Urbanofobia: las ciudades nos impiden ver el bosque

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1 Urbanofobia Las ciudades nos impiden ver el bosque Hugo González Mora 1 Si entre los cibdadanos es la vida justa y la conversación mansa, será el pueblo digno de llamarse cibdad, porque principalmente, no de la grandeza del pueblo, más de la virtud de los cibdadanos se cría el hombre de la cibdad. Alonso de Castrillo, 1520. ¡Qué descansada vida La del que huye el mundanal ruido Y sigue la escondida Senda por donde han ido Los pocos sábios que en el mundo han sido! (...) Un no rompido sueño, Un día puro, alegre, libre quiero; No quiero ver el ceño Vanamente severo De á quien la sangre ensalza ó el dinero. Fray Luis de León, 1527-1591. Pierre Chaunu señala como uno de los síntomas decisivos de la decadencia “la aparición de ciudades cancerosas de crecimiento anárquico, destructoras del medio ambiente”, haciendo el paralelo entre los procesos de declinación civilizacional en el Mundo Antiguo, por ejemplo el Imperio Romano, y la situación presente. La hegemonía neoliberal con su avalancha de privatizaciones, recortes de gastos públicos sociales y de infraestructura (principalmente en los países pobres), exclusión productiva y desregulación operó como un catalizador de la entropía urbana. Jorge Beinstein, 1999. 1 Extraído del Diccionario crítico del mundo occidental [borrador en línea].

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Texto extraído del ensayo "Ave, Progressus: 50 razones que contradicen el progreso de la humanidad" (borrador en línea)

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Las ciudades nos impiden ver el bosque

Hugo González Mora1

Si entre los cibdadanos es la vida justa y la conversación mansa, será el pueblo digno de llamarse cibdad, porque principalmente, no de la grandeza del pueblo, más de la virtud de los cibdadanos se cría el hombre de la cibdad.

Alonso de Castrillo, 1520.

¡Qué descansada vida La del que huye el mundanal ruido Y sigue la escondida Senda por donde han ido Los pocos sábios que en el mundo han sido! (...) Un no rompido sueño, Un día puro, alegre, libre quiero; No quiero ver el ceño Vanamente severo De á quien la sangre ensalza ó el dinero.

Fray Luis de León, 1527-1591. Pierre Chaunu señala como uno de los síntomas decisivos de la decadencia “la aparición de ciudades cancerosas de crecimiento anárquico, destructoras del medio ambiente”, haciendo el paralelo entre los procesos de declinación civilizacional en el Mundo Antiguo, por ejemplo el Imperio Romano, y la situación presente. La hegemonía neoliberal con su avalancha de privatizaciones, recortes de gastos públicos sociales y de infraestructura (principalmente en los países pobres), exclusión productiva y desregulación operó como un catalizador de la entropía urbana.

Jorge Beinstein, 1999.

1 Extraído del Diccionario crítico del mundo occidental [borrador en línea].

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Metrópolis (1916-1917) de George Grosz

La ciudad, tan defendida por unos como criticada por otros, se nos presenta

normalmente, sobre todo a los «ciudadanos» que vivimos en ellas, como un lugar que nos permite más que cualquier otro un mayor desarrollo y progreso de la vida humana en todas sus facetas2, incluido un mayor desarrollo de la democracia. Creo sin embargo, gracias a la simple observación personal y al revelador análisis de numerosos autores no necesariamente urbanófobos3, que pese a sus ventajas, la ciudad actual (por no hablar de la metrópolis o la megalópolis, estructuras urbanas aún mayores) es un nido de problemas añadidos si se la compara con el pueblo o la pequeña aldea. Entre ellos, el problema de la práctica democrática. En las ciudades, la democracia directa –condición necesaria aunque no suficiente para la buena vida- es una utopía irrealizable, un sistema político que solo puede llevarse a cabo en el nombre, apenas en la forma4.

Según Jared Diamond, que no es anarquista sino más bien reformista, cuanto mayor es el tamaño de la población, mayor es inevitablemente la centralización y la delegación en la toma de decisiones:

La toma de decisiones por toda la población adulta sigue siendo posible en los poblados de Nueva Guinea de tamaño bastante reducido como para que las noticias y la información lleguen rápidamente a todo el mundo, para que todo el mundo pueda escuchar a todo el mundo en una reunión general de la aldea, y para que todo aquel que desee hablar en la asamblea tenga la oportunidad de hacerlo. Pero todos estos requisitos previos para la toma de decisiones comunitaria llegan a ser inalcanzables en las comunidades

2 Glaeser, 2011. 3 El nombre, lo admito, no es muy agradable. A nadie le gusta definirse como una persona con temores irracionales e incapacitantes, pero ¿y si hubiera algo de cierto y relevante en esa palabra? Desde la agorafobia (temor a las aglomeraciones propias de las urbes) hasta la creciente ansiedad social, las fobias y lo urbano parecen estar muy relacionados. ¿Y si a lo que le tenemos miedo, en última instancia, fuera a la ciudad y a los tipos de relaciones que esta promueve? Por otro lado, «urbanofobia» es una palabra provocativa que sobre todo pretende llamar la atención sobre un hecho social, cuando menos, mucho menos benigno de lo que nos habían contado. 4 Véase el epígrafe «Democracia» en el Diccionario crítico del mundo occidental.

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mucho más grandes. (…) Las consideraciones relativas a la resolución de conflictos, la toma de decisiones, la economía y el espacio convergen, pues, en exigir que las grandes sociedades sean centralizadas. Pero la centralización del poder abre inevitablemente la puerta –para quienes ejercen el poder, están en posesión de la información, toman las decisiones y redistribuyen los productos- para aprovechar las oportunidades resultantes con el propósito de recompensarse a sí mismos y a sus familiares. Esto es evidente para cualquiera que conozca cualquier agrupación moderna de personas. A medida que las sociedades se han desarrollado, las personas que han adquirido un poder centralizado se establecen gradualmente como élite.

La lógica y la observación determinan que si queremos seguir viviendo en comunidades grandes, entonces no tiene sentido exigir democracia e igualdad más allá de hacer un simple brindis al sol. Y si no queremos desigualdad y autoritarismo, entonces no debemos querer comunidades grandes. Lo que uno no puede hacer, en cualquier caso, es irse a la playa y quejarse porque haga sol. Es un hecho que conforme nuestros asentamientos se han ido haciendo más grandes y más complejos5, desde los cazadores-recolectores6, pasando por los agricultores y los ganaderos hasta hoy, la voz social del individuo se ha ido haciendo relativamente más débil, vulnerable y heterónoma con el paso de los siglos7. “La democracia da al hombre el sentimiento de que tiene una participación efectiva en el poder político cuando el grupo es pequeño, pero no cuando es grande”, decía Bertrand Russell. El sociólogo Peter Blau8 creía que todavía existe alguna posibilidad de participar democráticamente en la toma de decisiones a gran escala, pero admitía que “la tendencia a la burocratización en las grandes organizaciones de todo tipo” suele dar al traste con ella:

Si una persona desea influir sobre la opinión pública, necesita poder comunicar sus ideas a los demás. Pero en una comunidad grande del tamaño de Estados Unidos, la voz del individuo se pierde y sólo los grupos organizados tienen fuerza suficiente como para hacerse oír. Uniéndose a organizaciones burocráticas y participando en la decisión de su política es como las personas encuentran alguna posibilidad de influir sobre la comunidad mayor. Pero la tendencia a la burocratización en las grandes organizaciones de todo tipo obstruye esta fuente vital de influencia democrática.

5 “Con este término se designa el grado de complicación de las relaciones internas de una sociedad concreta, que no ha hecho sino aumentar desde la Prehistoria hasta nuestros días. Aunque el concepto abarca múltiples ámbitos sociales (sistemas económicos, parentesco, ideología, etcétera), su contenido fundamental se refiere a la desigualdad o división social por cuanto el efecto de la complejidad en los individuos consiste en que éstos desempeñan papeles cada vez más diferentes unos de otros y tienen un acceso a los bienes económicos cada vez menos igualitario” (Menéndez et. al., 1997). Según Joseph Tainter, “las sociedades de cazadores-recolectores apenas tienen unas pocas docenas de roles sociales distintos mientras que [en las sociedades industriales] los censos actuales identifican entre 10,000 y 20,000 ocupaciones distintas”. 6 Aunque soy consciente de que la mayoría de estas sociedades basan su dieta y aporte energético mayoritariamente en la recolección de vegetales y no en la caza de animales (Harris y Young, 1979), pongo cazadores-recolectores y no recolectores-cazadores como hace John Zerzan por dos motivos, uno eufónico y otro antropológico. En primer lugar, cuando nombramos una serie de dos o más palabras, suena mejor si las colocamos de menor a mayor tamaño. En segundo lugar, la caza la suelen ejercer los hombres, y como estos además suelen tener mayor estatus social que las mujeres, lo habitual es que dichas sociedades se identifiquen a sí mismas más como cazadoras que como recolectoras. 7 “Existe en la ciudad un gran desarraigo y un alarmante índice de enfermedad mental. Mi opinión es que un factor causal importante está constituido por la falta de poder. Es imposible sentirse integrado o tener conciencia de la propia identidad cuando se carece de capacidad de iniciativa y de voz en las decisiones” (Goodman, 1964). 8 Blau, 1956.

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Lewis Mumford lo tenía más claro. Según él, “ la democracia, en el sentido primario en el que utilizaré este término, es necesariamente visible al máximo en comunidades y grupos relativamente pequeños, cuyos miembros suelen verse con frecuencia cara a cara, actúan libre y mutuamente, y se conocen unos a otros como personas. Apenas intervienen números crecidos, la asociación democrática debe ser suplementada por una forma más abstracta y despersonalizada”9. Aunque, como casi siempre, es posiblemente Aldous Huxley el que mejor lo expresa en su Nueva visita a un mundo feliz10, seguramente uno de los mejores sociólogos, sin serlo académicamente, de la historia:

La medida en que nos gobernamos a nosotros mismos está en razón inversa a nuestro número. Cuanto mayor es un distrito electoral, menos valor tiene cualquier voto determinado. Cuando es uno entre millones, el elector individual se siente impotente, una cantidad despreciable. Los candidatos a quienes ha votado están muy lejos, en lo alto de la pirámide del poder. Teóricamente, son los servidores del pueblo, pero de hecho son los servidores del pueblo quienes dan las órdenes, y el pueblo, muy distante en la base de la gran pirámide, quien debe obedecer. La población en aumento y la tecnología en avance han provocado un incremento en el número y la complejidad de las organizaciones, un incremento en la cantidad de poder concentrado en las manos de las autoridades y una correspondiente disminución en la cantidad de fiscalización que ejercen los electores, unida a una disminución en la consideración del público por los procedimientos democráticos. (…) El exceso de población y organización ha producido la metrópoli moderna, en la que se ha hecho casi imposible la plena vida humana de múltiples relaciones personales. Por tanto, si deseamos evitar el empobrecimiento espiritual de individuos y sociedades enteras, abandonemos la metrópoli y volvamos a la pequeña comunidad rural o, alternativamente, humanicemos la metrópoli creando dentro de su red de organizaciones mecánicas los equivalentes urbanos de esa pequeña comunidad rural, en la que los individuos pueden conocerse y cooperar como personas completas, no como meras encarnaciones de funciones especializadas.

Huxley plantea aquí dos alternativas: o el campo, o una ciudad en cierta medida

ruralizada. Pero, francamente, más de medio siglo después de que escribiera esas palabras no creo que la segunda opción que nos planteaba entonces sea posible ahora, y aunque lo fuese, tampoco creo que fuera deseable. Tal como veo el problema, debido al tamaño y a la organización inherente de las ciudades, estas son ingobernables11 en el sentido democrático de la palabra, además de alienantes12 y atomizantes (las grandes más que las medianas, las medianas más que las pequeñas). Lo creo así porque “es el tamaño, sobre todas las otras características, lo que determina la vida interna de la ciudad; y lo que imposibilita al ciudadano para realizarse en sociedad y en contacto con los demás”13. Para este autor español que acabo de citar, las ciudades “que se acercan o sobrepasan los 150/200.000 habitantes debieran ser objeto de políticas drásticas de freno y de control”. Pero para mí, que vivo en una ciudad que actualmente supera por dos esa cifra, el autocontrol poblacional debería haber tenido lugar mucho antes de llegar a ese punto. Incluso los 32.000 habitantes de la «ciudad jardín» de Ebenezer Howard, los 10.000 de la Broadacre City de Frank Lloyd Wright o los 5040 de la

9 Mumford, 1963. 10 Huxley, 1958. 11 No obstante hay autores, como el geógrafo anarquista Piotr Kropotkin, que proponen la ciudad medieval, mucho más reducida que la actual, como modelo de ciudad a recuperar y a perfeccionar (Breitbart, 1989). 12 Término que yo defino de un modo algo simplista como «el alejamiento o privación artificial que puede sufrir una persona de lo que le conviene por naturaleza». 13 Costa Morata, 1985.

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Calípolis de Platón parecen ser demasiados. Me baso, en parte, en la propia experiencia cotidiana, y en parte en el famoso «número de Dunbar»:

Robin Dunbar ha elaborado una ecuación, que funciona en el caso de la mayoría de los primates, según la cual es capaz de calcular cuál será el máximo tamaño posible del grupo social para cada especie concreta (…) En el caso del Homo sapiens, la estimación es de 147,8 miembros, o sea, más o menos 150. «Parece ser que la cifra 150 representa el número máximo de individuos con los que podemos mantener una auténtica relación de tipo social, ese tipo de relaciones que basta con saber cómo se llaman los otros y de qué los conocemos. Es decir, esas personas con las que no nos da ningún apuro tomar algo en el bar si coincidimos con ellas por casualidad». Dunbar se ha sumergido en la bibliografía sobre antropología y se ha ido encontrando con el número 150 una y otra vez. Por ejemplo, analiza veintiuna sociedades diferentes de cazadores y recolectores sobre las que tenemos sólida evidencia histórica, desde los walbiri de Australia hasta los tauade de Nueva Guinea, pasando por los ammassalik de Groenlandia y los ona de Tierra del Fuego, y se encuentra con que el número medio de miembros en cada poblado es de 148,4. (…) También está el ejemplo de los hutteritas, un grupo religioso que lleva siglos viviendo en colonias agrícolas autosuficientes en Europa y, desde comienzos del siglo XX, también en Norteamérica. Los hutteritas (que proceden de la misma tradición que los amish y los menonitas) siguen estrictamente la norma de dividir en dos toda comunidad que llegue a estar formada por 150 miembros. «Parece que lo mejor para mantener con eficacia un grupo de personas es mantenerse siempre por debajo de 150 –me explicó Bill Gross, uno de los jefes de la colonia hutterita que vive a las afueras de Spokane-. Cuando se pasa de ese número, el grupo comienza a estar formado por personas que no se conocen entre sí. (…) Cuando se llega a ese tamaño, lo que sucede es que el propio grupo empieza a formar una especie de clanes. Te encuentras con que, dentro del grupo mayor, hay dos o tres grupos más pequeños. Es algo que uno realmente querría evitar, y cuando empieza a ocurrir es que ha llegado la hora de separar una rama del tronco».

Malcolm Gladwell, 2007.

Desde luego, parece haber una relación inversa entre el tamaño de los núcleos urbanos y el grado de libertad de las sociedades. Se dice que en Vizcaya no hubo villas hasta finales del siglo XII, siendo anteriormente todo “tierra llana”, esto es, espacios habitados de modo disperso, cuyas gentes se reunían en “batzarre” (concejo abierto) en las anteiglesias para autogobernarse. Ello cabe ser interpretado como que Vizcaya, en ese tiempo, era la tierra de la libertad política y de la libertad civil. En todas partes el ascenso de ciudades y villas coincide con el ocaso en ellas del concejo abierto, en el siglo XIV (…). Nuestra propuesta se asienta en la convicción de que el modo óptimo de existencia lo proporciona la pequeña población de unos cientos o, como mucho, unos pocos miles de habitantes, en la cual pueda ejercerse la soberanía popular en la asamblea vecinal soberana, sea hacedera la convivencia íntima entre todos y puedan poseerse en común los principales medios de producción.

Félix Rodrigo Mora, 2008.

Por lo tanto, la estrategia que podría tener mayores probabilidades de acierto sería

crear o repoblar alrededor de las ciudades, a mayor o menor distancia, pequeñas comunidades rurales14 cercanas y federadas entre sí con poblaciones que idealmente no

14 “Para que las comunidades puedan ser autosuficientes tendrán que ser en su mayoría necesariamente rurales, con el fin de disponer de un terreno suficiente en el que cultivar la alimentación y con un nivel mínimo y máximo de población en función de los recursos del entorno. Tarde o temprano las

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sobrepasen los 150 habitantes –si bien en esto es preferible ser relativamente flexibles y aprender de la experiencia, sobre todo si se tiene en cuenta que otros antropólogos creen que la cifra correcta está algo más allá de los 200- y que una de sus prioridades principales sea optimizar la autosuficiencia ante el decrecimiento que viene15. Pedro Prieto sugiere que lo conveniente sería “un mínimo de dos mil personas” para las sociedades post-petróleo “de carácter no industrial”16, ya que hará falta una cierta división del trabajo, pero ese mínimo es discutible. Dos o tres decenas de familias deberían ser suficientes, aunque dependerá desde luego de qué criterio pongamos en primer plano. Una población de tres mil habitantes puede no ser muy democrática, pero tal vez sí suficientemente cómoda, segura y sostenible.

Otro hecho que se deriva del tamaño es que, mientras que en una comunidad pequeña los encuentros casuales con el otro no suelen suponer un apuro sino más bien una buena oportunidad para entablar conversación, en las ciudades se suele dar lo que el sociólogo Erving Goffman bautizó con el eufemismo de “desatención cortés”, que no es otra cosa que un profundo desconocimiento y un desapego crónico por el otro:

Dos personas pasan una al lado de la otra en la calle. Ambas intercambian una breve mirada, captando rápidamente el rostro y la forma de vestir de la otra. A medida que se acercan y en el momento en que se cruzan tuercen la mirada evitando los ojos del otro. Lo que aquí ocurre sucede millones de veces cada día en las pequeñas y grandes ciudades del mundo. Cuando los transeúntes intercambian una mirada rápida y la apartan después, al estar muy próximos se pone de manifiesto lo que Erving Goffman denomina la desatención cortés, que exigimos de los demás en numerosas ocasiones. (...) Cada individuo indica al otro que se da cuenta de su presencia pero evita cualquier gesto que pudiera considerarse demasiado atrevido.

Anthony Giddens, 1982.

Dicho esto, no pretendo dejar caer disimuladamente la idea de que la aldea es mejor

en todos los sentidos que la ciudad, sino demostrar que pese a sus inconvenientes tal vez superables17, aquella es preferible a comunidades de mayor tamaño. Véase por ejemplo el caso, si bien bastante heterónomo, del kibutz israelí, tal vez “el modelo más exitoso de planificación intencional (…) bajo los principios de igualdad y ayuda mutua” que esté teniendo lugar en estos momentos aparte de la ecoaldea:

El kibutz aventaja ampliamente a la ciudad en los siguientes aspectos: una inferior preocupación económica personal, superior calidad en la educación de niños y adolescentes, superior disponibilidad de tiempo libre, y superior actividad cultural; estas percepciones las comparten con el mismo juicio hombres y mujeres. (…) En cuanto a las desventajas del kibutz frente a la ciudad, hombres y mujeres coinciden por igual en señalar los campos de la libertad individual, en un menor grado, y el de la privacidad, en un mayor grado, como aquellos donde el kibutz queda en posición más desfavorecida.

Leonardo Rosenberg, 1990.

megaciudades sufrirán una explosión, pues el aseguramiento de los suministros en una red tan densa y compleja dejará de estar garantizado” (Vilar, 2013). 15 Véase el epígrafe «Crecimiento y decrecimiento» en el Diccionario crítico del mundo occidental. 16 Prieto, 2004. 17 Por ejemplo, “los grupos grandes favorecen el mantenimiento de la diversidad cultural, y por lo tanto, de la introducción de innovaciones” (Pérez Iglesias, 2013).

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Para entender mejor el fenómeno urbano debemos remontarnos varios milenios en el tiempo. De esa manera podemos argumentar, junto al historiador Mario Liverani, que el origen de la ciudad versus la aldea empieza con un “salto organizativo” que “consiste en sistematizar la separación entre producción primaria de alimento y técnicas especializadas, y polarizar esta separación, concentrando a los especialistas en algunas poblaciones más grandes, protourbanas, y dejando la tarea de la producción de alimento a las aldeas dispersas”:

Pronto la relación deja de ser complementaria y pasa a estar jerarquizada, con aldeas estructuralmente tributarias de la ciudad. Hay un flujo de excedentes alimentarios que va de los productores de alimento a los especialistas, de modo que estos últimos puedan sobrevivir a pesar de no producir alimento. Y hay otro flujo de productos especializados y servicios que va de los especialistas a los productores de alimento. El mecanismo es bidireccional por principio, y supone una ventaja para el conjunto de la sociedad, pero las relaciones internas se desequilibran a favor de los especialistas. Estos, ante todo, conocen las técnicas más avanzadas, por lo que poseen una capacidad contractual y un prestigio social y cultural mucho mayores que los productores de alimento, que realizan funciones tecnológicamente rudimentarias y masificadas (recordemos que representan el 80 por 100 o más de la población). Además, los especialistas están más «adelantados» en la cadena productiva, en una posición más favorable para quedarse con un porcentaje privilegiado de alimento (y, en general, de beneficios), y para influir en las opciones estratégicas. En el vértice del núcleo especializado y urbano se sitúan quienes desempeñan funciones administrativas (escribas, administradores, supervisores, etc.) y ceremoniales (sacerdotes), que garantizan la cohesión de la comunidad y la organización de los flujos de trabajo y retribución que la atraviesan. Lo que a escala familiar y de aldea era cometido de los cabezas de familia y estaba determinado por la tradición, se convierte ahora en una tarea especializada (en realidad, la más especializada de todas), que incluye la toma de decisiones delicadas, basadas en la desigualdad y tendentes a acentuar esa desigualdad.

Mario Liverani, 1995.

Hoy en día, “el mecanismo esencial de producción de la ciudad –escriben los

geógrafos urbanos Manuel Antonio Zárate y Mª Teresa Rubio- aparece constituido por el funcionamiento de los principios económicos del capitalismo que en su búsqueda del máximo beneficio convierten el suelo, bien escaso y de uso necesario para todos, en bien de cambio, al aplicársele capital y trabajo mediante la urbanización y la construcción”. De ese modo:

Los elementos de la ciudad (suelo, edificios, viviendas, etc.) se convierten en mercancía que se intercambia en el mercado, como cualquiera otra, a través de precios libres fijados por la ley de la oferta y la demanda. De esta manera, la propiedad privada, fundamento del modo de producción capitalista, se beneficia del valor de cambio y se apropia de los valores añadidos que la colectividad crea en la ciudad a través de la urbanización para satisfacer sus necesidades. Se entra así en un proceso de especulación del suelo y de enfrentamiento entre intereses contrarios que pugnan por la construcción de la ciudad. Los pequeños propietarios son despojados por los grandes, mientras que las principales corporaciones económicas, con frecuencia multinacionales, acaparan los terrenos de más valor y expulsan de ellos a las clases sociales de rentas más bajas. Las continuas transformaciones del paisaje urbano también son resultado de la tendencia del capital a la acumulación del máximo beneficio. Mientras el capital favorece el desarrollo de usos del suelo intensivos en las localizaciones más favorables, la falta de inversiones en las viviendas privadas del interior provoca su progresivo deterioro y ruina hasta su sustitución por edificios para oficinas, y la disolución de las comunidades que residen en

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el centro. La consecuencia es la proliferación de conflictos entre quienes buscan incrementar los valores de cambio del espacio urbano, como los propietarios del suelo y los promotores de la construcción, y los que defienden sus valores de uso, los ciudadanos.

Según Charles Tilly, “cuando el capital se acumula y concentra dentro de un

territorio, tiende a producirse crecimiento urbano en el mismo territorio”. Históricamente, “en la medida en que la supervivencia de las unidades familiares depende de la presencia de capital a través del empleo, la inversión, la redistribución o cualquier otro vínculo fuerte, la distribución de la población siguió a la del capital”. Prueba de ello es que el éxodo rural y la consiguiente acumulación de personas en las ciudades o en los pueblos más grandes siguen en aumento, aunque probablemente no por mucho tiempo. Cada vez somos más los que creemos que tarde o temprano el desequilibrio acabará invirtiéndose en un éxodo urbano. Pero por el momento, lo cierto es que según el Observatorio sobre la despoblación “los pueblos de la Comunidad de menos de 2.000 habitantes sufrieron un descenso de su población del 16% entre 2002 y 2012, una caída de más de 43.000 personas”, mientras que “las localidades de más de 10.000 habitantes han ganado 145.000 personas durante la última década, un incremento del 18%”18. Como consecuencia de ello, el necesario contacto con la naturaleza y con los seres vivos que la forman es cada vez menor. Necesario en un sentido psicológico, cognitivo, sanitario19, ecológico, filosófico y espiritual. “Cuanto mayor es la sensación de separación respecto de la naturaleza, mayor es la necesidad de retornar a ella”20.

Sólo un pequeño porcentaje de la humanidad tiene un contacto directo y diario con otras especies animales y vegetales en sus respectivos hábitats (sin contar las especies domésticas o las mascotas), situación amplificada por factores estructurales y económicos como los modelos de urbanización rápida. Pocas personas están en disposición de percibir por su experiencia personal que la extinción en masa de las especies y el ecocidio creciente van, a fin de cuentas, contra sus propios intereses a largo plazo.

Franz Broswimmer, 2002.

Los psicólogos José Antonio Corraliza y Silvia Collado predicen que quien “disfrute

de un mayor contacto con áreas verdes mostrará menos estrés que el que no tenga la posibilidad de pasar tiempo en contacto con el mundo natural”. A su vez, Nicholas Carr habla de “una serie de estudios psicológicos realizados en los últimos veinte años” que revelan que “después de pasar algún tiempo en un entorno rural tranquilo, cerca de la naturaleza, las personas muestran una mayor atención, una memoria más fiel y una cognición en general mejorada. Sus cerebros se vuelven más tranquilos y más nítidos. La razón, según la teoría de la recuperación de la atención (ART por sus siglas en inglés), es que, cuando las personas no están siendo bombardeadas por estímulos externos, sus cerebros pueden, en efecto, relajarse”. Aunque ya en 1848, el filósofo utilitarista John Stuart Mill escribió que “la soledad en presencia de la belleza y la grandeza naturales es la cuna de pensamientos y aspiraciones no sólo buenos para el individuo, sino que sin ellos podría enfermar la sociedad”21. Y de hecho eso es lo que

18 “El medio rural aragonés pierde 43.000 habitantes en una década”, Observatorio sobre la despoblación, 21 de febrero de 2013 [en línea]. 19 Véase el epígrafe «Extinción biocultural» en el Diccionario crítico del mundo occidental. 20 Sheldrake, 1991. 21 Sheldrake, 1991.

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está ocurriendo en estos momentos, llámese urbanofobia o simplemente estrés. Manuel Antonio Zárate y Mª Teresa Rubio lo explican así:

La expansión indefinida de la ciudad y su forma extensa desencadenan sensaciones de agobio psicológico y estrés. Dentro de la ciudad, los vínculos personales se debilitan, la vida social se fragmenta entre personas y lugares no relacionados: el hogar, la escuela, el trabajo y los amigos. Así, se confunden los comportamientos y se aflojan las normas, propiciando la desorganización social, el desinterés y la inseguridad ciudadana. La familia, los amigos y los vecinos pierden su papel de control social. (…) Psicólogos ambientales como A. Toffler utilizan el concepto de «agobio psicológico», que es resultado de la presión de los entornos complejos y no familiares del entorno urbano, para explicar situaciones de estrés y de colapso de respuesta que favorecen las conductas desviadas. Bajo esas circunstancias, las personas llegan a eliminar la percepción de lo desagradable y a sustituir el mundo real por un mundo imaginario hecho a la medida de sus fantasías, los comportamientos desviados pueden ser interpretados entonces como normales.

Asimismo, desde la filosofía, así como desde la buena prosa, Jordi Pigem escribe:

“Hijo de una megalópolis, intuyo que detrás de los edificios de hormigón queda el horizonte, que bajo el asfalto yace la tierra viva y más allá del aire contaminado el cielo pródigo en mitos y astros. Tras el ruido de los motores imagino el canto de los pájaros, y la lluvia ácida en las aceras me hace evocar ríos y lagos. Pero al calor de la tele oigo los cuentos modernos y así ignoro que algo se me ha perdido”. En la misma dirección apuntaba el científico James Lovelock a finales de los años ochenta, con no poca lucidez:

A medida que creció la población también aumentó la proporción de la misma forzada a seguir una vida urbana fuera del contacto con la naturaleza. (…) ¿Cómo podemos reverenciar el mundo vivo si ya no podemos oír la canción de un pájaro entre el ruido del tráfico u oler la suavidad del aire fresco? Si el lector piensa que esto es una exageración recuerde la última vez que se estiró en un prado bajo la luz del Sol y olió la fragancia del tomillo y oyó y vio cantar y volar las alondras. Piense en la última vez que miró al negro azul oscuro del cielo aunque suficientemente claro para ver la Vía Láctea, la congregación de estrellas, nuestra galaxia. La atracción de la ciudad es seductora. (…) Muchos de nosotros estamos atrapados en este mundo de la ciudad, una comedia de enredo interminable, y a menudo jugamos el papel de espectadores, no el de actores. Es interesante tener comentaristas sensibles como Sir David Attenborough que lleva el mundo natural con sus imágenes de bosques y vida salvaje a las pantallas de la televisión de nuestras habitaciones suburbanas. Sin embargo, la pantalla de televisión solo es una ventana y raramente lo suficientemente transparente como para poder ver el mundo real de Gaia. La vida de la ciudad refuerza y corrobora la herejía del humanismo, la devoción narcisista a los intereses exclusivamente humanos. (…) Como especie que casi hemos renunciado a pertenecer a Gaia y hemos dado a nuestras ciudades y a nuestros países los derechos y las responsabilidades de la regulación ambiental, luchamos para mantener las relaciones de la vida urbana aunque todavía suspiramos por el mundo natural. Queremos ser libres para conducir nuestro coche en el campo o en las zonas silvestres sin contaminar cuando lo hacemos. Queremos comernos el pastel y conservarlo. Aunque semejante esfuerzo puede ser humano y comprensible, es ilógico.

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Finalmente, otro experto en la materia, si no el principal, es Lewis Mumford22, al que vuelvo a citar a modo de conclusión:

Se abrían dos caminos para la cultura humana, una vez traspuesta la fase que se alcanzó con la comunidad neolítica, a saber, el camino de la aldea o el camino de la ciudadela; o, para decirlo en términos biológicos, el simbiótico y el voraz. No se trataba de opciones absolutas, pero señalaban diferentes direcciones. La primera era la senda de la cooperación voluntaria, de la mutua adaptación, de la comunicación y la comprensión más amplias: su resultado sería una asociación orgánica, de naturaleza más compleja, en un nivel más alto que el ofrecido por la comunidad aldeana y sus tierras vecinas. La segunda era la de la dominación voraz, que llevaría a una despiadada explotación y, con el tiempo, a un debilitamiento parasitario: el camino de la expansión, con su violencia, sus conflictos y sus angustias, que convertiría a la ciudad misma en un instrumento, como bien observa Gordon Childe, para la “extracción y concentración del excedente”. Esta segunda forma ha dominado, en gran parte, la historia urbana hasta nuestra propia época, y en no poca medida explica el cercamiento y el derrumbe de una civilización tras otra. (…) Nuestra civilización actual es como un gigantesco automóvil que avanza por un camino de una sola mano a una velocidad cada vez mayor. Por desgracia, tal y como ahora está construido, este auto carece de volante y de frenos, y la única forma de control que puede ejercer el conductor consiste en hacer que el auto marche más ligero, si bien, en su fascinación por la máquina y su compromiso de alcanzar la más alta velocidad posible, se ha olvidado por completo del propósito del viaje. Este estado de sometimiento abyecto a los mecanismos económicos y tecnológicos que ha creado el hombre moderno se oculta curiosamente bajo los rótulos de progreso, libertad y dominio de la naturaleza por el hombre.

Algunas alternativas prácticas:

Abraza la Tierra: Proyecto de Cooperación Interterritorial para facilitar la

Acogida de Nuevos Vecinos - Emprendedores. Instituto Permacultura Montsant: una escuela de aprendizaje práctico de

permacultura. Movimiento de Iniciativas de Transición. Pueblosocial: repoblación de pueblos abandonados. RIE: Red Ibérica de Ecoaldeas. Sunseed: Proyecto Medioambiental en Almería. Taller Karuna: cómo hacer una casa de paja, ser autosuficiente y tener libertad. WWOOF (World-Wide Opportunities on Organic Farms). Voluntariado ideal

para jóvenes con pocos recursos.

22 Mumford, 1961.

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Bibliografía: Beinstein, Jorge. 1999. La larga crisis de la economía global, Ediciones Corregidor, Buenos

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