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1 VIII Reunión de Economía Mundial Alicante 20-22 de abril de 2006 Una aproximación a la crisis de Argentina en 2001. Rafael Barquín UNED Madrid [email protected] 690 205393 Alicia Carlino Universidad del Nordeste-Chaco

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VIII Reunión de Economía Mundial Alicante 20-22 de abril de 2006

Una aproximación a la crisis de Argentina en 2001.

Rafael Barquín UNED Madrid [email protected] 690 205393

Alicia Carlino Universidad del Nordeste-Chaco

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Una aproximación a la crisis de Argentina en 2001.ƒ

Introducción Argentina, a comienzos del siglo XX, representaba una de las más exitosas economías

emergentes de la región latinoamericana y del mundo. Sin embargo, a su finalización, aparecía como un gran fracaso colectivo. El país se sumergía en la más severa crisis política, económica y social de toda su historia. Nunca como entonces tuvo conciencia de la gran pérdida del sueño de convertirse en una gran nación. Ciertamente, aunque el proceso de decadencia estuviese salpicado de crisis puntuales, en el largo plazo la apariencia fue mucho más lineal. A lo largo de la centuria, Argentina atravesó largos períodos de estancamiento económico salpicados con crisis de distinta gravedad. También hubo etapas de prosperidad; y algunos años fueron muy buenos. Pero, en conjunto, la tendencia fue mucho menos expansiva que la del resto del mundo. Estas importantes dificultades condujeron a su pérdida gradual de relevancia en el contexto internacional.

Fue recién los años ochenta cuando Argentina debió asumir plenamente la desaparición de un modelo de acumulación e iniciar el camino de su reemplazo por otras vías. En el período que media entre 1974 y 1990, el crecimiento económico se detuvo, la inflación no bajó de los tres dígitos, la industria envejeció, el endeudamiento creció de manera explosiva, y el déficit del presupuesto estatal se elevó considerablemente. En fin, los factores que explican la decadencia argentina en esta etapa suponen la consideración de un largo período de inestabilidad política y debilidad institucional, dentro del cual el “Proceso” sólo es su faceta más tenebrosa. Y es que, tal y como ha sucedió en otros países, el retorno a las vías democráticas no trajo una mejora de la perfomance económica. Antes bien, durante el gobierno radical de Raúl Alfonsín de 1983-89, y pese a la consecuencia de varios logros, se agravaron los problemas estructurales de la economía argentina.

El Consenso de Washington y los inicios del proceso de las Reformas Estructurales.

A fines de los años ochenta, se hizo necesario el replanteo de la política económica. La

prioridad era el abatimiento de la megainflación y el logro de la estabilidad en un marco de amplio consenso para impulsar nuevas medidas que trascendían el estado nacional. Desde entonces, la agenda de los gobiernos de América Latina, estuvo dominada por una ola de políticas de reformas estructurales que transformó radicalmente las instituciones económicas establecidas después de la Segunda Guerra Mundial.

Estas reformas surgieron bajo los auspicios de un renovado discurso liberal que

explicaba los grandes desequilibrios macroeconómicos de la región por las disfuncionalidades del patrón de desarrollo vigente hasta entonces; y que ponía el acento en la búsqueda del mercado interno, y su promoción desde el Estado. El nuevo modelo que emergió de la crisis de la Deuda fue conocido como “Consenso de Washington”, y tuvo su aplicación en Argentina bajo la presidencia de Carlos Menem

ƒ Este trabajo ha sido posible gracias a la financiación recibida a través de la AECI dentro del programa A/1921/04, del que los autores son partícipes.

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Las condiciones bajo las cuales se desarrolló el nuevo programa no eran, precisamente, ideales. Inducido por la crisis de la Deuda y por el fracaso de los programas heterodoxos, en un contexto agravado por la inseguridad, y la descomposición de los regímenes económicos y políticos, el plan de reformas fue un proceso tardío. Se fundamentó en el comportamiento de las economías del sudeste asiático, en el asesoramiento de las instituciones multilaterales, y en el ejemplo de la economía chilena, la única de Latinoamérica que pudo presentar buenos resultados durante la década de los 80.

La elaboración de las denominadas “estrategias de cambio estructural” tuvo como

protagonistas principales al Banco Mundial y el FMI, que entre 1987 y 1992 promovieron y financiaron la elaboración de cientos de estudios sobre las economías de América Latina. Por diversas razones fácilmente comprensibles (por ejemplo, la formación académica en universidades norteamericanas, o la comunidad de intereses), los economistas de estos grandes organismos internacionales mantenían posturas no muy distantes de, por ejemplo, el Tesoro y el Departamento de Estado de los Estados Unidos, los ministros de finanzas de los demás países del Grupo de los Siete, o los presidentes de los veinte mayores bancos internacionales influyentes en Washington. En 1989 se realizaron múltiples reuniones en Washington bajo el auspicio de esos organismos multilaterales, en las que también intervinieron personalidades seleccionadas de la política y de la economía. En dichas reuniones se establecieron los principios y objetivos de lo que posteriormente se llamaría el “Consenso de Washington”.1

Este era un conjunto de recomendaciones de políticas que servirían de base para un

acuerdo político; así como para el establecimiento de acuerdos con los organismos financieros internacionales que convinieran en ayudar a los países a regularizar, entre otros, el problema de la Deuda. El Consenso de Washington partía de un diagnóstico sobre la crisis de las economías latinoamericanas, que habrían sucedido por dos motivos:

• El excesivo crecimiento del Estado, traducido en proteccionismo, exceso de regulación, y empresas estatales ineficientes y excesivamente numerosas; y

• El populismo económico, definido por la incapacidad de controlar el déficit público y de mantener bajo control las demandas salariales tanto en el sector privado como en el sector público.2

La corrección de estos problemas permitiría a las naciones latinoamericanos volver a

la senda del crecimiento económico. En concreto, se diseñó una estrategia económica basada en tres amplias áreas: 1. Estabilidad macroeconómica con control del déficit del sector público (índices de inflación bajos y constantes, tipos de cambio competitivos). 2. Importancia de abrir el sector exterior a la competencia extranjera, e integración económica regional con función esencial en el futuro de la región. 3. Necesidad de reducir el papel del Estado en el proceso de producción mediante grandes privatizaciones y programas de desregulación.

Este conjunto de medidas se deberían relacionar entre sí, formando sinergias y favoreciendo la retroalimentación. Constituirían la base para un funcionamiento sin

1 Sobre el consenso de Washington, Williamson, 1990. Una lectura más reflexiva sobre su origen y lo que ha significado puede encontrarse en Williamson, 2004. 2 Bresser, 1991:15 y Minsburg, 1995: 51.

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restricciones de la economía libre de mercado que, en definitiva, potenciaría a los grandes grupos económicos locales asociados con las empresas transnacionales.

Es indudable que el nuevo programa alcanzó algunos éxitos. En los años 1990-1994 se produjo una reversión en la tendencia inversora de los capitales provenientes del exterior. En efecto, a partir de dichos años América Latina fue receptora de significativos flujos de capitales externos, que alcanzaron unos 240.000 millones de dólares. Una parte de los capitales recibidos fueron destinados a los procesos privatizadores; otra a inversiones directas en nuevos proyectos; y, en fin, otra se dirigió a la especulación financiera, contribuyendo a la formación de la enorme “burbuja especulativa” de los denominados mercados emergentes.3 En este sentido, Argentina fue un típico país receptor de tales flujos, en una cuantía superior a la que cabría esperar de su tamaño económico. Por su composición, esos capitales no parecen haber sido ni más ni menos especulativos que en otros países. No obstante, el aspecto más importante, y de mayor trascendencia a largo plazo, de los cambios instrumentados a través del Consenso de Washington fue la liberalización de los mercados de bienes y servicios. En general existe un convencimiento muy amplio sobre la necesidad de este tipo de medidas; no tanto sobre la forma en la que se hizo. Es en este terreno en el que Argentina llevó a cabo transformaciones más radicales, más que por la adopción de un programa rigurosamente liberal –que, en muchos sentidos, también lo fue-, por el hecho de que se partía de una situación muy distinta: una economía enormemente protegida e intervenida.

3 Minsburg, 1995.

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1989-1992. Las reformas estructurales en la Argentina

A principios de los noventa, el liberalismo argentino, en un contexto internacional

favorable y condicionado por la resolución crítica de la Deuda Externa a través del Plan Brady y las recomendaciones del programa reformador impulsado desde Washington, logró sostener un consenso ampliado alrededor de un conjunto de políticas económicas, revirtiendo el estancamiento al que parecía abocado. Las cláusulas de condicionalidad que se incorporaron a los préstamos de los organismos multilaterales de crédito propiciaron el avance de este vasto programa reformador de carácter liberal.

Gerchunoff y Torre resumen los condicionamientos que impulsaron y acompañaron las

reformas, justificando su radicalidad.4 En su opinión, fundamentalmente fueron dos: En primer lugar, la explosión hiperinflacionaria de mayo y agosto de 1989 que provocó el colapso de las finanzas públicas, y que terminó precipitando el cambio de gobierno. Por otro lado, la necesidad de credibilidad entre el “establishment” de un Presidente, Carlos Menem, procedente de un partido político ubicado históricamente en las antípodas de las reformas propiciadas por el Consenso de Washington.

Los dos principales instrumentos para la consecución de este doble objetivo fueron la

Ley de Emergencia Económica y la Ley de Reforma del Estado. Ambas normas atacaban al capitalismo asistido que se había desarrollado en la Argentina desde mediados de los años cuarenta. El papel del Estado como actor en la agenda económica fue reducido; y se hizo una profunda labor de demolición del Estado-empresario y de desregularización del sistema económico. Una parte considerable de estas medidas contaban, sino con el apoyo, al menos sí con la pasividad o escasa resistencia del radicalismo, que anteriormente había propuesto reformas similares. Asimismo, la “enérgica” política del presidente Menem -ampliación de la Corte Suprema de Justicia, nombramiento de jueces confiables, cesión por parte del Congreso de poderes especiales, entre otros- copó la posible resistencia de otros poderes del Estado, lo que permitió al Ejecutivo acumular recursos institucionales a favor del programa reformador.

La Reforma del Estado Como resultado de este proceso hubo una transformación radical del rol del Estado en

Argentina. Se asistió a un proceso complejo de remodelación y reparto de las funciones que debe tener un Estado, que tuvo implicaciones en todas las administraciones y en su “filosofía” de actuación. Oszlak define estas transformaciones como el “desguace del Estado”, el cual habría dado origen a un nuevo esquema de división del trabajo entre el estado nacional, los estados subnacionales, el mercado y la sociedad en su conjunto. Los gobiernos provinciales debieron hacerse cargo de nuevas responsabilidades, y administrar un aparato institucional complejo y extendido cuando no contaban con las capacidades de gestión correspondientes. A lo largo de los 90 tanto como en el siglo XXI se fueron evidenciando problemas graves como la alta dependencia de la coparticipación de impuestos y de los adelantos del Tesoro Nacional,

4 Gerchunoff y Torre, 1996.

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así como un abultado endeudamiento de las administraciones públicas. En su opinión, el Estado “mantiene una estructura organizativa sobrecargada, ha incorporado funciones reguladoras de los servicios privatizados que aún no alcanzaron niveles de efectividad aceptables y ha tratado infructuosamente de avanzar en la adopción de reformas cualitativas cuya implantación, finalmente, deberá retomar algún futuro gobierno.”5

Contradiciendo los postulados defendidos desde el Consenso de Washington, esta

radical reorganización no trajo una reducción del tamaño del Estado. Durante el período comprendido entre 1991 y 2001 el gasto público consolidado creció del 31,0% al 35,8%; es decir, casi cinco puntos básicos. No es mucho si se tiene en cuenta el fortísimo crecimiento económico, los niveles de partida, y la situación de otros países equiparables. Pero, sobre todo, es importante observar su evolución. Hasta 1995 el gasto público creció moderadamente; ese año sólo era 1,5 puntos básicos más que en 1991. En 1996 se contrajo hasta situarse en niveles semejantes a los de 1991, donde se mantuvo durante los dos años siguientes. Así pues, todo la expansión del gasto Público se debe atribuir a la última fase, caracterizada por el intento de reelección de Menen (en 1999 el gasto público se disparó tres puntos básicos) y la fuerte contracción económica. No es justo afirmar, como a menudo se ha hecho, que el Estado argentino fue poco austero y dilapidó los recursos públicos.6 Al menos, no lo fue hasta que comenzó la crisis.

Un análisis de los componentes de ese Gasto Público resulta aún más elocuente. Entre 1991 y 2001 crecieron el Gasto Social –Previsión, Salud, Educación... etc.-, los “Gastos para el funcionamiento del Estado” -Administración General, Justicia y Defensa- y el pago del servicio de la Deuda Pública. En cambio, cayeron drásticamente los “Servicios económicos del Estado” -subvenciones a las empresas públicas-. Proporcionalmente el Gasto Social era y es, con diferencia, el más importante. Sin embargo, su leve crecimiento se vio compensado por la enorme reducción de las subvenciones públicas, así que en cierto modo podría decirse que la práctica eliminación del Sector Empresarial Público liberó ingresos que se dirigieron al Gasto Social.7 De no haber habido un encarecimiento de los préstamos contratados por el gobierno –como consecuencia de factores sobre los que no existía capacidad de actuación- es muy posible que en 1998 el Gasto Público fuera significativamente menor al de 1991.

El mantenimiento del Gasto Social no debe inducir la idea de que el Estado argentino

fue especialmente humanitario. Y es que el mero análisis de las ratios puede esconder situaciones indeseables. El que se destine un porcentaje fijo del PIB a una determinada partida no necesariamente implica que la calidad del servicio prestado permanezca estable. Esto depende de muchos factores; y especialmente del precio y la calidad de ese servicio. No es fácil pronunciarse sobre lo segundo (aunque hay indicios muy preocupantes); pero con respecto a los precios, y a falta de un índice fiable, se puede estimar la prestación real deflactando el gasto por un índice general de los precios al consumo. El resultado que se desprende de este experimento es que el Gasto Social en 1992-97 fue el 89,9% del de 1990, o el 79,2% del de 1982-90.8 En definitiva, es probable que el Estado debiera haber incrementado mucho más su gasto social para mantener las prestaciones sociales. 5 Oszlak, 2003, cita de p. 541. 6 Mussa, 2002. 7 Gaggero, 2004: 434-5 8 Heymann, 78-9. Hay incluso elementos más chocantes: sólo hubo dos rubros, ambos en Educación, en los que ese gasto fue mayor; el de “Educación y Cultura sin determinar” –de escasa importancia- y el de “Educación superior y universitaria”. En los años 90 siguió creciendo fuertemente las matrículas en la Universidad; y, según un amplio parecer, siguió cayendo la calidad de la enseñanza impartida en ellas.

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Desde el punto de vista fiscal, la llegada de Carlos Menem al poder trajo bastantes cambios en la estructura impositiva. De forma resumida, podríamos decir que hubo una racionalización de todo el sistema impositivo, con mejoras significativas en la gestión de algunos –ni mucho menos, todos- los impuestos.9 Un cambio muy significativo fue el aumento de la imposición indirecta con relación a la directa; desde comienzos de los 90 la mitad de la recaudación del Estado procede de impuestos sobre el consumo, y muy en particular el IVA. Por supuesto, se trata de una decisión coherente con los principios liberales de la Administración menemista y, en definitiva, del Consenso de Washington. Pero que, en el caso particular de Argentina tiene una justificación añadida: la evasión fiscal es más complicada en la imposición indirecta. Tradicionalmente la Hacienda argentina ha tenido enormes dificultades en la lucha contra el fraude. En este capítulo, el país se encuentra en una situación no sólo peor a la de muchos países desarrollados, sino también a los de la misma área latinoamericana. Este hecho matiza la idea de que Argentina sea un país con una baja presión fiscal; sería más exacto decir que, igual que en el mercado laboral, el mercado “fiscal” aparece segmentado en un sector formal y otro informal, de modo que la presión fiscal en el primero es semejante a la de muchos otros países.10

Hasta cierto punto, se puede argumentar que la concentración de la presión fiscal sobre las figuras impositivas en las que hay menos evasión es una forma de contribuir a un reparto más equitativo de las cargas. Pero no pareced que este sea el caso. En primer lugar porque incluso en el IVA la evasión puede alcanzar el 30% (frente al 50% del impuesto de ganancias). Pero, sobre todo, porque la imposición indirecta agrava las desigualdades sociales, debido a la elevada propensión al consumo de las clases pobres. Esto es particularmente válido en un país en el que la desigualdad de la renta era enorme –una de las mayores del mundo-, y en el que hay una larga experiencia de fuga de capitales entre las clases más acomodadas. En definitiva, el gobierno debía optar entre dos malas soluciones: una baja recaudación con un sistema fiscal socialmente progresista, o una elevada recaudación con un sistema socialmente regresivo. Como, en todo caso, esa recaudación debía servir para atender el elevado gasto social; y como las recomendaciones económicas eran claras hacia la imposición indirecta, no resulta extraño que se optará por esta solución. Realmente no había margen de maniobra. Quizás lo mejor que se pueda decir de todo esto es que no parece que el sistema fiscal haya sido el principal responsable de la evidente desigualdad de rentas del país, ni de su agravamiento en los 90. La reforma previsional

En 1994 el Gobierno se embarcó en un ambicioso proyecto de reforma del sistema previsional. Al igual que con las empresas públicas, existía un amplio consenso sobre la insostenibilidad del sistema de pensiones argentino, basado en el modelo de reparto. El sistema estaba aquejado de dos problemas de difícil o imposible solución: el envejecimiento de la población y la existencia de mucho trabajo “en negro”. A diferencia de lo sucedido en Chile, en Argentina se optó por un sistema de capitalización voluntario, lo que básicamente se tradujo en que los trabajadores jóvenes se incorporaron al mismo y los mayores no.

A largo plazo, el paso de un sistema de reparto a otro de capitalización es una medida

muy recomendable para el saneamiento de las cuentas públicas. Pero a corto plazo tiene fuertes costes, pues durante algún tiempo el Sistema Público de Pensiones pierde los ingresos 9 Artana, Moskovits, Libonatti y Salinardi, 2001 10 O mayor: una alícuota del IVA del 18 o 21% no es, precisamente, pequeña.

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de aquellos trabajadores que se pasan a las entidades privadas, teniendo que soportar los gastos de los que ya son beneficiarios. Además, dado su carácter voluntario, fueron muchos los trabajadores –jóvenes- que se marcharon, mientras se seguían jubilando prácticamente el mismo número de personas. En definitiva, por necesaria que fuera la reforma del sistema previsional, y por muchos que fueran los beneficios derivados a largo plazo, no puede ignorarse que una operación de estas características tendría costes elevados, que sólo podría asumir un Estado que dispusiera de ingresos adicionales. Según Rofman en 2001 el coste anual de la reforma del sistema previsional ascendió al 2,7% del PIB.11 Es decir, un monto equivalente al servicio de la Deuda Pública de 1997 y 1998, o el Déficit Público de 1996 o –casi- de 2000.

Hay una razón importante para vincular los costes de la reforma con los ingresos fiscales y la Deuda Pública. Como los trabajadores jóvenes son los principales beneficiarios de la reforma, son ellos los que deben cargar con su implantación. Pero estos jóvenes, precisamente por serlo, suelen tener ingresos inferiores a los de los trabajadores mayores, de modo que no pueden asumir ese coste. De ahí que lo lógico –y lo justo- sea recurrir a la Deuda Pública, de modo que el peso de esa carga se distribuya a lo largo del mayor tiempo posible. Básicamente, esto es lo que se hizo en Argentina: la Deuda Pública creció en buena medida para cubrir los costes de la reforma previsional. Por supuesto, hay cierto grado de arbitrariedad en esta afirmación por cuanto que, al correr todos los gastos sobre la caja general del Estado, también podría argumentarse que el crecimiento de la Deuda Pública sirvió para financiar la construcción de carreteras, la Sanidad o cualquier otro rubro. No obstante, dado el carácter relativamente excepcional de ambas medidas, está justificado establecer una relación causa-efecto.

En contra de lo esperado, la reforma del sistema previsional no mejoró la formalidad

del mercado de trabajo. El nuevo sistema de capitalización no incorporó nuevos aportantes; simplemente trasladó a muchos de los que ya estaban en uno, hacia otro nuevo.12 Además, a largo plazo la sostenibilidad de las empresas privadas encargadas de gestionar esos fondos, las llamadas Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones –AFJP- se vio comprometida. En un país “normal”, y dada la gran aversión al riesgo de los pensionistas, sería lógico que esas empresas invirtiesen una parte considerable de sus fondos en títulos de Deuda Pública. Así sucedió en Argentina, donde, además, la crítica situación de muchos gobiernos regionales propiciaba unos elevados tipos de interés, muy superiores a los que ofrecía el sistema bancario. Pero con ello se incurría en un comportamiento poco coherente: algunas entidades que debían gestionar prudentemente el dinero de los jubilados, lo colocaban en títulos de Deuda Pública de gobiernos provinciales poco confiables. Seguramente existía el convencimiento de que, en último término, el Estado Central vendría a salvar la situación. En este sentido, el hecho de que muchas de esas AFJP estuviesen participadas por capitales extranjeros (españoles) ofrecía un “plus” de confianza. La realidad es que cuando llegó el default nada de esto sucedió. De todos modos, no se debe criminalizar a las AFJP: como todo el país fueron víctimas, y nunca inductoras, de la crisis económica. Baste recordar que en los estertores de la Convertibilidad fueron obligadas a comprar bonos nacionales, lo que perfectamente podría considerarse un “atraco del Estado”. Además, en general sus inversiones fueron razonablemente prudentes y han contribuido más que ninguna otra entidad al fomento del ahorro interno argentino, una de las grandes debilidades estructurales de la economía nacional. Las peores expresiones del “capitalismo incontrolado” se encuentran en otros 11 Y cuantías similares en los años anteriores y posteriores. El máximo coste habría tenido lugar en 2000, con el 2,9%. 12 Artana, Moskovits, Libonatti y Salinardi 221-229

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ámbitos.

Las privatizaciones Durante la Administración Alfonsín se hizo evidente la necesidad de privatizar las

grandes empresas públicas. En los 80 los “servicios económicos del Estado” llegaron a suponer la cuarta parte del Gasto Público, cubriendo las pérdidas de un gran e ineficiente sector empresarial público. De ahí que su privatización se planteara como una urgente operación destinada a liberar recursos del Estado. Con todo, el programa también respondía a otras finalidades que se imbricaban en la filosofía del Consenso de Washington, como mejorar la eficiencia económica, recapitalizar las industrias, mejorar la competitividad y ampliar la cobertura de ciertos servicios públicos. En general, tampoco hubo demasiadas críticas al fondo del asunto; no así a la forma en que se hizo.

Aunque incluso hoy en día el proceso privatizador está inconcluso, la inmensa mayor

parte de ese sector fue enajenado en los dos o tres primeros años del menemismo. Más que en ningún otro caso, esta premura evidenciaba la necesidad del gobierno de ofrecer señales claras al empresariado interno y externo de su nueva vocación liberal. Estas “prisas” tuvieron un coste, ya que en muchos casos, sobre todo en las primeras ventas, no se pudo dar una valoración adecuada a los activos. Esto no es extraño. Bajo las extremas circunstancias de un país en bancarrota y de una urgente necesidad de encontrar capitales y ofrecer confianza, resultaba imposible negociar desde una posición de fuerza.

Por otro lado, se han hecho críticas muy serias hacia el mismo procedimiento de

enajenación de esos servicios. Más que una “verdadera” privatización habría habido una sustitución de un monopolio público por un monopolio u oligopolio privado. El Estado aseguró a las empresas privatizadas la reserva de mercado y el acceso a cuasi-rentas, a través de regulaciones protectivas.13 El marco regulador de esos servicios habría sido muy defectuoso y favorable a las empresas contratistas, de modo que el Estado habría otorgado beneficios ocultos a las empresas privatizadas.14 Esto explica la extraordinaria rentabilidad de algunas de ellas; por ejemplo, el sector de los concesionarios viales en 1994 obtuvo una rentabilidad sobre Patrimonio Neto del 40,3%.15 En fin, el Estado no conservó ninguna salvaguardia sobre las empresas enajenadas del tipo “acción de oro” (salvo en YPF). Ciertamente, son muchas las críticas que se han formulado hacia estos instrumentos; pero hay que notar que, de haberse establecido, se hubiera reducido aún más el valor de los activos. Y es que muchos inversores extranjeros compraron empresas ruinosas porque les ofrecía la posibilidad de operar en regímenes no competitivos. Por supuesto, en un país en el que el marco regulador estaba sin concretar, y en el que se esperaba un rápido desarrollo de los servicios monopolizados, pareciera sensato que el Gobierno guardara alguna cautela. Pero no se hizo así, quizás porque la prioridad era la obtención de ingresos públicos, o quizás porque existía una gran fe en las “recetas” del capitalismo liberal; o, más probablemente, por los dos motivos anteriores. 13 Gerchunoff y Torre: 740 14 Aspiazu y Schorr, 2004: 268-77 15 Aspiazu y Schorr, 2004: 282. Las diferencias entre las rentabilidades de los sectores privatizados han sido muy grandes, lo que de por sí es extraño tratándose de empresas de distribución de servicios. Aparte de los concesionarios viales, las más rentables fueron las del sector de distribución de aguas. Un sector muy dinámico como el de Telecomunicaciones tuvo una rentabilidad “media”, sólo algo mayor que el de gas natural. En fin, la distribución de electricidad fue el sector menos rentable. En conjunto, en el período 1994-1998(99), la relación entre rentabilidades sobre Patrimonio Neto de los sectores extremos fue de 1 a 4,6.

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Con todo, un análisis balanceado no puede pasar por alto los enormes beneficios

sociales que las privatizaciones han traído. La privatización de empresas públicas proporcionó ingresos al Estado por valor de unos 16.000 millones de dólares entre 1991 y 1998.16 Con muy pocas excepciones hubo una mejora sustancial de la gestión de las empresas y de los servicios privatizados, así como un aumento de la inversión y la producción.17 Por ejemplo, en el sector eléctrico se realizaron inversiones millonarias que permitieron incrementar la generación bruta de energía eléctrica en un 62,1% entre 1992 (año en el que concluyó la privatización del sector) y 2001.18 Una historia similar se puede contar del gas y el petróleo; entre 1993 (año de la privatización de YPF; las demás empresas del sector lo fueron en los años anteriores) y 2001 la producción de gas se incrementó en un 80%, y la de petróleo en un 29,3%. En lo que hace a las telecomunicaciones, entre 1990 (año de la privatización del monopolio estatal Entel) y 2001 el número de líneas telefónicas se incrementó en un 139% (y, por cierto, el tiempo de espera para la instalación, que se alargaba durante años, se redujo a un mes). Se pueden citar muchos otros casos exitosos; y también algunos que no lo fueron, como Aerolíneas Argentinas. A menudo se tiene la sensación de que la dureza con la que se juzga el proceso privatizador argentino tiene más relación con un sentimiento de enajenación de naturaleza cultural, que con la valoración objetiva del debe y el haber.

La apertura económica y sus consecuencias sobre la evolución del sector industrial Una de las primeras medidas adoptadas por la Administración Menem fue el desarme

arancelario. Durante el período radical –y, con alguna importante excepción, durante la mayor parte de la Historia reciente del país- la protección arancelaria fue considerable. Esto tuvo como consecuencia una baja participación del comercio exterior en el PIB; e, indirectamente, una baja competitividad exterior de las empresas. Con la apertura impuesta desde 1989 se perseguía mejorar ésta, promoviendo la inversión productiva, la especialización en los mercados con mayores fortalezas y, en fin, la eliminación de algunos sectores subsidiados. En un principio se planteó llevar a cabo una reducción gradual de los aranceles; pero enseguida se optó por un cambio rápido, lo que permitió al presidente Menem y a su equipo presentarse en la ronda Uruguay como paladines del nuevo librecambismo. De todos modos, la política arancelaria de la Administración Menem ha quedado oscurecida por la Convertibilidad; y es que la amplitud y profundidad de los efectos del “uno a uno” es de tal envergadura que empequeñece lo que no es más que una simple política arancelaria. Además, el desarme fue espectacular cuando se contempla desde los niveles de partida; pero no tanto desde los de llegada. Ni durante la Convertibilidad, ni ahora, Argentina formó parte del grupo de naciones con un régimen comercial verdaderamente liberalizado.

El desarme arancelario coincidió con el relanzamiento de Mercosur (finales de 1994), de modo que ambas políticas se reforzaban mutuamente. La integración en la unión aduanera se hizo manteniendo importantes salvaguardias en el sector automotriz que, precisamente, fue uno de los más dinámicos en los años 90. El resultado previsible y buscado de la integración regional fue incrementar la participación del área –lo que casi es decir Brasil- dentro del conjunto del comercio exterior. Es muy evidente que la integración regional es un deseo compartido muy mayoritariamente por toda la población argentina y latinoamericana. Pero 16 Kiguel: 41 17 Para una visión sector a sector, Heymann y Kosacoff, 2001: tomo 2 18 Secretaría de Energía y Secretaría de Programación Económica. Una parte menor de esa generación procede de inversiones en centrales iniciadas en los años previos a las privatizaciones. De todos

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cabe preguntarse si este objetivo era coherente con un programa de Convertibilidad que vinculaba el peso con una moneda, el dólar, que no pertenecía a esa macrorregión. Si Estados Unidos y Brasil compiten en el mercado argentino –cabe suponerlo en algunos sectores industriales- la desviación del comercio del primer país hacia el segundo supone un coste no convencional, el de la mayor vulnerabilidad de la economía argentina ante los shocks que padeciera la economía brasileña. Este problema se dobla por la existencia de un régimen preferencial en la industria automotriz, con el que Argentina se ha visto muy favorecida. Cualquier crisis en Brasil que redujera la demanda de automóviles se reflejaría inmediatamente en Argentina.

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La Convertibilidad Todas las políticas anteriores fueron importantes y su implementación tuvo, y tendrá,

grandes consecuencias en el desarrollo económico del país. Con todo, ninguna de ellas ni todas en su conjunto dan la verdadera medida del cambio económico que trajo la Administración Menem a partir de 1991. Y es que la gran novedad de la economía argentina, aquello por lo que será estudiada en los próximos decenios como un caso singular e interesantísimo de la Economía Mundial, no era ni el desarme arancelario, ni la política de privatizaciones, ni la reforma previsional, ni la del Estado, ni nada de lo anterior, sino el sistema de cambios: una junta (o caja) de conversión o currency board. Este sistema fue conocido en Argentina como Convertibilidad; de su trascendencia da fe el hecho de que también da nombre a todo el conjunto de medidas económicas desarrolladas en la década de los 90.

Una junta de conversión es una variedad del sistema de cambios fijo, según la cual el compromiso de una nación para mantener una determinada paridad se ve reforzado por la limitación de que algún agregado monetario representativo se vea respaldado por las reservas del Banco Central en una divisa considerada como moneda “ancla”. Esta obligación implica que las autoridades monetarias no toman decisiones relevantes de política monetaria, que en sus aspectos esenciales es un mero reflejo de las condiciones señaladas por los mercados financieros internacionales. Hay, pues, una cesión casi completa y sin contrapartidas de la soberanía nacional en materia monetaria. Más allá de una junta de conversión sólo cabe la moneda única, o su “versión” latinoamericana: la dolarización.

En el caso de Argentina, la Convertibilidad tuvo algunas características propias: 1º sólo el 80% (en situaciones excepcionales, el 70%) de la base monetaria debía estar respaldada por divisas, y el 20% (o 30%) restante por títulos de Deuda Pública. 2º El gobierno permitía a sus ciudadanos mantener cuentas y operar tanto con la moneda nacional como con el “ancla” -el dólar norteamericano-. Esto justificaba que, por ejemplo, hubiese dos tipos de interés pasivos distintos para cada moneda, siendo mayor el de la moneda nacional (al ofrecer una garantía menor que el dólar). 3º El Banco Central estaba obligado a vender todas las divisas que se le requiriese a la paridad fija Esa obligación no era extensible a las compras, aunque, obviamente, esto era mucho menos relevante. 4º El Banco Central era independiente y regulado por su propia Ley Orgánica. Pero es importante señalar que, como veremos enseguida, no lo fue de manera inmediata. 5º En la práctica no existía ningún prestamista de última instancia. 6º Desde la Convertibilidad quedó prohibida la indexación de deudas.

Cuando Argentina adoptó el sistema, en abril de 1991 sólo una nación en todo el planeta tenía un régimen similar: Hong Kong (y sólo desde 1983). Y otra más, Panamá, había dolarizado su economía. Posteriormente, en 1993, 1995 y 1998 tres naciones adoptaron un currency board: Estonia, Lituania y Bulgaria. Y en 2000 Ecuador dolarizó su economía. Por tanto, toda la experiencia reciente de tipos de cambio “superfijos” o “hard pegs” (aparte de la Unión Europea) se reduce a siete países incluida la misma Argentina. Resulta difícil extraer lecciones de política económica de un conjunto tan reducido y dispar como éste.19 Ninguno de ellos –salvo, precisamente, Argentina- superaba los 15 millones de habitantes, y casi todos operaban en los mercados internacionales bajo circunstancias más o menos extraordinarias. 19 Kiguel, 2001: 97, pone de relieve que los países con mercados de capitales liberados optan por regímenes de cambio extremos, es decir, flotantes o superfijos. No obstante, los países con este tipo de regímenes son muy pocos, y en la mayor parte de los casos la adopción está muy relacionada con su futura incorporación al euro.

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Por ejemplo, Hong Kong es una nación que tiene un comercio exterior mucho mayor que su propio PIB (lo que venía a ser el caso opuesto del de Argentina)

Tampoco la experiencia histórica ofrecía ejemplos cercanos. Curiosamente el peso argentino era una de las pocas monedas que se había regido por este sistema; pero esto había ocurrido a comienzos del siglo XX –hasta 1929-, en una época “dorada” que poco tenía que ver con los 90. En realidad, no ya las juntas de conversión, sino todos los sistemas de cambio fijo, parecían algo más propio de otros tiempos o de economías poco desarrolladas y muy intervenidas. El mismo FMI no sólo no recomendó su implantación sino que, inicialmente, la miró con suspicacia. Aunque, lógicamente, tampoco se opuso. No entraba en las competencias del organismo juzgar el sistema de cambios que adopta una nación; sólo su coherencia con la política económica y con los programas de financiación acordados. 20

Al margen de la extrañeza o las modas, había muchas razones para desconfiar de las bondades de una junta de conversión. Sobre todo una: la debilidad de los flujos comerciales de Argentina con el extranjero. En 1991 Argentina exportaba bienes y servicios por el 6,1% (FOB) de su PIB, lo que era algo irrisorio para un país de su desarrollo económico; y en general, para cualquier país. Esto era un serio problema porque al existir una relación entre Base Monetaria y las reservas del Banco Central, en principio se condicionaba el crecimiento de los agregados monetarios al superávit de la Balanza de Pagos. Puesto que los flujos comerciales eran pequeños existía un riesgo muy elevado de que no se pudiese satisfacer la demanda de dinero, y se incurriese en la deflación y la crisis. Quizás para un país acostumbrado a hiperinflaciones catastróficas la perspectiva de caer en la deflación pareciera, más que indeseable, irreal. Pero, como se vio en los años siguientes, esta posibilidad no era tan lejana.

Sin una experiencia previa a la que asirse, sin un apoyo claro de los organismos internacionales, y sin un gran superávit comercial, la decisión de adoptar un currency board parece la salida de un gobierno desesperado en busca de soluciones fáciles. Y posiblemente así fuera. La administración Menem adoptó la Convertibilidad sólo después de no haber logrado controlar la inflación con medios más ortodoxos, y a pesar de haber implementado un programa económico radical del que se esperaba frutos de manera inmediata. De hecho, desde que Menem llegó al poder en julio de 1989 no hubo uno, sino dos planes para atajar la inflación: el llamado Plan Bunge y Born, hasta enero de 1990, y el Plan Bonex desde entonces. El brillo inicial de la Convertibilidad oscureció un hecho muy evidente: ambos planes tuvieron bastante éxito. El gráfico 1 recoge la inflación mensual entre enero de 1989 y diciembre de 1991. En tan sólo dos meses, agosto y septiembre, una drástica reducción del Gasto Público y una rígida política monetaria situaron la inflación mensual en el 5,6%. La depreciación del peso y la liberalización de los controles de precios, unidas a las incertidumbres generadas por el mismo gobierno sobre su programa económico, elevaron fuertemente los precios entre diciembre de 1989 y marzo de 1990; pero un control más estricto sobre los agregados monetarios y el gasto público volvió a situar la inflación en niveles tolerables: entre el 10 y 15% mensual entre abril y septiembre, y por debajo del 10% (y del 5%) en los tres últimos meses del año y enero de 1991. El pico inflacionario final de febrero de 1991 fue forzado por la propia Convertibilidad (al imponer una depreciación desde 8.500 a 10.000 australes por peso/dólar). Es obvio que una tasa de inflación mensual del 5 o 10% no se puede considerar óptima; pero no tiene los efectos destructivos que la hiperinflación, y es compatible con tasas de crecimiento económico muy fuertes a corto plazo.

20 Mussa, 2002

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En realidad, hay muchas experiencias históricas de fuertes crecimientos económicos con inflaciones mucho más elevadas que la argentina en aquellos meses. Teniendo en cuenta los niveles de partida y la tendencia decreciente de los precios, cualquier otro gobierno se hubiera limitado a profundizar en las medidas adoptadas, para que a medio o corto plazo, se alcanzaran niveles más tolerables.21

Gráfico 1. Inflación mensual en Argentina 1989-91

0

20

40

60

80

100

120

1989 julio 1990 julio 1991 julio

Pero Menem no podía esperar. Había que obtener resultados de manera inmediata, tanto por la cercanía de las elecciones como por la presión ejercida por el escándalo político del momento, el llamado “swiftgate”. Además, un éxito rotundo e incuestionable sobre la inflación era lo único que podía salvarle de las críticas de su propio partido; que, al fin y al cabo, era una organización tradicionalmente identificada con la izquierda nacionalista.

La Convertibilidad, el programa económico del nuevo ministro de Economía y antiguo canciller Domingo Cavallo, prometía acabar con la inflación; y ciertamente, lo logró. Pero el éxito general oculta un hecho: en 1992 la inflación todavía fue del 24,9%; y del 10,9% al año siguiente. Se han ofrecido distintas explicaciones: las dificultades de aplicación de la indexación, el aumento de los precios de los bienes no transables o la propia actividad económica.22 Es difícil valorar la importancia de cada una; pero nótese que la primera es un problema “técnico”, y las otros dos son efectos inherentes a la propia Ley de Convertibilidad. Es decir: en caso de ser ciertas habría que incluirlas como uno de sus costes.

Cabe otra explicación: la inflación de 1991-93 fue el resultado de la incapacidad de

Gobierno para aplicar con celeridad su propia política económica. En efecto, hasta 1993 el proceso de privatizaciones no concluyó, de forma que, a pesar del incremento de la presión fiscal, el Estado tuvo que seguir recurriendo al Banco Central para financiar sus gastos. En 1991 el “impuesto inflacionario” todavía representó el 8,4% de los ingresos nacionales (Estado y provincias); y el 3,2% en 1992.23 Resulta significativo que una Ley de Convertibilidad tan estricta no estableciera la independencia del Banco Central; algo que, 21 Sánchez Arnau, 2003: 181-7; González Fraga, 2003: 235-8. 22 Llach, 1997: 134-5 23 Artana, Moskovits, Libonatti y Salinardi, 2001: 222

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como mínimo, parece inherente al espíritu de un sistema de cambios fijos como el aprobado.24 La ley que sancionó esa independencia no llegó hasta septiembre de 1992, año y medio después de la Ley de Convertibilidad. Así pues, no parece que estemos ante un caso de imprevisión, “despiste”, o “inercia administrativa”. Mientras tanto, los agregados monetarios estuvieron muy lejos, no ya de la estabilización, sino de un aumento ajustado al crecimiento de la economía nacional, las inversiones extranjeras, la base monetaria o cualquier otra variable de referencia. Así, M3 creció un 62,5% en 1992; y todavía en 1993, cuando ya había sido sancionada la Ley, un 46,5%. Por supuesto, la relación entre los agregados monetarios del tipo M2 o M3 y la inflación no es perfecta; pero tampoco se puede ignorar. En realidad, parece inimaginable que con tales tasas de crecimiento no hubiera una fuerte inflación. En resumen, es posible que la Convertibilidad haya jugado un papel relativamente secundario en el control de los precios, y que haya sido la política fiscal y monetaria restrictiva la clave del problema.

Sería de esperar que las autoridades económicas argentinas hubieran fijado la paridad del nuevo peso en un nivel que permitiera a las empresas argentinas mantener la competitividad en el exterior al nivel existente en 1991. Ahora bien; habiendo retrasado la Carta Orgánica del BCRA durante año y medio, y habiendo favorecido una notable expansión de los agregados monetarios, habría que suponer que el tipo fijado en marzo de 1991 contenía una infravaloración del peso, que se corregiría con la inflación de los meses siguientes. Sin embargo, de las declaraciones de los responsables argentinos durante la aprobación de la Ley de Convertibilidad, y en los meses siguientes, no se desprende que la inflación de aquellos dos años y medio haya sido prevista ni mucho menos deseada. Todo sugiere que hubo una deficiente planificación.

En definitiva, la Convertibilidad provocó una fuerte sobrevaloración del peso. Esto es

un problema de enorme trascendencia porque un sistema de cambios superfijos exige unos saldos comerciales elevados y positivos, que resultan difíciles de alcanzar con una moneda fuerte. Seguramente no es casual que la única experiencia de “currency board” realmente positiva haya sido la de Hong Kong, un país que puede competir con éxito en el exterior gracias a su posición en ciertos mercados (por no hablar de su papel de “puerta de China”). Aunque un gran movimiento comercial sólo se podía plantear como un objetivo a medio o largo plazo, el que el saldo derivado de ese movimiento fuera positivo era algo ineludible. Sin embargo, hasta 2000 –es decir, hasta bien entrada la crisis- Argentina sólo alcanzó un superávit comercial en 1995, el año del Tequila.

Por supuesto, a largo plazo la misma Convertibilidad podía proporcionar los

mecanismos para elevar la productividad, mejorar la competitividad de las empresas argentinas, favorecer las exportaciones y, en fin, justificar los elevados precios internos. Por ejemplo, las inversiones extranjeras en bienes de capital, o en servicios públicos, inevitablemente mejorarían la productividad del país, tanto a nivel sectorial como nacional. El problema es que estos benéficos y –casi- inevitables resultados sólo se percibirían en el largo plazo. Y, por cierto, no hay ninguna garantía de que algunos de los elementos más esenciales de esa mejora productiva, como el desarrollo del capital humano, tengan lugar.

Bajo tales circunstancias una Junta de Conversión no era viable salvo que se estuviera

24 Según Llach, 1997: 125, no sólo no lo es sino que constituye una de las peculiaridades de la Convertibilidad argentina frente al modelo “tradicional”. Más allá de lo que sea o no sea una currency board, hace tiempo que se considera lógico que el Banco Central sea un organismo independiente del Ejecutivo; mucho más en un sistema de cambios fijos en el que hay una cesión expresa de la soberanía nacional en materia monetaria.

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dispuesto a: 1º permitir que los precios –y salarios- internos cayeran lo suficiente como para que la competitividad de la economía argentina mejorase y, en consecuencia, se eliminasen los déficits comerciales 2º convivir indefinidamente con esos déficits cubriéndolos con otras fuentes de divisas, a la espera de que, finalmente, las mejoras en la productividad resolviesen esos desequilibrios. El problema de la Convertibilidad era que la primera de esas soluciones era políticamente inaceptable; mientras que la segunda era económicamente arriesgada.

En efecto, buscar la competitividad vía precios internos exigía un compromiso político

que ni siquiera Menem era capaz de alcanzar. El radicalismo no se mostró dispuesto a ceder; de hecho, se opuso a medidas tan emblemáticas como a reforma previsional. Pero el acuerdo esencial era el que se lograra con las fuerzas sindicales, que estaban sujetas a la disciplina peronista. Sin embargo, la experiencia mostró que el dominio presidencial era limitado, y que sólo se podía mantener mediante una constante negociación. En la práctica, hubo concesiones sindicales bastante amplias en cuanto a la negociación salarial, pero los avances en la reformas del mercado fueron escasos. Y, por cierto, en parte inútiles por la acción judicial. Más allá de los resultados de esta batalla, está claro que había límites impuestos por la misma precariedad del mercado laboral. Como veremos, los trabajadores argentinos, especialmente los industriales, fueron los grandes paganos del sistema, por lo que era muy difícil pedirles más sacrificios de los que ya habían hecho.

De ahí que se impusiera la segunda solución: la búsqueda de financiación que cubriese

el superávit de la balanza comercial. En cierto modo, la Historia de la Convertibilidad fue la secuencia de medidas dirigidas a ese fin; y visto con perspectiva, diez años de Convertibilidad en los que sólo hubo superávit comercial en dos de ellos es un auténtico logro. También podría decirse que dado que el resultado final de todo fue la crisis del 2001 esa larga vida sólo fue una extraordinaria victoria pírrica. Pero sea cual sea el adjetivo que queramos emplear, se suscitan dos preguntas: 1º ¿Cómo pudo conseguirse? 2º ¿Sirvió de algo? Los dos siguientes apartados se ocuparán de cada una de ellas.

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La conquista de la Convertibilidad. Podemos distinguir tres fases en la Historia de la Convertibilidad: desde su implantación oficial en abril de 1991 hasta la superación del Tequila, a finales de 1995; desde entonces y hasta el comienzo de la crisis del milenio, a mediados de 1998; y desde entonces hasta el derrumbe final en diciembre de 2001.

La primera fase fue la de la Convertibilidad “heterodoxa”, un período en el que el Gobierno no implementó una política coherente con el sistema; si bien hizo constantes progresos hacia la ortodoxia. Poco a poco redujo el crecimiento de los agregados monetarios; en septiembre de 1992 aprobó la Carta Orgánica del Banco Central de República Argentina; ese mismo mes se autorizó la venta de YPF; en diciembre Argentina participó en el Acuerdo Brady (diciembre de 1992); y en enero de 1995entró en vigor Mercosur. No obstante, y tal y como vimos, la evolución de Gasto Público no fue coherente con el plan de Convertibilidad. En 1994 era 1,5 puntos básicos superior al de 1991.

Como consecuencia de la crisis del Tequila en 1995 se introdujeron cambios

importantes en la política económica. En primer lugar, se detuvo la expansión del gasto Público. Por otro, se hizo una profunda reforma bancaria, asunto que merece cierta atención. Con o sin motivo, parte de la responsabilidad por la ocurrencia de la crisis fue atribuida al sistema financiero, por lo que se decidió abordar su privatización y reforma. Lo cierto es que la operativa de los bancos en Argentina no era precisamente envidiable. Los ratios de eficiencia eran bastante malos; y el grado de bancarización de la economía, aunque había aumentado notablemente desde 1990, seguía siendo bajo. Una parte importante del sistema era de titularidad pública, cuya existencia se justificaba en la atención a sectores socialmente débiles, así como en el apoyo al desarrollo regional armónico del país. Sin embargo, no parece que estos objetivos se cumplieran ni más ni menos que con cualquier otra entidad: ni la cartera de préstamos parece distinta a la del resto del sistema, ni los tipos de interés eran diferentes. Lo único que distinguía a estas entidades de las privadas era su menor rentabilidad y eficiencia.25

La reforma emprendida tenía como ejes fundamentales la privatización del sector y la

introducción de una mejor regulación prudencial, basada en el Acuerdo de Basilea. Las presiones políticas hicieron que el Banco Nación y otras entidades menores se mantuvieran al margen. La privatización trajo una notable afluencia de capitales extranjeros, particularmente españoles. En términos generales, se lograron avances en muchos campos, aunque en pocos se alcanzó una situación realmente satisfactoria. En primer lugar mejoró la bancarización, sin que por ello dejara de ser una asignatura pendiente de la economía argentina. Se produjo una mayor concentración, pero no está claro que esto sea algo intrínsecamente bueno. También hubo una mejora de los ratios de eficiencia; pero el país siguió estando muy por detrás de lo que era normal en la OCDE.26 Es interesante observar que no se apreciaron diferencias de ningún tipo entre el funcionamiento de los bancos privados extranjeros y nacionales (no así con la banca pública), lo que sugiere que la inversión foránea no hizo una aportación 25 Kippes y Palacio, 2001. 26 Guidotti y Dujovne, 2001

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significativa, buena o mal –de tipo spill over-, al sistema en su conjunto. En contra de lo que se sugirió en su momento, tampoco las casas matrices acudieron a salvar a sus filiales argentinas a finales de 2001; lo que, en realidad, tampoco debiera sorprender.27

Así pues la reforma se quedó por debajo de los objetivos marcados; que ya no eran prioritariamente, como a comienzos de los 90, obtener dinero, sino mejorar integramente el sector. No obstante, hubo un campo en el que sí se alcanzaron resultados espectaculares: la solvencia y el control de riesgos. En la segunda mitad de la década de los 90 Argentina se situó como uno de los países que ocupaba las posiciones más elevadas en los rankings internacionales de solvencia. No resulta tan extraño a tenor de la dureza de la normativa aprobada sobre, por ejemplo, el encaje bancario. Esta solvencia fue presentada como un éxito del Gobierno y la demostración de que los males del pasado no volverían. Y, en cierto modo, así fue: la crisis del 2001 no fue exactamente una crisis bancaria. De ahí que pueda decirse que la regulación prudencial fue exitosa. Con un Banco Central independiente, y con un sistema bancario serio, riguroso y prudente, ya no quedaban espacios para la creación de medios de cambio fiduciarios que no estuviesen rígidamente respaldados por las reservas de divisas. De ahí que pueda decirse que la reforma bancaria de 1995 supuso un último y definitivo remache a la Convertibilidad.

De este modo entramos en la segunda fase de la Convertibilidad, en la que el Gobierno hizo esfuerzos considerables para mantener al país dentro del sistema. No sólo por el control del Gasto Público –que se mantuvo constante, en términos de PIB, entre 1996 y 1998- sino por la coherencia del resto de las medidas, como la política laboral. Pero, además, la economía argentina encontró amplias fuentes de financiación en la Inversión Extranjera Directa – IED- y el endeudamiento externo.

El movimiento de las IED puede apreciarse en la tabla 1. La mayor inversión, con

bastante diferencia, tuvo lugar en 1999, cuando se formalizó la venta de YPF a la española Repsol por un monto de 17.830 millones de dólares.28 En total, ese año Argentina recibió IED por valor de casi 24.000 millones de dólares. En general, las inversiones en el período posterior al Tequila fueron bastante mayores que las del anterior. Así, en los tres años de la fase II de la Convertibilidad –1996-98- las IED fueron 1,4 veces mayores que en los cuatro años anteriores. En un primer momento, la mayor aportación vino de la privatización del sector empresarial público; pero precisamente porque era urgente desprenderse de unos activos que generaban un enorme gasto, la mayoría de esas tempranas enajenaciones no generaron grandes flujos de capital del exterior, y tampoco se prolongaron hacia el sector privado. De hecho, una vez finalizado el grueso de las privatizaciones, la IED casi desaparecieron: en 1993 se marcó el mínimo de todo el período.

27 Fanelli, 2003, p. 48-54. 28 Aunque desde un punto de vista técnico la absorción de YPF por Repsol estaba plenamente justificada, en la práctica ha generado todo tipo de críticas a uno y otro lado del Atlántico. En el lado argentino se ha cuestionado la enajenación de un patrimonio natural y estratégico como el petróleo por parte de una empresa extranjera. En el lado español se ha criticado lo ruinosa que fue la operación después de que el peso se devaluara a la tercera parte de su valor, la grandes desinversiones que tuvo que hacer la petrolera española para comprar YPF, y, recientemente, la sensación de “estafa” que supuso la revisión a la baja de los yacimientos.

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Tabla 1 Inversiones Extranjeras Directas

Total EEUU España1992 4.432 624 277 1993 2.793 1.456 102 1994 3.637 1.674 (172)1995 5.610 2.252 271 1996 6.951 2.021 146 1997 9.161 2.017 1.792 1998 7.292 920 908 1999 23.986 1.307 16.830 2000 10.418 947 6.750 2001 2.166 533 494

Fuente: MECON

Las IED han respondido a factores diversos sobre las que la dirigencia argentina tenía

muy poco control. Es cierto que un ambiente propicio para los negocios como el creado desde la Administración Menem podía facilitarlas.29 Pero este ambiente sólo puede considerarse una condición necesaria y no suficiente. Existían otro tipo de causas: ante todo, la recuperación económica mundial acontecida a partir de 1991. La acumulación de capitales generó una sobreoferta de inversiones, que se dirigieron hacia nuevos mercados. Pero en el caso argentino –y latinoamericano- jugó un especial papel la recuperación de la inversión europea o, por mejor decir, española. Tanto fue así que desde el 2000, no ya los flujos anuales, sino la misma posición de España como inversor en Argentina era mayor que la de Estados Unidos. Las razones por las que las multinacionales españolas han invertido en Argentina son diversas: saturación del mercado nacional, búsqueda de la diversificación, oportunidades empresariales y, por supuesto, la cercanía cultural.

El segundo mecanismo de financiación fue la Deuda Externa. Obviamente, es un

instrumento limitado por cuanto que toda recepción de capitales implica una devolución aplazada. Pero era una opción viable en el corto plazo, útil para cubrir las lagunas del ciclo económico. A diferencia de las IED, el Gobierno tiene una mayor capacidad de maniobra para recurrir a la Deuda; en realidad, su capacidad es ilimitada en tanto en cuanto esté dispuesto a aceptar condiciones más y más gravosas. Por tanto, la cuestión es la oportunidad de su uso. Parece claro que en los períodos de bonanza económica no debería recurrirse a ella.

La tabla 2 recoge las Deudas Externa y Pública entre 1991 y 2001. Su evolución es

pareja, lo que no tiene nada de sorprendente pues, en un porcentaje apreciable, son los mismos conceptos. En 1992 la Deuda Externa fue prácticamente idéntica a la de 1991; pero desde entonces y hasta 1998 experimentó un auge espectacular, de modo que ese año era 2,3 veces la existente seis años antes. En 1999 y 2000 aún creció ligeramente, pero cayó algo en 2001. En conjunto, el crecimiento del endeudamiento en la fase II fue similar o inferior al de la fase I. Pero es importante observar que la reforma previsional se aprobó en septiembre de

29 Hay mucho que decir, y no siempre favorable, sobre ese “ambiente propicio para los negocios”. Desde Argentina se trataba de ofrecer una imagen favorable a la inversión y la adquisición de Deuda, que incluía todo tipo de tácticas: desde la manipulación y falseamiento de la información hasta el trato amable a los inversores interesados. Por supuesto, había mucho de autoengaño en todo el proceso. Blustein, 2003, Washington Post

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2003, de modo que sus efectos sólo empezarían a notarse pasado el Tequila. En otras palabras: el crecimiento de la Deuda no sólo fue más moderado, sino que además estaba bastante justificado. Dado que, con la excepción de 1995, todos fueron años buenos, no debiera haberse hecho un uso excesivo de este instrumento.

Tabla 2 Deuda Externa y Pública

D. Externa D. Pública

1991 61.337* 58.841* 1992 62.972* 63.250/58.745* 1993 72.425* 71.112 1994 87.524/85.908* 81.820 1995 101.462 88.711 1996 114.423 99.046 1997 129.964 103.718 1998 147.634 114.134 1999 152.563 123.366 2000 155.015 129.750 2001 149.248 144.222

Fuente: Dirección Nacional de Cuentas Internacionales – INDEC, Secretaría de Finanzas del MECON y * Kulfas y Schorr, 2003

De todos modos, el problema de la Deuda no sólo era su monto, sino también, y

especialmente su interés. En relación al PBI la Deuda Externa de 1997 fue prácticamente idéntica a la de 1996 –recuérdese que la economía argentina experimentaba un crecimiento espectacular-; sin embargo el servicio de la Deuda pasó del 2,3% al 2,8%. Y siguió creciendo en los años siguientes. Esto fue debido al encarecimiento de los préstamos internacionales, un problema que venía desde 1993, pero que se fue agravando a medida que la crisis del Sudeste asiático fue extendiéndose. De este modo, el endeudamiento externo fue adquiriendo una dinámica propia; que, además, ya no se justificaba por la propia necesidad de financiamiento de la economía argentina.

En resumen, entre 1996 y 1998 se siguió una política económica razonablemente

coherente con la Convertibilidad: contención del gasto público y un moderado crecimiento de la Deuda. Esta política fue vigorosamente apoyada por las IED.

La última fase de la Convertibilidad, desde 1999 hasta 2001, es la de recesión y la

catástrofe final. Pero es importante observar que, aparentemente, la economía argentina no debiera haber entrado en crisis: el Gasto Público se disparó en 1999 y siguió creciendo los años siguientes. Las IED fueron fabulosas en 1999 y 2000. La entrada de créditos auspiciados por el FMI fue enorme. Y, en fin, desde 2000 Argentina gozó de superávit comercial. Por supuesto, a largo plazo un modelo de crecimiento fundado en la financiación externa y el endeudamiento galopante es insostenible; pero éste no debería ser el escenario de la crisis de esos años. Si el problema de la Convertibilidad era la amenaza de deflación como consecuencia de la falta de medios de pago sostenidos en el exterior, es obvio que las

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condiciones aparentes de la economía argentina entre 1999 y 2001 no eran las que hubieran generado esa situación.

Y es que la fase III de la Convertibilidad constituye la expresión más acabada de algo

que se fue haciendo perceptible a lo largo de toda la década: de un modo u otro, las autoridades argentinas siempre encontraban capitales suficientes para alimentar la maquinaria económica. Todos los agregados monetarios, desde la Base Monetaria hasta M3, crecieron de forma sostenida hasta 1998; y aún entonces se mantuvieron en niveles superiores a los de 1997 durante los dos años siguientes. Argentina nunca corrió un serio peligro de carencia de liquidez. Más aún: a medida que la Convertibilidad se hacía más coherente, y a medida que el país ganaba prestigio entre los inversores extranjeros institucionales o privados, esa amenaza parecía más remota. Y no es extraño: en ninguno de los años de la Convertibilidad el país dejó de recibir mucha más financiación –y, además creciente- de la que perdía por sus crónicos déficits comerciales -que, al final, eran superávits-. No debiera haber habido un serio peligro de deflación y crisis. El país podría haber tenido problemas en cualquier momento posterior; pero no especialmente en 1999.

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Las consecuencias de la Convertibilidad

Sin embargo, la crisis llegó. Por supuesto, su ocurrencia no puede entenderse fuera del

contexto internacional marcado por la sucesión de derrumbes en los mercados emergentes. La crisis asiática de 1997 marca el comienzo de las dificultades que se agudizaron con la devaluación del real brasileño a comienzos de 1999. Pero la cuestión relevante es porque los problemas externos afectaron a un país que, aparentemente, gozaba de garantías de solvencia y desarrollo económico muy superiores a los mercados asiáticos, Brasil o Rusia. La realidad es que Argentina se enfrentaba a dos serios problemas: la pérdida de competitividad externa y el desempleo.

La pérdida de competitividad exterior de las empresas argentinas fue enorme y

temprana. Considerando, como no puede ser de otro modo, la inflación en Estados Unidos en 1992 y 1993 –inferior al 3% en cada año-, la fuerte elevación de los precios internos implicó un diferencial inflacionario con respecto a 1991 del 32,1%. O dicho de otro modo: el cambio fijado en marzo de 1991 debiera haber infravalorado la moneda argentina en ese porcentaje para que, con la evolución posterior, en 1994 los precios argentinos y norteamericanos estuviesen en una situación de equilibrio. Es bastante evidente que no sucedió así: en sólo un año, 1992, la tasa de cobertura de las importaciones pasó de 144,5 a 82,8, y siguió deteriorándose hasta 1995. Es cierto que desde 1994 la inflación en Argentina estaba controlada, de modo que el diferencial de inflación fue mucho menor (y, con el tiempo, ligeramente negativo.). Pero el mal ya estaba hecho.

Como consecuencia de la crisis del Tequila se interrumpió el deterioro de las cuentas exteriores; pero fundamentalmente porque los hondos efectos de la crisis frenaron las importaciones. En 1996 éstas volvieron a crecer, de modo que en 1997 y 1998 la economía argentina incurrió en déficits comerciales. Ya hemos visto que en esos años la inflación no era un problema. Sin embargo, los problemas de competitividad, no ya con Estados Unidos, sino con el resto del mundo, se fueron agravando. En efecto, el tipo de cambio multilateral siguió cayendo como consecuencia de que: 1º hasta finales de 1998 el dólar siguió apreciándose en los mercados de divisas internacionales y 2º desde comienzos de 1999 el real brasileño se depreció fuertemente.

La situación podría haber sido mucho peor. Hubo dos factores que propiciaron un notable auge de las exportaciones que vino a compensar bastante el crecimiento –aún así más fuerte- de las importaciones. En primer lugar, Argentina pudo aprovechar sus ventajas competitivas en la producción y exportación de ciertas materias primas y productos agrícolas. Entre 1991 y 2000 las exportaciones de combustibles y energía se multiplicaron por 5,4. Asimismo crecieron las exportaciones de materias plásticas artificiales (3,6), cauchos (3,5), productos lácteos (4,8), pescados y mariscos sin elaborar (3,0), cereales (2,3) y algún rubro más. Es interesante notar que el fuerte crecimiento de las exportaciones estuvo concentrado en esas pocas partidas.30 Entre 1991 y 2000 el número de subsectores que tuvo crecimientos de sus exportaciones superiores a la media (2,1) fueron 18 o menos (no hay datos para algunos sectores energéticos), frente a 30 (o más) que tuvieron crecimientos inferiores a la media. A pesar de la apertura comercial y el crecimiento económico, hubo ocho subsectores en los que

30 Incluso en algunas subpartidas dentro de ellas: por ejemplo, casi toda la exportación de cereales responde al “boom” sojero y maizícola.

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las exportaciones de 2000 eran menores que en 1991.31 Estos resultados podrían ser más o menos razonables en un país que partiera de un nivel de comercio exterior muy elevado; incluso podrían tener una lectura positiva: la de la especialización comercial. Pero dado que los movimientos comerciales de Argentina en 1991 eran ínfimos, resulta difícil hacer una interpretación tan favorable; máxime cuando en muchos casos la especialización se dirigía hacia productos con poco valor añadido.

El segundo factor fue la reactivación de Mercosur; y lo que parece casi tan importante,

el mantenimiento de importantes salvaguardias en el sector automotriz. Así, entre esos mismos años las exportaciones a esta región se multiplicaron por 4,3, mientras que las dirigidas a NAFTA sólo lo hicieron por 2,4. Las exportaciones argentinas del material de transporte se multiplicaron por 7,3. Hay que observar que la creciente dependencia de las exportaciones argentinas del mercado brasileño implicaba por sí misma un riesgo cambiario. La moneda argentina se vinculaba a la de un país, los Estados Unidos, con el que se mantenían relativamente pocas relaciones comerciales. Por tanto, un asunto sobre el que no se tenía ningún control, el tipo de cambio entre el real brasileño y el dólar norteamericano, podía afectar a la economía argentina. Visto con perspectiva, este problema de “descalce” de divisas sólo era un tema menor (incluso muy menor) dentro de la problemática inherente a la Convertibilidad. Pero que duda cabe que contribuyó a que la crisis brasileña del 99 se trasladara a Argentina.

Gráfico 2Comercio exterior argentino. millones de dólares

0

6.000

12.000

18.000

24.000

30.000

36.000

1991 1993 1995 1997 1999 2001 2003020406080100120140160180200

Exportaciones (FOB) Importaciones (CIF) tasa de cobertura

Fuente: MECON. Como consecuencia de ambos procesos, las exportaciones experimentaron un fuerte

crecimiento; aún así, inferior al de las importaciones. Pero ese auge se detuvo en la segunda mitad de los 90. Las exportaciones de 1997 ya sólo fueron un poco mayores a las del 96. Y las de 1998 virtualmente idénticas a las del año anterior. En esos años la inflación fue ligeramente negativa en Argentina –no así en Brasil y el resto del mundo- y no hubo grandes alteraciones de los tipos de cambio –al menos con Brasil-. Por tanto, ¿qué pudo explicar la

31 Todas las cifras proceden de MECON.

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ralentización del crecimiento de las exportaciones y su posterior estancamiento? Seguramente se había llegado al final de un ciclo, de modo que sin cambios radicales en la política económica general, y singularmente sin una depreciación acusada de la moneda argentina, no se podría superar el máximo de 1997.

El segundo gran problema fue el desempleo. A diferencia de gran parte del mundo desarrollado, la Argentina nunca tuvo problemas serios en este terreno. Por remitirnos al período más cercano a la Convertibilidad, el gobierno radical, entre abril de 1983 y octubre de 1988, la tasa de desocupación fue del 5,5%, lo que no se encuentra muy lejos del paro friccional.32 La crisis de 1989 elevó bruscamente el desempleo hasta el 8,6% (mayo de 1990). En 1990 y 1991, y a pesar de la recesión, volvió a caer. Pero desde el mínimo de octubre de 1991 –6,0%- el paro no dejó de aumentar, de modo que en octubre de 1994, unos meses antes del Tequila, ya era del 12,2%. Este record histórico se alcanzó en un año en el que el PIB creció un 5,8%, las exportaciones lo hicieron un 20,8%, el Déficit Público fue del 1,4%, y la inflación fue del 4,2%; es decir, un escenario macroeconómico que para sí quisieran muchas naciones hoy en día. Luego, tras el Tequila, fue a peor. En octubre de 1998, es decir, cuando empezaba a barruntarse la crisis, el desempleo sólo había bajado al 12,4%, el mismo nivel que en octubre de 1994. Desde entonces no dejó de crecer.33

Lo que sucedía en Argentina no era tanto que se perdiera empleo como que no se creaba. Se dijera o no explícitamente, era obvio que las reformas estructurales emprendidas por la Administración Menem tendrían un elevado coste social en forma de desempleo. En primer lugar, como consecuencia del proceso de apertura comercial, que necesariamente había de dañar muchos sectores poco competitivos. Otras fuentes de desempleo habrían de ser las privatizaciones de empresas públicas –ineficientes y repletas de empleos “ficticios”-, así como la racionalización de la Administración Nacional (aunque, en la práctica, fueron las administraciones provinciales las que se encargaron de absorber gran parte de esa carga). En muchos sentidos esas bolsas de desempleo eran ineludibles; pero el problema vino porque no fueron cubiertas con empleo nuevo. Así en octubre de 1998 sólo había menos de un millón de empleos urbanos más que en octubre de 1991, cuando la población activa urbana había crecido en casi dos millones. De hecho, hasta octubre de 1996 la población empleada en las ciudades se mantuvo invariable alrededor de los 10,5 millones de personas. En 1997 se produjo un aumento de la ocupación. Luego volvió el estancamiento.

La creación de empleo también resultó algo sensible a la caída de los salarios reales. Con la excepción de 1995 y 2001 –años de crisis- los aumentos de empleo y los descensos del desempleo parecen estar directamente relacionados con los decrementos de los salarios reales. Así, en los tres años en los que hubo un crecimiento significativo de la población ocupada –1991, 1997 y 1998-, los salarios reales cayeron entre un 2 y un 6%. En cambio, entre 1992 y 1994, el desempleo y los salarios reales crecieron significativamente. La aplicación de este modelo “clásico” quizás no fuera tan mala si, al final, se saldara con algún resultado positivo en salarios o empleo. Pero no es así: entre 1992 y 1998 los salarios reales cayeron seis puntos

32 Ciertamente, existía un colectivo importante de subocupados -en ese mismo período, un 7,2%-, categoría que engloba a aquellos que buscan otro empleo o estarían dispuestos a cambiar el que tienen. Desde un punto de vista metodológico uno de los problemas de estas clasificaciones es que dificultan mucho las comparaciones entre países de estadística que, ya por sí, son difíciles de comparar. Los criterios para determinar qué es y qué no es un desempleado cambian de un país a otro. De todos modos, y en la medida en la que las comparaciones son posibles, Argentina parece haber estado en una situación mejor que otros países. 33 Becaria, 2004, 152-4

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básicos; la tasa de desempleo aumento prácticamente lo mismo; y la de ocupación se mantuvo invariable o cayó un poco. Si el período de observación se extiende a 1991-2001, o 1989-2001, los resultados son aún peores.

Tabla 3 Variación y concordancia de variables del mercado laboral

Salarios reales Empleo Desempleo

Concor. empleo

Concor. desempleo

1990 -4,3 -1,7 -2,0 + + 1991 -6,3 2,3 -15,5 - + 1992 3,9 0,8 7,2 + + 1993 1,5 0,0 27,6 + + 1994 1,9 -2,8 16,2 - + 1995 -5,3 -4,6 34,6 + - 1996 0,1 -1,0 -1,7 - - 1997 -3,0 4,5 -15,4 - + 1998 -1,7 2,7 -16,4 - + 1999 0,5 -0,5 9,5 - + 2000 1,3 -1,4 6,0 - + 2001 -1,0 -3,0 13,3 + -

Fuente: Encuesta Permanente de Hogares, INDEC

Además hay elementos que sugieren un empeoramiento de la calidad del empleo. A lo largo de la Convertibilidad se fue perdiendo empleo industrial; así, de 100 trabajadores industriales que había en 1992, en 1998 sólo quedaban 84.34 Cabría interpretar este proceso de un modo optimista suponiendo que responde a la sustitución de trabajo industrial poco especializado y mal remunerado, por trabajo en servicios mejor cualificado y remunerado. Pero si esto realmente sucedió lo fue en una escala insuficiente. Es significativo que entre 1991 y 1997 en el Gran Buenos Aires los asalariados mejor formados (nivel de estudios universitario) vieran reducirse sus remuneraciones horarias un 16,6%, frente a un 8,0% de los que completaron la secundaria, un 7,1% de la primaria y sólo un 3,6% de los que no llegaron a acabar esos estudios.35 Este comportamiento es prácticamente el opuesto del que se vio en los 70 y 80; y también del habitual en muchas naciones desarrolladas. Lo que esto sugiere es que Argentina, más que asemejarse a un moderno país postindustrial, se “latinoamericanizó”; es decir, se fue conformando como una sociedad en la que mucha gente vivía de forma precaria gracias a los pequeños empleos que se pueden encontrar en las urbes; trabajo precario, en negro... etc. De hecho a lo largo de la Convertibilidad no parece que haya habido mejora alguna en la formalidad laboral.36 Por eso la reforma previsional no dio todos los frutos que de ella se esperaban. Una interpretación similar –pesimista- podría hacerse del

34 Frenkel y Ros, 36-37 35 Altimir y Beccaria, 2000, 455-6. Sin embargo, Altimir y Beccaria, 2001, 612-13, el empleo de los mejor formados creció mucho con relación a los peor formados. Todo esto resulta bastante sorprendente: ¡los trabajadores que logran permanecer en los sectores económicos menos dinámicos son los que mantienen mejores remuneraciones! 36 Un dato significativo es que entre octubre de 1995 y el mismo mes de 1998, es decir, en plena fase expansiva de la economía, sólo el 34% de los puestos de trabajo creados tenía cobertura de la seguridad social; es decir, menos del 50%, el porcentaje habitual en la economía argentina desde hace mucho tiempo, y que ya resulta vergonzosamente bajo en un país con su nivel de desarrollo (Beccaria, 2004, 161)

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hecho de que el número de puestos de trabajo plenos haya caído.37 ¿Por qué era tan difícil crear empleo en Argentina? Seguramente no hay una sola respuesta. La rigidez del mercado de trabajo puede explicar algo. A pesar de las reiteradas declaraciones del Gobierno al FMI, las reformas fueron pocas y contradictorias, dictadas por la urgencia del momento –la crisis del Tequila- antes que por una verdadera previsión a largo plazo.38 No obstante, la propia configuración dual –formal e informal- de ese mercado laboral sugiere que pocos logros se hubieran alcanzado por esta vía. Otra explicación –parcial- es que muchos de los sectores vinculados al auge de la exportación no eran particularmente trabajo-intensivos; como la energía y las industrias químicas.39 Otro factor importante fue la política monetaria. En un país con tasas activas del 8, 10 y 12%, y que eran aún mayores en términos reales como consecuencia de la inflación negativa, es difícil crear empleo estable. La perspectiva del empleador ha de ser cortoplacista, lo que implica recurrir a las horas extraordinarias o a la contratación temporal antes que al empleo fijo.

En cierto modo, resulta más extraño el estancamiento salarial. En la década de los 90 hubo fuertes crecimientos de la productividad que debieran haber permitido sustanciales aumentos de los salarios reales. Sin embargo, esto no sucedió. Podría argumentarse, en la línea anterior, que esa mejora de la productividad sólo se produjo en algunos sectores favorecidos por la inversión externa. Pero no parece que fuera así. Una parte sustancial de los aumentos de la productividad laboral se pueden atribuir a incrementos en la Productividad Total de los Factores, es decir, mejoras en la organización –que no en la dotación- de los factores productivos. Parecería difícil imaginar que esas mejoras no se extendiesen a todos los sectores. La telefonía móvil es un ejemplo de manual: en Argentina hubo un espectacular aumento de los terminales, lo que tuvo que traducirse en mejoras en la eficiencia de muchos sectores que nada tienen que ver con la telefonía, desde los repartidores de mensajería urgente o a los ganaderos, pasando por los telepizzas y los maestros de escuela.

Una explicación a la caída salarial sería suponer que fue una consecuencia de la

incapacidad del mercado para encontrar un equilibrio entre oferta y demanda para los niveles de precios –salarios- existentes, lo que llevaría a los trabajadores a no exigir remuneraciones más elevadas; es decir, el desempleo actuaría como un moderno “Ejército de Reserva” del Capitalismo. Con todo, la rigidez a la baja de los salarios explicaría la existencia de ese fuerte desempleo. Esta interpretación exige responder a una cuestión: los salarios eran elevados... ¿con respecto a qué? Evidentemente, sólo con respecto a salarios internacionales, lo que no permitiría explicar porque no aumentaban los salarios en el sector no transable de la economía nacional.

Un interpretación diferente, quizás no demasiado alejada de la anterior, consistiría en

relacionar los bajos niveles salariales con la debilidad de la demanda agregada, explicada no sólo por el elevado nivel de desempleo, sino también por la creciente desigualdad. Históricamente ésta ha dependido estrechamente de la inflación. Los sectores más favorecidos tenían mecanismos para mitigar la erosión de la riqueza que suponen los procesos inflacionarios; entre otros la fuga de capitales. Las hiperinflaciones de 1989 golpearon duramente a las clases medias y medio-bajas del país. Sin embargo, la estabilidad de precios de la Convertibilidad no las ayudó a recuperar posiciones porque coincidió con un agudo incremento del desempleo, que desde entonces ha sido la principal causa de desigualdad en la 37 Becaria, 2004, 168 38 FMI, 2004, pp. 55-59 39 Miotti y Quenan, 2004, 94-95; Feliz y Perez, 2004, 204-207

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sociedad.40 De este modo el número de personas que se encontraban por debajo de la línea de pobreza no descendió. O por ser más preciso, siguió la senda del desempleo: alcanzó su mínimo en mayo de 1994 –16,1%- siendo en vísperas de la crisis final –octubre de 1998- del 25,9%. Hay muchas formas “encendidas” de presentar la desigualdad; una forma muy desapasionada es está: los pobres no forman parte del sistema económico, pues consumen poco, y además productos con muy poco valor añadido. De esta forma, uno de los problemas tradicionales de la economía argentina, la estrechez de su mercado interno, se agravaba.

La combinación de bajos salarios, pocos empleos y pobreza generalizada está en la base de la explicación de porque las cosas no iban mejor de lo que debieran. El gráfico 3 recoge la evolución comparada de las ventas y la fabricación de automóviles con base 100 en 1996. El sector automotriz es especialmente relevante porque genera escalonamientos muy estrechos con otros, contribuyendo a la construcción de un mercado industrial amplio y profundo. Además, ha constituido uno de los principal rubros –muy a menudo, el principal- de las exportaciones de manufacturas de origen industrial. Como vimos, se trata de un sector especialmente protegido por Mercosur. La producción y venta de automóviles crecieron de forma sostenida hasta 1994. Se hundieron en 1995 como consecuencia del Tequila. Pero mientras la producción logró recuperarse (en 1997 superaba el nivel de 1994), las ventas siguieron cayendo; sólo hubo una levísima recuperación en 1997, pero que seguía estando por debajo del nivel de 1992. Luego la crisis del real brasileño hundió las exportaciones a Brasil; y la crisis final las dos variables en 2001 y 2002.

Gráfico 3Venta y fabricación de automóviles. 1996=100

020406080

100120140160180

1990 1992 1994 1996 1998 2000 2002 2004

Venta Producción

Es importante señalar que la evolución del consumo de bienes no duraderos, que

conocemos a través de, por ejemplo, las ventas de supermercados, refleja un comportamiento diferente al observado en este gráfico, lo que indica que más que un estancamiento del nivel de consumo hubo una precarización de las condiciones de vida de grandes sectores sociales. La compra de un bien duradero, caro y, hasta cierto punto, prescindible (por el transporte público, alargando la vida del vehículo anterior... etc) sólo puede ser abordada con un horizonte relativamente despejado que no existía para muchas personas, especialmente jóvenes. El fuerte contraste existente entre los años 1990-94 y 1995-1998 refleja lo que, aún 40 Altimir y Becaria, 2001.

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hoy, queda en el recuerdo de muchos ciudadanos: los años buenos de la Convertibilidad sólo fueron los anteriores al Tequila. Y eso a pesar de que, estrictamente, las tasas de crecimiento de la fase II fueron mayores que las de 1992, 1993 y 1994.

La falta de empleos –o de buenos empleos- y mejores salarios reducía el mercado, lo que a su vez imposibilitaba la creación de otros empleos o la mejora de salarios. Dicho de otro modo, desde mediados de los 90 la economía argentina se introdujo en una espiral deflacionista semejante, aunque no igual, a la de las economías occidentales en los años 30. Sólo así puede entenderse que con aportaciones tan sustanciales de capital procedentes de la IED y la Deuda y, en definitiva, con crecimientos en los agregados monetarios, la Argentina siguiera manteniendo una inflación 0. La comparación con otros países es elocuente. Entre 1996 y 1998 Chile mantuvo tasas de crecimiento económico y de sus agregados monetarios similares a las de Argentina, pero su inflación se situó entre el 5,1 y el 7,5%. Brasil tuvo un crecimiento económico inferior al de Argentina –menos de la mitad-, un crecimiento de sus agregados monetarios también menor; pero una inflación situada entre el 6,9 y el 15,8%. El gran país de referencia de Argentina, los Estados Unidos, tuvo una tasa de crecimiento económico equivalente a las dos terceras partes de la Argentina, una crecimiento de sus agregados monetarios muy inferior –entre la cuarta parte y la mitad-; y una inflación situada entre el 1,6 y el 2,9%. En realidad, hay muy pocos países en el mundo que con tasas de crecimiento económicos fuertes pero no disparatadas –entre el 4 y el 8%-, y con tasas de crecimiento de M3 situadas entre el 10 y el 25%, hayan mantenido su inflación anual por debajo del 1% (y cercanas al 0%). Por supuesto, tampoco cabe esperar un ajuste perfecto entre inflación, agregados monetarios y crecimiento económico; pero no deja de sorprender cómo la economía de la Argentina se apartó tanto de la de otros países. Y es aquí donde la fuga de capitales desempeña un papel importante. Una cuestión pertinente es ¿por qué la hubo? Con una presión fiscal relativamente baja en el marco de un sistema de tipos de cambio fijos, no debería haber motivos para extraer capitales. Es cierto que el tipo de interés pasivo era mucho más bajo que el activo –unos seis puntos básicos, o más-; pero dado que inflación era nula, siempre era posible obtener una rentabilidad. Y todo ello sin entrar en el hecho de que, para muchos inversores extranjeros, Argentina era la “tierra de las oportunidades”. Lo cierto es que hubo una fuga de capitales que, según los datos disponibles, se aceleró a partir de 1994, con la proximidad del Tequila. Pareciera que muchos inversores argentinos tenían menos confianza en las posibilidades de su propio país que los foráneos. Sea como fuere, la fuga de capitales habría contribuido a acelerar la espiral deflacionista.

Así pues, la Convertibilidad tuvo más éxito hacia el exterior que hacia el interior del país. Lo cual no sólo es de aplicación a los inversores privados, sino también a los prestamistas institucionales Y es que la Historia de la Convertibilidad no quedaría completa sin una amplia referencia al papel desempeñado por el FMI. Ya vimos que inicialmente este organismo se manifestó más bien contrario al establecimiento de un régimen de cambios fijo; aunque, por supuesto, celebró la radical implementación del programa liberal del nuevo equipo dirigente. La crisis del Tequila supuso una prueba de fuego. Pero una vez superada exitosamente, el FMI no sólo arrumbó sus críticas hacia la Convertibilidad, sino que, extraoficialmente, empezó a reconocer a los sistemas de cambio fijo. Argentina se convirtió en el alumno “predilecto” del fondo.

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Pero mucho antes de que esto sucediera, el FMI trataba a la Argentina con bastante más “manga ancha” de la que quizás se hubiera aplicado a otros países; aunque, todo sea dicho, los dirigentes económicos argentinos podían presentar un cuadro económico bastante positivo. La condicionalidad de los cinco acuerdos de financiamiento firmados entre 1991 y 2000 nunca fue rigurosamente observada por el gobierno argentino. Pero tampoco el FMI ejerció la presión suficiente para que se cumpliera. A posteriori todo esto ha sido reconocido tanto por el “Informe Externo” como por algunos de los funcionarios del fondo –Mussa-. Pero la cuestión relevante es porque un organismo supuestamente neutral pudo conceder créditos tan elevados.

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Conclusión

Hay una broma antigua según la cual la Historia Económica del Mundo se puede dividir en tres: la de los ganadores, la de los mediocres, y la de lo perdedores; a saber, Japón, casi todo el mundo... y Argentina. El éxito económico del menemismo en los años 90 parecía haber condenado la broma al olvido; pero el desastre del invierno (boreal) de 2001-2002 devolvió a los argentinos a sus peores pesadillas. Sin embargo, esta dramática historia tuvo un (provisorio) feliz desenlace. En 2002 Argentina “sólo” perdió un 10,9% de su PIB; y en el trienio 2003-2005 el crecimiento económico ha sido cercano al 9% anual. Esta espectacular recuperación tiene como consecuencia que hoy por hoy la renta per cápita en PPA es claramente superior a la del mejor momento de la década de los 90. Incluso en dólares per cápita, el valor actual viene a corregir la mitad de lo perdido con la devaluación. La tasa de desempleo es la mitad de la de 2002; aunque se mantiene tozudamente por encima del 10%. La inflación no está desbocada; pero no deja de ser preocupante que también se sitúe por encima del 10%. Parece claro que el país está muy lejos de haber superado sus desequilibrios estructurales; pero con todas las objeciones que hagamos, también es evidente que la situación es mucho mejor de lo que nadie hubiera esperado en ese terrible invierno de 2000/2001. Después de todo, la broma puede ser falsa. Explicar el cuadro macroeconómico de estos últimos años desborda ampliamente las pretensiones –ya de por sí demasiado ambiciosas- de este trabajo. Con todo, y aunque sea una grosera simplificación, hay algo que se puede decir: con respecto a cinco o diez años atrás, la presidencia Duhalde-Kichner no ha alterado mucho la organización económica del país... a excepción de la Convertibilidad. Más aún: cabe preguntarse si la acción ejecutiva –cancelación de la Deuda con el FMI, imposición fiscal sobre movimientos internos y externos de capital, desplantes a los inversores extranjeros o el presidente Bush... etc.- ha sido contraproducente para el desarrollo económico. Pese a lo cual, éste ha sido fortísimo. A la vista de lo anterior da la impresión que el conjunto de reformas económicas emprendidas por la Administración Menem hubieran tenido un mejor desempeño, especialmente en el ámbito social, si no se hubieran acompañado de la sobrevaloración del peso que implicó la Convertibilidad. Y es que tanto la implantación del modelo como su posterior desarrollo, y hasta la tenaz resistencia a su abandono, sólo se puede explicar bajo una perspectiva no ya política, sino sociológica. La Convertibilidad fue la contundente respuesta a un problema muy serio: la inflación. En esto tuvo éxito; pero la dirigencia argentina –y no sólo el presidente Menem- debiera haber explicado que un sistema de cambios superfijos exige sacrificios internos que, quizás, la sociedad no puede asumir. Las políticas económicas no son buenas ni malas; pero es importante dejar bien claro qué precio se paga por ellas.

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