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La cocina de casa era sencilla, espaciosa y blanca, tenía una cenefa de azulejos con pe- queñas escenas de obradores antiguos y en ellas se veían alegres personajes de Brueghel con cal- zas y jubones horneando panes, asando cochini- llos y transportando viandas hacia un festín de orondos señores, unas imágenes absolutamente alejadas de la realidad de aquellos días en que el hambre llegaba hasta el fondo de las hormigas. La cocina recibía la primera luz del sol por una ventana abierta al patio. En primavera llegaba cargada de azahar y en los temporales de levante la acompañaba una humedad marina. Estos aro- mas eran sus dones naturales, a los que a veces también había que añadir el olor de los abonos de la huerta cercana, el nitrato, el amoniaco, el hondo aliento del mantillo fermentado. En la cocina había una alacena con puer- tas de madera lavada y cristal opaco donde se guardaban algunos recipientes de cerámica que contenían alimentos cuyos nombres venían es- critos dentro de una orla con letra inglesa: arroz, fideos, alubias, harina, lentejas, azúcar. Cuando penetró en aquella cocina la esquirla de un pro- yectil, en esos recipientes alineados en las estan- www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Verás el cielo abierto

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La cocina de casa era sencilla, espaciosay blanca, tenía una cenefa de azulejos con pe-queñas escenas de obradores antiguos y en ellasse veían alegres personajes de Brueghel con cal-zas y jubones horneando panes, asando cochini-llos y transportando viandas hacia un festín deorondos señores, unas imágenes absolutamentealejadas de la realidad de aquellos días en que elhambre llegaba hasta el fondo de las hormigas.La cocina recibía la primera luz del sol por unaventana abierta al patio. En primavera llegabacargada de azahar y en los temporales de levantela acompañaba una humedad marina. Estos aro-mas eran sus dones naturales, a los que a vecestambién había que añadir el olor de los abonosde la huerta cercana, el nitrato, el amoniaco, elhondo aliento del mantillo fermentado.

En la cocina había una alacena con puer-tas de madera lavada y cristal opaco donde seguardaban algunos recipientes de cerámica quecontenían alimentos cuyos nombres venían es-critos dentro de una orla con letra inglesa: arroz,fideos, alubias, harina, lentejas, azúcar. Cuandopenetró en aquella cocina la esquirla de un pro-yectil, en esos recipientes alineados en las estan-

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terías no había más que telarañas y lo mismosucedía con la tinaja de aceite y con los sacos devíveres de la despensa convertida en refugio con-tra el bombardeo. De ella hacía tiempo que ha-bía desaparecido el aroma de magdalenas, deconfituras y de levadura madre para ser susti-tuido en esos días aciagos por el sudor y el terrorde unas personas hacinadas. ¿El terror huele?Sin duda alguna, el terror huele a hierro oxida-do. A ese sudor herrumbroso debía de oler ladespensa de casa.

En la cocina había un pozo de agua ter-mal, no potable, pero muy saludable para el reu-ma y la artrosis; era el mismo venero, que aflora-ba a 48 grados de temperatura, del que se nutríantambién los balnearios del pueblo, La Estrella,Cervelló, Galofre. Creo que todavía hoy en esepozo cegado quedarán residuos de pistolas y otrosarmamentos de juguete. La tía Pura era una pa-cifista radical y sin fisuras. De niño, ya en laposguerra, no consentía que yo tuviera un armaen la mano. Ni siquiera admitía el arco y las fle-chas de madera endeble, ni la corona con plu-mas de indio pintadas de amarillo. En cuanto meveía jugar con una escopeta que disparaba untapón de corcho o con uno de aquellos revólve-res de latón cromado, me cogía de la oreja, mellevaba al brocal del pozo y allí me desarmabaen medio de una soflama antibelicista. Luegolevantaba la tapa y arrojaba dentro de aquella os-curidad sulfurosa el juguete maldito. Aún guar-

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do en la memoria el sonido que producía al daren el fondo, contra el agua.

—¡Ya ha habido bastantes muertos! —megritaba después a bocajarro, con ojos desorbita-dos, sin que yo entendiera a qué muertos se re-fería. ¿Habrían pasado los apaches o el Séptimode Caballería por el pueblo?

Según me contaron años después, el día7 de julio de 1938, en plena guerra civil, hacialas dos de la tarde, había una olla al fuego en lacocina de casa. Durante algunas jornadas laspiezas de artillería instaladas en Vila-real veníanarrojando proyectiles sobre el frente republica-no para abrir paso a la IV División de Navarra,que bajaba por la sierra de Espadán buscando elMediterráneo por la campa de la Plana. Lo quese cocía en la olla de la abuela no lo sé. Proba-blemente era un potaje de miserables verduras,nabos, acelgas, cardos, judías blancas. A este po-taje de ayuno, que no llevaba carne ni grasaalguna, se le llamaba olla de dos caras, la del co-mensal propiamente dicha y la misma que se re-flejaba en el caldo, de modo que uno se veía obli-gado a sorber el propio rostro que aparecía en elfondo de aquel espejo, hasta el punto que algúnloco famélico pudo llegar a creer que su nariz eraun muslo de pollo. No obstante, ese caldo pro-cedía del agua mineral que manaba desde la eraTerciaria de la fuente calda del pueblo, un ma-nantial en el que ya abrevaron las legiones ro-manas, puesto que la Vía Augusta pasaba por la

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puerta de casa. No era Escipión el Africano elque ahora llegaba sino el coronel africanista Gar-cía Valiño, del bando de los nacionales, y éstefue directamente el responsable de aquel desa-guisado que sucedió en la cocina.

Era la abuela Roseta la que gobernabaaquel potaje. Tal vez lo habría probado ya desal, mientras las baterías franquistas seguían so-nando con pulsiones densas y no muy lejanas.El resto de la familia, incluyéndome yo mismo,que tenía entonces unos meses y andaba a gatas,estaba refugiado en la despensa, guarecida porla escalera de piedra. En medio de aquella re-friega de la artillería cayeron varios proyectilesen el pueblo, uno mató al sacristán en una le-ñera donde se había refugiado, otro hizo im-pacto muy cerca, en la calle principal, y una es-quirla penetró en casa de mis abuelos, anduvorebotando entre las paredes con un silbido con-fundido con los destrozos que causaba a su pa-so, llegó a la cocina y después de partir en dosmitades el frutero que había en la mesa de már-mol terminó por abrirle un boquete a la olla pordonde se derramó todo el caldo del potaje.

La abuela Roseta, que había sido respe-tada por la metralla, vino al refugio de la des-pensa, donde alguien rezaba las jaculatorias te-rribles del trisagio para aplacar la ira divina, SantoDios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, líbranos, Se-ñor, de todo mal, y en el vano de la puerta, pues-ta en jarras, dijo:

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—Hoy no comemos.Con este desplante enmudecieron los

cañones y, después de un silencio neumáticoque reinó sobre toda la naturaleza, de pronto seoyó cantar en la plaza el himno falangista deCara al sol a cargo de unos soldados borrachosde pólvora, que en una mano blandían el mos-quetón y en la otra levantaban el trofeo de unagallina o de un conejo robados. Las tropas na-cionales, compuestas de moros y cristianos, en-traron en el pueblo. La familia salió del refugio,llevándome mi madre en brazos, para saludara los vencedores y sin duda alguien me haríaagitar la manita sonrosada, pero la abuela Ro-seta se puso de morros contra todo el EjércitoNacional y con el ánimo revirado se negó a aban-donar la cocina y, por mucho que el resto de lafamilia la llamaba a gritos para que saliera ala calle a saludar al ejército de Franco, ella sequedó allí limpiando el suelo con una bayetay tratando de juntar las dos partes del frutero.Hasta el día de su muerte la abuela Roseta nodejó de pensar que los militares se habían des-colgado por la sierra de Espadán con el únicoobjetivo de arruinarle el potaje. Era pequeña,nerviosa, de piel transparente, llena de huesi-llos. En la fotografía que conservo de ella estásentada con un abanico de nácar abierto enel regazo, un medallón en el pecho y muchaspuntillas. Ignoro de qué murió aquel pajarito.Fue poco tiempo después de que pasaran los

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cañones victoriosos dejando atrás un rastro desilencio.

Su cuerpo presente dentro del féretro depino fabricado sobre la marcha esa noche por elcarpintero del pueblo se exhibió en el comedoral pie de la chimenea con las manos atadas porun rosario de cuentas como nueces de meloco-tón, que perteneció a un cuñado fraile carme-lita de renombre en la comarca. Los cuatro ve-lones reflejaban sus ánimas en los cristales delas alacenas, donde ya volvían a brillar botellastalladas de licor de café, de anís, de crema deframbuesa y copas para granizados y leche me-rengada. El mismo día del entierro, cuando elduelo regresó del cementerio, en aquel come-dor, donde se había establecido una chocola-tada de consuelo, comencé a caminar entre elcorro de deudos enlutados. A los ocho meses devida realicé un corto trayecto de siete pasos en-tre los brazos de mi madre que me soltó y los demi padre que los tenía abiertos para acogerme.El éxito de esta prueba fue celebrado con granalborozo por todos los presentes y tal vez losaplausos quedaron grabados en algún bulbomuy íntimo de mi cerebro como una señal deque mi vida empezaba francamente bien y de queen adelante seguiría siendo un triunfador, peroal intentar repetir la hazaña me caí de bruces yante el fracaso comenzaron los lamentos del co-ro familiar a los que se unía mi llanto y, enton-ces, estando yo todavía con la nariz en el suelo,

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mi padre, al parecer, pronunció una sentenciainapelable:

—Eso le enseñará que en la vida hay quesaber dónde se ponen los pies.

Aquel comedor fue la sala de juegos demi infancia, allí realicé mis primeras lecturasy corrí mis primeras aventuras con la imagina-ción. Debido al pánico que sentía de volvermea caer, permanecí caminando a gatas casi hastalos dos años y, de hecho, siendo ya un adultomi padre un día me dijo con el dedo levantadoque yo no había aprendido a andar correcta-mente todavía, si bien se refería a otra clase depasos. Aún hoy, cuando creo que no voy porbuen camino, oigo estas voces severas en la nu-ca: vas mal, hijo mío, vas mal, ponte a gatas otravez. Mi forma de rebelarme es buscar a unamujer que me dé masajes en las cervicales mien-tras me cuenta una historia al oído que me im-pulse a levantarme. Muchos años después supeque debajo de aquel comedor de la casa solarie-ga de mis abuelos, donde oí junto a la chimeneatantas historias de terror, se escondía un sinies-tro tesoro.

De pronto se ha cerrado el cielo, ha caídoun violento aguacero seguido de un tornado, queha arrancado de cuajo varios árboles en el paseo

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del puerto. Algunas calles están inundadas y elparte meteorológico anuncia una semana de tor-mentas. La fuerza del viento ha hecho que ins-tintivamente me mirara la palma de la manoderecha y me quedara meditando. Lo hago siem-pre después de una gran tempestad para ver siahí aparece grabada bajo la piel la imagen de ladiosa de la libertad. Hasta ahora no ha afloradoen ningún caso, con tanta vida que llevo a cues-tas y a este paso me iré a la tumba sin recibiruna herencia que he esperado tanto tiempo yque se debía a mi otra abuela, que se llamabaVentura.

Un día de invierno, hace más de cienaños, la niña Ventureta, vestida de fiesta, iba ala feria del santo patrón San Sebastián con elencargo de comprar miel, dátiles, hilos de sedapara bordar y algunas alhajas sencillas de regalo.La noche anterior se había destapado una for-midable tormenta, como esta que ahora acaba deabatirse sobre el litoral de Denia y, de caminohacia la ermita, al atravesar un puente de tablasque se había montado sobre un torrente bravo,la niña resbaló y se cayó al agua. La fuerza de lacorriente arrastró su cuerpo y ella braceó deno-dadamente durante un tiempo para alcanzar unaribera, pero muy pronto se abandonó sin fuer-

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zas a las violentas aguas, que la arrastraron porel cauce un largo trecho, unas veces sumergiday otras aflorada. Por fin un tronco cruzado de-tuvo su cuerpo. Cuando algunos vecinos llegaronen su auxilio, la niña ya parecía del todo ahoga-da y, mientras la ponían cabeza abajo para quesoltara el agua que había tragado, alguien advir-tió que tenía la mano derecha cerrada con una fé-rrea voluntad que iba hasta más allá de la muer-te. Después de resucitada, una vez en casa, sereparó en que su puño seguía igual de crispado,hasta el punto que tuvieron que abrirlo dedo adedo, con ayuda de unas tenazas, y cuando, porfin, después de mucho trabajo, la mano le fueforzada, los presentes vieron que la niña guar-daba en el puño la peseta de plata que su madrele había dado para comprar regalos en la feriadel santo. Era una moneda del Sexenio Revolu-cionario, fechada en 1870, y, a causa de su pa-sión por mantenerla a salvo, le había dejado unaseñal indeleble de todos los detalles numismáti-cos, como una ceca, en la mano. En su palma lafigura de una diosa aparecía recostada sobre elperfil de una cordillera blandiendo una rama deolivo. La imagen permaneció grabada en la pielde la abuela Ventura hasta el final de sus días yentre la familia corría la leyenda de que esa mar-ca se transmitiría como herencia al más privile-giado de los descendientes en medio de una grantormenta como un aviso de buena fortuna. Enel futuro, mientras un turbión se llevara por los

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aires la cepa de los árboles, alguno de nosotrosabriría la mano y en ella vería brillar iluminadapor un rayo del cielo la diosa de la libertad con-vertida en plata, que la fuerza del viento le ha-bía regalado.

No ha sido éste mi caso, porque de laabuela Ventura sólo he heredado la flema quese me forma en la garganta cuando me pongonervioso y que debo arrastrar con un persisten-te carraspeo antes de hablar en público. Igno-ro de qué murió aquella mujer tan arriscada,aunque, al parecer, lo hizo tosiendo como otrosse van al cielo o al infierno callados. Estando laabuela Ventura en el lecho de muerte, despuésde untarle la frente, la palma de las manos y elcalcañar con los santos óleos, fue requerido deValencia un catedrático de medicina, especialis-ta en cosas de laringe, para ver si conseguía rete-nerla un poco más en este mundo sin toser. Elcatedrático llegó al pueblo desde la capital, a másde cuarenta kilómetros, en un taxi de gasógeno;fue recibido con gran respeto por el médico ruraly con muchas reverencias por parte de la familia,mis padres, la tía Pura, el tío Manuel y otros an-tepasados. Al pie de la cama, después de un si-lencio medido, el catedrático diagnosticó:

—Es una tos nerviosa, no pasa nada, so-brevivirá a esta flema. Denle un jarabe de alga-rroba y las pastillas del doctor Andreu.

Dicho esto, el catedrático cobró la mi-nuta y después, ante la buena nueva que había

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anunciado, se hizo invitar a una paella de lujopara la cual se sacrificó un pavo, se le ofrecieronlicores de hierbas en la sobremesa, se le regaló unpuro caliqueño y, mordiéndolo con sus muelasde oro, montó de nuevo en el taxi y se esfumó.La abuela Ventura murió antes de que el ilustredoctor llegara a Valencia. ¿Cómo no iba a estarnerviosa si, al parecer, era la única que sabía queiba a entregar el alma al Señor, mientras los de-más no hacían sino ensalzar lo bueno que habíasalido el arroz?

Al tornado de final de septiembre lehan seguido varios días de lluvia mansa y ahorael cielo aún continúa encapotado y llueve a ra-chas contra los cristales. Protección Civil to-davía mantiene esta zona en alerta roja. Estabacon la memoria perdida, de pie, observandopor la ventana el membrillero empapado quevertía en la tierra unas gotas de oro despuésde resbalar sobre los membrillos maduros y enese momento oí que una mujer a mi espalda,mientras dejaba el té sobre la mesa, me pregun-taba:

—¿Le sirvo azúcar, señor?—No, gracias —le dije.—El día viene acompañando a la triste-

za, pero no llame a la melancolía, que es muy ma-

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la. Cuando se abra el cielo, coja el barco y váya-se a navegar —añadió la mujer.

Creo que éste es un buen momento paracontar algunas cosas de mi vida. La melancolíade la tarde parece muy propicia para poner unpoco de orden en mi cabeza. El tornado se hallevado por los aires la caseta del perro y las bi-cicletas, ha partido la yuca y ha quebrado algu-nas ramas de los chopos. El fondo de la piscinaestá lleno de pinocha y sobre el agua flotan lasflores de la buganvilla. Llueve, llueve otra vez.Los pinos de atrás de la casa huelen intensamen-te. Los veraneantes ya han regresado a la ciudad.Los toldos de los chiringuitos de playa están re-cogidos, las sillas han sido apiladas y atadas concadenas, pero cuando salga el sol los caracolestreparán por las perfumadas virutas del hinojoen el barranco y yo volveré a abrir las ventanas.No quisiera mentirme. Tal vez no voy a tener elvalor de levantar la tapa de la quesera, con laque trato de proteger mi alma de las moscas, ano ser que la escritura desate el nudo asentadoen el diafragma. Me pregunto para qué sirve sersincero, si dentro de poco ya estaré en el fondodel mar o en esa estrella del firmamento que heelegido y que está compuesta por todos los hue-sos de personas y animales que han muerto en

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la Tierra. La vida consiste en equivocarse, cadauno a su manera.

Este membrillero me lo regaló el tío Ma-nuel. Su fruto no ha evolucionado nada desdeel tiempo de los patriarcas. Los membrillos sehallan incólumes en los bodegones de Zurbarány así se muestran ahora en el frutero pegado congarras de alambre que está sobre la mesa de lacocina de mi casa de Denia donde escribo estosrecuerdos, que podrán servir de pasto para mipsicólogo. Es el frutero de la abuela Roseta par-tido en dos por la esquirla de obús. Lo he con-servado como un símbolo de la guerra civil; a lolargo de tantos años lo he ido cargando con lasfrutas de cada temporada, pomelos, melocoto-nes, claudias, cerezas, como una redención deaquella crueldad. Ahora contiene los cinco pri-meros membrillos de la cosecha de este otoño.

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Trabajo
Cuadro de texto
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