Una entrañable historia sobre la búsqueda de sí mismo · ¿Pero qué se puede esperar de un...

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Y de pronto cambió mi vida Una entrañable historia sobre la búsqueda de sí mismo Cristina Jimena 3.ª edición

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Y de pronto cambió mi vida

Una entrañable historia sobre la búsqueda de sí mismo

Cristina Jimena

3.ª edición

La presente edición ha sido revisada atendiendo a las normas vigentes de nuestra lengua, recogidas en la Ortografía de la lengua española (2010), Diccionario Panhispánico de Dudas (2005) y Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (2001). Estas dos últimas están en proceso de adaptación a la Nueva gramática de la lengua española (2009) y a las normas de la nueva edición de la Ortografía de la lengua española (2010).

Y de pronto cambió mi vida. 3.ª ed.

© Cristina Jimena Marín

http://www.ecu.fm/cjimena

Primera edición: 2012Segunda edición: 2013Tercera edición: 2014

ISBN: 978-84-15787-93-8Depósito legal: A 272-2013

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/ Decano, n.º 4 - 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 96 567 19 87C/ Cottolengo, n.º 25 - 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

A Michael.Porque de pronto cambiaste mi vida.

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Yo he nacido tres veces. Y he muerto muchas.

Lo poco que recuerdo de la primera vez que nací es que fue una experiencia bastante desagradable.

Con lo a gustito que yo estaba.... Quizás un poco apretujado, pero me gustaba estar allí. De vez en cuando, alguno de mis hermanos me daba una patada. Yo se la devolvía y todos tan contentos.

Aunque la verdad es que, como no hacíamos mucho ejercicio —en realidad nos pasábamos el día tumbados sin pegar ni golpe—, tanto mis hermanos como yo empezamos a ponernos gordísimos. Tanto, que ya casi no cabíamos todos. Por eso no me supo especialmente mal cuando, de pronto, uno de ellos se resbaló hacia abajo y desapareció.

«¿Adónde habrá ido este? Bueno, a mí qué más me da. Así estaremos más cómodos», cavilé.

Si bien, comencé a inquietarme cuando, al cabo de un momento, otro le siguió.

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«¡¿Pero dónde van estos chalados?!»

Y la cosa empezó a no hacerme nada de gracia cuando, del mismo modo, se esfumó el tercero.

Acomodado en mi existencia despreocupada, acostum­brado a mi entorno, hasta ese instante me había dejado lle var felizmente por la inercia.

Ahora me sentía turbado, perplejo, receloso. La satisfac­ción me abandonó. Las dudas me asaltaron.

«Si se van todos, tendré más espacio para mí... Aunque, sin nadie a quien atizar puntapiés, podría aburrirme... Por otro lado, ¿y si el motivo de que se estén largando es que han descubierto un lugar mejor?»

Y así fue como me encontré ante la primera gran disyunti­va de mi vida: «¿me voy o me quedo?»

Maremoto de elucubraciones en mi mente.

La suspicacia entró en escena, acompañada por un ilustre séquito: reticencia a perder lo que se tiene; temor a aventu­rarse en un futuro incierto; anhelo de nuevas y mejores pers­pectivas.

«¿Me voy o me quedo?»

«Me voy».

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Esperanza. Ilusión. Optimismo.

«Me quedo».

Inseguridad. Cautela. Miedo.

«¡¿Me voy o me quedo?!»

No fui yo quien decidió.

De repente, me vi arrastrado hacia abajo, sin que yo pu­diera hacer nada para evitarlo. Era como si algo me estuviera succionando. Atravesé un túnel estrecho y oscuro. El túnel se abrió y caí sobre algo blando y mojado. Ese algo resultó ser mi hermano, pero no pude verlo hasta pasado un tiempo, pues cada vez que intentaba abrir los ojos, un blanco resplandor me dejaba ciego por un buen rato. Iba de susto en susto.

Medio cegato, y un poco dolorido por el extraño paseito que acababa de dar, de pronto sentí como una cosa cálida y húmeda acariciaba mi tembloroso cuerpo. Esa cosa resultó ser la lengua de mi madre, pero no lo supe hasta que poco a poco me acostumbré a la luz y conseguí abrir los ojos.

Si hubiera sido más listo, habría podido percatarme de que ya en esos primeros momentos de mi vida se manifestó una máxima que me perseguiría durante el resto de mi existencia: con frecuencia las cosas resultan no ser lo que parecen a primera vista. ¿Pero qué se puede esperar de un perro recién nacido? ¡Uno no puede venir al mundo sabiéndolo todo!

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La placidez que protagonizó los primeros días de mi vida me resarció de los sobresaltos del alumbramiento.

En realidad, yo no notaba gran diferencia entre nuestra nueva vida en el Mundo de la Luz y la que teníamos antes en el Mundo de la Oscuridad. Seguíamos pasando el día tumbados sin pegar ni golpe. Solo que ahora ya no estábamos dentro de mamá, sino junto a ella en una cómoda cesta. La gran novedad eran las fuentes de un delicioso líquido blanco y calentito que mamá tenía en la barriga. ¡Qué cosa tan rica! Mis hermanos y yo bebíamos y bebíamos, luego nos echábamos una siestecita, y al despertar volvíamos a beber. Y así siempre.

Cuando ya creía que nada podía enturbiar mi absoluta felicidad, pasó algo terrible. Uno de esos seres tan grandes y distintos a mamá —a los que ella llamaba humanos—, que solían merodear cerca de nosotros, nos daban comida y de vez en cuando nos acariciaban, me agarró y me separó de mi familia. No me asusté demasiado al alejarme en brazos del humano, pues pensaba que eran nuestros amigos. Pero pronto empecé a echar de menos a mamá y, al ver que los humanos no me llevaban de vuelta con ella, el desasosiego se apoderó de mí.

Nunca volví a ver a mi familia.

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Un día el humano me metió en una caja.

—¡No, no! ¡Ahora me gusta más el Mundo de la Luz! ¡Sácame de aquí! —grité y chillé hasta desgañitarme. Pero no me sacaban.

La caja empezó a moverse, me tambaleaba de un lado a otro y, de pronto, quietud.

Sentía claustrofobia y náuseas. Por supuesto, quería salir de aquel espacio diminuto y oscuro. Sin embargo, la incertidumbre de qué me esperaba en cuanto me sacaran de allí me provocaba una ansiedad espantosa.

Oí voces. Entre ellas, llegó a mis oídos una hasta el mo­mento desconocida. Una voz que me acarició con la misma ternura con que me mimaba mi madre. Una voz femenina.

La caja se abrió, y vi unos ojos grandes, dulces y llenos de vida muy cerca de los míos, que me miraban emocionados.

—¿Te gusta, cariño?

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—¡¿Que si me gusta?! ¡Es precioso! ¡Un beagle, mi raza preferida! ¡Gracias, mi amor, muchas gracias!

«¿Un beagle? ¿Eso qué es? ¿Están hablando de mí?», pensaba yo, un tanto confundido, mientras la dueña de los ojos bonitos me besaba y me abrazaba. Lo hacía de un modo distinto a mamá, pero la verdad es que me encantaba.

Pobre mamá, qué triste se hubiera puesto si se hubiese enterado del poco tiempo que tardé en enamorarme de otra. De Lucía.

Sentí que volvía a nacer. Al salir de aquella caja y ver la luz de nuevo, al desaparecer el temor y volver la ilusión, al sentirme querido... Sí, para mí aquello fue como un segundo nacimiento.

Lucía y Daniel estaban recién casados, y yo prácticamente recién nacido, así que los tres comenzamos una nueva vida juntos.

Me costó comprender que tenía que compartir el amor de Lucía con Daniel, pero llegué a acostumbrarme. En realidad, Daniel era un buen tipo. Por muchas perrerías que le hiciera, él seguía portándose bien conmigo. Poco a poco empecé a cogerle el gusto a nuestros paseos nocturnos y a nuestras charlas de hombre a perro. Y acabé queriéndole también a él.

Disfrutábamos tanto de nuestras largas caminatas por la playa, bañándonos en calas solitarias, de nuestras excursio­nes al campo, tomando el suave solecito del invierno en nues­tro jardín, de las paellas del domingo... Fueron años felices.

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Entonces ocurrió.

—¡Pepe, Pepe, ven aquí, guapo! ¿Dónde está mi perrito? ¡Pepe!

—¿Todavía no ha vuelto?

—¿Le has dejado salir?

—Sí, quería darse un garbeo, ya le conoces. Pero debería haber vuelto ya.

—Pues no, no ha vuelto.

—No te preocupes. Voy a buscarle.

Pepe era un perro joven, inquieto e independiente, le gustaba darse paseos él solo por los alrededores de la casa, pero nunca se alejaba mucho. Cuando volvía a casa, llamaba al timbre a su modo, ladrando y dando golpecitos a la puerta. Sabían que Pepe

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era un perro muy especial, que necesitaba su dosis de libertad para ser feliz. Pero también sabían que nunca les abandonaría. Así que le permitían sus salidas solitarias de vez en cuando. Hasta que un día no volvió.

No podían explicarse lo que había ocurrido. Lucía y Daniel buscaron a Pepe durante muchos, muchos días. Desesperados, le buscaron por las calles de la ciudad, en los parques, por las carreteras cercanas, por la playa, en el campo y hasta en las perreras. Le buscaron y le buscaron, pero Pepe no apareció. Ni rastro.

Nunca dejaron de echar de menos a su primera mascota, aquel perro listo y un poco golfo, pero dulce, sociable, leal y afectuoso como el que más. Era el perro más «humano» que habían visto jamás. Parecía saber exactamente lo que quería y lo que no, y no daba su pata a torcer hasta conseguirlo. La determinación y la tozudez que le caracterizaban eran apabullantes.

Era un alma libre, así que se negaba a llevar su collar de perro, y no dudaba en desollarse rascándose hasta conseguir que se lo quitaran. Una cosa estaba clara, si vivía con ellos, no era por dependencia, sino por amor.

¡Qué difícil fue acostumbrarse a vivir sin Pepe!

Pero el tiempo pasa, y la vida sigue...

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¡Ay, qué mareo tengo! Ya no estoy yo para estos trotes. Estos viajecitos en coche me van a matar. Con lo bien que se está en casa... ¿Por qué les gustará tanto ir de vacaciones? Por favor, por favor, por favor, que no vayamos otra vez a un sitio donde haga mucho calor. Todos los veranos lo mismo: dos semanas asfixiándome bajo una sombrilla, asándome en alguna playa abarrotada, desde que sale hasta que se pone el sol. Aunque lo peor no es el calor, sino los apestosos efluvios. ¡Qué poquita consideración para con nosotros los canes de fino olfato! Montones de humanos sudorosos, ¡y venga ponerse crema sobre el sudor! ¡Por Dios, qué peste! Y yo, dos semanas mareado, al borde del vómito. ¡No quiero ir de vacaciones!

Vaya, nos hemos parado. ¿Hemos llegado ya? Pues parece que sí. Venga, a estirar las patas y echar una meadita.

¡Qué bochorno! ¿Pero por qué me hacéis esto? Con el fresquito tan rico que hace en Alemania...

¡Qué vueltas da la vida! Cuando llegué a mi nueva casa no paré de tiritar en varios meses. ¡Cómo echaba de menos el sol al que estaba acostumbrado! Y hoy día siempre ando buscando

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la sombra. Y precisamente eso voy a hacer ahora mismo. Venga, daos prisa con las maletas, que quiero ir al hotel. Ojalá funcione bien el aire acondicionado de la habitación.

Espera Bettina, ¿tú también lo hueles? No me estires de la correa, espera un momentito. Ese olor tan… familiar. Huele a mar, como todos los años en las vacaciones, pero esta vez es distinto. No huele como el verano pasado en Grecia. Allí olía a mar con tzatziki. Ni es el olor de Italia: mar con pizza margarita. Tampoco huele a mar con kebap como en Turquía. Ni a mar con escargots como en Francia. ¡Aquí huele a mar con paella!

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Desde el momento en que bajé del coche, me invadió una extraña sensación de familiaridad que me contrariaba e inquietaba. Tenía que averiguar qué estaba pasando. Sabía que, en cuanto Bettina hubiera deshecho su maleta y guardado rápidamente sus cosas en el armario, bajaríamos a la playa. Papi y Mami tardarían un poco más en unirse a nosotros. Quizás podría aprovechar un descuido de mi compañera de juegos para ir a inspeccionar el lugar. En cuanto se metiese en el agua, me piraría. Pero tenía que actuar con celeridad, pues si Mami me pillaba, me iba a pasar todas las vacaciones atado a la sombrilla.

—Lo siento, Bettina, mi adorable niña, no quiero darte un disgusto, pero tengo que hacerlo. He de investigar algo. No tardaré.

Me puse en camino sin saber exactamente qué estaba buscando y hacia dónde me tenía que dirigir. Todo lo que veía por el paseo marítimo me resultaba cada vez más familiar. Empezó a embargarme una excitación y, al mismo tiempo, una congoja indescriptible. El sonido de las voces de la gente (¡hablaban el idioma de Lucía y Daniel!), el olor a fritura de

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pescado, a alioli y a paella, el rugir de las motos en la carretera, las elegantes palmeras, soportando estoicamente los rigores del verano... Sin todavía poder dar crédito a mis sentidos, eché a correr loco de emoción, hasta llegar aquí.

Desde lejos, vi a Lucía en el jardín, tumbada en una hamaca, leyendo un libro. Lucía, la que fue reina de mi corazón, mi amor perdido... Allí estaba, en el jardín donde disfrutamos juntos de tan buenos momentos, como si no hubiera pasado el tiempo, como si estos cinco años de distancia no hubiesen existido. Temblando como un flan, me acerqué hasta la valla del jardín y la observé unos segundos. Iba a llamarla cuando de pronto salió Daniel al jardín. No iba solo, tú le seguías meneando el rabo y dando saltitos. Te dirigiste hacia Lucía, ella te cogió en brazos y empezaste a besuquearla.

Con el corazón hecho pedazos, me quedé un rato plantado como un pasmarote, mirando como ella acariciaba tu inmaculado pelo blanco y sedoso. Cuando el dolor se hizo insoportable, di media vuelta y me largué.

Por suerte, llegué a la playa justo en el momento en que Bettina salía del agua. Si por ella fuera, se pasaría horas y horas metida en el agua. Siempre sale del mar o de la piscina casi azul y arrugada como un garbanzo. Mami suele pasarse las vacaciones enteras gritándole que por el amor de Dios salga de una vez del agua. Pero, si esos gritos surtían poco efecto cuando era una dulce niña de nueve años —la edad que tenía Bettina cuando la conocí—, mucho menos lo hacen ahora que es una muchachita rebelde y respondona de catorce.

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Bettina se encaprichó conmigo nada más verme, siendo yo un jovencito de tres años. Sin embargo, yo no fui capaz de corresponder a su amor hasta pasado un tiempo. Mi corazón ya tenía dueña: esa que hoy día acaricia tus blancas melenas. ¡Mira que sustituirme por un white terrier! ¡¿No había un bicho más cursi en todo el planeta?! Eh... lo siento, no quería ofenderte.

Bueno, como te decía, no resultó fácil, pero hoy día Bettina y yo somos compañeros inseparables. Esa chiquilla tiene una sensibilidad especial. Imagínate, hasta se ha dado cuenta de lo que está pasando. Anoche me abrazó, puso su cara junto a la mía, y me dijo que no estuviera triste. Y hoy, durante nuestro paseo matutino, me ha dejado suelto para que marcara yo el camino.

La he traído aquí, y juntos hemos mirado mi casa, quiero decir, tu casa. Creo que lo ha comprendido todo. Ha entendido que yo no era un pobre perro vagabundo español al que una familia de turistas alemanes salvaron la vida llevándoselo a casa, como ella y sus padres creían. Ellos querían ayudarme —en el extranjero los españoles tienen fama de tratar a los animales con crueldad, de abandonarlos en las calles, de torturarlos (¿por qué será?)— y en realidad lo que hicieron fue secuestrarme.

Bettina me ha dado un beso en la cabeza, me ha dicho que haga lo que tenga que hacer, y se ha dirigido hacia el parque de aquí enfrente. El parque donde ella, Papi y Mami me en­contraron hace cinco años. Se ha sentado en un banco y se ha puesto a llorar. Me hubiera gustado ir a consolarla, pero no he podido. Tenía que venir a hablar contigo, con el que ocupa mi lugar, con el que yo podría haber sido, y no soy.

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—Discúlpame, no me he presentado. Mi nombre es Pepe, pero desde hace tiempo me llaman Max. Puedes llamarme como más te guste. Al principio me resistía a que me cambia­ran el nombre, pensaba que eso podría provocarme una crisis de identidad o algo así. Mi familia alemana venga a llamarme Max y yo venga a mirar para otro lado. Pobrecillos, no les ha­cía ni caso. Hasta que me di cuenta de que, me llamasen como me llamasen, yo siempre seguiría siendo el mismo. Lo que im­porta es que tú tengas claro quién eres, ¿comprendes?

—Yo soy Lucas.

—¡Qué nombre tan gracioso para un perro! Veo que también a ti te pusieron nombre de persona.

—Pepe, sé quien eres. Lucía me ha hablado mucho de ti.

—¿De verdad, tío?

—Sí, por desgracia. Tu sombra lleva años persiguiéndome. Que si Pepe por aquí, que si Pepe por allá... Por tu culpa siempre me he sentido como un segundo plato.

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—Vaya, pues lo siento. Y yo que pensaba que me habían olvidado... Ayer, al verte con ellos, pensé: «Fíjate, Pepe­Max, así es la vida, unos se van y otros llegan. Ahí están, tan felices con esa bola de algodón saltarina y chillona. Seguro que ya ni recuerdan cuando te decían que tú eras el mejor perro del mundo. Te sustituyen por otro mejor­perro­del­mundo, y ya está».

—Pero, qué esperabas, ¿que se pasaran el resto de su vida llorando tu ausencia? Pues sí que te crees tú importante. Además, ¿no les has sustituido tú también a ellos? ¿O acaso recorriste mar y tierra para regresar a su lado? No, no... Te quedaste cómodamente con tu nueva familia.

—Vaya con Copito de Nieve, si va a resultar que hasta tiene carácter. Pues, ¿sabes que te digo? Que tienes razón. Si supieras la de veces que me he reprochado no haberme escapado y haber buscado el camino de vuelta a casa. Pero no lo hice. No lo hice... ¿Por cobardía? ¿Por comodidad? ¿O quizás porque el destino tenía otro plan para mí? Lucas, ¿tú crees en el destino?

—No sé, nunca me lo he planteado.

—¿Ves?, de eso se trata. Si yo hubiera tenido una vida más... digamos... «normal», siempre con la misma familia en el mismo lugar, probablemente tampoco habría sentido la necesidad de pensar en cosas como el destino. Mi vida habría sido más simple. Muy feliz, sin duda. Pero menos interesante, menos rica en experiencias excitantes. La cuestión es: ¿qué es mejor, un nostálgico tiovivo o una montaña rusa? ¿Dar vueltas y más vueltas lentamente en la misma dirección, con