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SELECCIÓN DE DISCURSOS PÚBLICOS 4TO. MEDIO C Prof. Jaime Pinto Rojas I.- Discurso de Gabriela Mistral ante la Academia Sueca al recibir el Premio Nobel de Literatura, el 12 de diciembre de 1945 Tengo la honra de saludar a sus Altezas Reales los Príncipes Herederos, a los Honorables Miembros del Cuerpo Diplomático, a los componentes de la Academia Sueca y a la Fundación Nóbel, a las eminentes personalidades del Gobierno y de la Sociedad aquí presentes: Hoy Suecia se vuelve hacia la lejana América ibera para honrarla en uno de los muchos trabajos de su cultura. El espíritu universalista de Alfredo Nóbel estaría contento de incluir en el radio de su obra protectora de la vida cultural al hemisferio sur del Continente Americano tan poco y tan mal conocido. Hija de la Democracia chilena, me conmueve tener delante de mí a uno de los representantes de la tradición democrática de Suecia, cuya originalidad consiste en rejuvenecerse constantemente por las creaciones sociales valerosas. La operación admirable de expurgar una tradición de materiales muertos conservándole íntegro el núcleo de las viejas virtudes, la aceptación del presente y la anticipación del futuro que se llama Suecia, son una honra europea y significan para el continente Americano un ejemplo magistral. Hija de un pueblo nuevo, saludo a Suecia en sus pioneros espirituales por quienes fue ayudada más de una vez. Hago 1

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SELECCIÓN DE DISCURSOS PÚBLICOS

4TO. MEDIO CProf. Jaime Pinto Rojas

I.- Discurso de Gabriela Mistral ante la Academia Sueca al recibir el Premio Nobel de Literatura, el 12 de diciembre de 1945

Tengo la honra de saludar a sus Altezas Reales los Príncipes Herederos, a los Honorables Miembros del Cuerpo Diplomático, a los componentes de la Academia Sueca y a la Fundación Nóbel, a las eminentes personalidades del Gobierno y de la Sociedad aquí presentes:

Hoy Suecia se vuelve hacia la lejana América ibera para honrarla en uno de los muchos trabajos de su cultura. El espíritu universalista de Alfredo Nóbel estaría contento de incluir en el radio de su obra protectora de la vida cultural al hemisferio sur del Continente Americano tan poco y tan mal conocido.

Hija de la Democracia chilena, me conmueve tener delante de mí a uno de los representantes de la tradición democrática de Suecia, cuya originalidad consiste en rejuvenecerse constantemente por las creaciones sociales valerosas. La operación admirable de expurgar una tradición de materiales muertos conservándole íntegro el núcleo de las viejas virtudes, la aceptación del presente y la anticipación del futuro que se llama Suecia, son una honra europea y significan para el continente Americano un ejemplo magistral.

Hija de un pueblo nuevo, saludo a Suecia en sus pioneros espirituales por quienes fue ayudada más de una vez. Hago memoria de sus hombres de ciencia, enriquecedores del cuerpo y del alma nacionales. Recuerdo la legión de profesores y maestros que muestran al extranjero sus escuelas sencillamente ejemplares y miro con leal amor hacia los otros miembros del pueblo sueco: campesinos, artesanos y obreros.

Por una venturanza que me sobrepasa, soy en este momento la voz directa de los poetas de mi raza y la indirecta de las muy nobles lenguas española y portuguesa. Ambas se alegran de haber sido invitadas al convivio de la vida nórdica, toda ella asistida por su folklore y su poesía milenarias.

Dios guarde intacta a la Nación ejemplar su herencia y sus creaciones, su hazaña de conservar los imponderables del pasado y de cruzar el presente con la confianza de las razas marítimas, vencedoras de todo.

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Mi Patria, representada aquí por nuestro culto Ministro Gajardo, respeta y ama a Suecia y yo he sido invitada aquí con el fin de agradecer la gracia especial que le ha sido dispensada. Chile guardará la generosidad vuestra entre sus memorias más puras.

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2.-. DISCURSO DE DALAI DAMA.

Hermanos y hermanas:

Es un honor y un placer estar hoy entre ustedes. Me alegro realmente de ver muchos viejos amigos que han venido de diferentes rincones del mundo y de poder hacer nuevos amigos, a quienes espero encontrar de nuevo en el futuro. Cuando me encuentro con gente de diferentes partes del mundo, siempre recuerdo que todos nosotros somos básicamente iguales: todos somos seres humanos. Posiblemente vistamos ropas diferentes, nuestra piel sea de color diferente o hablemos distintos idiomas. Pero esto es superficial, en lo básico, somos seres humanos semejantes y esto es lo que nos vincula los unos a los otros. Además, es lo que hace posible que nos entendamos y que desarrollemos amistad e intimidad.

Pensando sobre lo que podía decir hoy, he decidido compartir con ustedes algunos de mis pensamientos sobre los problemas comunes con los que todos nosotros, como miembros de la familia humana, nos enfrentamos. Puesto que todos compartimos este pequeño planeta, tenemos que aprender a vivir en armonía y paz entre nosotros y con la naturaleza. Esto no es solamente un sueño, si no una necesidad. Dependemos los unos de los otros en tantas cosas que ya no podemos vivir en comunidades aisladas, ignorando lo que ocurre fuera de ellas. Cuando nos encontramos con dificultades necesitamos ayudarnos los unos a los otros, y debemos compartir la buena fortuna que gozamos. Les hablo solamente como otro ser humano, como un sencillo monje. Si encuentran útil lo que digo, espero que intenten practicarlo.

Hoy también deseo compartir con ustedes mis sentimientos con respecto a la difícil situación y las aspiraciones del pueblo del Tíbet. El Premio Nobel es un premio que ellos bien merecen por su valor e inagotable determinación durante los pasados cuarenta años de ocupación extranjera. Como libre portavoz de mis compatriotas cautivos, hombres y mujeres, siento que es mi deber levantar la voz en su favor. No hablo con un sentimiento de ira u odio contra aquellos que son responsables del inmenso sufrimiento de nuestro pueblo y de la destrucción de nuestra tierra, nuestros hogares y nuestra cultura. Ellos también son seres humanos que luchan por encontrar la felicidad y merecen nuestra compasión. Sólo hablo para informarles de la triste situación de hoy en día de mi país y de las aspiraciones de mi pueblo, porque en nuestra lucha por la libertad, sólo poseemos como única arma la verdad.

La comprensión de que somos básicamente seres humanos semejantes que buscan felicidad e intentan evitar el sufrimiento, es muy útil para desarrollar un sentido de fraternidad, un sentimiento cálido de amor y compasión por los demás. Esto, a su vez, es esencial si queremos sobrevivir en él, cada vez más reducido, mundo en el que vivimos. Porque si cada uno de nosotros buscamos egoísticamente sólo lo que creemos que nos interesa, sin preocuparnos de

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las necesidades de los demás, acabaremos no sólo haciendo daño a los demás, sino también a nosotros mismos. Este hecho se ha visto claramente a lo largo de este siglo. Sabemos que hacer una guerra nuclear hoy, por ejemplo, sería una forma de suicidio; o que contaminar la atmósfera o el océano para conseguir un beneficio a corto plazo, sería destruir la base misma de nuestra supervivencia. Puesto que los individuos y las naciones están volviéndose cada vez más interdependientes, no tenemos más remedio que desarrollar lo que yo llamo un sentido de responsabilidad universal.

En la actualidad, somos realmente una gran familia mundial. Lo que ocurre en una parte del mundo puede afectarnos a todos. Esto, por supuesto, no es solamente cierto para las cosas negativas, sino que es igualmente válido para los progresos positivos. Gracias a los extraordinarios medios de comunicación tecnológicos, no sólo conocemos lo que ocurre en otra parte, sino que también nos vemos afectados directamente por los acontecimientos de sitios remotos. Nos sentimos tristres cuando hay niños hambrientos en el Este de África. Del mismo modo, nos alegramos cuando una familia se reúne, después de una separación de décadas debida al Muro de Berlín. Cuando ocurre un accidente nuclear a muchos kilómetros de distancia, en otro país, nuestras cosechas y ganado se contaminan y nuestra salud y sustento se ven amenazados. Nuestra propia seguridad aumenta cuando la paz irrumpe entre las facciones que luchan enotros continentes.

Pero la guerra o la paz, la destrucción o la protección de la naturaleza, la violación o el fomento de los derechos humanos y libertades democráticas, la pobreza o bienestar material, la falta de valores esoirituales y morales o su existencia y desarrollo y la ruptura o desarrollo del entendimiento humano, no son fenómenos aislados que pueden ser analizados y abordados independientemente. De hecho, están muy relacionados a todos los niveles y necesitan ser tratados con ese entendimiento.

La paz, en el sentido de ausencia de guerra, es de poco valor para alguien que se está muriendo de hambre o de frío. No eliminará el dolor de la tortura inflingida a un prisionero de conciencia. Ni tampoco consuela a aquellos que pierden a sus seres queridos en inundaciones causadas por la insensata deforestación de un país vecino. La paz sólo puede durar allí donde los derechos humanos se respetan, donde la gente está alimentada y donde los individuos y las naciones son libres. La verdadera paz con nosotros mismos y con el mundo a nuestro alrededor, sólo se puede lograr a través del desarrollo de la paz mental. Los otros fenómenos mencionados anteriormente están igualmente relacionados. Así, por ejemplo, comprendemos que un medio ambiente limpio, riqueza o democracia tienen poco valor frente a la guerra, especialmente la guerra nuclear, y que el desarrollo material no es suficiente para asegurar la felicidad humana.

El progreso material es por supuesto, importante para el avance humano. En Tíbet dimos muy poca atención al desarrollo económico y tecnológico y actualmente nos damos cuenta de que esto fue una equivocación. Al mismo tiempo, el desarrollo material sin un desarrollo espiritual puede causar también graves problemas. En algunos países se concede demasiada atención a las cosas externas y muy poca importancia al desarrollo interior. Creo que ambos son importantes y deben ser desarrollados conjuntamente para conseguir un buen equilibrio entre

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los dos. Los tibetanos somos siempre considerados por los visitantes extranjeros como gente feliz y jovial. Esto forma parte de nuestro carácter nacional, arraigado en valores culturales y religiosos que acentúan la importancia de la paz mental conseguida por medio de generar amor y bondad hacia todos los seres vivos, humanos y animales. La clave es la paz interior: si se tiene paz interior, los problemas externos no afectarán el profundo sentido de paz y tranquilidad. En este estado mental se pueden afrontar las situaciones con razonamiento y tranquilidad, mientras se mantiene la felicidad interior. Esto es muy importante. Sin paz interior, por muy confortable que sea la vida material, aún se estará preocupado, molesto o triste por diferentes circunstancias.

Por lo tanto, está bien claro que tiene una gran importancia comprender la interrelación entre estos y otros fenómenos y considerar y tratar de resolver los problemas de una forma equilibrada que tenga en consideración los diferentes aspectos. Por supuesto, no es fácil. Peo el intentar resolver un problema tiene poco beneficio si actuando de esta forma creamos otros igualmente serios. Por tanto, no tenemos alternativa: debemos desarrollar un sentido de responsabilidad universal, no sólo en el aspecto geográfico, sino también con respecto a las diferentes cuestiones con las que se enfrenta nuestro planeta.

La responsabilidad no descansa sólo en los líderes de nuestros países o en aquéllos que han sido elegidos para hacer un tabajo concreto. Está individualmente en cada uno de nosotros. La paz empieza dentro de cada uno. Cuando poseemos paz interior, podemos estar en paz con todos a nuestro alrededor. Cuando nuestra comunidad está en un estado de paz, esta paz puede ser compartida con nuestras comunidades vecinas. Cuando sentimos amor y bondad hacia los demás, esto no sólo hace que los demás se sientan amados y protegidos, sino que nos ayuda también a nosotros a desarrollar paz y felicidad interior. Y hay maneras en las que podemos trabajar conscientemente para desarrollar sentimientos de amor y bondad. Para algunos de nosotros, la forma más efectiva de hacerlo es a través de las prácticas religiosas. Para otros, pueden ser prácticas no religiosas. Lo importante es que cada uno de nosotros hagamos un esfuerzo sincero de tomar seriamente nuestra responsabilidad por los demás y por el medio ambiente. (…). Muchas gracias.

Permítanme compartir con ustedes una corta oración que me da una gran inspiración y determinación:

“Por tanto tiempo como dure el espacio

y tanto tiempo como permanezcan seres vivos,

hasta entonces, pueda yo también permanecer

para disipar la miseria del mundo”.

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3.- La soledad de América Latina [Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982 -Texto completo]. Gabriel García Márquez

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

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Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez

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más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de TonioKröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

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Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

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4.- Discurso de Pablo Neruda al recibir Premio Nobel de Literatura (1971)

Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al paisaje y a las soledades del norte.

Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros limites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta.

Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando mas bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi- derribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.

A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos cúmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.

Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron

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pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:

¿Tuvo mucho miedo?

Mucho. Creí que había llegado mi última hora, dije.

Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano me respondieron. -Ahí mismo -agregó uno de ellos- cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. La cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.

Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de rios y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.

Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de sagrada tuvo aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto. Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.

Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo ml humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes los cuajaron a

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aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida.

Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían, nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.

Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornadas que me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese "nada más" en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.

Señoras y Señores:

Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo.

En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo esta sostenido -el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesia en una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un vertiginoso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví

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o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que canté más tarde.

De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.

En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras.

El poeta no es un "pequeño dios". No, no es un "pequeño dios". No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.

Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificacion. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la

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vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de un tembladeral de hojas, de barro, de libros, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva.

En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.

Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.

Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.

Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero, qué sería de mí si yo, por

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ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.

Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.

Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l'aurore, armésd'uneardentepatience, nousentreronsauxsplendidesVilles. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)

Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.

En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.

Así la poesía no habrá cantado en vano.

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5.- "Discurso de Graduación 2012 de 4os Medios del Instituto Nacional”

Don Jorge Toro Beretta, Rector del Instituto Nacional, Don Raúl Blin Necochea, ViceRector del Instituto Nacional, Doña Carolina Toha Morales, Alcaldesa de la comuna de Santiago ,Padres, apoderados, amigos y compañeros ,Autoridades Varias y Vagas

Tengan todos ustedes, muy buenos días.

Antes de comenzar a leer estas líneas, con motivo de la Licenciatura de los Cuartos medios 2012, mi generación, me gustaría pedir perdón. Perdón a quienes después de revisar un

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discurso que yo envíe semanas atras, me autorizaron y dieron la oportunidad de leerlo aquí frente a ustedes. Disculpas porque las páginas que hoy leeré, son distintas a las de ese borrador. De otra forma no me hubieran dejado hacer este discurso. Disculpas y espero puedan entenderme.

Cuando me embarqué en la tarea de hacer un discurso con motivo de la Licenciatura, me encontraba con más dudas que certezas. ¿Qué digo? ¿Cómo, en cinco minutos, resumir mi paso por este colegio? ¿Cómo, en un discurso, intentar plasmar siquiera en su uno por ciento, la gama de sentimientos que poseo hacía El Nacional? ¿Cómo redactar algo, lo suficientemente digno para tan importante día?

En primera instancia, intenté hacer algo similar a los discursos que he escuchado, como presidente de curso, cada diez de agosto, en las ceremonias de aniversario del colegio. Hacer un breve repaso de la historia del colegio. Mi idea era empezar diciendo que el Instituto Nacional fue fundado como una obra del gobierno de José Miguel Carrera en 1813, tras la fusión de las casas de estudio del periodo colonial. Luego, tras la ofensiva de la Corona española por recuperar sus posesiones en América, e identificando al Instituto Nacional como un símbolo de la soberanía y la lucha por la emancipación, deciden clausurarlo. Bernardo O’higgins, cinco años después, con la Independencia ya asegurada, lo reabre para seguir funcionando, sin interrupción, hasta nuestros días.

También pensé recordar que han sido Institutanos, 18 presidentes de la República de Chile. Entre los que destacan nombre como Pedro Aguirre Cerda, José Manuel Balmaceda y, el poco mencionado en los discursos, Salvador Allende.

Pero no. Hoy no vengo a repetir ni recordarles lo que ya todos sabemos. (Para más información leer el artículo del Instituto Nacional en Wikipedia, muy interesante) Ni tampoco vengo a hablar en representación de todos ustedes, ni siquiera represento, como presidente de curso, la voz de mis compañeros. Cosa que no quita, que puedan hacer suyas estas palabras. Así como en la televisión, advierto: Las opiniones vertidas en este discurso no representan necesariamente el sentir de mi curso, familia, amigos ni colegio. Este discurso me represente a mí y solo a mí. Yo soy su único responsable.

Hoy, vengo hablar de aquello que todos como Institutanos callamos. De aquello que la historia oficial prefiere olvidar y dejarlo fuera de lo público. De aquello de lo cual todos somos culpables: las autoridades por ocultarlo bajo el manto de la tradición o el amor a la insignia, los Institutanos fanáticos que avalan y defienden irracionalmente conductas que rozan en lo enfermizo y los Institutanos que reconociendo la enfermedad, no hacemos nada al respecto: ni irnos del colegio, ni intentar cambiar algo.

Cuando entré en séptimo básico y me dijeron que el gran Instituto Nacional llevaba 193 años de vida, saqué la cuenta y pensé que si no repetía ningún año saldría para el aniversario 199. Un año antes del famoso Bicentenario. Hace 6 años me dio tristeza e incluso, un poco en broma un poco en serio, pensé que sería una buena opción repetir para ser parte de la

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“Generación Bicentenario”. Hoy, con la perspectiva que el tiempo me ha dado, considero como un símbolo de mi paso por este colegio el salir un año antes de la Gran Fiesta: nunca me he sentido lo suficientemente Institutano como para soportar un año entero de chovinismo Institutano. Incluso, fue uno de los argumentos a favor cuando decidí pasar de curso el año pasado, el no estar aquí para el bicentenario. ¿Por qué?

Recuerdo claramente el segundo día de clases del 2007, cuando llegó una profesora, y nos empezó a contar la historia de este colegio, además de decir que del Instituto Nacional han salido 18 Honorables Presidentes De La República, nos comentó que también habían salido de esta institución importantes forjadores de la patria, que cuando nos pasaran Historia de Chile en segundo medio sabríamos. Sin embargo, luego de que en el preuniversitario me pasaran Historia de Chile (en el colegio no la vi más de un mes), reconozco que la profesora obvió el contarnos varios detalles.

Detalles como que entre los 18 presidentes de Chile, no son pocos los que tienen las manos manchadas con sangre de este pueblo. A modo de ejemplo, Institutano fue Pedro Montt Montt, presidente de Chile que dio la orden de asesinar a 3.500 salitreros en el Norte Grande, conocida actualmente como la mayor matanza en la historia de nuestro país (después de los 17 años de dictadura, claro) hablo de La Matanza de la Escuela de Santa María de Iquique. También a mi profesora se le olvidó mencionar que Institutano fue Germán Riesco Errázuriz, presidente de la República en el periodo del auge de la “Cuestión Social” destacando la matanza a raíz de la Huelga de la Carne, la cual dejó un saldo de más de 300 muertos en las calles del centro de Santiago. Previamente, destacan dos tristes hechos en la historia de Chile en que Institutanos también han sido actores principales. Fue un Institutano Manuel Bulnes Prieto, quien sofocó la Revolución Liberal de la Sociedad de la Igualdad, causando decenas de bajas. Fue Institutano también, Anibal Pinto, presidente de Chile, quien nos condujo a una absurda guerra contra nuestros hermanos peruanos y bolivianos por intereses oligarcas. Esta guerra, la Guerra del Pacífico, causó 3 mil bajas en Chile y más de 10 mil bajas en los países vecinos.

Diego Portales también fue Institutano. Para todo el que sepa un poco de historia, cualquier aproximación resultaría vaga en tratar de explicar las obras de él. Prohibió, so pena de cárcel, el participar en chinganas. Instauró una nueva forma de castigo para los “criminales peligrosos”, azotes públicos. Conocida es su frase: "Palos y bizcochuelos, justa y oportunamente administrados, son los específicos con los que se cura cualquier pueblo, por arraigadas que sean sus malas costumbres.".

Pero, para terminar con este breve, recorrido histórico por la “Historia no contada” de los ilustres Institutanos, quisiera concluir con un deseo: El próximo año hay elecciones presidenciales. Ojalá el número de presidentes Institutanos no crezca hasta los 19. Me daría vergüenza que Laurence Golborne, un Institutano que hasta hace 3 años era Gerente General de Cencosud, (a saber: Jumbo, Paris, Santa Isabel, Costanera Center, entre otros) consorcio que paga $4.072 de patente al año, fuera presidente de Chile.

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Más allá de la falsa historia que nos han intentado vender del Instituto, el principal problema que reconozco además funciona como parte básica, casi como un pilar que sostiene todo este aparataje institucional: los mitos y tradiciones.

Recuerdo cuando mi curso de séptimo básico conoció por boca de un profesor, una famosa frase que terminó dando vueltas por la cabeza de todos mis compañeros: “Errar es humano pero no Institutano” sin tener estudios algunos de pedagogía, ni pretender hacer un análisis psicológico de la educación, me parece que la pregunta cae de cajón: ¿A qué clase de profesor se le puede pasar por la cabeza decirle eso a niños de 12 años? ¿Por qué intentar separar al Instituano del humano común y corriente? ¿Tan inteligentes somos? Luego de vivir 6 años con esa frase, ¿Cómo se le explica a alguien que obtuvo 500 puntos ponderados en la PSU? Y que salió con un NEM y un Ranking por debajo de la media nacional.

Desde el primer día que pisé este colegio, sentí como todos los dardos y las acciones van dirigidas a un solo objetivo: el éxito. El éxito no como un instrumento para un fin mayor y más noble (la felicidad, por ejemplo). Sino como la meta final de la vida. Un éxito aparente eso sí, un éxito centrado sólo en lo económico: ser puntaje nacional, estudiar una carrera tradicional, casarse, escalar lo más alto posible en la empresa, comprarse una camioneta para pegarle la insignia del instituto en el parabrisas. Como dirían los Fabulosos Cadillacs: “En la escuela nos enseñan a memorizar: fecha de batallas pero que poco nos enseñan de amor”. Amor a lo que hacemos, amor al prójimo, amor a la clase o incluso a la humanidad. No, nada de eso. Sólo buenos puntajes para el día de mañana comprarse la camioneta 4x4.

Frases como esas son las que forman el carácter del general del alumno Institutano: petulante, soberbio, chovinista y exitista. Personalmente, no es ningún orgullo ser el colegio más odiado de los “emblemáticos” (y no me trago el cuento que nos decían los profesores que es porque somos los más inteligentes o los con mejores pololas) es porque de una u otra manera de verdad creemos que nosotros no nos equivocamos: porque somos Institutanos.

En este colegio desde que entramos, se nos ha inculcado el valor de la competencia y la discriminación. Las evaluaciones tienen que ser individuales. Para que así, la satisfacción del que se sacó un siete, sea personal. De él solo. Sin embargo en la vida: ¿Qué actividad se puede desempeñar solo? Ninguna. Nos educan en una burbuja idílica.

Cuando miro hacia atrás, pienso: ¿Qué valores aprendí en este colegio? Si todos hemos sido testigos de horrorosas frases estilo: “corran como hombres, no como maricones” “asuman sus consecuencias como machitos” “al colegio se viene solamente a estudiar” o “dejen la población en la casa” ¿Son acaso estas frases las que corresponden a un colegio que se jacta de estar forjado sobre los valores de la ilustración? No lo creo. Apropósito de los mismo, yo personalmente no he sido testigo, y tengo la impresión que es una conducta que va en retirada, pero hasta hace sólo un par de años, era común ver a un respetado y sacralizado profesor de este colegio, echando alumnos de la sala por negro. O suspendiendo aleatoriamente (Hacía formarse a un curso y decía: un, dos, tres: suspendido. Un, dos, tres: suspendido) sólo para demostrar su hipotético poder en este colegio. Ahora bien, de lo que sí

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he sido testigo, es de tratos abiertamente homofóbicos por parte de profesores hacia compañeros homosexuales: “Este colegio por gente como ustedes está como está, váyanse” y, en la misma línea he sido testigo de de profesores pegándole a compañeros (no combos ni patadas, pero sí empujones)

Estas son algunas de las cosas que hacen que yo no pueda sentirme orgulloso, como me han dicho que tengo que estarlo, de portar esta insignia. No podría sentirme orgulloso de ir en un colegio que la sola idea implica discriminación. Si la educación en Chile fuera buena en todos los establecimientos educacionales ¿Qué motivo habría para la existencia del Instituto Nacional? Ninguna. Si mi antiguo colegio me hubiese ofrecido la misma calidad de enseñanza que el nacional, yo no me hubiera cambiado. Pero me cambié porque no la ofrecía. Entonces, ¿Cómo sentirme orgulloso de haber dejado a 40 ex compañeros pateando piedras en mi ex colegio, para yo venir y “salvarme” de no patear –tantas- piedras? La sola idea suena aberrante.

No puedo dejar de mencionar lo sorprendente que fue para mí ver en la página del preuniversitario Pedro de Valdivia (de los mismos dueños de la Universidad Pedro de Valdivia, la cual tiene preso a su ex rector por el escándalo de las acreditaciones) un aviso que decía que habían firmado un convenio con el Instituto Nacional. El símbolo del lucro en la educación firmando un convenio con el símbolo de la educación pública. Es así como el CEPAIN lleva a la práctica sus comunicados “¿a favor de la educación pública? ¿Quién los autorizó para usar el nombre del colegio, a quién le preguntaron?” Patético.

Para concluir esta katarsis contenida por 6 años, me gustaría compartir con ustedes dos anécdotas que me ocurrieron este año en el colegio.

Corrían los primeros meses del año, cuando equis profesor preguntó en voz alta a todo mi curso: ¿Quién de aquí sabe qué es la comisión Valech o el informe Rettig? Ninguna mano se levantó. Nadie de un cuarto medio humanista del “Mejor colegio de Chile” lo sabía.

Y la segunda, casi en la misma línea: El 11 de Septiembre del año que se va, cayó martes. Día en el cual me tocaba por asignatura Historia electivo e Historia Común. En mi interior, cuando me dirigía al colegio pensé que por lo particular de la fecha, y por ser un curso Humanista usaríamos esas 3 horas para discutir respecto al tema. Craso error. Parece que era más importante las Batallas Napoleónicas en historia común y la Ley de oferta y demanda en historia electivo que las bombas de ruido que se escuchaban explotar en el colegio a esas horas de la mañana. Comentando con unos compañeros en el recreo la situación, recordamos que nunca, en los 6 años que llevamos en el colegio nos pasaron el Golpe de Estado (donde, paradójicamente, murió un Presidente Instituano). Es decir, haciendo el experimento que yo sólo sepa lo que me han pasado en el colegio y nada más, no sabría quién fue Augusto Pinochet en la historia de Chile. Repito: Cuarto medio humanista en el mejor colegio de Chile.

Ahora bien (aquí viene la parte emotiva) no podría ser tan hipócrita de sólo quedarme en la crítica. Digo hipócrita porque yo postulé al nacional porque quise y me quedé aquí también

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porque quise. Y es porque dentro de todo lo yermo aun existen pequeños oasis fértiles. Profesores en los que se puede confiar una palabra más allá de la materia oficial, profesores que entienden la educación más que como un “motor de asenso social” y que conciben al colegio más que como un preuniversitario de 6 años. Profesores de materias “no-psu” que luchan día a día contra el sistema para darle dignidad a su ramo. Y creo que lo logran, sus ramos son los más dignos de todos. Pedro Lemebel, un escritor chileno en una crónica rememorando sus años en el Liceo Manuel Barros Borgoño lo describe mejor que yo, cito: “Pero rescato de ese liceo, las clases progresistas que me enseñaron política, filosofía, literatura, poesía y otras lecturas más allá del horroroso Quijote en papel de biblia que después me lo fumé entero”. No daré nombres, pues sé como funcionan las cosas en este colegio y no quiero que vinculen a ningún profesor con este discurso, pero estoy seguro que ellos saben quiénes son.

Paradocentes que muchas veces te alegran el día con sus saludos y su disponibilidad desinteresada y casi religiosa para ayudarte. Los tíos auxiliares que a las 7.30 de la mañana cuando llegas a la sala y están sólo ellos barriéndola son tu primer “Buenos Días”, tías del Kiosko que nos prestaban microondas cuando a mitad de año dejaron de funcionar los del casino, y en general toda la gente que te conoce por tu nombre y no por tu apellido o número de lista, a todos ellos: gracias, infinitas gracias y espero no se dejen avasallar, porque sepan que tienen todo en contra.

Sin más que palabras de agradecimiento para, como dije anteriormente, lo fértil dentro de lo yermo, palabras de disculpas a los que me dieron la oportunidad de leer un discurso, palabras de desprecio para quienes hacen de este colegio un preuniversitario de 6 años deshumanizador, les digo a ustedes, compañeros de generación: éxito, pero éxito de verdad, del que incluye felicidad y crecimiento personal.

Y espero que con estas palabras no haya herido su orgullo Institutano, si fuera así, cumpliría mi deseo: “Sólo espero que el día de mi licenciatura, me reciban con gritos de odio”.

Compañeros, hoy, se acabaron los 12 juegos. Muchas gracias

Benjamín Gonzalez, Presidente del 4to F Humanista del Instituto Nacional"

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6.- Discurso de Salvador Allende - Santiago de Chile - 11 de septiembre de 1973

7:55 A.M. Radio Corporación

Habla el presidente de la República desde el Palacio de La Moneda. Informaciones confirmadas señalan que un sector de la marinería habría aislado Valparaíso y que la ciudad estaría ocupada, lo que significa un levantamiento contra el Gobierno, del Gobierno legítimamente constituido, del Gobierno que está amparado por la ley y la voluntad del ciudadano.

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En estas circunstancias, llamo a todos los trabajadores. Que ocupen sus puestos de trabajo, que concurran a sus fábricas, que mantengan la calma y serenidad. Hasta este momento en Santiago no se ha producido ningún movimiento extraordinario de tropas y, según me ha informado el jefe de la Guarnición, Santiago estaría acuartelado y normal.

En todo caso yo estoy aquí, en el Palacio de Gobierno, y me quedaré aquí defendiendo al Gobierno que represento por voluntad del pueblo. Lo que deseo, esencialmente, es que los trabajadores estén atentos, vigilantes y que eviten provocaciones. Como primera etapa tenemos que ver la respuesta, que espero sea positiva, de los soldados de la Patria, que han jurado defender el régimen establecido que es la expresión de la voluntad ciudadana, y que cumplirán con la doctrina que prestigió a Chile y le prestigia el profesionalismo de las Fuerzas Armadas. En estas circunstancias, tengo la certeza de que los soldados sabrán cumplir con su obligación. De todas maneras, el pueblo y los trabajadores, fundamentalmente, deben estar movilizados activamente, pero en sus sitios de trabajo, escuchando el llamado que pueda hacerle y las instrucciones que les dé el compañero presidente de la República.

8:15 A.M.

Trabajadores de Chile:

Les habla el presidente de la República. Las noticias que tenemos hasta estos instantes nos revelan la existencia de una insurrección de la Marina en la Provincia de Valparaíso. He ordenado que las tropas del Ejército se dirijan a Valparaíso para sofocar este intento golpista. Deben esperar la instrucciones que emanan de la Presidencia. Tengan la seguridad de que el Presidente permanecerá en el Palacio de La Moneda defendiendo el Gobierno de los Trabajadores. Tengan la certeza que haré respetar la voluntad del pueblo que me entregara el mando de la nación hasta el 4 de Noviembre de 1976. Deben permanecer atentos en sus sitios de trabajo a la espera de mis informaciones. Las fuerzas leales respetando el juramento hecho a las autoridades, junto a los trabajadores organizados, aplastarán el golpe fascista que amenaza a la Patria.

8:45 A.M.

Compañeros que me escuchan:

La situación es crítica, hacemos frente a un golpe de Estado en que participan la mayoría de las Fuerzas Armadas. En esta hora aciaga quiero recordarles algunas de mis palabras dichas el año 1971, se las digo con calma, con absoluta tranquilidad, yo no tengo pasta de apóstol ni de mesías. No tengo condiciones de mártir, soy un luchador social que cumple una tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile; sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás. Que lo sepan, que lo oigan, que se lo graben profundamente: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera, defenderé esta revolución chilena y defenderé el Gobierno porque es el mandato que el pueblo me ha entregado. No tengo otra alternativa. Sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo. Si me asesinan, el pueblo seguirá su ruta, seguirá el camino con la diferencia quizás

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que las cosas serán mucho más duras, mucho más violentas, porque será una lección objetiva muy clara para las masas de que esta gente no se detiene ante nada. Yo tenía contabilizada esta posibilidad, no la ofrezco ni la facilito. El proceso social no va a desaparecer porque desaparece un dirigente. Podrá demorarse, podrá prolongarse, pero a la postre no podrá detenerse. Compañeros, permanezcan atentos a las informaciones en sus sitios de trabajo, que el compañero Presidente no abandonará a su pueblo ni su sitio de trabajo. Permaneceré aquí en La Moneda inclusive a costa de mi propia vida.

9:03 A.M. Radio Magallanes

En estos momentos pasan los aviones. Es posible que nos acribillen. Pero que sepan que aquí estamos, por lo menos con nuestro ejemplo, que en este país hay hombres que saben cumplir con la obligación que tienen. Yo lo haré por mandato del pueblo y por mandato conciente de un Presidente que tiene la dignidad del cargo entregado por su pueblo en elecciones libres y democráticas. En nombre de los más sagrados intereses del pueblo, en nombre de la Patria, los llamo a ustedes para decirles que tengan fe. La historia no se detiene ni con la represión ni con el crimen. Esta es una etapa que será superada. Este es un momento duro y difícil: es posible que nos aplasten. Pero el mañana será del pueblo, será de los trabajadores. La humanidad avanza para la conquista de una vida mejor.

Pagaré con mi vida la defensa de los principios que son caros a esta Patria. Caerá un baldón sobre aquellos que han vulnerado sus compromisos, faltando a su palabra... rota la doctrina de las Fuerzas Armadas.

El pueblo debe estar alerta y vigilante. No debe dejarse provocar, ni debe dejarse masacrar, pero también debe defender sus conquistas. Debe defender el derecho a construir con su esfuerzo una vida digna y mejor.

9:10 A.M.

Seguramente ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Postales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción Que sean ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron: soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante Merino, que se ha autodesignado comandante de la Armada, más el señor Mendoza, general rastrero que sólo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al Gobierno, y que también se ha autodenominado Director General de carabineros. Ante estos hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.

Trabajadores de mi Patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la ley, y así lo hizo. En este momento

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definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios.

Me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la abuela que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la Patria, a los profesionales patriotas que siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales, colegios de clases para defender también las ventajas de una sociedad capitalista de unos pocos.

Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente; en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo lo oleoductos y los gaseoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos. La historia los juzgará.

Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria.

El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse.

Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.

¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.

FIN

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