Vanguardia Relato Corto
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1
~ 03:11 ~
El café aún humeaba en la taza que su hermana le regaló el pasado
cumpleaños. Le gustaba su sabor amargo y detestaba la taquicardia que le producía.
Pero a veces… era necesario para mantenerse en pie. El calor azotaba la provincia
sureña desde que era niño, y eso siempre le entorpecía cuando debía permanecer
atento. Fax, mail, sms, whatsapp, Facebook... todo un mar efímero de información
que un día estuvo al alcance de la mente del hombre, y que ahora puebla el aire que
respira, como entes abstractos y sintéticos.
Una mosca sorteaba las aspas del ventilador de madera barnizada mientras
Martín terminaba de leer el último mail de aquel día. Pensativo tras la última frase,
miró su reloj: las tres y once. Siempre las tres y once. Era un reloj desfasado, de otra
época. Un abuelo de la mecánica. Un trabajo artesano, hecho con el corazón y con
el sudor de los que construían con sus nudillos el presente que ya olvidamos. Las
tres y once. Devolvió la mirada a la pantalla del ordenador. Pero el cursor le
esperaba, titilante sobre el fondo blanco. – Aún no es su momento- pensó Martín, y
cerró la bandeja de entrada. Seleccionó la orden de apagado, y mientras el software
iba cerrando los programas pendientes, acarició de nuevo la foto de su mujer tras el
cristal del marco.
Julia…
Una punzada en la nuca le hizo cerrar los ojos de golpe. El mareo volvía una
vez más, y se aferró fuertemente el marco del cuadro mientras respiraba hondo. –
Ahora no, no puedo, tengo cosas que hacer-. Su cuerpo pesaba y se volvía angosto
para su mente. Su mente frenaba y se volvía pegajosa para su espíritu. Tanteaba en
su interior buscando suelo firme, y al final… la calma se hizo presente. Varios
destellos surcaron su oscuridad. –Ahora no, de verdad que lo siento, pero llego
tarde-. Martín dirigió el enfoque de su mente con todas sus fuerzas hacia el aire que
respiraba.
- Inspiro… Julia, su sonrisa y las niñas en el parque.
- Expiro… mi hermano Juan y el poker de los jueves.
- Inspiro… mi madre, dándome la merienda antes del futbol.
- Expiro… tras la puerta del sótano, escuchando a papá con sus compañeros.
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Martín abrió los ojos. El calor seguía rodeándole. Su reloj mudo seguía
sonriéndole con las tres y once. Tomó la taza de café entre sus manos y comenzó a
beberla a sorbos. Tranquilo pero sin pausa. Llegaba tarde… o tal vez no… pero lo
que sí sabía era que tenía que ponerse en movimiento. Tomó su corbata del
respaldo de la silla y comenzó a anudársela mientras repasaba la habitación. -Todo
está en orden. Julia lo habría querido así -. Reparó en la pitillera de su juventud, que
ahora servía de pisapapeles en su escritorio. -¿Cuántos años me habrás quitado?- se
preguntó Martín sonriendo - ¿cuántos más me habrías robado de no ser por ella?.
Pero un zumbido agudo le sacó de su recuerdo. –Bueno ¿y ahora qué?-
susurró Martín incómodo. Su pierna derecha comenzó a notar un pequeño aumento
de temperatura. Soltando la corbata con su nudo perfectamente acabado, introdujo
su mano derecha en el bolsillo buscando aquel viejo amigo. Era frío al tacto, pero
irradiaba calor. Ligero como una concha pese a su apariencia metálica y brillo
irisado. Julia siempre decía que ese sonido le hacía parecer un escarabajo de
hojalata, con complejo de zángano.
Colocó el objeto sobre su corazón y dirigió su atención hacia él. Cuando el
calor llegó al centro de su pecho, se lo colocó en la sien derecha y cerró de nuevo
los ojos. –Parece que si no son unos, sois otros- pensó Martín un tanto molesto. Sin
más preámbulos, sus ojos comenzaron a vibrar dentro de sus cuencas. Cualquier
médico habría afirmado que estaba entrando en fase R.E.M… pero no era así.
El reloj de la pared prosiguió su inexorable vida durante cuatro minutos más,
hasta que la taza de café dejó de contribuir al calor del ambiente. Dos lágrimas
resbalaron por la mejilla de Martín. Sus párpados se abrieron y buscó con su mano
izquierda el pañuelo de su bolsillo, para enjuagarse las siguientes que esperaban
seguir el camino de sus hermanas. Con manos temblorosas envolvió el “escarabajo
de Julia” dentro del pañuelo, para ponerlo después en el suelo con sumo cuidado. –
Mi esperanza es fuerte, y mi voluntad aún más firme. No desistiré mientras este
cuerpo albergue fuerzas para continuar. Darme un hombre justo, y lo acompañaré
hasta su gloria-. Dicho esto, volvió a erguir su postura frente a la ventana y pisó con
fuerza el pañuelo mirando el cielo carente de nubes. Su cuerpo permaneció por
unos segundos tenso y concentrando la rabia sobre su talón. Las voces de unos
niños rompían juguetonas el silencio, desde el parque de enfrente.
Nada ni nadie le haría renunciar a su misión. Martín se agachó decidido para
recoger los restos de aquel artefacto, que pese a estar protegidos por la tela del
pañuelo, despedían un intenso olor a huevo cuajado y óxido. Cogió su chaqueta del
respaldo de la silla y se acercó a la ventana mientras se abrochaba los botones. Los
niños que escuchó a lo lejos, permanecían sentados jugando con sus móviles; reían
mostrando sus pantallas los unos a los otros. A unos metros de ellos, una niña con la
camiseta manchada de chocolate pateaba una pelota deshinchada contra un árbol.
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Pero enseguida decidió dejar a un lado su juego cuando escuchó el piar de un
pequeño pajarillo claramente molesto.
Martín cogió todos sus objetos personales y se encaminó hacia la puerta
principal. Dispuesto a salir, escuchó una estática, como si fuera un hilo musical o la
propia banda sonora de su vida, pero con una tonalidad tan monótona como el
sonido del televisor roto de su abuelo. Se asomó por la pequeña ventana lateral de
la puerta mientras agarraba el pomo. El semáforo de su calle frenaba en rojo la
circulación de los escasos vehículos del barrio residencial. Esperó unos minutos.
El riego automático devolvía la frescura al césped de su entrada. Aguardó un
momento más escuchando su reloj mental interior. Uno, dos, tres… silencio…
ahora sí!. Salió de la casa y el semáforo se puso al instante en verde. Al caminar por
la acera se le cruzó la chiquilla jugando con su pelota. De cuero nuevo brillante al
sol. Tan solo su camiseta blanca e inmaculada era capaz de competir con ella. Martín
cruzó el parque acercándose lo más posible a los aspersores. Cualquier otra persona
se habría apartado un metro más, pero él necesitaba mojarse los zapatos.
Sin parar de caminar, sacó el pañuelo del bolsillo y dejó caer los fragmentos
del material perlado sobre la hierba. Caminó de frente hasta detenerse en el paso de
peatones. Y una vez allí, se unió con movimientos mecánicos a la danza anestesiada
del resto de viandantes. Contraseña, desbloqueo, menú… el móvil confirmó el
envío del sms: “Estoy en camino”. Martín agitó sus dedos simulando juguetear con
las aplicaciones, mientras levantaba la vista moviendo sólo los ojos. El resplandor de
los cristales se iba diluyendo bajo el agua, ante la atenta mirada del gorrión en el
árbol, y a las espaldas ciegas de sus vecinos.
4
~ Buena Ventura ~
Una dirección. Una calle y un número. “Pregunte por Don Feliciano López”,
rezaba el último mensaje que había recibido en el móvil, junto con la hora de la cita.
No estaba nervioso, pues no era su primera vez, pero Martín sentía que algo se
aproximaba de forma inexorable a su vida, y a la vida de todo ser humano en la
Tierra. ¿Tendría que ver con aquella petición? ¿Estaría acaso relacionado de algún
modo?... las dudas le acechaban en cada esquina de su conciencia, así que acudió al
recuerdo de su pupilo virtual Armando: “ningún copo de nieve cae nunca en lugar
equivocado”. Aunque Martín siempre prefirió el viejo “Dios proveerá” que tantas
veces le acompañó en la desdicha y las nieblas del camino.
El conductor del autobús dio un frenazo repentino y una mujer con sus dos
hijos se abalanzaron sobre Martín, sometidos a la inercia. –¡Disculpe caballero!- dijo
la madre avergonzada arreglándose la ropa –niños pedirle perdón al señor-.
- Sentimos lo ocurrido señor- corearon ambos hermanos al unísono.
- No os preocupéis, no ha sido nada. El tráfico en esta ciudad es un
descontrol- dijo Martín restando importancia a lo sucedido –pero yo de ti, me
preocuparía más por la carátula que se te ha caído, no te la vayan a pisar-. El mayor
de la pareja miró al suelo y recogió al instante lo que Martín le señalaba.
–Gracias señor-.
- De nada pequeño – dijo Martín observando el título de la portada: “NO
TAXI”. –No Taxi….- repitió internamente. El autobús arrancó y avanzó unos metros
más hasta estacionarse cerca de lo que parecía una parada de taxis completamente
vacía. Probablemente ya en desuso por el barrio en el que se encontraban. De no
ser por aquella cita, Martín no pasaría por aquel lugar, ni siquiera de día.
Las puertas del autobús se abrieron y el aire polvoriento cubría la ausencia de
coches del lugar. “No taxi…” y la gente comenzaba a subir y bajar mientras el ruido
del motor seguía su soniquete decadente. - No taxi…Dios proveerá- susurró Martín.
Tras unos segundos dio un salto y logró bajar del autobús antes de que. La decisión
fue tan ajustada, que una parte de su chaqueta quedó atrapada entre las puertas, y
tuvo que dar un fuerte tirón para liberarla. El autobús cerró también la puerta
delantera y comenzó a avanzar lentamente, buscando poder reincorporarse a la
circulación.
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Martín levantó la vista y observó detrás de los cristales a una anciana
demasiado alta para su edad, acompañada de un hombrecillo muy bajito con ojos
saltones. Ambos le miraban atónitos mientras caminaban hacia la parte de atrás del
autobús. Acto seguido, sacaron sus teléfonos móviles y comenzaron a hablar
tapándose la boca y manteniendo su mirada en Martín.
– Gracias…- se dijo para sus adentros. Pese a no conocerles, Martín sabía
que uno nunca puede fiarse. Se sentó en el bordillo de la acera para calcular si aún le
era posible llegar a la cita. Lo más práctico sería esperar al siguiente autobús para
continuar pese al retraso. Pero a los pocos minutos, dos coches blancos se
detuvieron en fila mientras Martín se incorporaba. - ¿Buenos días, a dónde le llevo
caballero?-. Martín sonrió y subió al primero de los taxis. Sacó el móvil y le indicó al
conductor la calle y número que tenía como destino. -Ah sí, creo que es el hospital
geriátrico Buena Ventura, está en las afueras, pero desde esta parte de la ciudad, no
serán más de quince minutos-.
El chofer arrancó y Martín comenzó a recordar las palabras de su maestro:
piedra, agua y acero. Solidez ante la agresión, temple frente al fuego y acción frente
al necio recio. Los tres pendones del estandarte de un guerrero. – ¿Qué será esta
vez? ¿Me estaré haciendo mayor para estas cosas?-. Avanzaban por calles cada vez
menos pobladas, pero seguía sin reconocer nada de lo que veía.
Veinte minutos más tarde llegaron a su destino, y un gran edificio antiguo de
piedra se erguía ante su llegada. Bajo el sol de aquel día, los desperfectos y grietas
de la fachada eran más que patentes. – Nunca dejaré que me encierren en un lugar
así- se dijo Martín. Aunque para su desgracia, no era la primera vez que frecuentaba
un lugar similar. La entrada estaba adoquinada de forma chapucera, y desentonaba
totalmente con el amplio recibidor marmóreo del interior. Una mujer de mirada
amigable le atendió tras el mostrador:
- Buenas tardes, ¿puedo ayudarle en algo?.
- En realidad sí, vengo a ver a mi tío- mintió Martín – Don Feliciano López.
Pero no recuerdo el número de la habitación, sepa disculparme –.
-No se preocupe caballero- dijo la recepcionista tecleando rápidamente- el
ordenador dice que es la 272. Le queda una hora del horario de visitas de hoy. Que
tenga un buen día.
- Gracias a usted…mmmm- dijo Martín mirando la chapa de metal sobre la
solapa - Margot… muchas gracias por su atención y amabilidad.
Tras acabar las fórmulas de cortesía, Martín se dirigió al ascensor con paso
decidido para evitar sospechas. Pulsó el botón de llamada y consultó una vez más la
6
hora mientras esperaba. Las tres y once. Después de veinte años ya no le
sorprendía. Era como si las manecillas de aquel reloj se hubieran oxidado con el
tiempo. Pero aquel día era distinto. Podía notarlo en su piel, sentirlo en su pecho y
olerlo en el ambiente. Algo importante se estaba fraguando. Aunque no tenía ni
remota idea de qué era.
La puerta del ascensor se abrió, y en su interior, había una anciana sonriente
y muy curtida por los años. Las profundas ojeras y el color ceniza de su tez
denotaban una vida enganchada a la nicotina como poco, y una angina de pecho
más que probable. Martín la saludó musitando unas palabras en voz baja pero
aquella abuelita se limitó a sonreírle de forma un tanto artificial y señalar con su
dedo el botón del último, piso sin decir una sola palabra. Martín asintió y girando en
redondo pulso tanto el de ella como el suyo. La mujer lo miraba fijamente
sonriendo, y Martín le miraba con el rabillo del ojo de vez en cuando, para después
devolverle la sonrisa. Los pisos iban pasando lentamente a través de la ventanilla
traslúcida de la puerta. –Al menos podrían haber invertido algo de dinero en
renovarlos, ¿no le parece?- comentó Martín – es cosa de seguridad…- pero la
anciana seguía sonriéndole y asintiendo.
A los pocos segundos, el ascensor se detuvo. Las luces parpadearon un par
de veces y las puertas se abrieron. Entraron tres personas más, que hicieron de
aquel espacio pequeño, algo minúsculo. Prácticamente podía oler la colonia del
cogote de cada uno. Siguieron ascendiendo piso a piso hasta llegar a la planta
número 6. Martín pidió permiso y salió del habitáculo despidiéndose sin mirar. A
cambio recibió una homogénea respuesta de voces masculinas.
Sus zapatos clásicos de cuero avanzaban por la planta de enfermos en
observación y el ambiente se iba haciendo cada vez más pesado. Sus oídos
comenzaban a descubrirle los sonidos escondidos entre los goteros y las camillas.
Los gemidos entre almohadas desteñidas. Plegarias a la virgen de hace veinte años y
los helados silencios de la transición al otro lado. Tanta información saturaba sus
sentidos, pero sobre todo su mente. Martín procuraba no tocar ningún objeto para
no empeorar aún más la situación. Desde una de las habitaciones salía un haz de luz
entre tanta penumbra. Un grupo de niños regalaba risas a su familiar encamado, y el
candor que despedían fue todo un oasis para el trayecto de Martín hasta la
habitación que buscaba. –Un hospital-, se dijo para sí mismo - ¿dónde sino iba a
estar?... 269, 270, 271…. y 272. Se detuvo unos momentos ante el marco de la puerta
y giró la vista hacia el gran ventanal del fondo del pasillo. –Tanta luz y a la vez tanta
sombra…- pensó Martín al ver las mustias plantas situadas bajo la cristalera.
Entrelazó sus manos frente al corazón y realizó una oración corta y simple. Abrió los
ojos y golpeó tres veces la madera con los nudillos.
Silencio.
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Llama de nuevo, esta vez golpeando cuatro veces más. Prácticamente tenía
aún pegada la mano en la puerta cuando un joven de unos veinticuatro años le miró
sonriente desde el umbral. Rasgos indígenas. Piel y pelo morenos. Vestía unos jeans
y una camiseta roja que publicitaba un refresco. En su cuello un crucifijo de madera.
En su oreja derecha un pendiente del mismo material y terminando lista de
complementos, un mala de ojo de tigre en su muñeca derecha.
- No estaba seguro de si realmente vendría- comentó el joven invitándole a
pasar dentro- pero aun así logré que tengamos unos treinta minutos antes de que
vengan mis padres- dijo el chico muy orgulloso de sí mismo. En la camilla, postrado y
totalmente sedado, se encontraba Don Feliciano López. Martín no le conocía por
ese nombre. De hecho era la primera vez que le veía en persona, que veía su cuerpo
físico, no le conocía ni en foto. Pero le conocía… por Dios que sí le conocía…
conocía su corazón, su espíritu y su misión. – Supongo que con eso tendrá tiempo
para todo el ritual y para usar sus herramientas…- dijo el pequeño hombre
entusiasmado y sacando a Martín de sus recuerdos, -si quiere puedo encender el
incienso que he traído y abrir la ventana para que…-
- Mírame a los ojos- interrumpió Martín de forma tajante pero relajada –
siéntate, cálmate y procura no olvidarte de respirar-. Dicho esto, se encaró hacia
Don Feliciano y se acercó hasta su cabeza. Comenzó a reconocerle lento pero sin
pausa. Le miró los ojos, la piel, los labios. Le olió el aliento y la oreja. Colocó sus
dedos en su cuello mientras le ordenaba al chiquillo que mirase el reloj y le avisara
cuando hubiera pasado medio minuto. Mientras le tomaba el pulso, observó de
nuevo su reloj: las tres y once. Tras comprobar que el pulso coincidía con el que
marcaba una de las máquinas que cableaban a su amigo, Martín colocó su mano
derecha en la cabeza de Feliciano y con la izquierda comenzó a surcar el aire que
rodeaba al anciano a un palmo de distancia. Al llegar a la altura del ombligo, el
sonido de la megafonía del hospital y las conversaciones de fondo comenzaron a
oírse más lejos aún si cabe. Martín sintió un pequeño bajón de tensión y se aferró
rápidamente a los bordes de la cama. Cuando se sintió con fuerzas de nuevo, se
separó de la camilla para sentarse en una silla próxima. Cerró los ojos y respiró
profundamente. – Esto no es normal- pensó –no tiene fuerza como para causarme
un efecto tan físico… algo más está ocurriendo, y lo que quiera que sea me está
drenando-. Martín se levantó de nuevo de la silla y se dirigió pensativo hacia la jarra
de agua que había sobre la mesa.
- ¿Se encuentra bien maestro?-.
- No te preocupes pequeño, no hay peligro, pero aléjate de nosotros hasta
que acabe- dijo Martín llevándose el vaso con agua hacia la boca –parece que hoy no
estoy teniendo mi mejor día-. Colocó el vaso vacío sobre la mesa y se acercó de
nuevo hasta la camilla. Extendió una mano hasta taparle los ojos al viejo mientras le
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colocaba la otra sobre el ombligo. Sus labios comenzaron a moverse rápida y
silenciosamente. El chiquillo no apartaba la mirada de Martín, no quería perderse ni
un solo detalle. Esa oportunidad era única, y muy probablemente no volvería a
repetirse en esta vida. La oración cesa, y sólo hay silencio. Silencio dentro y silencio
fuera. Sólo hay silencio.
9
~ Planta 13 ~
El joven Armando sólo alcanzaba a escuchar su propio corazón. Tener al
maestro ahí de pie. Atendiendo su petición… le resultaba tan emocionante… pero a
la vez tan distante… pareciera que todos estos últimos años intercambiando
correspondencia electrónica no habían servido realmente para acercarles a nivel
personal. Pero Armando le conocía él, y se conocía a sí mismo, probablemente todo
esto no fuera más que parte de su basura mental porque en ese instante, lo que
verdaderamente primaba era su abuelo. Mientras seguía dándole vueltas a su
relación con Martín, observó cómo el ritmo cardiaco y la temperatura ascendían
ligeramente en la pantalla del monitor. Seguramente ocurrió tan sólo en un
intervalo de diez segundos, pero la diferencia fue tan clara y sostenida, que para
Armando fue algo muy real, y un detalle más a archivar en su memoria. Un minuto
después, Martín colocó una mano en el corazón de Don Feliciano y la otra en el suyo
propio, permaneciendo así durante unos instantes. En ese tiempo, las facciones de
Martín se relajaron y adoptaron un talante mucho más amigable y sereno. Nada que
ver con el ceño fruncido y las gotas de sudor que anteriormente resbalaron por sus
sienes, cuando su mano estuvo en el ombligo del abuelo. Ahora no, ahora todo era
paz y serenidad. Todo volvía a la calma, de corazón a corazón. Martín abrió de
nuevo los ojos y se giró hacia el chico.
Armando sintió cómo su estómago se encogía y su garganta se llenaba de
emoción. - Todo está hecho…- dijo Martín. Aquellos ojos… la mirada de su maestro
había cambiado por completo. Podría fantasear incluso con que sus ojos eran más
azules que cuando entró por la puerta, aunque probablemente debía estar
influenciado por todo lo que estaba sintiendo aquella tarde con la visita de Martín.
Pese a todo… su mirada era inequívocamente diferente. Sus ojos sonreían
plácidamente, como una madre que mece a su bebé por primera vez. Su sonrisa le
recordó a las tardes de abril que pasó viendo llover en casa de sus tíos en Francia. Y
sus palabras… simples y directas, pero cargadas de una energía que sólo la quietud
de un rayo de sol la niebla podría igualar.
- Espera aquí a que vuelva tu familia. Supongo que querrás charlemos un
rato, así que he pensado en invitarte a un café- y dicho esto, Martín salió por la
puerta de la habitación sin atender a lo que Armando pudiera decirle.
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Fue un caso sencillo, pero inusual. Algo así no debería postrar a alguien en la
camilla de un hospital, y menos a alguien como Feliciano. Algo o alguien debe estar
interfiriendo el enlace con su Ser y le ha impedido verlo.
Martín se aproximó de nuevo a las puertas del ascensor y pulsó el botón de
llamada. Mientras esperaba, observó cómo se iban iluminando los números de las
plantas por las que aquella vieja caja de metal iba pasando. Curiosamente el último
número, la planta 13, permanecía encendido mientras la cuenta atrás llegaba a su
fin. Las puertas se abrieron y allí estaba de nuevo aquella anciana desaliñada y
tremendamente sonriente. Ese tipo de comportamiento debía ser la causa de la
extraña sensación que sentía cuando estaba junto a ella. La verdad es que a Martín
le resultaba algo desconcertante. Repitiendo sus acciones como un autómata,
volvió a señalarle el piso número 13 mientras le sonreía. Martín accedió y pulsó de
nuevo el número 13 y la planta cero. Al cerrarse las puertas, ambos quedaron
acompañados tan sólo por el ruido de los mecanismos localizados sobre el techo del
ascensor. La verdad es que esta vez la situación le estaba resultando un tanto
incómoda. Las luces volvieron a parpadear mientras un pequeño escalofrío recorrió
la nuca de Martín.
-Ufff!!!, vaya corriente hay en este “bendito cacharro”, ¿verdad?, ¿lo ha
notado usted también?- preguntó Martín mirando a su acompañante. Pero ella tan
sólo asintió sonriendo mientras se frotaba la nuca.
- Sí exacto, yo también lo he notado por ahí- dijo Martín con sonrisa
cómplice. La expresión perenne de aquella mujer no dejaba de incomodarle. Por
suerte el suelo dio un pequeño rebote. Planta cero. Las puertas se abrieron y Martín
se despidió de ella con un leve gesto y una sonrisa. Ella le correspondió de buen
grado. Comenzó a caminar hacia la salida, pero antes de llegar a la altura del
mostrador de recepción, giró la cabeza para mirar atrás, y vio cómo las puertas del
ascensor se cerraban mientras la anciana seguía despidiéndose de él con la mano. –
Pobrecilla…lo ha perdido todo… y se aferra a cualquiera que le preste atención-
pensó Martín acelerando el paso.
Al aproximarse a la recepción, Martín se detuvo unos segundos para
preguntarle a Margot si tenían cafetería en el hospital y dónde estaba. La mujer se
arregló el cabello y le indicó que efectivamente disponían de servicio de cafetería,
pero que a esta hora estaría seguramente abarrotada de visitas. Le aconsejó cruzar
la calle y bajar unos locales hasta la cafetería pastelería “dulce y tostado”. Le
aseguró una grata experiencia. Martín le dio las gracias por la información y se
dispuso a seguir las indicaciones de la recepcionista. Caminó hacia la derecha
recordando las innumerables conversaciones mantenidas con Armando por correo
electrónico. –Es una lástima que no pueda dedicarle más tiempo justo hoy que nos
hemos encontrado- pensó Martín siguiendo la fachada del hospital hasta llegar a la
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esquina. Cuando sobrepasó el edificio de fachada empedrada, giró su cabeza
extrañado porque algo tendido sobre el suelo llamó poderosamente su atención.
No por lo que era en sí, sino porque estaba justo delante de la entrada de urgencias,
y nadie se había percatado de ello. Bajo corriendo la cuesta de entrada para
ambulancias con el fin de socorrer a aquella persona y alertar al personal del
hospital. Conforme se acercaba le dio la impresión de que la persona se hubiera
quedado tendida en el suelo presa de un fallo cardíaco. Cuando estaba a unos
metros de distancia sus sospechas se convirtieron en evidencias… Cuando se
agachó junto al cuerpo pudo ver perfectamente el tono grisáceo de su piel. La
posición de la cabeza no dejaba lugar a dudas: el cuello estaba completamente roto.
Sus ojos estaban aún abiertos, con la mirada perdida hacia el asfalto. Y el último y
más importante de los detalles, seguía con aquella sonrisa… la anciana se levantó
del suelo enderezando su cabeza. Miró a Martín, y manteniendo su mueca alegre se
giró lentamente y comenzó a andar hacia la entrada de urgencias masajeándose la
nuca. Martín miró a su alrededor, pero no había nadie. Tras la cristalera de la
entrada, se veía a los pacientes en la sala de espera, pero ninguno parecía haber
visto nada.
Una sirena sonó a lo lejos denotando su llegada inminente. Dos enfermeros y
un médico salieron por la puerta y se quedaron esperando en la entrada. Uno de
ellos hablaba rápidamente por el teléfono móvil. No había transcurrido ni medio
minuto cuando la ambulancia irrumpió en la rampa de bajada a urgencias mientras
los tres especialistas y dos personas más, corrieron hacia la parte de atrás del
vehículo. Las puertas se abrieron y uno de los camilleros bajó de un salto. Martín
parecía hipnotizado con la escena que estaba presenciando cuando, sin previo
aviso, escuchó un fuerte golpe a sus espaldas que le hizo emitir un gemido ahogado.
Fue como si hubieran dejado caer un saco de cemento desde lo alto de un edificio
en obras.
Uno de los camilleros de la ambulancia escuchó su quejido y se acercó a
Martín. -¿Está usted bien?- le preguntó el joven fornido. Martín asintió con la cabeza
quitándole importancia mientras veía cómo a su derecha la anciana volvía a
levantarse repitiendo los mismos movimientos que hizo minutos antes. Sin embargo
el camillero, pese a estar a un metro de ella, no reaccionaba frente a su presencia.
En lugar de eso, giró sobre sí mismo, y corrió a ayudar al resto de compañeros con el
paciente atropellado.
- Ahora recuerdo porqué decidí dejar de acudir a hospitales- pensó Martín
forzándose a respirar más despacio – uno nunca acaba de acostumbrarse. Necesito
ese café…-.
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~ Café y un vaso de agua ~
Margot tenía razón. El café era delicioso. Los dos humeaban hermanados
frente a la presencia anodina de un tercer compañero de mesa. Martín pidió dos
cafés para llevar y un vaso de agua al llegar al establecimiento. La decoración
vintage y la música de los años 20 hacían de aquel rincón, un buen refugio para la
nostalgia y la tertulia. Su viejo reloj se debía sentir como en casa. Las tres y once. Las
camareras se movían afanosas por entre las mesas, sirviendo litros y litros de café,
acompañados de suculentas porciones de lo que a ojos de Martín, eran los mejores
postres de la ciudad. Dando otro sorbo de aquel brebaje reflexionó sobre lo
ocurrido. Feliciano postrado por el efecto de un Agregado. Algo ha debido afectar a
sus defensas naturales. Pero aparte de esto, lo que más le preocupaba era que algo
le estaba sucediendo también a él. No reconoció a la anciana en el hospital,
habiendo estado dos veces dentro de ese ascensor. Percibió el malestar como
cualquier otra persona no entrenada. Ese tipo de energías son muy palpables con
alguien con un poco de experiencia, y sin embargo, en esta ocasión falló. –Algo está
afectando mi vibración- sentenció Martín disfrutando de otro sorbo caliente. –No
puede ser el café…me ayuda a controlar mi nivel de percepción cuando se desata
en extremo, pero nunca me ha impedido mantener mi vibración media-.
La campanilla de la entrada sonó alegremente y Armando asomó la cabeza.
Dio un par de pasos hasta entrar por completo en el local y comenzó a otear cada
una de las mesas hasta que sus ojos se cruzaron con la sonrisa de Martín. Éste le
indico con la mano que se sentara frente a él y el chico avanzó rápido hacia aquella
silla, ampliando cada vez más las comisuras de sus labios.
- Muchísimas gracias- dijo Armando sentándose - nunca creí que fuera a
conocerle en persona. Ha sido todo un honor. Si hace un mes me hubieran dicho…
habría apostado incluso a que se estaban quedando conmigo… no se imagina lo
que me costó apretar el botón de “enviar” para que le llegase mi último mail. No sé
cómo puedo pagarle...-.
- Eso es sencillo- respondió Martín- si algún día puedes hacer algo similar por
otra persona, simplemente hazlo. Y espero que llegado el momento, no sea yo la
razón de que lo hagas- añadió guiñándole un ojo. –Bebe un poco de café, el tuyo
puede que aún esté caliente-.
13
- No sé yo si algún día podría hacer algo así…- dijo Armando apesadumbrado
– sinceramente me ha sorprendido cómo lo ha hecho… creí que podríamos tener
algún problema por si mi abuelo despertaba en medio del ritual, o si al utilizar los
inciensos ceremoniales pudieran colarse humo por debajo de la puerta hacia el
pasillo, y si las fórmulas de invocación se escucharían desde…-.
- Bebe este vaso de agua- dijo Martín cortando completamente el discurso de
Armando – bébelo lentamente y de un trago. Armando miró el agua sorprendido.
- Bueno eso de vaso….- bromeó simulando el tamaño con las manos.
- Tú bébetelo- ordenó Martín.
Armando obedeció y tragó de forma pausada y continua toda el agua. Al
principio fue fácil, pero el vaso era en realidad una jarra de litro, de esas que se usan
para las pintas dobles de cerveza. Tras beberse la mitad, Armando estaba
preocupado porque se quedaba sin oxígeno. Miró a Martín y éste le devolvió una
mirada implacable y directa, así que optó por cerrar los ojos, relajar la garganta y
tragar convirtiendo su laringe en una cascada. Confió en su propio cuerpo y su
mente le dejó tranquilo para realizar la pequeña tarea encomendada.
–Ya maestro – dijo dejando de nuevo el vaso sobre la mesa e inspirando
fuertemente varias veces.
- Muy bien ¿qué has ganado con esto?-.
- ...mmm no se- dudó Armando- ¿aplacar mi sed tal vez?-.
- No. Has ganado un recipiente vacío gracias a tu silencio mientras bebías. Y
no me refiero a la jarra. Hablas demasiado para lo poco que dices.
- Tiene razón maestro- dijo Armando agachando la cabeza sonrojado.
- Recuerda que seguirás queriendo siempre más agua, hasta que no
entiendas porqué tienes sed-.
-Entiendo – asintió Armando.
-Sabes por qué he venido ¿verdad Armando?- dijo Martín levantándole la
barbilla con delicadeza.
- Algo me hace pensar que por mí no-.
- Correcto… Armando, tu abuelo es un importante enlazado para tu pueblo,
es importante que lo entiendas. Puedes beber de mi agua y leer mis palabras cuanto
quieras, pero la fuente está dentro de ti. Él ya encontró la suya, encuentra ahora tú
la tuya a su lado y cuídale mucho.
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- Gracias maestro- dijo Armando- no lo olvidaré-.
- Claro que no- dijo Martín mirando su reloj. Las tres y once. - Se me hace
tarde- dijo Martín cogiendo su café.
- Le acompaño- dijo Armando haciendo lo propio con el suyo.
Ambos se levantaron dejando propina en la mesa y salieron a la calle. Quizás
no fue la conversación que Armando quiso tener con su maestro, pero al fin y al
cabo, todo lo que vivimos tiene una consecuencia. Las palabras de su maestro
siempre fueron un tesoro para él. Y en esta ocasión, ha tenido el privilegio de
recibirlas en persona. Apenas después de dar tres pasos sobre la acera, el sol les
deslumbró completamente. Su brillo era intenso y muy blanco.
- Armando, ¿qué hora es?- dijo Martín tapando el sol de su cara con la mano.
- Son las tres y cinco de la tarde maestro, ¿por qué me lo pregunta si lleva
reloj? se lo he visto antes-.
- ¿las tres y cinco?…- pensó Martín – pero si al entrar a la cafetería eran las
siete y pico de la tarde… debe estar ocurriendo de nuevo. ¿Pero por qué ahora?
¿Porqué hacerlo ahora? Esta vez ni siquiera he percibido una señal o síntoma de que
fuera producirse un salto- dijo Martín para sus adentros mientras sacaba su teléfono
móvil.
Surcó ágilmente la colección de aplicaciones y seleccionó “phantom cricket”.
Acto seguido, su dirección IP apareció en la pantalla y uno a uno, los números
fueron encriptándose en alfabeto cirílico. Al acabar apareció una barra de progreso
y de fondo un mapamundi político. 0%, 5%, 12%... Argelia, Alberta, Milán, Henan,
Florida, Bali…la localización GPS de Martín era trasladada de un lugar a otro en
cuestión de segundos. 98, 99, 100%. Martín dio la vuelta al móvil, abrió la carcasa y
quitó la batería con la misma pericia que un soldado desarma su fusil.
Armando anonadado, no dejaba de mirarle esperando una respuesta a toda
aquella demostración de habilidad y neurosis. -¿Qué está pasando maestro?-. Pero
Martín no prestaba atención a otra cosa que no fuera su protocolo de ocultación
digital de rutina. Fue entonces cuando comenzó a sentir una punzada en las rodillas
y en su cabeza. -¿pero qué ocurre ahora?- se preguntó. Y tras las punzadas llegaron
las nauseas y la sequedad en su boca. –Está ocurriendo de nuevo- se dijo así mismo
–pero esta vez va más rápido-.
-¿Qué día es hoy Armando?- preguntó Martín con la mirada algo desenfocada.
- Pues…Domingo maestro… me está asustando un poco, no entiendo
nada… ¿qué ocurre? ¿porqué me hace esa pregunta?-.
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- No, no, no…hoy es sábado- gritó Martín –pero qué diantres se creen que
están haciendo… ¿un día completo? La repercusión de esto es monumental, ¿por
qué harían algo así?- refunfuñó Martín en voz alta mientras se sentaban en una
parada de autobús -¿y a qué viene este brillo del sol? tiene que tener una
explicación. Armando miró a su maestro esperando que él mismo articulase una
teoría sobre todo lo que le estaba ocurriendo, pero en lugar de eso, sólo veía una
persona perdida y afectada por algo que él no podía ni ver, ni sentir, ni imaginar.
- En fin…- dijo Martín con resignación –a veces primero hay que confiar y ver
qué ocurre. ¿te vas a acabar tu café? Creo que me vendría bien una dosis extra- dijo
el maestro colocando su mano amistosamente en el brazo de su aprendiz.
- Por supuesto, yo no quiero más-. Martín tomó entonces el vaso de cartón y
juntó el resto de ambos y lograr casi media dosis más. –Si no fuera por esto- pensó
Martín –algún día me habría plantado en la entrada de algún psiquiátrico a que me
encerrasen y tiraran la llave. El sol continuaba irradiando con intensidad mientras
Martín bebía su particular “pócima”. La suerte es que era muy barata y accesible.
Con cada sorbo veía cómo iba difuminándose hasta desaparecer el halo brillante
que rodeaba a los transeúntes. Los últimos en esfumarse fueron los de una niñita
rubia con coletas acompañada por su madre y el del perro que custodiaba a uno de
los vagabundos que pedían limosna cerca del hospital.
- La verdad es que hoy brilla como nunca, ha sido un día estupendo. Lástima
que mi abuelo estuviera encamado… pero bueno, eso ya pasó, gracias a usted -
afirmó Armando sonriendo abiertamente. – discúlpeme la insistencia, pero antes no
me ha respondido. ¿Por qué me ha preguntado la hora si lleva un reloj con usted?
supongo que no estará roto, porque de otro modo, no podría haber dicho que
“llegaba tarde” cuando lo ha mirado antes-.
Martín estaba abriendo ya la boca para responder cuando a una señora
embarazada apareció por detrás del cartel publicitario de la marquesina. – Buenas
tardes- dijo Martín - ¿quiere sentarse aquí?- preguntó. –Buenas tardes, se lo
agradezco pero prefiero estar de pie, llevo una hora en la sala de espera así que…
creo que estoy bien así, pero gracias de nuevo por el ofrecimiento-.
Martín asintió y se sentó de nuevo sonriendo a la mujer. Metió su mano en el
bolsillo mirando a Armando y sacó el reloj. Lo tomó con ambas manos de manera
muy solemne y se lo entregó al chico. –Ten cuidado, es prácticamente una reliquia.
Como verás, no funciona, por eso te pregunté antes-.
Sus manos se movieron lentamente, como si fuesen a otorgar un gran
premio o distinción. Tanto alumno como maestro se llenaron de una solemnidad
más propia de un salón del trono que de una marquesina de vulgar metacrilato.
Cuando el reloj se posó sobre las manos de Armando, éste agradeció el gesto con
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una ligera reverencia de cabeza y se desplazó fuera del cobijo del tejadillo de
plástico, para poder admirar cada detalle, forma y material con ayuda de la luz del
sol. –Sí que funciona maestro- dijo Armando emocionado y atento.
Martín arqueó una ceja ante tal afirmación. –¿Qué quieres decir con que “sí
funciona”? ese reloj lleva veinte años conmigo y ningún engranaje se ha dignado a
girar ni un milímetro- dijo Martín levantándose con cuidado.
Dos mujeres embarazadas más se unieron a la espera ya casi multitudinaria
del autobús. Se situaron a la sombra de la estructura que les guarecía de los rayos
del sol y reconocieron a la primera en llegar. Se saludaron efusivamente y
comenzaron una larga cadena de besos, sonrisas y piropos mutuos.
-No es que vaya perfecto- dijo Armando, -pero se está moviendo, aunque de
forma un poco rara-. Antes de que Martín terminara de sortear al grupo de mujeres,
un taxi aparcó con un frenazo concentrando las miradas atónitas de todos. Una
mujer de rasgos asiáticos bajó de vehículo con un bebé en su vientre que,
atendiendo a sus gestos, debía estar pataleando para salir a respirar el aire fresco
del mundo. Acompañada de su marido se dirigieron al hospital con una mezcla de
alegría y preocupación, acompañadas de los rítmicos ejercicios de respiración para
el dolor. Los habitantes de la parada seguían absortos mirando a la pareja alejarse
cuando otro coche pasó raudo por delante de ellos en la misma dirección que los
recién llegados, con un pañuelo blanco ondeando por fuera de la ventanilla.
Armando devolvió la mirada a su maestro y subió la mano mostrándole la
esfera del reloj con las manecillas girando en sentidos opuestos. El artefacto había
vuelto al a vida con un peculiar brillo. El aire se enrarecía por momentos mientras el
sol intensificaba aún más su brillo. La sensación de mareo volvió a la cabeza de
Martín. El café ya no era suficiente para paliar los efectos de aquella vibración en sus
sistemas, y el zumbido en los oídos se volvió penetrante y harto insoportable pero
sin llegar a doler. Las manecillas giraron y giraron hasta detenerse para marcar la
una y cinco. En ese preciso instante, los coches que circulaban ajenos al evento se
detuvieron, las conversaciones banales cesaron, y los pocos pajarillos que poblaban
la arboleda de aquella avenida abordaron un silencio respetuoso. Martín ya sólo
podía escuchar su corazón aminorando el paso.
Pareciera que el oleaje del Universo se hubiera contenido contra una presa
de muros invisibles. Como si el tiempo hubiera puesto un ojo sobre la Tierra, y en su
mirar, hasta la hierba cesara de crecer por edicto divino. Un latido, dos latidos, y un
llanto. Dos, tres, cuatro. Los infantes armonizaron sus sollozos, elevándolos por
entre los edificios. Compitiendo con sus propios ecos por ver quién llegaba más alto.
Rebotando contra el silencio que los acunaba.
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Al cabo de unos segundos, los engranajes dorados giraron, y las manecillas
comenzaron a marcar la hora de nuevo. Los coches volvieron a avanzar, ocultando
los lloros de los cientos de niños que Martín había escuchado. En ese mismo
instante. Las tres amigas en la parada notaron el agua de vida correr por sus piernas
y comenzaron a gritar a medio camino entre el susto y la sorpresa.
-¡Rápido! Corre al hospital y avisa a los enfermeros- dijo Martín alertado por
la situación -que traigan sillas de ruedas o camillas para estas mujeres y sus hijos-.
Armando echó a correr y las mujeres se tumbaron poco a poco en el suelo. –No os
preocupéis, todo saldrá bien, respirad conmigo- dijo Martín dirigiendo la relajación
de las primerizas. Ellas le miraban un tanto sorprendidas, pero en esos momentos,
no existen los prejuicios, toda ayuda es bien recibida.
El chico volvió con personal del hospital, y lograron acomodar a las mujeres
sin problema. –Tres más y en medio de la calle- dijo uno de los enfermeros a su
compañero–no tengo ni idea de qué está pasando, ¿ha cambiado la presión, la luna
o es que hoy regalan pañales si vas con tu recién nacido? Esto es de locos, se han
puesto todas de parto a la vez, no sé si habrá sitio para todos…-.
Armando siguió con la mirada cómo el grupo de embarazadas se alejaba y
miró de nuevo a Martín. Quieto como una estatua y con el rostro neutro, el maestro
permanecía totalmente callado. - ¿Por qué ha ocurrido todo esto?- preguntó
Armando –estábamos tan tranquilos y de repente…-. Al ver que no le respondía, se
acercó a Martín extendiendo su mano -tome, su reloj, ya lo he puesto en hora-.
Martín recogió el reloj y lo acercó a sus ojos. –Tantos años conmigo… y ni un solo
segundo me has regalado, hasta hoy…- dijo acariciando el cristal de la esfera. Sus
ojos se humedecieron y su sonrisa se acentuó. –Todos estos cambios…no eran
interferencias… eran preparativos… incluido un salto espectacular para
sincronizarlos… es una bendición… aún hay esperanza-.
- ¿Esperanza de qué maestro? ¿a qué se refiere con eso que ha dicho?.
- Querido Armando- dijo Martín colocando una mano sobre la cabeza del
chico y apretando el pulgar contra su frente. – Aún hay esperanza para la raza
humana- añadió mientras Armando caía suavemente en un profundo sueño. Martín
le recostó sobre el asiento de la parada. Le besó en la frente y caminó sin rumbo por
la acera sonriendo de nuevo al sol.
- Vanguardia ha enlazado. Bienaventurados los que caminan en tiempos de
su llegada-.