Una Historia Mas - Francisco Cabello

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Francisco Cabello Mendizábal UNA HISTORIA MÁS

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El Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) fue el primer organismo de auxilio a los republicanos exiliados. Se creó España en febrero de 1939, y estuvo adscrito a la dirección de Juan Negrín. Poco después se creó la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles, por sus siglas JARE.

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Francisco Cabello Mendizábal

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Corrección de textos: Stella Cuéllar Asistente de corrección: Isabel Bonilla Galindo Diseño y formación: Francisco Cabello Mendizábal Impresión: C 2011. Edición de autor. Hecho en México Printed in México

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Para ella, que algún día fue hija,

ahora madre, abuela y bisabuela.

Para ellos, que en algún momento

no lo supieron comprender.

Para aquellos, que son hijos,

algunos ya padres, que serán abuelos,

y si tienen suerte, sólo si tienen mucha suerte,

serán bisabuelos.

Y para aquellos que sin ser nada de él

nos acompañan en el viaje.

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Para mis amigos de las tardes de Café, Alfonso, Felipe, Eladio, Alfonso y José

Ramón

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El olvido El dolor es un ensayo de la muerte

Lo comprendimos En las mazmorras del franquismo

Después de pasar por las manos del verdugo Pero pronto nos dimos cuenta

Que más duro es el olvido

Ángel Fernández

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Introducción

Cuando recibí el sobre de papel manila que me envió personal del Museo de Antropología e Historia no sabía la sorpresa que me llevaría. Debo confesar que tenía una idea vaga de su contenido y que la realidad superó en mucho mis expectativas.

Toda esta historia comenzó hace unos años, cuando el Ateneo Español, con sede en la ciudad de México, me envío un escueto email que decía: “Se encuentran unos documentos, con el número de expediente 507, en el archivo que resguarda el Instituto de Antropología e Historia de la ciudad de México. Al parecer pertenecen a la persona que busca”.

Pensé que era muy raro que unos documentos con esas características, que tienen que ver con la historia reciente de México, estuvieran en un recinto como ese. Sin embargo, sabía que tenían que estar guardados en algún lado porque se trataba de legajos que podrían servir para seguir la huella de muchos de los hombres que llegaron como exiliados a este país.

Si hacemos el ejercicio de trasladarnos al momento histórico en que tuvo lugar la Guerra Civil española, nos daremos cuenta de las similitudes que hay entre esa época y el presente. Creo que se trata de épocas muy parecidas, es como si ahora nos informara el gobierno de México que recibirá como exiliados a soldados de Afganistán o de Irak, sólo que los españoles que llegaron en aquel entonces hablaban nuestro mismo idioma. Puedo apostar que una acción así sería muy cuestionada en estos momentos, y difícil de aceptar por la sociedad, y lo mismo sucedió en aquel entonces.

Por aquellos años, México estaba construyendo un precario tejido gubernamental que le permitía entrar en un estado de relativa calma. Dejaba atrás los años de revueltas, de inestabilidad política y de gobiernos militares, y se preparaba para una etapa de cambio, en la que la población civil tomaría las riendas. También se había expropiado la industria petrolera y los ciudadanos

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comenzaban a experimentar sus efectos. Ese era el México que abrió sus puertas a los hombres que no sólo no tenían país, sino un lugar a dónde ir. Y esto lo cometo porque si bien México abrió sus puertas de manera generosa y sin ninguna cortapisa, mantenía un censo bastante riguroso de aquellos excombatientes y exiliados que llegaron a sus playas.

Para echar a andar ese proceso de recepción de refugiados, el gobierno mexicano puso algunas condiciones. De ellas sobresale la primera, porque se refiere a su procedencia. Al principio sólo se admitió a los republicanos cuya vida corriera peligro, a los que tuvieran actividades civiles y productivas en España antes de la guerra, y que además hubieran servido de complemento a la vida económica de ese país.

En los materiales que se resguardan en el Museo se encuentra una gran variedad de información que hace referencia a estos hombres. De esos documentos destacan los de algunas personas que falsearon los datos y manifestaron una gran variedad de actividades laborales que no correspondían a la suya. También vemos a intelectuales o científicos que portaron documentos de campesinos, a fin de salvar sus vidas.

México hizo su tarea: abrió las puertas para recibir a los exiliados. A algunos les ofreció alojamiento en regiones o ciudades donde pudieran ser útiles. Otros fueron recibidos por familiares que habían emigrado antes, y a algunos más, como es el caso que nos ocupa, fueron enviados a una colonia agrícola en el estado de Chihuahua. Se trataba de una hacienda abandonada a la que el gobierno mexicano puso el nombre de Colonia de Santa Clara. Se ubicó, como ya anoté, al sur del estado norteño, junto a otra colonia de extranjeros exiliados, la de los menonitas. Ese fue el destino para aquellos exiliados que no tenían a dónde ir.

Sin embargo, el esfuerzo del gobierno mexicano por crear una colonia en el sur de aquel estado norteño, que sirviera como polo de desarrollo, no progresó. La organización de la colonia estuvo a cargo de los propios

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inmigrantes y con el tiempo un grupo de ellos empezó a controlar a los demás.

Quienes detentaron el poder en la naciente colonia crearon una gran variedad de trámites administrativos, además de que poco a poco incautaron los documentos personales de quienes ahí vivían. Querían mantener el control y conocer cada uno de los movimientos de sus integrantes, para reportarlos primero al gobierno de la República mexicana y luego al gobierno republicano español en el exilio.

El control y apoyo que brindó la República en el exilio se ejerció mediante de ayuda económica, la cual era administrada por el Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles (CTARE) y por la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), que eran organismos que sirvieron para ubicar a los trasterrados que solicitaron financiamiento para poder establecerse en alguna región del país.

El proyecto en Chihuahua fracasó y tiempo después muchos de esos hombres y mujeres abandonaron ese refugio y se marcharon en busca de nuevos derroteros. De este modo se desperdigaron por toda la nación.

Un poco de historia… El Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) fue el primer organismo de auxilio a los republicanos exiliados. Se creó España en febrero de 1939, y estuvo adscrito a la dirección de Juan Negrín. Poco después se creó la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles, por sus siglas JARE.

El SERE tuvo representación en México a través del Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles (CTARE) que encabezó el doctor José Puche Álvarez. Su objetivo era recibir, alojar, proporcionar auxilio y distribuir a los inmigrantes a lo largo del territorio mexicano. Este comité financió y organizó hasta los últimos detalles para recibir a los refugiados que llegaron en las expediciones del Sinaia, el Ipanema y el Mexique.

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Se estima que el Comité gestionó, de la mano del SERE, el traslado de cerca de 6 000 refugiados a México. Cuando se agotaron sus recursos el CTARE pidió auxilio económico a la Delegación mexicana de la JARE, presidida por Indalecio Prieto, a fin de poder atender las necesidades económicas requeridas para el desembarque de los aproximadamente 600 pasajeros del buque Cuba 1.

Todas las gestiones que realizó la JARE estuvieron encaminadas a hacer posibles los embarques colectivos de refugiados españoles hacia Francia o el norte de África, sin embargo, resultaron infructuosas. En 1941 consiguió hacer efectivo el viaje de cerca de 400 refugiados, del buque portugués Quanza, desde Casablanca, y en marzo de 1942 del buque Nyassa, con 800 pasajeros. A estos buques hay que añadir el Winnipeg, gestionado por Pablo Neruda, el cual entró con cerca de 2 500 pasajeros al puerto de Valparaíso, en Chile, el 3 de septiembre de 1939.

Los archivos del CTARE se encuentran, desde 1981, en México, en el Archivo Histórico del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Cuando me enteré que ahí estaban esos documentos solicité el expediente al director del Museo. Siento que tengo una deuda con él, porque me envió esos papeles y gracias a eso dejé de pensar en una utopía y pude traducirla a una realidad.

Al principio de esta aventura sólo contaba con una referencia, un recuerdo, el comentario hecho por mi padre, quien un día me platicó que había nacido en Herrera, un pueblo de Sevilla, y que había quedado huérfano cuando aún era un niño. Cuando me platicó su historia, yo tenía menos de diez años, y tuvieron que pasar más de treinta para poder emprender este proyecto. Encontré ese recuerdo en la memoria, y con esa información inicié la reconstrucción de la historia de mi padre. Debo confesar que en un principio sólo poseía un recuerdo lejano, la palabra de un muerto; en realidad sólo sabía el nombre de un pueblo perdido en medio de la

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sierra Andaluza, lo cual era casi nada, acaso un espejismo en el desierto de la vida de un hombre.

En casa nadie sabía de dónde venía el hombre ni cómo había llegado hasta aquí. No les había interesado averiguarlo. Mi madre contaba con un poco más de información, pero no mucho más que eso, y los demás, sólo sabíamos que era español, que había nacido en algún lugar de Sevilla, y que era refugiado. Esa era su biografía.

No sé si haya habido alguien más que se haya interesado por saber algo más de él, pero lo que creo es que a él mismo no le importó que no le preguntaran; es más, quizá hasta le incomodaba hablar de su vida.

Para él, mientras menos se supieran de su pasado, mejor, así no le hacían preguntas. Por eso lo guardó celosamente. Estaba convencido de que tenía una pena de muerte en España impuesta por el bando nacionalista por haber sido miembro del ejército del frente popular. Creía que esa pena podría cruzar el Atlántico y alcanzarlo, dañar a otros más si se enteraban de su nueva situación familiar. Y creo que tenía razón.

En 1940, el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo le abrió un juicio pero después de años de buscarlo y no encontrarlo, el proceso quedó sobreseído.

Tal vez por eso no platicaba nada de su pasado, pensaba que el largo brazo de Franco lo podría alcanzar incluso en el exilio. Creo que esa fue la razón de su hermetismo, que era una especie de autismo sobre una etapa de su vida aislada de otros ojos.

Sería muy doloroso confirmar que muchos de sus recuerdos lo dañaban, que no los quería recordar, menos aún enfrentarlos y comentarlos. Me dolería pensar que siguió sufriendo en silencio, que esa pena lo flageló por mucho tiempo, sin dejar que nadie lo ayudara a cargar esa pesada carga de dolor, hasta el último día de su vida.

Reitero, ese sobre color amarillo es muy valioso para mí porque contiene la copia del expediente 507. Se trata de los documentos con los que mi padre ingresó a

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México. Son fotocopias de la forma F14, de la hoja de migración y de una carta en la que solicitó al CTARE un préstamo. Con esa información empecé a forjar esta historia que me permitió no sólo valorar a mi padre, sino darme cuenta de lo que vivió ese ser que me dio la vida.

Encontré datos que aclararon un poco esa habitación sin luz en la que se había convertido su historia. Ahí conocí a sus hermanos, a mis tíos, a mis abuelos, a su pueblo, a la gente con la que él se relacionó. Conocí esa parte de su vida en España, esas hojas me narraron cuándo y de dónde salió de España; así como el nombre del barco que lo trajo a América. Ahí también encontré datos de dolor y sufrimiento.

Los papeles me dejaron muchas interrogantes, algunas de las cuales ya están resueltas, pero otras no. Al tratar de resolverlas encontré a gente que me tendió la mano y me invitó a una aventura.

Este esfuerzo no es una biografía de él ni mucho menos. Partes de esta narración están noveladas y adaptadas al que quizá fue un posible escenario de su vida. Me hubiera gustado mucho que alguna noche calmada se hubiese sentado a mi lado para narrarme su historia y que me hubiera explicado lo que sentía en esos momentos, pero eso no fue posible, y ahora me las comentó de una manera diferente, con un lenguaje que me llevó a la investigación. Me mostró un poco de su historia, de regaló un pequeño hilo para que lo siguiera y me adentrará más en ella. Me contó, pues, una historia más.

La estructura de la narración está compuesta por la visión de dos personajes que pasan por el mismo lugar, viendo lo mismo, pero separados por el tiempo.

Hay momentos que son contados por separado, y otros bajo la excusa de una charla en el café.

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Capítulo I 65 años después

Estaba sentado cómodamente en la butaca en el vagón del Talgo, observando a través de su ventanilla un paisaje escarpado, adornado por un juego de sombras y luces. La nieve era la que producía esos destellos cuando era impactada por los haces de luz que apenas salían de esas transparentes vallas que a veces nos separan de la realidad.

Era una noche tranquila. A lo lejos, en la penumbra, los árboles mecían lentamente sus copas, producto de un ligero viento. Afuera la oscuridad casi total no permitía observar la luna, pero ese negro traje era horadado inmisericordemente por el haz de luz del tren. Se adentraba en él como quien se introduce en un túnel muy largo. Así me transportaba el ferrocarril a la frontera con Francia, iba a Port Bou Gerona.

Tenía una ligera sensación de malestar en el cuerpo. El tiempo fuera de ese capullo de acero era frío y húmedo; pensé que era una de esas noches de finales de invierno que hacen extrañar la comodidad del sillón preferido en casa.

Las luces internas del vagón estaban apagadas y en su interior el ambiente se sentía lóbrego y un poco frío. La gente que viajaba, esos extraños que pasan una sola vez por tu vida, estaba dormida o en vías de estarlo. El silencio reinaba y se prestaba para cerrar los ojos y realizar un escape a la imaginación. Se facilitaba jugar con ella. Así comencé a recrear una visión: en ella veía al tren como un gusano gigante forrado con una cota de malla, como un caballero medieval que peregrinaba en busca de algún grial escondido, que proyectaba mágicamente pequeños haces de luz que se desprendían de su cuerpo, dañando a la noche con su atrevimiento.

Por un momento me di cuenta que ya no se escuchaba ese antiguo y romántico, a veces atronador y ensordecedor, ruido que producía la máquina del tren, al hacer el esfuerzo de jalar los vagones para continuar la

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marcha, impulsada por vapor o diesel, ya era un sonido que se había perdido en los anales de la historia. La modernidad se imponía. Hoy los motores eléctricos impulsan al ferrocarril en forma veloz y casi silenciosa. El trac, trac, que se escuchaba cuando se pasaba de un tramo de vía a otro, era ya lejano y hoy el bamboleo del movimiento del tren era mucho menor, pero el chirriar de las ruedas al enfrenar seguía siendo el mismo.

Poco a poco el paisaje dejó de ser esa cantidad sin fin de diapositivas para tornarse en tomas fijas que se convirtieron en una imagen estática, casi real; el movimiento cesó y con él mis fantasías y pensamientos.

Habíamos llegado a la estación. Por ahora era el fin de mi estancia en España; la gente que me acompañaba se animó, esos viajeros renacieron al mundo de los despiertos. Se miraban unos a otros, pensativos y soñolientos, preguntándose a ellos mismos y a otros sí ya habíamos llegado a la frontera con Francia.

Esa parada significó el inicio de un viaje que había planeado en sueños no sé cuántas veces, mil, quizá. Parecería una exageración, pero sí fueron muchas, y nunca lo había concretado. Ahora ya estaba en camino.

Al poner el pie en ese escalón metálico, antes de poder hacer algo, el frío de la noche se me precipitó y abofeteó la cara, haciendo que la tapara con la bufanda. Tomé mi equipaje, me calé la gorra azul del Barcelona que había comprado en mi visita al Camp Nou hasta lo más profundo de la cabeza, y así di el paso. Me adentré al cobijo de las paredes.

La estación era un viejo edificio. La gente se agolpaba dentro de él; acomodaba sus pertenecías y trataba de poner en orden su universo y a sus críos, en lo que esperaban algún otro medio de trasporte o la llegada del próximo tren para abordarlo y proseguir su viaje.

Afuera soplaba un viento ligero, gélido, tenue, apenas perceptible. Es la época en la que el frío baja de los Pirineos y hace tiritar de frío al más curtido de los

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viajeros, y yo no era la excepción. Aún así, con frío y el viento en contra, había tomado una decisión: con mi equipaje en mano recorrí esa vetusta, mal oliente y descuidada estación de ferrocarril, que tenían en la frontera francesa y recordé que en mi juventud había recorrido algunas de las estaciones ferrocarrileras de México.

Al ver que buscaba algo dentro del edificio se me acercó el único oficial que estaba de guardia. Me había estado vigilando y me preguntó algo en francés. Le contesté que buscaba un recuerdo del paso de los españoles en el año de 1939. También le dije que ahí no me quedaría, que saldría caminado por esa puerta rumbo al pueblo. Él, con un gesto de indiferencia, levantó los hombros, se acomodó su quepí y se alejó.

Proseguí la búsqueda, pero lo único que encontré fue un afiche casi perdido. Estaba colgado en una pared escondida. El cartel estaba a un costado del andén, era pequeño y estaba cubierto con un cristal. Aludía a un hecho que ocurrió hace más de 60 años, y con el cual se conmemora el paso de los españoles en Francia. El recuerdo gráfico está compuesto por una foto y una leyenda. En la imagen se observa un grupo de gente, miles de hombres, mujeres y niños mientras atraviesan el túnel de ferrocarril que sirvió como puerta de salida de España a una supuesta libertad.

Tiene una inscripción al calce redactada en tres idiomas: francés, castellano y catalán, y se puede leer lo siguiente:

Del 28 de enero al 10 de febrero de 1939 Más de 100 000 españoles,

hombres, mujeres y niños, pasaron por este túnel y esta estación de Cerbere, forzados al exilio después de tres

años de lucha contra el franquismo. Fueron las primeras víctimas de la

Segunda Guerra Mundial (sic) Al pie del cartel se aprecian los logotipos de

SNCF, un símbolo de una agrupación republicana y el escudo de España. Eso es todo lo que hay.

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Me hice una foto junto al póster y después comencé a caminar por el mismo sendero por el que pasaron esos republicanos rumbo a la nada.

Los viajeros que estaban en la estación se quedaron atónitos cuando vieron que me introducía en la oscuridad, desafiando el frío y el viento. Veían cómo iniciaba la caminata para recorrer los tres kilómetros que separan la estación del caserío.

No sé si ellos entendían mi actitud, a veces yo tampoco la comprendía, pero estaba dispuesto a seguir los pasos que dieron los españoles cuando partieron rumbo al exilio. Quería sentir lo que ellos sintieron cuando caminaron por ese sendero; quería experimentar sus sensaciones y sentir en mi cuerpo la inclemencia del tiempo. También era muy importante para mí pasar de noche, como muchos de ellos pasaron. Pero claro que entre aquel momento y este existía una diferencia más que abismal. Yo sabía a lo que me exponía; sabía con claridad lo que me esperaba; sabía a dónde me dirigía, además de que portaba la ropa y el ánimo adecuados para la ocasión y, lo más importante, conocía lo que me esperaba al final de la línea. Ellos realizaron esa caminata cansados, cargando en brazos lo poco que tenían. No conocían la distancia que los separaba de su destino y jamás imaginaron lo que les esperaba.

Ahora estaba acompañado del silencio. Mis pensamientos eran distraídos por el susurro de un mar que de vez en vez se dejaba escuchar a lo lejos.

Me sentía como alguien que está pagando una penitencia, pero no era así, era una forma de evocar un pasado. El camino tenía una topografía sinuosa; estaba lleno de subidas y bajadas que me dejaban jadeando. La caminata hacia más llevadero el frío. De vez en cuando me detenía a encender un cigarrillo, como un malhechor que está en espera de un descuido y te asalta. El paisaje era nevado y con penumbra, ambas me acompañaban. Después de haber ollado con la luz del mechero a la noche seguí mi camino. Estaba cansado y con hambre; por las prisas olvidé prepararme algo de comer y de

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beber, por lo que sufría un poco lo que aquellos hombres durante su caminata.

Continué por la pendiente mirando lo que ellos vieron. Mi mente recreaba esa interminable fila de seres humanos; los imaginaba agotados, caminando con pasos lastimosos a su supuesta libertad. Venían vestidos con andrajos, cargando las pocas pertenecías que habían podido trasladar; con esos baúles llenos de recuerdos. Trataban de aferrarse a otra realidad y no a la que estaban viviendo.

MI caminata parecía que había empezado esa noche en la estación de la frontera con Cerbere, pero lo cierto es que comenzó muchos años, y la de aquellos soldados y sus familias empezó desde una distancia mucho mayor, muy lejos, más lejos que cualquier punto geográfico de España, pues comenzó cuando inició la guerra.

Poco a poco la noche se cerró, lo mismo que mi caminata. Cuando llegué al puerto todos los establecimientos estaban cerrados y no había alojamiento, lo que me obligó, sin querer, a sentir un poco más las sensaciones que tuvieron los exiliados al dormir en la playa, al aire libre, teniendo como compañeros el hambre y la sed. Me tapé con el abrigo en una noche gélida como esa. Los tres kilómetros que recorrí desde la frontera al puerto fueron un aliciente para poder dormir.

Al día siguiente, en cuanto sentí la luz del sol en los ojos desperté. Me dolía de manera insoportable el cuerpo por haber dormido en esa playa pedregosa. Mi ropa estaba cubierta de arena, porque la brisa marina se había encargado de que no olvidara el lugar en el que había pernoctado: una playa llena de rocas. Amanecí con la playa grabada en el cuerpo. Esa noche, por fortuna, no había nevado, pero mi ropa estaba húmeda y era insoportable llevarla puesta.

No tenía tiempo para lamentaciones ni para

conmiseraciones, sólo podía estar un par de horas en ese lugar, y tenía que utilizarlas lo mejor posible. Busqué

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en donde cambiarme. Me dirigí a la calle principal donde observé una pequeña luz que venía de un pequeño hotel llamado “Les Village des Aloes”. Caminé hasta él, estaba cerrado y toqué la puerta hasta que me abrió un hombre. Era regordete y fumaba un cigarrillo. Atrás de él venía una mujer con delantal, bufanda y chal. Era una pareja mayor que se dedicaba a cuidar el establecimiento. Les pedí amablemente que me facilitaran un sitio para cambiarme de ropa, y aunque me miraron extrañados, porque estaban acostumbrados a ver seres extravagantes sólo en el verano, no en el invierno, accedieron a dejarme pasar y permitirme cambiar de ropa en el servicio público del hotel.

Ya dentro del establecimiento observé que había una mesa con sus respectivas sillas. Era el lugar donde los huéspedes toman el desayuno. Me senté, y ellos me miraron con ojos desorbitados. Antes de que pudieran reclamarme mi actitud, les pregunté, en español, si sabían algo sobre los españoles que fueron refugiados por Francia en 1939. Ellos se miraron con extrañeza, como si les hubiera preguntado sobre el fenómeno ovni. Respondieron con un rotundo no. Me dijeron que en la localidad había algunos españoles, pero que no creían que fueran de esos, porque eran muy jóvenes.

Con un gesto amable me invitaron a tomar un café. Saqué mis cigarrillos americanos y les ofrecí uno, mismo que aceptaron con gusto. Después de una buena plática les pedí que me informaran cómo llegar a Argeles-Sur-Mer, sin tener que caminar los 25 kilómetros que me separaban de ahí. Me sugirieron el camino.

Dejé a la pareja y salí a la calle en busca de un trasporte. Encontré un viejo camión de carga. Estaba bastante dañado, incluso no se le distinguía un color específico. Su conductor era un joven que tenía más un aspecto punk, que de campesino francés. Le dije a dónde iba y se ofreció a llevarme.

Cuando abrí la destartalada portezuela que tenía el vehículo observé que el asiento del pasajero estaba destruido. El vidrio de la ventanilla de mi lado estaba roto.

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Era un pequeño transporte de carga, que se convirtió en la carroza que me llevaría a mi siguiente parada en el itinerario de viaje. El camión hacia un ruido ensordecedor, y el aire penetraba por el hueco de la ventanilla, lo cual me impedía escuchar al conductor; sin embargo, comencé a hacerle la plática. Con un mal inglés y pésimo francés procuramos entendernos. Le comenté que mi papá era exiliado y que venía en busca de información. A él le extrañó que un turista anduviera por ahí en esa época, ya que en el verano es una zona habitual de turismo internacional, pero no en invierno. Es más, todos los lugares del sitio permanecen cerrados en esa temporada.

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Capítulo II 65 años antes

Se vio con otros caminando pesadamente, subían por la colina con el fusil a rastras, ya sin balas. El capote del uniforme le cubría la espalda; le pesaba por la humedad y la nieve, esa nieve que le caía y se acumulaba en sus hombros y le servía como camuflaje, pues lo ocultaba en el paisaje y lo hacía invisible al avión enemigo que los perseguía sin misericordia. Pero lo cierto es que lo que en verdad le pesaba era la carga emocional. Traía el uniforme desgastado y caminaba con unas botas que más que calzarlo lo torturaban a cada paso. El dolor le recordaba la estreches de la medida.

Era uno de esos instantes en los que los creyentes elevan alguna plegaria a Dios, o le preguntan por su ausencia, o lo cuestión por haberlos dejado solos, con tanto dolor y sufrimiento. Pero ese no era su caso, porque él no era creyente.

Antes de llegar a la frontera encontró una larga fila de baúles y maletas que parecían perdidas. Contrastaban con lo blanco de la nieve y parecían estar haciendo valla. Eran silentes centinelas que le hacían ver que no era el primero en transitar por ahí, ni tampoco sería el último. Los dueños de esos equipajes los habían dejado porque el peso de esos objetos era mayor del que ya podían cargar. Eran cosas de las que en principio no querían desprenderse, pero que terminaron siendo algo innecesario y por eso las botaron dejando con ellas infinidad de recuerdos.

Empezó a comentar: cuando pasamos la frontera los soldados que resguardaban el punto estaban fuertemente armados. Nos veían con el mismo encono con el que nos miraban nuestros enemigos. Cuando atravesamos ese puente nos revisaban todo. Yo no había pasado por el túnel. Los soldados trataban de quitarnos lo poco que teníamos, con el argumento de que podíamos usar cualquier cosa como arma. De pronto, el silencio se fue llenado por el sollozo de una mujer que

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lamentaba haber dejado su ajuar en el camino. Era su posesión más preciada, pero la tuvo que dejar porque ya no podía cargarla. Perderlo significaba, quizá, no poder casarse, por eso lloraba. Algunos aprovecharon ese momento de distracción de los guardias para esconder y guardar en sus bolsillos lo poco que tenían de valor o para recoger algún recuerdo que los anclara a su antigua realidad.

Fueron momentos aterradores en los que nos enfrentamos con la verdad, con la pérdida de un ideal. Dejábamos las armas como quien deja una compañía entrañable, pero cobijábamos la esperanza de un próximo retorno. Creíamos que aquello era transitorio, un paso para la reorganización, apenas un pequeño alto en el camino.

Después de un monólogo vago, banal, a manera de interrogatorio, nos trasladaban a un lugar ubicado atrás de esos ocho hilos de alambre con pinchos de las alambradas. Ahí no había nada, ni siquiera un pedazo de madera para sentarnos. Estaba el mar por un lado y la alambrada por el otro. Como piso, la arena húmeda y fría.

Fuimos más de 50 000 los confinados en ese pedazo de la nada. Nuestros “salvadores” nos veían como a inquilinos no deseados, como gente que podía dañarlos o infectarlos, fue así como nos recibieron.

En las playas de Argeles-Sur-Mer se encontraba el campo de concentración, el abrigo que nos brindaba la República francesa. El paisaje que se apreciaba estaba compuesto por una playa repleta de seres que trataban de encontrar un lugar en donde establecer un orden con ellos mismos.

Ahí encontré a varios compañeros que habían sido heridos durante la guerra y se hallaban incapacitados físicamente. Los guardias les habían dicho con sorna, que en sus habitaciones los curaran.

¡Allez, allez!, nos gritaban mientras nos dividían al ingreso de la alambrada. Por un lado ubicaban a los militares que habíamos participado activamente y por un lado a los civiles. Un milímetro de metal separó a

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hombres, mujeres y críos; familias completas fueron fragmentadas.

Nos separaban y encerraban en ese itinerario a la libertad. A pesar de que estábamos débiles, con el ánimo a ras de suelo, padeciendo un frío terrible frío, muchos, cansados de la inmundicia del camino, desafiaron las condiciones y se despojaron de su ropa andrajosa, a la vista de todos, para meterse en las gélidas aguas del Mediterráneo. Se bañaron, más que por limpieza como un rito de purificación mental. Querían limpiar el recuerdo de los sucesos; querían que el mar les lavara esos sentimientos, pero el agua fría, salada, sólo los adormecía momentáneamente.

Después nos llamaron a formar fila para darnos un plato de metal. También hicimos cola para recibir una especie de sopa de guisantes verdes. Eran tan pocos que sólo adornaban el agua en la que estaban hervidos. Era la ración de comida que nos tocaba, y la habían preparado las mujeres en su sección. Fue mi primer alimento caliente después de muchos días de hambre. También fue el primer alimento en el confinamiento en Francia.

Para calmar la sed había un grifo conectado a un camión cisterna del cual salía un pequeño chorro. Era un hilo de agua para un mar de seres sedientos. Después llegaron las bombas que supuestamente desalarían el agua de mar, pero es claro que no servían, porque el líquido que fluía por ese tubo era tan salado como el propio océano, e incluso peor, porque los tubos que succionaban el agua estaban junto a la playa y la marea traía los desechos humanos de regreso a las máquinas, que bombeaban y “purificaban” esa agua, convirtiéndola en un elixir fuente de infecciones.

Por supuesto, nos quedamos con hambre, por lo que tratamos de conseguir un poco más de comida, pero no fue posible, penosamente alcanzó para una ración, si a eso se le podía llamar así. Después de ese intento se nos advirtió que se sancionaría a quien buscara más alimento.

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La noche llegó y con ella la necesidad de encontrar un lugar para dormir. La arena estaba húmeda y los compañeros que habían llegado antes tenían ocupada gran parte de esa superficie que fungía como nuestro refugio. Alguien me comentó que cambiarían la situación del campo, y que en pocos días nos entregarían madera para construir los barrancones, pero sólo era una broma.

Como todos, estaba cansado y débil. Tuve que realizar un esfuerzo casi sobre humano para cavar un hoyo en la arena y poder meterme en él para resguardarme del frío. En esa época del año las nevadas eran comunes y para evitarlas utilizaba el capote militar como techo. Para evitar lo húmedo de la arena, traté de encontrar un lugar alejado del mar, donde cavé para hacer mi “cama”. Siempre hubo muchas disputas por esos sitios. Dormir seco era en una cosa casi imposible de lograr.

El problema más grave que tuvimos fue el relativo a la sanidad. No había servicios y sólo existía una zanja que funcionaba como letrina, así que teníamos que hacer nuestras necesidades a la vista de todos. La marea alta hacia el resto.

Después de los preparativos para dormir la primera noche que pasamos fuera del ruido ensordecedor de la guerra, la primera noche sin país, la noche que nunca imaginamos ni hubiéramos querido imaginar, ¿quién podría conciliar el sueño?

Veía con disimulo la alambrada, los pinchos que nos separaban de la libertad. Intenté organizar mi desconcierto para darme alguna estabilidad. Primero busqué a mis antiguos compañeros en ese inmenso océano de cuerpos cubiertos de andrajos. Podían ser cualquiera, no los lograba ver en ese mundo de gente que no tenía a dónde ir.

Veía cómo se juntaban paisanos con paisanos. Algunos se acercaban preguntado por sus conocidos, porque las regiones de nacimiento daban una identidad. Así me di cuenta que estaban reunidos los catalanes,

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aragoneses y andaluces como yo. Otros preferían juntarse según la brigada a la que habían pertenecido o a la filiación política. Yo sólo quería encontrar a los que había perdido en la entrada de Barcelona.

El estado de ánimo cambió, y a pesar de que estábamos confinados comenzamos a buscar formas de distraernos. Nos organizarnos, pero a los guardias no les gustó eso y trataron de impedir que la gente se juntara. Temían que al organizarnos causáramos algún problema. Con la unión de varios capotes de guerra hicimos techumbres y empezaron a surgir las chabolas. Fue así como nació una pequeña ciudad de casas de trapo.

Cualquier cosa que les pareciera extraña a nuestros anfitriones la consideraban una infracción que debía ser castigada con el hipódromo, que era una especie de jaula cuadrada, sin nada que la resguardara del aire. Ahí metían a los sancionados, que para protegerse del frío tenían que estar en movimiento. Al desdichado que metían ahí le quitaban los botones del abrigo o de la capa para que la inclemencia del tiempo surtiera su efecto purificador y apaciguador. Sin los botones era casi imposible cerrar los sobretodos, y el frío se colaba y hacía estragos en el cuerpo.

Como faltaban hornillas para hacer de comer, buscamos otras formas para cocinar: guardábamos todos los botes que podíamos. Sin embargo, nuestra máxima preocupación era conseguir agua para beber, y ese sí era un gran problema, porque aunque nos enviaban camiones cisternas con los que trataban de abastecernos, no eran suficientes y por lo mismo teníamos que perforar hoyos en la aren, a manera de pozos, en los que si teníamos suerte se filtraba el agua del mar y se desalinizaba un poco. Al líquido que escurría lo mezclábamos con granos de café para hacer una bebida aromática. Pero el caso es que el agua era fuente eterna de interminables infecciones estomacales.

Con calma seguí la búsqueda. No encontré a los antiguos compañeros y tomé el camino que todos tomaron. Traté de localizar a los de mi brigada, pero sólo

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encontré a paisanos. La mayoría de los que estaban en ese campo eran catalanes, casi todos anarquistas. Las diferencias que nos desunían en la patria también aquí hacían estragos.

El rumor se convirtió en un método de comunicación; hablábamos de los otros campos, de la visión que tenían los lugareños de nosotros; comentábamos que nos veían como una plaga que los podía infectar; platicábamos de cómo nos trataban y de lo que comíamos, pero también comentábamos noticias de todas partes, algunas relacionadas con el inicio de la Guerra Mundial.

-Ozú, macho, que con la guerra todos vendrán a rescatarnos, decía un paisano de Jerez. -Que se han llevado a Machado al Castillo de Colliure, comentaba otro. -Coño, joder, que la maldita mar no se ha llevado la mierda-, me comentó un vecino.

El rumor más repetido era el de la reubicación. Había quienes pensaban en regresar a la patria porque se sentían presionados y a disgusto en el encierro, ¿quién no?

-¡Ala!, que me alisto a la legión extranjera, sólo para salir de aquí–decían algunos.

-Me cago en la madre que los parió, malditos moros, gabachos, -gritaban cuando pasaban los guardias senegaleses con su desplante de seres superiores.

Comentaban que Miaja, después de haber sido el defensor de Madrid, ya no quería defenderla más. Decían que para él era una posición imposible de sostener. Las noticias que llegaban sobre los frentes de batalla eran desalentadoras. Algunos platicaban del hundimiento de un barco republicano en Túnez o de las últimas provincias republicanas, que eran las valencianas, pero que ya estaban por ceder.

Existía el rumor del movimiento de Cazado y que por eso Miaja ya no quería resguardar Madrid.

-Ostias, que el tío este de Azaña ya cruzó la frontera, - dijo Venancio.

-Qué lo traigan acá, y verá lo que es bueno.

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Ese amanecer era de un día frío y despejado, tenía tres días de haber llegado cuando me llamaron junto con otros. Nos dijeron que tomáramos nuestras cosas porque nos iban a reubicar. Con extrañeza nos miramos unos a otros, habíamos escuchado de los movimientos a campos de castigo, pero no a otro campo de concentración.

Tomamos nuestras pertenencias, resignados a lo peor. Formamos fila, todos nos miraban, la mayoría éramos andaluces de diferentes filiaciones políticas. Nos conocíamos muy poco, el tiempo que habíamos pasado juntos no nos habían acercado lo suficiente como para entablar una conversación, menos una amistad. La fila servía para hacer un recuento de las acciones. A cada paso que daba me acercaba a un lugar desconocido, llenaba la mente con las imágenes de los caminos que me habían llevado hasta donde ahora me encontraba, y analizaba cómo había llegado hasta ahí. No encontraba relación entre mis acciones y algún castigo que mereciera.

Nos formaron en fila, y nos condujeron por la única salida del campo. Nos dirigieron a la campiña francesa, los flancos de nuestra formación estaban resguardados por los soldados senegaleses y algunos franceses de la gendarmería.

-Yo pasé por la frontera de Le Perthus el 18 de febrero-, me comentó el camarada que estaba a mi lado. Rengueaba.

– Fui herido en una pierna por una bala que nadie pudo sacar y ahora es parte de mí-, dijo.

- Ostias, con este frío me duele a muerte, joder-. Fue lo último que me comentó antes de emprender la marcha. Pude ver cómo se alejaba cojeando de la pierna derecha. Después me enteré que fue herido cerca de Barcelona, que llegó herido al hospital de campaña, donde el servicio médico al verlo sin gravedad optó por dejarle la bala incrustada en el muslo.

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Capítulo III 65 años después, en Argeles-Sur- Mer

Llegamos a la entrada de la población y una gran avenida paralela a la costa nos dio la bienvenida. Sentía un ambiente marino, porque en la entrada estaba la playa. Los 25 kilómetros de carretera ondulante, húmeda y nevada, que separan Cerbere de Argeles-Sur-Mer, fueron recorridos por ese camión de transporte marca Renault en muy poco tiempo.

Observé pero no contemplé el paisaje, y luego pensé que la playa era enorme. Frente al mar estaban algunos hoteles que flanquean el mar Mediterráneo, y que fueron construidos para el turismo veraniego.

Es un lugar para vacacionar. Sin proponérmelo me puse a imaginar cómo se vería ese lugar en verano, con gente acostada en la playa exponiendo su anatomía al sol. Las mujeres estarían descubriendo sus formas para que el astro solar las contemplara y adornara con color. Veía a esa familia, como cualquier otra, disfrutando del calor y de la brisa marina. Ahí estaba el crío corriendo, gritando y jugando con la pelota. Se sentía libre. Una libertad a la vista de los padres, que sacaban las botellas de cerveza frescas de la heladera portátil.

Esas imágenes llenaban mi mente. Empecé a caminar por esa no tan pedregosa playa, buscando algún rastro que me pudiera llevar al pasado, a la otra realidad que se había vivido en ese lugar. No sentía calor ni tenía sed como para tomar una cerveza. El frío calaba, se metía bajo mi abrigo. La bufanda apenas mantenía un poco más templada la garganta, y la gorra sólo parecía indicarme por dónde llegaba el viento que provenía del mar.

Encendí uno cigarrillos cuidando que la llama del mechero no se apagara por brisa marina y caminé disfrutando el paisaje, que aún en invierno era bello. La playa escoltada estaba escoltada por esos edificios cerrados, que esperaban ansiosos los días de sol para abrir sus puertas y compartir la alegría del público.

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Seguí caminando y al terminar el pitillo me impulsó un sin sentido. Dejé el equipaje y me despojé de los zapatos para meter los pies en el mítico Mediterráneo. Quería sentir esa sensación abrasiva y de frío y llegar descalzo hasta el mar y apreciarlo.

El agua estaba en verdad fría, me hizo tiritar y recordar en donde me encontraba y en qué época. La sensación térmica me trajo otra vez a mi realidad.

Casi podría ver esa innumerable fila de parasoles como girasoles multicolores que abren sus pétalos siguiendo al sol, adornando el lugar. La mente me jugaba una mala pasada, porque poco a poco fue sustituyendo ese arcoíris de sombrillas por los innumerables capotes grises de campaña, oscuros y raídos, desplegados no para mitigar el calor, sino para taparse del frío y cubrirse de ese insistente viento. En donde estaban las damas recostadas tomando el sol aparecía ahora la silueta de esos soldados cubiertos de arena y lodo, muertos de frío, vaciando los intestinos a la vista de todos, tomando agua casi de mar, que salía de unas bombas desalinizadoras que no servían. Donde antes ubiqué a los críos jugando ahora aparecían los otros pequeños, sin bañar, con sus abrigos y ropa de invierno. Ellos no jugaban, no tenían sosiego porque no estaban de vacaciones, eran los pequeños hijos de la República.

La velocidad con la que mi mente cambió los paisajes me mareaba. Veía ahora a las familias en verano juntas, distrayéndose, luego inmediatamente después a las otras, esas otras familias del pasado, que vivieron el invierno separadas por los alambres, sentadas en la nada de sus pertenecías. Las dos en el mismo lugar, con distintas necesidades: las primeras pidiendo la tregua a la tarea diaria y las otras la calma de los cañones y las persecuciones. ¿Cómo se podía dar eso?

Sin dejarme llevar por la congoja, proseguí ese camino que nadie me había trazado, que esperaba me llevara a algún lugar en donde pudiera encontrar algún resquicio de esos años que me explicara ayudara a entender cómo en esas playas veraniegas tiempo atrás

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se establecieron los campos de concentración para los españoles republicanos.

Al final de una avenida cerca de la playa hay un pequeño jardín, junto a los chalet y edificios de los habitantes veraniegos de Argeles. Justo ahí vi un montículo de piedra ¿blanca? Era un “algo” fuera de lugar. Estaba a un lado de la playa. Ahí se encontraba ese testimonio físico que da fe de lo sucedido; un único “monumento a esos vacacionistas obligados”, ya con letras casi imperceptibles gravadas en otra roca de color naranja claro que tiene escrito lo siguiente: “A la memoreie des 100,000 republicains Espagnols, Internés dans le camp D’ Argelés. Lors de la Retirada de Février 1939. Leur malheur: avoi luiiii pour defenderé. La Démocratie, et Republique Contre le fascisme en Espagne de 1936 a 1939. Homme libre, soiuviens toi”.

Con mi cámara tomé una foto, quería tener un testimonio de la existencia de ese monumento. Después busqué un cuarto de hotel para poder dormir un rato y más tarde seguí mi camino a Bram.

Esbocé una mueca de dolor al recordar que nunca estarán esas playas tan llenas de gentes como lo estuvieron en 1939.

Había pasado frente al restaurante de moda, el Komodor. Buscaba un hotel, quería sentarme a meditar y a asimilar lo vivido; quería reponerme de las impresiones que había adquirido después de lo visto, así como de una noche y un día casi sin dormir.

Este lugar me produjo un sentimiento singular, no lo puedo quitar de mi memoria. Su historia es la de un personaje que va por las calles deambulando.

La intensidad de todo lo realizado durante el día me hizo sentir emociones difíciles de explicar. ¿Cuántos pensamientos y sentimientos llegaron en esos momentos?

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Capítulo IV 65 años y meses después

Salí del trabajo y me trasladé a la cita programada. Estaba un poco nervioso porque era la primera vez que vería a esas personas. Sabía que eran amigos y que me unía a ellos una relación estrecha. Todo empezó así:

Había contactado a uno de ellos mientras buscaba libros y documentos que me iniciaran en la historia del éxodo español generado por la Guerra Civil, un enigma para mí, ya que era un neófito en ese tema. Ahora aún lo soy, pero un poco menos.

Buscaba en Internet información sobre libros editados en México que se relacionaran con la llegada de los refugiados españoles al continente y encontré uno que se llama Al puerto de la Esperanza. Es un texto de Alfonso Vera en el que narra el viaje de unos exiliados españoles que llegaron a Coatzacoalcos, Veracruz, en México. Leí la ficha biográfica de su autor y tomé su dirección electrónica. Por ese medio le solicité un ejemplar y cuando me respondió me llevé la sorpresa de que la dirección que me envío para realizar el pago era de la misma ciudad en la que radico: Monterrey, Nuevo León.

Sin pensarlo, tomé el teléfono y lo llamé. Durante la plática me dijo que se reunía con regularidad con otros amigos. Me di cuenta que él también pertenecía a esa historia que buscaba, en la que yo soy un actor secundario.

Me indicó la hora y el lugar de la reunión: un café muy conocido, y me dijo que ahí me entregaría el libro que le solicitaba.

Ahora bajaba de mi auto para dirigirme a esa reunión. No había pensado que ese encuentro me podría transportar a un lugar que nunca vi, y que estaba ligado estrechamente a mí.

Con el cigarrillo en la mano caminé por los pasillos del Centro Comercial Plaza Fiesta San Agustín. Cuando entré al estacionamiento me di cuenta que no

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sabía cómo era el tipo que buscaba, y que no había tomado la precaución de pedir su descripción. Pero al tratar de ubicar al grupo ellos me detectaron a mí. Observaron que alguien se paraba en la puerta de la cafetería, buscando a alguien en su interior, y supieron enseguida de quién se trataba. Me saludaron amablemente. Eran tres: Alfonso, Felipe y Eladio.

Nos presentamos y tomé un lugar en la mesa. En ese momento no me había percatado de que estaba por cruzar un portón invisible que me llevaría a un sitio mítico, a una especie de viaje sin retorno.

Desde entonces me uní al grupo, y aunque no tenía la misma edad que ellos, ya que son mayores que yo, me di cuenta que nos unía un sentimiento más grande: los cuatro pertenecemos a un grupo de seres humanos que cada día se convierten en una especie en extinción. Nos amalgama la idea de mantener viva la historia de esos hombres que llegaron como refugiados a México durante la Guerra Civil española, suceso que no debe olvidarse. Los cuatro somos descendientes de personas que vivieron en carne propia la pérdida de la II República, la salida de España. Los cuatro somos, pues, descendientes de republicanos españoles, exiliados políticos. Este vínculo fue suficiente para profesarnos una amistad y para casi saber quiénes somos, aunque no nos hayamos visto antes.

Ese día, en ese café, comenzamos a viajar montados en nuestros recuerdos. Ahí me enteré de cosas que me involucraron más la cruel realidad que vivieron mi padre y los demás refugiados. Nunca hubiera imaginado que en esas playas que visité durante el viaje a Francia se dio el milagro de la vida. No sabía que tras las rejas vivieron mujeres parturientas que se enfrentaron a un escenario de vida y muerte para los vástagos que cargaban en sus vientres. Gracias a mis tres compañeros de mesa supe de la nobleza de la señorita Elizabeth, una enfermera suiza que con su labor y la de la Cruz Roja salvó la vida de por lo menos 600 niños. Las madres de dos de mis amigos fueron atendidas en la maternidad de

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Elnhe, que era una casona frente a las playas de Argeles, y que en esa época fue habilitada precariamente como clínica. Ese era el sitio en el que los pequeños refugiados, que llegaron a Francia en los vientres de sus madres, o que fueron gestados en los propios campos de concentración, podían llegar a tener alguna esperanza de vida.

Dos de los interlocutores eran el ejemplo de esos niños, pues habían nacido en Francia en esa maternidad. Sabían que le debían la vida a la labor humanitaria de mujeres valientes que sumaron sus esfuerzos y participaron como enfermeras en esa maternidad, como fue el caso de la señorita Elizabeth o el de María Tordesillas, madre de Felipe, ¡qué historia!

Eladio, en cambio, era hijo de un militar encargado de una batería antiaérea. Había pasado años en Argeles, antes de poder salir a México.

Los reunidos, rodeados por el aroma de una taza humeante de café, empezamos a caminar por esa ruta trazada por nuestras propias historias. Platicamos de la guerra. Les conté de mi viaje a esos lugares que todos conocíamos en la historia. Les dije que desconocía la historia de mi padre, que en un principio no tenía un sólo dato ni un sólo papel de esa etapa de su vida; que no sabía qué sucedió con él antes y durante la guerra; que no sabía que había estado en campos de concentración. Es más, creo que me sucedía lo que a la mayoría de ellos, desconocíamos esa parte de la historia y de la existencia de esos campos. Les narré la impresión que tuve cuando supe que él había estado en un campo de concentración en Bram.

Expliqué cómo me afectaba el tener unos sentimientos encontrados, por un lado el gusto por haber localizado esa documentación, por otro de dolor por conocer lo que había vivido mi padre, y también gratitud por poder saber un poco más de él y de su forma de ser.

A lo largo de la plática me di cuenta que tenía una noción muy pobre de lo que fue la Guerra Civil española y tenía que cambiar esa situación rápidamente. Por eso

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dejé de leer sobre el romanticismo de la guerra de guerrillas que describía Hemingway en Por quién doblan las campanas, y pasé a algo más formal. Me puse a estudiar a conciencia la historia y a comentar en el café algún pasaje de estos acontecimientos.

Analicé los pocos libros que tenía a mi alcance y me di cuenta que esa documentación no podía ser todo lo que había. Desprovisto de una guía, me dediqué afanosamente a leer. Leía todo lo que tenía olor a Guerra Civil española, y sin darme cuenta, sin ser historiador, me encontré hurgando en sus entrañas, recorriendo lugares como Tetuán, Teruel, el Ebro, etcétera. En el recorrido me acompañaban nombres como: Miaja, Ibalurry, el Campesino, Buenaventura de Urruti, Lizter, Rojo, Mola, Sanjurjo, Franco, Yagüe. Me envolví en un marasmo de siglas como POUM, PCE, IRFAI, entre otras, para esquivar las balas de batallas como Quinto, Ebro, Belchite. Me adentré en el estudio de la geografía de la península para ubicar esos lugares. Todo esto sólo con el fin de conocer lo que había vivido ese hombre en España.

En la mesa alguien comentó: -Recordemos un poco de historia. Justo antes de la II República, cuando reinaba Alfonso XIII, un rey débil que cedió el poder a un dictador que no pudo controlar a la población y le regresó el poder al rey, fue justo en ese período, cuando la sociedad española estaba saliendo de la dictadura de Miguel Primo de Rivera, cuando España perdió su poderío económico. Dejó de recibir las riquezas de las colonias porque les había otorgado su independencia y dejó de ser uno de los proveedores importantes para los contendientes de la I Guerra Mundial. Ahora ese boom económico había terminado, y la situación económica y política que prevalecía en la península era muy volátil; existía un descontento por las diferencias sociales, que eran abismales.

-Los campesinos vivían bajo un régimen casi feudal, dependían de sus patrones para todo, y el no poder tomar decisiones por ellos mismos los orillaba a

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una próxima lucha en busca de la reivindicación de su condición. En toda España la miseria era horrorosa. Había un índice muy grande de desnutrición y analfabetismo; la falta de salubridad aumentaba la mortandad y lo peor era la escasez de trabajo. Todo se sumaba para que se pensara en la lucha como la única opción para lograr un cambio. El pueblo solicitaba una reforma agraria que contemplara a todos por igual. Creían que también ellos podrían ser dueños de un pedazo de tierra y no ser considerados solamente un instrumento de labranza para los señores.

El 14 de abril de 1931 se estableció la II Republica. El cambio de gobierno fue propiciado por un grupo de notables que pensaron que con su presencia mejoraría la situación del país. No contaron con que se los terratenientes darían muchos problemas en el agro. A manera de protesta impulsaron una huelga, y dejaron de sembrar, abandonando a los jornaleros a su suerte. Mientras tanto, en las fábricas y minas se dejó de producir, y los partidos de derecha, de izquierda e incluso los anarquistas se pusieron en contra de la República. Se sabía que una gran parte del ejército no comulgaba con las nuevas instituciones políticas. Lo anterior produjo una inestabilidad social y económica. Los militares predicaban que el “orden” en el país era la única salvación, y que ellos eran los indicados para restablecerlo. En 1933 llegó a la presidencia de la II República una coalición de pequeños partidos compuesta por: Acción Republicana de Manuel Azaña, Partido Republicano Radical Socialista de Marcelino Domingo, y la Organización Republicana Gallega Autónoma, de Santiago Casares Quiroga. Todos se fusionaron para crear el partido Izquierda Republicana, que se caracterizó por predicar una política de centro izquierda. Esta adhesión fue posible gracias a que los estatutos partidarios de los que la formaron contenían postulados comunes. Así obtuvieron la fortaleza necesaria para dar una respuesta sólida y hacer frente a los partidos radicales.

La idea de cambiar al gobierno de la República

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por uno decidido a hacer cambios radicales era la petición de los partidos de extrema izquierda. Las demandas de mejorar las condiciones del pueblo español eran elementos de fuerte negociación. Sin embargo, existían otros partidos con una visión totalmente diferente, una corriente estructurada en el “orden”, que estaba compuesta por civiles y militares “notables”, convencidos de que el cambio debía darse hacia otro rumbo.

Ese era el ambiente que predominaba dentro de los primeros años de la II República. Un ambiente enrarecido por el cambio de gobierno, por la gran expectativa de reformas sociales para las clases más desfavorecidas, por las esperanzas que no tuvieron la respuesta adecuada. El pueblo estaba compuesto en su mayoría por campesinos que se sentían explotados. Más de la mitad de la población era analfabeta, que esperaba una reivindicación del nuevo gobierno y que suspiraba por la libertad y no por un mendrugo de pan. Era una población que había sufrido tanto que ya no quería esperar más. Por otro lado estaban los políticos de antaño, los grandes terratenientes, la nobleza venida a menos, los militares ofendidos por la reducción de sus puestos y prebendas, y las curias llenas de sacerdotes que predicaban que el nuevo gobierno estaba llevando al país a la anarquía o al comunismo, pero que en realidad sólo velaban por sus intereses. Era la fuerza conservadora, aunque algunos no tenían ya nada qué conservar.

Y en ese escenario todos tenían la razón, su razón. Por un lado, los conservadores se organizaron con el clero y con un grupo de militares para defender sus privilegios, que creían haber perdido con la instauración de la República. Tal fue el caso del general Emilio Mola o, por el lado civil, del conde Juan Ignacio Luca de Tena, quien estaba rodeado por un grupo de “notables”, entre ellos el llamado “último pirata del Mediterráneo”, el mallorquín Joan Marsh, un filibustero reconocido. Ellos contaron con la lealtad de sus ayudantes, como la de

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Luis Bolín, quien estuvo dispuesto a dar su vida por el cambio, siempre y cuando ese cambio se tradujera en ganancias para él, acordes a su sacrificio. Así, la Iglesia, que se sentía relegada a un segundo plano y que había perdido las prebendas recibidas por los regímenes monárquicos utilizó el apoyo de estos personajes para enfrentarse al nuevo gobierno. Por su parte, el pueblo exigió cambios que requerían tiempo para ser puestos en marcha.

Este era el caldo de cultivo en el que se gestó la incipiente II República. La presión del dinero de los conservadores, la fuerza de la prensa, el rencor de los militares que se sentían menos favorecidos, la Iglesia lastimada, que desde el púlpito censuraba cada uno de los cambios que proponía el gobierno; el pueblo que exigía el cumplimiento de las promesas que habían propuesto, azuzados por el hambre y la pobreza, herramental diestramente usado por los partidos de extrema izquierda. Aunada a esta problemática estaban las esperanzas separatistas. El estatuto a Cataluña amparaba otras latitudes de la península y por lo tanto esperaban el mismo tratamiento.

¿Qué más podría tener en contra la República? Hubo falta de gobernabilidad que aprovechando las fuerzas conservadoras para fraguar un plan que buscaba traer del exilio al líder y tristemente célebre general Sanjurjo, que estaba en Portugal. Sin embargo, la suerte no estuvo de su lado y al tratar de sacarlo de su exilio un accidente aéreo lo dejó fuera de la jugada.

En el café tratamos de interpretar los hechos. Para unos el accidente fue un acontecimiento que favoreció a otros integrantes de las fuerzas nacionalistas, para otros tuvo dedicatoria a uno sólo, y para otros el accidente fue provocado por el propio Sanjurjo, que se empeñó en subir a la aeronave más equipaje del que podía soportar en su trayecto a Estoril, Portugal y a España. Debido a ese exceso de peso no pudo remontar el vuelo y en el intento se estrelló. Todos los ocupantes perdieron la vida.

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La plática prosiguió. Unos contaban en su haber con la corriente política de moda en Europa, el fascismo, que en su manifestación en España se conoció como la falange, corriente que nació con José Antonio Primo de Rivera, un personaje de gran tradición en la política conservadora e hijo del ex dictador.

-Aunque parezca mentira, -comentó otro en la mesa- esta corriente daba coherencia a los sentimientos de una clase popular que sentía que el país necesitaba orden y gobierno, ya que no se sabía manejar la libertad. Y así, “sin quererlo”, daban la contra a un pueblo demandante de más apoyos sociales y cambios radicales, como la reforma agraria y los programas de laicismo y socialización de la educación.

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Capítulo V 65 años antes. Salida a Bram

Nos formaron en fila a un lado de la vía del tren; frente a nosotros había unos vagones de carga que nos esperaban. Teníamos frío y hambre y la espera se hacía insoportable. El viento nos hacía tiritar de frío y la cercanía con el monte Canigó, con su corona de nieve, hacía que ese viento que soplaba del sureste fuera extremadamente gélido.

Con nuestras cosas en las manos subimos a los furgones, que serían “nuestros camarotes” de viaje. Los guardias franceses nos llevaron a un lugar del cual no conocíamos nada. No sabíamos cuántos íbamos en cada carro, pero sí veíamos que hasta que estaban perfectamente llenos cerraban las puertas. Viajábamos apilados como animales, y empezamos a recorrer un camino sin rumbo conocido.

Dentro del vehículo nos acomodamos como pudimos. De la paja sucia que estaba en el piso emanaba un olor a podredumbre que no nos dejaba descansar.

Justo cuando me acomodé en una esquina del carro se sintió un tirón. Estábamos en marcha. Al final del furgón se escuchó el rasgueo de una guitarra, alguien en algún momento de descuido de los guardias la había logrado introducir. Sonaba una copla de una canción anarquista que nos sabíamos de memoria, “En la plaza de mi pueblo”.

No sé cuánto tiempo pasé recargado en la pared de hierro; iba con los ojos medio abiertos. Los recuerdos llenaban mi mente, se agolpaban estrepitosamente como queriendo salir.

Un recuerdo hizo correr sudor frío por mi frente: vi en mi cabeza las imágenes de cuando tomé un fusil por primera vez. Esa sensación que se le grava a uno en la memoria y que nunca se puede disipar. ¿Cómo borrar la imagen de la primera vez que apunté a un ser humano. Es algo con lo que se tiene que lidiar toda la vida; vivir con el recuerdo del sonido del primer disparo dirigido a

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un humano; el ruido que produce la detonación de la pólvora es inolvidable, como también es permanente el temblor que queda en los dedos después de que se jaló el gatillo y se dio en el blanco. ¿Cómo borrar la imagen de un ser que se derrumba después de que uno le ha disparado? Nunca antes tuve un arma en la mano, nunca salí de caza, no sabía disparar contra otro semejante. En ese momento se me agudizó el dolor del estómago que me devolvía a la realidad. Pero la mente me detenía en aquel episodio que me torturaba. Para enmudecerla me repetí una y otra vez la justificación que todos recitamos, esa que dice “era él o yo”.

Estaba sentado en el heno atrás del vagón cuando en la casi total oscuridad de ese maloliente furgón percibí las imágenes. Se tornaban más claras y me permitían ver el momento en que salí de casa. Me vi parado, con el rifle en los brazos. Apenas había tomado el arma, era de los pocos que tenía fusil. El Ayuntamiento hacía todo lo posible por armarnos, pero no alcanzaban los rifles ni las balas, y en ese instante fue cuando un piquete de soldados nacionalistas se presentó frente a la plaza del pueblo. Todos nos quedamos atónitos, había llegado el ejército nacional.

He tratado de olvidar ese recuerdo, pero no me deja. Es algo con lo que tengo que vivir, pero no quiero tenerlo, me hace daño, se pega a mí como una rémora.

Seguía sentado en ese heno, en la esquina del vagón. No podía descansar por el ruido que producen las ruedas del tren al pasar por las uniones de las vías. Me pareció que el tiempo se desplazaba lentamente. El ritmo, ese vaivén del carro del ferrocarril que adormece a muchos, me tiene fastidiado. El estómago me duele y el golpeteo en contra de la pared del tren intensifica mis dolores.

La mente regresó a la pesadilla. Los moros entraron en el pueblo, con sus uniformes de legionarios, con sus gorros y pantalones bombachos, característicos de la legión de África. Eran altivos, formales, y parecía que iban a un desfile.

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Cuando los miré, me percaté que estaban mucho mejor armados que nosotros y sentí miedo. Recuerdo que pensé: ¡claro, si son las fuerzas de avanzada de un ejército adiestrado y con experiencia, formado en África!

Nosotros éramos sólo un grupo de campesinos que adolecíamos de todo. Ellos portaban armamento adecuado y nosotros sólo fusiles que habíamos podido conseguir en el cuartel de la guardia civil.

Empezaron a tratar de apresarnos. Las órdenes eran que no dejaran a ningún rojo vivo en la retaguardia. Mientras más violencia se vertiere en las acciones más rápido se terminaría con el mal que hay en la Republica.

De pronto, nos encontramos corriendo, tratando de alejarnos de ahí, pero los disparos se empezaron a dar en una pequeña escaramuza. Fue un momento vertiginoso. De pronto sentí la mirada de un moro clavaba en mí; era una mirada llena de fiereza, la misma mirada con la que un cazador ve a su presa. Ya no nos podíamos esconder, las armas nos habían delatado. Esos primeros disparos producían un ruido extraño en la ciudad; se escuchaban casi en la puerta de la casa de Estaban, precisamente a dos cuadras de la comandancia, en la esquina con la calle de Lobato. Ellos venían por la calle Del Tiro, por el edificio del Ayuntamiento. Les vi una sonrisa macabra, y fue cuando el moro encaminó sus pasos hacia mí. Levantó su rifle y me apuntó. Vi su dedo en el gatillo, y en un segundo la acción y la visión cambió. Lo vi a través de la mirilla de mi fusil. El golpe causado por la retrocarga del disparo me impactó en el hombro derecho. El dedo del gatillo me temblaba y un sudor frío recorrió todo mi cuerpo. Sudaba a mares cuando vi la figura caer. No lograba salir de mi asombro.

Por un momento sentí que todo me daba vueltas, pero logré sostenerme en pie. Bajé el cañón después del disparo, di la media vuelta y me alejé. Corrí sin parar hasta alcanzar a los otros compañeros que se habían fortificado en una casa a la salida de la ciudad, por la carretera a Puebla de Cazalla.

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El dolor del estómago me hizo regresar al tren y vomitar. Todos los que estaban a mi alrededor se quejaron.

-Pero coño, joder, ¿cómo es posible que hayas descomido aquí?- dijo una voz.

-Sólo eso faltaba, que uno se descompusiera de la tripa-, comentó otro.

El ruido que produce el vagón del ferrocarril me tranquilizó en ese momento.

El viaje prosiguió. Nos detuvimos en Perpignan. Escuchamos los gritos de repudio de la gente, y percibimos la opinión de la población francesa. Muchos estaban indignados porque estuviéramos en sus tierras, y nos gritaban rojos, piojosos, incluso nos lanzaban piedras, además de insultos en francés que no entendíamos. El tren reanudó su marcha y se internó en el centro sur de Francia para salir de la región de los Pirineos orientales. Nos dirigimos a Narbonne, ahí, sin que nadie se bajara del tren, unos soldados con un mal castellano, nos gritaban:

-Regresen a España, nosotros los escoltaremos hasta la frontera. Salgan del país y regrésense a sus tierras.

Nos invitaban “cortésmente” a que regresáramos a España y hacían todo lo posible para no tenernos ahí.

De la comida mejor ni hablar, teníamos que comer una hogaza de pan duro y agua.

Ya en el interior de Francia nos dirigimos a Carcassonne, donde nos hicieron la última invitación al regreso. Nadie que yo haya visto la tomó.

Todos los que viajábamos en ese tren éramos excombatientes, habíamos participado de manera activa en la contienda. No había ningún civil, si así se puede decir, tampoco había mujeres. Todos los que nos trasladamos habíamos estado en alguno de los frentes de batalla, habíamos combatido y empuñado las armas en defensa de la República.

Finalmente el tren paró. Fue cuando vi por primera vez la planicie desnuda destinada al campo,

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estaba rodeada por esos cinco o seis hilos metálicos con pinchos. La alambrada estaba en su lugar y nos daba la bienvenida.

Después de casi cinco horas que pasamos en el tren tenía las piernas adoloridas. Ahora, con todo y el frío, las podía estirar.

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Capítulo VI 65 años después. Salida a Bram

Salí a la calle para dirigirme a la parte sur de Argeles-Sur-Mer. Era una visita obligada, ya que me encontraba muy cerca. El camino que tomó el taxista fue por una carretera angosta y ondulada, me comentó que era la ruta interna, que estábamos transitando tierra dentro porque era la forma directa para llegar, y no por la carretera de la costa.

El pequeño pueblo tiene calles estrechas y adoquinadas, en las que resbalan los vehículos en tiempos de lluvia, y cada una lleva el nombre de un personaje famoso, como Voltaire o De Gaulle, o incluso es reconocida por algún pasaje, como la calle de La Libertad. Para mi sorpresa, cuando me di cuenta tenía en frente un letrero que decía “Rue Antonio Machado”.

Sí, estaba en Collioure, y me dirigía al castillo donde murió el ilustre poeta andaluz, un ilustre sevillano. Imposible dejar de pasar por el castillo y visitar su tumba. Recordé que en su bolsillo le encontraron un último verso, “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Sé que Machado fue invitado por la Universidad de Cambridge para impartir cátedra en su sede y que la carta que acreditaba su estancia llegó tarde, un día después de su muerte. Su madre murió tres días después. La tumba es una losa de cemento pulido, toscamente gravado, en la que se lee lo siguiente:

A n t o n i o M a c h a d o

Sevilla 26 VII 1875 Collioure 22 11 1939

Más abajo dice:

A n a Ru i z Madre del poeta Sevilla 9 11 1854

Collioure 25 11 1939

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Este es el testimonio que queda de él. Como casi todos los pueblos de la región, en éste las casas están pegadas, muy juntas, como si quisieran resguardarse de los intrusos.

De pronto, el taxista me sacó de mis pensamientos, al apurarme para poder llegar de regreso a Argeles. Pensé que esos casi siete kilómetros que separan a Collioure de Argeles están llenos de paisajes que fueron vistos por aquellos hombres, pero que no los pudieron disfrutar.

Al día siguiente, después de esa visita, me enfilé por las calles de la ciudad para tomar el tren que me llevaría a Bram. Son casi 160 kilómetros los que separan a Bram del Mediterráneo y están rodeados por esa campiña francesa que todos queremos ver: la de los viñedos. Para mí eran sólo imágenes de un camino que fue transitado por unos seres que se dirigían a un destino incierto.

Pasé por otros lugares que tuvieron campos de concentración para españoles. A mi izquierda, a pocos kilómetros de haber iniciado el recorrido, se encontraba Saint-Cyprien, después Perpignan. Las vías del tren se desviaron al sur centro de Francia, en dirección de Carcassonne, y de ahí hacia Bram. Fueron casi cuatro horas de recorrido para llegar a ese destino.

Estaba en la región cátara, era el vivo ejemplo de una arquitectura urbana trazada de manera circular, la antigua forma de protección. Recordé que la región fue invadida y conquistada por las huestes del papa Inocencio III, quien a toda costa quería destruir la práctica de una secta derivada del cristianismo primitivo, el catarismo, calificado como pagano al igual que el arrianismo. Bram sufrió el ser diezmado y arrasado por los ejecitos del papa en nombre de la “verdadera religión”. Esa fue la razón por la que el pueblo se construyó en forma circular, con tres avenidas perimetrales que la acotan. La más alejada del centro estaba dividida en dos, la Avenue Notre Dame y la Rue du Chanoine Andrieu. También hay calles paralelas que

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atraviesan la ciudad de extremo a extremo, como la Rue Papin. En el círculo siguiente se localiza la Rue Bayard, después está la Rue des Halles y dentro de esos círculos hay otras calles más pequeñas.

Cuando bajé del tren, me di a la tarea de visitar la ciudad; quería conocerla e imaginar cómo habrá sido aquello en 1939. Caminé por la Rue Tranquille, que es una avenida que atraviesa todo el casco antiguo y desemboca en a la plaza de la República, que paradójicamente termina en la Rue de la Liberation.

Los colores y los olores son los personajes que me acompañan. Seguí por esa calle adoquinada pensando que durante cientos de años han sido caminadas. Observé las casas con sus ventanas y contra ventanas de madera. Caminé hacia las afueras del caserío, donde se había ubicado el campo de concentración, a un lado de las vías del ferrocarril.

La planicie en donde se construyó tenía una extensión aproximada de trece hectáreas. En su momento fue rodeada por más de 60 kilómetros de alambres de púas. En la actualidad no se ve nada; un pequeño lago esconde los resquicios de lo que fue en la época que sirvió de refugio. Ahora, la mayoría de la superficie en donde estuvieron las barracas está bajo el agua. El campo que albergó ya no se ve.

El viento gélido me daba en la espalda, a pesar de lo cual empecé a redibujar y a recrear mentalmente ese lugar.

El campo estaba dividido en nueve distritos que se identificaban por letras. Así, podían verse los “barrios”, que iniciaban con la letra A y terminaban con la letra I. Las barracas de madera eran unos rectángulos sin piso ni muebles, cuyas dimensiones iban de los seis a los 24 metros. Ahí se confinaban más de 100 habitantes por caseta. Esos 144 metros cuadrados con techo fueron el único refugio que tuvieron. Contaban con 1.44 metros como área privada, que también era su dormitorio.

Las letrinas comunales no tenían ningún refuerzo sanitario, sólo eran fosas sépticas, y se conservan hasta

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el día de hoy. El agua que hay en la región no es potable, y de esa agua tomaron esos 16 000 soldados de la II República. En un principio el campo fue destinado para albergar a los hombres y a alguno que otro niño que vivía con su padre. No fue sino hasta después de 1940 cuando cambió el régimen habitacional, internando en el campo a mujeres y familias.

Como en todo campo de concentración en Bram también hubo muertos. El improvisado cementerio se ubicaba a las orillas de la vía del ferrocarril. Ahí enterraban, en una fosa común, a sus muertos. La única forma de identificar a los fallecidos era mediante un cable que amarraban al ataúd. El cable llegaba a la superficie y ahí se le ataba un pedazo de madera donde se anotaba el nombre del difunto. Ese era el recuerdo para el muerto.

Estaba recordando eso cuando un ligero escalofrió subió por mi espalda. No era producto del viento de los Pirineos ni del agua helada que rodea el campo, tampoco del clima invernal, sino del propio recuerdo de lo que sufrió esa gente, entre ellos mi padre.

Ya no quedaba nada de los desplantes estructurales de los barrios, ni de las calles que se formaron con el flanqueo de las cabañas del campo; del panteón sólo quedaba una pequeña lápida de piedra rodeada por otras más pequeñas con las fotos y datos de algunos de los pobladores que murieron en ese lugar. Sus familiares los pasan a visitar y les dejan un recuerdo, para que todos los que lleguemos aquí conmemoremos su paso por este campo.

Bram también cambió. Es claro que su población aumentó cuando estuvo vigente el campo. Los visitantes indeseados eran mayoría, en una proporción de casi tres a uno con respecto a los habitantes de la localidad.

Regresé al poblado y caminé con la cabeza baja. Para muchos este campo había sido el final del camino, pero para otros su destino estaba al otro lado del mundo.

De repente noté que las nubes se abrieron y dejaron pasar unos tenues rayos del sol poniente. La tarde se aclaraba y el sol salía por primera vez.

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Capítulo VII 65 años antes Bram

Nos enteramos por los comentarios de algunos compañeros que entendían algo de francés que iríamos a una zona localizada al centro sur de Francia, una región agrícola.

El poblado al que llegamos era pequeño, los internos sumábamos más que los habitantes, nuestro destino final fue Bram, localidad que se ubica en la región francesa de Aude, abajo de los Pirineos, así que los vientos y la nieve de la montaña nos llegaban de frente.

Bram cuenta con un puerto fluvial que da al canal de en medio, una de las vías navegables de agua dulce más importantes de Francia, y con una población de tres mil habitantes. Sus casas forman un conjunto en forma de círculo, son antiguas y en forma rectangular, con techos de doble agua que revelan su característico origen campesino. Es un pueblo de agricultores que ya olvidó los sucesos que acontecían a su alrededor. Sus calles llegan al centro de la población. Son pequeñas como si quisieran guardar un secreto.

Era 4 de marzo de 1939 cuando nos bajaron del tren y nos formaron en una fila. Nos revisaron a cada uno y nos abrieron un dossier. Después pidieron nuestros datos generales para consignarlos en un expediente. Cuando terminamos el registro nos dejaron en nuestras habitaciones. Eran un solar alambrado. Pensé que lo que sentía bajo mis pies no era la húmeda arena de la playa, sino tierra firme, tierra de un campo agrícola desolado. Apenas habíamos salido del control de la supervisión de la gendarmería cuando nos enviaron a construir las barracas de madera. Las herramientas que utilizábamos las regresábamos al final de la jornada. El trabajo hizo que cambiara nuestro estado de ánimo, y la solidaridad no se hizo esperar; la política que en un momento recrudeció nuestras diferencias ahora era partícipe de una unión reencontrada. Platicábamos todos los sucesos que nos pasaron en Argeles.

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-¿Recuerdas a Agustín?, aquel que le decíamos “El loco”-, dijo a mi espalda un compañero.

-¿Aquel civil que tenía un sombreo raro? -Sí, él. Lo encontraron muerto. Al parecer murió

de hambre, porque durante el tiempo que vivió en Argeles no comió. Dicen que su ración se la daba a unos chavales que se habían quedado huérfanos.

Sólo vi cómo se retiró moviendo la cabeza en señal de reprobación. Esa era una de las muestras de solidaridad que se presentaban en estos campos de la ignominia.

Construíamos nuestras barracas y dormíamos a cielo abierto, como ya lo habíamos hecho en las playas de Argeles. Por las noches platicábamos sobre la eminente entrada a la guerra de los países aliados. Se apostaba hasta la vida que pronto estaríamos de regreso en casa, en la reconquista del país, en la reinstalación de la República. Creíamos que el compromiso que adquirió el régimen fascista con los boches, como se les llamaba a los alemanes, obligaba a Franco y a sus a compinches a honrarlo, y esa era una deuda de honor.

De esta manera distraíamos nuestra miseria y malestares durante nuestra estancia en la campiña francesa. Soñábamos con un pronto retorno a España, y eso hacía más llevadero el cautiverio.

En poco tiempo, siguiendo las instrucciones, terminamos las barracas. Los servicios quedaron en medio de todo. La letrina era una línea de hoyos abiertos con tablones de madera con sólo un techo, por lo que teníamos que aliviar las necesidades del cuerpo a la vista de todos. Los lavamanos eran unas tablas inclinadas en contra posición que hacían que el agua no se saliera por los lados y que desaguara por un pequeño orificio. Esas eran las facilidades sanitarias. ¿Las duchas?, esas se tomaban en el canal del río. Ahí podíamos ducharnos cuantas veces quisiéramos, en las frías aguas del canal central.

Las barracas se identificaron según lo planeado formando nueve sectores. Cada uno agrupaba 175

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barracas; cada “barrio”, como les llamábamos, se componía de 18 cabañas.

Me tocó vivir en el barrio B, barraca 45. Ahí dormimos 100 hombres, número promedio de habitantes, por caseta.

Ese espacio era nuestro mundo, ahí vivíamos, jugábamos a la descuadernada, como le decíamos a la baraja; ahí dormíamos, soñábamos y despertábamos a la pesadilla. Para dormir, recolectábamos el heno del piso que nos servía como colchón. Cada mañana lo arrinconábamos en las paredes de madera para poder transitar por la barraca.

Teníamos piojos y la paja estaba llena de insectos, por lo que no podíamos conciliar el sueño. Muchos compañeros optaban por dormir desnudos para quitarse los parásitos que traían en la ropa.

-Mira, mira-, me gritaron. -A que mato más que tú con la uña. Mostrándome el dedo con los piojos ya dispuestos

para el juego. Nos divertíamos con esas apuestas. Así nos

entreteníamos, apostando quién mataba más piojos con la uña. Ese juego duró mientras estuve en el campo.

El descubrimiento y la utilidad de la mano de obra sin costo fue una de las acciones reprobables que se cometían en esos campos.

Me tocó trabajar como jornalero agrícola, un trabajo duró y sin paga. Mi cuadrilla preparaba las tierras para la labranza, pero en invierno el terreno se transformaba en un campo duro como roca. El trabajo consistía en preparar las tierras para sembrar diferentes verduras, entre ellas tomate. Parecía un trabajo inútil e inservible, pero de todos modos estábamos dispuestos a hacerlo para que vieran nuestra buena disposición. Tratábamos de ser los primeros en salir de la barraca porque la sensación de estar fuera de la alambrada no la cambiábamos por una hora más de mal dormir.

Llegábamos cansados, pero aun así hacíamos lo posible por pasar la vida con decoro. Por la tarde noche

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las partidas de dominó se hacían interminables. Habíamos muchos jugadores, también para el mus, pero no todo era juego de mesa, durante el tiempo que pasamos sentados las pláticas y los informes eran puestos sobre la mesa y se discutían.

Por ese tiempo se escucharon rumores de una posibilidad para emigrar, no nada más de país sino del continente. Algunos hablaban de la posibilidad de ir a América, en particular a México, un lugar exótico del que muchos habíamos escuchado historias, pero que en realidad poco sabíamos de él, si acaso los relatos e historias de Hernán Cortés y de la conquista de la Nueva España.

Por las noches, ya sin luz, recostados en los camastros de madera, comentábamos que el presidente de México era un republicano convencido, además de adepto a nuestra causa. Algunos decían que nos había enviado armas y municiones, que ya había recibido a niños españoles y que estaba dispuesto a recibir a quienes quisiéramos ir.

-Escuchen, escuchen, no todos podrán emigrar a México- dijo una voz.

Una noche empezó a correr el rumor. Todos nos levantamos y fuimos a la cerca, estábamos parados tratando de comprender lo que pasaba. Nos habíamos enterado de que los aliados habían reconocido a Franco y también de la posibilidad de un pacto de no agresión que firmarían Stalin y Hitler.

La moral se nos vino abajo. La posibilidad del pronto regreso a la España republicana se hacía remota. El panorama que se presentaba era devastador. El hecho de que los aliados reconocieran a Franco fue un duro golpe para todos los que aspirábamos regresar. Sabíamos que eso hacía por lo pronto inviable el regreso a las armas. Desde ese momento el desánimo cundió como un reguero de pólvora, y en las barracas sólo se comentaba sobre el camino a tomar. Nos sentíamos traicionados, ¿pero traicionados por quién? Había aquellos que veían los acontecimientos de una manera

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muy diferente, con otra óptica. Agustín, “el fotógrafo”, como le llamábamos porque andaba cargando una cámara por todos lados para retratar no sé qué cosas, comentaba por las noches que los movimientos realizados por la Unión Soviética y los aliados eran posiciones estratégicas para ganar tiempo, pero que al final tendrían que combatir contra los nazis, y tratar de ganarles. En su opinión, cando eso sucediera podríamos regresar a España. Aseguraba que la lucha por la República se podría dar.

Yo pensaba de otra forma, que el tiempo para la insurgencia contra el régimen de Franco y los fascistas estaba muy lejos. Difícilmente se daría, pero la esperanza es lo último que muere, y ese ingrediente llenaba los corazones de cada uno de nosotros.

La disposición de regresar a las armas era un clamor; el sólo hecho de pensarlo hacía latir el corazón con fuerza. Sin embargo, ante las circunstancias, por primera vez pasó por mi mente la posibilidad de emigrar a un país como México. Por ahora no tenía otro lugar a donde ir. Me movía la idea de recuperar las fuerzas y organizarme con los demás a fin de retornar a nuestro país y liberado. Me aferraba a la idea de que ésta era una pausa más en el camino.

Los días pasaban y las actividades cotidianas, como rasurarnos, limpiarnos o lavar la ropa se hacían cada vez más difíciles, o quizá no teníamos forma de hacerlas. Las pocas pertenencias que pudimos traernos se estaban agotando. La ropa era escasa, sucia y roída, ya eran andrajos. El frío invierno dejaba su marca en nuestros adoloridos cuerpos. El trabajo diario y la mala nutrición hacían que ese trabajo se sintiera más duro de lo que en realidad era.

Gracias a la actitud que mostramos en el campo de trabajo, transformamos la opinión delos pobladores hacia nosotros. Con el tiempo el comportamiento de los lugareños cambió hacia nosotros. Cada día se tornó más suave, quizá porque encontraban en nosotros mano de obra barata y segura, que no podían obtener en otro lado.

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Incluso, comenzaron a interesarse en nuestros métodos de trabajo y al paso del tiempo se dieron cuenta que eran mucho más productivos y comenzaron a imitarnos. Eso fue un aliciente para nosotros. Para desarrollar el trabajo nos organizamos en grupos, de forma comunal y colectiva, de la misma manera como lo hacíamos en España.

Todo eso ayudó a que mejorara nuestra estadía. Podíamos tomar algún alimento adecuado cuando estábamos en la labor, gracias a la actitud del pueblo que veía cómo dejábamos la espalda en sus campos, cosa que nos reprochaban los otros compañeros de infortunio. Fuera de la alambrada el café sabía mejor que dentro de ella, pero con el tiempo, cuando pasábamos la puerta para llegar al campo, sentíamos que llegábamos a casa.

En el campo se esparció el rumor de que con los acuerdos firmados entre España, Francia e Inglaterra se estableció una cooperación en todos los sentidos. Esos rumores los discutíamos en medio de la noche, porque sabíamos el efecto que podrían tener sobre nosotros, ya que Franco podría solicitar nuestra repatriación. Lo cierto es que teníamos pocas horas para dormir, y ahora, con esto, la posibilidad de conciliar el sueño era imposible. Además, los piojos habían proliferado en los colchones de heno.

-Nada más me falta que firmen un acuerdo con lo bochee. Me cago en la madre que los parió- comentó Venancio, un paisano de Jerez.

-En qué pensarán eetooz franchutez- terminó su frase.

Se dio la media vuelta y con un gesto de desaprobación se frotó las manos a cada lado del pantalón, como queriendo limpiarse alguna suciedad o quitarse la impotencia que sentía.

El rumor cundió y eso nos hacía pensar en salir de ahí. No había muchas opciones, las oportunidades se dividían en dos: alistarse en el ejército francés o emigrar y conjuntar fuerzas para un próximo retorno a la lucha. Para la primera había sólo que salir y manifestar que uno

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quería enrolarse y unirse al ejército. En ese caso el destino probable serían las fuerzas de África o la legión extranjera; para la segunda opción sólo teníamos que cumplir con los requerimientos y emigrar a México, país que nos abría las puertas.

Un día me dije: voy a América, ya lo decidí. Me acerqué a los compañeros, con poca fe de poder realizar el trámite, pero era mejor hacer el esfuerzo, que esperar un futuro incierto en una prisión o la muerte. Emigrar hacía más probable la libertad, que alistarme en el ejército de un país que poco me había dado.

Pensé en voz alta y dije: ¡Voy a América!, todos los que me rodeaban voltearon a verme con una cara de asombro e incredulidad.

Al otro día, después de salir del barrancón, antes de cruzar la alambrada para ir al curro, me acerqué a la reja y llamé al guardia. Le pregunté sobre lo que tenía que hacer para poder emigrar a América. Me dijo que había un grupo de control, que estaban haciendo una primera selección, y que tenía que cumplir ciertos requisitos para poder ser anotado en la primera lista. Ahí encontré a otro compañero que tenía la misma idea. Era Francisco B.

A un lado de la garita de guardia se instaló la junta de inscripción. Empezaron comentado lo siguiente: - Sólo podrán emigrar a México quienes en la vida civil hayan realizado alguna actividad que sirva de complemento a las necesidades de esa nación. Eso es lo primordial para poder emigrar. Así lo especificaba el informe de París, eran los términos que habían negociado nuestras autoridades con la embajada.

- ¿Y qué coños necesita ese país?-, dijo Cayetano, un compañero que estaba a mi lado.

-Agustín, fotógrafos no, hay muchos por esas tierras-, le gritó una voz, bromeado con el fotógrafo.

Pensé: la perspectiva de cambiar de país es interesante, pero quedarme y buscar la reorganización y combatir por el regreso podía ser más atractivo.

En mi estancia ya había perdido cerca de 15 kilos

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y la ropa se me caía a jirones. Tenía como cinto un cordel que ajustaba cada día. Así estaban mis exiguas carnes. El dolor de estómago me torturaba, el hambre hacía que esos dolores fueran parte de una necesidad intrínseca de la vida, el saberse vivo.

Los callos se nos habían quitado de las manos por no necesitarlos en la guerra, pero ahora hacían su reaparición con los implementos de labranza. Eran un recuerdo de otros tiempos. Cada quien se cortaba el pelo como mejor podía, con unas tijeras mal afiladas. El tener pelo, aunque fuera con un corte mal hecho, era un triunfo, ya que a los castigados los gendarmes franceses los rapaban.

Nos sometían a castigos por cualquier falta. Uno de ellos era el poste. Consistía en amarrar al castigado a un poste, parado, por 24 horas. El dolor que producía el estar inmóvil amarrado era insoportable, además del corte de pelo a rape. Días después seguíamos sintiendo los calambres intolerables al caminar.

Ese panorama era lo que tenía por delante, y quizá por eso me sentí motivado a emigrar, por eso me anoté para salir.

Cuando llegué la garita para realizar los trámites de salida me introdujeron a un cuarto para interrogarme.

-¿A qué se dedicaba en el pueblo? – dijo una voz cuando entré por esa puerta.

Por más que quería adecuar mis ojos a la oscuridad del recinto no podía ver con claridad. La voz era lo único que podía entender. El cambio repentino de la luz de día a la penumbra me tenía casi ciego. La misma voz completó la frase:- antes de la guerra.

Sin pensar le conteste: -a la construcción de caminos, a la cantería y en un principio fui jornalero.

- ¿Arma a la que perteneció en el ejercito republicano?

- Infantería. Pertenecí a las brigadas mixtas números 141 y 134. Llegué hasta teniente – contesté.

Siguió el interrogatorio: –Filiación

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- Soy militante de la izquierda republicana. Inicié mis actividades políticas con el partido Acción Republicana, en Morón de la Frontera, pero soy originario de Herrera, Sevilla.

El interrogatorio era un requisito para poder ser considerado como posible exiliado a México.

Todo era en secreto, el viaje al puerto en donde embarcarían a América no se había planeado. Estaban escogiendo las rutas a seguir, una por tierra, la otra por mar.

A los que queríamos emigrar nos informaron que deberíamos pagar el boleto del barco, así como un costo por el “hospedaje” recibido en Francia. Para esto, las agrupaciones políticas que se habían creado y los partidos políticos en el exilio dieron las aportaciones para sacar de ahí a sus miembros.

Pasaron los días sin ningún cambio; los que habíamos solicitado el exilio no recibíamos noticia, no sabíamos que al tramitar el exilio dejábamos de tener el amparo de la República francesa y por lo tanto estábamos a merced de los soldados franquistas. Podían aprendernos y repatriarnos con sus consecuencias, y por lo mismo todos los trámites se realizaban en secreto. El tiempo pasaba lentamente, y el frío del invierno se había quedado atrás. Los días de primavera hacían un poco más llevadero el encierro forzoso.

Las acciones que tenían lugar fuera de los campos de concentración hacían que las tensiones sobre nuestro encierro y posible traslado a América se convirtieran en negociaciones de primer orden, pero nosotros no veíamos ninguna solución.

El gobierno de la España trashumante hacía esfuerzos a marchas forzadas. Mientras tanto, Franco exigía la repatriación de los combatientes. Era una presión muy fuerte para Francia y no sabíamos si accedería a esa “petición diplomática”. La espada de Damocles pendía sobre nuestras cabezas.

Los días se sucedían uno tras otro, y nuestra estancia en el campo de concentración se hacía más

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monótona, con todo y nuestra actividad diaria de jornaleros.

Las noticias sobre nuestra situación eran cada día más desalentadoras. Se escuchaban versiones de que algunos en otros campos habían optado por el regreso, que la guardia civil y el ejército los había hecho prisioneros en el momento de pasar la frontera, y les estaban haciendo un juicio sumarísimo para fusilarlos de inmediato, pero había otros con más suerte que fueron conducidos a otros campos ubicados en el interior del país. Los confinados eran tantos que ya no había espacio en los estadios y plazas de toros, recintos transformados en reclusorios masivos. A los combatientes les trataban cruelmente y a los civiles se les consideraba maleantes y enemigos públicos. Su delito era haber luchado por un ideal. Se decía que algunos niños, hijos de la República, fueron separados de sus padres y entregados a otras familias para que los reeducaran en los conceptos y principios básicos del nacionalismo español.

Con esa zozobra vivíamos. Había días que no teníamos ninguna otra actividad que el trabajo agrícola. Pasábamos a las barracas de madera, ahora eran nuestro único refugio y remanso de paz.

Nuestra vida se reducía al tedio y la esperanza que teníamos de alcanzar la libertad se minimizaba cada día. Ya sentía que el tiempo caminaba a otro ritmo, un ritmo más rápido que el de los políticos que negociaban nuestra salida. El amanecer en el campo, el hacer lo mismo y la esperanza de la salida se veían lejanos, era el efecto de la desesperación por alejarnos de la incertidumbre que prevalecía en cada uno de nosotros.

La primavera estaba por terminar y la llegada del verano, con su característico calor, se dejaba sentir. Las cosechas de hortaliza ya se habían levantado, y los campos sembrados mostraban un crecimiento adecuado. El calor húmedo por la noche se hacía insoportable y se incrementaba la intensidad de los olores fétidos. El olor a heno descompuesto y el sudor de los compañeros se combinaban. ¿Cómo acostumbrarse a ese hedor?

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Capítulo VIII 65 años y meses después

La plática hizo que la visita al café se extenderá un poco más de lo habitual. Ese día rememorábamos a un país que ya no existía, lo sacábamos del fondo del baúl, del olvido, y comentábamos los sucesos de su historia, historia que indirecta o directamente nos afectaba. Hablamos de la II República española.

-Que el Reino Unido promovió la política de la no “intervención internacional” por temor a que se obtuviera un triunfo socialista como el de Rusia; que los ingleses pensaban que tener en la puerta del Mediterráneo a un vecino socialista era muy peligroso-, eran los comentarios que se dieron en los pasillos de Buckingham.

-En los momentos decisivos para la II República, el primer ministro de Inglaterra se mostraba preocupado, temía que España pasara a manos de los socialistas, y un suceso como ese sería un problema mayúsculo. Por eso mismo no dejarían que triunfara la Revolución socialista. Pensaban que la creciente movilidad de Alemania influiría como freno a las aspiraciones de algunos rusos, que pretendían extender la revolución por todo el continente.

-Por eso se presume que pudo existir un compromiso entre Inglaterra y los países vecinos a la península que quedó plasmado en el acuerdo de “no intervención”, con él tenían la excusa para dejar a la República española a su suerte.

-El diputado laborista Clement Atlee, en un discurso que pronunció ante la Cámara de los Comunes le reclamó a Neville Chamberlain, primer ministro de Inglaterra, la pasividad de la isla, que el Reino Unido sólo se dedicaba a ver cómo se iban presentando las acciones a una “sana distancia”.

Especulamos que el acuerdo sólo lo conocieron los más altos niveles de los gobiernos participantes.

-Así, podemos pensar que el gobierno de Francia, vecino del norte, participaba en ese pacto secreto para

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detener la Revolución socialista y su filosofía. Porque le dejaron de prestar ayuda en los momentos decisivos de la contienda. Terminó de decir alguien en la mesa.

Tomé un cigarrillo con la mano, vi su forma y palpé su textura, sintiendo el tabaco prensado bajo su funda de papel. Me quedé pensando en lo que había escuchado, al tiempo que lo encendí y vi cómo salía el humo de ese pequeño cilindro. El olor a café me recordó en dónde estaba.

Dije: -lo que sí es verdad es que el gobierno republicano se fue volviendo cada día más débil; era patente su falta de unión y las fracturas que se presentaban en el frente popular eran difíciles de reparar. Las fuerzas sindicalistas tomaron decisiones que afectaron a todos, y los partidos políticos se pulverizaron después de haber conseguido el triunfo de la izquierda republicana y de haber estado unidos. Tomaron rumbos diferentes.

Pero el ruido de un lugar tan vivo como la cafetería en donde estábamos nos hacía perder un poco el hilo de la charla. Aún así, los comentarios eran sopesados por los otros en la mesa, y seguíamos teorizando.

-La idea de que Gran Bretaña estuvo involucrada no parecía descabellada, y menos si pensamos que el avión en donde voló Franco salió inicialmente de ahí, piloteado por un británico. Fue rentado en la isla y la matrícula de identificación del avión era del Reino Unido.

Sólo se escuchó un ¡mmmmm! -Podemos imaginar una escena, una habitación

de una casa, ahí está un hombre parado mirándose al espejo de cuerpo entero, inspeccionando su vestimenta, con el cuidado que tiene un cirujano. Ve que todo esté en su lugar; quita esa pequeña brizna de polvo que ve en la solapa; inspecciona el brillo de sus zapatos, saca un peine de carey del bolsillo de su camisa y se peina de raya en medio. No es una tarde cualquiera, lo sabe, hace dos días recibió una llamada desde Biarritz, le había llamado su jefe, su mentor, el marqués Juan Ignacio Luca

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de Tena para solicitarle que se reuniera con don Juan de la Cierva, el inventor del helicóptero. Le recomendó un hidroavión adecuado para volar de Canarias a Ceuta, que debería tener ciertas características: que la autonomía de vuelo fuera la de mayor alcance posible, que fuera pequeño para pasar lo más inadvertido posible. Él recordaba perfectamente esos requisitos porque el marqués enfatizó esos puntos durante su charla telefónica.

De ese día, 6 de julio de 1936, pasaron solamente dos días más para que tuviera lugar la siguiente reunión entre los personajes, pero ahora Juan de la Cierva llevaba la primera voz. José Luis Bolín Badwell presentó un informe completo y ya había hecho los suyos. Recabó información de los requerimientos mínimos para poder realizar el vuelo. No quería fallarle al marqués.

Bolín fungía como corresponsal en Londres del periódico ABC, el dueño era Luca de Tena, que en realidad era empleado directo del marqués. Esa tarde vería a De la Cierva en ese papel. Su misión y objetivo era discutir y terminar los pormenores del encargo para que ambos tuvieran los elementos de juicio pertinentes, y así tomar una decisión sobre el mejor aparato a rentar y las acciones que se tenían que emprender. De la Cierva en ese momento desconocía que el marqués ya había dado la orden para que se rentara el vehículo señalado, y se hicieran las acciones pertinentes para llevar a cabo la misión. Bolín no quería ni podía fallar.

Ahora vemos cómo se dirigen al Hotel Savoy por diferentes caminos. Tenían que llegar a The Strand, la tradicional calle londinense. Bolín se esmeró en su vestimenta. No era raro verlo bien vestido por aquellos rumbos. De la Cierva tenía que llegar al célebre restaurante Simpson’s, lugar en el que se llevaría a cabo la reunión, así que pasaría por Trafalgar Square.

Podemos imaginarnos a Bolín acompañado del inventor, vestido con un traje oscuro de casimir inglés, custodiado por su inseparable sombrero y armado de su paraguas negro, en una mesa de la terraza del

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Simpson’s. Notamos cómo termina de comer el tradicional roast beef, medio crudo, especialidad de la casa. A la hora del café, con una señal inequívoca, le ordenó al mesero un brandy. En ese momento terminaron las formas que dictan las buenas costumbres, y empezaron a determinar las características que debía tener el vehículo para llevar a cabo la misión. Bolín daba los pormenores mínimos que se requerían, enfatizando en la autonomía de vuelo, que era deseable llevar su carga sin tanto reabastecimiento. Insistía en el peso que debería transportar, entre otros detalles que le pareció importante considerar. Pero el hidroavión que cumplía con las mínimas especificaciones no estaba a su disposición. De la Cierva lo escuchaba atentamente, y le sugería que se esperaran para poder usar el avión adecuado, pero Bolín Bidwell sólo movía la cabeza en forma de negativa. No había más tiempo.

Ninguno de los dos dejaba entrever que sabía con certeza la carga que el avión iba a trasportar. Sólo se explicaban que eran cuatro pasajeros, que saldrían de Canarias para llegar a Ceuta. Los dos comentaban entre dientes que el general Franco había sido nombrado capitán general de las islas para alejarlo del Marruecos español, porque ahí tenía un prestigio, era muy reconocido. Ellos imaginaban que podía ser un reencuentro entre Franco y sus antiguas fuerzas, y no estaban equivocados.

Ahora tenían un problema, el hidroavión que requerían no estaba disponible. Antes de la reunión Bolín había dado un paso más en su tarea, al solicitarle información a un viejo piloto conocido, de nombre Jerrold, quien le recomendó un Havilland DH-89A Dragón Rapide. Era un avión de siete plazas, que pertenecía a la Olley Air Service y operaba desde el aeropuerto de Croydon. A De la Cierva le pareció adecuado. Se tendría que modificar el plan, porque el destino de llegada inicial era Ceuta, pero en esa ciudad no había aeropuerto. Se analizó el área y la decisión fue que el sitio adecuado para el aterrizaje era Tetuán. A Juan De la Cierva le

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pareció inmejorable. Con el nuevo derrotero se formalizó el compromiso, y daban de este modo un paso más en la acción insurgente.

Otra voz dijo: -¿Pero, en un inicio Franco no estaba convencido

en participar? - Así es, contestó otra voz. -Antes de que se tomara la decisión de dar el

golpe, otro Juan, Juan Marsh, el pirata del Mediterráneo, le prometió a Franco que si algo salía mal, la vida y el futuro de su familia, como la de él mismo, estaban aseguradas. Se comprometió a que nada les faltase. Bajo ese punto Franco accedió a unirse al complot.

- Con las órdenes bajo el brazo, los integrantes de la confabulación comenzaron a movilizarse. Tomaron sus respectivos puestos en el tablero de ajedrez, decididos a ser los primeros en hacer el primer movimiento, y con eso empezó la partida.

-Emilio Mola, bajo el seudónimo de “director”, tomó inicialmente el mando. Desde su puesto como gobernador militar, ubicado en Pamplona, comenzó a desarrollar las jugadas; las piezas del tablero se movían. Queipo del Llano apareció misteriosamente en Sevilla, Juan Yagüe hizo lo suyo y tomó el lugar provisional de Franco, en Ceuta, y por el lado de Franco se presentan coincidencias.

Alguien dijo: -¿Qué paso con lo del avión? -Durante el encuentro entre Juan de la Cierva y

Luis Bolín se tomó la decisión de cambiar el plan y rentar el avión. Para pagar el alquiler de la nave, Bolín se trasladó al banco Kleinwort’s donde le entregaron un sobre que tenía dos mil libras esterlinas. El remitente del sobre fue nada más ni nada menos que Juan Marsh. El dinero se utilizó para pagar el arrendamiento de la nave, pero no todo fue color de rosa, ya que los dueños del avión pidieron una garantía para el reintegro de la nave, por lo que el duque de Alba y Juan de la Cierva fungieron como avales. Así se garantizó el valor del avión.

-Ya con la nave a su disposición De la Cierva y

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Bolín, con los cambios aceptados, trazaron los pormenores del plan de vuelo. Tomaron en cuenta cada detalle; sabían que no podían poner en riesgo la operación y que no debían hacer escala en ningún punto de la España peninsular.

-Para enmascarar la llegada a Canarias, De la Cierva recomendó que se estructurara todo como un viaje de placer. Así, decidieron que para no llamar la atención de las autoridades del aeropuerto ni de los otros pasajeros viajarían dos ingleses maduros con dos jovencitas rubias. Las chicas sólo servirían como señuelo para la distracción.

-Con todo eso, comenzó a estructurarse la tripulación y a los pasajeros que saldrían rumbo a Tenerife. Fue entonces cuando apareció por primera vez en escena el mayor Hugh Bertie Campbell Pollard, un comandante retirado y de ideología filo nazi, que pertenecía al M16, un grupo de inteligencia militar inglés. El mayor Hugh iría en calidad de agente. Tenía una amplia experiencia y había participado por parte de su organización en la Revolución mexicana y en algunas revueltas en Dublín, Irlanda. Sabía hablar perfectamente el castellano, era todo un personaje del espionaje. Él con Bolín fungirían como los maduros ingleses que iban de viaje de placer. Las chicas, una fue Diana, la hija de Pollar, y su amiga Dorothy Watson, ambas mujeres fumaban y tenían la costumbre de guardar el tabaco y las cerillas en el elástico de sus bragas. Con esto ya se tenía a los pasajeros y ahora tocaba el turno a la tripulación.

Para pilotear el avión Pollar recomendó a Cecil W. H. Bebb y como mecánico a George Bryers. Completaba la tripulación un radio telegrafista español. Así comenzó la aventura.

Sonó el despertador, después de haber pasado una noche de insomnio y mal dormir. Con ojeras marcadas bajo los ojos, Bolín tomó sus cosas para emprender el viaje al aeropuerto de Croydon. Tenía que llegar a tiempo a la cita fijada a las seis de la mañana. El despegue se haría una hora después.

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-A bordo y con las chicas dispuestas a representar su papel, el avión tipo Dragón Rapide, matrícula G-ACYR, inició el vuelo. Las cosas iban como se planearon, pero al llegar a Francia el tiempo cambió y una lluvia constante los acompañó hasta llegar al aeropuerto de Burdeos, que estaba anegado. Ahí los esperó el marqués del Mérito, abordó la nave para incorporarse en la operación, dejando en tierra al mecánico y dando las instrucciones de que él se dirija a Casablanca en un vuelo regular.

-La incorporación del marqués obedeció a que se había contemplado todo, hasta que el vuelo fallara. Para eso se tenía el plan “B”. No se podía dejar que sucedieran las cosas al azar. El marqués y demás gentes contemplaron la posibilidad de minimizar los riesgos y por lo mismo desarrollaron un plan alternativo. Prepararon una avioneta en Tanger, por si Franco la requería para volar a Llano Amarillo, lugar en el que cualquier avión pequeño podía aterrizar.

-Ese mismo día, con el nuevo pasajero a bordo, despegó el avión rumbo a Portugal. El vuelo se vio envuelto en una racha de mal tiempo, que se sumó a los errores del radio telegrafista, por lo que tuvieron que regresar y aterrizar en Biarritz. Ahí tuvieron que esperar a que las condiciones atmosféricas cambiaran. Por la tarde de ese mismo día tomaron pista y salieron rumbo a Oporto, lugar al que les fue imposible llegar por un error en el cálculo del combustible y por nuevos errores del radio telegrafista.

En este punto, el narrador, con un ademán de manos que denotaba un paréntesis, nos dijo:

-Aquí podemos hacer un pequeño acotamiento en nuestra historia, en la bitácora de vuelo no se dejó constancia del nombre y nacionalidad del radio telegrafista, pero se menciona que cuando volaban por la España peninsular trató de hacer contacto o se contactó con alguien de algún aeropuerto cercano, lo que nos hace pensar que los errores no eran fortuitos y que era un agente de Madrid. Pero, la realidad es que el

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Ministerio del Interior ya sabía del vuelo, y el ministro giró la orden de que fuera detenido el aparato en el aeropuerto en Gando, lo cual sucedió. Cierro el paréntesis.

-Todo lo que se hubiera ahorrado España si esa orden se hubiera acatado, pero ya se sabe que el hubiera no existe.

-Pero prosigamos. El viaje tuvo más incidentes. El día 12, después de un ajetreado vuelo, llegaron a Lisboa y permanecieron en el aeropuerto por algunas horas. Ahí, el marqués del Mérito y Bolín se vistieron de gala y se separaron del grupo para pasar algún tiempo con el general Sanjurjo. Como todos sabemos, es la cabeza visible del golpe, ellos esperan indicaciones, pero el general no tenía planeado nada, solamente les dio un poco de ánimo para seguir con su obra.

-Así, sin más que comentar, esa misma tarde Bolín y el marqués se regresaron al puerto aéreo para trasladarse a Casablanca, en donde se reunirían con el mecánico.

-Cuando llegó el avión al aeropuerto de Casablanca, Hugh Pollard y Bolín expusieron la posibilidad de salir a Canarias, pero el avión tenía que ser revisado. Le ordenaron al piloto Bebb, que lo pusiera a tono. No tardó mucho Cecyl Bebb en revisar la nave y luego les comentó que no podrían partir hasta el día 15. Entonces se trasladaron al Hotel Carlton para instalarse en sus habitaciones. Durante la cena discutieron los acontecimientos del viaje y por motivos de seguridad despidieron al radio telegrafista. Le dijeron que su despido obedecía al exceso en el consumo de alcohol. Bolín había cuidado cada paso del posible agente y aunque ya había tomado la decisión de despedirlo desde tiempo atrás, fue hasta Casablanca donde la ejecutó, con base en una maniobra estratégica. Pensaba que si lo hubiera bajado en Biarritz o en Portugal, el hombre hubiera podido comunicarse con sus superiores, pero en Casablanca no. De hecho tomó la precaución de dejarlo bajo el resguardo del cónsul inglés.

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Aquí se escuchó un murmullo más. -Si tienes razón, no es casualidad que aparezca la

mano oculta de los ingleses, ¿Cómo es posible que el cónsul tomara bajo su responsabilidad a un ciudadano extranjero?, además, se sabe que el Consulado en Casablanca se hizo cargo de los gastos de estancia en la ciudad y sufragó el costo del boleto del radio telegrafista de regreso a Inglaterra en un carguero británico.

– En fin… ¿quién promovió el pacto de no intervención cuando estalla la Guerra Civil?

-Bolín tomó la decisión de quedarse en Casablanca. Dejó en buen resguardo al posible espía. Como el viaje estaba planeado para dos parejas, si él hubiera permanecido a bordo no hubiera servido la excusa, así que se despide de los pasajeros.

-El vuelo prosiguió y el piloto se hizo cargo del radiotelégrafo. Cuando llegaron a Las Palmas se acercó la guardia civil y ahí Dorothy Watson sacó un cigarrillo y guardó las cerillas en el elástico de sus bragas. Con esa escena dejó afuera de vista a los otros tres pasajeros, quienes pasaron desapercibidos por el puesto de control.

-Las dos parejas inglesas, con el pretexto de conocer las islas, tomaron un barco y se dirigieron a Santa Cruz de Tenerife.

-Los ingleses se desembarcaron en Santa Cruz, sitio donde hicieron contacto con un médico, pronunciando la contraseña “Galicia te saluda”, e indicando que ya estaban en posición para tomar la carga.

-Para el 16 de julio, Webb y Bryers se encontraban en Gando, y justo cuando tomaban un descanso fueron visitados, de manera sorpresiva, por unos oficiales que estaban bajo el mando del general Orgaz. Los oficiales los interrogaron porque querían saber qué los había llevado a ese lugar.

Lo que decían las líneas en la obra de teatro preparada por Bolín dieron su fruto, en la medida en que dejaron a los oficiales satisfechos con las respuestas.

-Pero comentemos lo que pasaba en la península.

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Seguimos con las casualidades. El golpe se planeó días después, pero la casualidad hizo que Queipo del Llano, inspector general de carabineros, se encontrara en esos momentos en Sevilla, después de haber sido nombrado, en el seno de la insurgencia, coordinador de las acciones de los sublevados en la región andaluza. Estando ahí, el 18 de julio tomó la ciudad con la guardia civil y varios cuerpos militares. Sin embargo, el día 16 del mismo mes moría accidentalmente el general Balmes, destacado en las Palmas. Era un oficial ampliamente reconocido por su lealtad a la República, uno de los pocos militares que no se sumaba a la conjura en Canarias. Franco sabía de su posición porque cuando llegó a Canarias vio la posibilidad de enrolar a la conjura a todo su cuerpo militar. Sólo unos pocos se negaron; Balmes fue uno de ellos. Murió en un campo de tiro, cuando se le disparó su propia pistola justo cuando la apoyó en el estomago para sacarle un casquillo atorado.

-Como era subalterno de Franco, se le comisionó para investigar el caso. Esa fue la excusa que tomó para salir de su guarnición y presidir el entierro de su subordinado el día 17, el mismo día de la toma de Tetuán.

-El general Franco se embarcó en vapor del correo Viera y Clavijo rumbo a la Gran Canaria, para presidir las exequias, y llegó a las 8 a.m. del día 17, junto con Boig Roix. Juntos fueron al anfiteatro a recibir el informe de la autopsia, y después presidieron el cortejo funerario.

-El féretro apenas se pudo abrirse paso entre la multitud. Después de una interminable ceremonia, el cortejo se dirigió hacia Vegueta, donde se veían carteles de: ¡viva la República democrática!, ¡Fuera Franco!, ¡Abajo los conspiradores fascistas! La cara de aquel personaje bajito, con su pequeño bigotillo bajo la nariz, regordete, con voz atiplada y tez quemada por el sol de Marruecos, presentó un gesto de incomodidad. Le ordenó enérgicamente al alcalde civil que quería eso limpio antes de las cinco de la tarde.

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-Mientras Franco recibía esa muestra de repudio, al otro lado de la gran Canaria, los dos ingleses volvían a ser visitados por gente uniformada que los llevó a las oficinas del general Orgaz. Ahí les informaron que el interrogatorio del día anterior sólo sirvió para comprobar su lealtad, y se les indicaba que su pasajero ya estaba en Las Palmas.

-Franco, después de visitar algunas guarniciones, a eso de las 19 horas regresó al Hotel Madrid. El rumor de la sublevación había anclado en muchas mentes, por lo que el Boig Roix acuarteló las fuerzas de asalto y llamó a Casares Quiroga, presidente del gobierno, para externarle sus temores. Casares le contestó lacónico: “No pasa nada, pero vigílelo”

-El 18 de julio Franco, a las tres de la mañana, recibió noticias por parte del general Solans en el sentido de que la sublevación había triunfado en Melilla. Entonces ordenó la ocupación de la ciudad, puerto y centros de comunicaciones. Nombró a las nuevas autoridades y declaró el estado de guerra. Por su parte, la UGT declaró la huelga general con la cual cientos de trabajadores se concentraron en la plaza de la feria. A las 8:30 de la mañana un millar de obreros se dirigió al gobierno militar, pero fue rechazado por dos pelotones de infantería. Desde ese momento Franco exigió al gobernador civil la rendición incondicional. A las 10:20 se confirmó que los alzados tenían el control de los aeródromos, y para evitar la posibilidad de un atentado en carretera se requisó el remolcador España 2, que había servido para trasladar a Franco hasta Gando. Antes de embarcar, un grupo de guardias de asalto intentó disparar sobre él, pero falló. Franco perdió un precioso tiempo sofocando esta resistencia.

-Para entonces, Franco había puesto ya en resguardo a su mujer y a su hija, embarcándolas rumbo a Lisboa desde el Puerto de la Luz, junto con los ciudadanos ingleses que regresaron a su país.

-A las 14:33 horas, el Dragón Rapide despegó rumbo a Casablanca, con Franco vestido de paisano.

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Llevaba un pasaporte falso, que le cedió el diplomático José Antonio de Sangróniz. También iban otros dos hombres vestidos de la misma manera: su primo, el teniente coronel Francisco Franco Salgado, y un oficial de Aviación.

-En la primera escala, en Agadir, encontraron un grupo de aviones militares que volaban de Cabo Juby a la península. En ese momento Franco le ordenó a Bebb que aparcara en el otro extremo de la pista para evitar ser reconocido y desde allí Bebb envió un mensaje cifrado a Bolín para informarle de la presencia de Franco, quien no baja del avión.

-Finalmente, a las 21.15 horas, el Dragón Rapide llegó a Casablanca y se reunió con Bolín. Franco estaba decidido a continuar el viaje, pero fue disuadido por todos, por lo que pasó la noche en Casablanca. Bolín compartió habitación con él.

-Durante ese día, Bolín recibió una llamada del marqués del Mérito en la que le informaba que no podían aterrizar en Tánger como estaba previsto, porque un grupo armado aguardaba la llegada de Franco. Decidieron que el nuevo destino fuera el aeródromo de Sania Ramel, en Tetuán, que era controlado por el teniente coronel Eduardo Sáenz de Buruaga, quien hacía poco había vencido al comandante Ricardo de la Puente, primo hermano de Franco y fiel a la República.

-Finalmente, el 19 de julio de 1936, a las siete de la mañana, Franco vestido de general, con fajín rojo y borlas doradas, llegó a Tetuán. Después de ordenar a Bebb que diera una pasada rasante sobre la pista para comprobar que todo estuviera en orden, reconoció a Sáenz de Buruaga (“el rubito”) y aterrizó. Franco tomó el mando del ejército de África y la noticia llegó a todos los rincones de España: la Guerra Civil había comenzado.

-En el aeropuerto de Tetuán, Franco mandó fusilar a Ricardo de la Puente Bahamonde, que era su primo hermano.

El relato siguió, mientras veía con disimulo a unos parroquianos que nos miraban extrañados, tomaban

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pequeños sorbos de café, miraban de manera reservada, por supuesto nos escuchaban cómo relatábamos o cómo expresábamos los comentarios. Éramos un espectáculo un poco extraño.

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Capítulo IX 65 años antes. Salida a Paullac

Al hacer los trámites nos comentaron que todo el que aceptara el ofrecimiento de las autoridades mexicanas quedaría fuera del amparo de la República francesa, cosa que aunque ya sabíamos, en ese momento se hacia oficial, y se traducía en que cualquier chivatón podía denunciarnos ante las fuerzas de Franco y ser repatriados.

El Estado Mayor franquista había emitido la orden de fusilar a quienes hubiéramos participado de manera directa en la contienda, por lo que sobre nosotros pesaba una gran losa difícil de cargar, más aún para los que queríamos emigrar a América. Por eso, todas las acciones para salir del campo las hacíamos en riguroso secreto.

En Bram fuimos seleccionadas 88 personas. Para poder salir de ahí recibimos un salvoconducto colectivo en el que había varias columnas. En la primera se ponía el número de la barraca y después un número consecutivo. El salvo conducto decía:

Bram 4 Julliet 9 SAUF- CONDUIT COLLECTIF Comissariat special de Carassone Pour les réfugiés spagnols hébergés au Camp de Bram diriges ce-jour sur bourdeaux Pour embaquer a Mexique. Y como firma: Le commisaire speciale

En mi caso se podía leer: 45 18 y mi nombre en

seguida, lo que significaba que estaba en la barraca 45 y que era el número 18 de la lista.

Se tomaron las precauciones del caso y para seguridad nuestra nadie sabía quiénes habíamos sido los seleccionados ni en qué momento nos marcharíamos.

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De repente, un día me llamaron a la alambrada para entregarme un sobre que contenía unos documentos y un poco de dinero. El partido Izquierda Republicana me envió lo suficiente para pagar mi estancia en el campo de Bram y así poder salir.

Desde que me enteré que era uno de los elegidos para partir, cada día se convirtió en un calvario. No sabíamos cuándo tomaríamos el tren que nos llevaría al puerto. Caminaba por el barrio viendo con cuidado las acciones de mis compañeros; pasaba el tiempo liando cigarrillos llenos de picadura de tabaco muy rala y fumando. Fue mi forma de calmar los nervios y pasar el tiempo.

El calor del verano cayó con fuerza en el medio día. La luz solar se reflejaba sin misericordia en los senderos áridos llenos de polvo que servían de calle, mientras los compañeros se sentaban fuera de la barraca, medio vestidos, para amainar el sofocante calor. Ya nos habíamos acostumbrado a lo imposible.

Cuando se presentaron los subordinados que envió la embajada se nos informó que por fin se había emitido el permiso para todos los seleccionados que iríamos a México y que el salvoconducto ya era oficial. Nos llamaron para mostrárnoslo y vi mi nombre y junto el número del consecutivo que me asignaron. También estaba señalado el símbolo de barraca a la que pertenecía. El vapor estaba listo para recibirnos.

Fui a tomar las pocas pertenecías que tenía. No era nada. Compartimos hasta la navaja con la que nos rasuramos. Un compañero que sabía de mi salida, me regalo un saco viejo, roído…

-Pero es que no puedes viajar sin saco, joder-, esa fue su despedida.

Caía el medio día cuando nos llamaron a formar fila, orden que debíamos cumplir sólo los que partiríamos. Muchos gestos en las caras. No salían del asombro; nos fuimos viendo, y otros fueron observando cómo nos formábamos. Había pasado casi un mes desde la

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designación para el viaje, y muchos no podrían acompañarnos.

La despedida fue emotiva, pero no hubo llanto ni algarabía, sólo un simple adiós y suerte, era lo que nos decían; era lo que nos deseaban los que ahí se quedaban, y era lo mismo que nosotros les deseábamos a ellos.

Por la descarga de adrenalina no sentí el calor que hacía esa mañana cuando llegamos a la estación. Caminamos pasando por el centro de Bram, y por primera vez pude observar sus construcciones con estructura de piedra y ladrillo; vi la forma de sus calles y las viviendas. Caminamos como quien pasa desfilando en la población. Ya no nos insultaban, el tiempo y el comportamiento dentro del confinamiento hicieron rectificar y cambiar la opinión de los pobladores. Tampoco hubo vítores de despedida ni balcones, ni ventanas cerradas por el miedo, ni esos gritos que nos herían. En nuestra desgracia caminamos con dignidad, con la gallardía que imponía la ocasión.

Llego el ferrocarril, la maquina rugía y bufaba al pasar por nuestro lado. Todos hacíamos una fila para poder abordarlo, mientras las personas del pueblo se juntaban para vernos subir. Alguien me regaló un bocado de pan y queso. No sé quién fue, sólo vi una mano que me lo entregaba. A otros les dieron alguna botella con vino para amainar la sed, pero el sentimiento que tenía de dejar esa alambrada, mezcla de sabores más dulces que amargos, me tenía pensativo. Así aborde el ferrocarril que se convertía en el medio para dejar el campo de concentración. Viajaría en él casi 300 kilómetros que me alejarían del puerto de Paullac. Esta vez no iba sentado en paja sino en un lugar para pasajeros.

La luz ámbar de las lámparas encendidas para iluminar las calles de la ciudad se filtraba por la rendija de la ventana del vagón en el que viajaba; era de noche y la luz tenue iba en aumento. Nos indicaba que estábamos

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en las cercanías de Bordeaux, nuestro destino final: el puerto de Paullac.

La oscuridad de la noche y el poco alumbrado que existía a esa hora en el puerto no me dejaba ver el vapor trasatlántico que me transportaría al encuentro con América. Por ahí comentaron que cuatro días antes de nuestra llegada el vapor Sinaia había zarpado con el primer contingente de republicanos, y que después se había echo a la mar el vapor Ipanema que llevaba en su vientre a otra semilla dispuesta a dar a luz en su nuevo hogar.

Una muchedumbre había llegado de todos lados, querían embarcar en el próximo vapor que saliera camino a la libertad. Se arremolinaban, se juntaban, comentaban y luego se alejaban, así veía el movimiento de la gente en ese muelle; todos con la idea de salir. Era un espejo de la realidad que se vivía en esos momentos. Los veía y me reflejaba en ellos; eran iguales a mí, gente de muchos puntos diferentes de España que habían sido recluidos en campos de concentración, pero en este caso también se encontraban familias enteras, reunidos tal vez después de mucho tiempo de estar separados. Vi a padres, madres, hijos, abuelos juntos, jugándose el todo por el todo con tal de salir de ahí, para tener la oportunidad de volver a soñar, de volver a tener una vida, de ser libres. Esas imágenes andrajosas, con dificultades para andar, en ese momento remedos de un ser humano, ellos, mis compañeros de travesía por el Atlántico, me miraban igual que yo los miraba a ellos.

Vi una figura como de un fantasma que gozaba de una capa sobre los hombros; caminaba rengo de lado, era la viva imagen de Antonio, un compañero de armas que había sido destinado a otro campo. La figura se me acercó.

-Ala, tío, ¿también tú viajas a América?-, fue la forma en que se dirigió hacia mí a manera de saludo.

-Sí- le conteste, -espero que esto sea mejor que el campo de Bram.

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Un poco de viento recorría el muelle, era el amanecer de un nuevo día; la luz del sol apenas asomaba por el levante; la espesa niebla parecía un húmedo antifaz que envolvía a todo y a todos como un manto que cobija al dormido. Lo que tenía enfrente era un paisaje onírico.

Con el sueño en los ojos, apenas los podía abrir, estaba terriblemente cansado, me dolía el cuerpo y tal vez el alma. El día apenas comenzaba y los ruidos típicos de los muelles, acompañados del sonido de las sirenas de los buques anclados en la bahía, hacían que la espera para subir a bordo fuera una escena sacada de algún relato. Las familia reunidas junto a sus precarias pertenencias, cuidando lo poco que habían podido llevar consigo, recuerdos de una realidad ya dejada en el pasado, sobras de un destino no realizado, eso es lo que cuidaban. Los críos con los ojos alertas, vivarachos hacían de las suyas dando al ambiente un dejo de informalidad y un poco de colorido con sus gritos y correteos.

-Ostias, Fermín, que os vas a caer a la mar─ gritó una madre.

-Me cago en ti que no te estás quieto, vas a ver ahora que te pille, te voy a hinchar los carrillos como globos. Pero el niño, con esa sonrisa socarrona que poseen todos los infantes, sólo le dirigía unos ademanes a la madre y seguía sus juegos.

Éramos más de dos mil pasajeros los que esperábamos la orden para embarcarnos. Todos aguardábamos que colocaran la escalerilla que nos llevaría a bordo. Nadie quitaba la vista de ese puente que nos separaba de un viaje a una tierra no prometida, pero que se brindaba con los brazos abiertos para recibirnos. Sentía en el ambiente una brizna de miedo, como si esperáramos que alguien o algo pasara que hiciera que todo se cancelara y nos regresaran a España. Esa sensación de inseguridad presionaba a la gente para quererse embarcar y dejar de una buena vez esa tierra que tantos recuerdos y dolores nos había obsequiado.

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Capítulo X Cuarenta y tantos años antes, en el Ritz

Llegué al centro de la ciudad de Puebla y ahí decidí recorrer los portales para luego entrar al restaurante Ritz, como comúnmente se le nombraba. Al entrar al local vi una gran barra de madera, labrada y antigua desde la cual se dominaba el panorama. Estaba flanqueada por unos bancos altos de metal brillante con asientos forrados de hule color rojo. También se podía ver un gran espejo biselado, enmarcado en madera, situado en la parte superior de la contra barra que cubría toda la pared, la cual estaba llena de copas y vasos, formados como soldados que se preparan para un desfile o alguna batalla. En medio de ese sinnúmero de piezas, platos, tasas y vasos de cristal, sobresalía el reluciente brillo del cuerpo de acero inoxidable de la inconfundible cafetera italiana, coronada con un águila imperial que parecía bestia mítica que resoplaba y exhalaba vapor, con el aroma de inconfundible del café.

En el local había unos ventanales grandes. Su único objeto era el de separar el presente del pasado, la realidad de la ficción; el ruido de la calma. Por esos ojos gigantes que miraban la ciudad, veía el continuo ir y venir de la gente, con sus prisas para llegar a ningún lado; caminaban por esa calle del portal que flanqueaba la entrada al restaurante.

En una mesa se escuchaba una plática con un acento diferente al de la localidad. Ahí me esperaban Pedro, Juan y Antonio. Éramos amigos por casualidad, nos encontramos en un lugar en el que nunca pensamos estar; las circunstancias por las que pasamos nos unieron, de lo contrario, difícilmente hubiéramos podido coincidir, y menos aún ser amigos. Unidos por un mismo sentimiento, habíamos dejado una vida en el pasado.

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Mientras tomábamos café, fumamos y conversamos sobre cómo solucionar nuestros problemas cotidianos. Así, saltamos a la remembranzas de la vida allende del mar; comentamos de un país que sólo seguía existiendo en nuestra memoria.

La luz que entraba por los ventanales del restaurante daba al lugar un aspecto a tempore, y el ir y venir de los meseros, vestidos con pantalón negro desgastado, camisa blanca, corbata negra de moño y su inconfundible mandil de manta atado a la cintura, que atendían a la clientela y hacían malabares con las charolas repletas de platos, daban la personalidad al local.

En la mesa se platicaba como en cualquier tasca. Mientras tanto, yo acompañaba mis palabras con ademanes expresivos. Los demás que estaban en la mesa hacían lo suyo, y el tiempo pasaba. El humo que despedían los cigarrillos de tabaco oscuro, con su característico olor, iba llenando el ambiente. No había momento de reposo. Los ceniceros estaban llenos con restos de los cigarrillos e indican visiblemente que el tiempo había pasado en el lugar. Esos restos eran más precisos que cualquier reloj.

Pensé, "la hora del café se ha convertido en un ritual cotidiano, un ritual que conecta a los perdidos en este nuevo mundo con sus añoranzas del antiguo, con sus alegrías, dolores y temores. Esos fantasmas del pasado que rondan por nuestra vida, recuerdos de un tiempo que se ha ido. Tenemos que lidiar con ellos como toros en una corrida en una tarde interminable”.

¿Cuántos años han pasado desde que vimos por última vez la campiña de nuestro pueblo?, ¿diez?, ¿15?, ¿tal vez 20? Cada uno de nosotros se debía contestar a sí mismo, porque para cada quien significaba algo distinto.

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Esos momentos intrascendentes de la vida, esa forma de pasar el tiempo, era un remanso de tranquilidad. Eso era lo que realmente trascendía, esa tranquilidad de encontrarnos con nosotros mismos.

Tomé la taza, vi el final de mi café y justo cuando estaba a punto de voltear para pedir otro el camarero me lo sirvió. Ya nos conocía y me leyó la mente. Se adelantó a mi requerimiento. Traía en su mano derecha otra taza de café expreso, con el respectivo vaso lleno con agua. Con sólo una mirada se lo agradecí.

Con la reposición de la humeante bebida, dejé el cigarrillo en su lugar del cenicero y les dije a los compañeros:

-¿Ya he comentao sobre lo que me ha pasao en Belchite?- Me respondieron que no, y entonces comencé a relatar parte de mi actuación.

-A mi brigada la mandaron al norte para fortalecer la formación de Ejército Popular del Este, que estaba al mando del general Pozas. Nos notificaron que ya no seguiríamos con la estrategia de espera y defensa, y que de ahora en adelante cambiaría a atacar; que nos enfocaríamos a la reconquista de Zaragoza, punto medular de las comunicaciones nacionalistas.

-Como primer paso teníamos que tomar un punto neurálgico de la defensa nacionalista, este punto era Belchite.

-Me dieron órdenes de enfiláramos al norte, nuestra columna era una de las muchas que participaban. Al lado nuestro, las brigadas internacionales, junto con otros 80 000 hombres combatiríamos para la conquista de Zaragoza. Los integrantes de mi brigada estaban cansados pero dispuestos a todo, y llamaron a rancho junto con la comida. Nos dieron órdenes para avanzar por el noreste rumbo al pueblo; tomaríamos posiciones de combate.

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Nuestro ametralladorista, Venancio, se ubicaría en un cerro donde cortaría el paso a las tropas que salieran del lugar. El ataque se planeó con base en una estrategia conjunta en tres puntos. Nuestro pelotón estaría ubicado en el centro de la acción.

-Venancio colocó su fusil ametralladora Det Jarew 7.62 mm en la punta de la loma principal, desde donde dominaba gran parte del valle.

-Junto a él estaba Antonio, que le proveía los peines circulares para alimentar el fuego. Los demás nos preparábamos para la ofensiva.

-Mientras esperamos la orden de zafarrancho me recargué en un montón de piedras que servían de trinchera, luego prendí un cigarrillo que había liado anteriormente. Recuerdo que el humo del tabaco no logró calmar mis nervios.

-El tiempo en un campo de batalla pasa lentamente. En esos momentos se siente que el corazón late más rápido, la respiración se hace más corta, las manos sudan y sudan y yo tenía que secármelas con el pantalón. Era agosto, y se sentía un intenso calor. El tiempo que habíamos pasado en la trinchera nos hacía irreconocibles. Teníamos lodo pegado en la cara y la posibilidad de limpiarlo era nula. Antes de la batalla tuve la sensación de estar frente a un espejismo. Me imaginaba los movimientos de los soldados más febriles mientras se iba acercando la hora del asalto. No podíamos dormir por el nerviosismo y lo fuerte del calor. Faltaba agua y sólo contábamos con una pequeña ración de comida para mitigar el hambre. Mientras tanto, limpiaba el máuser para evitar que se atascara a la hora del combate. Cargaba el arma con las balas faltantes, revisaba la dotación de municiones, procuraba racionar el agua para que me alcanzara, y para evitar orinarme en acción o por el miedo. Eran momentos de incertidumbre

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que nos impedían descansar. Nos hacían pensar cosas que no queríamos. Cuando el miedo recorría todo mi cuerpo prefería estar haciendo algo; distraía la mente con alguna actividad, pero ahora no podía. Más bien recorría en mi mente las acciones en la que había participado. Aún no me acostumbraba a esas imágenes.

-En la madrugada del 24 de agosto se dio la movilización de las tropas. Avanzamos sobre la población de Quinto, y dejamos atrás a nuestro ametralladorista, para que nos cubriera la retaguardia; mientras tanto otro grupo de tropas fue enviado a Codo.

-En un momento de la batalla me resguardé de los disparos atrás de una barrera de escombros de un armado destruido; al comienzo nuestros aviones moscas dominan el espacio aéreo. Los disparos eran nutridos y certeros. Enfrente teníamos una ametralladora enemiga que trataba de obstaculizarnos el paso y atrás de nosotros los disparos de nuestros morteros alcanzaban parte de la fortificación, pero no lo suficiente para acallar a esa arma y permitirnos avanzar. La orden del comandante ere tomar el punto, y de ahí la importancia de silenciar ese aparato que escupía plomo por todos lados. La lucha se daba en todo el panorama, lo mismo sucedía en Codo.

-En algún momento sentí el zumbido de las balas pasar a mi lado. Pecho tierra ganábamos palmos de terreno. La ametralladora que teníamos al frente no cesaba de dispararnos cuando de pronto otro ruido se escuchó en el aire. Era de un motor diferente que pasó surcando el aire. La figura estilizada de los Messerschmit Me-109 alemanes hacía su aparición.

-Por el flanco izquierdo de nosotros estaba la división del “El Campesino” tratando de cubrir la carretera y cerrarla como vía de acceso a la población. Seguíamos tratando de acallar el ruido de la ametralladora. En un

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momento, cuando estábamos a tiro de piedra, un potente estallido me desconcertó momentáneamente. Sentí el alud de escombros que me tapaban. Nuestras tropas habían disparado un obús y dado en el blanco. El sudor, la tierra y el lodo que se me habían pegado en el avance hacían de mí un ser totalmente fuera de lo común.

-¡Pero coño si está herido!-, escuché a lo lejos. -¡Coño!, no te muevas, que puede ser grave-,

gritó un compañero, deteniéndome. Sentía que realmente estaba dañado, me sentía mareado; miré mis manos y sólo veía las plastas de lodo que se me habían pegado. Las veían todas ensangrentadas. El máuser temblaba en mis manos tinto de rojo. Me llevaron al puesto médico.

-Pero que pelmazo eres, si el tío éste sólo está manchao-, dijo el enfermero de turno. Todos compartieron la risa. Estaba muy cerca del obús y por lo mismo me habían manchado los pedazos que cayeron cerca, que eran del enemigo.

-Para la madrugada Quinto y Codo estaban ya en nuestro poder, pero corría el rumor de que Santander estaba en manos de los enemigos, lo cual no nos dejaba disfrutar de nuestro logro. La orden para el día siguiente era seguir a Mediana para poder proseguir nuestra marcha a Belchite y de ahí a Zaragoza.

-¡Joder!-, exclamaron-, que por un pico y ni lo cuentas.

-Hasta eras jefe, dijo Antonio, -teniente, le respondí.

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Capítulo XI 65 años y meses después

Caminaba distraído rumbo al encuentro del jueves. En esta ocasión pensaba mostrarles una gran cantidad de canciones de la guerra civil que había encontrado en un sitio de internet. Sin darme prisa, a pesar de que ya iba tarde, seguí recordando las letras de las canciones que había escuchado en los archivos de la red: "Miliciano bala roja”, “Ya sabes mi paradero”, “Hay Carmela”, "La internacional" y por último, "El himno del Riego", que paradójicamente tiene letra, y el actual himno de España, no.

Con la mirada puesta en los amigos, pero con la vista más lejos, en algún punto de la historia que nos unía, meditaba sin que me molestara el ruido del centro comercial. Pensaba en el contenido de las canciones y me preguntaba ¿qué sentiría él al escucharlas? Ocupé mi lugar en la mesa, mientras seguía bajo el influjo de aquella reflexión.

-¿Recuerdan los barcos del exilio?, comentó alguien de la mesa.

-Pregunté ¿existiría la posibilidad de encontrar la lista del Mexique?, ese barco en el que él llegó.

–Se puede encontrar fácilmente la del primer viaje, cuando llegaron los niños de Morelia; pero la del segundo, donde llegó el mayor contingente creo que no, -dije en forma de excusa y respuesta.

-Lo más probable es que en la línea la tengan, dijo otra voz.

-Es difícil conseguir esos documentos, aún en el Internet, por lo mismo a los rompecabezas familiares que armamos les faltaban muchas piezas y están inconclusos, hay todavía muchas preguntas sin responder, y conocemos a muy poca gente que nos

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pueda ayudar a encontrar las piezas. Se encontraban hilos gruesos de información,

pero a la hora de querer hilar fino, no se disponía del material, a pesar de lo cual seguimos cada una de las pistas.

Nos reuníamos para compartir conocimientos. La plática se había convertido en un pasatiempo de investigación histórica y de trabajo detectivesco.

Vi con calma el panorama que me rodeaba, a cada uno de mis compañeros, como tratando de adivinar sus pensamientos.

La plática dejada en el impase prosiguió. Entonces alguien comentó:

-En efecto, Franco mató a su primo hermano, pero no fue el primer muerto de la guerra, aunque el hecho sí fue algo muy significativo, porque envió el mensaje de que la cosa iba en serio. Mola había dicho: “si yo encuentro a mi padre en las filas enemigas, también le fusilo”.

-La guerra se desarrolló bajo la tónica de represión al pueblo. Tenía un muy alto contenido de violencia, así fueron las acciones. Franco se instaló como comandante en jefe de las fuerzas del sur y dirigió el golpe en esa zona.

-Los conjurados apostaron a que todo sería muy rápido, que la operación no duraría más de tres días. Se esperaba que todo sucediera en ese lapso de tiempo, pero se convirtió en tres años de lucha y muerte.

-Ambos bandos cometían errores; la logística planeada por los nacionales fallaba y la respuesta del gobierno de la República era lenta y mal orquestada.

-Por ejemplo, Queipo tenía problemas, los refuerzos que le prometieron provenientes del norte de África llegaron un día después y no en la cantidad prometida. Para resarcir esa falta de soldados, con el

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control de los efectivos de los cuarteles, junto con sus 47 legionarios de refuerzo, daba vueltas por la ciudad, tratando de demostrar una cantidad mayor de tropas, pero solamente era un pequeño contingente que pasaba varias veces por el mismo lugar. Los ciudadanos de Sevilla no se percataron de eso porque estaban distraídos en otra cosa. Trataron de defenderse de los falangistas que cobraron venganza, y de apagar los iniciados por otros grupos que con eso creían cobrar una revancha en contra de los insurgentes.

-La República tuvo muchos problemas, que existían antes del golpe. No había forma de resolverlos y a la hora de la verdad el frente popular se deslavó; se diluyó en pequeñas partes y la unión de partidos que encumbró en la presidencia de la República no pudo soportar un reto como el que se enfrentaba ahora.

-Antes del golpe prevalecía una situación difícil dentro de los grupos sociales. El malestar aumentaba día a día, y el estado de cosas era insostenible, por lo que todos sabían que algo estaba a punto de pasar. Todos estaban conscientes de eso, no lo pudieron prevenir ni remediar.

-La división entre los integrantes del gobierno era tal que inutilizó el frente compuesto por los socialistas de Largo Caballero, y cuando esto pasó se quedaron con una estructura política débil, solamente integrada por el grupo minoritario de republicanos y gente de centro izquierda. Ya no había una unidad hegemónica que pudiera responder.

-Los golpistas no fueron audaces, la República no contó en ese momento con la suficiente cohesión para detenerlos.

-Por eso el general Queipo del Llano, con los demás comandantes de las fuerzas insurrectas, tomaron las plazas con relativa facilidad.

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-Mola, desde su puesto, ordenó acciones de

máxima violencia y lucha sin cuartel para el enemigo, sentencia que fue tomada al pie de la letra. Así, masacraron a los pocos opositores que salieron al paso y esta medida sembró el pánico entre la poca resistencia que para entonces estaba mal organizada y buscaba un momento más propicio para agruparse y enfrentar al enemigo.

-La orden dada por Emilio Mola, “el director”, hizo eco en sus compañeros. La muestra la puso el mismo Franco al fusilar a Ricardo de la Puente Bahamonde, su primo hermano. Si eso le esperaba a la familia, ¿qué le podía esperar al ciudadano común, al obrero o al campesino?-, con una voz muy suave el narrador término de decir lo anterior.

Se quedó esa pregunta en el espacio. Todos y cada uno de nosotros sabíamos la respuesta. No era difícil adivinarla, pero la sencillez de la misma y su contundencia invitaba propiciaba pensarla. ¿Cómo es que el gobierno de la Republica no tuvo tiempo para hallar la respuesta? La razón es muy sencilla: estaban ocupados tratando de solucionar su dilema: la falta de cohesión dentro de su seno.

-¿Existirían intereses políticos en otros partidos que sólo estaban a la espera de que sucumbieran los republicanos?

-Tristemente puedo decir que es lo que ocurría: el pueblo estaba desorganizado y enfrentaba a un enemigo medianamente ordenado; la gente moría, pero en las mesas de poder algunos esperaban los despojos de un gobierno que se caía a pedazos, para quitarlos y decir “aquí mando yo”.

-Ese era el problema que causaba el desconcierto de la población, que mientras en las alturas se peleaban

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por los mendrugos de poder, el pueblo se enfrentaba a un enemigo implacable, sanguinario y sin miramientos-, la voz continúo.

-Para poder hacer frente a la agresión, la gente buscó una forma de organizarse, lo más lógico e ingenuo, bajo el manto de los sindicatos y partidos políticos: el UGT, la FAI, etcétera, agruparon a sus partidarios, y a su vez estas congregaciones se unieron a sus centrales políticas. Este tipo de organización popular perduró casi todo el conflicto.

-La gente no se pudo alistar en las fuerzas formales de un ejército leal la República, porque ya no existía. Para poder controlar a la insurrección proveniente de las fuerzas castrenses, el gobierno, en un acto de desesperación, tomó la decisión de disolverlas. Esta acción derivó en una falta de coordinación que dificultó la congruencia de las acciones. Se podía ver a un pueblo pidiendo armas a los gobiernos municipales, a la guardia civil, pero se les negó. Por otro lado, las fuerzas paramilitares falangistas, bajo una ordenanza, se hacían de las mismas o sacaban las ya guardadas.

-En un principio el común denominador en los hechos fue el caos. Los dos bandos lo aprovecharon; cobraron cuentas a propia mano contra los enemigos particulares, fueran de un grupo o del otro. Era un momento de hacer justicia personal y de propia mano, ya que no existía un Estado que cuidara a la ciudadanía. Se habían desbordado las fronteras de lo racional.

-En este panorama, algunos grupos políticos pensaron también en la revolución. El gobierno popular no contaba con la estabilidad para enfrentar a algo así; todo estaba inestable y confuso. Se escondían las verdaderas intenciones, los insurgentes hacían que pareciera una acción de llamado al orden, y el golpe empezó por querer salvar a la República de un gobierno

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caótico de izquierda y de falta de orden. -El ejemplo lo tenemos en el discurso de la toma

de Sevilla “La Roja”. Sí, así le llamaban a Sevilla, “Sevilla la Roja”. Queipo, además de informar y de decir que ya estaba bajo sus órdenes la cadena de mando militar, que los refuerzos venían de África, arengaba al pueblo, amenazando que mataría a los opositores, terminando su discurso con un “viva la República, viva España”.

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Capítulo XII 68 años y meses antes, en Andalucía

Era necesario que se realizara una asamblea en la que los líderes republicanos explicaran a la gente del pueblo lo que sucedía. Por ese tiempo, ya eran del dominio público los desacuerdos que existían en el seno del gobierno, que dejaban ver la ruptura del frente popular. Los problemas pusieron en peligro a la República y los pronunciamientos de un grupo de generales que estaban en contra del gobierno pusieron en riesgo la democracia. Caminé rumbo a mi casa por la calle Del Río Pisuerga, y justo en la calle de Lobatón, frente al Ayuntamiento, me quedé pensando en lo que sucedía. Vi como se reunía la gente en espera de algún informe y cómo el gobierno municipal no podía o no quería decir nada. Un día después se emitió la convocatoria para llevar a cabo la asamblea. La información pasó de boca en boca, y así nos enteramos de las noticias urgentes. Cuando un crío vio que hablábamos bajo y en secreto, preguntó: - ¿Por qué hablan en obscuro? Y tenía razón, hablábamos en obscuro, porque nos tapábamos la boca con la mano para que nadie oyera lo que decíamos. Las autoridades nos citaron en el edificio del Ayuntamiento y nos recibieron en un recinto que no contaba con asientos y que tenía en la pared una bandera tricolor. Así, permanecimos de pie durante el tiempo que duró la reunión. Los bombillos de luz que alumbraban al estrado hacían que las figuras que estaban al frente sólo se pudieran distinguir en penumbra. Sólo se veía la sombra de los cuerpos, pero no había forma de ver las caras de los participantes.

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Todos vestían de uniforme, el de la boina con la ropa de trabajo. Todos en el lugar éramos trabajadores. El orador, con una voz cansada, empezó a decir: –Compañeros, las fuerzas armadas acantonadas en el norte de África, las acuarteladas en Canarias, se quieren revelar en contra de la República; los generales de esas divisiones llaman a la unidad en contra de los ideales democráticos del frente popular y en contra de las ideas de unidad obrera campesina. Afirman que lo que tenemos es un gobierno de libertinos y abogan por los ideales nacionales como guía para imponer un gobierno ordenado y conservador, un gobierno oligárquico. El orador miró a todos los reunidos e hizo una pausa con la intensión de que recapacitáramos sus palabras. Nos miramos recelosos por lo que estábamos escuchando; los murmullos no se dejaron esperar, y algún incrédulo dudó que pudiera existir eco a ese llamado. El orador tomó un sorbo de agua, se limpió con la manga de la camisa y prosiguió: -¡Los invito a unir fuerzas y esfuerzos para enfrentar a aquellos que atenten contra los logros obtenidos! ¡Unámonos contra el enemigo del frente popular, el enemigo de la libertad! ¡Levantemos nuestro puño contra esos traidores que menosprecian la dignidad de nuestro trabajo y se burlan de la igualdad! Adentro del recinto el calor era sofocante y el olor a sudor que se esparcía se hacía cada vez más penetrante. Era la muestra de que todos los que estábamos ahí éramos trabajadores y habíamos llegado del campo o de algún taller después de currar. Me di cuenta que tenía la boca seca. Tenía sed y estaba cansado. Pensé, ¿los demás tendrán sed y estarán cansados?, pero la voz seguía:

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-¡Yo los invito a defender los ideales por los que hemos vivido, por las conquistas obtenidas con el sudor y muerte de nuestros hermanos! Si es necesario los invito a levantar las armas. Dejemos los implementos de trabajo y cambiemos el azadón por el fusil. No dejemos que aquellos nos quiten lo que hemos conseguido, que nos lo arrebaten. La lucha se dará si es necesario; una tumba sin honor para aquellos cabrones que traten de mancillar los ideales de la libertad. Los invito a dejar los miedos, a dejarse cobijar por la lucha. Sí camaradas, por la lucha solidaria, ¡por la República! -Finalizó el discurso y levantó el puño de la mano izquierda mientras miraba a la gente. Los murmullos en la sala, los gritos y los aplausos no llenaron el ambiente. Muchos nos quedamos pensativos, cabizbajos. El panorama que nos presentaron no era para menos, era sombrío, pero no era sorpresivo. No fueron muchos los días que pasaron del llamado sindical a la toma real de la decisión. La caída de las ciudades de Tetuán y Ceuta, que estaban fuera de la península, levantaron ámpula en las organizaciones, y se esparció el miedo en la población. Mientras tanto, Queipo del Llano tomó la ciudad de Sevilla, ayudado por la guardia civil de la localidad. No fue difícil tomar la decisión: dejé mis arreos en casa, tomé lo primero que vi para cubrirme, y salí por esa puerta de madera que me separaba de la sentencia de un posible no retorno; pero la idea de defender la República, aprendida desde mi nacimiento, era mi motor. Salí a la calle y encontré a un vecino con la misma idea: ir a reunirnos con los compañeros. Corrimos calle abajo para tratar de encontrar una respuesta a lo estaba sucediendo.

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Las malas noticias llegaron como un reguero de pólvora; las movilizaciones se generalizaron, todos buscábamos la forma de responder al momento que pasábamos. El ruido era ensordecedor. Nunca había visto una movilización así; gente corriendo en desbandada, recorriendo las calles, tratando de encontrar algo, pero lo cierto es que no sabían lo que buscaban, y por eso no llegaban en realidad a ningún sitio. En esos momentos, todo era un caos. Recodé las manifestaciones de obreros y campesinos, que protestaban juntos, todos como una ola humana que va llenado los lugares por donde pasan. Gritaban consignas y enarbolaban banderas. Ahora no era así, eran pequeños grupos de dos o tres gentes cuando mucho, como gotas que van llenado un caudal de un río más grande, para llegar juntos a un destino que lleva otra corriente. La muchedumbre se reunió frente al edificio del Ayuntamiento, pedíamos armas y nos agruparnos bajo el cobijo de las organizaciones políticas, porque ya no había ejército, había sido disuelto. Junto a nosotros, nuestros antiguos enemigos: la guardia civil. Una parte de ellos estaba con nosotros para tratar de hacer un frente común contra los rebeldes. Solicitamos armas, les gritamos a los que estaban al frente que armaran al pueblo. Nos veíamos las caras, algunas con un gesto de rabia, las más, con un mohín de desconcierto. Se pedía armar al pueblo como única forma de defensa, era lo que se pensaba. La guardia civil de Morón no sabía qué hacer. Una parte de ellos se mantenía leal al gobierno, mientras que otros querían cobrar la factura de rencillas pasadas tratando de obstaculizar el que se armara a los habitantes de la región.

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Las fuerzas públicas pronto se dividieron, como sucedió en toda España. Las que fueron leales a la República, junto a nosotros, el pueblo, empezaron por darnos unos rifles sin cerrojo, mientras que los otros tomaron los nombres de los rijosos que querían armarse, para posteriormente perseguirlos y encerrarlos en las cárceles. -¡Coño, si vosotros también sois pueblo!-, gritaba un compañero desesperado por la actitud que tomaron aquellos que no se sumaban a nuestro reclamo. La reacción no se hizo esperar, la necesidad de sentirse armado calentó los ánimos. Algunos trataron de abrirse paso frente a la autoridad que había cambiado la dignidad por el miedo. Mientras algunos se enfrentaban a mano limpia con los pocos guardias civiles que se oponían a la entrega del armamento, otros nos escabullimos por la puerta delantera del edificio para buscar los cerrojos de los viejos fusiles. Fueron momentos de mucha tensión. La tarde iba cayendo y la luz del sol dio paso a la penumbra. Pocas luces se encendieron ese día.

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Capítulo XIII 65 años antes. Salida a México

Por fin vimos cómo bajaban y fijaban la escalerilla al costado del vapor Mexique; el amanecer lo dejaba ver con claridad. Sonó un silbato que anunció el embarque. Se formó una larga fila en espera para poder abordar. El momento se desarrolló con tensa calma, y la gente lentamente empezó a moverse. La muchedumbre cargaba sus pertenencias para aproximarse a la escalerilla. Ninguno de los que estábamos en el muelle podríamos olvidar ese jueves 13 de julio de 1939. Mientras estaba formado alguien se me acercó. No supe quién era, sólo vi que sacó de la bolsa de un abrigo oscuro y largo una bolsa con un papel amarillo y me dio un sobre. Lo abrí y adentro había una nota que decía “¡suerte!”, y junto a ella encontré un billete de cincuenta francos que tenían como firma las iníciales de I. R. “Izquierda Republicana”. Era toda la pasta con la que contaba para un viaje trasatlántico y para el inicio de una nueva vida en un país del que prácticamente no sabía nada.

Tocó mi turno, penosamente cargué el equipaje, si a eso se le podía llamar equipaje, y subí las escalerillas que me llevarían a la cubierta del buque. Ahí encontré a Francisco B. y a Antonio V., mis compañeros de viaje y antiguos conocidos. Juntos nos paramos en la cubierta del barco para ver cómo la gente que dejaba su tierra para forjar otra en ese que país que nos recibiría.

Las familias se reunían y procuraban subir juntos intentando no distanciarse mucho para no perder a ningún integrante. Las madres tomaban de la mano a sus críos para llevarlos a su camarote. A nosotros nos formaron en cubierta para destinarnos nuestros dormitorios al fondo del buque, al final de todo.

Habían acondicionado el barco para alojar a una cantidad mayor de personas. A nosotros nos ubicaron en

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las bodegas de carga, que tenían una parte de la cubierta acondicionada para que ahí pudiéramos dormir. El acomodo no duró mucho tiempo.

El ambiente en el barco era casi festivo; había gente que cantaba, mientras otros lloraban de alegría. Todos teníamos algo que ver con todos, teníamos una sensación de júbilo.

A nosotros nos tocó dormir en una bodega localizada al lado del cuarto de máquinas. Era un sitio al que le acomodaron unas literas y al que le faltaba aire, tenía mucho ruido y el calor de las máquinas lo convertían en un lugar infame, pero menos que el infierno que habíamos dejado atrás. Después de acomodarnos salimos a ver cómo terminaban de subir los compañeros que faltaban.

El tiempo pasó, y de pronto escuchamos el silbato que anunciaba la próxima partida. Poco después, el grito de “¡suelten amarras!”. El barco empezó a moverse de un lado para otro y de una de sus chimeneas salió el sonido característico de su sirena. De inmediato cesó el movimiento de los tripulantes que había en cubierta, y nosotros fuimos a tomar un lugar en la barandilla para ver cómo nos íbamos separando del puerto.

Poco a poco aumentó el rugido de las máquinas y se sintió más fuerte el bamboleo del barco. Nos habíamos puesto en marcha, nos hacíamos a la mar.

Las manos, los pañuelos, boinas y sombreros se agitaban; era la despedida de todos hacia nadie y a todos los que se quedaban en tierra. Ese espectáculo transformó al puente del vapor en un mar de manos alzadas al aire. No había nadie que no quisiera despedirse, ¿de quién? , tal vez de todos aquellos malos recuerdos que por fin dejábamos atrás.

La estela de espuma que las hélices del barco producían dejaba huella, trazaban el recorrido rumbo a América, pero esa huella en el mar también nos enseñaba el camino que habríamos de tomar para el regreso.

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La turbulencia en el agua del océano nos decía con claridad y sin reserva que habíamos partido, era el vestigio que dejábamos, que se perdería en la inmensidad de esa masa de agua. Poco a poco la costa de Francia se iba desdibujando. Justo en el momento en que sólo quedaba un manchón marrón, los gritos antes de algarabía se convirtieron en un silencioso sollozo. Brotaban las lágrimas de una partida que nunca pensamos hacer. Dejábamos atrás la tierra de nuestros antepasados, en la que reposan nuestros muertos, la misma que nos vio nacer.

Vi que la gente de edad avanzada sacaba de las bolsas sus pañuelos para secar sus lágrimas. Nadie sabe si eran lágrimas por su partida o por su no retorno. Muchos dudaban que el tiempo que cargaban bajo sus hombros los ayudase a regresar.

El sentimiento que nos causó la partida no detenía el tiempo ni la marcha del barco, y así pasamos las primeras horas del viaje. Después, el silencio.

La vida siguió. Como en el barco venían periodistas, como el director del Liberal de Madrid, se dedicaron a realizar su oficio y a emitir el llamado Mexique, que era un pequeño diario que se editaba a un lado de la cabina superior. Ahí estaba el mimeógrafo que imprimía esa pequeña hoja, a través de la cual nos informaban de los sucesos a bordo, además de las noticias de lo que pasaba en el mundo. Contenía también una ligera información sobre el país al que nos dirigíamos. Siempre se referían a él como “país amigo”.

Transcurrió el primer día en el barco, y la agitación me hizo dormir como un lirón. No sentí el cambio de “cama” ni oí el ruido del cuarto de máquinas. A la mañana siguiente empezaron a darse los avisos de rigor. Señalaron que veníamos en sobre cupo, que los contenedores de agua deberían ser cuidados en extremo, que tocaríamos algunos puertos ubicados en islas para la recarga de combustible, pero que no se nos permitiría desembarcar; que no debíamos tirar basura al mar, entre otros anuncios de menor importancia, como cuando se

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informó de unas pláticas que se realizarían en el comedor de tercera clase, sobre temas del país al que nos dirigíamos. La encargada de dar esas charlas era una mujer que venía a bordo y que había sido asignada por la embajada mexicana.

Para muchos de nosotros México era un país desconocido, lo único que sabíamos de él eran las historias de Hernán Cortés en la conquista de la Nueva España. Nadie negaba la ignorancia que se tenía sobre ese remoto país.

A bordo no se podía hacer gran cosa y había fronteras perfectamente delimitadas, dado el tamaño de la embarcación. Sin embargo, se formaron varios grupos que diseñaron actividades que nos permitieran pasar el tedio. Algunos se refugiaron en la música, otros se dedicaron a la lectura y los demás la pasábamos jugando cartas. La meta era quitarnos el aburrimiento del viaje.

Cuando se iniciaron las conferencias, escuchamos por primera vez el nombre del general Lázaro Cárdenas, presidente de México, quien facilitó nuestra salida. Nos dijeron que México era la Revolución hecha gobierno, así lo nombraron. Fue también cuando nos informaron que México se escribía con equis y no con jota, como todos lo escribíamos y pronunciábamos.

Por el diario Mexique nos enteramos del decreto que emitió Francisco Franco en el que consignaba que quedaban anulados los matrimonios realizados bajo el régimen anterior. Además, señalaba que era una obligación casarse nuevamente por la ley y por la iglesia, y que existía un lapso de tiempo corto para que todas las parejas que estuvieran unidas bajo la antigua ley cumplieran el mandato. Esa legislación nos alejaba más, porque muchas parejas no la podríamos acatar.

La gente a bordo estaba más tranquila, relajada, correteaba con los críos o solamente descansaba. Disfrutaba de esa tranquilidad que antes le fue negada y procuraba pasar el tiempo lo más cómodo posible. En ese segundo día, la vida fue tomando su curso y orden.

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La señora Gamboa fue quien nos dio la plática sobre México. En la conferencia que dictó ese día nos habló del significado de las fiestas patrióticas que celebran los mexicanos, en particular del 16 de septiembre. Nos explicó el ritual del nacimiento del país a la vida independiente, cuyo grito de guerra fue ¡Mueran los gachupines! Al terminar su exposición nos dijo –“Los únicos enemigos que ustedes tendrán en México serán los gachupines, explotadores del pueblo que temen la intrusión de la sangre nueva y sana que ustedes representan”.

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Capítulo XIV 40 años antes, un día cualquiera en Madrid

Los reunidos en el café Ritz fungían como acompañantes no invitados de nuestros relatos y le añadían a la narración el sonido de una comparsa de platos y vasos en movimiento. Aún así, el ambiente propiciaba la charla, los cigarrillos, con sus estelas de humo y la ceniza depositada con descuido, pero diestramente en los ceniceros, dejaban ver un cúmulo de años de fumar.

Cuando el mesero trajo el siguiente café de la tarde, Pedro, que estaba sentado a mi derecha, me preguntó:

-¿Habéis estao en Madrid? Con un ademán asentí. No pude gesticular

palabra porque estaba dándole una calada al pitillo. Comenté que estuve en un momento difícil. Recordé cómo pasé un día de patrulla, ya casi al final de la guerra. Le dije que se habían formado pequeños piquetes de todos los que estábamos ahí por alguna u otra razón. A mi me tocó caminar al lado de compañeros de otras brigadas y recuerdo que había una mujer en mi grupo. Después de decir esto, todos los que estaban en la mesa voltearon a verme y se hizo un silencio esperando el relato. Retomé la plática.

-Concha y Antonio estaban a un lado de la acera, tratando de preparar la comida, sólo nos quedaba un paquete de arroz y la paellera estaba sucia. Con un poco de tierra trataron de limpiarla. El agua que teníamos era escasa y se usaba sólo en casos especiales como ese, para cocinar o para beberla. No nos podíamos dar el lujo de usarla para lavar el cacharro.

Era un día asoleado, no recuerdo con precisión qué hora era, pero era una de esas horas en las que cae el sol pesao y no calienta nada. Así es el sol de invierno de Madrid. En verano puede ser molesto, pero ahora, en un cielo sin nubes, dejaba ver con claridad cualquier

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destello. Era ese sol que invita a un momento de descanso.

En los momentos de calma hacíamos de comer; estábamos rodeados por las calles de Madrid, esas calles, antes gallardas, alegres y altivas, que ahora estaban mancilladas, tristes y profanadas por las huellas de la lucha. Las habían marcado, herido y deshonrado en lo más profundo de su ser. La otrora altivez de La Gran Vía o la majestuosidad del Paseo del Prado ahora trataban de esconderse y de pasar inadvertidas, ya no querían sentir más dolor. Los edificios que las escoltaban muestran sus heridas que faltaría tiempo para que cicatrizaran.

Antes, la fuente llena de agua mostraba a la diosa Cibeles, garbosa y arrogante, que conducía firmemente su carruaje tirado por leones y miraba al infinito. Hoy estaba sin agua, vacía, con su diosa sin poder cerrar los ojos para no ver lo que pasaba, después de haber sido herida y con uno de sus leones agraviado. La gente cubrió a la diosa con una coraza de cemento y ladrillo. La tapó no por temor a que fuera a ser destruida, sino para que dejara de ver lo que pasaba a su alrededor, para que no siguiera observando lo que le pasaba a su ciudad.

Ahora a la Puerta de Alcalá, antigua entrada a la ciudad, le colgaban jirones de los antiguos cartelones que la habían adornado. Se veía el perfil de Lenin, junto a los colores de las banderas de algunos partidos y sindicatos, ya convertidos en girones. En una de sus columnas, a un lado de la entrada de la derecha y mirando hacia la gran vía, se veía un cartel pintado en negro con las siglas de UGT. Atrás del monumento estaba el Parque del Retiro, mudo, sin agua, sin visitantes ni enamorados; sin sus verdes prados, porque los árboles estaban ya cansados del espectáculo. El palacio de cristal exponía la fractura de cada uno de sus muros transparentes, por donde se colaba la derrota y la ansiedad.

Por las vías del tranvía que atravesaban la puerta del Sol ahora pasaba el sufrimiento, se transporta el desánimo y el dolor ante la inminente caída de la capital.

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El gobierno trasladó su sede a Valencia, porque Madrid era todo un símbolo y la gente que se quedó ahí aguantó estoicamente el presente y el porvenir. Cuando salía a la calle lo hacía con sumo cuidado y con el valor que se requiere para atravesar un camino que podía esconder un peligro mortal; desafiaba a algún franco tirador que podía confundirlos y matarlos a tiros. Así podía terminar un pequeño paseo. El ruido de los aviones y el silbido que hacían las bombas al caer ya eran cosa del pasado, ya se habían dejado de escuchar.

Las filas que se formaban por la mañana para conseguir alguna ración de pan también se dejaban de ver por la tarde, pero al caer la noche cualquier silueta podría considerase un blanco seguro. Nadie podía certificar si era amigo o enemigo. Al lado de la catedral de la Almudena, a tiro de piedra, estaban los estandartes del ejército nacional, lo último que se podía perder era Madrid, el símbolo de la resistencia republicana, la razón de grito ¡no pasaran! Pero la ciudad ya veía su destino.

Mientas tanto, después de haber caminado patrullando, recorriendo esas calles deshonradas llenas de escombros, cualquier movimiento nos alertaba, nos ponía en guardia. En espera del arroz, platicábamos tomando un poco de vino. Nadie sabía de dónde salió el pellejo, pasaba de mano en mano su sabor avinagrado y aguado, pero no dejaba de reconfortarnos y de ahuyentar la sed. Lo mismo sucedía con el tabaco; fumábamos pensando en lo escaso que era; lo atesorábamos, pero compartíamos un cigarrillo mal liado y ralo para todos.

Sentía el cuerpo adolorido, era ese dolor que se acumula por el tiempo que se lleva en campaña. Hoy hacía sus estragos. Las botas que le había quitado al muerto en alguna campaña no me servían más. Los dedos del pie se me salían y las medias, si eso se podían llamar medias, solamente tenían un poco de tela. El frío era cada vez más intenso. La única forma de entrar en calor en esos días era comentar los rumores sobre la traición del general comandante en jefe Miaja; era uno de los temas y provocaba acaloradas discusiones.

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Concha prestaba su servicio como cualquiera de nosotros. Vestía con pantalones y botines, sólo el pelo delataba su género. Había demostrado muchas veces cordura y valentía; era participante de la brigada negro y rojo de la FAI, y ahora estaba con todos nosotros en los piquetes con los que pretendía resistir la República esa inminente toma de la capital.

Se me acercó, hablaba con una voz casi maternal y en secreto, despacio, como temiendo que alguien la oyera. Con una mano detenía el fusil que cargaba a su espalda, y con la otra cuidaba el fuego de la hoguera para hervir el arroz.

Me señaló con un ademán que mirara de manera discreta a la izquierda donde había un grupo de cuatro hombres tratando de no hacerse notar. Salían de manera sigilosa por la puerta del edificio que teníamos enfrente. Debajo de sus anoraks portaban alguna clase de armas, el filo de una daga al pegarle un rayo de sol dejó ver en su hoja el juego de flechas que tenía gravado: la insignia de la falange.

-¡A la puta!, dijo Antonio que estaba atrás de nosotros.

-O se lo ha robao a algún falangista muerto o son enemigos del pueblo.

Sin mediar palabra, el cerrojo del fusil de Concha se amartilló, lo oí cerca de mi cabeza. En un segundo que pareció unas horas, el percutor sonó detonando la carga de la recámara. Un resplandor rojo amarillo y una estela de humo salieron del cañón del rifle.

-¡A la gran puta, me cago en la madre que los parió!, gritó Concha, -¡son de la quinta columna!-, sin dar tiempo de nada, entre la caída del casquillo percutido y su llegada al suelo. Uno de ellos se desplomó del certero disparo, y los tres restantes desenfundaron las pistolas marca Luger y repelieron la agresión. De un disparo hirieron a Joaquinillo, que no había visto lo que pasaba. Se refugiaron tras los costales que servían de empalizada en la entrada de la casa. Mientras tanto, Sebastián tomó una granada de mano que tenía colgada

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en la bandolera y la arrojó. El artefacto voló y pegó en el quicio de la ventana, cayó tras esa pared de arena, y luego escuchamos un estallido y vimos cómo salía humo. Había explotado inmediatamente hiriendo de muerte a esos falangistas que no pudieron terminar su día.

Me dirigí con cuidado a ver a los que se nos habían enfrentado, rodee parte de los escombros de la calle, seguí hasta donde estaban apertrechados, y vi los cuerpos inertes. Ya eran hombres maduros. Los identifiqué como falangistas, porque traían las flechas bordadas en la camisa negra.

-¡Coño, Concha, que has dejao quemar el arroz!,- comentó otra voz.

Como si no hubiera pasado nada, en una escaramuza de cinco minutos que tuvo como resultado cuatro enemigos muertos y un herido de nuestra parte, y el tío este se preocupaba por el arroz.

Empecé a sentir un dolor insoportable en la boca del estomago, el médico me había diagnosticado principio de úlcera. El dolor no me dejó comer. Me atormentaba el malestar que sentía en los pies, me hacía pensar, ¿por qué no escogí unas botas más grandes? Cualquier muerto ya no las usa.

Recogimos los cacharros y para poder seguir patrullando me puse a revisar los cartuchos que tenía mi pistola sindicalista Star. Dejamos a Joaquinillo al cuidado Sebastián, porque había sido herido en la pierna izquierda, y les prometimos que enviaríamos por ellos nada más llegáramos al cuartel a informar lo sucedido.

Caminamos en línea recta por la calle Mauricio Ravel hasta llegar al paseo de la Castellana, estaba llena de escombros. Sólo se veía a lo lejos de vez en vez un pequeño grupo de gente que se aventuraba a salir por alguna urgencia. Seguimos por esa avenida hasta encontrar la calle Luis Esteban, y de ahí continuamos hasta la calle Magnolias, que es la que llega al parque de la Ventilla. Tuvimos que hacer ese recorrido porque había una cantidad impresionante de escombros en otras calles, fruto de los bombardeos realizados por los

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alemanes del Escuadrón Cóndor. Las calles eran intransitables.

La casa que se habilitó como cuartel frente al parque estaba flanqueada por un sinnúmero de costales de arena que permitían resguardarla y servían de trinchera. En esa casa se encontraba parte de nuestros efectivos y había, dentro de ella, un cartel alusivo a la muerte de Buenaventura Durruti, que tenía una inscripción en la que se invitaba a seguir su ejemplo. También había unas banderas negro rojo colgadas en las paredes de la habitación. Los cartelones con el grito escrito de ¡no pasarán!, y otros afiches alusivos a la campaña hacían que la pared fuera un mosaico multicolor. Las ventanas que dejaban pasar la luz ahora estaban tapiadas y hacían que a pesar de que era de día, dentro de la habitación se tuviera sombra.

En un cuarto se almacenaban, cerca de la pared, las cajas de municiones mexicanas, lejos de la puerta, fuera del alcance de cualquier disparo, pero muchas de ellas eran apiladas y habilitadas por los guardias como mesas de Mus donde jugaban el juego de la mentira. Esas balas eran una de las posesiones más preciadas y no se comparaban con las de procedencia soviética ni americana.

Teníamos sed, eterna compañera que no nos soltaba de la mano. La falta de agua era una pesadilla. Hubo momentos en los que se tenía que hacer fila para recoger los orines de los caballos y mulas para poder beber algún líquido.

Un día más en Madrid, ¿cuántos más pasaríamos antes de terminar esto? Los rumores decían que los suficientes para esperar, ¿esperar qué? Antonio decía que en Valencia Negrin había dicho: “Hay que aguantar, la Guerra Mundial está por empezar y todas las naciones nos vendrán a rescatar”.

Pero en ese momento las cosas eran completamente diferentes. La revuelta de Cazado había prosperado al grito de ¡viva España!, que se escucharía ya pronto en las calles de Madrid. La entrada de las

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fuerzas nacionales por la ciudad universitaria era una realidad. Ahora nos tocaba movilizarnos rumbo a la frontera. Nunca volví a ver a Concha ni a los demás.

Madrid estaba perdida y ahora era más una ciudad cansada que derrotada, una ciudad más traicionada que vencida. Así termino ese día, el día que vi Madrid por última vez.

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Capítulo XV 65 años después, en Madrid

Cansado del viaje me quedé observando cómo se apresuraba la gente para salir del avión. Los pequeños corredores que rodean las filas de los asientos se llenaron de personas que deseaban estirar las piernas y salir al aeropuerto de Barajas. Todos querían salir sin importar el lugar que les había tocado. Entorpecían el movimiento, detenían a los demás; se paraban en los corredores a buscar afanosamente sus pertenencias para así poder abandonar esa cápsula de aluminio y acero. Habían permanecido casi estáticos por más de diez horas que duró el viaje.

Los niños buscaban a sus padres para no quedarse solos, mientras yo seguía sentado, mirando con desgana que el movimiento de gente cesara o al menos dejara de ser tan violento y abrumador. Pensaba ¿qué prisa por bajar, nadie se puede quedar aquí?

Tocó mi turno y caminé hacía la puerta de salida. Veía todos los asientos por los que pasaba y pensé que momentos antes estaban ocupados. Eran la viva imagen de la desolación.

Salí a la sala de espera, y de inmediato me dirigí a un punto de fumar. Saqué el encendedor y prendí mi cigarrillo. La primera aspiración la realicé como un desesperado que busca el oxígeno vital para vivir. Después, con calma, empecé a observar el movimiento que había a mí alrededor. Vi cómo se movía la gente y cómo cargaba su equipaje para llegar a su destino final.

Terminé la última fumada de mi cigarro y hasta entonces tomé mi equipaje. Caminé despacio. Recorrí todo el aeropuerto para llegar a la estación del metro que se encuentra en el extremo opuesto del edificio.

Compré mi boleto del metro y lo abordé rumbo al centró de la ciudad. Después trasbordé en la estación Nuevos Ministerios y en la de Tribuna. Me bajé en la estación de El Sol, que era la parada de la Puerta del Sol.

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Subí por la calle de las Carretas, y doblé a la izquierda por la calle del Prado, que me llevaría a la Plaza de Santa Ana. Al extremo de esa plaza está el hotel y en el lado opuesto el Teatro Español.

La plaza, que es un espacio relativamente pequeño, tiene algunos árboles y la estatua de García Lorca, que acompaña a la nutrida concurrencia todas las tardes y noches. Se trata de gente que llega de los cuatro puntos cardinales de Madrid para tomar algo y a divertirse un rato. Ese es el Madrid que a todos nos gusta, lleno de algarabía, de alegría, de no dormir; el Madrid bullanguero, de marcha, de música. El Madrid cosmopolita y provinciano a la vez, el Madrid de Sabina.

Entré en un bar a tomar café, lo necesitaba. El cambio de horario me quería dejar sin disfrutar esa tarde, pero la aromática bebida realizó su trabajo y mágicamente me fui despejando y la bruma del cansancio se disipó.

Para llegar a la Gran Vía bajé por la calle del Príncipe, quería ver la panorámica que hace la fuente de Cibeles. La diosa arrogante manda su carruaje en las aguas de la fuente. Se ve orgullosa de su entorno, ve al infinito, un infinito escoltado por edificios majestuosos, como el del Banco de España o el Palacio de Comunicaciones, que antes eran palacios y ahora edificios vivos. Al final está la puerta de Alcalá, que por sus costados deja ver el inicio del Parque del Retiro y donde está la avenida México, que atraviesa una parte del parque.

La tarde se sentía fría, de finales de invierno, con el típico viento que se cuela por todos lados. El viento era mi compañero en la travesía. Como estaba muy cerca de la estación de Atocha opté por caminar por esas calles, y pasé a un costado del Museo del Prado. Me dirigí a la estación de RENFE a comprar un boleto del AVE, para el día siguiente, rumbo a Sevilla.

La estación de Atocha, con su característica fachada de ladrillo rojo, ya no da muestra de las heridas ni de las lágrimas y gritos de dolor que sintieron cientos

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de pasajeros que sufrieron el atentado perpetrado ahí. Ahora se muestra majestuosa en su interior y un invernadero llena sus entrañas de verde, como buscando regalar un momento de solaz esparcimiento y de calma a todos aquellos viajeros que vamos con prisa por el mundo. Ahora la estación nos recuerda que pueden convivir la prisa con la belleza, que también puede suceder lo impensable en cualquier momento. Por eso guarda en su interior ese domo, un monumento a los que perecieron en el trágico suceso, para recordarnos lo frágil que somos ante la barbarie humana.

Es reconfortante la humedad y el calor que prevalece en su interior, el cual está lleno de plantas tropicales, acompañadas de fuentes y bares. Todo bajo su techo hace olvidar el invierno que está a unos metros afuera de su vientre, en la calle. Dentro del recinto, el ir y venir de la gente para abordar el tren o para salir de la estación hacen que siempre esté rebosante de vida.

Formé fila y compré mi boleto rumbo a Sevilla. Estaba fechado para salir al día siguiente. Por primera vez me subiría al AVE; después salí por la puerta principal y emergí al frío. La plaza del Emperador Carlos V me recibió. Seguí en dirección del Paseo de la Castellana y caminé por Alfonso XII. Me acompañaba el Parque del Retiro. Más tarde llegué a la puerta de Alcalá y en ese punto seguí por Paseo de Recoletos hasta la Plaza Colón, en donde empieza el Paseo de la Castellana.

Caminé por esa calle. Quería respirar Madrid, envolverme en esa ciudad y realizar esos sueños que tenía de niño, en los que me veía caminando por esos lugares de esa bella, majestuosa, bullente calle llena de vida; quería sentir el palpitar de la ciudad.

Seguí caminando hacia el norte, en búsqueda de todo y de nada; hasta llegar a la torre Picasso, el mítico Santiago Bernabéu me saludaban. Después hice una caminata más larga, bajé a la estación del metro para llegar al parque de la Ventilla. Frente a él se forma un

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conglomerado de hospitales. El parque ahora es una pequeña unidad deportiva.

El metro me regresó a la Puerta del Sol. Pasé por el kilómetro cero, que marca el punto de partida para todas las carreteras de España y es sitio de reunión y de juventud.

Caminé por esas calles atestadas de gente, y a un lado de la calle encontré el oso y el madroño. Sin rumbo fijo seguí andando, dejándome guiar por donde mis pasos me llevaran. Pasé por un lado del recinto de la comunidad de Madrid, por la calle Mayor, y me dirigí a la Plaza Mayor. Cuando crucé por la puerta de cuchilleros para salir del otro lado sentí que la modernidad se quedaba atrás y entraba a otro mundo. Lo primero que vi fue a Felipe III presidiendo la explanada. La estatua está rodeada por edificios que fueron construidos en tiempo de los Habsburgo. Pisé esos adoquines marcados por muchas historias. Admiré las paredes con esos frescos en la fachada de la Casa de la Panadería, y respiré ese aire. Recordé que en la época de la II Republica era la Plaza de la Constitución.

Salí de ahí, dándole la espalda a esa casa famosa, a sus frescos y a la estatua, pero en realidad le daba la espalda a un monumento histórico y emblemático. Salía al bullicio de lo nuevo. Mis pasos me llevaron otra vez a la calle Mayor, y tomé rumbo a la calle de Bailen hasta llegar a la Catedral de la Almudena. La tarde había terminado, la oscuridad de la noche envolvía la ciudad. El cielo poco a poco adquirió un color ocre oscuro, iluminado por pequeños puntitos de luz que iban llenando el horizonte. Así vi el Campo del Moro, una parte oscura, no lejos las luces de la urbe, que ya lo habían cercado.

Por el costado de la catedral iluminada y blanquecina están los lugares en los que las fuerzas nacionales instalaron su bastión. Giré un poco los ojos e imaginé cómo ondeaban las banderas de los regimientos acantonados en espera del momento de seguir disparando los cañones que impunemente herían a la

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ciudad, mientras imponían a sus habitantes un cerco de muerte. Casi podía escuchar los gritos de ¡No pasarán!

Por el otro lado, el Palacio Real, todo en blanco, y junto a él la explanada de la Plaza de Oriente.

Con la imagen de los cañones destruyendo Madrid emprendí el camino de regreso. Me quedé con hambre de conocer más, sobre todo lo que pasó y que sufrió esa gente ante de la toma de la ciudad. Me calé el abrigo y me fui al hotel pensando que mañana sería otro día.

Dormí plácidamente. Recogí mis pertenecías de la habitación que me sirvió de hogar por un día y salí rumbo a la estación de Atocha, no sin antes tomar un vaso de esa agua del Manzanares que tanto sobra en Madrid.

Entré por la puerta principal de la estación, y me informaron que la salida y abordaje del AVE era en el segundo piso. ¿La hora? 8:00 a.m. Cuando llegué al andén, el moderno tren se estaba estacionando ¿La hora de partida rumbo a Sevilla?, 8:07 a.m. justo a tiempo. A esa hora en punto cerró sus puertas el vagón.

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Capítulo XVI Cuarenta y tantos años antes

El ir y venir de los meseros del Ritz era como un ballet puesto en escena. Servían a la nutrida concurrencia y estaban rodeados por las volutas de humo que salían de esos cigarrillos. En la mesa yacía un cenicero repleto de restos de tabaco que había sido consumido y que esperaba turno para ser remplazado. Mientras eso pasaba seguí acompañando a esos tertulianos, en un día como cualquier otro, en el que cada uno se empeñaba en recordar su historia.

El local estaba lleno de parroquianos. Ellos se ubicaron en el lugar de costumbre, mientras la gente que pasaba por la puerta los miraban, como lo que eran, un grupo de extranjeros que ocupaba un espacio en su ciudad. Lo que no sabía esa gente era que no tenían otro lugar en el mundo que ocupar. Para ellos la hora del café, más que un momento de descanso, era la forma de enfrentar lo que habían sido. Traían con ellos los lugares de dónde habían llegado; no habían venido por su propia cuenta; los había traído el azaroso destino.

Sentados, sin preocuparse de los demás parroquianos, siguieron con atención la plática, como si fuera la primera vez que la escuchaban. ¿Cuántas veces la habían oído?, cientos de veces, pero en cada versión el relator encontraba detalles nuevos de su vida que no quería o no podía olvidar. Todos los presentes sabían de memoria cada pasaje de la vida de los otros; cada uno conocía y podía adelantar los gestos, el énfasis, los ademanes y los dolores que sentía el compañero en turno. Seguían con atención al narrador y le hacían preguntas referentes a puntos específicos de su vida.

Él siguió con el cigarro en la boca, como queriendo recordar algún otro suceso, cuando de pronto

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una voz lo interrumpió para sacarlo de su recuerdo y volverlo a la realidad. Le disparó una pregunta a quema ropa: -¿Cómo fueron las cosas en Sevilla?, ahí empezó todo, tú no estabas en la ciudad, pero sí en la zona.

-Sí-, contestó, dejando el pitillo en el cenicero y comenzó a narrar lo siguiente:

-Todos los días caminaba rumbo al trabajo, pensaba y analizaba lo que podía venir. Notaba cómo los campesinos ya no aguantaban un día más con la forma de vida que tenían; vaya que si lo sabía, en mi infancia había experimentado algo parecido y veía cómo el gobierno se estaba desgastando en una lucha interna por las diferentes facciones. El frente popular, que había ganado las elecciones, ahora se fracturaba.

Todo esto lo comentaba mientras desayunaba unas “tostas” con aceite de oliva y un café, antes de ir al trabajo en el bar de Morón.

-José María Varela Rendueles, gobernador de Sevilla “la roja” y republicano liberal, estuvo muy atento a los acontecimiento que se daban; todos sabíamos que algo iba a pasar, pero no atinábamos a saber cuándo ni en dónde, pero era seguro que algo pasaría.

-Cuando desayunaba en el café, me comentaron que el Estado Mayor, incluyendo la guardia civil, tenían conocimiento del golpe y que el tiempo les pasó muy rápido. No querían tomar la responsabilidad de una decisión que impactaría su vida de manera irremediable.

-Al principio todos los golpistas eran leales a la Republica, nunca dejaron ver que se trataba de un cambio de régimen de gobierno. ¡No!, para ellos, era quitar del poder a un grupo de políticos débiles que la habían dejado caer en un caos y en manos de unos grupos de presión que querían imponer cada uno sus ideales. La población no entendía eso, pensaba diferente. El pueblo ya no quería esperar más y necesitaba que los

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cambios prometidos, entre ellos el de la reforma agraria, se pudieran palpar y que los resultados por haber votado por el frente popular los beneficiaran.

-La República no tenía más tiempo. La desesperanza, el hambre, la falta de trabajo y un aparente desorden en las altas esferas de gobierno hicieron que todo fuera propicio para que cualquier movimiento tuviera una acogida.

-De igual manera se opinaba en los ámbitos castrenses, comprometidos con respetar la constitución y defender al gobierno legalmente constituido. Pero el desorden y los cambios en los mandos, donde se premiaba a los laureados por las campañas africanas, producían un malestar en la tropa. No hay duda, la República pasaba por un mal momento.

-Era el caldo de cultivo cuando la maniobra se presentó. Con el movimiento de las tropas y con la llegada de Queipo a escena muchos pensaron en Sanjurjo, que era una historia más de un militar queriendo dar un golpe que fracasaría. Así lo tomó el gobierno y la población, así parecía que sucedería. Muchos de los implicados en el movimiento ofrecieron apoyar a los rebeldes y se comprometieron a conseguir una gran cantidad de adeptos, tantos que se contarían por miles, como fue el caso del torero José García Carranza “El Algabeño”, quien prometió a 1500 falangistas y que a la hora decisiva sólo se presentó con 15. Así pasó con todos, el fantasma de la Sanjurjada rampante pasaba por esos delicados momentos. Mientras tanto, el general Gonzalo Queipo de Llano salía del Hotel Simón, en donde había pasado la noche escondido, disfrazado como paisano, para luego aparecer perfectamente uniformado.

-Cuando llegó a la capitanía de la Plaza Gavidia nadie le presentó ningún obstáculo para tomar la

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guarnición, sin embargo, se dio cuenta que podría haber algún problema porque los efectivos que les prometieron no llegaron. Sin pérdida de tiempo se trasladó al edificio adjunto donde encontró al coronel Manuel Allanegui, quien le dio muestras de desacuerdo y poco después lo detuvo y encarceló.

-Queipo se dio cuenta que muchos de los oficiales estaban indecisos y que podrían desobedecer sus órdenes, por lo que tomó cartas en el asunto y mandó a sus ordenanzas a reunir todas las municiones que había en el cuartel, así como unas botellas de brandy. Con esas posesiones ordenó que la acción fuera rápida y en máximo sigilo.

-Él sabía que el campo debía ser allanado con los elementos que tenía y después tomar la ciudad.

-Con las órdenes cumplidas, y dando ánimos a sus leales y subordinados, asegurando la posesión de la Maestranza de Artillería, lugar en el que resguarda las piezas de artillería mayor, y con tragos de brandy en el estomago, salió en convoy de varios vehículos a la calle. Disparó con unas piezas de artillería a los edificios civiles, al Hotel Inglaterra, al edificio de la telefónica y al del Gobierno Civil, mientras el pueblo, por medio de Unión Radio Sevilla convocó a la huelga general.

-Me enteré de lo que sucedió en Sevilla al otro día, y ya era tarde. Los compañeros que se unieron en contra del levantamiento trataron de explicar lo sucedido; todos creyeron que era un intento fallido, pero lo cierto es que Sevilla sufría un evento de mediana magnitud. Los pobladores y las centrales obreras podían haberlo sofocado, pero en lugar de hacerle frente y tomar la justicia por sus manos empezaron a castigar a los que consideraron que patrocinaron los sucesos: les prendieron fuego a las propiedades de los supuestos activistas del golpe, y dejaron con eso vulnerables las

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posiciones que podían tomar para enfrentar la subversión.

-Queipo, como un actor consumado, se fue en un vehículo de guerra al frente de un grupo de soldados y con todos los que se habían sumado al golpe. Por las calles céntricas de la ciudad, en un carrusel dio vueltas para tratar de demostrar su fuerza, pero el carrusel no fue tomado en cuenta y la población enardecida siguió actuando y quemando la fábrica de jabón del marqués Juan Ignacio Luca de Tena, así como los negocios de otros notables. La gente sabía que ellos estaban detrás de esos sucesos.

-Mientras tanto, el pueblo seguía con su fiesta popular. Queipo logró la rendición del gobernador civil y con ello tomó el mando. Además, para distraer la atención de la población utilizó una artimaña: dio permiso a los comandos armados civiles, como se hacían llamar los grupos de falangistas y pistoleros a sueldo, como el de Dioniso Ridruejo, y permitió que salieran a tratar de parar al pueblo enardecido. Los comandos decían que eran manifestaciones populares, pero lo cierto es que ellos producían el caos sistemático y eran ayudados por esos grupos de facinerosos.

-Todas esas acciones permitieron al general parar el desorden, emitir y proclamar un Bando de Guerra, todo a nombre de la República.

-Estos grupos atacaban sin piedad a los cuadros de los sindicatos y a los dirigentes de los partidos opositores, quienes eran golpeados, maltratados e incluso asesinados indiscriminadamente.

-Un día después llegó el Tercio de Cádiz a Morón. Por su fama le precedía el miedo. Venía acompañado de los legionarios de África. Los ataques de artillería perpetrados en otros lados eran suficientes para temerle y huir. Su aura bien ganada de desalmados causaba un

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amplio halo de terror y se corría el rumor de que su venganza no tenía límite, que mataban a diestra y siniestra y que por cada baja de ellos matarían a diez nuestros para compensar la pérdida.

Se quedó en silencio por un momento, como queriendo reflexionar los sucesos narrados. Un compañero a su izquierda se le quedó mirando y en el momento que le daba una calada larga al cigarro, le preguntó: -Bueno, ese era el panorama, ¿pero tú cómo lo pasaste?

Lo miró a la cara y empezó a relatar lo siguiente: -Esa noche, la brasa de un cigarrillo de tabaco de

Canarias en la penumbra me iluminó la cara. El toque de queda había comenzado. La noche había caído; estaba lejos y sólo pude ver cómo lentamente las luces de la ciudad se iban extinguiendo y cómo el cateo a las casas impuesto por los golpistas en nuestra búsqueda se iba realizando. Ahora, a lejos de la ciudad, respiraba paulatinamente, oía la respiración de los demás menos agitada, pero no en calma. Todos estábamos cubiertos de barro por todos lados del cuerpo, y no nos molestaba; estábamos en una especie de calma, sin saber qué hacer ni a dónde ir. Habíamos burlado el primer cerco que pusieron en la ciudad, eso fue dos días antes, pero ellos nos seguían buscando en las calles de Morón y no en la campiña. Ahora sólo nos faltaba esquivar los siguientes piquetes militares. Para entonces tenía claro que el verdadero enemigo era la fuerza de ocupación. ¿Mi objetivo? Tratar de defender la vida en contra de los uniformados de la legión que me perseguían para capturarme o matarme, ya que era conocido como integrante del grupo que se oponía a su autoridad.

-Después de la primera escaramuza contra algunos guardias civiles que se oponían a darnos el armamento que estaba en el edificio del Ayuntamiento,

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formamos un grupo homogéneo que se componía por todos los que estábamos en contra de la invasión a nuestra ciudad; contra todos aquellos que atentaban en contra de los ideales republicanos en los cuales creíamos. Pero los golpistas hablaban de la salvación de la República, ¿de quién la querían salvar?

-Pensaba en esos momentos de desasosiego y turbación, en el doble diálogo e los bandos. Los insurgentes decían que su acción era para quitar a los advenedizos el mando de la República y así poder salvarla de los grupos que querían alterar el orden, eso a muchos nos confundía. Por otro lado, nosotros sabíamos que eso no era cierto, que la República estaba en las manos correctas y que estábamos ante el nacimiento de un Estado que favorecería a la sociedad, y que como todo nacimiento tenía que padecer los dolores del parto. Para entonces algunos compañeros con los que tratamos de detener la insurgencia se volvieron en contra de nosotros. Hablaban de la revolución, de los ideales que nos separaban en esos momentos clave. Ahora nos teníamos que cuidar no sólo de los militares que nos seguían, sino de aquellos que profesaban alguna idea política diferente a la nuestra. Estábamos al norte de Morón, en una arbolada de olivares, y no sabíamos qué camino seguir. La guardia civil y los militares nos perseguían, la calma que prevalecía en el campo hacía que pensáramos que lo que nos estaba pasando era sólo parte de un sueño, un mal sueño del que en cualquier momento despertaríamos.

-El calor de la noche me hacía sudar, ¿o eran los nervios?, sentía mis manos y la espalda húmedas. Sacaba un pañuelo para poder secar las manos. Tenía cuidado de no llenarme la cara con ese barro que se había formado con el sudor y la tierra. El cigarrillo se terminó y su brasa dejó de ser una luz. En estos dos

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últimos días había vivido cosas por las que nunca creí pasar. Los sucesos me permitieron obtener un aprendizaje valioso, pero no había incluido el control del miedo ni el manejo de las armas. Me sentía mal porque nunca había levantado un rifle en contra de un ser humano, pero ahora las circunstancias me obligaban.

-La oscuridad de la noche de aquél verano nos escondió; la luz de la luna se reflejaba en las almenas del Castillo, que podía ver a lo lejos. Era la última vez que lo vería, pero en ese momento no lo sabía. El derrotero de mis pasos me llevó al norte, y ahora, sin saberlo, me estaba despidiendo de ese paisaje que nunca más se recrearía en mis pupilas.

-Sabía más o menos qué hora era por el cambio de luz que producía el medio ambiente. La penumbra de la noche dejó de ir en aumento para dar paso a una tenue claridad. No había tiempo para dormir, la adrenalina que corría en mi cuerpo era un estímulo suficiente para aliviar el cansancio y la falta de sueño. En un momento, como acto reflejo revisé la bolsa que llevaba y vi que las pocas provisiones que teníamos se iban extinguiendo. Cuidaba el agua y los cigarrillos. Sólo traíamos lo que los pobladores incondicionales nos dieron para no pasar hambre, pero no estábamos preparados para salir. Las vituallas dejaron de ser suministradas y sólo traíamos lo que habíamos podido guardar en los fardos que recogimos en la comandancia de la guardia civil, cerrojos y balas con las que nos habíamos armado.

-Muchos estaban confundidos; el bando de guerra que leyó Queipo en la radio mentía. En él exponía las razones de su proceder; decía que todo esto se realizaba para salvar la integridad de la República. A los compañeros los hizo dudar y cuando estábamos escondidos lo comentamos. Otros sabíamos que no era verdad, que la historia de Queipo nos daba la razón, y su

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juramento de lealtad era conocido. Siempre lo dijo, “sólo le soy leal a quienes me son leales”, y eso se había comprobado a lo largo de su vida. Él pasaba de un lado a otro, de la dictadura de Miguel Primo de Rivera a ser golpeado por los hijos de éste; de haber instaurado un golpe de Estado en Madrid a proclamar la Republica, e incluso a ser condenado por enchufismo y exiliado cuando participó en la Sanjurjada. Fue compañero de exilio de republicanos notorios, como Indalecio Prieto y gracias a la instauración de la II República pudo regresar a España. Ahora pagaba ese favor como verdugo de los ideales que antes proclamó.

-Con esto en mente, y con otras ideas, algunos de los compañeros, más vecinos que compañeros, tomaron partido en forma particular. Comenzaron a reunirse con los que tenían una misma idea y empezaron a ver a los demás como disidentes de un movimiento revolucionario.

-Al inicio formamos un grupo homogéneo, juntos habíamos salimos a la contienda de dos días atrás, pero ahora estábamos divididos en grupos antagónicos, tan enemigos como el ejército que nos enfrentaba.

-¡Pero qué coño les pasa a estos!, si estaban a mi lado cuando tomamos el Ayuntamiento. Les di las cajas de las municiones y ellos me entregaron parte de los cerrojos, y ahora nos disparan en lugar de dispararles a esos moros legionarios invasores. ¡No sé qué coños les pasa!

Al principio había escuchado algunos rumores del Partido Comunista que decían que si se iniciaba una guerra se podía dar una revolución, pero cierto es que vi tan lejos esa posibilidad o de que algo parecido sucediera que en esos momentos no puse atención.

-Lo que se vivía en esos instantes era muy duro y tan penoso que no se podía creer. Parecía imposible que aprovecharan un golpe contra la República y dejaran al frente popular. Pensé que enfrentarían al lado nuestro al verdadero enemigo y no a nosotros. ¡No podía creer que esto estuviera pasando!

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-Pero lo impensable pasó en el momento que nos sentimos unidos, cuando como un sólo hombre levantamos las armas para defender los ideales republicanos. Hoy otros trataban de tomar alguna posición para desplazarnos y atacarnos.

-Los militantes del PCE se confabularon en nuestra contra y declararon la revolución. Eran el enemigo civil con el que teníamos que lidiar. Los carlistas no eran los únicos resentidos que vieron la oportunidad, también estaban los falangistas que buscaron cobrar algunas facturas pendientes. Así salieron a nuestro encuentro, estos últimos azuzados e iniciados por los integrantes del ejército golpista, buscaban distraer a los grupos, dividirnos para minimizar el esfuerzo; nos distraían en luchas internas que no ayudaban en nada.

-En realidad, no podíamos identificar plenamente al enemigo; hubo momentos en los que luchamos codo a codo tratando de derrotar a las fuerzas nacionales, aunque después tuvimos que voltear la espalda para cuidarnos de algún infiltrado de otra organización. Mientras tanto, veía la manera de sortear el camino para salir del alcance de los que nos buscaban.

-¡Me cago en la madre que los parió!-, dijo otra voz atrás de mí, -esos hijos de puta qué se creen, -continuó diciendo. Les comenté que el silencio era nuestro mejor compañero y que por eso en silencio nos dirigimos al norte tratado de no encontrar a nuestros perseguidores y menos a nuestros antiguos compañeros. El silencio nos ayudó a dejar la zona y a reunirnos con grupos milicianos mejor organizados. Continué mi charla.

-Nos dirigimos a Sevilla como primer punto. No sabía lo que pasaba en la ciudad, es más, no sabía que ya estaban por ser tomadas Córdoba y Granada y que en pocos días, los que nos tardamos en salir de la región, casi media España ya estaba bajo el dominio de los nacionales. En el camino encontré un periódico atrasado, era El Diario de Córdoba. Lo recogí pensando que me podía servir como papel para liar tabaco, pero en realidad

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me fue de mayor utilidad, ya que en un descanso lo empecé a leer. En la portada se destacaba la posible adopción de la jornada laboral de 40 horas a la semana. Era una edición del viernes 17 de julio de 1936, que en la sección “Teléfono y Telégrafo” informaba de la reunión de ministros. En la sección “Internacional” se describía el atentado perpetrado contra Eduardo VIII en Inglaterra, y en un recuadro pequeño, dentro de la primera página, aparecía una nota que hacía mención al descubrimiento y decomiso de armas en casa de un teniente.

-Recordaba todo perfectamente, porque en la segunda plana del periódico salía el obituario de la muerte de Manuel de la Haba Bejarano, un picador de toros que había conocido, así como la cartelera de los cines.

-Cabe decir que el cine se instalaba en la plaza de toros, y que ese día viernes se proyectaba una película argentina de la Paramout, que se llama Melodía de arrabal, en la que actuaba Imperio Argentina y Carlos Gardel. Me pareció siempre una incongruencia que una plaza de toros se convirtiera en cine, pero no había otros lugares.

Tenía en la memoria esa tercera plana y no la primera. El diario también tenía una nota que hacía referencia a Las Palmas. Se notificaba la muerte del general Balmes, que había sucedido en un campo de tiro.

Después me enteré que Balmes era un republicano declarado del cuerpo de mando en las Canarias, que era el general en jefe de la guarnición y que Franco participó en el sepelio de su subalterno.

Lo que no consignó ese periódico fue que el general Balmes murió de un disparo en el estómago mientras limpiaba su pistola y que el entierro obligaba al general en jefe a presidir el servicio funerario, lo cual ayudó para que Franco tuviera una excusa para ausentarse de su puesto ese día. Continué la charla.

-En la sección de deportes destacaba la nota sobre la vuelta ciclista a Francia en la que España marchaba en primer lugar. En relación con el estado del

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tiempo se anotaba que una onda cálida había elevado la temperatura hasta casi los 40 grados, con una humedad relativa baja. Se anunciaba el inicio de la luna nueva que entraba ese día. Sin embargo, no se consignó que se había desatado la tormenta en algunos lugares de España. Tampoco se prestaba atención a los movimientos de Queipo del Llano relativos a su acuartelamiento en la ciudad de Sevilla, ni a que se encontraba en ese sitio dando vueltas por las principales calles acompañado de un pequeño convoy, tipo carrusel de feria, con el que engañaba a la gente porque aparentaba tener una gran tropa.

Como un presagio, el periódico que recogí orientó mis pasos hacia las afueras de Sevilla. En el camino me enteré que había un cerco mayor, por lo que tendría que darme prisa para salir de la zona ocupada, la cual era más grande de lo que había pensado.

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Capítulo XVII 65 años después

Sentí la desaceleración y eso llamó mi atención. Disminuía la velocidad y poco a poco veía pasar esas casas. El tren entraba a la ciudad, más bien a las afueras de la ciudad donde está ubicada la estación. Observé los edificios de ladrillo color rojo y ahora las casas habían sustituido el paisaje de la campiña andaluza, había llegado.

Tomé mis cosas, que estaban al final del vagón, en el guarda equipaje. Esperé a que las puertas se abrieran junto a los otros pasajeros, y bajamos uno a uno. Todos nos dirigimos a la salida.

Al dejar el andén recorrí el edificio de la estación, y encontré a un grupo de manifestantes cuya inconformidad era alguna conquista sindical no cumplida. Gritaban frases con ese acento andaluz característico.

Salí por la puerta poniente en donde se encuentra una escalera muy amplia. La estación de Santa Justa se iba quedando atrás con cada paso que daba. Hacía frío, me acomodé el abrigo y me dirigí a la parada de los buses, que se ubica en la avenida Kansas City, para tomar el transporte público y así poder recorrer la ciudad. Después, caminé por el barrio de la Campana. Tenía ganas de respirar el aire del centro de Sevilla, y llegué a la confitería La Campana, que por suerte encontré abierta. Tomé asiento, pedí un café cortado y prendí uno de mis cigarrillos. Así comencé a deleitarme con el ir y venir de la gente. Dirigí mis pensamientos a las novelas y libros de historia, cuando de pronto recordé que en el lugar que ocupaba se sentó alguna vez Arturo Pérez Reverte, quien en su novela La Piel del tambor describe la sucursal del banco, personaje principal que ahora se convirtió en una sucursal de otra institución.

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Arriba de una cafetería, de marca extranjera, está el emblema del Real Betis F.C., que es la peña oficial. Tiene su letrero de campeones de 1936 y junto a ella está el estanco de metal pintado de verde. Su interior está lleno de periódicos, libros, revistas y a un lado un vendedor de lotería de la ONCE. El paisaje lo completaba un edificio de ladrillo de arquitectura morisca, arcos ojivales en sus ventanas y balcones.

De un sorbo terminé lo que quedaba de café, apagué el cigarrillo y lo deposité en el cenicero de la mesa, para dejar mi lugar de reposo. Luego empecé a caminar por esas calles pequeñas de la ciudad donde se ubica el Archivo de Indias y un poco más lejos la casa de Pilatos, llamada así por el pretor romano, pero en la realidad no tiene nada que ver con él. Su verdadero nombre es el de Palacio de Medinaceli.

El olor a azahar distrajo mi atención, porque no era la temporada, pero algunos árboles que estaban en el parque aún mantenían un poco de su fragancia. Fui caminado sin un rumbo definido hasta que llegué al Alcázar. Estaba frente a mi iluminado majestuosamente por los rayos del sol de Sevilla. El simbólico edificio, como todo sevillano, lleva altivamente muestras de su pasado, y está marcado por cada uno de esos pasos que ha dado el pueblo andaluz. Fue construido sobre ruinas romanas y empezó por ser la casa del gobernador en el primer califato del Al-Andalus, después se convirtió en palacio de varios reyes árabes hasta que llegó a ser la residencia de invierno de los Reyes Católicos y de Alfonso X.

Con asombro recordé que no había pasado por la Giralda ni por la catedral. Me acordé que tomé un camino sin rumbo, y no seguí por la calle de Sierpes que llega directamente a esa montaña hueca que es la catedral, llamada así desde que la construyeron, porque está

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escoltada por su jardín de naranjos, además de su tamaño y lo majestuoso de su edificación estilo gótico.

Caminé lentamente a su encuentro, disfrutando ese laberinto urbano lleno de vida y color: las tiendas de suvenires, instaladas al costado de la iglesia, junto a esos ventanales de las casas, ojos gigantes que ven y dejan ver los acontecimientos de la ciudad; las paredes adornadas de colores, aparadores de tiendas que guardan en su interior muestras de tentación con símbolos andaluces; la bandera verde blanco verde, los vestidos de flamenca, los arreboles multicolores con sus característicos lunares estampados que completan la danza. Vestidos que cubren el cuerpo de la mujer, expresando sus formas. Largos vuelos que rodean las piernas de la bailarina, con el ritmo de las palmas. El rasgueo de la guitarra se extiende como alas, vuela dibujando el piso con sus delicados pies al compás de la música, esas filigranas, arabescos y esculturas de aire, ese idioma salido del alma y trasmitido por las manos.

Al transitar por las calles, sentí cómo me miraban las casas que en sus balcones colgaban, como pestañas, pedazos de vida multicolor, flores que aún en invierno dejaban ver su hermosura. Eran ojos convertidos en jardines colgantes.

A la distancia distinguí la Giralda, incólume, aristócratamente altiva, sin mirar hacia abajo, señalando el cielo como queriendo recordar las voces mudéjares que muchas veces salieron de sus ventanas invitando a la oración.

Sin saber cómo me encontré frente al Hotel Simón. Estaba en la calle García De Vinuesa. Era una casona sevillana acondicionada como hotel que ocupa casi media cuadra. Tiene la fachada típica de las casa de ciudad, llena de balcones, con un amplio zaguán. Tras esos muros durmió escondido Queipo de Llano y salió a las doce del mediodía con su ayudante, después de

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haberse reunido con el torero “el Algabeño”, a quien le informó que tomaría Sevilla con las armas.

En el vestíbulo de la casona, Queipo esperó el auto del inspector general de carabineros para que lo llevara a la comandancia. De ahí salió a Unión Radio de Sevilla a dar el parte de guerra. En esa estación se escuchó el discurso y al final del mismo, el “¡Viva España, viva la República!”; ahí se emitió el bando de guerra con el que daba inicio la contienda.

Por esa calle no había pasado el tiempo, aún se podía inhalar el aire que Queipo respiró. Ahí siguen estando los árboles que adornan y dan sombra a los transeúntes. Sin querer vi mi reloj, que para entonces marcaba las 12:30 del medio día, hacía casi 65 años que había salido Queipo por esa puerta. La miré, sentía un ligero resquemor, pero nadie era culpable de que él tuviera que dormir en algún lugar.

Estuve un tiempo parado junto a esa puerta de madera, como un guardián en espera de ver en el presente una visión del pasado. Sólo entraba y salía gente común y corriente.

Pensé en entrar y preguntarle a los dueños si tenían algún sentimiento positivo o negativo por ser parte de un hecho histórico, quizá pensarán que fue un privilegio, otros pensamos de manera diferente, un caso fortuito, pero lo cierto es que no sé si los dueños conocieron lo que iba a suceder con ese huésped que llegó por la noche vestido de paisano y salió uniformado de general por la mañana.

Con ese pensamiento me alejé del lugar. Seguí mi camino hasta llegar a las calles de los Alemanes y Hernando Colón. A un costado de la catedral encontré un lugar para pasar el rato. Me instalé. Pedí al camarero un café y encendí nuevamente un cigarrillo. En esos momento vi cómo algunos turistas, con la cámara en ristre, se tomaban una foto para recordar que fueron testigos presentes de esa maravillosa construcción gótica, pero en realidad, lo que se llevaban era esa

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sensación de haberse parado junto a esa montaña fabricada con el esfuerzo de un pueblo.

La mente quería jugarme una broma, me forzaba a recrear esos lugares en tiempos de la guerra, pero en ese momento el presente era más fuerte, y quise disfrutarlo. Estaba encantado con lo que veía, oía y sentía, y no lo quería dejar pasar. Pero todo eso tenía el sabor del encuentro fortuito con el Hotel Simón.

Recordé que Sevilla era más que todo eso. Dejé tres euros sobre la mesa y el resto del cigarro en el cenicero. Emprendí la marcha. Caminé rumbo a la Plaza de España, el Parque María Luisa, lugar inspirado por los jardines del Alcázar y la Alhambra, como queriendo que las calles me reconocieran; quería explorar mi genética, sentir la ciudad. Seguí rumbo a la avenida Roma para llegar hasta el Paseo de las Delicias, a un costado de la universidad. Luego caminé por la rivera del Guadalquivir, o ¿el Betis? y llegué al Puente de los Remedios que me sacó de mis pensamientos. Había pasado la calle de la Rábida y ahora me encontraba en la avenida de Rodríguez Caso, que pasa precisamente por en medio del jardín y te conduce de manera directa a la puerta de la Plaza de España. Más tarde, cuando me dirigí al hotel, tuve que pasar otra vez por la calle de la Campana, lugar donde se efectúo el carrusel de Queipo.

Entonces comprendí cómo una jugada tan burda e infantil tuvo éxito. Las fuerzas vandálicas de requetés y falangistas aplicaron su particular forma de orden y justicia, esa era la distracción que realmente preocupó a los habitantes de Sevilla “la roja”, que hicieron todo por cuidarse del rencor y de la venganza de algunos truhanes que aprovecharon la situación para cobrar cuentas contra sus vecinos, cuentas que nada tenían que ver con esos hechos y más bien eran producto de rencores y envidias por el poder que obtuvieron con el beneplácito del comandante de las fuerzas armadas de ocupación, que ahora afloraban.

Fueron momentos trágicos los que vivió la ciudad. El pueblo que estaba cansado de esperar resultados

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culpó a todo aquel que pareciera insurgente, y por eso quemaron iglesias, destruyeron casas y comercios. No fue una reacción fortuita ni gratuita, el grupo de las huestes falangistas había azuzado y hostigado al pueblo bajo la bandera del orden y las buenas costumbres.

Al otro día llegué temprano a la estación de Santa Justa a recoger el Peugeot 206 que había rentado para el viaje al pueblo. El paseo que había realizado el día anterior aún rondaba en mi mente. Sin más tomé las llaves de vehículo azul y emprendí la salida a Morón de la Frontera.

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Capítulo XVIII 45 años antes, en el café Ritz

Antes de llegar al restaurante tuve un encuentro con otra gente menos agraciada que yo. Miró sus manos, las vio sudadas. Recordó algunos pasajes antes de su llegada, y después volvió mentalmente a la mesa de juego. Se vio con una ficha de dominó en la mano; estaba en espera de su turno. Jugó la ficha girándola nerviosamente porque sabía que la partida estaba perdida, era la única y con ella podía terminar en cualquier momento la partida. La jugada en la mesa es un cinco, tres, la ficha en la mano, marca dos, uno.

¡Perdimos!-, exclamo. Luego llevó a la boca la taza de café expreso, como queriendo dejar ahí su frustración. Se levantó con una cara de resignación y poco a poco salió rumbo a la rosticería que estaba enfrente del cine Coliseo, en la ciudad de Puebla.

Todos los días tomaba ahí su dosis de adrenalina, requería sentir su efecto. Se había convertido en adicto desde que estuvo en las trincheras donde vivió momentos llenos de tensión. Ahora la necesitaba. Cambió los devenires de la batalla por el juego que lo ayudaba a sentir esas sensaciones que hacen que la respiración se pare y el corazón se acelere. Era, a fin de cuentas, una forma de administrar esa sustancia a la que se había convertido en adicto. Antes de dejar el local, que en realidad era un salón de juego de dominó de altas apuestas, se preguntó en voz alta: ¿unos churros de Pedrito?

Sin decir más, tomó su saco café que colgaba en el perchero y se despidió de los demás jugadores. Salió a la calle 2 Poniente, y siguió su marcha hasta la esquina, era casi medio día y el ruido del tráfico no le molestó. Los edificios lo escoltaban, podía recordar Sevilla. Cien metros después se encontró frente al gran perol con aceite hirviendo que esparcía por el ambiente el aroma característico e invitador a la gula. El aceite con masa de fritura que prendaba a los caminantes que discretamente

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eran tentados. En ese lugar Pedrito hacía la vida, vendía churros. Era un paisano de baja estatura y rechoncho, un rey coronado con boina. Lo saludó y le dio una bolsa. Al llegar a la calle 5 de Mayo se encontró con otro paisano que se le acercó. Esta vez no quiso recordar el diálogo, le dolía. Sin decir más le entregó la bolsa al desconocido. Era un pobre paisano que no tenía nada que comer. No tengo más que darle, fue lo único que dijo en voz alta.

Prosiguió su camino como si no hubiera pasado nada, pero en realidad sí había pasado algo. En su mente llevaba las imágenes de otros hombres que como aquél la habían pasado mal en la vida.

Siempre encontró a quién ayudar y cómo hacerlo. La lista de paisanos que comían en su casa era interminable. Siempre hubo un plato para alguno de ellos. Recordaba perfectamente que muchos, como aquellos que le esperaban en el Ritz, pasaron días difíciles durante los primeros días en esta su nueva patria.

Siguió la charla en el café y unos a otros se hacían preguntas, un poco para revivir el pasado. Al escuchar esas historias, quizá diferentes, siempre encontraban algo que los hacía parecerse al narrador en turno.

-¿A qué edad llegaste?-, dijo una voz que sonaba un poco distante, mientras el gallego lo miraba para darle una respuesta. La pregunta lo trasladó a su llegada a Veracruz. Recordó al funcionario, un burócrata que tenía los pantalones raídos y la camisa pegada al cuerpo. Cómo jadeaba por culpa del calor y el sobrepeso. Luego enfocó su vista, a través de sus pesados lentes imitación carey, que había pegado descuidadamente por el puente y que dejaban ver sus pequeños ojos de hurón.

Aquel burócrata tenía unas manos con dedos cortos, regordetes y amorfos, que le servían para aporrear las pesadas teclas, de la vieja máquina de escribir marca Remintong, que sonaban como martinetes de piano en una sinfonía inconclusa. Con fuerza golpeaba esas teclas no por rencor o enojo, sino para que no quedara duda que pasaría la tinta de la cinta en el

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formato. Cuidaba que cada uno de los tipos se imprimiera en esa hoja de papel en donde por primera vez quedó asentado su nombre y junto a él el sello de un águila. Ese fue el documento oficial mexicano. Ahora, revivía, por segunda vez, el momento en que aquél hombre que estaba atrás del mostrador de la recepción del puerto, le peguntó: ¿edad?

Sin duda, su mente se llenó de dudas, porque en una historia como la suya, en la que había que recordar muchas y olvidar otras, si pudiera, era difícil dar una respuesta precisa. ¿Qué edad tenía?, ¿cuántos años podía tener?, ¿de qué vida?, porque, solamente en estos tres años de guerra, había vivido más de una vida y experimentado emociones que no era posible alcanzar durante una sola vida. La pregunta siguió en el aire, simple y llanamente. ¿Edad? Recorría lentamente en su mente los sucesos. ¿Edad?, ¿qué edad tenía cuando, quedó huérfano?

Cerró los ojos, todos los que ahí estaban quizá pensaron que era el cansancio, pero, no. Transportó su mente hasta la imagen de un pequeño cuarto oscuro, frío, que estaba alumbrado con unas cuantas velas. Estaba en la calle de Alpechín en Herrera. Se transportó. Lo único que veía era un camastro viejo en donde estaba acostada una mujer, era Encarnación. No era muy joven ni tan poco vieja, pero vio claramente cómo sudaba y sollozaba en silencio, sufriendo por las labores de parto. Sin proferir un grito de dolor, se aguantó para no asustar a sus hijos. Nadie le brindaba ayuda ni le secaba el sudor de la frente. Su esposo, el padre de sus hijos, sin saber que su mujer estaba a punto de traer a la vida a su última hija, a la que puso por nombre Victoria, se había tomado el pellejo lleno de vino con una menguada ración de comida. Era jornalero y recibía un salario exiguo que le permitía llevar de comer a esos tres pequeños y al próximo en venir. No se enteró de que su mujer ya estaba en las labores de parto y que su vida pendía de un hilo, que sus pequeños hijos estaban viviendo una realidad monstruosa, la de ver morir a su madre durante

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el nacimiento de su hermana. ¿Qué edad tenía?, ¿cinco años?, ¿tres?, ¿seis años?, ¿qué edad tenía?

¿Qué pasó en esa noche de invierno? Llovió en una forma tormentosa, como pocas veces se había visto en la comarca. Las calles se llenaron de fango, los campos de labranza se deslavaron, las olivas de los árboles cayeron y eran barridas junto con las piedras a un arroyo. Quizá por esa lluvia el médico no quiso salir de su casa y menos para hacer un servicio gratuito para la gente pobre. La riada aumentó su caudal a tal magnitud que inundó el pueblo y afectó principalmente los barrios bajos de la localidad. La calle de Alpechín era la que albergaba la pequeña vivienda de unos huérfanos de madre. El padre también había enfermando, era el único sostén de la casa y estaba tirado en esa especie de camastro, sin que nadie pudiera hacer algo por él. Moría de pulmonía y dejaba a cuatro críos sin sustento, tiritando por el frío y sollozando amargamente. Había muerto su padre y no tuvieron dinero para comprar la medicina. ¿Qué edad tenía?, ¿ocho años?, ¿diez?

La mente se le congestionaba y se llenaba de imágenes hasta el punto de recordar un pasaje de su infancia que le gustara y con el cual convivía a gusto. Era el tiempo que se escribía con plumilla y tintero, y en el que la escasez de hojas de papel, carboncillo y tizas para escribir en las pizarras eran los instrumentos para un incipiente aprendizaje. Todos los chavales los poseían, menos él. Tenía que trabajar cuando ellos estaban en la escuela; caminaba por las calles adoquinadas y apisonadas de tierra en busca de hacer algo. Cuando llovía esas calles se transformaban en un lodo pegajoso que se alojaba en todas partes, que decir de sus alpargatas, la manta con la que estaban confeccionadas se llenaba de tierra y después de eso las tenía que lavar y, cuando se secaban la cuerda de la suela se volvía tan dura como una piedra, por lo que procuraba quitárselas para no mojarlas. Mejor caminaba descalzo con el lodo a medio tobillo. Pisar el fango resbaloso daba una sensación de inseguridad. Aun así, jugaba con la peonza,

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se la había regalado su hermano. Las canicas, esas pequeñas bolas mágicas de cristal, le estaban vetadas

Ese día llegó al pueblo un espectáculo y para eso se acondicionaba el edificio del Ayuntamiento. Él quería ir a verlo, pero además del costo del boleto en una mano debía llevar en la otra su respectiva silla para poder sentarse. La función la anunciaba, de calle en calle, un pregonero, que era un vecino de la región.

Era una única función y se presentaba el domingo por la tarde, después de que el párroco ya hubiera oficiado misa en la iglesia de Santiago el Mayor, cosa que sólo servía de referencia, pues nunca había ido a una celebración religiosa.

El cine era lo más común y mágico que llegaba al pueblo, alguna película muda comentada por el dueño de proyector, y no recuerdo si echaban el noticiero NODO. La población acudía a disfrutar del momento; era un gran acontecimiento. Se veía el mundo a través de ese ojo telescópico. Ahí nos enteramos de los avances de la tecnología, de los paisajes de las grandes urbes, de las noticias del mundo editorializadas por el dueño. Esa era la única forma de viajar por el mundo, pero la gente de la localidad se dedicaba a lo suyo, que lo suyo era lo de todos.

Los senderos que había entre la casa y el edificio del Ayuntamiento los recorría con la rapidez que se puede hacer al correr una distancia así. Iba gustoso para llegar a la entrada a ver el filme, la más de las veces con la esperanza de entrar sin pagar, aunque casi nunca pudo lograrlo. No tenía dinero, el jornal que ganaba su padre no alcanzaba ni para comer, aunque hacía trabajos caseros con su hermano, mientras sus hermanas trataban de ayudar lavando para poder obtener algunas perras, para aportar en casa.

Si no podía entrar, recorría las calles hasta llegar al campo en busca de algunas olivas que pudiera hurtar. Su mente se distraía viendo pasar las nubes, como una forma infantil de olvidar la frustración de no poder ver las

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maravillas que se proyectarían en esa habitación convertida en cine.

En una de esas funciones lo dejaron entrar y pudo ver por primera vez una corrida de toros. La impresión de ese arte, el arrojo y el valor nunca se le borraron de la memoria. ¿Qué edad tenía?

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Capítulo XIX 65 años después

El día estaba frío, nublado y con lluvia muy tupida, que parecía aguanieve. Las gotas eran un pequeño rocío que mojaba absolutamente todo y hacían que penetrara hasta los huesos. Era la madrugada del lunes 28 de febrero y el tráfico en la ciudad apenas empezaba. Comencé a transitar por las calles dormidas y desiertas en mi pequeño automóvil, rumbo a la salida de Sevilla. Era justo el día en que se conmemoraba la promulgación del estatuto de autonomía de Andalucía.

Salí de la ciudad sin prisas y me fui adentrando en el camino mientras se rompía la oscuridad de la noche y el cielo adquiría otras tonalidades, quizá grises, rojas, amarillas, moradas y rosas, que entintaban el amanecer.

La tierra estaba húmeda y todavía la lluvia que caía dejaba una pequeña marca en los terrones sueltos, pero aun así no había duda de su dureza. Vi cómo amanecían los olivos, simples centinelas que afirman con su presencia su origen rudo y agreste, manifestantes del carácter de la gente que habita en la zona, que riegan diariamente esos morones de tierra con su sudor para ablandarlos. Empecé a diseccionar mentalmente esas formas de madera rústicas que forman la estructura de los olivos y que configuran el carácter de los campesinos andaluces.

Tomé la carretera A-92 rumbo a Morón de la Frontera, tenía que ir ahí. Sabía que de ese sitio salió para unirse a las milicias populares y que después se convirtió en militar del ejército del Frente Popular. Vivió en Morón algunos años; ahí empezó su peregrinar hasta que llegó el exilio forzoso, del cual nunca se liberó. Ahí dejó parte de su vida, a su España, esa tierra que nunca más volvió a ser como la que él conoció.

Seguí adentrándome en el camino; la carretera estaba en buen estado, lo cual me permitió tener un viaje placentero y sin exabruptos. Transité por la planicie andaluza que amablemente me acogía en cada paso, y

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me brindaba una amistad sin cortapisa ni condiciones. Las pequeñas lomas que encontraba eran distracciones que sólo me ayudaban a mantenerme despierto.

Tomé la desviación hacia Marchena, para dar vuelta en U y llegar a la carretera que me llevó a la ciudad. Había dejado una vía de alta velocidad para tomar un camino secundario, el A-361. Después de varios kilómetros llegué a una rotonda en cuyo centro estaba una estructura de concreto y arriba de ella una escultura en forma de un gallo estilizado, que es el símbolo de Morón.

Poco a poco fui descubriendo el velo, atrás de él se vestía el paisaje con la imagen de Andalucía, que me revelaba el caserío blanco con sus paredes pintadas con cal, material que se produce en las entrañas de Morón. Los techos estaban coronados por el color rojo de la teja de barro. Entré a la ciudad sin saber cómo orientarme, porque no llevaba un mapa. Opté entonces por seguir en la carretera que luego se convirtió en la calle Paseo de la Alameda, donde encontré un sitio para estacionarme. Dejé el auto y caminé por las calles adoquinadas bajo una lluvia ligera. A la segunda calle vi la puerta de un bar en servicio, no había comido nada desde la noche anterior, por lo que entré a resguardarme un poco y a comer. El clima invitaba a no salir de la casa o del bar, para el caso es lo mismo; además era un día de asueto.

La bulla que reinaba en el lugar dejó de oírse en el momento en que pasé por la puerta del establecimiento. La gente del lugar quizá platicaba de futbol, del equipo Betis, del Sevilla, o de política, y cuando entré todos guardaron silencio. Se miraron a los ojos y después los dirigieron al intruso que invadía su espacio. Era imposible pasar desapercibido, casi todos los que estaban ahí se conocían. Era como si quisieran adivinar quién era, qué hacía en ese lugar y de dónde venía. Sabían que a Morón llegaba poco turismo y los únicos foráneos que se presentaban de vez en vez eran integrantes de la base aérea americana, que está ubicada en las afueras de la localidad.

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Mientras los parroquianos cruzaban miradas, como esperando alguna señal, me dirigí a un espacio desocupado junto a la barra y sin más me senté. Me quité la gorra, saqué de mi bolsillo un paquete de cigarrillos americanos, tomé uno y lo encendí. Con la primera bocanada vi al camarero que estaba frente a mí. Me miró tratando de adivinar no se qué cosa. Sólo le pedí una tasa de chocolate y un par de porras, que son unos churros más grandes y gordos que los normales. El hambre, el frío, la temperatura de la bebida me reconfortó, pues tomar con sorbos pequeños el chocolate sabía a gloria. Era el alimento típico que podía tomar en esos momentos: churros con chocolate. Poco a poco los parroquianos se fueron olvidando de mí y el ruido que antes dejó de escucharse comenzó a tomar el tono acostumbrado. Los miraba de reojo, como queriendo participar en esa charla. Ambicionaba emular alguna charla en la cual él, en el pasado, hubiera participado. Seguramente había tomado algo en ese lugar, platicado con alguien, quizá había fumado y reído, como lo hacía yo ahora.

Miré a mi alrededor y pagué la cuenta de dos euros; me ajuste la gorra y salí a la calle, al frío. Me di cuenta que a mi salida del bar el murmullo aumentó.

Empecé a caminar sin rumbo, sabiendo que la tasca y el auto quedaban atrás. Seguí observando esas construcciones y establecimientos cerrados, que estaban en esas calles sinuosas. El frío y el día de asueto marcaban mis pasos. Quería imaginar cómo había sido ese lugar hace 70 años o más, cuando él llegó por primera vez aquí.

Llegué a la plaza del Paseo del Gallo, y ahí vi salir a algunos parroquianos de un bar. Les pregunté por la calle del Lobato y me dijeron que fuera directo al palacio del municipio, ya que la calle que buscaba estaba junto a él. Seguí sus indicaciones. Recorrí la calle del Paseo del Gallo hasta llegar a la calle de Luis Daoiz, frente al edificio blanco del Ayuntamiento, que está coronado con un campanario de hierro fundido y que

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tiene un reloj monumental, que es una réplica del que está en la Puerta del Sol en Madrid. El edificio tiene cinco ventanas con sus respectivos balcones y en el centro le colgaban tres banderas que adornaban la fachada. En medio se distinguía la roja gualda, flaqueada por la verde blanco de la comunidad andaluza y la azul con las estrellas de la Unión europea.

Seguí por el costado izquierdo de la construcción, y a pocos pasos encontré la calle que buscaba. El letrero estaba en la parte superior izquierda de la pared, que hace esquina. En él pude leer: Calle del Lobato.

Lentamente transité la calle en búsqueda del número 11, que se encontraba a media calle. Ahí la vi, me quedé admirando la casa mientras prendía un cigarrillo. El frío del ambiente no melló el deseo de seguir viéndola e imaginando las veces que entró y salió por esa puerta. La vida que tenía en esos momentos, el instante en que tomó sus cosas y fue a la contienda. Ahí estaba esa puerta que tantas veces abrió y cerró tras de él y que un día, sin saberlo, la cerró para nunca más volver. Ahí dejó una esperanza de retorno incumplida. Nunca imaginó que en ese momento terminaba una etapa de su vida para iniciar otra. Me tomé una foto mientras imaginariamente veía cómo salía la gente de sus casas y se arremolinaba para solicitar armas que los guardias les negaban. Lo vi pidiendo los cerrojos de los fusiles y luchando para obtenerlos. En mi imaginación vi a la población dando voces, a los niños llorando por la pérdida de sus padres, a esas mujeres abnegadas que nerviosamente sobaban sus manos pensando en el destino. Vi a los componentes de la legión extranjera, uniformados con sus atuendos de moros, caminando, disparando y amenazando a todos los que se opusieran a su paso. Vi cómo la gente sacaba sus más hondos rencores para desquitarse de los vecinos, denunciándolos, tuvieran o no razón. Vi cómo junto con otros se escondía y corría para no ser visto; oía los llantos y gritos de desesperación de aquellos que se quedaban atrás; las detonaciones de los rifles al ser

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disparados y la caída de los casquillos percutidos que chocaban contra el piso y el adiós de despedida, nunca pronunciado, que se dio en ese lugar. De esa puerta salió para nunca regresar.

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Capítulo XX 75 años y meses después, en el mismo café

Pedí a la mesera que llenara nuevamente mi taza de café. La reunión era importante por la charla, no por el café, que era sólo una excusa, un formulismo que nos permitía platicar sobre la II República española. En realidad disfrutaba esos momentos. Era un placer juntarnos para comentar sobre los eventos que pasaron en la península, mismo que ahora forman parte de nuestra historia individual; acontecimientos que nos hacen sentir que tenemos una relación estrecha con esa parte de la novela hispánica.

Casi siempre platicamos sobre las historias que pasaron en la guerra, y nos aventuramos a formular alguna que otra teoría fuera de lo común; analizamos los hechos que la propiciaron en forma separada, pero ahora hablábamos sobre la dificultad de obtener alguna documentación oficial. Casi toda en algún momento fue quemada en los pueblos, por lo que muchos refugiados o hijos de éstos no tienen forma de comprobar su origen. El motivo de la destrucción de los dossiers fue el miedo que tenían al Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo.

Sabemos de antemano que si alguien está interesado en recobrar algún documento tiene que lidiar con el inconveniente de que puede estar quemado. El acta de nacimiento de mi padre desapareció en la quema del archivo del pueblo, y para obtener el negativo tuve que seguir una serie de trámites especiales, porque no había respaldo alguno. Pero, por qué sucedió todo esto. Repasamos: en 1938 se creó, por conducto de la inteligencia de los nacionales, el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, que era la instancia que sirvió para castigar a quienes se opusieron a las ideas franquistas y de la Delegación del Estado para la Recuperación de los Documentos. La misión de esa Delegación era incautar los documentos personales o de las instituciones sospechosas. Se enviaban a

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Salamanca y ahí un grupo de expertos, asesorados por la Gestapo, investigaban los nexos que tenían esos documentos con la República. Cualquier hoja de papel, foto, carta, boleto de rifa, podían servir como prueba incriminatoria que avalaba un juicio sumario contra su poseedor y que se le enviara a prisión. De esta forma presionaban a los integrantes del frente popular. Sacaban un registro de todos a los que les fueran incautados documentos, en busca de sus antecedentes, y así lograron intimidar a un gran número de familias.

A golpes y con pistola en mano se crearon más de tres millones de fichas de datos. En esos registros aparecían las principales referencias de los inculpados. Se formó la base para crear una red de espionaje y de chantaje, un instrumento para procurar una venganza cruel con la ayuda de la ley, convirtiéndose en la fuente principal de denuncia ante el Tribunal. La falta de los papeles oficiales que demuestren el origen dificulta unir a las familias españolas de América con las de España.

Aquel día comentamos en la mesa lo difícil que era para algunos demostrar su vinculación con la península ibérica. Los papeles con los que podíamos contar, llámense actas de nacimiento o fe de bautismo, fueron quemados en 1938, con el fin de que en su momento no fuera posible relacionar a las personas que se quedaron en el pueblo con las fuerzas populares.

Uno de los comensales comentó sobre la férrea persecución por parte de Franco contra los masones. Sabíamos de sobra que muchos de los políticos, si no es que la mayoría de los que participaron en la II República, así como los que eran colaboradores de alguna logia o profesaban el liberalismo fueron perseguidos.

Alguien preguntó -¿Franco fue masón? Todos nos miramos tratando de reflexionar sobre una pregunta tan inverosímil. La verdad, en mi opinión me parecía una pregunta llena de ingenio, otros la tomaron como algo imposible. La charla empezó a responder la pregunta de mil formas. A algunos le pareció ridícula e infantil y dijeron en forma de sorna: ¿cómo, Franco, el Caudillo por

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la gracia de Dios, saliendo en el balcón con su mandil de Mason? ¡Imposible! Otros pensaban que tenía algo la masonería para que el mismo Franco se esforzara tanto en perseguirla; no era normal el odio que le profesaba. La respuesta directa a esa duda hubiera sido fácil de responder: su odio era por “ayudar” a la Iglesia.

La plática se fue animando, y las respuestas a esa pregunta fueron aclarando puntos, pero no se llegaba a ningún lado. Las taza de café se seguían llenando y el cenicero estaba a punto de desbordarse.

Recordé un pasaje sobre una plática que había tenido hacía tiempo en otro café y en otro lugar. En ese momento platiqué con un maestro masón sobre las sociedades secretas y la forma cómo habían influido en la historia. Él me comentó que muchos de los líderes eran masones desde principios del siglo XX y que Franco había querido ser masón, pero que le negaron su afiliación. Me quedé intrigado; me llamó la atención esa afirmación. En esa época, el generalísimo gozaba de plena salud, o por lo menos estaba vivo, y era considerado el paladín de la religión y de las buenas costumbres. La masonería y el culto católico no eran compatibles.

Sí sabía que para los masones no importaba la religión, cualquiera que profesara una fe era bien recibido en las logias, pero para la Iglesia católica no, quien participara en la masonería podía ser excomulgado, eso es lo que intrigaba. ¿Cómo alguien decía que Franco había querido ser masón y que además le habían negado la entrada?

Hice un ademán para que guardaran silencio, todos me miraron en espera de que narrara una historia, y así fue. Acomodé mi silla y empecé a decir lo siguiente:

- Solía tomar café los sábados y domingos al medio día en un lugar ubicado en los portales de la ciudad de Puebla, no era el típico café de turistas, era un establecimiento que reunía a algunos habitantes de la localidad. Ahí se reunía un grupo muy interesante a pasar el rato. Alrededor de la mesa se congregaba una

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cantidad de personas de todas las afiliaciones, fobias y filias, sin importar la raza o el estatus social. Llegaban doctores en antropología, en física, pintores, músicos, historiadores, abogados, políticos y demás fauna que quería sentarse en la mesa. Era una especie de jaula de zoológico humano donde se comentaba de todo. Un día, cuando esperaba a los demás y trataba de terminar un trabajo para una clase de sociología sobre la relación entre las organizaciones secretas y los hombres de poder, llegó un abogado y se sentó a mi lado. En la mano traía el sombreo tipo borsalino. No se me hizo raro, ya que se había sentado muchas veces a la mesa, lo raro fue el horario en el que apareció en escena. Con el ademán acostumbrado, le ordenó a la mesera su café express y su vaso con agua. El abogado se acomodó y extrajo de su saco un pequeño libro que dejó al alcance de mi vista; disimuladamente sacó un cigarrillo apartando su atención deliberadamente del librillo. Vi que la portada estaba adornada con unos símbolos y tenía gravado en dorado el compás, la escuadra y el ojo de Dios al centro de una pirámide. Como si nada me preguntó: ¿te interesan estos temas?

-Por supuesto-, respondí. Brevemente le expliqué que mi interés se

centraba en una leyenda urbana que dice que “todos los presidentes de México habían sido masones”, lo mismo que los afiliados al Partido Revolucionario Institucional. Para la misma clase había investigado sobre las sociedades secretas, así que tenía una vaga idea del comportamiento de los integrantes. Mientras tanto, el abogado hacía lo posible para que ese comportamiento fuera de lo más ortodoxo, para no reflejar su rango. Tomó el libro y me comentó: -Hasta la fecha todos los presidentes de México han sido o eran masones, claro que esto no quiere decir que participaran en los talleres de alguna logia, aunque es innegable que algunos sí lo hicieron, pero el nombramiento que se le otorga a la mayoría es el de miembro honorario. Por eso la masonería de México cuenta entre sus filas a personajes

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de esa investidura. Eso crea la leyenda y es su verdadero origen. Seguimos comentado de otros mandatarios y hombres de gobierno en el mundo occidental que profesaban sus creencias. Luego le pregunté si otros hombres históricos pertenecieron a la masonería, como el caso de Franco.

La cara de mis escuchas mostró un gesto de extrañeza y asombro. En silencio seguían mi narración. -Sí-, me dijo el abogado. Tenemos documentos que prueban que el dictador de España dos veces intentó ingresar. La primera vez lo hizo durante la campaña marroquí y la solicitud fue presentada en el año de 1926, en la logia Lexus de Larache (Marruecos), en la que participaban militares y civiles. Se la presentó al teniente coronel Joaquín Morianes, pero fue rechazada porque no había respetado el pacto de caballeros que hizo con sus compañeros militares que consistía en no aceptar un grado por mérito de guerra. Esa forma se consideraba un favor; su asenso fue a teniente coronel.

El jefe de la falange en Tetuán, Augusto Atalaya, requisó la documentación que encontraba en las logias de la región, y entre esos papeles se encontraba el acta de petición del caudillo, con su respectiva negativa. Sin darse por vencido, con un posible aliado dentro de la organización, en 1932, época de la II Republica, Franco, hizo el último intento conocido por ingresar a la masonería, obteniendo el mismo resultado. En este caso la negación fue apoyada por su hermano Ramón con quien mantenía una relación distante por causas personales e ideológicas.

Me comentó que en España, después del golpe de 1936, al término de la guerra, la persecución a todos los masones o a todo lo que tuviera un tufo a eso fue implacable. Eso fue todo lo que me comentó Pero regresando ahora a nuestro tema, significaba la respuesta al encono de Franco contra los masones.

Mis acompañantes, con gesto de asombro y pensativos seguían mi narración. Como colofón, agregué que nunca había corroborado los datos, pero que el

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caudillo tomó represalias, utilizando como herramienta fundamental al Tribunal para atacar y silenciar todos los movimientos liberales.

Franco, por el encono que tuvo contra todo lo que se opuso a sus ideas, obligó al pueblo a tomar precauciones, y entre ellas, la más usual fue la quema de cualquier documento que pudiera conectar a los exiliados, y es la razón de que sea tan difícil la recuperación de los mismos, además de que con ellos se perdió parte de la historia y de la nacionalidad.

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Capítulo XXI 45 años antes

Las pequeñas perlas de sudor que le escurrían de la frente apenas eran visibles para sus compañeros, concurrían por el dolor que tenía por la ulcera gástrica que le hacía recordar los días que pasó sin comer durante su vida. Ese dolor había sido su fiel compañero en la guerra y ahora le recordaba que ahí estaba, que seguía con él, que seguiría siendo su perenne acompañante. Había momentos en los que el dolor lo postraba en cama, que lo aprisionaba férreamente en el lecho; lo detenía y no lo dejaba salir, pero en esta ocasión se portaba benévolo.

Se acomodó en la silla y sacó su pañuelo para secarse el sudor. Sus compañeros de mesa no lo notaron, pero había cambiado su semblante. Por las noches le acosaban otras dolencias, los fantasmas de la guerra se hacían presentes y le robaban el sueño, lo llenaban de zozobra. Había días en que gritaba dormido, o por lo menos despertaba sudando y sin reconocer en dónde estaba. Eran momentos de desesperación y angustia, en los que las reminiscencias de un pasado no tan remoto eran huellas indelebles. ¿Cómo olvidar lo inolvidable?, ¿cómo olvidar esas caras, esos gritos de dolor, ese olor, cómo olvidarlo?, ¿existía alguien que lo pudiera olvidar?

Con el dolor de estomago y el pañuelo en la mano tapando una parte de su cara, empezó a recordar otro episodio de la guerra, el de la batalla en Carrascal. Comenzó su relato. -El día 9 de abril los aviones Junkers cedidos por la Luftwaffe empezaron a ametrallarnos y bombardearon el Carrascal y la terraza colindante mientras la tropa, con algunas bajas, observaba cómo se atrincheraba el ejército nacional. Menos de cien metros nos separaban de los soldados moros; días antes nos había querido tomar por sorpresa un batallón de italianos que perteneció al ejército nacional, pero para nuestra

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fortuna se perdió y no pudo concretar la maniobra gracias a nuestra pericia.

El fuego cruzado de los ametralladoristas dio el resultado esperado: rechazó al enemigo haciéndolo retroceder, y nos permitió preparar otra envestida. Las granadas de mano y el fusil con la bayoneta calada eran las órdenes, el ruido de la artillería de ambos bandos se había silenciado para dar un poco de descanso a nuestros oídos.

Me ardían los ojos por no dormir, la escasez de agua y de raciones de la comida eran cada día más severas; el recuento de los camaradas se hacía en cada momento, eran instantes en donde debíamos descansar, ya no teníamos más fuerzas. Las guardias se asignaban cada dos horas. El encender un pitillo por la noche podía tener funestas consecuencias.

El hambre la aplacábamos con carne de, prefiero no saber de qué, pero hacía estragos en mi estómago, donde todas las tensiones se acumulaban. Eran los momentos de quietud que presidían a la tormenta; la tensa calma se podía sentir en el medio ambiente.

A lo lejos veían el movimiento y la reorganización de las fuerzas enemigas. Los nacionalistas, junto con los soldados moros y los refuerzos italianos, se preparaban para asestarnos un golpe que pretendían fuera el definitivo.

Habían pasado dos días sin ningún movimiento en nuestra contra; ambos bandos teníamos un sinnúmero de bajas, y el olor a carne descompuesta no nos dejaba dormir, menos comer, y el agua, aún más turbia que el día anterior, tenía un sabor a metal que no calmaba nuestra sed. ¿Vino?, era sólo un recuerdo.

El miedo recorría mis entrañas, daba unas órdenes para levantar el ánimo a mi pelotón mientras ellos reflejaban también su miedo, ¿quién no lo podía tener antes de una batalla?, ¿quién se podía acostumbrar a la guerra?

El día 13 nos despertó con el ruido de los aviones enemigos. El ametrallamiento de la fuerza aérea de los

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nacionales cayó sobre nosotros como una lluvia de plomo. El ataque había empezado, llevaban al frente a la tropa originaria de Marruecos. La zona nacional se había volcado sobre nosotros.

Desde las trincheras tratábamos de dispararles y repeler esa ola que se nos venía encima. La fuerza nos salía de lo más hondo de nuestro ser. No sé en dónde escuché que los soldados, cuando menos lo creen, aún tienen una reserva de fuerza y energía más que dar, y ¡aquí era ese momento!

Un joven recluta, cuya cara tengo en mi memoria pero no su nombre, me dijo: mi teniente, tengo los pantalones cagados por el miedo.

Le respondí, no se preocupe soldado, yo no los tengo tan limpios. Nunca más lo volví a ver.

Los moros entraron bajo nuestra línea de fuego. Las bajas de los dos lados se daban por miles, y el combate cuerpo a cuerpo empezó a generalizarse; sentíamos que se perdía la posición y poco a poco teníamos que retroceder, mientras los blindados hacían la diferencia. Aunque nuestros obuses los alcanzaban, no era suficiente, seguían por su camino.

La columna de las fuerzas republicanas Tierra y Libertad también retrocedió; la fuerza de asalto de los nacionales hizo mella en las fortificaciones del Carrascal; parecía que se daba por pérdida la posición.

El batallón de la columna de Durruti, que era la reserva del ejército popular, entró al relevo haciendo por fin retroceder a las tropas moras, rechazándolas definitivamente. Al final del día, el punto estratégico de Carrascal seguía a salvo. Las pérdidas materiales eran cuantiosas y las escenas tragicómicas se presentaban, como la de un soldado al que se le confundió con un moro y por lo mismo un miliciano le abrió la pierna con su bayoneta.

-¿Qué es eso blanco que se ve? -¡Hostias, si es el hueso!, -le contestaron. Todos lo miraron, observaban extrañados su

silencio, pero respetaron ese momento, y cuando se

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percató de esto, sonrío. Todo volvió a la normalidad en la mesa. Después, todos comenzaron a recordar a la familia que se quedó en España, ¿qué había pasado con ellos? o ¿dónde se habían quedado? Se preguntaban con voces entrecortadas cuando él empezó su relato. Sus padres ya habían muerto, era huérfano de madre desde los tres años. Había perdido a su madre durante las labores de parto de su hermana menor, Vitoria. Comentó que cuando pasó eso su padre no estuvo presente, porque antes del amanecer había salido a trabajar. Dijo que era jornalero de esos que no esperaba nada de la sociedad, que era uno de esos peones que buscaban el trabajo diario a cargo de algún “señor” que requiriera máquinas humanas para labrar y regar la tierra. Que así había sido la forma como su padre había vivido, siempre trabajando para otros, tratando de dar de comer a los suyos que ayudaban con sus pequeños brazos a sostener precariamente su existencia.

Nada era gratis en ese mundo; todos tenían que ganarse el pan y conquistar la vida desde sus primeros años. Todos los presentes lo sabían, eran historias que los igualaban, sólo que ahora era contada por un actor diferente. Siguió su relato mirando mentalmente las imágenes de su historia, recordaba esos pasajes. Continúo. Les dijo que tenía que trabajar en lo que fuera para ayudar a su familia; que no podía ir a la escuela en esa Andalucía rural, lo cual no era raro. Los chavales como él andaban por el pueblo ofreciéndose para algún trabajo; la Edad Media seguía existiendo, y el tener trabajo de peón era una suerte, significaba comer un día.

Les narró algo de la historia del sur de España; les dijo que Andalucía era una zona rural y que ahí se concentraba la pobreza del país, que la gente deambulaba por toda la provincia en busca de trabajo y que sólo se podían tener ingresos siendo jornalero, que por eso buscaban por todo el territorio en dónde se requirieran sus brazos, y que la mayoría de los padres de familia hacían ese trabajo ya que esa España se sentía fuera de Europa. También les comentó que durante la

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guerra con la Unión Americana, España habían perdido sus colonias, que Cuba, Filipinas y demás territorios se llevaron todo lo que significaban para la península, que esa situación aceleró la transición de las tierras de manos de nobles cunas, que perdieron sus fortunas, a manos de gentiles, y que esos nuevos amos concentraron las tierras para crear grandes latifundios. Dijo que esos señores rentaban las parcelas agrícolas y que esa era una nueva forma de hacer negocio; que las fincas de labranza fueron explotadas por intermediarios y rentadas por sus poseedores, al fin que la mano de obra abundaba.

Comentó que durante su infancia su hermano Ramón, 15 años mayor que él, acompañaba a su padre en los trabajos de jornalero, mientras que su madre y su hermana María, que para ese entonces tenía 13 años, trabajaban lavando la ropa de los hacendados. Que sólo tenía que llorar su hambre porque a esa edad no había nada más que hacer. Que vivía en un pequeño cuarto que tenía una ventana y sus paredes estaban desnudas, y que además servía de comedor y cocina; que el patio era común para todas las familias. La de él se concentraba en las tres habitaciones que daban al frente, que sólo tenían un baño para toda la vivienda. En esos años casi todos vivían así.

Al final del verano su madre le informó a su padre que estaba encinta por cuarta vez, y para esa época ya había experimentado lo que era tener un embarazo a una edad distante de su juventud; lo había parido hace menos de tres años. Para una mujer como ella, lo normal era tener hijos, eso no cambiaba para nada su rutina, ni su forma de vivir. Todos y cada uno de los días eran iguales, y lo serían hasta el día del alumbramiento, cuando llegó su hija y la partera del pueblo le ayudarían, como siempre había sucedido. Esa era la ley de la vida para la mayoría no agraciada.

Comentó que era común que el padre se alegrara de tener un nuevo miembro en la familia, porque le significaba tener otras manos que ayudarían al

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sostenimiento de todos. No comprendía el término proletario, acuñado por Karl Marx en el manifiesto Comunista, que se refiere a la dominación de un sector social que lo único que posee es su fuerza de trabajo y la de su descendencia. Sin embargo, creía que el origen venía de la palabra latina proles, descendencia, inicialmente un proletario era el que tenía muchos hijos. Su padre se reflejaba en el término en sus dos acepciones, la única riqueza que poseía eran sus brazos y sus hijos. Sumaba los brazos de los pequeños que usaba para trabajar. Así fue como llegó el invierno, la nieve cubrió los campos con un manto de dureza, un invierno crudo y frío, fuera de lo común.

No dejaron de trabajar ni su madre ni su hermana, con todo ese crudo temporal y las bajas temperaturas que se daban, lavar era toda una aventura. Por su parte, el trabajo de los hombres se hacía más difícil, si ya era un logro el obtenerlo, realizar la faena a la intemperie era una proeza que muchos campesinos realizaban día a día. Las alpargatas, la boina y la capa no ayudaban a mitigar el frío. Preparar esas parcelas para el tiempo de siembra se tornaba casi imposible. Los campos estaban helados y la tierra dura como la piedra. Las manos se congelaban en los apeos de labranza tornando el color de los dedos en un morado subido, con un dolor sordo, ese dolor que ya no se siente por la pérdida de sensibilidad debido a las bajas temperaturas. Así pasamos ese invierno, sin castañas, ni avellanas, acurrucados en el fondo de la vivienda para cobijarnos con nuestros cuerpos.

Del frío invierno a la primavera y al final de esta estación, los dolores del parto se presentaron. Aún faltaba tiempo, según dijo la matrona, pero Vitoria, la hija por nacer, no lo sabía. Para ella el tiempo de llegada era el correcto, no importaba si esperaban su arribo para después.

Ese día, su padre y su hermano salieron muy temprano a la búsqueda de trabajo; salieron con la ropa puesta, un pedazo de pan bajo el brazo y un pellejo de vino para mitigar la sed.

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Su hermana María dormía junto a él cuando empezó a escucharse una respiración agitada, con jadeos que no dejaban duda de lo que sucedía: el trabajo de parto había comenzado. María corrió al lado de su madre, que estaba sudando y con voz entrecortada le pidió que mojara unos trapos para limpiarse. Luego pidió que fuera por la comadrona, pero cuando ésta llegó, el llanto de Vitoria la aturdió. Se escuchaba en la habitación, mientras observaba un cuadro de horror. La madre se desangraba; tenía la temperatura corporal sumamente elevada, y no tenía fuerzas. La vida se le iba en ese momento.

Entonces la partera le pidió a María que saliera en búsqueda de su padre. Lo encontró en el campo. Desde que la vio supo que algo andaba mal, pero no imaginaba lo que realmente pasaba. Recorrieron la distancia que los separaba del campo a la casa en muy poco tiempo, pero no fue suficiente, porque cuando llegaron los hechos se habían consumado. Entró en la casa y vio la escena de desesperación que prevalecía. La partera sólo le informó que su mujer ya había fallecido, pero que su hija gozaba de buena salud. Lloraba de hambre y la custodiaba un pequeño de tres años.

Todo pasó. Con el tiempo las cosas tomaron una normalidad diferente. María, de 15 años, se convirtió en madre y hermana; ella seguía trabajando como antes lo había hecho su madre.

Los días pasaron, y los pequeños empezamos a crecer bajo el sol de Andalucía y en el trabajo diario del campo. Así pasaron los meses y después los años. Para cuando dejó los pantalones cortos ya había desarrollado muchos trabajos. Su hermano Ramón, a los 27 años, ya había dejado de ser parte de la familia y María, que para entonces contaba con 22, vivía su vida como ama de casa. Esperaba su turno para hacer lo suyo. Su padre siguió en el campo con la faena diaria. Cargaba la muerte de su esposa, y la soledad lo acompañaba. Apenas cuando estaba rodeado por sus hijos sentía que se le mitigaba esa carencia, ese dolor en el alma que le

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cegaban la oportunidad de darse cuenta de la transformación que sufría su familia.

El tiempo hacía de las suyas en ese cuerpo curtido bajo el inclemente sol y el frío de la campiña andaluza. Tenía a cuestas más de 48 veranos. Ese verano no era la excepción, días extenuantes de jornadas de labor bajo un sol quemante, la garganta la tenía seca por la falta de agua o de vino. No había agua para tomar ni para regar el campo. Se padecía una sequía como nunca se había sentido en la región. El cansancio perenne, junto a una mala alimentación, abonadas con jornadas de trabajo de sol a sol. Pasaron los días y llegó el invierno, con nevadas y torrenciales aguaceros que inundaron el pueblo. Su casa se llenó de agua y fango, todo estaba húmedo, nada se secaba, el frío hacía estragos en la salud de la población, y la carencia de lo más elemental de salubridad en el pueblo se dejó sentir.

La población se contagió de gripe por falta de un control mínimo de las autoridades, y se convirtió en epidemia que afectó a la población de escasos recursos. El agua inundó las calles, se estancó y duró más de dos días en bajar. Ahora estaban llenas de fango, de un lodo pegajoso que se adhería a todo.

Las noches se convirtieron en un calvario. Una noche de esas, una tos se escuchó, el ruido de una respiración lenta que hacía que los pulmones se llenaran de aire. Parecía el sonido de un fuelle roto de un herrero en una fragua. De repente, el ruido cesó, ni un suspiro más, ni un resuello, sólo el silencio, ese silencio que envuelve todo, que llena con su presencia, que denota la falta de vida. Un silencio pleno, que la noche no pudo ocultar. La muerte pilló a su padre. Entró por una ventana y se salió con él. Murió de pulmonía. Su muerte los tomó por sorpresa; él contaba con diez años, Vitoria tenía siete y María actuaba como si fuera su madre. Ella dijo, con una voz no sé si llorando o dulce: ¡ala, Frasco, ve por Ramón! Él ya vivía en otra casa con su familia.

Salió de la habitación corriendo descalzo por esas calles desiertas cubiertas de oscuridad. No había luna en

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ese cielo oscuro, pero corrió las dos calles que lo separaban de la casa de su hermano, con la cara húmeda.

Tocó la puerta con todas sus fuerzas. Gritaba ¡Ramón, Ramón, Ramón!, esperando que lo oyera, que abriera esa puerta, que estuviera parado esperándolo para calmarlo, para abrazarlo; que le dijera que no pasaba nada, pero la realidad era muy diferente. No se oía nada, ni un sólo sollozo.

Cuando llegó a casa, Ignacio, así se llamó su padre, yacía en la cama con su rostro pálido. Qué raro se veía, pensó. Su tez siempre morena como el color de la tierra, ahora estaba pálida, con el color de un pabilo de sebo. No tenía ninguna expresión en el rostro. Sus ojos aún estaban abiertos y su mirada estaba en el infinito. Ya no se asomaba una sola arruga en su cara, esos surcos que le marcaban la faz se habían ido. Tenía el semblante como el de alguien que está en espera, en una sala de espera.

Si su vida había sido dura, en ese momento se tornó aún peor, pues se encontró a sus diez años sin padres y con un futuro incierto.

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Capítulo XXII 65 años después

La mañana era fría y lluviosa, de esas en las que dan ganas de quedarse en un lugar cobijado tomado una tasa de espumoso chocolate, pero tenía que seguir mi camino.

Después de recorrer Morón y desandar esa travesía de calles adoquinadas llenas de callejones flanqueados por las albas paredes de las casas llegué al sitio donde dejé estacionado el auto. Ahí estaba, húmedo y frío, un animal metálico, extraño y actual, que dañaba con su modernidad la imagen que tienen esas calles de pasado.

El Peugeot 206 me esperaba. Abrí su portezuela y tomé el mando. Cerré la portezuela dejando afuera el clima frío, pero me llevaba un cálido recuerdo.

Dentro del carro el clima era más benigno, pero las manos se entumían al tocar los mandos. Encendí el motor, con un ronroneo casi silencioso emprendí la marcha. Salí de esa población que me había entregado recuerdos de unos sucesos que nunca vi pero que tenía gravados en mi código genético y eran parte de una historia que me revelaba quién era yo.

Tomé rumbo a Osuna por un camino secundario hasta entroncar con la carretera A-92, en Puebla de la Cazalla. Después me interné en la carretera nacional a Estepa y de ahí me dirigí al centro geográfico de Andalucía, a una hora de camino de las capitales de Sevilla, Granda, Jaén y Córdoba. Llegué a Puente Genil y ahí tomé una carretera regional, la SE-9202. En un suspiro recorrí los 70 kilómetros que me separaban de Herrera. Estaba feliz por haber llegado y triste por saber que hace muchos años él salió de ahí, y nunca más regresó.

En esos momentos, una sensación extraña se adueñó de mí, la sentía en lo profundo de mi genética,

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pero no podía descifrarla. ¿Lo que sentía era el gélido viento que se colaba por todos lados? No lo sabía. Me estacioné en la Calle del Teatro, que se ubica cerca del palacio municipal, una coincidencia, ya que nunca había estado en ese lugar.

Cuando puse el pie por primera vez en ese pedazo de tierra, sólo sentí lo que describí con anterioridad. ¿El estado del tiempo? Frío, con llovizna, ese tipo de lluvia que no se siente. Ese día los periódicos informaban que había grandes posibilidades de una nevada; en 25 años era el peor frente frío que había azotado la región. Las calles se veían vacías, porque era el día de la conmemoración del estatuto.

Me quedé meditando sobre cuándo comenzó todo esto y cuánto trabajo invertí para ubicar la población, trabajo desesperante y a veces frustrante. Hubo momentos en los que pensé que ese lugar sólo podía existir en mi mente, que ese punto de cinco mil habitantes sólo era producto no de un sueño sino de una pesadilla. Había sido un triunfo encontrarlo en un mapa de España, y más aún estando en el centro geográfico de Andalucía, ya que las facilidades informáticas no eran tan bastas como lo son ahora.

Había llegado como cualquier peregrino que iba rumbo a la Meca. Cumplí mi objetivo de ir por lo menos una vez en mi vida a ese lugar, el origen mismo de la razón de hacerlo. ¿Existía una razón?

Recordé el momento en que estaba sentado en mi escritorio buscando algunas pistas para unir este rompecabezas en el que me había metido. Imaginaba como podía ser ese lugar. Al principio sólo poseía el nombre, después conseguí una dirección del juez del pueblo, posteriormente un papel con el acta de nacimiento en negativo y una foto de la plaza. Ahora estaba en él y podía constatar que no tenía nada

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extraordinario, más bien era ordinario, como lo esperaba encontrar.

Comencé esta odisea con esa foto del parque de la población, además de las direcciones que consignó a su llegada a Veracruz. En el documento hizo referencia a sus hermanos Ramón y Vitoria, y anotó las direcciones: calle de Alpechin número 4 y Villalba 21, que correspondían a ellos de manera respectiva. Emprendí la marcha, sin rumbo fijo, esa es la ventaja que se tiene cuando no se sabe a dónde va, ni en qué parte del pueblo se está.

Salí al crucero en donde terminaba la calle; a la izquierda vi una calle peatonal y al fondo una o dos manzanas más, vi en la foto el mismo parque que estaba frente a mí. Era la plaza Muños Olive, que se distinguía por sus árboles y los balcones adornados con herrería.

Con el abrigo bien calado, caminé en esa dirección, midiendo con cuidado los pasos que daba, no por miedo, ni por perder el vehículo, sino para sentir esa tierra por primera vez. Cuando llegué a la plaza, vi que era pequeña y estaba rodeada por balcones blancos. Había también unos arbotantes que adornaban la plaza, y unas bancas rústicas, no más.

Entré al bar de la localidad y el recibimiento fue como en Morón: el silencio llenó el lugar y la gente siguió mis pasos hasta que la puerta se cerró. Sentía sus miradas como dardos. Morón es un lugar más grande que Herrera y por lo mismo el impacto de ver a un forastero en esta localidad era mayor. Por lo regular sólo llegan los pobladores y familiares de los habitantes, pero yo no era una excepción, también tenía una raíz ahí forjada por los años y la separación dada por la guerra; también era uno de ellos, trasterrado, pero con los mismos orígenes.

Me trasladé a la barra, se localizaba al final del

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local, y busqué un banquillo en el que me instalé. Este bar era atendido por el dueño y su hijo, vi las tapas que estaban preparando para los parroquianos, y le solicité al cantinero una Cruz Campos sin alcohol. Pedí que me pusiera un pedazo de tortilla de patata. Al escuchar mi acento, una ola de murmullos saturó el recinto. Saqué un cigarrillo americano y dejé la cajetilla a la vista de todos; quería que se notara, que pudieran constatar que no eran cigarrillos nacionales, que eran de fuera de la península.

Todos empezaron a fingir que seguían su charla, sin importar que estuviera un extraño, mientras tanto, despreocupadamente tomé la caña y le di un sorbo a la espuma de la cerveza, cortando un pedazo de la tortilla de papa con la otra mano para comerla. Seguían mis movimientos al tiempo que se preguntaban silenciosamente, ¿quién era ese forastero?, ¿qué lo había traído a ese lugar?, ¿de dónde venía? y, lo más importante, ¿qué quería? El cantinero y su hijo hacían como que no pasaba nada, pero el ambiente dentro del local se sentía tenso, denso, casi se podía cortar. Yo disfrutaba esa repentina muestra de interés, me divertía; observaba su comportamiento, mientras pensaba en cómo dirigirme a algún parroquiano para preguntarle algunos datos.

Si pensarlo más me dirigí al cantinero que en esos momentos secaba un vaso recién lavado. Perdone, ¿me puede informar cuál es la calle de Alpechín, y cómo puedo llegar a ella? Él dejó de hacer su trabajo, me miró, e inmediatamente me dijo: no es de por aquí, ¿verdad?

Le respondí con una sonrisa burlona. Sí, si soy de aquí, vi como su cara hacía una mueca de asombro. El local se llenó de esa ausencia de ruido y petrificados me veían. Con la broma en la mente recorrí todas las caras que me miraban, y continúe con mi frase. Bueno, soy de origen y de raíz, ando tras los pasos de un paisano que

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hace mucho tiempo dejó este lugar. Busco a su familia o a alguien que me informe sobre su paradero. Él nació aquí allá por 1902 o 1903, cuando salió de aquí se fue a vivir a Morón, pero dejó a su hermano Ramón y a sus hermanas Vitoria y María. Sus padres fueron Ignacio y Encarnación, para algunos de ustedes serían sus abuelos o bisabuelos.

Dejé el pitillo encendido en el cenicero. No salían de su asombro, porque el comentario lo realicé en voz alta, para que todos lo escucharan. Era mi estrategia, informar a quién buscaba de una sola vez. Tiraba un escopetazo a la parvada para ver si caía alguna pieza. Para mi sorpresa, el comentario hizo que se movilizara la gente. Mientras platicaba los pormenores con el cantinero, alguien había ido en busca de una persona. El cantinero amablemente me informó que de esos apellidos estaba lleno el pueblo, que la mayoría se apellida igual, que casi todos en segundo o tercer apellido tenían el mismo, así que la cosa no era fácil.

Me pasaron a un salón ubicado al final del local, donde se encontraban los viejos y los notables del pueblo. Me presentaron y comentaron el motivo de mi presencia. Mientras escuchaban mi acento ponían atención a mis gestos. En ese momento entró al recinto un hombre. Era de mi edad, un poco más bajo de estatura. Se presentó y me dijo: me llamo Antonio V., con gusto yo le puedo acompañar en su búsqueda.

Por cuarta vez informé lo que me traía al pueblo. Él me confirmó lo que unos momentos antes me había dicho el cantinero respecto al apellido y me recalcó la dificultad de encontrar a quien buscaba. Le pedí ir a la calle de Alpechín y él accedió con gusto. Salimos a la acera atravesando ese frío, y mientras caminábamos rumbo al lugar, me comentó que había sido el primer presidente municipal del pueblo electo

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democráticamente, que pertenecía al Partido Popular. Se disculpó por ser del bando contrario del de la persona que buscaba. Antes le había dicho que él había sido republicano y que tuvo que salir de España rumbo a México.

Sus palabras no fueron lo que esperaba, salió con la misma respuesta de todos: “eso lo debemos olvidar y perdonar”. Como él era la única persona que me podía brindar ayuda, hice como si no hubiera escuchado el comentario. Sé que muchos reprocharán esta actitud cómoda, pero no había tiempo que perder en discusiones bizantinas, con gente que si bien podía entender nunca lo comprendería.

Caminamos bajo la lluvia hasta llegar a la calle de Alpechín, y buscamos el número cuatro. Era una casa con una barda color azul deslavado. Tenía un portón de madera y estaba descuidada. Le pedí a mi acompañante que me tomara una foto, para tener un recuerdo grafico de la ocasión. No sentí ninguna emoción, sólo miré la pared y el portón. La casa estaba cerrada, nunca supe el nombre de su propietario, aunque me informaron que en algún momento de la historia del pueblo se conoció con el nombre de la casa de los huérfanos.

Seguí con la mirada el resto de la calle, cuando me comentó con delicadeza: en esos años, los tiempos eran difíciles, España pasaba por una mala racha.

Tomando la cosa con calma, fuimos a otras direcciones, vimos a sobrevivientes de la época, a participantes de la conflagración, a comunistas longevos, pero nada, sólo la parroquia de Santiago permanecía incólume, viendo pasar a su lado la vida del pueblo.

La nieve empezaba a caer; los copos, esas pequeñas flores blancas que adornaban el pueblo, flotaban en el aire, caían lentamente como si no quisieran llegar a su destino. Lo mismo me pasaba a mí. Veía con

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dolor cómo el tiempo transcurría, cómo había pasado ya ese espacio de vida que dejé para llenarlo con esa experiencia. Pero todo llega a un final, y esa visita llegaba lenta pero inexorablemente a su término. No encontraba más de lo que se había hallado. No era posible ir al panteón y buscar si existían las tumbas de esos seres. La incesante caída de nieve lo impedía.

En todo ese periplo por el pueblo, comentamos cosas vanas, apenas salían los fantasmas de un pasado, donde el recordar tal vez no es bien visto. El pueblo padecía amnesia histórica, impuesta por el poder y por la calumnia de los que terminaron la guerra.

Internamente me rehusaba a dejar el pueblo, pero asumía la realidad. Terminé con la visita a un pasado que me encontraba a mí en el presente. Con un apretón de manos y con el correspondiente intercambio de datos, me despedí de mi guía.

Él pudo acompañarme por ese mundo físico, por esas calles llenas de recuerdos que nunca había visto y que llevaba gravadas en los genes. Me acompañó a buscar esos fantasmas que salían de mi cama por las noches de luna llena, pero no pudo seguirme en el itinerario metafísico que se llevó en mí. Las emociones que experimentaba por cada lugar solamente eran mías. A cada paso que daba por esas calles quitaba su esencia, como un vampiro que succiona la vida, chupaba una esencia muy particular, el tesoro que me llevaba se había convertido en un pedazo de mi vida.

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Capítulo XXIII 45 años antes

El cenicero estaba lleno, pero aun así buscó un espacio para dejar el pitillo que tenía en la boca. Mirando a lo lejos, les preguntó si recordaban cómo habían llegado a Francia. Sin mediar palabra con los demás tertulianos, dijo: yo sí que lo recuerdo, y comenzó a decir: en El Ebro fuimos disueltos después de la escaramuza que tuvimos contra el batallón de italianos Llamas Negras, que venía de haber tenido un encuentro con el batallón Garibaldi, de las brigadas internacionales. Era una colisión entre italianos fuera de su patria.

Con la pérdida de El Ebro, la caída final estaba cerca; un sinnúmero de soldados en desbandada se esparcieron por todo el territorio. A estas alturas Cataluña y Valencia eran los únicos puntos en donde las fuerzas republicanas tenían cabida. Como en el principio de la guerra, muchos formamos grupos para seguir el camino a lugares donde se requiriera nuestro servicio. Así me vi sentado en una piedra, escombro de una casa que había sido destruida en el bombardeo, cubriéndome el sol matutino. No tenía nada que llevarme a la boca, sólo me quedaba una pequeña ración de agua. Entendí la situación que enfrentaba: tenía que dirigirme al norte, a los últimos lugares en donde las fuerzas republicanas tenían presencia.

Para entonces, éramos un grupo de sobrevivientes muy disímbolo, que esperábamos poder marchar a otro lado. Viator, con su boina y el máuser en la mano vigilaba lo que sucedía alrededor; Joselillo, un chaval de las milicias del POUM que habíamos encontrado errando también estaba con nosotros. Después de una noche muy larga ahora estaba dormido. Se despertó al vernos reunidos discutiendo los pasos a

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seguir, y puso una cara de asustado. Nos preguntó: ¿a dónde seguimos el combate, camaradas?

El chaval no tenía más de 15 años. Lo miramos y con sorna le contestamos. Los combates terminaron. Ahora es la retirada, nosotros nos vamos a las provincias catalanas. Si quieres puedes venir con nosotros.

Sin saber qué decir tomó su fusil Carcano, que era casi de su tamaño; se lo puso al hombro, enrolló un jergón que usaba para taparse por las noches y como capa por el día y nos dijo: ¡Joder, adelante a Cataluña, ahí encontraré a otros camaradas!

Recogimos todo el improvisado campamento e iniciamos la marcha. Él, en un momento, empezó a cantar:

Agrupémonos todos En la lucha final El género humano Es la internacional. Los versos de “La Internacional” en su voz

sonaban como un ligero porvenir. Marqué un alto y todos nos reunimos. De inmediato saqué el mapa y empezamos a ver los posibles caminos para dirigirnos a un lugar seguro. Si seguíamos por ese camino llegaríamos a Zaragoza, zona ocupada; ¿al suroeste?, ¿a Teruel?, estaba en posesión de los nacionales. Finalmente tomé la decisión de enfilarnos al norte, a un pueblo llamado Mequinenza, frontera con la provincia al sur de Lleida. La idea era ir por el camino más largo porque quizá sería el menos transitado. Sólo buscaba nuestra seguridad.

Le pregunté a Viator si él tenía alguna idea del tiempo que tardaríamos en llegar, ya que él vivía cerca de Rivaroja, un pueblo por el que teníamos que pasar. ¡Ostias!, dijo Viator-, menuda pregunta. Los cinco nos sentamos alrededor de un árbol. Era quizá medio día

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cuando discutimos qué acciones tomar: caminar por la noche era la más acertada, así como la de salirnos de los caminos procurando no pasar por los pueblos, que a esas alturas estarían ya ocupados por las fuerzas fascistas. Decidimos reanudar la marcha hasta el anochecer. Para poder descansar formamos guardias de dos horas cada una. ¿Dormir? lo dudo, pues al tomar esas directrices nos encontramos en medio de la nada. Las horas que habíamos caminado al norte, en lugar de acercarnos a la libertad nos habían conducido cerca de los nacionales.

Joselillo, sin decir más, se quitó la boina engalanada con el escudo de la hoz y del martillo, tiró su jubón y se recostó con su Carcano al lado; era su compañero. A Viator le tocó la primera guardia, a Esteban la segunda y a mí la última. Habíamos acordado que saldríamos a las 19 horas. En ese momento la oscuridad total sería el manto que nos cobijaría. Nadie se quejó de hambre o de sed; procuré ver en el mapa para ubicar el riachuelo más próximo, y para nuestra mala fortuna no pasaríamos por ninguno hasta llegar al embalse de Ribaroja, a la mañana siguiente. Lo abrupto de la orografía jugaba a nuestro favor, pero a veces se convertía en un lugar ideal para que cualquier grupo de facciosos nos acorralara.

-¡Eha!, ala, teniente, que le toca la guardia, ¿vale? La verdad es que no sé si me dormí o no, pero el tiempo se pasó volando. La oscuridad empezaba a ser la tónica del paisaje. Con los ojos medio cerrados y llenos de tierra traté de acostumbrarme a la penumbra. No había un destello de luz; el silencio lo envolvía todo y el campo sin un sonido nos indicaba que algo raro pasaba. El tiempo llegó y emprendimos la marcha.

Joselillo se puso la boina, guardó sus cosas y comentó: ¡Ostia, jolines, esto es peor que andar con los

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milicianos. Ahí por lo menos hay agua y algo de comida, ¿aquí?, joder, ni dejan dormir!

Me causó gracia el comentario. Esteban y Viator sólo alcanzaron a decir: el nene de la guerra.

Enfilamos por los campos rumbo a la montaña que teníamos en frente, camino al embalse. La suerte nos sonrió y enfrente de Fayon encontramos un pozo. Llenamos nuestras cantimploras. Habíamos dejado de beber agua durante un día, pero ahora teníamos suficiente. El ánimo mejoró. La travesía se dio en silencio, sin ningún contratiempo. Al llegar a Pareja vimos a lo lejos movimientos de camiones. Esa noche era lo más cerca que estaríamos de algún encuentro con los nacionales.

Sin ningún contratiempo llegamos a Rivaroja, y nos informaron que los ejércitos nacionales que estaban en Teruel se movilizaron, una parte para Madrid y la otra parte rumbo a Barcelona. Tomamos en cuenta esos movimientos, y ajustamos nuestra ruta para procurar no encontrar problemas y así llegar lo más rápido posible a Barcelona y dar aviso de la movilización.

Joselillo regresó con una gallina en la mano, y dijo con sorna: cooperación, camaradas.

La comimos hervida con sal, era la primera comida en dos días. Tomamos rumbo a Castellón y de ahí a Tarragona, siempre con rumbo a la costa. Dejamos el plan de transitar de noche para hacerlo mientras teníamos fuerzas.

Al llegar a Villafranca del Panedés encontramos un piquete de soldados nacionalistas. Joselillo, de una distancia considerable, tomó puntería y disparó, el extraño ruido que hacia el Carcano se dejó oír, y los soldados fascistas nos encararon con una ráfaga de disparos. Ellos estaban lejos para hacer blanco, lo mismo que nosotros. Di unas voces de alto el fuego y nos

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retiramos dejando al enemigo atrincherado. En ese momento llamé a Joselillo y le dije: ¡Coño, joder, ¿qué te pasa?, no nos habían visto! Él sonrió y comentó: ¡menudo susto se han llevao esos gilipollas!

Reanudamos la marcha en silencio rumbo a Barcelona, cuidándonos siempre las espaldas. Podría haber más soldados, hice el recuento mentalmente de cómo habíamos llegado hasta aquí.

Con la pérdida del Ebro muchos anduvimos errando por la campiña, ahí fue donde encontré a Viator, un catalán poco listo pero muy valiente que me confesó que era anarquista participante de la Brigada Durruti, en el Ejército del Ebro. Seguimos adelante y entonces vimos agazapado a Esteban, que era miembro del ejército separatista vasco. Dos días después nos encontramos a Tomás, que estaba sentado en una piedra, vigilando no sé qué. Él había sido reclutado por los anarcosindicalistas. Por último nos potamos con Joselillo, un chaval miliciano comunista del POUM. Como yo tenía mayor graduación, me puse al frente.

¡Vale!, valiente yunta de bueyes me tocó dirigir, pensé, siendo andaluz y procedente de las fuerzas republicanas, este grupo era todo un cóctel de enemigos políticos unidos ahora por salvar la vida. “La lucha por la libertad” ya estaba quedando atrás, pero todos nos identificábamos bajo la bandera tricolor.

Dormimos bajo un pequeño olivo. La nevada que estaba cayendo nos ayudaba, pues como manto cubría todo y a todos, pero bajo ese manto el frío era insoportable. Teníamos que descansar, porque las largas caminatas por la campiña que rodea al Ebro nos dejaron exhaustos. Pensé: ¿eran las caminatas las que nos cansaron, o era la tensión de sentirnos perseguidos? La verdad no lo sabía, yo sólo quería estar lo mejor posible para el día siguiente.

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Después de días de caminata llegamos a las postrimerías de Barcelona. La nieve seguía cayendo y el frío y el viento helado que nos llegaba de frente nos congelaban las manos y la cara. Sentía en el grupo un ambiente de camaradería, al chaval lo adoptamos como si fuera un hijo propio, pero todos caminábamos sin hablar, con el sigilo del momento. Llegamos a la ciudad, pero no vimos movimiento, lo cual no me gustó.

En los pueblos por donde habíamos pasado nos alertaron que toda la zona estaba en manos de los facciosos, que lo más probable es ya estuviera ocupada la ciudad. Nos dijeron que cuando encontraban a los soldados de la República los reunían para fusilarlos sin más. Cualquier sospechoso recibía el mismo trato, fueran lugareños que ellos seleccionaban, simpatizantes o simplemente aquel que poseía un billete o un papel de la República. Cualquier pretexto era suficiente para confinarlos en los campos de concentración, y de ahí no salían. Nos hablaron de las matanzas realizadas por los falangistas que tomaban la bandera de la justicia en sus manos para perpetrar la venganza a ofensas anteriores. Nos dijeron que tuviéramos cuidado, que nos devolviéramos al sur, a Valencia, o al centro de la península, que ahí eran los lugares en donde se concentraban las fuerzas republicanas, que se estaban reagrupando, que querían hacer otro frente, pero no hicimos caso. Para nosotros la meta era Barcelona, de donde los pertrechos de guerra nos eran enviados.

Pensé, si Barcelona y la región catalana caían, entonces no había mucha esperanza para ganar. Estaba en esa reflexión cuando escuché una voz que cantaba:

Agrupémonos todos, En la lucha final. El género humano Es La Internacional.

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Eran las estrofas del estribillo de “La Internacional”, que cantaba Joselillo, que sin darme cuenta ni tiempo para detenerlo, se había adelantado a la entrada de la ciudad, a no más de cincuenta metros de nosotros. Lo veíamos feliz, cual chaval que llega a un lugar nuevo y prometedor; volteaba la cara dando la espalda a la calle. Traía su cobija como capa y a su lado, en el hombro, su inseparable Carcano. Llevaba el puño izquierdo a lo alto, era la imagen que teníamos de frente.

El sonido seco de un disparo irrumpió el silencio, Joselillo no tuvo ninguna oportunidad. La bala cual centella se impactó en su frente. Su cara tenía un gesto de asombro y su cuerpo se fue lentamente desplomando. Lo vi caer, la boina con el escudo comunista tinta en sangre rodó. La cobija dejaba de ondear, pero aún con el puño en alto, su figura se dibujó en la tierra, su sangre tiñó de rojo la nieve.

Las balas venían de la retaguardia, nos querían tomar por sorpresa, a dos fuegos, de la nada salieron. Al frente había otro grupo de soldados, era una trampa. Como íbamos en fila, nos desplegamos como un abanico, y les grité: ¡A las afueras, diríjanse a las afueras!

Pero ellos tomaron la afrenta como cosa propia y contestaron el fuego además de enfrentarlos. Les grité que era una locura, que no los podíamos vencer, que era un suicidio sin razón, pero ellos disparaban en desbandada como queriendo vengar en ese momento a todos sus muertos y cobrar esas ofensas sufridas en el pasado, esas tragedias que llevaban a cuestas y que ya no podían cargar más. Salí de ahí corriendo en busca de un lugar en donde esconderme, y no miré atrás. Yo no los había dejado, ellos fueron los que me dejaron. Siempre tuve la impresión de que mis compañeros habían hecho lo propio, y se habían escondido, pero nunca supe de ellos.

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Los atacantes eran el piquete de soldados que asustamos en Villafranca del Pendes, desde ahí nos habían venido siguiendo y no nos habíamos dado cuenta.

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Capítulo XXIV 65 años después

Estaba en shock cuando salí del pueblo. Tenía que enfrentarme ahora a la realidad y dejar atrás ese sitio que me había dejado una imborrable huella y al que no quería regresar jamás. Emprendí la marcha sin detener el auto y con la mente confusa por lo sucedido. En esos momentos no me puse a pensar en el largo trayecto que debía recorrer antes de llegar México, ese largo recorrido realizado en el tiempo. Había logrado realizar un largo viaje de 1903 al año 2007, en un lapso no mayor a cinco horas.

Me di cuenta que salí en busca de una historia que contar y que esa historia ya no existía; que los lazos que pretendía encontrar, que eran los que me unían otra vez con un pasado, habían desaparecido y que esta búsqueda había sido estéril, que seguía perdido, que seguiría así quizá por siempre.

En mi visita al lugar no encontré ningún testigo presencial ni tampoco a nadie que me dijera: conocí a tu padre, a ese ser que buscas. No encontré a nadie que se sentara a platicarme sobre su vida y que como aderezo me enseñara una o dos fotos de la época.

Mi frustración fue mayor. Las cosas no habían resultado como las pensé. No había nadie que me explicara o informara cómo se vivía en aquellos días. No sé si mi vista se nubló por alguna basura o se asomaron algunas lágrimas que no me dejaban ver con claridad, pero lo que sí aseguro es que fueron motivadas por no haberme llevado más.

Seguí conduciendo y sin darme cuenta entré a la carretera A-4 rumbo a Valencia. ¿A qué iba allá?

Valencia fue el último reducto de la República. Cuando se presentó la toma de Madrid el gobierno

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republicano realizó un movimiento trascendental: cambió de sede a esa ciudad, esperaba con ello poder reagrupar las fuerzas leales y revertir la trayectoria del conflicto. Continué el viaje hasta Jaén, lugar que había querido conocer y estaba por el camino.

Muchos no lo saben, pero Jaén fue bombardeada por la aviación alemana, la noche del 18 de julio. Jaén permaneció leal a la República, repeliendo el golpe y manteniéndose al lado del gobierno legalmente elegido. Ese día, el gobernador civil José Piqueras no supo qué hacer, fue presionado por la diputación de la región para armar al pueblo antes de la llegada de los ejércitos fascistas. Detuvo a los golpistas y dejó sin mando a esas fuerzas que trataban de tomar la ciudad.

Con anterioridad había leído alguna información sobre el suceso. Las organizaciones obreras sindicalistas tenían una gran representatividad en Jaén, por lo que mientras la guardia civil no sabía qué hacer, se optó por no entregar las armas a ningún bando. Esta acción no fue un acto de lealtad al gobierno, sino porque la orden de entregar las armas a la facción de derecha nunca llegó, lo cual sirvió para retardar la acción golpista y que las fuerzas y el pueblo se armaran.

Cuando llegué el cielo estaba nublado y el aire frío. Pasé por un costado de la catedral, bajé del auto para entrar en el recinto, un templo bello, amplio, con espacios abiertos. Estaba ahí motivado por dos sucesos históricos que acontecieron en ese lugar. El primero tenía que ver con el inicio del conflicto, cuando requisaron el templo para convertirlo en cárcel. Ahí estuvieron presos falangistas y población civil que participó en el golpe a la Republica; ahí se albergaron más de 700 presos. En muchas partes de la construcción se ven los recuerdos escritos en las paredes, que narran la vida de quienes estuvieron ahí.

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En el coro de la catedral está un órgano monumental al que se le ven los tubos metálicos, relucientes y brillantes. Según su longitud es la nota que producen. En ese momento sólo eran silentes presentes de mi visita. Hago mención del órgano y de sus tubos porque el segundo motivo que me llevó a entrar a la catedral está relacionado con la creatividad y la osadía de los defensores de la plaza. Durante el bombardeo a la población desmantelaron el órgano y usaron los tubos como cañones de ametralladoras apuntándolos al cielo. Los colocaron en las almenas del Castillo de Santa Catalina, simulando con ellos baterías antiaéreas. Un grupo de defensa que no existía en la población, los enemigos no lo tenían contemplado y gracias a eso los bombarderos alemanes dejaron de castigar a Jaén o por lo menos los aviones.

El Castillo de Santa Catalina se ubica en la sierra de la población. Desde sus estructuras se ve perfectamente la ciudad y su urbanización. Guarda una posición táctica que hizo posible que esa osadía funcionara aquella la noche. Con los tubos, los defensores de la ciudad, detuvieron el bombardeo, hicieron creer al enemigo que ahí tenían baterías anti aéreas y eso ayudó a mantener a raya a esos pájaros de acero preñados con la muerte.

Jaén no tiene un valor estratégico militar, sin embargo, en ese momento adquirió relevancia por haber realizado la afrenta a las fuerzas comandadas por Queipo del Llano. El pueblo siguió siendo leal al gobierno de Madrid, no cayó en sus manos y no acató las órdenes del general golpista. Ese fue el motivo para que la fuerza aérea alemana se desplazara y desatara un infierno dejando caer toneladas de esa carga llenas de odio y muerte, bombardeando impunemente a la población, matando a mujeres, niños, civiles ajenos al conflicto. Con

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esa acción Queipo dio un escarmiento y dejó un mensaje claro y entendible.

Los días y noches en que se desató el ataque parecieron eternos; el sonido de las sirenas llamando al resguardo en los improvisados refugios antiaéreos hicieron estragos en las entrañas del pueblo, que para entonces estaba temeroso no por su futuro, sino por su presente, por el ruido que producían los motores de los aviones al acercarse a la zona, que destruían al estomago más rudo. Las detonaciones hacían vibrar la tierra llenándola de polvo y escombro. Se escuchaban dentro de esos sótanos, y la población pensaba que no saldría viva de ahí.

Los civiles aguantaron estoicamente los embates de esos ataques. Gernika conmovió a la comunidad internacional y la cimbró en lo más profundo de su esencia humana. El evento fue registrado magistralmente en un lienzo de Pablo Picasso, en el que plasma un ejemplo de la brutalidad, el uso excesivo de la fuerza en contra una población civil indefensa. Hoy día se usa como un símbolo, como un arquetipo de ese grito silencioso de la humanidad, para que no se repita. Jaén lo sufrió primero; ahí masacraron impunemente a la población civil. Los bombardearon, los acribillaron y no hubo alguien que pintara los gritos de los habitantes, o el sufrir de una madre con el crío muerto en los brazos, ni los relinchos de los caballos antes de morir quemados o aplastados por un muro. Lástima que nadie pintó esa flor marchita por el bombardeo. Lástima que nadie escribiera una canción y nos ayudara a recordar lo que sucedió. No hubo nadie que estampara en un lienzo el dolor de los niños, ni el de la población al ser ejecutados arbitrariamente por una fuerza extranjera de ocupación.

Salí de Jaén y me dirigí a Alicante, en Valencia, el último punto de la República. Por la carretera veía los

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paisajes ahora llenos de granjas, de celdas solares para producir energía. Un paisaje muy diferente a los que se veían en tiempos de guerra. Tomé la carretera viendo la distancia que había de recorrer. Llegué a Alicante por la noche, y di un pequeño paseo por la calle de la explanada de España. Antes de dormir comí una cena de los famosos arroces.

Toda la noche rondó por mi cabeza la novela de Max Aub cuyo título es El campo de los almendros. Me acompañó en la travesía. Ahora estaba a una corta distancia de ver en realidad el campo.

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Capítulo XXV 75 años y meses después, en el mismo café

La charla que tuvimos sobre el origen de cada uno de nosotros no dejaba duda de los lazos que nos unían. Eran la historia individual y la que reconstruíamos de un país extraviado en los anales del tiempo las que nos daban identidad.

La plática continúo. Con la pérdida de la batalla del Ebro el gobierno se vio obligado a retirarse a un sitio de extrema seguridad, su nombre estratégico Posición Yuste. Se ubicó en una finca llamada el Poblet, que está en la población de Elda, en la provincia de Alicante, en Valencia. Era inminente el fin de la contienda, sin embargo, no llegó como se contempló en el guión, comentamos. Con estos datos empezó otro tramo de nuestra conversación.

El 25 de febrero, Juan Negrín, que para entonces presidía el gobierno de la II República, sintió el acoso enemigo. Buscó un refugio para su gobierno y luego de encontrarlo se trasladó con sus seguidores a un punto ubicado en la retaguardia. Los militares, para identificarlo, le asignaron el nombre clave de Posición Yuste, por la similitud que existía entre esa retirada y la que tomó Carlos V cuando se trasladó al monasterio del mismo nombre, claro que eso sucedió en otro momento histórico y en otro lugar.

La ubicación de la Posición Yuste era inmejorable; estaba a muy corta distancia del puerto de Alicante, muy cerca de un pequeño aeropuerto llamado El Maña, y enclavada en una zona montañosa, rodeada de pinares. Estas condiciones hacían que el lugar fuera invisible para la aviación enemiga. En ese sitio se reunieron lo más granado del gobierno y personalidades de la política para formular y discutir las acciones a tomar. Para el 27 de

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febrero, la moneda ya había caído, aún negando el resultado, todo ya se había jugado. Sólo era cuestión de tiempo. Países como Francia e Inglaterra ya habían reconocido al gobierno golpista, y esta premura por mostrarse de acuerdo con el régimen de facto hace pensar que ya se había negociado el destino de la República. Este suceso, junto con el pacto de no agresión que se firmó al principio de la guerra, dejó en una indefensión absoluta al proyecto republicano, que para entonces estaba atado de manos y no pudo encontrar una solución de un sólo lado. La situación también evitó que los ejércitos y el pueblo de la República tuvieran la oportunidad de una salida decorosa. Se cumplía parte de lo contratado, Inglaterra no tendría un vecino socialista porque Manuel Azaña ya había dimitido y sólo quedaba convencer a los integrantes y dirigentes que aún se mantenían en resistencia para que hicieran lo mismo.

Con el reconocimiento que hizo Francia del gobierno de Franco impidió que los pertrechos de guerra soviéticos, tan necesarios para el ejército del Frente Popular, pasaran por su territorio y fueran suministrados por la frontera norte, lo cual impidió que la contienda se prolongara. Con esa maniobra se encadenó al pueblo republicano a un futuro pleno de desdichas y desgracias.

El panorama no era alentador. Los integrantes del proyecto republicano discutían en la finca del Poblet, en esos escasos últimos diez días, mientras llegaba gente a tratar de aportar lo posible. Se había reunido ahí un sinnúmero de militares notables, como los generales Miaja, Lister, Cordón y Matalla. También estaban presentes, por el gobierno, el coronel Segismundo Casado, Negrín, los ministros Vicente Uribe y Álvarez del Vayo, y por la parte del partido comunista Dolores Ibárruri, Tagüña y Checa. También estuvieron presentes

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los intelectuales Rafael Alberti y María Teresa León. Eso permite imaginar cuál fue la magnitud del evento y reconstruir algunas de las discusiones que se dieron dentro de cada reunión. Lo cierto es que todos querían salvar a la República.

Alguien preguntó a boca de jarro y haciendo una mueca de complicidad: ¿te diste cuenta de qué platicaría el general José Miaja con Casado, y de la forma cómo querían seguir sosteniendo a Madrid? Pero en serio, continuó, ¿cómo fue que se le ocurrió a Negrín mantener por más tiempo una acción bélica, si sólo contaba con la esperanza del pronto inicio de la conflagración mundial? Él esperaba que los adversarios de Alemania y Hitler se presentaran a salvar a la República. ¿Qué cara habrán puesto?, ¿cuál fue el comentario en esa tarde del 27 de febrero, cuando se enteraron que Franco había sido reconocido por Inglaterra y Francia?, ¿qué abrigarían estos personajes durante esos días?

Nos miró y siguió con su narración. -Podemos imaginarnos al general Miaja, con su uniforme de campaña, pensativo y caminado despacio por la finca, dejando a un lado sus ordenanzas, cavilando, analizando la posibilidad de seguir la contienda con los pocos elementos que tenía, pero en el fondo de su reflexión intuía que eso ya no era posible.

Miaja, después de acomodarse sus lentes, cruzó los brazos. Tenía la mirada pérdida en el horizonte. Analizaba la situación con la delicadeza propia de un cirujano o de un jugador de ajedrez que reconoce que la partida está perdida, pero que prevé una jugada que lo llevará a una derrota más digna. Creía que podía existir un movimiento de unión dentro de todas las fuerzas y negociar con el enemigo “una paz honrosa”. Sus pensamientos rodaban como una piedra. El partido comunista se constituía para él en un escoyo insalvable

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que hacía imposible poder lograr la tan anhelada paz. Escuchaba a Negrín con atención y analizaba la situación mundial. Asentía con la cabeza cuando Negrín decía que las potencias mundiales atacarían a Franco por ser aliado de Hitler. Que la península estaba en una posición estratégica mundial, porque era la entrada al Mediterráneo; que los aliados no dejarían que las fuerzas nazis la tomaran. Sin embargo, no compartía esa opinión porque veía la influencia del partido comunista, y eso no le gustaba. El doctor Negrín era el jefe máximo de las fuerzas armadas de la República y lo respetaba. Casado no pensaba lo mismo. En esos momentos él estaba sentado en un taburete, se peinaba el bigote y se acomodaba sus gafas. Pensaba en una salida. Escuchaba atentamente las posiciones encontradas, pero especulaba con la facilidad de poder convenir el final de la guerra. Para él, la solución era una derrota negociada, ya se veía sentado a una mesa frente al Estado Mayor de las fuerzas nacionales, contemplando la cara de Franco, pidiendo, exigiendo y enumerando los requisitos para concertar la paz; se veía negociando un documento en el que incluyera una serie acuerdos en los que se plasmara el respeto a la población y a los soldados, así como el reconocimiento de los grados de los militares de carrera del ejército rendido, amnistía general para todo aquel que hubiera participado en las acciones bélicas.

Casado asumía la factibilidad de poder llevar a cabo el plan. Creía poder convencer a los nacionales de esa iniciativa. Aseguraba que era la opción más adecuada para terminar con esos tres años de contienda, y así, los dos bandos saldrían airosos del problema. Esas ideas rondaban en su cabeza, por lo que sigilosamente se trasladó a la posición Dakar y comunicó sus ideas a los otros miembros del Estado Mayor, así como a los mandos y generales del menguado ejército republicano.

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Algunos se quedaron pensativos, pero otros negaron la posibilidad de tomar en serio esa propuesta. Hubo algunos que no veían otra salida y la aceptaron.

Casado veía el final de la contienda, no le importaba estar un minuto más en campaña; justificaba su acción con el argumento de que Negrín estaba manipulado por el PCE, que las órdenes ya no provenían del señor presidente, sino directamente de Moscú.

En este escenario se sucedieron los incidentes. El 27 de febrero Azaña se trasladó a Francia y poco después dimitió como presidente de la II República. Mientras tanto, Inglaterra y Francia reconocieron a Franco como gobierno legítimo de España, y se declara una revuelta en Cartagena.

Para entonces los mandos del ejército del centro estaban en contra de seguir la lucha. Pasaron algunos días y el reconocimiento a la II Republica por parte de los gobiernos demócratas no se daba. Se esperaba que respaldaran al gobierno legítimo de Juan Negrín, pero no se dio ninguna señal favorable en ese sentido.

Mientras tanto, el coronel Casado entró a una oficina y tomó el teléfono para llamar a la Posición Yuste. Le explicó a Negrín que él podía cambiar el rumbo de la derrota, pero no fue escuchado. Los doctores Dolores Ibárruri y Lister secundan a Negrín y tratan de explicarle a Casado que la Guerra Mundial está en puerta, y que ninguna potencia estaría interesada en obstruir la entrada por el Mediterráneo a un amigo de Hitler. Le dicen que la orden es continuar con la guerra y que no era posible poner en marcha una acción diferente, que pusiera en peligro a la II República.

La posición de Casado, coronel y jefe del ejército del centro, era deponer las armas. Con su postura lo único que logró fue ponerle el último clavo al ataúd de un país que dejaría de existir.

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La noche del 5 de marzo fue muy larga. Por la mañana se dio por terminada la plática; los asistentes salieron y se retiraron. Todos se trasladaron al aeropuerto de El Maña; unos partirían para Madrid a continuar con esa revuelta convertida en golpe de Estado, y otros irían rumbo al exilio. Más tarde, el doctor Juan Negrín, después de haber consultado por última vez en España al Consejo de Ministros de la Nación, salió rumbo a Oran. Sólo quedaron en la Posición Yuste los que querían detener el levantamiento de Casado.

-¿Pero que no Casado ya se había entrevistado antes con Ignacio Hidalgo de Cisneros de Burgos?-, se comentó. -Sí, él le hizo creer que tenía en la mano una partida de cartas ganadora, que todo lo que pedía iba a tener una respuesta positiva, siempre y cuando cumpliera con su parte. Pero sólo era un ardid para que él se sintiera confiado y siguiera con sus planes. Es por eso que tomó esa vía. Consiguió convencer a sus más cercanos detractores para que se unieran a su causa. Así creó el Consejo Nacional de Defensa, en Madrid, y declaró un Estado de insurgencia contra el gobierno legítimo de Juan Negrín.

La situación no era fácil. Para entonces el ejército del frente popular estaba herido de muerte, y tuvo que enfrentar a sus propios compañeros, sus otrora héroes.

En el bando Casadista vemos a socialistas y anarquistas desilusionados. A un José Miaja, defensor del Madrid del ¡No pasarán!, junto al general Manuel Matallana, quien después sería acusado de ser miembro de la quinta columna, por haber enfrentado a una parte de sus antiguos subordinados y realizado acciones para desarmarlos. A partir de ese momento se presentaron cruentos combates. Trataron de tomar presos a todos los generales y mandos del partido comunista, pero fue imposible porque tenían un frente fuerte de resistencia.

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Madrid era una ciudad contradictoria, en la que había cabida para todos. Por una parte estaba su antiguo ejército defensor, por la otra, unos nuevos defensores. Ahora se presentaban a los antiguos héroes como villanos, y los antiguos camaradas como enemigos. Los que gritaron. “¡No pasaran!, ahora son los que quieren abrir la puerta para escuchar en la ciudad el chotis “¡Ya pasamos!”.

Las escaramuzas comenzaron a darse y aumentaron de intensidad con el paso de los días. Se vieron choques sangrientos con un resultado favorable para los nuevos defensores.

Por ese tiempo, el comandante del primer cuerpo del ejército del centro, el comunista Luis Barceló Jover, recibió la orden del gobierno de entrar en acción para detener a los nuevos insurgentes. Fue el encargado de detener a Casado.

Las calles de Madrid estaban llenas de miedo y vacías de esperanza. La gente que estaba atrás de su puerta esperaba el llamado de la muerte, mientras las calles seguían repletas de contiendas internas. En los vecindarios se escuchaban los combates, las detonaciones de los rifes y las recargas de la artillería semipesada. La gente nunca se acostumbró a los continuos bombardeos por parte del ejército nacionalista, y ahora menos, porque las batallas se daban en las puertas, y porque ahora los defensores peleaban entre sí.

Justo en el momento en que sufrían la peor parte del enfrentamiento, los casadistas recibieron ayuda del anarquista Cipriano Mera. Es el anarquista el que equilibra las acciones, aunque las realiza sin informarle a nadie. Así, los mandos que quedaban en las Posiciones Yuste y Dakar salieron del país rumbo a Francia, dejando a los contrainsurgentes solos. Sin más oportunidades y fuerzas, el 12 de marzo bajaron la guardia y se rindieron.

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Casado, sintiéndose vencedor, tomó una acción desesperada, con la finalidad de que el gobierno de Burgos creyera que él era el actual representante del bando contrario. Sin dudarlo tomó preso a Luis Barceló y lo declaró enemigo y en un juicio sumario lo mandó fusilar.

Fue una muerte inútil, porque cuando empezó a negociar con el grupo contrario, se dio cuenta que nada se podía hacer. Franco no aceptó una paz negociada; es más, solicitó y exigió la rendición incondicional. Casado se había equivocado. El gobierno de Burgos, apoyado en la Ley de Responsabilidades Políticas, criminalizó a cualquier partidario del frente popular. Con esta decisión dejó a Casado y a sus demás compañeros a la deriva e impidió que obtuvieran el armisticio que pensaban obtener con el derrocamiento de Negrín.

Ahora, otra voz interrumpió. -Ni salvadores ni salvados, además, pasaron de forma oscura a la historia, porque no obtuvieron lo que buscaban. Así es, continuó.

-Así es-, continuó-, vemos a un Casado asustado, cansado, y derrotado, que no obtuvo nada de lo que quería y que se vio obligado a huir a Valencia para tomar un barco como cualquier soldado que sale en busca de su seguridad. Se fue a Marsella en un barco de bandera inglesa. Él no fue como cualquier soldado. No era aceptado por los que se quedaron en España ni tampoco por los que salieron, porque los había traicionado. Lo persiguieron so pena de muerte. Nunca esperó encontrarse es ese lugar, menos hacer ese viaje al exilio. Su pronóstico era otro, pero en el juego los dioses le cambiaron la partida.

Como dice Sabina en una de sus canciones, “y al final llego el final”. Lo que comenzó con un golpe de Estado terminó con otro. La bandera gualda y roja hondea en la plaza mayor de Madrid.

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Un día después, con la caída de Alicante en manos del ejército Italiano, Franco emitió el respectivo parte de guerra. Ese día fue claro y escueto. Dijo lo siguiente:

Dirigido del cuartel general del generalísimo a la sección de operaciones.

“Parte oficial de guerra, correspondiente al 1 de abril de 1939.-III Año Triunfal. El día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares.

La guerra ha terminado. Burgos, 1 de abril de 1939, año de la victoria. El generalísimo Firma ilegible de Franco y del lado derecho el

escudo del cuartel general de generalísimo”. (sic) Franco no leyó el parte de guerra, lo dictó y lo

firmó. Fue el único parte de guerra que firmó en esos tres años. En ese documento manifestó la victoria y fue leído por el locutor Fernando Fernández de Córdoba. Se escuchó por todo el país y se trasmitió por la radio nacional de España.

Franco estaba en su lecho enfermo de laringitis, ese “¡Españoles!” y ese “¡viva España!”, que se escuchó durante la guerra y 40 años más, ese día fue dicho por otro.

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Capítulo XXVI 65 años y meses después, en el mismo café

Platicamos sobre qué había pasado en España después de que terminó la guerra civil, cuál era la situación en Europa y cómo se enfrentaba Francia a esa nueva realidad. De pronto alguien mostró una hoja que contenía un estudio que decía que desde mediados de febrero Narciso Bassols, embajador de México en Francia, había pedido autorización al gobierno mexicano para otorgar, de manera inmediata, permisos de entrada a todas aquellas personas que enfrentaran una situación difícil en España. Para brindar una ayuda eficaz a los refugiados y agilizar el trámite recomendó seguir los siguientes lineamientos: la operación sólo abarcaría a quienes tuvieran necesidad demostrada de emigrar de manera permanente; que el gobierno republicano español y otras organizaciones locales deberían ayudar a seleccionar a los emigrados y a ocuparse de ellos. En ningún caso se pediría a México proporcionar fondos para los refugiados; se crearían unidades económicas para los refugiados, de preferencia agrícolas, y se proporcionaría a grupos de intelectuales los medios para preservar los valores políticos, espirituales y culturales del pueblo español. No se cobrarían derechos de inmigración ni se impondrían restricciones de tiempo o de ocupación, y los consulados de México podrían otorgar visados de entrada según lo dictaran las instrucciones de la delegación en París.

Estas recomendaciones fueron aceptadas y una vez que se obtuvo el visto bueno iniciaron las negociaciones con el gobierno republicano en exilio para diseñar un plan más amplio que permitiera la salida de Francia de la mayoría de los españoles que aún estaban en los campos de concentración. Así, el 31 de marzo de 1939 se creó el Servicio de Emigración para

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Republicanos Españoles (SERE), que fue la entidad oficial responsable de proveer ayuda a los españoles en el exilio, con base en las reservas del erario de la República, que tenían un valor de cerca de cincuenta millones de dólares, y que habían sido enviadas a México en el barco español Vita.

Una vez establecido el marco legal y de haber asegurado los medios, Bassols y sus colaboradores seleccionaron a los emigrantes y comenzaron a darles visados mexicanos. Para entonces existía una sensación general de urgencia. Por un lado existía el temor de que el gobierno francés, en virtud del acuerdo con Franco, accediera a "repatriar" a los emigrados que éste pidiera, y por el otro, las terribles condiciones reinantes en los campos de refugiados de Saint Cyprien, Gurs, Rivesaltes y demás. Sobra decir que el estallido de la Guerra Mundial también ejerció un impacto decisivo.

La disposición de aceptar a los republicanos españoles en calidad de refugiados despertó en México cierta oposición. De los grupos opositores destaca la "Liga Nacional" del Distrito Federal, que en 1938 denunció infracciones por parte de los inmigrantes españoles que habían llegado poco antes al país. Junto a ella actuaban los comités nacionalistas de vigilancia, formados por los viejos españoles que llegaron a México tiempo atrás, que en su mayoría eran franquistas convencidos y festejaron abiertamente el colapso de la República.

Cabe decir que los refugiados judíos que llegaron a México sí recibieron ayuda de sus correligionarios, mientras que los republicanos españoles no. Los "rojos" españoles también se enfrentaron al antagonismo del movimiento sinarquista. La ideología unía al nacionalismo católico con tendencias hispánicas pre independentistas, enarbolando consignas de justicia social, dirigidas mayormente a la población rural.

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Esa organización fascista, fundada en 1937, creció rápidamente a 90 000 miembros. Estaba dividida en 102 comités locales, y para 1943 tenía registrados a más de medio millón de miembros.

El impacto de la oposición se dejó sentir con mayor intensidad en enero de 1939, cuando el gobierno republicano español disolvió las Brigadas Internacionales. México tuvo entonces que admitir a algunos de los voluntarios que no podían regresar a su país de origen.

El presidente Cárdenas ordenó a Adalberto Tejeda, embajador en España, enviar a México a todos los alemanes, austriacos e italianos que estuvieran en España. Además, ofreció asilo a todos los ex miembros de las brigadas que eran oriundos de los países de Europa del Este. De este modo se permitió la entrada a 313 polacos, 98 checos, 56 rumanos y a otros de diversas nacionalidades.

Cabe anotar que también hubo protestas en México cuando se enteraron que se estaban elaborando en Barcelona los documentos para que arribaran al país 1 391 ex combatientes de la guerra civil.

Después de que aparecieron en la prensa algunos artículos referentes a la afiliación comunista de los próximos emigrados, los organismos políticos disidentes, que tenían domicilio en el Distrito Federal, Puebla, Veracruz, Baja California y otras zonas, enviaron al presidente largas cartas de protesta en las que afirmaban que esos refugiados eran una amenaza aún mayor para los mexicanos que la de los antes calificados como "indeseables". Decían que el Estado debía atender las necesidades descuidadas de los mexicanos antes de suavizar el sufrimiento de los extranjeros. Por su parte, David Alfaro Siqueiros, ex combatiente en las brigadas, que acababa de regresar de España a la cabeza de los voluntarios mexicanos, encomió la decisión del presidente, al tiempo que, en Los Ángeles, ex

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combatientes del batallón estadounidense Abraham Lincoln felicitaban a Cárdenas por su decisión. Lo mismo hizo diversos grupos de mexicanos izquierdistas. Nunca se supo si la oposición en México o las dificultades en España fueron la causa, pero para marzo de 1939 aún no habían salido los miembros de las brigadas, cuya inmigración ya había sido aprobada.

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Capítulo XXVII 45 años y meses después, en el mismo café

Los paisanos que tenían mucho tiempo reunidos en el lugar apenas se percataron de lo que sucedía a su alrededor. Uno de ellos veía el reloj nerviosamente, en espera de que terminara la reunión. La lluvia empezó a caer y les impidió salir del establecimiento. Eso hizo que los tertulianos tuvieran una excusa para seguir conversando sobre sus recuerdos. Trataban de conjurar los demonios que a veces no los dejaban dormir, que los acompañaban a todas partes. Se juntaban a platicar del día a día y a hacer una catarsis que les beneficiara. Compartían sus historias. Creían que eran los únicos que podían entender lo que sentían, lo que vivían. No sabían que estaban curando su espíritu o que por lo menos retrasaban esa enfermedad mental que traían como un regalo más de la guerra. No sabían que ese era el efecto de las charlas, lo intuían. Por eso era necesario reunirse a desazolvar el alma, a reencontrarse con la realidad y con ellos mismos.

La lluvia no sólo no cesaba, sino que se incrementaba. De repente, el sonido de un trueno llenó el local. En ese momento él se llevaba a la boca la tasa de café humeante. Fue sorprendido por el ruido atronador de un disparo de cañón a lo lejos; había sido un rayo que surcó los aires para caer en algún lado de la periferia de la ciudad, pero ese simple sonido no nada más llenó el espacio del local, sino su memoria, ya que lo transportó a otra tormenta, a otro ruido atronador, pero este sí de cañones.

Comenzó a narrar sus pensamientos. -El frío calaba hasta los huesos y mis botas, hundidas hasta media pierna en el fango y la nieve hacían que la caminata fuera penosa y difícil. El máuser, ya con unas

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pocas balas, pesaba más de lo soportable. Había dejado Barcelona y me encontraba huyendo de una partida de soldados insurrectos que nos habían emboscado. A mis compañeros los había dado por perdidos en el encuentro. El dolor en el estómago se intensificó por el hambre, la úlcera y la sed, que calmé con un poco de nieve que trataba de derretir en la boca. Los caminos sitiados por el enemigo eran todo un peligro. Escuchaba el rugir de los cañones que nos disparaban a mansalva y sin miramiento. El objetivo: la fila de gente que huía. Pensé en caminar rumbo a la costa para llegar a Port de Llanca, pero primero me enfilé a Figueres, que era el paso obligado. Ahí me encontré con gente que se dirigía a Cadaques. Decían que llegarían unos buques que los transportarían a las costas de Francia, pero que la inclemencia del tiempo había inutilizado ese punto de salida.

-Llanca era el punto lógico. Me propuse llegar antes ahí que a Figueres, pero cuando caminaba por Bascara me encontré con que la gente trataba de huir llevando las pocas pertenencias que consideraban valiosas, en una interminable fila de desesperación. En realidad, se trataba de artículos innecesarios, pesados y difíciles de trasportar. Había gente que sacaba de sus hogares espejos de cristal cóncavos, roperos de madera, sillas y mesas. En algún lugar hasta una cama de latón con todo y colchón. Eran esos trastos los que los unían a su pasado, a su realidad; objetos venerados que les proporcionaban seguridad. Esa gente quería llevarse su tierra, su pueblo, sus recuerdos, a un futuro incierto. Pensaban que las cosas lo volverían más cierto, pero en realidad lo que querían llevar con ellos era a su España.

-En el pueblo Garringas, que está a unos kilómetros al sur de Figueres, vi que de una casa salió una figura pequeña que se apoyaba en una muleta de

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madera malhecha, llevaba una cobija en la mano. Era una niña no mayor de siete años, que tenía la cabeza cubierta con una pañoleta verde. El frío era intenso, la nieve rodeaba todo el paisaje y la lluvia había dejado de caer. Era el despertar de la mañana. Me quedé observando la cara de la niña que iba con los ojos entrecerrados por el sueño. Tenía la cara roja por el frío. Su vestido era de lana, de esa tela tipo escocesa, y calzaba una alpargata ya toda rota, y digo calzaba una alpargata porque le faltaba una pierna; la había perdido en un bombardeo de las fuerzas fascistas. Atrás de ella venía su hermano, aún más pequeño. Traía una boina en la cabeza; tenía unos ojos pícaros y vestía una camisa y pantalón de lana. Al igual que su hermana él también traía una muleta, porque también le faltaba una pierna, que había perdido en el mismo bombardeo. Atrás salió la madre, con semblante de resignación. Iba vestida de impotencia. En sus brazos llevaba a un bebe que cubría con una manta raída. Lo abrazó y le dio un beso en forma de consolación, por no dejarlo dormir. Al final salió el padre, con cara de fatiga. En su rostro reflejaba el cansancio y la desesperación. Subieron a un vehículo de carga y ahí acomodaron sus pertenencias. Cuando se percataron de que los veía, para no dejar pasar su afiliación política, el pequeño se despidió de mi alzando el puño izquierdo, como queriendo gritar a los cuatro vientos ¡soy del Frente Popular! Después agitó su pequeña mano y esbozo una sonrisa en su rostro. Era su forma de decirme adiós.

-Seguí caminando. La lluvia se dejó sentir otra vez y no había forma de resguardarme. Parecía que el cielo lloraba por el resquebrajamiento de la patria. Era como si la patria se dividiera en dos, como si estuviera en las labores de parto, dando a luz a unas nuevas Españas, la que se quedaba y la que emprendía el viaje.

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-Había una muchedumbre fugitiva, una larga fila de seres humanos que flanqueaba el camino y que pedía ayuda a los pocos vehículos que transitaban por ese descampado. Iban dejando espacios, eran los lugares de aquellos que ya no podían seguir. Caminó en silencio. Trataba de escuchar el ruido de los motores de los aviones Stuka para dar la alarma a los demás y que se refugiaran a tiempo. Nuestros Chatos, como llamábamos a los aviones caza, ya no podían protegernos.

No tenía nada que comer. Las hierbas y raíces con las que antes apaciguábamos nuestro estómago eran cada vez más escasas, además de que ya habían pasado otros caminantes hambrientos. Tenía frente a mí un paisaje lleno de nieve. Los picos escarpados que forman la cordillera de los Pirineos nos enseñaban las lesiones hechas a la tierra por los bombardeos. A lo lejos las montañas que en algún pasado resguardaron a la civilización de otros depredadores, ahora se presentaban como enemigas de los caminantes, como una gran muralla que nos separaba de la libertad. Esos riscos altos, majestuosos, señalaban la línea divisoria. Seguí caminando bajo esa caída de nieve. Ya no sentía los pies, los tenía húmedos, casi congelados. Veía por el camino una larga fila de montículos extraños, casi cubiertos por la nieve. Eran equipajes, baúles y muebles que habían dejado sus dueños a la vera del camino, a su suerte.

-Los empinados y torcidos caminos que me llevaron al norte estaban flanqueados por precipicios y hacían que la marcha fuera más penosa y lenta. Mientras tanto, los aviones enemigos tiraban su letal cargamento; seguían nuestros pasos, querían evitar que cruzáramos la frontera. Querían detener a la mayor cantidad de gente para apresarla. Así demostraron su ira. Hacían con nosotros el sacrificio humano para apaciguar a sus

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dioses de la guerra. No había otra razón, no existía razón humana para no dejarnos huir. No entendía la forma despiadada como nos seguían. Éramos cazados, ya no había combates, ya no había lucha, ya no había nada, sólo la desesperación de no caer en sus manos y tratar de salvar la vida, como si eso fuera posible.

-Lo que sí había en esas filas era dolor, sufrimiento y angustia que se reflejaba en los rostros de los caminantes; el dolor humano en toda la extensión de la palabra. Veía cómo caminaban, cómo estaban vestidos, famélicos y sonámbulos, muertos en vida.

-De repente, una nube se abrió y dejó pasar un rayo de luz. Había luna llena y no lo había notado. De pronto vi frente a mí una mula en cuyo lomo estaba una mujer. No podría adivinar su edad, quizá 15 o 50 años. Tenía los ojos cristalinos, secos y sin profundidad. Su rostro estaba cubierto con un andrajo, y la cara sucia y llena de desesperación. Estaba tiritando de frío. Cuando me vio empezó a platicar conmigo. Lo hizo tal vez por temor a que la fuera a asaltar, o para no sentirse más sola. Dijo que venía de Andorra, como muchos de su pueblo; que se habían dirigido ahí porque les habían informado que podrían pasar, pero que cuando llegaron al valle, en medio de las montañas donde se esconde Andorra, las puertas estaban custodiadas por guardas franceses fuertemente armados que les impidieron el paso. Me dijo que eran más de 5 000 personas, la mayoría mujeres y niños, y que los hombres ya habían muerto o estaban en algún lugar del frente de guerra.

-Ese día hacia un sol radiante que permitía ver el reflejo de sus rayos que chocaban contra la nieve. A esas mujeres sólo las acompañaban los ancianos. Rogaban que los dejaran pasar; demostraban que eran mujeres y ancianos, que querían salvar la vida de sus hijos y la propia. Cuando estaban en la imploración se dejaron de

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escuchar los motores de los aviones alemanes con sus sirenas y en ese momento empezó el bombardeo que se sumó a la lluvia de balas disparadas por las ametralladoras desde los aviones. No podíamos correr a ningún lado, estábamos agolpados en las puertas de la frontera, y ahí estaba sucediendo una masacre. Los aviones enemigos no tenían misericordia de nosotros. No teníamos ni un sólo fusil con el cual defendernos. Nos disparaban a mansalva. Vimos caer a mucha gente herida; sus ropas estaban llenas de sangre, pero nadie ayudaba a los caídos. Era un campo lleno de gritos. Ella ya no tenía lágrimas para llorar, era una tragedia.

-En el camino vi a otra mujer que cargaba a su pequeño que murió por hambre. Lo traía en sus brazos desde hacía seis días. No lo soltaba y se negaba a admitir la realidad.

-Mientras me narró su vida le hice un lugar en el lomo de la mula; de vez en vez me bajaba para que ella subiera al animal y descansara. Pero ella estaba perdida en su ensimismamiento. Su mente ya estaba llena de fantasías por el hijo muerto. De pronto la pobre me contestaba: - ¿Pero cómo voy a subir a la mula? está durmiendo mi hijo, lo puedo despertar, el pobre tiene frío y hambre, por eso no lo despierto.

-Ella, desde la mula, no miraba a ningún otro lado, sostenía las riendas y seguía el camino. No sabía si yo la seguía o la escuchaba, pero ella seguía hablando.

-En la ruta encontramos una pendiente en curva, con desfiladeros en ambos lados. El pavimento estaba lleno de nieve y lodo, y había una larga fila de gente. Ahí dejé a la pobre mujer.

-Me adelanté a los camiones de carga que estaban parados. Las ruedas se resbalaban por la pendiente y por esa masa de lodo que era el camino. Se les tenía que empujar para que anduvieran un tramo más

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y pudieran llegar a la cuesta. En su huída, ese penoso punto era en el que sufría más la fila de fugitivos. Era en donde se ensañaban los aviones de los nacionalistas y descargaban la ira de sus balas.

-Viendo eso, les comenté a varios de los que formábamos esa caravana que tomáramos el camino rumbo a la costa, que era más largo pero más seguro; que nos dirigiéramos al último punto de España, donde colinda el mar con la montaña y la frontera. Muchos así lo hicieron, siguieron mis pasos, entre ellos unos niños que habían perdido a sus padres, pero otros se quedaron. Empezamos a caminar. Dirigirnos nuestros pasos al oriente, éramos una fila de andrajos humanos de todas clases y de todas las edades. El camino fue benévolo.

-La lluvia y la nieve se dejaron caer durante los primeros días. Por las noches nos juntábamos para dormir y tratar de mitigar el frío. En el quinto día del trayecto se dejó oír el ruido de los aviones que aparecieron arriba de nosotros. Eran tres Stukas con insignia nazi. Nos vieron y dieron una vuelta para enfilarse; cuando vi eso, sabiendo lo que significaba, comencé a gritar: ¡Ala, al suelo, coño!

-Grité: ¡a salirse del camino! -Volví a gritar con todas mis fuerzas, atrás de mí se escuchó el silbido característico que hacen las bombas al cortar el aire, una, dos, tres detonaciones, y el ruido de la ametralladora me envolvió. Era algo ensordecedor. A mi espalda todo era humo, confusión y escombros. Habían dejado caer su carga mortífera sobre nosotros, que para entonces transitábamos en un lugar casi plano y no teníamos un sitio donde guarecernos. Fue una lluvia intensa de proyectiles.

-Cuando se alejaron los aviones y el humo se despejó, empezó la tragedia. Todo lo que se escuchaba eran gritos. El panorama era un caos. Cuando me estaba

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levantando y salí de la cuneta, la vi pasar, era una mujer que sostenía en la mano el pequeño brazo de su hija, el cuerpo había quedado en el bombardeo, sólo el pequeño resto que tenía en la mano era lo que quedaba de esa pequeña. En los ojos de la mujer se veían un pozo negro profundo. La locura, sí, la locura de esta guerra.

-Dos días después llegamos a Port Bou, el último punto de la patria y lugar en el que pensábamos que nos abrirían las puertas de la paz y la libertad. Cuando alcanzamos al puerto fronterizo, sólo alcancé a reflexionar que una vez que cruzara esa puerta dejaría a una España, que en las condiciones que estaba ya no la quería; pero con ella se quedaba la tierra que tanto amaba, una historia, un pasado y un presente. Mientras tanto, yo me adentraba a un futuro enigmático. Era 14 de febrero de 1939.

El contacto con el café caliente lo devolvió a la realidad. Estaba sentado en esa mesa rodeada por los mismos compañeros de siempre.

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Capítulo XXVIII 65 años después, en Alicante

Era uno de esos días raros de finales de invierno que daban la bienvenida a la primavera. Era muy temprano y el sol lucía resplandeciente. Salí a la calle, la ciudad estaba despertando. El tránsito comenzaba a llenar esas arterias importantes que habían permanecido casi adormiladas. Ya se veía deambular a la gente, unas con prisa que contrastaba con un grupo de turistas que salían de sus albergues dispuestos a aprovechar el sol y la arena de la playa de Postiguet. El mar ya tenía bañistas. Transité por la rambla Méndez Núñez para llegar al puerto deportivo de Alicante, en donde había una cantidad de botes de recreo que se mecían suavemente al ritmo de un mar en calma. Volteé la cara y vi que en el cerro Benacantil estaba el castillo de Santa Bárbara, que preside majestuoso toda la ciudad. Continué caminado por la explanada rumbo al puerto pesquero. Recordé que en la novela de Max Aub El campo de los almendros se hace mención de ese lugar. Decía que habían sido refugio de los últimos republicanos, mientras esperaban la llegada de los barcos que los ayudarían a salir; que con el paso del tiempo fue llegando más gente, personas de todo tipo, desde los más humildes trabajadores hasta los militares más encumbrados; que todos veían pasar el tiempo lentamente al tiempo que perdían las esperanzas y posibilidades de salir, y que frente a ellos estaban las columnas de soldados italianos que cerraron las salidas y tomaron Alicante.

Muchos fueron los que se desesperaron y sabiendo el futuro que les espera en las cárceles optaron por lanzarse al mar. Otros, con las últimas balas de alguna pistola, se suicidaron frente a todos. Cada quien escogió libremente su destino. Algunos prefirieron la

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muerte antes que quedar presos y que otros les impusieran una forma de vivir. En ese lugar en el que hoy estaba, sucedieron esas escenas dantescas.

En ese puerto atracó el vapor inglés Stembrook, y en ese lugar embarcaron más de 3 000 pasajeros en busca de libertad. Cuando subían a bordo para entrar a cubierta el capitán los saludó a todos de mano. Fue un gesto de solidaridad. Ese mismo capitán maniobró el barco y lo interpuso a los cañones de los barcos de guerra nacionalistas que bombardeaban sin misericordia esa parte del puerto. Detuvo así el ataque y paró la matanza.

De ese puerto zarpó otra parte de España rumbo al puerto de Orán, pero también se quedaron muchos más de los que partieron. Se quedaron esperando la ayuda prometida, la llegada de más barcos; esperaron días y noches la posibilidad de que se abrieran más puertas a la libertad. No tenían comida ni agua y siempre estuvieron rodeados por soldados italianos. En esa espera empezó el fenómeno de las sacas practicadas por los falangistas, que consistían en la intromisión de grupos falangistas que llegaban de diferentes puntos en busca de enemigos para ajusticiarlos. Esta práctica se dio con mucha frecuencia en los campos de concentración.

Pasaron los días y los barcos nunca llegaron. El cerco marítimo de Franco no lo permitía. Todos los que se quedaron fueron escoltados por el ejército italiano, fuertemente armado, que los obligó a salir del puerto y trasladarse a otro lugar. Realizaron una caminata de dos kilómetros por la calle que corre en paralelo al mar. Pasaron por la playa de Postiguet, que ese día se miraba desolada y que hoy disfrutaban esos vacacionistas. Todos fueron conducidos a un descampado a las faldas del monte de San Julián, ahora el barrio de Goteta.

Su nuevo refugio fue un campo de labranza duro

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y reseco por el sol. Ese campo fue concebido como centro de acopio de presos provisional, por eso no tenía ninguna instalación y estaban al aire libre. En ese centro estuvieron más de 30 000 personas seis o más días, en completa insalubridad. Los presos tuvieron que hacer zanjas que sirvieran de letrinas. Además, la comida era escasa, y aunque en el campo había algunos almendros, para el segundo día ya no tenían uno solo de sus frutos. Al tercero y cuarto día los árboles ya no tenían hojas, por lo que los días subsecuentes la gente tuvo que comerse las yerbas y la corteza.

Nadie me pudo informar de la extensión del campo, porque no tuvo infraestructura. El rectángulo que lo componía estaba delimitado por una línea imaginaria que salía del cañón de una ametralladora que se sitúo en una esquina de cada uno de los cuatro ángulos. Era como un muro imaginario que mantenía alejados a los presos de su libertad.

Ahí estuvieron recluidos niños, mujeres, ancianos, soldados, comunistas, anarquistas sindicalistas, etcétera. Toda una muestra de la República derrotada.

Fue tan duro el paso por ese campo y el horror que se vivió tras esa muralla invisible que se perdía la cuenta de los días. No sabían la hora en que vivían, pero lo que nunca olvidaron fue a todos aquellos que morían a su lado.

Hubo muchos incidentes como el del joven que introdujo una pistola y que en un momento de locura empezó hacer disparos hasta que lo callaron las balas de los guardias.

Ese lugar fue, quizá, el último punto de la II República. En él los nacionalistas dejaron morir de hambre a una buena cantidad de españoles. Ahora es un centro comercial con todo lo que se puede necesitar para llevar una vida cómoda y moderna.

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Salí rumbo a la estación del tren y regresé por esas calles que me llevaron al barrio de Goteta. Esa noche partí a Barcelona para conocer el último punto en dónde estuvo él: Port Bou, en Gerona. De ahí salió de España.

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Epílogo 65 años antes

Los días pasaron y la distancia al puerto era cada vez más corta y por consiguiente nuestra llegada se aproximaba, con la paradójica lejanía de nuestra tierra.

En el día 11 repartieron caramelos a los críos de abordo. La algarabía llenó toda la cubierta, sólo se calmó cuando una pequeña lluvia se dejó sentir. No era una tormenta marina propiamente sino unas pequeñas gotas de agua que nos anunciaban que pasábamos por el Mar de los Sargazos. Era la madrugada del jueves 27 de julio cuando mis ojos descubrieron un rayo de luz que iluminó el cielo como un gran anuncio que nos informaba de la inminente llegada. Era el faro del puerto de Veracruz. ¡Tierra a la vista!, me dije. Por fin llegábamos a tierra. Sin dejar de sentir ese gozo que a la vez se transformaba en temor, bajé a la bodega que servía de dormitorio y grité a voz en cuello: ¡Tierra, tierra a la vista!

Se nos informó de la proximidad de la costa mexicana en el diario El Mexique. Pero una cosa era leerlo y otra verlo. A cada momento se iba dibujando poco a poco una línea oscura que rompía la monocromía azul profundo del mar. Estábamos a unas pocas leguas de distancia y a unos minutos del desembarco. Recorríamos la costa de ese país que nos abría las puertas. Casi todos los pasajeros nos recargamos en la barandilla de la cubierta para ver cómo atracábamos. La proa se enfilaba hacia un punto poco distante; se podía distinguir una pequeña isla con una fortaleza, o eso me parecía a lo lejos. Veía esa costa con sus playas, el agua del mar con un color verdoso azul que se combinaba con blanco al tocar las olas. Los sonidos de Veracruz se abrieron y dieron paso a los monótonos sonidos del motor.

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Casi al llegar a la costa se escuchó una detonación e instintivamente todos bajamos la cabeza, reflejo adquirido durante tres años de batallas y luchas. Después se escuchó otra detonación y tras ella siguieron muchas más. El pánico se propagó a bordo. Hubo un momento de histeria y miedo; una voz dijo: ¿y ese es el pueblo hermano, que nos da su mano?

Siguieron algunos gritos hasta que por el altavoz de la proa se nos indicó que eran petardos, el saludo y la bienvenida del pueblo mexicano. A lo lejos empezamos a escuchar música, era un grupo que producía sonidos que nunca había escuchado y que se mezclaban de manera armoniosa en una melodía.

Sin perder el tiempo fui a recoger mis pertenecías. Procuré arreglarme para estar lo mejor presentado en el momento en que tuviera que desembarcar en estas tierras. Esperaba no volver a pasar las penas y angustias que viví en Francia, ya que aquí llegábamos con la frente en alto. La idea que nos inspiró en la travesía fue que teníamos que demostrar quiénes éramos, y enaltecer los ideales de la democracia por la que habíamos luchado; se nos dijo que éramos como mensajeros seleccionados de una nación en el exilio. No éramos gente cualquiera, sino una especie de embajadores de la República, y que por lo tanto teníamos que comportarnos como tales.

Se hizo un alto en la travesía. Llegó un pequeño barco y de él salió una pequeña escalerilla que unía su buque con el nuestro.

Cuando llegó el capitán práctico del puerto de Veracruz al Mexique se escuchó un grito de algarabía en todo el barco y aplausos que le daban la bienvenida. Era como un salvador o un pastor que recoge a su rebaño para llevarlo seguro a casa.

Cuando salí de la bodega dormitorio, un maremágnum de gente se movilizaba en ambas

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direcciones. Antes de atracar todos queríamos estar listos para bajar. Quise salir por la escotilla que me llevaba a cubierta, pero vi una gran aglomeración que estaba lista. De manera ordenada tomé mis recuerdos que estaban acomodados en los baúles, con mis penurias y dolores, y los bultos que coloqué a mi espalda. Todos se acomodaron las boinas y los sombreros.

Justo en el momento que el vapor tocó tierra se empezó a escuchar por el estribor las estrofas del Himno del Riego. Con la garganta entrecortada empecé a cantar. Todos cantamos en un coro de mil voces. Las lágrimas en los ojos no me dejaban ver. No creo haber sido el único. Se ondearon los pedazos de bandera y mi corazón hizo un vuelco.

-Hemos llegado, la escalerilla esta puesta-, dijo Antonio.

Antes del desembarco subieron unas autoridades del gobierno de México que por los altavoces nos daban la bienvenida. Por nuestra parte se hizo lo propio. El agradecimiento de nuestra aceptación en nombre de la República.

Bajamos por la escalerilla puesta en estribor. Los gritos de algarabía acompañados por música y los famosos cohetes a los que aún no nos acostumbrábamos nos dieron el recibimiento. La gente de Veracruz nos recibió atónita. Parecía que habían llegado victoriosos sus hermanos, padres e hijos, después de una gran batalla de ultramar. Los conquistadores de antaño ahora fuimos conquistados por esos generosos corazones que latían en el pueblo que nos acogía con los brazos abiertos.

Nos encaminaron al edificio de la aduana, donde nos dieron las indicaciones y recabaron los datos de cada uno de nosotros. Estábamos en puerto seguro. Al poco rato se recibieron unos telegramas que decían que la

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comida sería proporcionada por el Comité Técnico de Ayuda a Refugiados, por conducto del ex-ministro de Hacienda Méndez Aspe y por el doctor José Puche, y que llegaría un tren especial que habría de conducir a las 750 familias a las ciudades de Jalapa, Puebla, Pachuca y Toluca, todas situadas en el altiplano central, a las cuales ya estaban destinadas de antemano. Al día siguiente saldría otro tren con 350 personas rumbo a los estados occidentales de Michoacán y Jalisco. Los 150 intelectuales viajarían al Distrito Federal, en un tren ordinario, mientras que otras personas no incluidas en la asignación previa de lugar de destino serían "repartidas proporcionalmente entre las seis entidades señaladas". Continuaba: "Hoy insisto ante gobernadores que designen comisionados que reciban a los contingentes que les corresponden y que se hagan los preparativos indispensables para la recepción y alimentación en ruta".

En el telegrama número 3 García Téllez daba cuenta del aviso en el que se consignó que por órdenes superiores y a fin de facilitar la introducción de menaje, equipos y bienes que pudieran traer consigo los refugiados, Gobernación había solicitado a las autoridades hacendarías que ordenaran la "franquicia absoluta" para todos ellos en la Aduana de Veracruz, así como la expedición de las tarjetas de inmigración exentas del pago anual correspondiente. También se aclaró que el pasaje ferroviario no tendría ningún costo para quienes el gobierno mexicano deseaba proteger durante el trance amargo que significaba el inicio de su exilio americano, y por ello, además de las facilidades anteriormente enumeradas, y a fin de evitar cualquier obstáculo o dificultad que eventualmente pudiera presentarse, las órdenes de tránsito hacia los diferentes destinos las habría de tramitar la Secretaría de la Defensa Nacional.

Después del viaje realizado en el Mexique, él

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como otros que no tenían a dónde ir, se hospedaron durante unos días en la bodega del puerto de Veracruz, que fue habilitada como aduana y dormitorio. De ahí los trasladaron en tren hasta Perote, donde se quedaron unos días. En diciembre de 1939 partieron rumbo a la colonia que se ubicó en Chihuahua.

Todo esto lo comentó ese día al final del café. Agregó que sólo asomaban la cara por esa puerta que daba a la calle de Veracruz. Dijo que ahí los veían y desde ahí veían ellos a la gente del lugar. Les daba miedo salir, no sabían qué hacer. Les habían informado que ya eran hombres libres para salir a donde quisieran, pero ¿a dónde podrían querer ir?, ¿qué otra cosa podrían hacer que no fuera estar ahí y esperar? Dijo:

-Las barracas estaban divididas en hombres solteros y familias. A las mujeres solteras las acomodaron en la misma división que a las familias. La primera comida mexicana que se nos dieron me pareció algo extraña, y sentí que las tortillas eran un bocado raro.

-La unión que teníamos cuando llegamos fue desapareciendo con el paso de los días. Los exiliados que tenían un destino propio o una familia con la cual llegar fueron partiendo y de este modo nos dispersamos por todo el territorio mexicano. Los que no teníamos a dónde ir nos fuimos quedando, tratando de organizar lo que podíamos hacer. Así fue cómo pasamos esas noches y días en ese barrancón que nos servía de albergue y que cumplía sobradamente su función.

- Recuerdo que la primera noche no pude dormir: el silencio que había en el lugar así como la quietud del recinto y el no sentir el bamboleo del barco me lo impidieron. Después de varios días salimos con destino a Chihuahua.

Cuando llegamos, la tierra de labranza no estaba en condiciones de ser trabajada. De momento pensé que

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había salido de un encierro en Francia para llegar a uno más lejos, cerca de la nada. Había una pequeña construcción muy deteriorada, pero los compañeros empezaron a resignarse. La colonia se organizó y comenzó a ser administrada por integrantes del PCE. Se formó una comuna a la que se le asignó construir un pequeño puente y limpiar el área en la que se encontraba un vado, que no dejaba fluir el agua. El responsable fue un comisionado que tenía experiencia en cantera y en trabajos de albañilería.

La colonia no prosperó. Muchos trataron de huir de las instalaciones, pero la administración del PCE les había incautado sus documentos de identidad. Al igual que otros, él también salió de la colonia y se fue a la ciudad de México y de de ahí a Puebla, donde murió el 17 de octubre de 1968.

No vio el final del franquismo. Paradójicamente sus restos quedaron en una pequeña tumba de un panteón francés ubicado en esa ciudad, y como a muchos le pasó, murió sin poder regresar a España. Nadie recordó que él fue un soldado de un ejército. Nadie mencionó nada de esa parte de su vida, ni hubo una bandera que cobijara su ataúd.

En 1975 se dejó escuchar un grito por ambos bandos: el nacionalista de dolor y el republicano de júbilo. Los tambores y clarines tocaron a luto en España porque Francisco Franco, caudillo por la gracia de Dios, había muerto y era enterrado con los honores de un héroe, en el sepulcro faraónico que se construyó.

En el Valle de los Caídos se encuentra una cruz de piedra que fue plantada después de realizar una excavación de más de 250 metros sobre roca sólida. Se levanta a una altura de 150 metros y cada brazo de piedra granítica mide 24 metros. La cúpula de la basílica es dos metros menor que la de la basílica de San Pedro,

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en Roma. Es el mayor monumento funerario de Europa, construido por el trabajo esclavo de los caídos, de los derrotados, de los republicanos que aún estaban en cárceles y campos de concentración.

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España, esa España inmortal de la sangre, limita al norte con la pasión, al oeste con el orgullo, al este con el lago de los estoicos y al sur con una puerta inmensa que mira al mar y a un cielo de nuevas constelaciones. Por esta puerta salí yo, y todos los poetas del destierro y todos los españoles del éxodo y del llanto. Por esta puerta nos empujó el viento, la historia, la gran historia, Dios, hacia los brazos abiertos de América. La historia, el viento, Dios se vale de mil subterfugios y artimañas para que se cumplan las profecías y lo que está escrito en los libros sagrados desde hace muchos siglos. A veces el hombre se confina voluntariamente en su terruño, se apoltrona, y sólo le gusta tomar el sol en el atrio de la iglesia de su pueblo. El español se había hecho hogareño y doméstico. Aquel hijo de los conquistadores y de los misioneros vivía solo como un maniático en su casona solariega, comiéndose un puñado de bellotas. Creía que ya no tenía nada qué hacer en el mundo, Un día, el viento se levantó malhumorado y sacudió el polvo de la tierra.

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El español no entendió aquel signo, entonces el viento se hizo más fuerte y lo revolvió todo, A esto lo llamamos Revolución, pero no era más que una triquiñuela del viento. Al final, después de mil episodios y disputas, el viento se hizo vendaval y borrasca, y empujó a unos españoles, a ciertos españoles elegidos, hacia la gran puerta que mira al mar y a las estrellas. Por ahí salimos, Por ahí salí yo, Por ahí salieron los españoles del éxodo y del llanto. Entonces Franco dijo: "He limpiado la nación, He arrojado de la patria la carroña y la cizaña". Pero el viento, la historia, la gran historia, Dios habló de esta manera: ¡He salvado la semilla mejor! ¡Y aquí nos trajo! Fernando Magán

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Una historia más terminó de imprimirse en julio de 2011,

en Monterrey, Nuevo León. Es una edición de autor, que consta de XXX ejemplares.