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VOLUMEN 2

RELATOS SOBRENATURALES

Creado por EIHIR

Todos los derechos reservados

Copyright ©2014 – Vicente Ruiz Calpe

Contacto: [email protected]

Registro SafeCreative 29/11/2014

http://eihir.wordpress.com/

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La Guerra Secreta ha terminado, y Hollow City parece que vuelve

a estar en paz. Sin embargo nuevos peligros comienzan a surgir de

lo más profundo del corazón de la ciudad, y una vez más sus

defensores se alzarán para combatirlos.

Adéntrate en las siniestras calles de Hollow City para acompañar

a Espectro, Jack Stone, Nick Rose, John Reeves, Vic Page y Paul

O’Sullivan, en una serie de relatos donde combatirán a Wax Face,

el Nigromante, la Bestia, los Cazadores de Legados, Chenkatai y

hasta el mismísimo Drácula.

Acción, aventura, misterio y mucho pulp en este emocionante

segundo volumen de Hollow City, que recoge los números del 9 al

15 de la serie.

Bienvenido a Hollow City, un lugar donde lo sobrenatural acecha

en cada esquina…

El autor quiere dar las gracias a todos los lectores de Hollow City,

y a todos los autores (ya sean profesionales o amateurs) que escriben

historias pulp, de terror, de ciencia ficción, de aventuras, etc…

Gracias por inspirar a los demás y hacernos soñar.

Y por supuesto agradecer a la editorial Relatos Pulp su tremendo

esfuerzo y dedicación por traernos a todos la esencia del pulp.

Podéis verlo en la página web http://www.relatospulp.com/.

Eihir

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INDICE

1 - El Asesinato del Padre Franklin

2 - La Noche de Holloween

3 - Baile de Máscaras

4 - Espectro contra Drácula

5 - El regreso del Doctor Misterio

6 - Cazadores de Legados

7 - Chenkatai, el Monje Diabólico

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EL ASESINATO DEL PADRE FRANKLIN

MISTERIO

Las calles de Hollow City son oscuras y siniestras, sobre todo a altas horas de la noche.

La delincuencia está al acecho de nuevas víctimas cada noche, y hoy no será una

excepción. La joven Julie Sanders es la última persona en abandonar la biblioteca, a

excepción del encargado. Se le ha hecho tarde a causa del proyecto de ciencias que está

terminando para sus clases en la Universidad. No hay nadie que pueda acompañarla a

casa, ni tampoco le queda dinero para ir en taxi, por lo que decide irse caminando a toda

prisa.

La noche es fría, intenta protegerse subiéndose el cuello del abrigo lo máximo posible,

mientras camina por las calles tan rápido como puede. Extraños sonidos se confunden en

la noche, un gato negro la sobresalta al maullar en un rincón a su paso. Más adelante, una

mujer riñe a gritos a su marido, por llegar tarde y borracho, y oler a una mezcla agria entre

alcohol y perfume de mujer. Al deslizarse por las calles en penumbra, la joven Julie casi

tropieza con un vagabundo que se arrastra a cuatro patas por el suelo intentando coger su

botella de vino vacía.

Es entonces cuando unos pasos resuenan en el callejón, justo detrás de la muchacha.

La joven mira atrás, pero la calle está mal iluminada, y solo atisba a vislumbrar una silueta

oscura y deforme. La joven se apresura, ya falta poco para llegar a casa, sólo falta

atravesar dos calles más. Vuelve a mirar atrás, la inquietud transformada en miedo, pero

la silueta ya no está, ni tampoco se oyen pasos. Julie respira aliviada, delante de ella se

encuentra la avenida principal, con sus luces, su gente y sus coches ruidosos.

La muchacha está a punto de abandonar la oscuridad del callejón… cuando una mano

enguantada surge de la nada, tapándole la boca, impidiéndole gritar. Otra mano tira de

ella hacia atrás, sumergiéndola de nuevo en el callejón, donde nadie podrá ayudarla. Pues

el gato negro sale corriendo como si hubiese presentido al mismísimo Diablo, el

matrimonio que discutía a gritos cierra la ventana a cal y canto para huir de los problemas

ajenos, y el vagabundo decide buscar cobijo en cualquier otro lugar más tranquilo.

Mañana, una nueva noticia de desapariciones en la prensa, cuyo eco durará apenas

dos o tres días. Y es que en Hollow City esto es un suceso frecuente: la policía es corrupta,

los políticos que la rigen aún más, la prensa tiene miedo, y los detectives privados no

cobran lo suficiente para meter sus narices en asuntos demasiado peligrosos. ¿Qué le

queda a esta ciudad? ¿Quién puede protegerla? ¿Son ciertos los rumores de que un

pequeño grupo de ciudadanos, hartos ya de la podredumbre que inunda esta ciudad, han

decidido unirse y combatir el crimen? Pronto, muy pronto, lo sabremos…

El Padre Franklin salió de la Iglesia de Saint Patrick para adentrarse en las oscuras y

frías calles del barrio de Sawmill Street, con andares presurosos que evidenciaban la

urgencia de su inhabitual salida nocturna. El viento agitaba su sotana de capellán,

enredándosela de vez en cuando hasta el punto de retrasarle la marcha y hacerle tropezar

de vez en cuando. A pesar de que tuvo que aguantar el cruzarse con borrachos y

pendencieros, llegó sano y salvo al lugar de destino. Parecía un local cualquiera, con una

oxidada reja metálica delante de su desgastada puerta para evitar las consecuencias de la

delincuencia callejera de la zona. Sin embargo, un observador escrupuloso se daría cuenta

de que a diferencia de cualquier otro establecimiento de los alrededores, éste no

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presentaba ninguna pintada urbana en su fachada, sus cristales estaban inmaculados y la

cerradura nunca había sido forzada. El Padre Franklin conocía muy bien el porqué, sólo

había que leer el viejo letrero colocado sobre el umbral: «Tienda de Antigüedades de John

Reeves».

El sacerdote miró hacia ambos lados de la calle con visible nerviosismo, como si

esperase que de entre las sombras surgiese alguna figura agazapada lista para atacar. Pero

allí no había nadie. Llamó a la puerta, pero nadie le contestó. El silencio y la absoluta

falta de luz proveniente del interior indicaba que el propietario había salido, tal vez en

busca de algún artefacto valioso de los que siempre andaba detrás, o tal vez para seguirle

el rastro a alguna de sus presas… Sea lo que fuere, el Padre Franklin no podía perder más

el tiempo, y deslizó una pequeña nota por debajo de la puerta1. Luego se encaminó de

vuelta otra vez hacia su iglesia, andando lo más deprisa posible, siempre alerta, siempre

vigilante, sin dejar de mirar a su espalda con ojos temerosos. Aunque el trayecto era corto,

se le hizo mucho más largo, y sólo se sintió aliviado cuando nuevamente traspasó la

entrada del recinto sagrado.

Allí, a salvo rodeado por las efigies de los santos y el inmenso cristo crucificado que

presidía el altar del templo, el Padre Franklin se arrodilló y rezó, intentando apaciguar el

miedo que atenazaba su corazón. Se avecinaban malos tiempos, y para colmo no había

podido contactar con las dos únicas personas que tal vez podían ayudarle. Ahora estaba

solo, sin más compañía que la de Dios y su corte celestial.

El sonido de las puertas de la iglesia al abrirse interrumpió los pensamientos del

sacerdote, que sintió una súbita y fría brisa de viento que barrió todo el interior del sagrado

recinto, apagando incluso las velas encendidas en honor a los muertos y a los santos. El

Padre Franklin se dirigió a uno de los muros laterales para encender el interruptor de las

luces, pero comprobó que no funcionaba. Respirando agitadamente a causa de los nervios,

se dirigió hacia una de las puertas situadas en el ábside de la iglesia, pero súbitamente se

detuvo. Mientras el corazón se le oprimía y su rostro se tornaba lívido, el sacerdote

contempló como la escasa luz de la luna que se filtraba a través de los mosaicos religiosos

iluminaba una oscura silueta. El intruso parecía un hombre alto, fuerte, vestido con un

largo abrigo negro, y en ese momento se encontraba arrodillado al lado de la pila

bautismal, en actitud religiosa, de espaldas al clérigo.

¿Quién era aquel extraño? Y lo más importante, ¿Cómo había llegado tan rápido hasta

allí, si un momento antes el Padre Franklin estaba solo en la iglesia? Y entonces, cuando

el intruso se santiguó y se puso en pie para darse la vuelta, el Padre Franklin conoció la

respuesta. Paralizado por el horror, el sacerdote tan solo pudo contemplar con ojos

desorbitados como el hombre se acercaba a él lentamente y en silencio. Y en aquel

instante también supo que nunca jamás sabría si sus peticiones de auxilio tendrían

respuesta. Porque el demonio caminaba libremente por las tenebrosas calles de Hollow

City, y su siguiente víctima era él.

Cubierto con su gabardina gris y apoyándose en un bastón con empuñadura de plata,

un hombre de unos cuarenta años, de barba recortada y canosa, vigilaba con atención lo

que pasaba en el número 42 de Sawmill Street, refugiado en la oscuridad de un portal

cercano. Gracias a su sistema de radiofrecuencia que le permitía captar la señal de la

policía, el hombre había podido llegar a la zona antes que los hombres de azul, lo que le

otorgaba un margen de maniobra de algunos minutos. Suficiente.

1 El Mal recorre las calles de esta ciudad. El Señor necesita tu ayuda. Padre Franklin, Iglesia de Saint

Patrick, esta noche. Teléfono: 555-192837.

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El hombre de la gabardina se concentró, intentando percibir por encima del ambiente

una sensación que no podía olerse, tocarse, saborearse, escucharse o verse, pues estaba

más allá de los sentidos normales. Tras años de entrenamiento, el “don”, la capacidad de

advertir la presencia de lo sobrenatural, estaba tan arraigada en él que funcionaba como

un sentido más. Casi podía decirse que actuaba mejor que cualquiera de los otros cinco,

y su infalibilidad era tal que le había salvado la vida en incontables ocasiones. Aquel

sexto sentido era el arma más utilizada por los de su profesión. Y sin embargo, también

era su maldición.

Tras terminar su concentración, el hombre suspiró con cierta resignación. Otra falsa

alarma. Allí no había nada del mundo oculto, solo una disputa familiar de un hombre con

su mujer, algo que bien podía arreglar la policía. Metiéndose una mano en el bolsillo y

sujetando el bastón con la otra, se dirigió cojeando levemente hacia donde había

estacionado su viejo Lincoln del 71, ignorando los intentos de una prostituta callejera

ligera de ropa por captarle como cliente. Otra prueba más de la decadencia humana.

Mientras conducía de vuelta a su hogar, unas gotas de agua comenzaron a golpear el

cristal del parabrisas, anunciando una inminente lluvia que pronto se abalanzaría sobre el

asfalto. El hombre se sumió enseguida en profundos y lúgubres pensamientos, algo a lo

que últimamente se hallaba acostumbrado. Hacía mucho tiempo que no llevaba otra clase

de vida, vivía solo para patrullar las calles de Hollow City, siempre vigilando, siempre

buscando, como un perro persigue un hueso. Eso es lo que hacía un cazador de monstruos.

Perseguir y exterminar criaturas sobrenaturales que rondaban ocultas en la ciudad,

amenazando la pacífica existencia de la humanidad. Porque sólo aquellos tocados por el

“don” podían hacerlo, sólo ellos eran los elegidos por el destino para ser los soldados

encargados de llevar a buen término aquella interminable cruzada contra el Mal y sus

oscuros siervos. Vampiros, licántropos, zombies, demonios… La Oscuridad tenía muchos

rostros y formas tras los que ocultarse, y él las había combatido a casi todas ellas. Pero

eran como una plaga infinita, una enfermedad cancerígena que se expandía por la ciudad

de forma imparable. Por mucho que se le golpease, por mucho que se le hiciese frente,

una y otra vez el Mal resurgía, como el ave fénix lo hacía de sus cenizas. O como la

famosa Hydra de la mitología, que aunque se le cortase una cabeza en su lugar crecían

dos. Y vuelta a empezar, una y otra vez. Una vida de sacrificio, de soledad, de guerra

infinita.

Parado en un semáforo, el conductor del Lincoln desvió la cabeza hacia la izquierda

y vio las pintadas hechas sobre uno de los sucios muros de la calle. Una de ellas

representaba un colmillo ensangrentado: el símbolo de la Banda del Lobo, una de tantas

bandas de delincuentes de Hollow City.

Al parecer últimamente estaban expandiendo su zona de influencia, por lo que tarde

o temprano acabarían cruzándose en su camino. El hombre sonrió irónicamente, mientras

volvía a pisar el acelerador. Por un lado, la delincuencia común, compuesta de

atracadores, violadores, asesinos, y maleantes de toda especie. Por otro, los horrores de

un mundo sobrenatural oculto a los ojos del ciudadano de a pie, un mundo de criaturas

horribles que se agazapan entre las sombras esperando su oportunidad de golpear. Y en

medio estaba él. Bueno, y la policía, aunque la mayoría de sus integrantes eran tan

corruptos como el Alcalde James Mallory, o tan ineptos como el propio Comisario

Howard. Solo un cazador como él tenía el valor y el poder de hacer lo necesario. Luchar

día tras día, noche tras noche, mientras le quedara un halito de vida en el cuerpo. Y en

aquel juego eterno de la supervivencia donde se enfrentaba a los monstruos, ellos eran la

presa, y él el depredador.

Una vez llegó frente a su casa, el hombre del bastón salió del viejo coche

resguardándose de la lluvia incipiente que humedeció enseguida su gabardina. Sobre la

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puerta, el rótulo desgastado con su nombre y su profesión de tapadera. Ser anticuario le

había permitido camuflar su verdadera vocación, la de cazar monstruos, y además le había

proporcionado numerosos “recuerdos” que guardaba convenientemente protegidos y

catalogados en el sótano de la tienda. Trofeos de su lucha contra los Oscuros, como el

colgante de perlas de una súcubo, un demonio con forma de mujer que se divirtió de lo

lindo corrompiendo a los jovencitos del barrio, hasta que se topó con él. O como la cadena

con la placa identificativa de un ex-marine que se volvió loco y arrasó por completo la

Plaza de la Libertad con una ametralladora, hasta que pudo aislar al espíritu de la

demencia que lo tenía poseído. Incluso también figuraba entre los objetos de aquella

extraña colección la nota de suicidio de una niña, harta de malvivir bajo la maldición del

“don” que le hacía observar el mal en su forma verdadera. Objetos de una vida consagrada

a un único fin, a una venganza contra lo sobrenatural.

Al abrir la puerta de su tienda, el hombre observó el pequeño trozo de papel doblado

en el suelo. Lo recogió y leyó las palabras que poco antes había escrito el Padre Franklin.

Letras de trazo impreciso, palabras escritas con el miedo en el corazón. Un hombre de

Dios requería su ayuda. Así pues, a pesar de todo, aquella noche no iba a resultar

infructuosa. La llamada del deber requería de sus servicios una vez más. Y por supuesto

él, John Reeves, anticuario de profesión y cazador de lo oscuro por convicción,

respondería a dicha llamada.

El escritor Vic Page se hallaba en su apartamento del noveno piso del edificio

Wokston, sin más compañía que la de su ordenador. A través del equipo de música

instalado en su despacho sonaba una canción de los Red Demons, el grupo local de

Hollow City que comenzaba a escalar los peldaños de la fama. Una fama que él también

deseaba alcanzar mediante su pasión: la escritura. Sin embargo, últimamente no hallaba

nada que le reportara el interés suficiente como para escribir sobre ello, como bien

demostraba la pantalla vacía de su ordenador en aquel instante.

Page se concentró, sabía que sólo necesitaba esa pequeña chispa especial que de vez

en cuando se disparaba en su interior, y entonces las ideas fluirían como un torrente

desbocado, a medida que rápidamente las transformaría mediante su teclado en palabras

y frases coherentes. Pero hoy no era su día. Ni ayer tampoco. Mejor dicho, Page hacía

tiempo que no escribía nada, parecía que su mente se hallaba atenazada por una sensación

de aletargamiento, como si una sombra espesa cubriera la luz de su imaginación.

El escritor suspiró, resignado. Hoy tampoco era el día en que la chispa brotaría. Apagó

el ordenador con fastidio y se dirigió al desgastado sofá con la intención de tumbarse un

rato mientras ojeaba el American Chronicles de hoy. Las noticias que aparecían en la

portada no suponían ninguna alegría. Era época de elecciones, y al parecer el Alcalde

Mallory tenía todas las de ganar, seguramente saldría reelegido a pesar de los esfuerzos

de sus rivales. Algo que no supondría nada bueno para la ciudad.

Page decidió pasar directamente a las páginas de sucesos, buscando la noticia que

había escrito él mismo sobre las bandas callejeras que imponían su ley en Hollow City,

pero descubrió con estupor que la habían retocado tanto que parecía que la había escrito

un aficionado. Y encima era la última, como si fuese menos importante que la aparición

de un justiciero enmascarado que se hacía llamar Espectro, o las divagaciones de un

mendigo sobre un hombre con abrigo largo que había acabado con un monstruo que

atacaba a los vagabundos. Lunáticos.

Page negó con la cabeza, a nadie le interesaba saber la verdad. Las bandas de

delincuentes eran un gran problema en la ciudad, algo tan gordo que superaba incluso a

la policía, por mucho que el Comisario Howard y el Alcalde Mallory dijesen que todo

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estaba bajo control. Los políticos y sus lameculos, ellos sí que eran un gran problema.

Hacían la vista gorda, ignorando lo que pasaba en realidad en las calles. Miedo, violencia,

delincuencia…la ley del más fuerte. Nadie protegía a los débiles, a los inocentes, a las

víctimas. Aquel clima de indefensión le ponía de mal humor, y por ello Page entendía que

a veces surgiera algún justiciero que se adjudicara el papel de vengador, alguien que diera

un golpe encima de la mesa y dijera “basta ya”. Pero había una frontera que jamás había

que cruzar, una línea que separaba la justicia de la venganza, y la mayoría de las veces

los justicieros la traspasaban, convirtiéndose en aquello a lo que perseguían.

Las cavilaciones de Page se detuvieron cuando el escritor contempló la noticia sobre

la desaparición de una joven, una tal Julie Sanders. La última víctima de la maldad de

Hollow City, una chica que nunca llegó a su casa tras abandonar la biblioteca donde

estudiaba. Ya nadie estaba seguro en las calles, nadie hacía nada, todos miraban a otro

lado. Pero él no era como los demás. Era un escritor con el don de la curiosidad, una

característica que le hacía no sólo el plantear interrogantes, sino también buscar

respuestas, aunque ello supusiera exponerse a peligros.

El teléfono del despacho comenzó a sonar, y Page dejó el periódico sobre el sofá para

atender la llamada. Era Steve Thomas, su editor.

–Hola Vic, ¿qué tal te va? –preguntó jovialmente Steve.

–No me puedo quejar, Steve –contestó Page–. Si llamas para ver cómo va lo del nuevo

libro, no te preocupes, estoy en ello.

–Ya sé que no debo preocuparme, Vic, eres un tipo legal y nunca me has defraudado.

La verdad es que te llamo por otro motivo. Un tal padre Franklin ha estado por aquí

tratando de localizarte, pero no le he dado tu número por si acaso es alguno de tus alocados

fans, ja ja.

–¿El padre Franklin de la Iglesia de Saint Patrick?

–El mismo, Vic. ¿Es amigo tuyo?

–Es más que eso. Gracias por la información, Steve.

–De nada. Por cierto, el cura dijo que se trataba de algo urgente, aunque no quiso decir

nada más. Parecía preocupado.

Page se despidió de su editor y acto seguido buscó el número de la Iglesia de Saint

Patrick, a pesar de que eran altas horas de la noche. Nadie contestó a la llamada.

Vic Page salió a toda prisa de su apartamento tras coger las llaves de su coche.

Mientras se adentraba en el tráfico nocturno, a su mente acudieron recuerdos de su

infancia relacionados con el Padre Franklin. Aunque el escritor no era un hombre muy

religioso, cuando era niño había asistido a un colegio católico, donde se le había aplicado

el estricto código educativo de los curas. Sin embargo el Padre Franklin había sido el

único que lo trató con amabilidad, ofreciéndole ayuda, cariño y amistad. Un hombre

bueno, un auténtico hombre de Dios como pocos, un amigo que ahora le necesitaba.

Y evidentemente, Vic Page acudiría de inmediato para ayudarle, y de paso volvería a

su viejo barrio de la infancia, Sawmill Street.

Las risas superficiales se hacían eco alrededor de una de las mesas del lujoso

restaurante Pierre Garnoire, el más prestigioso y caro de la ciudad. Actores de renombre,

artistas de prestigio, deportistas de élite, políticos influyentes y personas adineradas eran

bienvenidas en aquel emblemático local. Y aquella noche estaban reunidas en una de las

mejores mesas del restaurante lo mejor de la élite de Hollow City.

Mientras el Alcalde Mallory contaba uno de sus chistes verdes sin gracia, a su lado

una mujer se desternillaba de risa. Su rostro evidenciaba una adicción a las operaciones

de cirugía estética que sólo podía permitirse alguien de elevada posición. También se

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hallaban sentados en la misma mesa el juez Archer, famoso por seguirle el juego siempre

a Mallory; Lamberty, el director del prestigioso Grand Bank de Hollow City, capaz de ir

a jugar al polo tras haber dejado en la ruina a familias enteras; y varios concejales del

ayuntamiento. La conversación giraba en torno a los últimos resultados de las encuestas

electorales, que otorgaban el veredicto de vencedor a Mallory en detrimento de su rival

más fuerte, Flint Harryson.

–¿Y tú que opinas, Ed? ¿Quién crees que ganará las elecciones? –preguntó Mallory a

un hombre joven y moreno, sentado justo enfrente suyo.

–Ya se sabe el dicho, «más vale malo conocido que bueno por conocer» –contestó el

hombre llamado Ed.

–¿Qué? –dijo en tono irritado Mallory, mientras le resbalaba sobre su orondo

estómago un poco de salsa Baracougné, procedente del trozo de cabrito lacado con miel

que sostenía torpemente con una de sus manazas. Parecía un cerdo con traje en lugar de

un hombre civilizado.

–Lo que Eduard quiere decir –intervino el juez Archer–, es que no hay nadie mejor

que tú, Mallory. ¿A quién van a elegir, a Harryson, ese amigo de los negros?

Todos rieron el comentario racista, todos excepto el joven moreno, el millonario

Eduard Kraine, propietario de Industrias Kraine, una empresa dedicada a la tecnología

avanzada. Kraine había sido invitado por Mallory para intentar ser atraído a aquel grupo

de gente decadente y sin escrúpulos, la cúpula de Hollow City encargada de manejar toda

la ciudad a favor de sus intereses propios. No pensaban en nadie más, sólo les importaban

ellos mismos. Eran la personificación de la corrupción, unos buitres disfrazados que se

alimentaban del trabajo de los demás. Aves carroñeras que esperaban pacientemente a

que su víctima quedase indefensa para abalanzarse sobre ella en picado.

Eduard había sido un joven muy brillante tanto en el instituto como en la universidad.

Procedente de una buena familia con gran tradición en Hollow City, el chico perdió el

rumbo tras el repentino fallecimiento de sus padres en un desgraciado accidente. Tras

gastarse el patrimonio familiar, Kraine viajó a Oriente, donde desapareció

misteriosamente. Cuando todo el mundo le había dado por muerto, el joven reapareció en

Hollow City, haciendo gala de un gran patrimonio que le permitió invertir en empresas

de alta tecnología. Mallory y sus secuaces pronto se dieron cuenta de que debían asociarse

con Kraine, si querían seguir siendo los amos de la ciudad.

–¿Entonces te vas a unir a nosotros, verdad Ed? –preguntó el Alcalde Mallory a

Kraine.

–Siempre es útil estar rodeado de gente con vuestras cualidades, Mallory –dijo Kraine

con una enigmática sonrisa en su rostro.

–Verás como no te arrepientes. Nosotros te mostraremos la auténtica Hollow City, y

cuando vuelva a ser elegido todos nos beneficiaremos de ello. Yo nunca olvido a mis

amigos.

Kraine sonrió falsamente, sin decir nada. Él nunca olvidaba a sus enemigos. Estar

rodeado de aquella gentuza le daba arcadas, pero era algo que necesitaba hacer. Como le

había enseñado su maestro en oriente, Koshiro Katshume, «para derrotar a tu oponente,

antes debes conocerlo bien».

–Eduard, ¿qué es lo que haces en tu tiempo libre? –preguntó la mujer de la cara de

Botox, directora de un prestigioso canal de televisión.

–Pues…suelo ir de caza –contestó Kraine, con aire divertido. En eso el joven

millonario no mentía, solo que sus presas no eran exactamente lo que sus compañeros de

mesa tenían en mente.

Mientras servían el champán, Eduard contempló tanto la botella como las copas. Si él

lo quisiera, en apenas unos pocos segundos podía matar a todas aquellas alimañas,

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clavándoles en sus glamurosos cuellos el refinado cristal tan rápido que ni se darían

cuenta. Aquel pensamiento le provocó una pequeña risa que los demás atañeron a uno de

los comentarios jocosos del juez Archer.

De repente la secretaria de Mallory (o mejor dicho su fulana, una conocida trepa de

las altas esferas) se acercó con el móvil en la mano. "Es importante", le susurró al oído al

Alcalde. Éste se disculpó y se alejó unos metros de la mesa. Eduard cogió un cuchillo,

buscando un ángulo donde poder ver los labios de Mallory reflejados. Asesinato, sangre,

policía, Saint Patrick, Padre Franklin. Algo gordo había pasado esta noche. Algo que él

no podía investigar, pero otro sí.

–Perdón –dijo Eduard, al tiempo que sacaba su móvil–. Parece que un familiar está

algo indispuesto, tendrán que disculparme por esta noche, señoras y caballeros.

Después de falsas promesas de reencuentro y asépticas frases de fría cordialidad para

despedirse, Eduard Kraine abandonó el Pierre Garnoire a toda prisa con su Buggatti

Bayron de color rojo. Se dirigió hacia Saint Patrick, a la iglesia. No necesitó conectar su

navegador GPS de última generación. Estaba en casa, en Hollow City. Directo al misterio,

se adentró en la noche, al tiempo que pulsaba un botón oculto en el panel de su automóvil.

Un compartimento secreto se abrió, mostrando un maletín con cerradura electrónica que

sólo él podría abrir. Eduard sonrió. Miró el reloj. La medianoche. La hora de los

fantasmas, de las brujas y de los muertos. El momento en que el millonario industrial

Eduard Kraine desaparecía, y en su lugar entraba en acción el justiciero conocido

como…Espectro.

***

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REUNIÓN

John Reeves observó la escena alrededor de la Iglesia de Saint Patrick. Al parecer

había llegado demasiado tarde. Las luces de un coche patrulla indicaban que algo había

ocurrido, pero no sabía exactamente el qué. Un agente de policía estaba vomitando sobre

la acera, mientras otro pedía refuerzos. Pronto todo se llenaría de policías y entonces ya

podía olvidarse de investigar nada, debía hacer algo y pronto.

El anticuario buscó la puerta trasera de la iglesia, cuya única seguridad consistía en

una vieja cerradura. Sacó un juego de ganzúas que siempre llevaba consigo y tras un par

de intentos logró forzar la entrada. Puesto que el interior estaba oscuro encendió una

pequeña linterna y avanzó. Vio unas pequeñas escaleras que subían al piso de arriba pero

de momento las ignoró, prefiriendo atravesar una puerta lateral que le llevó directamente

al interior del templo sagrado.

Allí, sobre el altar, había algo. Algo que al instante le inquietó profundamente.

Vic Page detuvo su coche cerca de la iglesia, y vio como algunos viandantes y vecinos

comenzaban a congregarse frente al santo edificio. Los dos agentes de la ley, con cara

pálida y casi sin fuerzas, intentaban como podían mantener a raya a los curiosos. El

escritor aprovechó un momento de descuido de los agentes para colarse por la puerta

principal, que habían dejado abierta.

Al verse envuelto por las tinieblas, Page decidió encender uno de los cirios que habían

sobre una repisa, iluminando levemente la zona a su alrededor, mientras avanzaba muy

despacio por el interior de la iglesia hacia el altar. Lo primero que vio fue la sangre en el

suelo. La luz de la vela iluminaba unas manchas oscuras de color rojo, primero unas gotas,

luego un pequeño reguero. El rastro de la sangre llegaba hasta un gran charco al pie del

altar, donde había un bulto cubierto por una sábana que una vez había sido blanca, pero

que ahora estaba empapada de sangre. Preparándose para cualquier cosa que hubiese bajo

aquella sábana, Vic Page se dispuso a tirar de un extremo con su mano enguantada… y

entonces tuvo la sensación de que no estaba solo. En el interior de la iglesia había alguien

con él, observándolo.

–Yo de usted me aseguraría de que bajo esa sábana no hay nada que pueda moverse,

amigo –dijo el hombre alto de pelo canoso, mostrándose ante Vic Page.

–¿Quién es usted, y que hace aquí? –preguntó con desconfianza el periodista.

–Esas mismas preguntas se las podría hacer yo a usted también –el hombre avanzó

hacia Page apoyando su cuerpo en un bastón–. Pero yo no oculto nada, así que se lo diré.

Soy John Reeves, anticuario y aficionado a los misterios del ocultismo. He acudido aquí

en respuesta a la llamada del padre Franklin, pero creo que he llegado tarde.

–En ese caso, creo que ambos hemos llegado tarde. Soy Vic page, escritor y periodista

ocasional, y también he recibido una llamada del padre Franklin para venir a verle.

El anticuario miró a los ojos del escritor, y se dio cuenta de que parecía bastante

franco. Al menos su presencia no disparaba su don de advertir lo sobrenatural. Luego

Reeves movió la cabeza para señalar el bulto bajo la sábana ensangrentada.

–Propongo que uno tire de la sábana, mientras el otro está en guardia por si acaso hay

alguna sorpresa. Nunca se sabe –dijo Reeves.

–Está bien, de acuerdo. Tú levanta la sábana con el bastón, yo estaré en guardia.

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Tras ponerse de acuerdo y guardándose sus suspicacias, ambos hombres entraron en

acción. Los dos respiraron hondo, con la tensión por lo alto, con el corazón latiendo como

un caballo desbocado, preparados para cualquier cosa horrible.

–Allá vamos, a la de tres. Uno…

Parecía que hacía más frío en el santuario, ¿o era el miedo en sus corazones?. Si era

miedo, era a causa de la muerte de un ser querido para uno, a la aparición de un Oscuro

para el otro.

–… dos…

Sintieron un cosquilleo en la nuca, ¿acaso había alguien más allí, observándolos,

riéndose de sus temores e inquietudes, burlándose de ellos? Pero ya era tarde para todo,

excepto para saber de una vez por todas la terrible verdad.

–… tres.

Con un fuerte tirón del bastón, el anticuario alzó la sábana, y ambos contemplaron…

la figura de un Cristo de madera ensangrentado. Unas gotas de sangre habían salpicado

los ojos de la efigie, confiriéndole la sensación de que estaba vertiendo lágrimas rojizas.

Si hasta Dios lloraba sangre, Hollow City no tendría salvación.

Entonces resonó una extraña voz que provenía de la oscuridad, que sonaba alterada

por algo indefinido, casi como electrónica:

–Señores, creo que lo que buscan está allí, detrás de ustedes, hacia arriba.

El escritor y el anticuario vieron como una figura se acercaba a ellos, surgiendo de las

tinieblas como un fantasma, como un espectro del infierno. Era un hombre alto, embutido

en un extraño traje negro adornado con una capa, el rostro tapado por una máscara. Antes

no estaba allí, de ello estaban seguros. ¿Cómo había entrado sin que pudieran advertir su

presencia?

Instintivamente Page se llevó la mano al interior del abrigo, donde guardaba su

pequeño Colt de 6 balas. Por su parte, Reeves retorció el mango de su bastón, al tiempo

que en su mente intentaba visualizar el brillo rojizo que desprendían los Oscuros. Parecía

imposible, pero no era una criatura de las tinieblas.

–No se alarmen, no soy su enemigo. Creo que los tres estamos aquí por alguna razón,

aunque lamentablemente hemos llegado tarde. Miren…

Page y Reeves se dieron la vuelta, levantaron la vista y por fin vieron al Padre

Franklin… colgado desnudo y ensangrentado de la gran cruz de madera que presidía la

iglesia de Saint Patrick. Se habían ensañado con él. Demasiados detalles escabrosos, el

equipo forense tardaría mucho en analizarlo todo y hacer el informe. Lo más evidente es

que había sido necesario más de un hombre (o uno solo muy fuerte) para hacer todo

aquello. Los desgarros, los cortes, la sangre… Ya no era el padre Franklin que habían

conocido, era un amasijo de carne que colgaba como un animal en un gancho del

matadero. Y los símbolos, aquellos jeroglíficos extraños y sin sentido que aparecían por

las paredes, escritos con la propia sangre del sacerdote, por todas partes y sobre el propio

cadáver… Si Dios existía, aquello no había sido obra de una de sus criaturas. Era obra del

mismo Diablo.

Ruidos en el exterior de la iglesia indicaban que la policía estaba a punto de hacer su

numerito particular de entrada, con la típica puesta en acción peliculera que sólo servía

para alertar a los delincuentes de su presencia. Los tres hombres se miraron, tenían que

salir de allí, y lo mejor era subir las escaleras que conducían a los aposentos privados del

difunto sacerdote.

Vic page dio un último vistazo al cadáver del sacerdote. «Descanse en paz, Padre

Franklin, Dios le proporcionará la paz. Nosotros le proporcionaremos… justicia. Amén».

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Tras despedirse silenciosamente del Padre Franklin, los tres aventureros, unidos por

un oscuro destino, se apresuraron a subir las escaleras que conducían a las dependencias

del difunto sacerdote. La puerta estaba entreabierta. Sigilosamente, los justicieros se

acercaron a la entrada, preparados para cualquier sorpresa desagradable que pudiera

aguardarles en la oscura habitación. No parecía que hubiese nadie. Probaron a encender

el interruptor de la pared, pero no funcionaba. Los tres hombres sacaron sus linternas,

iluminando el dormitorio del sacerdote, y en sus miradas pronto se reflejó el estupor

causado por el estado desastroso con el que se encontraron.

Parecía que un huracán se hubiese desatado en su interior: el suelo se hallaba cubierto

por una mezcla confusa de papeles rotos, cuadros hechos añicos, libros con las cubiertas

despedazadas,… Una pequeña cama se encontraba destrozada en múltiples pedazos, un

televisor estaba empotrado en la pared y un par de sillas estaban aplastadas como si un

gigante furioso las hubiese pisoteado. Todo era caos y desorden, 65 años de recuerdos

esparcidos por todas partes, fragmentos de una vida religiosa y monacal convertidos en

material de reciclaje. No contento con profanar el cuerpo del Padre Franklin, el asesino

(o asesinos) había profanado también su alma.

Pero no había tiempo. Los tres hombres decidieron buscar cualquier cosa que les

sirviera de indicio para descubrir lo que estaba pasando, una tarea complicada debido al

estado de la habitación. Agudizando sus sentidos y su intuición, cada uno registró un área

del dormitorio.

El justiciero conocido como Espectro utilizó un escáner de su propia invención, aún

un prototipo en pruebas, que le permitía rastrear visualmente los espacios en varias

frecuencias distintas. El moderno aparato le permitió descubrir los restos de un ordenador

portátil algo anticuado, tal vez el disco duro aún tuviese alguna información

aprovechable, si podía repararse.

Por su parte, el escritor Vic Page se encaminó hacia una destrozada estantería. De

entre la mezcla de páginas y cubiertas arrancadas, su vista experta de investigador se posó

en un libro que aún conservaba intactas varias páginas. Parecía un pequeño diario de viaje,

y al fijarse con más detenimiento reconoció la letra clara y firme del entrañable sacerdote.

Tal vez pudiesen hallar en su interior alguna pista útil.

El tercero de los héroes, el anticuario John Reeves, caminó cojeando hacia la ventana

que daba a la oscuridad más allá de Saint Patrick. Del cristal apenas quedaban pequeños

fragmentos desperdigados en el suelo. Entre ellos, había una foto donde se apreciaba a

dos hombres jóvenes, ambos con camisa negra y alzacuellos. Uno de ellos era el Padre

Franklin, con su inconfundible sonrisa que la edad no había podido modificar. El otro

hombre era un joven rubio de ojos azules, de mirada glaciar, que también lucía una sonrisa

aunque no de paz y sosiego. Al contemplar dicho rostro John Reeves sintió una punzada

de desazón, algo que le inquietaba en lo más profundo de su alma. En el fondo de la foto

se veía la entrada a un recinto festivo, tal vez una feria, aunque el letrero no podía leerse

con claridad. ¿Sería un dato revelador, o por el contrario un callejón sin salida?

Ya habían agotado todo el tiempo disponible, era hora de salir de allí sin ser vistos, ir

a un lugar privado donde poder analizar la situación con calma, intentar resolver el puzle

con la poca información de que disponían…

***

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PISTAS

Al día siguiente Hollow City amaneció revuelta por culpa del crimen del Padre

Franklin. Todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia del asesinato,

y dado el manto de secretismo que las autoridades habían echado sobre el caso los

rumores no paraban de sucederse. Lo único seguro era que el sacerdote encargado de la

Iglesia de Saint Patrick había muerto asesinado, pero ni la forma de la muerte ni los

motivos estaban aún claros. Por supuesto, se había ocultado a los medios lo de la

crucifixión y los símbolos escritos con la sangre de la víctima, pues eran detalles que el

público no debía conocer.

Evidentemente, el Vaticano había presionado para que el caso se resolviese de forma

rápida y secreta, y el Obispo de Hollow City, monseñor Ludovic, se había puesto en

contacto con el Alcalde Mallory para dejar claro el tema. A su vez, Mallory le había

cantado las cuarenta al Comisario Howard para que diese prioridad al caso, dejando caer

la importancia de que las elecciones estaban a la vuelta de la esquina. Y a su vez, Howard

le pasó la patata caliente a los policías encargados del caso, apremiándoles en su

resolución.

También se hizo oficial que el entierro del padre Franklin se haría al día siguiente, y

que el propio Obispo Ludovic sería el encargado de oficiar la ceremonia en honor del

difunto, una misa que se haría a puertas abiertas para que todo aquel que quisiera pudiese

ofrecer sus respetos al fallecido. El lugar de la celebración iba a ser la catedral de Saint

Michelle, situada en pleno centro de la ciudad y sede del obispado de Hollow City.

La gente reaccionó de diversas formas ante la noticia de la muerte del Padre Franklin.

Unos creían que se trataba de un caso más de la violencia que reinaba en las calles, otros

pensaban que era fruto de algún perturbado que odiaba a la iglesia. Pero todos coincidían

en que era un crimen salvaje matar a un hombre inocente de Dios, y que ya iba siendo

hora de que las autoridades hiciesen algo. El asesinato del sacerdote había vuelto a traer

a la actualidad los temas habituales en Hollow City: inseguridad ciudadana, impunidad

criminal, inutilidad policial y desconfianza en el sistema.

Pero lo que nadie sabía era que aquel crimen había propiciado una extraña alianza, y

que por ello habían tres individuos que estaban realizando por su cuenta una investigación

paralela a la de la policía. Una investigación que pronto daría sus frutos.

John Reeves se bajó de su viejo Lincoln para adentrarse en una calle llena de basura

y suciedad. En aquel barrio la mayoría de las casas estaban a mitad de construir, ya que

los directivos de la empresa constructora habían salido corriendo con el dinero dejando

las obras a medias, dejando sin casa y sin dinero a un montón de ciudadanos honrados y

trabajadores a los que sólo les quedaba el consuelo de esperar el resultado favorable de

un largo y costoso proceso judicial.

Pero alguien más había salido ganando, y era el extenso grupo de los okupas, que

habían invadido masivamente todo aquel conglomerado de casas vacías, convirtiéndolas

en sus hogares. Paredes pintadas con grafitis de todos los colores y tamaños posibles se

unían a los huecos de ventanas inexistentes cubiertas con plásticos o maderas, en un

intento de imitar una vivienda digna. Donde no habían puertas se levantaban barricadas,

e incluso donde sólo habían paredes sin techo los okupas se arrinconaban en destartaladas

tiendas de campaña, o incluso bajo estructuras inestables fabricadas por ellos mismos.

Sorteando aquellas míseras viviendas e ignorando las miradas de desconfianza que le

lanzaban sus ocupantes, el anticuario recorrió las calles de aquel barrio hasta que se

detuvo frente a una casa de tres plantas, cuya fachada estaba llena de pintadas

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esperpénticas y donde se ubicaba una puerta bajo un viejo letrero de madera torcido y

desgastado: “La Guarida”. Dos jóvenes de apenas 16 o 17 años con melenas sucias y

largas se hallaban delante de la entrada, ocupados en la tarea de liar algo que no era

precisamente un cigarrillo. Reeves se dirigió hacia la casa con decisión, y los jóvenes

dejaron lo que estaban haciendo para mirarle con una mezcla de enfado y sorpresa.

–Eh, tú, ¿es que no sabes que no se puede pasar? Esto es zona privada, tío –dijo uno

de los chicos.

–Cierra el pico, idiota, y esfúmate junto con tu amigo antes de que me enfade –

contestó Reeves, sin dejar de avanzar.

–¿Ah, sí? Pues ahora verás, viejo –dijo el otro de los jóvenes.

Ambos se lanzaron contra Reeves en actitud claramente violenta, aunque desarmados,

para persuadir al intruso de que se alejara. Pero lo que no sospecharon era que aquel

hombre cojo y con bastón se moviese tan rápido. Con un tirón de su brazo izquierdo

ayudado por la colocación de su bastón tras el pie de uno de los chicos, Reeves derribó al

primero de ellos como si fuese un niño pequeño. Esquivando la acometida del segundo,

el anticuario le puso la zancadilla al mismo tiempo que rápidamente le empujaba con

todas sus fuerzas, haciéndole morder el polvo. Luego, sin perder la compostura, pateó la

vieja puerta de madera y entró en La Guarida.

Aquel lugar estaba oscuro y apestaba a humo de todos los tipos, pero Reeves se orientó

a la perfección demostrando que ya había estado en aquel lugar en ocasiones anteriores,

aunque hacía mucho tiempo desde la última vez. Tras apartar unas cortinas cuyo color

quedaba oculto bajo una espesa y mugrienta capa de suciedad, Reeves se internó en el

salón principal, donde un grupo de casi una docena de chicos y chicas jóvenes estaban

escuchando a los Red Demons a través de un equipo estéreo de alta calidad, mientras

algunos de ellos jugaban a extraños juegos de mesa empleando dados poliédricos y

gritando una jerga incomprensible con palabras como “crítico”, “pifia” y “puntos de

vida”.

–Busco a Marianne –dijo con cara de pocos amigos el anticuario.

–¿Eres el viejo de la tienda de cosas raras, no? –preguntó una chica con el pelo casi

totalmente afeitado.

Reeves asintió, al parecer aún le recordaban en aquel lugar. Esperaba que Marianne,

la jefa de aquella pandilla de rebeldes, hiciese lo mismo. La joven de pelo corto llevó al

anticuario hasta una puerta, la abrió y tras un pequeño pasillo llegaron hasta unas escaleras

que conducían al piso de arriba. En aquella zona de la casa el ambiente era más respirable,

y también había más luz. Sorteando a dos de aquellos adolescentes que al parecer

montaban guardia delante de una puerta de color blanco, la joven golpeó la puerta y se

abrió una mirilla, desde donde les contemplaron unos hermosos ojos azules femeninos.

La mirilla se cerró, y acto seguido la puerta blanca se abrió, revelando el corazón de

La Guarida. Reeves se encontró contemplando a una joven de cabellos rubios rizados,

con la cara maquillada de color blanquecino y con los labios pintados de negro. Su bello

rostro se hallaba decorado con multitud de piercings, que hacían conjunto con los ribetes

metálicos que adornaban sus ropas de color oscuro. Era Marianne, la bella y gótica líder

de los miembros de la Guarida.

–Hola, Reeves, ¿qué tal te va? –saludó la chica.

–Mejor que a vosotros, por lo que veo –contestó el anticuario.

Reeves echó un vistazo a la amplia habitación, donde un grupo de aquellos

adolescentes iban y venían frenéticamente de un lado a otro, entre un caos de ordenadores

dispersos sin sentido, estanterías repletas de papeles y documentos y mesas atiborradas

de restos de pizza, café y cerveza. Todo seguía igual, como si el tiempo no hubiese pasado

desde que Reeves entró en aquella habitación tiempo atrás, buscando información para

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localizar a uno de sus objetivos. Y es que La Guarida no era una casa más de okupas, era

un sitio muy especial. Era el centro neurálgico de una organización cuyos miembros eran

un puñado de jóvenes aficionados a los misterios, las conspiraciones, el mundo del

ocultismo y en general a todo lo relacionado con lo paranormal.

Reeves dio unos pasos hacia la pared del fondo de la sala, donde se hallaba el “Pastel”,

un enorme tablón de corcho que abarcaba toda la superficie y que servía para colocar

fotos, recortes de prensa, reseñas de libros, órdenes de búsqueda y captura, y documentos

varios relacionados todos con lo sobrenatural. Cientos de papeles se acumulaban sobre

aquel tablón, luchando entre ellos para hacerse con un hueco en el apretujado espacio de

que disponían, demostrando que en Hollow City ocurrían más casos extraños de lo que

las autoridades reconocían. Reeves observó que en el centro estaba la noticia de la reciente

desaparición de una joven llamada Julie Sanders, vista por última vez al salir de una

biblioteca cercana a su domicilio. La ciudad se estaba convirtiendo en un auténtico

escenario de pesadilla donde el Diablo campaba a sus anchas, y eso era algo que había

que detener a toda costa.

Aunque el anticuario odiaba admitirlo, aquellos críos chalados no sólo se dedicaban a

beber cerveza, fumar porros y contar historietas de monstruos. Poseían contactos, fuentes

de información, y contaban con tecnología avanzada pues muchos de sus integrantes eran

hijos de familias ricas. Y por eso él había acudido allí, pese a sus reticencias con aquel

grupo.

–Necesito ayuda con esto –dijo Reeves, enseñando a Marianne la foto que había

conseguido en el dormitorio del Padre Franklin.

–Ya me imaginaba algo así –contestó la joven, sonriendo–. Déjame ver.

Marianne examinó la foto, que mostraba al Padre Franklin con muchos años menos

junto al sacerdote de los fríos ojos azules.

–A simple vista parecen dos jóvenes sacerdotes, fotografiándose delante de una feria

o algo así. El de la izquierda me suena de algo, pero el de la derecha ni idea…incluso da

un poco de repelús verlo, como si te estuviera mirando directamente a los ojos. ¿Puedes

contarme algo más? –preguntó la muchacha.

–El de la izquierda es el Padre Franklin, ya sabes, el que han encontrado muerto en la

iglesia. El otro es el que me intriga.

–¡Jo, tío, no pierdes el tiempo! Matan a un cura y al día siguiente vienes aquí con una

foto suya. Así que entonces el asunto no pinta bien, ¿verdad? –inquirió Marianne,

excitada ante la idea de un nuevo caso para colocar sobre el “Pastel”.

–Lo único que necesitas saber es que esto es un asunto muy peligroso, sólo dime

cualquier cosa que pueda serme útil para buscar a su asesino, como por ejemplo quien es

este tío de la foto, o donde puede haberse hecho –dijo ásperamente el anticuario.

–Está bien, veamos a ver que podemos averiguar –contestó con un suspiro de

resignación la joven–. ¡Fatboy, ven aquí!

Al escuchar el grito de Marianne, uno de los chicos que estaban trasteando con los

ordenadores levantó la cabeza. Era un quinceañero pelirrojo con la cara llena de pecas,

cabeza grande y cuerpo obeso gracias a una dieta basada en el sillón-ball y las

hamburguesas con patatas fritas.

–¡Ostras, tía! –se quejó el chico gordo–. Me faltaba un pelo para pasarme el FatalKiller

3, menos mal que había guardado la partida.

–Me importa un bledo. Arrastra tu gordo culo hasta aquí y haz algo útil –ordenó

Marianne bajo la divertida mirada de Reeves. La verdad es que si Marianne era la líder

de aquella pandilla era a causa de su temperamento agresivo, era una chica de armas

tomar.

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Fatboy cogió la foto y la pasó por un escáner de alta definición, tras lo cual se pudo

observar la imagen en una pantalla de gran resolución que tenían para casos así. Reeves

y Marianne se acercaron a la pantalla, observando cualquier detalle que pudiera atraer su

atención.

–¿Qué hay del letrero del recinto, puedes ampliarlo? –preguntó Marianne.

–Pues claro, dame un momento y verás –dijo orgullosamente Fatboy, con ganas de

presumir ante la bella muchacha.

Tras aporrear suavemente y con rapidez las teclas del ordenador con sus rollizos

dedos, Fatboy aisló el trozo de imagen deseado y amplió su tamaño, filtrando los pixeles

para no perder calidad de imagen con el aumento. Enseguida tanto Reeves como los dos

jóvenes pudieron leer las palabras: «Beinch Karneval, 1970».

–Tampoco es que sirva de mucho –dijo contrariado Reeves.

–Espera, haré una búsqueda en Internet a ver que pasa –dijo Fatboy, volviendo a

aporrear el teclado.

Sin embargo, al parecer la expresión Beinch Karneval no era algo demasiado

importante para aparecer en la red, y tras probar con solo la palabra Beinch el buscador

arrojó un número demasiado elevado de entradas. Era como encontrar una aguja en un

pajar.

–Esperad un momento, chicos –dijo Marianne, que de repente tuvo una idea–. Fatboy,

amplia un momento la zona del fondo del recinto.

El chico hizo lo que la joven le pidió, mientras notaba que su estómago comenzaba a

enviarle la señal inequívoca del hambre, pues hacía bastante rato que no se había zampado

ninguno de sus paquetes de galletitas saladas. Un minuto bastó para que en el monitor se

perfilase la silueta ampliada de dos mujeres sonrientes, una a cada lado de la entrada al

recinto ferial, que daban la bienvenida a un par de coches.

–Mirad esas mujeres, con esos corpiños sujetos a sus cinturas, junto a esas blusas

abotonadas y con las faldas tan amplias. Creo que es una especie de traje regional de algún

país europeo –dijo Marianne, esperanzada.

–Y los dos coches que se ven en la foto, al ampliarse parecen un Audi y un

Volkswagen, ambos curiosamente de marcas alemanas –dijo Reeves, con aire pensativo–

. Chico, prueba a buscar alguna conexión entre Beinch y Alemania.

Fatboy se puso manos a la obra, y en pocos segundos encontró lo que buscaban. Al

parecer, Beinch era un pequeño pueblecito sin importancia de una región remota de

Alemania, donde las mujeres vestían con el tradicional Dirndl en época de fiestas. Sin

embargo los días festivos locales de aquel pueblecito no se correspondían con los periodos

vacacionales de aquí. Así pues, en su juventud el Padre Franklin había estado en

Alemania, junto con otro sacerdote, y posiblemente no era un viaje de vacaciones. ¿Tal

vez habían estado juntos en una especie de seminario?

Reeves decidió que ya nada más podía sacar de aquella foto, y decidió guardársela

después de que Fatboy la retirara del escáner. Tras agradecer a Marianne y al chico

pelirrojo su ayuda, y con la promesa de futuros intercambios de información, el anticuario

salió de la Guarida cavilando sobre los datos obtenidos. Era una pieza del puzle, que

esperaba completar con las obtenidas por Espectro y Vic Page. De momento lo único que

podía hacer era esperar.

El millonario Eduard Kraine examinaba los archivos restaurados del disco duro del

ordenador del Padre Franklin, al menos los pocos que habían podido salvarse. Según los

empleados del Departamento Informático de Industrias Kraine encargados del asunto,

había sido un milagro poder obtener algún tipo de información de aquella pieza, dado el

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estado deteriorado en que se encontraba. Pero al menos había algo por donde empezar,

así que Kraine cargó los datos en su ordenador portátil y se concentró en la labor de

examinarlos a fondo, encerrado entre las cuatro paredes de su despacho situado en la sede

de su empresa.

Los minutos pasaron apaciblemente, convirtiéndose en horas donde Kraine tuvo que

usar la virtud de la paciencia. Tras analizar los archivos de datos, el millonario y justiciero

se dio cuenta de que no había nada útil que pudiese desvelar alguna pista sobre el

fallecimiento del sacerdote. Listas de pedidos de materiales a la Iglesia, una pequeña

contabilidad de los escasos ingresos de la parroquia, fotos del Padre Franklin con

voluntarios de diversas entidades, y poca cosa más. Sin embargo, cuando Kraine pasó a

leer los emails del sacerdote, tras descifrar la contraseña de seguridad mediante su

software de encriptado propio conocido como WraithFilter, se dio cuenta de que allí había

algo interesante. Al parecer, últimamente el Padre Franklin había estado intercambiando

correos electrónicos con alguien llamado “MGR”, y en ellos el sacerdote reconocía que

se sentía observado, alguien le estaba vigilando, pero no sabía quien. Al principio no le

dio importancia, pero la cosa fue peor. Llamadas de teléfono amenazantes a altas horas

de la noche, pintadas en las puertas de la iglesia, incluso un motorista con una chaqueta

negra con el símbolo de un colmillo que le siguió durante más de una hora detrás de su

taxi.

Kraine leyó con atención la descripción del motorista, enseguida lo asoció con el

emblema de la Banda del Lobo, unos delincuentes que tenían en jaque a toda la ciudad

sin que nadie hiciese nada por pararles los pies. Se decía que realizaban ritos extraños y

adoraban al Diablo, pero eso eran supersticiones para causar el miedo a su paso, o al

menos eso pensaba Kraine. ¿Pero por qué una banda de maleantes motorizados iba a tener

algún interés en un pobre sacerdote como el Padre Franklin?

Kraine siguió leyendo, hasta llegar al último email que envió el Padre Franklin al tal

“MGR”, donde podía advertirse el estado de preocupación del cura.

«Buenas noches, mi querido amigo. Una vez más debo contarle que en contra de lo

que Ud. Supuso, mis temores se han vuelto acertados. No se trata de ninguna paranoia,

ni estado de ansiedad causado por el estrés, aunque es cierto que el miedo atenaza mi

viejo corazón. Pero creo saber el porqué de todo esto, y no es más que el fruto de la

semilla plantada en un lejano pasado, que ahora ha germinado dando fruto en el

presente. Creo que él ha vuelto, ya sabe a quién me refiero. No debimos enterrar aquel

horror bajo la alfombra. El pasado siempre vuelve. Es hora de que nos reunamos y

hablemos del asunto. Que el Señor nos proteja a ambos, pues corren tiempos peligrosos

para todos los que quisieron ver a los ángeles. Un saludo afectuoso. Padre Franklin,

capellán de la Iglesia de Saint Patrick».

¿Quién era ese tal “MGR”? ¿Cuál era la amenaza que presentía el Padre Franklin?

¿Cuál era el terrible suceso del pasado al que hacía alusión? ¿Y qué sentido tenían las

palabras «corren tiempos peligrosos para todos los que quisieron ver a los ángeles»?

Demasiadas incógnitas por resolver, el caso se presentaba difícil. Kraine ya no sacó

nada más que fuera pertinente de los archivos del disco duro, así que su siguiente tarea

fue examinar una foto que había tomado de la microcámara oculta en la muñeca izquierda

de su traje de Espectro, cuando había estado junto a Reeves y Page en el altar de Saint

Patrick. La fotografía mostraba los extraños símbolos escritos con la sangre fresca del

padre Franklin, runas incomprensibles para él. ¿Tendrían algún tipo de significado

religioso o cultural? Kraine cogió una lupa y observó con detenimiento los símbolos, pero

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todo parecía un galimatías carente de sentido alguno. Debía ser paciente, reflexivo,

analizarlo todo con profunda reflexión y calma.

Kraine cerró los ojos un instante, aislando su mente de los ruidos y estímulos externos.

Ordenó a sus cinco sentidos que permanecieran en suspensión, mientras despejaba su

mente de toda idea o pensamiento. Su respiración se volvió suave, acompasada, mientras

su pulso fluía con lentitud y su ritmo cardiaco se regularizaba. Siguiendo las enseñanzas

de su maestro, el hombre que le salvó la vida en oriente y que le adiestró en el arte de la

Senda Tenebrosa, invocó la fuerza espiritual presente en todo ser vivo, la energía que

unos llamaban el Ki, otros el Chi, pero que en resumen era el flujo vital de energía que

podía manipularse y controlarse para alterar determinadas funciones. Y como Koshiro

Katshume le dijo en una ocasión, «La diferencia entre lo que es y lo que debe ser depende

de nuestra percepción».

Kraine abrió los ojos despacio, y lentamente volvió a observar la fotografía…¡un

momento, allí había un símbolo que sí reconocía! Era claramente una esvástica nazi. Y

las manchas que habían a su lado, en realidad parecían formar las letras “V-E-R-R-Ä-T-

E-R”. Un nuevo interrogante se abría paso para sumarse a los ya existentes. ¿Por qué el

asesino había pintado la insignia de los nazis en el escenario del crimen? ¿Qué significaba

aquella extraña palabra a su lado?

Kraine se dirigió al ordenador, y entró en Internet. Nada más poner la extraña palabra,

los resultados eran traducciones de aquel sustantivo del idioma alemán al suyo propio.

No había duda alguna, Verrater en alemán significaba “Traidor”. Tal vez el Padre

Franklin hubiese hecho algo en el pasado por lo que alguien ahora le había ajustado las

cuentas. Y tal vez el siguiente en la lista fuese ese tal MGR.

A Kraine se le ocurrió la idea de buscar información sobre MGR, y sus manos se

dirigieron presurosamente al teclado. Pulsó las letras que componían aquella palabra y

después la tecla Enter. Sin embargo su búsqueda arrojó una multitud de resultados que no

tenían nada en común entre ellos, desde logotipos de empresas informáticas hasta un

grupo de inversiones de la India, pasando por multitud de personas cuyas iniciales se

correspondían con aquellas letras. Fue rastreando aleatoriamente algunos de aquellos

enlaces, pero pronto se dio cuenta de que era una pérdida de tiempo, no serviría de nada.

Kraine miró la hora, y observó que faltaba poco para la reunión pactada con sus dos

colegas, John Reeves y Vic Page. Evidentemente, los había investigado un poco, pues si

hasta ahora siempre había trabajado solo y le había ido bien era porque su maestro le

había enseñado a desconfiar de los demás, a ser precavido. El primero había resultado ser

un anticuario de Sawmill Street, un tipo raro y solitario que al parecer todos los de su

barrio respetaban. El segundo era un escritor y periodista ocasional, que siempre llegaba

al fondo del asunto aunque sus investigaciones le llevasen a terrenos peligrosos. Ambos

eran tipos duros, pero parecían de fiar. De momento les seguiría la corriente, a ver en qué

resultaba todo esto.

Kraine pulsó el botón del intercomunicador y habló con su secretaria para indicarle

que se marchaba a casa temprano, y luego salió del despacho para coger el ascensor. En

pocos minutos estaba otra vez montado en su Buggatti Bayron, su deportivo de lujo de

color rojo, aunque en realidad no iba a su casa. Pues si había llegado el momento de hablar

de venganzas, crímenes y asesinatos, el mejor preparado era sin lugar a dudas el justiciero

Espectro.

Vic Page se hallaba en su apartamento del edificio Wokston, bebiendo una cerveza

muy fría y comiendo un trozo de pizza. Había comenzado a leer el diario del Padre

Franklin que había recogido en la habitación del sacerdote, pero hasta el momento no

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había mención alguna que reportara su interés. Sólo parecía el diario de un joven

veinteañero que acababa de descubrir el mundo, y sus palabras revelaban el corazón

sincero y bondadoso del cura asesinado. Juventud, vitalidad, ansias de aprender, de ver

cosas…por eso el Padre Franklin se había enrolado cuarenta años atrás en un seminario

especial, un viaje al sur de un país europeo cuyo destino final era un pequeño y encantador

pueblecito alejado del mundanal ruido. Page se terminó la pizza y bebió la cerveza que le

quedaba de un trago, debía encontrar algo de interés en aquel diario, alguna pista útil. Se

lo debía al Padre Franklin. Abrió nuevamente el diario y se dispuso a leer por donde lo

había dejado.

“20 de mayo de 1970.

Nuestro lugar de destino es genial, una pequeña aldea rodeada por un paisaje de

exótica belleza. El clima de momento nos acompaña, apenas ha llovido aunque

empieza a hacer un poco de frío. Hemos tenido suerte y según parece estamos en

periodo festivo, Muller y yo nos hemos acercado a una feria situada al final del

pueblo. Los aldeanos son gente simpática y sencilla, y nos han acogido con los brazos

abiertos. Todo es maravilloso, ahora ya casi no recuerdo la dificultad de las pruebas

que tuvimos que pasar para que el Vaticano nos eligiese como candidatos. Mañana

conoceremos más sobre cuales serán nuestras funciones en el proyecto. Ahora me

voy a la cama, estoy muy cansado y se me cierran los ojos”.

“21 de Mayo de 1970.

Hoy hemos entrado dentro del complejo, y nos hemos llevado una sorpresa un

tanto desagradable. Lo primero que nos han dicho es que todo el asunto es alto

secreto, y que no debemos decir nada a nadie, ni tan siquiera a nuestras familias.

Luego nos han presentado a los militares encargados de dirigir el proyecto y velar

por nuestra seguridad, aunque Muller dice que no hacen falta tantas armas ni tantos

hombres para lo que se supone que debemos hacer. También hemos conocido al

equipo científico, una serie de nombres ilustres de diferentes nacionalidades y de

capacidades variopintas. Así que ya estamos todos, militares, arqueólogos,

ingenieros, historiadores, y por supuesto sacerdotes.

Por cierto, ya no vamos a poder salir del complejo hasta que terminemos nuestra

misión, así que a partir de ahora todo lo que escribo lo hago desde mi habitación,

que comparto con mi amigo Muller. Aunque se queja de todo a todas horas y

siempre está de mal humor, me encanta conversar con él. Es un tipo muy inteligente,

y prueba de ello es que también ha pasado las pruebas y está aquí, como yo.

Ahora a la cama, mañana nos espera un día duro de trabajo”.

Page observó que las siguientes entradas del diario se dispersaban en el tiempo, y que

además eran aún más cortas, como si el Padre Franklin hubiese dispuesto de mucho menos

tiempo para escribir en su diario. Además, no encontró ninguna aportación de interés,

pues al parecer el estricto secretismo que exigía el proyecto en el que estuvo involucrado

el sacerdote obligaba a no desvelar ningún detalle al respecto. Pese a ello, Page encontró

una sección que llamó la atención:

“28 de Mayo de 1970.

Hoy no se si podré dormir, estamos todos muy excitados. Tras una larga semana

de durísimo trabajo, hoy hemos empezado a recoger los frutos. Muller y yo hemos

traducido los diarios escritos en alemán, además de diversos papeles y documentos

antiguos. A pesar de que no nos han dado mayores explicaciones, enseguida nos

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hemos dado cuenta de que fueron escritos sobre la década de 1940. Y al ver la

insignia nazi en muchos de los documentos, hemos averiguado cual es su

procedencia, lo cual no deja de ser preocupante. Muller, sorprendemente, en lugar

de quejarse se ha esmerado aún más en el trabajo, mostrando un interés mucho más

allá de lo esperado. Casi diría que parece obsesionado, sólo habla y habla de lo

concerniente al proyecto.

El único problema es que los documentos que hemos traducido no solo hablan de

ciencia y religión. También hablan del Infierno y del Diablo que habita en él. Pero

creo que a nadie de aquí le importa eso”.

Page dejó de leer un momento. Proyectos secretos, documentos nazis, científicos y

sacerdotes reunidos bajo el mando militar…Eso no era nuevo para él. En sus comienzos

como escritor Page se había documentado para escribir una obra de ficción donde el

malvado de turno era descendiente del mismísimo Hitler, y cuyo plan para someter al

mundo civilizado era frustrado por un héroe sin rostro conocido como Doctor Misterio.

Aunque el libro apenas le sirvió para darle de comer, le hizo enterarse de que Hitler

siempre estuvo obsesionado con lo paranormal, siendo un gran fan del ocultismo. Por ello

en el Tercer Reich siempre existió una división especial donde los mayores expertos en

ciencia y tecnología unían sus conocimientos con historiadores y amantes del ocultismo,

en busca de armas poderosas que dieran la victoria suprema a los nazis. Sin embargo, con

el fin de la Segunda Guerra Mundial y la extinción del tercer Reich, todo aquello había

quedado relegado al olvido, bajo el peso de todo el horror y el sufrimiento que aportó la

terrible contienda. ¿O tal vez no?

Page volvió las páginas del diario, pero para su estupor ya no encontró nada más

escrito en ellas. Todo el resto estaba en blanco, y además faltaban páginas que habían

sido arrancadas. ¡Maldición, no podía ser, necesitaba saber más! Completamente

enfadado, el escritor lanzó el diario por los aires de un violento manotazo, y el pequeño

libro quedó tirado en el suelo quedando en una posición extraña. Todas las hojas se

hallaban reposadas sobre la cubierta del libro, a la izquierda, mientras que a la derecha

sólo quedaba el reverso, curiosamente doblado completamente hacia atrás. Como si

tuviese algo de peso extra.

La curiosidad insaciable de Page le hizo coger otra vez el diario, examinándolo con

detenimiento. Tras palpar con sus dedos el reverso, pudo darse cuenta de que

efectivamente allí había algo. Utilizando la navaja de bolsillo que siempre llevaba

consigo, rasgó cuidadosamente aquella parte del diario, y extrajo un papel doblado del

compartimento. Al desdoblarlo enseguida se dio cuenta de que era una hoja del propio

diario, una de las páginas arrancadas. Page se dispuso a leer ávidamente su contenido,

esperando encontrar más información sobre las andanzas del joven Padre Franklin.

“10 de abril de 1970.

El Proyecto Arcángel ha sido un completo fracaso. Nunca debimos

haber venido aquí, donde al parecer el Señor nos ha dado la espalda. No

se si alguna vez me recuperaré del horror que he presenciado, pero de lo

que no me cabe la menor duda es que nunca podré olvidar las terribles

imágenes que aún resuenan en mi mente, y que me acompañarán para

siempre hasta el día de mi muerte. Al menos estoy vivo, al igual que nuestro

mentor, el Padre Lucius. Ambos hemos decidido marcharnos y jurar que

nunca hablaríamos de lo sucedido aquí. No volveremos a comentar nada

sobre las muertes horripilantes, sobre la sangre que mancha nuestras

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manos, sobre el Mal que se abatió sobre nosotros como un lobo hambriento

con las fauces abiertas.

La mayoría de los militares y científicos han muerto, solo el joven

Sanders y unos pocos más han podido salvarse. En cuanto a mi amigo

Muller…¡Oh, dios mío, Muller! Lo que le ha pasado es simplemente

inconcebible, sólo espero que esté muerto, porque es lo mejor que le puede

haber pasado.

Mientras escribo estas líneas con manos temblorosas, con el cuerpo y el

espíritu envueltos por el manto del puro terror, es cuando me doy cuenta

del alcance de la ambición humana, capaz de transformarnos a todos en

seres codiciosos que no se detienen ante nada en satisfacer sus deseos.

Nosotros queríamos vislumbrar a los ángeles, pero sólo hemos conseguido

ver el rostro del Demonio. ¡Dios mío, que es lo que hemos hecho!

Sólo espero que el Señor nos perdone a todos, porque yo no puedo”.

Page leyó una y otra vez aquella hoja, escrita con una letra más inclinada y más grande

de lo normal, debido al pánico que debía estar sufriendo en aquellos momentos el Padre

Franklin. ¿Qué había sido exactamente el Proyecto Arcángel? Desde luego, la magnitud

de aquella tragedia había sido tal que casi nadie había sobrevivido, y uno de los pocos

que lo habían hecho acababa de haber sido asesinado. Y los otros dos supervivientes de

aquellos sucesos mencionados eran dos desconocidos, un tal Padre Lucius que al parecer

había sido el superior del Padre Franklin, y un tal Sanders que podría ser militar o

científico. Sin embargo, el segundo de los nombres le sonaba de algo. Sanders…¡Pues

claro, si lo había leído en el American Chronicles! Hacía poco tiempo que había

desaparecido una joven llamada Julie Sanders, cuando salía de estudiar en la biblioteca.

¿Sería una coincidencia, o había una conexión entre la joven desaparecida y uno de los

supervivientes del Proyecto Arcángel?

Vic Page sonrió mientras se ponía la chaqueta oscura y el sombrero a juego, pues él

lo tenía claro. Había una frase de Einstein que escuchó una vez en la facultad de

periodismo: «Coincidencia es la manera que tiene Dios de permanecer anónimo». Pues

en lo que a él concernía, Dios le estaba gritando al oído a pleno pulmón. Aquello era un

caso que iba a necesitar no solo de su astucia y perseverancia de escritor, sino también de

su actitud y personalidad más oscura. Y por ello cogió el revólver, que guardó bajo el

abrigo.

Tras salir del apartamento y entrar en el coche, Vic Page pensó que aquello pintaba

mal. Iba a ser muy complicado embarcarse en aquella misión, aunque no podía negarse a

ello. La muerte del padre Franklin le involucraba personalmente, además de que su

curiosidad de escritor le arrastraba a aquellas peligrosas aventuras de acción y misterio.

Al mirarse en el espejo retrovisor, se dio cuenta de que estaba sonriendo irónicamente.

¡De acuerdo, rayos, lo reconocía! Disfrutaba con todo esto, le gustaba dejarse llevar.

Aunque esta vez había una diferencia, iba a estar acompañado por dos tipos más raros

que un perro verde.

Lanzó una mirada al reloj del panel de mandos del vehículo. No había vuelta atrás.

Era la hora de volver a reunirse con John Reeves y Espectro.

***

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LOBOS

Aquella noche la luna permanecía invisible al haber sido engullida por la espesa capa

de nubes negras que presagiaban una inminente tormenta sobre Hollow City. Los

primeros indicios ya habían comenzado, pues un viento gélido azotaba con violencia las

calles del barrio de Sawmill Street, acompañado por las primeras gotas de lluvia que

pronto se transformarían en un verdadero aguacero. Sin embargo, el estado del clima era

algo que de momento no preocupaban a las tres personas que en aquellos instantes se

encontraban a salvo de la tormenta, reunidos en el sótano de la tienda de antigüedades de

John Reeves. Su dueño intercambiaba opiniones con los otros dos individuos presentes,

el escritor Vic page y el justiciero Espectro, y el resultado parecía cosa de locos.

Tras compartir toda la información obtenida de la fotografía, el disco duro y el diario,

parecía que los tres aventureros habían desvelado una historia que había quedado oculta

bajo el paso del tiempo. Una terrible crónica de horror y muerte donde se hallaba

involucrado un joven Padre Franklin, que seguramente había sido asesinado por alguien

que también era conocedor de aquel terrible suceso. ¿Pero qué era lo que habían sacado

en claro tras examinar todas las pistas?

–Así que el padre Franklin y varios sacerdotes más, seguramente todos ellos jóvenes

y brillantes en algún aspecto, fueron reclutados sin saberlo para participar en el llamado

Proyecto Arcángel, y que presuntamente fue llevado a cabo en algún lugar cerca de un

pueblo rural del sur de Alemania llamado Beinch. ¿Correcto? –preguntó Reeves, más para

sí que para los demás.

–Eso parece –contestó Page–. Tanto la fotografía como el diario indican que fue muy

amigo del tal Muller, que debió sucumbir junto al resto de integrantes del proyecto. Lo

que me intriga es qué diantres esperaban conseguir intentando finalizar un experimento

secreto de los nazis, no lo entiendo.

–Si los militares estaban en el ajo, es que buscaban algún tipo de arma, una fuente de

energía, o algo similar –intervino Espectro, que se paseaba por el sótano observando con

interés todas las reliquias que guardaba allí el anticuario–. En resumen, lo mismo que

todos, poder. Lo que yo me pregunto es por qué necesitarían a los sacerdotes.

–Creo que puedo responderte a eso –dijo Reeves–. Los símbolos que aparecen en la

foto de Saint Patrick que tomaste, escritos con la sangre de la propia víctima, tienen un

significado esotérico. Están relacionados con libros satánicos que hablan de Dios y el

Diablo, de los ángeles y los demonios, del Cielo y el Infierno. No sé exactamente cuál

sería el arma que esperaban conseguir los nazis en 1940, o los militares del Proyecto

Arcángel en 1970, pero obviamente tenía un significado religioso, al menos en parte.

–¿Y qué hay de ese tal “MGR”? –lanzó Page–. Si se mantenía en contacto con él e

iban a mantener una reunión, puede que sea el asesino. Además, obviamente es uno de

los supervivientes del experimento.

–No lo creo –contestó Espectro–. En el email lo cita como “querido amigo”, mientras

que en la ampliación de la foto aparece la expresión “Traidor”. Además, en el email el

padre Franklin se refiere a un tercero, Él. Alguien conocido tanto por él mismo como por

MGR, alguien que también debió participar en el Proyecto Arcángel.

–Pues las únicas dos pistas que nos quedan son los supervivientes, el Padre Lucius y

ese tal Sanders. Y también está el hecho de que el Padre Franklin parecía estar siendo

vigilado por la Banda del Lobo, esos delincuentes que se creen los amos de las calles de

Hollow City. ¿Qué pintarán esos tipos en todo este embrollo? –preguntó el anticuario,

pensativo.

–Se trata de una banda callejera un tanto peculiar, pues se cuenta que sus miembros

practican ciertos ritos satánicos. Si tienen algo que ver con la muerte del Padre Franklin,

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lo pagarán muy caro –al decir esto, la mirada de Page reveló parte de su personalidad

oculta, su yo justiciero que pugnaba por salir libre en momentos como aquel.

–Entonces, sugiero que sigamos nuestra opción más clara. Creo que es la hora de hacer

una visita a la familia de la desaparecida Julie Sanders. Si su caso no tiene nada que ver

con la muerte del Padre Franklin, al menos habremos descartado una posibilidad –

propuso Espectro.

Page y Reeves asintieron, y los tres salieron al exterior, encontrándose con el inicio

de la tormenta. Mientras cada uno iba en busca de su propio coche, se dieron cuenta de

que nadie había dicho nada de ir a la policía y contar lo que sabían. Ninguno confiaba en

ella, y preferían emplear sus propios métodos para resolver aquella misión que el destino

les había encargado. Además, la policía de Hollow City tenía fama de estar corrupta, y

encima estaba el hecho de que tampoco harían mucho caso de lo que pudiesen decir un

justiciero enmascarado, un anticuario con fama de estar algo chalado y un escritor de tres

al cuarto que se ganaba la vida contando historias descabelladas. Los candidatos perfectos

para ir derechos a un manicomio, si es que directamente no los encerraban en una húmeda

y lúgubre celda por ser los asesinos.

Era mejor hacer las cosas a su manera. Había llegado el momento de ver cuánto podía

dar de sí cada uno de ellos. Era la hora de pasar a la acción.

La noche se había hecho más oscura por culpa de la lluvia, que ahora caía con fuerza

desde el cielo encapotado. La calle estaba casi totalmente desierta, apenas unos pocos

viandantes sorprendidos por la tormenta marchaban todo lo rápido que podían buscando

cobijarse del furioso aguacero, intentando evitar los grandes charcos que se formaban en

el suelo del barrio de Silver Heights. Aquella zona situada cerca del centro no era desde

luego el lujoso barrio de Atherthon, pero al menos su categoría superaba la de Sawmill

Street o Green Leaf. Un buen lugar como cualquier otro donde perderse, o mejor aún,

donde vivir oculto y pasar desapercibido.

Delante del número 23, un pequeño edificio vetusto de paredes marrones mezcladas

con ventanas enrejadas y oxidadas, dos coches llegaron en mitad de aquella noche

tempestuosa, apagando las luces al estacionar en un lugar cercano. Del Lincoln del 71 de

color azul oscuro se bajó cojeando el anticuario John Reeves, utilizando un brazo para

apoyarse en su bastón y el otro para sujetar un paraguas que le cobijaba de la lluvia. Del

Buick Century de color gris se apeó el periodista Vic Page, vestido con sombrero y

gabardina, que corrió a resguardarse en el portal del edificio tras su compañero.

–¿Seguro que es aquí? –preguntó Reeves al periodista, mientras cerraba el paraguas

empapado tras sacudirlo un poco.

–Es lo que me ha dicho mi contacto del American Chronicles –respondió Page, que

había conseguido la dirección de la desaparecida Julie Sanders gracias al periodista que

había publicado el artículo.

Buscando en el panel de los botones de llamada, pronto encontraron el que buscaban,

con el nombre de J. Sanders grabado sobre la correspondiente lámina azulada. Page pulsó

el botón, y tras unos segundos contestó la voz vacilante y preocupada de una mujer.

–¿Si? –preguntó la voz femenina.

–Soy Vic Page, del American Chronicles. Desearía hablar con el señor Sanders sobre

la desaparición de su hija.

–Ya les hemos contado todo lo que sabemos, tanto a la policía cono a la prensa –

contestó la mujer, más angustiada que enfadada–. Por favor, déjenos en paz.

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–Lo siento mucho señora, no pretendo molestarles –insistió Page–. Solo quiero

hacerles unas pocas preguntas que arrojen un poco más de luz sobre el paradero de su

hija. Seré breve y discreto, se lo prometo, tan solo quiero ayudar.

–Váyase y deje de incordiar –soltó la mujer, y después se oyó el chasquido del

intercomunicador que señalaba el fin de la comunicación.

Page volvió a pulsar el botón, pero no obtuvo respuesta.

–Esto es muy extraño –dijo Reeves, frunciendo el ceño–. Desaparece su hija, acuden

a la policía y a la prensa, y poco después no quieren saber nada más del asunto. Esto me

huele a algo.

–¿Cansancio? ¿Desánimo? ¿Tal vez desaliento? –inquirió Page.

–Miedo –contestó el anticuario.

Page y Reeves intercambiaron miradas, y al final decidieron forzar la sencilla

cerradura que protegía la entrada al edificio, dirigiéndose hacia las escaleras que

conducían al tercer piso en busca del apartamento de los Sanders. Una vez ante la puerta

de la vivienda, Page llamó al timbre una y otra vez, hasta que su insistencia obtuvo

resultado. La puerta se abrió, y una mujer cercana a la cincuentena y vestida con una bata

sucia y de ir por casa asomó su demacrado rostro por ella.

–Ya he dicho que no quiero saber nada del asunto, déjenos en paz con nuestros

problemas –dijo aquella mujer, con ojos temblorosos que empezaban a cubrirse de

lágrimas.

–Señora, estamos aquí para ayudarles. Sabemos que nadie en esta ciudad moverá un

dedo para buscar a su hija, pero nosotros si lo haremos. Solo queremos hablar son su

marido, el señor Sanders –Page habló a la mujer con el tono más suave y condescendiente

que pudo.

–No lo entienden, John no está en casa. Mi marido no podrá ayudarles…¡porque él

también ha desaparecido!

Y ante las caras estupefactas del anticuario y del periodista, la señora Sanders no pudo

más y se dejó llevar por sus emociones, abandonándose a un terrible llanto que amenazaba

con imitar el torrente de agua que manaba de la tormenta, allá fuera en la oscuridad

exterior.

Delante del edificio donde residían los Sanders, en el tejado de un establecimiento de

comida rápida, una sombra se refugiaba del fragor de la tempestad bajo la escasa

protección de un enorme cartel agujereado que servía de reclamo para los posibles

clientes. La silueta se camuflaba perfectamente en la oscuridad gracias a su traje oscuro

y su capa grande y negra, la cual la envolvía a la perfección. Desde aquel punto

estratégico, la sombra podía vigilar perfectamente la entrada y salida de vehículos y

personas que se acercasen a la vivienda de los Sanders. Aunque estar de guardia en aquel

temporal de agua y viento era algo que pocos soportarían, el individuo de la capa estaba

acostumbrado a ello. Cuantas veces había hecho algo similar, acechar pacientemente a

sus objetivos hasta encontrar el momento adecuado para acercarse a ellos y realizar el

acto final, consumando el acto de la venganza. «La paciencia lleva a la perfección», le

había dicho su maestro mientras le aleccionaba en el milenario arte del ninjitsu.

Bajo su máscara de Espectro, Eduard Kraine sonrió al recordar como vengó la muerte

de su mentor. De ello no hacía mucho, pues fue justo antes de regresar a Hollow City.

Kraine había llevado muy mal la muerte en accidente de sus padres, iniciando un viaje

sin rumbo hacia el caos y la ruina, viajando de un lugar a otro buscando algo que aliviara

su espíritu roto y su alma atormentada. Y su vida podía haber naufragado del todo en un

mar de desorden y confusión de no haber aparecido Koshiro Katshume. Aquel hombre le

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salvó la vida, le proporcionó la paz que ansiaba, y fue como un segundo padre para él. El

joven Kraine fue adiestrado en la mística Senda de las Sombras por Katshume, y cuando

el gran maestro fue asesinado, utilizó todo lo aprendido para vengar su muerte. En una

noche oscura y siniestra como aquella en la que ahora se encontraba, Kraine aguardó con

paciencia y aguante hasta encontrar una fisura en la bien protegida casa del clan de los

Dragones Rojos. Después de acabar con todos ellos él solo, Kraine se encontró cara a cara

con su líder, Kenzo Kasamoto, el cual tembló de miedo al confundirle con un fantasma.

Un segundo después su cabeza cercenada rodaba por el suelo enmoquetado, esparciendo

la sangre por todos los rincones de la habitación. Su maestro había sido vengado, pero al

mismo tiempo había nacido el justiciero Espectro. Y si en el mundo había un lugar que

necesitase más justicia que cualquier otro, ese era la ciudad de Hollow City.

Bajo el estruendo de la tormenta, el sonido lejano de varios motores rugiendo juntos

despejó los pensamientos de Espectro. El vengador enmascarado usó unos pequeños

binoculares que llevaba en su cinturón y oteó con ellos en busca del origen de aquel ruido.

Justo donde comenzaba Silver Heights había un grupo de cuatro motoristas, lo cual no

sería extraño de no ser porque nadie en su sano juicio conduciría una motocicleta con

aquel tiempo infausto. Conforme iban acercándose de este a oeste en su dirección,

Espectro observó que los cuatro individuos motorizados llevaban chaquetas oscuras con

cadenas y otros adornos, y en sus vehículos se perfilaba el mismo dibujo: un colmillo

bañado en sangre. No necesitó ver sus rostros de mirada desafiante, sus largas barbas

greñudas o sus brazos cubiertos de extraños tatuajes para saber quiénes eran.

La Banda del Lobo había llegado.

Vic Page y John Reeves salieron del edificio, encontrándose con el frío abrazo de la

tormenta que les esperaba. Ambos permanecían en un silencio sórdido, después de haber

hablado con la señora Sanders. Aunque al principio mostró una actitud distante, sumida

en el dolor y en el llanto, poco a poco la habilidad de Page la incitó a calmarse y recuperar

fuerzas, tras lo cual llegó el momento en que el velo de la desconfianza se rompió por

culpa de la desesperanza. La buena mujer les contó todo lo que sabía, revelando que todo

había comenzado con la desaparición de su hija, Julie Sanders. Sus padres habían acudido

a la policía y a la prensa, pero se habían tropezado con la indiferencia de unos y otros.

Luego comenzaron las llamadas extrañas y amenazantes, que siempre se empeñaba en

responder el padre de Julie, John Sanders. Al parecer, John se autoinculpaba de la

desaparición de Julie, diciendo que todo se debía a ciertos asuntos de un oscuro pasado

que creía haber dejado atrás, pero que ahora regresaban para atormentarle. Y por último,

en la tarde del día anterior, unos hombres con pinta de matones vinieron montados en

motocicletas con decoraciones extravagantes, exigiendo a John Sanders que les

acompañara. Dijeron que solo sería temporalmente, y que si se negaba le harían daño a

Julie. La mujer rompió a llorar al recordar la mirada de despedida de su marido, el cual

le dijo que no dijera nada de todo aquello a la policía. Los hombres se marcharon con su

marido, no sin antes avisarla de que la estarían vigilando.

Reeves y Page preguntaron a la señora Sanders en que trabajaba su marido, y ella

contestó diciendo que era un simple científico de una empresa dedicada a fabricar

productos de alta tecnología, aunque antes había sido un hombre importante. Y,

efectivamente, de joven había estado una vez en Alemania, aunque no hablaba nunca de

ello porque le turbaba muchísimo. Tras despedirse de la señora Sanders y prometerla que

harían todo lo posible por ayudar a su marido y a su hija, Page y Reeves se marcharon.

Tenían a su hombre, efectivamente era el Sanders que buscaban, el que aparecía

nombrado en el diario del asesinado Padre Franklin. Uno de los supervivientes del fallido

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experimento llamado Proyecto Arcángel. Al parecer, unos individuos habían secuestrado

a la hija para obligar al padre a irse con ellos, y debían de tratarse de los mismos que

estaban tras la muerte del sacerdote. ¿Pero cómo encontrar a esos individuos?

Eso es lo que se preguntaban ambos aventureros cuando comenzaron a adentrarse en

la noche lluviosa, en busca de su compañero Espectro al que habían dejado vigilando en

el exterior debido a su vestimenta pintoresca y su fama de justiciero vengativo. Pero lo

que no podían imaginar es que la respuesta a esa pregunta la iban encontrar en aquel

mismo instante, justo delante de sus propias narices.

La intensa luz de un relámpago cruzó el cielo acompañado de un desgarrador trueno,

iluminando la tensa escena que se desarrollaba bajo la lluvia. Como si fuese una secuencia

rodada a cámara lenta, los cuatro jinetes motorizados pasaron por delante del portal del

edificio de los Sanders, justo en el momento en que Reeves y Page salían a la intemperie.

Las miradas de los dos grupos se cruzaron un solo instante fugaz, un momento crucial en

el que se dieron cuenta de que algo andaba mal. Un segundo trueno rompió los cielos, y

enseguida todo se desbordó.

Los miembros de la Banda del Lobo dieron media vuelta para encararse hacia los dos

investigadores, mostrando su habilidad a la hora de manejar las motos en aquel

resbaladizo y húmedo asfalto. Rápidamente aceleraron para intentar embestirles a toda

velocidad, pero tanto Page como Reeves se lanzaron rodando por el suelo para evitar el

impacto. Mientras se levantaban para recuperarse, observaron que los jinetes

maniobraban para realizar una segunda embestida. Apuntándoles con los cegadores focos

de sus vehículos, los motoristas se lanzaron alocadamente en parejas sobre los

aventureros, los cuales demostraron no estar precisamente desvalidos.

Vic Page desenfundó el revólver Calibre 38 Especial que guardaba bajo su abrigo,

apuntando con gran serenidad a uno de los matones a pesar de la borrasca que lo azotaba

con gran intensidad. Apretó con firmeza el gatillo, y la bala salió disparada por el cañón

con una rapidez y precisión mortal, alcanzando el lado derecho de la cabeza de su

objetivo. El jinete-lobo aún permaneció montado sobre su motocicleta unos segundos, a

pesar de que ya era un cadáver, hasta que el vehículo se estrelló contra un coche aparcado

al otro lado de la calle.

El segundo de los motoristas se lanzó sobre John Reeves mientras esgrimía un cuchillo

montañés de grandes dimensiones para intentar cortarle al pasar por su lado, pero se

encontró con una sorpresa inesperada. Un instante antes de llegar hasta el anticuario, éste

desenfundó la hoja delgada y afilada que se ocultaba en el interior de su bastón, y el

destello de un relámpago se reflejó en la superficie del brillante acero iluminando

brevemente la dura mirada del anticuario. En un santiamén el cuerpo degollado del

motorista caía sobre el suelo encharcado, mientras su moto resbalaba bajo la cortina de

lluvia perdiendo poco a poco velocidad en la misma medida en que su piloto iba perdiendo

la vida.

Un tercer maleante sacó una gruesa cadena y la enarboló con su mano izquierda

mientras con la derecha abría el gas de su moto a fondo, haciendo rugir el motor del

vehículo como una bestia herida. Iba a pillar desprevenidos a los dos héroes con su ataque

cuando de repente un punto centelleó en el aire, un pequeño objeto metálico que atravesó

oscuridad, lluvia y viento para terminar hundiéndose en el brazo derecho del motorista.

El miembro de la Banda del Lobo aulló de dolor al ser herido por aquella estrella metálica

con puntas afiladas, y al perder el control del vehículo tanto la máquina como su piloto

sufrieron una caída aparatosa. El motorista dio varias vueltas por el suelo, terminando

empapado y dolorido en una posición incómoda. Pero no tuvo tiempo de ponerse en pie,

pues una sombra se movió veloz hacia él, y lo último que vio fue una capa negra que

ondeaba al son del viento, una máscara oscura iluminada por dos carbones encendidos y

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un puño enguantado que se incrustó en su cabeza. Luego el dolor desapareció, y el

maleante quedó sumido en el abismo de la inconsciencia, un profundo sueño del que

tardaría varios días en despertar.

Solo quedaba un cuarto motorista, el cual observaba asombrado como Vic Page, John

Reeves y Espectro habían acabado en un momento con sus compañeros. Sin pensarlo dos

veces dio media vuelta para tratar de huir, pero antes de poder coger velocidad suficiente

para ello Vic Page disparó hacia el neumático trasero, reventándolo. El malhechor cayó

al suelo, sacando una escopeta recortada de un compartimento de la moto, aunque

Espectro se le adelantó desarmándole de una grácil patada en la mano. Reeves remató la

faena colocando la punta de su acero afilado en el cuello del rufián, mientras con la mirada

le desafiaba a oponer resistencia, lo cual evidentemente no hizo.

–Así que sois de la famosa Banda del Lobo –dijo el anticuario–. ¿Por qué nos habéis

atacado?

El motorista no dijo nada, limitándose a insultarles a todos con grandes blasfemias.

Era evidente que no iba a colaborar de buen grado, y sería necesario usar ciertas dotes de

convicción para hacerle hablar.

–Debían estar aquí para vigilar a la señora Sanders –Page se volvió hacia Espectro–.

Así que al final tenías razón, el padre de la desaparecida Julie Sanders es el científico que

menciona el diario del Padre Franklin, y estos tipos los tienen retenidos a ambos, aunque

no sabemos el propósito.

–Seguro que nuestro amigo sabe el motivo, y también donde los retienen –dijo

Espectro con la voz distorsionada gracias a la máscara que ocultaba su rostro.

–Pues no os voy a decir una mierda, jodidos cabrones –el bandido lanzó una risotada

burlona y luego escupió al aire de forma desafiante.

Entonces Espectro se acercó amenazadoramente, haciendo que su máscara rozase la

cara barbuda del motorista, provocando que éste se echase atrás con el temor reflejado en

su rostro.

–Hablarás –susurró con un dejo extraño e intimidatorio el justiciero enmascarado–.

Ya lo creo que hablarás.

Para sorpresa de sus dos compañeros, Espectro agarró con fuerza al esbirro y lo

arrastró a golpes por la calle, llevándolo hacia unas escaleras que descendían hacia una

solitaria estación de metro que había visto cuando estaba montando guardia. El anticuario

y el periodista se miraron sin saber muy bien que hacer y decidieron seguirlos, entrando

todos en el túnel bajo el suelo. Al pasar por delante de una cámara de seguridad, Page

colocó el sombrero de forma que ocultase sus facciones mientras que Reeves se levantó

el cuello del abrigo y ladeaba la cabeza para esconder el rostro. Espectro no se molestó

en evitar la cámara, pues la identidad del millonario Eduard Kraine quedaba encubierta

bajo su alter ego.

Los cuatro hombres entraron en el recinto del lavabo de caballeros, dando gracias

todos menos uno de que no había nadie allí en aquel momento. Espectro cogió al

motorista por el cuello y lo levantó del suelo, golpeándole la cabeza contra el sucio espejo

del baño. El cristal se rompió en varios pedazos, y el esbirro gritó de dolor, retorciéndose

bajo la férrea presa del justiciero.

–Habla, puedo seguir golpeándote toda la noche –amenazó Espectro.

–Tal vez esta no sea la mejor forma de obtener información –dijo Page, que no

acababa de estar convencido de los métodos de Espectro.

–Ahora mismo no tenemos otra opción, ¿no crees? –dijo John Reeves–. No podemos

dejárselo a la policía, ya sabes de sobra que tardarían una eternidad en sacarle algo a este

idiota, y eso si antes no consigue libarse gracias a algún picapleitos listillo. Imagina lo

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que pueden estar haciendo sus compañeros sectarios a la chica y a su padre, no creo que

el tiempo juegue a nuestro favor.

Mientras el periodista y el anticuario dialogaban, Espectro se dedicaba a castigar al

malhechor llenando su cuerpo de cardenales. Lo empujó con violencia de una pared a

otra, le torció una muñeca en un giro inverosímil, le propinó un par de puñetazos en la

cara y en el estómago, e incluso le aplicó una poderosa llave de artes marciales llamada

nikkyo, consistente en retorcer la muñeca y el codo para provocar un dolor insoportable.

Para sorpresa de todos, el prisionero aguantó todo el “tratamiento” del justiciero, riéndose

en sus narices mientras escupía sangre a través de sus labios partidos.

–¿Eso es todo lo que sabes hacer, fantoche? –se burló el bandido–. Sabed que hagáis

lo que hagáis, no podréis evitar que la Bestia, nuestro amado Señor de la Oscuridad,

obtenga al fin su venganza. El sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las

estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. El sello de la

prisión se romperá, y los ejércitos del mal se abalanzarán implacablemente sobre el

mundo, extendiendo a su paso un mar de caos y corrupción que lo cambiará para siempre.

El Bien se hará el Mal, el ángel se transformará en demonio, y el Cielo azul será para

siempre el Infierno llameante.

Tras pronunciar aquellas palabras místicas en un tono cercano al fanatismo demencial,

el motorista comenzó a reír con carcajadas siniestras. Fue entonces cuando Espectro no

pudo más, y dejándose llevar por la furia le clavó una mirada vengativa:

–¿Quieres ver el Infierno? Pues yo te lo voy a mostrar de cerca.

Y acto seguido el justiciero lo obligó a meter la cabeza en el interior de uno de los

mugrientos retretes, para a continuación tirar de la cadena. Mientras John Reeves movió

los labios para formar una sonrisa irónica aprobatoria, Vic Page abrió los ojos

desorbitadamente ante la terrible impresión de aquel acto. El pequeño recinto se llenó de

los gorgoteos del matón que rápidamente iba asfixiándose, mientras el justiciero mantenía

su presa sin mostrar ningún signo de que fuese a aflojarla. Al sentir la agonía de la

sustitución del oxígeno en sus pulmones por el agua del inodoro, el bandido movió las

piernas espasmódicamente, por lo que Reeves le sujetó las piernas para terminar de

inmovilizarlo ante la atónita mirada de Page.

Oscuros pensamientos fueron sucediéndose fugazmente en la mente de Espectro,

como páginas manchadas de un libro que iban solapándose una encima de otra, turbando

su espíritu. Veía el rostro de asesinos, psicópatas, violadores y demás delincuentes de baja

estofa que se burlaban de él, individuos pertenecientes a la peor calaña posible que

siempre salían indemnes de sus fechorías, esquivando el débil abrazo de la ley. Aquellos

criminales siempre quedaban por encima del sistema, se creían impunes ante la justicia,

y eso era algo que había que remediar. Había que devolver golpe por golpe, había que

contratacar con fuerza, aplastar el crimen, destrozarlo completamente, aniquilarlo hasta

que no quedase más que cenizas, hasta que la última rata de la ciudad quedase

exterminada…

–Creo que ya está bien, si muere no podrá decirnos nada –dijo Vic Page, posando

suavemente una mano en el hombro de Espectro para tranquilizarlo.

El justiciero salió de su éxtasis de ira al advertir el contacto del periodista, y al darse

cuenta de lo que estaba haciendo soltó al malhechor y dio un paso atrás, aturdido por el

impacto de haber estado a punto de rebasar la fina línea que separa el bien y el mal. Una

cosa era luchar contra los delincuentes con sus mismas armas, y otra bien distinta

rebajarse a convertirse en uno de ellos.

Reeves también liberó las piernas del hombre, y aunque era de la opinión de que el

fin justificaba los medios, al verlo completamente inmóvil no pudo dejar de pensar que

tal vez se habían pasado un poco.

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Page se arrodilló junto al cuerpo del motorista, retirando su cabeza de la sucia taza, y

respiró aliviado al ver que sus temores eran infundados, pues aunque el hombre había

quedado inconsciente aún estaba vivo.

Fue justo en ese momento cuando dos individuos vestidos con ropas inmundas y que

apestaban a alcohol y vómito entraron de repente en el lavabo, en busca de un lugar donde

pasar la noche a salvo de la tormenta. Los ojos de los dos vagabundos se abrieron de par

en par al contemplar aquella chocante escena: un hombre embozado en un abrigo negro,

un individuo disfrazado con un extraño traje y una larga capa, y otro arrodillado al lado

de un supuesto cadáver con la cabeza empapada. Los recién llegados pusieron pies en

polvorosa lanzando gritos de pavor, mientras los tres aventureros se daban cuenta de que

ya no podían hacer otra cosa más que huir de allí.

Abandonando a su pesar al prisionero inconsciente, Espectro, Page y Reeves corrieron

rápidamente abandonando los lavabos para intentar llegar hasta la salida de la estación de

metro, pero se encontraron con un problema en forma de varios fornidos guardias de

seguridad. Alertados por los gritos de los vagabundos, los celadores desenfundaron sus

armas reglamentarias para intentar intimidar a los tres aventureros, pero no pudieron hacer

nada frente a una nueva sorpresa de Espectro. El justiciero arrojó con presteza a los pies

de los guardias unas pequeñas cápsulas que al chocar contra el suelo liberaron un estallido

cegador al que le siguió una nube de humo denso, siguiendo la tradición de las antiguas

kemuridama de los ninjas medievales. Cuando los sorprendidos guardias pudieron

recuperarse del ataque, ya era demasiado tarde. Tras los restos de la humareda ya no

quedaba vestigio alguno de los héroes, los cuales se retiraron rápidamente hacia sus

respectivos vehículos para marcharse de allí a toda velocidad.

Nuevos misterios se añadían a los ya revelados, como la mención de la Bestia, las

misteriosas palabras apocalípticas del motorista, o el paradero desconocido de Julie y

John Sanders. ¿Podrían los héroes enfrentarse ellos solos contra todo aquel asunto, antes

de que fuese demasiado tarde? ¿Lograrían resolver el enigma antes de quedar consumidos

por la llama de la venganza? Aquella era la pregunta que rondaba por las mentes de

Espectro, Vic Page y John Reeves cuando se adentraron en lo más profundo de la noche

tormentosa que azotaba las calles de Hollow City.

***

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VENGANZA

Mark Bishop se hallaba solo en su mesa, mientras se llevaba al gaznate una cerveza

muy fría, la tercera en aquella noche tormentosa. Reclinándose en su asiento contra la

pared, el cabecilla de la Banda del Lobo observaba con interés el salón de la Caverna, el

tugurio sucio y hediondo donde se reunían los miembros de aquella siniestra hermandad

de motoristas adoradores del Diablo. El local estaba repleto, y prácticamente todos los

Lobos se encontraban en aquel instante bebiendo, fumando y peleándose entre ellos,

puesto que la noche no había sido propicia para realizar incursiones callejeras a lomos de

sus motos tuneadas. Tan solo se hallaban ausentes los cuatro miembros encargados de

vigilar el domicilio de John Sanders.

Bishop sonrió maliciosamente al pensar en aquel pobre hombre, y en su joven y

hermosa hija, ahora en manos de la Bestia. Desde que Bishop había llegado a ser el líder

de la banda, siempre había sentido que podían hacer cosas grandes, algo más que

dedicarse a la delincuencia callejera. Puesto que en el pasado había servido en el ejército,

había aplicado sus conocimientos militares llevando a la Banda del Lobo a lo más alto.

Pero para Bishop aquello no era suficiente, faltaba algo, un objetivo…un destino. Y la

aparición de la Bestia en su vida había sido la clave, él le había mostrado cual era el

verdadero camino, iniciándole en el auténtico sendero infernal. La Bestia había confiado

en Bishop, revelándole secretos inconfesables, incluso le había dado a beber unas pocas

gotas de su propia sangre, convirtiéndole en el primer iniciado de su nuevo culto, en su

mano derecha. Ahora era un hombre nuevo, puro, sin dudas en su interior, más fuerte,

más rápido…mejor en todos los aspectos.

En ese momento Bishop sintió una oleada de calor que le recorrió todo el cuerpo

de cabeza a los pies, y una punzada de dolor golpeó el interior de su cabeza. Se llevó las

manos a su testa rapada al cero, que ostentaba en su centro el tatuaje de un diablo de

mirada feroz y cuernos retorcidos, y las fue bajando hasta su rostro hirsuto y su barba

espesa. Unos segundos después, el calor se desvaneció al igual que el dolor de cabeza,

pero en su mente el mensaje permanecía claro: la Bestia, su Maestro, le llamaba una vez

más a su presencia. Debía acudir lo más pronto posible, pues no era conveniente

contrariarle, y menos ahora que sus planes de venganza y cambio estaban a punto de

cumplirse.

Bishop apuró la cerveza de un solo trago y se encaminó hacia la salida de la Caverna,

pero entonces una figura de casi dos metros de altura se plantó ante él, impidiéndole el

paso. Se trataba de Blackwolf, un musculoso adicto a las pesas y que había sido cliente

habitual de varias cárceles del condado, hasta que había pasado a formar parte de la banda.

Su mirada desafiante representaba claramente la desconfianza que habitaba en algunos de

los miembros de la hermandad sobre la Bestia y sus intenciones, un hecho que Bishop

creía haber aclarado, pero al parecer se había equivocado.

–Bishop, ya es hora de que nos digas quien es esa Bestia para el que ahora trabajamos.

De momento tú eres el único que lo ha visto, y los demás nos tenemos que conformar con

tus idas y venidas al lugar donde se oculta. ¿Desde cuándo el jefe de la Banda del Lobo

es un siervo? ¿Cuándo los hermanos han dejado de ser libres como los lobos de una

manada para convertirse en un puñado de esclavos a la espera de órdenes? ¡Yo digo que

ya está bien de todo esto!

Los Lobos aullaron y gritaron, espoleados tanto por las palabras del rebelde Blackwolf

como por los ríos de alcohol que surcaban sus venas en aquel instante. Si Bishop no ponía

freno a aquella situación, la cosa podría desmadrarse. Y nada ni nadie debía interponerse

en los planes del Maestro, ni siquiera un hermano descarriado.

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Bishop y Blackwolf se miraron fijamente, sin pestañear, como dos lobos enfrentados

por el liderazgo de la manada. El desafío había sido lanzado, ahora solo había que ver

cuál era el resultado. Líder y aspirante respiraron hondo, tensando los músculos y

comenzando a caminar en círculo muy despacio, manteniendo en todo momento el

contacto visual entre ambos, esperando a que fuese el otro el que realice el primer

movimiento.

El gigante Blackwolf atacó primero, una inmensa mole de músculos lanzada a plena

potencia, fortalecida por la ira y la rabia. Pero Bishop, poseedor de un entrenamiento

militar, fue más rápido y bloqueó a su contrincante, utilizando una llave de combate

cuerpo a cuerpo que aprovechó el peso del rebelde para lanzarlo sobre el suelo de la

Caverna. Blackwolf se levantó con la furia reflejada en su rostro, y cargó nuevamente

sobre su jefe, atrapándolo entre sus poderosos brazos. Jaleado por los gritos de sus

hermanos Lobos, el gigantón aplicó su tremenda fuerza sobre Bishop, el cual comenzó a

notar como sus costillas comenzaban a crujir, a la vez que poco a poco se quedaba sin

respiración. Aquella férrea presa hubiese terminado de una vez por todas con el antiguo

Bishop, pero no con el renovado siervo de la Bestia.

Invocando el nombre de Lucifer, Bishop reunió la energía de su espíritu bendecido

con los dones otorgados por su Maestro, y sus ojos se volvieron de un color rojo oscuro

mientras todos los músculos de su cuerpo parecían hincharse. Su cara comenzó a temblar

y a transformarse en una horrible máscara desencajada, y de su garganta surgió un rugido

bestial que amedrantaría a cualquier animal de la tierra. Aferrando las muñecas de su

contrincante y tirando de ellas al máximo, Bishop se liberó de la presa de Blackwolf,

mientras se escuchaba el crujido de tendones retorcidos y huesos rotos. El gigante rebelde

cayó de rodillas al suelo, gritando de dolor, pero Bishop no tuvo piedad. Con su mano

derecha, el jefe de los Lobos agarró el cuello de Blackwolf, lo levantó del suelo con gran

facilidad, y de un violento tirón arrancó de cuajo su nuez. Luego lanzó el cuerpo sangrante

y sin vida del rebelde como si fuese un pelele, yendo a parar a los pies de sus compañeros

estupefactos.

Bishop se erguía de pie, orgullosos y desafiante, con su cuerpo manchado de la sangre

de su rival, rodeado por los miembros de la Banda del Lobo. Una bestia, un demonio,

pero mucho más que un hombre.

–¿Alguien más quiere decir algo? –dijo Bishop, mirando a su manada.

Todo el mundo bajó la mirada al suelo, sin atreverse a decir nada, haciéndose a un

lado mientras su respetado jefe salía de la Caverna para acudir en pos de la llamada de la

Bestia.

John Sanders abrió los ojos, encontrándose en un lugar oscuro y frío. Poco a poco fue

saliendo de su letargo, recordando que había sido maniatado por unos motoristas

desarrapados, que le colocaron una capucha en la cabeza para que no supiera a donde

iban. Luego le había entrado el pánico, había comenzado a forcejear para intentar escapar,

pero lo habían dejado inconsciente de un golpe.

Enseguida notó que estaba en un lugar lleno de aparatos electrónicos de algún tipo,

pues a sus oídos acudían los característicos zumbidos incesantes del fluir de la energía. Y

también advirtió que no estaba solo.

–¿Quién hay ahí? –preguntó tímidamente Sanders.

La respuesta que obtuvo lo dejó helado.

–¿Papá? ¿Eres tú? –dijo una conocida voz femenina.

–¡Julie, hija mía! –Sanders se incorporó en la oscuridad, dándose cuenta de que le

habían quitado tanto las ligaduras como la capucha.

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Entonces se oyó un chasquido, y una serie de tubos luminosos comenzaron a arrojar

su trémula luz azul mostrando a Sanders el lugar donde se encontraba. Un gigantesco

laboratorio, equipado con las máquinas más modernas que un científico como él soñaría

con poder manipular, se revelaba ante su atónita mirada. Pero su curiosidad científica no

pudo rivalizar con el amor y la preocupación de un padre hacia su hija, y su mirada

enseguida se apartó de las máquinas para posarse sobre el cuerpo encadenado de su hija,

Julie Sanders. La joven parecía triste, demacrada, sus hermosos ojos transformados en

dos órbitas aterrorizadas, pero por lo demás no parecía herida.

–Julie, cariño, no te preocupes, ahora mismo te liberaré y nos iremos a casa –Sanders

se dirigió velozmente hacia el extremo del laboratorio donde se hallaba Julie.

Pero una presencia surgió de entre unos inmensos contenedores metálicos,

interponiéndose altivamente entre padre e hija. Ocultaba su rostro entre las sombras, pero

podía vislumbrarse que se trataba de un individuo alto, envuelto en un abrigo largo y

negro, con las manos cubiertas por sendos guantes de cuero oscuros.

–No tan deprisa, Sanders –la voz del desconocido, un susurro grave que tenía algo de

inhumano, causó sobre el científico dos sensaciones muy distintas. La primera fue ponerle

los pelos de punta por su tinte sobrenatural. La segunda, traerle a la mente una sensación

de familiaridad procedente de los recuerdos de un pasado lejano. De sus tiempos jóvenes,

de cuando era un científico tan brillante que fue reclutado por el gobierno para participar

en un proyecto secreto.

El maldito y horrible Proyecto Arcángel.

Entonces Sanders observó a su alrededor con más detenimiento, analizando

mentalmente el equipamiento científico que lo rodeaba. No era un simple laboratorio

vulgar y corriente. Su corazón comenzó a latir más rápidamente, al darse cuenta con

horror lo que estaba viendo.

Una réplica casi exacta del laboratorio donde trabajó cuarenta años atrás en un búnker

subterráneo bajo la aldea alemana de Beinch.

Sanders cayó al suelo, con la boca abierta de espanto y con los ojos llorosos. Los

recuerdos que creía haber olvidado, las imágenes de pesadilla que había soportado durante

años, los horrores presenciados que le torturaron durante muchas noches, todo le

sobrevino al instante como si un meteorito hubiese caído sobre él.

Sanders no necesitaba que el desconocido se mostrase a la luz, sabía de sobra quien

era. Y lo más importante, lo que quería de él. Pero lo que le hizo proferir un angustioso

llanto de desesperación fue la certidumbre de saber que haría todo lo que aquel individuo

quisiese. Porque así es el amor de un padre desconsolado hacia su hija cautiva.

La Bestia, también llamado el Maestro o Señor de la Oscuridad entre otros nombres,

rio de forma triunfal, al ver como el científico se venía abajo, tal y como él había previsto.

Todo estaba yendo según sus planes, y nada le impediría llegar hasta su objetivo final.

Pero aún había un cabo suelto por resolver. Para culminar su venganza, debía acabar

con el único superviviente que aún quedaba del Proyecto Arcángel.

Era hora de hacer una visita al Padre Lucius.

Al día siguiente, el American Chronicles y todos los demás medios de comunicación

de Hollow City anunciaban la celebración de la misa en honor al fallecido Padre Franklin,

que se realizaría al mediodía en la catedral de la ciudad. También algunos medios

dedicaban parte de su atención al suceso ocurrido la noche anterior en una estación de

metro, donde cuatro individuos se habían visto involucrados en una reyerta en los lavabos.

Al parecer estaba relacionado con el hallazgo de tres cuerpos, dos de ellos sin vida,

encontrados en una calle oscura del barrio de Silver Heights. La información difundida

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era escasa, solo se hacía mención a la Banda del Lobo y al justiciero Espectro como

posibles participantes del suceso, además de otros implicados no identificados.

Tras lo ocurrido en el metro, Vic Page, John Reeves y Espectro habían decidido

permanecer inactivos un par de días, ya que lo mejor era dejar pasar el tiempo sin que

nadie los viese juntos. Sin embargo cada uno de ellos seguiría investigando por su cuenta

acerca del caso del Padre Franklin, aunque de momento todas las pistas se habían agotado.

Ahora había que honrar al sacerdote fallecido, luego ya habría tiempo de continuar con

el asunto.

Poco antes del mediodía, la catedral de Hollow City ya estaba repleta. Puesto que el

interior del templo se hallaba completo, con las autoridades más notables de la ciudad

apoltronadas en sus primeras filas, la plebe tenía que conformarse con seguir la ceremonia

de puertas para fuera, aglomerándose tanto en las escalinatas del sacro edificio como en

los alrededores de la plaza adyacente. El dispositivo de seguridad para el acto incluía

tanto a miembros del cuerpo de la policía local como a un pequeño equipo de agentes del

vaticano enviados para la ocasión. Debido a la importancia de las personalidades

asistentes, el acceso al interior de la catedral había quedado altamente restringido, y solo

la prensa acreditada podía atravesar el cordón de seguridad.

Vic Page estaba entre los elegidos, puesto que había convencido a sus contactos del

American Chronicles para que lo destinaran como enviado especial al evento, debido a

su relación personal con el Padre Franklin. Situado lo más cerca posible que le habían

dejado estar del altar, justo al lado de la estatua de Saint Michelle, patrón de la catedral,

Vic Page podía vislumbrar al Alcalde Mallory, al Comisario Howard, y a otras personas

importantes como el millonario Eduard Kraine. Menuda gentuza.

A la misa también había asistido el anticuario John Reeves, de pie al lado de una de

las blancas columnas de mármol que sostenían la bóveda de la nave lateral izquierda del

edificio. Apoyándose en su bastón de pomo plateado, permanecía impertérrito y vigilante,

observando atentamente a la muchedumbre acumulada en los asientos de la nave central.

Todo estaba a punto para que comenzase la ceremonia, tan solo faltaba que de un

momento a otro hiciese su aparición el Obispo Ludovic para que diese comienzo el oficio.

Uno de los agentes de seguridad que vigilaba el acceso a las escaleras que conducían

a los aposentos privados del obispo consultaba su reloj de muñeca con aire de fastidio.

Aún faltarían horas antes de poder irse a casa, y seguramente se perdería el primer tiempo

del partido de los Hollow Riders. Y todo por culpa de ese sacerdote muerto, a quien en

realidad no importaba a nadie, pero por cuestiones políticas se le había dado una

notoriedad nada habitual. Política y clero, una mezcla explosiva desde el principio de los

tiempos, y que ahora los medios aprovechaban para dar carnaza al público. Y al final la

pagaban los de siempre, como él, de pie todo el día más aburrido que una ostra.

El guardia intentó mermar su hastío observando los adornos religiosos que recubrían

las paredes y columnas cercanas. Una gran cruz dorada, recubierta de gemas, se alzaba

en lo más alto como el símbolo de un dios vigilante encargado de proteger a todos los

miembros de su culto. El guardia torció el gesto despectivamente al pensar a cuantas

familias se podría alimentar con lo que valía aquel enorme crucifijo.

El sonido de una puerta chirriante hizo que el guardia desviase la mirada hacia la

figura que se perfilaba bajo el umbral. Si había llegado hasta allí significaba que el resto

de agentes de seguridad situados en los demás controles le habían dejado pasar. Sin

embargo, una pequeña señal de alarma se encendió en su mente, pues lo normal era que

alguno de sus compañeros le hubiese advertido por medio de la radio de la llegada del

individuo. Y no había sido así.

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–Espere un momento, señor –dijo el guardia, llevándose despacio la mano derecha a

la pistola enfundada–. Su presencia aún no ha sido verificada, debe identificarse…

Sin decir nada, el desconocido avanzó hasta quedar expuesto a la luz, lo que provocó

el espanto sobre el guardia. Aquella figura vestida de negro y enguantada poseía un rostro

horrible, inhumano, y lo peor de todo eran sus ojos…los ojos del diablo. Antes de que

pudiese reaccionar, el sobrecogido guardia vio como el intruso extendió la palma de su

mano derecha, y un chasquido retumbó a su espalda, haciéndole volverse.

El inmenso crucifijo metálico estaba ahora colgado boca abajo, completamente

envuelto en llamas, convertido ahora en el sacrílego símbolo de Satán, la cruz invertida.

Y lo último que vio el guardia fue como la gran cruz se desprendía de sus soportes y

volaba rápidamente hacia él, aplastando su cráneo bajo su enorme peso.

Eduard Kraine estaba sentado justo detrás del Alcalde Mallory, en la segunda fila de

los asistentes al funeral, por lo que vio con curiosidad como el guardia que custodiaba la

puerta del acceso desde la capilla mayor hacia la sacristía se llevaba la mano al auricular

de su oído derecho. Tras llevarse a los labios la radio, el guardia parecía insatisfecho, y

desapareció tras la puerta para realizar alguna comprobación.

Mientras tanto, Kraine tenía que aguantar la incesante cháchara del obeso Alcalde, el

cual no paraba de despotricar contra todo, llegándole el turno al clero.

–Todo esto por un decrépito cura de pueblo, lo que hay que aguantar. Howard, ¿ya

tenemos a alguien a quien cargarle el mochuelo?

–Aún no, señor Alcalde, pero estamos haciendo importantes progresos en la

investigación –contestó el Comisario, secándose la frente sudorosa con un pañuelo.

–Dile a tu pandilla de inútiles que muevan el culo o se irán a patrullar por turnos a la

Cloaca –gruñó el siempre insatisfecho Mallory–. El imbécil del Obispo Ludovic me está

presionando con este asunto, no sé que tenía de especial el tal Padre Franklin. Igual era

un pervertido como el Obispo, que se tira a todas las fulanas de Sawmill Street. ¡Eh, Ed!

¿A que no sabes como le llaman las chicas de los clubs que frecuenta el obispo?

–Pues no –contestó Kraine al ser aludido, evitando el impulso de abofetear al Alcalde.

–Doble L. ¡Jóder, si hasta lo lleva en la matrícula del coche!

–¿Y eso? –preguntó Kraine, más para seguirle la corriente al Alcalde que por otra

cosa.

–Por sus iniciales, ya sabes –Mallory se giró con cierta sorpresa y enseguida se dio

cuenta de que Kraine había vuelto a Hollow City hacía poco–. Perdona, Ed, no recordaba

que eres nuevo por aquí. Doble L, Lucius Ludovic. Menudo nombrecito tiene el pillastre.

Al escuchar las palabras de Mallory, Kraine se quedó completamente rígido. ¡El Padre

Lucius, el mentor del Padre Franklin en el Proyecto Arcángel, era el puñetero Obispo de

Hollow City! Ahora todo coincidía, debía ser el obispo con quien mantenía intercambio

de emails. ¡Claro, cómo no se había dado cuenta hasta ahora! Las iniciales MGR que

aparecían como el destinatario del correo del sacerdote fallecido no eran de ningún

nombre, eran las siglas de monsignore. Monseñor en alemán.

Disculpándose un momento, Kraine se levantó de su asiento y se abrió paso a

empujones, intentando avanzar hacia la salida lo más rápidamente posible. Su objetivo

era llegar al Buggatti Bayron rojo estacionado en el área de personalidades, pues para

hacerle una visita al bueno del Obispo sería mejor cambiarse de ropa.

Al parecer, las circunstancias habían hecho que el enmascarado Espectro tuviese que

reaparecer antes de lo previsto.

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Vic Page esbozó una sonrisa al ver como el millonario propietario de Industrias Kraine

abandonaba la catedral. Seguramente se había cansado de estar allí, aburrido, y ahora

marchaba hacia alguna de esas fiestas solo aptas para ricos y famosos. El escritor tomó

nota mentalmente de que entre sus posibles futuras obras debería dedicar algunas páginas

al mundo de la élite, a la gente de alta alcurnia que gozaba de posiciones privilegiadas y

se aprovechaba de ello, pisoteando a las clases más débiles. Y encima se pavoneaban de

ello, con sus trajes caros, sus deportivos de lujo, y sus amantes sacadas de las revistas de

modelos.

Una mano firme se posó encima del hombro de Page, haciéndole volver al mundo

presente. Cuando el escritor se dio la vuelta, se encontró con la presencia del anticuario

John Reeves, cuyo tenso rostro mostraba una grave preocupación.

–Reeves, ¿qué ocurre? –preguntó Page.

–Algo malo va a suceder, lo presiento. He percibido la presencia de algo maligno, una

entidad que desprende un aura de infinita vileza. El Mal está aquí –Reeves habló

contundentemente, y señaló con la cabeza hacia el altar vacío. Su don de percepción de

lo sobrenatural le había sacudido con una fuerza inusual, lo cual no indicaba nada

agradable.

–Tranquilo hombre, seguro que no pasa nada. Tal vez el Obispo esté indispuesto, y

por eso los agentes de seguridad han abandonado su puesto para comprobar su estado de

salud.

Tras decir aquello, Page se quedó pensativo un momento, dudando de sus propias

palabras. Luego contempló a Reeves, percibiendo su inquietud a través de su mirada de

ojos tristes.

–Está bien, de acuerdo, vayamos a echar un vistazo. Pero nada de meter la cabeza de

nadie en los retretes, ¿eh? –advirtió Page.

–Vale –contestó el anticuario con una sonrisa traviesa.

Page y Reeves se encaminaron disimuladamente por la nave lateral hacia la puerta

que conducía a las secciones más restringidas de la catedral, aprovechándose de que aún

no había regresado ninguno de los agentes de seguridad.

Y muy pronto iban a darse cuenta del motivo de la ausencia prolongada de los

guardias.

En las dependencias privadas del Obispo de Hollow City, Lucius Ludovic, se

encontraba su dueño, paralizado de horror ante la oscura figura plantada allí. A pesar de

los retratos de Papas y Santos que colgaban de las paredes, a pesar de las efigies de la

Virgen María y de otras figuras de la Iglesia que adornaban la habitación, su Ilustrísima

no parecía sentirse a salvo en aquel momento, y eso que supuestamente se encontraba

estar en la casa de Dios.

–¿Quién eres, y que haces aquí? –se atrevió a preguntar Ludovic al intruso.

–¿Es que no me reconoces, viejo amigo? –la Bestia se acercó al obispo, dejando que

éste contemplara sus rasgos con plenitud, para que el terror inundara su corazón.

–¡No es posible! Eres tú… ¡Oh, Dios mío, ayúdame! –gritó el eclesiástico, al

reconocer las facciones del individuo a pesar de las deformaciones horripilantes que las

cubrían.

–¡No invoques al falso dios, él no te va a ayudar! –respondió enardecido el Maestro–

. Arrodíllate y suplica al Señor de las Tinieblas, venera el nombre de Lucifer y tal vez sea

compasivo contigo.

–Perdóname, no quisimos hacerte daño, nadie quería que sufrieras aquel cruel castigo.

Todo salió mal, volvimos a repetir el mismo fracaso que tuvieron los nazis con el

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proyecto. El Padre Franklin tenía razón, nunca debimos intentar abrir las puertas del cielo

–el obispo cayó al suelo, llorando desconsoladamente.

–¡No pronuncies el nombre de ese traidor! Ya tuvo su merecido, y ahora te toca el

turno a ti, rata cobarde. Y en cuanto a ese desgraciado de Sanders, también me encargaré

de él cuando deje de serme útil. Despídete de tu mundo y de tu Dios, te enviaré al lugar

de donde yo vengo. Los demonios te arrancarán el alma del cuerpo y la irán devorando

lentamente, por toda la eternidad.

Acto seguido la Bestia tocó con la palma de su mano la cabeza del obispo, el cual

comenzó a gritar de dolor, mientras de su cuerpo emanaba un siniestro humo grisáceo y

el aire de la habitación se llenaba de un olor a carne quemada.

Pero el estruendo de la puerta de la habitación al abrirse de golpe impidió al diabólico

siervo del diablo terminar con su vengativa tarea, pues ahora tenía que enfrentarse a los

dos individuos que acababan de irrumpir en la estancia, que no eran otros sino Vic Page

y John Reeves. Mientras que el escritor empuñaba su revólver Calibre 38 Especial, el

cazador de monstruos desenfundaba el filo oculto en su bastón, y ambos contemplaron

asombrados por el horror la figura tenebrosa de la Bestia.

–Necios, no sé quienes sois vosotros, pero lamentaréis haberos cruzado en mi camino

–amenazó el diabólico ser.

Al ver como aquel engendro del infierno soltaba bruscamente al obispo y se acercaba

desafiante, Vic Page disparó su arma, pero entonces observó con estupor como la bala

caía al suelo medio derretida sin haber llegado a tocar su objetivo. Volvió a disparar varias

veces más, obteniendo siempre el mismo resultado, pues un aura mágica protegía a la

Bestia de los proyectiles, fundiéndolos en el aire antes de que lograran dañarle.

John Reeves atacó con su hoja de acero, provocando que el demonio tuviese que

cambiar de posición para esquivar el golpe. El anticuario lanzó varias estocadas rápidas,

una tras otra, pero se encontró con la agilidad sobrehumana de aquella criatura

sobrenatural, la cual conseguía evitar con facilidad todos sus ataques.

La Bestia se echó hacia atrás para obtener espacio, y extendió ambos brazos hacia

delante, musitando una plegaria al Señor de los Infiernos con voz gutural y cavernosa.

Acto seguido tuvo lugar una atronadora explosión de fuego abrasador, que llenó la

estancia de llamas incandescentes y de un asfixiante humo negro. Los cuerpos de Page y

Reeves fueron arrojados con violencia contra la pared del fondo de la habitación,

quedando aturdidos y con las ropas ligeramente chamuscadas.

La Bestia se volvió hacia el lloriqueante Obispo, que aún permanecía en el suelo

retorciéndose de dolor. El demonio se abalanzó sobre el objeto de su venganza, pero por

el rabillo de uno de sus ojos diabólicos captó un movimiento repentino en el cristal de la

ventana. Una sombra se dibujó amenazadoramente anticipando la lluvia de cristales que

inundó la habitación, aunque ninguno de los fragmentos de vidrio logró alcanzar a la

Bestia, pues su aura infernal convirtió los puntiagudos pedazos cristalinos en inofensivos

restos cenicientos.

El demonio clavó sus llameantes ojos en el intruso que acababa de hacer aquella

extraordinaria aparición, encontrándose con una figura encapuchada que lucía una

ondeante capa negra, la cual no era otra que el justiciero Espectro. Luego desvió la vista

hacia la espada afilada y de hoja ligeramente curvada que esgrimía aquel individuo, y al

instante supo que le causaría problemas.

–¡Estúpido disfrazado! –rugió encolerizado la Bestia–. Nadie te ha invitado a esta

fiesta, vuelve por donde has venido.

Apelando a las fuerzas oscuras de las que era amo y señor, la Bestia usó sus poderes

para que las llamas de la habitación adquiriesen la forma de una criatura humanoide hecha

de fuego, la cual se arrojó hacia Espectro embistiéndolo con furia. El héroe reaccionó con

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rapidez, esgrimiendo su capa ignífuga a modo de escudo protector frente al ataque de la

criatura ígnea. Luego contratacó con su katana trazando un semicírculo en el aire que

hubiese decapitado a un ser normal y corriente, pero que simplemente atravesó a la

criatura sin que al parecer la hubiese afectado lo más mínimo.

John Reeves intentó levantarse del suelo, apoyándose débilmente contra una estantería

de madera repleta de libros. Enseguida se dio cuenta de que la Bestia se disponía a

terminar su ataque contra el Obispo, mientras la criatura de fuego mantenía a raya al

combativo Espectro. Frente a él estaba Vic Page, que había tenido mejor fortuna y apenas

había salido dañado de la explosión, aunque sin embargo estaba desconcertado ante la

escena que se desarrollaba en la estancia. No era un cazador de monstruos experimentado

como él, y no estaba acostumbrado a enfrentarse a amenazas de carácter sobrenatural

como aquella.

La mente del anticuario funcionó a toda velocidad, a pesar del aletargamiento

producido por las heridas. Puesto que no había venido preparado con el equipo adecuado,

no poseía ningún arma que pudiera ser efectiva contra un enemigo como aquel, así que

rápidamente buscó con la mirada por toda la habitación. Nada de agua bendita, nada de

reliquias, ni siquiera una caja con hostias consagradas… ¡Un momento, sí que había algo

que podía ser útil!

–Page, usa aquella figura de cerámica, rápido –apremió el anticuario.

Vic Page reaccionó con la rapidez de un rayo, y obedeciendo la orden de su compañero

agarró una pequeña estatuilla que reposaba sobre el escritorio del Obispo y que

representaba a la Virgen María, lanzándola con todas sus fuerzas sobre la Bestia. El

demonio aulló de dolor al sentir como la efigie sagrada, un regalo de su Santidad al

Obispo bendecido por el propio Papa de Roma, estalló sobre su cabeza rompiéndose en

mil pedazos. El impacto fue tan brutal que algunos de los fragmentos de cerámica

quedaron incrustados en su cráneo deforme, del cual emanaban riachuelos de una sangre

espesa y oscura.

La Bestia retrocedió, llevándose las manos a su rostro. Al perder la concentración, la

criatura de fuego creada para enfrentarse a Espectro desapareció, quedando éste libre para

dedicar toda su atención al enemigo principal. El demonio se dio cuenta de que su

venganza tendría que esperar a otro momento, no podía arriesgarse a luchar herido contra

todos ellos a la vez. Había sido derrotado en aquella batalla, pero habrían otras más.

–Volveremos a vernos, y la próxima vez si acabaré con todos vosotros, malditos –

maldijo la Bestia.

Acto seguido el ser infernal se transformó en un gran cuervo negro, y su maligna

figura desapareció por el hueco de la ventana rota mientras desplegaba sus enormes alas

emplumadas, huyendo de la escena mientras surcaba el cielo encapotado. En un momento,

su imagen se convirtió en un punto gris que fue tragado por las oscuras nubes que

presagiaban una tormenta muy próxima.

–¿Estáis bien, amigos? –preguntó Espectro a sus compañeros, mientras se dirigía a

examinar al Obispo, que parecía estar al borde de la locura por todo lo sucedido.

Page ayudó a Reeves, a pesar de que orgullosamente reusaba su auxilio, y luego se

dedicó a intentar apagar el fuego de la habitación utilizando un pequeño extintor sujeto a

la pared. El fuego anaranjado fue rápidamente sustituido por la suave capa blanca de la

espuma, y del incendio tan solo quedaron algunos restos ennegrecidos y el olor a

chamuscado.

–Amigos, les presento a nuestro desconocido MGR, monseñor Lucius Ludovic, el

bienamado Obispo de Hollow City –dijo solemnemente Espectro–. Y que estoy seguro

de que tendrá una buena historia que contarnos, ¿no creen?

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Su Ilustrísima, al cual ya no le quedaba resto alguno de dignidad, intentó balbucear

algunas palabras de excusa, pero de nada le sirvió ante las miradas inquisitivas de los tres

hombres que permanecían allí con él, esperando una respuesta.

Había llegado el momento de desvelar los secretos enterrados en el pasado, revelar

los actos horribles que había querido mantener ocultos y que ahora volvían para

atormentar su alma impura.

***

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CACERIA

–¡Suéltame, déjame en paz! –gritaba inútilmente Julie Sanders, encadenada a la pared

sucia y fría del siniestro laboratorio.

Sobre ella se encontraba uno de aquellos barbudos y sudorosos miembros de la Banda

del Lobo, el cual sonreía lascivamente mientras intentaba besarla con sus repugnantes

labios. Otro de sus compañeros con el mismo aspecto desaliñado contemplaba la escena,

alentándolo para que le llegara pronto su turno.

–¡Dejad a mi hija, monstruos salvajes! –gritó John Sanders, dejando el panel de

control que estaba manipulando para intentar defender a la joven, aunque su arrojo no fue

suficiente.

Aquellos gorilas desviaron su atención de la hija al padre, y tras derribarlo de un

puñetazo comenzaron a propinarle varias patadas, mientras se reían burlonamente y

gritaban en voz alta lo que iban a hacerle tanto a su hija como a él.

Pero entonces la puerta del laboratorio se abrió, dejando ver la figura de anchos

hombros y cabeza rapada de su jefe, Bishop. Cuando el líder de la Banda del Lobo vio lo

que sus compinches estaban haciendo, montó en cólera y de un manotazo los arrojó a

ambos por los aires.

–¿No os dije que no debíais tocarles a ninguno de los dos? –Bishop se encaró con sus

subordinados, los cuales se frotaron sus cuerpos doloridos mientras bajaban las cabezas

avergonzados–. Para que el profesor Sanders cumpla con su cometido tal y como quiere

la Bestia, su hija no debe ser dañada de ninguna forma. ¿O acaso queréis ver a nuestro

amo enfadado?

Los lacayos se fueron en silencio, abatidos, mientras Bishop ayudaba al científico

magullado a ponerse en pie. Tras examinarle tanto a él como a su hija y constatar que no

existía ningún daño grave, ordenó a Sanders que continuara con su labor. Mientras éste

manipulaba un panel luminoso, la energía eléctrica fluyó a través de unos gruesos cables

de color gris desde un inmenso generador hacia dos aparatos que parecían ser proyectores

de algún tipo. Ambos proyectores chisporrotearon al activarse, y varias lucecitas azules

se encendieron a su alrededor.

–Ya casi está listo –anunció con voz triste el científico–. Solo faltan unos pocos ajustes

más y el proceso estará finalizado.

–¡Excelente noticia! –bramó la atronadora voz de la Bestia, irrumpiendo por sorpresa

en el laboratorio.

Bishop, al ver a su Señor, se arrodilló en señal de reverencia. Al bajar la vista al suelo

observó con extrañeza como éste se teñía de negro merced a las múltiples gotas de sangre

oscura que resbalaban por el cuerpo herido de la Bestia.

–¡Mi Señor, estáis herido!

–No es nada, buen Bishop, no te preocupes. Solo son rasguños sin importancia. Nada

que vaya a alterar mis planes.

A pesar de las palabras de la Bestia, Bishop notó que había algo en ellas que denotaba

cierta inseguridad. Su Señor había sido herido, no era tan invulnerable como creía, y por

tanto el propio Bishop tampoco lo era. Y enseguida tuvo la certeza de que habrían

problemas.

Reunidos de nuevo en el sótano de la tienda del anticuario John Reeves, los tres

hombres se miraban incrédulos, con sus mentes aún abrumadas como consecuencia del

relato del Obispo Ludovic. Antes de huir de la catedral, Page, Reeves y Espectro habían

escuchado de los labios del antiguo Padre Lucius una historia espeluznante, que

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demostraba hasta donde llegaba el ser humano por conseguir alcanzar la cima del poder

más absoluto.

Según el obispo, su cometido en el Proyecto Arcángel fue el de reclutar a un pequeño

grupo de sacerdotes brillantes, para participar en la investigación de los documentos nazis

del proyecto original. El objetivo había sido concluir con éxito el experimento allí donde

los científicos del Tercer Reich fracasaron. La misión era muy complicada, pues según

los documentos hallados lo que se pretendía era abrir las puertas del Cielo para poder

llegar hasta Dios. Por muy descabellado que pareciese, entendían que se podía activar una

especie de portal místico hasta el lugar físico donde existía la dimensión del Paraíso, y

para fabricar la llave solo necesitaban descifrar los símbolos místicos que contenían los

documentos, para luego transformarlos en una ecuación matemática que los científicos

convertirían en energía.

Pero todo salió mal, y en lugar de abrir las puertas del Cielo lo que abrieron fue una

entrada a un oscuro y lúgubre pozo, el umbral del mismísimo Infierno. Un pequeño grupo

de terribles demonios, cuyo aspecto era tan horrible que vislumbrarlos arrastraba a la

locura más absoluta, terminaron con la vida de la mayoría y con la cordura de los

supervivientes. Sin embargo gracias a los esfuerzos conjuntos de todos, al final pudieron

devolver a los demonios a su lugar de origen y destruir el portal, aunque con ello pagaron

un alto precio. El Padre Muller, el mejor amigo del Padre Franklin, fue arrastrado hacia

aquel agujero de tinieblas insondables, y lo último que vieron de él fue su rostro

desencajado por el terror, mientras las horrendas criaturas tiraban de su cuerpo con sus

manos sarmentosas. Los aullidos de la cruel agonía del sacerdote aún resonaron en aquel

lugar minutos después de haberse sellado para siempre el umbral del Infierno.

Ahora el Padre Muller había retornado al mundo convertido en aquella abominación

llamada la Bestia, y retenía en algún lugar de la ciudad al único científico superviviente,

John Sanders. Al parecer buscaba algo más que la venganza, y las palabras apocalípticas

del sicario de la Banda del Lobo al que intimidaron los héroes la pasada noche sólo tenían

un significado. Un significado terrible.

La Bestia quería abrir el portal al Infierno, y traer al mundo a sus horribles

compañeros, legiones de demonios hambrientos que se lanzarían sobre los inocentes para

masacrarlos en un sangriento Armagedón. El apocalipsis total, la oscuridad eterna.

Y lo único que se interponía entre la Bestia y su objetivo era un periodista entrometido,

un anticuario lunático y un justiciero extravagante, un trío que sin quererlo se había visto

atrapado en aquella vorágine de venganza, muerte y horror. La única pista que tenían era

que al parecer la Bestia utilizaba a la Banda del Lobo, aquel grupo de motoristas callejeros

satánicos, como lacayos obedientes para que le hicieran el trabajo sucio. Aquellos

miserables se reunían en un lugar secreto llamado la Caverna, cuya ubicación solo ellos

mismos la conocían.

Y los tres aventureros sabían muy bien quien podría facilitarles la localización secreta

del refugio de la banda de motoristas, y donde estaba exactamente aquel individuo ahora.

El problema sería como sacarlo de los calabozos de la comisaría de Hollow City.

La noche del día siguiente al ataque de la Bestia en la catedral de Saint Michelle, tres

hombres esperaban nerviosamente en el interior de un vehículo negro, con los cristales

tintados para impedir la visión desde el exterior. El coche, un moderno Syntrac-2000, se

encontraba estacionado en las inmediaciones de la Comisaría Central de Hollow City, y

su conductor habitual sonreía bajo su máscara de kevlar al pensar lo que ocurriría si los

policías del edificio se enterasen de que él estaba allí, tan cerca de ellos.

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Detrás de Espectro estaban sentados Vic Page y John Reeves, ambos vigilando con

expectación la aparición de su objetivo, que según lo previsto sucedería de un momento

a otro. Espectro había dicho a sus compañeros que la única forma de encontrar la Caverna,

el cubil de la Banda del Lobo, era hacer salir al miembro que estaba encerrado en el

calabozo y seguirlo hasta su guarida. Mientras él se encargaba de hacerlo salir, Page y

Reeves localizaron su motocicleta y la depositaron cerca de la Comisaría, no sin antes

ocultar un dispositivo de seguimiento que el propio Espectro les había entregado. A pesar

de que el justiciero enmascarado no les había contado a sus compañeros como iba a

conseguir que la policía soltase al delincuente, Page y Reeves decidieron no insistir en el

asunto, limitándose a confiar en Espectro y en su plan. Y es que el justiciero no podía

revelar que sería un abogado pagado por Eduard Kraine el encargado de lidiar con las

autoridades, y que además iba a ser el depositario de la fianza que haría salir libre al

motorista enjaulado. Lamentablemente era algo a lo que estaba acostumbrado a

presenciar, delincuentes puestos en libertad por culpa de los fallos del sistema gracias a

excusas como la falta de pruebas contundentes, la ausencia de testigos fiables, o el

pretexto de las facultades mentales mermadas.

Fue entonces cuando se produjo el suceso esperado. De las puertas del edificio

municipal emergieron dos figuras, la de un hombrecillo enjuto que portaba unas gruesas

gafas de pasta y la del bigotudo miembro de la banda callejera. Sin tan siquiera dar las

gracias ni despedirse, el maleante se dirigió hacia su vistosa motocicleta repleta de

siniestros logotipos, tales como calaveras llameantes o sonrientes demonios, y tras

arrancarla salió de la zona a toda velocidad sin mirar atrás.

–Amigos, abróchense los cinturones, comienza la carrera –anunció Espectro,

activando una pantalla luminosa que mostraba un plano callejero con un puntito luminoso

que se movía velozmente.

–Este coche es una caja de sorpresas –dijo Vic Page, maravillado ante el alucinante

cuadro de mandos del vehículo, que en nada se parecía al fabricado en serie para un

modelo tipo.

–Nuestro amigo enmascarado parece ser un hombre de muchos recursos –aseveró con

cierta ironía John Reeves.

Espectro arrancó el motor del Syntrac trucado, dándose cuenta de que sus amigos eran

hombres muy listos. Si no andaba con cuidado, podrían sospechar su verdadera identidad,

y a pesar de que confiaba en ellos, era preferible que de momento nadie sospechase que

el industrial Eduard Kraine era quien se ocultaba bajo la máscara castigadora de Espectro.

El vehículo se adentró en la jungla de asfalto, dejando atrás la Comisaría para

internarse en las calles de Hollow City. Una aureola de inquietud flotaba alrededor de los

héroes, pues sabían con certeza que si perdían de vista a aquel energúmeno, se extinguiría

la única posibilidad de llegar hasta la Bestia antes de que lograse su objetivo de abrir el

portal infernal. Aquella era la última jugada de la partida, una mano donde habían

apostado todo encima del tapete.

La cacería final había comenzado.

Espectro estacionó su vehículo, apagando el motor, mientras contemplaba en la

pantalla como la lucecita parpadeante que representaba la moto del objetivo permanecía

inmóvil. Por fin habían llegado hasta la Caverna, la madriguera de los Lobos de aquella

banda de delincuentes motorizados. Sorprendentemente, mientras perseguían a su presa

en aquella noche de tinieblas, poco a poco habían ido abandonado las intensas luces de

neón de la ciudad y sus calles bulliciosas para abrazar los bosquecillos silvestres que se

extendían alrededor de Hollow City. Tras abandonar la carretera principal que constituía

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la salida del puente de Brooksburg, el bandido había conducido su moto por serpeantes

caminos secundarios hasta que al final la señal del localizador se había detenido.

Tras aguardar un buen rato en el interior del coche por pura precaución, los tres

aventureros decidieron al fin salir al exterior, avanzando semiocultos entre los matorrales

salvajes. Enseguida localizaron unas luces cercanas distribuidas en varias alturas, lo que

indicaba la presencia de un edificio en mitad de aquellos polvorientos senderos. Y

enseguida lo tuvieron delante de sus narices.

Asomándose entre los troncos de un pequeño grupo de pinos, los tres héroes

contemplaron al fin la Caverna, que no era más que una estructura de madera de tres

plantas construida al estilo de un viejo motel rústico. Sobre el umbral de la entrada se

hallaba colgada la cabeza disecada de un enorme lobo negro, y bajo ésta un par de

farolillos alumbraban un destartalado cartel de bienvenida escrito con tinta roja, aunque

bien podía parecer sangre seca. Bajo un estrecho y alargado tejado de roble adjunto, sujeto

con varios gruesos troncos, se encontraban las motocicletas decoradas excéntricamente

de los ocupantes del local.

Enseguida los tres compañeros se dieron cuenta de que habían demasiados de aquellos

vehículos de dos ruedas, muchos más de lo esperado. Pero el tiempo transcurría en su

contra, y tras llegar allí no había vuelta atrás. Había llegado el momento de la verdad.

Bishop consultó la hora en el reloj cuadrado de la pared de la Caverna, mientras se

acariciaba la barba castaña con sus manos nudosas en actitud pensativa. Aquella sería la

noche en que todo cambiaría, la Bestia abriría el portal al inframundo y una plaga de

demonios sangrientos se abatiría sobre el mundo, comenzando con la cercana Hollow

City para luego ir devorando poco a poco el resto del país. Y él cabalgaría a lomos de su

flamante moto atravesando el viento, capitaneando la Banda del Lobo como una jauría

ávida que arrasaría todo a su paso, sin dejar a nadie con vida. Su destino era seguir a la

Bestia, sentarse al lado derecho de su trono llameante cuando reinase sobre este mundo

traidor y asqueroso, que siempre lo había tratado mal tanto a él como a los suyos. Ahora

había llegado el momento de resarcirse, y ser el animal dominante. El tiempo del hombre

se agotaba, era la hora del lobo.

–Hermanos, ha llegado la hora –Bishop se levantó de su asiento, acercándose a la

barandilla del piso superior del local desde donde miraba a sus hombres situados más

abajo–. Pronto la Bestia comenzará su dominio, y extenderá su poder en el mundo con

ríos de sangre, la sangre de nuestros enemigos. Todos aquellos que nos despreciaron, que

nos vilipendiaron, que nos repudiaron, todos caerán bajo el peso de las ruedas de nuestras

motocicletas. Por fin nos vengaremos de la sociedad que nos maltrató, demostrando que

somos los más fuertes. Todos se arrodillarán a nuestro paso, temblando de miedo al oír el

ruido de nuestras motocicletas acercarse en la oscuridad de la noche. ¡La Banda del Lobo

será conocida en el mundo entero!

Todos los jinetes aullaron al unísono como una febril manada de perros salvajes y

ebrios, embravecidos al escuchar las palabras de su jefe. Gritos a favor de su líder y de la

Bestia surgieron de sus retorcidas gargantas mientras alzaban sus jarras y brindaban en

señal de camaradería, mientras salvajemente se arrancaban las ropas, saltaban por encima

de las mesas del local o simplemente se empujaban unos a otros con confianza.

Un estruendo retumbó en el interior de la Caverna, acabando de sopetón con el alegre

griterío que reinaba hasta el momento en el lugar. Toda la atención de los matones se

centró automáticamente en el hombre del abrigo azul y sombrero, que sostenía

firmemente un revólver humeante, y en su compañero alto y delgado, que empuñaba un

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bastón con pomo de plata y cuya mirada desafiante vigilaba los movimientos de todos

ellos.

–Muy bien, amigos, se acabó la fiesta –dijo Vic Page apuntando con su arma al

numeroso grupo–. Sed buenos chicos y estaos quietecitos, no me obliguéis a disparar,

porque el próximo tiro no será de advertencia.

–¡Bishop, son ellos! –gritó el bigotudo motorista al que habían seguido los tres

héroes–. Son los que se cargaron a Manny, Tommy y Droug la otra noche. Y también casi

me liquidan a mí –el bandido se señaló las heridas que aún conservaba tras el

interrogatorio en los lavabos del metro.

–Insensatos, habéis venido a meteros directamente en la boca del lobo, y nunca mejor

dicho –Bishop observó fieramente a los recién llegados–. ¿Acaso creéis que podéis hacer

algo contra el poder de la Bestia? No sois dignos ni de arrodillaros ante sus pies, y venís

aquí hasta nuestra casa osando amenazarnos. ¡A nosotros, los Lobos, que somos sus hijos

bendecidos con sus dones! Solo sois un par de locos que desconocen a lo que en realidad

se enfrentan, pero yo os abriré los ojos a la verdad, os haré conocer el auténtico miedo.

Suplicaréis entre gritos de tormento que la Bestia os otorgue el perdón y purifique

vuestras almas, antes de que las envía al llameante infierno.

Bishop iba a decir algo más, pero fue interrumpido por un repentino sonido, el del

acero al ser desenvainado. El metal centelleó al surcar rápidamente el espacio y situarse

justo en un lateral del cuello del líder de los Lobos, mientras una sombra silenciosa

aparecía de la nada para acercarse junto a él.

–En algo si tienes razón, sectario, y es que estamos locos –susurró la voz de Espectro–

. Y como no nos digas donde está su amo y señor, irás a esperarlo tú a las puertas del

abismo.

Bishop dudó unos segundos, sorprendido ante la inesperada aparición de aquel

hombre de la máscara y la capa, que como un oscuro espíritu fantasmal había surgido de

entre las sombras a su espalda. Pero él era el siervo de la Bestia, y ningún temor podía

superar el del castigo de su señor por desobedecerle, así que optó por arriesgarse.

El jefe de los Lobos se echó hacia atrás para alejarse de la afilada espada de Espectro,

apoyando sus fuertes brazos sobre la barandilla del pequeño palco del piso superior. A

continuación, cuando parecía que iba a caer de espaldas, balanceó su cuerpo y lanzó hacia

adelante ambos pies, pateando el pecho del justiciero y obligándole a recular. La pelea

había comenzado.

Al ver como su jefe embestía al tipo enmascarado, sus subordinados hicieron lo propio

y se abalanzaron sobre Page y Reeves. El periodista disparó su arma, hiriendo a uno de

los matones gravemente, pero enseguida fue derribado al suelo y su cuerpo desapareció

engullido bajo una masa de cuerpos sudorosos. Por su parte, Reeves, que nada más entrar

en la Caverna había sentido en profundidad la presencia del mal en Bishop, desenvainó

la cuchilla oculta en su bastón y dando tajos al aire mantuvo a raya a los bandidos, los

cuales comenzaron a empuñar navajas, bates de béisbol, cadenas y otros utensilios que

tenían a mano.

En la planta de arriba, Bishop y Espectro mantenían un igualado duelo. Puesto que el

justiciero había perdido su espada a causa del golpe de su contrincante, no le quedó más

opción que recurrir a sus conocimientos de artes marciales para hacerle frente. Mientras

intercambiaban una lluvia continua de patadas, puñetazos y llaves de todo tipo, ambos

contendientes destrozaron el mobiliario que les rodeaba, haciendo astillas las sillas y

mesas, rompiendo las botellas de vidrio y agrietando las paredes de toda la planta. A pesar

de su entrenamiento militar, Bishop advirtió que estaba perdiendo la pelea, y en un

momento dado recibió tal golpe del justiciero que su cuerpo rebotó varias veces en el

suelo, emanando hilillos de sangre tanto de la nariz como de la boca. Pese a sus esfuerzos,

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Bishop no pudo levantarse, dándose cuenta de que había recibido una buena paliza. Pero

aún no estaba todo perdido.

Antes de que Espectro efectuase su ataque final, el líder de la Banda del Lobo lanzó

un gruñido animal, mientras sus ojos se teñían de sangre y de su boca emanaba un

riachuelo de saliva. Liberando el poder de la Bestia, Bishop atacó con el salvajismo bruto

de una fiera, sin dar cuartel al sorprendido Espectro que únicamente pudo cubrirse ante

tal muestra de fuerza. Imbuido por aquel desenfreno demoníaco, Bishop acorraló al

enmascarado, propinándole una serie de golpes brutales que rápidamente comenzaron a

hacer mella en su cuerpo. Espectro intentaba quitarse de encima a aquella bestia sin poder

conseguirlo, mientras aguantaba como podía un castigo cruel e inhumano. La fuerza de

los golpes de Bishop era tremenda, sólo la agilidad y la resistencia adquiridas por el

riguroso entrenamiento diario salvaron de una muerte segura al justiciero, hasta que al

final uno de aquellos ataques consiguió impactarle. Tras ser arrojado por encima del

mobiliario e incluso atravesar un delgado tabique, Espectro aterrizó con el cuerpo

desmadejado, a merced de su rival.

A sus dos compañeros de abajo tampoco les iban las cosas demasiado bien. Mientras

a Vic Page le daban una buena tunda que resistía gracias a su peculiar aguante, John

Reeves a duras penas podía evitar las embestidas de aquellos maleantes, equipados con

las armas improvisadas que habían conseguido del lugar. Tras derribar a varios oponentes

gracias a sus conocimientos de pelea callejera, el periodista fue superado al fin por el

número de sus rivales, uno de los cuales le estampó a traición un botellazo en todo el

cogote. Mientras su compañero caía aturdido, el anticuario lanzaba estocadas con su acero

a los bandidos, y la mala suerte hizo que en uno de sus ataques la cuchilla de su bastón

quedase atrapada en un taburete de madera que usaba defensivamente uno de aquellos.

Aprovechándose de su situación, los secuaces se arrojaron sobre él y lo sometieron tras

darle una serie de puñetazos y patadas.

Instantes después todo había acabado. Los tres héroes fueron maniatados por gruesas

cuerdas, mientras eran empujados, insultados e incluso golpeados sin miramiento alguno.

Bishop había revertido a su estado original, y su cuerpo ya no presentaba los signos de

estar consumido por el poder infernal que corría por sus venas. Comenzó a burlarse de

los hombres que se habían atrevido a enfrentarse a la Banda del Lobo ellos solos, con la

loca idea de intentar atrapar a su amo, la Bestia. Ahora era cuando al fin comprendían

cual grave era su error, cuan descabellado era su plan. Una misión que había terminado

en un desastre absoluto.

Mientras el jefe de la Banda del Lobo se vanagloriaba del poder de su amo y del

fracaso de los héroes, Espectro se fijó en un objeto que se hallaba en el salón de la

Caverna, medio oculto bajo una silla volcada de lado. Era el revólver de Vic Page, el cual

había sido olvidado tras la trifulca. El periodista siguió la mirada de Espectro y se dio

cuenta de la presencia del arma, y luego observó como el justiciero movía ligeramente un

pie en otra dirección, intentando señalar algo.

Tanto Page como Reeves se dieron cuenta de lo que intentaba indicar Espectro. El

lugar donde se encontraban estaba climatizado gracias a una enorme chimenea de gas,

cuyos gruesos conductos eran claramente visibles a lo largo de las paredes. Un disparo y

adiós a todo, ese era el plan. ¿Pero cómo iban a llevarlo a cabo si los tres aventureros se

encontraban atados?

Entonces el periodista y el anticuaron vieron como Espectro, con las manos atadas a

la espalda, comenzaba a mover los dedos de forma extraña, para a continuación hacer lo

mismo con las manos y las muñecas. Eran los movimientos de la disciplina ninja

denominada nawanukejutsu, el arte de escapar de las ataduras. En pocos segundos el

enmascarado iba a quedar libre, pero justo en ese momento uno de los bandidos iba a

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pasar por detrás suyo, con lo que se daría cuenta de lo que estaba tramando. John Reeves

lo evitó acaparando toda la atención, lanzándose hacia Bishop con un grito de rabia. Antes

de alcanzar al jefe, sus secuaces le tumbaron en el suelo y comenzaron a patearle y a

escupirle, consiguiendo otorgar a su compañero el tiempo necesario.

Espectro al fin sintió como sus extremidades quedaban liberadas, y lo primero que

hizo fue extraer silenciosamente un kunai (cuchilla pequeña de unos pocos centímetros

utilizada por los ninjas) oculto bajo su cinturón. Page le indicó con la mirada que estaba

preparado, colocándose lo más cerca posible del justiciero sin levantar sospechas.

Espectro actuó con rapidez, y con un solo movimiento cortó las ligaduras de Page con el

kunai, mientras que con la otra mano dejaba caer unas pequeñas bengalas de magnesio.

Mientras hacían su aparición una serie de pequeñas explosiones brillantes

acompañadas de nubecillas de humo, Page se lanzó a toda velocidad hacia donde estaba

el arma. Bishop fue el único capaz de reaccionar a tiempo, pero su cuerpo fue placado por

Espectro, el cual lo derribó lanzándose a sus pies. El periodista consiguió agarrar el arma,

y antes de que los bandidos consiguiesen atacarle disparó casi sin apuntar hacia donde se

hallaba la gran chimenea de gas.

La explosión que siguió a continuación fue tan ensordecedora que pareció como si

una bomba atómica hubiese estallado en aquel lugar. Olas de fuego barrieron todo el salón

de la Caverna, abrasando a su paso a toda la Banda del Lobo. Los cuerpos de todos ellos,

unos quemados, otros desmembrados por la onda de choque, fueron esparcidos como

simples muñecos por todas partes, mientras las llamas comenzaban a devorar con ansia

el edificio entero.

Espectro, Reeves y Page se habían salvado de la mayor parte de los efectos de la

terrible detonación gracias a encontrarse en el suelo, por lo que levemente heridos salieron

con paso tambaleante de aquel cubil de malhechores. Aquel nido ardiente ya nunca más

serviría de refugio para nadie, y menos para aquella banda de delincuentes.

–¡Esperad un momento! –dijo John Reeves, deteniéndose al instante y escrutando a

su alrededor.

–¿Qué ocurre? –preguntó Vic Page al ver a su compañero alerta.

En ese momento los tres héroes escucharon con claridad el sonido de una moto que

rápidamente se alejaba del lugar, acompañado del destello de una luz roja que ya iba

desapareciendo en la oscuridad.

–Es su jefe, estoy seguro –Reeves apretó los puños con rabia–. Detecto su aura

maligna huyendo a toda prisa.

–Esperad aquí, voy a por el coche –dijo Espectro, lanzándose a toda velocidad hacia

el lugar donde había estacionado su peculiar vehículo.

Mientras esperaban impacientes a que regresara su compañero, Page y Reeves

observaron como el espectacular incendio devoraba aquel tugurio con rapidez. El

periodista, al darse cuenta de que estaba desarmado, recogió de una de las motocicletas

aparcadas en el exterior una escopeta recortada cuya culata sobresalía del asiento. El

anticuario advirtió un brillo en el suelo, y al acercarse vio que se trataba de su bastón con

pomo de plata, el cual milagrosamente había quedado indemne tras ser expulsado por la

explosión. Sin embargo, la vaina no aparecía por ninguna parte, por lo que dedujo que

tendría que comprar una nueva en alguna tienda de Hollow City.

Los focos del vehículo de Espectro aparecieron de repente, seguidos por el sonido del

derrape de los neumáticos. Rápidamente subieron al coche y los tres aventureros

prosiguieron la caza del fugitivo, el cual seguramente les conduciría hasta el refugio de

su amo, el ser al que llamaba la Bestia. También esperaban que fuese el mismo lugar

donde retenían a los Sanders, y donde se estaba llevando a cabo el terrible experimento

que abriría el portal al fin del mundo.

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–Así que es aquí –dijo Espectro, aminorando la velocidad del Syntrac-2000 al penetrar

en la zona poblada de naves industriales, en un recóndito lugar alejado de la ciudad de

Hollow City.

Los tres hombres se bajaron del vehículo y anduvieron sigilosamente hasta acercarse

a una de aquellas estructuras, la cual parecía por su aspecto externo que estuviese

abandonada. Pero aquello era sólo fachada, pues el don de John Reeves les había

conducido hasta allí, en aquel solitario lugar en mitad de la noche, el lugar idóneo donde

ocultar la nueva versión del Proyecto Arcángel. Mientras avanzaban hacia la entrada del

edificio, pudieron contemplar como las luces que irradiaban las bombillas del sistema de

iluminación de toda la zona industrial parpadeaban repentinamente, al mismo tiempo que

un extraño zumbido electrónico inundaba el ambiente. Eso solamente podía significar una

cosa, y era que el momento de la apertura del portal estaba muy próximo. Tenían poco

tiempo, así que debían darse prisa.

Estaban a punto de llegar a las puertas de la nave cuando de repente éstas se abrieron,

descubriendo a cuatro miembros de la Banda del Lobo, los últimos que quedaban sin

contar a Bishop y que habían permanecido allí junto a la Bestia y sus prisioneros. Los

cuatro bandidos portaban armas de fuego, uno un subfusil, otro una escopeta, y los otros

dos sendas pistolas automáticas. Los delincuentes abrieron fuego contra los recién

llegados sin ningún miramiento, pues Bishop ya los había alertado de que le estaban

persiguiendo.

Espectro rodó por el suelo para evitar ser alcanzado por los disparos, y al completar

la maniobra quedó de frente hacia los tiradores con los brazos extendidos, tras lo cual dos

de ellos cayeron muertos al ser alcanzados por los pequeños pero mortíferos shurikens

del justiciero.

Mientras tanto Vic Page tomó cobertura detrás de unos contenedores metálicos,

mientras intercambiaba disparos con su escopeta recortada. Uno de los bandidos, el que

tenía el subfusil, cayó hacia atrás al ser alcanzado por uno de los impactos del arma del

periodista, con un boquete sangriento en el centro del pecho.

El último de los bandidos, el que manejaba la escopeta, al percatarse de que Page se

había quedado sin munición avanzó su posición hacia éste, pero entonces apareció John

Reeves cargando a toda velocidad mientras blandía su bastón-cuchilla. El bandido sólo

tuvo tiempo de realizar un disparo, que rozó ligeramente al anticuario, lo que le permitió

a éste hundir su estoque hasta el fondo en el corazón del malhechor.

Tras comprobar que se encontraban bien, los tres héroes avanzaron hacia delante, no

sin antes de que Page recogiese una de las automáticas de los bandidos muertos. Al

traspasar las puertas de la entrada, se encontraron en un estrecho pasillo iluminado por

las luces azuladas de los tubos del techo, y siguieron avanzando guiados por el sexto

sentido de John Reeves.

–Mucho cuidado, amigos, el aura sobrenatural que detecto ahí delante está muy cerca.

Y creo que es grande y poderosa –advirtió el anticuario, pues ahora recibía claramente la

emanación de las auras de la Bestia y de Bishop.

Tras abrir una puerta con sumo cuidado, por fin entraron en el corazón del edificio,

donde pudieron ver el moderno laboratorio compuesto por aquellos grandes aparatos de

alta tecnología que habían sido dispuestos por la Bestia para sus malévolos fines. Dos

enormes proyectores alimentados por un generador emitían rayos de energía, que además

de iluminar tétricamente el lugar también servían para crear una especie de pantalla

eléctrica suspendida en el aire. Cerca del generador se hallaba John Sanders, vestido con

una bata blanca de científico, que parecía ensimismado contemplando una serie de

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indicadores en un complicado panel de control. Unos metros a la izquierda, encadenada

a la pared, se encontraba su hija Julie, la cual contemplaba con el horror reflejado en sus

ojos el círculo negro que poco a poco se iba formando en la pantalla eléctrica. El portal

al infierno estaba a punto de ser abierto.

–Sanders, debe parar esta locura antes de que sea demasiado tarde –gritó Vic Page,

intentando hacerse oír por encima del ruido de todos aquellos aparatos.

–Lo siento, no tengo otra opción, tengo que proteger a mi familia –dijo el científico,

señalando con la cabeza hacia el rincón donde estaba su hija.

–Loco, ¿qué cree que pasará cuando el portal esté abierto y los demonios del averno

lo atraviesen? ¿De verdad piensa que usted y sus seres queridos se salvarán? –dijo John

Reeves, dirigiéndose hacia donde estaba Sanders.

Mientras el anticuario avanzaba a lo largo del estrecho espacio que dejaba el

equipamiento del laboratorio, Espectro y Vic Page se dirigieron hacia la joven cautiva

con la intención de liberarla de sus cadenas. En ese instante una sombra cruzó el aire, y

una figura aterrizó desde una de las pasarelas superiores justo delante del justiciero y del

periodista, interponiéndose en su camino. Era Bishop, el jefe de la extinta Banda del

Lobo, transformado por el poder demoníaco en un ser que tenía muy poco de humano.

Sus ojos rojos e hinchados sobresalían de un rostro surcado por oscuras y protuberantes

venas, su torso encorvado parecía más robusto que la última vez que lo vieron, y sus

manos se habían convertido en dos garras animales capaces de desgarrar la carne con

facilidad.

Al ver a Bishop, John Reeves quiso retroceder hacia donde estaban sus compañeros

para apoyarles en su inminente combate, pero el don le golpeó con tal fuerza que

instintivamente se agachó, evitando así ser alcanzado por algo grande, negro y

emplumado que surcó el aire junto a él aterrizando a unos pocos pasos. El inmenso cuervo

de ojos oscuros y brillantes armado con un pico afilado se quedó mirándolo fijamente, y

a continuación comenzó a retorcerse en terribles convulsiones, hasta transformarse

rápidamente en la Bestia.

–Nunca imaginé que alguien como vosotros llegaría hasta tan lejos, pero eso no

importa. No podéis hacer nada, habéis llegado demasiado tarde. ¡Mirad! –dijo la Bestia,

alzando la vista en dirección al portal.

Horrorizados por el espectáculo, todos observaron como el círculo de oscuridad que

flotaba en el aire, en el espacio creado entre los dos proyectores de energía, había crecido

hasta tener un diámetro de casi cinco metros. Por aquel hueco de densa negrura emergían

una docena de brazos demoníacos que se agitaban furiosos mostrando un ansia terrible

por traspasar el umbral. Los demonios se agolpaban en el otro lado del portal luchando

por atravesarlo, impacientes por comenzar la devastadora invasión que pronto tendría

lugar.

Vic Page fue el primero en actuar, disparando la automática arrebatada a uno de los

bandidos contra Bishop. Pero el demonio demostró ser increíblemente rápido, pues

abandonó el espacio que un instante anterior estaba ocupando antes de que las balas lo

alcanzasen. Con un movimiento de sus garras lanzó por los aires al periodista, el cual

cayó con el pecho sangrante cerca de donde estaba Sanders, emitiendo un grito de dolor

al darse cuenta de que su brazo izquierdo había quedado herido por la caída.

Espectro reaccionó lanzando una serie de ataques de artes marciales contra Bishop,

puesto que había perdido su espada en la explosión de la Caverna. Sin embargo la criatura

demostró ser más hábil, evitando los golpes gracias a su agilidad. Aunque uno de los

golpes del justiciero si impactó al demonio, éste ni siquiera pareció sentir el impacto, y

lanzando un feroz rugido Bishop hirió a Espectro con la ayuda de sus garras, atravesando

el kevlar protector del traje del enmascarado.

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Mientras sus compañeros luchaban contra el siervo, John Reeves permanecía ocupado

con el amo. El cazador de monstruos usó su estoque contra la Bestia en un intento de

ensartar su cuerpo, pero aquel engendro que una vez fue el Padre Muller demostró ser un

adversario con recursos. Alzando una mano, la Bestia creó una llamarada tan intensa que

calentó el arma de Reeves hasta tal punto que el anticuario tuvo que soltarla con un grito

de dolor. A continuación el ser infernal apuntó con un dedo a Reeves, y un rayo ígneo

brotó de su índice alcanzándolo de pleno. El anticuario tuvo que desprenderse a toda

velocidad de su abrigo mientras las llamas lo consumían con voracidad, a la vez que tenía

que soportar la risa burlona de Muller.

Mientras tanto, en el otro combate que se desarrollaba en el laboratorio, un herido

Espectro intentaba aguantar como podía los poderosos ataques del monstruoso Bishop,

manteniéndose en pie a duras penas. Sus conocimientos de la lucha cuerpo a cuerpo y su

dominio de los secretos de la Senda de las Sombras imbuidos por su maestro de nada le

servían en aquella ocasión, pues aquella criatura sobrenatural estaba mucho más allá. Al

final Bishop se hartó de jugar con el justiciero, y cogiéndolo por el cuello con una sola de

sus garras lo alzó del suelo, escrutándolo son sus maléficos ojos.

–Ahora morirás, sabiendo que tu mundo perecerá gracias al poder de mi amo –dijo el

monstruo mientras le mostraba la garra abierta con la que estaba a punto de rematar al

justiciero.

A pocos metros de allí, Vic Page se arrastraba por el suelo hasta donde estaba el

científico, suplicándole que parara el experimento.

–Vamos, Sanders, usted puede hacerlo. Es el único que puede detener toda esta locura.

Hace años vio el resultado del Proyecto Arcángel realizado en Beinch, y los recuerdos de

aquello aún le acosan en sus pesadillas. ¿Es que no tuvo suficiente? ¿Acaso quiere hacer

resurgir todo aquello? Esto no es lo que querría el Padre Franklin.

Sanders posó su mano sobre la palanca que controlaba el flujo de energía, dispuesto a

aumentarlo para abrir el portal de par en par y permitir el paso de un lado a otro. Sin

embargo comenzó a dudar por las palabras del periodista, y los remordimientos

comenzaron a hacer mella en su conciencia. Miró a Page, y luego contempló a Bishop y

a su amo, a punto de terminar con sus oponentes. Luego observó el portal y a los demonios

que estaban a punto de colarse por el agujero, y a continuación desvió la vista hacia donde

se encontraba su hija. Julie le devolvió la mirada, asintiendo con la cabeza.

Realizando el único acto bueno de toda su vida, Sanders bajó la palanca hasta el punto

cero, deteniendo completamente el flujo de energía. Una vibración recorrió el aire, a la

vez que los rayos azulados que emitían los proyectores comenzaban a remitir, lo que

provocó que el portal disminuyese progresivamente su tamaño.

La Bestia lanzó un grito de rabia inhumana al darse cuenta de lo que había hecho

Sanders, y avanzó hacia donde estaba el científico, pero algo cayó sobre su rostro horrible

y parte de su pecho y hombros. Al llevarse una mano a la cara y retirarla, sus dedos

mostraron una sustancia granulada de color grisáceo.

–¿Qué es esto, sal? –dijo sorprendido la Bestia–. ¿Me atacas con sal, como si fuese un

brujo de la Edad Media?

Reeves lanzó al suelo el pequeño saquito vacío, donde había guardado la sustancia

arrojada sobre el siervo satánico, y sacó un objeto plateado y brillante que empuñó como

si fuese un arma ante el atónito ser.

–¿Y ahora esgrimes ante mí un crucifijo, como si fuese un vulgar vampiro? –la Bestia

no salía de su asombro–. Debes haber perdido el juicio ante tu inminente derrota. ¿Y ahora

qué es lo que viene a continuación, ajos?

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El cazador de monstruos apretó un resorte oculto de su crucifijo y apareció una

pequeña llama azulada en la base del eje vertical. Mirando fijamente a los ojos de la

Bestia, le dijo:

–¿Quién ha dicho que eso sea sal común, engendro? –sonrió Reeves, lanzándole a

continuación el crucifijo–. Dale recuerdos a Satán.

Cuando la llama tomó contacto con la misteriosa sustancia, un fuego azul brotó con

intensidad envolviendo a la Bestia, provocándole un dolor tan terrible que comenzó a

aullar angustiosamente. La mezcla de Reeves, nitrometano y agua bendita en forma de

sal, hizo su efecto rápidamente, y la Bestia cayó al suelo convertido en una brillante bola

de fuego cerúleo. Un instante después dejó de moverse y de gritar.

La Bestia había muerto, y al fin el alma del que fuera el Padre Muller podría descansar

en paz.

En otro rincón del laboratorio, tuvo lugar otra transformación, pues el siervo de la

Bestia perdió su poder tras el fallecimiento de su amo. Antes de que pudiera asestar su

golpe mortal a Espectro, Bishop retornó a su verdadera forma, viéndose obligado a aflojar

su presa. El justiciero no perdió el tiempo y aprovechó la ocasión, y sujetándose con las

manos al brazo de su enemigo apresó el cuello de éste con sus piernas, para a continuación

derribarlo al suelo en un movimiento conocido como sankaku jime. Utilizando esta

técnica, a Espectro le fue fácil aplicar la fuerza de sus piernas en forma de presa asfixiante,

privando del oxígeno a su contrincante hasta que éste quedó inconsciente, con el rostro

completamente enrojecido.

Espectro se levantó del suelo, exhausto, y se dirigió hacia donde estaban Vic Page y

John Reeves. A pesar de que los tres estaban heridos, no habían sufrido daños que no

pudieran curarse tras unos días de reposo. Los tres héroes contemplaron como Sanders

cogía una llave del bolsillo de Bishop y liberaba a su hija, fundiéndose ambos en un gran

abrazo. El portal había desaparecido, y con él los demonios que habían estado a punto de

atravesarlo. Todo había salido bien, el mal había sido vencido y el mundo vería un nuevo

amanecer sin que nada hubiese cambiado.

Sin embargo aún había algo que hacer, y fue el propio Sanders quien lo expresó.

–Esta tecnología debe ser destruida para siempre. Nunca más debe haber otro Proyecto

Arcángel –dijo el científico.

–Nosotros debemos irnos antes de que llegue la policía, encárguese usted –dijo

Espectro, que estaba atando a Bishop con las mismas cadenas que antes habían apresado

a la joven Julie mientras reprimía el impulso vengativo de darle un escarmiento allí y

ahora.

Sanders asintió, y junto con su hija se despidió de los tres aventureros, los cuales se

marcharon a toda prisa del lugar a bordo del coche de Espectro. A lo lejos podía

escucharse el sonido de las sirenas de la policía, mientras el sol del amanecer comenzaba

a irradiar los primeros rayos de luz que disipaban la oscuridad de la noche.

Al día siguiente, en el Cementerio General de Hollow City, dos hombres depositaron

una corona de flores ante la tumba del Padre Franklin. Vic Page lucía una escayola en su

brazo izquierdo y unos cuantos moratones en el rostro, mientras que a su lado John Reeves

presentaba algunas quemaduras en las mejillas y en la frente. Ambos permanecieron en

un silencio respetuoso, mientras cada uno a su modo recordaba al sacerdote que tanto

bien había hecho en la comunidad.

Descanse en paz, Padre Franklin, ya ha sido vengado. Que Dios le acoja en su seno.

Amén.

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En las inmediaciones del lugar donde una vez se alzó el local conocido como la

Caverna, la policía de Hollow City se encargaba de analizar la escena con la mayor

celeridad posible. El Alcalde James Mallory hablaba con el Comisario Howard,

instándole a que terminara de cerrar el caso lo más rápidamente posible, pues pronto

serían las elecciones y aquel suceso no debía empañar su carrera hacia la reelección.

Mallory iba a iniciar uno de sus discursos difamando la labor del Comisario cuando uno

de los agentes se acercó mencionando que Eduard Kraine había llegado en una limusina.

–¿Kraine? –dijo sorprendido el alcalde–. ¿Qué hará ése aquí? Igual quiere disculparse

por haberse largado tan rápidamente de la Catedral el día del funeral. A todos éstos

millonarios les falta un tornillo, te lo digo yo, Howard.

Mallory ordenó al agente que dejasen entrar a Kraine en la zona acordonada, e

instantes después estaba estrechándole la mano y obsequiándole con una de sus falsas

sonrisas.

–¡Kraine, muchacho, me alegro de verle!

–Hola, alcalde, la verdad es que vengo por negocios. Necesito un lugar donde poder

ubicar una de mis fábricas, y al enterarme de que esta zona iba a quedar deshabitada he

venido a echar un vistazo.

–Pues mira todo lo que quieras, Eduard, como si estuvieses en tu casa –dijo Mallory,

que ya estaba viendo una oportunidad de negocio si Kraine se quedaba con el terreno–.

Te dejo un momento que ahí está la prensa, voy a hacer algunas declaraciones y a sacarme

unas fotos, a los perros hay que darles carnaza de vez en cuando.

Mientras Mallory se alejaba riéndose de sus propias ocurrencias, Kraine se acercó a

las ruinas de la Caverna que aún conservaban el aroma acre del humo. Luego cerró los

ojos y juntó las yemas de los dedos de ambas manos en un mudra, un gesto de

concentración espiritual. Tras invocar el chi de su interior y concentrarse en una imagen

mental, Kraine sintió como una fuerza le atraía hacia una determinada posición. Tras

avanzar un poco entre los restos del incendio, se agachó y retiró unas tablas de madera

ligeramente carbonizadas.

Eduard Kraine esbozó una sonrisa de complacencia al observar la hoja afilada de su

katana. Era verdad que había ganado una batalla, pero aún le esperaban muchas más que

tendría que librar en el futuro, y Espectro necesitaría su mortífera arma para combatir las

nuevas amenazas.

La ciudad de Hollow City necesitaba un protector, y él estaba preparado para ostentar

dicho cargo. Y lo mejor de todo era que, como había aprendido en aquella aventura, no

estaba sólo en su misión.

FIN

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LA NOCHE DE HOLLOWEEN

Miro el desordenado montón de papeles que abarrota la mesa de mi despacho, en la

segunda planta de la comisaría central de policía de Hollow City, y se me cae el alma a

los pies. El trabajo de un detective de homicidios de nivel tres no es todo lo emocionante

que uno puede suponer, la parte del papeleo es la que peor llevo pues me produce una

desagradable sensación de fastidio cada vez que tengo que llevarla a cabo. Pero es algo

que entra dentro del sueldo y del cargo, así que tengo que hacerlo.

Lanzo un gruñido de desgana y comienzo la tarea desbordante de rellenar informes,

ordenar expedientes y completar fichas de los casos cerrados para informatizar toda esa

gran cantidad de datos acumulada en aquella interminable montaña de papeles. Sólo el

amargo sabor del café de la máquina y la agradable visión de alguna de las compañeras

contorneando sus caderas hacen más llevadero este trabajo tan tedioso. Pero no puedo

quejarme, hace poco que he vuelto al equipo tras pasar un tiempo ocupado en el ramo de

la seguridad privada, y encima me han ascendido gracias a los contactos de mi antiguo

jefe, pero eso es otra historia. Sin embargo, algunos de los muchachos no parecen estar

muy contentos por volver a ver mi rostro de mandíbula cuadrada y mi nariz de boxeador

retirado, ni parece que vayan a ofrecerme algún regalo de bienvenida por tener mis

zapatos de suela ancha pateando sus grasientos culos. Aunque al menos no se meten

conmigo abiertamente, algunos ya saben cómo me las gasto cuando estoy enfadado,

sobretodo Mike Sutton, ese poli tocapelotas que le gusta más un soborno que a un niño

un caramelo.

El viejo Mike “el Arrugas” no cambiará nunca, seguro que ya ha organizado una timba

con el resto de compañeros para ver cuánto tardo en ser expulsado del cuerpo otra vez,

pues desgraciadamente tengo fama de que siempre lo fastidio todo. Sólo porque una vez

tuve un pequeño problema con nuestro ilustre Alcalde Mallory, que desde entonces no

puede verme. O quizá es por haberle gritado al pobre Comisario Howard los males por

los cuales debería morirse. No es que sea un policía rebelde sin ética ni moral alguna, que

desobedezca las normas a la menor oportunidad, es solo que…bueno, a veces las reglas

son demasiado estrictas, y a veces las circunstancias hacen que tenga que volverme un

poco flexible a la hora de cumplirlas. Quizá debería hacerme imprimir eso en la placa

metálica de mi cartera: Paul O’Sullivan, detective flexible. Seguro que los delincuentes

se reirían de mí.

El reloj de mesa cuadrado que sirve también como calendario es silencioso testigo del

lento transcurrir del tiempo en el despacho. Desvío la mirada de la pantalla del ordenador

para descansar la vista, y mis ojos contemplan la fotografía enmarcada con un decorativo

borde plateado. En mis labios asoma una sonrisa cariñosa al ver los rostros de Hellen y

Edith, mi mujer y mi hija, la alegría de mi corazón y la luz que arranca las sombras que a

veces envuelven mi ánimo. Tras una dura y larga separación, a causa de mis problemas

con el alcohol y mi comportamiento temperamental, al final he recibido una segunda

oportunidad y me han dejado entrar otra vez en casa. Ahora soy un hombre nuevo, más

sereno, menos impulsivo, intento ser el marido perfecto y el mejor padre del mundo, y

creo que lo voy consiguiendo. O al menos es lo que me digo a mi mismo todos los días

cuando me levanto por las mañanas y miro mi rostro irlandés en el espejo.

–O’Sullivan –dice casi gritando Al McColl, un poli corpulento famoso por haber

sufrido el mayor número de heridas posible sin haber acabado aún bajo dos metros de

tierra–. Tienes un paquete –el fornido agente suelta un bulto envuelto en vulgar papel

marrón de regalo y se va sin decir nada más, tras haber interrumpido mis pensamientos.

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Examino el inesperado paquete, que a juzgar por la tarjeta colocada en la parte

superior y que reza «Felicidades» debe ser un regalo, tal vez de alguna admiradora secreta

o de una víctima agradecida por haberla ayudado. Tras concluir que no se trata de ninguna

amenaza extraña, desenvuelvo con lentitud y sin prisas el obsequio, imaginando lo que

puede ser: una deliciosa tarta de chocolate casera, un sombrero nuevo que haga juego con

mi abrigo gris, o tal vez uno de esos dichosos aparatos electrónicos de hoy en día que

permiten hacer de todo. Pero entonces el estupor se queda grabado en mi rostro al quedar

al descubierto una especie de arbolito pequeño del que penden, colgados en sus diminutas

y entrelazadas ramas como si fuesen sustitutos de los pajarillos que deberían estar posados

en ellas, una serie de botellines de cristal que contienen diversas bebidas alcohólicas. Y

en ese instante resuenan por toda la comisaría las carcajadas burlonas de mis compañeros,

los cuales deben sujetarse a las puertas y paredes para no caer destronchados de la risa.

Se creen que soy un novato, o peor aún, un borracho, y este es su regalo de bienvenida,

su forma de decirme que me los tengo que ganar. Malditos hijos de perra.

–¡O’Sullivan, hay un fiambre en Sawmill Street! –dice el sargento Woods asomando

su cara de bulldog por el pasillo–. Te ha tocado el gordo, coge a McColl y ve a ver qué

pasa. Empezamos bien el puto día de Halloween.

¡Ah, sí, Halloween! Casi se me había olvidado de que hoy es el día de los difuntos, y

que esta noche será la fiesta de los disfraces. Los niños vagarán de un hogar a otro en

pequeños grupos, anunciando eso de «Truco o Trato» con sus voces infantiles y sus caritas

de ángel, esperando una dulce recompensa. Pero eso es solo la parte buena.

La auténtica realidad es otra. Para la policía de Hollow City esta noche será de las

peores del año. Las peleas, los borrachos, las discusiones familiares, los robos,… Una ola

de crímenes y disturbios que golpeará con fuerza las calles, barriendo la dignidad del ser

humano. Dicen que Halloween es la noche de Todos los Santos, pero yo diría que es la de

los diablos. O mejor dicho, la de los difuntos, pues acaba de empezar el día y ya existe

alguien que la ha palmado. Por eso aquí, en esta ciudad, solemos llamarla la Noche de

Holloween, porque santos hay pocos, pero agujeros hay unos cuantos.

Me voy con McColl y nos metemos en el coche oficial asignado, un Toyota Celsior

de cuatro puertas con la ventanilla del conductor atascada. McColl me cede dicho asiento

porque prefiere estirar sus largas piernas. Sonrío al ver cómo tiene que reclinarlo para

poder acomodar mejor su gigantesco cuerpo, mientras se queja de que ese coche no está

diseñado para gente como él.

Conduzco por entre las calles de Hollow City, mientras la gente las recorre ajena a los

peligros que acechan en la oscuridad. A plena luz del día todo parece alegría y felicidad,

pero yo sé muy bien que la realidad es otra. He combatido terribles amenazas, me he

embarcado en emocionantes aventuras y he corrido peligros inimaginables. El Mal está

ahí fuera, lo sé porque lo he visto. Es una sombra que acecha esperando el momento

oportuno para golpear de nuevo. Sólo me pregunto cuándo llegará dicho momento.

Por fin llegamos al barrio de Sawmill Street, donde está la Iglesia de Saint Patrick y

el comedor social regido por el Padre García. En una de las calles hay un par de coches

patrulla y mucha gente agolpada alrededor de la cinta amarilla de seguridad. Sin duda es

el lugar del crimen. Tras hablar con los policías de uniforme, McColl y yo nos enteramos

de algunos detalles. El fallecido se llamaba Aaron Peters, varón blanco, cincuenta años,

divorciado sin hijos, trabajador de una lavandería cercana. Domicilio en el 32 de Sawmill

Street, un pequeño bloque de apartamentos modestos, exactamente el edificio que hay

enfrente y desde donde al parecer se ha lanzado al vacío esta madrugada.

Saludamos al equipo forense, que está recogiendo muestras en sus bolsitas de plástico

para luego analizarlas en sus complejos equipos de laboratorio. Desde luego estos chicos

cumplen su función y ayudan a resolver los casos, pero yo soy de la vieja escuela y

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prefiero el método antiguo: analizar el escenario del crimen in situ, verlo con mis propios

ojos, buscar, pensar,… Con permiso de los técnicos, echamos un vistazo al señor Peters.

Irreconocible. Su cabeza parece como una fruta madura, espachurrada contra el suelo, los

restos sanguinolentos esparcidos varios metros alrededor de la zona de impacto. Lo que

se puede esperar si ha saltado desde el balcón de su vivienda, en el quinto piso del edificio.

–O’Sullivan, esto está muy claro –dice McColl, arrugando la cara de asco–. Este tío

se ha suicidado, harto de vivir solo en este podrido lugar, con un trabajo de mierda. Otra

víctima más del sistema.

Asiento a mi compañero, y juntos nos encaminamos al edificio donde vivía la víctima.

En el portal hay una mujer muy vieja, de blancos cabellos y cara arrugada, que nos escruta

a través de su único ojo bueno de forma amenazadora. Nos corta el paso con decisión,

hablando ella primero como dando a entender quién es la que manda.

–Soy la señora Francis –dice la anciana con cierta altivez, como si aquello significara

algo–. La portera de este edificio. Yo encontré al señor Peters esta mañana, avisé a la

policía y he reunido a todos los vecinos para comunicarles lo ocurrido.

McColl y yo nos presentamos, enseñando nuestras relucientes placas, pero la anciana

parece completamente indiferente. Le pido que me deje las llaves de la vivienda de Peters,

pero ella insiste en acompañarnos y abrirnos ella misma. Puesto que el edificio no tiene

ascensor, nos dirigimos hacia la escalera, no sin antes pedir a los policías de uniforme que

notifiquen a todos los vecinos que tienen que ir a comisaría a declarar.

Tras subir los cinco pisos a pie siguiendo a la renqueante señora Francis, la cual

admirablemente parece estar de maravilla tras la caminata, llegamos ante la puerta del

apartamento del presunto suicida. La portera saca la llave y la mete en la cerradura, y tras

abrir la puerta hace ademán de entrar, pero yo se lo impido. Intento sonreír cortésmente,

pero la anciana me mira como si fuese a echarme alguna maldición, mientras su ojo

grisáceo parece brillar intensamente. Mientras la portera se retira y nos deja a solas, me

pregunto si de verdad está medio ciega o estará fingiendo.

McColl y yo registramos el apartamento, pero no parece haber nada fuera de lo

normal. Es el típico hogar de un hombre como Peters, sucio, desordenado y falto de un

toque femenino. No existe decoración alguna en toda la vivienda, salvo una pequeña flor

azul en una maceta, ubicada en el mueble recibidor de la entrada. En el salón la televisión

aún está encendida, y encima de una mesilla descansan restos de pizza al lado de un

montón de revistas pornográficas. Mientras Al se dirige a la cocina, a inspeccionar la

nevera, yo salgo al pequeño balcón que da al exterior, a través de la puerta corredera que

ahora se encuentra abierta. Me asomo a la calle, viendo el cadáver de Peters desde arriba.

Al menos no hay duda de que evidentemente su cuerpo cayó desde aquí.

–Lo que yo decía, suicidio –dice McColl, con un donuts en la boca y otros más en las

manos, los cuales acaba de sustraer de la despensa de Peters. Al ver la mirada de reproche

en mis ojos, me dice:

–¿Qué pasa? No creo que el muerto los vaya a necesitar.

Al no encontrar nada útil salimos del lugar, justo en el momento en que la puerta del

apartamento de enfrente se abre, dejando ver la figura delgada de una mujer joven vestida

con un largo y anticuado vestido negro. A pesar de que lleva el pelo cubierto bajo un

pañuelo oscuro, ello no resta hermosura alguna a su rostro. Su belleza es formidable, con

unos ojos de color azul tan profundo que me hacen sentir como si estuviese mirando el

mar. Un mechón de cabello rubio le resbala por la frente, el único pedazo que escapa a la

prisión del pañuelo, pero suficiente para destacar aún más su atractivo. Pienso que si

aquella mujer estuviese ataviada con alguna prenda más convencional sería una mujer de

las que hacen volver la vista atrás a los hombres allá por donde pasa.

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La mujer se ruboriza un poco al darse cuenta de cómo la miro, pero entonces aparece

en escena un gato negro que se cuela entre sus piernas para plantarse ante mí, maullando

casi histérico. El gato parece muy grande y, antes de que me dé tiempo a decir nada, el

minino lanza un siseo amenazador que me pone los pelos de punta. El pequeño diablo

parece a punto de lanzarse contra mí, pero entonces la mujer lo llama para tranquilizarlo,

recogiéndolo del suelo y arrullándolo contra su cuerpo como si fuera un bebé.

–Tranquilo, Azazel, no pasa nada. No querrás que estos señores piensen que eres un

gato malo, ¿verdad? –la joven habla con una voz musical que no solo sirve para calmar

al animal, sino también para embelesarme a mí–. Perdón, soy Carol Wytte, la vecina del

señor Peters. Me acabo de enterar de lo ocurrido…es algo lamentable.

La mujer parece afectada, y aunque posiblemente al ser vecina del fallecido podría

aportar algún indicio de utilidad sobre el caso, no es el mejor momento para interrogarla.

Le doy una de mis tarjetas a la joven Carol y cuando extiende la mano para recogerla, me

fijo de que no lleva alianza, un pensamiento que me recuerda que yo si la llevo. Me

despido azoradamente y bajo junto a McColl hasta la planta baja. Tras comprobar que

todo está dispuesto, emprendemos el regreso a comisaría.

Durante todo el trayecto no paro de pensar en Carol Wytte, y en sus hermosos ojos

azules, aunque advierto que McColl no parece impresionado en absoluto, pues apenas la

menciona. Prefiere estar inmerso en la degustación de unos donuts pasados de azúcar.

Típico de un policía.

Las siguientes horas las paso en las dependencias de la comisaría destinadas a

interrogatorios, hablando de uno a uno con todos los vecinos del inmueble de Sawmill

Street. Para hacerlo más rápido, McColl y yo nos dividimos y atendemos por separado

cada uno a la mitad de ellos. En el reparto tengo mejor suerte, a él le toca la vieja portera

y a mí la hermosa Carol Wytte, con su belleza oculta tras su apariencia monacal.

Comienzo a interrogarla con suavidad, evitando que se sienta incómoda, y tras unas

cuantas preguntas y algunos comentarios ingeniosos me gano su confianza, y ella deja de

estar a la defensiva. Descubro unas cuantas cosas de ella, además de que posee una

cautivadora sonrisa que muestra de vez en cuando de forma tímida. Vive junto a su

hermana Sarah, que tiene doce años, a la cual no ha traído porque está algo indispuesta.

Cuida de ella desde que perdieron a sus padres hace mucho tiempo en un accidente de

tráfico. Soltera y sin hijos, vive de hacer pequeños trabajos de aquí para allá, y hace poco

que las dos hermanas se instalaron en Hollow City, en busca de un futuro mejor. La

historia de siempre.

Sobre Aaron Peters, el suicida, cuenta que era un vecino poco sociable, solitario y sin

amigos, y que nadie le visitaba. Apenas intercambiaban un corto saludo cuando se

cruzaban dentro del vecindario, y aparte de eso no mantenían mayor relación. Cuando

termino las preguntas le estrecho la mano, y el contacto con su piel suave me produce una

intensa sensación que me hace estremecer por dentro como una corriente eléctrica.

Aunque me digo a mi mismo que no debo hacerlo, la miro directamente a los ojos, esos

dos lagos azules y hermosos, y advierto que ella mantiene el contacto sin evitarlo. Luego

se marcha, no sin antes mirar hacia atrás con una leve sonrisa de despedida.

Tras finalizar todas las declaraciones de los vecinos, McColl y yo ponemos en común

toda la información que tenemos, que es lo mismo. Aaron Peters era uno de esos hombres

anónimos que viven en la sombra, una hormiga obrera más de la colmena que enseguida

es sustituida por otra. Nadie le echará de menos. Causa de la muerte: suicidio por falta de

ganas de vivir en una ciudad miserable, en un mundo de mierda.

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Damos la información al sargento Woods, el cual parece quedar contento con el

diagnóstico. No es de extrañar, pues necesitará para hoy a todos los agentes que pueda

tener disponibles para la Noche de Holloween, y continuar con este caso ya no tiene

sentido, es perder el tiempo. Como es la hora de comer, McColl se despide y se va a casa

con su familia, mientras yo me quedo a redactar el informe final. Hoy no tengo que ir a

casa, puesto que Hellen no volverá hasta más tarde del trabajo y Edith está en el comedor

del colegio, así que encargo un par de sándwiches y café abundante y me refugio tras la

mesa de mi despacho.

Estoy a punto de terminar el informe cuando llaman a la puerta para entregarme los

resultados de las pruebas forenses. La causa de la muerte es clara, el impacto de la caída.

Sin embargo hay un par de detalles que me llaman la atención. El primero es que han

encontrado rastros de una extraña sustancia en la sangre del fallecido. El segundo se trata

de algo más común, pues había muestras de pelo de gato en las ropas de Peters.

Puesto que lo del pelo de animal no es nada extraordinario, ya que podría tratarse de

cualquier animal callejero que se acercara al cadáver, me centro en la sustancia. Según el

informe, se trata de una hierba denominada Datura Ferox, que contiene una potente

mezcla de elementos químicos, como atropina, hiosciamina y escopolamina. Como no

entiendo nada de esto, me salto las siguientes líneas y leo el párrafo aclaratorio para

profanos en la materia. El nombre común de la hierba es Chamico, también conocida

como Hierba del Diablo, y al parecer se asocia con la magia, el chamanismo y la brujería

en algunos países de Sudamérica. Su utilidad principal es la de servir como un poderoso

alucinógeno, aunque también como un buen anestésico en dosis mayores. Aunque el

Chamico puede ser preparado para ser fumado como un buen cigarro, ya que tarda muy

poco tiempo en surtir efecto desde que es administrado, los forenses sugieren que Peters

lo tomó como una infusión.

Lo cual me plantea algunas dudas, ya que McColl y yo registramos el apartamento y

allí no había ninguna taza de té. Si Peters se hubiese tomado alguna droga, la cual

enturbiase su estado mental lo suficiente como para provocarle unas ganas tremendas de

salir volando por el balcón, habríamos hallado alguna prueba. ¿Qué diablos está pasando

aquí?

Llamo a McColl y le informo de todo el asunto, le digo que investigue si ha habido

recientemente alguna defunción donde el cadáver hubiese ingerido Chamico antes de

morir. Mientras tanto iré a visitar a un viejo amigo que vive en el barrio de Sawmill Street,

tal vez el me ilumine un poco en este caso. Porque algo me dice que no se trata de un

simple caso de suicidio, hay algo más. Creo que el día de Halloween va a ser movidito.

Aparco el Toyota Celsior cerca de un puesto ambulante de salchichas, donde el dueño

está haciendo su agosto, ya que los niños comienzan a deambular por las calles

preparándose para la fiesta de esta noche. Camino durante un rato observando el barrio,

con sus desgastadas calles, sus pintadas callejeras en las fachadas, con la silueta del

campanario de Saint Patrick que se alza hacia el cielo como una aguja. Muchos sucesos

trágicos han tenido lugar en Sawmill Street, pero si hay alguien que los conoce al dedillo

es el dueño de la tienda que tengo frente a mí. Aunque el año pasado un incendio devoró

con sus llamas el local, y el propietario se marchó a Capital City, el nuevo letrero que hay

sobre la entrada demuestra que ha vuelto al barrio.

Abro la puerta y entro en la tienda de antigüedades y cosas curiosas más famosa de

Hollow City, dos años después de la primera vez que lo hice, cuando el asunto de los

Oscuros. En aquella ocasión el anticuario me pareció un pobre loco que vivía en su propio

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mundo de fantasía, repleta de vampiros, hombre-lobo y demonios. Hoy acudo en busca

de consejo como el gran cazador de monstruos que en realidad es. John Reeves.

El hombre se encuentra detrás del mostrador, colocando un jarrón de porcelana china

en un estante. Tiene el pelo más canoso y un par de arrugas más en la cara que la última

vez que lo vi, pero aparte de eso parece encontrarse en muy buena forma. Me mira y

sonríe, recordando los viejos tiempos.

–Paul O’Sullivan, detective de policía –deja escapar con un gruñido de satisfacción–.

Celebro verle nuevamente por aquí.

–Vaya, al parecer las noticias vuelan por este barrio –digo sorprendido al ver que

conoce mi nuevo estatus dentro de la policía–. Me alegro que haya vuelto a la ciudad,

Hollow City no sería lo mismo sin usted. Me enteré de su regreso, y además de hacerle

una visita de cortesía, aprovecharé la ocasión para pedirle un favor.

Ambos nos miramos sin decir nada más, y el anticuario asiente con la cabeza pues ha

comprendido de qué va. Apoyándose en su bastón con el plomo de plata brillante, Reeves

cierra por dentro la puerta de la tienda y coloca el cartel de «Cerrado». Luego nos

dirigimos a la parte de atrás, donde me obsequia con un café bien cargado. Charlamos

agradablemente durante un rato sobre varios temas, hasta que al fin vamos al meollo del

asunto. La Datura Ferox, el Chamico, la Hierba del Diablo o como quiera que se llame la

droga en cuestión.

–Es una hierba muy potente, con origen en Sudamérica, donde existe una gran

tradición de chamanismo y magia. Su uso principal por parte de los antiguos curanderos

tribales era el de servir como anestesia antes de realizar curaciones dolorosas. Ya sabe lo

que quiero decir, recolocar un hueso roto, realizar incisiones profundas, y todas esas

cosas. De hecho en algunos pueblos aún se le conoce con el nombre de «Trompeta de

Ángel».

–¿Pero es verdad que también es como una especie de veneno? –le pregunto.

–No como un veneno que mata, sino como un alucinógeno capaz de hacer volar la

mente. Sus propiedades psicoactivas son extraordinarias, y fue muy utilizado por las

tribus antiguas hasta que fue sustituido por otros fármacos más modernos. Hoy en día

nadie la utiliza.

–Pues en el depósito de cadáveres hay un tipo que opina lo contrario. Se dejó casi toda

la sesera repartida por el suelo esta madrugada, un mal asunto.

–Vaya, lo siento mucho –en ese momento Reeves se pone pensativo, como si algo le

haya venido a la mente en este instante–. Dígame, O’Sullivan, ¿por casualidad no habría

una flor de color azul donde vivía el fallecido?

–¿Cómo lo ha adivinado? –abro los ojos sorprendido–. Pues sí, había una flor de dicho

color en una maceta.

Sin decir ni una palabra, el anticuario se levanta del sillón y se dirige hacia una

estantería de madera repleta de libros, y tras buscar escrupulosamente durante un rato al

final retira uno y vuelve a sentarse. Parece un tomo muy antiguo, con una cubierta

desgastada por el paso del tiempo que presenta un título en latín grabado con letras de

estilo centenario. El título reza «Fax Daemon». Tras abrirlo y rebuscar entre sus páginas,

me muestra un grabado donde aparece la misma flor azul que estaba en casa de Aaron

Peters.

–¿Es esta? –me pregunta Reeves con cierta preocupación en su voz.

–En efecto, es la misma. ¿Qué es lo que ocurre con esta flor?

–Se trata de una planta llamada Esciana, famosa en tiempos remotos por ser utilizada

en determinadas prácticas…prohibidas. Es decir, brujería. Durante la época de la caza de

brujas en Europa, que fue desde el año 1450 al 1750, muchas de aquellas mujeres que

fueron quemadas en la hoguera, acusadas de relacionarse con el Diablo, utilizaban la

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Esciana como parte de sus ritos diabólicos. Esencialmente, la cosa funcionaba así. Para

convertirse en una bruja, la aspirante debía cultivar ella misma la flor, hasta que estuviese

lista, bajo la supervisión de una tutora. Una vez que la aspirante, generalmente una

muchacha joven, realizaba un ritual mágico sobre la flor para imbuirla con el poder del

Maligno, a continuación se la regalaba a alguien, normalmente un enemigo. Días después,

la maldición surtía efecto y el obsequiado sufría un cruel castigo, a veces la muerte o a

veces algo peor.

–¿Quiere decir que entonces no estoy investigando un caso de suicidio, sino un

asesinato? Pero a pesar de la Esciana y del Chamico, está claro que Peters se lanzó él

mismo al vacío.

–Bueno, en mi opinión yo creo que la flor azul lo que hace en realidad es servir de

potenciador al efecto alucinógeno de la Hierba del Diablo. O en realidad gracias a la

Esciana la bruja puede manipular las visiones mentales creadas por la hierba. De una

forma u otra, es una combinación mágicamente letal –concluyó el anticuario.

–Y una vez que la persona sufre la maldición, ¿la aspirante se convertía

automáticamente en bruja?

–Si no recuerdo mal, según este libro, un antiguo tratado sobre las diversas formas de

combatir a los demonios, para convertirse en bruja había que llevar a cabo con éxito tres

maldiciones.

–Así que lo que estoy buscando es una bruja. ¿Y cómo diablos voy a reconocerla? –

pregunto angustiado.

–Pues según el Fax Daemon, una aspirante a bruja suele ser una mujer joven y virgen,

con una tutora que la guía por la senda del Diablo, y generalmente posee un animal con

quien mantiene un cierto vínculo, un familiar. Aunque supongo que es una información

demasiado vaga como para que sea de gran ayuda, me temo.

Tras agradecerle al anticuario la ayuda prestada y tomar una de sus nuevas tarjetas de

visita con su número, salgo de la tienda y voy hacia el coche. Mientras el sol comienza a

ocultarse y las primeras sombras de la noche comienzan a asomar ligeramente por el cielo,

en mis pensamientos solo hay lugar para un rostro, un único nombre. Puesto que la

conversación con John Reeves me encamina hacia un único objetivo. Carol Wytte.

Puesto que el 32 de Sawmill Street está muy cerca de allí, decido caminar en lugar de

coger el coche, aunque es más una excusa para poder pensar con claridad. Evidentemente,

no hay ninguna prueba que vincule a la mujer de los ojos azules con la muerte de su

vecino, todo son simples conjeturas. Es cierto que parece una mujer muy virginal, con ese

atuendo horrible sacado de una película de mormones, y que es joven y hermosa. También

tiene un gato, curiosamente con el nombre de Azazel, el ángel caído. ¿Pero quién no tiene

un puñetero gato negro con un nombre bíblico? Y en cuanto a la tutora, en verdad que la

anciana portera del edificio, la señora Francis, podría muy bien asumir dicho papel, pues

su imagen de anciana bruja debería ser la portada del libro ese, el Fax Daemon o como

se llame.

Pero falta una cuestión muy importante, y es el motivo. No parece que Aaron Peters

fuese un mal tipo, un acosador o algo así. Según todos los vecinos era un tipo solitario,

pero eso no lo convertía en enemigo de nadie. Quizá me he dejado llevar demasiado por

las teorías del anticuario John Reeves, y tal vez no hay nada sobrenatural en todo este

asunto. A lo mejor el tipo compró una flor azul en alguna floristería, para tener algo

decorativo en casa. Y en cuanto a los restos de la hierba en su organismo, puede que Peters

se fumase un porro adquirido en uno de esos locales exóticos.

Pero a pesar de lo que me digo para tranquilizarme, no paro de darle vueltas a la idea

de que la muerte de Peters no es un suicidio. No dejó ninguna nota, no dijo nada en el

trabajo, los vecinos no notaron nada fuera de lo común en su comportamiento. Y aquí

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estoy, delante del portal del edificio, intentando excusar a una mujer que apenas conozco,

pero cuya extraordinaria belleza me tiene…embrujado.

Justo cuando voy a llamar al timbre de la portería, suena mi teléfono móvil con la

dichosa cancioncilla de moda de los Red Demons, el grupo musical local de Hollow City

que continúa arrasando. Al aceptar la llamada oigo la voz de Al McColl, que parece algo

nervioso.

–¡O’Sullivan, no te lo vas a creer! –dice Al con una agitación inusual en él–. He

descubierto que hace seis meses hubo un tío que la palmó, aquí en Hollow City, que

también tenía metida en el cuerpo la misma mierda que le encontraron a Peters, el

Chamaco ese.

–Chamico, la Hierba del Diablo –le corrijo.

–Bueno, como se llame, da igual. Lo curioso fue la forma en que murió, pues el fulano

también se suicidó, otro que tampoco irá al Cielo.

–¿También se tiró por un balcón?

–No, que va, este prefirió algo menos rápido. Se tiró un bidón de gasolina por encima

y luego se prendió fuego, los bomberos estuvieron horas para apagar todo el edificio,

dicen que fue un infierno. He hablado con los compañeros del caso, y me han dicho que

el tipo, que se llamaba Warren Clemens, comenzó a enloquecer en unos pocos días. Un

oficinista normal y corriente que de repente comenzó a oír voces y ver cosas en cada

rincón, hasta el punto de que la paranoia pudo con él y se quemó a lo bonzo.

–No te habrán comentado nada sobre una flor azul, ¿verdad?

–¿Flor? ¿De qué hablas? Si no quedó nada en pie, a causa del fuego. Menuda forma

de celebrar la Noche de Walpurgis.

–¿Cómo has dicho? –pregunto a McColl, dando un respingo.

–Walpurgis, ya sabes, la noche de las brujas y todo eso. Clemens murió la noche del

treinta de abril, asado a la parrilla como hacían hace siglos con las brujas.

Un escalofrío me recorre la espina dorsal, mientras noto como las manos comienzan

a sudar un poco. Me cuesta tragar saliva para aclararme la garganta, que al parecer se me

acaba de encoger.

–¿Tienes por casualidad una lista con los nombres de los inquilinos del edificio?

–Los compañeros la enviarán por fax a la comisaría, ahora voy para allá.

–De acuerdo, Al, nos vemos allí.

De repente me siento vacío, como si las fuerzas me hubiesen abandonado

completamente. Ya no tengo claro que hacer a continuación, no creo que interrogar a

Carol Wytte sea una buena idea. No quiero encontrarme frente a sus hechizantes ojos

azules y decirle que es una aspirante a bruja. Además, aún no hay ninguna prueba de que

ella sea culpable de nada, aunque al menos ya queda claro que Peters no se suicidó por

voluntad propia.

Regreso al coche y conduzco hasta comisaría, mientras en la radio suena la banda

sonora de una famosa película de terror. La noche ya empieza a envolver los edificios,

mientras multitud de ventanas quedan iluminadas por las sonrisas malignas de las

calabazas de Halloween. La gente disfrazada comienza a abarrotar las calles en busca del

lugar de partida de los distintos carnavales que se organizarán en la ciudad. Al menos el

cielo se prevé despejado, permitiendo ver la plateada luna llena en todo lo alto,

iluminando la incipiente negrura. Aunque no sé si es bueno que en el dichoso Holloween

haya luna llena, pues el número de locos que salen a la calle podría duplicarse. Una mezcla

explosiva, como el fuego y la gasolina. O como la Esciana y el Chamico.

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Encerrados en mi despacho, McColl y yo ponemos encima de la mesa lo averiguado

hasta el momento. Tenemos a dos víctimas suicidas, Warren Clemens en la Noche de

Walpurgis y Aaron Peters la pasada madrugada. Ambos habían consumido la Hierba del

Diablo o Chamico, y muy presumiblemente los dos fallecidos tenían en su poder un

ejemplar de Escina, la flor azul utilizada por las brujas medievales. Cuando le cuento a

Al parte de la conversación que mantuve con el anticuario John Reeves, me mira como si

me faltase un tornillo, y creo que empiezo a compartir su impresión.

En ese momento llega una compañera con un fajo de papeles, es el fax que había

solicitado McColl con la información del suicidio de Clemens. Fotos que no dejan nada

a la imaginación sobre la forma de la muerte, solo con mirarlas imagino el olor a carne

quemada y los gritos de dolor de la víctima. El informe de la autopsia, confirmando la

presencia del Chamico. Y la lista de los nombres de los inquilinos, ordenada

alfabéticamente por el apellido. Al final hay dos nombres que son como dos puñaladas en

mi corazón, pues aunque ya sabía que estarían presentes, aún me restaba la esperanza de

que no fuera así.

Wytte, Carol.

Wytte, Sarah.

Mierda, ahora ya no hay duda. Como decía mi padre, el viejo Frank O’Sullivan, «si

tropiezas con la casualidad es que te has saltado la verdad». Ya no puedo seguir ignorando

los hechos, por mucho que me cueste aceptarlo. Esa belleza rubia de los ojos azules, con

sus modales mojigatos, su dulce voz y su tímida sonrisa, está metida hasta el cuello en

este asunto. Es hora de realizar una visita oficial a la señorita Wytte y a su pequeña

hermana. Sin embargo, aún queda pendiente el tema de la elección de las víctimas. Al

parecer no existe ninguna relación entre ellas, y según lo que dijo el anticuario la aspirante

a bruja usaba sus maléficas pócimas para sacrificar a sus enemigos.

Saco la tarjeta que me dio John Reeves del bolsillo de mi abrigo y marco el número

que aparece. Enseguida oigo la voz rasposa del anticuario al otro lado de la línea, y le

pongo al corriente del suicidio de Clemens. Escucho un silencio dubitativo, como si

estuviera pensando en algo, y me pone en espera. Tras un par de minutos oigo nuevamente

su voz, y enseguida detecto que ha encontrado algo.

–¿Ha dicho que el primer fallecido se llamaba Warren Clemens?

Asiento.

–¿Y la segunda víctima era Aaron Peters? –ahora Reeves parece agitado.

Vuelvo a asentir.

–Escuche atentamente, O’Sullivan. Según cuenta el Fax Daemon, en el año 1645 se

llevó a cabo uno de los procesos más famosos contra las brujas. Según los registros, el

inquisidor que lo dirigió fue un sacerdote fanático que ajustició brutalmente a más de cien

mujeres. Para capturarlas le ayudó un cazador y rastreador, célebre por perseguir a sus

presas sin descanso durante días hasta que las capturaba. Y a la hora de quemar a las

brujas en la hoguera, también participó una monja de una Orden denominada Cruz

Purificadora.

–¿Pero qué tiene que ver lo que está diciendo con el caso de las muertes?

–Las brujas de las que le hablo fueron capturadas una Noche de Walpurgis, tomadas

en confesión una Noche de Halloween, y purificadas en las llamas en la siguiente luna

llena. Pero hay más. El inquisidor encargado del proceso fue el Padre Peters, y el apellido

del cazador de brujas era Clemens.

Las palabras del anticuario me dejan noqueado como si hubiese recibido un directo

de un peso pesado. Aturdido, lo único que puedo hacer es pestañear. Hoy es luna llena.

La aspirante a bruja ha eliminado a dos descendientes de sus enemigos. Como si estuviese

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flotando en un sueño irreal, le pregunto casi mecánicamente y sin oír mis propias palabras

el nombre de la monja. Francis.

Como la señora Francis, la portera del edificio donde vive Carol Wytte.

Cuelgo el teléfono y corro hacia el coche, seguido por un sorprendido McColl que no

para de preguntar lo que ocurre y a dónde vamos. Conduzco a toda velocidad, pisando a

fondo el acelerador mientras el Toyota se desliza entre las calles de Hollow City, con los

tejados de los edificios bañados por los rayos plateados de la luna llena. Giro el volante

de un lado a otro para esquivar los coches y adelantarlos, mientras diviso fugazmente los

rostros de los otros conductores que blasfeman a nuestro paso, los cuales nos saludan con

la estridente música de sus bocinas enfadadas. Hay un semáforo en ámbar al final de una

recta, pero no reduzco la velocidad sino todo lo contrario. Bajo el poder de mi pie el pedal

ordena al motor que ruja como un demonio del infierno, McColl grita algo pero no le

hago ni caso. Doy un volantazo para evitar un coche que se incorpora a nuestro carril, y

entonces veo a través del parabrisas que justo delante hay un grupo de chavales

disfrazados con pintorescos trajes que cruzan el paso de peatones. El tiempo parece

detenerse, la tragedia se masca en el aire mientras las caritas juveniles se vuelven en

nuestra dirección, ya no hay tiempo para retroceder o pisar el freno. En el último segundo,

antes del inminente impacto, con una rápida maniobra dirijo el coche hacia la derecha,

subiéndolo a la acera y haciendo volar por los aires un par de mesas y unas cuantas sillas

de plástico de la terraza de un bar.

Por los pelos.

Instantes después, estamos otra vez en Sawmill Street, pero ahora ya no hay dudas

que me embarguen o me hagan cambiar de opinión. Es hora de cazar a una bruja. La

puerta del edificio está cerrada, pulso el botón para llamar a la portería pero nadie

contesta.

–Aparta O’Sullivan, déjame a mí –dice McColl, echándose hacia atrás unos pasos.

A continuación el grandote se lanza hacia delante utilizando su cuerpo como ariete, y

la puerta gime al ser forzada, dejando entrever la oscuridad que envuelve toda la planta

baja, como si estuviésemos entrando en la boca del lobo. La luz no funciona, por lo que

avanzamos guiándonos por mero instinto, a la vez que desenfundamos nuestras armas

reglamentarias.

Un grito cercano resuena en la penumbra, el alarido de dolor de una mujer

aterrorizada. La señora Francis. McColl y yo entramos en la portería, donde nos recibe

una penumbra atenuada por la luz que se filtra por el resquicio de una puerta situada al

otro extremo de un corredor. Un dulce y penetrante olor de humo incienso flota en el

ambiente, lo capto justo cuando paso por delante de una gran maceta repleta de flores.

Juraría que son de color azul. Estamos a pocos centímetros de la puerta cuando se escucha

claramente el sonido de una carcajada siniestra, y luego otra vez el grito de la señora

Francis.

A continuación todo ocurre muy deprisa, se suceden las imágenes como si fuesen un

carrusel de colores vivos, actúo guiado por el instinto que suele acompañar a las

situaciones de extremo peligro. McColl golpea la puerta y entra en la habitación el

primero, y antes de que pueda reaccionar algo grande y peludo se arroja justo sobre su

cara. Entonces entro yo, veo la estancia iluminada por decenas de velas, la han despejado

de muebles para poder dibujar en el suelo con pintura roja un diabólico pentáculo. Sobre

el símbolo satánico se halla atada la vieja señora Francis, su rostro arrugado y verrugoso

convertido en una máscara de puro terror. De pie sobre ella está Carol Wytte, ahora vestida

con una simple túnica negra cuya capucha apenas esconde su rubio cabello suelto. La

mujer sujeta en su mano derecha un cuchillo afilado, y sus ojos azules me miran con una

ferocidad que me deja helado. Mis ojos se apartan de ella un segundo para posarse en una

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figura menuda situada en un rincón de la habitación, una niña de unos doce años que lleva

un disfraz de Halloween y que observa con la boca abierta todo lo que está pasando. Debe

ser la hermana pequeña de Carol, Sarah.

Indico a la pequeña que desligue las ataduras de la señora Francis, mientras apunto a

la bruja con la pistola y le ordeno que suelte el cuchillo. Pero la mujer no me hace el

menor caso, y se abalanza sobre mí poniendo ojos de loca y soltando un grito salvaje. Su

reacción inesperada y rápida provoca que mi puntería no sea buena, y el disparo le roza

el hombro izquierdo. El acero que empuña se hunde en la carne de mi costado, ahogo un

quejido de dolor pero suelto el arma, que se escabulle unos metros hacia atrás. La bruja

prosigue su ataque, intentando cortarme una y otra vez mientras la esquivo como puedo,

hasta que ambos tropezamos con la pobre señora Francis que intenta huir despavorida.

Los tres caemos al suelo convertidos en una masa de brazos y piernas que se agitan en la

penumbra, chillando y pataleando mientras forcejeamos cada uno por su cuenta. Y

entonces veo mi propio rostro a pocos centímetros de mí, reflejado en la hoja delgada y

brillante del cuchillo que se acerca con celeridad mortal. Imposible de evitar a esa

distancia, cierro los ojos. Esto se acabó.

Dos truenos gemelos resuenan en la estancia, dos estampidos desgarradores a los que

le sigue un conocido olor a pólvora. A continuación un breve instante de silencio,

levemente alterado por el impacto de algo pesado que cae al suelo, aunque me parece que

son dos. Abro los ojos, sorprendido de no haber recibido la cuchillada final que esperaba.

Me incorporo a duras penas, sujetándome con una mano la herida del costado. A un lado

está el cuerpo de Carol Wytte, alcanzada en el cuello por la bala del calibre 22 de McColl,

desembarazado al fin del endiablado gato negro. Al otro lado está la señora Francis sobre

un charco de su propia sangre, con su espalda agujereada por la bala de mi pistola. El

arma la sujeta con ambos manos la pobre Sarah, la cual no para de temblar mientras

grandes lágrimas brotan sin parar de sus ojos. La joven ha intentado disparar a su

hermana, pero sin querer la bala la ha recibido la vieja portera.

McColl se cerca a ambas mujeres y tras realizar las comprobaciones pertinentes

mueve la cabeza. Ambas han muerto. Le doy las gracias por su puntería palmeándole el

hombro y salimos al exterior, llevándonos a la llorosa Sarah mientras McColl pide

refuerzos y una ambulancia. Sentados al aire fresco de la noche, levanto la cabeza y miro

al cielo, donde un manto de nubes negras flotan cubriendo la luna. Me vuelvo hacia la

pequeña Sarah, la joven ha dejado de llorar y también contempla la luna, con una extraña

sonrisa en su rostro. Intento tranquilizarla, le digo que el peligro ha pasado, que estará

bien.

Mi herida no es grave, tan solo queda el tema de las explicaciones. Hablo con McColl

y está de acuerdo en lo que vamos a decirle al sargento Woods. La señorita Wytte era una

enajenada mental, y en su delirio intentaba sacrificar a la señora Francis en un ritual. En

medio de la lucha me arrebató mi arma y mató a la anciana, y luego McColl tuvo que

abatirla. Fin de la historia. La pobre Sarah ya tiene suficiente con ser huérfana y haber

perdido a su loca hermana, no tiene porqué cargar públicamente con una muerte que sólo

tendría como consecuencia hipotecar emocionalmente su vida para siempre.

Al fin y al cabo es el puto Holloween, como decimos en Hollow City. Ya se sabe, truco

o trato.

Pasar un día entero en el hospital no está tan mal como dicen, tal vez lo peor es la

comida sin sal, si no contamos ese olor característico mezcla de productos higiénicos y

desinfectantes. Vienen a verme Hellen y Edith, ambas preocupadas, pero enseguida resto

importancia al asunto y les cuento milongas para que no crean que he pasado un peligro

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mortal. Incluso McColl contribuye a la pequeña mentira diciendo que me corté con el

cristal de una puerta. Bendito Al, es tan buen compañero que ha desmontado mi teoría del

policía solitario. Si no es porque dejé la bebida, me iría con él de borrachera.

También vienen el sargento Woods y el Comisario Howard. Tras las felicitaciones de

rigor les pregunto cómo está la joven Sarah Wytte. Dicen que a partir de ahora se harán

cargo de ella los servicios sociales, que ya le están buscando un hogar de acogida para

empezar una nueva vida.

–Me alegro mucho por ella, merece una nueva oportunidad. Espero que pronto se

olvide de la chiflada de su hermana –digo, aunque soy yo el que aún sigo recordando la

belleza de sus ojos azules.

–¿Hermana? ¿Es que aún no se lo han dicho? –inquiere el Comisario Howard–.

O’Sullivan, hemos descubierto que en realidad Carol y Sara Wytte no son hermanas, sino

madre e hija. Se desconoce quién es el padre, pero al parecer Carol Wytte pertenecía a

una de esas misteriosas sectas de adoradores del Diablo que hay por ahí, donde son

frecuentes las relaciones entre los miembros del grupo. Pero tiene usted razón, al menos

la pobre Sarah comenzará una nueva vida, aunque se ha empecinado en llevarse consigo

a ese gato negro salvaje que siempre la acompaña.

El Comisario y el sargento se van, dejándome a solas en la habitación. Siento que mi

corazón se va encogiendo a medida que en mi cabeza se enciende la luz de la verdad, la

auténtica y horrible realidad que se abre paso por sí sola. A veces la verdad duele, es como

un terrible tormento que te desgarra por dentro, amenazando con arrancarte cruelmente

de las ataduras de la cordura. Como una caída a gran altura cuyo impacto te deja sin

aliento, sin fuerzas para levantarte, con la única compañía de la desesperación.

Es ahora cuando recuerdo las palabras de John Reeves sobre el Fax Daemon y su

definición de las brujas. Una mujer joven, virgen, a la que acompaña un animal con el

que posee un vínculo especial. Guiada por una tutora en la senda del Diablo. Tras matar

a tres de sus enemigos, la aspirante al fin consigue su objetivo.

Y por ello ahora es cuando comprendo la sonrisa enigmática de la joven Sarah Wytte.

La sonrisa de una auténtica bruja.

FIN

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BAILE DE MASCARAS

Hace algunos años, en algún lugar de Sudamérica…

Bajo el ardiente sol del atardecer, el Land Rover avanzaba dando tumbos por el

traqueteante sendero, levantando a su paso grandes nubes de polvo. El vehículo dejó atrás

un bosquecillo de árboles de recios troncos y afiladas hojas para adentrarse en un paraje

mucho más desértico y solitario. Unos kilómetros más adelante el auto llegó hasta su

destino, lo que parecía ser un conjunto ruinoso formado por restos de muros de piedra,

vestigios de una cultura perdida en el tiempo hacía siglos.

El motor del Land Rover interrumpió su ronroneo, y del vehículo se apeó una joven

pareja ataviada con ropa veraniega y sombreros para el calor. El hombre, de estatura

media y delgado, observó a su alrededor con satisfacción, mientras la mujer echaba un

trago de agua de su cantimplora con un ligero aire de fastidio. Luego ambos se besaron

suavemente, mientras sus ojos revelaban esa mirada de complicidad que poseen todos los

jóvenes amantes. Tanto el hombre como la mujer llevaban en su dedo anular izquierdo

una reluciente alianza, cuyo brillo no podía rivalizar con el de sus miradas amorosas.

–¿Qué te parece esto, cariño? –dijo el hombre, extendiendo una mano para señalar

todo el lugar–. Un sitio inexplorado, donde ningún ser vivo lo ha pisado desde cientos de

años. Y todo para nosotros solos.

–No sé, Gideón, la verdad es que aquí solo hay piedras y polvo, y además hace

demasiado calor. ¿No estaríamos mejor en el hotel? –la joven humedeció un poco su

rostro de mejillas pálidas y su frente suave y lisa ayudándose de un pañuelo.

–Tranquila, Diana, un poco de aventura no nos hará daño. Al fin y al cabo estamos de

luna de miel en Sudamérica, y nada más regresar a casa nos espera mucho trabajo.

Tenemos que aprovechar al máximo estos pocos días que nos quedan de aventura.

Gideón se abrazó a su recién esposa y la volvió a besar, venciendo su reticencia y

arrancándole una dulce sonrisa. En aquel momento se sentía el hombre más feliz del

mundo. Tras haber ganado una beca de investigación que le había abierto las puertas en

el mundo de la química, el joven doctor Gideón Lambrill había aceptado una irrechazable

oferta en uno de los laboratorios más importantes del país, Industrias Goldchem. Le había

propuesto matrimonio a Diana, su novia de toda la vida, y cuando ella le dio el sí ambos

decidieron embarcarse en un largo viaje por varios países del sur del continente, hasta dar

por casualidad en aquel recóndito lugar inexplorado.

Tras caminar entre los restos de lo que una vez fue uno de tantos pueblos indígenas

de la zona, Gideón y Diana decidieron resguardarse del ataque incesante de los rayos

solares acercándose a lo que parecía ser una pequeña gruta horadada en un montículo

cercano. Las risas de los jóvenes se tornaron en sonrisas cómplices, luego los abrazos y

las caricias se transformaron en besos apasionados, una explosión de deseo que surgió de

su interior como la furia de un volcán abrasador. Y cuando Gideón empujó a Diana contra

la pared de la cueva, en un movimiento llevado a cabo por el desenfreno amoroso, un

pequeño grupo de piedras se deslizó de su lugar dejando a la vista algo que despertó la

curiosidad del joven químico.

–Mira, Diana, parecen unos dibujos muy raros, ¿no crees? –dijo Gideón, cuya pasión

le había abandonado súbitamente siendo sustituida por su curiosidad innata.

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–No son dibujos, tonto, son símbolos místicos muy antiguos, como las runas sagradas

que muchas culturas pretéritas solían utilizar incluso antes de inventarse la palabra.

Mientras Diana se inclinaba para apreciar mejor los detalles de los símbolos rúnicos,

Gideón le palmoteó cariñosamente su espléndido trasero, provocando la risa en su joven

esposa. Diana, que era profesora de Historia del Arte en una prestigiosa universidad,

comenzó a quitar más piedras de la pared de la cueva, movida por un creciente interés.

Gideón la ayudó y así, tras varios minutos, la pareja consiguió dejar a la vista un agujero

lo suficientemente grande como para que un hombre pudiese entrar en él en posición

horizontal. Puesto que estaba oscuro, Gideón fue al Land Rover y regresó con una linterna

de explorador, iluminando el hueco.

–¿No pensarás en meterte ahí, verdad? –dijo Diana con cierto tono de preocupación,

aunque ya sabía la respuesta.

Su marido no era el típico cerebrito universitario, el empollón de turno cerrado a las

relaciones sociales con el pensamiento centrado únicamente en los libros. Gideón siempre

había sido muy inquieto, y ya desde niño había demostrado ser descarado e impulsivo,

cualidades que le habían llevado a explorar multitud de áreas. Aunque la química era lo

que más le apasionaba, el muchacho también había practicado deportes de riesgo, incluso

había experimentado con las artes marciales y las armas de fuego. Cuando algo nuevo

captaba la atención de Gideón, éste se veía atrapado por una sensación irrefrenable de ir

hacia delante, de llegar hasta el límite sin pensar en las consecuencias. Aunque los

psicólogos que lo habían tratado cuando era niño le habían sometido a numerosas pruebas,

ninguno había podido erradicar aquel punto negro de su alma, aquella especie de locura

que de cuando en cuando lo poseía.

Por todo ello, a Diana no le sorprendió demasiado ver como su marido le guiñaba un

ojo y se deslizaba reptando por el oscuro pasadizo que se abría desde la gruta hasta el

interior de la montaña.

–¿No vienes? –preguntó él.

–No, alguien tiene que quedarse aquí vigilando por si el niño se hace daño –respondió

ella maliciosamente.

Mientras Diana se entretenía examinando los extraños caracteres grabados en la piedra

e intentaba recordar las lecciones recibidas en el pasado sobre las obras de arte rupestres,

Gideón avanzó arrastrándose dificultosamente por el estrecho túnel, hasta que tras unos

pocos metros terminaba abruptamente en un bloque de piedra lisa. La luz azul de la

linterna iluminaba más de aquellos dibujos crípticos, aunque esta vez sobresalía entre

ellos con claridad la imagen de una silueta humana dibujada en color negro. Gideón

imaginó que debía de tratarse de algún sacerdote de aquellos pueblos indígenas de la

región, que en épocas remotas construían tumbas y templos por doquier para adorar a sus

extraños dioses.

Tras palpar la piedra que tenía enfrente, el joven químico sacó de su bolsillo un

pequeño destornillador y comenzó a rascar los bordes del bloque. Un rato después intentó

empujarlo hacia delante, observando con sorpresa que parecía ceder un poco. Aunque

cualquiera en su situación habría desistido y se habría marchado por donde había venido,

Gideón era víctima de aquella locura obsesiva que evitaba cualquier posibilidad de

renuncia. Soltando la linterna, empujó con todas sus fuerzas el bloque, haciendo que todos

sus músculos se tensaran por el esfuerzo. El sudor bañó su cuerpo dolorido, mientras

apretaba los dientes con rabia, sus brazos se convertían en dos pilares de hierro insensibles

y sus ojos se salían de las cuencas debido a aquel brío demencial.

Y entonces ocurrió. Sin previo aviso, el pesado bloque pétreo osciló hacia delante,

causando que el cuerpo de Gideón le siguiera por efecto de la inercia. En un instante el

joven sintió que estaba cayendo en un oscuro pozo, para a continuación chocar con dureza

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contra un polvoriento suelo. Por fortuna la linterna había caído cerca, por lo que la primera

acción del joven fue gatear hasta la luz. Tras examinarse y ver que estaba ileso, salvo por

algunos arañazos y hematomas sin importancia, Gideón paseó el haz de la linterna a su

alrededor para vislumbrar el lugar a donde había ido a parar por culpa de su extrema

curiosidad.

Se hallaba en una especie de cueva en el interior de la montaña, repleta de montones

de pedruscos fruto de los desprendimientos causados por el paso de los años y que habían

bloqueado cualquier posible entrada que hubiese existido. La única forma de salir de allí

era el mismo lugar por el que había entrado, aunque para ello debería trepar por la pared

unos pocos metros para llegar hasta el túnel estrecho. Sin embargo, algo atrajo la mirada

de Gideón haciéndole olvidar cualquier cosa que no fuese lo que su linterna estaba

enfocando delante de él. Una forma humanoide se hallaba junto a la pared del fondo de

la gruta, una estatua de madera de color negro de más de dos metros de altura, a la que le

faltaba la cabeza. Tanto el torso como las extremidades de la estatua estaban cubiertos de

extraños símbolos, muy similares a los que habían encontrado en la cueva exterior. Había

algo siniestro en aquella figura, algo obsceno y maligno que provocaba a Gideón una

sensación de repugnancia, aunque a pesar de ello no podía apartar la mirada del ídolo. Se

sintió abrumado, como si la efigie de aquel antiguo dios inhumano pudiese observarlo

aun cuando carecía de cabeza y por tanto de ojos para hacerlo.

Por supuesto, en aquella cueva existían muchas otras cosas interesantes, desde restos

óseos hasta joyas y reliquias sagradas, pasando por utensilios y demás objetos que se

acumulaban a los pies del ídolo oscuro como ofrendas de una cultura antigua y extinta.

Pero Gideón sólo tenía ojos para la estatua, y los pelos se le pusieron de punta al recordar

las historias que un viejo le había contado a la joven pareja la noche anterior en el salón

del hotel. El anciano habló sobre un pueblo llamado los Fassazi, que habitó en aquellas

tierras unos cinco mil años atrás, una cultura primitiva basada en la guerra y en la caza.

Combatientes sedientos de sangre, feroces y crueles, los Fassazi habían sido encarnizados

enemigos de todos los pueblos con los que se habían encontrado, como los Valaki. La

fuerza de los Fassazi residía en su Dios Negro, un horrible ídolo con cabeza de hombre y

cuerpo de demonio que habían encontrado en un lugar donde una gran bola de fuego cayó

del cielo. Según el viejo, una terrible maldición cayó sobre el pueblo de los Fassazi

cuando no pudieron evitar que una noche el jefe de los Valaki, el gran héroe Gornak, se

llevase la cabeza de su dios. Todos los miembros de la tribu fueron muriendo por culpa

de una misteriosa plaga, y el último acto de los sacerdotes Fassazi había sido el de encerrar

a su vengativo señor para evitar que su cólera se extendiese por toda la humanidad. Y así,

el ídolo había quedado apartado del mundo hasta aquel instante en que Gideón había

resbalado encontrándose cara a cara con aquella encarnación del mal.

A pesar de la repulsión que le causaba la espantosa visión de la oscura deidad, la

curiosidad se antepuso a la precaución y Gideón se acercó al ídolo. Al posar su mano

izquierda sobre la estatua advirtió con una mezcla de sorpresa y asco que la superficie

desprendía una inusual tibieza, ¡como si aquel odioso tótem estuviese vivo!

En ese instante llegó hasta los oídos del joven, a través del túnel situado en lo alto de

la cueva, los gritos de advertencia de Diana.

–¡Gideón, acabo de recordar algo! Los símbolos de la entrada son muy similares a los

de las culturas aztecas y mayas, y significan que hay algo peligroso ahí dentro. Ten mucho

cuidado.

Apenas cesaron los ecos de la advertencia de su mujer cuando Gideón notó algo

extraño en el ídolo. Desde el interior del deforme cuerpo de madera, a través del agujero

del cuello cercenado, surgió una extraña y viscosa sustancia. El líquido de color negro

manaba de forma abundante, burbujeando de forma nauseabunda mientras su olor

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infestaba el ambiente. El miedo se apoderó de Gideón, pero antes de que éste se volviese

para huir de aquella sangre demoníaca, parte del líquido se derramó sobre su rostro

provocándole terribles oleadas de dolor. Al llevarse instintivamente las manos a la cara

para intentar quitarse de encima el líquido negro, éstas también quedaron mancilladas.

Sobreponiéndose al dolor, Gideón se arrastró como pudo hacia el otro extremo de la

cueva, y comenzó a trepar por la pared intentando alcanzar la boca del túnel que le llevaría

hasta la salida. El suplicio que le causaba el contacto de la sustancia oscura en sus manos

y en la cara era indescriptible, pero el terror le dio alas y Gideón alcanzó por fin el estrecho

pasadizo. Escuchó a su espalda un ruido semejante a una rama gruesa cuando se parte, y

al volver la cabeza le pareció ver que la estatua se había movido, aunque no podía

asegurarlo debido a la escasez de luz, el dolor que sufría su cuerpo y el terror que hacía

presa en su mente.

Un instante después la cabeza del joven asomaba al exterior, donde Diana le ayudó a

salir del pasadizo. Desanudándose un pañuelo que llevaba en el cuello para protegerse del

sol, Diana intentó limpiar el rostro y las manos cubiertas por la sustancia pestilente.

–¡Por Dios, Gideón! ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué es esta cosa negra que te

envuelve?

Pero antes de que Gideón pudiese contestar, el muro de la gruta exterior pareció

explotar en miles de fragmentos de roca, y por el agujero del túnel emergió una mano

grande y poderosa en forma de garra. Lo último que vio Gideón fue como aquella

monstruosa mano de madera agarraba por el cuello a Diana y la arrastraba hacia el interior

del oscuro pasadizo, mientras su mujer profería terribles alaridos de terror y sus ojos le

lanzaban una mirada suplicante. Luego la tierra tembló a la vez que emitía un fuerte

ronroneo, y una lluvia de rocas sepultó la entrada a la cueva maldita del Dios Negro, esta

vez para siempre. Gideón cayó al suelo inconsciente sin poder resistir más tiempo el

horror de tan terribles acontecimientos, mientras en su mente resonaban los ecos de los

chillidos de pavor de Diana.

Cuando Gideón despertó en la cama del hospital, se enteró de que había transcurrido

casi una semana desde los trágicos sucesos en la cámara del ídolo Fassazi. La policía de

aquel país sudamericano lo trató como a un gringo loco y extravagante, sin hacerle

demasiado caso. Dijeron que habían rastreado la zona con ahínco pero sin obtener ningún

resultado, y que seguramente su esposa se había fugado con algún lugareño. Uno de

aquellos agentes sudorosos y medio analfabetos incluso llegó a apuntar que toda la culpa

había sido de Gideón por profanar una zona religiosa prohibida, y que por ello los dioses

celestiales los habían castigado. El joven químico entró en tal estado de cólera que poco

le faltó para matar con sus propias manos a aquél policía incompetente. Tuvieron que

acudir varios celadores para evitar la tragedia, y la única consecuencia de la trifulca fue

que Gideón tuvo que ser trasladado al pabellón psiquiátrico del hospital, un lugar tan

placentero como una cárcel tercermundista.

Pero aquello no era el único problema al que Gideón tuvo que enfrentarse.

Las manos y el rostro del joven habían sufrido un cambio atroz, transformados por

culpa del contacto con la sangre oscura de la estatua maldita. Allí donde había estado su

piel rosada y juvenil, aparecía ahora una epidermis amarillenta y brillante, tan resbaladiza

como la goma húmeda. Sus dedos antes habilidosos carecían del tacto sutil y de la agilidad

necesaria para llevar a cabo su trabajo de investigación química, y su rostro agraciado

había mutado a una grotesca máscara sin rasgos similar a la faz de una estatua de cera de

museo.

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Para la mente de Gideón toda aquella cadena de desastres fue demasiado, y algo en su

interior se quebró como una ramita seca. El horror de la caverna, la pérdida de Diana, la

estancia en el psiquiátrico y los cambios en su cuerpo fueron una combinación de factores

que desencadenaron la locura que ya habitaba dentro de Gideón, y que esta vez salió a

flote con toda su fuerza.

Días después los trabajadores del hospital encontraron los cadáveres de dos celadores,

y la celda de Gideón Lambrill vacía. La policía prefirió olvidar el asunto y pronto se

dedicó a otros menesteres, y con el tiempo nadie se acordó ya del joven gringo de los

rasgos desfigurados que gritaba por las noches como un loco.

Sin embargo lo que nadie supo fue que Gideón regresó a Estados Unidos, donde

comenzó una carrera delictiva con una nueva identidad. La maldición que le había

deformado la piel de su cara y de sus manos también le había otorgado la facultad de

poder moldearlas a su antojo, habilidad que le permitía asumir diferentes identidades.

Gracias a sus conocimientos químicos fabricó un maquillaje que le permitía camuflar su

nuevo color de piel. Incluso se apuntó a clases de arte dramático en una escuela nocturna

para aprender a actuar y hablar de diferentes formas, convirtiéndose en un auténtico

camaleón humano.

Y así fue como poco a poco la personalidad de Gideón Lambrill desapareció, y el

joven químico con todo un brillante y prometedor futuro por delante se vio diluido como

la sal en el agua, siendo sustituido por una nueva personalidad. El cruel, siniestro y astuto

villano conocido como Wax Face, Cara de Cera.

Hollow City, en la actualidad…

Cara de Cera abrió los ojos y se levantó de la cama. Por un instante no supo donde se

encontraba, pero enseguida el ruido de los pesados camiones que se filtraba por la ventana

abierta le recordó donde se hallaba. Estaba en una zona muy apartada de la ciudad de

Hollow City, a salvo en su refugio secreto. Y hoy tenía que hacer algo importante, algo

que si salía bien le otorgaría una nueva facultad a la hora de asumir distintas identidades.

El maestro del disfraz se dirigió al lavabo y contempló en el espejo su rostro brillante

y pulido, una visión que antaño le había conducido por los escarpados abismos de la

demencia, pero a la que ahora se hallaba habituado. Al fin y al cabo era una gran ventaja

para cometer sus crímenes, como bien sabían todas las agencias gubernamentales del país.

Él era Wax Face, el hombre de los mil rostros, el escurridizo criminal más buscado de

todos pero al que nadie había conseguido atrapar.

Cara de Cera colocó una fotografía donde aparecía la imagen de un hombre moreno

con perilla, de ojos azules fríos y profundos, que delataba la férrea personalidad de un

duro hombre de negocios. A continuación el villano se humedeció con abundante agua

toda la cabeza, palpándose las mejillas y la frente con las yemas de los dedos, frotando la

superficie, estirando y marcando la piel como si fuese un escultor de arcilla trabajando en

su torno. Luego apretó la elástica nariz con los dedos índice y pulgar, hasta conservar el

aspecto y forma adecuados. Aplastó ambas orejas y ladeó un poco las puntas de los

lóbulos, y se masajeó la piel alrededor de las cuencas de los ojos para obtener el efecto

de profundidad adecuado. Con las uñas trazó unas ligeras marcas horizontales en su frente

para crear las arrugas necesarias, y por último se volvió a empapar la barbilla con el agua

del grifo para después estirarla de forma sutil hacia delante.

Wax Face extrajo el secador eléctrico del neceser y aplicó ráfagas cortas de aire

caliente sobre todas las partes de su cabeza, haciendo que su piel de cera se endureciese.

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Luego extrajo su kit de maquillaje y seleccionó un frasco de color marrón claro, aplicando

su contenido sobre todo el rostro. Para los labios utilizó un lápiz labial de rosa pálido,

camuflando su boca amarillenta. Y por último, de su estuche de lentillas eligió unas de

color azul, completando el disfraz con una peluca y una barba postizas. Para camuflar sus

manos, las envolvió con unos guantes de cuero negro, pues no quería aplicar el maquillaje

marrón sobre ellas para no dejar rastros en cualquier parte.

Cuando Cara de Cera sonrió siniestramente al espejo, éste le devolvió la sonrisa de

otra persona completamente distinta. Ahora era Warren Preston, Director del

Departamento de I+D de TecnoCorp.

Una hora después, en una de las calles del barrio de Silver Heights, el falso Warren

Preston caminaba por la acera encharcada, cubriéndose de la lluvia gracias a un grueso

impermeable marrón y un sombrero a juego. Wax Face tuvo cuidado de no exponer su

rostro a la lluvia, pues de lo contrario corría el riesgo de perder su disfraz. Se detuvo

frente a la puerta de una de aquellas casas construidas para la clase media de Hollow City,

donde vivía el profesor Van Voddel, un experto investigador de la tecnología sónica de

última generación. Tras llamar a la puerta, oyó el ruido de unos pasos al otro lado, y tras

unos segundos donde suponía que el profesor le estaría observando a través de la mirilla,

se escuchó el sonido del abrir de cerrojos. La puerta se abrió y un ansioso hombrecillo de

ojos saltones y barba canosa le dio la bienvenida con cierto nerviosismo.

–Señor Preston, gracias por acudir a mi llamada –dijo Van Voddel estrechándole la

mano enguantada a su recién invitado.

–Sólo espero que este viaje haya valido la pena, soy un hombre muy ocupado y no me

gusta que me hagan perder el tiempo –respondió con aire de superioridad Wax Face,

metiéndose en el papel del directivo de TecnoCorp.

–Le aseguro que no se arrepentirá, se lo prometo –dijo el hombrecillo frotándose las

manos con incontrolable excitación.

–Eso espero. Veamos que tiene para mí.

El profesor Van Voddel condujo al falso Preston hasta una puerta cerrada, sacó una

llave del bolsillo y abrió la cerradura. Tras el umbral aparecieron unas escaleras que

bajaban hasta un sótano iluminado con varios tubos fluorescentes, donde Wax Face pudo

contemplar el laboratorio particular de su anfitrión. No había un solo rincón de aquella

estancia que no estuviera cubierto de un ordenador, una máquina, un panel de circuitos o

de algún resto desechable resultado de los numerosos experimentos tecnológicos del

profesor.

–Y bien, Van Voddel, ¿dónde está eso que según usted será la gran revolución

tecnológica del siglo?

El profesor conectó el monitor principal del equipo del laboratorio y comenzó a teclear

algunos ajustes en la consola. Luego se acercó a una especie de cubo metálico de no más

de un metro de lado, ubicado encima de una mesa y que era el centro de una argamasa de

cables y tubos de todo tipo. Tras comprobar con satisfacción que todo estaba en su sitio,

agarró un micrófono que estaba conectado al equipo y habló.

–Prueba de sonido efectuada el diez de febrero de dos mil trece, por el profesor Pieter

Van Voddel. Tras años de experimentar con la tecnología de la sintetización de voz, he

descubierto la forma de conseguir manipular los sonidos efectuados por las cuerdas

vocales humanas a un nivel que va más allá de lo conocido hasta ahora. Profundizando

en los estudios de la síntesis del habla efectuados por los profesores Von Kempelen y

Wheatstone, he conseguido fabricar lo que he denominado “SIVA”, Sistema Inteligente

de Voz Artificial.

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Al llegar a este punto, el profesor dejó el micrófono, volvió a manipular los controles

y en la pantalla apareció una lista con varios personajes famosos. Puso el cursor del

ordenador sobre el nombre del Alcalde Mallory y lo seleccionó. Los altavoces del

laboratorio comenzaron a reproducir exactamente las mismas palabras que había

pronunciado un minuto antes, pero esta vez con la voz del irascible alcalde de Hollow

City.

–¿Qué me dice, señor Preston? ¿No le parece increíble? –Van Voddel sonreía a su

acompañante con gran regocijo.

–Cualquier mocoso puede hacer esto hoy en día desde el ordenador de su casa, no me

impresiona en absoluto –dijo con cierta desgana el falso directivo.

–Espere un momento, señor Preston. Permítame explicarle exactamente qué es y cómo

funciona el SIVA. Lo que hace el sistema es analizar una muestra previa de sonido

específico, como por ejemplo la voz de una persona en concreto. Luego asimila dicha

fuente y establece unos determinados patrones, para a continuación poder reproducir los

sonidos mediante otra fuente de sonido secundaria distinta a la original.

–Creo que no entiendo nada de lo que me está diciendo, profesor.

–Lo que intento hacerle comprender es que cualquier persona conectada al SIVA

puede hablar exactamente igual que cualquier otra persona cuya voz haya sido

previamente recogida. Con unas pocas frases es suficiente, y luego la voz del sujeto es

similar a la de la muestra, sea cual sea su estado de ánimo. Aunque grite profundamente,

o llore amargamente, o se ría sarcásticamente, incluso susurrando por lo bajo… La voz

del sujeto sonará como la original, sin poder hallarse diferencia alguna.

–Todo eso está muy bien, pero no pasa de ser una atracción de feria futurista. ¿Qué

interés tiene su descubrimiento para una gran corporación como TecnoCorp?

–No lo entiende, usted cree que el SIVA es todo esto –Van Voddel abrió los brazos

para referirse a toda la maquinaria del laboratorio–. Y en realidad así fue, hasta que

conseguí miniaturizar todo el sistema, hasta hacerlo algo más pequeño. Un SIVA cómodo,

fácil de usar y de transportar.

–¿Cómo de pequeño? –dijo Wax Face con un brillo de interés en su mirada.

El profesor no dijo nada, simplemente se levantó y fue hacia el cubo metálico,

desconectándolo del resto de aparatos y cables. Luego lo abrió y extrajo con cuidado una

pequeña pieza metálica, un chip de unos pocos milímetros de lado y menos aún de

espesor. Van Voddel se lo mostró orgullosamente a su interlocutor, el cual lo miraba con

gran fascinación.

–¿Entiende ahora lo que quiero decir? El SIVA puede hacer que una persona hable

como otra sin poder detectarse la falsificación. Puede pasar cualquier tipo de control de

voz, lo que puede resultar muy útil para misiones de espionaje e infiltración.

Programándose de antemano varios de estos dispositivos, un agente podría cambiar de

voz como cambia de chaqueta o de sombrero. Pero la tecnología del SIVA va aún más

allá, puesto que podría desarrollarse para hacer hablar a personas mudas, o tal vez incluso

hasta a los animales, con los patrones adecuados.

Van Voddel comenzó a divagar, pero Wax Face ya no lo escuchaba, su mente

completamente absorbida por aquella gran revelación. ¡El SIVA era precisamente lo que

estaba buscando! Aquella tecnología le permitiría salvar el único punto débil de sus

disfraces, que era la voz. Ahora ya no tendría que esforzarse para imitar las voces ajenas,

simplemente con uno de aquellos dispositivos bastaría para ello. Sería imparable, un

auténtico doppelgänger 2humano.

2 Vocablo alemán para definir el doble fantasmagórico de una persona viva. La palabra proviene de

doppel, que significa "doble", y gänger, traducida como "andante".

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–Profesor, creo que me ha convencido. Hábleme de cómo funciona todo esto, me

parece muy interesante. Por cierto, ¿alguien más sabe de este asunto, profesor?

–No, la verdad es que lo terminé todo hace pocos días, y antes de hacerlo público

preferí avisarles a ustedes. Después de todo lo que está haciendo TecnoCorp por Hollow

City, invirtiendo en la ciudad, mejorando la sanidad, la seguridad y los sistemas de

transporte, creando empleos a los habitantes de la ciudad… En fin, creo que si mi proyecto

le puede resultar interesante a alguien seguro que es a ustedes.

–Desde luego, querido profesor Van Voddel, puedo asegurarle que al menos a mí sí

que me interesa –dijo con una sonrisa irónica Wax Face.

Y mientras el villano se acercaba al profesor, que le daba la espalda sentado ante el

gran monitor de la computadora principal, extrajo la pistola y el silenciador y comenzó a

unirlos con un movimiento profesional de sus dedos enguantados.

James Mallory, el ilustre Alcalde de Hollow City, consultó su brillante reloj de oro

por enésima vez con gesto nervioso. Hoy era uno de esos días en que le tocaba tratar con

las masas y mostrar una buena imagen pública. Tras los fiascos de OmniBrick y el

desastre de Bussler Green que le habían impedido construir el aeropuerto, y de paso

llenarse los bolsillos con el pelotazo urbanístico, Mallory había perdido gran parte de la

confianza de los votantes. Según las recientes encuestas, su eterno rival Flint Harryson le

estaba superando, lo que aumentaba la irritación del actual Alcalde. A pesar de que su

mandato había llegado al ecuador, y todavía restaban dos años más hasta las próximas

elecciones, Mallory comenzaba a preocuparse. Y por ello había hecho caso de las

recomendaciones de su asesor y mano derecha, el astuto Elliot Grant, el cual se

encontraba en aquellos instantes justo detrás de su posición.

Mallory, Grant y la secretaria del Alcalde, la rubia y sensual Samantha Abbot, se

encontraban en lo alto de un estrado cubierto con un toldo azul justo delante de la entrada

principal del centro comercial MegaOcio. La popular marca de establecimientos de ocio,

puntera en cuanto a medios tecnológicos relacionados con la diversión y el

entretenimiento, había logrado construir su edificio más emblemático precisamente a las

afueras de Hollow City. El director ejecutivo de MegaOcio, Brad Baxter, había tenido que

pasar por el aro del Alcalde Mallory para conseguir los permisos necesarios, y tras

desembolsar una cantidad “justa y adecuada”, la construcción del gran centro comercial

se había acelerado al máximo. Tras una campaña de promoción digna de una carrera

política, donde se había hecho eco de la participación en el proyecto de TecnoCorp, al fin

había llegado el día de la inauguración de MegaOcio, unos días antes de la celebración

de la fiesta del Carnaval.

Ante los centenares de personas que abarrotaban las inmediaciones del lugar,

esperando impacientes el momento de la apertura de puertas, Mallory pronunció el

discurso inaugural elaborado por Elliot Grant. Fueron palabras destinadas a inculcar en

la muchedumbre un cierto sentimiento de grandiosidad, una seguridad y confianza en la

buena situación que atravesaba Hollow City en aquellos momentos. El mensaje era claro,

la ciudad estaba inmersa en un periodo de paz y prosperidad que auguraba un brillante

futuro gracias al capitán de la nave, James Mallory, que les ofrecía en bandeja una ofrenda

llamada MegaOcio.

Tras la particular arenga del Alcalde, tomó la palabra Brad Baxter, un hombre de

mediana estatura y vestido con un traje rayado que adoptó maneras teatrales para

presentar el gran centro comercial. Su discurso repleto de frases extravagantes y chistes

con poca gracia comenzó a aburrir a la multitud congregada, que le recompensó con una

leve pitada y algunos abucheos. A la muchedumbre impaciente lo único que le importaba

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era que abrieran las puertas de MegaOcio de una puñetera vez, y que se dejasen de

historias, sobre todo teniendo en cuenta el frío viento que soplaba tan característico del

febrero invernal.

Elliot Grant, tan avispado como siempre, le hizo un disimulado gesto a su jefe

instándole a que cortase a Baxter e iniciase la apertura del recinto. Mallory, que no podía

permitir que nada arruinase aquel día, aprovechó un inciso del director de MegaOcio para

arrebatarle el micrófono y anunciar el tan ansiado momento.

La orden del alcalde fue ejecutada al instante, y las enormes compuertas se abrieron

dejando pasar el gentío como un torrente de agua que escapa de la fisura de un embalse.

Todo estaba preparado, pues las medidas de seguridad instaladas por TecnoCorp

aseguraban el buen funcionamiento de las instalaciones, incluido un sensacional

despliegue de personal de seguridad en todas las zonas en las que se dividía el complejo.

Mallory sonreía satisfecho contemplando la invasión de la turba, sintiéndose como un

emperador romano que calmaba a su pueblo con un circo de gladiadores, o como el

Presidente de una nación que inaugura un estadio deportivo para asegurarse el voto de los

aficionados. El Alcalde bajó del estrado junto a Baxter, Grant y Samantha Abbot, y todos

ellos se reunieron con el equipo de seguridad especial de TecnoCorp que les estaban

esperando, al mando de la recientemente nombrada directora de la megacorporación,

Evelyn Chang.

–Señorita Chang, me honra que haya venido hasta aquí para proteger mi modesta

persona –dijo sarcásticamente el obeso alcalde–. Una persona tan ocupada como usted,

que todavía no se habrá repuesto de la pérdida de Jason Strong. Pero veo que TecnoCorp

no ha perdido el tiempo y la ha nombrado la nueva directora, antes de que la silla de

Strong se enfriase.

Al oír aquellos insultos que profería Mallory, Evelyn Chang tuvo que hacer acopio de

todo su autocontrol para no convertir al alcalde en un amasijo de carne amoratada y

sangrante en aquel instante, cosa que podía hacer perfectamente gracias a sus

conocimientos de ninjitsu. En lugar de eso, simplemente le dedicó una mirada glaciar de

odio y una sonrisa cínica, y sin soltar ni una sola palabra encabezó la comitiva hacia el

interior del inmenso edificio.

Para calmar el gélido ambiente que se había creado, Brad Baxter comenzó a explicar

a Mallory que MegaOcio era mucho más que un centro comercial corriente. Además de

la zona de las tiendas y la de restauración, había salas de cine equipadas con la última

tecnología audiovisual, centros deportivos donde el cliente podía disfrutar practicando su

deporte favorito, piscina con sauna y masaje, e incluso un inmenso casino. El paraíso del

gasto, donde con el dinero suficiente un hombre podía pasar un placentero día al

completo.

–¡Eh, Alcalde Mallory, sonría por favor! –dijo un periodista que pasaba por allí, al

acecho de una instantánea para su periódico.

Si algo le gustaba más al corrupto alcalde de Hollow City que los buenos manjares,

los caros licores y las atractivas mujeres, eran las fotografías para darse baños de

multitudes. Mallory comenzó a posar para los fotógrafos de todos los medios que

comenzaron a aflorar como las moscas, aprovechándose de la situación.

–Una con el director de MegaOcio, si es tan amable –pidió un periodista.

–Otra con la hermosa señorita Abbot, por favor –dijo otro.

–Háganse una foto juntos usted y la señorita Chang, a la gente le gustará –aseguró uno

de los reporteros.

Pero ante la mirada disuasoria que profirió la bella y fría mujer oriental, el Alcalde

Mallory prefirió abstenerse. Entonces Elliot Grant, con su mirada de buitre vigilante,

localizó un objetivo mucho más favorable para los intereses del alcalde.

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–Señor alcalde, ¿qué le parece fotografiarse junto a aquella pequeña niña que lleva un

gran oso de peluche? –dijo orgullosamente el asesor.

–Que gran idea, Elliot. Vamos allá.

Mallory caminó hacia donde estaba una niña de preciosos rizos rubios, la cual

abrazaba amorosamente un inmenso oso de peluche. La pequeña, que apenas tendría unos

ocho años, miró con extrañeza a Mallory mientras esperaba que sus padres dejasen de

contemplar el escaparate de una de las numerosas tiendas que abarrotaban MegaOcio.

–¿Cómo te llamas, pequeña? –dijo el alcalde aparentando una ternura inexistente.

–Edith –contestó tímidamente la niña.

–¿Sabes quién soy, guapa? –Mallory sonreía falsamente, solo actuaba de cara a la

galería para ganarse unos cuantos votos que le proporcionaría el fotografiarse con aquel

angelito.

–Sí. Es usted el hombre malo que hizo daño a mi papá. Papá dice que solo le falta

tener cuernos y rabo para ser el demonio, y que cuando se muera irá derechito al infierno.

Las palabras de la pequeña descarada cayeron como una bomba sobre la comitiva,

dejando sin palabras y con la boca abierta a Mallory. Ni siquiera Elliot Grant,

acostumbrado a ruedas de prensa con preguntas de todo tipo, pudo ingeniar nada para

salir de aquel atolladero. Solamente Evelyn Chang y algunos de los periodistas se

permitieron el lujo de sonreír, mientras los fotógrafos inmortalizaban aquella escena en

la que una mocosa había dejado en evidencia al agresivo mandamás de Hollow City.

En aquel momento los padres de la pequeña se dieron la vuelta, y Mallory se encontró

cara a cara con Paul O’Sullivan, el agente de policía con el que había tenido sus más y

sus menos en el pasado. La tensión del ambiente se agravó tanto que casi podía cortarse

con un cuchillo, pero antes de que comenzara una acalorada discusión que podría terminar

en algo más que palabras, la esposa del policía intervino cogiendo de la mano a su

pequeña hija.

–Lo siento, señor alcalde, ya sabe cómo son los niños, estoy segura de que no lo ha

dicho queriendo –dijo Hellen O’Sullivan para suavizar la situación.

–Ya, ya, seguro. De tal palo, tal astilla –gruñó entre dientes el político mientras miraba

con cara de perro al agente del cuerpo al que más odiaba.

Viendo que aquella desagradable escena podía ser perjudicial para el alcalde, Elliot

Grant se llevó del brazo a Mallory con diplomacia mientras preguntaba a Brad Baxter

donde estaba el área VIP de las instalaciones, donde podrían conversar más

tranquilamente sobre las ventajas de tener el prestigioso centro comercial en la ciudad de

Hollow City. Mientras todos se marchaban, la directora de TecnoCorp se quedó mirando

a O’Sullivan, le guiñó un ojo con aire de complicidad y se volvió para unirse con la

comitiva.

Mientras tanto, Hellen le arregló el vestido azul a Edith a la vez que le susurraba al

oído:

–Bien dicho, hija mía.

Vic Page se hallaba en la sección de libros sentado detrás de una mesa repleta de

ejemplares de su última novela, El Regreso del Doctor Misterio, donde continuaban las

andanzas de su personaje protagonista. Sin embargo la presentación había resultado un

fiasco, pues parecía que a nadie le interesaban las hazañas de un héroe que luchaba contra

la injusticia oculto bajo una máscara sin rasgos. La mayoría de los que correteaban por

aquella zona venían en busca del último best-seller de éxito de alguno de los autores de

moda, y solo unos pocos habían sentido una mínima curiosidad por aquel libro cuya

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portada ilustraba un hombre ataviado con un abrigo y un sombrero, disparando con una

pistola hacia unos grotescos demonios que lo rodeaban.

Page sonrió melancólicamente, echando de menos sus aventuras pasadas en compañía

de hombres extraños como el justiciero Espectro o el anticuario John Reeves, donde se

había enfrentado a motoristas satánicos y demonios de una dimensión oscura. Aunque

había decidido marcharse a Capital City para estar más tranquilo y dedicarse por completo

a la literatura, el éxito tan ansiado por todos los artistas le seguía negándose. Y allí estaba,

detrás de una montaña de ejemplares sin firmar, al lado de un muñeco de cartón de tamaño

humano que representaba al Doctor Misterio, esperando en vano que alguno de los

clientes de MegaOcio se dignase a comprar su novela.

El escritor salió de la sección y atravesó el pasillo para dirigirse a la zona exterior, un

lugar al aire libre donde podría fumarse un pitillo con tranquilidad. Mientras enfocaba la

vista sobre el magnífico paisaje que se extendía a los pies del edificio, el escritor pensó

que quizá debería dedicarse a otra cosa. En ese momento alguien tropezó con él, un

hombre que vestía el uniforme de los técnicos de mantenimiento de MegaOcio y que

sujetaba un maletín metálico para portar herramientas.

–Perdón, discúlpeme –dijo el mecánico, entrando por una de las puertas de acceso

restringido de la terraza.

Vic Page se quedó pensativo, curiosamente aquel tipo se parecía mucho a Brad Baxter,

el Director de MegaOcio, incluso en el habla. Pero luego su mente volvió a divagar en

asuntos más mundanos y olvidó el tropiezo.

Tras satisfacer su hábito mientras meditaba con calma sobre su vuelta a la ciudad,

Page decidió volver sobre sus pasos por si hubiese algún posible cliente interesado en su

libro. Efectivamente, allí había alguien, ¡por fin!

Un hombre bajo y rechoncho, con bigote al estilo Fu Manchú, entró en la sección

donde estaba Vic Page. Miraba a su alrededor altivamente, moviendo la cabeza de un lado

a otro con brusquedad, sin parar de farfullar palabras airadas como si estuviese enfadado

por no encontrar nada a su gusto.

–¿Puedo ayudarle en algo, señor? –preguntó Page al recién llegado.

–¡Todo esto es basura! –gritó el bigotudo por todo lo alto, completamente fuera de si–

. Hay que destruir toda esta bazofia inútil que no sirve para nada. ¡Eso es, hay que

quemarlo todo!

Al decir esto, el hombre golpeó con toda intención los libros de una estantería,

barriéndolos de su lugar y lanzándolos al suelo. Con la cara enrojecida y con un extraño

brillo demencial en su mirada, extrajo un mechero del bolsillo con la evidente intención

de aplicar su llama sobre uno de los ejemplares del libro de Page, lo que provocó la

indignación de éste. El escritor reaccionó dándole un manotazo que arrancó el encendedor

del hombre bigotudo, y a continuación le empujó hacia atrás con firmeza.

–¿Se puede saber lo que le ocurre? ¡Está usted completamente loco o borracho! Ahora

mismo voy a llamar al guardia de seguridad.

Page comenzó a lanzar gritos al aire y rápidamente acudió uno de los agentes con el

emblema de MegaOcio en la camisa blanca y en la gorra azul. Iba a explicar la situación

al guardia cuando de repente, sin mediar palabra alguna, éste sacó la porra y la emprendió

a golpes con el bigotudo enzarzándose en una cruel pelea. Vic Page apenas podía

parpadear por el asombro y antes de que pudiese hacer nada aquellas dos personas dejaron

de ser simples hombres civilizados para dar rienda suelta a una cólera primigenia, una

furia desatada con la violencia desmedida característica de las bestias carentes de

pensamiento. Se sucedieron golpes, patadas, cabezazos, arañazos e incluso mordiscos,

rebajándose ambos contendientes hasta un nivel tan bajo y degradante que provocaba la

vergüenza de todo espectador que los contemplase en aquella desagradable escena.

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Entonces el escritor se sintió contagiado por la misma sensación de furia destructora,

y tras separar al guardia y al hombre del bigote aplicó sobre ellos sus conocimientos de

pelea callejera, demostrando como se las gastaba alguien que había crecido en los

suburbios de Sawmill Street, un lugar donde solo sobrevivían los más duros. Su puño

derecho se incrustó ruidosamente en pleno rostro del guardia, dejándole inconsciente y

con la nariz chorreando sangre, mientras esquivaba la acometida del bigotudo y le hacía

la zancadilla para desequilibrarlo. Antes de que éste se recuperase del traspiés, primero

un rodillazo en las costillas y luego un codazo brutal en la sien lo dejaron machacado, y

para rematar la faena Vic Page cogió una de sus novelas de tapa dura y le golpeó con ella

la cabeza hasta que el hombre dejó de moverse.

Una punzada de dolor invadió la cabeza del escritor, como si su cerebro estuviese a

punto de reventar bajo una inaguantable presión. Se llevó las manos a la cabeza, en una

fútil maniobra para que aquel insoportable sufrimiento remitiese, sin conseguirlo. Pero la

visión de la sangre en sus manos sirvió de detonante para su regreso a la cordura, y

haciendo un gran esfuerzo de concentración cerró los ojos y comenzó a respirar

pausadamente, hasta que al fin notó como el dolor de cabeza remitía y la cólera

implacable que le había poseído se desvanecía.

Vic page abrió los ojos, y se encontró con el horror.

Paul O’Sullivan y su mujer Hellen llevaban de la mano a la pequeña Edith mientras

abandonaban el recinto de las atracciones acuáticas al aire libre y se dirigían otra vez al

edificio central acristalado de MegaOcio. La niña no paraba de mirar curiosamente para

todos lados, siempre preguntando qué era eso o aquello con esa mezcla de jovialidad y

vitalidad que poseen todos los infantes de su misma tierna edad. Cuando el presentador

del espectáculo de los delfines había solicitado un voluntario, evidentemente había sido

Edith la primera en levantar la mano, y su intrepidez había sido recompensada con la

posibilidad de alimentar a los animales e incluso tocarlos. La pequeña se mostraba feliz

y radiante, y aún quedaban muchas cosas que poder ver en aquel maravilloso lugar de

ocio y diversión.

Pero los sentidos de O’Sullivan le alertaron, sacudiéndole como un jarro de agua fría,

pues no en balde era un policía curtido de las calles de Hollow City. Algo no iba bien.

Una mujer de mediana edad y con los cabellos excesivamente revueltos cruzó la puerta

en su dirección con tanta rapidez que tropezó y cayó al suelo. Antes de que el policía se

adelantase para ayudarla, la mujer se levantó y echó a correr, no sin antes de que

O’Sullivan pudiese ver la extraña máscara de terror en que se había convertido su rostro.

Un ruido de cristales rotos hizo que la mirada de todos los presentes se volviese hacia

las grandes cristaleras del edificio principal, donde la gente se apelotonaba intentando

huir despavoridamente. La muchedumbre aterrorizada pasaba unos encima de otros, sin

importar pisar a alguien, cortarse con los cristales o darse de codazos para salir lo antes

posible. El instinto de supervivencia era lo único que parecía importar ante la avalancha

histérica que se filtraba por las puertas y ventanas rotas.

–¡Rápido, Hellen, llévate a Edith y salid de MegaOcio por la zona de los jardines! –

dijo O’Sullivan–. Rodead el edificio hasta la salida principal, pero no entréis en él. Algo

extraño ocurre.

–De acuerdo, Paul, pero ten mucho cuidado –Hellen sabía que era inútil intentar

convencer a su marido de que las acompañase, así que no perdió el tiempo e hizo

exactamente lo que le había dicho.

Una vez que la entrada quedó despejada, Paul O’Sullivan se adentró en el interior del

edificio para descubrir que era lo que había espantado a la gente. Al llevarse la mano al

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interior de la chaqueta recordó con desagrado que no había traído la pistola, puesto que

la había dejado en el coche al no hallarse de servicio y estar acompañado de su familia.

Sin embargo, aquello no le impidió continuar hacia delante para averiguar lo que estaba

pasando en MegaOcio.

La escena que presenciaba O’Sullivan era completamente dantesca. Los pacíficos

clientes del centro comercial se habían transformado en un ejército de locos furiosos y

violentos, como si todos los internos de un sanatorio mental se hubiesen escapado para

meterse allí. Por doquier la ola de rabia destructora barría a su paso cualquier cosa que

significase orden, demoliendo tanto objetos como personas que se encontrasen en su

camino. Solo ver la expresión de uno de aquellos dementes de ojos inyectados en sangre,

con las ropas rasgadas y manchadas, que reía sin parar mientras rompía con una barra de

hierro uno de los pocos escaparates que aún no habían sido hecho pedazos, podía

contagiar la locura de todo el que lo contemplase.

O’Sullivan se quedó de pie con la boca abierta por la sorpresa, sin saber qué hacer.

Ancianos enloquecidos perseguían a niños intentando atropellarles con sus sillas de

ruedas; mujeres enfrentándose entre ellas utilizando sus bolsos como armas arrojadizas;

padres de familia que venían de la sección de deportes armados con bates de béisbol con

los que poder destrozar todo el material que podían… El escenario de locura quedaba

completo con la presencia de un guardia de seguridad, que sacó su pistola no para dar un

disparo de advertencia, sino para sumarse a la orgía de horror y abatir a lo primero que se

moviese.

Entonces O’Sullivan entró en acción y se lanzó sobre el guardia demente,

derribándolo sobre el suelo justo a tiempo de evitar que su disparo terminase con la vida

de una mujer que se había torcido el tobillo intentando escapar hacia el exterior. Mientras

la mujer huía sin mirar atrás ni dar las gracias, el guardia apuntó a O’Sullivan con el rostro

congestionado por la rabia desmesurada que fluía en su interior.

–Idiota, me has quitado mi presa, así que ahora te voy a meter un poco de plomo en

tu cabeza, por entrometido.

El loco accionó el gatillo, pero no hubo sonido explosivo sino un ligero clic pues el

arma se había quedado sin balas. O’Sullivan respondió con rapidez y le propinó un

puñetazo en la mandíbula que lo dejó fuera de combate, y a continuación se apropió de

su arma. Entonces se apercibió de que varios de aquellos individuos enfurecidos se

acercaban a él armados con cuchillos, palos y otros objetos, con la evidente intención de

hacerle daño, por lo que se apresuró a registrar al guardia en busca de munición con la

que recargar el arma.

–Vamos, O’Sullivan, date prisa o estos tipos salidos del manicomio te van a

despellejar vivo –se dijo a sí mismo el policía.

Los locos se acercaron velozmente, gritando como posesos mientras agitaban sus

armas con ira. Ya casi estaban sobre él.

El policía recargó el arma y disparó a bocajarro sobre el primero de los dementes,

abatiéndolo justo a tiempo de evitar su acometida. Sin embargo otro de los hombres logró

herirle en un costado con un cuchillo de acero brillante, mientras otros dos lograban

tumbarlo en el suelo donde comenzaron a golpearle sin piedad, haciendo que la pistola le

resbalase de los dedos.

De repente uno de los dementes cayó al suelo con el cráneo abierto, causando que el

resto desviase su atención de O’Sullivan al individuo de camisa negra abierta y vaqueros

azules desgastados que se enfrentaba a ellos desafiante empuñando un extintor.

–Veo que aquí hay un pequeño problema de ratas, así que será mejor fumigar un poco

–dijo el recién llegado.

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Los hombres se lanzaron sobre él blandiendo sus armas improvisadas con la cólera

brillando en sus miradas, pero se encontraron con la espuma blanca que surtía del extintor

y que invadió sus ojos, bocas y oídos. Aturdidos y jadeantes por el ataque, los locos fueron

presa fácil tanto del hombre de la camisa negra como de un recuperado O’Sullivan, los

cuales acabaron con ellos a base de golpes certeros. Recordando que momentos antes

aquellos desdichados eran unos simples ciudadanos corrientes, que habían ido a

MegaOcio para pasar un día agradable junto a sus familias, ambos hombres no se

emplearon a fondo y sólo ejercieron la contundencia necesaria para dejarles sin sentido.

–Gracias amigo, de no ser por usted me habrían dado una buena tunda –dijo

O’Sullivan a su salvador tras acabar con aquellos tipos enloquecidos, ofreciéndole la

mano.

–De nada, O’Sullivan, me alegro de haber sido de ayuda –el hombre le estrechó la

mano con un fuerte apretón–. No se sorprenda de que sepa quién es usted, al fin y al cabo

somos pocos los que hemos criticado abiertamente a nuestro ilustre Alcalde Mallory.

El policía quedó mirando pensativo a su interlocutor, y entonces cayó en la cuenta de

que lo conocía de vista.

–¡Pues claro, usted es Vic Page, el escritor y periodista! Pensaba que había salido por

patas de Hollow City, como todos los enemigos de Mallory.

–Digamos que he estado de vacaciones, pero ahora que veo todo esto creo que quizá

he vuelto demasiado pronto. ¿Tiene usted alguna idea de que va este asunto? –preguntó

el escritor.

–Solamente sé que todo el mundo en MegaOcio parece haberse vuelto loco, como en

una maldita película de zombis, solo que en lugar de comer cerebros y caminar dando

tumbos se dedican a gritar histéricamente y a destruirlo todo –dijo O’Sullivan.

–Pues yo vengo de la planta de arriba y allí todo el mundo está igual, incluso yo me

sentí afectado por un momento, sintiéndome extrañamente furioso. Pero de alguna forma

resistí este extraño virus de locura y he podido ayudar a un pequeño grupo de gente a

escapar por una de las salidas de emergencia.

–Yo estaba en el exterior del edificio con mi familia, y de pronto vi a la muchedumbre

que intentaba escapar de esta pesadilla de horror demencial. Pero no creo que se trate de

un virus, debe ser otra cosa –el policía terminó de vendarse la pequeña herida sangrante

del costado y volvió a empuñar nuevamente el arma arrebatada al guardia.

Vic Page paseó la mirada a su alrededor acelerando los pensamientos de su aguda

mente mientras ponía a prueba su extraordinaria y casi sobrenatural percepción.

Exprimiendo al máximo sus células cerebrales, el escritor analizó una a una las diversas

posibilidades que podían explicar aquella siniestra situación que los superaba,

descartando alternativas tras evaluarlas con rapidez y efectividad.

–¡Lo tengo! –gritó de pronto, sobresaltando a su compañero–. Ya sé por qué nosotros

no estamos afectados por esta epidemia de locura como el resto. Usted estaba en el

exterior del edificio, y yo estaba en la terraza fumando un cigarrillo y no fue hasta que

volví a entrar cuando me entró el repentino ataque de furia. ¡Debe tratarse de algún tipo

de gas, irradiado a través de los conductos de ventilación que pueblan todo el centro

comercial!

–¡Pues claro! Tiene usted razón, por eso aquí no estamos afectados, al estar al lado de

la puerta abierta y de las ventanas rotas. Debemos ir a la sala principal de control y

desconectar el maldito sistema de ventilación para que el gas deje de expandirse, solo así

conseguiremos parar todo este mar de chiflados rabiosos.

–Pues pongámonos en marcha –dijo Page.

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Tras cubrirse la nariz y la boca con pañuelos, el policía y el escritor se pusieron manos

a la obra, preparándose para avanzar entre la jauría de infectados que se interponía entre

ellos y su objetivo. Aquella misión no iba a ser nada fácil.

Dentro de la espaciosa sala VIP preparada para recibir a los más distinguidos visitantes

de MegaOcio, el Alcalde Mallory se apretujaba en un rincón balbuceando de forma

incoherente junto a su asesor Elliot Grant, el cual no paraba de secarse su sudorosa frente

con un pañuelo. Ambos hombres se hallaban casi en estado de shock, aterrorizados a

causa de la turba salvaje que golpeaba frenéticamente la puerta con la intención de entrar

y hacerles toda clase de cosas horribles y espeluznantes. Junto a ellos se hallaban

atrincherados en la estancia Samantha Abbot y Evelyn Chang, pues tanto Brad Baxter

como los agentes de seguridad que les habían acompañado ahora formaban parte de la

horda de enajenados con sed de sangre que agolpaban al otro lado de la puerta.

Todo había sucedido muy deprisa, pues apenas unos minutos antes todo iba bien, hasta

que la comitiva del Alcalde y sus secuaces habían entrado en la sala. Fue entonces cuando

se dieron cuenta de que el aire acondicionado no funcionaba, lo cual enardeció tanto a

Mallory que Brad Baxter salió para avisar al personal técnico y que arreglase el estropicio.

Pero cuando volvió ya no era el mismo, pues el Director del complejo había mutado en

un ser tan vil y primitivo como una bestia, al igual que el pequeño ejército que le seguía.

Chang y los guardias de seguridad hicieron lo que pudieron, pero los dementes eran toda

una hueste y la bella oriental tuvo que conformarse con retirarse al interior de la sala VIP

mientras veía caer a sus hombres.

Ahora estaban los cuatro solos, desarmados y a merced de una muchedumbre de locos

furiosos que pronto lograrían entrar y matarles a todos. O tal vez incluso algo peor.

–¿Se puede saber qué es lo que está pasando? –dijo Samantha al borde de un ataque

de histeria.

–Todos están locos…se han vuelto completamente chiflados…todo el mundo –

farfulló nervioso y atemorizado Elliot Grant.

–Haga algo de una vez, no se quede ahí parada –chilló Mallory, gateando como un

animalillo asustado hasta cogerse de la pierna de la Directora de TecnoCorp–. Usted es la

encargada de la seguridad de este puñetero cuchitril, es su responsabilidad protegerme.

¡Por al amor de Dios, soy el jodido Alcalde de esta ciudad!

Chang se deshizo del abrazo de Mallory empujando su seboso cuerpo con la planta de

su bota, mirándole con desprecio. Aquel tipo no era más que una sucia rata cobarde, que

solamente pensaba en cuidar su propio culo. Si le vieran en aquel estado los votantes

seguramente perdería cualquier opción de ser reelegido en las próximas elecciones. Sin

embargo tenía razón en una cosa, Chang era la responsable de la seguridad de MegaOcio,

y estaba claro que algo había fallado. Pero ya habría tiempo de buscar errores más tarde,

ahora había que salvar el pellejo antes de que aquella enloquecida multitud lograse

penetrar en la cámara.

–Escúchenme todos –dijo Evelyn Chang con voz firme–. Dentro de unos segundos

esa puerta se abrirá, y todo aquel que entre por ella intentará acabar con nosotros con

todas sus fuerzas. Así que pueden hacer dos cosas, sentarse y esperar que el final sea lo

más rápido e indoloro posible, o coger cualquier cosa que les sirva como arma y hacerles

frente. Yo haré lo segundo, ustedes hagan lo que les venga en gana.

Tras decir esto, Chang se quitó la chaqueta y se arremangó la blusa, armándose con

un pequeño cuchillo que llevaba oculto en una funda atada al tobillo derecho. Samantha

Abbot cogió una de las sillas de la sala y se preparó para golpear con ella. Elliot Grant se

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hizo con un abrecartas afilado y lo empuñó con manos temblorosas, mientras Mallory se

asomaba a la ventana abierta y calculaba las probabilidades de escapar por allí.

Entonces un gran golpe hizo temblar la puerta, seguido de otro, y otro más. Los

ocupantes de la sala contuvieron la respiración, con la esperanza de que tal vez la puerta

aguantase lo suficiente hasta que llegase la esperada ayuda. Pero dicha esperanza se fue

al traste cuando otro tremendo golpe acabó de echar la puerta abajo, dejando entrever los

rostros homicidas de los dementes más cercanos.

El primero de ellos se abalanzó sediento de sangre sobre Evelyn Chang, gritando

amenazas y enarbolando un gran palo de madera ensangrentado, pero una patada de la

oriental le dejó inconsciente y con la nariz fracturada. A los siguientes tres enajenados

que entraron también les sucedió lo mismo, volviéndose víctimas de las técnicas de

ninjitsu de la Directora de TecnoCorp, la cual los convirtió en meros guiñapos que

quedaron espatarrados por el suelo.

Sin embargo la brecha se había abierto, y los locos comenzaron a entrar en tropel. Una

mujer rechoncha y armada con unas tijeras se dirigió hacia la secretaria de Mallory, la

cual no tuvo más remedio que abrirle la cabeza con la silla que sujetaba. Mientras tanto,

Elliot Grant se defendía de otros dos individuos esgrimiendo el abrecartas, pero a pesar

de su bravura solo estaba retardando lo inevitable.

El Alcalde Mallory se arrastró por el suelo pegándose todo lo posible a la pared,

intentando alcanzar la puerta mientras nadie parecía fijarse en él. Pero justo cuando había

traspasado el umbral y estaba a punto de ponerse a salvo, una pequeña figura se plantó

ante él, impidiéndole el paso. Era un niño de unos siete u ocho años, vestido con un jersey

a rayas, que sujetaba una escobilla de baño sucia mientras sonreía de forma siniestra.

–¡No quiero ir al colegio! ¡Lo odio! –gritó el niño, hecho una furia–. ¡Y a ti también

te odio!

–Espera, por favor, no me hagas nada, déjame ir –imploró Mallory al pequeño diablo.

Pero la súplica del Alcalde fue en vano, pues el niño comenzó a golpearle como un

poseso utilizando la escobilla, propinándole una buena paliza.

–¿Te gusta lavarte bien los dientes, gordo? –se burló el niño, metiéndole la escobilla

inmunda en la boca de Mallory con todas sus fuerzas.

Mientras tanto, en la sala VIP las cosas no iban demasiado bien. Abbot y Grant estaban

en el suelo, desarmados y sin aliento, recibiendo golpes por todas partes mientras

intentaban defenderse con las pocas fuerzas que les quedaban. Solo Evelyn Chang, que

había perdido el cuchillo tras incrustarlo en la garganta de uno de aquellos tarados, estaba

en condiciones de ofrecer resistencia. A sus pies iban cayendo los enajenados con sus

miembros rotos o dislocados, las costillas fracturadas o las gargantas aplastadas. La mujer

oriental combatía con una mezcla de fiereza y técnica que la asemejaba a una verdadera

tigresa, aunque en lugar de colmillos y garras utilizaba sus puños y sus pies, armas no

menos letales en una auténtica maestra de artes marciales como ella.

Sin embargo el número de aquellos locos era demasiado elevado incluso para aquella

orgullosa guerrera, y Chang acabó viéndose superada. No pudo esquivar un traicionero

ataque por la espalda que la dejó medio aturdida, y rápidamente varios de sus enemigos

se lanzaron sobre ella para inmovilizarla, mientras un viejo de abundante barba la

apuntaba con el afilado extremo de un paraguas.

–Mujer, primero te sacaré los ojos y luego haré lo mismo con tus entrañas –dijo el

barbudo antes de lanzar una risotada maligna.

El demente alzó el paraguas dispuesto a hundir su punta en lo más hondo del corazón

de Evelyn Chang, pero una serie de detonaciones en el aire atrajeron la atención de la

turba. Incluso el niño que martirizaba al Alcalde Mallory detuvo sus ataques con la

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escobilla, y caminó hacia el extremo del pasillo hasta llegar al lugar donde sonaban las

explosiones.

Eran disparos. Mezclados con el tintineo de cristales rotos. Dos hombres disparaban

un tiro tras otro sin cesar, tomando como blanco la gran cúpula de cristal que servía como

techo principal de la sección central de MegaOcio.

–Page, se me ha agotado la munición –dijo Paul O’Sullivan al escritor mientras

examinaba el cargador vacío de su pistola.

–Pues espero que el plan funcione, amigo, porque yo también estoy seco –contestó

Vic Page, observando a los dementes que poco a poco iban acercándose a ellos, atraídos

por el ruido de los disparos.

Bajo el fuego incesante provocado por el policía y el escritor, la cúpula acristalada se

asemejaba ahora a un gran queso gruyere, lleno de grandes orificios por donde el aire

fresco del exterior soplaba a grandes ráfagas. Enormes fragmentos de vidrio se separaban

de la cúpula para descender con velocidad mortal hacia el suelo del centro comercial,

donde se hacían añicos mientras emitían sonoros crujidos.

Los dementes estaban cercando por todas partes a los dos compañeros, aproximándose

a ellos mientras minimizaban sus vías de escape. Ya no había huida posible, y tanto Page

como O’Sullivan se hallaban al límite de sus fuerzas. Adoptando una posición de

combate, arrojaron sus armas vacías e inútiles y se prepararon para dar la cara hasta el

final.

Y entonces ocurrió.

Poco a poco, la turba comenzó a tranquilizarse, saliendo de su estado violento para

volver a ser las personas que eran antes de verse alterados por los efectos del gas nervioso.

Hacía varios minutos que Page y O’Sullivan habían logrado cerrar el sistema de aire

acondicionado, evitando así que el gas continuase propagándose. Además, al destruir gran

parte de la cúpula de cristal del techo, habían conseguido proporcionar una entrada de

aire puro que ayudaba a contrarrestar los efectos nocivos del agente tóxico.

Los dos compañeros resoplaron de alivio, sentándose en el suelo con aire agotado

mientras contemplaban como la turba de asesinos dementes iba deshaciéndose en amas

de casa asustadas, padres que buscaban a sus hijos, mujeres que gritaban al ver la sangre

y los cadáveres, y demás gente corriente que se miraban unos a otros como si acabasen

de despertar de un largo y oscuro sueño.

Una hora después de haberse extinguido la amenaza de MegaOcio, un grupo de

personas se hallaba congregado en la sala de reuniones de la torre de TecnoCorp,

debatiendo acaloradamente lo sucedido. Paul O’Sullivan, Vic Page, el Alcalde Mallory y

su inseparable Elliot Grant, y por supuesto la Directora de TecnoCorp, Evelyn Chang.

–Esto es obra de un grupo de terroristas que quieren acabar con mi ciudad. ¡Malditos

hijos de perra, no lo lograrán! –despotricó con grandes voces el furibundo alcalde de

Hollow City.

–No se excite, jefe, que ya sabe que es malo para la salud. Tómese sus pastillas –

intentó tranquilizarle Elliot Grant.

–Esto es un puto desastre, lo que faltaba y justo ahora que se acerca el Carnaval.

Menuda imagen de seguridad y confianza, nos van a quemar en la hoguera. A todos –el

alcalde miró como un bulldog rabioso a Chang.

–¿Qué opina de esto, señor O’Sullivan? –inquirió la mujer oriental al policía.

–Creo que esto ha sido un ataque demasiado bien planeado, además de que el gas

nervioso utilizado es muy potente, volátil pero muy eficaz. De no ser por el señor Page

aquí presente el número de víctimas podría haber sido aún mayor.

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–Yo no hice más que cumplir con mi deber de ciudadano –dijo Page con humildad–.

Pero coincido contigo, detrás de esto hay una mente muy brillante, y algo me dice que no

será la última vez que veamos algo similar.

Evelyn Chang miró a los presentes, sonrió y les pidió que se sentaran delante de la

pantalla de proyecciones que había al fondo de la sala. Luego accionó los controles y una

serie de imágenes aparecieron sobre la pantalla blanca.

–Esto que están viendo son el resultado de dos ataques anteriores donde al parecer se

utilizó el mismo gas nervioso que el empleado hoy en MegaOcio. Hace tres meses, este

el aspecto que presentaba un cine de barrio en River City. El resultado fue una docena de

muertos, y se dijo que fue cosa de un incendio accidental para no alertar a la opinión

pública.

Mientras Evelyn Chang hablaba, los demás vieron las terribles imágenes donde se

mostraba crudamente los efectos del gas. Los espectadores del cine se habían

transformado en una horda sanguinaria, destruyéndolo todo a su alrededor.

–Y estas son las imágenes del ataque en Capital City, donde el objetivo fue unos

grandes almacenes. Casi un centenar de víctimas, camuflado como un ataque terrorista

causado por uno de los múltiples grupos islamistas en contra del régimen capitalista.

Otra vez imágenes macabras llenas de violencia, sangre y muerte que hicieron volver

la vista a Mallory y Grant, mientras O’Sullivan y Page aguantaban con desagrado aquella

infamia.

–Pero, si no son terroristas, ¿quiénes son los responsables, y que es lo que quieren? –

preguntó O’Sullivan.

–Estamos investigando el asunto, pero aún no tenemos nada claro. Tras lo sucedido

hoy en nuestra ciudad, creemos que tal vez todo esto haya sido una especie de

entrenamiento, una prueba del funcionamiento del gas. Primero un lugar pequeño, un

cine. Luego algo más considerable, unos almacenes. Y por último, algo aún más grande,

el complejo comercial MegaOcio. Estamos seguros que próximamente habrá un nuevo

ataque, tal vez el definitivo, sobre un objetivo mayúsculo.

–O sea, que no tienen una puñetera mierda, como siempre –intervino Mallory–. En

TecnoCorp son todos unos inútiles, se lo dije a Strong cuando estaba vivo y se lo digo a

usted ahora. Vayan obteniendo resultados o me veré obligado a rescindir nuestro acuerdo.

¡Vámonos, Elliot, a ver qué coño está haciendo el Comisario Howard para arreglar todo

este desastre!

Chang esbozó una sonrisa irónica al ver salir al orondo alcalde y a su asesor, y cuando

ambos se marcharon se dio la vuelta para encararse con O’Sullivan y Vic Page.

–Ahora es cuando nos va a decir que nos vayamos a casa y que cerremos la boca,

¿verdad? –dijo el policía.

–Veo que después de tanto tiempo nos entendemos perfectamente, señor O’Sullivan.

Nosotros descubriremos quien está detrás de todo esto, y cuando lo encontremos deseará

no haberse enfrentado a TecnoCorp. Ustedes dedíquense a lo suyo y no se entrometan.

¿Me han entendido?

–A la perfección, directora Chang –replicó Vic Page, dirigiéndose a la salida–. Como

aconseja, me dedicaré a lo mío, a escribir libros.

O’Sullivan iba a decir algo más, pero prefirió callarse y salir detrás del escritor,

alcanzándolo por el pasillo que conducía al ascensor.

–¿Escribir libros? –preguntó alzando las cejas con desconfianza.

–Pues claro. Solo que he omitido que mi próximo trabajo tratará sobre terroristas locos

que utilizan un gas experimental que vuelve a la gente salvaje y violenta. Así que tendré

que buscar información sobre el tema –el escritor guiñó un ojo a O’Sullivan.

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–De acuerdo, amigo, pero necesitarás un profesional que te eche una mano en la

investigación. Podría ser peligroso.

Ambos hombres se miraron y sonrieron al unísono, en señal de la nueva alianza que

acababa de forjarse. Mientras bajaban por el ascensor hacia la planta baja de TecnoCorp

tanto el policía como el escritor se preguntaron en silencio quien sería el causante de los

ataques gaseosos y cuál sería su motivación.

En el interior de su refugio, Wax Face reía a carcajadas mientras contemplaba las

noticias en la televisión. Gracias a su capacidad de imitación y a la tecnología SIVA le

había sido muy fácil suplantar a Brad Baxter y acceder a las zonas restringidas de

MegaOcio, donde había podido colocar los recipientes del gas en el sistema de ventilación

del enorme complejo. A pesar de que la tragedia no había llegado hasta el nivel esperado,

se podía decir que la prueba era todo un éxito. Ahora había llegado el momento de dejar

los ensayos y pasar a la auténtica acción.

Pronto tendría su venganza, aunque antes tenía que atar un cabo suelto.

El villano de los mil rostros sacó de un cajón una fotografía, donde figuraba una mujer

joven de cabello moreno. Se quedó mirando con fascinación sus ojos radiantes, sus labios

finos y sensuales, su rostro de hermosura juvenil. Le pareció escuchar en su cabeza el eco

lejano de su risa musical, y casi pudo sentir la calidez de sus caricias y el aliento de sus

besos. Casi.

Con un gesto de furia, arrojó la fotografía de vuelta al cajón y lo cerró con violencia.

Ahora debía volver a emplear su facultad para convertirse nuevamente en otra persona.

Mientras se miraba en el espejo, Wax Face contempló su malvada sonrisa y el brillo

delirante en sus ojos. Sí, muy pronto tendría su venganza.

El día siguiente a los sucesos en MegaOcio fue largo y difícil para Page y O’Sullivan,

pero también fructuoso. El escritor utilizó sus contactos para averiguar todo lo posible en

torno a los ataques anteriores efectuados en River City y Capital City. Aunque ambos

asuntos habían sido tan bien tapados que formaban un completo muro de oscuridad tras

el que se ocultaba la verdad, el inquisitivo Vic Page logró descubrir un detalle que Evelyn

Chang no había mencionado. La empresa encargada de la seguridad en ambos lugares

había sido TecnoCorp, al igual que en MegaOcio. Al parecer la corporación no había

tenido mucha suerte en los ataques, habiéndose mostrado incapaces de frenarlos. ¿Habría

un topo en TecnoCorp que ayudaba a los causantes de aquellos misteriosos ataques? O tal

vez se hallaban ante un grupo tan sofisticado que podía burlar los sistemas de seguridad

más avanzados del mundo. También estaba la posibilidad de que todo fuese una

casualidad, y el hecho de que TecnoCorp estuviese presente en los tres lugares donde se

habían producido los atentados con gas no fuese relevante.

Pero claro, Vic Page no creía en las casualidades.

Por su parte, Paul O’Sullivan le había dicho al sargento Woods que se tomaría unos

días libres que se le debían, aunque no le dijo nada a Hellen para que no se preocupase.

Así pues el policía tenía vía libre, dedicándose a investigar por su cuenta el asunto del

gas. Lo que más intrigaba a O’Sullivan era la propia sustancia nociva, un gas como aquel

capaz de producir unos efectos tan devastadores sobre la mente de las personas no podía

pasar desapercibido. Debían haberse hecho pruebas, tenía que provenir de un laboratorio

químico bien equipado, y tras él se hallaría alguna de las mentes brillantes del mundo de

la farmacología. Así pues, el policía buscó en archivos, preguntó a sus amigos e interrogó

a sus contactos en busca de pistas sobre experimentos químicos fallidos, con accidentes

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e incluso muertes. Sin embargo el resultado le sobrepasaba, pues existían numerosos

casos relacionados con empresas de la industria química que habían terminado de mala

manera. La mayoría ni siquiera habían salido a prensa, limitándose a solventar el asunto

por medio de una indemnización millonaria.

Demasiados casos, muchos nombres y nada concreto. O’Sullivan se sintió exasperado

y decidió reunirse con Vic Page para poner en común todo lo que habían averiguado, que

más bien era poco.

En el Bar de Joe había muchísima gente aquella tarde, y la mayoría de los clientes

eran policías como lo había sido su dueño, Joe Rocco, un descendiente de inmigrantes

italianos que tras abandonar el cuerpo había montado su negocio muy cerca de la

Comisaria Central de Hollow City. Tras servir un café bien cargado a O’Sullivan y un

capuchino a Vic Page, el bigotudo dueño del local los dejó solos en un apartado rincón

donde pudieron hablar con calma.

–Entonces, lo único que has sacado en claro es que hay una vinculación entre

TecnoCorp y los ataques con el gas nervioso –dijo O’Sullivan mientras removía el líquido

negro de su taza.

–Así es, pero eso no nos sirve de mucho, al igual que la relación entre el gas y su

posible fabricante. Creo que estamos ante un callejón sin salida –Page sorbió su

capuchino mirando a su interlocutor con aire frustrado.

El ambiente en el Bar de Joe estaba cargado, fruto de la gran afluencia de policías que

estaban terminando el turno de la tarde y que acudía al local a tomar la última copa antes

de dirigirse a sus casas a la hora de la cena. Uno de aquellos policías era Mike Sutton, o

como le llamaban la mayoría a causa de su rostro característico, Mike “el Arrugas”. A

O’Sullivan no le caía muy bien aquel tipo, un agente corrupto que siempre se salía con la

suya, y el sentimiento era mutuo pues ambos habían tenido sus más y sus menos en el

pasado. En aquel preciso instante, Mike estaba vociferando un chiste intentando ser el

centro de atención de sus compañeros de mesa.

–Este tío está como una cabra –susurró uno de los clientes del local en la mesa vecina

a la de Page y O’Sullivan.

–Seguro. Igual se le ha podrido el poco cerebro que le quedaba al esnifarse la droga

que pasa de extranjis –contestó otro compañero en voz baja.

Al oír aquello, Vic Page agudizó su sexto sentido, y en su mente comenzaron a

producirse una serie de conexiones que procesaron con rapidez una serie de ideas hasta

alcanzar un pensamiento final.

–Un momento –dijo el escritor con un brillo triunfal en su mirada–. ¿Y si lo que

buscamos es a alguien que haya tenido un accidente con su propio experimento? Un

químico que haya sufrido los efectos del gas, volviéndose loco, lo habrían tapado como

una enfermedad mental o un brote psicótico, sobre todo si estaba relacionado con

TecnoCorp.

–¿Crees que deberíamos buscar a un profesor chiflado o algo así, encerrado en algún

manicomio perdido donde no sea un incordio? –inquirió O’Sullivan–. ¿Y cómo quieres

que lo encontremos?

–Pues con un buscador –al decir esto, el escritor sacó su móvil con conexión a internet

y pulsó la opción de acceder a la red–. Demos gracias a la tecnología, y al Bar de Joe por

tener wifi gratuito.

O’Sullivan observó con suspicacia como Page pulsaba una serie de botoncitos en el

teclado del móvil, introduciendo una serie de datos. El policía nunca se había mostrado

demasiado partidario por aquellos avances tecnológicos, prefería los viejos métodos de la

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policía de antaño. Sin embargo no pudo disimular su sorpresa cuando en unos momentos

el escritor le mostraba ante sus narices la pantalla lumínica de su cacharro de última

generación, donde aparecía una noticia de la hemeroteca del prestigioso periódico de

Hollow City “American Chronicles”. La nota de prensa estaba fechada tres años atrás, y

contaba como el profesor Otto Leitner, un eminente ingeniero químico que trabajaba para

Industrias Goldchem, había sufrido un episodio agudo de crisis mental, causando una

tragedia que había terminado con la muerte de dos trabajadores de la compañía. El

profesor Leitner había sido trasladado a un centro privado especializado en trastornos

mentales, y la compañía se haría cargo de las indemnizaciones a los familiares de las

víctimas.

–¿Y qué te hace pensar que eso está relacionado con los ataques del gas nervioso? –

preguntó O’Sullivan, no muy convencido.

–Pues que Leitner era un experto en el campo de las sustancias que afectaban la mente

de las personas, se insinúa que en el pasado trabajó para el Gobierno en experimentos

sobre la conducta humana. Además, Industrias Goldchem es una filial de TecnoCorp, mira

quien sale en la foto.

O’Sullivan se acercó todo lo que pudo a la pantalla del móvil de Page, y a pesar del

pequeño tamaño de ésta pudo reconocer el rostro de vendedor de seguros del difunto

Director de TecnoCorp, Jason Strong.

La recepcionista del Centro Residencial Bleuler, llamado así en honor del histórico

psiquiatra suizo Eugen Bleuler, permanecía ajena al repiqueteo constante de la lluvia

sobre los cristales de la puerta y las ventanas. Su atención se concentraba plenamente en

los mensajes cortos del móvil que intercambiaba con su última conquista, un nuevo

celador del Centro alto y moreno con un seductor acento sureño. Por ello, no se dio cuenta

hasta muy tarde de que dos individuos habían atravesado el umbral dejando sus paraguas

húmedos en un rincón al lado del mostrador de recepción.

–Ejem…–carraspeó para llamar su atención el hombre del abrigo gris y sombrero a

juego.

–¡Oh, perdón! –se excusó la joven recepcionista, apresurándose a guardar el móvil–.

¿Qué desean?

–Deseamos ver a un paciente, el señor Otto Leitner –dijo el segundo hombre, vestido

con vaqueros y una cazadora negra.

–¿Al señor Leitner? –preguntó extrañada la recepcionista–. Qué raro, salvo su hijo ese

paciente nunca recibe visitas. ¿Son ustedes parientes cercanos?

–Solo deseamos hacerle unas cuantas preguntas, será algo breve –O’Sullivan mostró

su placa de policía con un gesto teatral.

–¿Traen una orden? Si no es así, tendrán que esperar a que venga nuestro director, que

en estos momentos ha tenido que ausentarse por motivos familiares. Vendrá mañana.

O’Sullivan se volvió hacia Page, el cual le hizo un gesto claro. No podían esperar

tanto tiempo. El policía volvió a concentrar su atención en la joven del mostrador,

mostrándose menos cortés.

–Oiga señorita, esto es un asunto urgente y no podemos esperar. Tenemos que ver al

paciente ahora mismo.

–Lo siento mucho, son las normas –la joven comenzó a mostrarse tensa a causa de la

discusión–. De todas formas ahora le está visitando su hijo, así que cuando termine

pueden pedirle permiso… ¡Oh, ahí está!

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En aquel momento un hombre rubio con perilla que sostenía un maletín de piel dobló

la esquina del pasillo que conducía a la recepción, y al ver a O’Sullivan no pudo evitar

dar un respingo de sorpresa.

–Parece que te conoce de algo –indicó Vic Page, dándose cuenta de la reacción del

hombre.

–En mi vida lo había visto –respondió O’Sullivan–. ¿Es usted el hijo del profesor

Leitner? Deseamos hablar con su padre un momento, si es posible.

Al acercarse más al individuo de la perilla, el policía detectó algo familiar en su

mirada, como si efectivamente conociese a aquel hombre aunque no pudiese situarlo con

claridad. Entonces advirtió que en el pómulo derecho del hombre sobresalía un pequeño

corte superficial, bajo el cual extrañamente no había sangre, sino algo brillante y dorado.

Como si fuese cera.

O’Sullivan abrió los ojos de par en par, al darse cuenta de quien se trataba, pero el

hombre fue más rápido y golpeó con su maletín el rostro del policía, a la vez que echaba

a correr hacia la salida del Centro Residencial.

–¡Eh, un momento, deténgase! –gritó Vic Page tratando de pararle.

En lugar de hacerle caso, el hombre lanzó a los pies del escritor una pequeña cápsula,

que al impactar en el suelo provocó una pequeña nube de gas. Vic Page comenzó a sentir

un terrible escozor en los ojos y en la piel de la cara, viéndose obligado a restregárselos

con fuerza.

–¡Maldición, no veo nada! Me abrasa la piel, siento como si estuviese ardiendo en

llamas.

–Tranquilo Page –O’Sullivan ya se había recuperado del golpe–. Voy tras ese canalla,

le cogeré. Señorita, mójele la cara y los ojos con agua muy fría, y llame a la policía.

Tras decir esto, O’Sullivan salió al exterior en pos del hombre, que no podía ser otro

que Wax Face, Cara de Cera, el mismo al que meses atrás había conocido en las

instalaciones del Laberinto de los Oscuros. Aunque creía haberlo visto morir en una

explosión, al parecer seguía vivo. A pesar del disfraz, el brillo amarillento bajo el

maquillaje y aquellos ojos de mirada cruel eran inconfundibles. Estaba seguro de que era

él. ¿Pero qué diablos estaba haciendo allí uno de los criminales más buscado por todas

las fuerzas de seguridad?

La lluvia torrencial empapó en un segundo a O’Sullivan, que intentaba buscar a través

de la gruesa cortina de agua el rastro del delincuente. A pesar del repiqueteo causado por

el aguacero al chocar contra el suelo, el policía creyó detectar un sonido metálico que

provenía del aparcamiento de la derecha. Sacó la Beretta 92 que siempre llevaba consigo

cuando no usaba el revolver reglamentario y se dirigió agachado hacia el vehículo más

cercano.

Una forma surgió entre la lluvia gris, el rostro de Wax Face brilló con el maquillaje

diluido por la lluvia, y luego un estampido atravesó el aire. El disparo alcanzó una de las

ventanillas del coche que servía de parapeto a O’Sullivan, apenas a dos palmos de su

cabeza, haciendo añicos el cristal. Pero el policía no se arredró, y disparó su arma en

respuesta hacia donde estaba el criminal. Sin embargo la lluvia impedía una línea de

visión clara, y el fuerte viento tampoco ayudaba en nada a su puntería, por lo que sus

disparos fallaron.

Wax Face abrió la portezuela del coche con el que había acudido al psiquiátrico,

mientras la presión de su dedo índice sobre el gatillo provocaba una rápida sucesión de

disparos no con la intención de darle a su contrincante, sino más bien con la de retrasarle.

Luego el bandido se metió en el auto y encendió el motor, dando marcha atrás para sacar

el vehículo de la fila y poder encaminarse hacia la salida.

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O’Sullivan vio la maniobra de Wax Face y decidió salir de su cobertura, disparando

hacia el coche. Alcanzó varias veces el parabrisas, agrietándolo y abriendo en su

superficie algunos agujeros, pero sin poder alcanzar a Cara de Cera. El bandido aceleró a

fondo sujetando el volante con la mano derecha mientras con la izquierda disparaba su

Glock 17 con el brazo extendido a través de la ventanilla bajada. La lluvia y el estado del

parabrisas dificultaron en extremo el acierto, y los disparos no llegaron a alcanzar a su

objetivo. O’Sullivan solo tuvo tiempo de disparar una sola vez, luego tuvo que rodar por

el fango para evitar la embestida del coche que se lanzaba sobre él a toda velocidad.

Cuando el vehículo pasó por su lado O’Sullivan disparó desde el suelo hasta vaciar el

cargador de su Beretta, pero no pudo detener la huida de Wax Face. Tan sólo podía ver

como las luces traseras del coche iban perdiéndose de vista poco a poco, hasta que tan

solo fueron dos diminutos puntos rojos que al final fueron tragados por la lluvia torrencial.

Maldiciendo su mala suerte, el policía regresó a la recepción del psiquiátrico, donde

encontró a Vic Page frotándose una toalla húmeda en el rostro. La recepcionista estaba

hablando por teléfono con la policía, a punto de entrar en un ataque de nervios. Los

disparos habían atraído al personal del centro, y antes de que los celadores interviniesen

con violencia O’Sullivan mostró su placa y su pistola.

–Policía de Hollow City, mantengan la calma –O’Sullivan se mostró firme y

autoritario–. Necesitamos ver enseguida al paciente llamado Otto Leitner, puede ser

testigo de vital importancia para una investigación criminal.

Uno de los celadores condujo al policía y al escritor por los corredores blancos y

perfumados del Centro Residencial, hasta que llegaron ante una de las puertas de las

habitaciones de los pacientes. El celador llamó antes de poner la llave en la cerradura y

abrir la puerta con suavidad, temiendo despertar al paciente. Sin embargo en el

psiquiátrico ya nunca más tendrían que preocuparse por el profesor Leitner y sus crisis

agudas, ni si había tomado sus dosis de tranquilizantes a su hora, o si se había terminado

la comida antes de irse a dormir.

Porque en la cama de sábanas blancas y revueltas de la habitación yacía el cuerpo

pálido y demacrado del profesor, con los ojos abiertos mirando al vacío eterno de la

muerte.

En el despacho del Comisario Howard hacía mucho calor, puesto que a éste le gustaba

mantener el aparato climatizador a temperaturas elevadas durante el invierno. El

Comisario se alisó el escaso cabello cano que aún poblaba su testa mientras paseaba sus

ojos grises de uno a otro de sus invitados, que no eran otros sino Paul O’Sullivan y Vic

Page.

–O’Sullivan, otra vez estás pisando mierda, como siempre –increpó el Comisario,

intentando que no le subiera la tensión tal y como le había prescrito su médico–. Justo

cuando parecía que todo iba bien, con tu regreso al cuerpo tras lo de TecnoCorp, vas y la

vuelves a pifiar. ¿En qué coño estabas pensando?

–Comisario, pero si no he hecho nada…–comenzó a excusarse O’Sullivan.

–¿Nada? ¿Qué no has hecho nada? –al Comisario se le comenzó a hinchar una vena

que le surcaba el cuello–. Primero dices que te coges un permiso cuando en realidad te

pones a investigar un caso que no es de tu incumbencia. Luego tengo a TecnoCorp

pidiéndome que te empapele por obstrucción, ya que te dijeron que no te metieras en

medio del asunto del gas nervioso. Y encima está el tipo ese, Wax Face, que al parecer

está metido en todo este lío. Y como siempre que la cagas, hay un lunático muerto, aunque

ahora el fiambre no es un extraterrestre, ni un demonio de ojos negros que proviene de

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otra dimensión. Solo es un antiguo químico al que le dio un infarto, al menos eso está

claro.

–¿Un infarto? –Vic Page se revolvió en su silla poniendo cara de incredulidad–.

¡Vamos, Comisario, no irá usted a creerse eso! Fue Cara de Cera quien se lo cargó, seguro.

–¡Cállese, Page! –Howard frunció el entrecejo y sus mejillas se pusieron coloradas

por la ira–. Usted no tiene vela en este entierro. Ya me he enterado de quien es,

escritorzuelo de pacotilla, un entrometido que no es la primera vez que pone su nariz de

buitre en asuntos policiales. Le tengo calado, así que escúcheme bien, porque no se lo

voy a repetir: está usted hundiéndose en el fango, y le queda muy poco para quedar

sumergido del todo. Muy poco.

El Comisario se dejó caer con todo su peso sobre el respaldo del sillón de cuero negro,

mientras sacaba un pañuelo y secaba el sudor de la frente. Se aflojó el nudo de la corbata

para aliviar la tensión y bebió un trago de agua de un botellín de plástico que había encima

de la mesa del despacho. Entre el calor que hacía en la habitación y los nervios que le

provocaban aquellos dos hombres, Howard pensaba que sería un milagro si no le daba un

ataque allí mismo.

–Comisario, usted sabe que pocas veces me equivoco –O’Sullivan aprovechó el bajón

de su superior para hablarle sosegadamente–. Este es un caso muy importante, y no

podemos dejarlo en manos de TecnoCorp, por la sencilla razón de que de alguna forma

están implicados. Piénselo un segundo, jefe. Todos los lugares que fueron objetivo del

gas nervioso tenían como empresa de seguridad a TecnoCorp, y el difunto profesor Otto

Leitner trabajó para una empresa colaboradora de la corporación. Yo creo que hay una

conexión muy clara.

–Y yo creo que será mejor que te tomes unas vacaciones, O’Sullivan. Descansa, vete

de Hollow City unos días con tu mujer y tu hija y disfruta un poco. A tu padre no le

gustaría un ápice que estés siempre en la cuerda floja –Howard resopló consternado–.

Eres un buen chico y un gran policía, pero a veces ves fantasmas donde no los hay.

–Pues yo vi a uno de esos fantasmas, llevaba un maletín y me lanzó una jodida cápsula

con gas que me dejó hecho polvo –dijo Page–. No sé si le brilla la cara tanto como su

grasiento culo –el escritor señaló con su dedo índice al estupefacto Comisario–, pero está

metido hasta el cuello en este asunto.

–¿Ah, sí? Y donde están las pruebas, listillo. Por lo que yo sé podía tratarse de un

periodista disfrazado que quería una exclusiva con un antiguo profesor. Ustedes lo

asustan, el viejo chocho oye los disparos y le entra un patatús de los buenos que lo envía

al otro barrio. Así que tienen suerte si logro evitar que el director de ese manicomio les

enchirone a base de denuncias. Se lo digo clarito, muchachos: aléjense de todo esto y

desaparezcan hasta que la cosa se calme, si los vuelvo a ver antes de que terminen las

fiestas del Carnaval los meteré en un agujero oscuro. ¿Estamos?

O’Sullivan se levantó impetuosamente con una mirada airada, pero Page se adelantó

y le cogió por el brazo para llevárselo casi a rastras antes de que dijera algo que empeorara

las cosas. Abandonaron el despacho del Comisario Howard dando un fuerte portazo que

casi rompió la puerta, motivando que las miradas de todos los agentes presentes se

volviesen hacia ellos.

–Seguro que O’Sullivan ha vuelto a empinar el codo y vuelve a ver a sus monstruitos

del espacio –dijo con un gesto despectivo Mike el Arrugas, que estaba en un extremo del

pasillo hablando con otros compañeros.

Se necesitó más de una decena de hombres para impedir que O’Sullivan le diera una

merecida paliza al idiota de Mike Sutton. Mientras Vic Page se lo llevaba a empujones,

el Arrugas no paró de pronunciar todas las blasfemias posibles en contra suya,

maldiciendo su sangre irlandesa.

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–Tranquilo, amigo, vámonos de aquí antes de que te encierren –Page salió con su

amigo por la puerta de la comisaría, saliendo ambos a las frías calles de Hollow City.

Ambos, escritor y policía, caminaron en silencio uno junto al otro, paseando sobre la

acera pavimentada mientras algunas gotitas de lluvia comenzaban a caer desde el oscuro

cielo que cubría la ciudad. O’Sullivan solo abrió la boca para quejarse de la pasividad de

la policía, maldiciendo al Comisario Howard, a TecnoCorp y al resbaladizo Wax Face.

Vic Page cavilaba sobre todo el asunto, intentando trazar en su mente un mapa que

interconectase todas las pistas y cabos sueltos posibles relacionados con el caso.

Ataques con un gas experimental. Seguridad a cargo de TecnoCorp. Científico

químico recluido y asesinado. Villano experto en disfraces armado con capsulas de

sustancias químicas.

El escritor se paró en seco en mitad de la calle, y O’Sullivan solo tuvo que ver la

expresión de su cara para darse cuenta de que su compañero acababa de tener una de sus

ideas brillantes.

–Vamos, escúpelo –dijo irónicamente el policía.

–Verás, estaba pensando en que ese tipo, Wax Face, ha debido estar haciéndose pasar

por el hijo del profesor Leitner durante mucho tiempo. Según el registro de visitas que

vimos en el Centro Residencial antes de que viniese la policía, Cara de Cera tenía mucho

interés en el viejo.

–Hasta que lo liquidó, seguramente usando alguna sustancia que llevaría en el maletín

–apuntó O’Sullivan.

–Muy cierto. Piensa un momento, Wax Face usa maquillaje artificial, tiene cápsulas

con extrañas sustancias, visita a un químico chiflado…

–Lo que quieres decir es que Cara de Cera es también un químico, y que ha fabricado

el gas con la ayuda de Leitner. Pero el profe no le contaría sus secretos a cualquiera, ¿no?

–Por lo que hay una relación entre ambos químicos. Si a Leitner lo encerraron tras el

accidente en Industrias Goldchem, es lógico suponer que se conocían de antes,

seguramente porque…

–¡Porque trabajaron juntos allí! –exclamó O’Sullivan–. En el expediente del caso

constarán los nombres de todo el personal de Goldchem y las relaciones entre ellos. Solo

tenemos que buscar a algún joven cerebrito que fuera además fuese amigo de Leitner.

Page, eres un tipo listo, deberías dejar de ser escritor y meterte en la policía.

–Al paso que voy no sería mala opción, parece que hay más delincuentes que lectores

de libros –dijo Page con una sonrisa.

El Toyota Celsior color azul oscuro de O’Sullivan apuntaba con sus faros delanteros

la carretera que enfilaba hacia la zona industrial de Hollow City. Tras dejar atrás un

desvencijado cartel que señalaba que el vehículo y sus ocupantes habían alcanzado su

destino, se adentró en el laberinto de inmensas y destartaladas naves industriales que

poblaban aquella extensa superficie, mientras los últimos rayos de sol se filtraban a través

de los edificios anunciaban la llegada de la noche fría y oscura.

–¿Qué número tiene la que buscamos? –preguntó O’Sullivan, mientras atisbaba a

través del parabrisas.

–La 51, creo que es por allí, a la izquierda –señaló Vic Page, en el asiento del copiloto.

–Espero que hayamos acertado con esto y que no sea todo fruto de una corazonada.

–Es lo más sólido que tenemos. Según el archivo del caso Goldchem, el empleado

más unido al profesor Leitner era su joven ayudante, Gideón Lambrill, un brillante y

prometedor cerebro de la química. Curiosamente desapareció hace años en Sudamérica,

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junto a su reciente esposa, y nunca más se supo de él. Todas sus propiedades pasaron a

manos de diversos parientes lejanos del matrimonio.

–Sí, y según el registro de la propiedad el tal Lambrill poseía una especie de

laboratorio personal ubicado en la nave industrial que buscamos. Una propiedad que había

estado cerrada a cal y canto, pero que según la compañía eléctrica ha estado utilizando

grandes cantidades de suministro energético exactamente desde algo antes del primer

ataque con gas en River City –O’Sullivan maniobró el auto hacia la izquierda,

aproximándose hacia el objetivo.

–Y justo cuando según el registro del psiquiátrico comenzaron las visitas del falso hijo

de Leitner. Todo coincide, Gideón Lambrill es Wax Face, el causante de los ataques del

gas. Lo que no sabemos es el motivo –dijo Page.

–Pues entonces habrá que preguntárselo –O’Sullivan paró el coche y sacó su Beretta

92, comprobando la munición–. ¿Quieres esperar aquí?

–Tranquilo, se cuidarme solito –el escritor entreabrió su chaqueta enseñando la culata

de un revolver Calibre 38 Especial.

Ambos se apearon del automóvil y caminaron hacia la nave 51, donde las luces que

atravesaban las ventanas indicaban que el edificio no estaba abandonado. Encima de la

puerta podía leerse un letrero que anunciaba: PROHIBIDO EL PASO, ZONA

VIGILADA. O’Sullivan comprobó que la puerta estaba cerrada a cal y canto por dentro,

y forzarla podía llevarle bastante tiempo.

–¿Qué tal aquella ventana de ahí? –señaló Page.

O’Sullivan apoyó un pie en las manos enlazadas de su compañero y se impulsó hacia

arriba con la ayuda de éste, aferrándose al alféizar de la ventana. Tras darle un violento

empujón, la ventana cedió y el policía se coló por la estrecha abertura, agradeciendo a su

mujer Hellen que le hubiese obligado a perder unos cuantos quilos que le sobraban. Desde

su posición O’Sullivan observó que el interior de la nave estaba iluminado a medias, y en

el aire flotaba un zumbido eléctrico que provenía de varias máquinas conectadas. No se

veía a nadie cerca, así que aprovechó para deslizarse hasta el suelo y llegar a la puerta,

donde desbloqueó el cerrojo que la mantenía cerrada para que entrase Vic Page.

Unas voces de hombres rudos acompañadas por diversos ruidos alertaron a los héroes

de que no estaban solos en el lugar, por lo que avanzaron a lo largo de las hileras de

contenedores amontonados enarbolando sus armas cortas como precaución. Instantes

después se encontraron con un grupo de seis hombres, la mayoría con pinta de haber

pasado algún tiempo en la cárcel, cargando unas cajas cerradas en la parte trasera de un

camión de carga. En la superficie de aquellos cajones podía vislumbrarse el emblema de

una conocida fábrica de fuegos artificiales, y en los laterales del camión se divisaba el

logotipo del Ayuntamiento de Hollow City.

–Vamos, cargadlo todo de una vez, hay que prepararlo todo para la fiesta de mañana

–dijo una voz de entre las sombras.

Fue entonces cuando Vic Page y Paul O’Sullivan se dieron cuenta de que había un

hombre medio oculto, vestido con un traje azul y una gabardina oscura, con la cabeza

cubierta bajo un sombrero de fieltro. No podían verle la cara, pero su voz le era conocida

tanto al escritor como al policía.

–Esta es la última, señor Grant, ya está todo listo –dijo uno de los tipos malencarados,

un gigantón vestido con una camiseta sucia de tirantes que dejaba al descubierto un

estrafalario tatuaje carcelario–. Espero que tenga preparada la pasta.

–Tendréis lo acordado cuando llevéis la mercancía a su destino.

Al decir esto, el hombre abandonó su posición y quedó expuesto a la luz, revelando

su identidad a Page y O’Sullivan. ¡Era Elliot Grant, el asesor del Alcalde Mallory!

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El individuo del tatuaje ordenó a los demás que subieran al camión, por lo que

O’Sullivan hizo una señal a Page para entrar en acción antes de que se escaparan.

–¡Policía, manos arriba! –gritó a pleno pulmón O’Sullivan, encañonando a todos con

su arma–. Page, vigila a Grant y si se mueve pégale un tiro en la pierna.

–Tranquilos, no vamos a hacer nada –dijo el del tatuaje–. No estamos haciendo nada

malo, solo cargamos los fuegos artificiales para el Carnaval de mañana. El señor Grant

nos contrató para llevarlos hasta la plaza del Ayuntamiento, él lo puede corroborar.

–Tú, coge una de las cajas del camión y sácala –ordenó el policía.

Uno de los estibadores obedeció, mirando todo el rato el cañón de la Beretta que le

apuntaba.

–Ahora ábrela, despacio.

El individuo hizo lo que se le ordenó. Murmullos de sorpresa y miradas de estupor se

sucedieron entre los transportistas, pues a la vista de todos estaba el contenido de las cajas.

No eran fuegos artificiales, sino extrañas cápsulas cristalinas que contenían un líquido de

color verdoso. El gas nervioso que mutaba a las personas y las volvía locas de rabia.

–Ni estos son cohetes para divertir al público ni ese de ahí es Elliot Grant –O’Sullivan

se volvió hacia el supuesto asesor del alcalde–. ¿Verdad, Wax Face? O tal vez deberíamos

llamarle por su verdadero nombre, Gideón Lambrill.

–Es usted muy listo para ser un simple poli –dijo Cara de Cera bajo su disfraz–. Sabía

que tendría problemas para llevar a cabo mi plan, pero no esperaba que fuesen un policía

de pacotilla y un escritor fracasado quienes se enfrentaran a mí.

–Sigue hablando así, amigo, porque dentro de poco vas a estar entre rejas, seguro que

allí tendrás más de un amigo al que le encantará que te disfraces –dijo sarcásticamente

Page.

–Idiotas, esto aún no ha terminado.

Tras decir esto, Wax Face hizo un leve gesto con la muñeca derecha, dejando caer al

suelo una pequeña cápsula que estalló emitiendo un relámpago cegador. Luego pateó la

caja que estaba en el suelo y las bolas de cristal se rompieron en pedazos, emanando el

gas nervioso.

–¡Cuidado! –exclamó O’Sullivan, tirando hacia atrás de la chaqueta de Vic Page a

pesar de estar cegado por los efectos de la bomba de magnesio de Wax Face.

Sin embargo los estibadores no tuvieron suerte y no pudieron reaccionar a tiempo,

inhalando directamente el gas en sus pulmones. En pocos segundos la sustancia química

produjo sus efectos, transformando a los hombres en bestias de dos patas con ojos rojos

y ávidas de sangre. Los seis afectados comenzaron a armarse cogiendo cualquier cosa a

su alcance, un destornillador, una gran llave inglesa de acero, un martillo e incluso una

taladradora.

–Os vamos a triturar, no quedarán de vosotros ni despojos para los perros –chilló

enfurecido el gigantón del tatuaje, mientras se lanzaba hacia O’Sullivan empuñando un

martillo.

El policía no tuvo otra opción más que apretar el gatillo, pero el impacto no fue

suficiente para derribar al hombre, por lo que tuvo que disparar dos veces más. A su lado,

Vic page hacía rugir su revólver, demostrando una excelente puntería. Sin embargo se

necesitaban varios disparos para acabar con aquellos enemigos furibundos, por lo que al

final dos de ellos terminaron echándoseles encima.

O’Sullivan recibió un golpe en la sien de una palanca manejada por un negro

musculoso de mirada asesina, el cual le dejó en el suelo aturdido. Su Beretta 92 rodó por

la superficie hasta perderse de vista, por lo que sólo le quedaron sus brazos para

defenderse. El negro descargó un poderoso ataque que O’Sullivan evitó en el último

momento ladeando la cabeza. Luego repitió el mismo movimiento hacia el lado contrario,

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y cuando su contrincante iba a aplastarle la cabeza con su tercer ataque, O’Sullivan le

propinó un puñetazo en sus partes nobles. El negro no soltó la palanca, pero dio unos

pasos atrás quejándose del dolor, dándole unos segundos de respiro al policía que

aprovechó para ponerse en pie.

Por su parte, Vic Page había gastado todas las balas del revólver abatiendo a dos de

aquellos demonios coléricos, y antes de que pudiese recargarlo recibió el ataque de un

joven pecoso con el pelo rojizo, armado con una taladradora que funcionaba con batería.

El escritor esquivó como pudo las acometidas del pelirrojo, hasta que su espalda chocó

súbitamente contra uno de los grandes contenedores metálicos de la nave industrial. Al

darse cuenta de que se había quedado sin espacio, Page se lanzó desesperadamente contra

los pies de su adversario, consiguiendo derribarlo. Ambos rodaron por el suelo

entrelazados en mortal abrazo, con tan mala suerte para el escritor que éste quedó bajo el

peso del pelirrojo pecoso, mirando como la broca giraba a velocidad máxima y se

acercaba cada vez más a su rostro.

A pocos metros de allí, O’Sullivan se palpaba la herida sangrante de su cabeza. Sentía

nauseas, y notaba como su visión estaba deformada por lo que intentaba abrir los ojos al

máximo para poder enfocar bien a su enemigo. El negro de la palanca aulló como un

demente y cargó nuevamente contra el policía, pero esta vez O’Sullivan se adelantó y

extendió ambos brazos para sujetar las muñecas de su objetivo justo antes de que

terminase de lanzar el golpe, bloqueándolo y girándose sobre sí al mismo tiempo. Aquella

maniobra bien sincronizada dio sus frutos y el negro cayó de espaldas sufriendo un fuerte

golpe, dándole la oportunidad a O’Sullivan de arrebatarle la palanca y golpearle con ella

en pleno rostro. Se oyó un sonoro crujido de huesos rotos, pero a pesar de tener la nariz

aplastada y sangrar profusamente, aquel loco aún quería levantarse. Otra dosis de palanca

aplicada sobre su cabeza de negras rastras le llevó la contraria, y un segundo chasquido

seguido de un salpicón bermejo indicó a O’Sullivan de que ya podía tomarse un respiro.

Pero la amenaza de los chiflados salvajes aún no había terminado, pues Vic Page

estaba a punto de ser taladrado por el pelirrojo de las pecas. El zumbido ruidoso de la

herramienta acompañaba el movimiento repetitivo y circular de la broca, la cual estaba a

tan sólo un centímetro de la frente del escritor. Page forcejeaba intentando apartar los

brazos del joven, pero solamente podía retrasar lo inevitable. Entonces recordó como en

su última novela su protagonista, el Doctor Misterio, se deshacía de una máquina mortal

lanzadora de rayos propiedad de los nazis, gracias a un disparo que cortaba el suministro

eléctrico del que se nutría el aparato. Inspirado por aquella idea, Page sujetó el brazo de

su contrincante con una sola mano, mientras utilizaba la otra para coger impulso y lanzar

un golpe con todas sus fuerzas…a la sección del taladro donde estaba la batería. Tanto la

tapa de plástico como la pieza de litio salieron volando por los aires, y el taladro dejó de

emitir su particular rugido. El joven pecoso quedó sorprendido por la maniobra, y Vic

Page le lanzó un puñetazo que lo empujó hacia atrás. Luego el escritor cogió el taladro

mecánico inutilizado y golpeó al chico con él en la cabeza, dejándolo inconsciente.

–Recuérdame que no te regale nunca un set de bricolaje –sonrió O’Sullivan a su

compañero.

–Ha ido por los pelos. Por cierto, ¿has visto a donde ha ido nuestro amigo Wax Face?

Antes de que O’Sullivan pudiera contestar, el ruido del motor del camión respondió

la pregunta, pues mientras los héroes habían estado combatiendo Cara de Cera había

abierto la puerta de carga de la nave y se había metido en el vehículo.

–Adiós, idiotas, ahí os quedáis –dijo el villano, acompañando sus palabras con una

carcajada burlona.

El camión aceleró bruscamente, levantando una nube de humo por el tubo de escape.

O’Sullivan y Page comenzaron a correr para alcanzar el vehículo antes de que escapara,

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pero algo hizo que el escritor tropezase y cayese al suelo. Al volver la vista atrás, Page

vio que el tipo del tatuaje aún estaba vivo y le tenía cogido por un pie.

–Yo me encargo de este fulano, tú coge a Wax Face –indicó a su compañero.

Tras ver como O’Sullivan lograba agarrarse a la parte trasera del camión y ambos

desaparecían por la salida de la nave, Page se encaró con su oponente, el cual aún se

encontraba bajo los efectos del gas malicioso.

El estibador demente se lanzó al cuello del escritor, intentando estrangularle con sus

manos, pero Page le recibió con un rodillazo que se incrustó bajo su barbilla. Luego utilizó

sus puños en una combinación izquierda-derecha que hizo saltar al tipo un par de dientes.

Éste se echó atrás rugiendo de dolor como una bestia herida, pero enseguida volvió a

abalanzarse con furia contra Page.

–Estoy harto de ti, capullo enfermizo. En Sawmill Street me las he visto con tipos

peores que tú.

Page cargó con todo el peso de su cuerpo contra el rufián, y su embestida tuvo éxito

pues sirvió para lanzar a su contrincante contra una pila de bidones de metal. Al apartar

los que servían de base, toda la montaña de bidones cayó encima del desdichado, el cual

quedó sepultado completamente. Lo único que sobresalía era su mano inerte, señal

inequívoca de que aquel rufián ya no volvería a levantarse, al menos durante un buen rato.

El camión daba bandazos de un lado a otro mientras avanzaba por la zona industrial

en busca de la salida. Al volante del vehículo se hallaba un nervioso Wax Face, que

intentaba realizar movimientos bruscos para ver si así conseguía deshacerse de aquel

policía tan pesado. O’Sullivan, que había trepado hasta el techo del vehículo, tenía que

hacer grandes esfuerzos para continuar agarrado y no salir despedido, y eso que aún

notaba la herida de la cabeza como si le estuviesen aplicando un hierro candente.

–¿Te gusta esto, amigo? ¿Y qué tal esto otro? –Cara de Cera reía mientras maniobra

bruscamente para desembarazarse de O’Sullivan.

El policía vio que el camión daba un pequeño giro para adentrarse en la carretera

principal. En unos momentos se internaría en Hollow City cargado con el mortífero gas

nervioso, donde la sustancia podía provocar una grave catástrofe sobre la multitud si era

liberada. Si O’Sullivan tenía que hacer algo para impedirlo, era allí y ahora.

Justo cuando llegaban a una curva muy cerrada, el policía se descolgó por la parte del

parabrisas del camión, obstaculizando con su cuerpo la visión del conductor. O’Sullivan

quedó separado del rostro de Wax Face tan solo por el delgado cristal, y el criminal solo

tuvo tiempo de ver la mirada desafiante que éste le dirigió. Luego se dejó llevar por los

nervios y perdió el control del vehículo, el cual salió de la calzada atravesando la baranda

galvanizada de seguridad. La fuerza del impacto y el brusco descenso sobre la pendiente

que conducía a un barranco propiciaron que O’Sullivan fuese arrojado a un lado, rodando

por la abrupta superficie repleta de tierra, piedras y matojos silvestres. El camión continuó

cuesta abajo totalmente descontrolado, hasta chocar contra un grupo de árboles de anchos

troncos que frenó en seco su trayectoria.

La explosión fue devastadora, y en pocos segundos tanto el vehículo como la

vegetación a su alrededor fueron devorados por un mortífero mar de llamas que

desprendía un torrente de humo verdoso. Era el gas nervioso, que encontraba así su final

en el abrazo ardiente de un fuego hambriento que lo consumió todo.

O’Sullivan quiso ponerse en pie, pero tanto sus heridas como la fatiga hicieron mella

en él, y ya no pudo seguir manteniendo la consciencia. Un segundo antes de que los

párpados se cerrasen sobre sus ojos con la pesadez del plomo, al policía le pareció

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vislumbrar a través de las llamas anaranjadas y de la densa humareda una figura borrosa

que se alejaba con paso renqueante.

Luego simplemente una oscuridad relajante le envolvió, y el mundo a su alrededor

desapareció como si alguien hubiese accionado un interruptor.

Dos días después de aquellos sucesos, O’Sullivan era dado de alta en el Hospital

General de Hollow City, acompañado de Hellen y Edith. Sus heridas apenas eran ya meros

rasguños que pronto se convertirían en más cicatrices a añadir en su castigado cuerpo de

policía. Horas antes, su amigo Vic Page le había hecho una visita para ver como estaba,

explicándole que ahora era un héroe local gracias al American Chronicles.

Según el prestigioso rotativo local, el detective de policía Paul O’Sullivan había

evitado que uno de los malhechores más buscados por la ley, el criminal llamado Wax

Face, expandiese un gas de efectos perjudiciales sobre la gente que iba a celebrar el

Carnaval. Gracias a su intervención, cientos de personas se habían salvado, evitando lo

que posiblemente hubiese sido la mayor catástrofe de toda la historia en Hollow City.

Puesto que Page tenía amigos en el periódico, había preferido que su nombre no se hiciese

público, otorgando todo el mérito a su amigo policía, el cual se posicionaba con mayor

fuerza ante futuras presiones del Alcalde Mallory o TecnoCorp. Nadie tendría el valor

suficiente de meterse con un héroe del pueblo, pues si había alguien que comprendía

mejor el poder de la masa esos eran sin duda los políticos y sus compinches.

Vic Page también le dijo a su compañero que al parecer Cara de Cera, antes Gideón

Lambrill, culpaba a TecnoCorp de la muerte de su esposa, y por ello había estado

planeando desde hacía años su venganza. Ni Industrias Goldchem ni TecnoCorp habían

hecho nada para investigar el accidente de su mujer en unas ruinas de Sudamérica,

negándose a intervenir alegando que era un país extranjero. Según lo que había

descubierto en la nave industrial, Wax Face se había estado haciendo pasar por un falso

hijo del profesor Otto Leitner para poder acceder a su antiguo jefe y conseguir la fórmula

del gas nervioso, un gas con el que atentar contra una ciudad teóricamente protegida con

TecnoCorp. Un golpe fatal a la corporación que hubiese significado su ruina total. Luego

había asesinado a Leitner para eliminar cabos sueltos.

Al final todo había salido bien, excepto por una cuestión: no habían encontrado ningún

cuerpo ni en el interior del camión carbonizado ni en los alrededores. El paradero de Wax

Face era todo un misterio, aunque tal vez el destino les ofreciese una nueva oportunidad

para atraparlo.

O’Sullivan no esperaba el recibimiento con el que se encontró a la salida del hospital.

Decenas de personas se amontonaban en el exterior, aplaudiendo y gritando su nombre,

dándole ánimos y vitoreándole como si fuese una estrella del rock o un famoso actor de

cine. A pesar de los cegadores flases de las cámaras de los periodistas, vio como varios

de sus compañeros de uniforme abrían un pasillo entre la muchedumbre que conducía

hasta el coche de Hellen. Mientras O’Sullivan y su familia atravesaban el improvisado

corredor, todos los policías le saludaron con respeto dándole palmadas de apoyo y

compañerismo. Por fin se los había ganado.

Pero no a todos. Uno de los agentes, un tipo flaco con la cara llena de surcos profundos

que afeaban su expresión, con un fino bigote moreno bajo su nariz picuda, le observó con

una agria mirada. Mientras el agente intentaba mantener a raya a un grupo de adolescentes

con camisetas de los Red Demons, uno de los chicos le tiró encima un batido de crema,

manchándole tanto su cara como el uniforme.

–Que te den, Mike el Arrugas –sonrió vengativamente O’Sullivan mientras se metía

en el coche.

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Hellen le dio un beso y arrancó el auto, maniobrando muy despacio para evitar

atropellar al gentío que aún continuaba aplaudiendo. Entonces la pequeña Edith, sentada

atrás, gritó de repente:

–¡Mira papá, allí hay alguien igualito que tú!

O’Sullivan se giró en la dirección que señalaba su hija, y abrió los ojos de par en par

a la vez que un martilleo le golpeaba el corazón.

Allí, entre el interminable desfile de rostros de hombres y mujeres, niños y ancianos,

policías y periodistas, sobresalía la cara de una persona. Un hombre ataviado con un traje

y un sombrero demasiado similares a los que solía llevar O’Sullivan. Un individuo que le

miraba con expresión vengativa y con una cruel sonrisa asomando en sus labios, agitando

una mano enguantada en señal de despedida, o tal vez en un gesto de chanza que prometía

una futura venganza. De eso no podía estar seguro.

Pero de lo que sí estaba completamente seguro era de que aquél individuo que

lentamente iba desapareciendo en el espejo retrovisor tenía exactamente el mismo rostro

que el propio O’Sullivan.

En el laboratorio experimental de TecnoCorp, detrás de sus puertas cerradas y

protegidas por múltiples y caros sistemas de seguridad, alguien continuaba trabajando a

pesar de ser altas horas de la madrugada. Un hombre bajito, con gafas de lentes pequeñas

que cubrían unos diminutos ojos rasgados de mirada inflexible, manipulaba el teclado de

un ordenador mientras en la pantalla LED aparecían los datos de un archivo supersecreto.

El hombre introdujo nuevos datos que se añadieron a la catalogación existente, donde

aparecían extrañas anotaciones tales como “Ojo de los Dioses”, “Fantasma”, “Proyecto

Arcángel”, y otras muchas más. Una vez que hubo terminado, el hombre cerró el archivo

y apagó el terminal.

Cogió con sus pequeñas pero firmes manos la cápsula de cristal, del tamaño de una

pelota de tenis, y tras exponerlo a la luz de un flexo de trabajo estuvo contemplando el

líquido verdoso que contenía. Así estuvo varios minutos, observando el peligroso objeto

con total concentración, como si intentase penetrar en los terribles secretos que encerraba

aquella sustancia. Luego se levantó y se dirigió hacia uno de los armarios contenedores

de seguridad, abrió uno de los cajones el cual exhaló un gélido y blanquecino vaho, y

depositó en su interior el objeto. Luego cerró el cajón y manipuló el panel electrónico de

su superficie para introducir una contraseña de seguridad, pulsando las letras que

conformaban la palabra B-E-R-S-E-R-K.

El Doctor Wan apagó la luz y salió del laboratorio de TecnoCorp, silencioso e

inexpresivo como siempre.

Al final había sido un buen día de trabajo.

FIN

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ESPECTRO CONTRA DRACULA

«Dicen que hay muchas clases distintas de oscuridad. Sin embargo, en Hollow City,

hay un tipo muy diferente a las demás. Es la noche eterna que acecha a los malhechores

en los callejones solitarios. Son las tinieblas infinitas que envuelven al criminal en su

abrazo asfixiante. Es la negrura interminable que se extiende sobre la ciudad de forma

implacable, que oculta una sombra amenazadora que espera ejecutar su venganza sobre

los delincuentes.

Yo soy esa oscuridad.

Yo soy… ¡Espectro!»

“El vampiro no puede morir por el simple paso del tiempo; prospera cuando puede

alimentarse de la sangre de los vivos. No arroja sombra, no se refleja en el espejo. Tiene

en la mano la fuerza de muchos. Puede convertirse en lobo, puede adoptar la forma de

murciélago, puede aparecer dentro de una niebla creada por él. Aparece en los rayos de

luna, en forma de polvo elemental, y puede ver en la oscuridad.

Tiene que obedecer algunas leyes de la naturaleza. No puede entrar por primera vez

en una casa a menos que alguien de la casa le invite a pasar. Su poder cesa al llegar el día.

Solo es capaz de atravesar el agua corriente en el momento de la marea alta o baja. Hay

cosas que lo afectan tanto que queda sin poder, como el ajo. En cuanto a las cosas

sagradas, como el crucifijo, ante ellas no es nada, en su presencia se aparta y calla con

respeto. Una rama de rosal silvestre sobre su ataúd le impide salir de él; una bala sagrada

disparada al ataúd lo mata, como la estaca en su cuerpo o la cabeza cortada. No puede

descansar en un suelo desprovisto de recuerdos sagrados.”

Drácula, de Bram Stoker (1897)

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Siento como las últimas gotas de lluvia caen del cielo y resbalan por la máscara en

forma de calavera que cubre mi rostro, anunciando el fin de la tormenta. Desde la azotea

de este edificio contemplo la ciudad que se extiende a mis pies, como si fuese un dios que

observa vigilante el devenir de sus fieles. La noche cierne su férreo abrazo sobre Hollow

City y sus habitantes, que corretean de un lugar a otro en su incesante marcha sin rumbo,

como el rebaño que pace feliz en los verdes prados obedeciendo a su pastor.

Dichosos ellos, pobres ignorantes de la vida, incapaces de ver la oscura verdad que se

esconde en los rincones tenebrosos de la ciudad.

Aunque en la atmósfera aún resuena el eco de los truenos, la tempestad se desvanece

llevándose consigo el diluvio de los tres últimos días, junto con el inquietante tejido

formado por brillantes rayos y relámpagos que ha estado iluminando las noches de

Hollow City. Aunque por fin el temporal desaparece tan misteriosamente como emergió

días atrás, hay algo que todavía me produce cierto desasosiego.

Aún percibo esa presencia turbadora que empecé a sentir cuando se formó la borrasca,

algo más inquietante y tenebroso que las nubes grises que oscurecieron el cielo y que aún

permanecen ahí. Es más, esa extraña sensación que embarga mi espíritu es ahora más

fuerte, como si hubiese ido aumentando su poder noche tras noche. No sé cuál es su

origen, pero tengo la certeza de que pronto lo sabré, pues intuyo que no pasará mucho

tiempo antes de que nuestros caminos se crucen.

Un grito se alza entre los murmullos que desprende la ciudad, el lamento angustioso

de una mujer en peligro que clama auxilio. Normalmente esa acción desesperada sería

completamente inútil a estas horas de la noche en Hollow City, pero esta vez hay un factor

que cambiará dicha suerte. Esta noche la súplica de la víctima en busca de ayuda no caerá

en oídos sordos, pues cerca de ella está el guardián de las calles de esta ciudad, que acudirá

presto a socorrerla.

Como dijo esta tarde el Padre García en la Iglesia de Saint Patrick, «bienaventurados

los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos»3. Y cuando llega el

momento de aplicar la justicia, significa que es la hora de que yo entre en acción.

Es la hora de Espectro.

Doy un salto al vació mientras extiendo la capa de kevlar para planear sobre los

edificios, cubriendo rápidamente el espacio que me separa del suelo como un ave de

rapiña en busca de su presa. Las botas especiales que calzan mis pies ayudan a amortiguar

el impacto del aterrizaje, cayendo de pie tras haber salvado una distancia que ningún

saltador olímpico podría alcanzar ni en sueños. Echo un rápido vistazo para asegurarme

de que no hay nadie en el estrecho callejón y avanzo como una sombra sigilosa

camuflándome en las tinieblas gracias al traje protector.

Nuevamente oigo gritar a la mujer, esta vez más débilmente que antes, y al doblar la

esquina me encuentro con el mismo espectáculo de siempre. Un hombre de cabellos

sucios y enmarañados, situado de espaldas a mí, sujeta con sus manos el cuerpo de una

muchacha mientras acerca la cabeza a la de ella. Pero esta vez el violador no obtendrá

ningún placer, su única recompensa por sus actos será el dolor. Y mucho.

Cruzo el espacio que me separa del delincuente y le golpeo brutalmente aprovechando

la sorpresa y la inercia, pero aunque logro alejarlo de la mujer apenas lo desplazo unos

pocos metros. El tipo ha encajado muy bien el golpe, y eso que su complexión dista

mucho de la de un deportista de élite. Pero cuando vuelve su rostro hacia mí y veo sus

ojos rojizos y su piel pálida, comprendo que debe ser efecto de alguna droga. El hombre

debe estar hasta las cejas de coca, heroína, éxtasis, o todas ellas juntas mezcladas con

alcohol.

3 Cita de la Biblia, Mateo 5:6

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Pero entonces reacciona con una rapidez sorprendente y me ataca, olvidándose de la

chica y rodeando mi cuello con sus manos nervudas. Su fétido aliento atraviesa mis fosas

nasales, aunque el resto de su cuerpo no huele aún mejor. Este cabrón necesita una buena

ducha aunque ahora mismo no va a poder ser, puesto que pienso tumbarle de una paliza.

Aprieto los puños enguantados y tras echar los brazos atrás los muevo con toda mi fuerza

hacia sus costados, haciendo crujir sus huesos. Aunque el tipo afloja un poco su presa no

termina de soltarme, a pesar de tener las costillas rotas sus dedos se hunden en mi

garganta. Es demasiado fuerte, si no fuese por el traje de kevlar ahora mismo estaría

muerto, y encima no puedo sacar la katana enfundada en mi espalda porque está

demasiado cerca.

Y entonces es cuando abre la boca, dejando escapar un hilo de saliva repugnante como

si fuese un vagabundo que lleva días sin echarse nada al estómago, aunque eso no es lo

que me horroriza. Lo hace la visión de sus colmillos puntiagudos creciendo rápidamente

y de forma antinatural mientras su cara entera se retuerce grotescamente hasta adquirir

una apariencia monstruosa e inhumana. Parece mentira, pero este tipo no es un simple

drogadicto con ganas de jaleo.

Estoy luchando contra un vampiro, un maldito chupasangre que desea saciar su

terrible sed conmigo, y encima parece que está ganando.

Forcejeamos intentando cada uno ganar la posición, y al final el vampiro me hace

chocar la espalda contra una pared mugrienta mientras acerca sus dientes afilados hacia

mi cuello. Al ver su boca abierta dirigida contra mí con avidez decido que es mejor no

esperar a ver si el kevlar resistiría su mordisco. Es la hora de contratacar.

Inspiro con fuerza mientras invoco el Poder Oscuro que reside en mi pecho4, en el

fragmento incrustado en mi cuerpo cerca del corazón, y siento como la Energía Oscura

se libera como un torrente canalizándose a través de todo mi ser. Con un movimiento

brusco de mis brazos me libero del férreo abrazo, observando como mi enemigo pone

cara de sorpresa. Antes de que se recupere, le propino un buen puñetazo que lo arroja

lejos, y su cuerpo pálido y flaco queda incrustado en uno de los contenedores de basura

cercanos. Pero contra un enemigo como éste no hay tregua ni cuartel, y rápidamente el

chupasangre se pone en pie preparándose para cargar nuevamente contra mí con un rugido

bestial.

Pero ahora soy más fuerte y ágil gracias al Poder Oscuro, y cuando el vampiro llega

al lugar donde un microsegundo estaba yo, no encuentra más que un sorprendente vacío.

Se da cuenta de mi maniobra, pero demasiado tarde. Con un movimiento fluido de mi

mano derecha desenvaino la katana y golpeo directamente a su cuello. La técnica del

iaiutsu5 demuestra su utilidad cuando la cabeza cercenada del vampiro, con los ojos y la

boca abiertos por la sorpresa, rebota como un balón de plástico sobre el suelo húmedo del

mugriento callejón.

Una mirada alrededor me informa de que la mujer ya no está, ha huido aterrorizada

hacia la seguridad de la avenida principal, cuyas luces están muy próximas. Mejor así, ser

testigo de la existencia de criaturas sobrenaturales en la ciudad podría desestabilizar una

mente poco acostumbrada, mucho más que creer haber sido víctima de un intento de

violación.

Ahora que tengo vía libre me dirijo al cuerpo decapitado, busco en sus sucias ropas y

encuentro una identificación de la Administración de Aduanas e Impuestos Especiales de

Hollow City, a nombre de un tal Gary Sharrow. Lo único extraño que presenta es una

4 Espectro posee en el interior de su cuerpo un pedazo de Energía Oscura solidificada, como resultado de

su enfrentamiento en el Museo de Arte de Hollow City contra la criatura sobrenatural llamada “El

Fantasma” (véase HC Nº2, El Ojo de los Dioses). 5 Técnica de ninjutsu consistente en desenvainar y atacar con el mismo movimiento.

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especie de tatuaje parecido a una cruz con un círculo en la parte superior, en el hombro

derecho. Miro los rasgos del rostro del muerto, que ahora lo está definitivamente, y tras

colocar la cabeza sobre el cuerpo saco un par de pequeñas bengalas de magnesio del

bolsillo de mi traje. Las arrojo sobre los restos del vampiro y éste comienza a arder en

una gran llamarada brillante, como si lo hubiesen empapado de gasolina. Estos muertos

vivientes son de lo más combustibles, dentro de un momento solo quedarán cenizas, que

serán esparcidas por el viento a lo largo del callejón.

Mis sentidos agudizados por el Poder Oscuro me alertan de los coches patrulla que se

aproximan, así que será mejor que me largue enseguida. También escucho un sonido

amortiguado que viene de algún lugar cercano, como alguien que sacude una alfombra o

como un gran pájaro que aletea en el aire, pero no tengo tiempo para ver de qué se trata.

Dando saltos de balcón en balcón llego a la terraza de uno de los edificios, y desde allí

salto a los tejados de otro aún más elevado. Creo que será mejor ir a hacer una visita a

alguien que sepa más que yo sobre estos asuntos.

Porque me acabo de dar cuenta de que a pesar de haber exterminado al vampiro, aún

continúo percibiendo esa presencia extraña y maligna que vino con la tormenta. Y algo

me dice que esa sensación de amenaza está relacionada con el vampiro cuyos restos

calcinados yacen en la soledad del callejón.

En uno de los ventanales de los pisos superiores de la Iglesia de Saint Patrick, en el

decadente barrio de Sawmill Street, aún brilla una solitaria luz, lo que indica que el Padre

García aún está despierto. Salgo del coche con las nekode6 preparadas y me acerco a uno

de los muros exteriores del edificio gótico, vigilando que no haya nadie allí que pueda

verme. Presiono las pequeñas pero afiladas puntas sobre la pared y comienzo a escalar

hasta llegar a la ventana, donde doy un golpe para advertir al sacerdote. El hombre da un

respingo al sobresaltarse, pero al reconocerme abre la ventana y me deja pasar al interior

de su habitación.

Tras sermonearme sobre lo que está bien y lo que está mal, charlamos un poco y se le

pasa el mal humor. Es un buen hombre este Padre García, no es uno de esos charlatanes

con sotana fanáticos de su religión, sino alguien dedicado por entero a hacer la obra de

Dios en el mundo terrenal. Da de comer a los pobres fuera de su horario, colabora con los

hospitales, atiende a los niños de los hospicios, y encima tiene la paciencia de aguantarme

cada vez que paso por aquí.

Le hablo de mi encuentro con el vampiro, y su expresión cambia. Pero no me mira

como si estuviese loco, sino con extraña comprensión. Su mirada se vuelve inquieta,

distraída, como intentando recordar algún pensamiento lejano. Luego me hace una seña

para que le acompañe escaleras abajo, hacia la pequeña biblioteca que la iglesia ha

mantenido desde su construcción, allá por el año 1850. Al llegar a la habitación, enciende

las luces y se dirige a uno de los estantes, donde presiona una especie de resorte situado

en uno de los laterales. Para mi sorpresa se escucha un sonido chirriante al mismo tiempo

que se desliza sobre la alfombra toda una sección de la estantería. El sacerdote empuja y

ante mí se desvela una pequeña cámara secreta, donde hay un baúl de madera de aspecto

arcaico del que sobresale un espléndido candado dorado. Observo que el enorme cofre

posee tallado el símbolo de una rosa negra7, similar al emblema del anillo colocado en el

dedo anular derecho del sacerdote. El Padre García saca de su bolsillo un manojo de

llaves, mete una de ellas en el candado y abre el baúl. En su interior hay varios objetos,

6 Instrumentos de ninjutsu que sirven para poder escalar mejor cualquier pared. 7 Es el símbolo de la Hermandad de la Santa Orden de la Rosa Negra, un misteriosos grupo masónico que

ya hizo su aparición en HC Nº4, El Soldado de Dios.

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pero en este instante sólo uno de ellos atrae su interés. Lo coge y me lo muestra, es un

libro.

Se trata de un tomo muy antiguo y voluminoso, cuya tapa bellamente decorada

muestra una ilustración que indica con claridad la temática de su contenido. Una cabeza

monstruosa de ojos diabólicos y colmillos puntiagudos, junto a un crucifijo y una estaca.

El título, escrito en latín con letras doradas de estilo medieval, no deja lugar a dudas.

«El Libro de los Vampiros».

El Padre García y yo nos sentamos en la pequeña mesa de lectura de la habitación.

Ante mí se suceden las amarillentas páginas que contienen tenebrosos secretos que han

permanecido custodiados a través del tiempo. Desvelar todo el conocimiento oculto en

este tomo llevaría demasiado tiempo, así que el sacerdote imparte un cursillo acelerado

sobre el vampirismo con habilidad magistral.

En tiempos remotos, en una era pretérita donde el mal recorría el mundo a placer, el

Diablo creó a un ser muy especial con la finalidad de encabezar sus legiones demoníacas.

A esa criatura la llamó Señor de los Vampiros, y le imbuyó de varios poderes entre los

cuales estaba convertir a otros en monstruos idénticos a él. Estos hijos suyos se

denominan Vampiros Reales, y a los descendientes de éstos se les conoce como Vampiros

Nobles. Los vástagos transformados por el poder corruptor de los Vampiros Nobles son

simplemente vampiros comunes, como al parecer era el tipo con el que me tropecé en el

callejón.

Entonces el sacerdote se detiene para señalar un viejo dibujo que aparece en una de

las deslustradas hojas. Es una especie de cruz con un círculo achatado en la parte superior,

idéntico en aspecto a la marca del vampiro del callejón. El Padre García empalidece de

horror cuando me explica que se trata del Ankh8 o Cruz Ansada, el símbolo de un Vampiro

Noble, por lo que aquel tipo era un simple lacayo de un ser aún más poderoso.

Tras escuchar varios consejos del Padre García, como el uso de la plata, la estaca, el

ajo y los crucifijos, el sacerdote me obsequia con una petaca llena de agua bendita y con

un brillante crucifijo plateado. Rechazo los regalos, no porque yo sea un tipo altanero y

orgulloso, sino porque realmente no creo demasiado en Dios. Pero ante la insistencia del

Padre García y para no perder más tiempo, al final los acepto.

Salgo de la iglesia de la misma forma con la que he venido. El tiempo apremia, pues

los Vampiros Nobles son inteligentes y muy astutos y es muy fácil perderles la pista.

Una vez dentro del coche, un Syntrac-2000 de color negro con los cristales tintados,

enfilo a toda velocidad para salir del barrio de Sawmill Street en busca de una nueva pista.

Sin embargo, apenas ha dejado de ser visible la Iglesia de Saint Patrick por el retrovisor,

una forma alada de grandes dimensiones vuela directamente sobre el parabrisas delantero

impidiéndome la visión. Con un volantazo esquivo a la grotesca criatura con forma de

murciélago, aunque la maniobra hace que me lleve por delante unos cuantos espejos

retrovisores de los autos estacionados a lo largo de la calle.

Aprieto el acelerador, pensando que así dejaré atrás a ese diabólico ser, pero no tengo

esa suerte. El sonido de un golpe en el techo del vehículo me indica que está justo encima

de mí, aferrado de alguna manera que evita salir disparado por la inercia. Entonces de

repente el bicho asoma su horrible rostro al otro lado del cristal, justo delante de mí como

si pudiera verme a pesar del vidrio oscurecido. El monstruo golpea con su puño el

parabrisas a modo de maza, pero el cristal a prueba de balas evita también que se rompa

en pedazos por el ataque de la criatura. Intento realizar un par de giros bruscos para

deshacerme del vampiro murciélago, pero es inútil ya que al parecer usa una de sus manos

a forma de ventosa con la que se adhiere al coche de forma implacable.

8 Ankh, Cruz Ansada, Cruz Egipcia o Tau Enlazada, es un símbolo antiguo de la vida eterna, considerada

una llave mágica que abría las puertas a la inmortalidad.

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El monstruo deja de aporrear el parabrisas y usa otra táctica, desplegando sus dedos

en forma de garras afiladas con las que empieza a arañar el cristal. Su maniobra

acompañada de un chirrido desagradable tiene éxito, a juzgar por las marcas que

rápidamente se extienden delante de mí. Intuyo que pronto logrará su objetivo, así que

pulso un botón especial del panel de mandos a la vez que piso el freno. Una descarga de

alto voltaje se extiende alrededor del blindaje del vehículo, afectando también a la criatura

que esta vez sí es lanzada por los aires varios metros por delante, aterrizando justo delante

de un pequeño parque solitario.

El monstruo empieza a levantarse lanzando miradas de odio a través de sus diabólicos

ojos rojos, como si la descarga eléctrica y el impacto contra el suelo apenas le hubiesen

causado un daño leve. Piso el acelerador a fondo y el coche se lanza hacia delante con un

ensordecedor rugido, embistiendo al engendro alado antes de que pueda recuperarse y

huir volando. El ruido de su cuerpo al ser embestido deleita mis sentidos mientras

desaparece en la oscuridad de las sombras que envuelven el parque.

Bajo del coche y me adentro entre los árboles con la espada desenvainada, pero esta

vez no es necesario utilizarla. El asqueroso murciélago gigante está ensartado por una

gruesa rama de pino cuya punta sobresale a la altura del pecho. Una sangre oscura y fétida

mana tanto por su herida como por su boca, y antes de morir gorgotea algo sobre que su

amo se vengará. Pero el ya no podrá verlo, porque su cuerpo queda inerte y se transforma

en el de un hombre de rasgos comunes, también con la marca del Vampiro Noble sobre

su hombro derecho.

Le aplico el tratamiento prescrito para los vampiros y después de decapitarlo con la

katana le arrojo unas cuantas bengalas que hacen arder su cuerpo maldito en una gran

hoguera que se extiende con rapidez. Aún me sorprende la facilidad con la que se abrasan

estos seres de la oscuridad.

Aparco el coche al lado de la valla metálica que rodea la zona portuaria de la ciudad

y acciono el mecanismo de camuflaje que hace casi invisible el Syntrac cuando no está

bajo una luz brillante. Son las ventajas de haber sido una vez el industrial y millonario

Eduard Kraine9. De un poderoso salto paso al otro lado de la valla y me escabullo entre

las sombras de los muelles del puerto, hasta llegar al edificio principal donde están las

oficinas de la Administración de Aduanas e Impuestos Especiales.

No tengo tiempo para revisar con exhaustividad la seguridad del edificio, con sus

cámaras de seguridad y sus alarmas. Mi mejor opción es utilizar el poder sobrenatural de

la piedra en mi pecho, así que una vez más invoco el Poder de la Oscuridad para que las

fuerzas tenebrosas moldeen la esencia de mi cuerpo. Noto como si una corriente de frío

atravesara cada una de las venas de mi ser, a la vez que por un instante dejo de sentir el

latido de mi corazón. Es entonces cuando camino hacia la pared del edificio atravesándola

como si fuese aire, aunque en realidad es mi cuerpo el que se ha vuelto insustancial

durante un breve instante, permitiéndome entrar como si fuese un fantasma, un espectro

de la oscuridad.

Una vez en el interior de las oficinas mis sentidos agudos captan la presencia de un

solo guardia de seguridad. Deslizarme en silencio entre las sombras para acercarme a su

espalda con sigilo es solo un juego de niños para mí, al igual que dejarlo inconsciente con

un rápido golpe de taijutsu 10a su flujo de circulación. Una vez me encuentro a mis anchas,

ya no hay problema alguno en buscar entre los archivos de las oficinas los registros de

9 Como se explicó en HC Nº2, El Ojo de los Dioses, Espectro renunció a su identidad de Eduard Kraine al

ser capturado por TecnoCorp y simular su propia muerte. 10 Taijutsu es un conjunto de técnicas de ninjutsu de combate cuerpo a cuerpo.

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actividades de los empleados. Tras investigar los correspondientes a Gary Sharrow,

observo que su última tarea fue la recepción de un cargamento originario de Rumanía,

justo el día en que se inició la tormenta sobre Hollow City. Una sensación de angustia se

agita en mi interior al ver que la carga está registrada como «Caja de grandes dimensiones

con restos mortuorios de pariente lejano». Es decir, un ataúd.

En el apartado correspondiente a la entrega al destinatario, al lado de una rúbrica

estilizada de alguien posiblemente de alta alcurnia aparece un nombre muy rimbombante,

T. Collinwood. En Hollow City solo hay una persona que responde a dicho dato, y no es

otro que Lord Taylor Collinwood, un personaje de la alta sociedad que arrastra

patéticamente su apellido de noble origen inglés en busca de favores que aumenten aún

más si cabe su ego. Collinwood ha estado relacionado con el mundo del ocultismo, e

incluso en la prensa amarilla se ha mencionado alguna vez su implicación junto a su bella

esposa en rituales extraños y orgías celebradas en su apartada mansión a las afueras de la

ciudad. Y la verdad es que no creo que Lord Taylor tenga ningún pariente en Rumanía.

Creo que ha llegado el momento de que Collinwood reciba la visita de Espectro.

En las inmediaciones de la mansión Collinwood no se divisa ningún signo de

actividad, algo extraño puesto que siempre hay idas y venidas de personajes célebres,

personal del servicio o incluso periodistas montando guardia a la caza de alguna fotografía

que vender en una de esas apestosas revistas del corazón. Sin embargo lo único que me

encuentro es un ambiente cargado que rebosa de una inquietud turbadora, bajo un cielo

nocturno cubierto por densas nubes negras. Ahora percibo con gran claridad la presencia

invisible y maligna que vino con la tormenta, y sé que se oculta en este lugar.

Tras salvar el muro que rodea la finca, atravieso sigilosamente el jardín que conduce

a la casa cuando diviso una forma canina que sale de entre unos arbustos para cortarme

el paso. El enorme perro guardián deja escapar un gruñido amenazador enseñándome

unos colmillos enormes y puntiagudos, a lo que respondo desenvainando la katana. Pero

entonces un sonido de hojas secas al ser aplastadas me informa de que no hay uno solo,

sino cinco en total. Un quinteto de perros asesinos de ojos rojizos con ganas de hincarme

el diente y que parecen actuar de forma peculiar, pues se posicionan a mi alrededor de

forma inteligente rodeándome como si estuviesen entrenados para ello. O mejor dicho,

como si alguien los estuviese controlando a distancia.

Me atacan los cinco a la vez, por todas partes, para no darme tregua alguna. Uno de

ellos salta a mi espalda para buscar la garganta, encontrándose con el filo cortante de mi

espada cuando trazo un semicírculo en el aire que raja su hocico de lado a lado,

arrancándole trozos de carne sangrante.

Rápidamente doy una voltereta hacia delante que sirve para cambiar de posición a la

vez que para esquivar el mordisco de otro de los perros, y vuelvo a blandir el acero para

atravesar el lomo de uno de ellos. Pero aún quedan tres de esos bastardos, y son salvajes

y muy rápidos. Noto como uno de esos diablos hunde sus colmillos sobre una de mis

pantorrillas, mientras los otros dos se aferran a mis brazos apretando los dientes y tirando

con fuerza para intentar derribarme al suelo, lo que debo evitar a toda costa porque

entonces estaría totalmente indefenso. Su fuerza inhumana surgida del poder sobrenatural

que los guía consigue hacer que suelte la espada, mientras sus afilados dientes logran

abrirse paso a través del kevlar hundiéndose dolorosamente en mi carne.

Intentando ignorar el dolor reúno fuerzas y extiendo los brazos para lanzar por los

aires a los perros, consiguiendo zafarme de las presas de sus mandíbulas. Antes de que se

recuperen me encargo del animal que se aferra con ansia a mi pierna, lanzándole con todas

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mis fuerzas un golpe de atemi jutsu11 que le hunde el hocico, astillándole el hueso contra

el cerebro.

Los dos perros que restan se colocan uno delante de mí y otro detrás, lanzando

gruñidos que advierten claramente que van a continuar el combate hasta el final. Cierro

los ojos y me concentro, oigo su respiración jadeante y luego el batir de sus poderosas

patas sobre el húmedo césped del jardín. Se abalanzan sobre mí dando un salto mortal

con la rapidez del relámpago, sus cuerpos se acercan a escasos milímetros del mío en un

poderoso ataque definitivo. Pero su embestida resulta inútil cuando en lugar de encontrar

a su presa únicamente me atraviesan como una figura hecha de aire, y su momento de

perplejidad termina en un microsegundo con el ruido que emana del chocar de sus

cabezas. Las bestias caen al suelo heridas mortalmente entre ellas, y una vez más doy

gracias por el Poder Oscuro que fluye en mi interior.

Recojo la katana y avanzo hacia la mansión, dejando detrás de mí un rastro

intermitente de sangre que mana de las heridas. Pruebo la entrada principal, pero está

cerrada, y aunque podría atravesarla como un fantasma prefiero no malgastar la escasa

reserva de Energía Oscura que aún me queda. Decido sacar el kunai12 para intentar forzar

la cerradura, y tras varios intentos al fin tengo éxito y consigo entrar en la casa.

Un silencio sepulcral domina el interior de la mansión, y mientras avanzo por el

vestíbulo puedo captar un olor desagradable como el de la humedad de una cueva

mezclado con algo más penetrante y metálico. Es un hedor a podredumbre y sangre, el

perfume de la muerte. Me dirijo hacia la puerta del salón principal, cuyo umbral

entreabierto deja pasar la claridad de una luz anaranjada, además de una serie de extraños

ruiditos como múltiples roces de tela. El corredor que comunica el vestíbulo con el salón

está repleto de estrafalarios objetos decorativos y tremendamente caros, demostrando el

mal gusto artístico de su propietario. Un ejemplo de ello es la extravagante colección de

máscaras africanas que adornan el espejo gótico situado sobre un mueble auxiliar de

restauración, símbolos de una cultura pagana repleta de misterio y magia.

Empujo suavemente la puerta abierta con la katana preparada y entro en el salón, solo

para ser recibido por una lluvia de objetos ruidosos que se lanzan contra mí. En realidad

sólo son murciélagos que forman un enjambre de criaturas que se lanzan en un

despavorido vuelo, intentando huir de la habitación mediante su frenético aleteo. Me

protejo del hervidero de ratones voladores extendiendo la capa negra en forma de escudo

delante de mí, y es entonces cuando por el rabillo del ojo capto un movimiento en el

espejo situado a mi lado. Como no tengo tiempo ni espacio suficiente para volverme y

blandir la espada con un movimiento circular empleo otra táctica. Giro la muñeca del

brazo con el que empuño la katana a la vez que flexiono el antebrazo hasta lo máximo

que permite el codo, empujando la hoja afilada hacia atrás forzando al máximo los

músculos y tendones de la extremidad. Noto el impacto del metal contra la carne, y

cuando me vuelvo para encararme contra mi traicionero enemigo me topo con un rostro

macilento de ojos desorbitados, un hombre medio calvo con uniforme de mayordomo

manchado por la profunda herida que atraviesa su cuerpo. Al menos no es un vampiro, su

reflejo en el espejo es lo que me ha advertido de su ataque con el hacha afilada de trocear

carne que resbala de sus dedos agonizantes.

Vuelvo a entrar en el salón y camino sobre la alfombra turca que recubre el suelo hacia

un altar improvisado. Es evidente que se ha realizado algún tipo de ritual en este lugar, a

juzgar por las velas negras, el cáliz con restos de sangre y la capa de cenizas que hay

11 El arte ninja de los golpes contundentes, uno de los cuales es el tettsui o puño-martillo. 12 Herramienta oriental que consiste en un mango y una pequeña hoja, algunas con forma de gancho o de

sierra. Sirve para múltiples usos, incluso como arma arrojadiza.

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alrededor del altar. Marcas de rozaduras sobre la alfombra indican que algo muy pesado

fue arrastrado hasta allí, tal vez un ataúd.

Regreso sobre mis pasos y examino el cadáver del mayordomo, dándome cuenta de

que sus zapatos están sucios de tierra y restos de césped. En su bolsillo hay una llave

grande de hierro separada del manojo que recoge las otras. Este tipo venía de algún lugar

del exterior, y creo que sé de dónde.

Salgo de la casa y examino los alrededores hasta encontrar lo que busco. Un pequeño

sendero atraviesa el jardín hasta llegar a un edificio de columnas blancas coronadas con

siniestras gárgolas pétreas que vigilan una puerta de hierro. Es el mausoleo familiar donde

están los restos de los Collinwood, y ahí es donde debe encontrarse la presencia siniestra

y amenazadora cuyo poder embota mis sentidos. A cada paso que doy noto como se hace

más fuerte su aura de maldad, un vampiro noble se oculta en el interior de la cripta y yo

debo destruirlo.

Utilizo la llave del mayordomo para abrir la puerta del edificio y me adentro en la

oscuridad agarrando la katana con ambas manos. Mientras avanzo advierto que las suelas

de mis botas entran en contacto con algo pegajoso que hay sobre las frías losas, una

sustancia densa y rojiza que no es otra cosa que sangre seca. Mucha sangre. Es entonces

cuando veo el montón de cadáveres pálidos y desangrados que se apiña en un rincón sobre

el suelo del mausoleo. A pesar de las ropas lujosas con que van ataviados los cuerpos y

las joyas caras y relojes dorados que los adornan, toda su riqueza no les ha servido para

nada. Reconozco algunas caras, formaban parte de los adeptos de Lord Taylor

Collinwood, personajes famosos y adinerados que derrochaban sus fortunas en las fiestas

desenfrenadas que celebraban a medianoche el dueño de la mansión y su esposa.

Sonrío al ver que el oscuro líder de la secta es una de las víctimas. Su sangre noble

cae derramada por un gran corte en la yugular, un regalo presumiblemente otorgado por

haber despertado al vampiro de su sueño. Una terrible pero merecida recompensa que

espero haya conducido su alma negra y corrupta hacia los más oscuros rincones del

infierno, donde ojalá se pudra lentamente por toda la eternidad.

Al fin mis ojos se posan en un objeto que atrae toda mi atención, un cofre grande de

alabastro finamente ornamentado y cuyas dimensiones permiten albergar un cuerpo

humano. Aunque dudo mucho que lo que hay dentro pueda ser denominado “humano”.

Sobre la tapa del sarcófago hay una placa metálica donde destacan unas letras grandes de

estilo gótico escritas en rumano: «Aici se află prințul Valahiei și teroare a turcilor Vlad

Dracul».13

¡Drácula! Pronunciar el nombre del legendario vampiro inmortalizado por la obra del

escritor Bram Stoker hace que mi alma se estremezca. Por fin puedo poner nombre al

enemigo contra el que me enfrento, el mezquino conde y señor de los vampiros, un

auténtico demonio cuya maldad supera con creces la crueldad de los sectarios que lo han

despertado, trayendo de nuevo el terror a este mundo. Pero eso es algo con lo que voy a

terminar de una vez por todas.

Respiro hondo y abro la tapa del ataúd dispuesto a clavar la espada en el cuerpo del

vampiro, pero descubro con estupor que lo único que hay en su interior es tierra arenosa

de color marrón. Entonces un fuerte estruendo que proviene de la entrada de la cripta

coloca mis sentidos en alerta, pues la puerta se ha cerrado y ahora me enfrento a la

oscuridad absoluta.

Dos puntitos rojos refulgen amenazantes en las tinieblas, donde puedo vislumbrar a

duras penas el contorno de una vaga silueta. No espero más y me lanzo al ataque, pero

algo me golpea lanzándome contra la pared del fondo, haciéndome soltar la katana. Antes

13 “Aquí yace el príncipe valaco y terror de los turcos Vlad Dracula”.

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de que pueda recuperarme la cosa se lanza sobre mí a una velocidad sorprendente, y unos

dedos de acero se cierran sobre mi garganta a la vez que me sujetan contra la pared

levantándome por encima del suelo. Su fuerza y su poder son increíbles, pero yo también

tengo mis cartas. Antes de que pueda perder la consciencia por la asfixia intento

concentrar toda mi reserva de Poder Oscuro para utilizarlo en un poderoso ataque final

que me permita detener al monstruo. Sin embargo algo ocurre, pues siento como la

Energía Oscura de mi interior fluye de forma muy diferente a lo que tenía pensado, como

si escapase a mi control y quisiera unirse a otro dueño. Parece imposible, pero mi enemigo

está absorbiendo mi energía haciéndose más fuerte mientras yo me debilito.

Las carcajadas siniestras de Drácula resuenan sobre mis oídos como un castigo aún

más humillante que el haberme despojado de mi poder, y cuando termina me arroja contra

el suelo duro y frío con un poderoso golpe que provoca que la oscuridad a mi alrededor

se vuelva aún más densa, hasta que todo mi mundo se transforma en un abismo de negrura

sin fin.

Al abrir los ojos lo primero que siento es un intenso y desagradable dolor de cabeza,

pero intento sobreponerme y poco a poco logro enfocar mis sentidos. Lo primero que me

doy cuenta es que estoy atado boca abajo y con las manos a la espalda, colgando de una

cuerda como si fuese una vulgar res del matadero, despojado de la máscara y la parte

superior del uniforme que ahora reposan junto a la espada en un cercano rincón del suelo.

Y lo siguiente que percibo con total claridad es la ausencia del Poder Oscuro dentro de

mí, el maldito conde vampiro se ha ido tras robarme mi energía, dejándome más seco que

una momia. Aún siento el fragmento místico cerca del corazón, pero ahora tan solo es una

batería descargada carente de utilidad. De ahora en adelante me las voy a tener que apañar

sin los poderes de la Energía Oscura.

Pero ese problema queda en un segundo plano cuando ante mi campo de visión

invertido aparece una mujer extraordinariamente bella, de piel pálida y suave, cabellos

rubios revueltos y con unos labios dulces de color rojo intenso. Sus movimientos son

elegantes y gráciles, contornea su exuberante figura con movimientos sensuales que

harían las delicias de cualquier hombre. El atractivo de la misteriosa mujer queda

resaltado más si cabe por el vestido corto y escotado que se pega a su cuerpo como una

segunda piel, acentuando la sensación de ser una aparición etérea. Cuando se aproxima a

mí tan cerca que puedo sentir su aliento seductor sobre mi rostro, noto que sus hermosos

ojos verdes tienen un ligero velo rojizo que empañan su belleza. Pero hay algo que me

inquieta, y es que en ellos no brilla ninguna luz de vida, no hay nada salvo una mirada

fría y vacía tras esos ojos, pues son dos pozos en cuyo fondo solo hay muerte.

La mujer ríe de forma burlona, una risa provista de malévolas intenciones, y me cuenta

su historia regocijándose con crueldad. Es la esposa de Collinwood, aún más bella en la

muerte que en vida, y me dice que fue idea de ella invocar al Conde Drácula a través de

un ritual vedado incluso a las sectas satánicas más poderosas y clandestinas. Gracias a sus

contactos en Europa había conseguido localizar el paradero del ataúd de Drácula, y tras

traerlo a Hollow City ella y su marido organizaron el ritual para despertarlo. Con la sangre

de los miembros de la secta celebraron la blasfema ceremonia prohibida, y lo primero que

hizo el vampiro al despertar fue alimentarse de Lord Collinwood. En cambio a la mujer

la convirtió en su elegida, transformándola en un ser de las tinieblas como él.

Cuando la hermosa mujer vampiro termina de relatar su historia, acerca su rostro al

mío y abre lentamente su dulce boca, enseñando unos blancos y puntiagudos colmillos.

Justo cuando va a hincar sus dientes en mi cuello, logro al fin zafarme de las ataduras de

las muñecas, dando gracias a que mientras narraba su tétrica historia no se había percatado

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de mis sutiles movimientos de nawanuke-jutsu14. Le propino un golpe con la palma de la

mano en la nariz, empujándola hacia atrás. Evidentemente eso no la detiene, pero me

concede unos momentos para flexionar el cuerpo y así poder alcanzar un objeto que llevo

escondido en una de mis botas.

Cuando la vampiresa se abalanza sobre mí con la cara congestionada por una terrible

ansia demoniaca, la recibo con el sureddo15 extendido de lado a lado, y con un rápido

movimiento de los brazos utilizo el instrumento para rodear su cuello. Aprieto con una

fuerza nacida de la rabia y la desesperación, no para estrangularla puesto que los vampiros

no respiran, sino para decapitarla. Oprimo sin parar hasta que por fin se escucha un

chasquido desagradable y luego un golpe de algo que cae al suelo rodando. El cuerpo sin

cabeza de Lady Collinwood se desploma inerte sobre las losas de mármol de la cripta, y

aprovecho para desatar la cuerda que me tiene colgando boca abajo.

Recupero mis cosas y vuelvo a ponerme el traje y la máscara. No hay rastro de la

presencia del rey de los vampiros, y ahora que me encuentro despojado de mis poderes

ya no percibo su presencia mística. Tampoco está su ataúd, lo cual no pinta nada bien.

Salgo de la cripta y me dirijo hacia la mansión, pero tras registrarla no encuentro rastro

alguno del conde. ¿Dónde diablos se encontrará?

Intento pensar con claridad para anticipar el siguiente paso de Drácula. Está claro que

ha huido junto a su sarcófago, pero no creo que lo haya hecho volando. Entonces me

acuerdo de que hay un sistema de vigilancia en la casa, y tras encontrar la sala de

monitorización retrocedo la grabación de hoy pulsando el botón del rebobinado rápido.

En la pantalla veo como una limusina sale del garaje y avanza hacia la verja de la entrada

a la finca, un chófer con gorra sale del coche y abre manualmente la puerta. En la

grabación se puede apreciar la mirada perdida del hombre, como si estuviese bajo los

efectos de la hipnosis. Apuesto lo que sea a que Drácula está metido en su ataúd en la

parte trasera del vehículo. Ahora la cuestión es averiguar a donde se dirige.

En la sala de vigilancia hay una placa informativa con los datos de la empresa de

seguridad, así que se me ocurre llamar a la compañía desde el teléfono que hay sobre uno

de los paneles y que seguro tendrán registrado. Me hago pasar por Lord Collinwood y

digo que mi mujer se ha llevado el coche y que sospecho que tiene una aventura. Apelando

a su discreción y su eficacia les ruego que me informen del paradero del automóvil, pues

estoy completamente seguro que lleva instalado un GPS localizador que la empresa puede

rastrear. Tras unos minutos de espera me confirman que la limusina se encuentra cerca de

la vieja estación de Hollow City, en las afueras de la ciudad. Doy las gracias y cuelgo, la

jugada me ha salido bien y ahora puedo dar el último paso.

Es la hora de cazar a un vampiro.

La atmósfera que rodea la antigua estación de ferrocarril de la ciudad, ahora un lugar

muerto y abandonado, es de una quietud aplastantemente silenciosa. Bajo del Syntrac con

el hedor de la gasolina profundamente implantado sobre mis guantes, pues le he

propiciado el funeral adecuado a los cadáveres de los Collinwood y sus adeptos. Ahora

solo espero no haber llegado demasiado tarde para hacer lo mismo con Drácula.

Lo único que hay de interés en la zona es una furgoneta con el logotipo de la empresa

pública encargada de las instalaciones, estacionada junto a la caseta de vigilancia y

mantenimiento. Un rápido vistazo por el estrecho ventanuco me permite divisar el interior

del pequeño edificio, donde se haya el cuerpo ensangrentado del vigilante tendido boca

abajo con el cráneo partido. El arma del crimen es una palanca de hierro oxidado que ha

14 Técnica de ninjutsu para liberar de ligaduras mediante la flexibilización muscular. 15 Arma ninja consistente en un hilo de acero irrompible y muy fino.

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sido arrojada al suelo tras cumplir su cometido. El siervo del conde ha hecho bien su

trabajo, sin duda.

Examino los alrededores y no tardo en encontrar la limusina semioculta entre unos

árboles cercanos. Las precauciones y el sigilo no son necesarios, pues el vehículo está

vacío. Ni chofer, ni ataúd ni Drácula. No hay nada.

Desesperado, entro en la caseta de mantenimiento y busco entre un montón de papeles

desordenados desperdigados encima de una mesa. Encuentro los horarios marcados para

hoy y me fijo en que hace apenas unos minutos estaba prevista la parada de un tren de

mercancías cuyo destino final es Capital City. Maldigo en silencio pues si el vampiro

llega hasta allí tal vez sea demasiado tarde para encontrarle. No imagino lo que puede

hacer si logra escabullirse en la gran ciudad.

Vuelvo al Syntrac y marcho a toda prisa por la carretera comarcal que conduce

paralela a las vías del tren. Tras poner la última marcha y revolucionar al límite el motor

alcanzo la velocidad máxima en un santiamén, pero creo que no es suficiente. Esta vez

no puedo llegar tarde, así que utilizo mi último recurso. Acciono uno de los botones del

panel luminoso, el que permite inyectar nitrometano al combustible del coche, y

automáticamente el Syntrac se convierte en un coche de carreras, superando los 400

km/hora. Mis manos vibran junto al volante mientras la bestia en la que cabalgo surca la

noche como si fuese un cohete supersónico, el paisaje a mi alrededor cambia tan deprisa

que me produce una extraña sensación de vértigo.

El tiempo pasa rápido y al fin puedo ver el tren sobre la vía situada a mi izquierda. No

me queda combustible, y encima más adelante puedo divisar como la carretera se desvía

a la derecha, alejándose del tren para perderse en el interior de un bosquecillo. Así que

solamente tengo una opción.

Piso el acelerador hasta el fondo, el motor se queja con un rugido ensordecedor y los

neumáticos amenazan con despegarse del asfalto, pero yo sigo adelante. La carretera llega

a la curva pero continúo igual, aunque sé que el camino de tierra y piedras hará que al

final pierda el control del coche. Acciono el regulador de velocidad para estabilizarla a la

del tren y deslizo el panel del techo para salir al exterior. Hay una distancia de pocos

metros entre el Syntrac y el lateral del último vagón del tren, pero he de arriesgarme. Doy

un salto con todas mis fuerzas y consigo agarrarme a la parte trasera, mientras veo como

mi coche va perdiendo poco a poco la velocidad al agotarse el combustible del depósito.

Trepo hasta la parte superior y agarrándome con fuerza por los bordes voy pasando

de vagón en vagón examinando el interior de cada uno de ellos a través del tragaluz de

seguridad. Cuando encuentro lo que busco me cuelgo del lateral y manipulo el cerrojo,

doy un fuerte tirón y deslizo la puerta corredera, encontrándome cara a cara con el esclavo

mental del vampiro. El tipo se abalanza contra mí esgrimiendo un hacha de seguridad

interponiéndose ante el ataúd de su amo, que se encuentra al fondo del vagón.

Bloqueo su ataque sujetándole los brazos, y hundo mi rodilla en su estómago

haciéndole perder el equilibrio. Termino de entrar en el vagón y continuamos forcejeando,

el tipo no suelta el hacha por nada del mundo y yo no tengo tiempo de desenfundar la

espada. Me lanza un tajo potente a la altura del hombro derecho que atraviesa la

protección del traje lacerando mi carne, y enseguida siento como se derrama mi sangre

caliente por el brazo. El esbirro lanza una serie de ataques veloces que esquivo a duras

penas retrocediendo hasta la puerta abierta, esperando mi oportunidad para reaccionar.

Justo cuando intenta golpearme de arriba abajo para hundir su hacha en mi cabeza, uso

ambas manos para agarrar el mango a la vez que aprovecho la inercia del golpe e inclino

mi cuerpo hacia atrás para hacerlo rodar. Cuando mi espalda choca contra el suelo, apoyo

la planta de un pie sobre el torso de mi enemigo para hacer más fuerza y consigo

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proyectarlo por encima de mí, consiguiendo lanzarlo al exterior donde su cuerpo cae por

un profundo y escabroso barranco en cuyo fondo queda aplastado.

Aunque he podido deshacerme de mi contrincante, el esclavo ha realizado muy bien

su cometido, pues al volverme hacia el interior del vagón puedo ver como la tapa del

ataúd está abierta. Una pálida mano de dedos nervudos se aferra al borde, y a continuación

se incorpora el torso de un hombre moreno vestido con un elegante traje moderno

arrebatado a Lord Collinwood. Los rasgos marcados de su rostro aguileño conforman un

conjunto inquietante, con unas cejas enormes y muy pobladas, una nariz delgada y

puntiaguda y una boca de sonrisa cruel disimulada por un grueso bigote. Toda su

magnífica y aterradora figura desprende un aura de extrema maldad que produce

escalofríos, sobre todo al mirar esos ojos negros que me observan con la altivez propia de

quien se sabe de nobleza superior. En su mirada no hay señal alguna de vida, solo veo una

promesa de muerte y dolor.

Es el conde Drácula.

Antes de que el vampiro de un solo paso desenvaino la katana y avanzo hacia él, pero

algo me impide asestarle el golpe final. Es una extraña fuerza que me atenaza desde

dentro, confundiendo mis sentidos, como si un millón de voces en mi cabeza se hicieran

eco a la vez de un solo pensamiento. Es una sensación de anulación total, un efecto

misterioso que avanza y se extiende como una mancha que lo cubre todo, hasta que mi

voluntad se desvanece ahogada por un poder superior.

Obedece al amo. Haz su voluntad. Obedece a Drácula.

Mientras Drácula avanza a paso lento hacia mí manteniendo su mirada hipnótica, cedo

a sus deseos y suelto la espada, sin ni siquiera sentir como mis dedos se abren y la

empuñadura resbala de mi flácida mano.

Drácula es tu señor. No te resistas. Obedece a Drácula.

El rey de los vampiros ya está junto a mí. Sus ojos brillan con un resplandor rojizo y

diabólico mientras entreabre los labios para enseñar sus fieros colmillos. El torbellino de

voces no cesa, mi espíritu frágil pugna por sucumbir ante esa oscura fuerza que ya casi lo

ha empozoñado completamente. Pero entonces distingo en mi mente una voz difusa que

intenta enviarme un mensaje desde algún lejano recoveco. Quiero escucharla, sé que es

importante, pero las otras voces no me dejan. Intento concentrar mi último ápice de

voluntad en captar el mensaje, y al final reconozco la voz.

¡Es mi difunto maestro, Koshiro Katshume!

Acata las órdenes del señor oscuro. Cede a sus deseos. Obedece a Drac…

¡No! Grito en mi interior para acallar las voces malditas y poder escuchar el mensaje

de mi maestro. Es un eco etéreo y distante, pero percibo las palabras.

«Recuerda, Eduard Kraine. La fuerza no se expresa por medio de una heroicidad

temeraria. Solo la comprensión y la serenidad pueden manifestar la verdadera fuerza.

Ante la adversidad, se resuelto pero sosegado. Hazle frente sin tensión ni

despreocupación, con el espíritu firme y sin prejuicios. Si tu espíritu está sosegado, no

dejes que tu cuerpo se relaje, y cuando tu cuerpo esté distendido, no dejes relajar a tu

espíritu. No vences después de atacar, atacas cuando ya has vencido».

El recuerdo de las lecciones acerca del Zen de mi maestro estimulan poderosamente

mi mente, y con un terrible grito tanto físico como mental rompo las cadenas hipnóticas

forjadas por Drácula. Ante su atónita mirada me agacho para recoger la espada del suelo

y trazo un corte en el aire que milagrosamente no alcanza de pleno al vampiro. Solo su

rapidez sobrehumana le ha salvado de la decapitación, aunque ahora la sangre robada a

sus víctimas emana como un torrente del corte en su yugular.

Aprovecho que Drácula está tocado de gravedad para rematarle, pero el conde

demuestra que aún no está acabado y utiliza todos los recursos a su alcance. Con una sola

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mano arranca uno de los cajones del cargamento y me lo arroja sobre la cabeza,

provocando un enorme crujido de astillar de madera cuando se rompe en varios pedazos

sobre mi clavícula izquierda. Lanzo un tajo desesperado con la katana que le desgarra su

abdomen de izquierda a derecha, pero el vampiro usa su asombrosa fuerza para desarme

posteriormente con una poderosa patada. Un segundo puntapié me noquea en dirección a

la puerta del vagón y lo único que evita la despedida al exterior es que me agarro con

fuerza a los bordes.

El dolor es insoportable. Estoy caído en el suelo a merced de mi enemigo, que aunque

herido de gravedad aún se mantiene en pie. Las leyendas le hacen justicia, Drácula es un

enemigo formidable, un experto guerrero con una insaciable sed de sangre capaz de

combatir incansablemente hasta el final. Y parece que esta vez ha ganado.

Inclino la cabeza al exterior, sintiendo la brisa nocturna que inunda el vagón y el

traqueteo del tren que se acerca rápidamente a Capital City. Diviso a lo lejos las montañas

que rodean la ciudad, pronto llegaremos hasta el puente que cruza el río y que anuncia la

llegada al destino. Pero también veo otra cosa, más claramente que ninguna otra.

Al fin Drácula se alza ante mí como una oscura sombra mortal, un ente aniquilador de

la vida dispuesto a ejecutar su ira vengativa de una vez por todas. Entonces mi mano viaja

rápidamente hasta el interior de mi bolsillo y saco la cruz que me dio el Padre García. El

conde me mira burlón y suelta una gran carcajada llena de desprecio, me dice que el

amuleto sagrado no me servirá de nada, porque solo es de utilidad para aquellos que son

verdaderos creyentes. Para su sorpresa le digo que eso ya lo sabía.

Manipulo la posición del crucifijo para reflejar los primeros rayos de sol que

comienzan a filtrarse por encima de las montañas, pues nuestro duelo ha durado tanto que

el fin de la noche ha llegado, dando paso al luminoso amanecer. La cruz centellea un

instante, uno de los rayos es reflectado directamente sobre los ojos del vampiro, el cual

lanza un intenso aullido de dolor mientras cruza sus manos ante el rostro en un débil

intento por defenderse. Pero esta vez soy yo el que toma la iniciativa, y recogiendo uno

de los trozos de madera astillada del suelo me abalanzo sobre mi enemigo clavándoselo

con mortal ímpetu en su negro y endemoniado corazón.

Drácula sufre mientras agoniza, su cuerpo cae de rodillas sobre el sucio suelo del

vagón mientras se convulsiona con movimientos espasmódicos. Cojo la katana del suelo

y me quedo en pie observándolo, se resiste a comprender que ha llegado su final. Extiende

una de sus garras pálidas hacia mí mientras lanza una serie de maldiciones, pero solo

logra gorgotear palabras incoherentes pues la sangre mana a borbotones por su boca, ojos

y oídos. Le digo que no puede maldecir a quien ya está maldito, y a continuación la katana

surca el espacio con un movimiento fluido y limpio.

Drácula ha muerto.

Señalando el fin de la oscuridad, una claridad celestial penetra en el interior del tren

eliminando cualquier rastro de tinieblas. Me doy prisa, puesto que ya casi estamos

llegando al puente y nadie debe enterarse de todo este asunto. Levanto con ambos brazos

el cuerpo decapitado y empalado del conde Drácula y lo coloco en el interior de su ataúd.

A continuación recojo la cabeza del suelo y la deposito sobre el pecho, colocando el

crucifijo en su boca. Busco en mis bolsillos y encuentro la petaca metálica con el agua

bendita que no he podido utilizar hasta ahora, y rocío los restos de Drácula con el líquido

sagrado. La reacción ante el agua bendita es parecida a la de un ácido extremadamente

potente, el cuerpo se descompone rápidamente entre suaves siseos y pestilentes nubecillas

de vapor. Luego utilizo la espada para perforar la tapa del ataúd con algunos agujeros, y

cuando ya está todo listo coloco la cubierta y cierro el arcón.

Empujo el sarcófago hasta la puerta del vagón y espero hasta que el tren pasa junto al

río, momento en el que reúno las escasas fuerzas que aún me quedan para lanzar el pesado

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objeto a las aguas turbulentas y oscuras. Pronto el ataúd se inundará completamente y se

hundirá como una piedra hasta el fondo del lecho, donde con suerte permanecerá para

siempre.

Descansa en paz para toda la eternidad, conde Drácula. Nos veremos en el infierno.

FIN

«Una vez más el mal ha sido derrotado, y se ha rechazado una terrible amenaza. De

nuevo los inocentes ciudadanos de Hollow City vuelven a estar a salvo, siguiendo con su

existencia felices e ignorantes del peligro que han estado a punto de sufrir. Nuevos

peligros les esperan en el futuro, pero eso no importa mientras alguien les proteja.

Porque con la muerte de Drácula el Poder Oscuro ha vuelto a mí, siento como la

energía mística fluye de nuevo con una fuerza vital aún más poderosa que antes. Y eso

solo significa una cosa: que la ciudad vuelve a tener a su ángel vengador, a su infatigable

campeón oscuro, a su caballero guardián vigilante. Porque yo soy el protector de Hollow

City.

Yo soy…¡Espectro!»

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EL REGRESO DEL DOCTOR MISTERIO

1

Envuelta en las sombras de su refugio clandestino, una figura pálida y enjuta utilizaba

sus escasas fuerzas para arrastrarse entre los rincones en busca de los objetos necesarios

para su próxima tarea. Tras remover con brusquedad el contenido rebosante de las

polvorientas estanterías halló lo que deseaba, tras lo cual el hombre se encaminó

renqueante hacia el centro de la sala sujetándose su raída túnica azabache.

La estancia apenas estaba iluminada por las velas de un par de oxidados candelabros

de plata, no poseía ventanas y la única entrada era una gruesa puerta de madera que

conducía a unos resbaladizos escalones de piedra que el hombre no pisaba desde mucho

tiempo atrás. De hecho, ya ni siquiera recordaba cuando había sido la última vez que

había salido al exterior por su propio pie. Pero aquello ya no importaba, no ahora que sus

arcanos conocimientos le habían revelado el modo de llevar a cabo sus planes. El

momento tan ansiado por fin había llegado, tras tantos años de planificación, mentiras y

engaños. Lo único que necesitaba era tiempo, el suficiente para poder llegar hasta el final

antes de que sus fuerzas le abandonasen del todo.

Al llegar hasta el lugar donde se hallaba el círculo del ritual, se arrodilló con cuidado

de no dañar sus frágiles huesos y colocó el libro y la tiza sobre el frío suelo, muy cerca

del cuerpo inmóvil tendido justo en el centro del símbolo. Siguiendo la guía de los

complicados dibujos que mostraban las hojas amarillentas del grimorio, utilizó la tiza para

trazar los diagramas místicos sobre la carne desnuda y morena con sus manos

temblorosas. El cuerpo era el de un hombre negro de edad media, complexión fuerte y

elevada estatura, y se encontraba tumbado de espaldas sobre las sucias losas del suelo.

Sus ojos permanecían cerrados, así como su boca, y las extremidades presentaban una

inquietante rigidez a la vez que se extendían alejándose del torso hasta casi rozar los

límites del círculo mágico.

A continuación el hechicero procedió con los cánticos sobrenaturales cuya letra estaba

extraída del grimorio, aunque ya se sabía de memoria aquellas palabras arcanas. Las

pronunció como siempre, primero a un ritmo suave y musical para posteriormente

terminar con unos gritos guturales y blasfemos, con una gravedad acentuada por sus

cuerdas vocales desgastadas. Al cesar el cántico infernal, el hechicero sacó un saquito de

cuero de entre los múltiples bolsillos escondidos en los pliegues de su túnica. Esparció su

contenido con sumo cuidado sobre el cuerpo encerrado en el círculo mágico, unas hierbas

conocidas en el lenguaje de la brujería como taxus baccata16, relacionadas con el aumento

de la consciencia y la muerte.

Una vez hubo terminado, el hechicero se levantó para coger una campanilla metálica

de bronce situada encima de una montaña de polvorientos libros y pergaminos enrollados,

y tras hacerla sonar pudo escuchar los pasos de alguien que se acercaba. El visitante llamó

a la puerta con suavidad, utilizando los golpes adecuados a la contraseña establecida, y el

brujo lo invitó a pasar.

–Entra, Zach –dijo el hechicero con voz débil y cansada.

Cuando el recién llegado entró en la sala, las velas arrojaron su luz sobre un ser bajo

y corpulento, cuya espalda contrahecha dejaba a la vista una gran joroba. El brazo

16 Tejo negro.

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izquierdo colgaba flácido retorcido en un ángulo casi imposible, revelando algún tipo de

malformación genética. Y completando aquel conjunto aberrante y grotesco, el rostro del

jorobado era una máscara deforme donde tanto ojos como nariz y boca luchaban entre sí

en horrible competencia por salir del canon de «ser humano». Nadie en el mundo podía

ver por primera vez aquel ser sin tener que desviar la mirada a un lado, incapaz de

contener un gesto de repugnancia.

–Aaahh, chuuuu uok atkai maaaak…–soltó el jorobado en un lenguaje ininteligible

que solo su amo, el hechicero, podía comprender.

–Tranquilo, Zach, lo estás haciendo muy bien, pronto podremos…

Un fuerte acceso de tos hizo tambalearse al brujo, el cual se dobló por la mitad

apoyándose en su sirviente deforme. Zach lo ayudó a sentarse en una silla destartalada y

le alcanzó un vaso de agua, aunque el hechicero lo rechazó. El mago se llevó un pañuelo

a la boca y al retirarlo vio la mancha roja y oscura, la señal de que su fin se acercaba sin

remisión. Este último ritual le había dejado un paso más cerca de la muerte, pero había

tenido que hacerlo. Era el único modo de salvarse. Si tenía éxito, les demostraría a todos

que el poder de la magia negra era superior a cualquier otra creencia, filosófica o religiosa.

Y además se vengaría de todos aquellos que habían osado mofarse de él y de su

hechicería, de los que habían denostado sus teorías sobre la vida y la muerte. Ellos serían

los primeros en sufrir la venganza del Nigromante.

–Aaaah, buiik maan –dijo Zach a través del orificio esperpéntico que era su boca

belfa, con aquellos labios gruesos y torcidos, y carente de casi la mitad de la dentadura.

El Nigromante apoyó su maltrecha espalda en el respaldo de la silla y cerró los

ojos, dejándose llevar por el cansancio y la enfermedad que le corroía por dentro.

Mientras descansaba, el jorobado contemplaba vigilante el cuerpo dentro del círculo, a la

espera de producirse la ansiada señal que significaba el éxito del ritual. El sirviente lanzó

un bufido y palmeó con alegría cuando al fin sucedió lo que estaba esperando.

El hombre negro que estaba en el suelo abandonó su rigidez, abriendo los ojos de par

en par.

George Bannister se encontraba en su casa, a solas con la única compañía de la

televisión. Sentado en su cómodo sofá con relleno de plumas, su atención se concentraba

en apenas dos únicos elementos: el botellín de cerveza en su mano izquierda y el mando

de la tele en la derecha. Mientras demostraba su habilidad para el zapping, saltando de

canal en canal con la velocidad del rayo, daba largos tragos que apuraron su bebida en un

santiamén. Arrojó el botellín vacío sobre la alfombra, justo encima de un montón de latas

y botellas de alcohol cuyo contenido atiborraba el interior de su incipiente estómago,

dándose cuenta de que era hora de sacar la basura. Así era la triste vida de un jubilado,

televisión y cerveza, nada más.

George hizo el esfuerzo supremo de levantarse del sofá tapizado, intentando escapar

de la sensación de sopor que invadía su mente, cuando el canal de noticias del Hollow

City Channel dijo algo que atrajo su atención. En la pantalla de su LCD aparecía un

tiparraco gritando a viva voz algo que parecía la noticia del siglo, aunque seguramente no

era más que otro político corrupto que se había tirado por un puente al descubrirse sus

trapos sucios. Aun así se quedó un momento escuchando, por si acaso.

«El Museo de Historia Natural de Capital City sufrió un robo espectacular la pasada

noche, cuando al parecer un extraño individuo entró sin permiso, atravesando las

medidas de seguridad como si no existiesen. Todos los guardias de seguridad del museo

han sido heridos, y ahora mismo se encuentran en el hospital aunque fuera de peligro.

Los daños materiales son severos, fruto de una fuerte pelea y un intenso tiroteo, y de

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momento no se sabe exactamente qué es lo que ha sido sustraído del museo. Uno de los

guardias ha manifestado, dentro de un fuerte estado de shock, que todos sus compañeros

dispararon a una extraña figura alta y silenciosa, y que a pesar de haber sido alcanzado

el intruso continuó su avance de forma implacable. La policía aún no ha realizado

ninguna declaración oficial a la espera de analizar las imágenes de las cámaras de

seguridad…»

George mantuvo la mirada fija en la pantalla, aunque en realidad ya no escuchaba.

Notó en su mente ese cosquilleo característico que últimamente había tenido olvidado,

ese sexto sentido que le advertía de que algo no iba bien. Sin embargo sacudió la cabeza,

alejando ese impulso que al parecer no había muerto del todo a pesar de los años, y se

obligó a apagar el televisor. Decidió salir fuera de casa y tirar la basura en el contenedor

cercano, aunque antes se puso una camiseta limpia sobre sus viejos vaqueros.

Tras tirar las bolsas de plástico y cerrar el contenedor, George se dispuso a volver a

casa, pero algo se lo impidió. Era un grupo de cuatro jóvenes que estaban al fondo del

callejón, colocados de tal forma que rodeaban a una quinta figura que estaba arrodillada

junto a la pared. Una mujer.

George cerró los ojos y se dio la vuelta, caminando lentamente en dirección a su casa.

No era asunto suyo. Además, nadie había gritado socorro. No había ningún indicio de que

alguien estuviese en peligro. Sólo era un grupo de jóvenes que se divertían, nada más.

Tras caminar unos pocos pasos, se detuvo. Miró sus manos, que no parecían las de un

viejo de setenta años, sino bastante más jóvenes. Al desviar la vista hacia la ventana de

uno de los coches estacionados en la acera, contempló su rostro. Aparentaba por lo menos

diez años menos de los que tenía en realidad, y eso que no se cuidaba demasiado desde la

muerte de Greta, su esposa.

George cerró los ojos, suspirando. En su mente recreó la escena del callejón, pero esta

vez de forma distinta. Ahora podía ver mejor las sonrisas lascivas de los jóvenes, los

tatuajes que les delataban como miembros de una banda de delincuentes, las lágrimas de

desesperación de la chica arrodillada en el suelo. Y por supuesto, también vio el brillo de

las navajas que empuñaban.

Abrió los ojos, notando como la oleada de furia se abría paso en su interior, como en

los viejos tiempos. Se dijo a si mismo que habían otras opciones, como alertar a los

vecinos o llamar a la policía. Había pasado mucho tiempo desde que se dedicara a ayudar

a los demás, ahora era un viejo, solo y retirado del mundo. Pero a pesar de ello, George

sabía una cosa.

Si él no ayudaba a esa mujer ahora, nadie lo iba a hacer. Y luego sería demasiado

tarde. Su conciencia no lo dejaría en paz, como ocurría noche tras noche desde la muerte

de Greta. Casi podía escuchar la voz de su difunta esposa, susurrándole palabras de ánimo.

«Debes ayudarla, George. Solamente tú puedes hacerlo».

Cerró los puños y marchó hacia el callejón, dispuesto a todo. Cuando los cuatro

maleantes se volvieron hacia él, comenzaron a burlarse. No lo percibieron como una

amenaza, a pesar de los brazos musculados y la mirada desafiante. Le propinaron una

serie de insultos nada originales, llamándole viejo, jubilado, loco, e incluso invitándole

de vuelta a un asilo. No podían sospechar que los escasos segundos empleados en burlarse

de él e incluso amenazarle, George los había utilizado para calcular sus próximos

movimientos.

Con una velocidad digna de un experto marine, George se abalanzó repentinamente

sobre uno de los jóvenes, cogiéndole del cuello y haciéndole chocar su cabeza contra una

farola. El maleante se desplomó sin sentido, manándole sangre por la herida abierta que

manchaba el metal gris del poste lumínico a medida que resbalaba hacia el suelo.

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El que parecía el jefe, un jovenzuelo con el pelo engominado y cazadora de cuero

negro, ordenó a sus dos compinches que atacaran a George, pero éste estaba

perfectamente preparado. Esquivó la navaja de uno de ellos con facilidad, mientras

agarraba la muñeca del otro y de un fuerte tirón le retorcía el brazo lo suficiente como

para hacerle doblarse de dolor. Cuando el otro maleante volvió a intentar atacarle con su

arma, George utilizó el cuerpo de su compañero apresado como escudo, interponiéndolo

ante el acero mortal. Cuando el atacante se dio cuenta de que el cuchillo se había hundido

totalmente en el vientre de su amigo, abrió los ojos de horror, y George usó esa ventaja

para darle un fuerte puñetazo en el pecho que lo dejó sin respiración. Un segundo golpe

en pleno rostro fue acompañado del crujir de huesos, indicando que la nariz del

delincuente se había roto. Mientras se desplomaba en el suelo, George se volvió hacia el

tipo que estaba intentando sacarse el cuchillo y empujó con toda su fuerza el objeto hacia

dentro, y luego hacia un lado. El joven cayó al suelo sobre un charco formado por su

propia sangre.

George se encaró con el jefe de la banda, el cual lo miraba con una mezcla de pavor

y sorpresa. Un tipo con la pinta de un viejo borracho se había desecho de sus tres

compañeros en un abrir y cerrar de ojos, y encima desarmado. Su primer impulso fue

correr a toda prisa, pero sabía que entonces tendría que dar explicaciones a su banda, así

que mantuvo su orgullo de camorrista y esgrimió su cuchillo de forma amenazadora ante

George.

Eso fue un error.

George propinó una patada a la mano que empuñaba el cuchillo, desarmando al joven

engominado, y luego le dio otra fuerte patada, esta vez en los testículos. Mientras el

delincuente gritaba de dolor, George le empujó contra la pared, acorralándole. Luego

comenzó a golpearle con ambos puños, una vez, y luego otra. Y así estuvo unos segundos

más, hasta que la sangre del camorrista empapó todo su pelo engominado, su rostro

machacado y su cazadora negra.

Tras soltar al camorrista cuyo cuerpo destrozado cayó al suelo, George fue hacia la

chica para ayudarla, pero la mujer se arrastró hacia atrás mientras le lanzaba terribles

miradas de espanto. George se miró las manos, ambas cubiertas con la sangre de los

maleantes. Los años habían pasado, pero habían cosas que no cambiaban. La chica estaba

aterrorizada de tanta violencia, pero mañana se daría cuenta de que él la había salvado,

así que no tuvo en cuenta su ingratitud y tras recomendarle que se marchara a casa él hizo

lo mismo. Nadie había visto nada, ni había ninguna tienda en el callejón con algún tipo

de cámara de vigilancia, así que no había ningún testigo aparte de la joven.

Una vez a salvo en casa, George se dio una buena ducha. Fue entonces cuando se dio

cuenta de que tenía una pequeña herida en el costado. Nada grave, solamente un rasguño

de una de las navajas. Pero eso era una señal de que se estaba haciendo mayor para

aquello, años atrás podría haber acabado con aquellos jóvenes delincuentes mucho más

deprisa y sin haber sido herido. Pensó en lo que le diría Greta si estuviese viva, en lugar

de estar muerta por haber recibido una bala que debía haber recibido él. ¿Su mujer le

habría recomendado que continuase con su retiro?

George salió de la ducha, se vistió y volvió al salón para encender otra vez la

televisión. Increíblemente, estaban hablando de otro suceso muy similar al robo del

Museo de Arte Natural de Capital City, pero esta vez en el Instituto de Restauración de

Antigüedades de River City. Más disparos, más testimonios sobre un ser misterioso difícil

de abatir, más silencio sobre el objeto del robo. En verdad que se trataba de un caso muy

extraño, demasiado como para no despertar la curiosidad detectivesca de George.

Cuando alargó la mano para coger un paquete de tabaco que descansaba sobre una

mesilla, derribó sin querer la fotografía enmarcada que allí se encontraba. Tras ponerla

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en correcta posición, se quedó mirando la imagen que representaba a una bella mujer

joven y sonriente, en la flor de la vida.

Greta. Una mujer nada corriente, por ello se había enamorado de ella, confesándole

quien era en realidad antes de casarse. Y cuando ella había conocido la verdad, el secreto

que George ocultaba a los demás, en ningún momento se había echado atrás. A pesar del

peligro, a pesar de las largas noches de espera sin tener noticias de él, a pesar de tener un

marido que cada noche se jugaba la vida sin ni siquiera cobrar un sueldo por ello. Ni

siquiera la noche de su muerte le dirigió una mirada recriminatoria, ni una sola lágrima

de reproche. Si George había renunciado a su identidad secreta no había sido porque ella

se lo pidiese, sino porque Greta había muerto por el disparo de uno de sus enemigos. Y

por eso George había jurado terminar con aquella parte de su vida para siempre.

Pero en el fondo de su corazón sabía lo que Greta le diría si estuviese ahora mismo

con él, viendo las noticias en el salón.

«George, ¿por qué no lo investigas tú? Las autoridades oficiales no tienen ni idea de

lo que está pasando, y parece un asunto de lo más misterioso, de los que a ti te gustan.

¿Qué opinas, cariño?»

–Digo que tienes toda la razón del mundo, amor mío –dijo George en voz alta,

mirando la foto de su mujer mientras unas pequeña lágrimas brotaban de sus ojos.

George se levantó del sofá y se encaminó hacia las escaleras que conducían al sótano.

Allí, entre los recuerdos cubiertos por el polvo del olvido, había una gruesa alfombra de

color gris extendida sobre las tablas de madera del suelo. Tras apartar los trastos viejos

que habían sobre ella enrolló la tela, dejando al descubierto una pequeña trampilla. Tras

abrirla, lo primero que vio fue la caja metálica de color negro, una misteriosa reliquia

encontrada por casualidad entre los desperdicios de un canal residual del barrio de la

Cloaca. Evitando tocarla, puso su atención en lo que en verdad estaba buscando, la vieja

bolsa de plástico. Tras sacarla la abrió de un fuerte tirón, volcando su contenido.

Allí estaba la máscara, blanca como la muerte, que le ayudaba a ocultar su rostro. El

abrigo negro de kevlar, que le protegía del fuego y de las balas. La pistola de metal dorado

con la culata de marfil, con la que había acabado con tantos enemigos. Y por supuesto, el

sombrero.

George cogió la liviana prenda, un sombrero de ala ancha de color negro, y al

colocarlo encima de su cabeza notó como sus miedos se retiraban, como sus fuerzas

perdidas volvían a él. Una corriente eléctrica recorrió su cuerpo, era la adrenalina

bombardeada por la emoción y el ansía que lo abrazaban, alejando sus temores y

recuperando la confianza perdida.

George se dirigió hacia un mueble espejo y se contempló en el cristal. La verdad es

que a pesar de los años el viejo sombrero aún le seguía quedando igual de bien.

–Bien, viejo amigo, veamos de que eres capaz –dijo George hablando solo frente al

espejo–. Creo que ha llegado el momento de que vuelva a las calles de Hollow City su

antiguo defensor. Es la hora del regreso…del Doctor Misterio.

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2

Dora Higgins se pasó las manos sobre su cabello rojizo en un gesto nervioso, mientras

contemplaba desde una esquina la muchedumbre que abarrotaba la sala de recepción del

museo. Era una noche importante para ella y también para su jefe, el Director del nuevo

Museo de Arte e Historia de Hollow City, Greg Templeton. Templeton había regentado

la prestigiosa sala de subastas Angelie’s durante varios años con gran éxito, lo que le

había valido para su nombramiento como Director del nuevo museo por parte de sus

adinerados patrocinadores. Puesto que la joven Dora había desempañado con gran

eficiencia sus funciones de secretaria en Angelie’s, Templeton le había pedido que se

uniese a él en aquel nuevo proyecto. Considerando tanto el nuevo horario como el

aumento del salario, Dora no había dudado en aceptar el ofrecimiento. Y por eso se

hallaba ahora en la fiesta de inauguración del museo, controlando eficazmente todos los

pormenores de la velada para salir airosa de aquel primer desafío.

Desde el lugar donde se encontraba Dora podía contemplar al gentío consumiendo los

canapés de las bandejas que ofrecían los camareros y bebiendo las copas del caro

champan que había encargado para la fiesta su jefe. A pesar de que habían muchas caras

desconocidas, Dora no podía pasar por alto la presencia de algunas de las personalidades

más famosas de Hollow City. El Alcalde de la ciudad, James Mallory, y su inseparable

asesor, Elliot Grant, conversaban con Greg Templeton intercambiando risas y palabras de

complicidad. También rondaba por ahí cerca el sobrino del alcalde, el joven heredero

Martin Adams, un joven regordete de veintipocos años que tras la muerte de sus padres

había adquirido toda su fortuna. Por lo que decía la prensa, el Alcalde Mallory le había

invitado a Hollow City para estrechar vínculos, aunque los detractores del alcalde

opinaban que en realidad solo le interesaba la fortuna del muchacho.

A pocos metros de distancia estaban el Comisario de la Policía Local de Hollow City,

Dennis Howard, y el sargento Riggs, miembro de TecnoCorp y encargado de la seguridad

del nuevo museo. Aunque al jefe de Dora no le gustaba contar con la presencia de la

megacorporación de seguridad y tecnología, los patrocinadores del museo habían

decidido contar con sus servicios. Al menos a Templeton le quedaba el consuelo de que

así el nuevo museo tendría menos posibilidades de terminar como el anterior, destruido

en una inmensa explosión que derribó varias manzanas a su alrededor17.

Entonces Dora reparó en una figura trajeada que parecía incómoda en medio de

aquella adinerada turba. Se trataba de un hombre alto, de cabellos castaños y ojos

escrutadores que giraban de lado a lado intentando buscando con nerviosismo un objetivo

que hasta el momento no lograba hallar. Dora sonrió al ver a aquel hombre que

evidenciaba hallarse fuera de lugar en aquel entorno, y decidió acercarse a él a hurtadillas

por la espalda.

–¡Te pillé! –dijo Dora, tirando suavemente del brazo del recién llegado.

–¡Dora! Te estaba buscando. Estás realmente guapísima –el hombre la besó

suavemente en los labios.

–¡Vic, que estoy trabajando! –amonestó cariñosamente Dora al hombre, zafándose

con agilidad de su intento de abrazo–. Me alegro de que hayas decidido venir.

–Bueno, la verdad es que la elección ha sido complicada. Quedarme en casa

devanándome los sesos en busca de ideas para mi siguiente novela, o acudir a una fiesta

de la alta sociedad de Hollow City con mi chica favorita. Pero ahora que te veo con ese

traje, yo también me alegro de haber venido.

17 El antiguo Museo de Arte de Hollow City fue destruido tras el terrible duelo que enfrentó a Espectro

contra el Fantasma, en el Nº2 de Hollow City (“El Ojo de los Dioses”).

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Dora rio la gracia de su novio, el escritor Vic Page. Desde hacía un par de meses se

habían conocido por casualidad en la Biblioteca General de Hollow City, ella buscando

información para su jefe y él recabando datos para una de sus apasionantes novelas de

misterio. Dora había leído con anterioridad todas sus novelas, y al verlo enseguida lo

había reconocido por las fotos que aparecían en las contraportadas de sus libros.

Rápidamente se había producido entre ellos una gran atracción, y la relación amistosa

pasó de forma fugaz a un nivel más romántico. Como encargada de repartir las

invitaciones, Dora había enchufado a su novio para que asistiera a la fiesta y tuviese más

posibilidades de aumentar su red de contactos, pese a que sabía que el carácter de Vic no

comulgaba demasiado con el de muchos de los presentes.

–Bueno, cariño, ahora tengo que dejarte un momento. Es la hora de que el jefe suelte

su discurso de bienvenida y se haga por fin oficial la apertura del museo. Te veo luego,

no te metas en líos, ¿eh? ¡Deséame suerte!

Vic Page vio cómo su novia se alejaba hacia la tribuna donde los camareros estaban

activando los micrófonos para el discurso, lo que indicaba que ahora venía la parte más

aburrida. Decidió observar a su alrededor para ver si captaba algo de su interés, fijándose

en los rostros de los famosos allí presentes. Vio como el jefe de seguridad del museo, el

sargento Riggs, se disculpaba con las personas con las que se hallaba y se marchaba junto

a uno de los guardias de seguridad por una puerta lateral que conducía al interior del

edificio. Probablemente se habría producido algún incidente típico, como un asistente a

la fiesta sin invitación, o alguien que había abusado demasiado del champan. No le dio

más importancia al asunto y prefirió concentrarse en Dora, que estaba guapísima de pie

al lado de Greg Templeton. La verdad es que aquella dulce y encantadora muchacha lo

tenía realmente cautivado, y eso que Page era realmente duro de abrirse.

Criado en Sawmill Street, uno de los barrios más decadentes de Hollow City, a Vic

Page no le había sido fácil sobrevivir en aquel ambiente. Las palizas, los robos, las

pillerías típicas de la edad…De no haber sido por el entrañable Padre Franklin, el antiguo

sacerdote de la Iglesia de Saint Patrick, Page podía haber terminado delinquiendo en las

calles. Pero entonces su benefactor lo sacó de aquel submundo, encauzándole por el buen

camino y pagando sus estudios de su propio bolsillo. Años después, convertido en escritor

y periodista ocasional, sería precisamente él quien descubriera la trama que rodeó la

muerte del Padre Franklin, junto al justiciero Espectro y al extraño anticuario John

Reeves18. Aquel había sido su bautismo de fuego en el mundo sobrenatural, una primera

incursión en el escabroso sendero de lo oculto, a la cual seguirían más aventuras. Y sabía

que tarde o temprano tendría que confesarle a Dora ese secreto, su gusto por las extrañas

aventuras por las que transcurría su vida últimamente.

Los aplausos de los invitados a las palabras finales del director del museo despertaron

a Vic page de sus pensamientos, dándose cuenta de que a continuación se abriría la puerta

de acceso a las salas para comenzar la visita inaugural a las distintas salas de exposición

en las que se repartía el contenido del museo. La gente comenzó a apelotonarse con ansía

para entrar, pues todo el mundo tenía grandes expectativas en cuanto a las valiosas piezas

artísticas e históricas que la visita les iba a deparar.

El escritor también tenía muchas ganas de presenciar las maravillas del museo, pero

algo le hizo desviar su atención de la fila de asistentes que poco a poco desaparecía tras

la puerta. Un hecho que a otro le podría parecer tal vez insignificante, pero que despertaba

en él una curiosidad aún mayor que contemplar las valiosas reliquias del interior del

museo.

18 Hechos narrados en el Nº9 de HC, “El Asesinato del Padre Franklin”.

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Vic Page se dio cuenta de que ni el jefe de seguridad ni el guardia con el que se había

marchado habían regresado, y de eso ya hacía mucho rato. Extrañado, decidió que la visita

turística tendría que esperar a otro momento, y moviéndose con disimulo se deslizó por

el pasillo por el que habían desaparecido ambos hombres.

En el interior de la Sala Medieval, donde se hallaba la exposición del museo dedicada

a los siglos XI al XIII de la Historia, una figura ataviada con un abrigo desgarrado y

manchado se movía torpemente buscando algo entre los diferentes objetos que componían

la extensa colección. El hombre, un negro alto y corpulento, arrastraba las piernas con un

movimiento extraño y pesado, como si estuviese aquejado de alguna enfermedad. Sin

hacer caso alguno de las dos figuras que se hallaban tendidas en el suelo heridas e

inconscientes, el desconocido se plantó ante una gran vitrina que contenía un palo de

madera estrecho y alargado que terminaba en un cepillo elaborado con ramas secas. En

el letrero de la vitrina podía leerse la siguiente inscripción: «Escoba de una bruja del siglo

XII».

El gigante de ébano utilizó su enorme puño similar a una maza para hacer añicos el

cristal. Ignorando tanto el ruido causado por su acción como el sonido de la alarma de

seguridad, extrajo la escoba y sujetándola por ambos extremos con sus poderosos brazos

la partió en dos sin miramientos. Luego agitó con fuerza los fragmentos hasta que por

uno de ellos cayó al suelo un pequeño rollo de papiro amarillento. Con aquellos

movimientos aletargados y de aspecto casi innatural dobló su pesado cuerpo y consiguió

recoger el papiro del suelo, guardándolo en el interior de su abrigo. Luego se volvió para

huir por donde había entrado, pero se encontró con alguien que le interrumpía el paso.

Era Vic Page.

El escritor por fin había hallado al jefe de seguridad y al guardia, tras haberlos buscado

durante un buen rato sin conseguir resultados. Ahora podía verlos, inmóviles en el suelo,

gracias a las pequeñas luces LED que iluminaban la sala con un tenue color azulado. Y

también podía ver el rostro macilento de aquel gigante negro embutido en un raído abrigo

gris. Si aquella visión era por sí misma terrible y espantosa, aún lo era más aquella mirada

malévola, fría y desprovista de cualquier sentimiento humano. Sin embargo, Vic Page no

iba a conformarse con hacerse un lado y dejarle marchar, no era propio de él huir de los

problemas sino entrar en acción.

Y eso fue lo que hizo, abalanzándose rápidamente contra las piernas del asaltante con

la intención de hacerle caer. Pero el ladrón resultó ser demasiado fuerte, y con un

manotazo arrojó a Page contra una pared, como si fuese un simple saco de patatas. A

continuación el hombre del abrigo gris continuó su avance hacia la salida de la sala, con

su particular forma de caminar renqueante, pero apenas traspasó el umbral tuvo que

enfrentarse contra dos guardias más del museo que se aproximaban por el pasillo.

Los guardias portaban sus armas desenfundadas, alertados por no haber recibido

ninguna señal por los intercomunicadores de sus dos compañeros, y dieron el alto al

ladrón mientras lo encañonaban. Como éste hizo caso omiso de sus advertencias y

continuó caminando, los guardias comenzaron a disparar sus revólveres. Sonaron dos

estampidos seguidos por pequeñas lenguas de fuego y un ligero olor a pólvora, y ambos

disparos impactaron de lleno al ladrón. Pero para sorpresa de los guardias el gigantón

continuó imperturbable, sin dar muestra alguna de dolor, y sin que por sus heridas manase

la sangre que de ellas se esperaba. Mientras uno de los guardias vaciaba el tambor de su

arma completamente aterrorizado, el otro intentaba pedir refuerzos por el

intercomunicador, pero enseguida tuvieron encima al fugitivo. Éste no tuvo piedad

alguna, y cogiendo a los dos guardias por el cuello con sus grandes manos hizo

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entrechocar sus cabezas con un crujido horrible, reventando sus sesos para a continuación

lanzar los cuerpos inertes a un lado.

Mientras tanto, Vic Page ya se había recuperado del golpe y asistía estupefacto al

increíble espectáculo que se desarrollaba. Enrabietado tras ver cómo el fugitivo había

acabado con los guardias e intentaba escabullirse por el pasillo, el escritor cogió uno de

los extintores de seguridad de la pared y golpeó con él la cabeza del ladrón. Sin embargo

la maniobra no produjo mejores resultados que los disparos de los guardias, tan solo hizo

que el negro se volviese hacia él y le prestase una mayor atención. Agarró con sus

poderosas manos la garganta de Page y lo alzó del suelo, a la vez que presionaba con

todas sus fuerzas. El escritor sintió rápidamente los efectos del enorme poder que

encerraban aquellos músculos de acero, y en apenas unos segundos se quedó sin aire en

los pulmones. Con la mirada turbia y el resto de los sentidos embotados por la asfixia,

Page sintió como iba a desfallecer sin poder hacer nada por evitarlo.

Entonces, a través de su visión empañada por la asfixia, captó un extraño movimiento

por detrás de su agresor, como si una oscura sombra se deslizase por el pasillo. Luego le

pareció escuchar el sonido de un trueno lejano, y a continuación se encontró desplomado

sobre el frío suelo, libre de la férrea presa del gigantón. Mientras jadeaba de rodillas

intentando llenar sus pulmones de oxígeno y se frotaba la tráquea dolorida, Page se dio

cuenta de que el ladrón estaba luchando contra un desconocido, alguien vestido con un

abrigo negro y un sombrero a juego.

El escritor se aclaró la vista mientras intentaba ponerse en pie, siendo testigo de cómo

su misterioso salvador se zafaba con facilidad de los ataques del coloso para a

continuación posicionarse a la suficiente distancia como para encañonarle con una pistola

de extraño diseño, cuyo metal refulgía con un brillo dorado. Luego el recién llegado

apuntó a la cabeza del ladrón y disparó, arrancándole media cara con un solo disparo.

Page observó cómo al fin el ladrón cayó al suelo inmóvil, sin dar ninguna señal de

que fuera a levantarse. Al caer el abrigo gris se abrió, dejando al descubierto el papiro

extraído de la escoba de la vitrina. El hombre de negro se agachó para recogerlo y al

acercarse a la luz, Page pudo ver que ocultaba su rostro bajo una máscara sin rasgos.

Luego se escucharon los pasos de gente que se aproximaba corriendo por los pasillos del

museo, y entonces el misterioso intruso le hizo un gesto de despedida con el sombrero a

la vez que con la otra mano arrojaba algo al suelo. Un repentino fogonazo hizo al escritor

ladear un segundo la cabeza, y cuando el humo se hubo desvanecido también lo hizo el

hombre del sombrero negro, como si nunca hubiese estado allí.

Luego Page tuvo que alzar las manos lentamente cuando vio la cantidad de armas que

comenzaron a apuntarle, mientras se preguntaba cómo diablos iba a poder explicar todo

aquello.

Envuelto en la penumbra de su guarida húmeda y polvorienta, el Nigromante lanzó

un terrible grito de dolor mientras se llevaba las manos a la cabeza en un vano intento por

mitigar la agonía. Cayó al suelo, con su enjuto cuerpo retorciéndose por violentos

espasmos que le atravesaban como lanzas afiladas, intentando arrastrarse débilmente

hacia donde se encontraba la campanilla metálica que avisaría a su fiel Zach. Aunque la

distancia que le separaba del estante era escasa, en aquellas condiciones le parecía casi

inalcanzable. Centímetro a centímetro consiguió avanzar, clavando sus largas uñas sobre

el suelo mientras algún que otro insecto trepaba por su rostro e intentaba colarse por

alguno de sus orificios. Al llegar hasta el destartalado escritorio intentó con todas sus

fuerzas incorporarse, pero entonces tuvo otro acceso de tos. Al limpiarse la boca con la

manga de su túnica vio la sangre. Había más que la última vez.

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El vínculo mantenido con su receptor se había roto de forma abrupta, sumergiéndole

en un atroz baño de dolor. Había tenido en sus manos una de las piezas que le faltaban

para lograr su objetivo, y se la habían quitado de las manos como a un niño le arrebataban

su juguete. Era cierto que aquella inesperada presencia, aquel intruso vestido con un

ridículo sombrero negro y una máscara, había resultado ser un obstáculo en su plan. Sin

embargo aquel fracaso no era más que una simple molestia, pues había otras formas de

continuar con la misión. Ahora lo más urgente era buscar un nuevo cuerpo, un nuevo

huésped al que poder imbuir de su esencia vital para poder usarlo en lugar de su frágil y

deteriorado ser.

Pero estaba tan cansado, tan terriblemente fatigado…Sus ojos luchaban por

permanecer abiertos, sus miembros temblaban por estar exhaustos, y su mente se iba

adormeciendo paulatinamente buscando el tan ansiado descanso. Sería tan fácil dejarse

llevar por aquella placentera sensación, abandonarse totalmente a la eterna oscuridad, al

reposo absoluto…

¡No! ¡No y mil veces no! Había llegado tan lejos en sus planes que no iba ahora a

dejarse vencer por nada ni nadie. Ya tendría tiempo más adelante para el descanso, lo que

debía hacer era ignorar el dolor y continuar luchando hasta el final. Si había alguien que

podía hacerlo, era él. El Nigromante.

Con un esfuerzo nacido de la poderosa voluntad del brujo, el Nigromante logró alzarse

lo suficiente como para poder alargar uno de sus pálidos y delgaduchos brazos,

haciéndose al fin con la campanilla. Tras hacerla sonar una y otra vez, comenzó a urdir

en su cerebro cuál sería su siguiente paso…

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3

El sargento Sam Woods entró en la sala de interrogatorios de la Comisaría Central de

Hollow City, clavando su afilada mirada en el tipo que estaba sentado junto a la mesa.

Dejó a un lado los papeles que llevaba con un gesto de indiferencia, prefiriendo centrarse

en el hombre. Normalmente solía enorgullecerse de su sentido de la intuición a la hora de

juzgar a un sospechoso, pero aquel caso parecía una excepción. Ni la mirada directa que

desprendían aquellos ojos negros ni la seguridad indiferente que expresaba su rostro

delataban la menor señal de sospecha. Sin embargo el olfato le decía a Woods que aquel

individuo ocultaba algo, aunque su conducta no lo evidenciara. Decidió pasar a la acción

y apretarle las tuercas un poco para ver si desembuchaba algo que le diese una pista útil

sobre aquel extraño caso que preveía iba a ser un verdadero marrón.

–Muy bien, señor Vic Page, escritor y periodista ocasional del American Chronicles.

Dígame que es lo que pasó en el Museo.

–¿Otra vez? –preguntó irritado el escritor–. Pero si ya lo he explicado cien veces,

agente.

–Es sargento Woods. Explíqueme a mí que es lo que vio, si no le importa. Y no ahorre

detalles, señor Page –el sargento clavó su mirada inquisitoria sobre el escritor.

–De acuerdo –dijo Page, soltando un bufido de exasperación–. Yo estaba en la fiesta

de inauguración del nuevo museo, vi que dos agentes de seguridad se marchaban y que

no regresaban, decidí ir a ver qué pasaba y me encontré con la sorpresa.

–¿La sorpresa? –Woods enarcó sus espesas cejas, que le hacían adquirir cierta

apariencia animal.

–Escuché un ruido de cristales rotos que provenía de una de las salas de exposición,

acudí lo más rápidamente posible y vi a los dos agentes en el suelo, heridos. Y también

había un negro enorme con muy mala pinta y peores intenciones.

–¿Iba armado?

–¿Quién, yo? –dijo Page, con una sonrisa irónica.

–¡No se haga el listo conmigo, Page! –rugió Woods con su rostro de bulldog–. Le

tengo calado, listillo. Sepa que le seguimos la pista desde que se le relacionó con el caso

del Padre Franklin19. Y también sabemos lo de su extraña desaparición, hace un año,

vinculada a cierto tiroteo en un motel barato20. Además, hace unos pocos meses también

estuvo involucrado en el caso de Cara de Cera junto a uno de nuestros agentes, Paul

O’Sullivan21. Y por si fuera poco, el Alcalde Mallory no puede ni verlo, si no lo ha

demandado por acoso es porque el año que viene hay elecciones y no quiere descentrarse.

–Vaya con el Alcalde, tendré que enviarle una postal en Navidad –dijo Page en tono

sarcástico.

El sargento Woods puso los ojos en blanco, dando un sonoro puñetazo sobre la mesa.

Su rabia quedaba denotada por la vena hinchada y temblorosa que recorría su cuello de

toro. El policía tuvo que hacer un gran esfuerzo de autocontrol para no abalanzarse sobre

Page y sacarle una confesión a golpes, como se hacía en los viejos tiempos. Pero si cedía

a sus impulsos violentos solo conseguiría que un ejército de picapleitos le pusiese una

demanda a él y a todo el cuerpo de policía, lo que daría lugar a una llamada del Alcalde

al Comisario Howard y la consiguiente patada de éste en el propio culo de Woods.

–Muy bien, Page –Woods intentó armarse de paciencia–. Entonces un tipo grande y

fuerte hiere a dos agentes, usted aparece y cuando llegan los refuerzos encuentran a dos

guardias más con las cabezas rotas. Y el tipo se convierte en fiambre, con sus jodidos

19 En HC Nº9, “El Asesinato del Padre Franklin”. 20 En HC Nº2, “El Ojo de los Dioses”. 21 En HC Nº11, “Baile de Máscaras”.

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sesos esparcidos por el maldito suelo del museo y con un gran agujero en el torso. Joder,

si parecía que le hubiesen disparado con un cañón. ¿Y me dice que usted no vio nada?

–Ya lo he dicho mil veces, sargento. Yo estaba en el suelo, medio inconsciente, y

cuando me levanté me encontré con los restos del espectáculo. ¿Quién cree que me ha

hecho estas marcas? –Page se abrió la camisa, revelando las señales moradas en su cuello

provocadas por la presa asfixiante del gigantón.

–No sea llorica, Page, al fin y al cabo está vivo, ¿no? Además, eso le pasa por meterse

en asuntos que no le concierne, lo que al parecer es un hábito constante en su rutina

habitual, ¿verdad? Un hábito que puede volverse muy peligroso…para su salud –el

sargento sonrió a Page enseñándole los dientes, remarcando la última frase con un tono

hostil.

–¿Entonces puedo irme o voy a tener que pasar la noche como invitado suyo? Le

advierto que yo ronco mucho…

–¡Lárguese, Page! –bramó Woods, a punto de perder los nervios por completo–. Pero

como le vuelva a encontrar mezclado en un asunto de la policía, yo mismo me encargaré

de meterlo en el agujero más oscuro que encuentre. ¡Fuera de aquí!

Vic Page se levantó y abrió la puerta de la sala de interrogatorios, pero antes de salir

le dijo al policía guiñándole un ojo:

–Sargento, cuándo sepan algo más del caso me informarán, ¿verdad?

Page cerró rápidamente la puerta tras de sí para evitar la airada respuesta de Woods y

el recital de obscenidades que le iba a dedicar. Tras firmar su salida y ser acompañado

por dos agentes hasta el vestíbulo del edificio, se encontró con Dora Higgins que lo había

estado esperando. La muchacha lo recibió con un beso y un abrazo, y tras acosarlo a

preguntas lo acompañó hasta el coche de ella.

Mientras Dora conducía hasta el apartamento de Vic Page en el edificio Wokston, el

escritor permaneció callado en el asiento del pasajero durante todo el trayecto. Su mente

estaba sumida en un mar de pensamientos, todos relacionados con el suceso vivido hacía

pocas horas en el museo. El gigante de acero, imbatible e inmune a las balas de los

guardias. Su expresión inhumana y aquella extraña forma de moverse le provocaban una

sensación espeluznante y a la vez repulsiva. ¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo en el

museo? Pero si todo aquel asunto era más raro que un perro verde, aún estaba la cuestión

del hombre del sombrero negro y la máscara. Si había omitido su existencia a la policía

era por una buena razón, ya que precisamente era Vic Page quien mejor lo conocía.

¿Acaso su última novela no llevaba por título «El Regreso del Doctor Misterio»? ¿Y

acaso ésta no estaba protagonizada por un tipo vestido de negro, con un sombrero oscuro

y una máscara que protegía su identidad secreta? Aunque en sus novelas era un agente

secreto que se enfrentaba a los nazis en la época de la Segunda Guerra Mundial, era

evidente que se trataba del mismo hombre. Y eso era lo que más extrañaba al escritor.

Porque Vic Page no se había inventado aquel personaje. El Doctor Misterio había sido

en realidad un justiciero de Hollow City, allá en la década de los setenta, que desapareció

repentinamente tras varios años combatiendo la delincuencia y las mafias que asolaban

las calles de la ciudad. Lo cual quería decir que actualmente debía tener unos setenta años.

Y desde luego el individuo del sombrero no parecía tener dicha edad.

Vic Page exhaló un largo suspiro mientras se masajeaba las sienes, en un intento de

hallar una explicación para aquel profundo misterio que comenzaba a inquietarle. Un

misterio que se adivinaba un auténtico desafío para su espíritu inquieto.

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4

A la mañana siguiente al suceso del Museo de Arte, George Bannister se levantó tras

pasar toda la noche sin pegar ojo. Aunque el misterioso hombre corpulento con el que se

había enfrentado no había sido un problema para él, no podía obviar su asombrosa

resistencia. Había necesitado dos disparos de su poderosa Goldam para terminar con el

titán azabache cuando el primer impacto hubiese derribado a cualquier humano normal.

Al menos se reconfortaba con el hecho de que su instinto seguía intacto, sin haberse

escurrido con el paso del tiempo. Tras los robos en River City y Capital City, había

supuesto que el siguiente paso del ladrón sería Hollow City, y el único lugar de la ciudad

similar a los asaltados era el nuevo museo.

Mientras George se vestía y se preparaba un café bien fuerte, sonrió al recordar que

sus aptitudes para el sigilo permanecían como siempre. Disfrazado de camarero le había

sido muy fácil colarse en el museo, para posteriormente ponerse el traje y el sombrero

que llevaba en una bolsa. Lo que no esperaba era encontrarse cara a cara con ese escritor

de pacotilla, Vic Page.

Mientras el café humeaba y expandía su aroma sobre el salón, George se acercó a una

estantería repleta de libros y buscó uno en concreto. Al leer el título, «El Doctor Misterio

contra el Profesor Siniestro», no pudo evitar poner una expresión de contrariedad. Lo

había comprado unos años atrás atraído por el título, y tras haberlo terminado le pareció

una novela horrible destinada únicamente a un público sin demasiadas exigencias

literarias. Pero lo que más le sorprendió fue el parecido casi idéntico del protagonista con

su propio alter ego. Si el verdadero Doctor Misterio había desaparecido años antes de

existir Internet, y nunca había sido un personaje público, ¿de dónde diablos ese juntaletras

había sacado la información?

Mientras cavilaba sobre todo aquello sus dedos pasaron las páginas del libro hasta el

final, donde aparecía una imagen del escritor. No había duda, el hombre del museo y el

escritor eran la misma persona. Puede que no fuese un gran escritor, pero no podía negar

que tenía arrestos si se había enfrentado solo y desarmado contra el negro musculoso.

Al pensar en el asaltante del museo, George sacó el papiro arrugado que le había

arrebatado al ladrón y volvió a examinarlo. Evidentemente se trataba de una hoja de papel

muy antigua, con palabras y extraños símbolos que no podía descifrar. Uno de los bordes

laterales parecía desgajado mientras que el contrario estaba indemne, lo que indicaba que

se trataba de la página de un libro. Así que el ladrón posiblemente buscaba las páginas de

un libro antiguo, escrito en un dialecto arcano, lo cual apestaba a hechicería maligna.

Y en Hollow City había una persona versada en dichas artes que tal vez pudiera

orientarle en ese misterio, una mujer tan vieja que nadie sabía su edad pero tan

reverenciada como una diosa. Una mujer tan amada como temida que vivía recluida en

una anticuada casa en lo más remoto del ignominioso barrio de Hollow City denominado

La Cloaca.

La poderosa hechicera conocida como Mama Nazinga.

En el bar de Joe Rocco, situado cerca de la Comisaría Central de Hollow City, Vic

Page conversaba con un individuo bajo y delgado cuyo rostro de ojos ligeramente saltones

quedaba afeado bajo un montón de surcos. El individuo, que vestía el uniforme de la

Policía Local, se acariciaba pensativo el fino bigote ubicado entre su boca retorcida y su

nariz aguileña. Se trataba de Mike Sutton, más conocido como Mike el Arrugas, un poli

fácilmente sobornable capaz de conseguir cualquier información.

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–Mira, Mike, cuando hace unos años me vendiste el expediente policial de ese tal

Doctor Misterio me dijiste que aquel tipo estaba fuera de circulación. ¡Y anoche me lo

encontré cara a cara en el maldito museo! ¿Cómo es eso posible? –dijo Page al agente

con tono de cierto reproche.

–Habla más bajo, ¿quieres? –Mike el Arrugas se acercó al rostro del escritor en actitud

confidencial, vigilando que no hubiese nadie cercano que pudiese escuchar la

conversación–. Yo te pasé todo lo que la policía tenía de él. Un tipo con un sombrero

negro, embozado en un abrigo y que se dedicaba a repartir justicia con un cañón de oro.

Estuvo un tiempo en activo pero nadie consiguió saber quién era en realidad, hasta que

un buen día simplemente…se evaporó. Desapareció, así sin más.

–Pues acaba de reaparecer, y como alguien le vea no tardarán en ver que existe una

relación entre ese tipo y las novelas que escribo. ¿Qué pasará cuando alguien me pregunte

de donde saqué la información para escribirlas?

–¿Y yo qué culpa tengo? Tú eras un muerto de hambre que necesitaba ideas para un

libro, y gracias a mí saliste de la miseria. Así que no te hagas el listo conmigo, Page, que

nos conocemos desde hace tiempo. Ya sabías donde te metías cuando aceptaste pagarme

por la información.

–Me dijiste que no habría problemas, que ese fulano dejó de actuar en la década de

los setenta y que ya nadie se acordaría de él. Si me meto en un lío por este asunto será por

tu culpa, así que me debes una –Page señaló con el dedo índice al Arrugas visiblemente

molesto.

Mike bebió un trago de su cerveza, a pesar de estar de servicio, y pensó que era mejor

no enfadarse con el escritor, no fuese a chivarse de que él pasaba información confidencial

a otros a cambio de dinero. Lo mejor sería darle cancha para que así lo dejase en paz y

saldar el asunto.

–Está bien, dime que quieres y veré si puedo ayudarte –dijo el policía emitiendo un

suspiro.

Vic Page sonrió para sus adentros sabiendo que por fin tenía en sus manos al agente.

Era el único que podía darle la información que necesitaba, y por eso había tratado de

presionarle con el tema del Doctor Misterio.

–Vale, quiero que me consigas una copia de la autopsia del fiambre del museo –dijo

mirando a los ojos a su interlocutor.

–¿Y qué más? ¿Quieres también el expediente de la muerte de Kennedy? –dijo

irónicamente el Arrugas–. Tú lo que quieres es que me expulsen del cuerpo.

–No exageres, Mike. Los dos sabemos que para ti es fácil conseguirlo. Dame una

copia y además de dejarte tranquilo por una temporada te daré algo de pasta, seguro que

la necesitas.

Al oír la mención del dinero el agente corrupto puso los ojos como platos,

relamiéndose los labios en un gesto de avaricia. Tras darle un par de sorbos a su cerveza

meditando en silencio la oferta del escritor, al final tomo una decisión.

–De acuerdo, trato hecho.

Pocas horas después de haber tenido lugar la reunión con Mike el Arrugas, Vic Page

ya tenía en su poder un dossier con la autopsia completa del cadáver del ladrón del museo.

Sentado en un cómodo sofá en su apartamento del edificio Wokston y acompañado de

una cerveza bien fría, Page abrió el dossier y comenzó a pasar las páginas. No le gustaba

demasiado recurrir al agente más corrupto de Hollow City cada vez que necesitaba

información de tipo confidencial, pero no tenía más remedio si quería hallar alguna pista

sobre el caso.

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Lo primero que llamó la atención del escritor fueron las fotografías del hombre negro.

Con la escasa luz que había en el momento de su encuentro con él en el museo, además

de la rapidez con la que se habían desarrollado los acontecimientos, Page no había podido

ver al ladrón con claridad. Y ahora que sí podía hacerlo lo que veía en las fotos resultaba

curioso y espantoso a la vez, pues mostraban una palidez en la piel del cadáver

acompañada de ciertas manchas amoratadas. También habían algunos bultos de diversos

tamaños repartidos por todo el cuerpo, configurándole un aspecto verdaderamente

siniestro. Sin embargo lo que atrajo toda su atención fueron los símbolos grabados en

color blanco sobre el pecho desnudo del cadáver, pequeños dibujos similares a los

jeroglíficos arcanos que había visto anteriormente en libros antiguos cuando se

documentaba para escribir una de sus novelas. Según la autopsia, los símbolos habían

sido escritos con tiza blanca poco tiempo antes del intento de robo en el museo.

Page continuó leyendo el informe de la autopsia, alucinando con la información que

se desprendía de los datos técnicos. Según las conclusiones del médico forense, ese

hombre había muerto al menos veinticuatro horas antes del ataque al museo, si no antes.

La causa probable de la muerte era una herida en la cabeza producida por un objeto

contundente. Lo que no explicaba el forense era como diantres aquel cuerpo deteriorado

había vencido a la muerte y había entrado en el museo.

Page cerró el dossier y cerró los ojos intentando sacar algo en claro de todo aquel

sinsentido. Ahora se daba cuenta de porqué aquel hombre se movía de aquella forma tan

extraña, como aletargada, y la causa de su poderosa fuerza y su evidente resistencia a las

balas.

Aquel maldito gigante era un zombi.

Vic Page cogió la fotografía donde se apreciaban los símbolos mágicos y se la guardó

en el bolsillo de su abrigo. Luego cogió su revólver Smith & Wesson por si acaso y salió

de su apartamento, dispuesto a realizar una visita al peligroso barrio de la Cloaca.

A la casa de la hechicera Mamá Nazinga.

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5

Era noche cerrada cuando el escritor y aventurero Vic Page llegó a la casa de Mamá

Nazinga, un antiguo caserón de tres plantas de aspecto siniestro tan destartalado que

parecía a punto de venirse abajo en cualquier momento. De un estilo victoriano que

actualmente estaba en desuso, aquella casa era una antigua reliquia que pertenecía a un

pasado remoto cuya visión evocaba la época de la fundación de la ciudad, la vieja Hollow

City. Situada en lo más profundo del laberinto de callejuelas estrechas que conformaban

la Cloaca, el barrio negro de la ciudad, aquella desvencijada mansión era tan temida y

respetada como su dueña, la legendaria reina del vudú Mamá Nazinga.

Haciendo acopio de valor Vic Page se acercó a la puerta de madera de la entrada

principal, viendo que no había ningún timbre ni pulsador electrónico. Sus funciones las

realizaba una aldaba llena de herrumbre con la efigie de una calavera con sombrero de

copa22. El escritor sintió un pequeño escalofrío cuando tiró de la herramienta para llamar

a la puerta, primero de forma suave y después algo más fuerte. Unos pesados pasos que

se arrastraban al otro lado de la entrada le hicieron ver que al menos había alguien en

aquella solitaria casa, aunque cuando la puerta se abrió Page tuvo que retroceder un paso

ante la visión que se le apareció.

En el umbral de la casa se hallaba plantado un negro enorme con la cabeza rapada y

un collar en su grueso cuello lleno de extraños abalorios de santería. Aunque en un primer

instante aquella rocosa figura le pareció el mismo hombre del museo, Page observó que

al menos aquel hombre estaba vivo, a pesar de su mirada perdida y su expresión

bobalicona.

–¿Uh? –dijo el enorme calvo con la boca abierta y una mirada apagada en sus

pequeños ojos.

–Soy Vic Page, escritor –se presentó Page–. Preguntaba por la señora de la casa,

la venerable Mamá Nazinga.

Nada más escuchar aquel nombre el gigantón cerró la puerta ante las narices del

periodista, dejándole plantado como si fuese un vulgar mendigo pidiendo limosna.

Completamente indignado, Vic Page volvió a llamar a la puerta con gran insistencia, y al

ver que nadie le hacía caso comenzó a lanzar sonoros puntapiés que pronto dejaron

marcas en la madera.

–¡Abre de una vez, maldita sea! –gritó Page–. Pienso estar así toda la noche hasta

que me dejes entrar.

El escritor continuó su ataque a la puerta, hasta que le alertó un ruido en la casa por

encima suyo. Solamente su rapidez de reflejos evitó que sucumbiese a un torrente acuoso

y pestilente que se derramó por el suelo justo donde un instante antes había estado

plantado. Al mirar hacia arriba Page contempló el ancho rostro simiesco del negro, el cual

esbozaba una sonrisa a la vez que retiraba al interior un gran cubo ahora vacío.

–Me las pagarás, no sabes con quien estás tratando –dijo el escritor con la paciencia

agotada.

Page rodeó la casa de Mamá Nazinga buscando una forma alternativa de entrar en la

casa, pues nada ni nadie evitaría que entrevistase a la vieja hechicera. Entonces se fijó en

un oxidado canal de desagüe que se deslizaba junto a una de las fachadas laterales, y

decidió trepar por el conducto para intentar colarse por una ventana cercana. Gracias a su

buen estado de forma y a las juntas de apoyo del conducto pudo al fin llegar hasta la

ventana, no sin antes haber estado a punto de resbalar un par de veces. Sujetándose con

la mano izquierda al canalón y con la derecha al marco de la ventana, Page lanzó un fuerte

22 Símbolo que representa al loa (espíritu de la religión vudú) Barón Samedi, ligado a la resurrección de

los muertos.

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patadón a la ventana que la abrió de par en par, para a continuación deslizarse al interior

de una habitación oscura.

Tras sacar la pequeña linterna de bolsillo que siempre llevaba consigo, el escritor vio

que se encontraba en un cuarto desordenado y maloliente, seguramente el dormitorio del

negro bobalicón. Abrió la puerta y se encontró con un pasillo largo y estrecho con varias

puertas a cada lado y que terminaba en unas escaleras que conducían a la planta baja.

Page se movió silenciosamente intentando que sus zapatos no hiciesen crujir el viejo piso

de madera, escuchando detrás de cada puerta en busca del dormitorio de la hechicera. Al

otro lado de una de ellas pudo oír la voz de una mujer que parecía estar cantando algo, y

a pesar de que no podía discernir con claridad las palabras si pudo apreciar que debía de

tratarse de una persona joven. Al parecer en aquella casa había más gente de la que uno

podía esperar por su aspecto.

Entonces un crujido que provenía de las escaleras alertó al escritor, el cual

rápidamente apagó su linterna y se agachó en un rincón respirando agitadamente. Desde

su posición vio como el gran ogro asomaba su cabeza rapada y escrutaba el pasillo

ayudándose de la luz proyectada por una lámpara de gas. Mientras contenía el aliento

Page notó como su corazón se desbocaba en el pecho, pues si el guardián le descubría

entonces la cosa muy probablemente terminaría en pelea, y no las tenía todas consigo

para vencer a aquel fortachón. Sin embargo respiró aliviado al ver que la luz se desvanecía

y los pasos indicaban que el negro volvía sobre sus pasos, al parecer sin haberse percatado

de su presencia.

Sintiéndose afortunado, Page esperó un poco y salió de su escondite para averiguar de

una vez donde se hallaba la dueña de la casa, pero su sorpresa fue mayúscula cuando

desde la oscuridad surgió la enorme figura del guardián abalanzándose sobre él para

atraparlo. ¡El muy astuto había estado esperando a que saliese a la vista para cogerle!

Page esquivó la acometida de aquella bestia, decidiendo que lo mejor sería huir por las

escaleras a la planta baja y salir de la casa. Ya habría tiempo para buscar respuestas en

otro lugar.

Sin embargo su rival no se conformaba con hacerle salir corriendo, sino que lo

persiguió escaleras abajo hasta el salón principal, donde le hizo un placaje al periodista

digno de un partido de la Superbowl. Page respondió con un codazo hacia atrás que

alcanzó al gigantón en su amplia mandíbula, liberándose así de su abrazo. Tras

incorporarse vio que el guardián se había interpuesto entre él y la puerta de salida, y en

sus ojos podía adivinar que no iba a dejarle salir tranquilamente.

Ambos se lanzaron uno contra el otro en un enfrentamiento desigual, pues la fuerza

del negro era superior a la del escritor. Pero éste a su vez era más rápido y ágil, por lo que

pudo evitar durante un buen rato el aluvión de poderosos golpes que con que el bruto le

obsequiaba. El combate hizo que todo lo que había en aquel pequeño salón quedase fuera

de su sitio original, pues todo objeto que podía utilizarse como arma contundente u

arrojadiza iba siendo empleado por uno u otro de los luchadores en una interminable

sucesión de ataques. Sillas volando por los aires, estatuillas rotas al impactar contra las

paredes, libros deslomados que perdían sus páginas entre golpe y golpe… Hasta una

cortina fue arrancada de su lugar cuando Vic Page la usó para envolver la cabeza de su

contrincante, en un intento de cegarle para así poder escapar hacia la salida. Pero el

guardián demostró ser implacable, y justo cuando el escritor estaba a punto de asir el

pomo de la puerta, se encontró de bruces en el suelo cuando el gigantón estiró hacia atrás

la alfombra que pisaban sus pies.

Lanzando una risotada el guardián agarró por el pescuezo al escritor, levantándolo

en el aire para a continuación lanzarlo contra una mesa cercana. Page sintió un gran dolor

por todo su cuerpo al recibir el impacto, notando como de su boca salía una mezcla de

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saliva y sangre. A través de su visión borrosa vio cómo su oponente se acercaba dispuesto

a terminar definitivamente con la pelea.

Y de repente aquel goliath negro simplemente cayó desplomado sobre el suelo.

Vic Page se incorporó con la sensación de que todos sus huesos estaban molidos, y al

aclararse la vista se dio cuenta de lo que había pasado. Allí de pie, surgido de la nada,

había una figura oscura que sujetaba en una mano una gran sartén con la que había

noqueado al guardián. Y en su otra mano brillaba una gran pistola de metal dorado.

Era el Doctor Misterio.

Instantes después Vic Page y el Doctor Misterio estaban sentados alrededor de una

mesa en una pequeña habitación del piso superior de la casa. Detrás de ellos se hallaba el

gigantón, de nombre Chuck, que continuaba frotándose su calva dolorida mientras les

lanzaba miradas poco amistosas. A un lado estaba una joven y bella mulata llamada

Amanda, la ayudante de Mamá Nazinga, ocupada en encender un gran número de velas

que pronto alejaron las tinieblas que llenaban la habitación. Page observó la cantidad de

objetos y reliquias que poblaban la habitación, otorgándole la extraña sensación de

hallarse en una de aquellas cabañas religiosas de las regiones más remotas de la exótica

África.

Frente a ellos estaba Mamá Nazinga, más vieja aún de lo que Page había imaginado.

La anciana vestía un tradicional tarbuk (túnica amplia repleta de bordados de color) en

cuya parte superior dejaba ver un colgante de tallas de marfil con un medallón plateado

cubierto de runas mágicas. La hechicera miraba con sus grandes y negros ojos a Page,

clavándolos con tanta fuerza que el escritor creyó sentir como intentaban escrutar en lo

más profundo de su alma. A pesar de la fragilidad física de su figura menuda y decrépita,

aquella mujer desprendía un aura majestuosa que mezclaba poder y bondad.

–Amanda, Chuck, podéis dejarnos solos, gracias –dijo la venerable mujer a sus

subordinados, los cuales desaparecieron tras cerrar la puerta.

Durante unos minutos en la habitación reinó un tenso e incómodo silencio, que al final

decidió romper Vic Page.

–Lamento lo que ha pasado, señora, no era mi intención causar problemas. Le pido

disculpas…–Page se sintió un poco tonto al no encontrar las palabras adecuadas.

–Tranquilo, señor Page, deduzco el motivo por el que ha entrado en mi casa sin ser

invitado. Ha venido a preguntarme por el hombre que ha visto la muerte dos veces, ¿no

es así? –la hechicera le dedicó una sonrisa amigable al escritor.

Page quedó desconcertado. ¡Aquella mujer no solo sabía su nombre, sino también el

motivo de su visita!

–Y deduzco también que su silencioso amigo del sombrero y la máscara también ha

venido por el mismo motivo. Muy bien, díganme cómo puede ayudarles esta anciana –

dijo Mamá Nazinga reclinándose en su chirriante mecedora.

–El hombre que fue abatido en el museo la otra noche ya estaba muerto mucho antes

de poner los pies allí. ¿Cómo diantres es eso posible? –preguntó el escritor.

–Muchas y variadas son las formas con las que los demonios y sus seguidores usan

sus poderes para sus diabólicos fines. Yo he visto algunas de esas manifestaciones

perversas, como mujeres poseídas capaces de desgarrar su propio vientre para arrancarse

de las entrañas su hijo nonato, hombres que se transforman en bestias horribles para matar

a su propia familia buscando saciar su sed de sangre, o ancianos que recuperan su

juventud perdida arrancando el corazón de jóvenes vírgenes para darlos en ofrenda al

diablo. Créame cuando le digo que un hombre muerto puede volver a la vida si detrás está

la magia oscura.

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–¿Magia oscura?

–La Nigromancia. El arte de revivir a los muertos, entre otras cosas –la anciana cerró

los ojos en señal de cansancio.

–¿Quiere decir que hay una especie de mago que se dedica a resucitar por ahí a la

gente? ¿Sabe quién puede ser? –inquirió Page, no muy convencido.

–No lo sé, aunque sí puedo decirle una cosa. Tener a un Nigromante como enemigo

es una mala idea, puede ser perjudicial para su salud…y para la de sus amigos.

Los pensamientos de Page viajaron rápidamente hacia su novia, Dora Higgins. No

quería ponerla en peligro por culpa de una de sus locas aventuras, pero quería llegar al

fondo de aquel espinoso asunto, hubiese o no un Nigromante por medio. Si había en el

escritor alguna cualidad destacable, sin duda era su tenacidad unida a su curiosidad innata.

Era como un perro con un hueso, una vez que lo mordía ya no lo soltaba.

Page sacó la foto que le había proporcionado Mike el Arrugas, la que mostraba el

cadáver del ladrón del museo con los símbolos místicos en el pecho, y se la enseñó a

Mamá Nazinga. Al ver la imagen la expresión de la hechicera cambió.

–¿Qué ocurre? –preguntó Page.

–No es solo Nigromancia. Es algo más. Más profundo y aterrador. Hágame caso, señor

Page, y deje este asunto mientras está a tiempo. Puede que luego sea demasiado tarde.

La anciana suspiró y volvió a cerrar los ojos, ladeando la cabeza con expresión

relajada. Parecía dormida, sumida en un profundo trance del que de momento no iba a

despertar. Vic page se levantó para irse cuando el Doctor Misterio, que había permanecido

silencioso pero atento a toda la conversación, sacó el pergamino que le había quitado al

ladrón del museo y que había sido el objeto del robo. Con sus manos enguantadas el

enmascarado lo depositó encima de la mesa.

–Tal vez quiera ver esto –dijo el justiciero.

Mamá Nazinga salió de su trance momentáneamente, y dirigió una mirada de

curiosidad hacia el papiro. Evidenciando una lentitud de movimientos propia de su edad

la anciana lo cogió entre sus arrugados dedos y lo examinó. Cerró los ojos y se concentró,

sumergiéndose en un mundo mágico invisible para los demás. De repente abrió los

párpados, mostrando dos globos blancos, y su cuerpo entero comenzó a sufrir espasmos

tan violentos que amenazaban con derribar a la mujer de su asiento. Vic Page hizo ademán

de ayudarla, pero el Doctor Misterio se lo impidió con un gesto. La hechicera abrió la

boca y con una extraña voz que parecía provenir del inframundo soltó las siguientes

palabras:

–El Libro de los Muertos ha sido desenterrado. Sus pedazos arrancados han vuelto a

unirse por unas manos manchadas de sangre. Aquel que descifre sus secretos se hará con

el control absoluto de la Vida y de la Muerte, su poder será tan grande que no podrá ser

destruido jamás. El infierno se abrirá paso en nuestro mundo, y los muertos volverán a la

vida para caminar a sus anchas…

A continuación Mamá Nazinga cerró los ojos y permaneció en silencio, su cuerpo

inmóvil sobre la mecedora. Solo un ligero movimiento en el pecho demostraba que estaba

viva tras el trance místico. El Doctor Misterio recogió el trozo de papiro y se lo guardó,

haciendo una señal a Vic Page para levantarse y abandonar la destartalada mansión de la

venerable hechicera.

Envueltos en las sombras de un callejón del barrio de la Cloaca, Vic Page y el Doctor

Misterio se miraron fijamente entre sí. El único testigo de aquella reunión era un pequeño

gato callejero que ronroneaba en busca de un festín entre restos de basura. El viento era

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fresco, como correspondía al inicio del otoño, y su soplo hacía ondear los bajos del abrigo

oscuro del Doctor Misterio.

–Así que tú eres el que ha escrito sobre mí en esos libros, ¿eh? –dijo el justiciero.

–Yo solo coloqué el personaje en otra época, pero dudo mucho que tú seas el

verdadero Doctor Misterio. Ni tu voz ni tus movimientos son los de un anciano. ¿Quién

eres en realidad? Quítate la máscara y déjame ver tu rostro.

–Tranquilo chico. Me da igual lo que creas, solo estoy aquí para averiguar lo que

ocurre con todo este asunto. Será mejor que me dejes esto a mí y te vayas a casa.

–Ni hablar. He llegado hasta aquí y seguiré hasta el final –contestó el escritor.

–De acuerdo, como quieras. Repasemos lo que sabemos. Ha habido varios robos,

todos relacionados con objetos de la época medieval. El objetivo parece que es hacerse

con las páginas de un grimorio.

–¿Un grimorio? –preguntó el escritor–. ¿Te refieres a un libro de magia?

–Exacto, el Libro de los Muertos que mencionó Mamá Nazinga. Alguien quiere

tenerlo todo el libro para poder usarlo, alguien que emplea cadáveres andantes para hacer

el trabajo.

–El Nigromante. ¿Pero cómo hacemos para encontrarle? –inquirió Page.

Antes de que el enmascarado respondiese el gato callejero lanzó un bufido y salió

disparado, corriendo alocadamente con todo su vello erizado. Dándose cuenta de que algo

había asustado al animal, el Doctor Misterio se volvió hacia la oscuridad a su espalda

desenfundando su pistola, pero algo se le echó encima antes de poder disparar. Vic Page

fue a ayudarle pero algo le golpeó en un costado, derribándolo. Cuando el escritor pudo

levantarse, vio mejor las formas de su asaltante, un ser deforme y jorobado que sostenía

una pala.

El Doctor Misterio encogió sus piernas sobre el abdomen y luego las proyectó para

empujar hacia atrás a su atacante, y con una ágil pirueta se puso en pie para encararlo.

Entonces vio el pelo engominado y la cazadora negra sobre aquel cuerpo putrefacto al

que le faltaban un ojo y varios dientes, y enseguida lo reconoció como el pandillero al

que había golpeado en el callejón cercano a su casa. Lo había matado a golpes pero a

pesar de ello estaba ahí en pie, justo delante suyo. Para sorpresa del justiciero, aquel ser

descarnado de piel grisácea le apuntó con un dedo y abrió la boca, pronunciando las

siguientes palabras con una voz cavernosa y horrible:

–Dame el papiro o morirás.

–¿Quién eres? –preguntó el héroe.

–Dame el pergamino o conocerás el horror –volvió a solicitar la diabólica criatura con

su horripilante voz.

El Doctor Misterio respondió a la amenaza rodando sobre el suelo para alcanzar su

pistola, empleándola para disparar hacia el zombi engominado. Sin embargo la rapidez

de éste hizo que el proyectil le alcanzase en el hombro izquierdo, arrancándole de cuajo

todo el brazo. El cadáver andante no hizo señal alguna de que le importase la pérdida, y

su siguiente reacción fue abalanzarse con movimientos grotescos sobre el enmascarado.

El Doctor Misterio tuvo tiempo de realizar dos disparos más, los cuales sirvieron para

descuartizar más aún al zombi pero no para evitar que con su garra derecha le desarmara

con un potente manotazo, para a continuación enzarzarse en combate cuerpo a cuerpo.

Por su parte, Vic Page desenfundó su revólver para intentar disuadir al jorobado

vestido con una túnica marrón que lo contemplaba con furia asesina Sin embargo su

disparo fue desviado a causa de un golpe de la pala de su oponente, el cual le hizo soltar

el arma. A pesar de su cuerpo grotesco, aquel ser demostró una fuerza y una habilidad

inigualable con la herramienta, que esgrimía como lo haría un espadachín con su florete.

Uno de los golpes consiguió lanzar a Page contra la pared del callejón. El escritor volvió

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a sentir el dolor de las heridas sufridas en el ataque al museo, pero esta vez multiplicado.

Había perdido su arma, y el jorobado se aprovechó de ello golpeándole a placer una y

otra vez con su enorme fuerza, haciendo sangrar al escritor por boca y nariz.

En el otro duelo del callejón, el Doctor Misterio luchaba a brazo partido con el cadáver

de la cazadora negra. Era la segunda vez que peleaba contra él en apenas un par de días,

con la diferencia de que ahora estaba muerto. A pesar de contar con un solo brazo aquel

ser contaba con una fuerza prodigiosa, agarrando la garganta del justiciero y apretando

para intentar estrangularlo. Haciendo caso omiso de la pérdida de aire, el enmascarado

comenzó a retorcer sus miembros bajo el peso del cuerpo de su enemigo intentando

mantener una posición ventajosa. Mientras realizaba aquella maniobra se dio cuenta de

que el zombi estaba moviendo la cabeza sobre su costado derecho, bajo el abrigo, pero

concentró todos sus pensamientos en intentar escapar de aquella presa mortal. Se oyó un

chasquido y el zombi engominado rodó por el suelo lejos del Doctor Misterio con su

único brazo partido en dos, al haber tenido éxito el justiciero con su técnica de

apalancamiento.

Pero el enmascarado se dio cuenta demasiado tarde de lo que había hecho aquel ser

diabólico, puesto que entre sus amarillentos dientes asomaba el papiro mágico. ¡El

malvado zombi le había robado la página del bolsillo!

El Doctor Misterio buscó con la mirada su pistola y al percibir los destellos dorados

se apresuró a hacerse con ella. Sin embargo por el rabillo del ojo se percató de que el otro

atacante iba a rematar a Vic page, y decidió en el último segundo cambiar de objetivo.

Una vez más el estruendo de su Goldam vibró en el aire, y aunque no acertó a su objetivo

al menos valió para hacerle huir y así dejar en paz al escritor malherido. Había perdido el

pergamino, pero al menos le había salvado la vida a Page.

El enmascarado se acercó al escritor y tras un rápido examen vio como sus peores

temores se confirmaban. Page se hallaba herido de gravedad, y la única solución era

llevarlo enseguida a un hospital. Los golpes del jorobado le habían provocado lesiones

internas de difícil curación. Recogió el cuerpo inmóvil del escritor para llevarlo

rápidamente a su coche, estacionado justo al fondo del callejón, cuando de repente decidió

cambiar de opinión para encaminarse de vuelta a casa de Mamá Nazinga.

Esta vez el acceso a la casa no les fue denegado y enseguida Amanda y Chuck se

ocuparon del escritor. Una vez el herido fue despojado de sus ropas y sus heridas lavadas,

Mamá Nazinga entró en la habitación y examinó a Page. Tras permanecer un rato en

silencio con sus manos rugosas posadas en el pecho y en la cabeza del herido, la anciana

hechicera suspiró y miró con cara de angustia al Doctor Misterio.

–Lo siento, pero su amigo está demasiado malherido. Vivirá, pero con graves

secuelas.

–Pero debe haber algo que usted pueda hacer, la gente dice que puede hacer milagros

con su poder –espetó el enmascarado.

–La gente dice muchas cosas. Sin embargo, es cierto que hay una pequeña posibilidad.

Hay un remedio que puede curarle, aunque lo cambiará para siempre. Es algo tan oscuro

y siniestro que quizá él mismo preferiría quedarse enfermo antes que aferrarse a dicha

cura.

–Haga lo que tenga que hacer, pero cúrelo. Acepto toda la responsabilidad –dijo con

cierto pesar el Doctor Misterio.

Mamá Nazinga asintió con la cabeza e indicó a sus dos ayudantes que hiciesen los

preparativos, mientras con un gesto hizo salir de la habitación al justiciero. El Doctor

Misterio abandonó la casa y fue a la suya propia para descansar, pensando en si habría

tomado la decisión correcta. Ahora lo único que podía hacer era esperar.

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Vic Page se sintió flotando en un espacio extraño, sin suelo ni paredes ni techo de

ningún tipo, como si estuviese en el espacio pero sin estrellas brillantes. Vio una luz

brillante a lo lejos, de la cual emanaba un sonido armonioso parecido a una canción de

cuna. El cántico lo llamaba hacia la luz, y él decidió dejarse llevar. Pero entonces sintió

que algo le agarraba y lo sujetaba con fuerza, alejándole de la luz y devolviéndolo a la

oscuridad. Entonces escuchó el sonido de una vieja canción tribal, cuyas palabras

hablaban de los espíritus antiguos y de los dioses olvidados, de fuerzas incomprensibles

que ya eran viejas cuando el hombre aún era joven. Y Page vio pasar ante él imágenes de

guerreros de otra época dándose muerte entre sí, de chamanes enarbolando cayados

rúnicos mientras susurraban antiguos hechizos prohibidos, y de gigantescos tótems de

madera oscura cuya superficie aparecía salpicada de centenares de símbolos rúnicos de

gran poder. De repente una de esas gargantuescas efigies retorció su cabeza para enfocar

su refulgente mirada sobre él, extendiendo una mano con forma de garra para herirle en

la piel. A medida que el dolor crecía en su interior, Vic Page comenzó a gritar, sin dejar

de hacerlo ni cuando el oscuro cántico tribal terminó de hacerse oír…

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6

Dos días después el escritor Vic Page abrió los ojos, encontrándose en una habitación

desconocida. Se sintió distinto, y no solo por el dolor de cabeza y las náuseas que le

invadían. Sintió una extraña sensación tanto en el pecho como en los brazos, como una

especie de calambre. Con cierto esfuerzo se quitó de encima la sábana que lo cubría, y

fue entonces cuando sin querer dio un grito de sorpresa.

¡Sus brazos y su torso estaban cubiertos por unos extraños tatuajes!

–¿Pero que diablos me habéis hecho? –dijo el escritor, examinando incrédulo los

siniestros símbolos que habían sido grabados sobre la superficie de su piel.

Entonces la puerta de la habitación se abrió y entró Mamá Nazinga ayudada por la

joven Amanda. Sonrió a Page aunque éste no se sintió aliviado en absoluto, pues una

mezcla de asombro y furia se estaba gestando en él.

–Lo siento, señor Page, pero era la única solución, de lo contrario las heridas que

sufrió hace dos noches lo hubiesen matado o tal vez algo peor –dijo la anciana.

–¿Sabe lo que es esto? ¡Pues yo sí, son los malditos tatuajes de los Valaki23! Aún

recuerdo cuando aquellos malditos me secuestraron. ¿Así que ahora soy uno de esos

demonios? –la furia inicial del escritor dio paso a un estado de abatimiento.

–Es cierto que el Poder Oscuro recorre ahora por sus venas, pero eso no significa que

tenga que sucumbir a su influencia. Debe ser fuerte y conservar siempre su instinto, nunca

debe dejarse llevar por la sensación placentera de ser más poderoso. Le aconsejo que no

utilice dicha energía a no ser que sea absolutamente necesario. Ahora es usted un hombre

con su esencia partida en dos, y sólo usted mismo puede realizar la elección del sendero

que recorrerá a partir de ahora. Elija con cuidado, porque de ello dependerá el destino de

su alma.

La hechicera se fue de la habitación junto a su ayudante, dejando a un solitario Vic

Page sumido en completa perplejidad. Tras examinar los tatuajes de su cuerpo intentando

aceptarlos un pensamiento resaltó en su cerebro.

Estaba prácticamente recuperado de todas sus heridas, y en tan solo dos días.

En su apartamento del edificio Wokston, Vic Page no paraba de pasearse inquieto de

un lado a otro. Había telefoneado a Dora Higgins para explicarle que había sufrido un

accidente pero que se encontraba bien. Dora le hizo un par de reproches por haberla tenido

en vilo durante dos días, pero le dijo que lo perdonaría si la llevaba a cenar. Tras una

rápida despedida había colgado, y ahora el escritor pensaba como iba a explicarle a su

novia que tenía aquellos tatuajes.

Pero además tenía otros problemas, como resolver el caso del Nigromante. ¿Tendría

ya todo el grimorio completado, o le faltarían más partes? Luego su mente voló hacia los

recuerdos de la pelea en el callejón. Un jorobado deforme y un zombi. La verdad es que

no era exactamente un cadáver animado, sino más bien…poseído. Como si no fuese un

simple cadáver resucitado, sino más bien un recipiente donde el Nigromante podía imbuir

su consciencia para animarlo. Como en el caso del ladrón del museo. Pero entonces, ¿de

dónde sacaba a aquellos recipientes?

Del cementerio, por supuesto.

Page encendió su ordenador y buscó en la red un plano de Hollow City, para a

continuación ver una relación de los cementerios de la ciudad. Sin embargo una duda le

inquietaba, y era el hecho de que nadie hubiese dicho nada sobre la desaparición de los

23 Los Valaki son seres que usan la Energía Oscura a través de unos tatuajes místicos, y secuestraron a

Vic Page en HC Nº2 “El Ojo de los Dioses”.

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cadáveres de sus tumbas. Era un suceso que de seguro hubiese salido en prensa, y no

había sido así. ¿Por qué?

El escritor decidió investigar personalmente cada uno de los cementerios para tratar

de hallar una pista, pero el resultado fue decepcionante. Aunque en todos los camposantos

siempre había alguien dispuesto a soltar la lengua a cambio de un donativo, ya fuese un

funcionario, un guardia o un sepulturero, no encontró indicio alguno de actividad fuera

de lo normal. Ningún cadáver sustraído de su tumba, ningún cuerpo robado del tanatorio

antes del funeral, ni siquiera rumores sobre fantasmas o muertos andantes.

Nada de nada. Y encima los medios de comunicación sólo se hacían eco de una

extraña noticia, la inexplicable desaparición del joven sobrino del alcalde, Martin Adams.

Todo el mundo lo buscaba, y la última vez que se le había visto fue tras una fiesta en la

que seguramente habría cogido una fuerte cogorza. De seguro que se habría ido de

fulanas, el muy palurdo, y le habrían robado hasta los calzoncillos.

Al llegar la noche, Vic Page estaba agotado y crispado. Su investigación se daba de

bruces contra el sólido muro de lo irrefutable: los zombis no provenían de ninguno de los

cementerios. Había perdido el tiempo, lo cual le ponía de mal humor. Apretando los

puños, el escritor golpeó con ira y casi sin darse cuenta el capó de su coche, provocando

la aparición en la carrocería de una gran abolladura. Sorprendido por el resultado de su

acción, Page se miró el puño al darse cuenta de que no le dolía en absoluto, percibiendo

que su mano derecha se hallaba ahora surcada por una capa de venas gruesas e hinchadas

de un color oscuro.

Los tatuajes habían hecho efecto subconscientemente.

Con una mezcla de asco y espanto, Page se subió la manga de su chaqueta y vio como

todo su brazo era una masa sarmentada y negruzca. Comenzó a agitar la extremidad en el

aire con movimientos rápidos, como si pudiera sacudirse los efectos de la magia valaki al

igual que se sacude uno el polvo de la camisa. Al ver que no se producía ningún cambio,

Page entró en el coche e intentó calmarse. Respiró varias veces profundamente,

intentando pensar en algo bueno.

Al cerrar los ojos visualizó el rostro pecoso de Dora Higgins, su novia, y recordó

alguna de las bromas que ambos se gastaban mutuamente. Tras pasar así un minuto o dos,

abrió nuevamente los ojos y suspiró de alivio al ver que su brazo volvía a estar como

siempre.

Entonces sonó el móvil, miró la pantalla luminosa y vio que era Mike el Arrugas.

–¿Si?

–¿Page? Soy Mike –la voz del policía sonaba nerviosa–. Te dije que te llamaría si

surgía algo nuevo sobre el caso del ladrón del museo. ¡Y vaya si lo hay!

–¿Qué tienes?

–El negro se llamaba Tom Douglas, y su identificación ha sido posible gracias a

una foto de archivo. El tío estaba fichado por robos menores y asuntos de drogas, y hace

tres días que se lo cargaron en un lío entre bandas callejeras. ¿Entiendes lo que digo? ¡Te

enfrentaste a un tío que ya estaba muerto!

–Tranquilo Mike, seguro que hay una explicación racional. Tal vez lo enterraran

vivo o algo así.

–¿Y qué me dices de la autopsia? El negro estaba más cosido que unos vaqueros

viejos. Esto me da mala espina.

–Por cierto, Mike, ¿sabes dónde diablos lo enterraron? –preguntó Vic Page.

–Pues donde van todos los muertos de hambre de esta ciudad, en el agujero de

Saint John’s Chapel, cerca del río Hutton.

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Al oír la respuesta, el escritor ahogó un grito. ¿Cómo diablos no se le había

ocurrido? Agradeció al Arrugas su colaboración y rápidamente puso en marcha el coche

para dirigirse al lugar que le había indicado el policía.

Saint John’s Chapel, la iglesia de los pobres de Hollow City, el lugar donde

enterraban a los vagabundos, delincuentes de baja estofa y en general a todo aquel que

carecía de medios económicos (y de familiares con dichos medios) para pagarse un

entierro decente. Un lugar en decadencia que sobrevivía gracias a las subvenciones del

gobierno y alguna que otra donación desinteresada. Un sitio que carecía de ordenadores

y bases de datos informatizadas, el lugar perfecto para echar tierra encima de alguien y

deshacerse hasta de su recuerdo.

¡Tenía que ser allí de donde sacaba sus cuerpos el Nigromante!

Era casi medianoche cuando el jorobado llamado Zach abrió la puerta de la

lúgubre guarida de su amo, el Nigromante. Descargó el pesado saco que arrastraba

consigo y depositó sin miramientos sobre el suelo su contenido, un cuerpo humano atado

y amordazado que además se hallaba inconsciente. Acto seguido se acercó a la sucia cama

donde se hallaba postrado el hechicero, cuyo rostro lívido presentaba una palidez aún

mayor de la habitual. Al ver las manchas de sangre sobre su boca y nariz y que también

se habían extendido por toda la sábana que cubría su cuerpo marchito, Zach no pudo

evitar que lágrimas de pena recorriesen las mejillas de su horrible rostro.

Su amo se moría, y él no podía evitarlo.

–Uaaach, chaaaak mhok atuss –dijo en su ininteligible idioma el siervo deforme.

–Tranquilo, mi fiel Zach, todo saldrá bien. ¿Has traído lo que te pedí? –preguntó

el Nigromante, al cual le costaba un esfuerzo enorme incluso pronunciar aquellas

palabras.

Al ver como Zach asentía, la boca del hechicero dibujó una sonrisa. Sabía que ya

casi se había agotado el tiempo, así que dio las últimas instrucciones a su sirviente para

llevar a cabo la última fase de su plan. Los fuertes brazos del jorobado lo depositaron con

suavidad sobre el círculo con runas dibujado en el suelo, justo al lado de otro exactamente

igual donde Zach colocó a la persona que había traído dentro del saco. Luego el jorobado

le entregó el grimorio mágico, ahora completo en su totalidad tras haberle arrebatado el

último fragmento a aquellos dos tipos en un callejón de la Cloaca.

El Nigromante ordenó a Zach que le trajese un bote de la estantería, del cual

extrajo una docena de objetos minúsculos parecidos a semillas. Luego utilizó una de sus

largas uñas para hacerse un pequeño corte en el extremo de uno de sus dedos, colocando

una sola gota de su propia sangre sobre cada una de las semillas. Las envolvió con un

pañuelo y se las tendió a su fiel siervo, que ya sabía lo que debía hacer con ellas.

A continuación el brujo abrió aún más la herida del dedo para que brotara más

sangre, la cual lanzó sobre el suelo donde se marcaba su propia sombra gracias a la luz

de los candelabros. Recitó antiguas palabras prohibidas que tuvieron el efecto de

consumir la sangre derramada y fundirla con su propia sombra, la cual de repente

comenzó a agitarse como si tuviese vida propia.

Ahora ya solo quedaba una cosa por hacer, terminar el encantamiento final. Y con

las últimas fuerzas que aún le quedaban, el Nigromante comenzó a pasar las páginas del

libro a la vez que recitaba entre tenebrosos susurros la fórmula mágica final.

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7

Un búho enorme de plumaje grisáceo vigilaba con sus grandes y redondos ojos el

camino que conducía a la entrada de Saint John’s Chapel. Posado en lo alto de uno de los

antiguos árboles plantados alrededor de la iglesia desde hacía décadas, el ave rapaz dejó

escapar a través de su pico inclinado su particular sonido ululante. Sin embargo el búho

tuvo que cambiar rápidamente de posición mediante un frenético abatimiento de alas

cuando sufrió el deslumbramiento provocado por los faros de un automóvil que se detuvo

justo ante la verja de entrada al recinto.

Del coche se apeó Vic page, vestido con unos vaqueros negros y su cazadora

oscura, el cual se sorprendió al darse cuenta de que podía ver con gran claridad a pesar

de la ausencia de luz en la zona. Un cosquilleo que partía de su pecho alcanzando hasta

su nuca le advirtió que nuevamente había activado de forma inconsciente los poderes

otorgados en los tatuajes valaki.

El escritor realizó un escrutinio de aquel lugar, y súbitamente tuvo el

presentimiento de que algo no iba bien. Era como si sus nuevos poderes le concediesen

un sexto sentido que le advertía de una presencia maligna oculta en algún lugar entre

aquellas paredes edificadas en el siglo anterior. Podía sentir aquella fuerza como si fuesen

las gotas de agua de una marea arrastradas por el viento, aunque no sabía a ciencia cierta

si la causa era el aura de poder del Nigromante o el del Libro de los Muertos que se hallaba

en su poder.

Page se acercó a la reja metálica de la entrada, y justo cuando estaba evaluando

las diversas posibilidades para colarse en la iglesia notó un movimiento a su espalda. No

se sorprendió de ver de nuevo la figura del sombrero y la máscara que se había

materializado sigilosamente de entre las sombras como un animal furtivo.

–Te estaba esperando, muchacho –dijo con cierta ironía el Doctor Misterio–.

Pensaba que iba a tener que hacerlo todo yo solo.

–He estado ocupado –contestó Page.

–Me alegro de que te hayas recuperado, te veo bien. ¿Listo para la acción?

–Estoy preparado –contestó el escritor, bajándose la cremallera de la cazadora

para dejar ver el revólver enfundado en la pistolera.

–¿Y eso que es, un juguete? –dijo el justiciero enmascarado en tono burlón–. Si

quieres hacer las cosas bien, necesitas buenas herramientas.

Page puso cara de perplejidad al escuchar las palabras del Doctor Misterio, y más

aún cuando vio que sacaba algo del bolsillo y se lo entregaba. Era una especie de caja

metálica de un color negro brillante, de un tamaño ligeramente mayor que la palma de

una mano. Page cogió la caja y miró a su compañero, pero al ver que permanecía en

silencio optó por intentar abrir la caja, algo a primera vista inútil puesto que parecía

carecer de abertura alguna. Completamente lisa en todas sus superficies, sin cerraduras,

agujeros ni lugares de presión ocultos. Nada.

Page comenzaba a pensar que estaba siendo objeto de una broma cuando la

misteriosa caja comenzó a brillar de forma extraña, a la vez que se movía ligeramente en

su mano como si fuese un teléfono móvil que estuviese recibiendo una llamada. Pero eso

no fue lo único anormal, sino que el objeto comenzó a crecer ante la atónita mirada del

escritor, hasta que segundos después la cajita había tomado las dimensiones de un maletín,

aumentando también su peso.24

El Doctor Misterio se permitió una ligera risita bajo su máscara, haciéndole un

gesto al escritor para que abriera la caja. Page depositó el artefacto en el suelo y comenzó

24 El lector habitual de Hollow City tal vez recuerde cierta caja que se llevó la criatura sobrenatural

llamada “El Fantasma” cuando escapó hacia las alcantarillas (en HC Nº1, Los Oscuros).

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a palparlo nuevamente, sintiendo nuevamente un cosquilleo familiar que se extendía en

las palmas de sus manos que reposaban sobre la superficie pulida de la caja.

Y entonces se abrió.

Page se quedó mudo al ver el contenido de la caja. Él ya había visto algo similar

cuando fuera capturado por los Agentes Oscuros, y nunca había pensado que volvería a

ver alguna de ellas. Con mucho cuidado metió ambas manos en el interior de la caja para

sacar de ellas dos pistolas idénticas de formas extrañas, un diseño futurista que combinaba

el mineral conocido como darkanium con las runas mágicas de los valaki. Junto con las

armas había un cinturón de doble funda y varios cilindros pequeños que contenían Energía

Oscura y servían para alimentar el proceso simbiótico que fusionaba las armas con el

propio usuario.

–Vaya, ahora ya eres todo un auténtico Agente Oscuro, espero que eso no se te

vaya a subir a la cabeza –dijo el Doctor Misterio.

–Gracias –musitó Page, que no sabía muy bien que decir tras todo esto.

–No hay de qué, pero recuerda que el uso prolongado de este tipo de armas acaban

agotando la resistencia de aquél que las empuña, y más cuando el usuario no está

acostumbrado a utilizarlas. Sé prudente, hijo.

Y tras ese consejo el Doctor Misterio se adelantó hacia el candado de la verja de

la entrada, buscó en sus bolsillos un juego de ganzúas y tras elegir la que creía más

adecuada utilizó la herramienta para forzarlo. Tras escuchar un satisfactorio clic retiró el

candado y empujó suavemente la reja oxidada, adentrándose junto con Page por un

camino de piedra que conducía a la puerta del antiguo edificio. Sin embargo, por

indicación del justiciero, ambos aventureros rodearon la fachada principal hasta encontrar

una desvencijada doble puerta de madera que daba acceso a la zona trasera de la iglesia,

compuesta por un patio, un cobertizo y el cementerio. Esta vez no se necesitaron ganzúas

puesto que la puerta estaba entreabierta, una silenciosa invitación que el dúo aceptó no

sin cierta inquietud.

El lugar parecía desierto, el suelo estaba cubierto por las hojas resecas arrancadas

de los robles por el frío viento otoñal y al parecer el encargado de la iglesia no tenía prisa

en realizar limpieza alguna. Vic Page se dirigió al cobertizo, donde lo único interesante

era la vieja y destartalada camioneta estacionada allí. Al escritor no le sorprendió

descubrir la mancha de aceite bajo la parte delantera del vehículo, ni tampoco el rastro de

unas leves gotas de una sustancia carmesí alrededor de la furgoneta.

–Creo que aquí hay sangre –dijo el escritor.

–Pues vamos a tener que buscar a alguien de por aquí que nos de ciertas

explicaciones –aseveró el Doctor Misterio.

Entonces Vic Page notó un cambio en el ambiente, como si algo hubiese roto la

soledad que rodeaba aquel triste lugar. O mejor dicho, como si algo acechase en la

oscuridad circundante, algo siniestro y amenazador que estaba a la espera de saltar sobre

ellos de un momento a otro.

Y entonces los sentidos agudizados de Vic page escucharon claramente el sonido

de algo que se arrastraba entre los árboles del cementerio.

–¿Qué ocurre, Page? –preguntó el Doctor Misterio al notar la tensión de su

compañero.

–Algo viene hacia nosotros. Y es algo malo.

Para corroborar las palabras del escritor, una figura apareció en el umbral del

recinto donde se hallaban las tumbas. Se trataba de un hombre de mediana estatura, cuyo

rostro permanecía bajo las sombras, que caminaba hacia ellos con paso tambaleante

mientras se retorcía de forma casi imposible con movimientos estrambóticos de todo su

cuerpo. El horror que emanaba de la visión de aquella aparición aumentó con la presencia

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de más figuras similares detrás de ella, en total una docena de criaturas fantasmales que

habían abandonado el reposo de sus frías tumbas para formar una guarnición encargada

de defender a su amo, el Nigromante.

–Vamos Page, no dejemos que un puñado de muertos vivientes nos eche de aquí

–dijo el Doctor Misterio cuya reacción fue desenfundar su Goldam y apuntar con ella en

dirección a los cadáveres andantes.

Page iba a hacer lo mismo cuando un movimiento a su espalda llamó su atención.

Al volverse algo se abalanzó contra él con tanta fuerza que lo derribó de espaldas, y acto

seguido se vio forcejeando contra un enorme sabueso de pelaje oscuro y colmillos

afilados. Por el rabillo del ojo percibió como una segunda forma arremetía por detrás

hacia donde se encontraba su compañero.

–¡Chuiiik, ak aasum! –gritó un hombre de rostro abominable y espalda arqueada,

envuelto en una túnica de monje raída.

Sus incomprensibles palabras iban dirigidas a espolear a los perros adiestrados para

que atacasen a los intrusos, ya fuese para terminar con ellos o al menos para distraerles

lo suficiente como para que el trabajo lo terminasen los muertos vivientes. El jorobado

había estado vigilando los movimientos de los dos aventureros agazapado en la oscuridad,

aprovechando la aparición de la legión de los muertos para sorprenderles entrando por la

puerta que habían dejado abierta. Tras realizar una siniestra mueca que solo podía imitar

una cruel sonrisa de triunfo, Zach salió del recinto cerrando la puerta tras él. Luego se

escuchó el ruido que producía una cadena al ser pasada y el clic de un candado al cerrarse.

Ahora Vic Page y el Doctor Misterio estaban atrapados.

El justiciero gritó de dolor cuando unas terribles fauces se hincaron en una de sus

pantorrillas, propiciando que rápidamente la sangre se extendiese por la herida. Disparó

su pistola dorada hacia el perro asesino, pero falló el tiro por culpa del movimiento

incesante del sabueso, el cual no soltaba su presa por nada del mundo. Un segundo disparo

consiguió dar en el blanco parcialmente, haciendo que el sabueso se apartase apenas un

metro del enmascarado. Sin embargo los ojos inyectados en sangre y los gruñidos salvajes

que profería le indicaron al Doctor Misterio que iba a volver a cargar contra él. El rabioso

can se impulsó sobre sus cuartos traseros y dio un mortal salto mostrando sus colmillos

hacia el rostro del justiciero, el cual extendió su brazo armado en dirección al animal. Una

vez más se oyó el poderoso lamento de Goldam, y el certero disparo destrozó la cabeza

del sabueso en pleno salto, haciéndole retroceder violentamente en el aire hasta que su

cadáver chocó contra el suelo varios metros atrás.

Mientras tanto Vic Page apenas podía protegerse con los brazos del ataque del

otro perro, igual de furioso que su hermano. Por más que intentaba hacerlo retroceder el

animal volvía a abalanzarse sobre él una y otra vez, sin darle ningún respiro. Sentía su

hediondo aliento y su saliva espumosa cada vez más cerca, y Page se daba cuenta que no

podría seguir evitando su furia asesina mucho más tiempo. Jugándose el todo por el todo

el escritor decidió defenderse con un solo brazo, forcejeando contra el sabueso como

podía mientras con el otro brazo desenfundaba una de las pistolas que le había

proporcionado el Doctor Misterio. Nada más sus dedos aferraron la culata de la extraña

arma, unos tentáculos negros salieron de ella y se incrustaron directamente en su muñeca

justo en el lugar donde estaba el límite de los tatuajes valaki grabados en su piel. El

contacto apenas fue doloroso, y rápidamente sintió como una oleada de energía recorría

la conexión entre su cuerpo y la pistola. De repente, sin saber cómo, Page se encontraba

aferrando con su brazo libre el pescuezo del sabueso, cuyos gruñidos de ferocidad se

habían transformado en lamentos angustiosos mientras intentaba sacudirse la presa para

poder huir. Como si estuviese en una especie de trance, Page lanzó al aire al perro como

si fuese un pelele, y sin apenas apuntar apretó el gatillo con la otra mano. El proyectil de

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darkanium atravesó al animal como si fuese un saco de patatas, reventándolo y

esparciendo sus tripas por toda la zona.

Vic Page se miró la mano que empuñaba la pistola con una mezcla de sorpresa,

horror y fascinación. Se notaba distinto, cambiado, como si no fuese él mismo del todo.

Y también se sentía poderoso. La Energía Oscura que ahora recorría su cuerpo le había

transformado en un ser diferente, al igual que habían hecho sus enemigos en el pasado.

Se había transformado en uno de ellos, en uno de los Oscuros. Y le gustaba.

–¡Page, rápido, los tenemos encima! –la voz de alarma del Doctor Misterio

penetró en la extasiada mente de Page, devolviéndole a la realidad.

El justiciero enmascarado había agotado el cargador de su Goldam, llevándose por

delante a media docena de los cuerpos corruptos salidos del cementerio. La resistencia a

los disparos y la dificultad que entrañaba tener que matar a un ser que ya estaba muerto

había posibilitado que el resto de los cadáveres estuviesen rodeando ya a los dos

aventureros. Estaban tan cerca que podían ver sus globos oculares sin vida, y podían

incluso oler una mezcla entre carne putrefacta y tierra mojada. Los muertos extendieron

sus garras descarnadas en un intento de alcanzar a sus presas, mientras jirones de ropa y

trozos de carne podrida caían al suelo por la simple acción del movimiento.

Y entonces Page entró en acción, desenfundado la segunda pistola que hizo lo

mismo que la otra, aumentando aún más la sensación de éxtasis al entrar en conexión

simbiótica con su portador. Armado con sus dos pistolas demoníacas, Page desencadenó

una sinfonía de muerte y destrucción sobre aquellas criaturas malditas, disparando una y

otra vez sin cesar. Las balas surcaron el aire una tras otra, impactando en los cuerpos de

los muertos llevándose con ellas partes de sus organismos. Cada vez que se producía un

impacto se creaba una explosión que mezclaba fuego, polvo y trozos de carne hedionda.

Las cabezas reventaron como tomates maduros, las extremidades fueron desmembradas

de los troncos y los cuerpos quedaron reducidos a simples fragmentos diseminados por

todo el lugar. Solamente cuando el último de aquellos seres dejó de moverse tras quedar

completamente irreconocible como cuerpo humano, entonces fue cuando Vic Page dejó

de disparar.

–¿Estás bien, muchacho? –preguntó el Doctor Misterio.

–Creo que sí –contestó Page, mirando las armas conectadas a su cuerpo–. Será

mejor que vayamos tras ese siniestro jorobado que nos ha intentado tender una

emboscada. Si alguien puede conducirnos al Nigromante es él.

Los dos aventureros se dirigieron hacia una pequeña puerta metálica que

conectaba el patio donde se hallaban con la parte trasera del edificio principal de la iglesia.

Un disparo de la Goldam del enmascarado les abrió paso enseguida, adentrándose en lo

que era una cocina sucia y desaliñada. Avanzaron con precaución hasta encontrar un

pasillo a oscuras que conducía tanto al este como al oeste. El Doctor Misterio sacó una

pequeña linterna de su bolsillo y examinó el suelo del pasillo, viendo que habían unas

marcas sobre las losas que indicaban que con frecuencia se arrastraban cosas pesadas en

dirección oeste. Tras seguir el rastro llegaron hasta una puerta que conducía a la base de

la torre del campanario, donde una empinada escalera subía hacia arriba. Las marcas

terminaban allí, y no había señal alguna de la presencia del jorobado o del Nigromante.

–Vaya, que extraño –dijo pensativo el Doctor Misterio–. El rastro termina aquí

pero no creo que subieran nada pesado por esas escaleras tan estrechas.

Vic Page no contestó pues estaba absorto en la sensación de inquietud que le

embargaba. Ya lo había sentido nada más acercarse a la entrada exterior de la iglesia, pero

ahora se hacía aún más patente. Palpó con sus manos las frías paredes de piedra,

concentrándose al máximo en su sexto sentido.

–Creo que aquí hay algo –dijo el escritor deteniéndose sobre una de los muros.

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–No me extraña, antiguamente cuando construían este tipo de edificaciones lo

hacían con algún tipo de cámara secreta o túnel de huida, era algo frecuente en aquella

época. Y si aquí hay una entrada secreta, entonces debe haber alguna especie de resorte.

Al decir esto, el enmascarado comenzó a buscar a su alrededor, fijándose en las

estatuas que decoraban la antecámara. Habían representaciones de santos, figuras

angelicales e incluso bustos de vírgenes, pero faltaba algo.

–¿A quién está dedicada esta iglesia? –preguntó el Doctor Misterio.

–A Saint John, o San Juan Evangelista como también le llaman. ¿Por qué lo

preguntas?

–Porque aquí hay un montón de esculturas santurronas pero no encuentro la suya.

–Bueno, no entiendo mucho de eso, pero creo recordar que en la época en la que

construyeron esta iglesia era bastante común la representación heráldica. Ya sabes,

utilizar un símbolo icónico para remarcar la grandiosidad del personaje. Generalmente se

trata de la imagen majestuosa de un animal, como un toro o un león –dijo Page.

–O un águila –atajó el justiciero, deteniéndose ante la escultura de un bello animal

emplumado.

Obedeciendo a un presentimiento, el Doctor Misterio examinó con detalle el

águila de piedra, pulsando y tirando de todos los lugares posibles hasta que encontró un

pequeño resorte oculto bajo una de las alas. Al tirar de él se oyó un chasquido y el ruido

de la piedra al deslizarse, y ante los aventureros apareció una abertura en la pared.

–Ahora veo porque te llaman el Doctor Misterio –bromeó Page mientras seguía a

su compañero a través de la negrura.

La linterna del enmascarado iluminó un corredor oscuro como la boca de un lobo,

lleno de polvo y suciedad, de cuyas paredes emanaba una fría sensación de humedad. El

pasadizo dejaba suficiente espacio como para que ambos aventureros pudiesen caminar

uno junto al otro, y se perdía en el infinito en una inclinación pronunciada y descendente.

Mientras se internaban en la densa oscuridad ambos tuvieron la impresión de estar

bajando hacia el mismísimo Averno, más aún cuando el túnel comenzó a dividirse en

varias ramificaciones asemejándose a un laberinto.

–¿Y ahora por dónde vamos? –preguntó Page, observando las bifurcaciones del

pasadizo sin demasiada esperanza.

–Es por aquí, al menos por este ramal no hay casi telarañas, lo que indica que debe

ser el más transitado –dijo el justiciero encaminándose hacia una de las vías que giraba al

este.

De repente el Doctor Misterio se detuvo, presintiendo que algo iba mal. La

oscuridad en aquel tramo se había vuelto tan insondable que su linterna apenas emitía un

suave brillo, como si las tinieblas absorbiesen su luz. Además el frío se había

transformado en un azote gélido, como si de repente una corriente de aire polar hubiese

hecho su aparición para congelar a todo aquel que entrase en el lugar.

Solo que en aquel pasadizo no soplaba viento alguno.

–¡Cuidado, Page, no entres aquí! –alertó el Doctor Misterio a su compañero,

mientras desenfundaba su arma con movimientos entumecidos por el ambiente gélido que

rápidamente se había desencadenado sobre él.

Vic Page se quedó petrificado mientras veía como la silueta del Doctor Misterio

desaparecía como si la misma oscuridad fuese una entidad viva y hambrienta que cerniese

sus fauces para devorarlo. Un segundo después ya no estaba, ni siquiera se veía la luz de

su linterna, aunque Page aún podía escuchar sus movimientos. Ni siquiera el poder de los

tatuajes que le facultaba de visión nocturna podía penetrar aquella misteriosa barrera de

oscuridad.

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El escritor iba a ceder al impulso de seguir al Doctor Misterio a pesar de su

advertencia cuando escuchó el paso sigiloso de alguien a su espalda. Su reacción no fue

lo suficientemente rápida y no pudo evitar que el filo del acero hiriese su carne,

haciéndole exclamar un grito de dolor.

–¡Chiic aauok ulaah! –dijo su atacante, que resultó ser el jorobado que minutos

antes les había preparado la encerrona en el patio exterior de la iglesia.

Armado con un cuchillo de grandes dimensiones del que goteaba la sangre del

propio Page, el jorobado arremetió contra el escritor demostrando que estaba

acostumbrado a manejarse en la escasa luz. Las mismas mutaciones que sufría su cuerpo

desde su nacimiento y que le proporcionaban su apariencia grotesca y monstruosa

también le habían dotado de un extraordinario poder físico, una fuerza brutal de la que

fue víctima Page al caer derribado al suelo bajo el ímpetu de la criatura. El impacto fue

doloroso, provocando nuevos latigazos de dolor en su cuerpo que se sumaban a la herida

sangrante del costado izquierdo.

El jorobado no dio tregua alguna al escritor y sometiéndole bajo su peso asió el

mango de su enorme cuchillo para hundirlo de una vez por todas en su corazón. En la

mente de aquel ser deforme solo había una idea labrada a fuego que llevaría a cabo con

voluntad inquebrantable hasta las últimas consecuencias: darle a su amo el tiempo

necesario para terminar el ritual. Y lo hubiera conseguido en aquel instante si el hombre

al que se enfrentaba fuese el antiguo Vic Page, pero ahora se enfrentaba a algo que era

más que un hombre, un individuo que a su espíritu tenaz y constante sumaba ahora una

fuerza tan antigua como misteriosa: el Poder Oscuro.

Con un movimiento rápido de sus brazos el escritor logró detener el golpe mortal

del jorobado siniestro, cogiéndole por las muñecas justo cuando el arma estaba a escasos

centímetros de su objetivo. Ambos contendientes forcejearon hasta el final, el jorobado

intentando matar al escritor y éste último intentando evitarlo. Zach aplicó toda su fuerza

bruta hasta el límite, aproximando la punta del cuchillo hasta arañar superficialmente la

piel de su víctima. Pero entonces vio los ojos de Vic Page, convertidos en dos pozos de

negrura vacíos de cualquier emoción humana.

Y por primera vez en mucho tiempo, el jorobado llamado Zach sintió miedo, una

sensación que le hizo vacilar y perder por un instante el control de sí mismo. Y Page se

aprovechó de ello, empleando todas sus fuerzas para empujarle hacia atrás. Una vez más

la rabia y la desesperación habían sido el motor de conexión para activar el Poder Oscuro,

el cual hizo que el jorobado saliese despedido a tanta distancia que su cuerpo chocó contra

las paredes del túnel, donde quedó inerte.

Tras derrotar a su enemigo, Page se dirigió hacia el ramal del túnel donde había

desaparecido el Doctor Misterio, encontrándose con una visión sobrecogedora. La

Energía Oscura que ahora recorría su cuerpo con total plenitud, además de acelerar la

curación natural de sus heridas a un ritmo veloz, también le otorgaba la habilidad de ver

la verdadera forma del mágico ser que se ocultaba en el pasadizo. Era una sombra

fantasmal hecha de oscuridad elemental cuyas dimensiones se mezclaban con las del túnel

imposibilitando ver tu tamaño real. Pero era grande, muy grande, y aunque su movimiento

parecía limitarse a flotar en la oscuridad como un globo de aire lo que estaba haciendo en

realidad era paralizar a su víctima mediante un frío hechizante que poco a poco iba

succionando su energía vital. Aquella forma hecha de sombras materializó dos ojos rojos

que brillaron intensamente mientras observaban con la malicia propia de un demonio a

Page, al cual le pareció escuchar el sonido de una risa espantosamente cruel.

El escritor volvió a empuñar sus dos pistolas especiales, sintiendo tanto el

pinchazo en sus brazos como la oleada del Poder Oscuro invadiéndole. Pero se encontró

con el problema de que atrapado en el interior de la sombra maligna se encontraba su

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compañero, y si disparaba sus armas contra el demonio con toda probabilidad también

alcanzaría al Doctor Misterio. El riesgo era demasiado grande, pero el tiempo se agotaba

y si no hacía algo pronto el justiciero acabaría consumido por la criatura mágica.

Vic Page se enfrentaba a una de las decisiones más difíciles que había tomado,

pero no le quedaba otra alternativa. Apuntó hacia la sombra y deslizó suavemente sus

dedos índices sobre los gatillos de sus pistolas esperando tener suerte…pero se detuvo

justo cuando percibió como el elemental se apartaba bruscamente hacia el techo del túnel.

Al alejarse del Doctor Misterio, Page vio como el enmascarado estaba de rodillas casi

exhausto, pero sujetando firmemente en su mano derecha una bengala. La potente luz

rojiza que emanaba del objeto era suficiente como para molestar a la criatura, que ahora

intentaba escabullirse rápidamente hacia donde estaba Page.

El escritor no se lo pensó más y disparó sus pistolas contra la sombra, descargando

una lluvia de proyectiles que seguía su mismo movimiento. A medida que las balas de

darkanium impactaban sobre el elemental de oscuridad, el tamaño de éste iba

disminuyendo proporcionalmente. La criatura intentó apartarse del fuego continuo al que

estaba sometida pero Page le cortó la retirada moviendo los brazos para continuar con la

furiosa descarga una y otra vez, hasta que se quedó sin munición. Mientras el escritor

recargaba sus armas vio que la sombra, reducida ahora al tamaño de un balón de fútbol,

comenzaba a aumentar levemente de tamaño al dejar de recibir daño.

Entonces actuó el Doctor Misterio, que habiendo recuperado parte de sus fuerzas

metió la mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó una especie de cartucho que

arrojó hacia donde estaba la sombra viviente.

–¡Ahora, Page! –gritó el enmascarado.

Vic Page disparó sus armas recién cargadas contra el cartucho justo cuando estaba

volando a la altura de la sombra, provocando una pequeña explosión de luces anaranjadas

y un gran olor a pólvora quemada. La detonación de la bengala incendiaria del Doctor

Misterio creó una bola de fuego que cubrió por completo a la sombra, extinguiéndola por

completo y desapareciendo de la visión especial de Vic Page. No quedó de ella ningún

residuo que pudiera volver rehacerse.

Tras acabar con el elemental, Page ayudó a incorporarse al Doctor Misterio, el

cual estaba agotado pero sin presentar herida alguna. Sin embargo el ataque de la criatura

mágica había tenido un extraño efecto sobre los objetos metálicos del justiciero, que

presentaban señales de corrosión inusuales. Hasta la poderosa y brillante Goldam había

quedado inutilizada por el poder sobrenatural de la sombra.

–No importa, sigamos adelante, no creo que falte mucho –dijo el Doctor Misterio,

encaminándose por el túnel que ahora si quedaba iluminado de nuevo por su linterna.

Los dos aventureros continuaron su camino hasta llegar a unas escaleras que

descendían hasta llevarles ante una puerta pesada de madera. Entre ambos consiguieron

abrirla tras un par de empujones, encontrándose en una amplia habitación iluminada por

arcaicas lamparillas de aceite y unas cuantas velas. La estancia estaba revuelta y

desordenada, y tanto los objetos como el escaso mobiliario que la llenaban evocaban una

época remota, como si el tiempo se hubiese detenido hacía siglos en aquel lugar.

Desparramados por todas partes habían libros, pergaminos, folletos, fotografías y

cualquier tipo posible de documento, llamando la atención de Vic Page un montón apilado

de números muy atrasados del periódico local de Hollow City “American Chronicles”. El

titular de uno de ellos rezaba «Joven y brillante universitario sufre grave enfermedad

degenerativa», acompañado por la fotografía de un guapo veinteañero sonriente. Según

el artículo, años atrás a un estudiante de la facultad de Hollow City llamado Luke Lowell,

licenciado en Historia y Lingüística y ganador de varios premios académicos a pesar de

su juventud, se le había diagnosticado una enfermedad conocida como Síndrome de

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Haugaard. La enfermedad, de carácter degenerativo y sin cura conocida, confería al

paciente de intolerancia a la luz solar, fobia a los espacios abiertos y a la gente, y

sobretodo una insuficiencia física paulatina a todos los niveles. En un periodo de unos

cinco años desde el diagnóstico, la enfermedad acababa con la vida del paciente.

–Mira esto, Page –llamó el Doctor Misterio, enseñándole algo que acababa de

encontrar.

Se trataba de una serie de artículos que hablaban sobre el Libro de los Muertos,

un antiguo manuscrito perdido cuyo origen databa de la época de los egipcios, y que según

las leyendas contenía los secretos de la vida eterna y la resurrección de los muertos. En

aquellas noticias aparecía subrayado en tinta roja cualquier dato o referencia a la posible

ubicación de cualquiera de sus partes, pues según la mitología de los pueblos antiguos tal

era el poder maléfico del Libro que para que nadie lo ostentase por sí solo su conocimiento

debía ser dividido en varias partes.

–Increíble –musitó Vic Page–. Así que entonces Mamá Nazinga tenía razón en lo

del Libro, es lo que perseguía el Nigromante.

–Así es –corroboró el Doctor Misterio–. Y sea lo que sea que pretenda hacer ahora

ya puede, puesto que posee todas las partes del Libro de los Muertos. Será mejor que…

Un grito espeluznante resonó a través de las paredes, interrumpiendo al justiciero.

Era como si estuviesen aplicando las peores torturas medievales a un prisionero de la

Inquisición, dado el alarido horriblemente prolongado que se escuchaba.

Los dos aventureros fueron hacia la puerta al fondo de la habitación pues el sonido

agónico provenía de allí, y tras abrirla de par en par de una patada irrumpieron en una

sala donde se estaba desarrollando una inquietante escena. En el centro de la estancia

habían dos cuerpos desnudos de cintura para arriba, cada uno colocado sobre el suelo en

el interior de un círculo dibujado con tiza blanca. Uno de ellos era un hombre de piel

pálida, tan flaco y enjuto que se podían contar los huesos de su cuerpo con solo mirarlo,

y con un cabello largo tan blanco como la nieve y de aspecto sucio y desaliñado. A pesar

de su escaso parecido con la fotografía del artículo que acababan de leer recientemente,

era evidente que se trataba de Luke Lowell, el Nigromante. El hechicero sujetaba entre

sus flácidas manos un grueso libro de tapas rústicas con la imagen de un siniestro demonio

en su portada.

El segundo hombre, el que gritaba como si el propio Diablo le pinchase con un

tridente flamígero, era el sobrino del Alcalde Mallory, Martin Adams. El joven

multimillonario, que recientemente había sido declarado como oficialmente

desaparecido, tenía la boca abierta de par en par exhalando horribles gritos mientras en

sus ojos se revelaba una mirada de pavor y locura como si estuviese contemplando el

umbral del infierno.

Sobre ambos hombres se hallaba una forma luminosa que resplandecía con una

fantasmal luz azulada, un rostro demoníaco que giraba sin parar en un movimiento

oscilatorio y lento. Cuando Page y el Doctor Misterio entraron en la estancia, el

Nigromante volvió la cabeza hacia ellos y sonrió malignamente, abriendo sus manos

mientras lo hacía para soltar el Libro de los Muertos. El grimorio mágico quedó envuelto

entonces por la luz fantasmal y pareció cobrar vida, flotando en el aire hasta quedar a la

altura de los ojos del rostro diabólico. Page y el enmascarado intentaron acercarse al libro

pero fueron derribados por una relampagueante onda de choque emitida desde el propio

grimorio, mientras el rostro del demonio reía con carcajadas siniestras mientras

continuaba flotando en el aire como un torbellino.

–¡Page, el libro! ¡Tienes que destruir el libro ahora! –indicó el Doctor Misterio a

su compañero, pues su arma había quedado dañada tras el asalto de la sombra en el túnel.

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Al escuchar las palabras del justiciero, de repente la figura fantasmal detuvo su

movimiento y se quedó inmóvil, para a continuación abrir unas fauces de tamaño

descomunal y abalanzarse sobre los dos héroes. Pero antes de sufrir el contacto letal del

ente arcano Vic Page volvió a apuntar con sus bio-armas hacia el Libro de los Muertos,

estableciendo de nuevo el enlace místico entre su cuerpo y aquellos instrumentos de

muerte. La puntería concedida por el Poder Oscuro le permitió a Page acertar de pleno

sobre aquel viejo tomo que contenía entre sus páginas decenas de hechizos y fórmulas

capaces de lo peor. El Libro de los Muertos estalló en el aire con una potente luz cegadora

que hizo apartar la mirada de los dos aventureros, y cuando un instante pudieron volver a

mirar con claridad se dieron cuenta de que tanto el Libro como el rostro demoníaco habían

desaparecido.

–Bien hecho, chico –dijo el Doctor Misterio palmándole el hombro al escritor–.

Esto ha sido mejor que una de tus novelas, ¿eh?

–Tal vez en el futuro tenga que cambiar de estilo, quizás escriba folletines de amor

o algo así –contestó Page esbozando una sonrisa.

El escritor enfundó sus armas rompiendo la conexión mística y se acercó hasta el

joven Martin, que había cambiado sus gritos a unos meros balbuceos incoherentes. Una

mirada desenfocada acompañaba al hilillo de baba que resbalaba de su boca entreabierta,

pero aparte de eso se encontraba bien. Page dejó dormitar al joven y le preguntó a su

compañero como estaba el Nigromante.

–Muerto. Del todo. Este tipo ya no molestará más a nadie –dijo el justiciero tras

examinar el cuerpo del hechicero, el cual había quedado consumido por el encantamiento

hasta terminar convertido en un simple cascarón reseco imposible de identificar.

–Entonces marchémonos de una vez de aquí, estoy harto de este lugar –dijo Page

cargando sobre su espalda al sobrino del Alcalde.

–De acuerdo, pero antes mejor asegurarse del todo.

Tras decir esto, el Doctor Misterio acercó uno de los candelabros de la sala y lo

arrojó sobre los restos momificados del Nigromante, los cuales ardieron como si fuesen

leña seca. En apenas un minuto ya no quedaba rastro alguno de que allí hubiese habido

alguna vez un cuerpo humano.

Emprendieron el camino de regreso por donde habían venido, cansados pero

contentos por haber podido terminar con aquella amenaza. Fue Page quien rompió el

monótono silencio que los envolvía:

–Oye, Doc, ¿qué objetivo crees que perseguía el Nigromante con este bulto? –

preguntó señalando con una inclinación de cabeza al pesado Martin.

–Ya viste el periódico y el estado lamentable en que se encontraba ese tipo.

Imagino que como le quedaba muy poco tiempo de vida necesitaba consumir la energía

vital de alguien para poder curarse. Ya sabes, como en esas novelas de ficción que escribe

cierto tinta-plumas –el justiciero soltó una risita irónica que Page se lo tomó a broma.

–Vale, vale, lo capto. Juro que no vuelvo a escribir nada sobre el Doctor Misterio

si me cuentas de donde sacaste el sombrero y la pistola.

–Eso es una larga historia. Pero lo que sí puedo decirte es que… ¡Cuidado, Page!

De repente el enmascarado se movió con rapidez situándose justo delante del

escritor, a la vez que resonó en el túnel el zumbido de algo que surcaba el aire. Luego

Page contempló atónito como el Doctor Misterio caía desplomado a sus pies, con el

mango de un cuchillo asomando a la altura del corazón.

Un enorme cuchillo que Page ya había visto antes.

–¡Chaac uuiii aook! –gritó el jorobado Zach mostrándose en la boca del túnel.

Vic Page, sin soltar la carga sobre su hombro izquierdo, desenfundó con su mano

libre una de sus pistolas, en un movimiento veloz como el rayo. Apuntó hacia el ser

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deforme sin dudar un instante lo que iba a hacer, poseído una vez más por el Poder Oscuro

de los tatuajes grabados en su piel.

–Lo siento, pero no entiendo nada de lo que dices.

La detonación produjo un brillo instantáneo en la oscuridad del túnel, y después

el cuerpo del jorobado quedó sobre el suelo con los sesos esparcidos a su alrededor como

un higo maduro al caer del árbol. Luego Page depositó con cuidado al joven Martin y se

arrodilló junto al Doctor Misterio, el cual estaba herido mortalmente y tan solo le

quedaban escasos momentos de vida.

–¿Por qué lo has hecho? –dijo el escritor.

–El…instinto, supongo…Parece que al fin…vas a saber mi identidad secreta.

Debes llevar mi cuerpo…al número 221 de Bailey Street –musitó el moribundo.

–No digas eso. La ciudad aún te necesita. Hollow City continúa necesitando al

Doctor Misterio –dijo el escritor.

–En eso…tienes razón. Verás, yo no soy…el primero. Siempre ha habido uno

oculto…vigilando las calles de Hollow City.

–¿Qué quieres decir? –dijo el escritor sin entender nada.

Vic Page vio como el enmascarado alargaba lentamente el brazo para llevarlo

hasta su sombrero, caído en el suelo junto a él. Su sorpresa fue mayúscula cuando el

Doctor Misterio lo colocó en la cabeza del propio escritor.

–Ahora tú eres…el Doctor Misterio. Vive en las sombras…pero no entres en la

oscuridad.

Y tras decir esto, George Bannister, el Doctor Misterio, cerró los ojos para siempre

y expiró. Sujetando su cadáver dejaba a un Vic Page completamente atónito, incapaz de

asumir las últimas palabras del que había sido su compañero en esta trágica aventura.

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EPILOGO

Las siguientes cuarenta y ocho horas fueron muy movidas para la policía de

Hollow City. Tras recibir una llamada anónima, al fin pudo dar como concluida y con

gran éxito la búsqueda de Martin Adams, el joven sobrino del Alcalde Mallory. El orondo

Alcalde estaba tan contento que por una vez dejó a un lado su habitual estado

malhumorado para pasar a la euforia desmedida, llegando incluso a felicitar al Comisario

Howard. De cara a la prensa la noticia filtrada consistió en que las investigaciones

realizadas por los agentes encargados del caso les habían conducido hasta la Iglesia de

Saint John’s Chapel, donde al parecer tenía su particular museo del horror el propio monje

encargado de custodiar la iglesia. Incluso se habían hallado cuerpos desenterrados del

cementerio adyacente que habían sido troceados y desparramados sobre el patio exterior,

e incluso el pobre loco había disparado salvajemente contra sus propios perros guardianes.

Se le acusó de haber sido un demente solitario cuya enajenación le llevó a inmiscuirse en

el territorio de las sectas y la magia negra, llegando a suicidarse mediante un disparo en

la cabeza por fortuna antes de realizar un ritual cuya víctima era el joven Martin. Según

las pruebas halladas en la iglesia, el propio encargado había sido el que estaba tras el robo

del Museo de Hollow City y de otros similares acaecidos en otras dos ciudades.

La ciudad podía considerarse a salvo, gracias a la eficacia de la Policía de Hollow

City y de sus agentes entregados en cuerpo y alma al cumplimiento de su deber, los cuales

arriesgaban su vida a diario intentando mantener a salvo a los habitantes de la ciudad.

–Vaya, fíjate como aprovechan la situación y se hacen autopropaganda –dijo Vic

Page dirigiéndose a su novia, la adorable Dora Higgins.

–Sí, y más ahora que el año que viene serán otra vez las elecciones. Vamos a tener

a Mallory hasta en la sopa –gruñó la joven mientras sorbía su café recién servido por la

camarera.

Page continuó leyendo el ejemplar del American Chronicles que pertenecía al

local donde estaban tomando el desayuno, hasta que al fin tropezó con la noticia que

estaba buscando. Un simple recuadro donde se mencionaba de pasada que gracias a una

llamada anónima habían encontrado muerto en su casa a un tal George Bannister, un

jubilado que al parecer fue víctima de un robo en su domicilio. El hombre sería enterrado

tras la autopsia en el Cementerio General de Hollow City, junto a la tumba de su difunta

esposa.

–Y dime, cariño, ¿cómo te encuentras tras lo del accidente? –preguntó Dora.

–Oh, muy bien. La verdad es que me estoy recuperando rápidamente –Page se

recordó que había tenido que mentirle a Dora para explicar su ausencia durante los dos

días que había estado recuperándose en casa de mamá Nazinga.

Page dejó a un lado el periódico y sacó tanto el bloc de notas como el bolígrafo que

siempre llevaba consigo, poniéndose a garabatear distraídamente mientras Dora se

terminaba el desayuno. Ahora que todo volvía a la normalidad en el Museo de Arte e

Historia de Hollow City, a la novia del escritor le esperaba otra vez todo el trabajo de

preparar de nuevo la inauguración.

–¿Entonces ese demente de Saint John’s Chapel es el mismo que te atacó en el

museo?

–Estoy seguro de ello. Menos mal que lo han cogido. A partir de ahora prometo

que el escritor Vic Page no va a meterse nunca en más líos –dijo el escritor, sin dejar de

deslizar su bolígrafo sobre el papel del cuaderno.

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–Espero que eso signifique que vamos a pasar más tiempo juntos –dijo la joven

con cierto tono de reproche mientras se levantaba para ir al cuarto de baño.

Page asintió con la cabeza, sonriendo mientras pensaba que al fin y al cabo no le había

mentido a Dora sobre lo de no meterse en líos. Se quedó mirando fijamente el dibujo que

al fin había terminado, quedando satisfecho con el resultado. En el boceto aparecía con

claridad la figura de un hombre que empuñaba dos pistolas de diseño futurista unidas a

sus brazos por delgadas líneas a semejanza de tentáculos. La silueta vestía un abrigo

oscuro, y su rostro cubierto por una máscara quedaba bajo la protección del ala de un

sombrero ancho de color negro.

En el interior de su lujosa habitación del hotel Gold Imperial, Martin Adams

aprovechó que al fin se encontraba a solas lejos de miradas curiosas para relajarse un

poco. Tras haber sido examinado en el Hospital General de Hollow City por el doctor

Morris había preferido descansar en la suite del prestigioso hotel antes que ser huésped

en la mansión de su tío, el Alcalde Mallory. Al final todo había salido a pedir de boca, sin

que nadie sospechase la terrible verdad.

El joven Martin se despojó de los zapatos y la chaqueta y se dejó caer sobre los

almohadones del sofá de terciopelo, sirviéndose de los exquisitos manjares y del excelente

cava con los que el servicio del hotel le había obsequiado generosamente. Mientras

degustaba su refrigerio se deleitó la vista contemplando los lujos y comodidades de

aquella inmensa habitación, que para él era más grande que una casa.

Mientras se servía una copa del espumoso brebaje tuvo un ligero y breve espasmo

muscular que le provocó tirar al suelo accidentalmente la botella, derramando el cava por

todo el sofá y manchando también la alfombra persa que cubría el suelo. Martin soltó una

blasfemia por aquella torpeza, más su pequeño ataque de ira se tornó en una sonrisa

mientras se daba un masaje en el brazo. Aquello era normal, aún debía adaptarse a sus

nuevas circunstancias, al fin y al cabo ahora tendría un ejército de criados que obedecerían

sus órdenes solo por ser quien era.

Se acercó hacia la puerta que daba acceso al mirador acristalado y salió al exterior,

recibiendo un golpe de aire fresco en su rostro juvenil. Se notaba pletórico, exultante, con

todas sus energías renovadas y dispuesto a comerse el mundo. Se apoyó sobre la

barandilla y contempló las maravillas de la noche, un manto negro cubierto de estrellas

sobre el fulgor hipnótico que desprendía la ciudad de Hollow City. Un espectáculo

maravilloso que le había sido negado desde hacía años, pero ya nunca más.

Nunca más.

Martin se quedó un rato más meditando mientras sus pupilas brillaban con el

reflejo de las luces de la ciudad, y luego regresó a la comodidad de su habitación.

Contempló su reflejo en el espejo colocado sobre la chimenea ardiente, llevando sus

dedos al rostro para volver a palpar su piel pecosa y tersa. Sí, podría acostumbrarse a su

nueva vida, aunque aún tenía que comprobar si sus habilidades continuaban intactas. Se

agachó para recoger uno de los fragmentos de cristal de la botella rota y se realizó un

corte horizontal en su palma izquierda, lanzando las primeras gotas de sangre que

brotaron de la herida hacia el fuego que ardía en la chimenea.

Al entrar en contacto con la sangre las llamas se volvieron de un color rojo intenso,

aumentando su volumen y la temperatura de la habitación hasta hacer que la chimenea

pareciese el umbral al infierno. En el rostro de Martin se dibujó una sonrisa cruel al ver

que a pesar de la destrucción del Libro de los Muertos y de los conocimientos ocultos en

él, aún conservaba su poder innato.

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En el centro de las llamas apareció una forma diabólica, un pequeño humanoide

de rostro horrible cubierto de una piel rojiza y escamosa que saltó del fuego para postrarse

ante los pies de su nuevo amo y señor, aquel que lo había invocado.

Al fin y al cabo, el Nigromante necesitaba un nuevo siervo ahora que el antiguo

había muerto.

FIN

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CAZADORES DE LEGADOS

Era un viernes cualquiera en Hollow City, un día más de trabajo antes del fin de

semana cuando los grandes ejecutivos del centro neurálgico de la ciudad volverían a sus

grandes casas de lujo en el barrio residencial de Atherthon. Por ello el señor Wirwack

había contratado los servicios de un especialista para que se encargara del problema de

su vivienda antes de su regreso el sábado por la mañana.

–Quiero que desinfecten toda la casa, no importa el coste –había dicho en tono de

superioridad, como casi siempre hacían los ricos–. Y como venga y vea uno solo de esos

bichos peludos corretear por mi casa, sepan que no les pagaré ni un solo dólar, se lo

advierto.

Por ello uno de los conserjes de la zona residencial estaba esperando junto a la entrada

del recinto exterior con la llave de la puerta principal en su bolsillo, mirando el reloj con

una mueca de desgana cuando la furgoneta del exterminador se detuvo justo delante.

–Llega con una hora de retraso, señor…

–Rose, Nick Rose, servicio de veinticuatro horas a su disposición –dijo el recién

llegado extendiendo una tarjeta de visita que el estirado conserje recogió con un gesto de

repugnancia.

Rose se quedó mirando un momento la casa, sin inmutarse, observando la situación.

Para sorpresa del conserje en lugar de ir hacia la puerta de la casa comenzó a rodear el

edificio atravesando sin miramientos el jardín. El ruido de sus pesadas botas de trabajo

mientras pisaba la recién cortada hierba puso histérico al hombrecillo encargado de la

custodia del edificio.

–¡Pero que se cree que está haciendo! Torpe gorila, su trabajo está dentro de la casa,

no fuera.

Rose se detuvo y miró hacia el conserje de forma lastimosa, hablando con la suavidad

que uno suele tener cuando le explica las cosas a un niño ignorante.

–Amigo, tengo que comprobar todas las entradas y salidas de la casa, no sea que

alguno de esos bichos escape y vuelva a formar un nido por aquí cerca. Sería algo

desagradable que seguro no le sentaría muy bien a sus jefes –dijo Rose con una sonrisa

irónica.

El conserje calló, visiblemente intimidado por la velada amenaza del exterminador.

Al encargado no le gustaba nada aquel tipo moreno y con el pelo rapado, que hablaba con

cierto acento latino. Portorriqueños, cubanos, mexicanos…todos eran iguales,

pertenecientes a una casta inferior de la que casi nadie salía en Hollow City. Eran los que

se ocupaban de las tareas desagradables como el trabajo que le había llevado hasta la casa

del señor Wirwack. Siguió a Rose manteniéndose a prudente distancia del mono de

trabajo sucio y mugriento que portaba el exterminador.

–Bien amigo, ahora ya podemos entrar –dijo Rose andando hacia la puerta tras haber

paseado alrededor de toda la casa.

El conserje usó la llave de su bolsillo y dejó entrar primero a Rose, el cual súbitamente

notó el cosquilleo familiar que le invadía siempre que se hallaba cercano un ser

sobrenatural.

–¿Ocurre algo? –preguntó el conserje.

–Mire hacia allí –indicó Rose con la cabeza.

El conserje se llevó una mano a la boca al ver a un par de ratas corriendo alegremente

por el vestíbulo, sin al parecer asustarse por la presencia de los humanos.

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–Creo que esto va a llevarme un buen rato. Parece una infestación de primera,

seguramente debido a las obras de ampliación del metro que están realizando a un par de

manzanas de aquí. Las ratas tienen un gran instinto de supervivencia, cuando son

expulsadas de su hogar simplemente buscan uno nuevo.

–Muy bien, pues empiece cuanto antes –el hombrecillo no parecía querer irse a pesar

de la visión de las ratas.

–De acuerdo. Ahora que lo pienso, ¿por qué no me echa una mano? Mientras yo

fumigo, usted podría meter a las ratas muertas en el saco. Parece usted lo suficientemente

fuerte como para soportar la visión de los cuerpos hinchándose hasta reventar por el

veneno, y el hedor de la piel abrasada mientras las toxinas la corroen hasta fundirla.

–Acabo de recordar que tengo cosas importantes que hacer. Avíseme cuando termine,

estaré en el edificio de conserjería –dijo el encargado con la piel lívida.

Nick Rose rio una vez que estuvo completamente a solas, que era lo que realmente

quería. Sí, había venido a exterminar criaturas, pero no eran las ratas lo que tenía en

mente. Su objetivo era cazar al ser que había despertado su sentido especial, el don del

cazador.

Rose volvió a su vieja furgoneta, se puso el traje aislante de color amarillo y la

máscara anti-gas y cogió su bolsa de utensilios. Regresó a la casa, se aseguró de que todas

las puertas y ventanas de la planta baja estaban cerradas y se preparó para fumigar. De la

bolsa extrajo su equipo de fumigación especial, fabricado por él mismo, y tras sujetarse a

la espalda el recipiente que contenía su propio compuesto químico abrió el aspersor y

comenzó a matar ratas. Tardó un buen rato mientras rociaba cada habitación de la parte

inferior de la casa, eliminando a los roedores que habían invadido aquel hogar para

hacerlo propio.

Cuando terminó subió a la planta superior, repitiendo lo mismo una y otra vez hasta

que se vació el depósito del líquido mata-ratas. Registró cada rincón de la casa pero no

encontró nada anormal, solo los cadáveres de las ratas muertas.

Había decenas de ellas, sus restos esparcidos por el suelo, algunas de ellas agonizantes

aún. Rose comenzó a sudar bajo el traje, tanto por el trabajo en sí como porque se había

dado cuenta de dos hechos muy importantes. El primero era que el número de ratas era

demasiado elevado como para provenir de las obras del metro, además de que ninguna

otra casa del vecindario se había quejado por sufrir idéntica plaga. El segundo hecho que

le inquietaba era que su sentido de lo sobrenatural aún permanecía activo.

Pero, ¿dónde se ocultaba el monstruo?

La respuesta acudió a su mente casi al instante, pues era el único lugar del edificio

que aún no había registrado.

El garaje.

Rose volvió al vestíbulo y rebuscó en el interior de su bolsa de herramientas, hasta

que al fin encontró lo que buscaba. En la palma de su mano reposaba una caja de plástico

que al abrirla reveló su contenido, unas cuantas pequeñas jeringuillas con un misterioso

líquido azul dentro de ellas. Se arremangó el traje para descubrir el brazo izquierdo y se

inyectó el contenido de la jeringa. Luego guardó la caja otra vez en la bolsa y esperó a

que el Suero hiciese efecto utilizando la técnica oriental del Kokyu. Dicha técnica

consistía en una mezcla de concentración y respiración que aclaraba tanto su mente como

su espíritu, y que junto al Suero formaba parte de la preparación necesaria para la cacería.

De repente sintió un fuego líquido recorriéndole las venas, una sensación de euforia

que expandía sus sentidos al máximo así como su fuerza y resistencia. Ahora ya no era

Nick Rose el exterminador de plagas, sino el Cazador de Monstruos.

Salió al exterior y volvió a la furgoneta, guardando el traje y el equipo de fumigación.

De la bolsa sacó la herramienta infalible que seguramente iba a necesitar, una especie de

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escopeta recortada con un cargador especial preparado para la munición específica con la

que solía alimentarlo. Tras comprobar con satisfacción el arma, Rose se puso sobre la

cabeza su gorra de la suerte con el logo de los Hollow Riders y caminó hacia la puerta del

garaje.

Estaba cerrada, así que tras comprobar que no había nadie por allí que pudiese

entrometerse, Rose usó su fuerza aumentada gracias al fármaco potenciador que fluía por

todo su cuerpo. El metal chirrío con un cruel quejido al ser forzado sin poder resistir el

empuje del cazador.

El sentido del olfato de Rose captó con claridad el fuerte hedor, una fetidez que

mezclaba el olor de los excrementos con el de un animal que lleva días sin lavarse. Rose

buscó el interruptor de la luz pero vio que no funcionaba debido a que los cables habían

sido cortados en varios puntos, mordidos por algo mucho más grande que una rata común.

Confiando en su vista nocturna agudizada por el Suero, Rose penetró en la oscuridad

del garaje sigilosamente, con la mira de su arma preparada para lo que fuese que habitara

allí. Bajo las sombras se perfilaban las formas del cuatro por cuatro que el señor Wirwack

utilizaba los fines de semana, además de los gruesos tubos metálicos que conducían el

gas del depósito principal a la casa.

Rose se puso en tensión y giró rápidamente el cañón de su arma alertado por el sonido

de un objeto metálico que caía al suelo. Vio un rápido movimiento en la penumbra

seguido por el suave roce de unas pisadas amortiguadas, como las patas peludas de una

rata…solo que mucho más grande.

El cazador de monstruos se agazapó en la esquina de una gran estantería llena de

trastos y utensilios para el coche, sabiendo que ya no había más salida y que aquello que

estaba persiguiendo se encontraba con total certeza a tan solo unos pocos metros. Respiró

hondo, contuvo el aliento y giró la esquina dispuso a disparar.

Pero allí no había nada, tan solo la puerta de rejilla que daba acceso a la caldera de

gas, y que estaba cerrada con un grueso candado. Rose se arrodilló buscando entre los

objetos destartalados, basura e inmundicia que había en un rincón, con seguridad la

madriguera de la criatura. Sólo encontró pelo animal en gran cantidad.

Pelo de rata.

Se lanzó rodando por el suelo justo cuando algo cayó del techo sobre él. De un fuerte

tirón la criatura le arrancó la escopeta, y un doloroso zarpazo laceró su hombro izquierdo

atravesando la ropa protectora. Instintivamente Rose cogió lo primero que había a su

alcance, un pesado bote de pintura, y comenzó a golpear al monstruo una y otra vez sin

descanso.

El ser comenzó a lanzar un chillido agudo, protegiéndose de los golpes del cazador

con unos brazos largos y delgados, cubiertos de un suave vello y que terminaban en unas

garras de animal sucias y desaliñadas. La cabeza de la criatura poseía la estructura de una

rata, aunque su tamaño era humano, y lo mismo pasaba con el torso y las extremidades

inferiores. A aquel conjunto desagradable había que añadirle una larga y sinuosa cola que

salía de la base de la columna dorsal, y que no paraba de agitarse debido al dolor.

Cuando el hombre-rata quedó arrinconado por los golpes de Nick Rose, el instinto de

supervivencia lo encolerizó y le hizo arrojarse con furia sobre la pierna derecha del

cazador, hincándole sus dientes en la carne. Rose respondió con un codazo sobre su

cuello, pero el monstruo en lugar de soltarle se aferró a su pierna mordiendo con mayor

vigor. Rose tuvo que golpearle con todas sus fuerzas varias veces hasta que al fin el

hombre-rata aflojó su presa y retrocedió, lanzando un feroz chillido que dejaba abierta

una sucia boca repleta de dientes afilados y ensangrentados.

Entonces aquel ser mitad hombre y mitad animal giró la cabeza hacia la entrada del

garaje, olisqueando el aire como si estuviese percibiendo algo. Nick Rose también lo

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percibió aunque de un modo distinto, pues su sentido especial vibró al advertirle que se

aproximaba una nueva presencia sobrenatural.

El hombre-rata reaccionó con salvaje brusquedad y en lugar de enzarzarse en combate

con Rose prefirió quitárselo de encima, haciendo gala de una descomunal fuerza al volcar

sobre el cazador toda la pesada estantería abarrotada de objetos. Solamente los reflejos

potenciados de Rose le permitieron librarse de sufrir un descalabro, pero aun así quedó

atrapado bajo el peso de todo aquel andamio mientras el hombre-rata se alejaba de su

posición corriendo a toda velocidad. Aquello que se aproximaba provocaba en el ser

animal un miedo más profundo que su aversión a la luz solar del exterior.

Justo cuando la criatura cruzaba el umbral del garaje algo aún más rápido que ella la

cogió por sorpresa del pescuezo, alzándola del suelo mientras la contemplaba con cierta

curiosidad aunque sin ninguna lástima. El hombre-rata chilló una última vez antes de que

unas garras demoníacas separaran su cabeza chata y alargada de su cuello pequeño y

estrecho, regando con su sangre oscura la entrada al garaje.

Nick Rose vio desde su penosa posición como el recién llegado arrojaba el cadáver

decapitado del medio-animal como si fuese un muñeco roto para caminar hacia donde él

se encontraba. Al acercarse vio que algo en aquella silueta le era familiar.

–¿Quién eres? –preguntó Rose empujando con su fuerza aumentada la pesada

estantería.

El metal crujió cuando el recién llegado ayudó a Nick a liberarse de todo aquel peso,

apartando entre ambos con facilidad la estantería.

–¿Es que ya no me reconoces, hermanito?

Nick Rose se quedó boquiabierto por la sorpresa al ver como la mano tendida hacia él

para ayudarle a levantarse pertenecía a su hermano, Kevin Rose.

El hombre poseído por el demonio oscuro conocido como Black Devil.

***

En el Baby’s Hall, un truculento antro del barrio latino de Green Leaf, los hermanos

Rose estaban sentados uno frente al otro bebiendo cerveza. Más que una reunión familiar

parecía un combate de boxeo, pues a un lado del ring estaba el joven cazador de monstruos

Nick Rose y al otro el demonio Black Devil, oculto ahora bajo el caparazón de Kevin

Rose.

–¿Cómo está madre? –preguntó Kevin a su hermano menor.

–Ahora está muy bien. Sufrió mucho cuando supo de tu vuelta, aunque ella siempre

mantuvo la esperanza de que siguieses con vida.

–¿Pero tú no, eh? Seguro que pensabas que aquellos mamarrachos de Bussler Green

habían acabado con este menda. Pero ya sabes que los Rose somos muy duros –Kevin

golpeó amistosamente a su hermano y dio un trago a su bebida.

En ese momento el dueño del local aumentó el volumen del televisor, que estaba

dando las noticias del Hollow Channel TV. El locutor narraba algo sobre una explosión

de gas en una casa del barrio de Atherthon, un accidente que había terminado con un

espectacular incendio que había arrasado todo el lugar.

Nick Rose sonrió al imaginar la cara que pondría el señor Wirwack cuando regresase

y viese lo que le había ocurrido a su pequeña mansión. El encargado de las viviendas aún

estaría con los ojos abiertos leyendo el informe de Rose sobre los agujeros hechos por las

ratas en los conductos del gas. Una pequeña chispa en cualquier lugar de la zona y adiós

muy buenas.

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–Esa cosa era una de ellas, ¿verdad Nick? –preguntó Kevin–. Una de las criaturas que

estaban confinadas en aquellas cápsulas, al igual que yo, y que escaparon tras el

hundimiento de los túneles25.

–Creo que sí, Kevin, y debe ser la última. Desde que terminó todo aquello no he hecho

más que ir detrás de todos los seres sobrenaturales que escaparon, y puedo decir que he

limpiado Hollow City a conciencia. Hasta ahora –Nick miró a su hermano con cierta

tensión.

–Tranqui, colega, que soy tu hermano mayor. Recuerda que ya te salvé el culo una

vez, y hace un rato creo que también lo estabas pasando mal antes de aparecer yo. No irás

ahora a venirme con el cuento de que tienes que cazarme porque soy un chico malo, ¿no?

–Salvarme no te da derecho a ir matando por ahí sin control.

–Soy yo quien controla las voces, hermano, soy el guardián de mi propio umbral –

Kevin se señaló su sien–. Yo decido cuando abrir la puerta a Black Devil, recuérdalo bien,

hermanito.

–De verdad, Kevin, dime para que has vuelto a Hollow City, además de para seguir

tocándome los…

El sonido del teléfono móvil de Nick cortó de raíz la discusión, rebajando la tensión

que flotaba en el ambiente a raíz de ella. Nick vio que el que llamaba era su amigo Billy

Jones, el chico que una vez había salvado en los suburbios de las garras de otro de los

monstruos que moraban en la oscuridad.

–¿Qué quieres, Billy?

–¡Nick, tienes que venir rápido a la Guarida! –la voz del joven sonaba muy alterada.

–¿Qué es lo que ocurre, amigo?

–¡Ven enseguida, es por Fat Boy! ¡Su padre ha desaparecido!

Con el aparato aún apoyado sobre su oreja, Nick vio sonreír a su hermano.

–¿Lo ves, Nicky? El destino quiere que otra vez los hermanos Rose vuelvan a unir sus

fuerzas, como en los viejos tiempos. Las voces tenían razón al decir que ibas a necesitar

mi ayuda.

Rose cerró los ojos suspirando, pues sabía que no iba a poder deshacerse de la

presencia de su hermano. Si ya era difícil ser un cazador de monstruos en una ciudad

como Hollow City, más aún iba a serlo con un ser poseído pegado a sus talones. En

momentos como ese se preguntaba por qué no se habría dedicado a estudiar o a practicar

algún deporte en lugar de dedicarse a exterminar seres malignos por oscuros y estrechos

callejones.

***

Los hermanos Rose se apearon de la furgoneta de Nick en una calle cercana a la

Guarida, el antro de okupas donde se reunían un grupo de jóvenes rebeldes amantes del

mundo paranormal, los Buscadores de la Verdad. Aunque nadie en su sano juicio dejaría

a solas su vehículo más de cinco minutos en aquel peligroso barrio, allí todos sabían cómo

se las gastaba el dueño de la furgoneta. Nick Rose podía sentir como a cada paso que daba

las miradas de todo el mundo se clavaban en él, unos pocos admirándole por lo que hacía

y muchos más temiéndole por lo mismo.

Los Rose se detuvieron ante la puerta de una destartalada casa de tres plantas, con la

fachada cubierta de decenas de pinturas grafíticas. Una de las pintadas contenía el

logotipo de la vivienda, con las palabras «La Guarida» escritas con grandes letras.

25 Ver H.C. Nº 8, La Guerra Secreta.

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–Así que aquí es donde tienes escondidos a tus amiguitos, ¿eh? –dijo Kevin con una

sonrisa.

–Los chicos y yo nos ayudamos mutuamente. Información a cambio de protección,

más o menos. Por cierto, quédate calladito y déjame hablar a mí, ¿quieres? –advirtió Nick

a su hermano.

–Vale, Nick, tú eres el jefe –Kevin levantó las palmas de las manos con un gesto

defensivo.

El cazador de monstruos golpeó la estropeada puerta con los nudillos varias veces,

con una cadencia rítmica que significaba una señal secreta conocida por muy pocos. En

un instante la mirilla de la parte superior se abrió, revelando un par de jóvenes ojos que

escrutaron profundamente a ambos visitantes. Tras cerrarse la portezuela, se escuchó el

sonido de múltiples cerrojos al descorrerse, y luego una muchacha con la cabeza afeitada

les abrió la puerta.

–Sube arriba, Marianne te está esperando –dijo la chica dirigiéndose a Nick–. Pero

este tipo que te acompaña se queda aquí.

Kevin le lanzó una mirada desafiante a la chica, poniendo los ojos de un color negro

intenso. La joven se sintió presa de una sensación de pánico que la hizo retroceder unos

pasos mientras observaba aquellos ojos fríos y oscuros. Levantando un brazo tembloroso

señaló hacia unas escaleras que conducían a la planta superior, invitándoles a subir con

un gesto silencioso.

–Contrólate, Kevin –advirtió Nick a su hermano mientras subían los peldaños.

–Tranqui, hermanito, era sólo una broma –rio Kevin.

Una vez en la planta superior recorrieron un estrecho pasillo hasta llegar a una puerta

cerrada. Antes de poder llamar la puerta se abrió, revelando la amplia habitación donde

se ubicaba el corazón de la Guarida. Una ligera humareda acompañada de un fuerte hedor

les dio la bienvenida, fruto de mantener la sala con las ventanas cerradas y de fumar

cigarrillos sin parar. Lo hermanos Rose tuvieron que tener cuidado para no tropezar con

la extensa red de cables que conectaban una gran cantidad de ordenadores de última

generación, todos ellos tuneados con piezas de hardware cuya procedencia era mejor no

preguntar.

–¡Nick! Me alegro de que hayas venido –dijo Marianne, una joven rubia cubierta de

maquillaje blanco y pequeños piercings que vestía de un ajustado y sugerente cuero

negro.

–Yo también me alegro de verte. Espero que no os importe que haya traído a mi

hermano –Nick señaló con el pulgar hacia donde estaba Kevin, el cual torció la boca en

una sonrisa lupina como saludo.

–Cuantos más mejor –dijo un chico vestido con vaqueros y una chaqueta negra que

imitaba el propio estilo de Nick.

–Billy Jones –Nick le dedicó una sonrisa amistosa–. Veo que lo de apartarse del

peligro no va contigo. El Padre García te echaría una buena bronca si supiese con que

compañías andas.

Billy Jones no dijo nada, aunque su rostro ruborizado demostraba cierto sentimiento

de culpabilidad. Marianne intervino para evitar cualquier discusión, señalando hacia un

sillón donde descansaba un muchacho pelirrojo de rostro pecoso y estómago prominente.

–Ese es el motivo por el que te hemos llamado, Nick. Fat Boy, cuéntale a Nick lo que

nos has dicho a Billy y a mí –dijo Marianne posando una mano suavemente en el hombro

del joven gordito.

Fat Boy alzó el rostro y Nick pudo ver sus ojos enrojecidos y acuosos, además de las

marcas de la fatiga. Posiblemente aquel chico había pasado toda la última noche llorando

a lágrima viva y sin haber conciliado el sueño. ¿En qué problema se habría metido?

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–Se trata de mi padre –dijo el chico sonándose la nariz con un pañuelo–. Ha

desaparecido.

–¿Desaparecido? –inquirió Nick–. ¿Cómo es eso?

–Mis padres están divorciados, ya sabéis, y por eso me gusta pasar el tiempo aquí en

la Guarida. Esta semana me toca estar con mi padre, que es pintor en un estudio mugriento

en el barrio de Balmer Street. Habíamos quedado en ir a comer a una pizzería cercana,

pero como tardaba en venir y no contestaba al móvil fui a su casa para ver que ocurría.

Como tengo llave entré en el estudio y me encontré…

Fat Boy detuvo su narración al sentir como su voz temblorosa casi se negaba a salir

por la emoción. Dos surcos acuosos descendieron de sus globos oculares por sus gruesos

mofletes llenos de pecas, hasta que todos los presentes le instaron a que continuara su

historia.

–Veréis, mi padre es un artista de esos a los que a veces se le va la olla, y en casa es

un desastre. Pero toda la vivienda estaba literalmente arrasada, como si un huracán

hubiese entrado allí. No soy ningún lince excepto para los ordenadores, pero allí se había

peleado gente, Y había…sangre.

–¡Bah! –exclamó Kevin despectivamente–. Este enano cara de hamburguesa nos está

haciendo perder el tiempo. Seguramente su viejo se habrá puesto de vuelta tras haberse

fumado algo y estará pudriéndose en algún hospital de mala muerte, o en casa de alguna

fulana.

Billy Jones y Marianne no se contuvieron y defendieron a su amigo, reprochándole al

mayor de los Rose su comportamiento con el pobre Fat Boy. Viendo que la cosa podía ir

a más, Nick intervino y calmó los ánimos, preguntando al pecoso sobre las costumbres

de su padre y si solía meterse en líos.

–Mi padre es un poco raro, pero nunca se ha metido en peleas. Lo único que le gusta

es pintar cuadros en su estudio para malvivir, y además nunca me dejaría en la estacada.

Algo le ha pasado, estoy seguro.

–¿Y por qué habéis acudido a mí y no a la policía? –preguntó Nick.

–¿La pasma? –Marianne se llevó las manos a la cabeza ante la pregunta del cazador

de monstruos–. ¡Claro, hombre! El padre de Fat Boy tiene antecedentes por consumo de

hierba y alcoholismo, y muchas veces se lo han encontrado vagando por las calles o tirado

en algún rincón. Y nuestro amigo es menor de edad, si los servicios sociales se enterasen

de que prácticamente vive aquí por la dejadez de sus padres, lo enviarían a un centro de

menores muy lejos de aquí. Nosotros somos una familia, Nick, no debería tener que

recordártelo precisamente a ti.

Nick Rose vio como los jóvenes Buscadores de la Verdad lo miraban, viéndose

reflejado en ellos con más claridad que ante un espejo pues una vez él mismo se había

encontrado en una situación similar. Un mal padre que gracias a dios había dejado este

mundo antes de hora, un hermano metido en bandas callejeras que dio con sus huesos en

la cárcel, una infancia dura en los suburbios de Green Leaf… Y todo ello unido al

despertar de su consciencia respecto a un mundo oscuro que se hallaba oculto a la vista

de todos, excepto para aquellos que compartían el don de percibir a los seres aterradores

que lo poblaban en la noche. Si Nick había sobrevivido a todo aquello había sido porque

había encontrado a su maestro y mentor John Reeves, el hombre que lo había acogido

como a su propio hijo, tratándole como a uno más en la familia de los cazadores.

–En eso tienen razón estos chavales, Nicky –dijo Kevin–. La familia tiene que estar

unida, no se puede dejar atrás.

Nick apretó los puños y cerró los ojos, dando un fuerte suspiro. Lo único que le faltaba

era escuchar a su hermano medio demonio soltarle un sermón sobre responsabilidad

familiar.

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–Está bien, iré –cedió finalmente–. Kevin y yo echaremos un vistazo a ver que

podemos sacar en claro, pero como no sea nada os acordaréis de mí.

–¡Oh, Nick! Sabía que podíamos confiar en ti –Marianne se acercó a él y le estampó

un sonoro beso en una mejilla, lo cual no le sentó especialmente bien a Billy Jones, el

cual desvió el rostro en un ataque de celos ante la mirada divertida de Kevin Rose.

–¡Por fin un poco de acción para los hermanos Rose! –rio Kevin–. Esto va a ser la

leche.

***

Balmer Street era un barrio más de Hollow City, sin la peligrosidad de Sawmill Street

o Green Leaf, ambos suburbios propiedad de la delincuencia callejera que se cebaba sobre

ellos cuando eran envueltos por las alargadas sombras de la noche. Sin embargo en

aquellas horas oscuras su aspecto no se distinguía mucho de aquellos, y daba la sensación

de que era más fácil que a uno le tocase la lotería que salir indemne sin haber sido víctima

de alguno de los muchos delitos que a diario se cometían en las calles de Hollow City. Al

menos en Sawmill Street había dos lugares seguros como la Iglesia de Saint Patrick

regentada por el Padre García y la tienda del anticuario John Reeves. En Balmer Street

no existía ningún refugio semejante, solo una sucesión de casas centenarias que databan

de los primeros años de construcción de la ciudad.

Los hermanos Rose bajaron de la furgoneta de Nick y alcanzaron uno de los pequeños

y decrépitos edificios que ocupaban la manzana, que más que viviendas parecían viejos

ataúdes que apuntaban al cielo nocturno buscando la salvación de las almas que

mantenían atrapadas en su interior. Utilizando las llaves de Fat Boy abrieron el portal y

tras cruzar el lóbrego vestíbulo subieron por las escaleras hasta llegar frente al

apartamento donde residía el supuestamente desaparecido padre del chico.

–Ni siquiera hay nombre en la puerta –observó Kevin mientras su hermano introducía

la llave en la cerradura.

–Según Fat Boy, su padre vive de alquiler y no llevaba mucho tiempo en este lugar.

Como muchos de los artistas frustrados que terminan deambulando por las calles de

Hollow City después de que la ciudad terminase devorando sus sueños e ilusiones –

contestó Nick.

Ambos hermanos entraron en el apartamento, dándose de bruces contra el desorden

anunciado previamente por el chico en la Guarida. Sin embargo su descripción se había

quedado corta, pues ningún rincón de la casa había quedado sin revolver. Muebles rotos,

objetos esparcidos por doquier, cajones con los contenidos volcados sobre el suelo… La

vivienda había sido registrada a fondo.

–¿Qué diablos ha pasado aquí? –preguntó Nick.

–Hermano, o el padre del mocoso se ha vuelto loco o alguien estaba buscando algo a

conciencia –respondió Kevin observando la escena.

Los Rose buscaron algún indicio en la casa que les aclarara lo que había sucedido o

donde podría hallarse el padre de Fat Boy, pero solo hallaron unas pocas manchas de

sangre sobre la sucia moqueta del salón y algunos cuadros que el pintor no había podido

vender.

–Esta sangre aquí y allá indican que hubo una pelea, como dijo tu amigo –dijo Kevin

fijándose en la distribución de las manchas–. Aunque yo más bien diría que le dieron una

buena tunda.

–Tal vez el tipo estuviese metido en asuntos de préstamos impagados, y alguien vino

a cobrar la deuda. Y tal vez se la cobraron de algún modo –Nick se fijó en un caballete

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que pese a no sostener ningún cuadro era el único objeto que no había sido víctima de

violencia alguna.

–¿Quieres decir que se llevaron un cuadro de este tío? Pero fíjate en el resto que hay

aquí, son tan cutres que ni siquiera servirían para adornar las paredes del Baby’s Hall.

¿Quién iba a querer quedarse un cuadro así?

–Kevin, ¿desde cuando eres un experto en arte? Pero si te escapabas de las excursiones

a los museos para irte a fumar en cualquier callejón –se burló Nick de su hermano–. Pero

si alguien vino, registró el apartamento en busca de algo de valor, luego zurró al pintor y

finalmente se llevó el cuadro tras no lograr algo mejor, ¿dónde está ahora el hombre?

Kevin iba a responder cuando de repente se volvió hacia la puerta del apartamento,

haciendo un gesto a Nick para darle a entender que había escuchado algo. Ambos se

acercaron sigilosamente hasta quedar cada uno a un lado de la entrada, y Kevin hizo un

gesto a Nick para que se preparase mientras él abría la puerta. El mayor de los Rose tiró

del picaporte con rapidez y dio un tirón, haciendo que la persona que estaba apoyada al

otro lado de la puerta intentando escuchar perdiese el equilibrio y cayese de rodillas al

suelo.

–¡Por favor, no me hagáis daño! No diré nada a la policía, os lo juro –dijo la anciana

de pelo canoso y piel arrugada que tenían delante, visiblemente alterada.

–¡Vieja, debería darle vergüenza! A su edad y fisgando detrás de las puertas –riñó

Kevin a la mujer.

–¿Quién es usted y que hace aquí? –preguntó Nick.

–Soy la señora Polly, la propietaria de la mayor parte del edificio, soy la casera de

varios de estos apartamentos, incluido éste. Anoche escuché unos ruidos muy fuertes y

varios hombres que gritaban, entre ellos el inquilino, el señor Walter Collins.

–¿Pudo oír sobre que hablaban? –interrogó Nick.

–¿Y por qué tengo que contestarles? –la señora Polly se levantó y se alisó el vestido,

recomponiendo la compostura–. No les conozco de nada.

–Señora, somos amigos del señor Collins y de su hijo, solo queremos saber si anda

metido en problemas para ayudarle.

La anciana casera se quedó un momento mirando hacia los dos hombres, y tras

pensarlo decidió que no le haría ningún daño contar lo que sabía.

–Está bien, lo único que sé es que hubo una gran tensión, y tras los gritos y los golpes

comenzaron los alaridos de angustia. ¡Parecía que estaban torturando al pobre señor

Collins!

–Y no se le ocurrió llamar a la pasma, ¿eh vieja? –dijo despectivamente Kevin.

–Hace tiempo ya tuve un inquilino que era policía, el señor O’Sullivan, y con ese tuve

más que suficiente. ¡Nada de policías! No señor, ya lo decía mi difunto marido que en

gloria esté, si quieres que…

–Señora, al grano –interrumpió Nick impaciente–. ¿Qué pasó después?

–Tuve miedo, por supuesto, pero al final bajé en silencio un tramo de las escaleras

justo a tiempo para atisbar como salían tres hombres, dos de ellos sujetando al señor

Collins, que parecía inconsciente, y el otro con un gran bulto bajo el brazo.

–¿Un bulto? ¿Podía ser un cuadro? –preguntó Kevin.

–Bueno, estaba oscuro, pero sí, podría tratarse de un cuadro. El señor Collins es pintor,

no muy bueno, ya me entiende, y pasa mucho tiempo en la Facultad de Bellas Artes de la

Universidad de Hollow City. Una vez quiso regalarme un cuadro en lugar de pagarme el

alquiler, el muy granuja, y luego otra vez quería pintar un retrato mío diciendo…

Los hermanos Rose se miraron entre ellos a punto de bostezar de aburrimiento, y tras

ver que era inútil sacar nada más a la señora Polly decidieron continuar la investigación

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por otro lado. Tras despedirse de la casera prometiéndola que darían con el señor Collins,

Kevin y Nick se metieron en la furgoneta.

–Bueno, parece ser que el tal Walter Collins está metido en un buen lío. ¿Cómo

diablos vamos a dar con él? –dijo Kevin.

–Pues resulta que gracias a la señora Polly he recordado que tengo un amigo que tal

vez pueda ayudarnos –respondió Nick sacando su teléfono móvil y marcando un número.

El cazador de monstruos no tuvo que esperar mucho para escuchar una voz femenina

que habló con una entonación firme y rutinaria a la vez:

–Comisaría Central de Hollow City. ¿En qué puedo ayudarle?

Kevin casi saltó de su asiento al escuchar cómo su hermano menor respondía la

pregunta:

–Necesito hablar con el agente Paul O’Sullivan, dígale que es urgente –Nick se volvió

hacia Kevin justo antes de que éste replicase–. Sí, ya sé que los chicos no querían

involucrar a la policía, pero este tipo es amigo mío y lo mantendrá en secreto. Confía en

mí, sé lo que hago.

***

Walter Collins abrió los ojos con esfuerzo, observando el grupo de cuatro hombres a

su alrededor que vigilaban todos sus movimientos. De todas formas no podía ir muy lejos,

atado de pies y manos a una silla, débil y con el rostro ensangrentado. Con una ceja

partida, los labios hinchados y varios huesos del cuerpo fracturados el pintor no

presentaba ninguna amenaza para aquellos hombres vestidos de negro, altos y fornidos.

Habían ido a su casa, y tras registrar la vivienda a fondo y hacerle mil preguntas

relacionadas con su último cuadro recién terminado, le habían dado una paliza para luego

secuestrarlo y llevarlo a un lugar desconocido. Tras amenazarle y torturarle durante todo

el día Collins solamente quería que le dejasen en paz, y estaba dispuesto a decirles todo

lo que querían saber. El único problema era que no tenía ni idea de lo que querían aquellos

tipos.

Uno de ellos desvió la mirada hacia la mano derecha, donde un sello dorado rodeaba

el nacimiento de su dedo índice, al igual que el resto de sus compañeros. Cerró los ojos

unos segundos como si estuviese concentrándose en algo, y a continuación se dirigió

hacia Collins.

–Ahora veremos si nos has dicho la verdad o bien nos estás ocultando algo –dijo con

un fuerte acento alemán–. El Observador está aquí.

Algo tanto en su forma de pronunciar aquellas palabras como en su sonrisa siniestra

alarmó al indefenso artista, el cual pudo contemplar a través de sus lágrimas mezcladas

con sangre como una puerta se abría en la oscura sala por la que entró un hombre rubio

vestido con un impecable traje negro de factura elegante. El recién llegado miró uno por

uno a sus cuatro subordinados, los cuales bajaron la cabeza en señal de respeto y tal vez

de vergüenza. Tras coger una silla se sentó lo suficientemente cerca para que Walter

Collins pudiera ver su cara, una máscara impasible y seria en cuyos ojos azules y fríos no

podía atisbarse emoción alguna.

–Muy bien, herr Collins –dijo el hombre rubio con el mismo acento alemán que sus

compañeros–. Iré directo al grano, como le gusta a la mayoría de americanos. Usted ha

pintado hace poco ese cuadro –señaló hacia una mesa cercana donde descansaba la obra

de arte sustraída del apartamento del artista–. Creo que lo ha titulado «La Revelación de

Amón-Ra», el dios egipcio del sol. Solo quiero que me diga de dónde sacó la inspiración

para realizar esta obra…tan interesante.

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–Ya se lo he dicho a sus amigos, simplemente me surgió la idea tras leer algunos libros

y documentarme un poco por internet. Por favor, no he hecho nada, déjenme en paz de

una vez –suplicó Collins.

–Me gustaría creerle, herr Collins, pero debo estar seguro. Algunos amigos míos se

han enterado de la existencia de este cuadro y se han sentido un poco…interesados. No

se preocupe, no le dolerá mucho. Creo.

Tras quitarse los guantes de cuero oscuros que cubrían sus manos, el Observador

colocó sus dedos en las sienes del pintor, esbozando una siniestra sonrisa. Collins pudo

ver que el anillo dorado con forma de ojo de su índice derecho brilló levemente, y luego

sintió una enorme presión en el interior de su cabeza. El dolor le hizo cerrar los ojos y

gritar angustiosamente, mientras notaba como su mente se abría como la fruta madura

ante una extraña fuerza invasora. Cientos de imágenes comenzaron a desfilar en su

cerebro a velocidad vertiginosa, como si estuviera contemplando los vagones de un metro

interminable viajando a la velocidad de la luz. Su cuerpo no pudo soportar aquel poder

intrusivo y pronto comenzó a sangrar por la nariz y los ojos, mientras el dolor se hacía

cada vez más insoportable.

El Observador rompió la expresión adusta de su rostro en una mueca de demente

satisfacción al sentir como todas las barreras mentales naturales de su víctima caían una

tras otra como un castillo de naipes ante una fuerte brisa, manteniendo la presión de su

ataque mental a pesar de que Collins sangraba ahora también por la boca y los oídos.

Unos segundos más y pronto toda la mente de aquel hombre caería bajo su dominio

absoluto, por lo que podría bucear entre sus recuerdos para obtener el conocimiento que

buscaba.

Entonces uno de los cuatro Agentes se percató de una ligera vibración en el sello

dorado que portaba, y comprendiendo al instante su significado lanzó una breve orden de

advertencia a sus compañeros.

–Señor, debemos irnos, nos han descubierto –interrumpió el Agente posando

ligeramente una mano sobre el hombro de su jefe–. Debemos abandonar la casa.

El Observador retiró muy a su pesar las manos de la cabeza de Collins, el cual estaba

inconsciente a causa de la agresión psíquica, con la sangre manando por todos los orificios

de su cuerpo.

–¿Cómo es posible que nos hayan descubierto? ¿Acaso alguien os siguió después de

que os llevarais al señor Collins? –preguntó el Observador a sus cuatro pupilos.

–Es imposible, mantuvimos todas las precauciones de siempre –contestó Adam, el

discípulo aventajado del Observador y el que más tiempo llevaba trabajando para él.

Entonces el más joven de todos los Agentes, un muchacho con aspecto de estudiante

de facultad que estaba desempeñando su primera misión en la organización, se movió

visiblemente nervioso y cabizbajo.

–¿Hay algo que quieras confesar a tu señor, Hugo? –el Observador clavó sus ojos de

hielo azul en el muchacho.

–Esto…, ejem…, señor –Hugo se rascó la cabeza sin encontrar las palabras

adecuadas– creo que tal vez sea a causa de esto. Juro que no fue mi intención, no sabía

que fuera a pasar nada malo…

El joven Hugo sacó de su bolsillo el teléfono móvil de Walter Collins, y el Observador

cerró los ojos, para luego lanzar una mirada de decepción al Agente principiante.

–Hugo, tu error nos ha puesto en peligro a todos. Y Damian –el hombre rubio se

dirigió hacia otro de los Agentes– tú eras el encargado de supervisarlo, así que los dos

tendréis la oportunidad de corregir vuestro error. Protegeréis nuestra retirada y retrasaréis

todo lo posible al enemigo. Adam, Gerald, coged a este despojo y venid conmigo,

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saldremos por la parte de atrás. Nos veremos más tarde en el punto de encuentro –ordenó

el Observador.

–¿Qué hacemos con el cuadro, señor? –preguntó Adam.

–Cogedlo.

***

Los hermanos Rose se adentraron en la penumbra de un estrecho callejón

aprovechando que no había nadie cerca. Mientras Nick palpaba la recortada especial

escondida bajo su cazadora negra, Kevin intentaba escuchar las voces del interior de su

cabeza que comenzaban a susurrarle la bienvenida.

–Debe ser por aquí, en alguna de estas viejas casas –dijo Nick–. O’Sullivan rastreó el

móvil de Walter Collins hasta este lugar.

–Creo que tu compadre de la poli tenía razón, hermano. Las voces…me

hablan…sienten algo distinto…dicen que está ahí.

Mientras Kevin apuntaba con su índice hacia un antiguo almacén abandonado, Nick

no pudo dejar de inquietarse al ver cómo su hermano volvía a caer bajo el influjo de las

voces demoníacas que habitaban en lo más profundo de su alma, y que cuando tomaban

posesión de su ser lo transformaban en el imparable y descontrolado ser oscuro llamado

Black Devil. Nick ya había tenido que lidiar contra el lado malvado de su hermano y

esperaba no tener que volver a hacerlo, aunque si se encontraba ante dicha tesitura tenía

un par de cartuchos especiales para ello.

–De acuerdo, daremos primero un rodeo y veremos la mejor forma de…

Nick dejó de hablar al ver cómo los ojos de Kevin se volvían de un intenso color negro

y abría la puerta cerrada con un golpe seco. Al decir adiós al sigilo y la sorpresa, Nick

sacó su arma y siguió a su hermano al interior del almacén. El lugar estaba oscuro y sucio,

lleno de polvo y trastos abandonados además de maquinarias inservibles que ocupaban

gran parte del espacio. Al encender su linterna, Nick vio enseguida un rastro de pisadas

en el suelo que desaparecían por una puerta metálica al fondo del almacén. Por debajo de

ella podía apreciarse un débil brillo luminoso que indicaba la presencia de alguien al otro

lado.

De repente la puerta se abrió y dos hombres salieron por ella, un tipo moreno y fuerte

con la cabeza cuadrada y un veinteañero con ojos saltones y grandes orejas. Ambos

vestían de negro y parecían desarmados, aunque miraban desafiantes a los dos hermanos.

–¿Dónde está Walter Collins? –preguntó Nick, encañonando su escopeta hacia los

desconocidos.

–Cuidado hermano, las voces me dicen que no son lo que parecen…

Apenas Kevin había pronunciado esas palabras cuando los tipos vestidos de negro

extendieron sus manos derechas hacia los Rose. Una pesada caja de herramientas voló

directamente desde un rincón hacia la cabeza de Kevin, aunque este hizo gala de sus

grandes reflejos echándose a un lado antes de ser golpeado. Sin embargo Nick fue

sorprendido por el ataque de una manguera industrial que se enroscó a su alrededor,

impidiéndole disparar su arma y manteniéndole sujeto.

–¿Pero qué demonios es esto? –gritó Kevin, esquivando una y otra vez los objetos que

volaban hacia él una y otra vez.

–¡Magia! –respondió Nick–. Por eso mi sentido de lo sobrenatural no ha advertido

nada. Estos tipos están usando algún tipo de magia.

El hombre de la cabeza cuadrada sonrió, concentrándose en usar sus poderes para

enviarle una verdadera lluvia de proyectiles a Kevin. El joven de los ojos saltones se

divertía moviendo su mano derecha en una serie de gestos sinuosos, replicados por parte

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de la manguera de polietileno que ahora ascendió por el cuerpo de Nick hasta llegar a su

cuello.

Kevin realizó un salto prodigioso hacia su atacante, pero antes de lograr alcanzarlo un

pesado extintor le golpeó la cabeza y le hizo desplomarse al suelo. Nick contempló con

horror como su hermano desaparecía bajo un montón de chatarra, utensilios y otros

enseres quedando completamente sepultado. Cabeza Cuadrada rio divertido y apremió a

su joven compañero para que terminase con Nick como él mismo había acabado con

Kevin.

Nick sintió la presión férrea de la manguera sobre su tráquea, asfixiándole y dejándole

sin fuerzas. Pronto el dolor dejaría paso a una sensación de vértigo, un mareo que

terminaría en la placidez de la oscuridad total. El oxígeno ya no llegaba a sus pulmones

y pronto la inconsciencia se abalanzaría sobre él con los brazos abiertos.

Entonces toda la montaña de objetos que cubrían a Kevin explotó súbitamente,

dispersándose por toda la zona y haciendo que los dos magos perdieran su concentración

por un momento. Allí, de pie y con la sangre resbalándole húmedamente por la herida en

la cabeza, estaba la figura de Kevin completamente transformada. Su rostro desencajado

era una máscara de puro odio, la ira brillaba en sus ojos hechos de oscuridad mientras los

músculos de su cuerpo hinchaban su camiseta como si ésta fuese ahora dos tallas inferior.

Kevin Rose se había ido, el que estaba allí era ahora…Black Devil.

Cabeza cuadrada se recuperó de la sorpresa y volvió a usar el poder que provenía del

sello dorado para usar la puerta metálica de una taquilla contra la criatura que tenía

delante. Pero Black Devil era un ser creado por fuerzas infernales muy poderosas,

demostrándolo al agarrar al vuelo el arma arrojadiza y usar su borde inferior como arma

cortante contra la mano derecha del mago. Cabeza Cuadrada gritó de dolor agarrándose

el muñón ensangrentando, su poder desvanecido al serle arrebatado el sello dorado junto

a su mano. El siguiente ataque de Black Devil le hundió todos los huesos del cráneo,

matándolo en el acto.

Nick aprovechó la ocasión para hacer un último esfuerzo ahora que el chico de los

ojos de rana había dejado de concentrarse en él, y tras liberar el brazo que aún sujetaba la

recortada decidió disparar sin apuntar, cerrando los ojos y realizando un neicún-gongjí o

ataque de memoria, una de las disciplinas orientales que eran parte de su aprendizaje

como cazador de monstruos. A pesar del dolor en su garganta y de estar a un paso del

desfallecimiento por el escaso flujo sanguíneo del cerebro, Nick disparó una única vez

con su arma hacia donde «recordaba» que estaba situado su contrincante. La recortada

especial del cazador tronó y del muchacho no quedó rastro ni sus ojos saltones ni sus

grandes orejas, solo restos sanguinolentos que regaron el suelo del almacén.

Black Devil arrancó la manguera del cuerpo de Nick y tras un instante de

recuperación ambos se adentraron por la puerta por la que habían irrumpido los hombres

de negro. Un resplandor anaranjado iluminaba una amplia sección que prolongaba el

almacén, lo que antiguamente había servido para dar cobijo a los vehículos de carga y

cuyo espacio estaba ahora ocupado por dos coches. Un Ford Mustang de impecable

factura y color rojo se hallaba junto a un despampanante Mercedes Berlinga de Clase S

de color plateado, este último con el motor en funcionamiento esperando a que terminasen

de subir sus próximos ocupantes.

Nick se fijó en que uno de los hombres portaba un cuadro, y antes de que entrara en

el Mercedes tuvo tiempo de retener la imagen de una figura con cuerpo de hombre y

cabeza de halcón, con un resplandeciente sol de fondo, cuya mano derecha sujetaba un

reluciente cetro dorado. Un segundo después la imagen se desvaneció en el interior del

vehículo junto a su portador.

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Black Devil se lanzó hacia el grupo de hombres al ver que uno de ellos estaba

colocando a una persona atada y con las ropas manchadas de sangre en la parte de atrás

del Mercedes plateado. Tal era su velocidad que superó a Nick en varios metros en su

carrera, hasta estar muy próximo de un hombre rubio y vestido con un traje negro de alto

diseño. El desconocido esbozó una sonrisa que poco tenía de amabilidad y señaló con su

mano enguantada hacia el otro vehículo, para a continuación moverla con rapidez hacia

el lado contrario. Mientras una débil luminiscencia rodeaba el guante se produjo un efecto

sorprendente que cogió completamente desprevenido a Black Devil, pues el Mustang rojo

se movió con celeridad duplicando el movimiento que había hecho el desconocido con la

mano, pese a que el motor no estaba encendido. El coche embistió al poseído con un golpe

seco que hizo resonar un crujir de huesos espeluznante, un impacto tan brutal que lo

desplazó varios metros hasta que su cuerpo chocó contra la pared del almacén.

–¡Kevin, no! –gritó Nick enfurecido mientras apuntaba su arma y disparaba hacia el

atacante de su hermano.

La recortada vomitó plomo al tiempo que rugía ensordecedoramente, alcanzando de

pleno a su objetivo el cual fue impulsado hacia atrás hasta que su cuerpo chocó contra el

Mercedes. Pero Nick no se esperaba lo que iba a ocurrir a continuación, pues con horror

vio que un fulgor verdoso sobresalía bajo la camisa del hombre rubio, el cual se incorporó

clavando sobre él sus fríos ojos azules. La munición fragmentada que no había llegado a

penetrar en el cuerpo del Observador cayó al suelo mientras se la sacudía de encima como

si fuesen molestos granos de arena.

–Auf wiedersehen –dijo el Observador mirando a Nick.

Una vez más el extraño resplandor apareció alrededor del guante derecho del alemán,

el cual simplemente cerró su puño y lo desplazó en dirección a Nick, como si estuviese

golpeándole pese a que se hallaba a cierta distancia. Seguidamente apareció en el aire

como por arte de magia un enorme puño hecho de energía solidificada del tamaño algo

más pequeño que un hombre, y antes de que Nick pudiese hacer algo por evitarlo fue

golpeado por aquella monstruosidad de tal forma que rodó hacia atrás varios metros.

Cuando el cazador de monstruos se incorporó jadeando y escupiendo sangre a través

de sus labios partidos solo pudo contemplar como el Mercedes se alejaba atravesando la

puerta del almacén y perdiéndose de vista a medida que se adentraba en la oscuridad que

envolvía las calles. Tras recoger su arma se dirigió hacia donde estaba su hermano, el cual

poco a poco se iba poniendo en pie tras asumir de nuevo su forma humana. Sin duda,

Black Devil era un tipo muy resistente, el poder oscuro de su interior había absorbido la

mayor parte de sus heridas, aunque Kevin se frotaba algunas magulladuras que le

quedaban.

–¡Hijos de mala madre! –dijo Kevin con su particular acento latino que sacaba a

relucir sobre todo cuando se cabreaba–. ¿Quiénes eran esos tipos?

–No lo sé, hermano. Pero creo que no tardaremos en averiguarlo.

***

Los últimos vestigios de la noche en el barrio de Sawmill Street fueron barridos por

el manto del alba, y mientras las ratas y los delincuentes corrían en busca de refugio otros

comenzaban su actividad. Uno de ellos era un hombre alto de pelo canoso que apoyaba

parte del peso de su cuerpo sobre un valioso bastón con el pomo elaborado en plata, y que

tras detenerse ante la puerta de una de las tiendas de la calle sacó un manojo de llaves del

bolsillo y se preparó para abrir su negocio. Cualquiera que lo viese podría pensar que era

algo imprudente ser el primero en llegar al trabajo, a aquellas horas tempranas y sin más

compañía que los gatos callejeros y los borrachos que vagabundeaban por los rincones

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tirados en el suelo mientras dormían la mona. Pero el propietario de aquella tienda de

antigüedades no era lo que se dice un tipo corriente.

Era John Reeves, el veterano cazador de monstruos que ocultaba su verdadera

naturaleza bajo la fachada de un anticuario con fama de hombre solitario y con mal genio.

Y nadie en todo Sawmill Street osaba molestarle, ni siquiera los jóvenes pertenecientes a

bandas como los Latin Rebelds pintarían un solo grafiti en su fachada. Solo un puñado de

personas sabían a qué se dedicaba en realidad, pero todos conocían la ley de Reeves:

«Deja en paz a Reeves o lo lamentarás».

Por eso el anticuario y exterminador de criaturas sobrenaturales se sorprendió

ligeramente al escuchar la campanilla de la puerta que anunciaba el primer visitante de la

jornada. Sin embargo la mayor sorpresa fue ver el rostro del recién llegado, pues de todos

los habitantes de Hollow City aquel era sin duda el más inesperado.

–Nick Rose.

Las palabras salieron de la boca del anticuario sin emoción alguna. Nick había sido

en el pasado su aprendiz, aliado y amigo, recogiéndolo de la calle y orientándolo por la

peligrosa senda del cazador. Le había abierto las puertas a un mundo oculto y

sobrenatural, guiándole a medida que transcurrían los años por un camino difícil y oscuro

repleto de vampiros, licántropos, adoradores de sectas satánicas y muchos otros peligros

que la mayoría creía que eran leyendas y cuentos para asustar a los niños. Nick no había

desesperado en aquel viaje, donde el choque contra la dura realidad de aquella dimensión

asombrosa podía acabar con la cordura de la mente más resistente. Donde otros

fracasaron, Nick venció y perseveró, y bajo la experta tutela de Reeves terminó siendo

tan buen cazador como él. Sin embargo el equipo se rompió debido a las diferencias de

caracteres, pues Reeves era radical, amargado y desconfiado, mientras que Nick era

tolerante, abierto y capaz tanto de pedir ayuda como de ofrecerla. Si había una frase que

pondrían en la lápida de John Reeves sería «ojo por ojo».

–Hola John.

Nick Rose miró al que fuera su mentor, intentando adivinar como se tomaría su visita.

La última vez que se habían visto fue cuando se despidieron en la Estación de Ferrocarril

de Hollow City, pues Reeves se había visto obligado a marcharse de la ciudad tras

quemarse su tienda26. Tras un año fuera el anticuario había regresado para rehabilitar su

tienda y continuar su actividad, pero solo tuvieron una breve conversación y después

dejaron de mantener el contacto.

Nick respiró aliviado al ver como Reeves esbozó una media sonrisa y tras cerrar la

puerta por dentro y colocar el cartel de «CERRADO» hacia el exterior le invitó a seguirle

por una puerta que conducía a un largo y estrecho pasillo. Una de las puertas del corredor

daba a la cocina, y Reeves le ofreció a Nick una de las sillas mientras sacaba de la nevera

un par de cervezas bien frías.

–Bien Nick, no te preguntaré cómo estás y todo eso porque últimamente has estado

muy ocupado. Vi lo del incendio de la casa en Atherthon y enseguida supe que era cosa

tuya. Demasiado estridente para mi gusto –Reeves hizo una mueca de disgusto.

–Gajes del oficio, John. Aunque no me des las gracias por ocuparme de todos los

monstruos que escaparon del Laberinto de los Oscuros. Mientras tú estabas fuera he sido

yo y algunos amigos los que nos hemos echado a las espaldas todo el trabajo.

–¿Quieres que te de un aplauso por ello? –dijo el anticuario en tono sarcástico.

Nick sabía que si continuaban con aquella conversación solo lograrían que acabase en

una agria discusión donde sacarían a relucir elementos del pasado, y tenía cosas más

urgentes que hacer que pelearse verbalmente con aquel cascarrabias.

26 Suceso narrado en HC Nº2, El Ojo de los Dioses.

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–Mira, John, necesito tu ayuda en un asunto. No se trata de nada relacionado con

criaturas oscuras, más bien creo que se trata de una cuestión de…magia.

Al pronunciar la última palabra Nick consiguió que Reeves entornase los ojos con

extrañeza, una expresión que demostraba que al menos había logrado atraer su atención.

–Está bien. Cuéntamelo.

Mientras tomaban las cervezas Nick relató los acontecimientos del día anterior, como

Fat Boy le había pedido ayuda para encontrar a su padre desaparecido, un pintor de poca

monta llamado Walter Collins. Gracias a la ayuda de un amigo en la policía, había

rastreado el móvil hasta un almacén abandonado donde había tenido que enfrentarse a

unos tipos con poderes mágicos. No había podido detener a los raptores los cuales se

llevaron a Collins y el cuadro que supuestamente había pintado el artista. Nick evitó en

su narración de los hechos mencionar a su hermano, dado que John Reeves no asimilaría

demasiado bien el hecho de que trabajase junto a un ser sobrenatural en lugar de cortarle

la cabeza, que es lo que el anticuario haría a ciencia cierta con Black Devil si le echase la

vista encima.

–¿Así que poderes mágicos, eh? –el anticuario se frotó ligeramente su perilla recortada

con una mano mientras cavilaba sobre las palabras de Nick–. ¿Y dices que había luces

brillantes cada vez que esos poderes eran ejecutados?

Nick sacó de su bolsillo dos pequeños objetos y se los pasó a Reeves. Eran los dos

sellos dorados de los agentes abatidos en el almacén, cuyos cuerpos estarían ahora

metidos en bolsas de plástico de camino al forense. Los anillos mágicos brillaban

relucientes, revelando unas inscripciones que parecían palabras en algún lenguaje

extraño.

–Eran lo único que poseían, salvo una cartera con identificaciones alemanas y tarjetas

de crédito. Los chicos de la Guarida están intentando ver si encuentran alguna pista útil,

pero me da la sensación que estos tipos son de alguna organización pesada capaz de

encubrir su rastro. Necesito algo de dónde tirar, debo encontrar al padre de Fat Boy. Se

lo he prometido al chico.

Reeves se quedó mirando los sellos con una expresión pensativa que Nick ya había

presenciado muchas veces en el pasado, y algo le decía que el veterano cazador estaba

meditando sobre alguna idea que le había venido a la mente.

–Háblame del cuadro que viste. ¿Cómo era? –inquirió Reeves.

–Cómo te he dicho antes, solo pude ver una figura con cabeza de águila y un sol

dorado de fondo. En la mano sostenía una especie de bastón alargado, como el cetro de

un rey.

–O tal vez de un dios… –dejó caer el anticuario–. Acompáñame.

Reeves condujo a su discípulo de vuelta al pasillo y tras bajar unas escaleras se

encaminó hacia la puerta situada al fondo, hecha de metal y con una cerradura electrónica

que se abría mediante un panel de seguridad. El sistema que protegía la entrada lo había

hecho instalar en la rehabilitación de la tienda dada la importancia del contenido que se

hallaba al otro lado de la puerta. Una vez que introdujo el código que solo él conocía,

Reeves invitó a pasar a Nick a una amplia sala cuyas paredes estaban repletas de

estanterías y armarios con decenas de objetos curiosos. Cualquiera que entrase en la sala

no percibiría nada en común en aquel inventario, puesto que habían mezclados tanto

objetos valiosos como simples prendas de vestir, obras de arte antiguas como armas de

hierro oxidadas. Pero Nick si conocía el secreto que ocultaban en su interior todas aquellas

mercancías: eran recuerdos de las actividades que ejercía Reeves protegiendo al mundo

normal de la dimensión paranormal.

El anticuario se acercó a una estantería repleta de libros de extraños títulos y cogió un

grueso tomo que trataba sobre mitología egipcia. Tras pasar rápidamente las desgastadas

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páginas se detuvo al encontrar lo que estaba buscando, mostrando a Nick la imagen de

una deidad del antiguo Egipto a cuyo pie aparecía la leyenda «Amón-Ra».

–¿Es esta la figura que viste en el cuadro? –preguntó Reeves.

–¡Ostras, es exactamente idéntica! Pero, ¿de quién se trata? –Nick era un excelente

cazador de monstruos pero carecía de conocimientos sobre historia o mitología más allá

de las leyendas concernientes a seres monstruosos.

–Se trata de Amónrasonter, más conocido como Amón-Ra, el dios egipcio resultado

de la fusión de los dioses Amón y Ra. Amón fue un dios local de Tebas que se unió al

dios Sol formando un culto formidable, pues Amón-Ra significa «rey de los dioses», y

tuvo legiones de seguidores los cuales erigieron fastuosos templos bellamente decorados

que guardaban grandes cantidades de oro, joyas y otros tesoros.

–Pero esta imagen no lleva el cetro que vi en el cuadro –apuntó Nick.

–En eso tienes razón, y no puedo ayudarte porque no soy ningún experto en la materia.

Solo sé que Amón-Ra era una deidad muy importante, nada más y nada menos que el dios

de la resurrección, por eso se le representa a veces con cabeza de águila, halcón, o fénix.

–Fénix, el ave que resucita de sus cenizas –musitó Nick.

–Exacto. Pero lo que me inquieta es que pueden buscar un grupo de alemanes vestidos

de negro de un pintor de poca monta que estaba pintando un cuadro de Amón-Ra.

–¡El cetro! Buscan el cetro de ese dios –dijo de repente Nick.

–Exacto, es el único elemento fuera de lo común, nadie habla de ningún centro ni sale

ninguna imagen suya. Dime una cosa, Nick, ¿viste otros cuadros parecidos en casa de ese

tal Walter Collins? –preguntó Reeves con un extraño brillo en los ojos.

–No, habían varios cuadros y todos me parecieron bastante corrientes, paisajes y

retratos nada fuera de lo común. ¿A dónde quieres llegar?

–¡Piensa, Nick! –dijo el anticuario con cierto aire de reprimenda–. ¿Acaso no te

enseñé nada? Un pintor de mala muerte que de repente pinta un cuadro que atrae el interés

de gente poco corriente. ¿Crees que la inspiración le llegó a través de una musa?

–¡Un plagio! Te refieres a que Collins estaba copiando un cuadro que ya había visto

antes –Nick abrió los ojos al darse cuenta–. El tipo estaba sin un dólar, vio el cuadro

original en algún sitio y lo copió para ganarse unas perras.

Reeves sonrió con satisfacción, alabando el razonamiento del que fuera su pupilo.

–Te aconsejo que te des una vuelta por la Universidad de Bellas Artes de Hollow City,

tal vez ahí tengas un hueso que morder. Yo mientras tanto intentaré averiguar algo más

sobre esto y sus dueños.

Reeves se quedó observando los dos sellos dorados intentando no revelar a Nick lo

preocupado que estaba. Porque si sus sospechas eran ciertas, estaban enfrentándose a algo

muy peligroso y diferente a lo que estaban acostumbrados a tratar. Una amenaza antigua

que sobrevivía a través de los tiempos, un poder oculto en las sombras del que muy pocos

conocían su existencia.

Los Cazadores de Legados.

***

El ambiente que reinaba a mediodía en el campus de la Universidad de Hollow City

era ciertamente triste, ya fuese porque el tiempo estaba empeorando a pasos agigantados

o porque era época de exámenes. Mientras Nick Rose avanzaba por el camino enlosado

que atravesaba el césped miró con cierta envidia los grupos de jóvenes inquietos que

estaban recogiendo sus cosas para apresurarse a buscar refugio. Él nunca había tenido la

opción de poder estudiar una carrera debido a su origen con doble hache: hispano y

humilde. En el barrio latino de Green Leaf solo había miseria y delincuencia, de hecho su

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propio hermano Kevin había ingresado en el pasado en la peligrosa banda de los Latin

Rebelds, un destino que lo había llevado derecho a la cárcel tras un incidente en casa de

Mamá Nazinga27. Una celda oscura y fría y un mugriento catre detrás de unos barrotes

era lo que también le hubiese aguardado a Nick de no ser porque tropezó por casualidad

con John Reeves, el hombre que sustituyó la figura paternal a falta de un verdadero padre

y el que le había enseñado cuál era su verdadero destino. Era cierto, nunca podría ser un

abogado, un médico o un investigador científico, pero desde luego podía ayudar a los

demás. Sin embargo su labor era secreta y nadie fuera del ámbito del mundo oculto podía

saber la verdad, ese era el aspecto amargo de su verdadera vocación.

Nick se acercó a la entrada del edificio principal de la Facultad de Bellas Artes, donde

un par de guardias de seguridad observaban con malas pulgas a todos los que iban pasando

por el aro detector de metales. La delincuencia juvenil era un problema grave en Hollow

City, y eso hacía que no solo los matones llevasen armas, sino que también la gente

corriente las portase solo para no sentirse indefensa.

Cuando a Nick le llegó el turno advirtió como los ojos del guardia más próximo se

clavaban en él, como desafiándole a que iniciara algún tipo de enfrentamiento. Se aguantó

las ganas de partirle la jeta y continuó avanzando evitando mirarle a la cara. Nick había

dejado las armas en la furgoneta junto a su hermano, el cual había aceptado a

regañadientes la decisión de Nick debido a que su impetuosidad no sería necesaria. Sólo

había que conseguir cierta información, nada de romperle la crisma a nadie. La única

protección que portaba encima era el pequeño estuche con un par de jeringas que

contenían el Suero, aunque solamente debía utilizarlas como último recurso debido a su

alta capacidad adictiva.

El joven cazador se dirigió a un enorme panel indicativo cercano al mostrador de

recepción, y memorizó la ruta más directa para ir a los despachos de los profesores de

Arte y Pintura. Decidió que hablaría con alguno de ellos para preguntarle por Walter

Collins y el cuadro de Amón-Ra, según la señora Polly el padre de Fat Boy pasaba mucho

tiempo en la Facultad y alguien tenía que saber algo.

Tras subir algunas escaleras y cruzarse con numerosos alumnos que salían

apresuradamente de las aulas buscando el camino a las cafeterías y las zonas de descanso,

Nick encontró un pasillo vacío en cuyas puertas colgaban lustrosos carteles con los

nombres y cargos de los ocupantes de los despachos. Justo cuando comenzaba a andar los

primeros pasos sobre la lustrosa moqueta que cubría el suelo un pequeño plano de la

planta en la que se encontraba le llamó la atención. Al mirar el plano enmarcado en la

pared vio que había una sala de exposición de obras de arte, y decidió ir a echar un vistazo

picado por la curiosidad.

Siguiendo las indicaciones del plano Nick llegó hasta un amplio vestíbulo donde había

un pequeño grupo de alumnos que discutían acaloradamente con un guardia de seguridad

justo delante de la puerta de la Sala de Exposiciones. El guardia era muy mayor, su

uniforme gris no lograba disimular una amplia barriga cervecera y su rostro lleno de

arrugas expresaba un gran enfado. Nick aprovechó que la puerta de la sala estaba

entreabierta y que el guardia estaba ocupado regañando a los jóvenes para colarse dentro

con el mayor disimulo posible.

Las luces estaban apagadas pero aún quedaba la iluminación de emergencia, y Nick

quedó impresionado por lo que había allí. La sala era tan grande que podía haber sido

aprovechada también para un auditorio o sala de proyecciones, o quizás una sala de baile.

Debido a que la exposición actual estaba dedicada a Egipto, la temática había

condicionado la decoración de la sala, razón por la cual había dos estatuas pétreas que

27 El origen de Black Devil se puede leer en HC Nº5, El Demonio Negro.

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representaban a los Faraones Seti I y su hijo Ramsés II. Bellos tapices originarios de las

ciudades alrededor del Nilo adornaban las paredes de la sala junto a piezas de arte como

jarrones, herramientas, armas y por supuesto cuadros.

Nick creyó escuchar un sonido a su espalda, pero al volverse rápidamente no vio nada

fuera de lo común. Decidió darse prisa y ver si había algo interesante en la exposición

egiptológica para marcharse lo antes posible. Rebuscó entre los folletos y revistas

informativos, se deslizó entre paneles de cartón con ilustraciones egipcias y se adentró

entre las hileras de vitrinas de cristal que permitían visualizar valiosas reliquias de un

pasado milenario, pero allí no había nada que atrajera su interés.

Descorazonado, Nick se encaminó hacia la salida para reunirse con su hermano justo

cuando percibió algo en un rincón de la sala. Era un trozo de tela cuyo extremo inferior

ondeaba ligeramente a causa del aparato refrigerador que nivelaba la temperatura

ambiente de la sala. La tela en realidad era un gran paño que estaba cubriendo un objeto

cuadrado de las dimensiones de un cuadro, y por debajo asomaban las patas de lo que

podría ser un soporte. Nick se acercó cautelosamente, respirando agitadamente mientras

alargaba su mano derecha con precaución dispuesto a retirar la tela y dejar al descubierto

lo que ésta protegía.

Cuando los dedos del cazador rozaron el paño todas las luces de la sala se apagaron

completamente, incluidas las de emergencia. Al mismo tiempo un extraño ruido resonó

en la quietud, el mismo que antes había escuchado pero de una magnitud mayor. No sabía

la razón pero aquel sonido le produjo un estremecimiento, como un mal presagio, y Nick

se puso en guardia. Rápidamente se agachó detrás de una pirámide de cartón-piedra que

representaba la construcción de Keops, y a continuación echó mano de una de sus jeringas

especiales para administrarse una dosis del Suero. Puesto que habían pasado veinticuatro

horas desde que tuviera que utilizar la sustancia no corría riesgo de perjudicarse con

alguno de los efectos nocivos de la hipermedicación. Su instinto de supervivencia le decía

que iba a necesitar de los beneficios del Suero una vez más.

Nick cerró los ojos y dejó que el fármaco hiciese efecto, regulando la respiración de

forma silenciosa. Tras un momento de concentración abrió los ojos y se encontró viendo

con precisión cada rincón de la sala, gracias a la expansión sensorial que le proporcionaba

el Suero. Entonces volvió a escuchar claramente el sonido que esta vez sí supo identificar.

Eran pisadas. Pero no se trataba de alguien normal. Las pisadas las producía alguien

que pesaba mucho, y que al caminar provocaba un ruido como una gran piedra que golpea

el suelo. Desde su posición Nick asomó un poco la cabeza para observar la puerta de la

sala, y vio dos cosas. La primera era que estaba cerrada, no sabía si porque la habría

cerrado el guardia o alguna otra persona. Y lo segundo fue que las dos estatuas de los

Faraones que custodiaban el umbral ya no se encontraban en su lugar.

«Joder, porqué siempre tendré razón cuando estoy metido en líos», pensó Nick

sabiendo que tendría que enfrentarse a dos estatuas de piedra animadas.

Decidió aprovechar sus reflejos aumentados por el Suero y andar a la carrera hacia la

puerta, pero justo cuando estaba a un par de metros de su objetivo una mano pétrea lo

agarró de la cazadora y lo lanzó contra la pared, derribando en el impacto una lámpara

dorada en forma de gato.

«Mierda, si no es por el Suero me habría abierto la cabeza, menudo golpe», se dijo

Nick mientras se ponía en pie frotándose la cabeza.

Ante él se hallaban las enormes efigies de Seti I y Ramsés II, inexpresivos pero

capaces de moverse y pelear como si fuesen las auténticas reencarnaciones espirituales

de aquellos faraones en busca de venganza. Pero Nick sabía que el poder que animaba las

estatuas era la magia de aquellos hombres de negro que al parecer buscaban el cetro de

Amón-Ra, y que seguramente le habrían sacado alguna confesión al pintor Walter Collins.

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Nick cargó con todo su peso sobre el Faraón Seti, pero éste ni se inmutó tras recibir

el golpe cuyo único efecto fue que el joven cazador se doliese el hombro. La respuesta

del gólem fue utilizar su poderoso puño para incrustarlo en pleno rostro de Nick, aunque

ésta vez sí pudo moverse a un lado con la suficiente agilidad como para evitarlo.

Ramsés no se quedó quieto y decidió unirse a su padre en la lucha, cogiendo a Nick

del cuello y levantándolo del suelo con su gran fuerza. El cazador sabía que en un

santiamén quedaría inconsciente por la asfixia o con el cuello roto, y para evitar ambas

opciones decidió agarrar el brazo que lo mantenía preso con ambas manos. A

continuación extendió sus piernas hasta colocar las suelas de sus botas sobre el torso de

Ramsés, haciendo palanca con todo su cuerpo lo máximo que su fuerza le permitía.

El rostro de Nick estaba enrojecido por la falta de aire que ya estaba provocando

también que los pulmones estuviesen a punto de estallar. Pero lo único que saltó de su

sitio fue la mano de Ramsés, que con un crujido seco se separó de la muñeca de su

propietario. Nick se quitó de encima la mano y se echó a un lado rodando por el suelo

mientras Seti intentaba golpearle para vengar a su hijo. El boquete en una de las

estanterías de madera repleta de artilugios de cerámica evidenció la buena fortuna de

Nick, el cual se separó unos metros de las estatuas para recuperar el fuelle y considerar la

situación.

Tras un rápido vistazo a su alrededor Nick rompió una de las vitrinas para hacerse con

un martillo grande de los que usaban antiguamente en Egipto para golpear los grandes

bloques de piedras con los que construían las pirámides. Enarbolando el utensilio como

arma lanzó un terrible golpe contra el mutilado Ramsés, aprovechando la ventaja de que

era más rápido que las estatuas, y el martillo aplastó la cabeza reduciéndola a añicos. Nick

no esperó a comprobar si la criatura podía continuar luchando sin cabeza, así que le

propinó un segundo golpe directo al plexo solar. La fuerza potenciada por el Suero

propulsó sus brazos haciendo que el martillo se estrellase con todo su peso, provocando

que Ramsés descansase en paz mientras los trozos de piedra de su última encarnación

quedasen esparcidos por el suelo de la sala.

Pero aún quedaba otra estatua, la cual se lanzó a por Nick mientras las pisadas

resonaban como las de un elefante sobre un suelo de azulejos. El cazador esperó a que

Seti I estuviese a la distancia adecuada y atacó con el martillo, aunque la estatua agarró

la herramienta con la mano izquierda mientras con la derecha la partía en dos como una

ramita seca. Al verse desarmado Nick intentó echarse atrás, pero tropezó con un jarrón

de cerámica enorme y cayó al suelo, quedando a merced de la criatura.

El faraón de piedra echó hacia atrás el codo para proyectar un puñetazo que iba a

pulverizar de pleno a Nick, cuando de repente la puerta de la Sala de Exposiciones se

abrió con un fuerte estruendo. Una silueta cruzó el umbral tan rápido que nadie podría

haber visto de quien se trataba, pero Nick sonrió al percibir en su mente las vibraciones

sobrenaturales a las que ya estaba acostumbrándose.

Black Devil había llegado.

La estatua se volvió pesadamente para encararse con la nueva amenaza, pero el

demonio oscuro en el que se había transformado Kevin Rose al percibir el peligro en el

que se hallaba su hermano fue implacable y despiadado. Las garras afiladas en las que se

habían transformado sus manos rajaron la piedra como si fuese mantequilla, mientras

atacaban una y otra vez como un torbellino de furia destructora. El faraón intentó aplastar

a su contrincante con poderosos golpes de sus puños, pero no consiguió impactar sobre

aquel cuerpo tan rápido y escurridizo como una anguila.

De repente Black Devil hizo una acrobacia para retirarse del cuerpo a cuerpo,

clavando sus ojos oscuros en la estatua mientras lanzaba una risa grave y malévola. Seti

intentó lanzarse hacia su enemigo, pero tras dar un par de pasos se detuvo alzando la

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cabeza mientras sus ojos sin vida miraban a su alrededor. Sin ni siquiera darse cuenta de

lo que pasaba, el cuerpo pétreo del Faraón Seti I de Egipto se fragmentó en decenas de

pedazos, como los pétalos de una flor frente al viento de la primavera. El gigante había

caído convertido en simples restos anatómicos que serían muy difícil de volver a pegar.

–Vaya, hermano, ¿querías la diversión para ti solo? –rio Kevin mientras pateaba la

cabeza de la estatua en dirección a Nick.

–Gracias Kevin, por poco me machacan estas esculturas de Egipto –Nick aceptó la

ayuda de su hermano para levantarse, mientras las garras de éste rápidamente cambiaban

a su forma humana al igual que su rostro y el resto de su cuerpo.

–Estaba esperando en el coche cuando las voces me susurraron que estabas en peligro.

Vine rápidamente hacia aquí para salvarte el culo y por lo que veo parece que acerté.

–Yo también me alegro de ello. Estoy hartándome de los trucos de feria de esos tipos,

a ver si John Reeves averigua algo sobre ellos.

–¿Y tú has encontrado algo útil por aquí? –preguntó Kevin mirando a su alrededor la

sala destrozada.

–Creo que el cuadro está ahí –señaló Nick hacia donde estaba la tela que cubría el

objeto rectangular.

Sin embargo la sorpresa del cazador de monstruos fue mayúscula al ver que ni la tela

ni el objeto cubierto estaban ahí. ¡El cuadro había desaparecido!

–¡Maldición! –blasfemó Nick–. Han debido llevarse el cuadro mientras estaba

luchando contra las dos estatuas, y ni si quiera me he dado cuenta.

Nick estaba enfadado consigo mismo, sintiéndose como un crío al que le roban el

bocadillo en el patio del colegio. Si John Reeves estuviese ahí le diría que era peor que

un novato, y tendría razón.

–Menudo fastidio, así que el cuadro existe de verdad –exclamó Kevin viendo el

espacio vacío.

–Sí, y ahora lo único que podemos hacer es intentar averiguar quién es el autor y cómo

diablos ha pintado una reliquia que en teoría nadie sabe que existe –dijo Nick.

–Eso es algo en lo que tal vez yo pueda ayudarles –dijo una voz a sus espaldas con

una mezcla de orgullo y exquisitez.

Los dos hermanos se volvieron para contemplar a un hombre de unos sesenta años

bien llevados, que vestía un traje de tweed marrón con una pajarita de color granate y

cubría su cabello corto y gris con una gorra escocesa a juego.

–Me llamo Charles Alan MacNeir, pintor, escultor y músico cuando el tiempo lo

permite. A su servicio –el pintoresco artista hizo una reverencia diplomática al tiempo

que lanzaba una sonrisa irónica–. Por cierto, caballeros, si me lo permiten les indicaría

que el guardia de seguridad ya viene para acá con refuerzos, así que convendría que nos

fuésemos de aquí lo antes posible. Evidentemente no son ustedes los ladrones que se han

llevado mi cuadro.

Kevin se quedó un rato mirando recelosamente a aquel tipo que hablaba con acento

escocés y que tenía más pinta de mayordomo que otra cosa. Soltó un gruñido y se acercó

a la oreja de su hermano para hablarle en voz baja:

–Me están entrando ganas de atizarle una buena tunda a este soplagaitas.

***

Una hora más tarde Nick y Kevin se hallaban sentados en el despacho que Charles

MacNeir poseía en el interior de su casa, situada en una de las urbanizaciones de lujo del

barrio de Atherthon. Tras servirles vino en un par de copas, el artista escocés les obsequió

con unas deliciosas pastas recién hechas que había mandado comprar a su criado nada

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más llegar. Los hermanos Rose se dieron cuenta enseguida que aquel tipo era

completamente diferente a Walter Collins, era un artista de los buenos cuyo nivel de vida

era muy elevado y que se codeaba con los peces gordos de Hollow City.

–Como verán, me encanta el arte. Soy pintor, aunque también hago mis pinitos en otro

tipo de disciplinas, de vez en cuando compongo alguna partitura o le doy al martillo y al

cincel. Pero supongo que lo que a ustedes les interesa es ese dichoso cuadro de Amón-Ra

–dijo MacNeir guiñando un ojo.

–Cierto –dijo Nick–. Tenemos un amigo que se ha visto en problemas por haber

pintado un cuadro parecido al suyo.

–Vaya, pues lo siento muchísimo. La verdad es que no es la primera vez que pasa.

¿Saben ustedes lo que es un Bardo? –preguntó alegremente MacNeir.

–Eran los artistas callejeros de la Edad Media, ¿no? –contestó Kevin.

–Bueno, sí, pero yo me refiero a otro tipo de Bardos. En realidad se trata de personas

con cierto talento especial para el arte –MacNeir acentuó la palabra «especial» lo

suficiente como para atraer la atención de sus invitados.

Kevin resopló al mismo tiempo que se revolvía en su asiento, con ganas de agarrar el

cuello del traje de MacNeir y hacerle tragar su pajarita. Aquel tipo parecía disfrutar

soltando la información poco a poco, y Kevin sabía varias formas de hacerle hablar mucho

más rápido. Nick vio que cierta hostilidad se formaba en la mirada de su hermano y le

puso una mano en el hombro para calmarlo, al tiempo que hacia un ademán al escocés

para que continuase hablando.

–Verán, caballeros, un Bardo es un artista que posee la cualidad de plasmar en su obra

elementos que le han sido revelados por un poder…digamos que superior. Dios, los

espíritus, entidades cósmicas procedentes de lo más profundo del espacio exterior, lo que

prefieran. Un Bardo es contactado por dicho poder a través de sueños, visiones, e incluso

a veces sin darse cuenta de ello, manifestando la voluntad de la entidad a través de su

obra. A lo largo de la historia han existido numerosos ejemplos de ello, persistiendo aún

hoy en día. La Esfinge, las magníficas estatuas de la isla de Pascua, las profecías escritas

por Nostradamus, e incluso las magníficas creaciones de Leonardo Da Vinci. Todas estas

obras fueron creadas por Bardos, inspirados por los poderes superiores. Y existen muchas

obras menores cuya autoría pertenecen a Bardos menos conocidos, algunos de ellos

tachados de locos y encerrados en manicomios.

–Y usted es uno de esos Bardos –dejó caer Nick.

–¡Exacto! –exclamó con satisfacción MacNeir colocándose su pajarita color granate–

. Aunque está mal que yo lo diga, es cierto que a veces algunas de mis creaciones son más

«especiales» que otras. Como el cuadro de Amón-Ra de la Sala de Exposiciones.

–¿Por qué es tan especial ese cuadro? –inquirió Kevin–. Hay gente peligrosa que anda

detrás de él.

–Lo sé. La verdad es que el don especial del Bardo funciona fuera de toda lógica, sin

que exista ninguna fórmula explicativa a la que poder agarrarse. Un día me levanté con

ganas de pintar, estuve encerrado en mi estudio casi una semana, y cuando salí ya tenía

terminado el cuadro. ¡Y ni siquiera sabía entonces quién diablos era Amón-Ra! Lo supe

después, investigando. Pero sí puedo decirles que la noche siguiente a la culminación de

la obra tuve un sueño inquietante, en el que aparecían hombres malvados vestidos de

negro que buscaban el cuadro. Por eso pedí a la dirección de la Facultad que retirase de

la exposición de egiptología mi cuadro, y mientras el Consejo Rector meditaba mi

petición conseguí al menos que lo mantuvieran cubierto.

–¿Y no sabe nada más sobre quién es esa gente, o porque tenían tantos deseos de

apoderarse del cuadro? –dijo Nick.

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–No lo sé, no tengo ni idea. Lo siento mucho –MacNeir hizo un gesto con las manos

lamentando no poseer más información.

–¿Y qué hay del cetro, la vara que agarra Amón-Ra en la pintura? –dijo de repente

Kevin.

–No soy ningún experto en la materia, pero como les dije estuve investigando un poco

al terminar la obra. El Cetro de Amón-Ra solamente aparece en algunas leyendas oscuras,

textos difusos que lo citan como un artefacto sagrado de gran poder. Pero como saben las

leyendas y los mitos no deben ser tomados como certezas.

–Sí, como los Bardos –dijo Nick sonriendo irónicamente–. ¿Sabía alguien aparte de

los miembros de la Universidad sobre la existencia de su cuadro?

–No lo creo, de hecho casi nadie llegó a verlo ni tampoco había ninguna fotografía

suya en el catálogo de la exposición.

Nick miró a su hermano y tomaron en silencio la decisión de dejar a MacNeir, no sin

antes aconsejar al escocés de que tomara ciertas precauciones por seguridad. Tras

abandonar la casa del pintoresco artista, Kevin vio que Nick caminaba con semblante

preocupado.

–¿Qué opinas de todo esto, Nick?

–Está claro que Walter Collins vio el cuadro, lo replicó en su estudio, los hombres de

negro se enteraron y tras interrogarle deben de haberle sacado la información de que el

autor original era MacNeir. Creo que en realidad lo que buscan es el Cetro de Amón-Ra,

pero lo que no sé es porqué quieren el cuadro en sí. Lo mejor será ir a la tienda de Reeves,

a ver que ha averiguado sobre esos magos de pacotilla.

–Vale, pero esta vez no pienso quedarme en el coche. Tendrás que decirle la verdad a

tu amigo –dijo Kevin.

Nick se llevó las manos a la cabeza, pero sabía que su hermano era demasiado

testarudo y que discutir con él no le llevaría a nada que no fuese un agudo dolor de cabeza.

Ahora se iba a pasar todo el trayecto pensando en cómo iba a decirle a un veterano e

irascible cazador de seres oscuros que tenía a uno de ellos como aliado, y que encima no

era otro sino su propio hermano.

Estas cosas solo pasaban en Hollow City.

***

Nick observaba de pie como John Reeves escrutaba a Kevin sin mostrar en su rostro

ningún tipo de emoción. Kevin se había dejado caer en un cómodo sillón mientras ponía

los pies en una silla de madera, poniendo cara de relajación como si todo aquello le

resultara divertido. Y seguro que así era.

Reeves trasladó la mirada del poseído a su antiguo pupilo, y esta vez Nick se sintió

incómodamente atravesado por aquellos ojos tan duros como el acero. Desvió la mirada

del que una vez fuera su maestro hacia uno de los armarios de la sala de trofeos de la

tienda de Reeves, donde guardaba un par de arcabuces con el que se suponía que un

cazador del siglo XVI había terminado con decenas de brujas. Nick se preguntaba si no

abriría la portezuela de la vitrina para coger una de las armas y volarle la cabeza a Kevin.

Entonces Reeves se sirvió un café recién hecho de la gran cafetera de metal que había

preparado minutos antes, removiendo con una cucharilla el líquido negro de la taza

mientras intentaba digerir en su interior algo aún más amargo.

–A ver si lo he entendido bien –rompió el silencio Reeves–. Me estás diciendo que

ese tipo de ahí, que está sentado en mi sillón con los pies en una de mis sillas, sonriendo

con cara de imbécil…es tu hermano el que estuvo metido en la cárcel y que ahora está

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poseído por un demonio que no para de atraer mi sentido de lo sobrenatural. Y que lo

sabes desde hace mucho tiempo y nunca me habías dicho nada.

–Bueno, te lo estoy contando ahora –a Nick se le atragantaron las palabras al sonar

como una pobre excusa.

–Tengo a uno de estos apestosos seres en mi propia casa. Y yo que pensaba que nunca

más la vida me traería algo con lo que volver a sorprenderme. Felicidades, Nick, veo que

te has superado a ti mismo –el anticuario bebió un sorbo del café caliente y dejó la taza

sobre una mesilla cercana.

«Al menos parece que lo está llevando bastante bien», pensó Nick para sus adentros.

–¡Hey, viejo! –exclamó Kevin–. ¿A quién estás llamando imbécil y apestoso? A ver

si te doy una galleta en esa cara estirada que tienes, me da igual que seas amigo de Nick.

No tienes ni idea de…

De repente, sin previo aviso, el anticuario realizó un movimiento sorprendente

levantándose de su silla y dando una sola zancada hacia Kevin, a la vez que con la mano

izquierda recogía su bastón y con la mano derecha desenfundaba el estoque que se hallaba

oculto en su interior. Solo la rapidez de Nick sujetando el brazo de su mentor evitó que la

punta del acero se clavase en el cuello de Kevin, aunque se mantuvo arañando su piel

haciéndole sangrar una sola gota de sangre.

–¡Pero como te atreves a traer a un perro hijo de Satanás a mi casa, Nick! –gritó

Reeves tan alto que parecía que era él el ser poseído–. Precisamente tú, que a pesar de

nuestros anteriores desencuentros aún creía que podía confiar en ti. ¿Cómo has podido

hacerme esto? ¡Lo voy a ensartar como a un pollo y luego le cortaré la cabeza como si

fuera un jodido vampiro!

–Cálmate, Reeves. Es mi hermano, pero incluso a pesar de eso si fuese un enemigo

yo mismo terminaría con él. Pero te equivocas, no todos los seres oscuros son monstruos.

Algunos pueden ser valiosos aliados –dijo Nick sin soltar aún el brazo de Reeves.

Los ojos del veterano cazador brillaron como ascuas encendidas con una mezcla de

odio y venganza, con el deseo apremiante de clavarle el estoque a aquel ser sobrenatural.

Solamente tenía que moverse un par de centímetros más adelante y la tarea estaría

terminada, otra muesca más en su historial de criaturas abatidas.

–El único ser oscuro bueno es el que está muerto, ya lo deberías saber –dijo Reeves,

mirando a Kevin.

–No somos muy diferentes tú y yo, viejo –dijo Kevin–. Yo también me dedico a

exterminar monstruos, solo que tú usas una espada oxidada y yo mis poderes

sobrenaturales. El fin justifica los medios.

Las palabras de Kevin hicieron efecto en Reeves, puesto que precisamente aquella

última frase era la que siempre recitaba, la que tantas veces había intentado grabar a fuego

en el espíritu de Nick mientras lo había adoctrinado en la lucha contra los seres de las

tinieblas. Un verdadero cazador no tenía sentimientos, no sentía piedad, solamente tenía

un único objetivo: acabar con los monstruos como fuese, utilizando cualquier medio

posible.

¿Tal vez usando a otro monstruo para ello?

Con un movimiento tan veloz como experimentado Reeves enfundó el estoque para

transformarlo otra vez en un bastón de aspecto inofensivo, y a continuación se sentó para

volver a coger la taza de café. El brillo de sus ojos se fue apagando, sustituyendo la ira

por ¿curiosidad?

«La tormenta ha pasado», pensó Nick con un suspiro de alivio.

–Esto es lo que he averiguado sobre los hombres de negro a los que os enfrentasteis

la noche pasada en el viejo almacén –Reeves saboreó el café y se relajó en su asiento,

mostrando un puñado de viejos libros y arrugados pergaminos–. Al parecer se trata de los

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Cazadores de Legados, una organización secreta cuyo origen se remonta siglos atrás, en

Europa Oriental. Su objetivo consiste en apoderarse de todos los Legados posibles,

manteniendo siempre sus operaciones en el máximo secretismo posible. Su cuartel

general está en Alemania, en una ubicación desconocida incluso por la mayoría de sus

agentes, aunque los Cazadores de Legados extienden su poder en todos los continentes y

en la mayoría de países importantes.

–¿Y qué es un Legado? –preguntó Nick.

–Un objeto especial que contiene cierto poder en su interior. Unos dicen que son

objetos creados por hechiceros de tiempos tan remotos que su existencia ha sido borrada

de la faz de la tierra. Otros dicen que fueron dioses de los panteones antiguos los que los

fabricaron para recompensar a sus héroes predilectos. Y hay quienes opinan que el origen

de los Legados simplemente no es de este mundo y que proceden de civilizaciones

extraterrestres que les dieron forma como parte de experimentos con los humanos. En

todo caso, los Legados tienen en común que son objetos que aunque parezcan corrientes

en modo alguno lo son. Es el poder que encierran en su interior lo que persigue este grupo

secreto y que al parecer cuenta con muchos recursos.

–¿Entonces son un grupo de nazis ladrones de artefactos? –inquirió Kevin, hablando

por primera vez.

–Los Cazadores de Legados son un grupo muy antiguo, ya existían mucho antes que

la Alemania de Hitler. De hecho al parecer el Führer era miembro de esta organización,

atraído por la magia y el ocultismo que desprende. Algunos escritos antiguos hablan sobre

cuatro Señores de la Magia que se unieron para fundar el grupo, prolongando su vida

eternamente a través de ciertas prácticas rituales prohibidas. Debido a que necesitan gran

cantidad de energía mágica para ello, acuden a los Legados para extraerles su magia y

utilizarla para sus propios fines.

–¿Entonces los hombres del almacén eran magos? –dijo Nick.

–¡Oh, no! –exclamó Reeves–. Los Cazadores suelen estar organizados en comandos

de cinco hombres, y aunque todos ellos van equipados con Legados menores, como los

sellos dorados que visteis, el que lidera a los otros cuatro suele ser un mago menor o

alguien mejor equipado mágicamente. Un individuo muy peligroso.

–A ver, recapacitemos un poco, barbanieves –Kevin se mofó de la barba canosa del

anticuario–. Tenemos a un hijo de mala madre, el Bardo llamado MacNeir, que por la

Virgen Santísima pinta un cuadro que es la leche. Luego el papi del gordo, que es un

melenas que no tiene donde caerse muerto, va y hace una copia del cuadro. Y por último

tenemos a esos pellejudos primos de los nazis que se enteran de la existencia de la copia,

secuestran al pintor, le sacan la información de que hay un original en el Colegio de Lelos

Amantes del Arte y se lo llevan en nuestras narices. ¿Y todo eso para chuparle la magia

al puñetero cuadro?

–Estás en lo cierto en casi todo, hermano –explicó Nick–. Pero lo que en realidad

buscan es el Bastón de Amón-Ra, ese es el auténtico Legado. El cuadro de la ceremonia

de los dioses egipcios debe ser únicamente el medio de llegar hasta el verdadero objetivo,

como si fuese una especie de mapa.

–Exacto, Nick. Y ahora ellos lo tienen en su poder, con lo que muy pronto se harán

con el Cetro mágico –concluyó Reeves.

El anticuario, su antiguo aprendiz y el hermano de éste se quedaron mirando las caras,

sin saber que más decir. Las cartas estaban encima de la mesa, pero los Cazadores de

Legados estaban un paso por delante. ¿Qué hacer a continuación? ¿Cómo era posible

localizar a ese grupo ultrasecreto que no solo contaba con los recursos del poder y del

dinero, sino también con la magia?

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–Un momento –dijo de repente Kevin, con una idea en la cabeza–. Si ese Walter

Collins estaba desesperado con los bolsillos llenos de agujeros, y ya tenía el cuadro

terminado, lo más probable es que hubiera intentado venderlo.

–Cierto. Pero antes de que lo vendiera aparecieron esos tipos para secuestrarle y…–

de repente Nick lo vio claro–. ¡Por supuesto! La única forma de que los Cazadores de

Legados supieran de la existencia de ese cuadro es que alguien les avisase.

–¡Tenéis razón! –exclamó Reeves, a punto de golpearse la frente–. Walter Collins

debió intentar vender el cuadro a alguien que estaba en la nómina de la organización y

que al ver el cuadro les alertó de su existencia. Nuestra única pista es rastrear esa

conexión, tenemos que averiguar quién era ese comprador y obligarle a decir dónde están

los Cazadores de Legados.

***

La furgoneta de Nick Rose se mecía levemente gracias a las fuertes ráfagas de viento

que amenazan con sacarla de la carretera estrecha y llena de curvas que conducía a lo alto

de Hollow Mountain, mientras el motor languidecía con bestiales ruidos que no

auguraban nada bueno respecto al estado del vehículo. El anochecer estaba próximo, y en

apenas una o dos horas aquel camino detestable se llenaría de coches ocupados por

adolescentes en busca de una puesta de sol romántica con el que deleitar a sus chicas antes

de darse el lote.

–La vista es magnífica, sobre todo cuando lleguemos a lo más alto. Aquí vine más de

una vez con Amanda. ¡Ah, la dulce Amanda! ¿Te acuerdas de ella, Nick? –preguntó un

sonriente Kevin, sentado al lado del conductor.

–Sí, claro.

–¡Que tiempos! ¿Por cierto, no habías venido tú también con esa muñeca gótica de La

Guarida?

–Cierra el pico, Kevin –dijo tajante Nick a su hermano mientras giraba el volante para

evitar salirse de la carretera.

–Callaos los dos, esta carretera es muy peligrosa y pronto se hará de noche –Reeves

estaba sentado detrás, mirando por la ventana–. Espero que Fat Boy no se haya

equivocado en cuanto al nombre.

–No lo creo. El chico dice que ese tal Travis Dixon es el único que al parecer se

interesaba por las obras de su padre. Y según la señora Polly, un tipo regordete y con un

fino bigote que vestía un traje muy caro había salido del apartamento de Walter Collins

justo el día antes de que lo secuestrasen. Y creo recordar que alguien me dijo una vez que

las coincidencias no existen –dijo Nick mirando por el retrovisor a Reeves.

El anticuario no dijo nada pero esbozó una leve sonrisa al ver que Nick Rose aún no

había olvidado completamente su adiestramiento. Quizá el tiempo invertido en él no había

sido desperdiciado, después de todo. Aunque seguía detestando la idea de traer con ellos

a un poseído como Kevin, por muy hermanísimo que fuese. Puede que sirviese de alguna

utilidad, pero si en algún momento perdía el control entonces ni siquiera Nick podría

evitar que el afilado acero bañado en plata de su bastón atravesase de parte a parte a

aquella criatura de las tinieblas.

–Hemos llegado –anunció Nick, maniobrando la furgoneta para estacionarla justo

delante de una gran puerta de reja que era la entrada a la fastuosa mansión de Travis

Dixon.

Se trataba de una vivienda de estilo modernista, una gran estructura de tres plantas

con más cristal que cemento, que poseía una vista privilegiada gracias a estar situada en

la cima de la colina que dominaba la vasta extensión de luces y colores que se extendía a

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lo largo del rio Hutton. Sin duda aquella posición envidiable, desde donde podía

contemplarse la ciudad de Hollow City en todo su esplendor, era el motivo de que la

propiedad del señor Dixon fuese una de las más valiosas de toda la urbe. A través de la

reja metálica podía verse un amplio jardín rodeado de majestuosos robles cuyas ramas se

entremezclaban formando una capa protectora frente al sofocante calor del periodo

estival. Aunque también podía divisarse la esquina de una enorme piscina con la que sin

duda el marchante de arte obsequiaría a sus visitas.

–Menudo millonetis debe ser ese Dixon, que bien se lo monta el tipo –dijo Kevin,

admirando a su manera la vivienda.

–Vale, dejadme a mí –dijo Reeves acercándose al videoportero situado en una esquina

de la verja y pulsando el botón.

Al principio no contestó nadie, pero tras insistir varias veces se escuchó la voz

enfadada de un hombre.

–¡No quiero nada, váyanse y déjenme en paz! –gritó la voz.

–¿El señor Travis Dixon? Soy John Reeves, propietario de una tienda de antigüedades

en Sawmill Street. Me gustaría hablarle sobre un asunto de negocios.

–Pues ahora es mal momento, así que déjeme su tarjeta en el buzón y ya le llamaré

cuando tenga tiempo. ¡Adiós!

John Reeves se quedó mirando a sus compañeros tras escuchar el chasquido que

significaba el fin de la conversación. Aquel sacaperras de tres al cuarto le había colgado

sin más, como si fuese un vulgar vendedor. Pero pronto se iba a arrepentir de lo que

acababa de hacer.

–¡Bah, aparta viejo! Esto lo arreglo yo –dijo Kevin empujando a Reeves para

colocarse justo delante de la verja.

El anticuario iba a replicar cuando Nick le puso una mano en el hombro indicándole

con un gesto que lo dejara actuar. Entonces Kevin colocó sus manos sobre los barrotes

metálicos, cerrando los ojos al mismo tiempo que invocaba las oscuras fuerzas ocultas en

su interior. Las voces despertaron de su silencio y pronto los susurros ascendieron hasta

convertirse en un eco de sonidos horribles capaces de llevar a un hombre hasta lo más

hondo del pozo de la locura. Kevin dejó escapar un aullido ronco mientras que sus brazos

y su torso se hinchaban con el poder oscuro, dotando a sus músculos con la fuerza del

acero.

Y ante el asombro de Reeves y Nick, los barrotes se doblegaron como palos de goma,

hasta el punto de permitirles pasar al otro lado sin ni siquiera tener que inclinarse.

–Adelante, señores –dijo Kevin, inclinándose como si fuese un mayordomo que

invitara a unos huéspedes a entrar en el salón.

–Esperad un momento –dijo Nick, que regresó a la furgoneta para recoger su bolsa de

utensilios–. Por si acaso.

Los tres hombres pasaron por el camino que cruzaba el jardín bajo los robles, dejando

la piscina a la izquierda y encaminándose a la entrada de la mansión acristalada. Vieron

que la puerta estaba abierta, así que entraron en un pequeño vestíbulo adornado con un

gran espejo y varios jarrones de factura oriental.

–Adelante, pasen, estoy aquí en el salón –dijo la misma voz que había sonado por el

intercomunicador.

Cuando los tres hombres pasaron al interior de la amplia estancia no se esperaron ver

al marchante de arte empuñando una pistola amartillada. Travis Dixon era exactamente

igual que la descripción que habían hecho de él tanto la señora Polly como Fat Boy, un

hombre con sobrepeso vestido con un traje blanco con un bigote recortado que resaltaba

en su rostro abultado.

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–El arma no será necesaria, señor Dixon –dijo Reeves señalando con la cabeza hacia

la pistola que los apuntaba.

–Cállense, haré lo que me venga en gana. Siéntense en aquel sofá del rincón y ni se

les ocurra respirar sin mi permiso o de lo contrario les pego un tiro a los tres. Estoy harto

de todo y soy capaz de cualquier cosa. ¡De cualquiera! –Dixon reforzó sus palabras con

un movimiento amenazador de su pistola.

–Solo queremos que nos diga dónde está Walter Collins –dijo Nick, dejando caer su

bolsa abierta al suelo junto a su pie derecho.

–¡Ja! En cuanto vi el cuadro supe que habría problemas, pero a mí no me pillarán. Me

largo con viento fresco –Dixon abrió un maletín y comenzó a llenarlo de papeles sin dejar

de apuntar a los tres hombres con la pistola.

–Vaya a donde vaya, ellos le encontrarán –sentenció Reeves, adelantándose un paso–

. No tiene ninguna salida más que entregarse. Confíe en nosotros y tal vez…

–¡En ustedes! Ya se quiénes son, el Observador dijo que aparecieron unos tipos en el

almacén y más tarde donde estaba el cuadro original. Son buscadores de problemas, y han

encontrado uno muy gordo. Yo no soy más que un peón prescindible dentro de la

organización, y por culpa de tanto jaleo el Observador querrá eliminar los cabos sueltos.

Pero tengo recursos, ¿saben?, y los utilizaré para… ¿Qué ha sido eso?

A través de la ventana abierta que daba al jardín todos escucharon el sonido de un

motor que se aproximaba a la entrada exterior. Dixon se acercó a la ventana para ver

mejor y entonces se distrajo lo suficiente como para que Nick y Kevin se lanzaran sobre

él. Un puñetazo en el abdomen y un golpe en la nariz le dejaron prácticamente desvalido,

y Reeves aprovechó para arrebatarle la pistola y arrojarla a un lado de la habitación.

–Escuche, idiota, sus «amigos» ya están aquí, díganos donde está el pintor y le

protegeremos –dijo Reeves agarrando del cuello al sudoroso marchante.

–Primero sáquenme de aquí y después les diré dónde está –respondió Dixon con

terquedad.

Mientras Reeves agarraba al hombre por la manga de su traje blanco, Nick sacó su

recortada especial de la bolsa y un par de granadas de humo. Kevin dejó escapar

totalmente el poder oscuro y su cuerpo tembló de cabeza a los pies dando inicio a la

transformación. Un momento después Black Devil había sustituido a Kevin Rose, y al

hacer trizas la camiseta negra que llevaba dejó a la vista un cuerpo musculoso surcado de

venas negras e hinchadas.

–Ya vienen –dijo la voz gutural del demonio, y al volver el rostro hasta Reeves sintió

un desasosiego al ver la espeluznante faz de Black Devil, con pozos de oscuridad

insondable en lugar de ojos.

Un grupo de mercenarios armados con uzis provistas de silenciador invadieron el

jardín desplazándose alrededor de la casa, seguidos por el Observador y los dos agentes

que quedaban. Dos de los mercenarios lanzaron botes de gas lacrimógeno a través de la

ventana del salón, esperando que los ocupantes saliesen por la puerta.

–¿Por dónde podemos salir? –preguntó Reeves a Dixon empujándole por el pasillo

para alejarse del gas.

–Por la bodega, en la cocina, al final del pasillo y a la derecha. Hay unas escaleras que

conducen a una trampilla que da al exterior –tartamudeó Dixon con cara de espanto.

Nick acompañó a Reeves y Dixon, pero Kevin permaneció en pie en medio de la

habitación invulnerable al gas. Hizo un gesto a su hermano para que no lo esperase y a

continuación se lanzó por la ventana con un ágil salto, aterrizando entre dos de los

mercenarios.

Los sicarios se quedaron tan sorprendidos ante la aparición de un aterrador demonio

provisto de garras afiladas que cuando quisieron reaccionar ya fue demasiado tarde. Con

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un movimiento de su brazo derecho Black Devil hizo que los intestinos de uno de ellos

se desparramasen sobre el suelo, manchando de sangre la verde hierba del jardín. Otro de

los mercenarios se llevó las manos a la garganta al ver seccionada su yugular, abriendo

unos desorbitados ojos al darse cuenta de que le quedaban escasos segundos de vida.

Los dos mercenarios que quedaban en aquella parte de la casa abrieron fuego con sus

metralletas pero fueron incapaces de dar en el blanco, pues el demonio fue más rápido

que ellos y se movió entre las dos líneas de fuego. Black Devil se acercó al más próximo

y le sujetó la mano que tenía el índice sobre el gatillo, provocando que el arma se disparase

hacia el otro sicario y que éste cayese al suelo con el torso cubierto de agujeros de bala.

Luego el demonio le rompió la muñeca con un crujir de huesos que ponía los pelos de

punta, causando que el tirador se apuntase con su propia arma a la cara. Un segundo

después el último mercenario se desplomó sobre la hierba con el rostro convertido en un

amasijo de carne y huesos sanguinolentos.

El demonio alzó la cabeza y dejó escapar un rugido bestial, desviando la mirada hacia

uno de los Cazadores de Legados, un tipo rubio con el pelo recogido en una larga coleta

que respondía al nombre de Gerald. Del Observador y el otro agente no había rastro,

seguramente habían entrado en la casa. Black Devil sabía que tenía que despachar lo antes

posible al hombre que tenía en frente si quería ayudar a Nick.

–Cuando acabe contigo no van a quedar trozos de ti ni para las palomas –gruñó el

demonio, saltando sobre el agente con las garras extendidas hacia su cuello.

Pero Gerald no estaba precisamente indefenso y como todos los agentes miembros de

su organización también iba equipado con un sello dorado en su mano derecha, el cual

encerraba en su interior la energía mágica que sus Señores robaban de los Legados. El

sello brilló con la voluntad de su poseedor, y un enorme chorro de agua proveniente de la

piscina golpeó con tanta fuerza al demonio que lo hizo rodar por el suelo varios metros.

–Si este es tu mejor truco, rézale a tu mamaíta, chaval –dijo el poseído levantándose

del suelo y mirando amenazadoramente a su rival.

–Creo que no te gusta mucho el agua, ¿eh? Pues ahí tienes más.

Gerald señaló con su anillo mágico hacia la piscina y el agua burbujeó de forma

extraña, hasta que una silueta comenzó a formarse en ella. Para asombro de Black Devil,

de la piscina salió una criatura hecha enteramente de agua, una forma humanoide de unos

dos metros de alto con cabeza, brazos y piernas que dejaban acuosas huellas en cada lugar

donde pisaba. El hombre de agua se posicionó entre su creador y el demonio, y sin mostrar

ninguna emoción en su rostro líquido se dispuso a atacar con sus puños a Black Devil.

Ambos contrincantes se enzarzaron en combate cuerpo a cuerpo, el elemental de agua

utilizando sus poderosos puños y el demonio empleando sus afiladas garras. El primero

le propinó un golpe tan poderoso que lanzó al segundo sobre la pared de un pequeño

cobertizo de herramientas cercano, aboyando la estructura. El demonio se puso en pie con

la cabeza dándole vueltas por el aturdimiento, pero enseguida recuperó el aliento y

regresó al combate. Rugiendo furiosamente cruzó el espacio que los separaba como una

exhalación, pero justo cuando iba a chocar contra el elemental lo que hizo fue tirarse al

suelo y resbalar entre las piernas del ente mágico, hincando sus garras en las rodillas

acuosas de su enemigo. El ataque atravesó al elemental sin provocarle aparentemente

ningún daño, y éste aprovechó la cercanía del demonio para hundir sus poderosos puños

en su cuerpo una y otra vez.

Pronto se manifestaron los efectos del terrible ataque del elemental sobre Black Devil,

puesto que el demonio comenzó a escupir sangre por la boca. Indefenso y al borde de la

inconsciencia ya no era rival para la criatura hecha agua, la cual agarró la cabeza de su

rival y lo levantó del suelo. A continuación le estampó su puño derecho en pleno rostro

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con toda la fuerza posible, lanzándolo al interior de la piscina. El cuerpo del demonio

quedó inerte flotando boja abajo en el agua.

Gerald hizo un gesto con la mano y el elemental se deshizo en una masa de agua que

cayó al suelo con un chasquido, regando la hierba del jardín. Luego sonrió y fue hacia

donde estaba el Observador y el otro agente.

Mientras había tenido lugar el duelo entre Black Devil y Gerald, en el interior de la

casa John Reeves y Nick Rose intentaban huir llevándose consigo a Travis Dixon. Cuando

estaban llegando a la cocina un pequeño objeto atravesó los cristales de las ventanas, pero

antes de que soltara el gas Reeves se adelantó para recoger la granada y arrojarla de nuevo

por la ventana.

–Rápido, por ahí –dijo Dixon señalando una puerta que conducía a la bodega.

Mientras el dueño de la casa y John Reeves atravesaban la puerta dos mercenarios

entraron en la cocina, pero Nick estaba preparado y disparó su escopeta alcanzando de

pleno a uno de ellos.

–Continuad, yo los retrasaré un momento –dijo Nick mientras volvía a disparar sobre

el otro mercenario.

Tras quedarse solo Nick arrojó una de sus granadas de humo por el umbral de la

cocina, y un segundo después se agachó para disparar por el pasillo a oscuras. Tras

escuchar como un cuerpo caía al suelo con un gemido de dolor supo que su disparo había

tenido éxito. Luego se encaminó hacia la puerta de la bodega pero justo cuando iba a

abrirla sintió una presencia detrás suyo. Al volverse vio que era uno de los hombres de

negro, el llamado Adam.

–Nos habéis causado ya demasiados problemas, es hora de terminar con esto –dijo el

agente.

El sello mágico de su mano derecha emitió un intenso resplandor, y acto seguido uno

de los cuchillos de cocina que estaban colocados en un reposa utensilios salió disparado

hacia Nick. El exterminador esquivó el ataque de milagro echándose a un lado, y disparó

su escopeta hacia Adam. Sin embargo, pese a que su puntería era excelente y su objetivo

estaba solo a unos pocos pasos, vio que había fallado el tiro por escasos centímetros.

Volvió a disparar una y otra vez hasta agotar la munición, siempre con el mismo resultado.

–¿Sabes la diferencia entre tú y yo? –se burló Adam–. Que tú no tienes uno de estos

–el agente le mostró el sello dorado, que había emitido destellos luminosos con cada

disparo de Nick.

–Así que tienes el poder de controlar el metal, incluido los proyectiles de mi escopeta,

¿verdad? Pues a ver si puedes controlar esto –dijo Nick golpeando con su arma un rodillo

de amasar hecho de madera.

El rodillo voló hacia un sorprendido Adam que recibió el impacto en su ojo izquierdo,

provocándole un intenso dolor que le hizo gritar. Nick se lanzó sobre su rival empujándolo

contra la pared de la cocina, golpeándole una y otra vez sin darle respiro. Cuando vio que

intentaba mover la mano derecha para utilizar el poder del anillo mágico le sujetó la

extremidad y se la retorció, hincándole su rodilla en el estómago para dejarle sin fuerzas.

Justo cuando notaba que los ligamentos de la muñeca iban a romperse, apareció otro

de los mercenarios por la puerta de la cocina, y Nick tuvo que soltar su presa y arrojarse

sobre las baldosas del suelo para evitar los disparos de la uzi. Antes de que el sicario

volviese a disparar, Nick sacó con rapidez el cuchillo que llevaba en el cinto y se lo lanzó

a la altura del cuello. El mercenario puso los ojos en blanco y cayó muerto al suelo.

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Nick se volvió hacia el agente, pero Adam fue más rápido y utilizó su magia para

activar a distancia la uzi del mercenario. La ráfaga alcanzó a Nick en el torso, empapando

de sangre la cazadora oscura que llevaba.

Nick sintió un dolor intenso, y luego rápidamente sus sentidos fueron apagándose

como la llama de una vela. Cuando todo a su alrededor era silencio y oscuridad, lo último

que percibió fue la sensación permanente de presencia sobrenatural que provocaba la

proximidad de su hermano el poseído.

John Reeves escuchó los disparos mientras bajaba las escaleras de la bodega junto con

Dixon. Pensó en retroceder y ayudar a Nick, pero luego desechó la idea y empujó al

hombre regordete hacia delante.

–Ahí está la trampilla, saldremos al exterior y estaremos a salvo –dijo Dixon con voz

trémula por el miedo.

Tras retirar el candado que protegía la trampilla, Dixon abrió las portezuelas de

madera y salió seguido de Reeves. Se encontraban justo al otro lado de la entrada de la

casa, y delante de ellos se hallaba una pequeña puerta metálica incrustada en el muro por

la que podrían salir fuera de la propiedad.

Dixon sacó un manojo de llaves y tras elegir la adecuada se dispuso a abrir la puerta,

pero no pudo llegar a concluir la acción. Una serie de zumbidos cruzaron el aire y el

marchante de arte cayó al suelo con la espalda atravesada por varios agujeros sangrantes.

Reeves se volvió y contempló a dos de los mercenarios junto al Observador.

–Malditos asesinos cobardes –exclamó el anticuario dando un paso hacia ellos.

–Matadlo –ordenó el líder de los Cazadores de Legados a sus subordinados.

Los hombres apuntaron sus uzis hacia Reeves, pero se habían confiado excesivamente

al creerlo un pobre cojo desvalido. El veterano luchador contra lo sobrenatural rodó por

el suelo hasta aproximarse a la distancia exacta como para desenfundar el estoque oculto

en su bastón. El acero bañado en plata centelleó en la penumbra y uno de los mercenarios

comenzó a chillar mientras se agarraba su muñeca cercenada. El otro sicario disparó su

metralleta pero Reeves la desvió con un golpe de la funda del bastón, mientras que la

parte afilada trazó un surco horizontal veloz como el rayo. El costado derecho del bandido

presentaba ahora un tajo muy profundo, pero no tuvo tiempo de preocuparse por la herida

porque el implacable Reeves terminó con su vida con un segundo golpe letal que casi lo

atravesó en dos. Luego el anticuario clavó su mirada justiciera en el mercenario manco

que aún chillaba de dolor, y decidió terminar con sus gritos con un certero tajo que le

abrió la garganta.

–Bravo, ha terminado usted solo con estos peleles –dijo el Observador–. Ahora me

pregunto si es un digno desafío para mí.

Reeves no dijo nada y simplemente le atacó con su estoque, aunque de repente el

guante que llevaba el Observador en su mano derecha brilló levemente. Una mano

fantasmal apareció de la nada flotando en el aire y agarrando el arma del anticuario, y tras

un intenso forcejeo consiguió arrebatársela. A continuación la mano utilizó el propio

estoque de Reeves para atacarle a él, acertándole en un hombro y consiguiendo hacerle

sangrar. El anticuario aún sostenía la funda del bastón en la mano izquierda, y tras pulsar

un resorte apareció una pequeña punta afilada en su extremo. Luego Reeves lanzó el

bastón a modo de lanza contra el Observador, el cual no se había esperado el ataque.

Reeves se sintió asolado por la decepción al ver como la lanza improvisada caía al

suelo sin haber herido a su rival, aunque sí había conseguido agujerear su camisa por

donde podía vislumbrarse un pequeño centelleo azulado.

–Mierda –exclamó el anticuario viendo como el Observador se reía de él a carcajadas.

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Luego la mano fantasmal se convirtió en un inmenso puño que le golpeó en la cabeza,

haciéndole viajar al mundo de los sueños.

Kevin Rose abrió los ojos, encontrándose con una visión ondulante y extraña. Algo

anaranjado se movía de forma oscilante como si estuviese en medio de un sueño, pero

estaba despierto. Entonces sintió una fría humedad en todo su cuerpo, y fue entonces

cuando recordó donde estaba. En la piscina.

Al sacar la cabeza del agua notó como sus pulmones se llenaban de aire viciado y sus

ojos se irritaban a causa del humo. Y al alzar la vista descubrió que la casa de Travis

Dixon estaba ardiendo por los cuatro costados.

«Nick». Fue el único pensamiento que le cruzó por la cabeza.

Kevin salió de la piscina rápidamente y entró en la casa, sintiendo el calor asfixiante

del incendio que lo estaba arrasando todo. Un muro inexpugnable de llamas le dio la

bienvenida, y Kevin supo enseguida que necesitaba transformarse si quería hallar a su

hermano antes de que ambos se asaran en aquel infierno, y eso si es que aún seguía vivo.

–¡Nick! ¡Nick, donde estás! –vociferó Kevin sin hallar respuesta.

Intentó llamar a las voces, pero no respondían. Se sentía débil, no solo a causa del

ataque del elemental, sino porque el poder oscuro se habría agotado manteniéndole con

vida en lugar de ahogarse en la piscina. Tendría que hacerlo él solo, sin ayuda.

Recorrió rápidamente la casa, primero el vestíbulo y luego el salón. En el interior de

éste estaba el cuerpo de Travis Dixon, devorado por el fuego y apenas reconocible. Solo

halló humo y fuego, por lo que siguió por el ardiente pasillo. Entonces le pareció

vislumbrar un par de formas en el suelo, y atravesando las llamas del corredor se acercó

para ver. No era Nick, ni tampoco el hosco anticuario, sino dos mercenarios.

Entonces Kevin recordó que Dixon había dicho algo de la bodega en la cocina, y al

mirar a su izquierda vio la forma inmóvil de Nick. Caminando agachado para evitar las

llamas que rápidamente lo envolvían todo, Kevin se arrodilló al lado de su hermano y le

tomó el pulso. Luego comprobó su respiración.

Ninguno de ambos métodos dio señal de vida alguna.

Kevin quiso gritar pero estaba casi exhausto, con el cuerpo lleno de ampollas

producidas por el calor y con la mente turbia debido al humo. Pronto quedaría

inconsciente y a merced del fuego. Debía marcharse enseguida de allí, pero no podía dejar

a su hermano allí quemándose, ni aunque estuviese muerto. Con un último esfuerzo Kevin

cargó sobre su hombro a Nick y se lo llevó. Parte del techo se derrumbó precisamente

cuando iba a salir por la puerta de la casa, pero un débil susurro en su interior le advirtió

con la suficiente antelación como para evitar el desprendimiento.

Las voces aún estaban allí, el poder oscuro volvía a él aunque muy lentamente.

De una poderosa patada hizo añicos el obstáculo que le impedía salir y al final

consiguió alcanzar el exterior. Depositó a Nick sobre el césped del jardín, lejos del suelo,

y comprobó sus pupilas. Nada.

–Mierda, Nick. Esto te ha pasado por jugar a los héroes. No podías buscarte un simple

curro para cuidar de madre, tenías que meterte en líos con ese mochales de las antiguallas

–Kevin dio una patada al aire lleno de rabia y dolor–. Con tus pistolitas, tus juguetitos, y

tus mierdas de jeringuillas que no sirven para nada…

¿Jeringas?

Entonces a Kevin se le ocurrió una idea, no tenía nada que perder. Buscó entre los

bolsillos de Nick y encontró el pequeño estuche con las jeringas de reserva llenas del

líquido azulado. Cogió una y la clavó sin miramientos en el brazo de Nick, empujando el

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émbolo hasta el fondo. Luego se limitó a esperar vigilando cualquier cambio en su

hermano, pero tras pasar un minuto nada cambió.

–Despierta, Nick. ¿Es que me vas a dejar solo en este mundo de mierda? –Kevin

zarandeó el cuerpo de su hermano, como si volviesen a ser los críos que se peleaban en

todo momento que una vez fueron.

–¿Y llevarte tú solo toda la gloria? Y una mierda.

Kevin casi saltó de alegría al ver abrir los ojos a Nick, aunque luego recobró su pose

de tipo duro.

–Esos cabrones nos han dado una buena paliza, y creo que se han llevado a tu amigo.

Nick se incorporó despacio, masajeándose la cabeza y las extremidades mientras el

Suero regeneraba los órganos y tejidos dañados. Al ver la jeringa vacía en el suelo sonrió

a su hermano.

–Gracias Kevin, tuviste una gran idea. Tenemos que salir de aquí antes de que llegue

la policía y los bomberos. Tenemos que encontrar a Reeves y a esos Cazadores de

Legados antes de que sea demasiado tarde –dijo Nick poniéndose en pie.

–¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? No tenemos ni idea de donde pueden

estar. Vi a Dixon convertido en un fiambre charrusco en la casa –se desesperó Kevin.

–Esperemos que ese loco cabrón aún lleve consigo su talismán de la suerte. Y aún en

esas me temo que vamos a necesitar más ayuda.

–¿Talismán? ¿Pero de qué carajo hablas? Hermano, a veces creo que ir con ese viejo

te ha vuelto tan loco como él.

Nick movió la cabeza esbozando una sonrisa misteriosa y salió de la casa seguido de

Kevin. Entraron en la furgoneta y salieron a toda prisa del lugar mientras el sonido de las

sirenas y las luces naranjas y azules de los focos se iban aproximando a la casa en llamas.

***

John Reeves volvió en sí y lo primero que hizo fue evaluar la situación. Estaba

tumbado en un camastro en una pequeña habitación desprovista de utensilios y muebles.

Paredes, suelo y techo estaban todos construidos con troncos de roble. ¿Estaba en una

cabaña?. Intentó moverse pero tenía las manos atadas por detrás de la espalda, y también

los pies. Le dolía un poco la cabeza allí donde la mano fantasmal lo había golpeado, pero

aparte de eso no sentía ninguna otra herida. Pensó en la razón del porqué aún seguía con

vida, y llegó a la conclusión de que tal vez quisieran interrogarlo. ¿Qué habría sido de

Nick y su hermano? Tal vez estuvieran muertos, pero si Nick estaba vivo tal vez se le

ocurriera…

Reeves alcanzó con los dientes una cadenilla de plata que rodeaba su cuello por debajo

de la camisa, y la estiró para llevar bajo su barbilla el talismán de la suerte que siempre

portaba consigo. Era un medallón de plata con los símbolos chinos del hombre y la

serpiente, que representaban a Fuxi, el dios oriental de la caza. Reeves llevaba ese amuleto

desde que había ido a China a adiestrarse con los Cazadores de Monstruos. Aunque

parecía un simple símbolo religioso, en realidad significaba más para Reeves. El

anticuario apretó la barbilla sobre el centro del amuleto y se encomendó al destino.

Había un pequeño ventanuco por el que se filtraba la luz del amanecer, por lo que

Reeves adivinó que había pasado toda la noche durmiendo. Impulsó su cuerpo sobre el

camastro y se acercó a la ventana dando saltitos con los pies ligados por gruesas cuerdas,

mirando al exterior. Enseguida supo donde se encontraba.

En el aserradero abandonado de Wood Lake, a escasos kilómetros de Hollow City.

Era un paraje natural donde la gente pasaba las vacaciones de verano pescando y

bañándose en el lago, un lugar de ocio para los turistas que abarrotaban los moteles rurales

y las cabañas construidos alrededor de la orilla. Sin embargo el aserradero era un lugar

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alejado y abandonado que nadie frecuentaba desde que un incendio terminase con la

industria maderera de la zona. Los ecologistas habían puesto el grito en el cielo y hasta el

alcalde Mallory había tenido que claudicar, vallando la zona y prohibiendo la entrada en

todo el recinto de la fábrica.

Por eso Reeves sabía que ahora estaba solo, no podía esperar que algún turista

borracho o algún policía inepto de patrulla asomasen sus narices por casualidad. De

momento se las tendría que apañar sin ayuda.

La puerta de la habitación se abrió de repente y dos hombres entraron en ella armados

con pistolas. Cortaron las ligaduras de los pies a Reeves y le hicieron salir a un pasillo,

luego entraron por una puerta y le condujeron ante una gran habitación donde estaba el

hombre rubio de ojos fríos y azules conocido como el Observador. También le

acompañaban sus dos agentes vestidos de negro, Gerald y Adam, los cuales flanqueaban

a una persona que estaba atada a una silla.

Reeves se fijó en el prisionero, un hombre flacucho con melena oscura cuya cabeza

gacha no permitía verle el rostro. Su cuerpo temblaba presa de ligeros espasmos, y de su

boca salían los balbuceos típicos de una mente enferma y delirante. Reeves adivinó que

se trataba de Walter Collins, el autor de la copia del cuadro, el cual estaba en un estado

lamentable. No podía ni imaginar el tormento al que habrían sometido a aquel pobre

hombre para presentar aquel horrible aspecto.

Los ojos de Reeves se posaron después en un objeto situado encima de la repisa de

una chimenea desvencijada que hacía años que no funcionaba. Era un cuadro que

representaba una especie de ceremonia religiosa, cuya figura central era el poderoso dios

egipcio Amón-Ra con su Cetro. Se podía apreciar ante los pies del dios que una serie de

personas que presumiblemente eran sus siervos le ofrecían a una mujer cuyo cuerpo

semidesnudo mostraba heridas muy graves.

–¿Verdad que es precioso, herr Reeves? –preguntó el Observador con marcado acento

alemán–. No sé si su autor ha llegado a ponerle un nombre, pero yo creo que debería ser

«La Ceremonia de la Curación». ¿Sabe por qué?

–Amón-Ra era el dios de la sanación de Egipto, muy vinculado a la resurrección –

contestó Reeves.

–¡Ah, sí! Resurrección, la vida después de la muerte. Uno de mis temas favoritos. Y

que también le afecta a usted, puesto que como verá al final decidí no matarle, por lo que

se puede decir que ha resucitado. Al menos de momento –el Observador le dedicó a

Reeves una sonrisa glaciar.

El anticuario vio entonces que el alemán cogía un objeto alargado que había estado

reclinado sobre una silla, reconociendo al instante la forma familiar de su bastón con

empuñadura de plata. El Observador desenfundó un par de centímetros el estoque oculto,

admirando un instante el diseño, y luego dirigió otra vez su atención sobre Reeves.

–Es un arma brillante, sin duda. Es usted un hombre de múltiples talentos, señor

Reeves. En sus ropas hallamos la tarjeta de una tienda de antigüedades a su nombre. Tal

vez podría hablarles a mis superiores sobre la posibilidad de incorporarle como miembro

de nuestro grupo.

–Me importa una mierda usted y su secta de magos de pacotilla. Sí, no ponga esa cara,

ya sé quiénes son ustedes. Los Cazadores de Legados. En realidad no son mejores que los

saqueadores de tumbas o los ladrones de cadáveres. Expoliadores de reliquias mágicas

que se creen estar por encima de todo y de todos, cuyo único fin es proporcionar energía

mágica a sus cuatro Señores para que éstos vivan eternamente. Por eso quieren ese cuadro

que está ahí, porque es una especie de mapa que les guiará hacia el Bastón de Amón-Ra.

¿Tengo razón?

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–Me deja usted perplejo, amigo mío –el Observador palmeó sus manos en señal de

admiración–. Según ciertas leyendas antiguas el Cetro de Amón-Ra era un objeto mágico

con el poder de curar e incluso resucitar a los muertos. Un Legado así sería de gran valor

para mis superiores, que por supuesto sabrían recompensar como se debe a la persona que

se lo sirviese en bandeja. Y en efecto, el cuadro es un mapa, fíjese en los edificios del

fondo, en el paisaje detrás de la ventana. Y la alineación de las sombras sobre el suelo de

la ceremonia, siguiendo la trayectoria del sol situado encima de la cabeza de Amón-Ra.

Cualquier experto en ciudades egipcias puede averiguar con la tecnología actual donde

ubicar el antiguo templo del cuadro.

–O sea, que en definitiva es usted un mero lacayo, un perro faldero que se contenta

con las migajas que sus amos le ofrecen de tanto en tanto. ¿Qué le han prometido, más

juguetes mágicos? ¿O tal vez un libro de conjuros más grande que el del mago Merlín? –

se burló Reeves.

El Observador palideció de indignación y preso de la rabia les hizo un gesto a los dos

mercenarios, los cuales se acercaron al anticuario y le golpearon traicioneramente con las

culatas de sus armas.

–Se acabó la conversación, amigo. Dentro de un momento vendrán a recogernos en

un helicóptero y abandonaremos esta asquerosa ciudad y sus problemas para siempre.

Regresaré triunfante con el cuadro mientras que tú y ese desgraciado balbuceante de ahí

seréis comida para los gusanos. Pero antes voy a extraerle toda la información que quiera

del interior de su mente, y cuando termine le voy a dejar el cerebro más frito que el de

ese pobre pintor callejero.

El jefe de los Cazadores de Legados se puso su guante mágico en la mano derecha y

se acercó a Reeves mientras los dos mercenarios le apuntaban con sus armas. Cuando el

anticuario contempló como el guante refulgía con su luz sobrenatural supo que se hallaba

en peligro. El Observador sonreía siniestramente acercando lentamente sus manos a las

sienes de su prisionero, deleitándose ante el temor de éste a sus desconocidos métodos de

interrogación.

Pero entonces el alemán se detuvo al ver que la actitud de Reeves no era la esperada.

¡Era absolutamente incomprensible, pero el anticuario se estaba riendo!

–¿Se puede saber qué le hace tanta gracia, herr Reeves? –preguntó extrañado el

Observador, a tan solo un paso de distancia del prisionero.

–Pues que después de tanto tiempo, parece que mi talismán de la suerte aún funciona

–consiguió decir Reeves dejando de reír.

Entonces el Observador abrió la camisa del anticuario dejando a la vista el medallón

con los símbolos del dios Fuxi, y de un fuerte tirón se lo arrancó del cuello. Tras palparlo

un instante advirtió la existencia de un pequeño resorte, y al accionarlo dejó al descubierto

un pequeño diseño electrónico que parecía un chip con una diminuta luz roja parpadeante.

Reeves siguió sonriendo, debido a que hacía más o menos un minuto

aproximadamente que su don le advertía de la presencia de una criatura sobrenatural en

las cercanías. Lo cual significaba que Nick había venido junto a su hermano a rescatarle.

***

Alrededor del edificio principal de la factoría maderera se hallaban dispuestos cuatro

guardias armados con subfusiles, todos con experiencia militar pero que ahora se vendían

al mejor postor que pudiera pagar sus servicios. No sabían nada de los Cazadores de

Legados ni de la organización, ni tampoco les interesaba preguntar. Tan sólo debían

realizar un trabajo a priori sencillo y más tarde cobrar. Eficacia y discreción, así eran los

mercenarios.

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Pero aquellos hombres no estaban preparados para lo que se les venía encima.

Uno de ellos estaba encendiendo un cigarrillo mientras contemplaba como el sol iba

alzándose por encima de las copas de los árboles, ignorante de la sigilosa presencia que

se acercaba entre la vegetación. No escuchó ningún ruido ni vio ninguna sombra,

simplemente estaba vivo un instante y al siguiente una presa hercúlea le agarró por el

cuello para retorcérselo con un crujido mortal. Uno menos.

Otro de los guardias escuchó un ruido de interferencias en la radio que llevaba sujeta

al cinto, y tras comprobar con extrañeza que no podía comunicarse con el resto de

compañeros abandonó su posición para intentar establecer contacto visual con alguno de

ellos. Pero se encontró ante un hombre de piel morena con el pelo casi totalmente rapado,

y que le miraba con poco entusiasmo por encima de un arma de dos cañones con aspecto

tan peligroso como el de su portador. El recién llegado le indicó con un dedo en los labios

que guardara silencio, y con otro gesto le ordenó que dejara su arma en el suelo.

El guardia quiso engañar al intruso haciéndole creer que iba a obedecerlo, pero cuando

en el último instante intentó encañonar su arma hacia él lo único que consiguió fue un

culatazo en toda la cabeza que lo dejó inconsciente durante un par de horas.

El tercer guardia estaba situado sobre una pequeña plataforma que antiguamente había

servido para trasladar los troncos depositados al interior del aserradero, y desde allí tenía

una posición privilegiada. Lo que no se esperaba fue la visión de una figura femenina que

salió de la espesura del bosque y que movía nerviosamente la cabeza de un lado a otro.

–¡Eh, tú, ven aquí! –dijo el guardia–. ¿Qué estás haciendo en este lugar?

–Señor, me he perdido. He venido junto a mi novio pero no lo encuentro. ¿No lo habrá

visto por casualidad? –la chica era una joven muy guapa con el pelo rizado y la cara

cubierta con una ligera capa de maquillaje blanco. Su falda corta y su blusa abierta

tapaban muy poco su cuerpo sugerente.

–No deberías estar aquí, chica –el guardia miró a su alrededor pero no vio a nadie

más, y decidió bajar de la plataforma para acercarse a la joven.

Distraído por la belleza de la chica, el guardia fue sorprendido por el rápido

movimiento del brazo de ésta, que le lanzó directamente a los ojos una buena dosis de

spray de pimienta. El guardia se llevó instintivamente las manos al rostro y su grito de

dolor fue mitigado por un rodillazo en plena entrepierna, y al caer de rodillas recibió una

patada en la nariz que lo dejó fuera de combate.

–¡Marianne, te dije que te quedaras en la furgoneta con Billy! –dijo Nick asomando

su cabeza por la esquina del edificio del aserradero.

–Es que me aburro, Nick. Billy no me hace caso porque está entretenido con ese

chisme de los ruiditos. Dejadme entrar con vosotros –rogó la chica poniendo morritos.

–Niña consentida y malcriada. ¡Vete de aquí o lo echarás todo a perder! –se exasperó

Nick.

Marianne obedeció y se fue con Billy Jones, que se había quedado en la furgoneta de

Nick algo más alejado pero lo suficientemente cerca como para poder poner en marcha el

dispositivo que producía interferencias en las radios de los guardias.

–Te tengo cabrón, deja esa escopeta en el suelo o te vuelo la cabeza –dijo la voz del

cuarto guardia a espaldas de Nick.

El exterminador iba a hacer lo que el sicario le había dicho con la intención de ganar

tiempo pero entonces escuchó un ruido sofocado y al volverse vio que era Kevin. Su

hermano se había transformado en Black Devil y con una de sus garras había eliminado

silenciosamente al guardia.

–Ten cuidado con las pibas, Nick, no dejes que te mareen –se burló Kevin.

Los dos hermanos se acercaron a una de las ventanas sin cristal del edificio principal,

y al ver que no había nadie allí se colaron en el interior. Ante ellos se desplegaba la antigua

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sección del almacén, muy deteriorada tras el incendio y de la que apenas quedaban

algunos restos arruinados de la maquinaria industrial del aserradero. Al otro extremo

pudieron ver la puerta oxidada que conducía a lo que en su época fue la oficina

administrativa y vivienda particular del encargado de la factoría.

Fue Nick el primero que escuchó un ruido detrás de un enorme montón de bidones

desvencijados, echándose al suelo en el momento exacto en que una ráfaga de proyectiles

le pasaba por encima.

–Cuidado, Kevin –alertó Nick mientras respondía al fuego enemigo con su escopeta.

Mientras el exterminador intercambiaba disparos con uno de los mercenarios, Black

Devil optó por el combate directo y se movió con la agilidad de una pantera entre diversos

obstáculos que no habían sido consumidos totalmente por el incendio. Los disparos de la

uzi de otro mercenario se incrustaron muy cerca del demonio a medida que éste se le iba

acercando, aunque ninguno dio en el blanco. Cuando el sicario vació completamente el

cargador y vio la espantosa e inhumana forma que se le abalanzaba intentó desenfundar

una pistola, pero su movimiento fue demasiado lento y unas garras destrozaron su pecho

abriéndose paso en el interior de su cuerpo hasta arrancarle el corazón.

Black Devil se deshizo del cuerpo de su víctima y se volvió para ayudar a su hermano,

aunque esta vez no fue necesario. Uno de los disparos de Nick atravesó a su oponente, y

el proyectil de grueso calibre salió por un enorme agujero en la espalda a la vez que

impulsaba el cuerpo hacia atrás dejando un reguero de sangre en su trayectoria.

Los Rose se aceraron a la puerta y la abrieron cuidadosamente, encontrándose en una

amplia habitación con varios ocupantes. El Observador rápidamente se escudó detrás de

John Reeves, el cual aún tenía las manos atadas, y retrocedió hacia una puerta lateral que

daba al exterior manteniendo al anticuario como escudo humano. Exclamó una orden en

alemán dirigida a los dos agentes vestidos de negro, que sólo podía significar un mandato

de ataque hacia los Rose, y luego mandó al último de los mercenarios que quedaba con

vida que recogiese el cuadro y le siguiese.

Adam y Gerald se encararon de nuevo contra los dos hermanos, con sus anillos

mágicos centelleando llenos de poder, mientras Nick y Kevin maniobraban en la

habitación para no estorbarse en la contienda.

Adam fue el primero en actuar, usando su poder mágico de controlar el metal para

arrebatarle su arma a Nick a distancia. Le apuntó a la cabeza y accionó el gatillo, pero

Nick ya lo había previsto y se agachó justo detrás de uno de los sillones, evitando el

disparo. Una de las tablas de madera del suelo quedó astillada al recibir el impacto, y

Nick agarró uno de los fragmentos de madera terminados en una punta afilada. Se lanzó

hacia Adam esgrimiendo su arma improvisada pero éste hizo volar el estoque de Reeves

interponiéndolo ante su rival.

–¿No es melodramático, morir a causa del arma de tu propio amigo? –se rio el agente.

Mientras Nick luchaba contra un estoque que levitaba en el aire armado únicamente

con un trozo de madera, a su hermano no le iban mejor las cosas. El agente Gerald señaló

con su sello dorado hacia el suelo, el cual comenzó a temblar hasta que las tablas de

madera comenzaron a agrietarse. Luego hubo una gran explosión ensordecedora que hizo

estremecer toda la habitación, llenándolo todo de pedazos de madera y tierra mojada. Del

agujero en el suelo emergió un torrente de agua que provenía del pozo subterráneo que

conectaba con el lago, y que en segundos comenzó a tomar la forma del conocido

elemental acuoso.

–Oh, no, otra vez tú –dijo Black Devil, viendo como el humanoide hecho de líquido

caminaba hacia él con sus enormes puños dispuesto a golpearle.

En el instante en que el demonio y el elemental comenzaron a intercambiar golpes,

Nick saltaba de un lado a otro en la habitación intentando esquivar las acometidas del

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estoque volador. En un momento dado uno de los pies del exterminador resbalo en el

barro húmedo que había inundado la sala, y al perder momentáneamente el equilibrio a

punto estuvo de recibir un golpe fatal. En el último instante logró interponer el pedazo de

madera que llevaba en la mano, pero que resultó hecho añicos al parar el ataque del

estoque.

–Es hora de que nos vayamos de aquí. Ya viene el helicóptero, pronto volveremos con

el cuadro a casa y seremos héroes. Y ahora, el golpe final –sentenció Adam.

El agente hizo flotar el estoque con la rapidez de un misil hacia el rostro de Nick, pero

éste agarró una de las tablas del suelo que estaban sueltas y la sostuvo delante suyo. El

acero bañado en plata atravesó la tabla y la punta quedó a escasos centímetros del ojo

derecho del exterminador, quedándose enganchado en la madera. Entonces Nick usó la

tabla como bate de béisbol y la cabeza de Adam como pelota.

–Strike uno.

El golpe le rompió la nariz al agente, haciéndole recular mientras aullaba de dolor

intentando detener la hemorragia con sus manos.

–Strike dos.

El segundo golpe le rompió a Adam los huesos de la mano derecha, arrancándole el

anillo mágico que salió volando para desaparecer en el agujero oscuro del centro de la

habitación.

–Strike tres. ¡Eliminado!

El golpe definitivo fue tan potente que tras romperle el cráneo al agente la propia tabla

de madera quedó partida en dos mitades. Los sesos de Adam tiñeron de rojo el suelo, y

acto seguido Nick le propinó una patada al cadáver para conducirlo por el mismo sitio

por el que había desaparecido el anillo.

Mientras tanto Black Devil seguía luchando contra el elemental de agua, contra el que

parecía que sus poderes no podían hacer mucho. Allí donde las garras afiladas del

demonio cortaban a la criatura, las heridas se regeneraban enseguida y el agua sustituía

al agua. Los ataques de la criatura mágica fueron en aumento, socavando la resistencia

del poseído hasta que éste retrocedió hasta volver al almacén. Una serie de puñetazos

sonoros derribaron en el suelo a Black Devil, hasta que éste cayó al suelo derrotado.

–Ahora es el momento de terminar lo que empezamos la otra vez en la piscina. Pero

esta vez me aseguraré de que mueras de verdad –dijo Gerald extendiendo la mano del

anillo hacia el elemental para ordenarle terminar de una vez por todas.

Black Devil jadeó expulsando de su nariz y su boca el agua que se introducía con cada

golpe del elemental, y mientras gateaba en el suelo sus sentidos agudos captaron algo en

el suelo semienterrado entre restos quemados. Se acercó hasta que sus dedos lo rozaron,

mientras por encima de su espalda la criatura unía sus puños para formar una inmensa

maza que iba a descargar sobre su cabeza.

–Veamos de lo que eres capaz de hacer sin tu bisutería mágica –dijo el demonio,

sabiendo que solo tenía una única oportunidad.

Con un movimiento desesperado Black Devil lanzó el objeto que había encontrado,

un disco de sierra dentado lleno de óxido, directamente sobre la mano derecha de Gerald.

Cuando los dedos cercenados saltaron de su posición natural llevándose el anillo, el

agente gritó dolorido mirando horrorizado como la sangre manaba a chorros de sus

heridas. El elemental se deshizo en una gran masa de agua inactiva sobre el cuerpo de

Black Devil, sin más efecto sobre él que empaparlo por completo.

El demonio se acercó a Gerald con actitud sumamente amenazadora, extendiendo sus

garras ante los ojos del agente con un chirrido estremecedor que le erizó la piel de puro

terror.

–¿Te gusta el agua, verdad? Yo te daré un poco –dijo con su voz gutural.

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Black Devil golpeó con puños y piernas el cuerpo del agente, que sin su sello dorado

no era rival para la fuerza demoniaca. Tras romperle los brazos y las piernas arrojó a

Gerald por el hueco del pozo, donde era muy difícil que se mantuviese a flote sin poder

mover sus extremidades con los huesos aplastados. De pie en el borde del agujero

contempló sin la menor piedad como el agua fangosa cubría con rapidez la cabeza del

agente, hasta que su cuerpo se hundió completamente y dejó de estar a la vista.

Black Devil vio que Nick había salido por la puerta en busca de Reeves y el

Observador, pero antes de seguir el mismo camino sus sentidos captaron un ruido detrás

de la mesa volcada que antes había presidido el salón. Al asomarse vio que era un hombre

atado a una silla tumbado en el suelo, que balbuceaba frases incoherentes.

Tras regresar a la forma humana de Kevin Rose, comenzó a desatar a Walter Collins,

aunque algo le decía que sus auténticas ligaduras estarían en el interior de su mente

durante mucho tiempo.

***

El Observador sonrió al ver el punto negro que destacaba en el cielo y que traía

consigo el lejano ruido de un batir de aspas. El helicóptero se acercaba para recogerlo, y

pronto aquella misión de pesadilla quedaría atrás. Su mirada se posó en John Reeves y

después se desvió al cuadro que descansaba apoyado cuidadosamente contra uno de los

postes de madera que sostenían el cableado eléctrico. Al menos había conseguido el

objeto que conduciría a sus amos al deseado Legado que les otorgaría el poder de la

inmortalidad sin tener que recurrir al uso de la magia. La organización había expoliado

todo tipo de reliquias en todas partes del planeta durante sus siglos de existencia, y cada

vez quedaban menos objetos mágicos de los que socavar su energía mística.

–Es hora de despedirnos, herr Reeves. No tengo tiempo de saber si alguien más conoce

lo que usted sabe, así que me conformaré con matarle –el Observador hizo un gesto al

último de los mercenarios para que terminara con la vida del anticuario.

El sicario apuntó con su arma a la cabeza de Reeves con la frialdad del trabajador que

únicamente cumple con su función, mientras que el cazador de monstruos clavó la mirada

en su verdugo desafiando a la muerte sin demostrar miedo alguno. La hora final había

llegado, y el destino irónicamente no le había preparado una muerte a manos de alguna

de las criaturas del submundo a las que exterminaba, sino causada por un mercenario a

las órdenes de una organización secreta de origen arcano.

Se escuchó un sonido de algo que surcaba el aire y luego un pequeño impacto

amortiguado, pero nada más. No hubo ningún disparo, ni olor a pólvora. Reeves enarcó

una ceja con sorpresa al ver que el mercenario se desplomaba al suelo, comprendiendo lo

que había pasado al ver asomar el mango de un cuchillo entre sus omoplatos.

Nick Rose le había salvado la vida.

El menor de los hermanos Rose lanzó un pequeño objeto metálico hacia el

Observador, y Reeves aprovechó para apartarse corriendo hacia la posición de su antiguo

pupilo. La granada hizo explosión levantando una gran nube de humo y polvo que

acompañó a las llamaradas, y mientras sus efectos iban disipándose Nick liberó de sus

ataduras a Reeves.

–Has llegado justo a tiempo, gracias Nick –dijo el anticuario.

–Me temo que esto aún no ha terminado. Mira –señaló Nick.

En el lugar donde había detonado el proyectil podía verse una gran mano fantasmal

de color azulado, posicionada en forma defensiva delante del Observador. Pero en lugar

de estar contento por haber sobrevivido a la granada, la expresión de su semblante era de

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puro odio mientras contemplaba un objeto que rápidamente se estaba convirtiendo en

cenizas.

–¡Habéis destruido el cuadro! –gritó lleno de rabia–. ¿Os dais cuenta de lo que habéis

hecho? ¡Algún día me las pagaréis, pero ahora me marcharé!

El Observador agitó las manos hacia el helicóptero, pero este se mantuvo a una

prudente distancia. Parecía que el piloto estaba informando de la situación y esperaba la

confirmación de la orden de aterrizaje. Sin embargo las órdenes recibidas fueron otras,

como pudo comprobar con horror el Observador cuando vio que el helicóptero daba

media vuelta para alejarse.

–¡No, volved! No podéis abandonarme, no podéis… –suplicó el agente de los

Cazadores de Legados al ver como la organización a la que había dado su vida le daba la

espalda.

Una vez que el vehículo desapareció entre las nubes, el Observador se volvió hacia

Nick y Reeves. Ellos eran los culpables de todo, y sufrirían la cólera de su venganza.

–¡Yo soy el portador del Sello de Azgaroth, el custodio de la Mano de Falhandriel, y

el guardián del Manto de Geissendülf! ¡Yo soy el Observador de los Cazadores de

legados, y ahora contemplaréis el alcance de mi poder! –gritó el hombre rubio agitando

las manos.

La magia de su anillo mágico arrancó el poste de madera cercano haciendo que los

cables eléctricos se desprendiesen con un chisporroteo de energía, y la mano fantasmal

aumentó de tamaño lo suficiente como para poder sujetarlo. Luego la mano avanzó hacia

donde estaban los enemigos del Observador.

–¿Te quedan más granadas? –preguntó Reeves a Nick viendo como la Mano de

Falhandriel se dirigía hacia ellos con intenciones hostiles.

–No –respondió Nick tensando los músculos preparándose para lo que venía.

–¿Y tu recortada especial?

–Dentro, sin munición.

–¿Y que hay del Suero?

–Me queda una jeringa, pero aún estoy dentro del límite –Nick se refería a que hacía

muy poco que había utilizado una dosis, la que su hermano le había inyectado para

salvarle. Si utilizaba otra vez el Suero los efectos en su cuerpo podían ser catastróficos.

–Somos dos contra uno, así que hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que

uno de nosotros llegue hasta él –Reeves estaba mirando hacia el Observador.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Nick.

–Que corras.

Sin decir más John Reeves se movió hacia la izquierda justo cuando la mano mágica

utilizaba el poste de madera que empuñaba para barrer la zona donde estaban los dos

amigos, mientras Nick se movía a la derecha en una acción coordinada fruto de los viejos

tiempos donde tantas veces habían luchado codo con codo. La madera hizo silbar el aire

sobre sus cabezas revolviendo sus cabellos pero sin llegar a herirles.

El Observador se quedó un momento sorprendido, pero luego supo lo que debía hacer

para contrarrestar a sus enemigos. Se concentró en la mano fantasma y la movió hacia

John Reeves, el cual esta vez sí fue alcanzado por el poste de madera. El impacto fue tan

brutal que lo desplazó varios metros con un crujido de huesos rotos, haciéndole aterrizar

sobre la hierba del claro con un brazo y varias costillas rotas.

Nick gritó enfadado pero sin dejar de correr hacia el Observador, sabiendo que ahora

solamente quedaba él. Esgrimiendo como arma una de sus jeringas con el suero, Nick se

abalanzó sobre su rival levantando su brazo para clavarle la aguja en el pecho. Sin

embargo la jeringa no llegó a penetrar el Manto de Geissendülf que llevaba bajo la camisa,

y la protección mágica emitió un destello verdoso al entrar en funcionamiento.

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–¿Pensabas que estaba indefenso? –dijo con sorna el Observador–. Recibe ahora el

castigo del Sello de Azgaroth.

Con un movimiento de su mano izquierda, la cual portaba en su dedo índice un anillo

dorado algo distinto al de sus agentes abatidos (con forma de ojo), el Observador tejió

una red de hilos de energía verdosos que se entrelazó alrededor de Nick y lo inmovilizaron

por completo. La jeringa cayó al suelo, y el Observador la alejó de una patada. Luego

trajo la enorme mano fantasmal ante Nick, y la sombra del enorme poste de madera se

cernió sobre el exterminador.

–¿Qué me dices ahora? ¿Quién tiene el auténtico poder? –dijo con orgullo el malvado

alemán.

–Pues digo que con tantas baratijas de mierda que tienes no puedes detectar la

presencia sobrenatural –respondió Nick.

–¿Qué es lo que quieres decir? –preguntó extrañado el Observador.

–Creo que se refiere a mí –dijo una voz monstruosa a su espalda.

El Observador se dio la vuelta para contemplar a un palmo de su cara el rostro

demoniaco de Black Devil, el cual había llegado justo a tiempo. Antes de que el alemán

pudiera hacer uso de los objetos mágicos que portaba, el demonio le clavó la jeringa de

Nick en el interior de la boca abierta, hincándole la aguja en el paladar y apretando el

émbolo.

–A ver si tu jodido manto mágico te protege de eso, capullo.

Black Devil se apartó del Observador, el cual cayó de rodillas llevándose una mano a

la garganta. Aunque el Manto de Geissendülf le protegía contra las agresiones externas

era inútil contra los daños realizados directamente en el interior de su organismo. La

sustancia de la jeringa era un fármaco tan potente que le otorgaba a Nick unas capacidades

extraordinarias más allá del límite humano, pero solamente a Nick Rose. Para cualquier

otro, el Suero era un veneno letal tan mortífero como el cianuro o la botulina28. En apenas

unos segundos el Observador dejó de respirar, asfixiándose mientras su cuerpo sufría de

terribles convulsiones. Un intenso dolor invadió todos sus órganos vitales, y el veneno

hizo que al final el corazón y el cerebro se hincharan y estallaran, provocando una

hemorragia masiva que le hizo sangrar por ojos, nariz y boca.

Cuando el alemán dejo de moverse, la mano fantasmal que había invocado se

desvaneció en el aire como si nunca hubiese existido, así como la red de hebras de energía

que envolvían a Nick.

–Gracias por darte prisa, Kevin –dijo Nick alargando una mano.

–¿Para qué están los hermanos mayores, si no? –Kevin le alargó una mano demoníaca

que en segundos se convirtió en humana, ayudando a Nick a levantarse del suelo.

Tras comprobar que el Observador efectivamente estaba muerto, los hermanos Rose

se acercaron al cuerpo de John Reeves. Tras reanimarle vieron que aparte de unos cuantos

huesos rotos no sufría de heridas severas.

–Vaya, nunca pensé que me alegraría de ver a un ser de la oscuridad. Al final has

servido de ayuda –dijo Reeves poniéndose en pie.

–Si es tu forma de darme las gracias, de nada, viejo –guiñó un ojo Kevin.

–Será mejor que nos vayamos de aquí. Billy Jones y Marianne nos esperan abajo en

el camino, en la furgoneta. Cojamos al padre de Fat Boy y larguémonos.

El sonido de un crepitar atrajo la atención de los tres hombres, los cuales vieron como

las llamas terminaban de alimentarse con el cuadro de Amón-Ra que había

desencadenado toda aquella aventura. Cuando el último resto del cuadro quedó

28 La toxina botulínica, también llamada "botulina", es una neurotoxina elaborada por una bacteria

denominada Clostridium botulinum. Es uno de los diez venenos más potentes conocidos.

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convertido en cenizas, los restos fueron esparcidos por el viento de la mañana

llevándoselos muy lejos.

–Antes de irnos será mejor que nos llevemos todos esos Legados del Observador. Tal

vez pueda estudiarlos –dijo Reeves.

–Y si no siempre puedes añadirlos a tu colección secreta del sótano, ¿verdad? –dijo

Kevin.

–No tengo ni idea de a qué sotano te refieres –dijo Reeves con un guiño cómplice.

Los tres rieron, mientras Reeves se apoyaba en Nick y Kevin hasta el interior del

aserradero para recoger tanto a Walter Collins como al bastón del anticuario.

–Por cierto, Nick, hazme un favor –dijo de repente Reeves.

–Claro, John, lo que sea.

–La próxima vez que llames a mi puerta, prefiero que sea por algo relacionado con

vampiros, licántropos o momias. Prefiero enfrentarme a algo que pueda matar con mi

estoque antes que a los Cazadores de Legados y su apestosa magia. No es cosa para un

viejo exterminador de monstruos como yo.

***

Muy lejos de allí, en lo más profundo de una amplia red de túneles que surcaban el

espacio oscuro bajo un gran castillo de aspecto medieval, cuatro figuras ataviadas con

túnicas negras eran interrumpidas por una grotesca criatura de gran cabeza y cuerpo

menudo con extremidades pálidas y delgadas. La criatura, un Lymir (sirviente mágico de

los hechiceros) hizo una reverencia mientras intentaba reprimir el miedo que le

embargaba por traer malas noticias a sus cuatro amos.

–¿Qué quieres? –dijo una voz espectral bajo una de las capuchas.

–Tengo noticias del grupo operativo Alfa.

–¿Y bien? –preguntó otra de las voces, muy similar aunque ésta era de origen

femenino.

–La misión ha sido un completo fracaso –el Lymir tragó saliva antes de continuar

hablando–. El cuadro de Amón-Ra ha sido destruido, por lo que nos será imposible

determinar la ubicación del Cetro sagrado del dios egipcio. Tampoco sabemos quién es

el auténtico autor de la obra, así que no podemos rastrear por esa pista. Y además todo el

grupo operativo Alfa ha sido destruido.

–¿Todo el grupo? –dijo otro de los señores, con un deje de sorpresa en la voz.

–Sí, amo, incluso el Observador –el Lymir pensó que si salía de aquella sala con vida

sería su día de suerte.

–¿Y cómo se llama ese lugar tan funesto para nuestra organización? –preguntó el

cuarto encapuchado, con un susurro tan suave y peligroso como una cuchilla de afeitar

recién afilada.

–Hollow City, mi señor. Es una ciudad que está en…

El cuarto señor, el Hechicero Supremo, alzó la cabeza y su gesto hizo callar al

sirviente mágico, que retrocedió un paso asustado. Luego musitó unas palabras tan

antiguas como el hombre e invocó la magia para crear una bola de luz que se convirtió en

una imagen del planeta. Luego apuntó su dedo índice y la bola giró, hasta que un pequeño

puntito dorado comenzó a brillar señalando la ubicación de la ciudad.

–Hollow City… –dijo pensativo el Hechicero Supremo–. Interesante, muy

interesante…

FIN

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CHENKATAI, EL MONJE DIABOLICO

Tíbet, Suroeste de China, 1950.

Shen Lung abrió los párpados permitiendo así a su confuso cerebro salir del

aturdimiento. Al estar su cuerpo boca arriba lo primero que divisaron sus ojos verdes fue

el cielo de la mañana, convertido en un mar azul surcado de pequeñas nubes blancas que

se mecían suavemente por el viento como si fuesen olas. Era una vista preciosa, como

todo lo que podía contemplarse durante un día corriente en el Monasterio Budista de

Dorhang, situado en lo alto de una de las inaccesibles montañas tibetanas.

Sin embargo, hoy no era un día corriente.

Poco a poco Shen Lung fue tomando consciencia de lo que ocurría a su alrededor a

medida que sus sentidos volvían a operar con plenitud. El joven monje ahogó una

exclamación de dolor al tratar de incorporarse, y cuando finalmente lo consiguió deseó

no haberlo hecho. Mejor hubiera sido permanecer dormido, inerte como uno de los

bloques de hielo que se formaban en la falda de la montaña durante el invierno, cualquier

cosa antes que contemplar el caos que reinaba a su alrededor durante la distancia que

alcanzaban sus oblicuos ojos orientales.

La muerte había llegado hasta el interior del monasterio, atravesando las puertas del

templo y llenando el espacio con su aterradora presencia. Su color era el rojo de la sangre

que rociaba el suelo del recinto sagrado, además de la túnica desgarrada del propio Shen

Lung. Su hedor era el de los cuerpos quemados, mezclándose con el olor a pólvora de las

armas de fuego de los soldados invasores. Y el sonido de la muerte era el de los

moribundos que se arrastraban suplicando piedad a sus verdugos antes de recibir un tiro

de gracia en la frente o ser empalado por una afilada bayoneta.

Shen Lung se llevó una mano al medallón sagrado de su cuello, donde permanecía

grabada la efigie del gran dios Buda, intentando hallar fuerza en su fe. Recordó entonces

como un momento antes había estado junto al resto de sus compañeros, casi todos

adolescentes como él, meditando sus oraciones en la habitación del silencio intentando

hallar la paz espiritual en su interior. De repente por todos los rincones del monasterio

había comenzado a resonar los ecos del gong dorado, no una sino varias veces, de forma

que todos comprendieron que se trataba de una señal de emergencia. Luego un trueno

brotó del lugar donde estaba emplazada la muralla exterior del templo, y al disiparse la

nube de humo y polvo aparecieron los soldados vestidos con el uniforme imperialista

chino. Los soldados invadieron el recinto sagrado, disparando una y otra vez a pesar de

que nadie en aquel lugar de culto utilizaba armas. De nada sirvieron las protestas, los

gritos de súplica ni los rezos a Buda, la muerte visitaba Dorhang vestida con una bandera

roja con cinco estrellas doradas.

Lo último que había visto el joven monje fue como el brazo de uno de los invasores

había lanzado algo cerca de su posición, y de pronto una bola anaranjada explotó haciendo

que una luz cegadora lo transportara por los aires. Milagrosamente no había sufrido

ninguna herida grave, aunque tampoco había escapado indemne. Un feo corte en un

hombro le hacía sangrar profusamente, el brazo izquierdo le colgaba flácido a un lado y

la pierna derecha le dolía muchísimo con cada paso que daba.

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Pero todo su dolor físico no era nada comparado con el de su corazón, pues sobre los

restos de lo que había sido una de las paredes del templo se hallaban los cuerpos

despedazados de muchos de sus amigos, tanto alumnos como maestros. Todos muertos.

Shen Lung sintió el impulso de gritar ante la horrible visión de los efectos de la

invasión, pero una voz en su interior le conminó al silencio. Era como si muy cerca de él

hubiese una presencia que le aconsejara, guiando sus movimientos para protegerle. ¿Sería

el espíritu de uno de sus maestros que había regresado del más allá para ayudarlo?

De repente una de las estatuillas que adornaban el templo salió de su soporte y cayó

al suelo, rompiéndose en varios fragmentos justo entre los dos grandes cipreses

florecientes que flanqueaban la entrada semi-oculta del Jardín de los Lamentos. El monje

dudó unos instantes, viendo que los soldados no se habían fijado aún en su persona debido

a la confusión reinante. Sabía que debía hacer algo para ayudar a sus compañeros que

estaban siendo masacrados sin piedad por la horda de soldados rabiosos, pero su instinto

de supervivencia le indicaba que él solamente era un monje sin ningún poder. En su fuero

interno sabía que no podía hacer nada por ellos. La decisión estaba tomada.

Dando la espalda a lo que había sido su hogar, a su familia, a sus amigos, a su vida

entera, Shen Lung atravesó rápidamente el jardín, recordando que en una de las clases su

maestro le había revelado que se denominaba Jardín de los Lamentos a causa de que

existía un pasadizo que conducía directamente a la montaña. En ocasiones el viento

soplaba con tal fuerza que parecía emitir un sonido peculiar, como el gimoteo de una

madre que ha perdido a su hijo. Sin embargo cuando llegó al centro del jardín se encontró

con que no sabía dónde estaba la entrada al pasadizo. Muy pronto los soldados registrarían

todo el monasterio y terminarían encontrando aquel lugar, con lo que su suerte no se

diferenciaría de la del resto de monjes asesinados. ¿Pero qué podía hacer?

Una ráfaga de viento sopló sobre las ramas de uno de los árboles, agitándolas de tal

forma que cayeron un montón de hojas secas al suelo. Shen Lung se fijó en un detalle:

únicamente aquel árbol de todos los que estaban plantados en el jardín había sido mecido

por el viento. ¿Acaso era la presencia salvadora que aún le acompañaba?

El monje se acercó al árbol, atravesando los arbustos que crecían a su alrededor, y

entonces creyó captar un sonido. ¡Efectivamente, aquel ruido sonaba como el llanto de

un ser vivo! Sin perder tiempo se desgarró un trozo de su túnica color azafrán, dejando al

descubierto la extraña marca de nacimiento con forma de dragón que cubría parte de su

hombro izquierdo. Aproximó el pedazo de tela por las inmediaciones del árbol, hasta que

advirtió como adquiría un movimiento oscilante a causa del viento que salía a ras del

suelo. Tras retirar un montón de hierbas resecas y un poco de tierra, dejó al descubierto

una reja de metal. ¡Había encontrado el pasadizo a la montaña!

Tras levantar la reja y deslizar su menudo y frágil cuerpo a través de la abertura, Shen

Lung fue recibido por la oscura y húmeda boca de un túnel. La distancia entre el techo y

el suelo le obligaba a recorrerlo en cuclillas, y tras dejar atrás la entrada enseguida quedó

sumido en la oscuridad total. Percibió el intenso mordisco del frío en su piel a través de

los restos de su andrajosa túnica, pero continuó hacia delante tanteando con sus manos el

terreno que no podía ver y que en cualquier momento podía volverse traicionero.

Tras pasar varios minutos en aquella situación, el viento que azotaba insistentemente

su rostro se hizo más intenso, y un rastro de claridad al final del túnel anunció la salida al

exterior. Shen Lung tuvo que trepar con su brazo izquierdo y una pierna heridos, pero tras

varios intentos logró ascender por la abertura y escapar del túnel oscuro. Pero lo que

encontró no mejoró en nada su situación.

El monje estaba situado encima de un saliente rocoso, desde el cual podía divisarse

más abajo los restos humeantes del Monasterio de Dorhang. Aquellos cobardes sin alma

no se habían contentado con aniquilar a los pacíficos habitantes del monasterio, sino que

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además habían incendiado su hogar. Al volverse de espaldas incapaz de soportar aquella

visión de destrucción, se encontró mirando la colosal montaña cuya cima se antojaba muy

distante. Aunque el crudo invierno aún distaba mucho en llegar, escalar aquel colosal

muro natural para llegar al otro lado y huir lejos era toda una hazaña en el deplorable

estado físico en el que se encontraba.

Shen Lung se sentó meditando entre sus dos opciones. ¿Debía quedarse allí esperando

a que los soldados decidiesen marcharse del templo, o debía arriesgarse a cruzar la

escarpada montaña? ¿Y si los asesinos uniformados descubrían el túnel y lo seguían hasta

donde estaba ahora? ¿O qué ocurriría si no se marchaban del templo durante unos días y

él permanecía esperando a solas y sin víveres?

Mientras las dudas le atenazaban en su interior, algo le hizo elevar la mirada hacia la

cima de la montaña. Creyó divisar algo en la lejanía, como un débil destello. ¿Podía ser

que en aquel lugar remoto y casi inexpugnable hubiera alguien? A su memoria vinieron

las leyendas que corrían entre susurros por las noches entre los monjes, cuentos de terror

acerca de seres horribles y de gran poder que permanecían bajo los efectos de un sueño

eterno alejados de los seres humanos. Una vez había preguntado a uno de sus maestros

sobre aquellas historias, el cual le había respondido con palabras evasivas y una mirada

huidiza donde se adivinaba cierta carga de miedo.

Algo cayó a los pies de Shen Lung, unas ramitas arrastradas por el viento que se

detuvieron una junta a la otra formando una especie de símbolo aleatorio. El monje

examinó con curiosidad el dibujo, abriendo los ojos con sorpresa al darse cuenta de que

era una flecha. Y sin lugar a dudas apuntaba hacia la montaña.

El joven miró a su alrededor, volviendo a sentir con más fuerza la presencia invisible

que lo había salvado de los soldados hasta conducirlo a aquel saliente, y que al parecer

aún no había terminado de guiarle. Siguiendo su instinto decidió ponerse en pie y dejarse

llevar por el espíritu guardián, anteponiendo la fuerza de su mente ante la debilidad de su

cuerpo. Inhaló el aire frío de la montaña hasta llenar los pulmones, despejó de su cabeza

todas sus dudas y temores, y se concentró en la que iba a ser su próxima tarea durante

horas.

Shen Lung puso su mano buena sobra una de las rocas, colocó su pierna izquierda

encima de otra, y comenzó a trepar por la empinada ladera.

***

Algo tiró de él, sacándolo del mundo de los sueños y trayéndole a una oscura realidad.

En su mente aún resonaban los ecos de suaves murmullos que parecían atraerle hacia las

tinieblas del pasadizo excavado en la roca que se extendía ante él. Pero Shen Lung estaba

completamente exhausto, escalar la montaña hasta aquella cueva situada casi en el punto

más alto le había llevado hasta el límite de sus fuerzas. Más de una vez los poderosos

golpes del viento de la montaña habían estado a punto de arrancarle de la ladera y enviarle

cuesta abajo, teniendo que aferrarse a las rocas con solo un brazo y una pierna sanos. El

frío le había dejado sumido en un estado somnoliento cercano a la hipotermia, del que

ahora despertaba a causa de aquellos susurros imperiosos que le incitaban a continuar

adelante.

Shen Lung deseaba cerrar los ojos y descansar, dejarse llevar hacia la placidez del

silencio eterno donde le esperaría un nuevo mundo y tal vez se podría reencontrar con sus

compañeros muertos. Pero algo no le dejaba hacerlo, era como si unas manos invisibles

intentaran empujarle hacia el abrazo de las tinieblas del pasadizo, su espíritu guardián no

se resistía a abandonarlo aún.

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«Ya falta poco, Shen Lung. Casi lo has conseguido. Haz un último esfuerzo», decían

las voces que flotaban a su alrededor. ¿O acaso le hablaban en el interior de su cabeza?

Y el monje extendió su brazo derecho, hundiendo sus casi agarrotados dedos en el

suelo rocoso para a continuación empujar el peso de su cuerpo en la pierna que menos le

dolía. Apretando los dientes para aguantar mejor el dolor que alcanzaba cada nervio de

su maltrecho ser, se arrastró como una serpiente metro a metro mientras sentía como los

afilados bordes del suelo rasgaban su carne.

Shen Lung dejó atrás el dolor, la entrada de la cueva y la luz, sumergiéndose en lo

desconocido. Despejó su mente de cualquier otro pensamiento que no fuese continuar

avanzando, algo imposible de realizar para alguien que no tuviese un elevado instinto de

supervivencia y un superior espíritu de voluntad. Sólo él podía hacerlo.

Llegó un momento en que al extender su mano se encontró palpando la superficie dura

y fría de una enorme roca, descubriendo que había llegado hasta el fin. No había ninguna

otra salida más que retroceder al exterior, pero eso quedaba fuera de sus posibilidades.

Moriría allí sin más compañía que su invisible guardián y el manto de oscuridad que lo

cubría todo.

Se tumbó boca arriba, derrotado, extendiendo sus extremidades a lo largo del pétreo

suelo. Y sus dedos se hundieron en el vacío.

¿El vacío?

El monje se arrastró una vez más sorprendiéndose al descubrir un pequeño agujero en

el suelo cavernoso del que provenía un débil resplandor rojizo y una pequeña brisa

entumecedora. Allí abajo había algo.

«Ven, Shen Lung. Ven aquí. Tu destino te espera», creyó oír en susurros que surgían

de aquel pozo. ¿O eran imaginaciones suyas?

Decidió descender por aquella abertura puesto que la única alternativa era morir allí,

y con mucho cuidado se deslizó por el interior de aquella estrecha grieta. Pero el esfuerzo

era demasiado para el deplorable estado físico en el que se encontraba, y tras resbalar su

mano en la piedra desnuda su pie perdió el punto de apoyo y todo su cuerpo cayó hacia

abajo.

El impacto fue brutal, su cuerpo se quejó con el crujir de uno o más huesos

rompiéndose bajo su piel magullada, haciéndole proferir un angustioso grito de dolor. Iba

a maldecir a Buda y a todos los dioses y espíritus, a blasfemar contra su familia de

empobrecidos campesinos que lo habían dejado en el monasterio porque no podían

mantener a otro hijo más, a insultar a los soldados por no haberle matado a él también

junto a los otros monjes del templo…pero no lo hizo. Solo pudo abrir la boca y los ojos

de la sorpresa al contemplar el lugar donde estaba y que hizo incluso que se olvidara del

dolor.

Lo primero que percibió fue que a pesar de que estaba dentro de la montaña no podía

ver ninguna piedra o roca de origen natural. Aquella amplia cámara, cuya superficie se

extendía a su alrededor ocupando un espacio superior a cualquier habitación del

Monasterio de Dorhang, poseía un suelo de losas perfectamente pulimentadas y alienadas

que serían la envidia de los diseñadores del Palacio Imperial de China. Todo el techo, a

excepción del agujero por el que un momento antes se había despeñado, estaba formado

por un conjunto de paneles acristalados con extraños dibujos y símbolos acordes con el

que aparecían en todas las baldosas de cerámica que recubrían las paredes. Docenas de

estatuas de gran tamaño, talladas con las formas de feroces guerreros ataviados con armas

e indumentarias de siglos atrás, devolvían la mirada a Shen Lung con un brillo silencioso

de color rojizo que en realidad era un reflejo de la luz que provenía del fondo de la

estancia.

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Porque allí, presidiendo majestuosamente aquella cámara que ningún hombre había

pisado en cientos de años, había una estatua hecha de bronce que representaba un colosal

dragón rojo cuya boca estaba abierta en una mueca feroz que enseñaba unas mandíbulas

repletas de afilados colmillos. El grueso y escamoso cuello estaba torcido de forma que

la descomunal cabeza, cuyos ojos eran dos resplandecientes rubíes del tamaño de puños,

apuntara hacia cualquier visitante que se acercara sobre la alargada alfombra que se

extendía de lado a lado entre las sólidas columnas de jade que sostenían la bóveda.

El monje vio entonces que a los pies de la efigie del dragón había un objeto de piedra

en forma de arca del que emanaba una cegadora luz rojiza que era la que en realidad

iluminaba toda la cámara. La caja medía unos dos metros de largo, y casi un metro de alto

como de ancho, y estaba totalmente cubierta de una bella y exótica decoración que

mezclaba incrustaciones de oro y plata con las más variadas y exquisitas joyas jamás

vistas. Sobre la cubierta se encontraban engarzados dos dragones de oro macizo cuyos

alargados cuerpos serpenteaban entrelazándose como desafiando a cualquiera que

intentase abrirla.

«Acércate, Shen Lung. Ven a mí».

El monje estuvo seguro de haber escuchado la voz, y que provenía del ídolo dragón

que custodiaba el arca. Obedeciendo se arrastró por la alfombra apenas fijándose en que

se hallaba recubierta con los mismos símbolos ancestrales que también se divisaban en

los dibujos del suelo, paredes, techo, columnas y hasta la propia arca. Una escritura arcana

más antigua que el propio Buda y que encerraba oscuros misterios que alguien había

sepultado siglos atrás en el interior de la montaña. Secretos que tal vez era mejor que

continuaran siendo secretos.

Shen Lung llegó hasta los pies del altar donde se encontraba el arca, permaneciendo

de rodillas mientras levantaba la cabeza para mirar directamente a los ojos del Dios

Dragón. Entonces se dio cuenta de que siempre había sido él la presencia protectora, el

que le había salvado y guiado hasta allí. Era una estatua, sí, pero al mismo tiempo era un

ser vivo, al menos en espíritu. Comprendió que estaba ante una conciencia suprema que

de algún modo estaba atrapada en el interior del gran arcón, y que él, Shen Lung, había

sido el elegido para liberarle.

–¿Por qué yo? –preguntó al dragón sin considerarse estúpido por hablarle a una

estatua.

«Porque es tu destino».

Shen Lung se miró la marca de nacimiento de su hombro izquierdo, comprendiendo

al fin su significado.

«Si te unes a mí, te mostraré conocimientos que van más allá de las pobres enseñanzas

que imparten los monjes budistas que conoces, pues tu capacidad de comprensión de los

saberes del universo se expandirá más allá de los límites del entendimiento humano. Tu

cuerpo, tu mente y tu espíritu se fusionarán en un todo forjado a partir del fuego del

poder inmanente. Dejarás atrás todo lo que conoces, tu nombre, tu identidad, tu propio

ser, y renacerás como una nueva fuerza.»

El monje sintió una mezcla de curiosidad y de miedo que le hizo temblar levemente.

Ya no le quedaba nada, todo su mundo había quedado hecho pedazos con las ruinas del

monasterio. Solo podía quedarse allí y morir, o aceptar el nuevo destino que le ofrecía

aquella misteriosa entidad.

–¿Quién eres tú? –preguntó aún dubitativo.

«Yo soy el Viajero Errante del Cosmos, el que recorre el Sendero del Conocimiento

Dorado, el Iluminador de Mentes, el Despertador de Conciencias, el que atesora el

auténtico Saber Primigenio. Soy… ¡el Dragón Cósmico!»

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Aturdido por aquellas palabras, Shen Lung estuvo a punto de caer al suelo otra vez

aunque recurrió a toda su energía para mantenerse de rodillas. Aunque en su interior ya

había tomado una decisión, aún tuvo valor para preguntarle una cosa más al Dragón

Cósmico.

–Si acepto servirte, ¿qué seré capaz de hacer?

Esta vez el todopoderoso ser no recurrió a grandes elocuencias y se limitó a contestar

con una sola palabra, una palabra que formó imágenes en la mente del monje donde se

entretejían visiones de venganza y de paz absoluta, de guerras y muerte junto con amor a

una nueva familia. No era un espejismo sino el conocimiento de un futuro al alcance de

su mano, siempre que recorriera una senda poblada de luces pero también de sombras.

«Todo».

El joven monje hizo un último esfuerzo y se puso en pie a pesar de sus heridas. Salvó

la distancia que le separaba del engalanado arcón y posó sus manos manchadas de sangre

sobre la tapa. Levantó la mirada hacia la estatua del dios dragón mientras con una mano

apartaba de su cuello el medallón de Buda que tantos años había llevado consigo. Tras

arrojarlo lejos de sí pronunció en voz alta y con total convicción su contestación.

–Acepto.

La tapa del arcón se deslizó sola como por arte de magia, emitiendo un fuerte sonido

metálico. Una potente luz roja envolvió a Shen Lung cegándole con su brillo

momentáneamente, y al instante el monje advirtió que sus heridas iban sanando

rápidamente al mismo tiempo que sus fuerzas volvían a su plenitud. Luego vio que en el

interior del artefacto había una serie de compartimentos, diseñados para contener cada

uno de ellos una tablilla de piedra con jeroglíficos místicos, aunque podía verse que uno

de los huecos estaba vacío. Además de las tablillas había también un extraño orbe de

cristal engarzado a una base de metal dorado en forma de garra de dragón. El último de

los objetos contenidos en el arcón era un pequeño frasco de cristal con un líquido rojo

que parecía sangre.

«Olvidarás todo lo que sabes, pero alcanzarás la auténtica iluminación. Sufrirás una

intensa agonía que te hará conocer un dolor inimaginable, pero conseguirás la

perfección. Te asomarás al borde del abismo de la locura, pero obtendrás un poder que

romperá cualquier barrera conocida. A partir de hoy Shen Lung está muerto. Tu nombre

será… ¡Chenkatai!».

El joven monje obedeció a un impulso y abrió el frasco para proceder a beber parte de

su contenido. Mientras el líquido penetraba en su interior para formar parte de su ser notó

como se producía el cambio. Y Chenkatai comenzó su nueva existencia gritando, mientras

sentía como poderosas fuerzas se agitaban en su interior para arrancarle a pedazos su

antigua alma y sustituirla por una nueva.

***

Hollow City, en la actualidad.

La profesora Cassandra Zhao se levantó de su asiento para dirigirse hacia el aparato

de calefacción de la habitación y ponerlo en marcha. Había estado concentrada en la

lectura de un libro sobre la historia de las simbologías antiguas, donde le había llamado

especialmente la atención el capítulo dedicado al origen logográfico de las escrituras

china, maya y egipcia. Su fascinación por el tema, en el cual era también una experta, la

había tenido tan ausente de lo que la rodeaba que no había advertido el descenso

progresivo de la temperatura. Sin quererlo había permitido que el frío atravesara las

ventanas de aquella sala situada en el tercer piso del Museo de Arte de Hollow City y

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ahora estaba casi temblando. Una vez manipuló el aparato y notó como emitía un chorro

de aire cálido la profesora Zhao consultó la hora. Eran las once de la noche, y aún no

había cenado, pues como casi siempre se había enfrascado en su trabajo y sería la última

en salir del Museo.

Miró su mesa abarrotada de libros y papeles, todos relacionados con la temática de la

simbología antigua y las escrituras tradicionales, y decidió que era el momento de irse a

casa. Se extrañó de que ninguno de los guardias del Museo hubiese llamado a su puerta

para advertirla sobre la hora, puesto que desde los incidentes sucedidos el día de la

inauguración del Museo29 la seguridad había sido el caballo de batalla del director Greg

Templeton. La profesora supuso que los vigilantes debían estar acostumbrados a su

dedicación laboral exhaustiva, así que se puso el abrigo, cogió su bolso y abrió la puerta

para salir.

La oscuridad del pasillo llegó a su encuentro inesperadamente pues ninguna de las

luces del techo funcionaba, tan solo podía vislumbrar a duras penas las diminutas

lucecitas del panel del ascensor. Parecía que la temperatura era unos grados inferior a la

de su despacho, lo que provocó que Zhao se encogiese dentro del abrigo. Sin saber muy

bien porqué la embargó una sensación de temor, aunque su talante científico se impuso y

decidió avanzar hasta las puertas del elevador situadas al final del pasillo.

Fue entonces cuando creyó percibir una presencia a su espalda, alguien que la

observaba oculto entre las sombras, inmóvil y en silencio. Zhao agudizó el oído pero no

escuchó nada, ni siquiera una respiración. Seguramente eran imaginaciones suyas.

Avanzó con cautela hasta el final y pulsó el botón para llamar el ascensor, el cual se

encontraba en ese momento en la planta baja. Mientras esperaba a que el elevador

ascendiera la profesora lanzó una serie de miradas hacia la oscuridad del pasillo mientras

respiraba de forma agitada, sintiéndose vigilada y amenazada. Los segundos que tardó el

ascensor en llegar y abrir las puertas se volvieron siglos, pero al final no pasó nada y

ningún monstruo salió de su escondite para atrapar a Zhao.

Porque cuando la máxima autoridad experta en paleografía de Hollow City retrocedió

de espaldas hasta el interior de la cabina iluminada, una mano enguantada sujetó su frágil

cuerpo mientras otra le colocaba un sucio y húmedo trapo empapado en una sustancia

narcótica que la sumió al instante en el mundo de los sueños.

***

En uno de los altos edificios de oficinas que poblaban Long Street un desvencijado

taxi estacionó ante sus puertas, apeándose un hombre de cabello castaño muy corto que

portaba un maletín marrón. Tras pagarle el trayecto más una generosa propina, el cliente

del taxi entró en el edificio y saludó al vigilante del vestíbulo, un negro enorme y

musculoso llamado Bernie Chadman que una vez fue boxeador de los pesos pesados. A

pesar de que Bernie ahora rondaba la edad de jubilación y que su barba era tan blanca

como sus dientes, aún era capaz de amedrentar a cualquier intruso que se atreviera a

rondar su edificio. Por ello se levantó de su asiento y avanzó un par de pasos al ver al

hombre del maletín.

–¿Señor Stone? –preguntó el guardia al recién llegado, casi sin reconocerlo–. ¡Jack

Stone! Que sorpresa, todo el mundo aquí decía que no iba a volver. Hay que ver que

cambiado está. ¿Cómo le ha ido?

29 Sucesos narrados en HC Nº13, El regreso del Doctor Misterio.

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–Me alegro de verte, Bernie –dijo Stone–. Estoy bien, gracias. He pasado una larga

temporada fuera pero ya estoy de vuelta, voy a subir a la oficina para arreglarla un poco.

¿Me dejas la llave?

Bernie se metió detrás de la mesa de recepción y fue a buscar la llave del despacho de

Stone, guardada junto a una etiqueta que ponía «Detective». Luego se la dio a su dueño

con una sonrisa.

–Me alegro de verle, señor.

–Gracias, Bernie. Más tarde nos tomaremos un café y me pondrás al día de todo lo

que ha ocurrido en Hollow City desde mi marcha. Seguro que no os habréis aburrido por

aquí.

Tras recoger la llave Jack Stone subió en ascensor hasta la planta donde estaba su

despacho. En la puerta aún estaban los grandes caracteres que identificaban lo que había

tras ella: «Jack Stone, Investigador Privado». Mientras abría la puerta con una sonrisa

nostálgica, el detective pensó que había cosas que nunca cambiaban. Como el desorden

de su oficina, por ejemplo, la cual estaba exactamente igual como el último día que había

permanecido en la ciudad. Parecía que había sido ayer cuando Stone se había involucrado

junto al justiciero enmascarado Espectro y el cazador de monstruos Nick Rose en la

búsqueda del paradero del anticuario John Reeves, del escritor Vic Page y del profesor

Edmund Graves, los tres secuestrados por una raza conocida como los Oscuros30. Más

tarde Stone se había enamorado de Alice, la hija del profesor Graves, la cual había

fallecido al igual que su padre en la Guerra Secreta contra los Oscuros y su maligno Amo.

Aunque Stone consiguió su venganza, la pérdida de Alice había sido un duro golpe para

él y había abandonado Hollow City para buscar su destino31.

El detective se sentó en el sillón tras la mesa del despacho y sacó de un tarjetero el

trozo de plástico con el número de Alice. Mientras las yemas de sus dedos acariciaban la

tarjeta cerró los ojos y emitió un suspiro melancólico, concentrando su mente en el rostro

perdido de la joven. Y al instante ella estaba allí, como un fantasma que se aparecía entre

la niebla de sus recuerdos, distante pero a la vez cercana. Su mente recreó una vez más

los rasgos delicados de su bella faz, sus hermosos y vivarachos ojos, sus labios torcidos

de preocupación por la desaparición de su padre. Incluso el timbre de su voz parecía tan

real como aquel primer día en que la conoció. Pero ella estaba perdida para siempre, y la

única manera de recordarla era usar su habilidad especial para estar con ella aunque fueran

solo escasos momentos, como una droga de la que no se puede escapar. Alice había

muerto por culpa del escaso control de Stone sobre su poder de postcognición32, y él

siempre tendría sobre sus hombros el peso de la duda sobre lo que hubiera podido pasar

si hubiera tenido entonces el nivel de habilidad que ahora ostentaba.

El ruido del teléfono sobre su mesa rompió el encantamiento y la imagen de Alice se

desvaneció de su mente, volviendo al lugar que le correspondía y dejando a Stone con un

vacío difícil de llenar. Con un movimiento lento descolgó el auricular y escuchó la voz

de Bernie:

–Perdón por molestarle, señor Stone, pero aquí abajo hay un hombre que quiere verle.

Parece importante y con mucha prisa. Dice que es…Greg Templeton, el Director del

Museo de Arte e Historia de Hollow City.

–De acuerdo Bernie, dile que suba, le recibiré ahora mismo.

Greg Templeton. El nombre le era familiar, por supuesto, aunque no el cargo. El Greg

Templeton que Stone había conocido fue el director de la desaparecida sala de subastas

30 Hechos acontecidos en el Nº2 de HC, El Ojo de los Dioses. 31 Como bien recordará el lector del Nº8 de HC, La Guerra Secreta. 32 Capacidad de percibir acontecimientos pasados.

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Angelie´s, un tipo muy interesado en las reliquias de origen Valaki33 y que había estado

metido en ciertos asuntos con TecnoCorp, la empresa de seguridad y tecnología que había

invadido la ciudad de Hollow City hacía cuatro años. Y ahora había ascendido a director

del Museo de Arte e Historia. Aquel hombre era sin duda era una persona bien relacionada

y con contactos importantes en las altas esferas de la ciudad. Alguien que sabía que Stone

acababa de regresar a Hollow City tras estar más de un año fuera.

El detective se levantó y miró a través de la ventana hacia el exterior, viendo como

poco a poco una cortina de diminutas gotas de agua iban cubriendo el cristal. Vio su

propio reflejo, un hombre que rozaba los cuarenta aunque su pelo corto y su rostro afable

le hacían aparentar algunos menos. Sus ojos claros reflejaban una calma interior y una

inteligencia superior a las que había tenido antes de salir de la ciudad. Al pasar una mano

por su pelo cortado al cepillo recordó con una sonrisa como los monjes tibetanos habían

disfrutado rapándole al cero y quemando sus prendas en el fuego purificador. Un año

entero en el Monasterio de Samye, el templo budista más antiguo del Tíbet, había bastado

para hacerle cambiar en cuerpo y alma hasta alcanzar un estado de bienestar más allá del

que jamás habría imaginado. Había dejado de fumar y de beber, había encontrado nuevas

formas de conocimiento, había visto el interior de su propia alma. Los sabios maestros

del templo le habían enseñado como controlar su poder de postcognición, hasta el punto

de que podía tocar un objeto o una persona sin usar guantes y no despertar la habilidad.

Aunque Stone había llegado a considerar que su don era una maldición, heredada desde

que combatiese con un monstruo en casa de la vidente Mamá Nazinga34, en el Templo de

Samye le habían hecho ver que era una bendición con la que había nacido y que

simplemente aquel suceso de horror y tensión lo habían activado. Y ahora podía extender

aquella bendición a los demás, ayudando a la gente como Jack Stone, el investigador

privado especializado en asuntos paranormales.

El detective escuchó como Greg Templeton llamaba a la puerta y se volvió preparado

para recibirle. A su espalda el viento arrastró con más fuerza las gotas de lluvia,

amenazando con traer la primera de las tormentas de la estación. Volvía el otoño,

regresaban las tormentas, y retornaba Jack Stone.

Definitivamente, había cosas que nunca cambiaban en Hollow City.

***

Xian Yun subió el volumen del televisor situado en una esquina del mostrador para

escuchar mejor las noticias. Era casi la hora de cerrar su tienda de comestibles y no había

ningún cliente, por lo que podía concentrarse en las palabras del locutor del Hollow City

Channel. Lo mismo de siempre, tiroteos, robos, asesinatos…Alguna que otra noticia de

deportes y algunos comentarios relacionados con las próximas elecciones a la alcaldía. Y

por supuesto, ninguna mención al Barrio Amarillo, la zona de Hollow City que recogía

un extenso laberinto de calles intrincadas donde convivían apretujados una heterogénea

mezcla de ciudadanos chinos, japoneses, tailandeses, filipinos y de otros países asiáticos.

Y en una de esas callejuelas estrechas y serpenteantes estaba la Tienda de Yun, famosa

porque su propietario podía conseguir casi cualquier producto oriental con una seguridad

y confianza que sus clientes no podían obtener en cualquier otro establecimiento del

Barrio Amarillo.

El viejo Xian Yun bostezó y comprobó otra vez la hora en un reloj de pared adornado

con osos panda que reposaba en lo alto de una de las estanterías más cercanas. Cualquier

otro de los regentes de tiendas del barrio se habría retirado ya a descansar, pero el viejo

33 La cultura Valaki y su relación con los Oscuros se narró en el Nº7 de HC, El Origen de los Valaki. 34 Cuando Jack Stone combatió contra el monstruo Bubba Hots en HC Nº3, La Muerte de una Estrella.

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hongkonés era de costumbres rígidas y esperaría como siempre hasta el último segundo.

Pertenecía a esa especie en extinción de inmigrantes que se habían hecho un hueco en la

vida a base de esfuerzo y trabajo honrado, y a pesar de que llevaba viviendo en un país

extranjero más de cuarenta años seguiría cumpliendo a rajatabla su horario. Todos en el

Barrio Amarillo sabían que la Tienda de Yun solo cerraba en los pocos días al año que

eran fiesta en su Hong Kong natal o bien si debía acudir a un entierro. Ni siquiera la

enfermedad podía con Xian Yun, pues entonces era su mujer la que se encargaba de abrir

el negocio o bien le ayudaba alguno de sus hijos.

Y justo cinco minutos antes de que el reloj anunciase el fin de la jornada para el

tendero oriental, la puerta del establecimiento se abrió para dejar paso a un hombre alto

y moreno que vestía un abrigo y un sombrero empapados del aguacero que sacudía en

aquel momento toda la ciudad. El recién llegado saludó cortésmente con un gesto de

familiaridad a Xian Yun y se acercó al mostrador.

–Buenas noches, señor Yun. ¿Cómo está su familia? –preguntó el hombre en un

inmejorable cantonés.

–Muy bien, señor Kerman. Enseguida le traigo su pedido –respondió el tendero.

Xian Yun salió del mostrador y abrió la puerta de la trastienda en busca del último

pedido del señor Kerman. El «americano», como él lo llamaba, era un cliente habitual

desde hacía un par de años, un individuo educado y de buenas maneras pero de carácter

muy reservado. No era frecuente que un occidental dominase el cantonés, y menos aún

que conociese gran variedad de hierbas exóticas y productos comestibles de procedencia

insólita. A pesar de las numerosas visitas a su tienda, el señor Yun solo conocía su

apellido, que siempre vestía con el mismo abrigo, sombrero y guantes de color oscuro y

que siempre acudía a últimas horas de la noche. Y, por supuesto, que aquel hombre con

cierto halo de misterio no vivía en el Barrio Amarillo. Pero era amable y, lo más

importante, pagaba generosamente por los servicios de Xian Yun.

–Aquí tiene su paquete, señor Kerman. Menuda lluvia está cayendo, ¿eh? En mi país

hay un proverbio que dice: «Amaos como esa lluvia fina, que cae…»

–«…silenciosa, pero llega a desbordar los ríos» –terminó la frase el señor Kerman,

mientras pagaba el precio de su pedido añadiendo una generosa propina.

–¡Vaya! –exclamó sorprendido el asiático–. Veo que además de conocer mi idioma,

también conoce parte de mi cultura.

–Una vez estuve en China –Kerman se quedó un momento con la mirada perdida,

rememorando parte de un pasado lejano pero no olvidado, pero enseguida volvió al

presente–. Pero eso fue hace mucho tiempo.

–Debe perdonar a un pobre viejo como yo –se excusó Yun haciendo mil reverencias.

–No se preocupe, no es nada. Buenas noches, señor Yun.

–Buenas noches, señor Kerman.

Una vez que su último cliente salió de la tienda, Xian Yun soltó un suspiro y a punto

estuvo de abofetearse su propia cara. Para un cliente fiel y generoso que tenía el muy

tonto había estado a punto de espantarlo. Casi se había asustado al ver como aquellos ojos

negros parecían haberse transformado en dos trozos de carbón al rojo, otorgándole a

Kerman una expresión atemorizante y casi vengativa. No sabía por qué pero intuía que

no era nada bueno molestar a aquel hombre, hay de quien osara meterse con él pues no

saldría muy bien parado.

El viejo Yun colocó el cartel de «Cerrado» y sacó la llave para girar la cerradura, pero

justo en ese momento la puerta se abrió con hostilidad y entró un grupo de jóvenes con

actitud grosera. Eran cuatro, todos asiáticos y de aspecto malencarado, cuyas edades

oscilaban entre los dieciocho y los veinticinco años. Sus rostros de rasgos duros y sus

miradas agresivas anunciaban claramente sus intenciones delictivas. Yun iba a protestar

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cuando recibió un empujón por parte de uno de los pandilleros que dio con sus huesos en

el suelo, donde otro de los jóvenes comenzó a propinarle varias patadas como si su cuerpo

fuese un balón de fútbol.

–¿Quieres más, viejo chocho? Abre la caja registradora o te damos la paliza de tu vida

–dijo el que parecía el líder, un chino con el cuello tan grueso como el de un toro.

Los delincuentes comenzaron a hacer de las suyas, arrojando al suelo el contenido de

las estanterías y haciendo pedazos todo lo que se hallaba a su alrededor. Yun se dio cuenta

de que si no hacía lo que ellos querían la cosa iba a empeorar, y si tardaba mucho en subir

al piso de arriba entonces su mujer o uno de sus hijos seguramente bajarían para

comprobar si pasaba algo y entonces se expondrían al peligro. Decidió claudicar y ceder

a sus exigencias, abriendo la caja registradora y ofreciendo su contenido a los bandidos.

–¿Qué es esto, viejo? ¿Sabes con quien estas tratando? ¡Esto es basura! Todo el mundo

sabe que tu tienda es la que mejor funciona de todo el barrio, así que ya estás tardando en

decirnos donde tienes escondido todo el dinero o lo vas a pasar muy mal, ¿me oyes? –

dijo Cuello de Toro.

El jefe sacó un cuchillo de grandes dimensiones y lo acercó al rostro de Xian Yun con

toda la intención del mundo, mientras los otros tres pandilleros reían a carcajadas y lo

sujetaban contra el mostrador para impedir sus movimientos. Entonces fue cuando Cuello

de Toro se percató de que el viejo Yun desviaba la mirada hacia algo que había detrás del

grupo de pandilleros, algo que se había introducido en la tienda de forma inadvertida sin

ni siquiera hacer sonar la campanilla de la puerta.

Cuello de Toro se volvió dispuesto a enfrentarse a quien fuese, pero solo se encontró

con los desiertos pasillos de la tienda. Y sin embargo sentía una presencia amenazante,

allí había algo o alguien que los estaba observando, acechándoles oculto en algún rincón

como un cazador que vigila a sus presas esperando el mejor momento de atacar.

–¿Quién hay ahí? –preguntó el líder de la pequeña banda.

Nadie le respondió.

–Viejo, ¿qué es lo que has visto? –preguntó Cuello de Toro volviéndose hacia Yun.

Pero antes de que el dueño de la tienda pudiese responder la oscuridad los envolvió a

todos. No es que las luces se rompiesen todas a la vez, o que la tormenta del exterior

hubiese adquirido ese punto crucial donde la corriente eléctrica deja de fluctuar. En

realidad las luces funcionaban perfectamente, sólo que no podían competir con la fría y

densa nube de oscuridad que se había extendido sobre el interior de la tienda abrazándolos

a todos en su asfixiante manto. Pero lo que en verdad hizo temblar a los delincuentes no

fue aquel fenómeno sobrenatural, sino lo que éste traía consigo.

Porque allí dentro había algo vivo que se movía hacia ellos.

–¿Quién eres, bastardo? –gritó a la penumbra Cuello de Toro intentando mantener la

compostura, mientras a su espalda podía escuchar la respiración agitada que emanaba de

sus asustados compañeros, a los que apenas podía distinguir visualmente.

Esta vez sí obtuvo una respuesta.

–Soy… ¡Espectro!

La voz grave y distorsionada resonó apenas a un centímetro del rostro de Cuello de

Toro, el cual gritó como un chiquillo aterrado mientras instintivamente lanzaba una

estocada hacia las tinieblas. Pero su cuchillo erró el blanco sin encontrar nada sólido.

–¡Vamos, no os quedéis quietos, idiotas! –bramó el bandido–. ¡Atacadle!

Los otros tres pandilleros se armaron con navajas que sacaron de sus bolsillos,

enfrentándose a lo desconocido con los corazones encogidos de un terror sobrenatural.

Uno de ellos dio un grito al sentir como dos manos fuertes y poderosas tiraban de él para

sumergirlo en lo más profundo de la nube oscura, y sus compañeros dejaron de percibirlo.

Otro de los pandilleros creyó ver el movimiento de una silueta y se lanzó empuñando su

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acero, pero algo le sujetó la muñeca y se la retorció hasta que se escuchó el crujir de los

huesos rotos. Mientras gritaba de dolor sintió que algo lo levantaba del suelo con pasmosa

facilidad y lo arrojaba como un pelele contra la pared del fondo de la tienda, donde quedó

aplastado e inconsciente convertido en un amasijo de carne temblorosa.

–Yo me voy, jefe –dijo el tercero de los bandidos corriendo hacia donde estaba la

puerta.

Y sí, salió de la tienda aunque no de la forma que esperaba, pues aquella rata cobarde

fue agarrada por el cuello por unos dedos férreos y enguantados que podían competir con

el poderoso toque de la Diosa Muerte. El vil sicario luchó y pataleó intentando salir de

aquella presa asfixiante, pero de pronto se encontró volando por los aires en línea recta

hacia la ventana. Tras atravesar el cristal su cuerpo quedó inerte sobre el asfalto

encharcado, mientras la lluvia golpeaba su rostro ensangrentando a causa de los grandes

pedazos de vidrios que ahora atravesaban sus ojos y su frente.

Ahora solo quedaba uno de los maleantes, un Cuello de Toro que gritaba como un

poseso mientras presionaba la punta de su cuchillo en la garganta del pobre Yun,

manteniendo al viejo como un escudo humano contra aquel peligro desconocido y

antinatural.

–¡No sé quién diablos eres, cabrón, pero juro por mi madre que si no me dejas salir de

aquí me cargo al viejo! ¿Me oyes, pedazo de mierda? ¡Me lo voy a cargar, y será por tu

culpa!

Cuello de Toro se dirigió hacia la salida de la tienda arrastrando consigo a Yun, pero

enseguida se detuvo al contemplar como parte de la nube de oscuridad se retiraba como

si fuese una entidad con vida propia, dejando que la luz volviese a ganar una porción de

su territorio. Y entonces el bandido y su prisionero quedaron boquiabiertos al ver lo que

aquella marea negra había dejado al descubierto, pues una figura alta y vestida

completamente con una especie de uniforme de kevlar oscuro se erigía desafiante ante la

puerta de la tienda impidiendo la salida. Aquel demonio amenazador llevaba también una

capa ondulante y una máscara blanquecina con forma de calavera con la que ocultaba un

rostro de resplandecientes ojos rojos. A su espalda sobresalía la empuñadura de una katana

envainada, la única arma que parecía portar aquel ser.

Él era el azote de los criminales, el vengador oscuro, el justiciero de Hollow City

conocido como… ¡Espectro!

–Tú, fantoche, apártate o le rebano el cuello al viejo –dijo Cuello de Toro con poca

convicción.

El enmascarado permaneció inmutable, con sus ojos rojos clavados en el criminal y

sin parecer haberle escuchado.

–He dicho que…

Antes de que pudiera acabar la frase, Cuello de Toro sintió un dolor agudo en la mano

derecha obligándole a soltar el cuchillo. Un objeto metálico con varias puntas afiladas

estaba incrustada en la carne. Su mente le indicaba que debía gritar, pero una extraña

sensación en el abdomen se lo impidió. Algo había centelleado en el aire como un

relámpago, algo que había rasgado su cuerpo haciéndole sangrar. Alzó los ojos y vio como

aquel diablo enlutado empuñaba una espada de acero curvo cuya hoja afilada goteaba

sangre húmeda y rojiza.

Su propia sangre.

El bandido cayó al suelo mortalmente herido con los ojos abiertos por la sorpresa y el

terror, intentando soltar una serie de abruptos que solo terminaron en balbuceos

incoherentes y esputos sangrientos.

Xian Yun estaba estupefacto pues en apenas una fracción de segundo el justiciero de

la capa había lanzado un shuriken contra su agresor con una rapidez y una puntería

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mortales, para seguidamente desenvainar su katana y destriparle en una única maniobra

de Sou Ryu Sen (desenvainado rápido). Sin saber qué hacer el pobre tendero optó por

permanecer quieto y observar como Espectro se agachaba para examinar a Cuello de Toro,

al cual le subió la manga de la camisa para dejar al descubierto el tatuaje de un dragón

chino de ojos resplandecientes. Repitió la misma operación con los otros tres

delincuentes, con idénticos resultados.

–Llama a la policía. Dile que habrá problemas –dijo la voz siniestra de Espectro, que

señaló con un gesto uno de los tatuajes.

El viejo Yun se volvió para obedecer y cuando levantó la vista para dar las gracias a

su salvador se dio cuenta de que ya no estaba. Se había marchado tan silenciosamente

como había venido, llevándose consigo la nube de oscuridad que antes cubría el interior

de la tienda. Fue entonces cuando Yun cayó en la cuenta sobre un detalle.

Espectro había hablado en un cantonés casi perfecto.

***

La profesora Cassandra Zhao abrió los ojos retornando poco a poco a la conciencia.

Sentía un pequeño mareo y algo de náuseas por culpa del cloroformo que le habían

administrado, pero por lo demás no había sufrido ningún daño. Era obvio que la habían

secuestrado, ¿pero quién y por qué? De momento solo sabía que estaba en una pequeña

habitación decorada exóticamente con motivos orientales, tendida sobre un diván

aterciopelado y rodeada por varios cojines forrados de seda. La mujer tenía las manos y

los pies atados pero no estaba amordazada, lo que indicaba que aquel lugar desconocido

estaría lo suficientemente lejos o bien protegido como para que alguien pudiese acudir a

socorrerla en el caso de que se pusiese a gritar auxilio.

Sin embargo la paleógrafa olvidó momentáneamente su estado al observar los grandes

y exquisitos jarrones chinos cuyo origen pertenecía al menos a la dinastía Ming, o los

caracteres que aparecían en los diversos grabados que recubrían las paredes. Zhao intentó

ponerse en pie y dar pequeños saltitos para aproximarse a alguna de aquellas valiosísimas

obras de arte y poder examinarlas, pero pronto cayó sobre el suelo alfombrado con un

golpe seco que atrajo la atención de los que se hallaban detrás de una puerta dorada.

La puerta se abrió y entraron varios hombres vestidos con ropajes negros con un

emblema en el pecho que representaba a un fiero dragón dorado de ojos relampagueantes.

Todos los hombres llevaban una capucha dorada que les cubría el rostro completamente,

y todos iban armados con espadas, cuchillos o lanzas. Los hombres la rodearon pero no

hicieron ademán alguno de atacarla, aunque tampoco la ayudaron a levantarse.

Entonces apareció un musculoso y fornido hombre con la cabeza totalmente rapada,

el cual vestía una especie de chaleco que dejaba al aire su piel morena. No llevaba máscara

alguna, y sus ojos rasgados mostraban una herencia asiática que combinaba con cierta

naturaleza africana. Su mirada era feroz e implacable, aquel mestizo era un auténtico

guerrero capaz de arrancar la vida con sus propias manos y permanecer impasible. Sobre

sus anchos hombros y rodeando su grueso cuello descansaba un collar muy peculiar,

hecho con huesos de distinta procedencia…alguno de ellos de origen humano. En el

centro del collar había un hueso tallado en forma de dragón con un pequeño cristal de

color rojo que resplandecía ligeramente.

Pero lo más asombroso que vio Zhao no fue todo aquello, sino que todos los hombres

de la habitación (incluido el gigantón moreno) se volviesen hacia la entrada y se

arrodillaran para dar la bienvenida al último en llegar.

–¡Salve, Chenkatai! –gritaron todos.

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La persona a la que saludaron era un joven oriental con la cabeza calva, de estatura

media y delgado, cuyo cuerpo iba envuelto en una sencilla túnica bordada con varios

dragones dorados. Tampoco ocultaba su rostro bajo ninguna máscara, aunque no lo

necesitaba porque su cara tenía una expresión de extraña serenidad inmutable a la que

contribuía unos ojos verdes claros de mirada hipnótica. Con movimientos lentos y

gráciles el joven monje, que aparentaba tener apenas unos veinte años, se acercó a la

profesora Zhao.

–Doctora Zhao, me alegro de conocerla –habló en perfecto inglés con una extraña voz,

arrebatadora como la de un ángel pero sinuosa como la de una serpiente traicionera–.

Creo que eso ya no es necesario, Bolog.

Cumpliendo la voluntad de su líder, el gigantón moreno se llevó una mano al collar

de huesos y extrajo uno con la punta muy afilada. Con un movimiento experto cortó las

ligaduras de la mujer, dejándola libre pero contemplándola con la mirada de un lobo

hambriento a la espera de poder abalanzarse sobre su presa.

–No sé quiénes son todos ustedes, pero creo que se han equivocado conmigo –dijo la

paleógrafa mientras se frotaba las extremidades para mejorar la circulación sanguínea.

–Usted es la doctora Cassandra Zhao, trabajadora del Museo de Arte e Historia de

Hollow City, experta en escrituras antiguas y simbología críptica –el monje comenzó a

caminar por toda la habitación como si estuviese admirando la decoración–. Y como por

ello posee un doctorado por la Universidad de esta ciudad, entonces si me lo permite la

llamaré doctora. ¿Le parece? –el joven se volvió para mostrar una sonrisa que en principio

parecía afable, pero que también ocultaba algo.

–¿Qué es lo que quiere de mí? –preguntó la profesora.

–¡Ah, mujeres, siempre directas al grano! De acuerdo, doctora, se lo diré.

Simplemente quiero saber dónde ocultó la Tabla del Conocimiento Supremo. Dígamelo

y quedará libre, le doy mi palabra.

La doctora Zhao se quedó sin aliento al escuchar las palabras del monje. ¡La Tabla del

Conocimiento Supremo! Ahora ya estaba todo claro, por fin sabía el motivo de su

secuestro, lo cual no evitó que todas las señales de alarma se activaran. Tendría que jugar

bien sus cartas si quería salir con bien de todo aquel asunto.

–Escúcheme, joven, no tengo ni idea de que es esa tabla ni donde se encuentra. Creo

que lo mejor sería que…

–¡No! –susurró el monje, el cual se había movido tan increíblemente rápido desde el

extremo de la habitación hasta poner su rostro a escasos centímetros de Zhao, poniendo

los pelos de punta a la doctora–. Usted será la que va a escucharme. Yo soy Chenkatai,

servidor del Dragón Cósmico y líder de los Dragones Dorados. Nací hace más de

cincuenta años. He contemplado maravillas que dejarían estupefacto a la mayoría de los

hombres, me han sido otorgados conocimientos terribles y secretos que arrastrarían al

más cuerdo hacia el abismo de la locura, he mirado directamente a los ojos del Gran

Dragón y he sobrevivido a ello. He sido imbuido con la llamada de un maravilloso

destino, una misión que tiene que ver con esa tabla que usted escondió hace años,

precisamente cuando hizo su tesis doctoral de «La Memoria de la Piedra: Escritura e

Historia en las Civilizaciones Perdidas». Sí, doctora, sé perfectamente que cuando

regresó a Hollow City de sus viajes por el continente asiático trajo consigo un artefacto,

una tabla de piedra que contenía ciertos secretos.

Zhao tragó saliva y se encogió ante la mirada de Chenkatai. Una mirada que expresaba

una madurez y una sabiduría impropias de su edad física, pero que también aducía una

crueldad infinita y un ansia inagotable. Aquella apariencia de monje espiritual era en

realidad el disfraz de un ser oscuro y perverso, un alma implacable que no se detendría

ante nada con tal de alcanzar su glorioso destino.

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–Y usted, mi querida doctora Zhao, me dirá lo que quiero saber. Ya lo creo que me lo

dirá.

***

El Museo de Arte e Historia de Hollow City se erigía en todo su esplendor como un

antiguo castillo medieval que dominaba toda la manzana de la calle 54 Este, aunque a

diferencia de ese tipo de construcciones la fachada del museo presentaba grandes paneles

acristalados por los que resbalaba la cansina e interminable lluvia. Jack Stone entró en el

vestíbulo y enseguida recibió las miradas escrutadoras de los guardias de seguridad, todos

ellos pertenecientes a la megacorporación TecnoCorp. El detective sonrió al recordar los

titulares del American Chronicles de tiempo atrás, en los que a grandes rótulos se anunció

la misteriosa explosión del antiguo museo35. Con los sistemas de alta tecnología

instalados por TecnoCorp aquel tipo de acontecimientos no deberían volver a pasar, y sin

embargo él estaba allí por un nuevo misterio. Esta vez no se trataba de una explosión,

sino de una desaparición.

–¿Señor Stone? –un fornido hombre de raza negra con mostacho, que vestía un traje

elegante con corbata a juego, se dirigió hacia el detective alargando la mano para darle la

bienvenida. Stone vio la identificación que pendía en la solapa.

–Usted debe ser el sargento Riggs, de TecnoCorp. Encantado de conocerle.

–El Director Templeton ya me ha informado de que debo ayudarle en todo lo que

necesite. Deberá excusarle, pero como ya le habrá contado el Museo es un caos

administrativo debido a que la mano derecha del Director, la señorita Dora Higgins, está

de vacaciones36. Pero para serle sincero no sé por qué el Museo ha tenido que recurrir a

los servicios de un investigador privado si ya están pagando una gran retribución a

TecnoCorp, es algo fuera de toda lógica –el sargento Riggs frunció el ceño en señal de

disconformidad.

–Tal vez sea porque los patrocinadores del Museo no quedaron muy contentos con los

sucesos ocurridos la noche de la inauguración. Un robo con tiroteo en la cena del estreno,

con tantas personalidades influyentes de por medio, no es un modo muy favorable de

comenzar las cosas –Stone decidió devolverle la pelota en todo el ojo a Riggs, el cual le

contempló como si fuese un grano en el trasero.

El encargado de la seguridad del Museo no dijo más y simplemente se dio la vuelta,

dejando que Stone le siguiera a grandes zancadas por el laberinto de pasillos y salas que

conformaban el enorme recinto. El detective iba tomando nota mental de todos los

elementos de seguridad y vigilancia que veía, tanto su número como su distribución,

preguntando ocasionalmente a Riggs sobre el funcionamiento estándar y los

procedimientos de control. Al recibir simples monosílabos como únicas respuestas por

parte del oficial de TecnoCorp, el cual no podía ocultar tener un pasado militar dado su

porte regio y sus modales castrenses, decidió cerrar la boca y mantener sus sentidos en

todo lo que le rodeaba.

Cogieron un ascensor que les llevó a la tercera planta, donde estaban los despachos

de la mayoría de los trabajadores científicos del Museo, y tras recorrer un largo pasillo la

visita guiada terminó delante de una puerta custodiada por otro de los guardias. Riggs

saludó al guardia y le ordenó que abriera la puerta, y con un gesto seco le indicó a Stone

que podía pasar.

35 Como se narró en el Nº2 de Hollow City, El Ojo de los Dioses. 36 Se ha marchado junto a su novio Vic Page, razón por la cual el nuevo Doctor Misterio no está presente

por aquí.

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–Ahora es cosa suya, Stone –dijo Riggs con cara agria–. Si necesita algo no me

moleste, basta con que se lo diga al agente Johnson aquí presente. Y recuerde, si no logra

sacar nada en claro de todo este embrollo al final Templeton no tendrá más remedio que

acudir a la policía, y su presencia aquí habrá sido completamente inútil. Le deseo suerte.

Una vez que Riggs se dio la vuelta para marcharse, Stone sonrió al agente Johnson y

cerró la puerta en sus narices para quedarse a solas en el despacho de la profesora

Cassandra Zhao. Lo primero que hizo fue quitarse la chaqueta y arremangarse las mangas

de la camisa, mientras hacía gala de su agilidad mental recordando la conversación

mantenida en su despacho con Greg Templeton.

Según el Director del Museo de Arte, la profesora Zhao había trabajado hasta muy

tarde en aquel mismo lugar hacía dos noches. Nadie la había visto salir, ni siquiera las

cámaras de seguridad habían captado nada. Ninguna de las alarmas había saltado. Ni

siquiera había sido registrada la salida de la profesora en el sistema, con lo que era seguro

que no había usado su tarjeta identificativa con el chip de seguridad. Simplemente la

mujer se había evaporado en la noche como la niebla a través del viento. Y con todo lo

que había visto Stone sobre la seguridad que empleaba TecnoCorp en aquel vasto edificio,

era algo imposible, por lo que su primera sospecha recaía sobre alguien de dentro.

El detective sabía que era mejor dejar la investigación del personal del Museo a Riggs

y su equipo, puesto que el número de personas que trabajaban en las instalaciones era

demasiado amplio. Prefirió centrarse en los hechos, en la persona. Zhao no se había

presentado a trabajar al día siguiente, y al tener el móvil apagado intentaron localizarla

en su casa, donde el casero les indicó que tampoco la había visto. Fue entonces cuando

verificaron que no había fichado la salida del Museo, y al interrogar a los guardias todos

dijeron lo mismo: nadie había visto ni oído nada raro.

Aunque Stone tenía acceso a los archivos del Museo sobre la profesora Zhao y su

trabajo, optó por rebuscar entre las notas de su mesa y la pila de libros que se amontonaban

en un rincón. Inscripciones egipcias en una pirámide egipcia recién descubierta,

simbología céltica hallada en monolitos pétreos de un bosque perdido, runas vikingas en

los restos de un knorr que había permanecido hundido bajo el mar hasta su rescate el mes

pasado…Todo desprendía un gran interés científico, pero sin embargo no encajaba en una

auténtica motivación para el secuestro. Había algo más, algo que a Stone se le escapaba.

El detective dejó a un lado los libros y los documentos y observó la decoración del

despacho, austera pero elegante, e intentó hacerse una idea sobre la personalidad de la

paleógrafa. No lo había tenido fácil, la hija de unos humildes inmigrantes chinos criada

en el Barrio Amarillo de Hollow City, pero que había sabido aprovechar el esfuerzo de su

familia para estudiar y labrarse un futuro. Incluso se había doctorado gracias a una tesis

sobre antiguas civilizaciones y la escritura que éstas practicaban.

Y entonces Jack Stone tuvo un destello de comprensión, una chispa se encendió en su

mente iluminándola como a una habitación a oscuras, obligándole a plantearse una

cuestión. ¿Por qué no había ninguna mención, ningún recuerdo, a dicha tesis? Lo más

lógico sería tener algún tipo de placa decorativa en la pared, o alguna foto en su mesa,

pero no había absolutamente nada. Era como si hubiese renegado de aquel hecho, cuando

lo más habitual era sentirse orgulloso de haber conseguido alcanzar un objetivo así.

Stone permaneció pensativo mientras cogía una fotografía enmarcada donde una

joven Zhao posaba sonriente junto a sus padres. Luego buscó entre la montaña de libros

y sacó uno escrito por la propia profesora, donde su rostro aparecía en la contraportada.

Aquella última imagen era la de una Zhao envejecida prematuramente, de mirada fatigada

y sonrisa forzada. Casi no parecía la misma mujer, como si hubiese experimentado alguna

circunstancia adversa que la hubiese transformado.

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Obedeciendo a su instinto, el detective decidió encaminarse a la salida, buscando

respuestas en las únicas personas en las que Zhao confiaría una experiencia nefasta.

Era hora de hacer una excursión al Barrio Amarillo.

***

En una habitación sin ventanas donde la oscuridad era la dueña absoluta de todos sus

rincones, el dominio de las tinieblas fue roto fugazmente al abrirse la puerta metálica que

chirrió sobre sus goznes oxidados. La doctora Zhao fue arrojada bruscamente a través de

la abertura hacia el centro de la sala, donde las sombras la cubrieron completamente

cuando la puerta se cerró con un golpe sordo. Luego pudo escuchar como un pesado

cerrojo era manipulado para impedir su fuga, dando inicio así a su particular mundo de

sufrimiento.

–Permanecerá en este lugar hasta que me diga dónde está la Tabla del Conocimiento

Supremo –dijo la inmisericorde voz de Chenkatai desde el otro lado de la puerta.

–Nunca lo diré, ¿me oye? –dijo fehacientemente la doctora–. ¡Nunca!

–La paciencia tiene su premio cuando se está dispuesto a esperar. Y yo me pregunto,

querida doctora Zhao, si su paciencia es más fuerte que su desesperación.

Las palabras del monje diabólico fueron desapareciendo poco a poco, al igual que la

risa simiesca de su segundo al mando, el gigante de ébano llamado Bolog. Y allí,

completamente sola y a merced de las tinieblas, quedó tendida como una muñeca de trapo

la científica. Pero la mujer no se rindió a su situación, y tras levantarse comenzó a emplear

el resto de sus sentidos para explorar aquel lugar. La información que consiguió fue

escasa, estaba en una habitación pequeña y húmeda sin más abertura que la puerta

metálica cerrada, sin ningún tipo de mueble u objeto decorativo. El techo debía ser alto,

pues ni siquiera saltando podía rozarlo con las puntas de sus dedos. Tampoco existía

ninguna abertura o hueco donde pudiera poner los pies y escalar. No había nada.

Zhao se sentó sobre el duro suelo, aprovechando el silencio opresivo a su alrededor

para meditar sobre su situación. Aquel tipo decía ser Chenkatai, pero no podía ser verdad,

no podía ser el mismo del que hablaban en aquella pequeña aldea cercana al Tíbet cuando

años atrás visitó la región. Y sin embargo su voz, sus ojos, su personalidad siniestra y

enigmática, todo ello apuntaba en una única dirección que aunque se empeñara en negarlo

apuntaba a una verdad que flotaba en su mente con luz reveladora. Ese joven monje era

realmente quien decía ser. Y si Chenkatai existía, también era cierta la leyenda escrita en

la piedra. En aquella tabla perdida que ella había encontrado y que le había permitido

escribir su tesis, pues grandes y maravillosos eran los secretos que escondía, pero terribles

y oscuros los propósitos para los que había sido creada. Y cuando Zhao se dio cuenta de

ello fue cuando decidió ocultarla al resto del mundo, para que la leyenda sobre el

resurgimiento del Dragón Cósmico no se convirtiese en una realidad.

De repente algo interrumpió los pensamientos de Zhao, un débil sonido como el roce

de una tela que interrumpió el monótono silencio de la celda. Incapaz de ver nada, Zhao

se limitó a inclinar la cabeza para intentar captar mejor el sonido, a la vez que contenía el

aliento.

Un suave susurro en la oscuridad…

El corazón comenzó a latir con mayor velocidad, su pulso se aceleró mientras

retrocedió un paso de forma inconsciente.

Otra vez el mismo sonido, pero más cerca…

Zhao se dio la vuelta respirando agitadamente, extendiendo sus manos hasta que

tocaron la pared de la celda, momento en el que apoyó su espalda contra ella.

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–¿Quién está ahí? ¿Hay alguien? –dijo en voz alta sin poder disimular que las garras

del miedo ya la tenían atrapada.

Ningún sonido. Tal vez en realidad no había nada allí y simplemente su mente le había

jugado una mala pasada. Estaba sola, desvalida y carente de visibilidad, situación que

proporcionaba las mejores condiciones para que su cerebro se inventase alucinaciones sin

fundamento.

«Tranquila, no seas tonta, no pasa nada».

Y súbitamente volvió a escuchar el susurro, pero esta vez mucho más cerca y de forma

multiplicada. Y los susurros aumentaron gradualmente de volumen, convirtiéndose en

chirridos, y luego en gritos horribles que la rodearon por todas partes sin cesar. La doctora

profirió un alarido de horror y comenzó a correr de un lado a otro, pero estaba atrapada

con aquellas voces inhumanas que parecían provenir de las gargantas de un centenar de

muertos. Casi podía sentir sus manos huesudas desgarrando sus ropas para después arañar

su carne, sus bocas abiertas como repugnantes agujeros donde se erigían lenguas húmedas

con las que lamer sus heridas, sus ojos amarillentos brillando de hambre en la oscuridad

mientras se arrastraban hacia ella con ansia terrible. Criaturas infernales surgidas de las

peores pesadillas nocturnas y que no se detendrían ante nada con tal de que ella se les

uniera, y sus gritos de terror formasen parte de su coro abominable, su sangre uniéndose

a la de ellos, su carne fundiéndose con la de ellos…

–¡Basta! –gritó Zhao con el rostro bañado en lágrimas de terror, su mente derrotada

por la locura–. ¡Dejadme en paz! No más, por favor, no más…

Y mientras se desplomaba inconsciente por la impresión, las voces del horror se

transformaron otra vez en murmullos sutiles, que a su vez resonaron como una risa

siniestra y perversa, victoriosa y dominante, que solo podía pertenecer a un ser sin alma.

Alguien como Chenkatai, el monje diabólico.

***

Jack Stone lo supo enseguida con solo mirar aquellos dos pares de ojos rasgados de

mirada triste. No necesitaba ningún poder especial que le indicara que los padres de

Cassandra Zhao le estaban ocultando algo, bajo aquellas caras amables y con sus modales

casi sumisos propios de aquella generación de chinos inmigrantes ahora jubilados. El

detective llevaba casi una hora en aquella humilde casa del Barrio Amarillo con la

sensación de haber perdido el tiempo, pues aunque su intuición le decía que había una

conexión entre la desaparición de la profesora Zhao y su viaje al Tíbet el año de su

doctorado, no podía demostrarlo. Así que únicamente se le ocurrió una idea.

–Señora Zhao, ¿podría ver la habitación que ocupa Cassandra cuando viene a

visitarles? –pidió amablemente Stone.

El anciano matrimonio se quedó mirándose con una sombra de inquietud, pero el

hombre hizo un gesto de asentimiento y la mujer se levantó para guiar al detective hacia

la habitación. Tras subir unas estrechas escaleras de peldaños crujientes llegaron a una

puerta de madera, y la mujer la abrió dejándole espacio a Stone para que pasara. Ella no

quiso entrar pero se quedó en el umbral vigilando los movimientos del investigador.

La habitación era pequeña pero cómoda, con una cama de sábanas limpias en un

rincón junto a la ventana. Un espejo sobre una cómoda, un armario y una silla

conformaban el resto del mobiliario. Stone pasó la punta de sus dedos sobre toda la

habitación, pero nada despertó su capacidad especial. Simplemente era un lugar de

descanso ocasional sin ninguna carga emotiva inusual.

Stone decidió tirar la toalla cuando de repente se fijó en que había algo debajo de la

cama. Se agachó y descubrió un viejo baúl de los recuerdos cubierto de polvo, tirando de

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él para sacarlo de su escondite. Cuando alzó los ojos y vio la mirada asustada de la anciana

supo que había encontrado lo que buscaba.

–Lo siento, el baúl es de mi hija y no tengo la llave –mintió descaradamente la mujer.

–¿Podría traer un trapo para limpiarme? Me he ensuciado un poco –dijo Stone.

Una vez se quedó solo, el detective no perdió el tiempo y sacó una pequeña navaja de

bolsillo con la que manipuló la cerradura, y tras varios intentos logró que ésta se abriera

con un golpe seco. Abrió la tapa del baúl y se encontró con un montón de ropa usada y

anticuada, un álbum de fotos y un pequeño cuaderno. Debajo de la ropa estaba su título

de doctorado en paleografía, escondido como un juguete roto del que no se quiere saber

nada. El álbum de fotos contenía imágenes de una niña inocente que poco a poco se iba

convirtiendo en una joven sonriente y adorable, interrumpiéndose justo con una última

foto: la del día de su graduación.

La atención del detective se concentró en el diario, pero al abrirlo su curiosidad se

transformó en frustración. ¡Estaba escrito en chino!

–¡Se puede saber que está haciendo? ¡Deje eso inmediatamente! –gruñó la anciana

Zhao al regresar y pillar a Stone con las manos en la masa.

Pero el detective no iba a largarse de allí sin intentar un último esfuerzo por saber la

verdad, así que posó la palma de su mano derecha sobre la última página escrita del diario

y se concentró en su habilidad de postcognición. Entornó los párpados hasta casi cerrarlos

del todo, acomodó su respiración y su ritmo cardíaco a un ritmo lento mientras que su

pulso se ralentizaba al mínimo, tal y como le habían enseñado en el Templo de Samye.

La conexión mística entre la energía espiritual de Stone y el objeto que sostenía quedó

establecida, y una serie de imágenes desfilaron a toda velocidad por la mente del

detective. Podía ver a Cassandra Zhao embarcando en un avión, y luego a la profesora

aún estudiante en medio de un paisaje reconocible, el Tíbet. A través de aquel enlace

psíquico también experimentaba el ansia de aventura de Zhao, sus ganas de alcanzar

nuevas metas, su felicidad por adentrarse en lo desconocido. Pero todo eso cambió al ver

a la mujer de pie en unas ruinas junto a varios exploradores. Un lugar repleto de tumbas

que apestaba a muerte, donde había una cámara oculta en cuyo interior había algo

peligroso. Una tabla de piedra con símbolos. Luego vio a Zhao regresando a Hollow City,

pasando horas y horas de duro esfuerzo y noches sin dormir, obsesionada con descifrar la

tabla. Y lo consiguió, pero al hacerlo enseguida se arrepintió. Era un hallazgo demasiado

peligroso, una maldición que ella había desenterrado y que era mejor que permaneciese

oculta para siempre. Su existencia debía ser borrada, el mundo no estaba preparado, así

que ella sería su guardiana…para siempre.

Stone abrió los ojos golpeado por el shock, pues la anciana mujer oriental le había

arrebatado el diario interrumpiendo súbitamente el flujo de imágenes. Stone sintió un

ligero temblor y un dolor de cabeza fruto de haber absorbido la angustia y la

desesperación de Cassandra Zhao. ¿Qué había en aquella tabla de piedra que tanto había

asustado a Zhao, hasta el punto de haber cambiado su vida?

–¡Váyase de aquí y déjenos en paz! –chilló la anciana.

–La tabla, ustedes saben dónde está, ¿verdad? –preguntó el detective–. Díganme

donde está y tal vez pueda averiguar donde se encuentra su hija.

En aquel momento apareció por la puerta el esposo de la vieja, dirigiéndole a Stone

una mirada cargada de desesperación.

–No existe ninguna tabla. Por favor, váyase.

–¿Es que no les importa su hija?

–Si nuestra hija ha desaparecido a causa de su trabajo, no se puede hacer nada. Ese es

su chi.

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–Pues entonces piensen en esto. Si alguien ha secuestrado a Cassandra para averiguar

el paradero de la dichosa tabla, ¿qué pasará si al final la consigue? Su hija ya no les

serviría de nada, y se desharían de ella. Y ustedes tendrían que vivir con ello para siempre.

Stone no dijo más y se marchó de la casa dejando a los señores Zhao cavilando en sus

palabras. El detective desapareció de la vista doblando una esquina, pero rápidamente

corrió por la acera hasta encontrar un discreto callejón que terminaba en una valla

metálica. Esperó junto a un contenedor de basura, vigilando de lejos la entrada de la casa

de los Zhao. Si había acertado, los ancianos se sentirían culpables, o al menos algo

inseguros, y se dirigirían hacia donde estaba la tabla. Y si se equivocaba, entonces ya no

le quedaba ninguna pista y tendría que decirles al sargento Riggs y al director Templeton

que dejaba el caso.

Stone suspiró de alivio al comprobar que su teoría era correcta, pues la puerta de la

casa se abrió dejando salir al padre de la profesora. El anciano de la espalda arqueada se

alejó calle abajo y Stone usó el contenedor para impulsarse sobre la valla y caer al otro

lado, siguiendo al viejo de lejos. Puesto que aún no era de noche y tampoco llovía el

detective no tuvo demasiados problemas para vigilar al anciano, mezclándose con el

gentío que abarrotaba las calles del Barrio Amarillo.

Al final el señor Zhao entró en un pequeño local cuyas puertas abiertas estaban

adornadas con grandes letreros dorados que anunciaban los manjares que en aquel

restaurante se servían. Stone esperó un momento y al no ver salir al anciano decidió entrar.

El delicioso aroma de las especias le recibió, y nada más poner el pie en el restaurante un

servicial camarero se puso a su disposición. Mientras Stone pedía un poco de pollo

agridulce y un rollito de primavera, se fijó en que el interior del local estaba casi vacío y

que no distinguía a Zhao por ninguna parte.

–Oye, chico, ¿no habrás visto por casualidad a un anciano con la espalda encorvada

que acaba de entrar? –preguntó al camarero.

–Lo siento, señor. Usted es el único cliente que acaba de llegar –respondió el chico

marchándose a la cocina.

Stone observó que no había ninguna otra puerta así que se movió a lo largo de la barra

hasta ver la cocina, pero allí tampoco se veía a Zhao. ¿Dónde se había metido el viejo?

–¿Alguno de ustedes ha visto entrar a un anciano? –preguntó en voz alta al resto de

los presentes–. ¿Alguien habla mi idioma?

Ninguno de los clientes dijo nada salvo algunos murmullos en chino, y nadie le miró

a los ojos directamente. Salvo un oriental con una amplia panza que había dejado de

atiborrarse de cerdo al limón, y que disimulaba observar al detective mientras bebía una

gran jarra de cerveza.

–Tú, dime donde ha ido el anciano –dijo Stone acercándose al gordo.

El hombre respondió algo en chino y luego sonrió con desfachatez, encogiéndose de

hombros. Entonces al detective se le ocurrió poner en práctica una variación de su poder

al que los monjes de Samye denominaban la Chispa, consistente en recibir una simple

imagen al tocar a un objetivo, algo así como una imagen destellante y fugaz similar a

realizar una fotografía. Stone puso su mano sobre la cabeza del gordo, cerrando los ojos

y concentrándose. El gordo quiso apartar la mano de Stone pero éste la retuvo un instante,

hasta que luego se echó hacia atrás.

–Gracias por la ayuda, amigo –dijo al gordo, que se había quedado mudo de asombro.

Stone fue hacia la estatua de cartón de un buda que había en un rincón, y siguiendo

los pasos que había visto en la mente del hombre gordo pulsó el mecanismo oculto en la

nuca de la efigie. Una parte de la pared se deslizó con un chirrido, revelando unas

escaleras que conducían abajo. Antes de que uno de los camareros se apresurase a decirle

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algo el detective bajó por el estrecho pasadizo hasta encontrarse con una especie de sótano

con la puerta abierta.

En aquella estancia se encontró con un sorprendido anciano que portaba en su regazo

un objeto oculto en una toalla vieja y raída.

–¿Qué hace aquí? Ya le dije que nos dejara en paz –dijo enfadado el señor Zhao.

–Usted no lo entiende. Ya sé que ese objeto de alguna forma que aun no entiendo es

algo muy peligroso, pero yo poseo un don especial. Si me deja la tabla, tal vez pueda

salvar a su hija.

–Mi pobre Cassandra, es la única hija que tenemos. Cuando ella encontró esta tabla

nos dijo que encerraba una maldición, y que siempre debía permanecer oculta ocurriese

lo que ocurriese. La tabla aún era más importante que su propia vida, y nos hizo prometer

a su madre y a mí que mantendríamos el secreto. Y yo le he fallado –el señor Zhao soltó

el objeto envuelto y se arrodilló en el suelo, sollozando desesperadamente.

–Le prometo una cosa, señor Zhao. Si Cassandra está viva, le juro que la encontraré.

Stone recogió el paquete del suelo y lo depositó sobre uno de los barriles de vino de

la cámara, y a continuación retiró con precaución la tela gris que recubría el objeto. La

tabla de piedra y sus misteriosas inscripciones quedaron expuestas, y el detective se

preparó para usar sus poderes psíquicos sobre ella. Pero cuando sus dedos estaban a punto

de rozar la piedra, fue interrumpido por un griterío enorme que provenía del restaurante.

Algo gordo estaba pasando, pues a las voces y chillidos de la gente se añadió el eco de un

disparo. Pasos apresurados y órdenes en voz alta, y luego alguien bajó por la escalera.

Y entonces Jack Stone se quedó mirando el rostro triunfante del sargento Riggs,

acompañado por sus agentes de TecnoCorp.

***

Una buena forma de combatir el frío aire nocturno que acompañaba la débil lluvia era

calentarse el cuerpo con una buena botella de licor, que era lo que en aquel momento

estaba haciendo el agente de policía Mike Sutton, más conocido como Mike “el Arrugas”

por su rostro antipático recubierto de surcos. Mike era el poli más corrupto de la ciudad,

un tipo que se dedicaba a vivir bien sacando partido de todo lo que se ponía a su alcance.

Sin embargo aquello tenía un lado negativo, pues había gente que necesitaba información

confidencial y acudía al Arrugas sin ganas de pagar nada por los datos facilitados.

Sentado en el asiento del conductor de su coche patrulla, Mike dio un respingo al oír

una voz siniestra a su lado, pues un instante antes no había nadie allí y ahora una forma

oscura ocupaba el asiento contiguo. El traje, la capa, la máscara blanquecina de la

muerte…

–Hola, Mike –dijo la voz.

–¡Espectro! Menudo susto me has dado. ¿Por qué no me dejas tranquilo y vas a

fastidiarle la noche a otro para variar? –se quejó el Arrugas.

–Vamos, Mike, si tú y yo somos amigos. ¿O es que ya no te acuerdas de nuestro trato?

–el justiciero hacía referencia al pacto de no entrometerse en los chanchullos del Arrugas

mientras este le proporcionara toda la información que necesitase.

–Está bien, dime que es lo quieres.

Espectro le mostró al policía una hoja de papel donde se veía el dibujo del dragón

rugiente que tenían tatuados los delincuentes de la tienda de Xian Yun. Mike hizo como

si meditase un instante y luego negó con la cabeza.

–No me suena de nada. ¿Es de algún manga japonés o algo así? –dijo con cierta sorna.

–Mike, así no me ayudas. Te diré lo que va a pasar. Me vas a decir ahora mismo todo

lo que sabes, o mañana encontrarán tu coche con una nueva y reluciente capa de pintura

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de color rojo. Tal vez me lleve tu cabeza de recuerdo para mi sala de trofeos, así no me

sentiré solo por las noches. ¿Qué me dices? –los ojos de Espectro centellearon de forma

amenazadora, provocando que el Arrugas tragara saliva.

–Es el símbolo de un nuevo grupo clandestino de la ciudad. Vinieron ilegalmente a

bordo de un barco, los agentes del puerto me llamaron pero les dejé pasar a cambio de

pasta. No me mires así, ¿acaso no estamos en un país libre? Si ni siquiera llevaban armas

de fuego, solo espadas y cuchillos. Todos eran asiáticos, aunque de países distintos. Se

metieron en varios camiones y se fueron al Barrio Amarillo. No sé nada más, lo juro por

mi madre.

–Pero si tú no tienes madre, Mike. ¿Había alguien en particular que llamara la

atención?

–Bueno, el que llevaba la voz cantante era una especie de ogro, un amarillo grande

como un elefante al que oí que llamaron Bolog. Un cabronazo asesino, más peligroso que

nadie.

De repente Espectro se abalanzó sobre el agente corrupto, apretándole su garganta con

una de sus manos enguantadas. Puso su rostro sobre el de Mike y le hizo una advertencia:

–Recuerda bien esto, Mike. No hay nadie más peligroso que yo. Nadie.

El Arrugas abrió los ojos al dejar de sentir la presión en su garganta, jadeando entre

sollozos. Una vez más estaba a solas en su coche, con la botella de licor vacía y su

contenido desparramado por las alfombrillas. Espectro se había ido tan sigilosamente

como había entrado.

–Que te den, cabrón.

Pero Espectro ya no podía escucharle, ahora estaba dentro de su propio vehículo, un

Syntrac-2000 cuya pintura negra metalizada lo camuflaba muy bien entre las sombras. El

justiciero se quedó observando el dibujo del dragón, recordándole mucho al antiguo

emblema de los Dragones Rojos, la organización de asesinos que terminó con la vida de

su maestro, Koshiro Katshume. Entonces él era aún el joven Eduard Kraine, el millonario

sin rumbo que había estado a punto de morir en un viaje a China. El maestro Katshume,

un japonés huido de los clanes de la Yakuza, lo había salvado para terminar instruyéndole

en las artes oscuras. Kraine había vengado a su maestro infiltrándose en la casa del líder

del clan de los Dragones Rojos, Kenzo Kasamoto, asesinándole tanto a él como a sus dos

hijos y poniendo fin a las actividades de la organización. En aquella noche nació el

justiciero enmascarado Espectro, y nunca más había oído hablar de los Dragones Rojos.

Y sin embargo aquel dibujo era casi idéntico al símbolo del clan japonés. ¿Casualidad, o

tal vez una especie de resurgimiento?

El Syntrac se puso en marcha y los neumáticos chirriaron sobre el asfalto mientras

Espectro conducía hacia el Barrio Amarillo. Si una vez ya había terminado con los

Dragones Rojos, no había razón alguna para no poder volver a hacerlo. La única forma

de hallar respuestas sería pasar toda la noche patrullando el Barrio Amarillo, como una

sombra vigilante acechando a la espera de que sus presas abandonaran el cubil.

***

Un firmamento desprovisto de estrellas se alzaba sobre la línea rojiza del horizonte

como un telón bajo y oscuro que anunciaba la noche. Las luces de la amplia sala

centellearon todas a una, y la amplia sala comenzó a llenarse de hombres vestidos de

negro y con capuchas doradas que escondían sus rostros. El símbolo que lucían en sus

uniformes a la altura del pecho reflejaba el ídolo dorado ubicado en lo alto del

improvisado estrado, una sinuosa forma serpentina cuya cabeza escamosa apuntaba

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directamente a los visitantes mientras les daba la bienvenida con una boca abierta repleta

de puntiagudos dientes.

Cuando todos se hallaron en sus puestos, casi un centenar de Servidores del Dragón

Cósmico expectantes ante lo que iba a ocurrir a continuación, el sonido metálico del gong

les invitó a todos a guardar silencio. Uno de los pequeños recipientes que contenían el

incienso que se respiraba por toda la sala comenzó a expulsar una pequeña nube de humo,

formando una figura en el aire que poco a poco fue tomando densidad hasta convertirse

en el hombre al que todos esperaban ver.

Chenkatai.

El monje de aspecto juvenil vestía la misma túnica azafrán con dragones dorados de

siempre, y una vez se aseguró de que todos los pares de ojos presentes concentraban su

atención en él se dispuso a hablarles.

–¡Hijos del Dragón, escuchadme! El Gran Dragón Cósmico me ha hablado, y dice

estar contento. Después de mucho tiempo al fin nuestra búsqueda ha tenido éxito. La

Tabla del Conocimiento Supremo que nos fue usurpada pronto volverá a nuestras manos,

el círculo se habrá cerrado y nuestro esfuerzo será recompensado.

Mientras su líder hacía una breve pausa, los encapuchados aplaudieron y vitorearon

de forma entusiasmada. En un mundo donde cada vez más el individualismo era la senda

escogida frente al bien común, aquellos hombres que provenían de distintos países se

consideraban hermanos entre sí. Todos eran asiáticos, y todos habían sido expulsados del

sistema, pero habían encontrado una nueva familia que los había recibido con los brazos

abiertos sin importar que fuesen ladrones, asesinos, mercenarios o simples despojos

humanos. Ahora tenían un futuro, una causa común. Todos eran miembros de la Senda

del Dragón Cósmico, la más poderosa organización de todo Oriente, también conocida

como los Dragones Dorados.

–¡Hermanos, estoy muy orgulloso de vosotros! Hemos trabajado muy duro pero al fin

podemos recoger los frutos de las semillas sembradas. Occidente siempre nos ha

menospreciado, nos trata de perros amarillos serviles, de simples monos sumisos siempre

dispuestos a recoger las migas de nuestros supuestos amos. Incluso los líderes de los

países donde nacimos se arrodillan frente al poder occidental del hombre blanco. Pero yo

digo basta. Nosotros no somos criados de nadie, somos Hijos del Gran Dragón y solo a

él le rendimos pleitesía. Es hora de mostrarle al mundo quienes somos, y lo que podemos

hacer.

Chenkatai señaló entonces hacia un rincón del estrado cubierto por una cortina, y a

una orden suya la tela fue descorrida para dejar ver a una figura femenina de rodillas con

las manos atadas a la espalda por medio de unos grilletes de oro. Un grueso collar del

mismo metal rodeaba el frágil cuello de la mujer, del cual pendía una cadena de eslabones

dorados que llegaban hasta manos de su captor, el enorme Bolog.

–Igual que esta mujer, una traidora que se ha vendido a los hombres blancos, ha

sucumbido al poder del Dragón, así caerán de rodillas todos nuestros enemigos. ¡Todo el

mundo temblará ante el único dios verdadero, el Gran Dragón Cósmico! Hermanos,

vayamos esta noche a recuperar lo que es nuestro por derecho. Hoy será el primer día de

una nueva era, la nuestra. ¡Hoy empieza la Era del Dragón!

Una ola de gritos efervescentes ahogó toda la sala, culminando en un éxtasis donde

todos los encapuchados loaron tanto al Dragón Cósmico como a su líder, Chenkatai. El

monje miró de forma triunfante a la mujer arrodillada, una profesora Zhao con el rostro

lívido y demacrado cuyos ojos bailaban en sus cuencas de forma perdida. La boca de la

mujer estaba abierta y curvada de forma turbadora, y de ella resbalaba impotente un hilillo

de babas que contribuía a acentuar la estupefacción de toda su figura. La tortura

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psicológica a la que cruelmente la había sometido Chenkatai le había despojado de su

mente y le había arrancado su espíritu, dejándola como una inválida mental.

Mientras Bolog zarandeaba a Zhao a través de la cadena, observó cómo su maestro

Chenkatai miraba a la multitud aglomerada a sus pies. Y por un segundo juró que los ojos

del monje cambiaban y se volvían amarillentos y sin pupilas, recubiertos con escamas

reptilianas.

Como los ojos de un dragón.

***

Dentro del Syntrac-2000 de cristales ahumados Espectro patrullaba las oscuras calles

del Barrio Amarillo. Hacía horas que patrullaba la zona en busca de algún indicio, y a

pesar de que todo se veía muy tranquilo su sexto sentido le hacía presentir que iba a ocurrir

algo importante. Si Mike el Arrugas había dicho la verdad, había una nueva organización

criminal de algún tipo en Hollow City, una que empleaba un símbolo casi idéntico que

los extintos Dragones Rojos de Asia.

Una vez, cando aún era Eduard Kraine y se pasaba horas y horas entrenando

duramente bajo la supervisión de Koshiro Katshume, su maestro le explicó cómo

funcionaban ciertas organizaciones clandestinas de Oriente. Tanto la Yakuza japonesa

como las Tríadas de China solían agruparse en clanes o familias, con un territorio concreto

y unas actividades delictivas definidas. Había un líder que tomaba las decisiones, a veces

un consejo de ancianos del clan, y todos los miembros eran considerados como parte de

la familia en lugar de ser simples peones prescindibles. Cuando un nuevo miembro

ingresaba en el clan o familia, o el hijo de uno de ellos cumplía la mayoría de edad, era

marcado con el emblema del clan en su cuerpo, una marca distintiva que lucían con

orgullo.

¿Pero qué ocurría si había una lucha de clanes? ¿Qué pasaba cuando una familia era

destruida o devorada por otra más poderosa? La que resultaba victoriosa se quedaba sus

negocios, absorbía su poder y su influencia, integraba a los miembros de la otra familia

que sobrevivían. Hasta se fusionaban los emblemas de los clanes para dar lugar a uno

nuevo. ¿Sería esto lo que le había pasado al clan de los Dragones Rojos de Kenzo

Kasamoto? Si estaba en lo cierto, entonces la nueva organización debía ser muy poderosa,

y su actividad no podría ser llevada a cabo sin dejar alguna pista. Ya lo decía Katshume,

«del tamaño del dragón depende la huella dejada».

Entonces las sombras de un callejón cercano fueron desintegradas por las luces de un

camión que pasó muy cerca del vehículo del justiciero. Luego le siguieron dos más,

idénticos. ¿No había dijo Mike el Arrugas que los asiáticos con los que había tratado en

el puerto se metieron luego en unos camiones?

Espectro sonrió bajo su máscara, agradeciendo la información del poli corrupto. Si su

intuición no le fallaba, las respuestas a sus preguntas se hallaban en el interior de aquellos

camiones. Puso su mano enguantada en la palanca de cambios mientras arrancaba el

motor del coche en modo silencioso, poniendo en movimiento el Syntrac para seguir a

los camiones.

Llegaba el momento de jugar al gato y al ratón.

***

Los visitantes del Museo de Arte e Historia habían salido de las instalaciones mucho

rato antes, pero aun así muchas de las luces continuaban encendidas a pesar de ser bien

entrada la noche. La mayoría de los empleados se habían marchado a casa, pero aún

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permanecían los vigilantes de seguridad y el pequeño grupo de personas que discutían en

el despacho del Director Greg Templeton.

–O sea, que este pedazo de piedra que han traído a mi museo es en realidad la Tabla

del Conocimiento Supremo, famosa por ser mencionada en una antigua leyenda tibetana

–dijo Templeton, mirando a los demás.

–Y todo este tiempo ha permanecido oculta en un restaurante chino del Barrio

Amarillo, gracias a la profesora Zhao –el sargento Riggs cruzó los brazos sobre el pecho

con ademán triunfante.

–¿Y qué pasa con el viejo Zhao? ¿No tiene ninguna idea de dónde está su hija? –

preguntó el Director del Museo.

–No, de hecho protestó bastante cuando confiscamos la reliquia, pero después de

interrogarlo le dejamos marchar.

En ese momento el detective Jack Stone clavó los ojos en el recio sargento, saliendo

de su mutismo.

–Me extraña que no lo hayan encerrado en alguna celda, o que no lo hayan presionado

hasta el límite. ¿O tal vez le hayan colocado un dispositivo de seguimiento, como a mí?

–Lo siento, Stone, pero es mi trabajo –Riggs se puso a la defensiva–. Todo lo

concerniente a la seguridad del museo es cuestión mía, y si contratan a un investigador

externo debo saber en todo momento cuál es su línea de investigación. Y me alegra saber

que iba bien encaminado, porque ha puesto en manos del museo la pieza clave de todo

este asunto.

–No se preocupe, no espero que me dé las gracias. Pero ahora la cuestión es averiguar

el paradero de la profesora Zhao. Quizá ya es hora de que informemos de esto a la policía

–Stone se dirigió hacia Templeton para ver cuál sería su decisión.

–Creo que será mejor que esperemos un poco antes de avisar a la policía. Si ha sido

un secuestro, como todos pensamos, y la causa es esa tablilla misteriosa, deberíamos

hacer público que la tenemos en nuestro poder para atraer al secuestrador –Templeton

juntó las manos en señal de determinación–. Iremos a la prensa, a la radio, a la televisión,

haremos correr la voz del nuevo descubrimiento.

–Mientras tanto, me gustaría poder examinar más de cerca la reliquia. Tomar unas

fotos y comprobar algunas cosas –Stone intentó no evidenciar el ansia que tenía por poder

tocar con sus manos la tabla. ¿Qué cosas podría descubrir con su habilidad psíquica?

–Señor Templeton, si me lo permite creo que el señor Stone ya ha hecho todo lo que

podía en este asunto. Sus servicios ya no son necesarios en el caso, a partir de ahora

TecnoCorp puede encargarse solo –Riggs miró con frialdad a Stone, quien le devolvió el

gesto.

–Lo siento, Riggs, pero los accionistas del museo son mis superiores y quieren a Stone

dentro del caso. Usted ocúpese de los medios de comunicación –a continuación

Templeton se volvió hacia Stone–. De acuerdo, puede examinar la tabla cuando quiera,

está guardada en la cámara de seguridad del museo, en el sótano.

–Preferiría echarle un vistazo ahora mismo, si no le importa –señaló Stone

disimulando su impaciencia.

Cuando Greg Templeton iba a levantarse de su asiento para dar por concluida aquella

reunión, las luces del despacho se apagaron y las tres personas se encontraron

completamente a oscuras.

–Habrá sido algún cortocircuito o tal vez un fallo de la red a causa de la tormenta. Voy

a comprobarlo –anunció Riggs, saliendo del despacho a tientas y usando la luz del

teléfono móvil para orientarse.

Templeton y Stone permanecieron en un silencio algo incómodo, hasta que el

detective se cansó y decidió ir a ver qué pasaba.

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–Es extraño que el generador de emergencia no haya entrado aún en funcionamiento

–dijo Templeton a espaldas del detective.

–Quédese aquí, voy a ver si puedo hacer algo.

Stone sacó su linterna de bolsillo y comenzó a avanzar entre el laberinto de pasillos,

hasta que vio una forma escabullirse a unos metros por delante del haz de luz. Enseguida

echó de menos su pistola Mainhead que se hallaba en Long Street, pero decidió avanzar

un poco más.

Justo cuando alcanzaba el final del pasillo una sombra se movió a su altura, y un fuerte

golpe le tiró el móvil al suelo. La luz azul era suficiente para que Stone vislumbrara a un

hombre encapuchado vestido de negro, con el emblema de un dragón rugiente en el

centro, y que iba armado con un hacha de mano bien afilada. El desconocido lanzó un

tajo al detective directo hacia su hombro izquierdo, pero Stone lo esquivó echándose a un

lado y contratacó con un rodillazo en el estómago del encapuchado que lo dobló por la

mitad. Acto seguido Stone le propinó un duro golpe con las dos manos en la base del

cráneo, derribando a su asaltante y dejándolo inconsciente.

Stone cogió el hacha de su rival y salió del pasillo para entrar en una de las salas de

espera para las visitas, con grandes ventanas de cristal que permitían el paso de la luz de

la luna. Para su sorpresa vio que habían al menos una docena de encapuchados vestidos

de forma similar al que había encontrado antes, acompañados por una figura tan grande

que enseguida se destacaba del grupo. La camiseta negra sin mangas se ajustaba a su

cuerpo de forma que sus músculos quedaban acentuados, y en su mano llevaba una gran

espada curva de aspecto peligroso que parecía sacada de la sección de armas medievales

del museo. A los pies del fornido asaltante descansaba inerte el cuerpo del sargento Riggs,

el cual ni siquiera había podido utilizar la pistola que ahora descansaba a pocos

centímetros de su mano derecha.

Stone decidió que lo más prudente era dar media vuelta y regresar, pero al hacerlo

tropezó sin querer con una de las plantas rinconeras que se encontraba ubicada en un

recipiente metálico. El sonido solo vibró un instante pero fue suficiente para dar la alarma.

–Matadlo –ordenó el gigantón a sus hombres al darse cuenta de la presencia del

detective.

A pesar de que había hablado en chino, Stone comprendió lo que había dicho y se

preparó para la lucha. Cuando el primero de los asaltantes se acercó, el detective lo recibió

esquivando su ataque con una espada corta con el filo ondulante, y luego le atizó un buen

golpe a la cabeza con la parte plana de la hoja del hacha. Apenas tuvo tiempo de alegrarse

porque ya tenía encima a otros dos encapuchados, uno armado con una lanza corta y el

otro con dos grandes cuchillos.

El de la lanza intentó ensartar a Stone con un ataque frontal, que el detective fintó con

éxito, mientras que el tipo de los dos cuchillos vio como una de sus armas era frenada por

el mango del hacha de mano. Desgraciadamente para Stone aquellos tipos eran bastante

hábiles manejando sus objetos medievales, y el segundo cuchillo trazó un surco

sangriento en uno de sus costados.

El bandido de la lanza volvió a repetir su ataque pero esta vez Stone cogió al vuelo el

asta de madera, aprovechando la ocasión para clavar el filo del hacha en la cabeza de su

oponente. Se oyó un crujido horroroso de huesos rotos y carne seccionada, y cuando Stone

trató de retirar el arma se dio cuenta de que estaba demasiado incrustada. Tuvo que

echarse al suelo para evitar al atacante de los cuchillos, pero supo sacar provecho de su

desventaja al acertar de pleno un puñetazo en la rodilla derecha del agresor. Mientras el

bandido rugía de dolor, Stone se levantó impulsando su pie izquierdo contra la entrepierna

de éste, y cuando el encapuchado se dobló hacia delante le agarró una de sus manos

armadas para hundirle su propio cuchillo en lo más profundo del abdomen.

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El detective estaba en pie sangrando por la herida del costado, pero vio como el

gigantón del alfanje y varios esbirros más desaparecían por unas escaleras que conducían

al sótano. No había que ser muy listo para saber que se dirigían hacia la cámara de la caja

fuerte donde estaba la Tabla del Conocimiento Supremo. Pero él no podía hacer más que

defenderse de las seis figuras encapuchadas que lo rodeaban contra una de las paredes de

la sala.

–Vamos, venid a por mí –dijo Stone empuñando la lanza corta del enemigo

recientemente abatido–. ¿Quién quiere ser el primero en morir?

El detective sabía que no podía salir indemne de aquel atolladero, pues aquellos

hombres no solo lo superaban en número sino también es su habilidad con aquellas

antiguallas. En aquel momento daría todo lo que tenía por poder cambiar la vetusta lanceta

por su pistola de gran calibre.

Uno de los asaltantes, el cual manejaba un utensilio formado por dos palos cortos

unidos por una cadena, se acercó a Stone envalentonado y descargó un golpe. El nunchaku

hizo bien su trabajo y acertó al detective en los dedos de la mano izquierda, provocando

que éste perdiese su lanza a la vez que emitía un quejido de dolor.

–Cerdos bastardos, venid aquí que os voy a patear el culo –soltó bravuconamente el

detective a pesar de estar acabado.

De repente una sombra se movió destacando de entre las demás, como si la oscuridad

cobrase vida por voluntad propia. Dicho fenómeno no solo fue percibido por Stone, sino

también por los encapuchados, los cuales se volvieron para ver qué era lo que acechaba a

sus espaldas.

La sombra se movió alargándose en el espacio, algo brilló brevemente provocando un

silbido que cortó el aire, y a continuación se escuchó un gorgoteo húmedo y asqueroso

que impregnó el ambiente con el olor de la sangre. Uno de los encapuchados vio como

algo caía al suelo y rodaba suavemente hasta rozar una de sus botas, y al darse cuenta de

lo que era comenzó a chillar de puro espanto.

Era la cabeza de uno de sus compinches.

Los Siervos del Dragón vieron como ante ellos la sombra tomaba la forma

encapuchada de un demonio cuyo rostro blanco era el de la muerte, y Stone suspiró de

alivio al reconocer al que había sido su compañero en anteriores aventuras.

Y entonces Espectro entró en acción.

La katana de acero volvió a moverse y otro de los asaltantes emitió un quejido de

dolor para posteriormente caer de rodillas con las manos abiertas para intentar sujetar sus

tripas abiertas. Los otros cuatro bandidos se lanzaron al ataque más por puro instinto de

supervivencia que por auténtico deseo de luchar, y rodearon al justiciero por todos los

lados mientras intentaban atacarle con sus armas.

Stone, al ver que los sectarios se habían olvidado de él para concentrarse en Espectro,

se movió hacia donde estaba el cuerpo del sargento Riggs, pero al hacerlo el sicario del

nunchaku le siguió y descargó un golpe sobre su espalda. El detective gimió al sentir el

impacto del arma en su cuerpo, que le hizo tambalearse aunque sin llegar a caer del todo.

Tardó unos preciosos segundos en hallar su objetivo entre las sombras, pero al fin vio lo

que buscaba y se dirigió trastabillando hacia él, aunque no lo suficientemente rápido. Otro

golpe de los palos de madera le hizo doblar las rodillas, lo que aprovechó el villano para

colocar la cadena de su arma rodeándole el cuello. El bandido comenzó a apretar con

fuerza estrangulando al detective, el cual comenzó a enrojecer rápidamente a causa de la

falta de aire. Stone alargó la mano lentamente con disimulo para no llamar la atención del

sicario sobre lo que iba a hacer, rezando por permanecer consciente los segundos

necesarios. La vista se le nubló a la vez que su mente se embotaba por un creciente mareo,

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pero justo cuando pensaba que no iba a conseguirlo sus dedos alcanzaron la culata de la

pistola de Riggs.

Sonó una detonación que retumbó por toda la sala, luego la sangre manó de golpe por

el nuevo orificio de la cara del sicario mientras su cuerpo chocaba de espaldas sobre el

suelo para no volver a levantarse jamás por su propio pie.

El detective se volvió para ayudar a Espectro, aunque no era necesario puesto que dos

cuerpos más aparecían desmadejados y ensangrentados cerca de donde estaba éste. Solo

quedaba uno de los Dragones Dorados, armado con dos dagas largas y curvas con unas

muescas en las bases de las hojas37. El secuaz podía haber intentado huir, pero no lo hizo

debido al fervor sectarista que le impelía a obedecer. No tuvo tiempo de arrepentirse de

su decisión cuando Espectro detuvo sus ataques con su espada, para seguidamente

desarmarle con un hábil giro de la misma. El sicario desvió un instante la mirada hacia

arriba viendo volar sus kukris, sintió un frío helado que le atravesaba el cuerpo y después

cayó al suelo con la boca abierta por la sorpresa.

Tras comprobar que Riggs simplemente estaba inconsciente a causa de un golpe en la

cabeza, Stone se acercó al justiciero caminando despacio y con una mano presionando la

herida del costado. Espectro extrajo su katana del cuerpo sin vida de su última víctima y

limpió la hoja manchada de sangre mientras miraba a Jack Stone.

–Gracias por la ayuda –dijo el detective–. Pero la verdad es que me sorprende verte

por aquí.

–Así que has vuelto a Hollow City otra vez, y veo que para seguir metiéndote en líos.

Pero no es casualidad que nos hayamos encontrado aquí y ahora, imagino que ambos

estamos metidos en el mismo asunto –Espectro hizo un gesto con la cabeza señalando a

uno de los sicarios muertos.

–Luego nos lo contaremos todo, ahora no hay tiempo. Hay un tipo gigantesco con tres

esbirros más que se dirigen hacia la caja fuerte del museo. Van en busca de una tabla muy

valiosa y no podemos dejar que se hagan con ella. Vámonos por ahí.

Al ponerse en marcha Stone sintió un dolor agudo en la herida y tuvo que parar.

Espectro le miró a los ojos y le puso una mano en el hombro para tranquilizarle.

–Yo lo haré –dijo el justiciero.

Stone asintió maldiciendo en su interior por no poder ayudarle, viendo como el

enmascarado se desvanecía entre las sombras hasta convertirse en una más de ellas y

desaparecer. Al quedarse solo se abrió la camisa e improvisó un vendaje de emergencia

sobre la herida, luego se acercó al cuerpo del sargento Riggs y comenzó a reanimarle.

***

En la planta del sótano reinaba un ambiente fantasmagórico propiciado por las

brillantes luces azules de emergencia. Únicamente existían dos formas de acceder al

pequeño vestíbulo, el ascensor y las escaleras, y ambas estaban monitorizadas por los dos

vigilantes de seguridad que custodiaban el acceso a la cámara de la caja fuerte. Sin

embargo el fallo electrónico se había extendido hasta las pantallas que recibían las

imágenes del sistema de vigilancia y ahora solo había chispas grises en los monitores.

–Mierda, aquí no funciona nada –dijo uno de los guardias a su compañero.

–Tienes razón, y arriba pasa lo mismo. A ver si los técnicos lo arreglan de una puñetera

vez. Creo que debe ser…

Un fuerte ruido detrás de la puerta de acceso a las escaleras les hizo callar. Esperaron

un momento intentando agudizar el oído, pero no escucharon nada más.

37 Cuchillo de origen nepalés de unos 30 cm de largo con un diseño curvo peculiar.

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–¿Qué habrá sido eso?

–No lo sé, voy a ver un momento.

Uno de los guardias se levantó de su asiento y fue hacia la puerta, la abrió con

precaución y miró hacia las escaleras que subían. No parecía que hubiese nada raro.

–Oye, aquí no hay nada. Falsa alarma.

Súbitamente el vigilante sintió un pinchazo en el cuello y al llevarse las manos a la

nuca sus dedos extrajeron un diminuto objeto de madera con la punta afilada. La sorpresa

inicial dio lugar a una extraña sensación de vértigo, luego sintió una onda de calor que lo

recorrió de cabeza a los pies y finalmente cayó al suelo.

El otro guardia corrió hacia su compañero pensando que había sufrido algún desmayo

o tal vez incluso un repentino ataque al corazón, y cuando se agachó para examinarle no

vio la gigantesca figura que se le aproximó por detrás. Un solo puñetazo bastó para

fracturarle el cráneo y dejarlo moribundo en el suelo junto al otro guardia.

–Vamos, por allí –ordenó Bolog a los tres hombres que le acompañaban.

Sabían perfectamente donde estaba su objetivo gracias al Hijo del Dragón que tenían

infiltrado en TecnoCorp, y también conocían como desactivar las medidas de seguridad

que protegían la caja fuerte. Solo tenían que recorrer unos metros más aquellos pasillos y

hacerse con la Tabla del Conocimiento Supremo sería un juego de niños. Su maestro

Chenkatai quedaría contento, y dentro de muy poco renacería el Gran Dragón Cósmico

para hacerse con el poder y el control del mundo entero.

De repente un sonido que Bolog conocía muy bien hizo que tanto él como sus hombres

se detuviesen y mirasen hacia atrás. Era el ruido que provocaba una espada al ser

desenvainada.

Allí, justo donde empezaba el corredor que los asaltantes estaban a punto de

abandonar, había una figura vestida de negro con una gran capa que lo envolvía

majestuosamente. Una capucha cubría su cabeza dejando solo visible una extraña máscara

blanca con los rasgos de una calavera. Los ojos rojos centelleaban en la penumbra con el

fuego de la venganza de forma que provocaban una sensación de amenaza aún más fuerte

que la reluciente espada que esgrimía en su mano derecha.

–¿Quién eres? –preguntó Bolog.

Espectro no dijo nada, simplemente comenzó a avanzar despacio hacia ellos. Bolog

hizo un gesto a sus secuaces y estos se prepararon para intentar detener al hombre

disfrazado de la espada.

El primer esbirro avanzó un par de pasos y le lanzó un mortífero dardo envenenado

similar al que había derribado al guardia de seguridad del vestíbulo. Espectro solo tuvo

que mover su mano izquierda para agarrar un extremo de su capa de kevlar,

interponiéndola a modo de escudo para frenar el arma arrojadiza. Luego extrajo con

rapidez uno de los shurikens que guardaba en su cinturón y se lo arrojó con precisión al

bandido, acertando de pleno en el centro de su frente con la pequeña estrella de puntas

afiladas.

Los dos bandidos que quedaban atacaron al justiciero empuñando sus armas, uno una

hoz fabricada expresamente como arma y otro una pequeña maza con pinchos afilados.

Los tres contendientes se enzarzaron en un combate intenso, demostrando sus habilidades

marciales y el dominio de sus armas exóticas. Espectro quedó asombrado al comprobar

que no eran simples aficionados sino que habían pasado por un entrenamiento ejemplar,

y tuvo que hacer gala de toda su experiencia para no ser herido por aquellos dos esbirros.

Cuando el hombre de la hoz hizo que un golpe de su arma pasara a solo un par de

centímetros de su cuello y la maza del otro casi se le clavó en una de sus rodillas fue

cuando el justiciero supo que tenía que hacer algo si no quería verse superado.

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Espectro recurrió al Poder Oscuro que yacía aletargado en el fragmento incrustado

cerca de su corazón38, invocándolo en su ayuda una vez más. La Energía Oscura fue

liberada como un río que atraviesa una presa, inundando su ser con aquella fuerza

invisible y extraña que amenazaba con poseerlo cada vez que la utilizaba. Espectro luchó

contra el impulso de ceder totalmente ante la invasión del Poder Oscuro y solo utilizó una

mínima porción de él, suficiente para alterar su imagen ante los ojos de sus enemigos.

Los dos contrincantes de Espectro intentaron nuevamente atacarle, pero esta vez se

encontraron con que el cuerpo del justiciero parecía confundirse entre las sombras a su

alrededor, moviéndose y distorsionándose de forma tan confusa que golpearle parecía

ahora una tarea imposible. Era como la imagen de un televisor roto, que rielaba sin parar

a pesar de que lo golpeases con fuerza.

Espectro aprovechó su ventaja temporal y lanzó un tajo al hombre que empuñaba la

hoz, arrancándole la mano del resto de su brazo. Cuando su víctima iba a lanzar un

horrible grito de angustia mientras se sujetaba el muñón cubierto de sangre, un centelleo

metálico se acercó nuevamente a él y se lo impidió. Vio como las luces del pasillo se

confundían con extrañas imágenes giratorias del suelo y el techo del pasillo, una extraña

sensación que terminó cuando su cabeza cercenada dejó de dar vueltas al chocar contra

una de las paredes.

El bandido de la maza de pichos renovó sus ataques con furia al ver lo que Espectro

había hecho con su compañero, pero él solo ya no era rival para el justiciero y su Poder

Oscuro. Con un hábil movimiento de su katana el enmascarado paró la letal maza, para a

continuación propinar un tremendo empujón con su hombro haciéndole caer

estrepitosamente. Lo último que vio el esbirro antes de morir fue como la muerte vestida

de negro se abalanzaba sobre él con aquellos movimientos extraños y distorsionados,

como una irreal pesadilla de los abismos infernales. Y luego la oscuridad total.

Tras acabar con el último secuaz, Espectro agitó su katana para desprenderse de los

restos sanguinolentos y luego dedicó su atención al último de los Hijos del Dragón que

quedaba en pie, el gigantesco mitad chino y mitad africano llamado Bolog. Sin embargo

una serie de ruidos y voces a su espalda le hizo darse cuenta de que Stone había avisado

a la caballería. Los agentes de TecnoCorp se acercaban y pronto estarían allí, y no es que

precisamente tuviese una gran relación de amistad con la megacorporación39.

Bolog se irguió en toda su estatura, más de dos metros de músculos de acero

entrenados desde los quince años. Había visto innumerables peleas y contemplado a

luchadores de las más variadas especies, pero aquel ser que tenía delante era especial.

Había terminado con sus dos mejores hombres en muy poco tiempo, y era evidente que

además de su pericia con la espada también disponía de otras facultades ocultas. Bolog

no era tonto. Si había sobrevivido en las cárceles de China, agujeros inmundos que hacían

que las prisiones del resto del mundo fuesen palacios en comparación, era por su gran

instinto de supervivencia. El mismo instinto que le había llevado a asociarse con aquel

monje hacía años, cuyo discurso sobre el Imperio del Gran Dragón Cósmico le había

tocado el alma. El mismo instinto que le decía que iba a necesitar ayuda para salir de allí.

El gigantón se llevó las manos al colgante de huesos que rodeaba su cuello y alzó el

hueso en forma de dragón hasta sus labios. Apretó un pequeño resorte que liberó el líquido

rojizo contenido en el cristal y lo bebió de un sorbo. Eran pocas gotas pero suficientes.

En un instante sintió el fuego de la Sangre de Dragón hervir en su interior, un dolor

placentero similar a tragarse de golpe una botella de Everclear40. Los ojos de Bolog se

oscurecieron volviéndose totalmente opacos excepto por las pupilas, dos pequeños orbes

38 Lo que recordará el fiel lector de HC Nº2, El Ojo de los Dioses. 39 Tras varias aventuras, las relaciones entre TecnoCorp y Espectro son tensas en el mejor de los casos. 40 La bebida más fuerte del mundo, con una graduación del 95%.

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naranjas llameantes, y su cuerpo entero comenzó a enrojecer como si le estuviesen

aplicando un tizón al rojo vivo por toda la piel. Echó los hombros atrás y cogió aire

hinchando los pulmones al máximo, y por su boca entreabierta asomó un débil resplandor

amarillento.

Espectro, previendo lo que iba a llevar a cabo Bolog, hizo un gesto al pequeño grupo

de hombres trajeados de negro y armados con pistolas que comenzaban a asomar por el

extremo del pasillo a su espalda.

–¡Atrás! –dijo el justiciero con la voz grave y distorsionada por el aparato mecánico

disimulado bajo su capucha.

Sin embargo los agentes de TecnoCorp no obedecieron y cometieron el error de

continuar su recorrido. Cuando se dieron cuenta de lo que les iba a suceder ya no había

tiempo de retroceder o protegerse.

Bolog echó hacia delante la mitad superior de su cuerpo expulsando el aire de sus

pulmones con todas sus fuerzas, aunque lo que salió a través de sus mandíbulas abiertas

de par en par no fue una simple bocanada de mal aliento. Un torrente de llamas carmesís

inundó todo el corredor barriendo a su paso todo lo que encontró, calcinando ropas, carne

y huesos. Solo los reflejos entrenados de Espectro, potenciados con el Poder Oscuro, le

permitieron al justiciero agacharse e interponer su capa de kevlar a modo de escudo contra

aquel chorro de fuego. Los agentes de TecnoCorp no tuvieron tanta suerte y pronto todo

el pasillo se vio impregnado por un olor mezcla de azufre y carne quemada. Para algunos

fue una muerte instantánea, pero los más desafortunados aún tuvieron tiempo de gritar

angustiados mientras advertían como diversas partes de sus cuerpos se derretían como la

mantequilla al ser envueltos por aquel aliento infernal.

Y luego se hizo el silencio.

Cuando Espectro se incorporó y apartó su capa humeante pudo observar un horror

indescriptible a su alrededor. Grandes surcos de llamas ondulantes aún permanecían

adheridas a diversas partes del corredor, iluminando los pequeños montones de carne

chamuscada en los que se habían transformados los cuerpos de los agentes. Sus restos

solo podrían ser identificados con el máximo esfuerzo por parte de las mejores técnicas

forenses, pues no había quedado nada que pudiera ser reconocible con el adjetivo

«humano».

Espectro se sacudió la capa y el traje para quitarse de encima las diminutas llamas que

aún se resistían a extinguirse, y apretó las mandíbulas con fuerza al darse cuenta de que

el gigantón calvo se había marchado.

«Volveremos a vernos», se dijo el enmascarado.

***

Media hora más tarde, el Museo de Arte e Historia de Hollow City tenía todo el

aspecto de ser una zona de guerra. Una vez que el sargento Riggs se hubo recuperado lo

primero que había hecho había sido llamar a sus superiores, los cuales habían respondido

enviando refuerzos. Un equipo de técnicos había reparado el flujo eléctrico y nuevamente

todo funcionaba con normalidad, aunque ello no aliviaba en modo alguno la situación.

Varios agentes correteaban de un lado a otro transportando los cadáveres de los asaltantes

o los restos de sus compañeros abrasados del sótano. Era tal la eficacia del equipo de

limpieza que el lugar quedaría despejado en dos horas sin que quedase ni una sola huella

de lo que había sucedido en el Museo, aunque la zona del sótano necesitaría un día más

para ser reparada.

–Esto es un desastre –dijo Greg Templeton llevándose las manos a la cabeza.

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–No estábamos preparados y nos han superado –el sargento Riggs aún se frotaba con

actitud dolorida el lugar donde había sido golpeado.

–¿Superado? –intervino Jack Stone, alzando una ceja mientras señalaba a todos los

agentes que en ese momento iban y venían por el vestíbulo del Museo–. Si esto fuese un

combate de boxeo yo diría que nos han dado una buena paliza.

El detective se incorporó de la camilla donde había estado sentado mientras un agente

médico le había atendido la herida del costado, el cual le había recomendado una buena

dosis de analgésicos y reposo.

Riggs miraba ceñudo a Stone, pues no se tragaba del todo la historia que había

contado. El detective había narrado su encuentro contra un grupo de asaltantes, y que tras

combatir contra algunos de ellos había podido avisar a los guardias que custodiaban el

Museo. Tras dar la alarma un grupo de agentes había bajado al sótano y no había vuelto

a subir. Luego Riggs se había despertado y había llamado a la caballería, hallándose con

la pequeña carnicería de los asaltantes muertos cerca de las escaleras y con el infierno del

sótano. Stone había dicho no saber nada acerca de lo que había pasado más abajo, ni haber

visto a nadie, pero Riggs desconfiaba. Sin embargo no había ninguna prueba de nada, ya

que las cámaras de seguridad habían quedado desactivadas durante el asalto. Estaban

ocurriendo demasiadas cosas extrañas.

–¿Pero qué es lo que ocurrió en el sótano? –preguntó el Director Templeton.

–Tal vez los agentes se encontraron con los asaltantes mientras éstos manipulaban

algún tipo de artefacto explosivo para abrir la caja fuerte, hubo un intercambio de disparos

y la cosa se desmadró –dijo Stone encogiéndose de hombros, pues no quería relacionar a

Espectro con aquel turbio asunto.

–¿Se desmadró? –Riggs miró con cólera al detective–. ¡Por dios, Stone, los que han

muerto abrasados como hamburguesas eran mis hombres! Encontraré a los responsables

de esto y acabaré con ellos.

–Al menos la dichosa tabla no ha sido robada, lo cual nos deja como estábamos. Pero

no quiero correr más riesgos, descansemos esta noche y mañana veremos que hacer –

Templeton se acercó a Stone y le puso una mano en el hombro a modo de consuelo–.

Stone, váyase a dormir y venga mañana a primera hora para examinar la tabla. Si no

sacamos nada en claro tendremos que poner este asunto en manos de la policía.

El detective se despidió de Templeton y Riggs evitando mostrar su desconsuelo, pues

había querido tocar la famosa reliquia y usar sus habilidades psíquicas para intentar

encontrar el paradero de Cassandra Zhao lo antes posible. Ahora solo podía irse a casa

con el único pensamiento positivo de que al menos aún estaba vivo para contarlo, gracias

a la intervención de Espectro.

Mientras Stone se metía en la parte de atrás de uno de los vehículos conducidos por

un agente de TecnoCorp que lo llevaría directamente a su casa, no vio la figura embozada

que se hallaba oculta entre las sombras acechando al otro lado de la calle. Al ver partir al

detective, la figura se escurrió entre los callejones y tras asegurarse de que nadie estaba

observando accionó un dispositivo oculto en su muñeca. Ante él se materializó el Syntrac-

2000 negro que había estado escondido mediante el sistema de camuflaje que lo hacía

casi invisible en condiciones de escasa iluminación. A continuación Espectro abrió la

puerta del lado del conductor y entró en su coche para a continuación perderse entre las

calles de Hollow City.

***

Las doradas puertas metálicas se abrieron con un chirrido, aunque el sonido no

sorprendió en absoluto al hombre que estaba sentado en la posición del loto en el centro

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de la pequeña habitación. Chenkatai ya había advertido la presencia de su fiel Bolog

mucho antes de que sus grandes y fuertes manos se hubiesen posado en los goznes de la

entrada. Y también presentía que no traía buenas noticias.

Con un ágil movimiento de su cuerpo Chenkatai se puso en pie e hizo un gesto con la

mano moviéndola en semicírculo, lo que provocó la aparición de diminutas llamas en

todas las velas que decoraban la celda de meditación. La súbita aparición de la luz reveló

en un rincón la forma rectangular del Arca del Dragón, la que años atrás hallara el joven

monje en lo más profundo de una montaña del Tíbet. Las formas sinuosas de los dos

reptiles dorados aún continuaban entrelazándose para terminar en dos fieras cabezas que

arrojaban miradas vigilantes a todo aquel que se atreviese a mirar el arcón de piedra.

–Así que el plan ha fracasado –se anticipó Chenkatai a su siervo.

–Sí, Maestro –después de varios años a su lado, Bolog aún se quedaba maravillado

ante los poderes del monje.

El gigantón le contó todo a su maestro, como habían logrado infiltrarse en el museo

sin problemas gracias al espía de la hermandad que trabajaba en TecnoCorp. Pero la cosa

se había torcido al encontrarse primero con un tipo en las escaleras que les había dado

guerra, y más tarde con el justiciero de la capa al que todos en Hollow City conocían

como Espectro. Bolog sintió cierta humillación al confesar a Chenkatai como había tenido

que recurrir a la Sangre de Dragón para escapar de la situación y volver con las manos

vacías.

–Tranquilo, amigo mío, estoy seguro que pronto tendrás una nueva ocasión para

resarcirte. Los designios del Gran Dragón son insondables, todo forma parte de su gran

plan –el monje puso las manos detrás de la espalda y comenzó a caminar de un lado a

otro pensativo.

Necesitaba la Tabla del Conocimiento Supremo para llevar a cabo el ritual que

despertaría al Dragón Cósmico de su sueño, sin dicho elemento la ceremonia sería un

completo fracaso. ¿Pero cómo hacerse con ella? Ahora aquellos patéticos occidentales

eran conocedores de su importancia, y aunque ignoraban el motivo fundamental ello no

impediría que redoblaran esfuerzos con tal de mantenerla a buen recaudo. Y si se llevaban

la tabla a un lugar tan seguro donde ni siquiera su red de espías lograse alcanzarla, su plan

habría fracasado para siempre. Su poder se debilitaría, y las promesas que les había hecho

a los Hijos del Dragón se quedarían simplemente en palabras vacías. Tarde o temprano le

abandonarían, tal vez incluso hasta el mismo Bolog, y terminaría siendo un solitario

monje fracasado.

Pero Chenkatai no iba a darse por vencido tan rápidamente. Caer era fácil, lo

verdaderamente difícil era volver a levantarse tras la caída. Y él aún poseía el Poder del

Dragón, todavía era el elegido para liderar la Senda del Dragón Cósmico. Y eso le daba

cierta ventaja.

–¿Cómo está la profesora Zhao? –preguntó Chenkatai.

–Sigue igual, su frágil mente no pudo competir con tu poder, Maestro, y ahora es una

carcasa vacía –Bolog sonrió cruelmente.

–Tal vez aún pueda ser útil. Vayamos a verla.

Los dos hombres salieron de la habitación y recorrieron los pasillos del refugio de la

secta hasta que llegaron al lugar más profundo. En aquel sitio la oscuridad y la humedad

eran lo único que había, y Chenkatai sonrió para sí al regocijarse porque nadie en la

superficie sabía lo que pasaba bajo sus pies. En el Barrio Amarillo cada uno iba a la suya

tratando de sobrevivir como podían, nadie se había percatado de que el viejo edificio

abandonado era ahora donde se ocultaban los Dragones Dorados.

Lo que había sido en su tiempo unas duchas comunes era ahora la celda custodiada

por un guardia, el cual reverenció a sus jefes y tras abrir la puerta con una llave se hizo a

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un lado para dejarles pasar. La luz se filtró por la abertura revelando el demacrado estado

de Cassandra Zhao. La mujer estaba arrodillada en un rincón, murmurando incoherencias

mientras señalaba cosas imaginarias que revoloteaban a su alrededor y que le provocaban

una serie de risitas agudas.

Chenkatai se aproximó a la que había sido una vez una científica brillante, ahora

transformada en despojo humano por obra de su poder. Puso sus manos delgadas y pálidas

sobre la cabeza de Zhao y la obligó a mirarle a los ojos. Lo que iba a hacer a continuación

tal vez la separase aún más de la cordura, o incluso puede que la matase y terminara con

su sufrimiento, pero debía intentarlo. Si no lo había hecho al principio de conocerla era

precisamente por tratarse de un efecto sumamente impreciso que no ofrecía garantía

alguna de un resultado exitoso. Pero ahora que la mujer ya no podía serle de más utilidad

ya podía correr el riesgo.

–Mírame a los ojos, Cassandra Zhao, y siente el fuego que emana de ellos. El calor

que ahora invade tu cuerpo te ayudará a evadirte de tus cadenas y hará que tu mente vuele

libre de nuevo. Observa la luz que guiará tu espíritu a partir de ahora, que borrará las

sombras que atormentan tu ser y te mostrarán una nueva vida, un nuevo mundo. Mira a

los ojos del Gran Dragón y siente como su poder te envuelve.

Zhao notó una conexión absorbente que la retenía sin poder hacer nada, entraba por

los ojos y se introducía en su mente despejándola de la niebla de la locura pero al mismo

tiempo cambiándola de alguna manera. Vio como los ojos de Chenkatai se convertían en

dos globos rojos alargados con bordes escamosos, cuyo iris se estrechaban hasta ser

simplemente un par de rayas negras verticales.

Y al notar el poder que emanaba de aquellos ojos draconianos, una vez más Cassandra

Zhao gritó de forma desgarradora.

***

Jack Stone abrió los ojos y alargó la mano para apagar el ensordecedor ruido de la

alarma de su móvil que le servía de despertador. Tras darse una buena ducha se cambió

el vendaje de la herida y se puso unos vaqueros limpios y un jersey negro. Se asomó por

una ventana y vio nubes crises que recorrían el cielo ensombreciendo la ciudad. La

tormenta aún no había pasado del todo.

Tras tomarse un desayuno frugal el detective abrió la puerta que conectaba la casa con

el garaje y encendió la luz. Se acercó a la gran forma oscura y tiró de la tela protectora

cubierta de polvo, arrugando la nariz y los ojos cuando las partículas volaron en todas las

direcciones. Allí estaba su flamante Audi Quantic de fabricación alemana, uno de los

primeros automóviles en usar la tracción a cuatro ruedas, todo un clásico que hacía años

que ya no se fabricaba. La carrocería pintada de azul oscuro estaba inmaculada, y Stone

sabía que a pesar de que hacía tiempo que el motor no había sido arrancado no presentaría

problemas. Una vez que el sonido del motor de gasolina rugió en el interior del garaje una

sensación de bienestar le inundó. Aunque debía llevarlo a un mecánico para que le echara

un vistazo, no corría prisa. Estaba harto de que lo llevaran en la parte de atrás de un lado

a otro, fuese en taxi o en un vehículo de TecnoCorp. Era hora de coger las riendas otra

vez.

Stone condujo entre el tráfico matinal de Hollow City pensando en lo que haría en el

Museo. En cuanto pudiese le pondría las manos a esa tablilla del demonio y averiguaría

de una vez que estaba pasando. Era obvio que los asaltantes de la noche anterior

pertenecían a un grupo organizado de corte oriental, con aquel horrible uniforme negro

con el símbolo de un dragón y portando aquellas armas anticuadas. Primero habían

secuestrado a la profesora Zhao y luego habían ido al museo directamente a por la tabla.

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Después de haber fracasado, Stone se preguntaba cuál sería el siguiente paso de aquella

siniestra organización.

Y muy pronto supo la respuesta, pues nada más llegar al museo notó una gran

agitación en el ambiente. Un numeroso grupo de agentes de TecnoCorp estaba desplegado

por todas las instalaciones, impidiendo la entrada de los primeros visitantes del museo.

Un profesor que lideraba un grupo de colegiales se mostraba visiblemente enfadado por

tener que esperar sin que le dieran ningún tipo de explicaciones, y pronto a sus protestas

se le sumaron las de otros indignados.

Stone se acercó a la entrada y vio al agente Johnson, el cual hizo una seña a los

vigilantes para que lo dejasen entrar.

–No se lo va a creer, Stone –dijo el agente visiblemente emocionado–. ¡La profesora

Zhao está aquí! El director Templeton y el sargento Riggs están con ella en su despacho,

le están esperando.

Un par de minutos después el detective se hallaba con Greg Templeton, Riggs y

Cassandra Zhao, sin poder creérselo del todo. La mujer estaba bebiendo un vaso de

brandy para recuperar fuerzas, mientras los dos hombres la avasallaban con preguntas de

todo tipo. Zhao presentaba un aspecto deplorable, con un rostro excesivamente pálido y

unos ojos rojizos que evidenciaban un extremo cansancio.

–No recuerdo…nada. Todo es como una inmensa laguna en mi cerebro, lo último que

recuerdo es que estaba aquí trabajando en el museo, y luego me he despertado en un banco

del parque cerca de aquí. No sé nada más, estoy confusa –Zhao se echó las manos a la

cara y empezó a sollozar.

Stone observó a la mujer y creyó en sus palabras. No obstante, había algo raro en ella,

aunque no sabía decir exactamente el qué. Entonces la mujer cogió un bolso de piel de

color rojo y se levantó de su asiento.

–Creo que iré un momento a mi despacho a coger unas cosas y me iré a casa a

descansar, si no les importa.

–Por supuesto, Cassandra. Lo principal es que estás bien, sana y salva. El señor Riggs

te acompañará a casa y te asignará unos agentes para tu seguridad, hasta que sepamos

más sobre todo este asunto –dijo Templeton.

–Cuando esté mejor, profesora, tendremos que seguir con el interrogatorio. Lo siento

pero es fundamental saber quién está detrás de su secuestro y del intento de robo de la

tabla –señaló Riggs.

Stone no dijo nada pero fue el único que advirtió la extraña expresión de los ojos de

Zhao cuando Riggs mencionó la tabla. De repente un pensamiento intentó abrirse paso en

la mente del detective, como un detalle subyacente que luchaba por salir a la superficie.

–Gracias por su interés, pero no necesito guardaespaldas, estaré bien.

–Lo siento, señorita Zhao, pero no tiene elección. No la dejaremos sola ni un instante.

Cuando Stone vio la expresión de desagrado que puso Zhao, su sentido de la alarma

se disparó. Fue entonces cuando afloró al exterior lo que había estado intentando recordar.

El bolso de Zhao estaba en su despacho el día en que había desaparecido. El bolso

rojo que llevaba ahora no era suyo. Y aquella extraña insistencia por estar sola…

Cuando Zhao abrió el bolso y lo arrojó al suelo Jack Stone dio la voz de alarma, pero

ya era tarde. Una nube de vaporosos trazos esmeraldas emergió súbitamente del bolso,

envolviendo a los tres hombres mientras la mujer retrocedía convenientemente hasta la

puerta. Lo último que vio el detective antes de caer inconsciente fue como Templeton y

Riggs hacían lo propio mientras tosían de forma espasmódica.

Y luego su mente se hundió en un oscuro torbellino que no paraba de dar vueltas una

y otra vez.

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***

Jack Stone despertó sobre una cama de sábanas blancas. Podían haber transcurrido

años o tan solo minutos. Poco a poco recobraba la consciencia, emergiendo de un mundo

de sombras inquietantes para reencontrarse con la dura realidad. Sintió un fuerte ataque

de náuseas y reprimió las ganas de vomitar, incorporándose en la cama mientras intentaba

recordar lo que había pasado.

–Una trampa –dijo una voz siniestra y susurrante, como si le estuvieran leyendo la

mente.

–¡Espectro! –Stone bajo la voz al ver como el justiciero se llevaba un dedo a los labios

ocultos tras su máscara–. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?

–Estás en el edificio de TecnoCorp, en la planta médica. No te preocupes, por lo que

he oído estás bien, al igual que Templeton y Riggs. Solamente inhalasteis un poco de gas

que os ha mantenido unas cuantas horas inconscientes. Estos tipos se toman muy en serio

lo del secretismo, han preferido llevaros aquí en lugar de al Hospital General para que

nadie se enterase.

–Sabía que había algo raro en Zhao pero no lo vi a tiempo. ¿Por qué habría hecho una

cosa así? No lo entiendo –el detective se llevó las manos a la cabeza intentando

despejarse.

–La tabla del museo no está, ha desaparecido –dijo Espectro mientras le arrojaba a

Stone las ropas que estaban en el armario de la habitación–. Póntelas, se está haciendo de

noche y fuera hace frío.

–¿Pero cómo diablos ha podido llevarse Zhao la tabla? –dijo el detective mientras se

vestía a toda prisa.

–Parece ser que después de gasearos la profesora bajó al sótano e hizo lo mismo a los

agentes que custodiaban la tabla. Uno de los agentes que guardaban el exterior del museo,

el agente Johnson, dijo que la vio salir del garaje en un coche, y que en el asiento trasero

llevaba una especie de bulto o paquete.

–O sea, que no tenemos nada, ni a Zhao ni a la tabla, ¿verdad?

Espectro asintió, y le contó rápidamente a Stone todo lo que sabía sobre los orientales

recién llegados a Hollow City y que operaban clandestinamente en algún lugar del Barrio

Amarillo. El detective por su parte resumió al justiciero la información que tenía sobre el

caso de la desaparición de Cassandra Zhao y la existencia de la Tabla del Conocimiento

Supremo. Todo estaba conectado, los encapuchados con el símbolo del dragón, el rapto

de Zhao, el asalto al museo, y todo para conseguir la tabla. Fuesen quienes fuesen esos

sectarios, al final se habían salido con la suya y eso no era nada bueno.

Y luego estaba la cuestión de la paleógrafa. ¿Estaría actuando por voluntad propia o

estaba siendo coaccionada de algún modo? Puede que simplemente fuese una traidora, tal

vez incluso la responsable de haber anulado la seguridad del museo tanto en su supuesto

secuestro como en el asalto de la noche anterior.

–Sabemos más o menos quiénes son y que ya tienen lo que quieren, pero no sabemos

exactamente donde están. El Barrio Amarillo es un lugar demasiado extenso para dar

palos de ciego, y no sabemos por dónde empezar –dijo Espectro–. Así que te he traído

algo por si te sirve de ayuda.

Espectro le lanzó un objeto a Stone, el cual lo cogió al vuelo. Era el bolso rojo que

Cassandra Zhao había abierto para liberar el gas. Stone sonrió al recordar que Espectro

era una de las pocas personas que conocían su facultad psíquica de postcognición.

–¿Aún eres capaz de hacer tus truquitos? –preguntó irónicamente el justiciero.

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–Tú tienes los tuyos y yo los míos. Prefiero no saber cómo has podido colarte en las

instalaciones de TecnoCorp y hacerte con este bolso. Pero has de saber que mi habilidad

no siempre funciona.

Espectro no dijo nada, simplemente se encogió de hombros e instó a su compañero a

que hiciese lo que tenía que hacer. Y Stone se puso a ello con todas sus fuerzas.

Los dedos del detective recorrieron lentamente los bordes del bolso mientras buscaba

entablar la conexión mental que le permitiría descubrir parte de la historia del objeto. Al

principio no ocurrió nada, y por mucho que se esforzaba el fenómeno continuaba sin dar

muestra alguna de querer ponerse en marcha. Entonces recurrió a un truco mental que le

habían enseñado los monjes del Monasterio de Samye y que consistía en representarse a

sí mismo como una gran rueda dentada, y al bolso como otra similar aunque más pequeña.

Poco a poco las dos piezas iban acercándose hasta que al final los dientes de ambas

chocaban y comenzaban a emitir chispas. Stone intensificó su concentración mental

provocando que al final las dos piezas encajasen en un solo engranaje que daba vueltas al

unísono, activándose la tan ansiada conexión.

Las imágenes fluyeron como un carrusel desbocado y Stone tuvo que hacer un

esfuerzo por mantenerse en pie tras sufrir un pequeño mareo, aunque no obstante logró

mantener el contacto. Viajando entre la afluencia de visiones que emanaban del bolso

logró situarse al final de ellas, y pudo distinguir con claridad las manos que metían en su

interior el artefacto gaseoso. Luego apareció la imagen de un gigante, el mismo que había

visto entre las sombras del museo la noche del asalto, el cual le entregaba el bolso a la

propia Cassandra Zhao. Imágenes del bolso colgado del hombro de la profesora mientras

ésta caminaba por un oscuro pasillo lleno de humedad. El bolso colgado un instante en

un perchero metálico oxidado, luego depositado sobre una mesilla recubierta de un polvo

blanco y granulado. A partir de ahí las imágenes fueron tornándose grises e indefinidas,

hasta que poco a poco se tornaron transparentes hasta desaparecer del todo.

Stone dejó el bolso sobre la mesa mientras se frotó las sienes ligeramente aturdido.

–¿Y bien, ha funcionado? –preguntó Espectro.

–He visto algo…Frío, humedad, polvos blancos…No sé, podría ser cualquier cosa –

Stone intentó dar sentido a las visiones de su cabeza, pero no encontraba ninguno.

–¿Tal vez un tanatorio? A lo mejor usan uno como tapadera para ocultarse.

–Pero había mucha humedad, casi podía sentir el agua. Y el polvo en realidad era más

como…sal. Sí, sal blanca, creo.

Espectro se frotó el mentón con la mano mientras intentaba descifrar el enigma. ¿Qué

lugar había en el Barrio Amarillo que pudiera ser lo suficientemente grande para ocultar

a los sectarios, estar rodeado de agua y tener sal blanca?

Y de repente cayó en la cuenta, pues como Eduard Kraine había visitado varios lugares

así gracias a su estatus social y su posición económica.

–Es un balneario –dijo en voz alta.

–¡Claro, tienes razón! –dijo Stone–. Pero en el Barrio Amarillo debe haber un montón

de saunas y locales similares. ¿Cómo sabremos cuál de todos es?

–Existe un edificio en un rincón apartado y que fue abandonado hace algunos años

cuando su dueño se arruinó. Ahora que lo pienso es el lugar perfecto para hacer de

escondrijo de esos rufianes. Se llamaba «El Estanque Dorado». ¡Seguro que están ahí! –

dijo Espectro apretando los puños.

–Entonces vámonos ahora mismo. Pero antes quiero hacer una parada en mi oficina,

tengo que coger una cosa importante –dijo Stone con un extraño brillo en los ojos.

***

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Reinaba la noche cuando dos vehículos atravesaron las callejuelas del Barrio Amarillo

de Hollow City hasta detenerse en las inmediaciones del Estanque Dorado. El edificio

antaño un prestigioso balneario se hallaba ahora convertido en una estructura ruinosa y

de aspecto abandonado muy alejado de su etapa gloriosa. Los conductores bajaron de los

coches y se movieron con rapidez para protegerse de la incipiente lluvia que presagiaba

una nueva tormenta. Las botas de ambos estaban cubiertas de barro pues la tierra de la

zona era ahora un inmenso lodazal, y mientras trepaban por una pared baja para acceder

a la parte trasera del balneario estuvieron a punto de resbalar.

Agazapados detrás de uno de los árboles del gran y descuidado jardín, Espectro y Jack

Stone vieron como un par de figuras se destacaban entre un pasillo de grandes columnas

de piedra gris, ataviadas con el uniforme de los Hijos del Dragón. Tras realizarse unas

señas indicando la maniobra a seguir, el justiciero y el detective pusieron manos a la obra

y se acercaron sigilosamente hacia los guardias cada uno por un lado.

Espectro llegó como una sombra y su objetivo ni lo vio llegar. Un golpe de jujitsu

dirigido a un lado del cuello dejó inconsciente a su víctima, mientras el otro guardia hacía

lo mismo tras sufrir el impacto de la culata de la Mainhead de Stone, ahora ataviado con

su largo abrigo negro y un oscuro sombrero de ala ancha que había recogido de su

despacho. Junto al pañuelo que le ocultaba el rostro, aquellos ropajes eran lo que le

otorgaba la identidad del Guardián, el apelativo con el que en el pasado la prensa de la

ciudad lo había bautizado.

–Buen golpe –dijo Espectro mientras cogía el cuerpo de su víctima para ocultarlo

detrás de una enorme fuente de piedra.

–No sabemos cuántos de estos sectarios hay en este lugar, puede que unos pocos o tal

vez todo un ejército –dijo Stone, cargando con el otro cuerpo hasta depositarlo entre unos

arbustos del jardín.

–Entonces ese arma tan grande que llevas te va a hacer falta.

–¿Te gusta? –Stone le mostró la Mainhead a su compañero–. Es un arma doble que

permite combinar disparos a un mismo punto con proyectiles de distinto tipo

simultáneamente. Su doble cañón asimétrico le da un aspecto muy amenazador aunque

su gran tamaño la hace difícil de disimular. Ahora está cargada con balas de alta velocidad,

son proyectiles de menor alcance que la media pero mucho más ligeros.

–¿Y el cañón de encima?

–Dispara un único proyectil explosivo de baja potencia. Las llaman Balas Boom-

Boom, un tiro y el objetivo queda hecho pedazos.

–Interesante, pero yo prefiero usar armas que dependan exclusivamente de mí, y no al

revés. Las armas de fuego terminan por dejarte tirado, o se atascan o te quedas sin

munición, además de que hacen demasiado ruido. Pero basta de charla y continuemos.

Atravesaron una desvencijada puerta y entraron en el edificio principal, repleto de

escombros y viejos trastos inútiles. Sin embargo vieron que sobre el suelo cubierto de

polvo se hallaban las huellas de numerosas pisadas que iban y venían por uno de los

corredores, y decidieron seguirlas. El rastro les condujo a unas escaleras resbaladizas que

bajaban hacia una oscuridad fría y lóbrega, un ambiente amenazador que fue bruscamente

interrumpido cuando se divisaron unas luces que perfilaban la puerta entreabierta que

daba fin al pasadizo. Los dos compañeros se asomaron cautelosamente al escuchar una

poderosa voz que se alzaba sobre cualquier otro sonido.

Ante ellos se hallaba lo que tiempo atrás había sido la sala principal del balneario, con

restos de la lujosa decoración oriental propia de aquellos lugares. Sobre la gran cabeza de

un Buda de piedra se había improvisado un altar, donde se hallaban varias figuras junto a

un enorme arcón increíblemente decorado con dragones de oro. Del arcón surgía una

inquietante luz rojiza que bañaba mágicamente a todos los presentes en la sala, decenas

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de Hijos del Dragón que aguardaban expectantes a los pies del altar el discurso de su

señor.

–¿No es esa la profesora Zhao? –susurró Stone al ver que una de las personas sobre

el altar era la mujer.

–Sí, y también está ese gigante del museo. Y ese de la túnica al que todos están

mirando parece ser el jefe –indicó Espectro–. Será mejor que esperemos a ver qué pasa.

El sonido metálico de un gong hizo callar a todos los presentes, los cuales se

arrodillaron. A una indicación del joven monje, que llevaba una túnica negra con dragones

bordados en oro, dos siervos se acercaron y abrieron el engalanado arcón. Extrajeron

varias tablillas de piedra y las unieron, depositándolas sobre una pequeña mesa de madera.

Chenkatai, con el rostro extasiado y un brillo especial en los ojos, metió las manos

dentro del arcón y extrajo el orbe engarzado en la garra de dragón, alzándolo para que

todos los miembros de la hermandad lo pudiesen contemplar.

–¡Hijos del Dragón! –exclamó en voz alta–. Al fin podemos decirlo. ¡Lo hemos

conseguido! La espera ha terminado, tras tantos años de búsquedas y sacrificios las

palabras del Gran Dragón han podido ser reunidas, y su espíritu dormido dentro del orbe

podrá ser liberado después de siglos aprisionado. ¡Despertemos al Dragón Cósmico, una

nueva era comienza hoy!

Gritos de «¡Salve, Chenkatai!» y «¡Salve, Gran Dragón Cósmico!» retumbaron en la

sala varias veces, hasta que el monje hizo un gesto y todos callaron otra vez. Chenkatai

continuaba sujetando con fuerza el Orbe del Dragón mientras comenzaba a leer en voz

alta las palabras contenidas en los jeroglíficos de las tablas de piedra ahora completas.

Desde la posición donde se hallaban ocultos, Espectro y Jack Stone contemplaron

como del orbe comenzaron a emanar una serie de destellos luminosos que rápidamente

comenzaron a llenar la sala. Haces de luces de distintos colores formaron una vorágine

que llenó el espacio entre el altar y las filas de los Dragones Dorados, formando una

colosal imagen que poco a poco fue alcanzando cierta solidez al tiempo que sus contornos

evidenciaban lo que era en realidad.

¡El Gran Dragón Cósmico estaba resurgiendo en aquellos momentos, en todo su

esplendor!

–Hemos de detener esto –dijo Stone mirando a su compañero–. Aunque imagino que

debajo de la capa no tendrás unas cuantas granadas.

–Me las he dejado en la Espectrocueva –respondió con un gruñido el justiciero–. Y

esa pistola que llevas seguro que no dispara rayos láser, ¿verdad?

–Solamente cuando el objetivo lleva la cabeza cubierta con un casco blanco. De

acuerdo, conformémonos con lo que tenemos. ¿A la de tres? –indicó Stone con la

Mainhead preparada.

–¡Tres! –dijo Espectro echándose hacia delante, mientras Stone suspiraba y lo seguía.

El primero que los vio fue el enorme Bolog, el cual dio la alarma desenfundando su

gran alfanje. Chenkatai detuvo su invocación y fijó la vista un momento sobre los recién

llegados, creándose un instante de silencio tan sepulcral que únicamente se podía escuchar

el sonido del agua que corría por entre las paredes de roca del balneario. Decenas de pares

de ojos se clavaron como dardos envenenados en los dos aventureros enmascarados,

mientras las manos se deslizaban lentamente sobre las empuñaduras de sus armas

orientales. Cualquiera hubiera temido a la silueta enlutada que portaba una katana de

brillante acero o a la enorme pistola de su compañero del sombrero y el pañuelo, pero los

Hijos del Dragón eran como perros amaestrados que únicamente esperaban la orden de

su amo para lanzarse sobre sus presas.

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–¡Arriba las manos! –gritó Stone apuntando con la pistola a su alrededor–. Al primero

que se mueva no le va a hacer falta llevar una de esas capuchas doradas, porque ya no

tendrá cabeza que ocultar.

Espectro sintió como todos aquellos hombres clavaban su mirada en ellos sedientos

de sangre, así que blandió su espada en el aire haciendo filigranas en un intento de

asustarles, pero no lo consiguió.

–¡Tú, monje, deja eso en el suelo! –amenazó Stone a Chenkatai.

El líder de los Dragones Dorados miró al detective mientras sus ojos parecían asumir

una forma extraña. Stone sintió que su voluntad comenzaba a flaquear y su mente se

sumergía en un gratificante sopor. Lentamente comenzó a bajar los brazos, preguntándose

porqué estaba allí. Comenzaba a verlo todo de forma confusa, mientras a su alrededor

diversas imágenes se ponían a bailar haciendo tambalear su consciencia.

Entonces escuchó una voz que provenía de un lugar muy lejano, detrás de una barrera

imposible de alcanzar. Y sin embargo pudo identificarla.

«Despierta, Jack. Tu mente es tu arma más poderosa. No permitas que te venza. Aún

no es el momento de dejarte ir…».

Y en aquel instante vio flotar entre la bruma el rostro de Alice, acercándose hasta casi

rozar el suyo propio. Alice, siempre tan cerca pero a la vez tan lejos…

«Despierta, Jack».

Stone soltó un gritó de rabia que disipó la confusión de su mente y al mismo tiempo

que Alice volvía al otro mundo su brazo recuperó su firmeza inicial, y su dedo se movió

una y otra vez sobre el gatillo de la pistola.

Las balas de alta velocidad salieron dirigidas contra la figura de Chenkatai, pero éste

simplemente colocó su cuerpo justo en la posición idónea para evitar los impactos. Los

proyectiles agujerearon la pared detrás del monje sin que ninguna ni siquiera lo rozase.

–El Poder del Gran Dragón me protege –rió Chenkatai. Luego se dirigió hacia sus

súbditos con una expresión de maldad en el rostro–. Eliminad a los intrusos.

Chenkatai únicamente había pronunciado unas pocas palabras, pero aquellos leves

susurros fueron suficientes para soltar la jauría desenfrenada. Todos se lanzaron contra

los intrusos blandiendo espadas, cuchillos, mazas, hachas, lanzas y otras tantas

herramientas letales, gritando orgullosamente su pertenencia a la secta mientras atacaban

con más corazón que destreza. La Mainhead de Stone cobró vida mientras segaba con sus

impactos las de los sectarios, víctimas de los proyectiles de gran calibre que rápidamente

los iba destrozando uno a uno. Los que se atrevieron a combatir contra Espectro no

tuvieron mejor suerte, y muy pronto diversas partes de sus cuerpos volaron por los aires

mientras la katana se movía con una precisión sobrenatural digna de los samuráis de las

leyendas japonesas.

El suelo del balneario fue cubierto por un charco de sangre que enseguida se convirtió

en un verdadero lago carmesí a medida que más y más víctimas iban cayendo bajo la

habilidad mortal de Stone y Espectro. Los gritos de dolor se mezclaban con el entrechocar

de las armas y los disparos de la Mainhead, mientras los Hijos del Dragón saltaban sobre

sus compañeros caídos para intentar cumplir la orden de su maestro. No importaba el

precio a pagar, sus vidas no eran nada en comparación a los designios del Dragón

Cósmico, serían felices en la otra vida si su sacrificio servía para que finalmente su dios

renaciera y comenzara una nueva era.

Los ojos de Bolog no daban crédito a lo que veía, pues a pesar de la superioridad

numérica ninguno de sus hombres había conseguido ni siquiera rozar a aquellos dos

intrusos disfrazados, y mientras tanto aquello se estaba convirtiendo en toda una

carnicería. La sala había dejado de ser un balneario para transformarse en un auténtico

matadero, y casi la mitad de los Dragones Dorados yacían en el suelo muertos o

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gravemente heridos. Cuerpos mutilados, cabezas reventadas y miembros amputados se

amontonaban en aquel siniestro escenario formando parte de un mortal tributo para el

Dios Dragón que estaba formándose en el centro de la sala, cada vez más grande y sólido.

Bolog vio que Chenkatai estaba a punto de terminar, y decidió asegurarse de darle el

tiempo necesario. Con un potente salto llegó desde lo alto del altar hasta el suelo, y tras

proferir un intenso alarido gutural fue directamente hasta Espectro abriéndose paso a

empujones entre sus hombres.

–Segundo asalto. Esta vez solo uno de los dos quedará en pie –dijo Bolog,

enfrentándose al justiciero mientras los demás se echaban hacia atrás para darles espacio

para luchar.

En aquel momento Espectro pudo ver a Stone rodeado de varios sectarios, empuñando

el arma que se había quedado sin munición. Ya no había nada que hacer, dentro de un

instante el fanático monje terminaría sus plegarias y su dios caminaría entre los hombres.

Pero si tenía que caer lo haría peleando hasta el final.

Los aceros de ambos guerreros entrechocaron haciendo brotar un intenso torrente de

chispas brillantes, la ancha y pesada hoja del alfanje de Bolog contra el metal forjado por

auténticos maestros espaderos japoneses de Espectro. Los ataques del gigantesco calvo

se basaban en la fuerza bruta de sus incansables músculos, mientras que el justiciero

optaba por golpes meticulosos que evidenciaban su dominio del kenjutsu (esgrima

japonesa). Comenzó un largo intercambio de ataques y paradas, acometidas y esquivas,

estocadas y fintas, mientras los contendientes maniobraban sobre un suelo resbaladizo y

traicionero gracias a la sangre derramada. La concentración era total, pues aunque Bolog

y Espectro estaban en tablas aquella igualdad podía decantarse hacia un lado si uno de

ellos flaqueaba o cometía un error.

Espectro fue el primero en comenzar a sentir los efectos de la fatiga. Con el Poder

Oscuro agotado tras haber tenido que atravesar las paredes para entrar y salir del edificio

de TecnoCorp, y sus fuerzas menguadas tras tantos minutos de lucha continuada, poco a

poco fue retrocediendo ante los potentes golpes de Bolog. El alfanje rasgó la máscara a

la altura del pómulo derecho, haciendo brotar un hilillo de sangre. Luego tuvo que hacerse

a un lado para evitar un golpe mortal que no obstante le produjo un profundo corte en un

muslo. Aquella herida, unida a la inestabilidad provocada por el suelo encharcado de

sangre, hizo que el justiciero resbalara y bajara la guardia. Bolog aprovechó aquel

momento y golpeó con todas sus fuerzas de tal forma que arrancó la katana de las manos

de Espectro dejándolo completamente a su merced.

–Perro occidental, es hora de que mueras –dijo Bolog, alzando su alfanje por encima

de la cabeza dispuesto a dar el golpe final a su contrincante.

Espectro vio cómo su katana había aterrizado en un rincón alejado, justo en un lugar

donde no recibía ninguna luz de forma directa. Entonces observó que su brazo provocaba

una sombra alargada debido a las luces de la sala, y recordó una frase de su maestro

Katshume.

«La línea que separa la victoria de la derrota es tan delgada como la que separa la

luz de la oscuridad».

Mientras el alfanje de Bolog descendía hacia su objetivo, Espectro utilizó su última

reserva de Energía Oscura en un esfuerzo final, mientras alzaba su brazo derecho de forma

que la sombra de su mano se cernía sobre el mango de su espada a la vez que tomaba una

solidez sobrenatural. El alfanje terminó de realizar su trayectoria cuando chocó contra la

katana de Espectro, nuevamente en manos del justiciero tras ser arrastrada velozmente

por la mano-sombra. Bolog abrió los ojos sorprendido, pero no pudo evitar que el

justiciero realizase una maniobra de kogeki-appu, consistente en atacar con el filo de la

katana aprovechándose del impulso de las piernas al levantarse.

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Bolog se echó hacia atrás soltando el alfanje con la cara hecha un poema, incapaz de

hablar mientras inútilmente trataba de detener la hemorragia de un profundo corte de más

de cincuenta centímetros de longitud. Su enorme cuerpo cayó al suelo emitiendo un

sonoro impacto por su peso, y allí se quedó mientras los Hijos del Dragón que aún

quedaban con vida no daban crédito a la derrota de aquel que los mandaba en combate.

Y justo en ese momento, Chenkatai pronunció la última palabra del ritual con un grito

que heló la sangre a todos los presentes mientras su garganta hinchada parecía a punto de

reventar. El Gran Dragón Cósmico había dejado de ser una mera imagen translúcida y

ahora era un enorme demonio escamoso que llenaba la estancia con su amenazadora

presencia. Sus resplandecientes ojos de jade desprendían un intenso brillo que hacían

patente el poder y la furia de su dueño. Los Hijos del Dragón se arrodillaron ante su dios

viviente mientras Chenkatai reía a carcajadas con el Orbe del Dragón en sus manos.

Un Orbe que aún continuaba ligado al todopoderoso Dragón mediante un débil hilo

de luz roja que poco a poco parecía evaporarse. Y Jack Stone fue el primero en darse

cuenta. Puede que no pudiera disparar su arma directamente sobre el cuerpo del monje,

pero tal vez tuviera mejor suerte probando con otro objetivo.

El detective enmascarado aprovechó que ya no tenía sobre sí la atención de los

sectarios y corrió hacia delante con la pistola en la mano. Cuando los sectarios se dieron

cuenta ya era demasiado tarde, y cuando extendieron brazos y piernas para intentar

agarrarle Stone se lanzó al suelo. La sangre que recubría las baldosas hizo que el cuerpo

impulsado de Stone se deslizase con facilidad como una tabla de surf sobre el picado

oleaje, y en un santiamén llegó hasta la distancia necesaria para terminar el trabajo.

Stone apretó el gatillo disparando el proyectil explosivo del cañón superior de la

Mainhead, y su tiro acertó de lleno en el Orbe del Dragón. El impacto hizo estallar en

pedazos el artefacto arcano, afectando también al cuerpo del monje que fue derribado del

improvisado altar. La profesora Zhao, que había permanecido todo el tiempo en una

especie de trance hipnótico, también cayó al suelo golpeándose la cabeza con estrépito.

Pero el efecto más devastador fue la implosión del Gran Dragón, pues justo cuando

se acercaba a Stone con las fauces abiertas sintió un temblor en todo su cuerpo que lo

paralizó. Luego sus escamas recién formadas adquirieron un brillo especial, y toda la

energía que le había proporcionado el orbe para adquirir su masa se comprimió hacia su

interior. Todos los presentes escucharon el horroroso crujido que emitían los huesos al ser

estrujados, la carne al verse amasada y los diversos órganos al quedar reventados. Durante

un instante solo quedó suspendida en el aire la cabeza del diabólico ser, que emitió un

rugido de furia y dolor. Luego todo rastro del Gran Dragón Cósmico desapareció con un

simple plof parecido al de una botella de vino al ser descorchada, y todo terminó.

Un movimiento cerca del altar hizo que todo el mundo volviese la vista hacia la zona,

contemplando con incredulidad como Chenkatai se ponía en pie una vez más. Sin

embargo su aspecto era irreconocible, pues todo su cuerpo estaba cubierto de graves

quemaduras producto de la explosión del orbe. Pero también había algo más, ya que bajo

los pedazos de la túnica desgarrada se vislumbraba una piel pálida y arrugada, como si el

amargo final del Dragón Cósmico se hubiese llevado la vitalidad del monje. Su aspecto

ya no era el de un enérgico joven veinteañero, sino el de un anciano renqueante que había

vivido una vida alargada inmerecidamente por medio del misticismo draconiano. Y ahora

que aquel poder se había desvanecido en la nada, los años habían vuelto de golpe a

Chenkatai.

Sin embargo el fanático líder aún tenía una última orden que decretar.

–Todo ha sido por su culpa –dijo mientras señalaba a Espectro y Stone con unos

flácidos dedos colmados por unas uñas desmesuradamente alargadas–. Matadlos a los

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dos. ¡Arrancadles el corazón mientras aún estén vivos! Que su muerte sea el tributo final

para el Gran Dragón.

Los Dragones Dorados empuñaron nuevamente sus armas, dispuestos a ejercer de

verdugos para acatar la sentencia de muerte de su señor. Espectro se irguió sujetando su

katana con ambas manos, desafiando a quien quisiese ser el primero en morir. Aunque

por dentro él sabía que ya no tenía fuerzas para aguantar el trágico desenlace. Miró a Jack

Stone, el cual estaba buscando inútilmente munición de repuesto para la Mainhead. Pero

cuando éste le devolvió la mirada se dio cuenta de que no había nada que hacer. Solo

podían morir con honor.

–Fue un placer conocerte –dijo Stone acercándose a su compañero mientras el cerco

de los sectarios se estrechaba en torno a ellos.

–Igualmente. Pero antes de morir nos llevaremos a alguno de estos fanáticos con

nosotros –dijo Espectro mientras unía su espalda a la de su compañero.

De repente Stone palpó algo en uno de los bolsillos de su abrigo, y cuando lo sacó

para ver lo que era se dio cuenta de que no era ningún proyectil para su pistola. Y sin

embargo se echó a reír, primero ligeramente y luego con una serie de carcajadas que

dejaron extrañados tanto a los sectarios como a su amigo enmascarado.

–¿Se puede saber qué te pasa? ¿Acaso te has vuelto loco? Ya sé que vamos a morir

pero al menos hagámoslo con dignidad –abroncó Espectro.

A modo de respuesta el detective le mostró la palma de su mano, donde sostenía un

diminuto objeto parecido a un chip metálico con una minúscula lucecita.

El dispositivo rastreador de TecnoCorp. Una vez más el sargento Riggs se la había

vuelto a jugar.

En ese instante hizo su aparición la caballería, todo un escuadrón de agentes de asalto

vestidos con la armadura de combate TC-1000 de TecnoCorp y equipados con los

mortíferos subfusiles P-100. Algunos lanzaron unas cuantas granadas de gas que

incapacitaron a gran parte de los sectarios, los cuales se arrodillaron en el suelo entre

espasmos y violentas arcadas. Los pocos valientes que intentaron lanzarse contra los

agentes cayeron atravesados por una lluvia mortal de disparos, lo que llevó a algunos a

intentar huir aprovechando la confusión de la situación. Un pequeño grupo de sectarios

marchó a la carrera por uno de los corredores que partían de la sala, arrastrando consigo

a Chenkatai.

–¡Escuchadme perros! Esto no quedará así. ¡Volveréis a oír el nombre de Chenkatai!

–fueron las últimas palabras del anciano mientras desaparecía junto a sus hombres.

Los agentes no tardaron en tomar el control de la situación, y un momento después

todos los Hijos del Dragón se hallaban reducidos. Algunos de los agentes siguieron el

rastro de los que habían escapado, pero Espectro y Stone sentían que sería inútil

perseguirlos, pues tendrían preparada de antemano una ruta de huida al exterior. Aquel

tipo podía ser un loco fanático y peligroso, pero también era muy inteligente. En el futuro

deberían tener mucho cuidado con él y con su secta.

Aprovechando el caos de la intrusión del equipo de asalto, Stone y Espectro se habían

apartado en un rincón de la sala. El detective se quitó el pañuelo y el sombrero y junto

con la enorme Mainhead lo metió todo bajo una de las rejillas que daban a los viejos

conductos del agua del balneario. Así no podrían identificarlo como el Guardián, solo

como el entrometido detective Jack Stone.

El justiciero le tendió la mano a su compañero, y tras envainar su katana se dispuso a

partir.

–Cuídate, Jack Stone. Nos vemos.

–Ya sabes dónde encontrarme.

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Espectro caminó un par de pasos y enseguida fue rodeado por varios de los agentes,

cuyas miras láser dibujaron una serie de puntos de luz roja sobre la capa negra del

justiciero. Todos estaban ansiosos por capturar al hombre más buscado de Hollow City.

–¡Levante los brazos y ríndase! –gritó uno de los agentes–. Según la Ordenanza

Regladora de la Seguridad Ciudadana, TecnoCorp tiene autoridad para arrestarle…

Antes de que el agente pudiese terminar su alegato, Espectro hizo lo que le ordenaron

y levantó suavemente los brazos, aunque no para rendirse. Con un movimiento sutil activó

el dispositivo de bombas de humo de la parte trasera de su cinturón, y rápidamente creo

un área de densa oscuridad artificial a su alrededor.

Stone sonrió al ver que cuando el humo se disipó su compañero había desaparecido.

***

–¿Eso es todo? –preguntó el sargento Riggs a Jack Stone.

–Así es. Aunque debería romperle la cara por volverme a colocar uno de sus aparatitos,

le perdonaré por esta vez. Pero no vuelva a hacerlo. Y otra cosa más, yo que ustedes

buscaría a ese chino siniestro, lo encerraría en una profunda mazmorra y luego arrojaría

la llave al rio Hutton. Ese hombre es un peligro viviente –sentenció el detective.

Stone se había pasado las últimas dos horas narrando la secuencia de acontecimientos

según su punto de vista en una sala de interrogatorios del edificio de TecnoCorp, siempre

bajo la atenta mirada del sargento Riggs y del Director del Museo de Arte e Historia, Greg

Templeton. Tras recuperarse en su habitación, había recordado que uno de los asaltantes

del museo había dicho algo sobre un balneario, y Stone había preferido investigar por su

cuenta. Una vez allí se había encontrado con la guarida de la Senda del Dragón Cósmico,

y sus miembros lo habían capturado. Pero entonces apareció el luchador contra el crimen

llamado Espectro, quien había conseguido derrotar a los malvados Dragones Dorados y

a su diabólico líder. Por supuesto les habló de la trama sobre la Tabla del Conocimiento

Supremo, una reliquia necesaria para realizar un macabro ritual que finalmente había

fracasado.

–Bueno, al menos todo ha salido bien –intervino Templeton–. La organización ha sido

desmantelada, la tablilla y el arca de los dragones han quedado bajo la custodia de

TecnoCorp y Cassandra Zhao está recuperándose de sus heridas. La pobre no recuerda

nada en absoluto, al parecer sufre de algún síndrome postraumático después de haber sido

sometida a tanto sufrimiento.

–Estoy de acuerdo, ceo que es lo mejor. Entonces, ¿puedo marcharme ya? –señaló

Jack Stone.

–Un momento –Riggs se llevó una mano a la mandíbula, pensativo–. ¿Y qué hay de

esos agujeros en varios de los cuerpos de los sectarios? Allí había alguien más aparte de

Espectro, alguien bien armado.

–No sé qué decirle, Riggs. Yo estuve inconsciente casi todo el tiempo. Tal vez el

enmascarado cambió de hábitos y utilizó armas de fuego, o bien llevaba consigo algún

joven ayudante disfrazado. Yo me desperté cuando sus agentes entraron a tomar el lugar.

Riggs no parecía muy convencido de la explicación de Stone, pero no podía sonsacarle

nada más. Muy a su pesar le hizo un gesto hacia la puerta indicándole que podía irse.

Más tarde Jack Stone se encontraba aferrando el volante de su Audi Quantic, pensando

en todo lo que había ocurrido. Una nueva batalla se había librado en las sombras, otra

amenaza sobre Hollow City que a punto había estado de extenderse como el fuego sobre

un reguero de pólvora. Pero esta vez el peligro había podido ser sofocado gracias a la

intervención de Espectro y el propio Stone. La ciudad aún continuaba necesitando a sus

defensores, y no podía dar la espalda a esa verdad inexorable. No podía marcharse otra

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vez y abandonar su responsabilidad de luchar contra el crimen. Él no lo había pedido,

pero poseía un don especial que bien utilizado era un arma eficaz en aquella cruzada que

se libraba en la clandestinidad. Ahora lo sabía, debía quedarse en Hollow City. Se lo debía

a Alice.

Las nubes en el cielo se retiraron para dejar paso al nuevo amanecer, la tormenta se

alejaba de la ciudad al menos de momento. Pero quien sabía cuándo volvería una nueva.

Stone pisó el acelerador a fondo mientras pensaba que muy pronto tendría que hacer una

nueva visita al «Estanque Dorado» para recoger lo que allí había dejado. Tenía el

presentimiento de que muy pronto Hollow City necesitaría otra vez al Guardián.

***

En el puerto de Hollow City un barco de carga se mecía suavemente sobre las aguas

del rio Hutton mientras su capitán esperaba la orden de levan anclas y alejarse de la ciudad

hacia su destino. Oculto entre las sombras de la bodega se hallaba Chenkatai, meditando

en silencio sobre todo lo que había ocurrido. Después de su fracaso la única opción era

escapar lo más lejos posible para posteriormente recuperarse mientras trazaba un plan de

venganza. Sabía muy bien lo que ocurriría si se dejaba capturar por TecnoCorp. Le

aplicarían los modernos métodos de tortura occidentales mediante avanzados aparatos o

drogas experimentales en un vano intento por doblegar su voluntad. Pero aquellos necios

nunca le atraparían, él era más listo que ellos. Ya podía sentir como la ayuda estaba en

camino.

La puerta de la bodega se abrió con un chasquido y por el umbral pudo ver una figura

ataviada con un traje negro donde sobresalía una insignia de TecnoCorp. El hombre entró

y se acercó a él.

–Maestro –dijo el agente Johnson arrodillándose ante Chenkatai–. No se preocupe,

está todo planeado. Dentro de muy poco estará rumbo a Oriente y todo esto no será más

que un recuerdo desagradable.

–Una vez más subestimaron a Chenkatai, esos perros aún desconocen cuál es el

verdadero poder de la Senda del Dragón Cósmico. Y es que sus alargadas fauces llegan

hasta cualquier rincón del mundo, incluido TecnoCorp. Nunca sospecharon de ti, cuya

abuela materna era de sangre china.

–¡Sois el más grande, Maestro! Os he traído esto, es lo único que pude recuperar del

Arca de los Dragones Dorados.

Johnson sacó de su bolsillo un frasco de cristal que contenía un líquido de color rojo

oscuro y se lo tendió al anciano. Éste lo sostuvo un instante mientras contemplaba con

fascinación el débil resplandor que provocaba su exposición a la luz. Luego desenroscó

la tapa del frasco y bebió la Sangre de Dragón, sintiendo una vez más el éxtasis doloroso

del auténtico poder recorriendo sus venas. Las quemaduras de su cuerpo comenzaron a

sanar, su piel apergaminada recuperó paulatinamente la frescura de la juventud, y su

espalda encorvada comenzó a erguirse una vez más.

–¡Salve, Chenkatai! –saludó con una rodilla en el suelo el agente Johnson, con

lágrimas de orgullo surcando sus mejillas al ver de nuevo a su amo totalmente repuesto.

Y Chenkatai, el diabólico monje líder de la Senda del Gran Dragón Cósmico, lanzó

una carcajada siniestra mientras en su mente un solo pensamiento tomaba forma.

Venganza.

FIN