Visitas a Mediacuesta, Entrega VIII

24

description

"Entonces uno de ellos me agarró por detrás y me dio media vuelta. Yo estaba paralizado, apenas consciente, la sangre me calentaba el cuello; cuando me alumbraron con la linterna debieron pensar que me habían dado, que me estaba muriendo" Espere el siguiente capítulo para el próximo domingo. " Que disfrute la lectura. Para más información siga nuestro Facebook: https://www.facebook.com/todoslosrugidos https://www.facebook.com/esfaleron

Transcript of Visitas a Mediacuesta, Entrega VIII

AutorCamilo Velásquez

Edición y corrección de estiloAndrea Garcés F.

Ilustración y diagramaciónSylvia Gómez G.

Mayor información y contacto:todoslosrugidos@gmail.comtodoslosrugidos.blogspot.comfacebook.com/todoslosrugidos

Más información del autorlacancionescrita.netfacebook.com/esfaleroncamilovelasquez.bandcamp.com

Este trabajo está licenciado bajo Creative Commons Reconocimien-to-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported

Queremos que usted pueda copiar, distribuir y comunicar esta obra con fines no comerciales, pero le pedimos que si lo hace, reconozca nuestra autoría.

También puede hacer obras deri-vadas, siempre y cuando las com-parta bajo esta misma licencia. Avísenos si lo va a hacer; uno de los propósitos de compartir es gene-rar vínculos. Si tiene ganas de usar esta obra de una forma diferente a la que esta licencia permite, escrí-banos y nos ponemos de acuerdo.

Visitas a MediacuestaCamilo Velásquez

Entrega VIII

VIII

No sé si fue cosa mía o si la comida de verdad tenía un sabor mohoso, como a mal de tierra. Solo pude pasar tres o cuatro bo-cados, cada uno más desagradable que el anterior. Para Gusta-vo no fue ningún problema acabar con mis sobras, y Felipe, que pareció comerse su plato sin disgusto alguno, extrañamente no notó mi inapetencia. Preferí no preguntarles si habían sentido ese sabor en la salsa. Poco después de acabar, Gustavo dijo –con el mismo tono parco, a la vez ambiguo y cómico, que usa para hablar de sus amigos imaginarios– que anda un poco preocu-pado desde que Freddy se consiguió una pistola colt para viajar con unos amigos por el desierto de Arizona hacia Tucson y la frontera con México, dizque a averiguar un tema policial. Según parece, Freddy es, fue o quiere ser policía en Estados Unidos.

—Uy, ni me hable de ese temita. —murmuro Felipe— ¿Le pre-ocupa que su muchacho se vaya con otro muchacho, Gustavo? —Esta vez alzando la voz.

—Me preocupa el mal carácter de Freddy, mijo —respondió Gustavo sin parecer indignado— y me preocupa también que el pobre tipo es muy influenciable y no sé en qué ande metido.

—Este viejo de lo bobo es chistoso —dijo Felipe dándole una palmada en la espalda— ¿Usted es así desde que nació o lo dañaron las medicinas de la época?

—Si a mis amigos se refiere —remató con su maña habitual de sorber saliva y chasquear la lengua—, llevo con ellos más o menos once años.

6

—¿Por qué hace así, hombre? —interrumpí aprovechando una pausa—. Siempre lo escucho hacer ese sonido, es como si quisiera presumir de que se lava los dientes con crema de menta ultrafuerte.

—Uy sí, exacto —gritó Felipe—. A ver, Gustavo, a ver, abra la boca le vemos el mueco.

—¡Cuál mueco, señor, sea tan amable y me dice cuál mueco! —chilló Gustavo molesto, girando la cabeza hacia Felipe con la boca abierta.

Desde la mesa de atrás Inés nos miraba como si le diéramos asco.

—Ya ya ya, hombre, le creo… cierre la boca, muy bonitas las prótesis.

—¿A qué se dedica, Gustavo? —pregunté después de un momento.

—Estoy jubilado hace cuatro años. Trabajé treinta y un años con la General Motors en New Jersey y hace dos años volví a Colombia.

—El otro día me dijo que vivía muy ocupado —dijo Felipe.

—Exactamente, vi-ví-a —respondió Gustavo, parecía moles-to todavía— Ahora camino más, leo más, hago mis cosas, trato de mantenerme joven, aprovecho estas vacaciones que cubre mi seguro médico, millonarias vacaciones.

—De eso ni hablemos, pero… —dijo Felipe como olvidando de qué era que estaba hablando con Gustavo— ¿Usted es co-lombiano?

—Sí, claro, lo que pasa es que desde los diecisiete años un tío me llevó a vivir a california, por eso el acento.

—Qué acento ni qué nada —le dijo Felipe—, si a uno a los diecisiete años ya no le cambia el acento, eso son bobadas… más bien dígame, ¿era bien parecido?

7

—¿Quién? —preguntó Gustavo confundido.

—Su tío —respondió Felipe.

—Mire, señor —dijo Gustavo—, a usted le gusta buscar pro-blemas y a mí no. Así que mejor déjese de cosas conmigo o de lo contrario le anticipo una visita a la alcoba en la madrugada —terminó de decir posando su mano derecha sobre el dorso de una de las manos de Felipe.

—Viejo marica…

Se rieron un buen rato. Gustavo fue el primero en levantarse y echar a andar con un caminado que le dio pie a Felipe para decir que su pañal parecía ser bastante menos imaginario que sus amigos. Yo ya pensaba en despedirme para venir al cuarto cuando Felipe me propuso que fuéramos a la fogata. Esta ma-ñana Rodrigo me contó que las hogueras las autoriza el doctor Cabal, y que a veces pasan semanas sin que haya una. También me dijo que aunque nunca se extienden más allá de las nueve, algunas personas (entre las que se cuenta él) tienen prohibido exponerse al humo y al aire de esa hora. Que yo sepa a mí no me han dicho nada al respecto.

Desde la puerta del comedor se alcanzaba a distinguir a Ma-nuel conversando con alguien abajo, junto al fuego; aunque Fe-lipe les hizo señas con las manos ellos no parecieron fijarse en nosotros. Había dado unos pocos pasos sobre el pasto recién cortado cuando una fuerte punzada en la rodilla me impidió continuar. Felipe, que no suele andar despacio, me había dejado un poco rezagado, pero apenas se vio hablando solo subió alar-mado a preguntarme si seguía con vida. Como el dolor era tan fuerte y no me dejaba responderle, debió pensar que estaba sufriendo alguna especie de ataque; tuve que balbucear entre dientes y señalarle mi rodilla para que no gritara por ayuda una segunda vez. Por fortuna ni los de abajo ni los del comedor pa-recieron oírlo. Aunque el dolor duró apenas unos segundos, me sentía muy inseguro al apoyar la pierna, sentía que mi rodilla se iba a desarmar. Felipe dijo que lo esperara mientras iba por algo que seguro me ayudaría.

8

—No vaya a ser un enfermero…

—Nada de eso, no te preocupes —dijo mientras me ayuda-ba a sentarme para luego salir corriendo hacia los cuartos. Sentí que ese tuteo dejaba en claro lo decaído que me veía como nada más hubiera podido hacerlo.

Mientras esperaba ahí sentado apareció Inés. Llevaba un vaso grandísimo en una de sus manos. El contenido parecía una papilla. Para disimular mi situación le pregunté si de verdad se iba a tomar eso.

—Deberías probar, a mí me sabe muy bien —respondió—, es la bebida reconstituyente que me recetaron; es que no sé bien qué pasa, pero la comida no me está nutriendo. Obvia-mente les advertí que no había ningún riesgo de verme a mí tomando de esas fórmulas…

—Yo de ti se lo daría Gustavo —le interumpí.

—No hablemos de ese viejo, por favor —dijo doblando su chal para sentarse junto a mí—. Ay, casi lo olvido, esta tarde soñé contigo.

—¿Qué soñaste?

—Estábamos en la sala conversando en una de las mesas del rincón, había mucha gente; creo que estaban todos las perso-nas internadas aquí, otras que no y otras que nunca había vis-to; conversábamos o jugábamos cartas… algo así, y de pronto dijiste que eras transparente. Al comienzo te quedaste quieto y me miraste como esperando a que yo hiciera cara de sorpren-dida; te dije que no veía nada raro, que hasta donde alcanzaba a ver eras tan de carne y hueso como el resto de los que estába-mos ahí. Fue entonces que me cubriste los ojos con tus manos y empecé a oír como si disolvieran un alka-seltzer; empecé a verte a través de tus dedos, te estabas riendo y a mí también me dio risa, empezamos a reírnos con todas nuestras fuerzas y la gente nos miraba… ya no sé si estaban molestos o preocupa-dos, pero no por eso dejamos de reírnos…—En ese momento llegó Felipe e Inés interrumpió su relato.

9

—¿Reírse de qué? —pregunto Felipe agitado.

—De un sueño que tuve, le estaba contando a Abel que lo vi en sueños, lo vi a través… ¿qué te pasa que vienes así? —pre-guntó Inés sorprendida.

—A mí, nada —respondió Felipe alargándome una rodille-ra de neopreno—, fui por esto, veníamos bajando y… ¿No te contó?

—¿Qué paso? —preguntó Inés

—Nada —dije—, solo una punzada en la rodilla, ¿qué paso después? —pregunté queriendo volver al tema del sueño.

—¿Solo una punzada en la rodilla? —interrumpió Felipe—, si lo hubieras visto no estuvieras ahí sentada tan tranquila. Que-dó paralizado, pensé que iba a perder el sentido.

—¿Estás bien? —preguntó Inés con cara de preocupación.

—Estoy bien —respondí tratando de disimular mi contra-riedad—, es cierto, sentí un tironazo muy fuerte, pero…—me aventuré a mover la pierna y no sentí dolor—, ya creo que estoy en condiciones de andar, ¿qué pasó después?

—¿Con el sueño? Nada, que me desperté con dolor de ca-beza —añadió Inés como queriendo cerrar el tema de una vez.

Antes de levantarme Felipe me ayudó a poner el estabili-zador en la rodilla, mientras Inés, queriendo también ayudar, buscaba sin éxito una superficie para poner a salvo su batido. Efectivamente el dolor se había ido y el estabilizador (que toda-vía llevo puesto) disminuyó casi completamente la sensación de inestabilidad. Seguimos hacia la fogata. No sé bien qué pasó después. Inés dijo que había sido un desnivel o una piedra, pero Felipe y yo no encontramos ninguna de las dos cosas, el hecho es que Inés se tropezó y aunque logró evitar la caída, su batido quedó esparcido por el suelo. Era un simple batido, (se-guramente simple no es la mejor palabra), pero el aspecto de esa papilla marrón claro, moteada de granos y pedazos de pas-to, fue de una singular asquerosidad. Antes de que cualquiera

10

de nosotros alcanzara a hacer algún comentario, vimos la cara de vergüenza de Inés, fue como si esa cosa hubiera salido de sus entrañas.

La persona que había visto desde arriba charlando con Ma-nuel resultó ser Astrid, una mujer que siempre está en la sala por las tardes haciendo solitarios. Felipe ya estaba familiarizado con ella, apenas se vieron, ella le dijo con cariño “mi querido convaleciente”; Inés y yo fuimos en cambio recibidos con una bienvenida no del todo acogedora a la que siguió un silencio que, de no ser por el fuego, habría sido mucho más incómo-do. Los demás estaban sentados sobre unos troncos agrieta-dos que olían a aceite quemado; yo encontré una piedra no del todo cómoda para sentarme.

El fuego había acalorado a Manuel lo suficiente como para que se desabotonara un poco la camisa, permitiendo a Inés preguntar por una cicatriz blanquecina que tenía en el cuello.

—Hace un buen tiempo que no me preguntaban por eso —respondió en un tono muy amable, más bien meloso, mientras echaba su pelo cano hacia atrás.

—Qué chica más indiscreta —dijo Felipe

Ante eso el silencio de Inés fue rotundo y afectado.

—Esta medalla la tengo hace más de veinticinco años —res-pondió Manuel—. Después de terminar la carrera de historia estuve un tiempo resignado a un puesto de profesor que te-nía muy poco o nada que ver con la idea que me había hecho de lo que sería mi vida cuando fuera profesional. Quería via-jar inmediatamente a zonas alejadas del país y documentar la usurpación de tierras campesinas por parte de algunos grupos armados…

—Ese es el problema de las ciencias sociales, disculpa que te interrumpa —dijo Astrid—. Soy antropóloga y hace muchos años que dejé de creer en mi profesión, al final acabas enseñan-do cosas que o no sirven para nada o solo sirven para obtener información que otros usan para hacer negocios o…

11

—¿Y de qué profesión no puede decirse lo mismo? —inte-rrumpió Manuel mientras acomodaba con una varilla los palos de la fogata.

—De un bombero o un astronauta —respondió Felipe.

—De un bombero de pronto —dijo Astrid— ¿pero de un as-tronauta? Un astronauta es…

—Decías que habías acabado la carrera y estabas de profesor —interrumpió Inés con insolencia.

—Apoyo la iniciativa —agregó Felipe irónicamente— conti-núe por favor, señor don Manuel.

—Sí —retomó Manuel—, y gracias a una beca pude irme para Chile a hacer una maestría. Allá tuve un profesor, Enrique Amena, que sabía mucho de etnobotánica y quiso probar que Bolívar había resultado victorioso en la entrevista de Guayaquil gracias a que…

—Disculpe, Manuel, pero no lo sigo, ¿cuál es la entrevista de Guayaquil? —pregunto Felipe con voz sumisa.

—La entrevista de Guayaquil —se adelantó Astrid con su voz ronca—, fue el encuentro que tuvieron Bolívar y San Martín… ¿Sabes quién es José de San Martín, Felipe?

—Digamos que sí —respondió Felipe.

—¿El libertador de Argentina? —pregunté.

—Sumémosle también Chile y Perú —dijo Astrid—. Pues bien, en ese encuentro, conocido como la entrevista de Guaya-quil, esos dos se sentaron a decidir quién quedaría al mando de la tierra libertada.

—Sí —agregó Manuel intentando sonar conciliador—, par-ticularmente de Guayaquil, es decir Ecuador, y del Perú.

—Palabras más palabras menos —agregó Astrid.

—¿Y qué decía su profe, Manuel? —volvió Felipe.

12

—Enrique tenía teorías raras sobre muchas cosas. Probable-mente no habría sido para mí algo distinto a un loco de no ha-ber sido por sus relaciones. No sé si sería gracias a una especie de logia o qué, pero ese hombre estaba rodeado de gente muy poderosa, gente a la que le interesaban sus ideas lo suficiente como para asegurarse de que el dinero no le faltara. La idea de Enrique era que para la entrevista de Guayaquil a Bolívar le ha-bía sido confiado un brebaje a base de plantas de páramo que induciría el estado hipnótico que haría a San Martín abdicar. Se-gún él, había sacado la idea de unos documentos de la Univer-sidad de Cuyo (documentos que nunca vi ni de los que llegué a saber mayor cosa), en los que estaba toda la información acerca de la bebida y sus facilitadores.

—Qué cuento más idiota —dijo Astrid.

—Las consecuencias no fueron tan idiotas, Astrid —dijo Ma-nuel contenido, pero evidentemente irritado—. Enrique vino a Colombia conmigo a buscar la yerbas de la mezcla. Pensaba que si lograba hacer el brebaje, tendría suficiente evidencia para exhumar el cuerpo de San Martín y buscar la sustancia que según él seguiría en sus restos, o al menos para plantear una hipótesis de peso que permitiera aclarar la bruma que nimba esa entrevista.

—¿Pero cuáles fueron las consecuencias? —pregunté.

—Para allá iba —continuó Manuel—. Enrique vino a Colom-bia y me pidió que le sirviera de guía en su trayecto por algu-nos de los páramos que tenía en mente. Dada mi condición de profesor frustrado, la idea y el sueldo me sonaron más que bien. Por la cercanía con Bogotá y por tratarse del único páramo en el que podría hacer mi papel de guía de forma medianamente responsable, empezamos por el Cocuy. Al tercer día Manuel ya llevaba su morral lleno de plantas envueltas en papel periódi-co. Estábamos calentando la comida en una estufita afuera de la carpa cuando aparecieron unos hombres armados, muy jó-venes; parecían alterados, como nerviosos, hablaban rápido y alzaban la voz, decían groserías…

13

En este punto sentí un aire frío que me recorría la espalda. El mundo es pequeño, pero siniestro e incomprensible.

—…Y por el acento no tardaron en interesarse en Enrique. Todo fue muy rápido. Enrique intentó sacar su arma del morral, pero uno de los muchachos le descargó una ráfaga por la espal-da. Murió ahí mismo.

—¿Está jodiendo, Manuel? —dijo Felipe

—Ojalá —respondió.

—¿Y la cicatriz? —preguntó Inés.

—En el momento de los disparos me lancé al suelo y fui a dar con mi cuello justo sobre uno de los enlatados que habíamos acabado de abrir…

Astrid interrumpió con una áspera risotada que al menos yo no supe si seguir o reprochar; de haberme reído mi risa habría so-nado seguramente alargada y hueca, como la un loco o un tonto.

—Entonces uno de ellos me agarró por detrás y me dio me-dia vuelta. Yo estaba paralizado, apenas consciente, la sangre me calentaba el cuello; cuando me alumbraron con la linterna debieron pensar que me habían dado, que me estaba murien-do. El que estaba a cargo estaba muy molesto y le dijo a los demás que ahora sí la habían cagado, que se habían bajado a dos extranjeros y les tocaba perderse. Entonces me dejaron ahí tirado y se llevaron los morrales. Yo estaba muy asustado, no sabía qué tan grave era mi herida, lo único que se me ocurrió fue amarrarme una camiseta al cuello. En medio de las oracio-nes debí desmayarme, no tengo ningún recuerdo hasta que me despertó el sol al día siguiente.

—¿Pero qué pasó? —insistió Felipe al ver que Manuel se demoraba.

—Después de una hora o algo así sin saber si debía mover-me o qué, aparecieron unos campesinos que me auxiliaron y me subieron a una de sus mulas. Durante el recorrido me la pasé entre el dolor y el desvanecimiento. De la mula me montaron en

14

un jeep y en el centro de salud me pusieron sangre. La herida no la pudieron suturar, el tejido ya no lo permitía. Todo parecía un sueño… sigue pareciendo un sueño.

—¡Qué barbaridad! —dijo Felipe—, toda una telenovela, y su amigo… ¿Qué pasó con su amigo?

—Con la muerte de Enrique no hubo mayor revuelo. Las co-sas se mantuvieron en su sitio, las autoridades se guardaron de no darle mucha publicidad y nadie se encargó de hacer la con-traparte.

—Y esa idea de la entrevista de Guayaquil— añadió Astrid algo desdeñosa—, ¿usted siguió trabajando en eso?

—No era mi idea, ni nunca supe mayor cosa al respecto. Además todo fue un poco misterioso, meses después estuve en Chile y su esposa me dio a entender que no sabía nada de esa investigación.

—Vea usted —dijo Astrid.

El lugar se había ido llenando de neblina y la que había dado lugar a esa historia preguntando por la cicatriz se levantó a los pocos minutos sin despedirse de nadie. Después de un mo-mento de silencio, Astrid sacó una licorera plateada y se dio un trago. El olor a alcohol parecía un hilo de agua brillando entre el humo de la fogata. Yo estaba entre confuso y asustado, sentía deseos de hablar, de contarles, iba a empezar diciendo que por lo visto ese tipo de situaciones son menos irreales de lo que suenan; pero cada vez que intentaba hablar sentía como si me apretaran la garganta. La licorera de Astrid, pesada la primera vez que la recibí, pasaba de mano en mano muy rápidamente; el silencio y el fuego entre los que pasábamos los tragos con gestos repetitivos, pero cada vez menos ligeros, hicieron que por momentos me sintiera parte de un ritual exótico, caníbal, quizá. Incluso Felipe había ganado una gravedad completa-mente impropia de su carácter, una gravedad que más que permitirle rehuirme, lo hacía inmune —difícil palabra— a mis ojos que lo buscaban. El fuego avivaba en el ambiente una in-

15

tensa euforia contenida, nuestro ensimismamiento, en cambio, parecía sellar algo oscuro alrededor de la historia de Manuel. Bebimos de una forma tan repentina, silenciosa, confusa y a la vez lúcida que seguro ninguno pensaba en nada distinto a su propia muerte: la muerte es la única cercanía capaz de alinear-nos de esa manera. Fue como si ella nos hubiera reunido ahí para acordar con cada uno de nosotros que después de todo la estadía aquí en Mediacuesta no es ninguna farsa, que quizá no vinimos a curarnos sino a entender por qué debemos morir y qué es morir, y luego entender que es mejor así. En medio de esas figuraciones le di las gracias a Astrid, me despedí del resto y me vine para el cuarto.

La ducha de agua caliente ayudó a disipar una poco la ingra-videz provocada por la historia de Manuel, la escritura se ha en-cargado de entretenerme y acabar con el resto. Por cierto, hace ya algunas semanas empecé a recordar esto… la verdad men-tiría si dijera que cuando empecé tenía clara la relación que ella puede llegar a tener con todo esto, con Mediacuesta y con lo que ha sido mi vida desde ese fin de semana. Cada vez me ocu-rre con más frecuencia que me veo recordando o pensando en algo relacionado con ella. Por poco que sea el tiempo que dedi-que a escribir, esta distracción me ha hecho recordarla con una intensidad similar a la de una época bastante mala que creía superada; más allá del hecho de estar haciendo un ejercicio de memoria a veces descuidado y aproximativo, está la contrarie-dad de saber que me propuse hablar de algo que había creído clausurado; pero, ¿lo dejé a un lado realmente? ¿Me estoy cu-rando o me estoy enfermando?

No, no vale la pena. Puedo especular cantidades y nunca sa-bré con certeza si eso está o no relacionado con la aparición de mi enfermedad.

Y volviendo a Leticia, no sé si me encuentro en el estado más conveniente para retomar, sabiendo que la última vez la dejé sobre mí, hirviendo, frotándose repentinamente enfureci-da. No sé si se veía hermosa, aunque claro que estaba hermo-sa, pero daba vertigo verla regresar a un estado tan anterior a

16

ella misma. Al principio, mientras la oía respirar con fuerza, in-tenté mantener mi espalda erguida apoyándome en una de mis manos para besarla, pero ella me empujó con sus manos y no me dejó levantarme del piso; quedé tendido, soportándola, tensa y líquida, con mi espalda entre una blandura de prado y tierra. El conjunto, anormalmente recogido en dos cabezas, debía pare-cerse, visto de cerca, a las contorsiones de un animal muriendo con algo roto en su interior, goteando. Y desde un árbol, es decir si alguien, si yo nos hubiera estado mirando desde la copa del sauce, al otro lado de la laguna, lo que vería sería el viento arre-metiendo contra el vestido lila-gris de Leticia arqueada sobre mí, dándonos el aspecto de una precaria embarcación, una balsa a la deriva en un océano de repente convertido en tierra, varados, pero todavía buscando, como si estando perdidos no necesitára-mos otra cosa que el viento para sentir que seguíamos viajando. Había dejado de ser ella. No pudimos interrumpirlo.

Perdóname, no me siento muy bien. No me gusta esto que escribo de esa esa tarde junto a la laguna. Y créeme que pude sentirte en la fogata, cuando Manuel hablaba de su amigo, de su profesor ¿Fuiste tú la que motivó esa conversación? ¿Quieres hacerme recordar? ¿Te parece que es sano recordar?

—¿Me acompañas mañana a poner los denuncios? —dijo cuando probablemente todavía seguíamos unidos.

—Claro, pero mañana es domingo —respondí con la voz en-trecortada por su peso.

—¿Y es que no trabajan los domingos? —preguntó levan-tándose, dejando caer sobre mí algo tibio que salía de ella—, ahora sí parece que va a empezar a llover, ¿vamos?

—¿Tienes un pañuelo o un papel?

—Ah, eso —dijo pasando su falda por mi abdomen.

—¿No te da pena con tu abuela? —le dije viendo lo poco absorbente que resultó ser la tela de su vestido.

—¿Perdón? —preguntó estregándose las manos en la tela.

17

—¿No me contaste en tu apartamento que ese vestido había sido de tu abuela y que unos paisajes muy bellos y que hasta una cueva con una virgen donde te gustaba esconderte mien-tras llovía y que…?

—Cállate, Abel.

—Bueno, vamos a poner los denuncios. Claro que te acom-paño, no tengo nada mejor que hacer y… ¿qué tenías en el bol-so?, además de la canción, por supuesto.

—Yo creo que es mejor que no hables, ven, ven cállate por favor —dijo antes de darme un beso. Ya no sé si en realidad me besó.

—Tienes razón —retomé—, si no nos vamos nos cae el aguacero. Pero ayúdame a levantar… sigo pensando que car-gas demasiadas cosas en el bolso.

—Mirándolo bien no creo que vaya a llover —empezó Leti-cia—, llover fuerte, quiero decir.

—Porque ayer ya era de noche cuando fui a tu casa —seguí por mi cuenta—, así que creo que habías tenido tiempo sufi-ciente para guardar las partituras de esa canción de… ¿Cómo se llama? ¿Martín?

—Bueno, el cielo está así, pero está bien al fondo, detrás de los árboles junto a la casa, ¿la ves?, es posible que más tarde sí caiga un chubasco, como habría dicho papá; sea como sea, esta neblina me parece desagradablemente linda para el momen-to… y las manos me huelen a cloro.

—Ponte seria. ¿Es cierto lo de la partitura? ¿O te lo inven-taste para justificar la persecución de los niños desnutridos? Nunca la vi.

—Cuando era niña me gustaba mucho el fuego. Me adver-tían eso de orinarse en la cama y una vez sí me pasó, y no era tan niña, tendría once, o doce, o trece; pero vieras las cosas que se me ocurrían. ¡Este pasto pica!

18

—Sentí algo muy fuerte justo antes de que se me perdiera el niño que se fue con tu bolso. Creí que lo había matado el bus. ¿Te imaginas lo que habría sido de esa canción si eso hubiera ocurrido? ¿Te imaginas arrebatarle las partituras al niño destri-pado, sacarlas del charco de sangre y componer luego tu par-te? ¿Habrías hecho un solo que pareciera un lamento o algo más bien indiferente? Te confieso que al principio me molestó un poco tu actitud, estabas demasiado preocupada por tu bolso. Y al principio apenas mencionaste lo de la canción, creí, de hecho sigo creyendo, que es una mentira para justificar esa actitud tan apegada. Y ella con seguridad dijo algo como:

—Desde la casa de Mariana venía sintiéndome así, no sé, como ligera, más suave; me siento tentada… es posible que tengas mucho que ver. ¡Mira! Campanitas de eucalipto… qué curioso, obviamente nunca se lo dije a él, con ese hiperolfato le habría echado a perder uno de los pocos olores que seguía disfrutando pero… ¿no te parece que después de un rato el mentol es insoportable? Ay, pica, pica.

—¿El pasto?

—Tú no entiendes nada. Ah, y por cierto, no me has contado de Mariana, ¿ella y tú qué? ¿bien?

—La conozco desde hace varios años —respondí extraña-do—. Vivió mucho tiempo en el edificio de enfrente de mi casa, pero no, nunca ha sido así que yo diga mi estilo.

—En cuestión de estilos es mejor no confiarse. Yo en cambio no la conocí sino hasta el semestre pasado, en una clase electi-va: Pobreza y riqueza. A Mariana le parecía una clase tonta para niños ricos, ya sabes… esto ya no parece ser de pasto, creo que la llovizna está alborotando los mosquitos. Mosquitos mosqui-tos mosquiros, quiros quirrós, qué frío hace, lástima que no haya chimenea, tengo escalofrío, de verdad. Las vacas tienen tres es-tómagos, ¿no es así? Antes no había de estas sino que tenían toros, era un poco más emocionante. Uy, pero ten cuidado, ¿te

19

hiciste daño?

—No, no te preocupes. Ahora dale, pasa tú —le dije abrién-dole un espacio entre el alambrado con mis pies y mis manos.

—Gracias. Y sí, ya que lo mencionas alcancé a revisar la parti-tura. Y la recuerdo bastante bien. Mira cómo se ladea esa arau-caria. Era una secuencia de acordes que debe sonar hmm, tris-te sí, pero también… ¿cómo decirlo? Triunfante. No, triunfante no es exactamente la palabra, pero sí con fuerza, una fuerza un poco inquietante. A ver, ¿te gusta Nick Drake?

—Northern Sky, claro —dije.

—No, Northern Sky no, ¿has oído Things Behind the Sun?

—Me suena —dije.

—No, no —dijo exagerando su seriedad—; esa canción no es de las que uno dice me suena. Te queda la tarea de oírla.

—Si las cosas son así entonces la puedes volver a sacar de ahí.

—Bueno, tampoco es que sea una copia de things behind the sun, pero acabo de pensar justamente lo mismo. Vamos a ver qué opina Marco, igual ya qué, en serio ya qué. Me gusta la imagen de esa partitura tirada entre la bulla y el humo dulce del desguace.

—Alguien la usó para armarse un soldadito —dije.

—O de papel higiénico, quién sabe —Se detuvo atraída por algo que la hizo caminar más lento— ¿No te produce la luz de la tarde un placer un poco sospechoso?

—¿Por qué lo dices? —pregunté—, ¿sospechoso en qué sentido?

—No, por nada —respondió entre dientes y permaneció un momento en silencio—. No me hagas caso —volvió después de una pausa larga—, será porque a veces a esta hora… ¿re-cuerdas lo que te conté de la casa de mi abuela, de la luz que entraba por el techo del baño?

20

—La luz maligna.

—No tanto así, pero sí, siento algo parecido, es como si la belleza de las cosas a esta hora, fueran una especie de carnada, de distracción.

—¿Una pesca con mosca de lujo?

—No sé qué es pesca con mosca de lujo; pero hace poco me hicieron una endoscopia. Te dan algo para que el procedi-miento sea menos traumático… Bueno, lo que se siente al mo-mento, al menos lo que sentí yo, es que las luces, el ambiente de la sala donde te meten, se vuelve suave, acogedor, tranquilo, como ahora. Y así tu sepas que eso realmente no es así, que te van a hacer algo horrible, prefieres dejarte consentir por la sen-sación, que no es de alivio, es decir de reposo, sino de dejarse ir, de abandonar la resistencia.

—¿Dónde estás escondiendo el vodka?, yo también quiero.

—¿Ah sí? —dijo agarrándome la entrepierna desde atrás— ¿y qué es lo que quieres?

—Suave por favor —dije lanzando una mirada desconfiada a la fachada de vidrio de la casa. Mejor que Omar no viera a la señorita en esas.

21

Esta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capítulo número ocho de la novela.