Vilar, S.- Fascismo y Militarismo

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Sergio Vilar

* i' í I Sergio Vilar (Valencia, 1935) es doctor en sociología por la Univer­sidad de Paris-Vincennes (1974). En 1978 termina su' "thése de doctorat d'État en science politi-que" en la Sorbona, donde ha sido profesor de esas especialidades du­rante los últimos seis años. Perio­dista en activo desde 1956, tras la muerte de Franco vuelve a publicar numerosos artículos en la prensa española. He aquí algunas de sus obras: Manifiesto sobre Arte y Libertad (Nueva York, 1963), El

poder está en la calle (Madrid, 1968), Cataluña en España (Barcelona. 1968), y Protagonistas de la España democrática- La oposición a la dictadura (París, 1969), una de las que más popularidad le han dado. También ha publicado Carta abierta a la oposición (Barcelona, 1977). Sus principales aportaciones a la investigación histórica y a la teoría política son Cuba, socialismo y democracia (París, 1973), La naturaleza del franquismo (Barcelona, 1977) y Fascismo y militarismo, que hoy presentamos.

* He aquí por primera vez un análisis comparativo entre las principales dictaduras de Europa y di América Latina. Los populismos y los "gorilismos" de Argentina y de Brasil, los fascismos italiano y alemán, el franquismo, los estudia Sergio Vilar a través de sus respectivos procesos históricos, subrayan­do las especificidades y los rasgos comunes de las tensiones y los enfrentamientos entre las clases sociales. La radical novedad de esta investigación la ponen de relieve otros enfoques: el que de manera principal marca esclarecedo-ramente este libro es la constante crítica del sistema imperialis­ta en los hechos que determinan la formación de dictaduras en las sociedades periféricas. Hasta hoy no se había analizado en profundidad el grave efecto político introducido por el imperialismo en el Estado depen­diente. La validez de su teorización, punto central de este texto, se extiende mucho más allá de los países investigados directamente: la proliferación del tipo de Estado convertido en "destacamento supletorio" de los USA es una tendencia-realidad que cuelga come espada de Damocles sobre millones de personas. Este libro es una lúcida y original investigación del pasado que penetra en los interrogantes de nuestro presente y plantea rigurosas cuestiones clave, prospectivas del futuro que nos corresponde vivir.

SERGIO V I L A R

FASCISMO Y

MILITARISMO

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colección Nuevo Norte

EDICIONES GRIJALBO, S. A. B A R C E L O N A - BUENOS AIRES • MÉXICO, D. F.

1978

© 1977, SERGIO VILAR © 1978, EDICIONES GRIJALBO, S. A.

Déu i Mata, 98, Barcelona, 29

Primera edición Reservados todos los derechos

PRINTED IN SPAIN IMPRESO EN ESPAÑA

ISBN: 84-253-0972-7

Depósi to Legal: B. 49.797-1977

Impreso en Novagrafik, Recaredo, 4, Barcelona

SUMARIO

INTRODUCCIÓN

1. La eterna actualidad 11 2. Los «árboles» y el «bosque» 15 3. Diferencias y rasgos comunes 16 4. Primera germinación 18 5. Las distintas fases de desarrollo económico y la

reorganización estatal correspondiente . . . 1 9 6. Los países que no hicieron la revolución bur­

guesa 22 6.1. — Las clases inertes 24 6.2. — Los vacíos polít icos y los «partidos de nue­

vo tipo» 28 7 . Cesarismo, bonapartismo, bismarckismo . . . 3 2 8. Fenómenos de ayer, de hoy y siempre latentes . 35 9 . Los novís imos aspectos del absolutismo . . . 3 6

10. Violencia e ilegitimidad 38 11. El poder considerado como degeneración de la

potencia 40

Primera Parte

EL ANTAGONISMO NTERNACIONAL Y SUS EFECTOS EN LOS PAISES SUBORDINADOS

1. El reparto del mundo 46 2. La conquista de nuevos mercados . . . .... . 47

3. De los enfrentamientos comerciales a las guerras . 57 3.1. — Fascismo, socialismo 60 3.2. — La guerra civil española 66

4 . L a organización d e u n mercado mundial . . . 7 0 5. Las multinacionales y la militarización de la eco­

nomía 72 6. El pentagonismo, «estado supremo» del imperia­

lismo 79 7. El problema del Estado en el mundo contempo­

ráneo 79

Segunda Parte

LAS FORMACIONES HISTÓRICAS Y LOS ORIGENES DE LAS DICTADURAS

I. ITALIA 89

1. Estructura económica y clases dominantes . . 90 2. La pequeña burguesía y la formación del fas­

cismo 94 2.1. — Ultranacionalismo e imperialismo . . . 9 6 2.2. — Los «Fasci d i combatt imento» . . . . 9 8 2.3. — Finanzas del partido y número de militan­

tes 100 2.4. — El PNF, las bandas armadas y la organiza­

ción del terror 104 25. — El fascismo como ideología. — Primer aná­

lisis 108 2.6. — Elecciones, vacío polít ico y conquista del

Estado 110 3. La crisis política del proletariado 113

II. ALEMANIA 117

1. Industrialización rápida y reproducción de los an­tiguos elementos pol í t icos 119 1.1. — Los militares, núcleo central de las clases

dominantes 122 2 . Crisis económica y al ienación polít ica . . . . 129

2.1. — El partido nazi: creación y desarrollo . . 130 22. — E l capital f i n a n c i e r o ayuda a Hitler . . . 134

2.3. — El ejército tradicional, las «fuerzas arma­das privadas» y la violencia organizada . . 140

2.4. — El fascismo como ideología. — Segundo aná­lisis 143

2.5. — Los procesos electorales 145 3. Crisis de hegemonía de los partidos obreros . . 147

III. ESPAÑA 151 1. Grandes terratenientes y banqueros . . . . . 152

1.1. — La marcha sin retorno hacia la dictadura . 159 2. La intervención extranjera 163 3. Una dictadura acaba siendo dictatorial para casi

todas las tendencias sociales 166 4. El fascismo como ideología. — Tercer análisis. —

El integrismo y la derecha tradicional. — El fran­quismo 168

5. La destrucción de la vía electoral 170 6. La crisis de los dirigentes 173

IV. ARGENTINA 176 1. De los militares terratenientes a los militares in­

dustriales (pasando por l a oligarquía) . . . . 178 1.1. — De nuevo, una clase inerte 183 1.2. — L a penetración de los capitales extranjeros . 185

2. El proceso político-militar 191 2.1. — Los militares: desde y hasta Perón . . . 193 2.2. — E l peronismo: un «fascismo» de efectos re­

tardados 200 2.3. — De la dictadura militar latente, a la dicta­

dura militar manifiesta 205 2.4. — Los militares: una clase supletoria y su

«partido» 209 2.5. — La re-peronización o el parche imposible . 220 2.6. — Aterrados, encerrados, enterrados y deste­

rrados 223 3. El «pecado original» de la izquierda argentina . 226

V. BRASIL 235 1. La formación de una burguesía interior . . . 238

1.1. — El imperialismo gargantúa 243 2. El destacamento supletorio 248

2.1. — Los militares y el nacional-populismo . . 248. 2.2. — El populismo considerado como «fascismo

colonial» 252 2.3. — El destacamento subimperialista . . . 256 2.4. — El vacío polít ico, el golpe y las felicitaciones . 262

3. El proletariado: de las tentativas revolucionarias a la subordinación 265

Tercera Parte

ESPECIFICIDADES Y PROBLEMAS GENERALES

1. De la Europa del Sur a Sudamérica: los diferen­tes aspectos de la dependencia 274 1.1. — La relación Centro-Periferia 276

2. La esquizofrenia de las burguesías interiores . . 279 3. El «partido» de las multinacionales 281

3.1. — El Estado periférico 283

INTRODUCCIÓN

— La eterna actualidad

Cada día millares de personas son detenidas, tor-turadas, encarceladas por sostener unas ideas opues-tas a las de las minorías que detentan el poder. Tam-bién mueren a miles por las mismas razones. Por deas de libertad y de justicia, en general.

Las barbaries del pasado retornan época tras época.

Hoy, en el mundo, medio millón de presos polí­ticos denuncian la represión generalizada en las más diversas latitudes, desde Argentina a Indone­sia, desde Corea a Brasil... Más de la mitad de los Estados miembros de las Naciones Unidas son re­gímenes de dictadura militar. En ciento tres países se han producido violaciones de los derechos huma­nos. La tortura es una práctica demostrada en unos sesenta países (1).

La opresión y la represión de las ideas contestata-

(1) De un informe de «Amnesty International» al pro­clamar 1977 el «año del preso de opinión».

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rias no sólo constituyen un sistema en muchos paí­ses capitalistas; también en las naciones que, a su modo, han empezado la construcción del socialismo, y en particular en la URSS, son diversos los casos concretos de personas que van a la cárcel por soste­ner unas ideas diferentes a las de los «comunistas» que ocupan los puestos de dirección del Estado. Yo he empezado a criticar los graves fenómenos de falta de democracia en las sociedades llamadas «so­cialistas» (1); ese primer estudio crítico no será el último que salga de mi pluma.

Por necesidades metodológicas, en este libro ana­lizo sólo las dictaduras más características del ca­pitalismo contemporáneo. Esto es, las dictaduras que han amenazado y amenazan directa e indirecta­mente nuestra libertad en el hemisferio occidental.

Los regímenes dictatoriales más específicos, y que más se reproducen a lo largo del tiempo, son los fascistas, los militaristas y los compuestos por elementos diversos de ultra-autoritarismo. Por lo tanto, en este libro voy a estudiar, en primer lugar, el fascismo en Italia y el nazismo en Alemania.

El análisis de la Italia de Mussolini y de la Ale­mania de Hitler ofrece un triple interés: A) la ob­servación de los procesos históricos que han llevado a la formación de esos regímenes; B) su originali­dad respecto a anteriores formas de poder político; y C) la fuerza expansiva de sus ideas, a través de países y de continentes, y a través del tiempo, hasta hoy. (Porque tanto en Europa como en América seguimos observando corrientes políticas que se ins­piran directamente en el «Duce» y en el «Führer».)

En segundo lugar, estudio la dictadura de Fran­co. La imbricación compleja de militarismo, inte-

(1) Sergio Vilar: «Cuba, socialismo y democracia», Editions de la Librairie Espagnole, París, 1973.

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grismo y fascismo en el «sistema» franquista es ex­tremadamente interesante por muchas razones: evi­dentemente, porque nos afecta —aún hoy— de ma­nera directa; pero también es muy interesante porque reproduce residuos dictatoriales del pasado (feudal-absolutismo, despotismo) poniéndolos de re­lieve con más fasto que en cualquier otro régimen reaccionario en Europa; interesante asimismo por­que contiene elementos típicos del fascismo asimi­lados directamente de las fuentes italiana y ale­mana.

Más: el caso de España es también un caso-difusor o un caso-puente dictatorial, incluso antes de la época del franquismo. El caudillismo en la América Latina del siglo xix recibe indudables in­fluencias del caudillismo español del período de los pronunciamientos, según podemos verificar en di­versos documentos y a lo hondo de una abundante literatura política internacional que trata de la cues­tión.

Después de la catástrofe bélica del fascismo y del nazismo, la supervivencia del franquismo ha contribuido a retransmitir varios aspectos de esas ideologías, en una influencia directa e indirecta.

En Europa estudio, pues, los casos principales del fascismo y del militarismo (Italia, Alemania y España). El análisis de los casos de Portugal y de Grecia resulta innecesario en esta perspectiva de investigación y de teorización concreta del proble­ma general de las dictaduras, puesto que ello nos aportaría escasas variables, de poca importancia respecto al fondo político de esos regímenes en cuanto concierne a sus procesos históricos origina­rios.

Por análogas razones escojo Argentina y Brasil como casos principales de América del Sur: desde el getulismo y el peronismo hasta las respectivas

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dictaduras militares. Estos sistemas también son representativos, en sus diferentes etapas, del fascis­mo y del militarismo en aquellas latitudes, o de lo que diversos autores definen como populismo, o de lo que yo propongo definir como despotismos neo-coloniales.

Estudio, pues, dos casos que pertenecen (en par­te, aparentemente) al pasado; uno cuyo pasado aplasta todavía el presente; y otros dos casos que siguen siendo de rigurosa actualidad.

Digo que los casos de Italia y de Alemania per­tenecen al pasado en cierta medida aparente, y tal vez conviene esclarecer lo que indico con esa apa­riencia. Yo no pertenezco a ese tipo de historiado­res, sociólogos o científicos de la política que estu­dian las sociedades como si fueran naturalezas muer­tas. Mi interés se centra sobre todo en la dinámica de las clases sociales y en los obstáculos que se pre­sentan a esa dinámica transformadora en unas y en otras formaciones sociales. El pasado no queda simplistamente cortado en el ayer, como indican tantos historiadores de ese tipo; el pasado está contenido en el presente; el pasado se reproduce, bajo otras formas, hacia el futuro. Y en cualquier caso, hemos de estudiar los procesos históricos a fin de sacar lecciones para el presente y fundamen­tos prospectivos para el futuro.

Al decir que el caso italiano y el alemán pertene­cen aparentemente al pasado, quiero significar tam­bién que, aun cuando el fascismo fue vencido al fi­nal de la II Guerra Mundial, quedaron fuertes nú­cleos socio-ideológicos que luego se han reproducido en esos países y lo que es más grave: se han repro­ducido en el seno de las fuerzas armadas italianas y alemanas, así como en los diversos sectores de la policía, como han revelado diversos hechos recien­tes.

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A través de los desfases cronológicos, podemos observar las reproducciones de los sistemas dictato­riales, sus rasgos comunes y sus especificidades.

La era del fascismo y del militarismo no ha ter­minado, afirmación que constituye un punto cen­tral que desarrollo a lo largo de las páginas de esta obra. Y lo que es más grave: en cierto sentido que indico a continuación, estamos al principio de nue­vos tipos de regímenes fascistas y militaristas.

Otros regímenes de características parecidas pue­den imponerse en unas o/y en otras naciones:

A) si las corrientes políticas reaccionarias en­cuentran que son lo suficientemente fuertes para intentarlo;

B) si las tendencias progresistas no trabajan con lucidez y audacia para seguir impulsando la gra­dual y permanente liberación de los pueblos.

Por todo ello resulta del máximo interés enfo­car nuestros análisis sobre los procesos históricos que desembocaron en la implantación de las dicta­duras contemporáneas; qué tensiones estructurales y qué enfrentamientos entre los diferentes bloques de clases llevaron a la imposición de los fascismos y de los militarismos; estudiar bien los orígenes de los regímenes ultra-autoritarios no significa sólo una suma de aportaciones teóricas y de análisis con­cretos, que esclarecen el pasado, sino que a la vez supone la adquisición de los conocimientos esenciales para tratar de evitar que los sistemas dictatoriales se reproduzcan.

2. — Los "árboles" y el "bosque"

Son diversos —demasiados en todo caso— los historiadores a quienes el estudio de los «árboles»

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les impide conocer a fondo las características de los «bosques». Personalmente estoy muy en contra de ese método histórico. Pienso que en el estudio de cualquier sociedad lo que importa es la visión de con­junto de sus partes principales y el análisis de sus interinfluencias. Los estudios monográficos (aun­que en una u otra medida son necesarios) pueden producir «visiones» deformadas, por lo parciales, de las realidades. Más o menos vinculado con el «mo-nografismo» se encuentra la tendencia histórica que se limita a contar los acontecimientos, uno tras otro en superficial cronología, sin analizarlos, sin pro­fundizar en las causas ni en los efectos, sin deslin­dar lo que son hechos principales y lo que son he­chos secundarios.

Éste es, pues, un libro que se centra en el análi­sis de los hechos principales del fascismo y del mili­tarismo teniendo en cuenta, primordialmente, su in-terdeterminación nacional; y al mismo tiempo es­tudio las influencias que reciben de las tensiones y problemas internacionales. Hoy no se puede inves­tigar en serio la problemática de cualquier país sin estudiar a la vez la penetración del imperialismo en cada formación nacional.

3. — Diferencias y rasgos comunes

La literatura política que simplifica la cuestión de las dictaduras es, desgraciadamente, abundante. También abundan los textos que asimilan unos sis­temas dictatoriales con otros, creando confusiones graves. A partir del ascenso del fascismo durante los años veinte y treinta, las otras dictaduras con­servadoras han solido llamarse «fascistas», sin parar­se a reflexionar lo más mínimo acerca de la especifi-

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cidad de unas y de otras. Los partidos de izquierda, socialistas y comunistas, son los principales respon­sables de esas confusiones, hasta tal punto que las simplificaciones y las asimilaciones han producido errores y dificultades en la práctica de sus estrate­gias y tácticas políticas. Para esos partidos, el con­cepto de fascismo dejó de reflejar un proceso espe­cífico de tensiones y enfrentamientos de clases, para convertirse en la adjetivación más peyorativa de las dictaduras capitalistas. Así, llamaron a Franco «fas­cista» cuando el general no conquistó el Estado por la vía fascista. Del mismo modo definieron a los militares brasileños como fascistas, sin tomar en con­sideración el tipo de asalto al poder que éstos hi­cieron.

Por supuesto, que yo niegue el carácter predo­minante de fascista —como demuestro con análisis concretos— al proceso histórico que Franco enca­beza en 1936, no significa de ningún modo que lo considere menos represivo que Hitler y Mussolini. En cierto modo Franco fue «peor» que esos dictado­res, al menos porque el general gallego estuvo mu­cho más tiempo aplicando la represión sistemática.

Las dictaduras son todas negativas, pero un estu­dio serio no sólo ha de poner de manifiesto los ras­gos comunes sino también las diferencias que exis­ten entre ellas. Las corrientes políticas progresistas se enfrentarán de manera poco eficaz a las dictadu­ras, si no se tienen en cuenta las peculiaridades de cada una de ellas. El fascismo, el nazismo, el fran­quismo, el getulismo alternado con el gorilismo bra­sileño y el peronismo alternado con el militarismo argentino, no son el mismo fenómeno político aun cuando existan elementos que se repiten en cada uno de ellos.

A lo largo de mis textos hago, por lo tanto, im­plícita o explícitamente, un análisis comparativo a

2. FASCISMO Y MILITARISMO 17

fin de poner de relieve con mayor claridad los he­chos que son específicos de cada sociedad y de cada Estado, así como para explicar con más rigor cien­tífico los fenómenos que muestran rasgos comunes transnacionales (1).

4. — Primera germinación

Mi estudio del fascismo y del militarismo em­pieza con la verificación de una serie de profundas semejanzas en los orígenes estructurales de las so­ciedades contemporáneas en las que la clase econó­micamente dominante impone una u otra forma de dictadura.

En los procesos de articulación y de transición entre el feudalismo y el capitalismo, podemos ob­servar, tanto en Italia como en Alemania y en Es­paña, una serie de retrasos en la formación econó­mica de tipo capitalista. Esos retrasos aún son ma­yores en Argentina y en Brasil, que sufren —como todos los países sometidos a régimen colonial— la deformación suplementaria de verse invadidos por sistemas económicos, ideológicos y políticos total­mente ajenos a los antiguos pueblos de aquellas la­titudes.

Lo que importa señalar en esta primera aproxi­mación, es que esos retrasos en la organización del capitalismo comportan, al propio tiempo, nume­rosas supervivencias del modo de producción feu­dal.

(1) Para m á s consideraciones metodológicas sobre el estudio de la historia, consúltese mi «La naturaleza del franquismo», Ediciones Península, Barcelona 1977. Y sobre todo mi tesis doctoral: «Dictature militaire et fascisme en Espagne», Editions Anthropos, París 1977.

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Tenemos, pues, la realidad de que los países en los que las clases económicamente dominantes de­legan el poder político a dictadores fascistas o a ge­nerales, sufrieron desajustes económicos durante largos períodos históricos; los residuos pre-indus-triales continúan presentes en esas sociedades, sobre todo en la italiana y en la española hasta mucho después de la imposición de las dictaduras; y en la argentina y la brasileña, hasta tiempos más recien­tes, aunque existan grandes núcleos de avanzada in­dustrialización.

La combinación desequilibrada entre distintos modos de producción indica en cierto grado, en cada una de esas sociedades (y escribo no sólo a partir de análisis míos, sino tomando en consideración, implícitamente, conclusiones de otros autores) la dificultad en la constitución de un Estado liberal burgués correspondiente al modelo típico del ca­pitalismo en Francia o en Inglaterra. Pero esa causa lejana, aun siendo muy importante, no es la deci­siva.

5. — Las distintas fases de desarrollo económico y la reorganización estatal correspondiente

Sabemos que los niveles económicos, políticos e ideológicos de una sociedad son relativamente autó­nomos, a la vez que se determinan entre sí. Un modo de producción puede tener, sobre todo du­rante las primeras fases de su desarrollo, un Esta­do que se encuentre impregnado de los elementos políticos del antiguo modo de producción. Pero a la larga se va imponiendo la necesaria racionali­dad: poner en justa correspondencia las superes­tructuras con las infraestructuras.

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Esa necesidad se pone principalmente de mani­fiesto en la transición entre grandes sistemas (feu­dalismo-capitalismo-socialismo), pero también se precisa durante las etapas de paso de una fase a otra fase del mismo modo de producción (por ejem­plo, del capitalismo de «libre concurrencia» al capi­talismo monopolista de Estado).

En las naciones que estudiamos en estas pági­nas, las faltas de correspondencia entre las estruc­turas económicas y las formaciones estatales no sólo se produjeron en los períodos de transición del feudalismo al capitalismo, sino también en los inicios de la concentración financiera (Italia, Ale­mania y España) así como en la acentuación de la dependencia (Argentina, Brasil) del imperialismo, que hizo «saltar» a esos países a otras formas neo-colonialistas.

El concepto de dependencia se explica como «una situación en la cual un cierto grupo de países tienen su economía condicionada por el desarrollo y la ex­pansión de otra economía respecto a la cual está so­metida» (1).

La dependencia se crea por distintas vías: por la apropiación de las materias primas; por la implan­tación de capitales financieros extranjeros en un mer­cado interior controlando sus sectores clave y re­patriando los beneficios (a los países imperiales); por la exportación de mercancías y de «modelos» de consumo y de tecnología (del centro a la peri­feria), y por el intercambio desigual que todo ello supone. Por ejemplo: los países subdesarrollados venden baratas sus materias primas y compran ca­ros los productos elaborados industrialmente. Así,

(1) Theodonio Dos Santos: «La crise de la théorie du développement et les relations de dépendance en Amérique Latine», in «L'homme et la société», n.° 12, París, 1969 p. 61.

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en todas las épocas y en todas las latitudes sé dan descomunales absurdos: desde la España del si­glo xix que exportaba mineral de hierro y com­praba vagones de ferrocarril, vías y locomotoras, hasta el Brasil, tercer productor mundial de cacao, que importa el chocolate suizo.

En la primera serie de sociedades, si bien las determinaciones internas fueron las principales en la configuración de sus sistemas dictatoriales, los conflictos inter-imperialistas jugaron asimismo, en ese sentido, un papel importante que analizo en cada caso a partir de la Primera Parte de este libro.

En la segunda serie de naciones, aunque he de destacar igualmente la dinámica interna de cada sociedad, el imperialismo tiene más graves y más directas responsabilidades en la formación de las dictaduras, sobre todo, como pondré de relieve, en el golpe militar en Brasil (1964).

Pero hasta aquí aludo más a los factores econó­micos que a los comportamientos políticos de las clases sociales. No caigamos en interpretaciones eco-nomicistas, uno de los vicios más temibles del mar­xismo, vicio contrapuesto a las verdaderas tesis de Marx y de los marxistas científicos que supieron y saben ver con clarividencia que si en los procesos de transformación histórica lo económico es deter­minante, sin embargo es lo político lo que tiene la supremacía. Esto es, en la formación de las clases sociales, en su ideología, en su conciencia (clara o no) de las necesidades y de las posibilidades socia­les, y en el tipo de luchas que llevan a cabo, se en­cuentra el tipo de dinámica que produce (o no) ta­les o tales otros cambios en todos los niveles de la formación social y en el Estado.

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6. — Los países que no hicieron la revolución bur­guesa

En la formación económica capitalista de esos países encontramos el peso y la reproducción del pasado feudal en diversos sectores, principalmente en el agrario y en el comercial. Ese peso y su repro­ducción no ofrecen ninguna facilidad, tal como he sugerido, a la realización de transformaciones polí­ticas de acuerdo con el mundo liberal-burgués. Pero si esa determinación estructural es de importancia indudable, la clave que explica la falta o la debili­dad de los cambios estatales la hallamos en la for­mación y en el comportamiento de la burguesía. El peso y la reproducción de la ideología aristocrática proyecta efectos mucho más negativos sobre las bur­guesías que el peso y la reproducción de formas eco­nómicas pre-capitalistas.

El resultado es un conjunto de burguesías que, en contra de otras clases burguesas como por ejem­plo la francesa, no tienen nada de revolucionarias.

Bajo aspectos relativamente diferentes, en ellas encontramos rasgos comunes extraordinarios: has­ta tal punto que diversos autores, a través de las distancias de tiempo y de lugar, a menudo coinci­dimos en la conceptualización de esos fenómenos socio-políticos.

En Alemania, la revolución burguesa «simple­mente no ha tenido lugar» (1), dice Nicos Poulant-zas, si bien en otro libro matiza más esta conside­ración, sugiriendo que la alemana se trata de una «revolución» burguesa que hay que poner entre co­millas, puesto que no se hizo bajo la dirección he-gemónica de la burguesía (2). La clase burguesa ale-

(1) N. Poulantzas: «Pouvoir politique et classes socia­les», t. I, Maspéro, p. 192.

(2) N. Poulantzas: «Fascisme et dictature», Maspéro.

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mana organiza su estructura económica correspon­diente, pero el miedo al proletariado le impide ha­cer los cambios políticos. Es, pues, la nobleza la que sigue ocupándose de la gestión del Estado.

En Italia, la burguesía «no supo ni quiso com­pletar su victoria» (Engels), se quedó en un nivel conservador de la revolución, si se me permite su­gerirlo así, o no hizo más que una «revolución pasi­va» (Gramsci). A pesar de su debilidad como clase, la burguesía italiana se aprovechó de un movimiento popular para ocupar el poder político; pero lo hizo con el fin de dar garantías a los terratenientes: la condición fue el aplastamiento de la movilización proletaria. Así se pusieron en marcha las «restau­raciones progresistas» o las «revoluciones-restaura­ciones» (Gramsci).

En España, los fenómenos son bastante pareci­dos a los italianos y a los alemanes. De una manera o de otra, la nobleza sigue dominando desde el Es­tado. La primera serie de pronunciamientos del si­glo xix significan diversos intentos de llevar ade­lante la revolución burguesa; pero estos pronuncia­mientos apenas son seguidos por movimientos po­pulares. En un principio los militares son revolu­cionarios, pero luego se corporativizan y se buro-cratizan al ritmo de sus fracasos (y también de sus ambiciones) en la formación de un auténtico Esta­do liberal burgués. La burguesía, débil en su es­tructura económica, es todavía más inconsistente en su formación ideológica, hasta el punto que con­templamos un agudo proceso de aristocratización de la clase burguesa. Esta burguesía aristocratizada, po­líticamente subordinada a la antigua clase dominan­te, contribuye y se limita a hacer funcionar de otra manera el Estado feudal monárquico, «modernizán­dolo» en cierto modo «definitivamente» a partir de la restauración de 1875.

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En América Latina, los procesos históricos de su­peración de las formas económicas y políticas de tipo más o menos feudal y esclavista (en Brasil, sobre todo), se tornan más complejos debido a las varian­tes de las tendencias áescolonizadoras y después re­colonizadoras de aquellos países. Pero los resultados son análogos a los europeos (y sus efectos a largo pla­zo mucho más negativos). En efecto, «el aristócrata se aburguesa y el burgués se aristocratiza: dos pro­cesos convergentes, que ayudan a disimular la rea­lidad y a ocultar lo que era la burguesía naciente (una plutocracia fundada sobre el "poder del dine­ro" y sobre la asociación directa con los emisarios y representantes extranjeros de los intereses exter­nos)». La recolonización «restablece el yugo externo de una manera más compleja, sutil y avasallado­ra» (1). Las clases privilegiadas no establecen com­promisos con el proletariado a fin de impulsar re­voluciones nacionales de tipo progresista y anti-im-perialista. Al contrario, como las clases burguesas aristocratizadas en Europa, se organizan en pode­res autocráticos desde los que aplican la represión.

6.1. — Las clases inertes

Cuando nos encontramos ante hechos históricos específicos, cuyo análisis nunca ha sido puesto de relieve, hemos de buscar nuevos conceptos que re­flejen fielmente su realidad. Hace años, al repasar la historia de España desde comienzos del siglo xix y compararla con las sociedades capitalistas en de-

(1) Florestán Fernandes: «Problemas de conceptualiza-ción», pp. 220-222, en «Las clases sociales en América La­tina». Instituto de Investigaciones Sociales de la Universi­dad Nacional Autónoma de México. Seminario de Mérida.

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sarrollo en otros países europeos, llegué a la con­clusión de que la burguesía española no era una auténtica clase social; esto es, una clase que hace progresar sus tesis no sólo en el terreno económi­co, sino también en el ideológico y en el político, y en contraposición (y a veces en lucha) frente a la antigua clase dominante. La burguesía española sólo ha producido transformaciones en la estructura económica, pero no ha contribuido decisivamente a realizar cambios en el Estado; no sólo ello no lo consigue en el siglo xix, sino tampoco en el xx. El principal ensayo de revolución burguesa, la II Re­pública, se liquida precisamente por la sublevación estimulada por los grandes terratenientes, banque­ros e industriales. (Tras la dictadura de Franco, la transición a la democracia liberal se impulsa sobre todo por las fuerzas proletarias y de la pequeña y mediana burguesías democráticas. La gran burgue­sía, franquista hasta el último momento, asimila len­tamente y de manera oportunista la corriente de­mocrática. Es decir, en 1976 la burguesía española todavía duda en realizar a fondo los cambios polí­ticos que los burgueses franceses empezaron a hacer en 1789.)

Por eso escribí que «cuando una clase no lucha (a veces ni siquiera a nivel económico), y sobre todo cuando no lucha al nivel político-ideológico para construir un nuevo tipo de sociedad, propongo de­finirla como una clase inerte» (1). Aquí, al referir­me a un «nuevo tipo de sociedad» quiero decir con un mayor progreso económico, cultural y ético.

Aunque sea en grados diferentes, este concepto puede aplicarse a la burguesía italiana hasta el fas­cismo, a la burguesía alemana hasta el nazismo; y hoy en día puede aplicarse principalmente a las bur­

il) Cfr. «La naturaleza del franquismo», op., cit, p. 27.

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guesías argentina y brasileña, si bien el fenómeno es generalizable a las burguesías de muchos otros países, desde Uruguay a Chile, desde Bolivia a Pa­raguay, etc. De manera globalizadora, Florestán Fer-nandes hace una descripción de esas clases burgue­sas que se aproxima mucho a lo que yo deseo sig­nificar con clase inerte: al mismo tiempo que acep­tan «la incorporación al "mundo capitalista" hege-mónico, se arman para someter el proceso a control político y para sofocar el radicalismo de las clases "bajas"... imponiendo nuevas modalidades de do­minación autocrática, fundadas en el poder estatal, en la militarización de las estructuras y funciones del Estado, en la represión policial militar de las "amenazas del orden", ya sea que tengan orígenes liberal-democrático o socialistas».

Eso es muy importante subrayarlo: los fascismos y los militarismos, en cualquier país capitalista que se apoderan del Estado, no sólo son contrarios al «comunismo» sino que también se oponen al libe­ralismo. Los discursos de Franco son explícitos en ese sentido.

Las burguesías como clases inertes «sólo distin­guen una alternativa a sus privilegios: lo que per­ciben y explican cataclísmicamente como la "sub­versión del sistema"... Al atribuirse privilegios ex­cesivos y apegarse a ellos..., las clases "altas" y "medias" obstaculizan los caminos por los cuales podrían realizarse como clases, realizando al mismo tiempo, de alguna manera, intereses de otras cla­ses... Lo que ganan en una dirección puramente egoísta, lo pierden en capacidad creadora, en to­dos los niveles de su actuación económica, socio-cultural y política» (1).

En lo que se refiere a la burguesía brasileña,

(1) Op. cit, p. 253.

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el profesor Helio Jaguaribe considera que «la con­ciencia insuficiente de clase y de función de la bur­guesía nacional..., no ha permitido nunca la forma­ción de una fuerza política suficiente para consoli­dar el Estado y reforzar así la propia burguesía na­cional» (1). (Lo criticable, o al menos lo matizable, en el párrafo citado, como demostraré en el capítu­lo dedicado a Brasil, es el concepto de burguesía nacional que Jaguaribe utiliza sin tener suficiente­mente en cuenta la realidad de la burguesía brasile­ña que, por su gran subordinación al capitalismo norteamericano tiene poco de «nacional».)

Aunque con palabras diferentes, todos estamos sosteniendo las mismas tesis: se trata de burguesías incapaces de fomentar su hegemonía política: son burguesías que no saben —o no pueden, o no quie­ren— desarrollar una lucha ideológica ni enfrentar­se pacíficamente con las acciones ideológicas que Ies plantea el otro bloque de clases. Esas burguesías muestran su incapacidad en la organización gra­dual del consensus a base de ceder una parte de sus intereses económicos al tiempo que se apropian (o frenan, o controlan) una parte de los impulsos po­líticos proletarios. Son burguesías terriblemente simplistas, maniqueas, propias de la mentalidad de las películas del oeste (los «buenos» y los «malos»), brutalmente partidarias del «todo» o «nada», que todavía no se han enterado que la expansión de las libertades burguesas, si bien es cierto que favorece a las clases explotadas, también favorece a la pro­pia burguesía.

Así, pues, esas burguesías que tienen comporta­mientos análogos a los de los señores medievales,

(1) H. Jaguaribe: «Brésil: stabilité sociale par le colo­nial fascisme?», in «Les Temps Modernes», n.° 247, octubre 1967.

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esas clases inertes, aun cuando consiguen organizar una economía privada fuerte, crean, sin embargo, en torno a ellas un vacío político peligroso para la buena marcha de la sociedad en su conjunto.

Porque ese vacío en el que no existen los partidos políticos democráticos de la burguesía, capaces de enfrentarse electoralmente con los partidos del pro­letariado, es un vacío que de alguna manera tiene que llenarse.

6.2. — Los vacíos políticos y los «partidos de nuevo tipo»

En todos los países que estudio en esta obra se han producido, en unas o en otras etapas, esos vacíos en los que la burguesía no hace acto de presencia con sus partidos políticos democráticos.

La peligrosidad colectiva de ese vacío es que la burguesía no tarda demasiado en llenarlo de otra manera, con otros elementos. Y en esas circunstan-tancias renacen en las clases inertes las actitudes del más bárbaro primitivismo.

En tales situaciones socio-políticas, las burgue­sías llenan sus vacíos de dos modos:

A) A base de diversas tentativas de perversión ideológica, esto es, demagógicamente, alienando el bloque de clases contrapuesto. Esas tentativas se combinan con la actuación de algunas bandas ar­madas, más o menos a sueldo del capital financie­ro. (Es el caso de los fascismos [Italia y Alemania] y de los populismos [en parte en Argentina —época de Perón—, y en parte en Brasil —época de Getulio Vargas].)

B) Con una sublevación militar, sea prolongán­dola en una guerra civil (España), sea limitada a un golpe de Estado (Argentina y Brasil, en las eta-

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pas de dictadura militar estricta, esto es, sin com­binación con el populismo).

En cualquier caso, las burguesías presentan for­mas híbridas a la hora de pretender llenar esos va­cíos. Unas veces les sirve el partido de tipo fascista, otras «necesitan» directamente (esto es, creen que «necesitan») las fuerzas armadas. Cuando uno está presente, las otras están detrás; cuando éstas ac­túan, aquél se encuentra al menos en germen. En unos países, el fascismo utiliza el ejército, en otros países las fuerzas armadas se sirven de los grupos fascistas y populistas.

(Cuando aquí hablo de «ejército» y de «fuerzas armadas» me refiero a los sectores de militares reac­cionarios, los cuales no son los únicos militares. En contra de los simplismos antimilitaristas de ciertos núcleos de la izquierda, es un hecho que en el ejér­cito existen militares demócratas y progresistas.)

Pero en las fuerzas armadas observo un movi­miento de inercia natural que tiende a ocupar los vacíos. El ejército es la institución más fuerte en cualquier país, el núcleo central de cualquier Esta­do. Por ello, cuando el sistema político falla, la ins­titución militar se muestra partidaria de ocupar ese vacío. En las etapas de grave crisis burguesa, siem­pre existe una parte, al menos, de las fuerzas arma­das dispuestas a transformarse en una especie de «partido político de nuevo tipo» al servicio de los intereses reaccionarios.

Estudiando principalmente el caso de España, ya he hecho diversas proposiciones teórico-concretas en ese sentido (ver mi crítica de La naturaleza del franquismo). Tras unas décadas durante las cuales los militares actúan como progresistas, en España los jefes y oficiales se corporativizan y se burocrati-zan, como sugería más atrás, y poco a poco forman el cuerpo principal del Estado feudal remozado con

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fachadas burguesas. En 1923, el ejército español tie­ne una primera intervención, sin disimulo, como «partido político de nuevo tipo»; esa intervención la repite en 1936 y consigue un efecto que dura cua­renta años.

Pienso que es necesario subrayar esta cuestión puesto que, después de haber hecho esas propues­tas teórico-concretas, he comprobado que otros au­tores coinciden en mi análisis, hasta el punto de que (también en este aspecto) utilizamos más o menos las mismas palabras. Celso Furtado, antiguo minis­tro del Plan del gobierno Goulart y hoy profesor en la Universidad de París, al analizar el proceso que conduce al golpe de 1964 dice que los militares «se presentan a la hora del "putsch" como portadores de un programa de ellos, como un partido político auténtico» (1). (Es SV quien subraya.) En otro tex­to, Furtado insiste en que las fuerzas armadas «cons­tituyen tradicionalmente en el Brasil un partido po­lítico sui generis» (2). Jaguaribe (3) insiste en la misma cuestión desde otra perspectiva analítica que también me es muy próxima: el ejército brasi­leño «ha concentrado todo el poder en manos de los militares, considerados en tanto que corporación, reduciendo hasta volverla nominal o secundaria, la participación de los hombres políticos que han con­tribuido a la contra-revolución anti-Goulart... Car­los Lacerda, en su cualidad de veterano contra-re-

(1) C. Furtado: «Brésil: de la République oligarchique á l'Etat militaire», Cfr. «Les Temps Modernes», op., cit., Página 598.

(2) C. Furtado: «Analyse du "modele" brésilien», Edi-tions Anthropos, París, 1974, pág. 52.

(3) H. Jaguaribe: op., cit., p. 616. (Jaguaribe fue el creador y el director del Instituto Superior de Estudios Brasileños y también ha enseñado en la Harvard Universi-

y en la Stanford University.)

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volucionario, el más hábil de Brasil, ha sido rápi­damente relegado a una posición marginal».

Ése es el problema que no saben prever las bur­guesías inertes: que cuando una parte de los mili­tares se apodera del Estado tiende a conservarlo en sus propias manos, autonomizándose relativamente incluso respecto a y en contra de los «representantes políticos» de la burguesía. Es una grave falta de pre­visión de los burgueses que se repite en diversos países, a lo largo del tiempo, como si los errores de los unos no sirvieran para aleccionar a los otros. Porque eso es lo que le ocurrió a Gil Robles en la España de 1936-1939, lo que le sucedió a otro con­tra-revolucionario como Lacerda en Brasil en 1964, lo que volvió a pasarle a Frei en el Chile some­tido al general Pinochet y lo que les ocurre casi permanentemente a los burgueses argentinos in­capaces de organizar el país políticamente. Por lo que podemos comprobar con otros autores, la gran burguesía argentina se muestra particu­larmente destructiva de la vida política pacífica: llámense «comunistas, «radicales», «demócratas-progresistas», «conservadores», «cristianos revolucio­narios», etc., los partidos políticos argentinos no son finalmente más que marionetas de cuyos cor­dones tira la burguesía para distraer a la población de preocupaciones más subversivas. Sus posiciones no tienen, en efecto, ninguna importancia, y las cla­sificaciones que un observador escrupuloso podría tener la tentación de establecer (izquierda, centro, derecha) no recubrirían más que el mismo vacío político (1). (Es SV quien subraya.)

(1) F. Geze y A. Labrousse: «Argentine, revolution et contrerévolutions», Editions du Seuil, París, 1976, pág. 203.

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7. — Cesarismo, bonapartismo, bismarckismo...

Los regímenes fascistas y militaristas, no son sis­temas enteramente nuevos. De ahí que yo insista tanto en éste y en otros libros, en el peso constante y en la reproducción del pasado, en ciertas continui­dades profundas de la historia, que van más allá de las superficiales divisiones cronológicas que acos­tumbran hacer tantos historiadores.

Por fortuna no estoy solo en ese análisis de las supervivencias del ayer e incluso del remoto antea­yer. En el tiempo de los fascismos y de los milita­rismos, son varios los científicos de la política de solvencia internacional que observan en estas co­rrientes dictatoriales contemporáneas una serie de nuevas formas del cesarismo, del bonapartismo y del bismarckismo.

Gramsci escribió páginas de gran lucidez sobre las condiciones históricas que dan lugar al creci­miento y a la implantación pública de personalida­des dictatoriales. El gran marxista italiano, marxis-ta hasta el punto de que fue uno de los primeros antistalinistas, centraba su estudio de esta cues­tión en el cesarismo, pero generalizaba su teoriza­ción aludiendo a otros casos concretos como el bo­napartismo, al tiempo que tenía presente la realidad del fascismo que él vivía en la cárcel.

Con la sutileza propia del pensamiento grams-ciano, hemos de notar en primer lugar que son di­versas las gradaciones de un sistema dictatorial. En todas esas dictaduras del pasado, a las que también podemos considerar en cierto modo «pre-fascistas» y militaristas, se producen momentos de mayor o de menor represión y de mayor o de menor opresión ideológica. En todas ellas se producen combinacio­nes, según los períodos, entre la destrucción física y la alienación ideológica, si bien hemos de distin-

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guir en cada instante cuál es el aspecto dominante. Lo que más interesa, sin embargo, como vengo

sugiriendo, es tener en cuenta el tipo de situación histórico-política que da origen directamente a la imposición del poder dictatorial: «Se puede decir que el cesarismo expresa una situación en la cual las fuerzas en lucha se equilibran de modo catastrófico, esto es, se equilibran de manera que la continua­ción de la lucha no puede concluirse más que con la destrucción recíproca» (1).

De ese enfrentamiento y destrucción recíproca, surgen al final de la lucha, como detentadores del Estado, otras categorías sociales que evidentemen­te están en relación con un bloque clasista más que con el otro, pero que son categorías sociales con una autonomía relativa propia. Esas categorías so­ciales son los militares y la burocracia de los parti­dos fascistas de masas que disponen, además, de un cuerpo de policía armada poderoso. Es el caso de una parte del ejército en España, con el surgi­miento del «bonaparte» Franco, y los casos de Ita­lia con el «cesar» Mussolini y de Alemania con el «bismarck» Hitler.

Ahora bien, «puede haber una solución cesarista asimismo sin un César, sin una gran personalidad "heroica"». Y esta proposición teórica, que Gramsci aplicaba a otros regímenes, podemos nosotros to­marla en consideración respecto a Argentina, en donde el «jefe» populista Perón no llegó nunca a tener la preponderancia respecto a los otros cesa­res (los hechos demuestran, en las dos etapas del peronismo, que este caudillo suramericano siempre estuvo supeditado a los clanes de generales, que prescindieron de él o volvieron a llamarle según sus

(1) A. Gramsci: «Note sul Machiavelli, sulla polít ica e sullo Stato moderno», Einaudi Editore, Torino 1966, p. 58.

33 3. FASCISMO Y MILITARISMO

intereses y los de las clases económicamente domi­nantes). Esa propuesta teórica es útil también para analizar el régimen brasileño, donde no existe un solo «bonaparte» sino varios que se controlan en­tre sí y se suceden disciplinadamente en el rango de jefe del Estado. Brasil podríamos definirlo como el cesarismo «colectivizado» (entre una minoría, en todo caso).

Además de las características generales de re­presión y de alienación, en el origen de las dictadu­ras, tanto las del pasado como las contemporáneas, se produce un rasgo común que he de subrayar dada su importancia: unos u otros tipos de fascismos y de militarismos pueden asaltar el poder más fá­cilmente en las fases históricas en las que es nece­sario pasar de un tipo de Estado a otro tipo, y tam­bién cuando es preciso hacer evolucionar una forma estatal que se ha quedado anticuada e inoperante respecto, como sugiero ya más atrás, a las transfor­maciones infrastructurales.

El bonapartismo, por ejemplo, correspondió a una fase «evolutiva» (pero en sentido democrático regresivo) del Estado de la burguesía francesa del si­glo xix. En el bonapartismo se pone de relieve un as­pecto plebiscitario que, junto con el apoyo que le dan los campesinos, constituye un rasgo distintivo respecto a la mayoría de regímenes dictatoriales de nuestro tiempo (1). Pero en él hallamos el papel que

(1) Al analizar los contornos y los dintornos del bona­partismo, Marx escribió consideraciones de extraordinaria clarividencia, no sólo para el estudio de aquel régimen, sino para estudiar asimismo la generalidad de fascismos y de militarismos. «La burguesía había hecho la apoteosis del sable, y es el sable el que la domina. Había suprimido la prensa revolucionaria y es su propia prensa la que su prime»... «La dinastía de los Bonaparte no representa el progreso, sino la fe supersticiosa del cambio.»

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juega todo «hombre providencial», aunque también existen diferencias entre los «bonapartes», llámense Napoleón, Luis, Benito, Adolfo, Francisco y los múl­tiples nombres suramericanos. (Ahora bien, lo que primero nos interesa estudiar, no son esas «perso­nalidades», sino los distintos procesos de luchas de clase que los llevan al poder.)

La referencia al bismarckismo, como antecedente de los regímenes fascistas y militaristas, todavía es más interesante; no por el hecho de que se produjo en Alemania, sino porque es un sistema político que prefigura el Estado «fuerte», decididamente in­tervencionista en lo económico, que se implanta a partir de los años veinte y treinta en Europa, y en­tre los años cuarenta y sesenta en Argentina y Brasil.

Los fascismos y los militarismos del siglo xx tienen elementos del bismarckismo también en el sentido de que son sistemas que promueven el de­sarrollo económico capitalista por una vía polí­tica reaccionaria. O bien, dicho de otra manera, son sistemas «modernizadores conservadores-ultraautori-tarios» que rechazan los métodos c'ásicos del libera­lismo, propios de las sociedades capitalistas más de­sarrolladas.

8. — Fenómenos de ayer, de hoy y siempre latentes

No insistiremos nunca bastante: viejas y nuevas formas de fascismo y militarismo pueden continuar o restaurarse en unos o/y en otros países, al ritmo de los elementos bárbaros que pululan en el interior de la clase burguesa o articulados con ella, y al ritmo también de los errores, de las graves fallas de con­ciencia realista de las situaciones, de los excesivos utopismos cuando no de la carencia de impulso re-

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volucionario de las clases proletarias. De la última parte de la frase anterior es muy necesario tomar buena nota, sobre todo las personas que militan en partidos de izquierda. Porque cuando se critica los regímenes fascistas y militaristas, se suele caer en demasiados simplismos, en excesivas consideraciones maniqueas. Por supuesto que el capital financiero, y el conjunto de burguesías como clases inertes, tienen grandes y graves responsabilidades, las principales, en la formación de esas dictaduras. Pero lo que po­demos verificar al hacer los análisis concretos de cada caso, es que los partidos socialistas y comunis­tas —en Italia, en Alemania, en España, en Argenti­na, en Brasil— tienen también graves responsabili­dades porque no supieron organizar las fuerzas pro­letarias y de la pequeña burguesía, organizarías de manera consecuente a fin de oponerse eficazmente a la «progresión» de los partidos fascistas y a las suble­vaciones del ejército. No supieron crear ni mante­ner de forma duradera alianzas de clase y alianzas partidarias con la fuerza suficiente para frenar el avance de las tendencias reaccionarias del gran ca­pital.

Por todo lo cual, ante las nuevas etapas de cri­sis, hemos de preocuparnos de analizar hasta lo más hondo los fenómenos dictatoriales del pasado, para vigilar con mayor atención las nuevas formas que puedan quizá tomar, hoy y mañana, los «cesarismos» y los hitlerismos.

9. — Los novísimos aspectos de! absolutismo

Lo que, sin embargo, demuestra lo muy avanza­dos que estamos en el estudio de las dictaduras, es que, como vengo sugiriendo, somos varios los in-

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vestigadores que, si bien trabajamos de manera com­pletamente independiente, cada cual por su lado, llegamos a los mismos resultados y ante las mismas realidades utilizamos conceptos muy parecidos. Al analizar el franquismo, el sociólogo Salvador Giner lo define como un «absolutismo despótico» (1) o como un «despotismo moderno» (2), mientras yo insisto en el análisis de los «elementos feudal-ab-solutistas» y «teocráticos» (3) que se integran en el Estado capitalista dictatorial.

Otros autores llegan a semejantes conclusiones y conceptualizaciones por su propia vía autónoma. Al estudiar, por ejemplo, el caso de Brasil, observo que los investigadores y críticos de aquel país con­ceptúan la dictadura brasileña con nuestras mis­mas palabras. Miguel Arraes la llama «la nueva cara del absolutismo» (4), y Julia Juruna define aquel régimen militar como el «despotismo tropical» (5). Tan extraordinario acuerdo entre investigadores que no nos conocemos, hay que subrayarlo.

Esa vía de análisis y de conceptualización pue­de ser continuada en el próximo futuro, porque los que describo como «novísimos aspectos del abso­lutismo» contienen asimismo residuos, en estado puro, provenientes de tiempos remotos.

Uno de esos novísimos absolutismos es, para quien esto escribe, el tecnocratismo. ¿En dónde se injertó primordialmente el tecnocratismo en Espa­ña? Pues en un organismo, el Opus Dei, en donde prevalece una religiosidad de tipo medieval, mila-

(1) Cfr. «Cuadernos de Ruedo Ibérico», números 43-45, enero-junio de 1975.

(2) Cfr. «Quaderni de sociología», vol. X X V , n.° 1, To-rino 1976.

(3) Véase mi libro «La naturaleza del franquismo». (4) Cfr. «Le Monde diplomatique», septiembre, 1974. (5) Cfr. «Le Monde diplomatique», jumo, 1976.

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grera e intolerante. En otros países, el tecnocratis-mo ofrece una imagen más moderna, pero no menos conservadora y ultra-autoritaria. Además, como pon­go de manifiesto más adelante, el tecnocratismo, a escala internacional, se encuentra estrechamente vinculado con las más brutales intervenciones mi­litaristas. Mucho más grave aún: el militarismo tie­ne hoy su cabeza pensante en el tecnocratismo. El militar de formación simplemente reaccionaria y dic­tatorial todavía puede llevar la gestión de los re­gímenes despóticos en países subdesarrollados. Pero en los países de alto desarrollo industrial, el fascis­ta tradicional ya no es «útil» a las clases económica­mente dominantes. Hoy en día, en los países de ele­vada industrialización, uno de los peligros —el prin­cipal— de germinación de nuevas dictaduras se en­cuentra en los militares que son a la vez tecnócra-tas, o en los tecnócratas militarizados o en la aso­ciación de los unos con los otros. Porque hoy las fuerzas armadas necesitan manejar ordenadores y armamentos de sofisticada tecnología. En este sen­tido, y si las fuerzas progresistas no lo impiden, to­davía se desarrollarán en el futuro las que podría­mos llamar dictaduras tecnocráticas.

El tiempo de las espadas reales está pasando a la historia, pero el tiempo de las espadas simbólicas todavía pertenece al presente y al futuro que vis­lumbramos.

10. — Violencia e ilegitimidad

En el seminario sobre las dictaduras que, bajo la dirección de Maurice Duverger, hacemos en el «Cen­tre d'Analyse Comparative des Systèmes Politiques» de la Sorbona, insistimos mucho en los conceptos

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de violencia e ilegitimidad como dos de los hechos principales ligados a todo tipo de dictadura.

En los fascismos, militarismos y viejos y nuevos tipos de absolutismos, chocamos con la violencia por todas partes. Violencia en los orígenes.

Violencia en los métodos de conquista del Es­tado.

Violencia en la gestión gubernamental. Violencia en todos los niveles estatales, desde los

ministeriales a los últimos peldaños administrati­vos en las delegaciones provinciales y municipales.

Las dictaduras son auténticas hipertrofias de la violencia.

Sus instituciones opresivas y represivas se de­dican, sobre todo, a vigilar y a destruir las fuerzas progresistas, pero también vigilan y reprimen a cuan­tos pertenecen, en un principio, a los núcleos de fieles de las ciudadelas que se atreven, en un segun­do momento, a desviarse por rumbos menos hermé­ticos.

Donde existe la violencia no puede haber legiti­midad.

Las dictaduras se constituyen mediante unas u otras formas de usurpación del poder.

La legitimidad es la realidad positiva frente a la negatividad de las dictaduras.

En los sistemas políticos democráticos, la legi­timidad es el resultado de la soberanía popular l i ­bremente expresada a través de todos los partidos.

La legitimidad es el efecto de los enfrentamien-tos y de los consensos ideológicos expresados a tra­vés de los legítimos representantes de unas u otras corrientes sociales de pensamiento.

La legitimidad ha de ser el reflejo fiel de las so­luciones progresivas, de las vías posibles de supe­ración de las contradicciones, de los problemas que buscan y que encuentran su liberación. La le-

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gitimidad es, en muchos casos, un elemento de la libertad humana que, en lo económico, en lo ideo­lógico, en lo político, necesita su legalidad.

La legitimidad se opone a las dictaduras, así como un régimen fascista y militarista es ilegítimo por su violencia física e intelectual.

11. — El poder considerado como degeneración de la potencia

En un libro como éste que trata de graves pro­blemas socio-políticos y que está escrito por un autor cuya formación es principalmente (pero no únicamente) marxista, resulta evidente que los aná­lisis de las dinámicas de las clases sociales ocupan el mayor espacio. (Decir esto en una obra que pri­mero se publica en España, pero que escribo desde mi actual situación intelectual en París, me parece una obviedad. Pero a la vez tengo la impresión de que es necesario referirse, en el panorama español, a esa obviedad. A pesar de que en España el estu­dio científico del marxismo avanza, todavía son mu­chos los que consideran el marxismo y la lucha de clases como algo confuso y confusionario que se utiliza para complicar todavía más los problemas. En países como Francia, el estudio de las luchas de clases, anterior a Marx como él mismo confesaba, se hace hoy, incluso por científicos que no tienen nada de comunistas y tampoco de socialistas, incor­porando elementos del marxismo a otras metodolo­gías para el análisis de la historia. Así que ya es hora de que algunos españoles, y entre ellos no pocos profesores universitarios, dejen de leer, con una mezcla de sospecha e incluso de miedo, los concep­tos del marxismo y de los enfrentamientos clasistas.

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Porque en cualquier caso, las clases luchan, al mar­gen del marxismo. Lo que hay que observar, en cada país y en cada etapa, son los ritmos específicos de esas tensiones entre las clases.)

Los enfrentamientos decisivos se producen en los procesos históricos que llevan a la conquista del Estado.

La conservación del Estado, la posesión del Es­tado, el futuro asalto al Estado es algo que deslum­hra. Es alarmante la fascinación que produce por todas partes el poder. Esas actitudes, exacerbadas, descontroladas de la base democrática, lanzadas en el irracionalismo, son extremadamente peligrosas. Hay gente —en cualquier sistema— dispuesta a no abandonar jamás el Estado una vez se ha apode­rado de él.

Es un proceso histórico-político de enormes di­mensiones patológicas. Proceso patológico, porque todo poder político (partidario, gubernamental, es­tatal) no es sino una reducción de la potencia de la sociedad.

Cuando el poder político se transforma en una dictadura, podemos considerar ese poder como una degeneración de la potencia.

Porque sólo los degenerados son capaces de apli­car los métodos de opresión y de represión como sustitutivos de la dirección del Estado.

Porque sólo los degenerados se sienten incapaces de enfrentarse racionalmente con los problemas; esos degenerados, débiles en el fondo, que se ponen las armaduras de hombres fuertes para negar la le­gitimidad de los problemas. Esos «jefes» que produ­cen la degeneración en los valores humanos alcan­zados hasta un momento determinado, y que tam­bién hacen que degeneren las posibilidades de pro­greso que lleva consigo toda movilidad social mani­festada con libertad.

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Primera Parte

EL A N T A G O N I S M O INTERNACIONAL Y SUS

EFECTOS EN L O S PAÍSES SUBORDINADOS

Es imposible escribir con rigor científico del fas­cismo y del militarismo sin tener en cuenta las trans­formaciones económicas que se producen desde fi­nales del siglo xix en los principales países capita­listas. En efecto, los regímenes fascistas y militaris­tas que estudio en este libro, no sólo surgen en el capitalismo, sino en una fase peculiar de este sis­tema económico que se conoce como imperialismo. Nadie puede escribir seriamente sobre tales dicta­duras si no toma en consideración, explícita e im­plícitamente, los problemas imperialistas; o, mejor dicho, los problemas inter-imperialistas. (También en esta cuestión se suele simplificar fijando sólo la atención en un imperialismo, cuando la verdad es que son varios los «modelos» imperialistas. De he­cho, cualquier nación económica, militar y políti­camente poderosa, al tiempo que pone de relieve su identidad interna proyecta su nacionalismo al exterior convirtiéndolo en un imperialismo. Esa pro­yección se agudiza con frecuencia en agresión, sea

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de tipo comercial, política, cultural o estrictamen­te bélica.)

Los primeros gérmenes imperialistas, y la prime­ra etapa de formación del sistema mundial del im­perialismo, son harto explícitos en ese sentido. La interpenetración de unos países con otros bajo la ley «superior» de obtener beneficios máximos, origina, a corto y a relativamente largo plazo, conflictos cada vez más graves.

1. — El reparto del mundo

Por imperialismo entendemos, en principio, las formas de dominación exterior del capital industrial integrado al capital bancario, cuya combinación se define como capital financiero. Las manifestaciones más descollantes del capitalismo imperialista consis­ten en la explotación de diversos países sometidos al régimen colonial (principalmente: extracción de materias primas), en la inversión de capitales en el extranjero (con uno de los efectos principales: con­trol o desorganización del mercado interior de tal o tal otro país) y en general en las transacciones comerciales, con los consiguientes dominios políti­cos o influencias determinantes sobre las naciones subordinadas.

Entre finales del siglo xix y la primera década del xx se perfila el gran reparto del mundo. Cua­tro son los países que dominan el mundo: Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Alemania. Res­pecto a los dos primeros, la explicación económica reside en el hecho de que fueron los dos países que primero desarrollaron la sociedad capitalista, siste­ma burgués que pudo edificarse gracias a un exten­so imperio colonial. En lo que concierne a las otras

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dos naciones, ya en esa época muestran una indus­trialización avanzada que se desarrolla rápidamente.

En esa etapa del naciente imperialismo, no sólo los países que se industrializan a toda marcha se reparten el mundo, sino también sus grandes mono­polios. Lo que hoy es un fenómeno que se generali­za y deviene «popular», las multinacionales, surge también en ese momento histórico. En 1884, entre Gran Bretaña (66%) y Alemania (27 %), se reparten el mercado exterior de construcción de vías férreas, dejando una pequeña participación a Bélgica (7 0 / o). En 1907, son los «trusts» alemanes y americanos de construcciones eléctricas los que se distribuyen las zonas de acción. (La «General Electric» se queda con Estados Unidos y Canadá, mientras la AEG tiene su mercado en Alemania, Austria, Holanda, Dinamar­ca, etc.) Podrían ampliarse estas elocuentes estadísti­cas, pero no es ése el tema de estas páginas.

Lo que importa, sobre todo, señalar en esa etapa es otra cuestión que afecta a los alemanes. Esto es, que mientras los otros países disponen de colonias o de grandes extensiones territoriales para llevar adelante su desarrollo imperialista, Alemania care­ce de un sistema colonial equiparable al inglés y al francés. Esta realidad exacerbaría las tensiones en­tre distintos imperialismos.

2. — La conquista de nuevos mercados

A pesar de que empezó tarde su industrializa­ción, Alemania ocupó con cierta rapidez uno de los primeros puestos en la estructura capitalista mun­dial. Era, pues, conveniente darse los medios polí­ticos de tal desarrollo. Esto es lo que pensaba Gui­llermo II al lanzar en 1890 su «Weltpolitik» (política

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mundial), con el objetivo de seguir asegurando la industrialización interna y la expansión por diversos países. En aquellos años, los alemanes ya tenían uno de los ejércitos más poderosos del mundo, pero con­tinuaron incrementando su fuerza con la cons­trucción de una marina de guerra (1) en 1898. Es­tos planes, que se aceleran después, crean las prime­ras fricciones con la Gran Bretaña.

Con todo, Alemania lleva a cabo varios de sus pro­yectos para hacerse con un sistema colonial o neo-colonial. En primer lugar su expansión se dirige ha­cia el Extremo y el Medio Oriente. En 1897, por ejemplo, los alemanes intervienen militarmente en China y consiguen la cesión del puerto de Kiao-Tchéou (2). En 1899, los alemanes construyen el fe­rrocarril de Bagdad a Constantinopla. En 1910, des­pués de intentar implantarse en el Marruecos fran­cés, Alemania obtiene que Francia le ceda una parte del Congo.

Todo ello fue agudizando las rivalidades inter­imperialistas, las cuales se concretaban ya en 1907 con toda claridad, debido a la formación de dos blo­ques de naciones antagónicas. Por un lado, la «Tri­ple Entente», compuesta por Gran Bretaña, Francia y Rusia; y por el otro la «Tríplice», en la que se alia­ban Alemania, Austria-Hungría e Italia.

La concurrencia comercial —Alemania extiende

(1) Discurso de Guillermo II del 23 de septiembre de 1898: «El día que haya una marina alemana bastante fuerte en el Mar del Norte, veremos inmediatamente a los ingle­ses devenir conciliadores, incluso respecto a nuestra ex­pansión en las diferentes partes del mundo (...) Nuestro porvenir está en el mar.»

(2) En esta ocasión dijo Guillermo II: «Centenares de negociantes alemanes van a exultar pensando que por fin el Reich alemán ha puesto el pie sól idamente en Asia.» (Cfr Gilbert Badia: «Histoire de l'Allemagne Contemporaine», Editions Sociales, París 1962, t. I, pp. 28-29).

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su comercio exterior a Brasil y a Turquía— y el cre­ciente poderío naval, alarman cada vez más a los otros imperialismos. Alemania, sin embargo, parece sentirse lo suficientemente fuerte como para arros­trar los mayores conflictos. Tan es así que, en ju­lio de 1914, con motivo del asesinato (el día 28 de junio) del príncipe heredero de Austria en Sarajevo, provoca la Primera Guerra Mundial. Apoyada por Alemania, Austria declara la guerra a Servia (el 28 de julio). En agosto, Alemania declara la guerra a Rusia y a Francia. Inglaterra entra también en gue­rra al lado de los franceses. E Italia, después de una serie de significativas vacilaciones que estudio a con­tinuación, se suma, en fin, al bando de Francia. (Estados Unidos no entran en guerra hasta 1917.)

Aun cuando muy subordinada en la estructura ca­pitalista mundial, Italia también realiza diversas ten­tativas imperialistas. Como Alemania, Italia no arran­ca de manera decisiva su industrialización más que a partir de 1880. Ahora bien, dada la importancia de su capital bancario, determina en cierta medida la rapidez de la concentración financiera. Pero aquí es donde intervienen diversos capitales extranjeros —franceses y británicos en un primer momento, ale­manes después— lo que explica las vacilaciones de las que empiezo a hablar más arriba.

Sus ensayos subimperialistas, los italianos los proyectan en diversas fechas. En 1890 intentan la colonización de Eritrea y Somalia. En 1911, tras una guerra con Turquía, se anexionan la Cirenaica y la Tripolitania. Desde 1911 también, y hasta 1912, conquistan Libia. Pero los resultados económicos de estas tentativas sub-imperialistas son muy pobres o incluso contraproducentes. Pietro Grifone sostiene que la guerra de Libia produjo efectos negativos, ya que el capital financiero italiano no salió refor-

4. FASCISMO Y MILITARISMO 49

zado de ese conflicto. El Banco de Roma perdió unos cincuenta millones en las operaciones. En suma, en­tre 1900 y 1914, «con el auxilio del capital extranje­ro y con la intervención estatal, el imperialismo ita­liano había hecho indudables progresos pero, en vís­peras de la guerra mundial, poco brillantes eran sus condiciones en comparación con los imperialismos rivales» (1).

Las indicadas, no serían las últimas vacilaciones de Italia en el panorama de los antagonismos inter­nacionales.

En la época de fin del siglo pasado y comienzos del presente, España se veía obligada a tomar, no sin cierto dramatismo, rumbos muy diferentes a los de esos países europeos. En ese punto de parti­da, España se encontraba incluso en peores condi­ciones que Italia. Mientras este país hacía sus in­tentonas pseudo-colonialistas, y las otras naciones (sobre todo Inglaterra) seguían aumentando su po­der colonial, España sufría la etapa final de su de­sastre imperial. El que había sido el mayor imperio colonial del mundo, se reducía casi a cero.

España, que habría podido ser la primera socie­dad industrializada de Europa, era un país agrario. Se pagaban así duramente la falta de inversión pro­ductiva de las riquezas procedentes de la explota­ción colonial, la falta de organización y de extensión de un mercado interior de tipo capitalista y en ge­neral la falta de cambios políticos y administrati­vos coherentes (al menos) con el tiempo que se vi­vía a escala internacional.

Para los fines analíticos que aquí hemos de al­canzar, basta que, sobre este período, tengamos en

(1) Pietro Grifone: «II capitale finanziario in Italia», Piccola Biblioteca Einaudi, Torino 1971, pp. 19 y 21.

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cuenta que en España la industrialización es tam­bién muy tardía y débil. Durante el último cuarto del siglo xix, la siderurgia española sigue estando muy por debajo de la siderurgia francesa e inglesa.

Los retrasos que se producen durante el siglo pasado se deben también, sin embargo, a ciertos efectos producidos por la penetración de capitales extranjeros: franceses (desde 1856, con la fundación del banco «Crédit Mobilier», que en 1902 se transfor­maría en el Banco Español de Crédito), belgas, ingle­ses, que se dedican a controlar recursos mineros y construcción de infraestructuras, en combinación con un escandaloso comportamiento para-colonial de las clases dominantes españolas respecto al pro­pio territorio nacional. Así, uno de los escándalos que pueden citarse es que España, país productor de mineral de hierro, tiene que importar vías, vago­nes y locomotoras para construir el ferrocarril (1).

El capital bancario español, que tiene una fuer­te carga, directa, del capital agrario, domina todo

(1) La construcción del ferrocarril hubiera podido ser un excelente punto de partida para crear una poderosa siderurgia española. En cambio, debido a la presión de los ingleses, se importó gran parte del material, durante los primeros cuarenta años. Porque hasta 1882 no se fabricó ni un vagón en España, y la primera locomotora no salió hasta 1884, y aun «fueron hechos aislados, sin verdadera significación económica». (Cfr. Jorge Nadal: «La economía española, 1829-1931», in «El Banco de España, una historia económica», Madrid 1970.) Existe una excelente monogra­fía que estudia los problemas económicos en torno a la construcción del ferrocarril: Gabriel Tortella: «Los oríge­nes del capitalismo en España», Editorial Tecnos, Madrid 1973. Sobre esta etapa consúltese también Miguel Martínez Cuadrado: «La burguesía conservadora 1874-1931» Alianza Editorial, Madrid 1973, que ofrece un lúcido análisis de conjunto de todos los problemas de esa época, en los que no podemos entrar aquí, puesto que no es ése el tema principal de este libro.

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el proceso de industrialización. La subordinación de la estructura económica coterránea al capital bancario y al imperialismo no hacía más que co­menzar.

Los casos de Argentina y de Brasil se encuen­tran en el polo opuesto de los países europeos. Aunque existen algunas similitudes con Italia y Es­paña desde el punto de vista de la penetración de los capitales extranjeros, la subordinación a los sistemas imperialistas es mucho más acentuada en la zona latinoamericana. La dependencia española e italiana se debe a «decadencias» históricas (desa­rrolladas después) mientras que la dependencia en aquellos países es una constante secular, respecto a los orígenes de la cual son precisamente los pueblos ibéricos quienes tuvieron las principales responsa­bilidades originarias.

Podría decirse que sufrir uno u otro sistema co­lonial es algo «consustancial» a los pueblos argen­tino y brasileño. Tras haber sufrido el colonialismo español y portugués, que tantas destrucciones oca­sionaron en aquellas tierras, esas naciones caen bajo la garra imperialista británica para luego devenir neocolonias de Estados Unidos.

Pero conviene volver atrás y recordar algunos hechos fundamentales de la colonización de Amé­rica. En conjunto hay que subrayar que mientras Europa se liberaba del feudalismo, en el continen­te americano no sólo se introducían formas nuevas de tipo feudal sino también la esclavitud. El co­mercio de esclavos negros (1) fue la terrible fuen-

(1) «Se estima en unos diez millones el total de negros esclavos introducidos desde Africa, a partir de la conquis­ta de Brasil y hasta la abolición de la esclavitud.» (Cfr. Eduardo Galeano: «Las venas abiertas de América Lati na», Editorial Siglo X X I , México 1975, p. 79.)

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te de riquezas de muchos europeos, principalmen­te ingleses y holandeses. Estos últimos eran asi­mismo los que tenían en su poder una gran parte del comercio con las posesiones coloniales españo­las, junto con otros países que también sometieron a rapiña a los países oficialmente colonizados por España (1). De ahí que cuando contemplamos el alto nivel de desarrollo europeo, la fotografía de sus riquezas monumentales, a la vez hemos de tra­tar de ver el negativo de la miseria y de la des­trucción introducidas por nosotros en las latitudes americanas. Porque aquellas tierras eran y son ri­cas por naturaleza.

La intervención del imperialismo británico en Argentina se acentúa a principios del siglo xix. Antes ya se había desarrollado una fuerte presión comercial, legal e ilegalmente, puesto que asimis­mo eran cuantiosas las mercancías que entraban de contrabando. De hecho, España ya había perdi­do aquella colonia antes de que el 25 de mayo de 1810 los ganaderos y exportadores argentinos de­rrocaran al virrey Cisneros. Pero en esa fecha se concreta decisivamente la intervención ya que, además, tiene un marcado carácter para-militar: los buques de guerra británicos que se encontraban allí saludaron con una salva de cañonazos la cons­titución de la «Junta revolucionaria» de Buenos

(1) «Un memorial francés de fines del siglo xvn nos permite saber que España só lo dominaba, por entonces, el 5 % del comercio con "sus" posesiones coloniales..., cerca de una tercera parte del total estaba en manos de holan­deses y flamencos, una cuarta parte pertenecía a los fran­ceses. . .» (Cfr. Eduardo Galeano, op., cit., p. 36, quien cita a Roland Mousnier: «Los siglos xvi y x v n » , volumen IV de la «Historia General de las civilizaciones» de Maurice Crouzet, Barcelona 1967.)

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Aires. Gran Bretaña conquistaba así un amplio mer­cado para sus productos (1) y un caudal de mate­rias primas.

En una segunda etapa, más típicamente imperia­lista, la penetración británica se caracteriza por la implantación de su capital financiero. De este modo, siguiendo un fenómeno internacional de aquella épo­ca, los ingleses realizan fabulosos negocios en torno a la explotación del ferrocarril. Aunque en principio es el capital argentino el que tiene la iniciativa de crearlo, es el capital británico quien acaba quedán­doselo en gran parte. Mientras que en 1885, los ar­gentinos poseían el 45 % del ferrocarril, en 1890 sólo poseen el 10 %. Al mismo tiempo, los ingleses recibieron unos 3 millones de hectáreas de las tie­rras junto a las vías, terrenos que luego fueron ob­jeto de grandes especulaciones (2).

También Brasil pasa a convertirse en una neo-colonia de Gran Bretaña, incluso bajo la domina­ción oficial de Portugal, puesto que la nación por­tuguesa no era ya otra cosa que una colonia de los ingleses (desde el tratado de Methuen, 1703). Du­rante el siglo xvin, Gran Bretaña se dedicó a la ex­plotación de los ricos yacimientos de oro (3), al

(1) «Tómense todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa?» (Según un texto del cón­sul inglés en Buenos Aires en 1837: Woodbine Parish: «Bue­nos Aires y las provincias del Río de la Plata», Buenos Aires 1958.)

(2) Francois Géze et Alain Labrousse: «Argentine, ré-volution et contre-révolutions», op., cit., p. 20.

(3) Hasta finales del siglo xviii, Inglaterra se llevó una cantidad de oro valorada en unos 200 millones de libras. (Cfr. Miguel Arraes: «Le Bresil, le peuple et le pouvoir», Maspéro, París, 1970, p. 28.) Antiguo gobernador del Esta­do de Pernambuco, Miguel Arraes, que también fue diputado

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tiempo que desarrollaba sus vínculos con los gran­des terratenientes dedicados primordialmente al cul­tivo de la caña de azúcar (1). Los lazos entre ingle­ses y oligarcas brasileños llevan a éstos a conside­rarse lo suficientemente fuertes para proclamar la independencia (1822) de Brasil respecto a Portugal.

Así como en una primera etapa habían sido las explotaciones azucareras las que predominaban en el panorama agrario brasileño, explotaciones hechas en combinación con los holandeses, al cambiar el sistema de dependencia con el imperialismo, esto es, al vincularse cada vez más Brasil con Gran Bre­taña, la importancia del azúcar decayó en la estruc­tura económica, al tiempo que se desarrollaba el va­lor de las explotaciones de café. De este modo, mien­tras en 1821-1830, Brasil exportaba unos trescientos mil sacos de café al año, en 1851-1860 exportaba más de dos millones y medio. Inglaterra apoyaba esta producción, no sólo por razones limitadamente económicas, sino por los efectos políticos que a tra­vés de ella podía alcanzar. En efecto, mientras los ingleses controlaban a los «señores del café », te­nían como adversarios a los «señores del azúcar». El enfrentamiento se resolvió a partir de 1831, a favor de los productores de café, lo que facilitó la continui­dad del monopolio de Gran Bretaña sobre Brasil. Sin embargo, con la proclamación de la Repúbli-

y alcalde de Recife, representante del movimiento popular sobre todo de la región del Nordeste, se exilió tras el golpe militar de 1964.

(1) En combinación con capitales holandeses. Hasta la época de 1650, Brasil fue el principal productor mundial de azúcar. Los holandeses hicieron también fuertes inversiones en la plantación de azúcar en la isla Barbados. Cuando en 1654 fueron expulsados de Brasil, pudieron sin embargo con­tinuar con el negocio en aquella isla, desde la que hicieron una fuerte competencia a la producción azucarera brasileña.

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ca (1889), entre los brasileños se desarrollaron al­gunas veleidades independentistas, y a finales del siglo xix, los ingleses tuvieron que dejar participar a otros imperialismos (el francés, el alemán) en la explotación de aquellas tierras. Por otra parte el primer acuerdo comercial de Estados Unidos con Brasil data de 1891: a medida que se avanza en el siglo xx, el capital norteamericano es el que va do­minando la formación económica brasileña hasta hoy.

El reparto del mundo que he descrito, es decir, el que afectaba a los países que analizo en este l i ­bro, iniciaba una constante que dura hasta la ac­tualidad en los países más subordinados (Brasil, Argentina, y en cierto modo también España e Ita­lia). Pero la desconformidad de Alemania en ese pri­mer reparto, y la actitud ambigua de Italia, iban a desarrollar otras tentativas de repartición de las zo­nas de influencia en el mundo.

Lo que, en todo caso, es ya importantísimo em­pezar a señalar es que las estructuras de subordina­ción económica de todos esos países iban a traer consigo la imposición de sistemas dictatoriales. Este punto, en el que me extiendo más adelante, es im­portantísimo, porque constituye otra constante que se prolonga hasta 1978, sobre todo en lo que con­cierne al caso argentino y al caso brasileño (pero Italia y España, a pesar de las transformaciones de­mocráticas, no se han librado de esa constante), y muchas realidades indican que la constante puede tener otras formas de crecimiento.

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3. — De los enfrentamientos comerciales a las guerras

La concurrencia creciente, pues, entre los dis­tintos imperialismos provoca la Primera Guerra Mundial, en cuyo estallido Alemania tuvo la pri­mera responsabilidad. El transcurso y el resulta­do de la conflagración, no sólo no van a resolver los problemas que planteaba Alemania, sino que van a exacerbarlos. Porque, así como es verdad que las clases sociales, cuando luchan, no se hacen regalos, también es muy cierto que las naciones capitalistas, cuando se lanzan a la guerra para solventar sus di­ferencias, no dudan en someter al país o países ven­cidos a las más graves subordinaciones e incluso humillaciones. El tratado de paz que los vencedores de esta guerra (Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Italia) imponen a Alemania, no sería más que el se­millero de los elementos fascistas que crecen en el «cultivo» del nacionalismo exacerbado.

Antes de que se firme el tratado, los representan­tes de la gran burguesía y los jefes del ejército ale­mán desarrollan una campaña contra las exigencias de los aliados. Hindenburg dice que «el ejército ha sido apuñalado por la espalda». Este sector pro­yecta reemprender la guerra. Pero tras una consul­ta a diversos comandantes de las unidades del ejér­cito, se dan cuenta de que las tropas no están dis­puestas a continuar las batallas y que, por lo tan­to, hay que plegarse a las condiciones fijadas por los enemigos.

El Tratado de Versalles se firma, pues, el 28 de junio de 1919, pero la derecha alemana tiene mucho cuidado de cargar la responsabilidad de ello a los social-demócratas (1). Aunque al final los alemanes

(1) En la Asamblea Constituyente de Weimar, los parti­dos de la mayoría —social-demócratas, «Zentrum» y socia-

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consiguen que los aliados suavicen algunas condi­ciones, la derrota es enorme. Alemania pierde una octava parte de su territorio y la décima parte de población que tenía en 1914. (Alsacia y Lorena pasa­ban a Francia; a Bélgica le cedían los territorios de Eupen y de Malmedy; se hacía la reconstrucción de Polonia, que recuperaba la parte occidental de Prusia; Gran Bretaña se repartía, con Francia, las colonias alemanas. Alemania pierde el monopolio de la extracción de potasa, una cuarta parte de su ace­ro y de su carbón, en tanto que se reduce en tres cuartas partes la extracción de mineral de hierro y de zinc, en la mitad la extracción de mineral de plomo y en un 15 % la producción agrícola (1).

La URSS condena ese tratado, del cual Lenin dice: «Se ha impuesto a Alemania una paz de usu­reros y de verdugos. Ese país ha sido saqueado y partido en pedazos. Le han arrebatado todos los medios de vida... Es una increíble paz de bandidos.»

El juicio moral de Lenin era justo, preciso, pero no había por qué sorprenderse demasiado; era la aplicación lógica de la propia ley interna del capi­talismo.

De la misma manera, continuaron siendo expre­siones de los elementos salvajes de la sociedad ca­pitalista, los preparativos que poco a poco fueron desarrollándose para replantear, no sólo los enfren-tamientos estrictamente económicos sino de nuevo la guerra. Los planes revanchistas se perfilarían gra­dualmente, no sólo a partir de algunos jefes del ejército, sino sobre todo a partir de la formación del Partido Nazi (2).

listas independientes— votan a favor de la firma del trata­do de paz, mientras que la derecha vota contra.

(1) Cfr. Gilbert Badia, op., cit., pág. 158, t. I. (2) Para estudiar la dinámica de las luchas de clases in-

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Ello puede observarse fácilmente a partir de 1933. La Alemania reconstruida, impulsa poderosa­mente su industrialización. Al mismo tiempo, Hit-ler organiza el rearme y una política exterior en­caminada a neutralizar y dividir a las antiguas po­tencias enemigas. Ya en su libro «Mein Kampf», Hitler vuelve a exponer la preocupación y la reivin­dicación de siempre: conquistar «la tierra nece­saria para nuestro pueblo alemán». Su objetivo es apoderarse de «Europa y sus colonias» (1).

Con ese fin, los nazis integran sus intereses en un sistema de alianzas internacionales que parece muy operativo. En efecto, contando con que en Ita­lia se encuentran en el poder sus correligionarios Hitler concreta sus pactos con Mussolini desde 1936 tanto más cuanto que el Duce participa de una me­galomanía anexionista análoga a la del Führer. Los nazis reconocen el 25 de octubre de 1936 la anexión de Abisinia por los fascistas italianos. El 25 de no­viembre de 1936, Alemania firma con Japón el Pac­to Antikomintern, al cual se adhiere Italia el 6 de no­viembre de 1937 (2). Este pacto cumple dos Fun­ciones: A) la que definimos como función ideológi­ca, esto es, que los regímenes fascistas pretenden de­cir a las democracias burguesas liberales que el prin­cipal objetivo de Alemania, Italia y Japón es luchar

ternas en la Alemania nazi, léase el capítulo correspondiente en la Segunda Parte. Recuerdo que en esta Primera Parte me limito a plantear los problemas a escala internacional. Esto es, a subrayar los determinantes de los enfrentamien-tos inter-imperialistas en la configuración de regímenes fas­cistas y militaristas.

(1) Según contaba el presidente del Senado de Dantzig, Hermann Rauschning. (Cfr. Gilbert Badía, op., cit., t. II, pá­gina 35.

(2) La España franquista también se adhiere a este Pacto en 1939.

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contra la URSS y los partidos comunistas; y B) la de la expansión del imperialismo japonés en China.

3.1. — Fascismo o socialismo

En efecto, en esa etapa histórica, la crisis inter­imperialista se quiere continuar resolviendo a expen­sas de los países del Tercer Mundo, de las naciones menos desarrolladas de Europa, y asimismo contra los intereses de las tendencias progresistas en unas o en otras sociedades. Esta última realidad es la que más interesa analizar en estas páginas.

El fascismo y el militarismo, si bien son regíme­nes determinados principalmente por factores inter­nos de las sociedades en las que se imponen, son también dictaduras fuertemente condicionadas por las tensiones y enfrentamientos internacionales. En este sentido, el imperialismo británico, el francés y el americano tienen graves responsabilidades, direc­tas e indirectas, en los procesos de asalto al poder de los regímenes ultra-autoritarios en Europa, pri­mero, y en América del Sur en segundo término.

Desde los años veinte de este siglo se forma una constante histórica internacional, que se reproduce en unas o/y en otras naciones, hasta la actualidad: que el capitalismo internacional prefiere que se es­tablezcan dictaduras reaccionarias (siempre y cuan­do no constituyan una amenaza para los países do­minantes) bárbaramente opresivas y represivas, an­tes que dejar paso a movimientos populares que avancen hacia la construcción de sociedades socia­listas.

Esa constante, según muchos indicios, que en ma­yor o menor intensidad se dan en todas partes, pue­de seguir desarrollándose destructoramente en el futuro. Porque los dirigentes políticos del capitalis-

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mo no saben que, cediendo una parte de su fuerza económica, podrían seguir detentando el poder po­lítico.

En lo que se refiere al antagonismo internacio­nal en aquella época, entre relativamente diferentes sistemas capitalistas y primordialmente respecto a la construcción del socialismo en la Unión Soviética, se puede observar cuanto teorizo a través de una serie de datos concretos sumamente elocuentes.

Mientras no les afecten directamente sus intere­ses, la gran burguesía inglesa, así como la america­na y la francesa, no sólo están dispuestas a tolerar el revanchismo alemán y su expansionismo hacia el Este, sino que hasta cierto punto lo alientan. Des­de finales de 1937, Chamberlain, primer ministro británico, confiesa que están decididos a «consentir grandes sacrificios para satisfacer las reivindicacio­nes» de los Estados totalitarios. Casi lo único que los ingleses le piden a Hitler es que guarde un poco las formas, que disimule un poco la realidad de su voluntad expansionista. Pero de hecho le entregan ya o le dan carta blanca para que se apodere de Austria y de Checoslovaquia. El 13 de marzo de 1938, las tropas del Führer invaden Austria, y este país queda incorporado al imperio nazi. El 2 de abril de 1938, el gobierno inglés reconoce el «Anschluss». El Vaticano hace lo mismo (1), y por supuesto tam­bién Mussolini (2).

(1) Ya el 15 de marzo, el cardenal Innitzer hizo una vi­sita de cortesía al Führer. Y el día 18, los obispos austría­cos dieron públ icamente gracias a los nazis por haber «sal­vado Austria del peligro bolchevique». (Cfr. M . Scheinmann: «Le Vatican pendant la Heme guerre mondiale», Dietz, Ber­lín 1954, p. 45.)

(2) El «Duce» apoyó la invasión que Hitler iba a hacer. Por ello Hitler le telegrafió después: «Jamás olvidaré lo que usted ha hecho.»

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Desde el 21 de abril, Hitler comienza los prepa­rativos militares (con el general Keitel) para anexio­narse Checoslovaquia. El 28 de mayo, el caudillo alemán reúne a los jefes del ejército y les explica el «Plan Verde» para «aplastar en poco tiempo» Che­coslovaquia. El mes de septiembre, en la reunión de Munich, los ingleses y los franceses aceptan las exigencias de Hitler, coreadas por Mussolini. El 15 de marzo de 1939, «Checoslovaquia ha dejado de existir» en tanto que Estado independiente (así lo afirma el jefe nazi en la proclama que lanza en esa fecha). El potencial industrial checo pasaba a ma­nos del capitalismo alemán. El gobierno británico llegó incluso a entregar al Reich el stock de oro que el Banco Nacional de Checoslovaquia había de­positado en el Banco de Inglaterra «como medida de seguridad» (!!).

Los representantes políticos de la gran burgue­sía francesa e inglesa creían que, haciendo esas con­cesiones a los nazis, iban a evitar la guerra. Pero se equivocaban completamente, como los propios ge­nerales alemanes reconocieron después, en los pro­cesos de Nuremberg (1).

De tal modo, Hitler fue avanzando inexorable­mente hacia la catástrofe.

Desde finales de marzo, el jefe nazi empezó a planear con el general Keitel la invasión de Polonia. El 11 de abril firma las instrucciones precisas para que la invasión se lleve a cabo durante el otoño pró­ximo. Siguiendo un ritmo análogo, la Italia fascista invade Albania el mes de abril. El 22 de mayo Ale-

(1) Keitel: «Estoy firmemente convencido de que si en Munich, Daladier y Chamberlain hubieran sostenido Che­coslovaquia, no habríamos tomado medidas militares.» Jodl: «Si se hubiera previsto seriamente la intervención militar franco-inglesa, el Führer no habría emprendido una acción militar contra Checoslovaquia.»

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mania e Italia firman el «Pacto de Acero» por el cual los íegímenes fascistas se comprometen a en­trar en guerra para defender el espacio vital de una y de otra.

En la gran «feria» de los equívocos sangrientos, de los pactos y de las contra-alianzas internaciona­les secretas, a partir de esas semanas se inicia una aceleración de las combinaciones verosímiles e in­cluso «inverosímiles» entre distintos países con el objetivo de defenderse mejor frente a la guerra. Porque implícitamente, al menos, ya nadie parece dudar de que la conflagración mundial resulta ine­vitable.

Todos desconfían de todos. Los ingleses y los franceses no podrán aceptar

más anexiones de Alemania. Y en este sentido, los ingleses dan garantías a los polacos y a los rumanos. Es, pues, inviable un frente único del capitalismo internacional contra la URSS. Pero esto podemos interpretarlo hoy con todos los datos a la vista. En aquel período histórico, esos detalles eran secretos para unos o para otros países en conflicto, los cua­les eran «libres» de imaginar más combinaciones pactistas de las que verdaderamente se realizaban, y también menos de las que podían realizarse. Así, las vacilaciones de los ingleses y de los franceses en las negociaciones para establecer un tratado con la URSS que «se funde en el principio de la igualdad y de la reciprocidad» (1) lleva a los soviéticos a desconfiar de esos países capitalistas liberales. Esa desconfianza, y también la necesidad de frenar un

(1) El 29 de junio, Jdanov denuncia las tácticas dila­torias de los ingleses y de los franceses en ese sentido. Des­de el 17 de abril, la URSS proponía a esos dos países un pacto de asistencia militar, lo que era rechazado. (Cfr. W. Shirer: «Le III Reich», París 1961, t. I., p. 517.)

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choque bélico con Alemania, lleva a los comunistas a concluir un pacto «con monstruos y caníbales», según describió el propio Stalin (1) el Pacto ger­mano-soviético firmado en Moscú durante la noche del 23 al 24 de agosto de 1939. Alemania, sobre todo, el propio Hitler, insisten mucho en la firma de ese Pacto; todo el mundo quiere engañar a todo el mundo, y según una viejísima «ley» histórica el pez grande se come el pequeño. La «presa», en este caso, es Polonia: la «presa» que se discute todo el mun­do y por la cual se desencadenará la guerra.

Durante la última semana de agosto, los ejércitos de las distintas naciones europeas activan su movi­lización. El 1.° de septiembre, a las 4,45 de la madru­gada, el ejército nazi ataca Polonia. En las tierras polacas existen importantes inversiones del capital inglés y del francés. El día 3 de septiembre, pues. Inglaterra declara la guerra a Alemania, y a conti­nuación lo hace Francia. El nuevo reparto del mun­do que pensaban hacer los distintos imperialismos en contra de las fuerzas progresistas, no podía lle­varse a término. Aunque hubo otras tentativas para ver la manera de ponerse de acuerdo. El más espec­tacular de los intentos fue el de Rudolf Hess, lugar­teniente de Hitler, que el mes de mayo de 1941 se lanzó en paracaídas sobre Inglaterra llevando una serie de proposiciones a los ingleses, pero éstos re­chazaron las negociaciones.

En cualquier caso es verificable que la invasión

(1) Declaración del 3 de julio de 1941. (Cfr. «Recherches Internationales» 23/24, 1961, p. 163.)

Stalin, según Churchill, dijo en 1942 que «la razón pro­funda de la decisión soviética fue la comprobación de que Gran Bretaña y Francia rehusaban hacer la guerra a Hit­ler». Churchill también dijo del Pacto germano-soviético que fue «una decisión muy realista». Según Kruschev, los soviéticos lo firmaron para «ganar tiempo».

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de Gran Bretaña fue retrasándose debido a los pre­parativos alemanes para atacar la URSS, que se perfilan desde el 19 de julio de 1940. Moscú se alar­ma cada vez más, sobre todo a partir de la firma del pacto tripartito entre Alemania, Italia y Japón (28 de septiembre de 1940). La primera fricción impor­tante se produce el 1.° de marzo de 1941, cuando los alemanes invaden Bulgaria, lo que motiva la protes­ta enérgica de los soviéticos (3 de marzo de 1941). Pero la decisión de desencadenar la guerra ya ha sido tomada, y si su puesta en práctica se retrasa ello se debe a que los nazis consideran necesario alcanzar primero otros objetivos (ocupación de Yugoslavia y Grecia). Y al alba del 22 de junio, los hitlerianos violan el pacto de no-agresión firmado en 1939; sin previa declaración de guerra (lo que, por supues­to, ya constituía el «método» propio de Atila y otros bárbaros del remoto pasado), 170 divisiones de la «Wehrmacht» apoyadas por unas treinta divisiones formadas por italianos, húngaros, eslovacos, ruma­nos y finlandeses, penetran en territorio de la URSS.

El sistema de alianzas internacionales iba a lan­zarse de nuevo en grandes oscilaciones. A fin de cuen­tas, las sociedades capitalistas liberales prefieren aliarse coyunturalmente con los comunistas para aplastar el fascismo que amenaza con la domina­ción del mundo. De esta manera, el mismo día que los alemanes atacan a los soviéticos, Gran Bretaña declara que apoya a la URSS. El 24 de junio, los Es­tados Unidos toman la misma decisión. A partir de ese momento, la destrucción de los regímenes fas­cistas europeos y asiático es una cuestión de tiem­po, aunque éstos todavía sembrarán la destrucción en Europa, en Asia e incluso en Estados Unidos: ataque japonés a Pearl Harbour (diciembre 1941).

65 FASCISMO Y MILITARISMO

A corto plazo, pues, los imperialismos inglés y francés permitieron que se establecieran regímenes fascistas impulsados por un agresivo expansionismo, que iban a constituir baluartes en contra de la pro­gresión de las fuerzas favorables a la construcción de sociedades más justas. Pero a largo plazo, se vie­ron obligados a enfrentarse militarmente con los ultra-imperialismos alemán, italiano y japonés. Las dinámicas internas de Italia y de Alemania durante el fascismo las estudio en la Segunda Parte, lo mis­mo que las correspondientes a España, Argentina y Brasil. Pero conviene dar en esta Primera Parte al menos otro ejemplo concreto de los graves efectos políticos, directos e indirectos, que el antagonismo internacional produjo en un país económicamente subordinado: España.

3.2. — La guerra civil española

Las luchas de clases que en 1936 se desbordaron en una guerra de clases, tienen principalmente ca­racterísticas españolas muy específicas, tal como analizo después; pero los distintos bloques de cla­ses que se enfrentaron, representaban con gran in­tensidad, directa e indirectamente, los antagonis­mos clasistas internacionales de aquella etapa histó­rica. La guerra civil española fue, sin duda alguna, una introducción a la Segunda Guerra Mundial.

La sublevación de una parte del ejército espa­ñol, la parte íntimamente relacionada con los mo­nárquicos, integristas y falangistas, se hizo contan­do con el visto bueno y la firme promesa de ayudas provenientes de la Alemania nazi y de la Italia fas­cista. Esas ayudas venían materializándose desde hacía años, así como las entrevistas en Roma y en Berlín, entre personalidades reaccionarias españo-

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las y los jefes fascistas de esos países. La prueba de que todo estaba acordado de antemano, es la rapi­dez con la que los italianos y los alemanes fueron en ayuda de las tropas de Franco. Fueron los Jun-kers 52, pilotados por oficiales alemanes, los que en pocos días transportaron las tropas marroquíes a la Península (1).

Eso no era «suficiente» para aplastar las fuerzas armadas republicanas que habían permanecido fie­les a la legitimidad popular. Así, Hitler decidió que tanto la aviación como el ejército de tierra alemán, intervinieran directamente. En noviembre de 1936 llegaban los 6.500 hombres de la Legión Cóndor. A los aviones se sumaron los tanques Panzer. Un total de unos 16.000 militares alemanes intervinie­ron al lado de los generales sublevados. Por otro lado, la Marina alemana también realizó diversas operaciones directas contra el bando republicano: por ejemplo, el bombardeo del puerto de Almería y el bloqueo de diversos puertos españoles. Para los alemanes se trataba tanto de ayudar a la imposición de un Estado totalitario en España como del en­trenamiento militar para estar mejor preparados en los próximos conflictos bélicos. Son diversos los documentos que prueban que las armas de la Se­gunda Guerra Mundial fueron primeramente ensa­yadas en las tierras ibéricas (2).

(1) Cfr. «Die Wehrmacht», 1939, bajo el t ítulo «Nosotros hemos combatido en España», el general de aviación Sperr-le, escribía: «Fueron los aviadores alemanes los que, en po­cos días, transportaron a Jerez 15.000 hombres, legionarios y marroquíes , con todo su equipo» (...) «Desde el mes de julio, los grupos de caza alemanes e italianos se aseguraron el dominio del cielo de Madrid, Zaragoza, León, etc.»

(2) Goering confirmó durante los procesos de Nurem-berg que el material de guerra alemán fue ensayado en España.

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La intervención italiana en España presenta aná­logas características. Unos 7.000 aviadores fascistas, más unos 43.000 hombres del ejército de tierra, combatieron junto a las tropas franquistas.

En apoyo del bando franquista también inter­vinieron unos 20.000 portugueses, y la Standard Oil suministró a los rebeldes todos los carburantes y lu­brificantes que necesitaron.

A pesar de haberse constituido el «Comité de no-intervención», la participación de los nazis y de los fascistas italianos en la guerra fue descarada. Mien­tras tanto, Inglaterra y Francia, haciendo protestas de neutralidad embargaban el armamento que se enviaba a la España republicana. En el transcurso de esta guerra se observó con toda claridad cómo el capitalismo inglés y francés, liberales en su respecti­va sociedad, preferían que el pueblo español cayera bajo la bota totalitaria de ultra-derecha, antes de que pudiera avanzar por el camino democrático hacia el socialismo.

La II República sólo fue ayudada por la URSS y por México. Pero, en comparación con las ante­riores, estas ayudas fueron mucho menos impor­tantes. México envió unos veinte mil fusiles junto con unos veinte millones de balas. Y los soviéticos vendieron material de guerra por valor de unos 120 millones de dólares. La presencia extranjera más destacable al lado de los republicanos fue la de las Brigadas Internacionales, por las que pasaron unos 35.000 hombres, principalmente franceses, y de muy diversas nacionalidades, que sentían la necesidad de luchar por la libertad y por el progreso, amenazados no sólo en España, sino también en sus propios países.

La ayuda directa de los imperialismos alemán e italiano, así como la ayuda indirecta del capitalis-

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mo internacional americano, inglés y francés, fue­ron determinantes para que el franquismo se impu­siera como dictadura en España.

Y a pesar de que esos imperialismos se enfren­taron a continuación en la guerra más catastrófica que ha conocido la historia, y a pesar de que Fran­co era fundamentalmente un vástago político de Hitler y de Mussolini, la larga duración de la dicta­dura franquista no puede explicarse si no se tiene en cuenta el apoyo que siguió recibiendo de los im­perialismos que ganaron la guerra, principalmente del americano. Tras el sistema de alianzas interna­cionales que se había creado coyunturalmente entre los países capitalistas liberales y el país que estaba construyendo una primera etapa del socialismo, y una vez estos Aliados consiguieron aplastar los sis­temas capitalistas opresivos y represivos, en el pla­no internacional volvió a dibujarse el antagonismo entre fuerzas burguesas y fuerzas proletarias y pro­gresistas.

A juicio de muchos historiadores y científicos de la política, el problema de la dictadura de Fran­co se hubiera podido resolver fácilmente después de la II Guerra Mundial. Los aliados hubieran po­dido facilitar enormemente el restablecimiento de un sistema democrático en España. Pero el impe­rialismo americano prefirió que continuara en el poder un dictador; a juicio del capital americano, un régimen militar-fascista era una pieza más se­gura en el sistema de seguridad internacional, fun­damentalmente dirigido contra la URSS, que se perfilaba entonces. Pero tampoco la URSS adoptó una posición clara en la defensa o en la necesidad de restablecer un régimen democrático en la Pe­nínsula Ibérica.

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4. — La organización de un mercado mundial

Los enfrentamientos comerciales se desarrollaron en las guerras; las guerras perseguían un nuevo re­parto mundial: reparto de mercados, reparto de materias primas, y asimismo un reparto de zonas de influencia política y militar. A partir de ese mo­mento, puede y debe hablarse no sólo de los im­perialismos de signo capitalista, sino también del social-imperialismo de la URSS; es decir, en las ne­gociaciones de Yalta y Potsdam, la URSS intervino más como un Estado que defendía los intereses es­pecíficos de su sociedad y de su zona de influencia geográficamente próxima, que no como una poten­cia revolucionaria que alcanzaba proyección mun­dial.

La URSS no opuso ningún problema a la orga­nización de las zonas de influencia en el mundo del capitalismo, a cambio de que permitieran a los so­viéticos organizar su propia zona de control polí­tico, militar y económico.

El sistema imperialista de signo capitalista, que es del que en estas páginas tratamos explícita o im­plícitamente, iba, a partir de 1945, a organizar de una manera más civilizada sus antagonismos inter­nos, incluso a escala mundial. Pero el arreglo pací­fico de cuentas entre los grandes imperios europeos y americano, iba en todo caso a encontrar sus so­luciones en contra de otros países: los que forman el capitalismo periférico, subordinados al capitalis­mo centrado en Estados Unidos, Inglaterra, Fran­cia, etc. En la gradual internacionalización del capi­tal financiero, en la internacionalización del sistema productivo, el imperialismo alemán (que renuncia a la primacía absoluta) no tardaría en ocupar el pues­to que le correspondía, hasta convertirse de nuevo en una de las primeras potencias industriales del

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mundo, que organiza asimismo sus zonas de influen­cia en las naciones dependientes.

Lanzándose a una explotación más intensa en América del Sur, en África, en Asia, etc., los países imperialistas europeos alejaban el espectro de la guerra entre sí, al tiempo que transmitían sus ten­siones a las latitudes lejanas. Los imperialismos europeos y americano no sólo eliminaban el peli­gro de nuevos conflictos entre ellos, sino que supri­mían también el riesgo de tendencias a las guerras civiles en cada país (1). Haciendo participar al pro­letariado de los capitalismos del centro en los be­neficios de la explotación neocolonial, se amortigua­ban las luchas de clase en los países desarrollados. Pero esa tendencia internacional limitada a las so­ciedades altamente industrializadas del norte, re­percutiría de manera muy negativa en los países subdesarrollados del sur, como Argentina y Brasil, y también, aunque en otra medida, en países como España e Italia. Hasta hoy —y seguramente en el futuro, mientras no se encuentren soluciones—, las crisis cíclicas del capitalismo internacional produ­cen efectos brutales en las economías y en la orga­nización socio-política de los países periféricos.

Ya he empezado a apuntarlo más atrás, pero

(1) Cecil Rhodes describía en 1895 con absoluta claridad ese aspecto del imperialismo: «Para salvar a los cuarenta millones de habitantes del Reino Unido de una guerra ci­vil asesina, nosotros, los colonialistas, hemos de conquis­tar tierras nuevas a fin de instalar en ellas el excedente de nuestra población, y con el objetivo asimismo de en­contrar en esos territorios salidas para los productos de nuestras fábricas y de nuestras minas. Yo siempre he di­cho que el Imperio es una cues t ; ón de es tómago. Si usted quiere evitar la guerra civil, tiene usted que devenir impe­rialista.» (Cfr. «Die Neue Zeit», XVI , n.° 1, 1898, p. 304. Ci­tado por Lenin en «L'impérialisme, stade supréme du ca-pitalisme.»)

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conviene recalcarlo con otras palabras: a menores márgenes económicos en los países subordinados, se origina una mayor posibilidad de enfrentamientq, y de choque más agudo, entre los distintos bloques de clases. De ahí que las clases económicamente do­minantes en las sociedades menos desarrolladas, esas clases inertes que también propongo definir como burguesías delegadas (burgueses que representan a las burguesías imperialistas), sientan la propensión (la necesidad, desde su punto de vista) a organizar­se en Estados fuertes, de tipo fascista o/y de tipo militar, que hacen más factible la superexplotación a la que someten a los pueblos de esos países.

Esa tendencia es permanente en naciones como Argentina y Brasil, lo es en España también, al me­nos hasta 1976, podría seguir reproduciéndose en el futuro, de manera característica, asimismo en países como Italia e incluso en Alemania (a pesar de que ha conseguido integrarse en una buena posición en el sistema imperialista mundial). Respecto a la per­manencia o/y a la reproducción de los sistemas fas­cistas y militaristas, las fuerzas progresistas, princi­palmente socialistas y comunistas, tienen y tal vez también tendrán sus responsabilidades. Es decir, que la continuidad o la desaparición de las dictadu­ras depende asimismo de que esos partidos del pro­greso luchen correctamente, o no, contra ellas.

5. — Las multinacionales y la militarización de la eco­nomía

Tal como sugiero desde la introducción a este libro, el fascismo y el militarismo no sólo son re­gímenes del pasado, sino que pueden igualmente ser­lo del inmediato presente y del próximo futuro. En ese sentido, siguen dándose al menos dos de las

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condiciones objetivas que facilitan la simple conti­nuidad o bien la reproducción compleja de las dic­taduras: las tensiones y crisis que el imperialismo produce por su dominación de la estructura econó­mica internacional y el acompañamiento de la mili­tarización, estrechamente asociada a esos fenóme­nos.

En los países económicamente subordinados como Argentina, Brasil, España e Italia, tales con­diciones se agudizan. Esos problemas presentan en primer lugar una «cara»: la de las multinacionales; en segundo término, aparece la «cara» militar de tal o tal otro país; y en el fondo, dominando todo el panorama, se encuentra el imperialismo ameri­cano junto a sus fuerzas armadas.

Prestemos mucha atención a esa perspectiva, y ahondemos un poco más en ella con otros detalles:

Las tres cuartas partes de la producción indus­trial del mundo capitalista están en manos de un mi­llar de grandes monopolios. Según algunos futuró-logos, dentro de diez años más o menos la misma producción estará en un grupo mas reducido, esto es, más concentrado: entre 200 y 300 grupos. Aho­ra bien, es importante tener en cuenta que al me­nos el 50 % de las grandes multinacionales, y sin duda alguna las de más peso económico y las de tec­nología más avanzada, son norteamericanas. Las demás son europeas (sobre todo inglesas) y japone­sas (1). Pero también en muchas de estas multina­cionales suele haber penetración del capital finan­ciero americano, penetración que se hace, a veces, con el disfraz de otra nacionalidad.

En suma, existen grupos multinacionales que son más poderosos que muchos Estados-nación. La Ge-

(1) Beaud-Bellon-Francois: «Lire le capitalisme», Edi-tions Anthropos, París, 1976, p. 136-137.

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neral Motors, la Gulf Oil, la General Electric, la IBM, la ITT, la Westinghouse, la Xerox, la Boeing, la Lockheed, etc., constituyen verdaderos reinos del imperio yanki. Las empresas electrónicas junto con las aeroespaciales y las petroleras, son las que más caracterizan el proceso histórico de la internacio-nalización de la producción. Además, esas multina­cionales no son sino ramas de bancos y grupos fi­nancieros también muy conocidos, como el Rocke-feller, la Morgan Bankers, el First National, etc. El capital de esas y otras multinacionales controla al­gunos de los sectores clave de la economía de los países dependientes. Por ejemplo, en el terreno del material eléctrico, el capital extranjero controla el 70 % de la producción del Brasil (pero en países que no son económicamente subordinados [salvo respecto a USA] como en Alemania, las empresas extranjeras controlan un 40 % de la electrónica, y en Francia la penetración que viene de fuera alcan­za más del 32 %) (1).

Las principales multinacionales de la electrónica, el petróleo y las aeroespaciales, tienen numerosos y fuertes vínculos con las fuerzas armadas de unos y de otros países, y fundamentalmente con el Depar­tamento de Defensa de Estados Unidos. Esos lazos son de muy diverso signo, por encima (y por deba­jo) de los más visibles: esto es, de los económicos.

Esas empresas suministran sus productos a los ejércitos y al mismo tiempo suelen recibir ayudas financieras para la investigación científico-técnica. Algunos datos ilustran esas relaciones. Los contra­tos pasados entre el departamento de Defensa ame­ricano y algunas de esas multinacionales en el año

(1) Armand Mattelart: «Multinationales et systèmes de communicat ion», Editions Anthropos, Paris, 1976, pp. 22 y 24.

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1974, son los siguientes (en millones de dólares): Lockheed, 1.853; General Electric, 1.211; Boeing, 1.076; Westinghouse, 461; IBM, 252; ITT, etc., et­cétera (1).

Por otra parte, el financiamiento de la investiga­ción también ofrece datos que hablan por sí solos. En 1970, el 79 % del financiamiento de la investi­gación aerospacial provenía de agencias guberna­mentales, y la parte más importante era del Pentá­gono. En lo que se refiere a la electrónica, todos los años recibe un 60 % de su presupuesto-investi­gación del departamento de Defensa. Esas ayudas, repartidas por empresas, presentan las siguientes cifras (correspondientes a 1973, en millares de dó­lares): Boeing, 401.549; General Electric, 330.123; Lockheed, 278.195; IBM, 126.627; Westinghouse, 119. 361; ITT, 28.536, etc. (2).

6. — El pentagonismo, "estado supremo" del imperia­lismo

Casi todo acaba pasando al archivo de la histo­ria, incluso algunos aspectos de las tesis revolucio­narias de Marx y de Lenin. Aquella frase-título del libro («El imperialismo, fase suprema del capi­talismo») dio en el clavo, por su sonoridad y por la justeza de su análisis. Pero los marxistas han caído en varias visiones erróneas; algunas de las más descollantes son las producidas por la defor­mación del economicismo catastrofista: es decir, el pensar que la propia evolución del capitalismo

(1) Fuente: Department of Defense: «100 Companies and Their Subsidiary Corporations Listed According to Net Valué of Military Prime Contract Awards».

(2) Fuente: «Aviation Week & Space Technology», 6 mayo 1974.

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llevaría a esta sociedad a su autodestrucción. Eso de «estadio supremo» puede interpretarse en el sen­tido de que ya no cabe un desarrollo posterior de tal formación económico-política. Error, grave error. Porque el capitalismo puede seguir evolucionando, a través de viejas y nuevas injusticias, hasta que las fuerzas revolucionarias no le obliguen a desapare­cer. Una sociedad puede pudrirse, pero nunca se en-tierra a sí misma.

Más de medio siglo después de que el dirigente ruso escribiera ese texto, comprobamos que el ca­pitalismo internacional sigue fuerte. Tan es así que, podemos decir que el imperialismo que conoció don Vladimiro Ilich ha pasado por nuevas transforma­ciones, hasta generar hoy otro aspecto: el pentago-nismo, que tal vez acabe siendo el «estado supre­mo» del imperialismo (parafraseando críticamente el título leninista).

En el capítulo anterior apuntaba que entre las multinacionales y el Pentágono no sólo existen rela­ciones limitadas a lo económico; tampoco se que­dan en la colaboración científico-técnica. Las rela­ciones van mucho más allá. No consisten solamente en el intercambio del personal dirigente: es decir, que el antiguo dirigente de una multinacional de la electrónica pase a ocuparse de la dirección de una agencia de espionaje; o que el general vaya a ocu­parse de la construcción de aeronaves en tal otra multinacional; o que el banquero-petrolero se con­vierta en el presidente o vicepresidente de este o de aquel Estado, etc. Ésos no son sino detalles de un fenómeno más vasto y profundo que quizá poda­mos definir como la punta de lanza de la «política» de una superpotencia. Esa lanza que se empuña desde Estados Unidos, y se blande hacia los países económicamente subordinados; esa lanza cuya de­legación cae a veces en manos de las burguesías in-

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tenores (la inerte interioridad de quienes no hacen mucho más que representar las burguesías exterio­res radicadas en Nueva York, Londres, Bonn, etc.).

Porque en momentos de crisis en una de las na­ciones capitalistas periféricas, ya ha quedado de­mostrado —uno de los ejemplos más sangrientos es el de la ITT en Chile— que algunas multinaciona­les actúan como verdaderas agencias gubernamen­tales, con misiones —económicas, para-militares, et­cétera—, que sobrepasan las tareas de las embaja­das correspondientes.

Pero al margen de esas etapas de crisis, las mul­tinacionales realizan constantemente funciones para-pentagónicas. Estas funciones, además, encuentran numerosas facilidades en la complementariedad de los regímenes militaristas que aquí analizo. Porque si en Estados Unidos existe una articulación entre las multinacionales y el Pentágono, en los países de­pendientes —lo veremos con toda claridad en la Se­gunda Parte, sobre todo en cuanto concierne a Bra­sil y a Argentina— las grandes empresas se encuen­tran directamente en manos de los militares. La economía se encuentra más militarizada, no sólo en el interior de las empresas, sino en algunas zo­nas que las rodean: los generales brasileños han decretado que son zonas estratégicas no sólo las fronterizas, sino también determinados sectores de considerable densidad industrial.

La penetración económica y la subordinación mi­litar se encuentra, pues, insertada constantemente en una amplísima operación política que se desa­rrolla incluso en los ámbitos ideológicos. Esto es, todo ello está acompañado por la difusión de los valores ideológicos del imperialismo. En este senti­do, por ejemplo, es muy significativo que en la tele­visión de varios países, entre ellos España, abun­den los seriales filmados en Estados Unidos. Y exis-

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ten otros planes, ya avanzados, de expansión de la influencia ideológica americana a través de la tele­visión, de la educación, e incluso de las agencias de publicidad (1). Los objetivos prioritarios de la propaganda de Estados Unidos son, en primer lugar, China, la República Federal alemana, Japón y la URSS. Obsérvese que en esta primera categoría se encuentran no sólo los principales países socialistas, sino también dos de los principales países capita­listas: es decir, los que pueden hacerles mayor com­petencia, pero también donde los americanos tienen grandes intereses económicos y estratégicos. En se­gundo lugar se halla una lista en la que se encuen­tran Brasil, India, Indonesia, Italia, Vietnam y Yugos­lavia. En tercera fila, numerosos países entre los que están catalogados, Argentina, Chile, Cuba, Francia, España, Turquía, etc. (2). Según los países, los ele­mentos de la propaganda se combinan con mayor o menor dosis de persuasión y de tentativas de alie­nación, con unos u otros matices acerca de quiénes son los «malos» y quiénes son los «buenos» (a gran­des rasgos, según la propaganda imperialista en cualquier país, que se guía por el primario esque­ma simple de las películas del oeste, los «buenos» son, por supuesto, los capitalistas, y los «malos» los comunistas; pero por «necesidades» propagandísti­cas llegan a llamar «comunista» a cualquiera que no comparta sus puntos de vista, incluso a un cató­lico sencillamente progresista o que protesta ante las injusticias que el capitalismo internacional co­mete en los países del Tercer Mundo).

(1) Cfr. «Multinationales et systèmes de communica­tion», op., cit. Entre las agencias de publicidad, cabe seña­lar la McCann Erickson, la Walter Thompson, etc.

(2) Fuente: USIA (United States Information Agency), citada por Armand Mattelart, en «Multinationales et systè­mes de communication», op., cit., p. 379.

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7. — El problema del Estado en el mundo contem­poráneo

Hoy se plantea un problema suplementario res­pecto a las cuestiones que aquí analizo: que en el mundo contemporáneo se desarrollan diversas ten­dencias contrarias a la perduración de los Estados democráticos. Se trata de un fenómeno con el que tienen que enfrentarse las sociedades que durante largo tiempo han estado sometidas al fascismo o/y al militarismo, problema agravado en aquellos paí­ses en los que las dictaduras siguen en el poder, pero en todo caso la problemática se cierne, si bien en otro grado, también sobre las sociedades libera­les avanzadas.

Esas tendencias objetivas se imbrican en la cri­sis económica mundial, en las dificultades con las que choca el sistema capitalista para seguir armó­nicamente su evolución. Tales dificultades se lla­man crisis energética, y de manera general (en lo cual no estamos más que en el principio), se definen como planteamientos, cada vez más claros, por par­te de los países del Tercer Mundo, de sus exigencias de nuevas relaciones comerciales, más justas. (Pero a esos países no les será fácil alcanzar ni una parte de sus reivindicaciones.)

Las dificultades del sistema capitalista se llaman asimismo tendencia a la baja del índice de los be­neficios, y lucha cada vez más acentuada del pro­letariado de los países desarrollados frente a unas burguesías que se han acostumbrado a vivir con de­masiados privilegios económicos. Son burguesías que persisten en mantener unos índices de benefi­cios que difícilmente podrán conservar en los años venideros. O, si se obcecan, tendrán que sostener esa pretensión por vías no democráticas, esto es, retornando a formas de Estado dictatoriales en las

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que la función del aparato represivo constituye la principal respuesta a las peticiones de los trabaja­dores. En casi todos los países existen núcleos bur­gueses que están dispuestos a tomar esa orienta­ción: en las sociedades en las que ya han conocido el fascismo como Italia y Alemania (1) pueden ob­servarse ciertas reactivaciones de elementos ultra-derechistas. En naciones como Argentina y Brasil, la reproducción del fascismo y del militarismo no choca con grandes obstáculos. En España, aunque el bunker más estridente ha perdido gran parte del po­der, lo verificable es que su continuidad se realiza sin problemas, lo mismo que la continuidad del fran­quismo en su totalidad, aunque se disfrace bajo otras apariencias políticas. Las corrientes antidemocráti­cas, o de una democracia aherrojada, se dibujan igualmente en formaciones históricas que se han ca­racterizado predominantemente por la creciente de­mocracia política y por el progreso económico. En Francia, por ejemplo, la opción que empieza a plan­tear Chirac muestra un color político más a la de­recha, con mayor inclinación a utilizar métodos vio­lentos, que las aspiraciones neoliberales de Giscard d'Estaing (aspiraciones vagas, sin embargo, con más «wishful thinking» que programas concretos.)

Ante ese panorama, algunos politicólogos escri­ben que el Estado liberal burgués ya ha pasado de moda, y que entramos en una época en la que se impondrán nuevos tipos de Estados dictatoriales. Personalmente no creo que se deba caer en esas vi­siones fatalistas. No hemos de dejarnos llevar por consideraciones unilaterales. Un análisis científico, así como una acción racional en la práctica, debe tomar en cuenta las partes —cualquier parte de la realidad— en su conjunto, en sus interinfluen-

(1) Véase la Segunda Parte.

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cias, en su creatividad y destructividad recíprocas. En lo que concierne a las superestructuras esta­

tales, el resultado de la crisis dependerá también de la manera con que los partidos progresistas sepan enfrentarse a ella. Insisto en este aspecto importan­tísimo. En cualquier caso lo verificable es que el margen de maniobra se reduce para todo el mundo, y sobre todo en las naciones económicamente más dependientes de la estructura capitalista internacio­nal, entre las cuales se encuentran hoy, menos Ale­mania, todos los países cuyos problemas políticos estudio en este libro.

Las que difícilmente vendrán serán las transfor­maciones superidealistas de ciertos «catecismos» al uso en los partidos comunistas, que desgraciada-menten confunden la propaganda política con los análisis y las prospectivas científicas. No habrá —nunca ha habido— una línea de cambios constan­temente progresiva. No se pasará, como en un cami­no bordeado de rosas, tal como más o menos lo pre­sentan numerosos textos oficiales de los comunistas, del Estado de los monopolios al Estado de todo el pueblo, sin que surjan graves dificultades externas (provocadas por el capitalismo) y posiblemente no menos graves deformaciones internas (burocracia «socialista»). En todo caso, la «desaparición» del Estado es una utopía cuya realización no resulta previsible en vida de las generaciones presentes. Los fenómenos que observamos en los países que in­tentan construir el socialismo ofrecen no sólo nu­merosas deformaciones burocráticas, sino reforza­mientos sin cuento del Estado, militarizaciones de diversos sectores estatales que no pertenecen estric­tamente a las fuerzas armadas (investigación cien­tífica, aplicación tecnológica, industria pesada, et­cétera), pero que pasan por procesos de organización

6. FASCISMO Y MILITARISMO 81

comparables a los de las sociedades capitalistas. (Pero en esas militarizaciones existen, además, en los países llamados socialistas, diversos problemas de tipo subjetivo que aquí no puedo abordar.) (1).

No hay que caer en pesimismos ante el futuro de la democracia. Pero la verdad es que tampoco po­demos dejarnos llevar por ultraoptimismos. Por­que junto a esas tendencias económicas que, en prin­cipio, podrían reducir el margen de la libertad, se suman otros fenómenos políticos. Por ejemplo, el de la mitología de la seguridad. La seguridad inter­nacional, y la seguridad interna de cada país, permi­te a muchos Estados —incluso a los que hoy por hoy son democráticos— desarrollar tácticas de vigilan­cia, de ocupación de territorios y ciudades, de opre­sión psicológica sobre las poblaciones, etc., con la invención constante de fantasmagóricos «enemigos de potencias extranjeras». Las empresas propagan­dísticas a las que aludo más atrás trabajan de mil maneras —también en las películas de estilo james-bondiano, en los «tebeos» o dibujos animados, etc.—, en la configuración de actitudes de marcado antago­nismo contra el otro bloque, tanto en su presencia estrictamente exterior, como en su versión del lla­mado «enemigo interior». Los tecnócratas de la co­municación refinan las técnicas para interiorizar en las personas esa desconfianza e incluso ese odio sistemático a cuanto no esté integrado en lo que

(1) Por ejemplo, la manía de antiguos jóvenes , que posiblemente fueron revolucionarios, y que al llegar al po­der se nombran mariscales. El ú l t imo caso es Brejnev. Lo m á s alarmante, sin embargo, es que un Estado poderoso como el soviético, que podría permitirse numerosas liber­tades, m á s que un Estado capitalista, se dedique todavía a perseguir, encarcelar y exiliar a personas que no se dedi­can m á s que a manejar palabras, pinceles o arcos de vio-l ín y de violoncello.

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podríamos llamar el «modelo imperial». Lo historia-ble también es que en casi todos los ejércitos del mundo capitalista se entrenan hoy grupos especia­les de militares profesionales o para-profesionales, a veces coordinados con grupúsculos de la ultradere-cha, para cubrir las «hipotéticas necesidades» de futuras «guerras interiores».

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Segunda Parte

LAS F O R M A C I O N E S HISTÓRICAS Y LOS ORÍGENES

DE LAS DICTADURAS

Las ciencias sociales, sobre todo las que están influenciadas por concepciones burguesas, pero tam­bién ciertas tendencias del marxismo «ortodoxo» y simplificador, suelen decantarse en exceso hacia «vi­siones» inmóviles y generalizadorar de las realida­des de cualquier país. Según esos puntos de «vista» todas las sociedades capitalistas tienen las «mis­mas» estructuras económicas, plantean los «mis­mos» problemas interclasistas y desembocan, con un matiz más o menos, en el «mismo» Estado. Se trata de graves simplificaciones que la investigación histórica contradice.

Al hacer el análisis concreto de cada nación con­creta, descubrimos que, junto a los rasgos comunes con otras formaciones históricas, se ponen de re­lieve los fenómenos específicos. Es la especificidad la que tiene la supremacía sobre la generalidad. Y se muestra así incluso cuando hacemos estudios comparativos entre países cuyos pueblos se enfren­tan con problemas políticos análogos.

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Los hechos específicos se destacan cuando se pro­fundiza en la pulsación de cada realidad y en sus relaciones con el conjunto de las otras realidades. De esta manera vemos que en la generalidad de so­ciedades capitalistas, aun teniendo todas una estruc­tura económica típicamente capitalista, la composi­ción de esa estructura puede ser muy diferente. En un país es el capital industrial el que domina esa estructura, en otra nación, el capital bancario, etc., todo lo cual produce efectos diferentes en una o en otra sociedad.

Lo mismo podemos decir de las clases sociales. Es evidente que en toda sociedad capitalista existen tres bloques clasistas fundamentales: el de la bur­guesía, el del proletariado (clase obrera, principal­mente) y el de la pequeña burguesía. Pero, por ejem­plo, la clase obrera alemana es distinta de la espa­ñola (en ello tiene asimismo mucho que ver la diferente formación política), como la pequeña bur­guesía italiana era diferente de la española, y la bur­guesía brasileña muestra disparidades respecto a la burguesía alemana, etc.

Empiezo a sugerirlo desde la introducción, y con­viene volver a subrayar todo eso, porque tales ten­dencias a la asimilación y a la confusa generaliza­ción son graves: la gravedad posiblemente más dra­mática consiste en que esas confusiones afectan de modo negativo la actuación de las fuerzas democráti­cas y progresistas. Los regímenes fascistas y milita­ristas, aún mostrando numerosos rasgos comunes, son, cada uno de ellos, específicos.

El significado de esas especificidades alcanza su plenitud cuando las observamos a través de los rit­mos de cada formación histórica.

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I. ITALIA

Ya he indicado los problemas de la transición del feudalismo al capitalismo, y la incapacidad de la burguesía italiana en llevar adelante una auténtica revolución política. Gramsci escribió páginas de gran lucidez sobre esta cuestión: «La burguesía ita­liana ha conseguido organizar su Estado menos por su propia fuerza intrínseca que porque ha sido favo­recida en su victoria sobre las clases feudales y se-mi-feudales por toda una serie de condiciones de orden internacional (la política de Napoleón III en 1852-1860, la guerra austro-prusiana de 1866, la de­rrota de Francia en Sedan y el desarrollo que tomó, a continuación de ese acontecimiento, el imperio ger­mánico). Así el Estado se ha desarrollado más len­tamente» (1).

(1) A. Gramsci: «Le origini del gabinetto Mussolini», in «La Correspondance internationale», del 20 noviembre 1922. (Cfr. Gramsci: «Sul Fascismo», Editori Reuniti, Roma, 1974, pág. 168.) En otras páginas, Gramsci escribió teorizaciones clarividentes sobre los problemas pol ít icos italianos: «No

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Las formas estatales burguesas se desarrollaron también con diversas debilidades, a causa de varios problemas de primera magnitud: la realización tar­día de la unidad nacional (1871), una unidad que se realiza en provecho de las regiones del norte y que deja sin resolver plenamente diversas cuestiones de peso (1); la influencia negativa del Vaticano; y so­bre todo las fuertes supervivencias del modo de producción feudal en el naciente capitalismo.

1. — Estructura económica y clases dominantes

La unidad nacional de un país es, por supuesto, incompleta mientras algunas regiones plantean pro­blemas particulares. En este sentido, España, aunque oficialmente hizo la unidad hace unos quinientos años (2) presenta la cuestión más específica en com-

existe el Estado de clase en el cual se traduce al m á x i m o la eficacia del principio de la libre concurrencia, con la al­ternativa en el poder de los grandes partidos representati­vos de los intereses generales de las categorías producto­ras. (Cfr. «L'intransigenza di classe e la storia d'Italia», in «Il Crido del Popolo», 18 mayo 1918 —«Scritti politici», páginas 130-132). «Italia es el país que tiene el mayor peso de población parasitaria, que vive pues sin intervenir de ninguna forma en la actividad productiva.» (Gramsci, «Note sul Machiavelli», p. 186.) Al escribir ese ú l t imo comentario, Gramsci seguramente se olvidó o no conocía el caso de España.

(1) «Los grandes terratenientes del sur conservaron durante largo tiempo —hasta 1920— la nacionalidad espa­ñola, y no dejaban pasar ni una ocasión para agitar el es­pectro del separatismo.» (Cfr. N. Poulantzas: «Fascisme et dictature», op., cit., p. 32.)

(2) Sobre el problema de las nacionalidades, y el de Cataluña en particular, consúltese la obra fundamental de Pierre Vilar: «Catalunya dins l'Espanya moderna» (Edi-cions 62, Barcelona) y mi trabajo «Cataluña en España» (Aymá, S. A. Editora, Barcelona).

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paración con los otros países que estudio en este l i ­bro. Pero la unidad nacional de un país es asimismo más bien un deseo que una realidad mientras esa nación no haya organizado su unidad económica, esto es: mientras no haya ordenado su mercado in­terior de tipo capitalista. Esta problemática se plan­tea con diversas similitudes tanto en Italia como en España, Argentina y Brasil.

Una unidad económica capitalista resulta de muy difícil realización mientras en el seno de una socie­dad pervivan fuertes residuos estructurales de tipo feudal. Este punto es a destacar en primer lugar, puesto que una cierta coexistencia de los dos modos de producción se prolonga en Italia hasta los pro­cesos que llevan al poder al fascismo. Es decir, has­ta los años veinte de este siglo, fuertes superviven­cias del modo de producción feudal dominaron en las relaciones de producción en el mundo rural ita­liano. Que el capitalismo monopolista fuera domi­nando a continuación esas supervivencias feuda­les en el terreno económico (agrícola), no signifi­ca, sin embargo, que esas supervivencias no con­tinuaran mostrándose activas en los niveles po­líticos e ideológicos de Italia. Ai contrario, estos elementos feudal-absolutistas fueron determinantes en la conquista del poder por los fascistas.

La unidad económica de tipo capitalista tampo­co se consigue plenamente en un país, si su estruc­tura económica está controlada, al menos en algu­nos de sus aspectos clave, por el capital extranjero.

En principio (1861-1887), fue el capital bancario francés (los Pereire, los Rotschild), y después la fi-nanza alemana fundó la «Banca Comerciale italiana» (1894). Este capital bancario se articuló a la banca italiana a través del Estado. El desarrollo económi­co italiano está subordinado a esa combinación-su-perbancaria.

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El proceso de industrialización es tardío. Hasta 1880 no puede decirse que se realicen impulsos de­cisivos. El primer núcleo de industria pesada, la Terni (altos hornos) no surge hasta 1884; la Breda (locomotoras) es de 1886; pero, hasta esos momen­tos, es la industria textil la que caracteriza el pro­ceso (o sea la industria ligera, las pequeñas y me­dianas empresas).

La concentración se acentúa desde 1905 con la creación de otro gran monopolio siderúrgico, la Ilva (1); la concentración prosigue durante la Pri­mera Guerra Mundial, mientras la dominación de la banca sobre la industria se afirma. Como una de las necesidades y efectos de la guerra, surge la in­dustria química y la hidroeléctrica. El Estado de­sarrolla su función en ese crecimiento económico, «El medio más poderoso a través del cual intervi­no el Estado a favor del capital financiero fue el mo­netario: la inflación» (2).

Después de la guerra, el proceso de industrializa­ción sufriría un parón de graves consecuencias para las relaciones entre las clases. Los pedidos bélicos habían hinchado artificialmente esa expansión, sin que se previera la continuidad de las salidas comer­ciales.

La crisis se hace cada vez más grave en Italia. No sólo son numerosas las pequeñas y medianas em­presas que quiebran, sino que también se de­rrumban algunos monopolios como la Uva y la An-saldo que arrastra en su caída a la «Banca italiana di Sconto».

La crisis significa, sobre todo, a partir de 1920-

(1) La Uva era una filial de la Comit, el 90 % de cuyo capital estaba en manos alemanas.

(2) P. Grifone: «II capitale finanziario in Italia», op., cit., pág. 30.

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1921, una agravación de las tensiones y de los en-frentamientos entre las clases sociales. Las clases económicamente dominantes se inclinan cada vez más por una «solución» de fuerza. Pero antes de im­poner una dictadura al proletariado, los grandes ban­queros, industriales y terratenientes tienen que re­solver las agudas contradicciones que se plantean entre ellos.

En ese sentido se produce una contradicción glo­bal entre el capital financiero y los grandes propie­tarios agrícolas. También se plantean tensiones en­tre el capital no monopolista y los monopolios. El capital medio llega a establecer alianzas con los agra­rios para enfrentarse con el gran capital. Todas esas tensiones se traducen a nivel político en la inesta­bilidad y debilidad de los gobiernos burgueses ante­riores a la implantación del fascismo. De Nitti (1) a Giolitti (2), de Bonomi (3) a Facta (4), los sucesi­vos equipos ministeriales no consiguen salir de la crisis que se generaliza y se profundiza con la in­tervención de la pequeña burguesía y del proletaria­do, al tiempo que los enfrentamientos armados pro-liferan.

Frente a la presión creciente de las clases explo­tadas, banqueros, industriales y terratenientes optan por unirse. Y su unión no se dirige hacia la organi­zación de un partido capaz de luchar políticamente, en paz, contra la clase obrera, sino que se orienta ha­cia la corporación de tipo medieval y al estableci­miento de la opresión y la represión más brutales.

(1, 2, 3 y 4) Estos políticos son las relativamente dife­rentes caras de las clases económicamente dominantes, se­gún las necesidades políticas de cada etapa. Nitti era el hombre de los grandes bancos. Giolitti era el moderniza-dor de la monarquía. Bonomi un antiguo socialista refor­mista (excluido del PSI en 1912). Facta, un continuador de la tendencia giolittiana.

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El peso agrario-feudal es determinante en la mez­quindad de tal concepción política. En 1911, la agri­cultura representaba el 55 % del producto global, y en 1921 todavía representa el 46,3 %. La burgue­sía, que «jamás había tenido una fuerte organización política unificada, jamás había tenido una organi­zación bajo la forma de un partido» (1), continúa con su fraccionamiento, regionalista y casi-individualis­ta, propio de una sociedad rural. Cuando consigue organizarse, lo hace corporativamente, al nivel de sus más elementales intereses económicos y con l i­mitada visión política. Así el 7 de marzo de 1920 se celebra la primera conferencia de la Confederación General de la Industria Italiana (Confindustria). Y el 18 de agosto se constituye la Confederación Ge­neral de la Agricultura (Confagricultura). Ambos organismos, junto con otra institución corporativa, la Asociación bancaria, se dedicarían a planear una política reaccionaria, a financiar el Partido Fascis­ta, a proyectar asimismo la «solución» de una dicta­dura militar, y a inclinarse en fin por la instalación de Mussolini en el poder.

2. — La pequeña burguesía y la formación del fas­cismo

La grave crisis económica, como empezaba a su­gerir, afectó destructivamente a la pequeña bur­guesía. Las quiebras de una serie de pequeñas y me­dianas empresas afectaron a miles de pequeño-bur-gueses, proletarizándolos de hecho. Pero, psicológi­camente, es uno de los fenómenos que más teme y rechaza el individuo pequeño-burgués. En esa con­junción de la crisis estructural con la crisis subjeti-

(1) P. Togliatti: «Le fascisme italien», op., cit., p. 29.

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va, las ideas fascistas encontraron un terreno abo­nado para desarrollarse.

Esa doble crisis comienza, sin embargo, al menos veinte años antes. Gramsci lo recordaba en un ar­tículo que publicó el 2 de enero de 1921: «El proce­so de desagregación de la pequeña-burguesía ha em­pezado en la última década del siglo xix. La peque­ña burguesía pierde toda importancia y, con el de­sarrollo de la gran industria y del capital financiero, abandona toda posición vital en el dominio de la producción; ella deviene una simple clase políti­ca...» (1). En ese mismo texto, el gran teórico ita­liano indica algunos de los aspectos característi­cos del comportamiento de la pequeña-burguesía «que sustituye, en una escala siempre más vasta, la autoridad de la ley por la violencia privada, ejerce (y no puede hacerlo de otro modo) esa violencia de una manera caótica, brutal, y levanta contra el Es­tado diversas capas de la población cada vez más importantes».

Las consideraciones de Gramsci son interesantes aunque he de matizarlas un poco: la pequeña bur­guesía estaba lejos de perder «toda importancia» en el proceso productivo; y por otra parte, esa violen­cia pequeñoburguesa contra el Estado es algo muy superficial: en realidad, se trataba de una puesta en escena en combinación con el capital financiero para apoderarse más fácilmente del Estado.

La crisis estructural pequeño burguesa está acom­pañada, desde el final de la Primera Guerra Mun­dial, por un movimiento igualmente significativo, el de los «arditi» (2), cuyo comportamiento se articu-

(1) Citado por María A. Macciocchi: «Eléments pour une analyse du fascisme», t. 1., Union Genérale d'Editions, Col. 10/18, París, 1976, págs. 3940.

(2) «Arditi», literalmente significa, «atrevido», o «audaz»,

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la operativamente con el de la pequeña burguesía. Esos militares desmovilizados, entre los cuales se encuentran centenares de oficiales (es decir, elemen­tos típicamente pequeño burgueses), que formaron las tropas de choque durante la conflagración euro­pea, van a constituir asimismo las tropas de choque del Partido Fascista. Como grupo social, Togliatti los describía en espera, desde hacía tiempo, de con­quistar el poder: «El poder conquistado habría de­bido ser su poder. Esos grupos estaban alimentados de la concepción utópica según la cual la pequeña burguesía puede ir al poder, y dictar leyes al prole­tariado y a la burguesía, organizar la sociedad con planes, etc.» (1). Era gente que durante la guerra ha­bía hipertrofiado su gusto por ser jefe, y que nece­sitaba, con exacerbación patológica, seguir milita­rizando sus actividades, o mejor dicho: someter a una cierta militarización al conjunto de la sociedad.

2.1. — Ultranacionalismo e imperialismo

No puede hablarse de fascismo sin tratar, decía­mos, explícita o implícitamente de tensiones inter­imperialistas; de la misma manera, no puede es­tudiarse el fascismo sin investigar antes el substrato de las ideas ultranacionalistas.

El ultranacionalismo se estimulaba en Italia des­de revistas como «Il Regno» (fundada el 7 de no­viembre de 1903), en cuyas páginas se glorificaba la Roma imperial, y a los pintores y poetas de la Edad Media y del Renacimiento. Mussolini seguramente

así se llamaba a los militares ultranacionalistas italianos de la Primera Guerra Mundial.

(1) P. Togliatti: «Le fascisme italien», op., cit., p. 23.

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recibió influencias de algunos de esos textos, ya que contienen elementos decisivos del fascismo.

A la tesis de la lucha de clases querían contrapo­ner la de lucha de naciones, proponiendo un «socia­lismo nacional», según la fórmula de Enrico Corra-dini (1), en el congreso de Florencia de la «Asocia­ción Nacionalista Italiana» (3 de diciembre de 1910). Esta fórmula proliferó luego por los ambientes de la derecha italiana (2), alemana (3), española (4), así como, en el fondo, constituye una de las claves de los populismos suramericanos: a través de la propuesta «socialista» recuperar y alienar los movi­mientos contestatarios del proletariado integrándo­los en un nacionalismo primario.

Pero como otros ultranacionalismos, el italiano se basaba en dos paradojas. Primera, que preconi­zaba la expansión colonial (5); y segunda, que esta­ba financiado en gran parte por un grupo bancario alemán (el que había creado la «Banca Comercial Italiana»). En la base financiera de los grupos na­cionalistas también se encontraba la «Sociedad ita­liana para la fabricación de proyectiles» y Agnelli, de la Fiat.

Los que manejaban el nacionalismo, si en princi­pio eran partidarios de entrar en guerra al lado de Alemania (a la que les unía un pacto firmado en 1882), al final, decantándose del lado de sus inte-

(1) Corradini (1867-1931), era uno de los principales ideólogos del ultranacionalismo italiano.

(2) El 13-15 de mayo de 1918 se creó la «Unión Socia­lista Italiana», que iba a construir el «social ismo nacional».

(3) Recuérdese, y véase m á s adelante, que el fascismo en Alemania se l lamó nazismo, es decir: nacional-socialismo.

(4) Recuérdese, y véase más adelante, que uno de los aspectos del fascismo en España es el nacional-sindicalismo.

(5) Esta tesis se difundió desde un semanario, «L'Idea Nazionale», que empezó a publicarse en marzo de 1911.

97 7. FASCISMO Y MILITARISMO

reses, lo hicieron al lado de los ingleses-franceses firmando el pacto de Londres del 26 de abril de 1915 que les prometía «justas compensaciones».

Entre los gérmenes ideológicos originarios del fascismo, también cabe señalar lo que propongo con­ceptuar como el nacional-poetismo y el conocido movimiento futurista. D'Annunzio (1) representaba el primero y Marinetti (2) el segundo. Sobre éste, jefe del «futurismo», hay que señalar que en polí­tica era extremadamente pasadista, con sus violen­tísimas concepciones guerreras. Aquél prefiguraba en su comportamiento la formación de las bandas armadas fascistas. Ambos personajes se encuentran con Mussolini en la fundación del partido.

El ultranacionalismo italiano aún se exacerbó más después de la guerra. Los vencedores no cum­plieron las promesas hechas al firmar el Pacto de Londres. Las reivindicaciones italianas fueron, en su mayor parte, rechazadas. De ahí que se empeza­ra a hablar de la «victoria mutilada», a la vez que se pensaba organizar otro sistema de alianzas in-ter-imperialistas: el que acabaría planteando la Se­gunda Guerra Mundial.

2.2. — Los «Fasci di combattimento»

Benito Mussolini, hijo de un herrero, empezó a trabajar como maestro de escuela y a militar en el

(1) El nacioinal-poetismo d"annunziano tenía fórmulas muy gráficas; por ejemplo, a propósito de la guerra de Li­bia, decía «el Paraíso está a la sombra de las espadas» (en «Canzone d'Oltremare», 1911). Estas fórmulas seguramen­te influyeron al nacional-poetismo de algunos falangistas.

(2) Marinetti decía que «la guerra es la única higiene del mundo-», según proclama el título de uno de sus libros («Guerra sola igiene del mondo», 1915).

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Partido Socialista. En aquel tiempo ya sabía esti­mular el culto a su personalidad presentándose como un socialista intransigente. La espectacularidad de su conducta le llevó a ocupar el puesto de director de «Avanti» (1) a partir del 1.° de diciembre de 1912. Todo eso por muy poco tiempo. Porque en aquellos años empezó a poner de manifiesto su ca­rácter contradictorio, mezcla dispar de ideas opues­tas que es uno de los aspectos principales de la ideo­logía fascista. Mussolini se convirtió en dirigente socialista por haberse opuesto declamatoriamente contra la guerra de Libia, y dejó de ser socialista porque el 18 de octubre de 1914 preconizó la inter­vención en la Primera Guerra Mundial al lado de los países de la «Entente». En efecto, en esa fecha pu­blicó un artículo en «Avanti» que era un llamamien­to relativamente velado en ese sentido. La dirección del PS lo cesó (el día 20) como director del perió­dico, y el 24 de noviembre lo expulsó de las filas del partido.

Antes, el 15 de noviembre, Mussolini inició la pu­blicación del diario «Il Popolo d'Italia» en el que iban a desarrollarse los primeros aspectos de la ideo­logía fascista. El 1° de enero de 1915 publicó un primer manifiesto de los «Fasci d'azione rivoluzio-naria» (2). Y el 24-25 de enero organizó el primer con­greso de estos «fasci». Pero hasta 1919 los «fasci»

(1) «Avanti» era y sigue siendo el órgano oficial del Partido Socialista italiano.

(2) De este término se deriva «fascista», «fascismo». «Fasci» es el plural de «fascio» y significa simplemente «haz» (manojo, grupo, etc.). El origen está en la Roma an­tigua: ciertos magistrados iban precedidos de oficiales, llamados lictors, que llevaban, como signo de poder, varas de abedul en forma de haz en torno a un hacha. En el len­guaje polít ico italiano de la época pre-f ascista, se llama­ban «fasci» las ligas de acción polít ica y social. Pero es Mussolini quien marca definitivamente el concepto.

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no cobraron su verdadera identidad, y su principio de organización. Durante un año, Mussolini se de­dicó a trabajar políticamente a los «arditi». «Il Po­polo d'Italia» del 25 de noviembre de 1918 cuenta «cómo, algunos días antes, Mussolini se había uni­do a un grupo de "arditi" y, después de haberles llevado a un café, se ganó su simpatía haciéndoles un discurso demagógico y adulador» (1). El 23 de marzo de 1919, en Milán, Mussolini funda el movi­miento de los «fasci di combattimento». La asisten­cia estaba compuesta por unas ciento cincuenta personas, entre los cuales Marinetti y unos pocos «futuristas», Roberto Farinacci (que luego sería se­cretario del Partido Nacional Fascista), algunos anar­cosindicalistas y diez oficiales (tenientes) (2). Desde el 15 de agosto, el «movimiento» publicó «II Fascio», semanario oficial de los fascistas. Pero pasó otro año antes de que Mussolini pudiera contar con unos pocos miles de militantes de la «causa» que él preco­nizaba.

2.3. — Finanzas del partido y número de militantes

El incremento de las primeras está en estrecha relación con el aumento de los segundos.

Los días 9 y 10 de octubre de 1919 tiene lugar en Florencia el Primer Congreso de los Fasci. Du­rante este año, los fascistas todavía no son un par­tido de masas. Pero es difícil saber con exactitud el número de militantes, ya que diversos autores manejan cifras muy diferentes. Robert Paris, por

(1) Cfr. Robert Paris: «Histoire du fascisme en Italie», Maspéro, Paris, 1962, pág. 247.

(2) Cfr. R. Paris: «Les origines du fascisme», Flam­marion, Paris, 1968, pág. 60.

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ejemplo, en su «Histoire du fascisme en Italie» (1) publicada en 1962, dice que en esa fecha había 56 «fasci» con 17.000 inscritos. Pero el mismo autor, en su libro «Les origines du fascisme» publicado en 1968, dice respecto a la misma época que «al final del año había en Italia 31 "fasci" que agrupaban a ochocientos setenta miembros» (2).

Esa falta de precisión debe ser criticada, pero la diferencia no afecta la continuación de mis consi­deraciones. Basta con saber que las masas de tra­bajadores italianos todavía no habían sido influidos por el fascismo.

Mussolini empezó siendo financiado por la An-saldo, el mastodonte siderúrgico y metalúrgico, pero diversos otros representantes de la industria pesada le ayudaron económicamente. Hacia finales de 1919, los capitales para-fascistas afluyen cada vez más, pero las cantidades importantes, decisivas, no en­tran en las cajas mussolinianas más que a partir del verano de 1921, que es cuando quedan estable­cidas cotizaciones sistemáticas.

A mediados de 1920, los grupos fascistas son en­grosados gracias a la recomendación que el Minis­tro de la Guerra, Bonomi, y otros generales, hacen a los oficiales para que ingresen como militantes en el movimiento reaccionario. Gramsci habla de la «des­movilización de unos 60.000 oficiales» (...) «que con­servaban las cuatro quintas partes de su sueldo» que «en su mayoría fueron enviados a los centros políti­cos más importantes, con la obligación de adherir­se a los "fasci di combattimento"» (3). Gramsci sitúa este hecho en el mes de julio, pero en este caso segu­ramente es el marxista italiano el que cae en un error,

(1) R. Paris, op., cit., p. 226. (2) R. Paris, op., cit., p. 61. (3) Gramsci: «Sul Fascismo», op., cit., p. 171.

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porque Robert París aporta datos muy precisos so­bre la cuestión (1). Fue el 24 de septiembre de 1920 cuando el Estado Mayor envió una circular reco­mendando discretamente la entrada en los «fasci» que «de ahora en adelante pueden ser considerados como fuerzas vivas a oponer eventualmente a los elementos antinacionales y subversivos». Lo impor­tante a tener en cuenta respecto a todo ello es que en esa etapa comienzan su actuación las bandas ar­madas que siembran el terror entre los trabajado­res de la ciudad y del campo. Italo Balbo, que con el fascismo en el poder sería mariscal, era uno de los oficiales que dirigían esos grupos terroristas de ultraderecha.

Un año después, en el otoño de 1921, cuando van a celebrar el congreso de Roma y la constitución del Partido Nacional Fascista (7-10 de noviembre), los mussolinianos ya constituyen un movimiento impresionante. En esa fecha, el PNF cuenta con 320.000 miembros (2), en su mayoría burgueses y pequeño-burgueses. De las cifras que aporta To-gliatti (3), cabe subrayar, como componentes de la burguesía, 4.000 industriales y 18.000 terratenientes; pero es necesario criticar la poca caracterización que hace el dirigente comunista italiano al hablar de 21.000 estudiantes y enseñantes (¿hijos, en su mayo­ría, de la burguesía?, o bien, ¿cuántos pertenecían a la pequeña burguesía?) así como tampoco concre-

(1) R. París: «Les origines du fascisme», op., cit., pgs. 113-114.

(2) París, p. 243. (3) Togliatti, sin embargo (p. 32) da una cifra distinta

del número de inscritos: 151.000. Ni el primero ni el segun­do aportan datos concretos de las fuentes de tales estadís­ticas. Aunque la diferencia entre un número y otro de mi­litantes es grande, bástenos saber que en 1921 el PNF era ya un partido de masas.

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ta quiénes eran los 14.000 comerciantes inscritos en el PNF de ese momento (¿pequeños comerciantes? Pero, ¿cuántos eran representativos de la gran bur­guesía comerciante?) Las estadísticas concernien­tes a la pequeña burguesía son las siguientes: 10.000 personas pertenecientes a las profesiones liberales, 7.000 funcionarios del Estado y 15.000 empleados. Y los datos sobre el proletariado: 25.000 obreros y 27.000 trabajadores agrícolas (jornaleros y, según la explicación que más adelante da Togliatti, miembros de la pequeña y la mediana burguesía rural).

Si consideramos que la mayoría de los estudian­tes y una parte de los comerciantes se catalogan ob­jetivamente en la burguesía, tenemos que las clases económicamente dominantes constituían el núcleo numéricamente más importante del PNF de 1921. También es preciso poner muy de relieve que en esas clases económicamente dominantes el sector principal es el formado por personas del mundo ru­ral. Más: téngase en cuenta asimismo que los víncu­los que por lo general unían a los jornaleros agrí­colas con los propietarios, son vínculos (no sólo económicos, sino de relación primario-afectiva, de convivencia más o menos servil-señorial, como con­secuencia de las fuertes supervivencias del feudalis­mo en la agricultura italiana de aquellos años), vínculos, digo, mucho más fuertes que los lazos que pueden existir relativamente entre obreros e indus­triales que sean militantes de un mismo partido.

Ciertamente, el fascismo es un sistema político articulado a la escalada del capital financiero y a un proceso acelerado (forzado) de industrialización; sin embargo, hay autores, entre los cuales Poulant-zas (de cuyas posiciones teóricas, sin embargo, me encuentro muy cerca) que insisten demasiado en ello y de una manera unilateral: es decir, desarrollan su análisis tomando sólo en consideración los aspec-

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tos económicos de la etapa durante la cual el fas­cismo llega al poder. Aunque desde un punto de vis­ta estrictamente económico están en lo cierto, olvi­dan o dejan de lado el hecho de significación decisi­va en el nivel político: que los elementos ideológi­cos y los comportamientos determinantes de las ten­dencias bárbaras del sistema fascista se nutren de los dominios feudal-ruráles. Esto nos lo prueba la investigación histórica, cuantitativa y cualitativa­mente llevada a término. En cualquier caso la in­dustrialización es muy reciente: y si una estructura económica se ha transformado, eso no significa que el cambio ideológico se haya producido al mismo ritmo.

Es el capital financiero el que se aprovecha del fascismo, pero lo hace utilizando la fuerza reaccio­naria que germina en el mundo rural, conmocionado por la introducción del capitalismo y de las luchas de clases que éste comporta, luchas de clases que rompen la secular estabilidad interclasista en el cam­po. De análoga manera, es el capital financiero el que se aprovecha del fascismo, pero lo hace utili­zando la fuerza reaccionaria que parte de la pequeña burguesía desclasada, nostálgica de su pasado y re­chazando la proletarización que le aguarda en el fu­turo. En suma, el conjunto de elementos ideológi­cos pasadistas tienen una función clave en la cons­titución del fascismo. Ésta es una primera conclu­sión que he de desarrollar al ritmo de la investiga­ción de los hechos.

2.4. — El PNF, las bandas armadas y la organización del terror

Recordemos que la burguesía italiana había sido incapaz de organizarse en un gran partido político,

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claramente caracterizado como portavoz de los in­tereses burgueses. En la etapa de los años veinte, esa incapacidad se agudiza, dado que, con el creci­miento de las acciones proletarias, y la crisis econó­mica, los burgueses no pueden continuar gobernando como hasta ese momento lo han hecho. Tienen, pues, (desde su punto de vista) que aliarse con otras fuer­zas: la pequeña burguesía, la clase obrera y el cam­pesinado alienados. Éste es un aspecto importantí­simo que es necesario tener en cuenta en el análisis de todos los fascismos y populismos: la habilidad que muestran las burguesías al utilizar a otras cla­ses sociales para la defensa de los intereses del gran capital; esto es, cómo utilizan a la pequeña burgue­sía para alienar al proletariado poniéndolo al servi­cio del capital financiero. Por que si, de hecho (un hecho que se disimula), el PNF está controlado por la gran burguesía industrial, bancaria y terratenien­te, aparentemente, el PNF está en manos de la pe­queña burguesía «revolucionaria».

Además, la burguesía establece ese complejo sis­tema de alianzas en no importa qué tipo de organi­zación; la burguesía fomenta la creación de un «par­tido de nuevo tipo», un «partido» que principalmen­te se caracteriza por sus milicias.

En efecto, el PNF se trata de un partido en el que la discusión política es inexistente, los militan­tes actúan según un rígido sistema jerárquico y su principal actividad consiste en llevar a cabo trope­lías con sus bandas armadas. El PNF deviene una especie de ejército politizado, por su fanatismo ideo­lógico mucho más eficaz que el propio ejército; el PNF también podemos definirlo como la avanzadilla politizada de los núcleos reaccionarios de las fuer­zas armadas.

La cuestión de la «necesidad» de organizar nú­cleos militarizados en el seno del partido fascista es

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planteada por Mussolini antes del congreso consti­tuyente del PNF. En la reunión que los «fasci» tu­vieron en Bolonia el 17 de agosto de 1921, Mussolini ya propuso la construcción de «un partido sólida­mente encuadrado y disciplinado, que pueda, cuan­do sea necesario, transformarse en un ejército capaz de actuar sobre el terreno de la violencia, sea para atacar, sea para defenderse» (1). Dos semanas des­pués del congreso, la organización de las bandas ar­madas está ya en marcha, bajo la dirección de Italo Balbo y del general Asclepio Gandolfo. Y poco des­pués se proclama el carácter militarizado, general y predominante: «El Partido Nacional Fascista for­ma un todo con sus escuadras» (2). Los militantes deben prestar juramento de que están dispuestos a morir por la «revolución fascista».

Las acciones terroristas de los fascistas comien­zan, sin embargo, mucho antes de la constitución oficial de las bandas armadas o de lo que pomposa­mente ellos llamaban el «ejército fascista». Pode­mos recordar, en ese sentido, numerosos hechos, por ejemplo:

— la bomba que Mussolini ordena echar en una reunión de los socialistas (el 17 de noviembre de 1919) (nueve personas heridas)

— el ataque al Ayuntamiento (socialista) de Bo­lonia (el 21 de noviembre 1920) (diez muer­tos y un centenar de heridos).

Durante esa coyuntura empieza a expandirse asi­mismo el fascismo rural. Si bien nació (como pro­yecto) en la ciudad, el movimiento fascista empieza desarrollándose al sembrar el terror en el campo. Los «squadristi» se ponen al servicio de los latifun-

(1) Cfr. «II Popolo d'Italia» del 23 de agosto de 1921. (2) Cfr. «II Popólo d'Italia» del 15 de diciembre de

1921.

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distas para liquidar los gérmenes revolucionarios que se forman en el campesinado; armados con porras y cuchillos, con pistolas y fusiles, caen, por la noche, en las Casas del Pueblo, en los sindicatos populares así como asaltan domicilios privados de personas significadas políticamente a la izquierda. Los «squa-dristi» están formados o al menos se encuentran bajo el mando de antiguos «arditi», oficiales de la guerra del 14, retirados. Los fascistas disponen de camiones con los cuales pueden trasladar rápida­mente sus bandas de un lugar a otro. Desde el ve­rano de 1921 el fascismo domina una gran parte de las zonas agrícolas.

En suma, hay que insistir, puesto que no he de caer en las simplificaciones de otros autores y sí deseo ahondar en la complejidad de lo real, en que el fascismo se pone al servicio del gran capital indus­trial y bancario, pero política y «militarmente» se fundamenta primordialmente en sus prácticas repre­sivas en el campo. O como muy bien decía Togliatti: «los terratenientes habían dado la forma de organi­zación por escuadras y los industriales la habían aplicado en seguida a la ciudad» (...). «A partir de la mitad del año 1921, se crean escuadras en la ciu­dad» (...). «Los grupos se crean siguiendo el mode­lo de los del campo» (1).

A primeros de diciembre de 1921, los fascistas asesinan al diputado socialista Boldori. Los fascis-tan muestran, además, su cinismo: «tenía el cráneo demasiado frágil».

El terrorismo fascista en la ciudad se desarrolla­rá sobre todo en la etapa inmediatamente anterior y posterior a su asalto al poder. Ese terrorismo se efectuará en algunas ocasiones bajo la protección o al menos la tolerancia de la policía.

(1) Cfr. Togliatti, op., cit., págs. 14-15.

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2.5. — El fascismo como ideología. — Primer aná­lisis

Según he empezado a sugerir en 2.1., el fascis­mo es, en principio, un ultranacionalismo. Y fueron los nacionalistas intransigentes los que empezaron a introducir el germen de la violencia en la práctica fascista.

Mussolini mismo subrayó en diversas ocasiones el nacionalismo como elemento primigenio del fas­cismo: «El fascismo de estos últimos tiempos, en ciertas regiones, no se parece de ninguna manera al primero; no está de acuerdo con los criterios que inspiraron la creación del fascismo, que era un mo­vimiento de defensa de la nación» (1). De ahí que el Estado fascista tenga que ser «el guardián celoso, el defensor y el propagador de la tradición nacional, del sentimiento nacional, de la voluntad nacional».

Exacerbar la idea de la nación es un modo de anular las diferencias y las tensiones entre las dis­tintas clases sociales. Es un primer instante de la dinámica para alienar a las clases explotadas. Para los fascistas, la nación constituye el «interés supe­rior» que oculta el interés real del gran capital. Ya habrá observado el lector que el PNF antepone el concepto de «nacional» al de «fascista».

Todo lo cual —archicomprobado— no le impedirá a Mussolini afirmar en una ocasión que «ese equí­voco entre nacionalismo y fascismo —que ha apa­recido en ciertos centros— debe cesar» (2). Lo cual empieza a mostrarnos otros aspectos importantes de la ideología fascista:

Dispar, contradictoria, confusa. El carácter heterogéneo de la ideología fascista

(1) Cfr. «II Popólo dTtalia», 27 de julio de 1921. (2) Cfr. «II Popólo d'Italia», 13 de noviembre de 1920.

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es, a veces, más que dispar, disparatado. Son diver­sas las contradicciones, además de la que acabo de señalar, en las que cae Mussolini a lo largo de su vida política. Otro ejemplo lo encontramos en su republicanismo de los primeros años y su monar­quismo a medida que avanza hacia la conquista del poder.

«Queremos una Asamblea Nacional que vote por la Monarquía o por la República. Desde este mo­mento nosotros decimos: República» (1).

«La ceremonia que se desarrolla en la reapertu­ra de la Cámara es profundamente dinástica —dice Mussolini en otra ocasión (2)—; da lugar a inevita­bles manifestaciones de lealtad dinástica. Se grita: Viva el rey. Los fascistas gritan: Viva Italia. Nues­tro símbolo no es el escudo de armas de los Sabo-ya; es el "Fascio" romano.»

El republicanismo de Mussolini no durará mucho. Cuestión de meses, pues el 23 de agosto «II Popólo d'Italia», ya preconiza, en un texto sin firmar, que en los conflictos «la Corona no está en juego, con tal de que la Corona no quiera meterse en el juego». Y el 20 de septiembre del mismo año, Mussolini en un discurso, proclama que «es preciso tener el va­lor de ser monárquicos» (...) porque la monarquía representa «la continuidad histórica de la nación». Mussolini se dio cuenta de que el ejército era monár­quico, y por ende simpatizando con la corona podía acabar de atraerse a los oficiales.

De la misma manera, Mussolini fue, durante los primeros años, como otros fascistas, anticlerical pero luego estableció pactos con el Vaticano que le fue­ron útiles.

Esas oscilaciones de un polo a otro nos permi-

(1) Cfr. «II Popólo d'Italia», 24 de marzo de 1919. (2) Cfr. «II Popólo d'Italia», 24 de mayo de 1921.

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ten descubrir asimismo en la ideología fascista un carácter de gran oportunismo demagógico; no le im­porta contradecirse con tal de seguir realizando la identidad de jefe que todo fascista lleva dentro, de jefe al servicio de la clase económicamente domi­nante, de jefe que sirve de articulador a los elemen­tos heteróclitos del pasadismo, del corporatismo, del culto del Estado, de la xenofobia y del racismo. Es­tos elementos italianos acabaré de estudiarlos en los capítulos correspondientes de Alemania, España, Ar­gentina y Brasil.

2.6. — Elecciones, vacío político y conquista del Es­tado

En principio, desde un punto de vista electoral los fascistas fueron insignificantes y aparentemente poco temibles para la izquierda. En las elecciones del 15 de noviembre de 1919, la candidatura de Mus-solini, en Milán, no obtiene más que 4.795 votos, mientras que esa misma jornada el Partido Socia­lista consigue 170.000 votos.

En las elecciones del mes de mayo de 1921, la relación de fuerzas empieza a cambiar, a nivel de las superestructuras representativas, porque ya ha cambiado el apoyo que las clases económicamente dominantes daban a las bandas fascistas (recuérde­se el capítulo 2.4.) y el establecimiento progresivo de lo que en Italia se llamaba el reino del «mangane-11o» (garrote). Durante esas elecciones, las bandas armadas mussolinianas atacan —y también asesi­nan— a los socialistas y a los comunistas, y cuando menos incendian sus locales. El gran capital da rien­da suelta a la barbarie fascista, asegurándole la im­punidad gracias a «la complicidad pasiva de la po­

lio

licía» (1). El 15 de mayo de 1921, en la nueva Cáma ra ya tienen su puesto 35 diputados fascistas junto a 10 nacionalistas (2).

A partir de esa etapa, los fascistas aumentarían ininterrumpidamente sus fuerzas, no sólo por el apoyo financiero y policíaco que les brindaban las clases económicamente dominantes, sino también como una consecuencia de los errores cometidos por los socialistas y los comunistas en el planteamiento de la lucha política (véase el capítulo siguiente 3).

En la Italia de esos años se asiste a una acentua­da descomposición de la sociedad italiana que afec­ta gravemente las estructuras, ya podridas, del Es­tado. La idea de la democracia, que nunca había sido fuerte hasta ese período, va degenerando por vías múltiples de confusión hasta recaer en antiguas bar­baries (3).

La gran burguesía quiere hacer pagar al Esta-

(1) Cfr. «L'Humanité», 11 de mayo de 1921. (2) En ese momento, el Parlamento italiano ofrecía la

siguiente composic ión: La derecha: 40 conservadores; 80 liberales (Giolitti); 60 demócratas (Nitti); 35 fascistas y 10 nacionalistas. — El «centro» (relativo): 100 populares; — La izquierda: 122 socialistas y 16 comunistas. — Obsérvese que los partidos representantes del proletariado tenían to­davía grandes posibilidades de maniobra legal en contra del ascenso del fascismo.

(3) Gramsci escribió páginas muy lúcidas sobre y en aquellos mismos días: «è divenuto ormai evidente che il fascismo non può essere che parzialmente assunto corno fenomeno di classe, come movimento di forze politiche con­sapevoli di un fine reale» (...) «è divenuto uno scatenamento di forze elementari irrefrenabili nel sistema borghese di governo econòmico e politico» (...) «Il fascismo è divenu­to cosi un fatto di costume, si è identificato con la psicolo­gia barbarica e antisociale di alcuni strati del popolo ita­liano, non modificati ancora da una tradizione nuova, dalla scuola, dalla convivenza in uno Stato bene ordinato e bene amministrato.» (Cfr. «L'Ordine Nuovo», 26 aprile, 1921.)

Ili

do las catástrofes financieras que ella crea (1). Los equipos ministeriales se suceden, de Bonomi a Fac-ta, mientras Mussolini se muestra cada día más in­solente en su marcha hacia el poder. El débil Es­tado liberal burgués no puede facilitar las voraces exigencias del capital financiero; de ahí que se orien­te cada día más a la formación de un Estado de excepción de tipo fascista. De un punto de vista es­trictamente político, las clases económicamente do­minantes dejan que se cree un vacío que forzosa­mente acabará llenando o un movimiento para-mi­litar como el fascista o el ejército directamente.

Tras haberse planteado la «solución» del golpe de Estado que imponga la dictadura militar (con los generales Días y Badoglio), el gran capital se in­clina definitivamente por apoyar a Mussolini y a su PNF en cuyas filas ya militan incluso generales como Gandolfo, De Bono, el almirante Thaon de Re-vel (jefe de Estado Mayor de la Marina) (2).

La crisis económica y política se agudiza hasta el extremo de que el último gobierno típicamente «liberal» burgués decide proclamar el estado de ex­cepción (el 28 de octubre de 1922), que sería aplica­do también a los jefes fascistas (incluso había el proyecto de detener a Mussolini). Pero cuando Facta quiere que el rey le firme el decreto en ese sentido, el monarca rechaza. La conspiración fascista-gran capital ya había implicado incluso al rey.

Apoyado por la Confindustria, la Confagricultura y la Asociación bancaria (3) Mussolini se apresta a

(1) Por ejemplo cuando los industriales pretenden que el Estado acuda en ayuda de la quiebra de la Banca Scon-to, que es el episodio culminante de la crisis económica de 1921.

(2) Cfr. G. Salvemini: «Le Origini del fascismo en Ita­lia», p. 322.

(3) Daniel Guerin: «Fascisme & grand capital», t. II,

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conquistar el Estado. Sobre todo se ocupan de ello dos dirigentes del primer organismo corporativo, Benni y Olivetti, junto con el general De Vecchi, diri­gente fascista y amigo personal de Mussolini. Al tiem­po que se organiza la «Marcha sobre Roma», se utili­zan los últimos contactos entre el rey y Mussolini, para que éste se ocupe de la formación del próximo gobierno. De Vecchi informa por teléfono a Mussoli­ni de esa decisión real. Pero Mussolini aún exige más: (1): que el rey le envíe un telegrama personal a fin de formar un equipo ministerial uniforme­mente fascista. El telegrama llega la tarde del 29 de octubre de 1922.

En su lucha contra el proletariado, la clase eco­nómicamente dominante había decidido acentuar su explotación a través de un partido de ideología pe­queño burguesa fuertemente militarizado.

3. — La crisis política del proletariado

Ya lo he sugerido más atrás: el fascismo llega al poder no sólo por impulso propio y gracias al

Maspéro, París, 1969, p. 30, explica que los banqueros die­ron veinte millones de liras para financiar la «Marcha sobre Roma».

(1) La preparación de la Marcha sobre Roma había em­pezado hacía días. El día 24 de octubre, en el transcurso del Congreso de Nápoles del PNF, y después de haber presenciado el desfile de 40.000 Camisas Negras, Mussolini declaró: «Nosotros , fascistas, no queremos ir al poder por la puerta de servicio» (...) «Con toda la solemnidad que el momento impone os digo: o nos dan el poder o lo arreba­tamos cayendo sobre Roma. A partir de ahora se trata de días y quizá de horas.» (Cfr. «II Discorso di Napoli», Ope­ra Omnia, t. XVIII, pp. 453 y 460).

113 8. FASCISMO Y MILITARISMO

apoyo del capital financiero, sino también debido a la crisis política por la que pasan las organizaciones partidarias de la clase obrera. Veamos este proceso histórico a través de sus detalles más significativos.

El Partido Socialista era la organización más im­portante de la izquierda de esos años. Ahora bien, en lugar de ocuparse de la organización y de la di­rección del proletariado, los dirigentes socialistas caen en diversas polémicas y fraccionamientos, que se hallan asimismo en los orígenes de la fundación del Partido Comunista.

El proletariado había llevado a cabo algunas in­tentonas aparentemente revolucionarias, que a fin de cuentas no consiguieron más que provocar al adversario y estimularle su reacción. Estos «resul­tados» se obtienen con la «combinación» de sueños maximalistas de los burócratas de los partidos con las dinámicas espontaneistas de la ocupación de fá­bricas, todo lo cual desemboca en fenómenos híbri­dos e ineficaces. Dadas las condiciones objetivas de 1920, la serie de huelgas no podían desarrollarse de ningún modo —era impensable aunque algunos di­rigentes «comunistas» lo pensaron— en un autén­tico proceso revolucionario que avanzara hacia el socialismo. Un dirigente comunista de aquella épo­ca hizo su autocrítica meses después: «Mientras que todo el mundo hablaba de revolución, nadie la preparaba, al contrario: se preparaba el terror contrarrevolucionario, excitando y vituperando a los soldados, los carabineros, los guardias reales, en vez de ganárselos a la causa. Ahora somos nosotros las víctimas de esa infatuación revolucionaria parlan-china que ha engañado un poco a todo el mundo (...)». «La famosa ocupación de fábricas fue interpre­tada como una acción revolucionaria reflexionada, y al contrario, no era más que un episodio (...)». «Aho­ra la burguesía espantada por nuestros ladridos

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muerde y muerde cruelmente. Se defiende encarni­zadamente antes incluso de ser atacada» (1).

En su relación con la disponibilidad protestataria de las masas, los dirigentes de izquierda cometie­ron graves errores. También fueron graves las disen­siones entre los dirigentes socialistas y los comu­nistas.

La primera escisión en el seno de las fuerzas socialistas se produce durante el congreso de Livor-no (15-21 de enero de 1921): en este momento un sec­tor de militantes funda el PCI. La moción unitaria, socialista-comunista (Baratono-Serrati) obtiene la mayoría (98.028 votos), los reformistas (Turati-Tre-ves) tienen 14.695 votos, y los partidarios (Bor-diga, Bombacci, Gramsci) de fundar el PCI consi­guen que 58.783 militantes les apoyen.

Ahí empezaría una serie de ineficaces polémicas entre social-demócratas y maximalistas utópicos. Las tensiones en el seno del PSI volvieron a repro­ducirse durante el congreso de Milán (10-15 de oc­tubre de 1921). El enfrentamiento, en esta ocasión, se plantea así: por un lado los maximalistas unita­rios (47.628) (Serrati); por otro los colaboracionis­tas (19.916) (Turati), con otros dos subgrupos que oscilaban más o menos en favor de la primera o de la segunda tendencia.

Tales querellas significaron grandes pérdidas en el mundo de militantes del PSI: mientras en 1920 contaba con 216.000 militantes, en 1921 se queda con 107.000 y en 1922 no tiene más que 74.000 ins­critos. Un fenómeno análogo de pérdida de la base militante sucede en el campo sindical «rojo».

El verbalismo ultra-revolucionario destruyó las

(1) De un artículo de Serrati publicado en «L'Humanité» del 13 de mayo de 1921, citado por Tasca en su prefacio a «Nascita e avvento del fascismo», pp. XXIII-XXIV.

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posibilidades progresistas que los socialistas podían realizar en combinación con algunos grupos burgue­ses liberales. Los socialistas rechazaron todo com­promiso con el gobierno, dando paso así a la caída del último equipo ministerial liberal-burgués y a la llegada del fascismo al poder. Como bien reconoce­ría el propio Serrati, uno de los responsables del desastre: «no es la reacción fascista la que ha pro­ducido la depresión socialista: la depresión socialis­ta ha hecho posible la reacción fascista».

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II. ALEMANIA

En la Introducción ya he señalado la insignifican­te fructificación de los valores políticos del liberalis­mo en la sociedad alemana del siglo xix. Asimismo ha quedado sugerido, como rasgo común con Ita­lia, que la unión nacional se lleva a término muy tarde, y aun de manera muy específica. En efecto, Alemania fue antes una unidad económica que una unidad nacional (política).

Ese proceso histórico se inicia en 1818, con la creación de la «Zollverein» (Unión Aduanera) y va desarrollándose hasta 1834. En esa época se elimi­nan poco a poco las barreras económicas de los anti­guos Estados feudales, que se agrupan en torno al principal, Prusia. Pero todavía falta edificar un con­junto político que permita hablar de una sola na­ción.

Ese segundo proceso de transformación histórica se lleva a cabo teniendo también como eje Prusia, sus fuerzas armadas y un hombre, Bismarck, que fue primer ministro a partir del 24 de septiembre

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de 1862 (1), más conocido como el «Canciller de hie­rro». El primer nivel de la unión nacional fue la «Norddeutscher Bund» (Confederación de la Ale­mania del Norte) que sumaba veintiún pequeños Estados. La Constitución (2) de esta Confederación se transformaría en 1871, en la Constitución del Reich (Imperio), y el rey de Prusia se convirtió en el emperador alemán.

En esa gradual organización del territorio para poner los fundamentos de una estructuración so­cio-económica de tipo capitalista, las burguesías de las ciudades apenas jugaron un papel de tipo polí­tico. Fue la aristocracia agrario-militar la que hizo una especie de «revolución por arriba» (según la ex­presión de Marx), para cambiar algunas fachadas que iban a permitir conservar mejor los elementos clave de un Estado feudal. Disfrazado con algunas formas parlamentarias, el Reich bismarckiano iba no sólo a mantener sino a reproducir el viejo despo­tismo que se aliaría, al paso del tiempo, con los nú­cleos policíacos característicos del Estado moderno.

(1) He aquí una de las primeras declaraciones de ese antepasado natural de Hitler: «No es con discursos ni con el voto de mayorías parlamentarias como se zanjan las grandes cuestiones, sino por la sangre y por el hierro.» (Discurso ante la Comisión del presupuesto, el 30 de sep­tiembre de 1862).

(2) Cfr. G. Badía: «Histoire de l'Allemagne contempe­rante», t. I., p. 15: «Un demócrata de la Alemania meridio­nal lanzó la fórmula siguiente, que conoció alguna celebri­dad: La Constitución de la "Norddeutscher Bund" com­porta tres párrafos: el 1.° dice: paguen sus impuestos; el segundo: hagan el servicio militar como soldados; el ter­cero: cierren el pico.»

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. — Industrialización rápida y reproducción de los antiguos elementos políticos

Como en los otros países que estudio en este l i ­bro, en la formación socio-económica alemana se observan numerosos residuos del modo de produc­ción feudal. Siguiendo una tendencia muy generali­zada, en Alemania la transición del feudalismo al capitalismo tiene más bien aspectos formales, que poco o nada determinan cambios reales y progre­sistas, al menos durante un primer período muy lar­go. Así observamos que si, oficialmente, la servidum­bre se abolió en Prusia por un decreto del 9 de oc­tubre de 1807, prácticamente la servidumbre per­dura todavía en 1870. Badía, en su «Historia de Alemania», aporta un documento en el que se de­muestra que los jornaleros agrícolas son tratados como siervos, apoyándose además en un «reglamento particular» que dice que «los servidores deben so­meterse a todas las órdenes del amo y aceptar las disposiciones que él toma» (art. 73). «Los servido­res no pueden resistirse a su amo más que en el único caso en que su vida o su salud estén en peli­gro inmediato» (art. 79).

Durante el primer tercio del siglo xix, Alemania es un país agrícola, escasamente comparable a In­glaterra y a Francia. Las grandes empresas indus­triales que conocemos en el siglo xx, se fundan, sin embargo, durante esa época: la Krupp es de 1811, la Siemens funciona desde 1847, etc. Desde la década de 1850 puede decirse que la industriali­zación empieza a hacer progresos. Pero la acelera­ción no se produce hasta 1870-1880. Y ésta es una particularidad muy destacable en Alemania: la ra­pidez con la que, a pesar del retraso secular, se co­loca al mismo nivel que las grandes naciones indus­triales.

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En 1911, Alemania ya es el primer país industrial de Europa. Mientras Francia, ese año, produce (ex­presado en miles de toneladas) 4.687 de acero, y Gran Bretaña 7.786, Alemania produce 18.935.

Esa fenomenal expansión de las fuerzas produc­tivas alemanas, articulada a la supervivencia de una ideología ultranacionalista y militarista, llevarían, como he puesto de relieve, al enfrentamiento con otro sistema interimperialista.

Tras la Primera Guerra Mundial, Alemania vol-vio a poner en marcha un desarrollo rápido basa­do, en principio, en una fuerte explotación del pro­letariado.

En 1927-1928, Alemania no sólo vuelve a alcanzar el volumen de producción industrial anterior a la guerra, sino que lo sobrepasa en un 15 %.

La concentración monopolista también se acen­túa. Mientras en 1907, 500 fábricas de más de 1.000 obreros empleaban en total un millón de asalaria­dos, en 1925 ese tipo de empresa ha pasado a 900 y emplea dos millones y medio de personas (1).

Los «carteles» más típicos y poderosos son el del acero (las «Stahlwerke») (2) y el de la industria química («I. G. Farben») (3), que como luego se de-

(1) G. Badía: «Historie de l'Allemagne contemporai-ne», op., cit., p. 240.

(2) Idem, las «Acerías reunidas» eran la fusión (1926) de las fábricas Thyssen, Phoenix y Rhein-Elbe-Union, que producían: 22 por ciento del carbón, 40 por ciento del acero, 80 por ciento del material ferroviario, y ocupaban a 200.000 obreros.

(3) «Interessen Gemeinschaft der deutschen Farbenin-dustrie» (Grupo de intereses de la industria alemana de colorantes) controlaba la producción de carburantes sinté­ticos, las tres cuartas partes de los colorantes y de los abonos, la mitad de los productos farmacéuticos , los ex­plosivos... En 1929 empleaba a 120.000 personas.

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mostrará estuvieron entre los principales promoto­res de Hitler.

Pero ese desarrollo espectacular sufre una serie de fuertes frenazos a partir de 1929-1930. La crisis finan­ciera de 1930 afecta incluso a grandes compañías de navegación y a dos bancos que corren el riesgo de la quiebra (el Danatbank y el Dresdner), el apunta­lamiento de los cuales cuesta medio billón de marcos procedentes de los capitales públicos. En 1931-1932 la crisis sigue acentuándose, lo que significa la ruina de numerosos comercios y pequeñas industrias, así como el aumento grave del número de parados (1). Durante esos años de crisis se plantean diversas con­tradicciones coyunturales entre las fracciones agra­ria, industrial y bancaria de las clases económica­mente dominantes. Y en la constitución del gran ca­pital financiero, al final acaba siendo la banca la que domina a la industria, gracias al papel interven­cionista jugado por el Estado (2). Estas tensiones muestran asimismo sus efectos en la inestabilidad y en las sucesivas reorganizaciones políticas, pero lo destacable es la tendencia acentuada, común a to­das las fracciones económicamente dominantes y por ende tendencia unificadora de sus contradiccio­nes, a enfrentarse con las clases explotadas median­te la imposición de la violencia dictatorial. Ahora bien, la unificación de su ultra-autoritarismo políti­co no la alcanza hasta su articulación con el movi­miento fascista.

(1) En febrero de 1919, hay cerca de un mil lón de pa­rados; en diciembre de 1920, cuando la recuperación in­dustrial ya es importante, quedan todavía 350.000 parados; pero en 1929, el paro aumenta de nuevo mucho: en febre­ro son dos millones, en diciembre, tres millones; durante el invierno de 1931-1932, ya son 6 millones los parados.

(2) Cfr. Ch. Bettelheim: «L'economie allemande sous le nazisme», op., cit.

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Antes se producen otras tentativas y se hacen otros planes cuyo eje central está constituido por los militares.

1.1. — Los militares, núcleo central de las clases do­minantes

Como fundamento primero y como recurso final de su poder, las clases económicamente dominantes disponen de las fuerzas armadas. Las burguesías ci­vilizadas, capaces de organizar el consenso social a partir de sus tendencias hegemónicas, dejan en un transfondo opaco ese fundamento-recurso. Pero las burguesías aristocratizadas, los burgueses dominados por la ideología feudal así como los subordinados al imperialismo, exhiben constantemente su milita­rismo, dispuestos a imponerlo en cualquier momen­to, o bien a sustituir la intervención armada por una fuerza que conquista los mismos objetivos por otros medios: el fascismo.

La teorización general que acabo de hacer es vá­lida para todas las sociedades que en esta obra es­tudio (Italia, Alemania, España, Argentina y Brasil), y sin duda alguna para muchas otras que aquí rio menciono, pero en cada una hemos de poner de re­lieve sus matices diferenciales. En el caso de Ale­mania, el agresivo militarismo prusiano no cesa de manifestarse, de una manera o de otra, durante toda la etapa que estudio.

A ese respecto, es de importancia esencial re­cordar cómo la nobleza conservó el poder sobre la burguesía; esa continuidad del control del Estado por parte de los antiguos señores feudales fue de­terminante en la difusión de la ideología medieval que impregnó no sólo a los burgueses sino a diver­sas otras capas de la población.

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Al menos durante la primera década del siglo xx, si bien en Alemania se desarrollan las estructuras económicas de tipo capitalista, desde la perspectiva de las clases sociales la sociedad alemana sigue pre­sentando fuertes caracteres feudales. Gilbert Badía opina que puede hablarse de un régimen de cas­tas (1). En efecto, la nobleza, y sobre todo los «Jun-kers» prusianos, componen la mayoría del personal dirigente de la burocracia estatal, desde los minis­tros a los diplomáticos. Sobre todo es en el Ejérci­to en donde persisten los aristócratas: en 1913, «más de la mitad de los oficiales de Estado Mayor eran de origen noble (87 % en caballería, 48 % en infantería, 41 % en artillería».

Los militares como personas y los símbolos mi­litares ocupan siempre lugares preeminentes. De ahí que las nociones de jerarquía, de respeto y de fi­delidad a los jefes, de disciplina, de admiración a los «héroes» guerreros, desde Federico II hasta Bis-marck, son «virtudes» altamente apreciadas en la sociedad alemana. Tanto más cuanto que los nuevos jefes de las clases económicamente dominantes se ocupan de reproducir estos elementos ideológi­cos (2). La disciplina militarizada es algo que se exi­ge desde la escuela hasta la fábrica, a veces con ex­presiones absolutamente propias de un príncipe de la Edad Media (3).

(1) G. Badía, opc, cit., p.p. 4849. (2) Guillermo II decía a unos reclutas en el momento de

jurar bandera: «Vosotros me habéis jurado fidelidad, es decir, que vosotros sois mis soldados... Dada la agitación socialista actual puede ocurrir que yo os ordene tirar so­bre miembros de vuestra familia, vuestros hermanos e in­cluso vuestros padres. Incluso en ese caso tenéis que ejecu­tar mis órdenes sin murmurar.»

(3) Decía Krupp: «Quiero trabajar con gentes que no reivindiquen... La regla suprema es la fidelidad...»

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Con el desastre de la I Guerra Mundial y la pre­sión revolucionaria de una parte del pueblo, las clases dominantes se ven obligadas a prescindir del aspecto más brillante de su Estado feudal moder­nizado: el emperador Guillermo II abdica. Pero a pesar de los entusiastas combates de los trabajado­res en favor del socialismo, la gran burguesía con­serva su poder y evidentemente mantiene lo que ha quedado definido como su núcleo central con la prin­cipal cabeza visible del mariscal Hindenburg quien habrá de ser el que se ocupe de traspasar el poder al propio Hitler.

Mientras tanto, desde el final de la guerra, los militares ultranacionalistas constituyen uno de los caldos de cultivo decisivo del nazismo. Estos ofi­ciales ultramonárquicos (1) van a ser quienes for­men los jefes y generales de la Wehrmacht hitle­riana.

Antes de llegar al fascismo, sin embargo, lo que resulta profundamente significativo es que los pla­nes de imposición de una dictadura militar sin dis­fraz político alguno, son proyectos estimulados so­bre todo por los grandes propietarios terratenientes. Ello es lógico porque los militares, como hemos visto, son, en altos porcentajes, hijos de la nobleza o aliados a ella, esto es: los jefes y oficiales se en­cuentran íntimamente articulados con una clase so­cial que era dominante en el antiguo modo de pro­ducción, fundamentalmente agrario. Ante el desa­rrollo del capitalismo, los latifundistas-guerreros no sólo se sienten amenazados en sus formas de exis­tencia por las clases explotadas que adquieren nue­vos impulsos reivindicativos desde los medios in­dustriales, sino que hasta cierto punto ven como

(1) Von Seeckt, al tomar el mando de la «Reichswehr» dijo: «La forma cambia, el espíritu permanece.»

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una amenaza o al menos como una concurrencia aplastante el nacimiento y crecimiento de la cate­goría de los industriales. De ahí que sea en las zo­nas agrícolas donde la «Reichswehr negra» (1) en­cuentra, en principio, su principal refugio y ayuda. En todo caso el gran capital industrial tampoco regatea los subsidios a esa organización para-mili­tar (2), y a otras como la «Stahlhelm» (3), que pue­den serle útiles para liquidar las revueltas prole­tarias.

La inestabilidad gubernamental de la trasguerra —por ejemplo, en cuatro años (1924-1928) se suce­den ocho equipos ministeriales— muestra, en la es­fera política, las contradicciones internas de las di­versas fracciones de las clases económicamente do­minantes, en su evolución desde el núcleo dominan­te del capital agrario hacia la coordinación de éste con la nueva dominación bancaria-industrial. Aho­ra bien, lo más importante que es preciso subrayar es que las nuevas fuerzas económicas demuestran su incapacidad en superar el primitivismo político de los antiguos señores feudales. Hasta cierto pun­to, no obstante, el capital financiero «moderniza» el modo violento de intervención «política» (planes de dictadura militar) de los agrarios contribuyen­do a crear un movimiento, el fascismo, que sin pres­cindir de las violencias físicas, sabe sin embargo di­simularlas y a fin de cuentas subordinarlas a la

(1) Después de la Primera Guerra Mundial, los aliados obligaron a los alemanes a limitar sus fuerzas armadas a 100.000 hombres; pero los alemanes empezaron a organi­zar al mismo tiempo un «ejército secreto» cuyas tropas se albergaban sobre todo en las fincas de los nobles.

(2) El comandante Buchrucker, responsable de la «Reich-wehr negra», en Pomerania, confesaba que sus unidades se desarrollaban «gracias a los subsidios de ciertos magnates de la gran industria.» (Cfr. Badía, op., cit., p. 195).

(3) «Casco de acero», grupo nacionalista.

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alienante violencia verbal (relativamente menos bár­bara que el militarismo en acción [caso de España] en los procesos de conquista del Estado). Pero al fondo de la escena política sigue siempre vigilante un ejército la mayoría de cuyos mandos son reaccio­narios. Tan es así que la joven República alemana acaba dándose un general monárquico (1) como pre­sidente. En efecto, el 27 de abril de 1925, Hinden-burg, apoyado por los representantes de la indus­tria pesada, es elegido a la cabeza del Estado repu­blicano, con más de doce millones de votos de di­ferencia respecto al candidato comunista (2). El proceso de fascistización no empieza todavía pero se concretan las condiciones políticas para que ese proceso se ponga en marcha, sobre todo cuando la crisis económica (1929-1930...) permite prever una agudización de la conflictividad social.

Con la caída del gabinete Müller (3) y la forma­ción del equipo de Brüning, empiezan los gobiernos «fuertes» que van liquidando el sistema parlamen­tario. Durante el otoño de 1931, el gran capital ya se decide a convertir esta dictadura disimulada en dictadura abierta. Diversos financieros ya piden más

(1) En una carta a Groener (25 de mayo de 1920), Hin-denburg dice : «Soy un monárquico demasiado inveterado para no preferir este régimen a la mejor de las repúblicas.» Antes de aceptar ser candidato, el «generalísimo» lo con­sultó con el ex-emperador que residía en Doorn (Holanda).

(2) Los resultados fueron los siguientes: Hindenburg, 14,6 millones (48,3 %), Marx («Zentrum») 13,7 millones (apo­yado por los social-demócratas) y Thaelmann (comunista) 1.900 000 (6,3 %).

Varios comentaristas de la época piensan que una parte del pueblo alemán ha sido sensible a esa presencia militar. (Recuérdense los procesos de alienación ideológica que en ese sentido se llevan a cabo en la sociedad alemana en las décadas anteriores.)

(3) El 27 de marzo de 1930.

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o menos abiertamente que Hitler sea el nuevo can­ciller, pero Hindenburg todavía desconfía del «cabo de Bohemia» (1). El 30 de mayo de 1932, Bruning dimite (de hecho sigue los deseos de Hindenburg). El barón Von Papen, oficial de caballería, queda en­cargado de formar el nuevo gobierno. Hitler res­peta este ministerio a cambio de dos condiciones: que levanten la prohibición de las SA y que se di­suelva el Parlamento. El gobierno de Von Papen no será más que un equipo de transición hacia la dictadura hitleriana. El ministro del ejército, Von Schleicher, tenía planes en ese sentido. De hecho la organización para-militar nazi ya impone su ar­bitrariedad hasta el crimen (2). El general Von Schleicher, que ya había jugado un papel clave en las anteriores crisis de gobierno, somete a presiones a Von Papen, que dimite. Von Schleicher pasa, pues, el 1.° de diciembre a encargarse de la formación de un nuevo equipo ministerial. Pero no cuenta con el apoyo de los grandes financieros e industriales que se inclinan cada día más a favor de que Hitler tome el poder. Schleicher, además confía dema­siado en que el ejército está a su favor, y no calcu­la con la capacidad de intriga que los nazis, el gran capital, Von Papen y el propio Hindenburg pueden desarrollar incluso entre otros generales. De hecho, Schleicher provoca la liquidación de su equipo cuan-

(1) Pero Hitler ya era un «cabo» con enorme poder. En las nuevas elecciones a la Presidencia del Reich (10 de abril de 1932), Hitler obtuvo el 36,8 % de los votos, frente a Hindenburg que fue reelegido con 53 % de los votos; Thaelmann (comunista) se quedó muy atrás con un 10,2 %.

(2) El 10 de agosto de 1932, nueve miembros de las SA (Sturmabtelung = Secciones de asalto) asesinaron a un obrero comunista de Potempa. Un tribunal condenó a muerte a cinco de los asesinos. Hitler sale en su defensa y hace «una cuestión de honor» el conseguir su libertad. Von Papen y Hindenburg ceden, y los SA son amnistiados.

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do trata de maniobrar en el seno del propio parti­do nazi, al atraerse a Strasser, responsable de la organización, y representante del ala «izquierdista» de los hitlerianos: este hecho, en lugar de destruir el partido nazi, lo fortalece puesto que elimina las últimas reservas de la gran burguesía respecto a Hitler: el «Führer» deja de estar rodeado por un hombre que formulaba exigencias en materia eco­nómica. Lo que podemos definir como la coalición nazi-financiera pone en marcha en pocas semanas el plan para que Hitler tome el poder. A mediados de enero ya han obtenido el apoyo del general Von Blomberg (que había sido jefe de la región militar de Prusia, y cuyo jefe de Estado Mayor, Von Rei-chenau, era militante nazi), y el acuerdo de Hinden-burg para nombrarle ministro de Defensa en el pri­mer gobierno Hitler. El 28 de enero, ante la impo­sibilidad de atraer a Hindenburg a sus planes, Schleicher dimite. El 30 de enero, Hitler es canci­ller. El jefe nazi conquista el Estado pacífica y le­galmente, contando con la tolerancia de las fuerzas armadas. Pero la organización para-militar del par­tido nazi acabó controlando y dominando al conjun­to del ejército.

Después de haber escrito los anteriores párra­fos, he de hacer inmediatamente una advertencia, a fin de evitar que el lector se deslice en conside­raciones erróneas en las que han caído algunos autores. No puede considerarse al partido nazi como una creación absoluta del gran capital ni de los mi­litares ultraconservadores, aunque unos y otros es­tán también en los orígenes del hitlerismo. Los fi­nancieros y los jefes del ejército, sobre todo en cuan­to se refiere a su representatividad clasista e insti­tucional, pactan con el «Führer» cuando éste de­muestra que su movimiento ha adquirido una fuer­za enorme. ¿Cómo se ha creado esta corriente de

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masas, mucho más numerosa que en Italia, que apo­ya ciegamente a un demagogo que va a conducirlas a la catástrofe?

2. — Crisis económica y alienación política

El fenómeno del fascismo no se ha analizado suficientemente, sobre todo en cuanto concierne a la formación de una conciencia que establece una relación obnubilada con la realidad social. Dicho con otras palabras: falta todavía explicar a fondo el porqué unas extensas capas de la población, pequeño-burguesas y proletarias, gravemente explo­tadas por el capital financiero, se dejan embaucar por una confusa ideología que a fin de cuentas las subordina más a las clases dominantes. Sin duda: se han publicado estudios importantes, los de Grams-ci, Poulantzas, Reich, Guerin, Macciocchi... Pero to­davía puede avanzarse y profundizar en el análisis de las corrientes fascistas. Precisamente si hago este trabajo es con el fin de penetrar en otra etapa de la interpretación; una investigación que, con­viene volver a subrayarlo, se centra en la historia (estructuras económicas, movimientos ideológico-políticos, procesos de lucha de clases, formaciones estatales), una historia interrogada desde las preo­cupaciones presentes que explícita o implícitamen­te hacen una prospectiva del próximo futuro. Una investigación comparativa, para poner mejor de re­lieve los aspectos específicos y los transnacionales, insisto en ello, y del estudio del conjunto sacar con­clusiones que aporten luces nuevas sobre los siste­mas dictatoriales.

Al seguir, pues, con el caso alemán observamos que la crisis económica produce efectos bastante parecidos a los de Italia. Quiebra de numerosas pe-

129 9. FASCISMO Y MILITARISMO

queñas empresas, por ende tendencia objetiva a la proletarización de los pequeños burgueses tradicio­nales, pero también proletarización —e incluso paro— de algunos millares de miembros de la nue­va pequeña burguesía (ingenieros, maestros de es­cuela) (1), etc. Un dato que asimismo es importan­te poner de relieve es que durante los años ori­ginarios del fascismo son centenares de miles los jóvenes de menos de 25 años que no encuentran trabajo (2).

La crisis política es igualmente análoga a la ita­liana, pero se imbrica en un contexto ideológico re­lativamente diferente, al menos cuantitativamente. Por ejemplo, el ultranacionalismo y las reivindica­ciones territoriales de tipo imperialista —ya lo he sugerido— se manifiestan de manera mucho más in­tensa que en los grupos parecidos en Italia.

En esa sociedad, pues, carente de fuertes tradi­ciones liberales y sometida a grandes presiones inter­nas y externas, es donde un grupúsculo con ambi­ciones dictatoriales encuentra las condiciones favo­rables para su desarrollo.

2.1. — El partido nazi: creación y desarrollo

La constitución del grupúsculo nazi puede fechar­se el 24 de febrero de 1920 (3). Y en diciembre del mismo año, ya tienen el nombre definitivo: Partido

(1) En 1931 hay unos 7.000 ingenieros recién titulados que no encuentran trabajo, y en la misma situación unos 21.000 maestros.

(2) En 1931 se encuentran sin trabajo 1.500.000 jóvenes. (Recordemos que durante el invierno de ese año, la tota­lidad de los parados suman 6 millones.)

(3) Ese día, en la cervecería Hofbrau de Munich, Hit-ler leyó su programa ante unos 2.000 auditores.

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Obrero Nacional-socialista Alemán (NSDAP = Na­tional Socialistische Deutsche Arbeiterpartei). Antes, Hitler (1), que todavía es soldado, parece ser que ha trabajado como confidente al servicio del ejército (2). Un rasgo común a todos los embriones fascistas se manifiesta también en Alemania: el de las bandas ar­madas. En efecto, Hitler organiza en seguida las pri­meras SA (Sturmabteilung = secciones de asalto). Pero los elementos militarizados se integran en el partido nazi subordinándose, desde el principio, a la acción ideológica de los «jefes».

Tal trabajo de alienación política se puede hacer fácilmente a partir del programa inicial del partido nazi que, aparentemente, era un programa progresis­ta, ya que pedía la nacionalización de los monopolios (punto 13), la participación de los obreros en los beneficios (punto 14), y la reforma agraria sin indem­nización (punto 17). Hitler en particular «servía» ese programa a las muchedumbres adornándolo de pro­mesas grandilocuentes, de prosperidad sin límites en un «Reich milenario». Este último es un aspecto muy importante, decisivo en la formación de las ideologías dictatoriales: el milenarismo (3) es un

(1) Hitler nace el año 1889 en Braunau (Austria). Des­de joven manifiesta sus sentimientos antisemitas. Antes de la Primera Guerra Mundial se instala en Munich y se en­rola en el Ejército bávaro. Se manifiesta pronto como un orador muy persuasivo, cuyos «slogans» simplistas, repe­tidos fanáticamente, penetran fáci lmente en las masas sin formación política.

(2) Badía, in op., cit, p. 203, sin citar ninguna fuente, dice: «Sus oficiales —que ya hacen la acción psicológica y han observado su facundia exaltada— le encargan de pe­netrar y controlar los movimientos revolucionarios.»

(3) «Milenario. Relig. Dícese de los que creían que Je­sucristo reinaría sobre la tierra por tiempo de mil años antes del día del juicio.» (Cfr. «Diccionario ideológico» de J. Casares, de la Real Academia Española.)

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fenómeno religioso que se reprodujo en las corrien­tes políticas fascistas, tuvieran éstas o no vincula­ción estrecha con el cristianismo. (El milenarismo puede manifestarse —y de hecho se ha manifesta­do— también en movimientos ideológicos progresis­tas como el marxismo, porque consciente o incons­cientemente son todavía muchas las personas —del pueblo llano, pero asimismo intelectuales— que buscan o quieren ir al «paraíso» y gozar de una fe­licidad «eterna»).

Pero lo historiable es que, al mismo tiempo, Hit-ler forma a sus militantes como soldados, esto es: como un cuerpo para-militar de élite debido a su fidelidad política, que pueden cumplir con misiones de primera importancia en caso de una guerra civil. En enero de 1923 los nazis hacen la primera mani­festación en la que participan las SA. El 1.° de mayo del mismo año, ya presentan 5.000 hombres arma­dos. El 8 de noviembre de 1923, Hitler decide inten­tar un «putsch» (1) en combinación con algunos mi­litares ultras: la intentona se acaba con 14 muer­tos, varios heridos y el «führer» condenado a 5 años de cárcel (2). En la cárcel puede escribir tranquila­mente su libro «Mein Kampf» (3) y el 20 de diciem-

(1) El «putsch» empezó de manera «operística»: Hit­ler, seguido por sus bandas armadas, entró en la cervecería Bürgerbáuhaus, subió a una silla, tiró un tiro al aire para impresionar a su auditorio, y gritó: «La revolución nacio­nal ha estallado.» Al día siguiente se enfrentaron con el ejército.

(2) El proceso fue en parte una farsa. Los jueces per­mitieron que Hitler atacara violentamente la República de Weimar, y reconocieron el carácter «nacional» de los obje­tivos nazis. Implíc i tamente se había acordado que Hitler no cumpliría toda la condena, como así fue.

(3) En «Mein Kampf» es patente la influencia de Mus-solini sobre Hitler. Esto es: la teorización de la doctrina

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bre de 1924, gracias a una amnistía concedida por el Gobierno bávaro, puede reemprender libremente su actividad política.

El número de militantes del partido crece cons­tantemente: en 1925 son 27.000; en 1927, 72.000 (de ellos 30.000 SA); en 1928, 108.000; en 1929, 178.000; en 1932, son más de un millón los militantes nazis, militantes que se multiplican por otros millones de simpatizantes en cada elección que se convoca.

¿Quiénes son, desde un punto de vista de clase, esos militantes? El porcentaje principal lo dan los «empleados» (26 %); otra categoría que Badía cla­sifica como «no-asalariados», y que puede interpre­tarse como pequeña burguesía tradicional, represen­ta el 21 %; el 18 % de los militantes son obreros. También son altamente significativas las estadísticas de los diputados nazis de 1930: 23 son funciona­rios, de entre los cuales 10 enseñantes; 15 diputados son oficiales retirados; y entre los 25 diputa­dos «económicamente independientes», los más nu­merosos son los propietarios agrícolas, lo que de­muestra el grave peso del pasado i icluso en el fas­cismo que se manifiesta en los países de gran im­pulso industrializador. Esa reproducción de tenden­cias políticas reaccionarias se manifiesta también en las actitudes de los miembros de la pequeña bur­guesía fascista, nostálgicos de los tiempos en que ni los monopolios amenazaban con aplastarlos ni corrían el riesgo de ser asimilados por los proleta­rios. De ahí que si en Alemania y en Italia, el fascismo no es (mientras no plantea la guerra) un fenómeno «económicamente retrógrado», sí es en todo caso un fenómeno «políticamente retrógrado»

nazi se inspira en el fascismo italiano. Ese libro tuvo una función importante en la difusión de las ideas hitlerianas.

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que acaba afectando de manera muy destructiva la evolución de la propia estructura económica.

Ese movimiento de retorno al ayer, movimiento que se hace acompañado de considerables dosis de irracionalidad, de emotividad —el «amor a la pa­tria», la «comunidad de la tierra», etc.—, de prima­ria agresividad —xenofobia y racismo— y de culto al jefe, aliena a los trabajadores que creen en esas mitologías nacionales y que son incapaces de so­meter al menor análisis a la fraseología pseudo-re-volucionaria.

La difusión de esos elementos ideológicos que componen el fascismo pudo hacerse gracias a las poderosas ayudas financieras que Hitler recibió y que le permitieron utilizar importantes mass-media.

Ahora bien, como demuestro en el último punto de este capítulo dedicado a Alemania, la propaga­ción general y la penetración de la ideología fascis­ta en el seno de la pequeña burguesía y del proleta­riado también se hizo porque los socialistas y los comunistas de aquellos años no supieron hacer fren­te a esa nueva táctica de dominación de las clases explotadas, no supieron desarrollar un trabajo ideo­lógico que no sólo contrarrestara esa táctica, sino que llevara a los trabajadores —incluso a los peque-ño-burgueses— a tomar posiciones políticas más coherentes con su pertenencia clasista y con la di­námica de la historia.

2.2. — El capital financiero ayuda a Hitler

El general de brigada Telford Taylor, presidente del tribunal americano (Chef of Council for War Cri-mes) contra los nazis en el tribunal de Nuremberg, lo dijo con toda claridad el día 24 de agosto de 1947: «Sin la colaboración de la industria alemana

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y el partido nazi, Hitler y sus camaradas jamás ha­brían podido tomar el poder en Alemania, ni con­solidarlo, y el III Reich nunca se habría atrevido a precipitar el mundo en una guerra.»

En efecto, las pequeñas ayudas financieras em­piezan a llegarle a Hitler desde 1921 (1). Pero es a partir de octubre de 1923 cuando un representante del gran capital financia con cantidades decisivas a los seguidores del «Führer». Fritz Thyssen, con grandes intereses en la industria del acero (2), que­da muy impresionado al conocer a Hitler e inmedia­tamente se muestra decidido a ayudarle dándole 100.000 marcos-oro (3). Desde ese momento, Thyssen estará siempre presente en todas las combinaciones que los nazis llevan a cabo con otros representan­tes del capital financiero en su gradual escalada hacia el poder.

Diez años antes, pues, de que los nazis tomaran el poder, el dinero afluye cada vez en mayores can­tidades, mediante las cuales Hitler puede ampliar y consolidar su organización política y para-militar. En los años sucesivos, los nazis van ampliando sus zonas de influencia. En 1926-1927, el «Führer» pro­nuncia diversas conferencias en los centros indus­triales. Una de ellas la da en la sala Friedrich Krupp de Essen. Al mismo ritmo que Hitler lanza sus de­magogias «revolucionarias» a las masas proletari­zadas, se ocupa muy mucho de explicar sus ver­daderas intenciones a los representantes del gran capital. Indirecta o directamente, las ayudas que si­guen llegándole a Hitler provienen del «manantial»

(1) Archivos Nacionales de los EE.UU. (ÑAUSA). World War II Record División, microfilm T 84, rollo 5. Cfr. Hanns Hofmann «Der Hitler Putsch» (1920-1924) Munich 1961.

(2) Recuérdese los datos de la pág. 120, nota 2. (3) Cfr. Fritz Thyssen: «I paid Hitler», Nueva York,

1942, p. 80.

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primero: Thyssen. Otro industrial amigo de éste, Emil Kirdof (presidente de honor del comité de di­rección de la «Gelsenkirchner Betgwerg A. G.», y uno de los principales accionistas de las «Acerías reu­nidas») se convierte en entusiasta seguidor del aspi­rante a dictador.

El 27 de noviembre de 1930, Thyssen, durante la reunión del comité director de la «Reichsverband der deutschen Industrie» (el sindicato patronal), de­clara con toda claridad su plan de gobernar con el partido nazi. Por su parte, Kirdof obtiene que las industrias del carbón del sindicato de Rhénania-Westfalia entreguen 5 pfennings al partido nazi por cada tonelada de mineral vendida (1).

En diciembre de ese mismo año (2), Hitler hace otra amistad determinante para sus planes: Hjal-mar Schacht, ex-presidente del Reichsbank. Schacht, que conservaba influyentes relaciones en el mundo de la alta finanza, llegó a Hitler a través de Georg von Strauss, miembro del comité de dirección de la Deutsche Bank, y de Göring. Schacht, impresionado por «la energía y el entusiasmo» del jefe nazi, se convirtió en uno de sus principales consejeros.

Desde el verano de 1931, ese grupo de industria­les y banqueros somete a presiones constantes y di­rectas a Hindenburg para que confíe el puesto de canciller a Hitler. A final de agosto de 1931, Kirdoff organiza una conferencia y posteriormente una serie

(1) Cfr. Eberhard Czichon: «Wer verhalf Hitler zur Macht», Pähl Rugenstein Verlag, Köln 1967. Y «Qui a aide Hitler ä prendre le pouvoir?» in «Recherches Internatio­nales» n.° 69/70 (1971).

(2) Esta fecha me parece más probable que la del mes de enero de 1931, que utiliza Badía (op., cit., p. 287). Czi­chon, en su texto, da los suficientes elementos para conside­rar que fue en diciembre de 1930 cuando Schacht conoció a Hitler y no en enero 1931.

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de entrevistas (el 11 de septiembre) de Hitler con otros industriales, de las cuales cabe destacar la de Fritz Springorum, de la Hoechst. En octubre, tiene lugar otra reunión importante de financieros: por ejemplo, Rudolf Blohm (astilleros de Hamburgo), generales retirados (Von Seeckt) y dos hijos del ex­emperador (Eitel Friedrich y August Wilhelm von Hohenzollern), con Hitler y los habituales Thyssen y Schacht. La resolución que se adopta termina re­clamando un «Gobierno auténticamente nacio­nal» (1).

Pero la clase económicamente dominante toda­vía no ha unificado sus planes políticos. Otros in­dustriales (como Friedrich Siemens del comité di­rector de la AEG, Gustav Krupp, etc.) tienen proyec­tos relativamente diferentes, en aquella coyuntura, pero que a fin de cuentas persiguen el mismo obje­tivo: la destrucción de la democracia, la imposición de una dictadura. Ese hecho les hará coincidir cada día más con los planes de los industriales nazis. Tan es así que el 30 de octubre de 1931, Siemens, durante un almuerzo en el Bond-Club de Nueva York, se dedicó a dar seguridades a sus invitados (banqueros e industriales americanos) (2) diciéndo-les que el partido nazi tenía como «objetivo princi­pal... la lucha contra el socialismo».

Con todo cabía hacer los últimos esfuerzos unifi-cadores. El 27 de enero de 1932, en el Industrie Klub

(1) Cfr. «Stahlelm» n.° 42 m, 18-10-1931. (2) Hitler también fue ayudado financieramente por al­

gunas multinacionales de aquella época (que siguen sien­do algunas de las m á s poderosas de 1977). Por ejemplo, Henry Deterding, de la Royal Dutch Shell Company, dio una suma muy importante a Hitler para financiar su can­didatura a la presidencia del Reich en la primavera de 1932 (según Glyn Roberts en «The most powerful man in the world», Londres, 1939, p. 322).

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de Dusseldorf, Thyssen invitó a trescientos empre­sarios, a quienes Hitler volvió a darles «segurida­des políticas» (prohibición de los sindicatos y de los partidos, etcétera, cuando él llegara al poder). El jefe nazi prometió lo mismo el 18 de mayo. Las reuniones con los industriales del Ruhr se prosi­guen: otra reunión importante es la del 20 de oc­tubre en el castillo de Thyssen en Landsberg. En noviembre (después de los resultados poco fa­vorables de las elecciones del 6 de noviembre) Schacht toma la iniciativa de una serie de ges­tiones para reclamar de nuevo el poder para Hit­ler. La petición dirigida a Hindenburg está firmada por los principales nombres de la industria alema­na: Thyssen, Krupp, Siemens, Bosch. En ella tam­bién figuran los grandes propietarios terratenientes y los banqueros, hasta 17 nombres. Pero el mariscal monárquico todavía rehusa entregar la presidencia del Gobierno al «cabo austríaco» (19 de noviembre de 1932), a pesar de que en el complot pro-nazi inter­vienen favorablemente Von Papen (a la sazón canci­ller) y Meissner (secretario de Estado).

Ahora bien, el paso del poder a Von Schleicher no hace más que estimular la unión del gran capital en torno a Hitler, porque consideran que ese gene­ral «social» va a realizar una política favorable a los «bolcheviques».

A finales de noviembre, representantes de la I. G. Farbenindustrie se entrevistan con Hitler; altamente satisfechos de sus objetivos, prometen girar 100.000 marcos al partido nazi. Otro banquero, el barón Von Schroeder, presidente de la Bolsa de Colonia, muy li­gado a los industriales renanos, que ya se había en­trevistado con Hitler el mes de julio de 1932, se suma a la masiva conspiración.

En la coordinación con los diversos financieros, Himmler jugaba una función central.

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El 16 de diciembre de 1932, Von Papen pronuncia una conferencia en el Herrenkloub de Berlín en la que veladamente ataca la política de su sucesor, Schleicher. Von Schroeder se encuentra entre los asistentes. El complot sigue avanzando. La reunión inmediatamente anterior a la toma del poder se ce­lebra el 4 de enero de 1933, en el chalet del ban­quero-barón, en Colonia. Ese día Hitler, Hess, Him-mler, Von Papen y Von Schroeder se pusieron de acuerdo en las grandes líneas del reparto del poder que iba a hacerse el 30 de enero (Hitler canciller, Von Papen vice-canciller, o dicho con otras palabras el partido nazi iba a compartir el poder con la de­recha tradicional) el «führer» ratificó que disolve­ría a «todos los bolcheviques, los social-demócratas y los judíos» (1). El mismo día, Hitler informó de esta reunión secreta a Thyssen y a Kirdorf. Poco después, el «círculo de amigos» de Himmler con­siguió ayudas sumando un total de un millón de marcos, que mejoraron la situación económica del partido nazi (2).

Una presión de los grandes terratenientes en con­tra de los proyectos «sociales» de Schleicher contri­buye a que Hindenburg pierda la confianza en su canciller (3).

(1) Czichon, op., cit., p. 104. (2) El aparato burocrático en torno a Hitler, las cam­

pañas electorales y los salarios de las SA exigían cuan­tiosos medios financieros. Sólo las SA costaban 10 mi­llones de marcos al mes. Goebbels decía el 11 de noviem­bre: «La situación financiera del movimiento en Berlín es desesperada. Nada m á s que deudas.» Y el 16 de enero: «La situación financiera se ha mejorado radicalmente de la no­che a la mañana.» El «Chicago Daily Tribune» ya había in­formado el 12 de enero: «Los financieros e industriales del Ruhr que apoyan a Hitler han aceptado sacar al parti­do nazi de sus dificultades financieras.»

(3) La protesta de la «Reichslandbund» se hacía en

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El 22 de enero, otra reunión en la que se perfi­lan los detalles de la llegada al poder de Hitler: en casa de Von Ribbentrop, el «führer» se entrevis­ta con el hijo de Hindenburg, Oskar y con Meiss-ner; Hitler promete casi todo lo que le piden. Sch-leicher quiere replicar proclamando el estado de excepción, pero Hindenburg se lo impide. Las pre­siones de los industriales, de los banqueros, y de los grandes latifundistas se multiplican, así como las de sus representantes en la camarilla que rodea al gene­ral monárquico de 86 años. Durante unos días pare­ce ser que se va a un enfrentamiento armado. Von Papen vence las últimas resistencias de Hindenburg a entregar el puesto de canciller a Hitler haciendo correr el rumor de que Schleicher va a dar un golpe de Estado contando con la guarnición de Potsdam. El 28, Schleicher dimite. El 29, Von Papen informa a Hindenburg de la lista de los nuevos ministros. El 30 Hitler jura la constitución de la República, una constitución que no iba a respetar. Tampoco iba a respetar la combinación de poderes que había he­cho con la derecha tradicional a través de sus re­presentantes (Alfred Hugenberg, del Partido Nacio­nal Alemán, DNVP y Franz Seldte, del «Casco de Ace­ro»).

2.3. — El Ejército tradicional, las «fuerzas armadas privadas» y la violencia organizada

Los militares tradicionales detentan, pues, la cima del poder, desde que Hindenburg ocupa la pre­sidencia de la República (1925). La democracia vigi-

términos como éstos: «El Gobierno ha tolerado un empo­brecimiento de la agricultura inimaginable incluso bajo un Gobierno puramente marxista.»

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lada por el ejército funciona mientras la crisis eco­nómica no produce graves efectos sociales. El capi­tal financiero —y sobre todo los grandes terrate­nientes— proyectan pasar a la dictadura militar sin disfraz alguno; pero al final es el partido nazi el que se encarga de organizar un nuevo sistema dictato­rial.

Ahora bien, como ya he sugerido en páginas an­teriores, el hitlerismo se desarrolla, en parte, gracias al caldo de cultivo ultranacionalista de la Alemania humillada por el Tratado de Versalles y gracias a la tolerancia cuando no la connivencia del ejército respecto a los nazis.

Como en el caso italiano, al principio en Alema­nia no son más que una banda armada, una entre otras puesto que existían otros «cuerpos francos» y «ligas de combate» englobadas en la «Reichswehr negra». Sin embargo, la banda de los hitlerianos se destaca pronto como la más combativa. A través de las «expediciones punitivas», al estilo de los «squa-dristi», van perfilándose las SA que oficialmente que­dan constituidas como tales después de la batalla de la Hofbráuhaus, en octubre de 1922 (1). De las SA fue surgiendo una «élite» de tropas de choque, con mayor formación, que desde el mes de agosto de 1923 se llamaron SS (= Schutz Staffeln = colum­nas o escalones de protección).

Las intervenciones represivas de los nazis se sis­tematizan hasta crear un verdadero clima de te­rror entre los obreros que militan en organizacio­nes de izquierda. Con la crisis económica, este terro­rismo al servicio del gran capital se amplía, así como su coordinación con el Ejército. Desde 1920, Roehm, el jefe directo de las SA, se entrevista en

(1) Cfr. Daniel Guerin: «Fascisme & gran capital» (Sur le fascisme II), Maspéro, París, 1969, pp. 107-108.

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diversas ocasiones con el general Von Schleicher. El representante de las fuerzas tradicionales, no sólo se muestra favorable a la función que cumplen las «fuerzas armadas privadas», sino que brinda a los hitlerianos instructores militares y terrenos para en­trenarse. Los oficiales monárquicos, evidentemen­te, se encuentran plenamente satisfechos de ese ejér­cito supletorio que les brinda el partido nazi, que les ahorra a ellos las tareas de una larvada guerra interior, y del que pueden distanciarse cuando les convenga. También constituían una especie de ejér­cito de reserva que podían incorporar al ejército ofi­cial en el momento necesario.

Los desmanes de las SA fueron tantos y el desa­rrollo de su organización militar tal, que el 13 de abril de 1932 el gobierno decidió prohibirlas, aunque algunos generales se oponían (Schleicher, el almiran­te Raeder, el coronel Von Reichenau, etc.). En aquel momento era ministro del Ejército y del Interior el general Groener (en el gabinete Brüning) y en el decreto de prohibición se decía: «Ese ejército pri­vado constituía un Estado en el Estado y una fuen­te de inquietud permanente para la población pa­cífica.»

El partido nazi no se enfrentó con la decisión; Hitler hizo un llamamiento a la calma a los SA (400.000 eran ya en aquella fecha, entre un millón de militantes), pero les sugirió que ya llegaría «el día de las represalias».

Las protestas y las intrigas contra Groener no tardaron en producirse; sobre todo provenían de los sectores de extrema derecha y del propio ejérci­to. El propio Kronprinz dirigió una protesta a Groe­ner. Unos y otros insistían en la importancia de las milicias hitlerianas como fuerzas armadas supleto­rias para conflictos internos o exteriores. Desauto­rizado, pues, por sus compañeros de armas y por el

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propio Hindenburg, el general Groener tuvo que dar su dimisión como ministro del Ejército el 12 de mayo. Aproximadamente un mes después, el 17 de junio, las SA volvían a ser autorizadas. Y aunque los nazis tuvieron considerables éxitos electorales, el terrorismo siguió extendiéndose (1). Los asesinatos se hacían de manera tan descarada que un tribunal tuvo que condenar a muerte a cinco SA que, al final, salieron en libertad gracias a las presiones de Hitler sobre el gobierno, según indico más arriba.

Mientras tanto, la ideología fascista fue penetran­do en los oficiales jóvenes, y Hitler contó cada día con más simpatizantes en el ejército tradicional. El promotor de la violencia ideológica fascinaba a la clásica institución de la violencia física; ambas vio­lencias acabaron coordinándose plenamente bajo las órdenes del «führer».

2.4. — El fascismo como ideología. Segundo análisis

Al tratar de la ideología fascista en el capítulo dedicado al caso italiano, he subrayado sobre todo el carácter ultranacionalista que tiene en sus oríge­nes. En ese mismo terreno de confusos sentimientos y reivindicaciones nacionales se inserta, en Alema­nia, el nazismo. De la misma manera que Mussolini exclamaba: «Nuestro mito es la nación. Nuestro mito es la grandeza de la nación.» (2), Hitler ser­moneaba: «Yo no puedo separarme de la fe de mi pueblo, de la convicción de que esta nación resuci­tará...» (3). Si en la prensa italiana podían leerse

(1) Un mes después , el 20 de julio, sólo en Prusia se contaban 99 muertos y 1.125 heridos a causa de las «expe­diciones» nazis (Cfr. Badía, op., cit., p. 304).

(2) En un discurso del 24 de octubre de 1922. (3) Cfr. D. Guerin, op., cit., p. 68.

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expresiones como «Italia santa, Italia divina» (1) en Alemania se cultivaba la doble «creencia» de que «Hitler es Alemania y Alemania es Hitler».

Partiendo del ultranacionalismo, en una socie­dad en la que impera la ideología feudal «transfor­mada» (militarismo, culto del despotismo estatal, etcétera) (2), el jefe fascista puede hacer que crez­can los sentimientos de una nueva «religión». En Ita­lia y en Alemania, estos fenómenos también son muy parecidos. Dice Mussolini «Si el fascismo no fuese una fe, ¿cómo daría el estoicismo y el valor a sus adeptos» (3). Hitler: «Vosotros habéis sido esta guardia que, en otro tiempo, me ha seguido con un corazón creyente... No es la inteligencia sutil la que ha sacado a Alemania de su angustia, sino vuestra fe» (4).

Esas nuevas religiones se sostienen y se desarro­llan a nivel de masas porque los dictadores saben presentarse como «hombres providenciales», como «salvadores de la patria», o sea como «mesías». La revista oficial «Milizia fascista» daba la siguiente consigna: «Acuérdate de amar a Dios, pero no ol­vides que el Dios de Italia es el Duce» (5). Y Roehm llamaba a Hitler «nuestro redentor» (6).

Reich observó con lucidez cómo la ideología del honor nacional deriva del orden sexual autoritario y cómo el «misticismo sádico-narcisístico del nacio­nalismo» tenía que reemplazar «el misticismo maso-

(1) Idem. (2) N. Poulantzas: «Fascisme et dictadure», op., cit.,

pp. 108-109. (3) Mussolini in «II popólo d'Italia», 19-1-1922. (4) Hitler, discurso en el Congreso de Nurembferg,

13-9-1935. (5) D. Guerin, op., cit., p. 66. (6) Ide., p. 67.

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quista, internacional, religioso» (1). Se trataba, en suma, de poner al día una nueva forma de religión con una nueva «hagiografía» a fin de seguir infan-tilizando a las masas.

En la imposición de la ideología fascista jugó un papel decisivo la propaganda. La habilidad del na­zismo consistió en saber utilizar a fondo los nue­vos medios de difusión. Hitler se interesaba mucho en la organización de la propaganda, y en ese senti­do fue, sin duda alguna, un innovador respecto a los partidos de aquella época.

Con tales elementos ideológicos —a los que se suman los componentes de la demagogia «antica­pitalista» y del racismo— y con esos medios mate­riales —radio, altavoces, automóviles, aviones— Hitler se dedicó a conquistar muchedumbres ha­biéndoles de manera muy repetitiva y simplista. O sea, desgraciadamente: Hitler hablaba al nivel de «comprensión» de muchos sectores de la pobla­ción.

2.5. — Los procesos electorales

Ya lo he sugerido: a los núcleos de trabajadores que Hitler no podía alienar por vía ideológica, las SA se encargaban de someterlos a la represión. Con todo resulta comprobable que Hitler conquistó su influencia entre las masas principalmente gracias a la persuasión política.

En ese sentido las estadísticas son muy explíci­tas. No sólo resulta impresionante el aumento gra­dual del número de militantes, sino que también impresiona la multiplicación del número de elec-

(1) W. Reich: «La psychologie de masse du fascisme», Payot, París, 1972. p. 119.

145 10. FASCISMO Y MILITARISMO

tores que apoyan las propuestas del «führer». En las elecciones de 1928, los nazis obtienen 810.000 votos y 12 diputados en el Reichstag; en 1930 6.407.000 votos y 107 diputados; en 1932, 13.779.000 votos y 230 diputados. Aunque en las nuevas elec­ciones que tienen que celebrarse en noviembre de 1932, los nazis pierden unos dos millones de vo­tos (11.737.000 v. con 196 d.) prácticamente resultan el partido mayoritario, sobre todo si suman los vo­tos de los nacional-alemanes, de los populistas y de los católicos.

Sigue siendo significativo volver a poner de re­lieve que es en las regiones agrícolas donde los na­zis obtienen una mayoría más aplastante.

Así, pues, si bien han de tomarse en consideración los factores represivos (las bandas armadas) y la opresión latente con el apoyo, implícito al menos, del ejército, lo cierto es que Hitler ha tomado el poder por vía pacífica (sin guerra civil) y más o me­nos de acuerdo con la legalidad. Esto es, Hitler ha seguido una dinámica de conquista del Estado aná­loga a la de Mussolini.

En Italia y en Alemania, pues, una parte muy importante del pueblo, alienada o engañada, o equi­vocada, ha contribuido de manera decisiva a insta­lar una dictadura (y eso es lo específico del fascis­mo, que en cierta medida, pero más compleja, vol­veremos a estudiar en Argentina). El caso de Espa­ña y de Brasil es muy diferente, porque la clase do­minante española se ha manifestado de manera más directa, más brutal, sin tentativas de asimilación ideológica, a través del ejército.

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3. — La crisis de hegemonía de los partidos obreros

En esos procesos alienadores, los partidos obre­ros tuvieron, al menos, dos responsabilidades gra­ves: A) no supieron desarrollar una lucha ideológica que contrabalanceara las demagogias y alienaciones del fascismo y B) despilfarraron las energías para-revolucionarias en enfrentamientos verbales que lle­garon a los peores insultos políticos (los comunis­tas llamaban a los socialistas «social-fascistas», y los socialistas a los comunistas los definían como «nazi-comunistas»).

Al final de la Primera Guerra Mundial se inició un verdadero proceso revolucionario, que acabó de­sembocando en la catástrofe, por causas parecidas a las que llevaron al desastre al movimiento proleta­rio en Italia.

La crisis ideológica en los partidos obreros tie­ne una doble expresión. Por un lado, el de los co­munistas, la crisis se manifiesta como un efecto de la introducción de elementos de la ideología peque-ño-burguesa en la ideología revolucionaria, con los resultados de izquierdismo (que no tiene en cuenta las posibilidades de articulación de las acciones so­bre el movimiento social y sus disponibilidades para realizar, o no, o qué, cambios), anarquismo, espon-taneismo. Por otra parte, la de los socialistas, la crisis ideológica se traduce en un sindicalismo mo­derado, en un reformismo limitado a lo económico, sin poner mayores reivindicaciones.

En un panorama histórico podemos observar cómo en 1918-1919 fracasa la revolución alemana. Pero la clase obrera aún no está aplastada. Al con­trario, en 1920 el PCA pega un salto en el número de sus militantes (gracias a la unión, en diciembre, de los spartakistas con los socialistas independien­tes), pasando de 80.000 a 350.000. Ahora bien, como

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consecuencia de la política ultraizquierdista que in­tenta llevar a cabo la dirección comunista, al año siguiente, el número de adheridos desciende a 180.000, y en 1929 se reducen a 130.000 (1). En lo que se refiere a la influencia electoral, el PCA con­serva e incluso a veces mejora un poco los porcenta­jes: mayo de 1924, 12 %; diciembre de 1924, 9 %; 1928, 10,6 %; 1930, 13.1 %; julio de 1932, 14,6 %; noviembre de 1932, 16,9 %. (Téngase en cuenta que los últimos años corresponden al aumento masivo del paro.)

El Partido Social Demócrata tiene más fuerza: el número de sus adheridos no sólo se mantiene sino que progresa un poco: en 1928 son 937.000 miem­bros y en 1932, 984.000 (2). (Cifra, sin embargo, in­ferior a la de los militantes del partido nazi, que, recordémoslo, ya suman más de un millón.) Los so-cial-demócratas poseen, además, una fuerte influencia sindical, al menos como miembros inscritos (la con­federación sindical ADGB tiene 4.867.000 miembros). Pero esas fuerzas sociales apenas son empleadas en el enfrentamiento clasista. En lo que se refiere a su influencia electoral, los social-demócratas mantienen una cota en torno al 20 % (pero con tendencia a la baja): en 1928, 29,8 %; en 1930, 24 6 %; en julio 1932, 21,6 %; en noviembre 1932, 20,4 %.

Todo lo cual quiere decir que comunistas y so­cialistas perdían influencia en las clases trabajado­ras, que se apartaban de ellos atraídas por la de­magogia nazi, y seguramente también cansadas de

(1) Esta cifra es la que utiliza Badía, in op., cit., p. 280; pero E. Colloti, en «Die Kommunistische Partei Deutsch-land 1918-1933», p. 210, da un número relativamente diferen­te. 124.500. Y en 1930, 176.000; en 1931, 180.000; en 1932, 300.000.

(2) M. Duverger: «Les Partis politiques», A. Colin, Pa­rís, 1951, p. 89, 124.

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los verbales choques fratricidas entre el PCA y el PSA. Hasta cierto punto, no puede negarse que las fuerzas progresistas alemanas han seguido siendo fuertes hasta la llegada de Hitler al poder; pero era una fortaleza no sólo desunida sino a veces con graves querellas internas. Esas querellas han faci­litado objetivamente la escalada nazi, una escalada cuyo peligro pocos han analizado y previsto con lucidez. Los comunistas, al menos hasta 1931, sos­tienen la tesis de que «el esfuerzo principal debe ser dirigido contra la social-democracia» (1). Los social-demócratas mantienen infundadas esperanzas de que podrán seguir avanzando en un sistema de­mocrático, introduciendo reformas revolucionarias en la sociedad capitalista. Es un problema que no se plantearía por última vez: el casi eterno proble­ma de tratar de avanzar más aprisa, por una parte y de manera pausada, según otros, hacia el socialis­mo, con la incompetencia general, de unos y de otros, pero tal vez más de los comunistas, por no saber articular dinámicamente las vanguardias con mayor impulso revolucionario a las masas o mili­tantes de disposición más moderada, o de menos concienciación política. La desarticulación entre so­cialistas y comunistas era tal que ni siquiera sabían unirse frente a las expediciones punitivas de las SA. Cuando los planes de acción antifascista pretendie­ron ponerse en marcha, ya era demasiado tarde.

En esa situación de crisis ideológica del movi­miento obrero, los nazis encontraron facilidades para propagar su demagogia «anticapitalista» y atraerse a trabajadores y pequeño-burgueses sin for­mación política. Esa demagogia impregna a gran­des sectores de la población porque los nazis, ade­más, saben estar presentes en los conflictos socia-

(1) Cfr. Badía, op., cit., p. 289.

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les y a su manera hacer propuestas «justas». Por ejemplo, en octubre de 1930, apoyan la huelga de los metalúrgicos berlineses. Y en noviembre de 1932 llaman, junto con los comunistas, a la huelga de los transportes de Berlín.

A ese respecto, hay que tener en cuenta que el partido nazi tiene, desde 1929, un sindicato, la «Or­ganización Nacional-Socialista de las Células de Em­presa» que, en 1932, cuenta con 400.000 miembros. La composición social de este sindicato está forma­da, por una parte, de cuadros medios y superiores, técnicos y administrativos, que pueden catalogarse desde el punto de vista de clase como nueva peque­ña burguesía; por otra parte, los nazis hacen adhe-rentes entre los obreros de reciente origen campe­sino; y también entre los jóvenes parados (que bus­can un empleo: los patronos empezaban a pedir el carnet del partido nazi para dar un puesto de tra­bajo).

En suma, aunque acompañado por fuerzas y ac­tos represivos, el nazismo, como el fascismo italia­no, consiguió controlar, principalmente por vía ideo­lógica, una gran parte de los trabajadores alemanes y neutralizar a los otros. Como se demuestra a con­tinuación, el proceso de conquista del Estado por parte de los franquistas fue muy distinto. Todo el mundo recuerda la guerra civil, trágico preludio de la Segunda Guerra Mundial.

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III. ESPAÑA

Ya he indicado sucintamente las debilidades eco­nómicas y políticas de la transición al capitalismo, y los procesos de aristocratización por los que pasa la burguesía. Esas mismas tendencias se reprodu­cen bajo la dominación generalizada del capital ban-cario y de la crisis cada vez más acentuada del Es­tado feudal «modernizado». Ahora bien, esa crisis muestra graves contradicciones incluso en el seno de las propias clases dominantes, lo cual, relaciona­do con el ascenso de las corrientes revolucionarias del proletariado, produce con frecuencia efectos múltiples, tanto en el sentido de acentuar el sistema dictatorial (o tentativas con ese fin) como en el sen­tido de avanzar hacia la democracia.

El conjunto de contradicciones produce, en los ritmos de transformación del Estado español, mayo­res complejidades que en Italia y en Alemania. En estos dos países, las clases económicamente domi­nantes buscan soluciones y consiguen armonizar sus contradicciones en un proceso ininterrumpido al

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que incorporan a la pequeña burguesía y a sectores importantes de la clase obrera a través del partido fascista; en España, por el contrario, el proceso se divide en dos etapas: ambas se caracterizan por la preferencia de la gran burguesía a organizarse en una forma política sin máscara: la dictadura mili­tar. Esto es: en un Estado en el que prevalezca la dominación violenta, la opresión y la represión; en suma, las clases económicamente dominantes espa­ñolas escogen un proceso de asalto al poder y una estructuración estatal más primitiva que la que or­ganizan las burguesías italiana y alemana contando con el partido fascista.

Ahora bien, ello no se debe sólo a una mayor incapacidad hegemónica por parte de la burguesía española, sino también a una situación diferente de las clases dominadas. Principalmente: el proletaria­do español, como voy a poner de relieve, no cayó en la crisis ideológica en la que se hundieron las cla­ses obreras italiana y alemana. Hubo también una crisis, crisis muy específica, tan específica que con­sistió en un exceso de impulso revolucionario (un impulso que no contó, y ahí está el problema cen­tral, de trágicas consecuencias, con los suficientes dirigentes, y tampoco tuvo los dirigentes suficien­temente conscientes de las posibilidades de alcan­zar cambios reales). Lo que nos permite sostener la siguiente tesis: que ante mayor impulso revoluciona­rio, pero mal utilizado, y que acaba en el fracaso, la gran burguesía replica más brutalmente e impo­ne una dictadura más represiva.

1.— Grandes terratenientes y banqueros

En la etapa de transición al capitalismo, España muestra un ritmo de industrialización análogo al

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de Italia. En todo caso el principal rasgo común a los dos países es la dominación del capital banca-rio asociado al capital financiero internacional. Una peculiaridad transnacional que conviene subrayar es que el gran capital de esos dos países, así como el de Alemania, muestran vínculos poderosos con los grandes terratenientes. Dicho con otras pala­bras: es importante observar que la aparente mo­dernidad del capital bancario está juertemente pe­netrada por los elementos feudales del capital agra­rio.

Los elementos feudales se reproducen en todos los niveles de la formación social.

En la agricultura: ciertamente, a partir de 1837, con las primeras tentativas de desamortización, va pasándose de la propiedad feudal de la tierra a la propiedad capitalista. Ahora bien, el hecho de que la propiedad cambie de manos (de las manos de la Iglesia a las de los burgueses —y también nobles y a no pocos testaferros), ello no quiere decir de nin­guna manera, como algunos confunden, que la pro­piedad empieza a «funcionar» de otro modo: esto es, que empieza a ser explotada a fondo con nuevas técnicas y nuevos métodos comerciales. Nada de eso ocurre en el panorama español: los campesinos sin tierra son sometidos a igual o mayor explotación que cuando estaban bajo el dominio del clero, pero los burgueses realizan esa explotación de forma rudimen­taria, sin introducir innovaciones económicas pro­gresistas. Peor aún: desde el punto de vista social el capitalismo agrava la situación de los sectores de campesinos que podían explotar los bienes co­munales.

La estructura de la gran propiedad no cambia en lo fundamental, porque la burguesía no sólo no se enfrenta con el sistema ultralatifundista de la aris­tocracia feudal, sino que, como empezaba a sugerir,

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se alia a ella, subordinándose, además, a los antiguos niveles ideológicos y políticos de la nobleza.

Los grandes latifundistas hacen una capitaliza­ción insuficiente de las rentas agrarias; reinvierten muy poco o nada para modernizar la agricultura; y en lugar de promover una industrialización, se con­centran en la formación del capital bancario.

Esas clases inertes articuladas parasitariamente a la tierra no comprenden, ni siquiera en 1931-1936, que de lo que se trata, en el fondo, es de poner la estructura económica al nivel de racionalidad exis­tente en otros países europeos, y que, con ese fin, es necesario llevar a buen término una reforma agra­ria, coordinarla con nuevos impulsos industriales, y consolidar el desarrollo haciendo concesiones a las clases dominadas.

En la industria: el sector textil catalán, que fue el primer núcleo industrial de España, predomina en el panorama coterráneo hasta los años treinta. Esto es: se trata de una industria ligera, compuesta por pequeñas y medianas empresas, empresas fami­liares, con todo lo que ello significa de supervivencia de formas artesanales, es decir, impregnadas todavía de maneras de hacer feudales.

La gran industria, cuyo desarrollo es la que da verdadero empuje al capitalismo, empieza a con­centrarse en el País Vasco a partir de 1863 (el pri­mer alto horno se construye en Bilbao en 1849). Pero la siderurgia no produce grandes transfor­maciones más que a finales del siglo xix y princi­pios del xx. No obstante, la gran industria espa­ñola es pequeña en comparación con la gran in­dustria de Alemania, Gran Bretaña, Francia. Esa industrialización española, además, ya iniciaba su dependencia de la industrialización exterior, debi­do a su propia subordinación interna al capital bancario, a su vez dominado por el capital finan-

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ciero internacional, que había establecido relacio­nes con el capital estatal de la monarquía.

La formación del capital bancario se hace con los capitales comerciales procedentes del Imperio colonial perdido, con las rentas agrarias, y con los beneficios de las concesiones mineras hechas al ca­pital extranjero (francés, inglés, belga). Una primera concentración bancaria se hace en 1856 con la cons­titución del Banco de España. Ese mismo año se autoriza el establecimiento de tres sociedades de crédito francés: el Crédito Mobiliario (de la fami­lia Pereire, que también domina, con los Rothschild, el capital bancario italiano); la «Compañía Gene­ral de Crédito de España» (del grupo Prost); y la «Sociedad Española Mercantil e Industrial» (de los Rothschild). La primera de esas sociedades es la entidad bancaria más poderosa de la época, así como lo seguiría siendo después, al transformarse (en 1902) en el actual Banco Español de Crédito.

Las burguesías catalana y vasca fundan asimis­mo sus bancos. El Banco de Barcelona data de 1844; y el Banco de Bilbao, de 1857. Ahora bien, a prin­cipios del siglo xx y en las fases siguientes, se marca una nueva tendencia en la radicación geográfica del núcleo financiero principal. Después de haber empezado en Barcelona, la concentración financiera se desplaza al País Vasco y al centro del poder po­lítico: Madrid. Ese desplazamiento está determina­do por la creciente articulación de los capitales pri­vados con los capitales públicos en el desarrollo de la gran industria y de la creación de infras-tructuras:

— en Madrid: el Banco Hispano Americano (1900); el Banco Urquijo (1918) y el Banco Cen­tral (1919) (además del indicado Banco Español de Crédito).

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— en el País Vasco: el Banco Guipuzcoano (1899) y el Banco de Vizcaya (1901).

La burguesía aristocratizada, que ha cambiado el sistema de colonización externa, por el de co­lonización interna en combinación con las burgue­sías extranjeras, sabe aprovechar, sin embargo, la coyuntura de la Primera Guerra Mundial. Mien­tras las burguesías europeas se lanzan a dirimir sus conflictos por la vía armada, en 1914-1918 las clases económicamente dominantes españolas rea­lizan beneficios extraordinarios, a veces en nego­cios directamente relacionados con la guerra. Pero sigue hipertrofiándose la «cabeza» bancaria, sin que se ponga en marcha un verdadero proceso de in­dustrialización. Así, al comparar la estructura eco­nómica española de los años 1920, con la italiana observamos que mientras en ésta es el capital in­dustrial el que domina (exactamente antes de la lle­gada del fascismo) en la composición del capital fi­nanciero, en aquélla sigue siendo el capital banca-rio el dominante.

En esos años podemos ver cómo las tres clases económicamente dominantes (la italiana, la espa­ñola y la alemana), que no han acabado de liberarse del Estado feudal o que han salido débilmente de él (con escasas dosis de liberalismo), ya vuelven a planear seriamente su reintegración en un Estado de excepción para defenderse más eficazmente de —y también para atacar a— las clases explotadas. El ritmo de imposición de esas dictaduras es signifi­cativo de la situación económica de cada uno de los países: Italia (1922) y España (1923) casi lo hacen al mismo tiempo, mientras que Alemania, que se encuentra en un fuerte proceso de industrialización, no establece el sistema dictatorial más que diez años después (1933). Ahora bien, ello no permite sacar conclusiones simplistas al estilo de: a menos

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desarrollo, más conflictividad social y por ende ma­yores posibilidades de opciones revolucionarias, por un lado, pero también mayores posibilidades de im­posición de regímenes ultra-autoritarios. Aunque mucho de verdad existe en todo ello, también es cierto que eso —en el país que sea— no podemos acabar de sostenerlo científicamente si no es inves­tigándolo a través de las acciones de las clases so­ciales, y su diferente formación política.

En el ámbito estrictamente político es interesan­te poner de relieve cómo la burguesía aristocratiza­da (y la nobleza que se aburguesa) se acostumbra, a lo largo del siglo xix, a resolver sus conflictos (sobre todo con el proletariado) mediante la utili­zación de su clan militar. La serie de pronunciamien­tos y de caudillos decimonónicos van formando una constante histórica que desemboca en la dicta­dura del general Primo de Rivera.

La crisis hegemónica endémica del bloque domi­nante busca, pues, solución a sus problemas en la utilización del ejército como «partido de nuevo tipo». Ahora bien, si esas clases son polacamente incapa­ces, también Primo de Rivera lo es, hasta tal punto extraordinario que ese general acaba perdiendo la confianza y el apoyo de la burguesía y del propio rey.

El golpe de Estado de Primo de Rivera se hace con el acuerdo de los grandes propietarios terrate­nientes y del capital financiero. El principal obje­tivo de esta dictadura es la liquidación o al menos la imposición de frenos al desarrollo de las luchas del proletariado. Ahora bien, los políticos burgue­ses aspiran, al mismo tiempo, a ocupar directamen­te ellos mismos algunos de los puestos clave de la dirección del Estado. Pero las transformaciones que va introduciendo el general no se orientan en ese sentido. Mientras la represión se desencadena con-

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tra los núcleos más revolucionarios de la clase obre­ra, comunistas y anarquistas, Primo de Rivera consi­gue la colaboración de los socialistas. Ese primer momento da la impresión de que la dictadura se encamina hacia un sistema más o menos fascista. En 1922 ya se expresaron, por parte de algunos oficiales, diversas simpatías respecto a la «Marcha sobre Roma». Primo de Rivera también elogia a Mussolini, con quien, en compañía del rey, se en­trevista dos meses después. Las influencias fascis­tas son observables en la ley sobre la Organización corporativa nacional del 26 de noviembre de 1926. El general trata también de constituir, con la Unión Patriótica, un partido único, que acabe con los di­ferentes clanes y forme un sistema de camarillas fieles a su persona. Pero Primo de Rivera demues­tra pronto que no es más que una caricatura gro­tesca de dictador, que ni siquiera es capaz de aca­bar con la conflictividad social.

Así, pues, a pesar de que al principio había polí­ticos burgueses que sostenían que era preferible de­mocratizar la monarquía en crisis, el golpe de Pri­mo de Rivera contó con el apoyo de las clases do­minantes. Pero éstas van apartándose del dictador a medida que se dan cuenta de su incompetencia.

El golpe también contó con el apoyo del ejército, pero la crisis termina pasando asimismo a través de los jefes y oficiales, una parte de los cuales se se­para del dictador.

Las contradicciones graves acaban planteándose incluso en la cima del poder, entre el general y el rey. El conjunto de fenómenos da la impresión de unas camarillas reproducidas del sistema feudal que no toman plena conciencia de que el Estado que tie­nen que dirigir ya no es el correspondiente a un país exclusivamente agrario y colonialista, sino que, a pesar de su retraso político, el Estado debe «ges-

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tionar» una sociedad que hace avanzar su estruc­tura capitalista desde el sistema de concurrencia simple a las formas más complejas de los monopo­lios. En suma, con el acuerdo del propio Alfon­so XIII, el 26 de enero 1930, un pronunciamiento acaba con la dictadura de Primo de Rivera. Pero el rey ha ido ya demasiado lejos en su alianza con el dictador; de manera que el gabinete del general Berenguer (30 de enero de 1930 -14 de febrero de 1931) y la ortopedia final del gobierno de concen­tración monárquica del almirante Aznar (18 de fe­brero- 13 de abril), no son más que las formas agó­nicas de la monarquía. Porque cuando las eleccio­nes del 12 de abril dan la victoria a la coalición republicana, incluso el director general de la guar­dia civil, Sanjurjo, es favorable a la proclamación de la Segunda República.

1.1. — La marcha sin retorno hacia la dictadura

Algunos núcleos burgueses deseaban la formación de un sistema democrático; otros, verificada la crisis de la monarquía y la inviabilidad de la dictadura, aceptan, no sin reservas, la proclamación de la II Re­pública (14 abril 1931). Pero la fuerza popular, pro­letaria y pequeño-burguesa, que a continuación se pone en marcha no sólo les resulta sorprendente sino que les parece cada vez más amenazante de su estructura de intereses. Realmente, como pondré de manifiesto después, la coalición progresista cometió no pocos errores y algunas provocaciones innecesa­rias que exacerbaron la proclividad reaccionaria de las clases económicamente dominantes.

La primera tentativa de golpe militar contra la República se lleva a cabo el 10 de agosto de 1932. Pero el general Sanjurjo, jefe de la rebelión, fra-

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casa junto con 144 oficiales. Causas: preparación insuficiente y marcha atrás, entre ellos Franco, de algunos jefes que se habían comprometido a sumar­se a la sublevación. No obstante, la preparación de nuevos levantamientos no sólo continúa sino que se acentúa. Algunos militares monárquicos revanchistas como los generales Orgaz, Ponte y Cavalcanti ya ha­bían estado viajando por España para estimular el complot, para lo cual contaban con ayudas financie­ras de miembros de la aristocracia y de hombres como Juan March. Alfonso XIII, exiliado en Roma, se encarga de organizarles entrevistas con los jefes fascistas italianos.

Durante el bienio negro (19 noviembre 1933 - 29 octubre 1935) las tentativas golpistas van tomando cada vez más cuerpo, a pesar de que el equipo mi­nisterial que preside esta etapa ya constituye, por sí mismo, una contra-reforma autoritaria, incluso fas-cistizante.

Ello se debe a que el elemento «ideológico» prin­cipal de los partidos y grupos políticos de la clase económicamente dominante, no es otro que el plan militarista, en mayor o menor amplitud. En aquella época, Gil Robles está fuertemente condicionado por la ideología fascista, vía Hitler y Dollfus ("el jefe de la CEDA va como invitado al congreso que el Par­tido Nazi celebra el mes de septiembre de 1933 en Nuremberg). La fraseología («todo el poder para el jefe») de la CEDA corresponde a la del fascismo. Además, es el propio Gil Robles, mientras es minis­tro de la Guerra, quien da los puestos claves del Ejército a los generales golpistas, entre ellos a Fran­co, que deviene jefe del Estado Mayor Central.

Desde el mes de febrero de 1934, en España que­da constituido, sin embargo, el auténtico partido fas­cista: FE y de las JONS. Pero la Falange, al con­trario de los partidos de Mussolini e Hitler, no es

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un partido de masas. Durante toda la Segunda Re­pública, apenas pueden superar el estadio primario de banda armada o al menos banda de la porra. Con esos grupos no se puede conquistar el Estado. Los organizadores de estas bandas eran, además, los responsables de la UME (Unión Militar Espa­ñola), entre ellos el coronel Arredondo (retirado).

Los monárquicos, si bien están infiltrados, al me­nos mediante ayudas financieras, en la CEDA y en la FE, constituyen además sus propios grupos, en los que el elemento militar también se manifiesta. La «Comunión Tradicionalista» conserva una orga­nización para-militar, desde los tiempos de las gue­rras carlistas. Además, con el acuerdo de Mussoli-ni, los tradicionalistas envían algunos de sus mili­tantes a entrenarse militarmente en Libia.

Los monárquicos alfonsinos de «Renovación Es­pañola» también preparan la sublevación militar. El dirigente de este grupo, Antonio Goicoechea, con el general Barrera, se entrevistan con Mussolini el 21 de marzo de 1934, y el «Duce» les propone ayuda en armas y en dinero.

«Renovación Española» entra luego a formar parte del «Bloque Nacional», creado por Calvo So-telo; este antiguo ministro de Hacienda durante la dictadura de Primo de Rivera, que se había exilia­do en Francia, y estaba fuertemente influido por Maurras, regresa a España el 10 de diciembre de 1934, y se impone como dirigente máximo de la extrema derecha. Frente a él, Gil Robles parecía moderado. Calvo Sotelo, en coordinación con el ge­neral Sanjurjo (exiliado en Portugal), se muestra asimismo muy activo en la preparación del «alza­miento». Precisamente el asesinato de este monár­quico fascistizante el 13 de julio de 1936 (como «réplica» al asesinato del teniente de izquierda José Castillo, cometido el día anterior) es el factor que

161 11. FASCISMO Y MILITARISMO

acelerará la sublevación militar del 17-18 de julio. Insisto en un punto esencial: la corriente prin­

cipal de la ideología de esos partidos y grupos de la clase dominante es una tendencia militarista, esto es: que en vez de aspirar a resolver los problemas y conflictos sociales por la vía política (confronta­ción ideológica, de tesis teórico-concretas, electoral, etcétera), oscila hacia la búsqueda de «soluciones» a través de la acción armada. Dicho con otras pala­bras: la burguesía creaba su propio vacío político (falta de consolidación de un gran partido conser­vador) y al mismo tiempo contribuía a llenarlo in­mediatamente después con el «partido de nuevo tipo».

Evidentemente, esa dinámica de los partidos de la burguesía estaba acompañada por la propia di­námica interna de un sector del ejército: una diná­mica que también les venía de las profundidades de la historia. Ya he señalado la constante histórica al golpismo que se desarrolla a partir del siglo xix. Esa constante se agrava con los fenómenos de bu-rocratización y corporativismo, es decir: desarrollo de un espíritu de cuerpo (e incluso de casta), y de­fensa encarnizada de los intereses de su institución ligados a los intereses de la burguesía aristocrati­zada. La participación de muchos jefes y oficiales en las guerras de Marruecos, lleva, además, a la for­mación de una especie de «Estado» dentro del pro­pio «Estado» de las fuerzas armadas. Son los que van a ser conocidos como africanistas, esto es: mi­litares monárquicos, estrechamente ligados a las cla­ses económicamente dominantes (éstos son los dos aspectos principales), que suelen ser también cató­licos a machamartillo y que acaban recibiendo in­fluencias del fascismo. (Por supuesto, también hubo militares que estuvieron en Marruecos, y que al­gunos podrían llamar «africanistas», pero que no

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tenían ninguna de las cuatro condiciones reacciona­rias que acabo de señalar.) El africanista típico es el propio general Franco, fundador, cuando era co­mandante, en 1920, con aquel guerrero medieval que era el general Millán Astray, de la Legión, el cuerpo en el que el militarismo se multiplica aún por el fanatismo y el desprecio de la vida humana.

Con el triunfo del Frente Popular, Franco pier­de el puesto de jefe del Estado Mayor Central y re­cibe el destino de capitán general de Canarias. Des­de ahí volará, gracias a un avión fletado por los mo­nárquicos, hasta Marruecos donde las tropas ya se han sublevado. Allí le espera el coronel Yagüe (con quien Franco ya dirigió la represión de la «Comu­na asturiana», 5-20 octubre 1934).

En la Península, se sublevan otros africanistas como el general Mola, «Director» de la conspira­ción, delegado en el interior de la verdadera «alma» de la sublevación, el general Sanjurjo.

Pero los oficiales que se oponen a los subleva­dos son numerosos. Hasta tal punto que dieciséis generales, al negarse a colaborar con los facciosos, pierden la vida por declararse fieles a la II Repú­blica.

El vacío político producido por la incapacidad hegemónica de la burguesía vuelve a ser «llenado», pues, por la fuerza bárbara de las armas.

2.— La intervención extranjera

Los años 1920-1930... fueron los del desarrollo de las corrientes fascistas; pero también lo eran, a nivel internacional, los del ascenso del movimiento revolucionario del proletariado. En la mente de no pocos burgueses, que recordaban la llegada al po­der de los comunistas en Rusia, ese «peligro» segu-

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ramente se había exagerado, consciente o subcons­cientemente. En España, las tomas de posición de los grandes terratenientes, banqueros e industria­les, probablemente se debieron, en parte, a ello (en la otra parte, se encuentra la incapacidad económica, es decir, la falta de programas concretos para in­dustrializar España, con todo lo que ello comporta­ba de necesaria reorganización del conjunto de la formación social española).

A nivel internacional también se plantearon aná­logos «motivos» que contribuyeron a la destrucción del Estado democrático. De una u otra manera, el capitalismo internacional fue inclinándose a favor de Franco, o sea del establecimiento de una dicta­dura.

La intervención de Italia y de Alemania fue la más clara, la más contundentemente bélica.

Las ayudas del fascismo internacional se concre­taron el mismo día que empieza la sublevación mi­litar, lo que demuestra cuan profundamente se ha­bían ido creando lazos entre los africanistas, los monárquicos y los falangistas con Mussolini e Hit-ler. En efecto, las tropas sublevadas de Marruecos, que no podían llegar a España por vía marítima, ya que la sublevación en la Marina había fracasado y los buques se encontraban en manos republicanas, pudieron atravesar el estrecho de Gibraltar gracias a aviones italianos y alemanes, que los fascistas les enviaron en seguida.

A continuación Alemania, Italia y Portugal en­viaron los cuerpos de ejército que ya he relacionado en la Primera Parte.

Además, los buques de guerra italianos y alema­nes cumplieron numerosas misiones de apoyo direc­to e indirecto a los franquistas.

Por otra parte, algunas de las grandes multina­cionales de aquellos años, como la Standard Oil,

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prestaron a Franco una ayuda decisiva; la compa­ñía petrolera, concretamente, aseguró el aprovi­sionamiento de carburantes y de lubrificantes al ejér­cito rebelde.

Al mismo tiempo, el Gobierno legal de la II Re­pública sufría el bloqueo del Comité de No-Inter­vención. Así, pues, mientras Alemania e Italia ayuda­ban descaradamente a Franco, Inglaterra y Francia lo ayudaban indirectamente, prohibiendo el en­vío de armamentos a España así como el recluta­miento de voluntarios que deseaban ir a defender el régimen liberal. El mismo embajador de Estados Unidos en Madrid, lo reconoció abiertamente: todo ello constituía «una contribución poderosa al triun­fo del Eje sobre la democracia española».

En efecto, como he escrito en otras páginas, «el capitalismo internacional prefiere que los alemanes y los italianos amplíen su zona de influencia a Es­paña, antes que tener en este país una República popular consolidada y progresando hacia el socia­lismo» (1).

Las ayudas que la II República recibió de miles de liberales, demócratas y revolucionarios de casi todo el mundo, formaron el mayor movimiento de solidaridad popular internacional de los tiempos contemporáneos, pero eran cuantitativamente (en material de guerra y en hombres) muy inferiores a las ayudas recibidas por los franquistas. Incluso si a esas ayudas concentradas espontáneamente en las Brigadas Internacionales sumamos las ayudas en­viadas por la URSS y México.

El internacionalismo proletario fue derrotado por el internacionalismo ultracapitalista.

(1) «Dictadure militaire et fascisme en Espagne», op., cit, p. 166, y «La naturaleza del franquismo», op., cit., p. 91.

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3. — Una dictadura acaba resultando dictatorial para casi todas las tendencias sociales.

Como ya he sugerido, la sublevación militar se hacía con el claro propósito de imponer un régimen ultra-autoritario a las clases explotadas, y a los de­mócratas en general. Pero lo que no sospechaban en 1936 los carlistas, los falangistas, los católicos conservadores, e incluso la propia burguesía y di­versos militares, es que, en unas o en otras etapas, la dictadura de Franco acabaría afectándoles negati­vamente, en uno u otro grado, a cada uno de ellos, como personas y como grupos sociales. Ello puede observarse con claridad desde los primeros meses de guerra civil hasta la muerte de Franco.

En lo que concierne a la primera etapa, esto es, a la de los orígenes de la dictadura y hasta el mo­mento en que Franco se instala en el poder, se pro­ducen diversos hechos muy significativos en ese sen­tido.

La rápida escalada en pos del poder, Franco la hace en contra del parecer hasta de sus más inme­diatos compañeros de rebelión.

Por supuesto, en plena situación de guerra, el ge­neral que pronto se añadirá el «ísimo» ya deja de contar con los dirigentes políticos que, como Gil Robles, tanto le ayudaron a trepar a las altas esfe­ras estatales. Como acabaré de mostrar en el ca­pítulo siguiente, la CEDA, que durante la II Re­pública es el principal partido de la burguesía, de­saparece, como organización se deshace, y ya no volverá a reaparecer jamás.

La «Junta de Defensa Nacional», creada el 24 de julio de 1936, es el primer germen del Estado militar. Lo preside el más antiguo de los generales que se han rebelado, Miguel Cabanellas. La junta está formada por todos ellos, y Franco no es por el

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momento más que un jefe entre los otros. Pero ya tiene sus aliados: principalmente los generales mo­nárquicos Kindelán y Orgaz.

Primordialmente es necesario controlar la cima del poder en las fuerzas armadas. El 21 de setiembre de 1936 vuelven a reunirse para nombrar un jefe único que coordine toda la guerra. La mayoría vota por Franco, sea por razones «políticas» (como Kin­delán, quien creía que Franco iba a restaurar en se­guida la monarquía) o por estrictas razones milita­res, es decir, porque reconocen que Franco es el que dispone del mejor cuerpo de ejército, es el más capaz y el más joven. (Sanjurjo había muerto en un accidente de aviación y Mola no había alcanzado con el ejército del norte victorias tan espectacula­res como las del aspirante a «caudillo».) Al nombra­miento sólo se opone Cabanellas. Mola cree, por su lado, que de lo que se trata es de conceder a Franco únicamente la coordinación de las operaciones mili­tares.

La sorpresa la tienen una semana después, exacta­mente el día 28. Kindelán les lee el proyecto de de­creto: «La jerarquía de generalísimo llevará anexa la función de Jefe de Estado, mientras dure la gue­rra...» Tras diversas protestas, los generales acaban poniéndose relativamente de acuerdo en aras de las exigencias de la guerra. Con habilidad, Cabanellas introduce un matiz de importancia: Franco no será más que «jefe del Gobierno del Estado español», lo que, dentro de su ambigüedad, incluía una posibili­dad nada despreciable para evitar en el futuro que el general impusiera su dictadura personal. Esa pers­pectiva seguramente la intuyó Nicolás, el hermano de Franco, porque en el último momento envía una or­den a la imprenta diciendo que sólo había que ha­cer constar «Jefe del Estado».

El 1.° de octubre, el dictador nombra, de hecho,

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su primer consejo de ministros. Y si bien los gene­rales continúan ocupando los principales puestos, Franco empieza ya a hacer combinaciones «equili­bradas», es decir, recíproco-neutralizadoras, de los diversos subsistemas políticos que le han ayudado a subir al poder: son las combinaciones que él ne­cesita para desarrollar su mando personal.

Los generales sublevados, pues, fueron uno de los primeros grupos en experimentar que Franco les lle­vaba hacia un sistema dictatorial respecto al cual también ellos tendrían que subordinarse. Y es que cuando se inicia un proceso armado, ultra-autorita­rio, todo el mundo puede pagar las graves conse­cuencias. Esto lo comprobaron a continuación los carlistas y los falangistas.

4. — El fascismo como ideología. — Tercer análisis. — El integrismo y la derecha tradicional. — El franquismo

El proceso histórico de imposición de una dicta­dura en España, es muy distinto a los procesos de luchas de clases que tienen lugar en Italia y en Ale­mania. El lector mismo puede ahora comparar unas y otras series de hechos principales, y observar cómo en los casos italiano y alemán prevalece la lucha ideológica (electoral, etc.), y en el caso español predomina la lucha armada; más: la guerra a toda escala.

Pero en España también se da, aunque subordi­nado, un fenómeno ideológico reaccionario, en el que asimismo existen algunos elementos fascistas.

¿Qué es el fascismo español? En primer lugar hay que recordar que, como ya

he demostrado, se trata de un movimiento político

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minoritario en España, y también pequeño en com­paración con los partidos fascistas en Italia y en Alemania. La ideología fascista no puede penetrar en el cuerpo social popular, en el proletariado y en la pequeña burguesía urbana, porque estas clases sociales tienen fuertes organizaciones políticas y sin­dicales (CNT, UGT, PSOE, PC, Izquierda Republi­cana, etc.).

Ahora bien, la ideología fascista existe en la Es­paña de la II República. En ella también podemos analizar el nacionalismo agresivo, pero con la si­guiente peculiaridad acentuada: mientras que en Italia y en Alemania, como un efecto de la situación provocada por los resultados de la Primera Guerra Mundial, el ultranacionalismo lanza su agresividad sobre todo hacia el exterior, en España, las corrien­tes fascistas buscan principalmente el polo opuesto de su nacionalismo en el interior de la Península. Los falangistas depositan su agresividad nacionalis­ta en la parte de los españoles considerados como la «Anti-España». Para los falangistas, y de manera más general para los franquistas, la «Anti-España» no sólo la componían los socialistas, los comunis­tas, los anarquistas, y los liberales sino también los catalanistas, vasquistas, etc., que, aunque fueran conservadores, reclamaban la autonomía de sus res­pectivas nacionalidades. Los franquistas se inventa­ban su «enemigo interior»: todos cuantos no esta­ban con ellos eran «agentes subversivos de potencias extranjeras». El nacionalismo fascista español, no obstante, también apuntaba sus ambiciones impe­rialistas, en África y en Europa (Portugal) e inclu­so aspiraban a la «resurrección» del viejo Imperio español.

En ese último sentido, pero también a causa de sus vinculaciones con la religión, el nacionalismo es­pañol está más imbricado a la tradición simplemen-

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te reaccionaria que no el fascismo y el nazismo que constituyeron, verdaderamente, «fuerzas nuevas» que de manera muy sutil, y por vía indirecta (y en prin­cipio aparentemente opuesta), se dedicaron a dar una nueva salida a las tendencias ultraconservado-ras en Italia y en Alemania.

El fascismo español tuvo ya, en su origen, con­siderables dosis de integrismo, sobre todo a través de la influencia de Onésimo Redondo. Con el tiempo, y principalmente al término de la guerra civil, las tendencias integristas irían dominando los elemen­tos típicamente fascistas. En este sentido, la CEDA, que desapareció como tal, fue un partido pre-fas-cista, ya que, además, muchos de sus militantes —y algunos de sus dirigentes, como Serrano Súñer— pasaron a engrosar las filas de la FET y de las JONS.

Y todo ello quedaría rápidamente subordinado al franquismo, como sistema ideológico dimanante del «Caudillo», en organización de camarillas en las que, la vida política estricta y normalmente enten­dida, iría quedando desplazada por un conjunto de prácticas, explícitas e implícitas (pero también ha habido «teorización» al respecto), de fidelidad, de adulación y de culto al Jefe. La personalización de las relaciones políticas produce graves consecuen­cias en la formación de capas dirigentes (a nivel estatal) de las clases económicamente dominantes.

5. — La destrucción de la vía electoral.

La llegada del fascismo al poder en Italia y en Alemania, significó asimismo la liquidación de todos los enfrentamientos electorales de las distintas posi­ciones de clase. Ahora bien, en ningún caso la des­trucción fue tan grande como en el proceso milita-

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rizado que tuvo que sufrir el pueblo español a partir de mediados de 1936.

La militarización de la vida política española re­sulta, evidentemente, mucho más violenta —y por ende mucho menos legítima— que la violencia fas­cista. Pero los ritmos de militarización en España son, en principio, mucho más complejos —indecisos, inseguros, escasamente operativos— que los ritmos de fascistización en las otras dos sociedades. Ya lo he indicado, pero conviene recordarlo: el asalto al poder del fascismo en Italia y en Alemania se desa­rrolla en un proceso ininterrumpido, mientras que en España las tentativas de imponer una dictadura sufren varios frenazos y cortes, el principal el de la II República, globalmente considerada.

A todas luces se puede considerar que el proceso de militarización comienza en 1923 con la dictadura de Primo de Rivera y su apuntalamiento de la mo­narquía feudal «modernizada». El fracaso de esta dictadura junto con la institución que, de hecho, la patrocinaba, hunde a las clases económicamente do­minantes en una grave crisis. No obstante, al princi­pio parece ser que esas clases se muestran dispuestas a jugar pacíficamente su papel en la construcción de una sociedad democrática. Esa impresión queda en­tre interrogantes ya durante el verano de 1932, con el también fracasado golpe militar del general Sanjurjo. El bienio negro y la represión de la huel­ga insurreccional de Asturias apenas dejan lugar a dudas acerca de cómo piensa la burguesía aristo­cratizada responder, incluso en un sistema democrá­tico, a los movimientos y reivindicaciones populares.

Más: a partir de 1933, en los partidos y grupos políticos articulados a las clases económicamente dominantes (integristas, monárquicos, falangistas), puede observarse que su elemento «ideológico» prin­cipal poco o nada tiene que ver con un auténtico

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«sistema de ideas», porque se trata de una tendencia militarista que se expresa cada día con más bruta­lidad, al tiempo que va perfilando proyectos con­cretos de sublevación armada.

La victoria del Frente Popular en febrero de 1936, lleva a la derecha a hacerse de manera más sistemá­tica un plan con el que contrarrestar «definitivamen­te» esa tendencia progresista.

La dinámica de esos partidos y grupos derechis­tas, más la propia propensión de una parte de las fuerzas armadas españolas —los caracterizados como «africanistas»— al golpismo, no tardan en poner en marcha una amplia sublevación militar cuyo objeti­vo es la destrucción de la sociedad y del Estado de­mocráticos. Pero ese objetivo tardaron en alcanzarlo mucho más tiempo del que imaginaban.

En los orígenes de las dictaduras, que en este li­bro analizo, encontramos la gran especificidad espa­ñola: las fuerzas progresistas y revolucionarias se encuentran en el poder, y no sólo no sufren ninguna alienación ideológica que les subordine al bloque clasista enemigo, sino que, muy al contrario, com­baten durante tres años a los militares sublevados con las clases dominantes (1).

(1) En España existe una grave incomprensión (inclu­so entre quienes trabajan en el terreno de la historia) de lo que fue (es) la especificidad del franquismo respecto a las particularidades del fascismo italiano y del alemán. Como prueba de ello consúltese la reseña disparatada que el señor Rodríguez Ibáñez hizo de mi estudio de «La na­turaleza del franquismo» (en «El País» del 6 de abril de 1977). Lo curioso es que un diario de cierto renombre in­telectual como ése imprima en sus páginas un conjunto de incompetencias notorias en ciencias sociales; significati­vamente, después de seis meses diciéndome que iban a pu­blicar mi réplica, Rafael Conté, adjunto a la dirección del periódico, se opuso a ello con su tradicional espíritu de antiguo jefe del SEU pamplónica.

Siguiendo asimismo el «espíritu» de la sociología nor-

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Ahora bien, el tipo de respuesta (política, mili­tar, etc.), del enemigo se halla en cierta medida in­serta en el grado, en la amplitud y en la agudeza de la acción del bloque de clases contrapuesto. Esto es, insistamos en ello: a movimiento revolucionario más poderoso, si no triunfa, corresponde una ré­plica reaccionaria más brutal.

6. — La crisis de los dirigentes

A lo largo de la II República y durante la gue­rra civil, es observable un extraordinario impulso revolucionario por parte de las masas, impulso que raramente recibe una buena orientación por parte de los dirigentes de los partidos y de los sindicatos proletarios. Lo más trágico es que esa falta de di­rección se pone de manifiesto en plena guerra.

Durante la primera etapa del régimen republica­no, cuando se habrían podido realizar reformas de­cisivas para la consolidación del Estado democráti­co, se malgastó el tiempo en querellas con la Igle­sia y con el Ejército, querellas que no era difícil dejar de lado.

En la segunda fase (1933-1935), durante la cual cualquier movimiento progresista corría el riesgo de caer bajo la represión derechista, los dirigentes de izquierda lanzaron, sin embargo, a las masas hacia combates que estaban perdidos de antemano. Lo que no habían hecho durante los dos años anteriores, pretenden realizarlo en pocos días.

teamericana, esa crítica fue reproducida, en parte, con una fe exaltada y razones invisibles, por Julio Colomer, en la revista «Razón y Fe» (junio 1977). Es lógico que en un órgano así me lancen excomuniones y que eleven a los altares a Juan J. Linz sociólogo-USA especialista en difun­dir conceptos suavizadores de la dictadura de Franco.

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La tercera etapa (febrero de 1936-julio de 1936) empieza a dibujar un auténtico proceso revolucio­nario, sobre todo en cuanto concierne a la reforma económica (reparto de tierras, principalmente). Pero es una reforma que llega tarde y que no está apoya­da por otras medidas de carácter político y militar (búsqueda de acuerdos con los grandes terratenien­tes, vigilancia más acentuada y corte de raíz de los proyectos de los generales golpistas, etc.).

Durante la guerra, sigue poniéndose de relieve la falta de dirección de las masas revolucionarias. Las principales tendencias políticas proletarias organi­zan, cada cual autónomamente, su propia milicia. Eso no es todo: en la zona republicana existe una tendencia acentuada a la proliferación de poderes de todo tipo. En los frentes, la falta de disciplina y de simple coordinación militar, llevaba a batallones enteros de gran coraje revolucionario, a sufrir ma­tanzas que se podían evitar atendiendo a unas re­glas mínimas de táctica. Todo ello salpicado de san­grientas querellas entre anarquistas, trotskistas, co­munistas y socialistas.

La gran diferencia de la crisis —insistimos en ello— en el movimiento obrero internacional es que, mientras en Italia y en Alemania una parte muy im­portante del proletariado y de la pequeña burguesía se afilian al partido fascista, en España el movimien­to popular se encuentra en bloque en las organiza­ciones socialistas, anarquistas, comunistas y de la pequeña burguesía progresista. Esto es, en España existen no sólo muchas más posibilidades de evitar cualquier forma de dictadura ultraburguesa, sino po­sibilidades también de avanzar hacia formas sociales para-socialistas.

La diferencia también está en momentos claves como la preparación de las elecciones del Frente Popular y en el período posterior, en el que las orga-

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aciones de izquierda presentan una amplia unión. Los rasgos comunes, negativos, radican en las

incapacidades e irresponsabilidades de los dirigen­tes de las fuerzas del progreso: como en los otros países, en España también se plantea la querella entre quienes «desean» avanzar rápidamente hacia el socialismo (e incluso hacia el «comunismo»), y quienes consideran que las transformaciones no pue­den alcanzarse si no es a un ritmo más lento.

Los anarcosindicalistas oscilaban entre el «apoli-ticismo» y el utopismo; los comunistas, rígidamen­te stalinistas, iban de ciertos izquierdismos a una moderación insuficientemente argumentada; los so­cialistas, al menos en parte, también se dejaban lle­var por algunos izquierdismos que no estaban en consonancia con la situación.

En suma, como escribo, en otras páginas (1), «la historia de las sociedades nos muestra cómo a ve­ces existen situaciones revolucionarias sin que las clases revolucionarias sean suficientemente podero­sas para realizar la plena revolución. Durante ese período, en España, el problema es diferente. Ha­bía una coyuntura revolucionaria desde 1931, las clases revolucionarias también existían con un po­tencial extraordinario, pero faltaban los intelectua­les orgánicos capaces de dirigir lúcidamente esas fuerzas». Faltaban los dirigentes capaces de obser­var con claridad qué objetivos podían conquistarse y en qué momentos. Faltaban los dirigentes capa­ces, en momentos de grave crisis, de establecer los compromisos necesarios con el enemigo a fin de conservar una gran parte de las conquistas progre­sistas, o al menos evitar perderlo todo, como lo per­dieron.

(1) «Dictature militaire et fascisme en Espagne». Edi-tions Anthropos, París, 1977, p. 171.

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IV. ARGENTINA

Ya he puesto de relieve cómo, en los orígenes de los sistemas dictatoriales en Italia, Alemania y Es­paña, se hallan fuertes pervivencias del modo de pro­ducción feudal. El caso argentino es diferente en el sentido de que en aquellas inmensas praderas no existía, cuando los españoles las conquistaron, nin­gún sistema feudal: allí sólo pululaban unas tribus primitivas que, con el tiempo, fueron exterminadas.

Ahora bien, las formas económicas que empeza­ron a introducir los españoles operaron, de hecho, como una feudalización específica; con el siguiente agravante: que se iniciaba, al mismo tiempo, la su­bordinación de unas tierras lejanas a la explota­ción de la metrópoli europea, con todo lo que ello iba a significar de destrucción permanente (e inclu­so de esterilización de los gérmenes) de una racio­nalidad social, política y económica peculiares, pro­pias.

Argentina desarrolló una economía agropecuaria que hoy aún sigue siendo lo fundamental de su ac-

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tividad productiva (aun cuando existen, por supues­to, importantísimos núcleos de industrialización —«demasiados»—, al decir del gusto de algunos mi­litares de ultraderecha que sueñan con retornar a una economía exclusivamente pastoril (1), lo que prueba que reacción e incultura andan casi siempre juntas).

La formación económica argentina se basó, pues, en la producción agrícola y en la ganadería: en la exportación de maíz, de trigo, de carnes y de cueros. Lo más importante que es preciso tomar en consi­deración es que esas exportaciones estructuran una ~¿onomía complementaria de las sucesivas poten­cias imperialistas que dominan el capitalismo agra­rio de aquellas pampas.

Así, pues, mientras en los países europeos en los que se llega tarde y débilmente a la formación ca­pitalista, las burguesías nacientes tienen que enfren­tarse con los problemas de los fuertes residuos feu­dales a la hora de organizar la producción y el mer­cado interior, en Argentina, la racionalidad económi­ca y política de tipo capitalista-liberal choca no sólo con esas dificultades, sino asimismo (y a menu­do sobre todo) con la complejísima problemática de encontrarse en un país oficialmente constituido como independiente, pero, que, de hecho, es una zona económica dependiente de un país europeo (y de Estados Unidos, después), un enclave.

La vida política en países como Argentina (lue­go estudiaremos Brasil) está disgregada durante dé­cadas y décadas, no sólo como un efecto de esa de­pendencia económica del exterior, sino también por la propia composición social del país: se trata de

(1) Esta opinión en s íntesis sobre la actualidad me la da un diplomático francés, que retorna de una larga estan­cia en aquel país , el mes de abril de 1977.

177 12. FASCISMO Y MILITARISMO

una sociedad de reciente y fluctuante formación, debida a periódicas oleadas migratorias asimismo de­sarticuladas (españoles, italianos, etc.), y cuya de­sarticulación perdura porque la mayoría de esos emigrantes continúan pensando en sus países de ori­gen como su patria verdadera a la que (al menos como proyecto psicológico permanente) se quiere regresar. En principio (pero un «principio» que no podemos limitar sólo al siglo xix, sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial), los países del «Nuevo Mundo» como Argentina son «tierras de na­die» («No man's land»), a las que todo el mundo se orienta y en las que la mayoría permanece (duran­te la primera generación, al menos) con la exclusi­va preocupación de someterlas a la mayor explota­ción posible, en provecho estrictamente personal, esto es, sin que se tenga el menor proyecto de pro­ducir mejoras en la sociedad en la que se vive (¿para qué, si el plan fundamental es regresar a la tierra que les vio nacer, o a la de los padres... a «la madre patria» como repiten tantos latinoamericanos gene­ración tras generación...?).

1. — De los militares terratenientes a los militares in­dustriales (pasando por la oligarquía)

Otro signo de la peculiar feudalización de las tie­rras argentinas, lo vemos en la primera etapa de la constitución de la clase económicamente domi­nante.

Por supuesto, las tierras pertenecieron primero al Estado monárquico español, y después al Esta­do de la oligarquía argentina (aunque, bien enten­dido, aquellos territorios «pertenecían», en verdad, a los indígenas que vivían en ellos). Precisamente un

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sector de los grandes terratenientes se forma a par­tir del despojo de las tierras «liberadas de los in­dios». En efecto, los militares que se dedicaron a exterminar los indígenas —como los guerreros me­dievales que en España se dedicaron a expulsar los árabes, y de ahí que los grandes latifundios se en­cuentran en Castilla, Andalucía...— recibieron como recompensas inmensos lotes de tierras: los jefes, 8.000 hectáreas, los capitanes, 2.500 y los simples soldados 100. Muchas de estas tierras, sin embargo, acabaron pasando a manos de la oligarquía.

Las clases económicamente dominantes argenti­nas se subdividen, en principio, en el sector de ga­naderos y en el de industriales. Ahora bien, cada una de esas categorías clasistas se encuentran aún subdivididas: entre los ganaderos hemos de distin­guir a los «criadores» (que son los verdaderos ga­naderos) y los «invernadores», que son los nego­ciantes que se dedican a vender directamente las carnes a las redes frigoríficas, y que es el núcleo dominante; y entre los industriales, se diferencian los que están ligados a la industria ligera, los que se hallan en un proceso de gradual articulación con los capitales extranjeros y, en fin, los militares in­dustriales, de los que en especial trato después.

Sin embargo, todas esas denominaciones clasis­tas no deben entenderse al estilo europeo, literal­mente, propias de países centrales (1). Existe una profunda razón en contra de ello: esas fracciones de la clase dominante tienen poder por delegación, esto es, en gran parte son burguesías delegadas de unas u otras burguesías imperialistas. Decía con

(1) En los textos económico-polít icos europeos, tam­bién definimos como países centrales a las sociedades de alto desarrollo industrial, de la misma manera que ha­blamos de naciones periféricas, cuando aludimos a las for­maciones sub-desarrolladas y semi-industrializadas.

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enorme sinceridad un documento oficial argentino de 1940: «La vida económica del país gira alrededor de una gran rueda maestra que es el comercio ex­portador. Nosotros no estamos en condiciones de reemplazar esa rueda maestra...» (1).

Como ese mismo documento decía, los burgueses argentinos tenían, no obstante, que poner en fun­cionamiento algunas «ruedas menores» que permi­tiesen la generalización de un cierto nivel de vida. Con ese objetivo, a medida que pasaba el tiempo se fue poniendo de relieve la dificultad de armonizar los intereses de esos sectores diversos, llegando a verdaderos enfrentamientos entre los ganaderos que simplemente pretendían que Argentina se limitara a una organización económica agropecuaria exporta­dora, los partidarios de una industrialización autó­noma y los que prefieren ser representantes de le­janas metrópolis, de Londres a Washington. No será fácil encontrar soluciones políticas que formen un bloque de poder estable.

No será fácil a pesar de que, un sector de la oli­garquía, los militares, además de su indudable po­der fáctico engloba gradualmente un poder econó­mico cada vez más determinante de la estructura­ción argentina: es decir, en principio, los militares van a tener cada vez más en sus manos la posibi­lidad de configurar uno u otro sistema político.

Apuntaba al empezar este apartado que los mili­tares se entroncan en la oligarquía por la vía de sus propiedades latifundistas. Todavía es más impor­tante subrayar cómo el verdadero poderío indus­trial argentino va concentrándose en manos de los representantes de las fuerzas armadas. Éste tam­

il) «El Plan de Reactivación económica ante el Hono­rable Senado», Ministerio de Hacienda, Buenos Aires, 1940, p. 156.

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bien es un rasgo específico de la estructuración eco­nómico-política argentina (especificidad que encon­traremos asimismo en Brasil) y que no se dio en las sociedades europeas que aquí estudiamos (aun­que sí se da, en parte, después, hacia los años 1960-1970... con el desarrollo ampliado del capitalismo monopolista de Estado y la vinculación de las in­dustrias de punta a las «necesidades» de tipo es­tratégico).

Las fuerzas armadas argentinas crean las prime­ras fábricas militares en 1923. No se vea en este im­pulso una clara vocación progresista industrial, sino simplemente un cálculo para asegurarse de mane­ra independiente el aprovisionamiento de produc­tos clave para la defensa nacional. La tendencia va creciendo: en 1935 fundan la primera acería; en 1936, la fábrica de municiones de artillería; en 1941 ya crean un organismo que coordina las dife­rentes empresas: La «Dirección General de Fabri­caciones Militares» (DGFM); en 1947, en Córdoba, los militares fabrican el primer avión argentino a reacción (el «Pulqui»); en 1946-1947, dos Planes (el del teniente coronel Julio A. Sanguinetti, y el del general Savio) coordinan la producción para fines estrictamente militares con la producción destina­da a la sociedad civil.

El peronismo se encuentra, en gran parte, condi­cionado por esa tendencia militar-industrial, ten­dencia que no cesará de desarrollarse en los años sucesivos. En la actualidad, las «Fabricaciones mi­litares» constituyen uno de los principales grupos industriales argentinos. Los militares no se ocupan sólo de la dirección «desde las alturas», sino que se ocupan de la gestión directa de las empresas: tam­bién poseen fuertes participaciones en sociedades mixtas, de capitales privados «nacionales» y extran-

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jeros (1). Y por supuesto controlan las empresas características de cualquier Estado moderno, como telecomunicaciones, transportes, etc. Más: del tiem­po del peronismo, los militares conservan una serie de empresas de las que preferirían deshacerse. La demagogia peronista nacionalizaba industrias —o simplemente compraba empresas deficitarias— que, de hecho, son un engorro para el Estado: por su escasa rentabilidad, por la conflictividad social con la que tienen que enfrentarse directamente, y por el conjunto disparatado de actividades empresaria­les que han de coordinar. Alain Rouquié, uno de los más brillantes sociólogos franceses que se dedican a investigar en latitudes latinoamericanas, me de­cía hace poco, de regreso de un viaje a Brasil y Argentina, que la situación en este último país es un verdadero «quilombo» (2), muy difícil de arre­glar, y en lo que se refiere al tema que tocamos en estas líneas me hacía observar que el Estado ar­gentino controla empresas tan dispares como una fábrica de galletas, una de zapatos, unas bodegas...

En suma, en las clases económicamente domi­nantes se concreta, a medida que avanzamos hacia la actualidad, el núcleo de la gran burguesía finan-

(1) Los militares argentinos tienen el 50 % de capital de Petroquímica General Mosconi, el 42 % de Carboquími-ca Argentina, el 20 % de Atanor (materias primas para la industria del plástico), 17 % de Petroquímica Bahía Blan­ca, 76 % de Hierro Patagónico (minas) y 67 % de Aceros Ohler (aceros especiales).

(2) En Argentina, «quilombo» significa «lío», «follón». Alain Rouquié me habló, sobre todo, de la gravísima si­tuación económico-social por la que pasa aquel país, y acerca de las enormes dificultades que todavía se plantea­rán. Cuando este libro mío se encuentra en período de impresión, Alam Rouquié publica una obra importante: «Pouvoir militaire et société pohtique en République Ar-gentine», Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, París 1978.

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ciera y comercial (Bancos de negocios y grandes em­presas frigoríficas), cuya fuerza le viene asimismo de su estrecha asociación con el capital extranjero.

Antes de entrar en el análisis de los papeles po­líticos jugados en cada etapa histórica por cada una de esas fracciones de las clases dominantes, es ne­cesario que nos preguntemos acerca de las causas que llevan a esas burguesías a una dependencia en cada fase más acentuada respecto al imperialismo. Es muy importante tratar de deslindar las líneas fundamentales de la causalidad interna de las de la causalidad exterior. Porque también hemos de re­chazar toda «creencia» en una especie de fatalidad global determinada por la condición de países co­lonizados que tuvieron, desde «siempre», Argentina y Brasil. En la misma América Latina encontramos otros muchos ejemplos de sociedades que partie­ron de esa situación colonial, y que, no obstante, han llegado a situaciones bastantes distintas a las argentino-brasileñas.

1.1. — De nuevo, una clase inerte

La causalidad interna es primordial y principal en la formación de las problemáticas económicas, ideológicas y políticas de las sociedades que estudio en este libro. Y una de las realidades centrales de sus orígenes se halla, como vengo sugiriendo desde la introducción, en lo que conceptúo como clases inertes.

En el libro de Geze y de Labrousse (1) volvemos a encontrar una descripción de la clase dominante argentina que corresponde a mi propio análisis de

(1) F. Geze y A. Labrousse: «Argentine, révolution et contrerévolutions», op., cit., p. 143.

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la cuestión: «Aunque la parte del PIB correspon­diente al capital pasa del 40 % en 1945-1949 a 60 % en 1970, gracias a un agravamiento de la explotación de los trabajadores, la parte consagrada a las in­versiones permanece prácticamente constante: alre­dedor de un 20 0/o, del cual la mitad se dedica a la construcción y un cuarto sólo a la adquisición de máquinas y de equipos industriales. Eso significa simplemente que la burguesía rehusa acumular, con­sagrando una parte creciente de la renta nacional a su propio consumo y a las transferencias al exte­rior.» (Es SV quien subraya.)

Esas «razones» de fondo corresponden también, aunque en otra medida, a la clase económicamen­te dominante española. Ahí encontramos una de las causas originarias de la creciente subordinación al imperialismo. Esa irresponsabilidad se agrava en el caso de la burguesía argentina, dados los enor­mes recursos naturales que posee aquel país: agro­pecuarios, sin duda, pero también se encuentra en aquellas tierras una de las más importantes rique­zas mineras del mundo. Un ejemplo global, senci­llo, acerca de la brutalidad explotadora, y al propio tiempo inerte explotación practicada por las clases dominantes en Argentina: mientras tiene una su­perficie cinco veces superior (2.876.789 km2) a la de Francia, tiene la mitad de la población (25 millones de habitantes), cuya renta per cápita es asimismo la mitad aproximadamente (1.350 f) de la de los franceses.

El subdesarrollo, pues, es un efecto de la con­tinuidad del neo-colonialismo: el practicado por las burguesías delegadas en combinación con las bur­guesías imperialistas.

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1.2.— La penetración de los capitales extranjeros

Como empezaba a sugerir en la primera parte, la penetración del capital inglés se va acentuando a lo largo del siglo xix. El imperialismo británico fue el primer imperialismo del mundo, al menos has­ta la Primera Guerra Mundial. Argentina era el país que mayor número de inversiones británicas acu­mulaba en América Latina: esas inversiones con­trolaban Bancos, compañías de seguros, el trans­porte y el comercio exterior. La complementariedad entre las dos economías se establecía, por una par­te, en el envío de productos alimenticios argenti­nos y, por la otra, en la exportación de equipos in­dustriales.

El capital yanqui inicia su fuerte penetración a través de los sistemas frigoríficos, pero hasta el año 1920 no existe un gran enfrentamiento entre los dos imperialismos. A partir de esa fecha, los cho­ques van teniendo lugar sobre todo en el terreno petrolero, entre la Royal Dutch Shell (compañía in­glesa) y la Standard Oil (norteamericana).

La concurrencia con los ingleses va manifestán­dose en otros renglones. En 1922, la Ford, y en 1925, la General Motors, se instalan en Argentina. A los frigoríficos, a los automóviles y al petróleo, se aña­den el cemento y los productos farmacéuticos. La ITT hace también su aparición. Diez años después (1920-1930), las inversiones de capitales norteame­ricanos empiezan a superar las inversiones de ca­pitales británicos. Además, las importaciones de mer­cancías estadounidenses aumentan constantemente.

De manera global, alrededor de otra década des­pués el imperialismo ya domina todo el proceso de industrialización. Citando a Adolfo Dorfman (1), Mi-

(1) A. Dorfman: «La evolución industrial argentina», Buenos Aires, 1938, p. 259.

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guel Murmis y Juan Carlos Portantiero lo señalan con toda claridad: «En 1938 más del 50 % del ca­pital total de la industria estaba en manos de empre­sas extranjeras. "Esos capitales dominan en forma monopolista varias ramas de la actividad indus­trial del país como, por ejemplo, frigoríficos, fábri­cas eléctricas, compañías de gas, cemento, armado de automotores, elaboración de artículos de caucho, seda artificial y otros, ejerciendo una influencia de peso en algunas otras como tabaco, petróleo, fabri­cación de conductores eléctricos, de aparatos para radiotelefonía, productos farmacéuticos, galvaniza­ción de chapas de hierro, ascensores, etc."» (1).

Ese control de la estructura industrial iba a sig­nificar —y significa hoy con toda contundencia— que la industrialización jamás iría más allá de lo que quisiera el capital extranjero. Eso es, el imperialis­mo no dejaría que se constituyera una industria que pudiera resultar competitiva internacionalmente. De ahí que la industrialización en los países subdesarro-llados no sea más que una industrialización limita­da, restrictiva, como dice Fernando Henrique Cardo-so (2), monstruosamente truncada.

El control del capital extranjero sobre la econo­mía argentina disminuyó durante el peronismo. Ya he empezado a sugerirlo, el peronismo desarrolló una política de nacionalizaciones (y esto es lo que hace tan difícil el análisis del caso argentino, que junto a una demagogia para-derechista, Perón intro­ducía elementos económico-políticos de tipo antiim­perialista y por ende aparentemente para-izquier-

(1) M. Murmis y J. C. Portantiero: «Estudios sobre los orígenes del peronismo/1» , Siglo X X I Argentina Edito­res, S. A., Buenos Aires, 1974, p. 50-51.

(2) F. H. Cardoso: «Politique et développement dans les sociétés dépendantes», Editions Anthropos, París, 1971, p. 155.

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dista). Pero a la larga, la tendencia de la penetra­ción de capitales extranjeros fue acentuándose hasta determinar no sólo la vida económica argentina, sino también las crisis y los relativos cambios polí­ticos que han ido sucediéndose durante las últimas décadas.

Con todo, en el sector dominante de un fenóme­no (sea económico, ideológico o político), aún he­mos de distinguir el elemento que hace oscilar en un sentido o en otro tal o cual proceso histórico. En un nivel como en el económico (capitalista) en donde es de «ley» que venzan los fuertes, o los de más peso, o los de más poder de concurrencia, tam­bién resulta «lógico» que los intereses petroleros pre­valezcan a menudo. En el caso argentino está claro (mucho más lo está en otras latitudes), puesto que también en el subsuelo de aquellas pampas y sus contornos existen ricas corrientes petrolíferas. Esa imbricación entre economía y crisis política, entre intereses imperialistas y caídas de unos u otros gobernantes, la observa con lucidez Eduardo Ga-leano: «Los acuerdos de cartel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el petróleo de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes coincidencias en los golpes de Estado que se han sucedido a lo largo de los últi­mos cuarenta años. El Congreso argentino se dis­ponía a votar la ley de nacionalización del petró­leo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo nacionalista Hipólito Yrigoyen fue derribado de la presidencia del país por el cuartelazo de José Fé­lix Uriburu. El Gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de 1943 cuando tenía a la firma un con­venio que promovía la extracción del petróleo por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo Perón marchó al exilio cuan­do el Congreso estaba por aprobar la concesión

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a la California Oil Co. Arturo Frondizi desenca­denó varias y muy agudas crisis militares, en las tres armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía todo el subsuelo del país a las empresas interesadas en extraer petróleo: en agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta. Resucitó en se­guida y en octubre de 1960 quedó sin efecto. Fron­dizi realizó varias concesiones en beneficio de las empresas norteamericanas del cártel, y los intere­ses británicos —decisivos en la Marina y en el sec­tor "colorado" del ejército— no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illía anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año si­guiente, Juan Carlos Onganía promulgó una ley de hidrocarburos que favorecía los intereses nor­teamericanos en la pugna interna.» (1).

Naturalmente, no fueron sólo los intereses pe­troleros contrapuestos los que provocaron las cri­sis como podría deducirse de manera simplista de la lectura de los párrafos de Galeano; otras diná­micas clasistas, económico-políticas, y a veces «pu­ramente» ideológicas (como el conflicto de Perón con la Iglesia), contribuyeron a poner en marcha los mecanismos de las sustituciones gubernamentales. Pero como indicaba más atrás, el petróleo jugó, sin duda, papeles determinantes.

La penetración de capitales extranjeros, como ocurre en otras latitudes, entre ellas las de España, son acogidas demasiado «alegremente» no sólo por las clases dominantes (lo cual entra dentro de su «lógica» irresponsable) sino a veces también por al­gunos partidos aparentemente representativos de las clases explotadas. A corto plazo, la inversión ex­tranjera produce efectos estimulantes en cualquier

(1) E. Galeano: «Las venas abiertas de América Lati­na», op., cit., p. 252.

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economía nacional; pero a la larga, la inversión ex­tranjera significa la ruina paulatina de los pueblos; la inversión extranjera se lleva 5, 10, 20 dólares de beneficio, etc., por cada dólar que invierte; uno de los objetivos de la inversión extranjera es contro­lar los aspectos clave de un mercado interior; pero si las cosas le van mal (por ejemplo, un cambio po­lítico que vaya contra sus intereses, una llegada de la izquierda al poder), el imperialismo que domi­na tal o cual formación económica nacional puede desbaratar los niveles fundamentales del mercado interior, y seguidamente provocar los efectos de permanente equilibrio catastrófico entre las clases sociales, con el acompañamiento de sucesivas espi­rales de terrorismo y represión.

Es la fenomenología que se dibuja con rasgos cada vez más sangrientos en el panorama argenti­no, a medida que avanzamos hacia la actualidad.

Esa fenomenología se expande a medida que se acentúa la dominación imperialista. Durante la eta­pa de Frondizi, el capital monopolista internacional extiende su control de la economía argentina. El Gobierno de Illía sigue por el mismo camino. En 1964, el capital extranjero (1) controla el 95 % de la producción de neumáticos, el 88 % de la pro­ducción de tractores, el 86 % de la producción de otros vehículos y automóviles, el 78 % de la petro­química y el 72 % de las fibras sintéticas. El general Onganía sigue inclinando la posición pro-imperia­lista de la gran burguesía argentina. El ministro de economía de ese primer dictador militar, netamen­te reconocido como tal, es Adalbert Krieger Vase-na, hombre de paja del imperialismo americano,

(1) Entre 1958 y 1964, las inversiones de origen nor­teamericano ya controlan el 70 % de todas las inversiones extranjeras.

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uno de los nombres «más apreciados de las socieda­des de negocios en Argentina» (1). Mientras en 1957, de las 100 primeras empresas argentinas, sólo 14 se hallaban en posesión extranjera, en 1966 ya son 50 y tres años después el capital internacional controla 59 de esas grandes empresas.

En el segundo período del peronismo (1973-1976) y en la segunda etapa de dictadura militar, la misma tendencia se acentúa aunque existe el proyecto de re­negociar las condiciones de la subordinación. Eso en el supuesto no del todo probable que a la oligar­quía económico-militar le quede algo que negociar. Y ése es a veces el trágico fin de las clases inertes, que se subordinan tanto al imperialismo que acaban controlando muy relativa y sobre todo militarmen­te un país en el que resulta imposible vivir dada la permanente e hipertrofiada conflictividad social: y en ese caso, el imperialismo cambia de chaqueta y se inclina por dar vía libre a un Gobierno democrá­tico capaz de organizar un consensus que facilite la continuidad de la producción económica.

No obstante, por el momento perdura la alianza entre clases dominantes interiores y exteriores. Esa alianza queda personificada, hoy, en el ministro de economía de la Junta Militar de Videla, José Martí­nez de Hoz, gran propietario terrateniente asociado a diversas empresas multinacionales. Ahora bien, esa «alianza» presenta varios flancos débiles. Uno, inter­no: se ha puesto de relieve en las críticas a la si­tuación hechas por representantes de otros impor­tantes sectores burgueses como es Rogelio Frigerio; en las supuestas implicaciones de la familia de fi­nancieros Graiver (2), acusados por Videla de ayu-

(1) Rogelio García Lupo: «Mercenarios y monopolios en la Argentina de Onganía a Lanusse.» 1966-1971. Ed. Acha-val Solo, Buenos Aires, 1972, p. 79.

(2) Este asunto muestra las graves contradicciones in-

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dar económicamente a la guerrilla. Otro, externo: la readaptación del papel de Argentina en los pla­nes imperialistas para el sub-continente; es decir, el imperialismo piensa establecer una nueva divi­sión del trabajo en América Latina: en la distribu­ción, a Brasil le tocaría el papel industrial, y a Ar­gentina el tradicional «rôle» agropecuario. Este pro­yecto provoca nuevas contradicciones en el seno de las clases dominantes argentinas.

En todo caso, hasta la actualidad, en la sociedad argentina se da lo que se viene dando desde hace al menos veinte años: superexplotación de los traba­jadores acompañada del funcionamiento cada vez más monstruoso del aparato represivo.

2. — El proceso político-militar

El estudio del caso argentino nos permite poner a prueba muy especial los análisis históricos de lar­ga duración, así como afirmarnos en la crítica de la «validez» —entre escasa y nula— de las consi­deraciones históricas limitadas a lo que sucede du­rante cortas etapas. Dicho con otras palabras: lo que más nos interesa analizar en una sociedad es el conjunto de hechos económicos, ideológicos y políticos que forman constantes o que las de­forman, dentro de un movimiento orgánico global que constituye estructuras decisivas, esto es: que ya no cambian ni siquiera bajo la presión de aconte-

ternas de las clases dominantes argentinas en la actual eta­pa, porque pocos días después, el propio general Lanus-se, dictador-presidente de la República de 1970 a 1973, es arrestado porque la prensa de extrema derecha establece lazos entre el antiguo jefe del Estado y el banquero Grai-ver (Cfr. «Le Monde», 6 de mayo de 1977).

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cimientos coyunturales, por muy espectaculares que sean. (A corto plazo, limitada a sus primeros años, la valoración del peronismo parece ofrecer resulta­dos positivos. Pero si se observa en un análisis de larga duración, nos damos perfecta cuenta de que el peronismo es un derivado y que, además, el caos argentino de hoy estaba contenido en germen en los años 1945-1955.)

Al adentrarnos en el estudio del proceso políti­co-militar argentino podemos observar más concre­tamente las anteriores consideraciones teóricas. Cuando los investigadores empiezan a dedicar su atención a Argentina, primordialmente concentran su mirada en el peronismo: yo mismo he seguido esa orientación y por supuesto no sin múltiples ra­zones: el peronismo, como veremos más adelante, es uno de los fenómenos más complejos y más «exi­tosos» de alienación ideológica del proletariado.

Ahora bien, el peronismo no es más que un ex­traordinario disfraz político que oculta o al menos disimula una realidad profunda, la que verdadera­mente detenta el poder constantemente, incluso cuando Perón exhibe sus mejores cualidades como actor-demagogo: es el militarismo, la élite de gene­rales y coroneles ligados a la oligarquía económica quienes, realmente, son responsables de la constan­te dictatorial en Argentina. La estructuración de la dictadura militar es una constante compleja (com­pleja porque aparece y finge desaparecer de vez en cuando), en tanto que el peronismo es, relativa­mente, una formación «accidental» (ciertamente asi­mismo compleja, de larga duración y de efectos alie­nantes retardados). La tendencia a la dictadura mi­litar empieza a perfilarse en 1930 (golpe de Estado del general Uriburu), es decir, trece años antes de que empiecen a formarse las corrientes peronistas, y la tendencia militarista se acentúa a medida que

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avanzamos hacia la actualidad. Los militares son los que deciden cuándo el «populismo» ha de ocupar una parcela espectacular de poder y cuándo ha de abandonarlo. Es más: no hemos de olvidar nunca que el papel populista principal lo creó y lo desem­peñó también un militar: el propio Perón.

Con todo, es muy importante señalar que los militares argentinos se sintieron atraídos por la ideología fascista. Así, pues, veamos en primer lu­gar cuáles son las relaciones que establecieron con el mussolinismo y el hitlerismo.

2.1. — Los militares: desde y hasta Perón

Perón participa muy activamente en tareas re­presivas desde su primera época como teniente. Du­rante los sucesos de la semana del 7 al 14 de octu­bre de 1919, Perón manda unas tropas que ametra­llan a los obreros de los talleres metalúrgicos Pe­dro Vasena. Es la «semana trágica^ argentina.

Como recuerda el lector, ésas no son las prime­ras tareas represivas de las fuerzas armadas argen­tinas, puesto que ya tuvieron un amplio «entrena­miento» durante las matanzas de los indígenas de aquellas tierras. Existe, pues, desde los primeros tiempos «una preparación» para poder llevar a cabo la «guerra interna».

En 1930, Perón también participa, aunque, dada su graduación militar, de una manera muy secun­daria, en el golpe de Estado (7 de septiembre de 1930) con el que los generales Uriburu y Justo de­rriban el Gobierno de Hipólito Yrigoyen. Uriburu, militar influenciado por los textos de Mussoli-ni, es un miembro de la más vieja oligarquía que muestra claras propensiones a establecer re-

193 13. FASCISMO Y MILITARISMO

laciones con los representantes de los intereses im­perialistas. En este sentido, el escritor argentino David Viñas, al enumerar los componentes que fa­cilitan la maniobra del golpe señala «la insólita y potente campaña periodística —al estilo Hearst— lanzada por "Crítica", de Natalio Botana, estrecha­mente vinculado al general Justo y a los intereses petroleros norteamericanos, principales anuncian­tes del diario, que venía trazando un circuito expan­sivo en conexión con la progresiva penetración del capital yanqui» (1).

Así empieza la llamada «década infame», que, de hecho, no sería más que la primera de una larga se­rie que dura hasta hoy.

Perón también había recibido fuertes influencias del fascismo italiano. Exactamente en 1938, el ejér­cito le envió en misión a Europa y pasó una larga estancia en Italia, en donde se sintió profundamen­te atraído por el sistema económico-político que se había establecido; esa fascinación por el fascismo Perón seguía demostrándola treinta años después, como puso de relieve en una larga entrevista reali­zada en Madrid durante el mes de enero de 1969: «Era el primer socialismo nacional que aparecía en el mundo. No quiero juzgar los medios empleados para aplicarlo, que han podido ser defectuosos. Pero la cosa importante es la siguiente: un mundo ya dividido entre imperialismos ya inestables, y uno que declara: "No, nosotros no estamos ni con unos ni con otros; nosotros somos socialistas, pero so­cialistas nacionales." Era una tercera vía —sigue di­ciendo Perón— entre el socialismo soviético y el ca-

(1) D. Viñas: «Argentina: Ejército y Oligarquía», Cua­dernos de la revista Casa de las Américas, La Habana, 1967, p. 25.

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italismo yanki. Para mí, esta experiencia tenía un gran valor histórico» (1).

Lo que vale la pena subrayar en esas declaracio­nes es no sólo su permanencia a-crítica, sino el re­chazo en entrar en consideraciones críticas respecto al fascismo. Ello nos permite sostener la tesis si­guiente: probablemente lo peor de los demagogos es que acaban creyéndose sus propias mentiras. Treinta años después, Perón seguía considerando al fas­cismo según la primera autodenominación musso-liniana: «socialismo nacional»; es decir, el «caudi­llo» sudamericano todavía no se había enterado que el fascismo, considerado desde el punto de vista eco­nómico, no fue más que un capitalismo ultra-autori­tario, xenófobo y racista. En esas líneas peronistas se observa, además, la utopía pequeño-burguesa de la «tercera vía».

Durante esa primera «década infame» también comienza a bosquejarse una tendencia que se con­cretará cada día más: el enfrentamiento entre relati­vamente diferentes sectores de militares. Perón se integraría asimismo en uno de esos sectores, al tiem­po que empezaba a organizar su propio núcleo de in­fluencia. En efecto, a su regreso a Argentina se de­dicó a difundir la ideología fascista en aquellas lati­tudes; entre los generales no fue muy bien recibido, pero sí entre algunos oficiales más jóvenes, con unos cuantos de los cuales creó una organización secreta, el GOU («Grupo de Oficiales Unidos») (2).

En 1943, el ya coronel Perón, participa decidida­mente, aunque manteniéndose en un segundo plano,

(1) Félix Luna: «El 45», Editorial Sudamericana, Bue­nos Aires, 1973, p. 58.

(2) Perón también difundió entre esos oficiales las in­fluencias polít icas recibidas al pasar por la España que em­pezaba a ser franquista (al final de la guerra civil), por Alemania y por Portugal.

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en el golpe de Estado (4 de junio de 1943) de los ge­nerales Rawson y Ramírez (1). De hecho, este golpe militar está determinado por la ideología ultranacio-nalista, germen primero, como hemos visto al estu­diar el caso de Italia, de los fascismos. En la práctica ello se demuestra porque el pronunciamiento se di­rige fundamentalmente contra otro candidato a la sustitución del Gobierno, el senador Patrón Costas, muy ligado al imperialismo británico, lo que, dada la Segunda Guerra Mundial, si él llegaba al poder, iba a significar, además, una ruptura de relaciones con los países del Eje. De manera más general, el golpe de Estado también iba a significar la formación de un Gobierno neutral respecto al conflicto inter­imperialista, lo que en definitiva resultaría positivo para los ingleses ya que iban a poder seguir comer­ciando con los argentinos (los alemanes no ataca­ron los barcos del único país latinoamericano que de tal modo les demostraba ciertas simpatías).

Por una serie de contradicciones internas y acae­cimientos diversos entre los militares, contradic­ciones que se resolverán en favor de los generales más nacionalistas y pro-fascistas, Perón irá acercán­dose a las esferas superiores del Estado. En primer lugar, el coronel Perón no será más que primer se­cretario del ministerio de la Guerra, dirigido por el general Edelmiro Farrell, quien ocupó el puesto de vice-presidente al morir el almirante Saba Sueyro el 11 de octubre de 1943. Pocos meses después, exac­tamente el 25 de febrero de 1944, el general Ramí­rez dimite, y por ello el general Farrell pasa a ser presidente de la República. Siguiendo los sucesivos ascensos de su jefe, Perón fue acumulando sectores

(1) Rawson fue el primer nuevo Presidente de la Re­pública, pero como se declaró pro-aliado, tuvo que dejar el puesto al filo-fascista Ramírez.

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de poder: secretario de Estado del Trabajo (desde el 25 de octubre de 1943), ministro de la Guerra (4 de mayo de 1944) y vice-presidente de la República (7 de junio de 1944).

Pero a pesar de que manifestó sin ambages su condición de oportunista también a nivel interna­cional (Perón contribuyó decisivamente a la ruptu­ra de relaciones diplomáticas entre Argentina y Ale­mania durante el mes de enero de 1944, esto es, cuan­do ya se podía calcular quiénes iban a perder la gue­rra) (1) los Estados Unidos no le perdonaron el papel pro-nazi que había jugado hasta entonces. De esa manera, el nuevo embajador yanki, Braden, se con­virtió en la práctica en el jefe de la oposición al na­ciente peronismo.

Sin embargo, su ascenso al poder supremo no fue frenado por tales presiones imperialistas. En esa pri­mera etapa de conquista del Estado, Perón fracasó a causa de que se le descubrió un vicio, la tendencia a la corrupción y al nepotismo, que luego practicaría a sus anchas. Eva Duarte ya jugaba un papel muy influ­yente junto a Perón, y nombró a un protegido suyo en la dirección de los servicios de Correos y Tele­comunicaciones. Un sector del Ejército de tierra y la marina consideraron ese hecho intolerable, y el 10 de octubre de 1945 Perón tuvo que dimitir. Ese síntoma de la corrupción peronista no era, sin em­bargo, más que la gota de agua que hacía rebosar en aquel momento la presión que los sectores más reac­cionarios de la oligarquía estaban acumulando con­tra la política social de Perón. Porque la habilidad de Perón había consistido, desde los primeros años, en apoyarse políticamente no sólo en sus compañe­ros de armas, sino también en la clase obrera, ante

(1) Aún m á s oportunismo, Perón declaró la guerra a Alemania y a Japón el 27 de marzo de 1945.

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la cual sabía presentarse como un dirigente pro­gresista.

Pero no sólo sabía «presentarse» sino que, ade­más (y ello prueba que Perón era un hábil manio­brero), hacía concesiones y reformas que realmente favorecían a corto plazo los intereses de los traba­jadores. En algunos casos, las reformas que intro­ducía Perón significaban una racionalización moder-nizadora del sistema capitalista específico imperante en aquellas pampas, esto es: un capitalismo en el que subsistían estructuras y relaciones parecidas a las del feudalismo. Con Perón, los jornaleros agríco­las consiguen reglamentar sus condiciones de trabajo así como un salario mínimo: el precio del arrenda­miento de las tierras baja, se establecen las vacacio­nes pagadas y se extienden los subsidios del retiro a dos millones de trabajadores. El 30 de octubre de 1944 fue decretado un aumento general de sa­larios. En suma, que Perón había sabido conquis­tarse el apoyo de los trabajadores. Por ello, cuando los militares ultras le obligan a dimitir, Perón sabe hacer la maniobra definitiva que va a consagrarle como una especie de «padrecito» de las clases explo­tadas. Perón pide autorización para dirigir un men­saje de despedida al pueblo; su éxito es enorme por­que utiliza frases de auténtico tinte revolucionario; los militares, sintiéndose burlados, lo detienen y lo destierran a la isla de Martín García.

Pero ése no sería más que un mal paso que acaba­ría redundando rápidamente en favor de la masi­va consolidación del peronismo.

En efecto, Perón tuvo la habilidad de combinar sus reformas progresistas, con la represión apli­cada a los auténticos dirigentes obreros (entre ellos los comunistas) y con la infiltración de hombres de su confianza en puestos directivos de los sindica­tos. Uno de esos nombres, el coronel Mercante, que

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controlaba el sindicato de ferroviarios, fue quien convenció a los sindicatos CGT para que se hicie­ra una huelga-manifestación de apoyo a Perón y «contra el gobierno de la oligarquía». Evita asimismo entró en contacto con los sindicalistas. Pero sin duda alguna también se produjo un movimiento espontáneo para sacar del destierro al demagogo. Así, pues, el 17 de octubre de 1945 por la mañana, una muchedumbre fue concentrándose frente al pa­lacio del Gobierno, en la Plaza de Mayo. Por la tar­de eran unas 200.000 personas gritando: «¡Perón! ¡Perón!»

La policía no intervino; los militares tampoco, puesto que también se había demostrado que otros sectores del ejército no se oponían a Perón. Aten­diendo, pues, los deseos de esas masas, pusieron en libertad a Perón, quien pronunció un discurso a las 11 de la noche que sirvió para acabar de articu­lar los lazos afectivos que le unían a aquellos tra­bajadores considerados por el PC argentino —segu­ramente confundiendo en exceso su propaganda con un verdadero análisis sociológico—, como «delin­cuentes reclutados por la policía y por los funcio­narios de la secretaría del Trabajo» (1).

Con esa indudable base popular, el hijo de un pequeño burgués (2), imbuido por una ideología típicamente pequeño burguesa como el fascismo, y apoyado por un sector determinante de las cla­ses medias como son gran parte de los militares, iba a intentar desarrollar un proceso «revoluciona­rio» nacionalista y a su manera antiimperialista.

(1) «La Orientación» del 24 de octubre de 1945, según Abelardo Ramos en «La era del bonapartismo» (1943-1970), Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1972, p. 158.

(2) El padre de Perón tenía una pequeña granja en la Patagonia. Perón entró en la academia militar a los 16 años .

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El acceso al poder supremo Perón lo lleva a cabo de manera pacífica y legal, a diferencia, como he­mos visto, de la llegada al poder de Franco. Perón conquista el poder por vía electoral, proceso que muestra algún parecido a las formas de llegada al poder de Mussolini e Hitler.

El Gobierno militar, a la vista de los aconteci­mientos, convocó elecciones para el 24 de febrero de 1946; Perón hizo inmediatamente acto de can­didatura; la Iglesia le apoyó como nuevo «comba­tiente cristiano» en contra de los radicales (que proponían la escuela laica). Loss norteamericanos siguieron atacándole. Braden, el antiguo embajador en Buenos Aires que en ese momento había regre­sado a Washington en donde ocupaba un puesto en el Departamento de Estado, difundió un «Libro azul» en el que denunciaba las relaciones de Perón con los fascistas. Perón supo replicar creando un "slogan" nacionalista que probablemente produjo buenos efectos: « ¡Braden o Perón! » En fin, Perón obtuvo 1.478.000 votos en contra del candidato ra­dical (Tamborini) (1.212.300 votos).

De tal manera empezaba una década peronista en la que se iba a impulsar una industrialización acelerada contando fundamentalmente con la pe­queña y mediana empresa, las «fábricas militares» y las nacionalizaciones.

2.2. — El peronismo: un «fascismo» de efectos re­tardados

Lo que sorprende al estudiar el peronismo es su originalidad respecto a los fascismos europeos y en relación al franquismo. Si empezamos haciendo los análisis comparativos a nivel de dirigentes, ve­mos que en Europa están claramente diferenciados

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los dirigentes fascistas de los generales golpistas, mientras que en Argentina las dos condiciones se dan —aunque desfasadas en su tiempo biográfico— en Perón: esto es, se trata de un coronel que se convierte en político demagogo.

En segundo lugar —pero la fenomenología que vamos a comparar a continuación todavía es más importante que la anterior— las bases de apoyo de unos y otros dirigentes-movimiento son distintas. Tanto Mussolini como Hitler y Franco cuentan con el apoyo del capital financiero y de los grandes pro­pietarios terratenientes. O sea (y esto sólo en el caso de Mussolini e Hitler) esos dirigentes saben hacer dos cosas, simultáneamente: alienar ideológicamen­te a los trabajadores, haciéndoles ver que van a construir una «revolución nacional socialista» y de­mostrar a la clase económicamente dominante que todo eso no son sino exhibiciones político-teatrales para mejor servir los intereses de la burguesía. Pe­rón no consigue el apoyo del gran capital, a pesar de que lo busca utilizando análogos argumentos a los empleados por los fascistas europeos: «Hay que saber dar el 30 % a tiempo a fin de no perderlo todo en seguida —dice Perón en un discurso que pronuncia el 25 de agosto de 1944 ante los miem­bros de la Bolsa de comercio de Buenos Aires—. Para evitar que las masas que se han beneficiado de la justicia social no vayan más lejos en sus recla­maciones, el primer remedio es organizar esas ma­sas, formando organismos responsables (...). Se ha dicho, señores, que yo era un enemigo de los ca­pitalistas; pero si ustedes examinan con atención lo que acabo de decir, ustedes no encontrarán de­fensor de los capitalistas más decidido que yo, por­que yo sé que la defensa de los intereses de los hombres de negocios, de los industriales, de los co-

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merciantes, es la defensa misma del Estado» (1). El capital financiero tolera a Perón pero no le

apoya; Perón, por otra parte, se deja llevar por sus demagogias pequeño-burguesas que acabarán en­frentándole brutalmente con los intereses dominan­tes. Pero cuando ese choque se produzca, él aban­donará a los trabajadores dejándoles la grave alie­nación de la ideología peronista que les impedirá seguir combatiendo racionalmente las injusticias gravísimas de aquel sistema capitalista. De ahí que podríamos definir posiblemente el peronismo como un «fascismo» de efectos retardados; pero aún ca­ben otras definiciones si tenemos en cuenta las rea­lizaciones que llevó a buen término y que, durante una etapa relativamente corta, produjeron efectos progresistas (y que luego podemos analizar como efectos sólo aparentemente progresistas, lo que —y ahí se demuestra la gravedad de la alienación— es­tán lejos de ver los trabajadores argentinos de las décadas que van a sucederse después de que Perón sea expulsado del poder. Ellos no guardan en la me­moria más que el hecho cierto de que con Perón conquistaron un considerable nivel de vida, pero sin analizar a fondo las bases reales y racionales, o no, de ese progreso). Parece ser que tampoco se dan cuenta de todo ello los jóvenes dirigentes peronistas que, a su manera, quieren impulsar un movimiento revolucionario.

La serie de grandes medidas económicas del Go­bierno de Perón empieza con la creación del IAPI (Instituto de Promoción y de Intercambio), que iba a controlar el comercio exterior; la nacionalización de los ferrocarriles (ingleses) (2) y de otras empre-

(1) Cfr. F. Geze y A. Labrousse: «Argentine, révolution et contre-révolutions», op., cit., p. 47.

(2) Para algunos, esta medida fue un acto favorable a

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sas norteamericanas (por ejemplo, los teléfonos de la ITT) y alemanas; la creación de una compañía aérea, etc.

Por otra parte, Argentina poseía unas fuertes re­servas económicas (1.425 millones de dólares, en di­visas y reservas de oro). En pocas palabras, si se tra­taba de consolidar una cierta independencia econó­mica, Perón tenía las bases para desarrollar esa po­lítica.

Los primeros resultados fueron altamente positi­vos: una multiplicación de la producción en la in­dustria textil, en la química, en los curtidos, en los plásticos, en productos alimenticios, etc. Ahora bien, este desarrollo se hizo sin ninguna planificación y sin modernización tecnológica dado que, además, como ya he sugerido antes, se trataba de promover las pequeñas y medianas empresas. Esta expansión productiva aseguró el pleno empleo y por ende un cierto bienestar proletario generalizado.

Pero al observar otros sectores de la necesaria estructuración progresiva argentina, observamos enormes fallos de la política peronista; el principal, a mi juicio, es no haber desarrollado la gran indus­tria. La falta de verdadero impulso de una industria básica iba a crearle y a exacerbarle dos problemas fundamentales que se encuentran entre las causas de su fracaso. Por un lado, la falta de una industria pesada capaz de atender todas las necesidades del mercado interior, obligó a los industriales a impor-

la independencia nacional; para otros, fue la últ ima gran explotación imperialista británica, ya que los ferrocarriles eran muy anticuados. El conjunto de material ferroviario y también las locomotoras siguen siendo muy viejas en 1977. Al decir de algunos investigadores, los ferrocarriles siguen anticuadís imos porque los responsables se embol­san los beneficios y los créditos que se conceden... precisa­mente para renovar el material.

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tar bienes de equipo, lo que también creaba depen­dencia del imperialismo. Por otra parte, Perón, al no impulsar decisivamente la gran industria se ena­jenó las relaciones amistosas que tenía con los otros militares, que se sintieron traicionados en los pla­nes de ampliación de sus fábricas.

Su industrialización Perón la hace no sólo con­tando con la industria ligera sino con ligereza: el «caudillo» argentino se guía por la superficiali­dad, por los aparentes grandes éxitos, hasta tal pun­to de que no le importa hacer funcionar la plancha de billetes más allá de lo que autoriza una actitud racional respecto a la situación material que funda­menta la circulación de la moneda.

Otro sí: los cambios que Perón introduce afectan muy poco el poder económico de las clases domi­nantes, y cuando la oligarquía pone barreras al pe­ronismo, haciendo verdaderos actos de sabotaje eco­nómico (por ejemplo la oposición de los terratenien­tes a la política de industrialización), el general-de­magogo no sabe contrarrestarles ni establecer com­promisos coyunturales con ellos. Las declaraciones y el comportamiento político de Perón constituyen uno de los «ejemplos» más sobresalientes de la «de­magogia anticapitalista» de tipo fascista.

En el terreno económico-social, Perón obtuvo in­dudables éxitos (de efectos cortos) no sólo gracias a sus medidas demagógicas, sino debido principalmen­te a las condiciones económicas nacionales e inter­nacionales de aquellos años. Ya he indicado las cuan­tiosas reservas que Argentina poseía. En el plano exterior, Perón se aprovechó de unos años en que prácticamente se establecía un relevo (cuando no, todavía, una franca concurrencia) entre los sistemas imperialistas penetrados en aquellas pampas. Ese en-frentamiento, y posteriormente relevo entre el im­perialismo británico y el americano, permitieron sin

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duda a Perón autonomizarse más y durante más tiempo (aunque tampoco fue largo) del que le hubie­ra sido posible en un período posterior. La guerra fría y su posible recalentamiento en una tercera guerra mundial, también fue un conjunto de hechos que facilitaron la movilidad de la mitología pero­nista.

Muchos de esos signos positivos empiezan a re­ducirse alarmantemente unos cinco años después, a partir de la segunda etapa de Perón en el poder. Los propios militares ya le amenazan la tranquilidad de su ensoñación neo-fascista; una ensoñación que por otra parte, no le hace perder, sin embargo, su personal inclinación a llevar una vida ultraburguesa.

2.3. — De la dictadura militar latente, a la dictadura militar manifiesta

Los procesos históricos en Argentina, desde 1930 hasta 1977, nos son extraordinariamente alecciona­dores para rechazar toda visión ingenua acerca del hecho y de la funcionalidad del núcleo central de todo Estado: las fuerzas armadas. Al analizar el caso argentino se pone clarísimamente de relieve hasta qué punto se vive bajo una dictadura militar larvada, que tolera tales o cuales reformas políti­cas, siempre y cuando no afecten a los intereses de las clases económicamente dominantes. Cuando es­tos intereses, o los de las burguesías imperialistas, resultan amenazados, o chocan contra obstáculos que frenan la consecución de sus objetivos, los mi­litares manifiestan contundentemente su inclina­ción dictatorial. El clan oligárquico-militar delega el poder a políticos conservadores, e incluso a po­líticos populistas, pero cuando éstos se toman en serio sus teorías reformistas, los militares ultras se

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encargan de hacerles, de grado o por fuerza, vol­ver a la «realidad». Ampliaré más adelante esta teo­rización, puesto que, como veremos en cierta medi­da esta fenomenología también corresponde al caso brasileño (y sin duda al caso de Gil Robles durante su paso por las esferas del poder de la II República española).

Sigamos ahondando en el caso peronista. Insis­to en que a menudo el general-demagogo da la im­presión de que está creyéndose sus propios sueños populistas porque a pesar de ser, evidentemente, un buen conocedor de la mentalidad que circula por las fuerzas armadas y de saber que a fin de cuentas en ellas reside el principal poder fáctico, Perón se enfrenta cada vez más con ellas, directa o indirectamente.

Lanzado en su mitología, Perón va apartándose del ejército como institución central del Estado, y se dedica a organizar una nueva institucionaliza-ción. La creación de nuevas instituciones se basa en los sindicatos (recordemos que la organización sindical formaba parte asimismo de la mitología de los falangistas) y en general en la burocracia. Todo ello se incorpora en un partido único que va controlando indudables sectores de poder, sobre todo porque se confunde con el propio cuerpo es­tatal. De tal manera, Perón domina no sólo a los trabajadores, sino también el poder judicial y la relativa vida parlamentaria (la mayoría está com­puesta por fieles servidores de Perón). La organi­zación pseudo-partidaria de Perón se atribuye asi­mismo funciones policíacas, sobre todo en cuanto concierne a la represión contra los antiperonistas. Pero el sistema represivo peronista es mucho menos cruento que los sistemas fascistas y franquista. Por otro lado ese fenómeno burocrático-partidario de-

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mostrará su debilidad y su oportunismo cuando las fuerzas armadas deciden liquidar el peronismo.

Perón tuvo que hacer una reforma constitucional (el 11 de marzo de 1949) a fin de poder presentarse a la reelección como presidente. En efecto la Cons­titución vigente hasta entonces (la de 1853) prohi­bía un segundo mandato (antes de que transcurrie­ran seis años). Así, pues, Perón fue reelegido el 11 de noviembre de 1951 con una aplastante mayoría (4.652.000 votos, contra la candidatura del dirigen­te radical, Balbín, que obtuvo 2.348.000).

Pero el ejército, que ya había hecho saber su oposición a la candidatura de Evita como vice-pre-sidente, le lanzó una primera tentativa de golpe de Estado el 28 de diciembre. Lo que prueba la «se­guridad» que Perón tenía en su creación burocráti-co-mitológica y en su personal capacidad para com­batir las opciones opuestas, es que el caudillo-dema­gogo se refugió inmediatamente en la embajada de Brasil cuando el general Menéndez amenazó con su regimiento de tanques. Tuvo que ser Evita la que empujara a los militares todavía relativamente fieles a Perón para que aplastaran ese pronunciamiento. Y una vez Perón volvió a tener todas las riendas del poder en su mano, dictó un estado de excepción que se prolongó hasta 1955.

Ese año la mayoría de militares llegaron al colmo de su paciencia. Además, se acumulaban las presio­nes de Estados Unidos, las dificultades económicas y al final el conflicto con la Iglesia. Éste fue el ele­mento explosivo decisivo. La serie de enfrentamien-tos empezó cuando Perón prohibió la creación de un partido democristiano y siguió con la organiza­ción de movimientos juveniles cuyas prácticas les apartaban de la Iglesia. Los clérigos también se escandalizaron por las invitaciones que Perón ha­cía en su residencia a muchachas que estudiaban

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el bachillerato. Los choques se acentuaron con la supresión de la enseñanza religiosa en las escue­las y con los proyectos de ley de separación de la Iglesia y del Estado, ley sobre el divorcio, etc. La Iglesia replicó excomulgándole, al tiempo que pro­movía un movimiento de masas contra Perón. Ese movimiento se concretó en una gran manifestación (más de 100.000 personas) que se celebró el 12 de junio de 1955.

De tal modo, la preparación psicológica estaba suficientemente creada. Cuatro días después, el 16 de junio, empezaba el golpe militar antiperonis­ta. La aviación bombardea la Plaza de mayo, sede del Gobierno. Con intervalos, el ataque dura desde el mediodía hasta las cuatro de la tarde. Pero una gran parte de la población acude en apoyo de Pe­rón y este golpe tampoco alcanza sus fines.

La oligarquía nacional e internacional se reor­ganiza y extiende la conspiración entre los milita­res, quienes combinan sus fuerzas de manera más operativa. El 16 de septiembre lanzan otro golpe: esta vez se subleva la marina en coordinación con una parte del ejército de tierra, principalmente la guarnición de Córdoba. El resto del ejército adop­tó una posición ambigua: entre interrogativa res­pecto a la salida o el éxito de ese golpe, y el apa­rente respeto a la legalidad gubernamental. La in­decisión del propio Perón, su posición débil (no distribuyó armas al pueblo como algunos pedían), y en definitiva respetuosa de los intereses de las clases dominantes, determinó que gradualmente las fuerzas armadas en bloque adoptaran actitudes fa­vorables a los golpistas. Perón pasó así el poder al ejército, del cual lo había recibido, y se marchaba al exilio, dejando al proletariado argentino «huérfa­no» y confuso. Con tal confusión que, en parte, aún no ha salido de ella, a pesar de que el bumerang de

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las demagogias peronistas le vienen golpeando du­rante los últimos veinte años.

Por su lado, los militares van a intentar «despe-ronizar» y llevar adelante la gestión del país utili­zando ahora formas dictatoriales sin ocultación, lue­go tolerando gobiernos democráticos... La mayor burla histórica es que son otra vez los oligarco-mi-litares quienes facilitan una segunda experiencia pe­ronista, antes de volver a inclinarse por la dictadura militar de la manera más sangrienta.

2.4. — Los militares: una clase supletoria y su «par­tido»

Por lo general, en las ciencias sociales, sobre todo las influenciadas por el marxismo, se suele definir una clase social únicamente por el puesto que ocupa en uno o en otro nivel de la estructura económica. Con Poulantzas, sobre todo, pero también con Pierre Sorlin y con Hermet, hemos hablado varias veces acerca de la necesidad de redefinir y ampliar los fundamentos materiales que determinan la forma­ción de una clase y de un bloque de clases. A mi jui­cio ese replanteamiento es necesario dada la crecien­te importancia que tiene el Estado en las socieda­des contemporáneas. En otras páginas ya he suge­rido cómo el Estado es, desde mi punto de vista, un enorme crisol productor y reproductor de ca­tegorías sociales que tienen tanta o más importan­cia que las clases. Además, recordemos que si lo económico es lo determinante en los procesos de transformación histórica, en definitiva es lo políti­co lo que tiene la primacía en los ritmos para con­quistar los cambios (o bien, visto desde la clase con­trapuesta, para frenarlos y para destrozarlos). Lo político adquiere tanta más supremacía por cuanto

209 14. FASCISMO Y MILITARISMO

el Estado, hoy, no se limita a ser un conjunto su­perestructura!, sino que, por el contrario, el Esta­do contemporáneo interviene cada vez más en las infraestructuras. El Estado no deja de ser un en­tramado de aparatos ideológicos, políticos y repre­sivos, y al mismo tiempo se convierte en la mayor empresa económica de cualquier país. De ahí que, quienes controlan el núcleo principal del Estado, las fuerzas armadas, controlan, al propio tiempo, los principales recursos económicos, de producción y de cambio. Todos esos aspectos adquieren especia-lísima significación cuando se impone una dictadu­ra militar. ¿Hasta qué punto, pues, podemos seguir considerando a los militares —sobre todo en casos como Argentina y Brasil— una simple categoría so­cial, una «rama» del «tronco» de las clases econó­micamente dominantes? Considero necesario plan­tear esta cuestión metodológica, que tanto puede ayudarnos a profundizar en el análisis de la reali­dad, aunque mi respuesta la daré alejándome de toda simplificación; por el momento, que el lector no deduzca «definitivamente», por las líneas que aca­ba de leer, que me inclino sin matices en favor de la clasificación de los militares como la «verdadera» clase dominante. El problema es mucho más com­plejo; no debemos olvidar nunca que la clase eco­nómicamente dominante no es un bloque monolíti­co: en ella se encuentran fracciones que pueden con­traponerse.

En Argentina, sin embargo, los militares juegan casi constantemente un papel de primer orden, pero de manera más complicada que el papel que juega el ejército franquista: recordemos que en España el «partido de nuevo tipo» constituido por Franco y los militares durante la guerra civil se guarda el poder durante cuarenta años, lo conservan sin dar­le apariencias populistas ni mucho menos democrá-

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ticas, mientras que en Argentina los militares bus­can periódicamente en quién delegar la gestión del Estado rodeándolo de «biombos» liberales.

En todo caso, quiero insistir en las proposicio­nes teórico-concretas que hago más atrás acerca del paso de la dictadura militar latente a la dictadura militar manifiesta, porque en cualquier caso, el «par­tido militar» juega un importantísimo papel: acti­vo, de prevención o de vigilancia (y para volver a actuar, si lo consideran necesario, debido a uno u otro movimiento de las clases explotadas o bien —lo que es la otra cara de la realidad— a causa de la inconsistencia de las organizaciones políticas di­rectamente producidas por la burguesía).

En la Introducción de este libro ya pongo de relieve de qué manera extraordinaria diversos so­ciólogos, economistas e historiadores, sin conocer­nos, esto es, sin llevar a cabo la menor investiga­ción en equipo, estamos de acuerdo no sólo en los análisis sino asimismo en la conceptuación de los hechos. Sobre el «partido militar» que ha de llenar el vacío político que deja la clase burguesa, otros autores —argentinos precisamente— coinciden igualmente con todos nosotros.

En un excelente artículo publicado en el sema­nario «Triunfo» (1), el autor dice que «desde 1966, las Fuerzas Armadas son el "partido" político del gran capital». La cita es para mostrar cómo este autor utiliza nuestros mismos conceptos; ahora bien, este autor no cae en la cuenta de que en 1966 sólo empieza la dictadura militar plenamente ma­nifiesta, que antes esa dictadura también tenía al­gún grado de manifestación, y que en todo caso —esto hay que tenerlo clarísimo— antes había lo

(1) Cfr. «Triunfo», del 26.3.77: «Junta Militar y reor­denamiento de la sociedad», firmado con las iniciales L. T.

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que yo he propuesto conceptuar como dictadura mi­litar latente. Algunos matices parecidos debemos aplicar a otro autor que coincide, en el fondo, con nuestros análisis. Miguel Camperchioli, al estudiar el radicalismo y el golpe militar del general Uri-buru, dice lúcidamente: «Oficiales argentinos se­guían cursos en Alemania y vestían el uniforme mi­litar de este país. Uno de ellos, que luego frustraría un intento francés por establecer vínculos milita­res con Argentina, fue José Evaristo Uriburu, quien se encargó de introducir un contingente de altos oficiales alemanes expatriados después de la Pri­mera Guerra Mundial. De esta manera fue logran­do, en realidad, una política propia para los mili­tares. Con el tiempo, el Ejército se transformaría en otro partido político, el partido armado» (1).

Dos autores franceses también han observado el problema con toda claridad: las circunstancias que hemos analizado hasta aquí, llevan, pues, al «ejér­cito a ocupar el lugar de los partidos políticos de­masiado débilmente estructurados o inexistentes. Así es como hay que comprender el calificativo de "partido militar" que a veces se le aplica» (2). En lo que no estoy de acuerdo con estos autores es en el comentario que hacen a continuación: «Eso no significa que el ejército constituya pura y simple­mente una fracción suplementaria de las clases do­minantes.» ¿Cómo no considerar, al menos, una fracción autónoma de las clases dominantes a los

(1) Cfr. «Historia 16», junio de 1976: «Argentina: el ocaso de Yrigoyen». por Miguel Camperchioli. Este autor también pone de manifiesto una tendencia general de todas las dictaduras militares y fascistas, no só lo su feroz opo­sición al socialismo sino también al liberalismo: «Uriburu siempre consideró que el verdadero foco infeccioso de los males del país estaba constituido por el l iberalismo.»

(2) F. Geze y A. Labrousse: op., cit., p. 170.

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militares que tienen en sus manos no sólo las lla­madas «fábricas militares» sino el conjunto de em­presas estatales, suma de fuerzas político-económi­cas que en algunas etapas se autonomizan de la oligarquía —por ejemplo, durante la primera etapa peronista— siguiendo sobre todo los intereses es­pecíficos de quienes ocupan los aparatos estatales? Además, los jefes militares pueden hacer oscilar, con su fuerza decisiva, el poder político en favor de una u otra fracción de la clase económicamente do­minante. Pero aquí nos enfrentamos con uno de los aspectos-clave de la complejidad en la relación mi­litares-clase burguesa en un país como Argentina. Cierto: los militares pueden inclinar la balanza en favor de los terratenientes, o en favor de los indus­triales o en favor de los banqueros etc. Pero estos sectores económico-clasistas, a pesar de su condi­ción de inertes, también pueden determinar la orien­tación de un sector preponderante de los militares.

En el caso argentino, puede estudiarse con clari­dad esa relativa diferenciación interna y relación en­tre fracciones de militares y fracciones burguesas. Esa diferenciación se observa, sobre todo, después del primer período peronista: por un lado están los militares «azules» (que no significan lo mismo que en España (1), ya que en Argentina los «azules» son los que defienden los intereses de la burguesía industrial), y por el otro los «colorados» (que están aliados con la oligarquía). Estos sectores se oponen, a veces violentamente, en la dialéctica del golpe y del contragolpe (limitado a veces al comunicado, e in­cluso a la amenaza puramente verbal) (2), a medida

(1) Recordemos que en España los «azules» significan los más fascistas integristas, aliados al sector más reac­cionario de las clases dominantes, los banqueros y los te­rratenientes.

(2) Los argentinos cuentan que los golpes a veces se han

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que avanzan los años hacia la actualidad, sobre todo los años 1962 y 1963, con la tendencia a la domina­ción de los «azules» sobre los «colorados» desde el golpe de Ongania (1966).

No obstante, esa dialéctica va perfilando cada vez más profundamente lo que yo propongo conceptuar como una clase supletoria. Pienso que es muy impor­tante tomar en consideración este concepto porque, como todo concepto elaborado a partir de riguro­sos análisis de la realidad, puede ayudarnos a in­troducir más luz en esa misma realidad, a com­prenderla con mayor clarividencia en su dinámica principal.

Una clase supletoria es en principio aquella que, como queda indicado, tiene que acudir en apoyo de otra, completar su actuación, incluso reempla­zarla completamente o disimular sus intereses bajo la capa de los «intereses generales de la nación». En este sentido, no sólo los militares argentinos, sino también los brasileños, los franquistas, etc., jue­gan ese papel durante largos años. Ahora bien, esa clase supletoria, contando con la enorme fuerza que hemos apuntado, puede autonomizarse com­pletamente en su acción de suplir y devenir, a fin de cuentas, la verdadera clase «dirigente». Esta clase puede concentrar en sus manos tanto poder, insistamos en ello, que puede «resolver» en su fa­vor, autonomizándose aún más, no sólo los enfren-tamientos y tensiones diversas entre las otras frac­ciones de las clases económicamente dominantes, sino también encontrar la «solución» que le con­venga cuando esas fracciones (agrarias-industriales-

planteado y en cierta manera «resuelto» por teléfono, con diálogos más o menos así: «Me sublevo con tales regimien­tos... / Yo cuento con tales otros, y además con la avia­ción. . . O sea que he ganado.. .»

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banqueras interiores) intenten (hipotéticamente) en­frentarse con y derribar el poder económico-militar.

El concepto de clase supletoria es decisivo asi­mismo para analizar la problemática específica de una sociedad dependiente, porque ese poder econó­mico-militar organizado en dictadura no sólo es una fracción clasista «nacional», sino que es algo mucho más importante: el principal representante de las burguesías imperialistas. Esto es: la clase suple­toria no sólo suple las incompetencias y las irres­ponsabilidades de las burguesías interiores, sino que suple, por vía delegada, la función de burgue­sías exteriores, cuya preocupación política es nula respecto a unos territorios que ellas no consideran más que desde el punto de vista de la mayor ex­plotación posible (y las «posibilidades» resultan grandes apoyadas en el aparato represivo). En suma: al considerar el conjunto de todas las con­tradicciones sociales a nivel nacional, los militares post-peronistas se encargarán de ir resolviéndolas cada vez más teniendo en cuenta primordialmente los intereses del capitalismo internacional. De ahí que la demagogia nacionalista de Perón —así como la demagogia de Mussolini y de Hitler— parezca tener un aspecto «progresista» en comparación con la subordinación declarada de los otros militares respecto al imperialismo norteamericano.

Esa extensión de la dependencia con relación al capital extranjero va acentuándose incluso con los gobiernos compuestos por civiles que siguen al golpe de Estado que expulsa a Perón. En efecto, tras una corta etapa durante la cual los militares deten­tan el poder, los golpistas toleran una nueva tentati­va de organizar un sistema democrático burgués.

Esa tentativa también queda facilitada porque, por el momento, no está clara la preponderancia de ningún sector de militares, ni tampoco acaban de

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constituirse conjuntamente como clase supletoria. Tras la llamada «revolución liberadora» (1) el ge­neral Eduardo Leonardi ocupa el puesto de presi­dente. Éste es un general «azul» (2), con todo lo que paradójicamente —y en comparación con la otra tendencia de militares— significa de preocupa­ciones cristianas, socialpaternalistas, nacional-desa-rrollistas próximas a las tesis de Perón. Pero Leo­nardi permanece sólo unas pocas semanas en el po­der. En efecto, el 13 de noviembre de 1955, los mi­litares «colorados» lo derrocan e imponen al general Pedro Aramburu en la presidencia. Los «colora­dos» (3) son antiperonistas de manera mucho más decidida, y el sector más retrógrado, hasta 1977, de las fuerzas armadas argentinas.

Pero las contradicciones sociales, y los problemas económicos, y los propios conflictos internos en las fuerzas armadas, llevan a los militares a decidir otra vez traspasar el poder a un civil. La democracia es tan tentadora, tan buena, que incluso atrae a los dictadores. Así, pues, atendiendo también sugeren­cias y necesidades del imperialismo (4), se anuncian elecciones presidenciales para principios de 1958.

Uno de los candidatos, el radical Arturo Frondi-zi, firma un acuerdo con Perón, a fin de conseguir el apoyo de las masas populistas a cambio de una am­nistía general a favor del partido peronista. Aun­que no todos los peronistas apoyan esta operación,

(1) Es significativo cómo la derecha trata de apropiar­se la terminología de izquierdas.

(2) Los «azules» pertenecen al Ejército de tierra, y esen­cialmente a la caballería.

(3) Éstos pertenecen esencialmente a la Marina. (4) Entre los militares circuló un informe confidencial

que indicaba que el capital extranjero no seguiría hacien­do inversiones en Argentina, a menos que se le asegurase un arreglo de las tensiones sociales.

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Frondizi gana las elecciones del 23 de febrero de 1958. Ese pacto no dura más que unos meses, hasta el mes de noviembre exactamente. Al conocerse los contratos petroleros que el gobierno Frondizi había establecido en favor de los norteamericanos, los sin­dicatos declaran una huelga general de protesta. (La corrupción burocrática en el seno de los sindicatos todavía no ha perdido, en parte, su antiguo impul­so populista.) El jefe radical replica encarcelan­do a los responsables peronistas. La resistencia pe­ronista va a concretarse cada día más.

Durante los cuatro años que Frondizi permanece en el poder las huelgas no dejan de reproducirse, al tiempo que se acentúa la dependencia económica del exterior. Frondizi abandona, pues, pronto las expre­siones de su radicalismo «izquierdista» para actuar como lo que en realidad es: un hombre de paja de los militares y de la clase dominante asociada al im­perialismo. Cuando a los verdaderos amos ya no les interesa el jefe radical, lo expulsan (29 de marzo de 1962). Lo mismo seguirá ocurriendo con los sucesi­vos hombres de paja: Guido e Illía.

José María Guido, presidente del Senado, asegura el ínterin en el poder, mientras las distintas ten­dencias de militares siguen calculando sus relativa­mente diferentes operaciones. Los «colorados» am­bicionan el poder y los «azules» también. De hecho los argentinos asisten, como muy bien ha visto Da­vid Viñas, a «una curiosa guerra "civi l" exclusiva­mente entre militares» (1). Al final deciden resolver sus diferencias por la vía electoral. Sobre todo son los «azules» los partidarios de unas nuevas eleccio­nes, que al fin tienen lugar (excluyendo a los pero­nistas) el 7 de julio de 1963. Es otro radical, Arturo Illía, quien las gana (en el fondo es el general Juan

(1) D. Viñas, op., cit., p. 48.

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Carlos Onganía quien triunfa en los comicios, como se demostrará a continuación. Porque como Mía también demuestra su incompetencia (1) para en­contrar soluciones durables a los problemas socio­económicos, tres años después, Onganía ya ha pre­parado suficientemente su golpe, y se decide a ocu­par él directamente el puesto de presidente (28 de junio de 1966). Este proceso histórico hace retornar a los argentinos a la dictadura militar manifiesta.

«Azules» y «colorados» acaban inclinándose por los mismos procedimientos de «gestión social»: los propios de una clase supletoria al servicio del ca­pital internacional. Porque ningún cambio de Go­bierno, ningún golpe ni contragolpe frena la cons­tante, cada vez más poderosa, de la penetración del capitalismo extranjero. Ya he apuntado que el mi­nistro de Economía del equipo de Onganía es Krie-ger Vasena, hombre de paja de numerosas multina­cionales. De tal modo, las burguesías imperialistas pueden transferir tranquilamente sus beneficios al exterior, mientras los militares aplican su mano de hierro a los trabajadores (2). Pero el ejercicio de la represión también desgasta, emborracha y enloque­ce. Por otra parte, el poder sigue deslumhrando la ambición de otros aspirantes a dictadores. (Realmen­te, analizando estos fenómenos nos damos cuenta de cuan cerca «inmoralmente» nos encontramos —o más exactamente: se encuentran ese género de am­biciosos— de los primitivos reinos de taifas y de

(1) La incompetencia es consustancial a un sistema ca­pitalista que no opone ningún freno a la tendencia a la subordinación al imperialismo. De ahí que la competencia no se puede tener si no es, al menos, organizando un ver­dadero gobierno de l iberación nacional-progresista.

(2) La clase obrera y la pequeña burguesía muestran, sin embargo, su capacidad de rebelarse el 29 de mayo de 1969 (la revuelta de Córdoba: el «Cordobazo»).

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tiranos medievales: es la misma ultra-fascinación por el poder máximo.) De tal modo, otras combina­ciones de generales, cada vez más caracterizados como miembros de la clase supletoria, deciden que ha llegado la hora del relevo de Onganía. De acuer­do con el Pentágono, la junta de jefes del ejército, entre quienes destaca Alejandro Lanusse, deciden (el 8 de junio de 1970) quitarle el poder a Onganía. El puesto de dictador se lo pasan al agregado militar en Washington, el general Roberto Marcelo Levings-ton, especialista en espionaje y contraespionaje. De hecho, sin embargo, es Lanusse el verdadero «hom­bre fuerte», lo que demuestra el 23 de marzo de 1971 ocupando él directamente el puesto de «presidente». Este último acto de guerra «civil» entre militares va a constituir, en principio, los preparativos para la gran confesión (verbalmente implícita, pero cuan explícita en los hechos) del fracaso que experimentan los generales en la dirección de la sociedad argen­tina: hasta tal punto viven ese fracaso, y se sien­ten sin energía para generar desde las fuerzas ar­madas otras soluciones, que acaban llamando al primer populista que expulsaron: al propio Perón. Tan complicada es la situación en la que han desem­bocado: tan compleja que ya no es sino un mons­truoso círculo vicioso del que nadie ve realmente la salida.

En todo caso, la clase supletoria, el partido mi­litar, intenta rizar el rizo: re-utilizar la alienación populista con el objetivo de salir del inmenso be­renjenal, del terrible atolladero, en el que, sin em­bargo, nuevas series de juegos sucios de las clases económicamente dominantes seguirán hundiendo al pueblo argentino.

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2.5. — La re-peronización o el parche imposible

La Historia demuestra en todas las latitudes que aquellas gentes que más pretenden afirmar que «la lucha de clases no existe» son precisamente quienes más violentamente la practican. La practican con la más brutal represión de tipo militar, o con la más taimada difusión de planes enajenadores de las cla­ses explotadas. El peronismo de los años cuarenta-cincuenta fue una primera etapa, decisiva durante décadas, de la alienación; luego vienen las dictadu­ras militares; y en fin se retorna al proyecto de bús­queda rápida, ultrapropagandística, del consensus.

Y ahí encontramos otra tendencia transnacional de las burguesías inertes: que después de haber es­tado aporreando sangrientamente al bloque de cla­ses asalariadas, les piden que firmen un «pacto so­cial», con el fin de seguir neutralizándolas, o peor: con el objetivo de interiorizar voluntariamente la opresión en el propio seno de la clase obrera. Eso es lo que se pretende poco después de la llegada de Lanusse al poder.

A la par que negocia con Perón, el Gobierno La­nusse prepara el GAN («Gran Acuerdo Nacional»). A este plan quedan, de hecho, subordinados los par­tidos (que vuelven a ser autorizados el mes de abril) y el anuncio (17 de setiembre de 1971) de las «pró­ximas» elecciones (para el 11 de marzo de 1973). Pe­rón va a jugar de nuevo su papel de gran actor po­pulista y «anti-imperialista», mientras se encuentra estrechamente controlado por los militares y los mo­nopolios. En principio, esta escenificación no se hace directamente. El «caudillo»-demagogo hace un pri­mer retorno al país el 17 de noviembre de 1972. Pe­rón no se presentará a las elecciones: lo hace indi­rectamente a través de su candidato, Cámpora, quien, el 11 de marzo, obtiene cerca del 50 % de los votos

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(desde la primera vuelta), y queda proclamado pre­sidente. Perón retorna definitivamente a Argentina el 20 de junio de 1973. Pero Cámpora significa la opción izquierdista del peronismo, con la que Perón cuenta para recuperar el poder, pero de la que pien­sa apartarse y se separa cuando él y su camarilla consiguen instalarse en el puesto de mando máxi­mo del Estado, después de haber obligado a Cám­pora a la dimisión (13 de julio de 1973). Perón se hace elegir como presidente el 23 de septiembre de 1973 (con más del 60 % de los votos)...

Pero si la puesta en escena contiene indudables habilidades, el «público espectador» ya no es el mismo. Entre el «actor» Perón y las masas peronis­tas se observan desde el primer momento grandes desfases. Mientras las juventudes peronistas y los Montoneros no sólo han mantenido sino que han acentuado su orientación izquierdista (cada vez más bañada en el marxismo), Perón se muestra cada vez más derechista, hasta tal punto que ya no guar­da las formas como intentaba hacerlo durante el primer período. Desde el mismo día de su segundo retorno, el «servicio de orden», que rodea a la mu­chedumbre que va a esperarle, ejecuta una monstruo­sa matanza disparando sobre los jóvenes peronistas. Pues bien: Perón toma partido por el servicio de orden.

El viejo demagogo, que durante su exilio no se preocupó en disimular su derechismo (su itinerario como exiliado es un verdadero recorrido sistemáti­co de países sometidos a dictaduras, del Paraguay de Stroessner a la Venezuela de Pérez Jiménez, pa­sando por el Sto. Domingo de Trujillo hasta insta­larse en «casa» de Franco), vuelve convencido de que su papel se limita a controlar las luchas de clase (a favor de la burguesía monopolista) y a renegociar con el imperialismo las condiciones de la dependen-

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cia. Para ello cuenta con algunas fuerzas dirigidas por la siniestra camarilla compuesta por su nueva mujer, Isabel Martínez y su amigo López Rega, y también con la corrompida burocracia sindical. Pero los problemas son demasiados, y de dimensiones demasiado vastas, para que puedan ser resueltos por esas fuerzas y por las ya escasas del individuo Pe­rón, que muere el 1.° de julio de 1974 (a los 79 años).

Lo que por otra parte demuestra la gravísima crisis en la que se encuentran los militares y los miembros de la burguesía monopolista es que tole­ran durante casi dos años la ficción de poder en ma­nos de la ex-cabaretera viuda de Perón y sobre todo del cabo de policía-ocultista López Rega, organizador de los escuadrones de la muerte de la AAA. Ahora bien, si con Perón vivo no consiguieron llevar adelan­te la re-peronización del sistema económico-social, ese parche político resultará completamente irreali­zable después, ni siquiera haciendo funcionar brutal­mente el aparato represivo. Los militares sueñan con la organización de una poderosa policía polí­tica-organización fascista capaz de ocuparse de los trabajos más sucios de la represión, y que les per­mita a ellos presentarse con las manos limpias; pero los trabajadores, la pequeña burguesía y mu­chos jóvenes representan una masa contestataria compuesta por centenares de miles de personas. A los equipos policíacos dirigidos por López Rega les resulta imposible llevar a cabo tanta represión. De ahí que los militares tengan que volver a desem­peñar los primeros papeles de la escena política ar­gentina. Pero, ciertamente, no pocos entre esos mi­litares retornan con entusiasmo a esas prácticas sá­dicas hasta la muerte, mientras la inflación galopa a través de porcentajes en cada coyuntura más ele­vados, crece el déficit de la balanza de pagos y Ar-

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gentina se transforma en una colonia caótica de Es­tados Unidos.

2.6. — Aterrados, encerrados, enterrados y desterra­dos

Un amigo argentino me escribe contándome el sangriento panorama que presenta la Argentina de hoy: la población se divide —según describe una fór­mula que se ha hecho popular— entre los aterra­dos, los encerrados, los enterrados y los desterrados. Sólo la capa superior de la burguesía financiera se muestra satisfecha de la nueva dictadura militar. Pero esa satisfacción no puede durar mucho tiempo.

Es difícil que se prolongue mucho más sin que, en un sentido o en otro, se introduzcan algunos cambios: porque la enésima dictadura militar se impone el 24 de marzo de 1976 para «normalizar» Argentina, «eliminar» la guerrilla, etc., y en 1977 nada de ello ha conseguido la Junta Militar presi­dida por el general Jorge Rafael Videla, a pesar de las oleadas represivas que lanzan sobre todo nú­cleo humano que respire libertad.

En lo que se refiere a la represión es preciso in­dicar algunos de los principales rasgos de la actua­lidad. Si el peronismo fue menos represivo que el fascismo y que el franquismo, no obstante ha lle­vado a Argentina a una situación caótica peor que la de Italia, Alemania y España. El «Buenos Aires Herald» escribe unos meses después del golpe: «si no se frena la actual tendencia represiva, Argentina se convertirá en una Europa de la Edad Media, en donde, en todo momento, la muerte violenta, ace­chaba a las personas» (1). Un año después del pro-

(1) Citado en un artículo de «Le Monde Diplomatique»

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nunciamiento, «Amnesty International» denuncia la aplicación general de la tortura a los detenidos, métodos que por otra parte reconocen los propios generales (1). Pero tal vez lo peor de la puesta en marcha de la máquina de matar es que son diversos los organismos militares y policíacos en combina­ción con militantes de grupos de extrema derecha que se han autonomizado completamente y actúan al margen de todo control legal. De ahí que las «desapariciones» (2) se multipliquen como un nuevo «estilo» de efectuar detenciones y posteriores fusi­lamientos. Los secuestrados van a parar, en primer lugar, a centros de detención ilegal, ya conocidos por haberlos denunciado la prensa internacional. Pos­teriormente, se suelen aplicar diversas variantes de la «ley de fugas».

En el fondo, el problema planteado es el mismo de siempre, si bien con mucha más complejidad: vacío político, esto es: inexistencia de un gran parti­do político de la burguesía; y dinámica propia del partido militar a ocupar ese vacío. Ahora bien, asi­mismo como en anteriores etapas, en el seno de las fuerzas armadas siguen manifestándose las tenden­cias «coloradas» y las «azules». Dicho en pocas pa-

(septiembre 1976.: «Folie meurtrière et " l ibéral i sme" éco­nomique désordonné —Les militaires ne savent comment sortir le pays de sa situation anarchique—.» Meses después, el director de ese diario, Robert Cox, es detenido.

(1) Cfr. el artículo de Robert Lindley publicado en el «Financial Times» del 9 de septiembre de 1976.

(2) Quizá sea un «estilo» inventado por el antiguo se­cretario de Perón, José López Rega, también llamado «El Brujo», que pertenecía (o posiblemente sigue pertenecien­do) a «une secte religieuse ésotérique afro-bresilienne» (...) que se consagra «à l'adoration de diverses personnifica­tions du diable, et sacrifiait des animaux au cours de "cé­rémonies" expiatoires, avant de baptiser ses adeptes du sang ainsi recueilli». (Cfr. «Le Monde», 26 marzo 1977.)

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labras: para algunos jefes y oficiales argentinos, la represión desencadenada actualmente es «insuficien­te» y consideran que el jefe de la Junta, Videla, es un «blando».

En contra de las manifestaciones que solían ha­cer en otros períodos, hoy los militares niegan que tengan cualquier proyecto próximo de instauración de la democracia. Las disensiones entre ellos se re­fieren sólo al tipo de Estado represivo que preten­den institucionalizar.

Pero la guerra interna que ellos han creado co­rre el riesgo de ampliarse y devenir una guerra ci­vil. La hipótesis es válida, no sólo por la existencia de organizaciones armadas de tendencia trotskista y de los peronistas de izquierda. También porque la mayoría de la población —incluida la burguesía me­dia— puede sentirse ahogada en ese ambiente ul­tra-represivo. Porque las medidas económicas toma­das por los actuales dictadores favorecen a los re­presentantes de los intereses agropecuarios y con ellas pretenden seguir atrayendo al capital extran­jero (cuyo flujo, sin embargo, se ha reducido). Pero esas medidas relacionadas con la enorme inflación (347 % durante 1976-1977), la drástica reducción del poder adquisitivo de los trabajadores (un 60 % de reducción) y el paro creciente (un 9 %) no sólo pueden llevar a amplios sectores del proletariado a sostener la lucha armada, o a crear situaciones com­plementarias mediante huelgas y manifestaciones, sino que igualmente los propietarios de pequeñas y de medianas industrias, afectados gravemente en su producción y en sus ventas, pueden decidir su participación en un movimiento global que arrolle a quienes, desde hace más de cuarenta años, son los responsables del caos actual. Pero, evidentemente, no son los únicos responsables (aunque, por supues­to, sí los principales responsables).

15. FASCISMO Y MILITARISMO 225

3. — El "pecado original" de la izquierda argentina

Es una tesis en la que conviene insistir —v en la que insisto a través de cada caso —país— porque así como hay maniqueismos de derecha, también existen maniqueismos de izquierda (unos u otros echan «toda la culpa» de los hechos al bando con­trario): es necesario, pues, insistir en un fundamen­to científico, que se verbaliza a menudo pero que pocas veces se comprende en su plenitud: que los procesos históricos son un resultado de los enfren-tamientos entre las clases sociales, y en ese efecto quedan integrados, en una u otra medida, con unas u otras formas de dominación y de dirección, los dos (o tres, o equis) polos opuestos. Así, pues, en los países que aquí estudiamos, como ya he puesto de manifiesto, la imposición del fascismo y de la dic­tadura militar es también una consecuencia de las incapacidades y de las irresponsabilidades de los partidos y de los sindicatos progresistas que diri­gen (o hacen como que dirigen) el movimiento de los trabajadores.

Con la emigración europea que llegaba a Argen­tina se introducían las ideologías anarquista y socia­lista. Entre finales del siglo xix y principios del ac­tual esas dos tendencias trataron de difundirse entre la clase obrera. El PC intenta lo mismo a par­tir de 1918. Las tres corrientes políticas se encuen­tran lógicamente muy influenciadas por sus orí­genes y por sus portadores europeos. Su mezcla de utopismo y de sectarismo no sólo les impide ampliar su influencia entre el proletariado, sino que «además» les enfrenta encarnizadamente con los sectores de la pequeña burguesía que habrían podido ser sus aliados. En pocas palabras: cuan­do Perón aparece en escena, lo menos que se pue­de decir es que los partidos de izquierda no tienen

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más que una influencia reducida en la clase explo­tada. Éste es un rasgo diferencial respecto a Espa­ña, Italia y Alemania en donde los trabajadores tienen poderosas organizaciones partidarias y sin­dicales.

En esa situación no resultaba difícil propagar al­gunos elementos ideológicos propios del fascismo: el corporatismo (los sindicatos ya tenían acusadas características gremialistas), y el policlasismo, todo ello mezclado con fuertes dosis nacionalistas. Los obreros de ese momento, en su mayoría, no tenían una clara conciencia de su condición de clase, y en este sentido también podríamos definirlos como una clase inerte, ya que no poseían ningún proyecto ra­cional de realización de sus intereses globales. Te­nían probablemente instinto de clase, autoconoci-miento de su situación como «pobres» con todo lo que ello puede significar de deseos o de sueños sim­ples de querer ser «rico». En suma: una mentalidad que puede asimilar rápidamente las demagogias por muy descabelladas que sean, al tiempo que proyec­tará enormes vínculos afectivos con el demagogo, organizando el conocido culto al jefe.

¿Dónde está, sobre todo, el PC mientras esos fe­nómenos van alienando al proletariado argentino? No se crea que el PCA se limita a defender el sa­crosanto sanedrín de la «pureza» revolucionaria. Aun dentro de lo malo, eso no hubiese sido lo peor. Pero el PCA sigue las «encíclicas» del «papa» Sta-lin, y como observa que en el peronismo existen al­gunos elementos de tipo fascista, deduce simplista-mente que es un fascismo más. Pero para atacar al peronismo —en donde, sin embargo, se encuentran las masas—, al PC no se le ocurre otra cosa más que aliarse con un sector de la derecha más reac­cionaria. A partir de ese momento (1945), los co­munistas argentinos se apartan del movimiento de

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masas. Pero no será ésa la última vez que el PCA se equivoque; yo no conozco otro PC que dé me­nos pie con bola que el argentino, a pesar de que mezcla su derechismo con un oportunismo que no tiene miedo a los mayores zig-zags.

En 1955, lógico con su primera posición, el PCA contribuye a hacer saltar a Perón del poder. Duran­te los años sesenta, los comunistas argentinos pare­ce ser que empiezan a darse cuenta de dónde se encuentra la clase obrera y deciden establecer rela­ciones críticas con el peronismo. Ahora bien, cuan­do Héctor Cámpora, en las elecciones del 11 de mar­zo de 1973, significa una evolución hacia un siste­ma democrático, el PCA se decanta por otro candi­dato (Oscar Allende). Y cuando ya se demuestra, el 23 de septiembre, que Perón no va a hacer otra política que la de la clase dominante, entonces se apunta a la carta del demagogo. Y todavía no han terminado los zig-zags: en tanto que sostiene al úl­timo gobierno peronista, no deja de anunciar un golpe de Estado; cuando éste se produce la repre­sión cae también sobre ellos, pero ello no les impi­de (al menos en boca de uno de sus dirigentes) (1) decir públicamente que los militares buscan el resta­blecimiento de la democracia, al tiempo que acusan como «subversivos» a los Montoneros y a los trots-kistas del Ejército Revolucionario del Pueblo. Al PCA podríamos considerarlo un partido de risa si no fuera porque sus posiciones cómicas resultan trá­gicas.

Con un partido «comunista» de ese tipo no es raro que el proletariado argentino cayera en bloque bajo la influencia del peronismo.

(1) Eduardo Gutiérrez, vicepresidente de la Federación Juvenil Comunista, en una entrevista a «Excelsior» de Mé­xico, citada por «Cambio 16» del 19-12-76.

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¿Qué es la ideología peronista de la primera épo­ca? No puede hablarse de un sistema de ideas; es un conjunto dispar, heterogéneo, parecido al de los fas­cismos, en el que sin duda también se encuentran algunos aspectos claramente fascistas, como ya he apuntado. Quiero, todavía, subrayar otros elemen­tos de primera importancia dada su especificidad: a diferencia de los fenómenos de sacralización y de adoración de la figura única del «jefe» (Mussolini, Hitler), en el caso argentino observamos que los lazos afectivos de las masas se establecen no sólo ni, a veces, principalmente con Perón, sino con su mu­jer, Evita. En la mitología peronista, la antigua lo-cutora de radio (es significativo, el gran actor Perón se relacionaba siempre con mujeres del espectácu­lo) ocupa a menudo posiciones nada menos que co­rrespondientes a una Santa, puesto que la llaman «Señora», «Juana de Arco», «Teresa de Jesús» y «Rosa de Lima». También la llaman «Madre», con lo que implícitamente consideran a Perón un «Pa­dre». Sí, es la dialéctica promovida por el paterna-lismo para estimular el infantilismo en las masas.

Esa dialéctica múltiple del culto del jefe (y de la jefa), buscando-ofreciendo un éxito rápido, por vía utópico-aventurera va produciendo no sólo la alienación de los trabajadores, sino que al mismo tiempo crea las condiciones para impedir, durante largos años, la posibilidad de que el proletariado adquiera una formación a través de las auténticas ideologías revolucionarias. Perón y Evita, mimando a la clase explotada, consiguieron amaestrarla y amodorrarla.

El general-demagogo pudo llevar a cabo esa gi­gantesca ficción contando con unas condiciones na­cionales e internacionales que no tuvieron Musso­lini ni Hitler. Éstos tuvieron que acompañar sus campañas de alienación con sistemáticas actuacio-

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nes represivas, muchísimo más graves que las me­didas tomadas por Perón. Perón llega al poder mu­cho más pacífica y legalmente, y también con mayor rapidez, que el «Duce» y el Führer». Pero lo que demuestra el aspecto más grave del peronismo es que la alienación de las masas argentinas, dura mu­cho más que la alienación fascista en Italia y en Alemania. Y ello se explica por las susodichas con­diciones nacionales e internacionales que se daban en Argentina en 1945-1955. Esas condiciones permi­tieron a Perón «realizar» el aspecto «izquierdista» contenido en la ideología fascista, mientras que Mus-solini e Hitler se vieron obligados a liquidar los sec­tores de fascistas que pretendían tomarse en serio las verborreas «anticapitalistas». En comparación con el italiano, el alemán y el español, el caso ar­gentino presenta la hipertrofia de las corrientes pseudo-izquietdistas en el seno de un movimiento que contiene elementos fascistizantes.

La base económica que permite la realización del izquierdismo peronista consiste, asimismo, en que el régimen populista hace pasar un sistema de dis­tribución de la riqueza por un sistema de produc­ción de la riqueza. Ésa es la más descomunal mani­pulación de Perón: su gestión socio-económica des­de el Estado consiste más en distribuir la riqueza (producida hasta ese momento —recordemos las grandes reservas que tiene Argentina en esos años), que no en seguir produciéndola. Eso parece extraor­dinariamente positivo para unas masas de trabaja­dores que no tienen ninguna cultura político-socio­económica; y en efecto, a corto plazo, esas medidas crean un bienestar indudable; pero a largo plazo, eso mismo significa la ruina de toda una sociedad, y por supuesto también la ruina de la clase obrera. Por esas razones yo propongo definir el peronismo como un fascismo de efectos retardados (punto 2,2),

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u un sistema dictatorial (por vía de alienación) bu-merang, esto es, que su nocividad no se descubre mas que «después» (aunque, por supuesto, unos di­rigentes obreros capacitados para hacer un análi­sis a fondo en aquel momento habrían podido hacer la crítica inmediatamente). Tan es el peronismo un fascismo de efectos retardados, que los movimientos peronistas que en las sucesivas dictaduras militares van acentuando su izquierdismo hasta llegar a la práctica de la lucha armada, apenas inician la auto­crítica de su culto al jefe en 1977. Eso no había ocurrido nunca: que un movimiento como el pero­nista consiguiera engañar con sus demagogias va­rias veces (a pesar de que a Perón se le vio, en mu­chas ocasiones, su derechismo entre 1955-1973). Por­que eso es lo que sorprendentemente ocurre al re­tornar el demagogo a Argentina: que las juventudes peronistas, los montoneros, etc., creen todavía que tienen un jefe de izquierdas.

El «pecado original» de la izquierda argentina es, pues, no haber hecho casi nada, ni en los princi­pios del peronismo, ni después, durante las décadas de su continuidad, para contrarrestar todas esas alienaciones (la incompetencia de los comunistas y de los socialistas argentinos es infinitamente mayor que la de los italianos, alemanes y españoles por­que éstos cometieron errores, pero al menos se en­frentaron con el fascismo y el franquismo, corri-gieron sus errores después, y contribuyeron de ma­nera decisiva —sobre todo en Italia y en España— al restablecimiento de la democracia.

En Argentina existen algunos buenos escritores marxistas, capaces de hacer la crítica del peronis­mo, pero están aislados de las masas (y también tienen que exiliarse). No obstante, algunas dosis de marxismo han penetrado en el movimiento pe­ronista (gracias, sobre todo, a algunos socialistas)

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y también a algunos comunistas que (cayendo en otra exageración) dejan de ser comunistas para in­tegrarse en el movimiento peronista.

La explotación creciente, también lleva, por su­puesto, a la radicalización del movimiento peronis­ta; igualmente les lleva a analizar con más lucidez las contradicciones objetivas el hecho de verse obli­gados a organizar una resistencia en la clandesti­nidad. Tal vez el principal dirigente peronista en hacer la crítica de su movimiento es John William Cooke; pero a pesar de que incorpora el marxismo a su primigenia ideología, Cooke jamás llega a re­chazar por completo la figura de Perón.

Desde el año 1973 son diversos los grupos pero­nistas que empiezan a declararse, a la vez, marxis-tas (el «Peronismo de base», el «descamisado», etc.). Los Montoneros, que constituyen hoy el principal movimiento revolucionario, también van inclinán­dose cada día más por las tesis netamente socialis­tas. Ello puede notarse en su vocabulario, en el que están desapareciendo palabras como «justicialismo» y en el que al mismo tiempo se introducen expre­siones como «transición al socialismo». Estos cam­bios terminológicos pueden observarse en la reu­nión que tienen en Roma, el 20 de abril de 1977, con representantes de la prensa internacional, en la que informan de la situación en su país, someti­do a «la más sanguinaria tiranía». Los dirigentes montoneros (1) comienzan también a hacer su auto­crítica pública afirmando que se han desembaraza­do del «culto de la personalidad» (textual), a la par que su movimiento deviene «democrático». No obs­tante, el secretario general, Mario Firmenich, hace la crítica en unos términos extraordinariamente sig-

(1) En Argentina, esta palabra significa «los que se integran en las masas».

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nificativos de la vieja alienación, puesto que dice: «desde la muerte del general Perón y después de la traición definitiva de Isabel y de López Rega, que no supieron comprender que el único heredero de Perón era el pueblo mismo, el movimiento peronis­ta se ha sentido como huérfano, sin línea estraté­gica y vaciado de su doctrina» (1). No puede en­contrarse confesión más explícita de los grandes —a mi jucio: graves— lazos afectivos con Perón, al que, a pesar de todo, siguen considerando como un «padre» puesto que se llaman «huérfanos». Ade­más, ¿cómo pueden considerarse «sin línea estraté­gica» si Perón no tuvo más que la «doctrina» de su demagogia con la cual ocultaba la colaboración de clases al servicio de la burguesía?

Ese fenómeno nos reafirma en mi conceptua-ción del peronismo como un fascismo de efectos retardados: tanto que dura en 1977 en los hijos de los «hijos» de Perón de los años 1940 (Firmenich tiene unos cuarenta años de edad y su origen ideo­lógico es el catolicismo conservador).

En suma, Argentina se encuentra desde hace más de cuarenta años (desde 1930, el golpe del general Uriburu) constantemente «al final» de una dicta­dura y «al principio» de otra De ahí que la situación argentina constituya el más complejo de los oríge­nes dictatoriales. Es el fenómeno que yo he defini­do en otras páginas como la reproducción dictato­rial endémica (2), peculiar incluso entre los despo­tismos neocoloniales. Y en ese círculo vicioso toda­vía no se ve la salida. Porque si las clases explota­das continúan —y su misma situación les obli­ga, si quieren sobrevivir— manifestando sus pro-

(1) Cfr. «Le Monde», 22 abril 1977. (2) Cfr. «Historia 16»: Sergio Vilar: «Tres dictaduras

al microscopio», pág. 136 (n.° 4, agosto 1976).

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testas (huelgas, trabajo lento, etc.), no se observa por el momento una dirección global, conjunta de todas las tendencias populares y progresistas, ca­paz de restablecer la democracia en un plazo corto. Y si esa situación podrida dura, una situación que es la más monstruosa y anárquica de las carnice­rías, y si una parte del ejército se desgajara de la po­sición dictatorial, la circunstancia argentina podría desembocar en una guerra civil.

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V. BRASIL

En líneas generales, el caso brasileño se parece bastante al argentino: es otra sociedad neocolonial, de estructuras económicas fuertemente dominadas por el imperialismo y con una formación política que oscila entre el populismo y la dictadura militar.

Ahora bien, en Brasil hallamos asimismo grandes especificidades, desde los primeros ritmos de su for­mación histórica. En Brasil no sólo entran las co­rrientes migratorias europeas, sino que, además, se organiza uno de los principales sistemas esclavistas del mundo. En 1887, un año antes de la abolición de la esclavitud, en Brasil todavía hay 723.419 esclavos (la cifra es grande si se tiene en cuenta la población total de aquel momento: unos 14 millones, y si se considera, además, que otra gran parte de la pobla­ción no vivía en mucho mejores condiciones que los negros).

En Brasil no puede hablarse, pues, de las super­vivencias del modo de producción feudal como en el caso de Italia, Alemania y España, residuos del

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pasado que tanto afectan la formación de la sociedad capitalista, sobre todo en cuanto concierne a la organización del Estado. Pero en Brasil hemos de tratar de algo peor —e incluso más nocivo que la introducción salvaje del capitalismo comercial y de las emigraciones en Argentina—; en Brasil hemos de estudiar, explícita e implícitamente, los efectos producidos por la introducción en aquellas latitu­des de unas relaciones de producción mucho más arcaicas: la esclavitud.

Durante cuatro siglos la esclavitud se generaliza en Brasil: la historia de las grandes plantaciones (de azúcar, de café, etc.), no puede escribirse si no se escribe al mismo tiempo la historia de la pobla­ción africana sometida a la más terrible dominación. La historia del capitalismo comercial europeo —ho­landés e inglés, principalmente— tampoco puede escribirse si no se tiene en cuenta que sus benefi­cios están llenos del sudor de los esclavos. En Brasil, la esclavitud fue un sistema concentracionario insti­tucionalizado porque «contrariamente a los Estados Unidos, en donde la esclavitud permanece acanto­nada en los Estados del Sur y en donde ya existía un importante sector agrícola fuera de la gran plan­tación esclavista, en Brasil la esclavitud es una ins­titución nacional: está presente en toda la exten­sión del territorio, y los agricultores libres no jue­gan más que un papel limitado» (1).

Brasil no es sólo el último país del mundo en abolir la esclavitud colonial (en 1888), sino que, ade­más, sus efectos se prolongan hasta nuestros días. La permanencia de las relaciones entre amos y es­clavos, al menos en su esfera simbólica, de terri­bles efectos políticos, la plantean libros especializa-

(1) J. Juruna: «Brésil, le despotisme tropical», in «Le Monde diplomatique» (junio 1976).

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dos en la cuestión, como el de Gilberto Freyre (1) y también analizan sectorialmente ese fenómeno los economistas y politólogos brasileños. A los proble­mas generales de una sociedad dependiente, en Bra­sil se suman los problemas de las tensiones entre razas, de la subordinación de los negros a los blan­cos, y la cooptación racial como forma de ascen­sión social (a través de los diversos mestizajes). Ahora bien, el «racismo» o las nuevas formas de la esclavitud se han propagado asimismo respecto a los blancos pobres. «Para los propietarios o sus admi­nistradores sigue en vigencia, en vastas zonas, el "derecho a la primera noche" de cada muchacha. La tercera parte de la población de Recife sobrevi­ve marginada en las chozas de los bajos fondos» (...) «En numerosas plantaciones subsisten todavía las prisiones privadas, "pero los responsables de los ase­sinatos por subalimentación —dice René Dumont— no son encerrados en ellas, porque son los que tienen las llaves"» (2). La agencia «France Presse» infor­maba el 21 de abril de 1970 de prácticas directas de la esclavitud: «La policía del Estado de Pernambu-co detuvo el domingo último, en el municipio de Belem do Sao Francisco, a 210 campesinos que iban a ser vendidos a propietarios rurales del Estado de Minas Gérais a dieciocho dólares por cabeza.» Por todo ello Eduardo Galeano comenta con razón que, si bien la esclavitud quedó abolida en 1888, después se inauguraron formas combinadas de servidum­bre feudal y de trabajo asalariado que a veces re­sulta más barato (por el bajo nivel de subsistencia

(1) G. Freyre: «Maîtres et esclaves», Editions Gallimard París.

(2) E. Galeano: «Las venas abiertas de América Lati­na», op., cit., pp. 96-97, 132-133 y 149. (Cita a R. Dumont: «Tierras vivas. Problemas de la reforma agraria en el mun­do», México, 1963.)

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que permiten esos salarios) que la compra y ma­nutención de esclavos.

La paradoja de todo ello está en que la institu­ción militar que ha reintroducido las formas de ex­plotación del pasado, fue la que contribuyó a la supresión de la esclavitud, al derrocamiento de la monarquía y a la proclamación de la República en 1889. En efecto, en aquella época, los militares que surgían de las clases medias estaban influenciados por la ideología liberal y progresista, y en cierto modo se oponían a los grandes latifundistas. Sin embargo, la clase que correspondía a esa tendencia, los industriales, era todavía una clase social débil en comparación con los terratenientes y los comer­ciantes. Es un problema parecido al de los milita­res progresistas españoles durante el siglo xix. Como éstos, los brasileños también irán burocratizándose y corporativizándose, aunque en el interior de las fuerzas armadas sigan manifestándose algunos nú­cleos democráticos y revolucionarios. En todo caso, desde la I República, los militares tendrán constan­temente una intervención decisiva en las reorgani­zaciones estatales, unas veces al servicio de los «se­ñores del café», otras en coordinación con los indus­triales, después (sobre todo desde 1964) ellos di­rectamente, como clase supletoria al servicio de la burguesía imperialista.

1. — La formación de una burguesía interior

Con Argentina, el Brasil es uno de los casos más elocuentes de formación de burguesías interiores o delegadas del imperialismo. Su actividad económi­ca —unas con los cereales, las carnes y los cueros; otras con el azúcar y el café; ambas con sus mate-

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rías primas— se inicia y se mantiene promoviendo un desarrollo «hacia afuera», esto es, atendiendo las necesidades de un mercado mundial, y especialmen­te el mercado de la metrópoli imperialista a la que están ligadas. Todo ello significa una notable des­preocupación por los efectos que produce «hacia dentro», sobre todo en contra de los intereses socio­económicos del resto de la población, fundamental­mente de las clases explotadas.

En Argentina y en Brasil, esas burguesías son tanto más «interiores» por cuanto ellas mismas son —al menos en sus orígenes familiares— «europeas», esto es, colonialistas: llegaron a aquellas tierras, como ya he sugerido, con el exclusivo afán de enri­quecerse, y con escasas y pobrísimas ideas de for­mar allí otra sociedad. Además, esas burguesías han sido siempre sucursalistas de burguesías exteriores, hasta tal punto que su crecimiento o su ruina ha dependido de los cambios de las relaciones con unas u otras potencias imperialistas. En el caso del Bra­sil eso se observa con toda claridad en el paso de la predominancia de los «señores del azúcar» (re­lacionados con los holandeses) a los «señores del café» (relacionados con los ingleses), y posterior­mente a los que podemos llamar «señores de la in­dustria complementaria».

Los grandes plantadores de café son los que van a dominar, económica y políticamente, al menos hasta 1930, la peculiar sociedad brasileña. La pro­ducción de este hermoso fruto aumenta constante­mente, hasta cubrir la mayor parte de las necesi­dades del mercado mundial (1). Y al mismo tiem­po, persisten en el sistema de producción no sólo

(1) «En 1905 se alcanza la cifra de 11 millones de sa­cos, o sea el 70 % del consumo anual mundial.» (Cfr. M. Arraes: «Le Brésil , le peuple et le pouvoir», F. Maspéro, 1969, París, p. 39.)

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las formas neoesclavistas que he indicado sino tam­bién los métodos rudimentarios propios del feuda­lismo. Pero la reducción de la fuerza económico-política de los terratenientes (1) no significa que su influencia no siga siendo enorme en las «costum­bres» políticas y en la ya secular articulación al im­perialismo.

Con la llegada al poder de Vargas, se inicia una particular «hegemonía» de los industriales.

Como dice Celso Furtado, Brasil constituye una de las más ricas experiencias de industrialización en las condiciones del subdesarrollo, puesto que se tra­ta de «una industrialización directamente comple­mentaria de las actividades de exportación, que cre­ce o se reduce en función de estas últimas y que desemboca difícilmente en un proceso de industria­lización autónoma». Eso por un lado, por el otro también existen otras «industrias complementarias de las importaciones o creadas por los gastos de los consumidores» como por ejemplo las industrias de embalaje, los textiles, los materiales de la cons­trucción. Para una mejor comprensión del proceso político que estudiaremos después, conviene asimis­mo tener en cuenta que todas esas actividades in­dustriales, sobre todo la ligada al comercio exte­rior, tienen una escasa incidencia en la formación de una auténtica «mentalidad industrial». La llega­da progresiva al poder de los industriales también significa la superación de otros fenómenos neofeu-dales que persistían hasta ese momento. A partir de 1930, «las barreras aduaneras entre los Estados son

(1) Luis Carlos Prestes, el famoso teniente revoluciona­rio que luego se hizo comunista, decía: «Este país está aho­gado por el latifundio, por el régimen feudal de la pro­piedad agraria en el que el trabajador, si ya no es escla­vo, se encuentra sin embargo reducido a una servidumbre larvada, a una semi-esclavitud.»

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eliminadas y se toman una serie de medidas tendien­do a la unificación del mercado nacional». La in­dustrialización brasileña, como la argentina, no es sólo producto de una burguesía industrial, sino que el Estado cumple en todo ello una función principal, tanto en lo que concierne al crédito como en lo que se refiere a la creación de grandes empresas.

Desde un punto de vista político puede hablar­se de núcleos de «burguesía nacional» ligados a las experiencias populistas de Getulio Vargas. Pero esa denominación ha de hacerse con todas las reservas que nos suscita la serie de hechos que vengo anali­zando en torno a la dependencia exterior. De hecho el conjunto de la industrialización se lleva a cabo siempre y cuando y en el grado que no dificulte las relaciones económicas con el exterior: eso forma una constante, pocas veces interrumpida, desde 1930 hasta la actualidad. De ahí que, como sugiere Fur-tado, a esas burguesías no debamos llamarlas «na­cionales» sino más bien cosmopolitas (1).

De una manera o de otra, el capitalismo interna­cional va subordinando igualmente a los industria­les brasileños. Esa subordinación se acentúa con el suicidio de Vargas (1954); con este caudillo-popu­lista, esto es, en combinación con el Estado, un sector de la burguesía intentó fomentar un desa­rrollo industrial autónomo; otras tentativas en ese sentido se dibujan en etapas posteriores, sobre todo durante el gobierno de Goulart. Pero el golpe mili-

(1) C. Furtado: «Analyse du "modele" brésilien», Edi­tions Anthropos, París 1974, pp. 22, 29, 31. En p. 55, este autor nos ofrece otra descripción interesante de las bur­guesías en una sociedad dependiente: «Es mucho menos apropiado hablar de aparición y de consol idación de una burguesía nacional que de implantación local de la nueva burguesía internacional ligada al capitalismo de los gran­des conglomerados transnacionales.»

16. FASCISMO Y MILITARISMO 241

tar de 1964 acaba de liquidar esos proyectos, por otra parte difícilmente realizables y cuya significa­ción progresista estaba en entredicho, según podre­mos observar a continuación. En efecto, entre una burguesía «nacional» fascistizante y una burguesía que subordinándose subordina a todo un pueblo, la opción es difícil. Cardoso ha estudiado las varian­tes y las analogías entre una y otra. Los que repre­sentan el «nacional populismo», «son precisamen­te los que tienden a controlar los sectores indus­triales tradicionales, de débil tecnología y depen­dientes de un mercado de consumo de masa». Los representantes de los «valores internacionales de desarrollo» controlan «los sectores más modernos y de desarrollo tecnológico más avanzado». Pero a fin de cuentas se revela el carácter de clases inertes que ambas fracciones tienen, porque «no sólo el grupo que se alimenta de una ideología "nacional-populista" es el menos apto, estructuralmente, para una acción de transformación (dado su vínculo con los sectores menos dinámicos de la economía) y el sector "internacionalista" es económicamente el más progresista, sino que, en conjunto, los dos son po­líticamente acomodaticios» (1) a las soluciones de fuerza bruta, por vía militar y por la vía de la alie­nación.

En suma, que entre las burguesías interiores y las exteriores existe la complicidad de intereses que, en la dialéctica de la libre empresa, lleva en estos países a la opresión y a la represión de los pueblos.

(1) F. H. Cardoso: «Polit ique et développement dans les sociétés dépendantes». Editions Anthropos, Paris, 1971, pa­ginas 270-272.

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1.1. — El imperialismo gargantúa

No sólo gargantúa sino también tragantúa; el sistema imperial va devorando cuanto cree que con­viene a sus intereses, sin que le preocupe el costo social —sumado en torturas, años de cárcel y eje­cuciones— que todo ello puede significar. El capi­tal extranjero sólo empieza a inquietarse cuando, como en Argentina, la conflictividad social es tan sangrienta que destruye la estabilidad y pone graves dificultades a la continuación de la productividad y de la rentabilidad de las inversiones. Pero enton­ces suele resultar demasiado tarde y las soluciones a veces no se alcanzan más que traumáticamente y asimismo en contra del imperialismo. Eso también puede ocurrir en Brasil, en donde el «modelo» eco­nómico-político empieza a mostrar su agotamiento.

Tras la pausa impuesta de la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos prosiguen su penetra­ción en la sociedad brasileña. Tan es así que en 1945, son ellos, a través de su embajador Berle Jr., quienes de hecho dirigen el derrocamiento del go­bierno Vargas y liquidan así el primer período de nacional-populismo. La dominación económica de Estados Unidos ya es en ese momento clara, así como su plan futuro, mientras que los intereses ingleses se reducen cada vez más (pero se retiran, como en Argentina, haciendo pingües negocios: también aquí venden los viejos ferrocarriles). La desnacionaliza­ción de la economía no hace más que empezar, si bien siguen existiendo sectores que no dejan de plan­tear las posibilidades de un desarrollo más autóno­mo. Los quince años que ha pasado en el poder el getulismo-varguismo dejan, además, fuertes influen­cias e intereses en el aparato del Estado. Ello se demuestra por la vuelta al poder en 1951 del viejo líder, y la aprobación de la ley que crea la sociedad

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nacional para la explotación del petróleo (la Petro-brás). El 31 de diciembre de 1951 matiza las rela­ciones que propone con el imperialismo: «No nos oponemos, como se insinúa constantemente, a la entrada en Brasil de capitales extranjeros. Al con­trario. Deseamos que vengan. Pero nosotros no ad­mitimos el abandono de nuestros recursos natura­les y de nuestras reservas al control de las compa­ñías extranjeras...» Y Vargas concreta: «Ya lo he dicho y lo repito solemnemente: quien abandona su petróleo, aliena su propia soberanía.»

No obstante, a la burguesía imperialista eso no le bastaba. Y en 1953, el nuevo régimen de Vargas se encuentra ya condenado, de lo cual el jefe populis­ta empieza a ser consciente: «Tengo contra mí a las empresas privadas que progresan en todo Bra­sil, ganando en cruzeiros doce veces lo que invier­ten en dólares y convirtiendo esos cruzeiros en dó­lares enviados al extranjero a título de dividen­dos» (1).

Pero a pesar de que la subversión ultraderechis-ta se extiende en las fuerzas armadas, Vargas sigue atacando públicamente: «He hecho comparar las declaraciones hechas por los exportadores al depar­tamento de Comercio de los USA y las que han he­cho en nuestros consulados. En un período de 18 meses se registra un aumento, a través de las fac­turas, que alcanza los 150 millones de dólares. Si se considera que el sistema está generalizado, nos es fácil concluir que se disimulan 250 millones de dólares en 18 meses, puesto que el 55 % de nuestro comercio se hace con los Estados Unidos» (2).

Esa vigilancia económica resulta insoportable para los capitalistas extranjeros y para los sucursa-

(1) Vargas, discurso del 20-12-1953. (2) Vargas, discurso del 21-1-1954.

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listas brasileños. Y en ese momento empieza la nue­va conspiración militar para liquidar las tentativas nacional-populistas. El complot se concreta el 23 de agosto de 1954: 32 generales firman un manifies­to: «Los abajo firmantes, generales del Ejército, conscientes de nuestros deberes y de nuestras res­ponsabilidades ante la Nación (...) declaramos juz­gar en conciencia que para dar al pueblo la paz y mantener la unidad de las Fuerzas armadas, el ac­tual presidente de la República debe renunciar a su cargo.» (El manifiesto lleva la fecha del 22 de agos­to.)

El día 24 por la mañana va a reunirse el equipo ministerial para tratar de encontrar una solución. Pero Vargas se suicida a las ocho de la mañana (un balazo en el corazón), después de escribir una carta-testamento en la que se explica con toda claridad: «Quiero denunciar las intrigas subterráneas de los grupos internacionales aliados a los grupos nacio­nales opuestos al régimen de la garantía del traba­jo (...) Si las aves de rapiña tienen aún sed de san­gre brasileña, yo ofrezco la mía en holocausto. Sa­bed que he luchado para que mi país y mi pueblo no sean despojados.»

Por supuesto, tan trágica decisión no frenaría ni siquiera sembraría interrogantes en la concien­cia del capital extranjero. La penetración del im­perialismo se prosiguió de manera acentuada en los sucesivos gobiernos: el de Café Filho (agosto 1954-noviembre de 1955) y el de Juscelino Kubitschek (enero 1956-enero 1961). A partir de esta última eta­pa, ya es una verdadera invasión que desborda el anterior marco de las inversiones e impulsa una creciente industrialización dentro del «modelo» in­dicado.

El gobierno de Janio Quadros constituirá otra tentativa nacional-populista (febrero 1961-agosto

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1961), que prolonga su sucesor Joáo Goulart. Pero ya en 1962 se perfilan los planes militares para acabar definitivamente con los proyectos de ese tipo. A principios de 1964, Goulart, que había estado combinando las concesiones a la derecha y a la iz­quierda, decide dar un paso más marcado en favor de las reformas progresistas: firma un decreto que reduce las salidas de beneficios y critica áspera­mente al capital extranjero. El mes de marzo pro­pone al Parlamento otra serie de medidas en favor de los intereses populares: la extensión del dere­cho de voto a los analfabetos, el derecho de voto y la elegibilidad para los sargentos y el control de la petroquímica privada. En suma, una serie de propuestas «intolerables» incluso para la burguesía «nacional». No tardaría mucho en producirse el nue­vo golpe militar.

Esta rebelión tiene, además, una preparación psi-cológico-religiosa digna del mayor integrismo espa­ñol. En Sao Paulo, el 19 de marzo de 1964 se organi­za una «Marcha de la familia, con Dios y por la Li­bertad». A las 6 de la tarde, unas 300.000 personas se dirigen hacia la plaza de la catedral; allí les espe­ran el dirigente de la ultraderecha, Carlos Lacerda, el presidente del Senado, Moura Adrade, que es uno de los principales ganaderos del país, el ex minis­tro de la Guerra, Nelson de Mello y otros reaccio­narios. En su discurso, Andrade dice: «La concien­cia cristiana de Brasil preside esta manifestación. Este día es decisivo para la existencia de Brasil. Depositemos nuestra confianza en las fuerzas arma­das y en la democracia.»

El 2 de abril, sin disparar un tiro, una junta mi­litar ocupa el poder, mientras Goulart tomando pro­bablemente conciencia clara de que antes que diri­gente progresista es un gran latifundista, opta por marcharse a administrar sus propiedades en Uru-

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guay y Argentina, abandonando todo el proyecto populista (1), con lo que daba todas las facilidades a los generales como principales representantes de los intereses norteamericanos.

Desde 1964 la estructura económica brasileña se distribuye en tres grandes sectores. Las multina­cionales controlan la producción de bienes de con­sumo durables (automóviles, electrodomésticos, equi­po industrial en general), las industrias químicas y farmacéuticas, etc. El Estado tiene la industria pe­sada. Y la burguesía brasileña se ocupa de la in­dustria ligera (por ejemplo la textil), la construc­ción y el comercio.

En Brasil, el capital norteamericano no sólo con­trola las ramas estratégicas de la economía sino también diversas fuentes de materias primas como los yacimientos de hierro de Paraopeba (cedidos por el mariscal Castelo Branco, uno de los autores del golpe de 1964, a la Hanna Mining Co.) En la Amazonia, los USA compraron inmensos territo­rios en los que existen yacimientos de uranio, co­bre, manganeso, bauxita, cromo, mercurio, etc.

(1) Goulart muere en su propiedad de Mercedes, (pro­vincia de Corrientes, Argentina) el 6 de diciembre de 1976. Goulart era un heredero del populismo varguista (había sido ministro de Trabajo del ú l t imo gobierno de Vargas) y antes había sido vicepresidente del gobierno Kubitschek y después del de Quadros, cuya dimis ión le permit ió llegar a la presidencia. Desde 1954, los militares brasi leños decían de él que facilitaba la «infiltración comunista»; en 1964 se decía: «Getulio detenía a los comunistas; Jango (Goulart) recompensa a los traidores comunistas; Nuestra-Señora-Re-velada, ilumina a los reaccionarios.» (Cfr. «Pau de Arara»: «La violence militaire au Brésil», Maspéro, París 1971, pá­gina 40.) El error de Goulart fue haber querido realizar to­das las reformas al mismo tiempo (la agraria, la electoral, la fiscal, la de la educación, etc.), sin haberse asegurado suficientemente el dispositivo militar capaz de defenderlas.

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2.— El destacamento supletorio

Como en todas las formaciones sociales que es­tudiamos, las fuerzas armadas se encuentran cons­tantemente, de una manera directa o indirecta, en los orígenes de las dictaduras. Ahora bien, los mi­litares brasileños y los procesos históricos en los que participan son más parecidos a los argentinos que a los de los países europeos. Aunque en Argen­tina la oficialidad estaba (y está) ligada a la oligar­quía, y los jefes brasileños proceden más bien de la clase media, los rasgos generales que más nos importa analizar son los mismos, esto es: en Bra­sil también observamos un ritmo alternativo entre la dictadura militar latente y la dictadura militar manifiesta, o dicho de otra manera: una oscilación entre la búsqueda de soluciones económico-políti­cas por la vía nacional-populista y la mayor subor­dinación en todo sentido al imperialismo.

El rasgo transnacional, en casi todas las etapas, que explica el fuerte intervencionismo militarista, es el vacío político, el abandono en que unas y otras clases —pero principalmente la burguesía— dejan a la escena política, y la dinámica interna de las fuerzas armadas tendente a ocupar ese vacío.

2.1. — Los militares y el nacional-populismo

Durante los años 1920-1930 y aún más allá, en­tre los jóvenes oficiales circulan ideas nacionalistas que oscilan entre las simpatizantes con el socialis­mo y las que se inclinan por el fascismo. Es el mo­vimiento de los tenientes que se subleva en diver­sas ocasiones contra el poder oligárquico. En aque­llos años empiezan a sonar los nombres de algunos de esos tenientes que en las décadas sucesivas ju-

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garán papeles destacados y en algunos casos total­mente contrapuestos; por ejemplo, de un lado Fi-linto Muller y Cordeiro de Farias, que se vuelven de ultraderecha; y del otro lado, Luis Carlos Pres­tes, que se apunta al partido comunista y con los años deviene su principal dirigente.

El año 1930 marca una primera y decisiva divi­sión entre las tendencias de esos oficiales jóvenes. En 1929, Getulio Vargas había iniciado su campa­ña para ser presidente de la República; la «Alian­za Liberal» que le apoyaba era la suma de las co­rrientes de la oposición. Su fracaso en las eleccio­nes llevó a sus partidarios a tomar la decisión de conquistar el poder por la vía armada. Apoyados en un sector del «tenentismo», y dirigidos por el general Goes Monteiro y el propio Vargas, se apo­deran del Estado. Goes va a la jefatura del Estado Mayor y Filinto Muller se convierte en jefe de la po­licía. Es una primera etapa en la configuración de la dictadura populista.

La segunda etapa se cumple en 1935: los comu­nistas promueven un golpe de Estado; los var-guistas les replican con una dura represión; un gru­po fascista, los «integralistas» (su divisa era «Tra­bajo, familia, patria») colabora espontáneamente en las tareas represivas (1). Pero el caudillo Getulio y su camarilla todavía tienen escrúpulos democráti­cos. La Constitución sigue vigente, y según ella ten­drá que dejar el puesto en 1938. Ahora bien, digamos en seguida que los escrúpulos democráticos de Var­gas son escasísimos puesto que, por una parte, en­carga a un jurista claramente fascista (Francisco Campos) que le prepare una nueva constitución, y

(1) Estaban organizados en unas «milicias integralis­tas», inspiradas en las «camisas negras» de Mussolini, y con las que colaboraban algunos militares condecorados por Hitler. (Cfr. «Le Monde diplomatique», París, julio 1975.)

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a los generales que le siguen que creen el «estado de opinión» que motive la prolongación y la conso­lidación del sistema dictatorial. En combinación con los integralistas, los militares montan un com­plot imaginario, el «Documento Cohén», «plan te­rrorista de origen comunista descubierto por el es­tado mayor» (1). Ese documento fue «debidamente» difundido por la prensa derechista, y el 10 de no­viembre de 1937 por la mañana decretan el estado de excepción, y proclaman el «Estado Novo» (era lógico que un fascista brasileño, Campos, se inspi­rara directamente del régimen de Salazar).

Se liquida la legalidad republicana, y con ella el federalismo, los partidos políticos, el parlamento y los sindicatos. En lo que se refiere al sindicalis­mo, el «Estado Novo» se parece mucho al Estado franquista, puesto que integra a los sindicatos en la estructura estatal al tiempo que establece las co­tizaciones obligatorias.

En el plano interno, Getulio Vargas desarrolla una política que trata de equilibrar los intereses de las diferentes fracciones de las clases económica­mente dominantes, dando sin embargo más posi­bilidades a los industriales. En cuanto se refiere a su poder real, el jefe populista depende de los ge­nerales, como demostraré después. Con las clases explotadas Vargas combina, según dicen los fran­ceses, «la carotte et le baton» (la zanahoria y el palo). La represión generalizada cae sobre los mili­tantes de los partidos revolucionarios. Otro comu­nista de la época, Carlos Marighela, que luego mu­rió a manos de los militares del golpe de 1964, ex­plicó en 1946 las torturas a las que fue sometido durante la primera época del getulismo (2). Pero al

(1) Cfr. «La violence militaire au Brésil», op., cit., p. 17. (2) «Documentos» de la Comisión parlamentaria de in-

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mismo tiempo, Vargas promulgaba leyes que favo­recían a los trabajadores: «Un mes después de ha­ber tomado el poder, el 26 de noviembre de 1930 (Vargas) creó el Ministerio de Trabajo, de Indus­tria y de Comercio y firmó los primeros decretos relativos a las condiciones de trabajo. La duración de la jornada laboral quedó fijada en ocho horas en el comercio (22-3-32) y en la industria (4-5-32), estableció los convenios colectivos y el salario mí­nimo y fundó los Institutos de Previsión Social. Las medidas en favor de los asalariados urbanos se su­cedieron hasta 1945» (1).

El paternalismo de Vargas hizo sus efectos aun­que, en contra de sus promesas, no hizo la reforma agraria. El gran poder de los latifundios permane­cía intacto al final de su mandato.

La defenestración de Vargas, la liquidación del «Estado Novo», se llevó a cabo cuando el capitalis­mo norteamericano se vio libre de la Segunda Gue­rra Mundial: los mismos generales que habían ins­talado en el poder a un hombre que iba a crear un sistema parecido al fascista, fueron los que le des­tituyeron (2). Y es que en 1945 no sólo el imperia­lismo económico había hecho y quería seguir ha­ciendo fuertes penetraciones en territorio brasile­ño, que hubieran sido tal vez frenadas por la de-

vestigación sobre los actos delictivos de la dictadura; de­posición de Carlos Marighela.

(1) «Le Brésil, le pouvoir et le peuple», op., cit., p. 148. (2) «El mismo general Goes Monteiro que había desayu­

nado langostas con Vargas el 1° de noviembre de 1937 (SV: para celebrar la imposic ión del "Estado Novo") fue quien dictó (como jefe de la conspiración) la minuta del acto de dimis ión a su colega Cordeiro de Farias (uno de los te­nientes de 1924), quien luego sería ministro de Gobernación después del golpe de Estado de Castelo Branco en 1964.» Cfr. Luis Vergara: «J'ai été secrétaire de Getulio Vargas».

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magogia populista, sino que en ese momento ya se habían tejido, además, fuertes lazos afectivo-políti-cos entre los militares norteamericanos y el destaca­mento supletorio brasileño.

2.2. — El populismo considerado como «fascismo colonial»

Considerar, según hacen no pocos autores, los regímenes latinoamericanos como el peronista y el varguista, como simplemente fascistas, me parece peligrosamente erróneo, dada la confusión que im­plica y las equivocaciones que partiendo de ese su­puesto pueden seguir cometiendo las fuerzas pro­gresistas a la hora de analizar unos fenómenos de los que tienen que liberarse. El varguismo, como el peronismo, contienen, en sus formulaciones y en sus prácticas, en la creación de ideología y en la organización política, elementos claramente fascis­tas. Pero la fuerza real en la que se apoyan, dista mucho de ser la misma que la del mussolinismo y la del hitlerismo. Éstos, recordémoslo, eran podero­sos movimientos de masas, ordenados para-militar-mente en el seno de un partido, cuya fuerza aca­bó predominando sobre el Ejército; mientras que el sistema de Vargas, como el de Perón, no son sino sistemas-hombres de paja, sistemas-supletorios del destacamento militar que a su vez suple a la oligar­quía interior, políticamente incapaz, y a la burgue­sía imperialista, que no se considera responsable de la organización política de sociedades lejanas y en las que no piensa más que para explotarlas. Ade­más, en la primera etapa, el varguismo, como el pe­ronismo, fueron menos represivos y aparentemen­te (recordar lo de los efectos retardados) más pro­gresistas que los fascismos europeos, gracias por

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otra parte, como ya he dicho y conviene recalcar asimismo en el caso brasileño, a la coyuntura in­ternacional en la que los sistemas imperialistas-li­berales (Francia, Inglaterra, Estados Unidos) ha­cían la guerra a los sistemas imperialistas totalita­rios (Alemania, Italia, Japón).

Ahora bien, el populismo, en su vinculación con las masas, se parece mucho al fascismo. La figura del caudillo, y el culto que se le rinde, es clave en lo que yo he definido en otro libro (1) como el ele-

(1) Cfr. «La naturaleza del franquismo». (Las incapacidades para comprender las especifici­

dades de los fenómenos sociales de unos países respecto a otros, se producen también entre no pocos militantes co­munistas. Como botón de muestra se puede leer el texto de V. Roncales en «Nuestra Bandera» n.° 86, marzo-abril 1977. En ese texto, «Roncales» [que oculta su verdadera identidad, ya que ése no es su apellido real] pretende re­mitirme, para ampliar el análisis que hago del «elemento ideológico-jefe» en el franquismo, nada menos que al bona-partismo, con lo cual R. demuestra ignorar la tesis funda­mental del marxismo: la lucha de clases a lo largo de la historia y su análisis para comprender a fondo cualquier hecho social. E l señor R. ignora esa tesis porque el fran­quismo, en cuanto proceso de tensiones y enfrentamientos clasistas en el marco determinado de unas estructuras eco­nómicas y polít icas, no tiene nada que ver con el proceso de relaciones de clases y de estructuras del bonapartismo; por ende, el estudio de éste poco o nada puede servir para la investigación de aquél. Jamás había observado en una revista que es el órgano oficial de un PC una mayor igno­rancia del marxismo. Pero tal vez lo m á s grave es que, en período eurocomunista, ese autor pone de relieve un do­ble comportamiento stalinista: firma su artículo [esto es, lanza la piedra] con seudónimo, y me acusa, según el viejo estilo, de hacer una «provocación» [esa palabra manchada por las décadas de fraseología dogmática y sectaria] por­que critico al PC vasco.)

(Manuel Azcárate, director de «Nuestra Bandera», que me repite en dos ocasiones que él no se había leído esa reseña antes de enviarla a la imprenta, me dice después que V. Roncales es Valeriano Bozal, «consejero» de la re­vista.)

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mente ideológico-jefe articulador del conjunto hete­rogéneo, dispar e irracional de toda ideología fascis­ta. En el populismo también se lleva a cabo una global manipulación de las masas. Esa personaliza­ción del poder, esa confusión entre el Estado y el individuo-jefe, también la ha puesto de relieve un autor brasileño: uno de los componentes esenciales del populismo es «la personalización del poder, la imagen (semi-real y semi-mítica) de la soberanía del Estado sobre el conjunto de la sociedad». Más adelante, Francisco Weffort amplía el análisis de ese fenómeno constituido en gran parte, a mi jui­cio, por el culto e incluso la sacralización del jefe, un culto que produce la atomización de las masas: «Las relaciones políticas que las clases populares urbanas han entretenido con el Estado y con las otras clases en los últimos años de la historia de Brasil, han sido relaciones esencialmente individua­les (es SV quien subraya) y en esas relaciones el contenido de clase no se manifiesta de manera di­recta. Podría decirse que son relaciones individua­les de clase» (1). Es una excelente explicación de cómo la conciencia de una clase puede ser destrui­da: introduciendo en las personas que la componen los mecanismos psicológicos que les llevan a sos­tener, preferentemente, relaciones entre individuos. En esa situación, una clase explotada que tenga una débil formación política, puede perder su con­ciencia clasista, y por supuesto unas masas sin nin­guna concienciación devienen extraordinariamente manipulables por el «mesías-charlatán» que consi­gue hacerse pasar por el «padre de los pobres». Ése es el papel que juega Vargas hasta el suicidio. Y en este sentido, el fin trágico del demagogo brasileño,

(1) Cfr. «Les Temps Modernes», París, octubre 1967, pá­ginas 636-640.

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muestra una personalidad más consecuente con su mitología que Perón, a quien no le importó hacer el papel poco lucido de marcharse al exilio con una parte del tesoro nacional dejando a las masas ar­gentinas con su alienación populista.

Sin embargo, Vargas personificó asimismo la política considerada como una gran ficción. Entre los dictadores fascistas y militares que en este l i ­bro estudiamos, Vargas es, sin duda alguna, el ma­yor farsante político, porque no le basta con orga­nizar un solo partido ligado a su figura, sino que crea dos: con uno, el PSD (Partido Social-demócra-ta), en el que ocupa la «presidencia de honor», agru­pa a los miembros de la burguesía «nacional», y también a los políticos representativos de los gran­des intereses agrarios en diversas regiones; con el otro, el PLB (Partido Laborista Brasileño), del que es presidente efectivo, y que funciona como la ver­dadera máquina propagandística del populismo, con­trola a los trabajadores de las ciudades, en concu­rrencia con el PC.

Esta confusa ideología nacionalista y policlasis-ta siguió teniendo una fuerza considerable en el juego político brasileño. Esa fuerza se demostró, primeramente, en el hecho de que los generales se vieron obligados a aceptar el retorno de Vargas al poder (1951-1954). Secundariamente, el populismo getulista siguió influyendo el acontecer político bra­sileño incluso más allá de la muerte de Vargas (en los gobiernos de Quadros y de Goulart, que había sido ministro de Trabajo en el segundo período var-guista).

Los gobiernos que cubren los vacíos inmediata­mente después que Vargas deja el poder, son asi­mismo gabinetes-títeres manejados de una u otra manera por los militares. Sobre todo, el primero (enero 1946-enero 1951) formado por el general Euri-

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co Gaspar Dutra (que había sido uno de los conju­rados del complot que en 1937 había llevado al poder a Vargas), y cuyos objetivos se describen sin tapujos: «1) restablecer las condiciones necesarias a la conservación de los privilegios del capital ex­tranjero en Brasil; 2) contener las fuerzas popula­res removilizadas por la derrota del nazismo» (1).

Los sucesivos gobiernos, a pesar de las nuevas tentativas populistas, no harán más que acabar de dibujar esas dos tendencias principales: subordina­ción al imperialismo y sistema represivo sin ocul­tación, esto es: imposición de una dictadura mili­tar sin fachadas demagógicas.

2.3. — El destacamento subimperialista

En el interior de las fuerzas armadas también circuló la influencia del varguismo con propensio­nes fascistas; al mismo tiempo se había formado otro sector pro-americano. Desde la segunda etapa de la Segunda Guerra Mundial es el último grupo el que predomina: el ejército brasileño envía una «Forca Expedicionaria Brasileira» (FEB) a luchar junto al ejército estadounidense en Italia. Las tro­pas están bajo el mando del general Mascarenhas de Maraes, pero entre los demás jefes y oficiales en­contramos otros nombres significativos en los ante­riores procesos dictatoriales, como Cordeiro de Fa-rias, o en las tendencias hacia la dictadura que se producirán después, como Castello Branco y Golbery de Couto e Silva. En Italia se establecen más que camaraderías: profundas amistades como la que une al general Castello Branco y al general Vernon Walters, oficial de enlace entre los dos ejércitos,

(1) «Le pouvoir militaire au Brésil», op., cit., p. 22.

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agregado militar en Brasil (1962-1967), junto con Castello Branco organizador del golpe de Estado de 1964, y posteriormente subdirector de la CIA. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos, por­que, además, el entrelazamiento entre militares yan­quis y gorilas brasileños es mucho más amplio y fuerte que esas relaciones amistosas indican.

Después de la Segunda Guerra Mundial, no sólo son numerosos los oficiales subimperialistas que van a estudiar a las Academias militares de Estados Unidos (1), sino que también se crea una escuela en Brasil en donde se imparte la misma instrucción. En 1947, una misión de consejeros militares llega a Brasil para fundar la «Escuela Superior de Gue­rra», también llamada «Sorbona de Praia Ver-melha». Esa misión permanece en Brasil hasta el año 1960. El general Cordeiro de Farias es el pro­motor principal. Fue suya, además, la idea de com­binar los aspectos estratégicos con los del desarrollo económico, y las consiguientes invitaciones a civiles (miembros de las clases dominantes) a participar en los cursos de la «Escola» (2).

En el directorio de la escuela participa, de pleno

(1) Uno de los oficiales que, ya en 1944, fue a estudiar a Estados Unidos (exactamente a Forth-Leavenworth, en el Estado de Kansas), es precisamente el actual dictador Er­nesto Geisel. De regreso de los USA en 1945 participó en el golpe de Estado que dest i tuyó a Vargas. Bajo el gobierno Dutra, Geisel fue miembro del Consejo de Seguridad Na­cional. Colaboró asimismo en la fundación de la ESG. Se­gún la revista «Veja» (junio 1973), Geisel fue uno de los miembros del grupo parapolít ico y semiclandestino que durante los años 1950 se llamaba «Cruzada democrática». En 1957 era director del servicio de información del esta­do mayor del ejército. En 1964 participó en el golpe y fue nombrado jefe de la casa militar de Castello Branco.

(2) Los cursos tratan de política, de psicología social, de economía, de organización militar, de «información» y contraespionaje, de adoctrinamiento proimperialista.

257 17. FASCISMO Y MILITARISMO

derecho, un miembro de la Misión militar norte­americana y «los alumnos son oficiales de carrera, a partir del grado de coronel, y civiles de alta posi­ción. La proporción entre los dos grupos es prác­ticamente la misma. Los civiles son banqueros, di­plomáticos, ingenieros, funcionarios públicos, parla­mentarios conservadores» (1). En 1966, según otro investigador (2), los alumnos que se graduaron en la Sorbona militar fueron 599 oficiales, 224 hom­bres de negocios, 200 funcionarios de los principales Ministerios y 97 de los organismos regionales, 39 miembros del Congreso, 23 jueces, y 107 de profe­siones diversas (economistas, médicos, sacerdotes, etcétera).

La «Associaçáo dos Diplomados da Escola Supe­rior de Guerra» que agrupa a los ex alumnos es una de las instituciones oficiosas de mayor influencia política.

La ideología que difunden. El general Golbery es el principal teórico de la «Escola» y actualmente el número dos (3) de la dictadura brasileña. La amis­tad entre Geisel y Golbery data de los años cuaren­ta y se acentúa tras el golpe de 1964. Con el primer gobierno, el de Castello Branco, mientras Geisel di­rigía la Casa militar, Golbery organizaba y dirigía el Servicio nacional de información de cuya supe-

(1) Marcio Moreira Alves: «Un grano de mostaza — E l despertar de la revolución brasileña» (Premio Testimonio 1972). Casa de las Américas, La Habana, junio 1972, pág. 96.

(2) Alfred Stepan: «The Military in Politics, changing patterns in Brazil», Princeton University Press, Princeton, 1971, pág. 181.

(3) «Entre los colaboradores inmediatos del presiden­te, el más influyente es el general Golbery do Couto e Sil­va, actual jefe del gabinete civil, que quizá pasará a ser titular de un ministerio de coordinación o de un secreta­riado general de la presidencia («Opiniao», 11 abril 1974).

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rioridad dependía la coordinación de todas las ta­reas represivas. Golbery ha publicado diversos tex­tos cuyas tesis fundamentales pueden sintetizarse en el anticomunismo bélico y en el maniqueismo más brutal: «para Golbery, las relaciones entre los grupos se basan en una categoría política esencial: la de amigo-enemigo», dice Michel Schooyans en «Destín du Brésil» (1). Sus tesis sobre la bipolari-dad y el antagonismo dominante, llevan a ese gene­ral a colocar el bien en un polo y el mal absoluta­mente en el otro. Ahora bien, como el «comunismo se infiltra por todas partes», la guerra ha de ser también una guerra interior, una guerra «total»; de ahí que incluso el desarrollo económico esté, a fin de cuentas, subordinado a la seguridad. En Gol­bery el ultranacionalismo se combina con el pro­imperialismo, porque, en suma, Estados Unidos es la principal potencia que puede defender el «Occiden­te cristiano». Es un estereotipo ideológico que tam­bién manejaba a menudo Franco. El día 11 de mar­zo de 1974, el diario «Opiniao», reproducía el «nú­cleo central de ideas» de ese general (sacado de su libro «Geopolítica del Brasil»): «Él antagonismo dominante entre los Estados Unidos y la URSS po­lariza todo el conflicto, de profundas raíces ideoló­gicas, entre la civilización cristiana de Occidente y el materialismo comunista de Oriente, conflicto en el cual se juega la dominación o la liberación del mundo, y que afecta a todo el planeta» (2).

Así se desarrolla la «doctrina de la interdepen­dencia y de la seguridad nacional» de nuevo tipo porque «nosotros nos preparamos para una guerra

(1) M. Schooyans: «Destín du Brésil — la technocratie militaire et son idéologie», Editions Duculot, Gembloux (Bél­gica) 1973, págs. 50, 62, 76 y páss im.

(2) Cfr. «Le Monde diplomatique», septiembre 1974: «Le nouveau visage de l'absolutisme», por Miguel Arraes.

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total y el instrumento de la acción estratégica es la integración de todas las fuerzas». En ese plan, la configuración del Estado-nación resulta un mito: «La autodeterminación y la absoluta soberanía de los pueblos devienen principios lógicos, morales, pero no menos irreales» (1).

De ahí que la formación conjunta de los mili­tares brasileños y americanos se haya realizado tan­to en la «Escola» como en los centros propios de Estados Unidos como son la «Army School» de Fort Knox, la citada Escuela de Mando y de Estado Ma­yor de Fort Leavenworth y las dos escuelas especia­lizadas en las tácticas contra-revolucionarias: la «United States Special Warfare Center and School» de Fort Bragg y la «United States Army School of the Americas» de la zona del canal de Panamá. Mar-cio Moreira Alves ofrece interesantes datos concre­tos sobre esta cuestión: «Entre 1950 y 1970, ese programa de entrenamiento acogió a 6.858 milita­res, un número bastante grande si tenemos en cuen­ta que el ejército brasileño tiene apenas 13.500 ofi­ciales en activo. El programa de asistencia militar norteamericana al Brasil es el mayor existente en la América Latina, totalizando doscientos veintiún millones de dólares durante el período. A partir de 1960, esa "asistencia" cobró la forma de mate­rial antiguerrilla» (2).

Ahora bien, la doctrina del general Golbery corre el riesgo de sufrir fuertes variaciones o de quedar anulada por completo ante el cambio de política ex­terior del equipo del presidente Cárter que matiza su anticomunismo (elemento central en la tesis de

(1) Cfr. «Revista Brasileira de Estudios Políticos», nú­mero 21, julio de 1966, p. 79.

(2) «Un grano de mostaza — el despertar de la revo­lución brasileña», op., cit., p. 101.

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«frontera ideológica») al tiempo que critica los sis­temas dictatoriales como el brasileño. Si esa polí­tica va convirtiéndose en práctica decidida, posible­mente observaremos en el régimen brasileño —y en otros de América Latina— un retorno al nacional-populismo o una versión renovada del «anti-impe-rialismo» (con todas las reservas que pueden supo­nerse en países en los que la penetración económi­ca norteamericana es tal, que sería necesario un verdadero movimiento revolucionario para liberar­se de ella y de sus efectos, perspectiva que hoy no está de ningún modo cerca).

Los intereses que comparten. Como los milita­res argentinos, los brasileños controlan directamen­te una gran parte de la estructura económica del país. El complejo militar-industrial deviene tan po­deroso, que no sólo se siente «amenazada» la bur­guesía «nacional» sino que incluso los Estados Uni­dos se plantean los interrogantes de posibles velei­dades independistas, a pesar de las citadas teorías de Golbery. Esas veleidades ya se han puesto de relieve en torno al plan de Brasil (en colaboración con la República Federal Alemana) de dotarse de una fuerza nuclear propia. Ahora bien, esas tensio­nes no deben interpretarse como algo definitivo ni fundamental, sino simplemente como búsquedas de nuevos repartos de poder económico e internacio­nal (subimperialista). Además, los generales tecnó-cratas forman parte de unos u otros grupos de in­tereses norteamericanos. Es un fenómeno bastante generalizado: las multinacionales no tienen suficien­te con explotar al país, sino que además buscan aso­ciarse con los generales a fin de influir en las medi­das económicas que se tomen desde el Estado. Como ejemplo: durante años, el general Golbery ha sido director de la Dow Chemical (la poderosa firma nor-

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teamericana entre cuyos productos está la fabrica­ción de napalm).

2.4. — El vacío político, el golpe y las felicitaciones

Rasgo transnacional de las clases inertes, el va­cío político se demuestra con análoga claridad en el caso brasileño. Dos autores de diferente formación, uno brasileño y otro belga (que ha investigado en Brasil) coinciden con nuestros análisis, aunque lo expresen con sus propias terminologías. Weffort, al centrarse en el estudio del populismo, concluye sobre el problema de las clases sociales: «Si, refi­riéndonos a la tradición europea de la lucha de clases, decimos que una participación política ac­tiva implica una conciencia común de intereses de clase y la capacidad de auto-representación políti­ca, entonces hay que concluir seguramente que to­das las clases sociales del Brasil han sido política­mente pasivas en los años posteriores a la revolu­ción (1) de 1930. Justamente: es la incapacidad de autorrepresentación de los grupos dominantes y su división interna lo que ha permitido la instauración de un régimen político centrado en el poder perso­nal del presidente» (2).

He de matizar el criterio de Weffort recordando que la causalidad no es unilateral; como ya he de­mostrado, no sólo la clase económicamente domi­nante incurre en esa incapacidad de autorrepresen­tación, sino que las propias fuerzas armadas tienen una dinámica interna que les lleva a ocupar ese va-

(1) Me parece m á s que excesivo, erróneo, definir el cam­bio polít ico que se produce ese año como una «revolución». En otras páginas he dicho que es preciso moderar mucho (de acuerdo con lo real) el empleo de este concepto (SV.).

(2) Cfr. «Les temps modernes», op., cit., p. 639.

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cío (en algunas ocasiones, a pesar de que ese vacío no es total).

Schooyans, al investigar el problema de la tec­nocracia militar, confirma asimismo que «la bur­guesía no está organizada políticamente» y que «va­cila mucho en instituir un poder civil. El éxito del régimen militar con relación a la burguesía se debe, a pesar de las apariencias, a la debilidad de ésta» (1).

En Brasil, el vacío político se produce también, como mostraré con detalle en el capítulo siguiente, debido a que las organizaciones políticas de las cla­ses explotadas son inoperantes. Éste es un aspecto particularísimo de Brasil, puesto que, a pesar de todo, en Italia y en Alemania, hubo algo de oposi­ción a la llegada al poder del fascismo; en Argenti­na, las masas populistas se habrían batido si Perón les hubiese facilitado armas; en España luchamos durante tres años.

Otro autor brasileño que vivió los acontecimien­tos cuenta que la falta de preparación era un he­cho a pesar de que un año antes se publicó un li­bro («Quem dará o golpe no Brasil», de Wanderley Guilherme, Ed. Civilizaçáo Brasileira, Cadernos do Povo, Rio de Janeiro 1963) en el que se «preveía correctamente la posibilidad de un golpe militar de derecha. Pero los vaticinios de Wanderley cayeron en oídos sordos. Fueron considerados exagerados hasta por el Partido Comunista, cuya supervivencia se basa en la cautela. No hay que extrañarse, por tanto, de la ausencia de preparación de la izquier­da para enfrentarse al golpe y del apoyo que los generales recibieron de la clase media. Mientras Goulart y algunos amigos huían al exilio, abando­nando a quienes, como el ex ministro de Educa­ción, Darcy Ribeiro, querían resistir, los generales

(1) «Destín du Brésil», op. cit., p. 121.

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maniobraban en un vacío político y tomaban el po­der sin tener que enfrentar la menor resistencia (1). (Subraya SV.)

El éxito del golpe es tan brillante que el propio jefe superior del imperialismo, en aquella fecha el presidente Lyndon Johnson, se apresura, el 2 de abril en 1964, a manifestar su satisfacción en vién­dole un telegrama al presidente del Congreso bra­sileño, Rainieri Mazzili, que asume provisionalmen­te el poder político para transmitirlo a los gorilas. Decía este telegrama: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas y eco­nómicas por las cuales ha estado atravesando su gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar esas difi­cultades dentro de un marco de democracia consti­tucional y sin lucha civil.»

Telegrama modelo de hipocresía porque no sólo Vernon Walters, futuro director adjunto de la CIA, sino el propio embajador norteamericano, Lincoln Gordon, habían estado conspirando con Castello Branco y prometiéndole que los USA reconocerían el gobierno de la junta militar.

Y con los golpistas que habían iniciado sus prác­ticas treinta años antes, reaparecen igualmente vie­jos títeres fascistas: en efecto, de nuevo el jurista Francisco Campos, que se había inspirado en el ré­gimen de Salazar para bautizar también como «Es­tado Novo» al brasileño, interviene para arreglar los primeros aspectos de la nueva legalidad de los generales. Campos es el autor del Acta Institucional que los generales publican el día 9 de abril, en la que restablecen la arbitrariedad jurídica o el «Füh-rerprinzip», como podemos observar en su artícu­lo 10:

(1) «Un grano de mostaza», op. cit., p. 52.

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«En interés de la paz y del honor del país, y fue­ra de los límites previstos por la Constitución, los comandantes en jefe que promulgan la presente Acta podrán suspender los derechos políticos du­rante diez años y anular los mandatos legislativos federales, municipales o del Estado, sin que el po­der judicial pueda calificar esos actos.»

Los dirigentes demócratas y progresistas fueron privados de sus derechos; también 12 generales; 146 oficiales de las fuerzas armadas eran puestos en situación de disponibilidad... La represión no ha­cía más que empezar. Todavía dura.

Mientras tanto, los militares endurecieron el apa­rato «legal»; el Acta Institucional n.° 5, del 13 de diciembre de 1968, todavía les «autoriza» mayores arbitrariedades jurídicas, y por ende una represión más acentuada (1). Es el imperio de la policía, en el que un Consejo Nacional de Seguridad compuesto de veintiún miembros decide de la vida y de la muerte de cien millones de brasileños.

3. — El proletariado: de las tentativas revolucionarias a la subordinación

El PCB data de 1922. Como casi todos los parti­dos comunistas de esa época, no es numéricamente importante; tan sólo empieza a difundir su influen­cia entre grupúsculos de obreros de las ciudades.

Ese mismo año ya hay una revuelta militar (Co-pacabana, 1922). Pero la más importante de las su­blevaciones es la de 1924. Esta rebelión fracasó sólo

(1) Cfr. «La Documentation française», «Problèmes de l'Amérique Latine», números 3.749-3.750, del 30 de diciem­bre de 1970.

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en parte porque si no consiguió nada respecto al po­der, sí manifestó su fuerza durante dos años y me­dio. En efecto, la llamada «Columna Prestes», reco­rrió veinticinco mil kilómetros por el interior del país, en una permanente guerra de movimiento en la que el ejército legal no pudo destruirla: Prestes con­siguió pasar la mayoría de sus efectivos a Bolivia.

Pero el problema de Prestes fue el mismo proble­ma con el que chocaron en España Riego y otros militares progresistas del siglo xix, esto es: que pa­searon su rebelión por zonas agrarias en las que eran acogidos con indiferencia, dado el bajísimo o nulo nivel de conciencia política. Dicho de otra manera: Prestes y los hombres que le seguían representa­ban, sin duda alguna, las aspiraciones populares e incluso las proyecciones revolucionarias, pero no consiguieron sumar a sus posiciones (probablemen­te demasiado vagas), a los campesinos.

Prestes ingresó luego en el PC (hoy es secreta­rio general). Pero la gradual fascistización del sis­tema varguista, sobre todo a partir de 1937, le obli­gó a guardar la más rigurosa clandestinidad (y has­ta 1945). La legalidad de los comunistas dura hasta 1947: los únicos dos años legales de toda su his­toria. Los comunistas tuvieron —y tienen— que ha­cer «entrismo» en otras organizaciones políticas, disimular su ideología y sus propuestas, con todo lo que ello significa de esterilización de las propias tesis, subordinación a las posiciones reformistas y demagógicas, y en suma, alejamiento, en tanto que comunistas, de las masas. No había una línea clara, decidida, firme, de llevar a buen término un traba­jo político en profundidad entre los trabajadores. Los comunistas brasileños oscilaron entre ese opor­tunismo de derechas, y el oportunismo de izquier­das que les hacía «soñar» en proyectos insurreccio­nales. Su zig-zag político se parece al de los argen-

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tinos, porque después vuelven a cambiar, y se dedi­can a trabajar como sindicalistas.

En suma, no había una organización revolucio­naria capaz de consolidar su propia línea de masas, sea para llevarla adelante en un verdadero proceso insurreccional contando con la indudable inquie­tud progresista de una parte considerable de los ofi­ciales y los suboficiales; sea para —escogiendo la vía pacífica, de constante presión popular— estable­cer graduales compromisos con los dirigentes neo-populistas y en contra del capital financiero «nacio­nal» e internacional.

Así, pues, en la coyuntura decisiva de 1964, la iz­quierda demuestra su incapacidad. Dejemos que sean los propios brasileños quienes hagan la crítica re­trospectiva: «La izquierda estaba seriamente divi­dida; el CGT (Comando General de los Trabajado­res) que coordinaba los sindicatos más importantes del país. El PUA (Pacto de Unidad de Acción) estaba dominado sobre todo por el PCB. A principios del año 1964, el CGT estaba convencido de tener a su disposición un aparato capaz de proveer la base de un régimen sindicalista. De hecho, el oportunismo de sus dirigentes, veteranos comunistas del PCB, contribuyó a paralizar la acción de los trabajadores del PUA y del CGT en los momentos decisivos. Así es como la caída de Goulart no dio lugar a ninguna huelga de protesta» (1).

Si en los países europeos en los que llegó el fas­cismo y el militarismo al poder, los comunistas ca­yeron, en una o en otra medida, en graves respon­sabilidades por el lado ultraizquierdista, en los paí­ses latinoamericanos los comunistas más bien se de­jaron amodorrar por el populismo que había invadi­do las masas.

(1) «La violence railitaire au Brésil», op., cit., p. 39.

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Tercera Parte

ESPECIFICIDADES Y PROBLEMAS GENERALES

A lo largo de los análisis comparativos de los orígenes de las dictaduras, ya he sugerido algunos de los aspectos principales de las especificidades y de los problemas generales que se plantean en los distintos regímenes fascistas y militaristas, europeos o latinoamericanos. Conviene ahora, para proyectar más luz sobre tales cuestiones, acabar de sistemati­zar y profundizar tanto en las peculiaridades como en los rasgos transnacionales.

Es también necesario insistir en las graves res­ponsabilidades del imperialismo en la imposición de los gobiernos ultraautoritarios. Si bien es cierto que la suma de causalidades internas (la relación de las estructuras con las tensiones sociales y formas de solución económico-política) ocupan un lugar pri­mordial en la dialéctica global, el capitalismo inter­nacional condiciona desde el exterior, de una ma­nera o de otra, esa dialéctica. Más: por su penetra­ción en cada país, por el control de sectores-clave de la economía de cada nación, el capital financiero

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imperialista actúa directamente en el propio entra­mado de causas internas. Según he demostrado, esa fenomenología está muy acentuada en países como Argentina y Brasil, pero se plantea asimismo en Es­paña e Italia e incluso —aunque en muy distinta me­dida— en Alemania (que el lector recuerde, además, que estamos hablando de la Alemania de 1900-1933, y no de la de 1977).

El imperialismo es la fuerza bárbara de nuestro tiempo. Contiene, evidentemente, elementos feudal-absolutistas, sobre todo en sus expresiones político-militares directas, pero igualmente los lleva implíci­tos en su organización económica y en los efectos indirectos que puede producir. Algunos economistas ingleses (1) lo señalan claramente: «El imperialis­mo es la expresión de un atavismo, es decir, de una supervivencia hereditaria de un pasado de otra edad.» Ahora bien, no es sólo la reproducción de un pasado más o menos medieval o más o menos decimonónico (según las latitudes): se trata de algo a la vez plenamente característico de la economía mundial de tipo capitalista de la época de las mul­tinacionales.

En las sociedades centrales (Inglaterra, Francia, Estados Unidos, etc.), el capitalismo ha sabido de­sarrollarse extraordinariamente a la par que orga­nizaba un progresivo sistema político liberal-bur­gués, pero todo ello lo debe, en parte, no sólo a la explotación de los países periféricos (América La­tina, Europa del Sur, África, etc.), sino también a la determinación («exportación») en esas naciones de sistemas dictatoriales. Esta tesis no es nueva, pero conviene recordarla citando los criterios de uno de los primeros autores que la puso de relieve:

(1) Tom Kemp: «Theories of Imperial ism», Dennis Dob-son, Londres 1967, p. 93.

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«No son ni los obreros del continente ni los obre­ros ingleses los que han pagado las consecuencias de esta política (del imperialismo), sino los pueblos coloniales. Todo lo que el capitalismo representa de sangre, de fango, de horror y de vergüenza, todo el cinismo, toda la crueldad de la democracia mo­derna, se ha derramado en las colonias. En cam­bio, los obreros europeos, por el momento han ga­nado, obteniendo salarios más altos, gracias a la prosperidad industrial» (1).

Las diversas etapas y formas de explotación co­lonial y la acumulación capitalista en el Norte fue marcando una profunda división entre las socieda­des industriales y las sociedades agrarias. Estas úl­timas han entrado posteriormente en procesos de industrialización, pero jamás su desarrollo alcanza­rá el de los países que ya están, según unos, en la segunda revolución industrial y, según otros, en el período tecnológico post-industrial.

Una vez recordada la distinción necesaria entre sociedades imperialistas, y naciones dependientes, debemos avanzar más en el análisis porque en el seno de cada uno de esos dos bloques observamos diversas especificidades: hasta tal punto que un capitalismo periférico como el brasileño constituye en cierto modo, a la vez, un capitalismo (sub) im­perialista (al menos en la zona sudamericana).

Pero antes entremos en la ampliación del estu­dio comparado de las sociedades europeas y de las sociedades latinoamericanas con objeto de concre­tar seguidamente los rasgos generales de la peri­feria.

(1) Boukharine: «L'économie mondiale et l'imperialis-me» (1915) Editions Anthropos, Paris 1967, p. 168.

273 18. FASCISMO Y MILITARISMO

1. — De la Europa del Sur a Sudamérica: los diferen­tes aspectos de la dependencia

En los países europeos que en estas páginas estudio, la dependencia económica no sólo es me­nos importante que en los sudamericanos, sino que esa subordinación se articula con realidades nacio­nales muy diferentes.

Insisto en que en Europa observamos una forma­ción lenta, gradual, de las naciones, y en ellas se arraigan, en procesos que se cuentan por siglos, po­blaciones estables, las cuales, además, no se encuen­tran sometidas a presiones migratorias externas.

Todo lo contrario es lo que ocurre en Argenti­na y Brasil: allí las poblaciones autóctonas son ani­quiladas al ritmo en que se llevan a cabo las inva­siones militares y las emigraciones socio-económi­cas. Estas corrientes migratorias crean de manera arbitraria una serie de «naciones» respecto a las cuales sienten un apego muy relativo. .Esto es, mien­tras en las sociedades europeas se da un fenómeno natural de conciencia nacional —ser de una misma tierra, pertenecer a una misma cultura, hablar la misma lengua, tener las mismas costumbres, etc.—, en latinoamérica ese fenómeno no se da sino al cabo —y aún relativamente— de varias generacio­nes de permanencia de los (antiguos) emigrantes en aquellas pampas. Pero aun en esos casos sigue ha­blándose de la «madre patria», con todo lo que ello puede significar de idealización de lo lejano y de falta de lazos con la realidad circundante.

Cierto es, como puede recordar el lector por aná­lisis que hago al comienzo de este libro: la unidad nacional de Italia y de Alemania es una unión ofi­cialmente tardía, esto es, la unificación económica y estatal tarda en hacerse; por otra parte, en Es­paña está planteado un problema plurinacional con

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exigencias autonomistas en Cataluña y en el País Vasco (sobre todo, pero también en Galicia y en otras regiones) que ponen profundamente en entre­dicho la uniformidad nacional que se preconiza des­de el Estado centralista-madrileño. Con todo, al margen de esas importantes cuestiones, tanto en España como en Italia y en Alemania, la concien­cia de pertenecer a una misma comunidad es un he­cho mayoritario.

En los países europeos va produciéndose una transición lenta pero progresiva entre el modo de producción feudal y el modo de producción capita­lista. En los latinoamericanos, tal como he demos­trado, se produce no sólo una reintroducción de formas feudales europeas sino incluso la esclavitud.

Ahora bien, esas diferencias desembocan, no obs­tante, en un ámbito social análogo: el de la confi­guración de burguesías aristocratizadas y para-im­perialistas, el de clases burguesas interiores cuyo comportamiento inerte les lleva a aceptar o cuando menos a tolerar la dependencia del exterior en uno o en otro grado, el de las clases económicamente do­minantes que se engloban en una común tendencia a imponer dictaduras de uno u otro tipo.

Pero aún en el interior de esos rasgos transna­cionales cabe distinguir matices peculiares. Y las variables se producen precisamente debido a las acciones del otro bloque de clases antagónicas. Esto es, en los países europeos, debido, en parte, a la mayor solidez de la formación histórica, y en parte a que las clases explotadas se encuentran más cer­ca de y asimilan —a pesar de todo— mejor las ideo­logías y las prácticas revolucionarias, pueden deter­minar inflexiones positivas en el comportamiento de las respectivas burguesías. Dicho con palabras más propias del lenguaje hablado: el proletariado europeo se deja explotar menos; a pesar de los de-

»18. FASCISMO Y MILITARISMO 275

sastres que ha sufrido, sabe arrancar mayores con­cesiones económicas y políticas que el proletariado latinoamericano, lo que a fin de cuentas obliga a las burguesías de este continente a ser relativamente más «progresistas» que las del otro lado del At­lántico.

1.1. — La relación Centro-Periferia

La subordinación de las sociedades dependientes a las formaciones sociales del centro, lleva en sí una serie de movimientos paradójicos de la estructura económica: esto es, la estructura económica perifé­rica tiende, a la vez, a desarrollarse y a anquilosar­se, o bien, crece por un lado mientras sus formas si­guen siendo raquíticas por el otro. Nicos Poulantzas analiza este fenómeno general con toda claridad: mientras en las metrópolis imperialistas, «los efec­tos de disolución triunfan sobre los efectos de con­servación», es decir que el capitalismo monopolista domina e incluso destruye las formas pre-capitalistas y del capitalismo de «libre concurrencia», en los países subordinados, «los efectos de conservación triunfan sobre los efectos de disolución» (1).

La tendencia a la integración de las sociedades subdesarrolladas —o en vías de desarrollo— al mercado capitalista mundial supone la aceptación de la concurrencia de las industrias centrales. En este sentido, Samir Amir pone de relieve tres efec­tos esenciales: primero, «las importaciones de la pe­riferia prohiben la inversión industrial a los capi­tales que se constituyen a partir de la "monetariza-ción" de la economía local» por lo que esos capi-

(1) N. Poulantzas: «Les classes sociales dans le capita­lisme aujourd'hui», Editions du Seuil, París, 1974, p. 51.

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tales han de dedicarse a otras actividades comple­mentarias, sobre todo comerciales. De ahí que, se­gundo, en las naciones dependientes se produzca una «hipertrofia de ciertas actividades terciarias» y ter­cero, se refuerza la renta agraria: «La hipertrofia relativa de las rentas de las clases dominantes terra­tenientes se traduce igualmente por un fuerte ahorro líquido, forma moderna —en un sistema dominado por el capitalismo— de la tesorización de las socie­dades precapitalistas. Este ahorro líquido alimenta los circuitos de especulación» (1): compra de tierras, construcción inmobiliaria y exportación de ahorro.

En suma, se fomenta el desarrollo de un capita­lismo agrario y el de un sector de burguesías com­pradoras, en tanto que la industrialización que se promueve se concentra sobre todo en las ramas de la industria ligera. Las sociedades de economías autocentradas van produciendo, pues, en las forma­ciones sociales extravertidas, una serie de «falsos espacios económicos» como también dice lúcidamen­te Samir Amin (2), «espacios no estructurados» que «pueden ser rotos» e incluso «"reventados" en mi-croespacios». Es la desarticulación general que ve­nimos sugiriendo desde el principio y que Alain Tou-raine teoriza asimismo en profundidad: «Lo esen­cial es que el espacio económico esté siempre par­tido en dos, lo que responde a la conservación de un mercado interior estrecho, dispersado, debilitado, sometido, mientras que el sector ligado a los inte­reses extranjeros está a menudo super-capitalizado, casi siempre fuertemente concentrado y dispone no sólo de privilegios, sino de apoyos jurídicos, polí­ticos, militares y policíacos para hacerlos respetar.

(1) Samir Amin: «L'accumulation á l'échelle mondiale». Editions Anthropos, París, 1970, pp. 224-225-226.

(2) Idem, p. 324.

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Es, pues, vano oponer dualismo y penetración capi­talista, puesto que la dualidad está producida por la dominación capitalista extranjera. Lo cual elimi­na dos ideas igualmente falsas: la de una penetra­ción capitalista generalizada y la de una lógica in­terna, social y cultural, de reproducción de una eco­nomía y de una sociedad pre-capitalista» (1).

Mientras en las sociedades autocentradas el pro­greso se difunde por todo el cuerpo social, en las so­ciedades dependientes persisten los arcaicos islotes de privilegios que se asocian con nuevas zonas eco­nómico-sociales privilegiadas. Las clases explotadas de los pueblos de la periferia no sólo se encuentran forzadas a trabajar para una clase dominante sino para dos niveles de explotadores: para la burgue­sía «nacional» y para la burguesía extranjera que se lleva las plusvalías a los países altamente industria­lizados. Es lo que, a mi juicio, de manera muy acer­tada Florestán Fernán des define como «apropiación dual»: «No sé si tal expresión del concepto sea acep­table; pensé elegir el concepto de "apropiación dual" y "expropiación dual" del excedente económico na­cional, ya que el término dual implica la asociación entre intereses internos y externos; hay por tanto dos polos que están operando simultáneamente: uno drena una parte del excedente económico para afue­ra y el otro concentra la riqueza internamente. Son dos procesos que se dan de manera simultánea y que son importantes para explicar los procesos eco­nómicos, sociales y políticos de la sociedad latino­americana» (2).

Parecidos procesos se producen también en Italia

(1) A. Touraine: «Les sociétés dépendantes», Editions Duculot, París 1976, pág. 69.

(2) «Las clases sociales en América Latina», op., cit, página 402.

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y en España, si bien en menor cuantía. En estos países europeos, por otra parte, se produce otro tipo de desarticulación interna que significa asimis­mo una combinación entre la explotación interior y la explotación imperialista, es decir: mientras Ar­gentina y Brasil son países receptores de emigracio­nes, Italia y España son naciones que «exportan» mano de obra, en un primer período precisamente hacia América, y en la segunda etapa hacia la Euro­pa del norte.

2. — La esquizofrenia de las burguesías interiores

El concepto de esquizofrenia lo utilizo aquí en el sentido de división o disociación de las funciones de las burguesías que en los países dependientes son las delegadas directas de la interiorización del im­perialismo. Ahora bien, esa actuación aunque se efec­túa primordialmente en un doble plano económi­co y territorial, sin duda alguna debe significar un fenómeno psíquico complejo en el que «un grupo de ideas se separa de la conciencia normal y fun­ciona independientemente». Por fuerza ha de ser así, cuando la subordinación se acentúa década tras década y los burgueses delegados no son ca­paces, no quieren o ya no pueden liberarse de esa «doble vida» que precisamente produce la muerte o cuando menos la dura represión contra decenas de miles de compatriotas.

En los países de Europa del sur y de Sudamé-rica que aquí analizamos, diversos sectores-clave de su sistema productivo no son sino ramificacio­nes de la economía central. Las decisiones de la producción, de la inversión, de la política general de las empresas, etc., se dictan desde Nueva York,

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Londres, etc. A nivel del análisis de las clases so­ciales, esa situación y esas conductas esquizofréni­cas también las observa de forma clarividente Fer­nando Henrique Cardoso: «una "burguesía nacio­nal o un sector de empresa internacionalizado, ex­presarán —en los dos casos, pero de manera dife­rente (...)— esta "duplicidad estructural". Pero, y éste es el punto crucial del problema, en la perspec­tiva en la que empleamos el concepto de dependen­cia, esta "doble inserción", y la orientación bi-di-mensional correspondiente del comportamiento de las clases y de los grupos sociales, se realiza en el corazón de la estructura dependiente y constituye su modo específico de existencia» (1).

Así, pues, por todo lo que venimos diciendo, las clases sociales en las sociedades dependientes no sólo tienen una debilidad característica en su cons­titución económica, ideológica y política sino que, además, acentuando esa flojedad consustancial, su conciencia se desplaza para interpretar la voluntad de los amos foráneos. Las burguesías de esas lati­tudes son creadoras de un capitalismo salvaje al mismo tiempo que han de «sufrir» (o por lo menos tolerar) las salvajadas de los capitalismos de allende fronteras. En Francia e Inglaterra, las burguesías destruyeron el modo de producción feudal y crearon un sistema democrático burgués; en los países del sur, sobre todo en los latinoamericanos, las burgue­sías introducen las innovaciones industriales y tec­nológicas a la par que conservan la vieja explota­ción agraria. En estas clases inertes se combina de manera confusa la falta de voluntad y la imposibi­lidad de realizarse plenamente como una clase so­cial. Las burguesías de los países europeos altamen-

(1) Cardoso: «Politique et développement dans les so-ciétés dépendantes», op., cit., p. 70.

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te industrializados se afirman con fuerza, pero en sus sociedades no niegan ni la función, ni la posibi­lidad de reivindicación ni una gran parte de los de­rechos de las otras clases porque se han dado cuen­ta de que esa misma dinámica se integra en el pro­greso general de la sociedad.

Para llevar a cabo la superexplotación, esas bur­guesías delegadas tienen, pues, que delegar a su vez la «gestión» de la política en una institución cuya mi­sión es otra: la defensa nacional, contra hipotéti­cos ataques de naciones extranjeras, y de ningún modo la represión interna.

En suma, el imperialismo no sólo crea depen­dencia económica, sino que al propio tiempo deter­mina la imposición de dictaduras fascistas, populis­tas y militaristas.

3. — El "partido" de las mutinacionales

Otro autor se suma a nuestras posiciones teóri-co-concretas respecto al «partido de nuevo tipo» o al «partido militar»; es un investigador que sabe per­fectamente de qué se trata porque va hasta el fon­do del significado de ese «partido»: «En las socie­dades latinoamericanas, las multinacionales y los Bancos son las fuerzas directrices: facilitan y con­trolan las inversiones y, naturalmente, impiden toda posibilidad de réplica. Su más sólido punto de apo­yo, y el más directo, es el ejército —ese "partido" de las multinacionales— que se convierte en el co­rredor (comercial) entre las diferentes fracciones de capital extranjero y de la burguesía local» (1).

(1) James F. Petras (profesor de sociología de la Uni­versidad del Estado de Nueva York, en Binghamton): «La

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Es lo que yo también he definido como el destaca­mento supletorio, la «clase» que sustituye o com­pleta las funciones de las otras clases dominantes. La suplencia es mucho más extensa de lo que puede imaginarse; el profesor James F. Petras nos la ex­plica en toda su amplitud: «El nuevo Estado tota­litario de América Latina se apoya en la existencia de sistemas de filtración de la información, de téc­nicas de vigilancia electrónica y de estructuras or­ganizativas importadas de los Estados Unidos» (...). «En los ejércitos latinoamericanos, oficiales en re­lación con los Estados Unidos participaron en la pre­paración de la acción militar y de los proyectos eco­nómicos. Agentes oficiales de los servicios de infor­mación del ejército norteamericano estaban perfec­tamente al corriente del calendario previsto para el golpe de Estado en Argentina; sabían en qué mo­mento las circunstancias políticas serían las más favorables. Seis meses antes del acontecimiento, un agente de información daba detalles de un debate entre el Departamento de Estado, partidario de un golpe para finales de otoño de 1975, y la CIA, que prefería un plazo más largo (hasta la primavera de 1976)». Por lo que hemos visto después, en ese deba­te fueron los planes de la CIA los que prevalecieron.

Ese investigador norteamericano también sos­tiene la tesis de que «las dictaduras militares están concebidas para durar indefinidamente». Que el «de­seo» del capitalismo internacional sea ése, no me cabe duda alguna; pero de ahí a pensar que las dic­taduras se instalan «para siempre» media un abis­mo de errores en el que no vamos a caer.

Un «partido militar» jamás puede llegar a ser

mort du capitalisme démocratique» — «L'Amérique Lati­ne, banc déssai d'un nouveau totalitarisme» (in «Le Mon­de diplomatique», Paris, abril 1977).

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un verdadero partido político. En el supuesto de que pretenda —como en Brasil— organizar un sis­tema más o menos democrático, el juego político está, directa o indirectamente, trucado de antema­no; en ese caso, pase lo que pase, el «partido mili­tar» va a ganar, o va a indicar imperativamente qué partido es el que ha de ocupar el poder (fenómeno de los populismos).

Pero incluso bajo esa forma de dictadura militar latente o disfrazada con verborreas y gesticulacio­nes demagógicas, las otras clases sociales y tenden­cias políticas se sentirán profundamente defrauda­das. O sea: tampoco habrá una verdadera vida po­lítica, y por ende se dedicarán a buscar las «sali­das» hacia la democracia por otros conductos (clan­destinos, movimientos de masas, lucha armada, et­cétera).

A la larga, el «partido de las multinacionales» tenderá a perder la partida. Ahora bien, es innega­ble que se producen larguísimos «entre tantos» de los que resulta dificilísimo liberarse. Ahí está el caso argentino.

3.1. — El Estado periférico

La teoría y el análisis marxistas siguen siendo fecundos en lo que se refiere a la investigación eco­nómica, pero son pobres, e incluso pobrísimos en cuanto concierne al estudio del (os) Estado (s) trans­formado (s) por la creciente internacionalización de las fuerzas productivas. En su perspectiva actual (esto es, desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy), el problema de los Estados centrales (1) y el de

(1) Nicos Poulantzas personalmente, y el equipo que colabora con él, cuyos libros se publican en la colección

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los Estados periféricos apenas está abordado. En el seno del marxismo, todo ello significa que son mu­chos los autores que sufren todavía los efectos gra­ves de la desviación economicista. Y caen de nuevo en ello incluso quienes pretenden hacer su autocrí­tica (1); pero después apenas dicen ni dos frases sobre el problema fundamental del Estado. Fascismo y militarismo es mi primer estudio del Estado de­pendiente.

La falta de análisis de los Estados contemporá­neos induce asimismo a cometer errores en el aná­lisis de la estructura económica. Ello es evidente, y por eso sorprende aún más que tantos economis­tas y politicólogos no se esfuercen en hacer investi­gaciones de conjunto o pidan, al menos, la colabo­ración interdisciplinaria con unos u otros especia­listas: porque durante los últimos treinta años se viene acentuando la tendencia a que el Estado sea en cada país, a la vez, el primer monopolio coordi­nado con los principales monopolios «nacionales» y extranjeros.

Uno de los mitos que cada día es menos vigen­te, que en los hechos queda destruido, es el del víncu­lo entre la nación y su respectivo Estado. La prác­tica económica, jurídica, etc., de las multinaciona­les en Europa y en América está demostrando que para ellas la nación no existe. Es una idea que ya he apuntado y que conviene subrayar: para los mas-todónticos monopolios del petróleo, del automóvil, de la electrónica, etc., no existen más que inmen-

«Polítiques» de PUF, forma uno de los grupos que m á s avanzan en el análisis en esta cuest ión.

(1) Por ejemplo, Christian Palloix: «L'économie mon-diale capitaliste et les firmes multinationales» (dos tomos), Maspéro 1975. En sus aspectos fundamentales, es una bue­na obra de análisis económico , pero en la que el autor si­gue sin tener en cuenta el problema principal del Estado.

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sos territorios, en una u otra parte del mundo, que ellos explotan, de los que ellos extraen enormes be­neficios que concentran en las metrópolis. El pro­fesor Christian Goux, en un informe que hizo el 20 de mayo de 1976 ante la Comisión de la producción y de los intercambios de la Asamblea Nacional fran­cesa, señaló ese fenómeno: «Para esas grandes en­tidades, las naciones, fuera de los Estados Unidos, no están definidas, a nivel conceptual, como un con­junto de ciudadanos que viven juntos y que defi­nen sus propios objetivos y sus propios modos de vida, sino como empleados de firmas que buscan la manera de resistir a una concurrencia internacio­nal en la cual los amos del juego siguen siendo (nor­te) americanos» (1).

Precisamente una de las «funciones» de las mul­tinacionales es ir destruyendo la realidad misma de la nación, directa e indirectamente: ello no es sólo a causa de que algunos de los sectores clave de la economía de un país dependiente se encuentran bajo el control de burguesías extranjeras; se debe tam­bién a la serie de hechos que van más allá de lo que puede sugerir el concepto que antes hemos empleado de desarticulación. En efecto, en los países subordi­nados de Europa del Sur y de Suramérica observa­mos otro rasgo común indicativo de la penetración bárbara del imperialismo: tanto en España e Italia como en Argentina y Brasil existen marcadísimos de­sequilibrios internos, entre regiones industrializa­das y regiones subdesarrolladas y agrarias, de norte a sur, planteando verdaderas situaciones de neoco-lonialismo interno. A nivel social, todo ello demues­tra prácticamente lo que ya he puesto de manifiesto teóricamente: la insuficiente distribución del progre-

(1) Este informe se reproduce en «Le Monde diploma-tique» (junio 1976).

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so en todo el cuerpo de la sociedad, principalmen­te, por supuesto, entre los trabajadores. En las so­ciedades dependientes se crean polos de desarro­llo, mientras sigue siendo fundamentalmente agra­ria la mayoría de las zonas de esos países. Tal vez lo más paradójico del caso, y lo que demuestra has­ta qué extremo el capital extranjero puede destro­zar una nación, es que en sociedades en las que el peso agrícola es todavía muy importante, como Es­paña, las multinacionales controlan incluso algunos sectores de productos alimenticios (sopas de ver­duras, productos lácteos, conservas, etc.) que «fá­cilmente» podrían estar en manos de españoles.

Si, como estamos viendo, la nación queda grave­mente afectada por la penetración del capitalis­mo internacional, los efectos que produce en el Es­tado son todavía más negativos. Para las multina­cionales, el Estado, entendido como órgano supre­mo de la independencia de un país, también deja de existir. En principio, los Estados periféricos son tolerados siempre y cuando no interfieran la super-explotación que la burguesía exterior quiere llevar a cabo. Pero evidentemente la destrucción de la imagen típica del Estado moderno (liberal bur­gués) no se queda en eso. El imperialismo no se ar­ticula sencillamente con las clases dominantes ni con las «clases» supletorias que detentan los aparatos estatales, sino que condiciona una cierta forma de poder. La superexplotación que hemos descrito crea contradicciones suplementarias en esas sociedades capitalistas dependientes; a corto o a largo plazo, esas contradicciones se traducen en fuertes tensio­nes y en enfrentamientos violentos entre los traba­jadores y las oligarquías. Como las burguesías in­teriores no se muestran dispuestas a hacer conce­siones económicas a cuantos viven de un salario, se organizan, pues, dentro de un esquema institu-

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cional en el que las fuerzas armadas pueden ejer­cer el «derecho» de la intervención represiva.

Una sociedad dependiente se encuentra perma­nentemente traspasada por tantas convulsiones (eco­nómicas, políticas, ideológicas, etc.), que, para que no estalle, las clases dominantes «necesitan» un po­der acorazado. Las fuerzas disjuntivas son tan temi­bles (recordemos, además, que, si bien es cierto que el imperialismo norteamericano es predominante en to­dos los países, en ellos intervienen, a la vez, otros sistemas imperialistas que en cierta medida se con­traponen a los intereses del primero) que, para guar­dar las apariencias de una «unidad nacional», crean «fuerzas conjuntivas» que se caracterizan por la vio­lencia física y por la alienación. Como no pueden hacerse transformaciones progresivas «dentro del or­den establecido», las clases explotadas se ven obliga­das a proyectar revoluciones contra ese orden capi­talista. Como los bloques de clases no dialogan, no discuten sus diferentes intereses, acaban chocando más o menos sangrientamente. Frente a las negacio­nes brutales de unos, se imponen las afirmaciones ra­dicales de los otros. Contra clases «señoriales» que se obcecan en prácticas económico-políticas arcaicas, las clases ascendentes se encaminan cada vez más hacia el tipo de sociedad que se dibuja en el hori­zonte socialista. Pero el radicalismo de los obre­ros, campesinos y miembros de la pequeña burgue­sía vuelve a ser aplastado por las torturas, los encarcelamientos, los forzados exilios y los fusila­mientos. A corto plazo, la represión alcanza sus ob­jetivos. Pero si la violencia armada hubiese sido ca­paz de parar el progreso del mundo, todavía esta­ríamos sometidos a regímenes declaradamente es­clavistas. A pesar de todo, la especie de «Edad Media contemporánea» que los pueblos como el ar-

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gentino y el brasileño viven, anuncia, a la par, un nuevo «renacimiento».

Ese «renacimiento» —el restablecimiento, al me­nos, de un sistema auténticamente democrático— posiblemente intentarán corromperlo de nuevo por la vía de las demagogias populistas. Esto es, los Estados periféricos pueden volver a oscilar, aten­diendo los intereses dominantes interiores y exte­riores, desde las dictaduras militares manifiestas a las dictaduras militares latentes. Cabe, sin embar­go, la esperanza de que las clases explotadas no vuelvan a morder ese anzuelo de satisfacciones sus-titutivas.

Mientras tanto, esos Estados seguirán con su pa­pel de destacamento económico-militar del imperia­lismo. Porque esos Estados de considerables propor­ciones se reducen, en realidad, a eso: a un nuevo tipo de proconsulados (1) que cumplen con las ór­denes que les llegan de las «nuevas Romas» y repro­ducen en cada país dependiente una caricatura del complejo militar-industrial de Estados Unidos. A este respecto escribe un profesor norteamericano: «asociándose con Estados extranjeros para fabricar armas, las grandes firmas de armamentos reprodu­cen inevitablemente en el exterior el mismo esque­ma de colusión política, militar y económica, que se ha hecho característica de la sociedad america­na» (2). A nivel social, ello significa un estímulo

(1) Procónsul: (Historia de Roma) nombre dado a los antiguos cónsules que recibían el gobierno de una provin­cia y poseían los poderes militar, civil y judicial. (Por ext.): «Personaje que ejerce, en una provincia o en una colonia, un poder absoluto y sin control. (Subraya SV) (Recuérdese el concepto de déspota) (Cfr. «Petit Robert, dictionnarie de la langue française».)

(2) Michael T. Klare (profesor en el Centro de estudios internacionales de la Universidad de Princeton, y autor del libro «War Without End: American Planning for the Next

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suplementario para la reproducción ampliada del sistema de camarillas militares. A pesar de la nue­va política exterior de Cárter, siguen existiendo pla­nes para consolidar la complicidad de los intereses de las burguesías con los del destacamento supleto­rio para mejor defender los intereses generales de las clases dominantes norteamericanas: «El grupo de investigaciones estratégicas de la Escuela Nacio­nal de Guerra del Pentágono, después de haber rea­lizado un estudio que llegaba a la conclusión de que el "fenómeno de crecimiento de las empresas multinacionales, en su mayoría americanas, puede jugar un papel principal en el mejoramiento de nuestra fuerza política, militar y económica global", subrayaba en un documento secreto la necesidad de la convergencia de los aparatos civiles y militares para asegurar eficazmente la seguridad del Impe­rio (1). (Subraya SV.)

Ése es un aspecto de la planificación para desa­rrollar sistemáticamente el tecnocratismo como un nuevo tipo de fascismo. Esos planes han alcanzado ya algunos de sus objetivos. Y si siguen a ese rit­mo, los fines que implícitamente se proponen con­quistar colocarían, comparativamente, al nazismo como una dictadura menos feroz. Porque esa tec­nocracia no sólo dispondría de los tradicionales medios de represión y de opresión, sino que ade­más podría utilizar (en cierta medida lo hace ya) los modernísimos medios de alienación, de control y de vigilancia que pueden suponer, si se aplican en ese sentido, la televisión, los ordenadores, las

Vietnams» (Knopf, New York, 1972): «Technologie, dépen­dance et armements» — «La multinationalisation des indus­tries de guerre», in «Le Monde diplomatique», febrero 1977.

(1) A. Mattelart: «Multinationales et sys tèmes de com­munication», op., cit., p. 368.

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escuchas permanentes (por micros incorporados á los teléfonos o directamente instalados en los do­micilios privados) y ciertas drogas.

Los progresos científicos y tecnológicos presen­tan, al estar en manos de clases sociales de mentali­dad fascista y militarista, esa otra cara bárbara. Tal perspectiva es más que verosímil si recordamos que esos Estados en manos de los militares dirigen asi­mismo las principales empresas del país y por ende la investigación y la aplicación científico-técnica. Por la vía del saber también puede llegarse, como de­muestra la aplicación de la energía nuclear a fines bélicos, a los peores salvajismos.

Pero la institución militar no puede estar siem­pre al servicio exclusivo de las clases económica­mente dominantes, porque en el interior mismo de ese organismo tan cerrado y jerarquizado se plan­tean las tensiones de las clases sociales. Tanto más se plantean cuanto las fuerzas armadas se ocupan directamente no sólo de la gestión del conjunto del Estado, sino también de sus empresas económicas. Cerca de los trabajadores, tomando plena concien­cia de qué es la superexplotación, los suboficiales y los oficiales jóvenes pueden llegar a generar una conciencia democrática, progresista e incluso revo­lucionaria. En suma, un buen día en países como Argentina y Brasil es posible que esos oficiales de­cidan enfrentarse con los clanes de generales cuya fraseología ultranacionalista no es más que una ma­nera de disimular su actitud de servidores de in­tereses extranjeros. Y en ese caso se daría un fenó­meno doblemente interesante: la destrucción del Estado de dictadura militar y a la vez la disolución del ejército en su concepción arcaica.

París — Barcelona — Madrid Primavera 1975 — Otoño 1977

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Esta obra, publicada por EDICIONES GRIJALBO, S. A.

terminóse de imprimir en los talleres de NOVAGRAFIK, de Barcelona,

el día 25 de febrero de 1978