Una Mariposa Aletea en China
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CARLOS ALMIRA PICAZO
UNA MARIPOSA ALETEA EN CHINA
Colección Biblioteca Digital Siglo XXI
Consejo Editor de Biblioteca Digital Siglo XXI
Título: Una mariposa aletea en China
© Carlos Almira Picazo, 2009
Depósito Legal:
I.S.B.N.:
Impresión: Bubok, Madrid, España, Junio de 2010.
Este libro no podrá ser reproducido ni total ni parcialmente sin
el permiso previo y por escrito de su autor. Reservados todos
los derechos.
CARLOS ALMIRA PICAZO
UNA MARIPOSA ALETEA EN CHINA
NOVELA
COLECCIÓN
BIBLIOTECA DIGITAL SIGLO XXI
VOLUMEN IV
BUBOK
PRESENTACIÓN DE LA COLECCIÓN BIBLIOTECA DIGITAL SIGLO XXI
Biblioteca Digital Siglo XXI es un proyecto encarado
por un grupo de escritores que presenta en la red virtual
una selección de la obra poética y narrativa de los
autores contemporáneos que han expuesto sus trabajos
en páginas destinadas a la difusión de las letras de habla
hispana, tales como directorios, bibliotecas virtuales,
revistas, websites, blogs y foros literarios. Su finalidad es
divulgar el trabajo de quienes lideran espacios
comprometidos con la transmisión de conocimientos
sobre técnica de narrativa y versificación o participan en
ellos y, asimismo, dar a conocer la obra de los autores
que ya han recorrido un largo camino en el panorama
virtual y hoy exhiben una obra madurada en su
crecimiento individual tanto como en el aprendizaje y
perfeccionamiento logrados en el intercambio con
quienes comparten espacio y una misma vocación. El
directorio atesora un grupo de poetas y narradores de
excelencia en constante crecimiento y expansión.
A fin de estimular la labor creativa de los autores,
con la convicción de que toda obra literaria de calidad
merece ineludiblemente su publicación en papel para una
adecuada divulgación entre el público lector, Biblioteca
Digital Siglo XXI se complace en presentar esta calificada
colección de obras inéditas en los géneros poética y
narrativa.
El Consejo Editor espera que, además de divulgar
el valor intrínseco de cada volumen, la Colección
Biblioteca Digital Siglo XXI en su conjunto constituya una
muestra elocuente y significativa de la literatura
contemporánea que encuentra en la red virtual albergue
y vehículo de expresión.
El Consejo Editor
Carlos Almira Picazo, Castellón (España), 1965. Estudió y
se doctoró en Historia Contemporánea en la Universidad
de Granada. En 1997 publicó su primer libro, un ensayo
histórico sobre la Dictadura del General Franco, en la
Editorial Comares. Inició su carrera de profesor de
Enseñanza Secundaria en diversos pueblos de Andalucía.
En el año 2005 publicó su primera obra de ficción, una
novela histórica sobre la figura de Jesús de Nazaret, con la
Editorial Entrelíneas. En 2007 la revista virtual
Prometheus le editó en formato electrónico la novela
Todo es Noche, una distopía sobre el posible futuro de un
país de América Latina. En noviembre de 2009 ha visto la
luz una segunda novela en papel, Issa Nobunaga, sobre el
paso del Japón feudal al Japón moderno, de la mano de la
Editorial Nowevolution. Desde el año 2007 ha publicado
un centenar de cuentos y algunos ensayos en revistas
virtuales y en papel, de temática diversa (desde la Ciencia
Ficción en Axxon, hasta el cuento fantástico en El
Coloquio de los Perros, realista y humorístico en
Destiempos, Kiliedro, Fábula, Cuadernos del Minotauro,
etcétera). Ha recibido recientemente el primer premio en
el Certamen de Novela Corta Katharsis (2008) por El
jardín de los Bethencourt, y una mención como finalista
en el mismo concurso de relatos por el texto No se lo
digas a nadie. Actualmente trabaja en una colección de
microcuentos.
I –¿Recuerdas cómo nos conocimos?
–Nunca lo olvidaré: fue el día que los alemanes tomaron París. Los alemanes
vestían de gris y tú de azul. (Casablanca)
En este mismo momento, vampiresa, me golpea tu
olor y toda tu presencia como si fueras a salir de un
rincón. No quiero volver a verte. ¿No hay más
hombres en el mundo a quienes destruir?
Ya sé. Soy uno de esos que huye, que no le echa
cara a la vida. Huyo pero al menos estoy vivo.
Necesito unas vacaciones. Hacía tiempo que lo
nuestro no existía. Tu locura, porque tú estás loca,
princesa, destruye todo lo que toca.
Estos apuntes me liberarán definitivamente de ti.
Es lo que tiene poner por escrito algo. Uno conjura a
sus fantasmas en cuanto escribe sus nombres. Es lo
que tiene la escritura, el poder mágico de las
palabras.
Yo quiero vivir muchos años si puede ser.
Acordarme y reírme de lo gilipollas que he sido. Hace
tiempo que debí dejarte y eso que sólo hemos estado
juntos unas semanas.
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Una mariposa aletea en China
Flash no huyó y ahora está en el cementerio de la
Almudena.
Nunca volverás a verme si puedo evitarlo. He dado
instrucciones de que no se facilite mi dirección a
nadie si no es un juez. He cambiado de ciudad y
volveré a hacerlo si es necesario. Pensé incluso en
irme al extranjero, pero en este mundo de aviones,
de trenes de alta velocidad y de internet, los
kilómetros ya no arreglan nada. Por si estos apuntes
cayeran en tus manos, cosas más imposibles han
ocurrido, he decidido camuflar cualquier referencia
que pueda conducirte hasta mí. No te temo a ti sino a
mí mismo. Si una vez pudiste encandilarme puedes
volver a hacerlo, ¿no crees?
Por otra parte, me gustaría que algún día leyeras
esto, lo que demuestra hasta qué punto sigo
dependiendo de ti, bajo tu dominio. Me gustaría que
supieras cómo he rehecho mi vida, cómo he
ascendido en mi profesión, cómo ¿por qué no?, he
formado una familia y soy feliz. De todo te irás dando
cuenta, vampiresa, aunque desde ahora te digo (¿me
lo digo a mí mismo?) que no voy a enviarte una
palabra al correo. Aún no me eres tan indiferente
como para no desearte tu porción de sufrimiento.
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Carlos Almira Picazo
II
Lo primero que me viene a la mente es Flash, mi
pobre compañero. Hubiera sido un excelente policía.
Tenía las cualidades, no sólo el físico, sino también la
rapidez y el equilibrio mental que exige nuestra
profesión. Es seguro que habría ascendido mucho
más rápido que yo y que hubiera llegado mucho más
lejos si tú no te hubieses cruzado en nuestro camino.
Flash y yo, ya lo sabes, éramos compañeros desde
el Instituto. Como policías resultábamos cuando
menos, singulares: a él le fascinaba la fotografía y a
mí la literatura. Lo recuerdo despanzurrando su
Kodak porque no le daba los efectos de enfoque y de
luz deseados, mientras los libros y los apuntes
palidecían en su cartera. Era el estudiante con mejor
sprint, en dos días se preparaba un examen final de
cualquier asignatura. A veces los profesores le
suspendían por pura incredulidad.
No sé ni cuándo ni cómo decidimos hacernos
policías. En cualquier caso nuestra decisión no fue
tomada muy en serio por la gente que creía
conocernos. No importaba que nos inscribiésemos en
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Una mariposa aletea en China
el curso de criminalistas ni que, luego, nos
preparásemos las pruebas físicas. No se lo creyeron
hasta el final.
Flash, por supuesto, sacó mucho mejor puntuación
que yo pero los dos aprobamos a la primera y de un
plumazo nos convertimos en policías, en una rareza
para nuestra generación: dos jóvenes universitarios
que apenas en el comienzo de su veintena
encuentran un trabajo fijo, para toda la vida, y en
algo que además les gusta.
Para no quedarnos estancados en el cuerpo
decidimos terminar nuestros estudios. Fueron unos
años difíciles pero al menos, mientras se resolvía
nuestro traslado, pudimos permanecer juntos y en la
misma ciudad, alegando respectivamente vínculo
familiar y estudios relacionados con la profesión.
Ambos soñábamos con ascender no ya a
inspectores genéricos sino a algún cuerpo especial
como Artificieros o Inteligencia. Hubimos de vencer
muchos obstáculos no ya para alcanzar nuestro
sueño sino para sobrevivir en lo más bajo: de pronto
el que fuéramos los más jóvenes de la comisaría y,
por ende, ambiciosos y universitarios, se convirtió en
algo insufrible, insoportable e insultante para
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Carlos Almira Picazo
nuestros compañeros y nuestros superiores
inmediatos. Desde el primer día se dedicaron a
hacernos la vida imposible. Llegamos a pensar si no
buscaban realmente nuestra renuncia. A Flash, a
quien le encantaban las horas que pasaba afuera, lo
retenían lo más posible en tareas rutinarias de
oficina, por ejemplo rellenando formularios de
denuncias o fichas de detenidos. A mí, por el
contrario, me arrojaban a la calle nada más llegar, a
regular el tráfico en alguna esquinucha o a dar
interminables vueltas con el coche patrulla,
deambulando sin objeto.
Por si fuera poco, nos cambiaban continuamente
de turno de mañana a tarde y viceversa y, si podían,
nos encasquetaban el turno de noche “por
necesidades del servicio”. A pesar de todo, a los dos
años justo de ingresar en el Cuerpo y cuando ya no
podíamos seguir prorrogando más nuestros
traslados, conseguimos (tan flacos y ojerosos que
dábamos miedo y pena) el ansiado título de
diplomados en Criminología.
Mi amigo, por entonces el único que tenía en el
Cuerpo, estaba aún más demacrado y depresivo que
yo. Había alcanzado una meta con enorme esfuerzo y
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Una mariposa aletea en China
ahora vagaba desorientado sin saber cuál iba a ser su
próximo objetivo. Por aquella época teníamos unos
veinticuatro años o veinticinco y, como suele decirse,
aún no habíamos empezado a vivir. Flash, corpulento
y ojeroso, aún parecía más frágil que yo: la proverbial
mata de pelo negro de la que tan orgulloso estaba, se
le había aclarado; los ojos, hundidos en las cuencas,
miraban apagados y huraños; se movía con
indecisión y lentitud por las oficinas, entre los
compañeros que, afortunadamente, comenzaron por
entonces a dejarnos en paz.
En cuanto a mí, mi constitución y mi apariencia
más débil aminoraban considerablemente el efecto
devastador de aquellos meses últimos a ojos de los
demás: apenas había perdido unos kilos; comenzaba
a despuntar la miopía que me obligaría muy pronto a
usar gafas; a veces me temblaba el vaso de café en la
mano. Pero por suerte, como digo, nuestros
compañeros y superiores de la Comisaría, como si
adivinaran nuestra próxima desaparición, perdieron
interés por nosotros.
De esta forma, aquel verano nos sirvió para
descansar y reflexionar sobre el rumbo que íbamos a
tomar respectivamente. Fue un verano
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Carlos Almira Picazo
extraordinariamente caluroso. Al calor de más de
cuarenta grados diarios, que apenas aminoraba por
la noche, casi hacia la madrugada, sucedieron las
tormentas bochornosas de agosto. Pero la ciudad,
para nuestro trabajo, estaba muerta, y yo pude por
primera vez desde mi ingreso en el Cuerpo deslizar
disimuladamente una novela en el bolsillo del
uniforme y leerla, los antebrazos apoyados en el
volante ardiente, en una calle poco concurrida, a
sabiendas de que nadie me iba a controlar.
Por su parte, Flash solicitó y obtuvo un permiso de
una semana que aprovechó para viajar a la playa y
retomar su antigua y casi abandonada pasión por la
fotografía. El resto del verano, sin embargo, hubo de
languidecer entre montones de papeles, carpetas y
archivos, en la Comisaría donde los expedientes
(multas, denuncias, requerimientos, órdenes del
juzgado, etc.), se amontonaban con recalcitrante y
sorprendente regularidad a pesar de que, como digo,
la ciudad estaba muerta como todos los veranos.
En aquellos meses, vampiresa, ni Flash ni yo (hasta
donde puedo saber) pensábamos en aventuras
galantes, ni en mujeres. Nuestras vidas llevaban otro
rumbo, más feliz. Pronto íbamos a separarnos, cada
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Una mariposa aletea en China
uno iría a una ciudad distinta y por ende nueva, y
éramos lo suficientemente jóvenes como para
confundir los avatares de la vida con una aventura.
Yo soñaba por aquel entonces con llegar a ser un
detective lúcido y desencantado; tenía en mi cuarto
un póster de Humphrey Bogart en “El halcón
Maltés”, y había empezado a fumar, tarde pero con
una devoción propia de converso. Ya no me
conformaba con leer sino que planeaba incluso
hacerme escritor, algo de lo que afortunadamente
hube de desistir al conocer a Helena,
aproximadamente un año después de aquel verano,
la que sería mi mujer.
18
Carlos Almira Picazo
III
En cuanto a Flash, regresó de la playa con unas
extrañas y atrayentes fotografías: paisajes lunares
que parecían recién sacados de la pesadilla de una
noche de insomnio y calor; escenas urbanas
demasiado típicas, algunas no desprovistas de
encanto; retratos; fotografías de animales... Pocos
días antes de conocer nuestros respectivos destinos
me confesó que abandonaba definitivamente la
fotografía por ser una afición, según reconocía ahora,
demasiado infantil. Perdimos el contacto durante
varios meses. A Flash lo destinaron a la pequeña
ciudad de X, un lugar perfectamente insulso,
absolutamente carente de interés, del que tendré
más ocasiones de hablar, pues ejerció sobre él, según
creo ahora, un influjo destructivo. En cuanto a mí, me
destinaron a un pequeño pueblo cercano a Madrid
que reunía todas las ventajas del medio rural:
tranquilidad, vivienda y servicios relativamente
baratos, un pedazo de naturaleza, aparcamiento
fácil, etc.; junto a la ventaja inestimable de estar
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Una mariposa aletea en China
cerca de Madrid, de sus teatros, de sus cines, de sus
librerías, de sus museos, de sus distracciones, en
suma. En menos de media hora nuestra pequeña
línea de cercanías se adentraba en el vientre
metropolitano de la capital. Y aunque mi sueldo y mi
situación personal (pues enseguida me embarqué en
los difíciles exámenes de ascenso a subinspector y
también sufrí por eso el acoso y el menosprecio y la
incomprensión de mis compañeros, pueblerinos y
resignados) no me permitían grandes alardes, escaso
de tiempo y de dinero, pese a todo creo que
aproveché muy bien esos meses y que les saqué todo
el jugo que pude, y aún los hubiese aprovechado más
si la desgracia no hubiese hecho acto de presencia
inesperadamente.
Yo sabía, por las breves y escasas cartas que nos
cruzamos casi medio año después de separarnos, que
Flash no era feliz. Había cambiado, en realidad era ya
otra persona. Nuestra correspondencia era
impersonal y telegráfica. En ella apenas mencionaba
su trabajo. Describía lacónicamente el aburrido
barrio dormitorio donde, a pesar de su flamante
carné de conducir y de su coche nuevo, pasaba todos
los días de permiso y las fiestas. ¿Qué podía hacer
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Carlos Almira Picazo
allí, qué pasaría por su cabeza, entre aquellas
manzanas insípidas, con sus supermercados, sus
cabinas de teléfono rotas, sus parques vacíos de
niños, un día tras otro? Cuando en una ocasión le
mencioné las pruebas de subinspección, que por ser
nacionales se celebraban todos los años en Madrid,
me respondió que no podríamos vernos pues no iba
a presentarse. Había llegado a una vía muerta.
Alguna vez pensé en darle una sorpresa y, de paso,
satisfacer mi curiosidad, plantándome de improviso
en su casa. Pero siempre surgía algún inconveniente
de última hora que me lo impedía, y siempre
pensaba que habría una próxima vez muy pronto.
Entretanto mi amigo, mi antiguo compañero de
Instituto, se aproximaba acaso sin él saberlo al
precipicio.
No puedo precisar en qué momento te conoció,
vampiresa. La primera carta donde apareces
mencionada, casi de paso, no lleva fecha, tal era su
costumbre, y yo tiré hace mucho tiempo el sobre,
como he tirado y destruido todo lo que, aún de una
forma lejana, me ha unido alguna vez a ti. Pero
guardo aún la carta. La frase, el párrafo exacto donde
habla de ti, es éste:
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Una mariposa aletea en China
“...ayer salí por primera vez con ella (tu nombre
aparece tachado, yo lo taché tras la muerte de Flash):
tú sabes que siempre he temido a las mujeres,
aunque por supuesto me han gustado; en cuanto
surge la posibilidad, aún remota, de una relación
íntima con el otro sexo, se me pone la piel de gallina
y salgo corriendo como un chico de doce años. Me
preguntó por qué será. Sin embargo ella ha sabido
retenerme. La primera impresión que me ha
producido nada más verla ha sido la de una hermosa
araña que espera pacientemente a su presa. Incluso
su forma de vestir, más propia de una chica joven (es
mucho mayor que yo), su suéter ajustado y negro, su
falda estrecha, larga y negra, y la chaqueta de cuero
del mismo color, recuerda vagamente a ese
animal...”
Aquellas líneas me hicieron entonces sonreír. Sin
duda Flash exageraba. Ahora no puedo releerlas sin
sentir un escalofrío.
Fue por la época de los exámenes de subinspector
cuando recibí una carta, la última que recibiría, de mi
amigo. En ella me pedía, me suplicaba, que fuera a
verle cuanto antes. Aunque no hablaba de ti,
vampiresa, yo te adiviné desde la primera línea.
22
Carlos Almira Picazo
“Flash tiene problemas con esa mujer”, me dije. No le
di importancia. Me era imposible, por otra parte,
desplazarme en ese momento, en plenas pruebas, y
esto influyó en mi decisión de posponer el viaje a X.
Uno comete en su vida, normalmente, tres o cuatro
grandes errores y aquél fue uno de ellos.
Cuántas veces me he lamentado y me lamento aún
hoy de no haber respondido enseguida a su llamada.
Sin embargo las circunstancias y el hecho de no
haber tenido durante meses más contacto con Flash
que aquel intercambio epistolar, se combinaban para
que todo tuviese que discurrir así, de una forma
trágica. Mi amigo a quien unas semanas después no
reconocería ya, tendido en una losa de mármol en el
tanatorio municipal de X, me había pedido auxilio tal
vez cuando yo ya no podía prestárselo. Sea como
fuere, viviré toda mi vida con la sensación de haberlo
abandonado cuando más me necesitaba.
Es sorprendente cómo se amolda la lógica a
nuestras necesidades, cómo nuestros deseos se
disfrazan, se enmascaran de necesidad. ¿No era algo
normal que un chico, al fin y al cabo sin experiencia,
tuviese un tropiezo sentimental en su primera
aventura amorosa? Incluso desunciendo el término
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Una mariposa aletea en China
aventura de sus connotaciones frívolas, ¿no era
normal que sufriese por culpa de una mujer que,
además, era mucho mayor que él y que lo aventajaba
al parecer en maldad y en astucia? No sospeché,
pues, que nada extraordinario, nada que no hubiese
ocurrido ya antes miles de veces en la jungla de las
relaciones humanas, amenazase especialmente a
Flash. Aunque confieso que durante aquellos días en
que opté por el silencio, sentí una vaga inquietud por
mi amigo, me rondó la intuición de un peligro
impreciso, algo que me hacía volver una y otra vez
sobre la carta que llegué a aprenderme de memoria.
24
Carlos Almira Picazo
IV
Los exámenes duraron tres semanas. Como
aprobé los dos primeros, tuve que esperar unos días
hasta el último. Me había hospedado en una pensión
en el extrarradio de Madrid. Quien me hubiera visto
en aquellas fechas habría pensado que estaba
enfermo, o incluso desquiciado. La tensión de los
exámenes me consumía impidiéndome dormir y
comer de forma normal. Me obsesionaba la idea de
un fracaso fortuito, de un tropiezo estúpido e
imprevisto de última hora que me hiciera perder,
pensaba, sin ninguna lógica, lo que ya tenía al
alcance de la mano. Para distraerme salía a tomar el
aire a altas horas de la noche y me aventuraba sin
pensarlo por calles donde ni siquiera entraba la
policía.
Las putas, los chaperos y los traficantes se
apretujaban en las sombras, contra las casas
mohosas, extrañados y divertidos de verme pasar a
pie, solitario, por allí. Yo estaba tan convencido de mi
fracaso que no se me pasaba por la imaginación que
nada peor me pudiese ocurrir. Tal era mi naturalidad
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Una mariposa aletea en China
y mi desenvoltura que nunca se metieron conmigo,
tal vez porque pensaban que yo era de la secreta o
un confidente de la policía.
Un día, al borde de mi resistencia nerviosa, volví a
releer por enésima vez la carta. El sol del crepúsculo
daba en la ventana, abierta a un patio interior, entre
los ruidos cada vez más animados que suelen
anunciar el anochecer. Tiendas que se cierran; bares
que se empiezan a animar o a languidecer; una fauna
humana que reemplaza a otra más gris y sumisa, en
las calles; pájaros que se desgañitan antes de
enmudecer brusca y concertadamente; el rumor
lejano de la ciudad, parecido al de un oleaje que
anuncia el cambio de marea.
Me gustaba apurar aquellos minutos de extraña
calma, tumbado en mi cama, la vista perdida en el
techo mientras la penumbra se iba apoderando
palmo a palmo de la habitación. De vez en cuando
llegaba de la escalera o de la recepción una voz
áspera, un carraspeo, o el golpe de una puerta.
Sólo cuando la oscuridad era casi completa me
decidía a encender la luz, tristona, que se descolgaba
a regañadientes del techo.
No pensaba en nada que no hubiese pensado ya
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Carlos Almira Picazo
antes mil veces: el tropiezo de Flash con una mujer
mayor, como entonces te imaginaba, vampiresa, no
me parecía nada del otro mundo. Sin duda ahora,
pensé, estará con ella; la reconciliación será más
dulce tras cada nuevo enfado. Os imaginé
acaramelados besuqueándoos en cualquier rincón,
pellizcándoos y llamándoos entre susurros con toda
clase de ridículos diminutivos, como suelen los
enamorados al principio.
Me alegraba por Flash a quien en los últimos
tiempos de la Facultad había visto, al menos eso me
parecía aquella tarde, tumbado indolentemente en
mi cuarto de pensión, huraño e infeliz. Le iba
haciendo falta una mujer.
Encendí, pues, la luz, y me dispuse a escribirle una
carta desenfadada, dando por supuesto que los
nubarrones ya habían desaparecido. El último
examen era al día siguiente temprano, así que
aquello, aparte de calmar mi conciencia, me servía
para distraerme. Le prometí hacerle una visita en
pocos días, en cuanto supiese el resultado de las
pruebas. Pediría unos días de permiso antes de
Navidad. Tras leer lo escrito, satisfecho como quien
hace una buena obra, doblé el papel para enviarlo al
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Una mariposa aletea en China
día siguiente y me quedé dormido.
Antes he dicho que Flash abandonó su afición a la
fotografía. No puedo decir que yo hiciera lo mismo
con la afición a escribir. Llegar a ser algún día un gran
escritor, un novelista reputado, me obsesiona desde
la adolescencia. Aunque los resultados hasta la fecha
hayan sido no ya pobres sino prácticamente nulos,
inexistentes, nunca he dejado en todos estos años,
desde que terminamos el Instituto, de levantarme
una o dos horas antes de las clases en la Facultad o
del trabajo, para escribir. Con los años aquel acto
estéril ha llegado a involucrar todo un ritual
minucioso y obsesivo: la mesa debe de estar vacía,
sólo ocupada por un puñado de cuartillas y por los
útiles necesarios: una estilográfica (o un lápiz blando)
y un raspador para los tachones; siempre he
detestado los cuadernos y escribir a máquina; es
preciso también, a ser posible, una lamparita de
mesa o de pié; una ventana que dé a la calle (ya he
dicho que la de mi pensión daba, excepcionalmente,
a un patio interior cerrado); un cenicero; cigarrillos
suficientes para varias horas; media docena de libros
escogidos al azar...
Aquellos días, sin embargo, la mesa escueta
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Carlos Almira Picazo
adosada a la pared, tan estrecha que apenas podía
meter las piernas debajo y salpicada de
desconchados y abolladuras, aparecía tomada por los
libros y los apuntes de Derecho y los fascículos
manoseados del Reglamento del Cuerpo de Policía.
En una de aquellas carpetas llenas de fotocopias
emborronadas de notas y subrayados estaba la carta
fatídica de Flash.
Al día siguiente me desperté con el último
timbrazo del reloj, con el tiempo justo para vestirme
y sorber el café hervido. Corrí al metro donde ya
hacía tiempo que se atoraba una cola de
trabajadores de toda laya y de estudiantes, la
mayoría procedentes no del barrio sino de las otras
líneas que unen los distintos extrarradios. Algunos
me miraron como si llevara algo en la cara o me
hubiese puesto la camisa del revés. Lo mejor en esos
casos es no darse por enterado.
Una vez en las galerías cada vez más profundas y
laberínticas, desenrollé disimuladamente el callejero:
para no pasarme de parada como las dos veces
anteriores, rememoré la serie que me correspondía
procurando no separarme de la puerta, empujado
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Una mariposa aletea en China
por el vaivén de los que entraban y los que salían.
Llegué cinco minutos antes de que empezara la
prueba. Describo tan minuciosamente esto porque
pienso que fue decisivo el no tener la mente ocupada
en el examen al deber atender a tantos pequeños
contratiempos. Las respuestas, correctas y concisas,
salían fluidamente de mí, con la naturalidad de las
frases acostumbradas y archisabidas de un diálogo.
Aprobé.
30
Carlos Almira Picazo
V
Fue poco después de ver mi nombre en la lista
cuando recordé la promesa hecha a Flash, en mi
carta, de ir a visitarlo a X. Así que emprendí aquel
viaje aprovechando los días de permiso previos a
nuestra toma de posesión.
Decidí presentarme por sorpresa. Tenía la
dirección de los remites de sus cartas. Aquella misma
tarde pagué la pensión y tomé el cercanías habitual.
Antes de irme debía pasar por casa para recoger
alguna ropa y el dinero que no había tenido tiempo
de ingresar en el Banco. Al día siguiente, muy
temprano, tomé un tren medio vacío que me pareció
el más alegre y cómodo del mundo; me arrellané
junto a la ventanilla dispuesto a disfrutar del paisaje
monótono y destartalado que, poco a poco, sin
prisas, iba apareciendo al otro lado. Poco después,
cuando el sol empezó a ser molesto, eché la cortina y
me enfrasqué en la lectura, ansioso de que pasaran
rápidamente las cuatro horas largas que aún me
faltaban. De cuando en cuando cerraba los ojos y me
quedaba traspuesto, en un sueño muy superficial.
31
Una mariposa aletea en China
No pensaba en Flash ni en lo que iba a hacer ni a
decirle. Sólo en mi alegría que se me antojaba que el
Universo entero conocía y compartía. Ciego, en mi
egocentrismo infinito, daba por hecho que mi amigo
saldría a recibirme radiante de felicidad (sin pensar
que, por ejemplo, él había renunciado a aquel
examen y yo me había convertido de pronto, como
consecuencia del mismo, en su superior).
Aquellas horas de tren fueron las últimas horas
verdaderamente felices de mi vida. Incluso los
momentos compartidos posteriormente con Helena
(los nuestros, vampiresa, no pueden catalogarse de
felices ni incluirse aquí; sí fueron intensos y sobre
todo destructivos, pero no felices, y la prueba de ello
es que no recuerdo ni un sólo instante en nuestra
relación en que yo pudiera abandonarme
verdaderamente, ni siquiera durante el sueño;
siempre me parecía que algo me acechaba, algo
oscuro y sórdido que me impedía ser yo, actuar de
una forma natural…), pues bien, ni siquiera en las
muchas horas felices que he pasado después con la
que ahora es mi mujer encuentro nada comparable a
esa felicidad sin sombras, casi beatífica, volcada
completamente hacia el futuro y a la vez sumida en
32
Carlos Almira Picazo
un abandono atemporal, en una especie de nirvana;
nada se parece a aquel viaje cuyo propósito exacto
yo ni siquiera me planteaba, como no se plantea uno
meterse en un río un día de verano. Iba a reunirme
con mi amigo que por entonces ya llevaba varias
horas muerto. Yo que tenía tantas cosas que contarle
y que preguntarle, que paladeaba con fruición, de
antemano, las horas que pasaríamos juntos
rememorando los viejos tiempos. Feliz.
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Una mariposa aletea en China
VI
El golpe debió de ser brutal. Entonces no vi el
coche en el que se estrelló, me bastó con el
testimonio del policía que bajaba las escaleras de su
apartamento cuando yo llegué. Era pasado el
mediodía. Un grupo de vecinos, de curiosos, se
agolpaba ante el piso del muerto. Quizás entre ellos
estabas tú, princesa, debiste estar, seguro que
estabas.
Donde no estabas era junto al conductor suicida.
Todo salió en la prensa: Flash conducía solo, al
parecer bajo los efectos del alcohol y de otras drogas.
Últimamente no habíais hecho más que discutir y yo,
en cuanto llegué, recordé la última carta, aquella en
que me hablaba de ti y me pedía auxilio. Una oleada
de sentimientos encontrados me golpeó dejándome
aturdido durante unos minutos. Si alguien me
hubiera visto entonces hubiera pensado que yo era el
asesino.
El lugar donde se había empotrado contra el árbol,
un pino de carretera retorcido y medio arrancado,
era una recta limpia, amplia y bien visible, sin apenas
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Una mariposa aletea en China
tráfico, situada en una de las salidas menos
concurridas de X. No cabía pues pensar en un
accidente ordinario. Flash se había matado
deliberadamente, o bien se había dormido justo en el
momento en que pasaba junto al árbol.
No obstante, lo brutal del golpe, el viraje brusco en
el último momento, en la última fracción de segundo
anterior al impacto, había descargado el grueso de
éste sobre el asiento del copiloto que iba en ese
momento vacío, empotrando por allí el motor contra
la carrocería y contra el asiento trasero. Gracias a
esta circunstancia el cuerpo de Flash aparecía casi
intacto, reventado por dentro pero sin grandes
señales externas, aparte de los inevitables moratones
en la cara (y supongo que en el resto del cadáver,
que ya estaba vestido y amortajado cuando yo
llegué).
Una mujer mayor, vestida de negro, y un hombre
de edad indefinida, eran los únicos en velarlo. Allí al
parecer nadie lo conocía, y sus compañeros, con los
que no debió entablar demasiada intimidad, ya se
habían marchado tras el rápido pésame de rigor. La
mujer, extraordinariamente envejecida, era la madre
viuda y ahora también “huérfana” de Flash.
36
Carlos Almira Picazo
Al hombre no lo conocía.
Permanecí de pie junto a la puerta, perdido en mis
pensamientos, hasta que empezó a anochecer.
Cuando me despedí de la señora me di cuenta de que
el hombre ya se había marchado. Estuve a punto de
preguntarle quién era pero el pudor me lo impidió. La
pobre mujer temblaba pero había que acercarse para
darse cuenta. Hasta ese punto se esforzaba y lograba
disimular sus emociones.
Ya estaba junto a la puerta abierta sobre un trozo
negro de jardín, cuando su voz me retuvo:
–Mi hijo no se ha matado.
Me acerqué a ella.
–¿Qué?
La frase debió ahogársele en la garganta pero
antes de que me diese cuenta me había deslizado
furtivamente la llave en la mano que me apretaba
con un gesto colérico.
–Vaya, vaya enseguida, cuanto antes–, me dijo.
Salí con aquello en el bolsillo, ardiendo.
De pronto, cuando ya estaba a unos pasos del
portal de Flash, me asaltó la incertidumbre, el miedo
¿por qué no decirlo? ¿Y si había alguien, y si de
37
Una mariposa aletea en China
pronto se abría la puerta y aparecía el asesino o sus
cómplices? Pensé en ti, princesa, desde un ángulo
más que desfavorable. Pero era lo menos que podía
hacer, entrar en aquel piso deshabitado. Si aparecía
la policía o algún otro extraño me identificaría como
policía y como amigo del muerto, de Flash.
También podía atrancar la puerta y pasar la noche
allí atrincherado. Por la mañana, con las ideas más
claras, me dedicaría a rebuscar tranquilamente entre
sus cosas. Si ahora encendía las luces o si cerraba las
persianas iba a llamar la atención de los vecinos que
estarían pendientes.
Yo ya me había hecho mi composición de lugar:
Flash se había estrellado, voluntaria o
involuntariamente, y allí no había asesinato ni nada
parecido. De existir la menor probabilidad de un
homicidio, el autor o sus cómplices habrían dejado
alguna huella de su presencia en el coche siniestrado,
y la policía (el juez) habría precintado el piso para
buscar más pruebas. En cambio, todo parecía
tranquilo como si allí no hubiera pasado nada. La
casa dormía en apacible silencio. El homicidio estaba
descartado.
Si alguien hubiese acompañado a Flash, su cuerpo
38
Carlos Almira Picazo
habría aparecido aún más irreconocible por el golpe,
salvo que hubiese viajado encogido, apretado justo
detrás del conductor, lo cual era absurdo. Por otra
parte, era normal que la pobre mujer no aceptara los
hechos y que se aferrase a la idea consoladora de un
culpable antes que asumir que su hijo era un
inconsciente o un suicida y que no lo volvería a ver
más.
Tal vez hubiera oído hablar de la misteriosa mujer
y, con sus celos de madre, le achacara si no la culpa,
al menos la responsabilidad de la desgracia. Aquella
idea me asaltó de pronto y volvió a recordarme la
maldita carta. Cuando la llave se encasquilló casi me
alegré de no poder entrar. Pero al segundo intento la
llave giró suavemente y me vi en medio de una
habitación desconocida, completamente a oscuras.
39
Una mariposa aletea en China
VII
Al día siguiente me desperté en un cuartito
coqueto. Me había tumbado casi a tientas sobre un
sillón cubierto sólo con mi abrigo. La casa, que
disponía de calefacción central, estaba aún tibia tras
las horas frías de la madrugada. Enseguida me di
cuenta de un hecho insólito: todas las habitaciones,
hasta el último detalle, aparecían limpias y
perfectamente ordenadas.
Al principio deambulé desorientado, sin saber qué
hacer. Trasteando en la cocina, digna de una
exposición, encontré café y galletas. Desde que
llegara el día anterior no había comido nada, así que
me sentí bastante satisfecho con aquel festín.
Mientras masticaba y me desperezaba crecía mi
asombro: todo, absolutamente todo, muebles, libros,
ropa, cacharros, electrodomésticos, estaba en
perfecto orden y tan limpio como si acabaran de
pasarle la bayeta. No parecía desde luego, la casa de
un suicida.
¿Qué esperaba encontrar? Camas revueltas, ropa
tirada por el suelo, ceniceros llenos de colillas, platos
41
Una mariposa aletea en China
en el fregadero, basura en el cubo a rebosar.
Enseguida me puse manos a la obra. Primero me hice
una idea de la disposición de la casa y del tipo de vida
que mi amigo haría habitualmente. Me di cuenta de
que no vivía solo: nadie que está solo se preocupa
tanto por la limpieza. Reuní todos los objetos que lo
habrían acompañado en las horas inmediatas previas
a su muerte: un periódico del mismo día; cartas sin
abrir (facturas y publicidad sin interés aparente); un
libro separado del resto, perfectamente ordenado en
los anaqueles... Comprobé el buzón telefónico y
anoté el número de una llamada sin mensaje,
registrada en el mismo día. Luego empecé a
conciencia con los cajones: los dormitorios, el
comedor... Al cabo de una hora tenía ante mí una
colección bastante variopinta de cosas.
El sol entraba en la habitación. Abrí la ventana que
daba a una calle silenciosa y tranquila y me puse a
darle vueltas a aquello, ensimismado por su tacto
suave, frío, fascinado por su textura y su color verde
de mar.
Sonó el teléfono. Tras el gesto maquinal de
descolgar quedé inmóvil, como si de pronto me
hubiese perdido en un dilema y no encontrase la
42
Carlos Almira Picazo
salida. El último timbrazo languideció poco a poco en
el aire sin respuesta.
Conjeturé que antes de diez minutos alguien
llamaría a la puerta, la mujer de la carta, mi princesa.
A pesar de tener llave y de ser ella la autora de aquel
orden, adivinaría que yo estaba allí e insistiría hasta
que le abriera. Sólo después de mucho rato, y no sin
grandes dudas y precauciones, se decidiría a sacar la
llave de su bolso y a entrar por ella misma. Por
supuesto ella ya sabía que Flash había muerto. No
vendría pues a hablar con él sino conmigo, y tal vez.
Pero todo aquello no eran más que elucubraciones,
sobre todo querría recuperar aquel objeto precioso
que reverberaba en mi mano como un aguamarina.
¿Cómo explicarlo? Estaba tan fuera de lugar como
la Gioconda en la pared de mi cocina. Escondida,
quizás perdida, entre la ropa interior de mi amigo
recién lavada y planchada, al fondo del cajón.
No mediría ni dos centímetros de longitud. Era más
estrecha por un extremo que por el otro. Hecha de
jade o de un material parecido. En el extremo más
grueso, en menos de medio centímetro de
circunferencia, había labrado un mono de larga y
complicada cola. No parecía haber sido usada
43
Una mariposa aletea en China
recientemente.
Después examiné el resto de los objetos y guardé
la boquilla de jade en un bolsillo aprisionándola con
cuidado con el pañuelo.
Al cabo de una hora aproximadamente volvió a
sonar el teléfono.
–¿Sí?
Alguien respiró al otro lado, vaciló, balbuceó un
monosílabo y colgó.
Tras guardar algunas cosas en mi abrigo, fregué la
taza de café, vacié la única colilla del impoluto
cenicero y salí a la calle donde daba la ventana del
comedor.
Avanzaba el mediodía. El sol reverberaba, acuoso y
débil, entre los árboles y los escaparates,
parcialmente velado por dos o tres grandes nubes.
Había una parada de taxis cerca y pude llegar al
cementerio justo en el momento en que terminaba el
entierro.
No hablé con la madre de Flash. Volví a darle el
pésame y le deslicé la llave del piso entre las manos.
No intentó retenerme. Se lo agradecí.
Busqué al desconocido de la víspera. Tampoco
había ninguna mujer. Sólo algunos curiosos
44
Carlos Almira Picazo
arrastrados desde otros entierros, atraídos por el
morbo.
De pronto me dije si todo aquello tendría algún
sentido. Lo más importante, lo único que contaba,
era que mi amigo estaba muerto y que ya no
volveríamos a vernos ni a hablar nunca más. Debía de
haber sido desgraciado aquellos meses últimos, pero
tal vez no había ninguna mujer fatal, quizás llevaba
en sí la fuente de su desgracia. Recordé su decisión
repentina de dejar la fotografía.
Tal vez el mejor homenaje que podía hacerle era
olvidarlo.
El plan de investigación que yo me había hecho
aquella noche, antes de despertar en el piso, me
pareció a la luz del día una pura fantasía. ¿A qué
remover las desgracias? ¿No era, en el fondo, un
juego, el juego de un flamante subinspector que
juega a investigar un “crimen”? Me preguntaba, ya
en el tren, si Flash hubiese reaccionado de la misma
manera que yo de habernos intercambiado los
papeles. Mientras releía la lista de cosas que había
apuntado (buscar al hombre desconocido, de rasgos
orientales, del tanatorio; buscar a la femme fatale de
la que me hablaba en su carta; examinar el coche;
45
Una mariposa aletea en China
rastrear todos los números de teléfono, todas las
direcciones de las cartas, las facturas e incluso los
folletos; husmear en todos los otros objetos
personales; buscar fotografías y sus negativos;
examinar con cuidado la ropa, la nevera, para
hacerme una idea de sus hábitos de vida –por
ejemplo, si bebía habría botellas por todas partes,
que estarían a la vista si vivía solo y escondidas si
vivía acompañado, salvo que su compañera fuese
también alcohólica–...), repasaba esta lista digna de
un criminólogo en ciernes, adormecido por el vaivén
del tren.
46
Carlos Almira Picazo
VIII
Me dieron destino en la misma localidad, y
comenzó mi verdadera vida de investigador: nada de
crímenes ni de robos espectaculares; investigaba a
empresas que defraudaban a Hacienda. En la era del
gran capitalismo los grandes criminales se
encontraban en los parquets de la Bolsa y de los
Bancos. Ni siquiera me quedaba el consuelo de
rastrear presuntas infidelidades matrimoniales, ya
que aparte de haberse legalizado el divorcio y de
haberse normalizado la homosexualidad, estas
investigaciones las realizaba con éxito la prensa rosa.
En suma, la vida había perdido su sabor. Yo no era
Humphrey Bogart, cuyo póster languidecía
amarillento de nicotina en mi cuarto de soltero (si se
me hubiera ocurrido prender un cigarrillo en el
trabajo media docena de personas escandalizadas
habrían corrido inmediatamente a apagarlo, y qué
decir si me hubiesen descubierto, siguiendo al bueno
de Marlowe, una botella de gin Four Roses en el
bolsillo del abrigo o en el cajón del despacho).
Admitámoslo: yo tenía muchos grillos en la cabeza y
47
Una mariposa aletea en China
me había hecho una idea exagerada de la vida. Con
menos de treinta años había empezado a perder ya
el pelo de forma alarmante, especialmente en torno
a las sienes y en la coronilla. Me acostaba a las once
para estar fresco al día siguiente. Conducía un coche
oficial (cuando fuera inspector tal vez me asignarían
un chófer compartido para “misiones especiales”),
circulando con la prudencia y la circunspección de un
vendedor de pompas fúnebres. Me presentaba de
improviso junto a los agentes de aduanas en naves
donde se falsificaba ropa deportiva de marca
rimbombante, o donde se almacenaban juguetes que
no cumplían ninguna normativa de seguridad. De vez
en cuando alguna compañera de trabajo me echaba
el ojo o yo le echaba el ojo a ella, y teníamos nuestra
aventurilla con nuestros cinco minutos de gloria
incluidos. Como vivía solo llevaba una vida doméstica
paralela, perfectamente camuflada y caótica. Empecé
a preocuparme por la dieta cuando los pantalones
dejaron de entrarme; a recoger publicidad sobre
paquetes de vacaciones organizadas. Los fines de
semana y los demás festivos se me hacían
interminables, especialmente las tardes. Cuando
comenzó el buen tiempo instalé una mesita y una
48
Carlos Almira Picazo
silla de jardín en mi minúsculo balcón y allí bostezaba
y leía hasta que me rodeaba literalmente la
oscuridad.
Sólo leyendo lograba evadirme.
Un día escribí con mano trémula en el póster de
Bogart: “el material del que están hechos los sueños,
¿cuál es?”
A principios del verano al cerrar por enésima vez la
novela que estaba leyendo topé con la boquilla de
jade que encontrara en la casa de Flash. En todo
aquel tiempo no había vuelto a pensar en ella. Sentí
cómo los ojos se me humedecían. Al fin algo vivo,
vibrante, como las manos de mi amigo. Enseguida me
vino a la mente la misma pregunta que me había
hecho tantas veces: ¿qué hacía un objeto como aquél
allí?
La puse a la luz ya en fuga entre los árboles de la
calle, para examinarla bien: sin duda era un objeto
peculiar, quizás muy antiguo. Tal vez perteneciese a
algún Museo. ¿Qué sé yo? Quienquiera que la
hubiese poseído no la había utilizado. Volví a
deleitarme con la figura del mono labrada con mano
experta en el borde. Tal vez fuese un talismán, un ex
49
Una mariposa aletea en China
voto, ¡yo qué sé! La dejé, desconcertado, sobre la
mesa.
Al día siguiente, acicateado por aquel misterio,
llamé a todos los números de teléfono de la agenda
de Flash. La mayoría eran usuarios que habían
cambiado de número o se habían dado de baja: no el
tuyo, princesa; ni el del hombre desconocido que
salía aquel día del tanatorio.
Por tu voz te juzgué, como luego por tu cara y tu
cuerpo. Qué contraste delicioso entre tu apariencia
infantil, ingenua, y tu experiencia. Loba con piel de
cordero. En cuanto te mencioné el asunto, tras
identificarme con excesiva torpeza, tu interés se
disparó aunque hiciste todo lo posible por
disimularlo. Percibí cómo el tono de tu voz se
alteraba, cómo el ritmo de tu respiración se
aceleraba ante la sola mención de aquello, y me
encantó que intentaras disimularlo. Por el contrario,
el señor Issa, el desconocido del tanatorio, no se
alteró. Quería verme desde hacía tiempo, pues al
parecer había perdido mi pista.
50
Carlos Almira Picazo
IX
Desde el primer momento desplegaste todas tus
armas. Yo, halagado, acostumbrado a los flirteos
inocentes con mis compañeras de trabajo, te dejé
hacer. Era sábado y la cafetería de la estación estaba
llena de gente que se desplazaba hacia las playas de
Levante y de Andalucía. Me dijiste que tu vagón iba
medio vacío pero que habías pasado toda la noche
soportando a un pesado. El rímel algo corrido, el
vestido arrugado y las ojeras denunciaban, en efecto,
una noche en blanco.
De vez en cuando nuestros pies se rozaban.
Tras las presentaciones te hice las dos preguntas
que más me preocupaban:
–¿Quién es el señor Issa?
La segunda pregunta:
–¿Qué es esto?
Al ver la boquilla no pudiste disimular. No te lo
esperabas. De pronto aquel objeto me parecía
revestido de magia.
El roce de nuestros pies se intensificó mientras me
hablabas con tu voz más inocente. Comprendí por
51
Una mariposa aletea en China
qué Flash se había enamorado de ti. También
comprendí que aquel objeto, de alguna forma, tenía
algo que ver con su muerte.
De pronto te echaste a llorar con un llanto
delicioso, desprovisto de hipidos y aspavientos. Yo
había devuelto la boquilla a la profundidad de mi
bolsillo y te contemplaba a la mayor distancia
posible:
–El señor Issa quiere comprar.
–¡Es un recuerdo de Flash!
–¿Qué hacía entre sus calzoncillos?
–Yo iba allí, vivía allí.
–¿Qué hacía entre sus calzoncillos?
–¿Cómo voy a saberlo! –pero te ruborizaste.
Por un momento, dejaron de rozarse nuestros pies.
–¿Entonces es tuya?
–¡Ya te lo he dicho!
Nuestros pies volvieron a encontrarse bajo la
mesa. La gente pasaba ajena junto a nosotros pero
yo me sentía tan solo como en medio de un bosque.
–La madre de Flash me dio la llave del piso.
–Eres policía.
–Flash también era policía.
Inesperadamente te inclinaste hacia mí y me
52
Carlos Almira Picazo
besaste:
–Vámonos –dijiste.
El lunes me desperté con la cabeza pesada, con la
sensación de no haber comido, ni dormido, ni
descansado, ni hecho otra cosa que frotarme contra
ti. En los intervalos, cuando la luz y la penumbra
habían cambiado tanto en la ventana que nos
desorientábamos y nos reíamos, bebías y me hacías
beber, primero ginebra mezclada con agua y luego
ginebra sola en un vaso de plástico sucio. Así que el
lunes cuando me dirigía al trabajo sin desayunar por
temor a los vómitos, tenía una resaca de
campeonato. Me pregunté si Flash se habría vuelto
alcohólico bajo tu influencia y me prometí
averiguarlo en cuanto pudiera.
Luego tuve un presentimiento que resultó ser
verdad: si encontrabas la boquilla te marcharías,
desaparecerías para siempre de mi vida.
Inmediatamente se apoderó de mí la inquietud, el
miedo. Por suerte estaba bien escondida, aunque
revolvieras la casa como en efecto hiciste, no la ibas
a encontrar. También me preocupaba, dicho sea de
paso, la calma del japonés que se creía con más
53
Una mariposa aletea en China
derecho que tú a poseer aquel objeto. De pronto me
pareció que una legión de demonios me atosigaba
por culpa de aquel objeto maldito. Lo más fácil y
quizás también lo más juicioso hubiera sido
deshacerse de él enseguida. Pero puestos a
elucubrar, supuse que ni tú ni el extranjero, ni el
resto de los seres interesados en él que sin duda
irrumpirían más tarde o más temprano, iban a
tragarse jamás el cuento. Lo peor que me podía
ocurrir era perder de veras la boquilla.
Se me ocurrió pasártela a ti, vampiresa, y ver qué
pasaba a continuación. Ellos te perseguirían, te
acosarían, y a mí me dejarían en paz. Tú te
convertirías en la pieza y yo en un mero testigo. Algo
en aquel juego no me gustaba. Hay gente tan
fanática que es capaz de matar.
Sonreí, supongo que la satisfacción reverberó en
mi rostro como el resplandor en una lámpara. ¡Yo
tenía la boquilla! ¿Te das cuenta? En cuanto me
cansara de ti, me empezara a agobiar tu manía de
beber y de dominarme, te la dejaría como por
descuido en un cajón, como si la hubiese mal
escondido, y me sentaría a esperar a que la
encontraras.
54
Carlos Almira Picazo
Mientras revisabas informes y cuentas aquella
mañana bochornosa, y luego cuando tuviste que
acudir a aquel almacén clandestino de ropa, no se
apartaban de tu mente aquellas consideraciones
tanto más sutiles cuanto más obvias. En cualquier
caso al menos tu vida había dejado de ser aburrida.
–¿Sales con alguien?
–¿Cómo?
–Tienes un rosetón en el cuello.
Mentí. Era curioso. Después de estar todo el fin de
semana retozando, princesa, aún no nos habíamos
presentado.
Al mediodía te telefoneé como un marido
prudente, para decirte que no iba a poder ir a comer,
pero no cogiste. Me imaginé que estarías demasiado
ocupada registrando, borrando las huellas que
habrías dejado. ¿Me encontraría el piso tan
ordenado como el de Flash?
Me hubiera gustado saber si habías llamado al
japonés o si habías llamado a alguien más. Tal vez
hubiese una carta en el buzón. A la tercera o la
cuarta señal colgué para no dar impresión de
ansiedad. Media hora más tarde, con un café de
máquina bailándome en el estómago, volví a marcar
55
Una mariposa aletea en China
mi número y esta vez te dejé un mensaje escueto,
neutro, prometiéndote vernos a la noche. Delicias.
Después de comer en una freiduría cerca del
trabajo, me senté a esperar en cierto lugar convenido
diez minutos antes, literalmente empapado en sudor.
El Turco apareció puntual: me tendió una mano llena,
radiante de satisfacción, y se sentó con toda
confianza. Inmediatamente le tendí la fotografía:
–¿Qué es?
–Una boquilla de jade antigua, japonesa creo.
–¡Arte! No trabajo, demasiado peligroso.
–¿Quién puede tenerlo?
El Turco frunció el ceño.
–Prefiero no tocar estas cosas.
–Es una lástima.
–Tal vez podría averiguar si alguien lo sabe.
No respondí. Me incorporé. El sol ardía en el cielo y
aún me duraba la resaca.
–Quédatela –le dije–. Y me alejé.
Cuando abrí la puerta la penumbra ya había
invadido la escalera. El silencio de ultratumba que
habitualmente me recibía había cedido ante las voces
de un pequeño televisor. Allí, recortada por la luz de
56
Carlos Almira Picazo
la lámpara, mirabas la pantalla.
–Ven.
Al instante reiniciamos nuestros juegos. Tal vez por
eso o porque venía cansado, no advertí al principio
las cosas de Flash desperdigadas sobre la mesa, junto
a una botella medio vacía de ginebra que yo no
recordaba haber comprado. El teléfono estaba
descolgado.
Jugamos una media hora. Antes le quitaste el
sonido al televisor dejando sólo las imágenes
huérfanas, como en una pecera, reducidas al
absurdo. Por la ventana entreabierta se colaba el
ruido difuso, falso, de la calle.
–¿Ha llamado alguien?
–El señor Issa.
Señalaste el teléfono descolgado.
–Ha estado toda la tarde telefoneando.
–¿Te lo has bebido tú todo?
–Si me vas a sermonear me serviré más ¿quieres?
–Luego.
Te deslizaste a la cocina. Pocos minutos después
regresabas con una bandeja de plástico sobre la que
relucían varias rebanadas de pan y un pedazo de
queso Camembert envuelto en papel de plata en el
57
Una mariposa aletea en China
centro.
–Gracias.
–¿Sabes que puedo denunciarte?
–¿Hmmm?
–Todo esto era de Flash.
–Un periódico viejo, facturas, un listín de
teléfonos...
Te reíste.
–¿Querías a Flash?
Te apartaste hecha una furia:
–¿Quién eres para juzgarme?
No respondí.
–¡No soy una puta, si eso es lo que crees!
Al abalanzarte hacia la puerta la botella de gin rodó
al suelo empujando uno de los vasos que quedó
hecho añicos. No tenías ninguna intención de irte.
Volviste al sillón y te arrojaste sobre mí y empezaste
a registrarme impúdicamente los bolsillos. Llené el
vaso que se había salvado y te besé, divertido.
–Te quiero.
–Dame la boquilla.
–¿Ahora la quieres también para irte, tienes miedo
de apegarte?
Intenté abrazarte:
58
Carlos Almira Picazo
–No me gustaría que te fueras.
–Te haré daño –me pronosticaste–, yo no sacaré
nada, ni tú tampoco.
¡Cuánta razón tenías, princesa, cómo debí hacerte
caso entonces!
59
Una mariposa aletea en China
X
De camino a la cama maquinalmente colgué el
auricular.
Aquella noche me contaste tu vida, supongo que
para enternecerme. La ginebra parecía haber
disparado tu sentimentalismo. Hija de emigrantes,
pero de emigrantes cualificados, subrayabas: tu
padre, ingeniero aeronáutico, empezó aceptando
cualquier trabajo, toda clase de chapuzas, allá por los
años cincuenta, ¡nada más y nada menos que en
París!; tu madre, una señora hija y nieta de gente de
Leyes, de apellidos y tierras, tuvo que acomodarse a
una pequeña habitación desde la que, eso sí, se
atisbaba el Sena, apenas un trocito del tamaño de un
pañuelo, entre los tejados. Ya en los años sesenta tu
padre, dueño de un francés fluido y de un inglés más
que aceptable, pudo ingresar en la Renault como
mecánico de diseño. Al fin y al cabo, bromeaba, los
motores de los coches y los de los aviones no se
diferenciaban tanto. Tu madre, que debía de tener
tanto carácter como tú, se empeñó en que estudiaras
idiomas y así fue como te iniciaste en la profesión.
61
Una mariposa aletea en China
París te marcó como a otros los ha marcado
Madrid o Estambul. ¿Cuándo te aficionaste a la
ginebra? Con doce años, como mucho con trece, ya
te sabías todo el abecedario del amor. Y el hecho de
haber vivido siempre fuera, pendiente de
extranjeros, te dio una mente rápida y acomodaticia.
Te hizo versátil, princesa. Podías recorrerte el París
antiguo con los ojos cerrados, y hacer de guía para
turistas con los que, luego a lo mejor, acababas
acostándote. Todo, como me confesaste entre
lágrimas, porque la vida allí estaba muy cara y tu
madre te administraba con la severidad provinciana
de una santanderina venida a menos. El bueno de tu
padre tenía que rendirle cuentas casi cada noche y
apenas si lograba distraerle algún franco que después
te regalaba a escondidas, para tus vicios. Aquella
mujer enjuta, distante, terrateniente sin tierras,
pretendía que te condujeses con la austeridad de una
castellana entre los encantos de París. Me imagino,
princesa, que debiste de estar muy apegada a tu
padre y que debiste darles un gran disgusto a ambos
cuando, apenas terminada la secundaria, te fugaste a
Londres y más tarde a Cardiff, con la cabeza llena de
fantasías.
62
Carlos Almira Picazo
Allí, además de aprender inglés, tuviste que hacer
camas y lavar platos en hoteles dudosos, como un
personaje de Dickens o de Tackeray. Todos los días
ante la taza de café (¡qué diferente del café cremoso
e intenso de la Ille!), tachabas tras guardarte el sobre
del azúcar y el panecillo del desayuno, las ofertas de
trabajo. Te las arreglabas para desplumar de cuando
en cuando a algún incauto ofreciéndote como guía.
¿Quiere usted conocer Londres? Un pequeño
caleidoscopio del Imperio Británico: aquí vivió Lewis
Carroll; aquí trabajó Turner; en este banco, forjado
para la Exposición Universal de 1851, se sentó
Disraeli. De pronto te sentías exiliada. Escribiste una
larga carta de arrepentimiento que te fue devuelta:
tu padre, jubilado hacía meses, había vuelto como un
indiano a morirse a su pueblo.
La vida nocturna de Londres no te impidió obtener
el título del que luego vivirías en España, hasta la
fecha. Aquella noche entre las muchas que me
confesaste (cuántas no les habrás confesado a otros
con una fantasía digna de un zoco oriental) me
conmovió tu reencuentro con aquel hombre
envejecido cuya mujer ya no quería saber nada de ti.
Después de aquel día no volviste a verles.
63
Una mariposa aletea en China
Empezaste dando clases particulares. Fuiste
profesora interina de idiomas. En los veranos
trabajabas en hoteles de la Costa del Sol, de Ibiza...
El año 1992 llegó tu gran ocasión: la Expo de Sevilla.
Conseguiste referencias (¿cómo, princesa?) para
trabajar como azafata. Aquí se acababa tu biografía
oficial.
–¿Y después?
–Nada.
–Dame un beso.
–¿Sabes dónde conocí a Flash? En la Estación.
–¿Sí?
–Sí. Iba a hacer fotografías. Le fascinaban los
trenes.
–¿Por qué te cambiaste de ciudad?
–¿Cuándo?
–Después de la Expo.
–Adivínalo, Sherlock Holmes...
–Tiene que ver con un japonés.
Esperé en silencio. Encendí la luz.
–De todas formas –proseguí–, el Sr. Issa te ha
encontrado y ahora yo también estoy metido en
esto.
Era ya noche avanzada.
64
Carlos Almira Picazo
XI
A las dos y quince minutos de la mañana sonó el
teléfono. Me desperté pero lo dejé morir. Tras una
pausa, volvió a sonar.
–¿Sí?
–¿Qué pasa?
–La fotografía que me dio esta tarde.
–¿Turco?
La comunicación se interrumpió. La bala que debía
haberme matado se incrustó muy cerca, en la pared.
Desconecté la lamparita y esperé. Al poco volvió a
sonar el teléfono.
Ahora el francotirador, apostado en alguno de los
pisos fronteros, esperaba. El más mínimo
movimiento, un bulto aún impreciso de mi sombra
en la habitación, y volvería a intentarlo quizás con
más acierto.
Sentado como estaba en el suelo, la espalda
apoyada contra la mesa, esperé a que amaneciera.
De cuando en cuando te oía removerte en sueños,
princesa. Antes de que la habitación se llenara de
claridad y yo volviera a convertirme en un blanco
65
Una mariposa aletea en China
perfecto, extraje el casquillo de la pared y me deslicé
hacia la escalera.
En el portal aún me esperaba otra sorpresa: una
carta. No tenía remite. La guardé junto al casquillo y
a la boquilla, hábilmente disimulada en el arrugado
paquete de cigarrillos.
La calle estaba desierta aún. En pocos minutos se
animaría con los noctámbulos y los madrugadores.
Un aire helado la cortaba de un extremo a otro. Corrí
entre los coches apretujados contra la manzana y,
como esperaba, un segundo disparo me estalló a un
palmo de la cara. Yo había calculado que el
francotirador estaba apostado en el segundo o en el
tercer piso enfrente del mío. Al llegar a la esquina le
llevaría unos minutos de ventaja.
Puso el motor en marcha, los faros apagados, y
arrancó a toda velocidad.
Cruzamos varias calles en dirección prohibida,
algunas de ellas peatonales, y al fin desembocamos
en una avenida. El asiento trasero lo ocupaba un
hombre a quien al principio no vi: el pelo blanco, los
ojos perspicaces. Viajaba sumido en sus
pensamientos.
–¿Adónde vamos?
66
Carlos Almira Picazo
Se me ocurrió que la cafetería de la estación ya
estaría abierta. La cabeza volvía a dolerme.
–Ha tenido suerte –dijo el conductor.
–No me quejo.
El viejecito:
–Tiene usted humor, me gusta.
El más joven me ofreció un cigarrillo. Conectó los
faros y enfiló a toda velocidad una calle que llevaba a
la estación.
–Me he jurado dejar de fumar.
–Esta tarde ha venido un confidente de ustedes,
¿por qué le ha sacado usted fotografías?
–No tenía permiso para hacerlo.
–¡Ah, no! –protestó el joven–: no es para tomarlo a
broma.
–Tuve que pagarle a ese hombre por la fotografía
que usted hizo sin permiso, no voy a decirle más.
El coche se detuvo ante la estación.
–Disculpe.
–¿Tiene la pieza?
–No voy a hacerle una escena de pistoleros.
La estación, a pesar de lo temprano de la hora,
estaba ya llena de gente y había bastantes policías.
–Nada de violencias, prosiguió, –podemos llegar a
67
Una mariposa aletea en China
un acuerdo.
–Un pacto entre caballeros.
–¿Lleva usted armas?
–Las he dejado en casa.
El joven, que me había hecho la pregunta, me dio
un codazo.
–Está bien. Hablemos.
–¿Por qué murió mi amigo?
68
Carlos Almira Picazo
XII
El viejo se repantingó, bebió un sorbo de té con
expresión de disgusto, se limpió las gafas con gestos
lentos y minuciosos.
Yo había pedido ginebra y puse el paquete de
cigarrillos delante de mí. Cuando empezasen a buscar
no quería que me registrasen. Ahí estaba, pues, en el
sitio más visible y por lo tanto en el más oculto, tal
vez en el único donde no se les ocurriría buscar,
delante de sus propias narices.
–La boquilla que usted sustrajo es un regalo al
Emperador Kublai, hecho poco antes de su muerte. El
Emperador Kublai conquistó China a finales del siglo
trece. Si usted examina la boquilla verá que, en la
cara opuesta a la tallada con el mono, hay una
pequeña, apenas visible, incisión con las iniciales de
aquel reinado –de nuevo hizo una pausa,
decepcionado, y prosiguió–: según la Historia Colón
fue el primer navegante que estableció contacto con
América. Esta boquilla demuestra que casi doscientos
años antes los mongoles, los marinos chinos y los
japoneses, ya mantenían esa clase de contactos
69
Una mariposa aletea en China
habitualmente. Probablemente el jade de esa
boquilla fue tallado en la península del Yucatán poco
antes del siglo trece si no en ese mismo siglo; el
mono que usted sin duda habrá admirado, que
aparece tallado en la embocadura, representa a un
antiguo dios maya; lo más probable es que algún rico
comerciante o algún capitán de fortuna lo adquiriese
o lo robase allí o en alguna de las numerosas islas del
Pacífico que servían de escala en aquella concurrida
ruta (mucho antes de que Magallanes y Elcano
intentasen su famosa vuelta al mundo), es muy
posible que, sabedor del aprecio religioso,
supersticioso, que los mongoles, los chinos y en
general los pueblos de Asia tienen por el jade,
alguien decidiese regalárselo al Emperador. Si esto es
verdad, los antiguos chinos, ya mucho antes de la
dinastía Yuan, no limitaron sus expediciones
comerciales y piráticas al Índico ni a las costas
orientales de África, en manos de los árabes, en
algún momento decidieron aventurarse en el Pacífico
para eludir la engorrosa supervisión de los sultanes.
Cuando Kublai accedió al poder estos contactos y
estas rutas ya debían existir, estaban firmemente
establecidas desde muy antiguo. Los primeros
70
Carlos Almira Picazo
mongoles se limitarían a respetarlos y a favorecerlos.
Después rápidamente el grueso del tráfico con
América caería sucesivamente en manos de
españoles, portugueses, holandeses, británicos, por
este orden...
El señor Issa hizo una pausa. Su vista se posó,
distraída, en el paquete de cigarrillos.
–Este té es aguachirle–. Dejó que una sonrisa
soñadora vagara por su rostro.
–La importancia de ese objeto es obvia.
–Usted es japonés, Kublai era mongol, o chino. La
boquilla es maya...
–¿Se ha fijado en su embocadura, justo donde el
mono extiende su mano más allá de la rama por la
que trepa? Si se fija bien, verá que por ahí no encaja
un cigarrillo.
Lo contemplé estupefacto. Entonces, como
cediendo a una tentación infantil por asombrar,
colocó teatralmente ante sí un objeto
cuidadosamente envuelto en un pañuelo. Al
desenvolverlo apareció la cazoleta de una pipa del
mismo color y del mismo material, primorosamente
labrada, que reproducía la forma extravagante de
una cabeza simiesca. En efecto, el árbol por donde
71
Una mariposa aletea en China
trepaba el dios–mono continuaba, frondoso y
espléndido, hacia un bosque.
Entonces como la cosa más natural del mundo, el
señor Issa cogió el paquete de cigarrillos, extrajo de
su interior la boquilla y la encajó sin dificultad:
–En 1597 –continuó–, durante la segunda invasión
a Corea, un barco de Hideyosi desapareció cerca de
Hokkaido. En él viajaba una legación diplomática con
una propuesta de Paz y Cooperación para el
Emperador de China. Nunca llegó a su objetivo. Algún
ladrón, al desvalijar los restos del barco, encontró
entre los cadáveres la boquilla de Kublai Kan y la
vendió. La cazoleta reapareció años después. Ahora
por fin, están juntas.
–Los marinos chinos que desde el Siglo X, quizás
desde antes, han comerciado con América,
importaron otros muchos objetos preciosos, la
mayoría de los cuales están hoy en museos de
Europa y de EE.UU o en manos de coleccionistas
privados, en cajones de mercachifles, de peristas.
Este es el único superviviente –añadió con un atisbo
de emoción.
–Tras la caída de los mongoles, los marinos y
aventureros japoneses, despectivamente llamados
72
Carlos Almira Picazo
piratas, prosiguieron su tráfico a través de la ruta
Formosa–Manila–islas del Pacífico–Acapulco. Aunque
la ruta estaba ya dominada por los españoles, mis
compatriotas consiguieron mantenerse a base de
sobornos y trapicheos. Esta pieza, junto a otras
muchas, ha pasado desde entonces por numerosas
manos.
–Poco después de la Segunda Guerra Mundial, el
gobierno de mi país consiguió reunir por primera vez
la pipa de Kublai completa. Basándose en ella, en el
año 1974, es decir casi treinta años después de
haberla reunido y tras conservarla prácticamente
escondida, el gobierno de mi país logró que un
Tribunal Internacional lo reconociera como su
legítimo propietario. ¿Comprende usted la
importancia? Este objeto es la única prueba que
posee el gobierno de mi país para reclamar
judicialmente un ingente tesoro expoliado desde el
Siglo XVI. Observe esto:
Me acercó la pipa: en su base había grabada una
muesca idéntica a la que lucía, casi imperceptible, en
la boquilla.
–La mayoría de los objetos importados de América
a China desde la Edad Media están marcados con un
73
Una mariposa aletea en China
sello idéntico o parecido a éste. El Imperio Chino,
hegemónico en Asia entonces, exigía el pago de
pontazgos a todos sus “países clientes”. Todos los
objetos expoliados que ahora están en sus civilizados
museos con esta marca u otra similar pertenecen a
ese tesoro.
–Ahora ustedes me disculparán, pero es preciso
ponerlo en lugar seguro.
El joven me miró. No hacía falta ser un lince para
saber lo que debía hacer.
74
Carlos Almira Picazo
XIII
–Levántate.
–¿Qué quieres?
–¿Cuánto te pagaron?
–¿Qué?
–Dos chinos acaban de robarme y hay un
francotirador en el piso de enfrente. ¿Cuánto te han
dado?
–No sé de qué hablas.
–Yo sí.
–Apaga la luz.
–Es verdad, hay un loco disparándome, lo había
olvidado.
Apagué la luz:
–¿Sabes que Colón no descubrió América? ¿Que
fue un pirata japonés?
Intentaste abrazarme, me zafé:
–Desde que te conozco no he tenido más que
problemas.
–Lo siento. Me iré.
–¿También utilizaste a Flash?
–Había una vez una chica, tenía un tesoro. Era algo
75
Una mariposa aletea en China
tan increíble que ni siquiera ella podía contarlo. No
podía ir a la policía y decirles: “guarden esto”. Pero
conoció a un policía, ¡casualidades!, y lo escondió en
su casa.
–¡Cállate!
–El policía se enamoró de ella.
–¡Cállate!
Logré sujetarte las manos.
–...y él se estrelló en su coche. Fin.
La cara empezó a escocerme de los arañazos.
–¡Flash!
Empecé a llorar. Corrí al balcón por donde había
entrado el disparo, me desabroché la camisa y grité:
–¡¡Aquí!!
Alguien que pasaba en ese momento por la calle miró
hacia arriba. Debió de pensar que yo estaba loco o
borracho, como nosotros pensamos de Flash.
La mañana fría en los árboles.
Nadie me disparó. Nadie me mató. Volví al
dormitorio.
Por la noche ya no estabas. Durante mucho
tiempo pensé que volverías. Luego, poco a poco, me
fui acostumbrando. Pero al principio no sabía qué
76
Carlos Almira Picazo
hacer. Deambulaba, bebía, fumaba... Rompí el póster
de Humphrey Bogart, me deshice de todo lo que
guardaba aún de Flash. Llegué incluso a envidiarle.
Pero al fin la rutina acabo imponiéndose como suele.
Para olvidar más y mejor, cambié de piso y solicité
otro destino. Y pasó el tiempo.
77
Una mariposa aletea en China
XIV
Helena era tu antítesis: una mujer convencional, el
perfecto prototipo de chica comme il faut; de
atractivo diurno; blusas, faldas y trajes ligeros,
claros, alegres; sólo fumaba y bebía en las fiestas;
había sido universitaria... Me pregunto qué vería en
un hombre como yo.
–No eres tan terrible como pareces...
–No sabía que pareciera terrible.
La luz es por naturaleza, totalitaria. No tolera las
sombras. Helena se propuso desde el primer
momento, tal vez inconscientemente, llevarme al
lado del Bien. Tardé muchos días en arrancarle un
beso tímido, delicioso, culpable.
Oh. No vayas a pensar que era una mojigata. Tenía
tu encanto pero al revés, como una Virgen del
Renacimiento.
A los pocos meses nos casamos. Poco después se
quedó embarazada.
Fui un marido feliz y un amante desdichado. A
veces haciendo el amor me sorprendía, turbado,
pensando en ti, princesa. Helena se sentía halagada
79
Una mariposa aletea en China
por despertar tanta fogosidad.
Antes de que naciera Pablo nos trasladaron a X. ¡Sí,
a la ciudad de Flash! Helena nunca lo sospechó.
Cómo me conmovía cada manzana, cada calle. Elegí
conscientemente un piso cercano al apartamento
donde habíais vivido. Entre semana era un lugar
desierto, insípido. Los fines de semana se animaba
con parejas jóvenes y niños.
No sé por qué pedí aquel lugar. He leído en alguna
parte que la mejor manera de superar el pasado es
sumergirse en él. Es falso.
Sin embargo entonces, tras el primer impacto, el
aserto pareció corroborarse. Mi amigo había vivido y
había muerto a sólo unos minutos de allí y no ocurría
nada. Había paseado por aquellas calles, tal vez
buscando algún efecto de luz o garabateando su
borrachera. ¿Y qué? Todo era perfectamente normal.
Pablo crecía con asombrosa rapidez. Era un niño
precioso, una criatura feliz. Antes del año empezó a
caminar tambaleándose con tanta gracia que la gente
se volvía para mirarlo.
Cuando salía del turno de mañana lo recogía en la
guardería y lo llevaba al parque más cercano, justo
enfrente del piso de Flash. A veces, sin darme cuenta,
80
Carlos Almira Picazo
me sorprendía mirando hacia las ventanas. Una
mujer desconocida sacudía el polvo, o limpiaba los
cristales, o simplemente miraba hacia la calle, sin
sospechar que en aquel mismo lugar se había
acodado mi amigo muerto. Me dio por escribir.
Ahora todas las mañanas, mucho antes de
amanecer, emborronaba mis pensamientos en una
cuartilla. Pablo tenía un sueño inquieto. Helena, que
había empezado a trabajar en una gestoría,
protestaba:
–¡Ve a ver qué quiere tu hijo!
Luego, durante el armisticio del desayuno, se
interesaba por mis escritos con una especie de
indulgencia burlona. Yo la eludía con evasivas,
quitándoles importancia:
–Algo te importarán cuando te levantas a las cinco
de la mañana.
Nuestra felicidad matrimonial parecía tocar a su
fin. Pero no era más que el proceso habitual de
reacomodo y de desencantamiento mutuo.
En cierta ocasión descubrió mis papeles. Era
sábado. Cuando volví de la comisaría la encontré
recostada en el sofá con el televisor apagado y la
persiana echada.
81
Una mariposa aletea en China
–¿Quién es Flash?
–Un amigo.
No volvió a interesarse más por mis escritos.
¿Qué hubiera pensado de ti, de nosotros dos,
princesa? En los repliegues de mi conciencia, sin yo
saberlo ni desearlo, le era infiel. En el fondo uno
siempre está con extraños, y el mayor extraño de
todos es uno mismo.
Te sorprenderá tal vez que en el ardor del noviazgo
yo no le contara pormenorizadamente mi vida. No
fue por falta de ganas. Pero Helena era así: nunca me
dejaba terminar una historia, me interrumpía a cada
frase con cualquier pretexto. Al final, o más bien
desde el principio, perdí todo interés y ella no se
percató.
Me sentía como un marino que ha visto países y
gentes tan increíbles que él mismo acaba
sospechando que sean una pura fábula.
Cierta vez paseábamos por la carretera donde se
estrelló Flash. Era un lugar perfectamente insípido,
ya casi fuera de X, pero resultaba cómodo y
tranquilo. Un camino discurría paralelo a la carretera
de la que sólo lo separaba un desnivel, árboles, una
82
Carlos Almira Picazo
que otra acequia. Las casas, cada vez más raras, se
alineaban justo al otro lado. Recuerdo que hacía un
día estupendo para una excursión.
De pronto vi el pino. El tronco quebrado inclinaba
su copa reseca fuera de la vía como un extravagante
escobón de púas oxidadas. Nadie se había
preocupado de retirarlo.
Al fin apareció la laguna con su merendero. El
parque, el último de X, languidecía sobresaltado de
cuando en cuando por el ruido de un tren. Volvimos
al anochecer.
83
Una mariposa aletea en China
XV
Un día ya no pude aguantar más. Aprovechando
que Helena y Pablo estaban de compras fui al
cementerio de X. Era el único cementerio de la
localidad. Al fondo de la hilera de cipreses
comenzaban las calles algo descuidadas pero
perfectamente identificables. Cerca del área más
lujosa ocupada por los panteones, estaba la pequeña
explanada cubierta de césped donde creía recordar
que habían enterrado a mi amigo. Las lápidas nuevas,
algunas incluso relucientes, apenas sobresalían a ras
de suelo. Aquí y allá se denunciaba algún ramo caído
en el suelo.
Me costó trabajo encontrar la tumba de Flash
entre aquellas lápidas casi uniformes. No tenía flores
pero la hierba estaba recién cortada a su alrededor y
la salpicaban hojas amarillas de olmo. Recé
maquinalmente y me fui. Mientras salía al camino
pensé que la madre de Flash debía de haber muerto
también y que yo era o mejor dicho, nosotros
éramos, princesa, los únicos seres vivos que le
85
Una mariposa aletea en China
quedaban.
Quería pasar página. Pensé incluso en pedir un
nuevo traslado. Pero el trabajo de Helena me
disuadió. Más que nunca necesitábamos esos
ingresos. Ella, además, estaba muy contenta.
Planeábamos incluso comprar una casa cuando Pablo
fuese un poco mayor, aunque nunca conseguíamos
ahorrar lo suficiente.
Además, huir no servía de nada. Lo que yo tenía
que hacer era olvidar. Para olvidar lo mejor era hacer
planes, volcarme hacia el futuro, así que decidí
continuar mi interrumpida carrera y presentarme a
inspector de policía.
La comisaria de X apenas si necesitaba una
dotación para controlar las multas y algún que otro
escándalo nocturno. Los verdaderos delitos ocurrían
lejos de aquel cinturón de barrios dormitorio
salpicados de parques y de supermercados. Los
policías jóvenes y los ambiciosos apenas si
permanecían allí unos meses y como amarrados
contra su voluntad.
Yo, sin embargo, estaba satisfecho. ¿Qué había
sido de mi ambición? De pronto me había
acomodado: cada mañana entraba allí con el aspecto
86
Carlos Almira Picazo
fresco y radiante de un bañista que repite un rito
antiguo e inconsciente. Desplegaba mi periódico
junto a la máquina de café y me enfrascaba en la
primera página que abría al azar. A mi alrededor oía
los mismos ruidos y la misma cháchara que de
costumbre. El tecleo del anticuado ordenador; el
chirrido de la puerta del lavabo; el rumor difuso y
complaciente de la calle.
A eso de media mañana sonaba invariablemente el
teléfono y Helena me daba el parte cuidadoso del
día: Pablito se había caído otra vez en la escuela;
había que comprar tal cosa y tal otra no; el próximo
fin de semana sin más dilación había que ir a la
ciudad; no había nada nuevo en el multicine... Al
cabo de cuatro o cinco minutos habíamos agotado
todos nuestros temas de conversación para ese día.
Me apresuraba en ordenar mis expedientes antes
de marcharme dando un paseo hasta la parada del
autobús, antes de que cerraran las tiendas. El
autobús daba un rodeo absurdo a todos los barrios
dormitorio (aparte de aquella línea sólo había otra
que llevaba hasta la estación con una frecuencia
determinada por el horario variable de los trenes).
Aún así, era más cómodo que coger el coche.
87
Una mariposa aletea en China
Con gesto maquinal miraba el cielo de un azul
deslucido.
88
Carlos Almira Picazo
XVI
La comisaría, un cubículo de unos noventa metros
cuadrados, ocupaba una casa antigua devorada por
la humedad, el óxido y los parásitos. A pesar de la
escasa actividad (había días en que la puerta no se
abría ni una sola vez, en que el teléfono, fuera de las
llamadas personales, no sonaba ni una sola vez), los
archivos y el sótano rebosaban de papeles inútiles y
con los objetos más curiosos. Nadie lo limpiaba
desde hacía años. En aquel lugar de paso nadie se
había preocupado de poner orden.
Un día, por puro aburrimiento, fui al sótano donde
se amontonaban sin ningún orden las pruebas, casi
todas ellas de delitos menores, requeridas por el
juzgado en los últimos cinco o seis años. En teoría si
un caso no se reabría o el cuerpo de un delito no era
“exhumado” como prueba para otro caso, los objetos
sin valor tenían que ser destruidos y los objetos de
valor no reclamados pasaban a pública subasta. En la
práctica, nadie se ocupaba de revisar las etiquetas ni
las fechas manchadas de excremento de ratón, de
casos que nadie conocía, cerrados o sobreseídos
89
Una mariposa aletea en China
hacía años. Así que lo que en un principio pensé que
iba a distraerme acabó deprimiéndome.
El desorden me impedía casi moverme. Al fin
encontré el interruptor de la luz y una claridad
parpadeante y mortecina, como extrañada, cayó
sobre los objetos.
Los pocos casos importantes estaban archivados
en una pequeña habitación, en idéntico abandono.
Me deslicé hasta allí.
Tras curiosear un rato y cuando ya iba a
marcharme decepcionado, me llamó la atención una
caja más pequeña que las demás. Al examinarla a la
luz vi que era una caja de puros cerrada
concienzudamente con celofán. Estaba llena de
fotografías en blanco y negro.
Las fotografías no eran antiguas. Los rostros, los
objetos, los lugares, el mismo papel, eran
“modernos”.
“¡Flash!”, pensé. ¿Quién si no?
Me las guardé en un bolsillo y salí. No tenían
etiqueta identificativa.
En el expediente de Flash se lee el siguiente
párrafo lacónico:
“El agente Flash no tenía enemigos conocidos. Los
90
Carlos Almira Picazo
retratos encontrados en su domicilio son fruto de su
afición a la fotografía”.
Más abajo hay una descripción detallada de las
circunstancias del accidente. La autopsia reveló una
elevada proporción de alcohol en la sangre. El caso
fue sobreseído.
Sus compañeros no comprobaron la identidad de
los retratados de las fotografías. Pensaron que no
tenían más relación con Flash que el hecho de
haberle servido como modelos ocasionales.
Podían ser cualquiera, todo menos sus amantes o
sus asesinos.
No se correspondían con nadie que anduviera
habitualmente por allí.
“Tenía relación con una mujer: rubia
(probablemente artificial), alta, de complexión
fuerte...”.
Más adelante:
“No hay negativos”.
Entonces caí en la cuenta de que nadie allí conocía
nuestra relación: no era difícil reconocerme
bastantes años más joven en una de las fotografías.
Medio en broma medio en serio, se la mostré a
Eleuterio.
91
Una mariposa aletea en China
El hombre arrugó la nariz. Los ojos empañados por
el alcohol parecieron retroceder por un momento
como si rebuscase algo en su interior. La foto tembló
entre sus manos peludas:
–¿Qué? –escupió.
Insistí.
–¿Qué?
–¿Quién es?
–¡Espere!
Eleu acercó la foto hasta su nariz. Volvió a escupir:
–¡Es el que se mató!
Era un primer plano de Flash fumando en pipa.
Eleu continuó aún un buen rato mirándola.
Era el único policía que quedaba de la época de
Flash. No era del pueblo ni de los alrededores. Nadie
sabía de dónde era. Aparte de las historias
fantásticas que él contaba sobre sí mismo cuando
estaba achispado, se ignoraba todo sobre Eleuterio.
Vivía solo. De vez en cuando llevaba una mujer a su
apartamento o él mismo, fuera de servicio, iba a la
Tropical o al Marabú en busca del “bello sexo”. La
bebida le había empañado los ojos y toda la
expresión dándole a la piel de la cara un tono mate,
cetrino.
92
Carlos Almira Picazo
Cuando vio tu fotografía, princesa, exclamó:
–¡Es la fulana!
–Intenta recordar –le dije. Y para ayudarle le dejé
el resto de las fotografías.
Mientras las examinaba me di cuenta de que todas
eran trabajos de estudio. Quizás Flash ya no podía
desembarazarse de su arte, ni siquiera cuando
fotografiaba a conocidos.
–El chino que le vendió el coche.
El señor Issa nos sonrió desde un primer plano. Su
aspecto era descuidado, negligente. No me
sorprendió verlo de vendedor de coches. En otra
fotografía estabais los tres, princesa.
Eleuterio las repasaba una a una, con cuidado, y
suavemente las iba depositando en un montón.
Al día siguiente era sábado. Pablo tenía unas
décimas y, de todos modos, yo tenía que ir a la
Jefatura. Helena estaba furiosa.
Eleuterio me esperaba en el coche en marcha.
Cuando subí me sonrió con picardía:
–¿Borrasca?
–Vamos.
Hacía un día gris, deslucido. Tras explayarse sobre
93
Una mariposa aletea en China
las mujeres y el matrimonio, Eleu prendió un
cigarrillo y se concentró en la carretera. Yo no tenía
muchas ganas de hablar.
La salida hacia la ciudad estaba cortada y tuvimos
que desviarnos por otro camino. De pronto
desembocamos en la carreterita donde se había
estrellado Flash. Eleu aminoró y me enseñó el árbol.
Parecía escéptico:
–Fue la fulana –dijo de pronto.
–¿La fulana?
–Cuando hay complicaciones siempre hay una
mujer –sentenció.
–¿Qué complicaciones?
–Las de siempre –suspiró.
En la Jefatura nos dividimos. Eleuterio desapareció
en los archivos y yo me encerré en el laboratorio.
Tenía una corazonada. Al cabo de una hora
estábamos sentados uno frente al otro, ante un café
y un cognac barato:
–El chino está fichado por robo y falsificación.
–¿Y la chica?
–¡Nada!
–Mira esto, le dije.
Eleu se acercó la fotografía como si fuese a olerla.
94
Carlos Almira Picazo
Al examinarla junto a él aspiré de lleno los vapores
del alcohol y el tabaco que le salían del estómago.
No había mucho que ver: al borde de la mano de
Flash estaba la pipa de jade con el mono tallado
trepando por su enmarañado árbol. La ampliación
era tan buena que los detalles se apreciaban casi
mejor que en la realidad.
Tras él, deformada por el tamaño, había una
ventana. Flash estaba apoyado en ella, fumando.
–¡Espera!
El humo de la pipa no subía hacia el techo ni se
rizaba sino que escapaba rápidamente y se doblaba
hacia atrás, hacia su cabeza.
–¡Va en un tren! –exclamé.
En menos de media hora estábamos de vuelta en
X, en la estación, con todos los horarios de los trenes
de cercanías en el bolsillo. Los trenes de largo
recorrido nunca llevan las ventanas abiertas.
95
Una mariposa aletea en China
XVII
Durante una semana no pude volver a la estación
ni a la ciudad. Helena me asediaba. Pablo convalecía
de una de sus múltiples enfermedades infantiles. Por
primera vez me sentí agobiado por el matrimonio.
De todas formas quizás había ido demasiado lejos.
Pedirle a Eleuterio que me ayudara en un caso
cerrado, que además afectaba a un policía,
sobrepasaba con mucho mis competencias. No iba a
devolverle la vida a mi amigo. Y sin embargo, no
podía quitármelo de la cabeza.
En cuanto tenía un minuto libre, examinaba la
fotografía. Un sinfín de preguntas me asaltaban, por
ejemplo: ¿Quién la había sacado? ¿Adónde iba Flash
en aquel tren? ¿Por qué fumaba en aquella pipa?
–¿En qué piensas?
–En nada.
Una mujer del pueblo se quedaba con Pablo al que
la varicela le daba un aspecto de viejecito prematuro.
La casa entera olía a medicinas y a verdura cocida.
–No pensarás fumarte eso aquí.
–Daré una vuelta.
97
Una mariposa aletea en China
–Compra Dailsin.
Las calles desiertas se apretujaban contra mí. Por
primera vez me veía fuera de lugar. El cielo turbio,
ceniciento, comenzaba a oscurecerse. La farmacia, el
supermercado, el parque lleno de papeles, me
deprimían. Y volvía otra vez a pensar en mi amigo.
Así debió de sentirse Flash.
Yo al menos tenía con quién pelearme. Dentro de
poco Pablito querría jugar conmigo al fútbol. Dejaría
atrás su cuerpo enclenque, sus movimientos torpes,
su chapurreo, y empezaría a asediarme antes de que
los granos y los amigos nos separasen. La vida era
extraordinariamente corta y opaca.
Se acercaba diciembre. La iluminación y los
adornos de las tiendas volvían las calles aún más
tristes y opresivas. A veces, sin darme cuenta, me
llegaba hasta la estación. La pipa se me apagaba
continuamente y me quemaba la lengua. Exasperado,
volvía a guardarla en el bolsillo de mi abrigo lleno de
ceniza y quemaduras.
Con un humor lúgubre, me sentaba en el andén a
ver pasar los trenes. Se me olvidaban los encargos de
Helena. No se me ocurría que quizás se sintiese sola
con el niño malo, en aquellas tardes tan cortas.
98
Carlos Almira Picazo
Sólo pensaba en una cosa: tomar uno de aquellos
trenes y hacer el mismo recorrido que Flash.
Abstraído en estos pensamientos, rescataba la pipa
del fondo agujereado del bolsillo y me ponía a fumar.
Un día inesperadamente, Eleu se sentó a mi mesa
con un croquis del servicio de cercanías. Tras señalar
en rojo todas las líneas, había tachado aquellas que
sólo paraban en X ocasionalmente, cuando había
suficientes viajeros; las introducidas desde la muerte
de Flash, y las de mercancías.
–Sólo nos quedan estas dos.
Una llevaba a Castro del Valle. La otra, un poco
más larga, hasta Pueblo del Río. Cada una tenía siete
paradas.
–De las cuales las dos primeras están demasiado
cerca, se puede ir paseando. Otras dos son de
mercancías, de modo que sólo nos quedan cuatro, en
total ocho...
Conforme las iba descartando las tachaba. Su
rostro brillaba, curtido por el alcohol. De pronto dijo:
–El chino...
–¿Qué?
–No era por robo sino por tráfico de blancas.
99
Una mariposa aletea en China
Recordé las manos blancas y cuidadas, las lentes
de montura dorada, la conversación dorada del señor
Issa.
–¿Qué más?
–Eso es todo –pareció decepcionado.
–¿Puedo hacerle una pregunta?
–Adelante.
–¿Cómo sabe eso?
Le ofrecí la pipa:
–Pruébalo tú mismo.
100
Carlos Almira Picazo
XVIII
Nos dedicamos a repetir el trayecto que Flash
debía haber hecho aquel día. Al principio nos
turnábamos: Eleuterio escogía una línea, yo la otra;
cambiábamos de tren y volvíamos a empezar. Poco a
poco, conforme nos dimos cuenta de que no
descubríamos nada (en realidad no sabíamos muy
bien lo que habíamos de descubrir) empezamos a
hacer el recorrido juntos:
–¿Qué es lo que buscamos?
–Ya veremos –respondía yo.
Eleu era de un optimismo inconmovible. Debía
contenerse para no bajar del tren en marcha. Todo le
resultaba sospechoso. Yo, en cambio, apenas si
lograba disimular mi abatimiento. Cuanto más
examinaba la cuestión más absurda me parecía.
Por supuesto era evidente que mi amigo había
hecho aquel viaje (¿cuál de ellos exactamente? era lo
que tratábamos de averiguar) una o varias veces en
vísperas de su muerte. Pero, aun suponiendo que
lográsemos reconstruirlo con todo detalle, lo que ya
era mucho suponer, ello no significaba que fuésemos
101
Una mariposa aletea en China
a descubrir nada interesante. Podía haber tenido mil
motivos anodinos para coger aquel tren o cualquier
otro, la misma clase de motivos que para ponerse
una chaqueta de un color o de otro la víspera de su
accidente.
Por otra parte, que fuese fumando en aquella pipa
también podía deberse a una casualidad. ¿Por qué
no? La cuestión principal que seguía en pie era la
existencia misma de aquella fotografía. Cuanto más
la examinaba más clara me parecía su relación con su
muerte. Flash no posaba: aparecía fumando en una
actitud tan natural como si nadie le estuviese
fotografiando en realidad. Quien quiera que la
hubiese hecho debía tener pues en ese momento
una relación muy estrecha con él. Por lo tanto, mi
amigo no viajaba solo ni al azar.
Renglón seguido todas estas elucubraciones me
parecían absurdas.
Flash podía muy bien viajar contigo, princesa. Tú le
enamoraste. De alguna forma, aquella pipa de jade
había llegado a sus manos y tú la deseabas. En ese
caso, el falso señor Issa debía de tener alguna
relación con aquellos viajes misteriosos. También
resultaba evidente que mi amigo desconocía el valor
102
Carlos Almira Picazo
de aquel objeto, pues de otra forma no lo hubiera
utilizado. Tú menos que nadie, princesa, estabas
interesada en que supiera de qué se trataba
realmente. Entonces debió llegar a sus manos por
una extraordinaria casualidad posiblemente
relacionada con aquellos viajes en tren.
Recordé la fabulosa historia del señor Issa: un
tratante de blancas metido a coleccionista, a
traficante de arte, no me cuadraba. Conclusión: toda
la historieta sobre Kublai Kan y los piratas japoneses
era un cuento chino, aún cuando resultaba tan
extraordinario que era difícil no creer en él. Además,
yo recordaba perfectamente cuánto interés tenías tú,
princesa, en apoderarte de la pipa. ¿Te hubiera
interesado tanto de tratarse de un objeto sin ningún
valor?
Era posible que tú y yo estuviésemos engañados;
era posible que incluso el señor Issa estuviese
engañado; pero era indudable que para alguien
aquella pipa tenía un valor extraordinario, lo
suficientemente alto como para matar por él.
¿Por qué ese alguien había utilizado a un tratante
de blancas y a una furcia para recuperarla?
Volví a examinar la fotografía. El paisaje insípido,
103
Una mariposa aletea en China
desolado, del otro lado de la ventanilla no invitaba a
mirar. Eleu dormitaba resoplando. Para sacar aquel
plano había que ponerse por lo menos en el pasillo.
Fotografiar desde el pasillo de un cercanías en
marcha a alguien que no parece darse por enterado
era demasiado incluso para alguien como tú,
princesa. Además, ¿no te hubiese mirado, o al menos
no hubiese sonreído Flash si hubieses sido tú?
A cada parada Eleu se despertaba aturdido,
turbado. Descendíamos y dábamos un breve paseo
por el andén. Invariablemente, nos deteníamos en el
umbral de la estación desconcertados ante las cuatro
calles sombreadas de olmos o salpicadas de casas
bajas y de talleres, perplejos como extraterrestres,
sin saber qué dirección tomar.
Aquellos eran antiguos pueblos absorbidos por la
ciudad. Tristes, impersonales, nacidos y muertos al
mismo tiempo, vegetaban junto a la estación,
algunos se aventuraban sin mucha esperanza hasta la
carretera.
Eleu bostezaba.
Pagábamos la consumición y tomábamos el
próximo tren. El siguiente pueblo era aún más
lúgubre que el anterior. Recorríamos con rapidez
104
Carlos Almira Picazo
desganada sus calles y al cabo regresábamos casi
descorazonados.
105
Una mariposa aletea en China
XIX
Aquella noche tuve que contarle a Helena la
historia de Flash con pelos y señales. Ya no pude
seguir eludiendo aquella parte de nuestro pasado,
princesa. Me escuchó con aparente calma, como un
maestro paciente que toma la lección a un alumno
díscolo. Cuando al fin encontré la manera de
terminar, dijo:
–¿Eso es todo?
Con voz llorosa se encerró en el cuarto de baño.
Pablito dormía en la habitación contigua, con un
sueño ligero:
–¡Sal! –le expliqué: ¿ves por qué no quería
hablarte?
–¡Vete con ella!
–¡Sal y hablaremos!
Asomó su cabeza desgreñada, furiosa:
–Aún no nos conocíamos, dije conciliador.
–¿Por qué pediste venir aquí?
–¡No lo sé! ¡Por Flash, supongo!
Por lo pronto se calmó. Quería saber más detalles.
Le enseñé las fotografías.
107
Una mariposa aletea en China
Cuando le conté lo de los trenes se echó a reír.
¡Habría que vernos haciendo de detectives en
aquellos trenes y en aquellos puebluchos! Helena
conocía a Eleu de vista. No le había causado una
buena impresión que digamos. No tenía muy buena
opinión de él:
–¿No has podido encontrar un ayudante más
estrafalario?
–Es el único que conoció a Flash.
–No me extraña que todo el mundo se quiera ir de
aquí.
–Nosotros también nos iremos, le prometí.
–¿Cuándo? ¿Cuándo hayas atrapado a esos
gangsters?
La ironía me dolió. En aquel momento me sentí
infinitamente alejado, separado de Helena. Me
pregunté si no tendría en el fondo razón con sus
celos absurdos, si no me estaría engañando a mí
mismo y tratando de engañar de paso también a mi
mujer haciendo de detective, si no te añoraba
princesa.
–Perdona, susurró, no quería decir eso, no quería
hacerte daño.
–No importa.
108
Carlos Almira Picazo
La respiración de Pablo llegaba de la otra
habitación acompasada como el ruido de la lluvia.
A las dos de la mañana sonó el teléfono. Se oyó la
voz aguardentosa y optimista de Eleu al otro lado:
–¡He resuelto el caso! –gritó.
–¿Dónde estás?
Aquel sábado casi habíamos decidido dejarlo, pero
Eleu había tenido una de sus corazonadas infalibles.
Algunos fines de semana, cuando no aguantaba la
vida, se sentía especialmente inspirado. Yo estaba
que me caía de sueño y apenas lo entendía. Al
parecer, tras un periplo borrascoso por los bares de
X, había vuelto a la estación a tiempo para coger el
último tren a Castro del Valle. Ahora estaba allí. Todo
ocurrió tan rápida como inexplicablemente. Fueron
los pies, no la cabeza, los que le condujeron a aquel
sitio.
Era preciso, imprescindible, que nos reuniéramos
enseguida.
Tanteé sin mucha convicción la posibilidad de
vernos al día siguiente pero la negativa fue
categórica. Antes de colgar me dio una dirección
tartamudeando, que garabateé rápidamente en la
109
Una mariposa aletea en China
oscuridad.
Tuve que coger el coche y buscar la carretera que
nos había seguido, apareciendo y desapareciendo
sinuosamente en la ventanilla de nuestro vagón. El
primer cercanías no salía hasta las cinco de la
mañana.
Pensé, mientras trataba de despabilarme con la
radio y la ventanilla abiertas, en la cara que pondría
Helena cuando se despertara al día siguiente. Por un
momento estuve tentado de volver. Ya habría tiempo
de aclararlo todo. A todas luces aquello era una
locura. Quizás en aquel momento Eleu estaba tan
borracho que no sabía ni dónde se encontraba.
–¡A la mierda! –me dije, y aceleré.
Una ráfaga tras otra me fueron despertando. En la
radio sonaba una música subterránea, alucinada. La
carretera corría desierta y oscura frente a mí como
un túnel sin salida. En un momento determinado, en
pleno despoblado, el cielo se volvió vertiginoso, lleno
de estrellas.
Ahora marchaba a toda velocidad, derrapaba
ligeramente al entrar en las curvas y volvía a pisar el
acelerador a fondo al salir. Uno tras otro fueron
pasando a mi izquierda y a mi derecha los pueblos
110
Carlos Almira Picazo
fantasmas que habíamos visto aquella misma
mañana desde el tren, separados por negros
intervalos de noche.
De pronto recordé que había olvidado las
fotografías en la mesa donde las dejara Helena. Me
enterneció el recuerdo de la respiración en sueños de
Pablito. Ojalá pudiera yo dormir así y despertarme
sin recuerdos.
Castro del Valle apareció al fondo de una cuneta
casi media hora después. Aunque era un pueblucho
me costó bastante encontrar la calle, orientarme, y
no había nadie a quien preguntar.
La dirección que me había dado Eleu era la de un
puticlub.
111
Una mariposa aletea en China
XX
–¡Jefe!
Titubeé antes de darle la mano.
–¡Adela! –me presentó.
–Encantado –mentí. Nos sentamos en un rincón. La
habitación estaba tan oscura que era imposible saber
quién lo miraba a uno. Olía a sudor, a tabaco, a
rancio. Añoré el frescor de la carretera.
–¿Y las fotos?
–¿Las fotos?
La chica nos miró. Pidió que le volvieran a llenar su
vaso. Un camarero repugnante trajo tres vasos de
whisky de garrafón rellenos con agua de grifo. En
lugar de repantigarme a beber y a fumar, dije:
–¿Cómo conociste a Flash?
–¡Pero jefe! –protestó Eleu: ¡Ella sólo lleva aquí
unas semanas!
–Pero entonces no entiendo...
–No podemos hablar ahora de eso –me
interrumpió–, bebamos.
Inmediatamente una segunda chica se sentó junto
a nosotros. Se apretó contra mí con tanta fuerza
113
Una mariposa aletea en China
mientras pedía a gritos que le trajesen un güisqui que
casi se me cortó la respiración. Se había bañado en
perfume de todo a cien, olía como un cementerio
ambulante.
Alguien abrió la puerta. Los ruidos dispersos,
incipientes, del amanecer, retrocedieron ante la
música de un tocadiscos. “Aún existen aparatos de
esos”, pensé tratando de evadirme de la situación.
Entonces la gorda me agarró por un brazo. Sin
decir nada, antes de que yo pudiera pergeñar una
disculpa, me arrastró a la “pista de baile”.
Eleuterio me hizo una señal con la cabeza y me
guiñó los ojos señalándome a “Crisantemo”:
–¡Es ella! –dijo.
–Vamos a la habitación.
Yo titubeé. Adela y Eleu nos miraban aguantando a
duras penas la risa. Crisantemo me apretó aún más
contra sí, hasta casi asfixiarme:
–¿Quieres que hablemos, no?
–Sí.
–Tu amigo era mucho más ardiente, dijo mientras
me desvestía.
–¿Flash?
114
Carlos Almira Picazo
–¿Tienes otro? –soltó una risa cantarina.
–Pero yo...
–De todas formas me gustan tímidos.
–Yo preferiría pagar...
Como si acabase de recibir una ráfaga helada, me
soltó. Se apartó unos pasos:
–¿Qué quieres entonces?
Me había sentado al borde de la cama. La
habitación, irrespirable, empezaba a girar.
–Tu amigo vino por su propio pie. ¿Crees que yo lo
traje a la fuerza?
–Yo, no.
–¡Estaba enamorado de mí! –chilló con una voz en
que temblaban el orgullo y las lágrimas.
–Yo no he dicho eso.
Como si un dique temblequeante se hubiese roto,
prosiguió:
–¡Venía todas las tardes a verme, hasta que
apareció esa zorra! ¡Ella lo mató, ella lo mató, ella,
ella, ella!
Se echó a mis brazos gimoteando: “¡Flash, Flash,
Flash, mi Flash...!”
–¡Íbamos a casarnos, mecaguén!
Se oyeron pasos agitados subir las escaleras.
115
Una mariposa aletea en China
–¡Si no llega a ser por esto, país de mierda!
Se subió la falda enseñando su sexo masculino.
–¡Aquí no se pueden casar los maricones!
De pronto se abrió la puerta. No tenía el cerrojo
echado.
–¿Algún problema, Cris?, dijo el camarero
orangután que nos había servido.
Sin responderle y sin mirarlo, Crisantemo sonrió: la
voz y el gesto le habían cambiado por completo:
–¡Es una lástima de todas formas, lo hubiésemos
pasado muy bien!
Al fin conseguí arrancar a Eleu de aquel sitio y
meterlo en el coche. Se despidió de Adela como
Romeo de Julieta, a la luz de las estrellas.
Cuando llegamos a X ya hacía rato que había
amanecido. Las calles estaban desiertas. Eleu se
despertó asombrado de estar allí conmigo.
Fuimos a su casa. Como no quería quedarse
empezó a alborotar en la escalera. Alguien lo
amenazó con llamar a la policía. Nos reímos.
Llenamos unos vasos como el que oye llover, y
empezó a hablarme de Adela. En la mitad de una
frase interminable, se quedó dormido.
116
Carlos Almira Picazo
XXI
Los días siguientes fueron de broncas y de malas
caras. ¿A qué entrar en detalles, princesa? Lo peor, lo
que me resultaba casi insoportable era que, a punto
de descubrir la verdad sobre el “asesinato” de Flash,
Helena me arrancase continuamente de ese estado
de euforia que precede al descubrimiento o al
desengaño definitivo.
Cada vez me costaba más trabajo escuchar sus
diatribas, no distraerme mientras me hablaba, seguir
el hilo hiriente de su conversación. Y eso la enfurecía
aún más y hacía que redoblase sus intentos por
arrastrarme a su estado de ánimo, porque yo ya no
participaba del juego, como si fuese un completo
extraño.
Por cada explicación que yo le daba ella me pedía
tres y no creía ninguna.
Por otra parte, ¿cómo explicarle que había ido a un
puticlub donde casi me seduce el ex–novio de Flash?
En cuanto oía este nombre pronunciado de mis labios
caía en un estado de histeria. Pablito se asustaba y
teníamos que buscarlo por toda la casa. Nunca nos
117
Una mariposa aletea en China
había oído discutir de esa manera.
En cierta ocasión levanté los brazos para
defenderme de lo que yo creía que se me venía
encima, una inminente lluvia de golpes y arañazos.
Helena me miró pálida: había enmudecido.
Maquinalmente cogí la pelota y me fui con Pablo a
jugar al fútbol al parque.
Poco a poco las discusiones fueron amainando. No
volvió la serena confianza del principio pero al
menos empezamos a tolerarnos mutuamente.
Helena dejó de preguntarme y yo aprendí a evitar
cuidadosamente el transmitirle mis esperanzas y mis
decepciones. Ya no le hablaba de mi trabajo ni de mis
expectativas. Ahora cada uno tenía su esfera propia
junto a otra esfera común. Mejor así. Nuestra
relación perdió calidez pero ganó libertad al precio
de una tácita y mutua resignación.
Por otra parte durante estas semanas no ocurrió
otra cosa digna de mención. Eleu y yo dejamos de
rastrillar las líneas de cercanías. Habíamos
encontrado lo que buscábamos, sobre todo Eleu. De
pronto empezó a arreglarse como nunca: el uniforme
le relucía impecable; un alfiler de oro con el escudo
del Real Madrid le adornaba pomposamente la
118
Carlos Almira Picazo
corbata impecablemente planchada; los zapatos le
brillaban como espejos; los puños y los cuellos de la
camisa habían cambiado el amarillento habitual,
sospechoso, por un blanco impoluto. Naturalmente
detrás de estos cambios, de esta auténtica
metamorfosis, estaba Adela.
Las bromas y los chascarrillos de que fue objeto
por ello durante los primeros días me alegraron en
plena borrasca matrimonial. Recuerdo que antes de
entrar en la Comisaría, aún abrumado por la última
pelea, tenía que componer el rostro para esconder la
sonrisa traviesa que me temblaba en los labios. Para
colmo Eleu adoptó una postura digna que redoblaba
aún más lo cómico de aquella situación. Cuanto más
nos esforzábamos en no hacerle caso más
endomingado y cursi aparecía el bueno de Eleu,
cualquiera diría que para provocarnos
deliberadamente, vestido como si fuera a un desfile
como un Guardia Real, con un perfume que tiraba de
espaldas (aunque no lograba disimular el otro, el
entrañablemente familiar del alcohol, una de las
pocas señas de identidad que aún conservaba
nuestro Romeo). Con expresión y con gestos
ampulosos cruzaba la comisaría con paso rotundo,
119
Una mariposa aletea en China
recién llegado del bar donde, siguiendo una
costumbre inveterada, acababa de desayunarse un
café con un chorro de Magno. Su dama debía de
haberle impuesto alguna restricción en el tabaco
pues ahora fumaba casi a escondidas, mirando
furtivamente hacia la puerta como si ella fuera a
aparecer de un momento a otro y a sorprenderle in
fraganti.
Aún a riesgo de ser prolijo añadiré que había
cambiado su vocabulario y hasta su forma de hablar:
junto al usted habitual en él, aparecieron expresiones
como psicología, homicidio, proxenetismo,
eugenesia, términos todos ellos exhumados del
diccionario lleno de manchurrones que ahora
siempre tenía a mano encima de su mesa.
Se comprenderá que en estas circunstancias
nuestras indagaciones se interrumpiesen por un
tiempo. Eleu salía disparado de la oficina en cuanto
acababa la jornada. Yo, con paso lento y desganado.
Por motivos muy distintos, ninguno de los dos estaba
de ánimo para retomar aquel hilo. El resultado era el
mismo, idéntico.
En las pocas ocasiones en que nos encontramos
fuera del trabajo me evitó, esquivó la mirada. Le oí
120
Carlos Almira Picazo
incluso hablar, medio en serio medio en broma, de
volver a estudiar y hacerse inspector, o incluso
comisario.
Una tarde apareció por sorpresa en casa. Conocía
mi dirección de otras citas. Parecía un galán de cine,
seguro de sí mismo. Como iba solo se permitía fumar.
Mientras hablaba, plantado en la puerta, salió
Helena: –Hace corriente.
–Ya nos vamos –gruñí.
–Señora.
–No te lo había dicho, se volvió en la escalera, me
caso.
–¡Enhorabuena!
–Hay una pequeña dificultad...
–¿Qué?
–El chino.
–No sabes cómo se las gastan esos proxenetas.
–Soy policía.
–He pensado, prosiguió cambiando de tono y como
si hubiese sopesado cuidadosamente cada palabra,
que podrías ayudarme a convencerle.
Cogimos el coche. Nada de trenes. Esta vez sí
llevaba las fotografías. Por si acaso, Eleu llevaba la
121
Una mariposa aletea en China
pistola reglamentaria. Me la enseñó como un chico
que juega a cowboys:
–¡Pam, pam!
Los faros antiniebla taladraban la carretera.
122
Carlos Almira Picazo
XXII
El Paraíso estaba aún cerrado. No obstante las
chicas conocían a Eleu, habían visto su placa muchas
veces y además les enternecía su historia de amor.
Nos sentamos en la barra cerca de los lavabos. Eleu
se quitó la chaqueta, se secó la frente y dijo:
–¿Dónde está?
–Durmiendo, pichurrín.
Una risa desganada recorrió la sala.
–Quiere decir que no la puedes ver –se oyó una
voz.
El camarero orangután apoyó sus puños en el
mostrador. El antebrazo que no le cubría la servilleta
lucía un enrevesado tatuaje.
–A lo mejor te pego un tiro –dijo Eleu.
Se abrió una puerta. Una voz familiar y olvidada
intervino:
–Nada de violencias, tengan la bondad.
El señor Issa no había cambiado, al menos en mis
recuerdos. Seguía exhibiendo un aspecto
inmejorable. La sonrisa juguetona le bailaba en los
ojos prontos a la complicidad:
123
Una mariposa aletea en China
–Han llegado chicas nuevas –nos anunció.
–¿Se acuerda usted de mí? Kublai Kan...
Sus ojos retrocedieron encandilados.
–Cómo iba a olvidarme.
–Me contó usted entonces una historia deliciosa.
–Me alegro de que le gustara.
–¿Dónde está la chica?
–Lamento decirle que la señorita Adela nos ha
dejado esta mañana.
–¿Dónde ha ido?
–No lo sé.
Eleu se irguió:
–¿Dónde está Adela?
El señor Issa me miró. Su expresión se había
ensombrecido.
–Hay una cosa que me gustaría que me explicase.
Sin decir más, le mostré la fotografía de Flash
fumando en la pipa de jade. También le enseñé la
ampliación, por si tenía dudas.
–¿Ve? El mono, el árbol....
–Usted tuvo la amabilidad de devolvérnosla.
–¿Cómo llegó a sus manos?
–Por una de mis chicas.
Segundos después se abrió la puerta y apareció
124
Carlos Almira Picazo
Crisantemo. Al verme me sonrió con expresión
soñadora:
–Cris, estos señores policías quieren hacerte una
pregunta.
Le tendí las dos fotografías.
Entretanto Eleu no dejaba de jugar con la pistola
que abultaba grotescamente en su bolsillo, cada vez
más inquieto, con los ojos clavados en el suelo.
Al reconocer a Flash suspiró, la mirada empañada.
Luego examinó la ampliación con más detalle
recobrando poco a poco el control de sí mismo:
–Fue un regalo mío, confesó.
–¿Cómo la conseguiste, Cris? –la interrogó el señor
Issa.
–¡Ya lo sabe, se lo he dicho, yo, yo...! ¡Había
perdido la cabeza! ¡Él me quería, no miraba a
ninguna otra más que a mí, hasta que apareció ella!
–¿La robaste?
Crisantemo bajó la cabeza.
–Ya lo ve.
–¿Es ella? –le mostré una fotografía tuya, princesa.
–¡Sí! ¡Ya se lo he dicho!
El orangután entró para llevársela. Nos miró con
furia.
125
Una mariposa aletea en China
–Ella no sabía el valor que tenía. ¿Cómo iba a
saberlo? Lo sustrajo del equipaje de una de nuestras
chicas recién llegadas y se lo regaló a su amigo sin
saber de lo que se trataba.
–Luego, prosiguió el señor Issa tras una pausa,
apareció esa otra mujer, que sí sabía perfectamente
lo que buscaba. Y poco después su amigo se estrelló.
Cris me puso sobre la pista de la pipa de Kublai sin
proponérselo, estaba furiosa con su ex novio por
haberla abandonado y en una pelea logró arrancarle
la cazoleta de las manos después de arañarle la cara.
Por desgracia, su amigo se mató antes de que
pudiésemos entrevistarnos. La fulana desapareció,
hasta que usted se puso en contacto con nosotros. Ya
sabe el resto de la historia.
–¿Y la chica a la que se la robaron?
–Nos dejó, por desgracia. Este es un lugar de paso.
Tuve una iluminación repentina. Le tendí
audazmente el mazo de fotografías y le dije:
–¿Está aquí?
El chino las examinó concienzudamente, una a una.
Eleu seguía jugueteando con la pistola, con la vista
extraviada. Contuve la respiración:
–Esta es, dijo el señor Issa.
126
Carlos Almira Picazo
Casi se la arranqué de las manos.
Desafortunadamente ya no recordaba su nombre,
pero estaba seguro de que era ella. Por desgracia,
naturalmente, tampoco podía decirme cómo había
llegado aquel objeto, una cosa tan rara y preciosa, a
su poder. Nunca preguntaban a sus chicas por su
pasado, no les hacían la ficha policial. Del mismo
modo no les preguntaban a dónde se iban siempre y
cuando antes hubiesen saldado todas sus deudas con
la casa.
Lo sorprendente era que, junto a aquella mujer
menuda que avanzaba con decisión bajo un paraguas
por una calle desconocida, ibas tú, princesa.
–¿Y la pipa? –pregunté casi divertido.
–¡Oh! –sonrió él.
Cuando ya estábamos en la puerta, adonde a duras
penas había conseguido arrastrar a Eleu, el chino nos
preguntó:
–¿Cómo dieron con este sitio?
–Por una voluta de humo.
Salimos a la noche estrellada. Eleu no quería
hablar. Yo repasaba mentalmente la nueva cara a
sumar a todas las anteriores. Se me ocurrió el símil
mientras aceleraba por la carretera desierta, con una
127
Una mariposa aletea en China
luna enorme que el frío volvía azul:
–Otra máscara.
Eleu se removió en el asiento, prendió un cigarrillo
y dijo:
–Qué importa.
–Ya aparecerá –traté de animarlo.
–Gracias.
Después de un buen rato añadió:
–Si se ha ido voluntariamente no quiero volver a
verla y si no...
–Tiene que haber una explicación.
–Sí.
En vez de entrar en X seguimos hasta la ciudad. La
luna, cada vez más grande, se enseñoreaba del cielo.
Cuando ya habíamos bebido bastante dejamos el
coche en una cuneta desconocida. Campos de trigo
que nadie recogería, sembrados para cobrar
subvenciones europeas; cortijos abandonados,
reutilizados como discotecas pueblerinas y vueltos a
abandonar; ya en plena noche se nos cruzó un zorro
de color de miel bajo las ruedas al salir
inesperadamente de una curva; el viento quejoso,
perdido en aquellos páramos absurdos que parecían
no tener principio ni fin.
128
Carlos Almira Picazo
Eleu abrazaba a una chica tan flaca y tan pintada
que recordaba el papel, sonaba y olía como el papel a
punto de quebrarse. En ese momento oímos un tren
que se nos acercaba a bastante velocidad. Eleu se
plantó en medio de la vía.
–¿Qué haces?
La chica se tapó la cara y ahogó un gritó. El
desagradable silbato del tren sobresaltó los campos
muertos.
El salto en el último instante le había quitado la
borrachera:
–¡Vámonos! –dijo, ahora conduzco yo.
Rayaba el alba.
129
Una mariposa aletea en China
XXIII
El número de la matrícula figuraba en el
expediente. Lo anoté temblando y guardé el papel.
Eleu había desaparecido. Decidí que era lo mejor.
En Tráfico me miraron como a un bicho raro:
–No hay ningún coche de alta con esta matrícula.
–Ya lo sé.
–¿Y?
–El antiguo propietario.
–No sé si puedo darle esa información.
Su jefe me hizo pasar a una habitacioncita
acristalada que olía a medicamentos. Me estudió
rápidamente y dijo:
–¿Qué quiere saber?
–Un amigo mío se estrelló en este coche.
–¿Y?
–¿De quién era?
El hombre reflexionó un momento antes de
sonreír:
–¿Está usted investigando un homicidio?
–Psss...
–Yo no puedo decirle de quién era, figura aquí –
131
Una mariposa aletea en China
sonrió–. ¿Quiere usted café?
Mientras buscaba en la máquina con una lentitud
ceremoniosa, copié rápidamente la dirección y el
nombre en cuestión del papel que acababa de
señalarme. Mi informante tardó aún un buen rato en
darse la vuelta. Debió de pensar que yo no llevaba a
mano lo necesario.
–Espero haberle sido de utilidad, dijo.
Le di las gracias y salí.
En casa me esperaba aún una sorpresa. La tarde se
había nublado: el cielo empujaba pacientemente una
a una, sus sombras nocturnas. Me llamó la atención
el silencio desacostumbrado en el rellano y luego al
abrir la puerta. Tardé casi un minuto en hacer girar la
llave.
La casa estaba completamente a oscuras y en
silencio.
Helena se había ido.
No hago más que contarte desgracias, princesa.
Desgracias que luego han resultado no ser para
tanto. De todo ello el encontrarme aquel día solo en
el piso, sobre todo sin mi hijo, ha sido lo peor.
Al principio pensé, quise pensar, que habían salido.
Conecté la luz y me repantigué en el sofá. Tenía
132
Carlos Almira Picazo
mucho en qué pensar: por ejemplo, la dirección y el
nombre del propietario del coche con el que se había
matado mi amigo (¿cómo no se me había ocurrido
seguir antes aquella pista?); o la misteriosa
“desaparición” de Eleu; o tú, princesa, en aquella
fotografía con una puta desconocida, de rasgos
orientales, paseando con un paraguas por aquel
pueblucho.
Así transcurrieron varias horas sin que ocurriera
nada. Al cabo me decidí a telefonear.
Al ir a buscar el auricular tropecé con un juguete
de Pablo: un cohete. Todos mis números se
estrellaban contra el mismo silencio. Hacia las doce
de la noche me respondió por fin una voz:
–¿Helena?
–¿Eres tú?
–¿Dónde está?
–Se ha acostado, está bien.
–¿Qué le ocurre?
–No te preocupes.
–Quiero hablar con ella.
–Mañana.
Colgó. El silencio se hizo aún más profundo, me
rodeó como un dogal. Bebí como hacía meses que no
133
Una mariposa aletea en China
bebía, princesa, como no lo había hecho desde que
estábamos juntos. Pero el alcohol no me ayudó. Por
la mañana, a una hora incierta, me desperté en un
banco cerca de la estación, la dichosa estación.
Volví a casa, me duché, me afeité, y bebí un café lo
más cargado que pude. Fue entonces cuando
encontré la nota en la mesa de la cocina. Por una
parte me tranquilizó y por otra me inquietó aún más:
“Cariño, no puedo seguir así. Me voy. Necesito ver
las cosas con claridad y tu compañía no me ayuda
precisamente. No te lo tomes a mal, por favor. No te
abandono, simplemente necesito un poco de tiempo
para reflexionar sobre algunas cosas. Pero te quiero.
Helena.
P.D. El niño está bien. Le he dicho que vas a venir a
vernos este fin de semana, en cuanto te deje el
trabajo. Hasta entonces.”
Aún era lunes.
134
Carlos Almira Picazo
XXIV
El local donde mi amigo compró su último coche
estaba a unos diez kilómetros en dirección a la
ciudad. No debía haber cambiado mucho de aspecto
en aquellos años a juzgar por su estado de abandono.
Un erial repleto de basura entre la que crecía la
retama lo precedía a modo de antesala. En cuanto
penetré en sus dominios me asaltó, tironeando
furiosamente de lo que me pareció una cadenucha,
un doberman enfurecido. Tras él, con palabras
tranquilizadoras pero carentes de convicción, venía el
encargado.
Hay gente que huele a la policía a kilómetros de
distancia. Enseguida percibí que aquel hombre
disfrazado de vendedor pertenecía a esa categoría
suspicaz. Sus ojillos cargados de una mirada recelosa
se esforzaban en parecer indiferentes:
–Perdone el recibimiento, este mes nos han
robado ya dos veces.
Se limpió las manos grasientas en un pañuelo
indescriptible y escupió:
–Nos han entrado esta semana. ¡Lucifer!
135
Una mariposa aletea en China
El perro se amilanó, escondió la cabeza haciéndose
un ovillo bajo sus pies hasta convertirse en un bulto
mudo, tembloroso. ¿En qué puedo ayudarle?
–A ver si lo entiendo. Busca al propietario de un
Mercedes Benz que vendimos hace tres años, más o
menos. ¿Quién trabajaba aquí en esa época?
Mientras hablaba examinaba el Libro de Entradas y
Salidas.
–Aquí está: la venta no la hicimos nosotros, fue un
extranjero.
¡Issa!
–Pero el coche no estaba a su nombre.
–¿De quién?
–Mr. Wang-Fei, Excmo. Cónsul de la República
Popular China.
Se hizo un silencio, como si hubiéramos dejado de
existir:
–¿Examinaron el coche?
–Sólo examinamos los que vendemos nosotros,
directamente.
Cuando encendí el motor volví a oír los ladridos del
doberman devuelto a su improbable cadena. El
vendedor había desaparecido entre su chatarra
reluciente.
136
Carlos Almira Picazo
Aquella tarde la dediqué a limpiar la casa. Es
curioso cómo, princesa, un hombre y sobre todo si es
marido, se hace ilusiones acerca de las mujeres. Lo
que yo quería sobre todo era ver a mi hijo.
Necesitaba verlo emprenderla a puñetazos, medio en
serio medio en broma, conmigo, imitando las voces
de sus héroes favoritos. Me figuraba que limpiando y
poniendo un poco de orden en lo que ya empezaba a
parecer una leonera, precipitaría su vuelta y la de su
madre.
Respecto a esta última mis ilusiones eran inciertas:
una mezcla de aprensión y de alivio. A ratos la
echaba de menos y me culpaba a mí mismo de todo
lo sucedido. Me lo tenía bien merecido por insensible
y por no ocuparme lo suficiente de ella. De pronto un
furor inesperado se apoderaba de mí, y entonces
sólo encontraba palabras soeces, insultos contra
Helena, y mi mayor deseo era que no volviera nunca.
Tenía a “mi” hijo, era abominable.
En aquel estado de ánimo pasé la tarde barriendo,
fregando, arreglando la ropa, vaciando los ceniceros.
Al cabo, convencido de que el encantamiento no
funcionaría, me dejé caer en un sillón con el diario
local. No había cenado y casi no había comido, de
137
Una mariposa aletea en China
modo que todo empezó a darme vueltas. Las líneas
se me emborronaban como si acabara de sacar el
periódico de una piscina. Fui directamente a la
página de los deportes cuando sonó el timbre de la
puerta.
Eleu me abordó con una botella en la mano:
–¡La he encontrado!
–No estoy para acertijos.
–Adela ya no me importa, declaró.
–Voy a por unos vasos.
Mientras los buscaba lo oí pasar las páginas del
periódico. Bueno, aquello era mejor que beber solo:
–¿Y el resto de la familia?
–¿A quién has encontrado?
–A la mujer de la fotografía.
–¿Princesa?
Me miró extrañado.
–¡Qué princesa!
Transcurrió medio minuto. Entrechocamos los
vasos, que se pegaban a los dedos. Busqué cigarrillos
y de paso traje las fotografías de Flash.
Se refería a la chica oriental a la que habían robado
la pipa de jade:
–¿Estás seguro de que es ella?
138
Carlos Almira Picazo
–Seguro.
Volví a llenar los vasos. Noté que la mano me
temblaba:
–No importa.
La expresión de Eleu se llenó de estupor:
–¿Qué quieres decir?
Sonó el teléfono. Lo ignoré a sabiendas de que
después me arrepentiría:
–Será mejor que sigamos hablando mañana.
–¿Qué has querido decir con que no importa?
–Nada.
Sonreí. Eleu se hizo la ilusión de comprenderme y
sonrió también:
–Tienes razón, será mejor que sigamos hablando
mañana.
Tambaleándose con una rigidez forzada, solemne,
alcanzó la puerta. En cuanto desapareció vacié el
resto de la botella y lo que había quedado en el vaso
de Eleu en mi vaso, bebí, y me fui a la cama.
139
Una mariposa aletea en China
XXV
Cuando sonó el despertador poco después, volví a
encontrarme el periódico arrugado sobre la mesa
junto a los vasos y la botella vacía. La cafetera silbó
tímidamente y luego comenzó a chiflar con creciente
estridencia:
“Aumenta la tensión en el Mar de China: el
portaaviones Eisenhower de la cuarta flota de los EE.
UU. ha sido enviado en las últimas horas a la zona. El
Secretario de Estado norteamericano advierte al
gobierno chino de las graves consecuencias que
tendría para sus relaciones una agresión contra la isla
de Taiwán...”
Doblé el periódico impulsado por una vaga
corazonada. En la comisaría ya estaba esperándome
Eleu: recién afeitado, fresco, embebido de colonia,
como acabado de salir de la ducha. No obstante, el
color sepia, la flacidez de las mejillas y las profundas
ojeras, denunciaban su desmoronamiento interior.
Esta vez me ofreció café. Despachamos
rápidamente los asuntos de rutina del día y nos
fuimos al almacén de la Jefatura. Antes de policía
141
Una mariposa aletea en China
Eleu había sido, entre otras cosas, mecánico durante
su breve e intempestivo servicio militar. El almacén,
un solar a medias cerrado y cubierto, desolado a
todas luces, albergaba como una especie de
escombrera pruebas de casos ya periclitados. Los
trastos más extravagantes y variopintos se pudrían
allí al sol o entre la humedad de sus muros
esperando su particular eternidad. También allí había
un perro, sin duda feroz, aunque adormilado todavía.
El encargado, un policía jubilado metido a vigilante,
nos condujo entre una maraña de basura y de maleza
hasta lo que en su día fuera un flamante Mercedes
Benz. Entretanto, cediendo a una tentación
inveterada, procuraba sonsacarnos a base de
monosílabos y de miradas cargadas de desconfianza.
El coche donde se había matado mi amigo estaba
irreconocible: no había sido tocado por mano
humana desde entonces; el morro apoteósico,
chafado contra el suelo, anunciaba con melancólica
fatalidad la puerta hundida contra el volante del
copiloto que milagrosamente no había aplastado al
conductor. Eleu, sin arremangarse siquiera, se deslizó
bajo el trasto mastodóntico. Tardó muy poco en salir
pero su expresión, iluminada por el hallazgo, parecía
142
Carlos Almira Picazo
la de otra persona, como si hubiera atravesado un
siglo.
Naturalmente no dijo nada hasta que estuvimos
fuera del alcance del viejo, que reventaba de
curiosidad. Entonces fue claro, contundente y
escueto: debido al alcohol nadie había examinado el
coche en su día; se había dado por sentado que el
accidente se debió al estado del conductor; sin
embargo, Eleu me mostró una pequeña pieza
desatornillada y un trozo de cable de acero cortado
limpiamente a sierra, con sus hilos de acero de una
longitud perfectamente uniforme, salvo dos o tres
que debían de haberse roto en el momento justo del
accidente debido a la presión, y que aparecían
rizados; todo había sido pues cuidadosamente
preparado, dispuesto; la dirección y los frenos habían
sido “arreglados” para que el coche se estrellase. En
fin, aunque Flash no hubiera ido bebido se habría
matado igualmente, se habría estrellado contra aquel
árbol o contra cualquier otra cosa.
143
Una mariposa aletea en China
XXVI
Poco a poco supe, en los días siguientes, dónde
había estado mi amigo y qué había hecho durante las
dos semanas largas de su desaparición. Por su parte,
Eleu se mostraba al respecto insólitamente
reservado. Apenas si podía sacársele nada sobre
aquella “escapadita”, como él la llamaba. Justificó su
ausencia por enfermedad y se reincorporó al trabajo
como si nada hubiera pasado, aunque para quienes
le conocíamos era obvio que algo crucial, definitivo,
le había ocurrido durante aquel misterioso
paréntesis. El Eleu que nosotros conocíamos no había
vuelto: en su lugar, un hombre rejuvenecido,
reservado, limpio, que fumaba a todas horas pero
que ya sólo bebía fuera del servicio, y que se duchaba
todos los días, ocupó el rincón de las denuncias en la
comisaría. Tampoco es que nos importara mucho.
Si recuerdo esta metamorfosis, princesa, es porque
a partir de ella nuestro “caso” tomó un giro
inesperado. Para empezar, la cautela de mi
compañero llegó en un momento providencial: era
evidente a todas luces que se había producido
145
Una mariposa aletea en China
negligencia en la investigación, pero oficialmente el
caso estaba cerrado y ¿qué superior reabriría un caso
que demostraba la incompetencia o cuando menos,
el desinterés de la policía? Ahora bien, el coche
trucado pasado por alto en su día en la inspección de
las pruebas, demostraba claramente que se había
producido un asesinato. Antes de atar todos los
cabos que teníamos y de elegir una dirección era
muy importante ocultar ante nuestros compañeros y
superiores, lo que estábamos investigando. Se
hubiera producido, a la menor indiscreción nuestra
sobre este asunto, un revuelo fenomenal que quizás
hubiese alcanzado a las instancias más altas del
Cuerpo y que, como mínimo, o muy equivocado
estoy sobre la naturaleza humana, nos hubiera
arrastrado a nosotros, léase vía expediente
disciplinario o traslado forzoso o algo peor.
Además de dejar en entredicho a todo el Cuerpo
de Policía en un caso claro de asesinato, y de
asesinato de un compañero, nuestro caso apuntaba a
esferas aún más altas y de momento, insondables:
para empezar estaba el coche, el arma del delito,
propiedad del Consulado de la República Popular
China, o tal vez sólo del cónsul. ¿Por qué semejante
146
Carlos Almira Picazo
institución había puesto en manos de un delincuente,
de un tratante de blancas metido a cazador de
antigüedades y de objetos artísticos, dicho coche? Si
yo entonces les hubiese contado a mis superiores lo
que sabía de aquella historia, dejando el coche
aparte, se hubiesen sonreído, me hubiesen dado
unas palmaditas en la espalda, y me hubiesen
recomendado unas vacaciones.
El que mi amigo volviese de su viaje transformado
en la discreción en persona fue, pues, providencial.
Teníamos las pruebas de que allí había un “caso”:
las fotografías de Flash, que nadie echó de menos en
la Comisaría; el puticlub del señor Issa; y ahora las
piezas de los frenos y de la dirección del coche,
cortadas y aflojadas por alguien para que se
estrellara mi amigo. Pero oficialmente, tanto Eleu
como yo estábamos dedicados a patrullar calles
desiertas por donde no pasaban ni los gatos, y a
multar infracciones de tráfico. Todo el tiempo que
nos sobraba, es decir “todo”, lo dedicábamos sin
embargo a nuestro caso.
Las piezas rotas del coche estaban limpias, es decir,
no presentaban huellas dactilares ni de la policía ni
de nadie. ¿Por qué alguien iba a borrar todas las
147
Una mariposa aletea en China
huellas de unos tornillos y de unos cables cortados?
Un día, como ahora nos reuníamos en mi casa
después del trabajo (a la ginebra y al cognac ahora se
sumaba el café), mi amigo me preguntó por Helena y
por Pablito. Parecía realmente afectado:
–Ya volverán, me animó.
No le respondí, pero mi mirada debió darle
permiso porque prosiguió:
–¿Te acuerdas de la chica de la fotografía de la que
te hablé? ¡Pues todo encaja! Ahora trabaja en el
mismo sitio que Adela. ¡Creían que no la iba a
encontrar!
–¿A qué te refieres?
Llené los vasos y les añadí un poco de café.
–Es china como la pipa, como el coche, como el
proxeneta de las fulanas: en este caso todo es chino.
Sonreí. Mientras vaciaba el vaso y encendía otro
cigarrillo, recordé la hoja de periódico que había
guardado días atrás, y que también hablaba de China.
¿No nos estaríamos obsesionando un poco? Si
abriera un volumen cualquiera de la Historia, o del
Arte de ese antiguo país, ¿no encontraría alguna
relación con nuestro caso?
Y sin embargo aquella observación ingenua me
148
Carlos Almira Picazo
tuvo en vilo toda la noche.
¡Pobre Flash! ¡Quién te iba a decir que tu muerte
tendría unos orígenes tan lejanos y tan ajenos a tu
vida! ¿Cómo era la famosa paradoja, una mariposa
mueve sus alas en China y el Empire States Building
de Nueva York tiembla?
Una mariposa había batido sus siniestras alas en el
país más antiguo del mundo y, como resultado de
ello mi amigo, un simple policía de provincias
aficionado a la fotografía y a los travestis
estrambóticos, había muerto con el cuerpo lleno de
alcohol en un “accidente”; y su amigo, es decir yo,
estaba a punto de perder si es que no había perdido
ya a su mujer y a su único hijo, al borde de la locura,
a punto de enloquecer de remordimiento y soledad.
–¿Y qué pasó con Adela?
Eleu fingió no escucharme. Vació a su vez su vaso.
149
Una mariposa aletea en China
XXVII
La Biblioteca Pública de X contendrá unos diez mil
volúmenes aproximadamente. Es un edificio nuevo,
recién inaugurado, apenas visitado por estudiantes y
por algún que otro jubilado que lee la prensa
deportiva.
Supongo que esto es fomentar la cultura. En las
paredes, como en la Casa del Libro de Madrid,
relucen las efigies de Dante, Shakespeare, Dickens,
Dostoievski, entre otros. La encargada del local nos
examina con recelo mientras revuelve sus fichas y
sorbe su café. Entretanto Eleu no sabe que no se
puede fumar en un lugar así. Desconcertado, con
expresión de profundo desamparo, vacila entre las
estanterías mientras yo me acomodo, princesa, junto
a una ventana desde la que se ve un pedacito de
jardín y el único puente decente de X.
Hay que comprobar la historia de la pipa de jade.
Por supuesto, no encontramos nada sobre ella. ¿Es
posible que todo sea sólo un cuento del señor Issa?
Cuento o realidad, esconde la razón de la muerte de
mi amigo. Por lo tanto hay que investigar.
151
Una mariposa aletea en China
Nos dividimos: Eleu apuntará todo lo que
encuentre sobre Taiwan, también llamado Formosa:
–¿Formosa?
Yo indagaré en dos direcciones: por un lado, sobre
los viajes marítimos patrocinados por el antiguo
Imperio Chino; y por otro, sobre el arte del jade en
América antes de la llegada de Colón.
–¿Y las chicas?
–En su momento.
A Eleu le intimidan los pósters. Parece que me
estuvieran mirando. Se queja por todo. La
bibliotecaria también nos mira. Los libros que le pido
acicatean aún más su curiosidad. En torno nuestro
flota un aire festivo e irreal de juventud.
–¿Qué se supone que buscamos?
–En su momento.
La noche cae sobre el jardín.
La historia del señor Issa al menos tiene visos de
verosimilitud. Por supuesto, no podemos
corroborarla en detalle pero encaja con nuestra
información general:
Un tal Cheng Ho, almirante de los Emperadores
Ming, hizo largos viajes marítimos entre los años
1405 y 1433. Es decir, bastante antes de que Colón
152
Carlos Almira Picazo
descubriera América: bordeó las costas de la India y
descendió mucho más al sur del Mar Rojo, costeando
África; seguía las rutas que ya habían abierto los
musulmanes y que luego seguirían los portugueses;
pero también hizo viajes en sentido contrario, hacia
las penínsulas y las islas que jalonan Malasia e
Indonesia.
Al parecer Cheng Ho contaba con medios insólitos
para la época en cualquier parte del mundo: con
naves que podían llegar a las 1500 toneladas (cuando
la capitana de Vasco de Gama apenas llegaba a las
trescientas); con armas de asalto y de fuego
modernísimas; con instrumentos de navegación
precisos y con mapas desconocidos en Europa y en el
mundo musulmán de aquella época.
Sus viajes eran oficiales: tenían el objetivo de abrir
nuevas rutas al Imperio Chino más allá de Asia; de
proteger el comercio de los marinos y mercaderes
chinos, así como de los japoneses, los coreanos, los
vietnamitas, y de todos los pueblos que por entonces
eran tributarios y mercadeaban con la China de los
Ming; en resumen, se trataba de afirmar la soberanía
china en los “cuatro puntos del cielo”.
No obstante, estos viajes fueron muy posteriores al
153
Una mariposa aletea en China
dominio de Kublai Jan, el emperador de ascendencia
mongola a quien, según la historia del señor Issa,
alguien regaló la pipa de jade labrada por los mayas.
De todas formas, lo anterior no se explica sin una
tradición naval bien establecida y consolidada por los
chinos quizás desde la antigüedad (algunos la hacen
remontar incluso al primer Imperio unificado de los
Han), una tradición de navegación marítima de altos
vuelos que muy pronto emularían los demás pueblos
de Asia, mucho antes de que entraran en escena y en
litigio los europeos.
Los chinos eran, desde su prehistoria,
probablemente, el pueblo de la humanidad que
mejor trabajaba el fuego: no sólo en la cerámica y la
forja, sino en la fundición de hierro y de acero
(parangonable a la conseguida por los ingleses en su
revolución industrial, ¡pero con dos mil años de
antelación!). Este temprano dominio del fuego dio
muy pronto a los pueblos de las cuencas del río
Amarillo y del Yang Tsé en el norte y en el sur
respectivamente, un poder y una riqueza que
cimentarían el dominio chino en Asia hasta la
actualidad: la fundición del hierro se aplicaba no sólo
a la fabricación de armas y de aperos agrícolas, sino a
154
Carlos Almira Picazo
todas las ramas de la artesanía de cada época así
como a la construcción de canales entre otras
infraestructuras civiles y militares, y al desarrollo de
los medios y los instrumentos de transporte.
Por una parte, inspirada por la filosofía de
Confucio, la China desarrolló una sociedad dominada,
salvo en raros intervalos de inestabilidad, de
invasiones y de desórdenes internos, por una
burocracia civil perfectamente culta y engranada; por
otro lado, el Imperio Chino siempre estuvo rodeado
por pueblos de pastores nómadas que lo
amenazaban desde el norte y desde el oeste, los
llamados pueblos de la estepa, que periódicamente
invadían su territorio pero que siempre acababan
integrándose en la civilización china, tal fue el caso
de los Shiun Nung en la Antigüedad, los Churches y
los Mongoles en la Edad Media, etc.
Los nómadas gustaban de atesorar pequeños
objetos muy valiosos, fáciles de transportar, como
joyas, pequeñas piezas artísticas, armas, etc. Tales
objetos de lujo servían para marcar el estatus de una
familia o de un personaje dentro del mundo de las
tribus nómadas que no construían palacios ni
grandes obras conmemorativas para diferenciar a sus
155
Una mariposa aletea en China
élites: eran pues, objetos que circulaban entre los
pueblos civilizados y los pastores de las estepas, bien
a través del comercio del lujo, bien como regalos o
simplemente como botín de guerra. No es extraño,
pues, que desde los artesanos hasta el Emperador y
los burócratas del Imperio Chino, todos estuviesen
interesados en abastecer tal comercio exótico: si
había que buscar obras de arte y materiales
preciosos en el otro extremo del mundo (por
ejemplo, en América) existían los medios y, lo que es
más importante, existían poderosos motivos para
hacerlo desde fecha muy temprana. ¡He aquí las alas
de la mariposa en movimiento! Un regalo
satisfactorio hecho a tiempo podía disuadir a un jefe
bárbaro de atacar las fronteras y convertirlo en
amigo, podía ser por lo tanto tan útil como un
ejército, como un arsenal a punto, o tan efectivo
como una sólida muralla. ¡Regalos!
Había épocas en que el Imperio se encerraba en sí
mismo. Los mercaderes, como los militares o más
aún que ellos, eran mal vistos y vigilados con recelo,
tanto por las autoridades civiles como por los
campesinos. La política siempre primó sobre la
economía y la guerra como una actividad
156
Carlos Almira Picazo
profundamente moral. Cuando el dinero y las armas
cobraban demasiada importancia, la burocracia
intervenía para ponerlos en su sitio.
El almirante Cheng Ho, por ejemplo, un eunuco
musulmán de ascendientes mongoles, un aventurero
parangonable con los grandes marinos portugueses y
españoles posteriores, fue obligado a suspender sus
viajes por los Ming. China contaba con los mejores
artesanos del mundo, con las mejores armas, con los
mercaderes más preparados y audaces... y con su
burocracia todopoderosa. Quizás de no haber sido
por ésta última Colón hubiera encontrado realmente
Asia, Cipango.
Eleu lee: el gobierno Chino lleva reclamando la isla
de Taiwán (a la que llama provincia rebelde de
Formosa), desde 1949; la ONU nunca ha reconocido a
Taiwán como Estado pero tampoco ha satisfecho las
peticiones de China:
–El coche era del cónsul chino, ¿no? A ver qué nos
dicen las chicas.
157
Una mariposa aletea en China
XXVIII
En cuanto llegamos al local, Eleu se detuvo en seco
junto a la puerta:
–Te espero aquí.
Entré pues, solo. La dependienta me ofreció fichas
para las cabinas. Dos o tres clientes esperaban ya
hojeando revistas.
Le enseñé la fotografía de la chica:
–No, lo siento.
El espectáculo acababa de empezar. Compré fichas
para las tres cabinas y mi esperanza se vio colmada
en la segunda de ellas.
La chica ya no era joven pero conservaba intacto
todo su atractivo: menuda, de aspecto tímido, se
desnudaba y ejecutaba sus movimientos insinuantes
alrededor de la barra con seguridad, como una
auténtica profesional. Aunque me miraba yo sabía
que no podía verme.
De pronto me quedé estupefacto: la chica se había
vestido de policía; al instante apareció junto a ella un
hombre vestido del mismo modo. Hasta aquí nada
anormal: policías, enfermeras, monjas, estudiantes...
159
Una mariposa aletea en China
Pero entonces ocurrió algo. Mientras se seducían la
chica sacó una pipa y simuló encenderla. Fumaba y
arrojaba el humo imaginario sobre la cara del agente.
El cristal de la cabina empezó a oscurecerse.
La dependienta y un cliente me ayudaron a
sentarme tras el mostrador:
–Es ella, dije.
Minutos después caminábamos juntos por la acera.
Eleu no estaba. Cuando entramos en la cafetería
recordé que tenía que hacer algo.
El consulado de la República Popular China en X
ocupa toda la segunda planta de un edificio
colindante al Corte Inglés. Un guardia de seguridad
custodia la única puerta de acceso. El solo distintivo
que lo identifica es una bandera roja que cuelga
lánguidamente de una de las ventanas
perpetuamente cerradas.
Al entrar ingresé en otro país. Un funcionario me
invitó a sentarme en un sillón de anea, con cortesía
oriental. El señor cónsul me recibiría enseguida.
La oficina estaba llena de mesas separadas unas de
otras por biombos y pequeñas palmeras. Una pecera
medio vacía ocupaba toda la pared frente a la puerta,
bajo el retrato de Mao. En una esquina, colgada de
160
Carlos Almira Picazo
una especie de pérgola, había una jaula con un único
pájaro.
–¿Le gusta? Es un ruiseñor. Es muy difícil
mantenerlos en cautividad. Por desgracia sólo canta
de noche, cuando la oficina está cerrada.
–El doctor Wang ya no trabaja aquí.
–¿Dónde puedo verlo?
–En China.
–¿Puedo?
Mientras miraba las fotografías encendí la pipa de
la chica del sex shop. El cónsul las estudió una por
una: eran distintas ampliaciones de la misma escena.
No conocía a la joven del paraguas, ni a su
acompañante. Llevaba aún muy poco tiempo en el
país. ¡La nueva generación! Tampoco podía
ayudarme con lo del coche:
–Lo siento.
–No importa.
Se acomodó en su silla, sonriendo en su íntima
reserva:
–¿Qué le parece?
Examinó la pipa con la misma atención, el rostro
inmutable y sonriente como una máscara:
–Muy bonita.
161
Una mariposa aletea en China
Entonces como un prestidigitador, saqué de un
bolsillo otra idéntica. Aún llevaba la etiqueta de la
bisutería. Coloqué una tercera ante él. El mono de
jade pareció mirarnos con sorna desde la mesa pulida
como un espejo.
–Puedo darle, si quiere, la dirección del doctor
Wang.
Sonreí. El cónsul dibujó en una cuartilla con hábiles
trazos de pincel, en chino mandarín, los caracteres
de la dirección de su predecesor.
–En cualquier otra cosa que pueda ayudarle...
Del otro lado de la pared me pareció oír saltar al
pájaro. Ni una nota. Salí descorazonado, princesa.
Eran más de las dos de la mañana cuando sonó el
teléfono. “Eleu...”, pensé. No iba a descolgar pero el
recuerdo de mi hijo me empujó al teléfono. Una voz
femenina, que al principio no reconocí:
–¿Está usted presentable?
Eleu debía de haberle dado mi teléfono, mi
dirección, mi grupo sanguíneo. De todas formas no
podía dormir, así que quedamos.
La chica del sex shop parecía muy agitada, como si
hubiera subido corriendo. Apenas había tenido
162
Carlos Almira Picazo
tiempo de vestirme. Nada más entrar se apartó de la
ventana. Recordé al francotirador:
–Tranquilícese, ¿qué le ocurre?
La herida era reciente, de unos tres centímetros de
longitud, le serpenteaba en el cuello tras el pañuelo.
Por la mañana telefoneé a Eleu. La primera
página del periódico traía una noticia sensacional:
China acababa de invadir Taiwan.
Misae aparentaba la juventud de las gueishas
maduras: pelo ébano, piel arroz, ojos agua de lago.
Vestida de policía en aquel número grotesco que me
hizo perder el sentido, desmerecía bastante. Su
historia parecía inventada, incluso memorizada.
Las mafias chinas, siguiendo la máxima de
Confucio, consideran a la familia por encima de todo.
Sólo el Cielo y su delegado terrenal, el Emperador,
como Padres de toda la humanidad, ya sean
descendientes de Reyes o Jefes del Partido Único
(¿pues puede haber más de un Bien?) piensan y
velan. Los demás seres humanos, semejantes a
hormigas, no existen como tales: por separado
carecen de sentido como las tuercas de un reloj; pero
juntos reflejan el movimiento del cielo, al que
contribuyen modestamente con su vida.
163
Una mariposa aletea en China
Las mafias chinas, como el gobierno chino, aman la
Paz.
Ahora bien: la Paz no es la ausencia de violencia
sino el correcto funcionamiento del Mundo. Lo que
para nosotros es Paz para ellos es dejación,
negligencia: por ejemplo, permitir que una isla
rebelde se separe de su país.
Trafican con todo: con juguetes, con armas, con
drogas, con ropa, con seres humanos...
El único delito imperdonable es romper la armonía:
–Cuando ella apareció con su amigo empezaron a
molestarme. Yo tenía algo que ellos buscaban, pero
entonces no lo sabía.
–Una pipa como esta.
–Luego el señor Issa me ayudó a desaparecer. En
realidad siempre supieron dónde estaba, pero me
dejaron en paz, ¿se da cuenta?
–Después de estrellarse su amigo, su amiga
desapareció y ellos me olvidaron hasta que llegó
usted.
Me enseñó la herida del cuello. No era profunda
pero había sido hecha a conciencia, como un dibujo
macabro, lenta y concienzudamente.
La dejé en manos de Eleu, guardé el periódico para
164
Carlos Almira Picazo
leerlo más tarde, y fui a la joyería donde había
comprado las pipas aquella mañana. Un negocio
familiar. Las pipas, importadas de Hong–Kong y
Taiwan, eran imitaciones.
–¿Quién llevaba este negocio antes?
–Mi padre, murió. En accidente de tráfico.
– La he dejado durmiendo en mi casa.
–Comprueba estos nombres.
–¿De qué se trata?
–Una corazonada.
Al fin encontré un momento para leer el
periódico. El gobierno chino acababa de lanzar un
ataque contra Taiwan. Japón y el gobierno de los
EE.UU. habían solicitado ya una reunión de
emergencia del Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas. Entretanto, proseguían las operaciones
militares en el Mar de China. Naturalmente, las
noticias eran tendenciosas y confusas, pero por
debajo o por encima de los detalles, resultaba clara
su gravedad. Me salté los análisis que venían a
continuación. En un rincón de la misma página un
anuncio:
“El Tribunal Internacional de Justicia de la Haya
165
Una mariposa aletea en China
archiva la demanda del gobierno chino, elevada hace
hoy dos años, por un supuesto expolio de objetos
artísticos. Pekín acusa a la Corte de parcialidad...”
No tan deprisa, no tan deprisa.
166
Carlos Almira Picazo
XXIX
Por la mañana antes de ver a Eleu, volví al almacén
de coches usados. De nuevo el encargado, mitad
mecánico mitad vendedor, me salió al paso. El
doberman tironeaba furioso de la cadena sin que los
gruñidos llegasen a cuajar en ladridos. “¡Lucifer!”
–Aún no está abierto, informó con voz desabrida.
–Sólo una pregunta.
Mientras abría la cancela con cara de energúmeno,
me identifiqué:
–Un momento.
–¿Qué coches vendieron entre estas dos fechas?
–¿Y cómo quiere que me acuerde?
–Mírelo.
Avanzamos aún en la oscuridad entre cachivaches,
con los gruñidos de Lucifer a nuestras espaldas, hacia
la oficina plantada en medio del erial. Rebuscó en los
anaqueles atestados de archivos. Hacía poco tiempo
que tenían ordenador.
–Antes se llevaba todo a mano, suspiró.
–Aquí está, dijo al cabo, ¡qué raro!
–Vendimos seis coches esa semana.
167
Una mariposa aletea en China
Alrededor de la luz zumbaban los mosquitos, a
salvo de las corrientes de aire.
Media hora después volví a la Jefatura de Tráfico.
El chico ya no se acordaba de mí. Comprobé luego los
nombres en el Registro Mercantil, y al final de la
mañana encontré en la hemeroteca lo que buscaba.
De los seis compradores de coches de aquella
lejana semana, aparte de Flash, tres eran joyeros de
X. Los tres murieron en accidente de tráfico.
A mediodía Eleu, la expresión radiante de quien
hubiera hallado el El Dorado, me dijo lo que yo ya
sabía. La muchacha estaba bien. Compramos algo
para comer por el camino y nos dirigimos a la
estación, donde había empezado todo.
Mientras yo jugaba a los detectives, princesa,
Helena había vuelto. Alguien la esperaba y la
identificó: cuando bajaban del taxi en la puerta de
casa, un hombre les hizo varias fotografías. Pocos
días después las recibí por correo, sin más
explicación. Por suerte aquel día abrí yo el buzón y
por supuesto no dije nada. Helena luchaba con las
maletas y la portezuela del taxi, mientras Pablo, de
su mano, miraba lleno de asombro infantil al hombre
que los fotografiaba.
168
Carlos Almira Picazo
Pensé incluso seriamente dejar el caso.
Al llegar al antiguo Paraíso aún nos esperaba una
sorpresa: el puticlub ya no existía; en su lugar ahora
había un solar desnudo que ya empezaba a llenarse
de basura.
Nuestra certidumbre y nuestra esperanza de
hablar aquel mismo día con el señor Issa eran tan
fuertes que empezamos a buscarlo por los
alrededores. Tal vez nos habíamos equivocado de
dirección, pero no podía ser; la calle era la misma;
incluso recordaba las farolas, cuatro, que la
separaban de la estación. La gente que aún pasaba
de cuando en cuando a aquella hora de la tarde, se
quedaba mirándonos extrañada y divertida.
Al fin un chico de una gasolinera nos dijo:
–Hay uno un poco más adelante.
Un hilo de risa se le escapaba de la voz:
–¿Y este?
–¿Cuál?
¿Se reía de nosotros? Era como habernos
arrancado una página de un libro, la página principal.
Ya en el tren, Eleu repasó la lista de los joyeros
“accidentados” en aquella fatídica semana. Sería
imposible examinar los coches, ¿pero acaso hacía
169
Una mariposa aletea en China
falta? La lógica trabaja con datos, no con cosas.
Por ejemplo, toda la policía de X había asistido sin
inmutarse a aquellos hechos, y no había resuelto
nada: para ella habían permanecido opacos, como
palabras sin sentido, sonidos sin significado,
desordenados al tun-tun en una frase.
Pero hubiera bastado que a alguien le hubiese
llamado la atención tanta coincidencia, por ejemplo:
que todos los fallecidos fuesen joyeros (menos
Flash); que todos ellos hubiesen muerto en los
mismos dos o tres días; que todos lo hubiesen hecho
en el mismo tipo de accidente (choque frontal); que
todos tuviesen claros rastros de alcohol en la sangre;
por último, que todos condujesen coches recién
comprados, de segunda mano, en el mismo
concesionario de X. Y ahora el puticlub.
Era de noche cuando llegamos al Sex Shop de
Misae. Sobre la persiana un cartel anunciaba su
traspaso.
Corrimos a casa de Eleu: un tufo a piso de soltero
empedernido, una vaharada de leonera, nos recibió
en el vestíbulo. Todas las luces del piso estaban
apagadas. De la chica ni rastro.
¿Desaparecería igualmente la ciudad como se
170
Carlos Almira Picazo
desvanece un sueño, como se disipa un espejismo?
Cogimos el coche. El concesionario se ocultaba
agazapado en medio del campo sin luna. Nos llevó
una media hora encontrar la puerta. La tela metálica
había sido cortada cerca de la verja principal. Sin
pensarlo dos veces, nos deslizamos dentro.
Un silencio profundo nos acogió entre la chatarra.
Al poco encontramos a Lucifer que parecía dormir,
apacible, la profunda herida del cuello ya coagulada,
semejante a una segunda boca.
De lo que quedaba de la caseta, a la vez almacén
y oficina, escapaban hacia el cielo lánguidos flecos de
humo.
171
Una mariposa aletea en China
XXX
Una mariposa aletea en China en una época
remota, y mi amigo Flash muere, al igual que los
infelices joyeros de X que reciben pedidos de Taiwan
y de Hong–Kong. ¿No es absurdo y a la vez,
perfectamente lógico?
Unos piratas japoneses de tiempos del shogun
Hidheyosi roban una pieza maya, una pipa, que Dios
sabe cuántas vueltas habrá dado antes de llegar al
mar de China: una pipa de jade. Todo esto es
perfectamente casual, a partir de un punto,
perfectamente inevitable.
La rueda grande se pone en funcionamiento: China
es ahora una potencia mundial; resulta que en algún
museo de Europa o de los EE. UU. hay una pipa de
jade que demuestra que el antiguo Imperio Chino
mantuvo contactos civilizadores con América mucho
antes de que Colón arribara allí; cuántas rutas y
tesoros le han sido expoliados; el gobierno chino
acude a los Tribunales sabiendo que estos
representan precisamente a los Estados que le han
expoliado y que, naturalmente, no va a obtener nada
173
Una mariposa aletea en China
de ellos; cuenta precisamente con eso; en el
entretanto, a alguien se le ocurre reproducir y vender
como souvenir de lujo la famosa pipa: así se banaliza
la única prueba de los antiguos derechos del Imperio
Chino sobre los tesoros y las tierras de América.
El gobierno chino, comunista o capitalista, es ante
todo pragmático, es la tradición de Confucio: no
espera nada de occidente; un no le sirve tanto o más
que un sí; confía en que su demanda será desoída en
La Haya, y espera pacientemente con la vista puesta
en Taiwan.
En tanto el inevitable veredicto se produce, hay
que retirar de la circulación todas las réplicas de la
pipa: una pipa antigua de jade no se puede copiar
como un bolígrafo o un llavero; el ritmo de
producción y el número de imitaciones es, pues,
necesariamente muy pequeño, lo suficientemente
pequeño como para permitir su destrucción una a
una.
El cónsul se sonríe:
–¡Excelente... para una novela!
–Pero ahora sé por qué murió mi amigo.
He pedido mi traslado, princesa. Helena está como
loca. Pablito, en cambio, ahora tendrá que cambiar
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Carlos Almira Picazo
de colegio, de amigos, para él es una faena.
Otro que no se lo ha tomado bien es Eleu: desde
que lo sabe no ha dejado de acosarme. Pensó incluso
en trasladarse conmigo, pero está demasiado
apegado a este lugar.
Quién sabe si volverá a ser algún día el policía
borrachín, desastre y misógino que yo conocí.
Te dirás que todo ha sido para nada, que no ha
valido la pena: los culpables de este caso no irán a la
cárcel, y Flash nunca sabrá por qué se estrelló aquel
día.
Tienes razón.
Por cierto, llevamos contados ya a cincuenta y
siete joyeros muertos en accidente de tráfico sólo en
España y sólo en aquella semana.
Saber no nos da más poder sobre las cosas
importantes, Princesa.
Un día me pareció ver al señor Issa desde el
autobús, aunque puede que no fuera él.
¿Qué haré a partir de ahora?
Ser un buen marido, ser un buen padre.
No hacer fotografías, no coleccionar mariposas.
No fumar.
Adiós, princesa, hasta nunca.
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Una mariposa aletea en China