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Textos SELECCIÓN DE CUENTOS SOBRE TEIMPO Y LITERATURA 1. Viaje a la semilla 2. El brujo postergado 3. Tiempo de pasaje 4. Divina locura 5. La escopeta 1. “Viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier I -¿Qué quieres, viejo ...? Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían – despojados de su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres de nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises el estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos aprecialbes. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas. Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desplomaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes 1

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Textos SELECCIÓN DE CUENTOS SOBRE TEIMPO Y LITERATURA

1. Viaje a la semilla 2. El brujo postergado 3. Tiempo de pasaje 4. Divina locura 5. La escopeta

1. “Viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier I

-¿Qué quieres, viejo ...?Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el

viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían – despojados de su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres de nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises el estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos aprecialbes. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desplomaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palamadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombra suspendidas de sus bisagras desorientadas.

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II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras, con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación. En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creción, traida nuevamente a sus proporciones habituales. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.

III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda de Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperazaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubreindo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

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Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho, donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaba su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel.

Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar las seis de la tarde.

IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, duranto todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.

Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: “¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!” No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabaó por no ser más que una jícara derramado sobre vestido traido de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas soltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso, Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la

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Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día un olor de pintura fresca llenó la casa.

V

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin, la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la oscuridad.

Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas – relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascuas que enrojecían el portal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabeleras esparcidas y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las losas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de la Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de altas rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve, al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.

VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado

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de tener valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia. Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traida de Aranjuez. Marcial, que estaba resquebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía de Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con tintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido de una mascarada de carnaval, levantó aplausos. La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de “El Jardín de las Modas”. Las puertas se oscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes, para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estamó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacias las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sobrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca – así fuera de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tre Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que

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volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

VII

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de acaná para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes , frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto: “León”, “Avestruz”, “Ballena”, “Jaguar”, leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, “Aristóteles”, “Santo Tomás”, “Bacon”, “Descartes”, encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende; el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.

Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de las puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada – señal, cuando adaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse para hollar el umbral de los perfumes.

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Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.

VIII

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran más hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.

- ¡Pum...! ¡Pum...! ¡Pum...!Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser

llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.

Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió de no haberlo pensado antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario - como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones - órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.

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IX

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la alameda - cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sornrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. El, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.

Al levantarse fue a besar la mano de su padre, que yacía en su cama enfermo. El Marqués se sentía mejor y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los “Sí, padre” y los “No, padre” se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante de una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones; porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.

El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangivles. Per prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.

X

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombrea no

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trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones oscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces de las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los corredizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la Guardia Civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izqiuierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el “Urí, urí, urá”, con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de ls cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.

XI

Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo, que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.

Marcial prefería a “Canelo”, porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al “Canelo”. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la casa de Beneficiencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.

“Canelo” y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos. Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores.

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Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de “bárbaro{2, Marcial miraba a “Canelo” riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho, y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfuma al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo del culo pelado; la lagartija que decía “urí, urá”, sacándose del cuello una corbata rosada; el tirste jubo, nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.

-¡Guau, guau!- dijo.Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya

quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.

XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era necesaria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentido arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los bargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas. Todo lo que tuviera clavos se demoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, lor herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba,

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regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando yermo el lugar de la casa.

XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de Oriente a Occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

2. “El brujo postergado”, de J. L. Borges

En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.

El día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada. Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después d comer. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de comre, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, ombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que le mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán l contrariaronmucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de

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luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor, y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.

A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos, y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas, se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago.

Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado e obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.

Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años, recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de Cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El Cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro Cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:

- Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.

La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago, y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.

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(Del Libro de Patronio del infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches.)

3. “Tiempo de pasaje”, de J.G. Ballard

Ballard, J. G. El nombre imposible, Bs. As., Ediciones Minotauro, 1966.

La luz del sol se derramaba entre las flores y las lápidas, y el cementerio era un brillante jardín de esculturas. Como dos cuervos grandes y flacos, los sepultureros se apoyaban en las palas, entre ángeles de mármol, y las sombras se arqueaban sobre el costado blanco y liso de una tumba reciente. La inscripción estaba todavía fresca:JAMES FALKMAN1963 - 1901“El fin no es más que el Principio”

Sin apresurarse, empezaron a desmontar la capa frágil de césped, luego sacaron la lápida mortuoria y la envolvieron en una lona, poniéndola detrás de las tumbas de la hilera siguiente. Biddle, el más viejo de los dos, un hombre delgado de chaleco negro, señaló hacia las puertas del cementerio, por donde se acercaba el primer cortejo fúnebre.

- Ahí están. Démonos prisa.El hombre más joven, un hijo de Biddle, observó la pequeña procesión que serpenteaba entre las tumbas. En el aire flotaba el olor fresco de la tierra removida.

- Siempre llegan temprano -murmuró, reflexivo-. Nunca esperan a que sea la hora.

De la capilla de los cipreses llegaron las campanadas de un reloj. Trabajando con rapidez, los dos hombres apilaron la tierra blanda, en un cono geométrico a la cabecera de la sepultura. Unos pocos minutos más tarde, cuando llegó el sacristán con los deudos principales, descubrieron la teca pulida del ataúd, y Biddle bajó de un salto junto a la tapa y raspó la tierra húmeda adherida a los bordes de bronce.La ceremonia fue breve, y los veinte deudos, encabezados por la hermana de Falkman, una mujer alta y canosa de cara delgada y autocrática que se apoyaba en el brazo del marido, regresaron pronto a la capilla. Biddle le hizo una seña al hijo. Levantaron el ataúd del suelo y lo cargaron en un carro, atándolo con unas correas debajo del arnés. Luego echaron la tierra en la sepultura y pusieron otra vez los cuadrados de césped.Cuando empujaron el carro de vuelta a la capilla, la luz del sol resplandecía entre las tumbas cada vez más escasas.

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Cuarenta y ocho horas más tarde el ataúd llegó a la mansión de piedra gris de James Falkman, en las lomas más altas de Mortmere Park. La avenida estaba casi desierta y pocos vieron el coche fúnebre que entraba en la calzada bordeada de árboles. Las persianas estaban bajas y unas coronas enormes descansaban entre los muebles de la sala donde Falkman yacía inmóvil en el féretro, sobre una mesa de caoba. En la luz débil del cuarto, la cara cuadrada, de mandíbula firme, era inocente y serena; un mechón corto de pelo le caía sobre la frente, de modo que el rostro parecía menos severo que el de la hermana. Un solitario rayo de sol, atravesando los oscuros sicomoros que guardaban la casa, se movió lentamente por el cuarto a medida que pasaba la mañana, y durante unos pocos minutos brilló en los ojos abiertos de Falkman. Aún después que el rayo se hubo ido, las pupilas conservaron un débil fulgor, como el reflejo de una estrella vislumbrado en el fondo de un pozo oscuro.Durante todo el día, ayudada por dos amigas, unas mujeres de cara enjuta que llevaban largos abrigos negros, la hermana de Falkman anduvo calladamente por la casa de un lado a otro. Las manos rápidas y diestras sacudieron el polvo de las cortinas de terciopelo de la biblioteca, dieron cuerda al reloj miniatura Luis XV en el escritorio del estudio, y pusieron de nuevo el barómetro grande en la escalera. Las mujeres no hablaron entre ellas, pero unas pocas horas más tarde la casa se había transformado; los revestimientos oscuros de la sala fulguraban cuando hicieron pasar a las primeras visitas.

- El señor y la señora Montefiore...- El señor y la señora Caldwell...- La señorita Evelyn Jeremyn y la señorita Elizabeth...- El señor Samuel Banbury...

Una a una, asintiendo a medida que eran anunciadas, las visitas entraron en la sala y se detuvieron junto al ataúd, examinando el rostro de Falkman con un interés circunspecto; luego pasaron al comedor, donde les sirvieron un vaso de oporto y una bandeja de bizcochos. La mayoría de las visitas era gente mayor, demasiado abrigada para aquellos días cálidos de primavera; uno o dos estaban visiblemente intranquilos en la casa grande, revestida de roble, y todos mostraban el mismo aire de callada expectativa.

A la mañana siguiente sacaron a Falkman del ataúd y lo subieron por las escaleras hasta el dormitorio que daba a la calle. Le quitaron la sábana enrollada que le cubría el cuerpo endeble, vestido sólo con una grueso pijama de lana. Falkman yació inmóvil entre las sábanas frías, con una expresión de reposo en el rostro ciego y gris, ajeno al suave llanto de la hermana sentada a la cabecera de la cama, en la silla de respaldo alto.

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La hermana sólo se contuvo, ya más desahogada, cuando llegó el doctor Markham y le puso una mano en el hombro.Casi como si esto fuera una señal, Falkman abrió los ojos. Durante un momento la mirada de pupilas débiles y acuosas vaciló, titubeando, y al fin se detuvo en la cara llorosa de la hermana, sin que Falkman moviese la cabeza. Cuando ella y el doctor se inclinaron sobre el lecho, Falkman sonrió fugazmente, separando los labios en un gesto de inmensa paciencia y comprensión. Luego, claramente agotado, cayó en un sueño profundo.Después de asegurar las persianas, la hermana y el médico salieron de la habitación. Abajo, las puertas de calle se cerraron despacio y la casa quedó en silencio. Poco a poco, el sonido de la respiración de Falkman se volvió más regular; por encima de la respiración se oía el susurro de los árboles oscuros que se mecían afuera.

Así llegó James Falkman. Durante la semana siguiente descansó tranquilamente en cama; recobraba fuerzas hora a hora, y al fin la hermana le pudo preparar las primeras comidas. La mujer se sentaba en la silla de madera negra, luego de haberse cambiado el luto por un vestido gris de lana, y examinaba a Falkman críticamente.

- James, tienes que comer más. Estás completamente débil.Falkman apartó la bandeja y dejó caer las manos largas y delgadas sobre el pecho. Miró a la hermana con una sonrisa cariñosa.

- Ten cuidado, Betty; me estás cebando.Betty alisó la colcha con rápidos movimientos.

- Si no te gusta, James, tendrás que valértelas solo.Una leve risita ahogada brotó de la garganta de Falkman.

- Gracias, Betty, lo haré de veras.Falkman se recostó en la cama, sonriendo, mientras la hermana se alejaba taconeando con la bandeja. Tomarle el pelo a Betty le hacía casi tanto bien como las comidas que ella preparaba, y sintió que la sangre le llegaba a los pies fríos. Tenía la cara todavía fláccida y gris, y conservaba cuidadosamente las fuerzas, moviendo sólo los ojos cuando miraba los cuervos que se posaban en el borde de la ventana.Poco a poco, a medida que las conversaciones con la hermana se hacían más frecuentes, Falkman fue recuperándose y al fin pudo sentarse en la cama. Empezó a interesarse más en el mundo de alrededor, observando por las ventanas francesas la gente de la avenida y discutiendo los comentarios de Betty.

- Ahí va Sam Banbury otra vez -dijo Betty con displicencia cuando pasó un hombrecito de aspecto de gnomo, caminando con dificultad-. Al Swan, como siempre. Cuándo buscará trabajo, quisiera saber.

- Sé más bondadosa, Betty, Sam es un hombre muy cuerdo. Yo preferiría antes ir a la taberna que a un trabajo.

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Betty emitió un gruñido escéptico; aparentemente esa no era la imagen que tenía del carácter de Falkman.

- Tienes una de las mejores casas de Mortmere Park -dijo-. Creo que deberías cuidarte más de gente como Sam Banbury. Sam no es de tu clase, James.

Falkman miró sonriendo a la hermana.- Todos somos de la misma clase, Betty. ¿O has estado aquí

tanto tiempo que ya lo olvidaste? - Todos olvidamos -dijo Betty con calma-. Tú también olvidarás, James. Es triste, pero ahora estamos en este mundo y no podemos permanecer indiferentes. Si la Iglesia pudiera mantener vivo el recuerdo en nosotros, tanto mejor. Sin embargo, como ya has de saber, la mayoría de la gente no recuerda nada. Tal vez eso sea bueno.

Betty recibió de mala gana a las primeras visitas, haciendo un alboroto tal que Falkman apenas pudo decir unas palabras. En realidad las visitas lo cansaron, y todo se redujo a unas pocas bromas formales. Hasta cuando Sam Banbury le trajo una pipa y un paquete de tabaco, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para darle las gracias, y quedó tan agotado que ya no pudo evitar que Betty se llevara los regalos.Falkman se sintió más recobrado cuando llegó el reverendo Mathews; durante media hora habló seriamente con el párroco, quien lo escuchó en éxtasis, interponiendo unas pocas ávidas preguntas. Cuando dejó la casa, el reverendo parecía seguro y renovado, y bajó las escaleras a pasos largos, sonriéndole alegremente a la hermana de Falkman.

A las tres semanas Falkman había dejado la cama, y se las arreglaba para bajar cojeando las escaleras e inspeccionar la casa y el jardín. Betty protestaba, siguiéndole los pasos lentos y penosos y recordándole con voz severa que todavía no estaba bien, pero Falkman no le hacía caso. Se las arregló para llegar al invernadero y se apoyó en una de las columnas ornamentales, palpando con dedos nerviosos las hojas de los árboles en miniatura, sintiendo en la cara el aroma de las flores. Afuera, en el jardín, examinó todo lo que había alrededor, como si estuviera comparándolo mentalmente con un delicioso paraíso.Volvía a la casa caminando cuando se torció un tobillo en las baldosas rotas. Antes que pudiese gritar pidiendo ayuda, se había caído golpeándose la cabeza en las piedras.

- James Falkman, ¿nunca me vas a escuchar? -protestó la hermana mientras lo ayudaba a cruzar la terraza- ¡Te advertí que te quedaras en la cama!

Cuando llegaron al salón de fumar, Falkman se sentó, agradecido, en un sillón, reacomodando los miembros fatigados.

- Por favor, cálmate, Betty -dijo, cuando recobró el aliento-. Todavía estoy aquí, y me siento perfectamente bien.

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Falkman no había dicho más que la verdad. Luego del accidente se empezó a recuperar de un modo notable; la mejoría hacia la salud completa se aceleraba sin interrupciones, como si la caída lo hubiera liberado de las fatigas y las prolongadas molestias de las semanas anteriores. El paso se le volvió rápido y vigoroso, mejoró de color, un suave brillo rosado le cubrió las mejillas, y se movía atareado por la casa.Un mes más tarde la hermana regresó a su propia casa, admitiendo que Falkman ya podía cuidarse solo, y fue reemplazada por un ama de llaves. Reinstalado en la casa, Falkman se fue interesando cada vez más en el mundo exterior. Alquiló un coche cómodo y contrató a un chofer, y se quedaban en el club la mayoría de las tardes y las noches de invierno; pronto descubrió que era el centro de un vasto círculo de conocidos. Fue presidente de una cantidad de comités de beneficencia, donde mostró buen humor, tolerancia y una sagacidad que le ganaron el respeto de todos. Ahora andaba erguido, y el pelo canoso le brotaba abundantemente, tocado aquí y allí por algunos mechones negros; las mejillas curtidas por el sol se adelantaban en una mandíbula firme.Asistía todos los domingos a los servicios matutinos y vespertinos de la iglesia, donde tenía un banco privado, advirtiendo con cierta pena que los miembros de la congregación eran todos sólo gente mayor. Sin embargo, descubrió que el cuadro pintado por la liturgia se apartaba cada vez más de los propios recuerdos a medida que la memoria declinaba y pronto esa liturgia no fue sino una charada insensata que sólo podía aceptarse como acto de fe.Unos pocos años después, sintiendóse cada vez más inquieto, Falkman decidió ingresar como socio en una de las principales casas de corredores de bolsa.

Muchos de los conocidos del club estaban también encontrando empleo, y dejando la plácida rutina del salón de fumar y el jardín del conservatorio. A Harold Caldwell, uno de los amigos más íntimos de Falkman, lo nombraron profesor de historia en la universidad y Sam Banbury se convirtió en gerente del Swan Hotel.La ceremonia del primer día de Falkman en la bolsa fue majestuosa y solemne. El socio más antiguo, el señor Montefiore, presentó al personal a tres socios menores que también ingresaban en la firma, y les entregó un reloj de oro que simbolizaba los años que trabajarían allí. Falkman recibió una cigarrera de plata repujada y fue ruidosamente aplaudido.Durante los cinco años siguientes Falkman trabajó con tesón, volviéndose cada vez más extrovertido y acometedor a medida que se sentía más atraído por los placeres materiales de la vida. Llegó a ser un golfista apasionado; luego, cuando el ejercicio lo fortaleció, jugó los primeros partidos de tenis. Como miembro influyente dentro de la comunidad comercial, los días pasaban para él en una agradable ronda de conferencias y cenas. No asistía más a misa, pero en cambio se

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pasaba los domingos en el hipódromo y en las regatas, cortejando a las jóvenes más atractivas.Se sorprendió de veras cuando una persistente sensación de tristeza comenzó a obsesionarlo. Aunque no tenía origen claro, esa sensación se fue volviendo cada vez más fuerte, y Falkman descubrió que no quería salir por la noche. Renunció a los comités y no volvió al club. En la bolsa estaba siempre distraído y se pasaba las horas junto a la ventana, mirando el tránsito.Por último, cuando los negocios dejaron de interesarle, el señor Montefiore le indicó que se tomase una licencia indefinida.Durante una semana Falkman anduvo con indiferencia por la enorme casa vacía. Sam Banbury lo visitaba con frecuencia, pero la sensación de dolor de Falkman no tenía alivio. Bajó las persianas, se pudo corbata y traje negros, y se sentó en la biblioteca oscurecida, clavando la mirada en el vacío.Al fin, cuando el abatimiento alcanzó el punto más bajo, se fue al cementerio a buscar a su mujer.La congregación se dispersó y Falkman se detuvo fuera de la sacristía a darle una propina a Biddle, el sepulturero, y a felicitarlo por el hijo pequeño, un querubín de tres años que jugaba entre las lápidas. Luego regresó a Mortmere Park, en el coche que seguía al carro fúnebre y encabezaba la comitiva.

- Un gran éxito, James -dijo la hermana con aprobación-. Veinte coches en total, sin contar los particulares.

Falkman le dio las gracias, examinándola con ojos críticos. La conocía desde hacía quince años y era evidente ahora que Betty estaba volviéndose cada vez más tosca, de voz más áspera y ademanes exagerados. Siempre habían estado separados por una notoria brecha social que Falkman había aceptado caritativamente, pero ahora esa división se estaba acentuando de manera visible. Los negocios del marido de Betty habían empezado a empeorar, y ella apenas pensaba en otra cosa que en asuntos de dinero y prestigio social.Falkman se congratuló, sintiendo que el éxito y la sensatez lo habían acompañado en la vida, cuando una curiosa premonición, indistinta pero inquietante, le rozó la mente.

Como el mismo Falkman quince años antes, la mujer yació primero en el ataúd dentro de la sala, que las coronas transformaban ahora en un emparrado verde oliva. Detrás de las persianas bajas el aire era oscuro y sofocante, y la mujer, de pelo rojo y abundante que le cubría la frente, de mejillas anchas y labios carnosos, le hizo pensar a Falkman en la bella durmiente de una glorieta mágica. Se apoyó en el riel de plata de la base del féretro y miró descuidadamente a la mujer, mientras la hermana reunía a los invitados alrededor del oporto y el whisky. Falkman observó atentamente las exquisitas pendientes y depresiones del cuello y del mentón; la piel blanca y suave se extendía hasta los

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hombros firmes. Al día siguiente, cuando la llevaron al piso de arriba, la presencia de la mujer colmó el dormitorio. Falkman estuvo sentado junto a ella toda la tarde, esperando a que despertara. Poco después de las cinco, en los escasos minutos de luz que quedaban antes que descendiese la oscuridad, cuando el aire colgaba inmóvil bajo los árboles del jardín, un tenue eco de vida se movió en la cara de la mujer. Los ojos se le aclararon y miró el cielo raso.Falkman se inclinó, expectante, y le tomó una mano fría. Sintió, muy lejos, un pulso débil.

- Marion -susurró.La cabeza de la mujer se inclinó ligeramente, y los labios se separaron en una sonrisa tenue. Durante unos instantes miró serenamente al marido.

- Hola, Jamie.

La llegada de Marion rejuveneció completamente a Falkman. Esposo devoto, pronto se sumergió del todo en la vida común de los dos. Cuando Marion se recuperó de la larga enfermedad, después de la llegada, Falkman entró en la mejor época de su vida. El pelo se le puso negro y liso, engordó de cara, el mentón se le volvió más fuerte y firme. Volvió a la bolsa, trabajando ahora con un interés renovado.El y Marion hacían una buena pareja. De vez en cuando visitaban el cementerio y se unían al servicio que celebraba la llegada de otro de los amigos, pero esas llegadas eran cada vez menos frecuentes. Otros grupos de personas visitaban continuamente el cementerio, enrareciendo las hileras de tumbas, y a medida que sacaban los ataúdes y retiraban las lápidas, extensas zonas del cementerio se iban transformando en un prado abierto. La empresa de pompas fúnebres próxima al cementerio, que notificaba a los familiares de los deudos, fue cerrada y vendida. Al fin, luego que Biddle, el sepulturero, rescató a su propia mujer de la última de la tumbas, el cementerio fue convertido en un campo de recreo infantil.

Los años de matrimonio fueron los más felices de Falkman. En cada verano Marion parecía más delgada y más juvenil; el pelo rojo era ahora una diadema brillante, visible entre la gente de la calle, cuando ella iba a buscarlo a la oficina. Regresaban a casa tomados del brazo, y en las noches de verano se detenían entre los sauces junto al río y se abrazaban como amantes.La felicidad de la pareja llegó a ser tan evidente para los amigos, que a la ceremonia religiosa asistieron más de doscientos invitados. Cuando se arrodillaron ante el altar celebrando los largos años de matrimonio, Falkman vio a Marion como una rosa tímida.

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Esa fue la última noche que pasaron juntos. Falkman había ido perdiendo interés en el trabajo de la bolsa, y luego de la llegada de hombres más viejos y serios lo habían descendido una y otra vez.Muchos de los amigos enfrentaban ahora problemas similares. A Harold Caldwell lo habían obligado a renunciar a la cátedra; ahora era profesor adjunto y tomaba cursos de postgraduado para familiarizarse con los numerosos trabajos aparecidos en los últimos treinta años. Sam Banbury era camarero en el Swan Hotel.Marion se fue a vivir con los padres de ella, y el departamento de Falkman, al que se habían mudado unos años atrás, después de cerrar y vender la casa, fue arrendado a nuevos inquilinos. Falkman, cuyos gustos se habían vuelto más simples con el paso de los años, tomó un cuarto en un hotel para estudiantes, pero él y Marion se veían todas las noches. Falkman se sentía cada vez más inquieto, sintiendo a medias que su vida se movía hacia un foco ineludible, y pensaba a menudo en dejar el empleo. Marion se oponía.

- Pero perderás todas las cosas por las que has luchado, Jamie. Todos esos años.

Falkman se encogió de hombros, masticando una brizna de hierba; estaban recostados en el parque, descansando, durante la hora del almuerzo. Marion trabajaba como vendedora en un supermercado.

- Quizá tengas razón, pero no me gusta que me rebajen de categoría. Hasta Montefiore se va. Acaban de nombrar presidente al abuelo -Falkman se volvió y puso la cabeza en el regazo de Marion-. Es tan aburrida y sofocante esa oficina, con tantos viejos devotos. Ya no me interesa.

Marion le sonrió cariñosamente. Falkman nunca había sido tan buen mozo; la cara tostada por el sol casi no tenía arrugas.

- Ha sido maravilloso vivir juntos, Marion -le dijo Falkan en la víspera del trigésimo aniversario

- Qué suerte que nunca hayamos tenido un hijo. ¿Te das cuenta que algunos tienen hasta tres y cuatro? Qué tragedia.

- Sin embargo, a todos nos puede pasar, Jamie -le recordó Marion-. Algunos dicen que tener un hijo es una experiencia noble y hermosa.

Durante toda la noche anduvieron juntos por el pueblo. El recato creciente de Marion avivaba el deseo de Falkman. Desde que se había ido a vivir con los padres, Marion se había vuelto tan tímida que casi no se atrevía a tomarlo de la mano.Luego Falkman la perdió.Caminaban por la feria, en el centro del pueblo, cuando se les unieron dos amigas de Marion, Elizabeth y Evelyn Jeremyn.

- Allí está San Banbury -Evelyn señaló un puesto, al otro lado de la feria, donde acababa de oírse el estallido de un petardo-. Haciéndose el tonto, como siempre.

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Evelyn y la hermana cloquearon con desaprobación. Tenían unas bocas fruncidas y una expresión severa, y llevaban unos oscuros abrigos de pana abotonados hasta el cuello.Mirando a Sam, Falkman se apartó unos pasos, y de pronto descubrió que las tres muchachas habían desaparecido. Echó a correr entre la gente, tratando de alcanzarlos, y entrevió fugazmente el pelo rojo de Marion.Se movió cruzando los puestos a los empellones, derribando casi una carreta de hortalizas, y le gritó a Sam Banbury:

- ¡Sam! ¿Viste a Marion?Banbury guardó los petardos en el bolsillo y lo ayudó a buscar entre la gente. Anduvieron así una hora. Al fin Sam se dio por vencido y se fue, dejando a Falkman, que siguió rondando bajo las luces tenues de la plaza, vagando en medio de objetos en desorden mientras los propietarios de los puestos empacaban las cosas y se iban.

- Discúlpeme, ¿ha visto a una muchacha por aquí? Una pelirroja...

- Por favor, ella estuvo aquí esta tarde.- Una muchacha...- ...llamada...

Aturdido, Falkman descubrió que había olvidado el nombre.

Poco después Falkman dejó el empleo y se fue a vivir con los padres. La casa pequeña, de ladrillo rojo, estaba al otro lado del pueblo; a veces, entre los sombreros apiñados de las chimeneas, veía las lomas distantes de Mortmere Park. La vida de Falkman entró ahora en una fase menos alegre, ya que empleaba la mayor parte del tiempo en ayudar a la madre y en cuidar de la hermana Betty. Comparada con la suya, la casa de los padres era fría e incómoda, completamente distinta de todo lo que Falkman había conocido hasta entonces. Aunque los padres eran gente buena y respetable, vivían limitados por la falta de éxito y la escasa educación. No se interesaban ni en la música ni en el teatro, y Falkman sentía que eran cada vez más toscos y torpes.Falkman dejó el empleo y el padre lo criticó abiertamente, pero la hostilidad que había entre ellos se apaciguó poco a poco a medida que el padre dominaba a Falkman, restringiéndole las horas libres y reduciéndole la cantidad de dinero para gastos personales, y previniéndole incluso que no jugase con ciertos amigos. En realidad, al irse a vivir con los padres Falkman había entrado en un mundo totalmente nuevo.En el momento en que empezó a ir a la escuela, Falkman había olvidado por completo la vida pasada, y ya no se acordaba ni de la casa grande donde habían vivido rodeados de sirvientes.Durante el primer semestre de clase Falkman estuvo en un grupo de muchachos mayores, a quienes los maestros trataban como iguales,

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pero con el paso de los años, lo mismo que los padres, los maestros comenzaron a presionar a Falkman. A veces Falkman se rebelaba, luchando por conservar su propia personalidad, pero al fin lo dominaron del todo, vigilándolo y moldeándole los pensamientos y el habla. Entendió oscuramente que todo el proceso educativo estaba calculado para ayudarlo a entrar en el extraño mundo crepuscular de la más temprana infancia. Ese proceso eliminaba deliberadamente toda huella de sofisticación, destruyendo, con las repeticiones constantes y los ejercicios cansadores, todos los conocimientos del habla y de las matemáticas, sustituyéndolos por una serie de versos y cantos sin sentido, preparando así un mundo de infantilismo total.Al fin, reducido casi al estado de un infante inarticulado, los padres intervinieron, sacándolo de la escuela, y Falkman pasó los últimos años de vida en la casa.

- Mamá, ¿puedo dormir contigo?La señora Falkman miró el niño de cara seria que apoyaba la cabeza en la almohada. Cariñosamente, le pellizcó la mandíbula y luego le tocó el hombro al marido que se movía en la cama. A pesar de los años de diferencia entre padre e hijo, los dos cuerpos eran idénticos: las mismas cabezas y hombros anchos, el mismo pelo espeso.

- Hoy no, Jamie; otro día, pronto.El niño miró a la madre con ojos muy abiertos, preguntándose por qué lloraba ella, pensando que tal vez había tocado uno de los tabúes que tanto fascinaban a los niños de la escuela, el misterio del destino último que los padres ocultaban cuidadosamente y que ya ni ellos mismos podían entender.Ahora Falkman empezaba a tener las primeras dificultades para caminar y alimentarse. Se tambaleaba torpemente por la casa, hablando con una vocecita aguda, y un vocabulario cada día más escaso hasta que sólo supo el nombre de la madre. Cuando ya no se pudo tener de pie, ella lo llevó en brazos, y le dio de comer como a un anciano inválido. La mente se le nubló a Falkman y sólo le quedaron flotando allí vagamente unas pocas constantes de calor y de hambre. Mientras pudo, dependió de la madre.

Poco después, Falkman y la madre pasaron varias semanas en el hospital de maternidad. La señora Falkman volvió al fin y guardó cama unos pocos días, pero luego empezó a moverse con más libertad, desprendiéndose lentamente de ese peso adicional acumulado durante el encierro.Unos nueve meses después de volver del hospital, un período en el que ella y el marido pensaron continuamente en el hijo, en la tragedia compartida de esa muerte cercana, símbolo de la propia e inminente separación, los dos se sintieron más unidos y se fueron de luna de miel.

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4. “Divina locura”, de R. Zelasny

"…YO SOY ESTE. ?asombro el por heridos oyentes como detenerse hace las y errantes estrellas las conjura dolor de frase cuya Aquél…¿Sopló humo a través del cigarrillo y éste se alargó.Echó una mirada al reloj y advirtió que las manecillas avanzaban hacia atrás.El reloj le dijo que eran las 22:33, ya casi las 22:32. Luego sintió algo cercano a la desesperación, pues sabía que no podía hacer absolutamente nada. Estaba atrapado, retrocediendo a través de la secuencia de hechos pasados.De algún modo, los síntomas preliminares le habían pasado inadvertidos.Por lo general, se presentaba con una visión prismática, un relámpago de estática rosada, una somnolencia, y luego un momento de percepción agudizada…Dio vuelta las páginas, de izquierda a derecha, siguiendo con los ojos el texto, de atrás para adelante.?intenso tan es dolor cuyo aquél es Quién¿ Impotente, allí, detrás de sus ojos, observó cómo actuaba su cuerpo.El cigarrillo había alcanzado su tamaño natural. La llama del encendedor brotó con un chasquido y absorbió el ascua diminuta; entonces devolvió el cigarrillo a la cajilla.Bostezó al revés: una exhalación primero, luego una inhalación.Todo aquello no era real… el médico se lo había explicado. Eran la pena y la epilepsia, que se sumaban para provocar ese síndrome tan extraño.Ya había tenido otro acceso. La dialantina no le servía de nada. Era una alucinación locomotriz postraumática, suscitada por la angustia y desencadenada por el ataque.Pero él no lo creía así, no lo podía creer… no después de transcurridos veinte minutos, en dirección contraria… no después de colocar el libro en el atril, ponerse de pie, caminar hacia atrás por la habitación hasta llegar al guardarropas, colgar su bata, volverse a vestir con la misma camisa y el pantalón que había llevado durante todo el día, retroceder de espaldas hasta el bar y regurgitar un Martini, sorbo a sorbo, cada vez más frío, y llenar el vaso hasta el borde, sin derramar una sola gota.Sintió que se aproximaba el sabor de la aceituna, y entonces todo volvió a cambiar.El segundero de su reloj-pulsera giraba en la dirección correcta.Eran las 22:07.Sintió que recuperaba la libertad de movimiento.Rebebió su Martini.Ahora, para ser fiel a la norma, tendría que ponerse otra vez la bata e intentar leer. En cambio, se preparó otro trago.

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Ahora la secuencia no se daría.Ahora los hechos no se producirían como él pensaba que habían sucedido y des-sucedido.Ahora todo era distinto.Todo lo cual corroboraba que no había sido nada más que una alucinación.Hasta la idea de que había durado veintiséis minutos en cada sentido era un intento de racionalización.Nada había sucedido…No debería beber, se dijo. Podría provocarle otro ataque. Rió.Pero todo era una locura…Mientras recordaba, bebió.

A la mañana, como era su costumbre, salteó el desayuno. Notó que pronto concluiría la mañana, tomó dos aspirinas, una ducha tibia, una taza de café; salió a caminar.El parque, la fuente, los niños con sus barquitos, el césped, el estanque: los aborrecía; y también la mañana y el sol, y los azules jirones de cielo alrededor de las nubes arremolinadas.Aborreciendo, se sentó allí. Aborreciendo y recordando.Si realmente estaba al borde de un colapso, decidió entonces zambullirse en él, no flotar a mitad de camino, en el filo de la navaja.Recordó por qué.Pero todo era límpido, tan límpido, la mañana, y todo era tan fresco y nítido y encendido con los verdes fuegos de la primavera, allí, bajo el signo del Carnero, en abril.Contempló cómo los vientos acumulaban los restos del invierno contra el lejano cerco gris, cómo impulsaban los barquitos a través del estanque, hasta hacerlos encallar en el cieno a flor de agua de donde los niños los sirgaban.La fuente lanzaba su fría sombrilla sobre los delfines de cobre enmohecido. Los rayos del sol la incendiaban cada vez que él movía la cabeza. El viento despeinaba el agua.Apiñados sobre el cemento, los pájaros picoteaban un trozo de caramelo adherido a su rojo envoltorio.Los barriletes ondeaban sobre sus colas, se hundían, se remontaban cada vez que los niños tironeaban de las cuerdas invisibles. En los hilos telefónicos se enredaban armazones de madera y jirones de papel, como quebradas claves de sol y borrosos glissandos.Aborrecía los hijos telefónicos, los barriletes, los niños, los pájaros.Sin embargo, más que a nada o a nadie, se odiaba a sí mismo.¿Cómo hace un hombre para destruir lo que hizo?Es imposible. No hay forma bajo el sol. Puede sufrir, recordar, arrepentirse, maldecir, olvidar. Nada más. El pasado, en ese sentido, es irrevocable.

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Una mujer pasó caminando a su lado. No levantó la cabeza a tiempo para verle la cara, pero la cascada rubio-ceniza del pelo que le rozaba el cuello del abrigo y la curva de las piernas seguras enfundadas en malla transparente, visibles bajo el ruedo negro y por encima del rítmico redoblar de los incómodos tacones, le cortó el aliento y lo fascinó con el hechizo de su andar y su porte, y algo más, como una rima para su último pensamiento.Se levantó a medias del banco cuando la estática rosada le hirió las pupilas, y la fuente se transformó en un volcán que derramaba arcoiris.El mundo estaba congelado y se le ofrecía bajo vidrio....La mujer volvió a pasar, ahora caminando hacia atrás, y él bajó la cabeza demasiado pronto para verle la cara.El infierno empezaba otra vez. Así lo entendió cuando los pájaros pasaron ante él volando hacia atrás.Se entregó sin lucha. Que continuase hasta el colapso, hasta que estuviese totalmente agotado, y no quedase nada.Esperó allí sentado en el banco, viendo a los “slythey toves be brillig”1, mientras la fuente reabsorbía sus aguas, trazando con ellas un gran arco sobre los delfines inmóviles, y los barquitos corrían hacia atrás por el estanque, y el cerco se despejaba de sus volanderos restos de papel, y los pájaros restituían el caramelo a su envoltorio rojo, trocito tras trocito crocante.Sólo sus pensamientos permanecían inviolables, su cuerpo pertenecía a la marea en reflujo.Por fin se puso de pie y caminando de espaldas, a paso lento, salió del parque.En la calle, un muchacho se le adelantó, caminando hacia atrás, des-silbando aires de una canción de moda.Desbajó la escalera de su departamento (la resaca le molestaba cada vez más), desbebió el café, se desduchó, destragó las aspirinas, y se metió en la cama, sintiéndose espantosamente mal.Que esta vez sea, resolvió.Una pesadilla apenas recordada se proyectó al revés en su mente, concluyendo con un inmerecido final feliz.

Cuando despertó era de noche.Estaba muy borracho.Retrocedió hasta el bar y empezó a escupir los tragos, uno por uno, dentro del mismo vaso que había usado la noche anterior, y a volcarlos de nuevo desde el vaso a las botellas. Separar el gin del vermouth no era ninguna hazaña. Los líquidos mismos saltaban por el aire cuando ponía las botellas descorchadas sobre el bar.Y a medida que lo hacía se iba sintiendo cada vez menos borracho.

1 Alusión a un casi indescifrable (y por lo tanto prácticamente intraducible) poema de Lewis Carroll, de Alicia a través del espejo, donde, como en el cuento, todo se ve a la inversa, a través del espejo. (N. de la T.)

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Luego se encontró frente a un Martini tempranero y eran las 22:07. En ese momento, en plena alucinación, lo atormentó otra alucinación. Giraría el tiempo espiral sobre espiral, es decir, avanzaría y luego retrocedería otra vez, por el mismo camino de su ataque anterior?No.Era como si nunca hubiese sucedido, como si jamás hubiese existido.Continuó desandando durante toda la noche, des-haciendo cosas.Levantó el receptor del teléfono, dijo “adiós”, le desdijo a Murray que otra vez mañana no iría a trabajar, escuchó un momento, colgó el receptor y lo miró cuando la campanilla empezó a sonar.El sol apareció por el poniente y la gente dio marcha atrás a sus coches para ir a sus trabajos.Leyó el pronóstico meteorológico y los titulares, dobló el diario de la noche y lo puso en el vestíbulo exterior.Era el ataque más prolongado que había tenido hasta entonces, pero en realidad no le preocupaba. Se instaló en la alucinación y aguardó, mientras el día se ovillaba en una nueva mañana.La resaca reapareció a medida que el día se acortaba, y era terrible cuando se metió otra vez en cama.La tarde anterior, al despertarse, estaba totalmente borracho. Recargó dos de las botellas, las retapó, las reselló. Sabía que pronto las llevaría a la tienda de licores y que le devolverían su dinero.Ese día, mientras permanecía allí sentado, la boca desmaldiciendo y desbebiendo, los ojos desleyendo, supo que los autos nuevos eran re-expedidos a Detroit para ser des-armados y que los cadáveres despertaban de sus agonías, y que los sacerdotes del mundo entero oficiaban, sin saberlo, misas negras.Tuvo ganas de reír, pero no pudo persuadir a su boca de que lo hiciese.Desfumó dos atados y medio de cigarrillos.Luego llegó una nueva resaca y se fue a la cama. Más tarde, por el este, se puso el sol.

El alado carro del tiempo huyó delante de él cuando abrió la puerta y dijo “adiós” a los que habían venido a consolarlo y ellos entraron en la casa y se sentaron y le rogaron que no sufriera en demasía.Y lloró sin lágrimas cuando comprendió lo que se avecinaba.A pesar de su locura, sufría....Sufría, mientras los días corrían hacia atrás....Hacia atrás, inexorablemente....Inexorablemente, hasta que supo que el momento se aproximaba.Rechinó los dientes de la mente.Grande era su dolor y su odio y su amor.

Vestía su traje negro y desbebía trago tras trago, en tanto en algún lugar los hombres desraspaban la greda de las palas que serían utilizadas para descavar la tumba.

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Retrocedió con su auto hasta el velatorio, lo estacionó, y subió al coche que encabezaba el cortejo.Desanduvieron todo el camino al cementerio.De pie entre sus amigos escuchó al predicador.“...polvo al polvo; cenizas a las cenizas”, dijo el hombre, lo cual, dicho de atrás para adelante o de adelante para atrás, suena más o menos igual.El ataúd fue llevado al coche fúnebre y transportado de vuelta al velatorio.Permaneció sentado durante el oficio y volvió a casa. Se desafeitó, se descepilló los dientes y se acostó.Despertó, volvió a vestirse de negro y regresó al velatorio.Todas las flores estaban en su lugar.Con rostros solemnes, los amigos desfirmaron el Libro de Condolencias y le desestrecharon la mano. Luego entraron para sentarse un rato y contemplar el ataúd cerrado. Y entonces se marcharon y quedó a solas con el encargado del funeral. Más tarde, quedó a solas consigo mismo.Las lágrimas le subían por las mejillas.La camisa y el traje lucían otra vez frescos y sin arrugas.Regresó a casa, se des-vistió, se des-peinó el pelo. El día se desplomó a su alrededor convirtiéndose en mañana y volvió a la cama para desdormir otra noche.

La noche de la víspera, al despertarse, advirtió hacia dónde se encaminaba.Dos veces puso en juego toda la fuerza de su voluntad, en un intento por interrumpir la secuencia de los hechos. Fracasó.Quería morir. Si ese día se hubiese matado, ahora no se encaminaría hacia eso.Había lágrimas en su mente cuando vislumbró el pasado que a menos de veinticuatro horas lo aguardaba.Ese día, mientras descontrataba la adquisición de un ataúd, de una bóveda, de los accesorios, el pasado lo acechaba.Entonces se encaminó a su casa con la peor de todas las resacas y durmió hasta despertar para desbeber trago tras trago y regresar a la morgue y llegar a tiempo para colgar el teléfono después de esa llamada, la llamada que había venido a romper......El silencio de su furia con su campanilleo.Ella estaba muerta.Ahora, en algún lugar de la carretera interestatal 90, yacía entre los escombros de su coche.Mientras se paseaba de un lado al otro, desfumando, sabía que ella estaba allí, desangrándose....Luego agonizando, después del choque a ciento sesenta kilómetros por hora....Y luego ¿viva?

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...Y luego ¿reconstruida, junto con el auto, y viva otra vez, se levantaba? ¿Aún ahora des-andando el camino a casa a una velocidad terrible, para regolpear la puerta como rúbrica final? ¿Para desgritarle y ser a su vez desgritada?Gritó en el interior de su mente. Se retorció las manos del espíritu.Llegado hasta aquí, no podía detenerse. No. No ahora.Todo su dolor y su amor más el odio que sentía por si mismo lo habían arrastrado tan lejos, tan cerca del momento...No podía terminar aquí.Luego de un rato, se acercó a la sala, sus piernas avanzaban paso a paso, sus labios maldecían, aguardaba algo.La puerta se abrió de un golpe.Ella lo miraba con fijeza, el rimmel se le había corrido, tenía lágrimas en las mejillas.-!infierno al vete Entonces¡ -dijo él.-!voy Me¡ -dijo ella.Entró de espaldas al departamento y cerró la puerta.Colgó de prisa el abrigo en el guardarropa del vestíbulo.-.piensas que lo es eso Sí -dijo él, encogiéndose de hombros.-!tú que más nadie interesa te no ti A¡ -dijo ella.-!chiquilla una como portando estás Te¡ -dijo él.-!arrepentido estás que es decir puedes que menos Lo¡Sus ojos brillaban como esmeraldas a través de la estática rosada y estaba hermosa y viva otra vez.El bailaba mentalmente.Se produjo el cambio.-¡Lo menos que puedes decir es que estás arrepentido!-Lo estoy -dijo él, y le tomó la mano y se la oprimió con fuerza para que ella no pudiera zafarse-. Cuánto, nunca lo sabrás.

-Ven aquí -y ella fue.

Título del original: Divine Madness.

5. “La escopeta”, de Julio Ardiles Gray.

Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo.

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“Ya que no es la paloma -se dijo- no me voy a volver a la casa con las manos vacías.”

Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso a cantar.Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó.

“Qué extraño -se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como éste.”

El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez como un perfume agridulce y verde.Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su canto continuaba flotando en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron y él volvió en sí.

“Me estoy volviendo muy abriboca” -se dijo mientras sacudía la cabeza.

Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido.

- ¡Esto me pasa por tonto! -gritó en voz alta. Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:

“Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa”.

Y se lanzó cortando campo hasta alcanzar el callejón.Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero terrible.Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se desbandaron gritando:

- ¡El Viejo...! ¡El Viejo...!

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Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un hilo de voz:

- ¿Quién es usted... ? Yo busco a Leandro...La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.

- ¿Qué dice, buen hombre? -dijo.- Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro...

Esta es mi casa.- ¿Su casa? -dijo la mujer.- Sí. ¡Mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Fernández.

La mujer hizo un gesto de extrañeza.- Era... -dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos

hace veinte años cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.

- ¡Qué! -gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.

- Sí... -asintió la mujer temerosa.Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas, muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.

Fuente: Ardiles Gray, Julio, Cuentos amables, nobles y memorables. San Miguel de Tucumán, Ediciones del Cardón, 1964 (págs. 79-81).

6. “Cuentos medievales del monje y el pájaro”, de Jacobo de Vitry

Del abad que pensaba de qué modo podía estar en el paraíso sin tedio

De cierto abad de santa vida hemos oído esta historia.Meditando sobre los novísimos, y de cómo sería la vida futura, se fijó especialmente en las alegrías del Paraíso y vino a pensar en cómo los santos podían estar allí siempre sin sentir tedio. Salió del monasterio para pasear y se le apareció una bellísima ave que atrajo su atención. Pronto su ánimo se extasió con el dulcísimo canto de la avecilla.Vuelto en sí, regresó a la abadía. Vio con sorpresa que el aspecto del monasterio había cambiado mucho y ni conoció al portero ni fue reconocido él mismo por ninguno de los monjes. Y como dijese:

- Yo soy el abad tal de este monasterio que hace poco salí de la casa para meditar-, los que rogaban conocerle fueron a buscar los libros en donde estaban escritos los nombres de los abades anteriores; hallaron que trescientos años antes había habido un abad de tal nombre, y sacaron en consecuencia que había pasado, pues trescientos años desde que el abad saliera del monasterio.

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Y así Dios hizo entender al santo varón que “mil años” en la beatitud eterna son como “el día de ayer que ya pasó” y que pasan sin tedio. Pues infinitamente mejor es ver a Dios cara a cara que recrearse con la avecilla y oír su canto.

El monje que conoció los gozos del paraíso

Un religioso pedía siempre a Dios que le mostrase el gozo más pequeño del Paraíso. Una vez se le apareció una avecilla que se puso a cantar maravillosamente en su presencia y queriendo cogerla la siguió a un bosque y escuchándola se quedó junto a un árbol y allí pasó largo rato; cuando la avecilla echó a volar, se dirigió al convento y vio que el claustro estaba completamente cambiado. A duras penas le dejaron entrar porque no podía reconocérsele. Todos se admiraron de verle y él de ver a los demás monjes. Cuando el abad le preguntó quién regía el convento en la época en que él había salido, consultaron las crónicas y vieron que habían pasado un sinfín de años. El monje dijo que sólo había estado fuera una hora, a causa de la extrema dulzura del canto de la avecilla que lo había entretenido.

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