Ver Al Hombre Invisible

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VER AL HOMBRE INVISIBLE Robert Silverberg Entonces me juzgaron culpable, me declararon invisible por espacio de un año, a partir del 11 de mayo del año de gracia de 2104, y me llevaron a una habitación oscura situada bajo el tribunal para imprimirme la marca en la frente antes de dejarme libre. Dos rufianes pagados por el municipio se encargaron del trabajo. Uno de ellos me arrojó sobre la silla, mientras el otro alzaba el hierro de marcar. - No te dolerá nada - dijo aquel mono babeante al ponerme la marca en la frente. Y en efecto, noté cierto frescor y eso fue todo. - Y ahora, ¿qué ocurre? - pregunté. Pero no hubo respuesta y ambos se alejaron de mí, saliendo de la habitación sin decir una palabra. La puerta quedó abierta. Estaba libre para marcharme o para quedarme y pudrirme allí si lo deseaba. Nadie me hablaría ni me miraría más de una vez, sólo lo suficiente para ver la señal en mi frente. Yo era invisible. Debe entenderse que mi invisibilidad era estrictamente metafórica. Seguía conservando mi solidez corporal. La gente podía verme, pero se negaría a verme. ¿Un castigo absurdo? Tal vez. Pero, claro, también el crimen era absurdo. Un crimen de frialdad. Me había negado a compartir la carga de mi prójimo. Había transgredido la ley en cuatro ocasiones. El castigo de ese crimen era la invisibilidad durante un año. Se había presentado la denuncia y celebrado el juicio, y ahora se me había aplicado la señal. Yo era invisible. Salí al mundo del calor. Ya había caído la lluvia de la tarde. Las calles de la ciudad se secaban y hasta mí llegaba el olor de la vegetación en crecimiento desde los jardines colgantes. Hombres y mujeres se dedicaban a sus tareas. Yo caminaba entre ellos, pero no me hacían ningún caso. El castigo por hablar con un hombre invisible es la invisibilidad, un mes, un año o más, según la gravedad de la ofensa. De esto depende todo el concepto. Me pregunté con qué rigidez se cumpliría la regla. Pronto lo descubrí. Me metí en un ascensor y dejé que me subieran hasta el Jardín Colgante más próximo. Era el Once, el jardín de los cactus.

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VER AL HOMBRE INVISIBLE

VER AL HOMBRE INVISIBLE

Robert Silverberg

Entonces me juzgaron culpable, me declararon invisible por espacio de un ao, a partir del 11 de mayo del ao de gracia de 2104, y me llevaron a una habitacin oscura situada bajo el tribunal para imprimirme la marca en la frente antes de dejarme libre.

Dos rufianes pagados por el municipio se encargaron del trabajo. Uno de ellos me arroj sobre la silla, mientras el otro alzaba el hierro de marcar.

- No te doler nada - dijo aquel mono babeante al ponerme la marca en la frente. Y en efecto, not cierto frescor y eso fue todo.

- Y ahora, qu ocurre? - pregunt.

Pero no hubo respuesta y ambos se alejaron de m, saliendo de la habitacin sin decir una palabra. La puerta qued abierta. Estaba libre para marcharme o para quedarme y pudrirme all si lo deseaba. Nadie me hablara ni me mirara ms de una vez, slo lo suficiente para ver la seal en mi frente. Yo era invisible.

Debe entenderse que mi invisibilidad era estrictamente metafrica. Segua conservando mi solidez corporal. La gente poda verme, pero se negara a verme.

Un castigo absurdo? Tal vez. Pero, claro, tambin el crimen era absurdo. Un crimen de frialdad. Me haba negado a compartir la carga de mi prjimo. Haba transgredido la ley en cuatro ocasiones. El castigo de ese crimen era la invisibilidad durante un ao. Se haba presentado la denuncia y celebrado el juicio, y ahora se me haba aplicado la seal.

Yo era invisible.

Sal al mundo del calor.

Ya haba cado la lluvia de la tarde. Las calles de la ciudad se secaban y hasta m llegaba el olor de la vegetacin en crecimiento desde los jardines colgantes. Hombres y mujeres se dedicaban a sus tareas. Yo caminaba entre ellos, pero no me hacan ningn caso.

El castigo por hablar con un hombre invisible es la invisibilidad, un mes, un ao o ms, segn la gravedad de la ofensa. De esto depende todo el concepto. Me pregunt con qu rigidez se cumplira la regla.

Pronto lo descubr.

Me met en un ascensor y dej que me subieran hasta el Jardn Colgante ms prximo. Era el Once, el jardn de los cactus. Aquellas formas curiosas y retorcidas se adecuaban a mi estado de nimo. Sal al descansillo y avanc hacia el mostrador de recepcin para sacar mi entrada. Una mujer de rostro blanco y ojos vacos estaba tras el mostrador.

Coloqu sobre l una moneda. Una sombra de terror, que se desvaneci rpidamente, pas por sus ojos.

- Una entrada - dije.

No hubo respuesta. La gente haca cola tras de m. Repet la peticin. La mujer alz la vista impotente y luego mir sobre mi hombro izquierdo. Una mano se extendi y otra moneda fue depositada en la mesa. Ella la tom y entreg al hombre su entrada. ste la introdujo en la ranura y pas.

- Yo tambin quiero una - insist con voz tensa.

Otros me fueron apartando a un lado. Sin una palabra de disculpa. Empec a comprender el significado de mi invisibilidad. Me trataban literalmente como si no me vieran.

Hay ciertas ventajas que compensan. Pas detrs del mostrador y yo mismo me serv una ficha sin pagarla. Puesto que era invisible, nadie poda detenerme. Met la ficha en la ranura y entr en el jardn.

Pero los cactus me aburran. Un inexplicable malestar me abrum y ya no sent deseos de quedarme. Al salir apret el dedo contra una espina. Brot la sangre. Al menos los cactus seguan reconociendo mi existencia. Aunque slo fuera para sacarme sangre.

Volv a mi apartamento. Los libros me esperaban, pero no senta inters por ellos. Me tend en la estrecha cama y puse en actividad el energizador para combatir la extraa lasitud que me afliga. Pens en mi invisibilidad.

No seria tan duro, me dije. Jams haba dependido totalmente de otros seres humanos. En realidad, no haba sido sentenciado en primer lugar por frialdad hacia mis congneres? Entonces, qu necesidad tena de ellos ahora? Que me ignoraran!

Seria un descanso. Despus de todo, tenia un ao de respiro en cuanto al trabajo. Los hombres invisibles no trabajaban. Cmo iban a hacerlo? Quin acudira a consultar a un doctor invisible, o contratara a un abogado invisible para que le representara, o entregara un documento para archivar a un empleado invisible? Por tanto, nada de trabajo. Ni ingresos tampoco, naturalmente. Pero los propietarios no cobraban alquiler a los hombres invisibles. Estos iban a donde queran y no pagaban nada. Acababa de comprobarlo en los Jardines Colgantes.

La invisibilidad poda resultar divertida en sociedad, pens. Me haban sentenciado tan slo a una cura de descanso de un ao. Estaba seguro de que la disfrutara.

No obstante, haba algunos inconvenientes prcticos. La primera noche de mi invisibilidad fui al mejor restaurante de la ciudad. Pensaba pedir los platos ms caros, una comida de cien unidades, y luego me desvanecera convenientemente antes de la presentacin de la cuenta.

Estaba confundido. Ni siquiera llegu a sentarme. Esper en la puerta media hora, mientras pasaba junto a m una y otra vez un maitre d'hotel que, indudablemente, se haba enfrentado muchas veces a la misma situacin. Comprend que ocupar una mesa no me servira de nada. Ningn camarero me atendera.

Claro que poda entrar en la cocina y servirme lo que quisiera. Poda perturbar la rutina de trabajo del restaurante. Pero me decid en contra. La sociedad tiene sus modos de protegerse contra los invisibles. No mediante un castigo directo, por supuesto, ni con una defensa intencional. Pero quin impugnara la afirmacin de un chef de que no haba visto a nadie ante l cuando se le cay el puchero de agua hirviendo contra la pared? La invisibilidad era la invisibilidad, como una espada de dos filos.

Sal del restaurante.

Com en el automtico ms cercano. Luego cog una autotaxi hasta casa. Las mquinas, como los cactus, no discriminaban a los de mi clase. Sin embargo, me dije, serian una compaa muy aburrida durante todo un ao.

Aquella noche dorm muy mal.

La segunda jornada de mi invisibilidad fue un da de tanteos y descubrimientos.

Me fui a dar un largo paseo, cuidando de mantenerme en los senderos de peatones. Haba odo historias sobre los tipos que disfrutaban atropellando a los que llevan la marca de la invisibilidad en la frente. Porque no hay recurso contra ellos, ni castigo. Mi situacin tiene sus peligros, peligros intencionados.

Camin por las calles, viendo cmo se abra la multitud para dejarme paso. Yo pasaba entre ellos como un microtomo entre las clulas. Estaban bien entrenados. A medioda, vi a mi primer compaero invisible. Era un hombre alto, de mediana edad, grueso y digno, que llevaba la marca de la vergenza en su frente abombada. Su mirada se cruz con la ma por un instante. Luego, pas de largo. Un hombre invisible, por supuesto, no puede ver a otro como l.

Me sent divertido, nada ms. An saboreaba la novedad de este estilo de vida. Nada poda herirme. Todava no.

A ltima hora del da, llegu a una de esas casas de baos donde las muchachas trabajadoras pueden baarse por un par de monedas. Sonre maliciosamente y sub las escaleras. El empleado de la puerta me lanz apenas una mirada de asombro - aquello fue un pequeo triunfo para m -, pero no se atrevi a detenerme.

Entr.

Me asalt un fuerte olor a jabn y sudor. Segu adelante. Pas por los vestuarios, donde colgaban largas filas de monos grises, y se me ocurri que poda sacar de esos bolsillos todas las unidades que contuvieran. No lo hice. El robo pierde inters cuando resulta demasiado fcil. Ya lo saban los que imaginaron la invisibilidad.

Segu adelante y entr en los baos propiamente dichos.

Haba all cientos de mujeres. Muchachas nbiles, mujeres viejas o maduras. Algunas enrojecieron. Otras sonrieron. Muchas me dieron la espalda. Pero todas tuvieron cuidado de no demostrar una autntica reaccin ante mi presencia. Haba matronas supervisoras montando la guardia. Y quin sabe si informaran de que alguien se haba dado indebida cuenta de la existencia de un invisible?

As que las observ mientras se baaban. Observ quinientos pares de senos en movimiento, cuerpos desnudos que brillaban bajo la ducha, una enorme masa de carne femenina al descubierto. Mi reaccin era confusa: por un lado, la sensacin de haber hecho algo malo al penetrar en aquel Sanctasanctrum sin que me detuvieran, pero tambin, surgiendo lentamente en mi interior, una sensacin de.. Pena? Aburrimiento? Repulsin?

No era capaz de analizarlo. Pareca como si una mano hmeda oprimiese mi cuello. Sal rpidamente. El olor del agua jabonosa perdur en mi nariz durante muchas horas, y la visin de la carne rosada persigui mis sueos aquella noche. Com solo en uno de los automticos. Empezaba a ver que la novedad del castigo se desvaneca muy pronto.

A la tercera semana, ca enfermo. Todo empez con fiebre muy alta, dolor de estmago, vmitos y otros sntomas de cariz muy feo. A medianoche, estaba seguro de que iba a morir. Tena unos retortijones intolerables y, cuando me arrastre hasta el cuarto de bao, observ en el espejo que tena el rostro contrado, verdoso y cubierto de gotas de sudor. La marca de la invisibilidad destacaba como la luz de un faro en mi frente plida.

Me ech durante algn tiempo sobre el suelo de baldosas, disfrutando de su frescura. De pronto pens: Y si es el apndice? Y si se trata de ese resto prehistrico, ridculo y anticuado? Y si est inflamado y a punto de reventar?

Necesitaba un mdico.

El telfono estaba cubierto de polvo. No se haban molestado en desconectarlo, pero yo no haba llamado a nadie desde mi arresto, ni nadie se haba atrevido a llamarme. El castigo por telefonear a un invisible es la invisibilidad. Mis amigos, aunque lo fueran, se mantenan aislados de todo contacto conmigo.

Cog el telfono y puls los botones. Se encendi el panel, y el robot a su cargo pregunt:

- Con quin quiere hablar, seor?

- Un mdico! - gem.

- Por supuesto, seor.

Palabras mecnicas, suaves y corteses. No hay modo de declarar invisible a un robot; por lo tanto, l si poda hablar conmigo.

La pantalla se ilumin. Una voz habl en tono profesional:

- Vamos a ver, cul es el problema?

- Dolor de estmago. Tal vez apendicitis.

- Enviar a un hombre...

Se detuvo. En mi angustia, yo haba cometido el error de alzar el rostro. Sus ojos vinieron a caer sobre la marca de la frente. La pantalla se ennegreci con la misma rapidez que si yo fuera un leproso y extendiera mi mano para que l la besara.

- Doctor! - supliqu.

Haba desaparecido. Enterr el rostro entre las manos. Esto era llevar las cosas demasiado lejos, pens. Acaso el juramento hipocrtico permita tal conducta? Es que un doctor tenia derecho a rechazar la splica de ayuda de un enfermo?

Hipcrates no sabia nada de los invisibles. Nadie le pedira a un mdico que atendiera a un hombre invisible. Sencillamente, para la sociedad en general yo no exista. Y el mdico no puede diagnostica enfermedades en individuos inexistentes.

Quedaba, pues, entregado a mis sufrimientos.

Era ste uno de los rasgos menos atractivos de la invisibilidad. Uno poda entrar en la casa de baos sin que nadie se lo impidiera, pero tampoco te impedan que gimieras en el lecho del dolor. Una cosa compensa la otra. Y si por casualidad se te perfora el apndice, vaya, qu lastima! Ser un escarmiento para aquellos que quieran seguir tu ejemplo!

No se me perfor el apndice. Sobreviv, aunque pas mucho miedo. Un hombre es capaz de sobrevivir sin conversacin humana durante un ao. Viaja en coches automticos y come en restaurantes automticos. Pero no hay mdicos automticos. Por primera vez, me sent realmente un leproso ante la sociedad. Al convicto que est en prisin se le concede el auxilio mdico cuando se encuentra enfermo. Mi crimen no haba sido lo bastante grave para merecer la prisin, por eso no me tratara ningn mdico aunque enfermara. Era injusto. Maldije a los diablos que haban inventado tal castigo. Tena que enfrentarme a solas con cada amanecer, tan solo como Robinson Crusoe en su isla, aqu, en medio de una ciudad de doce millones de almas.

Cmo describir mis altibajos de nimo y los cambios constantes de mi espritu conforme iban transcurriendo los meses?

Haba ocasiones en que la invisibilidad supona un gozo, una delicia, un tesoro. En esos momentos de locura, me gloriaba el verme exento de las reglas que oprimen a los hombres corrientes.

Robaba. Entraba en las tiendas pequeas y me apoderaba de las mercancas, mientras los comerciantes, acobardados, teman impedrmelo por si se les acusaba de faltar a las reglas de mi invisibilidad. Si hubiera sabido que el Estado les reembolsaba de tales prdidas, tal vez hubiera sentido menos placer. Pero robara igual.

Y entraba donde quera. La casa de baos jams me tent de nuevo, pero s otros santuarios. Entraba en los hoteles y recorra los pasillos, abriendo las puertas al azar. La mayora de las habitaciones estaban vacas. Otras no.

Y como un dios, yo lo observaba todo. Me iba endureciendo. Mi desdn por la sociedad - el crimen principal que me conden a la invisibilidad - segua en aumento.

Me quedaba de pie en las calles vacas durante los perodos de lluvia y gritaba a los brillantes edificios que se alzaban a cada lado:

- Quin os necesita? Yo no! Quin os necesita para nada?

Me burlaba de ellos, me rea y les insultaba. Era una especie de locura, producida, supongo, por la soledad. Entraba en los teatros - donde los felices comedores de loto permanecan sentados en sus sillas, encantados ante las imgenes tridimensionales - y me pona a hacer cabriolas por los pasillos. Nadie se atreva a protestar contra mi. El brillo de la marca en mi frente les aconsejaba que acallaran sus protestas, y eso hacan.

Haba malos momentos, buenos momentos, momentos en que me senta un gigante y caminaba rebosante de desprecio entre los imbciles visibles. Y momentos de locura..., he de admitirlo. El que ha pasado por la condicin de invisibilidad involuntaria a lo largo de varios meses es probable que quede algo desequilibrado.

Los he llamado momentos de paranoia? Maniaco - depresivos sera ms adecuado. El pndulo segua su ritmo. Los das en que nicamente senta desprecio por los idiotas visibles que me rodeaban se equilibraban con los das en que el aislamiento me abrumaba. Entonces recorra las calles interminablemente, hasta ms all de las arcadas resplandecientes, y miraba las aceras, con sus luces de colores brillantes. Ni un mendigo se me acercaba. Saban ustedes que todava hay mendigos en nuestro fabuloso siglo? Hasta que me declararon invisible, tampoco yo lo supe. Fue entonces cuando mis largos paseos me llevaron a los barrios pobres, donde todo no era tan brillante y donde los viejos de rostro barbudo y desaseado piden limosna.

Pero nadie me pidi una moneda. Slo una vez se me acerc un ciego.

- Por el amor de Dios! - gimi -. Aydeme a comprarme unos ojo nuevos en el banco de ojos.

Eran las primeras palabras que me diriga un ser humano el muchos meses. Empec a buscar dinero en los bolsillos, con el propsito de darle todas las unidades que llevara como muestra de gratitud. Por qu no? Poda conseguir muchas ms sin otro esfuerzo que el de cogerlas. Antes de que llegara a sacar el dinero, un figura de pesadilla introdujo entre los dos sus muletas. O que susurraba una sola palabra: Invisible. Y ambos se largaron como dos ratones asustados. Qued all en pie, ofreciendo estpidamente mi dinero.

Ni siquiera los mendigos. Malditos los que inventasteis este tormento!

De nuevo fui serenndome. Toda mi arrogancia se desvaneci. Ahora estaba solo. Quin podra acusarme de frialdad? Me haba convertido en un hombre blando, patticamente ansioso de un palabra, una sonrisa, una mano amistosa. Ya llevaba seis meses de invisibilidad.

Cmo la odiaba para entonces! Sus placeres eran vacos, su tormento insoportable. Me preguntaba si lograra sobrevivir los seis meses restantes. Cranme, en aquellas horas negras, la idea del suicidio no me era extraa.

Finalmente, comet una gran estupidez. En uno de mis interminables paseos, me encontr con otro invisible, quizs el tercero o el cuarto, no ms, que haba visto en seis meses. Como en los encuentros anteriores, nuestras miradas se cruzaron con temor, slo un instante. Luego, l baj la suya hasta el suelo, me cedi el paso y sigui caminando. Era un hombre que no tendra ms de cuarenta aos, con el pelo oscuro y rizado y un rostro flaco y alargado. Tena aspecto de erudito, y me pregunt qu habra hecho para merecer tal castigo. Casi me venci el deseo de correr tras l y preguntrselo, saber su nombre, hablar con l y abrazarle.

Cosas todas prohibidas a la humanidad. Nadie tendr el menor contacto con un invisible, ni siquiera otro invisible. Especialmente otro invisible. La sociedad no siente el menor deseo de fomentar una unin secreta, la camaradera entre sus parias.

Yo lo saba muy bien.

Sin embargo, me volv y le segu.

A lo largo de tres manzanas le segu lentamente, mantenindome a unos veinte o cincuenta pasos detrs de l. Los robots de seguridad parecan encontrarse en todas partes, con sus antenas listas para detectar cualquier infraccin, y yo no me atreva a hacer nada. Por fin, se meti por una calle lateral, gris y polvorienta, que al menos tenia cinco siglos, y empez a caminar con el paso tpico del invisible, propio del que no va a ninguna parte. Me acerqu a l.

- Por favor - dije en voz muy baja -, nadie nos ver aqu. Podemos hablar. Me llamo...

Gir en redondo, con ojos aterrados. El rostro muy plido. Me mir atnito por un instante. En seguida, salt hacia adelante, como para huir, escurrindose a un lado

Le bloque el paso.

- Espere - dije -. No tenga miedo, por favor.

Intent pasar, sin embargo. Le puse la mano en el hombro Luch por liberarse.

- Slo una palabra - le rogu.

Ni una. Ni siquiera un Djeme en paz pronunciado con voz ronca. Consigui esquivarme y corri calle abajo. Sus pisadas se fueron haciendo cada vez menos sonoras, hasta que lleg a la esquina y dio la vuelta a la misma. Yo segua mirando hacia all, vencido por la soledad.

Y el temor, adems. l no haba faltado a las reglas de la invisibilidad, pero yo s. Le haba visto. Tal vez eso me supusiera un castigo, la prolongacin de mi sentencia de invisibilidad. Mir en torno ansiosamente. No haba robots de seguridad a la vista. Ni uno.

Estaba solo.

Volv sobre mis pasos, tratando de tranquilizarme, y segu por la calle. Gradualmente recuper el control. Comprend que haba cometido una imperdonable tontera. La estupidez de mi accin me molest, pero todava ms su aspecto sentimental. Extender la mano con aquel pnico a otro invisible; admitir abiertamente mi soledad, mi necesidad... No! Eso significaba que la sociedad estaba ganando. Y yo no poda soportarlo.

Me hall de nuevo cerca del jardn de los cactus. Tom el ascensor, le cog una ficha al empleado y entr en l. Busqu por unos momentos y encontr al fin un cactus espectacular, muy retorcido, de unos dos metros y medio de altura. Un monstruo espinoso. Lo saqu de su maceta, romp aquellos miembros angulosos en fragmentos, llenndome las manos de espinas. La gente simulaba no verme. Me saqu las espinas de las palmas y, con las manos ensangrentadas, baj de nuevo en el ascensor, otra vez aislado, de un modo sublime, en mi invisibilidad.

Pas el octavo mes, el noveno y el dcimo. La ronda de estaciones haba efectuado casi su giro completo. La primavera haba dado paso a un verano suave, ste a un crudo otoo, y el otoo al invierno con sus nevadas quincenales, todava permitidas por razones estticas. El invierno haba terminado ya. En los parques, los rboles se llenaban de botones de verdor. Los del control del tiempo programaron las lluvias hasta tres veces diarias.

Mi sentencia se acercaba a su fin.

En los meses finales de invisibilidad, me haba hundido en una especie de torpor. A mi mente, entregada a sus propios recursos, ya no le interesaba pensar en las implicaciones de mi situacin, de modo que yo viva da tras da en una niebla confusa. Lea ansiosamente, sin seleccionar. Aristteles una noche; la Biblia al da siguiente; un folleto de mecnica al otro. No retena nada. Al volver una pgina, la anterior se me borraba de la memoria.

Ya no me esforzaba por disfrutar de las pocas ventajas de la invisibilidad, la emocin del voyeur, la impresin fugaz de poder que surge del hecho de cometer cualquier accin con un limitado temor al castigo. Y digo limitado, porque la aprobacin del Acta de Invisibilidad no haba sido acompaada de un acta contra la naturaleza humana. Pocos hombres dejaran de correr el riesgo de la invisibilidad por proteger a sus esposas o hijos de las molestias de un invisible. Nadie permitira framente que un invisible le sacara los ojos. Nadie tolerara la invasin de su hogar por parte de un invisible. Haba modos de evitar tales infracciones sin demostrar reconocer la existencia del invisible, como ya he mencionado.

Sin embargo, muchas cosas estaban a mi alcance. Me negu a probarlas. Dostoievski escribi no s dnde: Si Dios no existe, todo est permitido. Yo enmendara sus palabras: Para el hombre invisible, todo est permitido... pero carece de inters.

Pasaron los meses, agotadores.

No contaba los minutos que faltaban para mi liberacin. Si he de ser sincero, la verdad es que se me olvid por completo el da en que terminaba mi condena. Estaba leyendo en mi habitacin, pasando las pginas aburrido, cuando son el timbre.

No haba sonado en todo un ano. Casi se me haba olvidado el significado de aquel sonido.

Sin embargo, abr la puerta. All estaban los representantes de la ley. Sin pronunciar palabra, rompieron el sello que una la marca a mi frente. El emblema cay, hacindose pedazos.

- Hola, ciudadano - me dijeron entonces.

Asent con gravedad.

- Hola.

- Es el 11 de mayo de 2105. Su condena ha terminado. Queda incorporado de nuevo a la sociedad. Ya ha pagado su deuda.

- Gracias.

- Venga a tomar una copa con nosotros.

- Preferira no hacerlo.

- Es la tradicin. Venga.

Sal con ellos. Senta ahora la frente extraamente desnuda y, al mirarme al espejo, vi que haba un punto plido all donde estuvo el emblema. Me llevaron a un bar prximo y me invitaron a whisky sinttico, puro y fuerte. El camarero me sonri. Alguien en el taburete inmediato me dio un golpecito en el hombro y me pregunt cul era mi favorito para las carreras de aviones a reaccin del da siguiente. No tena la menor idea y as se lo dije.

- De verdad? Yo apuesto por Kelso. Pagan cuatro a uno, pero tiene una arrancada insuperable.

- Lo siento - dije.

- Lleva ausente algn tiempo - le coment en voz baja uno de los del gobierno.

El eufemismo era inconfundible. Mi vecino me mir la frente y asinti al ver el punto plido. Entonces me invit tambin a una copa. Acept, aunque ya senta los efectos de la primera. Era un ser humano otra vez. Volva a ser visible.

No me atrev a desairarle. Podran haberme acusado de nuevo del crimen de frialdad. La quinta ofensa habra significado cinco aos de invisibilidad. Haba aprendido a ser humilde.

Regresar a la visibilidad supuso una transicin difcil, naturalmente. Viejos amigos con los que reunirse, conversaciones que quedaron interrumpidas, relaciones que renovar. Haba sido un exiliado en mi propia ciudad durante un ao, y volver nunca es fcil.

Por supuesto, nadie aluda a mi periodo de invisibilidad. Lo consideraban como una enfermedad que no es correcto mencionar. Hipocresa, pensaba yo. No obstante, la aceptaba. Indudablemente todos trataban de no herir mis sentimientos. Acaso se le dice a un hombre a quien acaban de reemplazarle un estmago canceroso: Me han dicho que por poco te mueres? Acaso se le dice al hombre cuyo anciano padre ha sido llevado al servicio de eutanasia: De todas formas, ya estaba muy viejo e intil?

No, claro que no.

De modo que haba un espacio en blanco en nuestra experiencia compartida, un vaco, una negrura. Lo que me dejaba muy poco de qu hablar con mis amigos sobre todo porque haba perdido por completo el arte de la conversacin. El perodo de reajuste supuso para mi toda una prueba.

Aun as persever, pues ya no era la misma persona, altiva y fra, de antes de mi condena. Haba aprendido la humildad en la ms dura de todas las escuelas.

Por supuesto, de vez en cuando vislumbraba un invisible en las calles. Era imposible evitarlos. Pero, con el adiestramiento tan duro que haba tenido, apartaba la vista de ellos, como si la mirada hubiera ido a caer momentneamente en algo sucio y asqueroso procedente de otro mundo.

Fue al cuarto mes de mi retorno a la visibilidad cuando aprend la leccin definitiva de mi sentencia. Andaba por los alrededores de la Torre de la Ciudad, ya que haba recuperado mi antiguo empleo en la seccin de documentos del gobierno municipal. Haba terminado la jornada de trabajo y caminaba hacia el metro cuando una mano surgi de entre la multitud y me cogi por el brazo.

- Por favor - dijo una voz suave -, espere un minuto. No tenga miedo.

Alc la vista, asustado. En nuestra ciudad, los desconocidos no acostumbran a abordarle.

Vi el emblema brillante de la invisibilidad en la frente del hombre. Y entonces le reconoc. Era el hombre delgado al que me haba dirigido, haca ms de medio ao, en aquella calle desierta. Haba envejecido. Tena una mirada salvaje, el pelo salpicado de gris. Entonces quiz estuviera en el principio de su condena. Tal vez ahora estuviera cerca del fin.

Me retena por el brazo. Yo temblaba. Esto no era una calle desierta. Era la plaza ms abarrotada de gente de la ciudad. Me solt de su mano y empec a dar la vuelta.

- No! No se vaya! - grit -. No tiene piedad de m? Usted tambin ha pasado por esto.

Di un paso vacilante. De pronto, record que tambin yo le haba gritado, que le haba rogado que no me rechazara. Record mi abrumadora soledad.

Di otro paso, alejndome de l.

- Cobarde! - chill a mis espaldas -. Hbleme! Le desafo! Hbleme, cobarde!

Era demasiado. Me sent conmovido. Lgrimas repentinas inundaron mis ojos, me volv a l y le tend la mano. Le cog por la mueca. El contacto pareci electrizarle. Un momento despus, le tena en mis brazos, tratando de aliviar con mi actitud parte de su tristeza.

Los robots de seguridad nos cercaron. A l lo echaron a un lado, a m me apresaron. Me juzgarn de nuevo, y esta vez no ser por un crimen de frialdad, sino por el crimen del afecto. Tal vez me encuentren circunstancias atenuantes y me dejen en libertad, tal vez no.

No me importa. Si me condenan, esta vez llevar mi invisibilidad como un glorioso escudo de armas.

FIN

Bajado de Moyano CD

R4 03/01

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