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UNA NACIÓN SIN ESTADO: DE LA NACIÓN LIBERAL A LA NACIÓN CATÓLICA Antonio Rivera García Universidad de Murcia 1. La nación liberal: el pensamiento político de la Revolución española de 1808 La Revolución de 1808, y su fruto más precioso, la Constitución de Cádiz, se hallan en el origen del pensamiento liberal sobre la nación española. De la reacción contra esta primera revolución y contra las sucesivas revoluciones del siglo XIX, va a surgir un nacionalismo antiliberal y católico. El dogma contrarrevolucionario no se entendería si antes no pasamos por las Cortes de Cádiz y por el trienio liberal. Para los revolucionarios de este primer momento, el pueblo, en tanto poseía el poder constituyente, debía ser el autor de la Constitución. En concreto, estos hombres veían en la autolegislación del pueblo, que se deriva de la soberanía nacional, y en la división de poderes los dos fundamentos de la Constitución política, tal como podemos leer en el siguiente fragmento salido de la pluma del liberal Ramón Salas: “para tener buenas leyes es necesario que las haga el pueblo, que conoce mejor que nadie lo que necesita; y para que estas leyes se ejecuten rígidamente y no haya un poder superior a ellas, es necesario que el poder ejecutivo esté separado del poder legislativo y del poder judicial”. 1 Los revolucionarios liberales subrayaban especialmente la superioridad de la nación soberana sobre el monarca, el cual había dejado de ser soberano y se había convertido en un representante sometido a la Constitución. Canga Argüelles, en contra de la tradicional teoría patriarcal, que atribuía al gobierno monárquico un origen natural, escribía a este propósito que “los hombres y no la naturaleza hacen los reyes, y éstos deben a la voluntaria sujeción de aquellos su existencia y Publicado enCanterla, C., (ed.), Nación y Constitución. De la Ilustración al Liberalism, Sevilla, Universidad Pablo de Olavide, 2006, pp. 167-186. 1 Salas, Ramón, Lecciones de derecho público constitucional, Madrid, CEC, 1982, p. 40.

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UNA NACIÓN SIN ESTADO:

DE LA NACIÓN LIBERAL A LA NACIÓN CATÓLICA∗

Antonio Rivera García

Universidad de Murcia

1. La nación liberal: el pensamiento político de la Revolución española de 1808

La Revolución de 1808, y su fruto más precioso, la Constitución de Cádiz, se hallan en el origen

del pensamiento liberal sobre la nación española. De la reacción contra esta primera revolución y

contra las sucesivas revoluciones del siglo XIX, va a surgir un nacionalismo antiliberal y católico.

El dogma contrarrevolucionario no se entendería si antes no pasamos por las Cortes de Cádiz y por

el trienio liberal. Para los revolucionarios de este primer momento, el pueblo, en tanto poseía el

poder constituyente, debía ser el autor de la Constitución. En concreto, estos hombres veían en la

autolegislación del pueblo, que se deriva de la soberanía nacional, y en la división de poderes los

dos fundamentos de la Constitución política, tal como podemos leer en el siguiente fragmento

salido de la pluma del liberal Ramón Salas: “para tener buenas leyes es necesario que las haga el

pueblo, que conoce mejor que nadie lo que necesita; y para que estas leyes se ejecuten rígidamente

y no haya un poder superior a ellas, es necesario que el poder ejecutivo esté separado del poder

legislativo y del poder judicial”.1

Los revolucionarios liberales subrayaban especialmente la superioridad de la nación soberana

sobre el monarca, el cual había dejado de ser soberano y se había convertido en un representante

sometido a la Constitución. Canga Argüelles, en contra de la tradicional teoría patriarcal, que

atribuía al gobierno monárquico un origen natural, escribía a este propósito que “los hombres y no

la naturaleza hacen los reyes, y éstos deben a la voluntaria sujeción de aquellos su existencia y

∗ Publicado enCanterla, C., (ed.), Nación y Constitución. De la Ilustración al Liberalism, Sevilla, Universidad Pablo de Olavide, 2006, pp. 167-186. 1 Salas, Ramón, Lecciones de derecho público constitucional, Madrid, CEC, 1982, p. 40.

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poder”.2 Las bases republicanas de este pensamiento se extremaron durante el trienio liberal, hasta

el punto de que Salas podía escribir en 1821 que el concepto monarquía hereditaria constitucional

“contenía una contradicción en los términos; porque un monarca hereditario siempre halla medios

de hacer su voluntad y de comprimir la voluntad pública”.3 Para el publicista español, este

inconveniente sólo podía evitarse si, en primer lugar, se depositaba, en contra de lo establecido por

la Constitución del 12, el poder ejecutivo en un consejo de ministros responsable, independiente

del príncipe y renovado periódicamente por la nación; y, si, en segundo lugar, “pues que se quiere

un monarca” –indicaba un Salas resignado a aceptar una magistratura que en el fondo le parecía

prescindible–, se limitaba el poder del rey, de modo que no ejerciera directamente y por sí mismo

los poderes legislativo, ejecutivo, judicial y conservador.4 Sólo de este modo se evitaba que la

nación cayera bajo el despotismo, y se podía afirmar que la persona del rey era sagrada, inviolable

y exenta de responsabilidad. Teniendo en cuenta estos límites, las funciones del rey debían

reducirse “a velar sobre todos [los poderes], y darles el impulso y la dirección conveniente”.5 En el

fondo, Salas no hacía otra cosa que seguir la máxima liberal “el rey reina, pero no gobierna”.

Desde luego, a todo ello se oponía el Manifiesto de los persas de 1814, la primera gran

manifestación contrarrevolucionaria de esa España cuya identidad se basaba en la monarquía y el

catolicismo. Por eso no es de extrañar que el Manifiesto rechace la soberanía nacional por

considerarla contraria a la esencia de la sociedad humana, a la subordinación;6 y que, por otro lado,

considere que los artículos donde se atribuye la soberanía a la nación y se proclama a ésta

2 Canga Argüelles, José, Reflexiones sociales y otros escritos, Madrid, CEC, 2000, p. 28. 3 Salas, Ramón, o. c., p. 124. 4 El poder conservador debía ser ejercido por un cuerpo representativo que se encargara del depósito y conservación de la Constitución, es decir, de censurar políticamente al resto de los representantes. Por esta razón, al igual que el actual Tribunal Constitucional, habría debido declarar la inconstitucionalidad de los actos del cuerpo legislativo o ejecutivo; pero también habría podido intervenir en el nombramiento de los jueces supremos, y pronunciar la destitución de los miembros del ejecutivo que infringieran gravemente la Constitución. Cf. Ibidem, pp. 119 ss. 5 Ibidem, p. 127. 6 “El Manifiesto de 1814”, en Diz-Lois, M.ª Cristina, El manifiesto de 1814, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1967, §33, p. 214. También en el parágrafo 128, con el objeto de oponerse a las tesis revolucionarias gaditanas que anteponen la soberanía de la nación al gobierno del rey, se insiste en el carácter natural de la obediencia al rey: “La obediencia al Rey, es pacto general de las sociedades humanas, es tenido en ellas a manera de padre, y el orden político que imita al de la naturaleza, no permite que el inferior domine al superior: uno debe ser el Príncipe, porque el gobierno de muchos es perjudicial, y la monarquía no para el Rey, sí para utilidad del vasallo fue establecida. Pero en Cádiz se rompieron tan notables vínculos, el interés general y la obediencia, sin consultar la razón, y guiados del capricho.” (Ibidem, §128, p. 262).

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independiente de toda familia o persona, son contradictorios con el artículo 14, según el cual el

gobierno de la nación española es una monarquía moderada hereditaria.

La constitución política de nuestros revolucionarios liberales, sustentada sobre los principios de

autolegislación o poder constituyente nacional y división de poderes, tenía también un tercer

fundamento. Me refiero a los derechos subjetivos universales que ya habían sido reconocidos por

las constituciones americanas y francesas. Especial importancia daban nuestros liberales a las leyes

que regulaban la libertad religiosa y la libertad de pensamiento o de imprenta. Con respecto a la

libertad religiosa, la mayoría de los revolucionarios, los Canga Argüelles, Flórez Estrada o conde

de Toreno, intentaron hacer compatibles la Constitución política y el reconocimiento de la

confesión católica como religión estatal. La Iglesia católica a la que se referían Canga o Flórez

Estrada era una Iglesia nacional, sometida a toda una serie de artículos que garantizaban la

fidelidad del clero a los intereses estatales antes que a los de Roma. Por esta razón, el artículo 12 de

la ley fundamental de Cádiz, en virtud del cual se establecía el catolicismo como la religión de la

nación española, no era un obstáculo insalvable para que en un país, donde había desaparecido la

Inquisición y la Constitución sancionaba y protegía otros derechos políticos y civiles

fundamentales, se consiguiera con el tiempo mayores cotas de libertad religiosa. Por otra parte, la

libertad política de imprenta, en la medida que servía para formar y difundir la opinión pública,

controlar o censurar a las autoridades públicas y elevar el nivel cultural del pueblo, era reconocida

por el artículo 371 de la Constitución de Cádiz como uno de los derechos fundamentales que

merecía una protección especial de las Cortes.

Los reaccionarios atacaron con especial virulencia la legislación gaditana en materia religiosa,

mostrándose especialmente contrarios a la abolición de la Inquisición, y la libertad de prensa. El

Manifiesto de los persas ensalzaba al Santo Oficio porque era un protector celoso de la religión

católica, “sin la cual no puede existir ningún gobierno”. Su desaparición suponía, para nuestros

contrarrevolucionarios, que “multitud de papeles hayan corrido impunes hablando con mofa de los

misterios más venerables”.7 Por esta causa, el Manifiesto también acusaba a la libertad de imprenta

de ser uno de los medios más perjudiciales para mantener la subordinación a la autoridad. Según el

parágrafo 36, “el uso de la imprenta se ha reducido a insultar con personalidades a los buenos

vasallos, desconceptuando al magistrado, debilitando su energía”, y a escribir “contra los misterios

7 Ibidem, § 87, p. 239.

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más respetables de nuestra Religión revelada”. De ahí que esta libertad de escribir fuera

“perjudicial en una nación pundonorosa, y además subversiva en las Américas”.8

La crítica a la libertad de prensa será una de las constantes del pensamiento reaccionario de todo

el siglo XIX. Balmes señalará en numerosos artículos que el gobierno debe impedir los ataques a la

religión desde los periódicos. Pero, como siempre, el más radical es Donoso Cortés. En su opinión,

se trata de un medio contradictorio con su fin; pues, en primer lugar, se dice que consiste en el

derecho individual de todo hombre a comunicar a los demás lo que piensa, mas la libertad de

prensa sólo la tienen los millonarios y los partidos; en segundo lugar, es un derecho que tiene la

sociedad a que entren en discusión todos los pensamientos y teorías, pero en realidad cada uno lee

el periódico de sus opiniones y se entretiene en hablar consigo mismo; por último, se dice que es el

derecho que tiene la sociedad para que se dé publicidad a todo lo que interesa a los pueblos, y, sin

embargo –concluye Donoso–, el periodismo no se utiliza para hablar de las cosas públicas, sino de

los secretos domésticos.9

2. La nación católica: orígenes contrarrevolucionarios

2.1. “La esterilidad de la revolución española” y el principio monárquico. 1808 no es sólo una

fecha esencial para los defensores del ideario revolucionario, y decisiva para la formulación del

nacionalismo liberal; también lo es para los seguidores de la contrarrevolución, y, por tanto, para

la gestación del mito de la nación católica española. Pero mientras para los primeros este año es

grande porque marca el inicio de nuestra revolución, para el pensamiento reaccionario ésta es la

gloriosa fecha del alzamiento nacional contra la invasión francesa. Balmes, con su ensayo La

esterilidad de la revolución española, nos proporciona uno de los primeros textos

contrarrevolucionarios donde se distingue entre la grandeza del levantamiento contra las tropas

napoleónicas y la mezquindad de la revolución española. Este relato será uno de los grandes mitos

sobre los que se construirá con el correr del siglo XIX la identidad del nacionalismo católico.

Balmes ya habla claramente de nación católica, aunque no debemos olvidar que El Manifiesto de

los persas hacía referencia en diversos fragmentos al bien general de la nación y a la

8 Ibidem, §36, p. 215. 9 “Discurso sobre la situación de España” [DSE], en Juan Donoso Cortés, Discursos Políticos, Madrid, Tecnos, 2002, pp. 71-72.

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representación nacional. El sacerdote catalán es uno de los pocos autores del siglo XIX que conoce

este manifiesto y que señala, en su obra de 1846 El pensamiento de la nación, la actualidad de

algunos parágrafos del Manifiesto de 1814. En realidad, la recuperación de esta obra como un

documento esencial para la historia del tradicionalismo español, sólo tendrá lugar después de la

guerra civil española. Mas, aunque el tradicionalismo decimonónico desconozca esta obra, la

crítica que el manifiesto dirige contra la Constitución del 12 y la defensa que realiza de la

Constitución histórica, de la soberanía real y de la religión católica, le sitúan en la línea del

movimiento reaccionario que piensa en una nación católica española.

En cuanto a la Revolución de 1808, Balmes insiste en que carece de la grandeza de la Revolución

francesa, porque fue impopular, porque nunca tuvo al pueblo de su parte. En su opinión, para que

una revolución sea tal debe arrancar, como la revolución inglesa o francesa, del mismo pueblo, “de

él y sólo de él puede sacar su fuerza”.10 Esta impopularidad explica, según Balmes, la esterilidad

de la revolución española, pero también explica por qué no encontró ningún jefe digno de ella,

como Washington o Mirabeau, por qué cayó con tanta facilidad y por qué la reacción contra ella ha

sido tan violenta. Por todo esto, el autor de El Criterio escribe que “el levantamiento contra los

franceses fue nacional, la revolución no”, “la revolución fue tan mezquina, como el levantamiento

fue grande”.11

A diferencia del Manifiesto, que se limita a constatar el parecido de la revolución española con la

francesa,12 Balmes destaca fundamentalmente las diferencias que existen entre ellas, empeñado,

como estaba, en demostrar el carácter antinacional de la española. Así, la nación francesa se

levanta en 1789 contra lo antiguo, la religión, el trono, la nobleza y el clero, mientras que la nuestra

se pronuncia en 1808 a favor de todo ello. Por tanto, pueblo y revolución, o nación y revolución,

siguen en España caminos diversos, como indica el filósofo católico en el siguiente fragmento: “el

pueblo español combate por la monarquía, y [la revolución] establece la más lata democracia; el

pueblo español combate por la religión, y ella introduce entre nosotros la escuela de Voltaire; el

10 Balmes, Jaime, “La esterilidad de la revolución española” (1843), en Política y Constitución, Madrid, CEC, 1988, p. 117. 11 Ibidem, p. 123. En el mismo sentido se expresaba Sánchez Casado: “el levantamiento no fue obra de los reyes [...], sino del verdadero pueblo español, dirigido e impulsado por el clero”; y Nocedal: “se levantó la nación por su Dios, por su Rey y por su Patria.” (cit. en Álvarez Junco, José, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001, p. 429).

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pueblo español está ciego de venganza contra todo lo francés, y ella proclama y establece una

Constitución copia literal de otra francesa”. Por estas razones, mientras los hechos revolucionarios

franceses fueron “colosales” o “sublimes en medio de su espantosa criminalidad, se han convertido

entre nosotros –dice un Balmes que nos recuerda al Marx del 18 de Brumario– en miserables

parodias, en acontecimientos que fueran ridículos a no ser tan desastrosas sus consecuencias”.13

El ensayo sobre la esterilidad de la revolución española también es muy relevante porque no

olvida criticar la reacción de Fernando VII, y, en general, la falta de carácter de los monarcas

hispanos. En este aspecto, Balmes se aparta claramente del manifiesto de 1814. Aunque el

sacerdote de Vich es un firme defensor del principio monárquico, reconoce que los reyes españoles

casi nunca han estado a la altura de la grandeza de su nación, y no han sabido ni representarla ni

dirigirla correctamente. La causa de nuestros males –indica en otro fragmento– “fue que en las

ocasiones oportunas carecimos de hombres que conocieran la nación española y el siglo en que

vivíamos”. Fernando VII “no comprendió jamás su posición [...], se colocó al frente de los partidos

en vez de colocarse al frente de la nación [...], contentándose con abatir la revolución sin

precaverse contra ello en lo venidero”.14 Es decir, en lugar de estimular la unidad nacional que se

manifestó con toda su grandeza en el levantamiento de 1808, el monarca avivó la división entre

liberales y realistas. Esta idea de Balmes la encontraremos con frecuencia en las obras de los

neocatólicos del siglo XIX. Estos autores, y sirva de ejemplo Cándido Nocedal, criticaban al

carlismo por hacer, como Fernando VII, del catolicismo el signo distintivo de un partido, cuando

en realidad se trataba de la característica principal de toda la nación.15

La dureza de Balmes, de un firme defensor del principio monárquico, con nuestros reyes es muy

significativa porque detrás de ella se encuentra la exaltación del pueblo español, esto es, porque

niega la identificación completa entre la nación católica y la monarquía. El pueblo hispano había

demostrado, en opinión del sacerdote catalán, la firmeza de su carácter en el levantamiento contra

los franceses, pero los reyes españoles, especialmente los Borbones, se habían caracterizado, por el

contrario, por su debilidad de carácter. Fernando VII, en concreto, fue incapaz de oponerse con la

energía suficiente a la insurrección militar que dio origen al trienio liberal. Por ello, Balmes escribe

12 En el parágrafo 90 del manifiesto podemos leer que los autores de las Cortes de Cádiz “mientras tenían a menos seguir los pasos de los antiguos Españoles; no se desdeñaron de imitar ciegamente los de la revolución francesa.” (El manifiesto de 1814, cit., p. 241). 13 Balmes, Jaime, o. c., p. 124. 14 Ibidem, p. 126.

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que “el día en que los reyes sepan cumplir con su deber, aquel día terminarán las revoluciones, el

día en que un motín [...] se encuentre cara a cara con la persona del monarca que sepa decir: 'No

firmo...', aquel día los motines quedarán vencidos para siempre”.16 Así que el pueblo español es

esencialmente monárquico, pero carece de reyes con el carácter suficiente para acabar con los

constantes cambios de gobiernos y sistemas.

Esta debilidad también podría explicar por qué avanza la monarquía constitucional de los

progresistas, en virtud de la cual el rey reina pero no gobierna. La monarquía constitucional es,

según Donoso, deísta porque, aun afirmando la existencia del rey (Dios), niega su gobierno

(providencia). Balmes manifiesta que, con dicha máxima, la escuela revolucionaria establece una

expoliación de los derechos del monarca, y le convierte en un simple autómata.17 Detrás de esta

máxima se esconde, como hemos comprobado al comentar un fragmento de las lecciones de

derecho público de Salas, la idea de que el gobierno sólo reside en los ministros. Para un

contrarrevolucionario como Donoso, dicha monarquía conduce a una completa responsabilidad de

los ministros, pero también a un poder absoluto que contrasta con la monarquía limitada por

consejos de la dinastía austríaca. Es más, ve en el principio de responsabilidad “la única causa de la

arbitrariedad y de la tiranía ministerial”.18 Por eso concluye que, como la responsabilidad universal

implica un poder absoluto, no queda más remedio, si se quiere un poder prudente o limitado, que

declarar a los ministros inviolables en lugar de responsables. El político extremeño contrapone

finalmente al absolutismo ministerial, esas corporaciones tradicionales que, unidas por el vinculo

del amor y de la religión, opusieron en el pasado un dique a todo despotismo.19

Balmes, que también era un firme defensor del sistema polisinodial del Antiguo Régimen y de

los cuerpos intermedios, piensa a su vez en un corporativismo en el que los obispos, dentro del

órgano legislativo del Senado, jueguen un papel decisivo para evitar la ingobernabilidad de

España. Ya durante el siglo anterior, bajo el despotismo nivelador borbónico, que obligaba a la

aristocracia a “prestar homenaje a ministros y privados salidos de humilde cuna”,20 sólo el auxilio

de la religión evitó que la monarquía perdiera toda su fuerza y autoridad. De ahí que, en 1844,

Balmes opine que la entrada de arzobispos y obispos en la cámara alta resulta necesaria para evitar

15 Álvarez Junco, José, o. c., p. 413. 16 Balmes, Jaime, o. c., p. 127. 17 “Examen de la máxima El rey reina y no gobierna”, en o. c., p. 188. 18 DSE, p. 68. 19 DSE, p. 69.

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los efectos negativos de las Constituciones modernas. La desconfianza del filósofo católico hacia

nuestros reyes se refleja también en el hecho de que recomienda no dejar a la discreción real la

elección de los obispos, pues únicamente de esta forma se puede garantizar la independencia de un

cuerpo integrado por los más “dignos y celosos defensores y promovedores del bien de la Iglesia y

del Estado”.21

La crítica de Balmes a los reyes hispanos no impide que, como todos los contrarrevolucionarios,

aspire a una Constitución plenamente monárquica,22 esto es, a que el trono conserve toda su

majestad, a que no se ofusque su esplendor, ni se escatimen sus prerrogativas o facultades. Al hilo

de sus críticas a la Constitución progresista del 37, señalaba que, mientras la máxima del “rey reina

y no gobierna” quita al monarca la conciencia de su deber,23 la práctica política demuestra, sin

embargo, que el rey gobierna cuando “en caso de desacuerdo entre las Cortes y el ministerio [...]

disuelve las Cortes o cambia el ministerio; cuando retira su confianza al ministerio o disuelve las

Cortes, aun en caso de acuerdo entre ambos; cuando el rey no sanciona un proyecto de ley votado

en Cortes y propuesto por el ministerio; cuando el rey, asistiendo a los consejos de ministros,

procura que prevalezca el dictamen que cree más acertado”.24

No obstante, ello no significa que Balmes defienda una monarquía absoluta. El pensamiento

reaccionario español unido a la nación católica siempre ha sido contrario a una monarquía

ilimitada. Ya en el Manifiesto de los Persas podemos leer –aunque parezca una paradoja– que la

monarquía absoluta “es una obra de la razón y de la inteligencia: está subordinada a la ley divina, a

la justicia y a las reglas fundamentales del Estado”. El gobierno absoluto del Manifiesto, en

contraste con el decisionismo protestante de Hobbes, está esencialmente limitado, ya que “en un

gobierno absoluto las personas son libres, la propiedad de los bienes es tan legítima e inviolable

que subsiste aun contra el mismo Soberano que aprueba el ser compelido ante los tribunales, y que

su mismo Consejo decida sobre las pretensiones que tienen contra él sus vasallos. El Soberano no

20 Balmes, Jaime, “Reforma de la Constitución”, en o. c., p. 255. 21 Ibidem, p. 261. Balmes propone que se declare “que todos los arzobispos y obispos son miembros natos del alto cuerpo, y que el rey pudiese designar en cada convocatoria un cierto número de ellos para que acudiesen a las Cortes [...] Como todos los obispos serían llamados alternativamente, en el transcurso de algunos años no quedaría ninguno sin consultar; y, por tanto, ningún país de España, por retirado que fuera e insignificante que pareciese, estaría sin tener a las imediaciones del gobierno un órgano tan respetable como el de un obispo.” (Ibidem, pp. 260-261). 22 “Consideraciones políticas sobre la situación de España”, en o. c., p. 91. 23 “Examen de la máxima...”, cit., p. 194. 24 Ibidem, p. 187.

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puede disponer de la vida de sus súbditos, sino conformarse con el orden de justicia establecido en

su Estado”. En realidad, el texto contrarrevolucionario de 1814 llama a un gobierno absoluto “en

razón de la fuerza [irresistible] con que puede ejecutar la ley que constituye el interés de las

sociedades civiles”; de manera que tan absoluto aparece a los ojos del Manifiesto el poder de una

monarquía como el de una república.25 Este peculiar gobierno absoluto resulta muy diferente del

despótico o arbitrario, esto es, del gobierno en el que un príncipe puede disponer de la vida, honor

y bienes de los vasallos, “sin más ley que su voluntad, aun con infracción de las naturales y

positivas.”26 Por si todo ello no fuera suficiente, los contrarrevolucionarios del Manifiesto

defienden la convocatoria de Cortes según el derecho histórico, y combaten el despotismo

ministerial de los Borbones, e incluso, lo cual contrasta con la opinión mayoritaria de los

tradicionalistas católicos, el de los Austrias, cuyas Cortes, sobre todo en Castilla, tan “sólo fueron

sombra de las antiguas”.27 Por este motivo, los escasos comentaristas del Manifiesto (conde de

Toreno, Bayo, Alcalá Galiano y Modesto Lafuente) que encontramos en el siglo XIX siempre

señalaron la contradicción de que, por un lado, reclamara la convocatoria de Cortes como las

antiguas, y, por otro, hablara de una monarquía absoluta.28

2.2. El principio católico: la armonización de libertad y autoridad. Monarquía y catolicismo,

principio monárquico y religioso, son los dos polos del pensamiento antiliberal y conservador, si

bien el segundo principio excede en firmeza y energía al principio monárquico. “Por lo que toca a

25 El Manifiesto de 1814, cit., §134, p. 265. 26 Ibidem, §133, p. 264. 27 Con respecto al despotismo ministerial de los Austrias dice el Manifiesto: “[...] comenzado el despotismo ministerial con la venida del Señor D. Carlos I, principió a padecer la observancia de la Constitución que tenía esta monarquía: lo que motivó la guerra civil de las comunidades, decayó la autoridad de las Cortes, y el vigor de la representación Nacional.” (§112, p. 255). Y en relación con la necesidad de restaurar la Constitución histórica, especialmente atacada por el despotismo borbónico, se indica lo siguiente: “Testigo ha sido V. M. del despotismo ministerial en la última época [...], lo que no hubiera experimentado si las leyes, si las Cortes, si las loables costumbres y fueros de España hubieran mantenido su antigua energía [...] las llagas, que abrió la falta de administración de justicia, la inobservancia de las leyes fundamentales, y el haber huido del consejo y sujeción de las Cortes; cuyos abusos producen consecuencias incalculables.” (§113, p. 256). 28 La opinión de Toreno, expresada en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (1847), resume perfectamente la opinión de todos estos comentaristas: “era [el Manifiesto] una reseña de todo lo ocurrido en España desde 1808, como también un elogio de la Monarquía absoluta [...] obra (decíase en su contexto) de la razón y la inteligencia [...] subordinada a la ley divina [...] acabando no obstante por pedirse en ella se procediese a celebrar Cortes con la solemnidad y en la forma que se celebraron las antiguas.

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materias religiosas –afirmaba Balmes en este sentido– no cabe en España transacción: el

catolicismo debe ser respetado y acatado en toda la extensión de la palabra”. Para describir el

catolicismo que fundamenta la versión reaccionaria de la nación española, Donoso Cortés es tan

decisivo como Balmes. A este respecto, Menéndez Pelayo sostiene que “Balmes y Donoso

compendian el movimiento católico en España desde el año 1834”, y que ambos son autores de

“libros verdaderamente nacionales, en el más glorioso sentido de la palabra”.29 Algunos

historiadores insisten, sin embargo, en que Donoso es un autor más europeo que español, y que,

por tanto, no ha pensado en la nación española, sino en el combate apocalíptico entre la

civilización cristiana y el racionalismo moderno.30 Ahora bien, no deberíamos olvidar que el

nacionalismo católico, y el ejemplo más claro en el siglo XX sería Ramiro de Maeztu, se presenta

como un patriotismo que defiende valores universales, católicos. Con frecuencia este catolicismo

se convierte en el doble invertido del internacionalismo revolucionario. Por eso no debe sorprender

que, para Maeztu, “el valor histórico de España consista en la defensa del espíritu universal contra

el de secta”,31 y que, a su juicio, los gobernantes españoles siempre deban “ligar escrupulosamente

la causa de la patria a la del bien universal”.32

Donoso Cortés nos proporciona algunos de los tópicos más frecuentes de este nacionalismo

católico. Ante todo, ensalza la tradición, que es uno de los rasgos más sobresalientes de la Iglesia

católica, frente a las rupturas revolucionarias que ya empezaron con la Reforma. Asimismo sabe

Donoso que la tradición católica española se forja en la Edad Media y permanece vinculada a ella,

a la época católica por excelencia, durante la cual alcanza su apogeo la civilización cristiana. Por

eso también Maeztu escribirá en su Defensa de la Hispanidad que “de todos los pueblos de

Occidente, no hay ninguno más cercano a la Edad Media que el nuestro”.33

Donoso indica que sólo el orden moral católico puede garantizar el respeto a la autoridad y la

estabilidad política. Por esta razón, el catolicismo ha proporcionado un concepto de libertad que se

centra en el deber o en la subordinación, y se dirige contra el protestante y revolucionario concepto

Contradicción manifiesta, pero común a los que se extravían y procuran encubrir sus yerros bajo apariencias falaces.” (cit. en Diz-Lois, M.ª Cristina, o. c., p. 49). 29 Menéndez Pelayo, Marcelino, Historia de los heterodoxos españoles II, Madrid, B.A.C., 1987, pp. 962-963. 30 Álvarez Junco, José, o. c., pp. 376 ss. 31 Maeztu, Ramiro de, Defensa de la Hispanidad, Madrid, Rialp, 1998, p. 237. 32 Ibidem, p. 288. 33 Ibidem, p. 239.

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de libertad. Tanto para Donoso como para Balmes, el origen de nuestros males, de las revoluciones

modernas, se debe al muro de división que se ha levantado entre la religión y la política,34 pues con

esta separación se debilita la subordinación u obediencia, que es, como ya sabemos, la base de toda

sociedad para nuestros contrarrevolucionarios. Precisamente, el catolicismo se caracteriza por su

defensa de la autoridad frente a la revolución, que, en la versión anarquista propuesta por Pi y

Margall, quiere sustituir el poder por el contrato y la soberanía individual. El mal de la sociedad

moderna se encuentra, por tanto, en la falta de autoridad. Pero este mal radica en el corazón de los

hombres, los cuales se han corrompido y vuelto ingobernables, y no en los gobiernos o en las

sociedades. O en otras palabras, el mal contemporáneo es de naturaleza moral, y no política o

social. “El mal –escribe Donoso– está en que los gobernados han llegado a ser ingobernables”, es

decir, “ha desaparecido la idea de la autoridad divina y de la autoridad humana”; idea, por lo

demás, respetada solamente por el gobierno monárquico, ya que la “república es la forma necesaria

de gobierno en los pueblos que son ingobernables”.35

En el Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, el pensador extremeño

distingue las escuelas revolucionarias liberales y socialistas de los autores genuinamente católicos,

basándose en la diferente manera de entender al hombre y a las instituciones políticas o sociales:

mientras para los católicos el hombre es malo y las instituciones buenas; para los revolucionarios

las instituciones políticas o sociales son malas y el hombre bueno.36 De ahí que para los liberales

“el supremo bien consista en echar por el suelo” las instituciones políticas, y para los socialistas “el

gran remedio esté en el completo trastorno de las instituciones sociales”. Ambos son

revolucionarios porque atacan las tradiciones, porque encuentran las raíces del mal en los tiempos

pasados, mas con la diferencia de que “los liberales afirman que el bien puede realizarse ya en los

tiempos presentes, y los socialistas que la edad de oro no puede comenzar sino en los tiempos

venideros”.37 En cambio, el catolicismo donosiano ve en el individuo aislado a un ser que, limitado

34 Balmes, Jaime, "Consideraciones políticas sobre la situación de España", cit., p. 81. 35 Donoso Cortés, Juan, “Discurso sobre la situación general de Europa” [DSGE], en Discursos políticos, cit., p. 42. 36 Donoso, como ha visto bien Carl Schmitt, sigue al contrarrevolucionario francés De Maistre, para quien el hombre es malo, mientras que todo gobierno es bueno cuando se ha establecido y es obedecido (tout gouvernement est bon lorsqu'il est établi). Cf. Schmitt, Carl, Interpretación europea de Donoso Cortés, Madrid, Rialp, 1952, p. 77. 37 Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo [Ensayo], en Obras de Don Juan Donoso Cortés, vol. I, Madrid, Soc. edit. de San Francisco de Sales, 1891, p. 205. Para Donoso, las escuelas socialistas son superiores a la liberal, pues siendo, “esencialmente teológicas, miden los abismos en toda su

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profundamente por el pecado original o por su defectuosa naturaleza, sigue las motivaciones

egoístas de su voluntad. El mal es moral, radica en el corazón del hombre, y no, como sostienen los

revolucionarios, político o social. Únicamente la sociedad, la eclesiástica en primer lugar pero

también el Estado, puede remediar esta patología moral porque constituye “la reunión de una

multitud de hombres que viven bajo la obediencia y al amparo de unas mismas leyes y de unas

mismas instituciones”. A la revolucionaria “bondad ingénita y absoluta” de un hombre que acaba

transformándose en un dios,38 Donoso opone la fuerza institucional de una sociedad católica que,

asentada sobre la subordinación a la ley natural y estatal, siempre genera orden, estabilidad y paz

social. Cuando leemos el Ensayo, comprendemos por qué el concepto de libertad católica se

presenta como una poderosa barrera capaz de contener el imparable y acelerado proceso moderno

de autonomización absoluta del hombre. Nuestros contrarrevolucionarios católicos siempre

establecieron una vinculación necesaria entre la libertad y la autoridad o el deber, hasta el punto de

que, para Balmes, la verdadera libertad consistía “en ser esclavo de la ley”.39 Todo lo cual

profundidad, y no carecen de cierta grandeza en la manera de plantear los problemas y de proponer las soluciones” (Ensayo, p. 216). Las divergencias entre socialismo y catolicismo son resumidas así por Donoso: “Entre socialistas y católicos no hay más que esta diferencia: los segundos afirman el mal del hombre y la redención por Dios; los primeros afirman el mal de la sociedad y la redención por el hombre. El católico, con sus dos afirmaciones, no hace otra cosa sino afirmar dos cosas sencillas y naturales: que el hombre es hombre y ejecuta obras humanas; que Dios es Dios y acomete empresas divinas. El socialismo, con sus dos afirmaciones, no hace otra cosa sino afirmar que el hombre acomete y lleva a cabo empresas de un Dios y que la sociedad ejecuta las obras propias del hombre.” (Ensayo, p. 211). Es preciso advertir, sin embargo, que cuando Donoso habla de la redención por Dios también está apelando, en la situación excepcional de crisis que vive Europa, a un dictador soberano que, en nombre de Dios, esto es, como vicario suyo, asuma la soberanía de derecho –la cual, a diferencia de la soberanía de hecho o limitada, es omnipotente– y restaure el orden social y político. Ya el Donoso de su primera etapa doctrinaria, escribía que, en los períodos de revolución, “cuando los que obedecen se insurreccionan con los que mandan”, “cuando el poder constituido y limitado desaparece de la sociedad”, o “cuando el soberano y el súbdito se confunden”, que es, en el fondo, a lo que conduce “la soberanía absoluta del individuo” defendida por el más anarquista Pi y Margall (La Reacción y la Revolución, Barcelona, Anthropos, 1982, p. 258); pues bien, cuando sucede todo esto, “un poder omnipotente es entonces necesario para que pueda decir a la revolución como Dios a la mar embravecida: No pasarás de aquí” (Lecciones de derecho político, Madrid, CEC, 1984, p. 71). 38 “Supuesta –escribe Donoso– la bondad ingénita y absoluta del hombre, el hombre es a un mismo tiempo reformador universal e irreformable, con lo cual viene a ser transformado de hombre en Dios; su esencia deja de ser humana para ser divina; él es en sí absolutamente bueno y produce fuera de sí, por sus trastornos, el bien absoluto; bien sumo y causa de todo su bien, es excelentísimo, sapientísimo y potentísimo. La adoración es una necesidad tan imperiosa, que los socialistas, siendo ateos y no pudiendo adorar a Dios, hacen a los hombres dioses para adorar alguna cosa de alguna manera”. (Ensayo, p. 207) 39 Balmes, Jaime, “Consideraciones políticas sobre la situación de España”, cit., p. 96.

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contrastaba claramente con esa filosofía anticristiana de los revolucionarios que, como denunciaba

Ortí y Lara, llamaba libertad a “la exención de la ley del deber”.40

Tanto la reacción católica como la revolución liberal o socialista coincidían en remontar el

concepto revolucionario de libertad hasta la Reforma de Lutero. Ya a finales del siglo XVIII, José

de Torres Flores, en su Disertación sobre la libertad natural jurídica del hombre (1788), oponía la

libertad católica, el libre albedrío, a la libertad ilimitada o absoluta de los filósofos o libertinos,

cuyo origen debía situarse en la Reforma de Lutero. Este teólogo, al defender que la libertad del

cristiano implica la liberación de toda sujeción debida a la ley, suministró, según Torres Flores, una

base teológica al pensamiento de los filósofos libertinos. En el otro extremo, Pi y Margall también

verá en Lutero el origen de la revolución; pues el reformador –leemos en La Reacción y la

Revolución– “negó el principio de autoridad en que durante mil seiscientos años venía apoyándose

la Iglesia”, y, al mismo tiempo “que negó la autoridad de concilios y pontífices, proclamó la

soberanía de la razón humana. Sujetó a examen todas las creencias, condenó sin vacilar las que

desechaba su razón, por más que viniesen sancionadas por los siglos”.41 Como podemos observar,

tanto los reaccionarios como los revolucionarios españoles del siglo XIX estaban de acuerdo en

vincular Reforma y Revolución.

Desde la posición católica, tan alejada de la revolucionaria, la libertad no era una facultad de

hacer, sino que más bien coincidía con el libre albedrío, esto es, con la potencia de todos los

hombres para obedecer o desobedecer la ley natural.42 Para los autores católicos, la libertad civil de

los revolucionarios, término con el cual solían englobar tanto a liberales como a socialistas, seguía

siendo absoluta, ya que el límite establecido por las leyes estatales de naturaleza democrática no

constituía una auténtica limitación del querer individual. En el fondo, la libertad católica se alzaba

contra la idea de autolegislación y soberanía del pueblo; o lo que es lo mismo, contra la autonomía

completa de la esfera política, cuyo origen debiera remontarse a los primeros desarrollos del

iusnaturalismo protestante y de la teoría contractual.

Frente a la concepción revolucionaria que acaba relacionando la libertad con el derecho subjetivo

y el poder de los ciudadanos, o la libertad civil con la libertad política, el concepto católico subraya

40 Ortí y Lara, Juan Manuel, “Ensayo preliminar acerca del progreso”, en Obras de Don Juan Donoso Cortés, vol. IV, Madrid, Soc. edit. de S. Francisco de Sales, 1894, p. XCIV. 41 Pi y Margall, Francisco, o. c., pp. 263-264.

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la relación de la libertad con el deber, la obediencia o la subordinación. De esta manera, incluso el

moderado, pero profundamente católico, Martínez Marina indicaba en 1824 que la libertad “no

podía en su concepto quedar reducida a una decisión voluntaria de adquisición de una condición

política, individual o colectiva. No podía fundamentarse en el verbo querer sino en el verbo deber”.

“Ser libre –añadía– no consiste en hacer lo que se quiere, sino lo que se debe y es capaz de

contribuir a la consecución de un bien sólido y permanente”.43 Por esta causa, la divinidad “dio al

hombre la razón para conocer el bien, la conciencia para promoverlo, y la libertad para

adoptarlo”.44 La libertad más natural –concluía Marina– es un “satélite de la razón”,45 y el

ciudadano goza de ella cuando puede seguir los dictados de la recta razón o lex naturalis.

Donoso, desde su etapa de liberal doctrinario, había sostenido que “la libertad no es otra cosa que

la facultad de obedecer” el ordenamiento jurídico creado por los más inteligentes, por los que

saben cuál es el deber derivado de las leyes naturales; y que “un ser libre es el que desobedeciendo

puede prestar obediencia, el que prestando obediencia puede desobedecer”,46 de manera que el

hombre “como ser libre, nunca es más que un súbdito sumiso o un súbdito rebelde”.47 Más tarde

dirá que la Iglesia y el Ejército son las únicas instituciones, los únicos representantes de la

civilización europea,48 que mantienen la inviolabilidad de la autoridad, la santidad de la obediencia

y la divinidad del sacrificio. Las afinidades entre ambas instituciones son ahora realzadas por

Donoso, pues, en su opinión, no sólo se fundamentan sobre las relaciones verticales de mando y

obediencia, sino que, además, tanto para el sacerdote como para el soldado, la gloria está en el

sacrificio o en la abnegación; y mientras uno vela por independencia de la sociedad religiosa, el

otro vela por la independencia de la sociedad civil. Donoso es así uno de los primeros

reaccionarios españoles que ve en los ejércitos permanentes una de las mejores garantías para

evitar la destrucción de la civilización europea por la barbarie socialista. Su teoría, como la de todo

42 Los reaccionarios del siglo XX mantienen idéntica tesis: “En esta libertad metafísica o libre albedrío todos los hombres son iguales. Pero esta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades.” (Maeztu, Ramiro de, o. c., p. 149). 43 Martínez Marina, Francisco, Principios naturales de la moral, de la política y de la legislación, Oviedo, 1993, p. 116. 44 Ibidem, p. 99. 45 Ibidem, p. 125. 46 Lecciones de derecho político, cit., p. 64. 47 Ibidem, p. 66. 48 DSGE, p. 53.

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contrarrevolucionario, contiene la paradoja de que uno de los principales frutos de la revolución,

los ejércitos permanentes, sea imprescindible para defender la civilización católica.

Donoso encuentra también en el catolicismo la única garantía para evitar que el orden material

destruya completamente el buen orden moral. El desequilibrio entre estos dos órdenes explica el

fin de las dinastías e imperios, y, en primer lugar, el declive de las dinastías españolas de los

Austrias y de los Borbones. La dinastía austríaca “conservó vivos entre nosotros los verdaderos

principios políticos, religiosos y sociales”, pero abandonó –y he ahí la razón de su fracaso– los

principios económicos, administrativos o materiales. No obstante, Donoso subraya la idea, como

harán la mayoría de los nacionalistas reaccionarios, de que la esencia de España, su catolicismo,

fue conservado por los Austrias. En esta época se produjo una síntesis del principio monárquico y

religioso, perfectamente simbolizada en el Escorial, el edificio, a la vez palacio, convento y

sepulcro, que resume todo este periodo: el esplendor imperial de Carlos V, la defensa religiosa de

los Felipes y la decadencia de Carlos II.49 La dinastía borbónica también ha padecido los efectos

del desequilibrio, mas en este caso por el predominio de los intereses materiales sobre los morales.

El rey francés Enrique IV personifica, al entender de Donoso, a toda la raza borbónica, ya que

utilizó la religión como instrumentum regni y tan sólo se preocupó de la organización

administrativa y de los intereses materiales. La raza borbónica –agrega– hace a los pueblos

industriosos y ricos, pero muere a manos de las revoluciones porque ha descuidado los principios

religiosos, sociales y políticos, los únicos que mantienen el respeto por la autoridad. En realidad,

los Borbones son quienes sembraron, ya en el siglo XVIII, la semilla del mal moderno, el

regalismo, esto es, una política que separaba el principio monárquico, los intereses de España, de

los intereses universales del catolicismo. Los Borbones introdujeron así, como dirá más tarde

Menéndez Pelayo, la herejía administrativa.50

Para el pensamiento reaccionario español, todas las revoluciones del siglo XIX que barrieron las

monarquías de la época se deben a este desequilibrio. Un buen ejemplo de ello es la revolución de

1848, “el gran diluvio republicano”,51 que acaba con el reinado de Luis Felipe de Orléans. Si bien

durante el mandato de este monarca “el comercio, la industria, todos los intereses materiales

49 DSE, pp. 75-76. 50 Menéndez Pelayo, Marcelino, o. c., p. 341. 51 DSE, p. 78.

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tuvieron crecimientos inauditos”,52 tales reformas materiales no se vieron acompañadas de un buen

orden moral. El mismo desequilibrio, nos aclara Donoso, padecen los gobiernos isabelinos, los

cuales creen que las cuestiones económicas son las más vitales, cuando, en realidad, tienen una

importancia secundaria; pues las naciones se fundan sobre la verdad social (la autoridad) y la

verdad religiosa (el catolicismo), y no sobre el éxito económico.53

El gran mal de la época, el socialismo, aparece a los ojos de nuestros contrarrevolucionarios

como una secta económica, hija de la economía política, que debe su existencia al problema

insoluble de la distribución equitativa de la riqueza. En opinión de Donoso Cortés, han fracasado

todas las soluciones que, fuera de la fórmula católica basada en la limosna o en la caridad, se han

adoptado para resolver el problema social: fracasó el Antiguo Régimen, en la medida que condujo,

a través de las restricciones y de una política mercantilista, al monopolio de la riqueza por la

nobleza; fracasa el liberalismo porque lleva al monopolio de la riqueza por la clase burguesa a

través de la libertad o libre concurrencia; y fracasará el comunismo que ha de conducir al

monopolio de la riqueza por el Estado a través de la confiscación universal.54

Según Donoso, la situación social de los pobres, a los cuales divide en tres clases (colonos,

obreros y mendigos), ha empeorado con las políticas liberales de desamortización y expropiación

de las riquezas eclesiásticas. Con esta errónea política no sólo se ha conseguido la subida de la

renta de la tierra y el consiguiente aumento de la miseria de los pobres, sino también acelerar la

lucha de clases. La sociedad –añade Donoso–, “antes unida en una unión santa y dichosa”, se ha

dividido en dos clases que entablan una guerra latente, y que “llegará a ser, en la primera ocasión,

una guerra declarada”.55 En cierto modo, el reaccionario asume algunos puntos de la crítica liberal

formulada por Flórez Estrada, así como por los literatos Espronceda y Larra, contra el decreto de

desamortización del gobierno Mendizábal. Aunque el católico sea contrario a la desamortización y

defienda la restitución de los bienes secularizados, y el liberal no esté de acuerdo con el medio para

llevarla a cabo porque prefiere el arriendo enfitéutico a la venta de los bienes nacionalizados;

ambos coinciden en que esta desamortización no ha beneficiado a los agricultores, a la “clase

52 DSE, p . 77. 53 DSGE, p. 38. 54 DSE, p. 81. 55 DSE, p. 83.

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proletaria”, ya que los nuevos compradores han subido el censo que han de pagar los colonos.56

Esta es una demostración más de que, entre las peculiaridades del pensamiento

contrarrevolucionario, se encuentra el uso de la crítica moderna o de los medios revolucionarios,

como el ejército permanente, la dictadura soberana o el concepto de nación, para combatir los fines

revolucionarios contrarios a la tradicional esencia católica española.

2.3. La filosofía católica de la historia. El pensamiento antiliberal y reaccionario español elaboró

una filosofía de la historia, eminentemente católica, cuyo principal objetivo era contrarrestar esa

filosofía racionalista de la historia que afirmaba la completa emancipación del hombre con

respecto a la divinidad, y la más absoluta autonomía de la ciencia y la técnica modernas. Para el

pensamiento contrarrevolucionario, la historia estaba marcada, sin embargo, por la providencia

divina. Por eso, la auténtica filosofía de la historia, en tanto versaba sobre la razón última de los

acontecimientos históricos, esto es, sobre la divina providencia, constituía en realidad una teología

de la historia.57 El pensamiento reaccionario también consideraba que el progreso, rectamente

entendido, era una tesis de la filosofía cristiana, ya que el auténtico avance del hombre se produce

siempre en el orden moral y no material. A este respecto, Ortí y Lara señalaba que el hombre

progresa porque, en primer lugar, el entendimiento y la voluntad pueden conocer nuevas verdades,

concebir y realizar nuevas empresas con las que acrecentar el valor moral de nuestra vida; y, en

segundo lugar, porque Dios ha abierto para la humanidad el orden sobrenatural, “la ha librado de la

esclavitud del pecado”, y la ayuda con su gracia divina para que suba por los difíciles senderos de

56 “Con el sistema enfitéutico –escribe Flórez Estrada– todas las familias de la clase proletaria serían dueñas del dominio útil de la tierra que cultivasen y, por consiguiente, interesadas en sostener las reformas y el trono de Isabel, pues en ellas verían cifrado su bienestar. Por el contrario, el sistema de vender las fincas hará la suerte de esta numerosa clase más desgraciada”. A continuación, Álvaro Flórez Estrada añade –y en esto se mostraría de acuerdo Donoso– que era mejor la situación anterior al decreto de desamortización y venta, y que incluso eran preferibles los antiguos propietarios a los nuevos: “Los arriendos de bienes pertenecientes a conventos y a familias de la antigua nobleza, eran generalmente los más equitativos por el hecho mismo del mucho tiempo que había transcurrido desde su otorgamiento; los nuevos compradores de fincas pertenecientes a conventos por lo general han subido la renta [...] Esta subida de la renta que infaliblemente tendrá lugar, hará que los pueblos detesten las nuevas reformas por las que se traspasan a otras manos los bienes, por los que cuando pertenecían a los conventos pagaban un canon mucho más moderado.” (“Del uso de los bienes nacionales” (1836), en Curso de Economía política, Madrid, Atlas, 1958, p. 363). 57 Esta teología descubre en la historia “un orden constante en los designios de Dios y una señal visible de su poder en la dirección perpetua de su pueblo.” (Ortí y Lara, Juan Manuel, o. c., p. LXXVI).

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la perfección moral y religiosa.58 De esta forma, el libre albedrío, aparte de hallarse estrechamente

vinculado a la defensa de la autoridad, resulta esencial para que se produzca el progreso moral.

El concepto cristiano de progreso no sólo resulta compatible con las tradiciones, sino que

también implica la conservación de “lo verdadero y bueno que ya existe en el orden intelectual y

moral”. Mas para ello se precisa que la autoridad infalible de la Iglesia mantenga intacta la norma

constante de verdad y honestidad, esto es, la católica ley natural, y la defienda “contra los asaltos

del materialismo, del escepticismo, del panteísmo y de la falsa crítica”. Por esta razón no debe

extrañar que, según el neocatólico Ortí y Lara, el verdadero progreso se haya “mostrado

únicamente en el seno de la Iglesia, manteniéndose incólume la unidad y la verdad”.59 En contraste

con el progreso democrático de los revolucionarios liberales y socialistas, el progreso cristiano, ni

legitima la novedad contraria a las tradiciones católicas, ni está vinculado a una profundización o

extensión de la democracia. Por lo tanto, el progreso se halla ligado a la estabilidad que

proporciona la tradición católica; y, además, se desvincula del ideario democrático, pues, al igual

que el origen de la ley más perfecta, la natural, no radica en la voluntad de los pueblos,60 tampoco

es cierto que las leyes sean más perfectas cuanto más democráticas.

Pero la clave de esta reaccionaria filosofía de la historia radica en que acusa a la modernidad, que

se inició con la Reforma y ha alcanzado su mayor grado de corrupción con las revoluciones

decimonónicas, de ser una época ilegítima. Donoso, el más enérgico de estos pensadores, coloca en

el origen de los tiempos modernos un pecado monstruoso: la elevación del hombre a la condición

divina. La emancipación de la razón humana, la separación protestante entre filosofía y teología,

entre razón natural y sobrenatural, acaba en una razón humana que se adora a sí misma: “De todos

los pecados posibles –denuncia Donoso–, ninguno se iguala con el que consiste en echar el hombre

de Dios, o en querer hacer con otros fines, y de modo diferente, aquello que Dios hace”.61 Esto,

expulsar a Dios, es lo que, en definitiva, ha hecho la cultura moderna.

58 Ibidem, p. VIII. 59 Ibidem, pp. LXXVII-LXXVIII. 60 Según Balmes, si partimos de la idea de que progreso es marchar hacia delante o hacia la perfección, no es verdad “que las leyes e instituciones son tanto más perfectas cuanto más democráticas, y que la perfección de la sociedad consiste en el absoluto predominio de la democracia.” (“Consideraciones políticas sobre la situación de España”, cit., p. 64). 61 Cit. en Beneyto, José María, Apocalipsis de la modernidad. El decisionismo político de Donoso Cortés, Barcelona, Gedisa, 1993, p. 130.

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La emancipación o autonomía del hombre en todas las esferas, y, en particular, en la esfera

política y social, es la base de la revolución, como muy bien indica Pi y Margall. Para este autor, el

dogma democrático o revolucionario coincide con la más absoluta autoafirmación humana, con la

deificatio, con la conversión del hombre en Dios.62 Por este motivo se comprende que, para

Donoso, las teorías o conceptos modernos, especialmente los empleados por las escuelas

socialistas, constituyan, en la medida que transfieren al hombre los atributos de la divinidad,

secularizaciones de contenidos genuinamente teológicos. Según el autor del Ensayo, la

grandiosidad de estas escuelas se debe a que son esencialmente teológicas, a que están

perpetuamente ocupadas “en dar un sentido racionalista a las palabras católicas”, a que junto a las

negaciones racionalistas encontramos afirmaciones católicas. Los contrarrevolucionarios, desde

Donoso hasta Maeztu, siempre han sostenido que la libertad, igualdad o fraternidad de las que

hablan los revolucionarios –esos “torpes comentadores del inmortal Evangelio”–63 son cosas tan

viejas como el catolicismo.64 Desde este punto de vista, como en el proceso moderno de

secularización se conserva la sustancia de la teología, la modernidad debe rechazarse por ser un

proceso histórico de deformación, tergiversación y alienación de significados originarios.

3. Conclusión: una nación sin Estado

En las páginas anteriores hemos abordado los dos principios, el monárquico y el católico que se

encuentran en la base del pensamiento reaccionario del siglo XIX; en este último apartado,

62 “Homo sibi Deus, ha dicho un filósofo alemán: el hombre es para sí su realidad, su derecho, su mundo, su fin, su Dios, su todo. Es la idea eterna, que se encarna y adquiere la conciencia de sí misma; es el ser de los seres, es ley y legislador, monarca y súbdito. ¿Busca un punto de partida para la ciencia? Lo halla en la reflexión y en la abstracción de su entidad pensante. ¿Busca un principio de moralidad? Lo halla en su razón, que aspira a determinar sus actos. ¿Busca el universo? Lo halla en sus ideas. ¿Busca la divinidad? La halla consigo. Un ser que lo reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre, pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo [...] Entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato.” (Pi y Margall, Francisco, o. c., p. 246). 63 Ensayo, p. 218. 64 “¿Os llamáis depositarios de una nueva ciencia política, social y religiosa, y nos habláis de libertad, de igualdad y fraternidad, cosas todas tan viejas como el catolicismo, que es tan viejo como el mundo?” (Ensayo, p. 218). Asimismo Maeztu afirma la estirpe católica de los tres principios revolucionarios: “Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad son los que proclamó la revolución francesa [...] Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí [...] ¿Sospechará vagamente que, en cuanto realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?” (La defensa de la Hispanidad, cit., p. 141).

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intentaré aproximarme al complejo concepto de nación católica. A diferencia de la nación de los

liberales, el concepto reaccionario de nación católica presenta bastantes dificultades, en la medida

que une dos términos en principio antitéticos. Mientras sociedades temporales como el reino

(donde resulta decisiva la diferencia natural entre los estamentos o incluso entre los territorios) o

religiosas como la Iglesia católica (donde hay una diferencia insalvable entre laicos y autoridades

eclesiásticas, o entre el Papa y el resto de la jerarquía) se caracterizan por la heterogeneidad de sus

miembros; el concepto moderno de nación alude, en cambio, a un ente social homogéneo

compuesto por individuos libres e iguales, y supone, en consecuencia, la desaparición de las

corporaciones y de las diferencias naturales. La comunidad nacional está vinculada, en sus inicios,

a una concepción revolucionaria de la política que, en contraste con la objetividad de la ley natural

católica, universaliza los principios subjetivos de libertad e igualdad. Además, esta nación, la de

los liberales, se halla unida a una filosofía de la historia progresiva, uno de cuyos hitos principales

ha sido la autoafirmación del hombre moderno, y junto a ella la autonomía de los saberes

científico-técnicos con respecto al saber teológico. Finalmente, desde el punto de vista político,

esta nación moderna se ha dotado de la poderosa y racional forma estatal, cuya eficacia en la

dominación resulta incomparable con las formas políticas premodernas.

Sin embargo, el catolicismo de los reaccionarios depende de valores políticos, sociales y

religiosos pre-modernos, que fueron gestados en la Edad Media. Razón por la cual estos hombres

condenan tajantemente la autoafirmación moderna como una ilegítima secularización, que lleva a

levantar –en palabras de Balmes– un muro entre la religión y la política. El reaccionario, tras

rechazar al Estado liberal por su neutralidad, tolerancia o emancipación de los límites impuestos

por la religión, diagnostica que acabará convirtiéndose ineluctamente en un Estado absoluto,

deificado, inmanente y tiránico. Contra dicho Estado, los reaccionarios españoles oponen los

frenos inherentes a la tradición católica: la ley natural, las tradiciones seculares, una concepción

organicista de la representación política y la censura indirecta de los obispos a través de la cámara

alta.

Esta tensión entre la nación moderna y el catolicismo explica por qué nuestros reaccionarios no

han pensado seriamente en el concepto de Estado-nación. Quizá la nación católica sea esto: una

nación sin Estado. Esta tesis permitiría explicar por qué a comienzos del siglo XIX, en la década

absolutista de Fernando VII, los reaccionarios se oponen a las reformas administrativas y

económicas impulsadas desde el ministerio de Fomento, por qué Donoso Cortés combate ese

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Page 21: UNA NACIÓN SIN ESTADO: DE LA NACIÓN LIBERAL A LA NACIÓN ... Una nación sin estado: de la nación liberal a la nación católica. poder”.2 Las bases republicanas de este pensamiento

Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO

de Pensamiento Político Hispánico Antonio Rivera García,

Una nación sin estado: de la nación liberal a la nación católica.

parlamentarismo liberal más interesado en las reformas materiales que morales, por qué Menéndez

Pelayo desprecia la herencia del siglo XVIII, o por qué Maeztu, a pesar de haber engendrado uno

de los mitos más nefastos del nacional-catolicismo, la Hispanidad, nunca cayó en la tentación del

Estado totalitario. En mi opinión, el liberalismo doctrinario, denunciado por los católicos más

puros –desde Donoso a Menéndez Pelayo–, y, ya en el siglo XX, el falangismo, son dos intentos,

aun de signo muy diverso, de conciliar el catolicismo con el moderno Estado-nación. Ahora bien,

con ello asumían una de las principales consecuencias políticas de la revolución, y renunciaban en

gran parte a la radicalidad católica de los reaccionarios más tradicionalistas, cuyo primer acto de

aparición tiene lugar en la época de las Cortes de Cádiz.

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