Una Historia mas...

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U U n n a a H H i i s s t t o o r r i i a a m m á á s s . . . . . . egunda Guerra Mundial. Dachau. 1940. Samuel Ravinovich. El campo de concentración era el lugar mas espantoso que había visto en mi vida, pero ese día parecía más horrible (y eso que nunca me hubiese imaginado nada peor que estar ahí). Llovía, y no podía encontrar a mi madre. Poco tiempo después, vi pasar un tren que transportaba, si lo reconocí bien, cadáveres. Me quede mirándolo, horrorizado... y vi... No podía ser, deseaba que no lo fuera, pero era inevitable, así era... Brotaban lágrimas de mis ojos. Mi madre era lo único que me quedaba en este mundo. Era. Pero ya no. Estaba solo en este cruel mundo, pues mi padre fue ejecutado ya hace tiempo. ¿Que razón me quedaba para seguir viviendo? Si, al fin y al cabo, moriré allí, como uno de tantos otros. Al día siguiente, como era costumbre desde hace ya un año, me enviaron a hacer trabajo forzado. Esta vez, era arreglar solo una cerca eléctrica. Recuerdo muy bien a los tres hombres que nos vigilaban a los cinco judíos. Estaban armados. Uno era un rubio alto. Creo que era él quien mandaba. Su traje estaba lleno de insignias, insignias que para el eran un orgullo, pero para mi, símbolos de mal. Otro hombre, de pelo negro y corto, con un látigo en la mano, nos forzaba a agilizar el trabajo. Que fastidio. Estoy seguro que si hubiesen podido leer mi mente, me hubieran matado en el acto. Era algo muy triste: los infelices rostros y los desnutridos cuerpos de mis compañeros hubiesen quebrado el alma hasta al más fuerte de los hombres; pero yo notaba algo que ellos no. Notaba un ápice de esperanza en nuestro interior. Solo faltaba que alguien presione el gatillo del arma de la esperanza. De pronto, todo sucedió muy rápido. El mayor de mis compañeros se volteo muy rápidamente y se abalanzo sobre el hombre de las mil insignias. Grito que corramos. Otro joven hombre intento ayudarlo mientras el resto, una mujer, una chica y yo, saltamos la inconclusa cerca y corrimos lo que pudimos. El tercero de los hombres armados disparo e hirió a la mujer mayor. Pensé si debería ayudarla, pero la chica me estiro del brazo para que siga corriendo. Nos adentramos en el bosque. Corrimos sin parar por media hora, algo increíble para gente muy mal nutrida como éramos nosotros. Paramos a descansar y conversamos sobre lo que haríamos: -Y ahora, ¿que haremos?- me pregunto. -No tengo idea- repliqué, mirando al suelo. S

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Este es un cuento con base historica.

Transcript of Una Historia mas...

UUnnaa HHiissttoorriiaa mmááss......

egunda Guerra Mundial. Dachau. 1940. Samuel Ravinovich.

El campo de concentración era el lugar mas espantoso

que había visto en mi vida, pero ese día parecía más horr ible (y

eso que nunca me hubiese imaginado nada peor que estar ahí).

Llovía, y no podía encontrar a mi madre. Poco t iempo después, vi pasar un tren

que transportaba, si lo reconocí bien, cadáveres. Me quede mirándolo,

horror izado... y v i. . . No podía ser, deseaba que no lo fuera, pero era inevitable,

así era.. . Brotaban lágrimas de mis ojos. Mi madre era lo único que me quedaba

en este mundo. Era. Pero ya no. Estaba solo en este cruel mundo, pues mi padre

fue ejecutado ya hace t iempo. ¿Que razón me quedaba para seguir v iv iendo? Si,

al f in y al cabo, moriré al lí , como uno de tantos otros.

Al día siguiente, como era costumbre desde hace ya un año, me enviaron a

hacer trabajo forzado. Esta vez, era arreglar solo una cerca eléctr ica. Recuerdo

muy bien a los tres hombres que nos vig ilaban a los c inco judíos. Estaban

armados. Uno era un rubio alto. Creo que era él quien mandaba. Su traje estaba

lleno de insignias, ins ignias

que para el eran un orgul lo,

pero para mi, símbolos de

mal. Otro hombre, de pelo

negro y corto, con un lát igo en

la mano, nos forzaba a

agi l izar el trabajo. Que

fast idio. Estoy seguro que si

hubiesen podido leer mi

mente, me hubieran matado

en el acto. Era algo muy

tr iste: los infelices rostros y

los desnutr idos cuerpos de

mis compañeros hubiesen

quebrado el a lma hasta al más

fuerte de los hombres; pero yo

notaba algo que el los no.

Notaba un ápice de esperanza

en nuestro inter ior. Solo

faltaba que alguien presione el gat i l lo del arma de la esperanza.

De pronto, todo sucedió muy rápido. El mayor de mis compañeros se volteo

muy rápidamente y se abalanzo sobre e l hombre de las mil insignias. Gr ito que

corramos. Otro joven hombre intento ayudarlo mientras el resto, una mujer, una

chica y yo, saltamos la inconclusa cerca y corr imos lo que pudimos. El tercero de

los hombres armados disparo e hir ió a la mujer mayor. Pensé si debería ayudarla,

pero la chica me est iro del brazo para que siga corriendo. Nos adentramos en el

bosque. Corr imos sin parar por media hora, algo increíb le para gente muy mal

nutrida como éramos nosotros.

Paramos a descansar y conversamos sobre lo que haríamos:

-Y ahora, ¿que haremos?- me pregunto.

-No tengo idea- repl iqué, mirando al suelo.

S

-No podemos quedarnos aquí por siempre. Vendrán por nosotros.

No me podía concentrar en la conversación. Estaba pensando en los hombres que

nos salvaron. Pero el verdadero problema l legaría ahora.

-Si nos l legasen a atrapar, estamos muertos.- Dije. Fue todo lo que me

sal io de la boca.

-Sigamos. Aunque sea,

caminando.- La chica se paro.

-Espera. ¿Como te l lamas?

-El izabeth. ¿Y tú?

-Samuel.

-Bueno, Samuel, creo que

nuestro dest ino ahora esta sólo en

nuestras manos.

Seguimos adelante hasta

atravesar el bosque. Y nos

encontramos con algo inesperado.

Era un pueblo. Parecía fantasma.

Descubrimos que era Stetten, a unos 5 k ilómetros al Norte de Dachau. Entramos,

si bien éramos conscientes de los r iesgos. No había nadie caminando por las

cal les: ni c iv iles, ni soldados nazis.. . nada.

Exploramos el lugar. Era una c iudad relat ivamente.. . como podríamos

decirlo.. . afortunada. Es como si los daños de la Guerra Mundial no l legaron al

lugar. Sin embargo la gente estaba muy asustada y permanecía escondida. Ese

era mi punto de v ista.

De repente, unas personas me toman por la espalda. Me tapan la boca. No

podía, y tampoco servir ía, gr itar. Me preocupé por El izabeth. Pensé que era

nuestro f in.

Nos l levaron a una casa de

clase alta. Había mucha gente.

Parecía una f iesta. ¡En estos t iempos!

Las personas parecían fel ices y

bebían. Nos hicieron sentar y nos

dieron de comer y beber. La gente se

cal ló. Por la puerta entro un hombre.

Era gordo, parecía millonario. La

gente lo sonreía y lo saludaba.

Parecía un hombre admirable. Se

acerco a nosotros y hablamos:

-¿Quienes son ustedes?- Di jo, sonriente. No sabíamos si debíamos hablar o

no.. .

-Vamos, sé que son judíos. Escaparon del campo de concentración de

Dachau. Lo reconozco por su apariencia. No se preocupen. Están a salvo aquí.

Nosotros estábamos inmutados.

-Entiendo que estén nerviosos. Necesitan descansar. Se quedaran aquí

unos días, comerán, y luego los ayudaremos a sal ir del país. Ya lo hemos hecho

antes. No t ienen de que preocuparse. Siéntanse cómodos y coman.

Por f in tome el valor y pregunte:

-¿Quien es usted?

-Mi nombre es Abelard Schenker. Polí t ico en Augsburg. Todos aquí nos

oponemos a Hit ler. Nadie lo sabe, ni debe saber lo. Y yo, como polí t ico, puedo

sal ir del país sin problemas. Siempre y cuando no sepan que soy disidente. Ahora

es su turno.

-Yo me l lamo Samuel. Samuel Ravinovich. Y el la.. .

-Constanze.- dijo. No sabía por qué, pero me callé.

-¿Cuantos años t ienen?- pregunto.

-15- dij imos al unísono.

-Bueno chicos, siéntanse como en su casa.

Extrañaba las camas. Dormir en el suelo es horr ible. Y ahora, después de

casi un año (¿o fue mas de un año?), volvía a una cama. Antes de dormir, le

pregunte a El izabeth por que di jo que se llamaba Constanze.

-Siento que nadie debería saber nuestros nombres.

-¿Por que?

-No se. Tengo un presentimiento. Ahora saben el tuyo. Espero

equivocarme.

Una semana entera pasamos en Stetten, el pueblo dis idente. Era martes, y

el señor Schenker nos pid ió que nos preparemos, que en una hora "part iríamos

hacia nuestra l ibertad".

-Creo que estamos conf iando demasiado en este hombre- me susurro

El izabeth en el oído -. Pienso que deberíamos quedarnos.. . o escapar.

-Puede que tengas razón, pero no esperemos lo peor.

-No seas idiota, Sam. Nos devolverá al campo de concentración.

Me quede pensando.

-Tengo miedo. Y es tu culpa, El izabeth.

-Tengo un plan.

-¡Chicos, suban a la camioneta! Ahí atrás. Los tapare con una lona. Y

mercancía. No nos van a

descubrir .

Nos miramos. Decid imos

hacer caso. Me hubiese gustado

escuchar el plan de El izabeth.

Una hora ha pasado desde

que iniciamos el viaje, creo. Lo

cual, pensé, era bueno. Si e l

campo de Dachau estaba a 5

ki lómetros...

La camioneta se detuvo.

Schenker se bajo y hablo con

nosotros:

-Estamos a 15 minutos de la f rontera con Suiza. Deberemos pasar por la

Aduana. Me gustaría que se acuesten en el piso y se tapen con estas cajas de

cartón. No los descubrirán. Los dejare en manos de una familia amiga mía. Eso

si, deberán aprender a hablar en suizo. ¡Ja!

Hic imos caso. 15 minutos después, la furgoneta volvió a detenerse. Era la

Aduana. Escuchamos una conversación bastante desagradable:

-Señor Schenker.. . ha l legado a nuestros oídos que dif iere de las ideas

nazistas. ¿Es cierto eso?

-No, por supuesto que no.

-Hm... ¿Que va a hacer Usted a Suiza?

-Voy a entregar esta mercadería a una familia amiga mía.

-¿Me deja ver la?

-Por supuesto, como no.

El izabeth y yo estábamos muy nerviosos.

-Parece todo en orden, Sr. Schenker, pero me temo que tendrá que venir

conmigo.

Abelard bajo del transporte.

- Irá a juicio por di fer ir de las ideas de nuestro líder. Si pierde, será

ejecutado.

-¿Que pasara con mi camioneta?

-Se quedara aquí hasta que termine su juicio.

Nos miramos. No podía ser. Estábamos perdidos. Pero El izabeth tenía

esperanzas:

-Estamos muy cerca de la f rontera. Una vez que pasemos los l im ites

alemanes y estemos en Suiza, estaremos a salvo. No nos pueden hacer anda si

estamos allí .

-¿Esta noche...?

-Si, esta noche alcanzaremos a nuestra l ibertad.

Esperamos hasta la noche.

Saqué la cabeza para ver si

había a lguien. Suerte. Parecía

más fantasmal que Stetten.

Sal imos del vehiculo y

caminamos suavemente. Había

personas v igi lando la f rontera.

El izabeth creía que debíamos

caminar sig i losamente, yo que

debíamos correr. Optamos por el

sigi lo. Una vez que pasemos ese

límite, correríamos y

correríamos.

Estaba emocionado.

Estábamos tan cerca.. . Solo pensaba en escapar. Pero todavía quedaba un

obstáculo. Guardias. Varios, armados, por supuesto. Estaban de espaldas a

nosotros. Eso sin contar los que estaban en las torres de v ig i lancia.

-Yo digo que caminemos hacia a l lá- decía el la y apuntaba hacia la izquierda

de los guardias -hasta estar alejados de las torres.

-Concuerdo. Pero RAPIDO.

-Rápido y suave, dirás. Escuchan algo y dispararán.

Caminamos rápidamente.. . hasta que un guardia se presento justo f rente

nuestro:

-¡Quietos, o mueren!

-Lindo tu plan.. .

-¡Al d iablo con el plan, Sam! ¡Corre!

Golpeé al hombre tan fuerte como pude, l legando a derr ibar lo. Y corr imos

hacia Suiza, tan rápido como pudimos mientras sonaba una estruendosa alarma.

Se escuchaban gr itos. Y oímos disparos. Muchos. Pensaba: "¿Tanto por nosotros

dos?". Y ahí me di cuenta.

Mire al cielo y vi luces que se

movían rápidamente. Aviones.

La Guerra l lego hasta acá.

Ahora corríamos más

rápido. Una bala, no se si

perdida o no, l lego a golpear

en la espalda de Elizabeth. La

alce en mis brazos y corrí con

el la. Hasta que me pidió que parara. La recosté en el suelo, y div isé en el

horizonte luces de una ciudad. Me dijo:

-Cont inúa sin mí. Se termino todo para mí.

-No El izabeth. No puede ser. Aguanta un poco más. ¡Falta poco, estoy

seguro!

-No puedo. Hasta acá l legué.

-No...

-Ahora a lcanzare la verdadera l ibertad. Nos vamos a volver a ver, Sam. Te

amo...- y exhaló su últ imo suspiro.

Comencé a l lorar. Le di je:

-También te amo...

Y me quedé pensando en todas las persona que se sacr if icaron y me

ayudaron a conseguir la l ibertad. Primero los hombres en el campo de

concentración. Después, Abelard Schenker. Estoy seguro que los mataran a todos

el los, si no, es que ya lo hicieron. Me hubiese encantado agradecer les. Y

El izabeth. Que me ayudo hasta e l f inal y. . .

Me saqué mi collar, que lo tengo desde mi nacimiento. Se lo puse a El i . Y

seguí caminando, rumbo a una nueva vida.