VIAJES, “ADVENTURAS” y DESVENTURAS - impresionado.es · El primer viaje BALBUCEO Querido...

53
ABIGALÍADA La Ilíada particular del Dr. Abigail Relatos de viajes Por Dr. Abigail Abigaliada – Libro de viajes -3-

Transcript of VIAJES, “ADVENTURAS” y DESVENTURAS - impresionado.es · El primer viaje BALBUCEO Querido...

ABIGALÍADALa Ilíada particular del Dr. Abigail

Relatos de viajes

Por Dr. Abigail

Abigaliada – Libro de viajes -3-

Otros libros del autor en:

http://unvoldenuit.wordpress.com/ también en

http://abigaliada.blogspot.com.es/

email: [email protected]

Copyright Dr. Abigail 2004 NRPI 45/20/2002Todos los derechos reservados

Abigaliada – Libro de viajes -4-

"Yo no vivo para escribir,sino que escribo para revivir, para vivir más y de nuevo" Antonio Gala

Dedicado a ese Peter Pan que todos llevamos dentro, y al barco pirata de tres palos que nos lleva a navegar por los mares de la imaginación.

En alguna parte del planeta, al final de la epopeya que se inició avanzado el medio siglo.

Invierno del año 2002

Dr. Abigail

Abigaliada – Libro de viajes -5-

Abigaliada – Libro de viajes -6-

Libro de viajes del Dr. Abigail:

El que mira al viento no siembra,El que mira a las nubes no cosecha.

Eclesiastés

Viajero: dícese de todo aquél que se traslada, disfrazado de ropa de negocios, traje de turista, uniforme representativo o cualquier otra prenda formal o informal, acompañado ineludiblemente de una maleta o bolsa en la que amontona escasas pertenencias, recursos, esperanzas, ilusiones, desilusiones y un dinero limitado. Con algo que le sujeta y algo que le atrae. Con un deseo y una libertad en el fondo del alma. Con algo que olvidar, con algo que aprender. Con una nueva perspectiva del mañana. Con una condena. Con un destino particular…

Viaje: dícese de esa percepción universal y particular anudada al objeto mismo del desplazamiento o del sueño. Tan amplio y exiguo que reúne en su concepto tantas realidades como viajes y viajeros existen. A su vez, disposición mental que en sí conlleva algo consustancial a lo humano: “cazador-recolector”, “nómada-emigrante”.

Abigaliada – Libro de viajes -7-

Viajar: dícese de…, ese muelle que llevo dentro y me impulsa a salir de mí y ver el mundo, a soportar con estoicismo penurias y calamidades que bien pudiera guardarme de ellas refugiado en el salón de mi casa viendo la realidad como lo hacen la mayoría de los seres humanos de esta sociedad postindustrial: frente a la caja tonta.

¿Quién no ha querido escribir un libro de viajes? Ahí tienes los ejemplos, Homero y su Ilíada, Cervantes y su Quijote, Julio Verne…, debe ser algo consustancial a la curiosidad humana. No quiero perderme ese reto, por eso y con el beneplácito de los grandes voy a jugar a emularlos por el simple hecho de ver qué se siente. Debe ser una experiencia reconfortante esa de rememorar, porque sin moverse de casa se vuelve a viajar. Podía haberlo hecho antes pero supongo que no estaba preparado o quizá tenía que escribir o describir sobre los demás antes de tomar el valor suficiente para hacerlo sobre mí mismo, porque en esencia quien relata sus aventuras y desventuras está haciendo un viaje al interior de sí, enfrentando genialidades y locuras, con el temor a perderse dentro. Sin embargo no podía demorarlo más, porque lo mismo que viajar es un impulso, diría más, un instinto, que se tiene o no se tiene, así narrar lo vivido es una necesidad, para algunos tan fuerte como el respirar. Ambas nacen dentro del alma humana, algo así como ser un hombre nómada primitivo que pinta las paredes de una cueva. En mí, a parte de necesidad, es un muelle que salta cuando menos lo espero, levantándome de mi asiento y de mi rutina para llevarme a otros lugares, sin poderme resistir. Quizá el gesto de crear sea algo parecido a viajar, ese impulso a salir de uno mismo. Escribir-viajar, ambos son actos creativos; te transforman en alma libre que se asombra de todo cuanto sucede a tu alrededor, te liberan de la carga de las responsabilidades y de las ataduras de la iniquidad; te permiten estar solo y olvidarte de quien eres; jugar a trazar planes y a su vez dejar que el destino enrede; morir y nacer a cada segundo, a cada frase y en cada aventura; comprenderte y volver a perderte; dar un sentido a un mundo incomprensible; encontrar el tan famoso hilo conductor;

Abigaliada – Libro de viajes -8-

crear en vano el intento de creer haber superado las propias barreras... Viajar y escribir, todo en uno, crear y creer, unión imposible que sólo se da cuando uno escribe un libro de viajes. Aunar lo extremo, atar los puntos más distantes alfa y omega, completar el círculo; todo un reto, toda una provocación, por eso las grandes obras maestras de la literatura universal tocan estos imposibles: la dificultad de alcanzar el amor y los vericuetos para llegar al fondo del alma humana. Cada autor cuenta su experiencia. Para mí hay un secreto para aproximarse al destino de ambos viajes: para viajar hay que enamorarse. Sea por esto que cuando viajo o escribo me invisto de una cota de malla de amor particular, una nueva personalidad que sin saberlo me impregna de cautela y orgullo, tenacidad y habilidad, locura y previsibilidad, futilidad y constancia, en definitiva de tragedia y comedia. Salto a los caminos así pertrechado para vencer gigantes, para huir en busca de Ítacas, para rescatar a Penélopes olvidándome de sí mismo. Sabiendo que soy un Quijote loco, un intrépido Colón, un ilusorio Marco Polo, con la espontaneidad y frescura del pintor novel, rompo el cascarón envuelto en ese plumaje romántico de los niños y los adolescentes que es mi mundo buscando otros horizontes. Esto que tienes entre tus manos no son más que horizontes, y con eso queda todo dicho, experiencias particulares y a la vez universales, sin un planteamiento de principio ni de fin, pero que sin querer han tomado la forma de un peregrinaje común para todos aquellos que viajan y sienten lo mismo; una especie de senda de experiencias por la que la mayoría de los viandantes alejados de su casa transitan. Empecé viajando con los ojos, con el tacto, con los pies, con el gusto, más adelante con el sentimiento y la intuición, nunca con la mente, y ésta es la mejor disposición a la hora de viajar y de leer estos relatos. Quise ver lo que quería ver y sin saberlo viajé limpio y puro, sin meter los apriorismos en la maleta, olvidando a propósito aquello que pudiera atarme al origen. Así, desnudo, me lancé al abismo de mi mismo. Da igual el camino que emprendas, porque

Abigaliada – Libro de viajes -9-

empieces por donde empieces vas a terminar en el mismo punto, alfa y omega: lo humano es sólo un círculo perfecto. Reflexionando en profundidad y aunque exista un único camino, quizá existan dos tipos de viajes y tres de viajeros. El viaje de ida y vuelta, el viaje de ida que rompe la vuelta; el viajero que va y vuelve porque algo le ata, el que va y no vuelve porque huye, el que va sin idea de volver y le hacen regresar atado y trastornado. De alguna manera he podido experimentar todas sus variaciones, pero te dejo a ti lector que determines en los relatos cuando se ha dado uno u otro, incluso que reflexiones cuándo tú has realizado alguno de ellos. Viaje es un concepto, viajar es un muelle que uno da forma con su personalidad viajera. En mi caso, siento que lejos de mi entorno, desarropado por mi paisaje y mis costumbres me resulta más fácil limpiar mi corazón. Sin un destino prefijado me libero de mi antigua piel, genero ese horizonte nuevo, opero en mí una muerte y un nacimiento. Por tanto, si esta redacción te aporta algo, también en ti se operará esa muerte y nacimiento al ver la ventana del mundo que ahora te abro. Entiéndela bien, no seas demasiado duro con tu crítica, sólo me he permitido un juego de primitivismo, originalidad, sinceridad, ingenuidad, de duelo entre ganancia y pérdida. Que sea esta adaptación al viajar soñando mientras lees sentado en el sofá un fenómeno que te produzca un instante de eternidad y un mínimo de turbación emocional.

Dijo R.L.Stevenson, uno de los mayores soñadores de este planeta, autor por cierto de La isla del Tesoro: “Todo lo que pido es cielo sobre mi cabeza y el camino bajo mis pies”. Al igual que él, no pido más que un sueño y una ilusión.

Viajero: dícese de aquél que sueña con un mañana mejor, teniendo como patria el mundo, creyendo en sí mismo y en los demás.

Dr. Abigail

Abigaliada – Libro de viajes -10-

INDICEEl primer viaje Balbuceo 13Mi primera Europa Lo que fue Francia 33El viaje nocturno Edad Media en Marruecos 43Buscando el norte Cantantes en Suiza 61La gran lección La pasión turca según san

Pablo 85Donde el sol nunca se pone Cabo Norte 117Terrorismo religioso Tierra Santa: cuando la

guerra está en la mente 129Crónica negra Soñé una vez África 143Viaje al interior Amazonía, donde la luz se

confunde con las sombras 165¿Qué hace al mundo, la naturaleza o el hombre? India: un viaje anunciado 199Creía en el amor Cuba: deja que piensen por

ti 205Secuestrado sin libertad Ammán: más de veinticuatro

horas 235Teorías sobre el aislamiento social

Los Ángeles: el futuro de la humanidad, una profecía 247

El efecto Magallanes La tierra prometida: Nueva Zelanda 265

Una vuelta más de tuerca ¿Por qué quieren un Nepal libre? 291

Cada uno busca su isla El sueño de los Mares del Sur 309

En el paraíso está el amor El vudú del río Congo 321Epílogo 347

Abigaliada – Libro de viajes -11-

Abigaliada – Libro de viajes -12-

El primer viaje

BALBUCEO

Querido viajero de sillón, si habías pensado que detrás de ese nombre se escondía algún país exótico o lugar remoto, te has equivocado. No es así, no existe ningún país o lugar físico, al menos que yo conozca, que se llame Balbuceo. Entonces ¿a qué viene? Pues verás, he querido encubrir bajo ese nombre un viaje un tanto particular y personal. Un viaje único que nadie más que uno mismo puede realizar. Un viaje que se puede repetir cuantas veces uno quiera y no se necesita más material que unos pequeños segundos de ensimismamiento. Es el viaje que prefieren los niños y los ancianos por excelencia y que en la mediana edad no se suele realizar muy a menudo. Es el viaje al país de las maravillas, con Alicia o sin ella. Es el viaje adaptable y moldeable, a la medida diríamos. A la medida del estado de ánimo particular del que viaja, porque según uno se encuentre así recupera o desecha determinados recuerdos, para afianzar más el sueño viajero del presente. Por tanto Balbuceo es el lugar de los gratos recuerdos, el viaje que me marcó, el primer viaje, porque desde él tomo conciencia que soy un eterno viandante: el viaje a mis recuerdos de viaje. ¿Y por qué llamarlo balbuceo? La razón es clara, balbuceo es la forma de comunicación que aparece antes del lenguaje, y si no se desarrolla aquél no se puede desarrollar éste, por tanto es su forma primitiva, no por ello desdeñable o sin interés comunicacional. Otra razón es la de rendir desde este recuerdo un pequeño homenaje a alguien muy cercano a mí que un día me regaló sus recuerdos y su alma con un poema titulado Balbuceo. Va por él.

Abigaliada – Libro de viajes -13-

Agarrarse a los hilos del recuerdo e irlos trenzando con agujas del hoy no es tarea fácil, en tanto en cuanto uno no tiene idea clara de lo que va a tejer y pretende ajustar dicha labor a la moda del presente. Por lo tanto enfrento ahora unos recuerdos tan atrás en el tiempo que tengo que deambular por ellos de puntillas para no despertarlos más que someramente y así poder entrelazarlos sin que se deshagan entre mis dedos, consiguiendo un guión explicativo de por qué en mí nace la afición y la ilusión del viaje. Supongo, y la ambigüedad va a ser compañera fiel en este recorrido a las cavernas del olvido, que siempre hay un modelo del cual uno imita, en este caso, habida cuenta los pocos disponibles en la infancia, son los familiares cercanos a los que se copia e imita. De mi afición a los motores y a todos aquellos instrumentos/artefactos que el ser humano usa para desplazarse quedó constancia en multitud de fotografías, las cuales al verlas ahora desde mi presente adulto no las integro en mi recuerdo, como si no fuera yo ese que aparece: subido en una moto, en un coche, agarrado a un volante, en una furgoneta, en un patín, etcétera. Parece que todo aquello que tuviera circularidad y posibilidad de desplazamiento ejercía en mí una atracción cuasi fatal. Creo que debo considerarme afortunado al comenzar mi carrera viajera a tan temprana edad, aventajando a otros que después me siguieron. Vamos sin más dilación al buceo: y recuerdo que..., viviendo en la capital, no eran demasiado inhabituales las salidas al campo, al río Jarama o a la Sierra para pasar aquellos calurosos días de verano en Madrid, en que la ropa se pegaba al cuerpo como si de cola de carpintero se tratara. Pero de estas escenas costumbristas mi memoria se niega a retenerlas e hilarlas, surgiendo solo retazos sueltos que no anudo a ningún hecho especial; sólo un abanico, la furgoneta de mis tíos que tenían una ebanistería, el traslado al cementerio al morir mi abuela... Coches, siempre coches,... y yo agarrándome fuertemente al salpicadero en denodado esfuerzo, empujando el vehículo desde dentro, percibiendo el calor y la rojez en mis mejillas mientras mi tío me alentaba:

- ¡Empuja!, ¡vamos!, ¡más fuerte!, que no sube la cuesta.

Abigaliada – Libro de viajes -14-

¡Ingenuo de mí! Ahí me debatía entre el asiento y el cristal, danzando como una mosca para arriba y para abajo, con la inquietud propia de quien tiene ante sí la perspectiva del viaje. Eran pequeños viajes en los que escoltado por mi madre y mis tías en el asiento de atrás (de aquella, las diferencias socio-sexuales estaban muy marcadas, mucho más en el coche – patrimonio masculino -), se apretaban hasta cuatro adultos y tres pequeños. El de adelante solía ser un asiento corrido (sólo individual en los coches de lujo) y también daba cabida para igual número de personas por lo que mi recuerdo y concepto de los viajes y de los coches se asemeja más a un autobús discrecional que a cualquier otra cosa. Alcanzo a entender que sería así en la mayoría de los hogares, o al menos de los hogares privilegiados que en aquella España de posguerra pudieran ya disponer de un vehículo antes de la aparición del popular “seiscientos”. Recuerdo un coche enorme, negro, no podía ser de otro color, con una baca puesta en el techo para mejorar la carga del maletero, una amplitud interior tipo cavernario de las que hacen eco, una altura descomunal y un sonido y olor a gasolina quemada que ya desde aquella improntó mis oídos y pituitaria. Era un Seat, ¡cómo no!, modelo 1400. Me llamaba poderosamente la atención el faro frontal ubicado en el medio del vehículo, alargado, rompía la simetría, pero desde otro ángulo la conformaba, pues quedaba en medio de los otros dos. Allí estaba mi tío dándole brillo al cromado de los parachoques y los tapacubos, regañándonos cuando en un descuido nos metíamos dentro del vehículo y comenzábamos a accionar todos los mandos y palancas. ¡Eso era calidad de construcción!, imagino ante el resultado de mis vehículos actuales que ni las lianas de Tarzán hubieran aguantado dichas embestidas. Había un cuadro de mandos exiguo, en el que en mi torpe lectura de entonces ya adivina la friolera cifra de 130 km/h. Aquello era velocidad estelar, escalofriante desafío a las leyes de la física, un poner a prueba los nervios más templados sólo con verlo, volar a ras de suelo, algo inimaginable, fastuosidad de conductor, vanagloria ante los amigos. No podía ser real, no había ser humano

Abigaliada – Libro de viajes -15-

que pudiera realizarlo ni máquina que soportara dicho esfuerzo, ¿qué se sentiría a esa velocidad? Quizá los pelos erizados, los ojos desencajados de las órbitas, un retortijón en las tripas...

- Pues mi padre ya ha puesto la aguja en ese número. – expresaba orgulloso un primo meses más pequeño-.

- Tú que vas a saber, si eres un mico. A esa velocidad hubierais despegado como los aviones en Barajas, que una vez fui a verlos con mi padre.

- ¡Qué sí, que lo he visto yo, viniendo una vez del Escorial!- Eso me lo tiene que demostrar tu padre a mí.

Y en éstas se zanjaba la discusión cuando acalorado el orgulloso tío propietario del vehículo descubría a los pequeños squater desalojándolos bajo amenazas y gestos de coscorrones, capones, tirones de orejas y la limitación de las chucherías en la feria. Era día de gozo el domingo, cuando por motivo de alguna celebración familiar toda la familia tomaba por asalto el coche y se programaba una excursión para comer en algún restaurante de los alrededores. Aquel día la reunión fue antes que de costumbre y renunciando a la misa dominical de las diez, embarcamos dispuestos, decididos y almidonados con rumbo incierto. Quien pudo cumplió con el precepto impuesto entonces acudiendo a la misa del sábado por la tarde, y por si aquello no tenía el mismo valor, era menester acudir a la catedral, por lo de que al ser edificio más grande Dios estaría más presente y nos vería cumplir mejor a todos. Volviendo al viaje, subido ya a las piernas de mi madre, con la escolta habitual y el olor a colonia (mezclado el Nenuco con el Varón Dandy, la brillantina y el incierto, indeterminado y cambiante perfume del mujerío), se iniciaba aquella expedición a lo desconocido. De la cantidad de almidón que llevaba el cuello de mi camisa, daba cuenta la rojez de mi pestorejo por efecto del contacto tela-piel, que a la media hora de estrenarla sentía como si de un collarín se tratase, revolviéndome con denuedo ante tan insistentes picores.

- Mira al frente, que si no te mareas.

Abigaliada – Libro de viajes -16-

- Es que me pica el cuello.- ¡Abrid la ventanilla!, ¡no veis cómo va este niño!- Como nos eche todo el desayuno encima os vais a enterar.- ¡Para!, ¡para! Que ya está empezando.- Mira que te lo tengo dicho, siempre al frente.- Pero mamáaa.- ¡Sacarle la cabeza por la ventanilla!- Este mocoso siempre la tiene que armar.

En número circense, sin detener el vehículo, ahí estaba yo con medio cuerpo volcado por la ventanilla trasera, sujeto por más manos que la Guardia Civil a un expresidiario, vomitando mi Cola Cao con galletas (y eso porque era día festivo, que los días de diario nos conformábamos con el EKO y unas rosquillas refritas días atrás). El aire tiene mucho que decir en estas situaciones y a parte de enmarañar mi pelo transformándolo en un revuelo indomesticable decoraba la parte trasera del coche, utilizando como mixtura mi propio vómito y como pincel las ondulaciones del viento. Total, que cuando el orgulloso propietario bajaba del vehículo y veía el grafiti, la bilis se le subía para todo el día, intentando bajarla en un dechado de valentía y olvido con vino en demasía durante la comida, convirtiendo el viaje de vuelta más en una gymkhana automovilística que en un placentero paseo, con lo que quedaba decorada la otra parte del vehículo, para que no desentonara en la simetría. Eso sí, este segundo decorado iba acompañado de trozos de pollo y patata de la comida, por lo que el neorrealismo tridimensional se veía incrementado. Con esto quedaba perfectamente definido qué lado ocupaba del vehículo ocupaba yo a la ida y cual a la vuelta. Me sorprende recordar que me recuperaba a gran velocidad de estos desvaídos, supongo por mi ansia de atender al viaje y disfrutar del movimiento. Así en gesto contorsionista durante casi media hora tenía que tener las manos asomadas por la ventanilla (decían para que se me ventilara la sangre???) mientras que por encima del hombro de mi tío veía el marcador de velocidad, volviendo con denodada energía a mis preguntas:

Abigaliada – Libro de viajes -17-

- ¿A cuánto vamos ahora?... ¿Eso de ahí es la gasolina que nos queda? ... ¿Para qué das esa palanquita para abajo?... ¿Esa luz roja que se enciende qué es?...

- ¡Mierda! Otra vez se ha roto la correa del ventilador.

Un nuevo giro heroico que detenía el vehículo al borde de la carretera.

- ¡Todos abajo!

Como si de un anuncio televisivo actual se tratara, del vehículo comenzaban a descender personas y más personas, mientras mi tío y mi padre, camisas arremangadas, corbata por dentro de la camisa, se disponían a cambiar dicha “pieza”. El resto de la familia aprovechaba para tomar un refrigerio que nunca faltaba. Ahí en plena linde se disponía el pan y el embutido, la gaseosa y la bota de vino, se despachaban las viandas como si desde el momento del desayuno hubieran transcurrido varias horas. ¡Qué camaradería entonces la de los otros conductores! Al menos paraban dos de cada cinco, y los demás pitaban apoyando con gestos desde su ventanilla la labor que se estaba haciendo, brindando incluso su ayuda.

- Nada, no es nada, ya está arreglado. – decía mi tío a voz en cuello.- Esto hay que festejarlo. – comentaba mi padre al finalizar la obra.

Con la excusa de lavarse las manos y del pis, nos deteníamos en una venta de aquellas de carretera empezando el acalorado domingo con una copita de Soberano, porque es cosa de hombres., como decía la radio en los partidos de fútbol. Aquellos viajes por muy cortos que fueran se transformaban en epopeyas al estilo Ulises, inundándolos la sorpresa en cada recodo del camino. Un pinar, un pueblo, una valla para respetar el paso del tren, una recta y allá al fondo después de un repecho un alto castillo con torres y una punta que me dijeron era la punta de la catedral. Cuando pregunté dónde estábamos me contestaron que en Toledo.

Abigaliada – Libro de viajes -18-

Llevábamos unas tres horas de viaje y la respuesta a mi pregunta sobre la distancia fue de setenta kilómetros. ¡Nunca había estado tan lejos! Guardo con cariño una fotografía de aquel viaje en la que se ve a todos aquellos intrépidos viajeros que consiguieron entrar en el coche. Podemos ser unos diez, primos incluidos. En el encabezamiento reza algo así como Recuerdo de la casa del greco, Toledo, y por detrás, en tinta borrosa nace un año: 1958. Sería ésta mi primera experiencia consciente de viaje. Desde ahí, viendo la foto y la lejanía, comencé a sentirme viajero porque experimenté ese placer angustioso que hace estremecer el corazón de los exploradores la víspera de sus descubrimientos. Fue la sensación de distancia, la impresión de estar en un sitio que no me pertenecía, que no dominaba y por tanto se me imponía para apoderarse de mí. Fue despertar a una especie de virginidad de los sentidos. Recuerdo poco más de aquel día porque ahora mi mente todo lo envuelve en esa nebulosa turbia del presente, pero las escenas que he descrito quedaron grabadas fuertemente en mí, lanzándome a un viaje iniciático del que desde entonces no he podido bajarme. La misma sensación se vuelve a repetir; pero ya no sé si meses o años después, porque en la infancia todo se pega y se anexa en relación a los acontecimientos (cumpleaños, Reyes Magos, principio y fin de curso) quedando los recuerdos desprovistos de los números, por eso cuando uno bucea no sabe si es el cuarto o el quinto cumpleaños, si el tercero o cuarto curso de primaria, sólo aquel juguete anhelado que se disfrutó tanto tiempo hasta que desapareció del baúl, aquel profesor que regañaba tanto y nos hacia estar de rodillas brazos en cruz… Mucho después, diría pasada la adolescencia, es cuando uno tiene conciencia de lo efímera de la vida, y por eso viene la necesidad de grabar los acontecimientos asociándolos a numerales y ordinales; esto solamente ocurre cuando le impactan los primeros fracasos amorosos y las primeras pérdidas. Desde ese momento la vida se convierte en un número, en un antes y un después, en un más y en un menos, en una intensidad graduada, en una hipoteca, en unas letras, en un aniversario, en una ruptura...

Abigaliada – Libro de viajes -19-

La infancia, afortunadamente, tiene otras leyes, por eso es el paraíso de la vida, porque la vivimos sin más. Por tanto ahora desde mi presente reconozco que tiempo después volvió a aparecer esa angustia del viajero y del viaje, y lo asocio a una aurora. Sí, una aurora, un amanecer... Aquel día, mi madre acudió excesivamente temprano a despertarme, aún no había salido el sol, era verano, lo cual quiere decir que sería muy, muy pronto. No me entraba el desayuno; a esas horas parece que el estómago se niega a recibir ningún tipo de alimento, como si también él permaneciera dormido o al menos fuera de su ritmo habitual de trabajo. Allí estábamos mi primo y compañero de correrías y yo caminando por calles desiertas a buscar el pan madrugador. Experimentaba una fuerte sensación de flotación, como si los músculos estuvieran aún entumecidos por el sueño y mi cerebro acorchado se limitara a las funciones básicas entorpeciendo constantemente mis movimientos. Hace frío por la mañana, ¡qué sorpresa!, y eso que era verano. Todo el mundo dormido, otra novedad, y los barrenderos regando las calles, ¡qué quietud!

- ¿Dónde vais a estas horas polluelos? – preguntaba con curiosidad la panadera.

- Dice mi padre que nos vamos a la playa, a ver el mar.- Afortunados vosotros que tenéis coche y podéis iros tan lejos.- Claro, si ya hemos estado en muchos sitios, Toledo, Guadalajara,

Segovia… Pero, ¿eso del mar está muy para allá?- ¡Uf!, mi padre, que en paz descanse, era de Valencia, y cuando

vino a Madrid hará unos cuarenta años dijo que había tardado tres días.

- Bueno ya, pero él vendría en borrico, nosotros vamos en el coche de mi padre que llega hasta ciento treinta en las bajadas.

- ¡Qué locura! A esa velocidad os vais a matar todos.- Bueno, señora Engracia, que nos dé cuatro barras de pan para los

bocadillos.

Abigaliada – Libro de viajes -20-

No hacían falta más preparativos, al menos por nuestra parte. Estábamos listos para arrancar. En la baca dos maletas de cartón y tela, de esas que hacían en la cárcel de Ocaña los presidiarios con listones y cantoneras, un botijo con agua fresca, todo sujeto con unas cuerdas…

- ¡Adentro, que nos vamos!

En ese caso no aguanté más que unos minutos antes de caer rendido por la falta de sueño y el sopor de la calefacción acompañado del ronroneo del motor. Me despertó mi madre ya bien avanzada la mañana para hacer un pis y comer algo. Me espabilé por completo no volviendo a dormirme y estando atento a todos los vehículos y circunstancias que concurrían en nuestro camino, así como a las conversaciones de mi padre y mi tío, puesto que las de las mujeres versaban sobre temas que no eran del motor. Así aprendí a distinguir todos los modelos de automóviles y sus características, incluso la de los camiones y autobuses y a exclamar de sorpresa al unísono con mi primo cuando nos veíamos adelantados por un coche de importación:

- ¡Eso era un Citroën!, ¡y aquello un Alfa Romeo!, ¡vaya reprise!, ¡claro, con el motor que lleva! ¡Alcanzará los ciento cincuenta!

¡Eso era viajar!, sin ansia por llegar, sin la pesadez de los tramos intermedios, porque todo era viaje. La misma experiencia de estar en movimiento, de transportarse, de trasladarse de un sitio a otro, eso era suficiente como para vibrar con placidez y continuidad.

- ¿A cuánto corre ese autobús?- A sesenta.- ¿Por qué no le adelantas?- Porque viene otro de frente. Cada adelantamiento se convertía en una romería y en una invocación a la virgen cada vez que uno se decidía a hacerlo, y en un

Abigaliada – Libro de viajes -21-

conjuro y maldición cuando detrás de la curva o de un cambio de rasante aparecía un inesperado vehículo de frente. No había viaje exento de algún problema mecánico: una correa, un reventón, un calentón..., pero aquello también formaba parte de la esencia viajera que ponía a prueba la pericia y habilidad del conductor fuera del volante. Piloto y máquina una sola cosa, elementos indivisos con vida propia, casi humana, casi animal; por eso al coche se le mimaba, se le hacía partícipe de la familia, se le adornaba con las labores de ganchillo pertinentes, como si del sofá del salón se tratara. Por eso el conductor en él se transformaba porque con él disponía de un arma para luchar con la que en muchos casos desafiaba incluso a su mujer. El mar..., inenarrable la primera impresión: inmensidad, infinitud, grandiosidad, pequeñez de uno ante aquella vastedad, sobrecogimiento, miedo a penetrar en un elemento desconocido, porque aquello no era como el Jarama, se movía, y con tal fuerza que te acababa tirando.

- ¡No os metáis mucho, que os podéis ahogar!- ¡Siempre de la mano de un mayor!

Eran las consignas repetidas. Y de la arena qué decir: amplia, extensa, limpia, suelta, moldeable, seca o húmeda a voluntad. Allí sí que se podía jugar. La segunda noche playera la chavalería no durmió. Todo eran lamentos. Las madres bajo la sombrilla, los padres bajo el toldo de la cervecería y los chicos expuestos al inclemente sol del verano. Entonces no había cremas protectoras, o costaban demasiado, sólo la Nivea y eso era peor. Hasta el roce de las sábanas molestaba.

- No te preocupes que en dos días has cambiado de piel y no te duele.

Mientras tanto las friegas de agua tibia con vinagre parecían aliviar, o al menos esa era la sugestión que nos metían nuestras madres.

Abigaliada – Libro de viajes -22-

- ¡Venga, tómate una aspirina y a dormir!

El efecto placebo de un poco de harina en agua remataba definitivamente los dolores, para desterrarlos al tercer día cuando la piel nueva salía y se perdía la vieja, no en escamas sino en verdaderas tiras. Hay fotos entrañables de aquel mar que ya nunca se repetirá.

- ¡No tragues agua!- ¡Está salada como el caldo de las aceitunas!

Ahí está mi madre y mis tías. La soltera sobre todo, ¡qué pechugona y alegre! Sentí que aquel cáncer arruinara su juventud, era la que me compraba más helados. Y ahí mis primos. Ni mi padre ni mi tío están en ninguna. Ahora que soy mayor lo comprendo, porque el tinto, la cerveza y las tapitas ayudaban a centrar la visión puntuando de cero a diez a aquellas extranjeras sabrosonas que ya de entonces comenzaban a llenar las playas del Levante, por eso no estaban en la foto. Mirar no ofendía a nadie y por aquel entonces todavía era gratis. Supongo que alguna de las voces altisonantes que oía por la noche tendría que ver con ese efecto:

- Pues ahora te vas a buscar a esa que has visto, que tanto la mirabas; que se te caían los ojos, desvergonzado, viejo verde; y ahora vienes a mí, ¿para qué?, ya te lo voy a decir yo, ¿qué te has pensado que soy?

No sé. No entendía bien esos diálogos. Frases con significado desconocido, palabras inconexas, incomprensibles, pero que al desayuno ni se mencionaban, estando todo tan normal y amoroso como antes, con lo cual aquello no se fijaba como trágico en mi mente infantil. Me costó despedirme del mar, quizá porque había tomado conciencia de felicidad en esos días de diversión y solazamiento. El regreso a Madrid vuelve a ocultarse entre la neblina y ninguna

Abigaliada – Libro de viajes -23-

sensación permanece, ni el alba (porque supongo que me sacaron en brazos de la cama y así caí en las rodillas de mis familiares), ni las paradas, ni las averías, ni las vomitonas..., todo quedó en silencio hasta la siguiente experiencia. El exprimidor de la voluntad sobre la memoria ejerce su presión obteniendo su jugo. Tengo en mí otra emoción intensa que asocio a tan temprana edad y a un viaje. Presumía ante mis amigos de colegio de ser gran viajero y haber recorrido parte de España, mientras que muchos no habían salido siquiera del barrio. Me faltaba por descubrir algo fundamental que tatúa la piel de todo viajero: sentirse extranjero. Aquello iba a quedar marcado para siempre en mi mente, sobrecogiéndome, martirizándome con su miedo, con su sombra, con su fantasma hasta el día de hoy: LA FRONTERA. Creo que desde ahí nace la conciencia de tiempo, pues recuerdo que todo ocurrió después de mi Primera Comunión (ya estamos de vuelta a los ordinales), y habiendo conseguido la independencia de mi tío, mi padre adquirió un Seiscientos después de la consabida espera de meses para poder recibirlo. Mi tío siguió progresando y al tiempo abandonó su 1400 en aras de un 1500 flamante que superaba aquella ritual cifra de los ciento treinta, pero eso es otro capítulo. Fue día de fiesta ver aparecer a mi padre con aquel Seiscientos color verde desvaído. Significaba la libertad, la riqueza, el progreso, el crecer y hacerse adulto y qué sé yo cuántas otras cosas. Todo eran detalles, mis dedos tocaban y dibujaban todos los contornos para así aprehender más que con la vista con el tacto aquellas formas sinuosas e insinuantes: la capota que se retiraba hacia atrás, la suavidad de los cromados de los parachoques y las puertas, el letrero de adelante que rezaba SEAT como en dechado de arrogancia para insultar a todo aquello que no lo fuera; y por dentro: las letras entrelazadas en el salpicadero que anunciaban: Seiscientos, como para reafirmar la personalidad adolescente de la marca. ¡Qué amplitud! ¡Cómo corría! Y por la noche se encendían las luces del cuentakilómetros dando a la palanquita central. ¡Además marcaba hasta 120 km/h! ¡Con lo pequeño que era por fuera!

Abigaliada – Libro de viajes -24-

No había excusa para los domingos, o sí la había mejor dicho, pues las salidas se incrementaron y también las distancias. Ya no fue sólo el Jarama, otros ríos y otras Ventas se hicieron fieles a este vía crucis dominical. Y el summum de placer llegó cuando mi padre le instaló aquel radiocassette traído de contrabando de Francia. Creo recordar que las cintas de música eran muy grandes y que oíamos siempre las dos que teníamos: Antonio Machín y Carmen Sevilla. Daba igual la monotonía, era la tecnología lo que nos hacía sentirnos felices. Volviendo a lo dicho, fue al poco de mi Primera Comunión cuando un verano mi padre decretó que pasaríamos unas vacaciones en Portugal. Sería una semana.

- ¿Portugal?, ¿Dónde está eso? - preguntaba yo en mi inocencia.- Es otro país...- Ya, y eso ¿qué significa?- Pues que hablan otro idioma, tienen otras leyes, otras costumbres,

otra forma de pensar y de hacer...- Ya, y eso, ¿es mejor o peor que lo nuestro?- Pues ni mejor ni peor, simplemente es diferente.- Ya, pero, ¿quién es más fuerte de los dos?- Nadie es más fuerte que nadie, las razones económicas o políticas

no deben influir en la cultura ni en la historia de un país, pero lamentablemente es así.

- Ya, pero... ¿Mamá...?- ¿Qué, hijo?- Mmm..., que no entiendo nada...

En tablas quedaba el diálogo porque en mi ansia por saber y con mis razones infantiles no llegaba a comprender el concepto de grupo, comunidad, nacionalidad, pasaporte, el bien social, Gobierno, la necesidad de dirección, y todas esas cosas que con el paso de los años me ha costado comprender del todo. El mensaje que permaneció fue que aquel viaje no iba a ser a un lugar diferente sino a “algo” distinto, y esa incertidumbre fue ahorcando paulatinamente mi alma.

Abigaliada – Libro de viajes -25-

La partida de nuevo al alba, con los bocadillos preparados. No teníamos baca y gran parte de las pocas cosas que llevábamos estaban en el interior del coche. Sí recuerdo adentrarnos por las carreteras de la Sierra y varias paradas a repostar gasolina. La comida en Salamanca, y la pernocta en Ciudad Rodrigo, para pasar la frontera a primera hora, dijo mi padre; si la pasamos de noche pensarán que somos huidos... ¿A cuento de qué venía aquello?, ¿huidos?, ¿qué era eso? Decidí no preguntar hasta ver en qué paraba todo aquello, me estaba haciendo mayor y entendía que algunas cosas, muchas cosas, no hay que preguntarlas sino descubrirlas por uno mismo. La Frontera se dibujó ante mis ojos como una serie de casas, una larga fila de vehículos, gente parada fumando, y otros andando con grandes fardos a la espalda. Viandantes que iban y venían como extraños, comportamientos anómalos, circularidades de un ir y venir, remoloneos que terminaban en el mismo punto, miradas furtivas. Mis padres inquietos...

- Hay que cambiar dinero. Por aquí debe haber un hombre que lo hace más barato que en el banco, pero igual nos engaña.

¿Engañar con el dinero?, ese concepto también era nuevo. Decidí de nuevo callar y observar; mis ojos como el dos de oros, sin perder detalle de cuanto ocurría alrededor. Se acercó un hombre con aspecto sucio y medió unas palabras con mi padre que no pude oír pues me tenían retenido en el asiento de atrás, mi madre cruzaba nerviosa las piernas en el delantero. Al pronto sacó un sucio y grueso manojo de billetes y con celeridad pasmosa los papeles de un color pasaron a manos de mi padre que los intercambió por otros de otro tono. ¡Trampa!, los de mi padre estaban más nuevos. Ya no pude callarme.

- ¡¡¡Papá!!!, te han engañado, te han dado billetes sucios por unos nuevos.

- ¡Cállate hijo que todavía no lo comprendes!

Abigaliada – Libro de viajes -26-

- ¿Seguro que te han dado todos los billetes? –preguntaba mi madre angustiada-.

- Que sí mujer, que los he contado dos veces.

Me hundí perplejo en el asiento, ¿no consistía en eso el engaño, lo nuevo por lo viejo?, o al menos así era con los juguetes y mis amigos. Presentí que no había cogido bien la idea, como me decía mi profe de matemáticas, y decidí callarme de nuevo..., esperar, porque aquella romería no había hecho más que empezar.

- ¿Algo que declarar?- decía el guardia de bigote y cara de pocos amigos-.

- No, nada...- ¿Qué llevan en las maletas?- Objetos personales...- ¿El motivo de su viaje?- Vacaciones...- ¿Cuánto tiempo van a estar?- Unos cinco días...- ¿Van a salir por esta misma frontera?- No, vamos a salir por la de Vigo.- Pues tienen que notificar allí por la que han entrado a la hora de

sellar su pasaporte.- De acuerdo, muchas gracias.

Atento a la conversación, atento al vehículo de al lado al que le estaban abriendo todas las maletas mientras sus ocupantes asistían con gesto de desolación a esa feria textil, atento a la persona que pasaba caminando frente al guardia de bigote con un gran fardo y le daba un billete por la parte de abajo, atento a aquel señor del camión que estaba rellenando unos papeles, atento a todo un ajetreo de seriedad reconcentrada asistida por las pistolas y escopetas en ristre, atento porque aquella gente no tenía cara de buenos amigos, atento a todo; ¿sería eso la cárcel? Al fondo alguien lloraba y otros eran empujados por un guardia con cara de malas pulgas. Mi corazón no

Abigaliada – Libro de viajes -27-

cabía en el pecho y mi mente se hacía tantas preguntas que ninguna salía por mi boca, pero la peor era si nos estábamos adentrando en algún lugar del que ya no podríamos volver. Parecía no tener fin, porque después de pasar por unas casetas al cabo de unos metros nos volvimos a encontrar con otras, pero aquí los guardias vestían de forma diferente, azules, no verdes, hablaban algo que no entendía, ¿era eso otro idioma? Y las matrículas de los coches eran diferentes, los modelos también, paulatinamente todo empezaba a cambiar. Mis ojos no paraban de registrar y la angustia persistía pero no decía nada... La conclusión de todas estas gestiones y papeleos fue una estancia en la frontera de cinco horas y un nerviosismo que fue disminuyendo a medida que nos alejábamos de ésta. Mientras, mis padres mapa en ristre decidían la carretera y el lugar donde íbamos a dormir. Mi mente vagaba mirando a los campos que se escurrían por la ventanilla con el concepto de Frontera perfilándose como algo que separaba lo distinto, y yo ahora estaba en la otra parte... Comenzó mal aquel segundo día en Portugal. No recuerdo ningún nombre, solo la escena del café y los bollos que debieron sentarme mal (quizá fueron las manzanas verdes que cogimos de un huerto), el caso es que las molestias intestinales comenzaron al poco:

- Papá para que tengo ganas de hacer caca.

Ahí acuclillado en la cuneta la vida se me iba por entre las piernas y mi color facial se transformaba de la cera al blanco más luminoso. Así, repetí la escena cinco o seis veces durante ese día y otras varias al día siguiente, y al siguiente. No avanzábamos porque mi necesidad era impetuosa y olorosa y el color de mi cara no mejoraba.

- Deberíamos ir a un hospital, creo que se está deshidratando. – decía mi madre-.

Abigaliada – Libro de viajes -28-

- Pero ¿dónde vamos a ir?, aquí no nos entiende nadie, no sabemos dónde acudir, dónde pedir ayuda. Esperaremos dos días más que ya estemos en Vigo y allí vamos a ver un médico.

Pudiera ser que pasaran los días contaminados por la nebulosa del olvido ya mencionada, sólo quedó fijo en mí un paisaje arbóreo, muchas cunetas de carretera, un escozor anal terrible, y el dolor intestinal que me encogía en el asiento de atrás, y que en algún momento se vio acompañado de vómitos por las curvas y la inestabilidad de las carreteras. Comprendí que estar lejos, ser distinto y estar al otro lado, es también estar incomunicado, y eso es algo terrible. Pudiera ser que el último día estuviera algo más entonado y que mis padres se permitieran alguna parada que no fuera en la cuneta para realizar algunas compras antes de pasar la Frontera. Mi madre no me soltaba de la mano, sosteniéndola con fuerza. Traído y llevado, remolcado de acá para allá entre un tumulto que se abalanzaba sobre sábanas, calderos, alfombras, puestos de comida, toallas, y un montón de baratijas que obviamente no me interesaban. Mi madre no estaba dispuesta a perderme y ni siquiera me soltaba para comprobar la calidad de la tela.

- Podríamos comprar una alfombra nueva para el salón – dijo mi madre retando a la hombría de mi padre-.

- Pero ¿cómo vamos a llevarla, si mide más de dos metros? –decía mi padre intercambiando los papeles-.

- Ya veremos…

Las mujeres a veces se vuelven irracionales con esto de la ropa y de las compras, me daba cuenta que era difícil hacerla entrar en razón, por eso fui testigo mudo de su diálogo. Al final ahí estaba mi padre con la alfombra enrollada encima del hombro cual si de un porteador negro se tratara (y la alfombra superó la medida inicial, transformándose en más de cuatro metros).

- Verás lo bonita que nos queda, y además lo barata que nos ha salido.

Abigaliada – Libro de viajes -29-

Todo ese esfuerzo físico y de tolerancia para no contestar airadamente lo sujetaba con una mano (¡mi padre estaba hecho un toro!), porque con la otra acarreaba diez kilos de café absolutamente natural de Brasil, envuelto en unos paquetes de color crema, mientras mi madre pujaba por un gran puchero de latón y a mí con la otra mano –“que iba a quedar muy bien en la entrada”, según sus palabras -, ¡ah! y unas frutas para la espera en la frontera. Perdí mi trono, mi cama y mi reino trasero frente a una alfombra real, un puchero ducal y una bolsa con viandas, porque el café fue hábilmente camuflado entre la rueda de repuesto y el depósito de gasolina, cubierto por un bañador y unos calzoncillos sucios de mi padre - ¡ah, el viejo truco, que yo repetiría en otros viajes de mayor!-. El caldero ocupaba su espacio, pero lo de la alfombra era demencial, porque ante la imposibilidad de atarla al techo de alguna manera, fue colocada de manera transversal desde el asiento de atrás al de adelante saliendo por la ventanilla de mi padre, por lo que obligaba a éste a adoptar una posición de conducción ligeramente inclinada hacia delante, es decir con el pecho en el volante y la alfombra como reposacabezas (y eso que en esos tiempos no era obligatorio), amén del frío que nos entraba a todos por la ventanilla abierta. Y esto era sólo el principio, porque el arrepentimiento vino después frente a la cola de la frontera. Seis horas para volver a territorio civilizado – según mi madre – y atravesar el puente de hierro que hacía de Frontera. Todos los coches revisados de arriba abajo porque los guardias sabían que venían del mercadillo y por tanto tenían que pagar impuestos (otra palabra y concepto que no entendía, y sigo sin entender). Y digo arrepentimiento porque la bronca fue monumental, porque a parte del adeudo pagado al comerciante de la alfombra y del caldero nos gravaron el la frontera con un impuesto especial si es que queríamos llevárnosla, porque si no se quedaba en decomiso (otra palabra/concepto que no entendía y no entiendo. ¡Cuántas incógnitas me quedaron de ese viaje, estaba perplejo!). Eso sí, el café paso inadvertido.

Abigaliada – Libro de viajes -30-

Por si las moscas, y viendo el panorama, me refugié en mi trono compartido y decidí sólo mirar. Extraño sistema este de las Fronteras: te revisan para entrar y te hacen pagar para salir; incluso te ponen pegas, te miran con malas caras, te amenazan, para que pagues con agrado y salgas liberado de la situación en que tú mismo te has metido. Recuerdo la misma angustia en la espera, la decisión de la cuantía económica, sacar los billetes de reserva escondidos en la parte de atrás de la cartera, el vaivén de la gente cruzando andando el puente con fardos, y vender lo mismo del mercadillo pasada ya la frontera a un precio superior (pero inferior al impuesto por las autoridades aduaneras), en fin, ¡qué jaleo difícil de comprender para un niño! Y mi padre gritando mosqueado:

- Lo ves. Lo ves. La misma alfombra y el mismo puchero y más barato.

- Bueno, ya está hecho, olvídalo.- Pero ¿cómo lo voy a olvidar, si nos ha salido el doble?

¿El doble? Recuerdo que eso me lo había explicado el maestro el año pasado, doble significa dos veces. Otra cosa nueva que estaba aprendiendo, Frontera: negocio en el que se juega con el nerviosismo de la gente para que pague dos veces. ¡Qué instructivo es esto de viajar! Y así siguieron las cosas, pero ya mi recuerdo flaquea y se desdibuja volviendo a estar hecho de retazos: echar de nuevo cuentas y darse cuenta de que el precio de la alfombra y del caldero superaba con creces al de una posible adquisición en Madrid, con el inconveniente del transporte, que ahora era el triple; según el maestro tres veces más. La cara de mi padre ya era como la de un bulldog, la de mi madre como un cuadro de la invocación de la Virgen María recibiendo el Espíritu Santo… Una pensión en Vigo, un tercer piso, mi padre subiendo la alfombra y el caldero por una escalera estrecha, sudando y maldiciendo. Otra noche en Benavente. Vomitonas por las carreteras

Abigaliada – Libro de viajes -31-

de curvas. Lluvia. La alfombra empapada pese a los plásticos. Mi padre calado. El coche inundado. Todos con el abrigo puesto. Un principio de catarro y fiebre, la diarrea que iba remitiendo. Mi padre y mi madre incomunicados por la alfombra. El caldero como testigo mudo. Mi padre con tortícolis por el reposacabezas al llegar a Madrid... ...tirar el café, los calzoncillos y el bañador pues con las curvas se había vertido parte de la gasolina, consecuencia de haber cerrado mal el tapón en uno de los múltiples llenados. Cuando se está de mala leche se terminan haciendo las cosas mal. Nada de esto pude contar a mis compañeros de colegio y de barrio, sólo respondí a sus preguntas con un simple: “bien, muy bien, lo peor es que tardas mucho en pasar la frontera”.

Abigaliada – Libro de viajes -32-

Mi primera Europa

LO QUE FUE FRANCIA

Pudieran pasar años, el tiempo es incierto en esas edades. Navegando ahora desde mi presente no encuentro recuerdos suficientemente hilados como para ser capaz de cubrir media página. Estos van a ir tomando consistencia en la medida que me exijo una capacidad para enfrentarme a lo que me rodea por mí mismo, sin la tutela y organización paterna. Digo, pudieran pasar años y pudiera haber otros viajes con que rellenar ahora este libro viajero, sin embargo perdieron entidad, desmoronados como castillos de arena, ¡lástima! Cuaja de nuevo el recuerdo al albor de la adolescencia avanzada cuando descubrí otra Europa, cuando nací al norte. Europa de aquella era una utopía, sencillamente ni era. Amalgama anexionada de sustratos culturales de muy distinta idiosincrasia, con ánimo mosqueado y sin ganas de ponerse de acuerdo. Con la perspectiva que dan los años y el fenómeno de la europeización ya presente uno añora la pérdida de la identidad en aras de este estado colectivo sin fronteras. Hace ya mucho, tuve conciencia en las clases colegiales que convivíamos por azar en el mismo continente españolitos, franceses, alemanes, italianos, suizos, y pare usted de contar, porque el resto (fuera por razones políticas o por desconocimiento) casi ni existía, y no cuento a los hijos de la Gran Bretaña porque siempre han sido una isla que navega con rumbo propio. Como hermanos enfrentados compartíamos habitación a regañadientes estando prestos a mordernos e insultarnos en cuanto uno tomara algo prestado del otro, rencores que venían del poco espacio y los muchos puntos de vista.

Abigaliada – Libro de viajes -33-

Los españolitos éramos los pequeños de esta saga, los recién llegados a una familia que requería la democracia como carta de admisión, sin embargo aún estábamos en pañales y eso justificaba patadas, golpes, vejaciones e humillaciones. Quiero creer esto, porque por aquel entonces yo era demasiado pequeño para darme cuenta de que un francés o un alemán deberían valer lo mismo que un español, que coches, casas y carreteras y sueldos deberían ser semejantes, que norte y sur deberían ser igual, no comprendía, en fin, por qué frente a ellos lo nuestro carecía de valor. Insisto en lo de las perspectivas que proporciona el tiempo. Ese estado de aislamiento político y cultural del régimen dictatorial aportó desde la situación actual el valor del retiro espiritual y la búsqueda de la idiosincrasia necesariamente perdida desde la Revolución Industrial. ¡Nos vino bien!, por una parte saber quién éramos y a quién pertenecíamos, porque esto trajo el rencuentro y la paz con nosotros mismos, hechos absolutamente necesarios para crecer de manera armónica cuando llegó la madurez. Sin embargo, ahora, no ya como estado adolescente sino como estado cuarentón padecemos otros males, los de la pitopausia y el deseo de querer consumir todo, incluso lo que no está a nuestro alcance. Volviendo a lo pretérito, hubo un éxodo, una semilla viajera que por unas u otras razones fue germinando en la mente de esos españolitos que llevaban demasiado tiempo sometidos al régimen trapense. Digo varias razones porque a parte de la de salir a trabajar fuera o la del Exilio, hubo otra que sin ser portada fue la propiciada por un interés cultural más que político o económico. En aquellos años sesenta, setenta, padres avezados veían que los derroteros formativos e informativos se movían en otras latitudes, que había que preparar a los hijos en aras de un futuro ya inmediato, y que pesara a quien pesara había que internacionalizarse. O saltábamos nosotros las fronteras o nos invadirían y perderíamos todo lo que teníamos. Había llegado el momento de atravesar el anacoretismo para así poder dar sentido al pasado. Nuestros padres ya no podían, había pasado su momento, no eran flexibles para enfrentarse a un mundo abierto, el aislamiento les había llenado de miedos y prejuicios, eran los hijos quienes tenían que tomar el relevo.

Abigaliada – Libro de viajes -34-

En ese caldo de cultivo me encontraba cuando a mis dieciséis decidí volar por mí mismo a lo desconocido... No quiero perder detalles, tiro de los hilos de la memoria y empiezo por el principio... Era rubia, ojos azules, de cuerpo esbelto, ataviada a la moda, atrevida, inteligente..., ¿por qué no me casaría con ella? Teníamos una relación de café-diálogo aunque siendo honesto a mí me hubiera gustado otro tipo. Me transmitió la información de unos cursos de verano para monitores de tiempo libre en Francia. Ella misma el verano pasado había estado en Normandía y la experiencia había sido fascinante (no me extrañaba nada viendo su cara y su cuerpo). En ese instante me pareció mucho más bella y deseable quizá por el barniz que se aplica en otro taller distinto al conocido. Puede que en el fondo subyaciera el hecho de viajar con ella y dejar rienda suelta a la fantasía (la erótica por supuesto), el caso es que desde ese mismo momento decidí que yo también daría el salto.

- ¿Este año también te vas?

La respuesta era obvia, quien ha probado esas mieles tiende a repetirlas.

- Y ¿el proceso cómo es? - Muy sencillo, sólo has que contactar con un organismo de la

juventud en París y desde allí según las necesidades te inscriben en uno u otro centro del país, por supuesto que no todos son iguales, esa es la lotería.

Estando así las cosas no sabía qué número me iba a tocar cuando escribí a dicho organismo solicitando mi admisión para el verano. No se hizo esperar, lo encabezaba un Monsieur de tal y tal, ¡menudo tratamiento para un adolescente!, estos europeos sí que saben montárselo. Rellené un formulario indicando que mis conocimientos de idioma eran superiores, si bien la verdad era que no salía del oui,

Abigaliada – Libro de viajes -35-

merci, a tout à l’heure, croissant, foie gras y café au lait, pero la aventura es la aventura y hay que probar de todo. Nueva contestación con la admisión definitiva y el lugar donde debía personarme en tal fecha y tal hora. Obligado a comprar un mapa para descubrir ese lugar tan lejano, inhóspito y que sonaba tan bien, lo descubrí a unos ochocientos kilómetros de mi casa. Sé que ahora no representan ni unas horas de viaje pero en aquel entonces sentí lo mismo que Amstrong y Collings cuando llegaron a la luna. Estar tan alejado de lo que conocía, de la protección paterna, aventurarme en un idioma nuevo, saltar una frontera, temores dispares a ser asaltado, robado, degollado, envuelto en bolsas de plástico… ¡Qué sé yo cuánta fantasía desbordada mientras ultimaba los preparativos! La noticia en casa cayó como cuento agridulce. Por una parte significaba mi emancipación con la consecuente alegría y pena, por otra el recelo de la emigración, de lo desconocido a lo cual me tenía que enfrentar sólo. Llovieron las advertencias sobre lo que tenía que hacer, tener en cuenta, considerar, etc., y sobre todo que era yo mismo quien se podría meter en líos, y que solito también tendría que salir, que ellos no me iban a ir a buscar. Organicé mis pertenencias con el criterio de la supuesta necesidad y con el desánimo al ver la cantidad de montones dispuestos sobre la cama esperando inútilmente entraran en una pequeña maleta. La necesidad impuso la compra de una bolsa que cubriera mis necesidades viajeras. Un dependiente en una tienda de deportes vino a socorrerme con lo que precisaba: azul eléctrico, rotulada de Adidas, en forma de tubo y con una cinta para facilitar su disposición sobre los hombros, ¡perfecto! Mi bolsa viajera que me ha acompañado desde entonces a los cuatro rincones de este mundo no sufriendo más que un leve desgarro en un asa. Desde ese momento compañeros inseparables, parece que se alegra y rejuvenece cada verano y vacación cuando la saco del armario. Acudí solo a la estación. Como todo buen viajero que se precie debe partir con la sensación de que no deja atrás nada y que es posible que el viaje le reporte tantas satisfacciones que se pueda quedar eternamente viajando. Con mi bolsa de emigrante al hombro

Abigaliada – Libro de viajes -36-

(como alguien malintencionado me diría después) y un pequeño cutter en mi bolsillo interior (que complementaba la necesidad de hombría) salí andando al mundo... Ese estatus de viajero solitario te impele, te impulsa a comunicar, a establecer vínculos, por eso no pasarían más de dos horas de viaje cuando en un paseo por el pasillo a la búsqueda del bar-restaurante tropecé con una chiquilla de mi misma edad o algo mayor que también se encontraba sola. Esa necesidad y la juventud (supongo también la belleza) estrechó un diálogo por el que concluí que ella venía de más lejos e iba aún más allá. Yo debería quedarme en Burdeos y ella en París donde la esperaban unos familiares para comenzar un trabajo y una nueva vida. Compartimos Coca Colas y bocadillos de tal forma que al llegar a la frontera de Francia éramos algo más que conocidos. No era su primera vez (me refiero a lo de Francia) y su dominio lingüístico era muy superior al mío (y me refiero al francés), por lo que en Hendaya y a la vista de la demora en la salida del tren francés decidimos tomar café y pasear por la estación una vez hubimos cubierto los trámites del billete. Yo Burdeos, ella París, ahí quedaba truncada nuestra incipiente relación. Pronto me olvidé de lo que dejaba atrás, era ya pasado lejano, el espíritu del viaje me había poseído sin yo saberlo. Cinco andenes, dos trenes a París. Los dos pasaban por Burdeos. La información del mozo no reveló nada significativo, “cualquiera vale”... Cargué con mi bolsa y su maleta como un buen caballero para llevarla hasta el lugar que sería nuestro compartimento (lástima que fuera “compartido” por otros dos individuos más, porque aquellos asientos se convertían en camas, hasta un total de seis). Prolongándose la demora insistimos en un nuevo paseo que imagino el amor nubló la visión o audición de que el tren se ponía en marcha con nuestras pertenencias dentro, lejos nosotros de ellas. Carreras desesperadas para alcanzar la portezuela mientras la velocidad se incrementaba, un brazo para que ella subiera y yo en salto felino (por aquel entonces me conservaba ágil) caer rodando a su lado. Resultado de la operación: sofoco, taquicardia, tobillo arañado, un susto, un sobeteo, risas y un beso furtivo.

Abigaliada – Libro de viajes -37-

Recomponiendo lo descompuesto desde ese instante algo había cogido trabazón entre nosotros. Esta es la magia del viaje. La noche acordonó el traqueo del tren, pero no lo suficiente como para obligar a descender las literas. La lentitud de la marcha nos hizo ver que nuestro fin estaba cerca, que la próxima estación marcaba un final y un nuevo principio. Acarreé mi bolsa hasta la portezuela como si ahora contuviera plomo y con ella a mi lado sin más palabras que el encanto de lo vivido nos dispusimos a esperar que el tren se detuviera por completo para separarnos apenas nos habíamos conocido. Luces en el horizonte, el tren cual serpiente perezosa que se dirige a ellas, que las alcanza, que las traspasa, que no se detiene... Veo alejarse el cartel luminoso rotulado con Bordeaux mientras la angustia se apodera de mis piernas y mi estómago, abro la portezuela con intención de lanzarme en marcha, pero la noche oculta dónde voy a caer, el incremento de la velocidad hace que desestime tal posibilidad. La incertidumbre se agolpa en mí y la certidumbre rodea mi brazo. Vuelvo al compartimento abro la litera y paso la noche a su lado arrullado por el traqueteo y los ronquidos de dos extraños inquilinos. No se rompe la noche cuando el revisor pasa a picar los billetes, ignoro la hora, tan embebido estaba en mis proyectos que continuo agazapado tras las sábanas. Esas habitaciones móviles compartidas dan poco margen a la intimidad. Por si es necesario salir corriendo nadie se quita la ropa. En su caso fui insistente sin conseguir más que “es de un tejido que no se arruga”, pues de su función de vestido pasó a ejercitarse como bufanda y así hora tras hora para protegernos del frío manteniendo el calor interno. Debería haber tomado nota de la etiqueta del fabricante para enviarle una carta amable indicándole que tras una noche de refriega su flamante tela inarrugable quedaba como si hubieran parido gatos encima. ¡Engañoso marketing! Al menos la mañana recompuso nuestras caras alborozadas y rojizas de tan singular batalla nocturna aliñándola con un café ya en la Gare du Nord de París.

Abigaliada – Libro de viajes -38-

En un taxi la vi alejarse intentando plisar su vestido mientras me lanzaba un beso aéreo y es que la estación de Burdeos me había echado un capote. En un estado de semitristeza me quedé esperando un nuevo tren que me devolviera a destino, que me hiciera recuperar esas seis horas que habiendo pertenecido al sueño yo había secuestrado para la vigilia. Pudiera ser que mientras saboreaba un último bocadillo en el andén personajes siniestros pulularan a mi lado, unos intentando calcular mis pertenencias y mi dinero para cambiar de mano, otros mi cuerpo para intercambiar las manos. Jóvenes norteafricanos se sentaban a mi lado para establecer la conversación que yo al no continuar desistían. Una amable ancianita ya dentro del vagón puso en esas horas impregnadas del recuerdo de la noche las primeras bases gramaticales durante el lapso hasta alcanzar el cartel ahora no luminoso de Bordeaux. De nuevo solo, con hambre y sueño. Aprendí velozmente la primera lección del viajero: satisface tus necesidades tan pronto puedas porque no sabes cuándo va a ser la siguiente vez. Así que olvidándome de dónde tenía que ir y el retraso evidente que llevaba, encaminé mis pies fuera de la estación a una magnífica hamburguesería-crepería donde con postre y café me demoré por una hora. De nuevo la suerte vino a abrazarme, esta vez en forma de cocinera que acabando su turno respondía a mis plegarias de cómo ir a la estación de autobuses. Su Renault 5 sirvió de médium para trasladarme por una ciudad colapsada hasta el lugar que debía convertirse en el tránsito último a mi destino final. Dos besos fueron suficientes como pago a tan gentil dama (la sombra de su labio superior me echó para atrás) mientras contactaba con el conductor del bus para certificarle el lugar a dónde me dirigía. Menos de dos horas para desembarcar en una casa frente al mar en un pueblo costero del Atlántico. Traspasar el umbral conllevó veinte miradas depositadas sobre mi persona. Jóvenes que participando de una reunión fumaban compulsivamente tabaco liado.

- Bonjour, je suis...

Abigaliada – Libro de viajes -39-

- Sí, ya sabemos quien eres, te esperábamos ayer. - esto en un francés que intuía más que entendía-.

- Sí, he tenido un pequeño descuido que... - Toma asiento. Cuando finalicemos la reunión charlaremos más

tranquilamente.

Al menos todo eso fue lo que quise entender de ese francés coloquial y rápido que me llegaba como ráfaga de metralleta. La siguiente hora se perdió entre la incomprensión del lenguaje, el tabaco liado que yo pensaba marihuana (tal hace el desconocimiento) y dos pechos que asomaban por un escote de tirantes que provocaban los recuerdos de la noche anterior. ¿Por qué en la adolescencia todo se percibe a través de las mismas gafas? Una casa amplia, unas clases teóricas, unas tardes libres, sol, mar y juventud parecen suficientes para hacer buen cóctel, sin embargo algo lo amargaba a pesar del empeño juvenil. Ese sabor rancio era mi propia diferencia cultural que posiblemente rigidizaba mis conceptos y los suyos supongo, por eso no faltaron situaciones que no comprendía, en las que se me tildaba de malintencionado, desimplicado o quizá otras cosas peores que por las carencias idiomáticas no comprendía. El carácter francés en general es chauvinista, quieren ser los primeros, los mejores, no admiten réplica ni comparación, por tanto no es conveniente pleitear si no quieres generar enemistades y menos en aquel entonces que los españolitos éramos vistos como el culo de europa. Sin embargo esos momentos no quedaron grabados dando paso a escenas sueltas mucho más agradables: una acampada en el bosque, un paseo por el pueblo, un atardecer mientras aprendía a liar cigarrillos, una persona próxima a ti que te brinda apoyo en la soledad y en el rechazo, una mirada furtiva que se repite incesantemente, un torpe coqueteo, un día de playa descubriendo con naturalidad el topless primero y el naturismo después. Ese beso que se aproxima, que culmina, que te embelesa, que te estalla dentro. A estas alturas de mi viaje algo en mí había cambiado, quedaban atrás mis antiguos conceptos impregnándome de los ajenos, no sintiéndome ya extranjero porque me pertenecía a mi mismo.

Abigaliada – Libro de viajes -40-

De nuevo la cuchillada a la francesa, el enredo en la burocracia y en la letra pequeña. Aquella situación que había previsto durara un verano, se veía truncada a los veinte días porque el “contrato” que había aceptado se refería a un curso básico, no al avanzado. ¡Y yo qué sabía de estos grados! La perspectiva de volver y quedarme inactivo el resto de mi tiempo libre no me agradaba, así que rogando y rodando conseguí engancharme a otro curso básico que se iniciaba en otra ciudad no muy lejana. Muy distinta fue esa vuelta a la estación y contemplar el letrero Bordeaux. Se me asemejaban años desde aquella noche que quise saltar de un tren en marcha. Mucho más suelto en el idioma ya conversaba animadamente con mi compañera de asiento en un francés casi fluido, porque no pensaba en español, sino en europeo. Los siguientes veinte días no supusieron una continuación de lo vivido sino un capítulo diferente. Sabía de mis derechos y mis obligaciones, comunicaba lo que deseaba y ocultaba lo improcedente. Buscaba lo que quería y hacía todo lo posible por conseguirlo. Así maduré mucho en poco tiempo, quizá ya sabía cuidar de mí mismo. Defendía mi españolidad y mi idiosincrasia allí donde fuera y con quien estuviera, por eso me hice respetar y por eso mismo me llegaron a querer. Fueron esos últimos días un dulce de naranja, siendo capricho de una monitora diez años mayor que yo (otra vez las gafas de la adolescencia) que me descubrió los últimos e íntimos secretos del amor y de la tortilla francesa, porque a parte de amante también me enseñó a cocinar. Dulces recuerdos que pueblan mi adolescencia y que sin saberlo estaban trazando un camino, un destino, una forma de ser y de sentir. Quise terminar aquella epopeya con un glorioso acto final, cuajando en mi mente la idea de rematar los días vacacionales con la compra de una bicicleta para aventurarme pedaleando en un Camino de Santiago por entonces casi desconocido que me hiciera regresar. Obviamente el amor pudo más, gastando mis últimos dineros y energías no en la bicicleta sino en comidas y camas con la patinadora que ya en ese momento y durante muchos meses después se fue

Abigaliada – Libro de viajes -41-

convertido en mi obsesión amorosa. Y es que en aquellos años esas cosas sólo ocurrían en Europa.

Abigaliada – Libro de viajes -42-

El viaje nocturno

EDAD MEDIA EN MARRUECOS

Ahora que el recuerdo tiñe todo de una pátina dorada, mitigando las imágenes dolorosas, engrandeciendo sólo lo más bello, retomo en este libro de viajes alguno de los más agradables momentos que viví en mi juventud, en este momento lejanos ya, por tanto más dorados y singulares me parecen. No he querido perderlos porque siguen tan vivos en mi memoria como cuando los viví, y de alguna forma han condicionado mi forma posterior de viajar, que seguro sin ellos no hubiera existido lo demás como ha existido, por tanto es deuda de gratitud para con ellos recuperarlos ahora cuando ya parecían perdidos para siempre dentro de mí. Cuando uno está en el abismo de la adolescencia mirando hacia el fondo donde se encuentra la edad adulta, el vértigo condiciona muchos de los actos. En esa caída al vacío uno intenta arrancar de la infancia la ingenuidad, por eso, sus móviles son inesperados, insospechados, no previstos, no calculados, intensos, infantiles en definitiva. Así fue aquella búsqueda del SUR. Regresé de Francia no pedaleando sino con el dinero prestado por mi monitora pues todo lo mío se había agotado. Pasé meses intentado volver en un deseo irracional de establecerme allí olvidando todo rastro de mi pasado. Quizá la pérdida de peso, las ojeras, y ese estado de constante ensimismamiento obligó a mis padres a tomar cartas en el asunto al ver que aquello se me iba de las manos. Con sabios consejos orientaron mi vida hacia la conveniencia social del

Abigaliada – Libro de viajes -43-

estudio, formación y abandono progresivo de las faldas “hasta que no finalices tu carrera”. Me había marcado aquella chica. Tenía magia y duende. Sabía montárselo. No encontré en mucho tiempo otra con capacidad suficiente como para sustituirla y así paulatinamente la fui idealizando olvidándome de todas aquellas que intentaban llamar mi atención sin conseguirlo. Siendo hijo obediente avancé en mis estudios hasta que de nuevo un muelle volvió a sacudirme… Avanzado el curso, meses atrás dos compañeros de fatigas estudiantiles habían realizado el viaje a lo “prohibido”. Para nosotros eso significaba volar más allá de las verdaderas fronteras, al país donde todo “vale” y la vida importa poco. Por aquella época no eran muchas las personas que se aventuraban a ese Sur profundo. Quizá por desconocimiento, quizá por la estigma a la que estaba asociado: lo moro, lo sucio, lo despreciable, lo que no tiene valor, lo no europeo. Quizá ese estigma ha viajado dentro de nuestras venas desde los tiempos de Pelayo y creo que aún subyace al miedo a perder la propia identidad. El riesgo de “no volver” existía, y eso era un acicate más para todos aquellos que buceaban en aquellas profundidades. Diversos eran los cuentos que nos habían narrado sobre aquellas tierras del Sur. “Despiadados, traicioneros, matan sin piedad y sin razón, se amancebaban sin motivo, esconden a sus mujeres, engañan a los cristianos, los moros son despreciables”. Pero había negocio en el Sur. Negocio prohibido. La compra de hachís y la venta en lugares codiciados conllevaba en aquellos años pingües beneficios, cuando el sentido de la droga era berckleliano, remanente de la cultura hippie, a la que por snobismo muchos querían acceder. Había que ir. Allí. Al Sur. A la aventura. Al riesgo. A comprobar por uno mismo que no era tal como lo pintaban. Los que llegaban lo decoraban como las leyendas de las mil y una noches, así que el deseo de “bajarse el moro” fue cogiendo más fuerza cada día. Las noticias de estos expedicionarios, compañeros de fatigas, llegados de aquellas tierras los meses anteriores, amparados por un contacto que mantenían con un susodicho “moro” en Rabat, alentó una segunda expedición en la cual me embarqué, si bien es cierto que

Abigaliada – Libro de viajes -44-

me quedé ya con ganas en la primera, pero las dificultades de transporte y dinero la hicieron inviable. No había que decir nada en casa, pues aún la tutela paterna seguía presionando, eran ellos los que pagaban la estancia en aquellos años universitarios, no había que desvelar que el dinero de los estudios se iba a derivar a otros fines más oscuros. Como en algún momento comentó uno de ellos:

- Yo llamaré a la vuelta, diciendo que he vuelto, para que así ya no tengan por qué preocuparse.

Era una buena razón para echar a volar y comentar cómo ha ido el vuelo sólo al regreso. Cinco amigos. Cinco juventudes incipientes. Cinco anhelos de vivir y sentir, y un coche por estrenar, regalo de cumpleaños de un padre adinerado. Estudiantes de primeros cursos de Universidad. De la noche a la mañana ya estaba todo previsto, nos iríamos en ese coche, los cinco. Sin más demora, saldríamos a la caída del sol, lo puesto menos un botón. No hacía falta más. Dormiríamos unas horas en la casa de un pariente en Málaga, luego seguiríamos buscando más el Sur. Negativas por parte del propietario del coche:

- Es nuevo, me lo vais a joder.

Convencimiento por parte de los amigos.

– No te preocupes te regalamos un radiocassete por las molestias.

Y así pasábamos a otros temas más cruciales.

– ¿Cuánto dinero llevamos? – Yo sólo tengo lo que me sobra de este mes, pero, podemos pedir

prestado, porque con las “chupas” que allí compremos las podemos vender aquí, para así compensar.

– Yo conozco alguien que estaba interesado.

Abigaliada – Libro de viajes -45-

– Pues le pides el doble. Al “moro” le das una cuarta parte, y la otra mitad “pal bote”.

– Y ¿la otra cuarta parte?– Pues ya sabes, a repartir con los amigos.

Dicho y hecho. En unas horas recopilación de una buena suma extraída a los compatriotas de estudios, anotando cuidadosamente talla, color forma de las cazadoras:

- La mía con cremalleras y que sea negra, tipo motorista.- No te preocupes, que te la buscaré por todo el Zoco.- La mía marrón y que se desmonten las mangas.- Eso está hecho.

El listado se perdió antes de la partida, el dinero a buen recaudo dentro del bolsillo interno del pantalón. La noche, los Camel pasados de labio a labio una vez encendidos, paradas en las gasolineras: cerveza, bocadillo y nuevamente ruta. Conversaciones sobre chicas y proezas sexuales insólitas, frases entrecortadas, diálogos rápidos y encendidos. Me callo lo de la monitora, sería una debilidad frente a los amigotes. El humo se acumula.

- Abre la ventanilla, este se ha tirado un pedo.

No importa dónde ni cuánto va dormir uno, la juventud lo puede todo. Bastan tres horas en un sofá, una ducha, desayuno con churros y continuar viaje. Algeciras, transbordo en Ferry.

- Cuidado con la gente de aquí. En el viaje pasado nos dieron el “palo”. Compramos el hachís y de la bola solo las puntas eran chocolate, lo otro plástico.

La brisa marina, acaricia en la cubierta a estos cinco aventureros, que en su desventura ya intentan ligar con todo aquello que tenga falda, incluida la chilaba masculina.

Abigaliada – Libro de viajes -46-

- ¡Lo bien que me había educado mi madre!, para que dejara limpios los lugares públicos que utilizara y ahora me encuentro a todos estos “moros” que vienen de Francia y Alemania que se lavan en los aseos del Ferry. Si el WC está ocupado les da lo mismo desnudarse allí, esparciendo sus ropas sudadas por un suelo aún más sucio, para luego volvérselas a poner.

- Ya sabes, allá dónde fueres haz lo que vieres.

A los treinta minutos de travesía los WC del ferry están inoperativos, debido en parte al agua en ellos embalsada y en parte al olor nauseabundo que desprenden los urinarios. Llegada a puerto; siempre la angustia encoge el estómago cuando uno no sabe qué se va a encontrar; pero aún es territorio “comanche”; las leyes nos amparan. Hay que cambiar dinero, nos hacen falta dinhares, esto no lo podemos hacer en el banco. Las indicaciones nos llevan al mercado central de abastos, un carnicero “moro”, nos dice que cuánto queremos. La situación es inusual para unos pobres blancos en un mercado oscuro; pueden robarnos, golpearnos o amenazarnos de alguna manera, y no tendríamos más que el derecho a la pataleta. En nuestra sutil ignorancia decidimos cambiar una cantidad ínfima, para ver cómo funciona aquello. A las dos horas volvemos al mismo carnicero con la cuantía total. Es sorprendente verle manejar fajos de dinero sucio con sus manos ensangrentadas, moviendo los dedos con una rapidez tal como si cada billete fuera una cuchilla de afeitar. Con nuestro montón de dinero sucio iniciamos el camino a la frontera, sita a cinco kilómetros. Me acuerdo de mi padre en Portugal. Hemos cargado el coche con la “compra” del viaje: varias cajas de whisky, revistas pornográficas, zapatillas y vino para intercambiar. La frontera de un país tercermundista es siempre un buen escaparate de lo que uno se va a encontrar dentro: colas interminables, burocracia lentísima, posibilidad de soborno, “vista gorda” ante los “amigos”, leyes humanas aplicadas por hombres ya no humanos, lugares de retención preventiva de donde salen gritos y mal olor..., en fin, sobrecogedor para unas almas tiernas que protegidos por sus

Abigaliada – Libro de viajes -47-

padres y por una sociedad maternalista, cuida lo mejor de sus “polluelos”... pero éstos se a veces se descarrían. Infame compañero que en las prisas por buscar el Sur, confundió su pasaporte con el de su hermana.

- Ahora ya no podemos darnos la vuelta.- Lo mejor es que le asemejemos a la fotografía de su hermana; en

realidad tienen gran parecido.- Volvamos al mercado a comprar una falda, sujetador, pendientes y

barra de labios. ¡Ah! Y un pañuelo para la cabeza.

El funcionario hojea con parsimonia los pasaportes con todo el formulario anexo relleno. Es tarde, oscurece, seguro que su hora de trabajo está a punto de finalizar. Con una ojeada cansada desde la ventanilla observa el vehículo. Utilitario que en su interior acoge tensos cinco inocentes, uno de ellos disfrazado con unos tremendos pendientes, y los labios tan pintados que semejan un fluorescente rojo. La falda cubre las rodillas peludas, pero eso no lo percibe el vigilante que con mano diestra aplica el sello a los pasaportes, incluso al de Mª Pilar Gutiérrez, travesti de profesión. Ya estamos dentro. Emoción contenida. Anochece por unas carreteras que van perdiendo su asfalto para trasformarse en caminos, y en la transformación adoptan la forma de baches y socavones profundos, tanto que el dueño del coche teme por la integridad de los neumáticos. Hay que estar vigilantes, los Camel ayudan. Abrimos una botella de güisqui, hay que animarse. Un recodo del camino nos sorprende con una señal apoyada en el suelo que pasa desapercibida, pero lo que si es percibido es un militar en el centro de la carretera, con un fusil apuntándonos:

- ¡Joder! ¿qué hace ese tío en medio?

Chirriar de neumáticos. En un correcto francés pregunta si no hemos visto la señal de control policial, aunque sus ademanes son incorrectos, porque ha introducido el fusil hasta la palanca de cambio, y acompañándose del foco de la linterna detecta la botella de güisqui

Abigaliada – Libro de viajes -48-

que desde ese momento pasa a mejor propiedad (¿“requisado” se dice?). Y así en ese tránsito rápido pagamos con creces el importe de la multa, pero el susto nos lo llevamos puesto. La noche es larga y oscura en un país que no duerme de noche porque está vigilante. Ésta será la pauta de este viaje la oscuridad, la noche, la magia, el embrujo de las sombras del Sur, lo que no se ve y se insinúa. A lo lejos luces de candiles, hogueras o camping gas; están en el centro la carretera. Avanzamos con cautela. Son vendedores ambulantes que ofrecen sus exquisiteces: pan recién hecho, y carne de cordero en brocheta, lo que se conoce como “pincho moruno”. Es el mejor momento para reponer fuerzas.

- ¿Qué es esa carne que tienes ahí?- Esto es hígado.- ¿Y eso otro? - Esto es corazón; la carne más exquisita, pues es el músculo que

más trabaja.- Ponme un pincho de eso.

Debería haber mirado para otro lado, haber sorbido un trago de mi te verde, o cualquier otra cosa distractora, pero no, me quedé viendo la preparación, y fue inútil luego ingerir algo más, porque con mano sucia agarró el corazón lo colocó en la bandeja y con golpes maestros de cuchillo lo seccionó permitiendo con ello que coágulos salieran libremente de sus cavidades, ofreciendo un espectáculo digno del más estimado matarife. Supongo que la brasa eliminaría todo tipo de gérmenes depositados allí por las moscas, pero la visión fue suficiente como para no curiosear más sobre los hábitos culinarios árabes, simplemente degustarlos. La noche se fue alargando y con ella agotándose las charlas trascendentes, intrascendentes y los Camel.

- ¡Cuidado con esos camellos que están en el medio!- ¡Joder! ¿Qué hacen esos bichos en mitad de la carretera?

Abigaliada – Libro de viajes -49-

Con golpe diestro de volante se esquiva a una manada que recoge en el frío de la noche el último calor que proporciona el asfalto roto. - ¡Podíamos haber volcado!- ¿Cuánto queda para Rabat?- Creo que unos cien kilómetros, pero por estas carreteras pueden

ser dos horas, llevamos una media de cincuenta.- Quizá sea por ese desvío a la izquierda- A mi me parece que a la derecha.- ¿Quién cojones lleva el plano?- Pues el que lo lleve que dirija y los demás a callarse, y si nos

equivocamos pues ya apareceremos en algún sitio, qué más da.

Proximidades de Rabat, aún la noche envuelve todo.

- Da ráfagas a ese del camión, ¡ponle la calva al grill que sino no se entera!

A través del lento tráfico que antes del alba quiere entrar en la ciudad a vender sus productos, los niños se acercan pidiéndonos lo que sea – bolígrafos, llaveros, recuerdos, gorras- y nos lo intercambian por pequeñas bolas de hachís. Aquí todo se compra, se vende y se intercambia. Té verde muy caliente y unos croissants en la plaza de la Medina viendo como las sombras retroceden ante las luces y el murmullo se eleva. Esto es más que suficiente para compensar una noche en vela, cansancio y tensión acumulada. Llamada telefónica:

- Gaby, somos nosotros ya estamos aquí, en la plaza, ¿vienes?- En dos minutos estoy con vosotros.

Abrazos desmesurados, como si compañeros de trinchera fuéramos, búsqueda de hotel. Imposible.

Abigaliada – Libro de viajes -50-

- Con un pasaporte falso no os admiten en ningún sitio decente, por lo que debéis alojaros en una pensión en el centro de la Medina.

Precio por noche lo que en España cuesta una barra de pan. Sin desayuno claro. El baño al final del pasillo. La habitación está entarimada hasta la mitad, luego pintada de un deslucido granate, que a juego con las colchas proporciona un aspecto de casa de putas barata, y en definitiva así debe ser por los ruidos que se suceden durante el día y la noche, pese a que la prostitución está prohibida y perseguida. Bajo las colchas, sábanas amarillentas de la cantidad de lavados, con unos descosidos y manchones tremendamente sospechosos que le confieren una rigidez al conjunto tal que…, al tumbarse arañan y casi ni se doblan, como si de cartones de tratase. Aún más ruidos sospechosos, como pequeñas carreras, pero esta vez salen del entarimado. Una persecución de cucarachas, que alegremente juegan escondidas. Flora y fauna, eso es lo bueno que tienen los países subdesarrollados, que comparten mucho más con la madre naturaleza. Festejamos el reencuentro con unos canutos para meternos en materia. Aumenta la nubosidad y pluviosidad ocular por momentos, tanto es así, que uno comenta:

- O estoy ya muy pedo, o esto que sale por entre mis piernas es una tortuga gigante.

Hilaridad general, pero es cierto; una tortuga de los palmos sale cadenciosa de debajo de la cama; con nuestras risas y nuestro humo hemos jodido su vigilancia al entarimado para dar buena cuenta de las rápidas cucarachas. Desde entonces es nuestra mascota y viajará en el hueco de la rueda de repuesto a nuestra vuelta (pido perdón a los ecologistas, de entonces no se estilaba todo esto). - Seguro que por este ejemplar nos dan unas buenas pelas en algún

centro de animales.

Abigaliada – Libro de viajes -51-

- No seas bruto, ésta me la llevo yo para casa, que le hace ilusión a mi hermana. Ya que he usado su pasaporte, al menos tengo que llevarle un regalo.

La cena en casa de los parientes del contacto moro tampoco tiene desperdicio, ya que como es tradición en este Sur inhóspito, la cabeza de cordero es el majar deseado. Aunque en nuestros paseos días previos por la Medina, la sola visión de las cabezas amontonadas sobre un escaparate de tabla, espantando las moscas de la sangre chorreante, y los ojos miopes lanzando sus miradas contra los incautos mirones, fue suficiente para que en ese momento nadie deseara iniciar dicho plato.

- Esto es algo cultural – insiste el anfitrión -, el huésped bebe tomar uno de los ojos del cordero con la mano derecha y deleitar al dueño de la casa y a su mujer con halagos sobre el gusto exquisito de la buena cocina, para que luego el dueño proceda a partir la cabeza en dos trozos y repartir lengua y sesos entre sus invitados.

Terminamos la cena en una especie de bar que ofrecía zumos naturales y bocadillos de brocheta de cordero y tiburón. Lo del ojo no iba con ninguno de nosotros, nadie deseaba ese mal de ojo. De Rabat a Casablanca. La visión es sorprendente, porque no siendo ciudad imperial como la primera, ofrece un halo de modernidad que se ciñe cual corona de espinas sobre una pobreza desmesurada. Hoteles de cinco estrellas anexos a chabolas donde las deformidades humanas y la miseria inundan la calle. La entrada en la Medina, cuajada de espectáculos circenses. Dos representaciones presiden su arco de entrada: el de una mujer de incalculable edad supuestamente afecta de un enanismo proporcionado, adjunto a unas cataratas, que daban al conjunto un aspecto de Barbie envejecida, pelo canoso y ojos totalmente azules, en los que iris y cristalino semejaban la misma cosa, como si a la niña del exorcista la hubieran hecho crecer en edad y no en estatura. Sabedora de su aspecto intimidatorio se acerca hasta tocar, para así conseguir unas monedas, ¿quién se va a resistir a ese espectáculo de niña vieja

Abigaliada – Libro de viajes -52-

sin ojos? El otro un mendigo de también incalculable edad, sin una pierna, que disimula con harapos su cuerpo, pero que presume de una cabeza absolutamente deforme, hidrocéfala, en la que ya los ojos se colocan en la frente mirando al cielo, del tamaño de un balón de playa. Su cabeza es su negocio, su modus vivendi, lo que le ridiculiza es lo que le mantiene vivo; a sus pies una caja de cartón donde la gente deposita monedas, a veces pequeños pícaros se acercan a robarle, ¡como él tiene los ojos en el cielo…! Al percibir la burla sus movimientos de cabeza y garrota semejan un punch de boxeo sujeto a una barra flexible. Todo ello como preámbulo de lo que dentro vamos a encontrarnos. Preparados para cualquier adversidad y viendo que esto supera con creces lo existente en la Medina de Rabat, decidimos dar un golpe de efectividad a nuestro aspecto para así mejorar el precio de las compras. De un bolsillo surge un spray para teñir el pelo de color. Ni cortos ni perezosos nos aplicamos dicha loción, consiguiendo el efecto marciano deseado. Impactante el cúmulo de personas que se reúnen a nuestro alrededor maravillándose ante ese pelo verde natural. El efecto sobre las compras es devastador, pues conseguimos varias cazadoras a buen precio, precio galáctico, al igual que Lacoste falsificados, de esos que con el sudor te tiñen la piel del color del niki. Pero como el fenómeno de la habituación llega presto, tan pronto se cansan de nosotros como nosotros de ellos. La visita a la fábrica de cueros satura casi por completo nuestros sentidos (hombres metidos hasta la cintura en tinajas de tinte, olores nauseabundos, perros famélicos correteando, niños semidesnudos, detritus y excrementos, y un sinfín de formas y olores irreconocibles), y la pesadez-insistencia de un vendedor callejero sobre las excelencias de sus productos y precios; todo acaba rebosando el vaso y de la templanza se pasa al desaire y del desaire a la violencia verbal y de ésta a las carreras.

- Esto no es Europa. Es otra cultura. No puedes despreciarnos de esta manera. Para comprar hay que regatear y si no lo haces me estás insultando a mí como comerciante y a Alá nuestro Señor.

Abigaliada – Libro de viajes -53-

- Tú lo que eres es un pesado…- Yo vendo, tú compras…, lo dice Alá.

Con el Altísimo habíamos topado. Dichas palabras francesas aliñadas de expresiones árabes incomprensibles para mi corto vocabulario, pero que acompañadas de gestos completaban el mensaje, son más que suficientes para percibir lo peligroso de la situación, y saber que el desprecio se ha transformado en deseo en sus ojos; en deseo de nuestro dinero, de nuestras ropas, y en envidia por ser representantes de la cultura del bienestar y ellos estar en un “sinestar”. Así que bravuconadas a parte, disolvemos el grupo en dos y que cada uno salga de las calles de la Medina como pueda, con paso ágil o al trote ligero. Al reunirnos en el coche respiramos y guardamos en una bolsa todos los cocodrilos que habíamos comprado para así falsificar al llegar a casa nuestras propias camisetas, pantalones, zapatillas, calzoncillos o lo que haga falta. No acaba el Sur en susto, sino que al abandonar el centro de la ciudad, un guardia con la autoridad que le profiere su uniforme nos detiene y requisa nuestros pasaportes por haber pisado una línea blanca continua del centro de la vía. El sinsentido alcanza niveles paroxísticos e histéricos, ya que ante nuestros ojos coches y carruajes efectuan la misma maniobra, esto es una “mordida”

- Si desean ustedes recuperar sus pasaportes pasen por la comisaría de policía dentro de dos días. Por otra parte, pueden abonar la multa ahora mismo y evitarse estas engorrosas molestias.

Abatidos y con menos dinero volvemos por la carretera, cuando un nuevo agente motorizado nos indica que nos mantengamos margen fuera de la vía. Detrás de él una comitiva de motos y vehículos negros con sirenas pasan a gran velocidad. Estas son las ventajas del que ostenta el poder, los demás van al “surco”. Y hablando de surcos y de arena, las playas de Marruecos tienen un encanto especial, sobre todo al poniente, ya que se doran y sus sombras de alargan. Una figura femenina avanzando felina

Abigaliada – Libro de viajes -54-

sorprende a la inmensidad y cual polillas atraídas por la luz allá vamos allí a parar. Azafata de Air Maroc que descansa unos días en casa de sus padres. Ha venido en autobús y la calidez placentera de la playa la han holgazaneado tanto como para perder el último.

- No te preocupes reina mora, que nosotros estamos para eso.

Nariz aguileña, color cetrino, pelo negro y duro, ojos profundos como una mina, pechos duros y jóvenes que presionan las costuras del bikini, y como guinda un culo macizo de gimnasta.

- Vengo a la playa porque no hay nadie y me puedo poner el bikini. Aquí está prohibido. Sólo en las playas turísticas del Sur lo permiten. También aprovecho y hago algo de ejercicio lejos de miradas. En mi país no está bien que una mujer haga estas cosas.

- Nosotros lo entendemos, si quieres hacemos ejercicio contigo.

Así, cinco patos corren por la playa tras una pata, que al bamboleo deja escapar alguno de sus senos. Falta poco para que alguien tome la iniciativa, y como ya no es hora de aplicar bronceador, se limita a salpicar inocentemente de arena para luego sacudírsela. El juego cobra atrevimiento, y en breve, las sacudidas se centran sobre el canalillo y el bajo vientre. Semejante ejercicio gimnástico vigoriza y tonifica todos los músculos incluido el único, transformándose las visiones de los bañadores en tiendas de campaña.

- Con semejante cable puedes poner línea directa con Burgos. – comenta sarcásticamente alguien-.

Aunque la verdad aquello parece un centro repetidor de televisión con todas las antenas desplegadas. El viaje hasta la ciudad es más que entretenido, pues los cinco en el utilitario, más el cuerpo moreno añadido limita las plazas de atrás hasta tal punto que el oficio de conductor es reconocido como rotatorio cada cinco minutos. Cuatro más uno en las plazas posteriores, uno más cero en las delanteras, semeja el pequeño bólido

Abigaliada – Libro de viajes -55-