y Follar Era Esto

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Y FOLLAR ERA ESTO... Cuando era chico pensaba que follar era lo más grande del mundo. Al principio me daba miedo porque desde siempre tuve temor a oscuridad y, en consecuencia, a todo pliegue que se ahondara en la tierra o en la carne abortando en su invaginación la luz del día. Pero esos prejuicios fueron cediendo por el empuje de la tiranía hormonal. Dejaba atrás todos los paraísos de la infancia para asumir el destino de todo hombre, el que le obliga a buscar instintivamente y hasta su muerte, la extinción del desasosiego. Así el deseo me fue calentando las ingles hasta convertirse en una pinza casi inaguantable y, mientras esperaba el supremo momento, se abría en mi imaginación un mundo de volubles delicias, de anticipaciones carnales. Al masturbarme por primera vez sentí como una nueva fuerza, una descarga de iones me polarizaba el espinazo para condensarse de forma brusca en la dicha absoluta sobre un punto concreto de mi anatomía: sobre la punta del capullo. Calculé entonces a cuanto podría elevarse esa dicha cuando por fin follar El aluvión pornográfico de finales de los setenta no hizo sino afirmar en mí la condición de ser incompleto, de hombre-niño por cuajar. Me masturbaba continuamente, primero frotándome contra la almohada. Cuando mi madre descubrió sospechosas manchas sobre el cubre almohadas supe cuán fácil era para una madre rastrear hasta el final de la infancia y el origen de la concupiscencia en un juego de sábanas. Los primeros años ochenta incorporaron al mobiliario de los hogares acomodados la maravilla del aparato de vídeo. 59

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"Y follar era esto" es el segundo de los treinta y tres cuentos que componen la obra del escritor granadino "Hagas lo que hagas te arrepentirás"

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Y FOLLAR ERA ESTO...

Cuando era chico pensaba que follar era lo más grande del mundo. Al principio me daba miedo porque desde siempre tuve temor a oscuridad y, en consecuencia, a todo pliegue que se ahondara en la tierra o en la carne abortando en su invaginación la luz del día. Pero esos prejuicios fueron cediendo por el empuje de la tiranía hormonal. Dejaba atrás todos los paraísos de la infancia para asumir el destino de todo hombre, el que le obliga a buscar instintivamente y hasta su muerte, la extinción del desasosiego. Así el deseo me fue calentando las ingles hasta convertirse en una pinza casi inaguantable y, mientras esperaba el supremo momento, se abría en mi imaginación un mundo de volubles delicias, de anticipaciones carnales. Al masturbarme por primera vez sentí como una nueva fuerza, una descarga de iones me polarizaba el espinazo para condensarse de forma brusca en la dicha absoluta sobre un punto concreto de mi anatomía: sobre la punta del capullo. Calculé entonces a cuanto podría elevarse esa dicha cuando por fin follar

El aluvión pornográfico de finales de los setenta no hizo sino afirmar en mí la condición de ser incompleto, de hombre-niño por cuajar. Me masturbaba continuamente, primero frotándome contra la almohada. Cuando mi madre descubrió sospechosas manchas sobre el cubre almohadas supe cuán fácil era para una madre rastrear hasta el final de la infancia y el origen de la concupiscencia en un juego de sábanas. Los primeros años ochenta incorporaron al mobiliario de los hogares acomodados la maravilla del aparato de vídeo. Como mi familia no era lo bastante acomodada, tenía que ir casa de mis primos para ver películas porno cuando mis tíos no estaban. Mis primos ofrecían el aparato y yo era el encargado de agenciar las cintas. Las alquilaba con el dinero que ahorraba al prescindir del bocadillo de los recreos. Por eso soy un hombre de letras, porque aquel año, aquel curso, tenía las matemáticas a última hora. Y a mí no me quedaba energía a última hora por culpa de ayunar en los recreos. ¡Con lo que me gustaban a mí las matemáticas! Y pensar que no soy físico o arquitecto o ingeniero por culpa de un bocadillo de chorizo, por tener casualmente unos tíos acomodados con vídeo. Quedé abrumado y casi horrorizado por el repertorio postural y gutural que aquellas películas me mostraban. Quedé también admirado por la imagen jamás antes representada de una felación. Volvieron entonces los temores a las concavidades, a los misterios que sólo pueden resolver los hombres decididos.

Un día, en el instituto, durante el recreo, se me ocurrió pensar que las prácticas carnales que veía con mis primos se nutrían seguramente de la vida cotidiana, de hábitos perfeccionados generación tras generación. Entonces barrunté no sin horror que

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posiblemente, quizás por algún tiempo, quizás de forma continua, todos nuestros padres y nuestras madres han disfrutado de estos deleites sin necesidad de una guía grafica. A partir de aquel día decidí que el bocadillo de los recreos era primordial en la dieta de un joven estudiante y, gracias a esa decisión, recobré la energía para prestar atención hasta la última hora, hasta la clase de matemáticas, pero ya era demasiado tarde para ser un hombre de ciencia.

Cuando entré en la facu todavía era virgen por culpa de mi miedo a la oscuridad, por culpa de las infinitas posibilidades del vacío, eso que podríamos llamar timidez. Pero seguía aguardando con ansia el sagrado momento: la multiplicación del placer más allá de los panes y los peces, más allá de todo dogma. La conocí en Pedro Antonio de Alarcón. Iba con una amiga; yo estaba con Federico. Nos fuimos a su casa. En el cuarto de ella había dos camas y me obligó a dormir en la otra. Al final de la noche fui irremediablemente atraído hasta su cama por su forma de susurrar, por las consignas eróticas de una mujer que parecía estar fingiendo el sueño. Salté sobre su lecho pero ella me repelió hacia la otra cama invocando el nombre de su novio que vivía en Córdoba. La situación se repitió varias veces hasta que al final comprendí las reglas del juego. Tenía que ser más contundente, captar, como ella, que el amor se basaba en la ejercitación morbosa del otro entendido como oponente. Tomé impulso, me trinqué casi de un trago lo que quedaba de la botella de JB y me la follé. Al principio no se me empalmaba del todo pero ella me ayudó a meterla a pesar de que mi polla estaba aún morcillona. Una vez dentro, me empalmé, no sé si por instinto o por deber pero a la postre, ella consiguió lo que quería... o eso creo. Me corrí fuera porque era lo que había aprendido en los vídeos porno, aunque ella insistió mucho en que hiciera lo contrario. Se quedó dormida. Yo no podía conciliar el sueño, seguramente decepcionado porque evaluaba mi pasado inmediato, el recién acto de follar como una cosa neutra. Sobre todo al contrastar ese acto tan esperado, tan deseado, con mi escala pajera y comprobar que apenas podía atribuir a mi primer polvo el mismo gozo de una paja de cuarto orden. Esa que te haces por aburrimiento en un día que estás harto de machacártela y no sabes qué hacer antes de dormir. Cuando no te quedan imágenes para inspirarte y parece que te estás follando el aire. De modo que follar era eso, una paja de cuarto orden. Tantos años potenciando la ilusión para esto, para darse cuenta de que follar es una mierda, una acción carente de lirismo. Toda una adolescencia perdida, llena de minutos y de horas, llena de mangoneos asumidos como burdos por culpa del ansiado momento. Reconozcámoslo: follar es una mierda, una mecánica de empujes, de flujos y reflujos mal aprendidos. Tanto tiempo perdido, tantas Vías Lácteas en mis calzoncillos esperando el gran momento de la consumación, el Big y el Bang simultáneo para, al final, darse cuenta de que la copulación no vale para acrisolar el universo, de que correrse sobre una concha que tiembla no es suficiente para mantener a Venus sobre su pedestal rodeado por un mar espumas.

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