar hasta Rótterdam

más seguros y cómodos por la noche.

— Pero, mi querida esposa — le interrumpió entonces Hannes —

Te olvidas de que nos encontramos justo a mitad del invierno ahora

mismo. ¿Cómo puedes sugerir que Harm y su hijo viajen por la noche?

— Lo que digo es que optemos por el menor de los dos males.

Tenemos muchos amigos por los alrededores. Si el hielo continua tan

duro como hasta la fecha, entonces Melis o Bouke podrán llevarse bien

lejos a Harm y al pequeño en el trineo. Por ejemplo, a casa de Krelis van

Dieren. Harm podría quedarse allí durante el día y luego por la noche

Krelis se los podría llevar a casa de algún amigo más distante. Así, estoy

segura que nuestro hermano y su hijo podrán llegar sanos y salvos a

Rótterdam si viajan a través de los helados polders y se mantienen a

distancia prudencial de los caminos principales. Cuanto más lejos se

encuentren de aquí, menos oportunidades tendrá esa gente de dar con

ellos. Lo que no admite discusión es que Harm tendrá que quedarse aquí

mientras el niño siga enfermo, a no ser que desee marchar sólo. Será para

mí un honor hacerme cargo del chico si su padre así lo desea.

Harm permaneció en silencio durante un rato sopesando todas las

opiniones. Lo primero que decidió fue que ir a la cabaña del viejo

pescador le alejaría de la causa evangélica a la que se sentía

encomendado, pues pasar una temporada allí, por mucho que apreciara la

hermandad que tenía con el pescador, representaría un alto en sus

actividades que no deseaba. Durante semanas, quizás meses, habría muy

poco que hacer en Holanda y Zelandia, los dos campos de operaciones

que se le habían asignado. Mientras Del Castro, el Inquisidor Provincial,

y su numeroso séquito de espías y perseguidores se encontraran viajando

por Holanda, una actividad desenfrenada por su parte sólo conseguiría

que sus correligionarios corrieran aún mayores peligros. Durante los

últimos dos años, las iglesias de las provincias germánicas del Rin que

habían adoptado los principios de la Reforma y que permitían una cierta

libertad a los seguidores de la nueva doctrina se habían preocupado por la

situación de sus hermanos holandeses y en consecuencia habían enviado

sus pastores a diversas zonas de los Países Bajos. Cierto es que no eran

predicadores salidos de las universidades católicas pero, a pesar de no

haber recibido tanta instrucción en materia de religión, estos eran

hombres que tenían la suficiente preparación para enfrentarse a la dura

tarea de difundir el evangelio entre los súbditos de un gobierno tiránico.

Era de una importancia capital, para poder así permanecer fiel a su

vocación, que Harm no se viera frenado en sus actividades a causa del

chico por cuya seguridad y futuro él era responsable como padre.

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63

Intuyendo que el parecer de la mujer era el más correcto de todos y

coincidiendo con ella en la creencia de que sus perseguidores no

volverían a buscarle en la granja durante al menos unos cuantos días,

Harm decidió no marcharse todavía sino esperar un poco más hasta que

la salud de Adrián dejara de ser un impedimento para su misión.

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64

10

LA CIUDAD DE ORO

Varios días pasaron sin que se interrumpiera la paz reinante en la

granja, a excepción de un suceso inesperado que provocó que los

habitantes de la granja se sumieran en un estado de gran preocupación.

Una mañana, Bouke se levantó temprano y se dio cuenta de que el perro

guardián no vino a recibirlo como era su costumbre. Bouke sospechó de

inmediato que algo no iba bien y se fue a buscar al perro por toda la

granja llamándole en voz alta. Al poco rato encontró al fiel animal a

cierta distancia de la granja, muerto por posible envenenamiento.

Informado por la familia, Harm sintió inmediatamente que un peligro

les acechaba. La muerte del perro era sin duda parte de un malvado plan

y justificaba a todas luces su temor de que la granja estuviera rodeada por

espías que se habrían deshecho del perro para poder así actuar sin ser

descubiertos. Desde ese momento, la gente de la granja actuó con la

máxima cautela. Harm no salía de su escondite hasta que caía la noche y

las persianas estaban cerradas para pasar unas pocas horas primero

cenando en familia con sus anfitriones y luego leyendo y orando todos

juntos.

Las horas así transcurridas fueron llenadas con un gran regocijo

espiritual, pues puede decirse que estas reuniones eran bendecidas por la

presencia del Señor. Sin embargo, a veces se enzarzaban en nerviosas

conversaciones cuando el pequeño grupo se sentía envuelto por las

brumas del temor y del descorazonamiento que hacían encoger

sobremanera sus corazones. En estos momentos de debilidad, la fe de

todos apenas podía entrever el camino por entre esas brumas, y solo con

mucha dificultad podían conseguir echar el ancla con confianza dentro de

las tinieblas en las que se veían envueltos. Cada vez que esto ocurría se

reunían todos una vez más para sopesar las posibilidades de escape

existentes, y hasta el incidente más ínfimo que tuviera lugar durante el

día era cuidadosamente analizado con detalle.

Tal como se había acordado, Harm pasaba el día entero en la alcoba

con su hijo. La mujer del granjero se ocupaba de que todas sus

necesidades fueran cubiertas. Tal como esta predijo, fueron muchos los

vecinos curiosos que picaron a la puerta de la granja, pero ni siquiera el

ser con mayores dotes de observación podría haber descubierto nada

anormal en la casa del granjero. Cada vez que venía alguien, la señora

Hannes se veía obligada a repetir de nuevo el relato de la inexplicable

huída del hereje y a abrir la puerta de la habitación de la que consiguió

desaparecer. Muchos fueron los que expresaron su incredulidad sobre la

desaparición del hereje.

Page 65: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

65

Pero pronto la curiosidad de la gente empezó a disiparse. Sólo existía

una persona en la vecindad que se pasaba por la granja más a menudo de

lo que había sido su costumbre en el pasado. Y siempre que venía era

para hablar del mismo tema, es decir, de la huída del hereje. “¿Qué estará

tramando ese tacaño de Aart? se preguntaba a menudo la señora Hannes.

“Antes apenas le veíamos y ahora no para de meter la nariz por aquí o de

darse vueltas por la vecindad. ¡Seguro que está tramando algo!”.

Mientras tanto, Harm suspiraba por marcharse de la granja. En la

cabaña del pescador Job se habría encontrado mucho más a salvo que en

cualquier otro lugar. Allí, cerca de la cabaña, había un bote pequeño, que

hubiera venido de perlas para cruzar las aguas de Zelandia remando o a

favor del viento y no dejar rastro alguno de su paso. Pero irse ahora no

era posible, pues la salud de Adrián se iba deteriorando día a día. La

intensidad de su fiebre aumentaba paulatinamente y ya no había duda de

que el chico estaba perdiendo la batalla. Harm se abalanzaba raudo a

coger al chico en sus brazos siempre que este se despertaba gritando por

la noche, víctima de las pesadillas que le producía la febril visión de

imaginarios perseguidores pero, aún así, Adrián seguía gritando “¡Padre,

padre!” intentando con todas sus fuerzas liberarse del abrazo de su padre.

Un grito de desesperación se abrió paso desde lo más hondo del corazón

de Harm cuando este se topó, en medio de la calma nocturna, cara a cara

con esa fuerza destructora que amenazaba con derribar inexorablemente

la resistencia de su amado hijo. Entonces suplicó a su Dios, y luchó con

Él a brazo partido tal como hiciera Jacob en el vado de Jaboc9,

recordándole Sus eternas promesas sin poder reprimirse de suplicar a

Dios que hiciera una excepción con su benjamín, el único hijo que le

quedaba.

Sin embargo, durante este tiempo, Harm pudo darse cuenta de que la

inescrutable sabiduría de Dios a menudo lleva al hombre a hacer frente a

la gran realidad de su existencia. Harm, normalmente fuerte de carácter,

aprendió hasta qué punto llegaban su debilidad y su inexperiencia, y que

la entrega sumisa del ser más amado sólo podía conseguirse por el

espíritu. Este hecho le reveló su necesidad de ser liberado de las cadenas

que tanto le ataban todavía a este mundo si en verdad deseaba entregarse

en cuerpo y alma a la tarea que le había encomendado el Señor en Su

viña.

En el momento que la enfermedad de Adrián tomó este alarmante

giro, los hombres le preguntaron a la señora Hannes si sería posible

llevarle al médico. Hannes dijo que en Leiden habían varios monjes que

poseían grandes conocimientos médicos, pero en las circunstancias

actuales Harm no permitiría la entrada de un monje católico en la casa.

— Si el anciano capellán del castillo de Duivenvoorde viviera aún

9 Génesis 32:24

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66

— dijo entonces la mujer — habría ido a verle hace tiempo para pedirle

ayuda, y no hubiera sentido temor alguno trayéndole aquí.

Melis recordó entonces que también en Leiden vivía un anciano por

cuyo botiquín existía una gran demanda en la ciudad. Quizás podría

convencerle de venir a ver al chico. Todos aceptaron esta opción y el

robusto granjero marchó inmediatamente. En el camino de sirga junto al

Vliet se encontró con el tacaño Aart, que también llevaba prisa por llegar

a Leiden, y Melis se sintió medio obligado a caminar con él. Ambos se

preguntaron el uno al otro la razón por la que viajaban y adonde se

dirigían, y ambos también se dieron cuenta de que el otro le daba una

evasiva por respuesta para mantener en secreto sus verdaderos

propósitos.

Tal como Melis había temido, el anciano se encontraba demasiado

débil para acompañarle hasta la granja, pero le dio un extracto de hierbas

para aliviar o hacer desaparecer la fiebre del chico. Luego de una larga

espera mientras el anciano preparaba la poción, y feliz por poder traer

una medicina tan valiosa, Melis se apresuró a volver rápidamente a la

granja, a la que llegó cuando ya se había hecho casi completamente de

noche. Un gran cambio había tenido lugar durante su ausencia. Su

hermana, su cuñado y Bouke se encontraban de pie junto a Harm

alrededor de la cama en la que yacía el chico. Melis pudo sentir la

profunda emoción que emanaba de sus rostros, una emoción que atenaza

incluso al más indiferente de los mortales cuando la muerte extiende sus

grandes alas sobre el lecho de un enfermo. Incluso el rostro de Bouke

temblaba hasta el punto de conseguir que su deformidad se maquillara

con una expresión tierna y suave. La señora Hannes se llevaba de tanto

en tanto una punta de su delantal hasta los ojos para enjugarse las

lágrimas. Harm, totalmente inmóvil, notó como la respiración del chico

se hacía cada vez más débil, y como este agitaba la cabeza de un lado al

otro. De tanto en tanto, Harm oprimía el pecho del chico con el puño

cerrado con el deseo de aliviar el frenético tamborileo de su joven

corazón.

¡Cuánto parecía haber cambiado todo en unas pocas horas, después

de que por la mañana el chico pareciera haber mejorado! ¿O no se había

percatado Harm de que esa claridad espiritual y ese gran deseo de decir

algo no eran más que las señales premonitorias de un desenlace fatídico?

— ¡Padre mío! — había preguntado Adrián — ¿estás leyendo la

Biblia de mamá?

— Sí, hijo. ¿Quieres que te lea algo?

— Sí, padre, por favor.

— ¿Qué quieres que te lea?

— Léeme por favor el capítulo sobre aquella ciudad que tenía doce

puertas hechas de perlas y calles empedradas en oro, acerca de la celestial

Jerusalén en la que los redimidos loaban sin desmayo la misericordia de

Page 67: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

67

Dios. Y léeme también acerca del trono en el que se sienta nuestro Señor

Jesucristo y de los santos que están frente al trono vestidos con largas

túnicas blancas y llevando palmas en las manos.

Los ojos del chico brillaban al decir estas palabras, pero, sentado en

a oscura esquina de la pequeña alcoba, Harm no se apercibió de ello.

Abrió la pequeña Biblia de nuevo y leyó el capítulo del Apocalipsis de

San Juan sobre la Nueva Ciudad, y durante unos instantes contempló con

el ojo de la fe la gloria de esa ciudad llena de mansiones a la que Jesús

fuera a preparar un lugar para Sus siervos, tanto grandes como pequeños.

Adrián, de doce años, había retenido gran parte de su inocencia infantil

por no haber pasado mucho tiempo con niños de su edad pero, sin

embargo, y gracias a las charlas con el pescador temeroso de Dios, poseía

un conocimiento de las cosas y una perspicacia mucho mayor de lo que

era normal para un niño de su edad. Adrián, iluminado por el Espíritu que

operaba en su corazón desde muy temprana edad, también había visto la

Ciudad de la Luz. Hallándose ahora cerca de sus puertas, Adrián pudo

verla aún más claramente que su padre. Así, mientras Harm leía el

Apocalipsis, el espíritu del chico iba liberándose poco a poco de su carne,

como una mariposa abriéndose camino a través del capullo que la atenaza

y le impide que extienda las alas.

Adrián — dijo Harm al terminar su lectura — estás muy enfermo y,

aunque he orado

cada día a nuestro Señor Jesucristo que te permita mejorar, creo que vas a

morir. Y sabes muy bien, ¿verdad?, que no todos los que parten de este

mundo consiguen llegar a la Nueva Ciudad. ¿No te asusta esto?

Al oír la palabra morir de labios de su padre, un ligero, apenas

imperceptible atisbo de terror cruzó el rostro de Adrián, pero este duró

sólo un instante y Adrián recuperó en seguida el control de sus

emociones. La nueva vida en la que se iba a embarcar en eterna dicha por

los siglos de los siglos le atraía mucho más que esa vida de la que ahora

se estaba despidiendo.

— ¿Si me asusta, dices, padre? — dijo — No, sé que Jesús mi

Redentor me espera y que pronto podré reunirme con Él.

— ¡Adrián! ¿Sabes lo que dices? — sollozó Harm, profundamente

conmovido por el dolor pero aún así lleno también de regocijo.

— No tengo duda, padre mío, pues cada vez que dejaba de pensar

en Él o de buscarle, el Señor Jesucristo se acercaba a mí y me decía:

“Hijo mío, dame tu corazón”. ¡Y bien sé yo cuanto me costaba entonces

entregarle mi corazón entero! Pero al final Él lo tomó, a pesar de mis

lágrimas, y aprendí así a amarle, a amarle mucho más que a ti y de una

manera totalmente distinta. ¡Y ahora sé que yo iré al lugar donde se

encuentra Él! ¡Job te contará más sobre esto cuando vayas a verle!

Las palabras de Adrián hicieron que las lágrimas se desbordaran por

las mejillas de Harm mientras le abrazaba con fuerza. No eran lágrimas

Page 68: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

68

de dolor sino de alegría. Rendido a la evidencia, Harm susurró: “Si esta

es Tu voluntad, Señor, toma entonces posesión de lo último que me

queda en esta vida. Con placer Te lo entrego. Permite que mi hijo Te

cante alabanzas allá en el cielo mientras yo en mi dolor continúo aquí la

ardua labor que Tú me has encomendado.”

La fiebre empeoró hacia el mediodía, aniquilando el cuerpo del

muchacho de la misma forma que el un huracán sacude y destroza una

frágil embarcación sobre las frenéticas olas del océano. De repente, la

fiebre frenó, como una calma chicha que preludia la gran tormenta, y el

corazón del chico latió más pausadamente. Consciente de que su hijo se

moría, Harm llamó a la mujer del granjero y esta a su vez a su marido y a

Bouke. Así los había encontrado Melis, todos en pie rodeando la cama de

Adrián.

— ¡Padre! — gritó Adrián, buscándole con los ojos.

— Aquí estoy, hijo mío. ¿Qué quieres de mí?

— Cuando me encuentre con mamá y con mi hermanita arriba en el

cielo, ¿qué les diré?

— ¡Oh, hijo mío, hijo mío! — sollozó Harm. — Diles, — continuó

bajo un torrente de lágrimas — diles que no puedo esperar a partir y

reunirme con Cristo y con ellos, pero no antes de que acabe la tarea que

Dios me ha encomendado.

La respiración del chico se volvió cada vez más entrecortada, pero

este tuvo aún fuerza para alzarse y sentarse en la cama.

— ¡Padre, que oscuro está todo! ¿Dónde estás?

Harm tomó al chico en sus brazos y este apretó su frente contra su pecho.

— Padre, cuando encontréis a Hidde, mi hermano mayor, pues sé

que le encontraréis un día, decidle que mamá y yo le estaremos esperando

en el cielo — dijo Adrián entrecortadamente y apuntando con el dedo

hacia arriba — Dile que, aunque nunca le vi, le quise mucho y que oré a

menudo por él, y que espero encontrarle y conocerle en el cielo.

Harm ya no lloraba ahora. ¿Por qué que abrir su moribundo hijo tuvo

esa vieja herida? ¿Sería porque el Señor deseaba, a través de los labios de

su amado vástago, renovar Su promesa de permitir el retorno del hijo

mayor perdido a sus brazos?

— Le pasaré tu mensaje a Hidde — suspiró Harm, besando

seguidamente la frente del chico.

— ¡Oh, padre querido, cuánta luz puedo ver ahora! ¡Oh, qué lindo,

qué gloria!

Así de súbito, aquellos ojos que antes tanto brillaban ahora se

apagaron, la exultante boca se contrajo y el agotado corazón cesó de latir.

Los ángeles bajaron rápidamente para llevarse al muchacho a esa ciudad

celestial que este vislumbrara anteriormente desde la distancia. Harm no

lloró. Por el contrario, la expresión de su rostro denotaba felicidad. Había

visto a su hijo adentrarse en la luz de la vida eterna, y el pequeño que

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69

tanto sufrió se hallaba ahora allí donde no hay dolor ni tentación ni

pecado, sino únicamente la santidad y el regocijo de los que se hallan

frente al trono del Cordero de Dios. Ningún perseguidor podía ya

agarrarle, ningún fanático sin escrúpulos podía ya perseguirle, ningún

temor podía oprimir ya su corazón. Adrián estaba ahora a salvo, a salvo

en los brazos y sobre el pecho de Jesús.

Harm gritó silenciosamente de alborozo. En un gesto de acción de

gracias levantó los brazos como si hubiera recibido el más preciado de

los dones posible. Nadie hubiera podido adivinar en aquel momento que

Harm acababa de perder a su querido hijo. De repente, sintió una mano

en su hombro. La mujer y los granjeros retrocedieron incrédulos cuando

vieron las personas que acababan de entrar en el cuarto.

— ¡Esta vez sí que no podrás escapar! — sonó una voz triunfante.

Era la voz del Flamenco. Este y sus hombres consiguieron acercarse a la

granja y entrar en la habitación por sorpresa. La banda armada rodeó

rápidamente a Harm. El hereje no mostró señal alguna de sorpresa. La

muerte de Adrián le había impactado tanto que no se dio cuenta en

absoluto de lo que ocurría a su alrededor. Con ademán propio de reyes

apartó la mano que el Flamenco había colocado sobre su hombro y dio

unos pasos hasta la cama.

Descansa en paz, hijo querido — dijo en voz baja mientras cerraba los

ojos del chico — Descansa en paz, mi niño, hasta que te encuentres con

el Todopoderoso que te ama por y para siempre. ¡Y ahora, Padre que

estás en los cielos, hágase Tu voluntad!

Harm entonces estiró los brazos hacia los soldados. Estos le

encadenaron y le arrastraron con fuerza fuera de la casa sin darle

oportunidad de despedirse de los granjeros.

— ¡Nos ocuparemos de vosotros más tarde! — le gruñó el

Flamenco a Hannes a la salida.

El capitán, cuyo amor propio sufrió un gran golpe por culpa de la

reprimenda de Del Castro, decidió demostrar que no se le conocía como

el cazaherejes por casualidad. Tras deliberar con Antonio, esta vez había

planeado sus movimientos con más cuidado y astucia que la primera vez.

Así pensó que sería una tontería adentrarse en la granja a investigar si el

hereje se escondía allí y que, admitiendo lo que dijo Del Castro, se podía

presumir que el hereje no osaría mostrarse en público por algún tiempo.

El Flamenco se concentró en buscar una manera de informarse sobre lo

que se cocía en la casa de los Hannes y el día después de su audiencia

con el Inquisidor marchó de nuevo decidido hacia la cantina del

embarcadero.

El tabernero, sin embargo, no se alegró mucho esta vez de la vuelta

del capitán a causa del rabioso espectáculo que este protagonizó a su

vuelta de la granja de Harm tras la desaparición de Harm. El capitán, sin

embargo, se mostró esta vez calmo y educado. A sus instancias, el

Page 70: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

70

tabernero fue esta vez el encargado de mostrarle el camino hasta la casa

del mezquino Aart. Aart, que no sólo era codicioso sino además cobarde

por naturaleza, se asustó sobremanera cuando vio aparecer al Flamenco a

la entrada de su granja, pero pronto el tono amistoso de la voz del capitán

le tranquilizó.

— Buen hombre, mi disgusto y pesar por la huída del maldito

hereje hicieron que me olvidara completamente de recompensaros por

habernos guiado hasta su escondrijo — dijo el Flamenco al granjero

mientras le ponía una moneda de oro en su mano.

La visión de la reluciente moneda cambió el talante de Aart por

completo, animándose a invitar al Flamenco a entrar en la casa y sentarse

junto a la chimenea, que era precisamente lo que este quería. Poco

después, ambos hombres entablaban una conversación en secreto.

Al marcharse de vuelta a Leiden, el Flamenco se frotó las manos

satisfecho.

— Cuando alguien carece de honor, hay que alimentar su codicia.

Creo que he encontrado el hombre indicado para esta tarea. Este granjero

codicioso vendería a su propia madre por unas cuantas monedas de oro.

Así, Aart, impaciente por ganarse el resto de la prometida

recompensa, dedicó todos sus esfuerzos a espiar las actividades de

Hannes. Sin embargo, como bien poco pudo averiguar, decidió entonces

merodear todas las noches alrededor de la granja, mirando a través de los

agujeros y resquicios de las puertas y ventanas para ver si podía detectar

alguna pista del hereje. Fue Aart el que envenenó al perro sin sentir

escrúpulo alguno para poder así actuar con total libertad. Finalmente,

luego de haber merodeado por la granja unas cuantas noches, consiguió

ver a un extraño en la sala de estar. No cabía duda de que se trataba del

hereje. Aart tuvo que reprimir sus ansias de salir corriendo para Leiden

esa misma noche a comunicarle su descubrimiento al Flamenco pues ya

bastante tarde. El hereje, pensó Aart, no se deslizaría esta vez por entre

sus dedos. Esperó hasta el día siguiente para marchar a Leiden y fue

entonces cuando coincidió con Melis en el camino. Tras la visita de Aart,

el capitán quiso marchar hacia la granja de inmediato, pero Antonio

insistió en esperar hasta la noche para así poder entrar en la granja por

sorpresa. El Flamenco accedió y así se hizo finalmente.

El Flamenco se llevó a Harm seguido por Antonio y dos soldados

más. Harm no ofreció resistencia alguna y sólo de tanto en tanto giró la

cabeza hacia la granja en la que había dejado a ese hijo que ya nunca más

volvería a ver. Los hombres avanzaron con paso pesado sobre la nieve

que cubría la tierra como si de un manto se tratase. A medio camino,

Harm giró la cabeza de nuevo y esta vez vio la figura de un hombre

siguiendo al grupo manteniéndose semioculto tras las malezas que

crecían a lo largo del camino. Pero también el Flamenco se dio cuenta de

su presencia y luego de ordenar a sus hombres que siguieran adelante, dio

Page 71: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

71

media vuelta y se dirigió derecho hasta esa sombra que ahora no se movía

en absoluto.

En efecto, mientras los demás permanecían en la casa presos por la

desolación, Bouke decidió seguir al grupo para averiguar adonde

llevaban a Harm. Había calculado que sería un largo trayecto, pues

llevaba consigo un bastón retorcido que normalmente utilizaba para

conducir las vacas al mercado.

— ¿Qué pasa contigo? — le gritó el Flamenco. Al no recibir

respuesta, el Flamenco se acercó amenazador a Bouke — ¡Habla,

monstruo! ¿Por qué nos sigues pisándonos los talones? ¿Te envía Satanás

para arrebatarnos de nuevo al hereje?

Bouke permaneció inmóvil donde estaba, pero algo en su interior

empezó a borbotear y hervir. Había aprendido a amar a Harm Hiddesz, le

había visto junto al lecho de muerte de su hijo, había sido testigo de la

crueldad de estos sicarios del verdugo que se habían arrancado a un padre

del lecho de muerte de su hijo como si fuera una alimaña. Un sentimiento

de profunda pena por el hombre que ya había salvado una vez de las

garras de los soldados se sumó entonces a la indignación que se estaba

apoderando de sus entrañas. ¡Y encima, este maldito capitán se estaba

mofando ahora de él! Cuando el capitán se abalanzó hacia él, Bouke, sin

pensar en las consecuencias, le agarró con violencia por el brazo. El

Flamenco, en su arrogancia, no había creído necesario sacar la espada de

la vaina para hacer frente a un simple enano. Sin embargo, ese enano

tenía la fuerza de un gigante. Sus brazos de acero agarraron el cuello del

soldado y este, torpe de movimientos por culpa de su ancha capa, intentó

liberarse de este abrazo mortal, pero parecía que esa ira que Bouke había

ido suprimiendo durante tantos años había hallado finalmente una vía de

salida en la persona del Flamenco. Este iba a pagar los platos rotos por

todos los que perseguían a los hijos de Dios. Con la fuerza de un

Hércules, Bouke izó a su adversario del suelo, y ambos acabaron rodando

por el suelo y luchando a vida o muerte.

El Flamenco, luego de haber conseguido sacar el brazo izquierdo

fuera del manto, agarró a Bouke por el pecho e intentó apartarle, pero

este se le agarró aún más fuerte. El capitán intentó entonces sacar la daga

que portaba en el cinturón, así que tuvo que liberar a Bouke, pues le era

imposible hacer uso de la otra mano. Bouke aprovechó esto para coger al

Flamenco por la garganta. Sus enormes manos de hierro cortaron la

respiración de este, que empezó a revolverse en agonía. Parecía como si

el cuerpo de Bouke se hubiera agigantado durante este abrazo mortal. La

nieve y la escarcha se pegaron a los cabellos del Flamenco, cuyos ojos se

medio salían ahora de sus cuencas y la frente se le inundaba de

abombadas venas azuladas. Bouke continuó apretando la garganta del ya

medio muerto cazador de herejes. Si Harm Hiddesz hubiera estado allí,

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sin duda le habría gritado a Bouke “¡Suéltale! ¡Mía es la venganza, yo

pagaré, dice el Señor!”10.

Sólo unos segundos más y el Flamenco habría sucumbido bajo la

presión mortal de Bouke, pero, de repente, este le soltó y, sin hacer

sonido alguno, cayó fulminado al suelo como muerto. Fue Antonio quien,

preguntándose porqué tardaba tanto su superior, siguió sus huellas hasta

llegar a la escena de la pelea. Con la empuñadura de su espada asestó

entonces un duro golpe en la cabeza de Bouke, haciéndole perder el

conocimiento de inmediato y salvando así al capitán de una muerte cierta.

El Flamenco, una vez en pie, se recuperó y se recompuso con dificultad.

— Creo que llegué a tiempo — dijo Antonio con un deje sarcástico

en su tono.

— ¡Diantres! Este maldito perro me saltó a la garganta como una

fiera, y te puedo asegurar que además tiene una fuerza endiablada en los

brazos. Espero que le hayas puesto fuera de circulación para siempre.

— ¡No lo dudéis! Mi espada es demasiado preciosa como para

mancharse con la sangre de esta alimaña. Estoy seguro de haberlo matado

con la empuñadura — Dicho esto, atizó con saña un puntapié al cuerpo

inerte del campesino.

— ¡Va, apresurémonos! — dijo el capitán — No sea que al hereje

le de por jugarnos otra mala pasada.

Los dos soldados se dieron tanta prisa como pudieron en la nieve

hasta alcanzar el lugar donde esperaban Harm y sus guardianes. Bouke

fue abandonado en la cuneta del camino y dado por muerto,

desangrándose por la herida abierta en el cráneo.

10 A los Romanos, 12:19

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73

11

LA CENA EN LA CASA DEL PÁRROCO

La cena ofrecida por el párroco de la iglesia de San Jacobo de La

Haya fue sencillamente portentosa. Su invitado de honor, el Inquisidor

Provincial Del Castro se marchaba el día siguiente, razón esta por la que

el sacerdote del Warande había invitado a varios miembros del

ayuntamiento y a los prelados más importantes de la ciudad a una cena de

despedida.

Siguiendo la costumbre de la corte de Bruselas, los invitados fueron

invitados a llegar más tarde de la hora a la que normalmente se servía la

cena, de manera que cuando llegaran se les haría pasar a una gran sala

espléndidamente iluminada, pues la noche caía temprano durante esa

estación del año. Las arañas de plata conseguían llenar de una luz

brillante el normalmente sombrío salón decorado con oscuros paneles de

madera de roble. Una pila de troncos de haya crepitaba en la chimenea

proporcionando una gran sensación de confort por toda la estancia. La

larga mesa, cubierta con mantelería flamenca de un blanco níveo, acogía

las mejores frutas de los invernaderos del anfitrión. Sin duda, los

comensales sentados a esta mesa iban a ser tratados como reyes.

Naturalmente, el puesto de honor estaba ocupado por el invitado de

tan alto e importante rango a quien el párroco de San Jacobo deseaba

mostrar el gran respeto que se le profesaba en los círculos eclesiásticos de

la zona. Entre los presentes figuraban, aparte de los miembros del

ayuntamiento, el párroco de la Capilla de Santa María de la Corte de

Binnenhof; el abad del convento de Santa Elisa, ese monasterio que

ocupaba gran parte de lo que hoy es la gran plaza del Mercado; el prior

del monasterio de San Vicente de Voorhout, sentado justo frente a los

poderosos señores del convento de Bethlehem sito en la calle Assendelft y

del convento de Santa Inés, entonces sito en el barrio del Westeinde,

lugar ocupado hoy en día por el Orfanato del Ciudadano. En la otra

punta de la mesa se sentaban los capellanes de los conventos de Santa

María y de Galilea del Lange Poten, acompañados por el capellán de la

Capilla María en el Puente de la Cuchara del Spui. Se encontraban

también presentes otros invitados como el anciano cura que estuviera

hacía años al frente de la capillita de Nuestra Señora de las Tinajas, sita

entonces en el hoy puente de Scheveningen. A la vista de tal lista de

invitados, no cabía duda que el director de San Jacobo no había reparado

en gastos o esfuerzos para celebrar esta ocasión con toda solemnidad.

A los más sabrosos pescados de mar, traídos aún con vida esa misma

mañana desde Scheveningen, les siguió una gran carpa pescada en el

estanque de Hof suntuosamente servida. A continuación, se dio paso a

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enormes filetes de carne y ternera asada servidos en grandes bandejas de

plata, seguidos luego por un pavo real frito y decorado con sus mismas

plumas de faustos colores y un venado procedente de los bosques de la

Haya, que entonces estaban poblados con numerosas manadas de ciervos.

La cena fue regada con vino dulce de Malvasía servido en grandes

copas de cristal fino de Bohemia, además de vinos tintos procedentes de

las viñas del sur de Francia y vino dorado importado de las tierras del

Mosela y del Rin, todos ellos servidos en grandes cantidades. Los

invitados demostraron estar a la altura de las circunstancias ante tal

espectáculo gastronómico, no sin razón es bien sabido que los holandeses

de esta época solían ser voraces comensales e insaciables bebedores. Las

bandejas iban y venían sin descanso y las copas, llenas hasta casi rebosar,

eran vaciadas casi tan rápidamente como tardaban los sirvientes en

llenarlas. Se bebió a la salud de Felipe II, Rey de España y Señor de los

Países Bajos, y de su padre Carlos V, aquel que fuera poderoso

emperador de un imperio en el que no se ponía el sol y que había

abdicado al trono para retirarse a un monasterio; y se elevó también

varios brindis a la salud del cardenal Granvelle, la Virgen, la Iglesia y la

exterminación de todos los herejes.

Del Castro, siempre en control y serio, respondió a todo brindis con

frases cortas y escuetas. No pasó mucho tiempo antes de que la etiqueta

diera paso a una atmósfera más festiva, producto de los jugos

fermentados de la uva. Sin embargo, no todos los invitados se mostraban

excitados ni se enzarzaban en animadas conversaciones. En la otra punta

de la mesa, sentado entre el capellán de la Capilla de Santa María y un

enorme cervecero que era también concejal del ayuntamiento, Cornelio,

sombrío y preocupado, estaba ausente de todo lo que ocurría a su

alrededor. Apenas había tocado las ricamente ornamentadas bandejas o

intervenido en conversación alguna, limitándose a tocar su copa con los

labios cada vez que tenía que sumarse a un brindis.

Cornelio tenía buenas razones para mostrarse tan sombrío y

reservado. El granjero con el que había conversado en La Corona de

Leiden le había inyectado un rayo de esperanza que jamás había sentido

hasta entonces. Así, Cornelio viajó a La Haya con Del Castro dispuesto a

poner en marcha los planes más maravillosos pero, ay, estos planes se

fueron rápidamente al traste. Cornelio recordaba cómo su corazón se

había puesto a latir vertiginosamente al ver la torre de la iglesia de San

Jacobo. ¡Qué recuerdos tan felices y a la vez tan tristes inundaron su alma

cuando pisó por primera vez tras doce años de ausencia la ciudad que le

vio nacer! Como hijo fiel de la iglesia católica, apostólica y romana, y en

honor a la memoria de su madre, el primer lugar que visitó fue la iglesia

de San Jacobo, lugar donde reposaban sus restos.

Jamás podría olvidarse de la impresión que le causó este lugar. Antes

de partir de La Haya acompañado de su anciana prima Anne-Bet,

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Cornelio había visitado la tumba de su madre y se había arrodillado sobre

la fría lápida derramando lágrimas de dolor por esa madre que se le había

arrebatado tan tempranamente. Fue en ese momento cuando Anne-Bet se

dio cuenta aterrorizada de que a Cornelio no se le había sido enseñado a

rezar decentemente por los muertos y no sería hasta más tarde que uno de

sus tutores le explicó que tales rezos eran necesarios para conseguir el

eterno reposo del alma de su madre. Desde entonces, Cornelio no dejó

pasar un solo mes sin decir al menos una misa por su madre.

Tan pronto como sus obligaciones a las órdenes del Inquisidor se lo

permitieron, el joven cura, presa de una gran excitación, se marchó a

explorar la Achterom de La Haya. Una vez llegado ahí, pudo por fin

volver a ver aquella estrecha y curvada calle que se inundaba cada vez

que llovía pero que ahora se mostraba en todo su esplendor gracias a la

acción de la nieve y de las heladas. Todas las casas de la calle, incluso los

toldos de las tiendas, le dieron la impresión de ser viejos conocidos. Los

recuerdos de su niñez inundaron su alma y lucharon con denuedo los

unos contra los otros para alcanzar un lugar privilegiado en la mente del

joven. Cornelio se plantó finalmente justo enfrente de la casa en la que

nació, la misma casa desde la que un día viera como se llevaban a su

madre. Se imaginó entonces que se abría la puerta y que su padre se

agachaba para abrazarle antes de marcharse de nuevo de viaje. Sin

embargo, no todo parecía igual que antes. Los nuevos ocupantes habían

hecho varias reformas y la preciosa habitación de su madre en la planta

principal había sido convertida en una tienda de telas.

Nada hubiera sido más fácil que entrar en esa tienda e inquirir sobre

los antiguos ocupantes, pero el joven secretario no consiguió reunir la

valentía necesaria para hacerlo. En vez de ello, Cornelio escudriñó la

calle a izquierda y a derecha en busca de la casa del zapatero que le

describiera en detalle el granjero de Leiden. En ese momento salió de una

casa un individuo que le miraba con curiosidad, ansioso de conocer el

motivo de la presencia de ese cura en la calle. Zapatero de profesión, - tal

como luego le dijo a Cornelio -, este acababa de mudarse a la Achterom y

por tanto no pudo proporcionar información alguna sobre el mercader de

queso que viviera en la casa que le señalaba el joven monje. El antiguo

zapatero que había vivido en la Achterom durante tantos años había

muerto hacía ya mucho y su mujer se había marchado, nadie sabía

adonde.

Cornelio continuó buscando y preguntando, pero no consiguió

ninguna información que pudiera confirmar las palabras del granjero de

Leiden. Cierto es que el joven secretario no estaba muy al día de lo que

ocurría en Holanda en esos momentos, pues de otra forma habría sido

capaz de comprender la razón por la que las gentes tenían tan escasa

inclinación a responder a sus preguntas. Los holandeses eran educados y

desinhibidos en su trato con el cura de la parroquia a la que pertenecían

Page 76: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

76

pero desconfiaban de cualquier otro que llevara sotana por temor a que

fuera un agente de la Inquisición. Incluso los más fervientes seguidores

de la fe católica tenían pavor a caer en las redes de esa corte jurídica

religiosa, fuere como testigo o como acusado. Para empeorar las cosas,

muchas familias del centro se habían mudado de casa durante los doce

últimos años.

Así, Cornelio no pudo descubrir nada y empezó a dudar seriamente

de todo lo que le había dicho el granjero de la taberna. Se preguntó si

sería conveniente pedirle ayuda a Del Castro pero, ¿qué podía decirle a su

jefe? ¿Que había conocido a un granjero en una taberna cuyo nombre

además desconocía? ¿Qué iba a pensar el Inquisidor, hombre de gran

inteligencia y experiencia en todos los campos, de su secretario? Nada

bueno ciertamente, a menos que Cornelio no consiguiera averiguar

primero el nombre de su informante y si en realidad era digno de

confianza.

Durante la estancia de ambos en La Haya, que por otro lado se alargó

más de lo que Del Castro había planeado, Cornelio investigó en solitario

esperando hallar noticias de su familia y confiando en que el destino le

guiara tras los pasos de su padre. Ahora, el último día de su visita a la

ciudad llegaba a su fin. Temprano por la mañana dejaría atrás La Haya

con el Inquisidor. Pero, seguía preguntándose Cornelio, ¿qué razón

podría haber tenido ese granjero de Leiden para engañarle? Todos estos

pensamientos cruzaban la mente de Cornelio e impedían que este se

percatara del más mínimo sonido procedente del festín que se celebraba a

su alrededor por mucho que las risotadas del inmenso cervecero y el

continuo y cristalino entrechocar de las copas retumbaran en sus

tímpanos.

Del Castro, mientras tanto, tampoco prestaba demasiada atención al

jolgorio que le rodeaba, pues en esos momentos se encontraba inmerso en

una conversación con el párroco de San Jacobo y el alguacil de La Haya.

De repente, el joven secretario fue abruptamente arrancado de su

ensimismamiento por el capellán de la capilla de Santa María del Puente

de la Cuchara, al atizarle este un fuerte codazo en el costado.

— ¿Qué pasa contigo, colega? ¿No te gusta el vino, o es que te

enseñaron en Lovaina a ir de santo abstemio? Sabes, en mis años mozos

nos tragábamos sin problemas toneles enteros, ¡y aún hoy me atrevería a

medir mis fuerzas con tu vecino de mesa, el cervecero!

Riendo a carcajadas, el capellán levantó su copa y la escudriñó con

la expresión propia de un buen conocedor de vinos. Sus mejillas

redondeadas, rojizas de tanto vino, y su cuerpo corpulento indicaban a

todas luces que el capellán se dedicaba más a satisfacer los placeres

mundanos que a llevar el peso de la cruz y de que no corría peligro de

perder peso por culpa del ayuno.

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77

— ¡Vamos, chaval! — continuó el capellán atosigando a Cornelio

— ¡Brindemos por la paz en los Países Bajos y por el pronto exterminio

de toda esa camada de herejes!

En ese momento a Cornelio no le interesaba lo más mínimo ni una

cosa ni la otra, pero aún así secundó el brindis chocando las copas con

sus vecinos de mesa más inmediatos.

— ¡Así no, sino ad fundum, chico, con ganas! ¡Uno podría llegar a

sospechar que el secretario del venerable Inquisidor Provincial siente

simpatía por los herejes! — le conminó el capellán.

— Sería una estupidez tener la más ligera sospecha sobre ello

respondió Cornelio tras vaciar su copa — Pero es doloroso ver como

estas ideas heréticas se extienden día tras día por todas partes, y como el

pueblo llano, engañados por falsos predicadores, se convierten en presa

de Satanás y sufren una gran pérdida tanto espirituales como física.

— Lo que dices es prueba de que tienes un buen corazón —

contestó el capellán — pero por lo que a mí me concierne, hace ya mucho

tiempo que dejé de sentir lástima por esta gente pues la mayoría son

rebeldes y agitadores forjados en el infierno. Pero lo peor de todo es que

cuanto más herejes se eliminan, más aún surgen de la nada. Y pregunto

yo, ¿qué sacan en limpio de esta nueva doctrina? ¿No tienen suficiente

con las doctrinas de toda la vida? ¿No es esta bien buena ya? ¿No ha

pasado la prueba del tiempo con éxito? Por otro lado, ¿no hemos vestido

nuestras iglesias con las más preciosas obras de arte que puedan ofrecerse

en honor de la fe? Bueno, vale que mi capilla no alberga muchas obras de

arte, ¡pero fíjate en la de San Jacobo! ¿Puedes imaginarte algo más

espléndido y lindo que cualquiera de los tesoros artísticos que contiene

esa capilla? El altar principal es famoso en todo el mundo y el coro está

tan suntuosamente adornado que uno tendría que irse al menos hasta

Brujas o Gante para encontrar algo parecido. ¿Y qué me dices de las

estatuas y de los retablos bañados por los rayos del sol filtrados por esas

vidrieras de colores de estilo gótico? ¿Y en qué otra parte se canta el Te

Deum de manera tan sublime como en San Jacobo? Pues nada, a pesar de

todo esto, estos herejes prefieren sus cobertizos y sus cuevas a la hora de

recitar sus miserables cantos que les da por llamar salmos y de escuchar

como hechizados los sermones de cualquier curtidor, herrero o buhonero

ambulante y medio analfabeto que le de por ir de santurrón. ¡Vamos,

hombre, estas gentes están como cencerros!

— Sí, es triste — asintió Cornelio — Aún así, a veces me pregunto

si no hemos puesto demasiado énfasis en lo externo a los ojos de estas

gentes y si no nos hemos concentrado lo suficiente en satisfacer las

necesidades de sus corazones. Ciertamente les damos todo lo que

humanamente se puede pero, ¿es eso suficiente?

— ¡Ahí va! ¿Es el secretario del Inquisidor el que habla? — le

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78

interrumpió el corpulento capellán — ¡A ver si estoy ahora en presencia

de un hereje disfrazado!

— Os ruego que no me malinterpretéis — siguió Cornelio — Lo

último que se me ocurriría en la vida es salir en defensa de estos herejes

pero el descontento que se aprecia con respecto al estado actual de las

cosas da origen, a mi entender, a una necesidad, una necesidad que los

herejes pretenden satisfacer lejos de nuestras sagradas iglesias. ¡Ojalá que

nuestros líderes espirituales tomen las medidas pertinentes para dar una

respuesta adecuada a esa necesidad!

— Mira, hombre de Dios, si no fueras el secretario del Inquisidor

de verdad sospecharía que no miras a estos herejes con malos ojos, pero

en una cosa sí estoy de acuerdo contigo: se deben poner en práctica las

medidas adecuadas. Todos esas horcas, hogueras y confiscaciones hacen

que las cosas empeoren en vez de mejorar. Estas cosas llevan a que los

testigos sientan compasión de los herejes y esas fieras destructoras de la

Santa Madre Iglesia se aprovechan de este sentimiento. Las autoridades

deberían ser más inteligentes y acabar con las ejecuciones en público

pues esto no parece asustarles en lo más mínimo. Por ejemplo, en

Ámsterdam sí saben como llevar bien estos asuntos. Allí se dedican

simplemente a ahogar a los tozudos herejes dentro de una gran cuba de

vino o a arrojarles a veces atados de pies y manos a las aguas del río Ij.

¡Así, matándolos como perros se les impide el acceso a la gloria de los

mártires!

El capellán de Santa María hablaba de este tipo de ejecuciones como

si fueran la cosa más natural del mundo. Sin embargo, a Cornelio le hizo

temblar. Sabía que la iglesia, ayudada por las autoridades civiles, tomaba

medidas implacables para frenar la invasión de las doctrinas heréticas,

pero lo que no sabía era hasta qué punto eran aquellos capaces de llegar a

la hora de eliminar opositores que, aparte de su afiliación religiosa, eran

normalmente personas sin reproche alguno. Cornelio se preguntó si era

en realidad necesario que la iglesia hiciera uso de tales medidas para

conservar su posición privilegiada.

Cuanto más bebía el capellán, más parlanchín se volvía, así que

siguió con su perorata.

— Es muy importante mantener a la juventud alejada de las

influencias heréticas. Dentro de mi pequeña esfera de influencia he sido

testigo de los magníficos resultados que se consiguen con esta política.

Aún recuerdo un día, hace ya muchos años, en que una de mis fieles

parroquianas, una anciana mujer que hubiera hecho y dado todo lo que

hubiera podido por la iglesia me pidió que fuera a dar la extremaunción a

una joven de la Achterom.

Cornelio se quedó de piedra cuando oyó el nombre de la calle que

había estado resonando en su mente durante toda la noche pero el

capellán, completamente ajeno a la reacción del joven, continuó su relato.

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79

— Sin embargo, pronto pude notar que mi presencia no era

precisamente bienvenida en esa casa y además ya era demasiado tarde.

Esa mujer, creo que nativa de Flandes, hizo oídos sordos a todo lo que

dije y pude apreciar entonces que no le faltó razón a mi feligresa cuando

me dijo más de una vez en el confesionario que sospechaba que su prima

mostraba tendencias heréticas que sin duda también trataría de enseñar a

sus hijos. En aras de mi deber intenté hacer recapacitar a esa moribunda y

mostrarle que por culpa de su conducta herética se le cerraría la puerta

del cielo si no se arrepentía. Nada, todo fue en vano. Lo único que acertó

a decir fue: “¡Mi paz reposa en la sangre de la cruz!”. Así que te puedes

imaginar qué educación le pudo dar esta mujer a su hijo, entonces un

chico de unos doce años, pues el padre no se preocupaba mucho de estas

cosas y además se pasaba la vida viajando. Si le hubiera dejado al

cuidado de su padre, no me cabe duda que ese chico también se habría

convertido en un hereje con el tiempo. De manera que la anciana,

siguiendo mi consejo, se llevó al chico y yo le mostré como encaminar su

joven alma al servicio de la iglesia. Cuando la mujer vino a visitarme más

adelante, el chico ya estaba internado en la escuela de un monasterio. Y

ahora te pregunto, ¿qué hubiera sido de ese muchacho si no le hubiera

rescatado de ese maligno entorno?

Cornelio no respondió a esta pregunta. En vez de ello, y simulando

como pudo un desinterés total para evitar levantar sospechas, preguntó:

— ¿Estuvo de acuerdo el padre o la familia con lo que se hizo con

ese chico?

— Esa vieja prima era la única familia que quedaba. Se dijo que su

padre había perecido ahogado en el mar poco antes de que muriera la

madre. Pero he aquí que el hombre apareció dos semanas más tarde.

Incluso vino a verme preguntando por su hijo pero, como ya te he dicho,

ese hijo estaba entonces en manos mucho más seguras que las de ese

hombre, ¡un marido que había tolerado las prácticas heréticas de su

mujer! Así que no le proporcioné información alguna y ya no volví nunca

más a saber nada ni de él ni de su hijo. Ahora mismo ya no recuerdo sus

nombres, pero, a ver, sí, creo que esa hereje era la mujer de un

comerciante de quesos que iba mucho a Flandes en viaje de negocios.

Justo en ese momento se levantó Del Castro y todos los comensales

siguieron su ejemplo. El inquisidor agradeció a su anfitrión con unas

pocas pero bien escogidas palabras y seguidamente hizo una reverencia a

los dignatarios civiles y religiosos. Cornelio también ofreció una

reverencia al capellán de Santa María y salió del salón estupefacto. Más

tarde, sólo en su cuarto, se sentó completamente inmóvil durante horas,

dándole vueltas a todo lo que había tenido ocasión de descubrir durante

esa noche.

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12

UN MAR DE DUDAS

Cornelio pasó mucho tiempo sentado frente a la chimenea y con la

cabeza entre las manos. La historia del capellán le había conmocionado

profundamente y arrojaba una luz totalmente nueva sobre el camino que

se le abría ahora al joven. Cornelio no veía razón alguna en absoluto para

pensar que las personas que mencionara el capellán no fueran sus padres.

A pesar de que los vecinos de la Achterom no pudieron o no quisieron

facilitarle información alguna, el relato del capellán de Santa María

confirmaba casi por completo las afirmaciones del granjero de la taberna

de Leiden. Así, cuanto más pensaba Cornelio en todo ello, más claro veía

que toda su educación y la posición que ocupaba en esos momentos eran

el resultado de un simple motivo, el motivo que llevó a su prima Anne-

Bet a llevárselo de la casa de sus padres.

Hasta ese momento Cornelio siempre había honrado la memoria de

su anciana prima, agradecido por haber acogido a un pobre huérfano y

por haber removido cielo y tierra para conseguir los medios necesarios

para proporcionarle una carrera dentro de la iglesia a pesar de las muchas

penurias y del alto precio que ello supuso. ¡Qué diferentes le parecían a

Cornelio sus motivos ahora! Lo que Anne-Bet hizo en realidad fue

secuestrarlo de la casa de sus padres y ocultarlo para que su padre no

pudiera encontrarle jamás, luego de que este, según el relato del capellán,

se hubiera librado milagrosamente de una muerte horrible y hubiera

hecho todo lo que humanamente pudo para encontrar a su hijo. Cornelio

retomó las imágenes que conservaba de aquellos tiempos en que aún se

llamaba Hidde y recordó aquel momento en que se despidió de su padre

por última vez. Aún podía dibujar los trazos del rostro de ese hombre que

le besara en aquel instante y, a pesar de los años transcurridos, aún podía

sentir también el cariño que rezumaba la mirada de ese hombre que debió

de sufrir terriblemente al no encontrar a su mujer a su vuelta y luego

descubrir también que se le había cruelmente arrebatado a su hijo mayor.

“¿Es ésa una forma de interesarse por un pobre huérfano?”, murmuró

amargamente Cornelio.

Qué diferente hubiera podido ser su juventud, pensó Cornelio, si se

le hubiera permitido quedarse con su padre y su hermano pequeño.

Cornelio comparó el dulce trato de sus padres con el férreo

comportamiento de sus profesores en la escuela del monasterio. Hasta ese

momento había considerado esa escuela como una necesidad inevitable

pero ahora no ya le parecía más que una crueldad sin lógica alguna.

Anne-Bet y el capellán le habían robado el amor de su padre, el afecto de

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un hermano y la felicidad de un hogar: le habían mentido al decirle que

su hermano menor había muerto y jamás le informaron de que su padre le

estaba buscando. Cornelio se preguntó si tan vil conducta era digna de un

sacerdote. ¿Podría imaginarse algo más retorcido? Una cosa que aún le

causaba sorpresa era el haber podido controlarse tan bien cuando el

capellán le contó la historia de su secuestro.

Cornelio, ciego de ira, se levantó y se puso a dar vueltas por la

habitación.

— ¡Mañana! — gritó — ¡Mañana voy a ir a verle y a hacer que se

entere bien de lo que me ha hecho! Voy a arrojar sobre él toda la

amargura que he acumulado durante todos estos años en mi corazón y no

le soltaré hasta que me diga donde puedo encontrar a mi padre y a mi

hermano, pues bien seguro que sabe donde están.

Un sirviente entró en ese momento en la habitación portando un

mensaje de Del Monte pidiéndole que se presentara a él inmediatamente.

Cornelio, sin embargo, no se encontraba de humor para encontrarse con

el inquisidor, así que le ordenó al sirviente que le dijera al jefe que la

fiesta le había causado gran dolor de cabeza y que apenas podía moverse.

Marchado el sirviente, Cornelio se sentó en la mecedora frente a la

chimenea.

“¿Hay alguna razón que pueda justificar las acciones del viejo

capellán?”, se preguntó. La razón principal fue la de alejarle de toda

influencia herética, eso estaba claro, y desde ese punto de vista Cornelio

tenía que darle la razón al capellán. Aún así, ¿en qué evidencia se basaron

para creer que existía tal peligro de herejía en aquella casa? Él nunca se

apercibió de que su padre hubiera abrazado la nueva doctrina y ni

siquiera el capellán de Santa María aseguró tal cosa. Lo único que hizo su

padre fue tolerar una esposa hereje. Aún así, que su madre hubiera

rechazado el auxilio espiritual de la Santa Madre Iglesia, tal como dijo el

capellán, era muy grave. ¡Increíble!

¿Era eso cierto entonces? Cornelio no quería ni imaginarlo. Sólo los

más malvados y empedernidos herejes podían llegar a cometer un pecado

mortal de este calibre. Sin embargo, el capellán había acusado a su madre

de haber cometido precisamente este pecado; pero incluso si esta había

cometido un error tan lamentable, sin duda la culpa tenía que ser de la

enfermedad que sufría, ¡así que no se la podía responsabilizar de ese

pecado! Sí, pero entonces, ¿cuál era entonces el significado de ésas

palabras, ¡mi paz reposa en la sangre de la cruz!, sus últimas palabras,

según el capellán? Paz en la sangre de la cruz… pero ¿cómo podía un

hereje encontrar nunca paz? ¿Cómo podría un hereje entrar jamás en la

eternidad sintiendo paz en su corazón? ¿No sería esta una falsa paz

resultante de las malas artes de Satanás, ese gran enemigo de todas las

almas que venda los ojos de los fieles hijos e hijas de la iglesia para

arrojarlos a las llamas de la perdición eterna? Cornelio había oído durante

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82

su estancia en la Universidad de Lovaina historias de herejes que

recitaban sus oraciones mientras eran quemados por las llamas de la

hogueras, historias que más que contar se susurraban a escondidas,

sabedores de que las autoridades estaban siempre al acecho y dispuestas a

castigar severamente cualquier comentario que se hiciera a favor de los

herejes.

¿Era posible entonces la paz más allá de los límites impuestos por la

Santa Madre Iglesia, una paz de la que Cornelio no poseía noción alguna?

¿No era la paz con Dios la única paz posible? Y si esta paz surgía de la

sangre de la cruz, ¿cómo podía ser esta entonces una falsa paz? “Pero la

iglesia no conoce esta forma de conseguir paz”, pensó Cornelio. Todo lo

que la iglesia podía ofrecerles a aquellos que la secundaban era

esperanza, jamás certeza. ¿Era entonces la paz que su madre había

proclamado cuando levantó sus moribundos ojos hacia el cielo más

grande que la paz ofrecida por la iglesia?

Cuanto más pensaba Cornelio en todo esto, más se le multiplican los

pensamientos; y aunque no quería todavía admitirlo, las dudas empezaron

a invadir su alma. La inevitable preguntó surgió como un torrente.

“¿Siento yo paz, esa paz de la que nos habla San Pablo y que está más

allá de la comprensión de todos los hombres?”

Cornelio dio de repente un brinco. Tan inmerso se hallaba en sus

elucubraciones que no se dio cuenta de que el Inquisidor Provincial

acababa de entrar silenciosamente en la habitación. Fue cuando este le

puso la mano en el hombro que Cornelio despertó como si del sueño más

profundo.

— Cornelio — habló Del Castro seria y lentamente — me estáis

ocultado algo, lo sé. ¡No, no, no lo niegues! — le reprimió cuando el

joven hizo ademán de protestar — Hace ya un par de días que te vigilo de

cerca y ni siquiera durante la cena he dejado de hacerlo a pesar de la

juerga que había. Puedo entender que el haber puesto de nuevo los pies

en ese lugar donde pasaste los primeros años de tu vida te haya afectado

profundamente, pero no debes permitir que ello te haga perder el hilo de

tu vocación. Así que te pregunto seriamente, no como tu padre confesor

si como alguien que se preocupa por tu bienestar, ¿por qué razón te aíslas

y te alejas de los demás cuando todo el mundo celebra? Debe de haber

una razón por la que te sientas tan triste y, aunque sospecho de qué se

trata, prefiero oírlo de tus propios labios. Esa melancolía no es propia de

tu edad. Acércate a mí, Cornelio, y descúbreme los secretos de tu

corazón. Como bien sabes, no me faltan influencias, así que quizás pueda

ayudarte con tus problemas.

El inquisidor pronunció estas palabras con un tono de voz paternal,

casi tierno, para ganarse así el corazón de Cornelio. Ciertamente, este

necesitaba oír palabras amables en esos momentos. Al oír estas palabras,

el rencor y la ira del joven cura dieron paso a un sentimiento de profunda

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83

aflicción y este a un torrente de lágrimas. Del Castro arrastró una silla y

se sentó al lado de Cornelio.

— Vamos, vamos, hijo, descarga las penas de tu corazón y

cuéntame lo que te pasa.

Cornelio no pudo resistirse a su propuesta. Con una voz temblorosa

que mostraba tanto pena como ira, el joven le relató al anciano sus vanos

intentos por encontrar algún rastro de su familia en la Achterom y de todo

lo que luego le explicó el capellán durante la cena.

— De esto último ya estoy enterado — le interrumpió Del Castro

— Cuando saliste del salón le pedí al anciano y siempre venerable

capellán de Santa María que me contara lo que te había dicho, pues las

pocas palabras que cacé al vuelo durante la cena me convencieron de que

esa historia te estaba afectando. Pero, ¿qué es lo que te llevó a empezar tu

búsqueda por la Achterom? Pues eso ocurrió antes de hablar con el

capellán. El rostro de Cornelio se tornó escarlata de vergüenza, pues se

sentía culpable de haber mantenido el secreto durante tanto tiempo.

Ahora tenía que sobreponerse a ella para contarle al anciano lo que el

granjero le dijera en el Corona de Leiden.

Tras la confesión de Cornelio, el inquisidor reflexionó por unos

instantes y procedió entonces con su interpretación de los hechos.

— Sin duda todo esto es sumamente interesante. Puedo comprender

totalmente que todo lo que has oído durante estos últimos días te haya

conducido a conclusiones erróneas. Incluso creo que podrías haber

llegado a conclusiones diferentes si hubieras hecho caso al cerebro en vez

del corazón. Por la manera en que te expresas es obvio que estás

convencido de que ese hombre al que se refirió ese granjero desconocido

y el mercader de quesos de la historia del capellán son la misma persona.

Sin embargo, tal como yo lo veo, no existe ninguna prueba de que tu

padre hubiera sobrevivido al naufragio. Todo esto se basa sólo en un

simple rumor. La historia del capellán es sin duda cierta, pero si

consideras su edad y la gran cantidad de gente que va y viene en una

ciudad como La Haya, ¿no es entonces un poco precipitado sacar

conclusiones y creer así como así que dos personas inconexas pueden ser

la misma? ¿Crees de verdad que es posible no haber oído nunca nada de

tu padre si este no hubiera muerto? ¿Crees de verdad que el hombre se

rindió tras su primer fracaso en la búsqueda de su hijo y que aceptó así

por las buenas el hecho de haberte perdido para siempre?

— ¡No, jamás creería tal cosa! — saltó Cornelio como un resorte

— ¡Pero lo que ocurrió es que ellos le ocultaron toda la información

sobre mi paradero!

Del Castro se mordió el labio inferior.

— ¡Ellos! Dime, Cornelio, ¿quiénes son ellos? — Cornelio no pudo

responder a esta pregunta — Ellos — continuó Del Castro con el mismo

buen talante que exhibiera segundos antes — no mostraron egoísmo

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alguno cuando aceptaron educarte para que alcanzaras una posición

dentro de la Iglesia. Si resultara que ese niño al que se refirió el capellán

eres tú, ellos podrían haber elegido cualquier otra forma de mantenerte

alejado de la pestilencia herética. Mira, supón que el mercader de quesos

era en realidad tu padre y que la mujer moribunda en aquella casa tu

madre. Si fuera así, ¿puedes imaginarte algo más horrible que un lecho de

muerte en el que su ocupante rechace el auxilio del sacerdote que viene a

suministrarle los medios de gracia y haga caso omiso a las palabras de

Cristo: y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos: y todo lo

que desatares en la tierra será desatado en los cielos11? Si esa mujer era

en verdad tu madre, lo que yo no creo, entonces deberías considerarte

afortunado de hallarte en posición de poder contrarrestar este inmenso

desliz en tu familia, pues muchos medios tienes a tu alcance para

conseguirlo. Consagrándote enteramente al servicio de la Iglesia puedes

restablecer todo aquello que se destruyó sin que tú tuvieras parte alguna

en ello. Pero mira, — continuó Del Castro viendo que sus palabras no

producían el efecto deseado en Cornelio — te esperan grandes tareas en

el futuro. El reino que el emperador Carlos convirtiera en el mayor

imperio jamás visto está bajo una gran amenaza de destrucción. Una falsa

doctrina inventada por ese instrumento de Satanás, Martín Lutero,

destruye día a día las almas de los fieles. Tejedores, herreros, toneleros y

toda clase de plebeyos ignorantes se creen en su arrogancia que pueden

mostrar a todo el mundo el sendero del cielo, incluso cuando estos tipos

apenas saben leer. Siento compasión por estas gentes engañadas, por

estas simples y equivocadas almas, y por eso les trataré a todos con

suavidad y moderación, ¡pero a estos embaucadores de la plebe, a estos

predicadores de campo y lodo, a estos asesinos de almas, a estos

enemigos de la Santa Iglesia les caerá encima toda la fuerza de mi ira, les

exterminaré hasta que no quede ni rastro de ellos por mucho que crezcan

en número por culpa de la debilidad del gobierno actual! Y tú formarás

parte de esta empresa, Cornelio. Esta es una tarea por la que recibirás una

corona celestial, pues Dios está de nuestra parte. ¡Recuerda el solemne

juramento que tomaste en el momento de tu consagración! ¡Nuestro es el

grito de guerra de los israelitas cuando se abalanzaron sobre los filisteos!

¡Sólo entendemos una orden: exterminad a todo aquél que busque

destruir la ancestral herencia de la Iglesia! En esta batalla no podemos

perder el tiempo pensando en padres y madres, hermanos o hermanas! Y

estas palabras del evangelio vienen totalmente al caso: “el que ama a

padre o madre más que a mí, no es digno de mí”12 — Del Castro

pronunció este versículo en pie y con la mano izquierda en alto mientras

la derecha se posaba en Cornelio — ¿Qué decís, Cornelio? ¿No es esta la

11 San Mateo, 16:19 12 San Mateo, 10:37

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más bella de las misiones? ¿Dudarías un solo instante en unirte a nuestras

filas si te creyeras merecedor de formar parte de tan noble y santa causa?

Cornelio no respondió. Las fervientes y entusiastas palabras del

inquisidor sólo consiguieron alterar la fachada de su alma pero no

consiguieron penetrar en su interior. Muchas eran ya las dudas que

habían tomado forma en el corazón de Cornelio, dudas de las que Del

Castro no tenía la más mínima sospecha.

— Mañana partimos para Ámsterdam — terminó Del Castro —

Acabo de ser informado de que uno de los herejes más peligrosos ha

caído en nuestras manos y, para que veas cuanta confianza tengo en ti,

voy a permitir que tomes parte en el juicio.

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86

13

EN EL CASTILLO DE DUIVENVOORDE

Tras recuperarse un tanto del impacto producido por la repentina

aparición de los soldados del rey y de la detención de Harm, los Hannes

se miraron entre ellos preguntándose qué podían hacer ahora ante tal

situación. Los tres se encontraban ahora en la sala que poco antes fuera

utilizada para albergar a todos los amigos de la vecindad y ahora se daban

perfecta cuenta de que su situación era a todas luces precaria. Arriba en la

alcoba yacía el cuerpo sin vida del chico cuyo pálido y rígido rostro

todavía mostraba una expresión de regocijo celestial. ¿Qué podían hacer

con él ahora? La amenaza del Flamenco podía hacerse realidad en

cualquier momento. Ninguno de los tres ignoraba que sobre sus cabezas

se cernía el duro castigo que se les imponía a aquellos que daban refugio

a un hereje. De hecho se dieron cuenta por primera vez del peligro que

corrían, pues le habían escondido a sabiendas de que la Inquisición iba

tras él. Mientras Harm estuvo entre ellos, no habían pensado en otra cosa

que en su seguridad y en ayudarle a escapar, pero ahora todo era distinto.

Ahora tenían que pensar en su propia seguridad. ¿Pero quién podría

ayudarles? Sólo había uno a quien podían acogerse, el Único que podía

ayudar a Su pueblo oprimido cuando todo esfuerzo humano fracasaba.

— Pidamos ayuda al Señor — dijo Hannes con sencillez — ese

Dios maravilloso será nuestra luz en las tinieblas y nos mostrará el

camino a tomar.

— Por cierto, ¿dónde está Bouke? — preguntó la mujer — Tendría

que estar aquí orando con nosotros.

Ninguno de los tres no tenía ni la menor idea de dónde se había

metido Bouke. Melis le había visto marchar tras los soldados cuando

estos se llevaron a Harm, pero era impensable que Bouke se hubiera ido

sin decirles primero adonde se dirigía. Hannes y Melis fueron a buscarle

por el establo y el patio pero sin éxito. La mujer del granjero estaba ahora

visiblemente preocupada, así que enviaron a Melis a la cantina del

embarcadero a preguntar si habían visto a Bouke por ahí. Melis volvió

poco más tarde, sudando de tanto correr y con el rostro desencajado de

preocupación.

— ¡Rápido, Hannes! — le conminó a su cuñado — ¡Ven conmigo,

parece que Bouke ha sufrido un accidente!

— ¿Qué ocurrió? — gritó la mujer alarmada.

— ¡No lo sé! — contestó Melis — ¡Lo sabremos en cuanto

volvamos! Los dos hombres se marcharon apresuradamente en el trineo

que Melis acababa de sacar de la cuadra.

— ¡Oh Dios! — suspiró la mujer — ¡Sólo Tú conoces el destino

que nos aguarda!

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87

Los dos hombres volvieron media hora después transportando con el

cuerpo de Bouke que seguidamente introdujeron en la casa. La señora

Hannes casi se desmayó cuando vio el rostro del fiel sirviente y amigo de

su juventud completamente cubierto de sangre.

— ¡Está muerto! — gimió.

— ¡No, no es tan grave! — dijo Melis — Pero creo que poco le

faltó, pues hace mucho frío ahí fuera. Pero mira — dijo volviéndose a

Hannes — su corazón todavía late. ¿Pero por qué toda esa sangre?

Tras examinarle minuciosamente, descubrieron un gran corte en la

nuca de Bouke. Afortunadamente, el frío y la nieve habían conseguido

parar la hemorragia. Bouke volvió en sí en el calor de la habitación, y tras

ser lavado y vendado fue por fin capaz de contarles lo que le había

ocurrido. Sin embargo, y a pesar de estar contentos de que Bouke no

hubiera sido víctima de su irracionalidad, los otros se percataron de que

su situación no había hecho más que empeorar. Todos serían acusados

por igual por los actos de Bouke, y no había duda de que serían

castigados por ello. Cuanto más discutían sobre la situación, mayor era su

necesidad de rogarle al Altísimo que les guiara con Su luz y Su sabiduría;

y si el avaro Aart hubiera estado espiando instantes más tarde a través de

los resquicios, habría podido ver entonces a los cuatro arrodillados y

escuchar la ferviente súplica de Hannes a su Dios, pidiéndole que

recordara Su promesa de no abandonar a su suerte ni de olvidarse nunca

de Sus oprimidos súbditos.

Los granjeros, fortalecidos por esa oración, empezaron de nuevo a

discutir el asunto, acordando pronto que lo mejor que podían hacer era

dirigirse al señor de Duivenvoorde en busca de ayuda, pues este le tenía

simpatía a la familia de Hannes y era siempre todo oídos a cualquier cosa

que le pidiera la mujer del granjero. El llegar a esta decisión les hizo

sentir que lo peor había pasado, así que se prepararon para irse a la cama,

no sin antes pasar por el cuartito en el que yacía Adrián.

— ¿Has cortado un mechón de su cabello? — preguntó Bouke al

acordarse de las últimas palabras del chico.

— ¿Para qué, si el padre ya no está aquí? — respondió la señora

Hannes.

Bouke, que nunca hablaba mucho, encogió los hombros y abandonó

la habitación, volviendo a los pocos minutos blandiendo unas tijeras con

las que cortó uno de los largos y rubios mechones de pelo que

seguidamente envolvió en un trozo de papel. De forma solemne y con

lágrimas en los ojos, la mujer cubrió el rostro del chico con la sábana.

— ¡Mirad! — exclamó entonces Hannes al ver la pequeña Biblia al

pie de la cama — ¡Imaginaos cuánto echa de menos ese pobre hombre

este valioso libro que le ha acompañado durante tantos años,

precisamente ahora que tiene que cruzar tan angosto desfiladero!

— ¿Qué quieres hacer con él? — preguntó Melis cuando Bouke se

Page 88: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

88

hizo cargo del libro.

— Llevárselo al señor Harm, y también el mechón de su hijo — fue

su sorprendente respuesta.

Todos se miraron atónitos y boquiabiertos.

— ¿Qué dices? ¿Cuándo? — le preguntaron al unísono.

— No lo sé aún, pero todos fuisteis testigos de la promesa que

recibió el señor Harm de que encontraría a su hijo mayor; y además este

chico que ahora está en el cielo cantando loas al Señor lo ha confirmado

y ha pedido también que se le entregue un mechón de su cabello a su

hermano. ¿y cómo puede el señor Harm cumplir su deseo si no está en

posesión del mechón?

— ¡Pero, Bouke, amigo, tú sabes que a Hiddesz se lo han llevado a

presidio! — contestó la mujer.

— ¡Bien lo sé eso! — exclamó Bouke mientras se llevaba una

mano a esa brecha en la nuca cuyo intenso dolor le traía incesantemente

el recuerdo de tan triste realidad.

A la mañana siguiente, justo cuando la mujer del granjero se

preparaba para dirigirse al castillo del señor de Duivenvoorde, un

forastero procedente de Leiden llamó a la puerta preguntando por

Hannes. Tras la respuesta afirmativa de la señora Hannes, el forastero le

entregó una nota escrita por Hiddesz. Eran las primeras noticias de

Hiddesz, pero la nota no contenía más que unas palabras pidiéndoles que

se le entregara su capa al mensajero. La mujer cogió la capa y preguntó al

hombre cómo se encontraba el prisionero y adonde le habían llevado.

— Ahora mismo se encuentra en La Roca — fue su respuesta — a

la espera, junto a otros, de que se lo lleven a Ámsterdam.

— ¿A Ámsterdam? — preguntó sorprendida la mujer. ¿Y por qué

no a La Haya? ¿No es ahí donde se halla la Corte de Justicia que se

encarga de estos asuntos?

Ahora era el mensajero el que parecía confundido.

— Estas son cosas que a mí no me atañen, y creo que es mejor que

vos os ocupéis de otros menesteres. Los miembros de la Corte tienen

gran influencia por todo el país y, si yo fuera vos, no me metería en estos

asuntos pues, si no me equivoco, vos sentís más simpatía por este hereje

de la que os conviene.

Dicho esto, el hombre cogió la capa, murmuró un saludo y se

marchó. Sintiendo un gran peso en el corazón y una gran preocupación

por lo que acababa de oír, la mujer salió de la casa en compañía de su

marido. La pareja tenía un largo camino por recorrer. Luego de cruzar el

Vliet sobre el hielo, a corta distancia de la cantina del embarcadero,

tomaron un estrecho sendero bordeado por alisos en dirección a

Voorschoten. Al pasar por el pueblo les dio la sensación de que muchos

que solían saludarles a su paso volvían ahora la cabeza o les señalaban

con el dedo. La noticia de la captura del hereje en la granja de Hannes

Page 89: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

89

había corrido como un reguero de pólvora por la comarca. Hannes y su

mujer aún estaban a media hora de camino del viejo castillo que tan bien

conocían. Sin embargo, cuanto más cerca se encontraban de la casa de su

señor, más les pesaba la inquietud. Por un instante la mujer pensó que

quizás sería mejor contarle al señor de Duivenvoorde todo lo que había

sucedido pero Hannes rechazó esta idea, creyendo que era mejor en este

caso combinar de nuevo la inocencia de las palomas con la astucia de las

serpientes. Llegaron por fin al castillo. Hannes se quedó a las puertas, pues

ambos habían acordado que era mejor que fuera la mujer la que viera al

señor a solas. Con el corazón latiendo como un tambor y repitiendo sus

oraciones sin descanso, la mujer esperó dentro de la gran sala por el

retorno del sirviente que había ido a informar al señor de Duivenvoorde

de su presencia. Al poco rato y tal como se esperaba, la mujer del

granjero se halló frente al señor de la comarca. Este se sentaba en un gran

sillón frente a la chimenea con la pierna izquierda reposando en un

escabel de madera para aliviar la gota que le atormentaba aún más

durante los meses de invierno, una dolencia esta que en sus inicios le

llevó a tratar a sus súbditos con enfado y brusquedad.

— Bueno, Brechtje mía — dijo el terrateniente en todo amigable —

¿qué te trae por aquí? Espero que todo vaya bien por la granja. Como

puedes ver — continuó — estos días estoy a la merced de mis problemas

de siempre, pero parece que mi viejo enemigo me da cuartel hoy. Siéntate

conmigo un rato y dime que deseas pero antes dime primero si son ciertos

todos esos rumores que han llegado a mis oídos. Tantos son los rumores

contradictorios que corren por ahí que me alegrará mucho que puedas

aclarármelo todo en persona.

Brechtje, tal como se la había conocido siempre en el castillo, se

sentó con recato en la silla que le había señalado el señor de

Duivenvoorde.

— Es precisamente sobre lo que ocurrió en mi casa para lo que he

venido a hablar con vos y a pedirle su consejo, mi señor — dijo la mujer

— Somos gente sencilla, como bien sabéis vos, y siempre que nos vemos

en dificultades venimos a veros porque sabemos que siempre estáis

dispuesto a ayudarnos de palabra y obra.

— ¡Sin duda, ciertamente! — afirmó el terrateniente, halagado por

las palabras de Brechtje — Y sabios sois por actuar así.

Tras expresar su agradecimiento, Brechtje inició su relato.

— Mi cuñado Melis, de quien sin duda bien se acuerda mi señor, trabó

amistad con un viajero en la cantina del embarcadero, un buhonero que se

dirigía a Leiden acompañado de su hijo gravemente enfermo. Como el

chico no podía apenas dar un paso más y no había sitio para ellos en ese

local, Melis decidió traerlos a nuestra casa.

— Melis siempre ha sido un buen hombre.

Page 90: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

90

— Si el chico se hubiera restablecido, el hombre habría reanudado

su camino al día siguiente, tal como deseábamos. Pero la salud del chico,

postrado en cama con fiebre cada vez más alta, continuó deteriorándose

con el paso de los días. ¿Habría hecho yo bien entonces en sacarlos de la

casa y ser así la causa de que ese niño enfermo se congelara afuera en ese

implacable frío?

— ¡De ninguna manera! — exclamó el amo del castillo —

Ciertamente no fue eso lo que aprendisteis en este castillo. ¡Las virtudes

de la hospitalidad nunca se han echado en falta en este lugar!

— Aún así, lo que hice ha sido interpretado como una muestra de

maldad. ¡Nuestra casa fue invadida por soldados foráneos que se llevaron

al hombre prisionero, acusándole de ser un hereje!

— ¿Qué me dices? — le interrumpió el señor de Duivenvoorde —

¿quién osa meterse en cosas que sólo a mí me conciernen? ¿No soy yo el

señor de todas las tierras de Voorschoten y sus dependencias? ¿No soy yo

y sólo yo la única autoridad encargada de la justicia, sea por causa mayor

o no? — El hombro atizó el suelo con ira con su bastón — ¿Quiénes son

esos usurpadores?

— No lo sé, mi señor. Pero se presentaron en nombre del rey.

— ¡Sólo yo puede actuar aquí en nombre del rey! Pero continuad,

os lo ruego.

— Uno de los soldados pidió vino y yo le ofrecí la única jarra que

había en la casa, aquella que mi señor le enviara a mi marido hace algún

tiempo.

El noble apretó los puños con fuerza.

— Al final, tras pasar un buen rato bebiendo, decidieron coger al

prisionero y largarse. Sin embargo, este consiguió escapar, así que

tuvieron que marcharse sin él.

— ¡Ah, me place oír esto! — volvió a interrumpir el terrateniente

— Me encanta cuando esos cazadores furtivos que merodean por mis

territorios se tienen que largar con las alforjas vacías!

Al marcharse los soldados, descubrimos que ese hombre se había

escondido dentro de la casa. Así que, ¿qué podíamos hacer entonces? No

podíamos echarle a la calle en medio de la noche y abandonar a su hijo

moribundo en los hielos del dique, ¿verdad que no?

— ¡Claro que no! — exclamó el hombre.

— Así que dejamos que se quedara con nosotros durante unos

cuantos días con la esperanza de que ello diera tiempo a su hijo a

restablecerse. Pero, ¡ay!, todo lo contrario. Justo ayer falleció el chico, y

eso lo sentí casi como si hubiera sido mi propio hijo, tanto era el apego

que llegué a sentir por él — la mujer se enjugó las lágrimas de los ojos —

En fin, justo cuando el viajante acababa de cerrar los ojos de su hijo, los

soldados aparecieron de nuevo por sorpresa, le encadenaron y se lo

llevaron. Así es que decidí presentarme ante su excelencia para pedirle

Page 91: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

91

consejo. ¿Qué podemos hacer? El cadáver de ese niño aún se encuentra

en nuestra casa. El párroco de Voorschoten sin duda se negará a oficiar

su sepelio y quién sabe lo que se nos avecina por haber acogido a ese

hombre en nuestra casa. Ya nos han amenazado acusándonos de hacer

causa común, dicen, con un hereje. ¿Es ésa entonces la recompensa a

nuestra hospitalidad, y será Melis llevado a La Roca como si fuera un

maleante simplemente porque se comportó como un buen samaritano? ¿Y

tendré yo, que tan fielmente serví a vuestra excelencia durante tantos

años, que languidecer en una celda junto a mi marido? ¿Podría tolerar el

Señor de Duivenvoorde que esta vergüenza cayera sobre nosotros y sobre

nuestra casa por no otra razón que la de haber cumplido con ese deber

que se nos enseñó a respetar aquí en vuestra casa?

— ¡Nada de eso os ocurrirá, de ello podéis estar bien segura! —

gritó con rabia el señor de Duivenvoorde — Pero, ¡ah!, bien sé de donde

surge todo esto. ¡Los sacerdotes están detrás de todo esto! Deberían

haberme informado y consultado, y si hubiera que castigar algún delito

ya les habría mostrado yo que me conozco los edictos del emperador

mejor que todos los curas juntos. Y ahora, Brechtje, vuélvete a tu casa.

Ahora mismo voy a dar instrucciones para que se le dé a este chico un

entierro decente. Y si al párroco de Voorschoten se le ocurre protestar,

entonces le enseñaré quien manda aquí para que no se le olvide nunca.

Además, hoy mismo voy a escribir una carta a la Corte Holandesa

requiriendo la custodia del hombre que fue hecho prisionero en tu casa,

alegando haberse cometido una felonía dentro de mis territorios. ¡Bien,

yo seré el que lleve la investigación y nadie más! Así que no te

preocupes, pues voy a cuidarme de que los caballeros de La Haya o de

cualquier otro lugar se enteren de que mejor les irá si se guardan de

meterse en mi territorio o de tocar un solo pelo de mis súbditos!

Brechtje salió del castillo, ahora totalmente tranquila tras oír las

palabras de su señor. Hannes, que del miedo que pasó ni se dio cuenta del

viento helado del este que le azotaba el rostro, pudo percatarse enseguida

que la expresión feliz en la cara de su mujer sólo podía significar que

todo había ido bien. Más tarde, luego de que la mujer les explicara a

Hannes y Melis los detalles de la conversación, todos se arrodillaron y

dieron gracias a Dios por Su misericordia, pues sólo Él gobierna los

corazones de los poderosos y hace que atiendan las súplicas de sus

siervos.

Page 92: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

92

14

EN LA ROCA DE LEIDEN

Harm Hiddesz se dejó llevar sin rechistar por el capitán flamenco,

sabedor de que todo intento de resistencia sería fútil. Al llegar al

embarcadero, Harm se giró por última vez en dirección al lugar en el que

había dejado los restos mortales de su amado hijo. Suspirando, pero aún

así sintiendo un gran consuelo en su corazón, siguió caminando detrás del

Flamenco y de Antonio y con un albardero a cada lado. Por el camino,

Harm les oyó contar la historia de la pelea con Bouke y así se enteró

horrorizado de cómo Antonio le había atizado a Bouke en la cabeza,

dejándolo por muerto sobre la nieve. Sintió entonces una punzada en el

corazón al pensar que todo el amor y fidelidad de Bouke por un

predicador perseguido le había conducido a hacer uso de la violencia y a

ser víctima de su apasionada disposición a ayudar a los demás.

Sin embargo, a Harm no le quedaba mucho tiempo para dedicarse a

la contemplación. Casi a cada paso se le empujaba para que fuera más

deprisa pues el Flamenco quería llegar a Leiden antes de que cerraran las

puertas de la ciudad; poco le faltó para no conseguirlo pues cuando

finalmente el grupo entró en la ciudad los vigilantes de la Puerta del

Norte ya estaban a punto de cerrar los portalones y de izar el pesado

puente que daba acceso a esa ciudad por la que pocos días antes había

pasado el Inquisidor. Los hombres se dirigieron inmediatamente hacia La

Roca, un lúgubre edificio cuadrado sito cerca de la Iglesia de San Pedro

donde Harm, ahora temblando sin cesar de frío, iba a ser encerrado.

Después de que el capitán hubiera enseñado sus salvoconductos al

carcelero, este tomó al prisionero en su custodia llevándoselo por un

largo pasillo oscuro. Al poco, Harm oyó el ruido de cerrojos y de una

pesada puerta que se abría. El farolillo del carcelero le permitió entonces

vislumbrar una gran celda en la que unos cuantos seres se acurrucaban

los unos contra los otros sobre un montículo de paja para combatir el frío.

— ¿Voy a quedarme aquí esta noche? — preguntó Harm.

— Pues sí — respondió el carcelero — Esta celda no es

precisamente un palacio, bien seguro, pero ¡quien se esperaba algo

mejor! De todas maneras, es justo lo que se merece un hereje como tú.

Harm entró en la celda. Hacía mucho frío y humedad pues, a pesar

de la presencia de una chimenea, nadie se había cuidado de encender un

fuego.

— Supongo que pagando se podría conseguir algo de leña y un par

de velas, ¿no? — preguntó Harm.

— Pagando San Pedro canta. Si tienes dinero, pide lo que desees.

Harm sacó una moneda del chaleco y se la dio al carcelero.

— Traedme por favor también una bebida caliente y un poco de

Page 93: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

93

pan.

El carcelero desapareció en el pasillo con su ayudante, dejando a

Harm en la celda completamente a oscuras. Todo quedó en silencio

dentro de la cámara durante unos instantes. Sólo podía oírse el eco de los

pasos de los carceleros.

— ¿Estoy soñando — elevó la voz entonces uno de los prisioneros

— o es que en verdad creo haber reconocido la voz de ese hombre al que

esperábamos aquí por Navidad? — Su forma de expresarse daba a

entender que se había cuidado de no mencionar nombres.

— Podéis llamarme libremente por mi nombre, amigo mío —

contestó Harm — pero esperad unos pocos minutos. Estaré en

condiciones de reconoceros en cuanto traigan las velas, y aunque vuestra

voz no me es desconocida, aún así deberé asegurarme de que no estoy

tratando con un espía.

El sirviente volvió poco más tarde trayendo lo que Harm había

pedido, incluido un gran cazo de hordiate caliente y un pan de molde que

colocó en el único banco de madera que había en la celda. Harm le pidió

entonces al sirviente que mandaran a alguien a recoger su manto de la

casa de Hannes. Este accedió a realizar el encargo por un precio

desmesurado y permitió que el prisionero escribiera unas pocas palabras

en un trozo de papel. La vela y los haces de leña alumbraban ahora la

tenebrosa celda. Al irse el sirviente, algo se movió en una esquina de la

celda. El hombre se acercó a Harm llamándole por su nombre. La

sorpresa y la alegría se fundieron en el rostro del predicador, pues de

seguida pudo reconocer a Folkert, el hortelano, en cuya casa próxima a la

Puerta de Las Horcas se le había esperado el día de Navidad. Ambos se

saludaron efusivamente. El hecho de poder encontrarse juntos en la senda

de los perseguidos y de los sufridores les llenaba de gran consuelo.

— ¡Ay, amigo mío! ¿Cómo te encuentro aquí? — le dijo Harm a

Folkert — ¿Hace mucho que te apresaron?

— Desde el día antes de Navidad, amigo mío. Pero no me

compadezcáis por mucho que haya sufrido el frío y las molestias de este

lugar, pues no tengo dinero para comprarle nada al carcelero y debo

conformarme con lo que poco que se me da. Al contrario, he pasado aquí

muchas horas en santa comunión con mi Sabio y Redentor. Él ha sido en

mis tinieblas mi Luz, la Estrella de Judá a la que me permitió dirigir la

mirada. Cuando pasé aquí los días de Navidad en soledad, medité sobre

la encarnación del Hijo único de Dios que, de acuerdo con el consejo de

Su Padre, cargó con el pecado y la culpa de Su pueblo elegido para

obtener así su salvación eterna. Me regocijé en Dios, y el Señor me

permitió cantar salmos durante la noche. ¡Y ahora que Dios ha tenido a

bien considerarme merecedor de ser testigo de la fe que Su Espíritu forjó

en mi corazón me siento, a pesar de las cadenas, más libre que un pájaro

y más rico que un rey!

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94

— Bien, amigo mío — respondió Harm — si es así como te sientes,

permíteme que me una a tu regocijo. Esto es ciertamente la confirmación

de lo que dijera San Pablo: “También nos gloriamos en las tribulaciones,

sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y

la prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor de

Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que

nos fue dado”13.

— Esa ha sido ciertamente mi experiencia — dijo Folkert — pues

al igual que David yo podría también cantar que el Señor “confortará mi

alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre. Aunque

ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú

estarás conmigo; Tu vara y Tu cayado me infundirán aliento. Aderezas

mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores; unges mi cabeza

con aceite; mi copa está rebosando”14. ¡Y he aquí que el Señor os ha

traído a ponernos la mesa!

Folkert miró con ojos deseosos al cazo que hervía en esos momentos

en el fuego y al pan de trigo sobre la mesa. Aunque el Folkert espiritual

cantaba loas al Señor, estaba claro que su cuerpo había sufrido penurias

durante largo tiempo. Con gran espíritu de hermandad, Harm compartió

la sencilla cena con Folkert, una cena que a este le pareció un banquete.

Tan pronto como Harm hubo partido el pan y llenado el recipiente de

Folkert, este se dirigió hacia una esquina que le había pasado

desapercibida a Harm.

— Vamos madre — murmuró Folkert — toma una bebida caliente.

¡Te sentará bien!

Estupefacto, Harm se dirigió hacia el grupo. Sobre la paja se

acurrucaban dos mujeres que rápidamente tomaron el recipiente y

compartieron su contenido.

— Esta mujer — dijo Folkert señalando a la más joven — es una

pobre viuda que venía a menudo a nuestros encuentros. Ahora la han

separado de sus hijos, después de ser traicionada por sus vecinos. Y la

otra es su hermana. Una reincidente, pues renunció a la causa durante un

juicio de la Inquisición, pero luego la volvieron a pillar en herejía y

condenada a muerte. Pero esta vez está decidida, con la gracia de Dios, a

no renegar del Señor ni de su causa. ¿No es así, señora Baltens?

— ¡Ah, mi querido amigo Folkert, cuánto he sentido haber dado

más importancia a salvaguardar mi cuerpo que al honor de Cristo ante el

peligro, tal como hiciera Pedro! Es mi más ferviente deseo que Dios

tenga a bien proporcionarle a esta miserable desgraciada el valor

necesario para que no sucumba de nuevo.

— Y tú, madre — preguntó Harm — ¿te crees lo suficientemente

13

A los romanos, 5:3-5 14 Salmos, 23:3

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95

fuerte como para hacer frente al juicio que se te avecina? ¿No temes la

posibilidad de tener que entregar tu vida en el nombre del Señor?

— A veces sí — contestó la mujer — Mi carne tiembla sólo de

pensar en la muerte del mártir a manos de estos malvados, pero cuando la

gracia reina en mi corazón no sólo me recompongo sino que también me

regocijo al pensar que voy a ser entregada en bandeja de plata al Señor

Jesús. Aún así, hay momentos en los que sucumbo bajo un gran peso que

espero que el Señor en la hora que Él elija me quite de encima para

siempre. Soy una pobre viuda, mi hijo mayor tiene doce años y el

pequeño sólo tres. Ahora estos corderitos están en manos de extraños y

por la noche hasta me parece escuchar a mi pequeño Leendert llamar por

su madre. Esto me asusta y me oprime el corazón hasta que finalmente

consigo concentrarme en la causa del Señor durante algún tiempo. ¡Ojalá

tenga Él a bien acrecentar mi fe y liberarme de todo aquello que no

pertenezca a Su reino!

La mujer rompió en lágrimas al decir esto y levantó las manos hacia

el cielo.

— Pobre madre — suspiró Harm — El Señor te lleva por caminos

difíciles, pero no te separes de Él, confía y reposa siempre en Él cuya

fidelidad hacia Su pueblo es inalterable. Él no se olvidará de ti, ni te

abandonará a tu suerte. Yo también sufro una gran pena. Esta misma

tarde fui testigo de la partida de mi único hijo de doce años, pero tengo la

seguridad de que mi Adrián entona ahora sus loas a Dios a los pies del

trono del Cordero.

Pareció entonces como si las últimas palabras de Harm hubieran

alcanzado el fondo del corazón de la mujer, pues esta se puso a llorar y a

gemir desconsolada.

— Dejad que la mujer llore — dijo Harm — Ahora le contaré cómo

falleció mi hijo Adrián y le recordaré, en el nombre del Señor y para su

consuelo, la promesa de Dios tal como la expresara Isaías: “Y este será

mi pacto con ellos, dijo Jehová: El Espíritu mío que está sobre ti, y mis

palabras que puse en tu boca, no faltarán de tu boca, ni de la boca de tus

hijos, ni de la boca de los hijos de tus hijos, dijo Jehová, desde ahora y

para siempre”.15

Entonces Harm narró todo lo acontecido durante los últimos días en

casa de los Hannes, su milagrosa huida, la muerte de su hijo y su captura

final. Si no hubiera sido porque los últimos estertores de la vela no les

hubiera recordado de lo tarde que era ya, el grupo hubiera permanecido

hablando y contándose experiencias durante horas. Así que los dos

hombres y las dos mujeres se arrodillaron, momento este en el que el

Señor Jesús, Aquél que dijera que “donde están dos o tres congregados

15

Isaías, 59:21

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96

en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”16 hizo notar Su presencia

entre el grupo de reos de La Roca.

Harm sólo llevaba dos días en ese lugar, días de estímulo y consuelo

mutuo, cuando el Flamenco volvió de su viaje a La Haya trayendo

órdenes del Inquisidor para que Harm, la reincidente y su hermana fueran

llevadas a Ámsterdam.

Mientras tanto, el señor de Duivenvoorde, con aire resuelto, había

enviado inmediatamente después de la visita de Brechtje a un mensajero

a La Haya para reclamar al prisionero Harm Hiddesz, petición que

difícilmente podía rechazarse viniendo de donde venía y de acuerdo con

las costumbres legales de la época. Del Castro fue informado de esto en

la Corte de La Haya, razón por la que ahora se apresuraba a llevarse a su

presa a un lugar más seguro. De esta manera, se decidió que Harm fuera

llevado lo más rápidamente posible a Ámsterdam, por hallarse esta

ciudad fuera de la jurisdicción de la corte holandesa. Esta misión fue

encargada al Flamenco, procurándose este una carreta para transportar al

predicador y a las dos mujeres bajo vigilancia.

A la hora de su marcha, Folkert les abrazó a los tres como si fueran

hermanos a quienes nunca más volvería a ver. El piadoso hortelano sintió

gran pena por no haber sido incluido en las órdenes del Flamenco, pero

Harm le dijo entonces que el Señor sin duda debía tener otros planes para

él, y que esta era la razón por la que no se le llevara aún ante la Corte.

Para hacer que la estancia de Folkert en La Roca fuera algo más

llevadera, Harm le entregó unas cuantas monedas para conseguir así que

el carcelero le hiciera algo más de caso. Poco después, Harm y las dos

mujeres fueron metidos en la rudimentaria carreta que les llevaría a

Ámsterdam.

Este fue un viaje agotador para los tres reos. La salvaje helada dio

paso a un frío intenso y a una lluvia torrencial. Parecía como si incluso la

naturaleza se hubiera puesto de parte de los captores. Tras las horas de

regocijo pasadas en La Roca, los tres se encontraban ahora abatidos por

la tristeza y por el miedo a todos los horrores que les esperaban. Harm

echaba mucho de menos su Biblia, esa fiel compañera que tantas veces le

había animado a él y a otros en días de abatimiento. Pero el Espíritu

Santo vino a refrescarle la memoria, ayudándole así a repetir los versos

de los Salmos de David tanto para sí mismo como para sus compañeras

de viaje, aquellos salmos que habían sido compuestos por el hombre que

fuera en busca del corazón de Dios durante sus días de adversidad.

La hermana de la señora Balten sufría constantemente los asaltos de

Satanás. Ese ancestral asesino de hombres seguía tratando

implacablemente de evitar que esta débil alma buscara solaz en Cristo y

de arrojarla en las tinieblas de la desesperación. “¿Qué has sacado en

16 San Mateo, 18:20

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97

limpio de esta nueva doctrina entonces?”, le susurraba el demonio. ¿A

qué otra cosa te llevará sino al desprecio, al sufrimiento y a una muerte

antes de tiempo? ¿Cómo puede una madre abandonar a sus hijos en

manos de extraños a cambio de una idea nueva? ¿Y por qué tuviste que

sacar tu nueva fe, como tú la llamas, a la luz? ¿Qué será ahora de esos

niños? ¡Cuando crezcan maldecirán a esa madre que tan poco amor les

dio! ¿Y crees tú que eres lo suficientemente fuerte como para aguantar

las torturas del potro durante el interrogatorio? ¡Sí, ya verás cuando te

pongan las empulgueras, tu fe se volatilizará como la paja en el viento!”.

Los afilados dardos de Satanás horadaban incesantemente la carne de

la pobre mujer pero no consiguieron eliminar la presencia de Dios en su

alma. Ambas mujeres repitieron los versos del Salmo 42 que Harm había

recitado unos momentos antes: “Como quien hiere mis huesos, mis

enemigos me afrentan, Diciéndome cada día: ¿Dónde está tu Dios? ¿Por

qué te abates, alma mía? ¿Y por qué te turbas dentro de mí? Espera en

Dios; porque aún he de alabarle, Dios mío y mi Salvación.”17

Finalmente, tras seis horas de baches y traqueteos, vislumbraron las

torres de Ámsterdam en el horizonte.

— ¿Tenéis alguna idea, señor Harm, de adonde nos llevan?

preguntó la señora Baltens.

— No, me temo que no — contestó Harm — Posiblemente nos

encierren en la prisión que hay en la Puerta de San Olaf. También otros

lugares son utilizados como prisiones en Ámsterdam, como la Puerta de

San Antonio, la Torre de Nuestra Señora, la Puerta de John Roden y la

Torre de la Santa Cruz. Me conozco bien la ciudad y además tengo

amigos allí. Espero que al menos ellos hayan conseguido ponerse a salvo

de la Inquisición, pues hace bastante que no sé nada de ellos. Los herejes

también son llevados a la Torre de Herring Packers, aunque las mujeres

son a menudo encerradas en conventos.

Las mujeres suspiraron.

— Ay — dijo la señora Baltens, animada al sentir crecer la fuerza

de su fe — ojalá que el Señor pueda dar fuerza a nuestra fe, pues así dará

igual adonde nos lleven. Por mucho que nos torturen, sé que nada nos

podrá separar de Cristo. Además, hermana mía, ¿no es un gran consuelo

que en mi carne he de ver a Dios?

— Al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro —

continuó Harm, que a continuación elevó sus ojos al cielo exultante por el

sonido de las palabras de Job — aunque mi corazón desfallece dentro de

mí18.

La carreta cruzó la puerta de la ciudad fortificada de Ámsterdam

haciendo alto poco más tarde frente a la Torre de la Santa Cruz. Al darse

17

Salmos, 42:10-11 18 Job, 19:26-27

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cuenta Harm de donde se encontraban, un edificio ya tristemente célebre

por aquél entonces, miró con gran preocupación a las dos mujeres.

Hubiera sido de lo más apropiado si sobre la entrada del edificio se

hubieran esculpido las palabras del poeta italiano Dante Alighieri, “El

que entre aquí, abandone toda esperanza”. ¿No era esta torre un lugar de

lágrimas y penas hasta el punto que un tramo de la Nieuwezijds

Achterburgwal había sido bautizada como el Canal de los Mártires y a

cuya presencia debe su nombre la Calle de la Sangre? Tras recibir orden

de los jinetes para que descendieran de la carreta, los tres reos fueron

inmediatamente empujados a través del portalón de entrada, en la que se

encontraban dos carceleros jugando a las cartas junto al fuego. Uno de

ellos tomó la carta sellada de uno de los soldados y leyó su contenido.

— Monseñor Del Castro parece tener prisa — murmuró el hombre

— Pues me parece bien, pues como todo siga como hasta ahora, pronto

tendremos que construir otra torre para dar cabida a tanto hereje.

Dicho esto, escribió unas palabras en un trozo de papel, le ató un

sello y se lo entregó al jinete como acuse de recibo de los prisioneros. Sin

dirigirles una sola palabra a estos, el carcelero gritó varias órdenes a los

sirvientes que acababan de aparecer al oír el sonido de la campanilla,

quienes seguidamente se llevaron a los reos.

— ¿Se nos permitirá estar juntos? — le preguntó Harm a uno de los

sirvientes cuando entraron en el pasillo.

— ¡No, qué va! Eso iría contra el reglamento que prohíbe que se

encierren a hombres y mujeres en la misma celda excepto en casos de

emergencia. Por ahora las mujeres serán llevadas arriba y tú al sótano.

Cuando llegaron a la serpenteante escalera de caracol que marcaba el

punto de separación de los tres amigos, Harm se sobrecogió de la

emoción. Sabía muy bien lo que esto significaba. Cogiendo de las manos

a las mujeres, todo lo que Harm consiguió decir fue:

— ¡Que el Señor sea vuestra fuerza! ¡Que Él sea vuestro refugio!

¡Id con Dios, hermanas! ¡Nos encontraremos de nuevo ante el trono del

Cordero de Dios!

Sin embargo, la señora Baltens, la reincidente, se sentía animada.

Parecía como si la penumbra del lugar la llenara de gozo en vez de

deprimirla.

— No te rindas, amigo mío — dijo la débil mujer a ese hombre de

gran tesón que había sobrevivido a tantas terribles experiencias — El

Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de

Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con

Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con

él seamos glorificados19.

Los sirvientes del carcelero conminaron a la mujer a que terminara

19 A los romanos, 8:16-17

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ya de hablar. Los amigos se estrecharon las manos una vez más, tras lo

cual Harm fue separado de esas mujeres con las que compartió fe y

aflicciones, y con las que dentro de poco se reuniría de nuevo para gozar

por los siglos de los siglos del Reino del Señor.

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LA TORTURA

Poco después, Harm se encontró en una celda que, a juzgar por el

estruendo de las carretas que circulaban, debía de hallarse varios metros

por debajo del nivel de la calle. La puerta de la celda daba a un angosto

pasillo en el que Harm pudo ver tres puertas más. La puerta tenía una

pequeña abertura con barrotes que dejaban pasar aire y algo de luz y que

servía además para servir comida a los reos.

El ayudante del carcelero encendió su farol antes de iniciar el

descenso por la segunda escalinata. Llegados a la celda asignada a Harm,

un olor nauseabundo hizo que Harm se llevar las manos a la nariz, pero

esto no pareció hacer efecto alguno en el ayudante.

— Ya te acostumbrarás — le dijo a su prisionero — Ni te darás

cuenta en unos días. A tu predecesor lo sacamos justo esta mañana.

— ¿Lo sentenciaron a muerte? — preguntó Harm.

— Seguro que hubiera acabado en la hoguera si hubiera aguantado

un poco más — contestó el ayudante — Pero se murió ayer por la

mañana, creo. Hacía un par de días que se negaba a comer nada, pero

como te puedes imaginar, no podemos agobiarnos con chusma de este

calibre. No sé, quizás incluso la palmó antes. Es imposible estar siempre

al corriente de estas cosas. Al menos lo descubrimos, ya es algo.

¡Pero vamos, adentro! ¡A ver si ahora tienes miedo de la muerte! ¿No es

cierto que los herejes no temen a la muerte? ¿O sí? — apuntilló el

hombre riéndose con desdén — Mira, ahí tienes paja fresca en la que

echarte. La vasija ésa está llena de agua. Mañana temprano te traeré tu

pan.

— ¿Puedo conseguir una vela aquí, y algo para escribir, y también

una cama? — preguntó Harm — Tengo dinero, claro.

— Ni hablar, aquí no. No tendrías tiempo de usarlas de todas

maneras. Creo que tu caso se va a dilucidar pronto, y seguro que el

veredicto sale en un santiamén.

Harm intentó persuadir al carcelero en vano. Este se marchó dejando

a Harm completamente a solas en su oscura celda, a solas con su Dios.

Harm se sentó en el banco de madera acoplado a la pared y dio rienda

suelta a sus pensamientos. Sólo unos días antes se encontraba junto al

lecho de muerte de su Adrián. ¿No debería dar gracias a Dios por haber

acogido a su hijo? ¿Pues qué le hubiera ocurrido al chico si este hubiera

tenido que compartir la miserable suerte de su padre? Harm se preguntó

entonces qué había sido del cuerpo del niño. Seguro que había sido

enterrado en la esquina del camposanto que se destinaba a los suicidas y

ajusticiados. ¿Qué otra cosa podrían haber hecho con el hijo de un

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hereje? ¡Pero qué más da! Dios todopoderoso levantaría el cuerpo del

chico y le resucitaría en la vida eterna por los siglos de los siglos. Fue un

gran consuelo para él el haber podido ser testigo de la partida de su hijo y

el saber que este había emprendido el camino de la gloria antes que él.

Harm se arrodilló y oró. Dentro de esa tenebrosa celda, Harm pudo

experimentar la comunión con el Espíritu Santo y, como el David de las

Escrituras, se fortaleció en su Dios y Señor. Sin darse cuenta, Harm oró

en voz cada vez más alta hasta que su plegaria se convirtió en un salmo

de alabanza al Señor. El haber sido hecho merecedor del suplicio en

nombre del Cristo Salvador se convirtió en un gran privilegio en ese

momento y por ello dio gracias al Señor. Harm concluyó su plegaria

gritando “¡Amén, amén, pero ven pronto a por mí, mi Señor!”

Una voz desde el fondo del pasillo contestó entonces, “¡Amén,

amén!” ¿Era este quizás el eco de sus palabras? Harm no se había

percatado antes de ello. Harm se encogió de hombros y seguidamente se

tapó con su manto y se acostó en la paja, en el mismo lugar donde horas

antes hubiera muerto otro mártir, alguien cuyo nombre, como el de

muchos otros, no entraría jamás en los anales de la historia pero sí en las

páginas del libro de la vida celestial.

Todo estaba muy calmo. De tanto en tanto, Harm creía oír el

murmullo del agua pasando junto al muro exterior de la celda, por lo que

se preguntó si quizás su celda estaba situada justo junto al cauce del río

Ij. En vano trató Harm de conciliar el sueño. Las profundas emociones

sentidas durante los últimos días no le permitían relajarse. De repente,

harm sintió que algo se arrastraba por su pierna, lo que le hizo dar un

salto y ponerse en pie con el corazón palpitando. ¡Ahora sí que no había

duda alguna! En efecto, su celda estaba junto al río, y las ratas de agua

habían encontrado la forma de meterse en su celda. Harm era un hombre

de gran coraje para todo excepto cuando se trataba de ratas, a las que les

tenía un pánico mayúsculo. El pensar en ratas corriendo por su cuerpo le

llenaba de un terror agónico.

Pasado el susto, Harm se acostó de nuevo en la paja en silencio para

poder detectar si esas horribles criaturas aún pululaban por la celda pero

no escuchó ningún ruido sospechoso más durante un buen rato. Sin

embargo, cuando menos se lo esperaba pudo oír unos chirridos que

parecían arañazos. Segundos después, algo frío cruzó rápidamente su

cara. Harm no pudo aguantarlo más. Se levantó de nuevo y rasgó un trozo

de tela del forro de su manto. Con ayuda de las yescas que siempre

llevaba encima consiguió sacar unas chispas con las que prendió fuego a

la tela. Entonces se puso rodilla en tierra, recogió una pequeña pila de

paja de su lecho, colocó la tela llameante en el centro de la pila y se puso

a dar cortas y continuas bufadas hasta conseguir que la paja se prendiera.

Una vez que el fuego prendió bien, Harm cogió más paja para tapar los

agujeros por los que se habían introducido los viles roedores, pero Harm

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no se había dado cuenta de que el humo que causaba la pequeña fogata en

la húmeda paja no tenía otra vía de salida aparte de la ventanita con

barrotes de la puerta. Justo a tiempo notó que el humo se hacía más denso

y de que se encontraba en gran peligro si no hacía algo rápido. Decidió

entonces apagar el fuego a manotazos y, aún tosiendo, se echó a dormir

un poco sobre el banco de madera.

Tras pasar horas interminables exhausto abriendo y cerrando los

ojos, Harm se despertó finalmente pero aún más agotado que antes. Una

tenue luz trémula del exterior penetró en el pasillo indicándole que ya era

de día. Escuchó con atención para poder averiguar en qué parte de la

Torre de la Santa Cruz se encontraba a juzgar por el traqueteo de los

carros en la calle, pero como tantos eran los carros que pasaban Harm no

tuvo oportunidad de adivinar si se hallaba en el lado del río o en la parte

posterior de la torre. Entonces, de repente, Harm oyó la voz de un

hombre entonando las letras de un salmo bien conocido:

Señor, eres Tú más fuerte que torre o almena

Protégeme, Señor, en esta hora amarga

De todo enemigo que odio exhala.

Señor, Tú eres mi poder y mi fuerza

¡Arráncame de las fauces de la fiera!

Como tú, Señor, nadie es en batalla

¡Oh Rey, que a Su pueblo libera

Estar ante Ti este siervo anhela!

¡Sálvame te ruego de mi miseria

Y acógeme en Tu Reino de la gloria!

Harm no se sorprendió de que hubiera más gente encarcelada en ese

lugar por cuestiones de religión. Se alegró de poder cantar esta triste saeta

junto con ese desconocido cantante, lo que le dio ánimos para seguir

cantando a todo pulmón. Al terminar la canción, Harm se arrodilló y oró

larga y tendidamente. Se levantó entonces consolado y envalentonado y,

aprovechando que la luz que entraba en la celda era ya más clara, se puso

a inspeccionar la celda en la que posiblemente tuviera que pasar varias

semanas encerrado. Mientras andaba ocupado en esto, el ayudante del

carcelero bajó para traer pan y una sopa caliente. Tras pasarlo por el

agujero de la puerta, le informó a Harm que dentro de un par de horas le

iban a llevar a presencia del alguacil para pasar el primer interrogatorio.

Harm le atosigó en vano con preguntas y ruegos, pero cuando le colocó

media corona en la palma de su mano a través del orificio, el hombre

cambió de actitud y prometió intentar mediar con el carcelero para hacer

que su celda fuera un poco más cómoda.

Tal como le dijera el ayudante del carcelero, Harm fue sacado poco

después en grilletes de su celda y llevado a una estancia en la planta de

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arriba en la que le esperaba el alguacil sentado ante una mesa. El

interrogatorio se inició al instante. Harm, avisado por las historias que le

habían contado algunos supervivientes, puso mucho cuidado en lo que

declaraba para no decir nada más que lo estrictamente necesario. Harm se

quejó del hecho que un mercader ambulante hubiera podido ser apresado

sin haber sido previamente acusado de delito alguno, y seguidamente

exigió que se le llevara ante el tribunal de los magistrados de la villa para

poder ser informado de las acusaciones en su contra y oír el veredicto

directamente de estos. Harm, sabedor de que una audiencia ante el

Inquisidor equivalía a una sentencia de muerte, intentaba de esta manera

zafarse de esta suerte. También estaba al tanto de que los magistrados de

Ámsterdam no estaban por regla general tan radicalmente opuestos a los

principios de la Reforma como esos inquisidores itinerantes a los que,

según las proclamaciones, se suponía que tenían que prestar su apoyo. Lo

cierto es que en realidad las autoridades civiles de Ámsterdam se habían

decantado favorablemente hacia el movimiento reformista ya antes de la

revuelta anabaptista.

El alguacil, que tenía ganas de dar carpetazo al máximo de casos

pendientes posible, prometió a Harm que pronto le llevaría ante los

magistrados, ya que estos eran los únicos que podían dictar una sentencia

contra un acusado. Así, y más rápidamente de lo que hubiera creído,

Harm fue de nuevo citado y llevado ante el alguacil y los magistrados,

conllevando esto que se le concediera el derecho de disfrutar de los

servicios de un abogado defensor, tal como dictaban las normas jurídicas

de la época, asignándosele el letrado Cornelius Lievens. Seguidamente, el

alguacil, en su condición de fiscal, pidió que se dictara sentencia contra el

reo en base a los siguientes cargos:

— Harmen de Amberes, o como sea que se os llame, yo os acuso en

el nombre de Su Majestad el Emperador, en su calidad de Duque de

Holanda, y en el mío propio, en mi calidad de Alguacil de la Villa de

Ámsterdam, de haber sido rebautizado, acto contrario a las ordenanzas de

la Santa Iglesia Católica y por lo tanto prohibido por Su Majestad bajo

pena de pérdida del derecho a la existencia y embargo de todas las

posesiones del acusado. Asimismo os acuso también de haber recibido en

vuestra morada en Amberes a varios luteranos que habían sido con

anterioridad desterrados de la ciudad por motivo de sus herejías de corte

luterano y a pesar de haber sido esto estrictamente prohibido por edicto

de Su Majestad bajo pena de pérdida del derecho a la existencia y

embargo de todas las posesiones del acusado. Sea mi conclusión que así

se procederá cuando se permita demostrar que en efecto sois culpable de

al menos uno de los susodichos cargos que se os imputan, y que

procederé a llevar a cabo la sentencia del Tribunal dando instrucciones

precisas al verdugo real con el fin de separar vuestra cabeza del cuerpo.

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Lievens, el abogado defensor, se acercó a la palestra para dar su

réplica contra los cargos imputados a su defendido.

— Con su venia, ilustres miembros del Tribunal, me dirijo al señor

Alguacil. Mi cliente Harmen opina que vos estáis obligado por ley a

suministrar primero prueba suficiente a los Señores Magistrados de los

cargos que se le imputan a mi cliente y que sean de la entera satisfacción

del Juez Supremo de esta Corte, y que vos asimismo deis explicaciones

sobre las razones por las que se le ha enviado a la cárcel, y que por lo

tanto, por no existir causa o razón alguna ni para lo uno ni para lo otro,

será vuestra obligación absolver al acusado de todos los cargos que

mencionáis y ponerlo inmediatamente en libertad.

— Vos sois bien sabedor — replicó el Alguacil — de que mi cargo

me otorga el derecho de detener a un hombre sin poseer pruebas

fehacientes. Y desde el momento en que Harmen es un mercader

extranjero y que este juicio se me ha sido asignado por las autoridades

competentes, concluyo por tanto que estoy autorizado a disponer de dos

semanas de tiempo para reunir las pruebas en contra del acusado.

— Señor Alguacil —cargó de nuevo Lievens — Harm también

declara que vos estáis obligado por ley a justificar vuestra acusación ante

este tribunal, y que un fiscal debe estar en todo momento en disposición

de demostrar que una acusación es justa e irrebatible. Y desde el

momento en que habéis detenido al Señor Harmen sin prueba alguna de

su culpabilidad, debemos concluir entonces que debe ser puesto en

libertad ipso facto.

— Desde el momento en que Harmen — insistió el Alguacil — es

un mercader foráneo, y teniendo asimismo en cuenta que estos hechos

tuvieron lugar allende las fronteras del Condado de Holanda, en Amberes

concretamente, villa perteneciente al Ducado de Flandes, debería yo por

tanto tener derecho a dos semanas de tiempo para reunir pruebas o

testigos. Por lo tanto, solicito a los magistrados que pronuncien

sentencia.

— Caballeros — contraatacó Lievens — Harmen insiste en que el

Señor Alguacil no debería disfrutar de plazo alguno para reunir sus

pruebas, sino que por el contrario debería haberlas reunido con

anterioridad a su detención. Razón por la cual mi cliente concluye, tal

como se ha expresado antes, que es de justicia que sea absuelto y puesto

en libertad, y asimismo solicita a los magistrados que se celebre juicio.

Los magistrados encargados de dilucidar esta disputa se levantaron

seguidamente de sus butacas y se retiraron a dilucidar según los usos y

costumbres de la corte judicial de la ciudad de Ámsterdam. Hicieron

llamar entonces al Alguacil y a dos jueces, preguntándole al primero:

— Señor Alguacil, ¿en qué basáis los cargos de vuestra acusación?

— Se me hizo saber de este tal Harmen — contestó el fiscal — a

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través de un comunicado remitido por el Inquisidor Provincial de Utrecht,

en la cual se me comunicaba que el reo era culpable de pertenecer a una

secta anabaptista y de haber sido contaminado por las ideas luteranas.

Anabaptistas, por cierto, que aniquila el Inquisidor a sangre y fuego sin

necesidad de facilitar información alguna por lo general a ningún

magistrado. Además, no fue idea mía posponer la sentencia pero a ello he

sido forzado por la solicitud de Harmen. De ahí que concluya que debo

ser otorgado dos semanas de plazo para reunir las pruebas, tal como he

mencionado en mi alocución.

Los magistrados, tras volver a sus asientos, decidieron

unánimemente concederle las dos semanas al alguacil para presentar de

nuevo su caso, y confiando que para entonces se hallarían en posición de

pronunciar sentencia, ya que en ese momento no consideraban que

pudieran hacerse cargo del caso de una manera acorde con la justicia.

Harm fue entonces devuelto a su celda. La estrategia de su abogado,

basada en aprovecharse del hecho que el alguacil no tenía prueba alguna

de la culpabilidad de Harm para así conseguir su inmediata liberación

había perdido su caso, no fructificó por la sencilla razón que la orden de

detener a Harm provenía directamente de Del Castro, hecho que obligó a

los magistrados a declarar que “no se hallaban en posición de dictar

sentencia”. De forma que la oportunidad que Harm creía haber tenido de

ser puesto en libertad por falta de pruebas se había difuminado

totalmente. Ahora, además, cualquier cosa podía ocurrir para hacer

empeorar su situación durante las dos semanas que faltaban para su

próxima visita a la corte de justicia.

Sin embargo, Harm no se desmoronó. Al contrario, sacó fuerzas

agarrándose a la convicción de que todo lo ocurrido había sido la

voluntad de Dios y de nadie más. “Cuando dentro de poco tenga que dar

cuentas sobre mi fe”, pensó Harm, “mi fiel Dios me sostendrá y hará que

mis labios estén listos para confesar bajo Su Nombre y también, si es

necesario, sellar este testimonio con la sangre de mi calvario”. Harm

abandonó la sala con la cabeza erguida pasando entre varios guardianes

que habían estado siguiendo el proceso desde la puerta esperando el

veredicto de los jueces. De repente se paró en seco, pues se dio cuenta de

que entre los guardianes había una persona de aspecto deforme que se

parecía sobremanera a Bouke. Cuando se acercó un poco más a él ya no

le cupo duda de que ese era el mismo hombre que tan bravamente le

había defendido en los momentos más difíciles. Ese hombre de anchos

hombros y largos brazos también miró con su único ojo a Harm, pero de

una manera tan indiferente que hizo que el reo pensara que se había

equivocado de hombre y qué sólo se trataba de alguien que se parecía

mucho a Bouke. Y es que, después de todo, ¿cómo podría ser posible que

Bouke se encontrara entre estos toscos hombres que ahora se divertían

empujando al jorobado y riéndose a carcajadas? No, era imposible que

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Bouke fuera uno de los guardianes de la Torre de la Santa Cruz. ¿No le

habían destrozado el cráneo durante la desigual pelea con el flamenco?

“¡Incluso si la tierra hubiera devuelto al muerto a la vida, — pensó Harm

— seguro que no lo hizo para que este se convirtiera en guardián de la

prisión en la que se encierra a aquellos que son perseguidos a causa de la

fe que profesan!

Pero Harm no se había equivocado. Era sin duda Bouke quien se

encontraba a la entrada de la sala de justicia, por mucho que su rostro

cubierto de cicatrices no mostrara la emoción que sentía por poder ver de

nuevo a Harm. ¿Cómo pudo entonces el sirviente de Hannes hacerse paso

hasta ese lugar? El golpe que recibiera de Antonio había abierto una gran

brecha en su cráneo, pero pronto se recuperó bajo los cuidados de Hannes

y Melis hasta que la herida se cerró, aunque no se hubiera curado del

todo. Sus amigos no consiguieron hacerle desistir de sus intención de ir a

buscar al predicador y ponerse en contacto con él si fuere posible. Era

como si una fuerza irresistible empujara a Bouke hasta Harm, una fuerza

que era mucho más poderosa que el temor a los peligros a los que

inevitablemente se iba a exponer si llevaba a cabo sus propósitos.

Así, armado con su pesado bastón, al que había anudado un pequeño

paquete con ropas, y con la Biblia de Harm y un mechón del cabello de

Adrián en el bolsillo de su chaleco, Bouke se marchó hacia Leiden.

Cuando a su llegada se enteró de que el prisionero había sido trasladado a

Ámsterdam, Bouke emprendió de nuevo el camino hacia esa ciudad,

camino que hizo en parte en la carreta de un granjero, parte a pie. Tan

rápido viajó que consiguió llegar a Ámsterdam sólo un día después de

que lo hiciera Harm. Tal como le prometiera antes de su partida a la

señora Hannes, Bouke se fue directamente a ver a un verdulero de la

ciudad, uno de los muchos seguidores secretos de la Reforma que antes

había vivido en Leiden y que había sido amigo de Hannes y de su esposa.

Cuando finalmente consiguió encontrarle, no sin pasar antes grandes

dificultades, el buen hombre no pudo sino echarse las manos a la cabeza

cuando Bouke le contó su plan. El verdulero y su familia creían que sólo

la profunda ignorancia acerca de los peligros a los que se exponía Bouke

podía justificar su locura, así que se empeñaron en contarle las historias

más tremebundas sobre los perseguidores y las ejecuciones, historias que

hubieran convencido a cualquier mortal de olvidarse de la idea de

meterse en la boca del león. Pero no a Bouke.

Normalmente no se ponía objeción alguna a que los prisioneros

recibieran visitas. De hecho, se permitía también que se les llevara

alimentos y pequeños regalos. Sin embargo, el miedo a ser considerado

un compinche del hereje y a ser espiado por agentes secretos de la

Inquisición hacía que mucha gente evitara ir a visitar a los herejes. Bouke

permaneció sordo a las palabras de esta gente. Como medida de

precaución confió la Biblia de Harm al verdulero y seguidamente marchó

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hacia la Torre de la Santa Cruz. El verdulero le acompañó hasta poca

distancia de la prisión, se despidió y se dio la vuelta, no sin antes mirar

aún asombrado como Bouke marchaba con brío hacia la prisión. La

figura de Bouke empequeñeció todavía más ante la monstruosa mole de

piedra que se alzaba frente a él. Durante su viaje se había preguntado mil

veces de qué forma iba a entrar en ella y todavía no sabía la respuesta.

Pensó que preguntar por Harm y pedir que se le permitiera visitarle era

demasiado arriesgado y tampoco sería de mucha ayuda para conseguir

sus propósitos. Pero, ¿cómo si no podía entrar entonces? Bouke se plantó

indeciso y dubitativo frente a la caseta de los soldados, mirando a su

alrededor y preguntándose qué podía hacer para entrar.

— Dios mío — susurró Bouke — Vos sabéis que llevo un mensaje

para Vuestro sirviente que ahora languidece encadenado ahí dentro por

Vos. ¿Me ayudaréis Señor a llevar a cabo mi tarea?

Tan pronto como dijo esto, a Bouke se le ocurrió una idea cuando

vio las jarras de peltre sobre la mesa de la caseta. Rápidamente y con toda

la audacia del mundo se metió dentro, se sentó en un banco de madera,

colocó su bastón y su bolsa sobre la mesa y, cogiendo una de las jarras

vacías, la golpeó contra la mesa como si estuviera en una taberna. Los

tres soldados, tras mirarse primero los unos a los otros y luego de nuevo a

Bouke, estallaron en carcajadas.

— Bien, Su Señoría, ¿qué es lo que deseáis? — le preguntó con

sorna uno de ellos.

— ¡Una pinta de la mejor cerveza y una cama! — contestó Bouke.

Su único ojo lanzó una mirada tan estúpida al soldado burlón que este se

quedó convencido de estar lidiando con un perturbado mental.

— ¿Pero dónde está el jefe? — preguntó entonces Bouke mientras

oteaba a su alrededor.

— Enseguida se lo traeremos, noble señor — contestó el soldado.

Seguidamente, este se dirigió a sus colegas — ¡Vamos a hacerle una

broma a este!

El soldado tocó la campana de la puerta que antes hubieran cruzado

Harm y las dos mujeres y susurró unas palabras al oído del guardia. Este

se marchó entonces riendo, volviendo al poco acompañado del carcelero.

— Aquí tenéis al jefe — le espetó uno de los soldados.

— ¿Qué queréis? — preguntó el carcelero sorprendido volviéndose

hacia Bouke.

El ayudante de granja miró a uno y a otros como si se hubiera dado

cuenta de su error.

— ¡Ay, os ruego me perdonéis, señor! — dijo Bouke tímidamente

descubriéndose la cabeza y retorciendo nerviosamente el gorro con las

manos — Creí que esta era una posada cuando vi esas jarras sobre la

mesa y las puertas abiertas, y es por tal razón que pregunté por el jefe. ¡Y

bien puede verse que vos no sois precisamente el jefe que yo buscaba!

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— ¿Qué broma pesada es esta? — gritó el carcelero airado al

guardia y a los soldados. — ¿Sabes tú dónde estás, enano campesino?

¿Sabes qué clase de taberna es esta?

Bouke encogió los hombros.

— ¡Este lugar — continuó el carcelero — es una de esas tabernas

en la que más vale no entrar jamás, pues las probabilidades de volver a

salir con vida son ciertamente mínimas! ¡Esta es la torre en la que se

encierran a herejes y a otros criminales de parecida calaña!

Sobresaltado, Bouke agarró su bastón y su paquete, listo para salir

corriendo.

— ¡Tómatelo con calma! — exclamó el carcelero, ahora riéndose

de los movimientos apresurados y erráticos de Bouke. — ¡No tenéis

porque ir tan rápido! Dime, ¿de dónde venís, y qué os trae a esta ciudad?

— Vivía con un granjero cerca de Leiden — respondió Bouke —

Un día me enteré que había trabajo en Ámsterdam y que la paga era

buena.

— ¿Y dónde crees que podrás encontrar trabajo entonces?

— Eso no lo sé todavía.

— ¿Habéis visto alguna vez a un ganso tan majareta como este? —

preguntó el carcelero a los soldados. Entonces se calló hasta que se le

ocurrió algo — ¿Eres fuerte?

Bouke sonrió, y la mueca resultante hizo que su rostro se

descompusiera aún más. Entonces agarró una de las jarras y la hizo trizas

con una mano.

— ¡No me refiero a esa clase de fuerza, hombre! — carcajeó el

carcelero. — En fin, veo, colega, que tienes un par de manos de acero en

ese cuerpo que Dios te ha dado, y eso es lo que necesito en estos

momentos. ¿Quieres entrar a mi servicio entonces?

Bouke reaccionó como si la idea de trabajar en una cárcel le

horrorizara, razón de más para que el carcelero le conminara a quedarse,

lo que era en realidad lo que Bouke buscaba. Desde ese momento, Bouke

comería con los guardianes de la prisión y dormiría en una pequeña

habitación sobre la entrada del edificio, a cambio de prestar su enorme

fuerza muscular para las labores más pesadas.

Transcurrieron dos días más, que Harm pasó en total soledad pero en

completa comunión con su Dios. Cuánto deseó Harm poder comunicarse

con los otros reos que, como él, sufrían ahora por la misma causa y que

languidecían encadenados a pocos pasos de distancia. Sin embargo, las

gruesas paredes de la celda impedían cualquier conversación, e intentar

hablar a través de la abertura de la puerta era imposible pues el sonido de

las palabras rebotaba en las paredes del pasillo y se difuminaba antes de

llegar a la celda contigua. Únicamente las canciones de los prisioneros

rompían a menudo el doloroso silencio, y así los corazones de los reos se

hablaban los unos a los otros con los salmos que se cantaban acerca de la

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sagrada comunión del sufrimiento, del consuelo y de la esperanza.

Durante las horas de solitaria contemplación, ya no más interrumpida

por las ratas del río luego de que Harm hubiera arrancado trozos de las

baldosas de la celda para tapar los agujeros por los que se colaban estas

desagradables criaturas, el prisionero recordaba constantemente su

promesa de volver a ver un día a su hijo mayor, una promesa que nunca

había dudado que un día llegaría a cumplir. Incluso durante la noche,

cuando la dureza del suelo le impedía conciliar el sueño, Harm

reflexionaba sobre esta promesa y se preguntaba si esta era sólo fruto de

un deseo terrenal y carnal. ¿No ocurría a menudo, se preguntaba, que un

deseo constantemente acariciado por la carne toma al final la forma de

una promesa recibida directamente del Señor? Y aún cuando no se

estuviera engañando a si mismo, ¿no debería mejor creer mientras se

encontrara aquí entre los mortales que tan pronto como fuera llamado a

poner punto y final a su vida terrenal como un mártir se encontraría con

su otro hijo en el cielo? ¿Podría ser la promesa de Dios menos

maravillosa de lo que parecía? ¿Sería su cumplimiento menos glorioso

para ese padre temeroso de Dios? Cuando Harm pensaba en poder volver

a ver a su mujer y a sus hijos, cuando reflexionaba sobre la hermandad

sagrada y eterna que iban a disfrutar ante el trono de Dios y del Cordero,

entonces apenas podía resistir las ansias, como fuera el caso de San

Pablo, de partir de esta existencia y reunirse con su Redentor aunque

fuera pasando por las llamas de la hoguera. En tales momentos, Harm se

tornaba humilde ante Dios y se sentía poco merecedor de que se le

permitiera subir a la pira. Entonces detectaba, gracias a la iluminación del

Espíritu de Dios, tantos deseos pecaminosos y carnales en su interior que

se veía constantemente obligado a arrodillarse a pedirle a Dios. En suma,

se daba cuenta de que todavía le quedaban desafortunadamente muchas

cadenas que le anclaban a este mundo.

En la mañana del sexto día de su encarcelamiento en la Torre de la

Santa Cruz, el prisionero notó que algo extraño ocurría a causa del

griterío y del ruido de puertas abriéndose y cerrándose sin cesar. Su

guardián llegó más temprano que de costumbre a darle su pan seco, esta

vez acompañado por el hombre que Harm creyera haber confundido antes

con Bouke. Este entró en la celda para barrerla rápidamente con una

escoba. Harm se maravilló de nuevo por lo mucho que se parecían ese

hombre y el ayudante de granja de sus fieles amigos. Entonces el

guardián desapareció y se fue a abrir otra celda y Bouke se aprovechó de

esta oportunidad. Se aproximó a Harm y le susurró al oído:

— ¡Sed valiente, mi señor! ¡Confiad en la promesa de Dios, que

jamás os abandonará ni olvidará!

Antes de que Harm tuviera oportunidad de recobrarse de su estupor,

Bouke cerró la puerta de la celda con gran estruendo y echó el cerrojo, y

el prisionero volvió a quedarse a solas de nuevo. Harm no estaba seguro

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110

de si se encontraba despierto o soñando. ¿Qué quiso decir Bouke con esas

palabras, y cómo pudo llegar hasta allí? Sin duda, el Señor no se olvidaría

de él ni le abandonaría, y se mantendría cerca de Sus fieles seguidores

hasta sus últimos suspiros en la hoguera pero, aún así, estas palabras

susurradas parecían conllevar un mensaje especial.

Una hora antes del mediodía, un grupo de personas bajaron las

escaleras que conducían al pasillo en el que se encontraba la celda de

Harm. Se trataba de Del Castro, acompañado del alguacil y de varios

jueces, y precedido por el carcelero y los vigilantes, que venía a pasar

revista personalmente la situación de la prisión. Cuando se hallaron frente

a la celda de Harm, el carcelero paró y le dijo a Del Castro:

— Su Señoría, esta es la celda en la que está encerrado el hereje

que trajeron la semana pasada de Leiden.

— ¡Abre la puerta! — ordenó Del Castro con voz de mando. Del

Castro entró y se plantó bajo el umbral mirando fija y duramente a los

ojos de Harm — ¿Eres tú el mercader flamenco que fue detenido cerca de

Leiden?

Harm asintió con la cabeza.

— ¿Habéis pedido la sentencia de los magistrados?

— En efecto, señor — contestó Harm — pues soy de la opinión que

es contrario a toda costumbre el encarcelar a una persona sin sentencia

previa. He sido acusado por el señor alguacil de ser un anabaptista, lo que

es a todas luces falso y además no ha sido probado por el alguacil.

— He pedido un plazo de dos semanas — interrumpió el alguacil,

dirigiéndose a Del Castro — para reunir las pruebas que demuestren que

este hombre ha sido contaminado por el Luteranismo y por otras

doctrinas heréticas.

— Mañana mismo os proporcionaré vuestras pruebas — dijo Del

Castro — No será necesario darle más tiempo a este hombre.

Más tarde, a la salida de la Torre, Del Castro le dijo al alguacil:

— Creía que iba a encontrarme con uno de esos campesinos o

cabezas de chorlito atolondrados que tanto pululan por estas tierras, pero

este es mucho más peligroso. Los seguidores de Calvino han empezando

últimamente a infiltrarse desde las provincias flamencas. No se plantean

una revolución total como la de los anabaptistas de Munster y tampoco

van por ahí en cueros, no crean disturbios ni se amotinan contra el rey,

no, sino que van aún más lejos y tratan de roer las raíces de nuestra

sagrada fe. De forma deliberada se han propuesto corroer los cimientos

sobre los que se asienta la Santa Iglesia, y esto les convierte en los peores

de todos nuestros enemigos. Mañana voy a encargarme de su

interrogatorio personalmente, así que os pido que tengáis todos sus

documentos listos para entonces. El alguacil asintió con una reverencia y

se fue a ordenarle al carcelero que preparara la sala del interrogatorio.

Harm recibió esa misma tarde, aparte de su ración normal de guisantes

Page 111: Un relato sobre los días de la Reforma en los Países Bajos ...

111

amarillentos, un trozo de carne asada y media botella de vino. Harm no

sospechó que tal trato se daba sólo a aquellos que iban a pasar por un

intenso interrogatorio, es decir, por el potro.

A la mañana siguiente, Del Castro, más grave de lo normal en él,

entró en el cuarto en el que Cornelio se encontraba trabajando en esos

momentos.

— ¡Hoy vas a tener un día duro, hijo mío! — dijo Del Castro —

Así que tendrás ocasión de demostrar tu valía. Lo más seguro es que lo

que vayas a ver hoy afectará sobremanera tu blanda actitud y tus nervios

de papel, pero uno ciertamente se acostumbra rápido a estas cosas y,

además, esto es algo a lo que el secretario de un inquisidor debe ser

inmune.

Cornelio miró anonadado a Del Castro. El rostro del secretario

estaba más pálido de lo normal. Parecía triste, y era obvio que la

conversación durante la cena en la casa del párroco de San Jacobo aún

hacía mella en su ánimo.

— Quiero que vengas conmigo — continuó el inquisidor — y estés

presente en el juicio del hereje que fue detenido hace poco. Es importante

que sus confesiones sean escritas lo más fidedignamente posible para que

en base en ellas se pueda juzgar al hereje, y tú escribes rápido.

Unas horas más tarde, Harm fue sacado de la celda tras comunicarle

que se lo llevaban a presencia del Inquisidor, lo que no supuso sorpresa

alguna para el prisionero, que por tanto no opuso resistencia alguna a que

le ataran las manos a la espalda.

— Señor — murmuró en voz inaudible — Hágase Tu voluntad.

Haz que Tu sirviente sea digno de Ti y fiel hasta la muerte. Haz que

pronuncie palabras de bien, aleja sus labios de toda mentira y permite que

exalten Tu Nombre.

Harm inició su andadura fuera de la celda todavía sumergido en su

oración. Al llegar al final del pasillo, Bouke apareció y se puso a andar al

lado del carcelero. Ambos parecían haberse convertido en grandes

amigos. Tras subir las escaleras, los tres llegaron a su destino. La puerta

se abrió entonces dejando aparecer ante sus ojos una gran sala iluminada

por un farol y varios candelabros. Al cruzar el umbral, Harm sintió como

el terror le hacía retroceder un paso, pero no tardó un segundo en

recomponerse y entrar en la sala con el ánimo resuelto. La bóveda de

arista en el techo le indicó que esta sala también estaba a nivel

subterráneo y, por tanto, una vez cerrada la puerta, ningún sonido, ningún

grito de dolor por penetrante que fuera podría ser oído en el exterior. El

gran banco de madera junto al torno, la gran columna cuadrada con los

collares de hierro y los demás instrumentos de tortura de toda índole que

se sucedían a lo largo de las paredes no le ofrecieron a Harm duda alguna

sobre la naturaleza de ese lugar en el que muchos antes que él habían

pasado horas y horas sufriendo indescriptibles agonías.

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112

Alrededor de una mesa se sentaban Del Castro, el alguacil y varios

magistrados de apoyo al interrogatorio. Varios documentos estaban

desplegados frente a Del Castro además de un reloj de arena y un tintero.

Cornelio, sentado en una punta de la mesa, levantó la vista con curiosidad

cuando entró el prisionero. Se quedó medio paralizado al creer haber

reconocido unos rasgos que le transportaron a un pasado lejano pero no

del todo ido. Además, pareció que también el prisionero había sentido la

misma punzada al verle a él, pues Harm no conseguía apartar la vista de

Cornelio.

— Harmen de Amberes, o como sea que te llames — dijo entonces

Del Castro iniciando así la vista.

Al oír este nombre, Cornelio se sobresaltó. Harmen, ¡ese era el

nombre de su padre! Pero su padre provenía de La Haya, no de Amberes,

y el reo no dijo nada al respecto. Cornelio consiguió rehacerse de la

impresión y se puso a escribir con celeridad las palabras de Del Castro.

El inquisidor concentró inmediatamente el interrogatorio en asuntos

relacionados con la Iglesia y en las creencias del prisionero. Tras

preguntar a este cuando había sido la última vez que se había confesado y

que había respetado fiesta de guardar, preguntas a las que Harm

respondió con franqueza, Del Castro le preguntó entonces si creía en los

siete sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Harm contestó que no,

puesto que sólo reconocía dos de ellos, el del Sagrado Bautismo y el de la

Última Cena.

— ¿Eres un anabaptista entonces? — espetó el inquisidor. Harm

respondió que creía en el bautismo infantil.

— Entonces eres un sacramentario, ¿no? — fue la siguiente

pregunta.

— Si su señoría considera que un sacramentario es un profanador

del sacramento del altar, entonces declaro ser totalmente inocente de este

cargo. Sin embargo, ¿no será que os referís a los sacramentarios que

niegan el milagro de la misa? Si es así, entonces sí soy un sacramentario,

pues creo que la misa es un acto idólatra condenado por Dios, y creo

también que vuestros sacerdotes y monjes son también sacramentarios

cuando colocan un trozo de pan, el mismo pan que los panaderos

muestran en sus escaparates, sobre las lenguas de la gente diciéndoles

que ese es el verdadero cuerpo de Cristo.

A pesar de no haber aún terminado, Del Castro le ordenó que se

callara.

— Acaban ustedes de escuchar, caballeros, de qué forma habla el

hereje sobre el sacramento del altar — dijo el inquisidor, su voz

temblorosa por la ira que sentía — ¡Al gran misterio sagrado lo llama una

idolatría condenada por Dios! ¿Son necesarias más pruebas para

convencernos de cuán peligroso es este sujeto al que nos enfrentamos

aquí? Si se tratara de una simple oveja descarriada de la Iglesia, no

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113

tendría inconveniente en intentar convencerle de su error mediante la

razón, pero en el caso de este hombre esto sería como sembrar semillas

en el desierto. De acuerdo con la información que tengo, este hereje no

sólo acudió a reuniones prohibidas, sino que además las dirigió como si

fuera un predicador de oficio. ¿No lo niegas, prisionero?

— Cierto es, señoría. Fui enviado en misión desde Wesel y he

predicado el evangelio puro y verdadero como sirviente de Cristo al

pobre rebaño al que vos y vuestros monjes armados de estatuas y

padrenuestros habéis alejado del camino de la salvación.

— ¿Y no te has dedicado también a vender y a distribuir libros

heréticos y prohibidos?

— Eso también es cierto. Y, gracias a Dios, son tantas las Biblias

que he distribuido ya que vuestra

Inquisición no conseguirá jamás destruir la semilla que yo, por orden del

Señor, he plantado en estas provincias.

— ¡Tengo que admitir — exclamó gravemente Del Castro — que

rara vez me he cruzado con tanta impertinencia! ¿Te das cuenta de que

cada palabra que pronuncias es un paso más hacia la hoguera? ¿No has

leído los bandos?

— ¡Sí, claro que sí! — respondió Harm — Pero aunque no los

hubiera leído, bien seguro es que las hogueras humeantes que se esparcen

por toda Flandes y Holanda me hubieran informado al punto y sin

necesidad de bandos de cómo se las arregla la Iglesia Católica para

sacarse de encima a los fieles seguidores de la Palabra de Dios. En cuanto

a mí, estoy preparado para ofrecer mi cuerpo en sacrificio pues no temo,

gracias a Dios, ni vuestras amenazas ni vuestras piras. ¡Y en cuanto a

vos, os iría mejor si empezarais a sentir temor de Aquél que sí puede

destruir tanto el cuerpo como el alma en el infierno!

— ¿En qué lugares has organizado esos encuentros, y a quién has

entregado esos libros?

— ¿También queréis que os entregue a mis hermanos? ¡Seguid

soñando!

Del Castro miró una a una a todas las personas que se sentaban con

él a la mesa.

— Pido al alguacil — dijo entonces — que haga los preparativos

oportunos para iniciar un interrogatorio más a fondo, y sugiero además

que se coloque a este bravucón bajo la gota durante seis padrenuestros20.

Todos mostraron su acuerdo afirmando con la cabeza.

A señal de Del Castro, entró en la sala un hombre cubierto de cabeza

y torso con una capuchón blanco con agujeros a la altura de los ojos.

Harm palideció. De todos los tipos de interrogatorio a fondo, la gota era

con mucho la más sencilla pero también la más terrorífica. Seguidamente

20 La cantidad de tiempo necesaria para recitar la plegaria del Señor.

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114

se le empujó hasta el gran pilar que se elevaba en el centro de la sala

donde le engancharon los collares de hierro alrededor del cuello y de la

cintura para imposibilitar así sus movimientos.

— ¿Así que no queréis citar nombres entonces? — preguntó de

nuevo Del Castro.

— ¡Ni quiero ni puedo! ¡Dios mío, no me abandones!

Del Castro dio una señal y le dio la vuelta al reloj de arena. La

primera gota cayó sobre la cabeza del mártir, quien apenas se dio cuenta

de ello. La segunda cayó y penetró entre sus cabellos. Así, lenta,

regularmente y sin interrupción fueron cayendo las gotas siempre sobre el

mismo punto de la cabeza de Harm. Este rehusó vehementemente a

contestar ninguna de las sucesivas preguntas que le hacía el inquisidor.

En vez de ello, se puso a cantar un salmo.

¡Contempla, Señor, mi agonía!

¡En mi aflicción lucho con fuerza

Para que de Ti no reniegue en la derrota!

¡Mantenme, Señor, fiel a Tu Palabra

Si es menester hasta el amargo final!

Cornelio se sintió abrumado por una intensa emoción. ¿No era esta la

canción que su madre solía cantar? ¿No eran estas las mismísimas

palabras que durante días habían sonado en sus oídos cuando pensaba en

sus padres? ¿Por qué razón tenían que ser ahora repetidas en esta cámara

de torturas por ese hombro cuyo semblante ya había hecho mella en las

profundidades de su alma? El joven, testigo por primera vez de un

interrogatorio a fondo, tuvo la sensación de que iba a desmayarse de un

momento a otro y se levantó tambaleante.

Del Castro se dio cuenta mientras le daba una nueva vuelta al reloj

de arena.

— ¿No te sientes bien, hijo mío?

Uno de los magistrados se levantó y se llevó a Cornelio fuera de la

sala. Cornelio volvió la vista una vez más hacia el hombre bajo tortura

cuando llegó a la puerta. Los ojos de Harm habían seguido al joven, pues

había reconocido los rasgos de su difunta mujer en el rostro del

secretario. “¿Puede esto ser cierto?”, se preguntó Harm. “Señor, ¿es Tu

deseo cumplir Tu promesa de esta forma? ¡Mi Hidde, mi hijo, sentado al

lado de mis torturadores! ¡Señor, ahora puedo entonces exclamar como lo

hiciera Tu sirviente Job: ojalá hubiera yo expirado21!”

Y las gotas siguieron cayendo inexorablemente. De nuevo Del

Castro pidió a Harm que confesara sin recibir respuesta alguna. Por

21 Job, 10:18

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115

tercera vez le dio la vuelta al reloj de arena, y la gota empezó a hacer

mella en Harm. Ya no eran simples gotas de agua que caían, ahora eran

como martillazos que amenazaban con partir en dos el cráneo de la

víctima. Sus ojos se volvieron más y más nublados y le empezó a parecer

que oía toda clase de ruidos, el runrún de las carretas, el estruendo del

trueno. En vano intentó recomponer sus pensamientos, en vano intentó

juntar las palabras para una oración. Cada vez que la pequeña gota de

agua caía sobre su cabeza lo hacía con un impacto más terrible que la

anterior. La mitad superior del reloj de arena se vació por cuarta vez, y

Del Castro le dio de nuevo la vuelta tan calmamente como la primera

vez.

El primer grito de dolor retumbó por toda la cámara. El cuerpo de

Bouke, que se encontraba junto a la puerta, tembló de pies a cabeza,

apretó los puños y se mordió los labios hasta hacerlos sangrar, pero aún

así no se olvidó en ningún momento del objetivo de su viaje a

Ámsterdam, aunque a duras penas consiguió controlarse. Miró a Harm,

que en esos momentos estaba sufriendo la más terrible de las torturas por

Cristo y por toda la hermandad, para salvar con su silencio a todos esos

secretos seguidores del Evangelio que le habían dado cobijo y que con él

habían compartido mesa, ¡y mira cómo sufría ahora!

Con los ojos enrojecidos por el dolor, Harm intentó liberarse de los

anillos de hierro con todas las fuerzas que pudo reunir para escapar de la

última gota fatal que le haría volverse loco sin remedio si la tortura

continuaba. El inquisidor le dio la vuelta al reloj de arena por última vez.

Cuando por fin cayó el último grano, Del Castro se levantó de su

silla y, con el mismo tono de voz solemne y grave, se dirigió al alguacil y

a los magistrados.

— Resumiremos el interrogatorio la semana que viene, pues ahora

mismo no podremos sacarle nada más al hereje. Pero os aseguro,

caballeros, que la próxima vez conseguiremos mejores resultados. Pasará

mucho tiempo antes de que el hereje se olvide de la gota. En cuanto a mi

secretario, bueno, aún le falta experiencia en estas lides.

Del Castro ordenó al encapuchado que liberara al hereje. Hecho esto,

Bouke y uno de los guardianes se llevaron el fiel sirviente del Evangelio,

que apenas podía mantenerse en pie. Al llegar a la celda, el prisionero,

con los ojos casi fuera de las órbitas y la respiración entrecortada, se

desplomó sobre el banco de madera. Bouke se apresuró entonces a

quitarle las ataduras.

— ¿Pero qué estás haciendo? — preguntó el guardián alarmado y

apartándole las manos del prisionero con brusquedad — ¿Quieres que

este te salte encima como una fiera? ¡Todos los que pasan por la gota se

tornan como animales y son capaces de cualquier cosa!

— ¡Vaya hombre estás tú hecho! — exclamó Bouke riéndose con

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sorna del guardián — Yo no tengo miedo de estos herejes! — Dicho lo

cual, y para hacer gala de su poderío, Bouke levantó al reo del banco y lo

colocó suavemente sobre la paja del suelo. — Pero este pobre hombre

podría hacerse daño en estas salvajes condiciones — comentó entonces

Bouke — y si le pasa algo, el Inquisidor nos cortará en rodajas. Si no

tienes inconveniente, me quedaré aquí durante media hora con el hereje

hasta que se haya calmado un poco.

El guardián aceptó la propuesta por parecerle sensata y dejó a Bouke

a solas con Harm.

— ¡Señor Harm! — susurró Bouke en el oído del mártir — ¡Señor

Harm!

El prisionero movió la cabeza. Entonces Bouke no dudó ya más en

quitarle las ataduras. Tomó a Harm en sus brazos, le alisó el pelo mojado

y desaliñado y, no sabiendo de una manera mejor de calmar la mente casi

enloquecida del prisionero, Bouke recitó todos los versos de las Sagradas

Escrituras que le vinieron a la cabeza que pudieran aplicarse a la

situación de Harm.

— ¿He sido leal, Bouke? — preguntó Harm — ¿no he traicionado a

nadie? Sentí que ya no era yo al final de esa tortura.

— No os preocupéis, señor — respondió Bouke, presionando las

manos del sufrido sirviente del Señor.

Durante un rato Harm permaneció quieto y con los ojos cerrados,

moviendo los labios como si estuviera recitando una oración silenciosa.

Entonces miró de nuevo a Bouke.

— ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¿Y qué estás haciendo aquí?

— Os lo explicaré más tarde — respondió Bouke — Cuando

vuelva por la noche os traeré vuestra Biblia, que ahora tengo escondida

bajo la paja de mi colchón. Por ahora, aquí tenéis un mechón del cabello

de Adrián.

Harm cogió el envoltorio de papel con dedos temblorosos y con

lágrimas en los ojos sacó de él el mechón de su hijo y se lo llevo a los

labios.

— ¡Mi fiel Bouke! ¡Gracias!

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117

16

EL REENCUENTRO

Harm se despertó finalmente al día siguiente tras muchas horas de

sueño que casi consiguieron restablecerle y refrescarle por completo.

Tras dar gracias a Dios de rodillas por Su amor constante, Harm extrajo

de la paja la Biblia que siempre había sido su compañera en la

adversidad. De alguna forma sintió que este era el final de sus

aflicciones. Con voz alegre empezó a leer el Salmo 46: “Dios es nuestro

amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones”22. Cuanto más leía Harm, mayor era el regocijo que embargaba su alma.

“Jehová de los ejércitos está con nosotros; Nuestro refugio es el Dios de

Jacob. Selah”23.

De nuevo Harm oyó pasos y, a regañadientes, se apresuró a esconder

su libro bajo la paja. Era Bouke, acompañado de un joven cura, el

secretario del inquisidor. Harm reconoció al joven que estuviera presente

en la sesión de tortura, lo que hizo que su corazón empezara a latir

salvajemente. ¿Era tan raro entonces que un hereje prisionero fuera

visitado por monjes y curas? Al contrario, Harm sabía que esa gente a

menudo hacían lo que podían para intentar convencer a los herejes de sus

errores.

El secretario también parecía dudar sobre si entrar en la celda luego

de que Bouke hubiera abierto la puerta de la celda. Al final se decidió a

cruzar el umbral y pidió a Bouke que le dejara a solas con el reo. Bouke

salió y se quedó en el pasillo escuchando.

— Señor — dijo el joven — ayer estuve presente en vuestro

interrogatorio y anoté todas vuestras respuestas que de forma tan

aplastante os culpabilizan. De todas maneras, no he venido aquí a discutir

con vos nuestras diferencias religiosas. Hay otro asunto que me llamó

fuertemente la atención cuando leía de nuevo vuestras declaraciones y

que han hecho que me pregunte si sois la persona que la gente aquí

piensa que sois. Así, espero que no os moleste responder sin reservas a

unas preguntas que son de la máxima importancia tanto para vos como

para mí.

— No puedo prometeros eso antes de conocer las preguntas. Pero

adelante, señor, quizás sí pueda contestaros de todas maneras.

— Bien. Se os llama Harmen de Amberes pero, ¿nacisteis en

verdad en esa ciudad?

— Es cierto que vine recientemente de Amberes y que a menudo

22 Salmos, 46:1 23 Salmos, 46:11

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resido allí, pero mi lugar de nacimiento es La Haya.

El secretario empezó a temblar.

— ¿Os habéis cruzado alguna vez en la Achterom de La Haya —

prosiguió a duras penas — con un marchante de quesos llamado Hidde?

— ¡Ah, ese era mi padre! Pero, ¿a santo de qué vienen estas

preguntas?

— ¿Tuvisteis un hijo que…?

— ¡Hidde, eres tú, hijo mío! — gritó alborozado Harm.

— ¡Padre, padre! — el secretario se lanzó sobre el hereje y le besó

en el rostro — ¡Padre! ¿Por qué

tengo que volver a encontraros precisamente en este lugar?

Bouke, profundamente conmovido, dio un paso hacia la puerta y

miró a través de la ventanilla. “Al fin se encontraron”, pensó, “pero, ¡ay,

Señor, en qué circunstancias!” Una vez que padre e hijo consiguieran dar

un respiro a sus emociones procedieron a contarse las vicisitudes más

relevantes ocurridas desde el momento de su separación. Harm le contó a

su hijo acerca de las incontables e infructuosas búsquedas que llevó a

cabo durante esos doce años, mientras que Cornelio, ahora de nuevo

Hidde, pudo darse cuenta de cuánto había sufrido su padre durante todos

esos años. Hidde, por su parte, le contó todo lo que recordaba sobre la

muerte de su madre. Sin duda, el cura de la Capilla de Santa María de La

Haya no se hubiera imaginado nunca que esta descripción del lecho de

muerte de la mujer de Harm hubiera podido ser de tanta importancia y

fuente de tanto consuelo para el hereje encarcelado. Cuando Harm se

enteró así de cómo había muerto su mujer, cantando por el regocijo de “la

paz por la sangre de la cruz”, se arrodilló y dio gracias a Dios elevando

un salmo de agradecimiento por poder saber ahora a ciencia cierta que su

fiel mujer le había precedido en el camino hacia la Nueva Jerusalén de

los cielos. La oración de Harm provocó la excitación en el alma de

Hidde, pero al mismo tiempo también hizo que se diera cuenta del gran

trecho espiritual que le separaba de su padre.

Conmocionado, el secretario del Inquisidor tuvo que enfrentarse a la

fría realidad. Con toda la energía de su fogoso corazón intentó que su

padre retornara a la Santa Madre Iglesia, la única forma de evitar ser

testigo de su ejecución. Hidde utilizó todos los medios a su alcance para

salvar y proteger a ese padre que el destino acababa de devolverle. Estaba

seguro que Del Castro accedería a sus ruegos y que perdonaría al hereje

si este accedía a arrepentirse de sus errores.

Harm escuchó a su hijo en silencio y con gran regocijo en su alma

por poder tener la oportunidad de oír esa voz después de tantos años, pero

su corazón se cerró por completo a todos los argumentos que el joven

pronunciaba.

— ¡Querido padre! — gritó Hidde finalmente — ¡Respóndeme!

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¡Dime que recapacitarás y te salvaré del verdugo aunque tenga que llegar

hasta las más altas instancias!

Harm sonrió.

— Siéntate a mi lado, Hidde — dijo — Tengo un mensaje para ti.

Un mensaje que será al mismo tiempo la respuesta a todas tus preguntas.

Hidde se sentó junto a su padre y Harm empezó, lentamente y con

gran sentimiento, a narrarle los últimos días de Adrián y a descubrirle a la

vez la doctrina de la justificación basada en la verdad eterna de la gracia

libre de Dios. Harm le habló a su hijo con una pasión y una convicción

que jamás había sentido en ninguno de sus anteriores sermones públicos.

Al llegar al final de su historia, sacó la Biblia de debajo de la paja, esa

Biblia que Harm había comprado como regalo para la madre de Hidde, y

de ella el mechón de Adrián que entregó a Hidde mientras citaba las

últimas palabras de su hermano pequeño: “Dile a mi hermano Hidde que

le estaré esperando en las calles de oro de la Ciudad del cielo”. Hidde no

pudo aguantar más y sollozó amargamente.

— ¡No puedo, padre, no puedo ir contigo!

— ¡Con mi Dios todo es posible, hijo mío! — exclamó Harm.

Hidde, aunque con gran pena en su corazón, se levantó y se despidió

de su padre, prometiendo que volvería pronto. Harm pasó todo el día y

toda la noche orando y en total ayuno. Su oración se convirtió en un

mano a mano continuo con Dios, un ruego continuo para conseguir el

fruto de Su promesa: “¡No descansaré, Dios mi Señor, hasta que Tú me

hayas bendecido, hasta que Tú me hayas dado también el espíritu de mi

hijo. Todopoderoso Dios de Jacob, rompe las cadenas y los grilletes que

atenazan a mi Hidde en las cavernas del error y de la superstición.

Desciende con Tu Espíritu Santo en su corazón y libérale, Dios

Todopoderoso, tal como Tú mismo hiciste una vez conmigo!” ¡Aún

encerrado tras los barrotes y a un paso de ser quemado en la hoguera,

Harm se jactaba de ser un hombre libre!

Aquella noche, mientras el sirviente del Evangelio oraba de rodillas,

el secretario del Inquisidor andaba de un lado para otro en su cuarto

angustiado a más no poder. ¿Cómo iba a poder dormir en un blando

colchón mientras su padre dormía sobre paja mojada en una celda

húmeda y gélida? En la calma de la noche, sólo rota de tanto en tanto por

las monótonas llamadas del vigilante nocturno, Hidde oía una y otra vez

la oración de su padre y veía a su hermano pequeño en su lecho de

muerte, al que sólo recordaba vagamente en su cunita. Sabía con certeza

que no estaba pasando por una pesadilla pues el mechón de su hermano

que estaba sobre la mesa junto al crucifijo era buena prueba de que todo

lo que estaba ocurriendo era real.

De acuerdo con lo que su iglesia le había comunicado, su hermano, y

también su madre, habían muerto como herejes y, por lo tanto, ambos

habían entrado en los dominios de Satanás y de sus demonios. Además,

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120

pronto tendría que ver como se llevaban a su padre de nuevo al

interrogatorio y ser testigo de las torturas más crueles que sin duda le

infligirían. Le parecía como si ese hombre acusado por hereje le dictaba

de nuevo la doctrina de la justificación. Así estalló un terrible conflicto

dentro del alma de Hidde. ¿No le había recordado Del Castro hacía poco

las palabras de las Sagradas Escrituras: “el que ama a padre o madre más

que a mí, no es digno de mí”? ¿Qué eran todas las penas del pasado

comparadas con los temores que atenazaban ahora su corazón?

Llegó a la conclusión de que tenía que elegir ya de una vez por

todas. O abrazaba la Iglesia y obedecía por tanto sus órdenes y se

convertía en perseguidor de almas impuras y al mismo tiempo en

culpable de la muerte de su padre, o lo dejaba todo y se pasaba al bando

de su padre. Esto último significaría entonces que saldría para siempre de

la iglesia y que, al igual que todo hereje, se enfrentaría a la maldición

eterna. Estos fueron instantes de gran ansiedad para el ayudante del

inquisidor. Se arrodilló ante la estatua de la virgen María que se alzaba

sobre un pedestal en una esquina del cuarto. En vano pidió a Nuestra

Señora y a todos los santos que le mostraran su luz en esta hora de

necesidad, incluso un milagro o una aparición sobrenatural si fuese

necesario con tal de liberarle de sus dudas y mostrarle el camino a seguir.

En ese mismo instante, otra oración estaba siendo entonada en la

celda de la Torre, pero esta vez no frente a una estatua de María bañada

por la luz de las velas sino ante el trono de la gracia infinita, y que le

rogaba a Dios que cumpliera Su pacto: “El Espíritu mío que está sobre ti,

y mis palabras que puse en tu boca, no faltarán de tu boca, ni de la boca

de tus hijos, ni de la boca de los hijos de tus hijos, dijo Jehová, desde

ahora y para siempre.”24 Y ése siempre fiel Dios al que Harm elevaba

sus oraciones no hizo oídos sordos a sus súplicas. Dios no es sinónimo de

falsedad ni hijo de hombre que tenga que arrepentirse de nada. El Señor

en Su gloria cumpliría la promesa de Su pacto tal como ahora le rogaba

Su sirviente.

Aunque esa noche Hidde aún no formaba parte del rebaño de Cristo,

su nombre había sido impreso por los siglos de los siglos en el libro de la

vida, y el Señor le había reservado un nuevo nombre que Hidde recibiría

grabado en tablas de piedra de la misma mano de Dios. Hidde se levantó

a la salida del alba y rápidamente tomó una decisión. Haría todo lo que

estuviera en sus manos para sacar a su padre del país y ponerlo a salvo al

otro lado de la frontera. Esto significaba dar la espalda a su vocación y

violar sus votos a la Iglesia Católica, pero esto era algo que no podía

evitarse. Lo intentaría más adelante, cuando llegaran a algún país en el

que nadie le conociera. Allí ingresaría en un monasterio y haría

penitencia por el resto de su existencia. La suerte de Hidde estaba echada.

24 Isaías, 59:21

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121

El joven secretario se pasó la mañana entera trabajando en presencia

de Del Castro con los documentos que iban a ser utilizados contra su

padre, pero a la vez pensando siempre en las posibles formas de liberarlo

de la prisión. Cuando el Inquisidor se marchó por la tarde a rendir visita

al alguacil y a los magistrados, Hidde corrió hasta la Torre de la Santa

Cruz. Los soldados de la guardia se irguieron y saludaron marcialmente

al joven cura cuando este cruzo la verja de la prisión. El carcelero abrió

todas las puertas con la rapidez y la humildad que siempre mostraba a

todos los miembros del Santo Tribunal.

Hidde pidió entonces a Bouke que le llevara hasta la celda de su

padre, que llevaba ya bastante tiempo esperándole. Tras un apasionado

abrazo, Hidde le contó la batalla que había dirimido durante la noche

anterior y sus planes para huir juntos del país.

— ¿Cómo puedo huir poniendo en peligro tu vida y la de los

demás? — preguntó Harm — ¡Estoy preparado para entregar mi vida, si

así lo quiere Dios!

— Creo que dejas con facilidad que tu entusiasmo te nuble los

sentidos, padre — contestó Hidde — Si podemos hallar una ruta de

escape, creo que debemos hacer uso de ella. De acuerdo con tus

convicciones, has sido llamado para llevar a cabo una misión sagrada.

Bueno pues, ¿qué razón hay para abandonarla entonces? ¿O preferirías

quizás que permaneciera yo al servicio de la Inquisición? Bien sé yo

cómo me estremecen de espanto todas esas torturas, así que no quiero

manchar mis manos con la sangre de otros, por muy herejes que sean.

Viajaré contigo, me encargaré de los salvoconductos que nos permitirán

cruzar la frontera y, luego, pues bien, luego hablaremos otra vez y quizás

decidamos tomar nuestros respectivos caminos por separado.

Harm suspiró. Quizás Hidde tenía razón. Ya había anticipado la

posibilidad de atraer a su hijo a la nueva causa, así que decidió aceptar su

propuesta. La mayor dificultad era, sin embargo, cómo pasar

desapercibido entre todos aquellos guardias. Ambos reflexionaron en

silencio durante unos minutos sobre este problema. De repente apareció

Bouke, que había escuchado toda la conversación que tuvo lugar entre

padre e hijo. Hidde se sobresaltó, pero su padre le calmó al descubrirle la

verdadera identidad de Bouke.

— Con la ayuda del Señor os sacaré de esta Torre — dijo Bouke.

Entonces les detalló su plan de escape que había preparado ya con

antelación desde el día anterior. Les mostró entonces dos llaves recién

cortadas, copias exactas de la llave de la celda de Harm hechas a partir de

un molde de cera. Gracias a ello, ahora podía abrir la puerta de la celda

cuando quisieran.

— ¿Y para qué es la otra llave? _ preguntó Hidde.

— Esa es para sacarnos de la torre — contestó Bouke — Al final

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del pasillo, cerca de la cámara de torturas, hay una puertecita que permite

el paso a un gran arco de cemento por el que pasa una corriente que lleva

al río Ij. Bajo ese arco hay una barca que ha sido utilizada ya muchas

veces para transportar mujeres herejes en sacos para luego echarlas al

agua del río — Hidde se estremeció al pensar en tamaña crueldad —

También mandé hacer una copia de la llave de esa puerta. Así que cuando

vuestro hijo Hidde consiga los salvoconductos necesarios, sólo nos

quedará un problema por resolver.

— ¿Y cuál es ese problema? — preguntó Hidde.

— ¿De dónde sacamos el dinero para el viaje?

— ¡Eso no es problema! — exclamó Harm — Mi manto no sirve

sólo de protección contra el frío, también es un lugar seguro para

esconder mi dinero. En el cuello cosí varias monedas de oro para usar en

casos de necesidad, y esta fue la razón principal por la que hice que me la

trajeran de la casa de Hannes.

Solventado el último problema, los tres hombres decidieron llevar a

cabo el plan lo antes posible, no más tarde de esa misma noche. Luego,

tras tratar de varios detalles más, Harm y Bouke se arrodillaron, e incluso

Hidde, a pesar de la gravedad del momento, hizo lo mismo. Tras una

ferviente oración, en la que Harm rogó a Dios que les prestara Su ayuda

en la huida, Hidde abandonó la celda y se fue directamente a preparar su

parte del plan.

Del Castro aún no había vuelto. Atemorizado, Hidde preparó

rápidamente varios sellos con la marca del Inquisidor Provincial y los

estampó en varios pergaminos. Hecho esto, marchó a su dormitorio y allí

redactó los salvoconductos. Hacia las once, hora en la que las calles de

Ámsterdam estaban totalmente desiertas, Hidde salió con cuidado a la

calle vestido de paisano en vez de sotana. Cuando llegó al río Ij, se paró

en un punto desde el que poder observar el oscuro pasaje por el que,

según el plan, aparecería el bote con Bouke y su padre. Hidde no apartó

la vista de ese punto ni un instante. Hacía ya bastante rato que las

campanas de la villa habían anunciado la hora en la que debían haberse

encontrado, por lo que Hidde empezó a preguntarse si cabía la

posibilidad de que el plan se hubiera ido al traste, pero al poco notó que

algo se movía. Hidde dio un salto y se sentó junto a su padre.

— ¿Dónde está Bouke? — preguntó al ver que su padre estaba

sólo.

— Le han cogido — respondió Harm nerviosamente — Toma,

coge un remo y rema con fuerza, ¡deprisa, si no quieres que nos pillen!

¿Qué había ocurrido? Todo había ido bien y de acuerdo con el plan

hasta que Harm y Bouke alcanzaron la puerta que daba paso al canal. Sin

embargo, Bouke, no del todo familiarizado con las precauciones que se

tomaban en la Torre, no había pensado en las rondas. Apenas había dado

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la vuelta a la llave cuando dos vigilantes armados aparecieron en el

pasillo. Bouke reaccionó rápidamente.

— ¡Corred, corred, señor!

— ¡No sin ti, Bouke!, contestó Harm.

— ¡Marchad, os lo suplico! ¡Pensad en vuestro hijo! — Insistió

Bouke mientras empujaba a Harm escaleras abajo.

Dicho esto, Bouke cerró la puerta tras Harm, se metió la llave dentro

de su puño cerrado y esperó el ataque de los vigilantes.

— ¡Traidor! — gritó uno de ellos — ¡Dame esa llave!

— ¡Por encima de mi cadáver! — fue la respuesta de Bouke.

Bouke y los guardas se enzarzaron en fiera pelea en la entonces casi

completa oscuridad del pasillo, pues Bouke le había dado una patada al

farol que llevaba uno de los guardas.

— ¡La llave, danos la llave! — gritaban los guardas — ¡El hereje se

escapa!

Bouke apretó aún más el puño. Segundos más tarde, un grito de

dolor resonó por todas las bóvedas de la torre. Uno de los guardias había

hundido su daga hasta la empuñadura entre las costillas de Bouke. Herido

de muerte, este cayó desplomado al suelo del pasillo. Sus últimas

palabras antes de morir por la causa de la hermandad fueron:

— ¡A salvo! ¡Gracias a Ti, mi Señor!

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17

DIEZ AÑOS DESPUÉS

La Haya, diez años después. Hacía ya años que Nicolás Del Castro

había abandonado su cargo como Inquisidor Provincial para pasar más

tarde, el día 3 de Enero de 1563, a ocupar el puesto de primer obispo de

la ciudad de Middelburg. Pero otros inquisidores continuaron

persiguiendo a los cada vez más numerosos seguidores de la Reforma a

sangre y fuego y con aún más saña que Del Castro. Pero por cada persona

martirizada, docenas surgían a ocupar su lugar, y así la sangre de los

mártires de nuevo se convirtió en la semilla germinadora de nuestra

Iglesia.

Dentro de la casa de la Achterom que tiempo ha hubiera sido el

hogar de los Hiddenz, el propietario actual, un tal Gerrit Willemsz, un

mercader de lanas y dos hombres más se encontraban graves y en silencio

en medio de la habitación en la que diera su último suspiro la mujer de

Harm. Uno de esos hombres era el otrora mercader de quesos en persona.

Sus cabellos y su barba estaban cubiertos de canas y su cara horadada con

las marcas propias de una vida azarosa. La segunda persona era Hidde,

cuyo rostro apenas guardaba semejanza con el de aquel joven que

ayudara a su padre a escaparse de la prisión de Ámsterdam. Los años y

las privaciones de aquellos tiempos le habían hecho madurar hasta

alcanzar gran robustez.

Ambos visitaban por primera vez en más de veinte años esa

habitación en la que María, la mujer flamenca de Harm, partiera de esta

vida alabando la paz por la sangre de la cruz. Gerrit Willemsz, ferviente

seguidor y fiel creyente de la nueva doctrina, entró en el cuarto e invitó a

sus hermanos a seguirle hasta el gran almacén que había en la parte

trasera de la casa. Allí, Harm y su hijo se encontraron con una pequeña

multitud de leales cristianos que, a pesar de los amenazadores bandos,

habían conseguido hacer acopio del valor suficiente para reunirse en ese

lugar en busca de la Palabra de Dios y para participar en los sacramentos.

Todos miraron con profundo interés al joven que acompañaba a Harm,

pues todos estaban al tanto de su historia. Sabían que el predicador

consiguió escapar de la prisión en Ámsterdam junto con el secretario del

Inquisidor y que luego se enfrentaron a grandes peligros. También

estaban informados sobre la gran lucha que tuvo lugar en el espíritu del

joven cura antes de que pudiera conseguir entregarse por completo al

servicio del Señor, instante en el que fue por tanto ordenado

solemnemente y elevado al cargo de ministro de la Iglesia durante una

asamblea organizada en la villa de Wesel. Ahora todos tendrían ocasión

de oír el evangelio puro de los mismos labios de este hombre, de los

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labios de un hombre que diez años antes se había sentado junto a los

torturadores de la Inquisición, y de observar como Dios se manifestaba a

través de sus acciones.

Su padre dio comienzo a la reunión con una oración, reunión que se

celebraba justo en el mismo lugar en el que Harm años atrás se ganaba el

pan de cada día y que en cambio ahora se utilizaba para alabar las

riquezas que atesora nuestro Señor Jesucristo. Harm abrió la vieja Biblia,

su preciado tesoro. Sin embargo no se podía cantar, pues habían

enemigos por todos lados y sería por tanto no sólo negligente sino

peligroso el atraer la atención de transeúntes y vecinos. Harm leyó el

Salmo 77, esa canción que David compuso cuando su alma fuera

inundada por la aflicción y el poderoso Jehová le liberara de ella. Los

asistentes escucharon absortos las palabras pronunciadas por el

predicador.

— Me acordaré de las obras de JAH; Sí, haré yo memoria de tus

maravillas antiguas.25

Harm había tocado aquí un tema fértil, pues sin duda si había alguien

que pudiera dar testimonio de grandes maravillas y liberaciones, ése era

él. ¿No era él una prueba viviente de la fidelidad de Dios hacia sus

súbditos? ¿No había sido él arrancado milagrosamente más de una vez de

las garras de una muerte cierta? ¿Y no se hallaba ahora su hijo allí junto a

él, listo para coger las riendas de la misión de Harm en Holanda, mientras

este era llamado a continuar su labor en otros puntos de la viña del

Señor? Brevemente le recordó a esta pequeña congregación de La Haya

los extraordinarios sucesos que le llevaron a reencontrarse con Hidde y

con una ferviente oración rogó a Dios Su lealtad y a la congregación su

amor para su hijo.

Hidde se levantó en ese momento. Una cascada de emociones

embargaron su alma en ese lugar en el que había pasado los primeros

años de su vida y en el que su querida madre había exhalado su último

suspiro y que ahora visitaba en circunstancias totalmente distintas a las

del pasado. También pensó en aquel chico cuyos restos reposaban en

Voorsehoten pero que ahora cantaba loas al Altísimo junto a todos

aquellos que habían recibido la sangre del Cordero. El pensar en los

últimos instantes de la vida de ese chico y en esas sus últimas palabras

que Harm le había repetido tantas y tantas veces a insistencia suya le

llenaron de añoranza por la Ciudad de Dios en lo alto. En esos días de

represión y persecución, de lamentos y temores, de sangre y fuego, su fe

contemplaba la Nueva Jerusalén tal como San Juan la viera y describiera

en el capítulo 21 del Apocalipsis.

— No habrá ya más persecuciones ni lamentos, ni temor a las

25 Salmos, 77:11

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hogueras y a los cadalsos, sino que en su lugar se oirá una melodía

celestial entonada por aquellos que, como nuestro fiel hermano Bouke,

anduvieron por el sendero de la vida en esta tierra entre lágrimas y

suspiros, y se oirán también los himnos en honor al Dios que ya amara a

Su pueblo antes de la creación del mundo y que les acogiera a través de

Su preciosa sangre. Las haces de leña podrán convertirse en humo, la

Inquisición podrá multiplicar por mil sus intentos de apagar la luz del

evangelio y cientos o miles de mártires podrán todavía sellar su fe en la

gracia libre con su sangre, ¡pero nada, absolutamente nada, podrá

conseguir hacer mella en nuestro amor por Cristo!

Con estas palabras concluyó Hidde su sermón. Cuando pocos

instantes después la congregación se reunió alrededor de la mesa de

comunión, Harm Hiddesz, el viejo y sabio predicador de puertas afuera,

recibió la señal y el sello del nuevo pacto de manos de aquél que otrora

fuera el secretario del Inquisidor.

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Iglesia Reformada de Bolivia Santa Cruz calle Bazán Pastor: Marco Rojas 71084025 Ancianos: Marco Peralta 67712190 Tito Guardia Diacono:Mauricio Paz Dirección: Calle Sargento Mayor Diego Bazán # 326, Cultos domingo Mañana: 10:00 Noche:19:00 Foto edificio:

Iglesia Reformada de Bolivia Santa Cruz Av. V. de Luján Puesto misionero

Misionero: Guido Uijl 68809041

Dirección: Av. V. de Luján esq. 8vo anillo

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Dirección: Calle J.M. Saracho # 851, entre Domingo Paz y Corrado

Cultos domingo Mañana: 10:00 Tarde:17:00

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Loma Alta Cultos domingo Mañana:

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Iglesia Reformada de Bolivia Loma Alta Misionero: Vacante 63594365

Dirección: Calle sin nombre Rincón de Palometas

Cultos domingo Mañana: 10:00 Tarde:15:00

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