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Una Encrucijada Decisiva y Su Herencia Latinoamérica desde 1960

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  • Captulo 7 Una encrucijada decisiva y su herencia: Latinoamrica desde 1960

    1. La dcada de las decisiones (1960-1970)

    Como ya se ha subrayado, sobraban razones para que la dca-da que iba a abrirse en 1960 se anunciase como una de decisio-nes radicales para Amrica latina. Las dos ms importantes se han sealado tambin: ese hecho nuevo e imprevisible que era el giro socialista de la Revolucin cubana vino a incidir en un subcontinente que descubra agotada la lnea de avance toma-da a tientas durante la depresin y la segunda guerra, y ms de-liberadamente mantenida en la postguerra, y comenzaba a adivinar que se estaba aproximando a otra de las difciles en-crucijadas que haban puntuado su breve historia. No iban a ser sas sin embargo las nicas razones por las cuales tantos es-taban dispuestos a profetizar en 1960 que se aproximaba una etapa en que no podran ya postponerse las opciones que deci-diran el destino futuro de Amrica latina. Junto con ellas ha-ca sentir sus consecuencias el vigor inesperado del crecimien-to econmico, tanto en lo que comenzaba a llamarse el primer mundo como en el bloque socialista, que -a la vez que inspira-ba un activismo nuevo en las potencias que desde uno y otro gravitaban sobre el subcontinente- acentuaba en ste la desa-zn al descubrir que en medio de esa ola expansiva cada vez

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    ms impetuosa su propio ritmo de avance estaba lejos de ace-lerarse.

    No por eso iba a cesar del todo la bsqueda de nuevas estra-tegias orientadas a prolongar hacia el futuro un avance que apa-reca agotado en sus posibilidades; la superacin del marco na-cional pareca ofrecer un camino, y de 1960 data la creacin de la Asociacin Latinoamericana de Libre Comercio y la del Mer-cado Comn Centroamericano. Pero, mientras el segundo al-canz un impacto considerable antes de ver frenados sus pro-gresos, la primera (que abarcaba a todos los pases mayores y casi todos los restantes del subcontinente) luego de un tempra-no acuerdo sobre una primera lista de artculos desgravados, que esquivaba cuidadosamente afectar el monopolio interno de ninguno de los sectores productivos importantes en cada uno de los pases miembros, fracasara en todos los intentos de ampliarlas; a la vez se haca cada vez ms claro que luego del agotamiento del desarrollismo las uniones econmicas estaban destinadas a ser instrumentadas por esos participantes cada vez ms influyentes en las economas latinoamericanas que eran las empresas multinacionales, a las que venan a facilitar sus com-plicadas estrategias de organizacin y distribucin de merca-dos; el bloque bolivarino, que comprenda a ms de los pases herederos de la Gran Colombia a los andinos, y que, surgido ms tardamente, busc limitar el influjo de esos nuevos prota-gonistas de la vida econmica, tampoco logr ir en cuanto a ello demasiado lejos.

    Pero cabe dudar de que durante la dcada abierta en 1960 el problema ms serio que deban afrontar las economas latino-americanas fuese el avance tan denunciado de las multinacio-nales; salvo en Mxico, donde ese avance haba comenzado ya desde principios de la dcada anterior, y constitua en verdad uno de los aspectos bsicos del desarrollo estabilizador, el problema era cabalmente el opuesto: por razones que slo en parte se vinculaban con la prudencia que inspiraban a los in-versores los anuncios de inminente crisis sociopoltica prego-nados desde todos los tejados, ese avance era demasiado lento

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    y parcial para incorporar ms slidamente (y as fuese al costo muy alto que los adversarios de esas empresas no se fatigaban de denunciar) a Latinoamrica en ese orden capitalista en ver-tiginoso ascenso.

    Aunque el descubrimiento de que Latinoamrica hallaba difcil alcanzar el ritmo cada vez ms acelerado de esa ola ex-pansiva no era del todo nuevo, slo luego del fracaso del desa-rrollismo vino a colocarse en el centro de la problemtica lati-noamericana; a lo largo de la dcada que se abra iba a parecer cada vez ms claro a muchos que sera imposible superar la amenaza de estancamiento sin quebrar el marco del sistema poltico y econmico internacional en que hasta entonces ha-ba debido desenvolverse Latinoamrica.

    Esa conviccin vino a dar popularidad a las distintas versio-nes de la llamada teora de la dependencia, que partan de un diagnstico no demasiado alejado del de Prebisch y, aunque no se privaban de reprochar al economista argentino que no lo hubiese acompaado de una precisa propuesta de soluciones econmicas para los males registrados en ese diagnstico, tambin se abstenan de adelantarla. Es que, a los ojos de los te-ricos de la dependencia, lo que impeda a Latinoamrica su-perar el subdesarrollo era su integracin subordinada en el or-den capitalista mundial, y -aunque no todos los proponentes de esa teora vean en la revolucin socialista la nica va hacia adelante- todos coincidan en que era preciso introducir en ese orden modificaciones ms hondas que los retoques hasta entonces invocados como necesarios por las corrientes refor-mistas latinoamericanas; a sus ojos, si los problemas eran eco-nmicos, su solucin slo poda ser poltica.

    De este modo la reaccin latinoamericana frente al estanca-miento en que amenazaba hundirse el subcontinente vena a reforzar las que la Revolucin cubana estaban suscitando en-tre quienes desde fuera aspiraban a orientar el rumbo de ste. En lo que tocaba a stos ltimos, el vigor que la ola de prospe-ridad haba infundido a las economas y sociedades desde las cuales se disponan a orientar ese curso los animaba a hacer

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    pesar con mayor firmeza que nunca su influjo sobre el deso-rientado subcontinente; cuando en Washington o en Mosc se afirmaba con tanta seguridad que ste estaba entrando en una etapa decisiva, se quera decir entre otras cosas que quie-nes formulaban esa profeca se juzgaban capaces de hacer lo necesario para que as ocurriese.

    El activismo menos cauteloso que as irrumpa en la polti-ca latinoamericana de los Estados Unidos tanto como en la de la Unin Sovitica reflejaba por otra parte el que ahora avan-zaba en todas partes, bajo el estmulo de un clima poltico, so-cial y econmico que pareca estar expandiendo cada da los lmites de lo posible. Mientras aun la Iglesia catlica, que -para usar la expresin desolada de uno de sus hijos- por ms de un siglo se haba resignado a no vivir para no morir, en el Concilio Vaticano II se decida por fin a afrontar, as fuese con nimo trepidante, los dilemas que durante esa larga etapa ha-ba juzgado prudente soslayar, los poderes terrenos se dispo-nan a plasmar el futuro con una audacia menos atemperada por la prudencia. As ocurra en los Estados Unidos, donde el presidente Johnson anunciaba la construccin de la GreatSo-ciety, que utilizara la creciente prosperidad para eliminar la penuria para todos los norteamericanos, y tambin en la URSS, donde Jruschov proclamaba prximo el momento de comenzar la transicin al comunismo, basada tambin ella en el enorme avance de las fuerzas productivas durante la etapa que estaba llegando a su consumacin.

    Pero esa confianza nueva que ahora dominaba a los agentes externos que de veras contaban en Latinoamrica (los Estados Unidos, que haban dejado atrs a sus tradicionales rivales eu-ropeos, y esa presencia advenediza que era la URSS) iba ms all de estimular su activismo; tambin orientaba a ste hacia objetivos no slo ms ambiciosos sino parcialmente distintos que en el pasado. As ocurra desde luego en cuanto a la URSS, no slo porque su decisin de patrocinar el desafo cubano a la potencia hegemnica contrastaba con la cautela que haba caracterizado anteriormente sus movimientos en el tablero

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    latinoamericano, sino porque a la redefinicin ms ambiciosa de sus objetivos poltico-diplomticos en ese remoto teatro vena a sumarse la aquiescencia otorgada al rumbo inequvo-camente socialista tomado por la revolucin cubana, que re-flejaba la conviccin de que el nuevo dinamismo adquirido por el proceso socioeconmico a escala planetaria estaba ha-ciendo obsoletas las lecciones de prudencia deducidas por la Tercera Internacional del desastroso desenlace de las revolu-ciones que en la entreguerra haba buscado patrocinar desde Hungra y Alemania hasta China.

    Desde el mismo modo en cuanto a los Estados Unidos. Sin duda su disposicin a gravitar ms decisivamente en Latino-amrica quedaba suficientemente explicada por el desafo cu-bano, y el patrocinio sovitico que asegur a ste la supervi-vencia, pero ellos no justificaban por s solos el rumbo que la administracin Kennedy quiso dar a esa poltica ms activa. sta -aseguraba el joven presidente, que en su campaa haba acusado a su predecesor Eisenhower de haberse limitado a responder de modo cada vez ms rutinario a los sucesivos desafos soviticos, terminando por entregar totalmente la iniciativa a la potencia rival- no poda tener como objetivo central el demasiado limitado de restaurar la hegemona nor-teamericana sobre Cuba y s en cambio el de promover y orientar una transformacin de las estructuras sociopolticas latinoamericanas que las hiciese invulnerables a la tentacin revolucionaria que haba ganado a la Gran Antilla.

    El teatro principal del combate contra la amenaza revolu-cionaria se trasladaba as al continente, y a l estaban orienta-das las innovaciones propuestas por la administracin de Kennedy, que se inspiraban por una parte en una implcita teora general sobre las precondiciones necesarias de proce-sos revolucionarios, y por otra en las lecciones ofrecidas por los procesos de cambio socioeconmico desencadenados en Asia y frica a partir de la segunda guerra mundial, que, pues-to que haban tomado en algunos casos vas revolucionarias y en otros no, parecan ofrecer enseanzas tiles sobre cmo

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    esquivar las primeras y alcanzar transitando las segundas transformaciones menos incompletas que las que hasta en-tonces haba conocido Latinoamrica.

    La teora general haba sido imperiosamente esbozada en un afortunado folleto del profesor W. W. Rostow, asesor del nuevo presidente; su manifiesto no comunista titulado Las etapas del desarrollo econmico haca del desarrollo autosos-tenido alcanzado por las sociedades industriales maduras algo ms que la meta a la cual se encaminaban todas las res-tantes: l era en verdad el punto de llegada de todo el proceso histrico, y de superacin de las contradicciones que haban tornado a veces tan tormentoso el avance hacia esa cima final. La moraleja latinoamericana de esa visin de la historia uni-versal era que el riesgo de revolucin cesara cuando el sub-continente alcanzara por fin ese desarrollo autosostenido, y que era por lo tanto urgente impulsarlo en ese sentido, pero tambin que durante la acelerada transicin que ello impona el peligro revolucionario sera ms agudo que nunca.

    Las experiencias acumuladas desde Argelia hasta el Lejano Oriente agregaban precisin a esas sugerencias demasiado ge-nerales. As por ejemplo, la eficacia con que la reforma agra-ria introducida en Japn, Corea del Sur y Formosa haba con-tribuido a atenuar tensiones sociales y a remover obstculos al crecimiento econmico incitaba a afrontar con mayor au-dacia que en el pasado las tareas de ingeniera social requeri-das para alcanzar los mismos objetivos en Latinoamrica; a la vez los mltiples ejemplos de resistencia al desafo revolucio-nario -exitosa en algunos casos, como en Malasia y las Filipi-nas, infortunada en otros, como en China y Vietnam del Nor-te- sugeran como tarea an ms urgente la de crear slidos encuadramientos polticos y sociales para las masas de cuyo arbitraje dependa en ltimo trmino el desenlace del conflic-to con las fuerzas revolucionarias.

    Expresin de esta nueva poltica latinoamericana fue la Alianza para el Progreso, cuyas propuestas (que retomaban otras de origen latinoamericano, a partir de la Operacin Pa-

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    namericana lanzada por el presidente brasileo Kubitschek y la an ms grandiosa propuesta por Fidel Castro) ponan en primer plano los aspectos de esa nueva linea que podan resul-tar ms gratos a la opinin latinoamericana. Ella propugnaba a la vez el recurso a la reforma agraria, cada vez que -como ocurra en casi toda Latinoamrica- ste se revelaba necesario para romper el estancamiento rural, y una industrializacin ms rpida y menos limitada que en el pasado; esos objetivos deban lograrse mediante la transferencia de veinte mil millo-nes de dlares a lo largo de diez aos, la mitad de los cuales provendra del tesoro de los Estados Unidos y el resto de in-versiones productivas privadas, y que deba ser complemen-tada por inversiones de igual monto y de origen latinoameri-cano, aqu a cargo sobre todo del Estado; el objetivo era asegurar una tasa de crecimiento del producto bruto per zapi-ta del orden del 2,5 por 100 anual.

    Ello requera adems la expansin de las funciones y los re-cursos del Estado, que figuraba tambin entre los objetivos declarados de la Alianza; sta prevea en efecto una reforma impositiva que aumentase y redistribuyese la carga fiscal, complementada por un sistema de percepcin ms eficaz, y capaz por lo tanto de hacer pagar su parte a los ms ricos. Pero la creacin de una base financiera ms robusta para el Estado no tena tan slo por objetivo facilitar el desarrollo econmico y contribuir a una transformacin de la sociedad en sentido ms igualitario; serva a la vez a ese otro objetivo menos insis-tentemente pregonado de la nueva poltica latinoamericana de los Estados Unidos que era la consolidacin acelerada de estructuras polticas y sociales capaces de encuadrar slida-mente a las masas; si los nuevos dirigentes de Washington advertan muy bien que un estado capaz de hacerse presente de modo decisivo en todas las esferas de la vida colectiva no era su-ficiente para asegurar ese encuadramiento, no se equivocaban al considerar que su ausencia lo haca extremadamente difcil.

    Para esa tarea de encuadramiento y canalizacin de las ma-sas latinoamericanas el gobierno de Kennedy confiaba en las

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    corrientes de reforma moderada cuya fidelidad a la posicin norteamericana en la guerra fra no haba vacilado ni aun ante la sistemtica ingratitud del de Eisenhower, y esa confianza se traduca en la preferencia por las soluciones polticas encua-dradas en el marco de la democracia representativa, frente a las dictatoriales, que sin duda era exhibida con particular in-sistencia en funcin de la nunca extinguida polmica anticu-bana, pero que se apoyaba sobre todo en la conviccin de que los partidos de masas, tanto en un marco de democracia com-petitiva como en uno de monopolio poltico de hecho si no de derecho, podan cumplir mejor esa funcin de control que el autoritarismo de base militar.

    Al mismo tiempo los Estados Unidos no renunciaban a po-ner a los ejrcitos latinoamericanos al servicio de ese ambicio-so programa de transformacin con propsitos de conser-vacin. Una parte considerable de los fondos dirigidos a Latinoamrica se orientaron hacia esos ejrcitos, que a la vez eran incitados a tomar a su cargo, a travs de los llamados programas de accin cvica, funciones de desarrollo econmi-co-social que los introdujesen en el horizonte de experiencias cotidianas de las masas rurales, y las incitaran a volverse hacia ellos en busca de orientacin en momentos de crisis, suplien-do as la insuficiente implantacin de otras ramas del Estado y la de los partidos en esos rincones inhspitos en cualquiera de los cuales poda realizarse la amenazante promesa cubana de hacer de la cordillera de los Andes una Sierra Maestra a escala continental.

    Aunque la Alianza para el Progreso haba marginado a los organismos panamericanos, Washington no haba renuncia-do aun a utilizarlos en otros contextos. Pero las reticencias cada vez mayores que las propuestas norteamericanas encon-traban en el seno de la OEA, que culminaron en 1965, cuando el proyecto de creacin de una fuerza militar panamericana de carcter permanente no reuni los votos de los dos tercios de los pases miembros que requera para ser aprobado en la conferencia de Ro de Janeiro, impulsaran cada vez ms a

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    Washington a prescindir de ese instrumento antes central a su poltica latinoamericana.

    Tambin por este motivo la preferencia por los acuerdos bilaterales, insinuada ya en la estructuracin de la Alianza, vino a acentuarse cada vez ms. En ese marco bilateral los contactos, no slo de Estado a Estado, sino entre especficas ramas de la administracin y aun entre organizaciones extra-estatales, van a multiplicarse y tornarse ms ntimos. As, mientras la reestructuracin de las fuerzas armadas latinoa-mericanas, sostenida por fondos norteamericanos, cuenta con el asesoramiento de las de los Estados Unidos, las organi-zaciones sindicales norteamericanas, polticamente ms cer-canas a la administracin de Kennedy que a su predecesora, amplan tambin ellas sus funciones de asesoramiento de sin-dicatos latinoamericanos dispuestos a recibirlo, y canalizan hacia stos fondos de promocin social incluidos a menudo en el presupuesto de la Alianza, cuyos beneficios se espera que les atraigan el favor de sectores ms amplios de la clase obrera, ganados as indirectamente a la opcin pronorteamericana. Del mismo modo, fondos de ese origen servirn para consoli-dar la clientela de polticos dispuestos a alinearse en sentido favorable a la poltica latinoamericana de los Estados Unidos; as Carlos Lacerda, el vocero periodstico de la derecha brasi-lea, transformado en gobernador de Guanabara (el estado creado en el territorio de la antigua capital, Rio de Janeiro), puede consolidar su base popular gracias a un programa de viviendas sostenido por el aporte norteamericano, y en el Per el gobierno de la convivencia aprista-oligrquica cuenta con fondos del mismo origen para desarrollar un programa anlogo en Lima.

    Todo ello tiene por resultado la implantacin de una pre-sencia norteamericana ms compleja y diferenciada, y por eso mismo ms capaz de gravitar eficazmente en una Latinoam-rica que est entrando tumultuosamente en la era de masas. Esa presencia debe servir -se ha indicado ya- a un doble pro-psito de transformacin y conservacin, o -para decirlo con

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    una frmula que se har pronto ms popular en Latinoamri-ca que en los Estados Unidos- de seguridad y desarrollo. Esas dos frmulas ignoran por igual que en los momentos crticos, que no han de faltar en esos aos de honda y confusa transfor-macin poltica, no iba a ser siempre fcil hallar un camino que satisfaciese por igual ambas aspiraciones; como era espe-rable, cada vez que una emergencia impona optar entre ellas, la preferencia iba a lo ms urgente, y en cada uno de esos mo-mentos decisivos vena a confirmarse que la conservacin (o si se prefiere la seguridad) tena prioridad sobre el objetivo de largo plazo que era el desarrollo econmico y ms an sobre el de transformacin sociopoltica, que en cada una de esas crisis se revelaba con creciente claridad como un arma de do-ble filo.

    Luego del asesinato de Kennedy, y bajo la gida de su suce-sor Lyndon Johnson, la primaca del objetivo de conservacin y seguridad qued consagrada por el abandono de la opcin poltica en favor de la democracia representativa: en Amrica latina, aseguraba el secretario de Asuntos Latinoamericanos, Thomas Mann, los Estados Unidos volvan, como en el pasa-do, a ser simplemente amigos de sus amigos, sin imponerles fastidiosas exigencias de decoro institucional. Pero ya antes de esa reorientacin programtica de la poltica norteameri-cana, la administracin de Kennedy haba debido resignarse a encarar ms de una de las crisis latinoamericanas olvidando su preferencia por la democracia representativa. As ocurri por ejemplo en Per, cuando Haya de la Torre, para entonces el ms fiel aliado de la poltica norteamericana en su pas y La-tinoamrica, obtuvo en las elecciones de 1962, en que se pos-tul como candidato oficialista a la sucesin del presidente Prado, una victoria tan estrecha y tan discutible que el golpe militar que le cerr el acceso al poder fue recibido con bene-plcito por la mayor parte de la opinin pblica; esa peripecia pareca mostrar que el favor norteamericano no era suficiente para asegurar la fortuna electoral de los partidos de masas dis-puestos a servir su poltica, y el gobierno de Washington -le-

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    f.'i ilc ex prestir su mal humor ante el espritu demasiado inde-I u'iulicnlc de la fuerza armada peruana a travs del retiro tem-porario de su representante en Lima- termin por inclinarse ante el hecho consumado.

    A partir de 1963 los titubeos y perplejidades quedaban atrs; en 1964 el golpe militar que derroc al presidente brasi-leo Goulart fue organizado en ntimo contacto con la repre-sentacin norteamericana en ese pas, que por su parte se comprometi a otorgarle apoyo militar activo, si un xito in-mediato no lo haca innecesario; en la Repblica Dominicana al ao siguiente una revolucin militar contra los oficiales que en 1963 haban derrocado al presidente constitucional Juan Bosch, que logr hacerse fuerte en la capital, fue interpretada por Washington como una tentativa de crear otra cabeza de puente antillana para la revolucin socialista, y provoc una intervencin militar unilateral, transformada luego en media-cin armada sostenida por una fuerza nominalmente pana-mericana colocada bajo el comando de un general brasileo; la eleccin de un nuevo gobierno constitucional que pudo as imponerse como alternativa a la restauracin del derrocado en 1963 fue, mucho ms plenamente que el xito del golpe mi-litar brasileo, resultado de una decisin de Washington, que se resolvi en la ocasin a desplegar a la luz del da su abruma-dora superioridad militar.

    Los crticos que invocando este episodio denunciaban la nueva poltica de los Estados Unidos como un mero retorno a los usos que precedieron la introduccin de la poltica de Bue-na Vecindad perdan de vista quiz lo esencial de la nueva si-tuacin. Sin duda, la Revolucin cubana, al devolver al primer plano del debate poltico latinoamericano el tema del impe-rialismo, vivificaba eficazmente en la opinin pblica senti-mientos que haban venido adormecindose desde 1933, y que ni la prdica de inspiracin sovitica ni el retorno del in-tervencionismo norteamericano que haba comenzado ya a insinuarse bajo el estmulo de la guerra fra haban logrado hasta entonces movilizar.

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    Pero a los efectos de este remozamiento del antiimperialismo latinoamericano venan a contraponerse los del realineamiento que suscitaba en la opinin latinoamericana la aparicin de la alternativa socialista en la ms inmediata agenda poltica del subcontinente, que era tambin ella consecuencia de la Revolu-cin cubana, y que favoreca la creacin de una solidaridad nue-va entre los Estados Unidos y todos los que en Latinoamrica re-chazaban alarmados esa alternativa. Gracias a ello el nuevo intervencionismo norteamericano estuvo lejos de evocar en el rea afectada una oposicin tan unnime como a comienzos del siglo; no slo era recibido con abierto beneplcito por fuerzas conservadoras algunas de las cuales le haban sido tradicional-mente hostiles, sino -salvo en algunos episodios que se iban a revelar atpicos, como precisamente el dominicano- no iba a necesitar volcarse en nuevas acciones militares, ya que hallara instrumentos suficientemente eficaces en esos aliados que la co-mn hostilidad al socialismo haba venido a depararle.

    Entre stos, los ejrcitos latinoamericanos tenan un papel cada vez ms central desde la perspectiva norteamericana: la consolidacin del aparato estatal, que estaba ya entre los ob-jetivos de la Alianza para el Progreso, tenda a revolverse cada vez ms en la de las fuerzas armadas, que reciban una parte creciente de los fondos pblicos norteamericanos destinados a Latinoamrica, y en parte gracias a ello gravitaban con peso creciente en la vida de la regin. Pero ese vnculo cada vez ms ntimo iba ms all de agregar solidez y eficacia al podero es-trictamente militar de esos ejrcitos (aunque ya en este aspec-to su contribucin, decisiva para el uruguayo, que haba llega-do a tener existencia slo nominal como fuerza de combate, o el boliviano que haba sobrevivido a duras penas a la derrota sufrida a manos de los combatientes urbanos y mineros de la victoriosa revolucin de 1952, se revel ms que considerable en la mayor parte de los pases pequeos y aun en los mayores estuvo lejos de ser insignificante).

    Ms importante era, sin embargo, que esos nuevos lazos crearan una halagadora intimidad con el cuerpo de oficiales

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    del ms poderoso ejrcito del planeta, en trminos que sus pa-res del sur del Ro Bravo se lisonjeaban en creer igualitarios, y que ella sirviese de vehculo para la difusin de una propuesta acerca de las tareas futuras de los ejrcitos latinoamericanos que iba a encontrar aceptacin efusiva en stos. Sin duda des-de fines del siglo xix ms de uno de esos ejrcitos haba reivin-dicado un papel central en el proceso de modernizacin y consolidacin de la sociedad dirigido por el Estado, por ejem-plo utilizando el enrolamiento universal para expandir el al-fabetismo hacia capas de poblacin que ese otro instrumento de transformacin social que era la escuela no haba logrado alcanzar, pero contribuciones como sa se integraban mal con su especfica funcin militar, y en cuanto a sta la profesiona-lizacin orientada por instructores ultramarinos, que los es-taba haciendo idneos para trazar segn las reglas del arte planes de guerras fronterizas que (era cada vez ms evidente) nunca iban a desencadenarse, no resolva el problema de la funcin del ejrcito en un pas modernizado de modo halaga-dor para el orgullo colectivo del cuerpo de oficiales, que se re-sista mal a la tentacin de volcar sus frustradas energas en la poltica interna.

    Ahora la doctrina de la seguridad nacional, versin milita-rizada de la seguridad y desarrollo, haca del ejrcito el prota-gonista de la vida nacional, al ponerlo al frente de una em-presa que unificaba la guerra convencional y la poltica convencional y a la vez las elevaba a un plano ms alto, al po-ner a ambas al servicio de una heroica militancia en el conflic-to mundial, del que esa doctrina ofreca una imagen decidida-mente apocalptica, y cuya presencia decisiva proclamaba descubrir detrs de los tan numerosos y a primera vista tan heterogneos que desgarraban a Latinoamrica.

    Sin duda, en la determinacin de los contenidos especficos de esa doctrina no slo influa decisivamente la circunstancia latinoamericana, sino tambin el ejemplo de otros ejrcitos en que los latinoamericanos haban buscado modelos en el pasa-do, y en particular del francs, que a lo largo de su infructuosa

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    resistencia a los movimientos nacionales de Indochina y Ar-gelia haba elaborado rebuscadas justificaciones ideolgicas para su accin y luego para su derrota, a la vez que una com-pleja casustica destinada a darle orientacin moral frente a las nuevas tareas que ese indito tipo de lucha le impona.

    Ese ejemplo no slo apareca ms relevante porque hunda sus races en una tradicin que los latinoamericanos sentan espontneamente ms afn que la norteamericana (en el mar-co de la cual por ejemplo el asesoramiento eclesistico era de-cisivo para disipar escrpulos frente al uso del terror y la tor-tura, lo que hubiera sido impensable en el ejrcito de los Estados Unidos), pero tambin porque esa tradicin apareca corroda por dudas acerca de su propia validez, ausentes en el Norte pero cada vez ms vivaces tambin en Amrica latina, que se reflejaban por ejemplo en la fascinacin apenas disi-mulada por el modelo alternativo que ofreca el enemigo, que en Francia contribuy a hacer de Mao el Clausewitz de la gue-rra contrarrevolucionaria, y en Latinoamrica iba a tener con-secuencias igualmente desconcertantes. A la vez esa fascina-cin era la contracara de un horror al adversario slo compartido con la misma intensidad en los Estados Unidos por una relativamente estrecha franja excntrica de la opinin pblica; mientras en Francia ese horror tan intenso daba ex-presin a la rencorosa amargura de comunidades que se sa-ban condenadas por el avance inexorable de la descoloniza-cin, esa amargura encontraba eco puntual en la de todos los que en Amrica latina teman verse aplastados por una ola re-volucionaria que, aunque preferan no confesarlo, estaban cerca de creer irrefrenable.

    Pero si en los contenidos concretos de la doctrina de seguri-dad nacional, y ms aun en el complejo de pasiones y senti-mientos que encontraban expresin en ella, el ejemplo que vena del norte pesaba menos de lo esperable, la nueva intimi-dad entre las fuerzas armadas latinoamericanas y las de la po-tencia hegemnica fue con todo decisiva para acelerar la tran-sicin entre una concepcin de las tareas militares que haba

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    guiado durante dcadas a los ejrcitos latinoamericanos y otra que, a la vez que le fijaba funciones nuevas y ms vastas, les impona modos de conducta que en el pasado hubiesen parecido incompatibles con la dignidad del oficial; as, si no puede afirmarse ms all de toda duda que los cursos de per-feccionamiento ofrecidos por distintas agencias de inteligen-cia norteamericanas hayan incluido clases terico-prcticas en el arte de la tortura, tal como alegaban frecuentemente sus crticos (los defensores de esos cursos sostenan, como es sa-bido, que uno de sus objetivos era ofrecer alternativas al uso indiscriminado de la tortura, y en todo caso la conclusin de que el empleo de sta era en Latinoamrica una innovacin importada del norte era desde luego insostenible), la transfor-macin en legtimo tema de discusin de lo que haba sido hasta entonces un secreto nunca confesado era suficiente para facilitar la inclusin de la tortura y otros modos de ejercicio del terror contra poblaciones civiles entre las tareas exigibles de los integrantes del cuerpo de oficiales, aunque las justifica-ciones ideolgicas y morales para semejantes actividades se buscasen en fuentes menos exticas que las norteamericanas.

    Otra consecuencia decisiva iba a tener esta reestructura-cin de los ejrcitos latinoamericanos bajo auspicios nortea-mericanos: sta profundizaba la transformacin de cada uno de esos ejrcitos en un organismo cada vez ms consciente de su identidad y sus intereses corporativos, tanto en el plano in-terno como en el internacional. En lo que se refiere a ste los integrantes de cada uno de esos ejrcitos parecan encontrar ahora interlocutores ms cercanos en sus camaradas de los dems que en los integrantes de otras ramas del Estado del que tericamente cada uno de esos ejrcitos segua siendo una dependencia. La rapidez del cambio se percibe muy bien cuando se considera que ya en 1964 el general Ongana, co-mandante en jefe del ejrcito argentino, iba a hallar perfecta-mente adecuado anunciar a su pas y al mundo la actitud de ese ejrcito frente a las autoridades constitucionales (que es-taba lejos por cierto de ser de obediencia ciega) en un discurso

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    pronunciado en West Point ante la quinta conferencia de ejrcitos americanos.

    En el marco nacional la consolidacin de una conciencia corporativa en el cuerpo de oficiales sumaba sus efectos a los de la burocratizacin de la institucin para transformar radi-calmente el modo de insercin de las fuerzas armadas en la vida poltica. Mientras en el pasado stas haban ingresado en ella como squito y sostn de un dirigente surgido de sus pro-pias filas, que gracias al apoyo complementario de corrientes polticas o fuerzas socioeconmicas reclutadas desde el poder o en el camino hacia l conservaba un notable poder de inicia-tiva, ahora ese ingreso iba a ser a menudo tambin l una em-presa corporativa, cuyo titular era tan slo un agente escasa-mente autnomo, y siempre revocable, de la institucin que lo colocaba al frente de ella.

    Pero esa transformacin del carcter mismo de la interven-cin militar slo en parte se explica por la que estaba sufriendo la institucin militar misma; sta refleja adems la del temple de aquellos sectores latinoamericanos que ven aproximarse la etapa de decisiones abierta por la Revolucin cubana con ms alarma que esperanza. Es en efecto la conciencia de la grave-dad de la coyuntura la que fortifica la decisin de mantener al titular militar de la gestin poltica bajo constante vigilancia corporativa; pero sus efectos van por otra parte mucho ms all, en cuanto ella dicta los trminos mismos en que esa ges-tin ser encarada.

    Sin duda esa conciencia encuentra eco -tal como se ha re-cordado una y otra vez- en las vastas capas sociales que se sienten tambin amenazadas por la inminente ofensiva revo-lucionaria, y que son quiz an ms sensibles que la dirigen-cia militar a las amenazas ms insidiosas que derivan del ago-tamiento de desarrollismo. No se sigue de ello, sin embargo, que el temple sombro con que la institucin militar contem-plaba el futuro dominara con igual fuerza a los grupos sociales amenazados por la ola revolucionaria. La aprensin con que stos vean acercarse el momento decisivo de la vasta crisis so-

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    ciopoltica en curso no les impeda entregarse -junto con los que deban transformarse en sus mortales adversarios en esa crisis inminente- a las sugestiones del optimismo sistemtico con que el mundo desarrollado contemplaba el futuro; la mis-ma dcada que se presenta en el plano poltico como de dur-simas opciones est marcada por una apertura confiada y sor-prendentemente poco polmica a innovaciones de estilo y sustancia en la vida colectiva, que -aunque corroen las bases morales del orden vigente en el momento mismo en que ste debe prepararse a afrontar un desafo mortal- son adoptadas con el mismo entusiasmo por los privilegiados por ese orden como por los que, sobre todo en las clases medias y medias ba-jas, se movilizan en su contra.

    Para estos ltimos tales innovaciones (que, como ha subra-yado en una pgina elocuente el chileno Antonio Skrmeta, ya proviniesen de progresos en las comunicaciones, desde el moto-scooter hasta el avin y el telfono de larga distancia, o en la biologa, tal la pildora anticonceptiva, tenan por conse-cuencia la apertura sbita de nuevas reas de libertad para tra-yectorias vitales encerradas hasta entonces en carriles asfi-xiantemente estrechos) eran un anticipo de la revolucin destinada a coronar todos esos avances; y ello haca que la ex-pectativa revolucionaria inspirase en ellos a menudo un ni-mo menos militante que anticipadamente celebratorio. Ms sorprendente era que los sectores amenazados por esa revolu-cin tan anunciada compartiesen en tantos aspectos el espritu festivamente iconoclasta de los celebrantes de su futura rui-na; todava en 1973 el socilogo francs Alain Touraine iba a descubrir durante la agona de la va chilena al socialismo, y en el asediado reducto de la clases privilegiadas que era por entonces el Barrio Alto de Santiago, la supervivencia del he-donismo liberador de la dcada anterior, cuyos rituales se-guan celebrndose en locales presididos por los iconos de la contractura...

    Ese optimismo surgido de una circunstancia que no era la latinoamericana no hubiera con todo podido afirmarse si el

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    agotamiento de las soluciones de las que Latinoamrica haba vivido desde 1945 se hubiese traducido en algo peor que una tendencia al estancamiento o al desarrollo irregular y errti-co. En este punto es de temer que el recuerdo colectivo exage-re los rasgos negativos de una etapa que vino a decepcionar tanto las esperanzas de rpida mejora econmica como las de cambios sociales radicales, pero que, en trminos de realida-des ms bien que de expectativas, estuvo marcada por un rit-mo de crecimiento sin duda desigual, pero aun as casi siem-pre considerable. Ello hizo posible que el descontento derivado de la distancia creciente entre los avances de la eco-noma y del bienestar en los pases centrales y en la periferia latinoamericana se conjugase con una confianza en el futuro que, aunque no se lo admitiese, derivaba de los cambios exal-tantes que a pesar de todo se estaban dando en las pautas de vida de sectores muy amplios de la sociedad latinoamericana, para hacer que la crisis resolutiva por todos anunciada fuese esperada por quienes la favorecan con una impaciencia no refrenada por ningn proftico anticipo de la dureza de los tiempos que se avecinaban, pero tambin que su inminencia no bastase para acendrar la militancia de los sectores privile-giados por el orden establecido.

    Esta circunstancia no era la nica que vino a fortificar la tendencia del ejrcito a verse a s mismo como el solitario cen-tinela de un frente de combate que ya nadie defenda en una sociedad atacada al parecer de frivolidad irredimible (y le ins-pir una suerte de global hostilidad contra sta que iba a en-contrar desahogo en las salvajes oleadas represivas desenca-denadas a partir del final de la dcada); la reforzaba todava la modificacin del clima vigente en la Iglesia catlica, que a los ojos de muchos defensores del orden establecido la haca apa-recer cometiendo defeccin en la hora decisiva; por ms de una dcada la llamada Teologa de la Liberacin, de squito sin duda minoritario en el clero y los fieles, pudo ser vista como la punta extrema de una reorientacin que, de modo ms atenuado, encontraba en cambio eco en sectores muy

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    amplios de las iglesias hispanoamericanas. Esa reorientacin responda a estmulos muy variados y en parte contradicto-rios, que se tornaron sbitamente ms eficaces en el clima crea-do por el Concilio Vaticano II, pero si en un primer momen-to la renovacin litrgica, la actualizacin de los contenidos cientficos e ideolgicos y de los mtodos pedaggicos en las instituciones catlicas de enseanza, la ampliacin del papel de la comunidad de fieles en la vida eclesistica, y la que iba a llamarse opcin prioritaria por los pobres se presentaban como otras tantas dimensiones en la renovacin global de un catolicismo latinoamericano hasta entonces aun menos agita-do por cualquier veleidad innovadora que los de otras reas, paulatinamente esta ltima se constituy en punto de partida de una opcin revolucionaria que durante ms de una dcada no iba a ser explcitamente excluida de entre las alternativas legtimamente abiertas a la accin del cristiano en el mundo.

    Esa apertura a una alternativa programticamente revolu-cionaria, nueva en una institucin que tradicionalmente haba sido la ms celosa y alarmada defensora del orden esta-blecido, vino a sumarse a muchos otros signos del desfalleci-miento de la voluntad de conservarlo frente a un desafo revo-lucionario que por su parte no se presentaba mucho ms coherente, para hacer de la supuesta dcada de decisiones una de avances zigzagueantes y contradictorios por un camino que iba de la euforia colectiva inicialmente compartida aun por tantos que se saban vctimas designadas de cualquier avance revolucionario, a los trgicos derrumbes que iban a marcar el decenio siguiente.

    stos slo iban a darse por otra parte cuando ya haban co-menzado a multiplicarse los signos del agotamiento de esa gran ola ascendente que por dcadas haba arrastrado por igual al mundo desarrollado y al socialista; el ms dramtico de esos signos fue desde luego el ofrecido por las enigmticas tormentas de 1968, que estallaron desde Praga hasta Pars, Mxico, y aun no pocos centros universitarios de los Estados Unidos. Aunque todas ellas surgan de contextos muy diver-

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    sos y agitaban reivindicaciones tan variadas como esos con-textos mismos, no por eso dejaban de reflejar por igual la im-paciencia ante la sospechosa demora en el desencadenamien-to de las transformaciones radicales anunciadas con fe tan firme a comienzos de la dcada. A la luz de esos relmpagos que cruzaban un cielo hasta entonces montonamente sereno pareci columbrarse por un instante la extrema fragilidad de sistemas poltico-sociales que haban parecido hasta la vspe-ra solidsimos.

    Porque parecan anunciar el fin de la larga consolidacin poltica del mundo desarrollado, los movimientos de 1968, junto con la Revolucin Cultural china, ese misterioso estalli-do en el cual las fuerzas contestatarias queran leer tambin un presagio favorable, vinieron por un momento a revitalizar en toda Amrica latina las esperanzas revolucionarias; retros-pectivamente se advierte que anunciaban por el contrario el comienzo de su curva descendente, y ello no slo porque to-dos los sistemas cuestionados se mostraron capaces de sobre-vivir al tumultuoso desafo de 1968. Paradjicamente, el he-cho de que en ninguna parte el orden establecido lograse superarlos sin sufrir en su legitimidad tampoco iba a fortificar a los enemigos del orden vigente en Latinoamrica, cuya legi-timidad ya desde antes de esa fecha haba aparecido excepcio-nalmente dudosa y endeble; la enseanza que en cuanto a esto aportaba 1968 era al parecer que sobrevivir sin el resguardo de esa legitimidad era menos imposible de lo que se haba cre-do. En cambio la mengua de legitimidad tambin sufrida por el sistema rival del que subtenda el orden establecido en Lati-noamrica supona una prdida absoluta para las tendencias revolucionarias en el subcontiente; aunque stas estaban lejos de identificarse con el socialismo real tal como se practicaba en la Europa del Este, su llamamiento perda necesariamente mucho de su fuerza persuasiva desde el momento en que, mientras se iban revelando ilusorias las soluciones alternati-vas que por un instante haban parecido surgir frente a ese socialismo real, se tornaba radicalmente imposible recono-

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    cer en ste el esbozo, as fuese insoportablemente tosco, de un sistema econmico-social cuya superioridad sobre el capita-lista haba parecido hasta la vspera reflejarse aun en ese retra-to tan poco favorecido que de l ofreca el bloque sovitico.

    El fin de ese largo verano que para la economa mundial fue la segunda postguerra iba a ser menos puntual y dramtico que las tormentas que quebraron el esperanzado clima surgi-do en el punto ms alto de esa larga bonanza; aun as la transi-cin de la economa mundial a una etapa distinta estuvo mar-cada por algunos hitos significativos. Uno de ellos fue la inconvertibilidad del dlar en oro, decidida por el presidente Nixon en agosto de 1971, que vino a destruir el orden mone-tario mundial establecido en 1944 en los acuerdos de Bretton Woods precisamente sobre la base del oro y un dlar ligado a aqul por una paridad fija, en el que todos reconocan uno de los pilares que haban sostenido al orden econmico de la se-gunda postguerra. La iniciativa de Nixon buscaba adaptarse a la prdida del predominio abrumador que la economa norte-americana haba conquistado al abrirse la postguerra, y trans-ferir en lo que fuese posible las consecuencias negativas de esa prdida a esos rivales europeos cuya expansin estaba trans-formando el equilibrio de fuerzas econmicas en el mundo desarrollado. Dos aos despus, la primera crisis del petrleo vino por aadidura a poner en entredicho la relacin entre ese mundo desarrollado y su periferia, tal como se haba consoli-dado desde el fin de la guerra. Como es bien sabido, la crisis se desencaden cuando los pases rabes, que en 1967 haban in-troducido el bloqueo petrolero como arma indirecta contra Israel, sin consecuencias de bulto en cuanto al precio del mi-neral, lo introdujeron de nuevo en noviembre de 1973, y des-cubrieron de inmediato que, si la eficacia poltica de ese ins-trumento segua siendo dudosa, su impacto sobre el precio mundial del petrleo estaba superando las ms ambiciosas expectativas de los pases exportadores.

    Lo que creyeron descubrir fue en suma que uno de los su-puestos de la relacin necesariamente perdedora de la perife-

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    ria productora de materias primas y el centro industrial pare-ca haber perdido su imperio; el deterioro secular de los tr-minos de intercambio de esa periferia, que haba sido uno de los grandes temas de Prebisch tanto como de las llamadas teo-ras de la dependencia, no aparece ya como una fatalidad ile-vantable; luego de dcadas de desbridada expansin econ-mica en el centro industrial, la demanda siempre creciente de recursos primarios que no son al cabo infinitos comenzaba a ofrecer un arma inesperada a esa periferia cuyo papel princi-pal era proveerlos.

    He aqu dos novedades que autorizaban a concluir que se estaba viviendo ya en un nuevo clima econmico, aunque no eran suficientes para definirlo; stas introducan un corte tan ntido como el de 1960; y uno y otro corte vienen a acotar, des-de el punto de vista del marco econmico global, esa anuncia-da dcada de decisiones, que se cierra no porque las que en 1960 parecan inminentes hayan sido en efecto afrontadas, sino porque se ha desvanecido la coyuntura mundial que ha-ca parecer a la vez urgente y posible afrontarlas.

    No significa esto que al abrirse la dcada de 1970 Latino-amrica se encuentre todava, en su economa o en su vida so-ciopoltica, en el mismo punto que diez aos antes, pero s que las transformaciones acumuladas en esos aos llenos de cosas no podan ser vistas como otros tantos aspectos de una tran-sicin orientada hacia una meta definida; aparecan cada vez ms, en cambio, como momentos de una marcha azarosa, cuyo rumbo permaneca hasta el fin imprevisible. De nuevo, el marco para seguir esa marcha, o ms bien esas marchas pa-ralelas y ocasionalmente entrelazadas, es el nacional.

    En esta etapa hay una excepcin para ello, que es desde lue-go Cuba, cuya revolucin sigue siendo, gracias a sus vastas re-percusiones, un hecho que excede resueltamente el marco na-cional. Se ha visto cmo el gobierno de Kennedy lo advirti as, y busc centrar su respuesta al desafo revolucionario en el continente antes que en la isla. Pero si lo prefera as no era tan slo porque reconoca en aqul un teatro ms adecuado a

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    sobrevivir, ya que su negativa a borrarse del horizonte ante los estallidos de majestuosa clera de la potencia hegemnica no poda a la larga dejar de afectar la disciplina panamericana, y a ms corto plazo, al mostrar que lo que todos haban larga-mente credo imposible era con todo posible, daba nuevo aliento a las tendencias contestatarias y revolucionarias.

    Es comprensible con todo que la nueva Cuba haya querido actuar tambin de modo menos indirecto en el teatro conti-nental al cual la administracin de Kennedy estaba decidida a vedarle el acceso, y si slo ocasionalmente iba a llegar a la in-tervencin directa (cuyo impacto estaba de todos modos limi-tado por la modestia de los recursos que La Habana poda re-unir para tales empresas) no se privaba de unir la prdica al ejemplo para ofrecer a Latinoamrica un modelo de marcha al socialismo que se presentaba -a ratos en sordina, a ratos en tono abiertamente desafiante- como rival del que los partidos comunistas del continente haban venido proponiendo desde 1935, fundado este ltimo en una tctica de alianzas y una es-trategia gradualista, que relegaba la entrada en la etapa decisi-va de esa marcha a un futuro indeterminado. De este modo, a la espera de desencadenar la ambicionada revolucin conti-nental, Cuba lograba por lo menos introducir en Latinoam-rica esa otra que un joven admirador reclutado por la revolu-cin cubana en los medios intelectuales parisienses, Rgis Debray, llam en frmula feliz revolucin en la revolucin. El foquismo (que crea descubrir el secreto del xito de la Re-volucin cubana en su enquistamiento inicial en un foco mili-tar perifrico desde el cual por accin y por presencia aceler la disgregacin del orden vigente) fue la frmula a travs de la cual esa revolucin se ofreci como modelo para la continen-tal, pero ya antes de que alcanzara difusin el afortunado fo-lleto de Debray se vieron surgir focos en ms de una nacin la-tinoamericana.

    Esos focos contaban con el auspicio de la isla revoluciona-ria, y sus organizadores, convertidos a la nueva estrategia por el ejemplo de Cuba, se haban a menudo adiestrado en ella en

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    el arte de la guerra insurreccional. Pero slo excepcionalmen-te ese auspicio iba a incluir aportes significativos de armas y otros recursos, y ello no slo por la modestia de los que La Ha-bana poda distraer con ese objetivo, y las dificultades para hacerlos llegar a los remotos focos de la futura revolucin continental (que hizo que tanta parte de esos recursos se vol-case sobre la comparativamente accesible Venezuela) sino porque la expansin al continente afloraba entre los objetivos de la Revolucin cubana slo como respuesta ocasional a vi-cisitudes especficamente cubanas ms que latinoamericanas (tanto en 1962-63 como en 1967-68 el acento puesto en la re-volucin continental reflej sobre todo la impaciencia de esa revolucin frente a las limitaciones que impona al proyecto de construccin del socialismo la estrechez del marco insular, y a las que le fijaba la deferencia debida a la Unin Sovitica).

    Sin duda el influjo cubano se hizo sentir todava de otros modos sobre el continente: la isla rebelde, aislada poltica-mente de ste, estaba obsesivamente presente en l a travs de la imaginacin colectiva, y la imagen fuertemente estilizada que sta acoga gravit decisivamente en la renovacin cultu-ral e ideolgica tan intensa en esos aos; a lo largo de ellos el gobierno revolucionario utiliz con admirable habilidad las oportunidades que ello le abra, y mientras los premios litera-rios que ofreca desde La Habana Casa de las Amricas se con-vertan en el primer equivalente latinoamericano del premio Goncourt o el Pulitzer, los psters de la revolucin, que ofre-can puntual contrapunto a las innovaciones neoyorquinas de la era del Pop-art, se constituan en muy apreciado elemento decorativo en los mbitos en que se celebraban los rituales del deshielo cultural en curso.

    Tambin en este aspecto, sin embargo, la proyeccin latinoa-mericana de la revolucin estaba menos vinculada a los obje-tivos centrales de sta de lo que se quera creer en el continen-te; cuando en 1970-71 la poltica cultural que en este aspecto haba asegurado a Cuba un lugar en esa Latinoamrica de la

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    que sus enemigos se haban jurado marginarla fue ruidosa-mente abandonada, ello se debi de nuevo a razones vincula-das ms con el curso general del proceso cubano que con su especfica dimensin latinoamericana.

    Ese proceso iba a avanzar cada vez ms decididamente por el rumbo que haba ya tomado en el primer ao de gestin re-volucionaria. Mientras ya en octubre de 1959 la prisin y jui-cio de Hubert Matos elimin al ltimo jefe militar opuesto a la nueva lnea, en enero de 1960 los sindicalistas que se resistan a su orientacin socialista y ahora claramente prosovitica se vieron marginados de la direccin del movimiento obrero, y reemplazados en ella en parte por veteranos organizadores del Partido Socialista Popular; en junio del ao siguiente ste se incorporaba a la organizacin poltica que deba reunir en su seno a todas las corrientes revolucionarias, y pronto la ma-yor experiencia organizativa de sus veteranos les asegur un influjo decisivo sobre un movimiento que por otra parte ha-ba adoptado en mayo una abierta definicin socialista y en noviembre, en la huella de su jefe, proclamara su fe marxista-leninista.

    Pero a comienzos del ao siguiente Castro convocaba a los cubanos al combate contra el sectarismo, que en el lenguaje de su flamante fe poltica achacaba a los viejos comunistas, a los que acusaba por aadidura de estar erigiendo sus propias for-talezas burocrticas en el Estado y la organizacin poltica uni-ficada; la campana antisectaria, que tuvo xito inmediato, puso en claro que en la nueva Cuba los resortes del poder deban se-guir en manos de los veteranos de la Sierra Maestra, y tanto ms firmemente cuanto ms ntimamente debiera aliarse a la Unin Sovitica (en 1968 la ofensiva contra la llamada micro-faccin de irreductibles viejos comunistas iba a acompaar al abando-no de las ltimas reticencias cubanas frente al socialismo real y alliderazgo sovitico en el campo socialista).

    Si a pesar de todo la colaboracin de los viejos comunistas segua siendo bienvenida, ello se deba a que la radicalizacin creciente de la revolucin estaba provocando como respuesta

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    un xodo de las clases altas y medias hacia los Estados Unidos que, si raleaba las filas de la oposicin interna, privaba por otra parte a un rgimen que estaba tomando a su cargo secto-res crecientes de la gestin econmica de auxiliares dotados de la competencia necesaria para manejarla con mnima efi-cacia; en este contexto se comprende mejor la bienvenida dis-pensada al aporte del partido comunista, que a ms de sus or-ganizadores y militantes populares contaba con un squito minoritario pero no insignificante en las clases medias.

    La campaa contra el sectarismo permiti adems desviar hacia los cuadros que el viejo partido haba ofrecido a la re-volucin parte del descontento que hacia 1962 comenzaba a aflorar aun en las clases populares frente al inesperado curso adverso tomado por la economa cubana a partir de 1961. Desde entonces, y durante el resto de la dcada, la revolu-cin iba a consumirse en la bsqueda de una frmula origi-nal para el socialismo cubano, que se esperaba diese solu-cin exitosa a los intrincados problemas afrontados por la economa islea.

    La penuria de 1962 no poda sin duda ser achacada exclusi-vamente a esos cuadros, por irritante que fuese a veces su sufi-ciencia, no siempre apoyada en una competencia indiscutible. A ms de las dificultades creadas por la ruptura del vnculo con los Estados Unidos, en torno al cual la economa cubana haba sido estructurada por casi un siglo, y que ahora dejaba paso a una guerra econmica sin cuartel por parte de la anti-gua potencia dominante, y todava las causadas por la vertigi-nosa integracin en otro bloque econmico organizado sobre criterios totalmente distintos, pesaba la herencia de las efme-ras polticas econmicas introducidas por la Cuba revolucio-naria durante su brevsima transicin al socialismo.

    stas, se recordar, se haban orientado hacia la diversifica-cin econmica con acento en la industria y apoyo en la ex-pansin del mercado interno, asegurada esta ltima por la ampliacin y redistribucin del ingreso impulsada por el Es-tado; lejos de aparecer extravagante, esta solucin era parte

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    del sentido comn compartido por las nuevas promociones de economistas latinoamericanos. La enorme concentracin del poder poltico creada por la revolucin hizo posible a Cuba llegar ms lejos que ninguna otra nacin latinoamerica-na en la aplicacin de esas polticas, que comenzaron por cre-ar una universal prosperidad pero en un ao agotaron las re-servas de divisas y en dos desembocaron en una crisis muy grave de la produccin azucarera, cuyas demandas haban sido sistemticamente postpuestas a las de la industria, que en condiciones de bloqueo resultaba cada vez ms difcil hacer arraigar en la isla.

    La primera respuesta a las dificultades econmicas fue una an ms exasperada radicalizacin del proceso revoluciona-rio; mientras en 1961 se completaba la demolicin de las for-talezas sociales de las clases privilegiadas con la supresin de clubes privados al estilo norteamericano, y la de las escuelas privadas, regenteadas en su mayor parte por congregaciones catlicas, otras innovaciones ms bsicas revelaban que la Re-volucin cubana se haba decidido a ser plenamente una revo-lucin social. La implantacin gradual de la segunda reforma agraria slo respet la propiedad de los campesinos parcela-rios, un sector muy poco significativo en Cuba, y aun la pro-duccin de stos fue incorporada al sistema de distribucin a cargo del Estado; el resto, que inclua casi todas las explotacio-nes agrcolas que de veras contaban, era reorganizado en granjas del pueblo, modeladas sobre los sovjozes soviticos; en la ciudad a la nacionalizacin de todo el sector industrial iba a seguir la apenas ms paulatina del comercio al menudeo.

    Esos avances, que iban ms lejos y ms rpido que los de la Europa del Este en la segunda postguerra, deban en parte su urgencia a la de las amenazas externas e internas que pesaban sobre la revolucin, que hacan que cada sector no controlado por sta fuese visto como un peligro potencial, pero la hostili-dad a cualquier residuo de una economa de mercado se apo-yaba adems en un rechazo moral sin duda ya presente en la tradicin marxista, pero sentido con particular intensidad

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    por quienes al volcarse en el leninismo no haban abandona-do su apasionada lealtad al moralismo cvico que era el ncleo vivo de la tradicin revolucionaria verncula. Desde su pers-pectiva, la adversidad econmica no tena consecuencias pu-ramente negativas; as, aun el racionamiento introducido en 1962 poda ser celebrado por algunos como un avance de la igualdad, pero tambin como un nuevo campo abierto al ejer-cicio de la virtud republicana...

    En un marco socioeconmico as redefinido, la prioridad reconocida a la industria iba a ser revisada; el nfasis comenz por trasladarse a rubros del sector primario poco explotados o afectados por muy baja productividad en la vieja Cuba; des-de la pesca, la avicultura y la minera del nquel hasta la gana-dera bovina y algunos rubros agrcolas menores se vieron as beneficiados, pero a partir de 1963 iba a admitirse que, cual-quiera que fuese la lnea fijada para el futuro desarrollo de la economa cubana, los recursos necesarios para impulsarlo de-ban provenir del viejo sector dominante, el azucarero, cuya onda crisis productiva era reconocida como la consecuencia quiz ms grave de los errores acumulados en la primera eta-pa de la gestin revolucionaria. Ya en 1963 Fidel Castro anun -ci que la rehabilitacin de la economa azucarera deba cul-minar en 1970 -el ao del esfuerzo decisivo- con una zafra de diez millones de toneladas, que casi duplicara los ms altos niveles histricos de la produccin cubana.

    Pero el deterioro era demasiado intenso para no requerir alivios ms inmediatos, y la experiencia probaba que, tanto como los errores cometidos en la fijacin de objetivos genera-les para la economa, influa en ese deterioro un mal manejo de sta a todos los niveles, debido sin duda en parte a la acu-mulacin de responsabilidades en manos poco expertas que era consecuencia de la inmensa remezn social causada por la revolucin, pero tambin a las incongruencias de un sistema de administracin de la economa que no era en rigor un siste-ma, sino una acumulacin desordenada de improvisaciones ad hoc. Ello trajo a primer plano los dilemas bsicos de la im-

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    plantacin del socialismo, que iban a dar tema a mediados de la dcada a un debate decisivo.

    En l, Ernesto Guevara, el mdico argentino que en la etapa insurreccional se revel brillante jefe guerrillero y luego de la victoria tom a su cargo con menos fortuna el manejo del sec-tor bancario e industrial, se identific apasionadamente con la alternativa que propona quemar etapas e implantar un socia-lismo duro y puro, eliminando tanto los residuos de la econo-ma de mercado como el uso de incentivos econmicos para es-timular la productividad de la fuerza de trabajo; Carlos Rafael Rodrguez, el nico dirigente del viejo partido comunista que se haba unido a la revolucin antes de su victoria, propona en cambio una marcha ms cauta y gradual, invocando tanto la necesidad de no ampliar el censo de enemigos de un rgimen ya no escaso de adversarios, como la imposibilidad de reclutar un personal calificado suficientemente numeroso para adminis-trar con mnima eficacia el sistema de decisin econmica cen-tralizada que la solucin preconizada por Guevara requera.

    Ese debate slo iba a ser resuelto en favor de los llamados incentivos morales por el arbitraje de Castro cuando el prin-cipal partidario de stos se haba alejado ya de Cuba. Pero, tal como la entenda Castro, la alternativa primero propuesta por Guevara dejaba de nuevo amplio espacio a la improvisacin desde lo alto; el manejo de la economa sigui marcado por una siempre recomenzada revisin de prioridades que, a medida que se agravaban las urgencias, adquira ritmo ms vertigino-so; al servicio de esas prioridades se movilizaban micro-briga-das de administradores y trabajadores excepcionalmente efi-caces, distrados con ese propsito de los sectores en que normalmente actuaban, pero se movilizaba sobre todo el ubi-cuo Jefe Mximo, que quera estar en la primera fila de ese co-tidiano combate con la rebelde economa cubana.

    Los resultados no fueron halageos, y por otra parte, mientras esa batalla incesante y confusa daba a los conducto-res de la economa la ocasin de revivir los exaltantes insom-nios de su juventud en la bohemia revolucionaria habanera,

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    para los trabajadores que deban ofrecer a cada paso nuevos esfuerzos decisivos la experiencia era considerablemente ms montona y frustrante; en un clima de escasez creciente de bienes materiales y con su fe en la sabidura de la conduccin econmica que los requera socavada por la acumulacin de fracasos, no se dejaban ya movilizar fcilmente por incentivos morales; los esfuerzos por aumentar la productividad fueron perdiendo intensidad hasta hacerse imperceptibles, y pronto fue preciso recurrir a una disciplina ms estricta para frenar la propagacin casi epidmica del ausentismo. Para algunos ob-servadores nada hostiles, Cuba se aproximaba a implantar un despotismo militar como recurso desesperado para mantener en la actividad y la obediencia a los trabajadores, pero si en efecto las sugerencias en favor de soluciones de esa laya no es-caseaban, las tentativas de implementarlas no llegaron dema-siado lejos y se revelaron tambin ellas ineficaces.

    Aunque esos problemas eran dolorosamente advertidos, se esperaba con todo que no alcanzasen a frustrar el xito del su-premo esfuerzo planeado para 1970; de este modo Cuba acep-taba someter la validez del modelo alternativo de economa y sociedad socialista en cuyo surgimiento quera creer con fe obstinada a la prueba de fuego de la zafra gigante. sta marc el paroxismo del estilo de gestin econmica favorecido por Castro; toda Cuba se transform en una micro-brigada, mien-tras un gigantesco grfico registraba en la Plaza de la Revolu-cin los avances de la gran cosecha. Finalmente debi admitir-se que, si sta haba sido de lejos la mayor en la historia de Cuba, haba quedado corta en ms de un milln de toneladas.

    El fracaso de la zafra fue reconocido implcitamente como un veredicto que impona renunciar sin reservas al camino al-ternativo al socialismo que Cuba se haba prometido inaugu-rar; desde ahora la URSS y el bloque del Este se transforman en el modelo econmico e institucional que Cuba se resigna a aplicar disciplinadamente. El resultado es no slo una mayor eficacia de la gestin econmica, sino, paradjicamente, un clima de convivencia social menos tenso y enrarecido que en

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    la etapa de invencin del socialismo que la dirigencia revolu-cionaria haba hallado tan estimulante.

    Si luego de diez aos de gestin tan decepcionante la revo-lucin no debi enfrentar desafos peores que el del desnimo de sus apoyos populares fue porque pese a esas decepciones la mayora de los cubanos que permanecan en Cuba seguan hallando motivos para sentirse identificados con ella. No slo le agradecan que hubiese cancelado triunfalmente la humi-llacin nacional que haba pesado duramente sobre la con-ciencia colectiva desde que la isla alcanz una independencia que no era independencia, no slo tampoco que -cualesquie-ra que fuesen las debilidades demasiado humanas de algunos de sus dirigentes secundarios- hubiese cancelado tambin la corrupcin que haba sido rasgo definitorio de la vida pblica cubana hasta 1959. La revolucin haba dado por aadidura beneficios ms tangibles, reflejados en los avances impresio-nantes de la salud pblica, y -en esta etapa, y sobre todo en el campo- en la vivienda; su imposicin de un orden social ms igualitario haba hecho seguir a las primeras campaas alfabe-tizadoras de la creacin de un sistema educativo que abra po-siciones de lite a los hijos de las clases populares y aun mar-ginales, que adquiri aun mayor envergadura porque la emigracin en masa de las clases medias abra claros que era urgente llenar; todo ello estaba creando en verdad una nueva sociedad que no poda ya imaginarse avanzando sobre los cauces del pasado, aunque no siempre se senta cmoda en los que en frentica sucesin le propona la dirigencia revolucio-naria, y que en 1970 iba a recibir con alivio el fin de la etapa en que la imaginacin haba estado en efecto en el poder.

    Ese fin iba a ser recibido con menos favor por el brillante squito intelectual que la Revolucin cubana haba sabido re-clutar en el pas y en el extranjero. Ya antes de ese giro decisivo haban surgido tensiones cada vez que desde el poder se busc imponer una ms estricta disciplina en el estilo de vida o en las actividades creadoras de la intelligentsia cubana; sta no po-da dejar de advertir que, aunque esas tentativas eran habi-

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    tualmente interrumpidas antes que la sangre llegase al ro, no dejaban de tener efectos que, acumulados a lo largo de un de-cenio, haban creado un clima que no poda ya compararse con ventaja con el de la Europa del Este. En cuanto a los sim-patizantes extranjeros, el gobierno de La Habana tuvo pronto motivos para lamentar haberlos convocado a seguir de cerca la gestin del socialismo cubano; las descripciones que iban a trazar de ella incitaran a un exasperado Fidel a denunciar a ms de uno de esos simpatizantes excesivamente crticos como agente de la CA, pero esa acusacin extravagante slo servira para avivar las dudas que sus poco halagadores retra-tos de la Cuba revolucionaria estaban ya sembrando entre los admiradores ultramarinos de sta.

    En 1971 el llamado caso Padilla, protagonizado por el poeta premiado por Casa de las Amricas en 1968 por un libro que desde el ttulo (Fuera de juego) proclamaba su toma de dis-tancia con el rgimen revolucionario, y que ahora, luego de su detencin por la polica poltica, ofreca una autocrtica en que se pintaba con los ms negros colores, vino a consumar la ruptura entre la revolucin y la mayor parte de los admirado-res que haban ganado en la intelligentsia europea y latinoa-mericana. Esa ruptura no parece haber pesado demasiado a los dirigentes revolucionarios; alineados stos sin reservas tras de la URSS desde que en 1968 Castro proclam justificada la intervencin militar en Checoslovaquia, en cuanto a Lati-noamrica se esforzaban por encontrar otros canales con el continente, reconcilindose con cuantos gobiernos estaban dispuestos a abandonar el cerco diplomtico; muy compresi-blemente esos nuevos interlocutores, le importaban ms que los que haba antes encontrado entre los corifeos de las nueva narrativa latinoamericana.

    Esa normalizacin de relaciones, deseable para Cuba en cuanto aliviaba el cerco impuesto por los Estados Unidos, era tambin tentadora para los gobiernos continentales, en cuan-to desdibujaba el perfil de la Revolucin cubana como polo al-ternativo al orden vigente, y la privaba as de parte de la efica-

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    cia con que se haba venido estimulando la polarizacin pol-tica en una Latinoamrica en difcil transicin.

    Los signos de que la alternativa cubana haba alcanzado una eficacia polarizadora considerable se acumulan en efecto a lo largo de la dcada. As se advierte ya en el Brasil, cuya explo-racin cada vez ms febril de nuevas alternativas polticas va a conocer un desenlace cuya brutal nitidez innova sobre un es-tilo poltico entre cuyos rasgos definitorios cuenta la prefe-rencia por las soluciones transaccionales y el horror por los conflictos demasiado bien perfilados. All la victoria de Janio Quadros, en las elecciones presidenciales de 1960, haba mar-cado -se recordar- el primer contraste electoral de la coali-cin populista surgida en 1945; elegido bajo el signo de la es-coba, Quadros haba sabido dar popularidad a motivos antes agitados con menos xito por una oposicin liberal de orien-tacin social cada vez ms conservadora. Con sta comparta la condena tanto moral como poltica del aparato sindical que gravitaba cada vez ms en la coalicin populista, a la vez que el repudio del intervencionismo econmico al que acusaba de ser el principal responsable de la inflacin ya crnica en Bra-sil; pero a esos motivos agregaba otros tomados en prstamo del populismo, y en primer trmino la reivindicacin del de-recho del Brasil a desarrollar una poltica exterior indepen-diente. Al parecer el nuevo presidente confiaba en que este programa, satisfactorio para las clases conservadoras brasile-as, sera hallado aceptable por los Estados Unidos, ya que su ortodoxia econmico-social equilibraba la mdica audacia de esa reivindicacin de independencia diplomtica. Se equivo-caba; pronto iba a descubrir en Kennedy a un interlocutor menos obsesionado que su predecesor por la ortodoxia eco-nmica y cada vez ms interesado en cambio en restaurar la disciplina paramericana luego del golpe que haba infligido a sta a Revolucin cubana.

    Pero lo que llev a la presidencia de Quadros a su catastr-fico desenlace fue, ms que el recelo de Washington, la des-

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    confianza creciente que el personalsimo estilo del nuevo mandatario estaba despertando entre los mismos sectores con cuyo apoyo haba alcanzado la victoria. l est en la raz de la crisis desencadenada en agosto de 1961, cuando Qua-dros decidi condecorar a Ernesto Guevara, de paso por Bra-sil. El previsible coro de protestas de la opinin conservadora tuvo por respuesta la dimisin presidencial, ofrecida como un sacrificio a las fuerzas oscuras que de otro modo -aseguraba el dimitente- se preparaban a devastar el pas. Para algunos ese documento que glosaba libremente el ltimo mensaje de Vargas procuraba movilizar a las huestes populistas en apoyo del jaqueado presidente; si se era el propsito, iba a fracasar de inmediato: en el Congreso el oficialismo y la oposicin coincidieron en aceptar la dimisin de Quadros, pese a que vena a abrir una peligrosa crisis de sucesin.

    Joo Goulart, elegido vicepresidente junto con Quadros, haba integrado la frmula rival de la encabezada por ste; identificado con todo lo que el liberalismo conservador haba hallado de inaceptable en el laborismo de inspiracin varguis-ta, a partir de la Revolucin cubana haba acentuado sus deva-neos con la izquierda, hasta tal punto que la renuncia de Qua-dros lo sorprendi en el curso de una visita a la China Popular, por entonces vista por todos los sectores hostiles al comunismo con un horror mucho ms intenso que la propia Unin Sovitica.

    Por unos das pareci que el ejrcito se dispona a cerrar a Goulart el acceso a la presidencia; finalmente una frmula de compromiso adoptada ante la negativa del sector llamado le-galista a apoyar la iniciativa elimin ese veto, pero impuso como condicin para ello la adopcin de una reforma consti-tucional (votada con sincero entusiasmo por el Congreso) que, al introducir un rgimen parlamentario, reduca drsti-camente las atribuciones presidenciales. Goulart acept slo provisionalmente ese temperamento, y de inmediato se con-sagr a preparar el plebiscito que en enero de 1963 le devolve-ra la plenitud de facultades; slo luego de su victoria se deci-

  • 554 III ACOTAMIENTO DEL ORDEN NEOCOLONIAL

    dio por fin a afrontar la situacin econmica que en los dos aos largos desde la asuncin de Quadros haba pasado de di-fcil a crtica, en parte porque la entera clase poltica, absorbi-da en las complejas maniobras de una confusa lucha interna, la haba dejado avanzar a la deriva.

    Para ello convoc a un brillante equipo de colaboradores, entre los cuales se contaba uno de los ms escuchados econo-mistas madurados en la CEPAL, Celso Furtado, cuyo progra-ma buscaba integrar el esfuerzo de estabilizacin impuesto por una inflacin cercana a descontrolarse con objetivos de largo plazo que incluan la modernizacin econmica y la re-forma agraria, sobre las lneas preconizadas por la CEPAL y luego recogidas por la Alianza para el Progreso.

    Ese programa iba a ser gradualmente abandonado ante la resistencia de los sindicatos, que constituan la ms slida base poltica del presidente. En medio de inflacin y tensiones crecientes, ste se consagr a ampliar esa base, buscando in-corporar a ella a sectores populares hasta entonces no movili-zados polticamente, al precio de extender estas tensiones a zonas hasta entonces relativamente poco afectadas por ellas. ste era el propsito de la propuesta concesin del derecho de sufragio a la tropa y el de organizacin sindical a los suboficia-les del ejrcito; esta ltima iniciativa era encontrada particu-larmente alarmante por los oficiales, y contribuy decisiva-mente a debilitar el apego al orden constitucional del sector llamado legalista, que en 1961 haba asegurado el acceso de Goulart a la presidencia contra la oposicin de buena parte de sus camaradas de armas.

    Complementaria de esa iniciativa era la que propona con-ceder el voto a los analfabetos, previa legalizacin de la sindi-calizacin campesina y adopcin de un programa de reforma agraria; el resultado poltico que se esperaba alcanzar as era el desmantelamiento de las fortalezas erigidas por las fuerzas polticas tradicionales de base rural en los gobiernos estadua-les y en el congreso federal; pero ese objetivo era necesaria-mente remoto, y la introduccin de esos temas en la agenda

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    poltica presidencial tuvo como consecuencia inmediata en-conarla oposicin de esas fuerzas, que se sentan amenazadas en su existencia misma.

    Las alarmas creadas por esa audaz tentativa de transforma-cin de las bases sociales del poder poltico en Brasil pronto se extendieron ms all de las lites polticas directamente ame-nazadas por ella, en parte porque esa tentativa era presentada, sin duda sinceramente, como un aspecto de una transforma-cin social no menos revolucionaria, que -se aseguraba- era urgente que el Estado encarara, anticipndose a los tormentas apocalpticas que de lo contrario desencadenara la impacien-cia creciente de las masas excluidas de los beneficios del orden vigente. As, Celso Furtado justificaba su opcin por la refor-ma agraria invocando la situacin prerrevolucionaria que vi-va Brasil; era ella la que haca necesario sacrificar la preemi-nencia de la clase terrateniente para impedir que la revolucin brasilea encontrase su Yenn en el sertao nordestino...

    Sin duda no era imposible descubrir en la deferential so-ciety del Brasil arcaico algunos resquebrajamientos que pare-can confirmar ese diagnstico y pronstico, pero no era claro para todos que ellos proviniesen (como afirmaba Furtado junto con tantos otros) del espontneo despertar de las masas rurales, y no ms bien de la febril actividad de quienes rivali-zaban en el propsito de suscitar y guiar sus futuras moviliza-ciones. As las Ligas Camponesas (Campesinas), que pronto alcanzaron celebridad mundial, haban sido organizadas por un talentoso abogado de Recife, Francisco Julio, con el bene-plcito de la Iglesia y para ofrecer alternativa a las patrocina-das por el Partido Comunista, que en la dcada de 1930 haba logrado reunir un squito (sin duda ms urbano que rural) en la regin.

    Pronto las fuerzas conservadoras hallaron ocasin de pre-guntarse hasta qu punto esas iniciativas destinadas a ofrecer alternativa a la revolucin las favorecan; seguras de su capa-cidad de controlar por mtodos probados cualquier veleidad de indisciplina de las masas rurales, iban a encontrar cada vez

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    ms motivos para rehusarse a diferenciar entre quienes osa-ban invadir su coto poltico proclamando propsitos revolu-cionarios y quienes proponan alternativas a la revolucin. As ocurri ya cuando Francisco Julio declar ver en la Revo-lucin cubana el modelo para el Brasil futuro, sin perder por ello las simpatas eclesisticas, e iba a ocurrir cada vez ms fre-cuentemente a medida que se pasaba del debate doctrinario al conflicto poltico; al arreciar ste, aun el presidente Goulart, formado en la escuela de las luchas de clanes y partidos rio-grandenses y la no ms revolucionaria del ambiguo populis-mo varguista, pas a convocar a las masas que se propona arrojar en pacfica ofensiva contra la mayora conservadora del Congreso recurriendo a acentos ms adecuados al Lenin de una inminente revolucin brasilea...

    Mientras se definan con nitidez creciente las lneas del conflicto interno a la lite militar y poltica, la gestin econ-mica de Goulart, totalmente orientada a facilitar la moviliza-cin de las masas urbanas y rurales con cuyo apoyo se propo-na zanjarlo, se traduca en un agravamiento progresivo de la inflacin, que vena a profundizar aun ms las fisuras en la an-tigua coalicin populista, reflejadas ya en 1960 en la victoria electoral de Quadros; en las ciudades las clases medias se identificaban cada vez ms activamente con la oposicin, y a comienzos de 1964 iban a ofrecer squito multitudinario a las marchas de madres cristianas que, encabezadas por veteranos mariscales, declaraban su oposicin irreconciliable al comu-nismo que, segn denunciaban, era propsito del presidente instaurar en Brasil.

    El 31 de marzo de 1964 una intervencin militar iba a elimi-nar radicalmente ese supuesto peligro; invocada abiertamen-te por los gobernadores de los mayores estados del Brasil mo-dernizado, contaba con el beneplcito apenas menos pblico de la embajada de los Estados Unidos, que haba seguido de cerca el avance de la conspiracin, y con el del Congreso, que, ante la fuga de Goulart, quien -como tantos otros caudillos riograndenses antes que l- se apresur a buscar refugio en el

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    Uruguay, declar vacante la presidencia y la encomend inte-rinamente al presidente de la cmara de diputados. Ese desen-lace encontr una recepcin ms entusiasta de lo que sus pro-motores haban osado esperar; no slo las clases medias se unan con fervor sincero al cortejo de los vencedores; una es-tudiosa norteamericana de las favelas de Ro, Janice Pearl-man, que hasta la vspera haba compartido la nocin que re-conoca en ellas a uno de los focos potenciales de la revolucin brasilea, descubri el primero de abril que sus favelados se lanzaban sobre el centro de la antigua capital no para iniciar ninguna desesperada resistencia sino para unirse tambin ellos a las celebraciones...

    Lo que stas festejaban no era exactamente la abolicin del rgimen constitucional por un golpe militar; la tradicin pol-tica brasilea admita, tanto a nivel federal como estadual, in-tervenciones violentas de la fuerza armada que de algn modo lograban integrarse en un proceso aproximadamente constitucional, y pudo parecer en abril de 1964 que el episo-dio que culmin en la destitucin de Goulart, impuesta en es-trecha alianza por el sector mayoritario de la clase poltica y de la clase militar, se ubicaba aun en esa lnea tan tradicional.

    La depuracin del Congreso, que elimin a los parlamenta-rios ms comprometidos con el expresidente, expresaba to-dava la coincidencia de la antigua oposicin parlamentaria y la militar, pero el hecho de que esa depuracin encontrase su base legal en atribuciones extraconstitucionales conferidas al presidente por un acta institucional promulgada por el co-mando militar revolucionario anticipaba que esa coinciden-cia no iba a cimentar una alianza entre iguales; ello qued confirmado por la eleccin que el congreso hizo del mariscal Castelo Braneo, jefe del movimiento militar del 31 de marzo, para completar el perodo presidencial iniciado por Quadros en 1961.

    El nuevo rgimen iba a afrontar la lucha contra la inflacin a partir de compromisos polticos con los distintos sectores de la sociedad brasilea que eran cabalmente opuestos a los

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    del presidente derrocado. Esos compromisos se reflejaron en la firmeza con que Roberto Campos, a quien confi la direc-cin de su poltica econmica, busc frenar el avance inflacio-nario mediante un control de salarios que vino a disminuir su nivel real, y una dura recesin de la economa, que se tradujo en avances de la desocupacin urbana. Si algo tena en comn la nueva poltica econmica con la anterior era que tampoco ella tena por el momento nada que ofrecer a las clases medias. Los resultados de corto plazo fueron decepcionantes, y ello se reflej en una vertiginosa prdida de popularidad del rgi-men, confirmada por la derrota sufrida en las mayores ciuda-des por los candidatos oficialistas en las elecciones municipa-les y estaduales de 1965.

    Ese contraste impuls al nuevo rgimen a apartarse an ms decididamente de la tradicin constitucional. Una se-gunda acta institucional, que autorizaba a funcionar a slo dos partidos polticos, uno oficialista -que se organizara bajo la etiqueta de Alianza Renovadora Nacional y la sigla ARE-NA- y otro -el Movimiento Democrtico Brasileo, o MDB-destinado a dar hogar comn a aquellos opositores que no ha-ban sido privados de sus derechos electorales, e institua ade-ms la eleccin indirecta de presidente y vicepresidente, fue seguida de una tercera que eliminaba la eleccin popular de gobernadores y alcaldes de las capitales estaduales.

    Hasta ahora, con todo, el apartamiento de la tradicin constitucional era menos marcado que bajo el Estado Novo, y la represin, aunque incluy prisiones, torturas y muertes inexplicadas, no superaba en ferocidad a la que Brasil haba conocido a partir de 1935, e impona menos trabas a la vida ideolgica y cultural que el varguismo en su etapa autoritaria; ese rgimen cada vez ms abiertamente dominado por el ejr-cito no pareca exceder an los mrgenes dentro de los cuales se haba desarrollado hasta entonces la experiencia poltica brasilea.

    A la vez, el nuevo rgimen presentaba dos rasgos que no se ajustaban del todo a la tradicin madurada a travs de esa ex-

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    periencia. Uno -que ofreca eco local a una transformacin ya evocada en el marco latinoamericano- era la nueva modali-dad de la influencia militar en el gobierno, que no era ya la de un indiscutido caudillo poltico del cuerpo de oficiales, sino era ejercida corporativamente por ste, modalidad que iba pronto a encontrar reflejo institucional en el peculiar sistema de sucesin presidencial adoptado en Brasil. El otro rasgo no-vedoso reflejaba ms bien el acrecentamiento de las tensiones que era en buena medida consecuencia del impacto de la Re-volucin cubana, y era la tendencia del rgimen a responder a los desafos que le llegaban de sus gobernados radicalizando sus posiciones originarias, que -se ha indicado ya- innovaba profundamente sobre el estilo tradicional de la poltica brasi-lea. Esas innovaciones encontraban razonada justificacin en los escritos del general Golbery de Couto e Silva, terico de la doctrina de seguridad nacional a cuya mente frtil iba a de-berse ms de una de las soluciones institucionales que el rgi-men iba a seguir improvisando para remover obstculos en su camino.

    El perfilamiento de un rgimen ms innovador de lo que se haba esperado en 1964 iba a acelerarse gracias a la crisis de 1968. El presidente Castelo Branco haba obtenido que su mandato presidencial, que constitucionalmente deba cesar en 1966, fuese prolongado por un ao, a la espera del demora-do retorno de la prosperidad que se esperaba ofreciese final-mente premio a la austeridad impuesta por Roberto Campos. Esa prosperidad comenz en efecto a despuntar en 1967, y el sucesor del primer presidente militar iba a ser elegido en un clima ya ms optimista. Lo fue por el arbitraje del cnclave de jefes de regiones militares, que lo escogieron de una lista de candidatos preparada por los generales en actividad, y some-tieron su nombre al congreso, que se apresur a darle investi-dura constitucional. El general as agraciado, Arthur de Costa e Silva, aunque estaba lejos de ser un populista, irradiaba una bonhoma aplebeyada muy distinta de la fra austeridad que haba distinguido a Castelo Branco, y pareca por ello perso-

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    niear una tnica ms dispuesta a la apertura poltica y eco-nmica, que la nueva coyuntura estaba sugiriendo al rgimen militar.

    Mientras gracias a Delfim Neto, reemplazante de Roberto Campos, la economa brasilea era invitada desde el gobierno a dejarse llevar con confianza por la nueva onda expansiva, la tolerancia con que eran recibidas las manifestaciones cada vez ms abiertas de oposicin poltica abri el camino a una agi-tacin que a lo largo de 1968 iba a crecer impetuosamente en las mayores ciudades de Brasil. Apoyada por todos los caudi-llos que haban ganado ascendiente en la etapa clausurada en 1964, desde Goulart y Kubitschek hasta Quadros y Lacerda, la protesta tuvo por punta de lanza el movimiento estudiantil universitario. Estimulado por ese despertar poltico, el con-greso abandon sbitamente su docilidad para negarse a las expulsiones de sus miembros ms estridentemente oposito-res, que le haba solicitado el presidente.

    La crisis as planteada iba a superarse mediante un nuevo endurecimiento, que impuso niveles de represin desconoci-dos hasta entonces en Brasil. El acta institucional nmero cin-co autoriz al presidente a disolver el congreso, y a distribuir con mano prdiga las privaciones de derechos electorales y ci-viles, extendiendo la depuracin de la esfera poltica y sindi-cal a la universitaria, cultural y profesional, cuyas agitaciones acababan de revelarse peligrosas. Al ao siguiente la crisis de salud de Costa e Silva permiti su reemplazo por el general Garrastazu Medici, ferviente partidario de esa poltica dura-mente represiva; pareca as completarse la transicin que ha-ba creado a tientas un nuevo rgimen sobre las ruinas de la Segunda Repblica.

    Esta creacin, que apareca tan novedosa como slida, iba a ser presentada por estudiosos de la poltica como ejemplo pa-radigmtico del estado burocrtico-autoritario que a su juicio estaba madurando en Latinoamrica en respuesta a las necesi-dades de la nueva etapa de industrializacin, que el populismo y el desarrollismo haban sido incapaces de satisfacer.

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    La nueva configuracin poltica apareca caracterizada no slo por el ya recordado predominio del ejrcito como insti-tucin, y no ya de un caudillo surgido de sus filas, sino ms an por la construccin bajo gida militar de un aparato esta-tal organizado con criterios de eficacia tecnolgica y adminis-trativa, que aseguraba a expertos dotados de adecuada forma-cin profesional, en campos que iban desde la economa hasta la fsica aplicada y la agronoma, un papel sin duda subordi-nado, pero una esfera de competencia mucho ms vasta que en la etapa anterior. Ese Estado era expresin poltica del en-tendimiento entre la lite militar, la empresaria nacional y las firmas trasnacionales que deben tener papel principal en esa nueva etapa industrializadora; mientras cultivaba un contro-lado pluralismo en el manejo de las relaciones entre esos ele-mentos a los que reconoca ciudadana poltica, marginaba de la esfera de las decisiones a las clases subordinadas, mediante sus despolitizacin ideolgica y su fragmentacin y desarticu-lacin, aseguradas por una vigilancia celosa de cualquier esfuerzo organizativo que aspirase a ir ms all de la lite eco-nmico-social; se advierte muy bien cmo tanto en sus rela-ciones con esa lite como con las masas el estado burocrtico-autoritario tena muy poco en comn con el estado fascista, que haba sido a la vez totalitario y movilizador.

    En Brasil esa diferencia (mayor que la que haba corrido entre el estado fascista y el Estado Novo) se vea reflejada en la nueva orientacin del control del gobierno sobre los sindica-tos, que buscaba desmovilizarlos y ya no movilizarlos en apo-yo de la poltica dominante, pero tambin en la persecucin sistemtica de cualquier forma asociativa que amenazara abrir un espacio para la organizacin poltica, as fuese con-trolada, de los grupos subordinados, y en el fomento de aqu-llas capaces de volcar las energas de esos grupos hacia objeti-vos menos temibles, desde el ftbol hasta los carnavales, que se acompaaba desde luego de una vigilancia alerta frente a cualquier deslizamiento de stas hacia actividades menos ino-centes.

  • 562 III. AGOTAMIENTO DEL ORDFN NEOCOLONIAL

    Lo que tiene en comn ese estado burocrtico-autoritario con el estado fascista es en cambio la brutalidad sistemtica de sus respuestas a cualquier desafo opos