Valores y antivalores. rosario anzola

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VALORES Y ANTIVALORES Rosario Anzola odo valor tiene una polaridad, por eso podemos hablar de antivalores o contravalores. Los valores, como ya hemos visto, implican una reacción del individuo (aceptar/rechazar) y conducen a una acción manifiesta (actitudes/conducta). Están sujetos a una jerarquía que depende de la edad del individuo, de su experiencia vital y de su entorno social y natural. Partiendo del principio que conceptualiza a los valores como convicciones razonadas a los valores como convicciones razonadas de que algo es bueno o malo, propio o impropio, adecuado o inadecuado, para alcanzar la armonía de la interrelación yo, los otros y el entorno, se denomina entonces antivalor a todo aquello que dificulte o impida esta interrelación armónica. Recapitulando acerca de la evolución de la conciencia moral y de la necesidad del hombre de poner orden al caos, este orden se inicia con elementales hábitos de convivencia y sobrevivencia, a través de los cuales se ponen de manifiesto las actitudes. Cuando los hábitos pasan a la categoría de normas, ya conforman el nivel colectivo de un valor. Existen dos elementos insustituibles para que hábitos, actitudes, normas y valores se afiancen: la constancia y la voluntad. Ambas están sujetas al proceso de formación o educación, el cual se inicia desde los primeros días de un recién nacido. Controlar instintos y pasiones, domeñar los impulsos y posponer las gratificaciones deben ser el punto de partida de la educación de los valores. Si un niño de un año toma un adorno de vidrio para arrastrarlo por el suelo, pues, quiere explorarlo y jugar con él, lógicamente y por razones de peligrosidad, el adulto se lo quita. Vuelve el niño a tomarlo, pues, no entiende la noción de peligro y, además, no ha saciado su curiosidad. Ahí se desata una oportunidad irrepetible. Si el adulto pone límites, -con firmeza-, le quita nuevamente el adorno y le expresa su definitiva decisión de no dejar que lo vuelva a tomar, aun cuando la secuencia podría rebobinarse varias veces, si aquél actúa con perseverancia, el niño terminará por comprender que no puede ni debe hacerlo más. No vale esconder o guardar el objeto. Si –por inconsistencia- el dame y toma, seguido de unas veces sí y otras veces no, se convierte en un juego, el niño no sabrá a qué atenerse. Insistirá en tomar el adorno para arrastrarlo por el piso y no aprenderá a controlar sus impulsos. T

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VALORES Y ANTIVALORES

Rosario Anzola

odo valor tiene una polaridad, por eso podemos hablar de antivalores

o contravalores. Los valores, como ya hemos visto, implican una reacción del individuo (aceptar/rechazar) y conducen a una acción manifiesta (actitudes/conducta). Están sujetos a una jerarquía que depende de la edad del individuo, de su experiencia vital y de su entorno social y natural. Partiendo del principio que conceptualiza a los valores como convicciones razonadas a los valores como convicciones razonadas de que algo es bueno o malo, propio o impropio, adecuado o inadecuado, para alcanzar la armonía de la interrelación yo, los otros y el entorno, se denomina entonces antivalor a todo aquello que dificulte o impida esta interrelación armónica. Recapitulando acerca de la evolución de la conciencia moral y de la necesidad del hombre de poner orden al caos, este orden se inicia con elementales hábitos de convivencia y sobrevivencia, a través de los cuales se ponen de manifiesto las actitudes. Cuando los hábitos pasan a la categoría de normas, ya conforman el nivel colectivo de un valor. Existen dos elementos insustituibles para que hábitos, actitudes, normas y valores se afiancen: la constancia y la voluntad. Ambas están sujetas al

proceso de formación o educación, el cual se inicia desde los primeros días de un recién nacido. Controlar instintos y pasiones, domeñar los impulsos y posponer las gratificaciones deben ser el punto de partida de la educación de los valores. Si un niño de un año toma un adorno de vidrio para arrastrarlo por el suelo, pues, quiere explorarlo y jugar con él, lógicamente y por razones de peligrosidad, el adulto se lo quita. Vuelve el niño a tomarlo, pues, no entiende la noción de peligro y, además, no ha saciado su curiosidad. Ahí se desata una oportunidad irrepetible. Si el adulto pone límites, -con firmeza-, le quita nuevamente el adorno y le expresa su definitiva decisión de no dejar que lo vuelva a tomar, aun cuando la secuencia podría rebobinarse varias veces, si aquél actúa con perseverancia, el niño terminará por comprender que no puede ni debe hacerlo más. No vale esconder o guardar el objeto. Si –por inconsistencia- el dame y toma, seguido de unas veces sí y otras veces no, se convierte en un juego, el niño no sabrá a qué atenerse. Insistirá en tomar el adorno para arrastrarlo por el piso y no aprenderá a controlar sus impulsos.

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Supongamos que otras historias similares se suceden bajo estos esquemas a lo largo de la educación de un niño. El pequeño formado con una disciplina lógica, respetuosa y perseverante, podrá el día de mañana controlar sus emociones e impulsos, y entenderá a cabalidad las nociones éticas. El otro, sin las posibilidades de control, se convertirá en un individuo centrado en sí mismo y en sus propios deseos y pasiones. Será incapaz de dominar sus emociones y aficiones compulsivas, y con reales dificultades para entender las nociones éticas. En un caso se gestó un valor, en el otro, un antivalor. Con el tiempo, el hábito elemental –inducido y orientado- evoluciona hacia la convicción. Vale decir que se ejerce realmente un autoconocimiento: conducirse o portarse bien, no por el premio o castigo, sino porque hay un convencimiento de que es lo mejor, lo correcto, lo esperado, lo respetuoso, lo digno, con uno mismo y con los demás. Si bien es cierto que la educación moral está justificada por el nuevo ordenamiento mundial y por la tendencia a la globalización, también lo es que el ser humano contemporáneo está sometido indiscriminadamente, como consecuencia de esta misma cohesión de culturas y de la estandarización de pensamientos y actitudes, a la intervención de otros modelos de formación. Éstos no son ni la familia ni la escuela. Son -¿por qué no decirlo?- tanto o más poderosos en su poder de influencia. Los medios de

comunicación, las redes de informática y la industria publicitaria, marcan el ritmo del “avance” civilizatorio. No se trata de caer en posiciones extremas, ni de negar los indudables beneficios que los adelantos proporcionan a la humanidad. Se trata sí de estar atentos a su exceso y su influencia para colocar las incidencias en su justo lugar. Las tendencias y criterios frente a los hábitos de consumo, la creación de necesidades, la moda, los lenguajes (discursos orales, escritos, visuales, auditivos, gestuales, actitudinales, etc.), los símbolos y estereotipos de estatus, fama, poder y triunfo, se instalan en la conciencia del ser humano y condicionan definitivamente su conducta individual y social. Un ejemplo concreto lo constituye la consideración de la violencia como medio para solucionar problemas. Desde las comiquitas “más inofensivas”, las películas promocionadas como “para toda la familia”, hasta los juegos de videos, se centran –en una gran mayoría de casos- en eliminar, desaparecer, aniquilar –con espectacularidad de inimaginables efectos especiales- al oponente y superar los conflictos, a través de iguales e indignas opciones. Nuestros niños se han ido acostumbrando a los “horrores”, como parte divertida de la vida. Recuerdo que en la, casi reciente, guerra del golfo veía (en vivo) por televisión el reporte que mostraba a varios niños tratando de colocarse –con el miedo sembrado

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en sus caritas- las máscaras antigases, ante la inminencia de un bombardeo de misiles. Yo seguía muy conmovida las escenas al lado de uno de mis sobrinos, entonces de 7 años, quien impresionado ante mi asombro, ingenuamente me comentó: ¿Qué pasa? No pasa nada. ¿No ves que no hay ni saaaaaangre, ni cabezas volando por el aire, ni candela, ni cuerpos rotos?

Obviamente me conmoví aún más. El comentario de mi sobrino se convirtió –para mí- en una tragedia tan impactante como la que acababa de ver en la televisión. Acto seguido, escribí el ensayo Monstruos, villanos y antihéroes, los protagonistas de hoy. Ahí destaco la responsabilidad de quienes dirigen, manejan y crean, estos patrones de comunicación o diversión o nuevas formas de aprendizaje, el manejo del nuevas formas de aprendizaje, el manejo del “bien acomodaticio”, de la espectacularidad del sufrimiento, la entronización de las patologías humanas y la consecuente insensibilización de los receptores de estos mensajes; al igual que la creciente necesidad de emociones y sensaciones cada vez más intensas, ante la anestesia del respeto y la dignidad.

En el texto mencionado expongo los estereotipos que predominan en los diferentes discursos mediáticos:

1. La violencia como vía aceptable para resolver los conflictos.

2. El sexo como recurso para obtener bienestar material.

3. La “virtud” como medio para obtener provecho (premio, botín, fama, etc.)

4. La burla como diversión. 5. La trampa, el engaño, la

falsedad, como signos de viveza e inteligencia.

6. El egocentrismo antes que la solidaridad.

7. El azar como parámetro para obtener calidad de vida.

Por último, vamos a referirnos a la tesis expresada por Enrique Rojas, ya en 1992. Dicho estudio se expone en su libro, “El hombre light”, subtitulado Una vida sin valores. Rojas define al hombre light como: _____________________________________________ …un sujeto que lleva por bandera una tetralogía nihilista: hedonismo - consumismo permisividad -relatividad. Todos enhebrados por materialismo. 1 _____________________________________________ Por lo tanto, el perfil psicológico de este sujeto es el siguiente: • Más o menos informado, pero sin

formación humanística. • Pragmático, frívolo y superficial. • Sin firmeza de convicciones y, por

lo tanto, muy manipulable. • Sin criterios sólidos en su conducta. • Aséptico, insensible, frío e

indiferente ante los problemas de los otros.

• No se ocupa, ni se preocupa por los demás.

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La ausencia de vínculos convierte a este estereotipo en un ser egocéntrico sin compromiso con los ideales. Representa –por calificarlo de algún modo- la negación del hombre pro-social. Su vacío moral es sustentado por los antivalores ya mencionados. El materialismo lo hace creer que el reconocimiento es para quien gana mucho dinero; que la trascendencia se asegura con poder y fama; que la felicidad se reduce al placer y el bienestar, es decir a pasarla bien a costa de lo que sea; que la libertad se concentra en poseer y gastar, gastar y poseer. Y… lo más desvirtuado: no hay prohibiciones, ni restricciones, todo es válido, todo está permitido, todo depende y todo es relativo. Enrique Rojas habla de que el “relativismo” es otro nuevo código ético, donde el bien y el mal, lo bueno y lo malo, son acomodaticios y dependen de lo que mejor convenga al individuo, sin importar las consecuencias. También se refiere a una nueva ética fundamentada en la estadística, que viene a sustituir a la conciencia, por aquello de que es válido lo que dice la mayoría. En el lenguaje se dan muchos errores que son aceptados por lo que se denomina “la fuerza del uso”. De esta forma la gente se acostumbra a escuchar o a leer o a escribir una palabra o frase gramaticalmente incorrecta, pero… como todo el mundo la dice así… ¿Qué le vamos hacer? De igual manera este relativismo ético conduce a tolerar, y aceptar y ejercer actitudes y conductas reñidas

con lo que han sido, por los siglos de los siglos, los principios que rigen la dignidad del hombre y el orden social. Asi como el ejemplo gramatical, también hemos escuchado atónitos cómo, ante algún descalabro conductual o actitudinal, las justificaciones: “como todo el mundo lo hace…” o “con esto no hago daño a nadie y si me hago daño a mí mismo, ése es mi problema”. También causa estupor, la reacción envasiva ante las complicaciones ajenas, con la muletilla de “ese no es mi problema, eso no es asunto mío”; indicaciones de muchos libros y talleres de crecimiento y superación personal, que aplicadas literalmente transforman al individuo en eso que llamamos “hombre light”. Vale la pena detenernos por un momento en el siguiente texto de Don Miguel de Unamuno, el cual muestra con una metáfora la que significa abordar la educación en valores, cuando se trata de niños. _____________________________________________ Se dice, y acaso se cree, que la libertad consiste en dejar crecer una planta, en no ponerle rodrigones, ni guías, ni obstáculos; en no podarla, obligándola a que tome ésta u otra forma; en dejarla que arroje por sí, y sin coacción alguna, sus brotes y sus hojas y sus flores. Y la libertad no está en el follaje, sino en las raíces, y de nada sirve dejarle al árbol libre la copa y abiertos de par en par los caminos del cielo, si sus raíces se encuentra, al poco de crecer, con dura roca impenetrable seca y árida o con tierra de muerte.2

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1 Rojas, Enrique. (1994). El hombre light, Una vida sin valores. Madrid 2 Unamuno, Miguel de. (1977). Educación de la sensibilidad en el niño 6ta. Edición. Madrid: Aguilar p. 158