VOLUMEN 2 - WordPress.com · 2014-12-11 · lo más profundo del corazón de la ciudad, y una vez...
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VOLUMEN 2
RELATOS SOBRENATURALES
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Registro SafeCreative 29/11/2014
http://eihir.wordpress.com/
La Guerra Secreta ha terminado, y Hollow City parece que vuelve
a estar en paz. Sin embargo nuevos peligros comienzan a surgir de
lo más profundo del corazón de la ciudad, y una vez más sus
defensores se alzarán para combatirlos.
Adéntrate en las siniestras calles de Hollow City para acompañar
a Espectro, Jack Stone, Nick Rose, John Reeves, Vic Page y Paul
O’Sullivan, en una serie de relatos donde combatirán a Wax Face,
el Nigromante, la Bestia, los Cazadores de Legados, Chenkatai y
hasta el mismísimo Drácula.
Acción, aventura, misterio y mucho pulp en este emocionante
segundo volumen de Hollow City, que recoge los números del 9 al
15 de la serie.
Bienvenido a Hollow City, un lugar donde lo sobrenatural acecha
en cada esquina…
El autor quiere dar las gracias a todos los lectores de Hollow City,
y a todos los autores (ya sean profesionales o amateurs) que escriben
historias pulp, de terror, de ciencia ficción, de aventuras, etc…
Gracias por inspirar a los demás y hacernos soñar.
Y por supuesto agradecer a la editorial Relatos Pulp su tremendo
esfuerzo y dedicación por traernos a todos la esencia del pulp.
Podéis verlo en la página web http://www.relatospulp.com/.
Eihir
INDICE
1 - El Asesinato del Padre Franklin
2 - La Noche de Holloween
3 - Baile de Máscaras
4 - Espectro contra Drácula
5 - El regreso del Doctor Misterio
6 - Cazadores de Legados
7 - Chenkatai, el Monje Diabólico
EL ASESINATO DEL PADRE FRANKLIN
MISTERIO
Las calles de Hollow City son oscuras y siniestras, sobre todo a altas horas de la noche.
La delincuencia está al acecho de nuevas víctimas cada noche, y hoy no será una
excepción. La joven Julie Sanders es la última persona en abandonar la biblioteca, a
excepción del encargado. Se le ha hecho tarde a causa del proyecto de ciencias que está
terminando para sus clases en la Universidad. No hay nadie que pueda acompañarla a
casa, ni tampoco le queda dinero para ir en taxi, por lo que decide irse caminando a toda
prisa.
La noche es fría, intenta protegerse subiéndose el cuello del abrigo lo máximo posible,
mientras camina por las calles tan rápido como puede. Extraños sonidos se confunden en
la noche, un gato negro la sobresalta al maullar en un rincón a su paso. Más adelante, una
mujer riñe a gritos a su marido, por llegar tarde y borracho, y oler a una mezcla agria entre
alcohol y perfume de mujer. Al deslizarse por las calles en penumbra, la joven Julie casi
tropieza con un vagabundo que se arrastra a cuatro patas por el suelo intentando coger su
botella de vino vacía.
Es entonces cuando unos pasos resuenan en el callejón, justo detrás de la muchacha.
La joven mira atrás, pero la calle está mal iluminada, y solo atisba a vislumbrar una silueta
oscura y deforme. La joven se apresura, ya falta poco para llegar a casa, sólo falta
atravesar dos calles más. Vuelve a mirar atrás, la inquietud transformada en miedo, pero
la silueta ya no está, ni tampoco se oyen pasos. Julie respira aliviada, delante de ella se
encuentra la avenida principal, con sus luces, su gente y sus coches ruidosos.
La muchacha está a punto de abandonar la oscuridad del callejón… cuando una mano
enguantada surge de la nada, tapándole la boca, impidiéndole gritar. Otra mano tira de
ella hacia atrás, sumergiéndola de nuevo en el callejón, donde nadie podrá ayudarla. Pues
el gato negro sale corriendo como si hubiese presentido al mismísimo Diablo, el
matrimonio que discutía a gritos cierra la ventana a cal y canto para huir de los problemas
ajenos, y el vagabundo decide buscar cobijo en cualquier otro lugar más tranquilo.
Mañana, una nueva noticia de desapariciones en la prensa, cuyo eco durará apenas
dos o tres días. Y es que en Hollow City esto es un suceso frecuente: la policía es corrupta,
los políticos que la rigen aún más, la prensa tiene miedo, y los detectives privados no
cobran lo suficiente para meter sus narices en asuntos demasiado peligrosos. ¿Qué le
queda a esta ciudad? ¿Quién puede protegerla? ¿Son ciertos los rumores de que un
pequeño grupo de ciudadanos, hartos ya de la podredumbre que inunda esta ciudad, han
decidido unirse y combatir el crimen? Pronto, muy pronto, lo sabremos…
El Padre Franklin salió de la Iglesia de Saint Patrick para adentrarse en las oscuras y
frías calles del barrio de Sawmill Street, con andares presurosos que evidenciaban la
urgencia de su inhabitual salida nocturna. El viento agitaba su sotana de capellán,
enredándosela de vez en cuando hasta el punto de retrasarle la marcha y hacerle tropezar
de vez en cuando. A pesar de que tuvo que aguantar el cruzarse con borrachos y
pendencieros, llegó sano y salvo al lugar de destino. Parecía un local cualquiera, con una
oxidada reja metálica delante de su desgastada puerta para evitar las consecuencias de la
delincuencia callejera de la zona. Sin embargo, un observador escrupuloso se daría cuenta
de que a diferencia de cualquier otro establecimiento de los alrededores, éste no
presentaba ninguna pintada urbana en su fachada, sus cristales estaban inmaculados y la
cerradura nunca había sido forzada. El Padre Franklin conocía muy bien el porqué, sólo
había que leer el viejo letrero colocado sobre el umbral: «Tienda de Antigüedades de John
Reeves».
El sacerdote miró hacia ambos lados de la calle con visible nerviosismo, como si
esperase que de entre las sombras surgiese alguna figura agazapada lista para atacar. Pero
allí no había nadie. Llamó a la puerta, pero nadie le contestó. El silencio y la absoluta
falta de luz proveniente del interior indicaba que el propietario había salido, tal vez en
busca de algún artefacto valioso de los que siempre andaba detrás, o tal vez para seguirle
el rastro a alguna de sus presas… Sea lo que fuere, el Padre Franklin no podía perder más
el tiempo, y deslizó una pequeña nota por debajo de la puerta1. Luego se encaminó de
vuelta otra vez hacia su iglesia, andando lo más deprisa posible, siempre alerta, siempre
vigilante, sin dejar de mirar a su espalda con ojos temerosos. Aunque el trayecto era corto,
se le hizo mucho más largo, y sólo se sintió aliviado cuando nuevamente traspasó la
entrada del recinto sagrado.
Allí, a salvo rodeado por las efigies de los santos y el inmenso cristo crucificado que
presidía el altar del templo, el Padre Franklin se arrodilló y rezó, intentando apaciguar el
miedo que atenazaba su corazón. Se avecinaban malos tiempos, y para colmo no había
podido contactar con las dos únicas personas que tal vez podían ayudarle. Ahora estaba
solo, sin más compañía que la de Dios y su corte celestial.
El sonido de las puertas de la iglesia al abrirse interrumpió los pensamientos del
sacerdote, que sintió una súbita y fría brisa de viento que barrió todo el interior del sagrado
recinto, apagando incluso las velas encendidas en honor a los muertos y a los santos. El
Padre Franklin se dirigió a uno de los muros laterales para encender el interruptor de las
luces, pero comprobó que no funcionaba. Respirando agitadamente a causa de los nervios,
se dirigió hacia una de las puertas situadas en el ábside de la iglesia, pero súbitamente se
detuvo. Mientras el corazón se le oprimía y su rostro se tornaba lívido, el sacerdote
contempló como la escasa luz de la luna que se filtraba a través de los mosaicos religiosos
iluminaba una oscura silueta. El intruso parecía un hombre alto, fuerte, vestido con un
largo abrigo negro, y en ese momento se encontraba arrodillado al lado de la pila
bautismal, en actitud religiosa, de espaldas al clérigo.
¿Quién era aquel extraño? Y lo más importante, ¿Cómo había llegado tan rápido hasta
allí, si un momento antes el Padre Franklin estaba solo en la iglesia? Y entonces, cuando
el intruso se santiguó y se puso en pie para darse la vuelta, el Padre Franklin conoció la
respuesta. Paralizado por el horror, el sacerdote tan solo pudo contemplar con ojos
desorbitados como el hombre se acercaba a él lentamente y en silencio. Y en aquel
instante también supo que nunca jamás sabría si sus peticiones de auxilio tendrían
respuesta. Porque el demonio caminaba libremente por las tenebrosas calles de Hollow
City, y su siguiente víctima era él.
Cubierto con su gabardina gris y apoyándose en un bastón con empuñadura de plata,
un hombre de unos cuarenta años, de barba recortada y canosa, vigilaba con atención lo
que pasaba en el número 42 de Sawmill Street, refugiado en la oscuridad de un portal
cercano. Gracias a su sistema de radiofrecuencia que le permitía captar la señal de la
policía, el hombre había podido llegar a la zona antes que los hombres de azul, lo que le
otorgaba un margen de maniobra de algunos minutos. Suficiente.
1 El Mal recorre las calles de esta ciudad. El Señor necesita tu ayuda. Padre Franklin, Iglesia de Saint
Patrick, esta noche. Teléfono: 555-192837.
El hombre de la gabardina se concentró, intentando percibir por encima del ambiente
una sensación que no podía olerse, tocarse, saborearse, escucharse o verse, pues estaba
más allá de los sentidos normales. Tras años de entrenamiento, el “don”, la capacidad de
advertir la presencia de lo sobrenatural, estaba tan arraigada en él que funcionaba como
un sentido más. Casi podía decirse que actuaba mejor que cualquiera de los otros cinco,
y su infalibilidad era tal que le había salvado la vida en incontables ocasiones. Aquel
sexto sentido era el arma más utilizada por los de su profesión. Y sin embargo, también
era su maldición.
Tras terminar su concentración, el hombre suspiró con cierta resignación. Otra falsa
alarma. Allí no había nada del mundo oculto, solo una disputa familiar de un hombre con
su mujer, algo que bien podía arreglar la policía. Metiéndose una mano en el bolsillo y
sujetando el bastón con la otra, se dirigió cojeando levemente hacia donde había
estacionado su viejo Lincoln del 71, ignorando los intentos de una prostituta callejera
ligera de ropa por captarle como cliente. Otra prueba más de la decadencia humana.
Mientras conducía de vuelta a su hogar, unas gotas de agua comenzaron a golpear el
cristal del parabrisas, anunciando una inminente lluvia que pronto se abalanzaría sobre el
asfalto. El hombre se sumió enseguida en profundos y lúgubres pensamientos, algo a lo
que últimamente se hallaba acostumbrado. Hacía mucho tiempo que no llevaba otra clase
de vida, vivía solo para patrullar las calles de Hollow City, siempre vigilando, siempre
buscando, como un perro persigue un hueso. Eso es lo que hacía un cazador de monstruos.
Perseguir y exterminar criaturas sobrenaturales que rondaban ocultas en la ciudad,
amenazando la pacífica existencia de la humanidad. Porque sólo aquellos tocados por el
“don” podían hacerlo, sólo ellos eran los elegidos por el destino para ser los soldados
encargados de llevar a buen término aquella interminable cruzada contra el Mal y sus
oscuros siervos. Vampiros, licántropos, zombies, demonios… La Oscuridad tenía muchos
rostros y formas tras los que ocultarse, y él las había combatido a casi todas ellas. Pero
eran como una plaga infinita, una enfermedad cancerígena que se expandía por la ciudad
de forma imparable. Por mucho que se le golpease, por mucho que se le hiciese frente,
una y otra vez el Mal resurgía, como el ave fénix lo hacía de sus cenizas. O como la
famosa Hydra de la mitología, que aunque se le cortase una cabeza en su lugar crecían
dos. Y vuelta a empezar, una y otra vez. Una vida de sacrificio, de soledad, de guerra
infinita.
Parado en un semáforo, el conductor del Lincoln desvió la cabeza hacia la izquierda
y vio las pintadas hechas sobre uno de los sucios muros de la calle. Una de ellas
representaba un colmillo ensangrentado: el símbolo de la Banda del Lobo, una de tantas
bandas de delincuentes de Hollow City.
Al parecer últimamente estaban expandiendo su zona de influencia, por lo que tarde
o temprano acabarían cruzándose en su camino. El hombre sonrió irónicamente, mientras
volvía a pisar el acelerador. Por un lado, la delincuencia común, compuesta de
atracadores, violadores, asesinos, y maleantes de toda especie. Por otro, los horrores de
un mundo sobrenatural oculto a los ojos del ciudadano de a pie, un mundo de criaturas
horribles que se agazapan entre las sombras esperando su oportunidad de golpear. Y en
medio estaba él. Bueno, y la policía, aunque la mayoría de sus integrantes eran tan
corruptos como el Alcalde James Mallory, o tan ineptos como el propio Comisario
Howard. Solo un cazador como él tenía el valor y el poder de hacer lo necesario. Luchar
día tras día, noche tras noche, mientras le quedara un halito de vida en el cuerpo. Y en
aquel juego eterno de la supervivencia donde se enfrentaba a los monstruos, ellos eran la
presa, y él el depredador.
Una vez llegó frente a su casa, el hombre del bastón salió del viejo coche
resguardándose de la lluvia incipiente que humedeció enseguida su gabardina. Sobre la
puerta, el rótulo desgastado con su nombre y su profesión de tapadera. Ser anticuario le
había permitido camuflar su verdadera vocación, la de cazar monstruos, y además le había
proporcionado numerosos “recuerdos” que guardaba convenientemente protegidos y
catalogados en el sótano de la tienda. Trofeos de su lucha contra los Oscuros, como el
colgante de perlas de una súcubo, un demonio con forma de mujer que se divirtió de lo
lindo corrompiendo a los jovencitos del barrio, hasta que se topó con él. O como la cadena
con la placa identificativa de un ex-marine que se volvió loco y arrasó por completo la
Plaza de la Libertad con una ametralladora, hasta que pudo aislar al espíritu de la
demencia que lo tenía poseído. Incluso también figuraba entre los objetos de aquella
extraña colección la nota de suicidio de una niña, harta de malvivir bajo la maldición del
“don” que le hacía observar el mal en su forma verdadera. Objetos de una vida consagrada
a un único fin, a una venganza contra lo sobrenatural.
Al abrir la puerta de su tienda, el hombre observó el pequeño trozo de papel doblado
en el suelo. Lo recogió y leyó las palabras que poco antes había escrito el Padre Franklin.
Letras de trazo impreciso, palabras escritas con el miedo en el corazón. Un hombre de
Dios requería su ayuda. Así pues, a pesar de todo, aquella noche no iba a resultar
infructuosa. La llamada del deber requería de sus servicios una vez más. Y por supuesto
él, John Reeves, anticuario de profesión y cazador de lo oscuro por convicción,
respondería a dicha llamada.
El escritor Vic Page se hallaba en su apartamento del noveno piso del edificio
Wokston, sin más compañía que la de su ordenador. A través del equipo de música
instalado en su despacho sonaba una canción de los Red Demons, el grupo local de
Hollow City que comenzaba a escalar los peldaños de la fama. Una fama que él también
deseaba alcanzar mediante su pasión: la escritura. Sin embargo, últimamente no hallaba
nada que le reportara el interés suficiente como para escribir sobre ello, como bien
demostraba la pantalla vacía de su ordenador en aquel instante.
Page se concentró, sabía que sólo necesitaba esa pequeña chispa especial que de vez
en cuando se disparaba en su interior, y entonces las ideas fluirían como un torrente
desbocado, a medida que rápidamente las transformaría mediante su teclado en palabras
y frases coherentes. Pero hoy no era su día. Ni ayer tampoco. Mejor dicho, Page hacía
tiempo que no escribía nada, parecía que su mente se hallaba atenazada por una sensación
de aletargamiento, como si una sombra espesa cubriera la luz de su imaginación.
El escritor suspiró, resignado. Hoy tampoco era el día en que la chispa brotaría. Apagó
el ordenador con fastidio y se dirigió al desgastado sofá con la intención de tumbarse un
rato mientras ojeaba el American Chronicles de hoy. Las noticias que aparecían en la
portada no suponían ninguna alegría. Era época de elecciones, y al parecer el Alcalde
Mallory tenía todas las de ganar, seguramente saldría reelegido a pesar de los esfuerzos
de sus rivales. Algo que no supondría nada bueno para la ciudad.
Page decidió pasar directamente a las páginas de sucesos, buscando la noticia que
había escrito él mismo sobre las bandas callejeras que imponían su ley en Hollow City,
pero descubrió con estupor que la habían retocado tanto que parecía que la había escrito
un aficionado. Y encima era la última, como si fuese menos importante que la aparición
de un justiciero enmascarado que se hacía llamar Espectro, o las divagaciones de un
mendigo sobre un hombre con abrigo largo que había acabado con un monstruo que
atacaba a los vagabundos. Lunáticos.
Page negó con la cabeza, a nadie le interesaba saber la verdad. Las bandas de
delincuentes eran un gran problema en la ciudad, algo tan gordo que superaba incluso a
la policía, por mucho que el Comisario Howard y el Alcalde Mallory dijesen que todo
estaba bajo control. Los políticos y sus lameculos, ellos sí que eran un gran problema.
Hacían la vista gorda, ignorando lo que pasaba en realidad en las calles. Miedo, violencia,
delincuencia…la ley del más fuerte. Nadie protegía a los débiles, a los inocentes, a las
víctimas. Aquel clima de indefensión le ponía de mal humor, y por ello Page entendía que
a veces surgiera algún justiciero que se adjudicara el papel de vengador, alguien que diera
un golpe encima de la mesa y dijera “basta ya”. Pero había una frontera que jamás había
que cruzar, una línea que separaba la justicia de la venganza, y la mayoría de las veces
los justicieros la traspasaban, convirtiéndose en aquello a lo que perseguían.
Las cavilaciones de Page se detuvieron cuando el escritor contempló la noticia sobre
la desaparición de una joven, una tal Julie Sanders. La última víctima de la maldad de
Hollow City, una chica que nunca llegó a su casa tras abandonar la biblioteca donde
estudiaba. Ya nadie estaba seguro en las calles, nadie hacía nada, todos miraban a otro
lado. Pero él no era como los demás. Era un escritor con el don de la curiosidad, una
característica que le hacía no sólo el plantear interrogantes, sino también buscar
respuestas, aunque ello supusiera exponerse a peligros.
El teléfono del despacho comenzó a sonar, y Page dejó el periódico sobre el sofá para
atender la llamada. Era Steve Thomas, su editor.
–Hola Vic, ¿qué tal te va? –preguntó jovialmente Steve.
–No me puedo quejar, Steve –contestó Page–. Si llamas para ver cómo va lo del nuevo
libro, no te preocupes, estoy en ello.
–Ya sé que no debo preocuparme, Vic, eres un tipo legal y nunca me has defraudado.
La verdad es que te llamo por otro motivo. Un tal padre Franklin ha estado por aquí
tratando de localizarte, pero no le he dado tu número por si acaso es alguno de tus alocados
fans, ja ja.
–¿El padre Franklin de la Iglesia de Saint Patrick?
–El mismo, Vic. ¿Es amigo tuyo?
–Es más que eso. Gracias por la información, Steve.
–De nada. Por cierto, el cura dijo que se trataba de algo urgente, aunque no quiso decir
nada más. Parecía preocupado.
Page se despidió de su editor y acto seguido buscó el número de la Iglesia de Saint
Patrick, a pesar de que eran altas horas de la noche. Nadie contestó a la llamada.
Vic Page salió a toda prisa de su apartamento tras coger las llaves de su coche.
Mientras se adentraba en el tráfico nocturno, a su mente acudieron recuerdos de su
infancia relacionados con el Padre Franklin. Aunque el escritor no era un hombre muy
religioso, cuando era niño había asistido a un colegio católico, donde se le había aplicado
el estricto código educativo de los curas. Sin embargo el Padre Franklin había sido el
único que lo trató con amabilidad, ofreciéndole ayuda, cariño y amistad. Un hombre
bueno, un auténtico hombre de Dios como pocos, un amigo que ahora le necesitaba.
Y evidentemente, Vic Page acudiría de inmediato para ayudarle, y de paso volvería a
su viejo barrio de la infancia, Sawmill Street.
Las risas superficiales se hacían eco alrededor de una de las mesas del lujoso
restaurante Pierre Garnoire, el más prestigioso y caro de la ciudad. Actores de renombre,
artistas de prestigio, deportistas de élite, políticos influyentes y personas adineradas eran
bienvenidas en aquel emblemático local. Y aquella noche estaban reunidas en una de las
mejores mesas del restaurante lo mejor de la élite de Hollow City.
Mientras el Alcalde Mallory contaba uno de sus chistes verdes sin gracia, a su lado
una mujer se desternillaba de risa. Su rostro evidenciaba una adicción a las operaciones
de cirugía estética que sólo podía permitirse alguien de elevada posición. También se
hallaban sentados en la misma mesa el juez Archer, famoso por seguirle el juego siempre
a Mallory; Lamberty, el director del prestigioso Grand Bank de Hollow City, capaz de ir
a jugar al polo tras haber dejado en la ruina a familias enteras; y varios concejales del
ayuntamiento. La conversación giraba en torno a los últimos resultados de las encuestas
electorales, que otorgaban el veredicto de vencedor a Mallory en detrimento de su rival
más fuerte, Flint Harryson.
–¿Y tú que opinas, Ed? ¿Quién crees que ganará las elecciones? –preguntó Mallory a
un hombre joven y moreno, sentado justo enfrente suyo.
–Ya se sabe el dicho, «más vale malo conocido que bueno por conocer» –contestó el
hombre llamado Ed.
–¿Qué? –dijo en tono irritado Mallory, mientras le resbalaba sobre su orondo
estómago un poco de salsa Baracougné, procedente del trozo de cabrito lacado con miel
que sostenía torpemente con una de sus manazas. Parecía un cerdo con traje en lugar de
un hombre civilizado.
–Lo que Eduard quiere decir –intervino el juez Archer–, es que no hay nadie mejor
que tú, Mallory. ¿A quién van a elegir, a Harryson, ese amigo de los negros?
Todos rieron el comentario racista, todos excepto el joven moreno, el millonario
Eduard Kraine, propietario de Industrias Kraine, una empresa dedicada a la tecnología
avanzada. Kraine había sido invitado por Mallory para intentar ser atraído a aquel grupo
de gente decadente y sin escrúpulos, la cúpula de Hollow City encargada de manejar toda
la ciudad a favor de sus intereses propios. No pensaban en nadie más, sólo les importaban
ellos mismos. Eran la personificación de la corrupción, unos buitres disfrazados que se
alimentaban del trabajo de los demás. Aves carroñeras que esperaban pacientemente a
que su víctima quedase indefensa para abalanzarse sobre ella en picado.
Eduard había sido un joven muy brillante tanto en el instituto como en la universidad.
Procedente de una buena familia con gran tradición en Hollow City, el chico perdió el
rumbo tras el repentino fallecimiento de sus padres en un desgraciado accidente. Tras
gastarse el patrimonio familiar, Kraine viajó a Oriente, donde desapareció
misteriosamente. Cuando todo el mundo le había dado por muerto, el joven reapareció en
Hollow City, haciendo gala de un gran patrimonio que le permitió invertir en empresas
de alta tecnología. Mallory y sus secuaces pronto se dieron cuenta de que debían asociarse
con Kraine, si querían seguir siendo los amos de la ciudad.
–¿Entonces te vas a unir a nosotros, verdad Ed? –preguntó el Alcalde Mallory a
Kraine.
–Siempre es útil estar rodeado de gente con vuestras cualidades, Mallory –dijo Kraine
con una enigmática sonrisa en su rostro.
–Verás como no te arrepientes. Nosotros te mostraremos la auténtica Hollow City, y
cuando vuelva a ser elegido todos nos beneficiaremos de ello. Yo nunca olvido a mis
amigos.
Kraine sonrió falsamente, sin decir nada. Él nunca olvidaba a sus enemigos. Estar
rodeado de aquella gentuza le daba arcadas, pero era algo que necesitaba hacer. Como le
había enseñado su maestro en oriente, Koshiro Katshume, «para derrotar a tu oponente,
antes debes conocerlo bien».
–Eduard, ¿qué es lo que haces en tu tiempo libre? –preguntó la mujer de la cara de
Botox, directora de un prestigioso canal de televisión.
–Pues…suelo ir de caza –contestó Kraine, con aire divertido. En eso el joven
millonario no mentía, solo que sus presas no eran exactamente lo que sus compañeros de
mesa tenían en mente.
Mientras servían el champán, Eduard contempló tanto la botella como las copas. Si él
lo quisiera, en apenas unos pocos segundos podía matar a todas aquellas alimañas,
clavándoles en sus glamurosos cuellos el refinado cristal tan rápido que ni se darían
cuenta. Aquel pensamiento le provocó una pequeña risa que los demás atañeron a uno de
los comentarios jocosos del juez Archer.
De repente la secretaria de Mallory (o mejor dicho su fulana, una conocida trepa de
las altas esferas) se acercó con el móvil en la mano. "Es importante", le susurró al oído al
Alcalde. Éste se disculpó y se alejó unos metros de la mesa. Eduard cogió un cuchillo,
buscando un ángulo donde poder ver los labios de Mallory reflejados. Asesinato, sangre,
policía, Saint Patrick, Padre Franklin. Algo gordo había pasado esta noche. Algo que él
no podía investigar, pero otro sí.
–Perdón –dijo Eduard, al tiempo que sacaba su móvil–. Parece que un familiar está
algo indispuesto, tendrán que disculparme por esta noche, señoras y caballeros.
Después de falsas promesas de reencuentro y asépticas frases de fría cordialidad para
despedirse, Eduard Kraine abandonó el Pierre Garnoire a toda prisa con su Buggatti
Bayron de color rojo. Se dirigió hacia Saint Patrick, a la iglesia. No necesitó conectar su
navegador GPS de última generación. Estaba en casa, en Hollow City. Directo al misterio,
se adentró en la noche, al tiempo que pulsaba un botón oculto en el panel de su automóvil.
Un compartimento secreto se abrió, mostrando un maletín con cerradura electrónica que
sólo él podría abrir. Eduard sonrió. Miró el reloj. La medianoche. La hora de los
fantasmas, de las brujas y de los muertos. El momento en que el millonario industrial
Eduard Kraine desaparecía, y en su lugar entraba en acción el justiciero conocido
como…Espectro.
***
REUNIÓN
John Reeves observó la escena alrededor de la Iglesia de Saint Patrick. Al parecer
había llegado demasiado tarde. Las luces de un coche patrulla indicaban que algo había
ocurrido, pero no sabía exactamente el qué. Un agente de policía estaba vomitando sobre
la acera, mientras otro pedía refuerzos. Pronto todo se llenaría de policías y entonces ya
podía olvidarse de investigar nada, debía hacer algo y pronto.
El anticuario buscó la puerta trasera de la iglesia, cuya única seguridad consistía en
una vieja cerradura. Sacó un juego de ganzúas que siempre llevaba consigo y tras un par
de intentos logró forzar la entrada. Puesto que el interior estaba oscuro encendió una
pequeña linterna y avanzó. Vio unas pequeñas escaleras que subían al piso de arriba pero
de momento las ignoró, prefiriendo atravesar una puerta lateral que le llevó directamente
al interior del templo sagrado.
Allí, sobre el altar, había algo. Algo que al instante le inquietó profundamente.
Vic Page detuvo su coche cerca de la iglesia, y vio como algunos viandantes y vecinos
comenzaban a congregarse frente al santo edificio. Los dos agentes de la ley, con cara
pálida y casi sin fuerzas, intentaban como podían mantener a raya a los curiosos. El
escritor aprovechó un momento de descuido de los agentes para colarse por la puerta
principal, que habían dejado abierta.
Al verse envuelto por las tinieblas, Page decidió encender uno de los cirios que habían
sobre una repisa, iluminando levemente la zona a su alrededor, mientras avanzaba muy
despacio por el interior de la iglesia hacia el altar. Lo primero que vio fue la sangre en el
suelo. La luz de la vela iluminaba unas manchas oscuras de color rojo, primero unas gotas,
luego un pequeño reguero. El rastro de la sangre llegaba hasta un gran charco al pie del
altar, donde había un bulto cubierto por una sábana que una vez había sido blanca, pero
que ahora estaba empapada de sangre. Preparándose para cualquier cosa que hubiese bajo
aquella sábana, Vic Page se dispuso a tirar de un extremo con su mano enguantada… y
entonces tuvo la sensación de que no estaba solo. En el interior de la iglesia había alguien
con él, observándolo.
–Yo de usted me aseguraría de que bajo esa sábana no hay nada que pueda moverse,
amigo –dijo el hombre alto de pelo canoso, mostrándose ante Vic Page.
–¿Quién es usted, y que hace aquí? –preguntó con desconfianza el periodista.
–Esas mismas preguntas se las podría hacer yo a usted también –el hombre avanzó
hacia Page apoyando su cuerpo en un bastón–. Pero yo no oculto nada, así que se lo diré.
Soy John Reeves, anticuario y aficionado a los misterios del ocultismo. He acudido aquí
en respuesta a la llamada del padre Franklin, pero creo que he llegado tarde.
–En ese caso, creo que ambos hemos llegado tarde. Soy Vic page, escritor y periodista
ocasional, y también he recibido una llamada del padre Franklin para venir a verle.
El anticuario miró a los ojos del escritor, y se dio cuenta de que parecía bastante
franco. Al menos su presencia no disparaba su don de advertir lo sobrenatural. Luego
Reeves movió la cabeza para señalar el bulto bajo la sábana ensangrentada.
–Propongo que uno tire de la sábana, mientras el otro está en guardia por si acaso hay
alguna sorpresa. Nunca se sabe –dijo Reeves.
–Está bien, de acuerdo. Tú levanta la sábana con el bastón, yo estaré en guardia.
Tras ponerse de acuerdo y guardándose sus suspicacias, ambos hombres entraron en
acción. Los dos respiraron hondo, con la tensión por lo alto, con el corazón latiendo como
un caballo desbocado, preparados para cualquier cosa horrible.
–Allá vamos, a la de tres. Uno…
Parecía que hacía más frío en el santuario, ¿o era el miedo en sus corazones?. Si era
miedo, era a causa de la muerte de un ser querido para uno, a la aparición de un Oscuro
para el otro.
–… dos…
Sintieron un cosquilleo en la nuca, ¿acaso había alguien más allí, observándolos,
riéndose de sus temores e inquietudes, burlándose de ellos? Pero ya era tarde para todo,
excepto para saber de una vez por todas la terrible verdad.
–… tres.
Con un fuerte tirón del bastón, el anticuario alzó la sábana, y ambos contemplaron…
la figura de un Cristo de madera ensangrentado. Unas gotas de sangre habían salpicado
los ojos de la efigie, confiriéndole la sensación de que estaba vertiendo lágrimas rojizas.
Si hasta Dios lloraba sangre, Hollow City no tendría salvación.
Entonces resonó una extraña voz que provenía de la oscuridad, que sonaba alterada
por algo indefinido, casi como electrónica:
–Señores, creo que lo que buscan está allí, detrás de ustedes, hacia arriba.
El escritor y el anticuario vieron como una figura se acercaba a ellos, surgiendo de las
tinieblas como un fantasma, como un espectro del infierno. Era un hombre alto, embutido
en un extraño traje negro adornado con una capa, el rostro tapado por una máscara. Antes
no estaba allí, de ello estaban seguros. ¿Cómo había entrado sin que pudieran advertir su
presencia?
Instintivamente Page se llevó la mano al interior del abrigo, donde guardaba su
pequeño Colt de 6 balas. Por su parte, Reeves retorció el mango de su bastón, al tiempo
que en su mente intentaba visualizar el brillo rojizo que desprendían los Oscuros. Parecía
imposible, pero no era una criatura de las tinieblas.
–No se alarmen, no soy su enemigo. Creo que los tres estamos aquí por alguna razón,
aunque lamentablemente hemos llegado tarde. Miren…
Page y Reeves se dieron la vuelta, levantaron la vista y por fin vieron al Padre
Franklin… colgado desnudo y ensangrentado de la gran cruz de madera que presidía la
iglesia de Saint Patrick. Se habían ensañado con él. Demasiados detalles escabrosos, el
equipo forense tardaría mucho en analizarlo todo y hacer el informe. Lo más evidente es
que había sido necesario más de un hombre (o uno solo muy fuerte) para hacer todo
aquello. Los desgarros, los cortes, la sangre… Ya no era el padre Franklin que habían
conocido, era un amasijo de carne que colgaba como un animal en un gancho del
matadero. Y los símbolos, aquellos jeroglíficos extraños y sin sentido que aparecían por
las paredes, escritos con la propia sangre del sacerdote, por todas partes y sobre el propio
cadáver… Si Dios existía, aquello no había sido obra de una de sus criaturas. Era obra del
mismo Diablo.
Ruidos en el exterior de la iglesia indicaban que la policía estaba a punto de hacer su
numerito particular de entrada, con la típica puesta en acción peliculera que sólo servía
para alertar a los delincuentes de su presencia. Los tres hombres se miraron, tenían que
salir de allí, y lo mejor era subir las escaleras que conducían a los aposentos privados del
difunto sacerdote.
Vic page dio un último vistazo al cadáver del sacerdote. «Descanse en paz, Padre
Franklin, Dios le proporcionará la paz. Nosotros le proporcionaremos… justicia. Amén».
Tras despedirse silenciosamente del Padre Franklin, los tres aventureros, unidos por
un oscuro destino, se apresuraron a subir las escaleras que conducían a las dependencias
del difunto sacerdote. La puerta estaba entreabierta. Sigilosamente, los justicieros se
acercaron a la entrada, preparados para cualquier sorpresa desagradable que pudiera
aguardarles en la oscura habitación. No parecía que hubiese nadie. Probaron a encender
el interruptor de la pared, pero no funcionaba. Los tres hombres sacaron sus linternas,
iluminando el dormitorio del sacerdote, y en sus miradas pronto se reflejó el estupor
causado por el estado desastroso con el que se encontraron.
Parecía que un huracán se hubiese desatado en su interior: el suelo se hallaba cubierto
por una mezcla confusa de papeles rotos, cuadros hechos añicos, libros con las cubiertas
despedazadas,… Una pequeña cama se encontraba destrozada en múltiples pedazos, un
televisor estaba empotrado en la pared y un par de sillas estaban aplastadas como si un
gigante furioso las hubiese pisoteado. Todo era caos y desorden, 65 años de recuerdos
esparcidos por todas partes, fragmentos de una vida religiosa y monacal convertidos en
material de reciclaje. No contento con profanar el cuerpo del Padre Franklin, el asesino
(o asesinos) había profanado también su alma.
Pero no había tiempo. Los tres hombres decidieron buscar cualquier cosa que les
sirviera de indicio para descubrir lo que estaba pasando, una tarea complicada debido al
estado de la habitación. Agudizando sus sentidos y su intuición, cada uno registró un área
del dormitorio.
El justiciero conocido como Espectro utilizó un escáner de su propia invención, aún
un prototipo en pruebas, que le permitía rastrear visualmente los espacios en varias
frecuencias distintas. El moderno aparato le permitió descubrir los restos de un ordenador
portátil algo anticuado, tal vez el disco duro aún tuviese alguna información
aprovechable, si podía repararse.
Por su parte, el escritor Vic Page se encaminó hacia una destrozada estantería. De
entre la mezcla de páginas y cubiertas arrancadas, su vista experta de investigador se posó
en un libro que aún conservaba intactas varias páginas. Parecía un pequeño diario de viaje,
y al fijarse con más detenimiento reconoció la letra clara y firme del entrañable sacerdote.
Tal vez pudiesen hallar en su interior alguna pista útil.
El tercero de los héroes, el anticuario John Reeves, caminó cojeando hacia la ventana
que daba a la oscuridad más allá de Saint Patrick. Del cristal apenas quedaban pequeños
fragmentos desperdigados en el suelo. Entre ellos, había una foto donde se apreciaba a
dos hombres jóvenes, ambos con camisa negra y alzacuellos. Uno de ellos era el Padre
Franklin, con su inconfundible sonrisa que la edad no había podido modificar. El otro
hombre era un joven rubio de ojos azules, de mirada glaciar, que también lucía una sonrisa
aunque no de paz y sosiego. Al contemplar dicho rostro John Reeves sintió una punzada
de desazón, algo que le inquietaba en lo más profundo de su alma. En el fondo de la foto
se veía la entrada a un recinto festivo, tal vez una feria, aunque el letrero no podía leerse
con claridad. ¿Sería un dato revelador, o por el contrario un callejón sin salida?
Ya habían agotado todo el tiempo disponible, era hora de salir de allí sin ser vistos, ir
a un lugar privado donde poder analizar la situación con calma, intentar resolver el puzle
con la poca información de que disponían…
***
PISTAS
Al día siguiente Hollow City amaneció revuelta por culpa del crimen del Padre
Franklin. Todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia del asesinato,
y dado el manto de secretismo que las autoridades habían echado sobre el caso los
rumores no paraban de sucederse. Lo único seguro era que el sacerdote encargado de la
Iglesia de Saint Patrick había muerto asesinado, pero ni la forma de la muerte ni los
motivos estaban aún claros. Por supuesto, se había ocultado a los medios lo de la
crucifixión y los símbolos escritos con la sangre de la víctima, pues eran detalles que el
público no debía conocer.
Evidentemente, el Vaticano había presionado para que el caso se resolviese de forma
rápida y secreta, y el Obispo de Hollow City, monseñor Ludovic, se había puesto en
contacto con el Alcalde Mallory para dejar claro el tema. A su vez, Mallory le había
cantado las cuarenta al Comisario Howard para que diese prioridad al caso, dejando caer
la importancia de que las elecciones estaban a la vuelta de la esquina. Y a su vez, Howard
le pasó la patata caliente a los policías encargados del caso, apremiándoles en su
resolución.
También se hizo oficial que el entierro del padre Franklin se haría al día siguiente, y
que el propio Obispo Ludovic sería el encargado de oficiar la ceremonia en honor del
difunto, una misa que se haría a puertas abiertas para que todo aquel que quisiera pudiese
ofrecer sus respetos al fallecido. El lugar de la celebración iba a ser la catedral de Saint
Michelle, situada en pleno centro de la ciudad y sede del obispado de Hollow City.
La gente reaccionó de diversas formas ante la noticia de la muerte del Padre Franklin.
Unos creían que se trataba de un caso más de la violencia que reinaba en las calles, otros
pensaban que era fruto de algún perturbado que odiaba a la iglesia. Pero todos coincidían
en que era un crimen salvaje matar a un hombre inocente de Dios, y que ya iba siendo
hora de que las autoridades hiciesen algo. El asesinato del sacerdote había vuelto a traer
a la actualidad los temas habituales en Hollow City: inseguridad ciudadana, impunidad
criminal, inutilidad policial y desconfianza en el sistema.
Pero lo que nadie sabía era que aquel crimen había propiciado una extraña alianza, y
que por ello habían tres individuos que estaban realizando por su cuenta una investigación
paralela a la de la policía. Una investigación que pronto daría sus frutos.
John Reeves se bajó de su viejo Lincoln para adentrarse en una calle llena de basura
y suciedad. En aquel barrio la mayoría de las casas estaban a mitad de construir, ya que
los directivos de la empresa constructora habían salido corriendo con el dinero dejando
las obras a medias, dejando sin casa y sin dinero a un montón de ciudadanos honrados y
trabajadores a los que sólo les quedaba el consuelo de esperar el resultado favorable de
un largo y costoso proceso judicial.
Pero alguien más había salido ganando, y era el extenso grupo de los okupas, que
habían invadido masivamente todo aquel conglomerado de casas vacías, convirtiéndolas
en sus hogares. Paredes pintadas con grafitis de todos los colores y tamaños posibles se
unían a los huecos de ventanas inexistentes cubiertas con plásticos o maderas, en un
intento de imitar una vivienda digna. Donde no habían puertas se levantaban barricadas,
e incluso donde sólo habían paredes sin techo los okupas se arrinconaban en destartaladas
tiendas de campaña, o incluso bajo estructuras inestables fabricadas por ellos mismos.
Sorteando aquellas míseras viviendas e ignorando las miradas de desconfianza que le
lanzaban sus ocupantes, el anticuario recorrió las calles de aquel barrio hasta que se
detuvo frente a una casa de tres plantas, cuya fachada estaba llena de pintadas
esperpénticas y donde se ubicaba una puerta bajo un viejo letrero de madera torcido y
desgastado: “La Guarida”. Dos jóvenes de apenas 16 o 17 años con melenas sucias y
largas se hallaban delante de la entrada, ocupados en la tarea de liar algo que no era
precisamente un cigarrillo. Reeves se dirigió hacia la casa con decisión, y los jóvenes
dejaron lo que estaban haciendo para mirarle con una mezcla de enfado y sorpresa.
–Eh, tú, ¿es que no sabes que no se puede pasar? Esto es zona privada, tío –dijo uno
de los chicos.
–Cierra el pico, idiota, y esfúmate junto con tu amigo antes de que me enfade –
contestó Reeves, sin dejar de avanzar.
–¿Ah, sí? Pues ahora verás, viejo –dijo el otro de los jóvenes.
Ambos se lanzaron contra Reeves en actitud claramente violenta, aunque desarmados,
para persuadir al intruso de que se alejara. Pero lo que no sospecharon era que aquel
hombre cojo y con bastón se moviese tan rápido. Con un tirón de su brazo izquierdo
ayudado por la colocación de su bastón tras el pie de uno de los chicos, Reeves derribó al
primero de ellos como si fuese un niño pequeño. Esquivando la acometida del segundo,
el anticuario le puso la zancadilla al mismo tiempo que rápidamente le empujaba con
todas sus fuerzas, haciéndole morder el polvo. Luego, sin perder la compostura, pateó la
vieja puerta de madera y entró en La Guarida.
Aquel lugar estaba oscuro y apestaba a humo de todos los tipos, pero Reeves se orientó
a la perfección demostrando que ya había estado en aquel lugar en ocasiones anteriores,
aunque hacía mucho tiempo desde la última vez. Tras apartar unas cortinas cuyo color
quedaba oculto bajo una espesa y mugrienta capa de suciedad, Reeves se internó en el
salón principal, donde un grupo de casi una docena de chicos y chicas jóvenes estaban
escuchando a los Red Demons a través de un equipo estéreo de alta calidad, mientras
algunos de ellos jugaban a extraños juegos de mesa empleando dados poliédricos y
gritando una jerga incomprensible con palabras como “crítico”, “pifia” y “puntos de
vida”.
–Busco a Marianne –dijo con cara de pocos amigos el anticuario.
–¿Eres el viejo de la tienda de cosas raras, no? –preguntó una chica con el pelo casi
totalmente afeitado.
Reeves asintió, al parecer aún le recordaban en aquel lugar. Esperaba que Marianne,
la jefa de aquella pandilla de rebeldes, hiciese lo mismo. La joven de pelo corto llevó al
anticuario hasta una puerta, la abrió y tras un pequeño pasillo llegaron hasta unas escaleras
que conducían al piso de arriba. En aquella zona de la casa el ambiente era más respirable,
y también había más luz. Sorteando a dos de aquellos adolescentes que al parecer
montaban guardia delante de una puerta de color blanco, la joven golpeó la puerta y se
abrió una mirilla, desde donde les contemplaron unos hermosos ojos azules femeninos.
La mirilla se cerró, y acto seguido la puerta blanca se abrió, revelando el corazón de
La Guarida. Reeves se encontró contemplando a una joven de cabellos rubios rizados,
con la cara maquillada de color blanquecino y con los labios pintados de negro. Su bello
rostro se hallaba decorado con multitud de piercings, que hacían conjunto con los ribetes
metálicos que adornaban sus ropas de color oscuro. Era Marianne, la bella y gótica líder
de los miembros de la Guarida.
–Hola, Reeves, ¿qué tal te va? –saludó la chica.
–Mejor que a vosotros, por lo que veo –contestó el anticuario.
Reeves echó un vistazo a la amplia habitación, donde un grupo de aquellos
adolescentes iban y venían frenéticamente de un lado a otro, entre un caos de ordenadores
dispersos sin sentido, estanterías repletas de papeles y documentos y mesas atiborradas
de restos de pizza, café y cerveza. Todo seguía igual, como si el tiempo no hubiese pasado
desde que Reeves entró en aquella habitación tiempo atrás, buscando información para
localizar a uno de sus objetivos. Y es que La Guarida no era una casa más de okupas, era
un sitio muy especial. Era el centro neurálgico de una organización cuyos miembros eran
un puñado de jóvenes aficionados a los misterios, las conspiraciones, el mundo del
ocultismo y en general a todo lo relacionado con lo paranormal.
Reeves dio unos pasos hacia la pared del fondo de la sala, donde se hallaba el “Pastel”,
un enorme tablón de corcho que abarcaba toda la superficie y que servía para colocar
fotos, recortes de prensa, reseñas de libros, órdenes de búsqueda y captura, y documentos
varios relacionados todos con lo sobrenatural. Cientos de papeles se acumulaban sobre
aquel tablón, luchando entre ellos para hacerse con un hueco en el apretujado espacio de
que disponían, demostrando que en Hollow City ocurrían más casos extraños de lo que
las autoridades reconocían. Reeves observó que en el centro estaba la noticia de la reciente
desaparición de una joven llamada Julie Sanders, vista por última vez al salir de una
biblioteca cercana a su domicilio. La ciudad se estaba convirtiendo en un auténtico
escenario de pesadilla donde el Diablo campaba a sus anchas, y eso era algo que había
que detener a toda costa.
Aunque el anticuario odiaba admitirlo, aquellos críos chalados no sólo se dedicaban a
beber cerveza, fumar porros y contar historietas de monstruos. Poseían contactos, fuentes
de información, y contaban con tecnología avanzada pues muchos de sus integrantes eran
hijos de familias ricas. Y por eso él había acudido allí, pese a sus reticencias con aquel
grupo.
–Necesito ayuda con esto –dijo Reeves, enseñando a Marianne la foto que había
conseguido en el dormitorio del Padre Franklin.
–Ya me imaginaba algo así –contestó la joven, sonriendo–. Déjame ver.
Marianne examinó la foto, que mostraba al Padre Franklin con muchos años menos
junto al sacerdote de los fríos ojos azules.
–A simple vista parecen dos jóvenes sacerdotes, fotografiándose delante de una feria
o algo así. El de la izquierda me suena de algo, pero el de la derecha ni idea…incluso da
un poco de repelús verlo, como si te estuviera mirando directamente a los ojos. ¿Puedes
contarme algo más? –preguntó la muchacha.
–El de la izquierda es el Padre Franklin, ya sabes, el que han encontrado muerto en la
iglesia. El otro es el que me intriga.
–¡Jo, tío, no pierdes el tiempo! Matan a un cura y al día siguiente vienes aquí con una
foto suya. Así que entonces el asunto no pinta bien, ¿verdad? –inquirió Marianne,
excitada ante la idea de un nuevo caso para colocar sobre el “Pastel”.
–Lo único que necesitas saber es que esto es un asunto muy peligroso, sólo dime
cualquier cosa que pueda serme útil para buscar a su asesino, como por ejemplo quien es
este tío de la foto, o donde puede haberse hecho –dijo ásperamente el anticuario.
–Está bien, veamos a ver que podemos averiguar –contestó con un suspiro de
resignación la joven–. ¡Fatboy, ven aquí!
Al escuchar el grito de Marianne, uno de los chicos que estaban trasteando con los
ordenadores levantó la cabeza. Era un quinceañero pelirrojo con la cara llena de pecas,
cabeza grande y cuerpo obeso gracias a una dieta basada en el sillón-ball y las
hamburguesas con patatas fritas.
–¡Ostras, tía! –se quejó el chico gordo–. Me faltaba un pelo para pasarme el FatalKiller
3, menos mal que había guardado la partida.
–Me importa un bledo. Arrastra tu gordo culo hasta aquí y haz algo útil –ordenó
Marianne bajo la divertida mirada de Reeves. La verdad es que si Marianne era la líder
de aquella pandilla era a causa de su temperamento agresivo, era una chica de armas
tomar.
Fatboy cogió la foto y la pasó por un escáner de alta definición, tras lo cual se pudo
observar la imagen en una pantalla de gran resolución que tenían para casos así. Reeves
y Marianne se acercaron a la pantalla, observando cualquier detalle que pudiera atraer su
atención.
–¿Qué hay del letrero del recinto, puedes ampliarlo? –preguntó Marianne.
–Pues claro, dame un momento y verás –dijo orgullosamente Fatboy, con ganas de
presumir ante la bella muchacha.
Tras aporrear suavemente y con rapidez las teclas del ordenador con sus rollizos
dedos, Fatboy aisló el trozo de imagen deseado y amplió su tamaño, filtrando los pixeles
para no perder calidad de imagen con el aumento. Enseguida tanto Reeves como los dos
jóvenes pudieron leer las palabras: «Beinch Karneval, 1970».
–Tampoco es que sirva de mucho –dijo contrariado Reeves.
–Espera, haré una búsqueda en Internet a ver que pasa –dijo Fatboy, volviendo a
aporrear el teclado.
Sin embargo, al parecer la expresión Beinch Karneval no era algo demasiado
importante para aparecer en la red, y tras probar con solo la palabra Beinch el buscador
arrojó un número demasiado elevado de entradas. Era como encontrar una aguja en un
pajar.
–Esperad un momento, chicos –dijo Marianne, que de repente tuvo una idea–. Fatboy,
amplia un momento la zona del fondo del recinto.
El chico hizo lo que la joven le pidió, mientras notaba que su estómago comenzaba a
enviarle la señal inequívoca del hambre, pues hacía bastante rato que no se había zampado
ninguno de sus paquetes de galletitas saladas. Un minuto bastó para que en el monitor se
perfilase la silueta ampliada de dos mujeres sonrientes, una a cada lado de la entrada al
recinto ferial, que daban la bienvenida a un par de coches.
–Mirad esas mujeres, con esos corpiños sujetos a sus cinturas, junto a esas blusas
abotonadas y con las faldas tan amplias. Creo que es una especie de traje regional de algún
país europeo –dijo Marianne, esperanzada.
–Y los dos coches que se ven en la foto, al ampliarse parecen un Audi y un
Volkswagen, ambos curiosamente de marcas alemanas –dijo Reeves, con aire pensativo–
. Chico, prueba a buscar alguna conexión entre Beinch y Alemania.
Fatboy se puso manos a la obra, y en pocos segundos encontró lo que buscaban. Al
parecer, Beinch era un pequeño pueblecito sin importancia de una región remota de
Alemania, donde las mujeres vestían con el tradicional Dirndl en época de fiestas. Sin
embargo los días festivos locales de aquel pueblecito no se correspondían con los periodos
vacacionales de aquí. Así pues, en su juventud el Padre Franklin había estado en
Alemania, junto con otro sacerdote, y posiblemente no era un viaje de vacaciones. ¿Tal
vez habían estado juntos en una especie de seminario?
Reeves decidió que ya nada más podía sacar de aquella foto, y decidió guardársela
después de que Fatboy la retirara del escáner. Tras agradecer a Marianne y al chico
pelirrojo su ayuda, y con la promesa de futuros intercambios de información, el anticuario
salió de la Guarida cavilando sobre los datos obtenidos. Era una pieza del puzle, que
esperaba completar con las obtenidas por Espectro y Vic Page. De momento lo único que
podía hacer era esperar.
El millonario Eduard Kraine examinaba los archivos restaurados del disco duro del
ordenador del Padre Franklin, al menos los pocos que habían podido salvarse. Según los
empleados del Departamento Informático de Industrias Kraine encargados del asunto,
había sido un milagro poder obtener algún tipo de información de aquella pieza, dado el
estado deteriorado en que se encontraba. Pero al menos había algo por donde empezar,
así que Kraine cargó los datos en su ordenador portátil y se concentró en la labor de
examinarlos a fondo, encerrado entre las cuatro paredes de su despacho situado en la sede
de su empresa.
Los minutos pasaron apaciblemente, convirtiéndose en horas donde Kraine tuvo que
usar la virtud de la paciencia. Tras analizar los archivos de datos, el millonario y justiciero
se dio cuenta de que no había nada útil que pudiese desvelar alguna pista sobre el
fallecimiento del sacerdote. Listas de pedidos de materiales a la Iglesia, una pequeña
contabilidad de los escasos ingresos de la parroquia, fotos del Padre Franklin con
voluntarios de diversas entidades, y poca cosa más. Sin embargo, cuando Kraine pasó a
leer los emails del sacerdote, tras descifrar la contraseña de seguridad mediante su
software de encriptado propio conocido como WraithFilter, se dio cuenta de que allí había
algo interesante. Al parecer, últimamente el Padre Franklin había estado intercambiando
correos electrónicos con alguien llamado “MGR”, y en ellos el sacerdote reconocía que
se sentía observado, alguien le estaba vigilando, pero no sabía quien. Al principio no le
dio importancia, pero la cosa fue peor. Llamadas de teléfono amenazantes a altas horas
de la noche, pintadas en las puertas de la iglesia, incluso un motorista con una chaqueta
negra con el símbolo de un colmillo que le siguió durante más de una hora detrás de su
taxi.
Kraine leyó con atención la descripción del motorista, enseguida lo asoció con el
emblema de la Banda del Lobo, unos delincuentes que tenían en jaque a toda la ciudad
sin que nadie hiciese nada por pararles los pies. Se decía que realizaban ritos extraños y
adoraban al Diablo, pero eso eran supersticiones para causar el miedo a su paso, o al
menos eso pensaba Kraine. ¿Pero por qué una banda de maleantes motorizados iba a tener
algún interés en un pobre sacerdote como el Padre Franklin?
Kraine siguió leyendo, hasta llegar al último email que envió el Padre Franklin al tal
“MGR”, donde podía advertirse el estado de preocupación del cura.
«Buenas noches, mi querido amigo. Una vez más debo contarle que en contra de lo
que Ud. Supuso, mis temores se han vuelto acertados. No se trata de ninguna paranoia,
ni estado de ansiedad causado por el estrés, aunque es cierto que el miedo atenaza mi
viejo corazón. Pero creo saber el porqué de todo esto, y no es más que el fruto de la
semilla plantada en un lejano pasado, que ahora ha germinado dando fruto en el
presente. Creo que él ha vuelto, ya sabe a quién me refiero. No debimos enterrar aquel
horror bajo la alfombra. El pasado siempre vuelve. Es hora de que nos reunamos y
hablemos del asunto. Que el Señor nos proteja a ambos, pues corren tiempos peligrosos
para todos los que quisieron ver a los ángeles. Un saludo afectuoso. Padre Franklin,
capellán de la Iglesia de Saint Patrick».
¿Quién era ese tal “MGR”? ¿Cuál era la amenaza que presentía el Padre Franklin?
¿Cuál era el terrible suceso del pasado al que hacía alusión? ¿Y qué sentido tenían las
palabras «corren tiempos peligrosos para todos los que quisieron ver a los ángeles»?
Demasiadas incógnitas por resolver, el caso se presentaba difícil. Kraine ya no sacó
nada más que fuera pertinente de los archivos del disco duro, así que su siguiente tarea
fue examinar una foto que había tomado de la microcámara oculta en la muñeca izquierda
de su traje de Espectro, cuando había estado junto a Reeves y Page en el altar de Saint
Patrick. La fotografía mostraba los extraños símbolos escritos con la sangre fresca del
padre Franklin, runas incomprensibles para él. ¿Tendrían algún tipo de significado
religioso o cultural? Kraine cogió una lupa y observó con detenimiento los símbolos, pero
todo parecía un galimatías carente de sentido alguno. Debía ser paciente, reflexivo,
analizarlo todo con profunda reflexión y calma.
Kraine cerró los ojos un instante, aislando su mente de los ruidos y estímulos externos.
Ordenó a sus cinco sentidos que permanecieran en suspensión, mientras despejaba su
mente de toda idea o pensamiento. Su respiración se volvió suave, acompasada, mientras
su pulso fluía con lentitud y su ritmo cardiaco se regularizaba. Siguiendo las enseñanzas
de su maestro, el hombre que le salvó la vida en oriente y que le adiestró en el arte de la
Senda Tenebrosa, invocó la fuerza espiritual presente en todo ser vivo, la energía que
unos llamaban el Ki, otros el Chi, pero que en resumen era el flujo vital de energía que
podía manipularse y controlarse para alterar determinadas funciones. Y como Koshiro
Katshume le dijo en una ocasión, «La diferencia entre lo que es y lo que debe ser depende
de nuestra percepción».
Kraine abrió los ojos despacio, y lentamente volvió a observar la fotografía…¡un
momento, allí había un símbolo que sí reconocía! Era claramente una esvástica nazi. Y
las manchas que habían a su lado, en realidad parecían formar las letras “V-E-R-R-Ä-T-
E-R”. Un nuevo interrogante se abría paso para sumarse a los ya existentes. ¿Por qué el
asesino había pintado la insignia de los nazis en el escenario del crimen? ¿Qué significaba
aquella extraña palabra a su lado?
Kraine se dirigió al ordenador, y entró en Internet. Nada más poner la extraña palabra,
los resultados eran traducciones de aquel sustantivo del idioma alemán al suyo propio.
No había duda alguna, Verrater en alemán significaba “Traidor”. Tal vez el Padre
Franklin hubiese hecho algo en el pasado por lo que alguien ahora le había ajustado las
cuentas. Y tal vez el siguiente en la lista fuese ese tal MGR.
A Kraine se le ocurrió la idea de buscar información sobre MGR, y sus manos se
dirigieron presurosamente al teclado. Pulsó las letras que componían aquella palabra y
después la tecla Enter. Sin embargo su búsqueda arrojó una multitud de resultados que no
tenían nada en común entre ellos, desde logotipos de empresas informáticas hasta un
grupo de inversiones de la India, pasando por multitud de personas cuyas iniciales se
correspondían con aquellas letras. Fue rastreando aleatoriamente algunos de aquellos
enlaces, pero pronto se dio cuenta de que era una pérdida de tiempo, no serviría de nada.
Kraine miró la hora, y observó que faltaba poco para la reunión pactada con sus dos
colegas, John Reeves y Vic Page. Evidentemente, los había investigado un poco, pues si
hasta ahora siempre había trabajado solo y le había ido bien era porque su maestro le
había enseñado a desconfiar de los demás, a ser precavido. El primero había resultado ser
un anticuario de Sawmill Street, un tipo raro y solitario que al parecer todos los de su
barrio respetaban. El segundo era un escritor y periodista ocasional, que siempre llegaba
al fondo del asunto aunque sus investigaciones le llevasen a terrenos peligrosos. Ambos
eran tipos duros, pero parecían de fiar. De momento les seguiría la corriente, a ver en qué
resultaba todo esto.
Kraine pulsó el botón del intercomunicador y habló con su secretaria para indicarle
que se marchaba a casa temprano, y luego salió del despacho para coger el ascensor. En
pocos minutos estaba otra vez montado en su Buggatti Bayron, su deportivo de lujo de
color rojo, aunque en realidad no iba a su casa. Pues si había llegado el momento de hablar
de venganzas, crímenes y asesinatos, el mejor preparado era sin lugar a dudas el justiciero
Espectro.
Vic Page se hallaba en su apartamento del edificio Wokston, bebiendo una cerveza
muy fría y comiendo un trozo de pizza. Había comenzado a leer el diario del Padre
Franklin que había recogido en la habitación del sacerdote, pero hasta el momento no
había mención alguna que reportara su interés. Sólo parecía el diario de un joven
veinteañero que acababa de descubrir el mundo, y sus palabras revelaban el corazón
sincero y bondadoso del cura asesinado. Juventud, vitalidad, ansias de aprender, de ver
cosas…por eso el Padre Franklin se había enrolado cuarenta años atrás en un seminario
especial, un viaje al sur de un país europeo cuyo destino final era un pequeño y encantador
pueblecito alejado del mundanal ruido. Page se terminó la pizza y bebió la cerveza que le
quedaba de un trago, debía encontrar algo de interés en aquel diario, alguna pista útil. Se
lo debía al Padre Franklin. Abrió nuevamente el diario y se dispuso a leer por donde lo
había dejado.
“20 de mayo de 1970.
Nuestro lugar de destino es genial, una pequeña aldea rodeada por un paisaje de
exótica belleza. El clima de momento nos acompaña, apenas ha llovido aunque
empieza a hacer un poco de frío. Hemos tenido suerte y según parece estamos en
periodo festivo, Muller y yo nos hemos acercado a una feria situada al final del
pueblo. Los aldeanos son gente simpática y sencilla, y nos han acogido con los brazos
abiertos. Todo es maravilloso, ahora ya casi no recuerdo la dificultad de las pruebas
que tuvimos que pasar para que el Vaticano nos eligiese como candidatos. Mañana
conoceremos más sobre cuales serán nuestras funciones en el proyecto. Ahora me
voy a la cama, estoy muy cansado y se me cierran los ojos”.
“21 de Mayo de 1970.
Hoy hemos entrado dentro del complejo, y nos hemos llevado una sorpresa un
tanto desagradable. Lo primero que nos han dicho es que todo el asunto es alto
secreto, y que no debemos decir nada a nadie, ni tan siquiera a nuestras familias.
Luego nos han presentado a los militares encargados de dirigir el proyecto y velar
por nuestra seguridad, aunque Muller dice que no hacen falta tantas armas ni tantos
hombres para lo que se supone que debemos hacer. También hemos conocido al
equipo científico, una serie de nombres ilustres de diferentes nacionalidades y de
capacidades variopintas. Así que ya estamos todos, militares, arqueólogos,
ingenieros, historiadores, y por supuesto sacerdotes.
Por cierto, ya no vamos a poder salir del complejo hasta que terminemos nuestra
misión, así que a partir de ahora todo lo que escribo lo hago desde mi habitación,
que comparto con mi amigo Muller. Aunque se queja de todo a todas horas y
siempre está de mal humor, me encanta conversar con él. Es un tipo muy inteligente,
y prueba de ello es que también ha pasado las pruebas y está aquí, como yo.
Ahora a la cama, mañana nos espera un día duro de trabajo”.
Page observó que las siguientes entradas del diario se dispersaban en el tiempo, y que
además eran aún más cortas, como si el Padre Franklin hubiese dispuesto de mucho menos
tiempo para escribir en su diario. Además, no encontró ninguna aportación de interés,
pues al parecer el estricto secretismo que exigía el proyecto en el que estuvo involucrado
el sacerdote obligaba a no desvelar ningún detalle al respecto. Pese a ello, Page encontró
una sección que llamó la atención:
“28 de Mayo de 1970.
Hoy no se si podré dormir, estamos todos muy excitados. Tras una larga semana
de durísimo trabajo, hoy hemos empezado a recoger los frutos. Muller y yo hemos
traducido los diarios escritos en alemán, además de diversos papeles y documentos
antiguos. A pesar de que no nos han dado mayores explicaciones, enseguida nos
hemos dado cuenta de que fueron escritos sobre la década de 1940. Y al ver la
insignia nazi en muchos de los documentos, hemos averiguado cual es su
procedencia, lo cual no deja de ser preocupante. Muller, sorprendemente, en lugar
de quejarse se ha esmerado aún más en el trabajo, mostrando un interés mucho más
allá de lo esperado. Casi diría que parece obsesionado, sólo habla y habla de lo
concerniente al proyecto.
El único problema es que los documentos que hemos traducido no solo hablan de
ciencia y religión. También hablan del Infierno y del Diablo que habita en él. Pero
creo que a nadie de aquí le importa eso”.
Page dejó de leer un momento. Proyectos secretos, documentos nazis, científicos y
sacerdotes reunidos bajo el mando militar…Eso no era nuevo para él. En sus comienzos
como escritor Page se había documentado para escribir una obra de ficción donde el
malvado de turno era descendiente del mismísimo Hitler, y cuyo plan para someter al
mundo civilizado era frustrado por un héroe sin rostro conocido como Doctor Misterio.
Aunque el libro apenas le sirvió para darle de comer, le hizo enterarse de que Hitler
siempre estuvo obsesionado con lo paranormal, siendo un gran fan del ocultismo. Por ello
en el Tercer Reich siempre existió una división especial donde los mayores expertos en
ciencia y tecnología unían sus conocimientos con historiadores y amantes del ocultismo,
en busca de armas poderosas que dieran la victoria suprema a los nazis. Sin embargo, con
el fin de la Segunda Guerra Mundial y la extinción del tercer Reich, todo aquello había
quedado relegado al olvido, bajo el peso de todo el horror y el sufrimiento que aportó la
terrible contienda. ¿O tal vez no?
Page volvió las páginas del diario, pero para su estupor ya no encontró nada más
escrito en ellas. Todo el resto estaba en blanco, y además faltaban páginas que habían
sido arrancadas. ¡Maldición, no podía ser, necesitaba saber más! Completamente
enfadado, el escritor lanzó el diario por los aires de un violento manotazo, y el pequeño
libro quedó tirado en el suelo quedando en una posición extraña. Todas las hojas se
hallaban reposadas sobre la cubierta del libro, a la izquierda, mientras que a la derecha
sólo quedaba el reverso, curiosamente doblado completamente hacia atrás. Como si
tuviese algo de peso extra.
La curiosidad insaciable de Page le hizo coger otra vez el diario, examinándolo con
detenimiento. Tras palpar con sus dedos el reverso, pudo darse cuenta de que
efectivamente allí había algo. Utilizando la navaja de bolsillo que siempre llevaba
consigo, rasgó cuidadosamente aquella parte del diario, y extrajo un papel doblado del
compartimento. Al desdoblarlo enseguida se dio cuenta de que era una hoja del propio
diario, una de las páginas arrancadas. Page se dispuso a leer ávidamente su contenido,
esperando encontrar más información sobre las andanzas del joven Padre Franklin.
“10 de abril de 1970.
El Proyecto Arcángel ha sido un completo fracaso. Nunca debimos
haber venido aquí, donde al parecer el Señor nos ha dado la espalda. No
se si alguna vez me recuperaré del horror que he presenciado, pero de lo
que no me cabe la menor duda es que nunca podré olvidar las terribles
imágenes que aún resuenan en mi mente, y que me acompañarán para
siempre hasta el día de mi muerte. Al menos estoy vivo, al igual que nuestro
mentor, el Padre Lucius. Ambos hemos decidido marcharnos y jurar que
nunca hablaríamos de lo sucedido aquí. No volveremos a comentar nada
sobre las muertes horripilantes, sobre la sangre que mancha nuestras
manos, sobre el Mal que se abatió sobre nosotros como un lobo hambriento
con las fauces abiertas.
La mayoría de los militares y científicos han muerto, solo el joven
Sanders y unos pocos más han podido salvarse. En cuanto a mi amigo
Muller…¡Oh, dios mío, Muller! Lo que le ha pasado es simplemente
inconcebible, sólo espero que esté muerto, porque es lo mejor que le puede
haber pasado.
Mientras escribo estas líneas con manos temblorosas, con el cuerpo y el
espíritu envueltos por el manto del puro terror, es cuando me doy cuenta
del alcance de la ambición humana, capaz de transformarnos a todos en
seres codiciosos que no se detienen ante nada en satisfacer sus deseos.
Nosotros queríamos vislumbrar a los ángeles, pero sólo hemos conseguido
ver el rostro del Demonio. ¡Dios mío, que es lo que hemos hecho!
Sólo espero que el Señor nos perdone a todos, porque yo no puedo”.
Page leyó una y otra vez aquella hoja, escrita con una letra más inclinada y más grande
de lo normal, debido al pánico que debía estar sufriendo en aquellos momentos el Padre
Franklin. ¿Qué había sido exactamente el Proyecto Arcángel? Desde luego, la magnitud
de aquella tragedia había sido tal que casi nadie había sobrevivido, y uno de los pocos
que lo habían hecho acababa de haber sido asesinado. Y los otros dos supervivientes de
aquellos sucesos mencionados eran dos desconocidos, un tal Padre Lucius que al parecer
había sido el superior del Padre Franklin, y un tal Sanders que podría ser militar o
científico. Sin embargo, el segundo de los nombres le sonaba de algo. Sanders…¡Pues
claro, si lo había leído en el American Chronicles! Hacía poco tiempo que había
desaparecido una joven llamada Julie Sanders, cuando salía de estudiar en la biblioteca.
¿Sería una coincidencia, o había una conexión entre la joven desaparecida y uno de los
supervivientes del Proyecto Arcángel?
Vic Page sonrió mientras se ponía la chaqueta oscura y el sombrero a juego, pues él
lo tenía claro. Había una frase de Einstein que escuchó una vez en la facultad de
periodismo: «Coincidencia es la manera que tiene Dios de permanecer anónimo». Pues
en lo que a él concernía, Dios le estaba gritando al oído a pleno pulmón. Aquello era un
caso que iba a necesitar no solo de su astucia y perseverancia de escritor, sino también de
su actitud y personalidad más oscura. Y por ello cogió el revólver, que guardó bajo el
abrigo.
Tras salir del apartamento y entrar en el coche, Vic Page pensó que aquello pintaba
mal. Iba a ser muy complicado embarcarse en aquella misión, aunque no podía negarse a
ello. La muerte del padre Franklin le involucraba personalmente, además de que su
curiosidad de escritor le arrastraba a aquellas peligrosas aventuras de acción y misterio.
Al mirarse en el espejo retrovisor, se dio cuenta de que estaba sonriendo irónicamente.
¡De acuerdo, rayos, lo reconocía! Disfrutaba con todo esto, le gustaba dejarse llevar.
Aunque esta vez había una diferencia, iba a estar acompañado por dos tipos más raros
que un perro verde.
Lanzó una mirada al reloj del panel de mandos del vehículo. No había vuelta atrás.
Era la hora de volver a reunirse con John Reeves y Espectro.
***
LOBOS
Aquella noche la luna permanecía invisible al haber sido engullida por la espesa capa
de nubes negras que presagiaban una inminente tormenta sobre Hollow City. Los
primeros indicios ya habían comenzado, pues un viento gélido azotaba con violencia las
calles del barrio de Sawmill Street, acompañado por las primeras gotas de lluvia que
pronto se transformarían en un verdadero aguacero. Sin embargo, el estado del clima era
algo que de momento no preocupaban a las tres personas que en aquellos instantes se
encontraban a salvo de la tormenta, reunidos en el sótano de la tienda de antigüedades de
John Reeves. Su dueño intercambiaba opiniones con los otros dos individuos presentes,
el escritor Vic page y el justiciero Espectro, y el resultado parecía cosa de locos.
Tras compartir toda la información obtenida de la fotografía, el disco duro y el diario,
parecía que los tres aventureros habían desvelado una historia que había quedado oculta
bajo el paso del tiempo. Una terrible crónica de horror y muerte donde se hallaba
involucrado un joven Padre Franklin, que seguramente había sido asesinado por alguien
que también era conocedor de aquel terrible suceso. ¿Pero qué era lo que habían sacado
en claro tras examinar todas las pistas?
–Así que el padre Franklin y varios sacerdotes más, seguramente todos ellos jóvenes
y brillantes en algún aspecto, fueron reclutados sin saberlo para participar en el llamado
Proyecto Arcángel, y que presuntamente fue llevado a cabo en algún lugar cerca de un
pueblo rural del sur de Alemania llamado Beinch. ¿Correcto? –preguntó Reeves, más para
sí que para los demás.
–Eso parece –contestó Page–. Tanto la fotografía como el diario indican que fue muy
amigo del tal Muller, que debió sucumbir junto al resto de integrantes del proyecto. Lo
que me intriga es qué diantres esperaban conseguir intentando finalizar un experimento
secreto de los nazis, no lo entiendo.
–Si los militares estaban en el ajo, es que buscaban algún tipo de arma, una fuente de
energía, o algo similar –intervino Espectro, que se paseaba por el sótano observando con
interés todas las reliquias que guardaba allí el anticuario–. En resumen, lo mismo que
todos, poder. Lo que yo me pregunto es por qué necesitarían a los sacerdotes.
–Creo que puedo responderte a eso –dijo Reeves–. Los símbolos que aparecen en la
foto de Saint Patrick que tomaste, escritos con la sangre de la propia víctima, tienen un
significado esotérico. Están relacionados con libros satánicos que hablan de Dios y el
Diablo, de los ángeles y los demonios, del Cielo y el Infierno. No sé exactamente cuál
sería el arma que esperaban conseguir los nazis en 1940, o los militares del Proyecto
Arcángel en 1970, pero obviamente tenía un significado religioso, al menos en parte.
–¿Y qué hay de ese tal “MGR”? –lanzó Page–. Si se mantenía en contacto con él e
iban a mantener una reunión, puede que sea el asesino. Además, obviamente es uno de
los supervivientes del experimento.
–No lo creo –contestó Espectro–. En el email lo cita como “querido amigo”, mientras
que en la ampliación de la foto aparece la expresión “Traidor”. Además, en el email el
padre Franklin se refiere a un tercero, Él. Alguien conocido tanto por él mismo como por
MGR, alguien que también debió participar en el Proyecto Arcángel.
–Pues las únicas dos pistas que nos quedan son los supervivientes, el Padre Lucius y
ese tal Sanders. Y también está el hecho de que el Padre Franklin parecía estar siendo
vigilado por la Banda del Lobo, esos delincuentes que se creen los amos de las calles de
Hollow City. ¿Qué pintarán esos tipos en todo este embrollo? –preguntó el anticuario,
pensativo.
–Se trata de una banda callejera un tanto peculiar, pues se cuenta que sus miembros
practican ciertos ritos satánicos. Si tienen algo que ver con la muerte del Padre Franklin,
lo pagarán muy caro –al decir esto, la mirada de Page reveló parte de su personalidad
oculta, su yo justiciero que pugnaba por salir libre en momentos como aquel.
–Entonces, sugiero que sigamos nuestra opción más clara. Creo que es la hora de hacer
una visita a la familia de la desaparecida Julie Sanders. Si su caso no tiene nada que ver
con la muerte del Padre Franklin, al menos habremos descartado una posibilidad –
propuso Espectro.
Page y Reeves asintieron, y los tres salieron al exterior, encontrándose con el inicio
de la tormenta. Mientras cada uno iba en busca de su propio coche, se dieron cuenta de
que nadie había dicho nada de ir a la policía y contar lo que sabían. Ninguno confiaba en
ella, y preferían emplear sus propios métodos para resolver aquella misión que el destino
les había encargado. Además, la policía de Hollow City tenía fama de estar corrupta, y
encima estaba el hecho de que tampoco harían mucho caso de lo que pudiesen decir un
justiciero enmascarado, un anticuario con fama de estar algo chalado y un escritor de tres
al cuarto que se ganaba la vida contando historias descabelladas. Los candidatos perfectos
para ir derechos a un manicomio, si es que directamente no los encerraban en una húmeda
y lúgubre celda por ser los asesinos.
Era mejor hacer las cosas a su manera. Había llegado el momento de ver cuánto podía
dar de sí cada uno de ellos. Era la hora de pasar a la acción.
La noche se había hecho más oscura por culpa de la lluvia, que ahora caía con fuerza
desde el cielo encapotado. La calle estaba casi totalmente desierta, apenas unos pocos
viandantes sorprendidos por la tormenta marchaban todo lo rápido que podían buscando
cobijarse del furioso aguacero, intentando evitar los grandes charcos que se formaban en
el suelo del barrio de Silver Heights. Aquella zona situada cerca del centro no era desde
luego el lujoso barrio de Atherthon, pero al menos su categoría superaba la de Sawmill
Street o Green Leaf. Un buen lugar como cualquier otro donde perderse, o mejor aún,
donde vivir oculto y pasar desapercibido.
Delante del número 23, un pequeño edificio vetusto de paredes marrones mezcladas
con ventanas enrejadas y oxidadas, dos coches llegaron en mitad de aquella noche
tempestuosa, apagando las luces al estacionar en un lugar cercano. Del Lincoln del 71 de
color azul oscuro se bajó cojeando el anticuario John Reeves, utilizando un brazo para
apoyarse en su bastón y el otro para sujetar un paraguas que le cobijaba de la lluvia. Del
Buick Century de color gris se apeó el periodista Vic Page, vestido con sombrero y
gabardina, que corrió a resguardarse en el portal del edificio tras su compañero.
–¿Seguro que es aquí? –preguntó Reeves al periodista, mientras cerraba el paraguas
empapado tras sacudirlo un poco.
–Es lo que me ha dicho mi contacto del American Chronicles –respondió Page, que
había conseguido la dirección de la desaparecida Julie Sanders gracias al periodista que
había publicado el artículo.
Buscando en el panel de los botones de llamada, pronto encontraron el que buscaban,
con el nombre de J. Sanders grabado sobre la correspondiente lámina azulada. Page pulsó
el botón, y tras unos segundos contestó la voz vacilante y preocupada de una mujer.
–¿Si? –preguntó la voz femenina.
–Soy Vic Page, del American Chronicles. Desearía hablar con el señor Sanders sobre
la desaparición de su hija.
–Ya les hemos contado todo lo que sabemos, tanto a la policía cono a la prensa –
contestó la mujer, más angustiada que enfadada–. Por favor, déjenos en paz.
–Lo siento mucho señora, no pretendo molestarles –insistió Page–. Solo quiero
hacerles unas pocas preguntas que arrojen un poco más de luz sobre el paradero de su
hija. Seré breve y discreto, se lo prometo, tan solo quiero ayudar.
–Váyase y deje de incordiar –soltó la mujer, y después se oyó el chasquido del
intercomunicador que señalaba el fin de la comunicación.
Page volvió a pulsar el botón, pero no obtuvo respuesta.
–Esto es muy extraño –dijo Reeves, frunciendo el ceño–. Desaparece su hija, acuden
a la policía y a la prensa, y poco después no quieren saber nada más del asunto. Esto me
huele a algo.
–¿Cansancio? ¿Desánimo? ¿Tal vez desaliento? –inquirió Page.
–Miedo –contestó el anticuario.
Page y Reeves intercambiaron miradas, y al final decidieron forzar la sencilla
cerradura que protegía la entrada al edificio, dirigiéndose hacia las escaleras que
conducían al tercer piso en busca del apartamento de los Sanders. Una vez ante la puerta
de la vivienda, Page llamó al timbre una y otra vez, hasta que su insistencia obtuvo
resultado. La puerta se abrió, y una mujer cercana a la cincuentena y vestida con una bata
sucia y de ir por casa asomó su demacrado rostro por ella.
–Ya he dicho que no quiero saber nada del asunto, déjenos en paz con nuestros
problemas –dijo aquella mujer, con ojos temblorosos que empezaban a cubrirse de
lágrimas.
–Señora, estamos aquí para ayudarles. Sabemos que nadie en esta ciudad moverá un
dedo para buscar a su hija, pero nosotros si lo haremos. Solo queremos hablar son su
marido, el señor Sanders –Page habló a la mujer con el tono más suave y condescendiente
que pudo.
–No lo entienden, John no está en casa. Mi marido no podrá ayudarles…¡porque él
también ha desaparecido!
Y ante las caras estupefactas del anticuario y del periodista, la señora Sanders no pudo
más y se dejó llevar por sus emociones, abandonándose a un terrible llanto que amenazaba
con imitar el torrente de agua que manaba de la tormenta, allá fuera en la oscuridad
exterior.
Delante del edificio donde residían los Sanders, en el tejado de un establecimiento de
comida rápida, una sombra se refugiaba del fragor de la tempestad bajo la escasa
protección de un enorme cartel agujereado que servía de reclamo para los posibles
clientes. La silueta se camuflaba perfectamente en la oscuridad gracias a su traje oscuro
y su capa grande y negra, la cual la envolvía a la perfección. Desde aquel punto
estratégico, la sombra podía vigilar perfectamente la entrada y salida de vehículos y
personas que se acercasen a la vivienda de los Sanders. Aunque estar de guardia en aquel
temporal de agua y viento era algo que pocos soportarían, el individuo de la capa estaba
acostumbrado a ello. Cuantas veces había hecho algo similar, acechar pacientemente a
sus objetivos hasta encontrar el momento adecuado para acercarse a ellos y realizar el
acto final, consumando el acto de la venganza. «La paciencia lleva a la perfección», le
había dicho su maestro mientras le aleccionaba en el milenario arte del ninjitsu.
Bajo su máscara de Espectro, Eduard Kraine sonrió al recordar como vengó la muerte
de su mentor. De ello no hacía mucho, pues fue justo antes de regresar a Hollow City.
Kraine había llevado muy mal la muerte en accidente de sus padres, iniciando un viaje
sin rumbo hacia el caos y la ruina, viajando de un lugar a otro buscando algo que aliviara
su espíritu roto y su alma atormentada. Y su vida podía haber naufragado del todo en un
mar de desorden y confusión de no haber aparecido Koshiro Katshume. Aquel hombre le
salvó la vida, le proporcionó la paz que ansiaba, y fue como un segundo padre para él. El
joven Kraine fue adiestrado en la mística Senda de las Sombras por Katshume, y cuando
el gran maestro fue asesinado, utilizó todo lo aprendido para vengar su muerte. En una
noche oscura y siniestra como aquella en la que ahora se encontraba, Kraine aguardó con
paciencia y aguante hasta encontrar una fisura en la bien protegida casa del clan de los
Dragones Rojos. Después de acabar con todos ellos él solo, Kraine se encontró cara a cara
con su líder, Kenzo Kasamoto, el cual tembló de miedo al confundirle con un fantasma.
Un segundo después su cabeza cercenada rodaba por el suelo enmoquetado, esparciendo
la sangre por todos los rincones de la habitación. Su maestro había sido vengado, pero al
mismo tiempo había nacido el justiciero Espectro. Y si en el mundo había un lugar que
necesitase más justicia que cualquier otro, ese era la ciudad de Hollow City.
Bajo el estruendo de la tormenta, el sonido lejano de varios motores rugiendo juntos
despejó los pensamientos de Espectro. El vengador enmascarado usó unos pequeños
binoculares que llevaba en su cinturón y oteó con ellos en busca del origen de aquel ruido.
Justo donde comenzaba Silver Heights había un grupo de cuatro motoristas, lo cual no
sería extraño de no ser porque nadie en su sano juicio conduciría una motocicleta con
aquel tiempo infausto. Conforme iban acercándose de este a oeste en su dirección,
Espectro observó que los cuatro individuos motorizados llevaban chaquetas oscuras con
cadenas y otros adornos, y en sus vehículos se perfilaba el mismo dibujo: un colmillo
bañado en sangre. No necesitó ver sus rostros de mirada desafiante, sus largas barbas
greñudas o sus brazos cubiertos de extraños tatuajes para saber quiénes eran.
La Banda del Lobo había llegado.
Vic Page y John Reeves salieron del edificio, encontrándose con el frío abrazo de la
tormenta que les esperaba. Ambos permanecían en un silencio sórdido, después de haber
hablado con la señora Sanders. Aunque al principio mostró una actitud distante, sumida
en el dolor y en el llanto, poco a poco la habilidad de Page la incitó a calmarse y recuperar
fuerzas, tras lo cual llegó el momento en que el velo de la desconfianza se rompió por
culpa de la desesperanza. La buena mujer les contó todo lo que sabía, revelando que todo
había comenzado con la desaparición de su hija, Julie Sanders. Sus padres habían acudido
a la policía y a la prensa, pero se habían tropezado con la indiferencia de unos y otros.
Luego comenzaron las llamadas extrañas y amenazantes, que siempre se empeñaba en
responder el padre de Julie, John Sanders. Al parecer, John se autoinculpaba de la
desaparición de Julie, diciendo que todo se debía a ciertos asuntos de un oscuro pasado
que creía haber dejado atrás, pero que ahora regresaban para atormentarle. Y por último,
en la tarde del día anterior, unos hombres con pinta de matones vinieron montados en
motocicletas con decoraciones extravagantes, exigiendo a John Sanders que les
acompañara. Dijeron que solo sería temporalmente, y que si se negaba le harían daño a
Julie. La mujer rompió a llorar al recordar la mirada de despedida de su marido, el cual
le dijo que no dijera nada de todo aquello a la policía. Los hombres se marcharon con su
marido, no sin antes avisarla de que la estarían vigilando.
Reeves y Page preguntaron a la señora Sanders en que trabajaba su marido, y ella
contestó diciendo que era un simple científico de una empresa dedicada a fabricar
productos de alta tecnología, aunque antes había sido un hombre importante. Y,
efectivamente, de joven había estado una vez en Alemania, aunque no hablaba nunca de
ello porque le turbaba muchísimo. Tras despedirse de la señora Sanders y prometerla que
harían todo lo posible por ayudar a su marido y a su hija, Page y Reeves se marcharon.
Tenían a su hombre, efectivamente era el Sanders que buscaban, el que aparecía
nombrado en el diario del asesinado Padre Franklin. Uno de los supervivientes del fallido
experimento llamado Proyecto Arcángel. Al parecer, unos individuos habían secuestrado
a la hija para obligar al padre a irse con ellos, y debían de tratarse de los mismos que
estaban tras la muerte del sacerdote. ¿Pero cómo encontrar a esos individuos?
Eso es lo que se preguntaban ambos aventureros cuando comenzaron a adentrarse en
la noche lluviosa, en busca de su compañero Espectro al que habían dejado vigilando en
el exterior debido a su vestimenta pintoresca y su fama de justiciero vengativo. Pero lo
que no podían imaginar es que la respuesta a esa pregunta la iban encontrar en aquel
mismo instante, justo delante de sus propias narices.
La intensa luz de un relámpago cruzó el cielo acompañado de un desgarrador trueno,
iluminando la tensa escena que se desarrollaba bajo la lluvia. Como si fuese una secuencia
rodada a cámara lenta, los cuatro jinetes motorizados pasaron por delante del portal del
edificio de los Sanders, justo en el momento en que Reeves y Page salían a la intemperie.
Las miradas de los dos grupos se cruzaron un solo instante fugaz, un momento crucial en
el que se dieron cuenta de que algo andaba mal. Un segundo trueno rompió los cielos, y
enseguida todo se desbordó.
Los miembros de la Banda del Lobo dieron media vuelta para encararse hacia los dos
investigadores, mostrando su habilidad a la hora de manejar las motos en aquel
resbaladizo y húmedo asfalto. Rápidamente aceleraron para intentar embestirles a toda
velocidad, pero tanto Page como Reeves se lanzaron rodando por el suelo para evitar el
impacto. Mientras se levantaban para recuperarse, observaron que los jinetes
maniobraban para realizar una segunda embestida. Apuntándoles con los cegadores focos
de sus vehículos, los motoristas se lanzaron alocadamente en parejas sobre los
aventureros, los cuales demostraron no estar precisamente desvalidos.
Vic Page desenfundó el revólver Calibre 38 Especial que guardaba bajo su abrigo,
apuntando con gran serenidad a uno de los matones a pesar de la borrasca que lo azotaba
con gran intensidad. Apretó con firmeza el gatillo, y la bala salió disparada por el cañón
con una rapidez y precisión mortal, alcanzando el lado derecho de la cabeza de su
objetivo. El jinete-lobo aún permaneció montado sobre su motocicleta unos segundos, a
pesar de que ya era un cadáver, hasta que el vehículo se estrelló contra un coche aparcado
al otro lado de la calle.
El segundo de los motoristas se lanzó sobre John Reeves mientras esgrimía un cuchillo
montañés de grandes dimensiones para intentar cortarle al pasar por su lado, pero se
encontró con una sorpresa inesperada. Un instante antes de llegar hasta el anticuario, éste
desenfundó la hoja delgada y afilada que se ocultaba en el interior de su bastón, y el
destello de un relámpago se reflejó en la superficie del brillante acero iluminando
brevemente la dura mirada del anticuario. En un santiamén el cuerpo degollado del
motorista caía sobre el suelo encharcado, mientras su moto resbalaba bajo la cortina de
lluvia perdiendo poco a poco velocidad en la misma medida en que su piloto iba perdiendo
la vida.
Un tercer maleante sacó una gruesa cadena y la enarboló con su mano izquierda
mientras con la derecha abría el gas de su moto a fondo, haciendo rugir el motor del
vehículo como una bestia herida. Iba a pillar desprevenidos a los dos héroes con su ataque
cuando de repente un punto centelleó en el aire, un pequeño objeto metálico que atravesó
oscuridad, lluvia y viento para terminar hundiéndose en el brazo derecho del motorista.
El miembro de la Banda del Lobo aulló de dolor al ser herido por aquella estrella metálica
con puntas afiladas, y al perder el control del vehículo tanto la máquina como su piloto
sufrieron una caída aparatosa. El motorista dio varias vueltas por el suelo, terminando
empapado y dolorido en una posición incómoda. Pero no tuvo tiempo de ponerse en pie,
pues una sombra se movió veloz hacia él, y lo último que vio fue una capa negra que
ondeaba al son del viento, una máscara oscura iluminada por dos carbones encendidos y
un puño enguantado que se incrustó en su cabeza. Luego el dolor desapareció, y el
maleante quedó sumido en el abismo de la inconsciencia, un profundo sueño del que
tardaría varios días en despertar.
Solo quedaba un cuarto motorista, el cual observaba asombrado como Vic Page, John
Reeves y Espectro habían acabado en un momento con sus compañeros. Sin pensarlo dos
veces dio media vuelta para tratar de huir, pero antes de poder coger velocidad suficiente
para ello Vic Page disparó hacia el neumático trasero, reventándolo. El malhechor cayó
al suelo, sacando una escopeta recortada de un compartimento de la moto, aunque
Espectro se le adelantó desarmándole de una grácil patada en la mano. Reeves remató la
faena colocando la punta de su acero afilado en el cuello del rufián, mientras con la mirada
le desafiaba a oponer resistencia, lo cual evidentemente no hizo.
–Así que sois de la famosa Banda del Lobo –dijo el anticuario–. ¿Por qué nos habéis
atacado?
El motorista no dijo nada, limitándose a insultarles a todos con grandes blasfemias.
Era evidente que no iba a colaborar de buen grado, y sería necesario usar ciertas dotes de
convicción para hacerle hablar.
–Debían estar aquí para vigilar a la señora Sanders –Page se volvió hacia Espectro–.
Así que al final tenías razón, el padre de la desaparecida Julie Sanders es el científico que
menciona el diario del Padre Franklin, y estos tipos los tienen retenidos a ambos, aunque
no sabemos el propósito.
–Seguro que nuestro amigo sabe el motivo, y también donde los retienen –dijo
Espectro con la voz distorsionada gracias a la máscara que ocultaba su rostro.
–Pues no os voy a decir una mierda, jodidos cabrones –el bandido lanzó una risotada
burlona y luego escupió al aire de forma desafiante.
Entonces Espectro se acercó amenazadoramente, haciendo que su máscara rozase la
cara barbuda del motorista, provocando que éste se echase atrás con el temor reflejado en
su rostro.
–Hablarás –susurró con un dejo extraño e intimidatorio el justiciero enmascarado–.
Ya lo creo que hablarás.
Para sorpresa de sus dos compañeros, Espectro agarró con fuerza al esbirro y lo
arrastró a golpes por la calle, llevándolo hacia unas escaleras que descendían hacia una
solitaria estación de metro que había visto cuando estaba montando guardia. El anticuario
y el periodista se miraron sin saber muy bien que hacer y decidieron seguirlos, entrando
todos en el túnel bajo el suelo. Al pasar por delante de una cámara de seguridad, Page
colocó el sombrero de forma que ocultase sus facciones mientras que Reeves se levantó
el cuello del abrigo y ladeaba la cabeza para esconder el rostro. Espectro no se molestó
en evitar la cámara, pues la identidad del millonario Eduard Kraine quedaba encubierta
bajo su alter ego.
Los cuatro hombres entraron en el recinto del lavabo de caballeros, dando gracias
todos menos uno de que no había nadie allí en aquel momento. Espectro cogió al
motorista por el cuello y lo levantó del suelo, golpeándole la cabeza contra el sucio espejo
del baño. El cristal se rompió en varios pedazos, y el esbirro gritó de dolor, retorciéndose
bajo la férrea presa del justiciero.
–Habla, puedo seguir golpeándote toda la noche –amenazó Espectro.
–Tal vez esta no sea la mejor forma de obtener información –dijo Page, que no
acababa de estar convencido de los métodos de Espectro.
–Ahora mismo no tenemos otra opción, ¿no crees? –dijo John Reeves–. No podemos
dejárselo a la policía, ya sabes de sobra que tardarían una eternidad en sacarle algo a este
idiota, y eso si antes no consigue libarse gracias a algún picapleitos listillo. Imagina lo
que pueden estar haciendo sus compañeros sectarios a la chica y a su padre, no creo que
el tiempo juegue a nuestro favor.
Mientras el periodista y el anticuario dialogaban, Espectro se dedicaba a castigar al
malhechor llenando su cuerpo de cardenales. Lo empujó con violencia de una pared a
otra, le torció una muñeca en un giro inverosímil, le propinó un par de puñetazos en la
cara y en el estómago, e incluso le aplicó una poderosa llave de artes marciales llamada
nikkyo, consistente en retorcer la muñeca y el codo para provocar un dolor insoportable.
Para sorpresa de todos, el prisionero aguantó todo el “tratamiento” del justiciero, riéndose
en sus narices mientras escupía sangre a través de sus labios partidos.
–¿Eso es todo lo que sabes hacer, fantoche? –se burló el bandido–. Sabed que hagáis
lo que hagáis, no podréis evitar que la Bestia, nuestro amado Señor de la Oscuridad,
obtenga al fin su venganza. El sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las
estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. El sello de la
prisión se romperá, y los ejércitos del mal se abalanzarán implacablemente sobre el
mundo, extendiendo a su paso un mar de caos y corrupción que lo cambiará para siempre.
El Bien se hará el Mal, el ángel se transformará en demonio, y el Cielo azul será para
siempre el Infierno llameante.
Tras pronunciar aquellas palabras místicas en un tono cercano al fanatismo demencial,
el motorista comenzó a reír con carcajadas siniestras. Fue entonces cuando Espectro no
pudo más, y dejándose llevar por la furia le clavó una mirada vengativa:
–¿Quieres ver el Infierno? Pues yo te lo voy a mostrar de cerca.
Y acto seguido el justiciero lo obligó a meter la cabeza en el interior de uno de los
mugrientos retretes, para a continuación tirar de la cadena. Mientras John Reeves movió
los labios para formar una sonrisa irónica aprobatoria, Vic Page abrió los ojos
desorbitadamente ante la terrible impresión de aquel acto. El pequeño recinto se llenó de
los gorgoteos del matón que rápidamente iba asfixiándose, mientras el justiciero mantenía
su presa sin mostrar ningún signo de que fuese a aflojarla. Al sentir la agonía de la
sustitución del oxígeno en sus pulmones por el agua del inodoro, el bandido movió las
piernas espasmódicamente, por lo que Reeves le sujetó las piernas para terminar de
inmovilizarlo ante la atónita mirada de Page.
Oscuros pensamientos fueron sucediéndose fugazmente en la mente de Espectro,
como páginas manchadas de un libro que iban solapándose una encima de otra, turbando
su espíritu. Veía el rostro de asesinos, psicópatas, violadores y demás delincuentes de baja
estofa que se burlaban de él, individuos pertenecientes a la peor calaña posible que
siempre salían indemnes de sus fechorías, esquivando el débil abrazo de la ley. Aquellos
criminales siempre quedaban por encima del sistema, se creían impunes ante la justicia,
y eso era algo que había que remediar. Había que devolver golpe por golpe, había que
contratacar con fuerza, aplastar el crimen, destrozarlo completamente, aniquilarlo hasta
que no quedase más que cenizas, hasta que la última rata de la ciudad quedase
exterminada…
–Creo que ya está bien, si muere no podrá decirnos nada –dijo Vic Page, posando
suavemente una mano en el hombro de Espectro para tranquilizarlo.
El justiciero salió de su éxtasis de ira al advertir el contacto del periodista, y al darse
cuenta de lo que estaba haciendo soltó al malhechor y dio un paso atrás, aturdido por el
impacto de haber estado a punto de rebasar la fina línea que separa el bien y el mal. Una
cosa era luchar contra los delincuentes con sus mismas armas, y otra bien distinta
rebajarse a convertirse en uno de ellos.
Reeves también liberó las piernas del hombre, y aunque era de la opinión de que el
fin justificaba los medios, al verlo completamente inmóvil no pudo dejar de pensar que
tal vez se habían pasado un poco.
Page se arrodilló junto al cuerpo del motorista, retirando su cabeza de la sucia taza, y
respiró aliviado al ver que sus temores eran infundados, pues aunque el hombre había
quedado inconsciente aún estaba vivo.
Fue justo en ese momento cuando dos individuos vestidos con ropas inmundas y que
apestaban a alcohol y vómito entraron de repente en el lavabo, en busca de un lugar donde
pasar la noche a salvo de la tormenta. Los ojos de los dos vagabundos se abrieron de par
en par al contemplar aquella chocante escena: un hombre embozado en un abrigo negro,
un individuo disfrazado con un extraño traje y una larga capa, y otro arrodillado al lado
de un supuesto cadáver con la cabeza empapada. Los recién llegados pusieron pies en
polvorosa lanzando gritos de pavor, mientras los tres aventureros se daban cuenta de que
ya no podían hacer otra cosa más que huir de allí.
Abandonando a su pesar al prisionero inconsciente, Espectro, Page y Reeves corrieron
rápidamente abandonando los lavabos para intentar llegar hasta la salida de la estación de
metro, pero se encontraron con un problema en forma de varios fornidos guardias de
seguridad. Alertados por los gritos de los vagabundos, los celadores desenfundaron sus
armas reglamentarias para intentar intimidar a los tres aventureros, pero no pudieron hacer
nada frente a una nueva sorpresa de Espectro. El justiciero arrojó con presteza a los pies
de los guardias unas pequeñas cápsulas que al chocar contra el suelo liberaron un estallido
cegador al que le siguió una nube de humo denso, siguiendo la tradición de las antiguas
kemuridama de los ninjas medievales. Cuando los sorprendidos guardias pudieron
recuperarse del ataque, ya era demasiado tarde. Tras los restos de la humareda ya no
quedaba vestigio alguno de los héroes, los cuales se retiraron rápidamente hacia sus
respectivos vehículos para marcharse de allí a toda velocidad.
Nuevos misterios se añadían a los ya revelados, como la mención de la Bestia, las
misteriosas palabras apocalípticas del motorista, o el paradero desconocido de Julie y
John Sanders. ¿Podrían los héroes enfrentarse ellos solos contra todo aquel asunto, antes
de que fuese demasiado tarde? ¿Lograrían resolver el enigma antes de quedar consumidos
por la llama de la venganza? Aquella era la pregunta que rondaba por las mentes de
Espectro, Vic Page y John Reeves cuando se adentraron en lo más profundo de la noche
tormentosa que azotaba las calles de Hollow City.
***
VENGANZA
Mark Bishop se hallaba solo en su mesa, mientras se llevaba al gaznate una cerveza
muy fría, la tercera en aquella noche tormentosa. Reclinándose en su asiento contra la
pared, el cabecilla de la Banda del Lobo observaba con interés el salón de la Caverna, el
tugurio sucio y hediondo donde se reunían los miembros de aquella siniestra hermandad
de motoristas adoradores del Diablo. El local estaba repleto, y prácticamente todos los
Lobos se encontraban en aquel instante bebiendo, fumando y peleándose entre ellos,
puesto que la noche no había sido propicia para realizar incursiones callejeras a lomos de
sus motos tuneadas. Tan solo se hallaban ausentes los cuatro miembros encargados de
vigilar el domicilio de John Sanders.
Bishop sonrió maliciosamente al pensar en aquel pobre hombre, y en su joven y
hermosa hija, ahora en manos de la Bestia. Desde que Bishop había llegado a ser el líder
de la banda, siempre había sentido que podían hacer cosas grandes, algo más que
dedicarse a la delincuencia callejera. Puesto que en el pasado había servido en el ejército,
había aplicado sus conocimientos militares llevando a la Banda del Lobo a lo más alto.
Pero para Bishop aquello no era suficiente, faltaba algo, un objetivo…un destino. Y la
aparición de la Bestia en su vida había sido la clave, él le había mostrado cual era el
verdadero camino, iniciándole en el auténtico sendero infernal. La Bestia había confiado
en Bishop, revelándole secretos inconfesables, incluso le había dado a beber unas pocas
gotas de su propia sangre, convirtiéndole en el primer iniciado de su nuevo culto, en su
mano derecha. Ahora era un hombre nuevo, puro, sin dudas en su interior, más fuerte,
más rápido…mejor en todos los aspectos.
En ese momento Bishop sintió una oleada de calor que le recorrió todo el cuerpo
de cabeza a los pies, y una punzada de dolor golpeó el interior de su cabeza. Se llevó las
manos a su testa rapada al cero, que ostentaba en su centro el tatuaje de un diablo de
mirada feroz y cuernos retorcidos, y las fue bajando hasta su rostro hirsuto y su barba
espesa. Unos segundos después, el calor se desvaneció al igual que el dolor de cabeza,
pero en su mente el mensaje permanecía claro: la Bestia, su Maestro, le llamaba una vez
más a su presencia. Debía acudir lo más pronto posible, pues no era conveniente
contrariarle, y menos ahora que sus planes de venganza y cambio estaban a punto de
cumplirse.
Bishop apuró la cerveza de un solo trago y se encaminó hacia la salida de la Caverna,
pero entonces una figura de casi dos metros de altura se plantó ante él, impidiéndole el
paso. Se trataba de Blackwolf, un musculoso adicto a las pesas y que había sido cliente
habitual de varias cárceles del condado, hasta que había pasado a formar parte de la banda.
Su mirada desafiante representaba claramente la desconfianza que habitaba en algunos de
los miembros de la hermandad sobre la Bestia y sus intenciones, un hecho que Bishop
creía haber aclarado, pero al parecer se había equivocado.
–Bishop, ya es hora de que nos digas quien es esa Bestia para el que ahora trabajamos.
De momento tú eres el único que lo ha visto, y los demás nos tenemos que conformar con
tus idas y venidas al lugar donde se oculta. ¿Desde cuándo el jefe de la Banda del Lobo
es un siervo? ¿Cuándo los hermanos han dejado de ser libres como los lobos de una
manada para convertirse en un puñado de esclavos a la espera de órdenes? ¡Yo digo que
ya está bien de todo esto!
Los Lobos aullaron y gritaron, espoleados tanto por las palabras del rebelde Blackwolf
como por los ríos de alcohol que surcaban sus venas en aquel instante. Si Bishop no ponía
freno a aquella situación, la cosa podría desmadrarse. Y nada ni nadie debía interponerse
en los planes del Maestro, ni siquiera un hermano descarriado.
Bishop y Blackwolf se miraron fijamente, sin pestañear, como dos lobos enfrentados
por el liderazgo de la manada. El desafío había sido lanzado, ahora solo había que ver
cuál era el resultado. Líder y aspirante respiraron hondo, tensando los músculos y
comenzando a caminar en círculo muy despacio, manteniendo en todo momento el
contacto visual entre ambos, esperando a que fuese el otro el que realice el primer
movimiento.
El gigante Blackwolf atacó primero, una inmensa mole de músculos lanzada a plena
potencia, fortalecida por la ira y la rabia. Pero Bishop, poseedor de un entrenamiento
militar, fue más rápido y bloqueó a su contrincante, utilizando una llave de combate
cuerpo a cuerpo que aprovechó el peso del rebelde para lanzarlo sobre el suelo de la
Caverna. Blackwolf se levantó con la furia reflejada en su rostro, y cargó nuevamente
sobre su jefe, atrapándolo entre sus poderosos brazos. Jaleado por los gritos de sus
hermanos Lobos, el gigantón aplicó su tremenda fuerza sobre Bishop, el cual comenzó a
notar como sus costillas comenzaban a crujir, a la vez que poco a poco se quedaba sin
respiración. Aquella férrea presa hubiese terminado de una vez por todas con el antiguo
Bishop, pero no con el renovado siervo de la Bestia.
Invocando el nombre de Lucifer, Bishop reunió la energía de su espíritu bendecido
con los dones otorgados por su Maestro, y sus ojos se volvieron de un color rojo oscuro
mientras todos los músculos de su cuerpo parecían hincharse. Su cara comenzó a temblar
y a transformarse en una horrible máscara desencajada, y de su garganta surgió un rugido
bestial que amedrantaría a cualquier animal de la tierra. Aferrando las muñecas de su
contrincante y tirando de ellas al máximo, Bishop se liberó de la presa de Blackwolf,
mientras se escuchaba el crujido de tendones retorcidos y huesos rotos. El gigante rebelde
cayó de rodillas al suelo, gritando de dolor, pero Bishop no tuvo piedad. Con su mano
derecha, el jefe de los Lobos agarró el cuello de Blackwolf, lo levantó del suelo con gran
facilidad, y de un violento tirón arrancó de cuajo su nuez. Luego lanzó el cuerpo sangrante
y sin vida del rebelde como si fuese un pelele, yendo a parar a los pies de sus compañeros
estupefactos.
Bishop se erguía de pie, orgullosos y desafiante, con su cuerpo manchado de la sangre
de su rival, rodeado por los miembros de la Banda del Lobo. Una bestia, un demonio,
pero mucho más que un hombre.
–¿Alguien más quiere decir algo? –dijo Bishop, mirando a su manada.
Todo el mundo bajó la mirada al suelo, sin atreverse a decir nada, haciéndose a un
lado mientras su respetado jefe salía de la Caverna para acudir en pos de la llamada de la
Bestia.
John Sanders abrió los ojos, encontrándose en un lugar oscuro y frío. Poco a poco fue
saliendo de su letargo, recordando que había sido maniatado por unos motoristas
desarrapados, que le colocaron una capucha en la cabeza para que no supiera a donde
iban. Luego le había entrado el pánico, había comenzado a forcejear para intentar escapar,
pero lo habían dejado inconsciente de un golpe.
Enseguida notó que estaba en un lugar lleno de aparatos electrónicos de algún tipo,
pues a sus oídos acudían los característicos zumbidos incesantes del fluir de la energía. Y
también advirtió que no estaba solo.
–¿Quién hay ahí? –preguntó tímidamente Sanders.
La respuesta que obtuvo lo dejó helado.
–¿Papá? ¿Eres tú? –dijo una conocida voz femenina.
–¡Julie, hija mía! –Sanders se incorporó en la oscuridad, dándose cuenta de que le
habían quitado tanto las ligaduras como la capucha.
Entonces se oyó un chasquido, y una serie de tubos luminosos comenzaron a arrojar
su trémula luz azul mostrando a Sanders el lugar donde se encontraba. Un gigantesco
laboratorio, equipado con las máquinas más modernas que un científico como él soñaría
con poder manipular, se revelaba ante su atónita mirada. Pero su curiosidad científica no
pudo rivalizar con el amor y la preocupación de un padre hacia su hija, y su mirada
enseguida se apartó de las máquinas para posarse sobre el cuerpo encadenado de su hija,
Julie Sanders. La joven parecía triste, demacrada, sus hermosos ojos transformados en
dos órbitas aterrorizadas, pero por lo demás no parecía herida.
–Julie, cariño, no te preocupes, ahora mismo te liberaré y nos iremos a casa –Sanders
se dirigió velozmente hacia el extremo del laboratorio donde se hallaba Julie.
Pero una presencia surgió de entre unos inmensos contenedores metálicos,
interponiéndose altivamente entre padre e hija. Ocultaba su rostro entre las sombras, pero
podía vislumbrarse que se trataba de un individuo alto, envuelto en un abrigo largo y
negro, con las manos cubiertas por sendos guantes de cuero oscuros.
–No tan deprisa, Sanders –la voz del desconocido, un susurro grave que tenía algo de
inhumano, causó sobre el científico dos sensaciones muy distintas. La primera fue ponerle
los pelos de punta por su tinte sobrenatural. La segunda, traerle a la mente una sensación
de familiaridad procedente de los recuerdos de un pasado lejano. De sus tiempos jóvenes,
de cuando era un científico tan brillante que fue reclutado por el gobierno para participar
en un proyecto secreto.
El maldito y horrible Proyecto Arcángel.
Entonces Sanders observó a su alrededor con más detenimiento, analizando
mentalmente el equipamiento científico que lo rodeaba. No era un simple laboratorio
vulgar y corriente. Su corazón comenzó a latir más rápidamente, al darse cuenta con
horror lo que estaba viendo.
Una réplica casi exacta del laboratorio donde trabajó cuarenta años atrás en un búnker
subterráneo bajo la aldea alemana de Beinch.
Sanders cayó al suelo, con la boca abierta de espanto y con los ojos llorosos. Los
recuerdos que creía haber olvidado, las imágenes de pesadilla que había soportado durante
años, los horrores presenciados que le torturaron durante muchas noches, todo le
sobrevino al instante como si un meteorito hubiese caído sobre él.
Sanders no necesitaba que el desconocido se mostrase a la luz, sabía de sobra quien
era. Y lo más importante, lo que quería de él. Pero lo que le hizo proferir un angustioso
llanto de desesperación fue la certidumbre de saber que haría todo lo que aquel individuo
quisiese. Porque así es el amor de un padre desconsolado hacia su hija cautiva.
La Bestia, también llamado el Maestro o Señor de la Oscuridad entre otros nombres,
rio de forma triunfal, al ver como el científico se venía abajo, tal y como él había previsto.
Todo estaba yendo según sus planes, y nada le impediría llegar hasta su objetivo final.
Pero aún había un cabo suelto por resolver. Para culminar su venganza, debía acabar
con el único superviviente que aún quedaba del Proyecto Arcángel.
Era hora de hacer una visita al Padre Lucius.
Al día siguiente, el American Chronicles y todos los demás medios de comunicación
de Hollow City anunciaban la celebración de la misa en honor al fallecido Padre Franklin,
que se realizaría al mediodía en la catedral de la ciudad. También algunos medios
dedicaban parte de su atención al suceso ocurrido la noche anterior en una estación de
metro, donde cuatro individuos se habían visto involucrados en una reyerta en los lavabos.
Al parecer estaba relacionado con el hallazgo de tres cuerpos, dos de ellos sin vida,
encontrados en una calle oscura del barrio de Silver Heights. La información difundida
era escasa, solo se hacía mención a la Banda del Lobo y al justiciero Espectro como
posibles participantes del suceso, además de otros implicados no identificados.
Tras lo ocurrido en el metro, Vic Page, John Reeves y Espectro habían decidido
permanecer inactivos un par de días, ya que lo mejor era dejar pasar el tiempo sin que
nadie los viese juntos. Sin embargo cada uno de ellos seguiría investigando por su cuenta
acerca del caso del Padre Franklin, aunque de momento todas las pistas se habían agotado.
Ahora había que honrar al sacerdote fallecido, luego ya habría tiempo de continuar con
el asunto.
Poco antes del mediodía, la catedral de Hollow City ya estaba repleta. Puesto que el
interior del templo se hallaba completo, con las autoridades más notables de la ciudad
apoltronadas en sus primeras filas, la plebe tenía que conformarse con seguir la ceremonia
de puertas para fuera, aglomerándose tanto en las escalinatas del sacro edificio como en
los alrededores de la plaza adyacente. El dispositivo de seguridad para el acto incluía
tanto a miembros del cuerpo de la policía local como a un pequeño equipo de agentes del
vaticano enviados para la ocasión. Debido a la importancia de las personalidades
asistentes, el acceso al interior de la catedral había quedado altamente restringido, y solo
la prensa acreditada podía atravesar el cordón de seguridad.
Vic Page estaba entre los elegidos, puesto que había convencido a sus contactos del
American Chronicles para que lo destinaran como enviado especial al evento, debido a
su relación personal con el Padre Franklin. Situado lo más cerca posible que le habían
dejado estar del altar, justo al lado de la estatua de Saint Michelle, patrón de la catedral,
Vic Page podía vislumbrar al Alcalde Mallory, al Comisario Howard, y a otras personas
importantes como el millonario Eduard Kraine. Menuda gentuza.
A la misa también había asistido el anticuario John Reeves, de pie al lado de una de
las blancas columnas de mármol que sostenían la bóveda de la nave lateral izquierda del
edificio. Apoyándose en su bastón de pomo plateado, permanecía impertérrito y vigilante,
observando atentamente a la muchedumbre acumulada en los asientos de la nave central.
Todo estaba a punto para que comenzase la ceremonia, tan solo faltaba que de un
momento a otro hiciese su aparición el Obispo Ludovic para que diese comienzo el oficio.
Uno de los agentes de seguridad que vigilaba el acceso a las escaleras que conducían
a los aposentos privados del obispo consultaba su reloj de muñeca con aire de fastidio.
Aún faltarían horas antes de poder irse a casa, y seguramente se perdería el primer tiempo
del partido de los Hollow Riders. Y todo por culpa de ese sacerdote muerto, a quien en
realidad no importaba a nadie, pero por cuestiones políticas se le había dado una
notoriedad nada habitual. Política y clero, una mezcla explosiva desde el principio de los
tiempos, y que ahora los medios aprovechaban para dar carnaza al público. Y al final la
pagaban los de siempre, como él, de pie todo el día más aburrido que una ostra.
El guardia intentó mermar su hastío observando los adornos religiosos que recubrían
las paredes y columnas cercanas. Una gran cruz dorada, recubierta de gemas, se alzaba
en lo más alto como el símbolo de un dios vigilante encargado de proteger a todos los
miembros de su culto. El guardia torció el gesto despectivamente al pensar a cuantas
familias se podría alimentar con lo que valía aquel enorme crucifijo.
El sonido de una puerta chirriante hizo que el guardia desviase la mirada hacia la
figura que se perfilaba bajo el umbral. Si había llegado hasta allí significaba que el resto
de agentes de seguridad situados en los demás controles le habían dejado pasar. Sin
embargo, una pequeña señal de alarma se encendió en su mente, pues lo normal era que
alguno de sus compañeros le hubiese advertido por medio de la radio de la llegada del
individuo. Y no había sido así.
–Espere un momento, señor –dijo el guardia, llevándose despacio la mano derecha a
la pistola enfundada–. Su presencia aún no ha sido verificada, debe identificarse…
Sin decir nada, el desconocido avanzó hasta quedar expuesto a la luz, lo que provocó
el espanto sobre el guardia. Aquella figura vestida de negro y enguantada poseía un rostro
horrible, inhumano, y lo peor de todo eran sus ojos…los ojos del diablo. Antes de que
pudiese reaccionar, el sobrecogido guardia vio como el intruso extendió la palma de su
mano derecha, y un chasquido retumbó a su espalda, haciéndole volverse.
El inmenso crucifijo metálico estaba ahora colgado boca abajo, completamente
envuelto en llamas, convertido ahora en el sacrílego símbolo de Satán, la cruz invertida.
Y lo último que vio el guardia fue como la gran cruz se desprendía de sus soportes y
volaba rápidamente hacia él, aplastando su cráneo bajo su enorme peso.
Eduard Kraine estaba sentado justo detrás del Alcalde Mallory, en la segunda fila de
los asistentes al funeral, por lo que vio con curiosidad como el guardia que custodiaba la
puerta del acceso desde la capilla mayor hacia la sacristía se llevaba la mano al auricular
de su oído derecho. Tras llevarse a los labios la radio, el guardia parecía insatisfecho, y
desapareció tras la puerta para realizar alguna comprobación.
Mientras tanto, Kraine tenía que aguantar la incesante cháchara del obeso Alcalde, el
cual no paraba de despotricar contra todo, llegándole el turno al clero.
–Todo esto por un decrépito cura de pueblo, lo que hay que aguantar. Howard, ¿ya
tenemos a alguien a quien cargarle el mochuelo?
–Aún no, señor Alcalde, pero estamos haciendo importantes progresos en la
investigación –contestó el Comisario, secándose la frente sudorosa con un pañuelo.
–Dile a tu pandilla de inútiles que muevan el culo o se irán a patrullar por turnos a la
Cloaca –gruñó el siempre insatisfecho Mallory–. El imbécil del Obispo Ludovic me está
presionando con este asunto, no sé que tenía de especial el tal Padre Franklin. Igual era
un pervertido como el Obispo, que se tira a todas las fulanas de Sawmill Street. ¡Eh, Ed!
¿A que no sabes como le llaman las chicas de los clubs que frecuenta el obispo?
–Pues no –contestó Kraine al ser aludido, evitando el impulso de abofetear al Alcalde.
–Doble L. ¡Jóder, si hasta lo lleva en la matrícula del coche!
–¿Y eso? –preguntó Kraine, más para seguirle la corriente al Alcalde que por otra
cosa.
–Por sus iniciales, ya sabes –Mallory se giró con cierta sorpresa y enseguida se dio
cuenta de que Kraine había vuelto a Hollow City hacía poco–. Perdona, Ed, no recordaba
que eres nuevo por aquí. Doble L, Lucius Ludovic. Menudo nombrecito tiene el pillastre.
Al escuchar las palabras de Mallory, Kraine se quedó completamente rígido. ¡El Padre
Lucius, el mentor del Padre Franklin en el Proyecto Arcángel, era el puñetero Obispo de
Hollow City! Ahora todo coincidía, debía ser el obispo con quien mantenía intercambio
de emails. ¡Claro, cómo no se había dado cuenta hasta ahora! Las iniciales MGR que
aparecían como el destinatario del correo del sacerdote fallecido no eran de ningún
nombre, eran las siglas de monsignore. Monseñor en alemán.
Disculpándose un momento, Kraine se levantó de su asiento y se abrió paso a
empujones, intentando avanzar hacia la salida lo más rápidamente posible. Su objetivo
era llegar al Buggatti Bayron rojo estacionado en el área de personalidades, pues para
hacerle una visita al bueno del Obispo sería mejor cambiarse de ropa.
Al parecer, las circunstancias habían hecho que el enmascarado Espectro tuviese que
reaparecer antes de lo previsto.
Vic Page esbozó una sonrisa al ver como el millonario propietario de Industrias Kraine
abandonaba la catedral. Seguramente se había cansado de estar allí, aburrido, y ahora
marchaba hacia alguna de esas fiestas solo aptas para ricos y famosos. El escritor tomó
nota mentalmente de que entre sus posibles futuras obras debería dedicar algunas páginas
al mundo de la élite, a la gente de alta alcurnia que gozaba de posiciones privilegiadas y
se aprovechaba de ello, pisoteando a las clases más débiles. Y encima se pavoneaban de
ello, con sus trajes caros, sus deportivos de lujo, y sus amantes sacadas de las revistas de
modelos.
Una mano firme se posó encima del hombro de Page, haciéndole volver al mundo
presente. Cuando el escritor se dio la vuelta, se encontró con la presencia del anticuario
John Reeves, cuyo tenso rostro mostraba una grave preocupación.
–Reeves, ¿qué ocurre? –preguntó Page.
–Algo malo va a suceder, lo presiento. He percibido la presencia de algo maligno, una
entidad que desprende un aura de infinita vileza. El Mal está aquí –Reeves habló
contundentemente, y señaló con la cabeza hacia el altar vacío. Su don de percepción de
lo sobrenatural le había sacudido con una fuerza inusual, lo cual no indicaba nada
agradable.
–Tranquilo hombre, seguro que no pasa nada. Tal vez el Obispo esté indispuesto, y
por eso los agentes de seguridad han abandonado su puesto para comprobar su estado de
salud.
Tras decir aquello, Page se quedó pensativo un momento, dudando de sus propias
palabras. Luego contempló a Reeves, percibiendo su inquietud a través de su mirada de
ojos tristes.
–Está bien, de acuerdo, vayamos a echar un vistazo. Pero nada de meter la cabeza de
nadie en los retretes, ¿eh? –advirtió Page.
–Vale –contestó el anticuario con una sonrisa traviesa.
Page y Reeves se encaminaron disimuladamente por la nave lateral hacia la puerta
que conducía a las secciones más restringidas de la catedral, aprovechándose de que aún
no había regresado ninguno de los agentes de seguridad.
Y muy pronto iban a darse cuenta del motivo de la ausencia prolongada de los
guardias.
En las dependencias privadas del Obispo de Hollow City, Lucius Ludovic, se
encontraba su dueño, paralizado de horror ante la oscura figura plantada allí. A pesar de
los retratos de Papas y Santos que colgaban de las paredes, a pesar de las efigies de la
Virgen María y de otras figuras de la Iglesia que adornaban la habitación, su Ilustrísima
no parecía sentirse a salvo en aquel momento, y eso que supuestamente se encontraba
estar en la casa de Dios.
–¿Quién eres, y que haces aquí? –se atrevió a preguntar Ludovic al intruso.
–¿Es que no me reconoces, viejo amigo? –la Bestia se acercó al obispo, dejando que
éste contemplara sus rasgos con plenitud, para que el terror inundara su corazón.
–¡No es posible! Eres tú… ¡Oh, Dios mío, ayúdame! –gritó el eclesiástico, al
reconocer las facciones del individuo a pesar de las deformaciones horripilantes que las
cubrían.
–¡No invoques al falso dios, él no te va a ayudar! –respondió enardecido el Maestro–
. Arrodíllate y suplica al Señor de las Tinieblas, venera el nombre de Lucifer y tal vez sea
compasivo contigo.
–Perdóname, no quisimos hacerte daño, nadie quería que sufrieras aquel cruel castigo.
Todo salió mal, volvimos a repetir el mismo fracaso que tuvieron los nazis con el
proyecto. El Padre Franklin tenía razón, nunca debimos intentar abrir las puertas del cielo
–el obispo cayó al suelo, llorando desconsoladamente.
–¡No pronuncies el nombre de ese traidor! Ya tuvo su merecido, y ahora te toca el
turno a ti, rata cobarde. Y en cuanto a ese desgraciado de Sanders, también me encargaré
de él cuando deje de serme útil. Despídete de tu mundo y de tu Dios, te enviaré al lugar
de donde yo vengo. Los demonios te arrancarán el alma del cuerpo y la irán devorando
lentamente, por toda la eternidad.
Acto seguido la Bestia tocó con la palma de su mano la cabeza del obispo, el cual
comenzó a gritar de dolor, mientras de su cuerpo emanaba un siniestro humo grisáceo y
el aire de la habitación se llenaba de un olor a carne quemada.
Pero el estruendo de la puerta de la habitación al abrirse de golpe impidió al diabólico
siervo del diablo terminar con su vengativa tarea, pues ahora tenía que enfrentarse a los
dos individuos que acababan de irrumpir en la estancia, que no eran otros sino Vic Page
y John Reeves. Mientras que el escritor empuñaba su revólver Calibre 38 Especial, el
cazador de monstruos desenfundaba el filo oculto en su bastón, y ambos contemplaron
asombrados por el horror la figura tenebrosa de la Bestia.
–Necios, no sé quienes sois vosotros, pero lamentaréis haberos cruzado en mi camino
–amenazó el diabólico ser.
Al ver como aquel engendro del infierno soltaba bruscamente al obispo y se acercaba
desafiante, Vic Page disparó su arma, pero entonces observó con estupor como la bala
caía al suelo medio derretida sin haber llegado a tocar su objetivo. Volvió a disparar varias
veces más, obteniendo siempre el mismo resultado, pues un aura mágica protegía a la
Bestia de los proyectiles, fundiéndolos en el aire antes de que lograran dañarle.
John Reeves atacó con su hoja de acero, provocando que el demonio tuviese que
cambiar de posición para esquivar el golpe. El anticuario lanzó varias estocadas rápidas,
una tras otra, pero se encontró con la agilidad sobrehumana de aquella criatura
sobrenatural, la cual conseguía evitar con facilidad todos sus ataques.
La Bestia se echó hacia atrás para obtener espacio, y extendió ambos brazos hacia
delante, musitando una plegaria al Señor de los Infiernos con voz gutural y cavernosa.
Acto seguido tuvo lugar una atronadora explosión de fuego abrasador, que llenó la
estancia de llamas incandescentes y de un asfixiante humo negro. Los cuerpos de Page y
Reeves fueron arrojados con violencia contra la pared del fondo de la habitación,
quedando aturdidos y con las ropas ligeramente chamuscadas.
La Bestia se volvió hacia el lloriqueante Obispo, que aún permanecía en el suelo
retorciéndose de dolor. El demonio se abalanzó sobre el objeto de su venganza, pero por
el rabillo de uno de sus ojos diabólicos captó un movimiento repentino en el cristal de la
ventana. Una sombra se dibujó amenazadoramente anticipando la lluvia de cristales que
inundó la habitación, aunque ninguno de los fragmentos de vidrio logró alcanzar a la
Bestia, pues su aura infernal convirtió los puntiagudos pedazos cristalinos en inofensivos
restos cenicientos.
El demonio clavó sus llameantes ojos en el intruso que acababa de hacer aquella
extraordinaria aparición, encontrándose con una figura encapuchada que lucía una
ondeante capa negra, la cual no era otra que el justiciero Espectro. Luego desvió la vista
hacia la espada afilada y de hoja ligeramente curvada que esgrimía aquel individuo, y al
instante supo que le causaría problemas.
–¡Estúpido disfrazado! –rugió encolerizado la Bestia–. Nadie te ha invitado a esta
fiesta, vuelve por donde has venido.
Apelando a las fuerzas oscuras de las que era amo y señor, la Bestia usó sus poderes
para que las llamas de la habitación adquiriesen la forma de una criatura humanoide hecha
de fuego, la cual se arrojó hacia Espectro embistiéndolo con furia. El héroe reaccionó con
rapidez, esgrimiendo su capa ignífuga a modo de escudo protector frente al ataque de la
criatura ígnea. Luego contratacó con su katana trazando un semicírculo en el aire que
hubiese decapitado a un ser normal y corriente, pero que simplemente atravesó a la
criatura sin que al parecer la hubiese afectado lo más mínimo.
John Reeves intentó levantarse del suelo, apoyándose débilmente contra una estantería
de madera repleta de libros. Enseguida se dio cuenta de que la Bestia se disponía a
terminar su ataque contra el Obispo, mientras la criatura de fuego mantenía a raya al
combativo Espectro. Frente a él estaba Vic Page, que había tenido mejor fortuna y apenas
había salido dañado de la explosión, aunque sin embargo estaba desconcertado ante la
escena que se desarrollaba en la estancia. No era un cazador de monstruos experimentado
como él, y no estaba acostumbrado a enfrentarse a amenazas de carácter sobrenatural
como aquella.
La mente del anticuario funcionó a toda velocidad, a pesar del aletargamiento
producido por las heridas. Puesto que no había venido preparado con el equipo adecuado,
no poseía ningún arma que pudiera ser efectiva contra un enemigo como aquel, así que
rápidamente buscó con la mirada por toda la habitación. Nada de agua bendita, nada de
reliquias, ni siquiera una caja con hostias consagradas… ¡Un momento, sí que había algo
que podía ser útil!
–Page, usa aquella figura de cerámica, rápido –apremió el anticuario.
Vic Page reaccionó con la rapidez de un rayo, y obedeciendo la orden de su compañero
agarró una pequeña estatuilla que reposaba sobre el escritorio del Obispo y que
representaba a la Virgen María, lanzándola con todas sus fuerzas sobre la Bestia. El
demonio aulló de dolor al sentir como la efigie sagrada, un regalo de su Santidad al
Obispo bendecido por el propio Papa de Roma, estalló sobre su cabeza rompiéndose en
mil pedazos. El impacto fue tan brutal que algunos de los fragmentos de cerámica
quedaron incrustados en su cráneo deforme, del cual emanaban riachuelos de una sangre
espesa y oscura.
La Bestia retrocedió, llevándose las manos a su rostro. Al perder la concentración, la
criatura de fuego creada para enfrentarse a Espectro desapareció, quedando éste libre para
dedicar toda su atención al enemigo principal. El demonio se dio cuenta de que su
venganza tendría que esperar a otro momento, no podía arriesgarse a luchar herido contra
todos ellos a la vez. Había sido derrotado en aquella batalla, pero habrían otras más.
–Volveremos a vernos, y la próxima vez si acabaré con todos vosotros, malditos –
maldijo la Bestia.
Acto seguido el ser infernal se transformó en un gran cuervo negro, y su maligna
figura desapareció por el hueco de la ventana rota mientras desplegaba sus enormes alas
emplumadas, huyendo de la escena mientras surcaba el cielo encapotado. En un momento,
su imagen se convirtió en un punto gris que fue tragado por las oscuras nubes que
presagiaban una tormenta muy próxima.
–¿Estáis bien, amigos? –preguntó Espectro a sus compañeros, mientras se dirigía a
examinar al Obispo, que parecía estar al borde de la locura por todo lo sucedido.
Page ayudó a Reeves, a pesar de que orgullosamente reusaba su auxilio, y luego se
dedicó a intentar apagar el fuego de la habitación utilizando un pequeño extintor sujeto a
la pared. El fuego anaranjado fue rápidamente sustituido por la suave capa blanca de la
espuma, y del incendio tan solo quedaron algunos restos ennegrecidos y el olor a
chamuscado.
–Amigos, les presento a nuestro desconocido MGR, monseñor Lucius Ludovic, el
bienamado Obispo de Hollow City –dijo solemnemente Espectro–. Y que estoy seguro
de que tendrá una buena historia que contarnos, ¿no creen?
Su Ilustrísima, al cual ya no le quedaba resto alguno de dignidad, intentó balbucear
algunas palabras de excusa, pero de nada le sirvió ante las miradas inquisitivas de los tres
hombres que permanecían allí con él, esperando una respuesta.
Había llegado el momento de desvelar los secretos enterrados en el pasado, revelar
los actos horribles que había querido mantener ocultos y que ahora volvían para
atormentar su alma impura.
***
CACERIA
–¡Suéltame, déjame en paz! –gritaba inútilmente Julie Sanders, encadenada a la pared
sucia y fría del siniestro laboratorio.
Sobre ella se encontraba uno de aquellos barbudos y sudorosos miembros de la Banda
del Lobo, el cual sonreía lascivamente mientras intentaba besarla con sus repugnantes
labios. Otro de sus compañeros con el mismo aspecto desaliñado contemplaba la escena,
alentándolo para que le llegara pronto su turno.
–¡Dejad a mi hija, monstruos salvajes! –gritó John Sanders, dejando el panel de
control que estaba manipulando para intentar defender a la joven, aunque su arrojo no fue
suficiente.
Aquellos gorilas desviaron su atención de la hija al padre, y tras derribarlo de un
puñetazo comenzaron a propinarle varias patadas, mientras se reían burlonamente y
gritaban en voz alta lo que iban a hacerle tanto a su hija como a él.
Pero entonces la puerta del laboratorio se abrió, dejando ver la figura de anchos
hombros y cabeza rapada de su jefe, Bishop. Cuando el líder de la Banda del Lobo vio lo
que sus compinches estaban haciendo, montó en cólera y de un manotazo los arrojó a
ambos por los aires.
–¿No os dije que no debíais tocarles a ninguno de los dos? –Bishop se encaró con sus
subordinados, los cuales se frotaron sus cuerpos doloridos mientras bajaban las cabezas
avergonzados–. Para que el profesor Sanders cumpla con su cometido tal y como quiere
la Bestia, su hija no debe ser dañada de ninguna forma. ¿O acaso queréis ver a nuestro
amo enfadado?
Los lacayos se fueron en silencio, abatidos, mientras Bishop ayudaba al científico
magullado a ponerse en pie. Tras examinarle tanto a él como a su hija y constatar que no
existía ningún daño grave, ordenó a Sanders que continuara con su labor. Mientras éste
manipulaba un panel luminoso, la energía eléctrica fluyó a través de unos gruesos cables
de color gris desde un inmenso generador hacia dos aparatos que parecían ser proyectores
de algún tipo. Ambos proyectores chisporrotearon al activarse, y varias lucecitas azules
se encendieron a su alrededor.
–Ya casi está listo –anunció con voz triste el científico–. Solo faltan unos pocos ajustes
más y el proceso estará finalizado.
–¡Excelente noticia! –bramó la atronadora voz de la Bestia, irrumpiendo por sorpresa
en el laboratorio.
Bishop, al ver a su Señor, se arrodilló en señal de reverencia. Al bajar la vista al suelo
observó con extrañeza como éste se teñía de negro merced a las múltiples gotas de sangre
oscura que resbalaban por el cuerpo herido de la Bestia.
–¡Mi Señor, estáis herido!
–No es nada, buen Bishop, no te preocupes. Solo son rasguños sin importancia. Nada
que vaya a alterar mis planes.
A pesar de las palabras de la Bestia, Bishop notó que había algo en ellas que denotaba
cierta inseguridad. Su Señor había sido herido, no era tan invulnerable como creía, y por
tanto el propio Bishop tampoco lo era. Y enseguida tuvo la certeza de que habrían
problemas.
Reunidos de nuevo en el sótano de la tienda del anticuario John Reeves, los tres
hombres se miraban incrédulos, con sus mentes aún abrumadas como consecuencia del
relato del Obispo Ludovic. Antes de huir de la catedral, Page, Reeves y Espectro habían
escuchado de los labios del antiguo Padre Lucius una historia espeluznante, que
demostraba hasta donde llegaba el ser humano por conseguir alcanzar la cima del poder
más absoluto.
Según el obispo, su cometido en el Proyecto Arcángel fue el de reclutar a un pequeño
grupo de sacerdotes brillantes, para participar en la investigación de los documentos nazis
del proyecto original. El objetivo había sido concluir con éxito el experimento allí donde
los científicos del Tercer Reich fracasaron. La misión era muy complicada, pues según
los documentos hallados lo que se pretendía era abrir las puertas del Cielo para poder
llegar hasta Dios. Por muy descabellado que pareciese, entendían que se podía activar una
especie de portal místico hasta el lugar físico donde existía la dimensión del Paraíso, y
para fabricar la llave solo necesitaban descifrar los símbolos místicos que contenían los
documentos, para luego transformarlos en una ecuación matemática que los científicos
convertirían en energía.
Pero todo salió mal, y en lugar de abrir las puertas del Cielo lo que abrieron fue una
entrada a un oscuro y lúgubre pozo, el umbral del mismísimo Infierno. Un pequeño grupo
de terribles demonios, cuyo aspecto era tan horrible que vislumbrarlos arrastraba a la
locura más absoluta, terminaron con la vida de la mayoría y con la cordura de los
supervivientes. Sin embargo gracias a los esfuerzos conjuntos de todos, al final pudieron
devolver a los demonios a su lugar de origen y destruir el portal, aunque con ello pagaron
un alto precio. El Padre Muller, el mejor amigo del Padre Franklin, fue arrastrado hacia
aquel agujero de tinieblas insondables, y lo último que vieron de él fue su rostro
desencajado por el terror, mientras las horrendas criaturas tiraban de su cuerpo con sus
manos sarmentosas. Los aullidos de la cruel agonía del sacerdote aún resonaron en aquel
lugar minutos después de haberse sellado para siempre el umbral del Infierno.
Ahora el Padre Muller había retornado al mundo convertido en aquella abominación
llamada la Bestia, y retenía en algún lugar de la ciudad al único científico superviviente,
John Sanders. Al parecer buscaba algo más que la venganza, y las palabras apocalípticas
del sicario de la Banda del Lobo al que intimidaron los héroes la pasada noche sólo tenían
un significado. Un significado terrible.
La Bestia quería abrir el portal al Infierno, y traer al mundo a sus horribles
compañeros, legiones de demonios hambrientos que se lanzarían sobre los inocentes para
masacrarlos en un sangriento Armagedón. El apocalipsis total, la oscuridad eterna.
Y lo único que se interponía entre la Bestia y su objetivo era un periodista entrometido,
un anticuario lunático y un justiciero extravagante, un trío que sin quererlo se había visto
atrapado en aquella vorágine de venganza, muerte y horror. La única pista que tenían era
que al parecer la Bestia utilizaba a la Banda del Lobo, aquel grupo de motoristas callejeros
satánicos, como lacayos obedientes para que le hicieran el trabajo sucio. Aquellos
miserables se reunían en un lugar secreto llamado la Caverna, cuya ubicación solo ellos
mismos la conocían.
Y los tres aventureros sabían muy bien quien podría facilitarles la localización secreta
del refugio de la banda de motoristas, y donde estaba exactamente aquel individuo ahora.
El problema sería como sacarlo de los calabozos de la comisaría de Hollow City.
La noche del día siguiente al ataque de la Bestia en la catedral de Saint Michelle, tres
hombres esperaban nerviosamente en el interior de un vehículo negro, con los cristales
tintados para impedir la visión desde el exterior. El coche, un moderno Syntrac-2000, se
encontraba estacionado en las inmediaciones de la Comisaría Central de Hollow City, y
su conductor habitual sonreía bajo su máscara de kevlar al pensar lo que ocurriría si los
policías del edificio se enterasen de que él estaba allí, tan cerca de ellos.
Detrás de Espectro estaban sentados Vic Page y John Reeves, ambos vigilando con
expectación la aparición de su objetivo, que según lo previsto sucedería de un momento
a otro. Espectro había dicho a sus compañeros que la única forma de encontrar la Caverna,
el cubil de la Banda del Lobo, era hacer salir al miembro que estaba encerrado en el
calabozo y seguirlo hasta su guarida. Mientras él se encargaba de hacerlo salir, Page y
Reeves localizaron su motocicleta y la depositaron cerca de la Comisaría, no sin antes
ocultar un dispositivo de seguimiento que el propio Espectro les había entregado. A pesar
de que el justiciero enmascarado no les había contado a sus compañeros como iba a
conseguir que la policía soltase al delincuente, Page y Reeves decidieron no insistir en el
asunto, limitándose a confiar en Espectro y en su plan. Y es que el justiciero no podía
revelar que sería un abogado pagado por Eduard Kraine el encargado de lidiar con las
autoridades, y que además iba a ser el depositario de la fianza que haría salir libre al
motorista enjaulado. Lamentablemente era algo a lo que estaba acostumbrado a
presenciar, delincuentes puestos en libertad por culpa de los fallos del sistema gracias a
excusas como la falta de pruebas contundentes, la ausencia de testigos fiables, o el
pretexto de las facultades mentales mermadas.
Fue entonces cuando se produjo el suceso esperado. De las puertas del edificio
municipal emergieron dos figuras, la de un hombrecillo enjuto que portaba unas gruesas
gafas de pasta y la del bigotudo miembro de la banda callejera. Sin tan siquiera dar las
gracias ni despedirse, el maleante se dirigió hacia su vistosa motocicleta repleta de
siniestros logotipos, tales como calaveras llameantes o sonrientes demonios, y tras
arrancarla salió de la zona a toda velocidad sin mirar atrás.
–Amigos, abróchense los cinturones, comienza la carrera –anunció Espectro,
activando una pantalla luminosa que mostraba un plano callejero con un puntito luminoso
que se movía velozmente.
–Este coche es una caja de sorpresas –dijo Vic Page, maravillado ante el alucinante
cuadro de mandos del vehículo, que en nada se parecía al fabricado en serie para un
modelo tipo.
–Nuestro amigo enmascarado parece ser un hombre de muchos recursos –aseveró con
cierta ironía John Reeves.
Espectro arrancó el motor del Syntrac trucado, dándose cuenta de que sus amigos eran
hombres muy listos. Si no andaba con cuidado, podrían sospechar su verdadera identidad,
y a pesar de que confiaba en ellos, era preferible que de momento nadie sospechase que
el industrial Eduard Kraine era quien se ocultaba bajo la máscara castigadora de Espectro.
El vehículo se adentró en la jungla de asfalto, dejando atrás la Comisaría para
internarse en las calles de Hollow City. Una aureola de inquietud flotaba alrededor de los
héroes, pues sabían con certeza que si perdían de vista a aquel energúmeno, se extinguiría
la única posibilidad de llegar hasta la Bestia antes de que lograse su objetivo de abrir el
portal infernal. Aquella era la última jugada de la partida, una mano donde habían
apostado todo encima del tapete.
La cacería final había comenzado.
Espectro estacionó su vehículo, apagando el motor, mientras contemplaba en la
pantalla como la lucecita parpadeante que representaba la moto del objetivo permanecía
inmóvil. Por fin habían llegado hasta la Caverna, la madriguera de los Lobos de aquella
banda de delincuentes motorizados. Sorprendentemente, mientras perseguían a su presa
en aquella noche de tinieblas, poco a poco habían ido abandonado las intensas luces de
neón de la ciudad y sus calles bulliciosas para abrazar los bosquecillos silvestres que se
extendían alrededor de Hollow City. Tras abandonar la carretera principal que constituía
la salida del puente de Brooksburg, el bandido había conducido su moto por serpeantes
caminos secundarios hasta que al final la señal del localizador se había detenido.
Tras aguardar un buen rato en el interior del coche por pura precaución, los tres
aventureros decidieron al fin salir al exterior, avanzando semiocultos entre los matorrales
salvajes. Enseguida localizaron unas luces cercanas distribuidas en varias alturas, lo que
indicaba la presencia de un edificio en mitad de aquellos polvorientos senderos. Y
enseguida lo tuvieron delante de sus narices.
Asomándose entre los troncos de un pequeño grupo de pinos, los tres héroes
contemplaron al fin la Caverna, que no era más que una estructura de madera de tres
plantas construida al estilo de un viejo motel rústico. Sobre el umbral de la entrada se
hallaba colgada la cabeza disecada de un enorme lobo negro, y bajo ésta un par de
farolillos alumbraban un destartalado cartel de bienvenida escrito con tinta roja, aunque
bien podía parecer sangre seca. Bajo un estrecho y alargado tejado de roble adjunto, sujeto
con varios gruesos troncos, se encontraban las motocicletas decoradas excéntricamente
de los ocupantes del local.
Enseguida los tres compañeros se dieron cuenta de que habían demasiados de aquellos
vehículos de dos ruedas, muchos más de lo esperado. Pero el tiempo transcurría en su
contra, y tras llegar allí no había vuelta atrás. Había llegado el momento de la verdad.
Bishop consultó la hora en el reloj cuadrado de la pared de la Caverna, mientras se
acariciaba la barba castaña con sus manos nudosas en actitud pensativa. Aquella sería la
noche en que todo cambiaría, la Bestia abriría el portal al inframundo y una plaga de
demonios sangrientos se abatiría sobre el mundo, comenzando con la cercana Hollow
City para luego ir devorando poco a poco el resto del país. Y él cabalgaría a lomos de su
flamante moto atravesando el viento, capitaneando la Banda del Lobo como una jauría
ávida que arrasaría todo a su paso, sin dejar a nadie con vida. Su destino era seguir a la
Bestia, sentarse al lado derecho de su trono llameante cuando reinase sobre este mundo
traidor y asqueroso, que siempre lo había tratado mal tanto a él como a los suyos. Ahora
había llegado el momento de resarcirse, y ser el animal dominante. El tiempo del hombre
se agotaba, era la hora del lobo.
–Hermanos, ha llegado la hora –Bishop se levantó de su asiento, acercándose a la
barandilla del piso superior del local desde donde miraba a sus hombres situados más
abajo–. Pronto la Bestia comenzará su dominio, y extenderá su poder en el mundo con
ríos de sangre, la sangre de nuestros enemigos. Todos aquellos que nos despreciaron, que
nos vilipendiaron, que nos repudiaron, todos caerán bajo el peso de las ruedas de nuestras
motocicletas. Por fin nos vengaremos de la sociedad que nos maltrató, demostrando que
somos los más fuertes. Todos se arrodillarán a nuestro paso, temblando de miedo al oír el
ruido de nuestras motocicletas acercarse en la oscuridad de la noche. ¡La Banda del Lobo
será conocida en el mundo entero!
Todos los jinetes aullaron al unísono como una febril manada de perros salvajes y
ebrios, embravecidos al escuchar las palabras de su jefe. Gritos a favor de su líder y de la
Bestia surgieron de sus retorcidas gargantas mientras alzaban sus jarras y brindaban en
señal de camaradería, mientras salvajemente se arrancaban las ropas, saltaban por encima
de las mesas del local o simplemente se empujaban unos a otros con confianza.
Un estruendo retumbó en el interior de la Caverna, acabando de sopetón con el alegre
griterío que reinaba hasta el momento en el lugar. Toda la atención de los matones se
centró automáticamente en el hombre del abrigo azul y sombrero, que sostenía
firmemente un revólver humeante, y en su compañero alto y delgado, que empuñaba un
bastón con pomo de plata y cuya mirada desafiante vigilaba los movimientos de todos
ellos.
–Muy bien, amigos, se acabó la fiesta –dijo Vic Page apuntando con su arma al
numeroso grupo–. Sed buenos chicos y estaos quietecitos, no me obliguéis a disparar,
porque el próximo tiro no será de advertencia.
–¡Bishop, son ellos! –gritó el bigotudo motorista al que habían seguido los tres
héroes–. Son los que se cargaron a Manny, Tommy y Droug la otra noche. Y también casi
me liquidan a mí –el bandido se señaló las heridas que aún conservaba tras el
interrogatorio en los lavabos del metro.
–Insensatos, habéis venido a meteros directamente en la boca del lobo, y nunca mejor
dicho –Bishop observó fieramente a los recién llegados–. ¿Acaso creéis que podéis hacer
algo contra el poder de la Bestia? No sois dignos ni de arrodillaros ante sus pies, y venís
aquí hasta nuestra casa osando amenazarnos. ¡A nosotros, los Lobos, que somos sus hijos
bendecidos con sus dones! Solo sois un par de locos que desconocen a lo que en realidad
se enfrentan, pero yo os abriré los ojos a la verdad, os haré conocer el auténtico miedo.
Suplicaréis entre gritos de tormento que la Bestia os otorgue el perdón y purifique
vuestras almas, antes de que las envía al llameante infierno.
Bishop iba a decir algo más, pero fue interrumpido por un repentino sonido, el del
acero al ser desenvainado. El metal centelleó al surcar rápidamente el espacio y situarse
justo en un lateral del cuello del líder de los Lobos, mientras una sombra silenciosa
aparecía de la nada para acercarse junto a él.
–En algo si tienes razón, sectario, y es que estamos locos –susurró la voz de Espectro–
. Y como no nos digas donde está su amo y señor, irás a esperarlo tú a las puertas del
abismo.
Bishop dudó unos segundos, sorprendido ante la inesperada aparición de aquel
hombre de la máscara y la capa, que como un oscuro espíritu fantasmal había surgido de
entre las sombras a su espalda. Pero él era el siervo de la Bestia, y ningún temor podía
superar el del castigo de su señor por desobedecerle, así que optó por arriesgarse.
El jefe de los Lobos se echó hacia atrás para alejarse de la afilada espada de Espectro,
apoyando sus fuertes brazos sobre la barandilla del pequeño palco del piso superior. A
continuación, cuando parecía que iba a caer de espaldas, balanceó su cuerpo y lanzó hacia
adelante ambos pies, pateando el pecho del justiciero y obligándole a recular. La pelea
había comenzado.
Al ver como su jefe embestía al tipo enmascarado, sus subordinados hicieron lo propio
y se abalanzaron sobre Page y Reeves. El periodista disparó su arma, hiriendo a uno de
los matones gravemente, pero enseguida fue derribado al suelo y su cuerpo desapareció
engullido bajo una masa de cuerpos sudorosos. Por su parte, Reeves, que nada más entrar
en la Caverna había sentido en profundidad la presencia del mal en Bishop, desenvainó
la cuchilla oculta en su bastón y dando tajos al aire mantuvo a raya a los bandidos, los
cuales comenzaron a empuñar navajas, bates de béisbol, cadenas y otros utensilios que
tenían a mano.
En la planta de arriba, Bishop y Espectro mantenían un igualado duelo. Puesto que el
justiciero había perdido su espada a causa del golpe de su contrincante, no le quedó más
opción que recurrir a sus conocimientos de artes marciales para hacerle frente. Mientras
intercambiaban una lluvia continua de patadas, puñetazos y llaves de todo tipo, ambos
contendientes destrozaron el mobiliario que les rodeaba, haciendo astillas las sillas y
mesas, rompiendo las botellas de vidrio y agrietando las paredes de toda la planta. A pesar
de su entrenamiento militar, Bishop advirtió que estaba perdiendo la pelea, y en un
momento dado recibió tal golpe del justiciero que su cuerpo rebotó varias veces en el
suelo, emanando hilillos de sangre tanto de la nariz como de la boca. Pese a sus esfuerzos,
Bishop no pudo levantarse, dándose cuenta de que había recibido una buena paliza. Pero
aún no estaba todo perdido.
Antes de que Espectro efectuase su ataque final, el líder de la Banda del Lobo lanzó
un gruñido animal, mientras sus ojos se teñían de sangre y de su boca emanaba un
riachuelo de saliva. Liberando el poder de la Bestia, Bishop atacó con el salvajismo bruto
de una fiera, sin dar cuartel al sorprendido Espectro que únicamente pudo cubrirse ante
tal muestra de fuerza. Imbuido por aquel desenfreno demoníaco, Bishop acorraló al
enmascarado, propinándole una serie de golpes brutales que rápidamente comenzaron a
hacer mella en su cuerpo. Espectro intentaba quitarse de encima a aquella bestia sin poder
conseguirlo, mientras aguantaba como podía un castigo cruel e inhumano. La fuerza de
los golpes de Bishop era tremenda, sólo la agilidad y la resistencia adquiridas por el
riguroso entrenamiento diario salvaron de una muerte segura al justiciero, hasta que al
final uno de aquellos ataques consiguió impactarle. Tras ser arrojado por encima del
mobiliario e incluso atravesar un delgado tabique, Espectro aterrizó con el cuerpo
desmadejado, a merced de su rival.
A sus dos compañeros de abajo tampoco les iban las cosas demasiado bien. Mientras
a Vic Page le daban una buena tunda que resistía gracias a su peculiar aguante, John
Reeves a duras penas podía evitar las embestidas de aquellos maleantes, equipados con
las armas improvisadas que habían conseguido del lugar. Tras derribar a varios oponentes
gracias a sus conocimientos de pelea callejera, el periodista fue superado al fin por el
número de sus rivales, uno de los cuales le estampó a traición un botellazo en todo el
cogote. Mientras su compañero caía aturdido, el anticuario lanzaba estocadas con su acero
a los bandidos, y la mala suerte hizo que en uno de sus ataques la cuchilla de su bastón
quedase atrapada en un taburete de madera que usaba defensivamente uno de aquellos.
Aprovechándose de su situación, los secuaces se arrojaron sobre él y lo sometieron tras
darle una serie de puñetazos y patadas.
Instantes después todo había acabado. Los tres héroes fueron maniatados por gruesas
cuerdas, mientras eran empujados, insultados e incluso golpeados sin miramiento alguno.
Bishop había revertido a su estado original, y su cuerpo ya no presentaba los signos de
estar consumido por el poder infernal que corría por sus venas. Comenzó a burlarse de
los hombres que se habían atrevido a enfrentarse a la Banda del Lobo ellos solos, con la
loca idea de intentar atrapar a su amo, la Bestia. Ahora era cuando al fin comprendían
cual grave era su error, cuan descabellado era su plan. Una misión que había terminado
en un desastre absoluto.
Mientras el jefe de la Banda del Lobo se vanagloriaba del poder de su amo y del
fracaso de los héroes, Espectro se fijó en un objeto que se hallaba en el salón de la
Caverna, medio oculto bajo una silla volcada de lado. Era el revólver de Vic Page, el cual
había sido olvidado tras la trifulca. El periodista siguió la mirada de Espectro y se dio
cuenta de la presencia del arma, y luego observó como el justiciero movía ligeramente un
pie en otra dirección, intentando señalar algo.
Tanto Page como Reeves se dieron cuenta de lo que intentaba indicar Espectro. El
lugar donde se encontraban estaba climatizado gracias a una enorme chimenea de gas,
cuyos gruesos conductos eran claramente visibles a lo largo de las paredes. Un disparo y
adiós a todo, ese era el plan. ¿Pero cómo iban a llevarlo a cabo si los tres aventureros se
encontraban atados?
Entonces el periodista y el anticuaron vieron como Espectro, con las manos atadas a
la espalda, comenzaba a mover los dedos de forma extraña, para a continuación hacer lo
mismo con las manos y las muñecas. Eran los movimientos de la disciplina ninja
denominada nawanukejutsu, el arte de escapar de las ataduras. En pocos segundos el
enmascarado iba a quedar libre, pero justo en ese momento uno de los bandidos iba a
pasar por detrás suyo, con lo que se daría cuenta de lo que estaba tramando. John Reeves
lo evitó acaparando toda la atención, lanzándose hacia Bishop con un grito de rabia. Antes
de alcanzar al jefe, sus secuaces le tumbaron en el suelo y comenzaron a patearle y a
escupirle, consiguiendo otorgar a su compañero el tiempo necesario.
Espectro al fin sintió como sus extremidades quedaban liberadas, y lo primero que
hizo fue extraer silenciosamente un kunai (cuchilla pequeña de unos pocos centímetros
utilizada por los ninjas) oculto bajo su cinturón. Page le indicó con la mirada que estaba
preparado, colocándose lo más cerca posible del justiciero sin levantar sospechas.
Espectro actuó con rapidez, y con un solo movimiento cortó las ligaduras de Page con el
kunai, mientras que con la otra mano dejaba caer unas pequeñas bengalas de magnesio.
Mientras hacían su aparición una serie de pequeñas explosiones brillantes
acompañadas de nubecillas de humo, Page se lanzó a toda velocidad hacia donde estaba
el arma. Bishop fue el único capaz de reaccionar a tiempo, pero su cuerpo fue placado por
Espectro, el cual lo derribó lanzándose a sus pies. El periodista consiguió agarrar el arma,
y antes de que los bandidos consiguiesen atacarle disparó casi sin apuntar hacia donde se
hallaba la gran chimenea de gas.
La explosión que siguió a continuación fue tan ensordecedora que pareció como si
una bomba atómica hubiese estallado en aquel lugar. Olas de fuego barrieron todo el salón
de la Caverna, abrasando a su paso a toda la Banda del Lobo. Los cuerpos de todos ellos,
unos quemados, otros desmembrados por la onda de choque, fueron esparcidos como
simples muñecos por todas partes, mientras las llamas comenzaban a devorar con ansia
el edificio entero.
Espectro, Reeves y Page se habían salvado de la mayor parte de los efectos de la
terrible detonación gracias a encontrarse en el suelo, por lo que levemente heridos salieron
con paso tambaleante de aquel cubil de malhechores. Aquel nido ardiente ya nunca más
serviría de refugio para nadie, y menos para aquella banda de delincuentes.
–¡Esperad un momento! –dijo John Reeves, deteniéndose al instante y escrutando a
su alrededor.
–¿Qué ocurre? –preguntó Vic Page al ver a su compañero alerta.
En ese momento los tres héroes escucharon con claridad el sonido de una moto que
rápidamente se alejaba del lugar, acompañado del destello de una luz roja que ya iba
desapareciendo en la oscuridad.
–Es su jefe, estoy seguro –Reeves apretó los puños con rabia–. Detecto su aura
maligna huyendo a toda prisa.
–Esperad aquí, voy a por el coche –dijo Espectro, lanzándose a toda velocidad hacia
el lugar donde había estacionado su peculiar vehículo.
Mientras esperaban impacientes a que regresara su compañero, Page y Reeves
observaron como el espectacular incendio devoraba aquel tugurio con rapidez. El
periodista, al darse cuenta de que estaba desarmado, recogió de una de las motocicletas
aparcadas en el exterior una escopeta recortada cuya culata sobresalía del asiento. El
anticuario advirtió un brillo en el suelo, y al acercarse vio que se trataba de su bastón con
pomo de plata, el cual milagrosamente había quedado indemne tras ser expulsado por la
explosión. Sin embargo, la vaina no aparecía por ninguna parte, por lo que dedujo que
tendría que comprar una nueva en alguna tienda de Hollow City.
Los focos del vehículo de Espectro aparecieron de repente, seguidos por el sonido del
derrape de los neumáticos. Rápidamente subieron al coche y los tres aventureros
prosiguieron la caza del fugitivo, el cual seguramente les conduciría hasta el refugio de
su amo, el ser al que llamaba la Bestia. También esperaban que fuese el mismo lugar
donde retenían a los Sanders, y donde se estaba llevando a cabo el terrible experimento
que abriría el portal al fin del mundo.
–Así que es aquí –dijo Espectro, aminorando la velocidad del Syntrac-2000 al penetrar
en la zona poblada de naves industriales, en un recóndito lugar alejado de la ciudad de
Hollow City.
Los tres hombres se bajaron del vehículo y anduvieron sigilosamente hasta acercarse
a una de aquellas estructuras, la cual parecía por su aspecto externo que estuviese
abandonada. Pero aquello era sólo fachada, pues el don de John Reeves les había
conducido hasta allí, en aquel solitario lugar en mitad de la noche, el lugar idóneo donde
ocultar la nueva versión del Proyecto Arcángel. Mientras avanzaban hacia la entrada del
edificio, pudieron contemplar como las luces que irradiaban las bombillas del sistema de
iluminación de toda la zona industrial parpadeaban repentinamente, al mismo tiempo que
un extraño zumbido electrónico inundaba el ambiente. Eso solamente podía significar una
cosa, y era que el momento de la apertura del portal estaba muy próximo. Tenían poco
tiempo, así que debían darse prisa.
Estaban a punto de llegar a las puertas de la nave cuando de repente éstas se abrieron,
descubriendo a cuatro miembros de la Banda del Lobo, los últimos que quedaban sin
contar a Bishop y que habían permanecido allí junto a la Bestia y sus prisioneros. Los
cuatro bandidos portaban armas de fuego, uno un subfusil, otro una escopeta, y los otros
dos sendas pistolas automáticas. Los delincuentes abrieron fuego contra los recién
llegados sin ningún miramiento, pues Bishop ya los había alertado de que le estaban
persiguiendo.
Espectro rodó por el suelo para evitar ser alcanzado por los disparos, y al completar
la maniobra quedó de frente hacia los tiradores con los brazos extendidos, tras lo cual dos
de ellos cayeron muertos al ser alcanzados por los pequeños pero mortíferos shurikens
del justiciero.
Mientras tanto Vic Page tomó cobertura detrás de unos contenedores metálicos,
mientras intercambiaba disparos con su escopeta recortada. Uno de los bandidos, el que
tenía el subfusil, cayó hacia atrás al ser alcanzado por uno de los impactos del arma del
periodista, con un boquete sangriento en el centro del pecho.
El último de los bandidos, el que manejaba la escopeta, al percatarse de que Page se
había quedado sin munición avanzó su posición hacia éste, pero entonces apareció John
Reeves cargando a toda velocidad mientras blandía su bastón-cuchilla. El bandido sólo
tuvo tiempo de realizar un disparo, que rozó ligeramente al anticuario, lo que le permitió
a éste hundir su estoque hasta el fondo en el corazón del malhechor.
Tras comprobar que se encontraban bien, los tres héroes avanzaron hacia delante, no
sin antes de que Page recogiese una de las automáticas de los bandidos muertos. Al
traspasar las puertas de la entrada, se encontraron en un estrecho pasillo iluminado por
las luces azuladas de los tubos del techo, y siguieron avanzando guiados por el sexto
sentido de John Reeves.
–Mucho cuidado, amigos, el aura sobrenatural que detecto ahí delante está muy cerca.
Y creo que es grande y poderosa –advirtió el anticuario, pues ahora recibía claramente la
emanación de las auras de la Bestia y de Bishop.
Tras abrir una puerta con sumo cuidado, por fin entraron en el corazón del edificio,
donde pudieron ver el moderno laboratorio compuesto por aquellos grandes aparatos de
alta tecnología que habían sido dispuestos por la Bestia para sus malévolos fines. Dos
enormes proyectores alimentados por un generador emitían rayos de energía, que además
de iluminar tétricamente el lugar también servían para crear una especie de pantalla
eléctrica suspendida en el aire. Cerca del generador se hallaba John Sanders, vestido con
una bata blanca de científico, que parecía ensimismado contemplando una serie de
indicadores en un complicado panel de control. Unos metros a la izquierda, encadenada
a la pared, se encontraba su hija Julie, la cual contemplaba con el horror reflejado en sus
ojos el círculo negro que poco a poco se iba formando en la pantalla eléctrica. El portal
al infierno estaba a punto de ser abierto.
–Sanders, debe parar esta locura antes de que sea demasiado tarde –gritó Vic Page,
intentando hacerse oír por encima del ruido de todos aquellos aparatos.
–Lo siento, no tengo otra opción, tengo que proteger a mi familia –dijo el científico,
señalando con la cabeza hacia el rincón donde estaba su hija.
–Loco, ¿qué cree que pasará cuando el portal esté abierto y los demonios del averno
lo atraviesen? ¿De verdad piensa que usted y sus seres queridos se salvarán? –dijo John
Reeves, dirigiéndose hacia donde estaba Sanders.
Mientras el anticuario avanzaba a lo largo del estrecho espacio que dejaba el
equipamiento del laboratorio, Espectro y Vic Page se dirigieron hacia la joven cautiva
con la intención de liberarla de sus cadenas. En ese instante una sombra cruzó el aire, y
una figura aterrizó desde una de las pasarelas superiores justo delante del justiciero y del
periodista, interponiéndose en su camino. Era Bishop, el jefe de la extinta Banda del
Lobo, transformado por el poder demoníaco en un ser que tenía muy poco de humano.
Sus ojos rojos e hinchados sobresalían de un rostro surcado por oscuras y protuberantes
venas, su torso encorvado parecía más robusto que la última vez que lo vieron, y sus
manos se habían convertido en dos garras animales capaces de desgarrar la carne con
facilidad.
Al ver a Bishop, John Reeves quiso retroceder hacia donde estaban sus compañeros
para apoyarles en su inminente combate, pero el don le golpeó con tal fuerza que
instintivamente se agachó, evitando así ser alcanzado por algo grande, negro y
emplumado que surcó el aire junto a él aterrizando a unos pocos pasos. El inmenso cuervo
de ojos oscuros y brillantes armado con un pico afilado se quedó mirándolo fijamente, y
a continuación comenzó a retorcerse en terribles convulsiones, hasta transformarse
rápidamente en la Bestia.
–Nunca imaginé que alguien como vosotros llegaría hasta tan lejos, pero eso no
importa. No podéis hacer nada, habéis llegado demasiado tarde. ¡Mirad! –dijo la Bestia,
alzando la vista en dirección al portal.
Horrorizados por el espectáculo, todos observaron como el círculo de oscuridad que
flotaba en el aire, en el espacio creado entre los dos proyectores de energía, había crecido
hasta tener un diámetro de casi cinco metros. Por aquel hueco de densa negrura emergían
una docena de brazos demoníacos que se agitaban furiosos mostrando un ansia terrible
por traspasar el umbral. Los demonios se agolpaban en el otro lado del portal luchando
por atravesarlo, impacientes por comenzar la devastadora invasión que pronto tendría
lugar.
Vic Page fue el primero en actuar, disparando la automática arrebatada a uno de los
bandidos contra Bishop. Pero el demonio demostró ser increíblemente rápido, pues
abandonó el espacio que un instante anterior estaba ocupando antes de que las balas lo
alcanzasen. Con un movimiento de sus garras lanzó por los aires al periodista, el cual
cayó con el pecho sangrante cerca de donde estaba Sanders, emitiendo un grito de dolor
al darse cuenta de que su brazo izquierdo había quedado herido por la caída.
Espectro reaccionó lanzando una serie de ataques de artes marciales contra Bishop,
puesto que había perdido su espada en la explosión de la Caverna. Sin embargo la criatura
demostró ser más hábil, evitando los golpes gracias a su agilidad. Aunque uno de los
golpes del justiciero si impactó al demonio, éste ni siquiera pareció sentir el impacto, y
lanzando un feroz rugido Bishop hirió a Espectro con la ayuda de sus garras, atravesando
el kevlar protector del traje del enmascarado.
Mientras sus compañeros luchaban contra el siervo, John Reeves permanecía ocupado
con el amo. El cazador de monstruos usó su estoque contra la Bestia en un intento de
ensartar su cuerpo, pero aquel engendro que una vez fue el Padre Muller demostró ser un
adversario con recursos. Alzando una mano, la Bestia creó una llamarada tan intensa que
calentó el arma de Reeves hasta tal punto que el anticuario tuvo que soltarla con un grito
de dolor. A continuación el ser infernal apuntó con un dedo a Reeves, y un rayo ígneo
brotó de su índice alcanzándolo de pleno. El anticuario tuvo que desprenderse a toda
velocidad de su abrigo mientras las llamas lo consumían con voracidad, a la vez que tenía
que soportar la risa burlona de Muller.
Mientras tanto, en el otro combate que se desarrollaba en el laboratorio, un herido
Espectro intentaba aguantar como podía los poderosos ataques del monstruoso Bishop,
manteniéndose en pie a duras penas. Sus conocimientos de la lucha cuerpo a cuerpo y su
dominio de los secretos de la Senda de las Sombras imbuidos por su maestro de nada le
servían en aquella ocasión, pues aquella criatura sobrenatural estaba mucho más allá. Al
final Bishop se hartó de jugar con el justiciero, y cogiéndolo por el cuello con una sola de
sus garras lo alzó del suelo, escrutándolo son sus maléficos ojos.
–Ahora morirás, sabiendo que tu mundo perecerá gracias al poder de mi amo –dijo el
monstruo mientras le mostraba la garra abierta con la que estaba a punto de rematar al
justiciero.
A pocos metros de allí, Vic Page se arrastraba por el suelo hasta donde estaba el
científico, suplicándole que parara el experimento.
–Vamos, Sanders, usted puede hacerlo. Es el único que puede detener toda esta locura.
Hace años vio el resultado del Proyecto Arcángel realizado en Beinch, y los recuerdos de
aquello aún le acosan en sus pesadillas. ¿Es que no tuvo suficiente? ¿Acaso quiere hacer
resurgir todo aquello? Esto no es lo que querría el Padre Franklin.
Sanders posó su mano sobre la palanca que controlaba el flujo de energía, dispuesto a
aumentarlo para abrir el portal de par en par y permitir el paso de un lado a otro. Sin
embargo comenzó a dudar por las palabras del periodista, y los remordimientos
comenzaron a hacer mella en su conciencia. Miró a Page, y luego contempló a Bishop y
a su amo, a punto de terminar con sus oponentes. Luego observó el portal y a los demonios
que estaban a punto de colarse por el agujero, y a continuación desvió la vista hacia donde
se encontraba su hija. Julie le devolvió la mirada, asintiendo con la cabeza.
Realizando el único acto bueno de toda su vida, Sanders bajó la palanca hasta el punto
cero, deteniendo completamente el flujo de energía. Una vibración recorrió el aire, a la
vez que los rayos azulados que emitían los proyectores comenzaban a remitir, lo que
provocó que el portal disminuyese progresivamente su tamaño.
La Bestia lanzó un grito de rabia inhumana al darse cuenta de lo que había hecho
Sanders, y avanzó hacia donde estaba el científico, pero algo cayó sobre su rostro horrible
y parte de su pecho y hombros. Al llevarse una mano a la cara y retirarla, sus dedos
mostraron una sustancia granulada de color grisáceo.
–¿Qué es esto, sal? –dijo sorprendido la Bestia–. ¿Me atacas con sal, como si fuese un
brujo de la Edad Media?
Reeves lanzó al suelo el pequeño saquito vacío, donde había guardado la sustancia
arrojada sobre el siervo satánico, y sacó un objeto plateado y brillante que empuñó como
si fuese un arma ante el atónito ser.
–¿Y ahora esgrimes ante mí un crucifijo, como si fuese un vulgar vampiro? –la Bestia
no salía de su asombro–. Debes haber perdido el juicio ante tu inminente derrota. ¿Y ahora
qué es lo que viene a continuación, ajos?
El cazador de monstruos apretó un resorte oculto de su crucifijo y apareció una
pequeña llama azulada en la base del eje vertical. Mirando fijamente a los ojos de la
Bestia, le dijo:
–¿Quién ha dicho que eso sea sal común, engendro? –sonrió Reeves, lanzándole a
continuación el crucifijo–. Dale recuerdos a Satán.
Cuando la llama tomó contacto con la misteriosa sustancia, un fuego azul brotó con
intensidad envolviendo a la Bestia, provocándole un dolor tan terrible que comenzó a
aullar angustiosamente. La mezcla de Reeves, nitrometano y agua bendita en forma de
sal, hizo su efecto rápidamente, y la Bestia cayó al suelo convertido en una brillante bola
de fuego cerúleo. Un instante después dejó de moverse y de gritar.
La Bestia había muerto, y al fin el alma del que fuera el Padre Muller podría descansar
en paz.
En otro rincón del laboratorio, tuvo lugar otra transformación, pues el siervo de la
Bestia perdió su poder tras el fallecimiento de su amo. Antes de que pudiera asestar su
golpe mortal a Espectro, Bishop retornó a su verdadera forma, viéndose obligado a aflojar
su presa. El justiciero no perdió el tiempo y aprovechó la ocasión, y sujetándose con las
manos al brazo de su enemigo apresó el cuello de éste con sus piernas, para a continuación
derribarlo al suelo en un movimiento conocido como sankaku jime. Utilizando esta
técnica, a Espectro le fue fácil aplicar la fuerza de sus piernas en forma de presa asfixiante,
privando del oxígeno a su contrincante hasta que éste quedó inconsciente, con el rostro
completamente enrojecido.
Espectro se levantó del suelo, exhausto, y se dirigió hacia donde estaban Vic Page y
John Reeves. A pesar de que los tres estaban heridos, no habían sufrido daños que no
pudieran curarse tras unos días de reposo. Los tres héroes contemplaron como Sanders
cogía una llave del bolsillo de Bishop y liberaba a su hija, fundiéndose ambos en un gran
abrazo. El portal había desaparecido, y con él los demonios que habían estado a punto de
atravesarlo. Todo había salido bien, el mal había sido vencido y el mundo vería un nuevo
amanecer sin que nada hubiese cambiado.
Sin embargo aún había algo que hacer, y fue el propio Sanders quien lo expresó.
–Esta tecnología debe ser destruida para siempre. Nunca más debe haber otro Proyecto
Arcángel –dijo el científico.
–Nosotros debemos irnos antes de que llegue la policía, encárguese usted –dijo
Espectro, que estaba atando a Bishop con las mismas cadenas que antes habían apresado
a la joven Julie mientras reprimía el impulso vengativo de darle un escarmiento allí y
ahora.
Sanders asintió, y junto con su hija se despidió de los tres aventureros, los cuales se
marcharon a toda prisa del lugar a bordo del coche de Espectro. A lo lejos podía
escucharse el sonido de las sirenas de la policía, mientras el sol del amanecer comenzaba
a irradiar los primeros rayos de luz que disipaban la oscuridad de la noche.
Al día siguiente, en el Cementerio General de Hollow City, dos hombres depositaron
una corona de flores ante la tumba del Padre Franklin. Vic Page lucía una escayola en su
brazo izquierdo y unos cuantos moratones en el rostro, mientras que a su lado John Reeves
presentaba algunas quemaduras en las mejillas y en la frente. Ambos permanecieron en
un silencio respetuoso, mientras cada uno a su modo recordaba al sacerdote que tanto
bien había hecho en la comunidad.
Descanse en paz, Padre Franklin, ya ha sido vengado. Que Dios le acoja en su seno.
Amén.
En las inmediaciones del lugar donde una vez se alzó el local conocido como la
Caverna, la policía de Hollow City se encargaba de analizar la escena con la mayor
celeridad posible. El Alcalde James Mallory hablaba con el Comisario Howard,
instándole a que terminara de cerrar el caso lo más rápidamente posible, pues pronto
serían las elecciones y aquel suceso no debía empañar su carrera hacia la reelección.
Mallory iba a iniciar uno de sus discursos difamando la labor del Comisario cuando uno
de los agentes se acercó mencionando que Eduard Kraine había llegado en una limusina.
–¿Kraine? –dijo sorprendido el alcalde–. ¿Qué hará ése aquí? Igual quiere disculparse
por haberse largado tan rápidamente de la Catedral el día del funeral. A todos éstos
millonarios les falta un tornillo, te lo digo yo, Howard.
Mallory ordenó al agente que dejasen entrar a Kraine en la zona acordonada, e
instantes después estaba estrechándole la mano y obsequiándole con una de sus falsas
sonrisas.
–¡Kraine, muchacho, me alegro de verle!
–Hola, alcalde, la verdad es que vengo por negocios. Necesito un lugar donde poder
ubicar una de mis fábricas, y al enterarme de que esta zona iba a quedar deshabitada he
venido a echar un vistazo.
–Pues mira todo lo que quieras, Eduard, como si estuvieses en tu casa –dijo Mallory,
que ya estaba viendo una oportunidad de negocio si Kraine se quedaba con el terreno–.
Te dejo un momento que ahí está la prensa, voy a hacer algunas declaraciones y a sacarme
unas fotos, a los perros hay que darles carnaza de vez en cuando.
Mientras Mallory se alejaba riéndose de sus propias ocurrencias, Kraine se acercó a
las ruinas de la Caverna que aún conservaban el aroma acre del humo. Luego cerró los
ojos y juntó las yemas de los dedos de ambas manos en un mudra, un gesto de
concentración espiritual. Tras invocar el chi de su interior y concentrarse en una imagen
mental, Kraine sintió como una fuerza le atraía hacia una determinada posición. Tras
avanzar un poco entre los restos del incendio, se agachó y retiró unas tablas de madera
ligeramente carbonizadas.
Eduard Kraine esbozó una sonrisa de complacencia al observar la hoja afilada de su
katana. Era verdad que había ganado una batalla, pero aún le esperaban muchas más que
tendría que librar en el futuro, y Espectro necesitaría su mortífera arma para combatir las
nuevas amenazas.
La ciudad de Hollow City necesitaba un protector, y él estaba preparado para ostentar
dicho cargo. Y lo mejor de todo era que, como había aprendido en aquella aventura, no
estaba sólo en su misión.
FIN
LA NOCHE DE HOLLOWEEN
Miro el desordenado montón de papeles que abarrota la mesa de mi despacho, en la
segunda planta de la comisaría central de policía de Hollow City, y se me cae el alma a
los pies. El trabajo de un detective de homicidios de nivel tres no es todo lo emocionante
que uno puede suponer, la parte del papeleo es la que peor llevo pues me produce una
desagradable sensación de fastidio cada vez que tengo que llevarla a cabo. Pero es algo
que entra dentro del sueldo y del cargo, así que tengo que hacerlo.
Lanzo un gruñido de desgana y comienzo la tarea desbordante de rellenar informes,
ordenar expedientes y completar fichas de los casos cerrados para informatizar toda esa
gran cantidad de datos acumulada en aquella interminable montaña de papeles. Sólo el
amargo sabor del café de la máquina y la agradable visión de alguna de las compañeras
contorneando sus caderas hacen más llevadero este trabajo tan tedioso. Pero no puedo
quejarme, hace poco que he vuelto al equipo tras pasar un tiempo ocupado en el ramo de
la seguridad privada, y encima me han ascendido gracias a los contactos de mi antiguo
jefe, pero eso es otra historia. Sin embargo, algunos de los muchachos no parecen estar
muy contentos por volver a ver mi rostro de mandíbula cuadrada y mi nariz de boxeador
retirado, ni parece que vayan a ofrecerme algún regalo de bienvenida por tener mis
zapatos de suela ancha pateando sus grasientos culos. Aunque al menos no se meten
conmigo abiertamente, algunos ya saben cómo me las gasto cuando estoy enfadado,
sobretodo Mike Sutton, ese poli tocapelotas que le gusta más un soborno que a un niño
un caramelo.
El viejo Mike “el Arrugas” no cambiará nunca, seguro que ya ha organizado una timba
con el resto de compañeros para ver cuánto tardo en ser expulsado del cuerpo otra vez,
pues desgraciadamente tengo fama de que siempre lo fastidio todo. Sólo porque una vez
tuve un pequeño problema con nuestro ilustre Alcalde Mallory, que desde entonces no
puede verme. O quizá es por haberle gritado al pobre Comisario Howard los males por
los cuales debería morirse. No es que sea un policía rebelde sin ética ni moral alguna, que
desobedezca las normas a la menor oportunidad, es solo que…bueno, a veces las reglas
son demasiado estrictas, y a veces las circunstancias hacen que tenga que volverme un
poco flexible a la hora de cumplirlas. Quizá debería hacerme imprimir eso en la placa
metálica de mi cartera: Paul O’Sullivan, detective flexible. Seguro que los delincuentes
se reirían de mí.
El reloj de mesa cuadrado que sirve también como calendario es silencioso testigo del
lento transcurrir del tiempo en el despacho. Desvío la mirada de la pantalla del ordenador
para descansar la vista, y mis ojos contemplan la fotografía enmarcada con un decorativo
borde plateado. En mis labios asoma una sonrisa cariñosa al ver los rostros de Hellen y
Edith, mi mujer y mi hija, la alegría de mi corazón y la luz que arranca las sombras que a
veces envuelven mi ánimo. Tras una dura y larga separación, a causa de mis problemas
con el alcohol y mi comportamiento temperamental, al final he recibido una segunda
oportunidad y me han dejado entrar otra vez en casa. Ahora soy un hombre nuevo, más
sereno, menos impulsivo, intento ser el marido perfecto y el mejor padre del mundo, y
creo que lo voy consiguiendo. O al menos es lo que me digo a mi mismo todos los días
cuando me levanto por las mañanas y miro mi rostro irlandés en el espejo.
–O’Sullivan –dice casi gritando Al McColl, un poli corpulento famoso por haber
sufrido el mayor número de heridas posible sin haber acabado aún bajo dos metros de
tierra–. Tienes un paquete –el fornido agente suelta un bulto envuelto en vulgar papel
marrón de regalo y se va sin decir nada más, tras haber interrumpido mis pensamientos.
Examino el inesperado paquete, que a juzgar por la tarjeta colocada en la parte
superior y que reza «Felicidades» debe ser un regalo, tal vez de alguna admiradora secreta
o de una víctima agradecida por haberla ayudado. Tras concluir que no se trata de ninguna
amenaza extraña, desenvuelvo con lentitud y sin prisas el obsequio, imaginando lo que
puede ser: una deliciosa tarta de chocolate casera, un sombrero nuevo que haga juego con
mi abrigo gris, o tal vez uno de esos dichosos aparatos electrónicos de hoy en día que
permiten hacer de todo. Pero entonces el estupor se queda grabado en mi rostro al quedar
al descubierto una especie de arbolito pequeño del que penden, colgados en sus diminutas
y entrelazadas ramas como si fuesen sustitutos de los pajarillos que deberían estar posados
en ellas, una serie de botellines de cristal que contienen diversas bebidas alcohólicas. Y
en ese instante resuenan por toda la comisaría las carcajadas burlonas de mis compañeros,
los cuales deben sujetarse a las puertas y paredes para no caer destronchados de la risa.
Se creen que soy un novato, o peor aún, un borracho, y este es su regalo de bienvenida,
su forma de decirme que me los tengo que ganar. Malditos hijos de perra.
–¡O’Sullivan, hay un fiambre en Sawmill Street! –dice el sargento Woods asomando
su cara de bulldog por el pasillo–. Te ha tocado el gordo, coge a McColl y ve a ver qué
pasa. Empezamos bien el puto día de Halloween.
¡Ah, sí, Halloween! Casi se me había olvidado de que hoy es el día de los difuntos, y
que esta noche será la fiesta de los disfraces. Los niños vagarán de un hogar a otro en
pequeños grupos, anunciando eso de «Truco o Trato» con sus voces infantiles y sus caritas
de ángel, esperando una dulce recompensa. Pero eso es solo la parte buena.
La auténtica realidad es otra. Para la policía de Hollow City esta noche será de las
peores del año. Las peleas, los borrachos, las discusiones familiares, los robos,… Una ola
de crímenes y disturbios que golpeará con fuerza las calles, barriendo la dignidad del ser
humano. Dicen que Halloween es la noche de Todos los Santos, pero yo diría que es la de
los diablos. O mejor dicho, la de los difuntos, pues acaba de empezar el día y ya existe
alguien que la ha palmado. Por eso aquí, en esta ciudad, solemos llamarla la Noche de
Holloween, porque santos hay pocos, pero agujeros hay unos cuantos.
Me voy con McColl y nos metemos en el coche oficial asignado, un Toyota Celsior
de cuatro puertas con la ventanilla del conductor atascada. McColl me cede dicho asiento
porque prefiere estirar sus largas piernas. Sonrío al ver cómo tiene que reclinarlo para
poder acomodar mejor su gigantesco cuerpo, mientras se queja de que ese coche no está
diseñado para gente como él.
Conduzco por entre las calles de Hollow City, mientras la gente las recorre ajena a los
peligros que acechan en la oscuridad. A plena luz del día todo parece alegría y felicidad,
pero yo sé muy bien que la realidad es otra. He combatido terribles amenazas, me he
embarcado en emocionantes aventuras y he corrido peligros inimaginables. El Mal está
ahí fuera, lo sé porque lo he visto. Es una sombra que acecha esperando el momento
oportuno para golpear de nuevo. Sólo me pregunto cuándo llegará dicho momento.
Por fin llegamos al barrio de Sawmill Street, donde está la Iglesia de Saint Patrick y
el comedor social regido por el Padre García. En una de las calles hay un par de coches
patrulla y mucha gente agolpada alrededor de la cinta amarilla de seguridad. Sin duda es
el lugar del crimen. Tras hablar con los policías de uniforme, McColl y yo nos enteramos
de algunos detalles. El fallecido se llamaba Aaron Peters, varón blanco, cincuenta años,
divorciado sin hijos, trabajador de una lavandería cercana. Domicilio en el 32 de Sawmill
Street, un pequeño bloque de apartamentos modestos, exactamente el edificio que hay
enfrente y desde donde al parecer se ha lanzado al vacío esta madrugada.
Saludamos al equipo forense, que está recogiendo muestras en sus bolsitas de plástico
para luego analizarlas en sus complejos equipos de laboratorio. Desde luego estos chicos
cumplen su función y ayudan a resolver los casos, pero yo soy de la vieja escuela y
prefiero el método antiguo: analizar el escenario del crimen in situ, verlo con mis propios
ojos, buscar, pensar,… Con permiso de los técnicos, echamos un vistazo al señor Peters.
Irreconocible. Su cabeza parece como una fruta madura, espachurrada contra el suelo, los
restos sanguinolentos esparcidos varios metros alrededor de la zona de impacto. Lo que
se puede esperar si ha saltado desde el balcón de su vivienda, en el quinto piso del edificio.
–O’Sullivan, esto está muy claro –dice McColl, arrugando la cara de asco–. Este tío
se ha suicidado, harto de vivir solo en este podrido lugar, con un trabajo de mierda. Otra
víctima más del sistema.
Asiento a mi compañero, y juntos nos encaminamos al edificio donde vivía la víctima.
En el portal hay una mujer muy vieja, de blancos cabellos y cara arrugada, que nos escruta
a través de su único ojo bueno de forma amenazadora. Nos corta el paso con decisión,
hablando ella primero como dando a entender quién es la que manda.
–Soy la señora Francis –dice la anciana con cierta altivez, como si aquello significara
algo–. La portera de este edificio. Yo encontré al señor Peters esta mañana, avisé a la
policía y he reunido a todos los vecinos para comunicarles lo ocurrido.
McColl y yo nos presentamos, enseñando nuestras relucientes placas, pero la anciana
parece completamente indiferente. Le pido que me deje las llaves de la vivienda de Peters,
pero ella insiste en acompañarnos y abrirnos ella misma. Puesto que el edificio no tiene
ascensor, nos dirigimos hacia la escalera, no sin antes pedir a los policías de uniforme que
notifiquen a todos los vecinos que tienen que ir a comisaría a declarar.
Tras subir los cinco pisos a pie siguiendo a la renqueante señora Francis, la cual
admirablemente parece estar de maravilla tras la caminata, llegamos ante la puerta del
apartamento del presunto suicida. La portera saca la llave y la mete en la cerradura, y tras
abrir la puerta hace ademán de entrar, pero yo se lo impido. Intento sonreír cortésmente,
pero la anciana me mira como si fuese a echarme alguna maldición, mientras su ojo
grisáceo parece brillar intensamente. Mientras la portera se retira y nos deja a solas, me
pregunto si de verdad está medio ciega o estará fingiendo.
McColl y yo registramos el apartamento, pero no parece haber nada fuera de lo
normal. Es el típico hogar de un hombre como Peters, sucio, desordenado y falto de un
toque femenino. No existe decoración alguna en toda la vivienda, salvo una pequeña flor
azul en una maceta, ubicada en el mueble recibidor de la entrada. En el salón la televisión
aún está encendida, y encima de una mesilla descansan restos de pizza al lado de un
montón de revistas pornográficas. Mientras Al se dirige a la cocina, a inspeccionar la
nevera, yo salgo al pequeño balcón que da al exterior, a través de la puerta corredera que
ahora se encuentra abierta. Me asomo a la calle, viendo el cadáver de Peters desde arriba.
Al menos no hay duda de que evidentemente su cuerpo cayó desde aquí.
–Lo que yo decía, suicidio –dice McColl, con un donuts en la boca y otros más en las
manos, los cuales acaba de sustraer de la despensa de Peters. Al ver la mirada de reproche
en mis ojos, me dice:
–¿Qué pasa? No creo que el muerto los vaya a necesitar.
Al no encontrar nada útil salimos del lugar, justo en el momento en que la puerta del
apartamento de enfrente se abre, dejando ver la figura delgada de una mujer joven vestida
con un largo y anticuado vestido negro. A pesar de que lleva el pelo cubierto bajo un
pañuelo oscuro, ello no resta hermosura alguna a su rostro. Su belleza es formidable, con
unos ojos de color azul tan profundo que me hacen sentir como si estuviese mirando el
mar. Un mechón de cabello rubio le resbala por la frente, el único pedazo que escapa a la
prisión del pañuelo, pero suficiente para destacar aún más su atractivo. Pienso que si
aquella mujer estuviese ataviada con alguna prenda más convencional sería una mujer de
las que hacen volver la vista atrás a los hombres allá por donde pasa.
La mujer se ruboriza un poco al darse cuenta de cómo la miro, pero entonces aparece
en escena un gato negro que se cuela entre sus piernas para plantarse ante mí, maullando
casi histérico. El gato parece muy grande y, antes de que me dé tiempo a decir nada, el
minino lanza un siseo amenazador que me pone los pelos de punta. El pequeño diablo
parece a punto de lanzarse contra mí, pero entonces la mujer lo llama para tranquilizarlo,
recogiéndolo del suelo y arrullándolo contra su cuerpo como si fuera un bebé.
–Tranquilo, Azazel, no pasa nada. No querrás que estos señores piensen que eres un
gato malo, ¿verdad? –la joven habla con una voz musical que no solo sirve para calmar
al animal, sino también para embelesarme a mí–. Perdón, soy Carol Wytte, la vecina del
señor Peters. Me acabo de enterar de lo ocurrido…es algo lamentable.
La mujer parece afectada, y aunque posiblemente al ser vecina del fallecido podría
aportar algún indicio de utilidad sobre el caso, no es el mejor momento para interrogarla.
Le doy una de mis tarjetas a la joven Carol y cuando extiende la mano para recogerla, me
fijo de que no lleva alianza, un pensamiento que me recuerda que yo si la llevo. Me
despido azoradamente y bajo junto a McColl hasta la planta baja. Tras comprobar que
todo está dispuesto, emprendemos el regreso a comisaría.
Durante todo el trayecto no paro de pensar en Carol Wytte, y en sus hermosos ojos
azules, aunque advierto que McColl no parece impresionado en absoluto, pues apenas la
menciona. Prefiere estar inmerso en la degustación de unos donuts pasados de azúcar.
Típico de un policía.
Las siguientes horas las paso en las dependencias de la comisaría destinadas a
interrogatorios, hablando de uno a uno con todos los vecinos del inmueble de Sawmill
Street. Para hacerlo más rápido, McColl y yo nos dividimos y atendemos por separado
cada uno a la mitad de ellos. En el reparto tengo mejor suerte, a él le toca la vieja portera
y a mí la hermosa Carol Wytte, con su belleza oculta tras su apariencia monacal.
Comienzo a interrogarla con suavidad, evitando que se sienta incómoda, y tras unas
cuantas preguntas y algunos comentarios ingeniosos me gano su confianza, y ella deja de
estar a la defensiva. Descubro unas cuantas cosas de ella, además de que posee una
cautivadora sonrisa que muestra de vez en cuando de forma tímida. Vive junto a su
hermana Sarah, que tiene doce años, a la cual no ha traído porque está algo indispuesta.
Cuida de ella desde que perdieron a sus padres hace mucho tiempo en un accidente de
tráfico. Soltera y sin hijos, vive de hacer pequeños trabajos de aquí para allá, y hace poco
que las dos hermanas se instalaron en Hollow City, en busca de un futuro mejor. La
historia de siempre.
Sobre Aaron Peters, el suicida, cuenta que era un vecino poco sociable, solitario y sin
amigos, y que nadie le visitaba. Apenas intercambiaban un corto saludo cuando se
cruzaban dentro del vecindario, y aparte de eso no mantenían mayor relación. Cuando
termino las preguntas le estrecho la mano, y el contacto con su piel suave me produce una
intensa sensación que me hace estremecer por dentro como una corriente eléctrica.
Aunque me digo a mi mismo que no debo hacerlo, la miro directamente a los ojos, esos
dos lagos azules y hermosos, y advierto que ella mantiene el contacto sin evitarlo. Luego
se marcha, no sin antes mirar hacia atrás con una leve sonrisa de despedida.
Tras finalizar todas las declaraciones de los vecinos, McColl y yo ponemos en común
toda la información que tenemos, que es lo mismo. Aaron Peters era uno de esos hombres
anónimos que viven en la sombra, una hormiga obrera más de la colmena que enseguida
es sustituida por otra. Nadie le echará de menos. Causa de la muerte: suicidio por falta de
ganas de vivir en una ciudad miserable, en un mundo de mierda.
Damos la información al sargento Woods, el cual parece quedar contento con el
diagnóstico. No es de extrañar, pues necesitará para hoy a todos los agentes que pueda
tener disponibles para la Noche de Holloween, y continuar con este caso ya no tiene
sentido, es perder el tiempo. Como es la hora de comer, McColl se despide y se va a casa
con su familia, mientras yo me quedo a redactar el informe final. Hoy no tengo que ir a
casa, puesto que Hellen no volverá hasta más tarde del trabajo y Edith está en el comedor
del colegio, así que encargo un par de sándwiches y café abundante y me refugio tras la
mesa de mi despacho.
Estoy a punto de terminar el informe cuando llaman a la puerta para entregarme los
resultados de las pruebas forenses. La causa de la muerte es clara, el impacto de la caída.
Sin embargo hay un par de detalles que me llaman la atención. El primero es que han
encontrado rastros de una extraña sustancia en la sangre del fallecido. El segundo se trata
de algo más común, pues había muestras de pelo de gato en las ropas de Peters.
Puesto que lo del pelo de animal no es nada extraordinario, ya que podría tratarse de
cualquier animal callejero que se acercara al cadáver, me centro en la sustancia. Según el
informe, se trata de una hierba denominada Datura Ferox, que contiene una potente
mezcla de elementos químicos, como atropina, hiosciamina y escopolamina. Como no
entiendo nada de esto, me salto las siguientes líneas y leo el párrafo aclaratorio para
profanos en la materia. El nombre común de la hierba es Chamico, también conocida
como Hierba del Diablo, y al parecer se asocia con la magia, el chamanismo y la brujería
en algunos países de Sudamérica. Su utilidad principal es la de servir como un poderoso
alucinógeno, aunque también como un buen anestésico en dosis mayores. Aunque el
Chamico puede ser preparado para ser fumado como un buen cigarro, ya que tarda muy
poco tiempo en surtir efecto desde que es administrado, los forenses sugieren que Peters
lo tomó como una infusión.
Lo cual me plantea algunas dudas, ya que McColl y yo registramos el apartamento y
allí no había ninguna taza de té. Si Peters se hubiese tomado alguna droga, la cual
enturbiase su estado mental lo suficiente como para provocarle unas ganas tremendas de
salir volando por el balcón, habríamos hallado alguna prueba. ¿Qué diablos está pasando
aquí?
Llamo a McColl y le informo de todo el asunto, le digo que investigue si ha habido
recientemente alguna defunción donde el cadáver hubiese ingerido Chamico antes de
morir. Mientras tanto iré a visitar a un viejo amigo que vive en el barrio de Sawmill Street,
tal vez el me ilumine un poco en este caso. Porque algo me dice que no se trata de un
simple caso de suicidio, hay algo más. Creo que el día de Halloween va a ser movidito.
Aparco el Toyota Celsior cerca de un puesto ambulante de salchichas, donde el dueño
está haciendo su agosto, ya que los niños comienzan a deambular por las calles
preparándose para la fiesta de esta noche. Camino durante un rato observando el barrio,
con sus desgastadas calles, sus pintadas callejeras en las fachadas, con la silueta del
campanario de Saint Patrick que se alza hacia el cielo como una aguja. Muchos sucesos
trágicos han tenido lugar en Sawmill Street, pero si hay alguien que los conoce al dedillo
es el dueño de la tienda que tengo frente a mí. Aunque el año pasado un incendio devoró
con sus llamas el local, y el propietario se marchó a Capital City, el nuevo letrero que hay
sobre la entrada demuestra que ha vuelto al barrio.
Abro la puerta y entro en la tienda de antigüedades y cosas curiosas más famosa de
Hollow City, dos años después de la primera vez que lo hice, cuando el asunto de los
Oscuros. En aquella ocasión el anticuario me pareció un pobre loco que vivía en su propio
mundo de fantasía, repleta de vampiros, hombre-lobo y demonios. Hoy acudo en busca
de consejo como el gran cazador de monstruos que en realidad es. John Reeves.
El hombre se encuentra detrás del mostrador, colocando un jarrón de porcelana china
en un estante. Tiene el pelo más canoso y un par de arrugas más en la cara que la última
vez que lo vi, pero aparte de eso parece encontrarse en muy buena forma. Me mira y
sonríe, recordando los viejos tiempos.
–Paul O’Sullivan, detective de policía –deja escapar con un gruñido de satisfacción–.
Celebro verle nuevamente por aquí.
–Vaya, al parecer las noticias vuelan por este barrio –digo sorprendido al ver que
conoce mi nuevo estatus dentro de la policía–. Me alegro que haya vuelto a la ciudad,
Hollow City no sería lo mismo sin usted. Me enteré de su regreso, y además de hacerle
una visita de cortesía, aprovecharé la ocasión para pedirle un favor.
Ambos nos miramos sin decir nada más, y el anticuario asiente con la cabeza pues ha
comprendido de qué va. Apoyándose en su bastón con el plomo de plata brillante, Reeves
cierra por dentro la puerta de la tienda y coloca el cartel de «Cerrado». Luego nos
dirigimos a la parte de atrás, donde me obsequia con un café bien cargado. Charlamos
agradablemente durante un rato sobre varios temas, hasta que al fin vamos al meollo del
asunto. La Datura Ferox, el Chamico, la Hierba del Diablo o como quiera que se llame la
droga en cuestión.
–Es una hierba muy potente, con origen en Sudamérica, donde existe una gran
tradición de chamanismo y magia. Su uso principal por parte de los antiguos curanderos
tribales era el de servir como anestesia antes de realizar curaciones dolorosas. Ya sabe lo
que quiero decir, recolocar un hueso roto, realizar incisiones profundas, y todas esas
cosas. De hecho en algunos pueblos aún se le conoce con el nombre de «Trompeta de
Ángel».
–¿Pero es verdad que también es como una especie de veneno? –le pregunto.
–No como un veneno que mata, sino como un alucinógeno capaz de hacer volar la
mente. Sus propiedades psicoactivas son extraordinarias, y fue muy utilizado por las
tribus antiguas hasta que fue sustituido por otros fármacos más modernos. Hoy en día
nadie la utiliza.
–Pues en el depósito de cadáveres hay un tipo que opina lo contrario. Se dejó casi toda
la sesera repartida por el suelo esta madrugada, un mal asunto.
–Vaya, lo siento mucho –en ese momento Reeves se pone pensativo, como si algo le
haya venido a la mente en este instante–. Dígame, O’Sullivan, ¿por casualidad no habría
una flor de color azul donde vivía el fallecido?
–¿Cómo lo ha adivinado? –abro los ojos sorprendido–. Pues sí, había una flor de dicho
color en una maceta.
Sin decir ni una palabra, el anticuario se levanta del sillón y se dirige hacia una
estantería de madera repleta de libros, y tras buscar escrupulosamente durante un rato al
final retira uno y vuelve a sentarse. Parece un tomo muy antiguo, con una cubierta
desgastada por el paso del tiempo que presenta un título en latín grabado con letras de
estilo centenario. El título reza «Fax Daemon». Tras abrirlo y rebuscar entre sus páginas,
me muestra un grabado donde aparece la misma flor azul que estaba en casa de Aaron
Peters.
–¿Es esta? –me pregunta Reeves con cierta preocupación en su voz.
–En efecto, es la misma. ¿Qué es lo que ocurre con esta flor?
–Se trata de una planta llamada Esciana, famosa en tiempos remotos por ser utilizada
en determinadas prácticas…prohibidas. Es decir, brujería. Durante la época de la caza de
brujas en Europa, que fue desde el año 1450 al 1750, muchas de aquellas mujeres que
fueron quemadas en la hoguera, acusadas de relacionarse con el Diablo, utilizaban la
Esciana como parte de sus ritos diabólicos. Esencialmente, la cosa funcionaba así. Para
convertirse en una bruja, la aspirante debía cultivar ella misma la flor, hasta que estuviese
lista, bajo la supervisión de una tutora. Una vez que la aspirante, generalmente una
muchacha joven, realizaba un ritual mágico sobre la flor para imbuirla con el poder del
Maligno, a continuación se la regalaba a alguien, normalmente un enemigo. Días después,
la maldición surtía efecto y el obsequiado sufría un cruel castigo, a veces la muerte o a
veces algo peor.
–¿Quiere decir que entonces no estoy investigando un caso de suicidio, sino un
asesinato? Pero a pesar de la Esciana y del Chamico, está claro que Peters se lanzó él
mismo al vacío.
–Bueno, en mi opinión yo creo que la flor azul lo que hace en realidad es servir de
potenciador al efecto alucinógeno de la Hierba del Diablo. O en realidad gracias a la
Esciana la bruja puede manipular las visiones mentales creadas por la hierba. De una
forma u otra, es una combinación mágicamente letal –concluyó el anticuario.
–Y una vez que la persona sufre la maldición, ¿la aspirante se convertía
automáticamente en bruja?
–Si no recuerdo mal, según este libro, un antiguo tratado sobre las diversas formas de
combatir a los demonios, para convertirse en bruja había que llevar a cabo con éxito tres
maldiciones.
–Así que lo que estoy buscando es una bruja. ¿Y cómo diablos voy a reconocerla? –
pregunto angustiado.
–Pues según el Fax Daemon, una aspirante a bruja suele ser una mujer joven y virgen,
con una tutora que la guía por la senda del Diablo, y generalmente posee un animal con
quien mantiene un cierto vínculo, un familiar. Aunque supongo que es una información
demasiado vaga como para que sea de gran ayuda, me temo.
Tras agradecerle al anticuario la ayuda prestada y tomar una de sus nuevas tarjetas de
visita con su número, salgo de la tienda y voy hacia el coche. Mientras el sol comienza a
ocultarse y las primeras sombras de la noche comienzan a asomar ligeramente por el cielo,
en mis pensamientos solo hay lugar para un rostro, un único nombre. Puesto que la
conversación con John Reeves me encamina hacia un único objetivo. Carol Wytte.
Puesto que el 32 de Sawmill Street está muy cerca de allí, decido caminar en lugar de
coger el coche, aunque es más una excusa para poder pensar con claridad. Evidentemente,
no hay ninguna prueba que vincule a la mujer de los ojos azules con la muerte de su
vecino, todo son simples conjeturas. Es cierto que parece una mujer muy virginal, con ese
atuendo horrible sacado de una película de mormones, y que es joven y hermosa. También
tiene un gato, curiosamente con el nombre de Azazel, el ángel caído. ¿Pero quién no tiene
un puñetero gato negro con un nombre bíblico? Y en cuanto a la tutora, en verdad que la
anciana portera del edificio, la señora Francis, podría muy bien asumir dicho papel, pues
su imagen de anciana bruja debería ser la portada del libro ese, el Fax Daemon o como
se llame.
Pero falta una cuestión muy importante, y es el motivo. No parece que Aaron Peters
fuese un mal tipo, un acosador o algo así. Según todos los vecinos era un tipo solitario,
pero eso no lo convertía en enemigo de nadie. Quizá me he dejado llevar demasiado por
las teorías del anticuario John Reeves, y tal vez no hay nada sobrenatural en todo este
asunto. A lo mejor el tipo compró una flor azul en alguna floristería, para tener algo
decorativo en casa. Y en cuanto a los restos de la hierba en su organismo, puede que Peters
se fumase un porro adquirido en uno de esos locales exóticos.
Pero a pesar de lo que me digo para tranquilizarme, no paro de darle vueltas a la idea
de que la muerte de Peters no es un suicidio. No dejó ninguna nota, no dijo nada en el
trabajo, los vecinos no notaron nada fuera de lo común en su comportamiento. Y aquí
estoy, delante del portal del edificio, intentando excusar a una mujer que apenas conozco,
pero cuya extraordinaria belleza me tiene…embrujado.
Justo cuando voy a llamar al timbre de la portería, suena mi teléfono móvil con la
dichosa cancioncilla de moda de los Red Demons, el grupo musical local de Hollow City
que continúa arrasando. Al aceptar la llamada oigo la voz de Al McColl, que parece algo
nervioso.
–¡O’Sullivan, no te lo vas a creer! –dice Al con una agitación inusual en él–. He
descubierto que hace seis meses hubo un tío que la palmó, aquí en Hollow City, que
también tenía metida en el cuerpo la misma mierda que le encontraron a Peters, el
Chamaco ese.
–Chamico, la Hierba del Diablo –le corrijo.
–Bueno, como se llame, da igual. Lo curioso fue la forma en que murió, pues el fulano
también se suicidó, otro que tampoco irá al Cielo.
–¿También se tiró por un balcón?
–No, que va, este prefirió algo menos rápido. Se tiró un bidón de gasolina por encima
y luego se prendió fuego, los bomberos estuvieron horas para apagar todo el edificio,
dicen que fue un infierno. He hablado con los compañeros del caso, y me han dicho que
el tipo, que se llamaba Warren Clemens, comenzó a enloquecer en unos pocos días. Un
oficinista normal y corriente que de repente comenzó a oír voces y ver cosas en cada
rincón, hasta el punto de que la paranoia pudo con él y se quemó a lo bonzo.
–No te habrán comentado nada sobre una flor azul, ¿verdad?
–¿Flor? ¿De qué hablas? Si no quedó nada en pie, a causa del fuego. Menuda forma
de celebrar la Noche de Walpurgis.
–¿Cómo has dicho? –pregunto a McColl, dando un respingo.
–Walpurgis, ya sabes, la noche de las brujas y todo eso. Clemens murió la noche del
treinta de abril, asado a la parrilla como hacían hace siglos con las brujas.
Un escalofrío me recorre la espina dorsal, mientras noto como las manos comienzan
a sudar un poco. Me cuesta tragar saliva para aclararme la garganta, que al parecer se me
acaba de encoger.
–¿Tienes por casualidad una lista con los nombres de los inquilinos del edificio?
–Los compañeros la enviarán por fax a la comisaría, ahora voy para allá.
–De acuerdo, Al, nos vemos allí.
De repente me siento vacío, como si las fuerzas me hubiesen abandonado
completamente. Ya no tengo claro que hacer a continuación, no creo que interrogar a
Carol Wytte sea una buena idea. No quiero encontrarme frente a sus hechizantes ojos
azules y decirle que es una aspirante a bruja. Además, aún no hay ninguna prueba de que
ella sea culpable de nada, aunque al menos ya queda claro que Peters no se suicidó por
voluntad propia.
Regreso al coche y conduzco hasta comisaría, mientras en la radio suena la banda
sonora de una famosa película de terror. La noche ya empieza a envolver los edificios,
mientras multitud de ventanas quedan iluminadas por las sonrisas malignas de las
calabazas de Halloween. La gente disfrazada comienza a abarrotar las calles en busca del
lugar de partida de los distintos carnavales que se organizarán en la ciudad. Al menos el
cielo se prevé despejado, permitiendo ver la plateada luna llena en todo lo alto,
iluminando la incipiente negrura. Aunque no sé si es bueno que en el dichoso Holloween
haya luna llena, pues el número de locos que salen a la calle podría duplicarse. Una mezcla
explosiva, como el fuego y la gasolina. O como la Esciana y el Chamico.
Encerrados en mi despacho, McColl y yo ponemos encima de la mesa lo averiguado
hasta el momento. Tenemos a dos víctimas suicidas, Warren Clemens en la Noche de
Walpurgis y Aaron Peters la pasada madrugada. Ambos habían consumido la Hierba del
Diablo o Chamico, y muy presumiblemente los dos fallecidos tenían en su poder un
ejemplar de Escina, la flor azul utilizada por las brujas medievales. Cuando le cuento a
Al parte de la conversación que mantuve con el anticuario John Reeves, me mira como si
me faltase un tornillo, y creo que empiezo a compartir su impresión.
En ese momento llega una compañera con un fajo de papeles, es el fax que había
solicitado McColl con la información del suicidio de Clemens. Fotos que no dejan nada
a la imaginación sobre la forma de la muerte, solo con mirarlas imagino el olor a carne
quemada y los gritos de dolor de la víctima. El informe de la autopsia, confirmando la
presencia del Chamico. Y la lista de los nombres de los inquilinos, ordenada
alfabéticamente por el apellido. Al final hay dos nombres que son como dos puñaladas en
mi corazón, pues aunque ya sabía que estarían presentes, aún me restaba la esperanza de
que no fuera así.
Wytte, Carol.
Wytte, Sarah.
Mierda, ahora ya no hay duda. Como decía mi padre, el viejo Frank O’Sullivan, «si
tropiezas con la casualidad es que te has saltado la verdad». Ya no puedo seguir ignorando
los hechos, por mucho que me cueste aceptarlo. Esa belleza rubia de los ojos azules, con
sus modales mojigatos, su dulce voz y su tímida sonrisa, está metida hasta el cuello en
este asunto. Es hora de realizar una visita oficial a la señorita Wytte y a su pequeña
hermana. Sin embargo, aún queda pendiente el tema de la elección de las víctimas. Al
parecer no existe ninguna relación entre ellas, y según lo que dijo el anticuario la aspirante
a bruja usaba sus maléficas pócimas para sacrificar a sus enemigos.
Saco la tarjeta que me dio John Reeves del bolsillo de mi abrigo y marco el número
que aparece. Enseguida oigo la voz rasposa del anticuario al otro lado de la línea, y le
pongo al corriente del suicidio de Clemens. Escucho un silencio dubitativo, como si
estuviera pensando en algo, y me pone en espera. Tras un par de minutos oigo nuevamente
su voz, y enseguida detecto que ha encontrado algo.
–¿Ha dicho que el primer fallecido se llamaba Warren Clemens?
Asiento.
–¿Y la segunda víctima era Aaron Peters? –ahora Reeves parece agitado.
Vuelvo a asentir.
–Escuche atentamente, O’Sullivan. Según cuenta el Fax Daemon, en el año 1645 se
llevó a cabo uno de los procesos más famosos contra las brujas. Según los registros, el
inquisidor que lo dirigió fue un sacerdote fanático que ajustició brutalmente a más de cien
mujeres. Para capturarlas le ayudó un cazador y rastreador, célebre por perseguir a sus
presas sin descanso durante días hasta que las capturaba. Y a la hora de quemar a las
brujas en la hoguera, también participó una monja de una Orden denominada Cruz
Purificadora.
–¿Pero qué tiene que ver lo que está diciendo con el caso de las muertes?
–Las brujas de las que le hablo fueron capturadas una Noche de Walpurgis, tomadas
en confesión una Noche de Halloween, y purificadas en las llamas en la siguiente luna
llena. Pero hay más. El inquisidor encargado del proceso fue el Padre Peters, y el apellido
del cazador de brujas era Clemens.
Las palabras del anticuario me dejan noqueado como si hubiese recibido un directo
de un peso pesado. Aturdido, lo único que puedo hacer es pestañear. Hoy es luna llena.
La aspirante a bruja ha eliminado a dos descendientes de sus enemigos. Como si estuviese
flotando en un sueño irreal, le pregunto casi mecánicamente y sin oír mis propias palabras
el nombre de la monja. Francis.
Como la señora Francis, la portera del edificio donde vive Carol Wytte.
Cuelgo el teléfono y corro hacia el coche, seguido por un sorprendido McColl que no
para de preguntar lo que ocurre y a dónde vamos. Conduzco a toda velocidad, pisando a
fondo el acelerador mientras el Toyota se desliza entre las calles de Hollow City, con los
tejados de los edificios bañados por los rayos plateados de la luna llena. Giro el volante
de un lado a otro para esquivar los coches y adelantarlos, mientras diviso fugazmente los
rostros de los otros conductores que blasfeman a nuestro paso, los cuales nos saludan con
la estridente música de sus bocinas enfadadas. Hay un semáforo en ámbar al final de una
recta, pero no reduzco la velocidad sino todo lo contrario. Bajo el poder de mi pie el pedal
ordena al motor que ruja como un demonio del infierno, McColl grita algo pero no le
hago ni caso. Doy un volantazo para evitar un coche que se incorpora a nuestro carril, y
entonces veo a través del parabrisas que justo delante hay un grupo de chavales
disfrazados con pintorescos trajes que cruzan el paso de peatones. El tiempo parece
detenerse, la tragedia se masca en el aire mientras las caritas juveniles se vuelven en
nuestra dirección, ya no hay tiempo para retroceder o pisar el freno. En el último segundo,
antes del inminente impacto, con una rápida maniobra dirijo el coche hacia la derecha,
subiéndolo a la acera y haciendo volar por los aires un par de mesas y unas cuantas sillas
de plástico de la terraza de un bar.
Por los pelos.
Instantes después, estamos otra vez en Sawmill Street, pero ahora ya no hay dudas
que me embarguen o me hagan cambiar de opinión. Es hora de cazar a una bruja. La
puerta del edificio está cerrada, pulso el botón para llamar a la portería pero nadie
contesta.
–Aparta O’Sullivan, déjame a mí –dice McColl, echándose hacia atrás unos pasos.
A continuación el grandote se lanza hacia delante utilizando su cuerpo como ariete, y
la puerta gime al ser forzada, dejando entrever la oscuridad que envuelve toda la planta
baja, como si estuviésemos entrando en la boca del lobo. La luz no funciona, por lo que
avanzamos guiándonos por mero instinto, a la vez que desenfundamos nuestras armas
reglamentarias.
Un grito cercano resuena en la penumbra, el alarido de dolor de una mujer
aterrorizada. La señora Francis. McColl y yo entramos en la portería, donde nos recibe
una penumbra atenuada por la luz que se filtra por el resquicio de una puerta situada al
otro extremo de un corredor. Un dulce y penetrante olor de humo incienso flota en el
ambiente, lo capto justo cuando paso por delante de una gran maceta repleta de flores.
Juraría que son de color azul. Estamos a pocos centímetros de la puerta cuando se escucha
claramente el sonido de una carcajada siniestra, y luego otra vez el grito de la señora
Francis.
A continuación todo ocurre muy deprisa, se suceden las imágenes como si fuesen un
carrusel de colores vivos, actúo guiado por el instinto que suele acompañar a las
situaciones de extremo peligro. McColl golpea la puerta y entra en la habitación el
primero, y antes de que pueda reaccionar algo grande y peludo se arroja justo sobre su
cara. Entonces entro yo, veo la estancia iluminada por decenas de velas, la han despejado
de muebles para poder dibujar en el suelo con pintura roja un diabólico pentáculo. Sobre
el símbolo satánico se halla atada la vieja señora Francis, su rostro arrugado y verrugoso
convertido en una máscara de puro terror. De pie sobre ella está Carol Wytte, ahora vestida
con una simple túnica negra cuya capucha apenas esconde su rubio cabello suelto. La
mujer sujeta en su mano derecha un cuchillo afilado, y sus ojos azules me miran con una
ferocidad que me deja helado. Mis ojos se apartan de ella un segundo para posarse en una
figura menuda situada en un rincón de la habitación, una niña de unos doce años que lleva
un disfraz de Halloween y que observa con la boca abierta todo lo que está pasando. Debe
ser la hermana pequeña de Carol, Sarah.
Indico a la pequeña que desligue las ataduras de la señora Francis, mientras apunto a
la bruja con la pistola y le ordeno que suelte el cuchillo. Pero la mujer no me hace el
menor caso, y se abalanza sobre mí poniendo ojos de loca y soltando un grito salvaje. Su
reacción inesperada y rápida provoca que mi puntería no sea buena, y el disparo le roza
el hombro izquierdo. El acero que empuña se hunde en la carne de mi costado, ahogo un
quejido de dolor pero suelto el arma, que se escabulle unos metros hacia atrás. La bruja
prosigue su ataque, intentando cortarme una y otra vez mientras la esquivo como puedo,
hasta que ambos tropezamos con la pobre señora Francis que intenta huir despavorida.
Los tres caemos al suelo convertidos en una masa de brazos y piernas que se agitan en la
penumbra, chillando y pataleando mientras forcejeamos cada uno por su cuenta. Y
entonces veo mi propio rostro a pocos centímetros de mí, reflejado en la hoja delgada y
brillante del cuchillo que se acerca con celeridad mortal. Imposible de evitar a esa
distancia, cierro los ojos. Esto se acabó.
Dos truenos gemelos resuenan en la estancia, dos estampidos desgarradores a los que
le sigue un conocido olor a pólvora. A continuación un breve instante de silencio,
levemente alterado por el impacto de algo pesado que cae al suelo, aunque me parece que
son dos. Abro los ojos, sorprendido de no haber recibido la cuchillada final que esperaba.
Me incorporo a duras penas, sujetándome con una mano la herida del costado. A un lado
está el cuerpo de Carol Wytte, alcanzada en el cuello por la bala del calibre 22 de McColl,
desembarazado al fin del endiablado gato negro. Al otro lado está la señora Francis sobre
un charco de su propia sangre, con su espalda agujereada por la bala de mi pistola. El
arma la sujeta con ambos manos la pobre Sarah, la cual no para de temblar mientras
grandes lágrimas brotan sin parar de sus ojos. La joven ha intentado disparar a su
hermana, pero sin querer la bala la ha recibido la vieja portera.
McColl se cerca a ambas mujeres y tras realizar las comprobaciones pertinentes
mueve la cabeza. Ambas han muerto. Le doy las gracias por su puntería palmeándole el
hombro y salimos al exterior, llevándonos a la llorosa Sarah mientras McColl pide
refuerzos y una ambulancia. Sentados al aire fresco de la noche, levanto la cabeza y miro
al cielo, donde un manto de nubes negras flotan cubriendo la luna. Me vuelvo hacia la
pequeña Sarah, la joven ha dejado de llorar y también contempla la luna, con una extraña
sonrisa en su rostro. Intento tranquilizarla, le digo que el peligro ha pasado, que estará
bien.
Mi herida no es grave, tan solo queda el tema de las explicaciones. Hablo con McColl
y está de acuerdo en lo que vamos a decirle al sargento Woods. La señorita Wytte era una
enajenada mental, y en su delirio intentaba sacrificar a la señora Francis en un ritual. En
medio de la lucha me arrebató mi arma y mató a la anciana, y luego McColl tuvo que
abatirla. Fin de la historia. La pobre Sarah ya tiene suficiente con ser huérfana y haber
perdido a su loca hermana, no tiene porqué cargar públicamente con una muerte que sólo
tendría como consecuencia hipotecar emocionalmente su vida para siempre.
Al fin y al cabo es el puto Holloween, como decimos en Hollow City. Ya se sabe, truco
o trato.
Pasar un día entero en el hospital no está tan mal como dicen, tal vez lo peor es la
comida sin sal, si no contamos ese olor característico mezcla de productos higiénicos y
desinfectantes. Vienen a verme Hellen y Edith, ambas preocupadas, pero enseguida resto
importancia al asunto y les cuento milongas para que no crean que he pasado un peligro
mortal. Incluso McColl contribuye a la pequeña mentira diciendo que me corté con el
cristal de una puerta. Bendito Al, es tan buen compañero que ha desmontado mi teoría del
policía solitario. Si no es porque dejé la bebida, me iría con él de borrachera.
También vienen el sargento Woods y el Comisario Howard. Tras las felicitaciones de
rigor les pregunto cómo está la joven Sarah Wytte. Dicen que a partir de ahora se harán
cargo de ella los servicios sociales, que ya le están buscando un hogar de acogida para
empezar una nueva vida.
–Me alegro mucho por ella, merece una nueva oportunidad. Espero que pronto se
olvide de la chiflada de su hermana –digo, aunque soy yo el que aún sigo recordando la
belleza de sus ojos azules.
–¿Hermana? ¿Es que aún no se lo han dicho? –inquiere el Comisario Howard–.
O’Sullivan, hemos descubierto que en realidad Carol y Sara Wytte no son hermanas, sino
madre e hija. Se desconoce quién es el padre, pero al parecer Carol Wytte pertenecía a
una de esas misteriosas sectas de adoradores del Diablo que hay por ahí, donde son
frecuentes las relaciones entre los miembros del grupo. Pero tiene usted razón, al menos
la pobre Sarah comenzará una nueva vida, aunque se ha empecinado en llevarse consigo
a ese gato negro salvaje que siempre la acompaña.
El Comisario y el sargento se van, dejándome a solas en la habitación. Siento que mi
corazón se va encogiendo a medida que en mi cabeza se enciende la luz de la verdad, la
auténtica y horrible realidad que se abre paso por sí sola. A veces la verdad duele, es como
un terrible tormento que te desgarra por dentro, amenazando con arrancarte cruelmente
de las ataduras de la cordura. Como una caída a gran altura cuyo impacto te deja sin
aliento, sin fuerzas para levantarte, con la única compañía de la desesperación.
Es ahora cuando recuerdo las palabras de John Reeves sobre el Fax Daemon y su
definición de las brujas. Una mujer joven, virgen, a la que acompaña un animal con el
que posee un vínculo especial. Guiada por una tutora en la senda del Diablo. Tras matar
a tres de sus enemigos, la aspirante al fin consigue su objetivo.
Y por ello ahora es cuando comprendo la sonrisa enigmática de la joven Sarah Wytte.
La sonrisa de una auténtica bruja.
FIN
BAILE DE MASCARAS
Hace algunos años, en algún lugar de Sudamérica…
Bajo el ardiente sol del atardecer, el Land Rover avanzaba dando tumbos por el
traqueteante sendero, levantando a su paso grandes nubes de polvo. El vehículo dejó atrás
un bosquecillo de árboles de recios troncos y afiladas hojas para adentrarse en un paraje
mucho más desértico y solitario. Unos kilómetros más adelante el auto llegó hasta su
destino, lo que parecía ser un conjunto ruinoso formado por restos de muros de piedra,
vestigios de una cultura perdida en el tiempo hacía siglos.
El motor del Land Rover interrumpió su ronroneo, y del vehículo se apeó una joven
pareja ataviada con ropa veraniega y sombreros para el calor. El hombre, de estatura
media y delgado, observó a su alrededor con satisfacción, mientras la mujer echaba un
trago de agua de su cantimplora con un ligero aire de fastidio. Luego ambos se besaron
suavemente, mientras sus ojos revelaban esa mirada de complicidad que poseen todos los
jóvenes amantes. Tanto el hombre como la mujer llevaban en su dedo anular izquierdo
una reluciente alianza, cuyo brillo no podía rivalizar con el de sus miradas amorosas.
–¿Qué te parece esto, cariño? –dijo el hombre, extendiendo una mano para señalar
todo el lugar–. Un sitio inexplorado, donde ningún ser vivo lo ha pisado desde cientos de
años. Y todo para nosotros solos.
–No sé, Gideón, la verdad es que aquí solo hay piedras y polvo, y además hace
demasiado calor. ¿No estaríamos mejor en el hotel? –la joven humedeció un poco su
rostro de mejillas pálidas y su frente suave y lisa ayudándose de un pañuelo.
–Tranquila, Diana, un poco de aventura no nos hará daño. Al fin y al cabo estamos de
luna de miel en Sudamérica, y nada más regresar a casa nos espera mucho trabajo.
Tenemos que aprovechar al máximo estos pocos días que nos quedan de aventura.
Gideón se abrazó a su recién esposa y la volvió a besar, venciendo su reticencia y
arrancándole una dulce sonrisa. En aquel momento se sentía el hombre más feliz del
mundo. Tras haber ganado una beca de investigación que le había abierto las puertas en
el mundo de la química, el joven doctor Gideón Lambrill había aceptado una irrechazable
oferta en uno de los laboratorios más importantes del país, Industrias Goldchem. Le había
propuesto matrimonio a Diana, su novia de toda la vida, y cuando ella le dio el sí ambos
decidieron embarcarse en un largo viaje por varios países del sur del continente, hasta dar
por casualidad en aquel recóndito lugar inexplorado.
Tras caminar entre los restos de lo que una vez fue uno de tantos pueblos indígenas
de la zona, Gideón y Diana decidieron resguardarse del ataque incesante de los rayos
solares acercándose a lo que parecía ser una pequeña gruta horadada en un montículo
cercano. Las risas de los jóvenes se tornaron en sonrisas cómplices, luego los abrazos y
las caricias se transformaron en besos apasionados, una explosión de deseo que surgió de
su interior como la furia de un volcán abrasador. Y cuando Gideón empujó a Diana contra
la pared de la cueva, en un movimiento llevado a cabo por el desenfreno amoroso, un
pequeño grupo de piedras se deslizó de su lugar dejando a la vista algo que despertó la
curiosidad del joven químico.
–Mira, Diana, parecen unos dibujos muy raros, ¿no crees? –dijo Gideón, cuya pasión
le había abandonado súbitamente siendo sustituida por su curiosidad innata.
–No son dibujos, tonto, son símbolos místicos muy antiguos, como las runas sagradas
que muchas culturas pretéritas solían utilizar incluso antes de inventarse la palabra.
Mientras Diana se inclinaba para apreciar mejor los detalles de los símbolos rúnicos,
Gideón le palmoteó cariñosamente su espléndido trasero, provocando la risa en su joven
esposa. Diana, que era profesora de Historia del Arte en una prestigiosa universidad,
comenzó a quitar más piedras de la pared de la cueva, movida por un creciente interés.
Gideón la ayudó y así, tras varios minutos, la pareja consiguió dejar a la vista un agujero
lo suficientemente grande como para que un hombre pudiese entrar en él en posición
horizontal. Puesto que estaba oscuro, Gideón fue al Land Rover y regresó con una linterna
de explorador, iluminando el hueco.
–¿No pensarás en meterte ahí, verdad? –dijo Diana con cierto tono de preocupación,
aunque ya sabía la respuesta.
Su marido no era el típico cerebrito universitario, el empollón de turno cerrado a las
relaciones sociales con el pensamiento centrado únicamente en los libros. Gideón siempre
había sido muy inquieto, y ya desde niño había demostrado ser descarado e impulsivo,
cualidades que le habían llevado a explorar multitud de áreas. Aunque la química era lo
que más le apasionaba, el muchacho también había practicado deportes de riesgo, incluso
había experimentado con las artes marciales y las armas de fuego. Cuando algo nuevo
captaba la atención de Gideón, éste se veía atrapado por una sensación irrefrenable de ir
hacia delante, de llegar hasta el límite sin pensar en las consecuencias. Aunque los
psicólogos que lo habían tratado cuando era niño le habían sometido a numerosas pruebas,
ninguno había podido erradicar aquel punto negro de su alma, aquella especie de locura
que de cuando en cuando lo poseía.
Por todo ello, a Diana no le sorprendió demasiado ver como su marido le guiñaba un
ojo y se deslizaba reptando por el oscuro pasadizo que se abría desde la gruta hasta el
interior de la montaña.
–¿No vienes? –preguntó él.
–No, alguien tiene que quedarse aquí vigilando por si el niño se hace daño –respondió
ella maliciosamente.
Mientras Diana se entretenía examinando los extraños caracteres grabados en la piedra
e intentaba recordar las lecciones recibidas en el pasado sobre las obras de arte rupestres,
Gideón avanzó arrastrándose dificultosamente por el estrecho túnel, hasta que tras unos
pocos metros terminaba abruptamente en un bloque de piedra lisa. La luz azul de la
linterna iluminaba más de aquellos dibujos crípticos, aunque esta vez sobresalía entre
ellos con claridad la imagen de una silueta humana dibujada en color negro. Gideón
imaginó que debía de tratarse de algún sacerdote de aquellos pueblos indígenas de la
región, que en épocas remotas construían tumbas y templos por doquier para adorar a sus
extraños dioses.
Tras palpar la piedra que tenía enfrente, el joven químico sacó de su bolsillo un
pequeño destornillador y comenzó a rascar los bordes del bloque. Un rato después intentó
empujarlo hacia delante, observando con sorpresa que parecía ceder un poco. Aunque
cualquiera en su situación habría desistido y se habría marchado por donde había venido,
Gideón era víctima de aquella locura obsesiva que evitaba cualquier posibilidad de
renuncia. Soltando la linterna, empujó con todas sus fuerzas el bloque, haciendo que todos
sus músculos se tensaran por el esfuerzo. El sudor bañó su cuerpo dolorido, mientras
apretaba los dientes con rabia, sus brazos se convertían en dos pilares de hierro insensibles
y sus ojos se salían de las cuencas debido a aquel brío demencial.
Y entonces ocurrió. Sin previo aviso, el pesado bloque pétreo osciló hacia delante,
causando que el cuerpo de Gideón le siguiera por efecto de la inercia. En un instante el
joven sintió que estaba cayendo en un oscuro pozo, para a continuación chocar con dureza
contra un polvoriento suelo. Por fortuna la linterna había caído cerca, por lo que la primera
acción del joven fue gatear hasta la luz. Tras examinarse y ver que estaba ileso, salvo por
algunos arañazos y hematomas sin importancia, Gideón paseó el haz de la linterna a su
alrededor para vislumbrar el lugar a donde había ido a parar por culpa de su extrema
curiosidad.
Se hallaba en una especie de cueva en el interior de la montaña, repleta de montones
de pedruscos fruto de los desprendimientos causados por el paso de los años y que habían
bloqueado cualquier posible entrada que hubiese existido. La única forma de salir de allí
era el mismo lugar por el que había entrado, aunque para ello debería trepar por la pared
unos pocos metros para llegar hasta el túnel estrecho. Sin embargo, algo atrajo la mirada
de Gideón haciéndole olvidar cualquier cosa que no fuese lo que su linterna estaba
enfocando delante de él. Una forma humanoide se hallaba junto a la pared del fondo de
la gruta, una estatua de madera de color negro de más de dos metros de altura, a la que le
faltaba la cabeza. Tanto el torso como las extremidades de la estatua estaban cubiertos de
extraños símbolos, muy similares a los que habían encontrado en la cueva exterior. Había
algo siniestro en aquella figura, algo obsceno y maligno que provocaba a Gideón una
sensación de repugnancia, aunque a pesar de ello no podía apartar la mirada del ídolo. Se
sintió abrumado, como si la efigie de aquel antiguo dios inhumano pudiese observarlo
aun cuando carecía de cabeza y por tanto de ojos para hacerlo.
Por supuesto, en aquella cueva existían muchas otras cosas interesantes, desde restos
óseos hasta joyas y reliquias sagradas, pasando por utensilios y demás objetos que se
acumulaban a los pies del ídolo oscuro como ofrendas de una cultura antigua y extinta.
Pero Gideón sólo tenía ojos para la estatua, y los pelos se le pusieron de punta al recordar
las historias que un viejo le había contado a la joven pareja la noche anterior en el salón
del hotel. El anciano habló sobre un pueblo llamado los Fassazi, que habitó en aquellas
tierras unos cinco mil años atrás, una cultura primitiva basada en la guerra y en la caza.
Combatientes sedientos de sangre, feroces y crueles, los Fassazi habían sido encarnizados
enemigos de todos los pueblos con los que se habían encontrado, como los Valaki. La
fuerza de los Fassazi residía en su Dios Negro, un horrible ídolo con cabeza de hombre y
cuerpo de demonio que habían encontrado en un lugar donde una gran bola de fuego cayó
del cielo. Según el viejo, una terrible maldición cayó sobre el pueblo de los Fassazi
cuando no pudieron evitar que una noche el jefe de los Valaki, el gran héroe Gornak, se
llevase la cabeza de su dios. Todos los miembros de la tribu fueron muriendo por culpa
de una misteriosa plaga, y el último acto de los sacerdotes Fassazi había sido el de encerrar
a su vengativo señor para evitar que su cólera se extendiese por toda la humanidad. Y así,
el ídolo había quedado apartado del mundo hasta aquel instante en que Gideón había
resbalado encontrándose cara a cara con aquella encarnación del mal.
A pesar de la repulsión que le causaba la espantosa visión de la oscura deidad, la
curiosidad se antepuso a la precaución y Gideón se acercó al ídolo. Al posar su mano
izquierda sobre la estatua advirtió con una mezcla de sorpresa y asco que la superficie
desprendía una inusual tibieza, ¡como si aquel odioso tótem estuviese vivo!
En ese instante llegó hasta los oídos del joven, a través del túnel situado en lo alto de
la cueva, los gritos de advertencia de Diana.
–¡Gideón, acabo de recordar algo! Los símbolos de la entrada son muy similares a los
de las culturas aztecas y mayas, y significan que hay algo peligroso ahí dentro. Ten mucho
cuidado.
Apenas cesaron los ecos de la advertencia de su mujer cuando Gideón notó algo
extraño en el ídolo. Desde el interior del deforme cuerpo de madera, a través del agujero
del cuello cercenado, surgió una extraña y viscosa sustancia. El líquido de color negro
manaba de forma abundante, burbujeando de forma nauseabunda mientras su olor
infestaba el ambiente. El miedo se apoderó de Gideón, pero antes de que éste se volviese
para huir de aquella sangre demoníaca, parte del líquido se derramó sobre su rostro
provocándole terribles oleadas de dolor. Al llevarse instintivamente las manos a la cara
para intentar quitarse de encima el líquido negro, éstas también quedaron mancilladas.
Sobreponiéndose al dolor, Gideón se arrastró como pudo hacia el otro extremo de la
cueva, y comenzó a trepar por la pared intentando alcanzar la boca del túnel que le llevaría
hasta la salida. El suplicio que le causaba el contacto de la sustancia oscura en sus manos
y en la cara era indescriptible, pero el terror le dio alas y Gideón alcanzó por fin el estrecho
pasadizo. Escuchó a su espalda un ruido semejante a una rama gruesa cuando se parte, y
al volver la cabeza le pareció ver que la estatua se había movido, aunque no podía
asegurarlo debido a la escasez de luz, el dolor que sufría su cuerpo y el terror que hacía
presa en su mente.
Un instante después la cabeza del joven asomaba al exterior, donde Diana le ayudó a
salir del pasadizo. Desanudándose un pañuelo que llevaba en el cuello para protegerse del
sol, Diana intentó limpiar el rostro y las manos cubiertas por la sustancia pestilente.
–¡Por Dios, Gideón! ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué es esta cosa negra que te
envuelve?
Pero antes de que Gideón pudiese contestar, el muro de la gruta exterior pareció
explotar en miles de fragmentos de roca, y por el agujero del túnel emergió una mano
grande y poderosa en forma de garra. Lo último que vio Gideón fue como aquella
monstruosa mano de madera agarraba por el cuello a Diana y la arrastraba hacia el interior
del oscuro pasadizo, mientras su mujer profería terribles alaridos de terror y sus ojos le
lanzaban una mirada suplicante. Luego la tierra tembló a la vez que emitía un fuerte
ronroneo, y una lluvia de rocas sepultó la entrada a la cueva maldita del Dios Negro, esta
vez para siempre. Gideón cayó al suelo inconsciente sin poder resistir más tiempo el
horror de tan terribles acontecimientos, mientras en su mente resonaban los ecos de los
chillidos de pavor de Diana.
Cuando Gideón despertó en la cama del hospital, se enteró de que había transcurrido
casi una semana desde los trágicos sucesos en la cámara del ídolo Fassazi. La policía de
aquel país sudamericano lo trató como a un gringo loco y extravagante, sin hacerle
demasiado caso. Dijeron que habían rastreado la zona con ahínco pero sin obtener ningún
resultado, y que seguramente su esposa se había fugado con algún lugareño. Uno de
aquellos agentes sudorosos y medio analfabetos incluso llegó a apuntar que toda la culpa
había sido de Gideón por profanar una zona religiosa prohibida, y que por ello los dioses
celestiales los habían castigado. El joven químico entró en tal estado de cólera que poco
le faltó para matar con sus propias manos a aquél policía incompetente. Tuvieron que
acudir varios celadores para evitar la tragedia, y la única consecuencia de la trifulca fue
que Gideón tuvo que ser trasladado al pabellón psiquiátrico del hospital, un lugar tan
placentero como una cárcel tercermundista.
Pero aquello no era el único problema al que Gideón tuvo que enfrentarse.
Las manos y el rostro del joven habían sufrido un cambio atroz, transformados por
culpa del contacto con la sangre oscura de la estatua maldita. Allí donde había estado su
piel rosada y juvenil, aparecía ahora una epidermis amarillenta y brillante, tan resbaladiza
como la goma húmeda. Sus dedos antes habilidosos carecían del tacto sutil y de la agilidad
necesaria para llevar a cabo su trabajo de investigación química, y su rostro agraciado
había mutado a una grotesca máscara sin rasgos similar a la faz de una estatua de cera de
museo.
Para la mente de Gideón toda aquella cadena de desastres fue demasiado, y algo en su
interior se quebró como una ramita seca. El horror de la caverna, la pérdida de Diana, la
estancia en el psiquiátrico y los cambios en su cuerpo fueron una combinación de factores
que desencadenaron la locura que ya habitaba dentro de Gideón, y que esta vez salió a
flote con toda su fuerza.
Días después los trabajadores del hospital encontraron los cadáveres de dos celadores,
y la celda de Gideón Lambrill vacía. La policía prefirió olvidar el asunto y pronto se
dedicó a otros menesteres, y con el tiempo nadie se acordó ya del joven gringo de los
rasgos desfigurados que gritaba por las noches como un loco.
Sin embargo lo que nadie supo fue que Gideón regresó a Estados Unidos, donde
comenzó una carrera delictiva con una nueva identidad. La maldición que le había
deformado la piel de su cara y de sus manos también le había otorgado la facultad de
poder moldearlas a su antojo, habilidad que le permitía asumir diferentes identidades.
Gracias a sus conocimientos químicos fabricó un maquillaje que le permitía camuflar su
nuevo color de piel. Incluso se apuntó a clases de arte dramático en una escuela nocturna
para aprender a actuar y hablar de diferentes formas, convirtiéndose en un auténtico
camaleón humano.
Y así fue como poco a poco la personalidad de Gideón Lambrill desapareció, y el
joven químico con todo un brillante y prometedor futuro por delante se vio diluido como
la sal en el agua, siendo sustituido por una nueva personalidad. El cruel, siniestro y astuto
villano conocido como Wax Face, Cara de Cera.
Hollow City, en la actualidad…
Cara de Cera abrió los ojos y se levantó de la cama. Por un instante no supo donde se
encontraba, pero enseguida el ruido de los pesados camiones que se filtraba por la ventana
abierta le recordó donde se hallaba. Estaba en una zona muy apartada de la ciudad de
Hollow City, a salvo en su refugio secreto. Y hoy tenía que hacer algo importante, algo
que si salía bien le otorgaría una nueva facultad a la hora de asumir distintas identidades.
El maestro del disfraz se dirigió al lavabo y contempló en el espejo su rostro brillante
y pulido, una visión que antaño le había conducido por los escarpados abismos de la
demencia, pero a la que ahora se hallaba habituado. Al fin y al cabo era una gran ventaja
para cometer sus crímenes, como bien sabían todas las agencias gubernamentales del país.
Él era Wax Face, el hombre de los mil rostros, el escurridizo criminal más buscado de
todos pero al que nadie había conseguido atrapar.
Cara de Cera colocó una fotografía donde aparecía la imagen de un hombre moreno
con perilla, de ojos azules fríos y profundos, que delataba la férrea personalidad de un
duro hombre de negocios. A continuación el villano se humedeció con abundante agua
toda la cabeza, palpándose las mejillas y la frente con las yemas de los dedos, frotando la
superficie, estirando y marcando la piel como si fuese un escultor de arcilla trabajando en
su torno. Luego apretó la elástica nariz con los dedos índice y pulgar, hasta conservar el
aspecto y forma adecuados. Aplastó ambas orejas y ladeó un poco las puntas de los
lóbulos, y se masajeó la piel alrededor de las cuencas de los ojos para obtener el efecto
de profundidad adecuado. Con las uñas trazó unas ligeras marcas horizontales en su frente
para crear las arrugas necesarias, y por último se volvió a empapar la barbilla con el agua
del grifo para después estirarla de forma sutil hacia delante.
Wax Face extrajo el secador eléctrico del neceser y aplicó ráfagas cortas de aire
caliente sobre todas las partes de su cabeza, haciendo que su piel de cera se endureciese.
Luego extrajo su kit de maquillaje y seleccionó un frasco de color marrón claro, aplicando
su contenido sobre todo el rostro. Para los labios utilizó un lápiz labial de rosa pálido,
camuflando su boca amarillenta. Y por último, de su estuche de lentillas eligió unas de
color azul, completando el disfraz con una peluca y una barba postizas. Para camuflar sus
manos, las envolvió con unos guantes de cuero negro, pues no quería aplicar el maquillaje
marrón sobre ellas para no dejar rastros en cualquier parte.
Cuando Cara de Cera sonrió siniestramente al espejo, éste le devolvió la sonrisa de
otra persona completamente distinta. Ahora era Warren Preston, Director del
Departamento de I+D de TecnoCorp.
Una hora después, en una de las calles del barrio de Silver Heights, el falso Warren
Preston caminaba por la acera encharcada, cubriéndose de la lluvia gracias a un grueso
impermeable marrón y un sombrero a juego. Wax Face tuvo cuidado de no exponer su
rostro a la lluvia, pues de lo contrario corría el riesgo de perder su disfraz. Se detuvo
frente a la puerta de una de aquellas casas construidas para la clase media de Hollow City,
donde vivía el profesor Van Voddel, un experto investigador de la tecnología sónica de
última generación. Tras llamar a la puerta, oyó el ruido de unos pasos al otro lado, y tras
unos segundos donde suponía que el profesor le estaría observando a través de la mirilla,
se escuchó el sonido del abrir de cerrojos. La puerta se abrió y un ansioso hombrecillo de
ojos saltones y barba canosa le dio la bienvenida con cierto nerviosismo.
–Señor Preston, gracias por acudir a mi llamada –dijo Van Voddel estrechándole la
mano enguantada a su recién invitado.
–Sólo espero que este viaje haya valido la pena, soy un hombre muy ocupado y no me
gusta que me hagan perder el tiempo –respondió con aire de superioridad Wax Face,
metiéndose en el papel del directivo de TecnoCorp.
–Le aseguro que no se arrepentirá, se lo prometo –dijo el hombrecillo frotándose las
manos con incontrolable excitación.
–Eso espero. Veamos que tiene para mí.
El profesor Van Voddel condujo al falso Preston hasta una puerta cerrada, sacó una
llave del bolsillo y abrió la cerradura. Tras el umbral aparecieron unas escaleras que
bajaban hasta un sótano iluminado con varios tubos fluorescentes, donde Wax Face pudo
contemplar el laboratorio particular de su anfitrión. No había un solo rincón de aquella
estancia que no estuviera cubierto de un ordenador, una máquina, un panel de circuitos o
de algún resto desechable resultado de los numerosos experimentos tecnológicos del
profesor.
–Y bien, Van Voddel, ¿dónde está eso que según usted será la gran revolución
tecnológica del siglo?
El profesor conectó el monitor principal del equipo del laboratorio y comenzó a teclear
algunos ajustes en la consola. Luego se acercó a una especie de cubo metálico de no más
de un metro de lado, ubicado encima de una mesa y que era el centro de una argamasa de
cables y tubos de todo tipo. Tras comprobar con satisfacción que todo estaba en su sitio,
agarró un micrófono que estaba conectado al equipo y habló.
–Prueba de sonido efectuada el diez de febrero de dos mil trece, por el profesor Pieter
Van Voddel. Tras años de experimentar con la tecnología de la sintetización de voz, he
descubierto la forma de conseguir manipular los sonidos efectuados por las cuerdas
vocales humanas a un nivel que va más allá de lo conocido hasta ahora. Profundizando
en los estudios de la síntesis del habla efectuados por los profesores Von Kempelen y
Wheatstone, he conseguido fabricar lo que he denominado “SIVA”, Sistema Inteligente
de Voz Artificial.
Al llegar a este punto, el profesor dejó el micrófono, volvió a manipular los controles
y en la pantalla apareció una lista con varios personajes famosos. Puso el cursor del
ordenador sobre el nombre del Alcalde Mallory y lo seleccionó. Los altavoces del
laboratorio comenzaron a reproducir exactamente las mismas palabras que había
pronunciado un minuto antes, pero esta vez con la voz del irascible alcalde de Hollow
City.
–¿Qué me dice, señor Preston? ¿No le parece increíble? –Van Voddel sonreía a su
acompañante con gran regocijo.
–Cualquier mocoso puede hacer esto hoy en día desde el ordenador de su casa, no me
impresiona en absoluto –dijo con cierta desgana el falso directivo.
–Espere un momento, señor Preston. Permítame explicarle exactamente qué es y cómo
funciona el SIVA. Lo que hace el sistema es analizar una muestra previa de sonido
específico, como por ejemplo la voz de una persona en concreto. Luego asimila dicha
fuente y establece unos determinados patrones, para a continuación poder reproducir los
sonidos mediante otra fuente de sonido secundaria distinta a la original.
–Creo que no entiendo nada de lo que me está diciendo, profesor.
–Lo que intento hacerle comprender es que cualquier persona conectada al SIVA
puede hablar exactamente igual que cualquier otra persona cuya voz haya sido
previamente recogida. Con unas pocas frases es suficiente, y luego la voz del sujeto es
similar a la de la muestra, sea cual sea su estado de ánimo. Aunque grite profundamente,
o llore amargamente, o se ría sarcásticamente, incluso susurrando por lo bajo… La voz
del sujeto sonará como la original, sin poder hallarse diferencia alguna.
–Todo eso está muy bien, pero no pasa de ser una atracción de feria futurista. ¿Qué
interés tiene su descubrimiento para una gran corporación como TecnoCorp?
–No lo entiende, usted cree que el SIVA es todo esto –Van Voddel abrió los brazos
para referirse a toda la maquinaria del laboratorio–. Y en realidad así fue, hasta que
conseguí miniaturizar todo el sistema, hasta hacerlo algo más pequeño. Un SIVA cómodo,
fácil de usar y de transportar.
–¿Cómo de pequeño? –dijo Wax Face con un brillo de interés en su mirada.
El profesor no dijo nada, simplemente se levantó y fue hacia el cubo metálico,
desconectándolo del resto de aparatos y cables. Luego lo abrió y extrajo con cuidado una
pequeña pieza metálica, un chip de unos pocos milímetros de lado y menos aún de
espesor. Van Voddel se lo mostró orgullosamente a su interlocutor, el cual lo miraba con
gran fascinación.
–¿Entiende ahora lo que quiero decir? El SIVA puede hacer que una persona hable
como otra sin poder detectarse la falsificación. Puede pasar cualquier tipo de control de
voz, lo que puede resultar muy útil para misiones de espionaje e infiltración.
Programándose de antemano varios de estos dispositivos, un agente podría cambiar de
voz como cambia de chaqueta o de sombrero. Pero la tecnología del SIVA va aún más
allá, puesto que podría desarrollarse para hacer hablar a personas mudas, o tal vez incluso
hasta a los animales, con los patrones adecuados.
Van Voddel comenzó a divagar, pero Wax Face ya no lo escuchaba, su mente
completamente absorbida por aquella gran revelación. ¡El SIVA era precisamente lo que
estaba buscando! Aquella tecnología le permitiría salvar el único punto débil de sus
disfraces, que era la voz. Ahora ya no tendría que esforzarse para imitar las voces ajenas,
simplemente con uno de aquellos dispositivos bastaría para ello. Sería imparable, un
auténtico doppelgänger 2humano.
2 Vocablo alemán para definir el doble fantasmagórico de una persona viva. La palabra proviene de
doppel, que significa "doble", y gänger, traducida como "andante".
–Profesor, creo que me ha convencido. Hábleme de cómo funciona todo esto, me
parece muy interesante. Por cierto, ¿alguien más sabe de este asunto, profesor?
–No, la verdad es que lo terminé todo hace pocos días, y antes de hacerlo público
preferí avisarles a ustedes. Después de todo lo que está haciendo TecnoCorp por Hollow
City, invirtiendo en la ciudad, mejorando la sanidad, la seguridad y los sistemas de
transporte, creando empleos a los habitantes de la ciudad… En fin, creo que si mi proyecto
le puede resultar interesante a alguien seguro que es a ustedes.
–Desde luego, querido profesor Van Voddel, puedo asegurarle que al menos a mí sí
que me interesa –dijo con una sonrisa irónica Wax Face.
Y mientras el villano se acercaba al profesor, que le daba la espalda sentado ante el
gran monitor de la computadora principal, extrajo la pistola y el silenciador y comenzó a
unirlos con un movimiento profesional de sus dedos enguantados.
James Mallory, el ilustre Alcalde de Hollow City, consultó su brillante reloj de oro
por enésima vez con gesto nervioso. Hoy era uno de esos días en que le tocaba tratar con
las masas y mostrar una buena imagen pública. Tras los fiascos de OmniBrick y el
desastre de Bussler Green que le habían impedido construir el aeropuerto, y de paso
llenarse los bolsillos con el pelotazo urbanístico, Mallory había perdido gran parte de la
confianza de los votantes. Según las recientes encuestas, su eterno rival Flint Harryson le
estaba superando, lo que aumentaba la irritación del actual Alcalde. A pesar de que su
mandato había llegado al ecuador, y todavía restaban dos años más hasta las próximas
elecciones, Mallory comenzaba a preocuparse. Y por ello había hecho caso de las
recomendaciones de su asesor y mano derecha, el astuto Elliot Grant, el cual se
encontraba en aquellos instantes justo detrás de su posición.
Mallory, Grant y la secretaria del Alcalde, la rubia y sensual Samantha Abbot, se
encontraban en lo alto de un estrado cubierto con un toldo azul justo delante de la entrada
principal del centro comercial MegaOcio. La popular marca de establecimientos de ocio,
puntera en cuanto a medios tecnológicos relacionados con la diversión y el
entretenimiento, había logrado construir su edificio más emblemático precisamente a las
afueras de Hollow City. El director ejecutivo de MegaOcio, Brad Baxter, había tenido que
pasar por el aro del Alcalde Mallory para conseguir los permisos necesarios, y tras
desembolsar una cantidad “justa y adecuada”, la construcción del gran centro comercial
se había acelerado al máximo. Tras una campaña de promoción digna de una carrera
política, donde se había hecho eco de la participación en el proyecto de TecnoCorp, al fin
había llegado el día de la inauguración de MegaOcio, unos días antes de la celebración
de la fiesta del Carnaval.
Ante los centenares de personas que abarrotaban las inmediaciones del lugar,
esperando impacientes el momento de la apertura de puertas, Mallory pronunció el
discurso inaugural elaborado por Elliot Grant. Fueron palabras destinadas a inculcar en
la muchedumbre un cierto sentimiento de grandiosidad, una seguridad y confianza en la
buena situación que atravesaba Hollow City en aquellos momentos. El mensaje era claro,
la ciudad estaba inmersa en un periodo de paz y prosperidad que auguraba un brillante
futuro gracias al capitán de la nave, James Mallory, que les ofrecía en bandeja una ofrenda
llamada MegaOcio.
Tras la particular arenga del Alcalde, tomó la palabra Brad Baxter, un hombre de
mediana estatura y vestido con un traje rayado que adoptó maneras teatrales para
presentar el gran centro comercial. Su discurso repleto de frases extravagantes y chistes
con poca gracia comenzó a aburrir a la multitud congregada, que le recompensó con una
leve pitada y algunos abucheos. A la muchedumbre impaciente lo único que le importaba
era que abrieran las puertas de MegaOcio de una puñetera vez, y que se dejasen de
historias, sobre todo teniendo en cuenta el frío viento que soplaba tan característico del
febrero invernal.
Elliot Grant, tan avispado como siempre, le hizo un disimulado gesto a su jefe
instándole a que cortase a Baxter e iniciase la apertura del recinto. Mallory, que no podía
permitir que nada arruinase aquel día, aprovechó un inciso del director de MegaOcio para
arrebatarle el micrófono y anunciar el tan ansiado momento.
La orden del alcalde fue ejecutada al instante, y las enormes compuertas se abrieron
dejando pasar el gentío como un torrente de agua que escapa de la fisura de un embalse.
Todo estaba preparado, pues las medidas de seguridad instaladas por TecnoCorp
aseguraban el buen funcionamiento de las instalaciones, incluido un sensacional
despliegue de personal de seguridad en todas las zonas en las que se dividía el complejo.
Mallory sonreía satisfecho contemplando la invasión de la turba, sintiéndose como un
emperador romano que calmaba a su pueblo con un circo de gladiadores, o como el
Presidente de una nación que inaugura un estadio deportivo para asegurarse el voto de los
aficionados. El Alcalde bajó del estrado junto a Baxter, Grant y Samantha Abbot, y todos
ellos se reunieron con el equipo de seguridad especial de TecnoCorp que les estaban
esperando, al mando de la recientemente nombrada directora de la megacorporación,
Evelyn Chang.
–Señorita Chang, me honra que haya venido hasta aquí para proteger mi modesta
persona –dijo sarcásticamente el obeso alcalde–. Una persona tan ocupada como usted,
que todavía no se habrá repuesto de la pérdida de Jason Strong. Pero veo que TecnoCorp
no ha perdido el tiempo y la ha nombrado la nueva directora, antes de que la silla de
Strong se enfriase.
Al oír aquellos insultos que profería Mallory, Evelyn Chang tuvo que hacer acopio de
todo su autocontrol para no convertir al alcalde en un amasijo de carne amoratada y
sangrante en aquel instante, cosa que podía hacer perfectamente gracias a sus
conocimientos de ninjitsu. En lugar de eso, simplemente le dedicó una mirada glaciar de
odio y una sonrisa cínica, y sin soltar ni una sola palabra encabezó la comitiva hacia el
interior del inmenso edificio.
Para calmar el gélido ambiente que se había creado, Brad Baxter comenzó a explicar
a Mallory que MegaOcio era mucho más que un centro comercial corriente. Además de
la zona de las tiendas y la de restauración, había salas de cine equipadas con la última
tecnología audiovisual, centros deportivos donde el cliente podía disfrutar practicando su
deporte favorito, piscina con sauna y masaje, e incluso un inmenso casino. El paraíso del
gasto, donde con el dinero suficiente un hombre podía pasar un placentero día al
completo.
–¡Eh, Alcalde Mallory, sonría por favor! –dijo un periodista que pasaba por allí, al
acecho de una instantánea para su periódico.
Si algo le gustaba más al corrupto alcalde de Hollow City que los buenos manjares,
los caros licores y las atractivas mujeres, eran las fotografías para darse baños de
multitudes. Mallory comenzó a posar para los fotógrafos de todos los medios que
comenzaron a aflorar como las moscas, aprovechándose de la situación.
–Una con el director de MegaOcio, si es tan amable –pidió un periodista.
–Otra con la hermosa señorita Abbot, por favor –dijo otro.
–Háganse una foto juntos usted y la señorita Chang, a la gente le gustará –aseguró uno
de los reporteros.
Pero ante la mirada disuasoria que profirió la bella y fría mujer oriental, el Alcalde
Mallory prefirió abstenerse. Entonces Elliot Grant, con su mirada de buitre vigilante,
localizó un objetivo mucho más favorable para los intereses del alcalde.
–Señor alcalde, ¿qué le parece fotografiarse junto a aquella pequeña niña que lleva un
gran oso de peluche? –dijo orgullosamente el asesor.
–Que gran idea, Elliot. Vamos allá.
Mallory caminó hacia donde estaba una niña de preciosos rizos rubios, la cual
abrazaba amorosamente un inmenso oso de peluche. La pequeña, que apenas tendría unos
ocho años, miró con extrañeza a Mallory mientras esperaba que sus padres dejasen de
contemplar el escaparate de una de las numerosas tiendas que abarrotaban MegaOcio.
–¿Cómo te llamas, pequeña? –dijo el alcalde aparentando una ternura inexistente.
–Edith –contestó tímidamente la niña.
–¿Sabes quién soy, guapa? –Mallory sonreía falsamente, solo actuaba de cara a la
galería para ganarse unos cuantos votos que le proporcionaría el fotografiarse con aquel
angelito.
–Sí. Es usted el hombre malo que hizo daño a mi papá. Papá dice que solo le falta
tener cuernos y rabo para ser el demonio, y que cuando se muera irá derechito al infierno.
Las palabras de la pequeña descarada cayeron como una bomba sobre la comitiva,
dejando sin palabras y con la boca abierta a Mallory. Ni siquiera Elliot Grant,
acostumbrado a ruedas de prensa con preguntas de todo tipo, pudo ingeniar nada para
salir de aquel atolladero. Solamente Evelyn Chang y algunos de los periodistas se
permitieron el lujo de sonreír, mientras los fotógrafos inmortalizaban aquella escena en
la que una mocosa había dejado en evidencia al agresivo mandamás de Hollow City.
En aquel momento los padres de la pequeña se dieron la vuelta, y Mallory se encontró
cara a cara con Paul O’Sullivan, el agente de policía con el que había tenido sus más y
sus menos en el pasado. La tensión del ambiente se agravó tanto que casi podía cortarse
con un cuchillo, pero antes de que comenzara una acalorada discusión que podría terminar
en algo más que palabras, la esposa del policía intervino cogiendo de la mano a su
pequeña hija.
–Lo siento, señor alcalde, ya sabe cómo son los niños, estoy segura de que no lo ha
dicho queriendo –dijo Hellen O’Sullivan para suavizar la situación.
–Ya, ya, seguro. De tal palo, tal astilla –gruñó entre dientes el político mientras miraba
con cara de perro al agente del cuerpo al que más odiaba.
Viendo que aquella desagradable escena podía ser perjudicial para el alcalde, Elliot
Grant se llevó del brazo a Mallory con diplomacia mientras preguntaba a Brad Baxter
donde estaba el área VIP de las instalaciones, donde podrían conversar más
tranquilamente sobre las ventajas de tener el prestigioso centro comercial en la ciudad de
Hollow City. Mientras todos se marchaban, la directora de TecnoCorp se quedó mirando
a O’Sullivan, le guiñó un ojo con aire de complicidad y se volvió para unirse con la
comitiva.
Mientras tanto, Hellen le arregló el vestido azul a Edith a la vez que le susurraba al
oído:
–Bien dicho, hija mía.
Vic Page se hallaba en la sección de libros sentado detrás de una mesa repleta de
ejemplares de su última novela, El Regreso del Doctor Misterio, donde continuaban las
andanzas de su personaje protagonista. Sin embargo la presentación había resultado un
fiasco, pues parecía que a nadie le interesaban las hazañas de un héroe que luchaba contra
la injusticia oculto bajo una máscara sin rasgos. La mayoría de los que correteaban por
aquella zona venían en busca del último best-seller de éxito de alguno de los autores de
moda, y solo unos pocos habían sentido una mínima curiosidad por aquel libro cuya
portada ilustraba un hombre ataviado con un abrigo y un sombrero, disparando con una
pistola hacia unos grotescos demonios que lo rodeaban.
Page sonrió melancólicamente, echando de menos sus aventuras pasadas en compañía
de hombres extraños como el justiciero Espectro o el anticuario John Reeves, donde se
había enfrentado a motoristas satánicos y demonios de una dimensión oscura. Aunque
había decidido marcharse a Capital City para estar más tranquilo y dedicarse por completo
a la literatura, el éxito tan ansiado por todos los artistas le seguía negándose. Y allí estaba,
detrás de una montaña de ejemplares sin firmar, al lado de un muñeco de cartón de tamaño
humano que representaba al Doctor Misterio, esperando en vano que alguno de los
clientes de MegaOcio se dignase a comprar su novela.
El escritor salió de la sección y atravesó el pasillo para dirigirse a la zona exterior, un
lugar al aire libre donde podría fumarse un pitillo con tranquilidad. Mientras enfocaba la
vista sobre el magnífico paisaje que se extendía a los pies del edificio, el escritor pensó
que quizá debería dedicarse a otra cosa. En ese momento alguien tropezó con él, un
hombre que vestía el uniforme de los técnicos de mantenimiento de MegaOcio y que
sujetaba un maletín metálico para portar herramientas.
–Perdón, discúlpeme –dijo el mecánico, entrando por una de las puertas de acceso
restringido de la terraza.
Vic Page se quedó pensativo, curiosamente aquel tipo se parecía mucho a Brad Baxter,
el Director de MegaOcio, incluso en el habla. Pero luego su mente volvió a divagar en
asuntos más mundanos y olvidó el tropiezo.
Tras satisfacer su hábito mientras meditaba con calma sobre su vuelta a la ciudad,
Page decidió volver sobre sus pasos por si hubiese algún posible cliente interesado en su
libro. Efectivamente, allí había alguien, ¡por fin!
Un hombre bajo y rechoncho, con bigote al estilo Fu Manchú, entró en la sección
donde estaba Vic Page. Miraba a su alrededor altivamente, moviendo la cabeza de un lado
a otro con brusquedad, sin parar de farfullar palabras airadas como si estuviese enfadado
por no encontrar nada a su gusto.
–¿Puedo ayudarle en algo, señor? –preguntó Page al recién llegado.
–¡Todo esto es basura! –gritó el bigotudo por todo lo alto, completamente fuera de si–
. Hay que destruir toda esta bazofia inútil que no sirve para nada. ¡Eso es, hay que
quemarlo todo!
Al decir esto, el hombre golpeó con toda intención los libros de una estantería,
barriéndolos de su lugar y lanzándolos al suelo. Con la cara enrojecida y con un extraño
brillo demencial en su mirada, extrajo un mechero del bolsillo con la evidente intención
de aplicar su llama sobre uno de los ejemplares del libro de Page, lo que provocó la
indignación de éste. El escritor reaccionó dándole un manotazo que arrancó el encendedor
del hombre bigotudo, y a continuación le empujó hacia atrás con firmeza.
–¿Se puede saber lo que le ocurre? ¡Está usted completamente loco o borracho! Ahora
mismo voy a llamar al guardia de seguridad.
Page comenzó a lanzar gritos al aire y rápidamente acudió uno de los agentes con el
emblema de MegaOcio en la camisa blanca y en la gorra azul. Iba a explicar la situación
al guardia cuando de repente, sin mediar palabra alguna, éste sacó la porra y la emprendió
a golpes con el bigotudo enzarzándose en una cruel pelea. Vic Page apenas podía
parpadear por el asombro y antes de que pudiese hacer nada aquellas dos personas dejaron
de ser simples hombres civilizados para dar rienda suelta a una cólera primigenia, una
furia desatada con la violencia desmedida característica de las bestias carentes de
pensamiento. Se sucedieron golpes, patadas, cabezazos, arañazos e incluso mordiscos,
rebajándose ambos contendientes hasta un nivel tan bajo y degradante que provocaba la
vergüenza de todo espectador que los contemplase en aquella desagradable escena.
Entonces el escritor se sintió contagiado por la misma sensación de furia destructora,
y tras separar al guardia y al hombre del bigote aplicó sobre ellos sus conocimientos de
pelea callejera, demostrando como se las gastaba alguien que había crecido en los
suburbios de Sawmill Street, un lugar donde solo sobrevivían los más duros. Su puño
derecho se incrustó ruidosamente en pleno rostro del guardia, dejándole inconsciente y
con la nariz chorreando sangre, mientras esquivaba la acometida del bigotudo y le hacía
la zancadilla para desequilibrarlo. Antes de que éste se recuperase del traspiés, primero
un rodillazo en las costillas y luego un codazo brutal en la sien lo dejaron machacado, y
para rematar la faena Vic Page cogió una de sus novelas de tapa dura y le golpeó con ella
la cabeza hasta que el hombre dejó de moverse.
Una punzada de dolor invadió la cabeza del escritor, como si su cerebro estuviese a
punto de reventar bajo una inaguantable presión. Se llevó las manos a la cabeza, en una
fútil maniobra para que aquel insoportable sufrimiento remitiese, sin conseguirlo. Pero la
visión de la sangre en sus manos sirvió de detonante para su regreso a la cordura, y
haciendo un gran esfuerzo de concentración cerró los ojos y comenzó a respirar
pausadamente, hasta que al fin notó como el dolor de cabeza remitía y la cólera
implacable que le había poseído se desvanecía.
Vic page abrió los ojos, y se encontró con el horror.
Paul O’Sullivan y su mujer Hellen llevaban de la mano a la pequeña Edith mientras
abandonaban el recinto de las atracciones acuáticas al aire libre y se dirigían otra vez al
edificio central acristalado de MegaOcio. La niña no paraba de mirar curiosamente para
todos lados, siempre preguntando qué era eso o aquello con esa mezcla de jovialidad y
vitalidad que poseen todos los infantes de su misma tierna edad. Cuando el presentador
del espectáculo de los delfines había solicitado un voluntario, evidentemente había sido
Edith la primera en levantar la mano, y su intrepidez había sido recompensada con la
posibilidad de alimentar a los animales e incluso tocarlos. La pequeña se mostraba feliz
y radiante, y aún quedaban muchas cosas que poder ver en aquel maravilloso lugar de
ocio y diversión.
Pero los sentidos de O’Sullivan le alertaron, sacudiéndole como un jarro de agua fría,
pues no en balde era un policía curtido de las calles de Hollow City. Algo no iba bien.
Una mujer de mediana edad y con los cabellos excesivamente revueltos cruzó la puerta
en su dirección con tanta rapidez que tropezó y cayó al suelo. Antes de que el policía se
adelantase para ayudarla, la mujer se levantó y echó a correr, no sin antes de que
O’Sullivan pudiese ver la extraña máscara de terror en que se había convertido su rostro.
Un ruido de cristales rotos hizo que la mirada de todos los presentes se volviese hacia
las grandes cristaleras del edificio principal, donde la gente se apelotonaba intentando
huir despavoridamente. La muchedumbre aterrorizada pasaba unos encima de otros, sin
importar pisar a alguien, cortarse con los cristales o darse de codazos para salir lo antes
posible. El instinto de supervivencia era lo único que parecía importar ante la avalancha
histérica que se filtraba por las puertas y ventanas rotas.
–¡Rápido, Hellen, llévate a Edith y salid de MegaOcio por la zona de los jardines! –
dijo O’Sullivan–. Rodead el edificio hasta la salida principal, pero no entréis en él. Algo
extraño ocurre.
–De acuerdo, Paul, pero ten mucho cuidado –Hellen sabía que era inútil intentar
convencer a su marido de que las acompañase, así que no perdió el tiempo e hizo
exactamente lo que le había dicho.
Una vez que la entrada quedó despejada, Paul O’Sullivan se adentró en el interior del
edificio para descubrir que era lo que había espantado a la gente. Al llevarse la mano al
interior de la chaqueta recordó con desagrado que no había traído la pistola, puesto que
la había dejado en el coche al no hallarse de servicio y estar acompañado de su familia.
Sin embargo, aquello no le impidió continuar hacia delante para averiguar lo que estaba
pasando en MegaOcio.
La escena que presenciaba O’Sullivan era completamente dantesca. Los pacíficos
clientes del centro comercial se habían transformado en un ejército de locos furiosos y
violentos, como si todos los internos de un sanatorio mental se hubiesen escapado para
meterse allí. Por doquier la ola de rabia destructora barría a su paso cualquier cosa que
significase orden, demoliendo tanto objetos como personas que se encontrasen en su
camino. Solo ver la expresión de uno de aquellos dementes de ojos inyectados en sangre,
con las ropas rasgadas y manchadas, que reía sin parar mientras rompía con una barra de
hierro uno de los pocos escaparates que aún no habían sido hecho pedazos, podía
contagiar la locura de todo el que lo contemplase.
O’Sullivan se quedó de pie con la boca abierta por la sorpresa, sin saber qué hacer.
Ancianos enloquecidos perseguían a niños intentando atropellarles con sus sillas de
ruedas; mujeres enfrentándose entre ellas utilizando sus bolsos como armas arrojadizas;
padres de familia que venían de la sección de deportes armados con bates de béisbol con
los que poder destrozar todo el material que podían… El escenario de locura quedaba
completo con la presencia de un guardia de seguridad, que sacó su pistola no para dar un
disparo de advertencia, sino para sumarse a la orgía de horror y abatir a lo primero que se
moviese.
Entonces O’Sullivan entró en acción y se lanzó sobre el guardia demente,
derribándolo sobre el suelo justo a tiempo de evitar que su disparo terminase con la vida
de una mujer que se había torcido el tobillo intentando escapar hacia el exterior. Mientras
la mujer huía sin mirar atrás ni dar las gracias, el guardia apuntó a O’Sullivan con el rostro
congestionado por la rabia desmesurada que fluía en su interior.
–Idiota, me has quitado mi presa, así que ahora te voy a meter un poco de plomo en
tu cabeza, por entrometido.
El loco accionó el gatillo, pero no hubo sonido explosivo sino un ligero clic pues el
arma se había quedado sin balas. O’Sullivan respondió con rapidez y le propinó un
puñetazo en la mandíbula que lo dejó fuera de combate, y a continuación se apropió de
su arma. Entonces se apercibió de que varios de aquellos individuos enfurecidos se
acercaban a él armados con cuchillos, palos y otros objetos, con la evidente intención de
hacerle daño, por lo que se apresuró a registrar al guardia en busca de munición con la
que recargar el arma.
–Vamos, O’Sullivan, date prisa o estos tipos salidos del manicomio te van a
despellejar vivo –se dijo a sí mismo el policía.
Los locos se acercaron velozmente, gritando como posesos mientras agitaban sus
armas con ira. Ya casi estaban sobre él.
El policía recargó el arma y disparó a bocajarro sobre el primero de los dementes,
abatiéndolo justo a tiempo de evitar su acometida. Sin embargo otro de los hombres logró
herirle en un costado con un cuchillo de acero brillante, mientras otros dos lograban
tumbarlo en el suelo donde comenzaron a golpearle sin piedad, haciendo que la pistola le
resbalase de los dedos.
De repente uno de los dementes cayó al suelo con el cráneo abierto, causando que el
resto desviase su atención de O’Sullivan al individuo de camisa negra abierta y vaqueros
azules desgastados que se enfrentaba a ellos desafiante empuñando un extintor.
–Veo que aquí hay un pequeño problema de ratas, así que será mejor fumigar un poco
–dijo el recién llegado.
Los hombres se lanzaron sobre él blandiendo sus armas improvisadas con la cólera
brillando en sus miradas, pero se encontraron con la espuma blanca que surtía del extintor
y que invadió sus ojos, bocas y oídos. Aturdidos y jadeantes por el ataque, los locos fueron
presa fácil tanto del hombre de la camisa negra como de un recuperado O’Sullivan, los
cuales acabaron con ellos a base de golpes certeros. Recordando que momentos antes
aquellos desdichados eran unos simples ciudadanos corrientes, que habían ido a
MegaOcio para pasar un día agradable junto a sus familias, ambos hombres no se
emplearon a fondo y sólo ejercieron la contundencia necesaria para dejarles sin sentido.
–Gracias amigo, de no ser por usted me habrían dado una buena tunda –dijo
O’Sullivan a su salvador tras acabar con aquellos tipos enloquecidos, ofreciéndole la
mano.
–De nada, O’Sullivan, me alegro de haber sido de ayuda –el hombre le estrechó la
mano con un fuerte apretón–. No se sorprenda de que sepa quién es usted, al fin y al cabo
somos pocos los que hemos criticado abiertamente a nuestro ilustre Alcalde Mallory.
El policía quedó mirando pensativo a su interlocutor, y entonces cayó en la cuenta de
que lo conocía de vista.
–¡Pues claro, usted es Vic Page, el escritor y periodista! Pensaba que había salido por
patas de Hollow City, como todos los enemigos de Mallory.
–Digamos que he estado de vacaciones, pero ahora que veo todo esto creo que quizá
he vuelto demasiado pronto. ¿Tiene usted alguna idea de que va este asunto? –preguntó
el escritor.
–Solamente sé que todo el mundo en MegaOcio parece haberse vuelto loco, como en
una maldita película de zombis, solo que en lugar de comer cerebros y caminar dando
tumbos se dedican a gritar histéricamente y a destruirlo todo –dijo O’Sullivan.
–Pues yo vengo de la planta de arriba y allí todo el mundo está igual, incluso yo me
sentí afectado por un momento, sintiéndome extrañamente furioso. Pero de alguna forma
resistí este extraño virus de locura y he podido ayudar a un pequeño grupo de gente a
escapar por una de las salidas de emergencia.
–Yo estaba en el exterior del edificio con mi familia, y de pronto vi a la muchedumbre
que intentaba escapar de esta pesadilla de horror demencial. Pero no creo que se trate de
un virus, debe ser otra cosa –el policía terminó de vendarse la pequeña herida sangrante
del costado y volvió a empuñar nuevamente el arma arrebatada al guardia.
Vic Page paseó la mirada a su alrededor acelerando los pensamientos de su aguda
mente mientras ponía a prueba su extraordinaria y casi sobrenatural percepción.
Exprimiendo al máximo sus células cerebrales, el escritor analizó una a una las diversas
posibilidades que podían explicar aquella siniestra situación que los superaba,
descartando alternativas tras evaluarlas con rapidez y efectividad.
–¡Lo tengo! –gritó de pronto, sobresaltando a su compañero–. Ya sé por qué nosotros
no estamos afectados por esta epidemia de locura como el resto. Usted estaba en el
exterior del edificio, y yo estaba en la terraza fumando un cigarrillo y no fue hasta que
volví a entrar cuando me entró el repentino ataque de furia. ¡Debe tratarse de algún tipo
de gas, irradiado a través de los conductos de ventilación que pueblan todo el centro
comercial!
–¡Pues claro! Tiene usted razón, por eso aquí no estamos afectados, al estar al lado de
la puerta abierta y de las ventanas rotas. Debemos ir a la sala principal de control y
desconectar el maldito sistema de ventilación para que el gas deje de expandirse, solo así
conseguiremos parar todo este mar de chiflados rabiosos.
–Pues pongámonos en marcha –dijo Page.
Tras cubrirse la nariz y la boca con pañuelos, el policía y el escritor se pusieron manos
a la obra, preparándose para avanzar entre la jauría de infectados que se interponía entre
ellos y su objetivo. Aquella misión no iba a ser nada fácil.
Dentro de la espaciosa sala VIP preparada para recibir a los más distinguidos visitantes
de MegaOcio, el Alcalde Mallory se apretujaba en un rincón balbuceando de forma
incoherente junto a su asesor Elliot Grant, el cual no paraba de secarse su sudorosa frente
con un pañuelo. Ambos hombres se hallaban casi en estado de shock, aterrorizados a
causa de la turba salvaje que golpeaba frenéticamente la puerta con la intención de entrar
y hacerles toda clase de cosas horribles y espeluznantes. Junto a ellos se hallaban
atrincherados en la estancia Samantha Abbot y Evelyn Chang, pues tanto Brad Baxter
como los agentes de seguridad que les habían acompañado ahora formaban parte de la
horda de enajenados con sed de sangre que agolpaban al otro lado de la puerta.
Todo había sucedido muy deprisa, pues apenas unos minutos antes todo iba bien, hasta
que la comitiva del Alcalde y sus secuaces habían entrado en la sala. Fue entonces cuando
se dieron cuenta de que el aire acondicionado no funcionaba, lo cual enardeció tanto a
Mallory que Brad Baxter salió para avisar al personal técnico y que arreglase el estropicio.
Pero cuando volvió ya no era el mismo, pues el Director del complejo había mutado en
un ser tan vil y primitivo como una bestia, al igual que el pequeño ejército que le seguía.
Chang y los guardias de seguridad hicieron lo que pudieron, pero los dementes eran toda
una hueste y la bella oriental tuvo que conformarse con retirarse al interior de la sala VIP
mientras veía caer a sus hombres.
Ahora estaban los cuatro solos, desarmados y a merced de una muchedumbre de locos
furiosos que pronto lograrían entrar y matarles a todos. O tal vez incluso algo peor.
–¿Se puede saber qué es lo que está pasando? –dijo Samantha al borde de un ataque
de histeria.
–Todos están locos…se han vuelto completamente chiflados…todo el mundo –
farfulló nervioso y atemorizado Elliot Grant.
–Haga algo de una vez, no se quede ahí parada –chilló Mallory, gateando como un
animalillo asustado hasta cogerse de la pierna de la Directora de TecnoCorp–. Usted es la
encargada de la seguridad de este puñetero cuchitril, es su responsabilidad protegerme.
¡Por al amor de Dios, soy el jodido Alcalde de esta ciudad!
Chang se deshizo del abrazo de Mallory empujando su seboso cuerpo con la planta de
su bota, mirándole con desprecio. Aquel tipo no era más que una sucia rata cobarde, que
solamente pensaba en cuidar su propio culo. Si le vieran en aquel estado los votantes
seguramente perdería cualquier opción de ser reelegido en las próximas elecciones. Sin
embargo tenía razón en una cosa, Chang era la responsable de la seguridad de MegaOcio,
y estaba claro que algo había fallado. Pero ya habría tiempo de buscar errores más tarde,
ahora había que salvar el pellejo antes de que aquella enloquecida multitud lograse
penetrar en la cámara.
–Escúchenme todos –dijo Evelyn Chang con voz firme–. Dentro de unos segundos
esa puerta se abrirá, y todo aquel que entre por ella intentará acabar con nosotros con
todas sus fuerzas. Así que pueden hacer dos cosas, sentarse y esperar que el final sea lo
más rápido e indoloro posible, o coger cualquier cosa que les sirva como arma y hacerles
frente. Yo haré lo segundo, ustedes hagan lo que les venga en gana.
Tras decir esto, Chang se quitó la chaqueta y se arremangó la blusa, armándose con
un pequeño cuchillo que llevaba oculto en una funda atada al tobillo derecho. Samantha
Abbot cogió una de las sillas de la sala y se preparó para golpear con ella. Elliot Grant se
hizo con un abrecartas afilado y lo empuñó con manos temblorosas, mientras Mallory se
asomaba a la ventana abierta y calculaba las probabilidades de escapar por allí.
Entonces un gran golpe hizo temblar la puerta, seguido de otro, y otro más. Los
ocupantes de la sala contuvieron la respiración, con la esperanza de que tal vez la puerta
aguantase lo suficiente hasta que llegase la esperada ayuda. Pero dicha esperanza se fue
al traste cuando otro tremendo golpe acabó de echar la puerta abajo, dejando entrever los
rostros homicidas de los dementes más cercanos.
El primero de ellos se abalanzó sediento de sangre sobre Evelyn Chang, gritando
amenazas y enarbolando un gran palo de madera ensangrentado, pero una patada de la
oriental le dejó inconsciente y con la nariz fracturada. A los siguientes tres enajenados
que entraron también les sucedió lo mismo, volviéndose víctimas de las técnicas de
ninjitsu de la Directora de TecnoCorp, la cual los convirtió en meros guiñapos que
quedaron espatarrados por el suelo.
Sin embargo la brecha se había abierto, y los locos comenzaron a entrar en tropel. Una
mujer rechoncha y armada con unas tijeras se dirigió hacia la secretaria de Mallory, la
cual no tuvo más remedio que abrirle la cabeza con la silla que sujetaba. Mientras tanto,
Elliot Grant se defendía de otros dos individuos esgrimiendo el abrecartas, pero a pesar
de su bravura solo estaba retardando lo inevitable.
El Alcalde Mallory se arrastró por el suelo pegándose todo lo posible a la pared,
intentando alcanzar la puerta mientras nadie parecía fijarse en él. Pero justo cuando había
traspasado el umbral y estaba a punto de ponerse a salvo, una pequeña figura se plantó
ante él, impidiéndole el paso. Era un niño de unos siete u ocho años, vestido con un jersey
a rayas, que sujetaba una escobilla de baño sucia mientras sonreía de forma siniestra.
–¡No quiero ir al colegio! ¡Lo odio! –gritó el niño, hecho una furia–. ¡Y a ti también
te odio!
–Espera, por favor, no me hagas nada, déjame ir –imploró Mallory al pequeño diablo.
Pero la súplica del Alcalde fue en vano, pues el niño comenzó a golpearle como un
poseso utilizando la escobilla, propinándole una buena paliza.
–¿Te gusta lavarte bien los dientes, gordo? –se burló el niño, metiéndole la escobilla
inmunda en la boca de Mallory con todas sus fuerzas.
Mientras tanto, en la sala VIP las cosas no iban demasiado bien. Abbot y Grant estaban
en el suelo, desarmados y sin aliento, recibiendo golpes por todas partes mientras
intentaban defenderse con las pocas fuerzas que les quedaban. Solo Evelyn Chang, que
había perdido el cuchillo tras incrustarlo en la garganta de uno de aquellos tarados, estaba
en condiciones de ofrecer resistencia. A sus pies iban cayendo los enajenados con sus
miembros rotos o dislocados, las costillas fracturadas o las gargantas aplastadas. La mujer
oriental combatía con una mezcla de fiereza y técnica que la asemejaba a una verdadera
tigresa, aunque en lugar de colmillos y garras utilizaba sus puños y sus pies, armas no
menos letales en una auténtica maestra de artes marciales como ella.
Sin embargo el número de aquellos locos era demasiado elevado incluso para aquella
orgullosa guerrera, y Chang acabó viéndose superada. No pudo esquivar un traicionero
ataque por la espalda que la dejó medio aturdida, y rápidamente varios de sus enemigos
se lanzaron sobre ella para inmovilizarla, mientras un viejo de abundante barba la
apuntaba con el afilado extremo de un paraguas.
–Mujer, primero te sacaré los ojos y luego haré lo mismo con tus entrañas –dijo el
barbudo antes de lanzar una risotada maligna.
El demente alzó el paraguas dispuesto a hundir su punta en lo más hondo del corazón
de Evelyn Chang, pero una serie de detonaciones en el aire atrajeron la atención de la
turba. Incluso el niño que martirizaba al Alcalde Mallory detuvo sus ataques con la
escobilla, y caminó hacia el extremo del pasillo hasta llegar al lugar donde sonaban las
explosiones.
Eran disparos. Mezclados con el tintineo de cristales rotos. Dos hombres disparaban
un tiro tras otro sin cesar, tomando como blanco la gran cúpula de cristal que servía como
techo principal de la sección central de MegaOcio.
–Page, se me ha agotado la munición –dijo Paul O’Sullivan al escritor mientras
examinaba el cargador vacío de su pistola.
–Pues espero que el plan funcione, amigo, porque yo también estoy seco –contestó
Vic Page, observando a los dementes que poco a poco iban acercándose a ellos, atraídos
por el ruido de los disparos.
Bajo el fuego incesante provocado por el policía y el escritor, la cúpula acristalada se
asemejaba ahora a un gran queso gruyere, lleno de grandes orificios por donde el aire
fresco del exterior soplaba a grandes ráfagas. Enormes fragmentos de vidrio se separaban
de la cúpula para descender con velocidad mortal hacia el suelo del centro comercial,
donde se hacían añicos mientras emitían sonoros crujidos.
Los dementes estaban cercando por todas partes a los dos compañeros, aproximándose
a ellos mientras minimizaban sus vías de escape. Ya no había huida posible, y tanto Page
como O’Sullivan se hallaban al límite de sus fuerzas. Adoptando una posición de
combate, arrojaron sus armas vacías e inútiles y se prepararon para dar la cara hasta el
final.
Y entonces ocurrió.
Poco a poco, la turba comenzó a tranquilizarse, saliendo de su estado violento para
volver a ser las personas que eran antes de verse alterados por los efectos del gas nervioso.
Hacía varios minutos que Page y O’Sullivan habían logrado cerrar el sistema de aire
acondicionado, evitando así que el gas continuase propagándose. Además, al destruir gran
parte de la cúpula de cristal del techo, habían conseguido proporcionar una entrada de
aire puro que ayudaba a contrarrestar los efectos nocivos del agente tóxico.
Los dos compañeros resoplaron de alivio, sentándose en el suelo con aire agotado
mientras contemplaban como la turba de asesinos dementes iba deshaciéndose en amas
de casa asustadas, padres que buscaban a sus hijos, mujeres que gritaban al ver la sangre
y los cadáveres, y demás gente corriente que se miraban unos a otros como si acabasen
de despertar de un largo y oscuro sueño.
Una hora después de haberse extinguido la amenaza de MegaOcio, un grupo de
personas se hallaba congregado en la sala de reuniones de la torre de TecnoCorp,
debatiendo acaloradamente lo sucedido. Paul O’Sullivan, Vic Page, el Alcalde Mallory y
su inseparable Elliot Grant, y por supuesto la Directora de TecnoCorp, Evelyn Chang.
–Esto es obra de un grupo de terroristas que quieren acabar con mi ciudad. ¡Malditos
hijos de perra, no lo lograrán! –despotricó con grandes voces el furibundo alcalde de
Hollow City.
–No se excite, jefe, que ya sabe que es malo para la salud. Tómese sus pastillas –
intentó tranquilizarle Elliot Grant.
–Esto es un puto desastre, lo que faltaba y justo ahora que se acerca el Carnaval.
Menuda imagen de seguridad y confianza, nos van a quemar en la hoguera. A todos –el
alcalde miró como un bulldog rabioso a Chang.
–¿Qué opina de esto, señor O’Sullivan? –inquirió la mujer oriental al policía.
–Creo que esto ha sido un ataque demasiado bien planeado, además de que el gas
nervioso utilizado es muy potente, volátil pero muy eficaz. De no ser por el señor Page
aquí presente el número de víctimas podría haber sido aún mayor.
–Yo no hice más que cumplir con mi deber de ciudadano –dijo Page con humildad–.
Pero coincido contigo, detrás de esto hay una mente muy brillante, y algo me dice que no
será la última vez que veamos algo similar.
Evelyn Chang miró a los presentes, sonrió y les pidió que se sentaran delante de la
pantalla de proyecciones que había al fondo de la sala. Luego accionó los controles y una
serie de imágenes aparecieron sobre la pantalla blanca.
–Esto que están viendo son el resultado de dos ataques anteriores donde al parecer se
utilizó el mismo gas nervioso que el empleado hoy en MegaOcio. Hace tres meses, este
el aspecto que presentaba un cine de barrio en River City. El resultado fue una docena de
muertos, y se dijo que fue cosa de un incendio accidental para no alertar a la opinión
pública.
Mientras Evelyn Chang hablaba, los demás vieron las terribles imágenes donde se
mostraba crudamente los efectos del gas. Los espectadores del cine se habían
transformado en una horda sanguinaria, destruyéndolo todo a su alrededor.
–Y estas son las imágenes del ataque en Capital City, donde el objetivo fue unos
grandes almacenes. Casi un centenar de víctimas, camuflado como un ataque terrorista
causado por uno de los múltiples grupos islamistas en contra del régimen capitalista.
Otra vez imágenes macabras llenas de violencia, sangre y muerte que hicieron volver
la vista a Mallory y Grant, mientras O’Sullivan y Page aguantaban con desagrado aquella
infamia.
–Pero, si no son terroristas, ¿quiénes son los responsables, y que es lo que quieren? –
preguntó O’Sullivan.
–Estamos investigando el asunto, pero aún no tenemos nada claro. Tras lo sucedido
hoy en nuestra ciudad, creemos que tal vez todo esto haya sido una especie de
entrenamiento, una prueba del funcionamiento del gas. Primero un lugar pequeño, un
cine. Luego algo más considerable, unos almacenes. Y por último, algo aún más grande,
el complejo comercial MegaOcio. Estamos seguros que próximamente habrá un nuevo
ataque, tal vez el definitivo, sobre un objetivo mayúsculo.
–O sea, que no tienen una puñetera mierda, como siempre –intervino Mallory–. En
TecnoCorp son todos unos inútiles, se lo dije a Strong cuando estaba vivo y se lo digo a
usted ahora. Vayan obteniendo resultados o me veré obligado a rescindir nuestro acuerdo.
¡Vámonos, Elliot, a ver qué coño está haciendo el Comisario Howard para arreglar todo
este desastre!
Chang esbozó una sonrisa irónica al ver salir al orondo alcalde y a su asesor, y cuando
ambos se marcharon se dio la vuelta para encararse con O’Sullivan y Vic Page.
–Ahora es cuando nos va a decir que nos vayamos a casa y que cerremos la boca,
¿verdad? –dijo el policía.
–Veo que después de tanto tiempo nos entendemos perfectamente, señor O’Sullivan.
Nosotros descubriremos quien está detrás de todo esto, y cuando lo encontremos deseará
no haberse enfrentado a TecnoCorp. Ustedes dedíquense a lo suyo y no se entrometan.
¿Me han entendido?
–A la perfección, directora Chang –replicó Vic Page, dirigiéndose a la salida–. Como
aconseja, me dedicaré a lo mío, a escribir libros.
O’Sullivan iba a decir algo más, pero prefirió callarse y salir detrás del escritor,
alcanzándolo por el pasillo que conducía al ascensor.
–¿Escribir libros? –preguntó alzando las cejas con desconfianza.
–Pues claro. Solo que he omitido que mi próximo trabajo tratará sobre terroristas locos
que utilizan un gas experimental que vuelve a la gente salvaje y violenta. Así que tendré
que buscar información sobre el tema –el escritor guiñó un ojo a O’Sullivan.
–De acuerdo, amigo, pero necesitarás un profesional que te eche una mano en la
investigación. Podría ser peligroso.
Ambos hombres se miraron y sonrieron al unísono, en señal de la nueva alianza que
acababa de forjarse. Mientras bajaban por el ascensor hacia la planta baja de TecnoCorp
tanto el policía como el escritor se preguntaron en silencio quien sería el causante de los
ataques gaseosos y cuál sería su motivación.
En el interior de su refugio, Wax Face reía a carcajadas mientras contemplaba las
noticias en la televisión. Gracias a su capacidad de imitación y a la tecnología SIVA le
había sido muy fácil suplantar a Brad Baxter y acceder a las zonas restringidas de
MegaOcio, donde había podido colocar los recipientes del gas en el sistema de ventilación
del enorme complejo. A pesar de que la tragedia no había llegado hasta el nivel esperado,
se podía decir que la prueba era todo un éxito. Ahora había llegado el momento de dejar
los ensayos y pasar a la auténtica acción.
Pronto tendría su venganza, aunque antes tenía que atar un cabo suelto.
El villano de los mil rostros sacó de un cajón una fotografía, donde figuraba una mujer
joven de cabello moreno. Se quedó mirando con fascinación sus ojos radiantes, sus labios
finos y sensuales, su rostro de hermosura juvenil. Le pareció escuchar en su cabeza el eco
lejano de su risa musical, y casi pudo sentir la calidez de sus caricias y el aliento de sus
besos. Casi.
Con un gesto de furia, arrojó la fotografía de vuelta al cajón y lo cerró con violencia.
Ahora debía volver a emplear su facultad para convertirse nuevamente en otra persona.
Mientras se miraba en el espejo, Wax Face contempló su malvada sonrisa y el brillo
delirante en sus ojos. Sí, muy pronto tendría su venganza.
El día siguiente a los sucesos en MegaOcio fue largo y difícil para Page y O’Sullivan,
pero también fructuoso. El escritor utilizó sus contactos para averiguar todo lo posible en
torno a los ataques anteriores efectuados en River City y Capital City. Aunque ambos
asuntos habían sido tan bien tapados que formaban un completo muro de oscuridad tras
el que se ocultaba la verdad, el inquisitivo Vic Page logró descubrir un detalle que Evelyn
Chang no había mencionado. La empresa encargada de la seguridad en ambos lugares
había sido TecnoCorp, al igual que en MegaOcio. Al parecer la corporación no había
tenido mucha suerte en los ataques, habiéndose mostrado incapaces de frenarlos. ¿Habría
un topo en TecnoCorp que ayudaba a los causantes de aquellos misteriosos ataques? O tal
vez se hallaban ante un grupo tan sofisticado que podía burlar los sistemas de seguridad
más avanzados del mundo. También estaba la posibilidad de que todo fuese una
casualidad, y el hecho de que TecnoCorp estuviese presente en los tres lugares donde se
habían producido los atentados con gas no fuese relevante.
Pero claro, Vic Page no creía en las casualidades.
Por su parte, Paul O’Sullivan le había dicho al sargento Woods que se tomaría unos
días libres que se le debían, aunque no le dijo nada a Hellen para que no se preocupase.
Así pues el policía tenía vía libre, dedicándose a investigar por su cuenta el asunto del
gas. Lo que más intrigaba a O’Sullivan era la propia sustancia nociva, un gas como aquel
capaz de producir unos efectos tan devastadores sobre la mente de las personas no podía
pasar desapercibido. Debían haberse hecho pruebas, tenía que provenir de un laboratorio
químico bien equipado, y tras él se hallaría alguna de las mentes brillantes del mundo de
la farmacología. Así pues, el policía buscó en archivos, preguntó a sus amigos e interrogó
a sus contactos en busca de pistas sobre experimentos químicos fallidos, con accidentes
e incluso muertes. Sin embargo el resultado le sobrepasaba, pues existían numerosos
casos relacionados con empresas de la industria química que habían terminado de mala
manera. La mayoría ni siquiera habían salido a prensa, limitándose a solventar el asunto
por medio de una indemnización millonaria.
Demasiados casos, muchos nombres y nada concreto. O’Sullivan se sintió exasperado
y decidió reunirse con Vic Page para poner en común todo lo que habían averiguado, que
más bien era poco.
En el Bar de Joe había muchísima gente aquella tarde, y la mayoría de los clientes
eran policías como lo había sido su dueño, Joe Rocco, un descendiente de inmigrantes
italianos que tras abandonar el cuerpo había montado su negocio muy cerca de la
Comisaria Central de Hollow City. Tras servir un café bien cargado a O’Sullivan y un
capuchino a Vic Page, el bigotudo dueño del local los dejó solos en un apartado rincón
donde pudieron hablar con calma.
–Entonces, lo único que has sacado en claro es que hay una vinculación entre
TecnoCorp y los ataques con el gas nervioso –dijo O’Sullivan mientras removía el líquido
negro de su taza.
–Así es, pero eso no nos sirve de mucho, al igual que la relación entre el gas y su
posible fabricante. Creo que estamos ante un callejón sin salida –Page sorbió su
capuchino mirando a su interlocutor con aire frustrado.
El ambiente en el Bar de Joe estaba cargado, fruto de la gran afluencia de policías que
estaban terminando el turno de la tarde y que acudía al local a tomar la última copa antes
de dirigirse a sus casas a la hora de la cena. Uno de aquellos policías era Mike Sutton, o
como le llamaban la mayoría a causa de su rostro característico, Mike “el Arrugas”. A
O’Sullivan no le caía muy bien aquel tipo, un agente corrupto que siempre se salía con la
suya, y el sentimiento era mutuo pues ambos habían tenido sus más y sus menos en el
pasado. En aquel preciso instante, Mike estaba vociferando un chiste intentando ser el
centro de atención de sus compañeros de mesa.
–Este tío está como una cabra –susurró uno de los clientes del local en la mesa vecina
a la de Page y O’Sullivan.
–Seguro. Igual se le ha podrido el poco cerebro que le quedaba al esnifarse la droga
que pasa de extranjis –contestó otro compañero en voz baja.
Al oír aquello, Vic Page agudizó su sexto sentido, y en su mente comenzaron a
producirse una serie de conexiones que procesaron con rapidez una serie de ideas hasta
alcanzar un pensamiento final.
–Un momento –dijo el escritor con un brillo triunfal en su mirada–. ¿Y si lo que
buscamos es a alguien que haya tenido un accidente con su propio experimento? Un
químico que haya sufrido los efectos del gas, volviéndose loco, lo habrían tapado como
una enfermedad mental o un brote psicótico, sobre todo si estaba relacionado con
TecnoCorp.
–¿Crees que deberíamos buscar a un profesor chiflado o algo así, encerrado en algún
manicomio perdido donde no sea un incordio? –inquirió O’Sullivan–. ¿Y cómo quieres
que lo encontremos?
–Pues con un buscador –al decir esto, el escritor sacó su móvil con conexión a internet
y pulsó la opción de acceder a la red–. Demos gracias a la tecnología, y al Bar de Joe por
tener wifi gratuito.
O’Sullivan observó con suspicacia como Page pulsaba una serie de botoncitos en el
teclado del móvil, introduciendo una serie de datos. El policía nunca se había mostrado
demasiado partidario por aquellos avances tecnológicos, prefería los viejos métodos de la
policía de antaño. Sin embargo no pudo disimular su sorpresa cuando en unos momentos
el escritor le mostraba ante sus narices la pantalla lumínica de su cacharro de última
generación, donde aparecía una noticia de la hemeroteca del prestigioso periódico de
Hollow City “American Chronicles”. La nota de prensa estaba fechada tres años atrás, y
contaba como el profesor Otto Leitner, un eminente ingeniero químico que trabajaba para
Industrias Goldchem, había sufrido un episodio agudo de crisis mental, causando una
tragedia que había terminado con la muerte de dos trabajadores de la compañía. El
profesor Leitner había sido trasladado a un centro privado especializado en trastornos
mentales, y la compañía se haría cargo de las indemnizaciones a los familiares de las
víctimas.
–¿Y qué te hace pensar que eso está relacionado con los ataques del gas nervioso? –
preguntó O’Sullivan, no muy convencido.
–Pues que Leitner era un experto en el campo de las sustancias que afectaban la mente
de las personas, se insinúa que en el pasado trabajó para el Gobierno en experimentos
sobre la conducta humana. Además, Industrias Goldchem es una filial de TecnoCorp, mira
quien sale en la foto.
O’Sullivan se acercó todo lo que pudo a la pantalla del móvil de Page, y a pesar del
pequeño tamaño de ésta pudo reconocer el rostro de vendedor de seguros del difunto
Director de TecnoCorp, Jason Strong.
La recepcionista del Centro Residencial Bleuler, llamado así en honor del histórico
psiquiatra suizo Eugen Bleuler, permanecía ajena al repiqueteo constante de la lluvia
sobre los cristales de la puerta y las ventanas. Su atención se concentraba plenamente en
los mensajes cortos del móvil que intercambiaba con su última conquista, un nuevo
celador del Centro alto y moreno con un seductor acento sureño. Por ello, no se dio cuenta
hasta muy tarde de que dos individuos habían atravesado el umbral dejando sus paraguas
húmedos en un rincón al lado del mostrador de recepción.
–Ejem…–carraspeó para llamar su atención el hombre del abrigo gris y sombrero a
juego.
–¡Oh, perdón! –se excusó la joven recepcionista, apresurándose a guardar el móvil–.
¿Qué desean?
–Deseamos ver a un paciente, el señor Otto Leitner –dijo el segundo hombre, vestido
con vaqueros y una cazadora negra.
–¿Al señor Leitner? –preguntó extrañada la recepcionista–. Qué raro, salvo su hijo ese
paciente nunca recibe visitas. ¿Son ustedes parientes cercanos?
–Solo deseamos hacerle unas cuantas preguntas, será algo breve –O’Sullivan mostró
su placa de policía con un gesto teatral.
–¿Traen una orden? Si no es así, tendrán que esperar a que venga nuestro director, que
en estos momentos ha tenido que ausentarse por motivos familiares. Vendrá mañana.
O’Sullivan se volvió hacia Page, el cual le hizo un gesto claro. No podían esperar
tanto tiempo. El policía volvió a concentrar su atención en la joven del mostrador,
mostrándose menos cortés.
–Oiga señorita, esto es un asunto urgente y no podemos esperar. Tenemos que ver al
paciente ahora mismo.
–Lo siento mucho, son las normas –la joven comenzó a mostrarse tensa a causa de la
discusión–. De todas formas ahora le está visitando su hijo, así que cuando termine
pueden pedirle permiso… ¡Oh, ahí está!
En aquel momento un hombre rubio con perilla que sostenía un maletín de piel dobló
la esquina del pasillo que conducía a la recepción, y al ver a O’Sullivan no pudo evitar
dar un respingo de sorpresa.
–Parece que te conoce de algo –indicó Vic Page, dándose cuenta de la reacción del
hombre.
–En mi vida lo había visto –respondió O’Sullivan–. ¿Es usted el hijo del profesor
Leitner? Deseamos hablar con su padre un momento, si es posible.
Al acercarse más al individuo de la perilla, el policía detectó algo familiar en su
mirada, como si efectivamente conociese a aquel hombre aunque no pudiese situarlo con
claridad. Entonces advirtió que en el pómulo derecho del hombre sobresalía un pequeño
corte superficial, bajo el cual extrañamente no había sangre, sino algo brillante y dorado.
Como si fuese cera.
O’Sullivan abrió los ojos de par en par, al darse cuenta de quien se trataba, pero el
hombre fue más rápido y golpeó con su maletín el rostro del policía, a la vez que echaba
a correr hacia la salida del Centro Residencial.
–¡Eh, un momento, deténgase! –gritó Vic Page tratando de pararle.
En lugar de hacerle caso, el hombre lanzó a los pies del escritor una pequeña cápsula,
que al impactar en el suelo provocó una pequeña nube de gas. Vic Page comenzó a sentir
un terrible escozor en los ojos y en la piel de la cara, viéndose obligado a restregárselos
con fuerza.
–¡Maldición, no veo nada! Me abrasa la piel, siento como si estuviese ardiendo en
llamas.
–Tranquilo Page –O’Sullivan ya se había recuperado del golpe–. Voy tras ese canalla,
le cogeré. Señorita, mójele la cara y los ojos con agua muy fría, y llame a la policía.
Tras decir esto, O’Sullivan salió al exterior en pos del hombre, que no podía ser otro
que Wax Face, Cara de Cera, el mismo al que meses atrás había conocido en las
instalaciones del Laberinto de los Oscuros. Aunque creía haberlo visto morir en una
explosión, al parecer seguía vivo. A pesar del disfraz, el brillo amarillento bajo el
maquillaje y aquellos ojos de mirada cruel eran inconfundibles. Estaba seguro de que era
él. ¿Pero qué diablos estaba haciendo allí uno de los criminales más buscado por todas
las fuerzas de seguridad?
La lluvia torrencial empapó en un segundo a O’Sullivan, que intentaba buscar a través
de la gruesa cortina de agua el rastro del delincuente. A pesar del repiqueteo causado por
el aguacero al chocar contra el suelo, el policía creyó detectar un sonido metálico que
provenía del aparcamiento de la derecha. Sacó la Beretta 92 que siempre llevaba consigo
cuando no usaba el revolver reglamentario y se dirigió agachado hacia el vehículo más
cercano.
Una forma surgió entre la lluvia gris, el rostro de Wax Face brilló con el maquillaje
diluido por la lluvia, y luego un estampido atravesó el aire. El disparo alcanzó una de las
ventanillas del coche que servía de parapeto a O’Sullivan, apenas a dos palmos de su
cabeza, haciendo añicos el cristal. Pero el policía no se arredró, y disparó su arma en
respuesta hacia donde estaba el criminal. Sin embargo la lluvia impedía una línea de
visión clara, y el fuerte viento tampoco ayudaba en nada a su puntería, por lo que sus
disparos fallaron.
Wax Face abrió la portezuela del coche con el que había acudido al psiquiátrico,
mientras la presión de su dedo índice sobre el gatillo provocaba una rápida sucesión de
disparos no con la intención de darle a su contrincante, sino más bien con la de retrasarle.
Luego el bandido se metió en el auto y encendió el motor, dando marcha atrás para sacar
el vehículo de la fila y poder encaminarse hacia la salida.
O’Sullivan vio la maniobra de Wax Face y decidió salir de su cobertura, disparando
hacia el coche. Alcanzó varias veces el parabrisas, agrietándolo y abriendo en su
superficie algunos agujeros, pero sin poder alcanzar a Cara de Cera. El bandido aceleró a
fondo sujetando el volante con la mano derecha mientras con la izquierda disparaba su
Glock 17 con el brazo extendido a través de la ventanilla bajada. La lluvia y el estado del
parabrisas dificultaron en extremo el acierto, y los disparos no llegaron a alcanzar a su
objetivo. O’Sullivan solo tuvo tiempo de disparar una sola vez, luego tuvo que rodar por
el fango para evitar la embestida del coche que se lanzaba sobre él a toda velocidad.
Cuando el vehículo pasó por su lado O’Sullivan disparó desde el suelo hasta vaciar el
cargador de su Beretta, pero no pudo detener la huida de Wax Face. Tan sólo podía ver
como las luces traseras del coche iban perdiéndose de vista poco a poco, hasta que tan
solo fueron dos diminutos puntos rojos que al final fueron tragados por la lluvia torrencial.
Maldiciendo su mala suerte, el policía regresó a la recepción del psiquiátrico, donde
encontró a Vic Page frotándose una toalla húmeda en el rostro. La recepcionista estaba
hablando por teléfono con la policía, a punto de entrar en un ataque de nervios. Los
disparos habían atraído al personal del centro, y antes de que los celadores interviniesen
con violencia O’Sullivan mostró su placa y su pistola.
–Policía de Hollow City, mantengan la calma –O’Sullivan se mostró firme y
autoritario–. Necesitamos ver enseguida al paciente llamado Otto Leitner, puede ser
testigo de vital importancia para una investigación criminal.
Uno de los celadores condujo al policía y al escritor por los corredores blancos y
perfumados del Centro Residencial, hasta que llegaron ante una de las puertas de las
habitaciones de los pacientes. El celador llamó antes de poner la llave en la cerradura y
abrir la puerta con suavidad, temiendo despertar al paciente. Sin embargo en el
psiquiátrico ya nunca más tendrían que preocuparse por el profesor Leitner y sus crisis
agudas, ni si había tomado sus dosis de tranquilizantes a su hora, o si se había terminado
la comida antes de irse a dormir.
Porque en la cama de sábanas blancas y revueltas de la habitación yacía el cuerpo
pálido y demacrado del profesor, con los ojos abiertos mirando al vacío eterno de la
muerte.
En el despacho del Comisario Howard hacía mucho calor, puesto que a éste le gustaba
mantener el aparato climatizador a temperaturas elevadas durante el invierno. El
Comisario se alisó el escaso cabello cano que aún poblaba su testa mientras paseaba sus
ojos grises de uno a otro de sus invitados, que no eran otros sino Paul O’Sullivan y Vic
Page.
–O’Sullivan, otra vez estás pisando mierda, como siempre –increpó el Comisario,
intentando que no le subiera la tensión tal y como le había prescrito su médico–. Justo
cuando parecía que todo iba bien, con tu regreso al cuerpo tras lo de TecnoCorp, vas y la
vuelves a pifiar. ¿En qué coño estabas pensando?
–Comisario, pero si no he hecho nada…–comenzó a excusarse O’Sullivan.
–¿Nada? ¿Qué no has hecho nada? –al Comisario se le comenzó a hinchar una vena
que le surcaba el cuello–. Primero dices que te coges un permiso cuando en realidad te
pones a investigar un caso que no es de tu incumbencia. Luego tengo a TecnoCorp
pidiéndome que te empapele por obstrucción, ya que te dijeron que no te metieras en
medio del asunto del gas nervioso. Y encima está el tipo ese, Wax Face, que al parecer
está metido en todo este lío. Y como siempre que la cagas, hay un lunático muerto, aunque
ahora el fiambre no es un extraterrestre, ni un demonio de ojos negros que proviene de
otra dimensión. Solo es un antiguo químico al que le dio un infarto, al menos eso está
claro.
–¿Un infarto? –Vic Page se revolvió en su silla poniendo cara de incredulidad–.
¡Vamos, Comisario, no irá usted a creerse eso! Fue Cara de Cera quien se lo cargó, seguro.
–¡Cállese, Page! –Howard frunció el entrecejo y sus mejillas se pusieron coloradas
por la ira–. Usted no tiene vela en este entierro. Ya me he enterado de quien es,
escritorzuelo de pacotilla, un entrometido que no es la primera vez que pone su nariz de
buitre en asuntos policiales. Le tengo calado, así que escúcheme bien, porque no se lo
voy a repetir: está usted hundiéndose en el fango, y le queda muy poco para quedar
sumergido del todo. Muy poco.
El Comisario se dejó caer con todo su peso sobre el respaldo del sillón de cuero negro,
mientras sacaba un pañuelo y secaba el sudor de la frente. Se aflojó el nudo de la corbata
para aliviar la tensión y bebió un trago de agua de un botellín de plástico que había encima
de la mesa del despacho. Entre el calor que hacía en la habitación y los nervios que le
provocaban aquellos dos hombres, Howard pensaba que sería un milagro si no le daba un
ataque allí mismo.
–Comisario, usted sabe que pocas veces me equivoco –O’Sullivan aprovechó el bajón
de su superior para hablarle sosegadamente–. Este es un caso muy importante, y no
podemos dejarlo en manos de TecnoCorp, por la sencilla razón de que de alguna forma
están implicados. Piénselo un segundo, jefe. Todos los lugares que fueron objetivo del
gas nervioso tenían como empresa de seguridad a TecnoCorp, y el difunto profesor Otto
Leitner trabajó para una empresa colaboradora de la corporación. Yo creo que hay una
conexión muy clara.
–Y yo creo que será mejor que te tomes unas vacaciones, O’Sullivan. Descansa, vete
de Hollow City unos días con tu mujer y tu hija y disfruta un poco. A tu padre no le
gustaría un ápice que estés siempre en la cuerda floja –Howard resopló consternado–.
Eres un buen chico y un gran policía, pero a veces ves fantasmas donde no los hay.
–Pues yo vi a uno de esos fantasmas, llevaba un maletín y me lanzó una jodida cápsula
con gas que me dejó hecho polvo –dijo Page–. No sé si le brilla la cara tanto como su
grasiento culo –el escritor señaló con su dedo índice al estupefacto Comisario–, pero está
metido hasta el cuello en este asunto.
–¿Ah, sí? Y donde están las pruebas, listillo. Por lo que yo sé podía tratarse de un
periodista disfrazado que quería una exclusiva con un antiguo profesor. Ustedes lo
asustan, el viejo chocho oye los disparos y le entra un patatús de los buenos que lo envía
al otro barrio. Así que tienen suerte si logro evitar que el director de ese manicomio les
enchirone a base de denuncias. Se lo digo clarito, muchachos: aléjense de todo esto y
desaparezcan hasta que la cosa se calme, si los vuelvo a ver antes de que terminen las
fiestas del Carnaval los meteré en un agujero oscuro. ¿Estamos?
O’Sullivan se levantó impetuosamente con una mirada airada, pero Page se adelantó
y le cogió por el brazo para llevárselo casi a rastras antes de que dijera algo que empeorara
las cosas. Abandonaron el despacho del Comisario Howard dando un fuerte portazo que
casi rompió la puerta, motivando que las miradas de todos los agentes presentes se
volviesen hacia ellos.
–Seguro que O’Sullivan ha vuelto a empinar el codo y vuelve a ver a sus monstruitos
del espacio –dijo con un gesto despectivo Mike el Arrugas, que estaba en un extremo del
pasillo hablando con otros compañeros.
Se necesitó más de una decena de hombres para impedir que O’Sullivan le diera una
merecida paliza al idiota de Mike Sutton. Mientras Vic Page se lo llevaba a empujones,
el Arrugas no paró de pronunciar todas las blasfemias posibles en contra suya,
maldiciendo su sangre irlandesa.
–Tranquilo, amigo, vámonos de aquí antes de que te encierren –Page salió con su
amigo por la puerta de la comisaría, saliendo ambos a las frías calles de Hollow City.
Ambos, escritor y policía, caminaron en silencio uno junto al otro, paseando sobre la
acera pavimentada mientras algunas gotitas de lluvia comenzaban a caer desde el oscuro
cielo que cubría la ciudad. O’Sullivan solo abrió la boca para quejarse de la pasividad de
la policía, maldiciendo al Comisario Howard, a TecnoCorp y al resbaladizo Wax Face.
Vic Page cavilaba sobre todo el asunto, intentando trazar en su mente un mapa que
interconectase todas las pistas y cabos sueltos posibles relacionados con el caso.
Ataques con un gas experimental. Seguridad a cargo de TecnoCorp. Científico
químico recluido y asesinado. Villano experto en disfraces armado con capsulas de
sustancias químicas.
El escritor se paró en seco en mitad de la calle, y O’Sullivan solo tuvo que ver la
expresión de su cara para darse cuenta de que su compañero acababa de tener una de sus
ideas brillantes.
–Vamos, escúpelo –dijo irónicamente el policía.
–Verás, estaba pensando en que ese tipo, Wax Face, ha debido estar haciéndose pasar
por el hijo del profesor Leitner durante mucho tiempo. Según el registro de visitas que
vimos en el Centro Residencial antes de que viniese la policía, Cara de Cera tenía mucho
interés en el viejo.
–Hasta que lo liquidó, seguramente usando alguna sustancia que llevaría en el maletín
–apuntó O’Sullivan.
–Muy cierto. Piensa un momento, Wax Face usa maquillaje artificial, tiene cápsulas
con extrañas sustancias, visita a un químico chiflado…
–Lo que quieres decir es que Cara de Cera es también un químico, y que ha fabricado
el gas con la ayuda de Leitner. Pero el profe no le contaría sus secretos a cualquiera, ¿no?
–Por lo que hay una relación entre ambos químicos. Si a Leitner lo encerraron tras el
accidente en Industrias Goldchem, es lógico suponer que se conocían de antes,
seguramente porque…
–¡Porque trabajaron juntos allí! –exclamó O’Sullivan–. En el expediente del caso
constarán los nombres de todo el personal de Goldchem y las relaciones entre ellos. Solo
tenemos que buscar a algún joven cerebrito que fuera además fuese amigo de Leitner.
Page, eres un tipo listo, deberías dejar de ser escritor y meterte en la policía.
–Al paso que voy no sería mala opción, parece que hay más delincuentes que lectores
de libros –dijo Page con una sonrisa.
El Toyota Celsior color azul oscuro de O’Sullivan apuntaba con sus faros delanteros
la carretera que enfilaba hacia la zona industrial de Hollow City. Tras dejar atrás un
desvencijado cartel que señalaba que el vehículo y sus ocupantes habían alcanzado su
destino, se adentró en el laberinto de inmensas y destartaladas naves industriales que
poblaban aquella extensa superficie, mientras los últimos rayos de sol se filtraban a través
de los edificios anunciaban la llegada de la noche fría y oscura.
–¿Qué número tiene la que buscamos? –preguntó O’Sullivan, mientras atisbaba a
través del parabrisas.
–La 51, creo que es por allí, a la izquierda –señaló Vic Page, en el asiento del copiloto.
–Espero que hayamos acertado con esto y que no sea todo fruto de una corazonada.
–Es lo más sólido que tenemos. Según el archivo del caso Goldchem, el empleado
más unido al profesor Leitner era su joven ayudante, Gideón Lambrill, un brillante y
prometedor cerebro de la química. Curiosamente desapareció hace años en Sudamérica,
junto a su reciente esposa, y nunca más se supo de él. Todas sus propiedades pasaron a
manos de diversos parientes lejanos del matrimonio.
–Sí, y según el registro de la propiedad el tal Lambrill poseía una especie de
laboratorio personal ubicado en la nave industrial que buscamos. Una propiedad que había
estado cerrada a cal y canto, pero que según la compañía eléctrica ha estado utilizando
grandes cantidades de suministro energético exactamente desde algo antes del primer
ataque con gas en River City –O’Sullivan maniobró el auto hacia la izquierda,
aproximándose hacia el objetivo.
–Y justo cuando según el registro del psiquiátrico comenzaron las visitas del falso hijo
de Leitner. Todo coincide, Gideón Lambrill es Wax Face, el causante de los ataques del
gas. Lo que no sabemos es el motivo –dijo Page.
–Pues entonces habrá que preguntárselo –O’Sullivan paró el coche y sacó su Beretta
92, comprobando la munición–. ¿Quieres esperar aquí?
–Tranquilo, se cuidarme solito –el escritor entreabrió su chaqueta enseñando la culata
de un revolver Calibre 38 Especial.
Ambos se apearon del automóvil y caminaron hacia la nave 51, donde las luces que
atravesaban las ventanas indicaban que el edificio no estaba abandonado. Encima de la
puerta podía leerse un letrero que anunciaba: PROHIBIDO EL PASO, ZONA
VIGILADA. O’Sullivan comprobó que la puerta estaba cerrada a cal y canto por dentro,
y forzarla podía llevarle bastante tiempo.
–¿Qué tal aquella ventana de ahí? –señaló Page.
O’Sullivan apoyó un pie en las manos enlazadas de su compañero y se impulsó hacia
arriba con la ayuda de éste, aferrándose al alféizar de la ventana. Tras darle un violento
empujón, la ventana cedió y el policía se coló por la estrecha abertura, agradeciendo a su
mujer Hellen que le hubiese obligado a perder unos cuantos quilos que le sobraban. Desde
su posición O’Sullivan observó que el interior de la nave estaba iluminado a medias, y en
el aire flotaba un zumbido eléctrico que provenía de varias máquinas conectadas. No se
veía a nadie cerca, así que aprovechó para deslizarse hasta el suelo y llegar a la puerta,
donde desbloqueó el cerrojo que la mantenía cerrada para que entrase Vic Page.
Unas voces de hombres rudos acompañadas por diversos ruidos alertaron a los héroes
de que no estaban solos en el lugar, por lo que avanzaron a lo largo de las hileras de
contenedores amontonados enarbolando sus armas cortas como precaución. Instantes
después se encontraron con un grupo de seis hombres, la mayoría con pinta de haber
pasado algún tiempo en la cárcel, cargando unas cajas cerradas en la parte trasera de un
camión de carga. En la superficie de aquellos cajones podía vislumbrarse el emblema de
una conocida fábrica de fuegos artificiales, y en los laterales del camión se divisaba el
logotipo del Ayuntamiento de Hollow City.
–Vamos, cargadlo todo de una vez, hay que prepararlo todo para la fiesta de mañana
–dijo una voz de entre las sombras.
Fue entonces cuando Vic Page y Paul O’Sullivan se dieron cuenta de que había un
hombre medio oculto, vestido con un traje azul y una gabardina oscura, con la cabeza
cubierta bajo un sombrero de fieltro. No podían verle la cara, pero su voz le era conocida
tanto al escritor como al policía.
–Esta es la última, señor Grant, ya está todo listo –dijo uno de los tipos malencarados,
un gigantón vestido con una camiseta sucia de tirantes que dejaba al descubierto un
estrafalario tatuaje carcelario–. Espero que tenga preparada la pasta.
–Tendréis lo acordado cuando llevéis la mercancía a su destino.
Al decir esto, el hombre abandonó su posición y quedó expuesto a la luz, revelando
su identidad a Page y O’Sullivan. ¡Era Elliot Grant, el asesor del Alcalde Mallory!
El individuo del tatuaje ordenó a los demás que subieran al camión, por lo que
O’Sullivan hizo una señal a Page para entrar en acción antes de que se escaparan.
–¡Policía, manos arriba! –gritó a pleno pulmón O’Sullivan, encañonando a todos con
su arma–. Page, vigila a Grant y si se mueve pégale un tiro en la pierna.
–Tranquilos, no vamos a hacer nada –dijo el del tatuaje–. No estamos haciendo nada
malo, solo cargamos los fuegos artificiales para el Carnaval de mañana. El señor Grant
nos contrató para llevarlos hasta la plaza del Ayuntamiento, él lo puede corroborar.
–Tú, coge una de las cajas del camión y sácala –ordenó el policía.
Uno de los estibadores obedeció, mirando todo el rato el cañón de la Beretta que le
apuntaba.
–Ahora ábrela, despacio.
El individuo hizo lo que se le ordenó. Murmullos de sorpresa y miradas de estupor se
sucedieron entre los transportistas, pues a la vista de todos estaba el contenido de las cajas.
No eran fuegos artificiales, sino extrañas cápsulas cristalinas que contenían un líquido de
color verdoso. El gas nervioso que mutaba a las personas y las volvía locas de rabia.
–Ni estos son cohetes para divertir al público ni ese de ahí es Elliot Grant –O’Sullivan
se volvió hacia el supuesto asesor del alcalde–. ¿Verdad, Wax Face? O tal vez deberíamos
llamarle por su verdadero nombre, Gideón Lambrill.
–Es usted muy listo para ser un simple poli –dijo Cara de Cera bajo su disfraz–. Sabía
que tendría problemas para llevar a cabo mi plan, pero no esperaba que fuesen un policía
de pacotilla y un escritor fracasado quienes se enfrentaran a mí.
–Sigue hablando así, amigo, porque dentro de poco vas a estar entre rejas, seguro que
allí tendrás más de un amigo al que le encantará que te disfraces –dijo sarcásticamente
Page.
–Idiotas, esto aún no ha terminado.
Tras decir esto, Wax Face hizo un leve gesto con la muñeca derecha, dejando caer al
suelo una pequeña cápsula que estalló emitiendo un relámpago cegador. Luego pateó la
caja que estaba en el suelo y las bolas de cristal se rompieron en pedazos, emanando el
gas nervioso.
–¡Cuidado! –exclamó O’Sullivan, tirando hacia atrás de la chaqueta de Vic Page a
pesar de estar cegado por los efectos de la bomba de magnesio de Wax Face.
Sin embargo los estibadores no tuvieron suerte y no pudieron reaccionar a tiempo,
inhalando directamente el gas en sus pulmones. En pocos segundos la sustancia química
produjo sus efectos, transformando a los hombres en bestias de dos patas con ojos rojos
y ávidas de sangre. Los seis afectados comenzaron a armarse cogiendo cualquier cosa a
su alcance, un destornillador, una gran llave inglesa de acero, un martillo e incluso una
taladradora.
–Os vamos a triturar, no quedarán de vosotros ni despojos para los perros –chilló
enfurecido el gigantón del tatuaje, mientras se lanzaba hacia O’Sullivan empuñando un
martillo.
El policía no tuvo otra opción más que apretar el gatillo, pero el impacto no fue
suficiente para derribar al hombre, por lo que tuvo que disparar dos veces más. A su lado,
Vic page hacía rugir su revólver, demostrando una excelente puntería. Sin embargo se
necesitaban varios disparos para acabar con aquellos enemigos furibundos, por lo que al
final dos de ellos terminaron echándoseles encima.
O’Sullivan recibió un golpe en la sien de una palanca manejada por un negro
musculoso de mirada asesina, el cual le dejó en el suelo aturdido. Su Beretta 92 rodó por
la superficie hasta perderse de vista, por lo que sólo le quedaron sus brazos para
defenderse. El negro descargó un poderoso ataque que O’Sullivan evitó en el último
momento ladeando la cabeza. Luego repitió el mismo movimiento hacia el lado contrario,
y cuando su contrincante iba a aplastarle la cabeza con su tercer ataque, O’Sullivan le
propinó un puñetazo en sus partes nobles. El negro no soltó la palanca, pero dio unos
pasos atrás quejándose del dolor, dándole unos segundos de respiro al policía que
aprovechó para ponerse en pie.
Por su parte, Vic Page había gastado todas las balas del revólver abatiendo a dos de
aquellos demonios coléricos, y antes de que pudiese recargarlo recibió el ataque de un
joven pecoso con el pelo rojizo, armado con una taladradora que funcionaba con batería.
El escritor esquivó como pudo las acometidas del pelirrojo, hasta que su espalda chocó
súbitamente contra uno de los grandes contenedores metálicos de la nave industrial. Al
darse cuenta de que se había quedado sin espacio, Page se lanzó desesperadamente contra
los pies de su adversario, consiguiendo derribarlo. Ambos rodaron por el suelo
entrelazados en mortal abrazo, con tan mala suerte para el escritor que éste quedó bajo el
peso del pelirrojo pecoso, mirando como la broca giraba a velocidad máxima y se
acercaba cada vez más a su rostro.
A pocos metros de allí, O’Sullivan se palpaba la herida sangrante de su cabeza. Sentía
nauseas, y notaba como su visión estaba deformada por lo que intentaba abrir los ojos al
máximo para poder enfocar bien a su enemigo. El negro de la palanca aulló como un
demente y cargó nuevamente contra el policía, pero esta vez O’Sullivan se adelantó y
extendió ambos brazos para sujetar las muñecas de su objetivo justo antes de que
terminase de lanzar el golpe, bloqueándolo y girándose sobre sí al mismo tiempo. Aquella
maniobra bien sincronizada dio sus frutos y el negro cayó de espaldas sufriendo un fuerte
golpe, dándole la oportunidad a O’Sullivan de arrebatarle la palanca y golpearle con ella
en pleno rostro. Se oyó un sonoro crujido de huesos rotos, pero a pesar de tener la nariz
aplastada y sangrar profusamente, aquel loco aún quería levantarse. Otra dosis de palanca
aplicada sobre su cabeza de negras rastras le llevó la contraria, y un segundo chasquido
seguido de un salpicón bermejo indicó a O’Sullivan de que ya podía tomarse un respiro.
Pero la amenaza de los chiflados salvajes aún no había terminado, pues Vic Page
estaba a punto de ser taladrado por el pelirrojo de las pecas. El zumbido ruidoso de la
herramienta acompañaba el movimiento repetitivo y circular de la broca, la cual estaba a
tan sólo un centímetro de la frente del escritor. Page forcejeaba intentando apartar los
brazos del joven, pero solamente podía retrasar lo inevitable. Entonces recordó como en
su última novela su protagonista, el Doctor Misterio, se deshacía de una máquina mortal
lanzadora de rayos propiedad de los nazis, gracias a un disparo que cortaba el suministro
eléctrico del que se nutría el aparato. Inspirado por aquella idea, Page sujetó el brazo de
su contrincante con una sola mano, mientras utilizaba la otra para coger impulso y lanzar
un golpe con todas sus fuerzas…a la sección del taladro donde estaba la batería. Tanto la
tapa de plástico como la pieza de litio salieron volando por los aires, y el taladro dejó de
emitir su particular rugido. El joven pecoso quedó sorprendido por la maniobra, y Vic
Page le lanzó un puñetazo que lo empujó hacia atrás. Luego el escritor cogió el taladro
mecánico inutilizado y golpeó al chico con él en la cabeza, dejándolo inconsciente.
–Recuérdame que no te regale nunca un set de bricolaje –sonrió O’Sullivan a su
compañero.
–Ha ido por los pelos. Por cierto, ¿has visto a donde ha ido nuestro amigo Wax Face?
Antes de que O’Sullivan pudiera contestar, el ruido del motor del camión respondió
la pregunta, pues mientras los héroes habían estado combatiendo Cara de Cera había
abierto la puerta de carga de la nave y se había metido en el vehículo.
–Adiós, idiotas, ahí os quedáis –dijo el villano, acompañando sus palabras con una
carcajada burlona.
El camión aceleró bruscamente, levantando una nube de humo por el tubo de escape.
O’Sullivan y Page comenzaron a correr para alcanzar el vehículo antes de que escapara,
pero algo hizo que el escritor tropezase y cayese al suelo. Al volver la vista atrás, Page
vio que el tipo del tatuaje aún estaba vivo y le tenía cogido por un pie.
–Yo me encargo de este fulano, tú coge a Wax Face –indicó a su compañero.
Tras ver como O’Sullivan lograba agarrarse a la parte trasera del camión y ambos
desaparecían por la salida de la nave, Page se encaró con su oponente, el cual aún se
encontraba bajo los efectos del gas malicioso.
El estibador demente se lanzó al cuello del escritor, intentando estrangularle con sus
manos, pero Page le recibió con un rodillazo que se incrustó bajo su barbilla. Luego utilizó
sus puños en una combinación izquierda-derecha que hizo saltar al tipo un par de dientes.
Éste se echó atrás rugiendo de dolor como una bestia herida, pero enseguida volvió a
abalanzarse con furia contra Page.
–Estoy harto de ti, capullo enfermizo. En Sawmill Street me las he visto con tipos
peores que tú.
Page cargó con todo el peso de su cuerpo contra el rufián, y su embestida tuvo éxito
pues sirvió para lanzar a su contrincante contra una pila de bidones de metal. Al apartar
los que servían de base, toda la montaña de bidones cayó encima del desdichado, el cual
quedó sepultado completamente. Lo único que sobresalía era su mano inerte, señal
inequívoca de que aquel rufián ya no volvería a levantarse, al menos durante un buen rato.
El camión daba bandazos de un lado a otro mientras avanzaba por la zona industrial
en busca de la salida. Al volante del vehículo se hallaba un nervioso Wax Face, que
intentaba realizar movimientos bruscos para ver si así conseguía deshacerse de aquel
policía tan pesado. O’Sullivan, que había trepado hasta el techo del vehículo, tenía que
hacer grandes esfuerzos para continuar agarrado y no salir despedido, y eso que aún
notaba la herida de la cabeza como si le estuviesen aplicando un hierro candente.
–¿Te gusta esto, amigo? ¿Y qué tal esto otro? –Cara de Cera reía mientras maniobra
bruscamente para desembarazarse de O’Sullivan.
El policía vio que el camión daba un pequeño giro para adentrarse en la carretera
principal. En unos momentos se internaría en Hollow City cargado con el mortífero gas
nervioso, donde la sustancia podía provocar una grave catástrofe sobre la multitud si era
liberada. Si O’Sullivan tenía que hacer algo para impedirlo, era allí y ahora.
Justo cuando llegaban a una curva muy cerrada, el policía se descolgó por la parte del
parabrisas del camión, obstaculizando con su cuerpo la visión del conductor. O’Sullivan
quedó separado del rostro de Wax Face tan solo por el delgado cristal, y el criminal solo
tuvo tiempo de ver la mirada desafiante que éste le dirigió. Luego se dejó llevar por los
nervios y perdió el control del vehículo, el cual salió de la calzada atravesando la baranda
galvanizada de seguridad. La fuerza del impacto y el brusco descenso sobre la pendiente
que conducía a un barranco propiciaron que O’Sullivan fuese arrojado a un lado, rodando
por la abrupta superficie repleta de tierra, piedras y matojos silvestres. El camión continuó
cuesta abajo totalmente descontrolado, hasta chocar contra un grupo de árboles de anchos
troncos que frenó en seco su trayectoria.
La explosión fue devastadora, y en pocos segundos tanto el vehículo como la
vegetación a su alrededor fueron devorados por un mortífero mar de llamas que
desprendía un torrente de humo verdoso. Era el gas nervioso, que encontraba así su final
en el abrazo ardiente de un fuego hambriento que lo consumió todo.
O’Sullivan quiso ponerse en pie, pero tanto sus heridas como la fatiga hicieron mella
en él, y ya no pudo seguir manteniendo la consciencia. Un segundo antes de que los
párpados se cerrasen sobre sus ojos con la pesadez del plomo, al policía le pareció
vislumbrar a través de las llamas anaranjadas y de la densa humareda una figura borrosa
que se alejaba con paso renqueante.
Luego simplemente una oscuridad relajante le envolvió, y el mundo a su alrededor
desapareció como si alguien hubiese accionado un interruptor.
Dos días después de aquellos sucesos, O’Sullivan era dado de alta en el Hospital
General de Hollow City, acompañado de Hellen y Edith. Sus heridas apenas eran ya meros
rasguños que pronto se convertirían en más cicatrices a añadir en su castigado cuerpo de
policía. Horas antes, su amigo Vic Page le había hecho una visita para ver como estaba,
explicándole que ahora era un héroe local gracias al American Chronicles.
Según el prestigioso rotativo local, el detective de policía Paul O’Sullivan había
evitado que uno de los malhechores más buscados por la ley, el criminal llamado Wax
Face, expandiese un gas de efectos perjudiciales sobre la gente que iba a celebrar el
Carnaval. Gracias a su intervención, cientos de personas se habían salvado, evitando lo
que posiblemente hubiese sido la mayor catástrofe de toda la historia en Hollow City.
Puesto que Page tenía amigos en el periódico, había preferido que su nombre no se hiciese
público, otorgando todo el mérito a su amigo policía, el cual se posicionaba con mayor
fuerza ante futuras presiones del Alcalde Mallory o TecnoCorp. Nadie tendría el valor
suficiente de meterse con un héroe del pueblo, pues si había alguien que comprendía
mejor el poder de la masa esos eran sin duda los políticos y sus compinches.
Vic Page también le dijo a su compañero que al parecer Cara de Cera, antes Gideón
Lambrill, culpaba a TecnoCorp de la muerte de su esposa, y por ello había estado
planeando desde hacía años su venganza. Ni Industrias Goldchem ni TecnoCorp habían
hecho nada para investigar el accidente de su mujer en unas ruinas de Sudamérica,
negándose a intervenir alegando que era un país extranjero. Según lo que había
descubierto en la nave industrial, Wax Face se había estado haciendo pasar por un falso
hijo del profesor Otto Leitner para poder acceder a su antiguo jefe y conseguir la fórmula
del gas nervioso, un gas con el que atentar contra una ciudad teóricamente protegida con
TecnoCorp. Un golpe fatal a la corporación que hubiese significado su ruina total. Luego
había asesinado a Leitner para eliminar cabos sueltos.
Al final todo había salido bien, excepto por una cuestión: no habían encontrado ningún
cuerpo ni en el interior del camión carbonizado ni en los alrededores. El paradero de Wax
Face era todo un misterio, aunque tal vez el destino les ofreciese una nueva oportunidad
para atraparlo.
O’Sullivan no esperaba el recibimiento con el que se encontró a la salida del hospital.
Decenas de personas se amontonaban en el exterior, aplaudiendo y gritando su nombre,
dándole ánimos y vitoreándole como si fuese una estrella del rock o un famoso actor de
cine. A pesar de los cegadores flases de las cámaras de los periodistas, vio como varios
de sus compañeros de uniforme abrían un pasillo entre la muchedumbre que conducía
hasta el coche de Hellen. Mientras O’Sullivan y su familia atravesaban el improvisado
corredor, todos los policías le saludaron con respeto dándole palmadas de apoyo y
compañerismo. Por fin se los había ganado.
Pero no a todos. Uno de los agentes, un tipo flaco con la cara llena de surcos profundos
que afeaban su expresión, con un fino bigote moreno bajo su nariz picuda, le observó con
una agria mirada. Mientras el agente intentaba mantener a raya a un grupo de adolescentes
con camisetas de los Red Demons, uno de los chicos le tiró encima un batido de crema,
manchándole tanto su cara como el uniforme.
–Que te den, Mike el Arrugas –sonrió vengativamente O’Sullivan mientras se metía
en el coche.
Hellen le dio un beso y arrancó el auto, maniobrando muy despacio para evitar
atropellar al gentío que aún continuaba aplaudiendo. Entonces la pequeña Edith, sentada
atrás, gritó de repente:
–¡Mira papá, allí hay alguien igualito que tú!
O’Sullivan se giró en la dirección que señalaba su hija, y abrió los ojos de par en par
a la vez que un martilleo le golpeaba el corazón.
Allí, entre el interminable desfile de rostros de hombres y mujeres, niños y ancianos,
policías y periodistas, sobresalía la cara de una persona. Un hombre ataviado con un traje
y un sombrero demasiado similares a los que solía llevar O’Sullivan. Un individuo que le
miraba con expresión vengativa y con una cruel sonrisa asomando en sus labios, agitando
una mano enguantada en señal de despedida, o tal vez en un gesto de chanza que prometía
una futura venganza. De eso no podía estar seguro.
Pero de lo que sí estaba completamente seguro era de que aquél individuo que
lentamente iba desapareciendo en el espejo retrovisor tenía exactamente el mismo rostro
que el propio O’Sullivan.
En el laboratorio experimental de TecnoCorp, detrás de sus puertas cerradas y
protegidas por múltiples y caros sistemas de seguridad, alguien continuaba trabajando a
pesar de ser altas horas de la madrugada. Un hombre bajito, con gafas de lentes pequeñas
que cubrían unos diminutos ojos rasgados de mirada inflexible, manipulaba el teclado de
un ordenador mientras en la pantalla LED aparecían los datos de un archivo supersecreto.
El hombre introdujo nuevos datos que se añadieron a la catalogación existente, donde
aparecían extrañas anotaciones tales como “Ojo de los Dioses”, “Fantasma”, “Proyecto
Arcángel”, y otras muchas más. Una vez que hubo terminado, el hombre cerró el archivo
y apagó el terminal.
Cogió con sus pequeñas pero firmes manos la cápsula de cristal, del tamaño de una
pelota de tenis, y tras exponerlo a la luz de un flexo de trabajo estuvo contemplando el
líquido verdoso que contenía. Así estuvo varios minutos, observando el peligroso objeto
con total concentración, como si intentase penetrar en los terribles secretos que encerraba
aquella sustancia. Luego se levantó y se dirigió hacia uno de los armarios contenedores
de seguridad, abrió uno de los cajones el cual exhaló un gélido y blanquecino vaho, y
depositó en su interior el objeto. Luego cerró el cajón y manipuló el panel electrónico de
su superficie para introducir una contraseña de seguridad, pulsando las letras que
conformaban la palabra B-E-R-S-E-R-K.
El Doctor Wan apagó la luz y salió del laboratorio de TecnoCorp, silencioso e
inexpresivo como siempre.
Al final había sido un buen día de trabajo.
FIN
ESPECTRO CONTRA DRACULA
«Dicen que hay muchas clases distintas de oscuridad. Sin embargo, en Hollow City,
hay un tipo muy diferente a las demás. Es la noche eterna que acecha a los malhechores
en los callejones solitarios. Son las tinieblas infinitas que envuelven al criminal en su
abrazo asfixiante. Es la negrura interminable que se extiende sobre la ciudad de forma
implacable, que oculta una sombra amenazadora que espera ejecutar su venganza sobre
los delincuentes.
Yo soy esa oscuridad.
Yo soy… ¡Espectro!»
“El vampiro no puede morir por el simple paso del tiempo; prospera cuando puede
alimentarse de la sangre de los vivos. No arroja sombra, no se refleja en el espejo. Tiene
en la mano la fuerza de muchos. Puede convertirse en lobo, puede adoptar la forma de
murciélago, puede aparecer dentro de una niebla creada por él. Aparece en los rayos de
luna, en forma de polvo elemental, y puede ver en la oscuridad.
Tiene que obedecer algunas leyes de la naturaleza. No puede entrar por primera vez
en una casa a menos que alguien de la casa le invite a pasar. Su poder cesa al llegar el día.
Solo es capaz de atravesar el agua corriente en el momento de la marea alta o baja. Hay
cosas que lo afectan tanto que queda sin poder, como el ajo. En cuanto a las cosas
sagradas, como el crucifijo, ante ellas no es nada, en su presencia se aparta y calla con
respeto. Una rama de rosal silvestre sobre su ataúd le impide salir de él; una bala sagrada
disparada al ataúd lo mata, como la estaca en su cuerpo o la cabeza cortada. No puede
descansar en un suelo desprovisto de recuerdos sagrados.”
Drácula, de Bram Stoker (1897)
Siento como las últimas gotas de lluvia caen del cielo y resbalan por la máscara en
forma de calavera que cubre mi rostro, anunciando el fin de la tormenta. Desde la azotea
de este edificio contemplo la ciudad que se extiende a mis pies, como si fuese un dios que
observa vigilante el devenir de sus fieles. La noche cierne su férreo abrazo sobre Hollow
City y sus habitantes, que corretean de un lugar a otro en su incesante marcha sin rumbo,
como el rebaño que pace feliz en los verdes prados obedeciendo a su pastor.
Dichosos ellos, pobres ignorantes de la vida, incapaces de ver la oscura verdad que se
esconde en los rincones tenebrosos de la ciudad.
Aunque en la atmósfera aún resuena el eco de los truenos, la tempestad se desvanece
llevándose consigo el diluvio de los tres últimos días, junto con el inquietante tejido
formado por brillantes rayos y relámpagos que ha estado iluminando las noches de
Hollow City. Aunque por fin el temporal desaparece tan misteriosamente como emergió
días atrás, hay algo que todavía me produce cierto desasosiego.
Aún percibo esa presencia turbadora que empecé a sentir cuando se formó la borrasca,
algo más inquietante y tenebroso que las nubes grises que oscurecieron el cielo y que aún
permanecen ahí. Es más, esa extraña sensación que embarga mi espíritu es ahora más
fuerte, como si hubiese ido aumentando su poder noche tras noche. No sé cuál es su
origen, pero tengo la certeza de que pronto lo sabré, pues intuyo que no pasará mucho
tiempo antes de que nuestros caminos se crucen.
Un grito se alza entre los murmullos que desprende la ciudad, el lamento angustioso
de una mujer en peligro que clama auxilio. Normalmente esa acción desesperada sería
completamente inútil a estas horas de la noche en Hollow City, pero esta vez hay un factor
que cambiará dicha suerte. Esta noche la súplica de la víctima en busca de ayuda no caerá
en oídos sordos, pues cerca de ella está el guardián de las calles de esta ciudad, que acudirá
presto a socorrerla.
Como dijo esta tarde el Padre García en la Iglesia de Saint Patrick, «bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos»3. Y cuando llega el
momento de aplicar la justicia, significa que es la hora de que yo entre en acción.
Es la hora de Espectro.
Doy un salto al vació mientras extiendo la capa de kevlar para planear sobre los
edificios, cubriendo rápidamente el espacio que me separa del suelo como un ave de
rapiña en busca de su presa. Las botas especiales que calzan mis pies ayudan a amortiguar
el impacto del aterrizaje, cayendo de pie tras haber salvado una distancia que ningún
saltador olímpico podría alcanzar ni en sueños. Echo un rápido vistazo para asegurarme
de que no hay nadie en el estrecho callejón y avanzo como una sombra sigilosa
camuflándome en las tinieblas gracias al traje protector.
Nuevamente oigo gritar a la mujer, esta vez más débilmente que antes, y al doblar la
esquina me encuentro con el mismo espectáculo de siempre. Un hombre de cabellos
sucios y enmarañados, situado de espaldas a mí, sujeta con sus manos el cuerpo de una
muchacha mientras acerca la cabeza a la de ella. Pero esta vez el violador no obtendrá
ningún placer, su única recompensa por sus actos será el dolor. Y mucho.
Cruzo el espacio que me separa del delincuente y le golpeo brutalmente aprovechando
la sorpresa y la inercia, pero aunque logro alejarlo de la mujer apenas lo desplazo unos
pocos metros. El tipo ha encajado muy bien el golpe, y eso que su complexión dista
mucho de la de un deportista de élite. Pero cuando vuelve su rostro hacia mí y veo sus
ojos rojizos y su piel pálida, comprendo que debe ser efecto de alguna droga. El hombre
debe estar hasta las cejas de coca, heroína, éxtasis, o todas ellas juntas mezcladas con
alcohol.
3 Cita de la Biblia, Mateo 5:6
Pero entonces reacciona con una rapidez sorprendente y me ataca, olvidándose de la
chica y rodeando mi cuello con sus manos nervudas. Su fétido aliento atraviesa mis fosas
nasales, aunque el resto de su cuerpo no huele aún mejor. Este cabrón necesita una buena
ducha aunque ahora mismo no va a poder ser, puesto que pienso tumbarle de una paliza.
Aprieto los puños enguantados y tras echar los brazos atrás los muevo con toda mi fuerza
hacia sus costados, haciendo crujir sus huesos. Aunque el tipo afloja un poco su presa no
termina de soltarme, a pesar de tener las costillas rotas sus dedos se hunden en mi
garganta. Es demasiado fuerte, si no fuese por el traje de kevlar ahora mismo estaría
muerto, y encima no puedo sacar la katana enfundada en mi espalda porque está
demasiado cerca.
Y entonces es cuando abre la boca, dejando escapar un hilo de saliva repugnante como
si fuese un vagabundo que lleva días sin echarse nada al estómago, aunque eso no es lo
que me horroriza. Lo hace la visión de sus colmillos puntiagudos creciendo rápidamente
y de forma antinatural mientras su cara entera se retuerce grotescamente hasta adquirir
una apariencia monstruosa e inhumana. Parece mentira, pero este tipo no es un simple
drogadicto con ganas de jaleo.
Estoy luchando contra un vampiro, un maldito chupasangre que desea saciar su
terrible sed conmigo, y encima parece que está ganando.
Forcejeamos intentando cada uno ganar la posición, y al final el vampiro me hace
chocar la espalda contra una pared mugrienta mientras acerca sus dientes afilados hacia
mi cuello. Al ver su boca abierta dirigida contra mí con avidez decido que es mejor no
esperar a ver si el kevlar resistiría su mordisco. Es la hora de contratacar.
Inspiro con fuerza mientras invoco el Poder Oscuro que reside en mi pecho4, en el
fragmento incrustado en mi cuerpo cerca del corazón, y siento como la Energía Oscura
se libera como un torrente canalizándose a través de todo mi ser. Con un movimiento
brusco de mis brazos me libero del férreo abrazo, observando como mi enemigo pone
cara de sorpresa. Antes de que se recupere, le propino un buen puñetazo que lo arroja
lejos, y su cuerpo pálido y flaco queda incrustado en uno de los contenedores de basura
cercanos. Pero contra un enemigo como éste no hay tregua ni cuartel, y rápidamente el
chupasangre se pone en pie preparándose para cargar nuevamente contra mí con un rugido
bestial.
Pero ahora soy más fuerte y ágil gracias al Poder Oscuro, y cuando el vampiro llega
al lugar donde un microsegundo estaba yo, no encuentra más que un sorprendente vacío.
Se da cuenta de mi maniobra, pero demasiado tarde. Con un movimiento fluido de mi
mano derecha desenvaino la katana y golpeo directamente a su cuello. La técnica del
iaiutsu5 demuestra su utilidad cuando la cabeza cercenada del vampiro, con los ojos y la
boca abiertos por la sorpresa, rebota como un balón de plástico sobre el suelo húmedo del
mugriento callejón.
Una mirada alrededor me informa de que la mujer ya no está, ha huido aterrorizada
hacia la seguridad de la avenida principal, cuyas luces están muy próximas. Mejor así, ser
testigo de la existencia de criaturas sobrenaturales en la ciudad podría desestabilizar una
mente poco acostumbrada, mucho más que creer haber sido víctima de un intento de
violación.
Ahora que tengo vía libre me dirijo al cuerpo decapitado, busco en sus sucias ropas y
encuentro una identificación de la Administración de Aduanas e Impuestos Especiales de
Hollow City, a nombre de un tal Gary Sharrow. Lo único extraño que presenta es una
4 Espectro posee en el interior de su cuerpo un pedazo de Energía Oscura solidificada, como resultado de
su enfrentamiento en el Museo de Arte de Hollow City contra la criatura sobrenatural llamada “El
Fantasma” (véase HC Nº2, El Ojo de los Dioses). 5 Técnica de ninjutsu consistente en desenvainar y atacar con el mismo movimiento.
especie de tatuaje parecido a una cruz con un círculo en la parte superior, en el hombro
derecho. Miro los rasgos del rostro del muerto, que ahora lo está definitivamente, y tras
colocar la cabeza sobre el cuerpo saco un par de pequeñas bengalas de magnesio del
bolsillo de mi traje. Las arrojo sobre los restos del vampiro y éste comienza a arder en
una gran llamarada brillante, como si lo hubiesen empapado de gasolina. Estos muertos
vivientes son de lo más combustibles, dentro de un momento solo quedarán cenizas, que
serán esparcidas por el viento a lo largo del callejón.
Mis sentidos agudizados por el Poder Oscuro me alertan de los coches patrulla que se
aproximan, así que será mejor que me largue enseguida. También escucho un sonido
amortiguado que viene de algún lugar cercano, como alguien que sacude una alfombra o
como un gran pájaro que aletea en el aire, pero no tengo tiempo para ver de qué se trata.
Dando saltos de balcón en balcón llego a la terraza de uno de los edificios, y desde allí
salto a los tejados de otro aún más elevado. Creo que será mejor ir a hacer una visita a
alguien que sepa más que yo sobre estos asuntos.
Porque me acabo de dar cuenta de que a pesar de haber exterminado al vampiro, aún
continúo percibiendo esa presencia extraña y maligna que vino con la tormenta. Y algo
me dice que esa sensación de amenaza está relacionada con el vampiro cuyos restos
calcinados yacen en la soledad del callejón.
En uno de los ventanales de los pisos superiores de la Iglesia de Saint Patrick, en el
decadente barrio de Sawmill Street, aún brilla una solitaria luz, lo que indica que el Padre
García aún está despierto. Salgo del coche con las nekode6 preparadas y me acerco a uno
de los muros exteriores del edificio gótico, vigilando que no haya nadie allí que pueda
verme. Presiono las pequeñas pero afiladas puntas sobre la pared y comienzo a escalar
hasta llegar a la ventana, donde doy un golpe para advertir al sacerdote. El hombre da un
respingo al sobresaltarse, pero al reconocerme abre la ventana y me deja pasar al interior
de su habitación.
Tras sermonearme sobre lo que está bien y lo que está mal, charlamos un poco y se le
pasa el mal humor. Es un buen hombre este Padre García, no es uno de esos charlatanes
con sotana fanáticos de su religión, sino alguien dedicado por entero a hacer la obra de
Dios en el mundo terrenal. Da de comer a los pobres fuera de su horario, colabora con los
hospitales, atiende a los niños de los hospicios, y encima tiene la paciencia de aguantarme
cada vez que paso por aquí.
Le hablo de mi encuentro con el vampiro, y su expresión cambia. Pero no me mira
como si estuviese loco, sino con extraña comprensión. Su mirada se vuelve inquieta,
distraída, como intentando recordar algún pensamiento lejano. Luego me hace una seña
para que le acompañe escaleras abajo, hacia la pequeña biblioteca que la iglesia ha
mantenido desde su construcción, allá por el año 1850. Al llegar a la habitación, enciende
las luces y se dirige a uno de los estantes, donde presiona una especie de resorte situado
en uno de los laterales. Para mi sorpresa se escucha un sonido chirriante al mismo tiempo
que se desliza sobre la alfombra toda una sección de la estantería. El sacerdote empuja y
ante mí se desvela una pequeña cámara secreta, donde hay un baúl de madera de aspecto
arcaico del que sobresale un espléndido candado dorado. Observo que el enorme cofre
posee tallado el símbolo de una rosa negra7, similar al emblema del anillo colocado en el
dedo anular derecho del sacerdote. El Padre García saca de su bolsillo un manojo de
llaves, mete una de ellas en el candado y abre el baúl. En su interior hay varios objetos,
6 Instrumentos de ninjutsu que sirven para poder escalar mejor cualquier pared. 7 Es el símbolo de la Hermandad de la Santa Orden de la Rosa Negra, un misteriosos grupo masónico que
ya hizo su aparición en HC Nº4, El Soldado de Dios.
pero en este instante sólo uno de ellos atrae su interés. Lo coge y me lo muestra, es un
libro.
Se trata de un tomo muy antiguo y voluminoso, cuya tapa bellamente decorada
muestra una ilustración que indica con claridad la temática de su contenido. Una cabeza
monstruosa de ojos diabólicos y colmillos puntiagudos, junto a un crucifijo y una estaca.
El título, escrito en latín con letras doradas de estilo medieval, no deja lugar a dudas.
«El Libro de los Vampiros».
El Padre García y yo nos sentamos en la pequeña mesa de lectura de la habitación.
Ante mí se suceden las amarillentas páginas que contienen tenebrosos secretos que han
permanecido custodiados a través del tiempo. Desvelar todo el conocimiento oculto en
este tomo llevaría demasiado tiempo, así que el sacerdote imparte un cursillo acelerado
sobre el vampirismo con habilidad magistral.
En tiempos remotos, en una era pretérita donde el mal recorría el mundo a placer, el
Diablo creó a un ser muy especial con la finalidad de encabezar sus legiones demoníacas.
A esa criatura la llamó Señor de los Vampiros, y le imbuyó de varios poderes entre los
cuales estaba convertir a otros en monstruos idénticos a él. Estos hijos suyos se
denominan Vampiros Reales, y a los descendientes de éstos se les conoce como Vampiros
Nobles. Los vástagos transformados por el poder corruptor de los Vampiros Nobles son
simplemente vampiros comunes, como al parecer era el tipo con el que me tropecé en el
callejón.
Entonces el sacerdote se detiene para señalar un viejo dibujo que aparece en una de
las deslustradas hojas. Es una especie de cruz con un círculo achatado en la parte superior,
idéntico en aspecto a la marca del vampiro del callejón. El Padre García empalidece de
horror cuando me explica que se trata del Ankh8 o Cruz Ansada, el símbolo de un Vampiro
Noble, por lo que aquel tipo era un simple lacayo de un ser aún más poderoso.
Tras escuchar varios consejos del Padre García, como el uso de la plata, la estaca, el
ajo y los crucifijos, el sacerdote me obsequia con una petaca llena de agua bendita y con
un brillante crucifijo plateado. Rechazo los regalos, no porque yo sea un tipo altanero y
orgulloso, sino porque realmente no creo demasiado en Dios. Pero ante la insistencia del
Padre García y para no perder más tiempo, al final los acepto.
Salgo de la iglesia de la misma forma con la que he venido. El tiempo apremia, pues
los Vampiros Nobles son inteligentes y muy astutos y es muy fácil perderles la pista.
Una vez dentro del coche, un Syntrac-2000 de color negro con los cristales tintados,
enfilo a toda velocidad para salir del barrio de Sawmill Street en busca de una nueva pista.
Sin embargo, apenas ha dejado de ser visible la Iglesia de Saint Patrick por el retrovisor,
una forma alada de grandes dimensiones vuela directamente sobre el parabrisas delantero
impidiéndome la visión. Con un volantazo esquivo a la grotesca criatura con forma de
murciélago, aunque la maniobra hace que me lleve por delante unos cuantos espejos
retrovisores de los autos estacionados a lo largo de la calle.
Aprieto el acelerador, pensando que así dejaré atrás a ese diabólico ser, pero no tengo
esa suerte. El sonido de un golpe en el techo del vehículo me indica que está justo encima
de mí, aferrado de alguna manera que evita salir disparado por la inercia. Entonces de
repente el bicho asoma su horrible rostro al otro lado del cristal, justo delante de mí como
si pudiera verme a pesar del vidrio oscurecido. El monstruo golpea con su puño el
parabrisas a modo de maza, pero el cristal a prueba de balas evita también que se rompa
en pedazos por el ataque de la criatura. Intento realizar un par de giros bruscos para
deshacerme del vampiro murciélago, pero es inútil ya que al parecer usa una de sus manos
a forma de ventosa con la que se adhiere al coche de forma implacable.
8 Ankh, Cruz Ansada, Cruz Egipcia o Tau Enlazada, es un símbolo antiguo de la vida eterna, considerada
una llave mágica que abría las puertas a la inmortalidad.
El monstruo deja de aporrear el parabrisas y usa otra táctica, desplegando sus dedos
en forma de garras afiladas con las que empieza a arañar el cristal. Su maniobra
acompañada de un chirrido desagradable tiene éxito, a juzgar por las marcas que
rápidamente se extienden delante de mí. Intuyo que pronto logrará su objetivo, así que
pulso un botón especial del panel de mandos a la vez que piso el freno. Una descarga de
alto voltaje se extiende alrededor del blindaje del vehículo, afectando también a la criatura
que esta vez sí es lanzada por los aires varios metros por delante, aterrizando justo delante
de un pequeño parque solitario.
El monstruo empieza a levantarse lanzando miradas de odio a través de sus diabólicos
ojos rojos, como si la descarga eléctrica y el impacto contra el suelo apenas le hubiesen
causado un daño leve. Piso el acelerador a fondo y el coche se lanza hacia delante con un
ensordecedor rugido, embistiendo al engendro alado antes de que pueda recuperarse y
huir volando. El ruido de su cuerpo al ser embestido deleita mis sentidos mientras
desaparece en la oscuridad de las sombras que envuelven el parque.
Bajo del coche y me adentro entre los árboles con la espada desenvainada, pero esta
vez no es necesario utilizarla. El asqueroso murciélago gigante está ensartado por una
gruesa rama de pino cuya punta sobresale a la altura del pecho. Una sangre oscura y fétida
mana tanto por su herida como por su boca, y antes de morir gorgotea algo sobre que su
amo se vengará. Pero el ya no podrá verlo, porque su cuerpo queda inerte y se transforma
en el de un hombre de rasgos comunes, también con la marca del Vampiro Noble sobre
su hombro derecho.
Le aplico el tratamiento prescrito para los vampiros y después de decapitarlo con la
katana le arrojo unas cuantas bengalas que hacen arder su cuerpo maldito en una gran
hoguera que se extiende con rapidez. Aún me sorprende la facilidad con la que se abrasan
estos seres de la oscuridad.
Aparco el coche al lado de la valla metálica que rodea la zona portuaria de la ciudad
y acciono el mecanismo de camuflaje que hace casi invisible el Syntrac cuando no está
bajo una luz brillante. Son las ventajas de haber sido una vez el industrial y millonario
Eduard Kraine9. De un poderoso salto paso al otro lado de la valla y me escabullo entre
las sombras de los muelles del puerto, hasta llegar al edificio principal donde están las
oficinas de la Administración de Aduanas e Impuestos Especiales.
No tengo tiempo para revisar con exhaustividad la seguridad del edificio, con sus
cámaras de seguridad y sus alarmas. Mi mejor opción es utilizar el poder sobrenatural de
la piedra en mi pecho, así que una vez más invoco el Poder de la Oscuridad para que las
fuerzas tenebrosas moldeen la esencia de mi cuerpo. Noto como si una corriente de frío
atravesara cada una de las venas de mi ser, a la vez que por un instante dejo de sentir el
latido de mi corazón. Es entonces cuando camino hacia la pared del edificio atravesándola
como si fuese aire, aunque en realidad es mi cuerpo el que se ha vuelto insustancial
durante un breve instante, permitiéndome entrar como si fuese un fantasma, un espectro
de la oscuridad.
Una vez en el interior de las oficinas mis sentidos agudos captan la presencia de un
solo guardia de seguridad. Deslizarme en silencio entre las sombras para acercarme a su
espalda con sigilo es solo un juego de niños para mí, al igual que dejarlo inconsciente con
un rápido golpe de taijutsu 10a su flujo de circulación. Una vez me encuentro a mis anchas,
ya no hay problema alguno en buscar entre los archivos de las oficinas los registros de
9 Como se explicó en HC Nº2, El Ojo de los Dioses, Espectro renunció a su identidad de Eduard Kraine al
ser capturado por TecnoCorp y simular su propia muerte. 10 Taijutsu es un conjunto de técnicas de ninjutsu de combate cuerpo a cuerpo.
actividades de los empleados. Tras investigar los correspondientes a Gary Sharrow,
observo que su última tarea fue la recepción de un cargamento originario de Rumanía,
justo el día en que se inició la tormenta sobre Hollow City. Una sensación de angustia se
agita en mi interior al ver que la carga está registrada como «Caja de grandes dimensiones
con restos mortuorios de pariente lejano». Es decir, un ataúd.
En el apartado correspondiente a la entrega al destinatario, al lado de una rúbrica
estilizada de alguien posiblemente de alta alcurnia aparece un nombre muy rimbombante,
T. Collinwood. En Hollow City solo hay una persona que responde a dicho dato, y no es
otro que Lord Taylor Collinwood, un personaje de la alta sociedad que arrastra
patéticamente su apellido de noble origen inglés en busca de favores que aumenten aún
más si cabe su ego. Collinwood ha estado relacionado con el mundo del ocultismo, e
incluso en la prensa amarilla se ha mencionado alguna vez su implicación junto a su bella
esposa en rituales extraños y orgías celebradas en su apartada mansión a las afueras de la
ciudad. Y la verdad es que no creo que Lord Taylor tenga ningún pariente en Rumanía.
Creo que ha llegado el momento de que Collinwood reciba la visita de Espectro.
En las inmediaciones de la mansión Collinwood no se divisa ningún signo de
actividad, algo extraño puesto que siempre hay idas y venidas de personajes célebres,
personal del servicio o incluso periodistas montando guardia a la caza de alguna fotografía
que vender en una de esas apestosas revistas del corazón. Sin embargo lo único que me
encuentro es un ambiente cargado que rebosa de una inquietud turbadora, bajo un cielo
nocturno cubierto por densas nubes negras. Ahora percibo con gran claridad la presencia
invisible y maligna que vino con la tormenta, y sé que se oculta en este lugar.
Tras salvar el muro que rodea la finca, atravieso sigilosamente el jardín que conduce
a la casa cuando diviso una forma canina que sale de entre unos arbustos para cortarme
el paso. El enorme perro guardián deja escapar un gruñido amenazador enseñándome
unos colmillos enormes y puntiagudos, a lo que respondo desenvainando la katana. Pero
entonces un sonido de hojas secas al ser aplastadas me informa de que no hay uno solo,
sino cinco en total. Un quinteto de perros asesinos de ojos rojizos con ganas de hincarme
el diente y que parecen actuar de forma peculiar, pues se posicionan a mi alrededor de
forma inteligente rodeándome como si estuviesen entrenados para ello. O mejor dicho,
como si alguien los estuviese controlando a distancia.
Me atacan los cinco a la vez, por todas partes, para no darme tregua alguna. Uno de
ellos salta a mi espalda para buscar la garganta, encontrándose con el filo cortante de mi
espada cuando trazo un semicírculo en el aire que raja su hocico de lado a lado,
arrancándole trozos de carne sangrante.
Rápidamente doy una voltereta hacia delante que sirve para cambiar de posición a la
vez que para esquivar el mordisco de otro de los perros, y vuelvo a blandir el acero para
atravesar el lomo de uno de ellos. Pero aún quedan tres de esos bastardos, y son salvajes
y muy rápidos. Noto como uno de esos diablos hunde sus colmillos sobre una de mis
pantorrillas, mientras los otros dos se aferran a mis brazos apretando los dientes y tirando
con fuerza para intentar derribarme al suelo, lo que debo evitar a toda costa porque
entonces estaría totalmente indefenso. Su fuerza inhumana surgida del poder sobrenatural
que los guía consigue hacer que suelte la espada, mientras sus afilados dientes logran
abrirse paso a través del kevlar hundiéndose dolorosamente en mi carne.
Intentando ignorar el dolor reúno fuerzas y extiendo los brazos para lanzar por los
aires a los perros, consiguiendo zafarme de las presas de sus mandíbulas. Antes de que se
recuperen me encargo del animal que se aferra con ansia a mi pierna, lanzándole con todas
mis fuerzas un golpe de atemi jutsu11 que le hunde el hocico, astillándole el hueso contra
el cerebro.
Los dos perros que restan se colocan uno delante de mí y otro detrás, lanzando
gruñidos que advierten claramente que van a continuar el combate hasta el final. Cierro
los ojos y me concentro, oigo su respiración jadeante y luego el batir de sus poderosas
patas sobre el húmedo césped del jardín. Se abalanzan sobre mí dando un salto mortal
con la rapidez del relámpago, sus cuerpos se acercan a escasos milímetros del mío en un
poderoso ataque definitivo. Pero su embestida resulta inútil cuando en lugar de encontrar
a su presa únicamente me atraviesan como una figura hecha de aire, y su momento de
perplejidad termina en un microsegundo con el ruido que emana del chocar de sus
cabezas. Las bestias caen al suelo heridas mortalmente entre ellas, y una vez más doy
gracias por el Poder Oscuro que fluye en mi interior.
Recojo la katana y avanzo hacia la mansión, dejando detrás de mí un rastro
intermitente de sangre que mana de las heridas. Pruebo la entrada principal, pero está
cerrada, y aunque podría atravesarla como un fantasma prefiero no malgastar la escasa
reserva de Energía Oscura que aún me queda. Decido sacar el kunai12 para intentar forzar
la cerradura, y tras varios intentos al fin tengo éxito y consigo entrar en la casa.
Un silencio sepulcral domina el interior de la mansión, y mientras avanzo por el
vestíbulo puedo captar un olor desagradable como el de la humedad de una cueva
mezclado con algo más penetrante y metálico. Es un hedor a podredumbre y sangre, el
perfume de la muerte. Me dirijo hacia la puerta del salón principal, cuyo umbral
entreabierto deja pasar la claridad de una luz anaranjada, además de una serie de extraños
ruiditos como múltiples roces de tela. El corredor que comunica el vestíbulo con el salón
está repleto de estrafalarios objetos decorativos y tremendamente caros, demostrando el
mal gusto artístico de su propietario. Un ejemplo de ello es la extravagante colección de
máscaras africanas que adornan el espejo gótico situado sobre un mueble auxiliar de
restauración, símbolos de una cultura pagana repleta de misterio y magia.
Empujo suavemente la puerta abierta con la katana preparada y entro en el salón, solo
para ser recibido por una lluvia de objetos ruidosos que se lanzan contra mí. En realidad
sólo son murciélagos que forman un enjambre de criaturas que se lanzan en un
despavorido vuelo, intentando huir de la habitación mediante su frenético aleteo. Me
protejo del hervidero de ratones voladores extendiendo la capa negra en forma de escudo
delante de mí, y es entonces cuando por el rabillo del ojo capto un movimiento en el
espejo situado a mi lado. Como no tengo tiempo ni espacio suficiente para volverme y
blandir la espada con un movimiento circular empleo otra táctica. Giro la muñeca del
brazo con el que empuño la katana a la vez que flexiono el antebrazo hasta lo máximo
que permite el codo, empujando la hoja afilada hacia atrás forzando al máximo los
músculos y tendones de la extremidad. Noto el impacto del metal contra la carne, y
cuando me vuelvo para encararme contra mi traicionero enemigo me topo con un rostro
macilento de ojos desorbitados, un hombre medio calvo con uniforme de mayordomo
manchado por la profunda herida que atraviesa su cuerpo. Al menos no es un vampiro, su
reflejo en el espejo es lo que me ha advertido de su ataque con el hacha afilada de trocear
carne que resbala de sus dedos agonizantes.
Vuelvo a entrar en el salón y camino sobre la alfombra turca que recubre el suelo hacia
un altar improvisado. Es evidente que se ha realizado algún tipo de ritual en este lugar, a
juzgar por las velas negras, el cáliz con restos de sangre y la capa de cenizas que hay
11 El arte ninja de los golpes contundentes, uno de los cuales es el tettsui o puño-martillo. 12 Herramienta oriental que consiste en un mango y una pequeña hoja, algunas con forma de gancho o de
sierra. Sirve para múltiples usos, incluso como arma arrojadiza.
alrededor del altar. Marcas de rozaduras sobre la alfombra indican que algo muy pesado
fue arrastrado hasta allí, tal vez un ataúd.
Regreso sobre mis pasos y examino el cadáver del mayordomo, dándome cuenta de
que sus zapatos están sucios de tierra y restos de césped. En su bolsillo hay una llave
grande de hierro separada del manojo que recoge las otras. Este tipo venía de algún lugar
del exterior, y creo que sé de dónde.
Salgo de la casa y examino los alrededores hasta encontrar lo que busco. Un pequeño
sendero atraviesa el jardín hasta llegar a un edificio de columnas blancas coronadas con
siniestras gárgolas pétreas que vigilan una puerta de hierro. Es el mausoleo familiar donde
están los restos de los Collinwood, y ahí es donde debe encontrarse la presencia siniestra
y amenazadora cuyo poder embota mis sentidos. A cada paso que doy noto como se hace
más fuerte su aura de maldad, un vampiro noble se oculta en el interior de la cripta y yo
debo destruirlo.
Utilizo la llave del mayordomo para abrir la puerta del edificio y me adentro en la
oscuridad agarrando la katana con ambas manos. Mientras avanzo advierto que las suelas
de mis botas entran en contacto con algo pegajoso que hay sobre las frías losas, una
sustancia densa y rojiza que no es otra cosa que sangre seca. Mucha sangre. Es entonces
cuando veo el montón de cadáveres pálidos y desangrados que se apiña en un rincón sobre
el suelo del mausoleo. A pesar de las ropas lujosas con que van ataviados los cuerpos y
las joyas caras y relojes dorados que los adornan, toda su riqueza no les ha servido para
nada. Reconozco algunas caras, formaban parte de los adeptos de Lord Taylor
Collinwood, personajes famosos y adinerados que derrochaban sus fortunas en las fiestas
desenfrenadas que celebraban a medianoche el dueño de la mansión y su esposa.
Sonrío al ver que el oscuro líder de la secta es una de las víctimas. Su sangre noble
cae derramada por un gran corte en la yugular, un regalo presumiblemente otorgado por
haber despertado al vampiro de su sueño. Una terrible pero merecida recompensa que
espero haya conducido su alma negra y corrupta hacia los más oscuros rincones del
infierno, donde ojalá se pudra lentamente por toda la eternidad.
Al fin mis ojos se posan en un objeto que atrae toda mi atención, un cofre grande de
alabastro finamente ornamentado y cuyas dimensiones permiten albergar un cuerpo
humano. Aunque dudo mucho que lo que hay dentro pueda ser denominado “humano”.
Sobre la tapa del sarcófago hay una placa metálica donde destacan unas letras grandes de
estilo gótico escritas en rumano: «Aici se află prințul Valahiei și teroare a turcilor Vlad
Dracul».13
¡Drácula! Pronunciar el nombre del legendario vampiro inmortalizado por la obra del
escritor Bram Stoker hace que mi alma se estremezca. Por fin puedo poner nombre al
enemigo contra el que me enfrento, el mezquino conde y señor de los vampiros, un
auténtico demonio cuya maldad supera con creces la crueldad de los sectarios que lo han
despertado, trayendo de nuevo el terror a este mundo. Pero eso es algo con lo que voy a
terminar de una vez por todas.
Respiro hondo y abro la tapa del ataúd dispuesto a clavar la espada en el cuerpo del
vampiro, pero descubro con estupor que lo único que hay en su interior es tierra arenosa
de color marrón. Entonces un fuerte estruendo que proviene de la entrada de la cripta
coloca mis sentidos en alerta, pues la puerta se ha cerrado y ahora me enfrento a la
oscuridad absoluta.
Dos puntitos rojos refulgen amenazantes en las tinieblas, donde puedo vislumbrar a
duras penas el contorno de una vaga silueta. No espero más y me lanzo al ataque, pero
algo me golpea lanzándome contra la pared del fondo, haciéndome soltar la katana. Antes
13 “Aquí yace el príncipe valaco y terror de los turcos Vlad Dracula”.
de que pueda recuperarme la cosa se lanza sobre mí a una velocidad sorprendente, y unos
dedos de acero se cierran sobre mi garganta a la vez que me sujetan contra la pared
levantándome por encima del suelo. Su fuerza y su poder son increíbles, pero yo también
tengo mis cartas. Antes de que pueda perder la consciencia por la asfixia intento
concentrar toda mi reserva de Poder Oscuro para utilizarlo en un poderoso ataque final
que me permita detener al monstruo. Sin embargo algo ocurre, pues siento como la
Energía Oscura de mi interior fluye de forma muy diferente a lo que tenía pensado, como
si escapase a mi control y quisiera unirse a otro dueño. Parece imposible, pero mi enemigo
está absorbiendo mi energía haciéndose más fuerte mientras yo me debilito.
Las carcajadas siniestras de Drácula resuenan sobre mis oídos como un castigo aún
más humillante que el haberme despojado de mi poder, y cuando termina me arroja contra
el suelo duro y frío con un poderoso golpe que provoca que la oscuridad a mi alrededor
se vuelva aún más densa, hasta que todo mi mundo se transforma en un abismo de negrura
sin fin.
Al abrir los ojos lo primero que siento es un intenso y desagradable dolor de cabeza,
pero intento sobreponerme y poco a poco logro enfocar mis sentidos. Lo primero que me
doy cuenta es que estoy atado boca abajo y con las manos a la espalda, colgando de una
cuerda como si fuese una vulgar res del matadero, despojado de la máscara y la parte
superior del uniforme que ahora reposan junto a la espada en un cercano rincón del suelo.
Y lo siguiente que percibo con total claridad es la ausencia del Poder Oscuro dentro de
mí, el maldito conde vampiro se ha ido tras robarme mi energía, dejándome más seco que
una momia. Aún siento el fragmento místico cerca del corazón, pero ahora tan solo es una
batería descargada carente de utilidad. De ahora en adelante me las voy a tener que apañar
sin los poderes de la Energía Oscura.
Pero ese problema queda en un segundo plano cuando ante mi campo de visión
invertido aparece una mujer extraordinariamente bella, de piel pálida y suave, cabellos
rubios revueltos y con unos labios dulces de color rojo intenso. Sus movimientos son
elegantes y gráciles, contornea su exuberante figura con movimientos sensuales que
harían las delicias de cualquier hombre. El atractivo de la misteriosa mujer queda
resaltado más si cabe por el vestido corto y escotado que se pega a su cuerpo como una
segunda piel, acentuando la sensación de ser una aparición etérea. Cuando se aproxima a
mí tan cerca que puedo sentir su aliento seductor sobre mi rostro, noto que sus hermosos
ojos verdes tienen un ligero velo rojizo que empañan su belleza. Pero hay algo que me
inquieta, y es que en ellos no brilla ninguna luz de vida, no hay nada salvo una mirada
fría y vacía tras esos ojos, pues son dos pozos en cuyo fondo solo hay muerte.
La mujer ríe de forma burlona, una risa provista de malévolas intenciones, y me cuenta
su historia regocijándose con crueldad. Es la esposa de Collinwood, aún más bella en la
muerte que en vida, y me dice que fue idea de ella invocar al Conde Drácula a través de
un ritual vedado incluso a las sectas satánicas más poderosas y clandestinas. Gracias a sus
contactos en Europa había conseguido localizar el paradero del ataúd de Drácula, y tras
traerlo a Hollow City ella y su marido organizaron el ritual para despertarlo. Con la sangre
de los miembros de la secta celebraron la blasfema ceremonia prohibida, y lo primero que
hizo el vampiro al despertar fue alimentarse de Lord Collinwood. En cambio a la mujer
la convirtió en su elegida, transformándola en un ser de las tinieblas como él.
Cuando la hermosa mujer vampiro termina de relatar su historia, acerca su rostro al
mío y abre lentamente su dulce boca, enseñando unos blancos y puntiagudos colmillos.
Justo cuando va a hincar sus dientes en mi cuello, logro al fin zafarme de las ataduras de
las muñecas, dando gracias a que mientras narraba su tétrica historia no se había percatado
de mis sutiles movimientos de nawanuke-jutsu14. Le propino un golpe con la palma de la
mano en la nariz, empujándola hacia atrás. Evidentemente eso no la detiene, pero me
concede unos momentos para flexionar el cuerpo y así poder alcanzar un objeto que llevo
escondido en una de mis botas.
Cuando la vampiresa se abalanza sobre mí con la cara congestionada por una terrible
ansia demoniaca, la recibo con el sureddo15 extendido de lado a lado, y con un rápido
movimiento de los brazos utilizo el instrumento para rodear su cuello. Aprieto con una
fuerza nacida de la rabia y la desesperación, no para estrangularla puesto que los vampiros
no respiran, sino para decapitarla. Oprimo sin parar hasta que por fin se escucha un
chasquido desagradable y luego un golpe de algo que cae al suelo rodando. El cuerpo sin
cabeza de Lady Collinwood se desploma inerte sobre las losas de mármol de la cripta, y
aprovecho para desatar la cuerda que me tiene colgando boca abajo.
Recupero mis cosas y vuelvo a ponerme el traje y la máscara. No hay rastro de la
presencia del rey de los vampiros, y ahora que me encuentro despojado de mis poderes
ya no percibo su presencia mística. Tampoco está su ataúd, lo cual no pinta nada bien.
Salgo de la cripta y me dirijo hacia la mansión, pero tras registrarla no encuentro rastro
alguno del conde. ¿Dónde diablos se encontrará?
Intento pensar con claridad para anticipar el siguiente paso de Drácula. Está claro que
ha huido junto a su sarcófago, pero no creo que lo haya hecho volando. Entonces me
acuerdo de que hay un sistema de vigilancia en la casa, y tras encontrar la sala de
monitorización retrocedo la grabación de hoy pulsando el botón del rebobinado rápido.
En la pantalla veo como una limusina sale del garaje y avanza hacia la verja de la entrada
a la finca, un chófer con gorra sale del coche y abre manualmente la puerta. En la
grabación se puede apreciar la mirada perdida del hombre, como si estuviese bajo los
efectos de la hipnosis. Apuesto lo que sea a que Drácula está metido en su ataúd en la
parte trasera del vehículo. Ahora la cuestión es averiguar a donde se dirige.
En la sala de vigilancia hay una placa informativa con los datos de la empresa de
seguridad, así que se me ocurre llamar a la compañía desde el teléfono que hay sobre uno
de los paneles y que seguro tendrán registrado. Me hago pasar por Lord Collinwood y
digo que mi mujer se ha llevado el coche y que sospecho que tiene una aventura. Apelando
a su discreción y su eficacia les ruego que me informen del paradero del automóvil, pues
estoy completamente seguro que lleva instalado un GPS localizador que la empresa puede
rastrear. Tras unos minutos de espera me confirman que la limusina se encuentra cerca de
la vieja estación de Hollow City, en las afueras de la ciudad. Doy las gracias y cuelgo, la
jugada me ha salido bien y ahora puedo dar el último paso.
Es la hora de cazar a un vampiro.
La atmósfera que rodea la antigua estación de ferrocarril de la ciudad, ahora un lugar
muerto y abandonado, es de una quietud aplastantemente silenciosa. Bajo del Syntrac con
el hedor de la gasolina profundamente implantado sobre mis guantes, pues le he
propiciado el funeral adecuado a los cadáveres de los Collinwood y sus adeptos. Ahora
solo espero no haber llegado demasiado tarde para hacer lo mismo con Drácula.
Lo único que hay de interés en la zona es una furgoneta con el logotipo de la empresa
pública encargada de las instalaciones, estacionada junto a la caseta de vigilancia y
mantenimiento. Un rápido vistazo por el estrecho ventanuco me permite divisar el interior
del pequeño edificio, donde se haya el cuerpo ensangrentado del vigilante tendido boca
abajo con el cráneo partido. El arma del crimen es una palanca de hierro oxidado que ha
14 Técnica de ninjutsu para liberar de ligaduras mediante la flexibilización muscular. 15 Arma ninja consistente en un hilo de acero irrompible y muy fino.
sido arrojada al suelo tras cumplir su cometido. El siervo del conde ha hecho bien su
trabajo, sin duda.
Examino los alrededores y no tardo en encontrar la limusina semioculta entre unos
árboles cercanos. Las precauciones y el sigilo no son necesarios, pues el vehículo está
vacío. Ni chofer, ni ataúd ni Drácula. No hay nada.
Desesperado, entro en la caseta de mantenimiento y busco entre un montón de papeles
desordenados desperdigados encima de una mesa. Encuentro los horarios marcados para
hoy y me fijo en que hace apenas unos minutos estaba prevista la parada de un tren de
mercancías cuyo destino final es Capital City. Maldigo en silencio pues si el vampiro
llega hasta allí tal vez sea demasiado tarde para encontrarle. No imagino lo que puede
hacer si logra escabullirse en la gran ciudad.
Vuelvo al Syntrac y marcho a toda prisa por la carretera comarcal que conduce
paralela a las vías del tren. Tras poner la última marcha y revolucionar al límite el motor
alcanzo la velocidad máxima en un santiamén, pero creo que no es suficiente. Esta vez
no puedo llegar tarde, así que utilizo mi último recurso. Acciono uno de los botones del
panel luminoso, el que permite inyectar nitrometano al combustible del coche, y
automáticamente el Syntrac se convierte en un coche de carreras, superando los 400
km/hora. Mis manos vibran junto al volante mientras la bestia en la que cabalgo surca la
noche como si fuese un cohete supersónico, el paisaje a mi alrededor cambia tan deprisa
que me produce una extraña sensación de vértigo.
El tiempo pasa rápido y al fin puedo ver el tren sobre la vía situada a mi izquierda. No
me queda combustible, y encima más adelante puedo divisar como la carretera se desvía
a la derecha, alejándose del tren para perderse en el interior de un bosquecillo. Así que
solamente tengo una opción.
Piso el acelerador hasta el fondo, el motor se queja con un rugido ensordecedor y los
neumáticos amenazan con despegarse del asfalto, pero yo sigo adelante. La carretera llega
a la curva pero continúo igual, aunque sé que el camino de tierra y piedras hará que al
final pierda el control del coche. Acciono el regulador de velocidad para estabilizarla a la
del tren y deslizo el panel del techo para salir al exterior. Hay una distancia de pocos
metros entre el Syntrac y el lateral del último vagón del tren, pero he de arriesgarme. Doy
un salto con todas mis fuerzas y consigo agarrarme a la parte trasera, mientras veo como
mi coche va perdiendo poco a poco la velocidad al agotarse el combustible del depósito.
Trepo hasta la parte superior y agarrándome con fuerza por los bordes voy pasando
de vagón en vagón examinando el interior de cada uno de ellos a través del tragaluz de
seguridad. Cuando encuentro lo que busco me cuelgo del lateral y manipulo el cerrojo,
doy un fuerte tirón y deslizo la puerta corredera, encontrándome cara a cara con el esclavo
mental del vampiro. El tipo se abalanza contra mí esgrimiendo un hacha de seguridad
interponiéndose ante el ataúd de su amo, que se encuentra al fondo del vagón.
Bloqueo su ataque sujetándole los brazos, y hundo mi rodilla en su estómago
haciéndole perder el equilibrio. Termino de entrar en el vagón y continuamos forcejeando,
el tipo no suelta el hacha por nada del mundo y yo no tengo tiempo de desenfundar la
espada. Me lanza un tajo potente a la altura del hombro derecho que atraviesa la
protección del traje lacerando mi carne, y enseguida siento como se derrama mi sangre
caliente por el brazo. El esbirro lanza una serie de ataques veloces que esquivo a duras
penas retrocediendo hasta la puerta abierta, esperando mi oportunidad para reaccionar.
Justo cuando intenta golpearme de arriba abajo para hundir su hacha en mi cabeza, uso
ambas manos para agarrar el mango a la vez que aprovecho la inercia del golpe e inclino
mi cuerpo hacia atrás para hacerlo rodar. Cuando mi espalda choca contra el suelo, apoyo
la planta de un pie sobre el torso de mi enemigo para hacer más fuerza y consigo
proyectarlo por encima de mí, consiguiendo lanzarlo al exterior donde su cuerpo cae por
un profundo y escabroso barranco en cuyo fondo queda aplastado.
Aunque he podido deshacerme de mi contrincante, el esclavo ha realizado muy bien
su cometido, pues al volverme hacia el interior del vagón puedo ver como la tapa del
ataúd está abierta. Una pálida mano de dedos nervudos se aferra al borde, y a continuación
se incorpora el torso de un hombre moreno vestido con un elegante traje moderno
arrebatado a Lord Collinwood. Los rasgos marcados de su rostro aguileño conforman un
conjunto inquietante, con unas cejas enormes y muy pobladas, una nariz delgada y
puntiaguda y una boca de sonrisa cruel disimulada por un grueso bigote. Toda su
magnífica y aterradora figura desprende un aura de extrema maldad que produce
escalofríos, sobre todo al mirar esos ojos negros que me observan con la altivez propia de
quien se sabe de nobleza superior. En su mirada no hay señal alguna de vida, solo veo una
promesa de muerte y dolor.
Es el conde Drácula.
Antes de que el vampiro de un solo paso desenvaino la katana y avanzo hacia él, pero
algo me impide asestarle el golpe final. Es una extraña fuerza que me atenaza desde
dentro, confundiendo mis sentidos, como si un millón de voces en mi cabeza se hicieran
eco a la vez de un solo pensamiento. Es una sensación de anulación total, un efecto
misterioso que avanza y se extiende como una mancha que lo cubre todo, hasta que mi
voluntad se desvanece ahogada por un poder superior.
Obedece al amo. Haz su voluntad. Obedece a Drácula.
Mientras Drácula avanza a paso lento hacia mí manteniendo su mirada hipnótica, cedo
a sus deseos y suelto la espada, sin ni siquiera sentir como mis dedos se abren y la
empuñadura resbala de mi flácida mano.
Drácula es tu señor. No te resistas. Obedece a Drácula.
El rey de los vampiros ya está junto a mí. Sus ojos brillan con un resplandor rojizo y
diabólico mientras entreabre los labios para enseñar sus fieros colmillos. El torbellino de
voces no cesa, mi espíritu frágil pugna por sucumbir ante esa oscura fuerza que ya casi lo
ha empozoñado completamente. Pero entonces distingo en mi mente una voz difusa que
intenta enviarme un mensaje desde algún lejano recoveco. Quiero escucharla, sé que es
importante, pero las otras voces no me dejan. Intento concentrar mi último ápice de
voluntad en captar el mensaje, y al final reconozco la voz.
¡Es mi difunto maestro, Koshiro Katshume!
Acata las órdenes del señor oscuro. Cede a sus deseos. Obedece a Drac…
¡No! Grito en mi interior para acallar las voces malditas y poder escuchar el mensaje
de mi maestro. Es un eco etéreo y distante, pero percibo las palabras.
«Recuerda, Eduard Kraine. La fuerza no se expresa por medio de una heroicidad
temeraria. Solo la comprensión y la serenidad pueden manifestar la verdadera fuerza.
Ante la adversidad, se resuelto pero sosegado. Hazle frente sin tensión ni
despreocupación, con el espíritu firme y sin prejuicios. Si tu espíritu está sosegado, no
dejes que tu cuerpo se relaje, y cuando tu cuerpo esté distendido, no dejes relajar a tu
espíritu. No vences después de atacar, atacas cuando ya has vencido».
El recuerdo de las lecciones acerca del Zen de mi maestro estimulan poderosamente
mi mente, y con un terrible grito tanto físico como mental rompo las cadenas hipnóticas
forjadas por Drácula. Ante su atónita mirada me agacho para recoger la espada del suelo
y trazo un corte en el aire que milagrosamente no alcanza de pleno al vampiro. Solo su
rapidez sobrehumana le ha salvado de la decapitación, aunque ahora la sangre robada a
sus víctimas emana como un torrente del corte en su yugular.
Aprovecho que Drácula está tocado de gravedad para rematarle, pero el conde
demuestra que aún no está acabado y utiliza todos los recursos a su alcance. Con una sola
mano arranca uno de los cajones del cargamento y me lo arroja sobre la cabeza,
provocando un enorme crujido de astillar de madera cuando se rompe en varios pedazos
sobre mi clavícula izquierda. Lanzo un tajo desesperado con la katana que le desgarra su
abdomen de izquierda a derecha, pero el vampiro usa su asombrosa fuerza para desarme
posteriormente con una poderosa patada. Un segundo puntapié me noquea en dirección a
la puerta del vagón y lo único que evita la despedida al exterior es que me agarro con
fuerza a los bordes.
El dolor es insoportable. Estoy caído en el suelo a merced de mi enemigo, que aunque
herido de gravedad aún se mantiene en pie. Las leyendas le hacen justicia, Drácula es un
enemigo formidable, un experto guerrero con una insaciable sed de sangre capaz de
combatir incansablemente hasta el final. Y parece que esta vez ha ganado.
Inclino la cabeza al exterior, sintiendo la brisa nocturna que inunda el vagón y el
traqueteo del tren que se acerca rápidamente a Capital City. Diviso a lo lejos las montañas
que rodean la ciudad, pronto llegaremos hasta el puente que cruza el río y que anuncia la
llegada al destino. Pero también veo otra cosa, más claramente que ninguna otra.
Al fin Drácula se alza ante mí como una oscura sombra mortal, un ente aniquilador de
la vida dispuesto a ejecutar su ira vengativa de una vez por todas. Entonces mi mano viaja
rápidamente hasta el interior de mi bolsillo y saco la cruz que me dio el Padre García. El
conde me mira burlón y suelta una gran carcajada llena de desprecio, me dice que el
amuleto sagrado no me servirá de nada, porque solo es de utilidad para aquellos que son
verdaderos creyentes. Para su sorpresa le digo que eso ya lo sabía.
Manipulo la posición del crucifijo para reflejar los primeros rayos de sol que
comienzan a filtrarse por encima de las montañas, pues nuestro duelo ha durado tanto que
el fin de la noche ha llegado, dando paso al luminoso amanecer. La cruz centellea un
instante, uno de los rayos es reflectado directamente sobre los ojos del vampiro, el cual
lanza un intenso aullido de dolor mientras cruza sus manos ante el rostro en un débil
intento por defenderse. Pero esta vez soy yo el que toma la iniciativa, y recogiendo uno
de los trozos de madera astillada del suelo me abalanzo sobre mi enemigo clavándoselo
con mortal ímpetu en su negro y endemoniado corazón.
Drácula sufre mientras agoniza, su cuerpo cae de rodillas sobre el sucio suelo del
vagón mientras se convulsiona con movimientos espasmódicos. Cojo la katana del suelo
y me quedo en pie observándolo, se resiste a comprender que ha llegado su final. Extiende
una de sus garras pálidas hacia mí mientras lanza una serie de maldiciones, pero solo
logra gorgotear palabras incoherentes pues la sangre mana a borbotones por su boca, ojos
y oídos. Le digo que no puede maldecir a quien ya está maldito, y a continuación la katana
surca el espacio con un movimiento fluido y limpio.
Drácula ha muerto.
Señalando el fin de la oscuridad, una claridad celestial penetra en el interior del tren
eliminando cualquier rastro de tinieblas. Me doy prisa, puesto que ya casi estamos
llegando al puente y nadie debe enterarse de todo este asunto. Levanto con ambos brazos
el cuerpo decapitado y empalado del conde Drácula y lo coloco en el interior de su ataúd.
A continuación recojo la cabeza del suelo y la deposito sobre el pecho, colocando el
crucifijo en su boca. Busco en mis bolsillos y encuentro la petaca metálica con el agua
bendita que no he podido utilizar hasta ahora, y rocío los restos de Drácula con el líquido
sagrado. La reacción ante el agua bendita es parecida a la de un ácido extremadamente
potente, el cuerpo se descompone rápidamente entre suaves siseos y pestilentes nubecillas
de vapor. Luego utilizo la espada para perforar la tapa del ataúd con algunos agujeros, y
cuando ya está todo listo coloco la cubierta y cierro el arcón.
Empujo el sarcófago hasta la puerta del vagón y espero hasta que el tren pasa junto al
río, momento en el que reúno las escasas fuerzas que aún me quedan para lanzar el pesado
objeto a las aguas turbulentas y oscuras. Pronto el ataúd se inundará completamente y se
hundirá como una piedra hasta el fondo del lecho, donde con suerte permanecerá para
siempre.
Descansa en paz para toda la eternidad, conde Drácula. Nos veremos en el infierno.
FIN
«Una vez más el mal ha sido derrotado, y se ha rechazado una terrible amenaza. De
nuevo los inocentes ciudadanos de Hollow City vuelven a estar a salvo, siguiendo con su
existencia felices e ignorantes del peligro que han estado a punto de sufrir. Nuevos
peligros les esperan en el futuro, pero eso no importa mientras alguien les proteja.
Porque con la muerte de Drácula el Poder Oscuro ha vuelto a mí, siento como la
energía mística fluye de nuevo con una fuerza vital aún más poderosa que antes. Y eso
solo significa una cosa: que la ciudad vuelve a tener a su ángel vengador, a su infatigable
campeón oscuro, a su caballero guardián vigilante. Porque yo soy el protector de Hollow
City.
Yo soy…¡Espectro!»
EL REGRESO DEL DOCTOR MISTERIO
1
Envuelta en las sombras de su refugio clandestino, una figura pálida y enjuta utilizaba
sus escasas fuerzas para arrastrarse entre los rincones en busca de los objetos necesarios
para su próxima tarea. Tras remover con brusquedad el contenido rebosante de las
polvorientas estanterías halló lo que deseaba, tras lo cual el hombre se encaminó
renqueante hacia el centro de la sala sujetándose su raída túnica azabache.
La estancia apenas estaba iluminada por las velas de un par de oxidados candelabros
de plata, no poseía ventanas y la única entrada era una gruesa puerta de madera que
conducía a unos resbaladizos escalones de piedra que el hombre no pisaba desde mucho
tiempo atrás. De hecho, ya ni siquiera recordaba cuando había sido la última vez que
había salido al exterior por su propio pie. Pero aquello ya no importaba, no ahora que sus
arcanos conocimientos le habían revelado el modo de llevar a cabo sus planes. El
momento tan ansiado por fin había llegado, tras tantos años de planificación, mentiras y
engaños. Lo único que necesitaba era tiempo, el suficiente para poder llegar hasta el final
antes de que sus fuerzas le abandonasen del todo.
Al llegar hasta el lugar donde se hallaba el círculo del ritual, se arrodilló con cuidado
de no dañar sus frágiles huesos y colocó el libro y la tiza sobre el frío suelo, muy cerca
del cuerpo inmóvil tendido justo en el centro del símbolo. Siguiendo la guía de los
complicados dibujos que mostraban las hojas amarillentas del grimorio, utilizó la tiza para
trazar los diagramas místicos sobre la carne desnuda y morena con sus manos
temblorosas. El cuerpo era el de un hombre negro de edad media, complexión fuerte y
elevada estatura, y se encontraba tumbado de espaldas sobre las sucias losas del suelo.
Sus ojos permanecían cerrados, así como su boca, y las extremidades presentaban una
inquietante rigidez a la vez que se extendían alejándose del torso hasta casi rozar los
límites del círculo mágico.
A continuación el hechicero procedió con los cánticos sobrenaturales cuya letra estaba
extraída del grimorio, aunque ya se sabía de memoria aquellas palabras arcanas. Las
pronunció como siempre, primero a un ritmo suave y musical para posteriormente
terminar con unos gritos guturales y blasfemos, con una gravedad acentuada por sus
cuerdas vocales desgastadas. Al cesar el cántico infernal, el hechicero sacó un saquito de
cuero de entre los múltiples bolsillos escondidos en los pliegues de su túnica. Esparció su
contenido con sumo cuidado sobre el cuerpo encerrado en el círculo mágico, unas hierbas
conocidas en el lenguaje de la brujería como taxus baccata16, relacionadas con el aumento
de la consciencia y la muerte.
Una vez hubo terminado, el hechicero se levantó para coger una campanilla metálica
de bronce situada encima de una montaña de polvorientos libros y pergaminos enrollados,
y tras hacerla sonar pudo escuchar los pasos de alguien que se acercaba. El visitante llamó
a la puerta con suavidad, utilizando los golpes adecuados a la contraseña establecida, y el
brujo lo invitó a pasar.
–Entra, Zach –dijo el hechicero con voz débil y cansada.
Cuando el recién llegado entró en la sala, las velas arrojaron su luz sobre un ser bajo
y corpulento, cuya espalda contrahecha dejaba a la vista una gran joroba. El brazo
16 Tejo negro.
izquierdo colgaba flácido retorcido en un ángulo casi imposible, revelando algún tipo de
malformación genética. Y completando aquel conjunto aberrante y grotesco, el rostro del
jorobado era una máscara deforme donde tanto ojos como nariz y boca luchaban entre sí
en horrible competencia por salir del canon de «ser humano». Nadie en el mundo podía
ver por primera vez aquel ser sin tener que desviar la mirada a un lado, incapaz de
contener un gesto de repugnancia.
–Aaahh, chuuuu uok atkai maaaak…–soltó el jorobado en un lenguaje ininteligible
que solo su amo, el hechicero, podía comprender.
–Tranquilo, Zach, lo estás haciendo muy bien, pronto podremos…
Un fuerte acceso de tos hizo tambalearse al brujo, el cual se dobló por la mitad
apoyándose en su sirviente deforme. Zach lo ayudó a sentarse en una silla destartalada y
le alcanzó un vaso de agua, aunque el hechicero lo rechazó. El mago se llevó un pañuelo
a la boca y al retirarlo vio la mancha roja y oscura, la señal de que su fin se acercaba sin
remisión. Este último ritual le había dejado un paso más cerca de la muerte, pero había
tenido que hacerlo. Era el único modo de salvarse. Si tenía éxito, les demostraría a todos
que el poder de la magia negra era superior a cualquier otra creencia, filosófica o religiosa.
Y además se vengaría de todos aquellos que habían osado mofarse de él y de su
hechicería, de los que habían denostado sus teorías sobre la vida y la muerte. Ellos serían
los primeros en sufrir la venganza del Nigromante.
–Aaaah, buiik maan –dijo Zach a través del orificio esperpéntico que era su boca
belfa, con aquellos labios gruesos y torcidos, y carente de casi la mitad de la dentadura.
El Nigromante apoyó su maltrecha espalda en el respaldo de la silla y cerró los
ojos, dejándose llevar por el cansancio y la enfermedad que le corroía por dentro.
Mientras descansaba, el jorobado contemplaba vigilante el cuerpo dentro del círculo, a la
espera de producirse la ansiada señal que significaba el éxito del ritual. El sirviente lanzó
un bufido y palmeó con alegría cuando al fin sucedió lo que estaba esperando.
El hombre negro que estaba en el suelo abandonó su rigidez, abriendo los ojos de par
en par.
George Bannister se encontraba en su casa, a solas con la única compañía de la
televisión. Sentado en su cómodo sofá con relleno de plumas, su atención se concentraba
en apenas dos únicos elementos: el botellín de cerveza en su mano izquierda y el mando
de la tele en la derecha. Mientras demostraba su habilidad para el zapping, saltando de
canal en canal con la velocidad del rayo, daba largos tragos que apuraron su bebida en un
santiamén. Arrojó el botellín vacío sobre la alfombra, justo encima de un montón de latas
y botellas de alcohol cuyo contenido atiborraba el interior de su incipiente estómago,
dándose cuenta de que era hora de sacar la basura. Así era la triste vida de un jubilado,
televisión y cerveza, nada más.
George hizo el esfuerzo supremo de levantarse del sofá tapizado, intentando escapar
de la sensación de sopor que invadía su mente, cuando el canal de noticias del Hollow
City Channel dijo algo que atrajo su atención. En la pantalla de su LCD aparecía un
tiparraco gritando a viva voz algo que parecía la noticia del siglo, aunque seguramente no
era más que otro político corrupto que se había tirado por un puente al descubrirse sus
trapos sucios. Aun así se quedó un momento escuchando, por si acaso.
«El Museo de Historia Natural de Capital City sufrió un robo espectacular la pasada
noche, cuando al parecer un extraño individuo entró sin permiso, atravesando las
medidas de seguridad como si no existiesen. Todos los guardias de seguridad del museo
han sido heridos, y ahora mismo se encuentran en el hospital aunque fuera de peligro.
Los daños materiales son severos, fruto de una fuerte pelea y un intenso tiroteo, y de
momento no se sabe exactamente qué es lo que ha sido sustraído del museo. Uno de los
guardias ha manifestado, dentro de un fuerte estado de shock, que todos sus compañeros
dispararon a una extraña figura alta y silenciosa, y que a pesar de haber sido alcanzado
el intruso continuó su avance de forma implacable. La policía aún no ha realizado
ninguna declaración oficial a la espera de analizar las imágenes de las cámaras de
seguridad…»
George mantuvo la mirada fija en la pantalla, aunque en realidad ya no escuchaba.
Notó en su mente ese cosquilleo característico que últimamente había tenido olvidado,
ese sexto sentido que le advertía de que algo no iba bien. Sin embargo sacudió la cabeza,
alejando ese impulso que al parecer no había muerto del todo a pesar de los años, y se
obligó a apagar el televisor. Decidió salir fuera de casa y tirar la basura en el contenedor
cercano, aunque antes se puso una camiseta limpia sobre sus viejos vaqueros.
Tras tirar las bolsas de plástico y cerrar el contenedor, George se dispuso a volver a
casa, pero algo se lo impidió. Era un grupo de cuatro jóvenes que estaban al fondo del
callejón, colocados de tal forma que rodeaban a una quinta figura que estaba arrodillada
junto a la pared. Una mujer.
George cerró los ojos y se dio la vuelta, caminando lentamente en dirección a su casa.
No era asunto suyo. Además, nadie había gritado socorro. No había ningún indicio de que
alguien estuviese en peligro. Sólo era un grupo de jóvenes que se divertían, nada más.
Tras caminar unos pocos pasos, se detuvo. Miró sus manos, que no parecían las de un
viejo de setenta años, sino bastante más jóvenes. Al desviar la vista hacia la ventana de
uno de los coches estacionados en la acera, contempló su rostro. Aparentaba por lo menos
diez años menos de los que tenía en realidad, y eso que no se cuidaba demasiado desde la
muerte de Greta, su esposa.
George cerró los ojos, suspirando. En su mente recreó la escena del callejón, pero esta
vez de forma distinta. Ahora podía ver mejor las sonrisas lascivas de los jóvenes, los
tatuajes que les delataban como miembros de una banda de delincuentes, las lágrimas de
desesperación de la chica arrodillada en el suelo. Y por supuesto, también vio el brillo de
las navajas que empuñaban.
Abrió los ojos, notando como la oleada de furia se abría paso en su interior, como en
los viejos tiempos. Se dijo a si mismo que habían otras opciones, como alertar a los
vecinos o llamar a la policía. Había pasado mucho tiempo desde que se dedicara a ayudar
a los demás, ahora era un viejo, solo y retirado del mundo. Pero a pesar de ello, George
sabía una cosa.
Si él no ayudaba a esa mujer ahora, nadie lo iba a hacer. Y luego sería demasiado
tarde. Su conciencia no lo dejaría en paz, como ocurría noche tras noche desde la muerte
de Greta. Casi podía escuchar la voz de su difunta esposa, susurrándole palabras de ánimo.
«Debes ayudarla, George. Solamente tú puedes hacerlo».
Cerró los puños y marchó hacia el callejón, dispuesto a todo. Cuando los cuatro
maleantes se volvieron hacia él, comenzaron a burlarse. No lo percibieron como una
amenaza, a pesar de los brazos musculados y la mirada desafiante. Le propinaron una
serie de insultos nada originales, llamándole viejo, jubilado, loco, e incluso invitándole
de vuelta a un asilo. No podían sospechar que los escasos segundos empleados en burlarse
de él e incluso amenazarle, George los había utilizado para calcular sus próximos
movimientos.
Con una velocidad digna de un experto marine, George se abalanzó repentinamente
sobre uno de los jóvenes, cogiéndole del cuello y haciéndole chocar su cabeza contra una
farola. El maleante se desplomó sin sentido, manándole sangre por la herida abierta que
manchaba el metal gris del poste lumínico a medida que resbalaba hacia el suelo.
El que parecía el jefe, un jovenzuelo con el pelo engominado y cazadora de cuero
negro, ordenó a sus dos compinches que atacaran a George, pero éste estaba
perfectamente preparado. Esquivó la navaja de uno de ellos con facilidad, mientras
agarraba la muñeca del otro y de un fuerte tirón le retorcía el brazo lo suficiente como
para hacerle doblarse de dolor. Cuando el otro maleante volvió a intentar atacarle con su
arma, George utilizó el cuerpo de su compañero apresado como escudo, interponiéndolo
ante el acero mortal. Cuando el atacante se dio cuenta de que el cuchillo se había hundido
totalmente en el vientre de su amigo, abrió los ojos de horror, y George usó esa ventaja
para darle un fuerte puñetazo en el pecho que lo dejó sin respiración. Un segundo golpe
en pleno rostro fue acompañado del crujir de huesos, indicando que la nariz del
delincuente se había roto. Mientras se desplomaba en el suelo, George se volvió hacia el
tipo que estaba intentando sacarse el cuchillo y empujó con toda su fuerza el objeto hacia
dentro, y luego hacia un lado. El joven cayó al suelo sobre un charco formado por su
propia sangre.
George se encaró con el jefe de la banda, el cual lo miraba con una mezcla de pavor
y sorpresa. Un tipo con la pinta de un viejo borracho se había desecho de sus tres
compañeros en un abrir y cerrar de ojos, y encima desarmado. Su primer impulso fue
correr a toda prisa, pero sabía que entonces tendría que dar explicaciones a su banda, así
que mantuvo su orgullo de camorrista y esgrimió su cuchillo de forma amenazadora ante
George.
Eso fue un error.
George propinó una patada a la mano que empuñaba el cuchillo, desarmando al joven
engominado, y luego le dio otra fuerte patada, esta vez en los testículos. Mientras el
delincuente gritaba de dolor, George le empujó contra la pared, acorralándole. Luego
comenzó a golpearle con ambos puños, una vez, y luego otra. Y así estuvo unos segundos
más, hasta que la sangre del camorrista empapó todo su pelo engominado, su rostro
machacado y su cazadora negra.
Tras soltar al camorrista cuyo cuerpo destrozado cayó al suelo, George fue hacia la
chica para ayudarla, pero la mujer se arrastró hacia atrás mientras le lanzaba terribles
miradas de espanto. George se miró las manos, ambas cubiertas con la sangre de los
maleantes. Los años habían pasado, pero habían cosas que no cambiaban. La chica estaba
aterrorizada de tanta violencia, pero mañana se daría cuenta de que él la había salvado,
así que no tuvo en cuenta su ingratitud y tras recomendarle que se marchara a casa él hizo
lo mismo. Nadie había visto nada, ni había ninguna tienda en el callejón con algún tipo
de cámara de vigilancia, así que no había ningún testigo aparte de la joven.
Una vez a salvo en casa, George se dio una buena ducha. Fue entonces cuando se dio
cuenta de que tenía una pequeña herida en el costado. Nada grave, solamente un rasguño
de una de las navajas. Pero eso era una señal de que se estaba haciendo mayor para
aquello, años atrás podría haber acabado con aquellos jóvenes delincuentes mucho más
deprisa y sin haber sido herido. Pensó en lo que le diría Greta si estuviese viva, en lugar
de estar muerta por haber recibido una bala que debía haber recibido él. ¿Su mujer le
habría recomendado que continuase con su retiro?
George salió de la ducha, se vistió y volvió al salón para encender otra vez la
televisión. Increíblemente, estaban hablando de otro suceso muy similar al robo del
Museo de Arte Natural de Capital City, pero esta vez en el Instituto de Restauración de
Antigüedades de River City. Más disparos, más testimonios sobre un ser misterioso difícil
de abatir, más silencio sobre el objeto del robo. En verdad que se trataba de un caso muy
extraño, demasiado como para no despertar la curiosidad detectivesca de George.
Cuando alargó la mano para coger un paquete de tabaco que descansaba sobre una
mesilla, derribó sin querer la fotografía enmarcada que allí se encontraba. Tras ponerla
en correcta posición, se quedó mirando la imagen que representaba a una bella mujer
joven y sonriente, en la flor de la vida.
Greta. Una mujer nada corriente, por ello se había enamorado de ella, confesándole
quien era en realidad antes de casarse. Y cuando ella había conocido la verdad, el secreto
que George ocultaba a los demás, en ningún momento se había echado atrás. A pesar del
peligro, a pesar de las largas noches de espera sin tener noticias de él, a pesar de tener un
marido que cada noche se jugaba la vida sin ni siquiera cobrar un sueldo por ello. Ni
siquiera la noche de su muerte le dirigió una mirada recriminatoria, ni una sola lágrima
de reproche. Si George había renunciado a su identidad secreta no había sido porque ella
se lo pidiese, sino porque Greta había muerto por el disparo de uno de sus enemigos. Y
por eso George había jurado terminar con aquella parte de su vida para siempre.
Pero en el fondo de su corazón sabía lo que Greta le diría si estuviese ahora mismo
con él, viendo las noticias en el salón.
«George, ¿por qué no lo investigas tú? Las autoridades oficiales no tienen ni idea de
lo que está pasando, y parece un asunto de lo más misterioso, de los que a ti te gustan.
¿Qué opinas, cariño?»
–Digo que tienes toda la razón del mundo, amor mío –dijo George en voz alta,
mirando la foto de su mujer mientras unas pequeña lágrimas brotaban de sus ojos.
George se levantó del sofá y se encaminó hacia las escaleras que conducían al sótano.
Allí, entre los recuerdos cubiertos por el polvo del olvido, había una gruesa alfombra de
color gris extendida sobre las tablas de madera del suelo. Tras apartar los trastos viejos
que habían sobre ella enrolló la tela, dejando al descubierto una pequeña trampilla. Tras
abrirla, lo primero que vio fue la caja metálica de color negro, una misteriosa reliquia
encontrada por casualidad entre los desperdicios de un canal residual del barrio de la
Cloaca. Evitando tocarla, puso su atención en lo que en verdad estaba buscando, la vieja
bolsa de plástico. Tras sacarla la abrió de un fuerte tirón, volcando su contenido.
Allí estaba la máscara, blanca como la muerte, que le ayudaba a ocultar su rostro. El
abrigo negro de kevlar, que le protegía del fuego y de las balas. La pistola de metal dorado
con la culata de marfil, con la que había acabado con tantos enemigos. Y por supuesto, el
sombrero.
George cogió la liviana prenda, un sombrero de ala ancha de color negro, y al
colocarlo encima de su cabeza notó como sus miedos se retiraban, como sus fuerzas
perdidas volvían a él. Una corriente eléctrica recorrió su cuerpo, era la adrenalina
bombardeada por la emoción y el ansía que lo abrazaban, alejando sus temores y
recuperando la confianza perdida.
George se dirigió hacia un mueble espejo y se contempló en el cristal. La verdad es
que a pesar de los años el viejo sombrero aún le seguía quedando igual de bien.
–Bien, viejo amigo, veamos de que eres capaz –dijo George hablando solo frente al
espejo–. Creo que ha llegado el momento de que vuelva a las calles de Hollow City su
antiguo defensor. Es la hora del regreso…del Doctor Misterio.
2
Dora Higgins se pasó las manos sobre su cabello rojizo en un gesto nervioso, mientras
contemplaba desde una esquina la muchedumbre que abarrotaba la sala de recepción del
museo. Era una noche importante para ella y también para su jefe, el Director del nuevo
Museo de Arte e Historia de Hollow City, Greg Templeton. Templeton había regentado
la prestigiosa sala de subastas Angelie’s durante varios años con gran éxito, lo que le
había valido para su nombramiento como Director del nuevo museo por parte de sus
adinerados patrocinadores. Puesto que la joven Dora había desempañado con gran
eficiencia sus funciones de secretaria en Angelie’s, Templeton le había pedido que se
uniese a él en aquel nuevo proyecto. Considerando tanto el nuevo horario como el
aumento del salario, Dora no había dudado en aceptar el ofrecimiento. Y por eso se
hallaba ahora en la fiesta de inauguración del museo, controlando eficazmente todos los
pormenores de la velada para salir airosa de aquel primer desafío.
Desde el lugar donde se encontraba Dora podía contemplar al gentío consumiendo los
canapés de las bandejas que ofrecían los camareros y bebiendo las copas del caro
champan que había encargado para la fiesta su jefe. A pesar de que habían muchas caras
desconocidas, Dora no podía pasar por alto la presencia de algunas de las personalidades
más famosas de Hollow City. El Alcalde de la ciudad, James Mallory, y su inseparable
asesor, Elliot Grant, conversaban con Greg Templeton intercambiando risas y palabras de
complicidad. También rondaba por ahí cerca el sobrino del alcalde, el joven heredero
Martin Adams, un joven regordete de veintipocos años que tras la muerte de sus padres
había adquirido toda su fortuna. Por lo que decía la prensa, el Alcalde Mallory le había
invitado a Hollow City para estrechar vínculos, aunque los detractores del alcalde
opinaban que en realidad solo le interesaba la fortuna del muchacho.
A pocos metros de distancia estaban el Comisario de la Policía Local de Hollow City,
Dennis Howard, y el sargento Riggs, miembro de TecnoCorp y encargado de la seguridad
del nuevo museo. Aunque al jefe de Dora no le gustaba contar con la presencia de la
megacorporación de seguridad y tecnología, los patrocinadores del museo habían
decidido contar con sus servicios. Al menos a Templeton le quedaba el consuelo de que
así el nuevo museo tendría menos posibilidades de terminar como el anterior, destruido
en una inmensa explosión que derribó varias manzanas a su alrededor17.
Entonces Dora reparó en una figura trajeada que parecía incómoda en medio de
aquella adinerada turba. Se trataba de un hombre alto, de cabellos castaños y ojos
escrutadores que giraban de lado a lado intentando buscando con nerviosismo un objetivo
que hasta el momento no lograba hallar. Dora sonrió al ver a aquel hombre que
evidenciaba hallarse fuera de lugar en aquel entorno, y decidió acercarse a él a hurtadillas
por la espalda.
–¡Te pillé! –dijo Dora, tirando suavemente del brazo del recién llegado.
–¡Dora! Te estaba buscando. Estás realmente guapísima –el hombre la besó
suavemente en los labios.
–¡Vic, que estoy trabajando! –amonestó cariñosamente Dora al hombre, zafándose
con agilidad de su intento de abrazo–. Me alegro de que hayas decidido venir.
–Bueno, la verdad es que la elección ha sido complicada. Quedarme en casa
devanándome los sesos en busca de ideas para mi siguiente novela, o acudir a una fiesta
de la alta sociedad de Hollow City con mi chica favorita. Pero ahora que te veo con ese
traje, yo también me alegro de haber venido.
17 El antiguo Museo de Arte de Hollow City fue destruido tras el terrible duelo que enfrentó a Espectro
contra el Fantasma, en el Nº2 de Hollow City (“El Ojo de los Dioses”).
Dora rio la gracia de su novio, el escritor Vic Page. Desde hacía un par de meses se
habían conocido por casualidad en la Biblioteca General de Hollow City, ella buscando
información para su jefe y él recabando datos para una de sus apasionantes novelas de
misterio. Dora había leído con anterioridad todas sus novelas, y al verlo enseguida lo
había reconocido por las fotos que aparecían en las contraportadas de sus libros.
Rápidamente se había producido entre ellos una gran atracción, y la relación amistosa
pasó de forma fugaz a un nivel más romántico. Como encargada de repartir las
invitaciones, Dora había enchufado a su novio para que asistiera a la fiesta y tuviese más
posibilidades de aumentar su red de contactos, pese a que sabía que el carácter de Vic no
comulgaba demasiado con el de muchos de los presentes.
–Bueno, cariño, ahora tengo que dejarte un momento. Es la hora de que el jefe suelte
su discurso de bienvenida y se haga por fin oficial la apertura del museo. Te veo luego,
no te metas en líos, ¿eh? ¡Deséame suerte!
Vic Page vio cómo su novia se alejaba hacia la tribuna donde los camareros estaban
activando los micrófonos para el discurso, lo que indicaba que ahora venía la parte más
aburrida. Decidió observar a su alrededor para ver si captaba algo de su interés, fijándose
en los rostros de los famosos allí presentes. Vio como el jefe de seguridad del museo, el
sargento Riggs, se disculpaba con las personas con las que se hallaba y se marchaba junto
a uno de los guardias de seguridad por una puerta lateral que conducía al interior del
edificio. Probablemente se habría producido algún incidente típico, como un asistente a
la fiesta sin invitación, o alguien que había abusado demasiado del champan. No le dio
más importancia al asunto y prefirió concentrarse en Dora, que estaba guapísima de pie
al lado de Greg Templeton. La verdad es que aquella dulce y encantadora muchacha lo
tenía realmente cautivado, y eso que Page era realmente duro de abrirse.
Criado en Sawmill Street, uno de los barrios más decadentes de Hollow City, a Vic
Page no le había sido fácil sobrevivir en aquel ambiente. Las palizas, los robos, las
pillerías típicas de la edad…De no haber sido por el entrañable Padre Franklin, el antiguo
sacerdote de la Iglesia de Saint Patrick, Page podía haber terminado delinquiendo en las
calles. Pero entonces su benefactor lo sacó de aquel submundo, encauzándole por el buen
camino y pagando sus estudios de su propio bolsillo. Años después, convertido en escritor
y periodista ocasional, sería precisamente él quien descubriera la trama que rodeó la
muerte del Padre Franklin, junto al justiciero Espectro y al extraño anticuario John
Reeves18. Aquel había sido su bautismo de fuego en el mundo sobrenatural, una primera
incursión en el escabroso sendero de lo oculto, a la cual seguirían más aventuras. Y sabía
que tarde o temprano tendría que confesarle a Dora ese secreto, su gusto por las extrañas
aventuras por las que transcurría su vida últimamente.
Los aplausos de los invitados a las palabras finales del director del museo despertaron
a Vic page de sus pensamientos, dándose cuenta de que a continuación se abriría la puerta
de acceso a las salas para comenzar la visita inaugural a las distintas salas de exposición
en las que se repartía el contenido del museo. La gente comenzó a apelotonarse con ansía
para entrar, pues todo el mundo tenía grandes expectativas en cuanto a las valiosas piezas
artísticas e históricas que la visita les iba a deparar.
El escritor también tenía muchas ganas de presenciar las maravillas del museo, pero
algo le hizo desviar su atención de la fila de asistentes que poco a poco desaparecía tras
la puerta. Un hecho que a otro le podría parecer tal vez insignificante, pero que despertaba
en él una curiosidad aún mayor que contemplar las valiosas reliquias del interior del
museo.
18 Hechos narrados en el Nº9 de HC, “El Asesinato del Padre Franklin”.
Vic Page se dio cuenta de que ni el jefe de seguridad ni el guardia con el que se había
marchado habían regresado, y de eso ya hacía mucho rato. Extrañado, decidió que la visita
turística tendría que esperar a otro momento, y moviéndose con disimulo se deslizó por
el pasillo por el que habían desaparecido ambos hombres.
En el interior de la Sala Medieval, donde se hallaba la exposición del museo dedicada
a los siglos XI al XIII de la Historia, una figura ataviada con un abrigo desgarrado y
manchado se movía torpemente buscando algo entre los diferentes objetos que componían
la extensa colección. El hombre, un negro alto y corpulento, arrastraba las piernas con un
movimiento extraño y pesado, como si estuviese aquejado de alguna enfermedad. Sin
hacer caso alguno de las dos figuras que se hallaban tendidas en el suelo heridas e
inconscientes, el desconocido se plantó ante una gran vitrina que contenía un palo de
madera estrecho y alargado que terminaba en un cepillo elaborado con ramas secas. En
el letrero de la vitrina podía leerse la siguiente inscripción: «Escoba de una bruja del siglo
XII».
El gigante de ébano utilizó su enorme puño similar a una maza para hacer añicos el
cristal. Ignorando tanto el ruido causado por su acción como el sonido de la alarma de
seguridad, extrajo la escoba y sujetándola por ambos extremos con sus poderosos brazos
la partió en dos sin miramientos. Luego agitó con fuerza los fragmentos hasta que por
uno de ellos cayó al suelo un pequeño rollo de papiro amarillento. Con aquellos
movimientos aletargados y de aspecto casi innatural dobló su pesado cuerpo y consiguió
recoger el papiro del suelo, guardándolo en el interior de su abrigo. Luego se volvió para
huir por donde había entrado, pero se encontró con alguien que le interrumpía el paso.
Era Vic Page.
El escritor por fin había hallado al jefe de seguridad y al guardia, tras haberlos buscado
durante un buen rato sin conseguir resultados. Ahora podía verlos, inmóviles en el suelo,
gracias a las pequeñas luces LED que iluminaban la sala con un tenue color azulado. Y
también podía ver el rostro macilento de aquel gigante negro embutido en un raído abrigo
gris. Si aquella visión era por sí misma terrible y espantosa, aún lo era más aquella mirada
malévola, fría y desprovista de cualquier sentimiento humano. Sin embargo, Vic Page no
iba a conformarse con hacerse un lado y dejarle marchar, no era propio de él huir de los
problemas sino entrar en acción.
Y eso fue lo que hizo, abalanzándose rápidamente contra las piernas del asaltante con
la intención de hacerle caer. Pero el ladrón resultó ser demasiado fuerte, y con un
manotazo arrojó a Page contra una pared, como si fuese un simple saco de patatas. A
continuación el hombre del abrigo gris continuó su avance hacia la salida de la sala, con
su particular forma de caminar renqueante, pero apenas traspasó el umbral tuvo que
enfrentarse contra dos guardias más del museo que se aproximaban por el pasillo.
Los guardias portaban sus armas desenfundadas, alertados por no haber recibido
ninguna señal por los intercomunicadores de sus dos compañeros, y dieron el alto al
ladrón mientras lo encañonaban. Como éste hizo caso omiso de sus advertencias y
continuó caminando, los guardias comenzaron a disparar sus revólveres. Sonaron dos
estampidos seguidos por pequeñas lenguas de fuego y un ligero olor a pólvora, y ambos
disparos impactaron de lleno al ladrón. Pero para sorpresa de los guardias el gigantón
continuó imperturbable, sin dar muestra alguna de dolor, y sin que por sus heridas manase
la sangre que de ellas se esperaba. Mientras uno de los guardias vaciaba el tambor de su
arma completamente aterrorizado, el otro intentaba pedir refuerzos por el
intercomunicador, pero enseguida tuvieron encima al fugitivo. Éste no tuvo piedad
alguna, y cogiendo a los dos guardias por el cuello con sus grandes manos hizo
entrechocar sus cabezas con un crujido horrible, reventando sus sesos para a continuación
lanzar los cuerpos inertes a un lado.
Mientras tanto, Vic Page ya se había recuperado del golpe y asistía estupefacto al
increíble espectáculo que se desarrollaba. Enrabietado tras ver cómo el fugitivo había
acabado con los guardias e intentaba escabullirse por el pasillo, el escritor cogió uno de
los extintores de seguridad de la pared y golpeó con él la cabeza del ladrón. Sin embargo
la maniobra no produjo mejores resultados que los disparos de los guardias, tan solo hizo
que el negro se volviese hacia él y le prestase una mayor atención. Agarró con sus
poderosas manos la garganta de Page y lo alzó del suelo, a la vez que presionaba con
todas sus fuerzas. El escritor sintió rápidamente los efectos del enorme poder que
encerraban aquellos músculos de acero, y en apenas unos segundos se quedó sin aire en
los pulmones. Con la mirada turbia y el resto de los sentidos embotados por la asfixia,
Page sintió como iba a desfallecer sin poder hacer nada por evitarlo.
Entonces, a través de su visión empañada por la asfixia, captó un extraño movimiento
por detrás de su agresor, como si una oscura sombra se deslizase por el pasillo. Luego le
pareció escuchar el sonido de un trueno lejano, y a continuación se encontró desplomado
sobre el frío suelo, libre de la férrea presa del gigantón. Mientras jadeaba de rodillas
intentando llenar sus pulmones de oxígeno y se frotaba la tráquea dolorida, Page se dio
cuenta de que el ladrón estaba luchando contra un desconocido, alguien vestido con un
abrigo negro y un sombrero a juego.
El escritor se aclaró la vista mientras intentaba ponerse en pie, siendo testigo de cómo
su misterioso salvador se zafaba con facilidad de los ataques del coloso para a
continuación posicionarse a la suficiente distancia como para encañonarle con una pistola
de extraño diseño, cuyo metal refulgía con un brillo dorado. Luego el recién llegado
apuntó a la cabeza del ladrón y disparó, arrancándole media cara con un solo disparo.
Page observó cómo al fin el ladrón cayó al suelo inmóvil, sin dar ninguna señal de
que fuera a levantarse. Al caer el abrigo gris se abrió, dejando al descubierto el papiro
extraído de la escoba de la vitrina. El hombre de negro se agachó para recogerlo y al
acercarse a la luz, Page pudo ver que ocultaba su rostro bajo una máscara sin rasgos.
Luego se escucharon los pasos de gente que se aproximaba corriendo por los pasillos del
museo, y entonces el misterioso intruso le hizo un gesto de despedida con el sombrero a
la vez que con la otra mano arrojaba algo al suelo. Un repentino fogonazo hizo al escritor
ladear un segundo la cabeza, y cuando el humo se hubo desvanecido también lo hizo el
hombre del sombrero negro, como si nunca hubiese estado allí.
Luego Page tuvo que alzar las manos lentamente cuando vio la cantidad de armas que
comenzaron a apuntarle, mientras se preguntaba cómo diablos iba a poder explicar todo
aquello.
Envuelto en la penumbra de su guarida húmeda y polvorienta, el Nigromante lanzó
un terrible grito de dolor mientras se llevaba las manos a la cabeza en un vano intento por
mitigar la agonía. Cayó al suelo, con su enjuto cuerpo retorciéndose por violentos
espasmos que le atravesaban como lanzas afiladas, intentando arrastrarse débilmente
hacia donde se encontraba la campanilla metálica que avisaría a su fiel Zach. Aunque la
distancia que le separaba del estante era escasa, en aquellas condiciones le parecía casi
inalcanzable. Centímetro a centímetro consiguió avanzar, clavando sus largas uñas sobre
el suelo mientras algún que otro insecto trepaba por su rostro e intentaba colarse por
alguno de sus orificios. Al llegar hasta el destartalado escritorio intentó con todas sus
fuerzas incorporarse, pero entonces tuvo otro acceso de tos. Al limpiarse la boca con la
manga de su túnica vio la sangre. Había más que la última vez.
El vínculo mantenido con su receptor se había roto de forma abrupta, sumergiéndole
en un atroz baño de dolor. Había tenido en sus manos una de las piezas que le faltaban
para lograr su objetivo, y se la habían quitado de las manos como a un niño le arrebataban
su juguete. Era cierto que aquella inesperada presencia, aquel intruso vestido con un
ridículo sombrero negro y una máscara, había resultado ser un obstáculo en su plan. Sin
embargo aquel fracaso no era más que una simple molestia, pues había otras formas de
continuar con la misión. Ahora lo más urgente era buscar un nuevo cuerpo, un nuevo
huésped al que poder imbuir de su esencia vital para poder usarlo en lugar de su frágil y
deteriorado ser.
Pero estaba tan cansado, tan terriblemente fatigado…Sus ojos luchaban por
permanecer abiertos, sus miembros temblaban por estar exhaustos, y su mente se iba
adormeciendo paulatinamente buscando el tan ansiado descanso. Sería tan fácil dejarse
llevar por aquella placentera sensación, abandonarse totalmente a la eterna oscuridad, al
reposo absoluto…
¡No! ¡No y mil veces no! Había llegado tan lejos en sus planes que no iba ahora a
dejarse vencer por nada ni nadie. Ya tendría tiempo más adelante para el descanso, lo que
debía hacer era ignorar el dolor y continuar luchando hasta el final. Si había alguien que
podía hacerlo, era él. El Nigromante.
Con un esfuerzo nacido de la poderosa voluntad del brujo, el Nigromante logró alzarse
lo suficiente como para poder alargar uno de sus pálidos y delgaduchos brazos,
haciéndose al fin con la campanilla. Tras hacerla sonar una y otra vez, comenzó a urdir
en su cerebro cuál sería su siguiente paso…
3
El sargento Sam Woods entró en la sala de interrogatorios de la Comisaría Central de
Hollow City, clavando su afilada mirada en el tipo que estaba sentado junto a la mesa.
Dejó a un lado los papeles que llevaba con un gesto de indiferencia, prefiriendo centrarse
en el hombre. Normalmente solía enorgullecerse de su sentido de la intuición a la hora de
juzgar a un sospechoso, pero aquel caso parecía una excepción. Ni la mirada directa que
desprendían aquellos ojos negros ni la seguridad indiferente que expresaba su rostro
delataban la menor señal de sospecha. Sin embargo el olfato le decía a Woods que aquel
individuo ocultaba algo, aunque su conducta no lo evidenciara. Decidió pasar a la acción
y apretarle las tuercas un poco para ver si desembuchaba algo que le diese una pista útil
sobre aquel extraño caso que preveía iba a ser un verdadero marrón.
–Muy bien, señor Vic Page, escritor y periodista ocasional del American Chronicles.
Dígame que es lo que pasó en el Museo.
–¿Otra vez? –preguntó irritado el escritor–. Pero si ya lo he explicado cien veces,
agente.
–Es sargento Woods. Explíqueme a mí que es lo que vio, si no le importa. Y no ahorre
detalles, señor Page –el sargento clavó su mirada inquisitoria sobre el escritor.
–De acuerdo –dijo Page, soltando un bufido de exasperación–. Yo estaba en la fiesta
de inauguración del nuevo museo, vi que dos agentes de seguridad se marchaban y que
no regresaban, decidí ir a ver qué pasaba y me encontré con la sorpresa.
–¿La sorpresa? –Woods enarcó sus espesas cejas, que le hacían adquirir cierta
apariencia animal.
–Escuché un ruido de cristales rotos que provenía de una de las salas de exposición,
acudí lo más rápidamente posible y vi a los dos agentes en el suelo, heridos. Y también
había un negro enorme con muy mala pinta y peores intenciones.
–¿Iba armado?
–¿Quién, yo? –dijo Page, con una sonrisa irónica.
–¡No se haga el listo conmigo, Page! –rugió Woods con su rostro de bulldog–. Le
tengo calado, listillo. Sepa que le seguimos la pista desde que se le relacionó con el caso
del Padre Franklin19. Y también sabemos lo de su extraña desaparición, hace un año,
vinculada a cierto tiroteo en un motel barato20. Además, hace unos pocos meses también
estuvo involucrado en el caso de Cara de Cera junto a uno de nuestros agentes, Paul
O’Sullivan21. Y por si fuera poco, el Alcalde Mallory no puede ni verlo, si no lo ha
demandado por acoso es porque el año que viene hay elecciones y no quiere descentrarse.
–Vaya con el Alcalde, tendré que enviarle una postal en Navidad –dijo Page en tono
sarcástico.
El sargento Woods puso los ojos en blanco, dando un sonoro puñetazo sobre la mesa.
Su rabia quedaba denotada por la vena hinchada y temblorosa que recorría su cuello de
toro. El policía tuvo que hacer un gran esfuerzo de autocontrol para no abalanzarse sobre
Page y sacarle una confesión a golpes, como se hacía en los viejos tiempos. Pero si cedía
a sus impulsos violentos solo conseguiría que un ejército de picapleitos le pusiese una
demanda a él y a todo el cuerpo de policía, lo que daría lugar a una llamada del Alcalde
al Comisario Howard y la consiguiente patada de éste en el propio culo de Woods.
–Muy bien, Page –Woods intentó armarse de paciencia–. Entonces un tipo grande y
fuerte hiere a dos agentes, usted aparece y cuando llegan los refuerzos encuentran a dos
guardias más con las cabezas rotas. Y el tipo se convierte en fiambre, con sus jodidos
19 En HC Nº9, “El Asesinato del Padre Franklin”. 20 En HC Nº2, “El Ojo de los Dioses”. 21 En HC Nº11, “Baile de Máscaras”.
sesos esparcidos por el maldito suelo del museo y con un gran agujero en el torso. Joder,
si parecía que le hubiesen disparado con un cañón. ¿Y me dice que usted no vio nada?
–Ya lo he dicho mil veces, sargento. Yo estaba en el suelo, medio inconsciente, y
cuando me levanté me encontré con los restos del espectáculo. ¿Quién cree que me ha
hecho estas marcas? –Page se abrió la camisa, revelando las señales moradas en su cuello
provocadas por la presa asfixiante del gigantón.
–No sea llorica, Page, al fin y al cabo está vivo, ¿no? Además, eso le pasa por meterse
en asuntos que no le concierne, lo que al parecer es un hábito constante en su rutina
habitual, ¿verdad? Un hábito que puede volverse muy peligroso…para su salud –el
sargento sonrió a Page enseñándole los dientes, remarcando la última frase con un tono
hostil.
–¿Entonces puedo irme o voy a tener que pasar la noche como invitado suyo? Le
advierto que yo ronco mucho…
–¡Lárguese, Page! –bramó Woods, a punto de perder los nervios por completo–. Pero
como le vuelva a encontrar mezclado en un asunto de la policía, yo mismo me encargaré
de meterlo en el agujero más oscuro que encuentre. ¡Fuera de aquí!
Vic Page se levantó y abrió la puerta de la sala de interrogatorios, pero antes de salir
le dijo al policía guiñándole un ojo:
–Sargento, cuándo sepan algo más del caso me informarán, ¿verdad?
Page cerró rápidamente la puerta tras de sí para evitar la airada respuesta de Woods y
el recital de obscenidades que le iba a dedicar. Tras firmar su salida y ser acompañado
por dos agentes hasta el vestíbulo del edificio, se encontró con Dora Higgins que lo había
estado esperando. La muchacha lo recibió con un beso y un abrazo, y tras acosarlo a
preguntas lo acompañó hasta el coche de ella.
Mientras Dora conducía hasta el apartamento de Vic Page en el edificio Wokston, el
escritor permaneció callado en el asiento del pasajero durante todo el trayecto. Su mente
estaba sumida en un mar de pensamientos, todos relacionados con el suceso vivido hacía
pocas horas en el museo. El gigante de acero, imbatible e inmune a las balas de los
guardias. Su expresión inhumana y aquella extraña forma de moverse le provocaban una
sensación espeluznante y a la vez repulsiva. ¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo en el
museo? Pero si todo aquel asunto era más raro que un perro verde, aún estaba la cuestión
del hombre del sombrero negro y la máscara. Si había omitido su existencia a la policía
era por una buena razón, ya que precisamente era Vic Page quien mejor lo conocía.
¿Acaso su última novela no llevaba por título «El Regreso del Doctor Misterio»? ¿Y
acaso ésta no estaba protagonizada por un tipo vestido de negro, con un sombrero oscuro
y una máscara que protegía su identidad secreta? Aunque en sus novelas era un agente
secreto que se enfrentaba a los nazis en la época de la Segunda Guerra Mundial, era
evidente que se trataba del mismo hombre. Y eso era lo que más extrañaba al escritor.
Porque Vic Page no se había inventado aquel personaje. El Doctor Misterio había sido
en realidad un justiciero de Hollow City, allá en la década de los setenta, que desapareció
repentinamente tras varios años combatiendo la delincuencia y las mafias que asolaban
las calles de la ciudad. Lo cual quería decir que actualmente debía tener unos setenta años.
Y desde luego el individuo del sombrero no parecía tener dicha edad.
Vic Page exhaló un largo suspiro mientras se masajeaba las sienes, en un intento de
hallar una explicación para aquel profundo misterio que comenzaba a inquietarle. Un
misterio que se adivinaba un auténtico desafío para su espíritu inquieto.
4
A la mañana siguiente al suceso del Museo de Arte, George Bannister se levantó tras
pasar toda la noche sin pegar ojo. Aunque el misterioso hombre corpulento con el que se
había enfrentado no había sido un problema para él, no podía obviar su asombrosa
resistencia. Había necesitado dos disparos de su poderosa Goldam para terminar con el
titán azabache cuando el primer impacto hubiese derribado a cualquier humano normal.
Al menos se reconfortaba con el hecho de que su instinto seguía intacto, sin haberse
escurrido con el paso del tiempo. Tras los robos en River City y Capital City, había
supuesto que el siguiente paso del ladrón sería Hollow City, y el único lugar de la ciudad
similar a los asaltados era el nuevo museo.
Mientras George se vestía y se preparaba un café bien fuerte, sonrió al recordar que
sus aptitudes para el sigilo permanecían como siempre. Disfrazado de camarero le había
sido muy fácil colarse en el museo, para posteriormente ponerse el traje y el sombrero
que llevaba en una bolsa. Lo que no esperaba era encontrarse cara a cara con ese escritor
de pacotilla, Vic Page.
Mientras el café humeaba y expandía su aroma sobre el salón, George se acercó a una
estantería repleta de libros y buscó uno en concreto. Al leer el título, «El Doctor Misterio
contra el Profesor Siniestro», no pudo evitar poner una expresión de contrariedad. Lo
había comprado unos años atrás atraído por el título, y tras haberlo terminado le pareció
una novela horrible destinada únicamente a un público sin demasiadas exigencias
literarias. Pero lo que más le sorprendió fue el parecido casi idéntico del protagonista con
su propio alter ego. Si el verdadero Doctor Misterio había desaparecido años antes de
existir Internet, y nunca había sido un personaje público, ¿de dónde diablos ese juntaletras
había sacado la información?
Mientras cavilaba sobre todo aquello sus dedos pasaron las páginas del libro hasta el
final, donde aparecía una imagen del escritor. No había duda, el hombre del museo y el
escritor eran la misma persona. Puede que no fuese un gran escritor, pero no podía negar
que tenía arrestos si se había enfrentado solo y desarmado contra el negro musculoso.
Al pensar en el asaltante del museo, George sacó el papiro arrugado que le había
arrebatado al ladrón y volvió a examinarlo. Evidentemente se trataba de una hoja de papel
muy antigua, con palabras y extraños símbolos que no podía descifrar. Uno de los bordes
laterales parecía desgajado mientras que el contrario estaba indemne, lo que indicaba que
se trataba de la página de un libro. Así que el ladrón posiblemente buscaba las páginas de
un libro antiguo, escrito en un dialecto arcano, lo cual apestaba a hechicería maligna.
Y en Hollow City había una persona versada en dichas artes que tal vez pudiera
orientarle en ese misterio, una mujer tan vieja que nadie sabía su edad pero tan
reverenciada como una diosa. Una mujer tan amada como temida que vivía recluida en
una anticuada casa en lo más remoto del ignominioso barrio de Hollow City denominado
La Cloaca.
La poderosa hechicera conocida como Mama Nazinga.
En el bar de Joe Rocco, situado cerca de la Comisaría Central de Hollow City, Vic
Page conversaba con un individuo bajo y delgado cuyo rostro de ojos ligeramente saltones
quedaba afeado bajo un montón de surcos. El individuo, que vestía el uniforme de la
Policía Local, se acariciaba pensativo el fino bigote ubicado entre su boca retorcida y su
nariz aguileña. Se trataba de Mike Sutton, más conocido como Mike el Arrugas, un poli
fácilmente sobornable capaz de conseguir cualquier información.
–Mira, Mike, cuando hace unos años me vendiste el expediente policial de ese tal
Doctor Misterio me dijiste que aquel tipo estaba fuera de circulación. ¡Y anoche me lo
encontré cara a cara en el maldito museo! ¿Cómo es eso posible? –dijo Page al agente
con tono de cierto reproche.
–Habla más bajo, ¿quieres? –Mike el Arrugas se acercó al rostro del escritor en actitud
confidencial, vigilando que no hubiese nadie cercano que pudiese escuchar la
conversación–. Yo te pasé todo lo que la policía tenía de él. Un tipo con un sombrero
negro, embozado en un abrigo y que se dedicaba a repartir justicia con un cañón de oro.
Estuvo un tiempo en activo pero nadie consiguió saber quién era en realidad, hasta que
un buen día simplemente…se evaporó. Desapareció, así sin más.
–Pues acaba de reaparecer, y como alguien le vea no tardarán en ver que existe una
relación entre ese tipo y las novelas que escribo. ¿Qué pasará cuando alguien me pregunte
de donde saqué la información para escribirlas?
–¿Y yo qué culpa tengo? Tú eras un muerto de hambre que necesitaba ideas para un
libro, y gracias a mí saliste de la miseria. Así que no te hagas el listo conmigo, Page, que
nos conocemos desde hace tiempo. Ya sabías donde te metías cuando aceptaste pagarme
por la información.
–Me dijiste que no habría problemas, que ese fulano dejó de actuar en la década de
los setenta y que ya nadie se acordaría de él. Si me meto en un lío por este asunto será por
tu culpa, así que me debes una –Page señaló con el dedo índice al Arrugas visiblemente
molesto.
Mike bebió un trago de su cerveza, a pesar de estar de servicio, y pensó que era mejor
no enfadarse con el escritor, no fuese a chivarse de que él pasaba información confidencial
a otros a cambio de dinero. Lo mejor sería darle cancha para que así lo dejase en paz y
saldar el asunto.
–Está bien, dime que quieres y veré si puedo ayudarte –dijo el policía emitiendo un
suspiro.
Vic Page sonrió para sus adentros sabiendo que por fin tenía en sus manos al agente.
Era el único que podía darle la información que necesitaba, y por eso había tratado de
presionarle con el tema del Doctor Misterio.
–Vale, quiero que me consigas una copia de la autopsia del fiambre del museo –dijo
mirando a los ojos a su interlocutor.
–¿Y qué más? ¿Quieres también el expediente de la muerte de Kennedy? –dijo
irónicamente el Arrugas–. Tú lo que quieres es que me expulsen del cuerpo.
–No exageres, Mike. Los dos sabemos que para ti es fácil conseguirlo. Dame una
copia y además de dejarte tranquilo por una temporada te daré algo de pasta, seguro que
la necesitas.
Al oír la mención del dinero el agente corrupto puso los ojos como platos,
relamiéndose los labios en un gesto de avaricia. Tras darle un par de sorbos a su cerveza
meditando en silencio la oferta del escritor, al final tomo una decisión.
–De acuerdo, trato hecho.
Pocas horas después de haber tenido lugar la reunión con Mike el Arrugas, Vic Page
ya tenía en su poder un dossier con la autopsia completa del cadáver del ladrón del museo.
Sentado en un cómodo sofá en su apartamento del edificio Wokston y acompañado de
una cerveza bien fría, Page abrió el dossier y comenzó a pasar las páginas. No le gustaba
demasiado recurrir al agente más corrupto de Hollow City cada vez que necesitaba
información de tipo confidencial, pero no tenía más remedio si quería hallar alguna pista
sobre el caso.
Lo primero que llamó la atención del escritor fueron las fotografías del hombre negro.
Con la escasa luz que había en el momento de su encuentro con él en el museo, además
de la rapidez con la que se habían desarrollado los acontecimientos, Page no había podido
ver al ladrón con claridad. Y ahora que sí podía hacerlo lo que veía en las fotos resultaba
curioso y espantoso a la vez, pues mostraban una palidez en la piel del cadáver
acompañada de ciertas manchas amoratadas. También habían algunos bultos de diversos
tamaños repartidos por todo el cuerpo, configurándole un aspecto verdaderamente
siniestro. Sin embargo lo que atrajo toda su atención fueron los símbolos grabados en
color blanco sobre el pecho desnudo del cadáver, pequeños dibujos similares a los
jeroglíficos arcanos que había visto anteriormente en libros antiguos cuando se
documentaba para escribir una de sus novelas. Según la autopsia, los símbolos habían
sido escritos con tiza blanca poco tiempo antes del intento de robo en el museo.
Page continuó leyendo el informe de la autopsia, alucinando con la información que
se desprendía de los datos técnicos. Según las conclusiones del médico forense, ese
hombre había muerto al menos veinticuatro horas antes del ataque al museo, si no antes.
La causa probable de la muerte era una herida en la cabeza producida por un objeto
contundente. Lo que no explicaba el forense era como diantres aquel cuerpo deteriorado
había vencido a la muerte y había entrado en el museo.
Page cerró el dossier y cerró los ojos intentando sacar algo en claro de todo aquel
sinsentido. Ahora se daba cuenta de porqué aquel hombre se movía de aquella forma tan
extraña, como aletargada, y la causa de su poderosa fuerza y su evidente resistencia a las
balas.
Aquel maldito gigante era un zombi.
Vic Page cogió la fotografía donde se apreciaban los símbolos mágicos y se la guardó
en el bolsillo de su abrigo. Luego cogió su revólver Smith & Wesson por si acaso y salió
de su apartamento, dispuesto a realizar una visita al peligroso barrio de la Cloaca.
A la casa de la hechicera Mamá Nazinga.
5
Era noche cerrada cuando el escritor y aventurero Vic Page llegó a la casa de Mamá
Nazinga, un antiguo caserón de tres plantas de aspecto siniestro tan destartalado que
parecía a punto de venirse abajo en cualquier momento. De un estilo victoriano que
actualmente estaba en desuso, aquella casa era una antigua reliquia que pertenecía a un
pasado remoto cuya visión evocaba la época de la fundación de la ciudad, la vieja Hollow
City. Situada en lo más profundo del laberinto de callejuelas estrechas que conformaban
la Cloaca, el barrio negro de la ciudad, aquella desvencijada mansión era tan temida y
respetada como su dueña, la legendaria reina del vudú Mamá Nazinga.
Haciendo acopio de valor Vic Page se acercó a la puerta de madera de la entrada
principal, viendo que no había ningún timbre ni pulsador electrónico. Sus funciones las
realizaba una aldaba llena de herrumbre con la efigie de una calavera con sombrero de
copa22. El escritor sintió un pequeño escalofrío cuando tiró de la herramienta para llamar
a la puerta, primero de forma suave y después algo más fuerte. Unos pesados pasos que
se arrastraban al otro lado de la entrada le hicieron ver que al menos había alguien en
aquella solitaria casa, aunque cuando la puerta se abrió Page tuvo que retroceder un paso
ante la visión que se le apareció.
En el umbral de la casa se hallaba plantado un negro enorme con la cabeza rapada y
un collar en su grueso cuello lleno de extraños abalorios de santería. Aunque en un primer
instante aquella rocosa figura le pareció el mismo hombre del museo, Page observó que
al menos aquel hombre estaba vivo, a pesar de su mirada perdida y su expresión
bobalicona.
–¿Uh? –dijo el enorme calvo con la boca abierta y una mirada apagada en sus
pequeños ojos.
–Soy Vic Page, escritor –se presentó Page–. Preguntaba por la señora de la casa,
la venerable Mamá Nazinga.
Nada más escuchar aquel nombre el gigantón cerró la puerta ante las narices del
periodista, dejándole plantado como si fuese un vulgar mendigo pidiendo limosna.
Completamente indignado, Vic Page volvió a llamar a la puerta con gran insistencia, y al
ver que nadie le hacía caso comenzó a lanzar sonoros puntapiés que pronto dejaron
marcas en la madera.
–¡Abre de una vez, maldita sea! –gritó Page–. Pienso estar así toda la noche hasta
que me dejes entrar.
El escritor continuó su ataque a la puerta, hasta que le alertó un ruido en la casa por
encima suyo. Solamente su rapidez de reflejos evitó que sucumbiese a un torrente acuoso
y pestilente que se derramó por el suelo justo donde un instante antes había estado
plantado. Al mirar hacia arriba Page contempló el ancho rostro simiesco del negro, el cual
esbozaba una sonrisa a la vez que retiraba al interior un gran cubo ahora vacío.
–Me las pagarás, no sabes con quien estás tratando –dijo el escritor con la paciencia
agotada.
Page rodeó la casa de Mamá Nazinga buscando una forma alternativa de entrar en la
casa, pues nada ni nadie evitaría que entrevistase a la vieja hechicera. Entonces se fijó en
un oxidado canal de desagüe que se deslizaba junto a una de las fachadas laterales, y
decidió trepar por el conducto para intentar colarse por una ventana cercana. Gracias a su
buen estado de forma y a las juntas de apoyo del conducto pudo al fin llegar hasta la
ventana, no sin antes haber estado a punto de resbalar un par de veces. Sujetándose con
la mano izquierda al canalón y con la derecha al marco de la ventana, Page lanzó un fuerte
22 Símbolo que representa al loa (espíritu de la religión vudú) Barón Samedi, ligado a la resurrección de
los muertos.
patadón a la ventana que la abrió de par en par, para a continuación deslizarse al interior
de una habitación oscura.
Tras sacar la pequeña linterna de bolsillo que siempre llevaba consigo, el escritor vio
que se encontraba en un cuarto desordenado y maloliente, seguramente el dormitorio del
negro bobalicón. Abrió la puerta y se encontró con un pasillo largo y estrecho con varias
puertas a cada lado y que terminaba en unas escaleras que conducían a la planta baja.
Page se movió silenciosamente intentando que sus zapatos no hiciesen crujir el viejo piso
de madera, escuchando detrás de cada puerta en busca del dormitorio de la hechicera. Al
otro lado de una de ellas pudo oír la voz de una mujer que parecía estar cantando algo, y
a pesar de que no podía discernir con claridad las palabras si pudo apreciar que debía de
tratarse de una persona joven. Al parecer en aquella casa había más gente de la que uno
podía esperar por su aspecto.
Entonces un crujido que provenía de las escaleras alertó al escritor, el cual
rápidamente apagó su linterna y se agachó en un rincón respirando agitadamente. Desde
su posición vio como el gran ogro asomaba su cabeza rapada y escrutaba el pasillo
ayudándose de la luz proyectada por una lámpara de gas. Mientras contenía el aliento
Page notó como su corazón se desbocaba en el pecho, pues si el guardián le descubría
entonces la cosa muy probablemente terminaría en pelea, y no las tenía todas consigo
para vencer a aquel fortachón. Sin embargo respiró aliviado al ver que la luz se desvanecía
y los pasos indicaban que el negro volvía sobre sus pasos, al parecer sin haberse percatado
de su presencia.
Sintiéndose afortunado, Page esperó un poco y salió de su escondite para averiguar de
una vez donde se hallaba la dueña de la casa, pero su sorpresa fue mayúscula cuando
desde la oscuridad surgió la enorme figura del guardián abalanzándose sobre él para
atraparlo. ¡El muy astuto había estado esperando a que saliese a la vista para cogerle!
Page esquivó la acometida de aquella bestia, decidiendo que lo mejor sería huir por las
escaleras a la planta baja y salir de la casa. Ya habría tiempo para buscar respuestas en
otro lugar.
Sin embargo su rival no se conformaba con hacerle salir corriendo, sino que lo
persiguió escaleras abajo hasta el salón principal, donde le hizo un placaje al periodista
digno de un partido de la Superbowl. Page respondió con un codazo hacia atrás que
alcanzó al gigantón en su amplia mandíbula, liberándose así de su abrazo. Tras
incorporarse vio que el guardián se había interpuesto entre él y la puerta de salida, y en
sus ojos podía adivinar que no iba a dejarle salir tranquilamente.
Ambos se lanzaron uno contra el otro en un enfrentamiento desigual, pues la fuerza
del negro era superior a la del escritor. Pero éste a su vez era más rápido y ágil, por lo que
pudo evitar durante un buen rato el aluvión de poderosos golpes que con que el bruto le
obsequiaba. El combate hizo que todo lo que había en aquel pequeño salón quedase fuera
de su sitio original, pues todo objeto que podía utilizarse como arma contundente u
arrojadiza iba siendo empleado por uno u otro de los luchadores en una interminable
sucesión de ataques. Sillas volando por los aires, estatuillas rotas al impactar contra las
paredes, libros deslomados que perdían sus páginas entre golpe y golpe… Hasta una
cortina fue arrancada de su lugar cuando Vic Page la usó para envolver la cabeza de su
contrincante, en un intento de cegarle para así poder escapar hacia la salida. Pero el
guardián demostró ser implacable, y justo cuando el escritor estaba a punto de asir el
pomo de la puerta, se encontró de bruces en el suelo cuando el gigantón estiró hacia atrás
la alfombra que pisaban sus pies.
Lanzando una risotada el guardián agarró por el pescuezo al escritor, levantándolo
en el aire para a continuación lanzarlo contra una mesa cercana. Page sintió un gran dolor
por todo su cuerpo al recibir el impacto, notando como de su boca salía una mezcla de
saliva y sangre. A través de su visión borrosa vio cómo su oponente se acercaba dispuesto
a terminar definitivamente con la pelea.
Y de repente aquel goliath negro simplemente cayó desplomado sobre el suelo.
Vic Page se incorporó con la sensación de que todos sus huesos estaban molidos, y al
aclararse la vista se dio cuenta de lo que había pasado. Allí de pie, surgido de la nada,
había una figura oscura que sujetaba en una mano una gran sartén con la que había
noqueado al guardián. Y en su otra mano brillaba una gran pistola de metal dorado.
Era el Doctor Misterio.
Instantes después Vic Page y el Doctor Misterio estaban sentados alrededor de una
mesa en una pequeña habitación del piso superior de la casa. Detrás de ellos se hallaba el
gigantón, de nombre Chuck, que continuaba frotándose su calva dolorida mientras les
lanzaba miradas poco amistosas. A un lado estaba una joven y bella mulata llamada
Amanda, la ayudante de Mamá Nazinga, ocupada en encender un gran número de velas
que pronto alejaron las tinieblas que llenaban la habitación. Page observó la cantidad de
objetos y reliquias que poblaban la habitación, otorgándole la extraña sensación de
hallarse en una de aquellas cabañas religiosas de las regiones más remotas de la exótica
África.
Frente a ellos estaba Mamá Nazinga, más vieja aún de lo que Page había imaginado.
La anciana vestía un tradicional tarbuk (túnica amplia repleta de bordados de color) en
cuya parte superior dejaba ver un colgante de tallas de marfil con un medallón plateado
cubierto de runas mágicas. La hechicera miraba con sus grandes y negros ojos a Page,
clavándolos con tanta fuerza que el escritor creyó sentir como intentaban escrutar en lo
más profundo de su alma. A pesar de la fragilidad física de su figura menuda y decrépita,
aquella mujer desprendía un aura majestuosa que mezclaba poder y bondad.
–Amanda, Chuck, podéis dejarnos solos, gracias –dijo la venerable mujer a sus
subordinados, los cuales desaparecieron tras cerrar la puerta.
Durante unos minutos en la habitación reinó un tenso e incómodo silencio, que al final
decidió romper Vic Page.
–Lamento lo que ha pasado, señora, no era mi intención causar problemas. Le pido
disculpas…–Page se sintió un poco tonto al no encontrar las palabras adecuadas.
–Tranquilo, señor Page, deduzco el motivo por el que ha entrado en mi casa sin ser
invitado. Ha venido a preguntarme por el hombre que ha visto la muerte dos veces, ¿no
es así? –la hechicera le dedicó una sonrisa amigable al escritor.
Page quedó desconcertado. ¡Aquella mujer no solo sabía su nombre, sino también el
motivo de su visita!
–Y deduzco también que su silencioso amigo del sombrero y la máscara también ha
venido por el mismo motivo. Muy bien, díganme cómo puede ayudarles esta anciana –
dijo Mamá Nazinga reclinándose en su chirriante mecedora.
–El hombre que fue abatido en el museo la otra noche ya estaba muerto mucho antes
de poner los pies allí. ¿Cómo diantres es eso posible? –preguntó el escritor.
–Muchas y variadas son las formas con las que los demonios y sus seguidores usan
sus poderes para sus diabólicos fines. Yo he visto algunas de esas manifestaciones
perversas, como mujeres poseídas capaces de desgarrar su propio vientre para arrancarse
de las entrañas su hijo nonato, hombres que se transforman en bestias horribles para matar
a su propia familia buscando saciar su sed de sangre, o ancianos que recuperan su
juventud perdida arrancando el corazón de jóvenes vírgenes para darlos en ofrenda al
diablo. Créame cuando le digo que un hombre muerto puede volver a la vida si detrás está
la magia oscura.
–¿Magia oscura?
–La Nigromancia. El arte de revivir a los muertos, entre otras cosas –la anciana cerró
los ojos en señal de cansancio.
–¿Quiere decir que hay una especie de mago que se dedica a resucitar por ahí a la
gente? ¿Sabe quién puede ser? –inquirió Page, no muy convencido.
–No lo sé, aunque sí puedo decirle una cosa. Tener a un Nigromante como enemigo
es una mala idea, puede ser perjudicial para su salud…y para la de sus amigos.
Los pensamientos de Page viajaron rápidamente hacia su novia, Dora Higgins. No
quería ponerla en peligro por culpa de una de sus locas aventuras, pero quería llegar al
fondo de aquel espinoso asunto, hubiese o no un Nigromante por medio. Si había en el
escritor alguna cualidad destacable, sin duda era su tenacidad unida a su curiosidad innata.
Era como un perro con un hueso, una vez que lo mordía ya no lo soltaba.
Page sacó la foto que le había proporcionado Mike el Arrugas, la que mostraba el
cadáver del ladrón del museo con los símbolos místicos en el pecho, y se la enseñó a
Mamá Nazinga. Al ver la imagen la expresión de la hechicera cambió.
–¿Qué ocurre? –preguntó Page.
–No es solo Nigromancia. Es algo más. Más profundo y aterrador. Hágame caso, señor
Page, y deje este asunto mientras está a tiempo. Puede que luego sea demasiado tarde.
La anciana suspiró y volvió a cerrar los ojos, ladeando la cabeza con expresión
relajada. Parecía dormida, sumida en un profundo trance del que de momento no iba a
despertar. Vic page se levantó para irse cuando el Doctor Misterio, que había permanecido
silencioso pero atento a toda la conversación, sacó el pergamino que le había quitado al
ladrón del museo y que había sido el objeto del robo. Con sus manos enguantadas el
enmascarado lo depositó encima de la mesa.
–Tal vez quiera ver esto –dijo el justiciero.
Mamá Nazinga salió de su trance momentáneamente, y dirigió una mirada de
curiosidad hacia el papiro. Evidenciando una lentitud de movimientos propia de su edad
la anciana lo cogió entre sus arrugados dedos y lo examinó. Cerró los ojos y se concentró,
sumergiéndose en un mundo mágico invisible para los demás. De repente abrió los
párpados, mostrando dos globos blancos, y su cuerpo entero comenzó a sufrir espasmos
tan violentos que amenazaban con derribar a la mujer de su asiento. Vic Page hizo ademán
de ayudarla, pero el Doctor Misterio se lo impidió con un gesto. La hechicera abrió la
boca y con una extraña voz que parecía provenir del inframundo soltó las siguientes
palabras:
–El Libro de los Muertos ha sido desenterrado. Sus pedazos arrancados han vuelto a
unirse por unas manos manchadas de sangre. Aquel que descifre sus secretos se hará con
el control absoluto de la Vida y de la Muerte, su poder será tan grande que no podrá ser
destruido jamás. El infierno se abrirá paso en nuestro mundo, y los muertos volverán a la
vida para caminar a sus anchas…
A continuación Mamá Nazinga cerró los ojos y permaneció en silencio, su cuerpo
inmóvil sobre la mecedora. Solo un ligero movimiento en el pecho demostraba que estaba
viva tras el trance místico. El Doctor Misterio recogió el trozo de papiro y se lo guardó,
haciendo una señal a Vic Page para levantarse y abandonar la destartalada mansión de la
venerable hechicera.
Envueltos en las sombras de un callejón del barrio de la Cloaca, Vic Page y el Doctor
Misterio se miraron fijamente entre sí. El único testigo de aquella reunión era un pequeño
gato callejero que ronroneaba en busca de un festín entre restos de basura. El viento era
fresco, como correspondía al inicio del otoño, y su soplo hacía ondear los bajos del abrigo
oscuro del Doctor Misterio.
–Así que tú eres el que ha escrito sobre mí en esos libros, ¿eh? –dijo el justiciero.
–Yo solo coloqué el personaje en otra época, pero dudo mucho que tú seas el
verdadero Doctor Misterio. Ni tu voz ni tus movimientos son los de un anciano. ¿Quién
eres en realidad? Quítate la máscara y déjame ver tu rostro.
–Tranquilo chico. Me da igual lo que creas, solo estoy aquí para averiguar lo que
ocurre con todo este asunto. Será mejor que me dejes esto a mí y te vayas a casa.
–Ni hablar. He llegado hasta aquí y seguiré hasta el final –contestó el escritor.
–De acuerdo, como quieras. Repasemos lo que sabemos. Ha habido varios robos,
todos relacionados con objetos de la época medieval. El objetivo parece que es hacerse
con las páginas de un grimorio.
–¿Un grimorio? –preguntó el escritor–. ¿Te refieres a un libro de magia?
–Exacto, el Libro de los Muertos que mencionó Mamá Nazinga. Alguien quiere
tenerlo todo el libro para poder usarlo, alguien que emplea cadáveres andantes para hacer
el trabajo.
–El Nigromante. ¿Pero cómo hacemos para encontrarle? –inquirió Page.
Antes de que el enmascarado respondiese el gato callejero lanzó un bufido y salió
disparado, corriendo alocadamente con todo su vello erizado. Dándose cuenta de que algo
había asustado al animal, el Doctor Misterio se volvió hacia la oscuridad a su espalda
desenfundando su pistola, pero algo se le echó encima antes de poder disparar. Vic Page
fue a ayudarle pero algo le golpeó en un costado, derribándolo. Cuando el escritor pudo
levantarse, vio mejor las formas de su asaltante, un ser deforme y jorobado que sostenía
una pala.
El Doctor Misterio encogió sus piernas sobre el abdomen y luego las proyectó para
empujar hacia atrás a su atacante, y con una ágil pirueta se puso en pie para encararlo.
Entonces vio el pelo engominado y la cazadora negra sobre aquel cuerpo putrefacto al
que le faltaban un ojo y varios dientes, y enseguida lo reconoció como el pandillero al
que había golpeado en el callejón cercano a su casa. Lo había matado a golpes pero a
pesar de ello estaba ahí en pie, justo delante suyo. Para sorpresa del justiciero, aquel ser
descarnado de piel grisácea le apuntó con un dedo y abrió la boca, pronunciando las
siguientes palabras con una voz cavernosa y horrible:
–Dame el papiro o morirás.
–¿Quién eres? –preguntó el héroe.
–Dame el pergamino o conocerás el horror –volvió a solicitar la diabólica criatura con
su horripilante voz.
El Doctor Misterio respondió a la amenaza rodando sobre el suelo para alcanzar su
pistola, empleándola para disparar hacia el zombi engominado. Sin embargo la rapidez
de éste hizo que el proyectil le alcanzase en el hombro izquierdo, arrancándole de cuajo
todo el brazo. El cadáver andante no hizo señal alguna de que le importase la pérdida, y
su siguiente reacción fue abalanzarse con movimientos grotescos sobre el enmascarado.
El Doctor Misterio tuvo tiempo de realizar dos disparos más, los cuales sirvieron para
descuartizar más aún al zombi pero no para evitar que con su garra derecha le desarmara
con un potente manotazo, para a continuación enzarzarse en combate cuerpo a cuerpo.
Por su parte, Vic Page desenfundó su revólver para intentar disuadir al jorobado
vestido con una túnica marrón que lo contemplaba con furia asesina Sin embargo su
disparo fue desviado a causa de un golpe de la pala de su oponente, el cual le hizo soltar
el arma. A pesar de su cuerpo grotesco, aquel ser demostró una fuerza y una habilidad
inigualable con la herramienta, que esgrimía como lo haría un espadachín con su florete.
Uno de los golpes consiguió lanzar a Page contra la pared del callejón. El escritor volvió
a sentir el dolor de las heridas sufridas en el ataque al museo, pero esta vez multiplicado.
Había perdido su arma, y el jorobado se aprovechó de ello golpeándole a placer una y
otra vez con su enorme fuerza, haciendo sangrar al escritor por boca y nariz.
En el otro duelo del callejón, el Doctor Misterio luchaba a brazo partido con el cadáver
de la cazadora negra. Era la segunda vez que peleaba contra él en apenas un par de días,
con la diferencia de que ahora estaba muerto. A pesar de contar con un solo brazo aquel
ser contaba con una fuerza prodigiosa, agarrando la garganta del justiciero y apretando
para intentar estrangularlo. Haciendo caso omiso de la pérdida de aire, el enmascarado
comenzó a retorcer sus miembros bajo el peso del cuerpo de su enemigo intentando
mantener una posición ventajosa. Mientras realizaba aquella maniobra se dio cuenta de
que el zombi estaba moviendo la cabeza sobre su costado derecho, bajo el abrigo, pero
concentró todos sus pensamientos en intentar escapar de aquella presa mortal. Se oyó un
chasquido y el zombi engominado rodó por el suelo lejos del Doctor Misterio con su
único brazo partido en dos, al haber tenido éxito el justiciero con su técnica de
apalancamiento.
Pero el enmascarado se dio cuenta demasiado tarde de lo que había hecho aquel ser
diabólico, puesto que entre sus amarillentos dientes asomaba el papiro mágico. ¡El
malvado zombi le había robado la página del bolsillo!
El Doctor Misterio buscó con la mirada su pistola y al percibir los destellos dorados
se apresuró a hacerse con ella. Sin embargo por el rabillo del ojo se percató de que el otro
atacante iba a rematar a Vic page, y decidió en el último segundo cambiar de objetivo.
Una vez más el estruendo de su Goldam vibró en el aire, y aunque no acertó a su objetivo
al menos valió para hacerle huir y así dejar en paz al escritor malherido. Había perdido el
pergamino, pero al menos le había salvado la vida a Page.
El enmascarado se acercó al escritor y tras un rápido examen vio como sus peores
temores se confirmaban. Page se hallaba herido de gravedad, y la única solución era
llevarlo enseguida a un hospital. Los golpes del jorobado le habían provocado lesiones
internas de difícil curación. Recogió el cuerpo inmóvil del escritor para llevarlo
rápidamente a su coche, estacionado justo al fondo del callejón, cuando de repente decidió
cambiar de opinión para encaminarse de vuelta a casa de Mamá Nazinga.
Esta vez el acceso a la casa no les fue denegado y enseguida Amanda y Chuck se
ocuparon del escritor. Una vez el herido fue despojado de sus ropas y sus heridas lavadas,
Mamá Nazinga entró en la habitación y examinó a Page. Tras permanecer un rato en
silencio con sus manos rugosas posadas en el pecho y en la cabeza del herido, la anciana
hechicera suspiró y miró con cara de angustia al Doctor Misterio.
–Lo siento, pero su amigo está demasiado malherido. Vivirá, pero con graves
secuelas.
–Pero debe haber algo que usted pueda hacer, la gente dice que puede hacer milagros
con su poder –espetó el enmascarado.
–La gente dice muchas cosas. Sin embargo, es cierto que hay una pequeña posibilidad.
Hay un remedio que puede curarle, aunque lo cambiará para siempre. Es algo tan oscuro
y siniestro que quizá él mismo preferiría quedarse enfermo antes que aferrarse a dicha
cura.
–Haga lo que tenga que hacer, pero cúrelo. Acepto toda la responsabilidad –dijo con
cierto pesar el Doctor Misterio.
Mamá Nazinga asintió con la cabeza e indicó a sus dos ayudantes que hiciesen los
preparativos, mientras con un gesto hizo salir de la habitación al justiciero. El Doctor
Misterio abandonó la casa y fue a la suya propia para descansar, pensando en si habría
tomado la decisión correcta. Ahora lo único que podía hacer era esperar.
Vic Page se sintió flotando en un espacio extraño, sin suelo ni paredes ni techo de
ningún tipo, como si estuviese en el espacio pero sin estrellas brillantes. Vio una luz
brillante a lo lejos, de la cual emanaba un sonido armonioso parecido a una canción de
cuna. El cántico lo llamaba hacia la luz, y él decidió dejarse llevar. Pero entonces sintió
que algo le agarraba y lo sujetaba con fuerza, alejándole de la luz y devolviéndolo a la
oscuridad. Entonces escuchó el sonido de una vieja canción tribal, cuyas palabras
hablaban de los espíritus antiguos y de los dioses olvidados, de fuerzas incomprensibles
que ya eran viejas cuando el hombre aún era joven. Y Page vio pasar ante él imágenes de
guerreros de otra época dándose muerte entre sí, de chamanes enarbolando cayados
rúnicos mientras susurraban antiguos hechizos prohibidos, y de gigantescos tótems de
madera oscura cuya superficie aparecía salpicada de centenares de símbolos rúnicos de
gran poder. De repente una de esas gargantuescas efigies retorció su cabeza para enfocar
su refulgente mirada sobre él, extendiendo una mano con forma de garra para herirle en
la piel. A medida que el dolor crecía en su interior, Vic Page comenzó a gritar, sin dejar
de hacerlo ni cuando el oscuro cántico tribal terminó de hacerse oír…
6
Dos días después el escritor Vic Page abrió los ojos, encontrándose en una habitación
desconocida. Se sintió distinto, y no solo por el dolor de cabeza y las náuseas que le
invadían. Sintió una extraña sensación tanto en el pecho como en los brazos, como una
especie de calambre. Con cierto esfuerzo se quitó de encima la sábana que lo cubría, y
fue entonces cuando sin querer dio un grito de sorpresa.
¡Sus brazos y su torso estaban cubiertos por unos extraños tatuajes!
–¿Pero que diablos me habéis hecho? –dijo el escritor, examinando incrédulo los
siniestros símbolos que habían sido grabados sobre la superficie de su piel.
Entonces la puerta de la habitación se abrió y entró Mamá Nazinga ayudada por la
joven Amanda. Sonrió a Page aunque éste no se sintió aliviado en absoluto, pues una
mezcla de asombro y furia se estaba gestando en él.
–Lo siento, señor Page, pero era la única solución, de lo contrario las heridas que
sufrió hace dos noches lo hubiesen matado o tal vez algo peor –dijo la anciana.
–¿Sabe lo que es esto? ¡Pues yo sí, son los malditos tatuajes de los Valaki23! Aún
recuerdo cuando aquellos malditos me secuestraron. ¿Así que ahora soy uno de esos
demonios? –la furia inicial del escritor dio paso a un estado de abatimiento.
–Es cierto que el Poder Oscuro recorre ahora por sus venas, pero eso no significa que
tenga que sucumbir a su influencia. Debe ser fuerte y conservar siempre su instinto, nunca
debe dejarse llevar por la sensación placentera de ser más poderoso. Le aconsejo que no
utilice dicha energía a no ser que sea absolutamente necesario. Ahora es usted un hombre
con su esencia partida en dos, y sólo usted mismo puede realizar la elección del sendero
que recorrerá a partir de ahora. Elija con cuidado, porque de ello dependerá el destino de
su alma.
La hechicera se fue de la habitación junto a su ayudante, dejando a un solitario Vic
Page sumido en completa perplejidad. Tras examinar los tatuajes de su cuerpo intentando
aceptarlos un pensamiento resaltó en su cerebro.
Estaba prácticamente recuperado de todas sus heridas, y en tan solo dos días.
En su apartamento del edificio Wokston, Vic Page no paraba de pasearse inquieto de
un lado a otro. Había telefoneado a Dora Higgins para explicarle que había sufrido un
accidente pero que se encontraba bien. Dora le hizo un par de reproches por haberla tenido
en vilo durante dos días, pero le dijo que lo perdonaría si la llevaba a cenar. Tras una
rápida despedida había colgado, y ahora el escritor pensaba como iba a explicarle a su
novia que tenía aquellos tatuajes.
Pero además tenía otros problemas, como resolver el caso del Nigromante. ¿Tendría
ya todo el grimorio completado, o le faltarían más partes? Luego su mente voló hacia los
recuerdos de la pelea en el callejón. Un jorobado deforme y un zombi. La verdad es que
no era exactamente un cadáver animado, sino más bien…poseído. Como si no fuese un
simple cadáver resucitado, sino más bien un recipiente donde el Nigromante podía imbuir
su consciencia para animarlo. Como en el caso del ladrón del museo. Pero entonces, ¿de
dónde sacaba a aquellos recipientes?
Del cementerio, por supuesto.
Page encendió su ordenador y buscó en la red un plano de Hollow City, para a
continuación ver una relación de los cementerios de la ciudad. Sin embargo una duda le
inquietaba, y era el hecho de que nadie hubiese dicho nada sobre la desaparición de los
23 Los Valaki son seres que usan la Energía Oscura a través de unos tatuajes místicos, y secuestraron a
Vic Page en HC Nº2 “El Ojo de los Dioses”.
cadáveres de sus tumbas. Era un suceso que de seguro hubiese salido en prensa, y no
había sido así. ¿Por qué?
El escritor decidió investigar personalmente cada uno de los cementerios para tratar
de hallar una pista, pero el resultado fue decepcionante. Aunque en todos los camposantos
siempre había alguien dispuesto a soltar la lengua a cambio de un donativo, ya fuese un
funcionario, un guardia o un sepulturero, no encontró indicio alguno de actividad fuera
de lo normal. Ningún cadáver sustraído de su tumba, ningún cuerpo robado del tanatorio
antes del funeral, ni siquiera rumores sobre fantasmas o muertos andantes.
Nada de nada. Y encima los medios de comunicación sólo se hacían eco de una
extraña noticia, la inexplicable desaparición del joven sobrino del alcalde, Martin Adams.
Todo el mundo lo buscaba, y la última vez que se le había visto fue tras una fiesta en la
que seguramente habría cogido una fuerte cogorza. De seguro que se habría ido de
fulanas, el muy palurdo, y le habrían robado hasta los calzoncillos.
Al llegar la noche, Vic Page estaba agotado y crispado. Su investigación se daba de
bruces contra el sólido muro de lo irrefutable: los zombis no provenían de ninguno de los
cementerios. Había perdido el tiempo, lo cual le ponía de mal humor. Apretando los
puños, el escritor golpeó con ira y casi sin darse cuenta el capó de su coche, provocando
la aparición en la carrocería de una gran abolladura. Sorprendido por el resultado de su
acción, Page se miró el puño al darse cuenta de que no le dolía en absoluto, percibiendo
que su mano derecha se hallaba ahora surcada por una capa de venas gruesas e hinchadas
de un color oscuro.
Los tatuajes habían hecho efecto subconscientemente.
Con una mezcla de asco y espanto, Page se subió la manga de su chaqueta y vio como
todo su brazo era una masa sarmentada y negruzca. Comenzó a agitar la extremidad en el
aire con movimientos rápidos, como si pudiera sacudirse los efectos de la magia valaki al
igual que se sacude uno el polvo de la camisa. Al ver que no se producía ningún cambio,
Page entró en el coche e intentó calmarse. Respiró varias veces profundamente,
intentando pensar en algo bueno.
Al cerrar los ojos visualizó el rostro pecoso de Dora Higgins, su novia, y recordó
alguna de las bromas que ambos se gastaban mutuamente. Tras pasar así un minuto o dos,
abrió nuevamente los ojos y suspiró de alivio al ver que su brazo volvía a estar como
siempre.
Entonces sonó el móvil, miró la pantalla luminosa y vio que era Mike el Arrugas.
–¿Si?
–¿Page? Soy Mike –la voz del policía sonaba nerviosa–. Te dije que te llamaría si
surgía algo nuevo sobre el caso del ladrón del museo. ¡Y vaya si lo hay!
–¿Qué tienes?
–El negro se llamaba Tom Douglas, y su identificación ha sido posible gracias a
una foto de archivo. El tío estaba fichado por robos menores y asuntos de drogas, y hace
tres días que se lo cargaron en un lío entre bandas callejeras. ¿Entiendes lo que digo? ¡Te
enfrentaste a un tío que ya estaba muerto!
–Tranquilo Mike, seguro que hay una explicación racional. Tal vez lo enterraran
vivo o algo así.
–¿Y qué me dices de la autopsia? El negro estaba más cosido que unos vaqueros
viejos. Esto me da mala espina.
–Por cierto, Mike, ¿sabes dónde diablos lo enterraron? –preguntó Vic Page.
–Pues donde van todos los muertos de hambre de esta ciudad, en el agujero de
Saint John’s Chapel, cerca del río Hutton.
Al oír la respuesta, el escritor ahogó un grito. ¿Cómo diablos no se le había
ocurrido? Agradeció al Arrugas su colaboración y rápidamente puso en marcha el coche
para dirigirse al lugar que le había indicado el policía.
Saint John’s Chapel, la iglesia de los pobres de Hollow City, el lugar donde
enterraban a los vagabundos, delincuentes de baja estofa y en general a todo aquel que
carecía de medios económicos (y de familiares con dichos medios) para pagarse un
entierro decente. Un lugar en decadencia que sobrevivía gracias a las subvenciones del
gobierno y alguna que otra donación desinteresada. Un sitio que carecía de ordenadores
y bases de datos informatizadas, el lugar perfecto para echar tierra encima de alguien y
deshacerse hasta de su recuerdo.
¡Tenía que ser allí de donde sacaba sus cuerpos el Nigromante!
Era casi medianoche cuando el jorobado llamado Zach abrió la puerta de la
lúgubre guarida de su amo, el Nigromante. Descargó el pesado saco que arrastraba
consigo y depositó sin miramientos sobre el suelo su contenido, un cuerpo humano atado
y amordazado que además se hallaba inconsciente. Acto seguido se acercó a la sucia cama
donde se hallaba postrado el hechicero, cuyo rostro lívido presentaba una palidez aún
mayor de la habitual. Al ver las manchas de sangre sobre su boca y nariz y que también
se habían extendido por toda la sábana que cubría su cuerpo marchito, Zach no pudo
evitar que lágrimas de pena recorriesen las mejillas de su horrible rostro.
Su amo se moría, y él no podía evitarlo.
–Uaaach, chaaaak mhok atuss –dijo en su ininteligible idioma el siervo deforme.
–Tranquilo, mi fiel Zach, todo saldrá bien. ¿Has traído lo que te pedí? –preguntó
el Nigromante, al cual le costaba un esfuerzo enorme incluso pronunciar aquellas
palabras.
Al ver como Zach asentía, la boca del hechicero dibujó una sonrisa. Sabía que ya
casi se había agotado el tiempo, así que dio las últimas instrucciones a su sirviente para
llevar a cabo la última fase de su plan. Los fuertes brazos del jorobado lo depositaron con
suavidad sobre el círculo con runas dibujado en el suelo, justo al lado de otro exactamente
igual donde Zach colocó a la persona que había traído dentro del saco. Luego el jorobado
le entregó el grimorio mágico, ahora completo en su totalidad tras haberle arrebatado el
último fragmento a aquellos dos tipos en un callejón de la Cloaca.
El Nigromante ordenó a Zach que le trajese un bote de la estantería, del cual
extrajo una docena de objetos minúsculos parecidos a semillas. Luego utilizó una de sus
largas uñas para hacerse un pequeño corte en el extremo de uno de sus dedos, colocando
una sola gota de su propia sangre sobre cada una de las semillas. Las envolvió con un
pañuelo y se las tendió a su fiel siervo, que ya sabía lo que debía hacer con ellas.
A continuación el brujo abrió aún más la herida del dedo para que brotara más
sangre, la cual lanzó sobre el suelo donde se marcaba su propia sombra gracias a la luz
de los candelabros. Recitó antiguas palabras prohibidas que tuvieron el efecto de
consumir la sangre derramada y fundirla con su propia sombra, la cual de repente
comenzó a agitarse como si tuviese vida propia.
Ahora ya solo quedaba una cosa por hacer, terminar el encantamiento final. Y con
las últimas fuerzas que aún le quedaban, el Nigromante comenzó a pasar las páginas del
libro a la vez que recitaba entre tenebrosos susurros la fórmula mágica final.
7
Un búho enorme de plumaje grisáceo vigilaba con sus grandes y redondos ojos el
camino que conducía a la entrada de Saint John’s Chapel. Posado en lo alto de uno de los
antiguos árboles plantados alrededor de la iglesia desde hacía décadas, el ave rapaz dejó
escapar a través de su pico inclinado su particular sonido ululante. Sin embargo el búho
tuvo que cambiar rápidamente de posición mediante un frenético abatimiento de alas
cuando sufrió el deslumbramiento provocado por los faros de un automóvil que se detuvo
justo ante la verja de entrada al recinto.
Del coche se apeó Vic page, vestido con unos vaqueros negros y su cazadora
oscura, el cual se sorprendió al darse cuenta de que podía ver con gran claridad a pesar
de la ausencia de luz en la zona. Un cosquilleo que partía de su pecho alcanzando hasta
su nuca le advirtió que nuevamente había activado de forma inconsciente los poderes
otorgados en los tatuajes valaki.
El escritor realizó un escrutinio de aquel lugar, y súbitamente tuvo el
presentimiento de que algo no iba bien. Era como si sus nuevos poderes le concediesen
un sexto sentido que le advertía de una presencia maligna oculta en algún lugar entre
aquellas paredes edificadas en el siglo anterior. Podía sentir aquella fuerza como si fuesen
las gotas de agua de una marea arrastradas por el viento, aunque no sabía a ciencia cierta
si la causa era el aura de poder del Nigromante o el del Libro de los Muertos que se hallaba
en su poder.
Page se acercó a la reja metálica de la entrada, y justo cuando estaba evaluando
las diversas posibilidades para colarse en la iglesia notó un movimiento a su espalda. No
se sorprendió de ver de nuevo la figura del sombrero y la máscara que se había
materializado sigilosamente de entre las sombras como un animal furtivo.
–Te estaba esperando, muchacho –dijo con cierta ironía el Doctor Misterio–.
Pensaba que iba a tener que hacerlo todo yo solo.
–He estado ocupado –contestó Page.
–Me alegro de que te hayas recuperado, te veo bien. ¿Listo para la acción?
–Estoy preparado –contestó el escritor, bajándose la cremallera de la cazadora
para dejar ver el revólver enfundado en la pistolera.
–¿Y eso que es, un juguete? –dijo el justiciero enmascarado en tono burlón–. Si
quieres hacer las cosas bien, necesitas buenas herramientas.
Page puso cara de perplejidad al escuchar las palabras del Doctor Misterio, y más
aún cuando vio que sacaba algo del bolsillo y se lo entregaba. Era una especie de caja
metálica de un color negro brillante, de un tamaño ligeramente mayor que la palma de
una mano. Page cogió la caja y miró a su compañero, pero al ver que permanecía en
silencio optó por intentar abrir la caja, algo a primera vista inútil puesto que parecía
carecer de abertura alguna. Completamente lisa en todas sus superficies, sin cerraduras,
agujeros ni lugares de presión ocultos. Nada.
Page comenzaba a pensar que estaba siendo objeto de una broma cuando la
misteriosa caja comenzó a brillar de forma extraña, a la vez que se movía ligeramente en
su mano como si fuese un teléfono móvil que estuviese recibiendo una llamada. Pero eso
no fue lo único anormal, sino que el objeto comenzó a crecer ante la atónita mirada del
escritor, hasta que segundos después la cajita había tomado las dimensiones de un maletín,
aumentando también su peso.24
El Doctor Misterio se permitió una ligera risita bajo su máscara, haciéndole un
gesto al escritor para que abriera la caja. Page depositó el artefacto en el suelo y comenzó
24 El lector habitual de Hollow City tal vez recuerde cierta caja que se llevó la criatura sobrenatural
llamada “El Fantasma” cuando escapó hacia las alcantarillas (en HC Nº1, Los Oscuros).
a palparlo nuevamente, sintiendo nuevamente un cosquilleo familiar que se extendía en
las palmas de sus manos que reposaban sobre la superficie pulida de la caja.
Y entonces se abrió.
Page se quedó mudo al ver el contenido de la caja. Él ya había visto algo similar
cuando fuera capturado por los Agentes Oscuros, y nunca había pensado que volvería a
ver alguna de ellas. Con mucho cuidado metió ambas manos en el interior de la caja para
sacar de ellas dos pistolas idénticas de formas extrañas, un diseño futurista que combinaba
el mineral conocido como darkanium con las runas mágicas de los valaki. Junto con las
armas había un cinturón de doble funda y varios cilindros pequeños que contenían Energía
Oscura y servían para alimentar el proceso simbiótico que fusionaba las armas con el
propio usuario.
–Vaya, ahora ya eres todo un auténtico Agente Oscuro, espero que eso no se te
vaya a subir a la cabeza –dijo el Doctor Misterio.
–Gracias –musitó Page, que no sabía muy bien que decir tras todo esto.
–No hay de qué, pero recuerda que el uso prolongado de este tipo de armas acaban
agotando la resistencia de aquél que las empuña, y más cuando el usuario no está
acostumbrado a utilizarlas. Sé prudente, hijo.
Y tras ese consejo el Doctor Misterio se adelantó hacia el candado de la verja de
la entrada, buscó en sus bolsillos un juego de ganzúas y tras elegir la que creía más
adecuada utilizó la herramienta para forzarlo. Tras escuchar un satisfactorio clic retiró el
candado y empujó suavemente la reja oxidada, adentrándose junto con Page por un
camino de piedra que conducía a la puerta del antiguo edificio. Sin embargo, por
indicación del justiciero, ambos aventureros rodearon la fachada principal hasta encontrar
una desvencijada doble puerta de madera que daba acceso a la zona trasera de la iglesia,
compuesta por un patio, un cobertizo y el cementerio. Esta vez no se necesitaron ganzúas
puesto que la puerta estaba entreabierta, una silenciosa invitación que el dúo aceptó no
sin cierta inquietud.
El lugar parecía desierto, el suelo estaba cubierto por las hojas resecas arrancadas
de los robles por el frío viento otoñal y al parecer el encargado de la iglesia no tenía prisa
en realizar limpieza alguna. Vic Page se dirigió al cobertizo, donde lo único interesante
era la vieja y destartalada camioneta estacionada allí. Al escritor no le sorprendió
descubrir la mancha de aceite bajo la parte delantera del vehículo, ni tampoco el rastro de
unas leves gotas de una sustancia carmesí alrededor de la furgoneta.
–Creo que aquí hay sangre –dijo el escritor.
–Pues vamos a tener que buscar a alguien de por aquí que nos de ciertas
explicaciones –aseveró el Doctor Misterio.
Entonces Vic Page notó un cambio en el ambiente, como si algo hubiese roto la
soledad que rodeaba aquel triste lugar. O mejor dicho, como si algo acechase en la
oscuridad circundante, algo siniestro y amenazador que estaba a la espera de saltar sobre
ellos de un momento a otro.
Y entonces los sentidos agudizados de Vic page escucharon claramente el sonido
de algo que se arrastraba entre los árboles del cementerio.
–¿Qué ocurre, Page? –preguntó el Doctor Misterio al notar la tensión de su
compañero.
–Algo viene hacia nosotros. Y es algo malo.
Para corroborar las palabras del escritor, una figura apareció en el umbral del
recinto donde se hallaban las tumbas. Se trataba de un hombre de mediana estatura, cuyo
rostro permanecía bajo las sombras, que caminaba hacia ellos con paso tambaleante
mientras se retorcía de forma casi imposible con movimientos estrambóticos de todo su
cuerpo. El horror que emanaba de la visión de aquella aparición aumentó con la presencia
de más figuras similares detrás de ella, en total una docena de criaturas fantasmales que
habían abandonado el reposo de sus frías tumbas para formar una guarnición encargada
de defender a su amo, el Nigromante.
–Vamos Page, no dejemos que un puñado de muertos vivientes nos eche de aquí
–dijo el Doctor Misterio cuya reacción fue desenfundar su Goldam y apuntar con ella en
dirección a los cadáveres andantes.
Page iba a hacer lo mismo cuando un movimiento a su espalda llamó su atención.
Al volverse algo se abalanzó contra él con tanta fuerza que lo derribó de espaldas, y acto
seguido se vio forcejeando contra un enorme sabueso de pelaje oscuro y colmillos
afilados. Por el rabillo del ojo percibió como una segunda forma arremetía por detrás
hacia donde se encontraba su compañero.
–¡Chuiiik, ak aasum! –gritó un hombre de rostro abominable y espalda arqueada,
envuelto en una túnica de monje raída.
Sus incomprensibles palabras iban dirigidas a espolear a los perros adiestrados para
que atacasen a los intrusos, ya fuese para terminar con ellos o al menos para distraerles
lo suficiente como para que el trabajo lo terminasen los muertos vivientes. El jorobado
había estado vigilando los movimientos de los dos aventureros agazapado en la oscuridad,
aprovechando la aparición de la legión de los muertos para sorprenderles entrando por la
puerta que habían dejado abierta. Tras realizar una siniestra mueca que solo podía imitar
una cruel sonrisa de triunfo, Zach salió del recinto cerrando la puerta tras él. Luego se
escuchó el ruido que producía una cadena al ser pasada y el clic de un candado al cerrarse.
Ahora Vic Page y el Doctor Misterio estaban atrapados.
El justiciero gritó de dolor cuando unas terribles fauces se hincaron en una de sus
pantorrillas, propiciando que rápidamente la sangre se extendiese por la herida. Disparó
su pistola dorada hacia el perro asesino, pero falló el tiro por culpa del movimiento
incesante del sabueso, el cual no soltaba su presa por nada del mundo. Un segundo disparo
consiguió dar en el blanco parcialmente, haciendo que el sabueso se apartase apenas un
metro del enmascarado. Sin embargo los ojos inyectados en sangre y los gruñidos salvajes
que profería le indicaron al Doctor Misterio que iba a volver a cargar contra él. El rabioso
can se impulsó sobre sus cuartos traseros y dio un mortal salto mostrando sus colmillos
hacia el rostro del justiciero, el cual extendió su brazo armado en dirección al animal. Una
vez más se oyó el poderoso lamento de Goldam, y el certero disparo destrozó la cabeza
del sabueso en pleno salto, haciéndole retroceder violentamente en el aire hasta que su
cadáver chocó contra el suelo varios metros atrás.
Mientras tanto Vic Page apenas podía protegerse con los brazos del ataque del
otro perro, igual de furioso que su hermano. Por más que intentaba hacerlo retroceder el
animal volvía a abalanzarse sobre él una y otra vez, sin darle ningún respiro. Sentía su
hediondo aliento y su saliva espumosa cada vez más cerca, y Page se daba cuenta que no
podría seguir evitando su furia asesina mucho más tiempo. Jugándose el todo por el todo
el escritor decidió defenderse con un solo brazo, forcejeando contra el sabueso como
podía mientras con el otro brazo desenfundaba una de las pistolas que le había
proporcionado el Doctor Misterio. Nada más sus dedos aferraron la culata de la extraña
arma, unos tentáculos negros salieron de ella y se incrustaron directamente en su muñeca
justo en el lugar donde estaba el límite de los tatuajes valaki grabados en su piel. El
contacto apenas fue doloroso, y rápidamente sintió como una oleada de energía recorría
la conexión entre su cuerpo y la pistola. De repente, sin saber cómo, Page se encontraba
aferrando con su brazo libre el pescuezo del sabueso, cuyos gruñidos de ferocidad se
habían transformado en lamentos angustiosos mientras intentaba sacudirse la presa para
poder huir. Como si estuviese en una especie de trance, Page lanzó al aire al perro como
si fuese un pelele, y sin apenas apuntar apretó el gatillo con la otra mano. El proyectil de
darkanium atravesó al animal como si fuese un saco de patatas, reventándolo y
esparciendo sus tripas por toda la zona.
Vic Page se miró la mano que empuñaba la pistola con una mezcla de sorpresa,
horror y fascinación. Se notaba distinto, cambiado, como si no fuese él mismo del todo.
Y también se sentía poderoso. La Energía Oscura que ahora recorría su cuerpo le había
transformado en un ser diferente, al igual que habían hecho sus enemigos en el pasado.
Se había transformado en uno de ellos, en uno de los Oscuros. Y le gustaba.
–¡Page, rápido, los tenemos encima! –la voz de alarma del Doctor Misterio
penetró en la extasiada mente de Page, devolviéndole a la realidad.
El justiciero enmascarado había agotado el cargador de su Goldam, llevándose por
delante a media docena de los cuerpos corruptos salidos del cementerio. La resistencia a
los disparos y la dificultad que entrañaba tener que matar a un ser que ya estaba muerto
había posibilitado que el resto de los cadáveres estuviesen rodeando ya a los dos
aventureros. Estaban tan cerca que podían ver sus globos oculares sin vida, y podían
incluso oler una mezcla entre carne putrefacta y tierra mojada. Los muertos extendieron
sus garras descarnadas en un intento de alcanzar a sus presas, mientras jirones de ropa y
trozos de carne podrida caían al suelo por la simple acción del movimiento.
Y entonces Page entró en acción, desenfundado la segunda pistola que hizo lo
mismo que la otra, aumentando aún más la sensación de éxtasis al entrar en conexión
simbiótica con su portador. Armado con sus dos pistolas demoníacas, Page desencadenó
una sinfonía de muerte y destrucción sobre aquellas criaturas malditas, disparando una y
otra vez sin cesar. Las balas surcaron el aire una tras otra, impactando en los cuerpos de
los muertos llevándose con ellas partes de sus organismos. Cada vez que se producía un
impacto se creaba una explosión que mezclaba fuego, polvo y trozos de carne hedionda.
Las cabezas reventaron como tomates maduros, las extremidades fueron desmembradas
de los troncos y los cuerpos quedaron reducidos a simples fragmentos diseminados por
todo el lugar. Solamente cuando el último de aquellos seres dejó de moverse tras quedar
completamente irreconocible como cuerpo humano, entonces fue cuando Vic Page dejó
de disparar.
–¿Estás bien, muchacho? –preguntó el Doctor Misterio.
–Creo que sí –contestó Page, mirando las armas conectadas a su cuerpo–. Será
mejor que vayamos tras ese siniestro jorobado que nos ha intentado tender una
emboscada. Si alguien puede conducirnos al Nigromante es él.
Los dos aventureros se dirigieron hacia una pequeña puerta metálica que
conectaba el patio donde se hallaban con la parte trasera del edificio principal de la iglesia.
Un disparo de la Goldam del enmascarado les abrió paso enseguida, adentrándose en lo
que era una cocina sucia y desaliñada. Avanzaron con precaución hasta encontrar un
pasillo a oscuras que conducía tanto al este como al oeste. El Doctor Misterio sacó una
pequeña linterna de su bolsillo y examinó el suelo del pasillo, viendo que habían unas
marcas sobre las losas que indicaban que con frecuencia se arrastraban cosas pesadas en
dirección oeste. Tras seguir el rastro llegaron hasta una puerta que conducía a la base de
la torre del campanario, donde una empinada escalera subía hacia arriba. Las marcas
terminaban allí, y no había señal alguna de la presencia del jorobado o del Nigromante.
–Vaya, que extraño –dijo pensativo el Doctor Misterio–. El rastro termina aquí
pero no creo que subieran nada pesado por esas escaleras tan estrechas.
Vic Page no contestó pues estaba absorto en la sensación de inquietud que le
embargaba. Ya lo había sentido nada más acercarse a la entrada exterior de la iglesia, pero
ahora se hacía aún más patente. Palpó con sus manos las frías paredes de piedra,
concentrándose al máximo en su sexto sentido.
–Creo que aquí hay algo –dijo el escritor deteniéndose sobre una de los muros.
–No me extraña, antiguamente cuando construían este tipo de edificaciones lo
hacían con algún tipo de cámara secreta o túnel de huida, era algo frecuente en aquella
época. Y si aquí hay una entrada secreta, entonces debe haber alguna especie de resorte.
Al decir esto, el enmascarado comenzó a buscar a su alrededor, fijándose en las
estatuas que decoraban la antecámara. Habían representaciones de santos, figuras
angelicales e incluso bustos de vírgenes, pero faltaba algo.
–¿A quién está dedicada esta iglesia? –preguntó el Doctor Misterio.
–A Saint John, o San Juan Evangelista como también le llaman. ¿Por qué lo
preguntas?
–Porque aquí hay un montón de esculturas santurronas pero no encuentro la suya.
–Bueno, no entiendo mucho de eso, pero creo recordar que en la época en la que
construyeron esta iglesia era bastante común la representación heráldica. Ya sabes,
utilizar un símbolo icónico para remarcar la grandiosidad del personaje. Generalmente se
trata de la imagen majestuosa de un animal, como un toro o un león –dijo Page.
–O un águila –atajó el justiciero, deteniéndose ante la escultura de un bello animal
emplumado.
Obedeciendo a un presentimiento, el Doctor Misterio examinó con detalle el
águila de piedra, pulsando y tirando de todos los lugares posibles hasta que encontró un
pequeño resorte oculto bajo una de las alas. Al tirar de él se oyó un chasquido y el ruido
de la piedra al deslizarse, y ante los aventureros apareció una abertura en la pared.
–Ahora veo porque te llaman el Doctor Misterio –bromeó Page mientras seguía a
su compañero a través de la negrura.
La linterna del enmascarado iluminó un corredor oscuro como la boca de un lobo,
lleno de polvo y suciedad, de cuyas paredes emanaba una fría sensación de humedad. El
pasadizo dejaba suficiente espacio como para que ambos aventureros pudiesen caminar
uno junto al otro, y se perdía en el infinito en una inclinación pronunciada y descendente.
Mientras se internaban en la densa oscuridad ambos tuvieron la impresión de estar
bajando hacia el mismísimo Averno, más aún cuando el túnel comenzó a dividirse en
varias ramificaciones asemejándose a un laberinto.
–¿Y ahora por dónde vamos? –preguntó Page, observando las bifurcaciones del
pasadizo sin demasiada esperanza.
–Es por aquí, al menos por este ramal no hay casi telarañas, lo que indica que debe
ser el más transitado –dijo el justiciero encaminándose hacia una de las vías que giraba al
este.
De repente el Doctor Misterio se detuvo, presintiendo que algo iba mal. La
oscuridad en aquel tramo se había vuelto tan insondable que su linterna apenas emitía un
suave brillo, como si las tinieblas absorbiesen su luz. Además el frío se había
transformado en un azote gélido, como si de repente una corriente de aire polar hubiese
hecho su aparición para congelar a todo aquel que entrase en el lugar.
Solo que en aquel pasadizo no soplaba viento alguno.
–¡Cuidado, Page, no entres aquí! –alertó el Doctor Misterio a su compañero,
mientras desenfundaba su arma con movimientos entumecidos por el ambiente gélido que
rápidamente se había desencadenado sobre él.
Vic Page se quedó petrificado mientras veía como la silueta del Doctor Misterio
desaparecía como si la misma oscuridad fuese una entidad viva y hambrienta que cerniese
sus fauces para devorarlo. Un segundo después ya no estaba, ni siquiera se veía la luz de
su linterna, aunque Page aún podía escuchar sus movimientos. Ni siquiera el poder de los
tatuajes que le facultaba de visión nocturna podía penetrar aquella misteriosa barrera de
oscuridad.
El escritor iba a ceder al impulso de seguir al Doctor Misterio a pesar de su
advertencia cuando escuchó el paso sigiloso de alguien a su espalda. Su reacción no fue
lo suficientemente rápida y no pudo evitar que el filo del acero hiriese su carne,
haciéndole exclamar un grito de dolor.
–¡Chiic aauok ulaah! –dijo su atacante, que resultó ser el jorobado que minutos
antes les había preparado la encerrona en el patio exterior de la iglesia.
Armado con un cuchillo de grandes dimensiones del que goteaba la sangre del
propio Page, el jorobado arremetió contra el escritor demostrando que estaba
acostumbrado a manejarse en la escasa luz. Las mismas mutaciones que sufría su cuerpo
desde su nacimiento y que le proporcionaban su apariencia grotesca y monstruosa
también le habían dotado de un extraordinario poder físico, una fuerza brutal de la que
fue víctima Page al caer derribado al suelo bajo el ímpetu de la criatura. El impacto fue
doloroso, provocando nuevos latigazos de dolor en su cuerpo que se sumaban a la herida
sangrante del costado izquierdo.
El jorobado no dio tregua alguna al escritor y sometiéndole bajo su peso asió el
mango de su enorme cuchillo para hundirlo de una vez por todas en su corazón. En la
mente de aquel ser deforme solo había una idea labrada a fuego que llevaría a cabo con
voluntad inquebrantable hasta las últimas consecuencias: darle a su amo el tiempo
necesario para terminar el ritual. Y lo hubiera conseguido en aquel instante si el hombre
al que se enfrentaba fuese el antiguo Vic Page, pero ahora se enfrentaba a algo que era
más que un hombre, un individuo que a su espíritu tenaz y constante sumaba ahora una
fuerza tan antigua como misteriosa: el Poder Oscuro.
Con un movimiento rápido de sus brazos el escritor logró detener el golpe mortal
del jorobado siniestro, cogiéndole por las muñecas justo cuando el arma estaba a escasos
centímetros de su objetivo. Ambos contendientes forcejearon hasta el final, el jorobado
intentando matar al escritor y éste último intentando evitarlo. Zach aplicó toda su fuerza
bruta hasta el límite, aproximando la punta del cuchillo hasta arañar superficialmente la
piel de su víctima. Pero entonces vio los ojos de Vic Page, convertidos en dos pozos de
negrura vacíos de cualquier emoción humana.
Y por primera vez en mucho tiempo, el jorobado llamado Zach sintió miedo, una
sensación que le hizo vacilar y perder por un instante el control de sí mismo. Y Page se
aprovechó de ello, empleando todas sus fuerzas para empujarle hacia atrás. Una vez más
la rabia y la desesperación habían sido el motor de conexión para activar el Poder Oscuro,
el cual hizo que el jorobado saliese despedido a tanta distancia que su cuerpo chocó contra
las paredes del túnel, donde quedó inerte.
Tras derrotar a su enemigo, Page se dirigió hacia el ramal del túnel donde había
desaparecido el Doctor Misterio, encontrándose con una visión sobrecogedora. La
Energía Oscura que ahora recorría su cuerpo con total plenitud, además de acelerar la
curación natural de sus heridas a un ritmo veloz, también le otorgaba la habilidad de ver
la verdadera forma del mágico ser que se ocultaba en el pasadizo. Era una sombra
fantasmal hecha de oscuridad elemental cuyas dimensiones se mezclaban con las del túnel
imposibilitando ver tu tamaño real. Pero era grande, muy grande, y aunque su movimiento
parecía limitarse a flotar en la oscuridad como un globo de aire lo que estaba haciendo en
realidad era paralizar a su víctima mediante un frío hechizante que poco a poco iba
succionando su energía vital. Aquella forma hecha de sombras materializó dos ojos rojos
que brillaron intensamente mientras observaban con la malicia propia de un demonio a
Page, al cual le pareció escuchar el sonido de una risa espantosamente cruel.
El escritor volvió a empuñar sus dos pistolas especiales, sintiendo tanto el
pinchazo en sus brazos como la oleada del Poder Oscuro invadiéndole. Pero se encontró
con el problema de que atrapado en el interior de la sombra maligna se encontraba su
compañero, y si disparaba sus armas contra el demonio con toda probabilidad también
alcanzaría al Doctor Misterio. El riesgo era demasiado grande, pero el tiempo se agotaba
y si no hacía algo pronto el justiciero acabaría consumido por la criatura mágica.
Vic Page se enfrentaba a una de las decisiones más difíciles que había tomado,
pero no le quedaba otra alternativa. Apuntó hacia la sombra y deslizó suavemente sus
dedos índices sobre los gatillos de sus pistolas esperando tener suerte…pero se detuvo
justo cuando percibió como el elemental se apartaba bruscamente hacia el techo del túnel.
Al alejarse del Doctor Misterio, Page vio como el enmascarado estaba de rodillas casi
exhausto, pero sujetando firmemente en su mano derecha una bengala. La potente luz
rojiza que emanaba del objeto era suficiente como para molestar a la criatura, que ahora
intentaba escabullirse rápidamente hacia donde estaba Page.
El escritor no se lo pensó más y disparó sus pistolas contra la sombra, descargando
una lluvia de proyectiles que seguía su mismo movimiento. A medida que las balas de
darkanium impactaban sobre el elemental de oscuridad, el tamaño de éste iba
disminuyendo proporcionalmente. La criatura intentó apartarse del fuego continuo al que
estaba sometida pero Page le cortó la retirada moviendo los brazos para continuar con la
furiosa descarga una y otra vez, hasta que se quedó sin munición. Mientras el escritor
recargaba sus armas vio que la sombra, reducida ahora al tamaño de un balón de fútbol,
comenzaba a aumentar levemente de tamaño al dejar de recibir daño.
Entonces actuó el Doctor Misterio, que habiendo recuperado parte de sus fuerzas
metió la mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó una especie de cartucho que
arrojó hacia donde estaba la sombra viviente.
–¡Ahora, Page! –gritó el enmascarado.
Vic Page disparó sus armas recién cargadas contra el cartucho justo cuando estaba
volando a la altura de la sombra, provocando una pequeña explosión de luces anaranjadas
y un gran olor a pólvora quemada. La detonación de la bengala incendiaria del Doctor
Misterio creó una bola de fuego que cubrió por completo a la sombra, extinguiéndola por
completo y desapareciendo de la visión especial de Vic Page. No quedó de ella ningún
residuo que pudiera volver rehacerse.
Tras acabar con el elemental, Page ayudó a incorporarse al Doctor Misterio, el
cual estaba agotado pero sin presentar herida alguna. Sin embargo el ataque de la criatura
mágica había tenido un extraño efecto sobre los objetos metálicos del justiciero, que
presentaban señales de corrosión inusuales. Hasta la poderosa y brillante Goldam había
quedado inutilizada por el poder sobrenatural de la sombra.
–No importa, sigamos adelante, no creo que falte mucho –dijo el Doctor Misterio,
encaminándose por el túnel que ahora si quedaba iluminado de nuevo por su linterna.
Los dos aventureros continuaron su camino hasta llegar a unas escaleras que
descendían hasta llevarles ante una puerta pesada de madera. Entre ambos consiguieron
abrirla tras un par de empujones, encontrándose en una amplia habitación iluminada por
arcaicas lamparillas de aceite y unas cuantas velas. La estancia estaba revuelta y
desordenada, y tanto los objetos como el escaso mobiliario que la llenaban evocaban una
época remota, como si el tiempo se hubiese detenido hacía siglos en aquel lugar.
Desparramados por todas partes habían libros, pergaminos, folletos, fotografías y
cualquier tipo posible de documento, llamando la atención de Vic Page un montón apilado
de números muy atrasados del periódico local de Hollow City “American Chronicles”. El
titular de uno de ellos rezaba «Joven y brillante universitario sufre grave enfermedad
degenerativa», acompañado por la fotografía de un guapo veinteañero sonriente. Según
el artículo, años atrás a un estudiante de la facultad de Hollow City llamado Luke Lowell,
licenciado en Historia y Lingüística y ganador de varios premios académicos a pesar de
su juventud, se le había diagnosticado una enfermedad conocida como Síndrome de
Haugaard. La enfermedad, de carácter degenerativo y sin cura conocida, confería al
paciente de intolerancia a la luz solar, fobia a los espacios abiertos y a la gente, y
sobretodo una insuficiencia física paulatina a todos los niveles. En un periodo de unos
cinco años desde el diagnóstico, la enfermedad acababa con la vida del paciente.
–Mira esto, Page –llamó el Doctor Misterio, enseñándole algo que acababa de
encontrar.
Se trataba de una serie de artículos que hablaban sobre el Libro de los Muertos,
un antiguo manuscrito perdido cuyo origen databa de la época de los egipcios, y que según
las leyendas contenía los secretos de la vida eterna y la resurrección de los muertos. En
aquellas noticias aparecía subrayado en tinta roja cualquier dato o referencia a la posible
ubicación de cualquiera de sus partes, pues según la mitología de los pueblos antiguos tal
era el poder maléfico del Libro que para que nadie lo ostentase por sí solo su conocimiento
debía ser dividido en varias partes.
–Increíble –musitó Vic Page–. Así que entonces Mamá Nazinga tenía razón en lo
del Libro, es lo que perseguía el Nigromante.
–Así es –corroboró el Doctor Misterio–. Y sea lo que sea que pretenda hacer ahora
ya puede, puesto que posee todas las partes del Libro de los Muertos. Será mejor que…
Un grito espeluznante resonó a través de las paredes, interrumpiendo al justiciero.
Era como si estuviesen aplicando las peores torturas medievales a un prisionero de la
Inquisición, dado el alarido horriblemente prolongado que se escuchaba.
Los dos aventureros fueron hacia la puerta al fondo de la habitación pues el sonido
agónico provenía de allí, y tras abrirla de par en par de una patada irrumpieron en una
sala donde se estaba desarrollando una inquietante escena. En el centro de la estancia
habían dos cuerpos desnudos de cintura para arriba, cada uno colocado sobre el suelo en
el interior de un círculo dibujado con tiza blanca. Uno de ellos era un hombre de piel
pálida, tan flaco y enjuto que se podían contar los huesos de su cuerpo con solo mirarlo,
y con un cabello largo tan blanco como la nieve y de aspecto sucio y desaliñado. A pesar
de su escaso parecido con la fotografía del artículo que acababan de leer recientemente,
era evidente que se trataba de Luke Lowell, el Nigromante. El hechicero sujetaba entre
sus flácidas manos un grueso libro de tapas rústicas con la imagen de un siniestro demonio
en su portada.
El segundo hombre, el que gritaba como si el propio Diablo le pinchase con un
tridente flamígero, era el sobrino del Alcalde Mallory, Martin Adams. El joven
multimillonario, que recientemente había sido declarado como oficialmente
desaparecido, tenía la boca abierta de par en par exhalando horribles gritos mientras en
sus ojos se revelaba una mirada de pavor y locura como si estuviese contemplando el
umbral del infierno.
Sobre ambos hombres se hallaba una forma luminosa que resplandecía con una
fantasmal luz azulada, un rostro demoníaco que giraba sin parar en un movimiento
oscilatorio y lento. Cuando Page y el Doctor Misterio entraron en la estancia, el
Nigromante volvió la cabeza hacia ellos y sonrió malignamente, abriendo sus manos
mientras lo hacía para soltar el Libro de los Muertos. El grimorio mágico quedó envuelto
entonces por la luz fantasmal y pareció cobrar vida, flotando en el aire hasta quedar a la
altura de los ojos del rostro diabólico. Page y el enmascarado intentaron acercarse al libro
pero fueron derribados por una relampagueante onda de choque emitida desde el propio
grimorio, mientras el rostro del demonio reía con carcajadas siniestras mientras
continuaba flotando en el aire como un torbellino.
–¡Page, el libro! ¡Tienes que destruir el libro ahora! –indicó el Doctor Misterio a
su compañero, pues su arma había quedado dañada tras el asalto de la sombra en el túnel.
Al escuchar las palabras del justiciero, de repente la figura fantasmal detuvo su
movimiento y se quedó inmóvil, para a continuación abrir unas fauces de tamaño
descomunal y abalanzarse sobre los dos héroes. Pero antes de sufrir el contacto letal del
ente arcano Vic Page volvió a apuntar con sus bio-armas hacia el Libro de los Muertos,
estableciendo de nuevo el enlace místico entre su cuerpo y aquellos instrumentos de
muerte. La puntería concedida por el Poder Oscuro le permitió a Page acertar de pleno
sobre aquel viejo tomo que contenía entre sus páginas decenas de hechizos y fórmulas
capaces de lo peor. El Libro de los Muertos estalló en el aire con una potente luz cegadora
que hizo apartar la mirada de los dos aventureros, y cuando un instante pudieron volver a
mirar con claridad se dieron cuenta de que tanto el Libro como el rostro demoníaco habían
desaparecido.
–Bien hecho, chico –dijo el Doctor Misterio palmándole el hombro al escritor–.
Esto ha sido mejor que una de tus novelas, ¿eh?
–Tal vez en el futuro tenga que cambiar de estilo, quizás escriba folletines de amor
o algo así –contestó Page esbozando una sonrisa.
El escritor enfundó sus armas rompiendo la conexión mística y se acercó hasta el
joven Martin, que había cambiado sus gritos a unos meros balbuceos incoherentes. Una
mirada desenfocada acompañaba al hilillo de baba que resbalaba de su boca entreabierta,
pero aparte de eso se encontraba bien. Page dejó dormitar al joven y le preguntó a su
compañero como estaba el Nigromante.
–Muerto. Del todo. Este tipo ya no molestará más a nadie –dijo el justiciero tras
examinar el cuerpo del hechicero, el cual había quedado consumido por el encantamiento
hasta terminar convertido en un simple cascarón reseco imposible de identificar.
–Entonces marchémonos de una vez de aquí, estoy harto de este lugar –dijo Page
cargando sobre su espalda al sobrino del Alcalde.
–De acuerdo, pero antes mejor asegurarse del todo.
Tras decir esto, el Doctor Misterio acercó uno de los candelabros de la sala y lo
arrojó sobre los restos momificados del Nigromante, los cuales ardieron como si fuesen
leña seca. En apenas un minuto ya no quedaba rastro alguno de que allí hubiese habido
alguna vez un cuerpo humano.
Emprendieron el camino de regreso por donde habían venido, cansados pero
contentos por haber podido terminar con aquella amenaza. Fue Page quien rompió el
monótono silencio que los envolvía:
–Oye, Doc, ¿qué objetivo crees que perseguía el Nigromante con este bulto? –
preguntó señalando con una inclinación de cabeza al pesado Martin.
–Ya viste el periódico y el estado lamentable en que se encontraba ese tipo.
Imagino que como le quedaba muy poco tiempo de vida necesitaba consumir la energía
vital de alguien para poder curarse. Ya sabes, como en esas novelas de ficción que escribe
cierto tinta-plumas –el justiciero soltó una risita irónica que Page se lo tomó a broma.
–Vale, vale, lo capto. Juro que no vuelvo a escribir nada sobre el Doctor Misterio
si me cuentas de donde sacaste el sombrero y la pistola.
–Eso es una larga historia. Pero lo que sí puedo decirte es que… ¡Cuidado, Page!
De repente el enmascarado se movió con rapidez situándose justo delante del
escritor, a la vez que resonó en el túnel el zumbido de algo que surcaba el aire. Luego
Page contempló atónito como el Doctor Misterio caía desplomado a sus pies, con el
mango de un cuchillo asomando a la altura del corazón.
Un enorme cuchillo que Page ya había visto antes.
–¡Chaac uuiii aook! –gritó el jorobado Zach mostrándose en la boca del túnel.
Vic Page, sin soltar la carga sobre su hombro izquierdo, desenfundó con su mano
libre una de sus pistolas, en un movimiento veloz como el rayo. Apuntó hacia el ser
deforme sin dudar un instante lo que iba a hacer, poseído una vez más por el Poder Oscuro
de los tatuajes grabados en su piel.
–Lo siento, pero no entiendo nada de lo que dices.
La detonación produjo un brillo instantáneo en la oscuridad del túnel, y después
el cuerpo del jorobado quedó sobre el suelo con los sesos esparcidos a su alrededor como
un higo maduro al caer del árbol. Luego Page depositó con cuidado al joven Martin y se
arrodilló junto al Doctor Misterio, el cual estaba herido mortalmente y tan solo le
quedaban escasos momentos de vida.
–¿Por qué lo has hecho? –dijo el escritor.
–El…instinto, supongo…Parece que al fin…vas a saber mi identidad secreta.
Debes llevar mi cuerpo…al número 221 de Bailey Street –musitó el moribundo.
–No digas eso. La ciudad aún te necesita. Hollow City continúa necesitando al
Doctor Misterio –dijo el escritor.
–En eso…tienes razón. Verás, yo no soy…el primero. Siempre ha habido uno
oculto…vigilando las calles de Hollow City.
–¿Qué quieres decir? –dijo el escritor sin entender nada.
Vic Page vio como el enmascarado alargaba lentamente el brazo para llevarlo
hasta su sombrero, caído en el suelo junto a él. Su sorpresa fue mayúscula cuando el
Doctor Misterio lo colocó en la cabeza del propio escritor.
–Ahora tú eres…el Doctor Misterio. Vive en las sombras…pero no entres en la
oscuridad.
Y tras decir esto, George Bannister, el Doctor Misterio, cerró los ojos para siempre
y expiró. Sujetando su cadáver dejaba a un Vic Page completamente atónito, incapaz de
asumir las últimas palabras del que había sido su compañero en esta trágica aventura.
EPILOGO
Las siguientes cuarenta y ocho horas fueron muy movidas para la policía de
Hollow City. Tras recibir una llamada anónima, al fin pudo dar como concluida y con
gran éxito la búsqueda de Martin Adams, el joven sobrino del Alcalde Mallory. El orondo
Alcalde estaba tan contento que por una vez dejó a un lado su habitual estado
malhumorado para pasar a la euforia desmedida, llegando incluso a felicitar al Comisario
Howard. De cara a la prensa la noticia filtrada consistió en que las investigaciones
realizadas por los agentes encargados del caso les habían conducido hasta la Iglesia de
Saint John’s Chapel, donde al parecer tenía su particular museo del horror el propio monje
encargado de custodiar la iglesia. Incluso se habían hallado cuerpos desenterrados del
cementerio adyacente que habían sido troceados y desparramados sobre el patio exterior,
e incluso el pobre loco había disparado salvajemente contra sus propios perros guardianes.
Se le acusó de haber sido un demente solitario cuya enajenación le llevó a inmiscuirse en
el territorio de las sectas y la magia negra, llegando a suicidarse mediante un disparo en
la cabeza por fortuna antes de realizar un ritual cuya víctima era el joven Martin. Según
las pruebas halladas en la iglesia, el propio encargado había sido el que estaba tras el robo
del Museo de Hollow City y de otros similares acaecidos en otras dos ciudades.
La ciudad podía considerarse a salvo, gracias a la eficacia de la Policía de Hollow
City y de sus agentes entregados en cuerpo y alma al cumplimiento de su deber, los cuales
arriesgaban su vida a diario intentando mantener a salvo a los habitantes de la ciudad.
–Vaya, fíjate como aprovechan la situación y se hacen autopropaganda –dijo Vic
Page dirigiéndose a su novia, la adorable Dora Higgins.
–Sí, y más ahora que el año que viene serán otra vez las elecciones. Vamos a tener
a Mallory hasta en la sopa –gruñó la joven mientras sorbía su café recién servido por la
camarera.
Page continuó leyendo el ejemplar del American Chronicles que pertenecía al
local donde estaban tomando el desayuno, hasta que al fin tropezó con la noticia que
estaba buscando. Un simple recuadro donde se mencionaba de pasada que gracias a una
llamada anónima habían encontrado muerto en su casa a un tal George Bannister, un
jubilado que al parecer fue víctima de un robo en su domicilio. El hombre sería enterrado
tras la autopsia en el Cementerio General de Hollow City, junto a la tumba de su difunta
esposa.
–Y dime, cariño, ¿cómo te encuentras tras lo del accidente? –preguntó Dora.
–Oh, muy bien. La verdad es que me estoy recuperando rápidamente –Page se
recordó que había tenido que mentirle a Dora para explicar su ausencia durante los dos
días que había estado recuperándose en casa de mamá Nazinga.
Page dejó a un lado el periódico y sacó tanto el bloc de notas como el bolígrafo que
siempre llevaba consigo, poniéndose a garabatear distraídamente mientras Dora se
terminaba el desayuno. Ahora que todo volvía a la normalidad en el Museo de Arte e
Historia de Hollow City, a la novia del escritor le esperaba otra vez todo el trabajo de
preparar de nuevo la inauguración.
–¿Entonces ese demente de Saint John’s Chapel es el mismo que te atacó en el
museo?
–Estoy seguro de ello. Menos mal que lo han cogido. A partir de ahora prometo
que el escritor Vic Page no va a meterse nunca en más líos –dijo el escritor, sin dejar de
deslizar su bolígrafo sobre el papel del cuaderno.
–Espero que eso signifique que vamos a pasar más tiempo juntos –dijo la joven
con cierto tono de reproche mientras se levantaba para ir al cuarto de baño.
Page asintió con la cabeza, sonriendo mientras pensaba que al fin y al cabo no le había
mentido a Dora sobre lo de no meterse en líos. Se quedó mirando fijamente el dibujo que
al fin había terminado, quedando satisfecho con el resultado. En el boceto aparecía con
claridad la figura de un hombre que empuñaba dos pistolas de diseño futurista unidas a
sus brazos por delgadas líneas a semejanza de tentáculos. La silueta vestía un abrigo
oscuro, y su rostro cubierto por una máscara quedaba bajo la protección del ala de un
sombrero ancho de color negro.
En el interior de su lujosa habitación del hotel Gold Imperial, Martin Adams
aprovechó que al fin se encontraba a solas lejos de miradas curiosas para relajarse un
poco. Tras haber sido examinado en el Hospital General de Hollow City por el doctor
Morris había preferido descansar en la suite del prestigioso hotel antes que ser huésped
en la mansión de su tío, el Alcalde Mallory. Al final todo había salido a pedir de boca, sin
que nadie sospechase la terrible verdad.
El joven Martin se despojó de los zapatos y la chaqueta y se dejó caer sobre los
almohadones del sofá de terciopelo, sirviéndose de los exquisitos manjares y del excelente
cava con los que el servicio del hotel le había obsequiado generosamente. Mientras
degustaba su refrigerio se deleitó la vista contemplando los lujos y comodidades de
aquella inmensa habitación, que para él era más grande que una casa.
Mientras se servía una copa del espumoso brebaje tuvo un ligero y breve espasmo
muscular que le provocó tirar al suelo accidentalmente la botella, derramando el cava por
todo el sofá y manchando también la alfombra persa que cubría el suelo. Martin soltó una
blasfemia por aquella torpeza, más su pequeño ataque de ira se tornó en una sonrisa
mientras se daba un masaje en el brazo. Aquello era normal, aún debía adaptarse a sus
nuevas circunstancias, al fin y al cabo ahora tendría un ejército de criados que obedecerían
sus órdenes solo por ser quien era.
Se acercó hacia la puerta que daba acceso al mirador acristalado y salió al exterior,
recibiendo un golpe de aire fresco en su rostro juvenil. Se notaba pletórico, exultante, con
todas sus energías renovadas y dispuesto a comerse el mundo. Se apoyó sobre la
barandilla y contempló las maravillas de la noche, un manto negro cubierto de estrellas
sobre el fulgor hipnótico que desprendía la ciudad de Hollow City. Un espectáculo
maravilloso que le había sido negado desde hacía años, pero ya nunca más.
Nunca más.
Martin se quedó un rato más meditando mientras sus pupilas brillaban con el
reflejo de las luces de la ciudad, y luego regresó a la comodidad de su habitación.
Contempló su reflejo en el espejo colocado sobre la chimenea ardiente, llevando sus
dedos al rostro para volver a palpar su piel pecosa y tersa. Sí, podría acostumbrarse a su
nueva vida, aunque aún tenía que comprobar si sus habilidades continuaban intactas. Se
agachó para recoger uno de los fragmentos de cristal de la botella rota y se realizó un
corte horizontal en su palma izquierda, lanzando las primeras gotas de sangre que
brotaron de la herida hacia el fuego que ardía en la chimenea.
Al entrar en contacto con la sangre las llamas se volvieron de un color rojo intenso,
aumentando su volumen y la temperatura de la habitación hasta hacer que la chimenea
pareciese el umbral al infierno. En el rostro de Martin se dibujó una sonrisa cruel al ver
que a pesar de la destrucción del Libro de los Muertos y de los conocimientos ocultos en
él, aún conservaba su poder innato.
En el centro de las llamas apareció una forma diabólica, un pequeño humanoide
de rostro horrible cubierto de una piel rojiza y escamosa que saltó del fuego para postrarse
ante los pies de su nuevo amo y señor, aquel que lo había invocado.
Al fin y al cabo, el Nigromante necesitaba un nuevo siervo ahora que el antiguo
había muerto.
FIN
CAZADORES DE LEGADOS
Era un viernes cualquiera en Hollow City, un día más de trabajo antes del fin de
semana cuando los grandes ejecutivos del centro neurálgico de la ciudad volverían a sus
grandes casas de lujo en el barrio residencial de Atherthon. Por ello el señor Wirwack
había contratado los servicios de un especialista para que se encargara del problema de
su vivienda antes de su regreso el sábado por la mañana.
–Quiero que desinfecten toda la casa, no importa el coste –había dicho en tono de
superioridad, como casi siempre hacían los ricos–. Y como venga y vea uno solo de esos
bichos peludos corretear por mi casa, sepan que no les pagaré ni un solo dólar, se lo
advierto.
Por ello uno de los conserjes de la zona residencial estaba esperando junto a la entrada
del recinto exterior con la llave de la puerta principal en su bolsillo, mirando el reloj con
una mueca de desgana cuando la furgoneta del exterminador se detuvo justo delante.
–Llega con una hora de retraso, señor…
–Rose, Nick Rose, servicio de veinticuatro horas a su disposición –dijo el recién
llegado extendiendo una tarjeta de visita que el estirado conserje recogió con un gesto de
repugnancia.
Rose se quedó mirando un momento la casa, sin inmutarse, observando la situación.
Para sorpresa del conserje en lugar de ir hacia la puerta de la casa comenzó a rodear el
edificio atravesando sin miramientos el jardín. El ruido de sus pesadas botas de trabajo
mientras pisaba la recién cortada hierba puso histérico al hombrecillo encargado de la
custodia del edificio.
–¡Pero que se cree que está haciendo! Torpe gorila, su trabajo está dentro de la casa,
no fuera.
Rose se detuvo y miró hacia el conserje de forma lastimosa, hablando con la suavidad
que uno suele tener cuando le explica las cosas a un niño ignorante.
–Amigo, tengo que comprobar todas las entradas y salidas de la casa, no sea que
alguno de esos bichos escape y vuelva a formar un nido por aquí cerca. Sería algo
desagradable que seguro no le sentaría muy bien a sus jefes –dijo Rose con una sonrisa
irónica.
El conserje calló, visiblemente intimidado por la velada amenaza del exterminador.
Al encargado no le gustaba nada aquel tipo moreno y con el pelo rapado, que hablaba con
cierto acento latino. Portorriqueños, cubanos, mexicanos…todos eran iguales,
pertenecientes a una casta inferior de la que casi nadie salía en Hollow City. Eran los que
se ocupaban de las tareas desagradables como el trabajo que le había llevado hasta la casa
del señor Wirwack. Siguió a Rose manteniéndose a prudente distancia del mono de
trabajo sucio y mugriento que portaba el exterminador.
–Bien amigo, ahora ya podemos entrar –dijo Rose andando hacia la puerta tras haber
paseado alrededor de toda la casa.
El conserje usó la llave de su bolsillo y dejó entrar primero a Rose, el cual súbitamente
notó el cosquilleo familiar que le invadía siempre que se hallaba cercano un ser
sobrenatural.
–¿Ocurre algo? –preguntó el conserje.
–Mire hacia allí –indicó Rose con la cabeza.
El conserje se llevó una mano a la boca al ver a un par de ratas corriendo alegremente
por el vestíbulo, sin al parecer asustarse por la presencia de los humanos.
–Creo que esto va a llevarme un buen rato. Parece una infestación de primera,
seguramente debido a las obras de ampliación del metro que están realizando a un par de
manzanas de aquí. Las ratas tienen un gran instinto de supervivencia, cuando son
expulsadas de su hogar simplemente buscan uno nuevo.
–Muy bien, pues empiece cuanto antes –el hombrecillo no parecía querer irse a pesar
de la visión de las ratas.
–De acuerdo. Ahora que lo pienso, ¿por qué no me echa una mano? Mientras yo
fumigo, usted podría meter a las ratas muertas en el saco. Parece usted lo suficientemente
fuerte como para soportar la visión de los cuerpos hinchándose hasta reventar por el
veneno, y el hedor de la piel abrasada mientras las toxinas la corroen hasta fundirla.
–Acabo de recordar que tengo cosas importantes que hacer. Avíseme cuando termine,
estaré en el edificio de conserjería –dijo el encargado con la piel lívida.
Nick Rose rio una vez que estuvo completamente a solas, que era lo que realmente
quería. Sí, había venido a exterminar criaturas, pero no eran las ratas lo que tenía en
mente. Su objetivo era cazar al ser que había despertado su sentido especial, el don del
cazador.
Rose volvió a su vieja furgoneta, se puso el traje aislante de color amarillo y la
máscara anti-gas y cogió su bolsa de utensilios. Regresó a la casa, se aseguró de que todas
las puertas y ventanas de la planta baja estaban cerradas y se preparó para fumigar. De la
bolsa extrajo su equipo de fumigación especial, fabricado por él mismo, y tras sujetarse a
la espalda el recipiente que contenía su propio compuesto químico abrió el aspersor y
comenzó a matar ratas. Tardó un buen rato mientras rociaba cada habitación de la parte
inferior de la casa, eliminando a los roedores que habían invadido aquel hogar para
hacerlo propio.
Cuando terminó subió a la planta superior, repitiendo lo mismo una y otra vez hasta
que se vació el depósito del líquido mata-ratas. Registró cada rincón de la casa pero no
encontró nada anormal, solo los cadáveres de las ratas muertas.
Había decenas de ellas, sus restos esparcidos por el suelo, algunas de ellas agonizantes
aún. Rose comenzó a sudar bajo el traje, tanto por el trabajo en sí como porque se había
dado cuenta de dos hechos muy importantes. El primero era que el número de ratas era
demasiado elevado como para provenir de las obras del metro, además de que ninguna
otra casa del vecindario se había quejado por sufrir idéntica plaga. El segundo hecho que
le inquietaba era que su sentido de lo sobrenatural aún permanecía activo.
Pero, ¿dónde se ocultaba el monstruo?
La respuesta acudió a su mente casi al instante, pues era el único lugar del edificio
que aún no había registrado.
El garaje.
Rose volvió al vestíbulo y rebuscó en el interior de su bolsa de herramientas, hasta
que al fin encontró lo que buscaba. En la palma de su mano reposaba una caja de plástico
que al abrirla reveló su contenido, unas cuantas pequeñas jeringuillas con un misterioso
líquido azul dentro de ellas. Se arremangó el traje para descubrir el brazo izquierdo y se
inyectó el contenido de la jeringa. Luego guardó la caja otra vez en la bolsa y esperó a
que el Suero hiciese efecto utilizando la técnica oriental del Kokyu. Dicha técnica
consistía en una mezcla de concentración y respiración que aclaraba tanto su mente como
su espíritu, y que junto al Suero formaba parte de la preparación necesaria para la cacería.
De repente sintió un fuego líquido recorriéndole las venas, una sensación de euforia
que expandía sus sentidos al máximo así como su fuerza y resistencia. Ahora ya no era
Nick Rose el exterminador de plagas, sino el Cazador de Monstruos.
Salió al exterior y volvió a la furgoneta, guardando el traje y el equipo de fumigación.
De la bolsa sacó la herramienta infalible que seguramente iba a necesitar, una especie de
escopeta recortada con un cargador especial preparado para la munición específica con la
que solía alimentarlo. Tras comprobar con satisfacción el arma, Rose se puso sobre la
cabeza su gorra de la suerte con el logo de los Hollow Riders y caminó hacia la puerta del
garaje.
Estaba cerrada, así que tras comprobar que no había nadie por allí que pudiese
entrometerse, Rose usó su fuerza aumentada gracias al fármaco potenciador que fluía por
todo su cuerpo. El metal chirrío con un cruel quejido al ser forzado sin poder resistir el
empuje del cazador.
El sentido del olfato de Rose captó con claridad el fuerte hedor, una fetidez que
mezclaba el olor de los excrementos con el de un animal que lleva días sin lavarse. Rose
buscó el interruptor de la luz pero vio que no funcionaba debido a que los cables habían
sido cortados en varios puntos, mordidos por algo mucho más grande que una rata común.
Confiando en su vista nocturna agudizada por el Suero, Rose penetró en la oscuridad
del garaje sigilosamente, con la mira de su arma preparada para lo que fuese que habitara
allí. Bajo las sombras se perfilaban las formas del cuatro por cuatro que el señor Wirwack
utilizaba los fines de semana, además de los gruesos tubos metálicos que conducían el
gas del depósito principal a la casa.
Rose se puso en tensión y giró rápidamente el cañón de su arma alertado por el sonido
de un objeto metálico que caía al suelo. Vio un rápido movimiento en la penumbra
seguido por el suave roce de unas pisadas amortiguadas, como las patas peludas de una
rata…solo que mucho más grande.
El cazador de monstruos se agazapó en la esquina de una gran estantería llena de
trastos y utensilios para el coche, sabiendo que ya no había más salida y que aquello que
estaba persiguiendo se encontraba con total certeza a tan solo unos pocos metros. Respiró
hondo, contuvo el aliento y giró la esquina dispuso a disparar.
Pero allí no había nada, tan solo la puerta de rejilla que daba acceso a la caldera de
gas, y que estaba cerrada con un grueso candado. Rose se arrodilló buscando entre los
objetos destartalados, basura e inmundicia que había en un rincón, con seguridad la
madriguera de la criatura. Sólo encontró pelo animal en gran cantidad.
Pelo de rata.
Se lanzó rodando por el suelo justo cuando algo cayó del techo sobre él. De un fuerte
tirón la criatura le arrancó la escopeta, y un doloroso zarpazo laceró su hombro izquierdo
atravesando la ropa protectora. Instintivamente Rose cogió lo primero que había a su
alcance, un pesado bote de pintura, y comenzó a golpear al monstruo una y otra vez sin
descanso.
El ser comenzó a lanzar un chillido agudo, protegiéndose de los golpes del cazador
con unos brazos largos y delgados, cubiertos de un suave vello y que terminaban en unas
garras de animal sucias y desaliñadas. La cabeza de la criatura poseía la estructura de una
rata, aunque su tamaño era humano, y lo mismo pasaba con el torso y las extremidades
inferiores. A aquel conjunto desagradable había que añadirle una larga y sinuosa cola que
salía de la base de la columna dorsal, y que no paraba de agitarse debido al dolor.
Cuando el hombre-rata quedó arrinconado por los golpes de Nick Rose, el instinto de
supervivencia lo encolerizó y le hizo arrojarse con furia sobre la pierna derecha del
cazador, hincándole sus dientes en la carne. Rose respondió con un codazo sobre su
cuello, pero el monstruo en lugar de soltarle se aferró a su pierna mordiendo con mayor
vigor. Rose tuvo que golpearle con todas sus fuerzas varias veces hasta que al fin el
hombre-rata aflojó su presa y retrocedió, lanzando un feroz chillido que dejaba abierta
una sucia boca repleta de dientes afilados y ensangrentados.
Entonces aquel ser mitad hombre y mitad animal giró la cabeza hacia la entrada del
garaje, olisqueando el aire como si estuviese percibiendo algo. Nick Rose también lo
percibió aunque de un modo distinto, pues su sentido especial vibró al advertirle que se
aproximaba una nueva presencia sobrenatural.
El hombre-rata reaccionó con salvaje brusquedad y en lugar de enzarzarse en combate
con Rose prefirió quitárselo de encima, haciendo gala de una descomunal fuerza al volcar
sobre el cazador toda la pesada estantería abarrotada de objetos. Solamente los reflejos
potenciados de Rose le permitieron librarse de sufrir un descalabro, pero aun así quedó
atrapado bajo el peso de todo aquel andamio mientras el hombre-rata se alejaba de su
posición corriendo a toda velocidad. Aquello que se aproximaba provocaba en el ser
animal un miedo más profundo que su aversión a la luz solar del exterior.
Justo cuando la criatura cruzaba el umbral del garaje algo aún más rápido que ella la
cogió por sorpresa del pescuezo, alzándola del suelo mientras la contemplaba con cierta
curiosidad aunque sin ninguna lástima. El hombre-rata chilló una última vez antes de que
unas garras demoníacas separaran su cabeza chata y alargada de su cuello pequeño y
estrecho, regando con su sangre oscura la entrada al garaje.
Nick Rose vio desde su penosa posición como el recién llegado arrojaba el cadáver
decapitado del medio-animal como si fuese un muñeco roto para caminar hacia donde él
se encontraba. Al acercarse vio que algo en aquella silueta le era familiar.
–¿Quién eres? –preguntó Rose empujando con su fuerza aumentada la pesada
estantería.
El metal crujió cuando el recién llegado ayudó a Nick a liberarse de todo aquel peso,
apartando entre ambos con facilidad la estantería.
–¿Es que ya no me reconoces, hermanito?
Nick Rose se quedó boquiabierto por la sorpresa al ver como la mano tendida hacia él
para ayudarle a levantarse pertenecía a su hermano, Kevin Rose.
El hombre poseído por el demonio oscuro conocido como Black Devil.
***
En el Baby’s Hall, un truculento antro del barrio latino de Green Leaf, los hermanos
Rose estaban sentados uno frente al otro bebiendo cerveza. Más que una reunión familiar
parecía un combate de boxeo, pues a un lado del ring estaba el joven cazador de monstruos
Nick Rose y al otro el demonio Black Devil, oculto ahora bajo el caparazón de Kevin
Rose.
–¿Cómo está madre? –preguntó Kevin a su hermano menor.
–Ahora está muy bien. Sufrió mucho cuando supo de tu vuelta, aunque ella siempre
mantuvo la esperanza de que siguieses con vida.
–¿Pero tú no, eh? Seguro que pensabas que aquellos mamarrachos de Bussler Green
habían acabado con este menda. Pero ya sabes que los Rose somos muy duros –Kevin
golpeó amistosamente a su hermano y dio un trago a su bebida.
En ese momento el dueño del local aumentó el volumen del televisor, que estaba
dando las noticias del Hollow Channel TV. El locutor narraba algo sobre una explosión
de gas en una casa del barrio de Atherthon, un accidente que había terminado con un
espectacular incendio que había arrasado todo el lugar.
Nick Rose sonrió al imaginar la cara que pondría el señor Wirwack cuando regresase
y viese lo que le había ocurrido a su pequeña mansión. El encargado de las viviendas aún
estaría con los ojos abiertos leyendo el informe de Rose sobre los agujeros hechos por las
ratas en los conductos del gas. Una pequeña chispa en cualquier lugar de la zona y adiós
muy buenas.
–Esa cosa era una de ellas, ¿verdad Nick? –preguntó Kevin–. Una de las criaturas que
estaban confinadas en aquellas cápsulas, al igual que yo, y que escaparon tras el
hundimiento de los túneles25.
–Creo que sí, Kevin, y debe ser la última. Desde que terminó todo aquello no he hecho
más que ir detrás de todos los seres sobrenaturales que escaparon, y puedo decir que he
limpiado Hollow City a conciencia. Hasta ahora –Nick miró a su hermano con cierta
tensión.
–Tranqui, colega, que soy tu hermano mayor. Recuerda que ya te salvé el culo una
vez, y hace un rato creo que también lo estabas pasando mal antes de aparecer yo. No irás
ahora a venirme con el cuento de que tienes que cazarme porque soy un chico malo, ¿no?
–Salvarme no te da derecho a ir matando por ahí sin control.
–Soy yo quien controla las voces, hermano, soy el guardián de mi propio umbral –
Kevin se señaló su sien–. Yo decido cuando abrir la puerta a Black Devil, recuérdalo bien,
hermanito.
–De verdad, Kevin, dime para que has vuelto a Hollow City, además de para seguir
tocándome los…
El sonido del teléfono móvil de Nick cortó de raíz la discusión, rebajando la tensión
que flotaba en el ambiente a raíz de ella. Nick vio que el que llamaba era su amigo Billy
Jones, el chico que una vez había salvado en los suburbios de las garras de otro de los
monstruos que moraban en la oscuridad.
–¿Qué quieres, Billy?
–¡Nick, tienes que venir rápido a la Guarida! –la voz del joven sonaba muy alterada.
–¿Qué es lo que ocurre, amigo?
–¡Ven enseguida, es por Fat Boy! ¡Su padre ha desaparecido!
Con el aparato aún apoyado sobre su oreja, Nick vio sonreír a su hermano.
–¿Lo ves, Nicky? El destino quiere que otra vez los hermanos Rose vuelvan a unir sus
fuerzas, como en los viejos tiempos. Las voces tenían razón al decir que ibas a necesitar
mi ayuda.
Rose cerró los ojos suspirando, pues sabía que no iba a poder deshacerse de la
presencia de su hermano. Si ya era difícil ser un cazador de monstruos en una ciudad
como Hollow City, más aún iba a serlo con un ser poseído pegado a sus talones. En
momentos como ese se preguntaba por qué no se habría dedicado a estudiar o a practicar
algún deporte en lugar de dedicarse a exterminar seres malignos por oscuros y estrechos
callejones.
***
Los hermanos Rose se apearon de la furgoneta de Nick en una calle cercana a la
Guarida, el antro de okupas donde se reunían un grupo de jóvenes rebeldes amantes del
mundo paranormal, los Buscadores de la Verdad. Aunque nadie en su sano juicio dejaría
a solas su vehículo más de cinco minutos en aquel peligroso barrio, allí todos sabían cómo
se las gastaba el dueño de la furgoneta. Nick Rose podía sentir como a cada paso que daba
las miradas de todo el mundo se clavaban en él, unos pocos admirándole por lo que hacía
y muchos más temiéndole por lo mismo.
Los Rose se detuvieron ante la puerta de una destartalada casa de tres plantas, con la
fachada cubierta de decenas de pinturas grafíticas. Una de las pintadas contenía el
logotipo de la vivienda, con las palabras «La Guarida» escritas con grandes letras.
25 Ver H.C. Nº 8, La Guerra Secreta.
–Así que aquí es donde tienes escondidos a tus amiguitos, ¿eh? –dijo Kevin con una
sonrisa.
–Los chicos y yo nos ayudamos mutuamente. Información a cambio de protección,
más o menos. Por cierto, quédate calladito y déjame hablar a mí, ¿quieres? –advirtió Nick
a su hermano.
–Vale, Nick, tú eres el jefe –Kevin levantó las palmas de las manos con un gesto
defensivo.
El cazador de monstruos golpeó la estropeada puerta con los nudillos varias veces,
con una cadencia rítmica que significaba una señal secreta conocida por muy pocos. En
un instante la mirilla de la parte superior se abrió, revelando un par de jóvenes ojos que
escrutaron profundamente a ambos visitantes. Tras cerrarse la portezuela, se escuchó el
sonido de múltiples cerrojos al descorrerse, y luego una muchacha con la cabeza afeitada
les abrió la puerta.
–Sube arriba, Marianne te está esperando –dijo la chica dirigiéndose a Nick–. Pero
este tipo que te acompaña se queda aquí.
Kevin le lanzó una mirada desafiante a la chica, poniendo los ojos de un color negro
intenso. La joven se sintió presa de una sensación de pánico que la hizo retroceder unos
pasos mientras observaba aquellos ojos fríos y oscuros. Levantando un brazo tembloroso
señaló hacia unas escaleras que conducían a la planta superior, invitándoles a subir con
un gesto silencioso.
–Contrólate, Kevin –advirtió Nick a su hermano mientras subían los peldaños.
–Tranqui, hermanito, era sólo una broma –rio Kevin.
Una vez en la planta superior recorrieron un estrecho pasillo hasta llegar a una puerta
cerrada. Antes de poder llamar la puerta se abrió, revelando la amplia habitación donde
se ubicaba el corazón de la Guarida. Una ligera humareda acompañada de un fuerte hedor
les dio la bienvenida, fruto de mantener la sala con las ventanas cerradas y de fumar
cigarrillos sin parar. Lo hermanos Rose tuvieron que tener cuidado para no tropezar con
la extensa red de cables que conectaban una gran cantidad de ordenadores de última
generación, todos ellos tuneados con piezas de hardware cuya procedencia era mejor no
preguntar.
–¡Nick! Me alegro de que hayas venido –dijo Marianne, una joven rubia cubierta de
maquillaje blanco y pequeños piercings que vestía de un ajustado y sugerente cuero
negro.
–Yo también me alegro de verte. Espero que no os importe que haya traído a mi
hermano –Nick señaló con el pulgar hacia donde estaba Kevin, el cual torció la boca en
una sonrisa lupina como saludo.
–Cuantos más mejor –dijo un chico vestido con vaqueros y una chaqueta negra que
imitaba el propio estilo de Nick.
–Billy Jones –Nick le dedicó una sonrisa amistosa–. Veo que lo de apartarse del
peligro no va contigo. El Padre García te echaría una buena bronca si supiese con que
compañías andas.
Billy Jones no dijo nada, aunque su rostro ruborizado demostraba cierto sentimiento
de culpabilidad. Marianne intervino para evitar cualquier discusión, señalando hacia un
sillón donde descansaba un muchacho pelirrojo de rostro pecoso y estómago prominente.
–Ese es el motivo por el que te hemos llamado, Nick. Fat Boy, cuéntale a Nick lo que
nos has dicho a Billy y a mí –dijo Marianne posando una mano suavemente en el hombro
del joven gordito.
Fat Boy alzó el rostro y Nick pudo ver sus ojos enrojecidos y acuosos, además de las
marcas de la fatiga. Posiblemente aquel chico había pasado toda la última noche llorando
a lágrima viva y sin haber conciliado el sueño. ¿En qué problema se habría metido?
–Se trata de mi padre –dijo el chico sonándose la nariz con un pañuelo–. Ha
desaparecido.
–¿Desaparecido? –inquirió Nick–. ¿Cómo es eso?
–Mis padres están divorciados, ya sabéis, y por eso me gusta pasar el tiempo aquí en
la Guarida. Esta semana me toca estar con mi padre, que es pintor en un estudio mugriento
en el barrio de Balmer Street. Habíamos quedado en ir a comer a una pizzería cercana,
pero como tardaba en venir y no contestaba al móvil fui a su casa para ver que ocurría.
Como tengo llave entré en el estudio y me encontré…
Fat Boy detuvo su narración al sentir como su voz temblorosa casi se negaba a salir
por la emoción. Dos surcos acuosos descendieron de sus globos oculares por sus gruesos
mofletes llenos de pecas, hasta que todos los presentes le instaron a que continuara su
historia.
–Veréis, mi padre es un artista de esos a los que a veces se le va la olla, y en casa es
un desastre. Pero toda la vivienda estaba literalmente arrasada, como si un huracán
hubiese entrado allí. No soy ningún lince excepto para los ordenadores, pero allí se había
peleado gente, Y había…sangre.
–¡Bah! –exclamó Kevin despectivamente–. Este enano cara de hamburguesa nos está
haciendo perder el tiempo. Seguramente su viejo se habrá puesto de vuelta tras haberse
fumado algo y estará pudriéndose en algún hospital de mala muerte, o en casa de alguna
fulana.
Billy Jones y Marianne no se contuvieron y defendieron a su amigo, reprochándole al
mayor de los Rose su comportamiento con el pobre Fat Boy. Viendo que la cosa podía ir
a más, Nick intervino y calmó los ánimos, preguntando al pecoso sobre las costumbres
de su padre y si solía meterse en líos.
–Mi padre es un poco raro, pero nunca se ha metido en peleas. Lo único que le gusta
es pintar cuadros en su estudio para malvivir, y además nunca me dejaría en la estacada.
Algo le ha pasado, estoy seguro.
–¿Y por qué habéis acudido a mí y no a la policía? –preguntó Nick.
–¿La pasma? –Marianne se llevó las manos a la cabeza ante la pregunta del cazador
de monstruos–. ¡Claro, hombre! El padre de Fat Boy tiene antecedentes por consumo de
hierba y alcoholismo, y muchas veces se lo han encontrado vagando por las calles o tirado
en algún rincón. Y nuestro amigo es menor de edad, si los servicios sociales se enterasen
de que prácticamente vive aquí por la dejadez de sus padres, lo enviarían a un centro de
menores muy lejos de aquí. Nosotros somos una familia, Nick, no debería tener que
recordártelo precisamente a ti.
Nick Rose vio como los jóvenes Buscadores de la Verdad lo miraban, viéndose
reflejado en ellos con más claridad que ante un espejo pues una vez él mismo se había
encontrado en una situación similar. Un mal padre que gracias a dios había dejado este
mundo antes de hora, un hermano metido en bandas callejeras que dio con sus huesos en
la cárcel, una infancia dura en los suburbios de Green Leaf… Y todo ello unido al
despertar de su consciencia respecto a un mundo oscuro que se hallaba oculto a la vista
de todos, excepto para aquellos que compartían el don de percibir a los seres aterradores
que lo poblaban en la noche. Si Nick había sobrevivido a todo aquello había sido porque
había encontrado a su maestro y mentor John Reeves, el hombre que lo había acogido
como a su propio hijo, tratándole como a uno más en la familia de los cazadores.
–En eso tienen razón estos chavales, Nicky –dijo Kevin–. La familia tiene que estar
unida, no se puede dejar atrás.
Nick apretó los puños y cerró los ojos, dando un fuerte suspiro. Lo único que le faltaba
era escuchar a su hermano medio demonio soltarle un sermón sobre responsabilidad
familiar.
–Está bien, iré –cedió finalmente–. Kevin y yo echaremos un vistazo a ver que
podemos sacar en claro, pero como no sea nada os acordaréis de mí.
–¡Oh, Nick! Sabía que podíamos confiar en ti –Marianne se acercó a él y le estampó
un sonoro beso en una mejilla, lo cual no le sentó especialmente bien a Billy Jones, el
cual desvió el rostro en un ataque de celos ante la mirada divertida de Kevin Rose.
–¡Por fin un poco de acción para los hermanos Rose! –rio Kevin–. Esto va a ser la
leche.
***
Balmer Street era un barrio más de Hollow City, sin la peligrosidad de Sawmill Street
o Green Leaf, ambos suburbios propiedad de la delincuencia callejera que se cebaba sobre
ellos cuando eran envueltos por las alargadas sombras de la noche. Sin embargo en
aquellas horas oscuras su aspecto no se distinguía mucho de aquellos, y daba la sensación
de que era más fácil que a uno le tocase la lotería que salir indemne sin haber sido víctima
de alguno de los muchos delitos que a diario se cometían en las calles de Hollow City. Al
menos en Sawmill Street había dos lugares seguros como la Iglesia de Saint Patrick
regentada por el Padre García y la tienda del anticuario John Reeves. En Balmer Street
no existía ningún refugio semejante, solo una sucesión de casas centenarias que databan
de los primeros años de construcción de la ciudad.
Los hermanos Rose bajaron de la furgoneta de Nick y alcanzaron uno de los pequeños
y decrépitos edificios que ocupaban la manzana, que más que viviendas parecían viejos
ataúdes que apuntaban al cielo nocturno buscando la salvación de las almas que
mantenían atrapadas en su interior. Utilizando las llaves de Fat Boy abrieron el portal y
tras cruzar el lóbrego vestíbulo subieron por las escaleras hasta llegar frente al
apartamento donde residía el supuestamente desaparecido padre del chico.
–Ni siquiera hay nombre en la puerta –observó Kevin mientras su hermano introducía
la llave en la cerradura.
–Según Fat Boy, su padre vive de alquiler y no llevaba mucho tiempo en este lugar.
Como muchos de los artistas frustrados que terminan deambulando por las calles de
Hollow City después de que la ciudad terminase devorando sus sueños e ilusiones –
contestó Nick.
Ambos hermanos entraron en el apartamento, dándose de bruces contra el desorden
anunciado previamente por el chico en la Guarida. Sin embargo su descripción se había
quedado corta, pues ningún rincón de la casa había quedado sin revolver. Muebles rotos,
objetos esparcidos por doquier, cajones con los contenidos volcados sobre el suelo… La
vivienda había sido registrada a fondo.
–¿Qué diablos ha pasado aquí? –preguntó Nick.
–Hermano, o el padre del mocoso se ha vuelto loco o alguien estaba buscando algo a
conciencia –respondió Kevin observando la escena.
Los Rose buscaron algún indicio en la casa que les aclarara lo que había sucedido o
donde podría hallarse el padre de Fat Boy, pero solo hallaron unas pocas manchas de
sangre sobre la sucia moqueta del salón y algunos cuadros que el pintor no había podido
vender.
–Esta sangre aquí y allá indican que hubo una pelea, como dijo tu amigo –dijo Kevin
fijándose en la distribución de las manchas–. Aunque yo más bien diría que le dieron una
buena tunda.
–Tal vez el tipo estuviese metido en asuntos de préstamos impagados, y alguien vino
a cobrar la deuda. Y tal vez se la cobraron de algún modo –Nick se fijó en un caballete
que pese a no sostener ningún cuadro era el único objeto que no había sido víctima de
violencia alguna.
–¿Quieres decir que se llevaron un cuadro de este tío? Pero fíjate en el resto que hay
aquí, son tan cutres que ni siquiera servirían para adornar las paredes del Baby’s Hall.
¿Quién iba a querer quedarse un cuadro así?
–Kevin, ¿desde cuando eres un experto en arte? Pero si te escapabas de las excursiones
a los museos para irte a fumar en cualquier callejón –se burló Nick de su hermano–. Pero
si alguien vino, registró el apartamento en busca de algo de valor, luego zurró al pintor y
finalmente se llevó el cuadro tras no lograr algo mejor, ¿dónde está ahora el hombre?
Kevin iba a responder cuando de repente se volvió hacia la puerta del apartamento,
haciendo un gesto a Nick para darle a entender que había escuchado algo. Ambos se
acercaron sigilosamente hasta quedar cada uno a un lado de la entrada, y Kevin hizo un
gesto a Nick para que se preparase mientras él abría la puerta. El mayor de los Rose tiró
del picaporte con rapidez y dio un tirón, haciendo que la persona que estaba apoyada al
otro lado de la puerta intentando escuchar perdiese el equilibrio y cayese de rodillas al
suelo.
–¡Por favor, no me hagáis daño! No diré nada a la policía, os lo juro –dijo la anciana
de pelo canoso y piel arrugada que tenían delante, visiblemente alterada.
–¡Vieja, debería darle vergüenza! A su edad y fisgando detrás de las puertas –riñó
Kevin a la mujer.
–¿Quién es usted y que hace aquí? –preguntó Nick.
–Soy la señora Polly, la propietaria de la mayor parte del edificio, soy la casera de
varios de estos apartamentos, incluido éste. Anoche escuché unos ruidos muy fuertes y
varios hombres que gritaban, entre ellos el inquilino, el señor Walter Collins.
–¿Pudo oír sobre que hablaban? –interrogó Nick.
–¿Y por qué tengo que contestarles? –la señora Polly se levantó y se alisó el vestido,
recomponiendo la compostura–. No les conozco de nada.
–Señora, somos amigos del señor Collins y de su hijo, solo queremos saber si anda
metido en problemas para ayudarle.
La anciana casera se quedó un momento mirando hacia los dos hombres, y tras
pensarlo decidió que no le haría ningún daño contar lo que sabía.
–Está bien, lo único que sé es que hubo una gran tensión, y tras los gritos y los golpes
comenzaron los alaridos de angustia. ¡Parecía que estaban torturando al pobre señor
Collins!
–Y no se le ocurrió llamar a la pasma, ¿eh vieja? –dijo despectivamente Kevin.
–Hace tiempo ya tuve un inquilino que era policía, el señor O’Sullivan, y con ese tuve
más que suficiente. ¡Nada de policías! No señor, ya lo decía mi difunto marido que en
gloria esté, si quieres que…
–Señora, al grano –interrumpió Nick impaciente–. ¿Qué pasó después?
–Tuve miedo, por supuesto, pero al final bajé en silencio un tramo de las escaleras
justo a tiempo para atisbar como salían tres hombres, dos de ellos sujetando al señor
Collins, que parecía inconsciente, y el otro con un gran bulto bajo el brazo.
–¿Un bulto? ¿Podía ser un cuadro? –preguntó Kevin.
–Bueno, estaba oscuro, pero sí, podría tratarse de un cuadro. El señor Collins es pintor,
no muy bueno, ya me entiende, y pasa mucho tiempo en la Facultad de Bellas Artes de la
Universidad de Hollow City. Una vez quiso regalarme un cuadro en lugar de pagarme el
alquiler, el muy granuja, y luego otra vez quería pintar un retrato mío diciendo…
Los hermanos Rose se miraron entre ellos a punto de bostezar de aburrimiento, y tras
ver que era inútil sacar nada más a la señora Polly decidieron continuar la investigación
por otro lado. Tras despedirse de la casera prometiéndola que darían con el señor Collins,
Kevin y Nick se metieron en la furgoneta.
–Bueno, parece ser que el tal Walter Collins está metido en un buen lío. ¿Cómo
diablos vamos a dar con él? –dijo Kevin.
–Pues resulta que gracias a la señora Polly he recordado que tengo un amigo que tal
vez pueda ayudarnos –respondió Nick sacando su teléfono móvil y marcando un número.
El cazador de monstruos no tuvo que esperar mucho para escuchar una voz femenina
que habló con una entonación firme y rutinaria a la vez:
–Comisaría Central de Hollow City. ¿En qué puedo ayudarle?
Kevin casi saltó de su asiento al escuchar cómo su hermano menor respondía la
pregunta:
–Necesito hablar con el agente Paul O’Sullivan, dígale que es urgente –Nick se volvió
hacia Kevin justo antes de que éste replicase–. Sí, ya sé que los chicos no querían
involucrar a la policía, pero este tipo es amigo mío y lo mantendrá en secreto. Confía en
mí, sé lo que hago.
***
Walter Collins abrió los ojos con esfuerzo, observando el grupo de cuatro hombres a
su alrededor que vigilaban todos sus movimientos. De todas formas no podía ir muy lejos,
atado de pies y manos a una silla, débil y con el rostro ensangrentado. Con una ceja
partida, los labios hinchados y varios huesos del cuerpo fracturados el pintor no
presentaba ninguna amenaza para aquellos hombres vestidos de negro, altos y fornidos.
Habían ido a su casa, y tras registrar la vivienda a fondo y hacerle mil preguntas
relacionadas con su último cuadro recién terminado, le habían dado una paliza para luego
secuestrarlo y llevarlo a un lugar desconocido. Tras amenazarle y torturarle durante todo
el día Collins solamente quería que le dejasen en paz, y estaba dispuesto a decirles todo
lo que querían saber. El único problema era que no tenía ni idea de lo que querían aquellos
tipos.
Uno de ellos desvió la mirada hacia la mano derecha, donde un sello dorado rodeaba
el nacimiento de su dedo índice, al igual que el resto de sus compañeros. Cerró los ojos
unos segundos como si estuviese concentrándose en algo, y a continuación se dirigió
hacia Collins.
–Ahora veremos si nos has dicho la verdad o bien nos estás ocultando algo –dijo con
un fuerte acento alemán–. El Observador está aquí.
Algo tanto en su forma de pronunciar aquellas palabras como en su sonrisa siniestra
alarmó al indefenso artista, el cual pudo contemplar a través de sus lágrimas mezcladas
con sangre como una puerta se abría en la oscura sala por la que entró un hombre rubio
vestido con un impecable traje negro de factura elegante. El recién llegado miró uno por
uno a sus cuatro subordinados, los cuales bajaron la cabeza en señal de respeto y tal vez
de vergüenza. Tras coger una silla se sentó lo suficientemente cerca para que Walter
Collins pudiera ver su cara, una máscara impasible y seria en cuyos ojos azules y fríos no
podía atisbarse emoción alguna.
–Muy bien, herr Collins –dijo el hombre rubio con el mismo acento alemán que sus
compañeros–. Iré directo al grano, como le gusta a la mayoría de americanos. Usted ha
pintado hace poco ese cuadro –señaló hacia una mesa cercana donde descansaba la obra
de arte sustraída del apartamento del artista–. Creo que lo ha titulado «La Revelación de
Amón-Ra», el dios egipcio del sol. Solo quiero que me diga de dónde sacó la inspiración
para realizar esta obra…tan interesante.
–Ya se lo he dicho a sus amigos, simplemente me surgió la idea tras leer algunos libros
y documentarme un poco por internet. Por favor, no he hecho nada, déjenme en paz de
una vez –suplicó Collins.
–Me gustaría creerle, herr Collins, pero debo estar seguro. Algunos amigos míos se
han enterado de la existencia de este cuadro y se han sentido un poco…interesados. No
se preocupe, no le dolerá mucho. Creo.
Tras quitarse los guantes de cuero oscuros que cubrían sus manos, el Observador
colocó sus dedos en las sienes del pintor, esbozando una siniestra sonrisa. Collins pudo
ver que el anillo dorado con forma de ojo de su índice derecho brilló levemente, y luego
sintió una enorme presión en el interior de su cabeza. El dolor le hizo cerrar los ojos y
gritar angustiosamente, mientras notaba como su mente se abría como la fruta madura
ante una extraña fuerza invasora. Cientos de imágenes comenzaron a desfilar en su
cerebro a velocidad vertiginosa, como si estuviera contemplando los vagones de un metro
interminable viajando a la velocidad de la luz. Su cuerpo no pudo soportar aquel poder
intrusivo y pronto comenzó a sangrar por la nariz y los ojos, mientras el dolor se hacía
cada vez más insoportable.
El Observador rompió la expresión adusta de su rostro en una mueca de demente
satisfacción al sentir como todas las barreras mentales naturales de su víctima caían una
tras otra como un castillo de naipes ante una fuerte brisa, manteniendo la presión de su
ataque mental a pesar de que Collins sangraba ahora también por la boca y los oídos.
Unos segundos más y pronto toda la mente de aquel hombre caería bajo su dominio
absoluto, por lo que podría bucear entre sus recuerdos para obtener el conocimiento que
buscaba.
Entonces uno de los cuatro Agentes se percató de una ligera vibración en el sello
dorado que portaba, y comprendiendo al instante su significado lanzó una breve orden de
advertencia a sus compañeros.
–Señor, debemos irnos, nos han descubierto –interrumpió el Agente posando
ligeramente una mano sobre el hombro de su jefe–. Debemos abandonar la casa.
El Observador retiró muy a su pesar las manos de la cabeza de Collins, el cual estaba
inconsciente a causa de la agresión psíquica, con la sangre manando por todos los orificios
de su cuerpo.
–¿Cómo es posible que nos hayan descubierto? ¿Acaso alguien os siguió después de
que os llevarais al señor Collins? –preguntó el Observador a sus cuatro pupilos.
–Es imposible, mantuvimos todas las precauciones de siempre –contestó Adam, el
discípulo aventajado del Observador y el que más tiempo llevaba trabajando para él.
Entonces el más joven de todos los Agentes, un muchacho con aspecto de estudiante
de facultad que estaba desempeñando su primera misión en la organización, se movió
visiblemente nervioso y cabizbajo.
–¿Hay algo que quieras confesar a tu señor, Hugo? –el Observador clavó sus ojos de
hielo azul en el muchacho.
–Esto…, ejem…, señor –Hugo se rascó la cabeza sin encontrar las palabras
adecuadas– creo que tal vez sea a causa de esto. Juro que no fue mi intención, no sabía
que fuera a pasar nada malo…
El joven Hugo sacó de su bolsillo el teléfono móvil de Walter Collins, y el Observador
cerró los ojos, para luego lanzar una mirada de decepción al Agente principiante.
–Hugo, tu error nos ha puesto en peligro a todos. Y Damian –el hombre rubio se
dirigió hacia otro de los Agentes– tú eras el encargado de supervisarlo, así que los dos
tendréis la oportunidad de corregir vuestro error. Protegeréis nuestra retirada y retrasaréis
todo lo posible al enemigo. Adam, Gerald, coged a este despojo y venid conmigo,
saldremos por la parte de atrás. Nos veremos más tarde en el punto de encuentro –ordenó
el Observador.
–¿Qué hacemos con el cuadro, señor? –preguntó Adam.
–Cogedlo.
***
Los hermanos Rose se adentraron en la penumbra de un estrecho callejón
aprovechando que no había nadie cerca. Mientras Nick palpaba la recortada especial
escondida bajo su cazadora negra, Kevin intentaba escuchar las voces del interior de su
cabeza que comenzaban a susurrarle la bienvenida.
–Debe ser por aquí, en alguna de estas viejas casas –dijo Nick–. O’Sullivan rastreó el
móvil de Walter Collins hasta este lugar.
–Creo que tu compadre de la poli tenía razón, hermano. Las voces…me
hablan…sienten algo distinto…dicen que está ahí.
Mientras Kevin apuntaba con su índice hacia un antiguo almacén abandonado, Nick
no pudo dejar de inquietarse al ver cómo su hermano volvía a caer bajo el influjo de las
voces demoníacas que habitaban en lo más profundo de su alma, y que cuando tomaban
posesión de su ser lo transformaban en el imparable y descontrolado ser oscuro llamado
Black Devil. Nick ya había tenido que lidiar contra el lado malvado de su hermano y
esperaba no tener que volver a hacerlo, aunque si se encontraba ante dicha tesitura tenía
un par de cartuchos especiales para ello.
–De acuerdo, daremos primero un rodeo y veremos la mejor forma de…
Nick dejó de hablar al ver cómo los ojos de Kevin se volvían de un intenso color negro
y abría la puerta cerrada con un golpe seco. Al decir adiós al sigilo y la sorpresa, Nick
sacó su arma y siguió a su hermano al interior del almacén. El lugar estaba oscuro y sucio,
lleno de polvo y trastos abandonados además de maquinarias inservibles que ocupaban
gran parte del espacio. Al encender su linterna, Nick vio enseguida un rastro de pisadas
en el suelo que desaparecían por una puerta metálica al fondo del almacén. Por debajo de
ella podía apreciarse un débil brillo luminoso que indicaba la presencia de alguien al otro
lado.
De repente la puerta se abrió y dos hombres salieron por ella, un tipo moreno y fuerte
con la cabeza cuadrada y un veinteañero con ojos saltones y grandes orejas. Ambos
vestían de negro y parecían desarmados, aunque miraban desafiantes a los dos hermanos.
–¿Dónde está Walter Collins? –preguntó Nick, encañonando su escopeta hacia los
desconocidos.
–Cuidado hermano, las voces me dicen que no son lo que parecen…
Apenas Kevin había pronunciado esas palabras cuando los tipos vestidos de negro
extendieron sus manos derechas hacia los Rose. Una pesada caja de herramientas voló
directamente desde un rincón hacia la cabeza de Kevin, aunque este hizo gala de sus
grandes reflejos echándose a un lado antes de ser golpeado. Sin embargo Nick fue
sorprendido por el ataque de una manguera industrial que se enroscó a su alrededor,
impidiéndole disparar su arma y manteniéndole sujeto.
–¿Pero qué demonios es esto? –gritó Kevin, esquivando una y otra vez los objetos que
volaban hacia él una y otra vez.
–¡Magia! –respondió Nick–. Por eso mi sentido de lo sobrenatural no ha advertido
nada. Estos tipos están usando algún tipo de magia.
El hombre de la cabeza cuadrada sonrió, concentrándose en usar sus poderes para
enviarle una verdadera lluvia de proyectiles a Kevin. El joven de los ojos saltones se
divertía moviendo su mano derecha en una serie de gestos sinuosos, replicados por parte
de la manguera de polietileno que ahora ascendió por el cuerpo de Nick hasta llegar a su
cuello.
Kevin realizó un salto prodigioso hacia su atacante, pero antes de lograr alcanzarlo un
pesado extintor le golpeó la cabeza y le hizo desplomarse al suelo. Nick contempló con
horror como su hermano desaparecía bajo un montón de chatarra, utensilios y otros
enseres quedando completamente sepultado. Cabeza Cuadrada rio divertido y apremió a
su joven compañero para que terminase con Nick como él mismo había acabado con
Kevin.
Nick sintió la presión férrea de la manguera sobre su tráquea, asfixiándole y dejándole
sin fuerzas. Pronto el dolor dejaría paso a una sensación de vértigo, un mareo que
terminaría en la placidez de la oscuridad total. El oxígeno ya no llegaba a sus pulmones
y pronto la inconsciencia se abalanzaría sobre él con los brazos abiertos.
Entonces toda la montaña de objetos que cubrían a Kevin explotó súbitamente,
dispersándose por toda la zona y haciendo que los dos magos perdieran su concentración
por un momento. Allí, de pie y con la sangre resbalándole húmedamente por la herida en
la cabeza, estaba la figura de Kevin completamente transformada. Su rostro desencajado
era una máscara de puro odio, la ira brillaba en sus ojos hechos de oscuridad mientras los
músculos de su cuerpo hinchaban su camiseta como si ésta fuese ahora dos tallas inferior.
Kevin Rose se había ido, el que estaba allí era ahora…Black Devil.
Cabeza cuadrada se recuperó de la sorpresa y volvió a usar el poder que provenía del
sello dorado para usar la puerta metálica de una taquilla contra la criatura que tenía
delante. Pero Black Devil era un ser creado por fuerzas infernales muy poderosas,
demostrándolo al agarrar al vuelo el arma arrojadiza y usar su borde inferior como arma
cortante contra la mano derecha del mago. Cabeza Cuadrada gritó de dolor agarrándose
el muñón ensangrentando, su poder desvanecido al serle arrebatado el sello dorado junto
a su mano. El siguiente ataque de Black Devil le hundió todos los huesos del cráneo,
matándolo en el acto.
Nick aprovechó la ocasión para hacer un último esfuerzo ahora que el chico de los
ojos de rana había dejado de concentrarse en él, y tras liberar el brazo que aún sujetaba la
recortada decidió disparar sin apuntar, cerrando los ojos y realizando un neicún-gongjí o
ataque de memoria, una de las disciplinas orientales que eran parte de su aprendizaje
como cazador de monstruos. A pesar del dolor en su garganta y de estar a un paso del
desfallecimiento por el escaso flujo sanguíneo del cerebro, Nick disparó una única vez
con su arma hacia donde «recordaba» que estaba situado su contrincante. La recortada
especial del cazador tronó y del muchacho no quedó rastro ni sus ojos saltones ni sus
grandes orejas, solo restos sanguinolentos que regaron el suelo del almacén.
Black Devil arrancó la manguera del cuerpo de Nick y tras un instante de
recuperación ambos se adentraron por la puerta por la que habían irrumpido los hombres
de negro. Un resplandor anaranjado iluminaba una amplia sección que prolongaba el
almacén, lo que antiguamente había servido para dar cobijo a los vehículos de carga y
cuyo espacio estaba ahora ocupado por dos coches. Un Ford Mustang de impecable
factura y color rojo se hallaba junto a un despampanante Mercedes Berlinga de Clase S
de color plateado, este último con el motor en funcionamiento esperando a que terminasen
de subir sus próximos ocupantes.
Nick se fijó en que uno de los hombres portaba un cuadro, y antes de que entrara en
el Mercedes tuvo tiempo de retener la imagen de una figura con cuerpo de hombre y
cabeza de halcón, con un resplandeciente sol de fondo, cuya mano derecha sujetaba un
reluciente cetro dorado. Un segundo después la imagen se desvaneció en el interior del
vehículo junto a su portador.
Black Devil se lanzó hacia el grupo de hombres al ver que uno de ellos estaba
colocando a una persona atada y con las ropas manchadas de sangre en la parte de atrás
del Mercedes plateado. Tal era su velocidad que superó a Nick en varios metros en su
carrera, hasta estar muy próximo de un hombre rubio y vestido con un traje negro de alto
diseño. El desconocido esbozó una sonrisa que poco tenía de amabilidad y señaló con su
mano enguantada hacia el otro vehículo, para a continuación moverla con rapidez hacia
el lado contrario. Mientras una débil luminiscencia rodeaba el guante se produjo un efecto
sorprendente que cogió completamente desprevenido a Black Devil, pues el Mustang rojo
se movió con celeridad duplicando el movimiento que había hecho el desconocido con la
mano, pese a que el motor no estaba encendido. El coche embistió al poseído con un golpe
seco que hizo resonar un crujir de huesos espeluznante, un impacto tan brutal que lo
desplazó varios metros hasta que su cuerpo chocó contra la pared del almacén.
–¡Kevin, no! –gritó Nick enfurecido mientras apuntaba su arma y disparaba hacia el
atacante de su hermano.
La recortada vomitó plomo al tiempo que rugía ensordecedoramente, alcanzando de
pleno a su objetivo el cual fue impulsado hacia atrás hasta que su cuerpo chocó contra el
Mercedes. Pero Nick no se esperaba lo que iba a ocurrir a continuación, pues con horror
vio que un fulgor verdoso sobresalía bajo la camisa del hombre rubio, el cual se incorporó
clavando sobre él sus fríos ojos azules. La munición fragmentada que no había llegado a
penetrar en el cuerpo del Observador cayó al suelo mientras se la sacudía de encima como
si fuesen molestos granos de arena.
–Auf wiedersehen –dijo el Observador mirando a Nick.
Una vez más el extraño resplandor apareció alrededor del guante derecho del alemán,
el cual simplemente cerró su puño y lo desplazó en dirección a Nick, como si estuviese
golpeándole pese a que se hallaba a cierta distancia. Seguidamente apareció en el aire
como por arte de magia un enorme puño hecho de energía solidificada del tamaño algo
más pequeño que un hombre, y antes de que Nick pudiese hacer algo por evitarlo fue
golpeado por aquella monstruosidad de tal forma que rodó hacia atrás varios metros.
Cuando el cazador de monstruos se incorporó jadeando y escupiendo sangre a través
de sus labios partidos solo pudo contemplar como el Mercedes se alejaba atravesando la
puerta del almacén y perdiéndose de vista a medida que se adentraba en la oscuridad que
envolvía las calles. Tras recoger su arma se dirigió hacia donde estaba su hermano, el cual
poco a poco se iba poniendo en pie tras asumir de nuevo su forma humana. Sin duda,
Black Devil era un tipo muy resistente, el poder oscuro de su interior había absorbido la
mayor parte de sus heridas, aunque Kevin se frotaba algunas magulladuras que le
quedaban.
–¡Hijos de mala madre! –dijo Kevin con su particular acento latino que sacaba a
relucir sobre todo cuando se cabreaba–. ¿Quiénes eran esos tipos?
–No lo sé, hermano. Pero creo que no tardaremos en averiguarlo.
***
Los últimos vestigios de la noche en el barrio de Sawmill Street fueron barridos por
el manto del alba, y mientras las ratas y los delincuentes corrían en busca de refugio otros
comenzaban su actividad. Uno de ellos era un hombre alto de pelo canoso que apoyaba
parte del peso de su cuerpo sobre un valioso bastón con el pomo elaborado en plata, y que
tras detenerse ante la puerta de una de las tiendas de la calle sacó un manojo de llaves del
bolsillo y se preparó para abrir su negocio. Cualquiera que lo viese podría pensar que era
algo imprudente ser el primero en llegar al trabajo, a aquellas horas tempranas y sin más
compañía que los gatos callejeros y los borrachos que vagabundeaban por los rincones
tirados en el suelo mientras dormían la mona. Pero el propietario de aquella tienda de
antigüedades no era lo que se dice un tipo corriente.
Era John Reeves, el veterano cazador de monstruos que ocultaba su verdadera
naturaleza bajo la fachada de un anticuario con fama de hombre solitario y con mal genio.
Y nadie en todo Sawmill Street osaba molestarle, ni siquiera los jóvenes pertenecientes a
bandas como los Latin Rebelds pintarían un solo grafiti en su fachada. Solo un puñado de
personas sabían a qué se dedicaba en realidad, pero todos conocían la ley de Reeves:
«Deja en paz a Reeves o lo lamentarás».
Por eso el anticuario y exterminador de criaturas sobrenaturales se sorprendió
ligeramente al escuchar la campanilla de la puerta que anunciaba el primer visitante de la
jornada. Sin embargo la mayor sorpresa fue ver el rostro del recién llegado, pues de todos
los habitantes de Hollow City aquel era sin duda el más inesperado.
–Nick Rose.
Las palabras salieron de la boca del anticuario sin emoción alguna. Nick había sido
en el pasado su aprendiz, aliado y amigo, recogiéndolo de la calle y orientándolo por la
peligrosa senda del cazador. Le había abierto las puertas a un mundo oculto y
sobrenatural, guiándole a medida que transcurrían los años por un camino difícil y oscuro
repleto de vampiros, licántropos, adoradores de sectas satánicas y muchos otros peligros
que la mayoría creía que eran leyendas y cuentos para asustar a los niños. Nick no había
desesperado en aquel viaje, donde el choque contra la dura realidad de aquella dimensión
asombrosa podía acabar con la cordura de la mente más resistente. Donde otros
fracasaron, Nick venció y perseveró, y bajo la experta tutela de Reeves terminó siendo
tan buen cazador como él. Sin embargo el equipo se rompió debido a las diferencias de
caracteres, pues Reeves era radical, amargado y desconfiado, mientras que Nick era
tolerante, abierto y capaz tanto de pedir ayuda como de ofrecerla. Si había una frase que
pondrían en la lápida de John Reeves sería «ojo por ojo».
–Hola John.
Nick Rose miró al que fuera su mentor, intentando adivinar como se tomaría su visita.
La última vez que se habían visto fue cuando se despidieron en la Estación de Ferrocarril
de Hollow City, pues Reeves se había visto obligado a marcharse de la ciudad tras
quemarse su tienda26. Tras un año fuera el anticuario había regresado para rehabilitar su
tienda y continuar su actividad, pero solo tuvieron una breve conversación y después
dejaron de mantener el contacto.
Nick respiró aliviado al ver como Reeves esbozó una media sonrisa y tras cerrar la
puerta por dentro y colocar el cartel de «CERRADO» hacia el exterior le invitó a seguirle
por una puerta que conducía a un largo y estrecho pasillo. Una de las puertas del corredor
daba a la cocina, y Reeves le ofreció a Nick una de las sillas mientras sacaba de la nevera
un par de cervezas bien frías.
–Bien Nick, no te preguntaré cómo estás y todo eso porque últimamente has estado
muy ocupado. Vi lo del incendio de la casa en Atherthon y enseguida supe que era cosa
tuya. Demasiado estridente para mi gusto –Reeves hizo una mueca de disgusto.
–Gajes del oficio, John. Aunque no me des las gracias por ocuparme de todos los
monstruos que escaparon del Laberinto de los Oscuros. Mientras tú estabas fuera he sido
yo y algunos amigos los que nos hemos echado a las espaldas todo el trabajo.
–¿Quieres que te de un aplauso por ello? –dijo el anticuario en tono sarcástico.
Nick sabía que si continuaban con aquella conversación solo lograrían que acabase en
una agria discusión donde sacarían a relucir elementos del pasado, y tenía cosas más
urgentes que hacer que pelearse verbalmente con aquel cascarrabias.
26 Suceso narrado en HC Nº2, El Ojo de los Dioses.
–Mira, John, necesito tu ayuda en un asunto. No se trata de nada relacionado con
criaturas oscuras, más bien creo que se trata de una cuestión de…magia.
Al pronunciar la última palabra Nick consiguió que Reeves entornase los ojos con
extrañeza, una expresión que demostraba que al menos había logrado atraer su atención.
–Está bien. Cuéntamelo.
Mientras tomaban las cervezas Nick relató los acontecimientos del día anterior, como
Fat Boy le había pedido ayuda para encontrar a su padre desaparecido, un pintor de poca
monta llamado Walter Collins. Gracias a la ayuda de un amigo en la policía, había
rastreado el móvil hasta un almacén abandonado donde había tenido que enfrentarse a
unos tipos con poderes mágicos. No había podido detener a los raptores los cuales se
llevaron a Collins y el cuadro que supuestamente había pintado el artista. Nick evitó en
su narración de los hechos mencionar a su hermano, dado que John Reeves no asimilaría
demasiado bien el hecho de que trabajase junto a un ser sobrenatural en lugar de cortarle
la cabeza, que es lo que el anticuario haría a ciencia cierta con Black Devil si le echase la
vista encima.
–¿Así que poderes mágicos, eh? –el anticuario se frotó ligeramente su perilla recortada
con una mano mientras cavilaba sobre las palabras de Nick–. ¿Y dices que había luces
brillantes cada vez que esos poderes eran ejecutados?
Nick sacó de su bolsillo dos pequeños objetos y se los pasó a Reeves. Eran los dos
sellos dorados de los agentes abatidos en el almacén, cuyos cuerpos estarían ahora
metidos en bolsas de plástico de camino al forense. Los anillos mágicos brillaban
relucientes, revelando unas inscripciones que parecían palabras en algún lenguaje
extraño.
–Eran lo único que poseían, salvo una cartera con identificaciones alemanas y tarjetas
de crédito. Los chicos de la Guarida están intentando ver si encuentran alguna pista útil,
pero me da la sensación que estos tipos son de alguna organización pesada capaz de
encubrir su rastro. Necesito algo de dónde tirar, debo encontrar al padre de Fat Boy. Se
lo he prometido al chico.
Reeves se quedó mirando los sellos con una expresión pensativa que Nick ya había
presenciado muchas veces en el pasado, y algo le decía que el veterano cazador estaba
meditando sobre alguna idea que le había venido a la mente.
–Háblame del cuadro que viste. ¿Cómo era? –inquirió Reeves.
–Cómo te he dicho antes, solo pude ver una figura con cabeza de águila y un sol
dorado de fondo. En la mano sostenía una especie de bastón alargado, como el cetro de
un rey.
–O tal vez de un dios… –dejó caer el anticuario–. Acompáñame.
Reeves condujo a su discípulo de vuelta al pasillo y tras bajar unas escaleras se
encaminó hacia la puerta situada al fondo, hecha de metal y con una cerradura electrónica
que se abría mediante un panel de seguridad. El sistema que protegía la entrada lo había
hecho instalar en la rehabilitación de la tienda dada la importancia del contenido que se
hallaba al otro lado de la puerta. Una vez que introdujo el código que solo él conocía,
Reeves invitó a pasar a Nick a una amplia sala cuyas paredes estaban repletas de
estanterías y armarios con decenas de objetos curiosos. Cualquiera que entrase en la sala
no percibiría nada en común en aquel inventario, puesto que habían mezclados tanto
objetos valiosos como simples prendas de vestir, obras de arte antiguas como armas de
hierro oxidadas. Pero Nick si conocía el secreto que ocultaban en su interior todas aquellas
mercancías: eran recuerdos de las actividades que ejercía Reeves protegiendo al mundo
normal de la dimensión paranormal.
El anticuario se acercó a una estantería repleta de libros de extraños títulos y cogió un
grueso tomo que trataba sobre mitología egipcia. Tras pasar rápidamente las desgastadas
páginas se detuvo al encontrar lo que estaba buscando, mostrando a Nick la imagen de
una deidad del antiguo Egipto a cuyo pie aparecía la leyenda «Amón-Ra».
–¿Es esta la figura que viste en el cuadro? –preguntó Reeves.
–¡Ostras, es exactamente idéntica! Pero, ¿de quién se trata? –Nick era un excelente
cazador de monstruos pero carecía de conocimientos sobre historia o mitología más allá
de las leyendas concernientes a seres monstruosos.
–Se trata de Amónrasonter, más conocido como Amón-Ra, el dios egipcio resultado
de la fusión de los dioses Amón y Ra. Amón fue un dios local de Tebas que se unió al
dios Sol formando un culto formidable, pues Amón-Ra significa «rey de los dioses», y
tuvo legiones de seguidores los cuales erigieron fastuosos templos bellamente decorados
que guardaban grandes cantidades de oro, joyas y otros tesoros.
–Pero esta imagen no lleva el cetro que vi en el cuadro –apuntó Nick.
–En eso tienes razón, y no puedo ayudarte porque no soy ningún experto en la materia.
Solo sé que Amón-Ra era una deidad muy importante, nada más y nada menos que el dios
de la resurrección, por eso se le representa a veces con cabeza de águila, halcón, o fénix.
–Fénix, el ave que resucita de sus cenizas –musitó Nick.
–Exacto. Pero lo que me inquieta es que pueden buscar un grupo de alemanes vestidos
de negro de un pintor de poca monta que estaba pintando un cuadro de Amón-Ra.
–¡El cetro! Buscan el cetro de ese dios –dijo de repente Nick.
–Exacto, es el único elemento fuera de lo común, nadie habla de ningún centro ni sale
ninguna imagen suya. Dime una cosa, Nick, ¿viste otros cuadros parecidos en casa de ese
tal Walter Collins? –preguntó Reeves con un extraño brillo en los ojos.
–No, habían varios cuadros y todos me parecieron bastante corrientes, paisajes y
retratos nada fuera de lo común. ¿A dónde quieres llegar?
–¡Piensa, Nick! –dijo el anticuario con cierto aire de reprimenda–. ¿Acaso no te
enseñé nada? Un pintor de mala muerte que de repente pinta un cuadro que atrae el interés
de gente poco corriente. ¿Crees que la inspiración le llegó a través de una musa?
–¡Un plagio! Te refieres a que Collins estaba copiando un cuadro que ya había visto
antes –Nick abrió los ojos al darse cuenta–. El tipo estaba sin un dólar, vio el cuadro
original en algún sitio y lo copió para ganarse unas perras.
Reeves sonrió con satisfacción, alabando el razonamiento del que fuera su pupilo.
–Te aconsejo que te des una vuelta por la Universidad de Bellas Artes de Hollow City,
tal vez ahí tengas un hueso que morder. Yo mientras tanto intentaré averiguar algo más
sobre esto y sus dueños.
Reeves se quedó observando los dos sellos dorados intentando no revelar a Nick lo
preocupado que estaba. Porque si sus sospechas eran ciertas, estaban enfrentándose a algo
muy peligroso y diferente a lo que estaban acostumbrados a tratar. Una amenaza antigua
que sobrevivía a través de los tiempos, un poder oculto en las sombras del que muy pocos
conocían su existencia.
Los Cazadores de Legados.
***
El ambiente que reinaba a mediodía en el campus de la Universidad de Hollow City
era ciertamente triste, ya fuese porque el tiempo estaba empeorando a pasos agigantados
o porque era época de exámenes. Mientras Nick Rose avanzaba por el camino enlosado
que atravesaba el césped miró con cierta envidia los grupos de jóvenes inquietos que
estaban recogiendo sus cosas para apresurarse a buscar refugio. Él nunca había tenido la
opción de poder estudiar una carrera debido a su origen con doble hache: hispano y
humilde. En el barrio latino de Green Leaf solo había miseria y delincuencia, de hecho su
propio hermano Kevin había ingresado en el pasado en la peligrosa banda de los Latin
Rebelds, un destino que lo había llevado derecho a la cárcel tras un incidente en casa de
Mamá Nazinga27. Una celda oscura y fría y un mugriento catre detrás de unos barrotes
era lo que también le hubiese aguardado a Nick de no ser porque tropezó por casualidad
con John Reeves, el hombre que sustituyó la figura paternal a falta de un verdadero padre
y el que le había enseñado cuál era su verdadero destino. Era cierto, nunca podría ser un
abogado, un médico o un investigador científico, pero desde luego podía ayudar a los
demás. Sin embargo su labor era secreta y nadie fuera del ámbito del mundo oculto podía
saber la verdad, ese era el aspecto amargo de su verdadera vocación.
Nick se acercó a la entrada del edificio principal de la Facultad de Bellas Artes, donde
un par de guardias de seguridad observaban con malas pulgas a todos los que iban pasando
por el aro detector de metales. La delincuencia juvenil era un problema grave en Hollow
City, y eso hacía que no solo los matones llevasen armas, sino que también la gente
corriente las portase solo para no sentirse indefensa.
Cuando a Nick le llegó el turno advirtió como los ojos del guardia más próximo se
clavaban en él, como desafiándole a que iniciara algún tipo de enfrentamiento. Se aguantó
las ganas de partirle la jeta y continuó avanzando evitando mirarle a la cara. Nick había
dejado las armas en la furgoneta junto a su hermano, el cual había aceptado a
regañadientes la decisión de Nick debido a que su impetuosidad no sería necesaria. Sólo
había que conseguir cierta información, nada de romperle la crisma a nadie. La única
protección que portaba encima era el pequeño estuche con un par de jeringas que
contenían el Suero, aunque solamente debía utilizarlas como último recurso debido a su
alta capacidad adictiva.
El joven cazador se dirigió a un enorme panel indicativo cercano al mostrador de
recepción, y memorizó la ruta más directa para ir a los despachos de los profesores de
Arte y Pintura. Decidió que hablaría con alguno de ellos para preguntarle por Walter
Collins y el cuadro de Amón-Ra, según la señora Polly el padre de Fat Boy pasaba mucho
tiempo en la Facultad y alguien tenía que saber algo.
Tras subir algunas escaleras y cruzarse con numerosos alumnos que salían
apresuradamente de las aulas buscando el camino a las cafeterías y las zonas de descanso,
Nick encontró un pasillo vacío en cuyas puertas colgaban lustrosos carteles con los
nombres y cargos de los ocupantes de los despachos. Justo cuando comenzaba a andar los
primeros pasos sobre la lustrosa moqueta que cubría el suelo un pequeño plano de la
planta en la que se encontraba le llamó la atención. Al mirar el plano enmarcado en la
pared vio que había una sala de exposición de obras de arte, y decidió ir a echar un vistazo
picado por la curiosidad.
Siguiendo las indicaciones del plano Nick llegó hasta un amplio vestíbulo donde había
un pequeño grupo de alumnos que discutían acaloradamente con un guardia de seguridad
justo delante de la puerta de la Sala de Exposiciones. El guardia era muy mayor, su
uniforme gris no lograba disimular una amplia barriga cervecera y su rostro lleno de
arrugas expresaba un gran enfado. Nick aprovechó que la puerta de la sala estaba
entreabierta y que el guardia estaba ocupado regañando a los jóvenes para colarse dentro
con el mayor disimulo posible.
Las luces estaban apagadas pero aún quedaba la iluminación de emergencia, y Nick
quedó impresionado por lo que había allí. La sala era tan grande que podía haber sido
aprovechada también para un auditorio o sala de proyecciones, o quizás una sala de baile.
Debido a que la exposición actual estaba dedicada a Egipto, la temática había
condicionado la decoración de la sala, razón por la cual había dos estatuas pétreas que
27 El origen de Black Devil se puede leer en HC Nº5, El Demonio Negro.
representaban a los Faraones Seti I y su hijo Ramsés II. Bellos tapices originarios de las
ciudades alrededor del Nilo adornaban las paredes de la sala junto a piezas de arte como
jarrones, herramientas, armas y por supuesto cuadros.
Nick creyó escuchar un sonido a su espalda, pero al volverse rápidamente no vio nada
fuera de lo común. Decidió darse prisa y ver si había algo interesante en la exposición
egiptológica para marcharse lo antes posible. Rebuscó entre los folletos y revistas
informativos, se deslizó entre paneles de cartón con ilustraciones egipcias y se adentró
entre las hileras de vitrinas de cristal que permitían visualizar valiosas reliquias de un
pasado milenario, pero allí no había nada que atrajera su interés.
Descorazonado, Nick se encaminó hacia la salida para reunirse con su hermano justo
cuando percibió algo en un rincón de la sala. Era un trozo de tela cuyo extremo inferior
ondeaba ligeramente a causa del aparato refrigerador que nivelaba la temperatura
ambiente de la sala. La tela en realidad era un gran paño que estaba cubriendo un objeto
cuadrado de las dimensiones de un cuadro, y por debajo asomaban las patas de lo que
podría ser un soporte. Nick se acercó cautelosamente, respirando agitadamente mientras
alargaba su mano derecha con precaución dispuesto a retirar la tela y dejar al descubierto
lo que ésta protegía.
Cuando los dedos del cazador rozaron el paño todas las luces de la sala se apagaron
completamente, incluidas las de emergencia. Al mismo tiempo un extraño ruido resonó
en la quietud, el mismo que antes había escuchado pero de una magnitud mayor. No sabía
la razón pero aquel sonido le produjo un estremecimiento, como un mal presagio, y Nick
se puso en guardia. Rápidamente se agachó detrás de una pirámide de cartón-piedra que
representaba la construcción de Keops, y a continuación echó mano de una de sus jeringas
especiales para administrarse una dosis del Suero. Puesto que habían pasado veinticuatro
horas desde que tuviera que utilizar la sustancia no corría riesgo de perjudicarse con
alguno de los efectos nocivos de la hipermedicación. Su instinto de supervivencia le decía
que iba a necesitar de los beneficios del Suero una vez más.
Nick cerró los ojos y dejó que el fármaco hiciese efecto, regulando la respiración de
forma silenciosa. Tras un momento de concentración abrió los ojos y se encontró viendo
con precisión cada rincón de la sala, gracias a la expansión sensorial que le proporcionaba
el Suero. Entonces volvió a escuchar claramente el sonido que esta vez sí supo identificar.
Eran pisadas. Pero no se trataba de alguien normal. Las pisadas las producía alguien
que pesaba mucho, y que al caminar provocaba un ruido como una gran piedra que golpea
el suelo. Desde su posición Nick asomó un poco la cabeza para observar la puerta de la
sala, y vio dos cosas. La primera era que estaba cerrada, no sabía si porque la habría
cerrado el guardia o alguna otra persona. Y lo segundo fue que las dos estatuas de los
Faraones que custodiaban el umbral ya no se encontraban en su lugar.
«Joder, porqué siempre tendré razón cuando estoy metido en líos», pensó Nick
sabiendo que tendría que enfrentarse a dos estatuas de piedra animadas.
Decidió aprovechar sus reflejos aumentados por el Suero y andar a la carrera hacia la
puerta, pero justo cuando estaba a un par de metros de su objetivo una mano pétrea lo
agarró de la cazadora y lo lanzó contra la pared, derribando en el impacto una lámpara
dorada en forma de gato.
«Mierda, si no es por el Suero me habría abierto la cabeza, menudo golpe», se dijo
Nick mientras se ponía en pie frotándose la cabeza.
Ante él se hallaban las enormes efigies de Seti I y Ramsés II, inexpresivos pero
capaces de moverse y pelear como si fuesen las auténticas reencarnaciones espirituales
de aquellos faraones en busca de venganza. Pero Nick sabía que el poder que animaba las
estatuas era la magia de aquellos hombres de negro que al parecer buscaban el cetro de
Amón-Ra, y que seguramente le habrían sacado alguna confesión al pintor Walter Collins.
Nick cargó con todo su peso sobre el Faraón Seti, pero éste ni se inmutó tras recibir
el golpe cuyo único efecto fue que el joven cazador se doliese el hombro. La respuesta
del gólem fue utilizar su poderoso puño para incrustarlo en pleno rostro de Nick, aunque
ésta vez sí pudo moverse a un lado con la suficiente agilidad como para evitarlo.
Ramsés no se quedó quieto y decidió unirse a su padre en la lucha, cogiendo a Nick
del cuello y levantándolo del suelo con su gran fuerza. El cazador sabía que en un
santiamén quedaría inconsciente por la asfixia o con el cuello roto, y para evitar ambas
opciones decidió agarrar el brazo que lo mantenía preso con ambas manos. A
continuación extendió sus piernas hasta colocar las suelas de sus botas sobre el torso de
Ramsés, haciendo palanca con todo su cuerpo lo máximo que su fuerza le permitía.
El rostro de Nick estaba enrojecido por la falta de aire que ya estaba provocando
también que los pulmones estuviesen a punto de estallar. Pero lo único que saltó de su
sitio fue la mano de Ramsés, que con un crujido seco se separó de la muñeca de su
propietario. Nick se quitó de encima la mano y se echó a un lado rodando por el suelo
mientras Seti intentaba golpearle para vengar a su hijo. El boquete en una de las
estanterías de madera repleta de artilugios de cerámica evidenció la buena fortuna de
Nick, el cual se separó unos metros de las estatuas para recuperar el fuelle y considerar la
situación.
Tras un rápido vistazo a su alrededor Nick rompió una de las vitrinas para hacerse con
un martillo grande de los que usaban antiguamente en Egipto para golpear los grandes
bloques de piedras con los que construían las pirámides. Enarbolando el utensilio como
arma lanzó un terrible golpe contra el mutilado Ramsés, aprovechando la ventaja de que
era más rápido que las estatuas, y el martillo aplastó la cabeza reduciéndola a añicos. Nick
no esperó a comprobar si la criatura podía continuar luchando sin cabeza, así que le
propinó un segundo golpe directo al plexo solar. La fuerza potenciada por el Suero
propulsó sus brazos haciendo que el martillo se estrellase con todo su peso, provocando
que Ramsés descansase en paz mientras los trozos de piedra de su última encarnación
quedasen esparcidos por el suelo de la sala.
Pero aún quedaba otra estatua, la cual se lanzó a por Nick mientras las pisadas
resonaban como las de un elefante sobre un suelo de azulejos. El cazador esperó a que
Seti I estuviese a la distancia adecuada y atacó con el martillo, aunque la estatua agarró
la herramienta con la mano izquierda mientras con la derecha la partía en dos como una
ramita seca. Al verse desarmado Nick intentó echarse atrás, pero tropezó con un jarrón
de cerámica enorme y cayó al suelo, quedando a merced de la criatura.
El faraón de piedra echó hacia atrás el codo para proyectar un puñetazo que iba a
pulverizar de pleno a Nick, cuando de repente la puerta de la Sala de Exposiciones se
abrió con un fuerte estruendo. Una silueta cruzó el umbral tan rápido que nadie podría
haber visto de quien se trataba, pero Nick sonrió al percibir en su mente las vibraciones
sobrenaturales a las que ya estaba acostumbrándose.
Black Devil había llegado.
La estatua se volvió pesadamente para encararse con la nueva amenaza, pero el
demonio oscuro en el que se había transformado Kevin Rose al percibir el peligro en el
que se hallaba su hermano fue implacable y despiadado. Las garras afiladas en las que se
habían transformado sus manos rajaron la piedra como si fuese mantequilla, mientras
atacaban una y otra vez como un torbellino de furia destructora. El faraón intentó aplastar
a su contrincante con poderosos golpes de sus puños, pero no consiguió impactar sobre
aquel cuerpo tan rápido y escurridizo como una anguila.
De repente Black Devil hizo una acrobacia para retirarse del cuerpo a cuerpo,
clavando sus ojos oscuros en la estatua mientras lanzaba una risa grave y malévola. Seti
intentó lanzarse hacia su enemigo, pero tras dar un par de pasos se detuvo alzando la
cabeza mientras sus ojos sin vida miraban a su alrededor. Sin ni siquiera darse cuenta de
lo que pasaba, el cuerpo pétreo del Faraón Seti I de Egipto se fragmentó en decenas de
pedazos, como los pétalos de una flor frente al viento de la primavera. El gigante había
caído convertido en simples restos anatómicos que serían muy difícil de volver a pegar.
–Vaya, hermano, ¿querías la diversión para ti solo? –rio Kevin mientras pateaba la
cabeza de la estatua en dirección a Nick.
–Gracias Kevin, por poco me machacan estas esculturas de Egipto –Nick aceptó la
ayuda de su hermano para levantarse, mientras las garras de éste rápidamente cambiaban
a su forma humana al igual que su rostro y el resto de su cuerpo.
–Estaba esperando en el coche cuando las voces me susurraron que estabas en peligro.
Vine rápidamente hacia aquí para salvarte el culo y por lo que veo parece que acerté.
–Yo también me alegro de ello. Estoy hartándome de los trucos de feria de esos tipos,
a ver si John Reeves averigua algo sobre ellos.
–¿Y tú has encontrado algo útil por aquí? –preguntó Kevin mirando a su alrededor la
sala destrozada.
–Creo que el cuadro está ahí –señaló Nick hacia donde estaba la tela que cubría el
objeto rectangular.
Sin embargo la sorpresa del cazador de monstruos fue mayúscula al ver que ni la tela
ni el objeto cubierto estaban ahí. ¡El cuadro había desaparecido!
–¡Maldición! –blasfemó Nick–. Han debido llevarse el cuadro mientras estaba
luchando contra las dos estatuas, y ni si quiera me he dado cuenta.
Nick estaba enfadado consigo mismo, sintiéndose como un crío al que le roban el
bocadillo en el patio del colegio. Si John Reeves estuviese ahí le diría que era peor que
un novato, y tendría razón.
–Menudo fastidio, así que el cuadro existe de verdad –exclamó Kevin viendo el
espacio vacío.
–Sí, y ahora lo único que podemos hacer es intentar averiguar quién es el autor y cómo
diablos ha pintado una reliquia que en teoría nadie sabe que existe –dijo Nick.
–Eso es algo en lo que tal vez yo pueda ayudarles –dijo una voz a sus espaldas con
una mezcla de orgullo y exquisitez.
Los dos hermanos se volvieron para contemplar a un hombre de unos sesenta años
bien llevados, que vestía un traje de tweed marrón con una pajarita de color granate y
cubría su cabello corto y gris con una gorra escocesa a juego.
–Me llamo Charles Alan MacNeir, pintor, escultor y músico cuando el tiempo lo
permite. A su servicio –el pintoresco artista hizo una reverencia diplomática al tiempo
que lanzaba una sonrisa irónica–. Por cierto, caballeros, si me lo permiten les indicaría
que el guardia de seguridad ya viene para acá con refuerzos, así que convendría que nos
fuésemos de aquí lo antes posible. Evidentemente no son ustedes los ladrones que se han
llevado mi cuadro.
Kevin se quedó un rato mirando recelosamente a aquel tipo que hablaba con acento
escocés y que tenía más pinta de mayordomo que otra cosa. Soltó un gruñido y se acercó
a la oreja de su hermano para hablarle en voz baja:
–Me están entrando ganas de atizarle una buena tunda a este soplagaitas.
***
Una hora más tarde Nick y Kevin se hallaban sentados en el despacho que Charles
MacNeir poseía en el interior de su casa, situada en una de las urbanizaciones de lujo del
barrio de Atherthon. Tras servirles vino en un par de copas, el artista escocés les obsequió
con unas deliciosas pastas recién hechas que había mandado comprar a su criado nada
más llegar. Los hermanos Rose se dieron cuenta enseguida que aquel tipo era
completamente diferente a Walter Collins, era un artista de los buenos cuyo nivel de vida
era muy elevado y que se codeaba con los peces gordos de Hollow City.
–Como verán, me encanta el arte. Soy pintor, aunque también hago mis pinitos en otro
tipo de disciplinas, de vez en cuando compongo alguna partitura o le doy al martillo y al
cincel. Pero supongo que lo que a ustedes les interesa es ese dichoso cuadro de Amón-Ra
–dijo MacNeir guiñando un ojo.
–Cierto –dijo Nick–. Tenemos un amigo que se ha visto en problemas por haber
pintado un cuadro parecido al suyo.
–Vaya, pues lo siento muchísimo. La verdad es que no es la primera vez que pasa.
¿Saben ustedes lo que es un Bardo? –preguntó alegremente MacNeir.
–Eran los artistas callejeros de la Edad Media, ¿no? –contestó Kevin.
–Bueno, sí, pero yo me refiero a otro tipo de Bardos. En realidad se trata de personas
con cierto talento especial para el arte –MacNeir acentuó la palabra «especial» lo
suficiente como para atraer la atención de sus invitados.
Kevin resopló al mismo tiempo que se revolvía en su asiento, con ganas de agarrar el
cuello del traje de MacNeir y hacerle tragar su pajarita. Aquel tipo parecía disfrutar
soltando la información poco a poco, y Kevin sabía varias formas de hacerle hablar mucho
más rápido. Nick vio que cierta hostilidad se formaba en la mirada de su hermano y le
puso una mano en el hombro para calmarlo, al tiempo que hacia un ademán al escocés
para que continuase hablando.
–Verán, caballeros, un Bardo es un artista que posee la cualidad de plasmar en su obra
elementos que le han sido revelados por un poder…digamos que superior. Dios, los
espíritus, entidades cósmicas procedentes de lo más profundo del espacio exterior, lo que
prefieran. Un Bardo es contactado por dicho poder a través de sueños, visiones, e incluso
a veces sin darse cuenta de ello, manifestando la voluntad de la entidad a través de su
obra. A lo largo de la historia han existido numerosos ejemplos de ello, persistiendo aún
hoy en día. La Esfinge, las magníficas estatuas de la isla de Pascua, las profecías escritas
por Nostradamus, e incluso las magníficas creaciones de Leonardo Da Vinci. Todas estas
obras fueron creadas por Bardos, inspirados por los poderes superiores. Y existen muchas
obras menores cuya autoría pertenecen a Bardos menos conocidos, algunos de ellos
tachados de locos y encerrados en manicomios.
–Y usted es uno de esos Bardos –dejó caer Nick.
–¡Exacto! –exclamó con satisfacción MacNeir colocándose su pajarita color granate–
. Aunque está mal que yo lo diga, es cierto que a veces algunas de mis creaciones son más
«especiales» que otras. Como el cuadro de Amón-Ra de la Sala de Exposiciones.
–¿Por qué es tan especial ese cuadro? –inquirió Kevin–. Hay gente peligrosa que anda
detrás de él.
–Lo sé. La verdad es que el don especial del Bardo funciona fuera de toda lógica, sin
que exista ninguna fórmula explicativa a la que poder agarrarse. Un día me levanté con
ganas de pintar, estuve encerrado en mi estudio casi una semana, y cuando salí ya tenía
terminado el cuadro. ¡Y ni siquiera sabía entonces quién diablos era Amón-Ra! Lo supe
después, investigando. Pero sí puedo decirles que la noche siguiente a la culminación de
la obra tuve un sueño inquietante, en el que aparecían hombres malvados vestidos de
negro que buscaban el cuadro. Por eso pedí a la dirección de la Facultad que retirase de
la exposición de egiptología mi cuadro, y mientras el Consejo Rector meditaba mi
petición conseguí al menos que lo mantuvieran cubierto.
–¿Y no sabe nada más sobre quién es esa gente, o porque tenían tantos deseos de
apoderarse del cuadro? –dijo Nick.
–No lo sé, no tengo ni idea. Lo siento mucho –MacNeir hizo un gesto con las manos
lamentando no poseer más información.
–¿Y qué hay del cetro, la vara que agarra Amón-Ra en la pintura? –dijo de repente
Kevin.
–No soy ningún experto en la materia, pero como les dije estuve investigando un poco
al terminar la obra. El Cetro de Amón-Ra solamente aparece en algunas leyendas oscuras,
textos difusos que lo citan como un artefacto sagrado de gran poder. Pero como saben las
leyendas y los mitos no deben ser tomados como certezas.
–Sí, como los Bardos –dijo Nick sonriendo irónicamente–. ¿Sabía alguien aparte de
los miembros de la Universidad sobre la existencia de su cuadro?
–No lo creo, de hecho casi nadie llegó a verlo ni tampoco había ninguna fotografía
suya en el catálogo de la exposición.
Nick miró a su hermano y tomaron en silencio la decisión de dejar a MacNeir, no sin
antes aconsejar al escocés de que tomara ciertas precauciones por seguridad. Tras
abandonar la casa del pintoresco artista, Kevin vio que Nick caminaba con semblante
preocupado.
–¿Qué opinas de todo esto, Nick?
–Está claro que Walter Collins vio el cuadro, lo replicó en su estudio, los hombres de
negro se enteraron y tras interrogarle deben de haberle sacado la información de que el
autor original era MacNeir. Creo que en realidad lo que buscan es el Cetro de Amón-Ra,
pero lo que no sé es porqué quieren el cuadro en sí. Lo mejor será ir a la tienda de Reeves,
a ver que ha averiguado sobre esos magos de pacotilla.
–Vale, pero esta vez no pienso quedarme en el coche. Tendrás que decirle la verdad a
tu amigo –dijo Kevin.
Nick se llevó las manos a la cabeza, pero sabía que su hermano era demasiado
testarudo y que discutir con él no le llevaría a nada que no fuese un agudo dolor de cabeza.
Ahora se iba a pasar todo el trayecto pensando en cómo iba a decirle a un veterano e
irascible cazador de seres oscuros que tenía a uno de ellos como aliado, y que encima no
era otro sino su propio hermano.
Estas cosas solo pasaban en Hollow City.
***
Nick observaba de pie como John Reeves escrutaba a Kevin sin mostrar en su rostro
ningún tipo de emoción. Kevin se había dejado caer en un cómodo sillón mientras ponía
los pies en una silla de madera, poniendo cara de relajación como si todo aquello le
resultara divertido. Y seguro que así era.
Reeves trasladó la mirada del poseído a su antiguo pupilo, y esta vez Nick se sintió
incómodamente atravesado por aquellos ojos tan duros como el acero. Desvió la mirada
del que una vez fuera su maestro hacia uno de los armarios de la sala de trofeos de la
tienda de Reeves, donde guardaba un par de arcabuces con el que se suponía que un
cazador del siglo XVI había terminado con decenas de brujas. Nick se preguntaba si no
abriría la portezuela de la vitrina para coger una de las armas y volarle la cabeza a Kevin.
Entonces Reeves se sirvió un café recién hecho de la gran cafetera de metal que había
preparado minutos antes, removiendo con una cucharilla el líquido negro de la taza
mientras intentaba digerir en su interior algo aún más amargo.
–A ver si lo he entendido bien –rompió el silencio Reeves–. Me estás diciendo que
ese tipo de ahí, que está sentado en mi sillón con los pies en una de mis sillas, sonriendo
con cara de imbécil…es tu hermano el que estuvo metido en la cárcel y que ahora está
poseído por un demonio que no para de atraer mi sentido de lo sobrenatural. Y que lo
sabes desde hace mucho tiempo y nunca me habías dicho nada.
–Bueno, te lo estoy contando ahora –a Nick se le atragantaron las palabras al sonar
como una pobre excusa.
–Tengo a uno de estos apestosos seres en mi propia casa. Y yo que pensaba que nunca
más la vida me traería algo con lo que volver a sorprenderme. Felicidades, Nick, veo que
te has superado a ti mismo –el anticuario bebió un sorbo del café caliente y dejó la taza
sobre una mesilla cercana.
«Al menos parece que lo está llevando bastante bien», pensó Nick para sus adentros.
–¡Hey, viejo! –exclamó Kevin–. ¿A quién estás llamando imbécil y apestoso? A ver
si te doy una galleta en esa cara estirada que tienes, me da igual que seas amigo de Nick.
No tienes ni idea de…
De repente, sin previo aviso, el anticuario realizó un movimiento sorprendente
levantándose de su silla y dando una sola zancada hacia Kevin, a la vez que con la mano
izquierda recogía su bastón y con la mano derecha desenfundaba el estoque que se hallaba
oculto en su interior. Solo la rapidez de Nick sujetando el brazo de su mentor evitó que la
punta del acero se clavase en el cuello de Kevin, aunque se mantuvo arañando su piel
haciéndole sangrar una sola gota de sangre.
–¡Pero como te atreves a traer a un perro hijo de Satanás a mi casa, Nick! –gritó
Reeves tan alto que parecía que era él el ser poseído–. Precisamente tú, que a pesar de
nuestros anteriores desencuentros aún creía que podía confiar en ti. ¿Cómo has podido
hacerme esto? ¡Lo voy a ensartar como a un pollo y luego le cortaré la cabeza como si
fuera un jodido vampiro!
–Cálmate, Reeves. Es mi hermano, pero incluso a pesar de eso si fuese un enemigo
yo mismo terminaría con él. Pero te equivocas, no todos los seres oscuros son monstruos.
Algunos pueden ser valiosos aliados –dijo Nick sin soltar aún el brazo de Reeves.
Los ojos del veterano cazador brillaron como ascuas encendidas con una mezcla de
odio y venganza, con el deseo apremiante de clavarle el estoque a aquel ser sobrenatural.
Solamente tenía que moverse un par de centímetros más adelante y la tarea estaría
terminada, otra muesca más en su historial de criaturas abatidas.
–El único ser oscuro bueno es el que está muerto, ya lo deberías saber –dijo Reeves,
mirando a Kevin.
–No somos muy diferentes tú y yo, viejo –dijo Kevin–. Yo también me dedico a
exterminar monstruos, solo que tú usas una espada oxidada y yo mis poderes
sobrenaturales. El fin justifica los medios.
Las palabras de Kevin hicieron efecto en Reeves, puesto que precisamente aquella
última frase era la que siempre recitaba, la que tantas veces había intentado grabar a fuego
en el espíritu de Nick mientras lo había adoctrinado en la lucha contra los seres de las
tinieblas. Un verdadero cazador no tenía sentimientos, no sentía piedad, solamente tenía
un único objetivo: acabar con los monstruos como fuese, utilizando cualquier medio
posible.
¿Tal vez usando a otro monstruo para ello?
Con un movimiento tan veloz como experimentado Reeves enfundó el estoque para
transformarlo otra vez en un bastón de aspecto inofensivo, y a continuación se sentó para
volver a coger la taza de café. El brillo de sus ojos se fue apagando, sustituyendo la ira
por ¿curiosidad?
«La tormenta ha pasado», pensó Nick con un suspiro de alivio.
–Esto es lo que he averiguado sobre los hombres de negro a los que os enfrentasteis
la noche pasada en el viejo almacén –Reeves saboreó el café y se relajó en su asiento,
mostrando un puñado de viejos libros y arrugados pergaminos–. Al parecer se trata de los
Cazadores de Legados, una organización secreta cuyo origen se remonta siglos atrás, en
Europa Oriental. Su objetivo consiste en apoderarse de todos los Legados posibles,
manteniendo siempre sus operaciones en el máximo secretismo posible. Su cuartel
general está en Alemania, en una ubicación desconocida incluso por la mayoría de sus
agentes, aunque los Cazadores de Legados extienden su poder en todos los continentes y
en la mayoría de países importantes.
–¿Y qué es un Legado? –preguntó Nick.
–Un objeto especial que contiene cierto poder en su interior. Unos dicen que son
objetos creados por hechiceros de tiempos tan remotos que su existencia ha sido borrada
de la faz de la tierra. Otros dicen que fueron dioses de los panteones antiguos los que los
fabricaron para recompensar a sus héroes predilectos. Y hay quienes opinan que el origen
de los Legados simplemente no es de este mundo y que proceden de civilizaciones
extraterrestres que les dieron forma como parte de experimentos con los humanos. En
todo caso, los Legados tienen en común que son objetos que aunque parezcan corrientes
en modo alguno lo son. Es el poder que encierran en su interior lo que persigue este grupo
secreto y que al parecer cuenta con muchos recursos.
–¿Entonces son un grupo de nazis ladrones de artefactos? –inquirió Kevin, hablando
por primera vez.
–Los Cazadores de Legados son un grupo muy antiguo, ya existían mucho antes que
la Alemania de Hitler. De hecho al parecer el Führer era miembro de esta organización,
atraído por la magia y el ocultismo que desprende. Algunos escritos antiguos hablan sobre
cuatro Señores de la Magia que se unieron para fundar el grupo, prolongando su vida
eternamente a través de ciertas prácticas rituales prohibidas. Debido a que necesitan gran
cantidad de energía mágica para ello, acuden a los Legados para extraerles su magia y
utilizarla para sus propios fines.
–¿Entonces los hombres del almacén eran magos? –dijo Nick.
–¡Oh, no! –exclamó Reeves–. Los Cazadores suelen estar organizados en comandos
de cinco hombres, y aunque todos ellos van equipados con Legados menores, como los
sellos dorados que visteis, el que lidera a los otros cuatro suele ser un mago menor o
alguien mejor equipado mágicamente. Un individuo muy peligroso.
–A ver, recapacitemos un poco, barbanieves –Kevin se mofó de la barba canosa del
anticuario–. Tenemos a un hijo de mala madre, el Bardo llamado MacNeir, que por la
Virgen Santísima pinta un cuadro que es la leche. Luego el papi del gordo, que es un
melenas que no tiene donde caerse muerto, va y hace una copia del cuadro. Y por último
tenemos a esos pellejudos primos de los nazis que se enteran de la existencia de la copia,
secuestran al pintor, le sacan la información de que hay un original en el Colegio de Lelos
Amantes del Arte y se lo llevan en nuestras narices. ¿Y todo eso para chuparle la magia
al puñetero cuadro?
–Estás en lo cierto en casi todo, hermano –explicó Nick–. Pero lo que en realidad
buscan es el Bastón de Amón-Ra, ese es el auténtico Legado. El cuadro de la ceremonia
de los dioses egipcios debe ser únicamente el medio de llegar hasta el verdadero objetivo,
como si fuese una especie de mapa.
–Exacto, Nick. Y ahora ellos lo tienen en su poder, con lo que muy pronto se harán
con el Cetro mágico –concluyó Reeves.
El anticuario, su antiguo aprendiz y el hermano de éste se quedaron mirando las caras,
sin saber que más decir. Las cartas estaban encima de la mesa, pero los Cazadores de
Legados estaban un paso por delante. ¿Qué hacer a continuación? ¿Cómo era posible
localizar a ese grupo ultrasecreto que no solo contaba con los recursos del poder y del
dinero, sino también con la magia?
–Un momento –dijo de repente Kevin, con una idea en la cabeza–. Si ese Walter
Collins estaba desesperado con los bolsillos llenos de agujeros, y ya tenía el cuadro
terminado, lo más probable es que hubiera intentado venderlo.
–Cierto. Pero antes de que lo vendiera aparecieron esos tipos para secuestrarle y…–
de repente Nick lo vio claro–. ¡Por supuesto! La única forma de que los Cazadores de
Legados supieran de la existencia de ese cuadro es que alguien les avisase.
–¡Tenéis razón! –exclamó Reeves, a punto de golpearse la frente–. Walter Collins
debió intentar vender el cuadro a alguien que estaba en la nómina de la organización y
que al ver el cuadro les alertó de su existencia. Nuestra única pista es rastrear esa
conexión, tenemos que averiguar quién era ese comprador y obligarle a decir dónde están
los Cazadores de Legados.
***
La furgoneta de Nick Rose se mecía levemente gracias a las fuertes ráfagas de viento
que amenazan con sacarla de la carretera estrecha y llena de curvas que conducía a lo alto
de Hollow Mountain, mientras el motor languidecía con bestiales ruidos que no
auguraban nada bueno respecto al estado del vehículo. El anochecer estaba próximo, y en
apenas una o dos horas aquel camino detestable se llenaría de coches ocupados por
adolescentes en busca de una puesta de sol romántica con el que deleitar a sus chicas antes
de darse el lote.
–La vista es magnífica, sobre todo cuando lleguemos a lo más alto. Aquí vine más de
una vez con Amanda. ¡Ah, la dulce Amanda! ¿Te acuerdas de ella, Nick? –preguntó un
sonriente Kevin, sentado al lado del conductor.
–Sí, claro.
–¡Que tiempos! ¿Por cierto, no habías venido tú también con esa muñeca gótica de La
Guarida?
–Cierra el pico, Kevin –dijo tajante Nick a su hermano mientras giraba el volante para
evitar salirse de la carretera.
–Callaos los dos, esta carretera es muy peligrosa y pronto se hará de noche –Reeves
estaba sentado detrás, mirando por la ventana–. Espero que Fat Boy no se haya
equivocado en cuanto al nombre.
–No lo creo. El chico dice que ese tal Travis Dixon es el único que al parecer se
interesaba por las obras de su padre. Y según la señora Polly, un tipo regordete y con un
fino bigote que vestía un traje muy caro había salido del apartamento de Walter Collins
justo el día antes de que lo secuestrasen. Y creo recordar que alguien me dijo una vez que
las coincidencias no existen –dijo Nick mirando por el retrovisor a Reeves.
El anticuario no dijo nada pero esbozó una leve sonrisa al ver que Nick Rose aún no
había olvidado completamente su adiestramiento. Quizá el tiempo invertido en él no había
sido desperdiciado, después de todo. Aunque seguía detestando la idea de traer con ellos
a un poseído como Kevin, por muy hermanísimo que fuese. Puede que sirviese de alguna
utilidad, pero si en algún momento perdía el control entonces ni siquiera Nick podría
evitar que el afilado acero bañado en plata de su bastón atravesase de parte a parte a
aquella criatura de las tinieblas.
–Hemos llegado –anunció Nick, maniobrando la furgoneta para estacionarla justo
delante de una gran puerta de reja que era la entrada a la fastuosa mansión de Travis
Dixon.
Se trataba de una vivienda de estilo modernista, una gran estructura de tres plantas
con más cristal que cemento, que poseía una vista privilegiada gracias a estar situada en
la cima de la colina que dominaba la vasta extensión de luces y colores que se extendía a
lo largo del rio Hutton. Sin duda aquella posición envidiable, desde donde podía
contemplarse la ciudad de Hollow City en todo su esplendor, era el motivo de que la
propiedad del señor Dixon fuese una de las más valiosas de toda la urbe. A través de la
reja metálica podía verse un amplio jardín rodeado de majestuosos robles cuyas ramas se
entremezclaban formando una capa protectora frente al sofocante calor del periodo
estival. Aunque también podía divisarse la esquina de una enorme piscina con la que sin
duda el marchante de arte obsequiaría a sus visitas.
–Menudo millonetis debe ser ese Dixon, que bien se lo monta el tipo –dijo Kevin,
admirando a su manera la vivienda.
–Vale, dejadme a mí –dijo Reeves acercándose al videoportero situado en una esquina
de la verja y pulsando el botón.
Al principio no contestó nadie, pero tras insistir varias veces se escuchó la voz
enfadada de un hombre.
–¡No quiero nada, váyanse y déjenme en paz! –gritó la voz.
–¿El señor Travis Dixon? Soy John Reeves, propietario de una tienda de antigüedades
en Sawmill Street. Me gustaría hablarle sobre un asunto de negocios.
–Pues ahora es mal momento, así que déjeme su tarjeta en el buzón y ya le llamaré
cuando tenga tiempo. ¡Adiós!
John Reeves se quedó mirando a sus compañeros tras escuchar el chasquido que
significaba el fin de la conversación. Aquel sacaperras de tres al cuarto le había colgado
sin más, como si fuese un vulgar vendedor. Pero pronto se iba a arrepentir de lo que
acababa de hacer.
–¡Bah, aparta viejo! Esto lo arreglo yo –dijo Kevin empujando a Reeves para
colocarse justo delante de la verja.
El anticuario iba a replicar cuando Nick le puso una mano en el hombro indicándole
con un gesto que lo dejara actuar. Entonces Kevin colocó sus manos sobre los barrotes
metálicos, cerrando los ojos al mismo tiempo que invocaba las oscuras fuerzas ocultas en
su interior. Las voces despertaron de su silencio y pronto los susurros ascendieron hasta
convertirse en un eco de sonidos horribles capaces de llevar a un hombre hasta lo más
hondo del pozo de la locura. Kevin dejó escapar un aullido ronco mientras que sus brazos
y su torso se hinchaban con el poder oscuro, dotando a sus músculos con la fuerza del
acero.
Y ante el asombro de Reeves y Nick, los barrotes se doblegaron como palos de goma,
hasta el punto de permitirles pasar al otro lado sin ni siquiera tener que inclinarse.
–Adelante, señores –dijo Kevin, inclinándose como si fuese un mayordomo que
invitara a unos huéspedes a entrar en el salón.
–Esperad un momento –dijo Nick, que regresó a la furgoneta para recoger su bolsa de
utensilios–. Por si acaso.
Los tres hombres pasaron por el camino que cruzaba el jardín bajo los robles, dejando
la piscina a la izquierda y encaminándose a la entrada de la mansión acristalada. Vieron
que la puerta estaba abierta, así que entraron en un pequeño vestíbulo adornado con un
gran espejo y varios jarrones de factura oriental.
–Adelante, pasen, estoy aquí en el salón –dijo la misma voz que había sonado por el
intercomunicador.
Cuando los tres hombres pasaron al interior de la amplia estancia no se esperaron ver
al marchante de arte empuñando una pistola amartillada. Travis Dixon era exactamente
igual que la descripción que habían hecho de él tanto la señora Polly como Fat Boy, un
hombre con sobrepeso vestido con un traje blanco con un bigote recortado que resaltaba
en su rostro abultado.
–El arma no será necesaria, señor Dixon –dijo Reeves señalando con la cabeza hacia
la pistola que los apuntaba.
–Cállense, haré lo que me venga en gana. Siéntense en aquel sofá del rincón y ni se
les ocurra respirar sin mi permiso o de lo contrario les pego un tiro a los tres. Estoy harto
de todo y soy capaz de cualquier cosa. ¡De cualquiera! –Dixon reforzó sus palabras con
un movimiento amenazador de su pistola.
–Solo queremos que nos diga dónde está Walter Collins –dijo Nick, dejando caer su
bolsa abierta al suelo junto a su pie derecho.
–¡Ja! En cuanto vi el cuadro supe que habría problemas, pero a mí no me pillarán. Me
largo con viento fresco –Dixon abrió un maletín y comenzó a llenarlo de papeles sin dejar
de apuntar a los tres hombres con la pistola.
–Vaya a donde vaya, ellos le encontrarán –sentenció Reeves, adelantándose un paso–
. No tiene ninguna salida más que entregarse. Confíe en nosotros y tal vez…
–¡En ustedes! Ya se quiénes son, el Observador dijo que aparecieron unos tipos en el
almacén y más tarde donde estaba el cuadro original. Son buscadores de problemas, y han
encontrado uno muy gordo. Yo no soy más que un peón prescindible dentro de la
organización, y por culpa de tanto jaleo el Observador querrá eliminar los cabos sueltos.
Pero tengo recursos, ¿saben?, y los utilizaré para… ¿Qué ha sido eso?
A través de la ventana abierta que daba al jardín todos escucharon el sonido de un
motor que se aproximaba a la entrada exterior. Dixon se acercó a la ventana para ver
mejor y entonces se distrajo lo suficiente como para que Nick y Kevin se lanzaran sobre
él. Un puñetazo en el abdomen y un golpe en la nariz le dejaron prácticamente desvalido,
y Reeves aprovechó para arrebatarle la pistola y arrojarla a un lado de la habitación.
–Escuche, idiota, sus «amigos» ya están aquí, díganos donde está el pintor y le
protegeremos –dijo Reeves agarrando del cuello al sudoroso marchante.
–Primero sáquenme de aquí y después les diré dónde está –respondió Dixon con
terquedad.
Mientras Reeves agarraba al hombre por la manga de su traje blanco, Nick sacó su
recortada especial de la bolsa y un par de granadas de humo. Kevin dejó escapar
totalmente el poder oscuro y su cuerpo tembló de cabeza a los pies dando inicio a la
transformación. Un momento después Black Devil había sustituido a Kevin Rose, y al
hacer trizas la camiseta negra que llevaba dejó a la vista un cuerpo musculoso surcado de
venas negras e hinchadas.
–Ya vienen –dijo la voz gutural del demonio, y al volver el rostro hasta Reeves sintió
un desasosiego al ver la espeluznante faz de Black Devil, con pozos de oscuridad
insondable en lugar de ojos.
Un grupo de mercenarios armados con uzis provistas de silenciador invadieron el
jardín desplazándose alrededor de la casa, seguidos por el Observador y los dos agentes
que quedaban. Dos de los mercenarios lanzaron botes de gas lacrimógeno a través de la
ventana del salón, esperando que los ocupantes saliesen por la puerta.
–¿Por dónde podemos salir? –preguntó Reeves a Dixon empujándole por el pasillo
para alejarse del gas.
–Por la bodega, en la cocina, al final del pasillo y a la derecha. Hay unas escaleras que
conducen a una trampilla que da al exterior –tartamudeó Dixon con cara de espanto.
Nick acompañó a Reeves y Dixon, pero Kevin permaneció en pie en medio de la
habitación invulnerable al gas. Hizo un gesto a su hermano para que no lo esperase y a
continuación se lanzó por la ventana con un ágil salto, aterrizando entre dos de los
mercenarios.
Los sicarios se quedaron tan sorprendidos ante la aparición de un aterrador demonio
provisto de garras afiladas que cuando quisieron reaccionar ya fue demasiado tarde. Con
un movimiento de su brazo derecho Black Devil hizo que los intestinos de uno de ellos
se desparramasen sobre el suelo, manchando de sangre la verde hierba del jardín. Otro de
los mercenarios se llevó las manos a la garganta al ver seccionada su yugular, abriendo
unos desorbitados ojos al darse cuenta de que le quedaban escasos segundos de vida.
Los dos mercenarios que quedaban en aquella parte de la casa abrieron fuego con sus
metralletas pero fueron incapaces de dar en el blanco, pues el demonio fue más rápido
que ellos y se movió entre las dos líneas de fuego. Black Devil se acercó al más próximo
y le sujetó la mano que tenía el índice sobre el gatillo, provocando que el arma se disparase
hacia el otro sicario y que éste cayese al suelo con el torso cubierto de agujeros de bala.
Luego el demonio le rompió la muñeca con un crujir de huesos que ponía los pelos de
punta, causando que el tirador se apuntase con su propia arma a la cara. Un segundo
después el último mercenario se desplomó sobre la hierba con el rostro convertido en un
amasijo de carne y huesos sanguinolentos.
El demonio alzó la cabeza y dejó escapar un rugido bestial, desviando la mirada hacia
uno de los Cazadores de Legados, un tipo rubio con el pelo recogido en una larga coleta
que respondía al nombre de Gerald. Del Observador y el otro agente no había rastro,
seguramente habían entrado en la casa. Black Devil sabía que tenía que despachar lo antes
posible al hombre que tenía en frente si quería ayudar a Nick.
–Cuando acabe contigo no van a quedar trozos de ti ni para las palomas –gruñó el
demonio, saltando sobre el agente con las garras extendidas hacia su cuello.
Pero Gerald no estaba precisamente indefenso y como todos los agentes miembros de
su organización también iba equipado con un sello dorado en su mano derecha, el cual
encerraba en su interior la energía mágica que sus Señores robaban de los Legados. El
sello brilló con la voluntad de su poseedor, y un enorme chorro de agua proveniente de la
piscina golpeó con tanta fuerza al demonio que lo hizo rodar por el suelo varios metros.
–Si este es tu mejor truco, rézale a tu mamaíta, chaval –dijo el poseído levantándose
del suelo y mirando amenazadoramente a su rival.
–Creo que no te gusta mucho el agua, ¿eh? Pues ahí tienes más.
Gerald señaló con su anillo mágico hacia la piscina y el agua burbujeó de forma
extraña, hasta que una silueta comenzó a formarse en ella. Para asombro de Black Devil,
de la piscina salió una criatura hecha enteramente de agua, una forma humanoide de unos
dos metros de alto con cabeza, brazos y piernas que dejaban acuosas huellas en cada lugar
donde pisaba. El hombre de agua se posicionó entre su creador y el demonio, y sin mostrar
ninguna emoción en su rostro líquido se dispuso a atacar con sus puños a Black Devil.
Ambos contrincantes se enzarzaron en combate cuerpo a cuerpo, el elemental de agua
utilizando sus poderosos puños y el demonio empleando sus afiladas garras. El primero
le propinó un golpe tan poderoso que lanzó al segundo sobre la pared de un pequeño
cobertizo de herramientas cercano, aboyando la estructura. El demonio se puso en pie con
la cabeza dándole vueltas por el aturdimiento, pero enseguida recuperó el aliento y
regresó al combate. Rugiendo furiosamente cruzó el espacio que los separaba como una
exhalación, pero justo cuando iba a chocar contra el elemental lo que hizo fue tirarse al
suelo y resbalar entre las piernas del ente mágico, hincando sus garras en las rodillas
acuosas de su enemigo. El ataque atravesó al elemental sin provocarle aparentemente
ningún daño, y éste aprovechó la cercanía del demonio para hundir sus poderosos puños
en su cuerpo una y otra vez.
Pronto se manifestaron los efectos del terrible ataque del elemental sobre Black Devil,
puesto que el demonio comenzó a escupir sangre por la boca. Indefenso y al borde de la
inconsciencia ya no era rival para la criatura hecha agua, la cual agarró la cabeza de su
rival y lo levantó del suelo. A continuación le estampó su puño derecho en pleno rostro
con toda la fuerza posible, lanzándolo al interior de la piscina. El cuerpo del demonio
quedó inerte flotando boja abajo en el agua.
Gerald hizo un gesto con la mano y el elemental se deshizo en una masa de agua que
cayó al suelo con un chasquido, regando la hierba del jardín. Luego sonrió y fue hacia
donde estaba el Observador y el otro agente.
Mientras había tenido lugar el duelo entre Black Devil y Gerald, en el interior de la
casa John Reeves y Nick Rose intentaban huir llevándose consigo a Travis Dixon. Cuando
estaban llegando a la cocina un pequeño objeto atravesó los cristales de las ventanas, pero
antes de que soltara el gas Reeves se adelantó para recoger la granada y arrojarla de nuevo
por la ventana.
–Rápido, por ahí –dijo Dixon señalando una puerta que conducía a la bodega.
Mientras el dueño de la casa y John Reeves atravesaban la puerta dos mercenarios
entraron en la cocina, pero Nick estaba preparado y disparó su escopeta alcanzando de
pleno a uno de ellos.
–Continuad, yo los retrasaré un momento –dijo Nick mientras volvía a disparar sobre
el otro mercenario.
Tras quedarse solo Nick arrojó una de sus granadas de humo por el umbral de la
cocina, y un segundo después se agachó para disparar por el pasillo a oscuras. Tras
escuchar como un cuerpo caía al suelo con un gemido de dolor supo que su disparo había
tenido éxito. Luego se encaminó hacia la puerta de la bodega pero justo cuando iba a
abrirla sintió una presencia detrás suyo. Al volverse vio que era uno de los hombres de
negro, el llamado Adam.
–Nos habéis causado ya demasiados problemas, es hora de terminar con esto –dijo el
agente.
El sello mágico de su mano derecha emitió un intenso resplandor, y acto seguido uno
de los cuchillos de cocina que estaban colocados en un reposa utensilios salió disparado
hacia Nick. El exterminador esquivó el ataque de milagro echándose a un lado, y disparó
su escopeta hacia Adam. Sin embargo, pese a que su puntería era excelente y su objetivo
estaba solo a unos pocos pasos, vio que había fallado el tiro por escasos centímetros.
Volvió a disparar una y otra vez hasta agotar la munición, siempre con el mismo resultado.
–¿Sabes la diferencia entre tú y yo? –se burló Adam–. Que tú no tienes uno de estos
–el agente le mostró el sello dorado, que había emitido destellos luminosos con cada
disparo de Nick.
–Así que tienes el poder de controlar el metal, incluido los proyectiles de mi escopeta,
¿verdad? Pues a ver si puedes controlar esto –dijo Nick golpeando con su arma un rodillo
de amasar hecho de madera.
El rodillo voló hacia un sorprendido Adam que recibió el impacto en su ojo izquierdo,
provocándole un intenso dolor que le hizo gritar. Nick se lanzó sobre su rival empujándolo
contra la pared de la cocina, golpeándole una y otra vez sin darle respiro. Cuando vio que
intentaba mover la mano derecha para utilizar el poder del anillo mágico le sujetó la
extremidad y se la retorció, hincándole su rodilla en el estómago para dejarle sin fuerzas.
Justo cuando notaba que los ligamentos de la muñeca iban a romperse, apareció otro
de los mercenarios por la puerta de la cocina, y Nick tuvo que soltar su presa y arrojarse
sobre las baldosas del suelo para evitar los disparos de la uzi. Antes de que el sicario
volviese a disparar, Nick sacó con rapidez el cuchillo que llevaba en el cinto y se lo lanzó
a la altura del cuello. El mercenario puso los ojos en blanco y cayó muerto al suelo.
Nick se volvió hacia el agente, pero Adam fue más rápido y utilizó su magia para
activar a distancia la uzi del mercenario. La ráfaga alcanzó a Nick en el torso, empapando
de sangre la cazadora oscura que llevaba.
Nick sintió un dolor intenso, y luego rápidamente sus sentidos fueron apagándose
como la llama de una vela. Cuando todo a su alrededor era silencio y oscuridad, lo último
que percibió fue la sensación permanente de presencia sobrenatural que provocaba la
proximidad de su hermano el poseído.
John Reeves escuchó los disparos mientras bajaba las escaleras de la bodega junto con
Dixon. Pensó en retroceder y ayudar a Nick, pero luego desechó la idea y empujó al
hombre regordete hacia delante.
–Ahí está la trampilla, saldremos al exterior y estaremos a salvo –dijo Dixon con voz
trémula por el miedo.
Tras retirar el candado que protegía la trampilla, Dixon abrió las portezuelas de
madera y salió seguido de Reeves. Se encontraban justo al otro lado de la entrada de la
casa, y delante de ellos se hallaba una pequeña puerta metálica incrustada en el muro por
la que podrían salir fuera de la propiedad.
Dixon sacó un manojo de llaves y tras elegir la adecuada se dispuso a abrir la puerta,
pero no pudo llegar a concluir la acción. Una serie de zumbidos cruzaron el aire y el
marchante de arte cayó al suelo con la espalda atravesada por varios agujeros sangrantes.
Reeves se volvió y contempló a dos de los mercenarios junto al Observador.
–Malditos asesinos cobardes –exclamó el anticuario dando un paso hacia ellos.
–Matadlo –ordenó el líder de los Cazadores de Legados a sus subordinados.
Los hombres apuntaron sus uzis hacia Reeves, pero se habían confiado excesivamente
al creerlo un pobre cojo desvalido. El veterano luchador contra lo sobrenatural rodó por
el suelo hasta aproximarse a la distancia exacta como para desenfundar el estoque oculto
en su bastón. El acero bañado en plata centelleó en la penumbra y uno de los mercenarios
comenzó a chillar mientras se agarraba su muñeca cercenada. El otro sicario disparó su
metralleta pero Reeves la desvió con un golpe de la funda del bastón, mientras que la
parte afilada trazó un surco horizontal veloz como el rayo. El costado derecho del bandido
presentaba ahora un tajo muy profundo, pero no tuvo tiempo de preocuparse por la herida
porque el implacable Reeves terminó con su vida con un segundo golpe letal que casi lo
atravesó en dos. Luego el anticuario clavó su mirada justiciera en el mercenario manco
que aún chillaba de dolor, y decidió terminar con sus gritos con un certero tajo que le
abrió la garganta.
–Bravo, ha terminado usted solo con estos peleles –dijo el Observador–. Ahora me
pregunto si es un digno desafío para mí.
Reeves no dijo nada y simplemente le atacó con su estoque, aunque de repente el
guante que llevaba el Observador en su mano derecha brilló levemente. Una mano
fantasmal apareció de la nada flotando en el aire y agarrando el arma del anticuario, y tras
un intenso forcejeo consiguió arrebatársela. A continuación la mano utilizó el propio
estoque de Reeves para atacarle a él, acertándole en un hombro y consiguiendo hacerle
sangrar. El anticuario aún sostenía la funda del bastón en la mano izquierda, y tras pulsar
un resorte apareció una pequeña punta afilada en su extremo. Luego Reeves lanzó el
bastón a modo de lanza contra el Observador, el cual no se había esperado el ataque.
Reeves se sintió asolado por la decepción al ver como la lanza improvisada caía al
suelo sin haber herido a su rival, aunque sí había conseguido agujerear su camisa por
donde podía vislumbrarse un pequeño centelleo azulado.
–Mierda –exclamó el anticuario viendo como el Observador se reía de él a carcajadas.
Luego la mano fantasmal se convirtió en un inmenso puño que le golpeó en la cabeza,
haciéndole viajar al mundo de los sueños.
Kevin Rose abrió los ojos, encontrándose con una visión ondulante y extraña. Algo
anaranjado se movía de forma oscilante como si estuviese en medio de un sueño, pero
estaba despierto. Entonces sintió una fría humedad en todo su cuerpo, y fue entonces
cuando recordó donde estaba. En la piscina.
Al sacar la cabeza del agua notó como sus pulmones se llenaban de aire viciado y sus
ojos se irritaban a causa del humo. Y al alzar la vista descubrió que la casa de Travis
Dixon estaba ardiendo por los cuatro costados.
«Nick». Fue el único pensamiento que le cruzó por la cabeza.
Kevin salió de la piscina rápidamente y entró en la casa, sintiendo el calor asfixiante
del incendio que lo estaba arrasando todo. Un muro inexpugnable de llamas le dio la
bienvenida, y Kevin supo enseguida que necesitaba transformarse si quería hallar a su
hermano antes de que ambos se asaran en aquel infierno, y eso si es que aún seguía vivo.
–¡Nick! ¡Nick, donde estás! –vociferó Kevin sin hallar respuesta.
Intentó llamar a las voces, pero no respondían. Se sentía débil, no solo a causa del
ataque del elemental, sino porque el poder oscuro se habría agotado manteniéndole con
vida en lugar de ahogarse en la piscina. Tendría que hacerlo él solo, sin ayuda.
Recorrió rápidamente la casa, primero el vestíbulo y luego el salón. En el interior de
éste estaba el cuerpo de Travis Dixon, devorado por el fuego y apenas reconocible. Solo
halló humo y fuego, por lo que siguió por el ardiente pasillo. Entonces le pareció
vislumbrar un par de formas en el suelo, y atravesando las llamas del corredor se acercó
para ver. No era Nick, ni tampoco el hosco anticuario, sino dos mercenarios.
Entonces Kevin recordó que Dixon había dicho algo de la bodega en la cocina, y al
mirar a su izquierda vio la forma inmóvil de Nick. Caminando agachado para evitar las
llamas que rápidamente lo envolvían todo, Kevin se arrodilló al lado de su hermano y le
tomó el pulso. Luego comprobó su respiración.
Ninguno de ambos métodos dio señal de vida alguna.
Kevin quiso gritar pero estaba casi exhausto, con el cuerpo lleno de ampollas
producidas por el calor y con la mente turbia debido al humo. Pronto quedaría
inconsciente y a merced del fuego. Debía marcharse enseguida de allí, pero no podía dejar
a su hermano allí quemándose, ni aunque estuviese muerto. Con un último esfuerzo Kevin
cargó sobre su hombro a Nick y se lo llevó. Parte del techo se derrumbó precisamente
cuando iba a salir por la puerta de la casa, pero un débil susurro en su interior le advirtió
con la suficiente antelación como para evitar el desprendimiento.
Las voces aún estaban allí, el poder oscuro volvía a él aunque muy lentamente.
De una poderosa patada hizo añicos el obstáculo que le impedía salir y al final
consiguió alcanzar el exterior. Depositó a Nick sobre el césped del jardín, lejos del suelo,
y comprobó sus pupilas. Nada.
–Mierda, Nick. Esto te ha pasado por jugar a los héroes. No podías buscarte un simple
curro para cuidar de madre, tenías que meterte en líos con ese mochales de las antiguallas
–Kevin dio una patada al aire lleno de rabia y dolor–. Con tus pistolitas, tus juguetitos, y
tus mierdas de jeringuillas que no sirven para nada…
¿Jeringas?
Entonces a Kevin se le ocurrió una idea, no tenía nada que perder. Buscó entre los
bolsillos de Nick y encontró el pequeño estuche con las jeringas de reserva llenas del
líquido azulado. Cogió una y la clavó sin miramientos en el brazo de Nick, empujando el
émbolo hasta el fondo. Luego se limitó a esperar vigilando cualquier cambio en su
hermano, pero tras pasar un minuto nada cambió.
–Despierta, Nick. ¿Es que me vas a dejar solo en este mundo de mierda? –Kevin
zarandeó el cuerpo de su hermano, como si volviesen a ser los críos que se peleaban en
todo momento que una vez fueron.
–¿Y llevarte tú solo toda la gloria? Y una mierda.
Kevin casi saltó de alegría al ver abrir los ojos a Nick, aunque luego recobró su pose
de tipo duro.
–Esos cabrones nos han dado una buena paliza, y creo que se han llevado a tu amigo.
Nick se incorporó despacio, masajeándose la cabeza y las extremidades mientras el
Suero regeneraba los órganos y tejidos dañados. Al ver la jeringa vacía en el suelo sonrió
a su hermano.
–Gracias Kevin, tuviste una gran idea. Tenemos que salir de aquí antes de que llegue
la policía y los bomberos. Tenemos que encontrar a Reeves y a esos Cazadores de
Legados antes de que sea demasiado tarde –dijo Nick poniéndose en pie.
–¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? No tenemos ni idea de donde pueden
estar. Vi a Dixon convertido en un fiambre charrusco en la casa –se desesperó Kevin.
–Esperemos que ese loco cabrón aún lleve consigo su talismán de la suerte. Y aún en
esas me temo que vamos a necesitar más ayuda.
–¿Talismán? ¿Pero de qué carajo hablas? Hermano, a veces creo que ir con ese viejo
te ha vuelto tan loco como él.
Nick movió la cabeza esbozando una sonrisa misteriosa y salió de la casa seguido de
Kevin. Entraron en la furgoneta y salieron a toda prisa del lugar mientras el sonido de las
sirenas y las luces naranjas y azules de los focos se iban aproximando a la casa en llamas.
***
John Reeves volvió en sí y lo primero que hizo fue evaluar la situación. Estaba
tumbado en un camastro en una pequeña habitación desprovista de utensilios y muebles.
Paredes, suelo y techo estaban todos construidos con troncos de roble. ¿Estaba en una
cabaña?. Intentó moverse pero tenía las manos atadas por detrás de la espalda, y también
los pies. Le dolía un poco la cabeza allí donde la mano fantasmal lo había golpeado, pero
aparte de eso no sentía ninguna otra herida. Pensó en la razón del porqué aún seguía con
vida, y llegó a la conclusión de que tal vez quisieran interrogarlo. ¿Qué habría sido de
Nick y su hermano? Tal vez estuvieran muertos, pero si Nick estaba vivo tal vez se le
ocurriera…
Reeves alcanzó con los dientes una cadenilla de plata que rodeaba su cuello por debajo
de la camisa, y la estiró para llevar bajo su barbilla el talismán de la suerte que siempre
portaba consigo. Era un medallón de plata con los símbolos chinos del hombre y la
serpiente, que representaban a Fuxi, el dios oriental de la caza. Reeves llevaba ese amuleto
desde que había ido a China a adiestrarse con los Cazadores de Monstruos. Aunque
parecía un simple símbolo religioso, en realidad significaba más para Reeves. El
anticuario apretó la barbilla sobre el centro del amuleto y se encomendó al destino.
Había un pequeño ventanuco por el que se filtraba la luz del amanecer, por lo que
Reeves adivinó que había pasado toda la noche durmiendo. Impulsó su cuerpo sobre el
camastro y se acercó a la ventana dando saltitos con los pies ligados por gruesas cuerdas,
mirando al exterior. Enseguida supo donde se encontraba.
En el aserradero abandonado de Wood Lake, a escasos kilómetros de Hollow City.
Era un paraje natural donde la gente pasaba las vacaciones de verano pescando y
bañándose en el lago, un lugar de ocio para los turistas que abarrotaban los moteles rurales
y las cabañas construidos alrededor de la orilla. Sin embargo el aserradero era un lugar
alejado y abandonado que nadie frecuentaba desde que un incendio terminase con la
industria maderera de la zona. Los ecologistas habían puesto el grito en el cielo y hasta el
alcalde Mallory había tenido que claudicar, vallando la zona y prohibiendo la entrada en
todo el recinto de la fábrica.
Por eso Reeves sabía que ahora estaba solo, no podía esperar que algún turista
borracho o algún policía inepto de patrulla asomasen sus narices por casualidad. De
momento se las tendría que apañar sin ayuda.
La puerta de la habitación se abrió de repente y dos hombres entraron en ella armados
con pistolas. Cortaron las ligaduras de los pies a Reeves y le hicieron salir a un pasillo,
luego entraron por una puerta y le condujeron ante una gran habitación donde estaba el
hombre rubio de ojos fríos y azules conocido como el Observador. También le
acompañaban sus dos agentes vestidos de negro, Gerald y Adam, los cuales flanqueaban
a una persona que estaba atada a una silla.
Reeves se fijó en el prisionero, un hombre flacucho con melena oscura cuya cabeza
gacha no permitía verle el rostro. Su cuerpo temblaba presa de ligeros espasmos, y de su
boca salían los balbuceos típicos de una mente enferma y delirante. Reeves adivinó que
se trataba de Walter Collins, el autor de la copia del cuadro, el cual estaba en un estado
lamentable. No podía ni imaginar el tormento al que habrían sometido a aquel pobre
hombre para presentar aquel horrible aspecto.
Los ojos de Reeves se posaron después en un objeto situado encima de la repisa de
una chimenea desvencijada que hacía años que no funcionaba. Era un cuadro que
representaba una especie de ceremonia religiosa, cuya figura central era el poderoso dios
egipcio Amón-Ra con su Cetro. Se podía apreciar ante los pies del dios que una serie de
personas que presumiblemente eran sus siervos le ofrecían a una mujer cuyo cuerpo
semidesnudo mostraba heridas muy graves.
–¿Verdad que es precioso, herr Reeves? –preguntó el Observador con marcado acento
alemán–. No sé si su autor ha llegado a ponerle un nombre, pero yo creo que debería ser
«La Ceremonia de la Curación». ¿Sabe por qué?
–Amón-Ra era el dios de la sanación de Egipto, muy vinculado a la resurrección –
contestó Reeves.
–¡Ah, sí! Resurrección, la vida después de la muerte. Uno de mis temas favoritos. Y
que también le afecta a usted, puesto que como verá al final decidí no matarle, por lo que
se puede decir que ha resucitado. Al menos de momento –el Observador le dedicó a
Reeves una sonrisa glaciar.
El anticuario vio entonces que el alemán cogía un objeto alargado que había estado
reclinado sobre una silla, reconociendo al instante la forma familiar de su bastón con
empuñadura de plata. El Observador desenfundó un par de centímetros el estoque oculto,
admirando un instante el diseño, y luego dirigió otra vez su atención sobre Reeves.
–Es un arma brillante, sin duda. Es usted un hombre de múltiples talentos, señor
Reeves. En sus ropas hallamos la tarjeta de una tienda de antigüedades a su nombre. Tal
vez podría hablarles a mis superiores sobre la posibilidad de incorporarle como miembro
de nuestro grupo.
–Me importa una mierda usted y su secta de magos de pacotilla. Sí, no ponga esa cara,
ya sé quiénes son ustedes. Los Cazadores de Legados. En realidad no son mejores que los
saqueadores de tumbas o los ladrones de cadáveres. Expoliadores de reliquias mágicas
que se creen estar por encima de todo y de todos, cuyo único fin es proporcionar energía
mágica a sus cuatro Señores para que éstos vivan eternamente. Por eso quieren ese cuadro
que está ahí, porque es una especie de mapa que les guiará hacia el Bastón de Amón-Ra.
¿Tengo razón?
–Me deja usted perplejo, amigo mío –el Observador palmeó sus manos en señal de
admiración–. Según ciertas leyendas antiguas el Cetro de Amón-Ra era un objeto mágico
con el poder de curar e incluso resucitar a los muertos. Un Legado así sería de gran valor
para mis superiores, que por supuesto sabrían recompensar como se debe a la persona que
se lo sirviese en bandeja. Y en efecto, el cuadro es un mapa, fíjese en los edificios del
fondo, en el paisaje detrás de la ventana. Y la alineación de las sombras sobre el suelo de
la ceremonia, siguiendo la trayectoria del sol situado encima de la cabeza de Amón-Ra.
Cualquier experto en ciudades egipcias puede averiguar con la tecnología actual donde
ubicar el antiguo templo del cuadro.
–O sea, que en definitiva es usted un mero lacayo, un perro faldero que se contenta
con las migajas que sus amos le ofrecen de tanto en tanto. ¿Qué le han prometido, más
juguetes mágicos? ¿O tal vez un libro de conjuros más grande que el del mago Merlín? –
se burló Reeves.
El Observador palideció de indignación y preso de la rabia les hizo un gesto a los dos
mercenarios, los cuales se acercaron al anticuario y le golpearon traicioneramente con las
culatas de sus armas.
–Se acabó la conversación, amigo. Dentro de un momento vendrán a recogernos en
un helicóptero y abandonaremos esta asquerosa ciudad y sus problemas para siempre.
Regresaré triunfante con el cuadro mientras que tú y ese desgraciado balbuceante de ahí
seréis comida para los gusanos. Pero antes voy a extraerle toda la información que quiera
del interior de su mente, y cuando termine le voy a dejar el cerebro más frito que el de
ese pobre pintor callejero.
El jefe de los Cazadores de Legados se puso su guante mágico en la mano derecha y
se acercó a Reeves mientras los dos mercenarios le apuntaban con sus armas. Cuando el
anticuario contempló como el guante refulgía con su luz sobrenatural supo que se hallaba
en peligro. El Observador sonreía siniestramente acercando lentamente sus manos a las
sienes de su prisionero, deleitándose ante el temor de éste a sus desconocidos métodos de
interrogación.
Pero entonces el alemán se detuvo al ver que la actitud de Reeves no era la esperada.
¡Era absolutamente incomprensible, pero el anticuario se estaba riendo!
–¿Se puede saber qué le hace tanta gracia, herr Reeves? –preguntó extrañado el
Observador, a tan solo un paso de distancia del prisionero.
–Pues que después de tanto tiempo, parece que mi talismán de la suerte aún funciona
–consiguió decir Reeves dejando de reír.
Entonces el Observador abrió la camisa del anticuario dejando a la vista el medallón
con los símbolos del dios Fuxi, y de un fuerte tirón se lo arrancó del cuello. Tras palparlo
un instante advirtió la existencia de un pequeño resorte, y al accionarlo dejó al descubierto
un pequeño diseño electrónico que parecía un chip con una diminuta luz roja parpadeante.
Reeves siguió sonriendo, debido a que hacía más o menos un minuto
aproximadamente que su don le advertía de la presencia de una criatura sobrenatural en
las cercanías. Lo cual significaba que Nick había venido junto a su hermano a rescatarle.
***
Alrededor del edificio principal de la factoría maderera se hallaban dispuestos cuatro
guardias armados con subfusiles, todos con experiencia militar pero que ahora se vendían
al mejor postor que pudiera pagar sus servicios. No sabían nada de los Cazadores de
Legados ni de la organización, ni tampoco les interesaba preguntar. Tan sólo debían
realizar un trabajo a priori sencillo y más tarde cobrar. Eficacia y discreción, así eran los
mercenarios.
Pero aquellos hombres no estaban preparados para lo que se les venía encima.
Uno de ellos estaba encendiendo un cigarrillo mientras contemplaba como el sol iba
alzándose por encima de las copas de los árboles, ignorante de la sigilosa presencia que
se acercaba entre la vegetación. No escuchó ningún ruido ni vio ninguna sombra,
simplemente estaba vivo un instante y al siguiente una presa hercúlea le agarró por el
cuello para retorcérselo con un crujido mortal. Uno menos.
Otro de los guardias escuchó un ruido de interferencias en la radio que llevaba sujeta
al cinto, y tras comprobar con extrañeza que no podía comunicarse con el resto de
compañeros abandonó su posición para intentar establecer contacto visual con alguno de
ellos. Pero se encontró ante un hombre de piel morena con el pelo casi totalmente rapado,
y que le miraba con poco entusiasmo por encima de un arma de dos cañones con aspecto
tan peligroso como el de su portador. El recién llegado le indicó con un dedo en los labios
que guardara silencio, y con otro gesto le ordenó que dejara su arma en el suelo.
El guardia quiso engañar al intruso haciéndole creer que iba a obedecerlo, pero cuando
en el último instante intentó encañonar su arma hacia él lo único que consiguió fue un
culatazo en toda la cabeza que lo dejó inconsciente durante un par de horas.
El tercer guardia estaba situado sobre una pequeña plataforma que antiguamente había
servido para trasladar los troncos depositados al interior del aserradero, y desde allí tenía
una posición privilegiada. Lo que no se esperaba fue la visión de una figura femenina que
salió de la espesura del bosque y que movía nerviosamente la cabeza de un lado a otro.
–¡Eh, tú, ven aquí! –dijo el guardia–. ¿Qué estás haciendo en este lugar?
–Señor, me he perdido. He venido junto a mi novio pero no lo encuentro. ¿No lo habrá
visto por casualidad? –la chica era una joven muy guapa con el pelo rizado y la cara
cubierta con una ligera capa de maquillaje blanco. Su falda corta y su blusa abierta
tapaban muy poco su cuerpo sugerente.
–No deberías estar aquí, chica –el guardia miró a su alrededor pero no vio a nadie
más, y decidió bajar de la plataforma para acercarse a la joven.
Distraído por la belleza de la chica, el guardia fue sorprendido por el rápido
movimiento del brazo de ésta, que le lanzó directamente a los ojos una buena dosis de
spray de pimienta. El guardia se llevó instintivamente las manos al rostro y su grito de
dolor fue mitigado por un rodillazo en plena entrepierna, y al caer de rodillas recibió una
patada en la nariz que lo dejó fuera de combate.
–¡Marianne, te dije que te quedaras en la furgoneta con Billy! –dijo Nick asomando
su cabeza por la esquina del edificio del aserradero.
–Es que me aburro, Nick. Billy no me hace caso porque está entretenido con ese
chisme de los ruiditos. Dejadme entrar con vosotros –rogó la chica poniendo morritos.
–Niña consentida y malcriada. ¡Vete de aquí o lo echarás todo a perder! –se exasperó
Nick.
Marianne obedeció y se fue con Billy Jones, que se había quedado en la furgoneta de
Nick algo más alejado pero lo suficientemente cerca como para poder poner en marcha el
dispositivo que producía interferencias en las radios de los guardias.
–Te tengo cabrón, deja esa escopeta en el suelo o te vuelo la cabeza –dijo la voz del
cuarto guardia a espaldas de Nick.
El exterminador iba a hacer lo que el sicario le había dicho con la intención de ganar
tiempo pero entonces escuchó un ruido sofocado y al volverse vio que era Kevin. Su
hermano se había transformado en Black Devil y con una de sus garras había eliminado
silenciosamente al guardia.
–Ten cuidado con las pibas, Nick, no dejes que te mareen –se burló Kevin.
Los dos hermanos se acercaron a una de las ventanas sin cristal del edificio principal,
y al ver que no había nadie allí se colaron en el interior. Ante ellos se desplegaba la antigua
sección del almacén, muy deteriorada tras el incendio y de la que apenas quedaban
algunos restos arruinados de la maquinaria industrial del aserradero. Al otro extremo
pudieron ver la puerta oxidada que conducía a lo que en su época fue la oficina
administrativa y vivienda particular del encargado de la factoría.
Fue Nick el primero que escuchó un ruido detrás de un enorme montón de bidones
desvencijados, echándose al suelo en el momento exacto en que una ráfaga de proyectiles
le pasaba por encima.
–Cuidado, Kevin –alertó Nick mientras respondía al fuego enemigo con su escopeta.
Mientras el exterminador intercambiaba disparos con uno de los mercenarios, Black
Devil optó por el combate directo y se movió con la agilidad de una pantera entre diversos
obstáculos que no habían sido consumidos totalmente por el incendio. Los disparos de la
uzi de otro mercenario se incrustaron muy cerca del demonio a medida que éste se le iba
acercando, aunque ninguno dio en el blanco. Cuando el sicario vació completamente el
cargador y vio la espantosa e inhumana forma que se le abalanzaba intentó desenfundar
una pistola, pero su movimiento fue demasiado lento y unas garras destrozaron su pecho
abriéndose paso en el interior de su cuerpo hasta arrancarle el corazón.
Black Devil se deshizo del cuerpo de su víctima y se volvió para ayudar a su hermano,
aunque esta vez no fue necesario. Uno de los disparos de Nick atravesó a su oponente, y
el proyectil de grueso calibre salió por un enorme agujero en la espalda a la vez que
impulsaba el cuerpo hacia atrás dejando un reguero de sangre en su trayectoria.
Los Rose se aceraron a la puerta y la abrieron cuidadosamente, encontrándose en una
amplia habitación con varios ocupantes. El Observador rápidamente se escudó detrás de
John Reeves, el cual aún tenía las manos atadas, y retrocedió hacia una puerta lateral que
daba al exterior manteniendo al anticuario como escudo humano. Exclamó una orden en
alemán dirigida a los dos agentes vestidos de negro, que sólo podía significar un mandato
de ataque hacia los Rose, y luego mandó al último de los mercenarios que quedaba con
vida que recogiese el cuadro y le siguiese.
Adam y Gerald se encararon de nuevo contra los dos hermanos, con sus anillos
mágicos centelleando llenos de poder, mientras Nick y Kevin maniobraban en la
habitación para no estorbarse en la contienda.
Adam fue el primero en actuar, usando su poder mágico de controlar el metal para
arrebatarle su arma a Nick a distancia. Le apuntó a la cabeza y accionó el gatillo, pero
Nick ya lo había previsto y se agachó justo detrás de uno de los sillones, evitando el
disparo. Una de las tablas de madera del suelo quedó astillada al recibir el impacto, y
Nick agarró uno de los fragmentos de madera terminados en una punta afilada. Se lanzó
hacia Adam esgrimiendo su arma improvisada pero éste hizo volar el estoque de Reeves
interponiéndolo ante su rival.
–¿No es melodramático, morir a causa del arma de tu propio amigo? –se rio el agente.
Mientras Nick luchaba contra un estoque que levitaba en el aire armado únicamente
con un trozo de madera, a su hermano no le iban mejor las cosas. El agente Gerald señaló
con su sello dorado hacia el suelo, el cual comenzó a temblar hasta que las tablas de
madera comenzaron a agrietarse. Luego hubo una gran explosión ensordecedora que hizo
estremecer toda la habitación, llenándolo todo de pedazos de madera y tierra mojada. Del
agujero en el suelo emergió un torrente de agua que provenía del pozo subterráneo que
conectaba con el lago, y que en segundos comenzó a tomar la forma del conocido
elemental acuoso.
–Oh, no, otra vez tú –dijo Black Devil, viendo como el humanoide hecho de líquido
caminaba hacia él con sus enormes puños dispuesto a golpearle.
En el instante en que el demonio y el elemental comenzaron a intercambiar golpes,
Nick saltaba de un lado a otro en la habitación intentando esquivar las acometidas del
estoque volador. En un momento dado uno de los pies del exterminador resbalo en el
barro húmedo que había inundado la sala, y al perder momentáneamente el equilibrio a
punto estuvo de recibir un golpe fatal. En el último instante logró interponer el pedazo de
madera que llevaba en la mano, pero que resultó hecho añicos al parar el ataque del
estoque.
–Es hora de que nos vayamos de aquí. Ya viene el helicóptero, pronto volveremos con
el cuadro a casa y seremos héroes. Y ahora, el golpe final –sentenció Adam.
El agente hizo flotar el estoque con la rapidez de un misil hacia el rostro de Nick, pero
éste agarró una de las tablas del suelo que estaban sueltas y la sostuvo delante suyo. El
acero bañado en plata atravesó la tabla y la punta quedó a escasos centímetros del ojo
derecho del exterminador, quedándose enganchado en la madera. Entonces Nick usó la
tabla como bate de béisbol y la cabeza de Adam como pelota.
–Strike uno.
El golpe le rompió la nariz al agente, haciéndole recular mientras aullaba de dolor
intentando detener la hemorragia con sus manos.
–Strike dos.
El segundo golpe le rompió a Adam los huesos de la mano derecha, arrancándole el
anillo mágico que salió volando para desaparecer en el agujero oscuro del centro de la
habitación.
–Strike tres. ¡Eliminado!
El golpe definitivo fue tan potente que tras romperle el cráneo al agente la propia tabla
de madera quedó partida en dos mitades. Los sesos de Adam tiñeron de rojo el suelo, y
acto seguido Nick le propinó una patada al cadáver para conducirlo por el mismo sitio
por el que había desaparecido el anillo.
Mientras tanto Black Devil seguía luchando contra el elemental de agua, contra el que
parecía que sus poderes no podían hacer mucho. Allí donde las garras afiladas del
demonio cortaban a la criatura, las heridas se regeneraban enseguida y el agua sustituía
al agua. Los ataques de la criatura mágica fueron en aumento, socavando la resistencia
del poseído hasta que éste retrocedió hasta volver al almacén. Una serie de puñetazos
sonoros derribaron en el suelo a Black Devil, hasta que éste cayó al suelo derrotado.
–Ahora es el momento de terminar lo que empezamos la otra vez en la piscina. Pero
esta vez me aseguraré de que mueras de verdad –dijo Gerald extendiendo la mano del
anillo hacia el elemental para ordenarle terminar de una vez por todas.
Black Devil jadeó expulsando de su nariz y su boca el agua que se introducía con cada
golpe del elemental, y mientras gateaba en el suelo sus sentidos agudos captaron algo en
el suelo semienterrado entre restos quemados. Se acercó hasta que sus dedos lo rozaron,
mientras por encima de su espalda la criatura unía sus puños para formar una inmensa
maza que iba a descargar sobre su cabeza.
–Veamos de lo que eres capaz de hacer sin tu bisutería mágica –dijo el demonio,
sabiendo que solo tenía una única oportunidad.
Con un movimiento desesperado Black Devil lanzó el objeto que había encontrado,
un disco de sierra dentado lleno de óxido, directamente sobre la mano derecha de Gerald.
Cuando los dedos cercenados saltaron de su posición natural llevándose el anillo, el
agente gritó dolorido mirando horrorizado como la sangre manaba a chorros de sus
heridas. El elemental se deshizo en una gran masa de agua inactiva sobre el cuerpo de
Black Devil, sin más efecto sobre él que empaparlo por completo.
El demonio se acercó a Gerald con actitud sumamente amenazadora, extendiendo sus
garras ante los ojos del agente con un chirrido estremecedor que le erizó la piel de puro
terror.
–¿Te gusta el agua, verdad? Yo te daré un poco –dijo con su voz gutural.
Black Devil golpeó con puños y piernas el cuerpo del agente, que sin su sello dorado
no era rival para la fuerza demoniaca. Tras romperle los brazos y las piernas arrojó a
Gerald por el hueco del pozo, donde era muy difícil que se mantuviese a flote sin poder
mover sus extremidades con los huesos aplastados. De pie en el borde del agujero
contempló sin la menor piedad como el agua fangosa cubría con rapidez la cabeza del
agente, hasta que su cuerpo se hundió completamente y dejó de estar a la vista.
Black Devil vio que Nick había salido por la puerta en busca de Reeves y el
Observador, pero antes de seguir el mismo camino sus sentidos captaron un ruido detrás
de la mesa volcada que antes había presidido el salón. Al asomarse vio que era un hombre
atado a una silla tumbado en el suelo, que balbuceaba frases incoherentes.
Tras regresar a la forma humana de Kevin Rose, comenzó a desatar a Walter Collins,
aunque algo le decía que sus auténticas ligaduras estarían en el interior de su mente
durante mucho tiempo.
***
El Observador sonrió al ver el punto negro que destacaba en el cielo y que traía
consigo el lejano ruido de un batir de aspas. El helicóptero se acercaba para recogerlo, y
pronto aquella misión de pesadilla quedaría atrás. Su mirada se posó en John Reeves y
después se desvió al cuadro que descansaba apoyado cuidadosamente contra uno de los
postes de madera que sostenían el cableado eléctrico. Al menos había conseguido el
objeto que conduciría a sus amos al deseado Legado que les otorgaría el poder de la
inmortalidad sin tener que recurrir al uso de la magia. La organización había expoliado
todo tipo de reliquias en todas partes del planeta durante sus siglos de existencia, y cada
vez quedaban menos objetos mágicos de los que socavar su energía mística.
–Es hora de despedirnos, herr Reeves. No tengo tiempo de saber si alguien más conoce
lo que usted sabe, así que me conformaré con matarle –el Observador hizo un gesto al
último de los mercenarios para que terminara con la vida del anticuario.
El sicario apuntó con su arma a la cabeza de Reeves con la frialdad del trabajador que
únicamente cumple con su función, mientras que el cazador de monstruos clavó la mirada
en su verdugo desafiando a la muerte sin demostrar miedo alguno. La hora final había
llegado, y el destino irónicamente no le había preparado una muerte a manos de alguna
de las criaturas del submundo a las que exterminaba, sino causada por un mercenario a
las órdenes de una organización secreta de origen arcano.
Se escuchó un sonido de algo que surcaba el aire y luego un pequeño impacto
amortiguado, pero nada más. No hubo ningún disparo, ni olor a pólvora. Reeves enarcó
una ceja con sorpresa al ver que el mercenario se desplomaba al suelo, comprendiendo lo
que había pasado al ver asomar el mango de un cuchillo entre sus omoplatos.
Nick Rose le había salvado la vida.
El menor de los hermanos Rose lanzó un pequeño objeto metálico hacia el
Observador, y Reeves aprovechó para apartarse corriendo hacia la posición de su antiguo
pupilo. La granada hizo explosión levantando una gran nube de humo y polvo que
acompañó a las llamaradas, y mientras sus efectos iban disipándose Nick liberó de sus
ataduras a Reeves.
–Has llegado justo a tiempo, gracias Nick –dijo el anticuario.
–Me temo que esto aún no ha terminado. Mira –señaló Nick.
En el lugar donde había detonado el proyectil podía verse una gran mano fantasmal
de color azulado, posicionada en forma defensiva delante del Observador. Pero en lugar
de estar contento por haber sobrevivido a la granada, la expresión de su semblante era de
puro odio mientras contemplaba un objeto que rápidamente se estaba convirtiendo en
cenizas.
–¡Habéis destruido el cuadro! –gritó lleno de rabia–. ¿Os dais cuenta de lo que habéis
hecho? ¡Algún día me las pagaréis, pero ahora me marcharé!
El Observador agitó las manos hacia el helicóptero, pero este se mantuvo a una
prudente distancia. Parecía que el piloto estaba informando de la situación y esperaba la
confirmación de la orden de aterrizaje. Sin embargo las órdenes recibidas fueron otras,
como pudo comprobar con horror el Observador cuando vio que el helicóptero daba
media vuelta para alejarse.
–¡No, volved! No podéis abandonarme, no podéis… –suplicó el agente de los
Cazadores de Legados al ver como la organización a la que había dado su vida le daba la
espalda.
Una vez que el vehículo desapareció entre las nubes, el Observador se volvió hacia
Nick y Reeves. Ellos eran los culpables de todo, y sufrirían la cólera de su venganza.
–¡Yo soy el portador del Sello de Azgaroth, el custodio de la Mano de Falhandriel, y
el guardián del Manto de Geissendülf! ¡Yo soy el Observador de los Cazadores de
legados, y ahora contemplaréis el alcance de mi poder! –gritó el hombre rubio agitando
las manos.
La magia de su anillo mágico arrancó el poste de madera cercano haciendo que los
cables eléctricos se desprendiesen con un chisporroteo de energía, y la mano fantasmal
aumentó de tamaño lo suficiente como para poder sujetarlo. Luego la mano avanzó hacia
donde estaban los enemigos del Observador.
–¿Te quedan más granadas? –preguntó Reeves a Nick viendo como la Mano de
Falhandriel se dirigía hacia ellos con intenciones hostiles.
–No –respondió Nick tensando los músculos preparándose para lo que venía.
–¿Y tu recortada especial?
–Dentro, sin munición.
–¿Y que hay del Suero?
–Me queda una jeringa, pero aún estoy dentro del límite –Nick se refería a que hacía
muy poco que había utilizado una dosis, la que su hermano le había inyectado para
salvarle. Si utilizaba otra vez el Suero los efectos en su cuerpo podían ser catastróficos.
–Somos dos contra uno, así que hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que
uno de nosotros llegue hasta él –Reeves estaba mirando hacia el Observador.
–¿Qué quieres decir? –preguntó Nick.
–Que corras.
Sin decir más John Reeves se movió hacia la izquierda justo cuando la mano mágica
utilizaba el poste de madera que empuñaba para barrer la zona donde estaban los dos
amigos, mientras Nick se movía a la derecha en una acción coordinada fruto de los viejos
tiempos donde tantas veces habían luchado codo con codo. La madera hizo silbar el aire
sobre sus cabezas revolviendo sus cabellos pero sin llegar a herirles.
El Observador se quedó un momento sorprendido, pero luego supo lo que debía hacer
para contrarrestar a sus enemigos. Se concentró en la mano fantasma y la movió hacia
John Reeves, el cual esta vez sí fue alcanzado por el poste de madera. El impacto fue tan
brutal que lo desplazó varios metros con un crujido de huesos rotos, haciéndole aterrizar
sobre la hierba del claro con un brazo y varias costillas rotas.
Nick gritó enfadado pero sin dejar de correr hacia el Observador, sabiendo que ahora
solamente quedaba él. Esgrimiendo como arma una de sus jeringas con el suero, Nick se
abalanzó sobre su rival levantando su brazo para clavarle la aguja en el pecho. Sin
embargo la jeringa no llegó a penetrar el Manto de Geissendülf que llevaba bajo la camisa,
y la protección mágica emitió un destello verdoso al entrar en funcionamiento.
–¿Pensabas que estaba indefenso? –dijo con sorna el Observador–. Recibe ahora el
castigo del Sello de Azgaroth.
Con un movimiento de su mano izquierda, la cual portaba en su dedo índice un anillo
dorado algo distinto al de sus agentes abatidos (con forma de ojo), el Observador tejió
una red de hilos de energía verdosos que se entrelazó alrededor de Nick y lo inmovilizaron
por completo. La jeringa cayó al suelo, y el Observador la alejó de una patada. Luego
trajo la enorme mano fantasmal ante Nick, y la sombra del enorme poste de madera se
cernió sobre el exterminador.
–¿Qué me dices ahora? ¿Quién tiene el auténtico poder? –dijo con orgullo el malvado
alemán.
–Pues digo que con tantas baratijas de mierda que tienes no puedes detectar la
presencia sobrenatural –respondió Nick.
–¿Qué es lo que quieres decir? –preguntó extrañado el Observador.
–Creo que se refiere a mí –dijo una voz monstruosa a su espalda.
El Observador se dio la vuelta para contemplar a un palmo de su cara el rostro
demoniaco de Black Devil, el cual había llegado justo a tiempo. Antes de que el alemán
pudiera hacer uso de los objetos mágicos que portaba, el demonio le clavó la jeringa de
Nick en el interior de la boca abierta, hincándole la aguja en el paladar y apretando el
émbolo.
–A ver si tu jodido manto mágico te protege de eso, capullo.
Black Devil se apartó del Observador, el cual cayó de rodillas llevándose una mano a
la garganta. Aunque el Manto de Geissendülf le protegía contra las agresiones externas
era inútil contra los daños realizados directamente en el interior de su organismo. La
sustancia de la jeringa era un fármaco tan potente que le otorgaba a Nick unas capacidades
extraordinarias más allá del límite humano, pero solamente a Nick Rose. Para cualquier
otro, el Suero era un veneno letal tan mortífero como el cianuro o la botulina28. En apenas
unos segundos el Observador dejó de respirar, asfixiándose mientras su cuerpo sufría de
terribles convulsiones. Un intenso dolor invadió todos sus órganos vitales, y el veneno
hizo que al final el corazón y el cerebro se hincharan y estallaran, provocando una
hemorragia masiva que le hizo sangrar por ojos, nariz y boca.
Cuando el alemán dejo de moverse, la mano fantasmal que había invocado se
desvaneció en el aire como si nunca hubiese existido, así como la red de hebras de energía
que envolvían a Nick.
–Gracias por darte prisa, Kevin –dijo Nick alargando una mano.
–¿Para qué están los hermanos mayores, si no? –Kevin le alargó una mano demoníaca
que en segundos se convirtió en humana, ayudando a Nick a levantarse del suelo.
Tras comprobar que el Observador efectivamente estaba muerto, los hermanos Rose
se acercaron al cuerpo de John Reeves. Tras reanimarle vieron que aparte de unos cuantos
huesos rotos no sufría de heridas severas.
–Vaya, nunca pensé que me alegraría de ver a un ser de la oscuridad. Al final has
servido de ayuda –dijo Reeves poniéndose en pie.
–Si es tu forma de darme las gracias, de nada, viejo –guiñó un ojo Kevin.
–Será mejor que nos vayamos de aquí. Billy Jones y Marianne nos esperan abajo en
el camino, en la furgoneta. Cojamos al padre de Fat Boy y larguémonos.
El sonido de un crepitar atrajo la atención de los tres hombres, los cuales vieron como
las llamas terminaban de alimentarse con el cuadro de Amón-Ra que había
desencadenado toda aquella aventura. Cuando el último resto del cuadro quedó
28 La toxina botulínica, también llamada "botulina", es una neurotoxina elaborada por una bacteria
denominada Clostridium botulinum. Es uno de los diez venenos más potentes conocidos.
convertido en cenizas, los restos fueron esparcidos por el viento de la mañana
llevándoselos muy lejos.
–Antes de irnos será mejor que nos llevemos todos esos Legados del Observador. Tal
vez pueda estudiarlos –dijo Reeves.
–Y si no siempre puedes añadirlos a tu colección secreta del sótano, ¿verdad? –dijo
Kevin.
–No tengo ni idea de a qué sotano te refieres –dijo Reeves con un guiño cómplice.
Los tres rieron, mientras Reeves se apoyaba en Nick y Kevin hasta el interior del
aserradero para recoger tanto a Walter Collins como al bastón del anticuario.
–Por cierto, Nick, hazme un favor –dijo de repente Reeves.
–Claro, John, lo que sea.
–La próxima vez que llames a mi puerta, prefiero que sea por algo relacionado con
vampiros, licántropos o momias. Prefiero enfrentarme a algo que pueda matar con mi
estoque antes que a los Cazadores de Legados y su apestosa magia. No es cosa para un
viejo exterminador de monstruos como yo.
***
Muy lejos de allí, en lo más profundo de una amplia red de túneles que surcaban el
espacio oscuro bajo un gran castillo de aspecto medieval, cuatro figuras ataviadas con
túnicas negras eran interrumpidas por una grotesca criatura de gran cabeza y cuerpo
menudo con extremidades pálidas y delgadas. La criatura, un Lymir (sirviente mágico de
los hechiceros) hizo una reverencia mientras intentaba reprimir el miedo que le
embargaba por traer malas noticias a sus cuatro amos.
–¿Qué quieres? –dijo una voz espectral bajo una de las capuchas.
–Tengo noticias del grupo operativo Alfa.
–¿Y bien? –preguntó otra de las voces, muy similar aunque ésta era de origen
femenino.
–La misión ha sido un completo fracaso –el Lymir tragó saliva antes de continuar
hablando–. El cuadro de Amón-Ra ha sido destruido, por lo que nos será imposible
determinar la ubicación del Cetro sagrado del dios egipcio. Tampoco sabemos quién es
el auténtico autor de la obra, así que no podemos rastrear por esa pista. Y además todo el
grupo operativo Alfa ha sido destruido.
–¿Todo el grupo? –dijo otro de los señores, con un deje de sorpresa en la voz.
–Sí, amo, incluso el Observador –el Lymir pensó que si salía de aquella sala con vida
sería su día de suerte.
–¿Y cómo se llama ese lugar tan funesto para nuestra organización? –preguntó el
cuarto encapuchado, con un susurro tan suave y peligroso como una cuchilla de afeitar
recién afilada.
–Hollow City, mi señor. Es una ciudad que está en…
El cuarto señor, el Hechicero Supremo, alzó la cabeza y su gesto hizo callar al
sirviente mágico, que retrocedió un paso asustado. Luego musitó unas palabras tan
antiguas como el hombre e invocó la magia para crear una bola de luz que se convirtió en
una imagen del planeta. Luego apuntó su dedo índice y la bola giró, hasta que un pequeño
puntito dorado comenzó a brillar señalando la ubicación de la ciudad.
–Hollow City… –dijo pensativo el Hechicero Supremo–. Interesante, muy
interesante…
FIN
CHENKATAI, EL MONJE DIABOLICO
Tíbet, Suroeste de China, 1950.
Shen Lung abrió los párpados permitiendo así a su confuso cerebro salir del
aturdimiento. Al estar su cuerpo boca arriba lo primero que divisaron sus ojos verdes fue
el cielo de la mañana, convertido en un mar azul surcado de pequeñas nubes blancas que
se mecían suavemente por el viento como si fuesen olas. Era una vista preciosa, como
todo lo que podía contemplarse durante un día corriente en el Monasterio Budista de
Dorhang, situado en lo alto de una de las inaccesibles montañas tibetanas.
Sin embargo, hoy no era un día corriente.
Poco a poco Shen Lung fue tomando consciencia de lo que ocurría a su alrededor a
medida que sus sentidos volvían a operar con plenitud. El joven monje ahogó una
exclamación de dolor al tratar de incorporarse, y cuando finalmente lo consiguió deseó
no haberlo hecho. Mejor hubiera sido permanecer dormido, inerte como uno de los
bloques de hielo que se formaban en la falda de la montaña durante el invierno, cualquier
cosa antes que contemplar el caos que reinaba a su alrededor durante la distancia que
alcanzaban sus oblicuos ojos orientales.
La muerte había llegado hasta el interior del monasterio, atravesando las puertas del
templo y llenando el espacio con su aterradora presencia. Su color era el rojo de la sangre
que rociaba el suelo del recinto sagrado, además de la túnica desgarrada del propio Shen
Lung. Su hedor era el de los cuerpos quemados, mezclándose con el olor a pólvora de las
armas de fuego de los soldados invasores. Y el sonido de la muerte era el de los
moribundos que se arrastraban suplicando piedad a sus verdugos antes de recibir un tiro
de gracia en la frente o ser empalado por una afilada bayoneta.
Shen Lung se llevó una mano al medallón sagrado de su cuello, donde permanecía
grabada la efigie del gran dios Buda, intentando hallar fuerza en su fe. Recordó entonces
como un momento antes había estado junto al resto de sus compañeros, casi todos
adolescentes como él, meditando sus oraciones en la habitación del silencio intentando
hallar la paz espiritual en su interior. De repente por todos los rincones del monasterio
había comenzado a resonar los ecos del gong dorado, no una sino varias veces, de forma
que todos comprendieron que se trataba de una señal de emergencia. Luego un trueno
brotó del lugar donde estaba emplazada la muralla exterior del templo, y al disiparse la
nube de humo y polvo aparecieron los soldados vestidos con el uniforme imperialista
chino. Los soldados invadieron el recinto sagrado, disparando una y otra vez a pesar de
que nadie en aquel lugar de culto utilizaba armas. De nada sirvieron las protestas, los
gritos de súplica ni los rezos a Buda, la muerte visitaba Dorhang vestida con una bandera
roja con cinco estrellas doradas.
Lo último que había visto el joven monje fue como el brazo de uno de los invasores
había lanzado algo cerca de su posición, y de pronto una bola anaranjada explotó haciendo
que una luz cegadora lo transportara por los aires. Milagrosamente no había sufrido
ninguna herida grave, aunque tampoco había escapado indemne. Un feo corte en un
hombro le hacía sangrar profusamente, el brazo izquierdo le colgaba flácido a un lado y
la pierna derecha le dolía muchísimo con cada paso que daba.
Pero todo su dolor físico no era nada comparado con el de su corazón, pues sobre los
restos de lo que había sido una de las paredes del templo se hallaban los cuerpos
despedazados de muchos de sus amigos, tanto alumnos como maestros. Todos muertos.
Shen Lung sintió el impulso de gritar ante la horrible visión de los efectos de la
invasión, pero una voz en su interior le conminó al silencio. Era como si muy cerca de él
hubiese una presencia que le aconsejara, guiando sus movimientos para protegerle. ¿Sería
el espíritu de uno de sus maestros que había regresado del más allá para ayudarlo?
De repente una de las estatuillas que adornaban el templo salió de su soporte y cayó
al suelo, rompiéndose en varios fragmentos justo entre los dos grandes cipreses
florecientes que flanqueaban la entrada semi-oculta del Jardín de los Lamentos. El monje
dudó unos instantes, viendo que los soldados no se habían fijado aún en su persona debido
a la confusión reinante. Sabía que debía hacer algo para ayudar a sus compañeros que
estaban siendo masacrados sin piedad por la horda de soldados rabiosos, pero su instinto
de supervivencia le indicaba que él solamente era un monje sin ningún poder. En su fuero
interno sabía que no podía hacer nada por ellos. La decisión estaba tomada.
Dando la espalda a lo que había sido su hogar, a su familia, a sus amigos, a su vida
entera, Shen Lung atravesó rápidamente el jardín, recordando que en una de las clases su
maestro le había revelado que se denominaba Jardín de los Lamentos a causa de que
existía un pasadizo que conducía directamente a la montaña. En ocasiones el viento
soplaba con tal fuerza que parecía emitir un sonido peculiar, como el gimoteo de una
madre que ha perdido a su hijo. Sin embargo cuando llegó al centro del jardín se encontró
con que no sabía dónde estaba la entrada al pasadizo. Muy pronto los soldados registrarían
todo el monasterio y terminarían encontrando aquel lugar, con lo que su suerte no se
diferenciaría de la del resto de monjes asesinados. ¿Pero qué podía hacer?
Una ráfaga de viento sopló sobre las ramas de uno de los árboles, agitándolas de tal
forma que cayeron un montón de hojas secas al suelo. Shen Lung se fijó en un detalle:
únicamente aquel árbol de todos los que estaban plantados en el jardín había sido mecido
por el viento. ¿Acaso era la presencia salvadora que aún le acompañaba?
El monje se acercó al árbol, atravesando los arbustos que crecían a su alrededor, y
entonces creyó captar un sonido. ¡Efectivamente, aquel ruido sonaba como el llanto de
un ser vivo! Sin perder tiempo se desgarró un trozo de su túnica color azafrán, dejando al
descubierto la extraña marca de nacimiento con forma de dragón que cubría parte de su
hombro izquierdo. Aproximó el pedazo de tela por las inmediaciones del árbol, hasta que
advirtió como adquiría un movimiento oscilante a causa del viento que salía a ras del
suelo. Tras retirar un montón de hierbas resecas y un poco de tierra, dejó al descubierto
una reja de metal. ¡Había encontrado el pasadizo a la montaña!
Tras levantar la reja y deslizar su menudo y frágil cuerpo a través de la abertura, Shen
Lung fue recibido por la oscura y húmeda boca de un túnel. La distancia entre el techo y
el suelo le obligaba a recorrerlo en cuclillas, y tras dejar atrás la entrada enseguida quedó
sumido en la oscuridad total. Percibió el intenso mordisco del frío en su piel a través de
los restos de su andrajosa túnica, pero continuó hacia delante tanteando con sus manos el
terreno que no podía ver y que en cualquier momento podía volverse traicionero.
Tras pasar varios minutos en aquella situación, el viento que azotaba insistentemente
su rostro se hizo más intenso, y un rastro de claridad al final del túnel anunció la salida al
exterior. Shen Lung tuvo que trepar con su brazo izquierdo y una pierna heridos, pero tras
varios intentos logró ascender por la abertura y escapar del túnel oscuro. Pero lo que
encontró no mejoró en nada su situación.
El monje estaba situado encima de un saliente rocoso, desde el cual podía divisarse
más abajo los restos humeantes del Monasterio de Dorhang. Aquellos cobardes sin alma
no se habían contentado con aniquilar a los pacíficos habitantes del monasterio, sino que
además habían incendiado su hogar. Al volverse de espaldas incapaz de soportar aquella
visión de destrucción, se encontró mirando la colosal montaña cuya cima se antojaba muy
distante. Aunque el crudo invierno aún distaba mucho en llegar, escalar aquel colosal
muro natural para llegar al otro lado y huir lejos era toda una hazaña en el deplorable
estado físico en el que se encontraba.
Shen Lung se sentó meditando entre sus dos opciones. ¿Debía quedarse allí esperando
a que los soldados decidiesen marcharse del templo, o debía arriesgarse a cruzar la
escarpada montaña? ¿Y si los asesinos uniformados descubrían el túnel y lo seguían hasta
donde estaba ahora? ¿O qué ocurriría si no se marchaban del templo durante unos días y
él permanecía esperando a solas y sin víveres?
Mientras las dudas le atenazaban en su interior, algo le hizo elevar la mirada hacia la
cima de la montaña. Creyó divisar algo en la lejanía, como un débil destello. ¿Podía ser
que en aquel lugar remoto y casi inexpugnable hubiera alguien? A su memoria vinieron
las leyendas que corrían entre susurros por las noches entre los monjes, cuentos de terror
acerca de seres horribles y de gran poder que permanecían bajo los efectos de un sueño
eterno alejados de los seres humanos. Una vez había preguntado a uno de sus maestros
sobre aquellas historias, el cual le había respondido con palabras evasivas y una mirada
huidiza donde se adivinaba cierta carga de miedo.
Algo cayó a los pies de Shen Lung, unas ramitas arrastradas por el viento que se
detuvieron una junta a la otra formando una especie de símbolo aleatorio. El monje
examinó con curiosidad el dibujo, abriendo los ojos con sorpresa al darse cuenta de que
era una flecha. Y sin lugar a dudas apuntaba hacia la montaña.
El joven miró a su alrededor, volviendo a sentir con más fuerza la presencia invisible
que lo había salvado de los soldados hasta conducirlo a aquel saliente, y que al parecer
aún no había terminado de guiarle. Siguiendo su instinto decidió ponerse en pie y dejarse
llevar por el espíritu guardián, anteponiendo la fuerza de su mente ante la debilidad de su
cuerpo. Inhaló el aire frío de la montaña hasta llenar los pulmones, despejó de su cabeza
todas sus dudas y temores, y se concentró en la que iba a ser su próxima tarea durante
horas.
Shen Lung puso su mano buena sobra una de las rocas, colocó su pierna izquierda
encima de otra, y comenzó a trepar por la empinada ladera.
***
Algo tiró de él, sacándolo del mundo de los sueños y trayéndole a una oscura realidad.
En su mente aún resonaban los ecos de suaves murmullos que parecían atraerle hacia las
tinieblas del pasadizo excavado en la roca que se extendía ante él. Pero Shen Lung estaba
completamente exhausto, escalar la montaña hasta aquella cueva situada casi en el punto
más alto le había llevado hasta el límite de sus fuerzas. Más de una vez los poderosos
golpes del viento de la montaña habían estado a punto de arrancarle de la ladera y enviarle
cuesta abajo, teniendo que aferrarse a las rocas con solo un brazo y una pierna sanos. El
frío le había dejado sumido en un estado somnoliento cercano a la hipotermia, del que
ahora despertaba a causa de aquellos susurros imperiosos que le incitaban a continuar
adelante.
Shen Lung deseaba cerrar los ojos y descansar, dejarse llevar hacia la placidez del
silencio eterno donde le esperaría un nuevo mundo y tal vez se podría reencontrar con sus
compañeros muertos. Pero algo no le dejaba hacerlo, era como si unas manos invisibles
intentaran empujarle hacia el abrazo de las tinieblas del pasadizo, su espíritu guardián no
se resistía a abandonarlo aún.
«Ya falta poco, Shen Lung. Casi lo has conseguido. Haz un último esfuerzo», decían
las voces que flotaban a su alrededor. ¿O acaso le hablaban en el interior de su cabeza?
Y el monje extendió su brazo derecho, hundiendo sus casi agarrotados dedos en el
suelo rocoso para a continuación empujar el peso de su cuerpo en la pierna que menos le
dolía. Apretando los dientes para aguantar mejor el dolor que alcanzaba cada nervio de
su maltrecho ser, se arrastró como una serpiente metro a metro mientras sentía como los
afilados bordes del suelo rasgaban su carne.
Shen Lung dejó atrás el dolor, la entrada de la cueva y la luz, sumergiéndose en lo
desconocido. Despejó su mente de cualquier otro pensamiento que no fuese continuar
avanzando, algo imposible de realizar para alguien que no tuviese un elevado instinto de
supervivencia y un superior espíritu de voluntad. Sólo él podía hacerlo.
Llegó un momento en que al extender su mano se encontró palpando la superficie dura
y fría de una enorme roca, descubriendo que había llegado hasta el fin. No había ninguna
otra salida más que retroceder al exterior, pero eso quedaba fuera de sus posibilidades.
Moriría allí sin más compañía que su invisible guardián y el manto de oscuridad que lo
cubría todo.
Se tumbó boca arriba, derrotado, extendiendo sus extremidades a lo largo del pétreo
suelo. Y sus dedos se hundieron en el vacío.
¿El vacío?
El monje se arrastró una vez más sorprendiéndose al descubrir un pequeño agujero en
el suelo cavernoso del que provenía un débil resplandor rojizo y una pequeña brisa
entumecedora. Allí abajo había algo.
«Ven, Shen Lung. Ven aquí. Tu destino te espera», creyó oír en susurros que surgían
de aquel pozo. ¿O eran imaginaciones suyas?
Decidió descender por aquella abertura puesto que la única alternativa era morir allí,
y con mucho cuidado se deslizó por el interior de aquella estrecha grieta. Pero el esfuerzo
era demasiado para el deplorable estado físico en el que se encontraba, y tras resbalar su
mano en la piedra desnuda su pie perdió el punto de apoyo y todo su cuerpo cayó hacia
abajo.
El impacto fue brutal, su cuerpo se quejó con el crujir de uno o más huesos
rompiéndose bajo su piel magullada, haciéndole proferir un angustioso grito de dolor. Iba
a maldecir a Buda y a todos los dioses y espíritus, a blasfemar contra su familia de
empobrecidos campesinos que lo habían dejado en el monasterio porque no podían
mantener a otro hijo más, a insultar a los soldados por no haberle matado a él también
junto a los otros monjes del templo…pero no lo hizo. Solo pudo abrir la boca y los ojos
de la sorpresa al contemplar el lugar donde estaba y que hizo incluso que se olvidara del
dolor.
Lo primero que percibió fue que a pesar de que estaba dentro de la montaña no podía
ver ninguna piedra o roca de origen natural. Aquella amplia cámara, cuya superficie se
extendía a su alrededor ocupando un espacio superior a cualquier habitación del
Monasterio de Dorhang, poseía un suelo de losas perfectamente pulimentadas y alienadas
que serían la envidia de los diseñadores del Palacio Imperial de China. Todo el techo, a
excepción del agujero por el que un momento antes se había despeñado, estaba formado
por un conjunto de paneles acristalados con extraños dibujos y símbolos acordes con el
que aparecían en todas las baldosas de cerámica que recubrían las paredes. Docenas de
estatuas de gran tamaño, talladas con las formas de feroces guerreros ataviados con armas
e indumentarias de siglos atrás, devolvían la mirada a Shen Lung con un brillo silencioso
de color rojizo que en realidad era un reflejo de la luz que provenía del fondo de la
estancia.
Porque allí, presidiendo majestuosamente aquella cámara que ningún hombre había
pisado en cientos de años, había una estatua hecha de bronce que representaba un colosal
dragón rojo cuya boca estaba abierta en una mueca feroz que enseñaba unas mandíbulas
repletas de afilados colmillos. El grueso y escamoso cuello estaba torcido de forma que
la descomunal cabeza, cuyos ojos eran dos resplandecientes rubíes del tamaño de puños,
apuntara hacia cualquier visitante que se acercara sobre la alargada alfombra que se
extendía de lado a lado entre las sólidas columnas de jade que sostenían la bóveda.
El monje vio entonces que a los pies de la efigie del dragón había un objeto de piedra
en forma de arca del que emanaba una cegadora luz rojiza que era la que en realidad
iluminaba toda la cámara. La caja medía unos dos metros de largo, y casi un metro de alto
como de ancho, y estaba totalmente cubierta de una bella y exótica decoración que
mezclaba incrustaciones de oro y plata con las más variadas y exquisitas joyas jamás
vistas. Sobre la cubierta se encontraban engarzados dos dragones de oro macizo cuyos
alargados cuerpos serpenteaban entrelazándose como desafiando a cualquiera que
intentase abrirla.
«Acércate, Shen Lung. Ven a mí».
El monje estuvo seguro de haber escuchado la voz, y que provenía del ídolo dragón
que custodiaba el arca. Obedeciendo se arrastró por la alfombra apenas fijándose en que
se hallaba recubierta con los mismos símbolos ancestrales que también se divisaban en
los dibujos del suelo, paredes, techo, columnas y hasta la propia arca. Una escritura arcana
más antigua que el propio Buda y que encerraba oscuros misterios que alguien había
sepultado siglos atrás en el interior de la montaña. Secretos que tal vez era mejor que
continuaran siendo secretos.
Shen Lung llegó hasta los pies del altar donde se encontraba el arca, permaneciendo
de rodillas mientras levantaba la cabeza para mirar directamente a los ojos del Dios
Dragón. Entonces se dio cuenta de que siempre había sido él la presencia protectora, el
que le había salvado y guiado hasta allí. Era una estatua, sí, pero al mismo tiempo era un
ser vivo, al menos en espíritu. Comprendió que estaba ante una conciencia suprema que
de algún modo estaba atrapada en el interior del gran arcón, y que él, Shen Lung, había
sido el elegido para liberarle.
–¿Por qué yo? –preguntó al dragón sin considerarse estúpido por hablarle a una
estatua.
«Porque es tu destino».
Shen Lung se miró la marca de nacimiento de su hombro izquierdo, comprendiendo
al fin su significado.
«Si te unes a mí, te mostraré conocimientos que van más allá de las pobres enseñanzas
que imparten los monjes budistas que conoces, pues tu capacidad de comprensión de los
saberes del universo se expandirá más allá de los límites del entendimiento humano. Tu
cuerpo, tu mente y tu espíritu se fusionarán en un todo forjado a partir del fuego del
poder inmanente. Dejarás atrás todo lo que conoces, tu nombre, tu identidad, tu propio
ser, y renacerás como una nueva fuerza.»
El monje sintió una mezcla de curiosidad y de miedo que le hizo temblar levemente.
Ya no le quedaba nada, todo su mundo había quedado hecho pedazos con las ruinas del
monasterio. Solo podía quedarse allí y morir, o aceptar el nuevo destino que le ofrecía
aquella misteriosa entidad.
–¿Quién eres tú? –preguntó aún dubitativo.
«Yo soy el Viajero Errante del Cosmos, el que recorre el Sendero del Conocimiento
Dorado, el Iluminador de Mentes, el Despertador de Conciencias, el que atesora el
auténtico Saber Primigenio. Soy… ¡el Dragón Cósmico!»
Aturdido por aquellas palabras, Shen Lung estuvo a punto de caer al suelo otra vez
aunque recurrió a toda su energía para mantenerse de rodillas. Aunque en su interior ya
había tomado una decisión, aún tuvo valor para preguntarle una cosa más al Dragón
Cósmico.
–Si acepto servirte, ¿qué seré capaz de hacer?
Esta vez el todopoderoso ser no recurrió a grandes elocuencias y se limitó a contestar
con una sola palabra, una palabra que formó imágenes en la mente del monje donde se
entretejían visiones de venganza y de paz absoluta, de guerras y muerte junto con amor a
una nueva familia. No era un espejismo sino el conocimiento de un futuro al alcance de
su mano, siempre que recorriera una senda poblada de luces pero también de sombras.
«Todo».
El joven monje hizo un último esfuerzo y se puso en pie a pesar de sus heridas. Salvó
la distancia que le separaba del engalanado arcón y posó sus manos manchadas de sangre
sobre la tapa. Levantó la mirada hacia la estatua del dios dragón mientras con una mano
apartaba de su cuello el medallón de Buda que tantos años había llevado consigo. Tras
arrojarlo lejos de sí pronunció en voz alta y con total convicción su contestación.
–Acepto.
La tapa del arcón se deslizó sola como por arte de magia, emitiendo un fuerte sonido
metálico. Una potente luz roja envolvió a Shen Lung cegándole con su brillo
momentáneamente, y al instante el monje advirtió que sus heridas iban sanando
rápidamente al mismo tiempo que sus fuerzas volvían a su plenitud. Luego vio que en el
interior del artefacto había una serie de compartimentos, diseñados para contener cada
uno de ellos una tablilla de piedra con jeroglíficos místicos, aunque podía verse que uno
de los huecos estaba vacío. Además de las tablillas había también un extraño orbe de
cristal engarzado a una base de metal dorado en forma de garra de dragón. El último de
los objetos contenidos en el arcón era un pequeño frasco de cristal con un líquido rojo
que parecía sangre.
«Olvidarás todo lo que sabes, pero alcanzarás la auténtica iluminación. Sufrirás una
intensa agonía que te hará conocer un dolor inimaginable, pero conseguirás la
perfección. Te asomarás al borde del abismo de la locura, pero obtendrás un poder que
romperá cualquier barrera conocida. A partir de hoy Shen Lung está muerto. Tu nombre
será… ¡Chenkatai!».
El joven monje obedeció a un impulso y abrió el frasco para proceder a beber parte de
su contenido. Mientras el líquido penetraba en su interior para formar parte de su ser notó
como se producía el cambio. Y Chenkatai comenzó su nueva existencia gritando, mientras
sentía como poderosas fuerzas se agitaban en su interior para arrancarle a pedazos su
antigua alma y sustituirla por una nueva.
***
Hollow City, en la actualidad.
La profesora Cassandra Zhao se levantó de su asiento para dirigirse hacia el aparato
de calefacción de la habitación y ponerlo en marcha. Había estado concentrada en la
lectura de un libro sobre la historia de las simbologías antiguas, donde le había llamado
especialmente la atención el capítulo dedicado al origen logográfico de las escrituras
china, maya y egipcia. Su fascinación por el tema, en el cual era también una experta, la
había tenido tan ausente de lo que la rodeaba que no había advertido el descenso
progresivo de la temperatura. Sin quererlo había permitido que el frío atravesara las
ventanas de aquella sala situada en el tercer piso del Museo de Arte de Hollow City y
ahora estaba casi temblando. Una vez manipuló el aparato y notó como emitía un chorro
de aire cálido la profesora Zhao consultó la hora. Eran las once de la noche, y aún no
había cenado, pues como casi siempre se había enfrascado en su trabajo y sería la última
en salir del Museo.
Miró su mesa abarrotada de libros y papeles, todos relacionados con la temática de la
simbología antigua y las escrituras tradicionales, y decidió que era el momento de irse a
casa. Se extrañó de que ninguno de los guardias del Museo hubiese llamado a su puerta
para advertirla sobre la hora, puesto que desde los incidentes sucedidos el día de la
inauguración del Museo29 la seguridad había sido el caballo de batalla del director Greg
Templeton. La profesora supuso que los vigilantes debían estar acostumbrados a su
dedicación laboral exhaustiva, así que se puso el abrigo, cogió su bolso y abrió la puerta
para salir.
La oscuridad del pasillo llegó a su encuentro inesperadamente pues ninguna de las
luces del techo funcionaba, tan solo podía vislumbrar a duras penas las diminutas
lucecitas del panel del ascensor. Parecía que la temperatura era unos grados inferior a la
de su despacho, lo que provocó que Zhao se encogiese dentro del abrigo. Sin saber muy
bien porqué la embargó una sensación de temor, aunque su talante científico se impuso y
decidió avanzar hasta las puertas del elevador situadas al final del pasillo.
Fue entonces cuando creyó percibir una presencia a su espalda, alguien que la
observaba oculto entre las sombras, inmóvil y en silencio. Zhao agudizó el oído pero no
escuchó nada, ni siquiera una respiración. Seguramente eran imaginaciones suyas.
Avanzó con cautela hasta el final y pulsó el botón para llamar el ascensor, el cual se
encontraba en ese momento en la planta baja. Mientras esperaba a que el elevador
ascendiera la profesora lanzó una serie de miradas hacia la oscuridad del pasillo mientras
respiraba de forma agitada, sintiéndose vigilada y amenazada. Los segundos que tardó el
ascensor en llegar y abrir las puertas se volvieron siglos, pero al final no pasó nada y
ningún monstruo salió de su escondite para atrapar a Zhao.
Porque cuando la máxima autoridad experta en paleografía de Hollow City retrocedió
de espaldas hasta el interior de la cabina iluminada, una mano enguantada sujetó su frágil
cuerpo mientras otra le colocaba un sucio y húmedo trapo empapado en una sustancia
narcótica que la sumió al instante en el mundo de los sueños.
***
En uno de los altos edificios de oficinas que poblaban Long Street un desvencijado
taxi estacionó ante sus puertas, apeándose un hombre de cabello castaño muy corto que
portaba un maletín marrón. Tras pagarle el trayecto más una generosa propina, el cliente
del taxi entró en el edificio y saludó al vigilante del vestíbulo, un negro enorme y
musculoso llamado Bernie Chadman que una vez fue boxeador de los pesos pesados. A
pesar de que Bernie ahora rondaba la edad de jubilación y que su barba era tan blanca
como sus dientes, aún era capaz de amedrentar a cualquier intruso que se atreviera a
rondar su edificio. Por ello se levantó de su asiento y avanzó un par de pasos al ver al
hombre del maletín.
–¿Señor Stone? –preguntó el guardia al recién llegado, casi sin reconocerlo–. ¡Jack
Stone! Que sorpresa, todo el mundo aquí decía que no iba a volver. Hay que ver que
cambiado está. ¿Cómo le ha ido?
29 Sucesos narrados en HC Nº13, El regreso del Doctor Misterio.
–Me alegro de verte, Bernie –dijo Stone–. Estoy bien, gracias. He pasado una larga
temporada fuera pero ya estoy de vuelta, voy a subir a la oficina para arreglarla un poco.
¿Me dejas la llave?
Bernie se metió detrás de la mesa de recepción y fue a buscar la llave del despacho de
Stone, guardada junto a una etiqueta que ponía «Detective». Luego se la dio a su dueño
con una sonrisa.
–Me alegro de verle, señor.
–Gracias, Bernie. Más tarde nos tomaremos un café y me pondrás al día de todo lo
que ha ocurrido en Hollow City desde mi marcha. Seguro que no os habréis aburrido por
aquí.
Tras recoger la llave Jack Stone subió en ascensor hasta la planta donde estaba su
despacho. En la puerta aún estaban los grandes caracteres que identificaban lo que había
tras ella: «Jack Stone, Investigador Privado». Mientras abría la puerta con una sonrisa
nostálgica, el detective pensó que había cosas que nunca cambiaban. Como el desorden
de su oficina, por ejemplo, la cual estaba exactamente igual como el último día que había
permanecido en la ciudad. Parecía que había sido ayer cuando Stone se había involucrado
junto al justiciero enmascarado Espectro y el cazador de monstruos Nick Rose en la
búsqueda del paradero del anticuario John Reeves, del escritor Vic Page y del profesor
Edmund Graves, los tres secuestrados por una raza conocida como los Oscuros30. Más
tarde Stone se había enamorado de Alice, la hija del profesor Graves, la cual había
fallecido al igual que su padre en la Guerra Secreta contra los Oscuros y su maligno Amo.
Aunque Stone consiguió su venganza, la pérdida de Alice había sido un duro golpe para
él y había abandonado Hollow City para buscar su destino31.
El detective se sentó en el sillón tras la mesa del despacho y sacó de un tarjetero el
trozo de plástico con el número de Alice. Mientras las yemas de sus dedos acariciaban la
tarjeta cerró los ojos y emitió un suspiro melancólico, concentrando su mente en el rostro
perdido de la joven. Y al instante ella estaba allí, como un fantasma que se aparecía entre
la niebla de sus recuerdos, distante pero a la vez cercana. Su mente recreó una vez más
los rasgos delicados de su bella faz, sus hermosos y vivarachos ojos, sus labios torcidos
de preocupación por la desaparición de su padre. Incluso el timbre de su voz parecía tan
real como aquel primer día en que la conoció. Pero ella estaba perdida para siempre, y la
única manera de recordarla era usar su habilidad especial para estar con ella aunque fueran
solo escasos momentos, como una droga de la que no se puede escapar. Alice había
muerto por culpa del escaso control de Stone sobre su poder de postcognición32, y él
siempre tendría sobre sus hombros el peso de la duda sobre lo que hubiera podido pasar
si hubiera tenido entonces el nivel de habilidad que ahora ostentaba.
El ruido del teléfono sobre su mesa rompió el encantamiento y la imagen de Alice se
desvaneció de su mente, volviendo al lugar que le correspondía y dejando a Stone con un
vacío difícil de llenar. Con un movimiento lento descolgó el auricular y escuchó la voz
de Bernie:
–Perdón por molestarle, señor Stone, pero aquí abajo hay un hombre que quiere verle.
Parece importante y con mucha prisa. Dice que es…Greg Templeton, el Director del
Museo de Arte e Historia de Hollow City.
–De acuerdo Bernie, dile que suba, le recibiré ahora mismo.
Greg Templeton. El nombre le era familiar, por supuesto, aunque no el cargo. El Greg
Templeton que Stone había conocido fue el director de la desaparecida sala de subastas
30 Hechos acontecidos en el Nº2 de HC, El Ojo de los Dioses. 31 Como bien recordará el lector del Nº8 de HC, La Guerra Secreta. 32 Capacidad de percibir acontecimientos pasados.
Angelie´s, un tipo muy interesado en las reliquias de origen Valaki33 y que había estado
metido en ciertos asuntos con TecnoCorp, la empresa de seguridad y tecnología que había
invadido la ciudad de Hollow City hacía cuatro años. Y ahora había ascendido a director
del Museo de Arte e Historia. Aquel hombre era sin duda era una persona bien relacionada
y con contactos importantes en las altas esferas de la ciudad. Alguien que sabía que Stone
acababa de regresar a Hollow City tras estar más de un año fuera.
El detective se levantó y miró a través de la ventana hacia el exterior, viendo como
poco a poco una cortina de diminutas gotas de agua iban cubriendo el cristal. Vio su
propio reflejo, un hombre que rozaba los cuarenta aunque su pelo corto y su rostro afable
le hacían aparentar algunos menos. Sus ojos claros reflejaban una calma interior y una
inteligencia superior a las que había tenido antes de salir de la ciudad. Al pasar una mano
por su pelo cortado al cepillo recordó con una sonrisa como los monjes tibetanos habían
disfrutado rapándole al cero y quemando sus prendas en el fuego purificador. Un año
entero en el Monasterio de Samye, el templo budista más antiguo del Tíbet, había bastado
para hacerle cambiar en cuerpo y alma hasta alcanzar un estado de bienestar más allá del
que jamás habría imaginado. Había dejado de fumar y de beber, había encontrado nuevas
formas de conocimiento, había visto el interior de su propia alma. Los sabios maestros
del templo le habían enseñado como controlar su poder de postcognición, hasta el punto
de que podía tocar un objeto o una persona sin usar guantes y no despertar la habilidad.
Aunque Stone había llegado a considerar que su don era una maldición, heredada desde
que combatiese con un monstruo en casa de la vidente Mamá Nazinga34, en el Templo de
Samye le habían hecho ver que era una bendición con la que había nacido y que
simplemente aquel suceso de horror y tensión lo habían activado. Y ahora podía extender
aquella bendición a los demás, ayudando a la gente como Jack Stone, el investigador
privado especializado en asuntos paranormales.
El detective escuchó como Greg Templeton llamaba a la puerta y se volvió preparado
para recibirle. A su espalda el viento arrastró con más fuerza las gotas de lluvia,
amenazando con traer la primera de las tormentas de la estación. Volvía el otoño,
regresaban las tormentas, y retornaba Jack Stone.
Definitivamente, había cosas que nunca cambiaban en Hollow City.
***
Xian Yun subió el volumen del televisor situado en una esquina del mostrador para
escuchar mejor las noticias. Era casi la hora de cerrar su tienda de comestibles y no había
ningún cliente, por lo que podía concentrarse en las palabras del locutor del Hollow City
Channel. Lo mismo de siempre, tiroteos, robos, asesinatos…Alguna que otra noticia de
deportes y algunos comentarios relacionados con las próximas elecciones a la alcaldía. Y
por supuesto, ninguna mención al Barrio Amarillo, la zona de Hollow City que recogía
un extenso laberinto de calles intrincadas donde convivían apretujados una heterogénea
mezcla de ciudadanos chinos, japoneses, tailandeses, filipinos y de otros países asiáticos.
Y en una de esas callejuelas estrechas y serpenteantes estaba la Tienda de Yun, famosa
porque su propietario podía conseguir casi cualquier producto oriental con una seguridad
y confianza que sus clientes no podían obtener en cualquier otro establecimiento del
Barrio Amarillo.
El viejo Xian Yun bostezó y comprobó otra vez la hora en un reloj de pared adornado
con osos panda que reposaba en lo alto de una de las estanterías más cercanas. Cualquier
otro de los regentes de tiendas del barrio se habría retirado ya a descansar, pero el viejo
33 La cultura Valaki y su relación con los Oscuros se narró en el Nº7 de HC, El Origen de los Valaki. 34 Cuando Jack Stone combatió contra el monstruo Bubba Hots en HC Nº3, La Muerte de una Estrella.
hongkonés era de costumbres rígidas y esperaría como siempre hasta el último segundo.
Pertenecía a esa especie en extinción de inmigrantes que se habían hecho un hueco en la
vida a base de esfuerzo y trabajo honrado, y a pesar de que llevaba viviendo en un país
extranjero más de cuarenta años seguiría cumpliendo a rajatabla su horario. Todos en el
Barrio Amarillo sabían que la Tienda de Yun solo cerraba en los pocos días al año que
eran fiesta en su Hong Kong natal o bien si debía acudir a un entierro. Ni siquiera la
enfermedad podía con Xian Yun, pues entonces era su mujer la que se encargaba de abrir
el negocio o bien le ayudaba alguno de sus hijos.
Y justo cinco minutos antes de que el reloj anunciase el fin de la jornada para el
tendero oriental, la puerta del establecimiento se abrió para dejar paso a un hombre alto
y moreno que vestía un abrigo y un sombrero empapados del aguacero que sacudía en
aquel momento toda la ciudad. El recién llegado saludó cortésmente con un gesto de
familiaridad a Xian Yun y se acercó al mostrador.
–Buenas noches, señor Yun. ¿Cómo está su familia? –preguntó el hombre en un
inmejorable cantonés.
–Muy bien, señor Kerman. Enseguida le traigo su pedido –respondió el tendero.
Xian Yun salió del mostrador y abrió la puerta de la trastienda en busca del último
pedido del señor Kerman. El «americano», como él lo llamaba, era un cliente habitual
desde hacía un par de años, un individuo educado y de buenas maneras pero de carácter
muy reservado. No era frecuente que un occidental dominase el cantonés, y menos aún
que conociese gran variedad de hierbas exóticas y productos comestibles de procedencia
insólita. A pesar de las numerosas visitas a su tienda, el señor Yun solo conocía su
apellido, que siempre vestía con el mismo abrigo, sombrero y guantes de color oscuro y
que siempre acudía a últimas horas de la noche. Y, por supuesto, que aquel hombre con
cierto halo de misterio no vivía en el Barrio Amarillo. Pero era amable y, lo más
importante, pagaba generosamente por los servicios de Xian Yun.
–Aquí tiene su paquete, señor Kerman. Menuda lluvia está cayendo, ¿eh? En mi país
hay un proverbio que dice: «Amaos como esa lluvia fina, que cae…»
–«…silenciosa, pero llega a desbordar los ríos» –terminó la frase el señor Kerman,
mientras pagaba el precio de su pedido añadiendo una generosa propina.
–¡Vaya! –exclamó sorprendido el asiático–. Veo que además de conocer mi idioma,
también conoce parte de mi cultura.
–Una vez estuve en China –Kerman se quedó un momento con la mirada perdida,
rememorando parte de un pasado lejano pero no olvidado, pero enseguida volvió al
presente–. Pero eso fue hace mucho tiempo.
–Debe perdonar a un pobre viejo como yo –se excusó Yun haciendo mil reverencias.
–No se preocupe, no es nada. Buenas noches, señor Yun.
–Buenas noches, señor Kerman.
Una vez que su último cliente salió de la tienda, Xian Yun soltó un suspiro y a punto
estuvo de abofetearse su propia cara. Para un cliente fiel y generoso que tenía el muy
tonto había estado a punto de espantarlo. Casi se había asustado al ver como aquellos ojos
negros parecían haberse transformado en dos trozos de carbón al rojo, otorgándole a
Kerman una expresión atemorizante y casi vengativa. No sabía por qué pero intuía que
no era nada bueno molestar a aquel hombre, hay de quien osara meterse con él pues no
saldría muy bien parado.
El viejo Yun colocó el cartel de «Cerrado» y sacó la llave para girar la cerradura, pero
justo en ese momento la puerta se abrió con hostilidad y entró un grupo de jóvenes con
actitud grosera. Eran cuatro, todos asiáticos y de aspecto malencarado, cuyas edades
oscilaban entre los dieciocho y los veinticinco años. Sus rostros de rasgos duros y sus
miradas agresivas anunciaban claramente sus intenciones delictivas. Yun iba a protestar
cuando recibió un empujón por parte de uno de los pandilleros que dio con sus huesos en
el suelo, donde otro de los jóvenes comenzó a propinarle varias patadas como si su cuerpo
fuese un balón de fútbol.
–¿Quieres más, viejo chocho? Abre la caja registradora o te damos la paliza de tu vida
–dijo el que parecía el líder, un chino con el cuello tan grueso como el de un toro.
Los delincuentes comenzaron a hacer de las suyas, arrojando al suelo el contenido de
las estanterías y haciendo pedazos todo lo que se hallaba a su alrededor. Yun se dio cuenta
de que si no hacía lo que ellos querían la cosa iba a empeorar, y si tardaba mucho en subir
al piso de arriba entonces su mujer o uno de sus hijos seguramente bajarían para
comprobar si pasaba algo y entonces se expondrían al peligro. Decidió claudicar y ceder
a sus exigencias, abriendo la caja registradora y ofreciendo su contenido a los bandidos.
–¿Qué es esto, viejo? ¿Sabes con quien estas tratando? ¡Esto es basura! Todo el mundo
sabe que tu tienda es la que mejor funciona de todo el barrio, así que ya estás tardando en
decirnos donde tienes escondido todo el dinero o lo vas a pasar muy mal, ¿me oyes? –
dijo Cuello de Toro.
El jefe sacó un cuchillo de grandes dimensiones y lo acercó al rostro de Xian Yun con
toda la intención del mundo, mientras los otros tres pandilleros reían a carcajadas y lo
sujetaban contra el mostrador para impedir sus movimientos. Entonces fue cuando Cuello
de Toro se percató de que el viejo Yun desviaba la mirada hacia algo que había detrás del
grupo de pandilleros, algo que se había introducido en la tienda de forma inadvertida sin
ni siquiera hacer sonar la campanilla de la puerta.
Cuello de Toro se volvió dispuesto a enfrentarse a quien fuese, pero solo se encontró
con los desiertos pasillos de la tienda. Y sin embargo sentía una presencia amenazante,
allí había algo o alguien que los estaba observando, acechándoles oculto en algún rincón
como un cazador que vigila a sus presas esperando el mejor momento de atacar.
–¿Quién hay ahí? –preguntó el líder de la pequeña banda.
Nadie le respondió.
–Viejo, ¿qué es lo que has visto? –preguntó Cuello de Toro volviéndose hacia Yun.
Pero antes de que el dueño de la tienda pudiese responder la oscuridad los envolvió a
todos. No es que las luces se rompiesen todas a la vez, o que la tormenta del exterior
hubiese adquirido ese punto crucial donde la corriente eléctrica deja de fluctuar. En
realidad las luces funcionaban perfectamente, sólo que no podían competir con la fría y
densa nube de oscuridad que se había extendido sobre el interior de la tienda abrazándolos
a todos en su asfixiante manto. Pero lo que en verdad hizo temblar a los delincuentes no
fue aquel fenómeno sobrenatural, sino lo que éste traía consigo.
Porque allí dentro había algo vivo que se movía hacia ellos.
–¿Quién eres, bastardo? –gritó a la penumbra Cuello de Toro intentando mantener la
compostura, mientras a su espalda podía escuchar la respiración agitada que emanaba de
sus asustados compañeros, a los que apenas podía distinguir visualmente.
Esta vez sí obtuvo una respuesta.
–Soy… ¡Espectro!
La voz grave y distorsionada resonó apenas a un centímetro del rostro de Cuello de
Toro, el cual gritó como un chiquillo aterrado mientras instintivamente lanzaba una
estocada hacia las tinieblas. Pero su cuchillo erró el blanco sin encontrar nada sólido.
–¡Vamos, no os quedéis quietos, idiotas! –bramó el bandido–. ¡Atacadle!
Los otros tres pandilleros se armaron con navajas que sacaron de sus bolsillos,
enfrentándose a lo desconocido con los corazones encogidos de un terror sobrenatural.
Uno de ellos dio un grito al sentir como dos manos fuertes y poderosas tiraban de él para
sumergirlo en lo más profundo de la nube oscura, y sus compañeros dejaron de percibirlo.
Otro de los pandilleros creyó ver el movimiento de una silueta y se lanzó empuñando su
acero, pero algo le sujetó la muñeca y se la retorció hasta que se escuchó el crujir de los
huesos rotos. Mientras gritaba de dolor sintió que algo lo levantaba del suelo con pasmosa
facilidad y lo arrojaba como un pelele contra la pared del fondo de la tienda, donde quedó
aplastado e inconsciente convertido en un amasijo de carne temblorosa.
–Yo me voy, jefe –dijo el tercero de los bandidos corriendo hacia donde estaba la
puerta.
Y sí, salió de la tienda aunque no de la forma que esperaba, pues aquella rata cobarde
fue agarrada por el cuello por unos dedos férreos y enguantados que podían competir con
el poderoso toque de la Diosa Muerte. El vil sicario luchó y pataleó intentando salir de
aquella presa asfixiante, pero de pronto se encontró volando por los aires en línea recta
hacia la ventana. Tras atravesar el cristal su cuerpo quedó inerte sobre el asfalto
encharcado, mientras la lluvia golpeaba su rostro ensangrentando a causa de los grandes
pedazos de vidrios que ahora atravesaban sus ojos y su frente.
Ahora solo quedaba uno de los maleantes, un Cuello de Toro que gritaba como un
poseso mientras presionaba la punta de su cuchillo en la garganta del pobre Yun,
manteniendo al viejo como un escudo humano contra aquel peligro desconocido y
antinatural.
–¡No sé quién diablos eres, cabrón, pero juro por mi madre que si no me dejas salir de
aquí me cargo al viejo! ¿Me oyes, pedazo de mierda? ¡Me lo voy a cargar, y será por tu
culpa!
Cuello de Toro se dirigió hacia la salida de la tienda arrastrando consigo a Yun, pero
enseguida se detuvo al contemplar como parte de la nube de oscuridad se retiraba como
si fuese una entidad con vida propia, dejando que la luz volviese a ganar una porción de
su territorio. Y entonces el bandido y su prisionero quedaron boquiabiertos al ver lo que
aquella marea negra había dejado al descubierto, pues una figura alta y vestida
completamente con una especie de uniforme de kevlar oscuro se erigía desafiante ante la
puerta de la tienda impidiendo la salida. Aquel demonio amenazador llevaba también una
capa ondulante y una máscara blanquecina con forma de calavera con la que ocultaba un
rostro de resplandecientes ojos rojos. A su espalda sobresalía la empuñadura de una katana
envainada, la única arma que parecía portar aquel ser.
Él era el azote de los criminales, el vengador oscuro, el justiciero de Hollow City
conocido como… ¡Espectro!
–Tú, fantoche, apártate o le rebano el cuello al viejo –dijo Cuello de Toro con poca
convicción.
El enmascarado permaneció inmutable, con sus ojos rojos clavados en el criminal y
sin parecer haberle escuchado.
–He dicho que…
Antes de que pudiera acabar la frase, Cuello de Toro sintió un dolor agudo en la mano
derecha obligándole a soltar el cuchillo. Un objeto metálico con varias puntas afiladas
estaba incrustada en la carne. Su mente le indicaba que debía gritar, pero una extraña
sensación en el abdomen se lo impidió. Algo había centelleado en el aire como un
relámpago, algo que había rasgado su cuerpo haciéndole sangrar. Alzó los ojos y vio como
aquel diablo enlutado empuñaba una espada de acero curvo cuya hoja afilada goteaba
sangre húmeda y rojiza.
Su propia sangre.
El bandido cayó al suelo mortalmente herido con los ojos abiertos por la sorpresa y el
terror, intentando soltar una serie de abruptos que solo terminaron en balbuceos
incoherentes y esputos sangrientos.
Xian Yun estaba estupefacto pues en apenas una fracción de segundo el justiciero de
la capa había lanzado un shuriken contra su agresor con una rapidez y una puntería
mortales, para seguidamente desenvainar su katana y destriparle en una única maniobra
de Sou Ryu Sen (desenvainado rápido). Sin saber qué hacer el pobre tendero optó por
permanecer quieto y observar como Espectro se agachaba para examinar a Cuello de Toro,
al cual le subió la manga de la camisa para dejar al descubierto el tatuaje de un dragón
chino de ojos resplandecientes. Repitió la misma operación con los otros tres
delincuentes, con idénticos resultados.
–Llama a la policía. Dile que habrá problemas –dijo la voz siniestra de Espectro, que
señaló con un gesto uno de los tatuajes.
El viejo Yun se volvió para obedecer y cuando levantó la vista para dar las gracias a
su salvador se dio cuenta de que ya no estaba. Se había marchado tan silenciosamente
como había venido, llevándose consigo la nube de oscuridad que antes cubría el interior
de la tienda. Fue entonces cuando Yun cayó en la cuenta sobre un detalle.
Espectro había hablado en un cantonés casi perfecto.
***
La profesora Cassandra Zhao abrió los ojos retornando poco a poco a la conciencia.
Sentía un pequeño mareo y algo de náuseas por culpa del cloroformo que le habían
administrado, pero por lo demás no había sufrido ningún daño. Era obvio que la habían
secuestrado, ¿pero quién y por qué? De momento solo sabía que estaba en una pequeña
habitación decorada exóticamente con motivos orientales, tendida sobre un diván
aterciopelado y rodeada por varios cojines forrados de seda. La mujer tenía las manos y
los pies atados pero no estaba amordazada, lo que indicaba que aquel lugar desconocido
estaría lo suficientemente lejos o bien protegido como para que alguien pudiese acudir a
socorrerla en el caso de que se pusiese a gritar auxilio.
Sin embargo la paleógrafa olvidó momentáneamente su estado al observar los grandes
y exquisitos jarrones chinos cuyo origen pertenecía al menos a la dinastía Ming, o los
caracteres que aparecían en los diversos grabados que recubrían las paredes. Zhao intentó
ponerse en pie y dar pequeños saltitos para aproximarse a alguna de aquellas valiosísimas
obras de arte y poder examinarlas, pero pronto cayó sobre el suelo alfombrado con un
golpe seco que atrajo la atención de los que se hallaban detrás de una puerta dorada.
La puerta se abrió y entraron varios hombres vestidos con ropajes negros con un
emblema en el pecho que representaba a un fiero dragón dorado de ojos relampagueantes.
Todos los hombres llevaban una capucha dorada que les cubría el rostro completamente,
y todos iban armados con espadas, cuchillos o lanzas. Los hombres la rodearon pero no
hicieron ademán alguno de atacarla, aunque tampoco la ayudaron a levantarse.
Entonces apareció un musculoso y fornido hombre con la cabeza totalmente rapada,
el cual vestía una especie de chaleco que dejaba al aire su piel morena. No llevaba máscara
alguna, y sus ojos rasgados mostraban una herencia asiática que combinaba con cierta
naturaleza africana. Su mirada era feroz e implacable, aquel mestizo era un auténtico
guerrero capaz de arrancar la vida con sus propias manos y permanecer impasible. Sobre
sus anchos hombros y rodeando su grueso cuello descansaba un collar muy peculiar,
hecho con huesos de distinta procedencia…alguno de ellos de origen humano. En el
centro del collar había un hueso tallado en forma de dragón con un pequeño cristal de
color rojo que resplandecía ligeramente.
Pero lo más asombroso que vio Zhao no fue todo aquello, sino que todos los hombres
de la habitación (incluido el gigantón moreno) se volviesen hacia la entrada y se
arrodillaran para dar la bienvenida al último en llegar.
–¡Salve, Chenkatai! –gritaron todos.
La persona a la que saludaron era un joven oriental con la cabeza calva, de estatura
media y delgado, cuyo cuerpo iba envuelto en una sencilla túnica bordada con varios
dragones dorados. Tampoco ocultaba su rostro bajo ninguna máscara, aunque no lo
necesitaba porque su cara tenía una expresión de extraña serenidad inmutable a la que
contribuía unos ojos verdes claros de mirada hipnótica. Con movimientos lentos y
gráciles el joven monje, que aparentaba tener apenas unos veinte años, se acercó a la
profesora Zhao.
–Doctora Zhao, me alegro de conocerla –habló en perfecto inglés con una extraña voz,
arrebatadora como la de un ángel pero sinuosa como la de una serpiente traicionera–.
Creo que eso ya no es necesario, Bolog.
Cumpliendo la voluntad de su líder, el gigantón moreno se llevó una mano al collar
de huesos y extrajo uno con la punta muy afilada. Con un movimiento experto cortó las
ligaduras de la mujer, dejándola libre pero contemplándola con la mirada de un lobo
hambriento a la espera de poder abalanzarse sobre su presa.
–No sé quiénes son todos ustedes, pero creo que se han equivocado conmigo –dijo la
paleógrafa mientras se frotaba las extremidades para mejorar la circulación sanguínea.
–Usted es la doctora Cassandra Zhao, trabajadora del Museo de Arte e Historia de
Hollow City, experta en escrituras antiguas y simbología críptica –el monje comenzó a
caminar por toda la habitación como si estuviese admirando la decoración–. Y como por
ello posee un doctorado por la Universidad de esta ciudad, entonces si me lo permite la
llamaré doctora. ¿Le parece? –el joven se volvió para mostrar una sonrisa que en principio
parecía afable, pero que también ocultaba algo.
–¿Qué es lo que quiere de mí? –preguntó la profesora.
–¡Ah, mujeres, siempre directas al grano! De acuerdo, doctora, se lo diré.
Simplemente quiero saber dónde ocultó la Tabla del Conocimiento Supremo. Dígamelo
y quedará libre, le doy mi palabra.
La doctora Zhao se quedó sin aliento al escuchar las palabras del monje. ¡La Tabla del
Conocimiento Supremo! Ahora ya estaba todo claro, por fin sabía el motivo de su
secuestro, lo cual no evitó que todas las señales de alarma se activaran. Tendría que jugar
bien sus cartas si quería salir con bien de todo aquel asunto.
–Escúcheme, joven, no tengo ni idea de que es esa tabla ni donde se encuentra. Creo
que lo mejor sería que…
–¡No! –susurró el monje, el cual se había movido tan increíblemente rápido desde el
extremo de la habitación hasta poner su rostro a escasos centímetros de Zhao, poniendo
los pelos de punta a la doctora–. Usted será la que va a escucharme. Yo soy Chenkatai,
servidor del Dragón Cósmico y líder de los Dragones Dorados. Nací hace más de
cincuenta años. He contemplado maravillas que dejarían estupefacto a la mayoría de los
hombres, me han sido otorgados conocimientos terribles y secretos que arrastrarían al
más cuerdo hacia el abismo de la locura, he mirado directamente a los ojos del Gran
Dragón y he sobrevivido a ello. He sido imbuido con la llamada de un maravilloso
destino, una misión que tiene que ver con esa tabla que usted escondió hace años,
precisamente cuando hizo su tesis doctoral de «La Memoria de la Piedra: Escritura e
Historia en las Civilizaciones Perdidas». Sí, doctora, sé perfectamente que cuando
regresó a Hollow City de sus viajes por el continente asiático trajo consigo un artefacto,
una tabla de piedra que contenía ciertos secretos.
Zhao tragó saliva y se encogió ante la mirada de Chenkatai. Una mirada que expresaba
una madurez y una sabiduría impropias de su edad física, pero que también aducía una
crueldad infinita y un ansia inagotable. Aquella apariencia de monje espiritual era en
realidad el disfraz de un ser oscuro y perverso, un alma implacable que no se detendría
ante nada con tal de alcanzar su glorioso destino.
–Y usted, mi querida doctora Zhao, me dirá lo que quiero saber. Ya lo creo que me lo
dirá.
***
El Museo de Arte e Historia de Hollow City se erigía en todo su esplendor como un
antiguo castillo medieval que dominaba toda la manzana de la calle 54 Este, aunque a
diferencia de ese tipo de construcciones la fachada del museo presentaba grandes paneles
acristalados por los que resbalaba la cansina e interminable lluvia. Jack Stone entró en el
vestíbulo y enseguida recibió las miradas escrutadoras de los guardias de seguridad, todos
ellos pertenecientes a la megacorporación TecnoCorp. El detective sonrió al recordar los
titulares del American Chronicles de tiempo atrás, en los que a grandes rótulos se anunció
la misteriosa explosión del antiguo museo35. Con los sistemas de alta tecnología
instalados por TecnoCorp aquel tipo de acontecimientos no deberían volver a pasar, y sin
embargo él estaba allí por un nuevo misterio. Esta vez no se trataba de una explosión,
sino de una desaparición.
–¿Señor Stone? –un fornido hombre de raza negra con mostacho, que vestía un traje
elegante con corbata a juego, se dirigió hacia el detective alargando la mano para darle la
bienvenida. Stone vio la identificación que pendía en la solapa.
–Usted debe ser el sargento Riggs, de TecnoCorp. Encantado de conocerle.
–El Director Templeton ya me ha informado de que debo ayudarle en todo lo que
necesite. Deberá excusarle, pero como ya le habrá contado el Museo es un caos
administrativo debido a que la mano derecha del Director, la señorita Dora Higgins, está
de vacaciones36. Pero para serle sincero no sé por qué el Museo ha tenido que recurrir a
los servicios de un investigador privado si ya están pagando una gran retribución a
TecnoCorp, es algo fuera de toda lógica –el sargento Riggs frunció el ceño en señal de
disconformidad.
–Tal vez sea porque los patrocinadores del Museo no quedaron muy contentos con los
sucesos ocurridos la noche de la inauguración. Un robo con tiroteo en la cena del estreno,
con tantas personalidades influyentes de por medio, no es un modo muy favorable de
comenzar las cosas –Stone decidió devolverle la pelota en todo el ojo a Riggs, el cual le
contempló como si fuese un grano en el trasero.
El encargado de la seguridad del Museo no dijo más y simplemente se dio la vuelta,
dejando que Stone le siguiera a grandes zancadas por el laberinto de pasillos y salas que
conformaban el enorme recinto. El detective iba tomando nota mental de todos los
elementos de seguridad y vigilancia que veía, tanto su número como su distribución,
preguntando ocasionalmente a Riggs sobre el funcionamiento estándar y los
procedimientos de control. Al recibir simples monosílabos como únicas respuestas por
parte del oficial de TecnoCorp, el cual no podía ocultar tener un pasado militar dado su
porte regio y sus modales castrenses, decidió cerrar la boca y mantener sus sentidos en
todo lo que le rodeaba.
Cogieron un ascensor que les llevó a la tercera planta, donde estaban los despachos
de la mayoría de los trabajadores científicos del Museo, y tras recorrer un largo pasillo la
visita guiada terminó delante de una puerta custodiada por otro de los guardias. Riggs
saludó al guardia y le ordenó que abriera la puerta, y con un gesto seco le indicó a Stone
que podía pasar.
35 Como se narró en el Nº2 de Hollow City, El Ojo de los Dioses. 36 Se ha marchado junto a su novio Vic Page, razón por la cual el nuevo Doctor Misterio no está presente
por aquí.
–Ahora es cosa suya, Stone –dijo Riggs con cara agria–. Si necesita algo no me
moleste, basta con que se lo diga al agente Johnson aquí presente. Y recuerde, si no logra
sacar nada en claro de todo este embrollo al final Templeton no tendrá más remedio que
acudir a la policía, y su presencia aquí habrá sido completamente inútil. Le deseo suerte.
Una vez que Riggs se dio la vuelta para marcharse, Stone sonrió al agente Johnson y
cerró la puerta en sus narices para quedarse a solas en el despacho de la profesora
Cassandra Zhao. Lo primero que hizo fue quitarse la chaqueta y arremangarse las mangas
de la camisa, mientras hacía gala de su agilidad mental recordando la conversación
mantenida en su despacho con Greg Templeton.
Según el Director del Museo de Arte, la profesora Zhao había trabajado hasta muy
tarde en aquel mismo lugar hacía dos noches. Nadie la había visto salir, ni siquiera las
cámaras de seguridad habían captado nada. Ninguna de las alarmas había saltado. Ni
siquiera había sido registrada la salida de la profesora en el sistema, con lo que era seguro
que no había usado su tarjeta identificativa con el chip de seguridad. Simplemente la
mujer se había evaporado en la noche como la niebla a través del viento. Y con todo lo
que había visto Stone sobre la seguridad que empleaba TecnoCorp en aquel vasto edificio,
era algo imposible, por lo que su primera sospecha recaía sobre alguien de dentro.
El detective sabía que era mejor dejar la investigación del personal del Museo a Riggs
y su equipo, puesto que el número de personas que trabajaban en las instalaciones era
demasiado amplio. Prefirió centrarse en los hechos, en la persona. Zhao no se había
presentado a trabajar al día siguiente, y al tener el móvil apagado intentaron localizarla
en su casa, donde el casero les indicó que tampoco la había visto. Fue entonces cuando
verificaron que no había fichado la salida del Museo, y al interrogar a los guardias todos
dijeron lo mismo: nadie había visto ni oído nada raro.
Aunque Stone tenía acceso a los archivos del Museo sobre la profesora Zhao y su
trabajo, optó por rebuscar entre las notas de su mesa y la pila de libros que se amontonaban
en un rincón. Inscripciones egipcias en una pirámide egipcia recién descubierta,
simbología céltica hallada en monolitos pétreos de un bosque perdido, runas vikingas en
los restos de un knorr que había permanecido hundido bajo el mar hasta su rescate el mes
pasado…Todo desprendía un gran interés científico, pero sin embargo no encajaba en una
auténtica motivación para el secuestro. Había algo más, algo que a Stone se le escapaba.
El detective dejó a un lado los libros y los documentos y observó la decoración del
despacho, austera pero elegante, e intentó hacerse una idea sobre la personalidad de la
paleógrafa. No lo había tenido fácil, la hija de unos humildes inmigrantes chinos criada
en el Barrio Amarillo de Hollow City, pero que había sabido aprovechar el esfuerzo de su
familia para estudiar y labrarse un futuro. Incluso se había doctorado gracias a una tesis
sobre antiguas civilizaciones y la escritura que éstas practicaban.
Y entonces Jack Stone tuvo un destello de comprensión, una chispa se encendió en su
mente iluminándola como a una habitación a oscuras, obligándole a plantearse una
cuestión. ¿Por qué no había ninguna mención, ningún recuerdo, a dicha tesis? Lo más
lógico sería tener algún tipo de placa decorativa en la pared, o alguna foto en su mesa,
pero no había absolutamente nada. Era como si hubiese renegado de aquel hecho, cuando
lo más habitual era sentirse orgulloso de haber conseguido alcanzar un objetivo así.
Stone permaneció pensativo mientras cogía una fotografía enmarcada donde una
joven Zhao posaba sonriente junto a sus padres. Luego buscó entre la montaña de libros
y sacó uno escrito por la propia profesora, donde su rostro aparecía en la contraportada.
Aquella última imagen era la de una Zhao envejecida prematuramente, de mirada fatigada
y sonrisa forzada. Casi no parecía la misma mujer, como si hubiese experimentado alguna
circunstancia adversa que la hubiese transformado.
Obedeciendo a su instinto, el detective decidió encaminarse a la salida, buscando
respuestas en las únicas personas en las que Zhao confiaría una experiencia nefasta.
Era hora de hacer una excursión al Barrio Amarillo.
***
En una habitación sin ventanas donde la oscuridad era la dueña absoluta de todos sus
rincones, el dominio de las tinieblas fue roto fugazmente al abrirse la puerta metálica que
chirrió sobre sus goznes oxidados. La doctora Zhao fue arrojada bruscamente a través de
la abertura hacia el centro de la sala, donde las sombras la cubrieron completamente
cuando la puerta se cerró con un golpe sordo. Luego pudo escuchar como un pesado
cerrojo era manipulado para impedir su fuga, dando inicio así a su particular mundo de
sufrimiento.
–Permanecerá en este lugar hasta que me diga dónde está la Tabla del Conocimiento
Supremo –dijo la inmisericorde voz de Chenkatai desde el otro lado de la puerta.
–Nunca lo diré, ¿me oye? –dijo fehacientemente la doctora–. ¡Nunca!
–La paciencia tiene su premio cuando se está dispuesto a esperar. Y yo me pregunto,
querida doctora Zhao, si su paciencia es más fuerte que su desesperación.
Las palabras del monje diabólico fueron desapareciendo poco a poco, al igual que la
risa simiesca de su segundo al mando, el gigante de ébano llamado Bolog. Y allí,
completamente sola y a merced de las tinieblas, quedó tendida como una muñeca de trapo
la científica. Pero la mujer no se rindió a su situación, y tras levantarse comenzó a emplear
el resto de sus sentidos para explorar aquel lugar. La información que consiguió fue
escasa, estaba en una habitación pequeña y húmeda sin más abertura que la puerta
metálica cerrada, sin ningún tipo de mueble u objeto decorativo. El techo debía ser alto,
pues ni siquiera saltando podía rozarlo con las puntas de sus dedos. Tampoco existía
ninguna abertura o hueco donde pudiera poner los pies y escalar. No había nada.
Zhao se sentó sobre el duro suelo, aprovechando el silencio opresivo a su alrededor
para meditar sobre su situación. Aquel tipo decía ser Chenkatai, pero no podía ser verdad,
no podía ser el mismo del que hablaban en aquella pequeña aldea cercana al Tíbet cuando
años atrás visitó la región. Y sin embargo su voz, sus ojos, su personalidad siniestra y
enigmática, todo ello apuntaba en una única dirección que aunque se empeñara en negarlo
apuntaba a una verdad que flotaba en su mente con luz reveladora. Ese joven monje era
realmente quien decía ser. Y si Chenkatai existía, también era cierta la leyenda escrita en
la piedra. En aquella tabla perdida que ella había encontrado y que le había permitido
escribir su tesis, pues grandes y maravillosos eran los secretos que escondía, pero terribles
y oscuros los propósitos para los que había sido creada. Y cuando Zhao se dio cuenta de
ello fue cuando decidió ocultarla al resto del mundo, para que la leyenda sobre el
resurgimiento del Dragón Cósmico no se convirtiese en una realidad.
De repente algo interrumpió los pensamientos de Zhao, un débil sonido como el roce
de una tela que interrumpió el monótono silencio de la celda. Incapaz de ver nada, Zhao
se limitó a inclinar la cabeza para intentar captar mejor el sonido, a la vez que contenía el
aliento.
Un suave susurro en la oscuridad…
El corazón comenzó a latir con mayor velocidad, su pulso se aceleró mientras
retrocedió un paso de forma inconsciente.
Otra vez el mismo sonido, pero más cerca…
Zhao se dio la vuelta respirando agitadamente, extendiendo sus manos hasta que
tocaron la pared de la celda, momento en el que apoyó su espalda contra ella.
–¿Quién está ahí? ¿Hay alguien? –dijo en voz alta sin poder disimular que las garras
del miedo ya la tenían atrapada.
Ningún sonido. Tal vez en realidad no había nada allí y simplemente su mente le había
jugado una mala pasada. Estaba sola, desvalida y carente de visibilidad, situación que
proporcionaba las mejores condiciones para que su cerebro se inventase alucinaciones sin
fundamento.
«Tranquila, no seas tonta, no pasa nada».
Y súbitamente volvió a escuchar el susurro, pero esta vez mucho más cerca y de forma
multiplicada. Y los susurros aumentaron gradualmente de volumen, convirtiéndose en
chirridos, y luego en gritos horribles que la rodearon por todas partes sin cesar. La doctora
profirió un alarido de horror y comenzó a correr de un lado a otro, pero estaba atrapada
con aquellas voces inhumanas que parecían provenir de las gargantas de un centenar de
muertos. Casi podía sentir sus manos huesudas desgarrando sus ropas para después arañar
su carne, sus bocas abiertas como repugnantes agujeros donde se erigían lenguas húmedas
con las que lamer sus heridas, sus ojos amarillentos brillando de hambre en la oscuridad
mientras se arrastraban hacia ella con ansia terrible. Criaturas infernales surgidas de las
peores pesadillas nocturnas y que no se detendrían ante nada con tal de que ella se les
uniera, y sus gritos de terror formasen parte de su coro abominable, su sangre uniéndose
a la de ellos, su carne fundiéndose con la de ellos…
–¡Basta! –gritó Zhao con el rostro bañado en lágrimas de terror, su mente derrotada
por la locura–. ¡Dejadme en paz! No más, por favor, no más…
Y mientras se desplomaba inconsciente por la impresión, las voces del horror se
transformaron otra vez en murmullos sutiles, que a su vez resonaron como una risa
siniestra y perversa, victoriosa y dominante, que solo podía pertenecer a un ser sin alma.
Alguien como Chenkatai, el monje diabólico.
***
Jack Stone lo supo enseguida con solo mirar aquellos dos pares de ojos rasgados de
mirada triste. No necesitaba ningún poder especial que le indicara que los padres de
Cassandra Zhao le estaban ocultando algo, bajo aquellas caras amables y con sus modales
casi sumisos propios de aquella generación de chinos inmigrantes ahora jubilados. El
detective llevaba casi una hora en aquella humilde casa del Barrio Amarillo con la
sensación de haber perdido el tiempo, pues aunque su intuición le decía que había una
conexión entre la desaparición de la profesora Zhao y su viaje al Tíbet el año de su
doctorado, no podía demostrarlo. Así que únicamente se le ocurrió una idea.
–Señora Zhao, ¿podría ver la habitación que ocupa Cassandra cuando viene a
visitarles? –pidió amablemente Stone.
El anciano matrimonio se quedó mirándose con una sombra de inquietud, pero el
hombre hizo un gesto de asentimiento y la mujer se levantó para guiar al detective hacia
la habitación. Tras subir unas estrechas escaleras de peldaños crujientes llegaron a una
puerta de madera, y la mujer la abrió dejándole espacio a Stone para que pasara. Ella no
quiso entrar pero se quedó en el umbral vigilando los movimientos del investigador.
La habitación era pequeña pero cómoda, con una cama de sábanas limpias en un
rincón junto a la ventana. Un espejo sobre una cómoda, un armario y una silla
conformaban el resto del mobiliario. Stone pasó la punta de sus dedos sobre toda la
habitación, pero nada despertó su capacidad especial. Simplemente era un lugar de
descanso ocasional sin ninguna carga emotiva inusual.
Stone decidió tirar la toalla cuando de repente se fijó en que había algo debajo de la
cama. Se agachó y descubrió un viejo baúl de los recuerdos cubierto de polvo, tirando de
él para sacarlo de su escondite. Cuando alzó los ojos y vio la mirada asustada de la anciana
supo que había encontrado lo que buscaba.
–Lo siento, el baúl es de mi hija y no tengo la llave –mintió descaradamente la mujer.
–¿Podría traer un trapo para limpiarme? Me he ensuciado un poco –dijo Stone.
Una vez se quedó solo, el detective no perdió el tiempo y sacó una pequeña navaja de
bolsillo con la que manipuló la cerradura, y tras varios intentos logró que ésta se abriera
con un golpe seco. Abrió la tapa del baúl y se encontró con un montón de ropa usada y
anticuada, un álbum de fotos y un pequeño cuaderno. Debajo de la ropa estaba su título
de doctorado en paleografía, escondido como un juguete roto del que no se quiere saber
nada. El álbum de fotos contenía imágenes de una niña inocente que poco a poco se iba
convirtiendo en una joven sonriente y adorable, interrumpiéndose justo con una última
foto: la del día de su graduación.
La atención del detective se concentró en el diario, pero al abrirlo su curiosidad se
transformó en frustración. ¡Estaba escrito en chino!
–¡Se puede saber que está haciendo? ¡Deje eso inmediatamente! –gruñó la anciana
Zhao al regresar y pillar a Stone con las manos en la masa.
Pero el detective no iba a largarse de allí sin intentar un último esfuerzo por saber la
verdad, así que posó la palma de su mano derecha sobre la última página escrita del diario
y se concentró en su habilidad de postcognición. Entornó los párpados hasta casi cerrarlos
del todo, acomodó su respiración y su ritmo cardíaco a un ritmo lento mientras que su
pulso se ralentizaba al mínimo, tal y como le habían enseñado en el Templo de Samye.
La conexión mística entre la energía espiritual de Stone y el objeto que sostenía quedó
establecida, y una serie de imágenes desfilaron a toda velocidad por la mente del
detective. Podía ver a Cassandra Zhao embarcando en un avión, y luego a la profesora
aún estudiante en medio de un paisaje reconocible, el Tíbet. A través de aquel enlace
psíquico también experimentaba el ansia de aventura de Zhao, sus ganas de alcanzar
nuevas metas, su felicidad por adentrarse en lo desconocido. Pero todo eso cambió al ver
a la mujer de pie en unas ruinas junto a varios exploradores. Un lugar repleto de tumbas
que apestaba a muerte, donde había una cámara oculta en cuyo interior había algo
peligroso. Una tabla de piedra con símbolos. Luego vio a Zhao regresando a Hollow City,
pasando horas y horas de duro esfuerzo y noches sin dormir, obsesionada con descifrar la
tabla. Y lo consiguió, pero al hacerlo enseguida se arrepintió. Era un hallazgo demasiado
peligroso, una maldición que ella había desenterrado y que era mejor que permaneciese
oculta para siempre. Su existencia debía ser borrada, el mundo no estaba preparado, así
que ella sería su guardiana…para siempre.
Stone abrió los ojos golpeado por el shock, pues la anciana mujer oriental le había
arrebatado el diario interrumpiendo súbitamente el flujo de imágenes. Stone sintió un
ligero temblor y un dolor de cabeza fruto de haber absorbido la angustia y la
desesperación de Cassandra Zhao. ¿Qué había en aquella tabla de piedra que tanto había
asustado a Zhao, hasta el punto de haber cambiado su vida?
–¡Váyase de aquí y déjenos en paz! –chilló la anciana.
–La tabla, ustedes saben dónde está, ¿verdad? –preguntó el detective–. Díganme
donde está y tal vez pueda averiguar donde se encuentra su hija.
En aquel momento apareció por la puerta el esposo de la vieja, dirigiéndole a Stone
una mirada cargada de desesperación.
–No existe ninguna tabla. Por favor, váyase.
–¿Es que no les importa su hija?
–Si nuestra hija ha desaparecido a causa de su trabajo, no se puede hacer nada. Ese es
su chi.
–Pues entonces piensen en esto. Si alguien ha secuestrado a Cassandra para averiguar
el paradero de la dichosa tabla, ¿qué pasará si al final la consigue? Su hija ya no les
serviría de nada, y se desharían de ella. Y ustedes tendrían que vivir con ello para siempre.
Stone no dijo más y se marchó de la casa dejando a los señores Zhao cavilando en sus
palabras. El detective desapareció de la vista doblando una esquina, pero rápidamente
corrió por la acera hasta encontrar un discreto callejón que terminaba en una valla
metálica. Esperó junto a un contenedor de basura, vigilando de lejos la entrada de la casa
de los Zhao. Si había acertado, los ancianos se sentirían culpables, o al menos algo
inseguros, y se dirigirían hacia donde estaba la tabla. Y si se equivocaba, entonces ya no
le quedaba ninguna pista y tendría que decirles al sargento Riggs y al director Templeton
que dejaba el caso.
Stone suspiró de alivio al comprobar que su teoría era correcta, pues la puerta de la
casa se abrió dejando salir al padre de la profesora. El anciano de la espalda arqueada se
alejó calle abajo y Stone usó el contenedor para impulsarse sobre la valla y caer al otro
lado, siguiendo al viejo de lejos. Puesto que aún no era de noche y tampoco llovía el
detective no tuvo demasiados problemas para vigilar al anciano, mezclándose con el
gentío que abarrotaba las calles del Barrio Amarillo.
Al final el señor Zhao entró en un pequeño local cuyas puertas abiertas estaban
adornadas con grandes letreros dorados que anunciaban los manjares que en aquel
restaurante se servían. Stone esperó un momento y al no ver salir al anciano decidió entrar.
El delicioso aroma de las especias le recibió, y nada más poner el pie en el restaurante un
servicial camarero se puso a su disposición. Mientras Stone pedía un poco de pollo
agridulce y un rollito de primavera, se fijó en que el interior del local estaba casi vacío y
que no distinguía a Zhao por ninguna parte.
–Oye, chico, ¿no habrás visto por casualidad a un anciano con la espalda encorvada
que acaba de entrar? –preguntó al camarero.
–Lo siento, señor. Usted es el único cliente que acaba de llegar –respondió el chico
marchándose a la cocina.
Stone observó que no había ninguna otra puerta así que se movió a lo largo de la barra
hasta ver la cocina, pero allí tampoco se veía a Zhao. ¿Dónde se había metido el viejo?
–¿Alguno de ustedes ha visto entrar a un anciano? –preguntó en voz alta al resto de
los presentes–. ¿Alguien habla mi idioma?
Ninguno de los clientes dijo nada salvo algunos murmullos en chino, y nadie le miró
a los ojos directamente. Salvo un oriental con una amplia panza que había dejado de
atiborrarse de cerdo al limón, y que disimulaba observar al detective mientras bebía una
gran jarra de cerveza.
–Tú, dime donde ha ido el anciano –dijo Stone acercándose al gordo.
El hombre respondió algo en chino y luego sonrió con desfachatez, encogiéndose de
hombros. Entonces al detective se le ocurrió poner en práctica una variación de su poder
al que los monjes de Samye denominaban la Chispa, consistente en recibir una simple
imagen al tocar a un objetivo, algo así como una imagen destellante y fugaz similar a
realizar una fotografía. Stone puso su mano sobre la cabeza del gordo, cerrando los ojos
y concentrándose. El gordo quiso apartar la mano de Stone pero éste la retuvo un instante,
hasta que luego se echó hacia atrás.
–Gracias por la ayuda, amigo –dijo al gordo, que se había quedado mudo de asombro.
Stone fue hacia la estatua de cartón de un buda que había en un rincón, y siguiendo
los pasos que había visto en la mente del hombre gordo pulsó el mecanismo oculto en la
nuca de la efigie. Una parte de la pared se deslizó con un chirrido, revelando unas
escaleras que conducían abajo. Antes de que uno de los camareros se apresurase a decirle
algo el detective bajó por el estrecho pasadizo hasta encontrarse con una especie de sótano
con la puerta abierta.
En aquella estancia se encontró con un sorprendido anciano que portaba en su regazo
un objeto oculto en una toalla vieja y raída.
–¿Qué hace aquí? Ya le dije que nos dejara en paz –dijo enfadado el señor Zhao.
–Usted no lo entiende. Ya sé que ese objeto de alguna forma que aun no entiendo es
algo muy peligroso, pero yo poseo un don especial. Si me deja la tabla, tal vez pueda
salvar a su hija.
–Mi pobre Cassandra, es la única hija que tenemos. Cuando ella encontró esta tabla
nos dijo que encerraba una maldición, y que siempre debía permanecer oculta ocurriese
lo que ocurriese. La tabla aún era más importante que su propia vida, y nos hizo prometer
a su madre y a mí que mantendríamos el secreto. Y yo le he fallado –el señor Zhao soltó
el objeto envuelto y se arrodilló en el suelo, sollozando desesperadamente.
–Le prometo una cosa, señor Zhao. Si Cassandra está viva, le juro que la encontraré.
Stone recogió el paquete del suelo y lo depositó sobre uno de los barriles de vino de
la cámara, y a continuación retiró con precaución la tela gris que recubría el objeto. La
tabla de piedra y sus misteriosas inscripciones quedaron expuestas, y el detective se
preparó para usar sus poderes psíquicos sobre ella. Pero cuando sus dedos estaban a punto
de rozar la piedra, fue interrumpido por un griterío enorme que provenía del restaurante.
Algo gordo estaba pasando, pues a las voces y chillidos de la gente se añadió el eco de un
disparo. Pasos apresurados y órdenes en voz alta, y luego alguien bajó por la escalera.
Y entonces Jack Stone se quedó mirando el rostro triunfante del sargento Riggs,
acompañado por sus agentes de TecnoCorp.
***
Una buena forma de combatir el frío aire nocturno que acompañaba la débil lluvia era
calentarse el cuerpo con una buena botella de licor, que era lo que en aquel momento
estaba haciendo el agente de policía Mike Sutton, más conocido como Mike “el Arrugas”
por su rostro antipático recubierto de surcos. Mike era el poli más corrupto de la ciudad,
un tipo que se dedicaba a vivir bien sacando partido de todo lo que se ponía a su alcance.
Sin embargo aquello tenía un lado negativo, pues había gente que necesitaba información
confidencial y acudía al Arrugas sin ganas de pagar nada por los datos facilitados.
Sentado en el asiento del conductor de su coche patrulla, Mike dio un respingo al oír
una voz siniestra a su lado, pues un instante antes no había nadie allí y ahora una forma
oscura ocupaba el asiento contiguo. El traje, la capa, la máscara blanquecina de la
muerte…
–Hola, Mike –dijo la voz.
–¡Espectro! Menudo susto me has dado. ¿Por qué no me dejas tranquilo y vas a
fastidiarle la noche a otro para variar? –se quejó el Arrugas.
–Vamos, Mike, si tú y yo somos amigos. ¿O es que ya no te acuerdas de nuestro trato?
–el justiciero hacía referencia al pacto de no entrometerse en los chanchullos del Arrugas
mientras este le proporcionara toda la información que necesitase.
–Está bien, dime que es lo quieres.
Espectro le mostró al policía una hoja de papel donde se veía el dibujo del dragón
rugiente que tenían tatuados los delincuentes de la tienda de Xian Yun. Mike hizo como
si meditase un instante y luego negó con la cabeza.
–No me suena de nada. ¿Es de algún manga japonés o algo así? –dijo con cierta sorna.
–Mike, así no me ayudas. Te diré lo que va a pasar. Me vas a decir ahora mismo todo
lo que sabes, o mañana encontrarán tu coche con una nueva y reluciente capa de pintura
de color rojo. Tal vez me lleve tu cabeza de recuerdo para mi sala de trofeos, así no me
sentiré solo por las noches. ¿Qué me dices? –los ojos de Espectro centellearon de forma
amenazadora, provocando que el Arrugas tragara saliva.
–Es el símbolo de un nuevo grupo clandestino de la ciudad. Vinieron ilegalmente a
bordo de un barco, los agentes del puerto me llamaron pero les dejé pasar a cambio de
pasta. No me mires así, ¿acaso no estamos en un país libre? Si ni siquiera llevaban armas
de fuego, solo espadas y cuchillos. Todos eran asiáticos, aunque de países distintos. Se
metieron en varios camiones y se fueron al Barrio Amarillo. No sé nada más, lo juro por
mi madre.
–Pero si tú no tienes madre, Mike. ¿Había alguien en particular que llamara la
atención?
–Bueno, el que llevaba la voz cantante era una especie de ogro, un amarillo grande
como un elefante al que oí que llamaron Bolog. Un cabronazo asesino, más peligroso que
nadie.
De repente Espectro se abalanzó sobre el agente corrupto, apretándole su garganta con
una de sus manos enguantadas. Puso su rostro sobre el de Mike y le hizo una advertencia:
–Recuerda bien esto, Mike. No hay nadie más peligroso que yo. Nadie.
El Arrugas abrió los ojos al dejar de sentir la presión en su garganta, jadeando entre
sollozos. Una vez más estaba a solas en su coche, con la botella de licor vacía y su
contenido desparramado por las alfombrillas. Espectro se había ido tan sigilosamente
como había entrado.
–Que te den, cabrón.
Pero Espectro ya no podía escucharle, ahora estaba dentro de su propio vehículo, un
Syntrac-2000 cuya pintura negra metalizada lo camuflaba muy bien entre las sombras. El
justiciero se quedó observando el dibujo del dragón, recordándole mucho al antiguo
emblema de los Dragones Rojos, la organización de asesinos que terminó con la vida de
su maestro, Koshiro Katshume. Entonces él era aún el joven Eduard Kraine, el millonario
sin rumbo que había estado a punto de morir en un viaje a China. El maestro Katshume,
un japonés huido de los clanes de la Yakuza, lo había salvado para terminar instruyéndole
en las artes oscuras. Kraine había vengado a su maestro infiltrándose en la casa del líder
del clan de los Dragones Rojos, Kenzo Kasamoto, asesinándole tanto a él como a sus dos
hijos y poniendo fin a las actividades de la organización. En aquella noche nació el
justiciero enmascarado Espectro, y nunca más había oído hablar de los Dragones Rojos.
Y sin embargo aquel dibujo era casi idéntico al símbolo del clan japonés. ¿Casualidad, o
tal vez una especie de resurgimiento?
El Syntrac se puso en marcha y los neumáticos chirriaron sobre el asfalto mientras
Espectro conducía hacia el Barrio Amarillo. Si una vez ya había terminado con los
Dragones Rojos, no había razón alguna para no poder volver a hacerlo. La única forma
de hallar respuestas sería pasar toda la noche patrullando el Barrio Amarillo, como una
sombra vigilante acechando a la espera de que sus presas abandonaran el cubil.
***
Un firmamento desprovisto de estrellas se alzaba sobre la línea rojiza del horizonte
como un telón bajo y oscuro que anunciaba la noche. Las luces de la amplia sala
centellearon todas a una, y la amplia sala comenzó a llenarse de hombres vestidos de
negro y con capuchas doradas que escondían sus rostros. El símbolo que lucían en sus
uniformes a la altura del pecho reflejaba el ídolo dorado ubicado en lo alto del
improvisado estrado, una sinuosa forma serpentina cuya cabeza escamosa apuntaba
directamente a los visitantes mientras les daba la bienvenida con una boca abierta repleta
de puntiagudos dientes.
Cuando todos se hallaron en sus puestos, casi un centenar de Servidores del Dragón
Cósmico expectantes ante lo que iba a ocurrir a continuación, el sonido metálico del gong
les invitó a todos a guardar silencio. Uno de los pequeños recipientes que contenían el
incienso que se respiraba por toda la sala comenzó a expulsar una pequeña nube de humo,
formando una figura en el aire que poco a poco fue tomando densidad hasta convertirse
en el hombre al que todos esperaban ver.
Chenkatai.
El monje de aspecto juvenil vestía la misma túnica azafrán con dragones dorados de
siempre, y una vez se aseguró de que todos los pares de ojos presentes concentraban su
atención en él se dispuso a hablarles.
–¡Hijos del Dragón, escuchadme! El Gran Dragón Cósmico me ha hablado, y dice
estar contento. Después de mucho tiempo al fin nuestra búsqueda ha tenido éxito. La
Tabla del Conocimiento Supremo que nos fue usurpada pronto volverá a nuestras manos,
el círculo se habrá cerrado y nuestro esfuerzo será recompensado.
Mientras su líder hacía una breve pausa, los encapuchados aplaudieron y vitorearon
de forma entusiasmada. En un mundo donde cada vez más el individualismo era la senda
escogida frente al bien común, aquellos hombres que provenían de distintos países se
consideraban hermanos entre sí. Todos eran asiáticos, y todos habían sido expulsados del
sistema, pero habían encontrado una nueva familia que los había recibido con los brazos
abiertos sin importar que fuesen ladrones, asesinos, mercenarios o simples despojos
humanos. Ahora tenían un futuro, una causa común. Todos eran miembros de la Senda
del Dragón Cósmico, la más poderosa organización de todo Oriente, también conocida
como los Dragones Dorados.
–¡Hermanos, estoy muy orgulloso de vosotros! Hemos trabajado muy duro pero al fin
podemos recoger los frutos de las semillas sembradas. Occidente siempre nos ha
menospreciado, nos trata de perros amarillos serviles, de simples monos sumisos siempre
dispuestos a recoger las migas de nuestros supuestos amos. Incluso los líderes de los
países donde nacimos se arrodillan frente al poder occidental del hombre blanco. Pero yo
digo basta. Nosotros no somos criados de nadie, somos Hijos del Gran Dragón y solo a
él le rendimos pleitesía. Es hora de mostrarle al mundo quienes somos, y lo que podemos
hacer.
Chenkatai señaló entonces hacia un rincón del estrado cubierto por una cortina, y a
una orden suya la tela fue descorrida para dejar ver a una figura femenina de rodillas con
las manos atadas a la espalda por medio de unos grilletes de oro. Un grueso collar del
mismo metal rodeaba el frágil cuello de la mujer, del cual pendía una cadena de eslabones
dorados que llegaban hasta manos de su captor, el enorme Bolog.
–Igual que esta mujer, una traidora que se ha vendido a los hombres blancos, ha
sucumbido al poder del Dragón, así caerán de rodillas todos nuestros enemigos. ¡Todo el
mundo temblará ante el único dios verdadero, el Gran Dragón Cósmico! Hermanos,
vayamos esta noche a recuperar lo que es nuestro por derecho. Hoy será el primer día de
una nueva era, la nuestra. ¡Hoy empieza la Era del Dragón!
Una ola de gritos efervescentes ahogó toda la sala, culminando en un éxtasis donde
todos los encapuchados loaron tanto al Dragón Cósmico como a su líder, Chenkatai. El
monje miró de forma triunfante a la mujer arrodillada, una profesora Zhao con el rostro
lívido y demacrado cuyos ojos bailaban en sus cuencas de forma perdida. La boca de la
mujer estaba abierta y curvada de forma turbadora, y de ella resbalaba impotente un hilillo
de babas que contribuía a acentuar la estupefacción de toda su figura. La tortura
psicológica a la que cruelmente la había sometido Chenkatai le había despojado de su
mente y le había arrancado su espíritu, dejándola como una inválida mental.
Mientras Bolog zarandeaba a Zhao a través de la cadena, observó cómo su maestro
Chenkatai miraba a la multitud aglomerada a sus pies. Y por un segundo juró que los ojos
del monje cambiaban y se volvían amarillentos y sin pupilas, recubiertos con escamas
reptilianas.
Como los ojos de un dragón.
***
Dentro del Syntrac-2000 de cristales ahumados Espectro patrullaba las oscuras calles
del Barrio Amarillo. Hacía horas que patrullaba la zona en busca de algún indicio, y a
pesar de que todo se veía muy tranquilo su sexto sentido le hacía presentir que iba a ocurrir
algo importante. Si Mike el Arrugas había dicho la verdad, había una nueva organización
criminal de algún tipo en Hollow City, una que empleaba un símbolo casi idéntico que
los extintos Dragones Rojos de Asia.
Una vez, cando aún era Eduard Kraine y se pasaba horas y horas entrenando
duramente bajo la supervisión de Koshiro Katshume, su maestro le explicó cómo
funcionaban ciertas organizaciones clandestinas de Oriente. Tanto la Yakuza japonesa
como las Tríadas de China solían agruparse en clanes o familias, con un territorio concreto
y unas actividades delictivas definidas. Había un líder que tomaba las decisiones, a veces
un consejo de ancianos del clan, y todos los miembros eran considerados como parte de
la familia en lugar de ser simples peones prescindibles. Cuando un nuevo miembro
ingresaba en el clan o familia, o el hijo de uno de ellos cumplía la mayoría de edad, era
marcado con el emblema del clan en su cuerpo, una marca distintiva que lucían con
orgullo.
¿Pero qué ocurría si había una lucha de clanes? ¿Qué pasaba cuando una familia era
destruida o devorada por otra más poderosa? La que resultaba victoriosa se quedaba sus
negocios, absorbía su poder y su influencia, integraba a los miembros de la otra familia
que sobrevivían. Hasta se fusionaban los emblemas de los clanes para dar lugar a uno
nuevo. ¿Sería esto lo que le había pasado al clan de los Dragones Rojos de Kenzo
Kasamoto? Si estaba en lo cierto, entonces la nueva organización debía ser muy poderosa,
y su actividad no podría ser llevada a cabo sin dejar alguna pista. Ya lo decía Katshume,
«del tamaño del dragón depende la huella dejada».
Entonces las sombras de un callejón cercano fueron desintegradas por las luces de un
camión que pasó muy cerca del vehículo del justiciero. Luego le siguieron dos más,
idénticos. ¿No había dijo Mike el Arrugas que los asiáticos con los que había tratado en
el puerto se metieron luego en unos camiones?
Espectro sonrió bajo su máscara, agradeciendo la información del poli corrupto. Si su
intuición no le fallaba, las respuestas a sus preguntas se hallaban en el interior de aquellos
camiones. Puso su mano enguantada en la palanca de cambios mientras arrancaba el
motor del coche en modo silencioso, poniendo en movimiento el Syntrac para seguir a
los camiones.
Llegaba el momento de jugar al gato y al ratón.
***
Los visitantes del Museo de Arte e Historia habían salido de las instalaciones mucho
rato antes, pero aun así muchas de las luces continuaban encendidas a pesar de ser bien
entrada la noche. La mayoría de los empleados se habían marchado a casa, pero aún
permanecían los vigilantes de seguridad y el pequeño grupo de personas que discutían en
el despacho del Director Greg Templeton.
–O sea, que este pedazo de piedra que han traído a mi museo es en realidad la Tabla
del Conocimiento Supremo, famosa por ser mencionada en una antigua leyenda tibetana
–dijo Templeton, mirando a los demás.
–Y todo este tiempo ha permanecido oculta en un restaurante chino del Barrio
Amarillo, gracias a la profesora Zhao –el sargento Riggs cruzó los brazos sobre el pecho
con ademán triunfante.
–¿Y qué pasa con el viejo Zhao? ¿No tiene ninguna idea de dónde está su hija? –
preguntó el Director del Museo.
–No, de hecho protestó bastante cuando confiscamos la reliquia, pero después de
interrogarlo le dejamos marchar.
En ese momento el detective Jack Stone clavó los ojos en el recio sargento, saliendo
de su mutismo.
–Me extraña que no lo hayan encerrado en alguna celda, o que no lo hayan presionado
hasta el límite. ¿O tal vez le hayan colocado un dispositivo de seguimiento, como a mí?
–Lo siento, Stone, pero es mi trabajo –Riggs se puso a la defensiva–. Todo lo
concerniente a la seguridad del museo es cuestión mía, y si contratan a un investigador
externo debo saber en todo momento cuál es su línea de investigación. Y me alegra saber
que iba bien encaminado, porque ha puesto en manos del museo la pieza clave de todo
este asunto.
–No se preocupe, no espero que me dé las gracias. Pero ahora la cuestión es averiguar
el paradero de la profesora Zhao. Quizá ya es hora de que informemos de esto a la policía
–Stone se dirigió hacia Templeton para ver cuál sería su decisión.
–Creo que será mejor que esperemos un poco antes de avisar a la policía. Si ha sido
un secuestro, como todos pensamos, y la causa es esa tablilla misteriosa, deberíamos
hacer público que la tenemos en nuestro poder para atraer al secuestrador –Templeton
juntó las manos en señal de determinación–. Iremos a la prensa, a la radio, a la televisión,
haremos correr la voz del nuevo descubrimiento.
–Mientras tanto, me gustaría poder examinar más de cerca la reliquia. Tomar unas
fotos y comprobar algunas cosas –Stone intentó no evidenciar el ansia que tenía por poder
tocar con sus manos la tabla. ¿Qué cosas podría descubrir con su habilidad psíquica?
–Señor Templeton, si me lo permite creo que el señor Stone ya ha hecho todo lo que
podía en este asunto. Sus servicios ya no son necesarios en el caso, a partir de ahora
TecnoCorp puede encargarse solo –Riggs miró con frialdad a Stone, quien le devolvió el
gesto.
–Lo siento, Riggs, pero los accionistas del museo son mis superiores y quieren a Stone
dentro del caso. Usted ocúpese de los medios de comunicación –a continuación
Templeton se volvió hacia Stone–. De acuerdo, puede examinar la tabla cuando quiera,
está guardada en la cámara de seguridad del museo, en el sótano.
–Preferiría echarle un vistazo ahora mismo, si no le importa –señaló Stone
disimulando su impaciencia.
Cuando Greg Templeton iba a levantarse de su asiento para dar por concluida aquella
reunión, las luces del despacho se apagaron y las tres personas se encontraron
completamente a oscuras.
–Habrá sido algún cortocircuito o tal vez un fallo de la red a causa de la tormenta. Voy
a comprobarlo –anunció Riggs, saliendo del despacho a tientas y usando la luz del
teléfono móvil para orientarse.
Templeton y Stone permanecieron en un silencio algo incómodo, hasta que el
detective se cansó y decidió ir a ver qué pasaba.
–Es extraño que el generador de emergencia no haya entrado aún en funcionamiento
–dijo Templeton a espaldas del detective.
–Quédese aquí, voy a ver si puedo hacer algo.
Stone sacó su linterna de bolsillo y comenzó a avanzar entre el laberinto de pasillos,
hasta que vio una forma escabullirse a unos metros por delante del haz de luz. Enseguida
echó de menos su pistola Mainhead que se hallaba en Long Street, pero decidió avanzar
un poco más.
Justo cuando alcanzaba el final del pasillo una sombra se movió a su altura, y un fuerte
golpe le tiró el móvil al suelo. La luz azul era suficiente para que Stone vislumbrara a un
hombre encapuchado vestido de negro, con el emblema de un dragón rugiente en el
centro, y que iba armado con un hacha de mano bien afilada. El desconocido lanzó un
tajo al detective directo hacia su hombro izquierdo, pero Stone lo esquivó echándose a un
lado y contratacó con un rodillazo en el estómago del encapuchado que lo dobló por la
mitad. Acto seguido Stone le propinó un duro golpe con las dos manos en la base del
cráneo, derribando a su asaltante y dejándolo inconsciente.
Stone cogió el hacha de su rival y salió del pasillo para entrar en una de las salas de
espera para las visitas, con grandes ventanas de cristal que permitían el paso de la luz de
la luna. Para su sorpresa vio que habían al menos una docena de encapuchados vestidos
de forma similar al que había encontrado antes, acompañados por una figura tan grande
que enseguida se destacaba del grupo. La camiseta negra sin mangas se ajustaba a su
cuerpo de forma que sus músculos quedaban acentuados, y en su mano llevaba una gran
espada curva de aspecto peligroso que parecía sacada de la sección de armas medievales
del museo. A los pies del fornido asaltante descansaba inerte el cuerpo del sargento Riggs,
el cual ni siquiera había podido utilizar la pistola que ahora descansaba a pocos
centímetros de su mano derecha.
Stone decidió que lo más prudente era dar media vuelta y regresar, pero al hacerlo
tropezó sin querer con una de las plantas rinconeras que se encontraba ubicada en un
recipiente metálico. El sonido solo vibró un instante pero fue suficiente para dar la alarma.
–Matadlo –ordenó el gigantón a sus hombres al darse cuenta de la presencia del
detective.
A pesar de que había hablado en chino, Stone comprendió lo que había dicho y se
preparó para la lucha. Cuando el primero de los asaltantes se acercó, el detective lo recibió
esquivando su ataque con una espada corta con el filo ondulante, y luego le atizó un buen
golpe a la cabeza con la parte plana de la hoja del hacha. Apenas tuvo tiempo de alegrarse
porque ya tenía encima a otros dos encapuchados, uno armado con una lanza corta y el
otro con dos grandes cuchillos.
El de la lanza intentó ensartar a Stone con un ataque frontal, que el detective fintó con
éxito, mientras que el tipo de los dos cuchillos vio como una de sus armas era frenada por
el mango del hacha de mano. Desgraciadamente para Stone aquellos tipos eran bastante
hábiles manejando sus objetos medievales, y el segundo cuchillo trazó un surco
sangriento en uno de sus costados.
El bandido de la lanza volvió a repetir su ataque pero esta vez Stone cogió al vuelo el
asta de madera, aprovechando la ocasión para clavar el filo del hacha en la cabeza de su
oponente. Se oyó un crujido horroroso de huesos rotos y carne seccionada, y cuando Stone
trató de retirar el arma se dio cuenta de que estaba demasiado incrustada. Tuvo que
echarse al suelo para evitar al atacante de los cuchillos, pero supo sacar provecho de su
desventaja al acertar de pleno un puñetazo en la rodilla derecha del agresor. Mientras el
bandido rugía de dolor, Stone se levantó impulsando su pie izquierdo contra la entrepierna
de éste, y cuando el encapuchado se dobló hacia delante le agarró una de sus manos
armadas para hundirle su propio cuchillo en lo más profundo del abdomen.
El detective estaba en pie sangrando por la herida del costado, pero vio como el
gigantón del alfanje y varios esbirros más desaparecían por unas escaleras que conducían
al sótano. No había que ser muy listo para saber que se dirigían hacia la cámara de la caja
fuerte donde estaba la Tabla del Conocimiento Supremo. Pero él no podía hacer más que
defenderse de las seis figuras encapuchadas que lo rodeaban contra una de las paredes de
la sala.
–Vamos, venid a por mí –dijo Stone empuñando la lanza corta del enemigo
recientemente abatido–. ¿Quién quiere ser el primero en morir?
El detective sabía que no podía salir indemne de aquel atolladero, pues aquellos
hombres no solo lo superaban en número sino también es su habilidad con aquellas
antiguallas. En aquel momento daría todo lo que tenía por poder cambiar la vetusta lanceta
por su pistola de gran calibre.
Uno de los asaltantes, el cual manejaba un utensilio formado por dos palos cortos
unidos por una cadena, se acercó a Stone envalentonado y descargó un golpe. El nunchaku
hizo bien su trabajo y acertó al detective en los dedos de la mano izquierda, provocando
que éste perdiese su lanza a la vez que emitía un quejido de dolor.
–Cerdos bastardos, venid aquí que os voy a patear el culo –soltó bravuconamente el
detective a pesar de estar acabado.
De repente una sombra se movió destacando de entre las demás, como si la oscuridad
cobrase vida por voluntad propia. Dicho fenómeno no solo fue percibido por Stone, sino
también por los encapuchados, los cuales se volvieron para ver qué era lo que acechaba a
sus espaldas.
La sombra se movió alargándose en el espacio, algo brilló brevemente provocando un
silbido que cortó el aire, y a continuación se escuchó un gorgoteo húmedo y asqueroso
que impregnó el ambiente con el olor de la sangre. Uno de los encapuchados vio como
algo caía al suelo y rodaba suavemente hasta rozar una de sus botas, y al darse cuenta de
lo que era comenzó a chillar de puro espanto.
Era la cabeza de uno de sus compinches.
Los Siervos del Dragón vieron como ante ellos la sombra tomaba la forma
encapuchada de un demonio cuyo rostro blanco era el de la muerte, y Stone suspiró de
alivio al reconocer al que había sido su compañero en anteriores aventuras.
Y entonces Espectro entró en acción.
La katana de acero volvió a moverse y otro de los asaltantes emitió un quejido de
dolor para posteriormente caer de rodillas con las manos abiertas para intentar sujetar sus
tripas abiertas. Los otros cuatro bandidos se lanzaron al ataque más por puro instinto de
supervivencia que por auténtico deseo de luchar, y rodearon al justiciero por todos los
lados mientras intentaban atacarle con sus armas.
Stone, al ver que los sectarios se habían olvidado de él para concentrarse en Espectro,
se movió hacia donde estaba el cuerpo del sargento Riggs, pero al hacerlo el sicario del
nunchaku le siguió y descargó un golpe sobre su espalda. El detective gimió al sentir el
impacto del arma en su cuerpo, que le hizo tambalearse aunque sin llegar a caer del todo.
Tardó unos preciosos segundos en hallar su objetivo entre las sombras, pero al fin vio lo
que buscaba y se dirigió trastabillando hacia él, aunque no lo suficientemente rápido. Otro
golpe de los palos de madera le hizo doblar las rodillas, lo que aprovechó el villano para
colocar la cadena de su arma rodeándole el cuello. El bandido comenzó a apretar con
fuerza estrangulando al detective, el cual comenzó a enrojecer rápidamente a causa de la
falta de aire. Stone alargó la mano lentamente con disimulo para no llamar la atención del
sicario sobre lo que iba a hacer, rezando por permanecer consciente los segundos
necesarios. La vista se le nubló a la vez que su mente se embotaba por un creciente mareo,
pero justo cuando pensaba que no iba a conseguirlo sus dedos alcanzaron la culata de la
pistola de Riggs.
Sonó una detonación que retumbó por toda la sala, luego la sangre manó de golpe por
el nuevo orificio de la cara del sicario mientras su cuerpo chocaba de espaldas sobre el
suelo para no volver a levantarse jamás por su propio pie.
El detective se volvió para ayudar a Espectro, aunque no era necesario puesto que dos
cuerpos más aparecían desmadejados y ensangrentados cerca de donde estaba éste. Solo
quedaba uno de los Dragones Dorados, armado con dos dagas largas y curvas con unas
muescas en las bases de las hojas37. El secuaz podía haber intentado huir, pero no lo hizo
debido al fervor sectarista que le impelía a obedecer. No tuvo tiempo de arrepentirse de
su decisión cuando Espectro detuvo sus ataques con su espada, para seguidamente
desarmarle con un hábil giro de la misma. El sicario desvió un instante la mirada hacia
arriba viendo volar sus kukris, sintió un frío helado que le atravesaba el cuerpo y después
cayó al suelo con la boca abierta por la sorpresa.
Tras comprobar que Riggs simplemente estaba inconsciente a causa de un golpe en la
cabeza, Stone se acercó al justiciero caminando despacio y con una mano presionando la
herida del costado. Espectro extrajo su katana del cuerpo sin vida de su última víctima y
limpió la hoja manchada de sangre mientras miraba a Jack Stone.
–Gracias por la ayuda –dijo el detective–. Pero la verdad es que me sorprende verte
por aquí.
–Así que has vuelto a Hollow City otra vez, y veo que para seguir metiéndote en líos.
Pero no es casualidad que nos hayamos encontrado aquí y ahora, imagino que ambos
estamos metidos en el mismo asunto –Espectro hizo un gesto con la cabeza señalando a
uno de los sicarios muertos.
–Luego nos lo contaremos todo, ahora no hay tiempo. Hay un tipo gigantesco con tres
esbirros más que se dirigen hacia la caja fuerte del museo. Van en busca de una tabla muy
valiosa y no podemos dejar que se hagan con ella. Vámonos por ahí.
Al ponerse en marcha Stone sintió un dolor agudo en la herida y tuvo que parar.
Espectro le miró a los ojos y le puso una mano en el hombro para tranquilizarle.
–Yo lo haré –dijo el justiciero.
Stone asintió maldiciendo en su interior por no poder ayudarle, viendo como el
enmascarado se desvanecía entre las sombras hasta convertirse en una más de ellas y
desaparecer. Al quedarse solo se abrió la camisa e improvisó un vendaje de emergencia
sobre la herida, luego se acercó al cuerpo del sargento Riggs y comenzó a reanimarle.
***
En la planta del sótano reinaba un ambiente fantasmagórico propiciado por las
brillantes luces azules de emergencia. Únicamente existían dos formas de acceder al
pequeño vestíbulo, el ascensor y las escaleras, y ambas estaban monitorizadas por los dos
vigilantes de seguridad que custodiaban el acceso a la cámara de la caja fuerte. Sin
embargo el fallo electrónico se había extendido hasta las pantallas que recibían las
imágenes del sistema de vigilancia y ahora solo había chispas grises en los monitores.
–Mierda, aquí no funciona nada –dijo uno de los guardias a su compañero.
–Tienes razón, y arriba pasa lo mismo. A ver si los técnicos lo arreglan de una puñetera
vez. Creo que debe ser…
Un fuerte ruido detrás de la puerta de acceso a las escaleras les hizo callar. Esperaron
un momento intentando agudizar el oído, pero no escucharon nada más.
37 Cuchillo de origen nepalés de unos 30 cm de largo con un diseño curvo peculiar.
–¿Qué habrá sido eso?
–No lo sé, voy a ver un momento.
Uno de los guardias se levantó de su asiento y fue hacia la puerta, la abrió con
precaución y miró hacia las escaleras que subían. No parecía que hubiese nada raro.
–Oye, aquí no hay nada. Falsa alarma.
Súbitamente el vigilante sintió un pinchazo en el cuello y al llevarse las manos a la
nuca sus dedos extrajeron un diminuto objeto de madera con la punta afilada. La sorpresa
inicial dio lugar a una extraña sensación de vértigo, luego sintió una onda de calor que lo
recorrió de cabeza a los pies y finalmente cayó al suelo.
El otro guardia corrió hacia su compañero pensando que había sufrido algún desmayo
o tal vez incluso un repentino ataque al corazón, y cuando se agachó para examinarle no
vio la gigantesca figura que se le aproximó por detrás. Un solo puñetazo bastó para
fracturarle el cráneo y dejarlo moribundo en el suelo junto al otro guardia.
–Vamos, por allí –ordenó Bolog a los tres hombres que le acompañaban.
Sabían perfectamente donde estaba su objetivo gracias al Hijo del Dragón que tenían
infiltrado en TecnoCorp, y también conocían como desactivar las medidas de seguridad
que protegían la caja fuerte. Solo tenían que recorrer unos metros más aquellos pasillos y
hacerse con la Tabla del Conocimiento Supremo sería un juego de niños. Su maestro
Chenkatai quedaría contento, y dentro de muy poco renacería el Gran Dragón Cósmico
para hacerse con el poder y el control del mundo entero.
De repente un sonido que Bolog conocía muy bien hizo que tanto él como sus hombres
se detuviesen y mirasen hacia atrás. Era el ruido que provocaba una espada al ser
desenvainada.
Allí, justo donde empezaba el corredor que los asaltantes estaban a punto de
abandonar, había una figura vestida de negro con una gran capa que lo envolvía
majestuosamente. Una capucha cubría su cabeza dejando solo visible una extraña máscara
blanca con los rasgos de una calavera. Los ojos rojos centelleaban en la penumbra con el
fuego de la venganza de forma que provocaban una sensación de amenaza aún más fuerte
que la reluciente espada que esgrimía en su mano derecha.
–¿Quién eres? –preguntó Bolog.
Espectro no dijo nada, simplemente comenzó a avanzar despacio hacia ellos. Bolog
hizo un gesto a sus secuaces y estos se prepararon para intentar detener al hombre
disfrazado de la espada.
El primer esbirro avanzó un par de pasos y le lanzó un mortífero dardo envenenado
similar al que había derribado al guardia de seguridad del vestíbulo. Espectro solo tuvo
que mover su mano izquierda para agarrar un extremo de su capa de kevlar,
interponiéndola a modo de escudo para frenar el arma arrojadiza. Luego extrajo con
rapidez uno de los shurikens que guardaba en su cinturón y se lo arrojó con precisión al
bandido, acertando de pleno en el centro de su frente con la pequeña estrella de puntas
afiladas.
Los dos bandidos que quedaban atacaron al justiciero empuñando sus armas, uno una
hoz fabricada expresamente como arma y otro una pequeña maza con pinchos afilados.
Los tres contendientes se enzarzaron en un combate intenso, demostrando sus habilidades
marciales y el dominio de sus armas exóticas. Espectro quedó asombrado al comprobar
que no eran simples aficionados sino que habían pasado por un entrenamiento ejemplar,
y tuvo que hacer gala de toda su experiencia para no ser herido por aquellos dos esbirros.
Cuando el hombre de la hoz hizo que un golpe de su arma pasara a solo un par de
centímetros de su cuello y la maza del otro casi se le clavó en una de sus rodillas fue
cuando el justiciero supo que tenía que hacer algo si no quería verse superado.
Espectro recurrió al Poder Oscuro que yacía aletargado en el fragmento incrustado
cerca de su corazón38, invocándolo en su ayuda una vez más. La Energía Oscura fue
liberada como un río que atraviesa una presa, inundando su ser con aquella fuerza
invisible y extraña que amenazaba con poseerlo cada vez que la utilizaba. Espectro luchó
contra el impulso de ceder totalmente ante la invasión del Poder Oscuro y solo utilizó una
mínima porción de él, suficiente para alterar su imagen ante los ojos de sus enemigos.
Los dos contrincantes de Espectro intentaron nuevamente atacarle, pero esta vez se
encontraron con que el cuerpo del justiciero parecía confundirse entre las sombras a su
alrededor, moviéndose y distorsionándose de forma tan confusa que golpearle parecía
ahora una tarea imposible. Era como la imagen de un televisor roto, que rielaba sin parar
a pesar de que lo golpeases con fuerza.
Espectro aprovechó su ventaja temporal y lanzó un tajo al hombre que empuñaba la
hoz, arrancándole la mano del resto de su brazo. Cuando su víctima iba a lanzar un
horrible grito de angustia mientras se sujetaba el muñón cubierto de sangre, un centelleo
metálico se acercó nuevamente a él y se lo impidió. Vio como las luces del pasillo se
confundían con extrañas imágenes giratorias del suelo y el techo del pasillo, una extraña
sensación que terminó cuando su cabeza cercenada dejó de dar vueltas al chocar contra
una de las paredes.
El bandido de la maza de pichos renovó sus ataques con furia al ver lo que Espectro
había hecho con su compañero, pero él solo ya no era rival para el justiciero y su Poder
Oscuro. Con un hábil movimiento de su katana el enmascarado paró la letal maza, para a
continuación propinar un tremendo empujón con su hombro haciéndole caer
estrepitosamente. Lo último que vio el esbirro antes de morir fue como la muerte vestida
de negro se abalanzaba sobre él con aquellos movimientos extraños y distorsionados,
como una irreal pesadilla de los abismos infernales. Y luego la oscuridad total.
Tras acabar con el último secuaz, Espectro agitó su katana para desprenderse de los
restos sanguinolentos y luego dedicó su atención al último de los Hijos del Dragón que
quedaba en pie, el gigantesco mitad chino y mitad africano llamado Bolog. Sin embargo
una serie de ruidos y voces a su espalda le hizo darse cuenta de que Stone había avisado
a la caballería. Los agentes de TecnoCorp se acercaban y pronto estarían allí, y no es que
precisamente tuviese una gran relación de amistad con la megacorporación39.
Bolog se irguió en toda su estatura, más de dos metros de músculos de acero
entrenados desde los quince años. Había visto innumerables peleas y contemplado a
luchadores de las más variadas especies, pero aquel ser que tenía delante era especial.
Había terminado con sus dos mejores hombres en muy poco tiempo, y era evidente que
además de su pericia con la espada también disponía de otras facultades ocultas. Bolog
no era tonto. Si había sobrevivido en las cárceles de China, agujeros inmundos que hacían
que las prisiones del resto del mundo fuesen palacios en comparación, era por su gran
instinto de supervivencia. El mismo instinto que le había llevado a asociarse con aquel
monje hacía años, cuyo discurso sobre el Imperio del Gran Dragón Cósmico le había
tocado el alma. El mismo instinto que le decía que iba a necesitar ayuda para salir de allí.
El gigantón se llevó las manos al colgante de huesos que rodeaba su cuello y alzó el
hueso en forma de dragón hasta sus labios. Apretó un pequeño resorte que liberó el líquido
rojizo contenido en el cristal y lo bebió de un sorbo. Eran pocas gotas pero suficientes.
En un instante sintió el fuego de la Sangre de Dragón hervir en su interior, un dolor
placentero similar a tragarse de golpe una botella de Everclear40. Los ojos de Bolog se
oscurecieron volviéndose totalmente opacos excepto por las pupilas, dos pequeños orbes
38 Lo que recordará el fiel lector de HC Nº2, El Ojo de los Dioses. 39 Tras varias aventuras, las relaciones entre TecnoCorp y Espectro son tensas en el mejor de los casos. 40 La bebida más fuerte del mundo, con una graduación del 95%.
naranjas llameantes, y su cuerpo entero comenzó a enrojecer como si le estuviesen
aplicando un tizón al rojo vivo por toda la piel. Echó los hombros atrás y cogió aire
hinchando los pulmones al máximo, y por su boca entreabierta asomó un débil resplandor
amarillento.
Espectro, previendo lo que iba a llevar a cabo Bolog, hizo un gesto al pequeño grupo
de hombres trajeados de negro y armados con pistolas que comenzaban a asomar por el
extremo del pasillo a su espalda.
–¡Atrás! –dijo el justiciero con la voz grave y distorsionada por el aparato mecánico
disimulado bajo su capucha.
Sin embargo los agentes de TecnoCorp no obedecieron y cometieron el error de
continuar su recorrido. Cuando se dieron cuenta de lo que les iba a suceder ya no había
tiempo de retroceder o protegerse.
Bolog echó hacia delante la mitad superior de su cuerpo expulsando el aire de sus
pulmones con todas sus fuerzas, aunque lo que salió a través de sus mandíbulas abiertas
de par en par no fue una simple bocanada de mal aliento. Un torrente de llamas carmesís
inundó todo el corredor barriendo a su paso todo lo que encontró, calcinando ropas, carne
y huesos. Solo los reflejos entrenados de Espectro, potenciados con el Poder Oscuro, le
permitieron al justiciero agacharse e interponer su capa de kevlar a modo de escudo contra
aquel chorro de fuego. Los agentes de TecnoCorp no tuvieron tanta suerte y pronto todo
el pasillo se vio impregnado por un olor mezcla de azufre y carne quemada. Para algunos
fue una muerte instantánea, pero los más desafortunados aún tuvieron tiempo de gritar
angustiados mientras advertían como diversas partes de sus cuerpos se derretían como la
mantequilla al ser envueltos por aquel aliento infernal.
Y luego se hizo el silencio.
Cuando Espectro se incorporó y apartó su capa humeante pudo observar un horror
indescriptible a su alrededor. Grandes surcos de llamas ondulantes aún permanecían
adheridas a diversas partes del corredor, iluminando los pequeños montones de carne
chamuscada en los que se habían transformados los cuerpos de los agentes. Sus restos
solo podrían ser identificados con el máximo esfuerzo por parte de las mejores técnicas
forenses, pues no había quedado nada que pudiera ser reconocible con el adjetivo
«humano».
Espectro se sacudió la capa y el traje para quitarse de encima las diminutas llamas que
aún se resistían a extinguirse, y apretó las mandíbulas con fuerza al darse cuenta de que
el gigantón calvo se había marchado.
«Volveremos a vernos», se dijo el enmascarado.
***
Media hora más tarde, el Museo de Arte e Historia de Hollow City tenía todo el
aspecto de ser una zona de guerra. Una vez que el sargento Riggs se hubo recuperado lo
primero que había hecho había sido llamar a sus superiores, los cuales habían respondido
enviando refuerzos. Un equipo de técnicos había reparado el flujo eléctrico y nuevamente
todo funcionaba con normalidad, aunque ello no aliviaba en modo alguno la situación.
Varios agentes correteaban de un lado a otro transportando los cadáveres de los asaltantes
o los restos de sus compañeros abrasados del sótano. Era tal la eficacia del equipo de
limpieza que el lugar quedaría despejado en dos horas sin que quedase ni una sola huella
de lo que había sucedido en el Museo, aunque la zona del sótano necesitaría un día más
para ser reparada.
–Esto es un desastre –dijo Greg Templeton llevándose las manos a la cabeza.
–No estábamos preparados y nos han superado –el sargento Riggs aún se frotaba con
actitud dolorida el lugar donde había sido golpeado.
–¿Superado? –intervino Jack Stone, alzando una ceja mientras señalaba a todos los
agentes que en ese momento iban y venían por el vestíbulo del Museo–. Si esto fuese un
combate de boxeo yo diría que nos han dado una buena paliza.
El detective se incorporó de la camilla donde había estado sentado mientras un agente
médico le había atendido la herida del costado, el cual le había recomendado una buena
dosis de analgésicos y reposo.
Riggs miraba ceñudo a Stone, pues no se tragaba del todo la historia que había
contado. El detective había narrado su encuentro contra un grupo de asaltantes, y que tras
combatir contra algunos de ellos había podido avisar a los guardias que custodiaban el
Museo. Tras dar la alarma un grupo de agentes había bajado al sótano y no había vuelto
a subir. Luego Riggs se había despertado y había llamado a la caballería, hallándose con
la pequeña carnicería de los asaltantes muertos cerca de las escaleras y con el infierno del
sótano. Stone había dicho no saber nada acerca de lo que había pasado más abajo, ni haber
visto a nadie, pero Riggs desconfiaba. Sin embargo no había ninguna prueba de nada, ya
que las cámaras de seguridad habían quedado desactivadas durante el asalto. Estaban
ocurriendo demasiadas cosas extrañas.
–¿Pero qué es lo que ocurrió en el sótano? –preguntó el Director Templeton.
–Tal vez los agentes se encontraron con los asaltantes mientras éstos manipulaban
algún tipo de artefacto explosivo para abrir la caja fuerte, hubo un intercambio de disparos
y la cosa se desmadró –dijo Stone encogiéndose de hombros, pues no quería relacionar a
Espectro con aquel turbio asunto.
–¿Se desmadró? –Riggs miró con cólera al detective–. ¡Por dios, Stone, los que han
muerto abrasados como hamburguesas eran mis hombres! Encontraré a los responsables
de esto y acabaré con ellos.
–Al menos la dichosa tabla no ha sido robada, lo cual nos deja como estábamos. Pero
no quiero correr más riesgos, descansemos esta noche y mañana veremos que hacer –
Templeton se acercó a Stone y le puso una mano en el hombro a modo de consuelo–.
Stone, váyase a dormir y venga mañana a primera hora para examinar la tabla. Si no
sacamos nada en claro tendremos que poner este asunto en manos de la policía.
El detective se despidió de Templeton y Riggs evitando mostrar su desconsuelo, pues
había querido tocar la famosa reliquia y usar sus habilidades psíquicas para intentar
encontrar el paradero de Cassandra Zhao lo antes posible. Ahora solo podía irse a casa
con el único pensamiento positivo de que al menos aún estaba vivo para contarlo, gracias
a la intervención de Espectro.
Mientras Stone se metía en la parte de atrás de uno de los vehículos conducidos por
un agente de TecnoCorp que lo llevaría directamente a su casa, no vio la figura embozada
que se hallaba oculta entre las sombras acechando al otro lado de la calle. Al ver partir al
detective, la figura se escurrió entre los callejones y tras asegurarse de que nadie estaba
observando accionó un dispositivo oculto en su muñeca. Ante él se materializó el Syntrac-
2000 negro que había estado escondido mediante el sistema de camuflaje que lo hacía
casi invisible en condiciones de escasa iluminación. A continuación Espectro abrió la
puerta del lado del conductor y entró en su coche para a continuación perderse entre las
calles de Hollow City.
***
Las doradas puertas metálicas se abrieron con un chirrido, aunque el sonido no
sorprendió en absoluto al hombre que estaba sentado en la posición del loto en el centro
de la pequeña habitación. Chenkatai ya había advertido la presencia de su fiel Bolog
mucho antes de que sus grandes y fuertes manos se hubiesen posado en los goznes de la
entrada. Y también presentía que no traía buenas noticias.
Con un ágil movimiento de su cuerpo Chenkatai se puso en pie e hizo un gesto con la
mano moviéndola en semicírculo, lo que provocó la aparición de diminutas llamas en
todas las velas que decoraban la celda de meditación. La súbita aparición de la luz reveló
en un rincón la forma rectangular del Arca del Dragón, la que años atrás hallara el joven
monje en lo más profundo de una montaña del Tíbet. Las formas sinuosas de los dos
reptiles dorados aún continuaban entrelazándose para terminar en dos fieras cabezas que
arrojaban miradas vigilantes a todo aquel que se atreviese a mirar el arcón de piedra.
–Así que el plan ha fracasado –se anticipó Chenkatai a su siervo.
–Sí, Maestro –después de varios años a su lado, Bolog aún se quedaba maravillado
ante los poderes del monje.
El gigantón le contó todo a su maestro, como habían logrado infiltrarse en el museo
sin problemas gracias al espía de la hermandad que trabajaba en TecnoCorp. Pero la cosa
se había torcido al encontrarse primero con un tipo en las escaleras que les había dado
guerra, y más tarde con el justiciero de la capa al que todos en Hollow City conocían
como Espectro. Bolog sintió cierta humillación al confesar a Chenkatai como había tenido
que recurrir a la Sangre de Dragón para escapar de la situación y volver con las manos
vacías.
–Tranquilo, amigo mío, estoy seguro que pronto tendrás una nueva ocasión para
resarcirte. Los designios del Gran Dragón son insondables, todo forma parte de su gran
plan –el monje puso las manos detrás de la espalda y comenzó a caminar de un lado a
otro pensativo.
Necesitaba la Tabla del Conocimiento Supremo para llevar a cabo el ritual que
despertaría al Dragón Cósmico de su sueño, sin dicho elemento la ceremonia sería un
completo fracaso. ¿Pero cómo hacerse con ella? Ahora aquellos patéticos occidentales
eran conocedores de su importancia, y aunque ignoraban el motivo fundamental ello no
impediría que redoblaran esfuerzos con tal de mantenerla a buen recaudo. Y si se llevaban
la tabla a un lugar tan seguro donde ni siquiera su red de espías lograse alcanzarla, su plan
habría fracasado para siempre. Su poder se debilitaría, y las promesas que les había hecho
a los Hijos del Dragón se quedarían simplemente en palabras vacías. Tarde o temprano le
abandonarían, tal vez incluso hasta el mismo Bolog, y terminaría siendo un solitario
monje fracasado.
Pero Chenkatai no iba a darse por vencido tan rápidamente. Caer era fácil, lo
verdaderamente difícil era volver a levantarse tras la caída. Y él aún poseía el Poder del
Dragón, todavía era el elegido para liderar la Senda del Dragón Cósmico. Y eso le daba
cierta ventaja.
–¿Cómo está la profesora Zhao? –preguntó Chenkatai.
–Sigue igual, su frágil mente no pudo competir con tu poder, Maestro, y ahora es una
carcasa vacía –Bolog sonrió cruelmente.
–Tal vez aún pueda ser útil. Vayamos a verla.
Los dos hombres salieron de la habitación y recorrieron los pasillos del refugio de la
secta hasta que llegaron al lugar más profundo. En aquel sitio la oscuridad y la humedad
eran lo único que había, y Chenkatai sonrió para sí al regocijarse porque nadie en la
superficie sabía lo que pasaba bajo sus pies. En el Barrio Amarillo cada uno iba a la suya
tratando de sobrevivir como podían, nadie se había percatado de que el viejo edificio
abandonado era ahora donde se ocultaban los Dragones Dorados.
Lo que había sido en su tiempo unas duchas comunes era ahora la celda custodiada
por un guardia, el cual reverenció a sus jefes y tras abrir la puerta con una llave se hizo a
un lado para dejarles pasar. La luz se filtró por la abertura revelando el demacrado estado
de Cassandra Zhao. La mujer estaba arrodillada en un rincón, murmurando incoherencias
mientras señalaba cosas imaginarias que revoloteaban a su alrededor y que le provocaban
una serie de risitas agudas.
Chenkatai se aproximó a la que había sido una vez una científica brillante, ahora
transformada en despojo humano por obra de su poder. Puso sus manos delgadas y pálidas
sobre la cabeza de Zhao y la obligó a mirarle a los ojos. Lo que iba a hacer a continuación
tal vez la separase aún más de la cordura, o incluso puede que la matase y terminara con
su sufrimiento, pero debía intentarlo. Si no lo había hecho al principio de conocerla era
precisamente por tratarse de un efecto sumamente impreciso que no ofrecía garantía
alguna de un resultado exitoso. Pero ahora que la mujer ya no podía serle de más utilidad
ya podía correr el riesgo.
–Mírame a los ojos, Cassandra Zhao, y siente el fuego que emana de ellos. El calor
que ahora invade tu cuerpo te ayudará a evadirte de tus cadenas y hará que tu mente vuele
libre de nuevo. Observa la luz que guiará tu espíritu a partir de ahora, que borrará las
sombras que atormentan tu ser y te mostrarán una nueva vida, un nuevo mundo. Mira a
los ojos del Gran Dragón y siente como su poder te envuelve.
Zhao notó una conexión absorbente que la retenía sin poder hacer nada, entraba por
los ojos y se introducía en su mente despejándola de la niebla de la locura pero al mismo
tiempo cambiándola de alguna manera. Vio como los ojos de Chenkatai se convertían en
dos globos rojos alargados con bordes escamosos, cuyo iris se estrechaban hasta ser
simplemente un par de rayas negras verticales.
Y al notar el poder que emanaba de aquellos ojos draconianos, una vez más Cassandra
Zhao gritó de forma desgarradora.
***
Jack Stone abrió los ojos y alargó la mano para apagar el ensordecedor ruido de la
alarma de su móvil que le servía de despertador. Tras darse una buena ducha se cambió
el vendaje de la herida y se puso unos vaqueros limpios y un jersey negro. Se asomó por
una ventana y vio nubes crises que recorrían el cielo ensombreciendo la ciudad. La
tormenta aún no había pasado del todo.
Tras tomarse un desayuno frugal el detective abrió la puerta que conectaba la casa con
el garaje y encendió la luz. Se acercó a la gran forma oscura y tiró de la tela protectora
cubierta de polvo, arrugando la nariz y los ojos cuando las partículas volaron en todas las
direcciones. Allí estaba su flamante Audi Quantic de fabricación alemana, uno de los
primeros automóviles en usar la tracción a cuatro ruedas, todo un clásico que hacía años
que ya no se fabricaba. La carrocería pintada de azul oscuro estaba inmaculada, y Stone
sabía que a pesar de que hacía tiempo que el motor no había sido arrancado no presentaría
problemas. Una vez que el sonido del motor de gasolina rugió en el interior del garaje una
sensación de bienestar le inundó. Aunque debía llevarlo a un mecánico para que le echara
un vistazo, no corría prisa. Estaba harto de que lo llevaran en la parte de atrás de un lado
a otro, fuese en taxi o en un vehículo de TecnoCorp. Era hora de coger las riendas otra
vez.
Stone condujo entre el tráfico matinal de Hollow City pensando en lo que haría en el
Museo. En cuanto pudiese le pondría las manos a esa tablilla del demonio y averiguaría
de una vez que estaba pasando. Era obvio que los asaltantes de la noche anterior
pertenecían a un grupo organizado de corte oriental, con aquel horrible uniforme negro
con el símbolo de un dragón y portando aquellas armas anticuadas. Primero habían
secuestrado a la profesora Zhao y luego habían ido al museo directamente a por la tabla.
Después de haber fracasado, Stone se preguntaba cuál sería el siguiente paso de aquella
siniestra organización.
Y muy pronto supo la respuesta, pues nada más llegar al museo notó una gran
agitación en el ambiente. Un numeroso grupo de agentes de TecnoCorp estaba desplegado
por todas las instalaciones, impidiendo la entrada de los primeros visitantes del museo.
Un profesor que lideraba un grupo de colegiales se mostraba visiblemente enfadado por
tener que esperar sin que le dieran ningún tipo de explicaciones, y pronto a sus protestas
se le sumaron las de otros indignados.
Stone se acercó a la entrada y vio al agente Johnson, el cual hizo una seña a los
vigilantes para que lo dejasen entrar.
–No se lo va a creer, Stone –dijo el agente visiblemente emocionado–. ¡La profesora
Zhao está aquí! El director Templeton y el sargento Riggs están con ella en su despacho,
le están esperando.
Un par de minutos después el detective se hallaba con Greg Templeton, Riggs y
Cassandra Zhao, sin poder creérselo del todo. La mujer estaba bebiendo un vaso de
brandy para recuperar fuerzas, mientras los dos hombres la avasallaban con preguntas de
todo tipo. Zhao presentaba un aspecto deplorable, con un rostro excesivamente pálido y
unos ojos rojizos que evidenciaban un extremo cansancio.
–No recuerdo…nada. Todo es como una inmensa laguna en mi cerebro, lo último que
recuerdo es que estaba aquí trabajando en el museo, y luego me he despertado en un banco
del parque cerca de aquí. No sé nada más, estoy confusa –Zhao se echó las manos a la
cara y empezó a sollozar.
Stone observó a la mujer y creyó en sus palabras. No obstante, había algo raro en ella,
aunque no sabía decir exactamente el qué. Entonces la mujer cogió un bolso de piel de
color rojo y se levantó de su asiento.
–Creo que iré un momento a mi despacho a coger unas cosas y me iré a casa a
descansar, si no les importa.
–Por supuesto, Cassandra. Lo principal es que estás bien, sana y salva. El señor Riggs
te acompañará a casa y te asignará unos agentes para tu seguridad, hasta que sepamos
más sobre todo este asunto –dijo Templeton.
–Cuando esté mejor, profesora, tendremos que seguir con el interrogatorio. Lo siento
pero es fundamental saber quién está detrás de su secuestro y del intento de robo de la
tabla –señaló Riggs.
Stone no dijo nada pero fue el único que advirtió la extraña expresión de los ojos de
Zhao cuando Riggs mencionó la tabla. De repente un pensamiento intentó abrirse paso en
la mente del detective, como un detalle subyacente que luchaba por salir a la superficie.
–Gracias por su interés, pero no necesito guardaespaldas, estaré bien.
–Lo siento, señorita Zhao, pero no tiene elección. No la dejaremos sola ni un instante.
Cuando Stone vio la expresión de desagrado que puso Zhao, su sentido de la alarma
se disparó. Fue entonces cuando afloró al exterior lo que había estado intentando recordar.
El bolso de Zhao estaba en su despacho el día en que había desaparecido. El bolso
rojo que llevaba ahora no era suyo. Y aquella extraña insistencia por estar sola…
Cuando Zhao abrió el bolso y lo arrojó al suelo Jack Stone dio la voz de alarma, pero
ya era tarde. Una nube de vaporosos trazos esmeraldas emergió súbitamente del bolso,
envolviendo a los tres hombres mientras la mujer retrocedía convenientemente hasta la
puerta. Lo último que vio el detective antes de caer inconsciente fue como Templeton y
Riggs hacían lo propio mientras tosían de forma espasmódica.
Y luego su mente se hundió en un oscuro torbellino que no paraba de dar vueltas una
y otra vez.
***
Jack Stone despertó sobre una cama de sábanas blancas. Podían haber transcurrido
años o tan solo minutos. Poco a poco recobraba la consciencia, emergiendo de un mundo
de sombras inquietantes para reencontrarse con la dura realidad. Sintió un fuerte ataque
de náuseas y reprimió las ganas de vomitar, incorporándose en la cama mientras intentaba
recordar lo que había pasado.
–Una trampa –dijo una voz siniestra y susurrante, como si le estuvieran leyendo la
mente.
–¡Espectro! –Stone bajo la voz al ver como el justiciero se llevaba un dedo a los labios
ocultos tras su máscara–. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
–Estás en el edificio de TecnoCorp, en la planta médica. No te preocupes, por lo que
he oído estás bien, al igual que Templeton y Riggs. Solamente inhalasteis un poco de gas
que os ha mantenido unas cuantas horas inconscientes. Estos tipos se toman muy en serio
lo del secretismo, han preferido llevaros aquí en lugar de al Hospital General para que
nadie se enterase.
–Sabía que había algo raro en Zhao pero no lo vi a tiempo. ¿Por qué habría hecho una
cosa así? No lo entiendo –el detective se llevó las manos a la cabeza intentando
despejarse.
–La tabla del museo no está, ha desaparecido –dijo Espectro mientras le arrojaba a
Stone las ropas que estaban en el armario de la habitación–. Póntelas, se está haciendo de
noche y fuera hace frío.
–¿Pero cómo diablos ha podido llevarse Zhao la tabla? –dijo el detective mientras se
vestía a toda prisa.
–Parece ser que después de gasearos la profesora bajó al sótano e hizo lo mismo a los
agentes que custodiaban la tabla. Uno de los agentes que guardaban el exterior del museo,
el agente Johnson, dijo que la vio salir del garaje en un coche, y que en el asiento trasero
llevaba una especie de bulto o paquete.
–O sea, que no tenemos nada, ni a Zhao ni a la tabla, ¿verdad?
Espectro asintió, y le contó rápidamente a Stone todo lo que sabía sobre los orientales
recién llegados a Hollow City y que operaban clandestinamente en algún lugar del Barrio
Amarillo. El detective por su parte resumió al justiciero la información que tenía sobre el
caso de la desaparición de Cassandra Zhao y la existencia de la Tabla del Conocimiento
Supremo. Todo estaba conectado, los encapuchados con el símbolo del dragón, el rapto
de Zhao, el asalto al museo, y todo para conseguir la tabla. Fuesen quienes fuesen esos
sectarios, al final se habían salido con la suya y eso no era nada bueno.
Y luego estaba la cuestión de la paleógrafa. ¿Estaría actuando por voluntad propia o
estaba siendo coaccionada de algún modo? Puede que simplemente fuese una traidora, tal
vez incluso la responsable de haber anulado la seguridad del museo tanto en su supuesto
secuestro como en el asalto de la noche anterior.
–Sabemos más o menos quiénes son y que ya tienen lo que quieren, pero no sabemos
exactamente donde están. El Barrio Amarillo es un lugar demasiado extenso para dar
palos de ciego, y no sabemos por dónde empezar –dijo Espectro–. Así que te he traído
algo por si te sirve de ayuda.
Espectro le lanzó un objeto a Stone, el cual lo cogió al vuelo. Era el bolso rojo que
Cassandra Zhao había abierto para liberar el gas. Stone sonrió al recordar que Espectro
era una de las pocas personas que conocían su facultad psíquica de postcognición.
–¿Aún eres capaz de hacer tus truquitos? –preguntó irónicamente el justiciero.
–Tú tienes los tuyos y yo los míos. Prefiero no saber cómo has podido colarte en las
instalaciones de TecnoCorp y hacerte con este bolso. Pero has de saber que mi habilidad
no siempre funciona.
Espectro no dijo nada, simplemente se encogió de hombros e instó a su compañero a
que hiciese lo que tenía que hacer. Y Stone se puso a ello con todas sus fuerzas.
Los dedos del detective recorrieron lentamente los bordes del bolso mientras buscaba
entablar la conexión mental que le permitiría descubrir parte de la historia del objeto. Al
principio no ocurrió nada, y por mucho que se esforzaba el fenómeno continuaba sin dar
muestra alguna de querer ponerse en marcha. Entonces recurrió a un truco mental que le
habían enseñado los monjes del Monasterio de Samye y que consistía en representarse a
sí mismo como una gran rueda dentada, y al bolso como otra similar aunque más pequeña.
Poco a poco las dos piezas iban acercándose hasta que al final los dientes de ambas
chocaban y comenzaban a emitir chispas. Stone intensificó su concentración mental
provocando que al final las dos piezas encajasen en un solo engranaje que daba vueltas al
unísono, activándose la tan ansiada conexión.
Las imágenes fluyeron como un carrusel desbocado y Stone tuvo que hacer un
esfuerzo por mantenerse en pie tras sufrir un pequeño mareo, aunque no obstante logró
mantener el contacto. Viajando entre la afluencia de visiones que emanaban del bolso
logró situarse al final de ellas, y pudo distinguir con claridad las manos que metían en su
interior el artefacto gaseoso. Luego apareció la imagen de un gigante, el mismo que había
visto entre las sombras del museo la noche del asalto, el cual le entregaba el bolso a la
propia Cassandra Zhao. Imágenes del bolso colgado del hombro de la profesora mientras
ésta caminaba por un oscuro pasillo lleno de humedad. El bolso colgado un instante en
un perchero metálico oxidado, luego depositado sobre una mesilla recubierta de un polvo
blanco y granulado. A partir de ahí las imágenes fueron tornándose grises e indefinidas,
hasta que poco a poco se tornaron transparentes hasta desaparecer del todo.
Stone dejó el bolso sobre la mesa mientras se frotó las sienes ligeramente aturdido.
–¿Y bien, ha funcionado? –preguntó Espectro.
–He visto algo…Frío, humedad, polvos blancos…No sé, podría ser cualquier cosa –
Stone intentó dar sentido a las visiones de su cabeza, pero no encontraba ninguno.
–¿Tal vez un tanatorio? A lo mejor usan uno como tapadera para ocultarse.
–Pero había mucha humedad, casi podía sentir el agua. Y el polvo en realidad era más
como…sal. Sí, sal blanca, creo.
Espectro se frotó el mentón con la mano mientras intentaba descifrar el enigma. ¿Qué
lugar había en el Barrio Amarillo que pudiera ser lo suficientemente grande para ocultar
a los sectarios, estar rodeado de agua y tener sal blanca?
Y de repente cayó en la cuenta, pues como Eduard Kraine había visitado varios lugares
así gracias a su estatus social y su posición económica.
–Es un balneario –dijo en voz alta.
–¡Claro, tienes razón! –dijo Stone–. Pero en el Barrio Amarillo debe haber un montón
de saunas y locales similares. ¿Cómo sabremos cuál de todos es?
–Existe un edificio en un rincón apartado y que fue abandonado hace algunos años
cuando su dueño se arruinó. Ahora que lo pienso es el lugar perfecto para hacer de
escondrijo de esos rufianes. Se llamaba «El Estanque Dorado». ¡Seguro que están ahí! –
dijo Espectro apretando los puños.
–Entonces vámonos ahora mismo. Pero antes quiero hacer una parada en mi oficina,
tengo que coger una cosa importante –dijo Stone con un extraño brillo en los ojos.
***
Reinaba la noche cuando dos vehículos atravesaron las callejuelas del Barrio Amarillo
de Hollow City hasta detenerse en las inmediaciones del Estanque Dorado. El edificio
antaño un prestigioso balneario se hallaba ahora convertido en una estructura ruinosa y
de aspecto abandonado muy alejado de su etapa gloriosa. Los conductores bajaron de los
coches y se movieron con rapidez para protegerse de la incipiente lluvia que presagiaba
una nueva tormenta. Las botas de ambos estaban cubiertas de barro pues la tierra de la
zona era ahora un inmenso lodazal, y mientras trepaban por una pared baja para acceder
a la parte trasera del balneario estuvieron a punto de resbalar.
Agazapados detrás de uno de los árboles del gran y descuidado jardín, Espectro y Jack
Stone vieron como un par de figuras se destacaban entre un pasillo de grandes columnas
de piedra gris, ataviadas con el uniforme de los Hijos del Dragón. Tras realizarse unas
señas indicando la maniobra a seguir, el justiciero y el detective pusieron manos a la obra
y se acercaron sigilosamente hacia los guardias cada uno por un lado.
Espectro llegó como una sombra y su objetivo ni lo vio llegar. Un golpe de jujitsu
dirigido a un lado del cuello dejó inconsciente a su víctima, mientras el otro guardia hacía
lo mismo tras sufrir el impacto de la culata de la Mainhead de Stone, ahora ataviado con
su largo abrigo negro y un oscuro sombrero de ala ancha que había recogido de su
despacho. Junto al pañuelo que le ocultaba el rostro, aquellos ropajes eran lo que le
otorgaba la identidad del Guardián, el apelativo con el que en el pasado la prensa de la
ciudad lo había bautizado.
–Buen golpe –dijo Espectro mientras cogía el cuerpo de su víctima para ocultarlo
detrás de una enorme fuente de piedra.
–No sabemos cuántos de estos sectarios hay en este lugar, puede que unos pocos o tal
vez todo un ejército –dijo Stone, cargando con el otro cuerpo hasta depositarlo entre unos
arbustos del jardín.
–Entonces ese arma tan grande que llevas te va a hacer falta.
–¿Te gusta? –Stone le mostró la Mainhead a su compañero–. Es un arma doble que
permite combinar disparos a un mismo punto con proyectiles de distinto tipo
simultáneamente. Su doble cañón asimétrico le da un aspecto muy amenazador aunque
su gran tamaño la hace difícil de disimular. Ahora está cargada con balas de alta velocidad,
son proyectiles de menor alcance que la media pero mucho más ligeros.
–¿Y el cañón de encima?
–Dispara un único proyectil explosivo de baja potencia. Las llaman Balas Boom-
Boom, un tiro y el objetivo queda hecho pedazos.
–Interesante, pero yo prefiero usar armas que dependan exclusivamente de mí, y no al
revés. Las armas de fuego terminan por dejarte tirado, o se atascan o te quedas sin
munición, además de que hacen demasiado ruido. Pero basta de charla y continuemos.
Atravesaron una desvencijada puerta y entraron en el edificio principal, repleto de
escombros y viejos trastos inútiles. Sin embargo vieron que sobre el suelo cubierto de
polvo se hallaban las huellas de numerosas pisadas que iban y venían por uno de los
corredores, y decidieron seguirlas. El rastro les condujo a unas escaleras resbaladizas que
bajaban hacia una oscuridad fría y lóbrega, un ambiente amenazador que fue bruscamente
interrumpido cuando se divisaron unas luces que perfilaban la puerta entreabierta que
daba fin al pasadizo. Los dos compañeros se asomaron cautelosamente al escuchar una
poderosa voz que se alzaba sobre cualquier otro sonido.
Ante ellos se hallaba lo que tiempo atrás había sido la sala principal del balneario, con
restos de la lujosa decoración oriental propia de aquellos lugares. Sobre la gran cabeza de
un Buda de piedra se había improvisado un altar, donde se hallaban varias figuras junto a
un enorme arcón increíblemente decorado con dragones de oro. Del arcón surgía una
inquietante luz rojiza que bañaba mágicamente a todos los presentes en la sala, decenas
de Hijos del Dragón que aguardaban expectantes a los pies del altar el discurso de su
señor.
–¿No es esa la profesora Zhao? –susurró Stone al ver que una de las personas sobre
el altar era la mujer.
–Sí, y también está ese gigante del museo. Y ese de la túnica al que todos están
mirando parece ser el jefe –indicó Espectro–. Será mejor que esperemos a ver qué pasa.
El sonido metálico de un gong hizo callar a todos los presentes, los cuales se
arrodillaron. A una indicación del joven monje, que llevaba una túnica negra con dragones
bordados en oro, dos siervos se acercaron y abrieron el engalanado arcón. Extrajeron
varias tablillas de piedra y las unieron, depositándolas sobre una pequeña mesa de madera.
Chenkatai, con el rostro extasiado y un brillo especial en los ojos, metió las manos
dentro del arcón y extrajo el orbe engarzado en la garra de dragón, alzándolo para que
todos los miembros de la hermandad lo pudiesen contemplar.
–¡Hijos del Dragón! –exclamó en voz alta–. Al fin podemos decirlo. ¡Lo hemos
conseguido! La espera ha terminado, tras tantos años de búsquedas y sacrificios las
palabras del Gran Dragón han podido ser reunidas, y su espíritu dormido dentro del orbe
podrá ser liberado después de siglos aprisionado. ¡Despertemos al Dragón Cósmico, una
nueva era comienza hoy!
Gritos de «¡Salve, Chenkatai!» y «¡Salve, Gran Dragón Cósmico!» retumbaron en la
sala varias veces, hasta que el monje hizo un gesto y todos callaron otra vez. Chenkatai
continuaba sujetando con fuerza el Orbe del Dragón mientras comenzaba a leer en voz
alta las palabras contenidas en los jeroglíficos de las tablas de piedra ahora completas.
Desde la posición donde se hallaban ocultos, Espectro y Jack Stone contemplaron
como del orbe comenzaron a emanar una serie de destellos luminosos que rápidamente
comenzaron a llenar la sala. Haces de luces de distintos colores formaron una vorágine
que llenó el espacio entre el altar y las filas de los Dragones Dorados, formando una
colosal imagen que poco a poco fue alcanzando cierta solidez al tiempo que sus contornos
evidenciaban lo que era en realidad.
¡El Gran Dragón Cósmico estaba resurgiendo en aquellos momentos, en todo su
esplendor!
–Hemos de detener esto –dijo Stone mirando a su compañero–. Aunque imagino que
debajo de la capa no tendrás unas cuantas granadas.
–Me las he dejado en la Espectrocueva –respondió con un gruñido el justiciero–. Y
esa pistola que llevas seguro que no dispara rayos láser, ¿verdad?
–Solamente cuando el objetivo lleva la cabeza cubierta con un casco blanco. De
acuerdo, conformémonos con lo que tenemos. ¿A la de tres? –indicó Stone con la
Mainhead preparada.
–¡Tres! –dijo Espectro echándose hacia delante, mientras Stone suspiraba y lo seguía.
El primero que los vio fue el enorme Bolog, el cual dio la alarma desenfundando su
gran alfanje. Chenkatai detuvo su invocación y fijó la vista un momento sobre los recién
llegados, creándose un instante de silencio tan sepulcral que únicamente se podía escuchar
el sonido del agua que corría por entre las paredes de roca del balneario. Decenas de pares
de ojos se clavaron como dardos envenenados en los dos aventureros enmascarados,
mientras las manos se deslizaban lentamente sobre las empuñaduras de sus armas
orientales. Cualquiera hubiera temido a la silueta enlutada que portaba una katana de
brillante acero o a la enorme pistola de su compañero del sombrero y el pañuelo, pero los
Hijos del Dragón eran como perros amaestrados que únicamente esperaban la orden de
su amo para lanzarse sobre sus presas.
–¡Arriba las manos! –gritó Stone apuntando con la pistola a su alrededor–. Al primero
que se mueva no le va a hacer falta llevar una de esas capuchas doradas, porque ya no
tendrá cabeza que ocultar.
Espectro sintió como todos aquellos hombres clavaban su mirada en ellos sedientos
de sangre, así que blandió su espada en el aire haciendo filigranas en un intento de
asustarles, pero no lo consiguió.
–¡Tú, monje, deja eso en el suelo! –amenazó Stone a Chenkatai.
El líder de los Dragones Dorados miró al detective mientras sus ojos parecían asumir
una forma extraña. Stone sintió que su voluntad comenzaba a flaquear y su mente se
sumergía en un gratificante sopor. Lentamente comenzó a bajar los brazos, preguntándose
porqué estaba allí. Comenzaba a verlo todo de forma confusa, mientras a su alrededor
diversas imágenes se ponían a bailar haciendo tambalear su consciencia.
Entonces escuchó una voz que provenía de un lugar muy lejano, detrás de una barrera
imposible de alcanzar. Y sin embargo pudo identificarla.
«Despierta, Jack. Tu mente es tu arma más poderosa. No permitas que te venza. Aún
no es el momento de dejarte ir…».
Y en aquel instante vio flotar entre la bruma el rostro de Alice, acercándose hasta casi
rozar el suyo propio. Alice, siempre tan cerca pero a la vez tan lejos…
«Despierta, Jack».
Stone soltó un gritó de rabia que disipó la confusión de su mente y al mismo tiempo
que Alice volvía al otro mundo su brazo recuperó su firmeza inicial, y su dedo se movió
una y otra vez sobre el gatillo de la pistola.
Las balas de alta velocidad salieron dirigidas contra la figura de Chenkatai, pero éste
simplemente colocó su cuerpo justo en la posición idónea para evitar los impactos. Los
proyectiles agujerearon la pared detrás del monje sin que ninguna ni siquiera lo rozase.
–El Poder del Gran Dragón me protege –rió Chenkatai. Luego se dirigió hacia sus
súbditos con una expresión de maldad en el rostro–. Eliminad a los intrusos.
Chenkatai únicamente había pronunciado unas pocas palabras, pero aquellos leves
susurros fueron suficientes para soltar la jauría desenfrenada. Todos se lanzaron contra
los intrusos blandiendo espadas, cuchillos, mazas, hachas, lanzas y otras tantas
herramientas letales, gritando orgullosamente su pertenencia a la secta mientras atacaban
con más corazón que destreza. La Mainhead de Stone cobró vida mientras segaba con sus
impactos las de los sectarios, víctimas de los proyectiles de gran calibre que rápidamente
los iba destrozando uno a uno. Los que se atrevieron a combatir contra Espectro no
tuvieron mejor suerte, y muy pronto diversas partes de sus cuerpos volaron por los aires
mientras la katana se movía con una precisión sobrenatural digna de los samuráis de las
leyendas japonesas.
El suelo del balneario fue cubierto por un charco de sangre que enseguida se convirtió
en un verdadero lago carmesí a medida que más y más víctimas iban cayendo bajo la
habilidad mortal de Stone y Espectro. Los gritos de dolor se mezclaban con el entrechocar
de las armas y los disparos de la Mainhead, mientras los Hijos del Dragón saltaban sobre
sus compañeros caídos para intentar cumplir la orden de su maestro. No importaba el
precio a pagar, sus vidas no eran nada en comparación a los designios del Dragón
Cósmico, serían felices en la otra vida si su sacrificio servía para que finalmente su dios
renaciera y comenzara una nueva era.
Los ojos de Bolog no daban crédito a lo que veía, pues a pesar de la superioridad
numérica ninguno de sus hombres había conseguido ni siquiera rozar a aquellos dos
intrusos disfrazados, y mientras tanto aquello se estaba convirtiendo en toda una
carnicería. La sala había dejado de ser un balneario para transformarse en un auténtico
matadero, y casi la mitad de los Dragones Dorados yacían en el suelo muertos o
gravemente heridos. Cuerpos mutilados, cabezas reventadas y miembros amputados se
amontonaban en aquel siniestro escenario formando parte de un mortal tributo para el
Dios Dragón que estaba formándose en el centro de la sala, cada vez más grande y sólido.
Bolog vio que Chenkatai estaba a punto de terminar, y decidió asegurarse de darle el
tiempo necesario. Con un potente salto llegó desde lo alto del altar hasta el suelo, y tras
proferir un intenso alarido gutural fue directamente hasta Espectro abriéndose paso a
empujones entre sus hombres.
–Segundo asalto. Esta vez solo uno de los dos quedará en pie –dijo Bolog,
enfrentándose al justiciero mientras los demás se echaban hacia atrás para darles espacio
para luchar.
En aquel momento Espectro pudo ver a Stone rodeado de varios sectarios, empuñando
el arma que se había quedado sin munición. Ya no había nada que hacer, dentro de un
instante el fanático monje terminaría sus plegarias y su dios caminaría entre los hombres.
Pero si tenía que caer lo haría peleando hasta el final.
Los aceros de ambos guerreros entrechocaron haciendo brotar un intenso torrente de
chispas brillantes, la ancha y pesada hoja del alfanje de Bolog contra el metal forjado por
auténticos maestros espaderos japoneses de Espectro. Los ataques del gigantesco calvo
se basaban en la fuerza bruta de sus incansables músculos, mientras que el justiciero
optaba por golpes meticulosos que evidenciaban su dominio del kenjutsu (esgrima
japonesa). Comenzó un largo intercambio de ataques y paradas, acometidas y esquivas,
estocadas y fintas, mientras los contendientes maniobraban sobre un suelo resbaladizo y
traicionero gracias a la sangre derramada. La concentración era total, pues aunque Bolog
y Espectro estaban en tablas aquella igualdad podía decantarse hacia un lado si uno de
ellos flaqueaba o cometía un error.
Espectro fue el primero en comenzar a sentir los efectos de la fatiga. Con el Poder
Oscuro agotado tras haber tenido que atravesar las paredes para entrar y salir del edificio
de TecnoCorp, y sus fuerzas menguadas tras tantos minutos de lucha continuada, poco a
poco fue retrocediendo ante los potentes golpes de Bolog. El alfanje rasgó la máscara a
la altura del pómulo derecho, haciendo brotar un hilillo de sangre. Luego tuvo que hacerse
a un lado para evitar un golpe mortal que no obstante le produjo un profundo corte en un
muslo. Aquella herida, unida a la inestabilidad provocada por el suelo encharcado de
sangre, hizo que el justiciero resbalara y bajara la guardia. Bolog aprovechó aquel
momento y golpeó con todas sus fuerzas de tal forma que arrancó la katana de las manos
de Espectro dejándolo completamente a su merced.
–Perro occidental, es hora de que mueras –dijo Bolog, alzando su alfanje por encima
de la cabeza dispuesto a dar el golpe final a su contrincante.
Espectro vio cómo su katana había aterrizado en un rincón alejado, justo en un lugar
donde no recibía ninguna luz de forma directa. Entonces observó que su brazo provocaba
una sombra alargada debido a las luces de la sala, y recordó una frase de su maestro
Katshume.
«La línea que separa la victoria de la derrota es tan delgada como la que separa la
luz de la oscuridad».
Mientras el alfanje de Bolog descendía hacia su objetivo, Espectro utilizó su última
reserva de Energía Oscura en un esfuerzo final, mientras alzaba su brazo derecho de forma
que la sombra de su mano se cernía sobre el mango de su espada a la vez que tomaba una
solidez sobrenatural. El alfanje terminó de realizar su trayectoria cuando chocó contra la
katana de Espectro, nuevamente en manos del justiciero tras ser arrastrada velozmente
por la mano-sombra. Bolog abrió los ojos sorprendido, pero no pudo evitar que el
justiciero realizase una maniobra de kogeki-appu, consistente en atacar con el filo de la
katana aprovechándose del impulso de las piernas al levantarse.
Bolog se echó hacia atrás soltando el alfanje con la cara hecha un poema, incapaz de
hablar mientras inútilmente trataba de detener la hemorragia de un profundo corte de más
de cincuenta centímetros de longitud. Su enorme cuerpo cayó al suelo emitiendo un
sonoro impacto por su peso, y allí se quedó mientras los Hijos del Dragón que aún
quedaban con vida no daban crédito a la derrota de aquel que los mandaba en combate.
Y justo en ese momento, Chenkatai pronunció la última palabra del ritual con un grito
que heló la sangre a todos los presentes mientras su garganta hinchada parecía a punto de
reventar. El Gran Dragón Cósmico había dejado de ser una mera imagen translúcida y
ahora era un enorme demonio escamoso que llenaba la estancia con su amenazadora
presencia. Sus resplandecientes ojos de jade desprendían un intenso brillo que hacían
patente el poder y la furia de su dueño. Los Hijos del Dragón se arrodillaron ante su dios
viviente mientras Chenkatai reía a carcajadas con el Orbe del Dragón en sus manos.
Un Orbe que aún continuaba ligado al todopoderoso Dragón mediante un débil hilo
de luz roja que poco a poco parecía evaporarse. Y Jack Stone fue el primero en darse
cuenta. Puede que no pudiera disparar su arma directamente sobre el cuerpo del monje,
pero tal vez tuviera mejor suerte probando con otro objetivo.
El detective enmascarado aprovechó que ya no tenía sobre sí la atención de los
sectarios y corrió hacia delante con la pistola en la mano. Cuando los sectarios se dieron
cuenta ya era demasiado tarde, y cuando extendieron brazos y piernas para intentar
agarrarle Stone se lanzó al suelo. La sangre que recubría las baldosas hizo que el cuerpo
impulsado de Stone se deslizase con facilidad como una tabla de surf sobre el picado
oleaje, y en un santiamén llegó hasta la distancia necesaria para terminar el trabajo.
Stone apretó el gatillo disparando el proyectil explosivo del cañón superior de la
Mainhead, y su tiro acertó de lleno en el Orbe del Dragón. El impacto hizo estallar en
pedazos el artefacto arcano, afectando también al cuerpo del monje que fue derribado del
improvisado altar. La profesora Zhao, que había permanecido todo el tiempo en una
especie de trance hipnótico, también cayó al suelo golpeándose la cabeza con estrépito.
Pero el efecto más devastador fue la implosión del Gran Dragón, pues justo cuando
se acercaba a Stone con las fauces abiertas sintió un temblor en todo su cuerpo que lo
paralizó. Luego sus escamas recién formadas adquirieron un brillo especial, y toda la
energía que le había proporcionado el orbe para adquirir su masa se comprimió hacia su
interior. Todos los presentes escucharon el horroroso crujido que emitían los huesos al ser
estrujados, la carne al verse amasada y los diversos órganos al quedar reventados. Durante
un instante solo quedó suspendida en el aire la cabeza del diabólico ser, que emitió un
rugido de furia y dolor. Luego todo rastro del Gran Dragón Cósmico desapareció con un
simple plof parecido al de una botella de vino al ser descorchada, y todo terminó.
Un movimiento cerca del altar hizo que todo el mundo volviese la vista hacia la zona,
contemplando con incredulidad como Chenkatai se ponía en pie una vez más. Sin
embargo su aspecto era irreconocible, pues todo su cuerpo estaba cubierto de graves
quemaduras producto de la explosión del orbe. Pero también había algo más, ya que bajo
los pedazos de la túnica desgarrada se vislumbraba una piel pálida y arrugada, como si el
amargo final del Dragón Cósmico se hubiese llevado la vitalidad del monje. Su aspecto
ya no era el de un enérgico joven veinteañero, sino el de un anciano renqueante que había
vivido una vida alargada inmerecidamente por medio del misticismo draconiano. Y ahora
que aquel poder se había desvanecido en la nada, los años habían vuelto de golpe a
Chenkatai.
Sin embargo el fanático líder aún tenía una última orden que decretar.
–Todo ha sido por su culpa –dijo mientras señalaba a Espectro y Stone con unos
flácidos dedos colmados por unas uñas desmesuradamente alargadas–. Matadlos a los
dos. ¡Arrancadles el corazón mientras aún estén vivos! Que su muerte sea el tributo final
para el Gran Dragón.
Los Dragones Dorados empuñaron nuevamente sus armas, dispuestos a ejercer de
verdugos para acatar la sentencia de muerte de su señor. Espectro se irguió sujetando su
katana con ambas manos, desafiando a quien quisiese ser el primero en morir. Aunque
por dentro él sabía que ya no tenía fuerzas para aguantar el trágico desenlace. Miró a Jack
Stone, el cual estaba buscando inútilmente munición de repuesto para la Mainhead. Pero
cuando éste le devolvió la mirada se dio cuenta de que no había nada que hacer. Solo
podían morir con honor.
–Fue un placer conocerte –dijo Stone acercándose a su compañero mientras el cerco
de los sectarios se estrechaba en torno a ellos.
–Igualmente. Pero antes de morir nos llevaremos a alguno de estos fanáticos con
nosotros –dijo Espectro mientras unía su espalda a la de su compañero.
De repente Stone palpó algo en uno de los bolsillos de su abrigo, y cuando lo sacó
para ver lo que era se dio cuenta de que no era ningún proyectil para su pistola. Y sin
embargo se echó a reír, primero ligeramente y luego con una serie de carcajadas que
dejaron extrañados tanto a los sectarios como a su amigo enmascarado.
–¿Se puede saber qué te pasa? ¿Acaso te has vuelto loco? Ya sé que vamos a morir
pero al menos hagámoslo con dignidad –abroncó Espectro.
A modo de respuesta el detective le mostró la palma de su mano, donde sostenía un
diminuto objeto parecido a un chip metálico con una minúscula lucecita.
El dispositivo rastreador de TecnoCorp. Una vez más el sargento Riggs se la había
vuelto a jugar.
En ese instante hizo su aparición la caballería, todo un escuadrón de agentes de asalto
vestidos con la armadura de combate TC-1000 de TecnoCorp y equipados con los
mortíferos subfusiles P-100. Algunos lanzaron unas cuantas granadas de gas que
incapacitaron a gran parte de los sectarios, los cuales se arrodillaron en el suelo entre
espasmos y violentas arcadas. Los pocos valientes que intentaron lanzarse contra los
agentes cayeron atravesados por una lluvia mortal de disparos, lo que llevó a algunos a
intentar huir aprovechando la confusión de la situación. Un pequeño grupo de sectarios
marchó a la carrera por uno de los corredores que partían de la sala, arrastrando consigo
a Chenkatai.
–¡Escuchadme perros! Esto no quedará así. ¡Volveréis a oír el nombre de Chenkatai!
–fueron las últimas palabras del anciano mientras desaparecía junto a sus hombres.
Los agentes no tardaron en tomar el control de la situación, y un momento después
todos los Hijos del Dragón se hallaban reducidos. Algunos de los agentes siguieron el
rastro de los que habían escapado, pero Espectro y Stone sentían que sería inútil
perseguirlos, pues tendrían preparada de antemano una ruta de huida al exterior. Aquel
tipo podía ser un loco fanático y peligroso, pero también era muy inteligente. En el futuro
deberían tener mucho cuidado con él y con su secta.
Aprovechando el caos de la intrusión del equipo de asalto, Stone y Espectro se habían
apartado en un rincón de la sala. El detective se quitó el pañuelo y el sombrero y junto
con la enorme Mainhead lo metió todo bajo una de las rejillas que daban a los viejos
conductos del agua del balneario. Así no podrían identificarlo como el Guardián, solo
como el entrometido detective Jack Stone.
El justiciero le tendió la mano a su compañero, y tras envainar su katana se dispuso a
partir.
–Cuídate, Jack Stone. Nos vemos.
–Ya sabes dónde encontrarme.
Espectro caminó un par de pasos y enseguida fue rodeado por varios de los agentes,
cuyas miras láser dibujaron una serie de puntos de luz roja sobre la capa negra del
justiciero. Todos estaban ansiosos por capturar al hombre más buscado de Hollow City.
–¡Levante los brazos y ríndase! –gritó uno de los agentes–. Según la Ordenanza
Regladora de la Seguridad Ciudadana, TecnoCorp tiene autoridad para arrestarle…
Antes de que el agente pudiese terminar su alegato, Espectro hizo lo que le ordenaron
y levantó suavemente los brazos, aunque no para rendirse. Con un movimiento sutil activó
el dispositivo de bombas de humo de la parte trasera de su cinturón, y rápidamente creo
un área de densa oscuridad artificial a su alrededor.
Stone sonrió al ver que cuando el humo se disipó su compañero había desaparecido.
***
–¿Eso es todo? –preguntó el sargento Riggs a Jack Stone.
–Así es. Aunque debería romperle la cara por volverme a colocar uno de sus aparatitos,
le perdonaré por esta vez. Pero no vuelva a hacerlo. Y otra cosa más, yo que ustedes
buscaría a ese chino siniestro, lo encerraría en una profunda mazmorra y luego arrojaría
la llave al rio Hutton. Ese hombre es un peligro viviente –sentenció el detective.
Stone se había pasado las últimas dos horas narrando la secuencia de acontecimientos
según su punto de vista en una sala de interrogatorios del edificio de TecnoCorp, siempre
bajo la atenta mirada del sargento Riggs y del Director del Museo de Arte e Historia, Greg
Templeton. Tras recuperarse en su habitación, había recordado que uno de los asaltantes
del museo había dicho algo sobre un balneario, y Stone había preferido investigar por su
cuenta. Una vez allí se había encontrado con la guarida de la Senda del Dragón Cósmico,
y sus miembros lo habían capturado. Pero entonces apareció el luchador contra el crimen
llamado Espectro, quien había conseguido derrotar a los malvados Dragones Dorados y
a su diabólico líder. Por supuesto les habló de la trama sobre la Tabla del Conocimiento
Supremo, una reliquia necesaria para realizar un macabro ritual que finalmente había
fracasado.
–Bueno, al menos todo ha salido bien –intervino Templeton–. La organización ha sido
desmantelada, la tablilla y el arca de los dragones han quedado bajo la custodia de
TecnoCorp y Cassandra Zhao está recuperándose de sus heridas. La pobre no recuerda
nada en absoluto, al parecer sufre de algún síndrome postraumático después de haber sido
sometida a tanto sufrimiento.
–Estoy de acuerdo, ceo que es lo mejor. Entonces, ¿puedo marcharme ya? –señaló
Jack Stone.
–Un momento –Riggs se llevó una mano a la mandíbula, pensativo–. ¿Y qué hay de
esos agujeros en varios de los cuerpos de los sectarios? Allí había alguien más aparte de
Espectro, alguien bien armado.
–No sé qué decirle, Riggs. Yo estuve inconsciente casi todo el tiempo. Tal vez el
enmascarado cambió de hábitos y utilizó armas de fuego, o bien llevaba consigo algún
joven ayudante disfrazado. Yo me desperté cuando sus agentes entraron a tomar el lugar.
Riggs no parecía muy convencido de la explicación de Stone, pero no podía sonsacarle
nada más. Muy a su pesar le hizo un gesto hacia la puerta indicándole que podía irse.
Más tarde Jack Stone se encontraba aferrando el volante de su Audi Quantic, pensando
en todo lo que había ocurrido. Una nueva batalla se había librado en las sombras, otra
amenaza sobre Hollow City que a punto había estado de extenderse como el fuego sobre
un reguero de pólvora. Pero esta vez el peligro había podido ser sofocado gracias a la
intervención de Espectro y el propio Stone. La ciudad aún continuaba necesitando a sus
defensores, y no podía dar la espalda a esa verdad inexorable. No podía marcharse otra
vez y abandonar su responsabilidad de luchar contra el crimen. Él no lo había pedido,
pero poseía un don especial que bien utilizado era un arma eficaz en aquella cruzada que
se libraba en la clandestinidad. Ahora lo sabía, debía quedarse en Hollow City. Se lo debía
a Alice.
Las nubes en el cielo se retiraron para dejar paso al nuevo amanecer, la tormenta se
alejaba de la ciudad al menos de momento. Pero quien sabía cuándo volvería una nueva.
Stone pisó el acelerador a fondo mientras pensaba que muy pronto tendría que hacer una
nueva visita al «Estanque Dorado» para recoger lo que allí había dejado. Tenía el
presentimiento de que muy pronto Hollow City necesitaría otra vez al Guardián.
***
En el puerto de Hollow City un barco de carga se mecía suavemente sobre las aguas
del rio Hutton mientras su capitán esperaba la orden de levan anclas y alejarse de la ciudad
hacia su destino. Oculto entre las sombras de la bodega se hallaba Chenkatai, meditando
en silencio sobre todo lo que había ocurrido. Después de su fracaso la única opción era
escapar lo más lejos posible para posteriormente recuperarse mientras trazaba un plan de
venganza. Sabía muy bien lo que ocurriría si se dejaba capturar por TecnoCorp. Le
aplicarían los modernos métodos de tortura occidentales mediante avanzados aparatos o
drogas experimentales en un vano intento por doblegar su voluntad. Pero aquellos necios
nunca le atraparían, él era más listo que ellos. Ya podía sentir como la ayuda estaba en
camino.
La puerta de la bodega se abrió con un chasquido y por el umbral pudo ver una figura
ataviada con un traje negro donde sobresalía una insignia de TecnoCorp. El hombre entró
y se acercó a él.
–Maestro –dijo el agente Johnson arrodillándose ante Chenkatai–. No se preocupe,
está todo planeado. Dentro de muy poco estará rumbo a Oriente y todo esto no será más
que un recuerdo desagradable.
–Una vez más subestimaron a Chenkatai, esos perros aún desconocen cuál es el
verdadero poder de la Senda del Dragón Cósmico. Y es que sus alargadas fauces llegan
hasta cualquier rincón del mundo, incluido TecnoCorp. Nunca sospecharon de ti, cuya
abuela materna era de sangre china.
–¡Sois el más grande, Maestro! Os he traído esto, es lo único que pude recuperar del
Arca de los Dragones Dorados.
Johnson sacó de su bolsillo un frasco de cristal que contenía un líquido de color rojo
oscuro y se lo tendió al anciano. Éste lo sostuvo un instante mientras contemplaba con
fascinación el débil resplandor que provocaba su exposición a la luz. Luego desenroscó
la tapa del frasco y bebió la Sangre de Dragón, sintiendo una vez más el éxtasis doloroso
del auténtico poder recorriendo sus venas. Las quemaduras de su cuerpo comenzaron a
sanar, su piel apergaminada recuperó paulatinamente la frescura de la juventud, y su
espalda encorvada comenzó a erguirse una vez más.
–¡Salve, Chenkatai! –saludó con una rodilla en el suelo el agente Johnson, con
lágrimas de orgullo surcando sus mejillas al ver de nuevo a su amo totalmente repuesto.
Y Chenkatai, el diabólico monje líder de la Senda del Gran Dragón Cósmico, lanzó
una carcajada siniestra mientras en su mente un solo pensamiento tomaba forma.
Venganza.
FIN