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Strachey, Lytton Reina Victoria. - 2a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires. : El Ateneo, 2014. 272 p. ; 23x16 cm.

Traducido por: Nora Watson ISBN 978-950-02-0826-0

1. Reina Victoria. Biografía. CDD 921

Reina Victoria Título original: Queen VictoriaTraductora: Nora WatsonDiseño de tapa: Eduardo Ruiz

© Grupo ILHSA S. A. para su sello Editorial El Ateneo, 2014Patagones 2463 - (C1282ACA) Buenos Aires - ArgentinaTel: (54 11) 4943 8200 - Fax: (54 11) 4308 4199 E-mail: [email protected]

1ª edición: mayo de 20042ª edición: noviembre de 2014

ISBN 978-950-02-0826-0

Impreso en El Ateneo Grupo Impresor S. A., Comandante Spurr 631, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en noviembre de 2014.

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.Libro de edición argentina.

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ÍNDICE

1. Antecedentes 112. Infancia 253. Lord Melbourne 534. Matrimonio 915. Lord Palmerston 1336. Últimos años del príncipe consorte 1637. Viudez 1918. El señor Gladstone y lord Beaconsfield 2099. Ancianidad 233

10. El fin 263

Índice onomástico 267

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Para Virginia Woolf

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Antecedentes

El 6 de noviembre de 1817 murió la princesa Carlota, única hijadel príncipe regente y heredera del trono de Inglaterra. Su cor-ta vida no fue precisamente feliz. Impulsiva por naturaleza, ca-

prichosa y vehemente, siempre había ansiado tener libertad, pero nun-ca la consiguió. Criada en un ambiente de fuertes peleas familiares, atierna edad la separaron de su madre, una mujer excéntrica y de du-dosa reputación y la pusieron a cargo del padre, un hombre egoísta yde fama igualmente dudosa. Cuando cumplió diecisiete años él deci-dió casarla con el príncipe de Orange, y si bien ella al principio acep-tó, imprevistamente se enamoró del príncipe Augusto de Prusia y de-cidió romper ese compromiso. No se trataba de su primer amor, puesantes había mantenido una correspondencia clandestina con un tal ca-pitán Hess.

El príncipe Augusto ya había celebrado un matrimonio morganá-tico, pero la princesa no lo sabía y él tampoco se lo dirá. Justo cuan-do ella estaba finalizando los trámites del rompimiento de su compro-miso con el príncipe de Orange, los soberanos aliados –era junio de1814– llegaron a Londres a celebrar su victoria. Entre ellos, en el sé-quito del emperador de Rusia estaba el joven y apuesto príncipe Leo-poldo de Sajonia-Coburgo, quien en vano trató de atraer la atenciónde la princesa, pues ella ya le había entregado su corazón a otro. Almes siguiente, al descubrir el príncipe regente que su hija mantenía

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citas secretas con el príncipe Augusto, se enfureció, despidió a toda laservidumbre de la princesa y, como castigo, a ella la mantuvo encerra-da en Windsor Park. “¡Dios Todopoderoso, dame paciencia!”, exclamóella de rodillas. Después, bajó corriendo por las escaleras, salió a la ca-lle, tomó el primer coche que pasó y se dirigió a la casa de su madreen Bayswater. Enseguida fue descubierta, perseguida y finalmente ce-dió a las presiones de sus tíos, los duques de York y de Sussex, deBrougham y del obispo de Salisbury, y a las dos de la madrugada re-gresó a Carlton House. Nuevamente recluida en Windsor, no se suponada más del príncipe de Orange y tampoco hubo noticias de Augus-to; con lo cual el camino quedó abierto para el príncipe Leopoldo deSajonia-Coburgo.

El príncipe tuvo la astucia suficiente para congraciarse con el regen-te, impresionar a los ministros y hacerse amigo de un tío de la prince-sa, el duque de Kent. Por intermedio del duque podía comunicarse enprivado con ella, quien ahora declaraba que sin él no podría ser feliz.Cuando, después de Waterloo, él permaneció en París, el ayudante decampo del duque se convirtió en el correo que llevaba cartas de un ladoal otro del Canal de la Mancha. En enero de 1816 el príncipe fue invita-do a Inglaterra y en el mes de mayo se celebró la boda.

El carácter del príncipe Leopoldo era notablemente diferente delde su esposa. Hijo menor de un príncipe alemán poco importante, te-nía en ese momento veintiséis años, se había destacado en la guerracontra Napoleón, demostrando un notable talento diplomático en elCongreso de Viena, y ahora se enfrentaba con la tarea de domesticar auna princesa revoltosa. De temperamento frío, sereno en su manera dehablar, cuidadoso en su actitud, muy pronto logró dominar a esa mu-chachita impetuosa, generosa y un poco salvaje que tenía junto a él.Descubrió que en ella había muchas cosas que él no podía aprobar: eraburlona, tenía pataletas, reía a carcajadas; carecía casi por completo delautocontrol que se requiere en una princesa y sus modales eran abo-minables. De esto último él era un juez excelente, puesto que solía mo-verse –como él mismo le explicó a su sobrina muchos años más tarde–en la mejor sociedad europea, y de hecho se lo consideraba “lo que sedenomina en francés de la fleur des pois”. Entre ambos surgían cons-

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tantes fricciones, pero después cada escena terminaba de la misma ma-nera. De pie frente a él como un chiquillo rebelde en enaguas, el cuer-po inclinado hacia adelante, las manos detrás de la espalda, las meji-llas encendidas y un brillo intenso en los ojos, ella finalmente decía queestaba dispuesta a hacer lo que él quisiera. “Si tú lo deseas, lo haré”, de-cía. “No quiero nada para mí”, era la respuesta invariable de él, “cuan-do te exijo algo, es porque estoy convencido de que es lo mejor para ti.”

Entre los miembros del personal de Claremont, cerca de Esher,donde fijó su residencia la pareja real, había un joven médico alemán,Christian Friedrich Stockmar. Hijo de un magistrado menor de Co-burgo, después de haber participado en la guerra como oficial mé-dico, había instalado su consultorio en su ciudad natal. Allí conocióal príncipe Leopoldo, quien quedó impresionado con su habilidady, luego de casarse, se lo llevó a Inglaterra como su médico personal.Un curioso destino aguardaba a este hombre joven; muchos eran losdones que el futuro tenía reservados para él –muchos y bien varia-dos–: influencia, poder, misterio, desdicha y una pena muy grande enel corazón. En Claremont, su posición era humilde, pero la princesase encariñó con él, lo apodó “Stocky” y con él solía corretear por lospasillos. Dispéptico por constitución y de temperamento melancóli-co, en ocasiones podía mostrarse alegre y animado, y en Coburgo te-nía fama de ingenioso. Era también virtuoso, y contemplaba conaprobación el ménage real. Escribió en su diario: “Mi señor es el me-jor de los maridos del mundo, y su esposa lo ama muchísimo, con unamor cuyo tamaño sólo puede compararse con el de la deuda nacio-nal inglesa”.

Antes de que transcurriera mucho tiempo, Stockmar dio pruebasde poseer otra cualidad, una cualidad que habría de teñir toda su vi-da: una sagacidad sumamente cauta. Cuando, en la primavera de 1817,se supo que la princesa esperaba un hijo, le ofrecieron el puesto deuno de los médicos personales de ella, y él tuvo el buen tino de re-chazarlo. Intuyó que sus colegas sentirían celos de él, que lo más pro-bable sería que nadie aceptara sus indicaciones y que, si algo llegaba

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a salir mal, sin duda le echarían la culpa al médico extranjero. De he-cho, muy pronto se convenció de que la dieta rigurosa y las constan-tes sangrías a que era sometida la infortunada princesa eran un error.Llevó a un aparte al príncipe y le suplicó que les transmitiera esa opi-nión a los médicos ingleses; pero fue inútil. El tratamiento, que esta-ba de moda, se continuó durante meses. El 5 de noviembre, a las nue-ve de la noche, después de un trabajo de parto de más de cincuentahoras, la princesa dio a luz a un bebito muerto. Y a la medianoche, sucuerpo exhausto cedió. Fue entonces cuando, finalmente, Stockmaraceptó verla. Al entrar en su dormitorio la encontró prácticamente ago-nizando, mientras los médicos la atosigaban con vino. Ella le tomó lamano y se la oprimió. “Ellos me están emborrachando”, le dijo. Al ca-bo de un rato se retiró, pero cuando estaba en la habitación contiguala oyó llamarlo en voz alta: “¡Stocky! ¡Stocky!”. Cuando volvió a entraren su dormitorio ya brotaban de la garganta de la princesa estertoresagónicos. Ella se agitó con violencia de un lado al otro; de pronto fle-xionó las rodillas y todo terminó.

El príncipe, después de muchas horas de vigilia junto a su esposa,había abandonado la habitación para descansar un momento, y le to-có a Stockmar darle la noticia de que su esposa había fallecido. Al prin-cipio el príncipe se negó a creerlo. Cuando volvió al dormitorio, se des-plomó en un sillón mientras Stockmar se arrodillaba junto a él. Todoparecía un sueño; era imposible que fuera cierto. Finalmente, tambiénel príncipe se arrodilló junto a la cama y besó las manos heladas de suesposa. Luego se puso de pie y exclamó: “¡Estoy desolado! Prométemeque nunca te alejarás de mí”, y se arrojó en brazos de Stockmar.

II

La tragedia ocurrida en Claremont generó una mezcla de sorpre-sa e incertidumbre. El calidoscopio real había cambiado repentina-mente, y nadie sabía de qué manera se rearmarían las cosas. La su-

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cesión al trono, que había parecido solucionada tan satisfactoriamen-te, se convertía ahora en un problema urgente y, al mismo tiempo,incierto.

Jorge III, anciano y lunático, seguía vivo en Windsor, por comple-to ajeno a lo que sucedía en el mundo exterior. El menor de sus sietehijos ya era más que cincuentón y ninguno tenía hijos legítimos. Porlo tanto, las perspectivas eran bastante problemáticas. Parecía muypoco probable que el príncipe regente, quien poco tiempo antes ha-bía sido obligado a no seguir usando corsé y exhibía una figura ridí-cula de lujuriosa obesidad,* pudiera tener hijos, aun suponiendo quese divorciara de su esposa y se volviera a casar.

Además del duque de Kent, de quien nos ocuparemos más ade-lante, los otros hermanos, de mayor a menor, eran los duques de York,de Clarence, de Cumberland, de Sussex y de Cambridge. El duque deYork, cuyas escapadas en el pasado con la señora Clarke y el ejércitolo habían metido en problemas, ahora dividía su vida entre Londres yuna enorme casa de campo decorada con extravagancia y muy incó-moda, donde él se dedicaba a los caballos de carrera, a jugar al whisty a contar cuentos indecentes. Había una razón por la cual se desta-caba de los demás príncipes: era entre ellos el único que poseía lascondiciones de un caballero. Había estado casado mucho tiempo conla princesa real de Prusia, una dama que casi nunca se acostaba y queestaba todo el tiempo rodeada de una cantidad enorme de perros, lo-ros y monos. No tuvieron hijos.

El duque de Clarence había vivido muchos años en completoanonimato con una actriz, la señora Jordan, en Bushey Park. Con ellatuvo una cantidad de hijos e hijas y, de hecho, todo parecía indicarque se había casado con ella cuando, repentinamente, se separó dela actriz y le ofreció matrimonio a la señorita Wykeham, una mujerdelirante poseedora de una gran fortuna, quien, sin embargo, no qui-so tener nada que ver con él. Poco después, la señora Jordan murió

15ANTECEDENTES

* “Prinny se ha soltado la panza, que ahora le llega a las rodillas; en todoslos demás sentidos se dice que está bien.”

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en París, casi en la miseria. El duque de Cumberland era, probable-mente, el hombre más odiado de Inglaterra. Feo en extremo, con unojo desviado, era malhumorado y vengativo en privado, un violentoreaccionario en el campo de la política y luego sospechado de haberasesinado a su valet y de haber mantenido una intriga amorosa denaturaleza muy escandalosa. En los últimos tiempos se había casa-do con una princesa alemana, pero ese matrimonio todavía no habíatenido hijos.

El duque de Sussex tenía cierta inclinación por la literatura y co-leccionaba libros. Se había casado con lady Augusta Murray, conquien tuvo dos hijos, pero el matrimonio fue declarado nulo bajo laLey de Matrimonios Reales. Después de la muerte de lady Augusta,el duque se casó con lady Cecilia Buggin, quien cambió su apellidopor el de Underwood, pero también ese matrimonio fue anulado. Noes mucho lo que se sabe del duque de Cambridge, el más joven delos hermanos; sólo, que vivía en Hannover, usaba peluca rubia, eracharlatán e impaciente y no se había casado.

Además de los siete hijos varones de Jorge III, habían sobrevividocinco hijas. De ellas, dos –la reina de Würtemberg y la duquesa deGloucester– estaban casadas y no tenían descendencia. Las tres prin-cesas solteras –Augusta, Isabel y Sofía– tenían más de cuarenta años.

III

El cuarto hijo de Jorge III era Eduardo, duque de Kent. Ya teníacincuenta años y era un hombre alto, corpulento y vigoroso, de ros-tro rubicundo, cejas tupidas y calva incipiente, y con el poco pelo quele quedaba teñido de color negro retinto. Se vestía con cuidado y so-briedad y todo su aspecto exhibía una rigidez que no contradecíasu carácter. Había pasado la juventud en el ejército –en Gibraltar, Ca-nadá y las Indias Occidentales– y, gracias a su entrenamiento militar,se había convertido primero en un adicto a la disciplina y luego en

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un tirano. En 1802, después de haber sido enviado a Gibraltar pararestituir el orden en un cuartel amotinado, se le ordenó regresar acu-sado de haber ejercido una severidad excesiva, lo cual puso fin a suactiva carrera militar. A partir de entonces se había pasado la vida re-gulando sus asuntos domésticos con gran exactitud, metiendo la na-riz en las aventuras de sus muchos dependientes, diseñando relojesy tratando de poner en orden sus finanzas, pues, a pesar de ser –co-mo lo describió alguien que lo conocía bien– “reglé comme du pa-pier à musique”, y pese a un ingreso de 24.000 libras por año, esta-ba endeudado hasta las orejas. Se había peleado con casi todos sushermanos, en especial con el príncipe regente, y era natural que sehubiera unido a la oposición política y convertido en un pilar delpartido Whig.

Cuáles habrán sido realmente sus opiniones políticas es algo in-cierto; con frecuencia se ha afirmado que era liberal, o incluso radi-cal y, si hemos de dar crédito a Robert Owen, era un socialista de-terminista. Sus relaciones con Owen –el astuto, crédulo, arrogante,obstinado, insigne y descabellado padre del socialismo y la accióncooperativa– eran extrañas y peculiares. Hablaba de visitar las fábri-cas de New Lanark y, de hecho, presidió una de las reuniones pú-blicas de Owen.

Intercambió con él correspondencia en términos confidencia-les y (al menos eso nos asegura Owen) después de su muerte regre-só de “la esfera de los espíritus” para alentar a los partidarios deOwen en la Tierra. “De manera especial”, dice Owen, “debo señalarlo mucho que le preocupaba al espíritu de Su Alteza Real, el desapa-recido duque de Kent (quien tuvo a bien informarme que no existíantítulos nobiliarios en las esferas espirituales en las que había ingre-sado), beneficiar en el futuro no a una clase, una secta, un partido oa cualquier país en particular, sino a la totalidad de la raza humana.Todo el proceder de su espíritu ha sido impecable conmigo, pues seocupó él mismo de fijar sus citas, a las que su espíritu acudió conuna puntualidad perfecta”.

Pero Owen era de temperamento sanguíneo y también incluyó en-tre sus prosélitos al presidente Jefferson, al príncipe Metternich y a Na-

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poleón, de modo que cabría poner un poco en duda los puntos devista del duque de Kent. Lo cierto es que Su Alteza Real le pidió pres-tadas, en varias ocasiones, distintas sumas de dinero a Robert Owen,dinero que jamás devolvió y que ascendía a varios cientos de librasesterlinas.

Después de la muerte de la princesa Carlota fue evidente, y pormás de una razón, la importancia de que el duque de Kent volviera acasarse. Desde el punto de vista de la nación, la falta de herederos enla familia reinante lo convertía en casi una obligación; probablemen-te era también algo oportuno desde el punto de vista del mismo du-que. El hecho de casarse como un acto patriótico, en bien de la suce-sión real, sin duda le aseguraba algún reconocimiento por parte de unpaís agradecido. Cuando el duque de York se casó, se había hechoacreedor a una asignación de 25.000 libras por año. ¿Por qué, enton-ces, él no habría de recibir una suma similar? Pero la situación no eraprecisamente sencilla. Había que tomar también en cuenta al duquede Clarence, el hermano mayor, y si él se casaba, evidentemente ten-dría prioridad en reclamar ese dinero. Por otro lado, si el duque deKent se casaba, era importante recordar que estaría haciendo un gransacrificio, pues había una dama involucrada.

Alrededor de un mes después de la muerte de su sobrina y mien-tras reflexionaba con mucha atención en estos asuntos, el duque vi-sitó Bruselas y se enteró de que el señor Creevey se encontraba tam-bién en esa ciudad. El señor Creevey era muy amigo de los líderesdel partido Whig y un chismoso inveterado, y el duque pensó que nohabría un canal mejor para transmitir sus opiniones respecto de lasituación a los círculos políticos de su país. Al parecer, no se le cru-zó por la mente la idea de que el señor Creevey era un individuoavieso y que podía llevar un diario. Por consiguiente, lo mandó lla-mar con un pretexto trivial y en ese encuentro tuvo lugar una con-versación interesante.

Después de referirse a la muerte de la princesa, a lo poco proba-ble que era que el regente apelara al divorcio, a la falta de hijos del du-que de York y a la posibilidad de que el duque de Clarence contraje-ra matrimonio, el duque se refirió a su propia posición. “Si el duque

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de Clarence no se casa”, dijo, “el príncipe que sigue en la sucesión soyyo, y aunque confío en que en todo momento estaré dispuesto a obe-decer lo que mi país me pida, sólo Dios sabe el sacrificio que será pa-ra mí convertirme en un hombre casado, si creo que ése es mi deber.Hace ahora veintisiete años que Madame St. Laurent y yo convivimos:somos de la misma edad y hemos compartido toda clase de situacio-nes y de problemas, así que ya puede usted imaginar, señor Creevey, lopenoso que sería para mí separarme de ella. Imagine lo que sería pa-ra usted separarse de la señora Creevey... En cuanto a Madame St. Lau-rent, le aseguro que no sé qué sería de ella si yo me viera obligado acasarme; es un tema que ya la aflige muchísimo”.

El duque pasó a describir cómo, cierta mañana, uno o dos díasdespués de la muerte de la princesa Carlota, apareció en el MorningChronicle un artículo que aludía a la posibilidad de que ese matrimo-nio se concretara. Él había recibido el periódico durante el desayuno,junto con su correspondencia, y “entonces hice lo de siempre, deslicéel periódico por la mesa hacia Madame St. Laurent y comencé a abriry a leer las cartas dirigidas a mí. Minutos después, un ruido extrañoprocedente de la garganta de Madame St. Laurent llamó mi atencióny entonces noté en ella un movimiento convulsivo. Confieso que porun instante temí por su vida y cuando finalmente ella se recuperó yle pregunté el motivo de ese ataque, me señaló el artículo publicadoen el Morning Chronicle”.

El duque retomó entonces el tema del duque de Clarence. “Mi her-mano, el duque de Clarence, es el mayor de los hermanos y tiene, porcierto, el derecho de casarse si lo desea, y yo jamás interferiría su elec-ción. Si él desea ser rey, casarse y tener hijos, ¡que Dios lo ayude! Yo nosoy un hombre ambicioso y sólo quisiera seguir como estoy... Ya sabeque este año la Pascua cae muy temprano, el 22 de marzo. Si el duquede Clarence no ha tomado hasta ese momento ninguna decisión, ten-dré que encontrar alguna excusa para que Madame St. Laurent acepteque yo viaje a Inglaterra por un tiempo. Una vez allí, me será fácil con-sultar con mis amigos cuál es la actitud adecuada que debería tomar.Si antes de esa fecha el duque de Clarence no ha decidido casarse, sinduda será mi deber tomar medidas con respecto a ese tema”.

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El duque de Kent dijo que se habían mencionado dos nombres eneste sentido: el de la princesa de Baden y el de la princesa de Sajonia-Coburgo. En su opinión, la segunda representaría quizá la mejor elec-ción debido a que el príncipe Leopoldo era tan popular en la nación;pero antes de dar ningún paso, él confiaba en que se le haría justiciaa Madame St. Laurent. “Ella es de muy buena familia”, explicó, “nun-ca fue actriz y yo soy el primer y único hombre con quien ha vivido.Y su desinterés ha sido tan grande como su fidelidad. Al principio, re-cibía de mí 100 libras por año. Esa suma aumentó después a 400 li-bras y, por último, a 1000; pero cuando mis deudas hicieron que paradarle esa suma tuviera que sacrificar gran parte de mis ingresos, Ma-dame St. Laurent insistió en volver a recibir sólo 400 libras por año.Si Madame St. Laurent se ve obligada a volver a vivir entre sus amis-tades, debe poder hacerlo con una independencia que inspire respe-to. No será mucho lo que yo exija para ella, pero sí resultará esencialproporcionarle cierto número de criados y un carruaje”.

En cuanto a lo que esperaba para él, el duque comentó que con-fiaba en que la boda del duque de York fuera considerada un prece-dente. “Ése”, dijo, “fue un matrimonio cuya finalidad era la sucesión,y se dispuso una asignación de 25.000 libras, además de los otros in-gresos habituales, nada más que por esa razón. Yo estaré satisfecho conun arreglo similar, sin exigir que se tome en cuenta la devaluación deldinero desde 1792 hasta la fecha. En cuanto al pago de mis deudasno son muchas. Al contrario, diría que la nación está grandemente endeuda conmigo”. En ese momento se oyeron las campanadas del re-loj y eso pareció recordarle al duque que tenía un compromiso, de mo-do que se puso de pie y el señor Creevey se fue.

¿Quién podría mantener en secreto esa comunicación? Por cier-to, no el señor Creevey. Se apresuró a contarle todo al duque de We-llington, a quien le pareció divertido y quien en una larga carta pusoal tanto de las novedades a lord Sefton. Éste a su vez consideró la car-ta “muy apropos”, mientras un cirujano le examinaba la vejiga paracomprobar si tenía cálculos. “Nunca vi a nadie tan atónito como el mé-dico”, escribió lord Sefton en su respuesta, “al verme reír a carcajadasen cuanto la operación llegó a su término. Ninguna noticia podría

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superar la ingenuidad de Eduardo. No se sabe qué admirar más: si ladelicadeza de su apego a Madame St. Laurent, el refinamiento de sussentimientos hacia el duque de Clarence o su perfecto desinterés encuestiones pecuniarias”.

Después resultó que los dos hermanos decidieron casarse. El du-que de Kent prefirió a la princesa de Sajonia-Coburgo y no a la prin-cesa de Baden, y contrajo matrimonio con ella el 29 de mayo de 1818.El 11 de junio hizo lo propio el duque de Clarence, quien se casó conla hija del duque de Sajonia-Meiningen, la futura reina Adelaida, y am-bos sufrieron un revés en cuanto a sus expectativas financieras, puesaunque el gobierno presentó la propuesta de incrementar sus asigna-ciones, junto con la del duque de Cumberland, la Cámara de los Co-munes rechazó esas solicitudes. Esto no sorprendió en absoluto al du-que de Wellington. “¡Por Dios!”, exclamó, “es mucho lo que queda pordecir a ese respecto. Ellos son la carga más pesada que debe soportarcualquier gobierno. Ellos han insultado –insultado personalmente– ados tercios de los caballeros de Inglaterra, de modo que ¿cómo puedesorprendernos que se desquiten de ellos en la Cámara de los Comu-nes? Era su oportunidad para hacerlo y, en mi opinión, ¡vaya si tienenderecho de aprovecharla!”. Sin embargo, tiempo después el Parlamen-to incrementó en 6000 libras la anualidad del duque de Kent.

Se ignora por completo qué fue después de Madame St. Laurent.

IV

La nueva duquesa de Kent, Victoria María Luisa, era hija de Fran-cisco, el duque de Sajonia-Coburgo-Saalfeld, y hermana del príncipeLeopoldo. Era una familia antigua, una rama de la gran Casa de Wet-tin, que desde el siglo XI gobernó la zona fronteriza de Meissen sobreel Elba. En el siglo XV todas las posesiones de la Casa habían sido di-vididas entre las ramas Albertina y Ernestina: de la primera descen-dían los electores y reyes de Sajonia; la segunda, que gobernaba Turin-

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gia, se subdividió después en cinco ramas, una de las cuales era el du-cado de Sajonia-Coburgo. Este principado era muy pequeño, con al-rededor de 60.000 habitantes, pero disfrutaba de independencia y dederechos soberanos. Durante los agitados años que siguieron a la Re-volución Francesa, ese ducado se vio muy involucrado en lo que acon-tecía. El duque era un hombre extravagante y mantenía su casa abier-ta para la multitud de refugiados que huían hacia el Este por Alemaniaa medida que el poder francés avanzaba.

Entre estos refugiados estaba el príncipe de Leiningen, un petime-tre de cierta edad, cuyos dominios sobre el Mosela le habían sido des-pojados por los franceses, pero a quien, en compensación, se le en-tregó el territorio de Amorbach en la Baja Franconia. En 1803 se casócon la princesa Victoria, que en ese momento tenía diecisiete años. Tresaño después el duque Francisco murió en la ruina. La horda napo-leónica pasó sobre Sajonia-Coburgo. Los franceses se apoderaron delducado y la familia ducal quedó reducida a una pobreza absoluta pró-xima a la inanición. Al mismo tiempo, el pequeño principado deAmorbach fue devastado por los ejércitos franceses, rusos y austríacos,que lo atravesaban con sus marchas y contramarchas. Durante añoscasi no hubo vacas en el país, ni suficiente pasto para alimentar a unabandada de gansos. Así de desesperada era la situación de la familiaque, una generación más tarde, habría de tener una posición firme enla mitad de las casas reinantes de Europa.

La rastra napoleónica había cumplido con su tarea; la semilla ha-bía sido plantada y la cosecha habría sorprendido al mismo Napoleón.El príncipe Leopoldo, obligado a abrirse camino por su cuenta a laedad de quince años, se forjó una carrera y se casó con la herederade Inglaterra. La princesa de Leiningen, que luchaba en Amorbach conla pobreza, las requisas de los militares y un marido inútil, desarrollóuna independencia de carácter y una tenacidad y determinación quele resultarían muy útiles en diferentes circunstancias.

En 1814 falleció su marido, dejándola con dos hijos y la regenciadel principado. Después del matrimonio de su hermano con la prin-cesa Carlota, se le propuso casarse con el duque de Kent, pero ella de-clinó el ofrecimiento aduciendo que la crianza de sus hijos y el ma-

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nejo de sus dominios le impedían asumir otros compromisos. Sin em-bargo, la muerte de la princesa Carlota modificó las cosas, y cuando elduque de Kent volvió a pedirle la mano, ella aceptó. Tenía entoncestreinta y dos años; era baja, robusta, con ojos oscuros, pelo castaño ymejillas sonrosadas, su carácter era alegre y voluble, y vestía maravi-llosamente con sedas y terciopelos de colores vivos.

Era una suerte que tuviera ese temperamento, pues estaba desti-nada a enfrentar muchas adversidades a lo largo de su vida. Su segun-do matrimonio, de dudosas posibilidades de éxito, pareció al princi-pio ser más que nada una fuente de dificultades y aflicciones. El duquede Kent, quien declaró que seguía siendo demasiado pobre para viviren Inglaterra, se lo pasaba deambulando por Bélgica y Alemania, asis-tiendo a desfiles militares e inspeccionando cuarteles con una impe-cable capa militar, mientras los personajes importantes de Inglaterralo observaban con recelo y el duque de Wellington lo apodaba “El Ca-bo”. “¡Maldición!”, le lanzó al señor Creevey. “¿Sabe cómo le dicen sushermanas? Lo llaman José el Superficial”.*

En Valenciennes, donde se realizaba un desfile militar y se ofrecíauna gran cena, la duquesa llegó con una dama de compañía vieja y feay el duque de Wellington se vio en problemas. “¿Quién demonios ledará el brazo a la dama de honor?”, preguntaba de aquí para allá, has-ta que de pronto encontró la solución: “Maldito sea, Freemantle, bus-que al alcalde y que él lo haga”. De modo que llevaron al alcalde deValenciennes con ese propósito y –al menos eso nos cuenta el señorCreevey–, “vaya espectáculo que fue ése”. Algunos días después, en Bru-selas, el señor Creevey en persona tuvo una experiencia desafortuna-da. Era preciso inspeccionar una escuela militar... antes del desayuno.La compañía estaba reunida y todo era satisfactorio, pero el duque de

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* Joseph Surface. Nombre inventado por el dramaturgo Richard BrinsleySheridan (1750?-1816) para uno de los personajes de sus sátiras. Era todavíacomún en el siglo XIX nombrar a los personajes con las cualidades o defectosque los caracterizaban. La tradición se inició en la Edad Media, con los dra-mas alegóricos de virtudes morales. [N. del E.]

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Kent seguía examinando cada detalle y haciendo una pregunta meti-culosa tras otra, al punto que el señor Creevey ya no pudo soportarloy le susurró al que tenía al lado que estaba muerto de hambre.

El duque de Wellington lo oyó y dijo, encantado: “Le recomiendoque, cada vez que vaya a reunirse con la familia real por la mañana, ysobre todo con El Cabo, siempre desayune primero”. Después se su-po que él y los suyos habían tomado esa precaución, y ese hombregrandote se divirtió de lo lindo, mientras la catarata de preguntas con-tinuaba, al señalar cada tanto al señor Creevey con el comentario: “Voi-là le monsieur qui n’a pas déjeuné!”.

Instalado finalmente en Amorbach, el tiempo pesaba con fuerzasobre el duque. El establecimiento era pequeño, el país estaba empo-brecido, y hasta la fabricación de relojes se volvió tediosa. Se puso acavilar –pues, a pesar de su religiosidad, la superstición no le era deltodo ajena– en la profecía de una gitana de Gibraltar, quien le predi-jo que él tendría muchas pérdidas y cruces, pero que moriría feliz, yque su única hija sería reina. Antes de que transcurriera mucho tiem-po fue evidente que esperaba un hijo, y entonces el duque decidió quedebía nacer en Inglaterra. Carecía de fondos para el viaje, pero ni si-quiera eso lo amilanó. Declaró que, pasara lo que pasara, su hijo de-bía nacer en Inglaterra.

Alquilaron un carruaje que condujo el duque en persona. En suinterior iban la duquesa, su hija Feodora, una muchacha de catorceaños, y también mucamas, niñeras, perros falderos y canarios. Y asípartieron y cruzaron Alemania y Francia. Los caminos pésimos y lasposadas baratas no fueron obstáculos para ese duque riguroso y esaecuánime y robusta duquesa. Cruzaron el Canal de la Mancha y lle-garon sanos y salvos a Londres. Las autoridades les proveyeron variashabitaciones en el palacio de Kensington; y allí, el 24 de mayo de 1819,nació una niña.

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