UNA ÉTICA DEL HOMBRE BUENO

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UNA ÉTICA DEL HOMBRE BUENO Juan de Dios Vial Larraín ¡-r , 1 n capítulo del libro tercero de la Ética a Nicóma- CO, que suma unas veinte líneas de la página 1113, contiene a nuestro enten- der una tesis capital de la ética aristotélica. Esta tesis toca, aunque sea tácitamente, cuestiones centrales en la historia de la filosofía moral. Noso- tros nos proponemos hacer, en el tiempo de que disponemos, un breve análisis, tal vez una introducción a este texto, que nos permita insinuar su convergencia con el pensar de dos maestros de la filosofía moral de nuestra propia época, distantes y al parecer muy distintos del pensar de Aristóteles. Como se recordará, en este libro tercero Aristóteles entra a hablar de la voluntad, boúlesis. Esta palabra ha sido traducida también como "deseo": wish, dicen Ross y Rackham; souhait, traducen Tricot y Gauthier-Jolif. Diga- mos, es el apetito del fin ligado a la capacidad intelectiva que hay en el alma. Es, así, la pulsión más elevada de la existencia humana, el impulso consciente, ya no polimorfo y perverso, como decía Freud de otras pulsiones. La frase inicial del texto que analizamos dice "la voluntad tiene por objeto el fin". Y el fin que la voluntad de suyo persigue es lo que Aristóteles llama bien. La Ética proclama, entonces, su tesis básica: el hombre apetece lo que es bueno. Es lo que persigue como fin de sus acciones. Esta tesis aparece del modo más amplio en las primeras líneas de la Ética Nicoma- quea: "el bien es aquello a que todas las cosas tienden" (1004 a. 3). Juan de Dios Vial Larraín, Instituto de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile.

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UNA ÉTICA DEL HOMBRE BUENO Juan de Dios Vial Larraín

¡-r , 1 n capítulo del libro tercero de la Ética a Nicóma-

CO, que suma unas veinte líneas de la página 1113, contiene a nuestro enten­der una tesis capital de la ética aristotélica. Esta tesis toca, aunque sea tácitamente, cuestiones centrales en la historia de la filosofía moral. Noso­tros nos proponemos hacer, en el tiempo de que disponemos, un breve análisis, tal vez una introducción a este texto, que nos permita insinuar su convergencia con el pensar de dos maestros de la filosofía moral de nuestra propia época, distantes y al parecer muy distintos del pensar de Aristóteles.

Como se recordará, en este libro tercero Aristóteles entra a hablar de la voluntad, boúlesis. Esta palabra ha sido traducida también como "deseo": wish, dicen Ross y Rackham; souhait, traducen Tricot y Gauthier-Jolif. Diga­mos, es el apetito del fin ligado a la capacidad intelectiva que hay en el alma. Es, así, la pulsión más elevada de la existencia humana, el impulso consciente, ya no polimorfo y perverso, como decía Freud de otras pulsiones.

La frase inicial del texto que analizamos dice "la voluntad tiene por objeto el fin". Y el fin que la voluntad de suyo persigue es lo que Aristóteles llama bien. La Ética proclama, entonces, su tesis básica: el hombre apetece lo que es bueno. Es lo que persigue como fin de sus acciones. Esta tesis aparece del modo más amplio en las primeras líneas de la Ética Nicoma­quea: "el bien es aquello a que todas las cosas tienden" (1004 a. 3).

Juan de Dios Vial Larraín, Instituto de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile.

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Aristóteles hablará, pues, acerca de la voluntad o del deseo en función del bien, como apetito del fin. Su ética es teleológica . El libro tercero de la Ética a Nicómaco habla de la voluntad después de haberlo hecho acerca de la virtud en el libro segundo. Esta, la virtud, es justa­mente la capacidad de elección de los medios que hacen alcanzable el fin y que lo determinan realmente. La Ética a Nicómaco se inicia de este modo con lo que comenzará siendo, en rigor, una antropología de la función propia del hombre por el ejercicio de sus potencias en el orden práctico.

El bien al cual la voluntad se inclina y cuya acción persigue, Aris­tóteles lo califica de "absoluto" (aplos) y "verdadero" (aletheian) (1113 a. 23). Pero es tal no solo en tanto la voluntad se inclina y lo persigue, sino en la medida en que lo elige. Porque la voluntad se inclina no menos, y aún con mayor fuerza, hacia fines aparentes que, en rigor, no constituyen un bien y que, por lo mismo, ni siquiera son fines . Aristóte­les habla aquí de lo que llama bien "aparente" (phainomenon) (1113 a. 15). Pudiera decirse que de una o de otra manera impera el bien; pero a veces solamente parece hacerlo.

La voluntad lo es del bien y tiende a un bien incluso cuando persi­gue una apariencia. Es un fin, en tanto la voluntad se inclina hacia él y lo mira como bien. Pero no ha sido elegido, y entonces queda en aparien­cia. Lo que ocurre es que la voluntad se desvirtúa, pierde el impulso real que la guía, se extravía. Quiere una apariencia, y de hecho la toma por obra de su puro y extra~iado poderío.

Esta acción de la voluntad no es una elección; el hombre no obra libremente al perseguir una apariencia. Su libertad está ahogada. El fin así alcanzado es solo apariencia de bien y es una apariencia de libertad la que lleva hacia él. Aristóteles añade que lo que de ordinario veda el camino hacia la elección y desvía del bien es el placer. El placer guía a la voluntad en otra dirección: hacia aquello que la complace a ella mis­ma a solas; en el puro goce de su poder.

Elegir, pues, es elegir bien o el bien. El mal, en rigor, no se elige y ni siquiera se lo quiere. Lo que se ha tomado es un bien aparente. Y ha ocurrido así un desorden, un cortocircuito, un quid pro quo . Un bien aparente ha fascinado a la voluntad, y esta, al modo de una célula cancerosa, rompe el equilibrio orgánico. Esta violencia, este desorden, impone un seudo bien arrastrando y cegando las potencias intelectivas llamadas a discernir el bien querido por la voluntad dentro del orden de su naturaleza.

De estas ideas se siguen algunas cosas importantes . Elegir es ele­gir bien, o el bien. El mal, en cambio, no se elige: nomás se lo hace. Este

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hacer fáctico puede imputarse al hombre y responsabilizarlo porque es obra suya, pero de un bien y de una libertad solo aparentes.

Esa simulación del bien que hay delante del mal; ese elegir como bueno lo que solo aparentemente lo es, resulta de ser el bien lo que, en rigor, mueve a la voluntad; tal que es en vista suya que la voluntad se inclina hacia lo que, a lo menos, parece serlo. La voluntad quiere el bien, inclusive cuando busca el mal. Este aparece, pues, en un momento se­gundo que corresponde a la elección, la cual está viciada cuando lo que cree elegir es solo una apariencia. La voluntad, entonces , se obnubila: se extravía, quiere el mal y lo hace.

Si el bien se cifra en el puro movimiento de la voluntad atraída solo por una apariencia de bien que la misma voluntad a ciegas ha inves­tido de tal , entonces bueno no es aquello que Aristóteles ha calificado de absoluto y verdadero . Bueno resultará ser, en cambio, todo aquello que a cualquiera le parece que lo es; y sencillamente porque así le parece. Bueno será todo lo que aparezca como bueno a quienquiera que sea. Esta tesis está defendida por Calicles en el Gorgias de Platón y por Trasímaco en la República. Es la gran tesis de los sofistas . En ella hay una apología de la voluntad desgarrada, desorbitada, centrada solo en sí misma, en su poderío. Y esto significa un quiebre en la misma estructura del ser huma­no, un grave conflicto de facultades.

Si las cosas son así, dirá Aristóteles, nada hay que sea "deseable por naturaleza" (1113 a. 20). Solo habría cosas deseables, cosas que cada cual quiere a su modo y tanto más deseables cuanto mayor sea la capaci­dad de deseo, cuanto más poderosa sea la voluntad. Rige aquí el poderío puro de la voluntad, la voluntad de poder, el lema del sofista.

La cuestión que, entonces, se plantea es la siguiente. ¿A qué llama Aristóteles "deseable por naturaleza" como objeto propio de la voluntad y bien suyo verdadero y absoluto? Esta forma del deseo por naturaleza parece estar en claro contraste con lo que pueda ser deseable solo por voluntad: con 10 deseable sencillamente porque se 10 desea. Hay, pues, en el pensamiento de Aristóteles, un contraste entre bien deseable por naturaleza, que sería absoluto y verdadero y bien por pura voluntad, que sería solo aparente.

Aristóteles, en el texto que estudiamos, dará a esta cuestión una respuesta que me parece de enorme significación moral. Responderá que bien absoluto y verdadero es aquello que así le aparece al hombre bueno, al spoudaios. En cambio al hombre malo, cualquiera cosa puede parecer­le buena (1113 a. 20-25) .

El hombre bueno del que habla Aristóteles "ve la verdad en todas las cosas" y, en consecuencia es "el canon y la medida de ellas" (1113 a.

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30). Hay, pues, un bien absoluto y verdadero. Y hay un hombre bueno que es quien lo reconoce . Podría decirse, quizá, quien lo instala, quien lo establece, quien lo hace real. Para decirlo mejor: en quien se hace real.

Estas afirmaciones de Aristóteles, me atrevo a decir, tajantes y originales, pueden sorprender y aun conmover el edificio de su ética que, pudiera pensarse, apunta más bien a virtudes con un perfil muy definido y a leyes que aspiran a ser impersonales ..

Que haya, entonces, un bien absoluto y verdadero que el hombre ha de querer, parece afirmación dogmática. Que haya un hombre bue­no, de suyo, suena a una especie de calvinismo radical. Que ese hom­bre bueno haya de ser tenido como el canon y la medida de la verdad, pareciera un gesto de soberbia o arbitrariedad. En fin, que el placer engañe a la voluntad y la saque del camino de la elección del bien, parece contradecir inclusive alguna hermosa tesis de la misma Ética a Nicómaco que hace del placer más bien un signo del apogeo de la acción buena.

Cualquiera que algo conozca del espíritu de Aristóteles segura­mente no estará llano a admitir que se le puedan atribuir tales excesos. ¿Cómo entender, entonces, estos textos suyos que parecieran, inclusive, desmentirlo?

De todas las afirmaciones que encontramos en el texto en estudio hay dos que no parecen de ninguna manera sospechosas pues expresan verdades claras y conocidas de la ética de Aristóteles. La teleología de la voluntad, la voluntad c.omo voluntad de fin, su natural tendencia hacia algo, parece una verdad inclusive muy empíricamente confirmable. Hay una natural intencionalidad del querer: se quiere siempre algo, aun si se quiere nada más que a sí mismo, como ocurre en el nihilismo, según Heidegger.

Por otra parte calificar de buenas o malas las cosas, por lo menos después de lograrlas, es algo bastante claro y usual. Advertir que no era bueno lo que parecía serlo y que equivocadamente se lo quiso y se lo buscó como tal, pero que resultó malo , es una experien­cia que a diario hacemos. La buena cara del guiso a veces resulta pura apariencia ; el dinero por fin ganado deja con frecuencia vacío a quien cifró grandes esperanzas en ganarlo. Uno califica de bueno a lo que quiere, pero con frecuencia se equivoca y se reconoce víctima, por ejemplo, de las apariencias publicitarias que tocaron nuestras expec­tativas de placer. En nada pueden sorprender esas afirmaciones tan básicas, tan claramente comprensibles y experimentables. Toda ac­ción que realicemos quiere algo, y esto, en principio, es bueno, pero puede también ser o tornarse malo.

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En cambio, otras dos cuestiones entre las que fueron propuestas al texto en examen no parecen tan fácilmente explicables. Primero, la que dice que hay algo deseable por naturaleza y que es bueno en un sentido absoluto y verdadero. Y, segundo, la que afirma que el bien lo regula y mide un hombre que es bueno y que naturalmente ve lo que es verdadero y por sí mismo lo realiza.

Son cosas, estas, que nada pueden gustar al hombre que se siente a sí mismo como un sujeto libre y autónomo, y que no está dispuesto a confiar a nadie que venga a prescribirle lo que haya de hacer sencilla­mente porque él sería quien es bueno y conocedor de la verdad. La ideología dominante en el hombre común de nuestros días pareciera no poder tolerar cosas como esas.

Pero tampoco aquí hay que dejarse engañar por apariencias. Cuan­do Aristóteles dice que hay algo bueno en términos absolutos, deseable por naturaleza y regulado, justamente, por quien es bueno, no está di­ciendo nada que se parezca a esas primeras impresiones antes comenta­das que harían muy difícilmente digerible su pensamiento.

Que el bien sea lo que la voluntad quiere o desea no significa que la voluntad impone lo que sea bueno. Pero tampoco que algo se le impone a la voluntad por ser bueno en términos absolutos. Ni lo uno ni lo otro. Ser bueno y ser querido por una voluntad es una relación de índole singular en la que predomina cierta reciprocidad o complementariedad de los térmi­nos. Ni el uno sin el otro, ni viceversa. Y no en una pugna dialéctica llamada a ser resuelta de alguna manera en beneficio de alguno o de un tercero. Sino, más bien, la relación indiscernible de una realidad.

Ser bueno y medir lo que sea bueno, es también una viva estructu­ra de relaciones. No es un CÍrculo vicioso que pretendiera definir em­pleando en la definición lo que se quiere definir: un hombre de quien se dice que es bueno para definir lo que es bueno. Tampoco es el puro voluntarismo de un sujeto que se autoproclama bueno y define luego lo que es bueno a través de esa autorreferencia. Estas apariencias de vicio lógico vedan la comprensión del pensamiento de Aristóteles, a quien sería temerario acusarle de tales vicios.

Que haya un hombre bueno, no es un puro hecho contingente. No es tampoco el puro hallazgo o la pura proclamación de un modelo. Es otra cosa. Dice, sencillamente:

el hombre es bueno. Tal es su propio carácter, su realidad esencial. y si es así, si es naturalmente bueno, lo es también aquello a lo que tiende: apropiadamente se lo llama, entonces, bien.

Pero, para que esa relación se establezca, y se efectúe lo bueno a lo que el hombre tiende, ha de entrar en juego su misma naturaleza; por

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entero, no parcialmente No puede ser bueno meramente 10 deseado o querido por una voluntad cualquiera, sino que la inteligencia, que es parte del mismo hombre e ingrediente de lo bueno suyo, debe discernir la tendencia del deseo, justificar la voluntad. Aristóteles dirá, por esto, que en la elección del bien el deseo ha de ser inteligente y la inteligencia deseosa. Y la frase esencial está dicha en el capítulo segundo del libro sexto de la Ética a Nicómaco inmediatamente después de la célebre fórmula recién citada que liga en reciprocidad orektikos nous y orexis dianoetike. Aristóteles dice: "este principio es el hombre" o más simple­mente: "esto es el hombre". El bien no es otra cosa que la misma reali­dad del hombre que trasparece en la inclinación de su voluntad y el discernimiento de su inteligencia, es decir, en la acción libre . .

La interacción del conjunto de nociones que figuran en el texto exa­minado: naturaleza y deseo, deseo y fin, fin y bien, bien verdadero y absolu­to y bien aparente, hombre bueno, canon y medida del verdadero bien, no es sino el complejo de una realidad, la figura de una sustancia personal.

Llamaría a esto el carácter intrínsecamente relacional de los prin­cipios de la ética aristotélica. 0, dicho de otra manera, la estructura relacional del ethos en el pensamiento de Aristóteles. Esta trama de relaciones no es otra cosa que el hombre. Repitamos las palabras de Aristóteles: este principio es el hombre (1139 b. 6).

Aquello en lo que el hombre propiamente consiste, por consi­guiente, es 10 que desea como el bien de su propia naturaleza. Tal que, 10 así deseable, es justamente lo bueno, el bien al cual el hombre tiende y que está llamado a elegir. ¿No pueden, acaso, considerarse estas ideas como un principio ético de claro carácter universal?

Cuando Aristóteles dice estas cosas ¿está, acaso, afirmando algo muy propio suyo y de su filosofía, o algo que sería propio solamente de un griego, o de un hombre antiguo; está sosteniendo, acaso, un principio puramente eurocéntrico? Quisiera terminar con algunas alusiones, no más que eso, que pudieran invitarnos a reconocer que dos maestros de la ideología moral dominante en nuestro tiempo, Kant y Nietzsche, piensan en términos que pudieran ser convergentes con Aristóteles más allá de las obvias diferencias que los separan.

Hablar de un hombre bueno, canon y medida del bien ¿es tan ajeno al hombre noble de la Genealogía de la Moral o al Superhombre de la Voluntad de Poder? ¿No han de ser ellos, en el pensamiento de Nietzs­che, los llamados a operar una transmutación de los valores y a consti­tuirse como su legítima medida?

Decir que la esencia de la misma razón práctica es la libertad, como Kant afirma tan categóricamente en la Crítica de la Razón Prácti-

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ca, considerar a la razón y a la libertad fáctica e íntimamente implicados ¿es algo muy distinto de 10 que Aristóteles llamó inteligencia deseosa o deseo inteligente, como clave de la elección y, por ende, como el funda­mento de la vida buena?

¡Claro que son cosas distintas las que dicen Kant y Nietzsche y distintas ambas de lo que dice Aristóteles! Pero es importante y signifi­cativo lo que pueda descubrirse en común mediante una lectura de los textos que no quiera reducir uno al otro para negar el uno por el otro. Y hacerlo no en busca de cierto eclecticismo o de una falsa o artificiosa consensualidad, sino en busca, más bien, de lograr eso que los ingleses han llamado ponerse de acuerdo sobre lo que estamos en desacuerdo. Creo que esta es una vía posible y responsable hacia una ética universal.

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