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Un silencio que camina

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MATEO MORRISON

Un silencio que caminaNovela

Santo Domingo, R. D.2008

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TÍTULO:Un silencio que camina

AUTOR:Mateo Morrison

PRIMERA EDICIÓN:Editora Universitaria, 2007

SEGUNDA EDICIÓN:Editora Búho, 2008

DIAGRAMACIÓN Y ARTE FINAL:Eric Simó

DISEÑO DE CUBIERTA:Félix Calderón

EDICIÓN AL CUIDADO DE:Alexis Peña

ISBN 978-9945-16-177-9

Impreso en República DominicanaPrinted in the Dominican Republic

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A la familia Morrison Fortunatoa través de Egbert y Efigenia

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Índice

Capítulo I ............................................................ 11

Capítulo II ........................................................... 19

Capítulo III ......................................................... 27

Capítulo IV .......................................................... 33

Capítulo V ........................................................... 37

Capítulo VI .......................................................... 43

Capítulo VII ........................................................ 47

Capítulo VIII ....................................................... 51

Capítulo IX .......................................................... 57

Capítulo X ........................................................... 61

Capítulo XI .......................................................... 67

Capítulo XII ........................................................ 71

Capítulo XIII ....................................................... 75

Capítulo XIV ....................................................... 83

Capítulo XV ........................................................ 89

Capítulo XVI ....................................................... 93

Capítulo XVII ...................................................... 97

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Capítulo I

M omón y yo teníamos tres largos meses pordelante para llevar a la práctica los planes de nuestromundo vacacional. Como no teníamos familiares en elinterior, nuestras vacaciones se desarrollaban a orillasde la Laguna de Salazar, en el play o en cualquiera delos lugares con que nuestra imaginación construía lasmás hermosas quimeras en los solares que formaban elentramado que luego el desarrollo urbano convertiríaen Villa Catalina, integrada por Catalina Arriba y Ca-talina Abajo.

En Catalina Abajo, una pequeña comarca, vivía lamayoría de la población en casitas de madera de colo-res encendidos. Catalina Arriba estaba menos pobladay los árboles eran allí los reyes. Las viviendas eran prin-cipalmente para agricultores o pequeños ganaderos. Suentorno, considerado como un hotel verde, era el lugarpreferido de los amantes. Los caminos que conducían aCatalina Arriba, si enfilabas a la derecha o a CatalinaAbajo, si enfilabas a la izquierda, estaban hechos para el

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amor. Una hilera de sangre de cristo bordeaba todo elsendero. Las cayenas eran testigos de las declaratoriasde amor a través de los sonidos que construía el viento.

La inmensa grama revivía a pesar de las pisadas pre-surosas para consumar el amor. Era una bendición delCielo, se decía.

Nuestras madres no nos dejaban salir de las casasdurante el año escolar. Únicamente podíamos trasla-darnos a la escuela o a una de las iglesias a través de lacarretera central, acompañados siempre por alguien,en mi caso por tío José Manuel, y en el de Momón porsu abuela o su madre.

Eso de estar acompañado era para protegernos delos peligros. Sin embargo, habíamos decidido que enestas vacaciones íbamos a comenzar a liberarnos, puesacabábamos de cumplir quince años. Momón el díanueve, yo el catorce de abril.

Al comenzar las vacaciones nos vanagloriábamos delas muchachas que nos habían dado amores, relatába-mos historias inventadas y reíamos a carcajadas descri-biendo los momentos en que nos decían “te amo”, loapetitosas que estaban y como se podía besar y a la vezcomer mangos, limoncillos, caimitos y nísperos: una téc-nica sabrosísima.

—Doble alimentación –me decía Momón–, perocon las algarrobas no, ¿verdad? Imposible, esa fruta no

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tiene el aroma de las otras. Y seguimos discutiendo otrastécnicas. Mientras continuaba el camino le conté lo delcarro de fuego de San Elías.

—No te creo –me dijo–; seguro que eso te lo relatótu tía Ana, con esa imaginación que tiene.

Mi tía Ana no era la más ferviente adventista de lafamilia, pero sí la más locuaz y divulgadora de todas lasnoticias. Lo de San Elías lo supo toda la comunidad. Sudelgadez extrema contrastaba con la energía que exhi-bía. Fue inolvidable el pleito que escenificó contra unavecina por decirle lo de las dos cajas cuando muriera,una para el cuerpo y otra para la lengua.

—Lo creo, pues me lo juró de rodillas y le miré elrostro. Tenía la Biblia en las manos.

—San Elías –me afirmó Ana–, recorrió todo el uni-verso en su carro de fuego custodiado por ángeles, peroal descender un momento y tener una prueba de santi-dad se detuvo a orinar. Todavía no había recibido losaceites que lo harían divino. Aquí los suaves quejidosdel poblado y los olores a amoríos tiernos le penetraronla sangre y lo pusieron en peligro de pecar. Ya San Elíashabía orinado, pero al otro lado de la laguna una jovense desvestía y ciertamente San Elías continuaba con lasmanos activadas y los ojos ardiendo como olla hirvienteen los fogones del barrio. No obstante, hubo de cum-plirse lo dicho en las Sagradas Escrituras, según mi tíaAna, y el carro de fuego custodiado por ángeles encen-

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dió sus alas y lo recogió a orillas de la laguna, antes decaer en la tentación. Lo esperarían en la puerta del Cie-lo donde lo recibiría un coro de arcángeles, siendo elúnico que desde entonces subiría al Cielo sin morir.

—Aunque eso te contó tu tía Ana con la Bibliaen las manos, como ferviente adventista, prefieroque continuemos como monaguillos en la misa de lasseis, donde podemos ver a sor Angélica tan dulce yhermosa.

—Momón –le respondí–, recuerda que aunque vi-sitamos las tres iglesias, no debemos poner en contra-dicción la adventista y la católica, y mucho menos laepiscopal. Dejemos a mi tía Ana con sus relatos bíblicosy sigamos con sor Angélica en la misa.

—Es verdad, mientras más cerca estemos de las tresiglesias más fácil llegaremos al Cielo.

Proseguimos el camino hacia el encuentro de lasmuchachas que habíamos citado para sumergirnos enla loma de los amoríos, como también llamaban a Cata-lina Arriba. Ascendíamos desde Catalina Abajo por unsendero adornado de flores y abierto por los pies de loshabitantes del lugar y los visitantes, que atraídos por losolores amorosos, llegaban de todas partes.

Alcancé a ver a la muchacha que esperaba. Al salirdesde la parte posterior de un enorme matorral llenómis ojos de alegría, parecía que Momón tendría que

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esperar un poco más, para hacer su presentación ycomenzar nuestro encuentro, programado desde hacíameses, donde cada uno podría, tal vez, tener por pri-mera vez una novia formal.

Para mi sorpresa, él también se llenó de alegría alirse dibujando aquel hermoso cuerpo en las sombras dela noche y la sonrisa de esta muchacha, quizás un pocomás joven que nosotros, con ojos que parecían faroles ycontornos que desafiaban la oscuridad.

Se me habían acelerado los sudores y mi corazónera un saltimbanqui en el pecho.

—Tenemos que acelerar el paso –me decía Momón–.Y marchamos con tanta rapidez hacia ella que parecía-mos correr. No entendía lo sucedido, un imán como defuego nos atraía a los dos hacia el centro. Teresa teníaun vestido azul, tan ligero que nada nos impedía perci-bir su desnudez, delineada en su perfecta silueta.

—Momón y Mario, Mario y Momón –nos dijo.

Ambos nos miramos con asombro, pues esperába-mos encontrar a nuestras respectivas novias, no unapara los dos, como parecía ocurrir ante nuestra sor-presa. Pensamos que todo estaba preparado para quedos amigos que se pasaban el año estudiando pudie-sen, como los demás, consumar sus aventuras para luegopoder contarlas en los patios de Villa Catalina, descri-biendo las hazañas como sacadas del libro Del buen amor,

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recomendado y narrado por nuestro profesor de Litera-tura, pero que en realidad no habíamos leído a pesar delo atractivo del título.

Teresa nos debía una explicación y entre nosotroshabía otra pendiente: no era posible que dos amigos,casi hermanos, pasaran un año esperando este momen-to sin haberse preguntado el nombre de la muchachade cada uno, el de sus parientes, la descripción de susformas, su dirección, nada, solo decirnos:

“Nos presentaremos a nuestras novias”, pensandoque después pasaríamos por el camino de las cayenas yluego iríamos al rito de amor que tanta historia y famale había dado a Catalina Arriba.

Teresa no nos explicaba nada. Tomó a cada uno delbrazo sin decir palabras; tan solo reía y no parecíamossaber cuál era nuestro destino. Era seguro que habría-mos de detenernos en algún lugar y allí aclararíamostodo. Yo no podía verle los ojos a mi amigo, y aunquetrataba de adivinar sus pensamientos, estaba casi segu-ro que pensaba como yo.

Teresa, ¿hacia dónde nos llevas? ¿Es esta unaradionovela? ¿Tendrá un buen final? Me pregunté, perono me atreví a expresar nada. Ella había impuesto con suternura la ley del silencio y yo no quería ser el primero entransgredirla, esperaba que fuera Momón o tal vez ellaquienes lo hicieran, pero el silencio persistió. Solo el ta-conear de sus zapatos sobre el camino de piedra rompía

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esa mudez de cementerio o a veces su risa, parecida auna hermosa sinfonía de amor.

Reía como si estuviera feliz a nuestro lado. A mí metocó el lado izquierdo y sentía su galantería por los ro-ces de su seno provocándome un cosquilleo inenarra-ble, pero pensé que su concepto evidente de la equidadamorosa la llevaría a hacer lo mismo del otro lado. Meconformaba con pensar que el lado izquierdo era el delcorazón, aunque no estaba seguro de que no tuvieraotro corazón a la derecha.

En algún momento Momón y yo nos miramos, pen-sando que lo mejor sería que ella se decidiera por unode los dos.

Mi padre, que presenció en Londres un festivalshakesperiano, habría dicho en una ocasión como esta:“To be or not to be, that is the question”. El padrastro deMomón habría dicho lo mismo, pero en filosofía popu-lar: “Esto hay que resolverlo, o to´ toro o to´ vaca”. Pornuestra parte, Momón y yo parecíamos preferir la mi-tad de amor que nos tocaba a cada uno, la más difícil delas pruebas para una hermandad tan profunda como lanuestra.

Desde niños habíamos compartido comidas, juegosy las frutas silvestres recogidas al marotear; habíamospeleado juntos enfrentando a quien agredía a uno delos dos, pero compartir el amor de una muchacha eraalgo que nunca habíamos experimentado.

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Capítulo II

En la carretera crecían las auyamas, cuyas en-redaderas cruzaban por nuestros pies. Unos pies que senegaban a perder el ritmo impuesto por esta mucha-cha desafiante y segura, repartiendo con cuidado unbeso para cada uno, sin soltarnos ni por un instante.

A mi mente llegaron, al mismo tiempo, el relatode mi tía Ana y las ideas de Momón acerca del carrode fuego, de las religiones y de la belleza de sor Angé-lica. Pensé que deberíamos ir al Cielo, en otro carrode fuego, siguiendo la ruta de San Elías; y digo el Cie-lo porque el otro lugar sería el Infierno y ni Momón niyo nos lo merecemos, que en vez de una, visitamos igle-sias de tres religiones distintas. Momón siempre decíaque así tendríamos tres vías para llegar al lugar donde elhermano Miguel señalaba que los mangos eran enor-mes, las uvas y manzanas inacabables, todas las fierasconvivían en armonía y, sobre todo, no había enferme-dades ni muertes.

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Miguel era un ser solitario, nunca le conocimos fa-miliares. Se pasaba el día rezando, a veces hincado. Lle-gó al patio a través de la religión adventista, queparacticaba con devoción extrema. Visitaba nuestra fa-milia casi siempre a mediodía y se quedaba a comer.Era alto, fornido y estaba siempre risueño, esperando lallegada de una nueva vida en el Cielo, el cual describíacon detalles, como resultado de una revelación que lehabía hecho el mismo Jesucristo, según nos contó.

El hermano Miguel nunca nos explicó lo del amoren el Cielo, no nos atrevimos a preguntarle, pero ima-ginamos la sublimidad de ese sentimiento. No se can-saba de decirnos que cuando allá se pasara lista y nues-tros nombres fuesen llamados deberíamos estar ahípara responder.

Teresa quizás tendría problemas por su condiciónde mujer y aquello de compartir el amor.

La miré de reojo, sin creer que en el Cielo o en elInfierno hubiera una muchacha así. Pasé rápidamen-te mi mano por su muslo izquierdo, pues el otro erade mi amigo. Pensé entonces en la incorporación deldiablo a la disyuntiva y ahí sí se complicaría todo. Lasbrumas de la noche me impidieron saber qué hacía desu lado, aunque sabiendo su rapidez no dudé que hu-biera deslizado su mano primero, susurrándole al oídoalgunas palabras, rompiendo así el equilibrio manteni-do entre nosotros.

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Reflexioné acerca del Purgatorio y el Limbo, losposibles lugares a los cuales podría ir, pero en ningu-na de las tres religiones en que se dividía mi vida fami-liar (abuela adventista, padre episcopal y madre cató-lica) había sentido que le dieran importancia aninguno.

Sin embargo, en la clase de Literatura el profesorBurgos nos había dicho que al purgatorio se llega a tra-vés de un túnel y que es un campo de trabajo. Los peca-dos que allí se expían están en el lado opuesto al agujerodel Infierno, a través de nueve círculos, sacados de laDivina comedia. “Son perversiones de un amor orien-tado por un impulso divino, pero desviado hacia finesterrenales”, nos explicó.

“En el Limbo –decía el profesor– había santos y pa-triarcas de la antigüedad, que a pesar de su buencomportamiento no estaban bautizados al momento demorir”. No obstante, Momón y yo sí lo estábamos; dehecho, nos bautizaron el mismo día.

No sabía si Teresa también lo estaba, aunque consi-deré preferible no preguntárselo.

“En el primer Infierno se consumen los que hansucumbido al amor prohibido, estos sufren menorescastigos”, concluía el profesor.

¿Sería esa nuestra situación? Nos pareció convenientecontinuar este camino sin cielos, sin purgatorios, sin

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limbos y sin infiernos, solamente con Teresa, que teníaen sus manos la definición de nuestro extraño e inciertoespacio vacacional.

Debía ser muy tarde, ya que casi nadie pasaba porel camino. Los pocos transeúntes se extrañaban de veresa tríada de amor avanzando desafiante en medio de lanoche.

Las luciérnagas se detenían a nuestro paso para ha-cernos más visible el camino. Advertimos, al pasar a laizquierda de la laguna donde vivía la familia Engombé,el sonido de algún tambor recordando que San Cosmey San Damián nos podrían conducir hacia las fiestaspatronales, en caso de que Teresa decidiera doblar ha-cia la izquierda. Josecito baila, baila Josecito, decía lamultitud siempre que mi abuelo se volvía el centro deesta fiesta popular. Quizás lo hubiésemos encontrado,pero Teresa decidió doblar hacia la derecha y solo escu-chábamos el sonido de los palos.

Doña Tiva, la abuela de Momón, se lamentaba deque las fiestas hubieran perdido el valor religioso y seconvirtieran en una chercha. Dejó de ir; prefería que-darse en la casa en medio de la hermosa finca que habíaheredado, un Edén lleno de flores y frutas, lo más pare-cido al paraíso terrenal.

El patio de la casa de mi amigo era sin discusión unlugar envidiable. Momón decía lo contrario, para él, el

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nuestro era preferible; ya que estaba más habitado y esole daba un ambiente cálido. En verdad, el patio deMomón era más silencioso, y hasta misterioso. La placi-dez era solo interrumpida por la aparición de su pa-drastro, don Víctor, que salía del bosque a constatar sinos estábamos portando bien.

Nos asustaba a veces y lo veíamos desde el bancocolocado detrás de la casa, Momón a la izquierda, yo ala derecha y Carmina, la prima de Momón, en el cen-tro, el espacio se desdibujaba de repente con su sorpre-siva aparición.

La llegada de Carmina y su simpatía, me hacía fre-cuentar más el misterioso patio donde murió a destiem-po el mellizo Suárez, quien alquiló una habitación paraél y su hermano al lado de la casa principal. En verdad,cuando murió sentí el frío del sepulcro y el hielo de lamuerte; y percibimos su voz y sus movimientos como siestuviera vivo.

Carmina era ingenua y dulce, Momón decía queestaba enamorada de mí. Me trataba con distinción ycariño, pero en verdad nunca sentí atracción real porella, aunque agradecía sus gestos y admiraba su bon-dad; me sentía bien a su lado.

Cuando un buen día apareció encinta, pensamosque en realidad quién se portaba mal era nuestro cons-tante vigilante.

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Nuestro patio, decía Momón, era distinto. Mis her-manos se adherían al encuentro con él, a quien siemprevieron como uno más de la familia. Entraba a las clasesde inglés de mi padre, preguntándole detalles acercade su país, respuesta que éste posponía hasta terminarsu jornada educativa. Mi madre lo cuidaba, era el úni-co hijo de su amiga Rosanna, que en cualquier momen-to se aparecía en la casa buscándolo.

Llegaba y se quedaban conversando durante horas,mientras disfrutaban los nuevos comentarios del barrio.Además, a diferencia de la soledad del otro patio, de-trás del nuestro vivían otros familiares y mi tío Lázaroentonces completaba el trío. Exhibía con decoro su con-dición de negro, alto y cuadroso, como si pertenecieraa una de las etnias de Somalia.

—Eso es lo que les gusta a las mujeres –decía, mien-tras cantaba Lamento esclavo, haciendo que todos seacercaran a él. Nosotros pasábamos a un segundo pla-no, ante este Eduardo Brito renacido.

Lo de nosotros era la poesía y la pelota; nunca can-taríamos como él; porque era un don que nadie le dis-putaba. En algunas ocasiones, incitado por él, interpre-té las canciones Torna a Sorrento y Esta Tierra de Cocula.Él sonreía y aplaudía, generando con esto una compe-tencia donde evidentemente yo salía derrotado. Momónno lo intentó porque se sentía seguro como la estrellamáxima del béisbol y ahí sí nadie competía con él. Le

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decíamos “el Marichal” y nadie veía la bola cuando lalanzaba, solo percibíamos su existencia cuando, despuésde un melodioso sonido, el receptor se la devolvía y,éste, satisfecho, veía el movimiento del arbitro anun-ciando que estábamos definitivamente ponchados.

El poeta Arnaldo Brea era el único que podía, qui-zás, competir con Lázaro en el canto, pero con otro es-tilo, porque al tener la voz aterciopelada se convertía enla reencarnación de Lucho Gatica, ya que interpretabalas canciones con su mismo tono. Pero en toda VillaCatalina se decía que cantando El reloj el poeta Breaera superior.

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Capítulo III

A Estenia y Rosanna, sentadas en las mecedo-ras de nuestra casa, parecía no acabárseles los temas acer-ca de los acontecimientos más recientes.

—Estenia –dijo Rosanna –, como casi no salimos,nos perdemos muchas de las cosas que pasan en VillaCatalina, pero siempre a uno le llegan... –expresó conuna leve sonrisa mientras encendía un cigarrillo que, aun-que mi madre lo consideraba molesto y muy peligrosopara la salud, lo aceptaba por educación y respeto a ladecisión de su apreciada amiga de hacerse fumadora. Suprimer esposo, el verdadero padre de Momón, se mar-chó dejándola con el niño y la sorpresa de una decisióntan radical que la llevó a iniciarse en el cigarrillo.

—Rosanna, por favor, deja de pensar como si estu-vieras sola y termina de contarme lo de Diana.

—Entra Altagracia –recibió Estenia a su prima másquerida, que, al integrarse a la conversación, formó untrío, haciendo el encuentro aún más agradable.

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Altagracia llegó con una sonrisa a flor de labios,buscó una mecedora y dijo:

—Espero no interrumpir, pero por lo que escuchéesto está muy interesante.

Rosanna la recibió con una sonrisa y un abrazo ca-riñoso y continuó:

—Me dijo Juliana, esa vieja sabichosa, que frente ala casa de Diana, a quien nunca se le había conocidonovio, llegó un mensajero con un ramo de flores dejan-do a todo el mundo sorprendido, pues en Villa Catalinaeran tan comunes que nunca se regalaban. Era mejorenamorarse y regalar una funda de mangos o un ramille-te de limoncillos. Por eso causó sorpresa que este jovenllegara sin decir palabras y con una mirada de asombrobuscando a alguien para entregarle el manojo de rosas.

La comarca parecía un hormiguero y nadie al pare-cer entendía este extraño regalo. Juliana, a quien nuncase le iba una, dijo:

—Eso debe ser para Diana.

—¿Y cómo pudo enterarse esa vieja?, quizás por susconocimientos de brujería –exclamó Estenia.

—No sé –replicó Rosanna–, pero Juliana me dijoque Diana siempre ha dicho que no acepta enamora-dos de ninguna de las Catalina que lo de ella, despuésde conservarse tan bella y tan pura, no puede ser me-nos que un príncipe azul.

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Todas las vecinas, hacía más de treinta años, espe-raban ver llegar a alguien vestido como los príncipesde los cuentos, con ojos inmensamente azules, peroquien ha llegado es este muchacho asustadizo y conojos negros.

—¿Y qué pasó después? –preguntó Estenia, sin que-rer perderse ni un solo detalle de la narración de suamiga.

—Bueno, a solicitud de Juliana decidieron interro-gar al muchacho, por encima del viento huracanadoque parecía llevarse el regalo de las manos del joven, lamultitud se acercaba hacia él.

Rosanna encendió un nuevo cigarrillo y prosiguió.

—Dicen que el joven, ya casi cercado por miles deojos, exclamó: “yo solo traje el regalo, el príncipe vienedespués, busca afanoso su caballo; mi misión era traerleeste manojo a Diana, díganme quién es y dónde estápara cumplir mi tarea”.

Hacía treinta años que Diana salía poco de su casa,se resguardó a esperar al príncipe. Ella se asomó con unextraño movimiento y dijo:

—Aquí está el mensaje de mi príncipe pretendien-te para aquellos que nunca me creyeron. Me retiro denuevo a mi palacio hasta que llegue mi amado. Si en-cuentra su caballo vendrá pronto, no tengo ningunaprisa; he sabido esperar y, cuando llegue nos iremos por

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esos caminos que van hacia la derecha, a una nueva eta-pa de mi vida, lejos de una chusma que no me merece.Acto seguido regresó al interior de la vivienda multico-lor, construida de cajas de cartón con anuncios de di-versos productos unidos entre sí por alambres, y en cuyapuerta destartalada un letrero enorme anunciaba unproducto de belleza.

—¿Y le creíste eso a Juliana? –preguntó Estenia mien-tras servía una taza llena de chocolate hirviente a su ami-ga y a su prima, a quienes les ofrecía el primer brindisde esta visita.

—Sí, lo creo –dijo Rosanna–, pues en Villa Catali-na pasan las cosas que no ocurren en ninguna otra par-te y la vieja será bruja pero no mentirosa.

Ahora quisiera contarles lo de la vecina Flora y suhija Sandra, con apenas dieciséis años y ya hay que verlas cosas que les hace a esos padres tan decentes –dijoEstenia a Rosanna y a Altagracia.

—Esto lo escuchó Elso, el más pequeño de mis so-brinos, de labios de Luis, el mismo hermano de Sandra.Esa muchacha desafió el orden, cuando llegó una no-che a las dos de la madrugada. Sus padres ni teníancara para los vecinos con sus sonrisas maliciosas, puesa esa hora todavía había una fiesta y nadie se habíadormido.

—Los padres de la muchacha, nerviosos, conversa-ban en la galería y, casi en la madrugada, sin dar expli-

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caciones a nadie, llegó Sandra: “buenas noches”, dijo, yse fue a la habitación. Ellos trataban de preguntarle quéhabía pasado, pues salió a la misa de las siete: “estoy can-sada, hablamos mañana”, concluyó. Su hermano Luis leexpresó a mi sobrino Elso que para él fue una sorpresa,pues su hermana nunca había hecho eso, que si para unvarón era pasable en una mujer era imperdonable.

—Estoy seguro –dijo Luis a Elso– que la primerasensación de mis padres fue de alivio por su llegada y desorpresa ante la naturalidad con que ella había tomadotodo esto. “Mañana hablaremos” –repitió Sandra.

Las expectativas crecieron con la llegada de la ma-ñana, pero Sandra permanecía en su cuarto, hasta lasnueve, cuando cartera en mano, cadena brillante y ves-tido al último grito de la moda, salió diciendo: “habla-remos al regresar”.

—No la hemos visto más. Su hermano nos informóa través de Elso la llegada de una carta desde Italia con-firmando el traslado de Sandra a otro mundo dondelos vecinos están tan ocupados, que a nadie le importa aqué hora llegan los demás.

—Mis padres –dijo Luis–; solo tienen como espe-ranza la última frase de la carta que dice “hablaremosdespués”.

Altagracia tuvo que irse debido a los gritos de supequeño hijo que penetraban por las amplias ventanasde la casa. Estenia y Rosanna continuaban esperando el

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regreso de nosotros, y se consolaban diciendo: “eso fueque terminó algún juego de pelota y siguieron cele-brando, los pobres; estudian tanto.” En realidad tra-taban de disimular la preocupación en sus adentros,en esa zona que las madres tienen y que no abarca soloel corazón, sino todo el cuerpo. Pensaban en los peli-gros de la nocturnidad, en los relatos de desapareci-dos y en el silencio que los había cubierto, en esa pazque decían disfrutaba el país y todos sabíamos que erauna mascarada.

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Capítulo IV

L a noche avanzaba de manera vertiginosa y mepregunté, ¿estarán nuestros familiares reunidos extra-ñándonos? Seguro que sí. Horas y horas y nada de re-gresar. La familia de Teresa no sé. Ella continuaba elcamino con nosotros a su lado, a cada paso estábamosmás juntos, la respiración era ya común. Formamos unatrilogía y en verdad parecíamos respirar con un solopulmón; latir con un solo corazón, mientras todo elmundo ponía sus ojos sobre cada una de nuestras pisa-das, que parecían una.

La visita de Estenia y Rosanna a doña Fina habíainquietado a algunos vecinos, a juzgar por la preocupa-ción que denotaban sus rostros.

Una voz, que parecía salir de una enorme mata demango, exclamó: “Señores, qué ha pasado? ¿Se ha muer-to alguien? ¿Cuál es la vaina?”. El tío Polo había hechosu aparición, nunca hablaba de lunes a viernes, cruza-ba el patio con una amabilidad muda, expresada conuna sonrisa y un gesto manual. Los sábados, a partir de

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las seis de la tarde, coincidiendo con la conclusión de laceremonia religiosa de los adventistas, iniciaba su fiesta,que no terminaba hasta el domingo en la noche.

—¿Esto es un velorio? ¿Qué es lo que pasa aquí?–dijo, con voz gangosa, pero bien perceptible aún– cui-dado si van a vender la tierra sin hablar con Josefina yconmigo, somos los más jóvenes, pero también somoshijos de Julia y José.

—Juana, atiende a tu marido, no desprecies a tuhombre, acércate a mí, Juana –decía, mientras movíarítmicamente la cintura, desprendiéndose la camisa yquedándose en pantalones cortos. Una risa colectivainvadió el patio, era menos verde en verano, pero nopor eso dejaba de parecer un bello paisaje móvil entreárboles, casas y muchachas exhibiendo sus faldas de cre-tona, con las que se veían más grandes y hermosas.

—Las cosas de Polo –dijo el tío Aminto–. En la fa-milia nunca ha habido problemas por venta o comprade tierra, además esto no está en venta. Mañana no seacordará de lo que dijo, es mejor no hacerle caso y dejarque siga disfrutando.

El avance de la noche se había convertido en unareal preocupación. Mi padre llegaba de sus habitualesclases en la ciudad y su rostro era alegre, envuelto en untraje casimir de última moda, engalanando la noche consu esbelta anatomía. Era un candidato a cualquier pre-mio por lo atildado de su vestir. Un sombrero de fieltro

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y un paraguas completaban su armonioso atuendo quele granjeaban, junto a su inteligencia y don de gentes,la admiración general.

Traía, como de costumbre, algún presente y tara-reaba la canción Ansiedad, de Nat King Cole, cuandoal ver el rostro de mi madre se fue transformando, su-poniendo que algo grave sucedía.

—¿Ha pasado algo que estás tan triste?

—Espero que nada, pero Mario salió con Momóny aún no regresan; como sabes, no es su costumbre.

El rostro de Mr. Watson expresaba molestia y pre-ocupación, sin embargo, trató de calmar a Estenia di-ciendo:

—Tenemos que entender, ya Mario no es un niño;a medida que pase el tiempo necesitará más libertad.

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Capítulo V

Dos escenarios. La larga caminata de Teresa,Momón y yo, y los recuerdos de nuestro patio parecíandividir mis pensamientos. Por un lado, la realidad amo-rosa de Teresa, que a pesar de los roces resultaba indefi-nida; y del otro, la seguridad de que nuestros familiaresse irían preocupando cada vez más por nuestra ausen-cia. De todos modos continuamos adheridos a una cin-tura que se movía como conducida por el viento.

El prolongado silencio que se adueñó de nosotrostres hizo que llegara a mi mente sor Angélica, pues a ladistancia se podía ver el noviciado Cardenal Alonzo.

Sor Angélica estaba siempre cubierta con sus hábi-tos, pero todo el mundo sabía que debajo de sus atuen-dos se ocultaba una joven mujer hermosa, merecedorade cualquier premio de belleza. Nosotros nos veíamosmás devotos después de su presencia; pues parecía sin-cera en su dedicación casi desbordada. Repetía cons-tantemente aquello de:

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Vivo sin vivir en mí

Y tan alta vida espero

Que muero porque no muero

Momón y yo habíamos conquistado el cariño espe-cial de sor Angélica, admirábamos su dulzura y ella nosremitía a Dios y a la Virgen de La Altagracia, a quienes,según nos decía, teníamos que amar de todo corazón yno a ella. Disfrutamos su sonrisa angelical cuando nosveía domingo tras domingo en la iglesia CardenalAlonzo, hasta que por fin nos hicieron monaguillos des-pués de múltiples pruebas.

Ayudábamos en la misa y recogíamos las ofrendasque daban con devoción mariana los tres grupos socia-les en que se dividía la clientela dominical.

La iglesia estaba en la parte central del edificio, ha-cia la derecha dormían las monjas, a la izquierda habíaun comedor colectivo y un patio.

En ese mismo lugar estudié, junto a mi hermanoAdolfo, en la escuela construida al lado del noviciado.Era un lugar lleno de juguetes por todas partes y Adol-fo, tres años menor que yo, era el líder real de ese espa-cio. Las muchachas nos brindaban afectos y nos hacíancompetir echando carreras –corre Mario, gánale– de-cía Hilda, a la vez que Rosa estimulaba a Adolfo dicién-dole lo mismo.

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Adolfo era el atleta de la familia: boxeador, pelotero,corredor, en fin, un deportista a carta cabal; a pesar demis esfuerzos y los aplausos de mis simpatizantes, él sellevaba las palmas.

Como en Villa Catalina también se filosofaba, so-metimos a discusión, en una oportunidad, cómo unmuchacho podía tener tanta fuerza y destreza.

Tito, el filósofo del barrio, nos dijo: “es incorrectodecir que la inteligencia y la fuerza son opuestas. Adol-fo nació con las dos cualidades, Mario no. Mario es in-teligente pero no nació con el don de la fuerza física,aunque los dos son hermanos de padre y madre”. Ynosotros le preguntamos a Tito, “¿cuál es más impor-tante, la fuerza o la inteligencia?”, él respondió de for-ma cortante: “las dos”.

—Cuando un atleta en las olimpíadas griegas gana-ba una competencia tenía que poner toda su fuerzamental y para que Einstein descubriera la Teoría de laRelatividad necesitaba fuerza física –adujo mi herma-no Augusto, que se iniciaba en el análisis profundo, pro-yectando desde joven su condición de físico, matemáti-co y maestro. Siempre de razonar profundo. Y pausado,era el científico de la familia.

Tito estuvo de acuerdo y manifestó su asombro porel juicio de Augusto, que entendió coincidía con él,aunque utilizando otras palabras.

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—Cada cual con lo suyo, todo se necesita y no soniguales ni los dedos de las manos. Además, cada cabezaes un mundo. Ambas, la fuerza y la inteligencia, sonimportantes –expresó de forma concluyente nuestro fi-lósofo popular, Tito.

Creíamos que Tito era un verdadero sabio, que ha-bía aprendido todo fuera de las escuelas y universida-des. Con su negocio dominaba toda la cotidianidad delentorno y atendía a cada uno de los clientes, con excep-ción de los domingos en las tardes, cuando cerraba elcolmado y se vestía como un lord, alquilaba un carro yrecorría diversos lugares hasta bien entrada la noche.

Se decía que lo que hacía en ese recorrido era filoso-far con mujeres de experiencia y por eso eran tan vastossus conocimientos. Todos justificaban sus salidas por sulaboriosidad, hasta su esposa, que atendía el negocio ensu ausencia a través de una ventana, evitando eldesabastecimiento de comida para la comunidad, de-cía: “el pobre, hay que dejar que se divierta, pues traba-ja demasiado”.

Tito, además de pulpero, era el alcalde pedáneo dela comunidad; la gente se asombraba de sus conocimien-tos, pues a todo le tenía alguna explicación. Aunquedecía tener varios libros nunca nos los mostró, insistien-do en que aunque estos eran importantes, “la real maes-tra era la vida”.

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Su altura, superior a los seis pies, su aire de solemni-dad, lo pausado de su hablar y su amplio sentido de laautoridad, le hacían ganar el respeto general.

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Capítulo VI

L a caminata continuaba, y también las miradasde Teresa a cada uno, siempre acompañadas de un sua-ve movimiento de sus brazos, creyendo quizás que eraposible tenernos aún más cerca de lo que ya parecía unsolo cuerpo.

En algún momento pareció alejarse y Momón y yopudimos cruzar una mirada al pasar por un play. Deseguro que él, al igual que yo, recordó aquel día en queel sol parecía tener un impulso especial, y se conforma-ron los equipos de Catalina Arriba y Catalina Abajo,con lo que se organizó un juego de pelota que pudoconvertirse en una batalla.

Los muchachos y muchachas de Catalina Arribaacompañaron a los peloteros que llegaban en fila in-dia hasta Catalina Abajo, donde los jugadores, junto asus madrinas, esperaban el momento de ese partidoen el que se apostó dinero y prendas a favor del equi-po preferido.

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Ese domingo se detuvieron casi todas las activida-des en la comunidad, debido al desafío esperado du-rante todo el año. Juanito, tercera base de Catalina Arri-ba, fue el primero en entrar al play a practicar; le siguióPedro Bicicleta en el short y Brazo Largo en primerabase; Juan la Piedra en segunda, en los jardines, Guan-te Duro, Monchi y Gerardo Pie, el receptor era JuanGrande y el pitcher Pastor Mercedes; por Catalina AbajoNegro el de María en la primera, Cachaza en el centerfield y los mellizos Chichí Bomba y Juan Gomero enright y left, José Guala en segunda, Juan Cabeza en ter-cera, Papito Mongreñé en el short, Adolfo como catchery Momón pitcher. En cuanto a mi posible participa-ción en el equipo, no valieron los esfuerzos y el estímulode algunos simpatizantes, me quedé domando banco.

El primer inning de nuestros visitantes fue una lec-ción de pitcheo de Momón, quedando fuera de acciónla poderosa escuadra de Catalina Arriba. Nuestro tur-no como home club fue memorable; a la primera bolalanzada por Pastor Mercedes, Adolfo sorprendió conun largo batazo por encima de la verja, cuya discusiónal respecto detuvo el juego para siempre, pues nadieimaginó que aquel jugador, prácticamente un niño,haría desaparecer el primer envío.

—Ese apellido Watson corresponde a un america-no de las ligas negras –alegó el mánager de CatalinaArriba– todo ha sido una estafa.

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La madrina del equipo de Catalina Abajo, doñaHelena, a quien apodaban la Gobernadora, ripostó consus amplios conocimientos acerca de las grandes ligas, ydijo “ya no existen las ligas negras y con la entrada deJackie Robinson eso se superó”.

Pero no valió de nada.

Los ánimos estaban encendidos. Fue necesario cele-brar una reunión con los dos alcaldes para suspender eljuego y devolver el dinero y las joyas apostadas. Y cadaequipo se retiró, a fin de impedir una batalla campalcomo había ocurrido cuando se apostaron los gallos deJaime en la gallera de Catalina Arriba y se dijo que ha-bían sido llevados a un centro de brujería.

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Capítulo VII

L as tres personas parecían una. Teresa nos acer-caba cada vez más a su cuerpo y nosotros la seguíamosllenos de éxtasis. Una cigua palmera cruzaba rezagada yvarias cabezas de ganado mugían en su establo, muycercano al camino polvoriento que nos servía de rutainterminable. Momón me miraba de reojo y yo hacía lomismo, pero los tres permanecíamos en silencio hastaque Teresa tomó la iniciativa:

—Mario y Momón, Momón y Mario, yo nuncaimaginé que se conocieran y fueran tan amigos. Los va-rones pelean por las hembras, casi nunca las compar-ten. Me he sentido feliz caminando al lado de los dos.No me interrumpan, dirán que debo decidirme, quetodo esto es incorrecto; no quería negármele a ningunoy preferí citarles el mismo día, a la misma hora y en elmismo lugar.

—Lo no planificado era lo bien que me sentiría y eltemor que me embargó al pensar cuál sería la tristeza deuno de los dos en caso de que me decidiera por alguno.

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Su retorno sería de angustia para los tres, aunque lasoledad sería para uno, también nos sentiríamos soloslos otros dos, porque ya no seríamos tres y la soledad nisiquiera depende de una multitud, es un problema delalma.

Momón y yo le respondimos acerca de nuestroconcepto del amor y la amistad. Él le señaló que estába-mos enamorados, pero que nuestra amistad era tan po-derosa que entenderíamos su decisión, y recordamos elverso de Fray Luis de León: “más que el amor es la amis-tad”, dijo Momón citando al profesor Burgos.

—Toma tu decisión y el no elegido se devolverá a sucasa, no importa el sufrimiento y la soledad –concluyóMomón respaldado por mí. Pero Teresa no nos creyó ydijo “en realidad la que sufriría sería yo, pues ya meacostumbré a este amor doble”.

—Si alguno se va es más que perder uno de misbrazos, se rompería el equilibrio –dijo–, y ustedes nopueden querer un mal tan terrible para mí.

Recordamos lo dicho en la clase de arte acerca de laVenus y su brazo mutilado y seis lágrimas parecierondesprenderse al mismo tiempo de nuestros ojos.

El silencio volvió a adueñarse del lugar y parecía lomejor para los tres, ya no encontrábamos temas esen-ciales que tratar, pues habíamos entregado toda inicia-tiva a Teresa y respondíamos a sus impulsos, expresados

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en los cosquilleos de la parte de su cuerpo pertenecien-te a cada uno.

Las estrellas parecían volverse más brillantes a me-dida que avanzábamos, y un pedazo de luna era lo úni-co que quedaba del enorme astro que divisamos al ini-ciar nuestro encuentro. Los árboles iban cambiandoante nuestros ojos: caobos, robles, cedros, guayabos, al-mendros, guayacanes y pinos, constituían visiones deun mundo vegetal interminable.

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Capítulo VIII

E l tiempo parecía no existir entre nosotros. Elamor no parecía definirse, vi una casa con su ampliosolar. Añoré cuando mis abuelos le entregaron la pro-piedad a mi madre que fue ampliada al comprar mipadre el terreno contiguo. La casa grande de maderapintada de verde y amarillo era hermosa; los ventanalespermitían al viento cruzar por toda ella. Mi padre esta-blecía los modales y su rígida educación, traída desdeotra cultura, nos permeó a todos. Mi madre era la alum-na más aventajada.

Siempre llegaba sonriente y con alguna idea de tra-bajo mi tío-padrino Junio, que encompadró por víadoble con mis padres. Había aprendido todos los ofi-cios posibles de la época, aconsejando aquellos que sehacían en las casas de la familia para que fueran real-mente hermosas. Su hijo Néstor se inscribió en nuestrahermandad para siempre.

Mi tío José Manuel era como un hijo mayor de lacasa, encargado de supervisarlo todo. El cuidado esme-

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rado a cada uno de nosotros lo convertía en un segun-do padre. Era, además, el encargado de la seguridad demi padre, lo esperaba religiosamente todas las nochespara conducirlo desde el ensanche Prosperidad hastanuestra casa.

Mi tío Andrés era otro mundo. Lo suyo eran lasenormes limonadas y champolas servidas en las reunio-nes familiares, convertidas en tertulias nocturnas, don-de escuchábamos los relatos más extraños, y cuando lle-gaban los de muertos y brujas nadie quería acostarse;por lo menos yo recobraba la tranquilidad cuando alllegar de su amplio recorrido como profesor, la voz po-tente de mi padre pronunciaba el nombre de mi ma-dre. A partir de ese momento ningún miedo me afecta-ba, dormía tranquilo bajo la protección de ese hombrecuya presencia parecía conjurar los demonios y cons-truir un caparazón de quietud que mis hermanos y yodisfrutábamos.

Mi tío Andrés nos enseñó a amar los carnavales alritmo de “roba la gallina, palo con ella”, pues mi padreno nos dejaba cruzar la ciudad para ver las comparsas ymi tío encabezaba jornadas de alegría y de carnaval in-tenso en nuestros patios y sus alrededores.

Mi tío reaparece como el Rey Momo

de nuestro carnaval

familiar

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ataviado de duendes

que se agolpan en el patio,

lo recuerdo en este día,

en que cada uno hace

su comparsa interior.

Espacio multiforme

donde los muertos y los vivos

llenamos de máscaras la tarde.

Formando parte del carnaval local conocí a una se-ñora en uno de los lugares cercanos y se acercaba cadadía más a mí, hasta que, impresionado por el nuevomundo que encontré a través de sus piernas, dejé de ira la escuela una semana. Todos los días me ponía miuniforme, tomaba mis libros y daba a entender que sa-lía para la escuela, pero, después de recorrer varios me-tros, doblaba y me dirigía a la casa de Amparo, unaseñora hermosa que vestía siempre de jeans, exhibien-do un cuerpo escultural, adornado por un rostro juve-nil; ella vivía más o menos a un kilómetro de mi casa,junto a una hermana. Mi tío José Manuel, preocupadopor la situación, se lo informó a mi padre.

Fue todo un espectáculo de circo lo que sucedió enel patio. Mi padre detrás de mí con una correa y yodelante, evadiendo con la destreza que me daba mi del-gadez algunos de sus lanzamientos sobre mi espalda.No hubo ruegos ni siquiera el de mi acompañante,

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quien asumió toda la responsabilidad, que pudiera de-tener esa decisión inquebrantable de que los estudioseran primero, violentada por primera vez en mi vida.

Le dije a mi madre que el dolor fue mayor al vercómo ella no intervenía. Después me dijo que los gol-pes a ella le dolieron más que a mí, pero que era nece-sario por mi bien, incluso lo comparó con los marti-rios de Cristo cuando dijo “Padre, por qué me hasabandonado”.

—No te abandoné Mario –me dijo–, ni siquiera enel terremoto, cuando solo tenías tres meses y me aferréa ti, y tu abuela me decía: “lo vas a matar, sigue orando,este temblor pasará”. Muchas madres dejaron a sus hi-jos abandonados, yo nunca dejaría a ninguno de mishijos, prefiero morir. Nunca dejo solos a mis hijos, Mario,pero tu padre tenía que dar un ejemplo contigo, por-que eres el mayor, y si los demás siguen ese camino deno estudiar, no habrá un futuro para ustedes.

Sus ojos se entristecieron, en verdad era una madrey esposa excepcional, pasaba todo el día pendiente denosotros y, en mi caso, sufrió mucho por lo enfermizoque era desde niño; incluso, nos relató que como pri-meriza no sabía con certeza si estaba embarazada. Cuan-do fue al médico, éste le dijo que no había ningún sig-no y le dio una receta para los parásitos. Según él, era loúnico que se movía en su cuerpo. Al cruzar el puenteen una guagua de dos pisos y al abrir la cartera para

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pagar, la brisa la despojó de la receta, la cual cayó en elrío Ozama. Hasta ahí, por azar, me protegió sin saberque yo estaba en su vientre.

Fui injusto al hablar de abandono ante el castigo demi padre, pues mi ausencia de la escuela no tenía justi-ficación, podía ver a Amparo los sábados y domingos.Así comencé a hacerlo hasta su encuentro con un señorde apellido Copello, que finalmente se casó con ella y sela llevó a Europa.

—Tu pela, Mario, fue la pela de un hombre educa-do en Inglaterra. Recuerda lo que hicieron tus abueloscon tu tío José Manuel, solo porque interrumpió unosminutos sus labores para acompañar a Luisa, la hija deGoyito, y cuyas relaciones eran lo más parecido a la his-toria de Romeo y Julieta. Eso no fue una pela, fue unacrucifixión. Por suerte lo dejaron vivo.

Por ventura mi hermano es tan fuerte, incluso adiferencia de sus tres tíos que abandonaron para siem-pre la comarca, después de esas pelas torturantes, hin-cados en un guayo, él se quedó a vivir con la familia yreinició sus trabajos en los conucos, aún con las heri-das vivas.

—Tu castigo fue enérgico, pero como siempre cui-dando de no golpearte en la cabeza, pues tu padre ha-blaba siempre de nunca tocar el cerebro de sus hijos,para no afectar sus estudios.

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Capítulo IX

A l llegar a cierto tramo tuvimos que desviar-nos. La civilización había traído enormes tractores ydesaparecían calles conocidas que a ciegas nos condu-cían a donde quisiéramos; se construyeron otras, os-cureciendo nuestro sendero a pesar de las luces. Tere-sa nos dijo, como para halagarnos: “es un error pensarque en el reino animal las hembras son más hermosasque los varones”.

Nos invitaba con miradas y gestos a observar a ungallo y una gallina iniciando una ceremonia de amor, ydescribía el plumaje y la elegancia del macho ante elcasi descolorido plumaje de la hembra. Nos explicabaque no había violencia, sino coquetería, cuando el galloperseguía a la gallina hasta alcanzarla, y que su canto alfinal del acto no era un gesto de prepotencia, sino dereconocimiento a la ternura y el éxtasis mezclados enlos atributos de la hembra.

Momón y yo nos miramos tratando de entender laexplicación de Teresa y si se refería a nosotros. Nos

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quedamos a la espera de saber qué pasaba cuando ha-bía dos gallos y cómo comportarnos ante esta extrañasituación vivida por nosotros.

Teresa nos dio una leve mirada a cada uno, comode admiración y satisfacción por su galantería al com-pararnos con gallos y hablar de hermosura. Yo era del-gado y alto, reproducía atributos visibles de la raza ne-gra, mi amigo era fornido y lo que más o menos seconoce como “jabao”, aunque de pelo casi negro. Nome extrañó que pensaran que yo era hermoso en miestatura y agilidad, me sentía seguro en los parámetrosde mi raza originaria. Por lo menos eso siempre me dije-ron y llegué a creerlo con tanta seguridad que nuncasentí los efectos del prejuicio racial y me movía sin vaci-lación en cualquier escenario.

Ni siquiera el incidente de la escuela afectó miautoestima cuando uno de mis amigos, después de en-contrar a su hermanita en una escena amorosa con unode los estudiantes, le dijo: “Le voy a decir a papá que tújuegas a las malapalabras con los varones”, y ella le con-testó, convencida de que era un pecado mayor: “Y yo lediré que tu mejor amigo es un negro”.

Ni el otro momento cuando una enfurecida seño-ra, haciendo galas de su blancura, discutió con un jo-ven y le dijo: “Cállese, usted no es más que un negro”.Al advertir mi presencia detrás de ella exclamó: “Estono es con usted. Usted es un negro blanco. ¿No es ustedel hijo de Mr. Watson?”.

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Teresa se veía de lo más firme en medio de noso-tros, y después de llorar con sus ojos enormementebellos al pensar cuánto sufriría si excluía a uno de losdos, volvió a sonreír y nos felicitó por ser tan com-prensivos con ella y permitirle continuar esta largamarcha con nosotros como dos juguetes activados acontrol remoto. Si avanzaba, avanzábamos; si reía, reía-mos; si lloraba, llorábamos.

Un horizonte de perros ladra muy lejos del río, noshabía dicho el profesor Burgos citando a Lorca; ahoraescuchábamos los ladridos incesantes. Teresa reflexionóacerca de los perros como seres encantadores de la na-turaleza y recordé las reflexiones filosóficas de Tito conrelación a las fieras:

—No les quedó otro camino, ahí está su inteligen-cia. La fidelidad de los perros se debe a la soledad. Soniguales a las demás fieras, pero se encontraban lejos deellas y llegaron a la conclusión de que era mejor vivirjunto a los seres humanos que con otros animales. Losgatos pensaron lo mismo, pero solo las siete vidas loshan hecho sobrevivir. Son traicioneros y malagradecidos.Los perros y los gatos se disputan el mismo territoriocercano a los seres humanos, pero los perros han gana-do la partida.

El frotamiento de Teresa desde mi lado era cadavez más excitante y extraño. No había experimenta-do un momento en mi vida donde cada uno de misporos parecían encenderse y transmitirme un calor que

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encendía mi sangre, oprimiendo con ternura toda miexistencia.

No quisiera traicionar a mi amigo, pero quizás ha-bía llegado el instante de la decisión. ¿No es así, Momón?Me pregunté para mis adentros, sabiendo que no sa-bría qué decir, pues quizás mi amigo preguntaría lomismo y yo tampoco sabría qué contestar. Quien teníala respuesta estaba tranquila y feliz. No parecía sentirprisa por ningún desenlace.

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Capítulo X

Conocí a Teresa durante una visita al pobladode San Jorge; ese lugar bailoteaba en nuestros oídosdesde niños.

Teresa vivía a tres casas de mis familiares. Cuandouna de mis primas me la presentó, sentí un extraño tem-blor ante su cuerpo envuelto en un vestido rojo. Su fi-gura era rara en la comunidad, parecía una reina en elgrupo de muchachas, su piel bronceada y la armoníade sus pasos eran una sinfonía en ese cañaveral azotadopor el sol, donde la gente parecía solo destinada a so-brevivir. Para ir de visita era pasable, pero para vivir eraun sitio triste y monótono. Tal vez por eso pensaba quelo único atractivo de ese lugar era Teresa.

—Vamos a jugar –dijo–, pero no con los varones deun lado y las hembras del otro. Debemos integrarnostodos en un solo juego y propongo que juguemos alhospital.

Su sugerencia se acogió como una orden y ella ac-tuó como la líder indiscutible del grupo.

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En el juego me tocó el papel de médico y hasta meentusiasmé tomándole la presión a todos, principalmentea ella, que sonreía al darse cuenta lo nervioso que meponía cuando le tomaba el pulso; me miraba con fir-meza, conquistándome desde ese día.

Teresa era una auténtica mulata salida de los hor-nos y cuidada por los dioses de todas las constelaciones,hecha con un molde especial. Sus piernas eran unaprolongación armónica de todo el cuerpo, el cuelloparecía dirigir los movimientos de la cintura para arri-ba y su cabeza, rodeada de un cabello fuerte y abun-dante, lucía inmóvil ante el contraste de sus ojos quese movían al ritmo de un poema, ojos de palomacontentivos de dichas.

Desde niño, mis padres quisieron que estudiaramedicina y se generó un entusiasmo tal que influyó atoda la familia. Poco a poco mi afición por la literaturase fue transformando.

Ahora fui médico de Teresa y me sentía realiza-do; eso me permitió estudiar su cuerpo, pues era laúnica que tenía una ropa ligera frente a sus contor-nos esculturales, las demás parecían monjas en susvestiduras.

Cuando mi padre dio la orden de regreso, algo de míse quedaba en San Jorge. Continuamos la comunicacióna través de mis primas hasta que pude retornar y com-prometerla a reunirnos el primer día de vacaciones. No

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conocí a sus padres ni pregunté por ellos ni siquiera tuvetiempo para esos detalles sin importancia para mí, puesmi atención en ella copó todos mis sentidos.

No me imagino dónde la conoció Momón ni re-cuerdo que haya hablado de familiares en esa zona. Nome atrevía a preguntarle nada acerca del tema ahoradelante de Teresa, pero algún día mi amigo me contarásu historia, que sumada a la mía ha creado este trípticoamoroso.

Quería aprender de memoria la carretera que meconducía de regreso a casa, pues deseaba volver. Undomingo decidí caminar hasta llegar a su casa; me con-vertí en un Ulises al desafiar todos los obstáculos; loscañaverales se recostaban con la brisa que me ayudabaa llegar. Ahí volví a ver a Teresa con un jeans azul y unablusa del mismo color; tenía unos zapatos grises y pare-cía preparada para salir a alguna parte. Llegué dondeestaba sentada en la parte frontal de la casa, se extrañóal verme, parecía alegre; los hoyuelos de sus mejillas sehacían más hondos y tenía unos aretes que se movíancon un ritmo cadencioso.

—Qué bueno que has venido, pensaba que nuncavolverías. Tus primas me dijeron que eres muy serio conlos compromisos y discutía con ellas dudando de tu re-torno. Siéntate.

—He venido a coordinar el encuentro del primerdía de vacaciones, el lugar y la hora, pues debo regresar.

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Bajo el cielo un poco nublado se concretó la cita niuna palabra más. El adiós fue expresado con las manosy las miradas que se conectaron algunos instantes des-pués de mi salida.

Solo tenía espacio en mi mente para repetir “prime-ro de julio, siete de la noche, calle diez esquina primera,cerca del segundo solar lleno de cayenas”.

¿Quién era en realidad Teresa? ¿Quiénes eran suspadres? ¿Sus hermanos? ¿Tendría más familiares? ¿Latraerían en algún barco y alguien la adoptó desde niña?¿Cuál sería más o menos su historia?

En verdad, por primera vez me hacía estas pregun-tas. La acepté y me sentía aceptado desde el primer vis-tazo. Y Momón, ¿cuál será su historia con Teresa, seráparecida, igual o más romántica que la mía?

Lo que está claro es que conquisté medio territorio,tuve la mitad de su cuerpo para mí, la diferencia es quedel otro lado no había un enemigo y eso significó algomás que la ausencia de guerra: la paz entre las partes,armónicas maneras de concebir el amor y compartirlo.

Mientras parecía desfallecer de amor –y así percibía mi amigo en el otro extremo–, Teresa avanzó desa-fiando la oscuridad de la madrugada como un silencioque camina. Nosotros nos aferramos a sus brazos, cadauno en su exacta mitad, en ese territorio que ningunoquiso violentar para que reinara el amor y la amistad,

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evitando que la pasión enceguecedora incendiara estosmontes acogedores.

Sentimos la parte de su cuerpo que nos invitaba alllamado de la carne, el alma pareció haber huido y de-jarnos expuestos a un movimiento de caderas derraman-do el amor. Teresa estaba estrechando el círculo confuerza y, de repente, mis manos y las de Momón se to-caron mientras tratábamos ambos de abarcar la cinturade Teresa, en ese instante se cruzaron entre nosotrosmiradas poco amistosas.

—Este es un camino poco conocido –dijo Teresa–,nos acercamos a mi casa. Se quedarán unos metros an-tes, no puedo llegar con ustedes, sería un escándalo aesta hora. Con firmeza nos dio un beso a cada uno ymoviendo levemente los brazos, desapareciendo en elvientre de la noche, nos dijo: “Los quiero a los dos”.

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Capítulo XI

M i abuela negaba con firmeza la llegada delhombre a la Luna.

—No es posible –decía–. El papel de reinar en loscielos es solo de Dios, no de los hombres. Ella habíaaprendido a leer con la Biblia, por eso su fe era cada vezmayor, lo consideraba un milagro.

La llegada a la Luna generó los más grandes debatesen el vecindario. Éste se dividió entre los que jurabanque sí, con la prensa en las manos, y los que, como miabuela, sostenían que era imposible.

—No es casual que los primeros en iniciar esa locu-ra fueran los rusos, el comunismo quiere competir conDios y los americanos ahora les hacen el juego para quehaya más confusión –expresó Genaro, el nuevo pulpe-ro que iniciaba su competencia con Tito y que se habíaganado una parte de nuestros padres con sus ideas con-servadoras.

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Mientras todos oraban de rodillas en la casa de miabuela, llegaron Estenia y su amiga a informar que nohabíamos regresado; pero Estenia tuvo que esperar todala ceremonia e integrarse para no hacer sentir mal a sumadre, pues profesaban religiones distintas: ella era ca-tólica y mi abuela adventista.

—Esperé que terminaras de orar, para decirte queRosanna y yo estamos muy preocupadas por la tardan-za de Mario y Momón; salieron desde muy temprano.Al principio pensamos que estaban en algún juego depelota, pero al extenderse su ausencia hay que descar-tar esa posibilidad.

—Aunque las hembras tienen sus problemas, losvarones están más expuestos al peligro –expresó doñaFina–. Imagínense ustedes a Chicho cuando tenía laedad de los muchachos, ese sí que me daba sustos, élquería hacer felices a todas las mujeres; un día me lodijo así mismo, con su cara fresca: “mientras más muje-res sean felices el mundo estará mejor”, ¿tú te imaginas?Con el perdón de Dios, yo me hago la desentendida,porque es tan buen hijo, tan buen padre y tan buenhermano, que una a veces termina hasta riéndose. Diosle perdone esas ocurrencias.

—Eso sí, pueden ser miles pero Justina es su reina.Desde que comenzó a tener hijos con ella ha cambia-do, ahora hace las cosas con más cuidado. Él se medesaparecía, pero uno sabía que estaba protegido por

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mis oraciones y en los brazos de alguna de las que élquería hacer feliz. Dios mío, perdóname.

Doña Fina trató de disipar la preocupación deEstenia y Rosanna, explicándoles las experiencias consu hijo Chicho, que se desaparecía con frecuencia y alfinal aparecía.

—Mis diez hijos –continuó doña Fina–, todos es-tán vivos y mis nietos también. Cálmense que esos mu-chachos deben estar como Chicho, tratando de hacerfelices a dos muchachas.

—Mientras tanto, acompáñeme a orar por ellos,pues es solo Dios al que debemos pedir por nosotros yél los protegerá como siempre lo ha hecho.

Mi abuela tenía una esbeltez que denotaba belleza;su porte se mantenía a pesar del avance de sus canas.Sus cabellos parecían enredaderas en su cabeza llena desabiduría. Orientaba a toda la familia después de lamuerte de don José y doña Julia, que parece se habíanpuesto de acuerdo para darle la estatura de él y la capa-cidad de dirección de ella. Tenía un rostro mezcla de lanegrura de mi bisabuelo y la clara tez de doña Julia. Uncarácter dulce y tierno bendecido por Dios le granjea-ron la admiración colectiva.

Era una casa de oración, la mayoría de sus diezhijos oraban junto a ella con un fervor poco común.Sus oraciones eran un bálsamo dulcificando las aspe-

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rezas de una familia orientada hacia la bondad y lahonestidad.

La familia Mañón Juliá había crecido bastante y apartir de Villa Catalina Abajo se habían creado núcleosen el Nueve, San Jorge, Quisqueya, reuniéndose todossolo en la fiesta de Año Nuevo. Llegaban de los diversoslugares cargados de pastelitos, lerenes, manicongos ydulces que iniciaban en los jardines del patio la fiestaanual, orientando nuestra niñez hacia la solidaridad per-manente.

Mis bisabuelos presidían las fiestas, pero solo donJosé bailaba, despertando con su alegría tradicional elentusiasmo de todos. Doña Julia era más formal y nun-ca la vi bailar. Pequeña de estatura, tenía un vigor quela convertía en ley, batuta y constitución, pero se trans-formaba los días de Navidad y Año Nuevo, permitién-donos libertades imposibles de imaginar en otro mo-mento del año, cuando el trabajo orientaba con durezamedieval cada una de las acciones de la familia. Con elreinado de mi abuela al fallecer sus padres, se dulcificóun poco más el ambiente cotidiano, la fuente religiosa yel carácter, aunque fuerte, tolerante de doña Fina ini-ció un período más democrático.

La presencia de mi padre y su cultura permearon atoda la familia, que se sintió protegida y dignificada antetoda la comunidad. Era frecuente oír decir a los mu-chachos durante las reyertas: “no tiren piedras, que ahívive Mr. Watson”.

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Capítulo XII

L a mañana había comenzado distinta a las trans-curridas en los últimos tres meses. Mi madre tuvo quedespertarme con alguna insistencia:

—Se acabaron las vacaciones –me dijo–, tu padreya salió para sus clases, tiene una a las siete, pero siem-pre llega antes, me pidió garantizar tu asistencia el pri-mer día a la escuela, pues, como sabes, él no cree en esode que el primer día no hay docencia; él entiende lasausencias como una forma de prolongar las vacaciones,faltando el lunes continúan el martes y el miércoles y,finalmente, toda la semana.

Me hubiera gustado quedarme en la cama, pero elesfuerzo habría sido inútil. Decidí entonces organizarmis cosas, con la ayuda imprescindible de mi madre.

El barrio parecía renovado y las muchachas lucían cre-cidas en tamaño y belleza, pero debía concentrarme en lasnuevas tareas escolares, comenzando con la clase de Lite-ratura que el profesor Burgos nos daba, salpicada de ci-tas de los clásicos dichas con entusiasmo, casi con delirio.

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El profesor Rolando Burgos no era solo un profe-sor, era nuestro guía literario, pues no se limitaba a lastareas del libro de literatura, que se sabía de memoria,incluyendo la localización de la página correspondien-te a cada tema, nos recomendaba y prestaba libros que,a veces, ni le devolvíamos. Decían que estaba trastorna-do porque hablaba solo en los pasillos, un día Momóny yo nos le acercamos y en realidad no hablaba solo,recitaba La marcha triunfal, de Rubén Darío, poemaque junto a La amada inmóvil, de Amado Nervo, eransus preferidos.

En novela era devoto de Cervantes, no solo delQuijote, sino también de las Novelas ejemplares. Era del-gado, de tez blanca, dorada por el sol que recibía de suslargas caminatas, nariz aguileña y rostro siempre serio.Momón decía que el Quijote descrito por Cervantestenía un extraordinario parecido con él.

En el recreo había otra sesión de Literatura Infor-mal con el profesor de francés Jacques Viau, un poetahaitiano que parecía hijo de un francés con una haitiana.Su color difería de la negritud de sus compatriotashacinados en los ingenios azucareros. Más bien era unmulato con facciones parecidas a otro escritor haitiano,Jacques Roumain, pero sin ningún prejuicio, él se sen-tía orgulloso de ser haitiano, era solidario con el paísque lo había acogido desde niño. Hablaba de sus dospatrias, a una de las cuales entregaría luego su vida a los23 años, enfrentando las tropas invasoras.

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La clase de Matemática estaba pautada para el finaly quedábamos exhaustos en una rutina de lunes a vier-nes. Mientras nos explicaban las sumas de polinomios,Momón y yo miramos la pizarra en el momento en queuna enorme T (referida al total) después de múltiplesoperaciones, nos condujo hasta Teresa. Sabíamos quehabía cosas pendientes que aclarar y precisar, a propó-sito de nuestra experiencia; ya que el futuro era inciertodespués de aquella expresión “Los quiero a los dos”,mientras se despedía de nosotros.

Acordamos consultar, antes de tomar una decisiónque pudiera dividirnos y convertir en una lucha a laaltura de la guerra de Troya, esta decisión de seguir ena-morados de Teresa hasta que ella se decidiera por unode los dos.

¿Si Teresa tomara una decisión sería nuestra amis-tad igual que ahora? En realidad no sé, Momón diceque sí, pero no puedo adivinar su grado de sinceridad.

—Momón –le dije al salir de la escuela–, creo quedebemos decidir esta situación; te propongo que consul-temos a Tito. Cometí el error de decírselo a mi tía Ana.En todo el barrio se sabe que estábamos con una mucha-cha y que se había despedido cuando le insistimos poruna definición expresando “Los quiero a los dos”.

Tito nos dijo que el caso no era de teoría, sino depráctica: “Primero tienen que averiguar si ella es la únicamujer que pueden amar” –dijo, llevándose las manos a la

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barbilla–. “Por la cara que ponen ante mi pregunta, pa-rece que la repuesta es ‘sí, es la única mujer’. Entonces, sies cierto, ¿cuál es el problema de compartirla?”.

Momón y yo nos miramos, a ninguno de los dos nospareció adecuada la propuesta. El muro de silencio inun-dó la sala y descartó la nueva pregunta y Tito decidióque era inevitable el conflicto. “Tienen que disputársela,que gane el mejor”, dijo. Luego se puso de pie y deslizósus manos sobre nuestros hombros.

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Capítulo XIII

E l regreso al ingenio San Jorge para preguntar-le a Teresa con cuál de los dos se quedaría fue distinto.Momón y yo tomamos cada uno un extremo de la largacarretera sin decir ni una palabra, sin mirarnos, asu-miendo el papel de Héctor o Aquiles, como nos lo ha-bía narrado el profesor Burgos extrayéndolo de la obrade Homero.

Nos explicó que el rapto de Helena de Troya habíasido el motivo de una guerra y recordó al poeta RamónFrancisco: “Helena bien valen tus ojos una guerra”. Lodel territorio dividido y la decisión de que habría paz sehabía derrumbado, Tito nos demostró que si Teresa nosdijo después de un proceso tan largo que nos quería alos dos, solo su cambio de actitud a favor de uno evita-ría la guerra entre nosotros por su amor. También queambos habíamos utilizado la inteligencia para mantenerla amistad, pero que ahora parece que el uso de la fuerzaes inevitable. “Estos dos gallos no caben en una mismatraba”, nos dijo, y la imagen del territorio conquistado

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me volvió a la mente, pero ya de una forma diferente,todo apuntaba hacia la guerra.

Pensé que cuando afirmamos “más que el amor es laamistad”, en realidad no fuimos sinceros. Lo dijimosporque cada uno creía que sería el elegido.

El cañaveral nos servía como único panorama vi-sual en medio del silencio. Vi a varios braceros que sa-lían sudorosos de los estrechos caminos, y vino a mimente el relato de los inmigrantes haitianos, traídospresumiblemente en goletas como nos contara Agustín,a quien, aunque era dominicano, le apodaban elHaitiano, conductor de una de esas embarcaciones, se-gún narró él mismo.

Era una nave para cuarenta personas y transpor-taban doscientos, pues los empresarios les pagaban afuncionarios haitianos por cien y en los bosques de Haitíiban reclutando a los otros. Los empresarios dominica-nos estaban convencidos de que los engañaban, perolos haitianos pensaban lo mismo.

Entre los cien que se convertían en doscientos ve-nían por lo menos treinta aquejados de tuberculosis yotras enfermedades, y no podían soportar la falta deespacio vital, llegando por lo menos veinte hombresmuertos, a los que terminaban lanzando al agua o ti-rando en los cañaverales.

Agustín nos había dicho que él solo conocía de estamodalidad a través del mar, pero que su primo Kilo

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conducía un Catarey que los traía por tierra a través dela frontera y la historia era la misma: al llegar caían comofrutas podridas los cadáveres de quienes no resistieronel trayecto.

“Estos cañaverales tienen historias sangrientas a pe-sar del silencio que los envuelve”, pensé.

A la distancia percibí que Momón había inclinadosu ojo izquierdo algunos centímetros y parecía mirarmede reojo, pero para que yo me diera cuenta debí haberhecho lo mismo con mi ojo derecho. Es decir, la equi-dad se mantenía, ninguno quería ceder ni un ápice fren-te al otro ni siquiera en el tamaño del ángulo produci-do al inclinar la mirada.

Para nuestras madres hubiese sido impensable ver asus hijos prácticamente a punto de una guerra por elamor de una muchacha y quizás solo por el disfruteposible de su cuerpo, pues no sabíamos en realidad siTeresa tenía otros amores o si de verdad amaba a unode nosotros. Era el extraordinario placer de estar a sulado lo que en realidad nos disputábamos, pues con lamitad del territorio la experiencia fue tan sublime, quésería con el cuerpo completo para uno. ¡Todos los po-ros del cuerpo de Teresa para el escogido!

No era por los ojos de Helena, como en la mitologíagriega. Se trataba de cada uno de los milímetros de sucuerpo, que comenzaba con leves y tiernos frotamientosy que podría incendiar todo el cañaveral.

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De seguro Momón debe haber examinado los tresescenarios posibles: primero, que Teresa repitiera “losquiero a los dos”, segundo, que dijera “quiero a Momón”,y tercero, que dijera “quiero a Mario”.

En el primer caso volveríamos a la situación inicial yentonces vendría la solución violenta de la traba galleraque discutimos con el filósofo del barrio, lo cual supo-nía un acuerdo de caballeros. Pero podría haber difi-cultades, Teresa podría no estar de acuerdo con un pactodel que ella no formaba parte, no había estado presentey ni siquiera tenía información. Además, el pacto eraentre caballeros y Tito nunca le daría participación, puespara él, las mujeres deben ser obedientes y sumisas, yTeresa, como sabemos, es exactamente lo contrario.Desde pequeña se siente segura, valiosa, imprescindi-ble y bella, heredera de reinos antiquísimos, no acepta-ría que su destino sea decidido en una especie de ringde boxeo, de espectáculo de lucha libre o de traba ga-llera. El segundo escenario anularía todo el discurso an-terior de Teresa acerca de la tristeza que la embargaríasi se hubiera decidido por uno de los dos, con respectoal regreso y la soledad, y volvería quizás a llorar y a ha-blar del brazo mutilado de la Venus, y entonces volve-ríamos al mismo círculo. La tercera posibilidad podríatraer las mismas consecuencias de la segunda y ahí re-cuerdo los polinomios, las reglas de tres de la clase deMatemática, en dos polinomios iguales, el resultado se-ría igual o algo parecido.

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Estaba preocupado en verdad y ahora la mitad delterritorio conquistado no estaba a mi lado encendién-dome los poros, o mejor dicho, los vellos alrededor delos poros y esto es una dificultad real para avanzar, peroel combustible está ahora en el alma. El deseo inmen-so de volver a verla y tal vez hasta tenerla para mí sola-mente me daba fuerzas y, al parecer, también aMomón, pues al aumentar con mucho cuidado mi án-gulo visual, para que no crea estoy cediendo, observoque hemos recorrido el mismo trayecto, él por la dere-cha, yo por la izquierda, sin que probablemente nin-guno se haya quedado detrás ni por una milésima demetro de distancia.

¿Qué estará pensando Momón ahora? ¿Habría lle-gado a la misma conclusión y hecho las mismas reflexio-nes acerca de los tres escenarios probables y sus conse-cuencias? Es posible, pero también podría estarelaborando en su mente un poema para decírselo a Te-resa cuando lleguemos y eso podría romper el equili-brio. Para mí sería fatal, porque aunque él también es-cribe poesía, se supone que el poeta soy yo, sería la másgrande humillación que al llegar él le recitara un poe-ma describiendo sus ojos, su sonrisa con hoyuelos, suspechos, tal vez recurriendo a una cita de Pablo Nerudaen sus Veinte poemas de amor y una canción desesperaday venga Teresa y diga “me inclino por Momón, por elgran poema inspirado por mí”. Esto se extendería portoda Villa Catalina y no me dirían a mí el Poeta, sino a

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Momón y entonces yo no perdería solo la mitad con-quistada de territorio amoroso, sino hasta la condiciónde poeta que, se supone, es lo único que puedo exhibir.

Algunos son admirados como cantantes, a Momónle decían “el Marichal” como gran pelotero, y ahora siocurría lo que presiento me quitarían lo de poeta y éltendría doble corona.

El escenario podría ser la poesía, entonces diría elprofesor Burgos, citando a Sartre, “¿para qué sirvió laliteratura?”. Bueno, si Momón me vence en la poesía yconquista a Teresa, se demuestra que sirve para algo:para conquistar a una muchacha excepcional.

Esta preocupación se mantenía en mi mente du-rante todo el trayecto y fui construyendo algunos ver-sos por si la estrategia de Momón era esta, pero en ver-dad era difícil para mí orquestar un poema, mientrascaminaba, solo con las palabras que llegaban a la men-te, además existía la posibilidad de que al final se olvida-ran y lo peor sería que tratando yo de tener cuidadocon no ofender a quienes dijeron que mi poesía no te-nía las sutilezas del lenguaje, dijera un poema que a Te-resa le guste menos que el de Momón, entonces tendríatodas las de perder. Mi poesía no gustaría y me volve-rían a dejar fuera de los recitales y ni siquiera serviríapara conquistar a Teresa.

Pensé que este era un extraordinario problema. Nohabía aprendido a conducir; no nadaba, no escribía a

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máquina ni bailaba; era torpe para todos los trabajosprácticos y estaba a punto de perder lo único que mereconocían algunas personas: ser poeta. Mi única salva-ción es que a Momón no se le haya ocurrido eso, que sumente esté en otra cosa y que no haya competencia eneste renglón, que esto solo sea en el fondo producto demi imaginación enfebrecida por el recuerdo del inolvi-dable viaje con Teresa mientras era dueño de la mitadde sus encantos.

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Capítulo XIV

Cuando divisamos, probablemente al mismotiempo, las casas montadas en pilotillos del ingenio don-de residía Teresa, estábamos lejos de imaginar lo sucedi-do a nuestra llegada. Aún teníamos los uniformes, nohabíamos comido y sudábamos copiosamente, quizásdebí dirigirme a la casa de mis familiares cercanos, perotal vez hubiese sido un error dejar a Momón solo.

Nos dirigimos ambos a la casa de Teresa y la encon-tramos herméticamente cerrada. No se oía el más míni-mo ruido que denotara la presencia de persona algunaen este lugar y la puerta tenía una enorme tranca. Aho-ra sí debía ir donde mis familiares para averiguar eldestino de Teresa. Pero antes, pensé en una tregua paradialogar. Tito nos bautizó como combatientes y sabía-mos, por los relatos y las lecturas, que en las más en-carnizadas batallas se pactaban treguas y era el mo-mento de un alto al fuego, pues la situación habíacambiado totalmente.

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Cerca de nosotros pasaban algunas aves domésti-cas, patos, gallos, gallinas y gansos desfilando por unapileta de poca profundidad, sirviéndonos de espejo enla parte lateral de la casa. El sol no había cedido ni unápice su intensidad, una nube de polvo cruzaba pornuestros ojos con residuos de la caña.

—Momón –dije con firmeza–, tenemos que haceruna tregua y tomar una decisión, pues ni Teresa ni susfamiliares están por aquí y debemos ponernos de acuer-do acerca de los próximos pasos.

—Como en toda guerra –respondió él– se hacenaltos al fuego para curar a los heridos, estoy de acuerdo.

Y aprobada la tregua para curar nuestras heridasdel alma, cada uno comenzó a trazar su estrategia, paravolver a combatir.

Momón parecía ponerse sensible y romántico cuan-do mencionaba heridas del alma; probablemente así co-menzaría el poema que imaginé podría estar elaboran-do para decírselo a Teresa y, aunque es un evidente lugarcomún, esas son las formas que más le gustan a la gente,y a lo mejor fue un golpe de suerte para mí la ausenciade Teresa.

—Momón, al lado viven unos familiares míos a quie-nes podemos preguntarles por ella –le indiqué.

Momón se quedó pensativo, quizas suponiendouna relación más íntima con Teresa que yo no le habíarevelado, tal vez recordando cómo conoció a Teresa,

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aspecto que como estaban las cosas entre nosotros eraimposible preguntarle nada.

Nos dirigimos al lugar convenido, era una casa igualque la de Teresa, montada en pilotillos pintados delmismo color, aunque con algunos dibujos hechos porun aprendiz, que en vez de mejorar su aspecto frontalparecían desfigurarlo.

—Primo, ¿qué lo trae por aquí? –me preguntóVicenta, con una sonrisa de picardía, convencida deque no era una visita familiar sino amorosa.

Quería ir de inmediato al grano. Inquirí por Teresay me dijo de inmediato que se había mudado la nocheanterior, pero que no se despidió de nadie.

—Sabemos de la mudanza por el sonido que pro-dujo el camión en la madrugada, pero en realidad nonos informaron nada, a pesar de que, como sabes, nosllevamos muy bien –agregó mi prima Vicenta, exhibien-do con rítmicos movimientos su cuerpo mulato revesti-do de una bata visiblemente húmeda y sandalias degoma. El pañuelo en su cabeza denota que estaba en elbaño cuando tocamos su puerta. Conversaba con no-sotros sin abrirla totalmente, y sin invitarnos a pasar;parecía no tener más ropa que la bata que le cubría elcuerpo mojado.

¿Seguiríamos investigando? ¿Volveríamos de regre-so a nuestras casas?

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El panorama se ha presentado más cercano a la tra-gedia griega descrita por el profesor Burgos que a laradionovela preferida por nuestras madres. Nuestrospies estaban destrozados, no soportábamos el hambre,gastamos lo poco que teníamos en el recreo y práctica-mente éramos dos enemigos, lo que disminuía la posi-bilidad de una solución fraterna y solidaria, como ha-bía acontecido por años.

Nos despedimos desde la misma puerta de la casade mi prima, que parecía estar sola y nos sugirió tenercuidado en el camino, pues había circulado el rumorde problemas que anunciaban por lo bajo persecucio-nes políticas.

—A mi hermano Oscar lo vinieron a buscar ayerporque, como sabes, él es de los duros del movimientorevolucionario –nos dijo.

Momón extrajo de su bolsillo un minúsculo radiojaponés, salimos como autómatas de regreso a nuestrascasas. Tres emisoras fueron captadas por Momón y sedetuvo en una guaracha de Celia Cruz, que más o me-nos decía: Tongo le dio a Borondongo, Borondongo le dioa Bernabé, Bernabé le metió a Muchilanga, le dio aBurundanga le gincha lo pie.

El ritmo cadencioso continuaba mientras Momónseguía buscando y encontró en otra emisora a Fernan-do Valadez, que con voz quejosa repetía “Por qué no hede llorar si solo así descanso, no hay penas que sin llanto se

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puedan soportar”. “Porqué fue que Tongo le dio aBorondongo, porqué Borondongo le dio a Bernabé”, vol-vía, de nuevo, en la otra emisora, Celia Cruz.

Entre boleros y guarachas transcurrió el regreso gra-cias al radito japonés.

Al regresar a Villa Catalina, toda una multitud en-cabezada por mi tía Ana nos esperaba para conocer elresultado de la batalla por Teresa, pero Momón me dijo:

—Mario, creo que debemos hacer un pacto. Nodebemos hablar de lo sucedido con nadie.

Me parecía adecuada la propuesta de Momón, peroquise agregar algo, con excepción de Tito, y él aceptóde inmediato. Pero ahí volvía a la otra emisora de nuevocon “si lo que más quería, que fue mi noche y día se acabade marchar”.

Momón y yo nos miramos sin decir ni una palabra.

—Entonces eso sucedió así –dijo Tito después denuestro minucioso relato.

Por la ventana penetraba el bullicio del chulo Jacin-to y el grupo de mujeres bailando al ritmo del GranCombo “Perfume de rosas tiene tu alma”, y un disco deJohnny Ventura anunciando la llegada del cuabero,en una fiesta que parecía inacabable, mientras Titocerraba las ventanas para exponernos su última re-flexión filosófica.

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Sentí que había mucha presión en dos personas jó-venes, pero al haber una gran carga de amistad siemprepensé que si caminaban, la carga de amistad y pasión seirían arreglando en el camino. Parece que me equivo-qué. Nos despidió en la puerta de su casa mientras es-cuchábamos y ahora con toda intensidad, una fiestadonde Daniel Santos decía “Yo no he visto a Linda, pa-rece mentira, tantas esperanzas que en su amor cifré; no ledijo a nadie, no dejó una huella, no se sabe de ella, desdeque se fue”.

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Capítulo XV

L a mañana de Villa Catalina, sobre todo de Ca-talina Abajo, parecía tener un brillo especial. Desde ha-cía días se anunciaba una fiesta en la sociedad mutualis-ta, que cumplía un año más de existencia. El combo dePapito Suárez había sido contratado y desde tempranouna guagua anunciadora recorría todo el vecindario.Siempre en las festividades Momón y yo planificába-mos todo para participar juntos, pero esta fiesta era laprimera que nos sorprendía casi enemigos. Decidí visi-tar algunas de las casas cercanas para hablar con losmuchachos y en todos los lugares me preguntaban porél. Era costumbre vernos juntos, ya sin nuestras madreso mi tío.

Al volver a mi casa por la carretera central, divisé lafigura de Momón caminando por la misma vía en senti-do contrario, lo que nos obligaría a tropezarnos, a menosque uno de los dos decidiera dar marcha atrás y devol-verse. Mi tía Ana continuó difundiendo lo de Teresa

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por toda la comunidad y se fueron acercando mucha-chos y muchachas para ver que pasaría cuando nos en-contráramos, ahora sin la presencia de Tito, que habíaoptado por ser neutral y dejar que resolviéramos la con-tradicción por nuestros propios medios.

La desaparición de Teresa nos impedía preguntarlenada a ella y la confrontación parecía inevitable.

Momón era en realidad más fornido que yo, puespracticaba deportes con más constancia. Yo era másdelgado y quizás mi única ventaja eran los brazos largosque casi me llegaban a las rodillas.

En lo que sería más o menos el medio de la callecentral, cerca de una enorme mata de limoncillos nosencontramos, y él, con un rostro desafiante y serio, des-pués de dar unos pasos que parecían un movimientopreparatorio de una jornada boxística dijo:

—Señor Mario Watson, mi ex amigo, nunca imagi-né que llegaría a traicionarme, yo que tanto he peleadopor usted.

Lo de “señor Mario Watson” lo escuchaba por pri-mera vez de sus labios y riposté en iguales términos.

—Señor Ramón Tapia, si alguna traición ha habidoproviene de usted, estoy seguro de que el primero en co-nocer a Teresa, fui yo. Ella me dijo no conocer a nadie enVilla Catalina antes de nuestro encuentro en San Jorge.

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—Es todo lo contrario, señor Watson, yo la conocíprimero, pero decidí mantener en secreto todo esto,como una prueba para saber hasta dónde llegaba suamistad y soporté toda esta caminata compartiendo aTeresa con la esperanza de una rectificación.

Mientras el diálogo continuaba, los gestos desafiantesiban tomando una dirección irreversible.

Cada uno tomó una posición de combate y con lasexclamaciones de una multitud dividida que decía “daleMario” y otra “dale Momón”, se inició uno de los plei-tos más prolongados que recuerde Villa Catalina. Nosfuimos de bruces dando vueltas como un solo cuerpo,en las enlodadas calles de Catalina Abajo, hasta queEstenia y Rosanna, desesperadas después de intentarsepararnos en medio de un llanto cruzado, decidieronbuscar a Mr. Watson, que logró, con su reconocida for-taleza, terminar el más escandaloso de los pleitos jamásescenificados en ese lugar, cuyas consecuencias afecta-ron la fiesta que se daría en la noche. El presidente de laSociedad Mutualista, junto a la directiva, suspendió todafestividad, pues la comunidad quedó dividida entre losmaristas y los momistas, desatándose discusiones y con-frontaciones físicas que obligaron a pedir auxilio de lafuerza pública para devolver la tranquilidad a una co-munidad pacífica, cristiana y progresista, como dije-ron el sacerdote y los pastores de las religiones en queestaba dividida Villa Catalina.

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Capítulo XVI

N i Momón ni Teresa volvieron a mi mundo.Oí decir que él comenzó a trabajar y dejó los estudios.Lo contrataron en una compañía extranjera por su con-dición de pelotero. Jugaba en un equipo doble A y poreso en realidad le pagaban. El auge del béisbol habíaestimulado a varias empresas a crear equipos de pelotacon su patrocinio. De Teresa no supe nada ni siquieravolví al ingenio durante los tres años en los queincrementé mi dedicación a los estudios hasta hacermebachiller, aunque reconozco que no olvido la ternuraexperimentada en la mitad del territorio que poseí enesa marcha de amor. De sor Angélica supe que abando-nó los hábitos y se casó con uno de los hombres másricos del país, de apellido Chotín. Me esperaba el Cen-tro Universitario de Estudios Generales previo a mi in-greso a una de las carreras. Ahí también comenzaron aconcretarse mis ideas políticas revolucionarias, las cua-les entrarían a formar parte de mi vida. Me sentía adul-to y comprometido. Repudié el golpe de Estado al pri-mer gobierno democrático después de la caída de la

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tiranía, apoyé la insurrección para restablecer laconstitucionalidad y la guerra patria contra la segundaintervención norteamericana durante el siglo XX.

En tres años, Villa Catalina había cambiado: la la-guna de Salazar había sido secada para construir unaempresa avícola enorme y la carretera que comunicabaa Catalina Abajo con Catalina Arriba fue desaparecien-do con la presencia de enormes máquinas que termina-ron haciendo de Villa Catalina una nueva comarca don-de un supermercado había prácticamente quebrado lasdos pulperías que se dividían la clientela, la cual dismi-nuía, al igual que los negocios, con la muerte de Tito yGenaro. Para mí fue una sorpresa retornar y ver los cam-bios, porque cuando nos fuimos a apoyar la insurrec-ción popular nos vimos precisados a alejarnos del lugarpor las represalias contra los que respaldaron el retornoa la constitucionalidad sin elecciones.

Algunos de mis compañeros habían sido sacados delpaís, otros murieron y algunos no han regresado sin sa-ber su paradero.

Mi caso fue distinto. Mi padre, que había trabaja-do como profesor de inglés en la Academia Militar, hizoel compromiso de que me dedicaría a los estudios y fueuna garantía más o menos respetada, pues un día medetuvieron y me condujeron, después de múltiples in-sultos, hacia un puesto policial. Alguien se lo informó ami madre y ésta corrió junto a algunos de mis familiaresdetrás de mis captores: “Tengan cuidado que él es hijo

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de Mr. Watson”, les decía. La prisión fue breve y des-pués de unas llamadas procedieron a despacharme.

Villa Catalina había cambiado al igual que el país,pero mis familiares seguían su vida, ahora integradoslos jóvenes a la construcción de edificios que fuerondando a la comarca un aspecto urbano. Mi abuela con-tinuaba sus oraciones con el mismo fervor y mi tío An-drés, el de las enormes champolas y líder del carnaval,había desaparecido. Pensamos que se trataba de unaacción política, pero mi abuela, acostumbrada ya a susdesapariciones, rezaba con la esperanza de que retorna-ra lo más pronto posible. Mi tía Ana seguía como vocerade la comunidad y Lázaro continuaba imitando aEduardo Brito, mientras trabajaba albañilería. Mi tíoChicho se había ido a Nueva York en busca de una me-jor vida y comenzaba allí a trasladar a Justina y a losmuchachos. Mi tío José Manuel continuaba como elprotector de siempre. Los demás seguían sus rutinascomo si la civilización no hubiera llegado con sus trac-tores gigantes.

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Capítulo XVII

Reconozco que había en mí algo de remordi-miento, de culpa, de dolor. Los compromisos del partidohabían retrasado mi llegada a la clínica donde ingresa-ron a mi padre. Además, quería convencer a Daniel deque no era pertinente salir a poner afiches esa noche.

Fracasé en mi intento, él consideró que era un actode vacilación de mi parte y que no debíamos amedren-tarnos. El gobierno exhibía su fuerza con ametrallado-ras 50 y 70, emplazadas en vehículos repletos de patru-llas mixtas. Decía Daniel que más bien era un acto dedebilidad, pues durante este período, que duraría doceaños, no había visto tantos soldados en la calle.

Daniel era un revolucionario auténtico, venía de lascapas más pobres y veía en el ejemplo de la revolucióncubana la única posibilidad de superar la miseria y lafalta de libertad en nuestro país.

Crucé la carretera central para llegar a la clínicadonde me esperaba mi padre, que había notado miausencia en esos días de su enfermedad, para relevar

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los turnos hechos en las noches anteriores por mishermanos.

Cuando ingresaba por la sección de emergencia,en uno de los noticiarios radiales escuché la apariciónde dos cadáveres acribillados a balazos en el cemente-rio; mientras subía los escalones hasta el segundo pisono pude desprender de mi mente la idea de que Daniely Gabi eran los jóvenes que habían aparecido muertos.

Gabi, al igual que Daniel, había abrazado la causarevolucionaria con devoción febril.

Al abrir la puerta observé a mi padre en mejorescondiciones que las esperadas. Se notaba fuerte comosiempre.

Ahora pienso que esa contextura que adquirió enJamaica, combinando el trabajo intelectual con las la-bores duras del campo, se la transmitió, al igual que sunombre, a mi hermano Adolfo Watson.

Con su calor recordé sus visitas sorpresivas a la es-cuela, las cuales me daban tanta seguridad, el descubri-miento de los helados de frambuesa y las barquillas. Laschinas peladas a máquina no, esas las conocí con miabuela, cuando me llevó a la policlínica y me llenó deregalos para que me dejara inyectar; con ella conocí tam-bién los dulces de jalao.

Con mi madre conocí los caballitos de madera yrecuerdo que fue en un lugar llamado El Trocadero,

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con árboles en el centro y bancos para que uno se sen-tara a ver pasar la gente. El calor nuevo era el de mipadre, por eso me parecía un momento que me remitíaa la niñez, porque mi madre siempre nos trató de cerca,pues era dominicana y mucho más joven que él; pare-cía en realidad una hermana mayor de sus hijos.

—Te había extrañado. Eras el único que no habíavenido y les dije a tus hermanos que quería verte. ¿Sa-bías que desde la muerte de tu madre yo también sien-to haber muerto? Si ahora que aún estoy vivo es tandifícil verte, me imagino qué será de tu hermano me-nor, cuando yo desaparezca y cada uno se dedique asus cosas particulares y a formar familia. A propósitode formar familia –continuó–, te he visto demasiadocerca de esa muchacha, que creo se llama Noemí, hijade Epifanio. En realidad no me gusta para nada esarelación, pues en Villa Catalina no goza esa familia debuena reputación y tu cercanía es tal que me dicenque a veces te quedas a dormir allá. Nunca olvidaré elescándalo por la nombrada Teresa, que generó un plei-to que solo se detuvo por la intervención mía, de tumadre y la madre de Momón. No quiero más escán-dalos como ése, que destruyó una amistad tan fraternapor culpa de una muchacha que ni siquiera supimosde dónde venía ni hacia dónde se fue. Debemos man-tener el respeto de que goza la familia, eso vale másque el dinero. Hacerte de una profesión continuandolos estudios en la universidad debe ser tu actividadprincipal.

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En realidad, cuando mi padre me recordó a Teresa,volvieron esos instantes al lado de su cuerpo que sella-ron mi vida, añoré sus ojos tan expresivos, no he encon-trado en los últimos tres años nada parecido y no sé si loencontraré jamás, lástima que solo tuve la mitad de susencantos.

La muerte a destiempo de mi madre, la desapariciónde Teresa, la imposición norteamericana de un gobier-no impopular y la enfermedad de mi padre, habían sidocuatro golpes demoledores para mi alma.

Después de quedarme pensativo decidí evadir cual-quier otro tema y volver a la salud de mi padre.

—No vas a morir por ahora, te noto fuerte aunqueestés más delgado, los análisis no dicen nada que haganpensar que morirás –le dije.

Me acerqué a él con ternura después de tantos años,cuando nos dormía al ritmo de “oh women sweeter thanman, oh women sweeter than man”. Decidí esa nochevolver a sus brazos, recostándome en la cama, a su lado.Era como regresar a la niñez, a los miedos de su ausen-cia y al orgullo que nos cubría todo el cuerpo cuandocasi a coro decían en las calles “¡saludos, Mr. Watson!” yél se quitaba el sombrero en señal de respeto por la gen-te, no importaba que fuera pobre o rica. Con sus pro-pios recursos hizo que la energía eléctrica y el agua po-table llegaran a la comunidad. Ese gesto fue siemprevalorado por todos.

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Era extraño verlo extenuado, sentir su respiración lentay su mirada opaca, estaba frío y cuando pensé que iba adormir, me dijo, recurriendo a su energía habitual:

—Sé que estás en la izquierda, siempre he pensadoque en este país la política se ejerce como si fuera unaguerra a muerte. Yo vengo de un país donde funcionael parlamento y los debates, por más duros que sean,están limitados por la ley, que es dura, pero es la ley.Aquí la vida se arriesga cada minuto, no importa queestés en el gobierno o en la oposición. La izquierda le hadeclarado la guerra al gobierno.

Creí que era al revés, pero no quise contradecirlo.Pensó un rato y me dijo:

—Vi en la prensa lo de tu participación en un nue-vo partido, tienes derecho a hacer política, me preocu-pa la forma en que se desarrolla esta lucha, pero, comodominicano tienes todo el derecho a expresar tus ideas.Yo, como extranjero, no puedo, pero me parece quedebes participar y te doy mi consentimiento.

Para mí fue una gran sorpresa, pues nunca se habíaexpresado así, parecía convencido de su aseveración,mientras se pasaba las manos por el rostro y trataba dereclinar la cabeza para dormir. Mi cansancio de todo eldía era propicio para que yo también tratara de descan-sar. En realidad no podía. Las palabras de mi padre mehabían quitado el sueño y comencé a pensar en nuestravida familiar, en el patio, en las bregas de mi madre a

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través de su corta vida, en mis tres hermanos y familia-res. Ahora, solo, con mi padre enfermo, principalmen-te por la ausencia de mi madre, pues los médicos noencontraban razones para su internamiento, recordabael día que nuestra vida familiar fue herida de muerte.Se derrumbó nuestro edificio construido alrededor deella. Su muerte en el aeropuerto, mientras despedía ami hermano Augusto, destruyó para siempre nuestroespacio vital.

El hueco estaba ahí en nuestra casa

cinco pies de oquedades infinitas

miles de dolores rasgándonos la vida

en su epicentro.

El espacio llenado con su voz

en toda la extensión del hogar

ahora solo son hondas y siluetas diluidas.

Cuando desperté, mi padre ya había muerto; esta-ba frío. Después de reponerme del último y desespera-do abrazo que le di, llamé al médico e informé a misfamiliares y al pastor de la Iglesia episcopal. El poetaEmilio Brea había descrito todo a través de un poema.

Mr. Watson, el que murió de amor.

FIN

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Esta segunda edición de Un silencio que camina, de Mateo Morrison, seterminó de imprimir en los talleres gráficos de Editora Búho, en el mes deenero de 2008, en Santo Domingo, República Dominicana.