Una luz en la oscuridad -...

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Una luz en la oscuridad Serena había consagrado su existencia al cuidado de su madre enferma. Cuando ésta se recuperó y contrajo matrimonio, la joven se encontró sola y sin ningún aliciente en la vida... excepto la presencia de su jefe, el médico holandés Marc Ter Feulen, de quien estaba secretamente enamorada. Las atenciones que él le prodigaba eran constantes, pero ¿se debían a un auténtico interés por ella o simplemente lo hacia porque le tenía lástima? CAPÍTULO 1 AQUEL día nublado de mediados de septiembre, había oscurecido más temprano. Casi todas las ventanas del Hospital Royal estaban iluminadas, salpicando de color las callejuelas que rodeaban el edificio. Solamente el último piso del sanatorio, cuyas ventanas eran más pequeñas, permanecía en la oscuridad, excepto una habitación amueblada como una oficina. Tenía archivadores, estanterías con libros de consulta, un escritorio grande sobre el cual había una máquina eléctrica, un ordenador y una impresora. Había una silla apoyada contra la pared y otra más cómoda detrás del escritorio, en la que estaba sentada una chica. Era pequeña, de pelo rubio recogido en un severo moño, nariz respingona, boca grande y vivarachos ojos claros resguardados por largas y rizadas pestañas. Estaba escribiendo a máquina con la seguridad que da una constante práctica, con el ceño fruncido ante la hoja manuscrita que la había obligado a detenerse. El escrito no era fácil de leer, y aunque estaba acostumbrada a ello, había tenido un tropiezo. Después de un minuto de inútiles esfuerzos por entender, dijo con voz alta, a la habitación vacía: -¿Y ahora qué? ¿Es endometroma o endometrosis? ¿Por qué tiene que usar palabras tan largas? Por lo menos podría aprender a escribirlas correctamente. Se sentía ofendida, y por una buena razón. Ya pasaban de las cinco. El último piso, utilizado por mecanógrafos, empleados de oficina y de la administración, estaba vacío y en silencio. Ella se sentía sola, hambrienta y furiosa. -Él en cambio estará muy a gusto -continuó hablando para sí misma-. Estará en su casa, con los pies en alto y su esposa preparando la cena. -En realidad -dijo una voz profunda y suave detrás de ella-, él está aquí, aunque el cuadro de felicidad doméstica que usted ha pintado, es muy tentador. Ella dio un salto en la silla y antes que pudiera hablar, el hombre que estaba en la puerta fue hacia ella. -Creo que debo disculparme por mi letra, aunque me temo que la extensión de las palabras es algo difícil de corregir, porque es inevitable en nuestra profesión -explicó

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Una luz en la oscuridad Serena había consagrado su existencia al cuidado de su madre enferma.

Cuando ésta se recuperó y contrajo matrimonio, la joven se encontró sola y sin ningún aliciente en la vida... excepto la presencia de su jefe, el médico holandés Marc Ter Feulen, de quien estaba secretamente enamorada.

Las atenciones que él le prodigaba eran constantes, pero ¿se debían a un auténtico interés por ella o simplemente lo hacia porque le tenía lástima?

CAPÍTULO 1 AQUEL día nublado de mediados de septiembre, había oscurecido más temprano.

Casi todas las ventanas del Hospital Royal estaban iluminadas, salpicando de color las callejuelas que rodeaban el edificio. Solamente el último piso del sanatorio, cuyas ventanas eran más pequeñas, permanecía en la oscuridad, excepto una habitación amueblada como una oficina. Tenía archivadores, estanterías con libros de consulta, un escritorio grande sobre el cual había una máquina eléctrica, un ordenador y una impresora. Había una silla apoyada contra la pared y otra más cómoda detrás del escritorio, en la que estaba sentada una chica.

Era pequeña, de pelo rubio recogido en un severo moño, nariz respingona, boca grande y vivarachos ojos claros resguardados por largas y rizadas pestañas. Estaba escribiendo a máquina con la seguridad que da una constante práctica, con el ceño fruncido ante la hoja manuscrita que la había obligado a detenerse. El escrito no era fácil de leer, y aunque estaba acostumbrada a ello, había tenido un tropiezo. Después de un minuto de inútiles esfuerzos por entender, dijo con voz alta, a la habitación vacía:

-¿Y ahora qué? ¿Es endometroma o endometrosis? ¿Por qué tiene que usar palabras tan largas? Por lo menos podría aprender a escribirlas correctamente.

Se sentía ofendida, y por una buena razón. Ya pasaban de las cinco. El último piso, utilizado por mecanógrafos, empleados de oficina y de la administración, estaba vacío y en silencio. Ella se sentía sola, hambrienta y furiosa.

-Él en cambio estará muy a gusto -continuó hablando para sí misma-. Estará en su casa, con los pies en alto y su esposa preparando la cena.

-En realidad -dijo una voz profunda y suave detrás de ella-, él está aquí, aunque el cuadro de felicidad doméstica que usted ha pintado, es muy tentador.

Ella dio un salto en la silla y antes que pudiera hablar, el hombre que estaba en la puerta fue hacia ella.

-Creo que debo disculparme por mi letra, aunque me temo que la extensión de las palabras es algo difícil de corregir, porque es inevitable en nuestra profesión -explicó

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el individuo, que avanzaba en la habitación y se detuvo ante ella mirándola con fijeza-. ¿Por qué no la he visto antes? ¿Dónde está la señorita Payne?

Ella lo miró con impaciencia. -La señorita Payne está enferma, con gripe -respondió ella lanzando una mirada

sobre la pila de trabajo pendiente-. Y tal vez agotada por exceso de trabajo. -¿Cómo se llama usted? -preguntó él con fría cortesía. -Serena Proudfoot -contestó ella. Curvó las cejas en un gesto interrogante. -Doctor ter Feulen -dijo él. -Oh, ya he oído acerca de usted. Es un barón holandés -señaló Serena, en el tono

de alguien que está dispuesto a perdonar por eso. Era un hombre apuesto, de pelo rubio y ojos de color azul claro, tan fríos como

un mar invernal; una espléndida estatura y anchos hombros. Serena había creído sólo la mitad de lo que decían las muchachas que trabajaban en la administración y que se encargaban de la correspondencia médica, cuando hablaban con entusiasmo del doctor ter Feulen, pero comprobó que tenían razón; De todas maneras, parecía arrogante y sarcástico. El ignoró su comentario y ella dejó de sonreír.

-¿Viene usted de una agencia? -preguntó el médico. -Sí, temporalmente, hasta que la señorita Payne se recupere. Y ahora, si no le

importa, continuaré... El no se movió. -¿Por qué está trabajando hasta tan tarde? Le pareció una pregunta tonta, sin embargo, contestó con paciencia: -Porque su correspondencia pendiente se había acumulado y me advirtieron de

que usted esperaba firmarla antes de abandonar el hospital. -¿Y ya está lista? -No, pero si me deja tranquila para mecanografiarla, terminaré en media hora. Él rió repentinamente y preguntó: -¿Ha trabajado mucho tiempo como mecanógrafa? -Varios años. -Nunca es un hospital, es obvio --él se dirigió a la puerta-. Sea tan amable de

llevarlas a la sala de consulta cuando estén listas, por favor. Quizá nadie le ha dicho que aquí no nos fijamos en la hora. Espero que la señorita Payne regrese pronto a su escritorio -salió sin esperar respuesta.

Serena puso una nueva hoja en la máquina. -¿Por qué tenías que venir aquí? -preguntó a la oficina vacía. -¿Por qué? Para saber qué había pasado con mis cartas --contestó el doctor ter

Feulen, que había regresado otra vez-. He vuelto para decirle que tendré consultas de pacientes externos por la mañana y usted tendrá mucho trabajo que hacer, en conse-cuencia. Así que deje de quejarse acerca del horario. La señorita Payne jamás ha dicho una palabra al respecto.

-Tal vez sea tonta -protestó Serena con enfado, y devolvió la despedida con aspereza.

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Una hora más tarde, ella cubrió la máquina y apagó las luces. La sala de consulta estaba en la planta baja. Llamó a la puerta y como nadie respondió, entró.

Sólo había una pequeña lámpara de mesa, encendida, en el enorme salón en penumbra. Dejó la correspondencia que había mecanografiado, y dio media vuelta para salir nuevamente. Un débil sonido la detuvo. El doctor ter Feulen estaba tendido en un sofá de cuero, descansando tranquilo junto a una mesa de café y roncando suavemente. Serena se detuvo y lo observó. Parecía cansado.

Ella estaba también fatigada. Salió del hospital y se puso en la fila de la parada del autobús.

Bajó en East Sheen y tomó la calle que la conducía en un conjunto de villas eduardianas, de ladrillo rojo. Se detuvo ante una puerta negra, la abrió y entró en un estrecho vestíbulo donde colgó su abrigo y se dirigió a la sala, donde se encontraba su madre, sentada junto al fuego, leyendo. Levantó la vista cuando Serena entró.

-Llegas tarde -le reprochó mirando el reloj sobre la repisa-. Y no he tenido ánimo de preparar la cena -sonrió a su hija.

Serena atravesó la habitación y besó a su madre. -Voy a prepararla. ¿Has tenido un mal día? -Son mis nervios y la angustia de la pensión --explicó la señora Proudfoot-. Si tu

padre hubiera sabido... -Nos las arreglamos muy bien --contestó Serena-. La pensión no es tan mala, y

además está mi dinero. -Oh, ya lo sé, querida, pero no tienes idea de cuánto sufro al pensar en todas las

cosas que te hacen falta. Bailes, teatro y viajes al extranjero. Ya deberías haberte casado, tienes veinticinco...

La señora Proudfoot lanzó a su hija una mirada de resignación. No podía entender cómo era posible que su hija fuese incapaz de conseguir un marido. Ella había sido muy guapa a la edad de su hija; incluso ahora, con cincuenta años, podía considerarse una mujer atractiva.

Serena fue a la cocina, peló unas patatas para el pastel de queso al que añadiría un relleno de carne del día anterior, y mientras las patatas se cocían, preparó la pasta para la tarta. Estaba tan cansada, que no quiso mencionar a su madre que había tenido una jornada agobiante, y un lento viaje en autobús de regreso a casa, en el que había ido de pie durante todo el trayecto. Mientras preparaba la pasta, pensaba en el doctor ter Feulen. Un hombre de muy mal genio. Probablemente trabajaba en exceso, pero no había razón para ser tan rudo. Pensaba en cómo sería su vida privada; sin esposa, quizá viviría en un apartamento amueblado, y cocinaba solitarias comidas para él mismo.

Metió la tarta en el horno y fue a poner los platos y cubiertos en la mesa. Hizo un trabajo extra llevando el mantel, las servilletas y los vasos de cristal que su madre insistía en usar, puntualizando en muchas ocasiones que había que mantener el nivel a toda costa. A Serena, que solía desayunar rápidamente en la pequeña cocina antes de ir a trabajar, no le importaba cenar allí también.

Cenaron mientras la señora recordaba sus viejos tiempos.

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-Teníamos a la vieja Sadie, también -le recordó a Serena-. Qué lástima que decidiera retirarse, cuidaba la casa muy bien. Si al menos mi salud estuviera mejor -dijo la señora suspirando y Serena le preguntó con afecto:

-¿Has tenido un mal día? -Mi querida niña. Yo rara vez tengo uno bueno. El esfuerzo de ir de compras y

tener que prepararme algo para comer durante el día me cansa -la señora Proudfoot se las ingeniaba para hablar como si luchara a diario contra su mala salud sin quejarse.

Era difícil de creer. La señora Proudfoot era regordeta; sin embargo, vestía con buen gusto y visitaba con frecuencia el salón de belleza, lo cual llenaba la mayor parte de sus días vacíos. Cuando su marido vivía, contaban con una niñera para Serena y alguien que atendía la casa, y nunca había pasado por su mente la idea de alterar su forma de vida. De vez en cuando lamentaba que Serena no hubiera heredado algo de su buena apariencia, pero tampoco se le había ocurrido hacer algo para remediarlo.

Serena había tomado un curso de taquimecanografía y encontrado un trabajo, de manera que había suficiente dinero para que su madre siguiera viviendo como estaba acostumbrada.

-Mañana llegaré tarde a casa también -informó Serena a su madre-. El médico para quien trabajo, me lo ha advertido.

-¡Qué hombre tan desagradable! -exclamó la señora, enfatizando con una seña-. Deberías decirle que necesitas llegar a casa temprano porque tienes una madre delicada de salud.

-Si lo hiciera, buscaría a otra mecanógrafa hasta que su secretaria regrese. El próximo trabajo podría ser peor.

La señora Proudfoot suspiró. -Supongo que me debo resignar. Quizá vaya a ese pequeño restaurante de la calle

Albert y tome una comida ligera. ¿Podrías prepararte una tortilla cuando regreses? -Sí, mamá -respondió Serena sin rencor y fue por el café. La siguiente mañana pasó, como de costumbre, haciendo cartas, informes y

cuentas. A juzgar por el número de estas últimas, Serena pensó que el doctor ter Feulen tenía una gran práctica. Mientras mecanografiaba, hizo la siguiente reflexión: la vida de un médico nunca podría ser aburrida, con noche cortas, comidas interrumpidas y pacientes agotadores. Muy difícil para sus esposas.

Fue por su café, junto con dos de las mecanógrafas, pero haciendo caso de la advertencia del doctor ter Feulen, regresó a su escritorio. Todavía había algunos fragmentos por aclarar y quería estar lista para la avalancha de trabajo que el médico había pronosticado.

La señora Dunn, la coordinadora y la menos trabajadora de las mecanógrafas, recogía el trabajo, vigilaba y reprendía.

-Señorita Proudfoot, tiene que ir al departamento de consulta externa, y lleve su libreta. Des prisa, al doctor no le gusta esperar.

Serena terminó el informe, lo dejó en su escritorio, tomó su cuaderno y lápiz y

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se levantó, sin la menor prisa. -Aprisa, señorita Proudfoot -insistió la señora Dunn-. Al doctor no le gusta

esperar, ya se lo he dicho. -Sí, señora --contestó Serena, con gran parsimonia, y se dispuso a recorrer el

hospital rumbo al departamento de consulta externa. El doctor estaba en la sala de consulta, revisando unos rayos X con su asistente,

cuando ella entró. -¿Me ha mandado llamar, señor? -Ah, señorita Proudfoot, sea tan amable de tomar nota de los pacientes anotando

todos sus datos, páselos a máquina y entréguemelos esta tarde --contestó él, mirándola por encima del hombro.

-Si para entonces ya he terminado --contestó Serena-. Depende de cuántos pacientes sean, ¿no es así?

-En ese caso será necesario que permanezca usted aquí hasta que haya terminado. Recordará que le advertí que tendría usted que trabajar tarde, hoy. ¿O no? -respondió levantando las cejas.

-Así fue --contestó Serena alegremente-. ¿Voy a trabajar aquí? Las cejas del médico permanecían levantadas y a juzgar por la expresión del

asistente, ella no actuaba como la señorita Payne. -Sí, éste es el lugar. Por favor, siéntese en aquella silla. Y si tiene dudas sobre

algo, pregúntenos. No creo que tenga usted conocimientos médicos similares a los de la señorita Payne.

-No, no creo tenerlos, pero ella ha estado aquí durante veinte años -Serena le sonrió, amistosa-. Le aseguro que dentro de veinte años, también los tendré.

Entró una enfermera. Serena se sentó y cogió un lápiz con gesto eficiente, mientras sus pensamientos vagaban. Pensaba que su jefe era un solterón amargado, necesitado de una esposa y niños para que aflorara el lado afable de su naturaleza, que debía tenerlo enterrado en alguna parte, bajo esa apariencia mordaz y fría.

Sorprendentemente, él se mostró más comprensivo durante la sesión de la mañana. Era un hombre diferente, sentado ante el escritorio, escuchando a sus pacientes con atención.

Serena escribía con rapidez, haciendo pausas de vez en cuando al oír alguna palabra que escapaba a su comprensión. Cuando el doctor le preguntaba, entre uno y otro paciente, si todo iba bien, ella contestaba con toda propiedad:

-Sí, gracias, señor. Una vez que la consulta terminó, cerca de las dos de la tarde, Serena quiso pedir

ayuda al asistente, acerca de las palabras que no conocía. El médico y su ayudante se dirigieron a la salida. Serena permaneció donde

estaba, rezando para que ellos se separaran y pudiera abordar al ayudante. En su lugar, el doctor ter Feulen se le acercó para preguntarle:

-¿Qué le sucede? Le molestó que diera por hecho que ella no había sido capaz de realizar un buen

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trabajo. Ella tuvo que recitar un número de palabras desconocidas y añadió con decisión:

-Lo he hecho lo mejor que he podido, pero recuerde, por favor, que no soy la señorita Payne.

Ella miró la cara del ayudante, de soslayo, y notó que estaba desconcertado. Se dio cuenta de que no era capaz de trabajar con un prestigioso médico en un hospital. Pensó que sería conveniente que la señorita Payne regresara pronto y que ella volviera a la agencia y le dieran un trabajo en un almacén o una fábrica, mecanografiando facturas.

-¿Las palabras? -preguntó el médico-. Por favor, repítamelas. Ella lo hizo y en cuanto las explicó, él movió la cabeza y se alejó dejándola que

recogiera su cuaderno y su lápiz. La hora de la comida se le hizo eterna. Serena tomó una sopa, pan y té; después se apresuró a regresar a su escritorio. Tenía suficiente trabajo para permanecer ocupada hasta la noche.

Ella no había terminado cuando las otras mecanógrafas se retiraron a sus casas a las cinco y media. El reloj de la iglesia acababa de dar las seis cuando sonó el teléfono.

-Traiga el trabajo a la sala de consultas cuando lo haya terminado, señorita Proudfoot -el doctor ter Feulen colgó el auricular antes que ella pudiera emitir un «sí, señor».

Media hora más tarde, lista para salir a la calle, ella llamó a la puerta de su jefe y fue invitada a entrar. Estaba sentado ante la mesa, escribiendo; sin embargo, se puso de pie al verla entrar.

-Ah, gracias, señorita Proudfoot -miró su reloj y comentó-: Espero que su velada no se haya estropeado.

Serena le aseguró que no y que rara vez salía. Se lo comentó porque estaba dispuesta a ser amable ya que él permanecía allí trabajando.

-No lo veo tan cansado como anoche, ya que se quedó dormido y roncaba un poco. ¿Tuvo usted un día muy ocupado?

Él la miró con cierta sorpresa. -Sí, lo tuve. Dígame, señorita, ¿se interesa usted por toda la gente que conoce? -Por la mayoría -vio su ceño fruncido y añadió-: Piensa usted quizá que soy

entrometida y supongo que lo debo tratar con respeto. Es usted un médico famoso. Debo recordarlo mientras esté aquí.

-Sería lo mejor. Buenas noches, señorita Proudfoot, y gracias. -Buenas noches, señor. En su lugar me iría a casa si pudiera. Parece cansado, casi

tanto como anoche. Cerró la puerta con suavidad y se olvidó de él mientras pensaba en lo que

cocinaría cuando llegara a casa; algo rápido, pero tentador para estimular el débil apetito de su madre.

El doctor ter Feulen permaneció en su asiento, dejó de escribir, miró al vacío y de repente sonrió.

La señora Proudfoot estaba de mal humor cuando Serena llegó a casa. En cuanto

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la chica asomó la cabeza en la sala, se quejó. -En realidad, esto está muy mal, querida, me he quedado sola todo el día. -¿Has salido a comer? -preguntó Serena después de darle un beso en la mejilla. -Sí, pero ése no es el problema. No estoy lo bastante bien para permanecer sola

durante todo el día -puso cara de niño malcriado y Serena se apresuró a decir: -Según creo, mañana llegaré temprano y pasado mañana es sábado. A la señora se le iluminó la cara. -Ah, sí. Invitaré a una o dos personas y jugaremos al bridge. Si pudieras

preparamos unos sandwiches, tomaríamos café y... -Sí, por supuesto. ¿Y ahora qué te parece una tortilla? Comeremos en la cocina.

Es un poco tarde y he estado ocupada todo el día. -Bueno, sólo por esta vez. Me deprime comer en la cocina -la señora suspiró. El sábado en la mañana estaba dedicado a ir de compras. La señora Proudfoot

quiso ir a Richmond y tomar el té en alguna cafetería agradable, después dar un paseo por las tiendas y visitar una galería de arte, mientras Serena se encargaba de hacer la compra.

Serena, llevando bajo el brazo una pesada cesta llena de alimentos, observaba algunas coliflores en la calle donde vendían verduras. No se dio cuenta de que el doctor ter Feulen, pasaba en su Bentley por la concurrida calle. Y aunque no iba muy despacio, tuvo tiempo de fijarse en la pesada cesta de Serena.

Esa noche, había tres invitados a jugar bridge: la señora Pratt, de un hotel residencial cerca del río, el señor Twill, propietario de una tienda de antigüedades de Richmond, y el señor King, un funcionario retirado que había pasado grandes temporadas en el extranjero y nunca se cansaba de hablar de ello. Los cuatro se sentaron a jugar, mientras Serena se ocupaba de las bebidas, el café, los sandwiches y los pasteles. A nadie se le ocurría invitarla a participar, y como ella no era muy afortunada en el juego, no le afectaba, aunque habría preferido pasar la velada del sábado en algún espectáculo.

Mientras los demás jugaban, ella se sentó a un lado de la ventana a tejer un jersey para su madre y se puso a pensar que en su adolescencia era tímida y no se sabía desenvolver con las personas de su edad. Tenía amigos, pero no salía con ellos, sobre todo porque su madre aseguraba no poder quedarse sola a causa de sus constantes dolores de cabeza. De modo que Serena permanecía encerrada en casa o acompañaba a su madre cuando ésta quería ir al cine o al teatro. La voz de su madre la apartó de sus recuerdos.

-Cariño, queremos más café y algunos de esos deliciosos sandwiches que sabes hacer.

La velada terminó, Serena limpió todo, hizo que su madre se fuera a la cama y se fue a su habitación. Lista para acostarse, abrió la ventana de par en par y contempló el cielo, brillante de estrellas, y la luz de la enorme luna que se deslizaba suavemente sobre los tejados. Se dirigió a la luna, hablándole con suavidad.

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-Es curioso pensar que brillas para toda clase de gente. Sería agradable saber quién más te está mirando en este preciso momento.

El doctor ter Feulen era uno de ellos. Se detuvo a mirada mientras cruzaba a grandes zancadas el patio del hospital en dirección a su coche, después de practicar una operación de emergencia que había estropeado su velada. Estaba cansado, y sin ninguna razón lógica, recordó a la sencilla muchacha de ojos encantadores que le había sugerido que tomara un descanso. Quizás ella ya estaría dormida desde hacía mucho rato, pensó. Era fácil imaginar que llevaba una vida muy ordenada y tranquila.

A finales de la siguiente semana, una noche de trabajo extra, Serena recibió otra visita del doctor ter Feulen, que llegó sin avisarla. Ella dejó de mecanografiar y permaneció con las manos en su regazo, esperando la noticia. La excelente señorita Payne habría regresado y ella no sería necesaria por más tiempo. Se sorprendió de que esto la deprimiera, pues su trabajo en el hospital no había sido fácil. El doctor ter Feulen era impaciente, con tendencia al mal humor, y terriblemente perfeccionista. Ella lo observó acercarse y se preguntó por qué él había ido a anunciárselo en lugar de la señora Dunn. Después de todo, nada tenía que ver con la contratación del personal administrativo, ya fuera permanente o no.

El médico cogió una silla y se sentó enfrente de ella. -Buenas noches, señor --dijo Serena-: Aún no he terminado sus cartas. ¿Quiere

usted que lo busque para que las firme cuando estén listas? -miró su reloj-. En unos quince minutos más, si no me interrumpen.

-Yo la estoy interrumpiendo, pero por una buena razón, señorita Proudfoot. He visto a la señorita Payne. Ha decidido retirarse y le vengo a ofrecer su puesto.

Serena lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. -¿A mí? ¿El trabajo de la señorita Payne? Eso no es posible. Ella nunca pronuncia

una palabra de queja y yo siempre estoy refunfuñando. Además, usted no ... -hizo una pausa y se puso colorada.

-¿No le caigo bien? -él estudiaba su cara, iluminada por la sorpresa y el pánico-. Eso tiene muy poco que ver. Déjeme decide algo. La señorita Payne, como usted puntualizó, nunca se quejó debido a su horrible horario, pero no me tenía miedo. Usted tampoco me tiene miedo, ¿no es así?

-No, creo que no -contestó Serena, después de pensarlo. -Muy bien, entonces está arreglado. Usted no tiene que tratar con nadie para

eso. Yo arreglaré los detalles. Se le pagará mejor, por supuesto -se puso de pie y añadió-: Ah, tendré que regresar a Holanda dentro de un par de semanas. Necesito dar una serie de conferencias y estoy adscrito a varios hospitales. Realizaré algunas intervenciones de cirugía durante varias semanas y también estoy escribiendo un libro. Quiero que me acompañe, por supuesto.

Serena había enmudecido. Una variedad de sensaciones la embargaba. Viajar, ver un poco de mundo, aunque sólo fuera unas cuantas millas más allá del Mar del Norte, conocer gente, necesitaría ropa nueva. Preguntó con voz tímida:

-¿No va usted a regresar aquí?

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-Por supuesto. La mayor parte de mi trabajo está aquí. -¿Seguro que puede escribir un libro, operar y dar conferencias, todo al mismo

tiempo? -Sí, sí puedo, y espero que usted mecanografíe mis notas, mis cartas o cualquier

otra cosa, además de contestar el teléfono, revisar mis citas y transcribir mi libro. La señorita Payne podía y lo hizo. No veo la razón para que su caso sea distinto. Para empezar, es mucho más joven que ella.

Serena frunció el ceño. Era obvio que la señorita Payne tenía edad suficiente para jubilarse. Decide que ella era mucho más joven no era precisamente un cumplido.

El doctor ter Feulen leyó su expresión. -Usted tiene veinticinco años, la mitad que Muriel. -¿Muriel? Ah, la señorita Payne. Bueno, ¿puedo pensarlo? Quiero decir... Tendría

que... -ella se detuvo repentinamente, y el gesto de indecisión que vio en la cara de la chica obligó al médico a regresar a la silla y sentarse otra vez-. No puedo... De verdad, no puedo. Es por mi madre, ¿sabe? No puedo dejarla sola.

-¿Está enferma? -No precisamente. Bueno, delicada. -¿Qué quiere decir? ¿Sufre del corazón? ¿Diabetes? ¿Artritis? –él la

bombardeó con palabras y ella pestañeó. -No, no, nada de eso. Sufre de los nervios. Tiene dificultad para hacer cosas... -¿Trabajo doméstico, compras, etcétera? -Sí. Él suspiró, tranquilo. Dijo lentamente: -En ese caso, podríamos matar dos pájaros de un tiro. La señorita Payne, cuando

me acompañaba, se alojaba cerca del hospital y trabajaba como lo hacía aquí. No hay razón por la que su madre no la pueda acompañar y alojarse en esa misma pensión. Yo estaré en Amsterdam la mayor parte del tiempo, y allí hay mucho que ver y hacer.

-Ella no entiende holandés, ni yo tampoco. -Querida niña, en Holanda casi todo el mundo habla inglés. Esperaba que desapareciera la expresión de indecisión de Serena. -¿Oh, de veras cree usted eso? -Siempre digo lo que creo. Vaya a su casa, hable con su madre y dígame lo que ha

decidido mañana. Se levantó por segunda vez, y con un ligero movimiento de cabeza, dijo un

informal buenas noches y salió. Serena terminó su trabajo. Limpió el escritorio y estaba dudando si llamar o no a

la sala de consulta, para llevar a firmar el montón de cartas que había escrito, cuando sonó el teléfono. Era el portero, que le pedía que le dejara las cartas, para que más tarde las recogiera el doctor ter Feulen.

Salió y se apresuró a tomar el autobús, donde fue ensayando lo que diría a su madre. Cuando se acercaba a su casa, su ánimo decayó pensando que su madre se resistiría a cambiar su rutina. Resignada al rechazo, pero decidida a hacer todo lo

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posible para convencerla de que un cambio de ambiente le vendría muy bien, llegó a su casa, colgó su abrigo y entró en la sala.

La señora estaba sentada ante su escritorio, con una pluma en la mano. -¿Aquí estás, querida? Qué espléndidas noticias. He tenido una larga charla por

teléfono con el doctor ter Feulen. Parece un hombre encantador. Se disculpó por tenerte trabajando hasta tan tarde y me dijo cuánto depende de tu ayuda. ¡Y ese maravilloso trabajo que te ha ofrecido y llevarte a Holanda también! Opina que un cambio de aires es lo que necesita una persona tan delicada como yo.

La señora sólo hacía pausas para tomar aire y Serena dijo en una voz pretendidamente tranquila:

-¿Ha llamado por teléfono? ¿Y tú sabes todo eso? ¿Te gustaría ir? ¿No será demasiado para ti?

-¡Por supuesto que no! Tardaré algunos días en preparar el viaje, pero por ti estoy dispuesta a hacerlo, querida. He comenzado con una lista de la ropa que necesitaré. ¿Ya has cenado? He estado muy ocupada. ¿Podrías preparar algo para las dos? Tengo que conservar la energía -miró a Serena-. Necesitas comer también, te veo un poco pálida.

-¡No he aceptado el trabajo todavía! La señora la miró enfadada. -Querida, ¿por qué no? ¡Qué rara eres! -No estaba segura de que te gustara la idea. La madre soltó una carcajada. -Querida, ¡me encanta la idea! Dime, ¿qué edad tiene el doctor ter Feulen? -No sé, treinta y cinco o treinta y seis años, imagino. -¿Casado? -No tengo la menor idea. -Vamos a conocer mucha gente en Amsterdam. Sírveme un vaso de jerez,

¿quieres? Necesito un estimulante. Esa noche, Serena tuvo poca oportunidad de pensar en sí misma. Su madre hacía

planes, discutía sobre ropa y planeaba diversiones. -Mamá, no serán vacaciones -le advirtió Serena-. Trabajaré mucho todos los

días, y tú tendrás que pasar sola la mayor parte del tiempo. -Estoy sola todos los días, querida, y estoy mortalmente aburrida, también. Si al

menos tuviera tu salud y energía... Al fin se fueron a la cama. Serena permaneció despierta durante mucho tiempo,

pensando en si su madre había hecho lo correcto, porque Serena había tenido muy poco que decir sobre el asunto.

Tampoco estaba muy segura de ,que le hubiera gustado la intervención del doctor. El la había presionado y ella no podía retroceder ahora, porque su madre estaba decidida a ir. De todas maneras, cuando lo viera por la mañana, le diría que no tenía derecho a intervenir.

Con esta resolución, al fin se quedó dormida.

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CAPÍTULO 2 SERENA llegó a trabajar con la firme resolución de hablar con el médico, pero

no pudo hacerlo hasta el final del día. Iba a salir por la puerta que usaba habitualmente, cuando se encontró con él,

cara a cara. La chica se sobresaltó y con brusquedad le dijo: -Oh, qué bien, quería verlo, doctor ter Feulen. Él se detuvo delante de ella,

obstaculizándole el paso. -Ah, señorita Proudfoot. ¿Debo sentirme halagado ante su ansiedad por verme

otra vez? -hizo una pausa y observó su expresión seria-. No, eso es esperar demasiado. ¿La he molestado?

Serena sabía que se estaba burlando, así que se replicó: -Me parece que usted ha cometido un grave error al telefonear a mi madre antes

de darme la oportunidad de hablar con ella. No dije que aceptaría el trabajo, ¿o sí? ¿Qué derecho tenía usted de... de...

-¿De intervenir? -sugirió el médico-. ¿De entrometerme en sus asuntos? Mis intenciones eran egoístas; después de algunos años de contar con la resignación de Muriel ante la perspectiva de mi mal humor, impaciencia y mala letra, me aterraba contratar a su sucesora. Su deseo de salir a tiempo, su afán de señalar mi mal humor, la costumbre de responder con insolencia o mis faltas de ortografía -le sonrió y ella correspondió a la sonrisa-. Usted es lo que más se acerca a la señorita Payne --concluyó con tono sugestivo.

Serena pensó que era una especie de cumplido, y eso atenuó transitoriamente su enfado.

-Usted no distraerá mi atención de mi trabajo. -Como la señorita Payne -susurró Serena entre dientes. -Exactamente. Y debo recordarle que un cambio de escenario podría ayudar a su

madre a superar su mala salud. Ella pareció encantada con la idea. La chica tuvo que reconocerlo, a regañadientes. Él sonrió otra vez y ella estuvo a

punto de rechazar el trabajo, pero el recuerdo de su madre la retuvo. -Está bien. Trabajaré para usted, doctor ter Feulen. -¡Espléndido! -miró a su reloj y añadió--: Como la he entretenido, la llevaré a su

casa y conoceré a su madre. Serena abrió la boca para protestar y la volvió a cerrar. Era imposible llevarle la

contraria. Su disgusto se atenuó ligeramente con la idea de pasear en un Bentley, pero no lo

suficiente para responder a la charla informal con algo más que monosílabos. Abrió la puerta principal y lo invitó a entrar con falsa cortesía.

La voz de la señora Proudfoot se oyó débilmente desde la sala. -¿Serena? Llegas tarde otra vez, querida. Espero que hayas pensado en algo

agradable para la cena. Yo estoy demasiado cansada para preparar nada. Quizás un vaso de jerez...

El médico miró la cara de Serena, que estaba un poco pálida y parecía cansada

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después de un día de trabajo. Tenía razón en su deducción acerca de la señora: una mujer egoísta, no precisamente mala, pero con un absoluto desinterés por alguien que no fuera ella misma. El apoyó una mano sobre el hombro de su secretaria y le sonrió. Ella sintió la necesidad de refugiarse en su enorme pecho y llorar.

-Pase, le presentaré a mi madre -le dijo con voz débil y controlada. El médico tenía encanto, astucia y seguridad en sí mismo para sortear las

situaciones difíciles sin ayuda de nadie. En media hora, con un vaso de jerez delante, había resuelto el asunto a su completa conveniencia, con la aprobación de la señora Proudfoot a cada palabra, y aunque él había incluido a Serena en la conversación, ella tuvo que reconocer más tarde que no había tenido oportunidad de decir gran cosa.

Cuando se fue, la señora Proudfoot volvió al salón. -¡Querida! -exclamó con excitación-. ¡Esto es muy emocionante y tan repentino!

Necesitaré algunos vestidos más. Sé buena y prepara la cena mientras yo termino mi lista.

Durante la cena, la señora discutió el viaje. Había pasado por alto el hecho de que no se trataba de un acontecimiento social, así que planeaba salidas al teatro, y otros espectáculos, y en ninguno de sus planes incluía a Serena.

-Mamá, yo no creo que sea tan emocionante como supones. No conocemos a nadie en Holanda -la señora ya había olvidado al doctor ter Feulen-. Estaré ocupada todo el día e imagino que el hospedaje que mi jefe tiene en mente será muy tranquilo.

La señora adoptó una expresión de disgusto. -Qué prosaica eres, querida. Es la oportunidad de mi vida y deberías agradecerla

en vez de quitarme el gusto que me causa aburriéndome con tu trabajo. Dio unas palmaditas en el brazo de su hija y le sonrió. -Soy tu madre y quiero lo mejor para ti. Ten cuidado de no volverte una

mojigata, a veces eres demasiado buena para ser verdad -se estremecía de risa-. ¿No suena horrible? Te lo digo por tu bien. Supongo no pretendes pasar el resto de tu vida en una oficina, ¿verdad? -se acarició el pelo arreglado cuidadosamente-. Además, podría casarme otra vez.

Serena, que conservaba todavía una pena oculta por la memoria de su padre, sirvió el café y pasó una taza a su madre.

-¿Alguien que yo conozco? -No, querida, pero todavía estoy joven y soy una buena compañía. ¿Quién sabe?

Podría conocer a alguien en Holanda... Serena pensó con preocupación que tal vez era un error aceptar ese empleo y

cuando, unos días más tarde, se encontró al doctor ter Feulen en el hospital, le pidió un momento de su tiempo.

-¿Qué puedo hacer por usted? -le preguntó con impaciente cortesía. Ella fue directamente al problema. -No creo que un viaje a Holanda pueda ayudar a mi madre. Ella lleva una vida muy

tranquila y está delicada. -Desde el momento en que usted mostró inquietud por la salud de su madre,

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tomé la decisión de visitarla y hablé con ella ampliamente. Debo decirle que no existe una enfermedad. Su salud mejoraría de inmediato si ella se ocupara en algo, ya fuera en la casa, o en otra parte. El que le parezca brusco no quiere decir que lo sea. No dudo que durante las semanas que estemos en Amsterdam, encontrará amigos y quizá se interese en alguna actividad -consultó su reloj y dijo-: Perdóneme, voy a ir al teatro.

No había sido una conversación muy satisfactoria, reflexionó Serena. Días después de su conversación con el médico, al llegar Serena a la oficina,

encontró una carta en su escritorio, en la que su jefe le notificaba el día en que ella y su madre iban a viajar. Oportunamente, recibiría los billetes de avión, se encontrarían en el aeropuerto Schiphol e irían a la pensión donde estaban reservadas sus habitaciones. Serena tendría que presentarse a trabajar a la siguiente mañana a las ocho en punto. Su itinerario lo encontraría en la pensión.

Cuando llegó a su casa y mostró la carta a su madre, ésta se molestó. -No sé por qué no hemos podido ir a Holanda en su coche. Debió irse con

nosotras al mismo tiempo. Con mi salud tan delicada, tener que ir a Heathrow y tomar el avión para Amsterdam, va a trastornar mis nervios.

Serena se contuvo. El doctor ter Feulen sabía que la señora estaba tan sana como cualquier otra mujer, pero se lo había dicho de manera confidencial. Quizá más tarde encontraría la ocasión de sugerirle un cambio en su estilo de vida.

-Tal vez él viaja en peores condiciones --dijo Serena con actitud diplomática. Dos días antes de su partida, Serena supo por casualidad que el doctor ya había

dejado el hospital la noche anterior, y que no lo esperaban de regreso durante varias semanas; aunque tenía unos casos programados para antes de Navidad.

-¿No sabe cuánto tiempo va a estar usted fuera? -le preguntó la señora Dunn con curiosidad.

-No con exactitud. Depende de su trabajo en Holanda ---contestó Serena. -Oh, usted ha sido una muchacha muy afortunada al heredar el puesto de la

señorita Payne y tener la oportunidad de viajar un poco. Ya sabe que él espera mucho de su secretaria. La señorita Payne trabajó con él durante mucho tiempo, es difícil satisfacer sus demandas.

No era una perspectiva muy halagüeña, pero a Serena no le preocupaba. A pesar de lo mucho que tenía que trabajar, estaría en un país extranjero y ella estaba dispuesta a hacerlo lo mejor posible. Además, en cuanto pisara Holanda, ganaría un sueldo mucho mayor. Podría cubrir los gastos de Navidad y comprar en las tiendas que a su madre le gustaba visitar.

-Lo haré lo mejor que pueda -le aseguró a la señora Dunn, con entusiasmo. La señora Proudfoot insistió en tomar un taxi al aeropuerto de Heathrow, un

gasto que Serena podía haber evitado. Una vez allí, se quejó del tiempo de espera para abordar el avión, del café, de los incómodos asientos y de lo cansada que estaba. Serena, ocupada en el equipaje, los billetes y el pasaporte, no le hizo caso y le aseguró que tan pronto como despegaran, todo iría bien. Y así ocurrió. El vuelo fue breve, el

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café y los sandwiches que les ofrecieron hicieron agradable el trayecto y sin contratiempos llegaron a Schiphol.

Hubo un inesperado retraso al recoger sus maletas del carrusel de equipaje y un momento de sobresalto pensando en si las encontrarían, que pronto se disipó cuando un anciano se les acercó preguntando sus nombres y diciendo que el doctor ter Feulen lo había enviado para recibirlas.

-Mi nombre es Cor. ¿Quieren acompañarme, por favor? --era un hombre robusto y con facilidad se hizo cargo del equipaje. Caminó delante de ellas rumbo a la salida del aeropuerto, las condujo hacia un Jaguar azul. Acomodó las maletas, las ayudó a entrar en el coche y ocupó el asiento del chófer.

-Será un viaje de media hora -informó, y en seguida inició la marcha. La señora Proudfoot dejó de quejarse, porque no tenía de qué. Empezó a

animarse cuando se acercaban a Amsterdam, lanzó exclamaciones a la vista de las iglesias, casa antiguas y canales, una vez que dejaron la zona de los suburbios modernos. Cor se detuvo en una estrecha calle f1anqueada por una serie de edificios de apartamentos rodeados de sólidas casas de ladrillo rojo de finales del siglo pasado. Tocó el timbre de una de ellas y esperó a que abrieran. Una mujer corpulenta, de mediana edad, cara agradable y ojos pequeños, acudió a la puerta.

-¡Las damas inglesas! -exclamó, saludándolas-. Bienvenidas. Por favor, pasen. Su inglés era tan bueno como el de Cor, con fuerte acento. Ella se dirigió a Cor

en su propio idioma, fue al coche por el equipaje y lo puso en el vestíbulo. -Deseo que tengan una estancia agradable -dijo Cor, y la señora Proudfoot le

sonrió. -Es muy agradable encontrar a alguien que hable inglés -Serena le estrechó la

mano y le dio las gracias. Abrió su bolso, pero Cor puso su mano regordeta sobre las de ella y declaró:

-No, no, señorita. No es necesario. El doctor lo ha arreglado todo -sonrió con calidez, dijo algo a la casera y se fue.

-Bueno, vamos a sus habitaciones. Me llamo Mevrouw Blom. Encantada de conocerlas. Vengan.

Subieron por la escalera alfombrada y llegaron a un estrecho corredor, donde la señora Blom se detuvo y abrió dos de las tres habitaciones que había. La señora Blom llevaba dos de las maletas, Serena otra y la señora Proudfoot llevaba su sombrilla.

Los dormitorios estaban amueblados de la misma manera; una cama, una mesa con un espejo, bajo una estrecha ventana, una pequeña silla, una mesita junto a la cama y un armario enorme. Los suelos eran de madera, con alfombras junto a la cama ya la ventana. Había lámparas en la cabecera y al lado de la cama, así como un radiador apoyado sobre una de las paredes.

-Cuando estén listas, pueden bajar al salón y tomar café -dijo la señora Blom con tono amable.

-¿Y el baño? -preguntó Serena. -Ah, sí -abrió la tercera puerta y les mostró una ducha y un lavabo.

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Mevrouw Blom bajó por la escalera y la señora Proudfoot se dirigió a Serena. -Pensé que sería un hotel -se quejó-. No es más que una pensión barata. -Mamá, está limpia y agradablemente amueblada. No debes olvidar que el doctor

está pagando los gastos de las dos, aunque tenía que hacerlo sólo por mí -le recordó Serena y le dio un beso--. Vamos a lavamos las manos para después bajar.

Mevrouw Blom las estaba esperando. Las condujo a un enorme salón que estaba unido a otro más pequeño, al fondo de la casa. Ambos tenían sillas cómodas y mesitas. En el salón más pequeño, había varias mesas donde se colocaban los alimentos. El rostro de la señora Proudfoot se iluminó ante la vista de un televisor y un horno cerrado que se encontraba en el salón grande. Se sentaron junto a él mientras la señora Blom les servía el café que acompañaron con unos bollos. La señora Proudfoot pensó que no estaba tan mal.

-Tengo una carta para usted, señorita -dijo la señora Blom-, del doctor ter Feulen. Me ha dicho que tiene que ir a trabajar a las ocho, podrá usted desayunar a las siete y media. El hospital está a cinco minutos de aquí. Le enseñaré el camino. Podrá cenar cuando usted regrese, aunque sea muy tarde. Eso no importa, la señorita Payne hacía lo mismo -les sirvió más café y Serena se excusó para leer la carta junto a la ventana.

Era una fría carta de negocios, pero ella no esperaba algo diferente. Tenía que presentarse en la recepción a las ocho de la mañana, allí le mostrarían su lugar de trabajo. Debía estar preparada para trabajar en la sección de guardia, en la sala de consulta externa o en el edificio de conferencias. Tendría que familiarizarse con el hospital lo antes posible. La hora normal de salida era a las cinco de la tarde, pero podía variar, y tendría una hora para comer.

Dobló la carta y la guardó en el sobre. Podría haber sido más amable, pero él no era de los que perdía el tiempo en palabras inútiles de cortesía. Ante las preguntas de su madre, ella respondió con su calma habitual que eran sus instrucciones de trabajo.

-Estaré fuera todo el día, de manera que por ahora no hagas planes para salir por la noche. En uno o dos días más, veremos qué se puede hacer.

La señora ya se disponía a protestar, pero en ese momento entraron otras personas acompañadas de la señora Blom.

-Estas damas y estos caballeros se van a alojar aquí también. Los presentaré -dijo la mujer.

Eran dos señoras de mediana edad, robustas y bien vestidas, que sonrieron ampliamente, estrecharon sus manos y murmuraron sus nombres, la señora Lagerveld y la señora van Til. Y los dos caballeros con los mismos apellidos.

El señor van Til habló en inglés, para tranquilidad de Serena. -Encantado, ahora puedo practicar su idioma. El señor Lagerveld ofreció

disculpas por su pobre conocimiento del mismo. -Y aquí les tengo una sorpresa --dijo la señora Blom, complacida-. Este es el

señor Harding, de Inglaterra, que permanecerá aquí mientras estudia la vieja arquitectura de Amsterdam.

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Era un hombre delgado, de mediana estatura, bien parecido, con el cabello gris y dulces ojos azules. Serena calculó que tendría cerca de sesenta años.

-Ésta es la más agradable sorpresa --dijo él estrechando sus manos. Espero que permanezcan aquí durante un buen tiempo.

La señora Proudfoot sonrió con encanto. -Oh, así lo creo. Mi hija trabajará en el hospital algunas semanas y mi médico

cree que un cambio de aires mejorará mi salud. Miró alrededor y suspiró, satisfecha. Después de todo, quizá no era una pensión

tan corriente. Tendría compañía. Gente con quien charlar y el señor Harding parecía muy prometedor ...

Serena se despidió y subió a deshacer el equipaje. Guardó las cosas en el armario de su madre y regresó a su habitación para leer la carta del doctor suavemente. Si esperaba encontrar palabras más cálidas, quedó desilusionada.

La cena se sirvió a las seis en punto. La señora Proudfoot, que normalmente hacía una dieta rigurosa, se comió todo, explicando al señor Harding que después de ese cansado viaje, necesitaba recuperar sus fuerzas.

Serena estaba sorprendida y encantada de ver a su madre tan animada. Sugirió que si estaba tan cansada sería conveniente ir a descansar temprano, a lo que contestó la señora que estaba disfrutando de la compañía de los demás y no deseaba abandonarla; le aconsejó a Serena que se fuera a dormir porque la esperaba un día difícil de trabajo, y ofreció su mejilla para que hija la besara.

-Te veré mañana por la noche, porque tú te irás muy temprano, y como yo paso mala noche, normalmente me quedo dormida cuando los demás se están levantando.

Serena deseó a todo el mundo buenas noches y subió una vez más. Se dio una ducha, puso el despertador y se fue a la cama. En realidad, era un gran alivio que su madre estuviera tan contenta. Había sido providencial que conocieran al señor Harding, así tendría con quién charlar o cuando menos quién la acompañara en las comidas. Apoyó la cabeza en la almohada y se quedó dormida.

Cuando Serena bajó al día siguiente, un poco después de las siete, encontró a la

señora Blom, que la estaba esperando. Los salones estaban impecables, las mesas ya listas para el desayuno y la

chimenea, encendida. -¿Ha dormido usted bien? -preguntó la señora Blom-. Le traeré el café y las

tostadas mientras se sienta. Serena no tenía mucho apetito; sin embargo, tomó pan, queso y una taza de café.

Nadie habló de la comida, quizá iría al centro o regresaría con la señora Blom, pero esto era lo que menos le importaba. Más bien le preocupaba llegar al hospital donde el doctor la esperaba a las ocho de la mañana.

El hospital estaba muy cerca de allí, pudo verlo al salir a la puerta ya que destacaba sobre los tejados de las casas. Diez minutos después, estaba en la recep-ción del hospital, dando su nombre.

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El portero era un anciano de piel arrugada y escaso pelo alrededor de su calva. Contestó los buenos días con fuerte acento, y cogió el auricular. Como no entendía la conversación telefónica, Serena miró alrededor. La entrada era imponente, con el suelo pavimentado y una ancha escalinata enfrente de las puertas.

-Espere un momento, por favor -le pidió el portero en un inglés muy pobre, y regresó a seleccionar las cartas.

Ella esperó, sin dejar de observar el enorme reloj que estaba arriba de la escalera. Faltaban cinco minutos para las ocho y no quería llegar tarde en primer día de trabajo. Un minuto después, una robusta mujer, de pelo gris y expresión severa, llegó de algún lado en la parte posterior del vestíbulo.

-Buenos días, señorita Proudfoot. Venga conmigo -echó una mirada a Serena y observó-. Es usted más joven que la señorita Payne. Me llamo Juffrouw Staal-le dio la mano.

-Serena Proudfoot --contestó ella, sonriendo esperanzada. Juffrouw Staal sólo movió la cabeza con brusquedad y la condujo hacia el fondo

del vestíbulo y luego a través de una puerta. Más allá había una escalera de piedra y empezó a subirla diciendo por encima del hombro:

-Tiene que hacer este recorrido todos los días, sin necesidad de hablar con el portero.

Llegaron al tercer piso y abrieron una puerta que conducía a un ancho corredor con oficinas abiertas a uno y otro lado. Casi al final, Juffrouw se detuvo.

-El doctor ter Feulen vendrá a este salón a dictar sus cartas y darle instrucciones. Tendrá usted que ir a la sección de guardias y a la de consulta externa si él desea el expediente de sus casos.

Le indicó un escritorio y una silla junto a una ventana. -Irá usted por su café a las diez de la mañana. El servicio está en la planta baja.

Alguien se lo mostrará. También tomará su comida aquí a las doce y cuarto. Después de las tres tendrá diez minutos para tomar té. El guardarropa está al final del corredor.

-Muchas gracias -dijo Serena-. Habla usted muy bien el inglés. La señorita Staal se irguió ligeramente. -Viví en su país durante un año, más o menos. Usted permanecerá aquí un corto

tiempo, pero le aconsejo que aprenda unas cuantas frases elementales tan pronto como le sea posible.

Con un movimiento de la cabeza salió y dejó a Serena dispuesta a retirar la funda de su máquina de escribir, mirar en los archivadores y los cajones. Se aseguró de que sus lápices tuvieran punta y una vez hecho esto, se acercó a la ventana para conocer las calles del vecindario. Era una mañana gris y soplaba el viento, pero la ciudad parecía interesante desde donde ella estaba.

-Supongo que debo permanecer aquí hasta que alguien venga, y espero que sea pronto. El se habría puesto muy desagradable si yo llegaba tarde -Serena hablaba en voz alta como solía hacerlo cuando estaba sola.

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Un ligero ruido la hizo volverse con rapidez. El doctor ter Feulen había entrado. La saludó con frialdad y añadió:

-Si usted no ha llegado tarde, no veo por qué he de ser desagradable. Tiene usted una opinión muy pobre de mí, señorita Proudfoot.

Ella se sonrojó, pero no desvió su mirada. -En realidad no, sólo que temo hacer las cosas mal, y llegar tarde habría sido un

pésimo comienzo. Él asintió despreocupado y preguntó: -¿Está usted cómoda en la casa de la señora Blom? -Oh, sí, mucho. Gracias. Mi madre está muy contenta porque hay otras personas

que hablan inglés y un caballero británico... -se detuvo al ver la impaciencia del doctor y añadió:

-¿Qué es lo que usted quiere que haga primero? Él la observó un instante y ella se preguntó si habría algo malo en su persona. Al salir de la pensión su arreglo era impecable, pero la caminata y su apresuramiento podrían haberla descompuesto o quizá su blusa... Se miró ansiosamente y descansó al oírlo decir:

-No hay algo malo, señorita Proudfoot, pero... ¿debo llamarla así? ¿Tendría inconveniente en que la llamara Serena?

-No, desde luego que no, señor. -Entonces hagamos un recorrido por el hospital, para que cuando la llame, usted

no pierda mucho tiempo en acudir. Ella se apresuró a contestar, sin tomar en cuenta con quién estaba hablando: -Siempre encuentra usted la forma más desagradable para hacerme sentir

incompetente. Sé que puedo encontrar el camino sin la ayuda de nadie. -Oh, no lo dudo. ¿De todos modos quiere usted ser tan amable de venir conmigo

ahora? Ella salió de la sala un tanto molesta, sin ver la sonrisa de él. Después de diez

minutos de estar caminando de un lugar a otro, bajando y subiendo escaleras y atravesando corredores todos parecidos, se vio obligada a admitir que sin él se hubiera visto perdida irremediablemente. Tuvo cuidado de fijarse en el lugar adonde iban, al edificio de conferencias, que estaba en el último piso, y la sala de consulta externa que estaba en la planta baja, detrás del hospital. Le presentó a las enfermeras de guardia y cuando estuvieron de regreso en la oficina en donde iba a trabajar, se dio cuenta de que sin su guía no habría podido encontrar su camino. Dijo, disculpándose:

-Siento haber sido tan brusca. Ha sido muy amable al mostrarme el camino. La verdad es que me habría perdido.

El médico asintió, sin sonreír. -¡Así es, y yo me habría puesto muy desagradable! -vio la expresión de Serena y

se apresuró a añadir-: No, soy yo quien se debe disculpar, en realidad, no debí decir eso. Creo que trabajaremos muy bien juntos. Empecemos, pues. Tengo una consulta dentro de diez minutos. Traiga su cuaderno y lápiz. Nos espera una ardua mañana de

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trabajo. Asintió de nuevo, pero esta vez sonrió. Él era agradable, decidió Serena mientras lo veía desaparecer a lo largo del

corredor. Esa noche, revisando su día de trabajo, Serena pensó que no lo había hecho tan

mal. Había sido igual que en el Royal, y aunque el doctor hablaba con sus pacientes en holandés, él dictaba sus notas en inglés, y cuando hablaba con su asistente los dos se expresaban en inglés como si fuera su propio idioma. Serena estaba nerviosa al principio, pero cuando terminó la mañana, ya se había tranquilizado, y fue a la cafetería a comer junto con otros dos oficinistas del hospital y se lo pasó muy bien. Por la tarde había mecanografiado las notas, así como los detalles de una operación que su jefe había realizado esa tarde. Esto último lo transcribió de una cinta grabada y cuando él fue a la oficina, a las cinco y media, ella ya lo había terminado. Preguntó si necesitaba algo más y él le contestó que no, que había sido suficiente para el primer día.

-Mañana temprano estaré operando, pero enviaré a alguien con mi correspondencia y un par de cintas. Las tendrá listas para las dos de la tarde, ¿verdad?

Se despidieron y ella regresó a la casa de la señora Blom, donde ya había pasado la hora de la cena, pero le ofrecieron sopa, chuletas de cerdo, patatas, helado y café. Mientras ella comía, los demás descansaban en la sala. Su madre estaba muy animada. Hizo a Serena una o dos preguntas sobre su trabajo sin poner mucho interés, pero a la chica no le importó. Para ella era un motivo de tranquilidad saber que su madre estaba bien, sin un asomo de aburrimiento, cansancio o quejas de dolor de cabeza. La señora era el alma y el centro de atención, y una hora después la única dispuesta a ir a su habitación era Serena. Pensando en lo amable que había sido el señor Harding al haber llevado a su madre al centro de la ciudad y haberIe enseñado las mejores tiendas, Serena se acurrucó en su cama y se durmió.

Al final de la semana, Serena tuvo que admitir que se sentía contenta. Había

tenido mucho trabajo interesante, y apenas se había dado cuenta de que había tenido poca oportunidad de descansar. El doctor era un apasionado de su profesión; cuando no estaba operando, dictaba cartas, conferencias o examinaba estudiantes. Serena mecanografió abundantes notas, con toda nitidez, y se las dejaba todas las noches a la señorita Staal. El doctor la veía a diario para saber de una manera rápida cómo se encontraba sin mayores comentarios de índole personal.

Ella regresaba muy contenta, cansada y hambrienta a la casa de la señora Blom, pero satisfecha de haber hecho un buen trabajo durante el día, y encantada de saber que su madre se estaba divirtiendo. El señor Harding la había acogido bajo su ala protectora. Cada noche le contaba a Serena los placeres de que había disfrutado, sin importarIe mucho el aburrido trabajo de su hija y sin hacer ningún comentario sobre el mismo.

-Estaré libre el sábado -dijo Serena.

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-¿De verdad, querida? Podrás visitar las tiendas, el señor Harding me llevará a Utrecht, donde hay unas casas aristocráticas que quiere conocer. Dice que tengo muy buen ojo para la arquitectura.

Serena reprimió su disgusto. Quería pasar el día con su madre, pero todo lo que dijo fue:

-Parece un buen plan, mamá. Me alegro de que te estés divirtiendo. Te veo más joven.

-¿Verdad que sí? -aceptó la señora, complaciente, mirándose en su pequeño espejo con curiosidad, y añadiendo sin mucho interés-: No estarás trabajando mucho, ¿verdad, querida?

Serena le aseguró que no. Esa misma pregunta le hizo su jefe la mañana siguiente. Ella le respondió que

nunca se había sentido mejor y él le dirigió una mirada burlona. -Estará libre mañana y el domingo, de modo que usted y su madre podrán ir a

conocer la ciudad -le dijo el médico. -Ella va a ir a Utrecht con el señor Harding, uno de los huéspedes de la señora

Blom. Van a ver algunas casas. -¿Y usted? -¿Yo? Oh, echaré un vistazo a las tiendas y vagaré por ahí -lo dijo con un tono

alegre, pero algo en su expresión lo hizo mirarla pensativo. -Hay mucho que ver en Amsterdam, Serena le contestó con rapidez: -0h, sí, lo visitaré más adelante. Él se fue y Serena empezó su día de trabajo, resuelta a no sentir lástima de sí

misma. Se encontró muy dispuesta a limpiar su escritorio sabiendo que no estaría allí

durante dos días. Se sentía segura mientras trabajaba y empezaba a trabar amistad con algunas de las muchachas que trabajaban cerca. Eran buenas y amistosas y todas hablaban inglés. Serena fue la última en salir, como siempre. Apagó las luces, bajó por la escalera y salió a la calle caminando deprisa hacia la casa de la señora Blom, sin saber que la observaba el doctor, que sentado en su coche, esperaba a que se despejara el tráfico.

CAPÍTULO 3 A LA MAÑANA siguiente, Serena se levantó temprano, desayunó con la señora

Blom, limpió su habitación Y fue a dar los buenos días a su madre. ' -Querida, ¿por qué te has levantado tan temprano? -le preguntó la señora

Proudfoot-. ¿Tienes algún plan? -Voy a pasear un rato. El señor Harding está desayunando. ¿A qué hora te vas? -Debo bajar ahora. Nos vamos a las nueve y media -dijo mirándose con de te ni

miento en el espejo y aprobándose, satisfecha-. Baja conmigo y me sirves el café. De esa manera, Serena, vestida con su traje nuevo, una blusa de seda y unos

zapatos de tacón bajo, ya que pensaba caminar un buen rato, regresó al comedor a

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servir el café a su madre. Tuvo una breve conversación con el señor Harding, los Lagerveld y los van Til. Se puso de pie con expresión alegre e iba a retirarse, cuando la señora Blom abrió la puerta.

-Serena, tiene una visita -la señora no ocultaba su dicha y se hizo a un lado para dejarlo pasar.

Su gran estatura hizo empequeñecer la sala. Serena nunca lo había visto vestido de otra manera que no fuera con traje gris bien cortado o su bata de hospital y pensó que su indumentaria informal le hacía parecer más joven, esta reflexión la desechó al suponer que él quería que regresara al hospital a hacer algún trabajo.

Su saludo para los presentes en el salón fue cortés y jovial, y la señora Proudfoot exclamó:

-¡Qué alegría, doctor ter Feulen! Él la cortó con su acostumbrada tranquilidad. -Me alegro de verla tan bien -posó su fría mirada sobre Serena. -Quisiera enseñarle algo de Amsterdam, Serena -hizo una pausa y continuó--, a

menos que tenga usted otro planes. -No, no tengo ningún plan en especial, y me encantaría conocer Amsterdam. Él asintió con la cabeza. -Bueno, vámonos, si está lista. -Hay algo que necesito de mi habitación... -subió corriendo por la escalera para

retocarse el maquillaje y arreglarse lo que ya estaba arreglado. Había un frasco de perfume en algún lado, lo encontró y se aplicó un poco. Bajó de prisa.

Se despidieron de todos, Serena con voz suave, disimulando su excitación, y el médico con gravedad, apreciando el suave aroma que envolvía a Serena.

Ya en la calle, ella se detuvo. -Pensé que usted necesitaba que hiciera algún trabajo. ¿De verdad quiere

llevarme a dar una vuelta? Él le aseguró, con seriedad, que sería un placer para él enseñarle algo de la

ciudad. -Los dos hemos trabajado mucho -puntualizó--. Además, las siguientes

excursiones que haga serán más fáciles para usted. La condujo hacia su Bentley y añadió: -El señor Harding podría invitarla al igual que hizo con su madre, ¿no cree usted? Serena se volvió a mirarlo cuando él se sentó. -Oh, no lo creo. Dos son compañía, tres ya no, ya sabe. El y mi madre se lo están

pasando muy bien juntos. Ella se está divirtiendo mucho. -Entonces, debemos ver si nosotros también podemos divertimos. Él arrancó el coche y la chica se acomodó apoyando la espalda en el respaldo de

piel. Se propuso disfrutar de cada minuto de su inesperado paseo. -Tendré que ir a den Haag el lunes. Estaré allí algunos días, operando y

atendiendo algunas consultas. Me podrá acompañar, por supuesto. Le darían una habitación en el hospital donde estaré trabajando. Hará lo mismo que aquí.

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-Muy bien, doctor. ¿Se quedará mi madre? -¿Por qué no? Parece feliz. Y se preocupa muy poco por usted. -Sí. Quiero decir, no, no se preocupa gran cosa por mí. -En ese caso, sería mejor dejarla con la señora Blom, ¿no cree? -¿Por qué me ha invitado a salir? -preguntó Serena de repente. -Muriel y yo salíamos de paseo, cuando estábamos aquí -le respondió, tranquilo,

dando la clase de respuesta que podría esperarse de él. Sólo que no era una respuesta en realidad.

Él conducía el coche hacia el centro de la ciudad. Serena movía la cabeza de un lado a otro, para no perder detalle. Preguntó:

-¿Ese es el Munttoren? -Sí, lo verá usted en seguida, pero antes vaya aparcar para que tomemos un café. Giró en Nieuwe Doelenstraat y se detuvo ante el Hotel l'Europe. -¿Aquí? -preguntó Serena. -Aquí -respondió el médico. Se quitó el cinturón de seguridad, bajó el coche y le abrió la puerta. Caminaron

hacia la entrada del hotel, deteniéndose para decirle algo al portero. -¿Su coche? -preguntó Serena alarmada por la forma en que lo había dejado, sin

cerrar las puertas. -Se harán cargo de él --contestó el doctor, llevándola hacia un lujoso vestíbulo-,

hasta que yo quiera. La guió al comedor; se sentaron ante una mesa junto a la ventana y pidió café. -Regresaremos a Amsterdam al principio de la próxima semana. Pasaré en el

hospital dos o tres días y después iré a Leeuwarden. Me mantendré ocupado durante una semana o más. Podrá usted acompañarme, por supuesto.

Serena sirvió el café y le tendió una taza. -¿Y qué hago con mi madre? No puedo dejarla -se apresuró a señalar la chica. -La deja todos los días, ¿no es así? y parece estar muy contenta sin su compañía. -Qué desagradable forma de decirlo, pero usted lo sabe tan bien como yo. -Quizá sea mejor -respondió él con suavidad, evitando su mirada-. Usted no

quiere creerme, pero su madre está tan bien como usted y como yo. Sospecho que se aburre sin tener nada que hacer y se ha inventado su enfermedad. No me mire de ese modo; su madre es una mujer encantadora y bella, todavía. Se podría casar otra vez.

Serena se apresuró a replicar con indignación: -Bueno, yo nunca... Él extendió su taza en demanda de más café. -Usted me impresiona por su sinceridad, Serena, así que déme una respuesta

médica –él le sonrió con calidez ante su sorprendida mirada--. Su madre está feliz con la compañía del señor Harding, ¿o no? ¿La han invitado a ir con ellos hoy'?

-Sí... es decir, no, no me han invitado--contestó lentamente. -Bueno, habiendo aclarado ese punto, vamos a divertimos. Se dirigieron a Kalverstraat.

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-Vamos a visitar el Rembrandthuis. Está en el lado judío y hay otros edificios interesantes.

El museo parecía cerrado cuando llegaron, pero el doctor dio una clave en la puerta y ésta se abrió de inmediato. Hizo entrar a Serena precipitadamente.

-Él es Mijnheer de Vries, el cuidador. El museo está cerrado, pero él es muy amable en dejarnos que lo veamos durante una media hora.

Mijnheer de Vries le estrechó la mano, charlaron de algunas cosas sin importancia y luego lo dejó solo.

-¿Es amigo suyo? -preguntó Serena. -Sí, ahora venga y mire estos dibujos. Media hora más tarde Mijnheer de Vries se les unió. -Usted necesita uno o dos días --le comentó, abochornado. -Sí, pero media hora es más que nada ---señaló el médico-. Estoy muy agradecido. Mijnheer de Vries exclamó el inglés: -¿Agradecido? Yo soy el agradecido, usted salvó la vida de mi esposa. -¿Se encuentra bien? -preguntó el doctor. -Casi como en sus viejos tiempos, gracias a usted. -Es una buena noticia. Ahora debemos irnos. Todos se estrecharon la mano otra vez y la puerta se cerró. -¿Ha abierto el museo sólo para nosotros? -Sí --contestó el doctor ter Feulen llamando un taxi-. Es hora de dar un paseo

por los canales antes de almorzar. Diez minutos más tarde, la ayudaba a subir a uno de los botes, que no llevaba

muchos pasajeros. Serena miraba con ojos asombrados las hermosas casas antiguas alineadas a lo largo de los canales. Había un guía a bordo que daba explicaciones en tres idiomas.

El médico guardó silencio. Observaba la cara arrobada de Serena y se preguntaba por qué se había fijado en esa sencilla muchacha. Su nariz era encantadora y sus ojos sombreados por largas pestañas, tenían un hermoso color. No se explicaba esa urgencia repentina de llevarla a pasear ese día y casi lo lamentaba. Podía haber pasado el fin de semana en Friesland con su madre, visitar a sus hermanos y encontrarse con uno o dos amigos. En cambio, había elegido pasar el día con esa joven que llevaba una vida aburrida y vivía con una madre egoísta. Sin embargo, ella no era aburrida y a veces sus comentarios se caracterizaban por su agudeza.

Fueron a comer a Le Relais. Serena comió con apetito, tomó un clarete y sirvió el café con un suspiro de satisfacción. «Ha sido una excelente comida», reflexionó Serena. Ella preguntó, como un niño que espera una sorpresa:

-¿A dónde vamos a ir esta tarde? -He pensado en Rijkmuseum --contestó el doctor con cortesía. -Oh, sí, pinturas de los siglos dieciséis y diecisiete. ¿No hay galerías de objetos

de porcelana y plata, también? -Sí, sí hay. Muchos turistas van a ver las pinturas y se olvidan por completo de

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las otras exposiciones. Si está usted lista, podemos irnos -él consultó el reloj-. Tenemos el resto de la tarde.

Serena caminaba junto a él en la calle. -Supongo que tendrá usted algún compromiso esta noche -dijo Serena. -¿Por qué lo dice? -Porque imagino que tiene usted muchas amistades y siendo holandés, supongo

que su familia vive aquí y querrá estar con ellos y no desperdiciar su velada. -¿Está usted diciendo que estoy desperdiciando mi día? -¡No, por Dios! Eso sería de muy mala educación. Yo he pasado un rato

encantador y estoy muy agradecida; pero si yo fuera usted, no creo que me gustara llevarlo a pasear.

-¿Por qué no, Serena? -En primer lugar, porque usted ya conoce todo esto, y en segundo, yo no soy

ingeniosa, fascinante o divertida. No tengo mucho que... -¡Qué pesada es usted! -¿Lo soy? No lo creo, pero creo que sería mejor que dejáramos claro que usted y

yo... -le dirigió una mirada ansiosa-. ¿Sabe lo que quiero decir? Él soltó una carcajada y se detuvo a mitad de la acera. Se volvió hacia ella para

que lo mirara a la cara. -¿He dicho que era usted pesada? Pues bien, me reafirmo en mi idea -permitió

que continuara caminando hasta que llegaron al museo, donde pasaron más de dos horas.

Él le explicaba con todo detalle los retratos, los paisajes, la plata, la porcelana, el cristal y el mobiliario. Cuando salieron, estaba oscureciendo.

-¿Té? -le preguntó cuando se encontraban en la calle de nuevo--. Dikker y Thijs están muy cerca de Prinsengracht.

La tomó del brazo y cruzaron a la otra acera. -Permítame añadir que tenemos mucho tiempo antes de mi cita nocturna. -Entonces, me encantaría una taza de té --contestó Serena. Fueron a los elegantes alrededores de Dikker y Thijs, y Serena tuvo cuidado de

no entretenerse mucho, cosa que no pasó inadvertida a los sagaces ojos del doctor. Como ya estaba casi oscuro, tomaron un taxi de regreso al hotel para recoger el Bentley y se dirigieron a la casa de la señora Blom.

El médico bajó del coche, ayudó a descender a la chica, llamó a la puerta y escuchó con cortesía los agradecimientos de Serena. Cuando la señora Blom abrió, él deseó buenas noches a Serena despreocupada y amigablemente y esperó hasta que ella hubo entrado.

-¿Ha pasado un buen día? -preguntó la señora Blom-. Todos han salido a cenar, pero vaya prepararle algo.

Serena se detuvo en el vestíbulo. -No tengo hambre, señora Blom. Si tiene usted un bocadillo o algo ya hecho, es

suficiente.

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--¿Un bocadillo? Oh, sí, un plato de mi exquisita sopa, y también café. Hay un buen programa en la televisión que de seguro le gustará. Quítese su abrigo y venga.

Serena fue a su habitación, se quitó el abrigo, se puso unas zapatillas y se miró en el pequeño espejo.

-Me sorprende que él haya pasado contigo todo el día, querida -le dijo a su imagen-. Debe de haberse aburrido. Me pregunto a dónde irá esta noche. ¿A cenar? ¿A bailar? ¿Al teatro? Con alguna encantadora criatura que le haga reír.

Se acercó a la ventana y miró más allá de los tejados. Se sintió sola, aunque no por mucho tiempo.

-No empieces a sentir lástima de ti -se ordenó-. Has tenido un maravilloso día, una comida deliciosa y has visto muchas cosas. ¿Qué más puede desear una muchacha?

No se contestó. Bajó por la escalera, se comió el bocadillo, felicitó a la señora Blom por la exquisita sopa y se sentó frente a la televisión.

-¿Está usted a gusto? -preguntó la mujer, ansiosa-. Está mi hermano conmigo, si no me sentaría con usted...

-Me siento bien, no se preocupe. Cuando la señora la dejó sola, en la pantalla aparecía una discusión entre varios

hombres que hablaban en holandés. Serena no entendía nada, lo cual no le importó porque tenía mucho en qué pensar: los canales, las viejas casas, el museo, el hotel, las tiendas y, por supuesto, el doctor.

Miró el reloj encima de la chimenea e imaginó a su jefe cenando con alguna elegante muchacha a quien seguramente llamaría «querida», lo cual la hizo reír. Siguió pensando en todo ello y se entristeció un poco, sobre todo al recordar al médico.

Marco Dijkstra ter Feulen, médico eminente, en la cumbre de su profesión y barón por derecho propio, estaba, curiosamente, pensando en Serena. Curiosamente, porque su atención debería haberse centrado en la bella mujer que lo acompañaba. Ella mordisqueaba una tostada mientras le contaba un divertido suceso de su viaje al sur de Francia. Si Serena hubiera estado allí, habría ignorado la tostada y habría disfrutado de una espléndida comida.

-Te habría molestado --dijo su compañera-, creo que es muy desagradable tener que esperar más de una hora para tomar el avión. A mí me disgustan esos cansados viajes -le sonrió--. ¿Vas a estar aquí mucho tiempo, Marc? No nos hemos visto en años.

-Unos cuantos días en la Haya, después vaya Leeuwarden antes de regresar a Londres.

-¿Y ningún día en tu casa? Trabajas demasiado. Necesitas una esposa que te cuide.

-Estoy demasiado ocupado -corroboró él con indiferencia-. ¿Quieres bailar? Serena se fue a la cama temprano. La película era una adaptación de un film

americano que ella ya había visto, pero tenía subtítulos en holandés que lo hacían confuso. De modo que se dio una ducha, se lavó el pelo y se acostó.

Era muy temprano cuando despertó. Se asomó a la habitación de su madre y la

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encontró profundamente dormida. Se' vistió y bajó sin hacer ruido. La señora Blom estaba colocando las tazas para el desayuno.

-¿Ha dormido bien? ¿Quiere desayunar? Creo que los demás bajarán más tarde. Llegaron a casa a la una de la mañana. ¿Está dormida su madre?

Serena asintió con la cabeza. -Ella va a ir con el señor Harding a Scheveningen ahora. El desea examinar el

peñasco. ¿Usted va a ir también? -No, no lo creo. Después de desayunar veré si mi madre se ha despertado. Se entretuvo lo más que pudo en su desayuno y luego subió a la habitación de su

madre. La señora Proudfoot levantó la cabeza de la almohada. -¿Ya estás levantada, querida? ¿Vas a ir a algún lugar agradable? Tendremos una

larga charla esta noche. -Sí, mamá. Que te diviertas. La señora volvió a hundir la cabeza en la almohada y se quedó dormida. Le esperaba un día que no sabía cómo ocupar. «La iglesia», decidió Serena, «pero

¿cuál?» Lo averiguó en seguida. La iglesia inglesa en Begijnhof, por supuesto. En el vestíbulo había anuncios de diferentes espectáculos, restaurantes, museos y del horario de los servicios que tendrían lugar en las iglesias. Encontró lo que estaba buscando y pensó en que si caminaba de prisa, llegaría a tiempo.

-Regresaré a la hora del almuerzo -avisó a la señora Blom. Como el día estaba frío, cogió su abrigo y su único gorro y salió deprisa a la calle.

Recordó el camino que había tomado el doctor. Encontró un asiento en la pequeña iglesia y se instaló allí, respirando con dificultad porque durante los últimos metros había ido corriendo.

Había una gran congregación. Miró alrededor; la mayor parte de los presentes eran ancianos y de vez en cuando algunos niños con sus padres. Su mirada vagó y dio un brinco de sorpresa. Delante de ella, destacando su cabeza y hombros, estaba el doctor ter Feulen.

Los feligreses se arrodillaron y Serena tuvo oportunidad de ver al médico. El no la vería, gracias a Dios. No era probable que se volviera y la sorprendiera mirándolo durante el servicio. En el momento en que el coro y el vicario salieran, ella podría es-cabullirse.

Se dispuso a oír el sermón, pero no escuchó una palabra, pensando que en el momento de salir de la iglesia, de cualquier forma se encontraría con el doctor. Cantó el último himno ansiosa por salir. Sin embargo, no podía hacerlo sin pedir perdón por no poner atención al servicio.

El doctor ter Feulen miró alrededor y la descubrió al instante. Cuando ella salió, él la estaba esperando.

Serena caminó directamente hacia él y exclamó: -¡Caramba! No tenía idea de que lo encontraría aquí. -¿Por qué habría de tenerla? -él no le dijo que había ido a la iglesia por un

impulso, pensando que ése era el lugar más probable en que la encontraría.

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-Es un bonito día -comentó Serena y añadió---: Bueno, hasta luego. Una gran mano se posó en su brazo para detenerla. -¿Café? Hay un Brown Café cerca. Si intenta regresar a la casa de la señora

Blom, caminando, debe tomar algo primero. Ella tenía toda la intención de rechazar el ofrecimiento, pero él no lo permitió.

La obligó a dar la vuelta y caminar hacia la cafetería. Se sentaron a una pequeña mesa y pidió café antes de que ella pudiera negarse.

Ante la aromática bebida, él preguntó: -¿Qué planes tiene para hoy? ¿Va a pasear con su madre? -Oh, así lo espero. Cuando salí, ella acababa de despertar. Regresó muy tarde

anoche -dijo con rapidez. -Apostaría a que ella ha planeado una agradable tarde con usted. Debe estar

lista para salir con todo lo que necesite durante una semana. Partiremos para den Haag a las ocho de la mañana. No me haga esperar.

Ella lo miró pensativa: -¿La señorita Payne lo hacía esperar? -Nunca. -¿Y si yo lo hiciera? -La pregunta está fuera de lugar. No lo hará -respondió él con tal seguridad que

ella estuvo de acuerdo. Era agradable estar sentada allí; sin embargo, rechazó una segunda taza de café,

le agradeció la intención y se despidió. Él la acompañó a la puerta de la cafetería y la observó alejarse. Ella caminaba con rapidez para dar la impresión de que realmente iba a salir a

alguna parte, lo que trajo como consecuencia que se extravió al llegar a un punto en que desembocaban varias calles. Eran casi las doce, hora en que se servía la comida en la casa de la señora Blom. Serena se detuvo, sin saber qué camino tomar. La aparición de un taxi resolvió el problema. Dio la dirección en su recién aprendido holandés, y llegó justo a tiempo.

-Estaba muy preocupada -dijo la señora Blom-. Pensé que tal vez se había perdido.

-Estuve a punto de hacerlo. Espero no haber hecho esperar a nadie. -No, no, ellos no volverán hasta la noche. Han ido a Scheveningen. Tengo sopa

para usted, queso y carne fría. -Oh, siento que haya tenido usted que cocinar sólo para mí. Habría sido más fácil

que tomara un bocadillo fuera. -Yo también debo comer. No hay problema. Esta tarde, ¿saldrá usted de nuevo? -No. Mañana temprano viajaré para den Haag y tengo que preparar mi maleta. -Entonces, ¿no le importaría que fuera a visitar a mi hermana? Es una buena

oportunidad con tan pocos huéspedes... -Por supuesto que no. -Le dejaré té, si a usted no le importa calentar el agua.

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-Por supuesto que no -«una tarde tranquila», se dijo Serena. Precisamente lo que le gustaba.

El silencio era absoluto, una vez que la señora Blom salió. Hizo su maleta, se aseguró de llevar lápices y cuadernos suficientes y bajó a preparar una taza de té. La cocina era muy bonita, más bien antigua. Se entretuvo lo más posible y finalmente, llevó la taza de té junto a la chimenea. Ocupó el sillón, donde se entretuvo en hojear unas revistas holandesas y echar de vez en cuando una mirada a la televisión. Las horas pasaron con lentitud. Se alegró al oír la llave de la señora Blom en la cerradura, pero aún pasaron dos horas antes de que su madre regresara con el señor Harding.

-¿Estás aquí, querida? -preguntó la señora Proudfoot-. ¿Has pasado un día agradable? Yo me he divertido como nunca. Ahora, estoy exhausta. Sé buena, lleva mis cosas arriba y trae mis otros zapatos.

Se sentó en el lugar que Serena dejó vacío y dio una palmadita en el sofá, cerca de ella, dirigiéndose al señor Harding:

-Ven, siéntate junto a mí, y cuéntame más acerca del Rey de Prusia, Guillermo I, cuando llegó al terminar la guerra con Napoleón.

Pasó algún tiempo antes de que Serena pudiera informar a su madre de que iría a den Haag por la mañana.

-¿La Haya? Pero, querida, ¿por qué? Yo sé que el doctor va a trabajar allí, pero seguramente tú podrías venir cada día.

-Son ciento treinta kilómetros, mamá, y es sólo una semana. -¿Y no conoces algo de allí? -protestó la señora. El señor Harding le ahorró la respuesta a Serena. -Margaret, te prometí que no te perderías nada. Tendré que ir allí en unos

cuantos días a estudiar la arquitectura de Ridderzaal, y estaría encantado de que me acompañaras todos los días.

-En ese caso, Arthur, no diré más. En realidad, disfrutaré más una visita con alguien que pueda explicarme todo -sonrió y lo miró con coquetería-. No soy muy útil yo sola, ¿sabes? Siempre he vivido muy resguardada.

Serena dio un suspiro de alivio y al mismo tiempo, se sintió un poco dolida debido a que su madre había olvidado preguntarle qué había hecho ese día, que con excepción de la compañía del doctor ter Feulen, había sido bastante aburrido.

Cuando el médico llegó por la mañana, ella ya estaba lista. Se despidió de su

madre asegurándole que la llamaría todas las noches por teléfono y que estaría de regreso a la siguiente semana. Dijo adiós a la señora Blom y subió al Bentley. Se quedó quieta como un ratón mientras el doctor conducía el coche hacia el camino de den Haag.

-Tendré consultas de pacientes externos por la mañana y quiero que esté usted allí tomando notas. Por la tarde tendré otra serie de consultas y me gustaría que las notas estuvieran mecanografiadas a las cinco en punto. No serán muchas. Enviaré a alguien con una carpeta. Es el libro que estoy escribiendo. Mecanografíe lo más que

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pueda antes de dejar el hospital. -¿Y cuándo será eso? -preguntó Serena. -A las seis, más o menos. Mañana estaré en el anfiteatro. Siga usted con el

manuscrito hasta que le envíe la correspondencia. -Muy bien. ¿En dónde me alojaré? -En la casa de enfermeras. Está a unos cuantos metros del hospital. Hay allí una

cafetería, donde podrá comer. No tiene de qué preocuparse ni pagar nada. Todo está arreglado. Al día siguiente, visitaré un hospital infantil y usted irá conmigo.

-¿Va a estar usted ocupado? -Tanto como usted, no quiero que haya malentendidos con eso -le echó un

vistazo--. ¿Es demasiado para usted? -¡Por supuesto que no! Si la señorita Payne pudo hacerla, supongo que yo también. --Oh, Muriel tenía todo bajo control. Era muy competente. -No estoy muy segura de si eso significa un estímulo o una advertencia contra un

despido -señaló Serena con aspereza. El soltó una carcajada. -Nada de eso, créame, Serena. Usted estaría en Inglaterra ahora si no tuviera

esas cualidades. Lo hará usted muy bien. -Me siento halagada. -Yo nunca hago lisonjas en vano. Su gesto era tan firme, que ella evitó pronunciar una palabra más. El hospital en den Haag era enorme y moderno. A su llegada, Serena fue

conducida por una severa mujer vestida con un anticuado uniforme y una cofia con cintas colgándole en la espalda.

-Usted vendrá conmigo -dijo la mujer en un tono que mostraba su desacuerdo y la condujo lejos del doctor, que murmuró despreocupado:

-En seguida las veré, Serena. La chica fue llevada con rapidez a lo largo de varios pasillos, luego subió en un

ascensor, cruzó una puerta que salía a un corredor muy parecido al del hospital de Amsterdam.

-Su oficina -informó la mujer-. Deje aquí sus cosas. Al fondo del pasillo hay un tocador, donde puede asearse -su mirada implicaba que esto era de urgente necesidad-. Tomará usted sus alimentos al mediodía y vendrá alguien por usted para enseñarle a dónde tiene que ir.

-¿Mi habitación? -preguntó Serena. -Se la enseñarán después del mediodía. Llevarán su maleta allí mientras tanto -la

severa dama la miraba, indecisa-. Espero que esté contenta durante su estancia. -Oh, sí, lo estaré -aseguró la chica con vehemencia, aunque no estaba muy segura

de ello. CAPÍTULO 4 SERENA apenas había tenido tiempo de asearse, arreglar el escritorio a su

gusto y sacar un cuaderno y un lápiz, cuando el teléfono sonó.

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-Tome el ascensor y vaya a la planta baja --ordenó el doctor ter Feulen-, alguien irá a buscarla allí -colgó antes que ella pudiera emitir una palabra.

Así lo hizo. Un joven solemne, de grandes gafas le preguntó: -¿La señorita Proudfoot? -le tendió la mano-. Soy Dirk Moerman. Se estrecharon la mano, con seriedad, y él no le dio tiempo de hablar. -Por aquí -dijo el joven. La condujo con premura por otro corredor y un amplio vestíbulo con gente

sentada en largos bancos y que charlaba con animación. Había una muchacha que empujaba un carrito con café y Serena hizo una mueca al aspirar el aroma. Quizás eso sería todo lo que podría conseguir si simplemente una mínima parte de toda esa gente fueran pacientes de su jefe.

El consultorio estaba al otro extremo del vestíbulo y el médico ya estaba en su escritorio, leyendo las notas que le había dado una alta y hermosa enfermera. La muchacha miró a Serena y le sonrió, pero el doctor sólo levantó una ceja.

-Siéntese en la silla que está en la esquina, Serena -para sorpresa de la aludida, añadió-: ¿Ya ha tomado café?

-No, señor ----contestó ella, sentándose muy erguida. El llamó a la enfermera, que a su vez llamo a otra compañera, y se acercaron.

Entonces él dijo: -Será mejor que tomen café ahora porque no tendrán otra oportunidad. Ella es

Zuster de Vries -se dirigió a Serena-, habla muy bien inglés. Serena saludó con un movimiento de cabeza y sonrió, deseando de repente saber

hablar holandés. Tomó el café cuando lo llevaron y trató de comprender algo de lo que se decía alrededor. Se alegró de que algunos términos médicos sonaran tan parecidos al inglés. Devolvió su taza y tema su lápiz preparado cuando entró la primera paciente. Parecía asustada y Serena observó que el doctor la tranquilizaba antes de comenzar su paciente interrogatorio. El era encantador, pensaba Serena, mientras tomaba con Cuidado las notas concisas de su jefe y los términos médicos. Llamó a la enfermera, que condujo a la paciente a una habitación contigua. El habló con un joven que se le había unido y se volvió hacia Serena.

-Él es mi asistente, Willem Bakker. Ella es Serena Proudfoot, de quien te había hablado. Añada esto a mis notas, por favor.

Le dictó durante varios minutos y cuando terminó, Serena susurró: -Oh, pobrecita. -Por suerte, se puede curar. Vayamos a verla, Willem -se alejaron a examinar a la

paciente. Por la voz agitada que salía de la habitación, Serena pensó que le estaban

diciendo que se necesitaba cirugía. A intervalos, de entre llanto de la mujer y sus exclamaciones, sobresalía la voz del doctor, suave y tranquilizadora. Cuando todos salieron, la paciente se fue tranquila.

La mañana transcurrió pero nadie miró el reloj. Aparentemente, el médico no estaba cansado y esperaba que los demás tampoco. De vez en cuando aparecía la

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enfermera, cuchicheaba con su colega y salía de nuevo. No fue sino hasta casi las dos de la tarde cuando el último paciente salió.

El doctor se puso de pie, agradeció a todos su cooperación y se alejó con su ayudante. Zuster de Vries sonrió a Serena.

-Una mañana difícil. ¿Sabes dónde vas a comer? --cuando Serena negó con la cabeza, continuó--: Entonces, ven conmigo. Tenemos poco tiempo antes de que empiece la siguiente serie de consultas.

La cafetería estaba en la parte de atrás del hospital; era un enorme y ventilado lugar con una larga cristalera a lo largo y una serie de mesas colocadas en filas ordenadas. Mientras comían, solas en el salón vacío, charlaron un poco.

-Le pediré a Zuster Graaf que venga aquí y te enseñe la habitación --dijo amistosa la muchacha holandesa-. ¿Vas a trabajar por la tarde?

-Oh, sí. El doctor ter Feulen quiere sus notas a las cinco y después voy a pasar a máquina su manuscrito.

-Trabaja mucho y nosotros también. -¿Él no está siempre aquí? Quiero decir ¿qué haces cuando él está lejos?

-preguntó Serena. -Trabajar -contestó Zuster, entornando los ojos-. Willem Bakker se encarga de

ello. El doctor viene muchas veces, sólo por un día, o dos, a operar o examinar algunos casos difíciles. El también va a Amsterdam. Pero eso ya lo sabes.

Serena terminó su café. -Sí, trabaja mucho en Londres, también. -Es un buen hombre, pero... ¿cómo decirte? Introvertido. Salieron de la cafetería y la señorita de Vries fue hacia el teléfono. --Ya viene la señorita Graaf. ¿La esperas aquí? Yo tengo que regresar ahora.

Mañana es mi día libre. Voy a casa de mi novio. -Espero que te diviertas --dijo Serena, consciente de este gesto de confianza,

aunque no sabía por qué. --¿Tienes novio? ¿Estás comprometida? -preguntó Zuster de Vries,

deteniéndose un instante. Serena movió la cabeza negativamente y sonrió tratando de hacerlo con

indiferencia. --Deberías. Eres una muchacha agradable. El doctor ter Feulen me lo dijo. Serena se quedó reflexionando sobre esto, aunque no por mucho tiempo, porque

la severa mujer llegó, con actitud un poco más amable. -¿Viene conmigo? -Sí, gracias, señorita Graaf. A Serena le gustó su habitación. Era pequeña pero confortable. La ducha estaba

al final de pasillo. Las enfermeras la despertarían cada mañana a las seis y media, por lo que debía apagar la luz a las once y media.

Una vez que se quedó sola, sacó sus cosas de su maletín y se apresuró a regresar a la oficina. A las cinco estaba lista la correspondencia, y como nadie le dijo por cuánto

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tiempo tenía que trabajar, continuó con el manuscrito. Era un texto lleno de palabras incomprensibles que sólo los expertos en medicina

entenderían. O probablemente el trabajo de un genio, escrito de modo casi ininteligible.

Eran casi las seis y estaba cansada, hambrienta y con sed. Nadie se había acercado desde las tres de la tarde en que le habían ofrecido una taza de té y ella había olvidado preguntar a qué hora podría dejar de trabajar y, lo más importante, a qué hora cenaría. Miró esperanzada hacia la puerta cuando ésta se abrió, pero era el doctor ter Feulen, con un fajo de papeles en una mano. Se sintió decepcionada.

-¿No le agrada verme? -preguntó él con suavidad. -Me encanta ver a cualquiera --contestó, molesta-. Me gustaría saber cuánto

tiempo voy a continuar trabajando y dónde y cuándo cenaré. ¡Y usted llega con más trabajo!

-No, no --contestó él con suavidad-. Este trabajo es para mañana. Siento que nadie le haya informado acerca de las horas laborales y de las comidas. El trabajo es hasta las seis, y la cena a las siete y media en la cafetería. Desde luego, no tiene que ir allí se prefiere otro lado. Pensé que quizá podríamos cenar juntos.

-¿Nosotros? ¿Cenar? -su sorpresa apenas lo afectaba, pero las comisuras de sus labios, se torcieron a causa de la diversión.

-Tenemos que comer, ¿o no? Por lo pronto, yo tengo hambre, y debo añadir que mañana será un día muy ocupado y no habrá tiempo para decirle lo que quiero que usted haga.

-Oh, bueno, en ese caso... --concedió Serena y añadió----: Necesito ponerme algo...

-Iremos a un lugar tranquilo -le aseguró el médico-. Estaré en el coche en quince minutos.

El sostuvo la puerta mientras ella pasaba delante de él. Serena pensaba en cómo se vestiría. Era obvio que tendría que ser el vestido verde. Corrió a la ducha. Se arregló la cara y el pelo y se puso las zapatillas negras que rara vez usaba. Su imagen en el espejo no era muy estimulante. El vestido le quedaba bien, tenía cierta elegancia. Se puso una chaqueta, cogió su bolso y salió corriendo del hospital para taparse con la figura del doctor, que la saludó con una mano y le dijo:

-La habría esperado, ¿sabe? Con cuatro hermanas, estoy acostumbrado esperar a las mujeres por lo menos quince minutos después de la hora señalada.

-¿Cuatro hermanas? -le preguntó Serena con estupor en mitad de la acera. De algún modo no había pensado en la posibilidad de que él tuviera familia-. ¿También hermanos?

-Tres. -Oh, yo nuca pensé... -lo miraba con sus hermosos ojos color claro, sombreados

de largas pestañas-. Quiero decir... bueno... Hizo una pausa y él la ayudó con una tranquila sonrisa. -Soy el mayor --sonriéndole, abrió la puerta del coche-. Espero que tenga

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apetito, yo no he tenido tiempo de comer. Ella apenas había echado una mirada a den Haag esa mañana. Ahora estaba

oscuro y no tenía idea de dónde estaban. El condujo el coche hacia el centro de la ciudad, y minutos después entraron a una ancha avenida.

-Hay un sitio agradable en Wassenaar, en las afueras de den Haag. Ya casi hemos llegado -miró un momento a la chica-. Creo que está cansada, la he hecho trabajar mucho.

-Usted me lo advirtió -le recordó ella-, y todo fue muy interesante. Me gustaría entender más acerca de su trabajo, pero le aseguro que aprenderé los conceptos básicos.

Entraron en una calle estrecha flanqueada por árboles, y él aparcó el coche en un lugar que parecía un restaurante campestre. Serena suspiró de alivio, pues todavía dudaba acerca de su vestido verde. Adentro, se sintió mejor. Era un lugar con pequeñas mesas, manteles de colores y luces de velas. Había un bar en un extremo y un buen número de gente, vestida de forma sencilla, como ella. Dio otro suspiro de alivio, que fue advertido por su compañero, que le quitó la chaqueta antes de entrar en el bar.

Tomaron un jerez y leyeron la carta. Pese a ser un bar campestre, resultaba caro, a juzgar por los precios, que convertidos en libras eran astronómicos. Preocupada por eso, escogió la comida más barata, pero el médico no estuvo de acuerdo con su elección.

-Siga mi consejo -le suplicó---, los champiñones al ajillo son deliciosos y aquí preparan una espléndida langosta. ¿Me permite que pida por usted?

No esperó la respuesta, sino que llamó al camarero y pidió vino sin mirar la lista; luego se acomodó en su silla.

-¿Qué piensa usted del hospital? -quiso saber el médico. Serena siempre necesitaba de un interlocutor interesado, porque a su madre no

le interesaban los hospitales ni las enfermedades, dio sus opiniones francas. El doctor ter Feulen la escuchaba con gravedad, diciendo una palabra de vez en

cuando para animarla, y si algunas de sus expresiones lo divertían, nada que no fuera una chispa en sus ojos entornados lo mostraba.

Él era un excelente anfitrión y una agradable compañía cuando quería serio. Ella comió los champiñones y la langosta seguidos de un enorme helado de chocolate con una abundante cantidad de crema batida, nueces y frutos secos. Tomó el vino que él le sirvió, pero rechazó un segundo vaso y el brandy en el café.

-No suelo beber. Casi no salgo -reveló Serena. Ella volvió a llenar la taza del café del doctor. -Me gustaría que continuara con el manuscrito mañana. Es probable que no tenga

usted las cartas hasta la tarde, y quiero firmarlas alrededor de las seis y media como mucho. Tengo un compromiso por la noche... --continuó con los detalles de trabajo para el resto de la semana y le anunció---: Tendrá usted libres el sábado y el domingo, y esté lista para regresar a Amsterdam conmigo el lunes en la mañana. Le diré la hora en

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el transcurso de la semana. Ella supo que la agradable velada había terminado, cosa que lamentaba, aunque

quizás él no. Comentó a su jefe que le gustaría regresar al hospital porque la esperaba mucho trabajo al día siguiente, igual que a él.

De regreso al hospital, él bajó del coche y le abrió la puerta. La acompañó hasta la entrada para verla desaparecer en el vestíbulo. Le deseó buenas noches y se alejó por uno de los corredores. Por su decidido paso, ella concluyó que él ya la había olvidado. Pero, ¿por qué debería recordarla? Con actitud reflexiva, se dirigió a su habitación.

No lo vio al día siguiente. Mecanografió el manuscrito deseando poder entender aunque fuese una mínima parte de él. Un poco después de las cuatro, el portero le llevó un fajo de cartas y de notas. Abandonó el manuscrito con alivio y se dedicó a la correspondencia. Eran casi las seis y media cuando regresó el portero a recogerlas. Se las entregó, arregló el escritorio y fue a la residencia de las enfermeras. Cenó y pasó una hora viendo la televisión en compañía de otras chicas en la sala de descanso. Después se fue a la cama a leer una guía turística que le había prestado una enfermera. Buscó la página de «Restaurantes y Cafeterías». No era muy probable que su jefe la volviera a invitar, pero tenía una ligera esperanza.

El resto de la semana transcurrió en una actividad frenética. El viernes por la noche, Serena estaba francamente harta de su pequeña oficina y habría tenido la suficiente fuerza para arrojar la máquina de escribir por la ventana. En ese tiempo, había obedecido al pie de la letra todas las instrucciones del doctor ter Feulen sin mirar el reloj, correspondiendo a las cualidades de la señorita Payne. Para su sorpresa, el médico asomó la cabeza por la puerta cuando ella estaba arreglando su escritorio por última vez y agradeció su arduo trabajo.

-Me las llevaré si ya están listas -recogió el material terminado-. La espero el lunes a las ocho de la mañana. Iremos al hospital directamente desde aquí, pero después de la consulta matutina, no la necesitaré hasta la mañana siguiente, de modo que podrá ir a la casa de la señora Blom y ver a su madre.

Serena le dio las gracias y lo vio alejarse por el corredor antes de apagar las luces y cerrar las puertas. Lamentó haber olvidado agradecerle el sobre que había encontrado esa mañana en su escritorio. Contenía algunos billetes holandeses y una nota en que decía que quizá le gustaría tener algo de su salario para ir de compras.

Sería maravilloso tener un día para sí misma. Había llamado a su madre la noche anterior, pero no la había encontrado y la señora Blom le había informado de que ella y el señor Harding planeaban pasar el fin de semana en Arnhem, y le había dicho que ella le daría un mensaje si así lo deseaba. Serena contestó que no se molestara, que le dijera que regresaría el lunes y que le diera su cariñoso saludo.

Colgó el auricular, decepcionada. Pensaba ir a den Haag con su madre y pasar un día de compras, pero seguramente Arnhem sería más interesante.

Salió después del desayuno, con un mapa y una guía de viajero y pasó la mañana inspeccionando Ridderzaal, cruzó Binnenhof hacia Mauritshuis, una encantadora casa

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del renacimiento holandés, que alojaba magníficas pinturas del siglo diecisiete. Podría haberse quedado en ella más tiempo, pero le faltaba mucho por ver.

Caminó a lo largo de Korte Vijverberg y Lange Vijverberg, de modo que pudo admirar las fachadas de las antiguas casas. Le dio hambre y buscó una cafetería, donde comió y bebió café antes de continuar su excursión.

Decidió visitar las tiendas y dejar para el domingo las iglesias y los parques. Revisó los escaparates de las boutiques, de las joyerías y tiendas de artículos de piel y finalmente fue a buscar un regalo para su madre y otro para la señora Blom. Escogió pendientes de filigrana de plata para su madre y una pañoleta de seda para la señora Blom, ya que nunca salía de la casa sin una.

Ella pasó el domingo explorando den Haag otra vez, en esta ocasión las iglesias; Sint Jacobs Kerke y el hospicio del Espíritu Santo. Caminó a Kloosterkerk y encontró una cafetería, donde comió.

Madurodam era algo que se había prometido visitar. Pagó su modesta cuenta y salió a la calle. Cogió el autobús que la llevaría allí.

Era tan maravilloso como las enfermeras le habían contado. Una ciudad en miniatura, las calles ya iluminadas porque empezaba a oscurecer, tranvías y autobuses, canales, trenes, casas de todo tipo, iglesias, teatros, tiendas. Había hasta un aeropuerto y un parque de atracciones. Pasó mucho tiempo allí hasta que el frío de la noche le recordó que necesitaba tomar un té. Regresó a den Haag. Tomó el té en una elegante cafetería, y regresó a su habitación. Se sintió ligeramente culpable porque pensó que su jefe habría trabajado mucho.

Pero no era así; él había pasado el fin de semana en Friesland. Serena fue puntual el lunes por la mañana, pero él ya la estaba esperando en el

coche. Bajó, puso la maleta de Serena en el maletero y le abrió la puerta. -No he llegado tarde. -Buenos días, Serena. No, yo he llegado pronto. Así que cálmese y cuénteme lo

que ha hecho el fin de semana. Él estaba muy amable y ella respondió de prisa, pero cuidadosa de no extenderse

en sus explicaciones para no aburrirlo. Estaban llegando a Amsterdam en medio del denso tráfico de la mañana, cuando dijo el doctor:

-Tengo que pasar unos días en Leeuwarden, para dar un par de conferencias y algunas consultas. De allí regresaremos a Londres. Usted irá conmigo, será una buena oportunidad para continuar con el manuscrito.

-Sí, doctor --contestó Serena con calma, y luego añadió-: ¿Mi madre? -Supongo que le gustará permanecer en Amsterdam algunos días. Podremos

recogerla en el camino de regreso -le echó una mirada rápida-. Puede discutirlo con ella esta tarde.

-Sí. ¿Cuándo desea usted ir a Friesland? -Déjeme ver. Hoy es lunes, tengo que estar allí el viernes por la mañana, así que

podremos ir el jueves por la noche. Se alojará en la residencia de enfermeras. Si no hay problemas, saldríamos el lunes siguiente. Usted regresará a casa ese día. Lo

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siento, no puedo ser más explícito en este momento. Continuaron en silencio hasta que él detuvo el coche en la entrada del hospital.

Salió para abrirle la puerta, cogió la maleta y acompañó a la chica hasta el ascensor. -La veré dentro de veinte minutos, en la consulta externa. Había muchos pacientes. Ella rezó para que su jefe no le pidiera tener las notas

ya listas a las cinco. Parecía que no. Cuando la consulta terminó, le dijo: -Vaya a la casa de la señora Blom después de la hora del almuerzo. No hay

necesidad de que regrese hasta mañana a las nueve. Mecanografíe lo que pueda. Estaré operando durante la mañana, así que usted tendrá tiempo de terminar. Habrá correspondencia por la tarde -ya en la puerta, añadió-: coja un taxi y súmelo a sus gastos.

Serena regresó a su oficina. Dejó todo listo para trabajar más tarde, fue a la cafetería para una rápida comida y detuvo un taxi. Llamó a la puerta de la señora Blom a tiempo para el té de la tarde.

La señora se enorgullecía de saber adaptarse a la personalidad de sus huéspedes. A los ingleses les gustaba tomar el té él las cuatro, así que a esa hora lo servía. Regresaba con la bandeja ya vacía cuando Serena llamó al timbre. La señora le abrió en seguida. Su recibimiento fue cálido.

-¡Serena! Justo a tiempo para el té. Deje su maleta en el vestíbulo, quítese la chaqueta y vaya al estudio. ¿Me contará todo pronto?

Serena aceptó por supuesto, y entró en el estudio. Todos estaban allí, y hubo gritos de «Oh, Serena, ¡qué agradable!» «Justo a tiempo para el té» y ¿Vas a quedarte?»

Ella sonrió y respondió las preguntas. Después fue a besar a su madre. Ella gritó: -¡Querida! ¡Qué alegría verte! Te veo cansada. Deberías hacer algo por tu pelo,

quizás un tinte. ¿Te has divertido? ¿Has hecho nuevos amigos? ¡Ven, siéntate junto a mí!

Alguien le pasó a Serena una taza de té y la señora continuó: -Yo he pasado una espléndida semana. Nosotros, quiero decir el señor Harding y

yo, hemos ido a muchos lugares. Ya he perdido la cuenta -soltó una risita-. ¡Qué tonta soy, es que ha sido todo muy interesante!

Hubo un murmullo general de conversaciones. Todos opinaban sobre den Haag. Sólo el señor Harding tenía muy poco qué decir.

Terminó la hora del té y la señora Proudfoot se excusó para subir con Serena y ayudarla con su maleta.

Como eso jamás lo había hecho, Serena pensó que había sido una excusa para charlar, circunstancia que aprovechó Serena para decirle que saldría para Friesland en unos cuantos días. No creyó que a su madre le importara, ya que parecía muy contenta en la casa de la señora Blom.

Mientras Serena sacaba sus cosas de la maleta, la señora caminó hacia la ventana y observó la calle.

-Mamá -empezó Serena con cuidado-, pensé que regresaríamos a Londres esta

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semana, pero el doctor tiene que ir a Leeuwarden y yo debo acompañarlo. ¿Te importaría quedarte aquí unos días más?

La señora se volvió hacia ella, riendo. -Querida niña, ¡nada podría ser mejor! El señor Harding regresará a Inglaterra

el miércoles, se ha ofrecido a llevarme y yo he aceptado. Ya sabes cómo odio ir en avión. Viajaré en su coche y no tendré que molestarme por nada -vio la expresión de sus hija y agregó-: Además, es hora de que regrese a casa y compruebe que todo está en orden. Todo aquí ha sido encantador, querida, pero esta es una buena oportunidad de viajar cómoda que no deseo perder.

-Sí, por supuesto, mamá. ¿Estarás bien en casa? -preguntó Serena mientras doblaba con cuidado una blusa-. Regresaré dentro de una semana, supongo. El doctor ter Feulen no ha dicho exactamente cuándo.

-¡Estaré perfectamente! No soy una anciana, tú lo sabes -enfatizó la señora con agudeza, mirándose en el espejo y arreglándose el pelo-. Por supuesto que tú debes quedarte, ya que trabajas para el doctor. ¡Seguro que te has divertido!

-Sí, sería mejor decírselo al doctor, ¿no crees? -¿Y por qué el disgusto? -la señora frunció el ceño-. A él le dará lo mismo que me

vaya o que me quede. Dile que el miércoles... o no, mejor le escribiré una nota y tú se la darás.

-Muy bien. Lamento que no hayamos tenido la oportunidad de ir a algún lado juntas. Habría sido divertido salir de compras.

-Oh, querida, eso me recuerda que compré el vestido más bonito que encontré en Arnhem. De crepé gris pálido con un elegante corte, deberías verlo -diciendo esto, la señora se dirigió a la puerta-. Te dejo para que te arregles, querida, te veré a la hora de la cena. ¿Vas a estar aquí?

-Sólo esta tarde. Regresaré a trabajar mañana temprano. El doctor ter Feulen pensó que me gustaría saber cómo estabas.

La señora hizo una mueca. -Entonces será mejor escribir esa nota y tenerla lista esta noche. Entonces

podremos decimos adiós, mi pequeña. Tú sabes lo terriblemente mal que me siento si no duermo, y saldré mañana por la noche.

Cuando Margaret salió, Serena se sentó en la cama. Tenía ganas de llorar, pero no era el momento, ni el lugar. Además, debería sentirse encantada de que su madre estuviera contenta después de tantos años de enfermedad. Sin embargo, se sentía herida, sola y desdichada. Terminó de colocar sus cosas. Después de la cena quizá tendría que lavar algunas prendas. Su jefe no había dicho si irían a Friesland directamente desde el hospital o podría disponer de una hora o dos en la casa de la señora Blom. Tendría que preguntarle.

Se arregló la cara y el pelo, se cambió de blusa y bajó de nuevo. Iba a levantarse temprano a la mañana siguiente, pero como la señora Blom era muy madrugadora, eso no sería problema. Se despidió de su madre, cogió la nota para el doctor ter Feulen y volvió a hacer su equipaje. Todo lo que sabía era que él deseaba ir directamente a

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Friesland, el jueves. Ella pensaba, en su ociosidad, en quién se encargaba de mantener la ropa dd

doctor, tan impecable. A las nueve de la mañana, Serena se encontraba ya en su escritorio, revisando la

pila de cartas y notas que había en él. También estaba el manuscrito. Se dedicó a trabajar hasta la hora del almuerzo. Cuando regresó, había otra pila de cartas y notas del trabajo que el doctor había hecho en el anfiteatro durante toda la mañana. A las cinco y media las había terminado y estaba enfrascada en el manuscrito, cuando entró él.

-Las firmaré aquí. Quizá quiere usted bajarlas cuando salga. -Sí, señor. -¿Está bien su madre? -tenía la cabeza sobre los papeles. -Sí, gracias. Me pidió que le entregara esta nota. Él extendió la mano, sin

mirarla. Terminó con lo que estaba haciendo y después la abrió. Serena le observaba mientras leía. Pero era imposible saber lo que pensaba.

-¿Usted no tiene objeción en permanecer aquí unos días más? Su madre parece muy contenta con sus planes.

-Por supuesto que me quedaré -respondió Serena con resolución-. Mi madre vino porque usted fue muy amable al permitirle que lo hiciera. Le estoy muy agradecida. Ella ha estado muy contenta...

-Ya ha olvidado su enfermedad -aseguró él con sequedad-. Me alegro. Cogió de nuevo su pluma y continuó firmando. -Debo irme. Ya llego tarde. ¿Qué piensa usted hacer por las noches, Serena? La pregunta la tomó por sorpresa. -Cenaré y veré la televisión. Estoy tratando de aprender algunas frases en

holandés --concluyó ella débilmente. Ella lo vio alejarse después de desearle buenas noches y recordarle que estaría

ocupado por la mañana y que ella continuaría con su manuscrito. Los días pasaron rápidamente. Serena llamó a su madre por teléfono el miércoles

para desearle buen viaje de regreso. -Te llamaré por la noche, mamá. Ya habrás llegado para entonces. -Oh, no, querida, no lo hagas. Estaré muy cansada por un viaje tan largo, aunque

sea muy cómodo. Iré directamente a la cama. Mejor yo te llamaré, dame el número. -Voy a ir a Friesland el jueves -le recordó Serena. -Oh, estaré en contacto contigo por la mañana, querida. Diviértete -----colgó el

auricular. El jueves por la mañana tuvo lugar la última serie de consultas. A Serena le

pareció que había más pacientes que nunca. Iban a salir a las seis del hospital y se dio tiempo para llamar a la señora Blom y avisarla. Por la tarde, Margaret la llamó para decirle que había tenido un buen viaje, que permanecería unos días en casa, tranquila, y le recomendó que no se olvidara de divertirse.

Serena miró la pila de cartas que tenía que mecanografiar. Difícilmente le

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permitirían divertirse y pensó que lo mismo sería en Friesland y en Londres, una vez que regresaran.

Se recordó que no había razón de queja. Tenía un buen salario, una agradable casa y la compañía de su madre. Terminó su trabajo y pasó unos minutos haciendo sumas. Contaría con suficiente dinero para comprar la ropa que quería y contribuiría con un poco más al presupuesto de la casa. Cubrió la máquina, dejó su escritorio limpio y se apresuró a salir con el doctor.

CAPÍTULO 5 ¿YA ha comido? -preguntó el doctor ter Feulen, mientras Serena entraba en el

coche y él colocaba la maleta. -Sí, gracias --dijo muy formal, aunque no lo había hecho. -Qué lástima, yo no he tenido tiempo para comer y la taza de té que me sirvió la

enfermera en el anfiteatro no hizo más que estimular mi apetito -se sentó junto a ella y se ajustó su cinturón. Parecía resignado y ella se compadeció.

-En realidad, no he tomado nada desde el desayuno. Él se volvió a mirarla con franca interrogación. -Sí, lo sé, pero es que yo no quería... pensé que usted sólo deseaba ser cortés.

Usted sabe a lo que me refiero. -No, no lo sé, y nunca soy cortés a menos que la ocasión lo requiera. Serena, no

me mienta nunca más. -Bueno, a menos que sea necesario. -Esa necesidad no surgirá. Hay un lugar en Hoorn, podremos llegar allí en media

hora. El restaurante era agradable e iluminado. Mientras comían, él detallaba el

programa de actividades de los siguientes dos días. -Mañana estaré en al anfiteatro, y el sábado hay dos cosas que me están

esperando. Voy a la dirección del hospital, donde habrá una reunión en cualquier momento. Le daré las notas del anfiteatro para que las mecanografíe y archive. Podrá continuar con el manuscrito.

-¿Trabajará usted el domingo? -No. Saldremos el lunes en la mañana. Después le diré la hora. Estaba oscureciendo cuando dejaron el restaurante. Viajaron por Afsluitdijk y

entraron a Friesland. Como era imposible ver el paisaje, el doctor no se molestó en decir palabra alguna a Serena. Después de pasar varios pueblos, él le anunció Franeker, una población más grande.

-Ya casi hemos llegado. -Los carteles no están en holandés --dijo Serena-, ¿o no todos lo están? -No, claro que no, ahora nos encontramos en Friesland y todo el mundo habla

Fries. -¿No saben holandés? -Por supuesto, pero entre ellos hablan su propio dialecto. -¿Hablan inglés? Me las he arreglado para aprender algunas frases en holandés...

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-¿De verdad? No se preocupe, también se habla inglés. Disminuyó la velocidad al entrar en Leeuwarden, a través de una fila de casas de

ladrillo rojo. Se perdieron las casas en la distancia y el camino se hizo más estrecho en el centro de la ciudad. Las calles estaban casi vacías, pero los escaparates de las tien-das seguían iluminados y Serena pudo ver que la construcción de los edificios era antigua y pintoresca. No tuvo tiempo de ver mucho, pues el coche entró a una calle estrecha y se detuvo en un patio. entre dos pilares de piedra. Más allá se vislumbraba el hospital. Era más grande de lo que ella esperaba. El médico se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó del coche. Abrió la puerta a Serena, cogió la maleta y se dirigieron a la entrada. Había un portero que sostuvo la puerta mientras el doctor le hablaba. Él asintió, cogió la maleta y se dirigió al teléfono.

-Ustedes no han hablado en holandés--observó Serena. -Por supuesto que no-el médico le sonrió y añadió--: Yo soy de esta región Se alejó para coger el teléfono de manos del portero y después regresó junto a

ella, -HoofdZuster Grimstra viene por usted. La conducirá él su habitación y la

llamarán por la mañana para enseñarle dónde va a comer y dónde va a trabajar. Si tiene usted algún problema, llámeme.

-No sabré dónde estará usted. Serena de repente se sintió muy sola. -No, pero cualquiera puede localizarme --dijo algo al portero, que asintió con la

cabeza. -Piet dirá a los demás porteros en turno que la atiendan. Si me necesita, sólo si

es urgente, por favor, dígales mi nombre a cualquiera de ellos. Serena dedujo que su jefe era tan importante que cualquier sabía dónde

encontrarlo. Le dio las gracias y él sonrió, pero no a ella. La chica se volvió hacia la persona que se les había unido, una espléndida mujer,

de ojos azules y cabello gris que sujetaba con un alfiler a la manera antigua, en un moño. Llevaba uniforme y cofia y se mantenía muy erguida.

La señora estrechó la mano del doctor, que le presentó a Serena, como su secretaria.

-HoofdZuster Grimstra se hará cargo de usted. Vaya con ella, Serena -ella frunció el entrecejo y él añadió-: Por favor. La veré mañana.

-Buenas noches -se despidió ella con voz opaca. Casi tenía que andar a zancadas para seguir el paso de HoofdZuster Grimstra.

Recorrieron un largo corredor que atravesaba el hospital, luego subieron por una escalera que las llevó a otro vestíbulo.

-Usará usted esta escalera y esta puerta. La residencia de enfermeras está detrás.

Era un amplio espacio. La enfermera abrió una enorme puerta, había otro largo pasillo con puertas a los lados. Abrió una de ellas e introdujo a Serena en su habitación. Ésta era como las de los demás hospitales, con un detalle extra de

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bienvenida. -A usted le gusta el té -dijo HoofdZuster Grimstra-, por lo tanto, aquí hay una

bandeja, una jarrita y una tetera. -¡Qué amable! -exclamó Serena, contenta-. Muchas gracias. -Se la llamará a las siete. Una enfermera le enseñará el comedor. Le deseo que

pase buena noche, Serena. HoofdZuster Grimstra le sonrió y se despidió, dejando a la recién llegada para

que examinara su dormitorio. Por la mañana, una joven y alegre enfermera la llevó al comedor para desayunar.

Después de tomar pan con mantequilla, queso y un delicioso café, HoofdZuster Grimstra la condujo a su lugar de trabajo, donde encontró el manuscrito y suficiente papel para mantenerse ocupada durante días.

-Comerá usted a las doce -dijo HoofdZuster Grimstra y se alejó. Transcurrió la mañana y Serena se sentía un poco sola. Por suerte, la charla y la

alegría de las demás enfermeras durante el almuerzo, mitigaron su incomodidad. Regresó al trabajo que sólo fue interrumpido con una taza de té sin crema, a mitad de la tarde. De su jefe no tenía noticias. Como a las cuatro de la tarde, se presentó el portero con varias notas para mecanografiar.

-Escritos con su mano izquierda ya ojos cerrados -declaró Serena a la sala vacía-. Jamás he visto peores garabatos.

Tardó más de una hora en descifrarlas y convertirlas en perfectos informes. Terminó a las seis, y como no tenía noticias del doctor, bajó con el portero a quien entregó los escritos y pronunció el nombre del médico con firmeza. El portero llamó a un mensajero y le entregó el material dándole instrucciones.

-¿El doctor ter Feulen? -preguntó Serena sólo para asegurarse, pero el portero había entendido bien lo que quería.

-Sí, sí, señorita. Ella observó al mensajero alejarse, deseando haber hecho lo correcto. La cena se sirvió a las seis y media. Serena comió con apetito y conversó con las

demás enfermeras, que mostraban hacia ella una actitud amistosa. Se quedó un rato viendo la televisión y tomando café antes de ir a la cama. Había sido un día relativamente tranquilo. Decidió irse a la cama aunque no hubiera visto a su jefe.

Una mano secreta dejó más hojas del manuscrito en su escritorio. Ella pasó la mayor parte del sábado ante la máquina, feliz de saber que estaría libre el domingo. Planeó recorrer Leeuwarden y encontrar un buen lugar para comer. Seguramente las tiendas estarían cerradas, pero podría mirar los escaparates. Terminó su trabajo, limpió el escritorio y recogió el trabajo terminado para llevarlo nuevamente con el portero. Pensó que el doctor ter Feulen estaría ocupado en sus reuniones. Apagó la luz, pero en ese momento alguien las encendió de nuevo.

-¿Ha terminado? -preguntó él-. Espléndido. Déme las hojas por favor. Mañana esté lista a las nueve en la puerta de entrada.

-¿Vamos a otro hospital?

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-No. Nos tomaremos unas cuantas horas libres, espero, antes de regresar el lunes.

-¿Dónde? -Lo mantendremos como una sorpresa --expresó el doctor con suavidad.

Permaneció a un lado para darle el paso. Apagó la luz y cerró la puerta-. ¿Ha estado usted cómoda aquí?

-Sí, gracias -respondió Serena con frialdad-. Pensaba ir a Leeuwarden. No estoy muy segura...

-Si no está usted segura, no le importará posponerlo para otra ocasión. ¿Lo hará? Bajaron juntos por la escalera, pero él se volvió para ir en sentido contrario. -A las nueve, no lo olvide -le sonrió repentinamente-. Buenas noches, Serena. Mientras cenaba, ideaba infinidad de razones para no ir con él, pero lue inútil. Se

impuso la certeza de quc él la trataba muy bien cuando estaban juntos. Era una hermosa mañana, aunque fría. Serena se vistió y se arregló con cuidado y

eligió unos zapatos bajos. Botas sería lo lmcis apropiado, pero los zapatos bajos, aunque probablemente no eran los adecuados, al menos eran más ligeros y le daban mayor libertad. Desayunó, hizo su maleta una vez más y bajó al patio. No tenía idea de la hora en que saldrían el lunes así que dejó todo preparado. Él sólo había dicho «unas cuantas horas»», lo cual no significaba nada.

El Bentley estaba aparcado en la entrada y el doctor ter Feulen sostenía una seria conversación con un hombre de edad. Serena caminó con lentitud sin saber qué hacer.

-Buenos días, Serena. Venga y conozca al doctor Heringa, el director del hospital-se volvió al doctor para presentar a la chica.

-Mi secretaria y brazo derecho, Serena Proudfoot. Ella estrechó la mano del hombre mayor. -Buenos días. -Disfrutarán de este día, estoy seguro -replicó el doctor Heringa-. Encantado de

conocerla, señorita Proudfoot. No los entretendré más. Te veré antes que te vayas, Marc -le dio unas palmaditas en el hombro.

Serena tuvo un sentimiento de placer al acomodarse en su asiento. El coche era tibio y cómodo, y ella se sentía muy bien. De pronto su ánimo decayó.

-Deberías usar un abrigo de invierno -observó el doctor en tono intrascendente, mirándola de reojo.

-He decidido que no -dijo ella con tono cortante y añadió-: Además, lo que use no es de su incumbencia.

-Mi querida niña, no me conteste de ese modo. y sí es de mi incumbencia. No quiero que mi secretaria se resfríe -ya había puesto en marcha el coche y lo detuvo volviéndose hacia ella-. ¿Hacemos las paces?

-Naturalmente, doctor ter Feulen --contestó ella con dignidad-. ¿A dónde vamos?

-Ah, espere y verá -fue todo lo que dijo.

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Salió de Leeuwarden y se dirigió hacia el norte. Siguió una señal que decía «a Dokkum».

-¿Vamos hacia la costa? -se aventuró a preguntar la chica. -Sí -fue la lacónica respuesta. Ella decidió no volver a decir más. A Serena le habría gustado detenerse en Dokkum. Tenía un canal que atravesaba

la pequeña ciudad y sus antiguos edificios eran muy hermosos. Sin embargo, él pasó de largo. Abandonó la carretera principal y ahora atravesaba un camino de piedras que iba junto a un canal. Pasaron dos poblados más, en seguida se encontraron con una fila de árboles de entre los cuales emergía un pueblo, protegido por una vasta área de tierra que lo rodeaba. La iglesia dominaba el escenario, las casas estaban recién pintadas y las ventanas iluminadas y cubiertas con blancas cortinas.

-¡Qué precioso pueblito! ¡Parece una ilustración en un cuento de hadas! ¿Cómo se llama?

-Oosterzum. Salieron del pueblo y se encontraron con una alta estructura de hierro a un lado

del camino, entre pilares de piedra. El médico pasó entre ellos y se dirigió hacia una casa cuadrada, de paredes blancas y persianas verdes en cada una de las ventanas que formaban una fila ordenada.

-¿Dónde estamos? -preguntó Serena. -En mi casa -detuvo el coche ante la puerta, desabrochó el cinturón de Serena y

se bajó del coche para abrirle la puerta. La cogió del brazo con firmeza y caminaron sobre la grava hacia la casa; la puerta se abrió intempestivamente y salieron niños, perro y un buen número de personas.

-Mi familia -explicó el doctor ter Feulen. Parecía que todo el mundo estaba allí. Fue presentada a las hermanas, cuatro

jóvenes, altas, rubias y hermosas, con brillantes ojos azules. -Talitha, Sanna, Wibekke y Prisca -dijo él-. Sabrá quien es quién más tarde -se

separó de ella un momento para saludar a sus hermanos, mientras ellas le estrechaban la mano hablando al mismo tiempo.

-Mis hermanos: Wilbren, Kaeye y Stendert. -No se moleste en recordar nuestros nombres -dijo Wilbren alegremente-, y

debo advertirle que hay más ahí dentro. La llevaron al interior de la casa, seguidos por el doctor y sus hermanas. Una vez

reunidos en el vestíbulo, Marc se acercó a ella otra vez. -Venga a conocer a mi madre -la invitó y cruzó el vestíbulo. La habitación a la que pasaron era aún más grande que el vestíbulo, tenía grandes

ventanales cubiertos con cortinas de terciopelo que prolongaban el diseño de la alfombra que cubría casi la totalidad del suelo. «Muy antiguo», observó Serena, «y hermoso».

Había varias personas en la habitación: cuatro hombres de pie entre los ventanales y dos mujeres con ellos, todos altos y de aspecto agradable. La señora que

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acudió a su encuentro no era tan alta ni tan hermosa. Su pelo era rubio como el de Serena pero con mechas plateadas y llevaba un vestido plisado. Su elegancia concordaba con la sonrisa de bienvenida.

El médico se inclinó a besar a su madre. -Mamá, ésta es Serena. Ha trabajado mucho los últimos días y un cambio de

ambiente me ha parecido una buena idea. Serena estrechó la mano que se le extendía y sonrió a la anciana de amables ojos

azules. -Querida, debes de pensar que Marc te ha traído a una casa de locos. Cuando él

viene a Holanda, tratamos de reunimos todos. ¿Tienes hermanos? -No, señora. Vivo con mi madre. -También tienes una vida muy ocupada, supongo -se volvió hacia los demás-.

Vengan a conocer a Serena. Son mis nueras, querida, y el prometido de mi hija menor. Hay dos adorables bebés en otra habitación y varios niños corriendo alrededor.

Fue un día encantador. Serena pasaba de un grupo a otro, y después de una espléndida comida, la llevaron a conocer la casa y sus alrededores. En todo ese tiempo apenas habló con su jefe. Él parecía contento al dejarla al cuidado de sus hermanos. Después de un rato, la chica perdió su timidez inicial y se divirtió mucho. Una o dos veces se preguntó si sólo imaginaba al doctor, charlando con unos y otros, jugando con los niños y con los perros. Era algo muy ajeno al concepto que tenía de él. No había señales de su frialdad, indiferencia y confianza en que ella debería hacer exactamente lo que él deseaba, sin replicar. La trataba de la misma manera que a sus hermanas y a sus cuñadas. Ante este pensamiento, Serena se sintió inquieta.

Mientras tomaban el té, la señora conversó con ella; fue una conversación hábilmente conducida por la señora, lo cual le permitió formarse una idea precisa de la vida de Serena. Después del té, los hombres fueron a jugar al billar y las mujeres permanecieron juntas. Varias muchachas tejían y el resto se sentó aisladamente a charlar, cuidadosas de incluir a Serena en la conversación. Mientras, los niños, los perros y el gato brincaban de una silla a otra. Serena nunca había sido tan feliz.

Los pequeños se despidieron para ir a la cama y los grandes cenaron. Permanecieron sentados después del café y Serena podría haber seguido así durante horas, oyendo el murmullo de las conversaciones, pero su jefe puso fin a ello.

-Es hora de partir -dijo alegremente-. Nos vamos mañana temprano. -¿Volverás pronto? -preguntó su madre. -Sí, tengo que examinar a los alumnos de la Escuela de Medicina en Groningen en

unas semanas. -¿Y Serena? -amistosas caras se iluminaron. -¿Yo? Oh, no creo que venga a Holanda otra vez -vio las cejas levantadas del

médico y se apresuró a añadir-: Quiero decir, a menos que el doctor me necesite. -¿Es tan severo contigo? -preguntó Kaeye-. ¿Siempre le llamas doctor? -Sí, siempre --sonrió, porque Kaeye estaba divertido. El más joven de los

hermanos, con suave camaradería, se reía de su timidez.

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-No le hagas caso, Serena -dijo Marc, sentado en un extremo. Él también parecía divertido-. Y llámame Marc, si lo deseas.

-Gracias, pero no creo que deba hacerlo. Podría olvidarlo en el hospital yeso no sería agradable para usted --dijo Serena, pensativa.

-Estoy de acuerdo -intervino la mujer mayor-. Marc no tendría un paciente si permitiera que todo el mundo se dirigiera a él de ese modo. Los doctores tienen cierta música... -todos soltaron la carcajada. Cuando se calmaron, ella continuó con calma-. No para mí, pero todavía existe cierto número de personas que consideran a la profesión médica como una raza aparte.

Hubo más risas mientras todos entraban atropelladamente en el vestíbulo. Serena se puso su chaqueta y fue estrechando la mano de cada uno.

-He pasado un maravilloso día --dijo a la señora-. Lo recordaré siempre... No tenía idea ...

-Me alegro de que vinieras, querida, y espero que algún día vengas otra vez a visitarnos --dijo la mujer y la besó en la mejilla.

Serena pensó que nada le gustaría más, pero supuso que era una cortesía por parte de la anfitriona. De la misma manera lo decía su madre, sin ser sincera. Subió al coche.

El doctor no habló mucho. Sólo quiso saber si estaba cansada, recordándole que tendrían que partir al día siguiente a las ocho. Añadió unos cuantos comentarios sobre la oscuridad de la noche y sus planes para un rápido viaje de regreso a Londres. Era otra vez el mismo de siempre, retraído en su suave y distante coraza. Ella suspiró. La imagen que había tenido de él, había sido atrayente.

En el hospital, el doctor ter Feulen acompañó a Serena hasta la entrada del

vestíbulo. Ella se detuvo para mirarlo. -Gracias por tan maravilloso día, doctor. No recuerdo haber disfrutado tanto en

mi vida. Su familia ha sido muy amable -y añadió con timidez-: No sé mucho acerca de familias numerosas, debe de ser tremendamente divertido.

Él le había cogido la mano entre las suyas. -Lo son. Me alegro de que se haya sentido feliz con nosotros. -Nunca lo olvidaré. Buenas noches, doctor, ¿o debo llamarle Barón? No sabía que

fuera usted tan... tan importante. Una de sus hermanas, no, una de sus cuñadas dijo que usted era el jefe de la familia. Y que la casa, sus alrededores y algunas granjas son de su propiedad y su familia había vivido allí hace cientos de años.

-Seguramente fue Sebbie, la parlanchina. Y no se atreva a llamarme Barón, Serena. Eso está muy bien en Friesland, pero ni pensarlo en el hospital.

Sus palabras eran severas, pero fueron pronunciadas con tanta jovialidad, que ella le sonrió ampliamente.

Estaba lloviendo cuando ellos partieron a la mañana siguiente. Un viento frío

soplaba desde Waddenzee, pero el coche estaba caliente y Serena se acomodó en su

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asiento, preparada para un largo viaje. Su jefe le había dicho que llegarían a Boulogne cruzando Afsluitdijk, Amsterdam, Utrecht y Antwerp.

-¿Nos llevará todo el día? -No en este coche. Espero que esté usted en casa a última hora de la tarde,

posiblemente antes. Tomaremos café en el norte de Amsterdam y comeremos en Breda, pero si quiere detenerse en algún lado, no dude en decírmelo.

Viajaron un rato en silencio. -Puede tomarse el día libre mañana. No iré al hospital y a usted le gustará tener

algún tiempo para sÍ. -Gracias -pensó decir algo más, pero no se le ocurrió nada sensato. Se detuvieron en Hoorn a tomar café en el Hotel Keizerskroon. El restaurante

era agradable y acogedor, pero Serena no quiso perder el tiempo y en veinte minutos, ya estaban en camino.

Había mucho tráfico y todos los conductores se desesperaban. Cuanto más se aproximaban a Amsterdam, más coches había. No entraron a la ciudad, tomó el circuito que enlazaba con Utrecht y siguieron a Breda. Al sur de la población, el doctor se detuvo en Princehage.

-Allí hay un restaurante, el Mirabelle. Debe de tener apetito. Lo sé porque yo estoy hambriento -dijo el doctor, sonriéndole.

Comieron muy bien, y, contentos, regresaron al coche. -El viaje no será tan largo-observó el médico_. ¿No está cansada? Aunque lo hubiera estado, Serena no lo habría dicho. Él había planeado el viaje

de modo que llegaran a determinada hora, y ella no lo habría demorado. Llegaron a Antwerp, Lille, y finalmente a Boulogne.

Todavía estaba lloviendo y la tarde caía en una triste oscuridad. Los cálculos del doctor habían sido precisos. En media hora entraron a Hoverspeed y Serena suspiró de alivio ante la taza de té que le ofrecieron. Le pareció estar en Dover. Cruzaron la aduana sin problemas y se dirigieron al carril de vehículos de motor, para cumplir el último tramo de su jornada.

Hablaban poco, pero incluso el silencio era agradable. Cuando llegaron a las afueras, Serena le pidió:

-¿Va usted al hospital? ¿Le importaría dejarme allí, por favor? -No voy allí. La dejaré en su casa -utilizó un tono que no le permitió protestar y

de cualquier modo, era más agradable que la dejara en la puerta. East Sheen contrastaba con Oosterzum. La casa parecía pequeña y nada

acogedora para invitar al doctor a entrar. La luz estaba apagada y el doctor comentó ásperamente:

-¿No hay nadie en casa? ¿Su madre no sabía que regresaba usted hoy? -Traté de hablar con ella ayer, pero seguramente estaba fuera... Yo supongo que

habrá ido a visitar a algunos amigos. Regresará a la hora de la cena. Se desabrochó el cinturón y él bajó del coche, le abrió la puerta y cogió la

maleta.

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-No me gusta dejarla sola --empezó a decir el médico, pero ella lo interrumpió con rapidez.

-A menudo llego a casa y mi madre está fuera. Por favor, no se preocupe. Él no hizo caso, cogió la llave de la mano de la chica, abrió la puerta y la siguió

adentro. Inmediatamente, encendió las luces. Las habitaciones estaban limpias, pero no había señales de una bienvenida, ni de comida preparada. Él dijo lentamente:

-Creo que será mejor que venga conmigo. La traeré más tarde, cuando su madre haya llegado.

-Es muy amable, pero no hace falta. Estaré bien -aseguró Serena con vehemencia.

-¿Quiere que me vaya? -Sí -se apresuró a contestar a sabiendas de que era mentira. No quería que se fuera. De repente, se dio cuenta de que no verlo al día siguiente

le sería muy difícil. Por supuesto que no quería que se fuera, deseaba pasar con él el resto de su vida. Le trastornó darse cuenta de que lo amaba e insistió:

-Váyase, por favor. Muchas gracias por traerme a casa. -Si eso es lo que quiere -se acercó más a ella mirándola a la cara-. La llamaré más

tarde para estar seguro de que se encuentra bien. Se inclinó y la besó con firmeza; salió, subió a su coche y se alejó. Ella cerró la puerta y se quedó de pie en el vestíbulo, reponiéndose del beso.

¿Por qué no habría hecho? Se acercó al espejo y encontró la respuesta. Estaba pálida, cansada y con el pelo desarreglado. Daba lástima. El beso había sido de un hombre que con el mismo espíritu habría acariciado a un gatito o a un perrito perdido. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas y se las limpió con la mano cubierta por un guante.

Llorar no ayudaría. Fue a su habitación y sacó las cosas de la maleta. Se arregló y fue a la cocina a poner la tetera. El té Y la tostada le harían sentir mejor. La casa estaba fría y se quedó en la cocina a tomar el té. Era obvio que su madre no la esperaba, quizá no había recibido su carta. Se levantó y se dirigió a la sala. Conectó la calefacción y miró alrededor. La carta estaba sobre una mesita de la lámpara, la recogió y la releyó. Eran unas cuantas líneas donde recordaba a su madre su llegada. Subió y se asomó a la habitación de Margaret. Estaba como siempre. Bajó de nuevo a terminar su té. Cuando oyó la puerta de la entrada, se levantó y fue al vestíbulo. Su madre se estaba quitando el abrigo.

-¡Querida, estás aquí! -la señora temblaba-. Esta casa está helada, voy a coger un resfriado.

Serena la besó y le preguntó: -¿Se te había olvidado que llegaba hoy? -Bueno, no, no en realidad, querida, pero tenía cosas que hacer -rió

repentinamente-. Tengo una sorpresa para ti, Serena. ¡Me voy a casar con el señor Harding... Arthur!

CAPÍTULO 6 SERENA guardó silencio tanto tiempo que la señora Proudfoot le preguntó con

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petulancia: -¿No me vas a felicitar? -Sí, mamá, por supuesto. Espero que seas muy feliz. Cuéntame -sonrió con

dificultad-. Ven a la sala, he encendido la calefacción. La señora se sentó en una cómoda silla. -Te ha sorprendido. No me extraña; has estado demasiado concentrada en tu

trabajo -sus palabras tenían un tono de acusación-. Parece que no había oportunidad de hablarte de ello. De todos modos, todo ha salido muy bien. El señor Harding... Arthur, tiene una casa en Shropshire, cerca de Ludlow, y tú podrás pasar tus vacaciones allí. Estará en Londres unos cuantos días más. Nos casaremos con un permi-so especial, no hay razón para esperar. He puesto la casa en venta.

Serena la miró ligeramente sorprendida. -Puedo darte algo del dinero para alquilar un apartamento. Te gustará eso,

querida, llevar tu propia vida y divertirte con tus amigos --ella se inclinó hacia adelante, rebosante de felicidad por sus noticias-. Hay alguien esperando para comprar la casa. Decidirá mañana. Puedes quedarte con el mobiliario que desees, por supuesto. Querida, necesitas buscar un apartamento. ¿Puedes conseguir algunos días libres? -lo dijo con una risita.

-Solamente mañana -la voz de Serena se quebró cuando sonó el teléfono. Había olvidado que su jefe le había dicho que la llamaría. Se levantó para contestar.

-¿Serena? ¿Ya ha vuelto su madre? -Sí, doctor, gracias por llamar ---contestó muy seria. -¿Qué sucede? -Nada. Sólo estoy cansada. -Entonces, será mejor que se vaya a la cama. La espero en la consulta externa, a

las ocho, pasado mañana. -Muy bien, doctor. Buenas noches. Las «buenas noches» del médico reflejaron disgusto. Su madre preguntó sin mucho interés: -¿Quién era? ¿El doctor? ¿Le has contado algo sobre mí? -No. ¿Dónde te casarás? --Oh, en el registro civil local. Me he comprado un traje precioso, de color gris

perla. Vendrás, por supuesto. --¿Cuándo? --La próxima semana, el jueves Viajaremos directamente a Ludlow. ¿No es

excitante? ·--se volvió, acusadora-. Por supuesto que tú no sabes lo que es vivir aquí, sola, haciendo las compras, limpiando, cocinando.

---Mamá, yo he vivido aquí también, y yo hago la mayor parte de las compras, la limpieza y la comida.

-Oh, lo sé pero tú has tenido un trabajo interesante y conocido hombres y mujeres de tu edad -la señora Proudfoot hablaba con rapidez--, aunque nunca has traído a nadie aquí, bueno, el doctor ter Feulen vino, pero tú solo eres su empleada.

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Supongo que él saldrá con chicas guapas. Serena estuvo de acuerdo. -¿Habrá muchos invitados en la boda? -Oh, amigos. Arthur no tiene familia cercana, gracias a Dios, y nosotros no

tenemos, sólo la hermana de tu padre, que me odia. -¿Tía Edith? Ella está casada con el rector de una villa en Dorset, ¿no es así? -Great Canning. No he sabido de ellos desde que tu padre murió. Serena pensó que no era el momento para decirle que su tía le escribía de vez en

cuando y que ella le contestaba. Cartas breves, pero al menos no habían perdido contacto. La señora se quejó:

-Estoy exhausta, Arthur insistió en llevarme a cenar -besó a Serena en la mejilla-. Tráeme un poco de leche caliente después de que me haya dado un baño. Debo conservar mis fuerzas para otro día muy ajetreado -y añadió con voz satisfecha-: Casi estoy segura de que ese hombre comprará la casa.

Serena fue a la cocina, preparó la leche para su madre y se la llevó. Se alegró de mantenerse ocupada porque no podía pensar con sensatez. Después fue a su dormitorio y recordó que su madre no se había interesado ni por su viaje a Leeuwarden ni por el regreso. Sonrió y pensó que debido a los acontecimientos a su madre no le interesaba nada.

Se levantó temprano y desayunó sola. Cuando le llevó a su madre una taza de té, Margaret, medio dormida, le dijo:

-Ya que estás en casa, cariño, deberías cuidarme y traerme el desayuno a la cama.

Serena limpió la casa, arregló su ropa y estaba planchando su falda cuando se presentó el comprador de la casa, que manifestó que eso era lo que andaba buscando y que en seguida hablarían con su abogado. La señora Proudfoot, ante el café que Serena había servido, le comunicó su deseo de que el negocio se realizara cuanto antes, ya que se iba a volver a casa y quería dejar el asunto solucionado antes de irse. El hombre miró a Serena y preguntó:

-¿Su hija va a irse con usted? -Oh, no. Ella tiene un maravilloso trabajo en un hospital cercano, le

encontraremos un agradable apartamentito -habló con tal convicción que Serena lo creyó.

Habría suficiente dinero para comprar algo modesto, porque la casa se estaba vendiendo en una suma considerable.

Cuando el hombre salió, Serena preguntó: -Sería bueno empezar a buscar un apartamento. ¿Lo haremos juntas? -Voy a comer con Arthur. Estará aquí dentro de media hora. Ve tú de todas

maneras, querida. Busca un apartamento que puedas comprar con tu salario. -¿Comprar? Mamá, tú sabes que yo no tengo dinero. No podría pagar la hipoteca

-añadió con calma-: Te he oído decirle a ese señor que me ibas a comprar un apartamento.

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-¿He dicho eso? Estaba demasiado emocionada para saber lo que estaba diciendo. Lo he discutido con Arthur, y él pensaba que podríamos comprarte algo, pero yo le he dicho que tú eras muy independiente. Sería mejor que alquilaras un apartamento, de modo que si te quieres cambiar de trabajo, lo puedas hacer con facilidad. Te puedes quedar con piezas pequeñas del mobiliario, porque lo más grande se venderá junto con la casa. Tendrás tiempo suficiente para hacerlo. Por supuesto que puedes permanecer aquí hasta entonces -suspiró y añadió-: Querida, deja de importunarme con tus cosas, yo tengo mucho en qué pensar. Arthur está en la puerta y no he terminado de arreglarme.

Corrió a su habitación, Serena fue a la puerta e invitó al señor Harding a entrar. Era un hombre agradable, algo indolente, pero amable. Le preguntó sobre su trabajo de tal forma que imaginó que el futuro de Serena estaba resuelto, así que ella se cuidó de no hacer comentarios.

Una vez a solas, se sentó con papel y lápiz, pensando que escribir algunas notas la ayudaría a hacer planes sensatos. En lo que pensaba realmente era en Marc.

Escribió sus notas y subrayó algunas antes de hacer una lista de los lugares que estuvieran cerca del hospital. Buscaría un cuarto amueblado, sin ayuda de nadie. Su salario era bueno, pero había que pensar en el futuro, tenía poco dinero en el banco. Si Marc regresaba a Holanda, le sería difícil encontrar otro empleo. La sola idea le encogía el corazón.

Ante una taza de té, decidió qué hacer, y sin perder tiempo, aprovechó que era casi la hora de la comida y que los autobuses iban casi vacíos, de modo que cogió uno y se dirigió cerca del hospital para buscar una habitación.

Descartó las calles más pobres, y fijó su atención en los pequeños callejones, todos ellos con grandes sótanos y un gran número de timbres que denotaban varios ocupantes. Se olvidó de comer y caminó por cada una de las calles durante diez minutos sin encontrar habitaciones libres. Se dirigió a la avenida comercial y leyó los anuncios de un escaparate de una inmobiliaria. Fue agradable descubrir que había va-rias vacantes en las calles que acababa de recorrer. Las estudió con cuidado y escogió una que podría ser la adecuada. Se acordó de que estaba cerca del hospital y que era probable que algunas enfermeras se alojaran allí, o algunas empleadas del Royal. Comió en un pequeño café que estaba junto a la agencia y caminó apresurada hacia la vivienda que había escogido. Constaba de una gran habitación con ducha y cocina y acceso a un jardín. El alquiler se llevaría gran parte de su salario, pero, después de todo, sería su hogar.

Había varios timbres, y como no tenía idea de cuál apretar, se decidió por uno. La puerta se abrió y apareció una delgada y ceremoniosa mujer entre cuarenta y sesenta años, agradablemente vestida.

-¿Sí? ¿Desea usted verme? Soy la dueña de la casa, señora Peck. -¿Tiene usted una habitación para alquilar, señora Peck? ¿Todavía está

disponible? Como respuesta, la invitó a pasar a un vestíbulo largo, estrecho y oscuro. La

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condujo a la parte posterior del vestíbulo y abrió una puerta. Dieron unos cuantos pasos más y abrió otra puerta.

-Es la mitad de un sótano -dijo la señora Peck. Era mucho mejor de lo que Serena esperaba. Tenía dos ventanales que daban al

jardín, un tanto descuidado, y una enorme puerta al lado. La habitación era un poco oscura, pero las paredes estaban pintadas de color claro y muy limpias. La cocina, oscura y pequeña, también estaba impecable; contaba con un minúsculo fregadero y una cocina pequeña. La ducha estaba en una habitación de forma alargada. Serena se paseaba por el lugar observando el mobiliario: un diván, dos sillas, una mesa y algunas estanterías. La señora le recordó en un tono un poco severo:

-El anuncio dice semi-amueblado. -Tengo algunas cosas --contestó Serena-. ¿No le importaría que las trajera?

Trabajo en el Hospital Royal. Le podrán dar referencias. -No son necesarias. Hay tres enfermeras en el primer piso, se paga cada semana

por adelantado. La luz está incluida en el alquiler, pero el gas lo pagará usted. -¿Puedo usar el jardín? ¿Hay una entrada directa de la calle? -Sí, pero está bajo llave. Por precaución. ¿Es usted soltera? -Sí. Tendría algún inconveniente en aceptar un gato más adelante? -No, mientras usted se haga cargo de él. -Entonces, me gustaría alquilar el cuarto, señora Peck. No estoy segura de

cuándo me mudaré. Puedo pagar el alquiler ahora y en el transcurso de la semana traer mis cosas.

-Me parece muy bien. Serena regresó a su casa y la encontró vacía. Tenía hambre y una vez que comió

algo, tomó papel y lápiz y dio una vuelta por la casa, escogiendo lo que esperaba que su madre le permitiera llevarse.

Era muy tarde cuando regresó su madre, que llegó sola. Había disfrutado de un espléndido día. Le contó todos los detalles y sólo cuando ya los había agotado, preguntó:

-Y tú, querida. ¿Te has divertido? -He alquilado un apartamento cerca del hospital, en Park Street. Es muy bonito y

da a un jardín. Está semi-amueblado. -Oh, qué bien. Puedes escoger unas cuantas cosas pequeñas de aquí, Serena.

¿Cuándo piensas cambiarte? -Una vez que las cosas que yo escoja puedan ser transportadas. ¿Me echarás de

menos, mamá? -¿Echarte de menos? Por supuesto, pero puedes visitamos en las vacaciones,

querida, y yo también vendré a la ciudad de vez en cuando. Debes de estar muy excitada ante la idea de tener un hogar propio.

Serena se decía que su madre no quería ser desconsiderada, quizá de veras creía que vivir en un cuartito sería divertido. Le enseñó la lista de lo que quería.

-Es demasiado, pero supongo que no hay problemas, no valen gran cosa. No te

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lleves la vajilla china, hay una tienda en Richmond, donde me harán un buen precio por ella.

-Está bien, mamá --contestó, «Todos estos años», reflexionaba con sorpresa, «me he esmerado en cuidarla y quererla y para ella esto no significa nada. Me sentiría mejor si yo fuera más joven y bonita». Al instante desechó sus malos pensamientos. Era muy sensata y odiaba tenerse lástima. Quizás estaría mejor en Primrose Bank.

-Tendré un gato... -añadió en voz baja. La señora soltó una carcajada: -Oh, Serena, sólo las solteronas tienen gatos. -Soy una solterona, mamá. Ahora háblame sobre la boda. Me cogeré un día libre

para asistir --contestó Serena con alegría. -Será a las dos de la tarde en el Registro Civil de Richmond y después iremos al

Hotel Richmond Hill, sólo para un brindis y partir el pastel antes de irnos. Seguramente el doctor ter Feulen no tendría objeción en concederle unas

cuantas horas por la tarde. Podría quedarse por la noche si hubiera mucho que hacer. Era un viaje corto desde el Royal, podría tomar el Metro. Su hora de comida era a la una, sólo necesitaría tres horas más. De repente recordó que no le había comprado a su madre un regalo de bodas y además tenía que arreglar que recogieran las cosas que había escogido.

No tuvo tiempo para eso a la mañana siguiente. Llegó al hospital con sólo unos minutos de diferencia para recuperar el aliento. Se sentó ante su escritorio. La señora Dunn asomó la cabeza y preguntó, innecesariamente:

-¿Ya está de regreso? ¿La ha hecho trabajar mucho? La señorita Payne siempre regresaba exhausta.

-He trabajado mucho, pero no estoy cansada, señora Dunn. -Ésa es una buena señal. Él tiene mucho trabajo acumulado aquí y allí. Habrá una

consulta externa, extra. Tiene que estar usted allí alas ocho y media. -Así es -aceptó Serena con seriedad. La señora Dunn tenía una gran capacidad

para insistir en lo obvio-. Me gustaría tener libre la tarde del jueves. ¿Está usted de acuerdo si el doctor ter Feulen me da permiso?

-Por supuesto. Usted sólo trabaja para él, pero no le gustará mucho. Todo el mundo debe estar a su disposición cuando lo requiere.

Esa, pensó Serena, era la más absoluta verdad. Pero asistiría a la boda, a cualquier precio.

El respondió a su alegre saludo con un gruñido que en cualquier idioma no quería decir nada. Más tarde, al término de la agitada mañana, él salió deprisa después de agradecer en su forma habitación a aquellos que habían trabajado con él.

«Tendré que hacer algo al respecto)), reflexionó Serena durante la comida. Mecanografió sin parar hasta las cinco de la tarde, y cuando el portero llamó

para decirle que el trabajo debería entregarlo en la oficina de la enfermera encargada de la sección de cirugía de hombres, ya que el doctor ter Feulen se encontraba allí, se apresuró a escribir una nota pidiéndole el permiso que necesitaba por «razones

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urgentes de familia»». La puso encima del trabajo ya listo y bajó por la escalera. Allí estaba él, rodeado por la enfermera jefe y su ayudante, y con un fajo de

notas que, sin duda, serían sabias instrucciones que nadie podría descifrar sin la ayuda de una magnífica lupa y un diccionario médico.

Puso los papeles sobre el escritorio, dio las buenas noches a todos y salió deprisa. A la mañana siguiente, él ya habría leído la nota y tendría su respuesta.

Llegó a la puerta de entrada y segundos más tarde el médico se le unió; respiraba con naturalidad, pero debía de haber corrido para alcanzarla. Ella había pasado por alto que se trataba de un hombre de largas piernas. Probablemente, conocía algunos atajos. Ella simuló no haberlo visto y extendió la mano para empujar la puerta.

Él le cogió la mano y la hizo volverse. -¿Qué quiere decir todo esto? -su voz sonaba tan dulce que ella se preparó para

una explicación -¿No está claro? -dijo Serena con cortesía-. Me gustaría tener la tarde del

jueves libre. -Eso está claro, pero, ¿por qué? -Asuntos de familia -lo miró y se dio cuenta de que él esperaba una explicación

mayor. «Razones de familia)) significaba desde el funeral de la abuela hasta la falta de pago de las cuentas. Serena contestó con suavidad-: No creo que le interese, doctor. Es una boda.

Por un momento la mirada del médico la desconcertó, pero fue instantánea. Preguntó con su acostumbrada calma:

-¿La suya? -Por supuesto que no. -Coja la tarde libre de todas maneras. Probablemente, tendrá trabajo acumulado

cuando usted regrese -abrió la puerta. Ella le brindó una gran sonrisa. -Muchas gracias, doctor. Buenas noches. Su madre estaba en casa, sentada ante el escritorio, escribiendo. -¿Ya has llegado, querida? Justo a tiempo para prepararme una taza de té, he

estado muy ocupada todo el día. «Ya somos dos», pensó Serena con disgusto. Se quitó el abrigo, fue a la cocina,

preparó el té y lo llevó a la sala. -Arthur ha sido muy bueno. Ha organizado las cosas que quieres llevarte y se ha

encargado de buscar quien las traslade a tu apartamento. Van a venir por la mañana. Supongo que estarás ansiosa por instalarte allí

Serena sonrió. -Guardaré mis cosas el sábado y el domingo, así podré irme el lunes después de

trabajar -y añadió con anhelo inconsciente-: A menos que quieras que esté aquí hasta la boda.

-Por supuesto que no, querida -respondió la señora con rapidez -lo último que

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desearía es obstaculizar tus planes. De hecho, pensé que querrías mudarte antes del fin de semana.

-Estoy trabajando. -Por supuesto, ¡qué tonta soy! --exclamó la señora soltando una risita-. Hay

mucho que hacer, afortunadamente, Arthur está aquí para ayudarme, tú sabes lo inútil que soy para los negocios -dio un sorbo a su té y mordisqueó un pastel-. Recuerda que siempre serás bienvenida en Ludlow. Ah, casi lo olvido, vamos a estar fuera en Navidad y el Año nuevo. Arthur piensa que un clima cálido me hará bien. Tú sabes que no puedo soportar el invierno de aquí, pero apuesto a que tú te divertirás. ¿Hay gente joven en los demás apartamentos?

Serena se contuvo para no recordarle que no se trataba de un apartamento, sino sólo de una habitación y contestó:

-Algunas enfermeras del Royal. -¿No te lo dije? -declaró la señora, triunfante-. Sabía que encontrarías algo

agradable. Es una lástima que no pueda conocerlo antes de irme. Te dije que vendríamos a la ciudad de vez en cuando, pero no querrás visitantes hasta estar instalada.

Serena sirvió la segunda taza de té, y Margaret prosiguió: -Te dije que te daría algún dinero para el apartamento, Serena. Tienes

suficiente para arreglarlo, ¿no? Pasará algún tiempo antes de que reciba el dinero, pero no lo olvidaré. Si estás en dificultades económicas, házmelo saber.

La semana, llena de trabajo, estaba a punto de terminar. Aparte de los saludos, despedidas, instrucciones de trabajo y su cortés agradecimiento, el doctor ter Feulen no le había dicho más.

Pasó el fin de semana guardando sus pertenencias y el sábado fue a Park Street a recibir los muebles. La habitación quedó mejor, una vez que hubo colocado la mecedora, la mesita con su lámpara y la alegre alfombra del comedor que a su madre no le gustaba. Pasó la tarde colgando algunos cuadros, ordenando sus enseres de cocina, las pantallas de las lámparas y el diván, que ahora estaba cubierto con la colcha que tenía en su cuarto de East Sheen. Le sobró un poco de tiempo y fue a comprar un ramo de flores de colores vivos, rojos y dorados. Hizo la compra y se puso de acuerdo con el lechero para que la surtiera. Dejó todo perfectamente arreglado, y pensó que había tenido mucha suerte al encontrar esa habitación. Cerró la puerta, guardó la llave en su bolso y cogió el autobús de regreso a East Sheen.

Su madre le había dicho que pasaría el domingo en casa porque Arthur tenía que visitar a un amigo y ella había expresado su deseo de pasar el día con Serena. pero cuando ésta regresó, la señora no estaba. Encontró una nota sobre la mesa de la cocina, que decía que Arthur la había persuadido de pasar un día tranquilo en el campo, que era lo que necesitaba. Añadió que volvería al día siguiente a primera hora de la tarde, y finalizaba diciendo que cenarían todos juntos

Así, Serena se vio el sábado por la tarde, sin nada que hacer, más que ver la televisión, lavarse el pelo e irse a la cama con un libro. Como estaba sola, no tendría

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que levantarse temprano al día siguiente El domingo deambuló por la casa, leyó los periódicos, se arregló las uñas e hizo un pastel. Le quedaba aún mucho tiempo, recordó que su madre le había dicho que cenarían juntos, así que tendría que hacer algo. Sacó los ingredientes para hacer una tarta y una ensalada y regresó a su habitación para revisar si había olvidado algo.

Ya avanzada la noche, llegaron el señor Harding y Margaret. -¡Querida, al fin estamos aquí! Era tan tarde que decidimos detenernos en el

camino y cenar. Sabía que no te importaría. ¿Has preparado algo para ti? Serena salió de la cocina, besó a su madre y saludó al señor Harding. -No. Entendí que cenaríamos todos juntos, pero no importa, no te preocupes.

Herviré un huevo -vio una ligera mirada de preocupación en el señor Harding, le sonrió y regresó a la cocina.

Canalizó su resentimiento batiendo huevos, leche y mantequilla, y cocinó unos huevos revueltos. Recogió las cosas que había puesto con tanto cuidado. Se sirvió los huevos en un plato, sacó una botella de jerez, se sirvió un vaso y lo bebió para de inmediato volver a llenarlo. Casi iba a la mitad de su cena cuando la señora Proudfoot entró en la cocina.

-Querida, creí que estabas haciendo café... -Estoy cenando --contestó Serena, dando un trago a su jerez. Lo dijo alegremente, pero sentía deseos de llorar. En lugar de eso, se sirvió un

tercer vaso, consciente de que tal vez se arrepentiría más tarde. Se puso a pensar en el doctor ter Feulen, al que vería a la mañana siguiente. Terminó de comer los huevos mientras su madre hacia el café, murmurando sin cesar sobre la ingratitud de los hijos y lo cansada que estaba. Serena, sumergida en sus pensamientos sobre Marc, apenas la escuchaba.

Llevó a su madre una taza de té antes de salir de la casa, asegurándole que

estaría en el Registro Civil el jueves. Casi a última hora, la señora Proudfoot manifestó su desacuerdo. -Me las tendré que arreglar hasta entonces -señaló, desconsolada-. Supongo que

no puedes venir después del trabajo. Tengo todo mi equipaje por hacer. Serena dijo con firmeza que no podía, al mismo tiempo que se daba cuenta de que

cada vez le resultaba más fácil adoptar una actitud firme con respecto a su madre -No puedo salir antes de las cinco y media o seis, y llegaría aquí a la hora en que

tendría que regresar a Park Street. Besó a su madre, retiró su promesa de ir a la boda y se fue a trabajar, con su

maleta a cuestas. La actitud del doctor ter Feulen era distante. Serena sólo pensó que quizá se

había arrepentido de haberla invitado a su casa y quería hacérselo notar. Eso hirió su corazón, pero su orgullo la mantuvo firme. Se mantendría tan distante como él. Los dos podrían desempeñar el mismo juego.

No hubo tiempo de jugar. El trabajo aquel día fue agotador. Terminó la jornada

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antes de las seis. Abandonó el salón de consultas, y arrastrando su pesada maleta, se dispuso a ir a casa. El estaba parado delante de la entrada, charlando con su asistente. Cuando ella pasó junto a ellos, el doctor ter Feulen se volvió a hablarle.

-¿Va a casa, Serena? Salude a su madre de mi parte. Ella lo agradeció y se alejó deprisa antes de que él pudiera añadir algo más.

Entonces recordó, justo a tiempo, que la parada del autobús para East Sheen quedaba a la derecha de la entrada al hospital. Ahora ella tendría que viajar en sentido opuesto, pero si él la observaba quién sabe qué pensaría. Dio vuelta a la derecha como si fuera a detenerse en la cola de los pasajeros que esperaban el autobús, pero se ocultó detrás, cruzó la calle y tomó el autobús hacia Park Street. En el futuro podría caminar, pensó sentada entre dos damas que charlaban como si ella no estuviera en medio. Le haría bien el ejercicio y se ahorraría el dinero del billete.

Primrose Bank no parecía tan mal cuando subió los dos escalones de la puerta principal y abrió la puerta. Había luz en casi todas las ventanas y la habitación le pareció agradable y acogedora. Encendió las luces y la calefacción. Cerró las cortinas, se quitó la chaqueta y fue a la cocina a preparar su cena. Miraba alrededor mientras comía. El mobiliario había quedado instalado lo mismo que el televisor, que Margaret en el último momento había aceptado regalarle. Todo esto le daba un buen aspecto a la habitación.

Fregó los cacharros, preparó todo para la mañana siguiente y se sentó a ver las noticias de las nueve. Sólo cuando se fue a la cama, se sintió atemorizada. De su vida anterior no quedaba nada, tendría que empezar de nuevo.

-¡Y lo haré! -exclamó, decidida. Fue el miércoles, mientras ella estaba guardando sus cosas, cuando él entró en la

oficina. Su abrupto «¿qué sucede, Serena?», la tomó por sorpresa. -¿Qué sucede? -repitió la chica y después pudo añadir-: ¿Qué podría suceder?

Nada. Él se encogió de hombros -No importa. Ya lo descubriré -No hay nada que descubrir. .. -contestó con firmeza. Él sonrió, no muy amable, y le ordenó que no mintiera. Aunque no era en realidad

una mentira, se sintió culpable. Él observó su sonrojo. -Creo haberle dicho que nunca me mintiera, Serena. Yo no perdería el tiempo, si

fuera usted. Ella se sorprendió, pero no fue capaz de pronunciar palabra. Se alejó en silencio

y la dejó sentada allí, pensando que él era capaz de descubrir lo de la boda de su madre, aunque no tenía idea de cómo podría hacerlo. Fue a su casa para preparar su ropa para la boda.

El abrigo de invierno no era nuevo, pero su chaqueta desluciría con el vestido verde. Tenía un sombrero que le iría bien al abrigo, los zapatos y los guantes. Se ocupó en sacar brillo a los muebles y trató de pensar en su jefe. Era una fría y brillante

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mañana. Había trabajado mucho todo el día para avanzar lo más posible y había terminado al mediodía. Había comido un bocadillo con el café del desayuno y no tenía necesidad de detenerse a comer. Cogió el autobús y llegó al registro civil a tiempo.

Su madre estaba muy bonita. El señor Harding le había regalado un abrigo de piel, y llevaba un ramo de violetas. Había alrededor de una docena de invitados. Serena los conoció a todos en el hotel, antes los canapés y el vino, rió y charló. Comentaban que Margaret parecía tan joven como Serena, y que ésta era muy afortunada en tener un espléndido trabajo y un apartamento. Esto lo sabían por su madre.

El señor Harding se retiró con su esposa después de una o dos horas, y los demás regresaron a sus casas. Para entonces eran casi las cuatro. Serena tuvo que esperar un rato el autobús, que se fue deteniendo con frecuencia, de modo que cuando al fin llegó al Hospital Royal, estaba muy nerviosa. Casi todo el personal administrativo se había ido a su casa, pero ella prometió que terminaría todo el trabajo que hubiera. Descubrió la máquina de escribir, lanzó en una silla el gorro y el abrigo, y se sentó.

El doctor ter Feulen le había tomado la palabra al pie de la letra. Tenía una considerable pila de notas para ser mecanografiadas. Serena comenzó a trabajar.

CAPÍTULO 7 MARC ter Feulen tenía una espléndida vista. Se dio cuenta de que Serena se

escabulló detrás de la fila que esperaba el autobús. Algo le sucedía y el médico se quedó pensando en qué sería, ansioso de descubrirlo. Fue al día siguiente de la boda cuando tuvo tiempo de satisfacer su curiosidad.

Eran casi las siete de la noche cuando subió a su Bentley y se dirigió hacia East Sheen. Seguramente Serena estaría ya en casa, aunque en el fondo de su cerebro existía una vaga duda de que no era así.

Todas las ventanas estaban iluminadas cuando él detuvo el coche. Descendió y tocó la campanilla de la puerta. La mujer que abrió la puerta ciertamente no era Serena. Ella lo miró inquisitiva y él preguntó con voz firme y cortés:

-¿La señora Proudfoot ya no vive aquí? -Se casó ayer y se fue a vivir a alguna parte, Ludlow, creo -lo miró con una débil

sospecha-. ¿Es usted amigo de ellas? Él le tendió su gran mano, y se presentó. -Soy el doctor ter Feulen. He estado fuera del país durante unas semanas. No

tenía idea que ella se hubiera casado otra vez. ¿Y Serena, su hija? -vio desaparecer la ligera sospecha.

-Oh, es usted doctor. Bueno, supongo que estará bien decirle a dónde se ha ido la señorita Proudfoot. Se fue muy aprisa también, porque la señora Proudfoot vendió esta casa sin consultarlo con ella. Eso me dijo mi marido, así que la chica tuvo que buscar algo -mantuvo la puerta abierta-. Pase usted, buscaré la dirección.

Cuando regresó, dijo dudosa: -Supongo que estará bien que se la dé. Está cerca del Hospital Royal. El médico le contestó amablemente:

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-Si usted cree que no debe dármela, la conseguiré fácilmente en el hospital. Yo... bueno, conozco alguna gente de la administración.

-Por supuesto que podría, siendo usted doctor -le extendió el papel-. Una agradable jovencita, y muy seria.

Él asintió con gravedad. -Sin duda, ella me hablará sobre la boda -le sonrió, le dio la mano y se despidió,

regresando al coche. Estaba hambriento y cansado y no había razón por la cual tuviera que andar

rastreando las huellas de Serena, en lugar de pasar una tranquila velada. -Muchacha agobiante -musitó mientras tomaba el camino por el que había ido. Se detuvo en Primrose Bank y examinó los letreros de los timbres. El número uno

estaba en blanco, así que usó el de la dueña. La señora Peck abrió la puerta sin quitar la cadena. Su «¿sí?» fue brusco y poco

amistoso. -Lamento haberla molestado --dijo él del modo más cortés-. Vengo a visitar a la

señorita Proudfoot. Soy el doctor ter Feulen del Hospital Royal. La señora Peck quitó la cadena y le dejó entrar. Era interesante, pensaba Marc, cómo la palabra «doctor» tranquilizaba

automáticamente a la gente. -Tiene la habitación del sótano -informó la señora, guiando al doctor por el

pasillo. Señaló la puerta-. Es allí. Dio las gracias y ella cerró su puerta. Él llamó en la siguiente. Serena había

abierto una lata de judías para su cena y puesto una sartén sobre el fuego. Cuando oyó el golpecito apagó nuevamente la cocina y con la sartén en la mano abrió la puerta pensando que era la señora Peck con la nueva sartén que ésta le había prometido.

El doctor estaba apoyado contra la pared. A Serena sólo se le ocurrió decir: -Creí que era la señora con la nueva sartén. El la hizo retroceder con gentileza, le quitó la sartén de la mano y la puso en la

mesa. -¿Su cena? -¿Cómo ha sabido dónde estaba? -He ido a East Sheen -la miró, sonriéndole repentinamente-. Póngase su abrigo.

Vamos a cenar y me contará todo. -No -respondió Serena con aspereza-. ¡No lo haré! -no lo vio sonreír. -¿Sólo una habitación? -preguntó, paseándose para examinarla. También se

asomó a la cocina y a la ducha-. Todo moderno --observó, y regresó a donde estaba ella todavía apoyada en la mesa-. Póngase el abrigo, Serena -le repitió con gentileza.

No había forma de llevarle la contraria, y en el fondo de su corazón, tampoco quería hacerla. Cogió su abrigo colgado en un rincón, detrás de una cortina que ocultaba su ropa, y se lo puso.

-Mi pelo... no he tenido tiempo... -Está muy guapa --observó él empleando el tono que acostumbra ha con sus

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pacientes más nerviosas. Serena no puso más objeciones y salió con él. La señora Peck estaba en el vestíbulo arreglando una planta que ocupaba toda

una esquina. El doctor se detuvo junto a ella deliberadamente. -Voy a llevar a la señorita Proudfoot a cenar, y la traeré de regreso a una hora

razonable, sana y salva, señora. -Necesita más carne en sus huesos -bromeó la 'señora Peck, sonriendo

levemente. Serene lanzó una exclamación de disgusto y él la sacó de prisa de la casa. Ella se

detuvo en la calle y señaló con frialdad: -Usted parece olvidar que tengo veinticinco años y que soy lo suficientemente

mayor para ir y venir como yo quiera. Si deseo permanecer fuera hasta la madrugada, lo haré.

-Eso suena prometedor -dijo el doctor con calma-. ¿Quiere ir a bailar más tarde o dar un paseo por el campo? Después de cenar, por supuesto.

-Eso no es lo que he querido decir, usted lo sabe. Creo... pienso... que no saldré con usted. Gracias de todos modos -y se dio media vuelta hacia la casa, pero un largo brazo la detuvo.

-Está usted cansada -le dijo en un tono muy distinto-. Venga, cene y después vierta toda su ira sobre mí.

Ella lo miró y se dio cuenta de que le sonreía con gentileza, y sin poder detenerse, le sonrió también.

-Eso está mejor -se inclinó, y la besó en la mejilla-. ¡Es usted una fiera, me ha asustado!

Ella soltó una carcajada y él le cogió la mano y la puso en su brazo para atravesar la calle hacia el coche. La ayudó a entrar, él hizo lo mismo y se alejaron. Estaba tan ensimismada, que no se dio cuenta de hacia dónde se dirigían. Cuando lo hizo, vio que cruzaban la ciudad hacia el oeste, atravesaban varias calles tranquilas, llegaban a Wigmore Street, Wimpole Street y entraban en una calle flanqueada de árboles, con casas pequeñas. El doctor sostenía una plácida conversación sin darle oportunidad de hacer preguntas, pero cuando detuvo el coche, ella preguntó:

-¿Por qué hemos venido aquí? -Vivo aquí -se inclinó para desabrocharle el cinturón de seguridad y abrir la

puerta y bajó del coche. La ayudó en la estrecha acera y metió la llave en una elegante puerta.

Cuando el médico cerró la puerta, un hombre de baja estatura, vigoroso y de pelo gris se les acercó.

-Buenas noches, Bishop -dijo el doctor-. Ella es la señorita Proudfoot, viene a compartir mi cena. Serena, Bishop y su esposa se hacen cargo de mí.

Se quitó el abrigo mientras hablaba y ayudó a la chica a quitarse el suyo. -Hay un baño junto a la escalera, si quiere arreglarse. Bishop se lo enseñará

mientras preparo unas bebidas.

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Usó un tono autoritario. Serena siguió al mayordomo al baño, donde encontró todo lo necesario para mejorar su apariencia.

Cuando hubo terminado, el doctor la condujo a una acogedora sala. El médico tiró de una silla, la puso junto al fuego y se sentó en frente de Serena,

que miraba alrededor mientras aceptaba la bebida que Marc le ofrecía. Entonces vio al perro que estaba echado junto a la silla del doctor ter Feulen,

que la miraba con curiosidad a través de su pelo enmarañado. No era de gran tamaño y pertenecía a una raza difícil de determinar.

-Harley --observó él-. Es tímido ante los extraños. ¿Le gustan los perros? -Oh, sí. Tenía uno... hace mucho tiempo. -Saluda, Harley --ordenó Marc. El animal se levantó y caminó lentamente hacia

Serena, que le acarició las orejas. El perro la miró con ternura. -Es agradable. ¿Dónde lo consiguió? -En Harley Street. Era un cachorro entonces, por supuesto. Lo he tenido durante

un par de años. Harley regresó junto a su amo y minutos más tarde, Bishop llegó a anunciarles

que la cena estaba servida. El comedor estaba detrás de la sala, era una habitación pequeña, pero con

capacidad para ocho comensales. La comida también estaba muy lejos de parecerse a su lata de frijoles. Serena bebió el vino que le sirvió su jefe; era claro, seco y delicioso.

Tomaron el café en la sala. -Ahora, cuénteme todo, Serena -pidió Marc. Como ella estaba sentada en silencio, él continuó: -Su madre se ha vuelto a casar, ¿no es así? --ella asintió-. Supongo que empezará

usted por el principio. Serena se encontró contándole la historia, intentando omitir los puntos más

desagradables. Él insistió en que no omitiera detalle. Cuando ella terminó, él permaneció en silencio.

El silencio se prolongó hasta que ella lo rompió. -Será mejor que regrese a casa, si usted me lo permite. Él pasó por alto sus palabras y le preguntó: -¿Hay algo que yo pueda hacer para suavizar las cosas? --ella negó con la

cabeza-. ¿Y qué hay de la Navidad? ¿Va usted a ir a Ludlow? -Oh, sí, eso está arreglado. Tengo unos cuantos días libres, podré ir allí en las

fiestas. -¿Y cómo viajará? Es un poco lejos. Era cierto. Pero decir una mentira, acarreaba otra y otra más. -El señor Harding me recogerá. -Mejor así, porque yo iré a Friesland -él frunció el entrecejo-. ¿Está usted

cómoda en su nuevo hogar? ¿Puede pagar el alquiler? -Oh, sí, gracias. Es muy amable en preguntar.

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-Usted no debe olvidar que es mi secretaria, Serena, y que en cierto modo, soy responsable de usted.

-¡Eso es una tontería! --exclamó ella con vehemencia-. Debo recordarle una vez más que tengo veinticinco años y soy capaz de cuidar de mí misma. No soy uno de sus sirvientes.

-No, no hay necesidad de recordármelo, Serena. Debo disculparme por interferir en su vida. No tema, no lo volveré a hacer. Ahora, ¿tomamos otra taza de café?

Ella se puso de pie, y él también. -Creo que será mejor que me retire. Ha sido usted muy amable en invitarme a

cenar. Ha sido muy agradable. -Es un placer, Serena -tocó la campana que estaba sobre la chimenea. Bishop entró, pero ellos ya estaban en el vestíbulo, a punto de salir. Serena se

despidió del mayordomo antes de subir al coche y regresar a Park Street. En el trayecto, el doctor charló de diferentes cosas. Ella tuvo cuidado en sus respuestas. Cuando se detuvieron en la puerta de Primrose Bank, ella le tendió la mano.

-Gracias otra vez, ha sido una velada encantadora. Siento mucho haber sido brusca.

Ella no pudo ver su cara con claridad porque la luz de la calle era muy débil. -No me he dado cuenta. Yo soy quien debe agradecer tan hermosa velada --cogió

la llave de mano de su secretaria, abrió la puerta y la acompañó por el corredor. Esperó a que sacara la segunda llave, abrió también la puerta y encendió la luz. Le cedió el paso a Serena y le deseó buenas noches.

Serena se fue a la cama, pero no pudo dormir bien; se despertaba frecuentemente pensando en la solitaria perspectiva de la próxima Navidad.

Al día siguiente recibió una carta de la tía Edith, que originalmente había llegado a East Sheen. La tía Edith decía que un viejo amigo había estado en Devizes de compras dos días antes. Vivía en Ludlow y un amigo de su mujer había mencionado que el señor Arthur Harding se había casado con la señora Proudfoot. No tenía mayor información, pero pensaba que ese apellido no era muy común, y quería conocer las circunstancias.

Sé buena, Serena, le escribía con letra clara, y contéstame sin dilación, ya que estoy preocupada por ti.

Había una posdata también. Estarían encantados de recibida en Navidad, si por casualidad ella estaba libre.

Esa noche, Serena contestó la carta. Era difícil, porque su tía Edith no simpatizaba con Margaret. De modo que le habló sobre los acontecimientos omitiendo lo que su tía no aprobaría, y terminó aceptando su invitación.

Era un buen principio de semana. Serena caminó de prisa a su trabajo, donde la señora Dunn, con cara de pocos amigos, le advirtió que tendría que trabajar hasta muy tarde porque el doctor ter Feulen estaba en el anfiteatro, necesitaba atender algunos casos especiales y sus notas las entregaría muy tarde. Al notar la palidez del rostro de Serena, añadió:

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-Te noto desvelada, y te recuerdo que no tienes mucho tiempo para salir por las noches, si trabajas para el doctor ter Feulen.

«Qué importa para quién trabaje», reflexionó Serena, «si de cualquier forma no tengo con quién salir por las noches».

-Apostaría a que bajará su ritmo una vez que se case --continuó la señora Dunn. Un comentario que dejó a Serena sin aliento, pero pudo preguntar:

-Ah, ¿se va a casar? -Eso le dijo a su ayudante, y añadió que tendría que disminuir su carga de

trabajo. No imagino quién será -la señora no esperaba respuesta, por eso continuó-: Hay una chica muy guapa con quien lo vi una vez. Quienquiera que sea, le irá muy bien. Será baronesa, o como lo llamen en Holanda, y tendrá todo lo que quiera -la señora hizo una pausa-. Bueno, supongo que usted no tiene el menor interés en esto. Póngase cómoda, ¿quiere?

-Sí, gracias, señora Dunn. Estoy muy cómoda. La mujer se fue, y Serena metió la primera hoja en la máquina. No empezó a

trabajar de inmediato. Se quedó quieta, con las manos sobre su regazo, tratando de acostumbrarse a la idea de que Marc iba a casarse.

El martes recibió carta de su madre, una crónica completa de lo bien que le iba en su nueva casa, de las hermosas tiendas de Ludlow y de su satisfacción por tener quien le ayudara a limpiar la casa y a cocinar. Le anunció que debido al mal tiempo, iban a pasar varias semanas en Madeira, lo que significaba que Serena no podría visitarlos hasta el Año Nuevo. Aparte de un comentario en el que daba por sentado que Serena se estaría divirtiendo mucho, no había ninguna referencia más a su hija.

La carta de la tía Edith fue más satisfactoria. Esperaban verIa para Navidad y la invitaba a permanecer todo el tiempo que Serena deseara. Sin mencionar a Margaret, insistía en que la recibirían como a una hija.

Era muy agradable sentirse querida. Por primera vez, Serena durmió profundamente, después de varias semanas de insomnio.

Al siguiente día, adoptó a un gato. Llegó a su casa mojado y muerto de frío. La chica había tenido un día espantoso también. Había tenido que consultar con el doctor varias de sus notas y, casi al finalizar la tarde, se había visto obligada a escribir media docena de cartas que a él le urgían.

Su habitación, a pesar de las alegres lámparas que había comprado, parecía desnuda. Encendió el calefactor, se quitó la ropa mojada y encendió el televisor. Después fue a poner la tetera. Oyó un ruido extraño que provenía del jardín. Alguien trataba de entrar. Serena bajó el volumen de la televisión y escuchó. Su corazón latía de prisa. Quizás alguien había dejado abierta la puerta del jardín. Nuevamente oyó el ruido, siguió un silencio y luego un débil maullido.

Serena abrió la puerta y un pequeño y empapado gato se arrastró hacia adentro. Estaba tan mojado que no se sabía de qué color era, la piel estaba pegada al pequeño cuerpo huesudo. La joven, tomó una toalla y secó con cariño a la pequeña criatura, le dio leche caliente y lo observó tomarla con lentitud.

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«Bueno, quería un gato y ya lo tengo. Sólo debo alimentarlo bien para que vuelva a sentirse feliz», pensó.

Fue por una bufanda de lana, la puso en el suelo cerca de la calefacción y allí acomodó al gatito. Después de cenar, lo volvió a alimentar. Cuando se fue a la cama, recogió a su mascota y la puso con cuidado en el diván. Lo acarició con ternura y le advirtió:

-Tendrás que quedarte solo todo el día, pero te dejaré comida y pronto será sábado y estaré aquí.

Se levantó más temprano que de costumbres para ver el gato, que aunque todavía estaba adormilado, mostró interés en su casa.

Le hizo un gran desayuno, que el gato comió con avidez, regresó al diván y se enroscó de nuevo. Serena esperaba que permaneciera allí hasta que ella regresara.

El tiempo empeoró y por la tarde estaba nevando. Cuando estaba lista para salir, estaba tan oscuro que dudó entre caminar o coger el autobús. Podría caminar, decidió. Asomó la nariz a la entrada cubierta de copos de nieve. Empujó la puerta para abrir y en ese momento alguien la cogió de la mano.

-Voy por su camino, la llevaré a casa -dijo el doctor, y la arrastró junto a él. Cruzaron el aparcamiento y entraron en el coche.

Cuando llegaron a Primrose Bank ella le dio las gracias con cortesía y quiso salir, pero su «quédese donde está", la detuvo. Él bajó del coche, dio la vuelta, abrió la puerta y la acompañó a la entrada.

-No es necesario -aseguró Serena; sin embargo, él le cogió la llave. Para evitar una escena en el vestíbulo, ella optó por no llevarle la contraria.

Avanzaron por el corredor hasta la puerta de su habitación, él cogió la llave y abrió. Permaneció a un lado para dejarla pasar y después él también entró.

El gato estaba enroscado sobre el diván. Abrió un ojo cuando entraron, y lo volvió a cerrar.

-Tiene compañía -dijo el médico acercándose al gato. Lo acarició--. Hambriento. ¿Cómo lo ha conseguido? -lo levantó--. Una gatita, y creo que muy bonita una vez que se haya repuesto. Mientras le encuentra algo de comer, pondré la tetera en el fuego.

-Pidió refugio anoche, estaba empapada. Me alegro de tenerla aunque no sé cómo llamarla --ella frunció el entrecejo.

-Podremos decidir sobre su nombre mientras tomamos el té. Con el animal bajo el brazo, Marc puso la tetera, las tazas y los platitos en una

bandeja, encontró la leche y el azúcar y sacó unos bollos del armario. Serena preparaba el pan y la leche mientras pensaba en el nombre más adecuado para denominar a una persona que se invita a sí misma a tomar el té. El médico se las ingenió para parecer un hombre necesitado de tomar el té después de un arduo día de trabajo, y ella no tuvo valor para echarlo. Además, teniéndolo allí, haciendo el té como si lo preparara todos los días, cosa que ella dudaba, puso una nota de felicidad a su tediosa vida.

Tomaron el té, y decidieron llamarla Beauty. La observaron subir con esfuerzo al

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diván, donde se quedó dormida al instante. El doctor ter Feulen miró su reloj y dijo: -Tengo un compromiso esta noche -se puso de pie-. ¿Todo arreglado para

Navidad? -Sí, gracias -lo vio salir y alejarse por el corredor. Seguramente pasaría la velada con la muchacha con quien pensaba casarse, pensó

Serena. Se lavó, limpió la cocina y se sentó junto a la estufa: Aún faltaban algunas veladas, tendría que ingeniárselas para llenar las horas después de la cena. Por el mo-mento, decidió empezar una carta a la señora Blom, para informarIe de la boda de su madre.

A la mañana siguiente seguía nevando. Serena atendió a la gatita, desayunó y,

envuelta en su más viejo abrigo, se puso sus botas altas, y salió más temprano que de costumbre. Intentó caminar porque los autobuses iban llenos. Tomó las calles que iban a lo largo de un canal abandonado. Como la nieve la cegaba, bajó la cabeza para cubrirse la cara, de modo que veía muy poco. De pronto oyó un grito, y buscó alrededor, pero no vio a nadie. Continuó su camino sin demora, pero un segundo grito la hizo detener otra vez, buscando a través de una cortina de nieve. Había alguien en el canal, forcejeando, y cuando ella miró, desapareció bajo su lóbrega superficie. Una cabeza emergía y se sacudía. Imposible saber si era hombre, mujer o niño. En esta ocasión no gritó, sólo emitió un ruido de alguien que tragaba agua. Serena miró alrededor pero esta sola. Pensó pedir ayuda en las casas de enfrente; sin embargo, pocas parecían ocupadas. Dio un pequeño suspiro, se quitó el abrigo y las botas y se metió en la oscura y fría agua. Era una buena nadadora y no dudó de que podría sacar a esa persona en apuros.

Mientras tanto, puesto que Marc estaba libre hasta el mediodía, se encontraba de pie ante la ventana de la sala. «Horrible día», pensó, observando a Harley. «Compadezco a cualquiera que se encuentre obligado a salir». Miró su reloj. Serena tendría que salir a trabajar en breve. Imaginó verla llegar al hospital como un pequeño ratón medio ahogado y mojada hasta los huesos.

Minutos después abandonó su casa con el fiel Harley. Bishop le rogó que por lo menos desayunara, pero el doctor no le hizo caso.

No tenía sentido ir a Park Street, Serena ya habría salido, pero si tomaba la ruta que desde el hospital ella solía tomar todos los días, quizá la encontrara a medio camino. No había señales de ella.

-Soy un tonto --dijo a Harley-, lo más probable es que haya cogido el autobús. Tomó la calle junto al canal y vio a un pequeño grupo de gente que observaba algo

en el agua. Dos cabezas afloraban y se hundían, avanzando con lentitud para llegar a la orilla.

Él llamó a la policía y una ambulancia. Llegó a la orilla, antes de que nadie se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo. Las dos personas que estaban en el agua se encontraban más cerca ahora. Bajo la grasa y el lodo reconoció a Serena.

-Ve a la orilla sola -gritó a la chica-. Yo me encargo del resto.

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Serena, muerta de frío y cansancio, obedeció. Llegar a la orilla y salir del agua, fue todo lo que pudo hacer. Oyó la voz de Marc dando órdenes, varias manos tiraron de ella y la colocaron sobre el camino helado. Ella permaneció aHí, contenta de estar viva; los dientes le castañeteaban y escurría agua helada mientras oía un fuerte jadeo junto a ella, de una persona a quien trataban de hacer respirar. Alguien le puso un abrigo encima y oyó a Marc decir:

-Tranquilícese, querida, ella esta viva. La chica cayó en un limbo helado hasta que la policía y la ambulancia llegaron, y

casi en seguida escuchó la voz de Marc: -Va a ir en la ambulancia, Serena. Necesita una revisión médica y unas cuantas

horas para estar caliente otra vez. -No, iré a casa... ¿Se repondrá la mujer? -Gracias a usted, sí. Creo. La próxima vez, recoja a alguien de su propia estatura.

Pesa como una tonelada. -Me siento asquerosa --dijo al pasarse la mano por el pelo. -En realidad, lo está --corroboró el médico mirando la cara, pálida bajo el lodo. Serena no pudo ver su sonrisa. Parecía haber estado allí durante horas, aunque

en realidad sólo habían sido unos minutos. Él la llevó a la ambulancia. La tendieron en una camilla, junto a la mujer a la que

había rescatado. Marc tenía razón, estaba muy obesa. Iba consciente y se quejaba de vez en cuando. Serena cerró los ojos y se quedó dormida.

Serena lloró mientras la enfermera y una auxiliar la desvestían y le daban un baño caliente de esponja. Aún sollozaba cuando el doctor ter Feulen, limpio, seco y vestido con un elegante traje, fue a verla.

-¿Se siente mal? -quiso saber-. Le revisaré el pecho. ¿Tiene algún corte y raspaduras? -preguntó a la enfermera.

Le habían puesto una bata del hospital. La enfermera la levantó y mostró aquí y allá algunas raspaduras y cardenales.

-Antitétano, para asegurarnos --ordenó Marc. Su estetoscopio iba de un lado a otro--. Parece que está bien. Sin embargo, será mejor que se quede en observación durante veinticinco horas -le sonrió y al ver su verdosa cara, le tendió un tazón.

-Lo siento mucho -dijo Serena. -Es lo mejor que pudo hacer -le dio unas palmaditas en el hombro y se fue. -Para mañana estará tranquila -aseguró la enfermera. -Él también estuvo en el agua -dijo Serena. -Sí, querida. Fue una suerte que él pasara en ese momento y las viera. Usted es

una muchacha muy valiente --le sonrió y recogió el tazón. La enfermera tenía razón. Al día siguiente, Serena se sentía muy bien. La habían

puesto en una habitación privada y le habían dado una deliciosa comida. Le permitieron permanecer en un baño caliente durante horas y se lavó el pelo. Ya lo habían hecho en la sala de emergencias, pero sólo para quitarle lo superficial. Despertó temprano y

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empezó a preocuparse por Beauty, pero la enfermera le dijo, durante su última ronda, que alguien estaba cuidando a la gata y que su abrigo y su bolso los habían llevado al hospital. Alguien le llevaría ropa limpia para que pudiera irse a casa. Pasarían un día o dos antes de que pudiera presentarse en el trabajo.

-La mujer que estaba en el agua, ¿cómo se encuentra? -Se está recuperando, querida, aunque pasará algunos días aquí. Ahora, voy a

pedir que le traigan una taza de té. Se volvió a dormir después del desayuno, y cuando despertó, vio su ropa, apilada

con cuidado, en una silla junto a la cama. Oyó el ruido de los platos que anunciaban la hora de la comida para los pacientes.

Pensó en vestirse antes de comer; tal vez así le permitieran regresar a su casa. Estaba sentada, vestida y lista para cualquier cosa que sucediera, cuando

entraron el doctor y la enfermera. Ambos la observaron durante un momento. -¿Lista para regresar, Serena? -Sí, gracias, señor -se levantó y se puso la chaqueta con calma. No era muy gruesa, pero su abrigo lo habían enviado a la tintorería, le informó la

auxiliar. El doctor la sostuvo y esperó a que ella le agradeciera a la enfermera todos sus cuidados, luego la condujo fuera de la habitación.

En el corredor ella se detuvo. -No he tenido oportunidad de agradecerle que nos haya salvado, a las dos, ayer.

Estoy muy agradecida. Él asintió y ella se preguntaba por qué se mostraba tan reservado si antes

parecía amistoso. -Cogeré un taxi -dijo Serena y le tendió la mano. Él la cogió y la condujo al Bentley, donde la hizo entrar. -No es necesario... --empezó a protestar la chica y se detuvo ante la respuesta. -No discuta, Serena. Se sentaron en silencio, que no duró mucho tiempo. -Éste no es el camino de Park Street -le hizo notar. -Va a estar en mi casa algunos días. La señora Bishop la cuidará. -No puedo, ¡usted sabe que no puedo! Beauty está sola. -Está en mi casa. La recogí ayer cuando fui por su ropa. -No es necesario... Él no contestó y ella guardó silencio, sorprendida. Había algo extraño. Lo sabía

porque lo amaba y deseaba preguntarle qué sucedía, pero no tenía derecho. Bishop rondaba por la casa cuando ellos llegaron. La señora Bishop, pequeña,

rechoncha y graciosa, salió de la cocina para guiarla, escaleras arriba, a una preciosa habitación, cálida, alfombrada y con suaves colores.

-Quítese la chaqueta, señorita, y baje para comer. El doctor ter Feulen la estaba esperando. Tomaron un jerez y cambiaron unas

palabras hasta que Bishop los invitó a pasar al comedor. Serena no pudo expresar lo que quería. Temía abrumarlo con sandeces e imponerle su presencia. De vez en cuando

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se aventuraba a mirarlo. Parecía molesto. ¿Por qué sería? Pronto lo descubrió. Se sentaron uno enfrente del otro junto a la estufa con

Harley acurrucado a los pies de su mano y Beauty en la falda de Serena. Ella sirvió el café, todavía consciente del silencio que reinaba entre ellos. Buscaba inútilmente algo que decir. Aunque quisiera permanecer en la casa de Marc, había decidido durante la úItima media hora que de ninguna manera lo haría. El se estaba portando con amabilidad sólo porque lo consideraba un deber.

Él dejó su taza y le dijo: -He hablado por teléfono con su madre, Serena. Me ha dicho usted una sarta de

mentiras --el tono tranquilo de su voz la hizo estremecer. CAPÍTULO 8 NO había forma de negarlo. -Sí, lo siento -la respuesta de Serena fue recibida con una irónica sonrisa, de

modo que ella se sintió obligada a continuar-. Usted es la última persona en este mundo a quien le mentiría.

Era una excusa tonta. Se dio cuenta en el momento de decirla, que mereció con justicia la mirada de incredulidad del doctor. Sería mejor guardar silencio. Acarició la gata y bajó la vista.

Él se acomodó en su silla. -Ahora, supongo que me dirá la verdad, Serena. Una vez que terminó de contar la

historia, y que no había más que decir, se apresuró a añadir: -Ya ve. Todo ha salido bien, porque pasaré la Navidad con mi tía Edith. -¿Y Beauty? -La llevaré en una cesta. Estoy segura de que será bienvenida. Se esforzó por parecer natural, pero percibía la barrera entre ellos. Quizás él

nunca volvería a confiar en ella, y tendría razón, aunque pensaba que había hecho lo correcto. Abrumada con una ola de ridícula autocompasión, pensó que hubiera sido mejor ahogarse en el canal; tal vez entonces él se habría sentido apenado.

-Deje de soñar, Serena, y escúcheme: estaré ausente durante dos días. Usted permanecerá aquí y la señora Bishop la cuidará. Para entonces, usted se habría recuperado y volverá a trabajar. Daré instrucciones a Bishop para que la lleve a Park Street dentro de dos días y se presentará en el hospital al siguiente. Si por alguna razón usted no se siente completamente restablecida, hágaselo saber a la señora Dunn para que consiga a alguien que la sustituya.

Serena contestó rápidamente: -¿Es eso lo que a usted le gustaría? ¿Alguien que trabajara en mi lugar? -¡No sea ridícula, Serena! Pensé que tenía usted sentido común. Está hablando

como una niña enfadada. Eso era demasiado. Serena se puso de pie, con Beauty en brazos. -Creo que lo mejor será que me vaya a la cama. Fue desconcertante cuando él se

puso de pie y dijo alegremente: -Sí, buena idea. Recobrará el sentido común después de una noche de profundo

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sueño -sostuvo la puerta y ella pasó sin mirarlo, musitando un «buenas noches» mientras salía.

Más tarde, tendida en su cama, trató de ser sensata y pensar en lo mejor que podría hacer. Lo más digno sería encontrar otro trabajo a algunos kilómetros de distancia, donde no lo vería jamás, pero eso daría qué pensar al doctor. Amarlo era su secreto y estaba decidida a no compartirlo con nadie. Poco a poco recuperó la sensatez y decidió dejar las cosas como estaban. Ella era, después de todo, sólo alguien que trabajaba para él, y con el tiempo él se olvidaría de todo. Además, su esposa absorbería sus pensamientos. Quizás estos dos días los iba a pasar con ella. Empezó a imaginaria. Joven, hermosa, con un variado guardarropa, y una deliciosa personalidad.

Cerró los ojos, llenos de lágrimas, y se quedó dormida. Nadie podría ser más amable que el señor Bishop. Le llevaba el desayuno a la

cama; después de un paseo por el jardín de la casa con Beauty corriendo de un lado a otro, la invitaba a entrar a tomar café. La casa estaba limpia y en orden y Serena era tratada como una honorable invitada. Nunca había pasado dos días tan agradables. Recogió sus pocas pertenencias y con Beauty bajo el brazo, subió al Rover que Bishop había llevado a la puerta y se alejaron, con la señora Bishop agitando la mano desde la entrada.

Park Street, todavía bajo una capa delgada de nieve, no parecía muy acogedor cuando Bishop se detuvo ante Primrose Bank. Se bajó, apretó el timbre y regresó a la puerta del coche.

-Traeré sus cosas, señorita. Vaya usted y abra las puertas, si quiere. La señora Peck la saludó con una calidez que ella no esperaba y la siguió hasta su

habitación. Serena abrió la puerta, pero no intentó entrar. Alguien había encendido la calefacción y había flores en la mesa, un ramo de jacintos en la estantería y una bandeja para el té.

-Oh, ¡qué amable! Señora Peck. ¿Ha hecho todo esto? Gracias. -Bueno, sí, en cierto modo --contestó la señora y se apartó para dejar pasar a

Bishop, que llevaba una gran cesta. La puso en la mesa. -La señora Bishop pensó que sería más fácil para usted que tuviera ya lista la

comida -echó una mirada a la habitación y pensó en lo inadecuada que era para una muchacha tan agradable-. Si hay algo más que pueda hacer, señorita, estaré encantado...

-No, gracias, Bishop. Por favor, dígale a su esposa lo agradecida que estoy por la comida. Ambos han sido muy buenos. Gracias.

-Es un placer, señorita -le dirigió una mirada de superioridad a la señora Peck-. La dejo en buenas manos, sin duda...

No estaba equivocado. La señora Peck, a pesar de sus modales bruscos, tenía un buen corazón. Además, el doctor ter Feulen le había dado suficiente para comprar las flores y pagar el gas que se consumiera para mantener caliente la habitación, sin men-cionar el café, el té, los bollos y todo lo que fuera necesario comprar. Puso la tetera,

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comentando que Serena era una heroína, y que era lo menos que podía hacer por ella. Después se sintió incómoda al mostrar tanto sentimentalismo.

Ya sola, Serena alimentó a Beauty que devoró su comida y se instaló junto al calor. Después se sentó a tomar el té y no pudo evitar comparar su habitación con la que había ocupado en la casa de su jefe. Luego se dedicó a sacar lo que había en la cesta.

Se dispuso a cenar pensando en si el ama de llaves le diría al doctor lo que había hecho y si a él le importaría. De cualquier forma, tenía la intención de comerse todo y beber el vino también.

Alguien había colgado su abrigo detrás de la cortina, limpio y planchado, lo cual la

alegró porque la mañana estaba fría, y aunque no llovía, el cielo era gris y amenazador. Pasó por el canal de prisa, sin querer recordar lo que había ocurrido. Si la: mujer

no hubiera caído, Marc no habría tenido que rescatarla y tampoco se habría enterado de la verdad acerca de su madre.

Estuvo muy ocupada durante todo el día, como siempre; fue abordada por varios empleados que desviaron su camino para felicitarla por su valentía. Contestaba con sinceridad que si no hubiera sido por el doctor ter Feulen, la mujer y ella habrían tenido serias dificultades.

Durante los siguientes días, pareció que él la evitaba. El trabajo aparecía en su escritorio, puesto por una mano secreta, algunas veces con una nota anexa. Hasta la última consulta de la semana, Serena no volvió a verlo. La detuvo cuando cIJa abandonaba el hospital.

-¿Está completamente recuperada? -le preguntó serio, acercando su rostro. Ella quiso alejarse de él y su escrutadora mirada.

-Sí, gracias. Estoy muy agradecida a usted y a los señores Bishop, fueron muy buenos -se sonrojó porque sonaba como si él no lo hubiera sido, y se apresuró a añadir-: y usted también, señor, por supuesto -su cortés «gracias, Serena» le heló los huesos.

Aunque hubiera querido rectificar algo de lo dicho, no tuvo oportunidad, porque él sólo le dio las buenas noches esperando que ella siguiera su camino.

La Navidad se avecinaba. El doctor ter Feulen tendría consultas en Nochebuena; empezaría una hora más temprano y terminaría a las cuatro, de manera que nadie podría salir antes. Serena hizo su maleta por la mañana y avisó a la señora Peck de que estaría fuera durante un par de días. Llegó a trabajar a tiempo, estuvo sola toda la mañana. Como era Nochebuena, no había muchos parientes. Si el doctor tenía un poco de compasión, dejaría que hiciera la mecanografía para después de Navidad.

La época navideña parecía no conmoverlo. La consulta transcurría lentamente y había dos pacientes citados a las cuatro. A la auxiliar le permitió irse porque tenía que alcanzar el tren a York. Quedaron la enfermera, el asistente, el administrador y dos estudiantes. Serena, en su rincón, afilaba otro lápiz tratando de controlar su impaciencia. No había tenido tiempo de ir a comprar el billete, y si la cola de la

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ventanilla era larga, perdería el tren. El último paciente se había ido a las cinco menos cuarto, y habían empezado a limpiar el hospital. El médico permanecía escribiendo en su escritorio. Serena, resignada, le preguntó:

-¿Para cuándo necesita estas notas, señor? -Para cuando vuelva al trabajo, Serena. ¿Va a viajar por tren para ver a su tía? -Sí. -Tengo que ir a Bristol esta noche. Esté lista a las seis y la dejaré allí. ¿Ya tiene

su billete? -¡No! -contestó de mal humor. -Entonces va a ser difícil que coja el tren. -Qué buena idea, señor -intervino la enfermera, muy amable-. Qué suerte tiene,

Serena. Apresúrese y recoja su maleta, para no hacer esperar al doctor. -Gracias, señor, es usted muy amable -lo miró y notó su débil sonrisa irónica y

deseó no haber hablado. Recogió sus cosas, felicitó a todos y se apresuró a guardar el trabajo pendiente

en su escritorio, cogió su abrigo y salió corriendo. Estar lista a las seis, como él había dicho en su forma arbitraria de costumbre, le daba una hora escasa.

Habría estado lista cuando él llamó a su puerta, pero Beauty decidió que su cesta de transporte no resultaba de su agrado. Se escondió detrás de la cocina y no había modo de sacarla.

El médico llamó a la puerta en un tono que indicaba claramente su molestia. -A Beauty no le gusta su cesta --explicó Serena. Estaba bastante disgustado cuando llamó a la gata con voz seductora. Beauty salió de inmediato y, no opuso resistencia cuando él la recogió y la metió

en la cesta. -¿Lo ve? -¡Sí! --exclamó Serena-. Podría haber ido en tren. -Podría, si hubiera atrapado a Beauty a tiempo, encontrado un taxi y comprado

un billete antes que el último tren saliera. Lo cual era cierto. No había mucho tráfico, debido a que la mayoría de la gente que había salido de

viaje con motivo de la Navidad, lo había hecho temprano. El doctor ter Feulen salió de la ciudad y tomó la carretera A303. Un poco más de dos horas después, se acercaban lentamente a Great Canning. Durante esa parte del trayecto se convirtió en un esquivo compañero, llevando una vaga conversación intrascendente y sin mostrar el mínimo interés en Serena, que sentada muy quieta junto a él, no estaba muy segura de sen-tirse contenta.

-Imagino que la vicaría está junto a la iglesia -opinó cuando llegaron a la calle principal y ella descubrió la torrecilla. Las ventanas iluminadas de una antigua casa, saltaron a la vista.

El médico se detuvo ante la puerta, y ella dijo rápidamente: -¿Desea pasar? A mis tíos les gustaría conocerlo si usted puede... si dispone de

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algunos minutos. -Estaré encantado. ¿A qué hora la esperan? -Alrededor de las diez. Iba a tomar un taxi desde Devizes... -En ese caso, ¿quiere usted tocar la campanilla mientras recojo su maleta y a

Beauty? La tía Edith abrió la puerta. -¡Serena, mi querida niña! --ofreció su mejilla para recibir un beso--. Llegas

temprano. ¿Has venido en tren? --entonces vio al médico y Serena lo presentó. -El doctor ter Feulen, amablemente me ha traído. Él va a Bristol. La tía Edith le estrechó la mano y exclamó: -¡Qué amable! ¿Tendrá tiempo de tomar té o café? Él aceptó con gravedad, puso la maleta en el vestíbulo y pasó a Beauty a las

manos de Serena con canasta y todo. La señora los condujo a la sala, bonita y un poco descolorida, pero confortable

con el fuego encendido y las flores. -¿Quieren quitarse sus abrigos? Deben disculparme, no esperaba... No sabía que

tuvieras novio, Serena. Serena se sonrojó ligeramente, y el doctor, que la observaba, sonrió. Él no dijo

nada y dejó que Serena aclarara las cosas. -No es mi novio, tía Edith --contestó Serena tratando de ser natural-. El doctor

ter Feulen es mi jefe. Él iba a pasar por aquí en su recorrido, y como yo traía a Beauty no tenía billete y... -se detuvo pensando que era demasiada explicación.

-Un error muy natural-intervino el médico--. Serena es mi brazo derecho. Tía Edith acercó unas sillas y quiso saber: -¿Está usted casado? Si al doctor le sorprendió la pregunta, no lo demostró. -No por ahora, pero tengo planes para estarlo en breve. -Los doctores deberían estar casados -aceptó la tía, interrumpiéndose cuando se

abrió la puerta y entró su marido. -He oído voces -sonrió a los presentes-. Veo que ha llegado Serena. ¡Qué alegría!

¡La última vez que te vi, querida, eras una niña! -la besó un poco ausente y se volvió hacia el doctor, que se había puesto de pie-. ¿Usted es su novio?

-Eso fue lo que pensé -dijo tía Edith-, pero no, es el doctor ter Feulen del hospital donde Serena trabaja. La ha traído porque va a Bristol.

-¡Qué amable! -le tendió la mano--. ¿Cenará con nosotros? -No puedo, tengo compromisos. -En Bristol --contestó Serena. -Traeré el café -apuntó la señora, negándose ante la intención de Serena de

ayudarle. La chica se quedó sentada, mientras los dos caballeros se enfrascaron en una

conversación sobre iglesias medievales. Serena escuchaba a Marc hablar con conocimiento sobre arquitectura y detalles artísticos. Ella estaba boquiabierta hasta

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que él se dirigió a ella. -Su tío tiene una iglesia de la cual debe estar orgulloso. Siglo Doce, y con mucha

historia. -No he estado aquí desde que era una niña, y no recuerdo la iglesia --contestó

con frialdad. -Tendrá tiempo para refrescar la memoria -dijo Marc con indulgencia. Entró la tía Edith con la bandeja del té y unos bollos. El doctor tomó dos tazas

de café y varios bollos antes de ponerse de pie, agradecer la hospitalidad y desearles a todos Feliz Navidad. Se dirigieron a la puerta para despedirlo. Estrechó las manos de los señores y antes de que Serena estuviera fuera de su alcance, la besó.

-Estaré aquí a las ocho dentro de dos días -subió a su coche y se alejó. El vicario cerró la puerta y tía Edith dijo: -Un hombre muy agradable. Debe de se espléndido trabajar con él --cuando

regresaron a la sala, añadió-: En estos tiempos es muy usual besar. Aquí estamos un poco fuera de época.

Llegar al aeropuerto, ubicado a algunos kilómetros de Londres, le llevó al doctor hora y media. El avión lo estaba esperando, tal y como había acordado. Entregó su maleta y subió a bordo sin pérdida de tiempo, dejando el Bentley para que lo guardaran hasta su regreso.

-Será un buen viaje -le aseguró el piloto-. Estará allí a medianoche. ¿Alguien lo espera en Leeuwarden?

-Sí. ¿Volará usted de regreso hoy? -Tengo esposa e hijos --contestó el piloto, sonriendo-. Pero regresaré por usted

dentro de dos días. No se concede usted mucho descanso, ¿verdad? -No, pero es Navidad, vale la pena el esfuerzo. -Apostaría a que lo necesita, es usted doctor, lo he visto en el directorio.

Duerma si desea hacerlo. Debe de haber tenido un día pesado. -Tiene razón, en cierto modo. Seguiré su consejo -el médico cerró los ojos, pero

no durmió ... Pensaba en Serena. La chica estaba sentada entre sus dos tíos, cenando. Nadie habló más sobre

Marc, pero la bombardearon con preguntas acerca de las circunstancias de la boda de su madre que habían llevado a Serena buscar dónde vivir.

-No me gusta criticar --<lijo la tía Edith-, pero seguramente, obtuvo bastante dinero por la venta de la casa de tu padre y pudo comprarte un pequeño apartamento. Como tú sabes bien, criatura, Margaret y yo no nos caemos bien, y si hablo abiertamente, debes perdonarme. Sólo espero que estés cómodamente instalada. Park Street suena agradable, y teniendo a la gatita por compañía, debe parecer un hogar.

Serena estuvo de acuerdo. No quiso decepcionar a su tía acerca de las tristes condiciones en que vivía. Sus puntos de vista sobre la vida eran muy diferentes de los de ella y estaban ansiosos por hacerla feliz.

Regresaron a la sala, después de ayudar a la señora Hiscock a llevar los platos al

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fregadero, y tía Edith sugirió que Serena se fuera a dormir. -Irás a la iglesia conmigo mañana temprano. Tu tío dirá el sermón más tarde,

pero creo que estarás muy cansada. -Me gustaría ir contigo, si lo permites. Es el servicio más bonito de Navidad y no

estoy cansada. Fue el comienzo de una bella estancia. Regresaron a la una de la mañana a tomar

un chocolate caliente. Serena durmió profundamente en una agradable y vieja habitación de suelo de madera. La cama era cómoda y habían puesto una bolsa de agua caliente en ella.

Por la mañana, su tío Edgar tuvo que ir a la iglesia, muy temprano, y Serena ayudó a su tía a limpiar la casa y preparar el desayuno, ya que la señora Hiscock no iría.

Después fueron a la iglesia y a las tres de la tarde comieron. Fue entonces cuando abrieron sus respectivos regalos. El tío Edgar le dio un libro y la tía Edith un chaleco, tejido por ella misma. Se alegró de haberse esmerado en los regalos para ellos; un diario y cuaderno de notas para él y un chal para ella. Tomaron el pavo y un pudín navideño, acompañados de un vaso de aporto.

Limpiaron la mesa y se sentaron a descansar. Serena estaba contenta, sentada con sus somnolientos tíos, junto al fuego, y pensando en Marc. No sabía nada sobre las festividades en Holanda, pero seguramente la familia estaba reunida ... de pronto recordó que él había ido a Bristol. Lo imaginaba en el seno de la familia de la muchacha con quien se casaría. Fue un alivio oír la sugerencia de tía Edith para tomar una taza de té. Le preguntó sobre lo que su madre había enviado como regalo de Navidad.

-Yo creo que se ha olvidado de que es Navidad. Es más o menos verano allí, ¿verdad? Seguramente no habría nada que se lo recuerde.

-Es veinticinco de diciembre en todo el mundo -le hizo notar la señora con severidad sin hacer caso de los comentarios de su marido, acerca de latitudes, longitudes y diferencias de tiempo.

-Supongo que cuando regrese me traerá algo --contestó Serena, ansiosa de evitar las penetrantes preguntas que su tía le lanzaba.

-Este agradable doctor que te trajo, ¿lo conoces bien? Supongo que si trabajas para él tendréis un estrecho contacto -preguntó tía Edith, ávida de noticias.

-Sí, en cierto modo. A veces no lo veo con mucha frecuencia. Me deja sus notas en el escritorio, a menudo tomo notas de sus casos clínicos y las mecanografío, después él las firma. Es agradable trabajar con él.

Su voz se fue transformando sin darse cuenta, la señora la observó con agudeza y quiso saber más.

-Eres afortunada, Serena. Supongo que te lleva a casa cuando sales tarde. Serena cayó en la trampa sin darse cuenta. -Oh, sí, y cuando me sacó del canal, me llevó a su casa y su ama de llaves me

cuidó. Ella fue muy amable, aunque él no estaba allí. Y cuando regresó me llevó a Park Street.

-¿Te caíste en el canal?

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-Bueno, no, no precisamente. Verás. Una mujer cayó y yo fui a ayudarla. Él nos sacó a las dos.

-Tuviste mucha suerte de que estuviera cerca --comentó, y siguió con cierta vaguedad-: Londres debe de ser un lugar de mucho ajetreo. Hace muchos años que estuvimos allí.

Hablaron acerca de eso y ya no se mencionó al doctor. El día de San Esteban había servicio en las iglesias, pero tía Edith pensó que

sería agradable para su sobrina que dieran un paseo. Visitaron Roundway Down, el escenario de la victoria sobre los puritanos a mediados del siglo diecisiete. Estaba a kilómetro y medio del pueblo y Serena disfrutó mucho del paseo. Era un día gris, pero aún a mitad del invierno, el campo era hermoso y tranquilo.

Más tarde, después de recoger los cacharros de la comida, fueron a descansar junto al fuego, mientras el vicario trabajaba en su estudio. Tía Edith preguntó repentinamente.

-No eres feliz, ¿verdad, Serena? ¿Te trastornó que tu madre se casara otra vez?

-Creo que sí. Pero no fue una sorpresa, ella es una persona que necesita de alguien que la cuide.

-Tú lo hacías -respondió la señora, enfadada. -Sí, pero verás, ella estaba sola todo el día. Yo llegaba a las seis. -Contaba con mucho tiempo para limpiar la casa, cocinar y hacer las compras. -Teníamos una criada cuando mi padre vivía... -Y tú continuaste siendo su criada -observó Edith con sarcasmo-. ¿Dónde conoció

tu madre a ese señor Harding? -En Amsterdam --contestó Serena y se detuvo. -¿Sí? ¿No sería mejor que me lo contaras todo, querida? Hay algo que te hace

infeliz. Hablar de ello ayuda -su cara se suavizó con una sonrisa-. No es precisamente tu madre, ¿verdad?

-No, pero es un problema tonto. -El amor no es una tontería, querida. Supón que empiezas desde el principio,

cariño. Fue un alivio hablar. Una vez que Serena empezó, no se puso detener, Marc

apareció en todo lo que decía. Trató de conservar la calma, pero cuando llegó a la equivocación que la tía había cometido al confundirlo con su novio, hizo una pausa porque quería llorar, cosa que sucedió finalmente.

-¿Lo quieres mucho? -preguntó con suavidad. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

-Oh, ¡sí! ¿Qué vaya hacer? -se levantó y se dejó caer junto a su tía. La señora la rodeó con sus brazos.

-Llora, querida, eso te hará sentir mejor. Serena levantó la cara bañada en lágrimas. -Él estará aquí...

-Dijo que a las ocho, y apenas son las cuatro. Llora todo cuanto quieras, Serena, y

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cuando él llegue, te verá alegre. Serena lloró en su regazo. -¿Tú le gustas, querida? La chica contestó con voz ahogada: -No sé. Siempre se mete en mis asuntos... Un comentario ingenuo que hizo sonreír a la tía. -Yo no sé mucho acerca de estas cosas y no me atrevo a aconsejarte -se

interrumpió cuando la puerta se abrió y apareció Edgar, seguido por el doctor. El vicario había oído el ruido del coche al detenerse y había abierto la puerta

antes de que él llamara, apresurándose a conducirlo a la sala sin saber lo que pasaba. Cuanta menos gente hubiera allí, mejor, pensó el vicario, y desapareció.

Además, Edith era muy hábil para sortear situaciones difíciles. Y también Marc. Con una mirada se dio cuenta de la situación y avanzó en la sala.

-Debo disculparme. He llegado antes de lo acordado -fingió no ver a Serena, pero sustituyó su pañuelo empapado por uno más grande y blanco que sacó de su bolsillo-. El vicario me hizo entrar, pero yo me debí anunciar antes.

La tía salvó la situación. -Encantados de verlo, no tiene por qué disculparse. Me alegro mucho de que

pueda cenar con nosotros antes de irse. El pavo frío cansa después de uno o dos días. Usted nos ayudará a darle fin -dio unas palmaditas en el hombro de Serena-. y tú, querida, ve a tomar un par de aspirinas antes de que esa jaqueca empeore.

Mientras Serena se ponía de pie, ella añadió, señalándola: -Ha sido un gran consuelo para nosotros, y una espléndida compañía -Hola -saludó Serena, obligada por fin a decir algo. Se limpió la cara, que según

suponía, tendría un aspecto horrible---. No lo esperábamos tan pronto --añadió. Él no respondió, sólo abrió la puerta para que Serena saliera y se sentó ante la

invitación de Edith. -¿Se ha divertido en Bristol? --He estado en Holanda, en mi casa -sonrió un poco---. Quería traer a Serena

aquí y tuve que inventar una excusa. Bristol me pareció muy adecuado. -¿Siente usted pena por Serena? -preguntó la señora con agudeza. -Por supuesto que no, si lo que quiere usted decir es lástima. Ella es una

muchacha de gran fortaleza y muy independiente. Es, si pudiera decirlo de una manera coloquial, una nuez dura de romper.

-¡Pero, usted la romperá! --exclamó la señora, jovial. -¡Ciertamente! -se sonrieron uno al otro en perfecto entendimiento y en un

momento, entró Serena, convenientemente arreglada. CAPÍTULO 9 EL doctor ter Feulen se puso de pie, con sus inconscientes buenos modales, que

Edith aprobaba completamente. -Su tía me está hablando acerca de lo bien que se ha portado Beauty y que tiene

a todo el mundo como su esclavo -un comentario que incluía a Serena de inmediato en

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la conversación. El vicario se les unió y las dos mujeres fueron a preparar el té. Edith deambulaba por la cocina sosteniendo un monólogo acerca de la comida:

«pavo frío, jamón y algunas patatas que meteré en el horno». -¿Quieres hacer una ensalada, cariño? ¿Estará bien algunos panecillos y queso? -Sí, tía --contestó Serena y preguntó, inquieta-: ¿Crees que se habrá dado

cuenta? ¡Debía de parecer completamente tonta! -Los hombres no son muy observadores -mintió la señora, diciendo para sus

adentros: «a menos que se lo propongan». Serena suspiró, agradecida. -Fue una buena excusa el que dijeras que tenía jaqueca. -Tu tío no perdona las mentiras, pero en esta ocasión las considero justificadas,

porque las lágrimas siempre producen jaqueca. -¿Dijo si había tenido una feliz Navidad? -Sí, espléndida, pero no fue muy explícito. -Así lo espero ---contestó Serena con tristeza-. Mañana es un día de arduo

trabajo. -También para ti, querida niña; prométeme que vendrás a visitamos pronto. Serás

mejor recibida que nunca, lo mismo que Beauty. Llevaron la bandeja del té a la sala y hubo un poco de agitación con el acarreo de

sillas, platos y tazas antes de que todo el mundo se sentara. -Tomar el té junto al fuego es muy agradable ---comentó el vicario-. Es una de

las buenas cosas que trae el invierno. ¿Lo ha pasado bien? -Mucho -respondió el doctor, evitando la mirada de tía Edith-. ¿Tiene usted una

sesión de villancicos esta noche? -Sí, claro -el buen hombre miró al médico, inquisitivo. -Entonces, ¿puedo acompañarlo? -Será un placer. Así daremos oportunidad a las señoras de preparar la cena. Esa noche, de regreso en su apartamento, Serena se tendió en el diván a

recordar la velada. Habían tomado una espléndida comida y disfrutado de una animada conversación de sobremesa.

Cuando al fin se despidieron y regresaron a Park Street, los modales de Marc y su tranquila conversación, la habían hecho olvidar sus lágrimas, y había disfrutado de cada minuto del trayecto. Ya en Primrose Bank, él llevó su maleta y a Beauty a su habitación; encendió las luces, la estufa, comprobó que las puertas y ventanas estuvieran cerradas y le deseó buenas noches, amistosamente, no sin antes recordarle que tendría una mañana de consultas al día siguiente.

Para entonces, ya era medianoche. Serena se preparó una bebida caliente, alimentó al animal y se tumbó en la cama. La fiesta navideña que tanto había temido, se había convertido en una dc las más agradables que recordaba, con el premio adicional de la compañía de Marc. Le gustaba todo cuanto él hacía, incluso en sus peores momentos. Beauty y ella se acurrucaron alrededor de una bolsa de agua caliente.

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«De todos modos, tengo que alejarme», se dijo Serena. «Tarde o temprano adivinará mis sentimientos, y yo no soportaría que me tuviera lástima. Quizá podría estar cerca de tía Edith».

El día empezó muy mal. Se despertó tarde, con lo que no tuvo demasiado tiempo para arreglarse. A eso se unió el tiempo desapacible. Había poco transporte y se tropezaba con gente que iba a trabajar a regañadientes. Llegó al hospital y después de atravesar corredores y subir y bajar corriendo por las escaleras, llegó sin aliento a la sala de consultas, saludó a todos y trató de pasar por alto la indiferente mirada que su jefe le dirigió desde su escritorio.

Cuando la consulta terminó, Serena fue a comer. Empezó después a trabajar sobre sus notas y continuó con las que había dejado pendientes. Debajo de éstas, había una carpeta que contenía otras páginas del libro. Las dejó para el día siguiente. Era bastante más tarde de las cinco y media. Cuanto antes llegara a casa, mejor.

Los siguientes días fueron más tranquilos. El doctor estuvo ocupado en rondas de guardia, pacientes particulares y el trabajo de anfiteatro, y cuando tuvo lugar la siguiente jornada clínica, todo el mundo había vuelto a la normalidad. La Navidad era historia pasada y las conversaciones giraban en torno al Año Nuevo.

Serena tuvo el día libre. Había vuelto a casa la noche anterior, dispuesta a permanecer en compañía de Beauty.

Alimentó a la gata, y pensó en abrir una lata de sopa y hacerse unos huevos revueltos para cenar después de ducharse y ponerse el camisón. Aún no había decidido qué lata abriría cuando llamaron a la puerta. Frunció el entrecejo. Eran casi las ocho y la señora Peck le había contado que las demás enfermeras iban a ir a una fiesta y que la pareja de ancianos que vivían en el último piso, saldría a cenar con su hija. Segura-mente, la señora Peck deseaba charlar un rato. Se dirigía a la puerta cuando se repitió la llamada.

-¿Señora Peck? La inconfundible voz profunda del doctor ter Feulen le contestó. -Por supuesto que no. Sea tan amable de abrir la puerta, Serena. -No creo que pueda. Estoy en camisón haciendo mi cena. -Es muy temprano para cenar y le recuerdo que tengo cuatro hermanas a quienes

he visto en pijama. Hablaba como un hermano mayor y la chica abrió la puerta. El médico vio las latas de sopa e hizo una mueca. -Pensé que podríamos celebrar el Año Nuevo juntos. La señora Bishop ha

preparado una espléndida cena y sería un pecado comerla solo. -Precisamente voy... --empezó Serena. -Ah, sí, ya me doy cuenta. Sopa de crema de tomate, de lata -simuló no verla-. La

esperaré afuera. Déjeme poner a Beauty en su cesta y vístase. ¿Diez minutos serán suficientes?

-Pero yo... Él la miró, entonces. Sonrió, aunque no dijo más, y ella aceptó débilmente.

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-Está bien. ¿Cómo debo vestirme? -Póngase esa cosa gris, y por Dios Santo, use un abrigo grueso. Está helando

afuera. Cogió a Beauty y se apresuró a meterla en el cesto. -Diez minutos -le recordó antes de cerrar la puerta al salir. Serena se vistió de prisa, se maquilló con cuidado y se recogió el pelo en su

acostumbrado moño. Le llevó sólo un momento apagar la estufa, revisar las puertas y apagar las luces. Cerró con llave y salió.

Marc bajó del coche cuando la vio salir. Se apresuró a ayudarla a entrar y él hizo lo mismo. Serena volvió la cabeza para mirar a Beauty y encontró la mirada tierna de Harley, que movió la cola a manera de saludo.

-Qué agradable volverte a ver, Harley -se le ocurrió pensar en que quizá Marc tendría invitados para pasar el fin de año, y preguntó-: No da usted una fiesta, ¿verdad?

-No, Serena, sólo usted y yo. Como había mucho tráfico, ella decidió no distraerlo y guardó silencio. Bishop abrió la puerta cuando bajaron del coche y ella entró deprisa en el

vestíbulo. Se quitó el abrigo, dejó el cesto de la gata en el suelo y la cogió en brazos antes de abrir la puerta de la sala.

La habitación le dio la bienvenida. Estaba caliente y suavemente iluminada, con un gran fuego en la chimenea. También había música suave.

Entablaron una conversación sobre música clásica. Serena, que se había sentido insegura de todo, se tranquilizó. El se puso de pie, le sirvió una bebida y él tomó otra; dirigió la conversación hacia los intereses de Serena. Lo hizo con sutileza, y al principio, ella no tuvo conciencia de ello. pero cuando se vio explicando por qué no le había sido posible ir a Ludlow, se dio cuenta de que le había dicho más de lo permisible.

-¿Por qué quiere saber cosas acerca de mí? De todos modos ya sabe más de lo que debe.

Serena captó su curiosa mirada y se sonrojó. -He sido muy brusca. No pretendía serio. Lo que quiero decir es que usted debe

de tener muchas cosas en qué interesarse... --ella puso el vaso sobre la mesa de la lámpara y añadió-: Creo que no debo tomar el jerez, en realidad no he comido.

-A la señora Bishop le encantará saber eso; usted le hará justicia a la cena. En ese momento, Bishop entró a anunciar que la comida estaba servida. Serena, que no había hecho planes para el fin de año, se encontró disfrutando de

una espléndida velada. La cena fue exquisita, pero aun sin ella habría sido feliz tan sólo con la compañía de Marc.

No se apresuraron con la comida, y hasta después de las diez no regresaron a la sala, a sentarse junto al fuego, seguidos por las dos mascotas.

La conversación giró en torno a generalidades y luego se guardó un silencio amistoso, que rompió el médico.

-¿Qué desea para el próximo año, Serena?

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Lo miró con fijeza, tratando de ordenar sus pensamientos y dar una respuesta sensata.

-Oh... pues no sé. Fue lo mejor que pudo contestar. Aunque hubiera querido decir que deseaba

permanecer con él durante el resto de su vida. -Debe de tener alguna idea -insistió-, quizá viajar, hacer fortuna, casarse -le

sonrió de una forma que hizo que el corazón le diera un vuelco. La chica reflexionó y pensó que era su oportunidad de decide que quería

marcharse de Londres. -Sí, hay algo que quiero hacer, más que nada. Dejar Londres, y el hospital. Irme

lejos, tal vez a un pequeño pueblo, cerca de tía Edith. Quiero empezar de nuevo, tener futuro.

Si Marc se sorprendió, no lo demostró. Dijo lentamente: -Puede que esté usted buscando su futuro lejos de aquí, y no esté viendo lo que

tiene delante. -¡Bah! --exclamó Serena, olvidando sus buenos modales-. Todos lo que quiero es

labrarme una carrera. -¿Empezando el Año Nuevo? -Sí -examinó a la gatita de modo que no pudo ver la expresión de su jefe. Si lo

hubiera hecho, habría estado prevenida. No sabía cómo corregir lo que había expresado con tanta vehemencia. En ese momento entró Bishop con una botella de champán.

Casi era medianoche, y los señores Bishop se unieron a ellos, listos para oír la primera campanada. Se descorchó el champán, y levantaron sus vasos en el momento en que se iniciaba el Año Nuevo. Intercambiaron felicitaciones y buenos deseos. Cuando es quedaron solos otra vez, Serena exclamó:

-¡Qué bonito! Gracias por tan encantadora velada. Debo irme. Marc no dio muestras de haberla oído. Se quedó sentado en su silla

tranquilamente. Repitió: -¿Quiere empezar de nuevo? ¿Habla en serio, Serena? -Por supuesto -contestó la chica reprimiendo el «no» que en realidad quería

decir. -En ese caso, permítame facilitarle las cosas. Puede irse el fin de semana. Nada

podría ser más fácil. Me voy de vacaciones un par de semanas. Durante ese tiempo alguien puede reemplazarla. Ponga su renuncia por escrito cuando regrese a trabajar y yo arreglaré las cosas.

Quedó trastornada. Fue como dar un paso en el vacío. Serena tragó saliva mientras buscaba qué contestar.

-¿Quiere decir que puedo irme de inmediato? Él asintió, sonriendo. -¿No he sido competente? -fue una pregunta tonta, pero tenía que hacerla. -Completamente. Tanto como Muriel. -Me gustaría regresar a casa. Ha sido una hermosa velada, pero es muy tarde. Él hizo algunos comentarios, como los que cualquier anfitrión haría, y Bishop se

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presentó llevando el abrigo y la cesta. Iba sentada junto a Marc, con Beauty y Harley en la parte posterior del coche,

de regreso a Park Street. El ambiente en las calles era festivo, pero casi no había tráfico. Serena, deseosa de terminar bien a toda costa, intentó charlar un poco, pero no hubo respuesta de su compañero.

En Primrose Bank, Marc bajó del coche, abrió la puerta para que Serena bajara, cogió a la gata, dejó a Harley cuidando el coche y cruzó la calle en dirección a la puerta. Serena, con la llave en una mano, le tendió la otra y reiteró:

-Gracias otra vez por tan hermosa velada. La señora Bishop es una joya, ¿verdad? Su... su mujer estará encantada con ella.

Él ignoró la mano, le cogió la llave de la otra y abrió la puerta. -Se llevarán muy bien -aseguró Marc, haciéndose a un lado para que Serena

entrara. Abrió la segunda puerta, encendió la luz, revisó las ventanas como siempre lo hacía y puso a Beauty ante la estufa, después de conectarla.

-Gracias -repitió Serena sin poder decir más. Él cruzó la habitación y se detuvo delante de la chica. No dijo nada, sólo la cogió

en sus brazos y la besó largamente. -¿Todavía quieres irte lejos? -le preguntó. Serena recuperó el habla, débilmente, porque estaba temblando sin control.

Retrocedió un poco y él no lo impidió. -Sí, sí. -¿Me dirás por qué? ¿No crees que deberías hacerlo? Ella lo miró fijamente. Se mostraba amable y comprensivo, pero distante. -Se va usted a casar. -Sí, y muy pronto -sonrió un poco-. Buenas noches, Serena. Él se fue. Ella se quedó estática, mirando la puerta, con alegría y profunda pena,

mezclados. -¡Se está burlando de mí! -gritó a Beauty. Arrojó un cojín a la puerta para desahogarse y empezó a llorar. -Apuesto a que ha querido deshacerse de mí desde hace tiempo. ¡PUSO las

palabras en mis labios! -dijo, desesperada-, de modo que no tuve que despedirme. Se sentó, sollozando y estrechando a Beauty. Era tal su abatimiento que no tenía

idea de lo que estaba diciendo. Finalmente se fue a la cama y permaneció sin dormir hasta después de las cinco.

No despertó hasta que Beauty reclamó su comida. Se levantó, alimentó a la gatita y puso la tetera en la estufa. Una taza de té la reconfortaría y disminuiría su jaqueca. Una mirada al espejo le bajó el espíritu hasta los pies.

-¿Qué estará haciendo? -preguntaba a Beauty entre sorbos del fuerte té. Marc estaba sentado ante su escritorio. Había hecho tres llamadas telefónicas

muy satisfactorias. Todo lo que faltaba era ver a la señora Bishop. Ya había hablado con su esposo mientras desayunaba. Se puso de pie y silbando, salió con Harley pisándole los talones, a dar un paseo por Hyde Park.

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Serena se bañó, se lavó el pelo, se arregló las uñas y se maquilló para disimular lo mejor que pudo las huellas del llanto. Se vistió, tomó una taza de café y salió a caminar, en sentido opuesto al hospital. Mientras recorría las calles hizo un esfuerzo para ordenar sus pensamientos y resolver su futuro. Quedaban tres días de la semana. Decidió que no hablaría con la señora Peck hasta que supiera a dónde ir. Titubeó en recurrir a su tía antes de encontrar otro trabajo, ya que no sabía cuánto tiempo le llevaría.

Le quedaba poco dinero, pero suficiente para mantenerse una semana o dos. Lo menos que podría hacer Marc era dar buenas referencias. Regresó a su casa pensando en dónde le gustaría vivir, quizás algún lugar en el campo, en la zona occidental, o tal vez en Cotswolds. Muy lejos de Londres, para empezar una nueva vida. Trató de terminar el día sin pensar en Marc... fue imposible.

Al día siguiente fue al hospital, temerosa de verlo. Llegó temprano y preparó su renuncia. Había una consulta más tarde y pudo

dejar el sobre en el escritorio de Marc. Se sintió mejor, o al menos resignada. Se puso a trabajar en la oficina, mientras llegaba la hora de ir a la consulta.

Como era usual después de un día de fiesta, la sala de espera estaba atiborrada de pacientes, lo cual por primera vez complació a Serena. Eso significaba que habría mucho trabajo y estaría ocupada todo el tiempo. Cuando ella llegó, Marc ya se encontraba allí. También su asistente, la enfermera y tres estudiantes, lo cual le facilitó saludar a todos en general sin tener que verlo.

La consulta empezó, y se prolongó durante horas. Alguien les llevó café, pero se enfrió antes de que pudieran tomarlo. El doctor ter Feulen estaba a la cabeza, firme, dando su atención a cada uno de los enfermos, incansable. Cuando salió el último paciente, él salió sin demora a hacer su ronda de guardia, no sin antes agradecer a su equipo de trabajo su cooperación.

-Gracias a Dios que ha terminado -dijo la enfermera mientras recogía con premura, notas, tarjetas y radiografías-. Estoy agotada, ese hombre es un maniático del trabajo, será bueno que se case, así tendrá otra cosa en que pensar.

Casi todo el mundo se había ido, menos Serena, que al fin encontró algo que decir.

-¿Irá usted a la boda? -Creo que será una ceremonia privada, aunque conociéndolo, imagino que invitará

a las personas con quienes trabaja. Será un barón en su país y un médico notable en éste, y muy rico, según he oído, pero no es presumido, es una buena persona -hizo una pausa-. Se enfadaría si contara lo que ha hecho por los demás, sin aspavientos. Ah, su novia es una mujer afortunada. Bueno, vamos a la cafetería a ver qué podemos comer.

Serena apenas pudo ver a Marc durante el resto de la semana. El trabajo aparecía en su escritorio, a montones, como si él intentara aprovechar hasta el último segundo de su permanencia en el hospital. En cierto modo, se alegraba, porque la mantenía ocupada sin lugar a lamentaciones. Regresaba a su casa por la noche, atendía a Beauty, cenaba y revisaba las revistas y los periódicos en busca de alguna vacante,

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con lo cual le quedaba poco tiempo para dormir. Se sentía sumamente infeliz, pero resolver su futuro era prioritario, estaba

antes que sus sentimientos personales. Decidió buscar un puesto de recepcionista en la provincia, lejos de Londres, en caso de no encontrar trabajo en otro hospital.

Llegó la última mañana. Como siempre, había mucho trabajo esperándola, pero antes de todo, fue a ver a la señora Dunn. Ella ya sabía que se iba, porque deseaba estar cerca de su madre ahora que se había vuelto a casar. Todo el mundo en el hospital pensaba lo mismo, yeso le facilitaba las cosas.

Había una consulta por la tarde. Serena se preocupó de llegar antes que Marc, para despedirse de todos. Regresaría después a escribir las notas y saldría veloz y sin hacer ruido.

No hubo muchos pacientes, y a las cuatro, el médico se levantó de su escritorio, dio las gracias como siempre y se volvió hacia Serena.

-Estoy seguro de que todos te deseamos un futuro feliz, Serena. Te echaremos de menos. Espero que encuentres exactamente lo que deseas. Cuando eso sea, por favor envían os una postal -le sonrió muy amable y salió deprisa.

-¡Eso sí que ha estado gracioso! -:-exclamó la enfermera-, ¡ni siquiera le ha dado la mano, ni nada! ...

-Seguramente lo veré antes de irme. Tengo que mecanografiar sus notas. El comentario satisfizo a la enfermera, aunque fuese falso. Ella había visto a

Marc por última vez... Las notas no le llevaron mucho tiempo. Serena las puso en una carpeta para

entregarlas al jefe de porteros cuando saliera. Limpió su escritorio por última vez. Fue a despedirse de la señora Dunn y de otras mecanógrafas, y abandonó la oficina. Tenía la extraña sensación de que nada de lo que estaba sucediendo era real, que el lunes siguiente estaría allí otra vez, como de costumbre.

Bajó a la entrada principal, entregó la carpeta y se dirigió a la puerta. Ya casi había llegado, cuando el portero la llamó.

-Señorita Proudfoot, la requieren en la oficina de la Supervisora. ¿Quiere usted ir, por favor?

Serena regresó sobre sus pasos, pensando en si se habría olvidado de algo antes de salir. Seguramente la Supervisora no esperaba una despedida personal. Apenas la conocía. Se la encontraba en ocasiones en los pasillos del hospital.

-¿Qué he hecho? -preguntó Serena-. ¿No sabe usted qué quiere? -No, señorita. -¿Se supone que tengo que ir? -Si yo fuera usted, lo haría, cariño -dijo el portero en tono paternal. Fue a la oficina de la Supervisora y llamó a la puerta. Cuando se encendió la luz

verde en la parte superior, Serena entró. La Supervisora no se encontraba allí, pero Marc sí; estaba sentado a un lado del

escritorio, observando sus zapatos. Serena lo miró fijamente y fue palideciendo:

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-Oh, no... no usted -murmuró, y trató de escapar. -No huyas, Serena -se levantó y caminó con lentitud hacia ella. Estiró el brazo, y

cerró la puerta. Entonces la abrazó--. Siempre creí ----comentó pensativo-, que una muchacha se daba cuenta cuando un hombre estaba enamorado de ella.

Ella hizo un movimiento para soltarse de su brazo, pero él la rodeó con el otro y la atrajo hacia su pecho.

Ella contestó con débil voz, obstaculizada por el reloj de pulsera de Marc: -Te vas a casar... todo el mundo lo dice... y tú también. -Sí, por supuesto que me voy a casar. ¡Contigo, amor mío! -Tú me despediste -se quejó--. No te importó ni un comino... -Por supuesto que no. Estaba encantado. No vas a trabajar para mí, nos

casaremos en cuanto consiga la licencia. Serena sollozó y levantó la cabeza. -Ni siquiera me has preguntado si yo quiero. Él la besó con ternura. -¿Te casarás conmigo? Sólo si tú quieres. -Por supuesto que quiero ----contestó Serena con enfado. Luego transformó el

tono de su voz, hasta que éste se convirtió en un susurro-. ¡Oh, Marc, he sido muy infeliz!

-No más, mi amor. Me aseguraré de eso –él la besó otra vez, largamente-. Ahora, vamos a casa y fijemos la fecha de la boda.

-¿A Park Street? -¡No, por Dios! -deslizó un amoroso dedo por su mejilla-. No regresarás allí. -Debo hacerla, Beauty y mis cosas... -Beauty está fuera, en el coche. La recogí hace media hora. Y la señora Peck hizo

tu maleta con las cosas que pensó que podrías necesitar. Vas a regresar conmigo, cariño.

Serena se sentía envuelta en una neblina de felicidad. Hizo un esfuerzo más para ser sensata.

-Mi madre... tía Edith... tu familia... -Enviaremos un télex a tu madre. En cuanto a Edith, hablé ayer con ella por

teléfono. Permanecerás allí hasta que tu tío nos case. Mi madre y la familia también lo saben. Están impacientes por darte la bienvenida.

-¡Estabas muy seguro! -Oh, sí. ¡Seguro que te amaba y de que me casaría contigo! -¡Podría haberte rechazado! ----contestó Serena haciendo un gran esfuerzo por

reafirmar su dignidad. -Pero has aceptado, mi amor -su voz era gentil y cariñosa. Ella asintió, apoyada en su hombro. -¿Estás completamente seguro? -preguntó, ansiosa. Él no contestó, en lugar de ello la besó otra vez. Una respuesta más contundente,

que despejaba cualquier duda que aún quedara en la cabeza de la joven.

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-Y ahora, vamos a casa -dijo Marc. Eso era exactamente lo que Serena deseaba. Betty Neels - Una luz en la oscuridad (Harlequín by Mariquiña)