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LA EUCARISTÍA, LA EUCARISTÍA, MISTERIO DEL AMOR MISTERIO DEL AMOR QUE SE ENTREGA (2) QUE SE ENTREGA (2) Introducción y selección de textos:

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LA EUCARISTÍA,

MISTERIO DEL AMOR

QUE SE ENTREGA (2)

Introducción y selección de textos:

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

“En verdad, en verdad les digo:

No fue Moisés

quien les dio el pan del cielo;

es mi Padre el que les da

el verdadero pan del cielo;

porque el pan de Dios

es el que baja del cielo

y da la vida al mundo”.

JESÚS

(Juan 6, 32-33)

CONTENIDO

Intoducción

1. Un día…

2. ¡Jesús es la Hostia!

3. Eucaristía

4. Aquella Misa en la favela

5. Adorote Devote

6. Fraterna y subversiva Eucaristía

7. Mi Cuerpo es comida

8. Misa en un campo de reeducación comunista

9. Alma de Cristo

10. En memoria mía

11. Compartid

12. La niña china que murió por reparar una

ofensa a la Eucaristía

13. Comunión espiritual – Cardenal Rafael Merry del Val

14. Alimentarnos de Jesús

15. Pan

16. Mi segunda primera comunión

17. A Jesús Eucaristía

18. Comulgar…

19. Nada ni nadie

20. Solo con Jesús en Alaska

21.Comunión espiritual – San Alfonso María de Ligorio

22. La Eucaristía y la vida

23. Con el mismo cáliz

24. Convertido por la Eucaristía

25. No soy digno

26. Homilía del Papa Francisco Corpus Christi 2020

27. Himno a Jesús que se hace Eucaristía

28. Prisionero con Jesús sacramentado

29. Que mi vida sea Eucaristía

A modo de conclusión

INTRODUCIÓN

La Eucaristía – Misa y Comunión – es el centro de nuestra vida de fe, como discípulos-misioneros de Jesús. El centro, la cima, y el culmen. Así lo proclama el Concilio Vaticano II, y lo confirma la experiencia de muchas personas creyentes, a lo largo de la historia cristiana, cuya vida está absolutamente enraizada en este sacramento de amor.

La Eucaristía es el gran regalo de Jesús a la Iglesia y a la humanidad entera, que en todos los rincones de la tierra y en todos los momentos de la historia, siente hambre de pan y de justicia, y también hambre de Dios y de su amor y compañía, aunque muchas veces – las más – no sea consciente de ello.

En la Eucaristía está contenido como una realidad activa y operante, todo el amor que Dios siente por nosotros, sus hijos. Un amor que se nos da sin condiciones, un amor que se nos entrega con absoluta generosidad - hasta el extremo -, en la persona adorable de Jesús, muerto y resucitado para nuestra salvación.

En la Eucaristia Jesús – Dios encarnado – se entrega a nosotros bajo el velo del pan y del vino – las especies sacramentales - para alimentar y fortalecer nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza; para llenar nuestra vida de alegría, de libertad, y de paz.

Amar la Eucaristía – con palabras y acciones, como debe ser -, es amar a Jesús – Dios encarnado – en la plenitud de su ser humano y divino.

Adorar la Eucaristía – con palabras y acciones, como debe ser -, es adorar a Jesús que vive en medio de nosotros, oculto en el pan y el vino consagrados por el sacerdote, pero siempre activo y presente.

Recibir la Eucaristía es recibir en nuestra pobre humanidad, ungida de fragilidad y de pecado, la persona entera de Jesús que se hace nuestro alimento, y nos comunica su vida divina, no por nuestros méritos, sino por puro amor suyo, en absoluta gratuidad.

****

El libro que tienes en tus manos, querido lector, recoge un conjunto de textos: meditaciones, poesías, oraciones, y testimonios, de diversos autores, antiguos y modernos, sacerdotes y laicos. El objetivo es uno solo: ayudarnos con su propia fe y su experiencia sacramental, para que cada día penetremos más profundamente con uestra mente nuestro corazón, en la enorme riqueza de este don recibido gratuitamente, de tal manera que nuestra vida cristiana se vaya haciendo una vida verdaderamente eucarística, con todo lo que ello significa y exige.

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

1. UN DÍA…

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido...

Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo:

“¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman “el Maestro” y “el Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes”. (Juan 13, 1- 15)

Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: “Tomen, coman, éste es mi cuerpo”. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: “Beban de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados”. (Mateo 26, 26-28)

Un día el Amor llegó tan lejos, que se entregó a sí mismo hasta morir derramando su sangre en un madero. Cada día el amor llega tan lejos que se entrega a sí mismo para saciar nuestra hambre de amor en el Pan compartido en una Cena.

Sacramento de un Dios encarnado que no ha venido más que a amar y a servir; memorial de un Dios que se dejó despojar, para abrir, en el fondo de nuestro atolladero, una brecha nueva pero tan estrecha que solo el pobre puede pasar por ella, y solo el amor descentrado de sí puede atravesarlo.

Sacramento de una muerte única que recapitula todo don de sí, liberador; memorial de un sacrificio único en el que muere la muerte de un mundo pecador.

Sacramento del triunfo definitivo del amor, en el que el hombre se salva entregándose; memorial del triunfo definitivo de la vida, en el que el hombre se hace inmortal, amando.

*****

Sólo os pido que os améis,

no hacen falta otras leyes ni otros ritos;

que os améis unos a otros,

que multipliquéis los encuentros,

las ternuras,

los abrazos y los besos.

Sólo quiero que os beséis,

y que pongáis en común lo que tenéis,

lo que sois;

que dialogueis,

que os entendais.

Sólo quiero que os querais.

Quiero amigos míos, que os sirvais,

que os lavéis los pies unos a otros,

que os acompañéis y os ayudeis a caminar;

que os cureis mutuamente las heridas;

que os perdoneis;

que no dejeis a nadie solo;

daos unos a otros el tiempo que haga falta.

Regalaos mutuamente algún detalle,

cosas… gestos…

como signo de amistad y de presencia,

igual que yo hice con vosotros;

algo que lleve vuestra marca y vuestro espíritu.

Regalaos en todo a vosotros mismos

como un pequeño sacramento;

el amor es siempre gracia y presencia.

Ya solo vale el amor.

Pero como una condición,

una pequeña circunstancia

que debeis tener en cuenta:

que vuestro amor sea como el mío;

que os sirvais y os ameis,

como yo lo hice con vosotros.

Y nada más.

Javier Leoz

Sacerdote español

“Yo soy el pan de la vida.

El que venga a mí,

no tendrá hambre,

y el que crea en mí,

no tendrá nunca sed”.

JESÚS

(Juan 6,35)

2. ¡JESÚS ES LA HOSTIA!

Dios se hizo hombre y se llamó “Jesús”. Y el Hombre se hizo Pan y Vino y se llamó “Eucaristía”. Y así la segunda persona de la Santísima Trinidad, o sea, el hijo de María, el carpintero amigo de publicanos y pecadoras, que no paraba de curar y de decir palabras llenas de luz, que le mataron y resucitó y vive por los siglos, ahora es “solo” pan y vino, así de simple y así de rico y bueno y sano.

Jesús “es la Hostia”, en sentido figurado y en el sentido que da el diccionario español para referirse a algo asombroso… De Dios a hombre, de hombre a cosa. Y es que a Dios, en su afán de hacerse pequeño con los pequeños, le encantan las reducciones, el “abajamiento”.

Y se hace pan y vino diciendo “Tomad y comed”, ”Tomad y bebed”. O sea que es apto para consumo humano, que no es para dejarlo en una vitrina. Hay que agarrarle, hay que partirlo, masticarlo, como se come el pan. Porque el pan no se hace y se come entero sino que unas manos de madre o de cura lo parten con amor y por amor para alimentar a los hijos o a los fieles. Y así lo muestra en la Misa diciendo lo de “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

“Hostia” es como los romanos llamaban a la “victima ofrecida en el altar”, los pobrecillos animalillos degollados sobre las piedras para aplacar la furia de sus caprichosos dioses o al menos hacerse con sus favores. Jesús es la víctima de las víctimas, que se da a todos para aplacar nuestros temores, como un regalo de Dios Padre. Lejos quedó el Dios cruel que necesita sangre.

Jesús quiere hacerse uno con nuestra carne sucia y llena de remiendos.

A Jesús no le basta con venir al mundo, sino que quiere entrar en el nuestro, en nuestro jardín más íntimo y personal, a veces lleno de flores, a veces sólo de cardos y de cebollinos.

Los que comulgan no lo hacen por ser buenos ni santos. Nuestras filas hacia altar son de hombres y mujeres que, arrastrando sus contradicciones y pecados, salen al encuentro del único que puede salvarles. Y el cura también es sólo un hombre con su historial de luces y tormentas. Que lo sé yo, por asombro y experiencia.

Y así el carpintero se hace uno con la señora jubilada, con el chaval y su móvil, con el empresario y sus desvelos, con el preso que se equivocó, con el que perdió el trabajo, con el que no sabe ni a quien comulgó, con el que está más solo que la una, que ahora ya deja de estar solo. Ellos se convierten en sagrarios con patas, en custodias ambulantes, que con sus actos muestran la presencia real y eucarística de Jesús en nuestro mundo. O así debiera ser…

Jesús se hace pan y vino. Pan, pan… Vino de sangre y alegría… Pan que es la víctima y que nos recuerda a tantas víctimas que sufren en nuestro mundo.

Adoremos a Cristo verdaderamente presente en tantos hermanos que sangran un vino muy amargo…

Eucaristía, Pan y Vino que se comparten en la comunidad y nos impulsa a ser nosotros también Pan y Vino para nuestros congéneres.

Quien se comparte vive como Jesús…

Toño Casado

Sacerdote español

3. EUCARISTÍA

Amor de Ti nos quema, blanco cuerpo;

amor que es hambre, amor de las entrañas;

hambre de la Palabra creadora

que se hizo carne; fiero amor de vida

que no sacia con abrazos, besos,

ni con enlace conyugal alguno.

Sólo comerte nos apaga el ansia,

pan de inmortalidad, carne divina.

Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre.

¡Oh Cordero de Dios!, manjar te quiere;

quiere saber sabor de tus rebaños,

comer tu corazón, y que su pulpa

como maná celeste se derrita

sobre el ardor de nuestra seca lengua.

Que no es gozar en Ti; es hacerte nuestro,

carne de nuestra carne, y tus dolores

pasar para vivir muerte de vida.

Y tus brazos abriendo como en muestra

de entregarte amoroso, nos repites:

“Venid, comed, tomad. ¡este es mi cuerpo!”

¡Carne de Dios Verbo encarnado!

encarna nuestra divina hambre carnal de Ti.

Miguel de Unamuno

Filósofo y escritor español

4. AQUELLA MISA EN LA FAVELA…

Hace algunos años, cuando visitaba una provincia de jesuitas en América Latina, fui invitado a celebrar en un suburbio, en una favela, en uno de los lugares más pobres de la zona. Unas cien mil personas vivían allí en medio del barro, porque este suburbio estaba construido en una depresión que se inundaba cada vez que llovía…

La Misa tuvo lugar bajo una especie de techumbre en mal estado, sin puerta, con perros y gatos que entraban libremente.

La celebración comenzó con cantos, acompañados por un guitarrista que no era precisamente un virtuoso. El resultado me pareció, con todo, maravilloso. El canto repetía: “Amar es darse… ¡Qué bello es vivir para amar y qué grande tener para dar!”.

A medida que el canto avanzaba, sentí que se me hacía un gran nudo en la garganta. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para continuar la Misa. Aquellas gentes, que parecían no tener nada, estaban dispuestas a darse a sí mismas para comunicar a los demás la alegría, la felicidad.

Cuando en la consagración elevé la hostia, percibí, en medio del tremendo silencio, la alegría del Señor que se encuentra entre los que ama. Como dice Jesús: “Me ha enviado a predicar la Buena Noticia a los pobres”, y “Felices los pobres”…

Al dar la comunión, me fijé en que en aquellos rostros secos, duros, quemados por el sol, había lágrimas que rodaban como perlas. Acababan de encontrarse con Jesús, que era su único consuelo. Mis manos temblaban.

Mi homilía fue corta. Fue sobre todo un diálogo. Me contaron cosas que no suelen escucharse en los discursos importantes, cosas sencillas, pero profundas y sublimes, desde un punto de vista humano.

Una viejecita me dijo: “Usted es el superior de estos padres, ¿no? Pues bien, señor, un millón de gracias, porque vosotros, los jesuitas, nos habéis dado este gran tesoro que necesitamos y no teníamos: la Misa”.

Un muchacho dijo en público: “Padrecito: quiero que sepa que estamos muy agradecidos, porque estos padres nos han enseñado a amar a nuestros enemigos. Hace una semana yo había conseguido un cuchillo para matar a un compañero al que odiaba. Pero después de escuchar al padre predicar el Evangelio, en vez de matar a aquel compañero compré un helado y se lo regalé”.

Por fin, un tipo corpulento, con aspecto de delincuente y que casi daba miedo, me dijo: “Venga a mi casa. Tengo un regalo para usted”. Yo, indeciso, dudaba si debería aceptarlo, pero el jesuita que me acompañaba me dijo: “Acepte, padre, son muy buena gente”.

Así que fui con él a su casa, que era una barraca medio destruida, y me invitó a sentarme en una silla desvencijada. Desde mi sitio yo podía contemplar la puesta del sol. El grandullón me dijo: “Mire, señor, ¡qué hermosura!” Nos quedamos en silencio durante algunos minutos.

El sol desapareció. El hombre exclamó: “No sabía cómo agradecerle todo lo que hacen por nosotros. No tengo nada que darle. Pero pensé que le gustaría ver esta puesta de sol. ¿A que le ha gustado?…”. Y me dio la mano. Cuando me iba, pensé: “No es fácil encontrar un corazón así”.

Ya abandonaba la calleja, cuando una mujer, muy pobremente vestida, se acercó a mí, me besó la mano, me miró y me dijo con voz emocionada: “Padre, rece por mí y por mis hijos. Yo también he oído esa Misa tan bonita que usted acaba de decir. Tengo que volver a mi casa. Pero no tengo nada que dar a mis hijos… Rece por mí: Él nos ayudará”. Y desapareció corriendo hacia su casa.

¡Qué cosas aprendí en aquella Misa entre los pobres! ¡Qué diferencia con las grandes recepciones que organizan los poderosos de este mundo!

Pedro Arrupe SJ

Misionero en Japón

General de la Compañía de Jesús

5. ADOROTE DEVOTE

Te adoro con devoción, Dios escondido,

oculto verdaderamente bajo estas apariencias.

A Ti se somete mi corazón por completo,

y se rinde totalmente al contemplarte.

Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto;

pero basta el oído para creer con firmeza;

creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:

nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.

En la Cruz se escondía sólo la divinidad,

pero aquí se esconde también la humanidad;

sin embargo, creo y confieso ambas cosas,

y pido lo que pidió aquel ladrón arrepentido.

No veo las llagas como las vió Tomás

pero confieso que eres mi Dios:

haz que yo crea más y más en Ti,

que en Ti espere y que te ame.

¡Memorial de la muerte del Señor!

Pan vivo que das vida al hombre:

concede a mi alma que de Ti viva

y que siempre saboree tu dulzura.

Señor Jesús, pelícano bueno,

límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre,

de la que una sola gota puede liberar

de todos los crímenes al mundo entero.

Jesús, a quien ahora veo oculto,

te ruego, que se cumpla lo que tanto ansío:

que al mirar tu rostro cara a cara,

sea yo feliz viendo tu gloria.

Amén.

Santo Tomás de Aquino

Doctor de la Iglesia

“Yo soy el pan de la vida.

Sus padres

comieron el maná en el desierto

y murieron;

este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera”.

JESÚS

(Juan 6, 48-50)

6. FRATERNA Y SUBVERSIVA EUCARISTÍA

Aquel Hombre, oteando la muerte que lo amenaza desde un horizonte cada vez más cercano, decide realizar una cena que, quizás - intuye -, sea la última.

El aire es tenso y huele a despedida, pero también a futuro, a proyección, a cómo continuar si ocurre lo tan temido.

Y entonces Jesús, en medio de la comida compartida, imagina realizar un gesto que, por un parte, recapitule simbólicamente todo lo que fue su vida y, por la otra, les sirva a sus seguidores para, repitiéndolo, volver a hacerlo presente.

Después de tomar el pan y dar gracias a Dios - gesto repetido tantas veces por el maestro en otras comidas - lo parte y se los re-parte, diciéndoles “esto soy yo”: pan que se despedaza para alimentar a otros; vida entregada hasta la muerte para engendrar vida nueva en otros.

Seguramente y como en tantas otras ocasiones, sus discípulos y discípulas se habrán quedado atónitos, sin entender nada, atragantados por el miedo, ausentes de esperanza. Y habrán masticado aquel pan como intentando degustar un sabor nuevo, distinto, misterioso. Pero en la boca, sólo sabía a pan ácimo.

Del mismo modo, sobre el final de la cena, alza su copa e invita a beber a todos de ese mismo cáliz, diciéndoles: “esta es mi sangre”.

Nuevamente, las bocas se acercarían temerosas a saborear ese vino… que seguía teniendo gusto a vino. Y repetirían uno a uno el gesto, sin entenderlo y sin entenderse. Más tarde, llegaría la invitación a que siguieran haciendo lo mismo, en su recuerdo y para hacerlo presente, cuando él ya no estuviera.

Y los hombres y mujeres lo seguimos haciendo desde hace dos mil años, fieles a su mandato, pero…

Todavía hoy, como ayer, muchos seguimos sin entender que lo que se vuelve sacramento no es el sólo pan, sino el pan partido y compartido. Y, antes, amasado por “mis manos, esas manos y tus manos”, que son las manos de tantos hombres y mujeres, manos curtidas y ásperas unidas a las manos llagadas del Resucitado, que siguen entretejiendo y amasando la historia y logran el milagro: que aparezcan “unidos en el pan los muchos granos”: los granos de las vidas y las muertes, de injusticias y reivindicaciones, de dolores y alegrías, de víctimas y victimarios; granos amalgamados con la esperanza e ilusión de un futuro un poco mejor, más fraterno y solidario.

Y con una pizca de rebeldía, para que la masa fermente y no se quede inmóvil. También se unen los granos de toda otra materia, de la naturaleza violentada y asesinada que espera redención, de la Madre tierra que llora por la ingratitud de sus hijos. “Fruto de la tierra y el trabajo de los hombres”… pero también de su egoísmo destructor que necesita ser transformado.

Lo que evoca, pues, a Jesús, no es el pan prolijo ni el vino quieto: es el pan des-pedazado y el vino derramado. Y ese sentido e intencionalidad del gesto del Jesús histórico debería quedar bien claro cada vez que realizamos un acto cultual que tenga que ver con la Eucaristía: misas, comuniones, adoraciones, procesiones, etc.

Por eso necesitamos comulgar: para aprender a ser alimento para los demás, no para cumplir algún precepto, ganar indulgencias (¿?) o estar especialmente unido… a quién sabe qué.

No es para “salvar mi alma” sino para fortalecerme en la jesuánica invitación de salvarme - salvando.

Comulgar es entrar en comunión de vida y de muerte. Decir “amén” es confesar y adherir al estilo propuesto por Jesús, simbolizado ahora en la pequeñez del pan.

Es animarse a compartir su destino y, antes, atreverse a compartir la mesa con aquellos a quienes nadie invita o con quienes nadie elige sentarse: los ninguneados y los invisibilizados de ayer y de hoy.

Una misma mesa. Redonda. Sin cabecera. Donde quepan todos y nadie se sienta excluido por ningún motivo.

Es decidirse a (re)construir la “Ciudad de Dios” que tiene domicilio en la tierra y es, por eso, la “ciudad de los humanos”. No en el cielo, sino en estos lodos amados y contradictorios que gimen pidiendo un poco de más de caridad y de justicia.

Han pasado dos mil años de aquella con-memorable cena. Dos mil años durante los cuales muchos hombres y mujeres se han seguido reuniendo para volver a descubrirlo presente y, luego, para adorarlo. Hacen falta vientos de cambio, que disipen tanto "humos" que nos hacen perder de vista lo esencial.

Las ahora llamadas palabras de la consagración: “tomen y coman - tomen y beban”, y “hagan esto” son palabras dirigidas ayer a los apóstoles y hoy a nosotros.

La invitación y el desafío - ¿el precepto? - no es - al menos en primer lugar - “celebren piadosa y observantemente la Misa y adoren a Jesús sacramentado”, sino, configuren su vida con el Jesús cuya existencia entera fue eucarística: acción de gracias y entrega desinteresada para que otros vivan (mejor), simbolizada en el pan partido y compartido “la misma noche en que iba a ser entregado” (1 Corintios 11,23).

Michel Moor

Sacerdote franciscano

7. MI CUERPO ES COMIDA

Mis manos, esas manos, y tus manos

hacemos este gesto,

compartida la mesa y el destino,

como hermanos.

Las vidas en tu muerte y en tu vida.

Unidos en el pan los muchos granos,

iremos aprendiendo a ser la unida

Ciudad de Dios, Ciudad de los humanos.

Comiéndote sabremos ser comida.

El vino de sus venas nos provoca.

El pan que ellos no tienen nos convoca

a ser contigo el pan de cada día.

Llamados por la luz de tu memoria,

marchamos hacia el Reino haciendo Historia,

fraterna y subversiva Eucaristía.

Pedro Casaldáliga

Misionero español

Obispo de Brasil

8. MISA EN UN CAMPO

DE REEDUCACIÓN COMUNISTA

Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mí una pregunta angustiosa: ¿Podré seguir celebrando la Eucaristía?. Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuanto me vieron, me preguntaron: ¿Ha podido celebrar la Santa Misa?

En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. “Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo” (Juan 6, 51).

¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de Abitene (s. IV), que decían: “¡No podemos vivir sin la celebración de la Eucaristía!”.

En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza.

El Martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios!

Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos, para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes… Les puse: “Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago”.

Los fieles comprendieron enseguida. Me enviaron una botellita de vino de Misa, con la etiqueta: “Medicina contra el dolor de estómago”, y hostias escondidas en una “antorcha” contra la humedad.

La policía me preguntó: -¿Le duele el estómago?… Aquí tiene una medicina para usted.

Nunca podré expresar mi gran alegría. Diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la Misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral!

Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: “Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo”, como dice Ignacio de Antioquía.

A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía.

¡Han sido las Misas más hermosas de mi vida!

Así me alimenté durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación.

En la prisión, sentía latir en mi corazón el corazón de Cristo. Sentía que mi vida era su vida, y la suya era la mía.

La Eucaristía se convirtió para mí y para los demás cristianos en una presencia escondida y alentadora en medio de todas las dificultades.

Jesús en la Eucaristía fue adorado clandestinamente por los cristianos que vivían conmigo, como tantas veces ha sucedido en los campos de concentración del siglo XX.

En el campo de reeducación estábamos divididos en grupos de 50 personas; dormíamos en un lecho común; cada uno tenía derecho a 50 centímetros. Nos arreglamos para que hubiera cinco católicos conmigo.

A las 21.30 había que apagar la luz y todos tenían que irse a dormir. En aquel momento me encogía en la cama para celebrar la Misa, de memoria, y repartía la comunión pasando la mano por debajo de la mosquitera. Incluso fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos, para conservar el Santísimo Sacramento y llevarlo a los demás.

Jesús Eucaristía estaba siempre conmigo en el bolsillo de la camisa.

Una vez por semana había una sesión de adoctrinamiento en la que tenía que participar todo el campo. En el momento de la pausa, mis compañeros católicos y yo aprovechábamos para pasar un saquito a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros: todos sabían que Jesús estaba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se alternaban en turnos de adoración.

Jesús eucarístico ayudaba de un modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de la fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos alcanzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible.

Así la oscuridad de la cárcel se hizo luz pascual, y la semilla germinó bajo tierra, durante la tempestad. La prisión se transformó en escuela de catecismo. Los católicos bautizaron a sus compañeros; eran sus padrinos.

En conjunto fueron apresados cerca de 300 sacerdotes. Su presencia en varios campos fue providencial, no sólo para los católicos, sino que fue la ocasión para un prolongado diálogo interreligioso que creó comprensión y amistad con todos.

Así Jesús se convirtió como decía Santa Teresa, en el verdadero “compañero nuestro en el Santísimo Sacramento”.

Nguyen Van Thuan

Cardenal Vietnamita

9. ALMA DE CRISTO

Alma de Cristo, santifícame.

Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame.

Agua del costado de Cristo, lávame.

Pasión de Cristo, confórtame.

Oh, mi buen Jesús, óyeme.

Dentro de tus llagas, escóndeme.

No permitas que me aparte de Ti.

Del maligno enemigo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte, llámame, y mándame ir a ti,

para que con tus santos te alabe y te bendiga,

por los siglos de los siglos.

Amén

San Ignacio de Loyola

Fundador de la Compañía de Jesús

“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo.

Si uno come de este pan,

vivirá para siempre;

y el pan que yo le voy a dar,

es mi carne por la vida del mundo”.

JESÚS

(Juan 6, 51)

10. EN MEMORIA MÍA...

En la última cena, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros, expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.

Él nos deja el memorial de este momento culminante, no de otro, aunque sea espléndido y estelar, como la transfiguración o uno de sus milagros. Es decir, deja en la Iglesia el memorial - presencia de ese momento supremo del amor y del dolor en la cruz, que el Padre hace perenne y glorioso con la resurrección. Para vivir de él, para vivir y morir como él.

Jesús quiere que la Iglesia haga memoria de él y viva sus sentimientos y sus consecuencias a través de su presencia viva. “Hagan esto en memoria mía” (cf. 1 Corintios 11, 25).

*****

Sabemos que el aspecto sacramental de la comida que alimenta y de la bebida que fortalece, sugiere la vida que Cristo nos da y la transformación que él realiza: “El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo”, afirman los Padres.

Dice León Magno: “La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no hace otra cosa que transformarnos en lo que tomamos”. Agustín da voz a Jesús con esta frase: “Tú no me cambiarás en ti, como la comida de la carne, sino que serás transformado en mí”.

Mediante la Eucaristía nos hacemos... como dice Cirilo de Jerusalén... “concorpóreos y consanguíneos con Cristo”. Jesús vive en nosotros y nosotros en él, en una especie de “simbiosis” y de mutua inmanencia: él vive en mí, permanece en mí, actúa a través de mí.

*****

Y Jesús nos ha hecho ser Iglesia. “Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos; un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan” (1 Corintios 10, 17).

He ahí la Eucaristía que hace a la Iglesia: el cuerpo eucarístico que nos hace Cuerpo de Cristo. O con la imagen joánica: todos nosotros somos una misma vid, con la savia vital del Espíritu que circula en cada uno y en todos (cf. Juan 15).

Sí, la Eucaristía nos hace uno en Cristo. Cirilo de Alejandría recuerda: “Para fundirnos en unidad con Dios y entre nosotros, y para amalgamarnos unos con otros, el Hijo unigénito… inventó un medio maravilloso: por medio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos con él y entre ellos”.

Somos una sola cosa: ese “uno” que se realiza en la participación en la Eucaristía. El Resucitado nos hace “uno” con él y con el Padre en el Espíritu.

En la unidad realizada por la Eucaristía y vivida en el amor recíproco, Cristo puede tomar en sus manos el destino de los hombres y llevarlos a su verdadera finalidad: un solo Padre y todos hermanos.

*****

Si tomamos conciencia de lo que realiza la Eucaristía, ésta nos hace enlazar inmediatamente las dos palabras de la oración dominical: “Padre nuestro” y “pan nuestro”. Da testimonio de ello la Iglesia de los orígenes: “Se mantenían constantes… en la fracción del pan”, narran los Hechos de los Apóstoles (2, 42). E indican su reflejo inmediato: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común”. (Hechos 4, 32).

Si Eucaristía y comunión son dos caras inseparables de la misma realidad, esta comunión no puede ser únicamente espiritual. Estamos llamados a dar al mundo el espectáculo de comunidades donde se tenga en común no sólo la fe, sino que se compartan verdaderamente gozos y penas, bienes y necesidades espirituales y materiales.

El ministerio que desarrollo dentro de la Curia Romana al servicio de la justicia y de la paz me hace especialmente sensible a esta instancia. Urge testimoniar que el Cuerpo de Cristo es verdaderamente “carne para la vida del mundo”.

Todos sabemos cómo, en los dos siglos que acaban de pasar, muchas personas que sentían la exigencia de una verdadera justicia social, al no hallar en el ámbito cristiano un testimonio claro y fuerte, han recurrido a falsas esperanzas. Y todos nosotros hemos asistido a verdaderas tragedias, bien sólo escuchando hablar de ellas, bien pagando personalmente.

En nuestros días el problema social no ha disminuido en absoluto. Desgraciadamente, gran parte de la población mundial sigue viviendo en la miseria más inhumana. Se está caminando hacia la globalización en todos los campos, pero esto puede agravar más que resolver los problemas.

Falta un auténtico principio unificador, que una, valorando y no masificando, a las personas. Falta el principio de la comunión y de la fraternidad universal: Cristo, pan eucarístico que nos hace uno en él y nos enseña a vivir según un estilo eucarístico de comunión.

Los cristianos estamos llamados a dar esta aportación esencial. Lo entendieron muy bien los cristianos de los primeros siglos. Leemos en la Didaché: “Pues si sois copartícipes en la inmortalidad, ¿cuánto más en los bienes corruptibles?”.

Juan Crisóstomo exhorta a estar atentos a la presencia de Cristo en el hermano cuando celebramos la Eucaristía: “Aquel que dijo: “Esto es mi cuerpo”… v que os ha garantizado con su palabra la verdad de las cosas, ha dicho también: lo que os hayáis negado a hacerle al más pequeño, me lo habéis negado a mí”.

Consciente de ello, Agustín había construido en Hipona una “domus caritatis” - casa de la caridad - cerca de su catedral. Y san Basilio había creado una ciudadela de la caridad en Cesarea.

Afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo, entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf. Mateo 25, 40)”.

Pero la función social de la Eucaristía va más allá. Es necesario que la Iglesia que celebra la Eucaristía sea también capaz de cambiar las estructuras injustas de este mundo, en formas nuevas de socialidad, en sistemas económicos donde prevalezca el sentido de la comunión y no del provecho.

Pablo VI acuñó este estupendo programa: “Hacer de la Misa una escuela de profundidad espiritual y una tranquila pero comprometida palestra de sociología cristiana”.

Jesús, Pan de vida, impulsa a trabajar para que no falte el pan que muchos necesitamos todavía: el pan de la justicia y de la paz, allá donde la guerra amenaza y no se respetan los derechos del hombre, de la familia, de los pueblos; el pan de la verdadera libertad, allí donde no rige una justa libertad religiosa para profesar abiertamente la propia fe; el pan de la fraternidad, donde no se reconoce y realiza el sentido de la comunión universal en la paz y en la concordia; el pan de la unidad entre los cristianos, aún divididos, en un camino para compartir el mismo pan y el mismo cáliz.

Nguyen Van Thuan

Cardenal vietnamita

11. COMPARTID

“Hagan esto en memoria mía”.

Compartid el pan, el vino y la palabra.

Cuando el fracaso parezca desmembrarlo todo,

cada persona,

cada grupo,

como cuatro caballos al galope

tirando al vencido

hacia los cuatro puntos cardinales…

Cuando el hastío vaya plegando cada vida

aislada sobre sí misma,

contra su propio rincón,

pegadas las espaldas contra muros enmohecidos…

Cuando el rodar de los días

arrastrando confusión, estrépito y consignas

impida escuchar el susurro de la ternura

y el pasar de la caricia…

Cuando la dicha te encuentre

y quieras trancar tu puerta sobre ti mismo,

como se cierra en secreto una caja fuerte…

Cuando estalle la fiesta común

porque cayó una reja

que apresaba la aurora;

amanece más justicia y la solidaridad crece,

reuníos y escuchad…

Compartid el pan,

compartid el vino,

dejad brotar la dicha común y sustancial,

el futuro escondido

en este recuerdo mío,

inagotablemente vivo.

Benjamín González Buelta

Jesuíta español

12. LA NIÑA CHINA

QUE MURIÓ POR REPARAR

UNA OFENSA A LA EUCARISTÍA

Unos meses antes de su muerte, el obispo Fulton J. Sheen, fue entrevistado por un canal nacional de televisión en Estados Unidos.

El entrevistador le preguntó: - “Señor obispo, miles de personas en todo el mundo se inspiran en usted. ¿En quien se inspiró usted?... ¿Fue por casualidad en algún Papa? ...

El obispo Sheen respondió que su mayor inspiración no fue un Papa, un cardenal u otro obispo, ni siquiera un sacerdote o monja… Fue una niña china de once años de edad. Su historia es la siguiente:

Cuando los comunistas se apoderaron de China, encerraron a un sacerdote en su pequeña casa parroquial, cercana a la iglesia.

El sacerdote observó asustado, desde su ventana, cómo los comunistas invadían el templo y se dirigían al sagrario.

Llenos de odio, los policías comunistas profanaron el sagrario, cogieron el copón lo y arrojaron al suelo, y las hostias consagradas quedaron allí tiradas.

Eran tiempos de persecución y el sacerdote sabía exactamente cuántas hostias había en el copón: 32.

Cuando los comunistas se fueron, tal vez no se dieron cuenta o no prestaron atención a una niña que estaba rezando en la parte trasera de la iglesia y había visto todo lo que había sucedido.

En la noche la pequeña regresó, y burlando la vigilancia del guardia que estaba en la casa del sacerdote prisionero, entró en el templo. Allí hizo una hora de oración, como un acto de amor para repara el acto de odio que había sido realizado por los policías.

Después de su “hora santa” se acercó con gran devoción al sagrario que yacía tirado, se arrodilló, e inclinándose hacia adelante, tomó en su lengua a Jesús en la sagrada comunión.

Después de aquel día, cada noche, sin falta, la pequeña, tomando sus precauciones, regresó al templo para hacer su oración y para recibir a Jesús Sacramentado en su lengua.

La trigésima segunda noche, después de haber consumido la última hostia, accidentalmente hizo un ruido que despertó al guardia, que inmediatamente la descubrió. Levantándose corrió tras ella, la agarró y la golpeó hasta matarla con la culata de su arma.

Este acto de martirio heroico fue presenciado por el sacerdote que permanecía prisionero, profundamente abatido, mirando por la ventana de su cuarto convertido en prisión.

Cuando el obispo Sheen escuchó esta historia, se inspiró de tal manera que prometió a Dios que haría cada día una hora de oración ante el sagrario, por el resto de su vida.

La pequeña enseñó al obispo el verdadero valor y celo que se debe tener por la Eucaristía, cómo la fe puede sobreponerse a todo peligro, y cómo el verdadero amor a Jesús en el santísimo sacramento debe trascender la vida misma.

Si aquella pequeña pudo dar testimonio con su vida, de la presencia real de Jesús en la hostia consagrada, él que era obispo no podía hacer menos.

Su deseo fue desde entonces atraer al mundo al Corazón ardiente de Jesús en el Santísimo Sacramento del altar.

13. COMUNIÓN ESPIRITUAL

A tus pies, ¡oh mi Jesús!, me postro,

y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito,

que se hunde en la nada ante tu santísima presencia.

Yo te adoro en el Sacramento de tu amor,

la inefable Eucaristía,

y deseo recibirte en la pobre morada que te ofrece el alma mía.

Esperando la felicidad de la comunión sacramental,

yo quiero poseerte en espíritu.

Ven a mí, puesto que yo voy a Ti, ¡oh Jesús mío!,

y que tu amor inflame todo mi ser

en la vida y en la muerte.

Yo creo en Ti,

yo espero en Ti,

yo te amo.Así sea.

Rafael Merry del Val

Cardenal Español

“En verdad, en verdad les digo:

si no comen la carne

del Hijo del hombre,

y no beben su sangre,

no tienen vida en ustedes”.

JESÚS

(Juan 6, 53)

14. ALIMENTARNOS DE JESÚS

Decía Jesús:

“En verdad, en verdad les digo: el que cree, tiene vida eterna.

Yo soy el pan de la vida.

Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera.

Yo soy el pan vivo, bajado del cielo.

Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo”.

Discutían entre sí los judíos y decían:

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”

Jesús les dijo:

“En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes.

El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.

Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.

El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.

Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí.

Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre”.

Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm. (Juan6, 47- 59)

Según el relato de Juan, una vez más los judíos, incapaces de ir más allá de lo físico y material, interrumpen a Jesús, escandalizados por el lenguaje agresivo que emplea: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”.

Jesús no retira su afirmación sino que da a sus palabras un contenido más profundo. El núcleo de su exposición nos permite adentrarnos en la experiencia que vivían las primeras comunidades cristianas al celebrar la Eucaristía.

Según Jesús, los discípulos no solo han de creer en él, sino que han de alimentarse y nutrir su vida de su misma persona. La Eucaristía es una experiencia central en los seguidores de Jesús.

Las palabras que siguen no hacen sino destacar su carácter fundamental e indispensable: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Si los discípulos no se alimentan de él, podrán hacer y decir muchas cosas, pero no han de olvidar sus palabras: “No tienen vida en ustedes”.

Para tener vida dentro de nosotros necesitamos alimentarnos de Jesús, nutrirnos de su aliento vital, interiorizar sus actitudes y sus criterios de vida. Este es el secreto y la fuerza de la Eucaristía. Solo lo conocen aquellos que comulgan con él y se alimentan de su pasión por el Padre y de su amor a sus hijos.

El lenguaje de Jesús es de gran fuerza expresiva. A quien sabe alimentarse de él, le hace esta promesa: “Ese habita en mí y yo en él”.

Quien se nutre de la Eucaristía experimenta que su relación con Jesús no es algo externo. Jesús no es un modelo de vida que imitamos desde fuera. Alimenta nuestra vida desde dentro. Esta experiencia de “habitar” en Jesús y dejar que Jesús “habite” en nosotros puede transformar de raíz nuestra fe.

Ese intercambio mutuo, esta comunión estrecha, difícil de expresar con palabras, constituye la verdadera relación del discípulo con Jesús. Esto es seguirle sostenidos por su fuerza vital.

La vida que Jesús transmite a sus discípulos en la Eucaristía es la que él mismo recibe del Padre, que es fuente inagotable de vida plena. Una vida que no se extingue con nuestra muerte biológica. Por eso se atreve Jesús a hacer esta promesa a los suyos: “El que come este pan vivirá para siempre”.

Sin duda, el signo más grave de la crisis de la fe cristiana entre nosotros es el abandono tan generalizado de la Eucaristía dominical.

Para quien ama a Jesús es doloroso observar cómo la Eucaristía va perdiendo su poder de atracción. Pero es más doloroso aún ver que desde la Iglesia asistimos a este hecho sin atrevernos a reaccionar. ¿Por qué?

José Antonio Pagola

Sacerdote español

15. PAN

Pan para saciar el hambre de todos.

Amasado despacio,

cocido en el horno de la verdad hiriente,

del amor auténtico,

del gesto delicado.

Pan partido,

multiplicado al romperse,

llegando a más manos,

a más bocas,

a más pueblos,

a más historias.

Pan bueno,

vida para quien yace en las cunetas,

y para quien dormita ahíto de otros manjares,

si acaso tu aroma despierta en él

la nostalgia de lo cierto.

Pan cercano

en la casa que acoge a quien quiera compartir

un relato,

un proyecto,

una promesa.

Pan vivo,

cuerpo de Dios,

alianza inmortal,

que no falte en todas las mesas.

José María Rodríguez Olaizola

Jesuita español

16. MI SEGUNDA PRIMERA COMUNIÓN

Tengo 54 años y hace ahora 46 desde la mañana en que, por vez primera, yo recibí tu Cuerpo.

¿Dónde queda el niño que yo era?… ¿Qué se hicieron aquellos labios míos de chiquillo que temblando se abrieron para tomar tu cuerpo?...

Vestíamos de blanco, lo recuerdo. Vestíamos de sueños y de gozo, inaugurábamos el continente de tu amor, por vez primera pisábamos conscientes la tierra firme de tu santa Iglesia.

Tú entrabas en nosotros, poseías aquellas almas limpias e inocentes que te juraban un amor eterno, y con ingenua lengua te decían: “No pecaremos nunca”.

¿Dónde quedan hoy tales promesas?… ¿Qué se hizo de aquel vestido blanco y de aquella alma blanca?… ¿Dónde enterraron el niño que fuimos en el día de la primera comunión?…

Hoy vuelvo hasta tus plantas con el alma cansada, mas con el mismo hambre de aquel día. Ya no me atrevo a prometerte nada, pero sí a decirte que te sigo “hambreando”.

Repetiré más fuerte el “no soy digno”, mas te diré también que no he hallado en el mundo otro alimento igual que el de aquella mañana.

Y te diré que vengo, que hoy venimos muchos a mendigar tu cuerpo, porque tu pan sostiene lo mejor de mi alma, porque tu pan construye la más intensa de las fraternidades que quedan en la tierra, porque tú eres la fuerza que levanta mi vida e ilumina mi muerte, porque Tú eres lo único que no me falló nunca.

¿Sabrás resucitar dentro de mí aquel niño? Tú eres experto en resurrecciones, Tú tienes que saber borrarme mis arrugas, esas cien mil arrugas que el tiempo y el pecado hicieron en mi alma.

Déjame que hoy comulgue como si fuera el mismo niño de ocho años que te juró aquel día una amistad eterna.

Déjame que hoy reciba – ya que no con idéntica pureza, con la misma pasión que entonces tuve – mi segunda primera comunión.

José Luis Martín Descalzo

Sacerdote y escritor español

17. A JESÚS EUCARISTÍA

Señor Jesús,

te doy gracias por haberte encarnado

en el seno de la Virgen María,

y haberte hecho así,

hermano de todos los hombres y mujeres del mundo,

amigo y compañero de camino.

Eres consuelo, fortaleza y esperanza

en mis horas de dificultad y sufrimiento.

Eres serenidad, alegría y paz

en cada momento de mi existencia.

Gracias, Jesús, porque en la Eucaristía

- tu nueva Encarnación -,

te hiciste alimento para mi alma,

y con tu presencia permanente

me enseñas a vivir a plenitud

el mandamiento del Amor

que me une íntimamente contigo

y con quienes me rodean.

Jesús Eucaristía,

sin ti nada puedo,

pero contigo a mi lado y en mi corazón,

mi vida se llena de amor, de fe y de esperanza.

Gracias Jesús

por dar sentido a mi existencia cada día.

Amén.

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

“El que come mi carne

y bebe mi sangre,

tiene vida eterna,

y yo le resucitaré el último día.

Porque mi carne

es verdadera comida

y mi sangre verdadera bebida”.

JESÚS

(Juan 6, 54-55)

18. COMULGAR ...

Un gesto repetido una y otra vez puede fácilmente desgastarse. La práctica rutinaria nos lleva a olvidar su verdadero sentido y a desvirtuar su contenido.

Así nos puede ocurrir con ese gesto hondo y entrañable que consiste en acercarnos a recibir a Cristo en la comunión.

¿Cómo comulgar de manera nueva?...

Lo primero es despertar nuestra alegría. Nos sentimos “dichosos” de sabernos llamados a la mesa del Señor. No comulgamos de rodillas en actitud penitencial, sino de pie, sabiendo que Cristo resucitado nos ha devuelto la dignidad de hijos de Dios. Por eso, es normal que nos acerquemos cantando.

Al mismo tiempo, reconocemos nuestra mediocridad repitiendo las palabras del centurión: “Yo no soy digno de que entres en mi casa...” Por eso, comulgamos extendiendo nuestra mano como pobres mendigos que necesitan recibir el pan de la vida.

Comulgamos haciendo un acto de fe. El que da la comunión presenta el pan consagrado diciendo: “El cuerpo de Cristo”. El que comulga responde: “Amén”. Esta sencilla palabra hebrea viene a significar: “Yo creo”.

El creyente comulga diciendo interiormente: “Yo creo en la presencia de Cristo en este humilde gesto. Creo que el Resucitado viene a alimentar mi vida en esta comunión”.

Comulgar es mucho más que introducir el pan consagrado en nuestra boca. Comulgamos acogiendo a Cristo en nuestra vida. Por eso es tan importante retirarnos en silencio, para abrir nuestro corazón al Resucitado: “Yo te acojo, limpia mi corazón, transforma mi vida. Quiero vivir de tu verdad y de tu espíritu. Quiero ser como eras tú, vivir y amar como vivías y amabas tú”.

En ese silencio profundo vamos comulgando con Cristo.

Hace algún tiempo, hablaba yo de todo esto con un cristiano practicante, entrado ya en años. A las pocas semanas, me llamó para decirme más o menos estas palabras: “Después de tantos años de comulgar todos los domingos, tengo la impresión de estar haciendo ahora la “primera comunión””.

Tal vez, todos necesitamos aprender a comulgar de manera nueva y más viva. Nuestra fe crecería.

José Antonio Pagola

Sacerdote español

19. NADIE NI NADA

Nadie estuvo más solo que tus manos

perdidas entre el hierro y la madera,

mas cuando el pan se convirtió en hoguera

nadie estuvo más lleno que tus manos.

Nadie estuvo más muerto que tus manos

cuando, llorando, las besó María;

mas cuando el vino ensangrentado ardía

nadie estuvo más vivo que tus manos.

Nadie estuvo más ciego que mis ojos

cuando creí mi corazón perdido

en un ancho desierto sin hermanos.

Nadie estaba más ciego que mis ojos.

Grité, Señor, porque te habías ido.

Y tú estabas latiendo entre mis manos.

José Luis Martín Descalzo

Sacerdote y escritor español

20. SOLO CON JESÚS, EN ALASKA

Segundo Llorente fue un famoso misionero jesuita, que vivió durante 40 años en Alaska.

En sus escritos nos cuenta cómo en aquellas soledades del hielo eterno, pasaba muchos ratos en oración ante Jesús Eucaristía, y lo que esto significaba para él.

Este es su relato:

Por la noche, terminada la instrucción catequística, me quedo solo sin otra luz que la del Santísimo.

Me siento en un banco cerca del sagrario y allí estoy, acompañando a los ángeles que hacen guardia a Jesús sacramentado…

Allí no estamos más que Jesús y yo entre ángeles invisibles.

¡Qué silencio guarda Dios!

No cabe duda de que Dios mima mucho a las almas, pero no sé si habrá alguna a quien mime más que a mí. Estar aquí, a solas con él, en este silencio de la tundra, es un privilegio, un mimo que no sabe uno cómo agradecer.

Aquí es donde le recuerdo al Señor los nombres de mis amigos.

Junto al sagrario tengo siempre algunas cartas, que merecen especial atención. Le digo al Señor que las mire bien y que no se duerma, que no las eche en saco roto y que tome cartas en el asunto.

Intereso a la Santísima Virgen a mi favor y los dos se lo suplicamos a Jesús. Al ver a su Santísima Madre de mi lado, el Señor parece como que se rinde y no le queda más remedio que acceder.

Hay tanta gente piadosa que cree que pierde el tiempo en la iglesia si no dice algo al Señor y si no lee un libro o reza el rosario o cosa por el estilo.

Bien está todo eso, pero, cuando ya se ha hecho eso y queda aún tiempo, ¿qué se va a decir?… ¿Por qué salir a la calle solamente, porque ya no quedan más novenas que hacer?...

Yo me quedo sin decir nada, aunque no por mucho tiempo; pues siempre me viene a los labios la frase famosa: “Tú siempre estás conmigo”.

¡Qué alegría poder sentir la voz de Jesús en lo más hondo del alma que te dice: “Tú siempre estás conmigo”, que es como decirte: “¡Yo te amo, no tengas miedo, solamente confía en mí!”.

Así le dijo Jesús a Jairo (Marcos 5, 36) y nos lo sigue diciendo cada día a nosotros también.

¡Qué alegría estar adorando y acompañando a Jesús en unión con todos los ángeles adoradores de los sagrarios!

También refiere el Padre Llorente, que en una ocasión se fue a una isla apartada, dentro del mismo territorio de Alaska, para hacer sus Ejercicios Espirituales de ocho días. Allí estaba absolutamente solo, entre el cielo y la tierra.

Allí – dice - celebraba la Misa muy despacio, rodeado de varias legiones de ángeles, que me envidiaban a mí y yo les envidiaba a ellos.

Me envidiaban, porque ellos no podían consagrar ni sufrir por Cristo y yo los envidiaba, porque ellos eran ángeles y yo una miseria.

Pero aquella choza era un pedazo de cielo real y verdadero… Yo estaba allí muy solo.

Tenía un rifle para defenderme de los osos, no de los demonios. Para éstos me proveí de agua bendita y procuré colocar el crucifijo en el lugar más prominente de la choza.

Allí estaba yo entre el cielo y la tierra, expuesto a encontronazos con Satanás y a zarpazos de osos negros, que gustan de merodear por la noche y pasearse por las orillas de los ríos a caza de pescados incautos que devoran crudos.

Como lo que yo pretendía era meditar, pedí a la Reina de los ángeles que encargase a uno de espantarme los osos y luego rogué a san Miguel arcángel que él mismo se entendiera con Lucifer.

Y dicho y hecho. En los ocho días y tres horas que viví solo en la isla, no sólo no vi ningún oso, y ni siquiera los oí aplastar palos en la espesura, que se extendía detrás de la choza.

En cuanto a los demonios, permanecieron tan quietecitos y tan invisibles como lo habían estado hasta entonces conmigo.

También nos cuenta en su libro cómo, en sus ratos de soledad, “entretenía a Jesús”, tocando el acordeón o el armonio, o leyéndole las cartas que recibía.

Y, cuando al final del día, hacía su última visita a Jesús, sentía que le daba la bendición y él bendecía también al pueblo en que se encontraba, para que Dios lo protegiera con sus ángeles.

Por eso, pudo decir con convicción: Sin el sagrario, la vida no merecería vivirse. Con el sagrario todo se torna luz, paz, esperanza y gozo interno.

Segundo Llorente

Jesúita español

Misionero en Alaska

21. COMUNIÓN ESPIRITUAL

Creo, Jesús mío

que estás realmente presente

en el Santísimo Sacramento del Altar.

Te amo sobre todas las cosas

y deseo recibirte en mi alma.

Pero como ahora no puedo

recibirte sacramentalmente,

ven a lo menos espiritualmente

a mi corazón.

Como si ya te hubiera recibido,

te abrazo y me uno todo a Ti.

No permitas, Señor,

que jamás me separe de Ti.

Amén.

San Alfonso María de Ligorio

“El que come mi carne

y bebe mi sangre,

permanece en mí, y yo en él”.

JESÚS

(Juan 6, 56)

22. LA EUCARISTÍA Y LA VIDA

Cuando después del Vaticano II se introdujo la reforma litúrgica, para muchas personas, todos los cambios consistieron en que la Misa empezó a decirse de cara hacia los fieles y ya no de espaldas, y los sacerdotes empleaban el castellano (u otras lenguas vernáculas) y ya no el latin.

Sin embargo, quien solo percibiera eso, realmente no se enteró de nada.

La reforma era mucho más profunda, y decir la Misa de cara y en lenguas conocidas por todos, no eran sino dos medios para conseguir algo mucho más hondo.

Realmente de lo que se trataba era de devolver a la Misa su verdadero sentido, un tanto oscurecido con el paso de los tiempos.

Se trataba de lograr que la Misa no fuera solo un acto de devoción personal en el que los participantes se encuentran cada uno individualmente con Jesús, y llegar a construir el verdadero convite en el que la comunidad se reúne para alimentarse del Cuerpo de Cristo, y para sacar de ahí alientos para comprometerse en la transformación del mundo.

Si ustedes se fijan, acabo de subrayar tres datos: reunión de la comunidad, comida del Cuerpo de Cristo, y transformación del mundo.

Mientras no consigamos estos tres objetivos, estaremos celebrando muy a medias la Eucaristía del Señor.

Aunque la oración personal está muy bien y es muy necesaria, en la Misa se trata de una oración comunitaria. No es “mi” encuentro con el Señor, es el encuentro de la Iglesia, de “nuestra” comunidad, con él.

La idea de la asamblea de fieles no es una cosa que se hayan inventado los progresistas; es un aspecto esencial del banquete del Señor, tal y como los apóstoles entendieron que era la voluntad de Jesús.

Pero no es una asamblea como las demás. Es una asamblea para comer el cuerpo de Jesús, para unirnos a su sacrificio que comenzó en la cruz y se prolonga en nuestros altares. De ahí que, siendo muy importante la primera parte de lecturas y predicación de la Palabra de Dios, no termine ahí, sino que todo eso conduzca a la consagración y a la comunión.

Y hay una tercera cosa sustancial, y que es el mayor problema de nuestras Misas: se trata de que los cristianos salgan de esa asamblea dispuestos a colaborar en la transformación del mundo. Es que muchos terminan cuando deberían empezar, porque hemos separado la Eucaristía y la vida.

A veces dicen los que no creen o no practican que “ellos no van a Misa porque quienes vamos no somos, por ello, mejores”. No tienen razón, porque sin la Eucaristía, quienes vamos a Misa seríamos aún muchísimo peores. Pero sí tienen un poco de razón al ver que esa fraternidad que iniciamos en los templos no sabemos trasladarla después a la vida real de cada día.

Por eso dije al principio que aún está a medias la reforma litúrgica. En el Vaticano II nos ofrecieron los medios para realizar estos tres descubrinientos. Pero ahora falta que cada uno de nosotros viva cada día esta triple realidad: la comunidad que vive en torno a Cristo, y que sale de ese banquete dispuesta a poner su grano de arena para cambiar el mundo.

José Luis Martin Descalzo

Sacerdote español

23. CON EL MISMO CÁLIZ

Algo queda pendiente

por eso lo hacemos en tu memoria.

Hay una deuda con la historia,

un compromiso con el supuesto fracaso del resucitado,

que vuelve a morir en cada Eucaristía.

Muere y resucita

para que vayamos en paz,

pero no tranquilos sino apasionados.

Llenos de tu misma pasión

que en tantos cristos se sigue encarnando.

Coronados con tus mismas espinas.

Así reconocidos…

Atravesados por la lanza

de donde brota más vida.

Basta que crean

y queden de pie así andando.

“Pierdan la vida y serán saciados”

“¡Tengo sed!, y te quiero sediento”.

“¡Soy pan! para tantos hambrientos”.

“¡Levántate y anda!”

Brindemos con el mismo cáliz.

Marcos Alemán

Jesuíta español

24. CONVERTIDO POR LA EUCARISTÍA

Scott Han es un teólogo y ministro presbiteriano estaudinense, que se convirtió a la Iglesia Católica, junto con su esposa Kimberly, y todos sus hijos, después de mucho estudio, reflexión y oración.

En varios de sus escritos cuenta cómo leer el capítulo 6 del Evangelio según san Juan, y asistir a una Misa católica por mera curiosidad, fue para él el detonante que lo hizo pensar seriamente en la presencia real de Jesús en la Eucaristia, y todo lo que de ella se deriva.

Este parte de su testimonio:

Allí estaba yo, un ministro protestante, de paisano, deslizándome al fondo de una capilla católica de Milwaukee, para presenciar mi primera Misa.

Me había llevado hasta allí la curiosidad y todavía no estaba seguro si era una curiosidad sana…

Me prometí no arrodillarme ni tomar parte en ninguna idolatría. Me senté en la penumbra en un banco de la parte de atrás.

Delante de mí había un buen número de fieles, hombres y mujeres de todas las edades.

Me impresionaron sus genuflexiones y su aparente concentración en la oración.

Como presbiteriano se me había preparado durante años para creer que la Misa era el mayor sacrilegio que un hombre podía cometer.

Me habían enseñado que la Misa era un ritual que pretendía volver a sacrificar a Jesucristo. Así que permanecí como mero observador.

Me quedé sentado con mi Biblia abierta junto a mí…

La experiencia fue sobrecogedora.

Quería interrumpir a cada momento y gritar: “Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la Escritura sale eso? ¡Esto es fantástico!...” Pero aún mantenía mi posición de observador.

Permanecí al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo… Este es el cáliz de mi Sangre”…

Sentí, entonces, que todas mis dudas se esfumaban.

Mientras veía al sacerdote alzar la blanca hostia, sentí que surgía de mi corazón una plegaria como un susurro: “Señor mío y Dios mío. Realmente eres Tú…”

Desde ese momento era lo que se puede llamar, un caso perdido. No podía imaginar mayor emoción que la que habían originado en mí esas palabras del sacerdote.

La experiencia se intensificó un poco más adelante, cuando ví al sacerdote elevar la hostia afirmando “Este es el cordero de Dios…”, y oí a la comunidad decir tres veces : “Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros...”

Volví a la Misa al día siguiente... y al siguiente... y al siguiente...

Y ya nunca más se sintió bien con su ser presbiteriano. Buscó la ayuda adecuada, y después de un estudio consciente y un largo tiempo de catequesis y de oración, fue bautizado en la noche de Pascua de 1986.

Más adelante su esposa Kimberly, teóloga presbiteriana como él y con una larga tradición de pastores en su familia, lo siguió en su conversión, y con ella sus hijos.

Ahora Scott y Kimberly son misioneros católicos con todas las de la ley, y recorren el mundo dando su testimonio de conversión, y de vida cristiana.

25. NO SOY DIGNO

No, Señor, yo no soy digno

de que entres en mi casa,

pero igual vienes,

tú que cuentas con los frágiles.

No soy digno

de desatar tus sandalias,

pero tú me calzas las botas del reino

y me envías a ser buena noticia.

No soy digno

de servir en tu mesa

y tú me sientas a ella

para darme el pan, la paz y la palabra.

No soy digno

de llamarme profeta,

y tú me das una voz

para cantar tu Evangelio.

Me descubro

tan distante, tan a medias,

tan herido de tibieza,

pero una palabra tuya

bastará para sanarme.

José María Rodríguez Olaizola

Jesuita español

“Lo mismo que el Padre, que vive,

me ha enviado

y yo vivo por el Padre,

también el que me coma

vivirá por mí”.

JESÚS

(Juan 6, 57)

26.HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO

EN LA SOLEMNIDAD

DEL CORPUS CHRISTI

AÑO 2020

“Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer” (Deuteronomio 8,2).

Recuerda: la Palabra de Dios comienza hoy con esa invitación de Moisés. Un poco más adelante, Moisés insiste: “No te olvides del Señor, tu Dios” (cf. v. 14).

La Sagrada Escritura se nos dio para evitar que nos olvidemos de Dios. ¡Qué importante es acordarnos de esto cuando rezamos! Como nos enseña un salmo, que dice: “Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus antiguos portentos” (77,12).

Es fundamental recordar el bien recibido: si no hacemos memoria de él nos convertimos en extraños a nosotros mismos, en “transeúntes” de la existencia.

Sin memoria nos desarraigamos del terreno que nos sustenta y nos dejamos llevar como hojas por el viento. En cambio, hacer memoria es anudarse con lazos más fuertes, es sentirse parte de una historia, es respirar con un pueblo.

La memoria no es algo privado, sino el camino que nos une a Dios y a los demás. Por eso, en la Biblia el recuerdo del Señor se transmite de generación en generación, hay que contarlo de padres a hijos, como dice un hermoso pasaje:

“Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son esos mandatos […] que os mandó el Señor, nuestro Dios?”, responderás a tu hijo: “Éramos esclavos […] y el Señor hizo signos y prodigios grandes […] ante nuestros ojos” (Deuteronomio 6,20-22).

Pero hay un problema, ¿qué pasa si la cadena de transmisión de los recuerdos se interrumpe? Y luego, ¿cómo se puede recordar aquello que sólo se ha oído decir, sin haberlo experimentado? Dios sabe lo difícil que es recordar, sabe lo frágil que es nuestra memoria, y por eso hizo algo inaudito por nosotros: nos dejó un memorial.

No nos dejó solo palabras, porque es fácil olvidar lo que se escucha. No nos dejó solo la Escritura, porque es fácil olvidar lo que se lee. No nos dejó solo símbolos, porque también se puede olvidar lo que se ve. Nos dio, en cambio, un Alimento, pues es difícil olvidar un sabor. Nos dejó un Pan en el que está él, vivo y verdadero, con todo el sabor de su amor. Cuando lo recibimos podemos decir: “¡Es el Señor, se acuerda de mí!”.

Es por eso que Jesús nos pidió: “Hagan esto en memoria mía” (1 Corintios 11,24).

Hagan: la Eucaristía no es un simple recuerdo, sino un hecho; es la Pascua del Señor que se renueva por nosotros. En la Misa, la muerte y la resurrección de Jesús están frente a nosotros. Hagan esto en memoria mía: reúnanse y como comunidad, como pueblo, celebren la Eucaristía para que se acuerden de mí.

No podemos prescindir de ella, es el memorial de Dios. Y sana nuestra memoria herida.

Ante todo, cura nuestra memoria huérfana. Muchos tienen la memoria herida por la falta de afecto y las amargas decepciones recibidas de quien habría tenido que dar amor, pero que, en cambio, dejó desolado el corazón.

Nos gustaría volver atrás y cambiar el pasado, pero no se puede.

Sin embargo, Dios puede curar estas heridas, infundiendo en nuestra memoria un amor más grande: el suyo.

La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura nuestra orfandad. Nos da el amor de Jesús, que transformó una tumba, de punto de llegada a punto de partida, y que de la misma manera puede cambiar nuestras vidas. Nos comunica el amor del Espíritu Santo, que consuela, porque nunca deja solo a nadie, y cura las heridas.

Con la Eucaristía el Señor también sana nuestra memoria negativa, que siempre hace aflorar las cosas que están mal y nos deja con la triste idea de que no servimos para nada, que sólo cometemos errores, que estamos “equivocados”.

Jesús viene a decirnos que no es así. Él está feliz de tener intimidad con nosotros y cada vez que lo recibimos nos recuerda que somos valiosos: somos los invitados que él espera en su banquete, los comensales que ansía.

Y no sólo porque es generoso, sino porque está realmente enamorado de nosotros: ve y ama lo hermoso y lo bueno que somos. El Señor sabe que el mal y los pecados no son nuestra identidad; son enfermedades, infecciones. Y viene a curarlas con la Eucaristía, que contiene los anticuerpos para nuestra memoria enferma de negatividad.

Con Jesús podemos inmunizarnos de la tristeza. Ante nuestros ojos siempre estarán nuestras caídas y dificultades, los problemas en casa y en el trabajo, los sueños incumplidos. Pero su peso no nos podrá aplastar porque en lo más profundo está Jesús, que nos alienta con su amor.

Esta es la fuerza de la Eucaristía, que nos transforma en portadores de Dios: portadores de alegría y no de negatividad.

Podemos preguntarnos: Y nosotros, que vamos a Misa, ¿qué llevamos al mundo? ¿Nuestra tristeza, nuestra amargura o la alegría del Señor?... ¿Recibimos la Comunión y luego seguimos quejándonos, criticando y compadeciéndonos a nosotros mismos?... Pero esto no mejora las cosas para nada, mientras que la alegría del Señor cambia la vida.

Además, la Eucaristía sana nuestra memoria cerrada.

Las heridas que llevamos dentro no sólo nos crean problemas a nosotros mismos, sino también a los demás. Nos vuelven temerosos y suspicaces; cerrados al principio, pero a la larga cínicos e indiferentes. Nos llevan a reaccionar ante los demás con antipatía y arrogancia, con la ilusión de creer que de este modo podemos controlar las situaciones.

Pero es un engaño, pues sólo el amor cura el miedo de raíz y nos libera de las obstinaciones que aprisionan. Esto hace Jesús, que viene a nuestro encuentro con dulzura, en la asombrosa fragilidad de una Hostia. Esto hace Jesús, que es Pan partido para romper las corazas de nuestro egoísmo. Esto hace Jesús, que se da a sí mismo para indicarnos que sólo abriéndonos nos liberamos de los bloqueos interiores, de la parálisis del corazón.

El Señor, que se nos ofrece en la sencillez del pan, nos invita también a no malgastar nuestras vidas buscando mil cosas inútiles que crean dependencia y dejan vacío nuestro interior.

La Eucaristía quita en nosotros el hambre por las cosas y enciende el deseo de servir. Nos levanta de nuestro cómodo sedentarismo y nos recuerda que no somos solamente bocas que alimentar, sino también sus manos para alimentar a nuestro prójimo.

Es urgente que ahora nos hagamos cargo de los que tienen hambre de comida y de dignidad, de los que no tienen trabajo y luchan por salir adelante. Y hacerlo de manera concreta, como concreto es el Pan que Jesús nos da.

Hace falta una cercanía verdadera, hacen falta auténticas cadenas de solidaridad. Jesús en la Eucaristía se hace cercano a nosotros, ¡no dejemos solos a quienes están cerca nuestro!

Queridos hermanos y hermanas:

Sigamos celebrando el Memorial que sana nuestra memoria, la Misa. Es el tesoro al que hay dar prioridad en la Iglesia y en la vida. Y, al mismo tiempo, redescubramos la adoración, que continúa en nosotros la acción de la Misa. Nos hace bien, nos sana dentro. Especialmente ahora, que realmente lo necesitamos.

27. HIMNO A JESÚS

QUE SE HACE EUCARISTÍA

Aquella noche santa,

te nos quedaste nuestro,

con angustia tu vida,

sin heridas tu cuerpo.

Te nos quedaste vivo,

porque ibas a ser muerto;

porque iban a romperte,

te nos quedaste entero.

Gota a gota tu sangre,

grano a grano tu cuerpo:

un lagar y un molino

en dos trozos de leño.

Aquella noche santa

te nos quedaste nuestro.

Te nos quedaste todo:

amor y sacramento,

ternura prodigiosa,

todo en ti, tierra y cielo.

Te quedaste conciso,

te escondiste concreto,

nada para el sentido,

todo para el misterio.

Aquella noche santa,

te nos quedaste nuestro.

Vino de sed herida,

trigo de pan hambriento,

toda tu hambre cercana,

tú, blancura de fuego.

En este frío del hombre

y en su labio reseco,

aquella noche santa,

te nos quedaste nuestro.

Te adoro, Cristo oculto,

te adoro, trigo tierno.

Amén.

Liturgia de las Horas

Oficio de Lectura

Fiesta del Corpus Christi

28. PRISIONERO

CON JESÚS SACRAMENTADO

El padre Pietro Alagiani era un sacerdote jesuíta armenio, nacionalizado italiano.

En la segunda guerra mundial – de 1939 a 1945 - fue convocado para ser capellán de un regimiento del ejército italiano, en el frente de guerra ruso.

Junto con su batallón fue hecho prisionero por los soldados rusos, el 19 de diciembre de 1942.

Durante los 12 años siguientes estuvo en distintas cárceles de aquel país, y fue sometido a largos y fatigosos interrogatorios, hasta que finalmente fue condenado, por pertenecer, según consta en su condena, “a una organización contrarrevolucionaria, la Compañía de Jesús, y por tener relaciones con una potencia extranjera: el Vaticano”.

Durante nueve años, tuvo la gracia divina de tener consigo, en una bolsita colgada al cuello, a Jesús Eucaristía. Y, a pesar de los continuos y severos registros, nunca pudieron quitárselo. Él mismo nos narra su testimonio a este respecto, en su libro “Mis prisiones en el paraíso soviético”, en el que cuenta toda su experiencia como prisionero de los comunistas, con lujo de detalles.

Durante nueve años, en los traslados por las distintas cárceles y en el aislamiento de la celda, tuve siempre conmigo la inseparable compañía de mi Señor sacramentado. Esto me comunicó una inagotable energía física y moral, y fue la fuente que alimentó mi vida espiritual y mi mayor felicidad. Y no podía ser de otro modo, porque llevaba conmigo el pan angélico y el fuego celestial. ¡Todo lo poseía, poseyendo a Jesús sacramentado!

Tengo que decir que, al principio, figurándome que volvería pronto a la patria, consumí muchas de las ciento veinte partículas consagradas, pero luego, viendo que aquello iba para largo, comulgué sólo los domingos y en las fiestas principales y, por fin, después de la condena, dividí el resto de manera que, comulgando cada primer viernes de mes, me alcanzaran hasta el primer viernes de febrero de 1957.

Tuve la fortuna de vivir, sufrir, de comer y trabajar, de dormir y rezar, siempre en compañía de Jesús sacramentado, de día y de noche, ininterrumpidamente. ¡Cada momento y en cualquier lugar podía dirigir mis ardientes palabras de amor y de comunión espiritual a Jesús presente! Cada noche podía cantar el “Tantum ergo” y recibir la bendición de Jesús sacramentado, rescatado con riesgo de la vida a los intentos sacrílegos de los bolcheviques.

A pesar de las continuas dolencias, del hambre terrible, del frío extremo en invierno, nada lograba disminuir la íntima alegría que experimentaba, al pensar que estaba en compañía de Jesús sacramentado. Su presencia protectora me dio fuerzas para resistir las más groseras humillaciones, que me hicieron como al ser más abyecto de la tierra, y a las angustias padecidas, cuando con satánicas mentiras me hicieron creer que había sido expulsado de mi queridísima Compañía de Jesús.

A pesar de los siete años de aislamiento absoluto en una celda, en la tremenda situación de sepultado vivo, sin poder hablar nunca con nadie, sin ver a nadie más que a los carceleros..., Jesús transformó este período en el más hermoso de mi vida, hasta el punto de no sólo poder llamar a aquella celdita mi paraíso terrestre, sino de gozar realmente las delicias de una antesala del paraíso celestial.

Dios me hizo casi sensible la compañía de mi querido Jesús. Me puse a tratar con él con una ingenuidad y una intensidad realmente infantiles. Le hablaba en voz alta como a un compañero de celda. Le manifestaba las aprensiones de mi espíritu sobre el porvenir y compartía con él mis alegrías cotidianas.

El pensar en la larguísima y desoladora soledad que me esperaba, sin correspondencia escrita, sin noticias, lejos de oprimirme el espíritu, transformó mi celda en una anhelada aventura de paraíso, al punto de que ahora no sólo siento un grato recuerdo, sino una profunda nostalgia.

Desde los primeros días de cautiverio, la nostalgia por la Santa Misa me atormentaba más de lo que podía imaginar. Pero también en esto vino a mi encuentro Jesús, inspirándome una devoción “sui generis”.

Recortando lo mejor que pude una gran hostia de papel, cada mañana, después de la meditación, celebraba dos Misas, decía todas las oraciones de la Misa con todas las ceremonias como si realmente estuviera en el altar. Debo reconocer que aquellas Misas “secas” las celebraba con devoción y consuelo como raramente, cuando tenía la suerte de celebrar las verdaderas Misas.

A partir del 5 de marzo de 1953 pude celebrar diariamente la Misa. Desde aquel día, hasta el gran deseo de libertad se me volvió menos acuciante y menos atormentador; porque, en el fondo, había deseado e invocado la libertad y suspirado por ella, principalmente, por estar privado de celebrar la Misa.

Para el padre Alagiani, la presencia permanente de Jesús a su lado en aquellos nueve difíciles años de encierro y torturas físicas y sicológicas, fue lo que le dio sentido a su vida. Jesús le ayudaba a soportar todas sus dificultades.

Y durante los cinco años que pasó en celdas comunes, aprovechaba las mínimas oportunidades para hablar a sus compañeros de infortunio, que estaban hambrientos de Dios, aunque fueran ignorantes. Confesaba a los que podía, recibía en la Iglesia a los que se convertían y, en todo momento, demostraba ser un sacerdote de cuerpo entero.

Cuando el último año de prisión, empezó a recibir dinero y paquetes de Italia, se sentía feliz de poder compartir algo de aquellos tesoros con sus hambrientos compañeros.

Nunca pudo imaginar el padre Pietro, que le fuera a costar tanto el dejar a su amigo Jesús sacramentado al regreso a la libertad, el 12 de febrero de 1954, en la residencia de los jesuitas de Viena. Sobre este hecho escribe:

Me temblaban las manos, cuando abrí el sagrario. Cogí el copón, lo destapé. Después de desplegar el paño de mi bolsa bendita, cogí las pequeñas partículas consagradas por mí en diciembre de 1945, que se conservaban intactas, y las deposité en el copón. Mientras cerraba el sagrario y me alejaba del altar con la cabeza agachada y con el corazón afligido. Yo creía que mi paraíso terrestre, la perenne y continua intimidad con el divino amigo, mi pequeña compañía de Jesús, todo había terminado para mí, al faltarme la ininterrumpida coexistencia con mi Señor sacramentado.

Pero su vida debía tomar otros rumbos en los planes de Dios. Debía dar testimonio ante el mundo de lo que era la crueldad del comunismo.

El padre Pietro Alagiani escribió el libro de sus memorias, titulado, como dijimos al comienzo: “Mis prisiones en el paraíso soviético”, y conocido también como “Lubianka”, que era el nombre de la famosa cárcel de Moscú, donde había estado tanto tiempo prisionero. Viajó por el mundo entero, hablando de sus experiencias y de su gran amor a Jesús Eucaristía, el tesoro más grande del mundo, el amigo que siempre lo acompañaba para darle fuerzas y alegrías.

Asi pudo dar testimonio directo y claro, por experiencia personal muy viva y contudente, de la presencia real de Jesús en la Eucaristía, desde donde Jesús quiso acompañarlo en sus humillaciones y sufrimientos durante nueve largos años.

Las hostias consagradas por el padre Pietro permanecieron milagrosamente intactas hasta el último día de su cautiverio, como si Jesús le hubiera querido decir: Yo y tú siempre unidos hasta la muerte. Ni Jesús se quiso separar de él ni él de Jesús.

Sin Jesús Eucaristía, lo reconoce él mismo, se habría vuelto loco en aquel cautiverio inhumano; pero con Jesús todo fue distinto para él, y pudo vivir tranquilo y hasta feliz en aquellas difíciles condiciones.

29. QUE MI VIDA SEA EUCARISTÍA

Que mi vida sea eucaristía

compartiendo lo que recibo

con quien no tiene,

tomando de la mano

a quien se siente triste,

dejándote sanar mis heridas.

Que mi vida sea eucaristía

poniendo esa sonrisa

que cambia el tono del día,

denunciando las injusticias,

reuniéndome en comunidad

para partir tu pan.

Que mi vida sea eucaristía,

al recibirte ser más como Tú,

y al beber tu cáliz

aceptar lo que el Padre me pide:

mirar la realidad preñada de esperanza.

Que mi vida sea eucaristía.

Javi Montes

Jesuita español

“Cada vez que comen este pan

y beben esta copa,

anuncian la muerte del Señor,

hasta que venga”.

San Pablo

(1 Corintios 11, 26)

A MODO DE CONCLUSIÓN

Aunque el tema es inagotable, creo que ya no me resta mucho más qué decir. Los textos que hemos leído son perfectamente claros y no necesitan explicación.

Sólo queda que todos y cada uno de cuantos los hemos leído y meditado, tratemos de asimilarlos correctamente, para que a partir de ahora, nuestra participación en la Misa, en la recepción de la Comunión, y en la adoración de Jesús en el Santísimo Sacramento, sean acciones verdaderamente conscientes, y cada día nuestra vida cristiana sea más una vida eucarística, una vida que es, por un lado, manifestación de nuestro agradecimiento a Dios por el don infinito de su amor, que nos ha manifestado y entregado en la persona de Jesús, su Hijo encarnado, y por otro, expresión clara y concreta, de nuestra respuesta generosa a su entrega por nuestra salvación.

Que en la Eucaristía, celebrada con fe y con alegría, recibida con amor, y adorada con reverencia, sepamos encontrar el sustento que necesitamos, para vivir cada día con más entusiasmo y mejor disposición, nuestra condición de discípulos-misioneros de Jesús, haciendo posible y participando activamente en la construcción del Reino de Dios – del reinado de Dios -, que Jesús vino a instaurar en nuestro mundo.

La Eucaristía es un don y un compromiso; un don que hay que agradecer de rodillas, y un compromiso que hay que cumplir con diligencia y buen ánimo.

Un compromiso de justicia con los más pobres y necesitados, por quienes Jesús se desvivía cuando estaba en el mundo, compartiendo con generosidad nuestros bienes materiales y espirituales en favor suyo, así como Jesús compartió – y sigue compartiendo – su vida entera con todos nosotros.

Celebrar con Jesús su vida, su muerte y su resurrección gloriosa en la Misa; recibirlo como alimento en la Comunión Sacramental y/o espiritual; adorarlo presente y escondido en el Sagrario de cualquier iglesia o capilla, tiene que conducirnos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para que el mundo en el que vivimos sea cada día un lugar más justo para todos.

Que nadie se quede al margen, en las cunetas del camino.

Que nadie sea atropellado en sus derechos fundamentales.

Que todos los hombres y mujeres del mundo puedan aspirar a tener una vida digna, a ser respetados, a crecer y desarrollarse como verdaderos hijos de Dios.

No hay que olvidarlo: la Eucaristía – Misa y Comunión - no es, no puede ser, un simple acto de devoción intimista en el que estamos solos “Jesús y yo”. La Eucaristía es Jesús dándose, entregando su vida y su amor por todos y cada uno de los hombres y mujeres del mundo, de tal manera que al celebrar esta entrega, al recibir este amor que se me da sin condiciones, me uno tan vitalmente a él, que tengo que asumir en mi vida su conducta, y hacerme como él, adalid de la compasión por quienes sufren, de la misericordia y el perdón que todo ser humano necesita, buscador de la justicia para quienes son rechazados, marginados, excluidos, trabajador incansable por la reconciliación y la paz.

Me impresionan profundamente las palabras del padre Pedro Arrupe, jesuita español, misionero en Japón y General de la Compañía de Jesús, cuyo proceso de beatificación está en marcha: “Mientras exista hambre en el mundo, la Eucaristía no será plena”.

Y también lo que afirmaba san Alberto Hurtado, jesuita chileno del siglo pasado: “A la Comunión no vamos como a un premio, no vamos a una visita de etiqueta, vamos a buscar a Cristo para, “por Cristo, con Él y en Él”, realizar nuestros mandamientos grandes, nuestras aspiraciones fundamentales, las grandes obras de caridad…”

Si no unimos a nuestra “devoción” eucarística, a nuestras Misas, comuniones, y adoraciones al Santísimo, el ejercicio de la caridad generosa con quienes lo necesitan, estamos a medio camino.

“El que tenga oídos, para oír que oiga” (cfr Mateo 11, 15)

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

AMDG