Yancey Rick - Afred Kropp 1 - Las Extraordinarias Aventuras De Alfred Kropp.doc

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"Nunca pensé que salvaría el mundo...ni que moriría salvándolo. (...)Muchas personas murieron por mi culpa—incluyéndome-, pero supongo que me estoyadelantando y que sería mejor comenzardesde el principio..."

Las trepidantes aventuras de un joven en busca de Excalibur, la mítica espada del Rey Arturo, para impedir que su poseedor se haga con el dominio del mundo. Caballeros, órdenes secretas, vertiginosas persecuciones en coche y avión, revelaciones y misterios, romance e intriga. Ha nacido Alfred Kropp, un nuevo héroe de nuestro tiempo, joven y huérfano, osado y sensible, que atrapará a sus lectores hasta cerrar el libro.

Rick Vaneen comenzó a escribir Las extraordinarias aventuras de Alfred Kropp con un adulto protagonista, hasta que su hijo le convenció de que esta historia debía protagonizarla un chaval como él. Autor de otras obras de éxito de público y crítica, vive actualmente en Tennessee con su esposa y tres hijos.

Título original: The Extraordinary Adventures of Alfred Kropp© 2005, Bloomsbury Publishing PLC© 2005 de esta edición: Kailas Editorial, S.L.Rosas de Aravaca, 31. 28023 Madrid © 2005 de la traducción: Tatiana Escobar y

Patricia AnzolaDiseño de cubierta: Marcos Arévalo Diseño de colección: Manuel Estrada

Realización: Marta DíazISBN 84-934491-4-8 Depósito Legal M-40588-2005 Impreso en Artes Gráficas

Palermo, S.L.Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni

en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

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Rick Yancey

Las extraordinarias aventuras de

Alfred Kropp

Traducción de Tatiana Escobar y Patricia Anzola

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La hermana silenciosa con velo azul y blancoEntre los tejos, tras el dios del jardínCon su flauta exhausta, inclinó la cabeza y cantó, pero sin decir palabra

Pero la fuente brotó y el pájaro dejó oír su cantoRedime el tiempo, redime el sueñoLa prenda de la palabra no oída, no dicha,

Hasta que el viento saque mil susurros al tejo

T.S. ELIOT, Miércoles de Ceniza

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Nunca pensé que salvaría el mundo… ni que moriría salvándolo. Nunca creí en ángeles o milagros y, desde luego, nunca me vi como un héroe. Nadie lo hubiera imaginado, ni siquiera vosotros, si me hubierais conocido antes de que me llevara el arma más poderosa del mundo y la dejara caer en manos de un lunático. De todos modos, después de escuchar mi historia, quizás vosotros tampoco podáis verme como un héroe, ya que la mayor parte de mis hazañas, si preferís llamarlas así, ocurrieron porque yo era un pringado. Muchas personas murieron por mi culpa —incluyéndome—, pero supongo que me estoy adelantando y que sería mejor comenzar desde el principio.

Todo empezó cuando mi tío Farrell quiso ser millonario. No tuvo mucho dinero en su infancia y en el momento en que apareció el Sr. Arthur Myers con uno de esos tratos que sólo se presentan una vez en la vida, mi tío tenía cuarenta años y estaba harto de ser pobre. Aunque se haya sido pobre toda la vida, la pobreza no es una de esas cosas a las que uno se acostumbra. De manera que cuando el Sr. Myers enseñó la pasta, nadie se detuvo a reflexionar si, por ejemplo, algo de aquello era legal. Claro que tío Farrell no sabía quién era en realidad el Sr. Arthur Myers ni que Arthur Myers siquiera era su nombre.

Pero me estoy adelantando de nuevo. Quizás debería comenzar por mí.Nací en Salina, Ohio, primer y único hijo de Annabelle Kropp. Nunca conocí a mi

padre. Se marchó antes de que naciera.El embarazo de mi madre fue difícil y muy largo. Ya habían pasado diez meses y

medio cuando el doctor decidió sacarme pitando de allí, antes de que estallara en su vientre como si fuera un alienígena saliendo de su cascarón.

Nací siendo grande y seguí creciendo. Al nacer, pesaba más de cinco kilos y mi cabeza era casi del tamaño de una sandía. Vale, tal vez no del tamaño de una sandía, pero definitivamente tan grande como la de un melón, uno de esos melones sudamericanos, mucho más grandes que los melones de California.

Cuando tenía cinco años, pesaba más de cuarenta kilos y medía poco más de un metro. A los diez años, llegué a medir 1,82 metros y a pesar noventa kilos. Superé el promedio de la tabla de crecimiento del pediatra. Para entonces mi madre estaba bastante preocupada. Me puso a dietas especiales y me apuntó a un programa de ejercicios.

Debido a mi enorme cabeza, grandes pies y manos y habitual timidez, mucha gente asumía que era un discapacitado mental. Mi madre también debía de estar preocupada por esto, porque me hizo una prueba de coeficiente intelectual. Nunca me dio los resultados. Cuando se lo pregunté, me dijo que definitivamente no lo era.

—Sólo eres un chico grande al que le esperan grandes cosas —dijo ella.

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Le creí. No la parte de que me esperaban grandes cosas sino la de que yo no era un retrasado, ya que nunca vi mis resultados y era uno de esos casos en los que uno quiere creer que los padres no mienten.

Vivíamos en un pequeño piso cerca del supermercado donde mi madre trabajaba como ayudante de la encargada. Nunca se casó, aunque ocasionalmente apareció algún novio. Se buscó un segundo trabajo, llevando la contabilidad de un par de tiendas del barrio. Recuerdo que, casi todas las noches, me iba a la cama escuchando el pitido de su calculadora sonando en la cocina.

Después, cuando cumplí los doce, murió de cáncer.Una mañana se despertó con un dolor en la sien izquierda. Cuatro meses más

tarde se murió y me quedé solo.Pasé un par de años saltando entre hogares de acogida, hasta que el hermano

de mi madre, mi tío Farrell, se ofreció para recibirme en su casa de Knoxville, Tennessee. Yo acababa de cumplir los quince años.

No veía mucho a mi tío Farrell: trabajaba como vigilante nocturno en un edificio de oficinas en el centro de Knoxville y se pasaba todo el día durmiendo. Vestía un uniforme negro con un escudo dorado bordado en el hombro. No llevaba pistola, pero tenía una porra y se creía muy importante.

Yo pasaba la mayor parte del tiempo en mi habitación, escuchando música o leyendo. A tío Farrell no le hacía ninguna gracia, porque se consideraba a sí mismo un hombre de acción, a pesar de que, cada noche, se pasaba ocho horas sentado sobre su culo sin hacer otra cosa que mirar los monitores de seguridad. Un buen día me preguntó si quería hablar sobre la muerte de mi madre. Le dije que no. Sólo quería que me dejaran en paz.

—Alfred —dijo—. Mira a tu alrededor. Mira a quienes mueven los hilos de este mundo. ¿Crees que están donde están por pasarse el día tumbados leyendo libros y escuchando música rap?

—No sé cómo están donde están —dije—. Supongo que es posible.No le gustó mi respuesta, de modo que me envió a la psicóloga escolar, la Dra.

Francine Peddicott. Era una anciana con una nariz muy larga y afilada y su oficina olía a vainilla. A la Dra. Peddicott le gustaba hacer preguntas. De hecho, no puedo recordar que dijera algo que no fuera una pregunta, además de «Hola, Alfred» y «Adiós, Alfred».

—¿Echas de menos a tu madre? —me preguntó en mi primera visita, tras averiguar si quería sentarme o tumbarme en el sofá. Decidí sentarme.

—Claro, era mi madre.—¿Qué es lo que más echas en falta de ella?—Era una gran cocinera.—¿De veras? ¿Su comida es lo que más echas de menos?—Bueno, no sé. Usted me preguntó qué era lo que más echaba en falta y eso es

lo primero que me vino a la cabeza. Quizás porque ya casi es hora de cenar. Además, tío Farrell no sabe cocinar. Es decir, cocina, pero yo no le daría su comida ni a un perro hambriento. Por lo general, cenamos comida congelada y enlatados.

Ella apuntó algo en su pequeño cuaderno.—Pero... ¿tu madre era buena cocinera?—Era una gran cocinera.Ella suspiró profundamente. Quizás no le estaba dando las respuestas que

esperaba.

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—¿Algunas veces la odias?—¿Odiarla? ¿Por qué?—¿Odias a tu madre por haberse muerto?—Venga ya, no fue culpa suya.—Pero a veces te enfadas con ella, ¿no es cierto? ¿Por haberte dejado?—Me enfado con los médicos. Me enfado con el cáncer por haberla matado y...

también con que exista desde hace siglos y todavía no lo hayamos eliminado. El cáncer, quiero decir. ¿Qué pasaría si cogiéramos todo el dinero que derrochamos en esos proyectos gubernamentales y cosas así para investigar el cáncer? Ya sabe, cosas así.

—¿Qué hay de tu padre?—¿De mi padre?—¿Lo odias?—Ni siquiera lo conozco.—¿Lo odias por haberos abandonado, a tu mamá y a ti?Me estaba haciendo sentir muy raro, como si ella estuviera intentando que yo

odiara a mi padre, un tío al que ni siquiera conocía, y que además odiara a mi madre muerta.

—Supongo, pero no conozco todos los detalles —dije.—¿Tu madre no te habló de ello?—Sólo me dijo que él no se podía comprometer.—¿Y eso cómo te hace sentir?—Como si él no hubiese querido tener un niño.—Como si él no hubiese querido... ¿a quién?—A mí. Supongo que a mí. A mí, desde luego.Me preguntaba cuál sería la próxima cosa que debería odiar.—¿Te gusta la escuela?—La odio.—¿Por qué?—No conozco a nadie.—¿No tienes amigos?—Me llaman Frankenstein.—¿Quiénes?—Los chavales del instituto. Por mi tamaño, ya sabe. Por mi gran cabeza.—¿Y las chicas? —preguntó ella.—¿Quiere saber si las chicas me llaman Frankenstein?—¿Tienes novia?Bueno, había una chica... su nombre era Amy Pouchard, y se sentaba dos

mesas delante de mí en mates. Era rubia, de cabello largo y ojos muy oscuros, lo cual era un tanto raro, porque hasta donde yo sabía, el color de su pelo era natural. Un día, durante mi primera semana, pensé que tal vez me había sonreído. Puede que le sonriera al chico que estaba a mi izquierda o puede que incluso no estuviera sonriendo, y que yo hubiese proyectado una sonrisa en una cara no sonriente.

—No, nada de novias —dije.El tío Farrell habló durante mucho rato con la Dra. Peddicott. Me dijo que ella me

mandaría a un psiquiatra para que me recetara antidepresivos porque la Dra. Peddicott creía que yo tenía una depresión aguda y me recomendaba que me involucrara en algo

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que no fuera la tele o la música, además de ver al loquero y tomar medicina anti locura. La solución del tío Farrell fue el fútbol americano, lo cual no era de extrañar dado mi tamaño, pero fútbol americano era la última cosa que me apetecía hacer.

—Tío Farrell, no quiero jugar al fútbol americano —dije.—Corres un alto riesgo, Al —respondió tío Farrell—. Tienes todos los factores de

riesgo necesarios para sufrir un episodio psicótico importante. Primero, no tienes papá. Segundo, no tienes mamá. Tercero, estás viviendo con un cuidador ausente —yo— y cuarto, estás en un pueblo extraño y sin amigos. Me falta una, ah sí, la quinta: tienes quince años.

—Quiero sacarme el carné —le dije.—¿El carné de qué?—De conducir. Quiero sacarme el carné de aprendiz1.—Te estoy diciendo que estás a punto de caer por el precipicio, ¿y lo único que

se te ocurre decir es que quieres sacarte el carné de aprendiz?—Precisamente, lo recordé porque acabas de decir que tengo quince años.—La Dra. Peddicott piensa que es una gran idea —dijo tío Farrell.—¿El carné de aprendiz?—¡No! Que te apuntes al equipo de fútbol americano. Primero, necesitas algún

tipo de actividad. Segundo, es una buena forma de ganar seguridad y hacer amigos. Y tercero, ¡mírate! ¡Por el amor de la Virgen Santísima, eres una especie de fuerza sobrenatural! A cualquier entrenador le encantaría tenerte en su equipo.

—No me gusta el fútbol americano —dije.—¿No te gusta el fútbol americano? ¿Cómo puede no gustarte el fútbol

americano? ¿Qué clase de chaval eres? ¿A qué clase de chaval estadounidense no le gusta el fútbol americano? ¡Supongo que ahora vas a decir que quieres apuntarte a clases de baile!

—No quiero apuntarme a clases de baile.—Eso está bien, Al. Eso está muy bien. Porque si dijeras que quieres apuntarte a

clases de baile no sé lo que haría. Lanzarme desde un precipicio o algo así.—No me gusta el dolor.—Venga ya. Rebotarán contra ti como... como... ¡Pigmeos! ¡Mosquitos!

¡Pequeños mosquitos pigmeos!—Tío Farrell, lloro cuando me clavo una astilla. Me desmayo al ver sangre. Y me

salen moratones con mucha facilidad. Me magullo enseguida.Pero tío Farrell no aceptaba un no por respuesta. Terminó sobornándome. Me

dijo que no me llevaría a sacarme el carné de aprendiz a menos que hiciera las pruebas de admisión de fútbol y, si no hacía las pruebas de admisión, prometió que me daría tantos fármacos antidepresivos que no me acordaría de sentarme para cagar. Así de cerdo podía ser el tío Farrell.

Realmente quería mi carné —y tampoco quería estar tan drogado como para no recordar cómo cagar— así que me apunté al equipo.

1 Carné de conducir con ciertas limitaciones que se concede a los mayores de quince años en los Estados Unidos (N. de las T.)

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Entré al equipo como reemplazo del guardia derecho, lo que básicamente significaba que era un saco de boxeo para el defensa titular.

El entrenador Harvey era un tipo pequeño, robusto, con una tripa que le colgaba por encima del pantalón y pantorrillas del tamaño de mi cabeza, la cual, como ya he dicho, era inmensa.

Como a muchos entrenadores, al entrenador Harvey le gustaba gritar. Le gustaba especialmente gritarme a mí.

Una tarde, casi un mes antes de que tío Farrell cerrara su trato con el principal Agente de la Oscuridad, me di cuenta de cuánto era capaz de gritar. Yo acababa de dejar que un jugador me esquivara detrás de la línea defensiva y pulverizara al mariscal de campo estrella, el chico más popular de la escuela, Barry Lancaster. No lo hice aposta, pero me estaba costando memorizar las jugadas. Parecía muy complicado, especialmente teniendo en cuenta que el documento estaba hecho para forofos del fútbol, muchos de los cuales a duras penas sabían leer. De todas formas, pensé que Barry había pedido la jugada del Perro Derecho pero en realidad había dicho «Cerdo Derecho». El cambio de animal supuso una gran diferencia y dejó a Barry tumbado en el césped, retorciéndose en su agonía.

El entrenador Harvey arremetió desde los laterales, con el silbato plateado apretado entre sus gordos labios, gritando por encima de los histéricos chirridos del silbato a medida que corría:

—¡Kropp! \Prrr\ ¡Kropp! \Prrr\ ¡KROPP!—Lo siento, entrenador —le dije—. Escuché perro, en vez de cerdo.—¿Perro en vez de cerdo? —Parado frente a mí, volvió su cabeza hacia Barry,

que seguía retorciéndose en el suelo—. ¡Lancaster! ¿Estás herido?—Estoy bien, entrenador —dijo Barry con un grito ahogado. Pero a mí no me lo

parecía. Su cara estaba tan blanca como las marcas de cal del campo.—¿Qué jugada fue ésa Kropp? —me preguntó con brusquedad el entrenador

Harvey.—Mmm... ¿Perro Derecho? —dije.—¡Perro! ¡Perro! ¿Pensaste que cerdo era perro? Dime Kropp ¿en qué se

parece perro a cerdo, eh?Para entonces todo el equipo se había reunido a nuestro alrededor como

fisgones en la escena de un terrible accidente.El entrenador Harvey se acercó y me golpeó en el casco con la palma de su

mano.—¿Qué pasa contigo, chaval? —Me dio de nuevo. Acentuaba sus preguntas

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golpeándome con fuerza en la cabeza.—¿Eres estúpido? —Golpe.—¿Eres estúpido Kropp? —Golpe.—¿Eres retrasado? ¿Es eso Kropp? —Golpe-golpe.—No señor, no lo soy.—No señor, no soy ¿qué?—Estúpido, señor.—¿Estás seguro de que no eres estúpido, Kropp? Porque te comportas como un

estúpido. Pareces un estúpido. Incluso hablas como estúpido. Así que, dime Kropp, ¿estás absolutamente convencido de que no eres estúpido?

Golpe-golpe-golpe.—¡No, señor, sé que no lo soy!Me golpeó de nuevo. Yo grité:—¡Mi madre me hizo una prueba de coeficiente intelectual y no soy estúpido!

¡Señor!Eso hizo que todos se partieran, y siguieron riéndose durante las siguientes tres

semanas. Lo escuchaba por todas partes: «¡Mi mami me hizo una prueba de coeficiente intelectual y no soy estúpido!». Y no sólo en los vestidores (donde me cansé de oírlo). Se propagó por toda la escuela. En el pasillo, los desconocidos que pasaban a mi lado chillaban:

—¡Mi mami me hizo una prueba de coeficiente intelectual...! —Era horrible.Esa noche, después del entrenamiento, el tío Farrell me preguntó qué tal me iba.—No quiero seguir jugando al fútbol —le dije.—Vas a jugar al fútbol, Alfred.—No es sólo por mí, tío Farrell. Otras personas también pueden resultar heridas.—Vas a jugar al fútbol —dijo—. O no tendrás tu carné.—Es que no tiene sentido —le dije—. ¿Qué tiene de malo no jugar al fútbol?

Creo que hay que ser muy corto de mente para asumir que sólo porque soy grande debería jugar al fútbol.

—Vale, Alfred —dijo—. Entonces, dime tú: ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres intentarlo con la banda marcial?

—No sé tocar ningún instrumento.—Es la banda del instituto, Alfred, no la Filarmónica de Nueva York.—Aun así, es probable que hagan falta conocimientos básicos de música, saber

leer partituras, ese tipo de cosas.—Vale, pero no vas a quedarte tumbado en tu cuarto todo el día oyendo música

y soñando despierto. Estoy cansado de hacer sugerencias, así que tú dirás: ¿Cuáles son tus habilidades? ¿Qué te gusta hacer?

—Tumbarme en mi cuarto y escuchar música.—Estoy hablando de habilidades, listillo, dones, atributos especiales... ya sabes,

lo que te diferencia de cualquier fulano.Intenté pensar en alguna habilidad que pudiera tener. No encontré ninguna.—Jo, Al, todo el mundo es bueno en algo —dijo el tío Farrell.—¿Qué tiene de malo ser del montón? ¿Acaso no lo es la mayoría de la gente?—¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que esperas de ti mismo, Alfred? —preguntó,

con el rostro cada vez más enrojecido. Pensé que me soltaría uno de sus sermones sobre los que mueven los hilos o cómo cualquier persona puede tener éxito con un

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poco de suerte y la actitud adecuada.Pero no lo hizo. En cambio, me ordenó que subiera al coche y fuimos al centro.—¿Adonde vamos? —le pregunté.—Haremos un viaje mágico, Alfred.—¿Un viaje mágico? ¿Adonde?—Al futuro.Cruzamos un puente y vi un inmenso edificio de cristal que se erigía sobre

cuanto lo rodeaba. El cristal era oscuro y, en contraste con el cielo nocturno, parecía como un pulgar negro, gordo y brillante apuntando al cielo.

—¿Sabes qué es aquello? —preguntó tío Farrell—. Ahí es donde trabajo, Alfred. Las Torres Samson. Treinta y tres plantas de altura y tres manzanas de ancho. Míralas bien, Alfred.

—Tío Farrell, he visto edificios grandes antes.No dijo nada. Tenía una expresión de rabia en su rostro delgado. El tío Farrell

tenía cuarenta años y era tan pequeño y escuálido como yo grande y carnoso, aunque tenía una cabeza grande como la mía. Cuando se ponía su uniforme de vigilante, me recordaba al personaje de Barney Fife del viejo programa de televisión TheAndy Grifflth Show o, más aún, a una maquinita de caramelos Pez de Barney Fife, por la cabeza desproporcionada y el cuerpo flacucho. Pensar que se parecía a un panoli pringado como Barney Fife me hacía sentir culpable pero no podía evitarlo. Incluso tenía los labios húmedos e inquietos como Barney.

Llegó a la entrada del aparcamiento subterráneo y deslizó una tarjeta plástica en una máquina. La puerta se abrió y condujo lentamente hacia el interior del aparcamiento casi vacío.

—¿Quién es el dueño de las Torres Samson? —preguntó.—¿Un tío llamado Samson? —supuse.—Un tío llamado Bernard Samson —dijo—. No sabes nada sobre él, Alfred, pero

deja que te cuente. Bernard Samson es un multimillonario hecho a sí mismo. Llegó a Knoxville con dieciséis años y los bolsillos vacíos y ahora es uno de los hombres más ricos de los Estados Unidos. ¿Quieres saber cómo lo consiguió?

—¿Inventó el iPod?—Trabajó duro, Alfred. Trabajo duro y algo que te hace mucha falta: fortaleza,

cojones, visión y pasión. Porque déjame decirte algo, el mundo no pertenece a los más listos o a los más talentosos. Hay muchos perdedores inteligentes y talentosos en este mundo. ¿Quieres saber a quién le pertenece el mundo, Alfred?

—¿A Microsoft?—Ya te vale, sabelotodo, sigue burlándote. No. El mundo le pertenece a las

personas que no se rinden. Las que se caen y vuelven a levantarse para seguir luchando.

—Vale, tío Farrell —dije—. Lo pillo. ¿Pero qué hay del futuro?—Exactamente —dijo—. ¡El futuro! Vamos, Alfred. No encontrarás el futuro en

este garaje.Cogimos el ascensor en el vestíbulo. El tío Farrell me condujo a su escritorio en

forma de herradura, ubicado frente al atrio de dos plantas. A mitad de camino entre el mostrador de seguridad y las puertas frontales, había una enorme catarata que caía desde diez metros de altura hasta unas piedras que, según me había contado tío Farrell, habían sido arriadas, con un gran esfuerzo, desde el río Pigeon en las

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montañas Smokies. Prácticamente había que gritar para ser escuchado por encima del ruido del agua salpicando.

—¡Una de las cosas curiosas de la vida es que nunca sabes dónde te lleva! —gritó en mi oído el tío Farrell—. Estaba trabajando en el taller mecánico cuando apareció Bernard Samson. Entabló una conversación y, antes de que pudiera darme cuenta, estaba ganando el doble que en el taller. ¡Y por estar sentado... Por nada! ¡Doble por nada, sólo porque el hombre más rico de Knoxville decide darme a mí un trabajo!

Sobre el escritorio había docenas de monitores de circuito cerrado dispuestos para vigilar cada rincón de las Torres Samson.

—Este sistema es tecnología punta, Alfred. Es decir, este lugar está más protegido que el Fuerte Knox. Sensores láser, detectores de sonido, lo que quieras.

—Qué guay, tío Farrell.—Qué guay —repitió—. Y que lo digas. Y aquí es donde me siento, ocho horas

al día, seis noches a la semana, frente a estos monitores, mirando fijamente. Observando. ¿Qué crees que observo, Alfred?

—¿No acabas de decir que miras los monitores?—Miro la nada, Alfred. Ocho horas al día, seis noches a la semana, me siento en

esta sillita, mirando la nada.Se inclinó muy cerca de mí, tan cerca que olí su aliento, que no olía muy bien.—Este es el futuro. Alfred. Tu futuro, o algo muy parecido, si no encuentras tu

pasión. Si no descubres para qué estás aquí. Una vida entera mirando la nada.

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Estudié mucho para mi examen de conducir, pero lo suspendí. Así que lo hice por segunda vez y volví a suspender, pero no me equivoqué en tantas preguntas; al menos estaba mejorando como fracasado. El tío Farrell veía mis resultados como prueba de mi falta de cojones, incluso para conseguir algo tan sencillo como un carné de aprendiz.

Las cosas no iban mejor en la escuela. La torcedura de muñeca de Barry Lancaster no se había curado, lo que significaba que ahora era un jugador en el banquillo, como yo. A Barry esto no le hacía ninguna gracia. Iba por todos lados contándole a todo el mundo que iría «a por Kropp», así que pasé los días cuidándome las espaldas, esperando que viniera a por mí. Me puse nervioso; cada ruido, como el de una puerta al batirse, era suficiente para que casi mojara mis pantalones.

Una tarde, al inicio de la primavera, llegué a casa y me encontré con que tío Farrell ya estaba fuera de la cama.

—¿Qué pasa? —le pregunté.—¿Qué pasa con que?—¿Por que estás fuera de la cama?—Ahora te convertiste en un preguntón.—Han sido sólo dos preguntas, tío Farrell, y están relacionadas, así que

realmente es pregunta y media.—Sabes, Alfred, la gente que cree que es divertida raramente lo es.—No creo que sea divertido. Creo que soy demasiado alto, demasiado gordo,

demasiado lento y demasiado pringado, pero no creo que sea divertido. ¿Por qué estás fuera de la cama, tío Farrell?

—Esperamos visita —dijo, humedeciéndose sus grandes labios.—¿Sí? —Nadie nos visitaba nunca—. ¿Quién viene?—Alguien muy importante, Alfred. Ponte algo de ropa limpia y ven a la cocina.

Vamos a comer temprano.Me cambié de ropa y encontré mi filete de cena congelada Salisbury, recién

salido del microondas, en mi sitio de la mesa de la cocina. Tío Farrell estaba bebiendo una cerveza, cosa que no ocurría a menudo. Nunca bebía cerveza en la cena.

—Alfred, ¿qué te parecería si nos mudáramos de esta pocilga y viviéramos en una de esas enormes mansiones de Sequoia Hills?

—¿Eh?

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—Ya sabes, donde viven los ricos.Me detuve a pensarlo.—Sería genial, tío Farrell. ¿Pero cuándo nos hicimos ricos?—No somos ricos pero podríamos serlo algún día —sonreía de manera

misteriosa, mientras masticaba su filete Salisbury—. Y la semana que viene volverás a presentarte al examen de conducir... ¿Qué te parecería si tu primer coche fuera un Ferrari Enzo?

—¡Hombre! Sería increíble, tio Farrell dije. A veces se ponía así. Para nadie es un secreto que no mola ser pobre. Pero hay pobres y muy pobres, y nosotros no éramos muy pobres. Es decir, nunca me fui a la cama hambriento y las luces siempre permanecieron encendidas, pero supongo que no era fácil tener un empleo solitario, de jornada nocturna, trabajando para el hombre más rico de Knoxville. Últimamente tampoco dormía lo suficiente y eso puede dejarte un poco trastornado—. Pero preferiría tener un Hummer.

—Vale, un Hummer. El que sea. Da igual el coche, Al. El tío que viene esta noche es un hombre muy rico y tiene una propuesta que... bueno, que si resulta de la manera que espero, tú y yo no tendremos que preocuparnos nunca más por el dinero.

—Honestamente, tío Farrell, no sabía que ahora nos preocupara.—Su nombre es Arthur Myers y es el dueño de Tintagel International. ¿Alguna

vez has oído hablar de Tintagel International?—No.—Pues es uno de los consorcios internacionales más grandes que existen,

quizás más grande que las industrias Samson.—Vale.—Éste fue el trato, Al. Una noche yo estaba de guardia, como cualquier otra

noche, solo en el mostrador sin hacer nada, y de repente sonó el teléfono. ¿Adivinas quién era?

—El Sr. Myers.—¡Correcto!—¿Qué es un consorcio?—Una empresa que es dueña de otras empresas, o algo así. Pero ése no es el

punto. Alfred, tienes que dejar de interrumpirme y concentrarte un poco ¿vale?—Lo intentaré, tío Farrell.—En fin, que el Sr. Arthur Myers me dijo que tenía una propuesta de negocios

para mí.—¿El dueño de uno de los mayores consorcios del mundo tenía una propuesta

de negocios para ti? —pregunté.—¡Es una locura!—Desde luego parece una locura.—¡Eso fue lo que pensé! —Tío Farrell daba golpecitos al plato con su tenedor y

comenzó a hablar muy deprisa—. No soy más que un humilde y pequeño vigilante nocturno. Pero nos encontramos y resulta que este tío es el no va más y necesita mi ayuda. Nuestra ayuda, Alfred.

—¿Nuestra ayuda? —Cuanto más hablaba de este extraño trato, más raro me sentía.

—Mira, Myers y Bernard Samson se conocen de antes. Eran colegas de, no sé, la patria o algo. En todo caso, Myers convenció a Samson para que invirtiera en un gran

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negocio. No estoy seguro de todos los detalles pero, al parecer, había un montón de dinero en juego y la cosa salió mal. Salió muy mal. Samson perdió mucho dinero y le echó la culpa a Myers.

—¿Por qué culpó a Myers?—No lo sé. Ahora escucha y deja de interrumpirme, Alfred. No tenemos mucho

tiempo.—¿Por qué no tenemos mucho tiempo?—Eso es lo que estoy tratando de decirte.—¿Qué?—¡La razón por la que no tenemos mucho tiempo!Tío Farrell respiró profundamente.—El Sr. Samson culpó al Sr. Myers de que el negocio se torciera. Samson se lo

tomó muy a pecho, así que hizo algo terrible.—¿Qué hizo?—Robó algo.—¿Al Sr. Myers?—No, al Louvre de París. ¡Por supuesto que a Myers! Samson lo robó y lo

escondió en su oficina.Empezaba a enterarme del asunto.—¿En su oficina de las Torres Samson?—Eso es correcto. Ahora lo pillas. Y da la casualidad que un servidor es el

vigilante nocturno de las Torres Samson.—Y Myers quiere que lo recuperes para él.—Correcto. Eso es correcto y...—¿Qué es?—¿Qué es qué?—Lo que robó Samson.—Oh. No lo sé.—¿No lo sabes?Tío Farrell negó lentamente con su cabeza.—No tengo ni idea.—Tío Farrell, ¿cómo vas a recuperarlo si no sabes lo que es?—Eso es un detalle, Alfred. Sólo un detalle. El asunto es que...—A mí me parece que es un detalle muy importante.—¿Quieres saber de qué va el asunto?—Claro.Su boca se movía sin que se escuchara sonido alguno.—¡Me interrumpes y cada pensamiento que tengo en la cabeza se me esfuma!

¡Zas! ¡Se escapa por la ventana! ¿En qué estaba?—Ibas a decirme de qué va el asunto.—¿El asunto? ¡Ah, sí! El asunto es que me pagará un millón de dólares por

recuperarlo.Lo miré fijamente.—¿Has dicho un millón de dólares? —le pregunte.—Bueno, ¡te aseguro que no he dicho un millón de pesos!Pensé en ello.—Esto es ilegal.

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—No es ilegal.—Pero si el Sr. Samson lo robó, ¿por qué Myers no llama a la policía?Tío Farrell humedeció sus labios.—Dijo que no quería involucrar a la policía.—¿Por qué?—Dijo que quería mantener todo en secreto. No quiere presentar cargos porque

la prensa y la televisión lo ventilarían y eso no le interesa.—Puede que la cosa pertenezca al Sr. Samson y el Sr. Myers esté mintiendo.

Quizás sólo te está usando porque tú eres el tío de las llaves.—Pues sí, soy el tío de las llaves; es por eso que me necesita, pero no soy un

ladrón, Al. Escucha, no traje esto a colación para obtener tu permiso. Traje esto a colación para pedirte ayuda.

—¿Ayuda a mí?—Exacto —dijo tío Farrell—. No puedo hacerlo solo, Al. Y pensé que nadie

podría ayudarme más que tú, ya que tú también ganarás con esta operación. ¡Un millón de dólares! ¡Piénsalo, Al, porque sólo tienes quince años; no has vivido mucho, no tanto como yo, y cosas como ésta, este tipo de oportunidades, se presentan una vez en la vida!

—Tengo que pensarlo —dije.Dejó de devorar su filete de microondas, con la boca medio abierta, de modo que

se le veía la comida.—¿Qué quieres decir con que tienes que pensarlo? ¿Pensar qué? Soy tu tío, soy

toda la familia que te queda ya que el idiota de tu padre te abandonó y tu madre, que Dios la tenga en su gloria, murió de cáncer. Este podría ser el trato más apetitoso que jamás nos caiga en las manos, un millón de billetes por un trabajo de una hora, ¿y tú me estás diciendo que tienes que pensártelo?

—Es sólo que hay mucho que pensar, tío Farrell.El resopló.—Pues más vale que pienses deprisa, Alfred, porque ...Llamaron a la puerta. El tío Farrell dio un pequeño salto y luego me mostró sus

dientes. Tío Farrell tenía dientes muy largos.—Es él; ya está aquí.—¿Quién está aquí?—¡Myers! Te dije que no teníamos mucho tiempo.—¿El Sr. Myers está aquí?—¿Sabes qué, Alfred? Uno creería que con una cabeza del tamaño de la tuya

serías capaz de pensar un poco más rápido. Retira los platos y vente con nosotros al salón, ¿te parece? No se tiene esperando a un hombre como Arthur Myers.

Salió deprisa de la cocina. Escuché cómo se abrió la puerta principal y a tío Farrell decir:

—¡Hola, Sr. Myers! Justo a tiempo. Pase, siéntase en su casa. ¡Alfred! Alfred es el chico que le mencioné.

Escuché la voz de un hombre hablando, pero no podía entender sus palabras, hablaba en voz baja. Llevé los platos al fregadero y limpié la mesa de la cocina.

En el salón, escuché a tío Farrell decir:—¿Quiere beber algo, Sr. Myers? —Y entonces me gritó—: ¡Alfred! ¿Podrías

preparar café?

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Así que empecé a preparar el café y luego me coloqué al lado del fregadero, comiéndome la uña del pulgar. Sabía que quería que estuviera allí para presentarme al Sr. Myers pero, por alguna razón, tenía miedo. Todo el asunto me parecía un negocio turbio. ¿Por que alguien tan poderoso y rico como el Sr. Myers le daría al tío Farrell un millón de dólares por hacer un trabajo de «recuperación» para él? ¿Qué había en las Torres Samson que fuera tan valioso?

Pero la pregunta más importante era qué pasaría si cogían al tío Farrell entrando en la oficina de Bernard Samson. Si acababa preso yo tendría que volver al hogar de acogida.

Esperé hasta que el café se terminó de colar, luego serví dos tazas y las llevé al salón.

Tío Farrell estaba sentado en el borde del sofá, inclinado hacia la silla en la que estaba sentado Arthur Myers. Me di cuenta de que a su lado, en el suelo, había una gran cartera de cuero con cierres dorados.

Arthur Myers era delgado, de cabello castaño recogido en una coleta que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Su traje de seda era de un color extraño, casi multicolor y, cuando se movía, la luz contrastaba el tejido y lo hacía brillar, primero azul, luego blanco, después rojo. Pero lo que más llamaba la atención en él eran sus ojos, muy hundidos, bajo una frente pronunciada. Eran tan oscuros que casi parecían negros. Y cuando me miró con esos ojos la primera vez, me atravesó un escalofrío, como si hubiese caminado encima de una tumba.

—¡Alfred! —dijo tío Farrell—. ¡Café! ¡Fenomenal! ¿Cómo toma el café, Sr. Myers?

—Solo, gracias —dijo el Sr. Myers. Cogió la taza que le ofrecí. Tenía un acento que sonaba como a francés, pero en realidad no; no sé, no soy bueno con los acentos.

—¿Entonces tú eres Alfred Kropp? —dijo—. Tu tío espera mucho de ti.—¿De veras? —Me volví hacia el tío Farell—. Leche y dos cucharadas de azúcar

—dije, y le acerqué su taza.—Ya lo creo —dijo el Sr. Myers—. Pero no mencionó tus impresionantes...

proporciones. Cuéntame, ¿juegas al fútbol en el instituto?—Me apunté al equipo —dije—. Era el reemplazo del guardia derecho. El

entrenador casi no me dejaba pisar el campo porque yo no podía recordar las jugadas. Pero si íbamos ganando por veinte puntos me dejaba jugar. Hice una mala jugada en un entrenamiento y nuestro mariscal de campo resultó herido. Puede que haya arruinado su única oportunidad de entrar en la universidad y creo que me va a matar por eso.

—Ven aquí, Al, relájate —dijo tío Farrell, dando golpecitos en el sofá. Se estaba humedeciendo los labios. Se volvió hacia el Sr. Myers—. Ya informé a Al de casi todos los detalles de la operación.

—Tenía mis reservas, como le dije —dijo el Sr. Myers—. Pero entiendo la necesidad de un cómplice. Siempre y cuando sea de confianza.

—Eso se lo aseguro —dijo tío Farrell.—No estoy tan seguro de que pueda —dije. Ambos hombres me miraron

fijamente—. Quiero decir, no pillo las cosas tan deprisa. Ni siquiera puedo memorizar un libro de jugadas de fútbol, y además todo este asunto me huele mal.

Arthur Myers cruzó sus largas piernas, descansó sus codos en los reposabrazos, entrecruzó sus delgados dedos y dijo:

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—Dígame, Sr. Kropp, ¿en qué sentido le «huele mal»?—Bueno, Sr. Myers, para empezar, usted acaba de emplear la palabra

«cómplice». Eso casi implica que está llevando al tío Farrell por mal camino.—Entonces fue una desafortunada elección de palabras. ¿Qué le parece

«compañero»? ¿Preferiría esa palabra?—Oye,creo que ésa es una gran palabra —dijo tío Farell.—Y otra cosa —dije—. ¿Cómo sabemos que lo que sea que esté en la oficina

del Sr. Samson realmente le pertenece? Tal vez le pertenezca al Sr. Samson y usted está inventando esta historia para que nosotros lo robemos para usted.

—¡Alfred! —gritó tío Farrell. Luego me dijo—: Pareces un niño pequeño diciendo «No hay que robar».

El Sr. Myers levantó la mano.—Eso no tiene nada de malo, Sr. Kropp. El chico tiene sentido del honor.

Después de todo, no se trata de algo malo, particularmente en alguien tan joven. —Giró sus oscuros ojos hacia mí y sentí una presión en el pecho, como si un inmenso puño me estuviera estrujando—. ¿Qué te gustaría, Alfred Kropp? ¿Referencias? ¿Testimonios? ¿Un certificado de autenticidad o una prueba de compra, como las de las cajas de cereales? Es una reliquia familiar, un tesoro que ha pasado de generación en generación. Bernard Samson me la quitó como represalia por un negocio que salió mal, un suceso desafortunado que, sin embargo, no fue culpa mía. Si conocieras al personaje, entenderías por qué se lo llevó.

—No sé nada sobre él -—dije—. No lo conozco. ¿Por qué se lo quitó?—Por venganza.—¿Le ha pedido que se lo devuelva, sea lo que sea?El Sr. Myers me miró fijamente por un instante antes de que el tío Farrell dijera:—Sí, ése es un detalle importante, Sr. Myers. Quiero decir, ¿qué es exactamente

lo que desea recuperar?—Esto —dijo el Sr. Myers, sacando un largo sobre marrón de su bolsillo que

entregó al tío Farrell, sin quitarme los ojos de encima.—Estaba pensando que quizas no es necesario que usted suelte un millón de

dólares para recuperarlo —dije—. Tal vez usted y el Sr. Samson deberían reconciliarse y así él se la devolvería.

—¿De veras, Sr. Kropp? —Me estaba sonriendo. Sentí que me ardía la cara, pero lo superé.

—Bueno, no pretendo saber cómo funcionan las cosas en el mundo de los grandes negocios y consorcios, pero si me peleara con un amigo o si tomara algo prestado y no lo devolviera, lo invitaría a venir a pasar el rato, tal vez jugaríamos algunos videojuegos, vosotros probablemente beberíais unos martinis, lo engatusaría un poco y luego le pediría que me lo devolviera. Le diría: «Oye, Bernie (Bernard o como sea que lo llame), sé que estás muy dolido pero lo que te llevaste significa mucho para mí, ha estado en mi familia durante generaciones y, tal vez, podríamos llegar a algún acuerdo porque odiaría tener que involucrar a la poli», o algo por el estilo. ¿Ha pensado en hacer eso?

—Está en lo cierto, Sr. Kropp —dijo el Sr. Myers, con la misma helada sonrisa forzada en sus labios—. Usted no sabe cómo funcionan los «consorcios». ¿Usted y su tío están rechazando el trabajo? El tiempo es oro.

—¿Y por qué? —pregunté.

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—Mi querido Sr. Kropp —dijo Arthur Myers al tío Farrell—, debe estar muy orgulloso de este chico. ¡Tan directo! Tan reflexivo. Tan... curioso.

—Soy el único familiar que le queda —dijo tío Farrell—. Además, sabrá usted que pasa mucho tiempo solo, porque duermo durante el día y estoy fuera toda la noche. Si me lo pregunta, para mí es un milagro que no esté en el correccional de menores.

El tío Farrell había abierto el sobre y sacó una fotografía brillante de ocho por diez que me entregó.

Miré la foto.—Es una espada —dije.—Sí —dijo el Sr. Myers riéndose, no sé por qué razón—. Y la Gran Pirámide es

sólo un montón de piedras.Estaba dentro de una vitrina, como una pieza de museo. Era de color plateado

opaco y tenía un mango sofisticado. Pero «mango» no es la palabra correcta. Hay una palabra para el mango de una espada. Me mordí el labio tratando de recordar la palabra. Había algún tipo de escritura en el filo de la hoja o, tal vez, sólo un diseño sofisticado, no podía distinguirlo.

—Hice la foto hace años —dijo el Sr. Myers mientras yo miraba fijamente la fotografía— por cuestiones del seguro. Samson quedó fascinado con nuestra reliquia familiar desde el momento en que la vio. Se ofreció a comprármela por una cifra increíble pero, por supuesto, me negué. No vale lo que me ofreció ni de cerca, pero su valor sentimental es astronómico.

—Yo lo entiendo —dijo tío Farrell—. Tengo una bola de béisbol de los Cubs de 1932 que...

—Le he pedido que me la devuelva —dijo el Sr. Myers—, incluso le ofrecí dinero, pero todo ha sido en vano. No veo que ahora tenga otra opción más que llevármela.

—Yo diría que el fulano ese se lo ha buscado —dijo tío Farrell.—Por supuesto, no puedo hacerlo por mí mismo. Y entiendo que estoy poniendo

en peligro el trabajo de tu tío. Es por eso que estoy ofreciendo esta recompensa. Hablando de eso... —dijo, y se interrumpió para deslizar la cartera de cuero hacia el tío Farrell—. La cuota inicial. Os pagaré el resto tan pronto me entreguéis la espada.

Al tío Farrell le temblaban los dedos al abrir los cierres dorados de la cartera de cuero. En su interior había pilas de billetes de veinte dólares.

—¡Madre del Amor Hermoso! —susurró el tío Farrell.—Quinientos mil dólares —dijo sutilmente el Sr. Myers—. Podéis contarlo.—Oh no, confío en usted, Sr. Myers —dijo tío Farrell—. ¡Vaya si confío! ¡Mira

esto, Alfred!Pero yo no estaba viendo el dinero. Estaba viendo la foto de la espada en su

vitrina. Cientos de preguntas me pasaban por la cabeza, pero revoloteaban tan deprisa que no podía hacer ninguna.

Luego el Sr. Myers dijo:—Como le comenté a su tío, Sr. Kropp, necesito a alguien que recupere la

espada por mí. Un hombre con suma habilidad y discreción. Un hombre incorruptible, que no haya sido tocado por las tentaciones de los hombres malignos. Necesito a alguien que sea infatigable, Sr. Kropp. Un hombre que no renuncie o vacile cuando todas las circunstancias estén en su contra. En resumidas cuentas, necesito a alguien que esté dispuesto a perder su vida para recuperar un tesoro que tiene mucho más valor que el que cualquiera de los mortales pueda concederle.

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—«¿Dispuesto a perder su vida?» —pregunté—. Tío Farrell, está diciendo que podrías morir.

—Sólo está tratando de explicarse, Alfred. Algunas personas exageran para poder explicar lo que quieren decir. Ya sabes, para captar tu atención. El no quiere decir perder la vida literalmente. ¿No es cierto, Sr. Myers? ¿Eh? No se trata de perder nuestras vidas literalmente.

El Sr. Myers no dijo nada. El tío Farrell humedeció sus grandes labios y me dijo:—Deberías escuchar al Sr. Myers. Puedes aprender mucho de un hombre como

él.El Sr. Myers dijo:—Podría buscar a hombres más... despiadados para mi propósito. Conozco ese

tipo de hombres, pero no confío en ellos. La misma cualidad que los hace despiadados los convierte en indignos de confianza. Necesito alguien en quien pueda confiar. Alguien que no me traicione.

—¡Pues ha venido al lugar adecuado, Sr. Myers! —dijo tío Farrell—. Usted puede confiar en nosotros. Puede estar seguro de que recuperará su preciosa espada.

—Excelente —dijo el Sr. Myers—. Como he dicho, el tiempo es oro. Samson se va a Europa esta noche y regresará en dos días.

—Entraremos esta noche —dijo con firmeza tío Farrell— o mañana por la noche. Esta noche o mañana, cualquiera de las dos, pero quizás Al tiene deberes, no sé.

Se volvió hacia mí.—En todo caso, será muy pronto, cualquiera de las dos noches. Esta noche o

mañana por la noche, ¿no es cierto, Al?—¿Cómo sabe que la espada está en su oficina? —le pregunté al Sr. Myers.—No lo sé con certeza, pero estoy convencido de que no está en su casa.—Cómo lo sabe no es asunto nuestro —dijo tío Farrell—. ¿No es cierto, Alfred?—¿Qué pasa si no está allí? —pregunté—. ¿Tenemos que devolver los

quinientos mil?—¡Muy buena pregunta! —dijo tío Farrell.Tenía la cartera apretada contra su pecho, como si tuviera miedo de que el Sr.

Myers la alcanzara y se la arrebatara.—Desde luego que pueden quedárselo —dijo el Sr. Myers—. Ese dinero es por

las molestias. El resto es por la espada.Apenas se fue el Sr. Myers tuvimos una gran pelea. A pesar del dinero que

descansaba sobre el sofá, que podíamos quedarnos tanto si encontrábamos la espada como si no, todavía me sentía muy extraño por hacer eso. No me parecía correcto. Quizás el Sr. Samson realmente se había llevado la espada y la había escondido en su oficina, pero eso no hacía que irrumpir en ella fuese lo correcto.

—No es que nos esté pidiendo que nos carguemos a alguien o que hagamos algo realmente malo. Y se trata de un millón de dólares, Alfred. Podríamos hacer lo que quisiéramos, vivir donde quisiéramos, tener cualquier cosa que quisiéramos.

No importaba cuántas objeciones tuviera. Para el tío Farrell, el dinero lo superaba todo.

Incluso dijo:—Haz lo que quieras, Al, pero esto me ha hecho pensar que tal vez debería

reconsiderar todo este acuerdo entre nosotros... quiero decir que tal vez eres demasiado difícil para que yo me haga cargo... quizás debería enviarte de vuelta al

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hogar de acogida...Eso terminó la pelea. El sabía que yo no quería volver al hogar de acogida.

4

Al día siguiente el profesor de mates me informó de que había suspendido.Lo cual era suficientemente malo, pero no tan malo como el hecho de que me

asignaran una tutora para salvar el curso, porque mi tutora resultó ser Amy Pouchard.Nos reunimos durante treinta minutos después de clase, sólo yo, Alfred Kropp, y

Amy Pouchard, la de los largos cabellos dorados y ojos oscuros. Sentado a su lado, olía su perfume.

—¿De dónde eres? —me preguntó ella, con ese acento chillón del este de Tennessee—. Hablas raro.

—De Ohio —dije.—¿Eres un estudiante de régimen especial? —Los estudiantes de régimen

especial eran o bien mentalmente discapacitados o tenían un historial realmente malo, o ambas cosas. Supongo que algunas personas dirían que yo pertenecía a ambas categorías.

—No, es que soy nulo en mates.—Oye —dijo ella—. ¡Kropp! ¡Tú eres el chico a quien le hicieron la prueba de

coeficiente intelectual!—Algo así.—Y el que le rompió el brazo a Barry Lancaster.—No está roto y, de hecho, no fui yo quien lo hizo. Fue otra persona pero ocurrió

por mi culpa, así que supongo que es prácticamente lo mismo.—Odio las tutorías —dijo ella.—¿Entonces por qué las haces?—Porque me dan puntos extra.—Bueno —dije—. De verdad te lo agradezco. Me cuesta mucho —las mates,

quiero decir— pero también ha sido muy difícil acostumbrarme a un lugar nuevo, a una nueva escuela y todo eso.

Se metió en la boca un trozo de chicle y la menta se mezcló con el aroma de su perfume.

—Estoy yendo a una loquera —admití, sin tener muy claro al mismo tiempo por qué lo estaba admitiendo—. No es que me apetezca ir, pero me obliga mi tío. Ella tiene casi mil años y quiso saber si tenía novia.

Amy Pouchard aplastó su chicle y me miró fijamente. No podía importarle menos. Estaba tamborileando en el escritorio con la punta de su boli, y todo su ser se hallaba

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en un estado de a-mí-qué-me-importa.—Así que le dije que no... tenía novia. Porque una nueva escuela es muy dura,

mmm, cuando se trata de conocerlas. A las chicas. Además del hecho de que soy tímido y bastante consciente de mi tamaño.

—Eres muy grande —dijo, masticando su bola de chicle—. Quizás deberíamos resolver algunos problemas.

—Pues yo me estaba preguntando —dije, con la boca tan reseca que habría podido mangarle uno de sus chicles— qué piensas con respecto a salir con alguien de mi tamaño.

—Yo tengo novio.—De verdad, sólo quería conocer tu opinión.—Barry Lancaster.—¿Barry Lancaster es tu novio?Ella se arregló el cabello sobre el hombro derecho y asintió, y el chicle en su

boca comenzó a sonar clic-clic-clic.—Algunos chicos tienen tanta suerte —dije, refiriéndome a Barry Lancaster y, de

un modo irónico, a mí mismo.Tío Farrell tuvo que ir a buscarme esa tarde ya que había perdido el autobús.

Condujimos directamente al lugar del carné de conducir y me presenté al examen por tercera vez. Esta vez lo aprobé, fallé cuatro preguntas: una menos que el máximo permitido. Para celebrarlo, nos fuimos a cenar a Denny's, conmigo al volante. Yo pedí un helado «Tutti-Frutti-Fresqui-Frutti». Tío Farrell pidió el bocadillo de carne con queso fundido. Vestía su uniforme negro y se humedecía los labios más de lo habitual.

—Entonces, Alfred, ¿qué has decidido?—¿Sobre qué?—Sobre la operación del Sr. Myers.—Yo creo que es increíblemente injusto por tu parte que me amenaces con

devolverme a un hogar de acogida para obligarme a hacerlo.—Olvídate de lo injusto. ¿Te parece justo que no ayudes a la única persona que

tiene sangre de tu sangre?—Acabas de decirme que me olvide de lo justo y ahora me preguntas si algo es

justo.—¿Y qué?—Que no es justo.—A veces pienso que estás jugando conmigo, Alfred, lo cual es increíblemente

descarado para un chaval en tu posición. Se acaba el tiempo, última oportunidad, responde o muere: ¿me ayudarás esta noche?

—¿Esta noche? ¿Lo harás esta noche?Asintió. Tío Farrell ya iba por su tercera taza de café y, al asentir, movió la

cabeza con rapidez y precisión, como si fuera un pompón.—Tengo que hacerlo esta noche. Samson está fuera de la ciudad y Myers quiere

su espada lo antes posible. Es ahora o nunca. Faltan sesenta minutos y diez segundos.—¿De modo que vas a hacerlo con o sin mi ayuda?—Di mi palabra, Alfred. Hice una promesa —dijo remarcando sus palabras, como

recordándome que yo también debería cumplir mi promesa, aunque de hecho yo no recordaba haber prometido nada—. Así que la única pregunta pendiente es... ¿vas a ayudarme?

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Viendo que no respondía de inmediato, se inclinó hacia mí y murmuró:—¿Crees que no lo haré? ¿Crees que no te enviaré de vuelta al hogar de

acogida?Me sequé la mejilla con la servilleta, que estaba pegajosa por el sirope, y sentí

mi mejilla pringosa.—Si lo haces, les diré que tú robaste la espada.—Habla en voz baja ¿quieres? Yo no estoy robando nada, la estoy recuperando

para la víctima. Estoy haciendo una buena obra, Al. Ahora te lo preguntaré por última vez: ¿Vas a ayudarme?

Volví a secarme las mejillas con la servilleta pegajosa y, por alguna razón, pensé en Amy Pouchard y en el hecho de que Barry Lancaster probablemente me mataría cuando descubriera que ella era mi tutora en mates, y luego pensé en mi mamá muerta y en el padre que nunca conocí. La única persona que me quedaba estaba sentada al otro lado de la mesa, tragando café, humedeciendo sus labios con nerviosismo y tamborileando sus dedos sobre la mesa.

—Vale —dije—. Pero yo soy un menor y pase lo que pase allá arriba, te culparán a ti por ello.

—Pase lo que pase allá arriba —dijo él— cambiará nuestras vidas para siempre.Yo recordé esas palabras cuando, menos de cinco horas más tarde, tío Farrell se

volvió hacia mí y susurró mi nombre, Alfred, justo antes de morir.

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5

En el coche, de camino a las Torres, le pregunté a tío Farrell:—¿Has pensado en cómo vas a hacerlo?—¿Hacer qué?—Conseguir la espada. ¿Qué hay de todas las cámaras de seguridad?—Vamos a cortar la electricidad.—¿En todo el edificio?—No, sólo la electricidad del sistema de seguridad. La electricidad se va de vez

en cuando.—¿No hay un sistema de emergencia?—Se puede cancelar si se queda apagado durante diez minutos, aunque se hace

una llamada automática a la jefatura de policía.Pensé en ello.—Vale, entonces tenemos diez minutos desde el momento en que cortes la

electricidad hasta que se entere la poli.—Aja. Pero pueden pasar otros cinco o diez minutos más antes de que llegue la

poli.—¿Cómo lo sabes?—Hemos realizado simulacros, Alfred —suspiró, y una vez más se puso temblar.—Vale. Digamos que tenemos un margen de acción de no más de quince

minutos.—¿Un margen de acción? Has estado viendo demasiadas películas, Alfred.—¿Qué pasa si alguien aparece abajo mientras estamos en la oficina del Sr.

Samson?—Mientras tú estás en la oficina del Sr. Samson.—¿Yo?—Bueno, yo no puedo hacerlo, Alfred. ¿Por qué crees que estás aquí? Yo tengo

que cubrirte abajo. Te dejo entrar, buscas la espada y luego nos marchamos. Después llamo a Myers y cambiamos la espada por otro precioso medio millón.

Condujimos en silencio durante un rato. Las Torres Samson aparecieron ante nosotros, dibujando su silueta sobre el cielo nocturno.

Tío Farrell dijo:—Ahora quédate aquí en el coche, Alfred —entró en el aparcamiento

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subterráneo—. Volveré a buscarte cuando cambie el turno.Así que me dejó allí, sentado en el asiento delantero. Mi reloj daba las 22.45.

Tengo que admitir que, aunque este asunto me olía terriblemente mal, estaba entusiasmado. Era como una especie de película de espías, sólo que no éramos espías y esto no era una película. Así que quizás no se trataba de una película de espías sino, más bien, de un quinceañero y su tío tratando de robar una espada que podía, o no, ser del tío que les estaba pagando un montón de pasta por robarla.

Tío Farrell regresó y yo salí del coche.—Tenemos luz verde —susurró—. Ya he cortado la fuente de electricidad. ¡Date

prisa, Alfred!Abrió el maletero del coche y sacó un viejo saco roñoso.—¿Para qué es eso? —susurré. El aparcamiento estaba vacío y no estaba

seguro de por qué estábamos susurrando.—¿Quieres que te vean entrar a nuestro edificio llevando una gran espada?

¿Eh? Toma —dijo, y me dio el saco.Cogimos el ascensor desde el aparcamiento hasta la planta principal, donde la

fuente salpicaba y borboteaba, mientras nuestras pisadas producían un eco inquietante en el gran espacio abierto.

Lo seguí hasta el puesto de vigilancia donde había cantidad de monitores de seguridad. Estaban todos oscuros. Me di cuenta de que tenía pequeñas perlas de sudor en su frente.

—Venga, Alfred, vamos.Entramos en el ascensor y el tío Farrell sacó la llave que abría la suite ejecutiva.

Para entonces estaba sudando a chorros. Yo también estaba sudando y sentía el grosor de mi lengua en la boca. No dijimos nada. Yo deseaba en secreto que nuestra misión terminara en un gran cero patatero. De esa forma, le podríamos decir al Sr. Myers que no habíamos podido encontrarla y seríamos medio millón de dólares más ricos sin habernos llevado nada que no fuese nuestro y que posiblemente tampoco fuera suyo.

La puerta del ascensor se abrió y salimos. Sentía el corazón golpeando en mi pecho, a tal punto que me dolía respirar. Respiraba con menos fuerza para disminuir el dolor.

Las puertas dobles que conducían a la oficina ejecutiva del Sr. Samson estaban justo delante de nosotros. Tío Farrell miró su reloj. Yo ya había revisado el mío.

—Vale, llevamos cuatro minutos; vamos bien —dijo él.Deslizó la llave en el cerrojo y las puertas se abrieron silenciosamente. Busqué el

interruptor de la luz.—Sin luz —dijo entre dientes tío Farrell. Sacó la linterna de su cinturón.—Alguien también podría ver eso —dije.—Lo siento, mi querido Alfred, pero dejé mis gafas infrarrojas de visión nocturna

en casa, así que creo que no tenemos otra opción.Encendió la linterna y el haz de luz rebotó contra la oscura caoba del escritorio

de la secretaria.—¿Dónde está? —pregunté.—No lo sé.—¿No lo sabes?—Pero no creo que esté aquí afuera.

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Sacó un par de guantes de goma de su bolsillo.—¿Esos guantes no son para lavar platos? —pregunté.—Los saqué del armario del conserje. Toma, póntelos.—¿Dónde están los tuyos? —pregunté.—Al, yo trabajo aquí —me recordó—. Mis huellas dactilares no significarán nada.—¿Pero no crees que la poli se preguntará qué hacen tus huellas en todas las

cosas del Sr. Samson?Me miró fijamente por un instante.—Sólo tenemos un par.Me quité el guante izquierdo y se lo entregué.—Soy diestro —dijo él.—Igual que yo —dije.Nos miramos fijamente por un momento.—¿Qué? —preguntó—. No pretenderás que piense en todo.Apuntó la linterna hacia la izquierda, donde relució sobre el tirador de chapa

dorada de la puerta que conducía a la oficina del Sr. Samson.—Si está en algún lugar de este sitio —respiró— es aquí. Sujeta la linterna, Al.Apunté la linterna hacia el llavero de tío Farrell mientras sus dedos temblorosos

buscaban la llave correcta. Intenté comprobar la hora en mi reloj, pero estaba demasiado oscuro y el tío Farrell necesitaba la luz.

Pensó que había encontrado la llave correcta, pero no lo era. Soltó unos tacos y empezó de nuevo.

Probó con otra llave. Ésta se deslizó sin problema y pasamos a la parte interna de la oficina del Sr. Samson. Había un enorme escritorio mirando hacia la puerta, un sofá de cuero a lo largo de la pared de al lado y estanterías revistiendo tres partes de la habitación. El lugar era inmenso, casi el doble del tamaño del piso de tío Farrell. Contra la pared del fondo, a la izquierda del escritorio, había otra puerta.

—Vale —dijo tío Farrell—. ¿Dónde estará?Pensé en ello.—Bueno, es una espada y debe de ser bastante grande. No puede esconderla

en cualquier sitio.—Quizás esas estanterías conducen a una cámara secreta o algo por el estilo —

dijo tío Farrell—. Eso lo vi en Scooby-Doo.—¿Tú ves Scooby-Doo?—Cuando era niño. Al, ese programa ha existido siempre.—Si esto fuera Scooby-Doo, serías el malo de la historia —dije—. El malo de la

historia siempre era el conserje o el guardia nocturno.—Pues qué alivio que no lo sea, Al.La pared del fondo era una gran ventana de cristal que ofrecía una vista sobre el

centro de la ciudad que estaba debajo. Entraba suficiente luz como para que tío Farrell apagara la linterna y pudiéramos seguir viendo. Se dirigió hacia la otra puerta y desapareció a través de ella. Lo escuché dar un pequeño grito:

—¡Por el amor de Dios! —Entró de nuevo en la habitación—. El baño. Creo que el grifo está hecho de oro macizo.

Miré mi reloj.—Tenemos nueve minutos de margen. Tenemos que darnos prisa.No sabía dónde buscar en la enorme oficina. Sólo veía estanterías, llenas en su

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mayoría de baratijas y fotos, una palmera en su maceta, un sofá, una mesa auxiliar, el escritorio y la silla, y poco más. Tiré del asa de un cajón del escritorio, pero estaba cerrado. Aunque, desde luego, no podría haber metido una espada de tamaño real en un cajón del escritorio. Quizás tío Farrell tenía razón y debíamos buscar un escondite secreto en alguna parte. Tal vez hubiera una caja fuerte detrás de la inmensa acuarela encima del sofá. En las películas siempre es así. El tío Farrell estaba de pie al lado de la puerta que comunicaba con el área de recepción, y no le quedaba ni una pizca de calma.

—¿Por qué estás ahí de pie? —me preguntó bruscamente tío Farrell.—No sé dónde buscar —admití—. Tal vez el Sr. Myers se equivocó. Quizás no

está aquí.—Está aquí —insistió.—¿Cómo lo sabes?—Yo qué sé. Lo sé y punto.—¿No lo sabes pero lo sabes y punto?—Cállate, Alfred. Estoy tratando de pensar.Me senté en la silla de cuero del Sr. Samson. Nunca en mi vida me había

sentado en una silla tan cómoda. Sentía como si la silla me estuviera abrazando. Me pregunté cuánto podía costar una silla como ésa.

—¿Y ahora qué estás haciendo?—Estoy pensando —dije.—Alfred, no tenemos tiempo para eso.Bernard Samson tenía un escritorio limpio. El tapete estaba desnudo. En una

esquina había una fotografía enmarcada del Sr. Samson con un gran perro blanco que parecía un cruce entre un lobo y un San Bernardo. Me pregunté si el Sr. Samson tenía ese tipo de perro porque también se llamaba Bernardo. Además de la foto, había un portalápices y una placa con su nombre, por si a alguien se le olvidaba quién estaba sentado en esta silla grande y gorda que me abrazaba. Volví a mirar la foto. Nunca lo había visto antes. Era un hombre grande, ancho de espalda, con una gran cabeza y una masa de cabello castaño, casi dorado, que peinaba hacia atrás desde su alta frente, como la melena de un león.

Levanté el tapete dos o tres centímetros, lo cual no es nada fácil de hacer cuando uno está usando guantes de goma para lavar platos; en ocasiones los hombres esconden cosas debajo de sus tapetes.

—Tío Farrell, si tuvieras una espada de incalculable valor, ¿dónde la esconderías?

—En mi trasero de incalculable valor.Se asomó en la otra oficina, como si estuviera esperando que los polis

irrumpieran en cualquier momento. Tío Farrell ya se había puesto de los nervios.—Quizás está detrás de ese cuadro, encima del sofá —dije.—«Quizás está detrás de ese cuadro, encima del sofá» —dijo, burlándose de mí,

pero se arrodilló sobre el cojín del medio y levantó con cautela la parte de abajo del marco. Sabía la respuesta antes de que la dijera.

—Nada.Se dejó caer en el sofá y se frotó la frente.Acerqué un poco más la silla al escritorio y descansé mis codos en el tapete.

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—Creo que no está aquí —dije.—Cállate. Estoy intentando pensar, Al.—O tal vez estaba aquí y el Sr. Samson se la llevó.—¿Por qué se la llevaría?—Quizás alguien le dijo lo que planeaba el Sr. Myers.—Quizás, quizás, quizás —dijo el tío Farrell—. Si los quizás fueran pepinillos

podríamos hacer un picnic.—Quizás es demasiado inteligente para nosotros —dije, refiriéndome al Sr.

Samson.—¿Inteligente?El tío Farrell alzó la cabeza y me fulminó con la mirada desde el otro lado de la

habitación.—¿Qué te he dicho sobre eso? —preguntó—. Ser inteligente no es tan

importante como la gente piensa. ¿Quieres saber qué es más importante que ser inteligente? La terquedad. La terquedad y la energía, Alfred. Eso es lo que te hace llegar lejos en este mundo.

Se arrodilló y alumbró con la linterna debajo del sofá. Miré mi reloj. El margen de acción se había terminado.

—Tío Farrell, tenemos que irnos.—Yo no me voy.—Nos van a pillar.—¡No voy a renunciar a medio millón de dólares!Me levanté y no sé cómo la hebilla de mi cinturón se quedó atrapada debajo del

borde del escritorio. Se quedó atascada allí de modo que, cuando me puse de pie, la hebilla tiró y la superficie del escritorio se levantó casi un centímetro. La hebilla se soltó y el escritorio encajó de nuevo.

Al otro lado de la habitación, tío Farrell seguía arrodillado, observándome.—Vaya, menuda sorpresa —susurró.

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—Es pesada—dije— Coge ese lado.Había quitado todo lo que estaba encima, colocándolo en las estanterías detrás

de mí.—Por el amor de Dios, sí que es pesada —infló sus mejillas mientras la

levantábamos—. Apresúrate, Alfred. Tengo que bajar para recibir a la policía. Tú quédate aquí arriba hasta que se hayan ido.

Eso me puso nervioso. No quería estar solo en la oscuridad, pero no se me ocurría otra salida.

La parte de arriba del escritorio tenía una bisagra en la parte delantera, como la tapa de la caja de música más grande jamás hecha. Tío Farrell inhaló profundamente al tiempo que ambos nos inclinamos para escudriñar su interior.

—¡Mecachis en la mar! —dijo en un suspiro—. ¿Quién lo habría pensado?Dentro de la cavidad oculta había un teclado plateado empotrado en el propio

escritorio, como el tablero de un cajero automático o una calculadora.—Hay una contraseña —dije—. Hay que teclear un código para que algo se

abra.—¿Cuál es la contraseña? —preguntó. Parecía que estaba a punto de llorar.—No lo sé —contesté.—¡Pues claro que no lo sabes, Alfred! ¡No hice la pregunta creyendo que tú lo

sabrías! —Miró su reloj y se mordió el carnoso labio inferior.—Vale, Al, todo va bien —dijo en ese tono de falso optimismo que usan, a veces,

los adultos con los niños—. Voy a bajar a recibir a la policía y tú quédate aquí.—¿Me quedo aquí haciendo qué?—Averigua la contraseña.Me dio una palmada de aliento en la espalda y se dirigió hacia la puerta.—¡Tío Farrell! —lo llamé, pero me ignoró. Escuché el timbre del ascensor hacer

ding y luego hubo el silencio más ensordecedor que haya escuchado jamás.Miré fijamente el tablero. El pin era probablemente el cumpleaños del Sr.

Samson, o el año en que fundó la empresa, o quizás algún número aleatorio que no tenía nada que ver con nada. Puesto que no conocía ninguno de esos números, simplemente comencé a teclear dígitos al azar. No pasó nada y entendí que podía

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teclear números desde ese momento hasta el día del juicio final y nada funcionaría.Me di por vencido, me recosté de nuevo en la silla y miré mi reloj. ¿Qué pasaría

si la policía exigía subir a la oficina y justo ahora mi tío los estaba acompañando aquí arriba? Parte del plan debía haber incluido walkie-talkies.

Estar nervioso y aburrido al mismo tiempo es una extraña combinación; no me quedaba quieto, así que me incliné hacia adelante y escudriñé en el interior del compartimento secreto. Una pequeña voz susurró dentro de mi cabeza teléfono, luego lo volvió a susurrar, teléfono, y me preguntaba por qué esa pequeña voz me susurraba teléfono de ese modo.

Entonces lo pillé.—Letras —susurré.El teléfono del Sr. Samson estaba en el suelo al lado del escritorio. Lo cogí y lo

coloqué sobre mis piernas. Como la mayoría de los teléfonos, cada tecla tenía tres letras correspondientes a cada número, de modo que ABC era el número 2.

Así que empecé a teclear algunos números.7-2-6-7-6-6 = SAMSON. Nada. 2-3-7-6-2-3-7-3 = BERNARD. Nada. ¿Cuál era el

nombre del perro en la foto? Por un presentimiento tecleé 5-6-2-6 («LOBO»).No pasó nada.Suspiré y miré mi reloj. Tío Farrell se había ido hacía cinco minutos. Él había

dicho que ser inteligente no era tan importante, pero en ese momento seguro que habría sido de ayuda. Más por desesperación que por cualquier otra cosa, tecleé lo primero que me vino a la cabeza:

2-5-3-7-3-3.De debajo de mis pies salió un zumbido, como un motor acelerándose, y el suelo

comenzó a temblar. Me alejé del escritorio dando un pequeño grito mientras que éste comenzó a levantarse, como si un mago invisible lo estuviera haciendo levitar.

Un inmenso poste metálico plateado emergió lentamente desde la alfombra, hasta que la parte de arriba del escritorio quedó a unos cinco centímetros del techo.

El poste tenía una apertura por el lado que daba hacia mí y, dentro del espacio vacío, colgaban dos pinchos plateados. Con la hoja hacia abajo, estaba la espada.

Había traído la foto, únicamente para asegurarme de que nos lleváramos la espada correcta, pero no necesitaba la foto para saber que ésta era la indicada. En el brillo azulado que producían las luces de la ciudad reflejadas en el exterior de las ventanas, la espada parecía resplandecer, como la superficie de un lago en un día nublado.

Respiré profundamente y cogí la empuñadura de la espada. Prácticamente salió disparada; no me esperaba que fuera tan liviana. Pensé que pesaría una tonelada pero no me pareció más pesada que un boli. Suena raro, pero enseguida la sentí como parte de mí, una extensión de metro y medio de mi brazo derecho. Sonriendo como un niño que juega a los piratas, la blandí unas cuantas veces. Silbaba como si estuviera cortando el aire. La sostuve contra las luces de la calle, girándola de forma que la luz del ambiente hacía destellar los bordes.

Deslicé mi pulgar izquierdo a lo largo de la hoja. Inmediatamente, una delgada línea de sangre goteó desde la herida. Ni siquiera la había sentido. Sin embargo, la sangre me devolvió a mis cabales. Metí la espada en el saco. Luego me metí el pulgar en la boca: no quería que mi ADN goteara por toda la oficina del Sr. Samson durante mi fuga.

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Troté hasta la puerta y me detuve... ¿qué pasaría si, por alguna razón, la policía exigía ver la oficina del Sr. Samson? ¿Debía esconderme en algún lugar hasta que regresara el tío Farrell? Vacilé en la entrada, abrazando el saco contra mi pecho mientras me chupaba nerviosamente el pulgar, con el sabor de mi sangre en la boca. No sabía cómo bajar el escritorio, así que lo dejé así y caminé hacia el pasillo.

Cerré la puerta, revisé el cerrojo y me dirigí al ascensor para esperar al tío Farrell.

Me recosté contra la pared, mi corazón seguía latiendo con fuerza, y el sudor me goteaba hasta la mitad de la espalda y el pecho. De pronto sentí que el saco se volvía más pesado. Me saqué el pulgar de la boca. La sangre había parado, pero sentía un cosquilleo en el pulgar, como si se hubiese dormido. Sentí pánico por un instante, pensando que quizás la hoja podía estar envenenada y que moriría en ese pasillo sombrío.

Entonces escuché el ascensor subir. Mientras me apartaba de la pared pensé que al tío Farrell debía haberle tomado mucho tiempo deshacerse de la policía. Me seguía sintiendo un poco mareado, pero el saco ya no se sentía tan pesado.

Las puertas se abrieron y empecé a decir:—¿Por qué tardaste tanto, tío Farrell?Entonces se asomaron dos siluetas de color marrón. Retrocedí por el pasillo

hacia la puerta de la salida de emergencia que conducía a la escalera. Dos hombres vestidos como monjes salieron del ascensor, con amplias túnicas marrones, llevando las capuchas hacia abajo para taparse las caras.

Uno adelantó al otro y dijo suavemente, tan suavemente que casi no lo escuché:—No queremos hacerte daño. Sólo queremos la espada. —Extendió la mano.Su tono era tan amable y razonable que casi se la entrego. Puede que lo hubiera

hecho, pero en ese momento, el que estaba detrás de él refunfuñó y me atacó, sacó su mano derecha de los pliegues de su túnica y con ella sujetaba un largo sable, delgado como un palo de billar, negro y con doble hoja.

El primer monje hizo una maniobra para detenerlo, pero fue demasiado tarde. Antes de que tuviera siquiera tiempo de pensarlo, apreté mi mano en el interior del saco y saqué la espada. Mi atacante vaciló, pero sólo por medio segundo. Estaba casi sobre mí cuando sentí la espada en mi mano silbar por encima de mi cabeza —ni siquiera recuerdo haber levantado el brazo— y luego vi cómo mi brazo la bajó y apuntó directo a la frente del tío.

Gritó y alzó su espada en el último segundo. El sonido de las espadas chocando reverberó como un trueno en el diminuto pasillo. Se fue un poco hacia atrás, pasmado por el golpe.

El cosquilleo de mi pulgar se había extendido por todo mi brazo, y de nuevo moví la espada mientras el primer monje renunciaba a intentar negociar y empezó a forcejear conmigo.

Su compañero cayó de espaldas, cogiéndose la muñeca de la mano con la que sujetaba su espada. Yo también me caí de espaldas. El monje más alto se movía más lentamente que su colega pero con una lentitud que parecía calculada. Retrocedí sobre mi espalda hasta que toqué la puerta de la escalera.

—Entrega la espada —dijo la voz debajo de la capucha marrón. Una mano pálida me alcanzó mientras otra mano alzó la afilada hoja negra.

Busqué detrás de mi espalda con mi mano izquierda, empujé el pomo de la

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puerta hacia abajo, y luego le di una patada. Al mismo tiempo, mi espada silbaba apuntando hacia su oreja izquierda. Detuvo el golpe con la espada de hoja negra. Cogí su muñeca izquierda y tiré fuerte, dando un paso a la derecha al mismo instante, y luego lo lancé por los aires, hacia la escalera. Lo escuché quejarse de dolor mientras se desplomaba escaleras abajo.

El monje más pequeño se había recuperado y ahora me atacaba, blandiendo su arma tan rápido que sólo veía un haz oscuro frente a mis ojos, pero mi espada detenía cada estocada, desviando cada golpe, como si tuviera vida propia. No sabía cómo estaba peleando contra este tío, quien obviamente sabía lo que hacía cuando se trataba de luchar con espadas.

Al empuñar la espada me pareció que no tenía ningún peso. Todo comenzó a ocurrir muy lentamente como si bailara en un sueño: vi su espada acercarse a un kilómetro de distancia.

Arremetió contra mí en un último intento desesperado. Esquivé su hoja con facilidad y llevé mi puño derecho con fuerza contra un lado de su cabeza. Se hincó de rodillas.

—Disculpe —dije—. No quiero hacerle daño a nadie. Sólo estoy tratando de ayudar a mi tío para que no me envíe a un hogar de acogida. ¿Quién es usted?

Antes de que pudiera responder, una mano me cogió por detrás y me tiró hacia las escaleras. Era el hombre más grande, el que había hablado primero. Me dio varias sacudidas y golpeó su cuerpo con mucha fuerza contra el mío, empujándome contra la pared. Cogió mi puño derecho y lo sostuvo contra el hormigón; la hoja de mi espada chocó contra éste. Cogió la punta de la espada de hoja negra y la presionó contra mi nuez.

—Suelta la espada si quieres vivir —susurró.—Vale.Solté la espada. Por un segundo, ninguno de los dos nos movimos; creo que

ambos estábamos sorprendidos de que la hubiese soltado. Después, sin pensarlo siquiera, subí la rodilla tan fuerte como pude hacia su entrepierna. Se desplomó y no se movió.

Salté por encima de su cuerpo, cogí la espada y me encontré con el otro monje atravesando la puerta. Vio a su compañero caído y dio un pequeño chillido. Lo cogí por la parte delantera de la túnica y lo arrojé a mis espaldas.

-—Detenlo —dijo el líder desde el suelo, entre ahogos.Corrí por el pasillo, con la punta de la espada golpeando contra la alfombra.

Pulsé el botón para llamar al ascensor. Si nadie había pulsado el botón desde que salieron mis atacantes, debía de estar allí esperándome.

Las puertas se abrieron y adentro, de pie, estaba tío Farrell con un tercer monje de túnica marrón, que también tenía una espada con hoja negra presionada contra su cuello.

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—¡Alfred! —chilló tío Farrell.—Suelta la espada —dijo el nuevo monje—. Suéltala o morirá.—¡Oh, Alfred! —jadeó tío Farrell—. Creo que debes hacer lo que dice.Escuché la puerta de la escalera abrirse a mis espaldas. Observé por encima de

mi hombro y vi a los dos monjes del principio encaminándose hacia mí. El más alto —a quien le había dado el rodillazo— venía cojeando unos cuantos pasos por detrás de su compañero.

—No hay escapatoria —dijo el monje alto—. Si nos entregas la espada ahora, puede que vivas.

—Si matáis a mi tío —le dije al monje en el ascensor— os mataré a todos vosotros.

Sonaba mucho más valiente de lo que me sentía. No había forma de que pudiera matar a nadie, pero estos monjes no tenían cómo saberlo.

—No queremos hacerle daño a nadie —dijo el monje alto—. Sólo queremos la espada.

—Vamos, entrégasela, Al —dijo Farrell—. ¡Deja de joder!En ese momento creo que el monje más pequeño detrás de mí perdió la

paciencia, porque saltó hacia adelante dando un grito, alzando la hoja negra por encima de su cabeza. Mientras venía a por mí, el monje alto gritó:

—¡No! —Bloqueé su embestida descendente con un golpe elevado (si es que ésa es la palabra; no conozco la jerga de la esgrima) de mi espada, que era más grande. Escuché un fuerte chirrido del metal chocando contra el metal. Sonaba como si fuese un accidente de coche.

Su pequeña hoja se hizo añicos con el impacto. Le cogí la muñeca y lo lancé al interior del ascensor, mientras trozos de metal negro y brillante llovían sobre nosotros.

Cayó sobre el tío Farrell y el tercer monje, haciendo que ambos perdieran el equilibrio. Entré en el ascensor, cogí al tío Farrell de la mano y lo tiré hacia afuera. Lo arrastré un par de pasos hacia la escalera, pero el monje alto seguía de pie entre nosotros y la salida.

—Sobre mi cadáver —dijo—. Lo único que queremos es la espada. Por favor. No

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sabéis lo que estáis haciendo.Extendió su mano.—Dame la espada y no os haremos daño. Tenéis mi palabra.Caminé hacia él, arrastrando al tío Farrell conmigo, con la punta de la espada

apuntando al estómago del monje alto. No sabía lo que estaba haciendo pero lo estaba haciendo bastante bien hasta el momento.

—Apártate de mi camino —le dije—. Nos vamos.—No llegaréis lejos —me prometió.Puedo jurar que vi sus ojos brillar debajo de la capucha, no rojos como un

demonio o algo así, sino con una suave luz azulada, como el resplandor de las luces de la noche.

—No podréis conservarla por mucho tiempo —dijo—. Sabemos quiénes sois.Luego el monje alto hizo algo que me cogió completamente por sorpresa: se

apartó de mi camino.Detrás de mí, uno de los otros monjes dejó escapar un quejido, y el monje jefe

levantó la mano. Su mano era muy pálida y sus dedos largos y delicados, casi como los de una mujer.

—No —dijo con calma. Luego me dijo—: Nos encontraremos de nuevo.Nos fuimos por las escaleras y la puerta se cerró a nuestras espaldas,

resonando como un disparo.

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Bajé los escalones de dos en dos y me detuve en el rellano, escuchando pero sin oír nada.

—Nos faltan veintisiete plantas —dije—. ¿Puedes lograrlo?—El montacargas... podemos cogerlo —jadeó tío Farrell.Empujé la puerta de las escaleras y al tío Farrell por el oscuro pasillo rumbo al

montacargas. Buscaba sus llaves a tientas, mientras me soltaba la bronca. Que qué pasaba conmigo, que cómo había atacado a un grupo de monjes batiendo sables. Dijo que lo había arruinado todo, y especialmente su vida. Yo estaba pensando en el saco que había dejado en el vestíbulo, fuera de la oficina de Samson. Creo haber leído en alguna parte que los policías pueden obtener huellas de las telas.

Tío Farrell tenía razón: había jodido todo, su vida y también la mía.Finalmente encontró la llave correcta y cuando se abrieron las puertas del

montacargas, caímos dentro y pulsó el botón del vestíbulo principal. Nos recostamos contra el fondo del montacargas y tratamos de recuperar el aliento.

La puerta se abrió en el vestíbulo.—El Sr. Myers tenía razón —dije—. Ésta no es una espada cualquiera.Entramos en el vestíbulo.—¿Dónde aprendiste a blandir una espada de ese modo? —preguntó tío FarrellNo esperaba respuesta. Mejor así, porque no tenía ninguna.—¿Averiguaste la contraseña? —preguntó.Asentí.—Vaya, eres un jovencito con muchos talentos ocultos, ¿no? ¿Cuál era la

contraseña?—Dos, cinco, siete, tres, tres.—¿Qué es eso?—Eso —dije— es mi nombre.Me miró fijamente. Dije:—También puede ser «Alepee», pero no tiene ninguna lógica.—Tú tampoco. Alguien nos delató, Alfred.

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—O tal vez el escritorio estaba conectado —dije.—Claro. La alarma suena en el monasterio y los monjes abandonan las vísperas

para acudir a la batalla.El vestíbulo estaba sospechosamente silencioso, excepto por el chapoteo del

agua de la fuente.—¿Qué le ocurrió a los polis? —pregunté.—Eso quisiera saber —refunfuñó—. Es cierto. Nunca acuden cuando más los

necesitas. —Me contó que el tercer monje lo estaba esperando en el vestíbulo cuando bajó del ascensor. Le puso una espada en el cuello y lo llevó nuevamente a la última planta.

Tío Farrell se detuvo en su puesto y encendió los interruptores. Los monitores volvieron a parpadear. Miré la pared detrás del puesto, donde el indicador rojo de luces mostraba la ubicación de los seis ascensores.

El ascensor expreso continuaba en la última planta.—Se marcharon por las escaleras —dije.—¿Qué hacemos? —preguntó tío Farrell. Era como si yo estuviera al mando, por

el mero hecho de sostener la espada.Pensé en ello.—Llama a la policía.—¿Qué?—Quizás los monjes o quienes sean interceptaron la llamada de emergencia

automática. Llama a la policía, tío Farrell.—¿Y qué les digo?—Diles que aquí hay tres tíos, tal vez más, corriendo con espadas. —Extendí la

mano y pulsé el botón que decía «ALARMA». Una luz roja comenzó a titilar en el panel.—Vale, y mientras espero a la policía, creo que voy a preparar rápidamente unos

bocadillos, para mí y para cuando lleguen los monjes. ¿Pero qué estás diciendo, Alfred?

—Ellos no te buscan a ti —le dije, refiriéndome a los monjes de túnica marrón—. Ellos quieren la espada y la espada no va a estar aquí.

—¿Te marchas? Al, no puedes marcharte.—Claro que puedo, tío. Dame las llaves del coche.—¡No puedes llevarte mi coche!—Te echarán si te marchas.—Alfred, estoy a punto de convertirme en millonario, ¿realmente crees que me

importa que me echen? ¡Nos largamos de aquí!Cogimos las escaleras que llevaban a la planta subterránea. Tío Farrell condujo

mientras yo iba sentado en el asiento trasero, con la espada sobre mis piernas. Tres patrullas de policía pasaron rugiendo, en dirección a las Torres Samson, con las sirenas encendidas.

Una vez que estuvimos a salvo, comencé a sentir pánico y miedo. Empecé a sudar frío y luchaba contra las lágrimas.

—Vale, tío Farrell, tienes que decirme qué es lo que está ocurriendo en realidad.—No lo sé.—¿De dónde salieron esos tíos?—No lo sé.—¿Cómo entraron en el edificio?

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—No lo sé.—¿Por qué mi nombre era la contraseña de la cámara secreta?—No lo sé.Aparentemente, tío Farrell no sabía mucho. Pensar que yo era el verdadero

cerebro de la operación empeoraba aún más el asunto.Condujo directo a nuestro piso. Aparcó en la calle, en doble fila. Eran casi las

tres de la mañana y no vimos a nadie subir las escaleras. Tío Farrell entró primero para que yo le echara un último vistazo al pasillo.

Luego entré en el salón oscuro y pregunté:—¿Tío Farrell, está todo bien?Encendí el interruptor y escuché al tío Farrell dar un pequeño jadeo. Estaba de

pie, como a tres metros de distancia, cerca del sofá. Detrás de él estaba Arthur Myers, con el antebrazo alrededor de la garganta de tío Farrell.

—Claro que todo está bien, Sr. Kropp —dijo Arthur Myers.

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—Alfred —dijo entre ahogos tío Farrell—. No puedo respirar.—Le está costando un poco respirar, Sr. Kropp —dijo el Sr. Myers—. Suelte la

espada y apártese, por favor.Dejé caer la espada. Hizo un sordo sonido metálico al caer al suelo.—Muy bien. Apártese hacia la ventana, por favor.Caminé de lado hacia la ventana, sin dejar de mirarlos fijamente.El Sr. Myers soltó al tío Farrell, caminó a su alrededor mientras éste cayó sobre

el sofá, y fue rápidamente a por la espada. La alzó y la movió de lado a lado.—Vale —dije—. Tiene la espada. Ahora puede marcharse, Sr. Myers.—Espere un momento —dijo el tío Farrell sobándose la garganta—. Primero

quiero algunas respuestas. ¿Qué demonios es esta espada y quiénes eran esos tíos con túnicas raras que querían llevársela?

—Ellos no querían llevársela —dijo el Sr. Myers. Estaba mirando fijamente la espada con una expresión extraña—. Ellos intentaban evitar que se la llevaran.

Me miró a los ojos y algo oscuro cruzó su rostro.—Usted me ha hecho un gran servicio, Sr. Kropp —le dijo al tío Farrell, aunque

continuaba mirándome fijamente—. Así que le pagaré con creces.—Eso está bien —dijo el tío Farrell—. Teníamos un acuerdo y casi me matan por

cumplirlo.—Desde luego. Con toda seguridad, ellos lo habrían matado por la espada.

Juraron protegerla contra cualquier peligro. Son hombres despiadados con una voluntad de hierro, Sr. Kropp. Con los años, ser despiadado ha alcanzado una mala reputación, pero hay honor en ser despiadado, hay algo puro en ello, ¿no le parece?

Ahora el Sr. Myers tenía la espada, pero estaba a punto de decir algo importante, algo que él quería que comprendiéramos antes de marcharse.

—En cierto modo, son mis enemigos, ya que trabajamos para causas opuestas, pero los admiro —dijo el Sr. Myers—. Tienen mucho que enseñarnos sobre la importancia de la voluntad.

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Se giró hacia mí. Estaba sonriendo. Era un tipo de sonrisa que podía hacer de la sonrisa algo malo.

—Verás, Alfred Kropp. La voluntad de la mayoría de los hombres es débil. Se tuerce con el más mínimo desafío. Se viene abajo al primer signo de resistencia. No escucha los dictados de la necesidad. ¿Me sigue, Sr. Kropp?

—Realmente, no —dije—. Tiene la espada, Sr. Myers. ¿Puede darnos el dinero ahora?

—Le voy a dar algo mucho más valioso que el dinero, Sr. Kropp. Le voy a dar una lección de vida importante. Le voy a enseñar qué pasa cuando la propia voluntad entra en conflicto con una más fuerte.

En dos zancadas, él estaba frente al sofá y yo no hice otra cosa más que ver cómo atravesaba el pecho de mi tío con la espada, enterrando la hoja en los cojines que se hallaban a su espalda. Los ojos de tío Farrell se volvieron hacia mí y, antes de morir, susurró: —¡Alfred!

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Myers se acercó a mí. Me paralicé, esperando que me enterrara la espada en el pecho, pero en cambio me puso un dedo en los labios y susurró:

—Shhhhh. —Y se fue sin decir palabra.Entendí rápidamente que ya era hora de involucrar a algunos adultos y, ya que el

tío Farrell era el único adulto en la habitación y estaba muerto, llamé al teléfono de emergencia.

Vino la policía. Primero una pareja uniformada, y luego detectives, que vestían americanas arrugadas y corbatas torcidas. Después vino un fotógrafo a hacer fotos de mi tío muerto, y luego una mujer del Departamento Forense. Luego apareció otra mujer que dijo ser una consejera de servicios sociales. Le dije que, en lugar de consejos, lo que realmente necesitaba era un vaso de agua. Uno de los policías me trajo un vaso de agua.

Les conté todo, desde la noche en que el Sr. Myers le entregó la señal al tío Farrell para conseguir la espada, hasta mi pelea con los monjes de túnica marrón que peleaban con espadas, pasando por cómo el Sr. Myers apuñaló al tío Farrell y cómo prometió matarme también si no mantenía la boca cerrada.

Nadie pareció creerme.Luego metieron al tío Farrell en una bolsa de plástico negro y lo llevaron hasta el

pasillo donde estaban todos los vecinos de pie, mirando tontamente. Uno de los detectives me dijo que le describiera al Sr. Myers, y así lo hice. Le hablé del cabello largo recogido en una coleta y de su traje resplandeciente.

Uno de los detectives recibió una llamada en su móvil y habló en susurros durante un largo rato. No sabía qué hora era, pero no debía de faltar mucho para que amaneciera cuando se abrió la puerta y un gran hombre con una melena de león dorada entró en la habitación, seguido de dos hombres altos vestidos con trajes oscuros.

—¿Han acabado? —preguntó uno de los hombres de traje oscuro a un detective.

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—Hemos acabado.Nos dejaron a solas y los dos hombres de traje oscuro se situaron a cada lado de

la habitación y se quedaron mirando fijamente la nada.El gran hombre de cabellos dorados cogió una silla y se sentó junto a mí, al lado

de la ventana. El sol naciente refulgía a través de la ventana, haciendo que las puntas de su cabello resplandecieran. Colocó su mano en mi antebrazo.

—¿Sabes quién soy? —preguntó el hombre de cabellos dorados. Tenía una voz amable y muy profunda.

—He visto su foto —dije—. Usted es Bernard Samson. —Lo siento, Alfred —dijo con delicadeza, viendo el sofá con el hueco en la mitad

de los cojines. —¿Cómo sabe mi nombre? —pregunté.Sonrió.—Te sorprenderías de lo que sé, Alfred.—¿Me puede explicar qué está ocurriendo, Sr. Samson?—Sí, Alfred, voy a explicártelo —dijo con la misma voz delicada—. ¿Quieres

algo?—Uno de los policías me dio un vaso de agua —dije—. Así que eso ya está

arreglado. Podría dormir un poco. Llevo veinticuatro horas sin dormir. Pero sobre todo me gustaría obtener algunas respuestas.

Sonrió.—Pregunta.—¿Quiénes son esos tíos —pregunté, refiriéndome a los hombres en la puerta.—Son agentes.—¿Agentes de qué?—Agentes de una organización de la que nunca has escuchado hablar; en

realidad, de la que muy poca gente ha escuchado hablar. Forman parte de una agencia que se encarga específicamente de manejar emergencias como ésta.

—¿Esto es una emergencia?—Más bien es una crisis. Mira, Alfred, lo que se ha perdido es muy valioso.—¿Quiere decir la espada?Asintió.—¿En realidad no le pertenece a Arthur Myers, verdad? —pregunté.—No.—Lo sabía —dije—. Intenté decírselo al tío Farell, pero no me escuchó.—Sí —dijo y no agregó nada más.—¿Quién es Arthur Myers? —pregunté.—Es muchas cosas.—Está contestando a mis preguntas pero no me está dando ninguna respuesta,

Sr. Samson. Pensé que estaba en Europa.—Mi vuelo acaba de llegar.De nuevo me dio una palmada en el brazo y se levantó. Comenzó a pasearse

alrededor de la sala, con los brazos detrás de la espalda.—¿Quién es Arthur Myers? —dijo—. Nunca había escuchado ese nombre hasta

ahora. Pero conozco al hombre. Ha utilizado muchos nombres y muchos disfraces en muchos lugares. Bartholomew en Inglaterra. Vanderburg en Alemania. Lutsky en Rusia. ¿Quién sabe cuál es el verdadero? Para mis amigos aquí presentes —se volvió hacia

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los hombres en la puerta— es conocido por el alias Dragón. Pero el nombre que utilizaba cuando lo conocí, años atrás, en París, era Mogart, así que para mí siempre ha sido y será Mogart.

El Sr. Samson negó con su enorme cabeza y se rió con amargura.—¡Mogart! ¿Qué puedo decirte sobre Mogart? Es muchas cosas y ninguna. Un

mercenario, un provocador, un asesino, un destructor y un homicida, pero eso ya lo sabes. Un amante de la oscuridad. ¡Sí! De la oscuridad. Si un hombre debe definirse por lo que hace, puedes pensar que él es simplemente un agente, Alfred. Un agente de la oscuridad.

Sonó su móvil. Di un pequeño salto. No sé si fue mi salto o el timbre del teléfono, pero uno de los hombres metió la mano en el bolsillo de su abrigo, y luego la volvió a sacar lentamente cuando el Sr. Samson comenzó a hablar.

—Sí. ¿Cuándo? ¿Estás seguro? —Escuchó durante un largo rato. Su rostro se veía ajado con la luz del amanecer, con arrugas marcadas por sombras profundas. Me preguntaba qué edad tendría Bernard Samson. Me preguntaba si me estaba diciendo la verdad. Me preguntaba qué me estaba diciendo exactamente.

—Muy bien —dijo por teléfono y giró la tapa para cerrarlo. Se volvió a sentar a mi lado.

—Lo lamento, pero creo que no tengo mucho tiempo, Alfred. Las cosas están sucediendo muy deprisa y ahora el tiempo es nuestro enemigo. Hemos utilizado todos los recursos a nuestra disposición, pero él ha tenido tiempo, demasiado tiempo, para pasar a través de la Red. El resto de las preguntas, rápido.

—Sólo quiero saber qué tiene esta espada que es tan especial; por qué tres tíos vestidos como monjes con espadas negras intentaron matarme por ella; pero lo más importante de todo, por qué está muerto mi tío.

—Tu tío murió para enviar un mensaje, Alfred. A mí. A ti. A esos hombres que conociste anoche. Murió como una advertencia y una promesa de que otros morirán si nos oponemos a Mogart. Lamentándolo mucho, creo que podemos confiar en la veracidad de ese mensaje, Alfred: muchas personas morirán antes de que esto acabe.

—¿Antes de que se acabe qué? ¿Por qué no me habla claro, Sr. Samson? Estoy realmente agotado, me siento bastante mal. Me sentí mal desde el primer momento con este trato e intenté persuadir al tío Farrell para que lo dejara, pero no me escuchó, y ahora me siento realmente mal.

Me dio una palmada en el brazo, miró su reloj, y luego dijo:—¿Te diste cuenta de algo inusual en la espada que te llevaste de mi oficina?No dije nada.—Peleaste con ella contra esos hombres. ¿Has peleado alguna vez con una

espada, Alfred?—No con una de verdad. Con una de juguete cuando era niño.—Pero a pesar de tu falta de experiencia, fuiste capaz de vencer a esos tres

hombres que pelean muy bien con espadas, ¿no fue así?—Sí. ¿Quiénes eran? ¿No trabajan para el Sr. Myers, o Mogart, o como se

llame, verdad?—No.—Entonces trabajan para usted.—No trabajan para ningún hombre, Alfred. Son parte de una orden antigua y

secreta, obligada por un juramento sagrado a mantener a salvo la espada hasta que su

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amo venga a reclamarla. Sí, debían haberte matado por negarte a entregársela, pero no son asesinos ni ladrones.

—No, creo que esos seríamos el Sr. Mogart y yo.—Son caballeros, Alfred, o al menos así es como podríamos llamarlos, si algo

semejante existiera en esta era oscura.—Sr. Samson, ¿en algún momento me va a decir de qué se trata todo esto?

Pensé que tenía que irse.Sentí como si estuviera a punto de llorar. Sentí que me estaba encogiendo al

tamaño de una mina de lápiz, lo cual no era un sentimiento muy cómodo para alguien de mi tamaño.

—Hace mucho tiempo, Alfred —dijo el Sr. Samson— hubo un hombre que creó el reino más grande que el mundo nunca ha conocido. Este reino no contaba con grandes tierras o ejércitos, pero legó a la humanidad la gran visión de que la justicia, el honor y la verdad están a nuestro alcance, no en un mundo por venir, sino aquí, en el mundo de los hombres mortales. Ese Rey partió, pero su visión se mantuvo. Y los hombres que conociste esta noche y yo somos los guardianes de esa visión, lo que protegemos es la encarnación física de esa visión.

—¿Quiere decir la espada?—La espada está en este mundo, Alfred, pero no es de este mundo. Fue forjada

antes que los cimientos de la Tierra, pero no por manos mortales, es la Verdadera Espada, Alfred, es la Espada de Reyes. En otros tiempos recibió el nombre de Caliburn. Tú debes conocerla por su otro nombre, la espada de Excalibur.

—¿Está hablando del Rey Arturo, verdad?—Sí, del Rey Arturo.—Eso es una leyenda, un cuento, Sr. Samson.—No tengo tiempo para convencerte de nada, Alfred. Tú la has empuñado esta

misma noche. En tus manos inexpertas, la Espada venció a tres de los mejores espadachines del mundo. Sin embargo, ésa es sólo una fracción de su poder. La Espada de Reyes contiene el poder del cielo, Alfred: el poder de crear tanto como el de destruir. Ninguna de las armas mortales tiene ningún poder sobre ella, pero más aún, la voluntad de los hombres comunes no puede resistirse a su fuerza.

Pensé en el monje alto haciéndose a un lado para dejarnos pasar al tío Farrell y a mí mientras sostenía la Espada, diciéndole que se moviera, la voluntad de los hombres comunes no puede resistirse a su fuerza.

Los ojos del Sr. Samson brillaban con la mirada perdida, como si estuviera viendo cosas que yo no veía, grandes batallas y hombres de armaduras relucientes, montando a caballo, retumbando a través de los campos ondulados.

—Me has preguntado quiénes eran esos hombres de las Torres. Sólo quedamos doce, pero ellos —y yo— somos los descendientes de los Caballeros de la Mesa Redonda. La Espada ha estado bajo nuestra protección durante siglos y, por lo que sé, ésta es la primera vez que hemos fracasado en mantenerla alejada de las manos de hombres malignos.

—Usted es un caballero —dije, sacudiendo lentamente la cabeza—. ¿Me está diciendo que ustedes son caballeros como los Caballeros del Rey Arturo?

—No, esos hombres no —dijo el Sr. Samson, señalando con un gesto a los dos tíos de traje gris que seguían atentos en la puerta—. Su organización no sabía de la existencia de la Espada hasta esta noche. Las actuales circunstancias nos obligan a

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emplear todas las herramientas que tengamos a nuestra disposición. Verás, Monsieur Mogart tiene muchos amigos poderosos, Alfred. Amigos que pagarían cualquier precio por un arma contra la que no existe ninguna defensa. Y los amigos de Mogart no son amigos de la humanidad. Son déspotas y dictadores que pagarían lo que fuera por poseer la Espada. ¿Comienzas a entender? No hay arma creada por el hombre, ejército o combinación de ejércitos, nación o conjunto de naciones en la Tierra que pueda resistirse al poder de la Espada.

—¿El Sr. Myers le pagó a mi tío para que robara la Espada para entonces vendérsela a alguien?

—Al mejor postor. Y puedes imaginarte lo elevadas que serán esas ofertas.Tocó mi brazo nuevamente y me sorprendió ver lágrimas brillando en sus ojos

color avellana.—Y qué clase de gente pujará por ella, Alfred —dijo—. Un ejército con la Espada

a la cabeza sería invencible.

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—Es un premio más allá de cualquier precio, Alfred —dijo el Sr. Samson—. Pero Mogart puede esperar miles de millones. Decenas de miles de millones. Y si no lo encontramos antes de que la Espada caiga en manos de hombres malignos, el mundo se sumergirá en una era de crueldad y terror inimaginable. Recuerda los horrores de la Alemania nazi o la Rusia de los estalinistas, multiplícalo por diez, y entonces comenzarás a entender la magnitud de esta pérdida.

El sol entraba a través de la ventana y hacía brillar sus marcadas facciones.—Debemos devolver la Espada antes de que esto ocurra. Puede que Mogart

decida quedársela para sus propios fines, pero eso sería igual de malo.—¿Sabe dónde está? —pregunté.—Sé adonde se dirige. Se ha estado preparando durante mucho tiempo para

este día. Ahora mismo está cruzando el Atlántico, rumbo a su castillo en Xátiva. —Vio mi expresión de confusión y me dedicó una sonrisa—. En España, Alfred —sonrió de nuevo—. Sé que tienes miles de preguntas más, pero ya me he quedado demasiado tiempo; tengo que marcharme.

—No se vaya todavía —le rogué—. No me deje solo.Me dio unas palmadas en la mano y su sonrisa desapareció.—Ése parece ser mi destino... y el tuyo, Alfred.Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Di un salto y lo seguí.—Tiene que haber algo que yo pueda hacer —dije—. Lléveme con usted; podría

ayudar. Yo soy quien la ha perdido; yo debería recuperarla.Esperaba que dijera algo así como: «Creo que ya has hecho suficiente».En cambio, se inclinó hacia mí y susurró:—Reza.Empezó a recorrer el pasillo y lo llamé:—¡Sólo una pregunta más, Sr. Samson! ¿Por qué no me mató a mí también?Se detuvo, luego se volvió hacia mí, sonriendo con la misma sonrisa triste.

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—Creo que por dos razones. Primero, es más cruel matar a tu tío y dejarte vivo. Segundo, entre los ladrones existe una cosa llamada honor.

Desapareció por las escaleras, seguido de los dos agentes. Nada de lo que me pudiera haber dicho me habría hecho sentir peor que llamarme ladrón. Aunque no creo que quisiera hacerme daño. Mis sentimientos eran lo que menos le preocupaba.

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Con la muerte de tío Farrell, ahora estaba bajo la custodia del Estado. Una pareja llamada Horace y Betty Tuttle se ofrecieron como voluntarios para acogerme, a la espera del improbable suceso de que alguien me adoptara.

Los Tuttle vivían en una diminuta casa cerca del norte de Knoxville. Otros cinco chicos de acogida vivían en esa pequeña casa. Nunca vi a Horace Tuttle ir al trabajo, y sabía que recibían todo tipo de cheques del Estado y del Gobierno Federal por cada chico. Creo que se ganaba la vida con nosotros.

Horace Tuttle era un tío de baja estatura, redondo y rechoncho, que siempre hacía comentarios sobre mi tamaño, particularmente sobre mi cabeza. Creo que le daba miedo o le ofendía que yo fuera grande, supongo que porque él era pequeño. Betty, su esposa, era pequeña y redonda como él, con la misma cabeza de forma cónica. Me recordaban a las tortugas, parecidas a su apellido, Tuttle2*. Quizás algunas personas llegan a parecerse a sus nombres, del mismo modo que las personas se parecen a sus perros.

Compartía una habitación con dos de los chicos de acogida, los cuales tenían orígenes complicados. La primera noche el mayor de todos amenazó con matarme mientras dormía. Me sentía tan triste y extraño que le dije que me parecía bien.

En general, tenía problemas para concentrarme en el instituto, pero intentad concentraros cuando vuestro tío acaba de ser asesinado ante vuestros ojos y sabéis que el mundo está a punto de acabarse. Intentad estudiar cuando sabéis que la III Guerra Mundial está a punto de empezar y todo es culpa vuestra.

Seguía viéndome con Amy Pouchard dos veces por semana. Me preguntó por qué había perdido las últimas dos semanas y le conté.

—Asesinaron a mi tío.—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Quién lo mató?

2 Juego de palabras entre el apellido Tuttle y la palabra inglesa “turtle” que significa “tortuga” (N. de las T.)

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Pensé en la respuesta.—Un Agente de la Oscuridad.—¿Y lo cogieron?—Lo están intentando.—Oye, ¿a tu madre no la asesinaron, o algo por el estilo?—Murió de cáncer. Así que, en cierto modo, sí.—Debes de ser la persona con menos suerte del planeta —dijo, y se alejó un

poco de mí, probablemente sin darse cuenta de que lo estaba haciendo—. Quiero decir, tu madre, ahora tu tío, y lo que le hiciste a Barry y todo eso.

—He estado tratando de decirme a mí mismo que ninguna de esas cosas tiene que ver conmigo, que estoy bien y tal —dije—. Pero se está haciendo cada vez más difícil.

Yo era el único heredero del tío Farrell, así que me dieron todas sus cosas, pero sólo me quedé con la televisión y el vídeo, que puse en mi habitación. Lo más valioso que no obtuve fueron los quinientos mil dólares. No recordaba que Mogart se hubiera marchado con la cartera de cuero marrón, pero no estaba debajo de la cama del tío Farrell, donde la había escondido, y la policía nunca la encontró, probablemente porque no les dije nada al respecto. No sería fácil explicar el origen del dinero y seguramente me traería más problemas de los que ya tenía, pero empecé a desear tenerlo. En ese caso, lo habría cogido y echado a correr. No sé adonde habría ido, pero cualquier cosa parecía mejor que estar con los Tuttle y los delincuentes que vivían con ellos.

Los días siguientes, cogía el periódico de Horace y me lo llevaba al instituto y, en vez de estudiar, lo leía desde la primera hasta la última página, buscando cualquier cosa que pudiera darme una pista sobre lo que estaba ocurriendo con la búsqueda del Sr. Samson. Me preguntaba de qué servirían mil millones en un mundo de inimaginable crueldad y terror, pero los hombres como Mogart tenían una imaginación distinta a la mía. Por ejemplo, si yo fuera Mogart, nunca se me hubiera ocurrido contratar a alguien como mi tío Farrell para que robara el arma más poderosa que jamás haya existido.

Echaba de menos al tío Farrell. Echaba de menos el pequeño piso y las cenas congeladas. Echaba de menos la forma en la que humedecía sus grandes labios e, incluso, sus discursos sobre cómo salir adelante en el mundo. Sólo trataba de ayudarme, enseñarme que no tenía que acabar como él. Me di cuenta de que me quería y yo era la única familia que le quedaba.

Para olvidarme de estas cosas saqué un libro de la biblioteca titulado The Once and Future King, sobre el Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda. No pude leerlo, así que alquilé una película llamada Excalibur, hecha unos años antes con un reparto de actores ingleses de los que nunca había oído hablar.

Arturo era una especie de chico tonto, en realidad, un escudero de su hermano Fey, que llevaba su espada por todas partes y cuidaba de su caballo y armadura, como si fuera su lacayo, no un caballero. Nadie creía que este chico pudiera sacar la Espada de la Piedra, hasta que Arturo lo hizo y les dijo:

—Si quieren ser caballeros y seguir a un rey, ¡síganme a mí!Luego se convirtió en rey, construyó Camelot, y reunió a sus caballeros

alrededor de la Mesa Redonda. Todo iba bien, hasta que su mejor caballero, Lancelot, se juntó con la Reina Ginebra, y el hijo bastardo de Arturo, Mondred, volvió para hacerse cargo de todo.

Hay una gran pelea sangrienta al final. Arturo mata a Mondred, que de algún

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modo mata a Arturo también, pero es confuso porque muestran a Arturo siendo llevado por encima del mar por tres mujeres con túnicas blancas que parecen ángeles. Uno de los caballeros coge a Excalibur y la lanza dentro de un lago, en el que la Dama del Lago parece flotar para cogerla.

Esa última parte me confundió. Me preguntaba cómo el Sr. Samson y sus caballeros terminaron teniendo la espada si la Dama la había cogido después de la partida de Arturo. Si alguna vez volvía a ver a Samson, se lo preguntaría.

No sé si fue la película, la cual vi como cuarenta y nueve veces, lo que me hacía soñar. Siempre me quedaba dormido cuando empezaban a salir los créditos y soñaba con un brillante castillo blanco en la montaña. Desde su muralla ondeaban banderas triangulares blancas y doradas, y detrás de la muralla externa estaban reunidos mil caballeros con armaduras. Llevaban largas espadas negras, las caras pintadas de negro y hacían gestos terribles mientras luchaban contra otros hombres que atacaban la muralla externa, hombres con el cabello suelto que vestían túnicas marrones y tenían los rostros cubiertos de lodo y seriedad. Seguían a un hombre con cabello dorado y, de algún modo, sabía que era el Sr. Samson, aunque en mi sueño se veía distinto a como lo recordaba. Eran más o menos diez contra mil, no tenían ninguna esperanza, pero pelearon hasta que cayó el último hombre y este hombre era el caballero con cabello dorado.

Después de ese sueño me desperté con la palabra Xátiva en los labios. Fui a la biblioteca de la escuela y encontré Xátiva en el atlas. Era una ciudad de España, como había dicho el Sr. Samson, que estaba en una montaña llamada Monte Bernisa3.

También tuve otro sueño, un sueño terrible, de esos que hacen que desees poder despertarte. En este sueño estaba lejos, en una gran llanura o en un campo, y veía un gran ejército de soldados alineados en filas paralelas, con las caras en blanco, marchando. Eran tantos que parecían perderse en el horizonte, un millón de hombres o más, y sus fuertes pisadas resonaban como truenos. Unos aviones de guerra rugían por encima de mi cabeza, filas de tanques retumbaban sobre el campo, y el cielo nocturno se encendía gracias al impacto de los misiles de largo alcance. Enfrente de un servidor y montado encima de un caballo, estaba un hombre grande blandiendo a Excalibur, con la cara tapada en la sombra. Mientras los aviones resonaban en lo alto, alzó la Espada en señal de desafío y del ejército que tenía detrás emergió un grito que ahogó los sonidos de las bombas.

El hombre saltó del caballo, alzó la Espada por encima de su cabeza y la lanzó contra la tierra. Hubo una explosión de luz blanca y los aviones se cayeron del cielo incendiándose, los tanques estallaron en llamas y divisiones enteras de sus enemigos se consumieron en el fuego o salieron despedidos, gritando, desde la lluvia luminosa. La luz se apagó lentamente y luego volví a caminar por un terreno baldío de hormigón roto, con árboles sin hojas arrancados de raíz y coches estrellados y volcados con las luces de emergencia titilando. Las cenizas flotaban por todas partes, pegándose a mi pelo y haciéndome toser. Estaba buscando a alguien, decía un nombre, pero en mi sueño no escuchaba a quién llamaba. Estaba desesperado por encontrar a quienquiera que fuese; si tan sólo pudiera encontrarlos, todo estaría bien. Pero siempre me despertaba sin haberlos encontrado.

3 Nota de la correctora. –En realidad el nombre es Bernia, no sé si es el original o la traducción lo equivocado.

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Después de que Mogart se llevara la Espada, mi vida siguió igual. Me quedaba despierto hasta tarde viendo las noticias o Excalibur, me dejaba caer por el instituto después de dos o tres horas de sueños llenos de pesadillas, leía el periódico en clase, luego iba a casa y me metía directamente en mi habitación a esperar el comienzo del fin del mundo.

En la cena, los Tuttle la tomaron conmigo.—¡Mírate! —gritó Horace—. No duermes, no comes, te pasas el día deprimido

con la nariz pegada a la pantalla de la televisión o al periódico... ¿Qué pasa contigo, cabeza de chorlito?

—Pues no lo sé —dije—. Tal vez tenga algo que ver con la muerte de mi tío.—Cariño —le dijo Betty a Horace—. Tal vez no deberías mencionar al tío del

pequeño Alfred.—¡En primer lugar, el chaval es todo menos pequeño y, segundo, yo no he

mencionado a su tío, ha sido él!Al gritar, su cara demacrada se fruncía de rabia.—¡Tu problema es la autocompasión! ¿Crees que eres la única persona en el

mundo que alguna vez ha perdido a alguien? ¡El mundo está lleno de dolor, Alfred, de dolor y de grandes perdedores y para ser un ganador, tienes que estar convencido!

—¿Cómo tú? —pregunté.—Ay —-jadeó Betty—. ¡Ay, ay, ay!—¡Ese es tu otro problema! —gritó Horace—. ¡No tienes gratitud! ¡Al menos

tienes un techo sobre tu cabeza y comida para tu enorme ser! ¡Mucha gente ni siquiera tiene eso!

No era capaz de aguantarlo más. Lo dejé sentado allí, sus finos labios moviéndose en silencio, y me encerré en mi habitación. Esto hizo que mis compañeros

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de habitación se dispararan: un gamberro de trece años y cabello grasiento llamado Dexter y su hermano de diez años, Lester, que también era un gamberro, aunque no registraba una marca tan alta como la de Dexter en el gamberrómetro, golpearon la puerta y gritaron que ésa también era su habitación. Yo simplemente subí el volumen del informativo y fingí no escucharles. Entonces Dexter comenzó a gritar que iba a rajarme, que me rajaría de mala manera; y eso me recordó la cicatriz en mi pulgar, que medía más de dos centímetros y era tan blanca como el hilo dental. A veces dolía, otras quemaba, y algunas veces sentía un hormigueo y palpitaba. Desarrollé el hábito nervio-so de deslizar mi dedo índice sobre la cicatriz, sintiendo la pequeña marca en mi carne, sobre todo cuando estaba nervioso o pensaba que me estaba volviendo loco.

Comencé a faltar a clase. Con el mundo a punto de acabarse no le veía mucho sentido a continuar con mi educación. Me iba por las mañanas como si estuviera yendo a la parada de autobús, pero entonces me desviaba por una calle paralela hacia Broadway y recorría todo el camino hasta la Oíd City, el casco histórico del centro de Knoxville. Me pasaba el día en las cafeterías y en las tiendas de libros usados o recorría la calle Jackson de arriba a abajo, mirando a las personas sin techo o a los universitarios de pelo largo holgazaneando en los cafés a pie de calle.

Entonces, una tarde decidí que simplemente no podía regresar y enfrentar a los Tuttle, así que me comí una cena tempranera en un lugar llamado MaCallister's. Eran casi las cinco en punto y los comensales aún no habían llegado, de modo que tenía el lugar prácticamente para mí solo.

Prácticamente, pero no del todo. Al otro lado del salón estaba sentado un hombre alto, de cabello largo y blanco como la nieve. Comía muy despacio, cortando la carne en lonchas tan finas que parecían cortadas con cuchilla y masticándolas muy lentamente. De vez en cuando me dirigía una mirada. Me resultaba familiar, pero no podía recordar dónde lo había visto antes. Sus largos y delicados dedos envolvían su copa de vino. Tenía manos grandes como las de un jugador de baloncesto o un pianista.

Se puso de pie y fue entonces cuando vi lo alto que era. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su pecho mientras estornudaba ruidosamente. Luego salió de la estancia sin mirarme y me pregunté por qué un viejo cenando me ponía tan paranoico.

Para ese momento me sentía culpable porque ahora eran las seis pasadas y probablemente los Tuttle estarían sentándose a cenar y Horace estaría gritando:

—¿Dónde se ha metido ese Kropp? ¿Dónde está ese cabeza de chorlito?De manera que llamé por teléfono a su casa.Betty contestó:—Oh, Alfred ¿dónde te has metido? ¿Dónde estás ahora? ¡Hemos estado

muertos de preocupación! Y a punto de llamar a la policía o al teléfono de emergencia, aunque Horace dice que sólo deberíamos llamar al teléfono de emergencia en caso de emergencia y que él no cree que esto lo sea, ya que tienes casi dieciséis y eres lo suficientemente mayor como para velar por ti mismo, pero yo le digo que eres sólo un chico, a pesar de tu tamaño más grande de lo normal, pero nos moríamos de preocupación.

—No te preocupes, Betty —dije—. Estoy bien.—¿Dónde estás?—Tardaré un poco más. Sólo quería decirte que estoy bien.—Oh, Alfred —dijo ella—. Alfred, por favor, ven a casa. —Estaba llorando.

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—Ya no tengo casa —dije y colgué.Había alguien más a quien quería llamar, pero me llevó mucho tiempo conseguir

el valor para hacerlo. Conseguí el número con la operadora y casi cuelgo cuando contestó un tío que sonaba como si fuera su padre. Pero no lo hice.

—¿Está Amy? —pregunté.Después de lo que pareció un par de años, escuché su voz chillona:—¿Quién es? —preguntó ella.—Yo. Alfred. Alfred Kropp.—¿Quién?—El chico con quien estás en la tutoría de mates.—¡Oh! El chico del tío muerto —dijo ella.—Aja —dije—. El chico del tío muerto. Mira, sólo quería decirte...—Sabía que no era alguien que conociera —dijo ella—. Porque llamaste a este

número, las personas que conozco me llaman al móvil.—Desde luego —dije—. Escucha, la razón por la que he llamado. Yo... yo no

creo que vaya mañana a la tutoría. Ni mañana ni nunca. No creo que regrese.Hubo un silencio. Para romperlo dije:—He dicho que no creo que vuelva.—Te he oído. Escucha, sé que realmente debes de estar hecho un lío ahora

mismo. Sé lo que es eso. Cuando tenía doce años mi hermano mayor atropello a mi perro. No salí de la cama en una semana.

¿Por qué pensé que le importaría? ¿Por qué pensaba que a alguien le importaría? Ni siquiera le importé a mi propio padre. Yo era un accidente que hacía sufrir a todo el mundo, como a Barry con su torcedura de muñeca.

Me despedí de Amy Pouchard y comencé a caminar. Ahora estaba oscureciendo y había un montón de personas alrededor, sobre todo parejas, paseando agarrados del brazo, y los observaba mientras caminaba. En algún punto algo me hizo girar y vi al tío alto de cabello blanco como a media manzana de distancia. Estaba de pie junto a un puesto de periódico, pretendiendo leer. Caminé hacía la encrucijada de Western y Central, torcí a la izquierda y seguí media manzana hacía el Ye Olde Coffee House, junto al lado de la vieja planta de café JFG.

Entré y pedí un café grande con extra de crema y azúcar y me senté en el largo mostrador contra la ventana, mirando a las parejas que pasaban afuera.

Después de beberme la mitad del café, lo vi sentarse al final de la barra, junto al bar. Cogí mi café y fui a sentarme junto a él.

Por un momento bebimos nuestros cafés en silencio. La punta de su nariz estaba roja y goteando; parecía resfriado. Sacó el pañuelo blanco. Tenía un dibujo de un caballo con un jinete encima. El jinete era un caballero que llevaba un estandarte rojo. Eso hizo que cayera en la cuenta.

—¿Cómo está el Sr. Samson? —le pregunté.—Muerto.Pensé en mi sueño y pregunté:—¿Cuándo ocurrió?—Hace dos días.—El Sr. Mogart... ¿lo ha matado él?—No pronuncies ese nombre. —Dobló el pañuelo en un perfecto cuadrado y

volvió a meterlo en el bolsillo de la pechera.

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—¿Quién eres tú? —pregunté.—Llámame Bennacio.—Yo soy Alfred Kropp.—Sé quién eres.—Ya nos conocemos —dije—. En las Torres Samson. Al comienzo no te

reconocí sin la túnica. Pero reconocí tus manos. Y tu voz.Asintió.—El hombre que conoces como Bernard Samson fue asesinado hace dos

noches en Xátiva, en la falda del Monte Bernia en España. —Bebió un sorbo de su café. Le había quitado la tapa y vi que lo tomaba solo—. Tenía órdenes de encontrarte en caso de que muriera.

Pensé en ello. Para mí no tenía mucho sentido pero desde que murió mi madre y me fui a vivir con el tío Farrell, casi todo había dejado de tener sentido.

—¿Por qué?—Para contarte su destino.—¿Qué importancia tiene decírmelo?Se encogió de hombros como si en verdad no pudiera emitir ningún juicio sobre

la importancia de que Alfred Kropp estuviera al tanto.—¿Qué ocurrió en España?Bennacio continuó mirando por la ventana.—Cayó. Cuatro de nuestra Orden cayeron con él. Sólo yo he podido escapar

para traerte estas noticias, Kropp. Su último deseo fue que tú lo supieras.Bebió otro sorbo de su café. Tenía una nariz aguileña y ojos oscuros y hundidos

debajo de unas cejas pobladas y canosas. Su cabello blanco estaba peinado hacia atrás desde su alta frente.

—Dos de la Orden cayeron en Toronto —dijo Bennacio—. Ellos fueron los primeros, enviados por Samson para detener al enemigo, antes de que pudiera volar a Norteamérica. Otro en Londres. Dos en Pau, antes de que llegara el resto de nosotros.

Saqué mis cuentas. El Sr. Samson me había dicho que quedaban doce caballeros.

—Eso quiere decir que sólo quedáis dos de vosotros.Bennacio negó con la cabeza.—Windimar cayó cerca de Bayona, la noche antes de que los caballeros

descubrieran al enemigo en Xátiva. Soy el último de mi Orden.Por un momento no dijo nada. Terminamos nuestros cafés. Finalmente dije:—Lo siento, Sr. Bennacio.—Bennacio a secas —dijo. No creo que realmente le importara que yo lo sintiera.Continué:—Pero hay mucha más gente metida en esto, ¿verdad? El Sr. Samson involucró

a esa agencia secreta, supongo que son una especie de espías o mercenarios; no sé cómo se llaman...

—Te refieres a la OPIFE.—¿Sí?Asintió.—OPIFE. —Puso una cara como si decir esa palabra le dejara un mal sabor de

boca.—¿Qué es la OPIFE?

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—¿No acabas de decir que Samson te lo contó?—Bueno, como muchas de las cosas que me contó, en cierto modo me dijo y no

me dijo. No soy exactamente de los que lo captan enseguida. ¿Qué es la OPIFE exactamente?

Echó un vistazo a la cafetería.—No deberíamos hablar de la OPIFE aquí, Kropp.Se levantó. No sé por qué pero yo también me levanté. Lo seguí hacia la puerta,

rumbo a la noche. El aire de finales de primavera era suave y cálido. Volvió a sacar su pañuelo blanco y se sopló la nariz.

—Es una esperanza tonta —dijo con una pequeña carcajada.—¿Qué cosa? —pregunté.No me dio una respuesta directa, del mismo modo que el Sr. Samson nunca me

había dado respuestas directas. Tal vez eso formaba parte de ser un caballero.—Porque Mogart no puede ser detenido, al menos no mientras empuñe la

Espada. Pero, aun así, mientras viva debo intentar detenerlo.Se giró y me miró directamente por primera vez. Sus ojos oscuros reflejaban

tristeza.—Ha llegado la hora —dijo en voz baja—. Nuestro destino se cierne sobre

nosotros.Se alejó caminando sin decir nada más y lo miré cruzar la calle. Luego vi cómo

dos hombres grandes salieron de una tienda de antigüedades y comenzaron a seguirlo. Ambos vestían largas capas grises que eran demasiado gruesas para el clima cálido.

Bennacio parecía no verlos; caminaba cabizbajo, como si estuviera sumergido en su pensamiento. Una pequeña voz en mi cabeza dijo vete a casa, Alfred. Pero yo ya no tenía una casa. Ahora el Sr. Samson estaba muerto, al igual que los demás caballeros, salvo este tal Bennacio, y todo era culpa mía. Podría haberle —debí haberle— dicho al tío Farrell que no le ayudaría a recuperar la Espada. En el momento, supe que algo no estaba bien y si me hubiese mantenido firme, todo el mundo continuaría aún con vida y yo tendría un hogar. Odiaba ese pequeño piso con muebles tan gastados y su olor a pescado pasado. Todos los días deseé que mi madre no estuviera muerta y que mi tío fuera alguien más parecido a Donald Trump que a Farrell Kropp, pero ahora aquello me sonaba como el cielo. Habría dado cualquier cosa por recuperarlo.

Bennacio caminaba por Central rumbo al norte, mientras los hombres mantenían el ritmo unos cuantos metros detrás de él.

Y por alguna razón que nunca entendí, lo seguí.Cuando doblé la esquina, los hombres tenían a Bennacio contra la pared y

hacían turnos para golpearle, uno de ellos sosteniéndolo mientras el otro lo golpeaba con sus grandes puños en la barriga. Estaban demasiado ocupados moliéndolo a golpes como para reparar en mí.

Uno de ellos se volvió hacia su compañero y le habló con acento extranjero:—Cárgatelo. —El segundo hombre sacó algo de los pliegues de su capa gris.—¡Ey! —grité.Se fijaron en mí. Por un instante ninguno de nosotros se movió, luego el tío que

sujetaba la daga se la enterró a Bennacio en un costado, el otro lo dejó ir y, mientras Bennacio se deslizó lentamente por la pared de ladrillos, se marcharon hacia el este a través de las vías del tren.

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Corrí hacia Bennacio. Sus ojos estaban abiertos y respiraba. Estaba aferrado con ambas manos a su pañuelo blanco. Puse la mano en su costado y la retiré cubierta de sangre.

—Déjame —dijo él.Lo ayudé a incorporarse, poniendo su brazo por encima de mi hombro, y me lo

llevé a rastras de vuelta a Central.—Estás herido —dije—. Te llevaré al hospital.—Al hospital, no. Al hospital, no —jadeó.Vi un taxi amarillo aparcado en la esquina. Senté a Bennacio en el asiento

trasero.—¿Dónde vamos? —preguntó el conductor.—¿Dónde vamos? —le pregunté a Bennacio.—Al Hyatt... —jadeó Bennacio.—Al Hyatt Regency —le dije al conductor.Bennacio se recostó contra mí, yo le arranqué el pañuelo de las manos y lo

presioné contra la herida de su costado que sangraba gravemente.—Ay, Dios —susurré—. Oh, Dios, estás sangrando demasiado, Bennacio.—Ey —dijo el taxista, viéndonos por el retrovisor—. Chaval, ¿tu amigo está bien?—Al hospital, no. Al hospital, no —continuó susurrando Bennacio. Su rostro

estaba muy pálido y los ojos le daban vueltas mientras se recostaba sobre mí. Pensé que estaba muñéndose.

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Conseguí bajar a Bennacio del taxi y meterlo en el vestíbulo del hotel, llevándolo a cuestas. El encargado de la recepción me miró de arriba a abajo.

—Mi tío —le dije al encargado—. Bebió demasiado vino.Bennacio me dijo cuál era el número de su habitación y, no sé cómo, lo metí en

el ascensor, subimos hasta la sexta planta y lo conduje hasta su habitación. Lo acosté en la cama.

Tenía los ojos cerrados y respiraba con jadeos entrecortados. Le abrí la americana y desabroché su camisa blanca para dejar expuesta la herida, un corte profundo justo debajo de las costillas, en el costado izquierdo. Cogí algunas toallas del baño y le presioné el costado con una de ellas, viendo cómo se empapaba de sangre. Lancé la toalla al suelo y la cambié por otra. No paraba de sangrar.

—No sé lo que estoy haciendo —le dije—. Te vas a desangrar hasta morir si no te ve un médico.

Abrió los ojos y me miró.—La hoja estaba envenenada —dijo él—. La hemorragia no se detendrá. —

Entonces alzó un poco la cabeza y observó mi mano sujetando la toalla contra su costado.

Debió de haber visto la cicatriz en mi pulgar, porque susurró:—La Espada te ha hecho una herida.—Sí.—En el baño —dijo jadeando—. Mi navaja de afeitar. Tráemela.La encontré en un pequeño bolso de cuero negro en el tocador. La navaja tenía

una hoja larga y retráctil que se deslizaba en el interior del mango. Pensaba que ya nadie usaba navajas de afeitar. No tenía manera de saber si Bennacio estaba

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mintiendo... si no era un matón a sueldo enviado por Mogart para asesinarme. Pero aun si estaba mintiendo, aun si era el malo de la película ¿quién era yo para dejarlo desangrarse lentamente hasta morir?

Le llevé la navaja. Se sentó inclinándose un poco hacia adelante, gimiendo por el esfuerzo. Me cogió de la muñeca y la sostuvo con firmeza.

—Oye —dije—. ¿Qué estás haciendo?Cogió la navaja, colocando la punta a lo largo de mi cicatriz, e hizo un corte poco

profundo, justo al ras para que saliera la sangre.—¡Oh, Dios mío! —grité de dolor, tratando de liberar mi mano.Lanzó la toalla a un lado con su otra mano, luego acercó mi pulgar sangrante

hacia su costado y lo presionó contra la herida.—¿Qué estás haciendo? —pregunté.—La Espada tiene el poder de curar tanto como el de desgarrar —dijo él. Tras

unos minutos, me soltó la muñeca. Recogí la toalla y volví a colocarla en la herida, pero la hemorragia ya había mejorado.

Bennacio cerró los ojos, su respiración recuperó el ritmo y, por un instante, pensé que se había quedado dormido.

—¿Quiénes eran esos hombres, Bennacio? —pregunté, sujetándome el pulgar que me palpitaba.

—Siervos del enemigo... que me persiguen desde que regresé a los Estados Unidos.

Lo que significaba que lo habían apuñalado por mi culpa. ¿Por qué el Sr. Samson lo había enviado a buscarme? Como si contárselo a Alfred Kropp fuera a ayudarles a recuperar la espada.

Me senté a su lado y sentí ganas de llorar, pero no quería llorar frente a Bennacio. Últimamente todos cuantos me rodeaban se estaban muriendo. Y todo porque cogí algo que no debía. Yo era como una especie de Ángel de la Muerte que se movía pesadamente, torpe y cabezón.

—¿Necesitas algo? —pregunté. Él no contestó—. No sé qué hacer, quiero decir, ahora mismo estoy realmente asustado. ¿Por qué te envió aquí el Sr. Samson? ¿Qué ocurrirá ahora que todos los caballeros han muerto? ¿No seguiré con vida, verdad? Ninguno de nosotros sobrevivirá. Tú dijiste que nuestro destino se cernía sobre nosotros. Tengo sed. ¿Quieres un trago de agua?

Él no contestó. Esta vez se había quedado realmente dormido.

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15

Lo observé dormir durante largo rato, hasta que yo mismo comencé a sentir sueño. Había un sofá en el salón y me acosté allí por un momento, pero me puse nervioso porque no podía seguir vigilándolo.

De modo que volví a la habitación y me senté en la cama. Finalmente debí de caer rendido, porque me desperté al amanecer, enroscado al pie de la cama, como un perro grande y fiel.

Cuando me desperté, él seguía durmiendo, así que llamé al servicio de habitaciones y pedí una rosca de pan sin nada (puesto que no sabía cómo le gustaba), una rosca de pan con de todo, una jarra de café y un zumo de naranja.

Abrí la puerta para buscar la comida. Cuando regresé, estaba despierto. Lo ayudé a incorporarse para que pudiera comer. Cogió la rosca con de todo, la que yo quería, pero era él quien había recibido la puñalada, así que no dije nada.

—¿Qué pasó en Xátiva? —pregunté.—Samson creía que nuestra única esperanza era atacar sin descanso al

enemigo. Me opuse a ello, pero él era el líder de nuestra Orden y al final me resigné. Habíamos rastreado al enemigo hasta su escondite en Xátiva, un antiguo castillo que corona la ciudad, reformado y reforzado por Mogart a la espera de este día. Samson filtró una noticia en un diario británico diciendo que en realidad se encontraba en Londres, asistiendo a una conferencia de líderes empresariales extranjeros. Esperaba que esto calmara a Mogart al punto de relajar su vigilancia.

—Supongo que no fue así.—Esperaron hasta que llegamos al patio interno del castillo de Mogart... y

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entonces nos tendieron una emboscada. Eran por lo menos cincuenta hombres. Primero cayó Bellot, y luego Cambon, pero aun así podríamos haber triunfado. Superamos a los guardias de la entrada y nos habíamos apoderado del terreno cuando la suerte se volvió en nuestra contra y Mogart apareció con la Espada. —Respiró profundamente—. Y a medida que fuimos cayendo, uno por uno, los ángeles mismos se lamentaban y se daban golpes de pecho. La Espada no fue creada para semejantes acciones, nunca fue forjada para derramar la sangre de sus protectores. Retrocedimos, con nuestros corazones llenos de odio, pero otro contingente enemigo se había reunido detrás de nosotros impidiéndonos escapar.

—¿Los mató... los mató a todos?—Fue una carnicería, Kropp. Yo caí cerca de la puerta, herido aunque no de

muerte, y así me convertí en el único testigo que sobrevivió a la peor traición de Mogart, el asesinato de nuestro capitán, el hombre que tú conoces como Bernard Samson. No voy a contarte ahora lo que le hizo Mogart... pero fue horrible, Kropp. ¡Horrible! Aun así, Samson encontró fuerzas antes de morir para pedirme que te dijera que él había caído, que la Espada seguía en peligro. En pocas palabras, que los Caballeros de la Orden de la Espada Sagrada ya no existen.

Dejé mi rosca a medio comer. De pronto, ya no tenía hambre. Recordé mi sueño, el de los hombres valientes superados en cantidad y sometidos en el castillo gris, y la caída del hombre de los cabellos dorados.

—Durante horas me quedé tumbado medio muerto en el lodo empapado de sangre de los dominios de Mogart —continuó Bennacio—. Finalmente cayó la noche, y me pareció un buen momento para escapar. Me habían visto, desde luego, y me persiguieron hasta los Estados Unidos, aunque yo pensaba que me habían perdido de vista. Parece que no fue así.

Dejó la taza de poliestireno y colocó el plato con la rosca intacta en la mesilla.—Tampoco se detendrán hasta que haya muerto, puesto que yo soy el Ultimo

Caballero, y la única esperanza para recuperar la Espada. Los demás, los agentes externos a nuestra Orden que Samson reclutó para nuestra causa, la... OPIFE, no pueden vencer a Mogart. Sólo un Caballero de la Orden puede tener esperanzas de recuperar la Espada. Y Mogart lo sabe.

Rodó hasta el borde la cama, sujetándose el costado, con un gesto de dolor.—¿Qué haces? —le pregunté.—Marcharme.—No puedes marcharte, Bennacio. Has perdido mucha sangre. Tienes que

descansar un par de...—¡Escucha! —dijo bruscamente—. No dejarán de perseguirme, Kropp. Puede

que mientras hablamos ellos ya estén en este edificio. Ahora que he cumplido con mi último juramento a Samson, debo regresar a Europa y seguir el rastro de Mogart antes de que la calamidad nos golpee, antes de que él u otra persona puedan usar la Espada con un fin maligno.

Se levantó de la cama por sí mismo, se balanceó un segundo en sus pies y cayó de espaldas. Lo ayudé a recostarse y le faltaba el aire.

—Soy el Ultimo Caballero —dijo jadeando—. Estoy obligado por mi sagrado juramento a recuperar lo que nunca debió perderse.

No sé si esas palabras estaban dirigidas a mí —lo que nunca debió perderse— pero las tomé como si así fuera.

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—¿Qué puedo hacer yo? —pregunté.Alzó una de sus gruesas cejas hacia mí y volví a sentirme del tamaño de una

mina de lápiz.—Por favor, Bennacio, déjame hacer algo. Déjame ayudar. Hasta ahora no sabía

lo que hacía, pero me he escapado. No voy a regresar a casa de los Tuttle nunca más. Así que si no voy a regresar, no tengo adonde ir y no puedo ir a ningún sitio; tengo que ir a alguna parte. Todo esto... es culpa mía. Bueno, también es culpa de mi tío, pero si yo me hubiera negado, nada de esto habría ocurrido. Él no habría podido hacerlo sin mí, pero ahora está muerto, de modo que soy el único que puede hacer algo al respecto y remediar la pérdida de la Espada en manos de Mogart. No sé qué puedo hacer, pero tú estás en un estado bastante delicado; tal vez pueda serte útil. Por favor. Por favor, cuenta conmigo, Bennacio.

Casi sonrió. Casi. Se sujetó el costado con un gesto de dolor.—¿Puedes conducir un coche, Kropp?

16

Le dije que, desde luego, podía conducir un coche pero que era novato y que no tenía mucha experiencia. Eso no pareció importarle. Lo ayudé a vestirse y se apoyó en mí mientras caminábamos en dirección al aparcamiento. Me condujo hacia un Mercedes nuevo, color plata, que estaba aparcado cerca de la salida.

—¿Este es tu coche? —le pregunté.—Sí.—Qué coche más guay.Lo ayudé a sentarse en el asiento del copiloto. Después, me deslicé detrás del

volante y me dio las llaves.—Este coche es realmente guapo, Bennacio —dije—. ¿Estás seguro de que no

te importa que lo conduzca?—¿No dijiste en la habitación que sabías conducir?—Así es, pero sólo tengo el carné de aprendiz desde hace seis meses y no

tengo mucha experiencia detrás del volante.Hizo un pequeño ademán con la mano, un gesto que me pareció muy europeo.—Debemos emplear los instrumentos que nos han sido dados, Kropp.—Oh —dije— puedes estar seguro de ello.El motor rugió al encenderse y sentí un cosquilleo en el cuero cabelludo. Si las

circunstancias no hubieran sido tan graves, me habría fascinado.Bennacio me guió hacia la autopista interestatal. Le pregunté adonde nos

dirigíamos, pensando que lo estaba llevando deprisa al aeropuerto, pero lo único que

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dijo fue «Norte», la dirección opuesta al aeropuerto de Knoxville. Aunque no sabía adonde nos dirigíamos, por alguna razón, yo estaba apuntado al viaje. Me fijaba constantemente en el espejo retrovisor, pero no veía nada sospechoso, sólo coches y grandes camionetas. De todas formas, ¿qué apariencia tendría un coche sospechoso? Puesto que no lo sabía, todos los coches alrededor empezaron a parecerme sospechosos. Ya era suficientemente difícil ser un conductor novato entrando en la interestatal con mucho tráfico como para sumarle una persecución de matones medievales.

Llevaba casi una hora fuera de la ciudad cuando Bennacio me preguntó:—¿Por qué te llevaste la Espada?—Fue idea de mi tío —dije—. Bueno, supongo que el Sr. Myers le metió esa idea

en la cabeza... Quiero decir que fue idea de Mogart.—¿Y por qué se la llevó tu tío?—Mogart le dio quinientos mil dólares.—Así que os la llevasteis por dinero. —Pronunció la palabra «dinero» como si

fuera algo sucio.—No. En realidad no fue por dinero. No soy avaricioso, si eso es lo que estás

pensando.—¿Entonces por qué?—Escucha, Bennacio, en realidad yo no sabía quién era el Sr. Samson o qué era

la espada. ¿Cómo podía saberlo? Tan sólo estaba ayudando a tío Farrell. Además, me amenazó con enviarme de vuelta al hogar de acogida si me negaba. Le dije que no debíamos hacerlo. Le dije que tenía un mal presentimiento sobre esto y que no estaba bien, pero era mi tío. Yo soy un chico. Y de todos modos, terminé en el hogar de acogida.

Pero sólo estaba dando excusas. A los diez, once años como mucho, lo de «sólo soy un chico» ya no funciona cuando se trata de tus ideas más básicas como la diferencia entre el bien y el mal.

Nos quedamos callados durante un rato. El estaba mirando fijamente el camino y no reparaba en mí.

—¿Adonde te estoy llevando, Bennacio? —pregunté.No contestó. Le eché un vistazo. Todavía estaba mirando fijamente el camino.—¿Qué vas a hacer para encontrar a Mogart y la Espada una vez que llegues a

Europa?No respondió. Respiré profundamente y exhalé muy lentamente. Luego lo intenté

de nuevo.—El Sr. Samson me dijo que todos vosotros erais descendientes de los

auténticos Caballeros de la Mesa Redonda —dije—. ¿De cuál desciendes tú?Se tomó su tiempo antes de responder. Quizás no le estaba permitido hablar de

ello.—Bedivere —dijo al fin.—Vaya, ¿no fue ése quien encontró el Santo Grial?—No, Galahad encontró el Grial.—Ah. He estado viendo esa película, Excalibur, ¿la has visto alguna vez?No respondió.—La he visto como cuarenta veces. Hay un par de escenas que me tienen

confundido. Por ejemplo el final, cuando Percival coge la Espada y la lanza en un gran

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lago y la Dama la recoge.—Arturo no le dio la Espada a Percival. La Espada se la dieron a Bedivere.—Bueno, en la película se la dan a Percival.Me miró enarcando la ceja. Yo carraspeé.—De modo que... ¿La Espada te pertenece? —le pregunté.—La Espada no le pertenece a ningún hombre —suspiró—. Arturo cayó herido

de muerte sobre los campos del Valle de Salisbury, en la última batalla contra los ejércitos de Mondred. Antes de que exhalara su último aliento, Arturo confió la Espada a mi antepasado, Bedivere, quien debía devolverla a las aguas de donde provenía, para evitar que ocurrieran calamidades como la que acaba de suceder.

—Bueno, en la película era Percival y él sí que la lanzó al lago. Así que, si eso es cierto, ¿cómo es que llegó a manos de Samson?

—Es una película, Kropp —dijo él.—¿Murió realmente Arturo?—Todos los hombres mueren.—El Sr. Samson dijo que vosotros cuidabais la Espada hasta que su amo viniera

a reclamarla. Si Arturo está muerto, ¿quién es el amo?—El amo es quien la reclame —dijo Bennacio.—¿Y quién podrá ser? —pregunté.—El Amo de la Espada —dijo él.—¿Sabes de quién se trata? —pregunté.—No necesito saberlo.—¿Qué quieres decir?—Lo sabe la Espada —dijo él—. La Espada eligió a Arturo.—¿Cómo puede una Espada elegir a alguien?No dijo nada.—¿Cómo sabes que la Espada no eligió a Mogart? —pregunté.Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, supongo que para hacerme saber

que seguía molesto conmigo o que no tenía ganas de hablar o que todavía le dolía el costado.

Salí de la interestatal cerca del mediodía para repostar gasolina y buscar algo de comer. Todo cuanto había comido ese día era media rosca y Bennacio ni siquiera había tocado su desayuno.

Miré a mi alrededor antes de bajarme del coche y vi a un hombre llenando de gasolina su todoterreno en el surtidor de al lado. El coche parecía balancearse y vi un par de niños golpeándose en su interior.

Pagué la gasolina y compré dos salchichas empanadas, una bolsa de patatas fritas y un par de gaseosas. De vuelta al coche, le di a Bennacio una de las salchichas.

—¿Qué es esto? —preguntó.—Una salchicha empanada.-—¿Una salchicha empanada?—Es una salchicha vienesa envuelta en pan de maíz.—¿Por qué está atravesada por un palillo?—Es una especie de mango.Se quedó mirando con sospecha la salchicha empanada. Me dirigí al extremo del

edificio y aparqué cerca de la manguera de aire.—¿Qué estás haciendo, Kropp?

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—Debo revisar tu costado. Levántate la camisa, Bennacio.—Mi costado está bien. Debemos seguir conduciendo.Me quedé mirándolo. Suspiró, colocó sobre sus piernas la salchicha que aún

seguía en su envoltorio amarillo y se levantó la camisa. Puse la tela a un lado y vi que la herida ya se había cerrado. No soy médico, pero parecía casi curada.

—Vamos, Kropp —dijo Bennacio secamente, bajándose la camisa.Regresé a la interestatal. Bennacio no se comió su salchicha. La dejó reposando

en sus piernas durante treinta kilómetros mientras miraba fijamente a través de su ventanilla.

—Se te está enfriando la salchicha —le dije. Me ignoró. Me incliné, la cogí de su regazo, le quité el envoltorio y me la comí. Me di cuenta de que no había visto a Bennacio comer desde la noche anterior en el restaurante.

—Tal vez debí preguntarte antes de comprarte la salchicha —dije—. Pero supuse que a todo el mundo le gustan las salchichas empanadas.

—No tengo hambre.—Tienes que comer, Bennacio. Dime lo que quieres y volveré a parar.—No, no. Sigue conduciendo.—¿Adonde estoy yendo, exactamente?—A Canadá.Lo miré por encima del hombro.—¿A Canadá?Suspiró.—A Halifax, en Nueva Escocia. Tengo amigos allí.—Vaya, Bennacio, ¡no tenía idea de que estaba conduciendo hasta Canadá!

¿No habría sido más fácil volar hasta España?—Los aeropuertos estarán vigilados.—¿Y no crees que también lo estarán en Halifax? Quiero decir, ¿no crees que se

les ocurrirá?Me pregunté en qué parte de Nueva Escocia quedaba exactamente Halifax y

dónde quedaba Nueva Escocia. Pero no quise seguir interrogándolo. Tenía un modo de hablarme que sonaba como si no quisiera hablarme, como si simplemente estuviera siendo amable.

—¿Quiénes son tus amigos en Halifax? ¿Son los como-se-llamen... los tíos de la OPIFE?

—Los de la OPIFE no son mis amigos —dijo él.—¿Entonces qué son? Además, ¿qué significa la OPIFE? —No dijo nada así

que mi mente intentó rellenar los espacios en blanco: Organización de Personas Interesadas en la Física Evolutiva. Pero eso no tenía ningún sentido.

—Los Caballeros no eran los únicos que sabían de la existencia de la Espada —dijo Bennacio—. Nosotros éramos sus protectores, Kropp, pero la propia Espada tiene muchos Amigos.

—Ah. Pues qué bien. Es bueno tener amigos. Dejé a mi mejor amigo en Salina, donde crecí. Su nombre era Nick. Entonces ¿qué sucederá cuando lleguemos a Halifax? ¿Vas a cruzar el Atlántico en barco?

No dijo nada.—¿Qué? —pregunté—. ¿Demasiado lento? Vosotros probablemente tenéis a

vuestra disposición aviones supersónicos o algo así.

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Después de conducir un rato en silencio —lo cual parecía ser el método preferido de Bennacio— llovió un poco. Bennacio le dio un sorbo a su gaseosa, sujetando la punta de la pajita entre sus labios, la pajita presionada contra su barbilla, sin chupar pero elevando delicadamente la gaseosa hacia su boca. Los únicos sonidos que escuché durante kilómetros fueron el delicado silbido de la lluvia y Bennacio tomando su bebida. Comencé a ponerme de los nervios.

—Me estaba preguntando —dije— de quién descendía el Sr. Samson.Bennacio suspiró.—De Lancelot —dijo con cansancio.Decidí no preocuparme de si lo estaba molestando. Yo me estaba cansando de

su superioridad del Viejo Mundo y del modo en que me hablaba como si yo fuera un niño pequeño o alguien con discapacidad mental. Y me estaba quedando dormido. Y aunque era un coche realmente increíble, yo no estaba acostumbrado a conducir largas distancias. No estaba acostumbrado a conducir y punto.

—Ése es el tío que le robó a Ginebra al Rey Arturo —dije, como si Bennacio no supiera ese pequeño detalle—. Supongo que nada de esto hubiese pasado si se hubiese controlado. ¿Estás casado, Bennacio?

—No. Muchos de nosotros nos casamos en secreto o no nos casamos, de modo que cada vez somos menos con el paso de los años.

—¿Qué quieres decir?—Recuerda, Kropp, que hacemos un juramento para proteger la Espada. Amar a

otra persona, estar unidos por sangre a otro, es una invitación al chantaje... o, peor, a la traición. Mencionaste a Lancelot. El propio Samson nunca se casó porque no soportaba pensar en la posibilidad de arriesgar la vida de otro ser humano.

—Me estaba preguntando otra cosa —dije—. ¿Cómo supo Mogart de la existencia de la Espada?

—Todos los Caballeros de la Orden Sagrada lo saben.Me volví hacia él. Estaba mirando fijamente la lluvia que se estrellaba contra el

cristal y su rostro no tenía expresión alguna.—¿Mogart era un caballero?—Alguna vez lo fue.—¿Qué ocurrió?—Samson lo expulsó —suspiró él—. A Mogart no le sentó muy bien el destierro,

como era de esperar. Verás, lo había elegido para que fuera su heredero.—¿Entonces por qué lo expulsó?Bennacio dudó antes de responder.—Ese asunto quedó entre Samson y Mogart. —Me echó un vistazo y luego

apartó la mirada—. Era sólo cuestión de tiempo hasta que un hombre como Mogart apareciera entre nosotros. Fuimos afortunados durante siglos, pero los antiguos lazos de sangre se diluyeron con el tiempo. Nuestra sangre se mezcló con la de los hombres vulgares, nuestro valor ha sido manchado por los deseos de este mundo. Sus voces se han apagado y en el vacío surge la voz de la corrupción.

—¿Voces? ¿Las voces de quiénes?—Las voces de los ángeles.—¿Qué ángeles?—Algunos miembros de mi Orden, Kropp, creían que la Espada era en verdad la

del Arcángel Miguel, confiada a Arturo para unir a la humanidad.

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Recordé que el Sr. Samson me había dicho que la Espada no había sido hecha por manos humanas.

—Eso como que no salió tan bien, ¿no es cierto? —pregunté.—Sin lugar a dudas, no es la primera vez que hemos decepcionado al cielo —

contestó Bennacio.

17

Me detuve en las afueras de un pequeño pueblo en el Valle Shenandoah, llamado Edimburgo, para hacer pis y buscarle a Bennacio algo de comer que no fuera una salchicha empanada. La lluvia había dado paso a una neblina gris y la temperatura se había desplomado al menos diez grados. Me fui de Knoxville con lo puesto, sin chaqueta ni paraguas, y probablemente ambos me habrían sido útiles, especialmente en Nueva Escocia, la cual me imaginaba tan lluviosa como desolada y azotada por el viento.

Me preguntaba si los Tuttle me estarían buscando en Knoxville, si es que se habían tomado la molestia de buscarme. Pensé en las clases que estaba perdiendo y en Amy Pouchard y sentía como si todo ello, los Tuttle, Amy y el instituto, le hubiese ocurrido a otra persona, como si los recuerdos no fuesen mis recuerdos sino los recuerdos secuestrados de otro chico. Era como si hubiese dejado más de lo poco que tenía en Knoxville. De alguna manera, había dejado atrás el yo que me había convertido en mí.

Entramos a un McDonald's donde Bennacio eligió un Big Mac y una Coca-Cola. Pidió cubiertos de plástico y me pregunté cómo planeaba comerse un Big Mac con un tenedor de plástico. Pedí una Coca-Cola grande para mantenerme despierto en el camino y una hamburguesa de pescado. Esperé en el coche con la comida mientras Bennacio utilizaba el teléfono público que había fuera del restaurante. Habló durante casi cinco minutos. La herida le había afectado la manera de andar y se movía

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lentamente, como si cada paso le costara.Se sentó, cerró la puerta y dijo:—Cierra el seguro de las puertas, Kropp.Estaba a punto de preguntarle por qué cuando las puertas traseras se abrieron y

dos hombres grandes se deslizaron en el asiento de atrás.—Demasiado tarde —dijo Bennacio.Algo afilado estaba presionando un lado de mi cuello. Una voz detrás de mí

susurró:—Conduce.Di marcha atrás utilizando el retrovisor, cuando vi el costado de una cabeza

cuadrada y una gran mano presionando la daga negra contra mi cuello. Sentí escalofríos en la piel de cada centímetro de mi cuerpo. El otro tío estaba recostado en el asiento y parecía que no le importaba nada en el mundo.

—Dobla a la derecha.Salí del aparcamiento y doblé a la derecha, alejándonos de la rampa de entrada.—¿Hacia dónde me dirijo? —pregunté.—¿Dónde crees? —dijo burlándose el tío que estaba detrás de mí. Supuse que

quería decir que me dirigía a mi tumba o al infierno, más probablemente al infierno, por toda la gente que había muerto por mi culpa.

Bennacio dijo:—Pensad detenidamente sobre lo que estáis haciendo. No quisiera tener que

mataros.—Cállate —dijo el hombre sentado detrás de él.—Todavía hay tiempo —dijo Bennacio—. Si os arrepentís ahora puede que el

cielo todavía os reciba.El tío que sostenía la daga contra mi garganta soltó una carcajada.—Sea lo que sea que Mogart os haya ofrecido, no equivale al precio de vuestras

almas inmortales —dijo Bennacio sin perder la calma. Habría podido estar hablando del clima.

El tío detrás de mí le dijo algo a su colega. Sonó como a francés. Su colega resopló y dijo:

—Repos!—Pensad en vuestras esposas, en vuestros hijos —dijo Bennacio—. ¿Queréis

convertirlos en viudas y huérfanos? Ya que no valoráis vuestras propias vidas, ¿podéis al menos considerar las suyas?

—Habla de nuevo y el chico gordo morirá —dijo el tío detrás de mí. Eché un vistazo al espejo retrovisor y vi cómo su mano temblaba ligeramente. Las palabras de Bennacio le estaban afectando. Pensé en lo que me dijo Mogart, sobre cómo la voluntad de la mayoría de los hombres era débil. También estaba pensando en que sólo porque un chico tenga una cabeza desproporcionada y un cuerpo robusto no debería ser llamado gordo.

Condujimos algunos kilómetros hasta que dejamos atrás un letrero que decía: «BOSQUE NACIONAL GEORGE WASHINGTON». Me guiaron hasta una vía de acceso señalizada como «SOLO PARA GUARDABOSQUES» que se encogía hasta convertirse en un delgado y sinuoso carril que se perdía en las profundidades del bosque.

—Aquí —dijo el tío con la daga contra mi garganta—. Detente.

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—Os mataré a ambos —dijo Bennacio, conservando esa extraña calma en su voz—. Primero a ti, el del cuchillo. Haré que tu propia mano se vuelque contra tu garganta y la usaré para arrancarte la cabeza del cuerpo. Luego a ti —dijo señalando al tío que tenía detrás de él—, te destriparé como a un cerdo en el matadero, y esparciré tus entrañas ardientes sobre el suelo para que los carroñeros se den un banquete.

Éste le dijo algo al hombre situado detrás de mí. No sé qué le dijo pero sonó como que era urgente.

—Fou! —dijo resoplando el tío de la daga.—Deberíais escuchar a Bennacio —dije—. Él es un caballero y esos tipos nunca

mienten.—Baja —dijo el tío de la daga.—Ave Marta, gratia plena... —Comenzó a rezar Bennacio. El hombre que iba

detrás de él bajó del coche, abrió la puerta de Bennacio y lo sacó de un tirón.—Baja —dijo el hombre detrás de mí. Me bajé. Nos arrastraron hacia los árboles.

Dominus tecum. Bendicta tu in milieribus... El suelo estaba alfombrado con agujas de pino y hojas muertas, el aire estaba cubierto de neblina y no se escuchaba sonido alguno. Ni siquiera el canto de un pájaro. Eché un vistazo a Bennacio, que ahora estaba de rodillas, con los brazos relajados colgándole a los costados. Et bene-dictusfructus ventris, tui, Iesus. Tenía los ojos entornados. El hombre que estaba de pie mientras que Bennacio estaba arrodillado era fuerte y ancho de espaldas, llevaba el cabello negro muy corto y tenía una frente prominente. El que estaba ante mí era más enjuto y más pequeño, aunque probablemente yo pesaba al menos cinco kilos más que él. Tenía el cabello rubio y poblado y una fea cicatriz que le atravesaba el rostro, desde la parte inferior del ojo derecho, bajando por su mejilla, hasta la mandíbula.

También le eché un buen vistazo a la daga. Medía más de medio metro, y tenía una doble hoja de color negro, con la imagen de una cabeza de dragón tallada en su empuñadura. Parecía una versión en miniatura de las espadas que Bennacio y los otros caballeros habían usado aquella noche en las Torres Samson. Estos tíos debían de ser todos clientes de las mismas tiendas.

Santa María, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae.

—Yo también quiero rezar —dije. No sé por qué lo dije pero Bennacio estaba rezando y parecía ser de la clase de hombres que siempre hacían lo correcto en una crisis. Me puse de rodillas, incliné la cabeza, y empecé el Ave María, sólo que en inglés, pero para cuando llegué a la parte de «ruega por nosotros pecadores», me detuve porque escuché un grito y un sonoro chasquido como el sonido de una rama rompiéndose. Ya está, pensé. Bennacio la palmó.

Luego miré a mi derecha y vi a Bennacio acercarse a todo correr a por el tío que estaba frente a mí. El hombre alzó su daga.

Sin embargo, se movía en cámara lenta. Bennacio no.Bennacio lo cogió de la muñeca y escuché otro chasquido, no tan alto como el

primero. Bennacio cogió al tío por los pelos con la mano que le quedaba libre, al tiempo que hacía retroceder la daga hacia su garganta. No quise ver lo que ocurriría después, así que me levanté y casi tropecé entre los árboles y la maleza, dejando atrás al hombre más grande, que yacía retorciéndose en el suelo. Escuché un golpe sordo detrás de mí y supe sin mirar que Bennacio había cumplido con la primera parte de la promesa que había hecho en el coche. Luego escuché el tono suplicante en la voz del

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hombre más grande a medida que Bennacio caminaba de vuelta hacia él y supe que también iba a cumplir la segunda parte.

Me escondí detrás de un árbol y vomité. Todavía estaba inclinado cuando escuché a Bennacio detrás de mí llamándome con delicadeza:

—¡Kropp! ¡Alfred! ¡Ven!No mires, sólo mantén tu cabeza en alto y tus ojos clavados en Bennacio, me

dije a mí mismo de vuelta al coche. Él ya estaba sentado en el asiento del copiloto. Había abierto uno de los Big Mac y se estaba comiendo la carne, sosteniéndola en la palma de su gran mano, usando una servilleta como plato, y cortando la carne con el costado de su tenedor de plástico. No mires, no mires, me dije a mí mismo, pero tuve que mirar porque no quería tropezar con ningún resto de los cuerpos de camino al coche. Así que miré y supe que Bennacio había cumplido sus dos promesas.

18

Conduje hacia la interestatal. Bennacio me dijo que entrara en el aparcamiento de un

McDonald's. Primero pensé que quería asearse pero no vi ningún rastro de sangre en su ropa, ni una mancha siquiera. Me hizo rodear una vez el edificio, luego salir nuevamente a la carretera y doblar a la izquierda para entrar en el aparcamiento de la estación de servicio, en el lado de la interestatal en la que se hallaba el McDonald's.

—Allí está. Detente, Kropp.Aparqué junto a un coche que estaba detrás de la estación. Bennacio se limpió

con delicadeza las comisuras de la boca con una servilleta y se bajó del coche. Me quedé mirándolo desde dentro. Sacó de su bolsillo un juego de llaves y presionó el botón del mando a distancia, abriendo el otro coche. Entonces me bajé y lo alcancé.

—Vaya —dije—. Este es un Ferrari Enzo.Bennacio no respondió. Estaba registrando el coche. Revisó el tablero, encima

de las viseras y debajo de los asientos y las alfombrillas. Abrió la guantera y sacó un teléfono móvil delgado de color negro.

—Es raro ¿sabes? Siempre quise tener un coche como éste —dije. Recordé que el tío Farrell prácticamente me había prometido uno tan pronto hiciéramos nuestra

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pequeña operación de recuperación para el Sr. Myers/Mogart, y de pronto sentí ganas de llorar.

—Aparca el coche, Kropp —dijo él con un leve movimiento de cabeza indicando el Mercedes—. Por allá —dijo, indicando la esquina más lejana del aparcamiento. Aparqué, caminé de vuelta al Ferrari y, cuando llegué, Bennacio estaba registrando el maletero. Me lanzó las llaves del Ferrari.

—¿De veras nos vamos en éste? —pregunté.—Date prisa, Kropp —dijo él—. Ellos saben dónde estamos ahora y hacia dónde

vamos. Vendrán más.Después de aparcar el Mercedes, me deslicé detrás del volante del Ferrari y le

dije a Bennacio:—Vosotros los caballeros sí que viajáis con clase.Bennacio dijo:—Conduce, Kropp.Volví de nuevo a la autopista y el Ferrari aceleró a ciento veinte kilómetros como

si estuviera dando una vuelta en una calle de un vecindario. Bennacio me dijo que fuera más rápido. A ciento cuarenta me dijo que acelerara de nuevo. A ciento ochenta le dije que no iba a acelerar más porque si conducía más deprisa se me saldría el estómago por la boca. Después de esto no dijo nada más.

Quería bajar la capota. Siempre quise tener un descapotable para llevarlo por un camino abierto como en un anuncio y conducir a ciento sesenta kilómetros por hora con la capota bajada.

Transcurrida una hora, sonó el móvil negro, lo abrió, escuchó por un instante y luego dijo:

—Es demasiado tarde. Están muertos. —Lo cerró y lo lanzó por la ventana.Se recostó en su asiento, cerró los ojos y dijo:—Ahora debo descansar. Despiértame cuando estés cansado y yo conduciré.—No me entero de nada —dije. Estaba bastante afligido. Había corrido más

sangre que en una película de horror. De algún modo, me encontraba en una película para adultos cuando lo único que yo quería era una para niños—. Hay un montón de cosas que no pillo, Bennacio, como por qué estamos yendo a Nueva Escocia en un coche tan guay, por qué ciertas personas intentan matarnos, qué diablos es la OPIFE y cómo encaja en todo esto, cómo puede Mogart o cualquier otra persona usar una espada, por poderosa que sea, para dominar el mundo y, sobre todo, por qué esto me está pasando a mí. Pero lo que realmente no pillo es por qué tuviste que masacrar a esos tíos de ese modo.

—Ellos nos habrían masacrado a nosotros.—Pero, ¿qué te hace distinto a ellos?—Ellos son siervos del enemigo...—¿Y?—... bajo el yugo del Dragón. ¿Les hubieras perdonado la vida sólo para que nos

persiguieran hasta nuestro destino?—Simplemente no lo entiendo, eso es todo. Ir por ahí cortándole la cabeza a la

gente y sacándole las tripas...—No les tendrías piedad si los conocieras tanto como yo.—No conozco a nadie que se merezca algo semejante.—Entiendo que estés asustado. —Sus ojos seguían cerrados. Me habló con

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gentileza, como lo haría un padre, o como yo imaginaba que hablaría un padre, puesto que nunca conocí al mío.

—Kropp, si lo deseas, puedes irte y encontrar la estación de autobuses más cercana, yo te daré el dinero. Ahora estoy lo bastante bien como para conducir el resto del camino.

Pensé en ello. Lo pensé con detenimiento. Su propuesta era tentadora, pero en realidad, ¿dónde iría? No quería vivir con los Tuttle y, si regresaba a Knoxville, no tendría otra opción. Entonces, de pronto pensé en aquel pequeño pueblo playero de Florida al que solía llevarme mamá cada verano. Quizás podría ir allí, conseguir un trabajo y vivir en la playa hasta que se terminara el mundo. Había un montón de lugares peores donde esperar el fin del mundo.

Y, en verdad, ¿qué creía que estaba haciendo —yo, Alfred Kropp, de entre todas las personas— conduciendo a ciento sesenta kilómetros por hora en un Ferrari Enzo junto a un caballero de nuestros tiempos? ¿Quién diablos creía que era?

—Fue por lo que Mogart le hizo al Sr. Samson, ¿no es cierto? —pregunté finalmente—. Digo, la razón por la que masacraste a esos tíos.

—Samson era mi capitán, Kropp —dijo Bennacio—. Y hay algunas deudas que imploran al cielo ser cobradas.

19

Cuando estábamos a cuarenta kilómetros al norte de Harrisburg, Pensilvania, Bennacio me dijo que tomara la siguiente salida. Habíamos estado conduciendo más de dieciséis horas y tal vez se había percatado de lo mucho que estaba bostezando y frotándome los ojos. No nos habíamos detenido desde Edimburgo, salvo para llenar el tanque de gasolina y usar el servicio.

Puse rumbo al motel Super 8, que quedaba algo apartado de la salida, pero Bennacio me dijo que siguiera conduciendo. Me dirigí hacia el oeste por la Autovía 501, que bordeaba los límites del Parque Estatal Swatara. Los árboles poblaban ambos lados de la carretera y no había farolas: parecía como si estuviéramos conduciendo a través de un túnel. Pensé que tal vez el plan era aparcar en algún lugar del bosque y dormir en el coche. Pasamos un letrero que decía: «SUEDBERG 3 KM».

Casi dos kilómetros más allá del letrero, Bennacio me dijo que girara hacia una pequeña y sucia vereda que culminaba en una colina, y luego atravesamos un denso grupo de árboles. Al otro lado de los árboles había un puente que atravesaba un pequeño riachuelo y, tras cruzar el puente, la carretera se estrechaba hasta culminar en una casa apartada en el bosque. Me recordaba las casas de aquellos antiguos y escalofriantes cuentos para niños, como la casa de la bruja en Hansel y Gretel.

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Quizás ésta era una casa segura para los caballeros, un refugio para cuando estuviesen en las cercanías, en medio de una aventura.

Detuve el coche y Bennacio dijo:—Kropp, debes quedarte aquí un instante.Bajó del coche y lo llamé antes de que cerrara la puerta.—¿Y eso por qué?—No sé cómo serás recibido.Subió los escalones. La puerta delantera se abrió y una figura oscura se dibujó

en la luz del interior. Esta persona llevaba un vestido, así que supuse que era una mujer. Abrazó a Bennacio, poniéndose de puntillas para besarle las mejillas. Luego inclinó la cabeza mientras él susurró algo en su oído. Finalmente alzó la cabeza y me miró.

Quizás le dijo algo a Bennacio, porque él me llamó con la mano, y luego ambos desaparecieron en el interior.

Bajé del coche y lo cerré: el lugar estaba aislado y nunca se sabe lo que puede estar escondido en los bosques. Todavía estaba muy afectado por nuestro encuentro con los secuaces de Mogart en Edimburgo, y me parecía que cada sombra empuñaba una daga negra de medio metro. Estaba aprendiendo, del modo más difícil, que el mundo es siempre más peligroso de lo que uno piensa.

Habían cerrado la puerta a sus espaldas y dudé por un segundo antes de entrar. ¿Se suponía que debía llamar a la puerta? Tal vez el gesto de Bennacio no había significado: Entra, Kropp. Quizás había querido decir: ¡Quédate en el coche o renuncia a tu vidal Luego olí a pan recién sacado del horno y mi estómago decidió por mí. No había comido nada desde la salchicha empanada. Abrí la puerta tras llamar con un pequeño y rápido golpe, una especie de compromiso entre llamar y no llamar, y entré.

El salón de la entrada estaba vacío, pero escuchaba voces que venían del final del pasillo, de donde también parecía provenir el aroma del pan. Pasé al salón. Había una pequeña chimenea encendida y, en una esquina, una pequeña repisa de madera con una vela encendida. Allí se exhibía una fotografía de un chico de mi edad, con una larga cabellera rubia, y grandes ojos azul claro, luciendo una túnica morada y mirando seriamente a la cámara, con una cinta de pelo plateada en la frente. Delante de la foto descansaba una rosa blanca. Supuse que era una especie de altar y estaba seguro, sin saber exactamente cómo podía estarlo, de que tenía ante mis ojos la fotografía de uno de los caballeros del Sr. Samson.

—Kropp.Bennacio estaba de pie en el vestíbulo y, señalando la fotografía, le pregunté:—¿Un caballero?Asintió.—Windimar.—¿Es ésta su casa?—Ésta es la casa de su madre. Pasaremos la noche aquí.—Pensé que teníamos prisa.—Así es, pero incluso los caballeros deben comer y descansar, y además anhelo

su consejo. Miriam es una vidente, Kropp.—¿De verás? ¡Guau! ¿Qué es una vidente?—Ella tiene el don de la visión.—¿Quieres decir que puede ver el futuro?

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No respondió. Lo seguí a lo largo del pasillo hasta la cocina, donde una gran mesa de roble dominaba el espacio. La mesa era una de esas piezas rústicas y macizas, con patas gruesas y una encimera de casi quince centímetros de grosor. Estaba cubierta de platos humeantes: un estofado espeso servido en una fuente de barro, cacerolas de patatas y verduras, una gran fuente de madera llena de frutas y cinco rebanadas de pan recién horneado sobre una tabla de cortar con la forma de un pez.

La madre de Windimar se movía alrededor de la mesa, colocando los platos y unas enormes jarras que me recordaban a las películas de piratas y al ponche. Me quedé donde estaba porque Bennacio seguía de pie, sintiéndome grande e incómodo, como si estuviese ocupando demasiado espacio, mareado por el hambre y nervioso por algún motivo. Tal vez era porque nadie estaba hablando y ella tenía una mirada muy seria dibujada en el rostro mientras colocaba los platos. Llevaba un vestido largo de color negro y su cabello plateado estaba recogido en un moño tan estirado que parecía doloroso. Sus ojos eran del mismo color azul celeste y claro que los de su hijo, su nariz perfilada con precisión, sus labios curiosamente carnosos para alguien de su edad y las únicas arrugas que le vi estaban alrededor de los bordes de sus ojos, ligeramente hinchados, supuse que por llorar.

Puso dos puestos, uno a cada lado de la mesa. Bennacio se sentó en uno de ellos y, aliviado, me senté en el otro. Él murmuró algo sobre la comida que sonó como a latín y nos servimos mientras ella permanecía de pie en el fregadero, limpiando la cocina.

Fue una de las mejores comidas que haya probado nunca. El estofado era de carne, muy espeso y picante; el pan tenía tanta mantequilla que casi se me deshacía en la boca; incluso mi bebida era sustanciosa, con una especie de sabor dulzón, como la miel, tibia como la sidra de manzana pero sin manzana... No sé qué demonios era, pero era sabrosa.

Miriam colocó las cacerolas en el escurridor para que se secaran y se sentó junto a Bennacio. Hablaron en voz baja en un idioma que no entendí. No sonaba ni a francés ni a español y definitivamente no era alemán. Tal vez era latín o celta o cualquiera que fuera la lengua que se hablaba en los tiempos de Arturo.

Cuando iba por el tercer plato de estofado y la segunda rebanada de pan, la conversación entre ellos subió de tono. Supuse que estaban discutiendo sobre algo y también supuse que ese algo era yo, porque ella no me quitaba el ojo de encima y, en un momento dado, me señaló con el dedo. Me sentía bastante incómodo, con ellos hablando sobre mí mientras yo estaba sentado justo enfrente, y creo que Bennacio se dio cuenta, porque enseguida cambió al inglés.

—No lo olvides —le dijo él a ella—. Sin él yo no estaría aquí.—Y tú, Lord Bennacio, no olvides que sin él mi hijo estaría aquí —contestó ella

con un acento muy marcado.Así que el tema era que yo había cogido la Espada, lo cual provocó la muerte de

los caballeros, incluyendo la de su hijo. Dejé caer la cuchara en el cuenco. Había perdido el apetito.

—Windimar no murió por nada que Kropp haya hecho; él pereció por mantener una promesa que le había hecho al cielo, Miriam.

—Pero su promesa no habría sido puesta a prueba, de no haber sido por él. —De nuevo me señaló con el dedo.

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—Quizás. Al fin le llegó la hora a nuestra generación de ser puesta a prueba, bien provenga de lo divino o de lo diabólico, ¿cómo saberlo? Sin embargo, debemos consolarnos, Miriam, en el hecho de que el ciclo ha empleado extraños instrumentos.

—El es un instrumento de destrucción —le replicó ella—. En el momento decisivo, él te defraudará, Bennacio. Se apartará mientras caes.

—¡Eso sí que no es verdad, Señora! —dije. No podía seguir callado—. Vale, metí la pata hasta el fondo, pero desde entonces he intentado hacer lo correcto. Tal vez usted no lo sepa, pero Mogart mató a mi tío. Puede que sea cierto que todo este lío es en parte culpa mía, que la Espada se haya perdido y que todos los caballeros... y lo que les sucedió a los caballeros. Así que, mmm, eso es cierto, y lo único que puedo hacer para remediarlo es ayudar a Bennacio.

—No —dijo ella—. Lo he visto. Tú lo defraudarás y el último caballero caerá. —Sus ojos se entornaron y, en cierto modo, también se entornó la habitación. Me estaba mirando fijamente al otro extremo de un túnel largo y tenebroso, con sus dedos señalando mi nariz—. Y tú también perecerás, Alfred Kropp, solo en la oscuridad, en donde no sale el sol ni cae la noche. El Oscuro te perforará el corazón y sucumbirás bajo sus órdenes.

20

Bennacio y yo nos sentamos en el salón después de cenar. Era la una y media de la madrugada y Bennacio dijo que debíamos marcharnos al amanecer, pero ninguno de los dos tenía sueño. Mi silla estaba junto al altar de Windimar, y sus grandes ojos azules me miraban fijamente, con reproche.

Bennacio no tenía ánimo de conversar. Estaba sentado con sus codos en los reposabrazos y sus largos dedos entrelazados, observando fijamente el fuego.

Las palabras de Miriam seguían resonando en mi cabeza y el silencio de Bennacio no me estaba ayudando en nada a combatir la espeluznante sensación que tenía. Así que le pregunté:

—¿Cómo se convierte uno en caballero? Quiero decir, yo sé que tienes que descender de alguno de los caballeros originales, pero vosotros no nacéis sabiendo cómo manejar una espada y todas esas cosas. ¿Qué hacéis? ¿Os apuntáis a una escuela de caballeros?

Si entendió el chiste, no me siguió el juego.—Nos entrenan nuestros padres. En algunos casos, si el padre no puede

hacerse cargo, somos aprendices de otro caballero.

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—¿Qué hay del padre de Windimar? —Era lo suficientemente joven para que su padre siguiera con vida, a juzgar por la foto del marco dorado que estaba junto a mí.

—Su padre falleció antes de que él pudiera completar su entrenamiento.—Tú completaste el entrenamiento de Windimar ¿no es así, Bennacio?No dijo nada. Miriam entró en el salón con una gran copa de brandy para

Bennacio. Me preguntó si quería algo y, aunque sabía que hacía un gran esfuerzo por ser amable conmigo, le dije que no.

Ella dijo algo en ese idioma que sonaba con gracia y Bennacio negó con la cabeza, pero ella le replicó con bastante insistencia, y finalmente él se encogió de hombros y volvió a negar con la cabeza, haciéndole un ademán con la mano, como diciendo Lo que tú digas, estoy demasiado cansado para discutir. Ella salió de la habitación.

—¿Cómo murió su padre? —pregunté, esperando escuchar una historia sobre una justa que acabó mal.

—La cortadora de césped se le cayó encima.—¿Me estás tomando el pelo?—Incluso los caballeros pueden tener finales absurdos, Kropp.Miriam volvió a entrar en la habitación, esta vez trayendo una gran caja negra

que parecía el estuche de un instrumento musical. Tal vez esperaba que Bennacio tocara un canto fúnebre con el oboe o algo así. Se colocó a sus pies, armándole un escándalo en esa extraña lengua, hasta que finalmente él dijo en inglés:

—Muy bien, Miriam.—A él le hubiera gustado que tú lo tuvieras. —Ella parecía incapaz de dejar de

discutir.—Y debo aceptarlo, en su memoria. Rezo porque no tenga que usarlo.—Lo usarás, Lord Bennacio, antes de que el sol se esconda el próximo día.Nos dejó a solas. Yo me aclaré la garganta.—¿Sus visiones siempre se cumplen? —pregunté, porque ¿quién quiere morir

solo, en la oscuridad, donde no sale el sol ni cae la noche, con el corazón perforado por El Oscuro?

—Nunca me he cuestionado su don. Pero debes entender, Kropp, que ella está casi desbordada por el dolor, y el dolor siempre nubla nuestro interior, incluso el interior de los talentosos. Desde su nacimiento, Miriam sabía que Windimar moriría de una muerte sangrienta. Trata de imaginarlo, si es que puedes —dijo él.

—Supongo que eso puede afectarte. Recuerdo cuando mi mamá me dijo por primera vez que se estaba muriendo de cáncer... —No pude continuar. Bennacio asintió como si entendiera que no podía continuar, y me dio una palmada en el brazo.

Después de beberse el brandy, Bennacio anunció que era hora de descansar un poco porque su intención era conducir directo a Canadá. Hubo otra larga discusión con Miriam, supongo que sobre dónde íbamos a dormir, y no estoy seguro de quién ganó, pero me pareció que fue Bennacio a juzgar por la expresión enojada de Miriam y la manera en que se fue dando tumbos por el pasillo, conduciéndome hasta la habitación.

Era la vieja habitación de Windimar. No tenía baño, pero había una antigua fuente para lavarse las manos, con una vasija encajada en una repisa con un agujero y una jarra de agua humeante. Me lavé la cara y me cepillé los dientes con el agua tibia de la jarra, y luego eché un vistazo a la habitación.

Había una mecedora junto a una pequeña chimenea en la pared opuesta a la

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cama, en cuya cabecera colgaba un crucifijo de plata y oro. De ese lado había un tapiz que parecía muy viejo pero que no podía ser tan viejo, porque aparecía Samson montado en un gran caballo blanco, luciendo su armadura, y rodeado por doce hombres vestidos de morado y sosteniendo escudos decorados con un caballo y un jinete. Al menos se parecía al Sr. Samson... tenía la misma cabeza grande y la cabellera dorada al viento. También me fijé en un caballero de gran estatura que podía haber sido Bennacio y en un caballero que tenía por ojos hilos de color azul claro. Supuse que se trataba de Windimar, mirándome fijamente, y me pareció un tío muy apuesto; se parecía un poco a Brad Pitt, salvo por esos ojos azul claro. Los celos nunca le han hecho ningún bien a nadie y realmente yo no era celoso, pero mientras este tío estaba aprendiendo a pelear con la espada y a montar a caballo y prometiendo por su honor sagrado que moriría por una noble causa, a mí me estaban moliendo a golpes en los entrenamientos de fútbol y estaba sentado junto a mi mamá en la cama del hospital, viéndola morir.

Abrí la puerta del armario y dentro había una armadura completa, tan lustrosa que parecía un espejo, con una lanza de dos metros recostada contra la pared de al lado. Estaba completamente ensamblada y se me escapó un grito al abrir la puerta, pensando que era víctima de una emboscada medieval.

Me quedé mirando fijamente la armadura durante un largo rato. Estaba tan pulida que veía pequeños fragmentos de mí mismo reflejados en el metal, al menos veinticinco Kropps, distorsionados como en una casa de espejos. Cabello castaño y poblado, ojos marrones, nariz de tamaño normal, barbilla, orejas, dientes. Si los caballeros del tapiz tenían algún rasgo en común, era que ninguno de ellos tenía un aspecto normal. No todos eran tan apuestos como Windimar, o con un aspecto tan noble como Samson, o tan intenso como Bennacio, pero todos ellos tenían en común algo en la mandíbula, cierta mirada en los ojos. Me pregunté si algo así podría pasarme si me pusiera la armadura que estaba en el armario, del mismo modo que hasta el chaval más anodino del instituto se veía como un macho con su uniforme del ejército. Sentí una absurda urgencia de sacar la armadura de su sitio y ponérmela. Luego pensé que eso sería la máxima falta de respeto: ponerse la armadura de un caballero que había muerto por mi culpa. Cerré la puerta del armario.

Apagué la luz y me metí en la cama completamente vestido, enfadado por todo el tiempo que me estaba costando quedarme dormido, con Cristo colgando justo encima de mí, mirándome por encima, como diciendo: ¿Que diantre haces tú aquí? Tampoco me ayudaba el hecho de escuchar a Miriam llorar al fondo del pasillo, con un suave quejido que era una especie de llanto. Durante un instante de locura, pensé en ir a buscarla y decirle que lo sentía, lo cual era cierto, aunque no había podido decírselo en la cocina. Pero Miriam no quería escuchar que yo lo sentía; quería a su hijo de vuelta. Probablemente, si me acercaba allí, ella encontraría el objeto pesado más cercano y me golpearía con él en la cabeza.

Su llanto no cesó durante un largo rato. Yo había llorado por mi madre cuando murió, pero no del modo en que Miriam estaba llorando por Windimar. Fue mientras la escuché llorar que me di cuenta de que lo que había hecho iba más allá de tío Farrell, el Sr. Samson y los caballeros, Bennacio y Windimar. Lo que había hecho había afectado a personas que ni siquiera conocía, como Miriam, mientras las ondas expansivas de mi estupidez se extendían en círculos cada vez más amplios, como una roca del tamaño de Montana aterrizando en el océano o como aquel inmenso asteroide que impactó

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contra la Tierra millones de años atrás, exterminando a los dinosaurios.Finalmente me quedé dormido y soñé que estaba ascendiendo a rastras por una

loma rocosa, no exactamente una montaña, sino más bien un escorial de rocas partidas y diminutos fragmentos de cuarzo resplandecientes o, tal vez, esos cristales que suelen crecer en el interior de las cuevas, brillando como dientes grandes y húmedos a la luz de la luna. A medida que intentaba alcanzar la cima, seguía cayéndome y resbalándome. Las palmas de mis manos y mis rodillas estaban cortadas y sangraban. Cada vez que remontaba unos pocos centímetros, bajaba otro tanto, pero parecía muy importante alcanzar la cima. Me agarré a una gran piedra cerca de la cima y me impulsé hacia arriba.

Descansé durante un rato, viendo los fragmentos que destellaban esparcidos por la colina a mis pies, sintiendo cierto orgullo de mí mismo por haber llegado al menos hasta allí.

Finalmente me levanté, me di la vuelta y fui dando saltos el resto del camino. La cima era completamente llana y estaba cubierta con hierbas muy altas cuyas puntas se alzaban y acariciaban mis piernas doloridas a medida que caminaba hacia el árbol de tejo.

Debajo del árbol estaba sentada una señora vestida con una toga blanca, con una larga cabellera oscura y una cara casi tan pálida como su traje.

No sé por qué, pero me resultaba familiar, y cuando me acerqué, levantó la cabeza y sonrió.

Me miró con sus ojos tristes y oscuros como si me conociera y algo que yo había hecho o dejado de hacer la hubiese decepcionado. Luego me hizo una pregunta y me desperté.

—Has estado soñando —dijo una voz.Me levanté de la cama y vi a Bennacio sentado en la mecedora junto a la

chimenea.Me llevé la mano al rostro y cuando la aparté estaba mojada. Había estado

llorando.—Había una... señora —dije. Me aclaré la garganta—. Vestida de blanco, con

cabellos oscuros.—¿Te habló?—Sí.—¿Qué dijo?—Me hizo una pregunta. —Yo no quería hablar de ello. Bennacio tenía una

expresión de desconcierto en su rostro, como si supiera lo que yo había estado soñando.

—¿Cuál era la pregunta? —preguntó él.—Me preguntó... me preguntó dónde estaba el Amo de la Espada.—¿Y cuál fue tu respuesta?—No dije nada.—Mmm. —Estaba sonriéndome. No era una gran sonrisa, sino una pequeña y

secreta sonrisa, como si él supiera cuál debió ser mi respuesta y como si tal vez yo también lo supiera, y lo que me lo impedía era mi propia incapacidad para pensar las cosas detenidamente.

—¿Quién era ella, Bennacio?—Eso no me corresponde decirlo a mí.

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—¿Por qué?—Ella se apareció en tu sueño, Alfred.Recordé cómo él hablaba de los ángeles, como si fueran reales, y me pregunté

si la Dama de Blanco era uno de ellos. ¿Pero por qué habría de hablarme un ángel?—Nunca creí demasiado en ángeles o santos, ni siquiera en Dios —le dije a

Bennacio.—Eso apenas importa —dijo él—. Afortunadamente para nosotros, los ángeles

no requieren nuestro consentimiento para existir.Cada rasgo de este hombre, Bennacio, me hacía pensar en mi propia

insignificancia. Aunque no pensaba que él intentara desalentarme. El ya había alcanzado otro nivel mucho antes de conocerme. No era culpa suya que yo estuviera todavía restregándome en el fondo del escorial.

—Realmente nunca le di muchas vueltas a ese tipo de cosas —dije—. Supongo que uno de mis mayores problemas es que no me tomo el tiempo necesario para pensar las cosas con calma. Si lo hiciera, la Espada todavía estaría debajo del escritorio del Sr. Samson y tío Farrell estaría vivo. Todo el mundo estaría vivo y, en lugar de estar llorando, tal vez Miriam estaría bordando un tapiz. ¿Aquél lo hizo ella? Debe de haberle llevado muchísimo tiempo. ¿Qué le pasó a Windimar, Bennacio?

—Te lo he dicho. Cayó cerca de Bayona.—No, quiero decir, ¿qué le ocurrió a él?—¿Realmente quieres saberlo? —Me estudió durante un minuto, y me pregunté

por qué había entrado en la habitación mientras yo dormía. Era como si él hubiera sabido que yo me despertaría y hubiera querido estar allí cuando eso ocurriera.

—Muy bien. Él estaba viajando en tren a Barcelona, el lugar de encuentro para nuestro ataque a Mogart en Xátiva, cuando fue interceptado por siete siervos del Dragón. Pudo haberse escapado, pero decidió pelear. Era el más joven de nuestra Orden, impetuoso, idealista... y vanidoso. Nunca creyó que nuestra causa pudiera fallar. Lo venció su orgullo, Alfred. Pues aunque luchó bien y con valentía, derrotando a cinco antes de sucumbir, al final los dos que quedaban lo mutilaron cuando todavía respiraba.

Su voz se había vuelto un susurro. Ya no me estaba mirando a mí, sino a algún punto por encima de mi cabeza.

—-Lo encontraron sin ojos, Alfred. Lo mataron, y luego le arrancaron los ojos.Entonces sus ojos grises se volvieron hacia mí con severidad.—Estos hombres llevaban ya dos años a las órdenes del enemigo, Alfred, desde

que Samson lo expulsara de nuestra Orden. Tú no has vivido lo suficiente, pero seguramente has escuchado hablar de estos hombres. No en balde el mundo está lleno de ellos. Hombres sin conciencia, con los corazones corrompidos por la avaricia y el ansia de poder, cuyas mentes se retorcieron hasta perder su humanidad. Olvidaron el amor, la piedad, el remordimiento, el honor, la dignidad y la gracia. Cayeron hasta volverse meras sombras de hombres, su humanidad no era más que un recuerdo lejano. Mogart les prometió riquezas inimaginables y, por su lujuria, descendieron a una barbarie que escapa a toda imaginación divina. Recuerda que antes me juzgaste por lo que hice en Edimburgo. Recuerda Xátiva. Recuerda los ojos de Windimar, y luego podrás juzgarme.

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21

Al salir el sol, a la mañana siguiente, fui dando tumbos a la cocina, donde Miriam había preparado pastelillos de arándanos y unos rollitos que tenían tanta mantequilla que se deshacían en la boca como algodón de azúcar. No me habría quedado a comer —no se veía a Bennacio por ningún lado y Miriam se comportaba como si yo fuese un gran espacio vacío, como una burbuja que flotaba alrededor de su cocina— pero los rollitos eran deliciosos y los pastelillos eran del tamaño de mi puño. Finalmente, no pude seguir soportándolo y dije en voz alta:

—¿Dónde está Bennacio? —pregunté, ya que él había hecho tanto hincapié en que nos marcháramos temprano. Y lo dije muy alto porque me ponía nervioso estar cerca de ella y ella no hablaba muy bien inglés y, como mucha gente, hablaba más alto con las personas que no entendían mi lengua materna. Señaló con la cabeza la pequeña ventana encima del fregadero, así que me imaginé que él había salido y, en un instante, llegué a la conclusión de que él no había salido para dar un paseo mañanero, sino que, de hecho, se había marchado sin mí. Corrí hacia la puerta de entrada y me tranquilicé al ver que el Ferrari seguía aparcado afuera.

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Una densa niebla había bajado durante la noche, y la luz del sol al amanecer parecía roja y fantasmagórica sobre el tenue rocío alrededor de los troncos oscuros de los árboles del bosque que rodeaba la casa de Miriam. Escuché un golpe sordo en los árboles a mi derecha y me volví hacia el sonido a medida que se hacía más fuerte. Creo que sabía lo que se estaba acercando antes de que apareciera disparado entre los árboles, y luché contra el impulso de esconderme dentro.

Bennacio surgió del bosque montando un inmenso caballo blanco, inclinado sobre su robusto cuello, con ambas manos sujetándole el ronzal porque no tenía riendas ni bocado.

Se detuvo a mi lado. Las oscuras fosas nasales del caballo resoplaban y su cola azotaba sus costados mientras Bennacio me sonreía desde lo alto.

—¿Iremos a Canadá montando a caballo? —pregunté.—¿No sería fantástico? —Se rió desde lo alto—. La hora acecha, y ahora

debemos darnos prisa, pero no me resistí a una última cabalgada. —Extendió su mano.—Los caballos me dan miedo —le dije.—Afortunadamente, a mí no —dijo él, y me cogió por el antebrazo y lanzó mi

inmensa humanidad sobre el ancho lomo del caballo con tanta facilidad como si se estuviese poniendo un abrigo sobre los hombros. Luego se echó hacia adelante, susurró algo en el oído del caballo y nos fuimos.

Hacía apenas unas horas, yo había estado corriendo en la interestatal a ciento sesenta kilómetros por hora, pero ahora me parecía que no había hecho más que gatear, si lo comparaba con montar a caballo a través de los campos de Pensilvania. Los árboles silbaban en mis oídos mientras envolvía con mis brazos el pecho de Bennacio y presionaba mi cara contra su espalda, con los ojos cerrados. Me deslizaba de derecha a izquierda sobre el lomo del caballo, y apretaba mis dientes porque estaba aterrado de que pudiera morderme la lengua y abrirla en dos.

No sé durante cuánto tiempo cabalgamos antes de que yo pudiera sentir que me bajaba la presión en el pecho y un mareo que me hizo abrir los ojos de par en par y recostarme un poco, aliviando mi miedo a la muerte aferrándome a Bennacio... quizás fueron quince minutos, pero me parecieron una o dos horas. Me eché un poco hacia atrás, volví a abrir mis ojos de par en par y sentí el aire de la primavera dulce y veloz acariciando mi cara, los árboles borrosos como destellos de marrón y verde claro, y el sonido de los cascos del corcel como relámpagos sordos en mis oídos. De hecho comencé a reírme a carcajadas, pasándomelo bomba como un crío en la noria, mientras Bennacio aceleraba nuestra cabalgata. Bennacio, el Ultimo Caballero de la Mesa Redonda, a horcajadas sobre un semental blanco, cabalgando al rescate de este maldito mundo, con Alfred Kropp clamando por su preciada vida a sus espaldas, gri-tando y llorando a la vez, contento por el mero hecho de estar ahí.

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22

Esperé junto al Ferrari mientras Miriam se despedía de Bennacio en los escalones de la entrada. Llevaba el cabello suelto y así parecía aún más joven. Tomó las manos de Bennacio entre las suyas y le hablaba con urgencia y, fuera lo que fuera lo que estaba diciendo, le estaba afectando. El volvió a negar con la cabeza, No, no, y, a pesar de no haber pasado mucho tiempo con ambos, imaginaba que tenían una relación complicada. Ella se puso de puntillas y besó sus mejillas, luego le cogió la cabeza entre las manos y lo miró sin decir nada durante largo rato.

Bennacio bajó los escalones, extendiendo la mano.—Las llaves, Kropp. Ahora conduciré yo. Debemos llegar a la frontera de Saint

Stephen antes de que oscurezca.Le entregué las llaves y me deslicé hacia el asiento del copiloto. Bennacio lanzó

el estuche negro que Miriam le había dado en el asiento trasero y se deslizó detrás del volante. Una de las pocas cosas que me interesaban era conducir ese Ferrari, pero no quise discutir con él al respecto.

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—¿No crees que este coche puede haber sido denunciado como robado y que podríamos ser detenidos? —pregunté después de entrar a la interestatal.

—No he pensado en ello.—Tal vez deberías.—Ya veremos.Había perdido la cuenta de los días, pero creo que era sábado. La interestatal

estaba prácticamente desierta, excepto por algunas pocas camionetas que Bennacio dejaba atrás como si estuviesen paradas.

Estábamos en Pensilvania, en algún lugar entre Hazelton y Scranton.—¿Ése era el caballo de Windimar? —pregunté. Supongo que no contestó

porque era una pregunta estúpida. Si te das cuenta de que has hecho una pregunta estúpida, no harás más que seguir diciendo estupideces. Decidí evaluar la calidad de mis preguntas antes de hacerlas.

—¿En el gremio de los caballeros se viaja mucho, Bennacio? —pregunté.—En ciertas épocas.—Eso es algo que me he estado preguntando. Quiero decir, yo sé que tu trabajo

principal es proteger la Espada, pero ¿eso es todo lo que haces? ¿Tienes aventuras?—Probablemente no en el sentido que supones. Sin embargo, somos caballeros

y hemos jurado proteger al débil y defender al inocente.—Entonces eso es un sí, ¿no?—¿Te parece importante, Kropp? Para mí, siempre ha sido suficiente saber que

estoy a cargo de la protección de la Espada Sagrada.—Así que lo que me estás diciendo es que pasáis mucho tiempo sin hacer nada.No respondió. Continué:—Se parece a mi vida. Sólo que yo no estaba protegiendo nada sagrado. Me

pasaba el día comiendo bolsas de cortezas de cerdo, bebiendo Coca-Cola y escuchando música. Apuesto a que esta preciosidad tiene un equipo de sonido muy guapo. ¿Quieres probarlo? ¿Qué tipo de música te gusta? Apuesto a que te gustan los cantos gregorianos o algo así. Quizás Sinatra. Aunque Sinatra no era un monje. Cuando te vi en las Torres, la noche que robé la Espada, pensé que eras un monje. A mi mamá le encantaba Sinatra. ¿Estoy hablando demasiado? Creo que mi cerebro está saturado, intentando procesar todo. Sabes, tengo mucho que procesar. Espadas sagradas, caballeros modernos y el mundo a punto de sufrir la aniquilación total. Tal como están las cosas, creo que lo estoy haciendo bastante bien. Yo tampoco viajo mucho, al menos desde que murió mi madre. Cada verano me llevaba a la playa, en Florida, y no habíamos recorrido más de seis kilómetros cuando yo ya tenía que comer algo. Por cierto, ¿qué hay en el estuche de atrás?

—Un regalo.—Ah. Tenía la ilusión de que Miriam nos hubiese preparado un par de bocadillos

para el camino. De todos modos, siempre tengo antojo de comer troncos de pacanas o esas bolsas de cacahuetes tostados que venden en los chiringuitos de la carretera.

—¿Qué es un tronco de pacana?—Ya sabes, esas cosas rellenas de pasta de nueces con pacanas incrustadas.

En nuestros viajes a Florida, mi madre se detenía en esas tiendas que hay a lo largo de la autovía llamadas Stuckey's. Troncos de Pacanas Stuckey's y también tortugas... no tortugas de verdad, así se llaman los bombones de chocolate con pacanas. Realmente no sé de qué estaba hecha esa pasta de nueces dentro del tronco de pacanas; es una

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especie de caramelo o quizás relleno de tartaleta congelada. Como con vainilla, pero muy dulce. Cuando te la comes con pacanas crujientes, es realmente sabroso.

—Debería acompañarse con una salchicha envuelta en pan.—Salchicha empanada.—Sí, salchicha empanada.Sus ojos daban saltos entre el camino, el espejo retrovisor y yo.De pronto, pisó el acelerador hasta el fondo y mi cabeza se echó hacia atrás,

contra el asiento. Unos segundos después, cuando alcanzamos los doscientos kilómetros por hora, pulsó el botón de piloto automático y dijo:

—Coge el volante, Alfred.—¿Qué?—Conduce un momento.Soltó el volante y lo cogí con mi mano izquierda mientras él se dio la vuelta,

buscando a tientas los cierres del estuche negro.—¡Bennacio...!Se pasó al asiento trasero y dijo:—Manten tu mano en el volante. Si nos salimos de la vía a esta velocidad no

sobreviviremos.Sacó dos piezas curvadas de madera del estuche negro, encajando una pieza en

la otra, con las curvas apuntando a la misma dirección. Le estaba resultando difícil ya que, juntas, medían casi metro y medio de largo. Le eché un vistazo al espejo retrovisor y vi destellos de rayos del sol reflejados en una masa de metal negro y cromado que ocupaba ambos carriles, acercándose rápido.

—¿Qué son esas cosas que tenemos detrás, Bennacio?—Suzuki Hayabusas.—Nos están alcanzando.—No me queda la menor duda —dijo él—. Son las motocicletas más rápidas del

mundo.Había sacado un largo cable blanco del estuche. El cable tenía un gancho en

cada extremo. Lanzó uno de los ganchos hacia el pequeño ojo metálico que estaba en un extremo de la vara, le dio la vuelta, y se le marcaron los músculos del cuello al presionar la parte curvada del otro extremo, doblando la vara por completo para poder enganchar el cable.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.—Estoy atando mi arco, Kropp —respondió, con su voz delicada de costumbre.

Bajó la ventanilla y el viento irrumpió en el coche, azotando su cabello hasta convertirlo en un tornado blanco.

Miré de nuevo por el espejo retrovisor y vi que los motociclistas —siervos del Dragón, como los había llamado Bennacio— se habían separado y nos estaban alcanzando con rapidez. Conté seis, pero tuve que contar rápidamente para no correr el riesgo de salirme del camino.

—¡Mantente en el carril, Alfred! —gritó Bennacio—. ¡Conduce con tu mano derecha y sujétame con la izquierda! —Se volvió hacia atrás y sacó del estuche una aljaba llena de flechas.

—¡No creo que pueda hacerlo!—¡No tienes otra opción!Se echó la aljaba al hombro y salió de espaldas por la ventana abierta hasta que

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se sentó en la puerta, dejando sólo la mitad de su trasero y sus largas piernas dentro del coche. Lo agarré del pantalón con mi mano izquierda.

Ahora escuchaba los sonidos estridentes y roncos de los motores de las motocicletas, cuando cinco de ellas adelantaron el coche como un enjambre de avispas furiosas. La sexta se quedó detrás de nosotros, a unos pocos coches de distancia.

Los motociclistas iban vestidos de negro. Hasta las viseras de sus cascos eran negras y, mientras nos adelantaron rugiendo, Bennacio dejó volar las flechas. Escuché el shh-fut de la flecha al salir del arco y vi cómo la moto que iba a la cabeza empezó a girar fuera de control: Bennacio había apuntado la flecha al lado derecho del cuello del motociclista, un buen tiro considerando que estaba disparando con el viento en contra, en un Ferrari Enzo que iba a doscientos kilómetros por hora.

Dos de las motocicletas no pudieron evitar atrepellar al líder cuando éste cayó. Ambas lo golpearon con las ruedas delanteras y las dos dieron una vuelta de campana, lanzando a los siervos disparados hacia adelante. Cuando cayeron sobre el asfalto, sus cuerpos ya estaban flaccidos como muñecas de trapo.

Esto dejaba a dos, más el que teníamos detrás. A nuestra izquierda se escuchaban ahora explosiones. Las pistolas con las que nos estaban disparando eran bastante grandes pero no veía de qué tipo porque Bennacio me estaba bloqueando el campo de visión y, además, tenía que mirar la carretera.

Nos dieron cerca del parachoques izquierdo y supuse que estaban apuntando a las ruedas, al tanque de gasolina o tal vez a ambos. El impacto produjo un bandazo a la derecha y casi pierdo el control, pero maniobré el derrape y ahora íbamos a horcajadas sobre la línea del centro.

Eso me dio una idea y moví el volante suavemente hacia la izquierda, mientras Bennacio echaba a volar las flechas una detrás de otra, shh-fut-shh-fut-shh-fut, tirando, recargando (o como quiera que lo llamen los arqueros) y disparando más rápido que un abrir y cerrar de ojos. Yo seguí bordeando el carril izquierdo; ahora los motociclistas tenían que escoger entre retroceder o adelantarnos, antes de que yo los obligara a entrar en la mediana.

Por el rabillo del ojo vi a una de las Suzuki dar un salto de tres metros en el aire con una explosión tremenda... probablemente Bennacio le había dado a la rueda. Si perforas un neumático con una flecha a doscientos kilómetros por hora esto es lo que ocurre.

Con esto quedaba sólo un motociclista a nuestra izquierda, quien aceleró hasta llegar a la altura del parachoques delantero, y entonces vi que nos estaba disparando con una escopeta recortada. Mientras Bennacio se movía de un lado a otro me pregunté por qué estábamos usando un montón de flechas contra seis locos armados con escopetas sobre Suzuki Hayabusas.

Eché un vistazo al espejo retrovisor y vi al último motociclista acercarse con la culata de su escopeta recortada descansando en el regazo, con el cañón negro apuntando hacia lo alto y brillando bajo el sol naciente.

El tío que avanzaba a la misma velocidad que nosotros se las arregló para mantener su trayectoria mientras se giraba hacia la derecha para disparar. Vi un destello de luz naranja y el parabrisas explotó, inundando todo de cristales. Creo que grité, pero cualquier sonido que hiciera se ahogó con el aullido del viento atravesando el parabrisas roto.

De pronto me hallé en un túnel de viento muy pequeño y poderoso que hacía

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que mis lágrimas rodaran hacia atrás, desde los rabillos de mis ojos hasta las orejas.El motociclista a nuestra izquierda desaceleró y se acercó a nosotros. Antes de

que yo pudiera reaccionar, saltó de la motocicleta a la capota del Ferrari, mientras su moto abandonada se desviaba a la izquierda y entraba en la mediana. Su traje negro azotaba su cuerpo produciendo chasquidos. Todavía sostenía la escopeta en su mano derecha.

El muslo de Bennacio se tensó bajo mi puño mientras él se inclinaba sobre la capota para esquivar un disparo antes de que el motociclista apuntara a mi cabeza. Fue demasiado tarde. Vi otro destello de naranja opaco y el cristal trasero explotó.

Le di un fuerte bandazo al volante hacia la derecha, pillando al motociclista desprevenido: salió volando de la capota y su grito fue interrumpido abruptamente cuando cayó sobre el asfalto.

Bennacio volvió a sentarse en el asiento del conductor, con las manos vacías. Debía de haber lanzado su arco en la carretera. Quizás su aljaba estaba vacía o tal vez un combate de arcos y flechas contra pistolas no era lo suficientemente interesante para él. Volví a mi asiento y traté de recuperar el aliento, pero no hubo forma, y me pregunté si había mojado mis pantalones. Tenía fragmentos de cristal por todas partes, en las piernas, debajo de la camisa y en el cabello. Me volví hacia la izquierda y miré detrás de nosotros.

—¿Qué le ocurrió? —le grité a Bennacio en la oreja.—Agáchate, Kropp.Simplemente me quedé mirándolo con fijeza, sin moverme, como un estúpido,

hasta que levantó la mano para empujar mi cabeza hacia abajo. Mi ventanilla explotó en el interior del coche, con una lluvia de cristales en mi espalda y mis piernas. Me incorporé sin pensar, me volví, y vi el cañón de la escopeta como a treinta centímetros de distancia.

La cogí con ambas manos y le gité al tío de la moto a través de la ventana rota:—¡Suéltala! —Como si fuera a hacerlo sólo porque yo se lo dijera. No la soltó.Tiré de ella tan fuerte como pude antes de que disparara por segunda vez y él

tuvo que elegir entre perder el control o soltar la escopeta. La soltó y desapareció por el arcén de emergencia.

—Atrás, Kropp —dijo Bennacio. Hablaba en voz alta pero con calma, como si todavía estuviésemos discutiendo sobre salchichas empanadas. Cogió el arma de mi regazo y apuntó al motociclista que estaba en mi ventanilla. Grité y me lancé hacia atrás contra el asiento al tiempo que el arma explotaba prácticamente junto a mi nariz.

El proyectil atravesó la ventanilla y se incrustó en el tanque de gasolina de la Suzuki Hayabusa. Sentí el calor de la bola de fuego en mi cara, y la conmoción del disparo sacudió tan fuerte al Ferrari que Bennacio tuvo que soltar la escopeta en mi regazo y sujetar el volante con ambas manos para evitar que giráramos sin control.

—¡Creo que voy a vomitar! —grité contra los aullidos del viento.Bennacio no dijo nada. Estaba sonriendo y no creo que fuera porque le hubiese

dicho que iba a vomitar.

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23

Bennacio redujo a ciento treinta y, aunque era una velocidad más agradable, el viento seguía soplando con furia en mi cara, así que me hundí en mi asiento. Me tapé los ojos y me pregunté cuándo llegarían los refuerzos.

No sé cuánto tiempo me quedé sentado en esa posición, temblando por las frías ráfagas de aire, con las rodillas golpeándose entre sí y los dientes castañeteándome en la cabeza, pero me pareció una eternidad. Luego escuché el motor bajar la marcha y el viento menguar. Aparté mi mano y vi que Bennacio se salía hacia el arcén de emergencia. Detrás de nosotros venía un tractor con carga, muy deprisa y tocando su bocina. Bennacio saludó amistosamente al camionero mientras retumbaba al pasar.

—¿Qué ocurre? —pregunté.—No nos queda gasolina —contestó, mientras el coche rodó lentamente hasta

detenerse.—Me estás tomando el pelo, ¿no?

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—No. Vamos, Kropp, ahora tenemos que caminar.—¿Caminar?—No tenemos otra opción.—Siempre dices lo mismo. ¿Cómo es que nunca tenemos otra opción?—A veces es más fácil no tenerla.Bajamos del coche y nos quedamos un rato de pie, observándolo. Ya no parecía

tan guay. Metí la mano por la ventanilla y cogí la escopeta.—No, déjala, Kropp.Suspiré y volví a dejarla en el asiento.—Me vas a permitir que te pregunte algo, Bennacio. ¿Qué movida os traéis con

las espadas y las dagas, los arcos, las flechas y todas esas cosas medievales? ¿A los caballeros no os está permitido llevar pistolas?

—No hay nada que nos lo prohiba.—¿Entonces por qué no lo hacéis?—Es una cuestión de honor. Puede que a ti no te lo parezca, pero las pistolas

son mucho más bárbaras que las espadas. Las armas de fuego no son elegantes.Sonrió.—Además, así es más divertido.Comenzamos a caminar. No habíamos ido muy lejos, quizás cuatrocientos

metros, cuando dejé de andar. Bennacio, con la cabeza baja, sumergido en sus pensamientos, siguió caminando varios metros antes de darse cuenta de que yo no estaba a su lado. Se detuvo y vio cómo me sentaba, abrazando mis rodillas.

Hacía un buen día, con apenas algunas manchas de nubes y una ligera brisa del sur. Volví mi rostro hacia el sol. Bennacio regresó hasta mí y se sentó.

—Seré sincero contigo, Bennacio. Ahora mismo estoy bastante sobrecogido. Sé que este tipo de cosas deben de ser normales para un caballero, pero lo que ocurrió allá atrás me ha hecho flipar un poco. No. No un poco. Muchísimo. Uno va al cine y ve a esos tíos en persecuciones de coches y en tiroteos y piensa: «Oye, yo podría hacer eso». Quiero decir, uno se sienta en la oscuridad del cine y casi desea estar metido allí, peleando contra los malos. Pero en la vida real no es así, aunque todo este asunto me está haciendo sentir más dentro de una película que en la vida real... lo cual es extraño, porque estoy comenzando a echar de menos mi verdadera vida, aunque apestara. No estoy seguro de cuánto puedo seguir así.

—Entiendo —suspiró. Sus ojos tenían una expresión triste—. Desafortunadamente no podemos quedarnos aquí mucho tiempo, Alfred. La policía llegará pronto... y tal vez algo peor.

—¿Más ADOs?—¿ADOs?—Agentes de la Oscuridad.Sonrió.—Sí. ADOs. Precisamente.—No quiero retenerte, Bennacio. Tienes un trabajo importante que hacer... salvar

el mundo y todo ese rollo. Y es un poco egoísta de mi parte subirme al carro. Especialmente, cuando ni siquiera estoy seguro de que quiera estar subido al carro.

—No te restes méritos, Alfred. Sin ti, yo no habría sobrevivido esta mañana.Obviamente lo dijo para hacerme sentir mejor, pero pensé que de verdad lo

creía.

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—Broadway —dijo de pronto.—¿Eh?Él estaba sonriendo.—Me preguntaste qué tipo de música me gustaba. Me gustan los musicales.No sé por qué pero me reí a carcajadas.—Me gustan especialmente Lerner y Loewe. Camelot. ¿Te suena de algo? —

Cantó suavemente—: «¡Simplemente no hay / un lugar más especial / para los finales felices que / Camelot!». Predecible, ya lo sé.

Me partí de la risa. Y sirvió.—Necesitamos conseguir a alguien que nos lleve sea como sea, Bennacio —

dije, tras recuperar el aliento—. No podemos ir andando hasta Halifax.Bennacio se levantó.—No, no podemos. Levántate, Kropp, y manten tus manos a los costados.Estaba mirando fijamente la carretera. Me puse en pie y la observé junto a él.

Escuché la sirena antes de ver el coche y las luces parpadeantes.—Fenomenal —dije—. Polis.El coche patrulla se metió en el arcén de emergencia y apagó la sirena pero dejó

encendidas las luces azules y rojas. El agente bajó del coche, con la mano colocada sobre la culata de su pistola.

—¡Arrodillaos con las manos detrás de la cabeza! —nos gritó—. ¡Ahora!—Haz lo que te dice —dijo Bennacio en voz baja. Nos arrodillamos en el asfalto

y yo entrelacé los dedos detrás de mi cabeza. Los zapatos del policía sonaban scratch scratch contra el suelo.

—¿Sabéis algo de lo que ha ocurrido allá atrás? —preguntó.—Nos quedamos sin gasolina —dijo Bennacio.—Parece que hicisteis mucho más que eso —dijo el policía. Se detuvo a pocos

metros de distancia de Bennacio, con la pistola apuntada a la frente de Bennacio.—Tengo un arma —dijo Bennacio con calma, como si se estuviera refiriendo al

clima—. En mi espalda.—¡Quieto! —dijo el policía, y se humedeció los labios. No era mucho mayor que

yo, quizás tenía diecinueve o veinte años, y parecía un poco tonto con su alto sombrero marrón, como un niño jugando a los disfraces. Se agachó, con el cañón de la pistola a casi diez centímetros de la nariz de Bennacio, y registró su espalda en busca del arma que no estaba allí.

La mano derecha de Bennacio salió disparada hacia arriba con sus dedos índice y corazón estirados desde el puño, directamente al cuello del chaval. Se cayó tan largo como era y se quedó inmóvil.

—Lo mataste —dije— ¡Jo, Bennacio!—No está muerto —dijo Bennacio—. ¡Vamos, Alfred!Ya estaba de pie y caminando deprisa hacia el coche patrulla.—¿Vamos a llevarnos su coche?—Sí.—Porque no tenemos otra opción.—Sí.—Quiero irme a casa, Bennacio.Ya en la puerta se volvió hacia mí:—¿Qué casa, Alfred?

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No pretendía ser cruel. Simplemente no sabía qué quería decir yo con «casa». ¿Qué quería decir yo con «casa»? ¿Los Tuttle? ¿Knoxville? El no lo sabía y, desde luego, yo tampoco. Ya no tenía un verdadero hogar.

Subí al coche.

24

Apagó las luces giratorias rojas y azules, pisó el acelerador, y el Crown Victoria alcanzó enseguida los ciento setenta. Los coches se apartaron de nuestro camino a medida que nos acercábamos porque, obviamente, estábamos liados en algún asunto policial muy importante. Dejé el arma junto a la otra y pensé que si nos atacaban de nuevo, yo tendría que hacerme cargo, porque nos habíamos quedado sin flechas y las armas de fuego no eran lo suficientemente elegantes para Bennacio.

Estábamos en el Vane Wyoming y, a mi derecha, vi surgir las montañas Poconos. Nunca antes había hecho un viaje por carretera, sin contar los viajes de peregrinaje a Florida con mi madre, que de todas formas no cuentan porque eran un asunto familiar. Pero, en realidad, éste tampoco era un viaje por carretera, ya que la única cosa que tienen en común los viajes de carretera es que se supone que son divertidos.

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Bennacio encendió el escáner y escuchó las conversaciones, pero nadie mencionaba el coche patrulla robado... en todo caso, todavía no, pero ambos sabíamos que no faltaría mucho.

—¿Y ahora qué? —pregunté.—Debemos encontrar otros medios de transporte.—Déjame adivinar —dije—. ¿Sementales blancos?—Más bien estaba pensando en algo así como un gato muy veloz —dijo él.

Encendió las destellantes luces rojas y azules. El coche que iba delante de nosotros se cambió enseguida al carril derecho y Bennacio lo siguió, acercándose a su parachoques.

—Un Jaguar —dije—. Un gato veloz, ya lo pillo. Muy gracioso, pero ¿cómo es que el robo de coches forma parte del código de caballería?

En lugar de contestar buscó el botón con que se manejaba la sirena.—¿Me dejas? —pregunté.—Si así lo deseas.Pulsé el botón, la sirenas comenzaron a sonar y Bennacio procedió a encender

los poderosos faros delanteros apuntando al Jaguar. Se desvió para entrar en el arcén de emergencia. Bennacio se detuvo a diez metros del vehículo. Luego sacó la pistola y la puso en mi mano con firmeza.

—Pensaba que las armas eran bárbaras.—Lo son, pero tú no eres un caballero.—No voy a dispararle a nadie, Bennacio.—No creo que sea necesario.Metió su mano en el bolsillo del pecho y sacó una larga y delgada carpeta

forrada en cuero. Un talonario de cheques. En la parte de arriba del primer cheque estaban escritas las palabras «INDUSTRIAS SAMSON», con letras doradas en relieve. Lo abrió y firmó un talón en blanco.

—Para responder a tu pregunta: no, no robamos; nosotros no robamos coches, pero algunas veces lidiamos con personas que se niegan a vender. Vamos, Kropp.

Antes de que yo pudiera decirle nada, se bajó del coche y se dirigió hacia el Jaguar. Me obligué a bajar del coche patrulla y lo seguí, sujetando la pistola contra mi cuerpo. Un tipo robusto con un sobretodo de color marrón claro estaba incrustado detrás del volante del pequeño coche deportivo. Su expresión mostraba con bastante claridad que Bennacio y yo no éramos lo que él esperaba ver tras ser detenido por la policía de tráfico.

—¿Qué ocurre? —dijo él.—No se preocupe —dijo Bennacio. Se acercó hasta mí y apenas di un paso

adelante, Bennacio me arrancó la pistola de la mano y apuntó a la nariz del tío robusto.—¡Pues parece que debería! —chilló el tío robusto alzando sus manos

instintivamente.—Salga del vehículo —dijo Bennacio.—Claro. Tranquilo. No me dispare.Tenía problemas para sacar su mole fuera del coche, y estar nervioso

probablemente tampoco lo ayudaba a coordinar.—Esto es por las molestias —dijo Bennacio, lanzándole el talón—. Dejo en

manos de su honor que ponga usted la cantidad que considere razonable. Vamos, Kropp —dijo, lanzándome la pistola. La atrapé y, un poco descorazonado, apunté al tío

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incrédulo quien, a estas alturas, ya no sabía adonde mirar: a Bennacio colocándose detrás del volante de su Jaguar; a mí, sujetando la pistola, o al talón en blanco en su mano temblorosa. Caminé a su alrededor dirigiéndome al asiento del copiloto y dije, para sentirme útil:

—Dejamos las llaves en el contacto —señalando el coche patrulla— pero es probable que no sea una buena idea perseguirnos.

Me subí al coche y Bennacio pisó el acelerador hasta el fondo antes de que yo pudiera siquiera ponerme el cinturón de seguridad.

—Eres demasiado confiado, Bennacio —dije tras rodar algunos kilómetros y comprobar que el tío no iba a seguirnos en el coche que tomamos prestado—. ¿Cómo sabes que no se hará un talón por un millón de dólares?

—La mayoría de las personas son honestas, Kropp. Muchas son buenas y, si se les da a elegir, optarán por lo correcto. Si no lo creyéramos, ¿qué sentido tendría ser un caballero?

Luego estiró el brazo a través del asiento, cogió la pistola de mi regazo y la lanzó por la ventana.

25

Durante el resto del viaje a través de Pensilvania, atravesando Nueva York, luego Massachusetts por la autovía 95 hasta la costa de Nueva Inglaterra, rumbo a New Hampshire y finalmente cruzando la frontera hasta Maine, sólo nos detuvimos para repostar gasolina (el Jaguar se la tragaba), hacer pis y comprar una hamburguesa de langosta en el AutoMac de McDonald's. No tenía la menor idea de que McDonald's sirviera hamburguesas de langosta. Seguí mirando hacia atrás, esperando ver una docena de coches patrulla avanzando hacia nosotros... o más ADOs, esta vez quizás en Harleys, sacrificando velocidad por musculatura.

A treinta kilómetros de la frontera con Canadá, conduciendo a ciento quince por la autopista estatal 9, me di cuenta de que teníamos el carril en dirección norte prácticamente sólo para nosotros, pero que el carril en dirección sur tenía una retención

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de varios kilómetros.—Algo está ocurriendo —dije—. Todo el mundo está huyendo de Canadá. —

Aunque era difícil imaginar que el Armagedón comenzara en Canadá.—Lo más probable es que hayan cerrado la frontera.—¿Qué haremos ahora?—No tenemos otra opción. Debemos cruzarla.Imaginé una escena en la que volábamos a través de las barricadas a ciento

ochenta, perseguidos por la Real Policía Montada. Según me lo estaba imaginando, la primera ráfaga de luces azules y rojas surgió de la oscuridad, a nuestras espaldas. Enseguida aparecieron tres o cuatro más, y escuché las sirenas desde el interior del coche. Bennacio reaccionó acelerando, la aguja del cuentakilómetros rondando los ciento noventa. Pasamos con estruendo un letrero electrónico que parpadeaba diciendo: «FRONTERA CERRADA».

—Escucha, Bennacio, esto está mal —le dije—. Tenemos que deshacernos del Jaguar y buscar un lugar para cruzar a pie. —No fue la sugerencia más brillante, considerando que nos estaba persiguiendo la mitad de los patrulleros de Maine.

Bennacio no respondió. Mantuvo la velocidad hasta que vio el batallón de Guardias Nacionales con sus rifles de asalto cuidando la frontera. La primera línea de soldados ya estaba de rodillas y nos estaba apuntando.

Frenó de golpe y derrapamos unos quince metros hasta detenernos. Entonces dijo:

—Baja del coche, Alfred. Asegúrate de que puedan ver tus manos.Bajé del coche, con las manos arriba, mientras que alguien gritaba por un

megáfono:—¡BAJAD DEL COCHE... AHORA! ¡MANTENED VUESTRAS MANOS DONDE

PODAMOS VERLAS!Los coches de policía se amontonaban a nuestras espaldas, con las luces

resplandeciendo, y una docena de uniformes marrones tomó posición detrás de las puertas abiertas. Me pregunté cómo saldría Bennacio de ésta.

—¡BOCA ABAJO CON LAS MANOS SOBRE VUESTRAS CABEZAS Y LOS DEDOS CRUZADOS!

Bennacio me miró, asintió y nos acostamos en el suelo uno junto al otro. Estos últimos metros de los Estados Unidos estaban helados. Alguien vino y se detuvo justo frente a nosotros y vi mi reflejo en el brillante acabado de su zapato negro.

—Buenas. Llegados a este punto tengo que preguntaros qué tenéis que hacer en Canadá esta noche —dijo el que llevaba los zapatos pulidos.

—Hay una tarjeta en el bolsillo de mi chaqueta —dijo Bennacio—. Antes de que haga usted algo precipitado, le sugiero que contacte con la persona que aparece en la tarjeta.

No vi si el Don Zapatos Pulidos cogió la tarjeta o no, pero se alejó y se tomó su tiempo antes de volver.

—¿Qué está pasando, Bennacio? —susurré.—Estoy pidiendo un favor.—Tengo frío —dije. Bennacio no dijo nada.Alguien me cogió por el cuello y me levantó. Un hombre que llevaba un

impermeable azul, el de los zapatos lustrosos, le devolvió la tarjeta a Bennacio y dijo:—Hoy es tu día de suerte.

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—No es suerte —contestó Bennacio—. Es necesidad.Volvimos a subirnos en el Jaguar. El hombre del impermeable azul y los zapatos

impecablemente pulidos le hizo un ademán al guardia fronterizo. Este introdujo el código para abrir la puerta. El hombre del impermeable retrocedió unos pasos y nos hizo un gesto para que pasáramos.

—¡Buena suerte! —dijo, al tiempo que atravesamos con estruendo la puerta hacia Canadá.

—¡Necesidad! —murmuró Bennacio.

26

Nunca había estado en Canadá, pero no vi mucho porque estaba oscuro y Bennacio cogió carreteras secundarias de dos carriles. Condujo a través de la noche como si los cancerberos del infierno vinieran tras nosotros. Sabía que Halifax estaba en la costa y que probablemente él tendría un avión esperándole allí, pero ¿de qué le serviría si ningún vuelo podía despegar? Intenté dormir, algo casi imposible si se viaja por un país extraño en un Jaguar a ciento noventa kilómetros por hora.

Cruzamos un largo puente a las tres de la mañana y Bennacio me dijo que estábamos en Nueva Escocia. Por lo que a mí respecta, podríamos haber estado en el lado oscuro de la luna. Condujimos en silencio hasta que un tenue resplandor color naranja apareció en el horizonte. Primero pensé que era el sol naciente, luego recordé

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que eran las tres de la mañana.—Puede que hayamos llegado demasiado tarde —dijo Bennacio.Redujo la velocidad hasta ciento treinta y, al acercarnos a un enorme fuego, vi

que estábamos en una pista privada de aterrizaje. En el camino había una especie de escombros ardiendo.

Bennacio entró por una vía de acceso que conducía directamente a la pista de aterrizaje. Al final del camino, junto a una Chevi Suburban marrón clara, había tres tíos de pie vestidos con largas túnicas marrones, como la que llevaba Bennacio la primera vez que nos habíamos visto.

—Pensaba que eras el último caballero —dije.—Lo soy —dijo él—. Y creo que ya te he dicho, Alfred, que la Espada tiene

muchos Amigos.Detuvo el coche y nos bajamos. Estaba cayendo una lluvia ligera y helada.

Escuchaba el océano y sentía el sabor de la sal en la lengua. Bennacio dejó los faros delanteros encendidos y nos encontramos delante del coche. El aire parecía centellear mientras la luz bailaba en las diminutas gotas de lluvia.

Uno de los tíos se acercó a Bennacio. Se besaron en ambas mejillas, y luego el tío le dio un gran abrazo y reparó en mí.

—Camiri, éste es Kropp —dijo Bennacio.—¿Es un Amigo? —preguntó Camiri estudiándome.—Un Amigo y un Guerrero.—¡Desde luego! Entonces también es mi amigo —dijo Camiri, me besó ambas

mejillas y me envolvió con el mismo abrazo de oso.Se volvió hacia Bennacio.—Como puede ver, hemos tenido algunos problemas —dijo apuntando hacia los

escombros en llamas—. Aparentemente llegaron a pie, y eso nos cogió por sorpresa. Esperábamos un asalto aéreo. Utilizaron esto.

Le hizo un gesto con la cabeza a uno de los tíos que estaban de pie detrás de él. Llevaba lo que parecía ser un bazuca desproporcionado, pero supuse que probablemente era un lanzamisiles.

—¿Derieux? —preguntó Bennacio.—Estaba dentro del avión, Lord Bennacio.Bennacio cerró los ojos. Vi cómo los otros dos hombres de túnicas marrones me

miraban fijamente y aparté la vista.—Diablil —refunfuñó Bennacio—. ¿Lograron escapar?Cabiri sonrió con preocupación. Señaló con su cabeza el avión ardiendo.—Venid, os lo enseñaré.Lo seguimos hasta el otro lado de la pista de aterrizaje, cruzando la pista de

despegue y dejando atrás el casco del avión retorcido y en llamas, mientras la lluvia silbaba y escupía y el humo ondeaba hacia arriba. Tres hombres vestidos con túnicas negras estaban tumbados boca arriba, con rostros inexpresivos y mirando fijamente la lluvia caer. Bennacio les quitó las capuchas de las caras y estudió a cada uno durante largo rato. Señaló al hombre que estaba tumbado en el medio, el más grande de los tres, con una nariz larga y achatada y ojos que parecían rendijas negras.

—Este es Kaczmarczyk —dijo él—. No reconozco a los otros dos.Cabiri giró la cabeza y escupió.—Sospecho que son pescadores del lugar, reclutados por Kaczmarczyk.

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—Quizás. —Bennacio se alejó de los cuerpos, se quedó mirando fijamente al avión en llamas y la luz bailó en sus ojos grises.

—No podemos quedarnos aquí, Bennacio —dijo Cabiri—. Cuando Kaczmarczyk no dé señales de vida, llegarán otros. Muchos más, me temo, de los que podemos combatir nosotros cuatro. —De hecho, éramos cinco, pero supongo que Cabiri no me estaba contando—. Vamos, mi casa no queda muy lejos de aquí. Descansaréis y decidiremos nuestro rumbo.

—Derieux, nuestro piloto, está muerto —dijo Bennacio—. Aunque encontráramos otro avión, no tenemos a nadie que pueda pilotarlo.

Cabiri colocó una de sus grandes manos sobre el hombro de Bennacio.—Vamos, Lord Bennacio —dijo suavemente. Sus ojos estaban llenos de

lágrimas aunque su tono era jovial—. Una comida caliente, una cama tibia y mañana todo se verá más claro.

Les echó un vistazo a los otros dos hombres.—Y hay alguien a quien le encantaría verle.

27

Dejamos los cuerpos tumbados allí. Bennacio cubrió los rostros de los hombres que no reconoció, pero dejó el de Kaczmarczyk expuesto a la lluvia. No estoy seguro de por qué lo hacía, tal vez se trataba de algo simbólico.

Nos subimos a la Suburban. Dejamos el Jaguar abandonado en la pista y nadie dijo nada al respecto.

Bennacio, Jules, el tío del bazuca y yo estábamos sentados en la parte trasera de la Suburban, mientras que Cabiri y el otro tío de túnica marrón, Milo, iban sentados en la parte delantera. Jules olía un poco raro, como a regaliz negro, y tenía una nariz muy larga, con la punta hacia abajo. Milo tenía el cabello largo y rubio, que llevaba

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recogido en una coleta, y penetrantes ojos azules, como los de Windimar. Pensar en Windimar me hizo recordar el doloroso hecho de que yo no era Windimar, sino Alfred Kropp, y que yo no tenía nada que ver con estos guerreros que empuñaban bazucas.

Condujimos en silencio durante algunos minutos y entonces Cabiri dijo:—Ayer otros guardianes irrumpieron en la torre del castillo de Mogart en Xátiva.

No encontraron nada, por supuesto.—¿Dónde está Mogart? —preguntó Bennacio.Cabiri negó con la cabeza.—No lo sé. No hemos sabido nada, Lord Bennacio.Todo su comportamiento con Bennacio era tierno y respetuoso, como si el simple

hecho de estar cerca de él fuera un gran honor. De haber sabido que yo era el responsable de todo este desastre, probablemente le hubiese ordenado a Jules que me aniquilara con su bazuca.

—Y ahora no hay forma de cruzar el Atlántico —continuó Bennacio.—Cerraron la frontera y aun así la cruzaron. No pierda la calma, Lord Bennacio.

Sé que los odia, pero ahora no veo otra opción. Debemos emplear las herramientas que tenemos.

Bennacio suspiró.—Lo consideraré.Me pregunté a quién odiaría Bennacio.—¿Quiénes son los otros guardianes? —pregunté—. ¿La OPIFE?—¡La OPIFE! —exclamó Cabiri con un gesto de burla, e hizo un sonido como si

escupiera.—En todo caso, ¿qué es la OPIFE? —pregunté—. Lo mejor que se me ha

ocurrido es Organización de Prevención contra Individuos Fieros y Endemoniados.—Ja, ja, ja! —se rió Cabiri—. ¡Ha dado usted con un listillo, Lord Bennacio!Nadie dijo nada más durante el resto del viaje, que duró casi treinta minutos.

Llegamos a una pequeña aldea con casas al estilo de Cape Cod, alineadas a lo largo de las estrechas y serpenteantes calles. Puede que fuera Halifax o puede que no. No sabía lo grande que era Halifax ni lo lejos que estaba de la pista de aterrizaje.

Entramos a una casa pintada de azul con persianas blancas. El fuego crepitaba y saltaba en la chimenea, encima había lámparas de queroseno, y me pregunté por qué no tenían electricidad. Tal vez estos Amigos de la Espada funcionaban con un presupuesto apretado. Pero Bennacio le había entregado a aquel tío un talón en blanco de las Industrias Samson. Tal vez los caballeros tenían una cuenta para cubrir sus gastos pero los Amigos no. O quizás era una opción de estilo de vida, como una de esas reconstrucciones de los hechos que se ven en la tele.

—Aquí estamos a salvo, Lord Bennacio —dijo Cabiri—. Al menos durante unas horas. Jules, busca algo de comer para Lord Bennacio. —No le dijo a Jules que buscara algo de comer para mí—. Dile a ella que Lord Bennacio ha llegado. —Le dedicó una sonrisa a Bennacio—. Ha estado muy preocupada.

Bennacio no contestó. Se hundió en la silla junto al fuego y presionó las yemas de los dedos contra los párpados. Yo no sabía dónde meterme, así que me senté en el sofá junto a Bennacio y deseé tener los calcetines secos; las plantas de los pies comenzaban a picarme. Me pregunté si sería de mala educación quitarme los zapatos.

Cabiri se quitó la túnica marrón. Debajo vestía una camisa de franela y vaqueros Wrangler. Tenía el cabello corto y muy rizado, como un caniche. Se parecía a un

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muñeco Geyperman del cuerpo de boinas verdes.Jules trajo una bandeja repleta de salmón ahumado, grandes trozos de queso,

racimos de uvas gordas y una masa de pequeñas bolitas negras de apariencia grasienta sobre delgadas tostas, que supuse era caviar. Nunca había probado el caviar y no quise probar nada nuevo con el estómago vacío, así que me serví un poco de salmón y queso. Las uvas también estaban buenas y tenían la piel muy estirada, de modo que, al morderlas, el jugo estallaba en mi boca. Jules se fue y regresó con una botella de vino y varias copas, pero como no me gusta el vino, comí un montón de uvas para beberme el jugo. Pensé que tal vez tendrían dinero para la electricidad si no lo despilfarraran en caviar y costoso vino francés. Cabiri era un tío grande como yo, con un apetito acorde a su tamaño, y entre los dos la bandeja tardó poco en quedarse vacía.

—Debería llamarles —le dijo Cabiri a Bennacio.—La mera idea me mortifica —contestó Bennacio.Justo entonces una chica entró en la habitación, y Cabiri y Jules se levantaron,

así que yo también me levanté y todas las migas que tenía en el regazo cayeron en la alfombra. Era alta, medía casi 1,80, iba descalza y lucía un vestido sin mangas, color verde, que arrastraba por el suelo. Su cabello castaño estaba peinado hacia atrás y su piel pálida brillaba a la luz del fuego. Era la chica más hermosa que había visto en mi vida.

La chica fue directamente hacia Bennacio, quien se puso de pie a medida que ella se acercaba. Ella tomó su mano y la besó, y luego la colocó contra su mejilla.

—Milord —dijo ella delicadamente.El tocó su mejilla con la mano que tenía libre y dijo:—Natalia, no deberías estar aquí.—Usted tampoco —dijo ella.Casi le había dado la espalda a la luz del fuego, de tal manera que su cara

estaba en sombra y no vi su expresión cuando Bennacio dijo:—No tengo otra opción. —Lo dijo con tristeza, con la misma voz que había

usado en Knoxville para decir: «¡Nuestro destino se cierne sobre nosotros!»—. Este es Alfred Kropp.

—Sé quién es Kropp —dijo Natalia, sin mirarme. Su voz sonaba con claridad, como campanas doblando en la distancia, de modo que, aunque hablaba con delicadeza, se la escuchaba al otro lado de la habitación.

—Él salvó mi vida —añadió Bennacio, no sé muy bien por qué. Tal vez para que yo le agradase. Me di cuenta de que no iba a ser tan fácil.

—Una vida que deberá sacrificar —le dijo ella a Bennacio.—Una vida dedicada a cumplir mi juramento.Miré a Cabiri, quien estaba estudiando el modo en que la luz jugaba con su copa

de vino, y a Milo, de pie junto a la puerta de la entrada, como un soldado de guardia. No sé qué le ocurrió a Jules. Bennacio y Natalia estaban hablando como si ellos fueran las únicas personas en la habitación y yo me sentía muy incómodo.

—¡Su juramento! —dijo ella—. No, no su juramento sino el de otro, el juramento de un mito, hecho hace mil años a alguien cuyos huesos se han pulverizado hace mucho tiempo. Usted confía más en la palabra de los muertos que en los votos de los vivos.

—Confío en la pureza de mi Orden.

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—Su preciada Orden ya no existe, Milord. Los caballeros se han marchado.—Todos menos uno.—Y pronto usted también caerá y yo me quedaré sola.—¿Para esto has venido? —preguntó Bennacio—. ¿Para atormentarme de este

modo? No puedo abandonar mi juramento por ningún ser humano, sea quien sea. No puedo sacrificar el mundo por el bien de una persona.

—No vale la pena salvar el mundo si no es por el bien de una persona —dijo ella.Él acarició su mejilla.—Te quiero por encima de todas las cosas y moriría antes que verte sufrir. Pero

no entiendes lo que me estás pidiendo. No puedo darle la espalda al cielo. No me condenaré a mí mismo ni siquiera por amor.

—Es usted quien no entiende —gritó ella. Luego sus hombros se desplomaron y toda la rabia la abandonó. Se acercó y él la tomó en sus brazos y la sostuvo mientras ella lloraba suavemente sobre su hombro. Él murmuró su nombre entre sus cabellos, al tiempo que me miraba. Nuestros ojos se encontraron y yo aparté la mirada. No pude soportar la mirada de aquellos ojos.

28

—El tiempo se agota —dijo Cabiri—. Debe tomar una decisión, Bennacio. Hemos perdido tanto el avión como al piloto. Usted no dudó en utilizar a otros guardianes para cruzar la frontera. Ahora debe llamarles.

Antes de que Bennacio pudiese contestar, Milo dijo:—Ha llegado alguien.La ventana que estaba a su lado explotó hacia el interior, y los cristales volaron a

través de la habitación. Algo aterrizó en el pasillo de la entrada y rodó hacia nosotros, golpeando la pierna de Cabiri antes de detenerse.

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Era la cabeza de Jules.—¡Las luces! —gritó Cabiri. Milo y él se dieron prisa en soplar las lámparas de

queroseno. Bennacio empujó a Natalia hacia mí, cogió un cubo que estaba colocado junto a la chimenea y arrojó el agua sobre la leña. Se oyó un molesto silbido y se elevó una nube de humo blanco.

—Al final del pasillo, Alfred —dijo Bennacio—. Ultima puerta a la izquierda. ¡Date prisa!

Cogí a Natalia y la arrastré hasta el final del pasillo, tanteando la pared con mi mano derecha para seguir el camino. Ella no era de mucha ayuda en aquella oscuridad, ya que intentaba soltarse. Era una chica alta, y fuerte para ser tan delgada. Detrás de nosotros escuchaba los ruidos de la horrible pelea que se había liado: cristales rompiéndose, gritos, pisadas fuertes y el agudo crujir de los muebles al romperse.

Llegué al final del pasillo y encontré la puerta, empujé a Natalia al interior de la habitación y cerré. ¿Qué se suponía que teníamos que hacer ahora? ¿Escondernos en el armario? ¿Ocultarnos bajo la cama? Un sonido estruendoso flotaba sobre nuestras cabezas, el constante chaca-chaca-chaca de un helicóptero y luego el pum-pum-pum de disparos y hombres gritando.

Le solté la muñeca.—Tal vez deberíamos... —comencé a decir, pero ella no me dejó terminar. En

medio de la oscuridad, una rodilla aterrizó justo en mi entrepierna, me desplomé en el suelo y me enrollé hecho un ovillo. Cuando recibes un golpe como ése no se puede hacer nada más que acurrucarse en el dolor y abrazarlo hasta que se desvanezca.

—Eso es por haberte llevado la Espada y sentenciarlo a muerte —me dijo entre dientes. A través de mis lágrimas vi la puerta abrirse y su silueta dibujada en la penumbra menos oscura del pasillo. Ella sostenía en su mano derecha una afilada daga. Luego se marchó y me quedé a solas con mi dolor.

Me agarré al borde de la cama y me impulsé hacia arriba. Me estaba balanceando junto al pie de la cama, con el dolor siguiendo el ritmo de los latidos de mi corazón, cuando el haz de luz de una gran linterna atravesó la habitación. Me abalancé sobre el tío sin detenerme a pensarlo, bajé el hombro y lo golpeé en el pecho, forzándolo a salir por la puerta hacia el pasillo. Perdió la linterna cuando lo golpeé. Empecé a pegarle en el torso con ambos puños hasta que me cogió de la muñeca derecha, torciéndome el brazo detrás de la espalda, me dio la vuelta y me forzó contra el suelo, colocando su rodilla en la parte baja de mi espalda y tirándome de la muñeca hacia arriba de modo que las yemas de mis dedos tocaban mi cuello. Sentí como si me estuviera dislocando el brazo. Luego sentí una fría presión detrás de la oreja.

De pronto no se oía nada. El tío que me había reducido respiraba con fuerza, pero eso y el lento chaca-chaca de las aspas del helicóptero girando afuera eran lo único que oía.

Entonces escuché a Bennacio decir:—¡No! ¡El está con nosotros!El tío se me quitó de encima y recogió la linterna. Me dio una patada en la

espalda y encendió la linterna apuntando directo a mis ojos.—¿Quién eres? —preguntó.—¡Alfred Kropp!—¡Alfred Kropp! Caramba, lo siento, chaval, pero tú me atacaste.Una mano apareció en la oscuridad y me ayudó a ponerme en pie. Olí su

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perfume y lo escuché masticar un trozo de chicle. Alguien se reunió con nosotros, llevando una lámpara de queroseno. Era Bennacio.

El tío de la linterna me estrechó la mano con fuerza, dos veces. Llevaba pantalones Dockers y una camisa Polo debajo de un impermeable azul. No podía tener más de veinticinco o treinta años. El cabello le llegaba hasta los hombros y lo llevaba peinado hacia atrás con algún tipo de gomina.

—Mike Arnold —dijo—. ¿Qué tal todo? —Se volvió hacia Bennacio—. Estuvo cerca, Benny, ¿no? Ya me darás las gracias, ahora tenemos que pirarnos de aquí. Hay más chicos malos en camino.

Nos llevó hasta el final del pasillo, hacia el salón principal. Cabiri estaba de pie cerca de la chimenea, con dos cuerpos vestidos con túnicas negras tumbados a sus pies. Otro hombre de túnica negra estaba tumbado boca abajo en el suelo de la cocina, con sangre saliéndole de la cabeza. Natalia estaba de pie junto a él, respirando profundamente, con la daga brillando en la mano.

—¿Milo? —preguntó Bennacio a Cabiri, quien negó lentamente con la cabeza y se dirigió hacia el sofá. No quería mirar a Milo, pero miré de todas formas, y luego me arrepentí de haberlo hecho.

—¿Estamos todos? —preguntó Mike Arnold—. ¿Todos preparados? Fantástico. Genial. Dejad este desastre como está; enviaremos a alguien a limpiarlo.

—¿Cómo nos encontraste? —preguntó Bennacio.—Ahora no hay tiempo para eso, coge el equipo que tengas y vamos. —Mike

caminó dando zancadas hasta la puerta de la entrada y la abrió de golpe. En la calle había un gran helicóptero negro que lanzaba un viento helado hacia el interior de la casa.

Cabiri se acercó a Bennacio y le dijo en voz baja, como si no quisiera que Mike escuchara:

—Vamos, Lord Bennacio, ha elegido por nosotros. Confíe en este golpe de suerte.

—Oh sí, cuando la suerte golpea hay que confiar en ella —dijo Mike Arnold, masticando su chicle, y yo me pregunté quién demonios sería Mike Arnold.

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29

Nos apiñamos en el helicóptero, uno de esos grandes modelos militares donde caben siete

personas con espacio para artilleros a ambos lados. Me senté junto a Bennacio y Natalia en el asiento del fondo. Cuando despegamos, mi trasero casi no tocaba el asiento, inclinándose con fuerza a la izquierda a medida que ascendíamos, y sentí un sabor a queso agrio cuando el estómago se me subió a la garganta. Natalia seguía descalza, y pensé que sus pies debían de estar congelándose en los remolinos de aire

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dentro de la bodega abierta. Cabiri y Mike Arnold estaban sentados frente a nosotros y Mike me estaba sonriendo con sus grandes dientes largos que se veían fácilmente mientras masticaba su chicle.

Se inclinó hacia adelante y me gritó en la cara: —Conque tú eres Alfred Kropp, ¿eh? ¡Muy chungo lo de llevarse la Espada! ¿Tú eres la Pandora de este siglo? ¿Estudiaste mitología griega en el instituto? ¿La caja de Pandora? Debes de estar pensando «Hostias, ¿en qué demonios estaba pensando?» —Se rió y su chicle sonaba smack-smack-smack. Mascaba como si estuviera molesto con el chicle.

Dirigió su mirada a Natalia.—Creo que no nos han presentado. Mike Arnold, ¿cómo te va?Natalia sólo lo miró fijamente. Aunque a él no se le movió ni un pelo. Le guiñó el

ojo y se volvió hacia Bennacio.—Pues, como te estaba diciendo... claro que sabíamos cuándo y dónde

cruzasteis la frontera y luego, hace un par de horas, nos contaron el numerito que le hicisteis a Kaczmarczyk, así que no hacía falta tener dos dedos de frente para saber que ibas a reunirte con Cabiri.

—Tu llegada ha sido simplemente... fortuita —dijo Bennacio.—Como el Calvario, ¿no?—¿Adonde nos estás llevando? —preguntó Bennacio.—Te estamos dando un paseo para cruzar el charco, Benny. Escucha, ha habido

cambios.—¿Qué cambios?Me miró y luego dijo:—Eso es confidencial.—Mogart te ha contactado —dijo Bennacio. No era una pregunta.—Eso es confidencial, Benny. Con-fi-den-cial. —Me dedicó una sonrisa sin

sentido.—Has hecho una oferta para comprar la Espada y él ha aceptado.—Estoy comenzando a pensar que tenemos un problema de comunicación —le

gritó Mike entre el estruendo que hacía el motor—. ¡Hemos tomado parte en este pequeño asunto y no estoy autorizado para decirte nada más!

Cabiri volvió la cabeza e hizo como si escupiera. Lo había visto hacer antes ese gesto y, mientras yo miraba fijamente a Mike Arnold entendí, que estaba frente a un agente de la OPIFE.

Llevábamos volando unos veinte minutos cuando el helicóptero hizo un giro y comenzó a descender. Mike miró su reloj, sacó una pistola del bolsillo de su impermeable y la sostuvo entre sus piernas, sin apretarla. Se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente.

—¡Una Glock de 9 milímetros! ¿Quieres cogerla? —me preguntó. Negué con la cabeza. El sonrió, dando un manotazo sobre la pistola. Definitivamente Mike Arnold no compartía la misma opinión que Bennacio sobre lo bárbaras que eran las armas de fuego. Me dio la sensación de que a Mike Arnold le gustaban las pistolas... y mucho.

El sol de la mañana sólo se veía bajo un manto de nubes que cubría el cielo en toda su longitud mientras tocábamos tierra. Hacía suficiente frío como para que nevara, y se estaba levantando el viento. Aterrizamos en otra pista. Como a cien metros de distancia había un avión militar de cargo aparcado en la vía, con su inmensa puerta trasera abierta hacia una oscuridad parecida al interior de la boca de un gigante.

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Seguí a Mike y a Cabiri al bajar del helicóptero, pero Bennacio se quedó adentro con Natalia. Parecía como si estuvieran discutiendo de nuevo, y los ojos de Natalia brillaban con lágrimas. Bennacio intentó levantarse pero ella le puso la mano en el brazo y me quedó bastante claro que le estaba rogando que no se fuera. Él negó con la cabeza, la besó en la mejilla y luego se reunió con nosotros bajo el tornado que creaban las aspas giratorias del helicóptero.

—Entonces, ¿estamos todos listos? —preguntó Mike—. ¡Fenomenal! —Empezó a caminar a través de la pista rumbo al avión de cargo, pero nadie lo siguió. Bennacio se giró hacia Cabiri.

—¡Voy con usted! —le gritó Cabiri.—No. Debes quedarte con Natalia. Mientras yo viva, ella corre peligro. ¡Mantenía

a salvo, Cabiri!Se volvió hacia mí.—Ha llegado el momento de despedirnos, Kropp. Aunque no sea un caballero,

Cabiri es un Amigo de la Espada y te ayudará a llegar a casa, si eso es lo que quieres.A lo largo de su boca y debajo de sus hundidos ojos grises se deslizaban

sombras profundas. Parecía muy viejo y cansado.—Mi rumbo es oscuro y sólo el cielo conoce su final. Reza por mí, Alfred. Adiós.Me dio un apretón en el hombro, luego se volvió y se fue caminando rápidamente

hacia donde le esperaba Mike, en la parte trasera de la puerta del avión de cargo. Miré hasta que Bennacio casi había subido al avión y entonces salí disparado detrás de él, gritando:

—¡Bennacio! ¡Bennacio! ¡Espera! ¡Espérame, Bennacio! ¡Bennacio! —Me detuve cerca de la rampa para recuperar el aliento. Fue una carrera difícil: yo soy grande, no suelo correr y además acababan de darme una buena entre las piernas—. Llévame contigo.

—No sabes lo que pides —dijo él.—Podría ayudar. Podría... —No tenía idea de lo qué podría hacer—. Podría ser

tu escudero, tu lacayo o como se llame. Por favor, no me dejes aquí, Bennacio. Yo tengo que... tú tienes que darme una oportunidad para remediar lo que he hecho.

Bennacio le echó un vistazo a Mike, que me estaba sonriendo como un Buda pijo. Luego Bennacio dijo pausadamente:

—¿Qué es lo que has hecho, Alfred?—Llevarme la Espada —tartamudeé. Una vez más, él actuaba como un padre

severo y yo como el niño a quien acaban de pillar con las manos en la masa—. Y por eso mataron a tío Farrell, al Sr. Samson y al resto de los caballeros, ahora a Jules y a Milo, y sólo Dios sabe quién más va a morir sólo porque yo no quise vivir en un orfanato. Así que no puedo regresar ahora, Bennacio, ¿no lo pillas? No puedo regresar.

—Puede que tengas razón —dijo Mike Arnold—. Pero no puedes venir con nosotros. Tú no tienes permiso y yo no estoy autorizado.

Lo ignoré.—Me la debes —le dije a Bennacio—. Te salvé la vida y estás en deuda

conmigo.—Yo salvé la tuya —me recordó Bennacio.—Escucha, el Sr. Samson te envió de vuelta aquí sólo para que me contaras lo

que había sucedido —dije—. ¿Por qué crees que lo hizo? Tiene que haber una razón. No sé cuál es, pero él creyó que era lo suficientemente importante como para que lo

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dejaras todo y vinieras a contármelo. Tú sabes que él habría aceptado que yo fuera contigo. Lo sabes, Bennacio.

No dijo nada. Bennacio se volvió y caminó por la rampa hacia el avión.—Jo, Al, buen intento —dijo Mike—. Pero realmente deberías considerarte

afortunado de haber llegado hasta aquí.Pulsó el botón y la rampa comenzó a subir. Algo llamó su atención por encima de

mi hombro y de pronto dijo:—¡Fenomenal! ¡Compañía!Se agachó, me cogió de la muñeca y me arrastró hacia la zona de carga. Me di

la vuelta y vi tres siluetas oscuras en el cielo, acercándose a toda prisa, sin saber si eran helicópteros o aviones volando bajo. Mike me empujó a un lado y salió corriendo hacia la parte delantera del avión, gritando por el walkie-talkie:

—Aquí la Madre Ganso, hemos puesto el huevo y tenemos a tres dragones bebés de camino al nido. Repito: ¡Todavía estamos en el nido! ¡Requiero apoyo aéreo inmediato! —Entró bruscamente en la cabina delantera del avión. La puerta de la zona de carga todavía se estaba cerrando cuando el avión arrancó tambaleándose, haciendo que me fuera hacia atrás. Me habría caído si Bennacio no me hubiera atrapado. Ambos miramos detenidamente a través de la rendija mientras se acercaban las siluetas negras... se parecían a los helicópteros de ataque que nos habían traído hasta aquí. Miré alrededor y vi cómo despegaba nuestro avión. Uno de los dragones bebé, como los había llamado Mike, se alejó de los otros dos y comenzó a seguirnos.

Luego la puerta de la zona de carga se cerró y ya no vi nada más. Bennacio buscó a mi alrededor, giró hacia abajo el mecanismo de seguridad y me dijo:

—Ven, pues, Alfred —lo seguí hasta un pequeño asiento situado contra el casco y nos sentamos mientras el avión aceleraba para despegar.

—¡No hay cinturones de seguridad! —le grité por encima del rugir de los motores. Me ignoró y abrió la cortinilla de plástico de la pequeña ventana ubicada a nuestras espaldas. Estiró el cuello y luego resopló con frustración, supongo que porque no veía nada.

Abandonamos la pista y viramos bruscamente hacia la derecha. Bennacio había dejado de mirar por la ventana y estaba sentado con los ojos cerrados. Tal vez tenía miedo de volar, como yo. Me asomé por la ventana y vi dos helicópteros, uno persiguiendo al otro, pero eran idénticos así que no supe cuál era el nuestro y cuál el de ellos. Pequeñas explosiones de luz clara provenientes del helicóptero persecutor se acercaban a nosotros, mientras el otro helicóptero se elevaba y descendía, tambaleándose con fuerza a la derecha y luego a la izquierda, intentando esquivar el fuego. Seguimos ganando altura, hasta que los helicópteros se redujeron al tamaño de la uña de mi pulgar, y entonces vi una bola de fuego y una gigantesca nube de humo negro serpenteante. Me pregunté dónde estaban los otros dos bebés dragones y si nuestro avión estaba armado y con qué. Si no estaba armado, debería estarlo.

Miré a Bennacio, que seguía con los ojos cerrados. Volví a asomarme por la ventana y esta vez, a unos trescientos metros por debajo de nosotros, vi lo que parecían ser aviones de caza, tal vez F-16 o su equivalente canadiense. Los aviones estaban derribando a dos de los helicópteros. No veía al tercero, así que quizá el que había explotado no era el que llevaba a bordo a Cabiri y a Natalia. Esperaba que así fuera. Miré nuevamente a Bennacio para contarle lo que había visto pero se había quedado dormido.

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Bennacio y yo estábamos solos en la zona de carga. Sus ojos permanecían cerrados. Pensé que tal vez él sabía algo que yo desconocía. De haber estado en su lugar, me habría inundado la preocupación. ¿Seguirían con vida Cabiri y Natalia? ¿Lo habrían logrado? Miré sus delgados dedos entrecruzados en su regazo. No llevaba un anillo de bodas pero eso no significaba que no estuviese casado. Aun así, ella parecía terriblemente joven para él. Tenía la impresión de que muchos de estos personajes del

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Viejo Mundo buscaban novias más jóvenes, pero como la mayoría de las impresiones que tenía, ésta no provenía de la experiencia vivida en carne propia. Bennacio era un caballero, con un gran respeto por la tradición. .. tal vez era un matrimonio arreglado, pero Natalia lo amaba, eso se veía. De no ser así, no creo que me hubiese dado un rodillazo en la entrepierna.

Apoyé la cabeza contra el duro casco del avión. Entre el ronroneo de los motores y el suave ronquido de Bennacio a mi lado, no tardé en caer dormido.

Soñé que estaba en ese descampado, en la cima de la misma colina bajo el árbol de tejo, y mi cabeza descansaba en el regazo de la Dama de Blanco. Ella acariciaba mi frente y una brisa ligera y cálida revolvía las oscuras puntas de su cabello. Estaba cantando algo aunque yo no entendía la letra o era en otro idioma. Interrumpí su canción para preguntarle dónde estaba:

¿No lo sabes tú? —preguntó ella—. ¿Acaso no has estado aquí antes?—Una vez, pero entonces tampoco supe lo que era.¿Tú qué crees que es, Alfred?—¿El cielo?Ella sonrió como si yo hubiese dicho algo tierno.¿Y yo qué soy?—¿Un ángel?Yo soy la que espera. Y éste es el lugar de la espera.—¿Qué estás esperando?Tú sabes qué estoy esperando.Habría adivinado que ella era la Dama del Lago de las historias de Arturo... de no

ser porque en este sueño no había ningún lago en ningún sitio... y porque ella estaba esperando que nosotros los humanos dejáramos de hacer el tonto con Excalibur y la devolviéramos.

Tumbado con mi cabeza, en su regazo, yo estaba mirando hacia arriba el árbol de tejo, y las hojas estaban revoloteando en un viento que no se sentía. Entonces me di cuenta de algo gracioso: las hojas del árbol eran multicolores, rojas y negras y blancas, y luego vi que las ramas estaban desnudas y que no eran para nada hojas revoloteando sino las alas de miles de mariposas batiéndose en vano en el aire, porque cada mariposa estaba pinchada en la rama por una larga aguja de plata. Eso me produjo cierta angustia, así que comencé a sacar una de las agujas para liberar una mariposa, pero la Dama empujó con delicadeza mi mano hacia abajo.

No ha llegado la hora.—¿La hora de qué?Ella tenía una mirada triste y distante en sus ojos, que eran tan oscuros como su

cabello y brillaban como si ella estuviese al borde del llanto.Cuando llegue el Amo, él las liberará.—El Amo —dije—. ¿Quién es el Amo?El que recuerda.—¿El que recuerda qué?Lo que ha sido olvidado.Miré fijamente las mariposas aleteando en vano sobre mi cabeza y pensé que

ése era mi problema: yo quería olvidarlo todo. Yo quería olvidar, pero no podía.—¿Qué ha sido olvidado? —pregunté.Ella se inclinó y presionó sus frescos labios contra mi frente. Sentí una oleada de

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jazmín.Cuando llegue la hora, recordarás.

31

Me desperté frotándome la nuca. Estos aviones militares de cargo no estaban construidos para la comodidad. Bennacio estaba despierto, mirando fijamente a través de la ventana.

—Estabas soñando con ella de nuevo, ¿no es cierto? —preguntó él.—¿Es ella la Dama del Lago?

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—No lo sé. Ella es importante, quienquiera que sea, aunque sea sólo para ti.—Era uno de esos sueños de los que nunca quieres despertar. ¿Crees que

puede ser el fantasma de mi madre o algo así? Está muerta, ¿sabes?—No puedo responderte a eso.—Sólo que mi madre nunca fue tan hermosa, ni siquiera cuando era joven.

Tampoco creo que ese lugar sea el cielo. Quiero decir, uno no se imagina que el cielo pueda estar en la cima de un escorial. ¿Dónde estamos?

—Yo diría que a casi una hora de nuestro destino. Has dormido durante un largo rato.

—¿Cuál es nuestro destino?—Francia.—Nunca he estado en Francia —dije—. No tengo visado, ni pasaporte, ni nada.—No te hará falta.—¿Mogart está ahora en Francia?El negó con la cabeza.—No lo sé. Al parecer Mogart ha contactado con la mismísima OPIFE para

vender la Espada. La OPIFE controla un refugio en Francia donde esperaremos las últimas instrucciones de Mogart con respecto a la entrega del efectivo.

—Bennacio, no es asunto mío, pero ¿de quién es este avión? ¿Quién es este Mike?

—Seguramente, llegados a este punto, ya has adivinado la respuesta, Kropp.Registró el bolsillo de su pecho y me entregó la misma tarjeta de visita que le

mostró al guardia de la frontera. El nombre de Mike Arnold estaba en la tarjeta. Debajo del nombre estaban las siglas, en negritas, de la OPIFE. Debajo del nombre de Mike había un número de llamada gratuita.

—Bennacio, ¿alguna vez vas a decirme qué es la OPIFE?Me sonrió.—¿Tú qué crees que es?—El Sr. Samson dijo que era una especie de empresa de espionaje súper

secreta. Tú no confías en ellos, ¿no es cierto?—No confío en que agentes externos puedan resistir la tentación de obtener el

arma definitiva.—Entonces, ¿cuál es el trato? ¿Mogart le está ofreciendo la Espada a la OPIFE?—Tal vez.—Pareces muy calmado al respecto, Bennacio.—Yo soy un hombre de fe, Alfred.—¿Qué se supone que significa eso?— Todas las cosas tienen un propósito.—Tal vez —dije—. Pero no lo pillo.—No muchos lo logran cuando llega la prueba.—Creo que suspendí esa prueba.—¿De veras? Puede que así sea. Aunque también es posible que la verdadera

prueba no haya llegado todavía. ¿Quién podría estar seguro? He pensado mucho en lo que me dijiste en Halifax. En efecto, Samson pensaba que era importante que tú supieras de nuestra caída.

—Tal vez sólo quería que supiera el desastre que había causado.—¿Tan poco has aprendido de nosotros, Kropp, que serías capaz de creer algo

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semejante? Este desastre, como tú lo llamas, no te pertenece, o te pertenece tanto como a mí. No te preocupes tanto por culpas y penas, Alfred. Ninguna batalla se ha ganado, ninguna hazaña se ha logrado jamás, por sumirse en la culpa y la pena.

Me dio una palmadita en la mano y se puso de pie.—Discúlpame, debo hablar con el Sr. Arnold un momento.Desapareció en el interior de la cabina. Bostecé. Me asomé por la ventanilla y no

vi más que un montón de cielo, un montón de agua, y algo destellante en la luz del sol que se desvanecía en el ala. Probablemente era un F-16. Bostecé de nuevo. Había dormido durante horas y todavía me sentía adormecido.

Bennacio se ausentó por mucho tiempo. Cuando regresó estaba sonriendo.—¿Qué? —pregunté.—Ella sigue con vida —dijo él simplemente y se sentó a mi lado.—Eso es fantástico —dije—. Debo disculparme, Bennacio. Se suponía que debía

mantenerla en aquella habitación del fondo, pero me dio un rodillazo en la entrepierna. —Mi rostro se encendió al contárselo. En menudo escudero me estaba convirtiendo.

Hizo un pequeño ademán con la mano. No sabía qué significado tenía.—¿Ella es tu esposa?—Es mi hija.—Oh —no sabía qué más decir, así que añadí—: es... mmm... guapa.No respondió. De nuevo estaba mirando fijamente a través de la ventana.—Parece que nos acercamos a nuestro destino, Kropp. No le digas nada a Mike

de lo que sabes sobre la Espada.—Eso no me costará mucho porque no sé demasiado.—El es nuestro aliado en esta aventura, pero somos extraños compañeros de

cama.—¿En qué sentido?—Seguramente habrás pensado que los hombres malignos no están solos en su

anhelo por la Espada. Es el arma definitiva. No hay defensa contra ella.—He estado pensando en ello —dije—. El Sr. Samson me dijo que un ejército

liderado por la Espada sería invencible, pero ¿no sería posible simplemente bombardearlo con armas atómicas?

—Es inmune a cualquier instrumento del hombre —dijo Bennacio—. No importa cuan terrible sea, no sabría decirte con precisión lo que puede ocurrir, Alfred. Todo lo que sé es que la Espada no puede ser vencida ni destruida.

—Después de la muerte del tío Farrell tuve un sueño. Bueno, fue más una pesadilla que un sueño. —Le conté lo del ejército sin rostro y el jinete sobre el caballo negro, y cómo éste batió la Espada contra el suelo humeante y luego huyó de la luz incandescente de la Espada.

Cuando terminé, Bennacio me miró fijamente durante un largo rato.—Qué sueños tan interesantes tienes, Alfred Kropp —dijo él—. Recemos para

que no sean proféticos.

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Cuando aterrizamos en Francia, dos coches negros aparcados a un lado de la carretera nos esperaban en la pista privada de aterrizaje. Junto a los coches había tres hombres vestidos con trajes oscuros y gafas de sol. Miré hacia arriba mientras bajábamos las escaleras y vi los F-16 rugir en el cielo.

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—Debéis de estar agotados —dijo Mike—. Vamos, no está lejos de aquí, os lo prometo.

Mike abrió una de las puertas traseras de los coches negros. Yo miré a Bennacio. Asintió y me subí al coche. Se sentó a mi lado y uno de los tíos de traje oscuro se colocó detrás del volante. Mike se sentó en el asiento del copiloto y nos pusimos en marcha. Los otros dos tíos nos siguieron en el segundo coche negro. Mike abrió la guantera y sacó algo negro. Parecía una pequeña alfombra.

—Al —me dijo—. Realmente odio hacer esto, pero es una zona segura ¿sabes?Se inclinó sobre el asiento y antes de que yo pudiera levantar mis manos, había

lanzado el saco de tela por encima de mi cabeza. No veía nada. Empecé a tratar de quitármelo pero sentí una mano en mi brazo. Bennacio. Me dio una palmada como diciendo: Todo va a ir bien.

—Espero que tengáis hambre —estaba diciendo Mike—. Jeff llegó ayer desde Estambul para reunirse con nosotros y cocina de miedo. Picaremos algo, y luego podéis daros una ducha y cambiaros de ropa. Sobre todo tú, Al. Parece que alguien te hubiese masticado y escupido.

—¿Dónde está Mogart? —preguntó Bennacio.—Ni idea, tío. —No parecía muy preocupado al respecto, pero puede que fuera

un efecto del chicle—. Sabemos dónde no está, o sea, en Xátiva. Nuestros hombres entraron ayer, asaltaron todo el recinto, pero él y los suyos ya se habían marchado. Encontraron a Samson. O lo que quedaba de él. Demasiado macabro. Vosotros operáis a un nivel completamente distinto, ¿no? ¿De qué diablos iba eso?

Bennacio no dijo nada. Me preguntaba de qué estaba hablando Mike. ¿Qué le había hecho Mogart a Samson que pudiera ser tan macabro? Me costaba respirar dentro de la capucha. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no quitármela. Me pregunté qué haría Mike si me la quitaba. Quizás dispararme. Con naturalidad, de la misma manera con que hablaba y masticaba el chicle, como si fuera una tarde de verano y lo único que estuviera haciendo fuera ver un partido de béisbol. Mi voz se filtró por la capucha cuando dije:

—Samson era el capitán de Bennacio; no deberías tocar el tema de esa forma.Me ignoró.—Creemos que se pudo haber colado en Marruecos o quizás hasta en Argelia.

En cualquier caso, todas las fronteras del mundo libre han sido cerradas pero son demasiados kilómetros cuadrados que vigilar y no todo el mundo es amigo de la verdad, de la justicia y del modo en que los Estados Unidos hace las cosas, si sabes a qué me refiero. De todas maneras, ayer recibimos una llamada diciéndonos que él estaba preparado para negociar. Nos dijo que esperáramos y que nos volvería a llamar con la cantidad final y la ubicación del intercambio. No sé dónde será, ni cuál será el precio final... en nuestra escala no nos cuentan mucho, pero hemos hecho una quiniela por si queréis participar. Se rumorea que —y, por cierto, esto no está confirmado y es confidencial— se rumorea que pedirá cien mil millones de dólares. Tío, estamos hablando de mil millones con M mayúscula. ¿Queréis que os diga mi opinión personal? Creo que ha hecho todo esto sólo para aparecer en el listado de los hombres más ricos de la revista Forbes.

Escuché el timbre de un teléfono móvil y luego a Mike hablando en voz baja. Parecía que lleváramos mucho tiempo conduciendo, pero era difícil de saber con la capucha en la cabeza. El tiempo transcurre de forma diferente cuando no se puede ver.

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Fuimos deprisa; luego, despacio; luego, deprisa de nuevo, como si estuviésemos entrando en autovías y saliéndonos de ellas para entrar en carreteras secundarias. Entonces el motor se aceleró mientras ascendíamos una cuesta empinada. Cuando llegamos a terreno llano, escuché que el motor se detenía y mi puerta se abrió. Una mano se acercó, me cogió del brazo derecho y me sacó.

—Cuidado con la cabeza —dijo alguien, y me guió por el codo a través de un camino empedrado. Las piedras o la grava crujían bajo mis pies y pensé en mi sueño y en la escalada del escorial para encontrar a la Dama de Blanco con su larga cabellera negra y sus ojos oscuros, mirando fijamente el espacio, con tristeza, esperando la llegada del Amo.

—Sube un escalón —dijo la misma voz, y entonces empecé a caminar sobre tablas de madera. Temblaba de frío.

De pronto, el aire que me rodeaba se puso tibio; había entrado. Alguien me quitó la capucha. Tanteé en la luz, aunque realmente no estaba tan luminoso el interior.

Estábamos de pie en un pequeño pasillo del vestíbulo de una cabana o tal vez de lo que en Francia llaman un chá-teau. Suelos de madera, techo de catedral y una inmensa chimenea. Había casi una docena de tíos merodeando y podía oler el beicon friéndose. De pronto sentí más hambre que nunca en mi vida. De hecho, mis rodillas estaban débiles.

—Entonces, colegas ¿qué preferís primero: ducha o desayuno?—Alfred necesita comer —dijo Bennacio.—Lo único que he comido es un poco de queso y uvas —dije sin dirigirme a

nadie en particular. Nadie parecía estar escuchando.

33

Un agente llamado Jeff sacó jamón y beicon, panecillos, huevos, cosas dulzonas que alguien dijo que eran beignets (un tipo de donut francés del que comí seis), un par de chuletones, café, zumo, té caliente y chocolate caliente recién hecho. Mike era un gran admirador de los Cubs y hablaba con este otro tío sobre las oportunidades que

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tenían este año y decía que, como todos los años, el problema era el lanzador. Bennacio se sentó a mi lado, probó un bocado de una tostada con mermelada de fresa, bebió café y no dijo nada.

Después del desayuno, Mike nos condujo por las escaleras hasta la segunda planta y nos mostró los baños en los que podíamos ducharnos. Me desnudé y coloqué mi ropa al otro lado de la puerta, como había sugerido Mike, para que pudiesen lavarlas mientras Bennacio y yo nos duchábamos.

Estuve largo rato de pie, bajo el chorro caliente. Debía de tener desfase horario porque se me caía el jabón continuamente y parecía tardar mucho tiempo en hacer cualquier cosa.

Tuve la sensación de estar al menos un par de horas lavándome el cabello.Me quedé en la ducha hasta que las yemas de mis dedos se pusieron como

ciruelas pasas y luego me sequé y me puse un albornoz blanco de paño que encontré colgado en una percha junto a la ducha. El cuarto de baño era muy pequeño. Me golpeaba continuamente contra el lavabo y mis codos chocaban contra las paredes, pero me sentía mejor con el estómago lleno y el cuerpo limpio. Encontré un cepillo y pasta de dientes en el armario de las medicinas, y me cepillé los dientes. Cepillarme los dientes me hizo pensar en mi madre, quien había sido muy estricta con la higiene bucal... nunca en mi vida he tenido caries.

Tardé en bajar de nuevo. La reunión había empezado sin mí. Mike, Jeff y Paul estaban sentados en un sofá del gran salón, y Bennacio estaba sentado solo en la mecedora rústica cerca del fuego. No había ningún sitio reservado para que yo me sentara y, por un instante, se me ocurrió la descabellada imagen de mí mismo acurrucado a los pies de Bennacio, como un perro fiel.

Una mujer estaba sentada junto a Mike. Tenía unos labios grandes que, a la luz del fuego, se veían muy rojos y húmedos. Tenía el cabello rubio platino recogido en un moño muy apretado en lo alto de la cabeza. Lucía un traje de corte ejecutivo de raya diplomática y altos tacones negros.

Me recosté contra la viga de madera en el vestíbulo, sintiéndome un poco tonto por estar descalzo, con el cabello todavía húmedo. Bennacio estaba completamente vestido. Nadie se percató de mi presencia. Mike estaba hablando.

—Entonces todo está listo —estaba diciendo—. Anoche recibí la aprobación definitiva de la sede principal. No os puedo contar demasiado, es confidencial, pero os diré que creemos que hemos superado la puja más alta por, al menos, quinientos millones de dólares.

Hizo una pausa, como si estuviese esperando una respuesta de Bennacio. Pero no obtuvo respuesta. Bennacio no dijo nada. Estaba mirando fijamente el fuego.

Mike sacó un trozo de papel de aluminio de su bolsillo, envolvió cuidadosamente su chicle y se lo volvió a guardar en el bolsillo. Se metió otro trozo en la boca, dobló el envoltorio de aluminio y, con el mismo cuidado, lo colocó en su bolsillo.

La señora de la cabellera rubia y brillante dijo con acento británico:—Honestamente, creemos que ése era su plan desde el principio: vendernos la

Espada a nosotros.—¿De veras? —dijo Bennacio—. Usted supone demasiado.—¿A quién más podría recurrir él? —preguntó ella—. Representamos a uno de

los países más ricos del mundo. Y él puede confiar en nosotros. Ni siquiera el Dragón quiere ver al mundo entero arder en llamas.

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—Correcto, amigo Benny, ¡eso es correcto! —dijo Mike—. Quiero decir, ¿cómo va a disfrutar su dinero en un mundo destruido por bombardeos nucleares? Desde el principio supo que tenía que vendérsela a los chicos buenos.

—Os he dicho —dijo Bennacio— que Mogart no tienen ninguna intención de entregaros la Espada. Jamás se irá sin ella.

—¿Qué quieres decir? —Mike le sonreía a Bennacio con una sonrisa tensa y poco amistosa.

—¿Tú lo harías?—Venga ya, Benny. Nosotros somos los buenos de la película, ¿recuerdas?

Estamos en el mismo bando, ¿no es cierto?—Cogerá tu dinero y se quedará con la Espada.—¿Dominio mundial, eh? Rey Mogart. Pues esta vez tendremos que

arriesgarnos, Benny.—No seas tonto —dijo Bennacio, alejándose del fuego y viendo a Mike de reojo

—. El te traicionará.—Precisamente por eso te hemos invitado a la fiesta —Mike se volvió hacia la

mujer británica—. ¿No es así, Abby?Abby dijo:—No haremos el intercambio hasta que hayas verificado la autenticidad de la

Espada.—Y luego la OPIFE nos devolverá la Espada de la Rectitud, a nosotros, sus

Amigos —dijo, Bennacio. Ahora era él quien sonreía de forma tensa y poco amistosa.—Voy a ser sincero contigo, Benny. Eso no lo decidimos nosotros —dijo Mike—.

El hecho es que vosotros no hicisteis un buen trabajo protegiéndola.—Nosotros la hemos protegido durante mil años —respondió Bennacio con

brusquedad—. Si se ha perdido fue sólo por un insólito accidente.Mike me echó un vistazo por encima del hombro, a mí, el insólito accidente.

Luego vio a Bennacio y se encogió de hombros, como diciendo Mira, colega, vosotros ni siquiera pudisteis protegerla de este pelagatos.

—Bennacio —dijo Abby con voz amable—. No sentimos más que admiración por lo que vuestra Orden ha conseguido. Pero quizás ha llegado el momento de que la Espada pase a otros guardianes. ¿Por qué otra razón nos involucraría Samson?

—Abby acaba de dar en el clavo, Benny —dijo Mike—. Nadie en el planeta está mejor equipado para protegerla.

Bennacio no se estaba tragando el cuento.—No participaré en esto si no me aseguráis que la Espada me será devuelta.—Como te he dicho, Benny, no podemos prometeros eso —contestó Mike—.

Siempre he sido claro contigo y te respeto mogollón, a ti y a tus colegas, los caballeros. No se nos ocurriría cortaros las alas. Pero te doy mi palabra de que La Compañía no tiene la menor intención de usar la Espada para ningún fin. Queremos lo mismo que vosotros queréis: mantenerla alejada de las manos de todos los jetas y los lunáticos.

—No puedo traicionar mi solemne juramento —dijo Bennacio—. Lo mantendré y la protegeré con mi vida o con mi muerte. No puedo hacer menos. Si, en efecto, Mogart devuelve la Espada, tendréis que matarme para arrebatármela.

—Nadie quiere hacer eso —dijo Abby. Aunque no dijo que no matarían a Bennacio.

—Benny—dijo Mike—. Debemos irnos contigo o sin ti. Sólo estamos esperando

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que el Dragón nos conteste con la hora y la ubicación para la entrega de la Espada. Por supuesto, nosotros —yo— queremos que vengas. Una vez que hayamos conseguido la Espada, todo es negociable. Cada cosa a su tiempo.

Bennacio suspiró. Nadie dijo nada por un largo rato. Paul se arrancó un padrastro. Jeff se alisaba arrugas que yo no veía en su pantalón. Mike masticaba su chicle. Abby era la única que miraba a Bennacio.

Finalmente, se removió en su silla y dijo:—Iré, pero con una condición.—Tú dirás.—La venganza es mía.—«Palabra de Dios» —dijo Mike bromeando, pero nadie se rió.

34

Volví a la planta de arriba y encontré mi ropa en la habitación. Alguien la había lavado y la había colocado sobre la pequeña cama, junto a la ventana. Corrí las cortinas para asomarme, pero no había nada que ver: la ventana estaba condenada. Ubicación

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segura. Como si yo fuera a saber en qué lugar de Francia estaba. La única forma en que podría saberlo sería si, al asomarme a la ventana, hubiera visto la Torre Eiffel en el patio trasero.

Me vestí y me senté en la cama. No sabía qué hacer. No quería volver abajo. Estar cerca de Mike y su pandilla de espías, o lo que fueran, me hacía sentir un poco nervioso.

Escuché un pequeño golpe en la puerta y Bennacio entró. Cerró la puerta y se sentó junto a mí:

—¿Confías en ellos? —pregunté.—¿Lo harías tú?Me detuve a pensarlo.—¿No hay otra opción?—Debemos emplear los instrumentos que nos han sido dados, incluso aquellos

que tienen doble filo.—¿Cómo supieron lo que pasó con la Espada?—Cuando la Espada se perdió, Samson se dio cuenta enseguida de que

necesitaríamos su ayuda. Yo aconsejé lo contrario, pero ahora entiendo la amarga falta que nos hacen, aunque nos ha costado nuestra mayor pérdida desde que se fundó nuestra Orden.

—Pensé que yo lo había causado.Me frunció el ceño.—No estoy hablando de la Espada.—Ellos no permitirán que tú te la quedes ¿verdad?—Creo que no.—¿Cómo vas a detenerlos?—Haré lo que siempre he hecho: todo lo que deba para protegerla.—Bennacio, no puedes matarlos.Suspiró.—Hace tiempo, Alfred, hice un juramento solemne tan poderoso como la

gravedad. No sé hacerlo de otro modo.—Bueno, no entiendo exactamente lo que me estás tratando de decir, Bennacio.

Quizás porque nunca he hecho un juramento de ese tipo. Nunca he hecho un juramento y punto.

Me miró con sus intensos ojos hundidos.—¿Por qué no?—Supongo que porque nunca he tenido la oportunidad.—Todos tenemos esa oportunidad. Pero cuando llega, o bien la rechazamos o

bien no la reconocemos. En el avión, cuando te dije que yo creía que todo ocurría por algún propósito, tú pensaste en la muerte de tu tío. Te preguntaste cómo algo que parecía tan inútil podía servir a alguna causa. En el pasado, Alfred, los hombres buscaban causas en las que creer. Ahora encontramos causas para no creer.

—No te estoy entendiendo, Bennacio.—La raza humana se ha vuelto arrogante y, en su arrogancia, asume que nada

supera el poder de su razón. Si no vemos una causa, entonces no debe de haber una causa. Es la falacia de nuestros tiempos.

—Bennacio —dije—. No puedes matarlos. Por cada uno de ellos que mates, enviarán a una docena a por ti. Tarde o temprano te encontrarán, y por muy poderosa

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que sea la Espada, te la quitarán de algún modo. Y después te matarán.—Quizás —contestó—. Pero la piedad nos ha costado mucho. Si te hubiese

matado la noche en que te llevaste la Espada, tus amigos y los míos seguirían con vida y la Espada todavía estaría a salvo.

—Sí, pero yo estaría muerto.Él se rió. Me dio una palmada en la rodilla y se levantó.—Cuanto todo esto acabe, creo que te echaré de menos, Alfred Kropp.Me dejó solo. Me quedé sentado allí durante unos cuantos minutos, pensando.

Sobre todo pensaba que al último caballero le llegaría su hora. O lo mataba Mogart, o lo mataban los agentes de la OPIFE.

Estaba convencido de que el plan de Mike era utilizar a Bennacio para que lo ayudara a conseguir la Espada, y luego matarle (y probablemente a mí también). Eso fue lo que Natalia quiso decir cuando me dijo que había sentenciado a muerte a Bennacio.

Pensar en Natalia me hizo sentir especialmente despreciable, aunque no estoy seguro de por qué. No es fácil ser odiado por alguien, pero es especialmente duro cuando la persona que te odia resulta ser la chica más guapa que jamás hayas visto.

35

Esa misma tarde estaba tumbado en la cama, pensando, cuando escuché por encima de mi cabeza el lento chaca-chaca de un helicóptero, aumentando el volumen

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según se acercaba. En la planta de abajo se escuchaban pisadas ruidosas y golpes, mientras los espías corrían por todos lados, presa del pánico, gritándose los unos a los otros y buscando sus pistolas.

Escuché a Mike gritar:—¡Traición! ¡Nos han traicionado!Salté fuera de la cama y salí corriendo al pasillo, donde literalmente me di de

bruces con Bennacio. Él lucía su túnica marrón y llevaba su espada negra.—¿Mogart? —pregunté.El negó con la cabeza.—Algo peor, me temo.Traté de imaginarme algo peor que Mogart. Seguí a Bennacio escaleras abajo,

hasta el gran salón. Jeff y Paul nos acorralaron y nos dijeron que retrocediéramos. Mike y Abby se dirigieron a la puerta principal y la abrieron de golpe. Encima de ellos vi un helicóptero de combate color negro, aterrizando en el suelo inclinado del patio delantero. Un hombre robusto que vestía un jersey negro saltó del helicóptero. Se volvió y ayudó a salir a una persona de menor estatura.

Los hombros de Mike se relajaron y se guardó la pistola dentro de su impermeable, mientras las dos personas subían por el camino empedrado hasta la puerta principal.

Abby le echó un vistazo a Bennacio.—¿Tienes alguna explicación para esto? —preguntó ella.Mike retrocedió unos pasos y luego Cabiri entró en la habitación, seguido muy de

cerca por Natalia. Ella ignoró a Mike y a Abby y se fue corriendo hacia Bennacio. Cuando pasó a mi lado olí su cabello... melocotones.

—¡Hola! —dijo Cabiri, a nadie en particular—. ¡Hola, hola! ¿Cómo estamos? ¿Qué tal están los amigos agentes secretos?

Mike batió la puerta, bajó el pestillo y se volvió rápidamente hacia Bennacio.—¿Tienes alguna explicación para esto? —gritó.—Ya se lo he preguntado, Michael —dijo Abby con frialdad.—Por favor, no culpéis a Lord Bennacio —dijo Cabiri—. Esto es completamente

idea mía. —Sonrió a modo de disculpa—. Scusi.—Ahórrate tus «scusis», colega —le respondió Mike, gritando, mientras se

alejaban los chaca-chaca del helicóptero—. ¿Cómo nos has encontrado?—Oh —dijo Cabiri—. ¿Cómo encuentra el zorro al pollo? ¿Cómo encuentra el

pájaro al gusano? —Le sonrió a Bennacio.—Tú les llamaste —dijo Mike, dirigiéndose a Bennacio.—¿Cómo he podido llamarles? —preguntó Bennacio—. No tengo teléfono.—Yo soy un Amigo de la Espada —le dijo Cabiri a Mike, con una voz que estaba

perdiendo el tono gracioso—. Y los Amigos de la Espada tienen amigos que tienen amigos. ¿Crees que tu presencia ha pasado desapercibida en Saint Etienne?

Mike parecía no estar escuchando. Pasó de largo a Cabiri y subió las escaleras a zancadas, hablando por su teléfono móvil mientras subía. Una puerta se batió sobre nuestras cabezas y escuché la voz de Mike mientras le gritaba a alguien por teléfono, pero no podía descifrar las palabras. Abby suspiró.

Cabiri le dijo a Bennacio:—Perdóneme, Milord. No fue mi decisión venir aquí. —El miraba a Natalia.Natalia miraba a Bennacio.

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—Iré contigo —dijo ella, con el mentón hacia arriba, en un gesto desafiante.—Sabes que no puedes —contestó Bennacio, con gentileza.—Y yo —dijo Cabiri.—No.—¿Entonces con quién podrás contar cuando llegue la prueba? —interrogó

Natalia—. ¿Con ella? —Señaló con la cabeza hacia donde estaba Abby.—Mi nombre es Abigail —dijo ella—. ¿Y tú eres...?—¿O con é/? —Y entonces Natalia me señaló con la cabeza.—No subestimes a mi amigo Alfred Kropp —dijo Bennacio—. Vale mucho más

de lo que parece a simple vista.—¡Pues vaya si debe valer! —dijo Cabiri efusivamente, y me dio una palmada en

la espalda—. ¡Porque mira si tiene sustancia!Mike bajó las escaleras dando saltos y le dio un ligero golpe a la nariz de Cabiri

con el dedo.—¡Mire, caballero, usted está interfiriendo en un asunto de seguridad

internacional!—Quizás deberías dispararme.—¡Basta! —dijo Bennacio, y todo el mundo se calló, mirándole fijamente—. Ellos

no han debido venir, pero lo han hecho, así que debemos sacar lo mejor de esto. Cuando Mogart llame, Cabiri se quedará aquí con mi hija. Yo volveré a por ellos tan pronto como tengamos la Espada.

Eso terminó la discusión. Ninguno de los de la OPIFE parecía contento al respecto, pero no tenían ningún buen argumento para enviar a Cabiri y Natalia de vuelta. Hubo discusiones sobre los arreglos para dormir, ya que todas las habitaciones estaban ocupadas. Luego Jeff se ofreció a dormir en el sofá de abajo para que Natalia pudiera quedarse con su habitación. Cabiri decidió que dormiría conmigo.

—Porque tú y yo somos los únicos Amigos aquí —me dijo—. ¡Será maravilloso, Alfred Kropp! Sólo debo advertirte de mis ronquidos y mi flatulencia.

Dormir con Cabiri no resultó ser tan maravilloso. No mentía sobre sus ronquidos y sus pedos. Natalia y Bennacio permanecieron escondidos en su habitación durante horas y, a ratos, cuando discutían, escuchaba sus voces a través de las paredes. Algunas veces la escuché llorar.

Cuando ella no estaba en la habitación, estaba en el gran salón, sentada en la mecedora junto a la chimenea, mirando fijamente a las llamas, con las rodillas recogidas a la altura del pecho y sus ojos oscuros reflejando la luz del fuego. Otras veces pasaba cerca de mí al venir por el pasillo, o en la cocina, durante la cena, y cada vez que pasaba yo olía melocotones e imaginaba que era un crío que servía helado en una copa mientras mamá dejaba caer trozos de melocotón fresco dentro de la copa.

Natalia rara vez me hablaba, pero algunas veces la pillaba mirándome fijamente y se daba la vuelta con rapidez.

Una noche la flatulencia de Cabiri me sacó de la habitación (parecía que sus pedos se juntaban debajo de la sábana y me atacaban cada vez que me daba la vuelta, inflando las sábanas). Bajé las escaleras, pensando que tal vez podría despertar a Jeff para jugar una partida de póquer o billar. Pero Jeff no estaba en el sofá. Estaba Natalia, acurrucada debajo de la manta, completamente despierta, mirando fijamente las brasas que agonizaban en la chimenea.

Me detuve un instante en el borde de las escaleras. Pensé en ir a la cocina a por

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algo de comer, pero era como esconderme por haberla molestado y eso no me molaba en absoluto.

—Hola —me decidí a decirle finalmente.Ella no contestó.—Yo, mmm, no podía dormir. Cabiri no para de tirarse pedos.Ella siguió sin decir palabra.—Escucha —dije, dando un paso dentro de la habitación—. Sobre lo que pasó

en Halifax... no hay problema.Ella deslizó sus ojos oscuros hacia mí. Me sentí como un bicho atravesado por

una aguja cuando me miró.—¿No hay problema con qué? —preguntó ella.—Ya sabes, con el hecho de que me diste un rodillazo en la entrepierna.—He debido apuñalarte.—Claro, lo entiendo. —Me acerqué a la mecedora en frente de ella.Ella estaba mirando el fuego de nuevo.—¿Quién eres? —preguntó ella con delicadeza.Ella volvió la cabeza hacia mí y su oscura cabellera voló sobre su hombro

derecho.—¿Quién eres para haber hecho esto?—Sólo era un chico intentando ayudar a su tío.—Eres un ladrón.—Sí. Tal como han ido las cosas.—Si no hubieras cogido la Espada aquella noche, mi padre te habría matado —

dijo ella.—¿Eso crees?—Él habría tenido que matarte. Yo habría tenido que matarte.—¿No crees que, en ese sentido, la vida es extraña? —pregunté. Ella me miró

fijamente, como si yo estuviera hablando en un idioma que no comprendiera—. Quiero decir, supongo que te has dado cuenta de que aquí no hay mucho que hacer. Y no estoy seguro de cuánto tiempo he pasado aquí, pero parece que hubiera sido mucho, y lo único que se puede hacer es comer, dormir y pensar. Y estaba pensando en la cantidad de cosas que han tenido que pasar para que esto ocurriera. Sabes, si tan sólo mi padre no hubiera abandonado a mi madre. Si tan sólo mi madre no hubiera muerto de cáncer. Si tan sólo tío Farrell no se hubiera ofrecido de voluntario para criarme. Si tan sólo el Sr. Samson hubiera contratado a otra persona para que fuera el vigilante nocturno de las Torres Samson. O si tío Farrell hubiera dicho simplemente que no a Mogart como hubiera debido. O si yo hubiera dicho que no al tío Farrell. Supongo que podría continuar, pero probablemente ya lo has pillado. Tu padre habla mucho del destino y la fatalidad, lo cual es algo en lo que nunca he creído, pero ahora estoy pensando que tal vez sí que hay algo que nos guía o que nos utiliza para un fin mayor... ¿Tú que piensas?

—¿Que qué pienso? —preguntó ella—. Pienso que eres un idiota.—No serías la primera —admití.—Tu compasión por mi padre me repugna.—Bueno —dije—. Tal vez no deberías ser tan dura conmigo, Natalia. Yo sé lo

que se siente.—¿Lo que se siente cuándo?

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—Cuando se pierde a un padre.Me miró durante un largo rato. Fue tan largo que comencé a sentirme bastante

incómodo, más incómodo de lo habitual.—Y además existe la posibilidad de que no se muera —continué—. Mi madre ni

siquiera tuvo esa opción.

36

Después de esa noche las cosas cambiaron entre Natalia y yo. No digo que hubieran mejorado mucho, pero era como si hubiésemos alcanzado algún tipo de

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acuerdo. Todavía la pillaba algunas veces mirándome fijamente, y en una o dos ocasiones, creo que Mike también se dio cuenta. Una vez, cenando, levanté la vista de mi plato y la vi observándome, y luego me volví hacia Mike y él estaba viendo cómo ella me miraba y sonreía.

Una mañana, al terminar de ducharme, pasé frente a la puerta de Bennacio y escuché la voz de Natalia, seguida del silencioso murmullo de Bennacio. Sonaba como si estuvieran teniendo una discusión acalorada; me imaginé que era sobre la asistencia de Natalia a la cita con Mogart. Me fui a mi habitación y cerré la puerta. Después de un rato, escuché una puerta batirse y el ligero rastro de Natalia recorriendo el pasillo.

Fui a la habitación de Bennacio y llamé a la puerta con delicadeza. No hubo respuesta. Intenté girar el picaporte. Estaba abierto.

Entré. La luz estaba apagada pero había un resplandor en la habitación proveniente de dos velas que yacían sobre la mesilla que estaba contra la pared del fondo. Entre las dos velas había una pequeña pintura en un marco dorado, donde se veía un hombre en túnica blanca, casi flotando sobre un fondo negro, con grandes alas esponjosas a cada lado, empuñando una espada con la mano derecha.

Bennacio estaba arrodillado frente a la imagen. No levantó la cabeza ni se movió cuando entré. Sentí vergüenza, casi como si me lo hubiera encontrado desnudo. Aunque lo que más me chocó fue lo terriblemente pequeño que se veía, arrodillado allí, solo enfrente de esa imagen.

—Dime, Kropp —me dijo sin moverse de donde estaba.—Debes llevarla contigo —dije.Él no se movió.—Llévala contigo, Bennacio —le dije.—No sabes lo que me estás pidiendo —dijo finalmente.—Quizás no —dije—. Hay muchas cosas que no entiendo. La mayoría de las

cosas tal vez no las entienda nunca. Pero de ésta estoy bastante seguro, Bennacio.Sus hombros se desplomaron, su cabeza cayó contra su pecho, y cuando se

puso de pie, lo vi por primera vez como a un hombre mayor, incluso lo suficientemente viejo como para ser mi abuelo. Se volvió y me clavó los ojos, y me di cuenta de lo mucho que ella se parecía a él.

—¿De qué estás tan seguro, Kropp?—Escucha, Bennacio, cuando mi mamá se enfermó siempre discutía conmigo

porque iba a verla a menudo al hospital. Estaba muy preocupada por que yo perdiera clases, horas de sueño o comidas, pero ella se estaba muriendo. No tenía esperanzas. Pero no me importó. De todos modos, fui a verla todos los días, durante más de un mes, y me sentaba allí durante horas, incluso cuando ella no sabía que yo estaba sentado allí. —En ese momento me volvieron todos los recuerdos de mi mamá encogida hasta el tamaño de un pigmeo, en aquella cama de hospital, calva por la quimio, con grandes ojeras negras alrededor de los ojos. Sus dientes se veían inmensos en comparación con sus mejillas huecas y sus finos labios. Y la forma en la que sollozaba, Por favor, por favor, Alfred, haz que se vaya, haz que se vaya el dolor—. Quizás mi presencia allí no ayudaba en absoluto. Quizás no había nada que yo pudiera hacer, pero ¿dónde se suponía que debía estar? Tú dices que no tienes otra opción pero crees que ella sí. Pues puede que ella no tenga más opciones que tú. Si me lo preguntas, es un poco hipócrita decir que tú no tienes otra opción pero ella sí.

No sé si algo de lo que estaba diciendo tenía algún sentido. Pero él me escuchó.

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No dijo nada. Se quedó mirándome fijamente, pero creo que me escuchó.—Vale —dije—. Eso es todo. Eso es todo lo que puedo decir.Salí de la habitación, cerrando la puerta a mis espaldas. De pie, a unos pocos

metros, estaba Natalia.Me sequé las lágrimas de las mejillas y caminé deprisa, dejándola atrás. Sin

saber por qué, al pasar a su lado, murmuré:—Los accidentes no existen.

37

Me fui a mi habitación y después de un rato —no sé cuanto tiempo, tal vez un

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par de horas— llamaron a la puerta y Bennacio entró, vistiendo todavía aquella túnica marrón. Llevaba en las manos una gran caja. Se sentó a mi lado, colocando la caja sobre la cama a nuestras espaldas.

—Kropp —dijo él.—Bennacio —dije.—No puedo llevarla conmigo.—Pues —dije— deberías.—Quizás, algún día, tendrás un hijo y lo entenderás.-—Lo que tú digas —dije.—No seas demasiado duro conmigo.—Vale —dije, como si lo que yo pensara sobre Lord Bennacio, el Ultimo

Caballero de la Orden de la Espada Sagrada, realmente importara. A Bennacio se le notaba una tremenda tristeza estando allí, sentado junto a mí, como si un manto invisible de dolor estuviera envuelto alrededor de sus hombros.

—Esa imagen en tu habitación —dije—. ¿Es San Miguel?—El Arcángel Miguel, sí.—Sabes, estaba pensando en ello. El Sr. Samson habló sobre el Amo de la

Espada, al igual que la Dama de mi sueño. ¿Miguel es el Amo de la Espada que estáis esperando, no es así?

Negó lentamente con su cabeza y sonrió. No sé qué quiso decir con eso. ¿Estaba en lo cierto o me equivocaba?

—Cuando era un chico de trece años —dijo Bennacio— mi padre se reunió a solas conmigo y me dijo que éramos de la casa de Bedivere. Por supuesto, yo había escuchado la historia de la Espada, pero, al igual que tú, siempre pensaba que era tan sólo una leyenda. Mi padre me llevó a ver al jefe de la Orden, el padre de Samson, quien se acababa de mudar a los Estados Unidos. Vi la Espada y creí. En su lecho de muerte, mi padre me contó el fracaso de Bedivere.

Bennacio suspiró.—Bedivere debía tirar la Espada en el lago, ésas fueron las órdenes directas de

Arturo, pero en cambio, él decidió quedársela, y se creó nuestra Orden. De todos los caballeros, él era quien más amaba al Rey, y de este amor nació la creencia de que un día otro Amo vendría a buscar la Espada.

El volvió a suspirar, esta vez con un suspiro más largo y triste.—Descender de la casa de Bedivere es una carga particular, Alfred. Siempre ha

habido caballeros de nuestra Orden que vieron lo que él hizo como una traición a la confianza de su Rey, aunque surgió del gran amor que sentía por él. Muchos creían que la Espada debía ser devuelta a las aguas de las que había salido, para así eliminar cualquier posibilidad de que la Espada fuera usada para el mal. Por mi honor, como el último caballero y el último hijo de Bedivere, si alguna vez recupero la Espada, eso es lo que debo hacer. Yo expiaré su pecado, aunque su pecado fue muy peculiar, producto del amor.

Cogió la caja, la puso en su regazo y abrió la tapa. En su interior, acostada sobre una tela de terciopelo morado, había una espada, delgada y de hoja negra. Parecía el mismo tipo de espada que él y los otros caballeros utilizaron la noche que robé Excalibur. La empuñó hacia arriba.

—Esta es la espada de mi padre. La OPIFE la recuperó cuando asaltaron la torre de Mogart. El día en que mi padre murió, juré sobre esta espada el antiguo juramento

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de nuestra Orden.Se volvió hacia mí.—Quizás sea mi destino caer ante Mogart cuando llegue la hora. Si es así, ¿no

harías tú el mismo juramento y empuñarías esta espada?—Jo, Bennacio —dije. Estaba impactado—. Es un gran honor y realmente te

agradezco que me lo pidas, pero creo que te has equivocado de tío. Tal vez deberías pedírselo a Mike, o a Paul, o a alguno de esos tíos... incluso esa mujer, Abby, sería una mejor elección. Creo que ella puede ser la más fuerte de todos. Cualquiera se da cuenta de que Mike le tiene como miedo.

—¿Esa gente, Kropp? Son arrogantes y soberbios. Son unos tontos.—Bueno, algunas personas podrían decir que yo no soy la manzana más

madura del árbol, Bennacio. Uno debe conocer sus limitaciones y lo que me estás pidiendo está bastante fuera de mi alcance. Básicamente, soy un perdedor.

Me miró fijamente, con una expresión severa.—¿Qué quieres decir? —preguntó él.—Bueno, para empezar, yo perdí la Espada. Pero además de eso, no soy bueno

en nada. ¿Sabes eso de que la mayoría de las personas tienen talentos? Algunas personas son buenas en los deportes, y otras destacan en la escuela, ciencias y matemáticas y cosas así. Pues yo no soy muy bueno en nada. Jugué al fútbol americano, pero no era muy bueno y mis calificaciones son bastante mediocres. Sabes, tan sólo soy... del montón.

—Del montón —dijo él.—Sí. Como cualquier otro Kropp, mmm... del montón. Aunque últimamente la he

estado cagando más de lo habitual. La idea de que yo empuñe tu espada y sea una especie de héroe, pues... es un poco ridicula.

Bennacio colocó su mano sobre mi hombro.—Pero caemos sólo para poder levantarnos, Alfred. Todos caemos; todos

nosotros, como tú dices, la cagamos. Fallar no es importante. Lo importante es cómo nos levantamos después de la caída.

Me dio unas palmaditas en el hombro.—Y lo de ser un héroe... ¿Quién puede decir cuánto valor habita en el alma a

menos que se ponga a prueba? En cada corazón vive un héroe, Alfred, esperando al dragón para salir.

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Bennacio cogió mi mano y la colocó en la parte lisa de la espada.—Voy a fallarte —dije. Yo estaba a punto de llorar. Pensé que tal vez debería

llorar. Eso le haría cambiar de opinión con respecto a lo del héroe que habitaba mi corazón.

—Tal vez. Nuestra voluntad se tambalea a menudo. Mi mente me dice que eres un joven débil, tímido e inseguro, pero mi corazón me dice algo completamente distinto. A pesar de todas tus culpas, Alfred, no tienes astucia ni pretensiones. La Espada nunca debe ser ganada o vencida por el mal, a través de artimañas y engaños, como creen los que están abajo. ¿No pronunciarás ahora el juramento, ahora que todavía hay esperanza?

Aparté la vista. Bennacio tenía una expresión tan desesperada que no podía verle a la cara. Las cosas no podían estar peor cuando un caballero como Bennacio tenía que recurrir a Alfred Kropp para que lo ayudase.

—Alfred —dijo suavemente—. Hay algo más. Algo que tú no sabes que podría ayudarte a tomar una decisión.

Me di la vuelta. —¿Qué?—Me preguntaste si yo había completado el entrenamiento de Windimar. En

efecto, fui yo quien lo completó, lo cual es frecuente, como he dicho. También Samson completó el entrenamiento de cierto caballero, cuando dicho caballero se unió a la Orden tras su primer encuentro en Francia. Puedes adivinar quién era ese maldito caballero.

Esperó pacientemente a que mi mente Kropp pillara lo que él estaba diciendo.—¿Mogart?—Sí, Mogart era el escudero de Samson, y más aún, Samson lo nombró su

heredero.Mi mente Kropp no pudo pillar esto último.—¿Entonces por qué Mogart le dio la espalda?Sus ojos oscuros brillaron bajo sus cejas pobladas, del mismo modo en que lo

habían hecho, hacía casi una vida, en los pasillos de las Torres Samson.—¿No te has preguntado, Alfred, en más de una ocasión, por qué tu nombre era

la contraseña para abrir la cámara secreta debajo del escritorio de Samson? ¿No te has preguntado por qué, en el momento más desesperado, Samson me ordenó regresar a los Estados Unidos para encontrarte? ¿Nunca te has preguntado por qué Samson contrató a Farrell Kropp, un mecánico de escasas habilidades, para que fuera el vigilante nocturno de las Torres Samson? Hace dos años, Bernard Samson descubrió que tenía otro heredero, un heredero auténtico, y quiso asegurarse de que su hijo estuviera atendido hasta que se hiciera mayor y pudiera ser conducido hacia su legítima herencia como un Caballero de la Orden.

—¿Tío Farrell era el hijo de Bernard Samson? ¿No me haría eso su... —Intenté deducirlo— sobrino nieto o algo así?

—Alfred, Bernard Samson era tu padre.Lo miré fijamente durante un largo rato.—No entiendo, Bennacio.—Hace dieciséis años, el hombre que tú conoces como Bernard Samson se

enamoró de una mujer que conoció en un viaje de negocios. Un viaje de negocios a Salina, Ohio, Alfred. El nombre de esa mujer era Annabelle Kropp.

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Yo estaba negando lentamente con la cabeza. A pesar de que era más grande que la media, no era lo suficientemente grande para procesar lo que él me estaba diciendo.

—Samson no quiso expulsar a Mogart de la Orden. En muchos sentidos, Mogart era el mejor de nosotros: intrépido, inteligente, sin igual con la espada y la lanza. Pero Mogart quería algo más que ser un caballero como el resto de nosotros. Deseaba ocupar el lugar de Samson y, ahora, con la llegada de un auténtico heredero, no lo tendría.

—Fenomenal, oye. Me parece fenomenal, Bennacio. ¿Ahora eso también es culpa mía?

—No es culpa de nadie, Alfred. Es simplemente un hecho. Tú eres el último en la línea de Lancelot, el mejor caballero que haya vivido jamás.

No sabía qué decir. De todas las cosas que me habían ocurrido desde que mi madre murió, ésta era probablemente la más extraña... y la peor.

—Estás inventando esto tan sólo para lograr que yo haga ese estúpido voto o juramento o lo que sea. Yo no soy su... él no es mi padre...

No pude continuar y Bennacio no me forzó. Permaneció sentado muy quieto mientras lloré.

—¿Por qué dejó a mi madre? —logré preguntar finalmente.—Para no ponerla en peligro, ni a ella... ni a ti.—¿No salió demasiado bien, no?—No todas las buenas intenciones salen bien.—Aún no lo creo.—Al igual que con los ángeles, Alfred, eso no tiene la menor importancia.Bajé la vista y vi la espada sobre mi regazo.—¿Por qué no me lo habías dicho, Bennacio? ¿Por qué has esperado hasta

ahora para decírmelo?—Esperaba no tener que hacerlo.Bennacio susurró:—Pronuncia ahora las palabras, Alfred Kropp. Repite, hijo de mi capitán,

heredero de Lancelot: «Yo, Alfred Kropp, juro en nombre del Arcángel Miguel, mi guardián y protector, que sacrificaré mi vida en defensa de la Espada de la Rectitud y que con mi vida o mi muerte la defenderé contra los Agentes de la Oscuridad».

Repetí las palabras y, en el silencio que se hizo a continuación, esperé que algún valor heroico me hinchara el pecho. No sentí nada salvo mi estómago ligeramente revuelto.

Bennacio sonrió, me dio de nuevo unas palmaditas en el hombro y volvió a colocar la espada en su caja.

Entonces el móvil de Mike sonó desde el piso de abajo. Supe que era el de Mike porque la melodía era Take Me Out to the Ballgame.

—Ah —dijo él—. Al fin. La llamada. Quizás sea una buena señal.—¿Ahora soy un caballero?—Sólo queda un caballero y le ha llegado la hora de ajustar sus cuentas.

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Mike llamó a la puerta ruidosamente y asomó la cabeza. Estaba comiendo chicle y sonriendo.

—Buenas noticias, vaqueros. Tenemos que irnos. ¡Nos preparamos y nos largamos!

Dio unas palmadas y caminó haciendo ruido por el pasillo, con aquellas botas de senderismo que calzaba. Bennacio colocó su espada de vuelta en la caja y cerró la tapa.

—Quieres que coja tu espada —le dije—. Pero ni siquiera sé cómo se usa una espada.

—No hay tiempo para enseñarte, Kropp. Sin embargo, sospecho que el día no se perderá o ganará gracias a tu destreza en el manejo de la espada.

Bajamos las escaleras. Jeff había sacado bocadillos. Dijo que Mike había dado órdenes de comer antes de partir.

—¿Adonde vamos? —le pregunté a Mike.—Eso es confidencial.Bennacio y yo cogimos nuestros bocadillos, fuimos al salón y comimos cerca del

fuego. Abby estaba de pie y sola, hablando pausadamente por un móvil y viendo su reloj. Cabiri y Natalia también estaban allí, pero ninguno de ellos comió nada. Cabiri también estaba muy callado, sin su jovial personalidad de costumbre, y Natalia parecía como si estuviera a punto de llorar.

Todo el mundo se reunió frente a la puerta principal.—Vale, ésta es la jugada —anunció Mike—. Jeff, Paul, Bennacio y moi acudimos

al lugar de la cita. Los demás os quedáis aquí hasta que volvamos. —Le dedicó una sonrisa a Abby de falsa preocupación.

—Yo voy con Bennacio —dijo Cabiri.—Pues no, colega —dijo Mike animado. Estaba de mejor humor ahora que el

juego había comenzado—. Tú no tienes permiso.—No necesito tu permiso —dijo Cabiri—. Ya te encontré una vez...—Trata de abandonar este cháteau y haré que te disparen en la nuca —dijo Mike

con una sonrisa—. Ya he dado la orden.Cabiri volvió su cabeza e hizo el ademán de escupir.—Cabiri —dijo Bennacio. Su voz y sus ojos parecían estar perdidos en la lejanía,

como si ya estuviera en el lugar de la cita, con la Espada de Reyes a su alcance—. Quédate.

—Jo, me partís el corazón —dijo Mike—. La despedida, ese dulce sabor de la pena y todo eso, pero tenemos un horario apretado y deberíamos ir saliendo.

Abrió la puerta y llamó con un gesto a Bennacio. Yo me adelanté con él.—Tú te quedas aquí, Al —dijo Mike.—Kropp viene —dijo Bennacio—. Es mi segundo.—¿Tu segundo que? —preguntó Mike.—Él tomará mi espada si yo caigo.—Sin ánimo de ofender, Benny —dijo Mike—. Pero si fuera yo, me llevaría al

amigo Cabiri.—Pero yo no tengo permiso —dijo Cabiri sarcásticamente.—Escucha, Ben —dijo Mike, en el tono que generalmente se emplea con los

niños—. El chico no puede venir.

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—¡Michael! —dijo Abby—. No tenemos tiempo para esto. Deja que se lleve al chico.

La boca de Mike se movió un poco, pero no emitió ningún sonido. Se le encendió el rostro.

—La sede principal se va a enterar de todo esto en mi informe —dijo él.—La sede principal se va enterar de muchas cosas —replicó Abby.Luego le hizo un gesto a Jeff, quien volvió a encapucharme con aquel saco

negro.Mientras atravesamos la puerta escuché a Bennacio decir:—No, yo lo guiaré. —Sentí una mano abandonar mi hombro y otra tomar su

lugar.Bennacio me ayudó a colocarme en el asiento trasero del coche y cerró la

puerta. Después de un segundo se abrió de nuevo. Escuché a Cabiri decir:—No, no, no, Natalia...Y olí melocotones.—Adiós, Kropp —susurró su voz—. Protege a mi padre.La capucha se levantó a la altura de mi mejilla derecha, y sentí algo tibio y

húmedo presionarse contra mi mentón. Desde el asiento delantero, Mike dejó escapar un silbido y dio un grito muy fuerte.

—Love is in the airl —cantó.Mi puerta se cerró de golpe y las piedras crujieron bajo las ruedas mientras

comenzamos a bajar la montaña.El tiempo transcurre de forma diferente cuando estás encapuchado, pero me

pareció que habíamos conducido al menos una hora antes de detenernos. Escuché el sonido de un motor de avión calentándose. Me quitaron la capucha, mis ojos parpadearon por la luz enceguecedora y sentí que me hundía cuando vi el avión casi a treinta metros de distancia. Mike se volvió hacia mí.

—No es demasiado tarde, Alfred. Podemos tener otro avión aquí en diez minutos.

Miré a Bennacio, quien se había acercado y estaba de pie junto a mí.—Está bien —dije—. Voy.Subimos las escaleras y tomamos asiento. Preferí el pasillo porque no quería

asomarme por la ventana. Mike se puso unos auriculares grandes. Dijo algo por el micrófono y el avión empezó a moverse hacia la pista.

—¡Bueno, allá vamos! —dijo Mike. Sus mejillas se sonrojaron—. ¡Esto me recuerda aquella vez que el Departamento de Defensa de los Estados Unidos nos llamó para que les ayudáramos con su pequeño problema de contención en el Área 51! ¡Uff, qué desastre! Pero no se hable más, ¡eso es confidencial! —Ahora estaba gritando mientras el avión comenzaba a acelerar, clavándome en mí asiento a la vez que buscaba el cinturón de seguridad: me había olvidado de ponérmelo—. ¡O la vez que estuvimos perdidos durante seis días en el Triángulo de las Bermudas! ¡Ésas sí que son vibraciones auténticas! ¡En esa operación vi cosas que te dejarían el pelo blanco! —Se rió en la cara de Bennacio—. Pero el tuyo ya es blanco así que ¡qué demonios!

Bennacio no dijo nada, pero tenía un gesto de desagrado en su rostro. Estaba bastante seguro de que iba a matar a Mike antes de que todo esto terminara. Me pregunté si Mike lo sabía y si tenía planes semejantes para Bennacio. Casi sentí pena por Mike; él no sabía con quién se estaba metiendo.

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Mike explicó que tomaríamos de inmediato rumbo al lugar de la cita, donde cambiaríamos el dinero del rescate por la Espada.

No nos dijo exactamente dónde era la cita, pero sí dijo que nos encontraríamos con unos agentes de la OPIFE o «La Compañía». Los agentes de la OPIFE nunca llamaban OPIFE a la OPIFE. Tal vez quería decir Oficiales para la Investigación de los Perpetradores de Falacias Endemoniadas.

—Deja que nosotros hablemos —dijo Mike—. Lo único que tienes que hacer, Benny, es relajarte y esperar. Yo te avisaré para que entres y confirmes que tenemos a la niña bonita.

—¿Y luego? —preguntó Bennacio en voz baja.—Y luego es todo tuyo. Diviértete con tu venganza.—¿Y la Espada?—Vayamos paso a paso, Benny. Primero vamos a recuperarla, ¿vale? Luego tú

y mis superiores os ponéis de acuerdo.Bennacio asintió con la cabeza, pero yo sabía que no estaba satisfecho. Sentí un

nudo en el estómago y busqué la bolsa para el mareo.Después de aterrizar, esperé a que me pusieran la capucha, pero Mike se quedó

de pie en la puerta del avión y me sonrió, golpeó su pistola, y señaló la puerta con un gesto de su cabeza. El sol se había puesto y una neblina fría y densa dominaba el espacio. Me pregunté qué día era; había perdido la noción del tiempo.

Mike nos condujo hasta un par de Bentleys aparcados en la pista de aterrizaje. Bennacio tuvo que buscarle un sitio a su espada para poder sentarse. Inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Al cabo de unos minutos, sus labios comenzaron a moverse como si estuvieran rezando. Probablemente estaba rezando.

Salimos de la carretera principal hacia un camino estrecho que conducía a un bosque. Los focos delanteros apenas atravesaban la neblina y me preocupó la idea de estrellarnos contra un árbol antes de llegar. Nuestro delgado chófer estaba conduciendo demasiado deprisa para la niebla que había, pero había oído que los europeos siempre conducen demasiado deprisa.

Unos quince minutos después, los árboles abrieron paso y condujimos a través de una carretera comarcal. A lo lejos veía los focos brillando en siluetas negras que apuntaban como dedos gordos al cielo nocturno. Había visto antes este sitio, pero hasta que el coche comenzó a reducir velocidad no me di cuenta de que Mogart había escogido Stonehenge como el lugar donde se decidiría el destino del mundo.

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Aparcamos a casi cien metros de distancia del círculo de piedras iluminado. Alrededor del círculo habían colocado unos focos inmensos, y la neblina separaba cada

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uno de los rayos de luz que brillaban apuntando hacia el centro. Hacía tanto frío que veía mi respiración. Hombres vestidos de traje oscuro nos esperaban justo afuera del anillo exterior. Uno de ellos se acercó y, dirigiéndose a Mike, le dijo con acento inglés:

—Todavía no hay rastro de nuestra presa, Mike. Hemos establecido el perímetro; no puede acercarse a más de diez kilómetros sin que lo veamos.

Mike asintió y le dio unas palmadas en la espalda al británico, pero Bennacio dijo con calma:

—No, él ya está aquí.—Me temo que eso es bastante impo... —comenzó a decir el agente británico, y

luego se detuvo, porque justo entonces un grupo de hombres en túnicas apareció por detrás de una de las grandes piedras que bordeaban el centro. Seis de ellos vestían túnicas negras, y había un hombre alto en el medio, con una túnica blanca con la capucha echada hacia atrás: Mogart.

Entramos al círculo por el lado contrario. Los chicos de la OPIFE se colocaron delante de mí y Bennacio. Eran siete en total, sin contarnos a nosotros dos. Un combate equilibrado, salvo por el hecho de que Mogart tenía la Espada que ningún ejército o combinación de ejércitos podía vencer. Mike dio un paso hacia Mogart y alzó la mano.

—¡Es usted muy puntual, Monsieur Mogart! ¡Estas cosas me impresionan hasta las lágrimas!

—Y usted llega tarde, Sr. Arnold —contestó Mogart—. Veo que ha traído usted algunos invitados imprevistos. Qué placer volver a verle, mi hermano caballero.

Hizo un ademán a Bennacio, y luego me miró.—¡Y usted, Sr. Kropp! ¡Qué extraordinario tenerlo por aquí! ¡Por favor, acepte mi

agradecimiento por entregarme la Espada!—Vete al infierno —murmuré por debajo de mi respiración. Bennacio me tocó el

brazo, como diciendo: Tranquilo.—Bueno —dijo Mike—. Ahora que hemos terminado con las gentilezas, ¿cree

usted que podríamos hablar de negocios?—Ustedes los estadounidenses —se rió Mogart—. Siempre tan abruptos.Mike se acercó a Paul, quien buscó en su abrigo y sacó un largo sobre blanco.

Mike lo lanzó hacia Mogart. Aterrizó a casi un metro de distancia y uno de los hombres de Mogart lo cogió del suelo y se lo entregó a Mogart.

—Ahí tiene la ubicación y el número de cuenta —dijo Mike—. Entregúenos la pieza y le daremos el código de acceso.

Mogart echó un vistazo al interior del sobre y una sutil sonrisa se dibujó en las comisuras de su boca. Le pasó el sobre a uno que estaba a su derecha y le asintió a uno que estaba a su izquierda. Este último entró al círculo, sosteniendo algo largo y estrecho, envuelto en una tela dorada que brillaba bajo la luz de los focos. Lo dejó en el suelo, en el centro del anillo, y retrocedió para reunirse con Mogart.

—Vale, Benny —susurró Mike—. Tu turno.Bennacio caminó lentamente dejando atrás a Mike. Comencé a seguirlo y me

susurró:—No, Alfred. Sólo si te llamo.Caminó solo hacia el centro del círculo de piedras y se arrodilló junto al fardo que

estaba en el suelo, cuya tela brillaba y chispeaba a medida que él la desdoblaba. Hizo un ademán con su mano derecha. No era fácil ver desde donde yo estaba, pero pareció

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algo así como la Señal de la Santa Cruz.No vi todo lo que ocurrió después, porque muchas cosas pasaron al mismo

tiempo, aunque parecían ocurrir en cámara lenta, como en un accidente de coche. De pronto, personas en túnicas negras estaban volando por todas partes, revoloteando sobre Bennacio, con espadas alzadas por encima de sus cabezas. Paul gritó algo a mi lado; me volví y vi un remolino de túnicas negras y el destello de una hoja negra y larga, justo antes de que se hundiera en la espalda de Paul. Al otro lado, escuché los disparos de pequeñas armas de fuego. Una cabeza pasó volando a la altura de mi nariz. Era la de Jeff.

Una persona de túnica negra pasó a mi lado dando vueltas: uno de los agentes británicos lo tenía cogido del cuello con una llave, pero él retrocedió arrastrándose y aplastó al agente contra una de las piedras, liberándose de la llave, justo antes de volverse para enterrarle la espada.

Fue entonces cuando alguien me empujó hacia el suelo, susurrando en mi oído:—¡Al suelo! —Una pistola se disparó justo al lado de mi oreja y la explosión hizo

que me doliera la cabeza. Un cuerpo cayó sobre mí. Me lo quité de encima y vi el agujero de la bala atravesándole el centro de la frente.

Miré hacia mi derecha y vi a Mike, con una pistola en la mano, tumbado boca abajo y mirando fijamente hacia el centro del círculo. Tenía la mano izquierda sobre la parte baja de mi espalda, supongo que para recordarme que permaneciera tumbado.

Miré alrededor y no vi a nadie que quedara en pie salvo Mogart y Bennacio. A los pies de Bennacio estaban tumbados cuatro o cinco de los ADOs de túnicas negras, la mayoría sin cabeza, algunos con las piernas todavía sacudiéndose. Vi una delgada línea de sangre goteando en un lado de la cara de Bennacio, donde uno de los ADOs debió de golpearlo cuando se arrodilló junto a la Espada.

Busqué la Espada en la mano de Bennacio, pero no estaba allí. Mogart la estaba empuñando.

Ninguno de los dos se movió ni habló durante un largo rato. Tan sólo se miraban el uno al otro, de pie, a dos metros de distancia, respirando grandes bocanadas de aire y exhalando pequeños chorros de vapor.

Finalmente, Bennacio dijo:—Entrega la Espada, Mogart. —Sonó muy tranquilo—. Entrégala ahora y tendré

piedad de ti.—Oh sí, cuánto anhelo que tú te apiades de mí —dijo Mogart burlándose—.

¡Lord Bennacio! ¡Gentil Bennacio! ¡El más amable y valiente de los cabañeros! ¡El Ultimo Caballero! —La expresión de burla desapareció y una sombra se apoderó de su rostro—. Yo soy el Ultimo Caballero, Bennacio. ¡Yo soy el heredero de Lancelot, el Amo de la Espada!

Me volví hacia Mike y le susurré al oído:—Dispárale.Mike negó con la cabeza. Pude haberle quitado la pistola y disparar, pero nunca

en mi vida había disparado una pistola. A decir verdad, le tenía miedo a las armas. Mike estaba comiendo chicle lentamente y masticaba con tanta fuerza que su mandíbula chasqueaba con cada mordisco.

Bennacio sacó su espada negra de los pliegues de la túnica marrón y la sostuvo a un lado, con naturalidad, como un hombre sujetando un paraguas.

—Usted siempre tuvo mal gusto para los amigos —dijo Mogart—. Cobardes y

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tontos. ¡Pero qué admirable elección es su escudero, Lord Bennacio! Un simplón gordo y torpe que, a duras penas, tiene los recursos intelectuales necesarios para atarse los zapatos. Se ha superado, Bennacio.

—La Espada no pertenece a ninguno de nosotros, Mogart. —Bennacio tenía el mismo tono que había usado algunas veces conmigo, como un padre paciente hablándole a un chico testarudo—. En el fondo de tu corazón, salvo que esté totalmente corrupto, bien lo sabes. Puedes traicionar tu voto sagrado pero no puedes cambiar la verdad. Deja de reclamar algo que no está destinado a ti. Abandona esta locura y puede que sigas con vida.

—Sabias palabras viniendo del hombre cuyo único propósito es matarme.—No deseo herir a ningún hombre, Mogart. Te lo pediré una vez más, sólo una

vez más. Renuncia a la Espada y puede que sigas con vida. Responde ahora sí o no.Bennacio alzó su espada sosteniéndola con ambas manos, la empuñadura a la

altura del pecho, la hoja justo enfrente de su cara, a cinco centímetros de su nariz aguileña. Mogart sonrió, y alzó Excalibur, sujetándola con ambas manos como Bennacio, de tal modo que uno parecía el reflejo del otro: Bennacio con su túnica marrón y su espada negra, Mogart con su túnica blanca y la Espada de los Reyes, más larga y más ancha.

—Esta es mi respuesta —dijo Mogart con delicadeza, y arremetió contra Bennacio.

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La hoja de la espada de Bennacio era un contorno negro y borroso, con la superficie brillante chispeando por momentos a la luz de los focos. A medida que giraba, se volvía y caminaba de lado alrededor del círculo, su túnica marrón ondeaba y chasqueaba. Bennacio era más alto y más rápido que Mogart. Lucharon sujetando sus espadas con ambas manos, y cada vez que Excalibur golpeaba la espada de Bennacio, veía chispas y salpicaduras negras salir disparadas contra el telón de fondo color carbón que formaban las grandes piedras.

Las hojas de las espadas zumbaban y silbaban al atravesar el aire frío, y no sabía si había sido el timbre que habían dejado los disparos en mis oídos, pero oía un sonido tenue, como el de un coro cantando, y recordé que Bennacio me había hablado sobre el lamento de los ángeles en su último encuentro con Mogart.

Recordé lo que había sentido cuando usé la Espada, cómo parecía ser una parte de mí o, mejor, yo una parte de ella. Recordé a Bennacio diciéndome que no podía ser vencida ni destruida, y entonces me di cuenta de lo que Bennacio siempre había sabido: era imposible ganar a la Espada. Bennacio no tenía una oración y eso hizo que me doliera el pecho, porque Bennacio no tenía una oración... y rezó de todos modos. No podía ganar, pero peleó de todos modos.

Mogart se estaba impacientando. Debió de pensar que Bennacio ya tendría que estar muerto para entonces. Sus golpes eran más rápidos y las esquivadas de Bennacio un poco más lentas, hasta que Mogart movió la Espada hasta arriba y la bajó haciendo un arco tajante directo a la cabeza de Bennacio. Este levantó su espada para bloquear el golpe que venía hacia abajo y, al chocar con Excalibur, la espada de Bennacio salió volando de sus manos y se perdió en las sombras. La fuerza del golpe lo hizo caer de rodillas.

Luego hizo una cosa extraña, una cosa horrible, la cosa más extraña y horrible que haya visto hacer a nadie: Bennacio levantó su cabeza, y elevó sus brazos extendidos a cada lado, muy lentamente, con las palmas de las manos hacia arriba. ¡Se estaba ofreciendo!

Mogart dudó, con la punta de la Espada suspendida a pocos centímetros del jadeante pecho de Bennacio.

—No —susurré.Entonces Mogart blandió la Espada contra el pecho del Ultimo Caballero y

Bennacio cayó en silencio, con los ojos aún abiertos.

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Alguien estaba gritando lo suficientemente alto como para solapar el chirrido o el timbre o lo que fuera que sonaba dentro de mi cabeza y me tomó un segundo darme cuenta de que la persona que gritaba era yo.

Lo siguiente que supe es que yo estaba corriendo a través del círculo de piedras, directo hacia Mogart, mientras Mike gritaba detrás de mí:

—¡Kropp! ¡Kropp! ¡Kropp!Cuando estaba a unos seis metros de distancia, Mogart sacó la Espada del

pecho de Bennacio, y el Ultimo Caballero cayó de costado, con los ojos abiertos de par en par, mirándome fijamente mientras yo corría.

A tres metros, Mogart comenzó a volverse hacia mí.A dos metros, estaba alzando la punta de la Espada, con la hoja todavía

reluciendo con la sangre de Bennacio.A medio metro, de hecho, empezó a sonreír.No le dejé terminar esa sonrisa. Le aplasté la cara con mi antebrazo y retrocedió

tambaleándose. Mi arremetida me llevó a darme de bruces contra él y caímos sobre la hierba. Yo aterricé encima, dejándolo sin aire. Comenzó a subir la Espada, pero le di un fuerte manotazo en la muñeca. Cuando se estrelló contra el suelo, le arranqué la Espada de la mano y me puse de pie.

Retrocedí, retomando el aliento; mi respiración dibujaba remolinos de niebla. Mogart se incorporó lentamente tragando aire.

Una voz detrás de mí dijo:—Alfred.Me volví, con la Espada elevándose sin que yo tuviera que pensar en ello. Mike

estaba caminando hacia mí, con una amplia sonrisa, sujetando todavía la pistola en su mano derecha, con la izquierda extendida.

—¡Alucinante, colega! Simplemente alucinante —dijo Mike—. ¿Quieres trabajar para nosotros?

—Es el fútbol —dije con voz entrecortada. Finalmente me sirvió de algo.—Sr. Kropp —dijo Mogart—. Le ruego que lo reconsidere.Retrocedí un par de pasos, para no perderlos de vista. Ahora Mogart estaba

sonriendo.—No le corresponde llevársela —dijo Mogart.—A usted tampoco —dije. Mi voz sonó muy baja y temblorosa.—De hecho, es mía —dijo Mike—. Quiero decir, es propiedad de mi jefe. En todo

caso, la compramos en buena lid. Alfred, le voy a dar a Monsieur Mogart aquí presente el código de acceso de la cuenta bancaria en Suiza para que pueda retirar su dinero y luego tú, yo y la Espada nos largamos de aquí. ¿Cómo lo ves?

—No muy bien, Mike —dije y eché a correr.

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Desde luego estaba oscuro, había niebla y yo me encontraba en un país extraño, pero mientras avanzaba dando tumbos, pensé que intentaría llegar al bosque que habíamos atravesado con el coche. Sentía estremecimientos en la nuca y tenía los pelos de punta, mientras esperaba la bala de Mike. No hubiera dudado en matar a Mogart por la Espada y no creí que él dudara en matarme a mí también.

Para empezar, no soy un corredor veloz y la Espada no me hacía ir más rápido. La hierba alta y húmeda me tiraba de los pies y podría haber estado caminando en círculos en la oscuridad, pero los focos me ayudaron; veía continuamente por encima de mi hombro y los focos se volvían más pequeños a medida que corría. Prestaba atención para escuchar el sonido del ejército de Mogart persiguiéndome pero no se oía nada salvo mis jadeos, mis resoplidos y el zuas-zuas de la hierba que frotaba contra la suela de mis zapatos mientras corría.

Fui dando tumbos hasta el borde de una carretera asfaltada. Si ésta era la misma carretera que nos había traído hasta aquí, sólo tenía que seguirla para llegar hasta los bosques. Seguía sin escuchar ningún sonido de persecución y estaba demasiado cansado para seguir corriendo, así que empecé a caminar. La niebla y el sudor me aplastaban el cabello y tenía que limpiarme la humedad del rostro a cada rato. La camisa se me pegó al pecho y temblaba de frío. Sentía que me estaba pillando un serio resfriado. Por alguna razón, la cicatriz de mi pulgar estaba palpitando como si fuese a romper la tirita. Tal vez porque la Espada estaba cerca de ella.

Seguía caminando sin bosques a la vista, tan sólo colinas inclinadas que desaparecían en la niebla, cuando escuché un coche acercarse por la carretera a mis espaldas.

Corrí hacia un lado de la carretera y me tiré al suelo, aplastándome tanto como puede hacerlo un gordo y torpe simplón. Pero no me aplasté lo suficiente, porque el coche se detuvo y una voz me llamó en voz baja:

—¡Alfred! ¡Alfred Kropp, ven aquí!Levanté la cabeza. Mike estaba sentado detrás del volante, sonriendo,

masticando y haciéndome un gesto de urgencia con la mano.—¡Venga! No tenemos mucho tiempo...Probablemente él estaba en lo cierto y yo no tenía muchas otras opciones. Subí

gateando desde el terraplén hasta el coche y me ubiqué en el asiento trasero. Mike pisó el acelerador y las ruedas traseras del Bentley derraparon, chirriando sobre el asfalto mojado como un animal herido.

—¡Vaya chico! —gritó Mike—. Ha estado cerca, ¿eh? Ha costado muchas bajas, pero de algún modo contábamos con ello, ¿no es cierto? Lo más importante es que tenemos la Espada. Tenemos la Espada y hemos salvado al mundo, no está mal para una noche de trabajo, ¿eh?

Me recosté, con la Espada contra mi pecho, aún respirando profundamente.Mike dijo:—Pensaste bastante rápido allá atrás, Al. ¿Benny y tú lo planeasteis así o fue

todo idea tuya?

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No dije nada. Eso no pareció importarle a Mike. Siguió hablando.—Maldita sea, se me cayó el móvil en la pelea. Bueno, da igual, porque todo el

mundo está alerta. Jeff y yo estamos juntos desde El Cairo... desde ese descabellado asunto del culto a la muerte en el Valle de los Reyes. Pero basta, no se hable más del tema, eso es confidencial. En todo caso, voy a echar de menos a ese hijo de su madre. Y qué lamentable lo de Benny, ¿eh? Tremendo tío. Tremendo tío. Si tuviera mi móvil llamaría para pedir un par de Stealths para partirle los huesos a ese loco medieval y, de paso, llevarme esas piedras de mil años de antigüedad. No es un precio muy alto, ¿no te parece?

—¿Lo mataste? —pregunté.Él se rió.—¿Tú qué crees, Al?—No creo que lo hayas hecho. —Me incorporé y presioné la punta de la Espada

contra el cuello de Mike.El no reaccionó, salvo por sus manos, que se tensaron ligeramente sobre el

volante.—Para el coche, Mike.—Oye, Al. Al, chaval. ¿Qué demonios estás haciendo?—Para el coche, Mike.Redujo la velocidad y aparcó a un lado de la carretera.—Vale, ¿ahora qué? Hablame, Al. ¿A qué viene todo esto?Yo no estaba seguro. Me lo estaba inventando a medida que ocurría.—Dame tu pistola. No, Mike, con tu mano izquierda. Manten la derecha sobre el

volante. Lentamente, Mike. —Cogí la pistola por encima de su hombro izquierdo y la deslicé debajo de mi cinturón.

—Vale —dije—. Ahora coloca tu mano izquierda sobre el volante.—Al, soy uno de los chicos buenos, ¿recuerdas? —Su voz sonaba tranquila pero

mascaba con fuerza el chicle—. Escucha, nadie lamenta lo de Benny tanto como yo. Fue una desgracia, pero tú estabas allí, tú lo viste... ¿Qué querías que hiciera al respecto?

—Le tendiste una trampa.—¡Venga ya, Al!—Lo planeaste desde el comienzo. Mogart no sólo quería el dinero. También

quería a Bennacio.Mike no tuvo nada que añadir al respecto. Me estaba mirando a través del espejo

retrovisor. Supe que estaba en lo cierto cuando se quedó callado.—Y le tendiste una trampa al Sr. Samson y al resto de los caballeros en España.

Le chivaste a Mogart que ellos irían a por él.El negó con la cabeza, dibujando en su rostro una sonrisa.—¿Por qué haría algo así, Alfred?—Porque ambos sabíais lo mismo: mientras los caballeros siguieran con vida,

ellos eran la única esperanza de mantenerla a salvo. Ambos necesitabais quitarlos del medio. Así que les convertisteis en parte del trato.

—Hombre, ésa es una teoría muy interesante, Al.—El Sr. Samson confiaba en que tú harías lo correcto —dije—. En cuanto te

habló de la Espada, tú lo traicionaste.Bennacio sabía que tú nos estabas traicionando esta noche, pero no veía que le

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quedara otra opción. Hizo un juramento, sabes... dio su palabra...—Escucha, Al, no te ofendas, yo sé que tú quieres lo mejor y todo eso, pero este

asunto se te está subiendo a la cabeza. Baja la Espada, colega. Hablaremos de esto en el avión, ¿vale? ¿No quieres irte a casa?

—Ya no tengo casa.—¿De veras? —susurró—. Eso tiene que ser duro. Siento mucho escuchar eso,

Al. Pues podríamos llevarte adonde quisieras. Natalia. Ella todavía está en el cháteau. ¿Quieres verla? Esa tía te pone, ¿no?

No dije nada, pero sentía cómo se encendía mi rostro. Mike Arnold se dio cuenta de que me estaba sonrojando y sonrió.

—Baja del coche —dije, aclarándome la garganta.—Al...Empujé su cuello con la punta de la Espada.—Vale, ya bajo.Abrió la puerta y caminó sobre el asfalto. Yo me bajé y apunté la pistola a su

cabeza.—Túmbate boca abajo y coloca tus brazos detrás de la cabeza.—Estás cometiendo un grave error, Al. Un aguafiestas en toda regla...—Túmbate, Mike. Te dispararé si no lo haces.—¿Tú crees? Lo siento, Al, pero realmente no creo que puedas.Dio un paso hacia mí y la pistola se disparó. Ambos saltamos. Ninguno de los

dos se lo esperaba. Ni siquiera recordaba haber tirado del gatillo.—Vale, vale —dijo Mike pausadamente. Se tumbó.—Las manos detrás de la cabeza —le dije.Entrecruzó los dedos detrás de la cabeza.—¿Adonde crees que irás, Alfred? No puedes salir del país. Además, ¿qué vas a

hacer con la Espada? ¿Dominar el mundo? ¿Donársela al Instituto Smith? No estás usando la cabeza, chaval.

—Adiós, Mike —dije, subí al coche y me fui. Seguí mirando por el espejo retrovisor, pero no vi a Mike levantarse.

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El volante estaba del lado contrario, me costaba mantener el coche en la carretera y las ruedas de la derecha seguían saliéndose del asfalto hasta que recordé que se suponía que yo debía conducir por el lado izquierdo. Eso mejoró un poco el asunto pero todavía se me hacía raro. Sabía que tenía que abandonar el coche lo antes posible: un Bentley era demasiado llamativo para ser un buen coche de huida. Conduje eternamente a través de la campiña inglesa, sin saber siquiera en qué dirección me dirigía. Seguí avanzando hasta que llegué a una carretera que parecía más grande y seguí cogiendo carreteras más grandes hasta que llegué a una autopista o como quiera que se llamen en Inglaterra, y unos kilómetros más allá, pasé un letrero que ponía: «LONDRES 64 KM».

El tráfico comenzó a empeorar a medida que me acercaba a la ciudad. Conduje con ambas manos sobre el volante, con los nudillos blancos, y la Espada descansando en el asiento junto a mí. No paraba de bostezar y lo único que quería era parar o detenerme a un lado de la carretera e ir a dormir, pero seguí conduciendo.

El sol estaba saliendo para el momento en que llegué a las afueras de Londres. Definitivamente no iba a conducir hasta el corazón de la ciudad en un Bentley tan cantoso, así que paré en el primer hotel que vi, en un lugar llamado Slough. Me quité la chaqueta y envolví la Espada con ella pero eso dejaba a la vista la culata de la pistola que sobresalía de mi cintura. Estaba preocupado porque no sabía qué hacer al respecto o si el conserje se preguntaría por qué un chico de quince años se estaba registrando sin equipaje ni padres, y por qué tenía yo una chaqueta con la forma de una larga espada. Pero hay algunas cosas que no se pueden remediar, así que empujé la pistola hasta el fondo de mi ropa interior. El metal frío del cañón presionó contra mi entrepierna.

El hotel se veía viejo, como si hubiera sido otra cosa antes de ser un hotel, tal vez la casa de campo de un noble. El vestíbulo era muy pequeño y parecía viejo comparado con los hoteles estadounidenses en los que yo había estado. El conserje no dijo nada sobre mi chaqueta en forma de espada. Me dio una habitación en la tercera planta, me dijo que tendría que subir las escaleras porque no había ascensor. Me preguntó por cuánto tiempo me quedaría. Le dije que estaba haciendo un recorrido a pie por Inglaterra y que me iría cuando me sintiese cansado de caminar. No preguntó nada más. No sonrió ni una sola vez, y yo pensé que tal vez tenía una fea dentadura. En alguna parte había leído que eso era un problema frecuente en Inglaterra.

En la escalera saqué la pistola de mi ropa interior y me la encajé como pude debajo del brazo. El corredor era estrecho y había manchas de humedad en el zócalo. La pintura y la moqueta parecían tener diez años y olían a moho. Mi habitación estaba al final del pasillo, junto al servicio. Mi cama era estrecha, medía unos dos metros de largo y tembló un poco cuando me senté sobre ella. Tenía miedo de que se fuera a romper. Pensé en llamar a recepción y preguntarles si tenían habitaciones con camas más grandes. Coloqué la pistola en la mesilla de noche y dejé la Espada en la cama junto a mí. Me quité los zapatos, me quité los calcetines mojados y me tumbé.

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¿Qué iba a hacer con la Espada ahora? Mike tenía razón. Ellos cerrarían todas las salidas del país e irían puerta por puerta si fuera necesario. Encontrarían el Bentley aparcado en el aparcamiento del hotel y yo ni siquiera había usado un nombre falso para registrarme.

Esperaba que llamaran a la puerta en cualquier momento, pero probablemente no llamarían. Sencillamente irrumpirían disparando ráfagas con pistolas porque, a fin de cuentas, yo tenía la Espada de Reyes y podía usarla para dominar al mundo.

Bostecé. Necesitaba dormir pero mi instinto me decía que probablemente dormir sería la última cosa en mi lista de cosas por hacer. Me obligué a salir de la cama. En la pared, junto al televisor, había un espejo. Me miré y decidí que probablemente debía tomar una ducha, pero eso significaría abandonar la habitación y no quería llevarme la Espada a la ducha o dejarla en la habitación. Me miré en el espejo y pensé en Mogart llamándome gordo. Yo no era gordo; sólo era grande. Siempre he sido grande y fornido, como uno de esos bloques de Stonehenge, ancho y rectangular, la forma más aburrida que existe después del cuadrado.

Volví a sentarme en la cama e intenté planear mi próxima jugada. No podía quedarme aquí por mucho tiempo... no más que unas pocas horas. Debía ducharme, lavarme los dientes y marcharme, pero no tenía cepillo de dientes. No tenía nada salvo el arma más poderosa de la Tierra. Podía nombrarme a mí mismo el Emperador Kropp, Rey Alfred Primero, Señor de la Tierra, pero en ese momento lo único que quería era un cepillo de dientes.

Si me autoproclamaba Rey, podría convocar a todos los líderes del mundo a Slough y declarar la paz mundial. Podía exigir que todos los tanques, las bombas y las pistolas se fundieran y se convirtieran en equipamiento para parques infantiles. Podría exigir a todos los países ricos que alimentaran a los pobres, que ¿legalizaran la guerra y que, de ahora en adelante, cada centavo que solían gastar en armas debía gastarse en encontrar curas para enfermedades y en fabricar coches que no contaminaran. Podía exigir el fin de todos los males que existen en la Tierra. No más guerras, ni enfermedad, ni hambruna. Podía lograr lo que según Bennacio fue la razón por la que el arcángel le dio la Espada a Arturo: yo podía unir a la humanidad. Podía culminar lo que Arturo había comenzado. Quizás no le devolviera la vida a Bennacio, a Samson y a los caballeros, a tío Farrell o a cualquiera de los que murieron por mi culpa, pero podría remediar lo que había hecho. Incluso puede que hiciera que Natalia ya no me odiara.

Tal vez mi destino era ser el salvador del mundo empuñando la Espada, y ¡vaya si esto no iba a hacer que Amy Pouchard se lamentara de no haberme dado el número de su móvil! Tuve una visión de mí mismo en un enorme trono, con una enorme corona dorada sobre mi enorme cabeza.

El resfriado que había pillado estaba ahora en su mejor momento: me dolía la cabeza, me goteaba la nariz y tenía la frente caliente. Me tumbé en la cama y me dije a mí mismo que en un minuto me levantaría y me daría una ducha fría para bajarme la fiebre y estar preparado para pensar más claramente. Es muy triste cuando llegas al punto de tener que planificar tu claridad de pensamiento.

—Listo. Lo tienes todo claro, Kropp —me dije a mí mismo. Para este momento me encontraba bastante febril—. El Caballero de la Orden Sagrada escondió la Espada durante mil años esperando a que Alfred Kropp apareciera y salvara el mundo. ¡Correcto! De Bedivere en adelante, a ninguno se le ocurrió nunca la idea de que tal vez uno de ellos podía coger la Espada y traer la paz a este podrido mundo. Te estaban

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esperando a ti, Sr. Cabezota abandona institutos, para arreglar las cosas.Toqué el frío metal de la hoja... ¡Después de mil años, qué suave y perfecta

seguía estando! Sólo tocarla me hacía sentir feliz y triste a la vez. En algún momento, caí rendido, y regresé al sueño del jinete oscuro en el terrible campo de batalla, la Espada en la mano del jinete. Cuando estaba a punto de clavar la espada en el suelo y derribar a sus enemigos, levantó la cabeza y vi su cara. Era mi cara. No Kropp el Benigno... sino Kropp el Conquistador, Kropp el Terrible.

Cuando volví a abrir los ojos, la habitación estaba oscura y sonaba el teléfono. Encendí la lámpara de la mesilla y me pregunté cuánto tiempo habría estado dormido. Miré fijamente el teléfono en la mesilla y me pregunté quién estaría llamando. Tal vez era la recepción, para decirme que unos tíos de túnicas negras me estaban esperando abajo en el vestíbulo.

Levanté el auricular.—¿Dígame?—Bonjour, Sr. Kropp.Cogí la pistola de Mike de la mesilla y la coloqué en mi regazo.—Sr. Mogart.—¿Está viendo la televisión?—¿Discúlpeme?—¿Hay un televisor en su habitación? Si es así le sugiero que ponga el canal

uno.—¿Ahora mismo?—Inmediatamente.—Voy a tener que soltar el teléfono.—Ningún problema.Dejé el teléfono y encendí el televisor. El informativo de la BBC acababa de

empezar. A los cinco minutos de haber empezado, emitieron un reportaje sobre la rueda de prensa que había dado el Fiscal General de los Estados Unidos esa tarde. En ella anunciaba una actualización del Listado de los Más Buscados del FBI. Antes de que mostraran la fotografía en la pantalla, supe lo que vería.

Era mi foto del carné de conducir.El Fiscal General estaba diciendo que yo era un fugitivo internacional vinculado a

bandas terroristas y que era responsable de la muerte de dieciséis empleados británicos y estadounidenses, en un intento por destruir uno de los tesoros nacionales más famosos de Inglaterra. Luego anunció que el Departamento de Justicia ofrecía una recompensa de seis millones de dólares por cualquier información que condujera a mi captura y juicio.

El cabezón perdedor finalmente era el primero en algo: yo era el fugitivo más buscado del mundo entero pero lo único que pensaba era en lo difícil que sería ahora organizar mi cumbre de líderes mundiales y declarar la fundación del Reino de Kropptopia.

Apagué el televisor y volví a coger el teléfono.—Aquí estoy —dije.—Enhorabuena, Sr. Kropp. Es toda una celebridad. Tal vez llegue a salir en la

portada de la revista People.—¿Cómo... cómo me ha encontrado, Sr. Mogart?Caminé hacia la ventana mientras hablaba. Corrí la cortina, esperando ver un

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escuadrón SWAT o su homólogo británico asaltando el edificio. Pero lo único que veía era el aparcamiento vacío y algunos bosques. A mi izquierda, las sucias luces amarillas de Londres brillaban en el horizonte.

—Un chico de quince años —y no particularmente listo— solo, en un país extraño, asustado y sin amigos, conduciendo un coche equipado con un sistema de posicionamiento global, ¿de veras cree que es difícil?

—Supongo que no —dije.Me senté de nuevo en la cama.—Sé lo que está buscando, Sr. Mogart. Pero verá usted, si se lo doy significaría

el fin del mundo. Sólo tengo quince años, como usted dijo, y para mí es realmente importante que el mundo siga existiendo durante más tiempo, al menos hasta que tenga cuarenta. Incluso hasta los cincuenta.

—Pero usted no está entendiendo la magnitud de este asunto, Alfred —dijo Mogart. Era la primera vez que me llamaba por mi nombre—. Me importa un comino si usted vive hasta los cincuenta. Sólo quiero una cosa, así que ambos jugamos con desventaja. Usted tiene algo que yo quiero y yo tengo algo que usted quiere.

—¿Qué? —pregunté, puesto que no pensaba que me quedara una sola cosa que me importara. Todos los que me importaban estaban muertos. Pero eso no era cierto y lo gracioso era que, de nosotros dos, Mogart era el único que lo sabía.

—Kropp.Me tomó un segundo procesar que la voz al otro lado del teléfono no era la de

Mogart. Ni siquiera era una voz de hombre.—Kropp —susurró ella de nuevo.—¿Natalia?Escuché un pequeño chirrido, luego silencio, y finalmente la voz de Mogart.—Entienda, Sr. Kropp, que no me importa lo que tengo, de igual modo que a

usted no le importa lo que tiene. Sacrificaría mi vida por lo que usted posee, de igual manera que usted sacrificaría la suya por lo que yo poseo. Tal como yo lo veo, sólo hay una manera de saciar nuestros deseos. ¿Me está siguiendo, Sr. Kropp?

—¿No habría sido más fácil simplemente venir aquí y quitármela? —Mi voz estaba muy temblorosa.

—¿Por qué tendría que ir yo a por ella, Sr. Kropp, si usted va a traérmela?Justo en ese instante escuché que llamaban con fuerza a la puerta. Salté y di un

pequeño grito.Mogart dijo:—Alguien llama a su puerta. Abra.—Tengo una pistola —dije—. La utilizaré.—Hágalo y ella morirá.Siguieron llamando a la puerta.—¿Quién es? —pregunté.—Abra y descúbralo. Yo esperaré.Caminé hacia la puerta y pregunté:—¿Quién es?—Su escolta, Sr. Kropp —dijo la voz desde el otro lado. Quité el cerrojo a la

puerta y retrocedí unos pasos arrastrando los pies y levantando la pistola, de manera que cuando él entró en la habitación yo estaba apuntándole a la nariz.

—Ni se te ocurra acercarte a la cama —le dije.

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Asintió. Era un hombre grande, casi de mi tamaño. Vestía una larga capa gris sobre sus hombros, sujeta con un broche en forma de dragón justo debajo de la nuez. Bajo la capa, iba vestido con un costoso traje hecho a medida. Su larga cabellera estaba engominada y peinada hacia atrás.

—No te muevas de allí —añadí, retrocediendo hacia la cama y apuntándole con la pistola. Asintió de nuevo—. ¡No intentes ningún movimiento brusco! —le dije con firmeza. Asintió por tercera vez. Levanté el auricular con la mano izquierda y lo acerqué a mi oreja.

—Sr. Kropp —dijo Mogart con sutileza—. Creo que hace tiempo le dije que la voluntad de la mayoría de los hombres es débil. Por ello las naciones se desmoronan, y decaen y se pierden grandes empresas, a lo que siguen sufrimientos y humillaciones innecesarios. Creo que también le dije —de hecho, le demostré de la manera más ilustrativa— qué ocurriría si su voluntad se oponía a la mía. Usted acompañará a mi socio y acudirá a nuestra cita o la chica morirá.

En ese momento me flaquearon por completo las rodillas y me senté en la cama. La pistola cayó a mi lado. Había hecho un voto y, si mantenía ese voto, Natalia moriría. En ese momento me sentí tan miserable que casi cojo la Espada para entregársela al escolta, quien seguía de pie junto a la puerta, sonriéndome.

La voz de Mogart perdió toda su jocosidad y se volvió severa.—Escuche atentamente, Kropp. Usted no tiene experiencia en lo que está

intentando hacer. Usted es un niño jugando a un juego de adultos. Tal vez esté disfrutando la fantasía de ser un héroe pero, en realidad, puede considerarse afortunado de que yo lo haya encontrado primero.

—¡No sé de qué me está hablando! —grité al teléfono—. ¡Nunca he querido ser un héroe! ¡Nunca quise nada de esto!

—Están a punto de llegar, Sr. Kropp. ¿Recuerda el reportaje que acaba de ver en televisión? La OPIFE viene a por usted y ellos lo encontrarán. Y cuando lo encuentren, se llevarán la Espada y yo mataré a la chica. Habrá perdido ambas cosas. Ahora su única opción es traérmela.

—Pero si se la llevo, la matará de todos modos.—Hiere mis sentimientos, Sr. Kropp.—La matará porque la última vez que le entregué la Espada, usted mató a tío

Farrell, y no necesitaba matar a tío Farrell.El suspiró.—No. No he debido matar a su tío. He debido matarlo a usted.—También lo hará —dije al teléfono.—¿Entonces su respuesta es no?—Usted ya sabe cuál va a ser mi respuesta.—Sin duda —dijo Mogart.

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Colgué el teléfono. Mi escolta, como Mogart lo había llamado, continuaba de pie junto a la puerta, sonriéndome.

—Venga —dijo él—. El Amo nos está esperando.—Ahora yo tengo la Espada —dije—. ¿Eso no me convierte en el Amo?—¿La ha reclamado? —preguntó él burlándose.Miré la Espada que estaba a mi lado, sobre la cama.—No. Pero creo que ésa es la cuestión. Nadie puede. Pueden pasar mil, incluso

diez mil años, pero realmente nadie puede reclamarla. Eso es precisamente lo que su jefe no termina de entender y la razón por la que los caballeros la mantuvieron escondida todos esos años, incluso la razón por la que murió Arturo. No es una cosa que uno pueda poseer. —No me estaba entendiendo. Le pregunté—: ¿Adonde vamos?

—¿El Amo no se lo dijo? A Dundagel, ahora llamado Tintagel.—Oh. ¿Qué hay en Tintagel?Camelot está en Tintagel, y las cuevas de Merlín.—Claro —dije—. Eso tiene sentido.Luego cogí la pistola y le disparé en la rodilla izquierda.Gritó y se abalanzó cayendo al suelo, abrazándose la rodilla. Cogí a Excalibur de

la cama.—¡En nombre de San Miguel! —grité, y coloqué la Espada, plana y apuntando

hacia abajo, pegada a su cara. El ni siquiera la vio venir. Lo golpeé en la cara con la parte ancha de la hoja y se quedó inmóvil.

Me arrodillé a su lado y presioné las yemas de los dedos contra su muñeca. No estaba muerto. Recordé lo que Bennacio me había dicho después de que hubiese despachado a aquellos dos siervos en el bosque en los Estados Unidos: No les tendrías piedad si los conocieras tanto como yo.

—Bien, Bennacio —susurré mientras soltaba el broche de dragón para quitarle la capa—. Sé lo que le hicieron a mi padre. Y sé lo que te hicieron a ti y al resto de los caballeros, pero llega un punto en el que alguien tiene que decir basta. Llega un punto en el que toda la sangre y las tripas deben secarse.

Debajo de la capa de mi escolta había escondida una de esas espadas de hoja negra. Revisé sus bolsillos y encontré las llaves de un coche.

Me enganché la espada negra en la cintura y moví el cinturón para que colgara por mi lado derecho. Deslicé Excalibur dentro del otro lado de mi cinturón, para que colgase del lado izquierdo. Me eché la capa encima de los hombros y cerré el broche del dragón. Luego me miré en el espejo. Sir Alfred del Castillo de los Pringados.

Pasé por encima del escolta, abrí la puerta, miré a ambos lados antes de salir al pasillo y cerré la puerta.

Cogí las escaleras traseras hasta la planta principal, rezando para que hubiese una puerta trasera en el lugar.

La Espada abultaba el lado izquierdo de la capa de un modo muy evidente.

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Las escaleras terminaban justo a la derecha de una puerta de cristal que conducía al aparcamiento. Salí y caminé alrededor, buscando el coche del escolta. Había un Lamborghini Murciélago negro aparcado en la plaza de minusválidos junto a la puerta. Sabía que ése era el coche correcto incluso antes de intentarlo con la llave. A estos tíos les gustaban los coches.

No pude sentarme con las dos espadas sobresaliendo, así que las saqué de mi cinturón y las tumbé en el asiento trasero, echando la capa negra sobre ellas. Conduje alrededor del aparcamiento una vez antes de marcharme, para ver si había algún espía o túnicas negras por allí merodeando, pero no vi nada sospechoso.

No tenía idea de dónde estaba Tintagel, así que me detuve en la primera gasolinera que vi, aunque aparentemente no se llama gasolina en Inglaterra; se llama petrol. El dependiente me miró con extrañeza cuando pasé caminando a través del pasillo con mi capa gris y mi traje a medida, con un agujero en la rodilla izquierda por donde había entrado la bala.

—¿Y quién se supone que eres? —me preguntó.—El heredero de Lancelot, el caballero más grande que jamás haya existido.Enarcó una de sus cejas y dije:—Sí, me estoy tirando el rollo. Me lo paso bomba.—Si tú eres Lancelot, odiaría ver a Ginebra.—No dije que fuera Lancelot. Yo soy descendiente de Lancelot.—Ah, vale. Y yo soy la maldita Reina de Saba.Le dije al dependiente que necesitaba un mapa de Inglaterra y le pregunté dónde

estaba Tintagel.—¿Tintagel? Eso está en Cornwall.—¿Y queda muy lejos?—A unos trescientos kilómetros. —Se rió de la expresión de mi cara—.

Doscientas millas, chaval.Abrió el mapa encima del mostrador y me enseñó dónde estaba Tintagel, en la

costa suroeste.—Mira aquí está Tintagel Head —dijo él, señalando un punto en el mapa justo al

lado del océano Atlántico—. Muchos yanquis visitan esa zona. Tiene vistas espectaculares, está encima de un acantilado con un árbol de treinta metros que cae dentro del mar.

—¿Hay un castillo allí?—Algunas ruinas, sí. No hay mucho que ver. El castillo del Rey Arturo, según la

leyenda, pero claro, eso ya lo sabes, ya que eres un descendiente de Lancelot. ¿Sabías que no era inglés? Era francés.

—¿De veras? Bueno... tres magnifique. ¿Dices que sólo hay ruinas allí?—Sí, por encima. Pero, justo en los acantilados de debajo hay una cueva que

dicen que era el santuario de Merlín, el rey de la magia. Algunas veces, cuando la marea baja y el viento empieza a soplar desde el mar, se puede escuchar al fantasma de Merlín lamentarse por el reinado que se perdió... si es que crees en tales cosas.

—Oh —dije—. Le aseguro que sí, señor.—Por supuesto, sir caballero —dijo él—. Seguro que sí.

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Así que conduje hasta Tintagel a ciento sesenta kilómetros por hora, esperando encontrarme en cualquier momento con una carretera cortada o ver un helicóptero de combate aparecer en el cielo nocturno y reventarme las ruedas. Pero no ocurrió nada por el estilo. Intenté pensar. Realmente necesitaba un plan. De hecho, probablemente ésta era la última oportunidad que tenía para idear uno, pero me sentía desnudo, como si estuviera atrapado dentro de un huracán, cada capa de ropa desgarrándose, desnudo dentro del chirriante viento sin tener nada a lo que asirme.

Después de hora y media de camino olí el mar. Reduje la velocidad porque los carteles de la carretera eran diferentes y no podía leerlos muy bien yendo tan deprisa. Me dejé llevar por la autopista principal hasta la salida para Tintagel y seguí los carteles hasta Tintagel Head. Bajé la ventanilla y sentí el aroma y escuché el sonido del océano. Me encontré con una carretera cortada por un par de caballetes pintados de rojo y colocados en medio del carril.

Había un cartel que decía: «Lugar Cerrado por Excavación Arqueológica». Retrocedí en el Lamborghini como quince metros y aceleré. Uno de los caballetes saltó por los aires y se estrelló contra el parabrisas, creando una intrincada serie de grietas, como una telaraña.

Apagué las luces y me arrastré a lo largo del carril, esperando que en cualquier instante saltaran de la oscuridad hombres con túnicas negras contra el capó del coche. El camino se terminaba como a cuarenta y cinco metros del borde del precipicio. Apagué el motor y bajé del coche.

Soplaba una brisa helada desde el mar. Apenas llevaba un instante de pie en el cortante viento y ya estaba llorando sin parar; las lágrimas iban hacia atrás a lo largo de mis sienes hasta llegar al pelo. Debía colocarme las espadas en el cinturón y ponerme en marcha hacia mi destino como Bennacio... y hacia el destino del mundo. Desde que se perdió la Espada ya no quedaba nadie capaz de recuperarla, salvo la OPIFE. Pero no estaba seguro de qué lado estaba la OPIFE. Mike Arnold era un poco capullo y tampoco estaba seguro de Abigail, salvo que ella parecía amable y Mike no, lo cual era un punto a su favor.

Pero en vez de coger las espadas, me volví a subir al coche. Me pregunté a mí mismo:

—Vale, Kropp, ¿qué es, Natalia o la Espada?Y eso hizo que me saliera de nuevo y que lanzara las llaves tan lejos como pude

dentro de la oscuridad.Coloqué las espadas de nuevo en mi cinturón, la negra en el lado derecho,

Excalibur en el izquierdo. Me eché la capa encima de los hombros. Me toqué los bolsillos, revisando la pistola, y luego me acordé de que la había dejado colocada

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encima de la cama en la habitación del hotel. Era demasiado para mí. Claro que no tenía experiencia en este tipo de aventuras.

Veía algunas figuras negras y bajas dibujadas en el cielo sin luna, bloqueando algunas de las estrellas. Caminé hacia ellas y no vi ninguna señal de actividad, sólo unos cuantos bloques blanquecinos que resaltaban desde el suelo como dientes que le habían quitado a un gigante. Realmente no podía imaginarme esto como un reluciente castillo blanco junto al mar.

Me percaté de un camino hecho de grandes piedras blancas que iba desde las ruinas hasta el borde del precipicio. No encontré ninguna cuerda o barandilla, nada a lo que agarrarse al bajar. Pasé rozando el agua y me resbalé en las piedras húmedas mientras me arrastraba de lado hacia abajo. Diminutas gotas de lluvia y mar me rociaban y se adherían en mi capa gris.

Me detuve al final del camino, preguntándome dónde estaban los secuaces de Mogart. Cabía pensar que ya se me habrían echado encima para entonces.

Una luz brillaba a unos treinta metros, desde una apertura de la cara del precipicio. La Cueva de Merlín.

Pasé con cuidado a lo largo del camino, abrazando la base de la pared del precipicio. Las piedras debajo de mis pies estaban suaves y mojadas, gastadas por los siglos del ir y venir del mar. Me quedé sin aliento mientras llegaba al borde de la apertura. Escuchaba a unos hombres hablando sutilmente dentro de la cueva, sus voces hacían eco contra las paredes. También había otro sonido, una especie de silbido agudo que supuse era el viento moviéndose entre las grietas del acantilado. El llanto de Merlín.

En realidad no tenía ningún plan. Nunca antes había asaltado el escondite de un tío malo y todo lo que sabía al respecto provenía de películas y libros y éstos no eran reales. Me puse de pie a la derecha de la entrada dentada de la cueva, con mi espalda presionada contra la pared del acantilado. Justo frente a mí había otro, un acantilado más pequeño que formaba otra pared de la entrada, así que no veía el océano. Aunque podía escucharlo y saborear la sal en mi lengua. Uno pensaría que llevar encima el arma más importante que la humanidad jamás ha conocido podría darle un poco de coraje, pero yo me sentía insignificante.

Respiré profundamente y dije en voz alta:—Voy a morir.Luego me di la vuelta y entré.

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Había dos hombres sentados junto a un pequeño fuego como a seis metros dentro de la cueva. Me miraron fijamente por un instante, luego uno de ellos se puso de pie. Vestía una túnica negra y sostenía una delgada espada negra exactamente igual a la que yo llevaba metida en el cinturón.

—¿Dónde está el chico? —me dijo bruscamente—. ¿Dónde está la Espada? —Debió de pensar que yo era el escolta.

—Ambos estamos aquí —dije, y saqué a Excalibur.Le llevó un instante entenderlo, y luego vino gritando hacia mí.Cayó a mis pies. Lo miré desde arriba, sobresaltado, porque tan sólo cayó; ni

siquiera tuvo oportunidad de levantar su espada.Le pasé por encima, luchando contra las ganas de vomitar. Miré al segundo tío,

el cual se dio media vuelta y se fue a la parte de atrás de la cueva, resbalándose en las piedras mojadas a la vez que intentaba correr. No vestía túnica negra, sino un impermeable, un par de Dockers, zapatillas deportivas New Balance y una gorra de béisbol de los Chicago Cubs.

Lo atrapé al fondo de la cueva —no era muy profunda, quizás unos quince o veinte metros—, le hice girar de un lado al otro y lo cogí contra la pared con mi antebrazo izquierdo mientras presionaba la punta de la Espada contra su nuez.

—Hola, Mike —dije.—Hola, Al. —Él estaba mascando chicle y sonriendo, mostrando sus blancos

dientes.—¿Dónde está Mogart?—Ni idea.Presioné con más fuerza la punta de la Espada contra su carne. Abrió los ojos de

par en par y dijo:—Escucha, chaval, te juro que acabas de matar al único tío que sabía dónde

está. Nos iba a llevar hacia él cuando llegaras aquí con el escolta. ¡Te juro por Dios que no lo sé!

—Tú le entregaste a Natalia.El no dijo nada. Estaba sonriendo, pero tenía una mirada fría.Dije:—Dime dónde está ella.—Aunque lo supiera, ¿qué vas a hacer, Al? ¿Entregarle la Espada? La matará

de todas formas. Y si intentas llevártela, él la matará antes de que tú puedas matarlo. ¿No ves que no puedes ganar? Ha llegado el momento de que te des cuenta de que lo

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que estás haciendo está mal. Debes retroceder y mirar el asunto con perspectiva. ¡Estamos hablando del destino del mundo entero, Al! ¿Vas a sacrificar la humanidad por el bien de una persona? Quiero decir, ¡seamos razonables!

—Vale, Mike, seré razonable. Haré un trato contigo. Tú me traes a Mogart y cuando haya terminado, te entregaré la Espada.

Me miró fijamente y masticó su chicle con más lentitud.Dije:—¿No es por eso que estás aquí? Entrégame a Mogart y es tuya.Mike pensó en ello.—¿Cómo sé que no me traicionarás?—Creo que no lo sabrás. Pero como me dijo Mogart, no tienes opción.Di un paso hacia atrás, pero mantuve la Espada apuntando a su cuello.—Dame tu pistola.Metió la mano en el bolsillo de su impermeable y sacó la pistola, su dedo

colocado en el gatillo de seguridad. Se la quité y la deslicé en mi bolsillo.—¿Algo más? —preguntó él. Parecía como si estuviera haciendo un gran

esfuerzo por no reírse.—No —dije. Luego pensé en algo—. Sí, ¿qué significa OPIFE?—Organización para Personas Idiotas que Fantasean con Espadas. —Se rió a

su pesar y masticó el chicle—. ¿Vale? ¿Ahora estamos listos?—Una cosa más —dije. Extendí mi mano—. El chicle.Comenzó a reírse de nuevo pero se dio cuenta de que lo decía muy en serio. Se

sacó el chicle y lo tiró en mi mano. Al hacerlo, la mitad de su personalidad se evaporó. Lancé el chicle hacia las sombras.

Se volvió hacia su izquierda y lo seguí a lo largo de la pared del fondo de la cueva. Las paredes eran suaves y un tanto cóncavas. Se detuvo en una fisura en la pared cercana a la esquina sur. Apenas era del ancho de una persona, desde el suelo hasta el techo.

—Tú primero —dije.Mientras nos deslizábamos por la entrada, el sonido del mar se hizo más suave,

y el goteo del agua y el lamento de Merlín un poco más fuertes. El suelo era áspero, cubierto de piedras y con un ángulo un poco inclinado. El camino se torcía hacia la derecha, luego a la izquierda, luego bajaba escalonadamente y tuve que presionar la mano que me quedaba libre contra la pared dentada para no perder el equilibrio. Las piedras sueltas que sobresalían y afloraban como cuchillos afilados hacían que nuestro descenso fuera más lento.

Las paredes se fueron gradualmente hacia atrás y el suelo se niveló y se hizo más suave. Un círculo de luz resplandecía a lo lejos. Cuando estábamos como a cien metros de la entrada, Mike se giró y susurró con urgencia:

—Al, tienes que devolverme la pistola.—¿Por qué?—Pensará que lo he traicionado. Ya has visto lo que le hace a las personas que

lo traicionan.Pensé en ello.—Vale —dije. Saqué la pistola de mi bolsillo y lo golpeé en la cabeza tan fuerte

como pude con la culata.Cayó directo al suelo, volví a meterme la pistola en el bolsillo, pasé por encima

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de él, y caminé los últimos cien metros hasta el portal, solo.

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Me detuve en la entrada de una caverna inmensa cuyas paredes y techo se perdían en las vastas sombras arqueadas. El suelo era tan suave y oscuro como un estanque congelado. Mis pisadas hacían eco contra las paredes invisibles mientras caminaba lentamente. No había otro sonido ni nadie a la vista. Caminé alzando la Espada delante de mí, pensando que tal vez habría otro pasadizo en algún lugar y que había golpeado a Mike demasiado pronto. Luego escuché una voz. Parecía venir de todas partes y de ninguna.

—Sr. Kropp. Nunca deja de sorprenderme.Me detuve. Saqué la pistola lentamente de mi bolsillo y la sostuve en mi mano

sin apretar, para sentirme cómodo más que para otra cosa.—Haber llegado tan lejos, con tan poca experiencia e incluso menos

inteligencia... Mis respetos, señor.—¿Dónde está Natalia? —Mi voz se oía baja y diminuta, casi como la de un niño

pequeño.—Aquí.Su voz sonó justo en mi oreja. Me di la vuelta y los vi venir hacia mí, Natalia

delante de él. El sujetaba la nuca de Natalia con la mano izquierda. Con la derecha empuñaba una daga afilada.

Se detuvieron a unos seis metros de distancia y Mogart sonrió.—Me alegra ver que se ha encargado del Sr. Arnold —dijo, señalando la pistola

con la cabeza—. Ese hombre nunca me importó.Los ojos de Natalia estaban secos, pero muy rojos, y supuse que había estado

llorando. El cabello enredado le caía sobre el rostro y tenía un gran moratón cerca del nacimiento del pelo.

—Lo siento —le dije a ella—. ¿Te encuentras bien?Asintió, mirando de reojo a Mogart.—Traje la Espada, Sr. Mogart. Déjela ir —dije.—Primero la pistola, ¿no? No es necesaria en absoluto, Sr. Kropp, y es posible

que cometa un grave error. Puede herir a la persona equivocada.Me detuve a pensarlo. Si me negaba, podía apuñalar a Natalia antes de que yo

tuviera la oportunidad de disparar una bala que probablemente fallaría. Aún tenía la Espada y él sabía que, si la mataba, yo no tendría ninguna razón para dejarlo con vida. Pero eso realmente no me importaba, ya que Natalia estaría muerta.

—Muy bien —dijo Mogart—. Ahora, la Espada, por favor.

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—Primero déjela ir.Se rió.—¡Dios, qué audaz nos hemos vuelto! Pero la audacia, Sr. Kropp, nunca puede

sustituir a la inteligencia.Con la daga presionando contra el costado de Natalia, sus ojos se abrieron de

par en par y gritó:—¡Kropp!Mogart dijo:—Decida ahora, Alfred Kropp. Deje caer la Espada o véala morir.Natalia sólo era una persona, como había dicho Mike, ¿qué importancia podía

tener una sola persona cuando el mundo entero estaba en peligro? Si me negaba a entregarle la Espada, mataría a Natalia; si le entregaba la Espada probablemente también la mataría y yo rompería mi juramento sagrado, el único juramento que jamás he hecho.

Sabía que cualquier decisión que tomara probablemente sería errada, tan errada como cada una de las decisiones que había tomado desde que empezó todo este asunto. Seguía metiendo la pata y volvía para seguir haciéndolo. Para remediarlo quizás debía decidir qué era lo mejor y luego hacer justo lo contrario.

Mirando a Mogart, me di cuenta de que, en realidad, él no era mi peor enemigo. Mi peor enemigo era un perdedor de quince años sin hogar que empuñaba la Espada de Reyes.

—Elija, Kropp —dijo Mogart suavemente.Y elegí.Le lancé la Espada. Chocó contra el suelo estrepitosamente y cayó a medio

camino entre nosotros. Esperaba que él lanzara a Natalia contra el suelo y saltara sobre la Espada, pero no se movió. Ni siquiera estaba mirando la Espada; me estaba mirando a mí y tuve la misma sensación de hundimiento que sentí en el piso de tío Farrell, justo antes de que Mogart le atravesara el cuerpo con la Espada.

—No lo haga, Sr. Mogart —le rogué—. ¿Qué ganaría con hacerlo? No le haga daño, por favor.

—Oh, Sr. Kropp —respondió Mogart—. ¿Tan poco ha aprendido después de todo lo que ha pasado?

Y tras pronunciar esas palabras hundió la daga en el costado de Natalia.

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Cayó sin emitir sonido alguno. Me paralicé por un instante, viéndola derrumbarse antes de lanzarme a por la Espada, pero fue demasiado tarde. Mogart se había lanzado primero, quitándose del medio mientras yo saltaba hacia él.

Volví a ponerme de pie y saqué la espada negra de mi cinturón, queriendo pasarla a mi mano derecha, pero Mogart se abalanzó rápidamente sobre mí.

Levanté la hoja de mi espada justo a tiempo y grité cuando chocó contra Excalibur haciendo un ruido estruendoso. El impacto fue tan fuerte que casi me partió la muñeca. Retrocedí agitando la espada en el aire mientras Mogart intentaba golpearme con movimientos casi pausados. Él sonreía, disfrutando de sí mismo, y decía cosas como:

—¡Bien, Sr. Kropp! ¡Excelente! ¡Buena esquivada, señor! ¡Con los pies de puntillas, dé pasos ligeros y mantenga su espada en alto!

A medida que él avanzaba, yo retrocedía. Entraba por la derecha, después por la izquierda, luego otra vez por la derecha, muy deprisa, y finalmente uno de los golpes me sacudió el brazo con tanta fuerza que escuché la articulación de mi hombro reventarse.

Cogió la empuñadura de mi espada con la mano que tenía libre y sentí su apretón frío y duro, la punta de Excalibur presionando debajo de mi mentón. Mogart acercó mucho su cara a la mía y susurró:

—Hay una sola cosa que siempre me ha incomodado de usted, Alfred Kropp: ¿Por qué insiste?

—Yo... yo hice un juramento... —tartamudeé.Movió su cabeza hacia un lado y cuando empezó a sonreír le brillaron los ojos.—¡Un juramento! ¡Alfred Kropp ha hecho un juramento! —Se rió con rudeza—.

Sin duda a Lord Bennacio.—No. Al cielo —respondí y le di un rodillazo en la entrepierna tan fuerte como

pude.Forcejeé hasta liberar la mano con la que sujetaba la espada y retrocedí

mientras él caía encima del suelo de piedras. ¡Ésta era mi oportunidad! ¡Vamos, Kropp, mientras esté en el suelo... mátalo con tu espada! Pero algo me detuvo. En lugar de matarlo, me quedé allí de pie, tomando bocanadas de aire, esperando a que se levantara.

—No es suya, Sr. Mogart —dije—. ¿No se da cuenta? No es de nadie.

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Mogart se puso de pie, con la cara desencajada por el dolor y algo más, no exactamente rabia sino una mezcla de rabia y tristeza, como un niño pequeño haciendo pucheros porque acaba de enterarse de que no puede comer su caramelo favorito.

—¿Quién es usted? —dijo con voz entrecortada—. ¿Quién es usted, Alfred Kropp? ¿Por qué me lo encuentro en todas partes, como una piedra gorda en mi camino, bloqueándome el paso? —Con cada pregunta daba un paso hacia mí. Y a cada paso que daba hacia mí, yo daba un paso hacia atrás.

—¿Por qué Bennacio acudió a usted después de la caída de Samson? —Paso— ¿Y por qué lo trajo hasta aquí? —Paso—. ¿Por qué pidió su juramento? —Paso—. ¿Quién es usted, Alfred Kropp?

—Soy el hijo de Bernard Samson y el heredero de Lancelot.Se detuvo. Parecía que le hubieran abofeteado. Luego todo el miedo y la tristeza

desaparecieron y en su rostro no quedó más que rabia.Se lanzó hacia mí dando un terrible aullido. Levanté mi espada negra justo a

tiempo para bloquear el arco descendente de Excalibur y el sonido del impacto hizo que me dolieran los oídos. Los ojos de Mogart brillaban con rabia mientras intentaba golpearme, tan rápido que Excalibur era sólo un borroso haz de luz plateada.

Mientras Mogart intentaba golpearme con furia, retrocedí hasta que ya no me quedó más espacio y me caí al chocar contra la pared que estaba detrás de mí. Ahora me quedaban sólo dos opciones: ponerme de pie y pelear o renunciar y morir.

Sólo me movía por instinto, sujetando la espada con ambas manos mientras Mogart se agachaba y giraba inclinando los hombros. El sonido de nuestras espadas al chocar era un terrible chirrido de metal contra metal. Sentí la afilada textura de la pared detrás de mí desgarrando la capa gris y dando bocados a mi espalda.

Grité el nombre de Bennacio tan fuerte como pude. Esto sólo hizo que Mogart se enfadara aún más y me golpeó el hombro derecho con su mano izquierda. La fuerza del golpe hizo que la espada se me escapara de la mano y la hoja sonó estruendosamente al caer al suelo.

Mogart presionó su antebrazo contra mi cuello y, mientras me esforzaba por respirar a pesar de la presión, supe que el combate había terminado.

—¡El heredero de Samson! —Me silbó en la cara. Sentí la punta de Excalibur presionando contra mi estómago, penetrando la capa gris y desgarrándola lentamente hasta llegar a la camisa blanca que tenía debajo.

—¡El heredero de Lancelot! ¡La razón de mi exilio! ¡Las cosas han cumplido su ciclo, Alfred Kropp!

—Por favor —susurré—. Por favor, Sr. Mogart... —No sé exactamente qué le estaba rogando que hiciera. O que no hiciera.

—¿El noble Bennacio le contó cuál fue la suerte de su padre? ¿Alguien le ha contado, Alfred Kropp, cómo murió su papi?

Sentí la punta de acero perforar mi piel y el calor repugnante de mi propia sangre goteando hasta mi estómago.

—Por favor —susurré—. Por favor.—Lo torturé. Lo corté mil veces, hasta que me suplicó de rodillas que terminara,

que terminara con su miserable vida. Justo como está haciendo usted ahora.Su brazo se movió hacia adelante. La hoja se hundió más profundamente dentro

de mí, quizás unos diez o doce centímetros, y sentí el sabor de la sangre en mi boca.—Y cuando no tuvo más aliento para suplicar, le amputé su miserable cabeza.

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Extendió su mano derecha, esta vez con más fuerza, y ahora la mitad de la Espada estaba dentro de mí y mi boca estaba llena de mi propia sangre.

Veía su cara borrosa y su voz se estaba haciendo más débil.—Y luego cogí la cabeza de Bernard Samson y la subí a una pica de acero.

Coloqué su cabeza, en la entrada de mi torre, donde los carroñeros se la comieron, donde los cuervos se dieron un festín con sus ojos y su lengua. Así que, como ve, todo cumple su ciclo, Sr. Kropp. Ha llegado la hora de nuestra despedida. Le ha llegado la hora de dejarme y reunirse con su padre.

Y después de eso enterró la Espada entera dentro de mi cuerpo, hasta la empuñadura, y escuché cómo la capa gris se desgarraba mientras la punta atravesaba mi espalda y penetraba en la pared de piedra detrás de mí, con tanta facilidad como si la piedra fuera de arena.

Mogart me soltó y retrocedió. Volvió a sonreír.—Ahora —dijo—. Muere, Alfred Kropp.Nunca estaré seguro, pero creo que cuando lo dijo, en efecto morí.

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Vi algunas cosas después de morir.Primero, estaba flotando cerca del techo de la caverna, viéndome desde arriba

atravesado contra la pared. Mogart sujetaba la empuñadura de la Espada con ambas manos, tirando con todas sus fuerzas, con el rostro desencajado por el esfuerzo. Sus gritos de ira y frustración hacían eco contra las paredes de la caverna.

Tiró y tiró, pero no podía sacar la Espada de la piedra.Se tambaleó hacia atrás, luego se volvió y encontró la daga de sesenta

centímetros que había dejado caer cuando se había lanzado a por la Espada. Supuse que cortaría mi cuerpo para liberar la Espada porque no se puede hacer mucha palanca con un cuerpo humano —es demasiado blando— y luego esa imagen se desvaneció.

El silencio se interrumpió por el sonido que hace el viento al silbar entre las hojas.

De pronto, yo estaba sentado en la cama de mi madre en el hospital y ella me estaba diciendo:

Haz que se vaya. Haz que se vaya el dolor.No soporté esa imagen, así que me di la vuelta para alejarme. Vi a tío Farrell en

el sofá, con la Espada clavada en sus entrañas, y miré cómo se la sacaba y me la ofrecía.

Tómala, Al. Llévatela de aquí.Me alejé de tío Farrell, y Bernard Samson, mi padre, estaba junto a mí, diciendo:Ellos son parte de una antigua orden secreta, obligados por un juramento

sagrado a mantener la Espada a salvo hasta que su amo venga a redamarla.Me volví de nuevo y vi a Bennacio. Nos escuché hablar, pero era como si me

estuviese acordando de nosotros hablando:¿Quién es el Amo si Arturo está muerto?El Amo es quien la redame.¿Y quién será?El Amo de la Espada.Bennacio se volvió y yo estaba triste por verlo marchar porque creo que él era a

quien más extrañaba.Luego vi a la Dama de Blanco sentada debajo del árbol del tejo y no sentí

ninguna brisa, pero su cabello flotaba detrás de ella y los pliegues de su túnica blanca

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se ondulaban como las olas.Ella no me miró cuando me detuve a su lado, bajo el árbol. Sus mejillas estaban

húmedas.—¿Estoy muerto? —pregunté.¿No quieres estarlo?—Creo que sí. Estoy realmente cansado. —Más que nada, quería recostar mi

cabeza en su regazo y sentirla acariciar mi frente.Una lágrima cayó por su mejilla y le dije:—No, por favor. No es que no lo haya intentado. Desde el principio hice lo que

todo el mundo me pidió. Tío Farrell me pidió que lo ayudara a conseguir la Espada, y lo hice. Bennacio me pidió que lo ayudara a rescatarla, y lo hice. Mogart me pidió que se la trajera y lo hice. Pero cada vez que hice lo que me pidieron, alguien murió. Tío Farrell, Bennacio, y ahora Natalia. Así que, como ves, Dama, ahora no queda nadie. No tengo a nadie a quien ayudar y nadie tiene que morir por ello. No hay razón para que vuelva.

Me di la vuelta alejándome porque no soportaba verla llorar. Aunque no podía verla, ella seguía allí. Veía mi recuerdo de ella y mi recuerdo del tejo y de la larga hierba y el casco brillando como dientes en la colina de abajo. Y, por encima de mi cabeza, las mariposas.

Ha llegado la hora. ¿Recuerdas ahora, Alfred Kropp, lo que ha sido olvidado?Luego no vi nada más. Incluso la oscuridad no era negra, porque mi recuerdo del

negro se había esfumado. Sin luz, sin sonido, sin sensación ni recuerdo... ya ni siquiera existía yo. Alfred Kropp se había marchado.

Y ahora que lo último de mí se había marchado, recordé lo que había olvidado.Metí la mano dentro del tejo y saqué una aguja de plata del cuerpo de una

mariposa. Libre, se echó a volar, negra, roja y dorada, en contraste con el brillante cielo azul, subiendo cada vez más alto, hasta que desapareció.

La oscuridad regresó, pero esta vez sólo porque mis ojos estaban cerrados.Así que los abrí.Estaba de vuelta en la cueva de Merlín, con la Espada de Reyes incrustada en el

estómago.Y supe, finalmente supe, quién era el Amo de la Espada.

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Mogart vino hacia mí empuñando la daga negra, pero se detuvo cuando escuchó el sonido de mi voz:

—El Amo... —dije con voz entrecortada—. El Amo de la Espada es... aquel... —tosí y la boca se me llenó de sangre, hasta correr barbilla abajo—. Aquel que la reclama.

Levanté las manos y entrelacé los dedos alrededor de la empuñadura. El metal chirrió contra la piedra cuando saqué la Espada de mi cuerpo. Mogart estaba abriendo la boca para gritar o decir algo, nunca lo sabré. Me había librado de la Espada —o ella se había librado de mí— y, una vez libre, blandí la Espada dibujando un arco gigantesco, con mi propia sangre salpicando desde la hoja, y le corté la maldita cabeza.

Me desplomé en el frío suelo de piedra. Me di cuenta de que podía morir de nuevo, pero ya había muerto una vez y ya no me preocupaba por ello, al menos no hasta que terminara lo que había comenzado.

Comencé a arrastrarme hacia Natalia, pero mis brazos se rindieron y me dejé caer sobre la barriga en la piedra fría.

Solté la Espada; necesitaba ambas manos para empujarme por el suelo.Ella estaba rodeada por un brillo blanquecino y, a través de mis lágrimas, con el

efecto de la luz, creí haber visto una sombra cernirse sobre ella y la forma de unas alas.Sentí un vacío en la cabeza y ante mis ojos comenzaron a florecer estrellas

negras. Nunca lograría llegar a tiempo hasta ella, pero me dije a mí mismo que podía seguir un centímetro más. Un centímetro más, Kropp, me dije a mí mismo. Un centímetro más. Y después de ese centímetro, otro centímetro.

Los dientes me castañeaban y tenía mucho frío, más frío del que recuerdo haber tenido jamás. La clara luz que la envolvía me quemaba los ojos de sólo mirarla, así que cerré los ojos y sentí algo tibio a mi alrededor, como si alguien me hubiese envuelto con una manta.

Escuché el sonido de una ráfaga y pensé en un gran río corriendo hacia el mar. Cientos de años, miles, siglos enteros pasaron, y yo todavía no sabía lo cerca que estaba o si estaba cerca siquiera.

Luego respiré el aroma de los melocotones.Abrí los ojos y vi el rostro de la chica más hermosa que había visto nunca.

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Susurré en su oído:—Por el poder de la Espada, Natalia... en el nombre del Arcángel Miguel...Hundiendo los dedos en la herida de mi estómago, acerqué la sangre a su

costado, donde Mogart la había apuñalado.Bañé su herida con mi sangre, susurrando en su oído:—Verás, he recordado. He recordado lo que había olvidado. Yo iba a quedarme

muerto, sobre todo porque estaba tremendamente cansado, pero entonces recordé lo que había olvidado: «el poder de sanar tanto como el de destruir... », así que levántate, Natalia, levántate, porque ahora yo soy el Amo y tienes que hacer lo que yo diga.

Le alisé el cabello y le acaricié la frente con la otra mano.—Vive —le dije—. Vive.Y tras lo que pareció un tiempo muy largo, sus ojos se abrieron, respiró

profundamente, y supe que la había salvado.

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Supuse que, después de todo, sangraría hasta morir a su lado, pero Mike vino y nos encontró en el interior de la cueva. Enseguida nos pusieron en unas camillas y unos hombres nos subieron por el camino hasta la cima de la colina donde esperaba un helicóptero. Nos llevaron volando a un hospital de Londres.

Después de un par de semanas yo era capaz de sentarme y de comer alimentos sólidos, aunque la comida de hospital en la mejor de las circunstancias no es tan buena y, después de todo, estábamos en Inglaterra, así que la comida sabía realmente fatal.

Me hicieron dos operaciones para quitarme parte del intestino delgado y reparar mi pulmón izquierdo, el mismo que Mogart había rasgado con su última estocada. Un par de semanas más tarde, pude caminar, y algunas veces Natalia caminaba conmigo en el pasillo. No hablamos mucho en esos paseos, aunque sí me dio las gracias por salvarle la vida. Una vez le pregunté si creía en los ángeles.

—Cuando era una niña pensaba que tenía un ángel de la guarda.—Eso no cuenta —le dije—. Los niños también creen en Papá Noel. Tu padre

dijo que los ángeles existen creamos en ellos o no.Entonces ella apartó la vista. Pude haberme pateado a mí mismo por mencionar

a su padre. Por una vez ella estaba de hecho hablándome a mí como si yo fuera una persona medio normal.

—Supongo que te costará mucho perdonarme —dije—. Yo no lo logro, a pesar de lo mucho que lo intento.

—Debiste haberme dejado morir —dijo—. Habría sido preferible. ¿Por qué no me dejaste morir? —Ella empezó a llorar.

Me disculpé pero eso sólo empeoró las cosas. Estaba empezando a creer que ése era mi don especial: coger algo malo y empeorarlo. Traté de sostener su mano mientras lloraba pero ella se alejó de mí. Podía salvarle la vida pero no el corazón, que estaba hecho pedazos.

Después de que Natalia se marchara, me sentí muy mal, nunca me había sentido tan mal desde que empezó todo el asunto de la Espada. Uno podría pensar que la posibilidad de salvarle la vida a la población mundial podría hacerme sentir mejor, pero no era así. Podía salvar al mundo pero eso no haría volver a tío Farrell. No haría

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volver a mi padre.Ni a Bennacio. Seguía viéndolo caer, con el modo en que levantó sus brazos y

simplemente dejó que Mogart lo atravesara. ¿Por qué Bennacio no luchó? Pudo haber arremetido contra Mogart y cogerlo de las rodillas. ¿Por qué se rindió de ese modo? ¿Qué tenía que ver eso con cumplir su precioso juramento? Yo estaba muy resentido con él. Si él no hubiese renunciado yo no habría terminado con la Espada, él estaría vivo, y el corazón de Natalia no estaría roto.

Una sombra cayó sobre la habitación pero apenas me di cuenta. Tan sólo quería que todo se acabara. El hospital, Londres, mis recuerdos, yo.

La sombra se acercó y escuché que ella me preguntó en voz baja:—¿Por qué estás llorando, Alfred?—Funciona con todos menos conmigo, Natalia. Puedo sanar a quien sea menos

a mí mismo.Ella se sentó en la silla de madera junto a la cama. Se había cambiado de ropa y

ahora llevaba una larga capa color rojo sobre un vestido gris, con uno de esos cuellos suaves y altos, y sus pendientes eran diamantes enormes del tamaño de aceitunas verdes. Su cabello de color dorado rojizo estaba suelto y caía sobre sus hombros. Parecía una princesa medieval, bella y aterradora a la vez. Al verla vestida así, me di cuenta de que Natalia se estaba marchando.

—Te olvidas de algo —dijo ella.—No puedo olvidar nada —dije—. Ese es el problema.—Te olvidas de que has salvado el mundo.No dije nada. Me preguntaba por qué había vuelto pero, al mismo tiempo, lo

sabía aunque no podía ponerlo en palabras.Entonces lo hizo ella.—Me marcho, Alfred.—¿Cuándo?—Esta noche.—No lo hagas.—Debo hacerlo.Ella respiró profundamente. Estaba sentada muy recta en la silla.—Pero antes de irme —continuó— quería rendirle homenaje al Amo.Miró desde arriba mi cara de mocoso.—Yo no soy el amo de nada —dije.—Alfred —replicó ella con delicadeza—. Al igual que mi padre, yo he esperado tu

llegada durante mucho tiempo. Mi padre me contaba historias de nuestro ancestro, Bedivere, cómo él había traicionado al Rey al rehusar su orden de devolver la Espada a las aguas de donde había salido. Yo me pasaba horas imaginando cómo sería el Amo. Alto, guapo, valiente, honesto, casto, modesto, el caballero entre todos los caballeros... en resumen, todo cuanto creía que era mi padre. —Me miró de arriba abajo; obviamente yo no era el tío que ella se había imaginado como el Amo de la Espada—. De hecho, cuando todavía era muy joven, le dije que tal vez él podía ser el Amo, que quizás era su destino reclamar la Espada como suya, un final apropiado para la deshonra de Bedivere.

—¿Y qué dijo él?—Me contó la profecía que hizo Merlín antes de abandonar el mundo de los

hombres, que el Amo no llegaría hasta que el último hombre heredero de la casa de

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Bedivere hubiese fallecido. Mi padre creyó en esa profecía, Alfred. Creyó en ella porque él creía en su justicia. Era el precio que pagaríamos por el error de Bedivere, nuestra expiación de su pecado.

Pensé en Bennacio arrodillándose ante Mogart, y entendí entonces por qué él había extendido sus brazos de ese modo, como diciendo: Aquí estoy. Aquí estoy.

—Vaya —dije—. Como si no me sintiera lo suficientemente mal, Natalia. ¿Qué se supone que debo hacer, eh? ¿Qué quieres que haga? Yo simplemente estaba, sabes, ayudando a mi tío. Yo no conocía a mi padre y desde luego no sabía que había robado la Espada de Reyes para un caballero negro o un Agente de la Oscuridad o lo que fuera que fuese. Quiero decir, ¿qué persona racional cree en estas cosas, Merlín y el Rey Arturo, espadas mágicas, ángeles y profecías... quién cree en ese tipo de cosas en nuestros días? No sé qué quieres de mí, Natalia. ¿Puedes decirme qué se supone que debo hacer? Más vale que alguien me lo diga y mejor que sea pronto, porque estoy en las últimas.

Ella se acercó a la cama y su cabello cayó sobre mi cara. Susurró:—El está en paz, Alfred. Su sueño se ha cumplido, y él está en paz. Ahora,

estáte tú en paz.Luego me besó la frente y su cabello era como los muros de una catedral a mi

alrededor, un santuario, y murmuró en mi oído:—Estáte en paz, Amo Alfred.

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Una tarde, casi una semana antes de que me dieran de alta, se abrió la puerta y un hombre de traje oscuro entró en la habitación. Alto y ancho de espaldas, con cara de sabueso y lóbulos muy largos, me recordó a un Basset de ojos tristes. Cerró la puerta y yo me incorporé en la cama, pensando: ¿Y ahora qué?

Él no dijo ni una palabra; apenas me miró. Atravesó la habitación, se asomó por la cortina, dio una zancada hasta el baño y miró en su interior. Luego abrió la puerta y le habló suavemente a alguien que estaba en el pasillo. Dio un paso atrás y enseguida entró una mujer, vestida con traje de corte ejecutivo de raya diplomática, con tacones negros brillantes que, al caminar, hacían un sonido de claqueteo sobre el linóleo. Su cabello rubio claro estaba recogido en un moño apretado sobre su cabeza. Llevaba un bulto envuelto en satén blanco.

—¿Abigail? —dije.—Alfred —ella sonrió, y a mí me impresionó el excelente estado de sus dientes

—. Qué gentil de tu parte recordar mi nombre.Le pasó el bulto al hombre sabueso y se sentó junto a mi cama.—¿Cómo te sientes? —preguntó ella.—Bastante mal —dije—. Físicamente estoy bien; son los otros departamentos

los que me están molestando.—Has tenido que vivir cosas muy fuertes —dijo ella.Se hizo un silencio incómodo. Lo solté:—No la tengo.—¿No tienes qué, cariño?—Tú sabes qué. No la tengo. Y no sé dónde está, aunque se me ocurre algún

sitio.—¿Y dónde queda ese sitio?Me mordí el labio. La sonrisa no se le borraba del rostro y sus ojos azules

resplandecían con brillo.—Tú no confías en mí —dijo ella con calma—. No te culpo, Alfred. Hemos hecho

poco para ganarnos tu confianza. No necesitas decírmelo, no hace ninguna falta. Yo creo que ya lo sé. El don ha sido devuelto a su donante. —No dije nada y ella bajó aún

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más la voz—. El Amo reclama la Espada y, al hacerlo, entiende que nunca puede ser reclamada.

En este momento, ella estaba radiante.—Destrozamos la cueva, Alfred, y dragamos la entrada. La Espada se ha ido, lo

cual es tanto una gran pérdida como un gran beneficio. Su tiempo en la Tierra ha pasado y ahora hay una pieza maravillosa menos en nuestro mundo. Quizás es el precio que debemos pagar por haber... crecido.

La miré fijamente.—De todos modos, ¿quién eres tú?—Pensé que lo sabías, cariño.—Todo lo que sé es que vosotros traicionasteis al Sr. Samson y sus caballeros, y

que vosotros traicionasteis a Bennacio y que vosotros traicionasteis a su hija y casi la matáis y de hecho me matasteis y...

—La OPIFE no los traicionó, Alfred, fue Mike Arnold. —Hizo un gesto de amargura, como si el simple hecho de pronunciar el nombre le molestara—. Nadie mejor que tú puede entender el efecto que la Espada puede tener en las mentes de... hombres más débiles. Mike estaba fascinado por la Espada desde el comienzo. Sin que lo supiéramos, contactó con el Dragón y arruinó los planes de Samson de asaltar su castillo en España y, en efecto, acordó sacrificar a Bennacio para obtener la Espada. También le dijo a Mogart dónde podía encontrar a Natalia... todo ello sin que lo supiéramos. El era lo que podríamos llamar un «agente doble», y ha sido eliminado.

—¿Mataste a Mike Arnold?Ella sonrió.—Ya no está en La Compañía.—La Compañía —dije—. ¿Qué es La Compañía? ¿Qué es la OPIFE y por qué le

preocupa tanto la Espada?—Le preocupa porque su objetivo es preocuparse.La miré fijamente por un instante, y luego dije, porque había aprendido algunas

cosas en el camino:—Eso fue culpa mía. Hice dos preguntas, lo cual te permitió escoger cuál de las

dos contestar.Ella se rió con uno de esos delicados trinos que uno asocia a gente muy

educada o a gente de Inglaterra.—Nuestra organización se dedica a la investigación y preservación de los

grandes misterios del mundo —dijo ella.—¿De veras? Y todo este tiempo yo creía que vosotros erais algún grupo de

espías súper secretos dedicados a matar a las personas que no os gustaban.—No somos espías, Alfred. No en el sentido al que te refieres. Somos

clandestinos porque pocos saben de nuestra existencia; y es cierto que tenemos ciertas... tecnologías... que aún deben ser reconocidas oficialmente, pero somos más dados a llevar portalápices en el bolsillo y a llevar portátiles que armaduras y pistolas. La OPIFE tiene más científicos, historiadores y teóricos que operarios de campo como Mike Arnold. El jefe de mi departamento es un doctor en taumatología. Y yo tengo un doctorado en escatología.

—¿Qué es eso? —pregunté. Ella estaba siendo muy Bennaciana: cuanto más explicaba, más me confundía.

—Escatología es el estudio de las cosas finales. La muerte. El más allá. El fin del

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mundo.—Ya te pillo.—Y taumatología es el estudio de los milagros. De modo que era perfectamente

comprensible que Samson acudiera a nosotros cuando se perdió la Espada.Ella se volvió hacia el hombre alto con cara de perro y grandes manos nerviosas,

y él le trajo el objeto largo envuelto en satén. Ella lo dejó sobre mi regazo.—¿Qué es esto? —pregunté. Pero me lo imaginé antes de que pudiera

contestar. Tiré de una esquina de la tela y la hoja negra saltó a la vista.—La espada de Bennacio —dijo ella—. La recuperamos en Stonehenge y

pensamos que te gustaría tenerla.Miré fijamente la espada.—Gracias —susurré—. Muchas gracias.Abigail dijo:—Hay otra cosa que quiero decirte antes de irme, Alfred. Debo decirte que La

Compañía está muy impresionada.—¿Impresionada con qué? —pregunté.—Contigo —dijo ella—. Es sencillamente extraordinario.—¿Qué cosa?—El hecho de que no sólo sobreviviste a tu calvario, sino que lograste lo que

nosotros, con todos los recursos a nuestra disposición, no pudimos lograr.—Bueno —dije—. Todo el asunto fue prácticamente culpa mía, así que pensé

que era lo que tenía que hacer.—No seas tan duro contigo mismo. Eres demasiado joven. No tienes idea de lo

raro que es eso.—¿La juventud?—Hacer lo correcto. No sólo hacer lo correcto, sino comprender qué es lo

correcto.—Oh —dije—. Claro. —Aunque no estaba completamente seguro de dónde

quería llegar y por qué estábamos teniendo una conversación filosófica.—Te estaremos vigilando, Alfred Kropp —dijo ella.—¿Eso harán? —No me sonaba nada bien.—Estamos muy interesados en tu... desarrollo.Un escalofrío me recorrió la espalda.—Escucha, Abby... Abigail... Señora... No tengo ninguna intención de volverme a

involucrar en algo como lo de la Espada, así que si está preocupada...Levantó su mano para hacerme callar.—Sobre eso, sí, pero también más que eso. De vez en cuando las situaciones se

desarrollan... en, umm... —Movió su mano en el aire. Era como si estuviera tratando de decirme algo sin decírmelo realmente, de la forma en que los adultos intentan explicar el proceso de fecundación con semillas y cigüeñas—. De cualquier modo, quería entregarte esto, en caso de que decidas que quieres saber más sobre La Compañía. Se puede decir que siempre estamos buscando talento fresco... para lo extraordinario.

Dejó caer una tarjeta de visita sobre mis piernas, se levantó de golpe de su silla, le asintió al hombre con cara de perro junto a la puerta, y me dejó solo. Cogí la tarjeta y la leí:

OFICINA DE PARADOJAS INTERDIMENSIONALES

&

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FENÓMENOS EXTRAORDINARIOS (OPIFE)Abigail Smith MD, PhD, JD, MBAAgente Especial DesignadaDivisión de Operaciones de CampoWashington o Londres o París » TokioBruselas o Roma o Moscú o Sydney

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Mis padres adoptivos, los Tuttle, llegaron a Londres al día siguiente para llevarme de vuelta a los Estados Unidos. No tenía la menor idea de que iban a venir. Simplemente se presentaron en la entrada y Horace Tuttle gritó:

—¡Alfred Kropp, cabeza de melón! Por todos los santos, ¿qué demonios estás haciendo en Londres, Inglaterra?

—Si vuelves a escaparte de esa manera, tendremos que entregarte, Alfred —dijo Betty con lágrimas en los ojos.

—Podríamos hacerlo —resopló Horace—. ¡Tienes mucho que explicar, jovencito!—En realidad —les dije—. ¡Salvé al mundo de su total aniquilación!—¡Claro que lo hiciste! —gritó Horace—. ¡Y yo soy Tarzán, el Rey de la Selva!—Espera, Horace —dijo Betty—. Sabes lo que nos dijo la trabajadora social:

Alfred es un joven problemático.—Todos tenemos problemas —se quejó Horace.—Estoy segura de que Alfred tiene toda la intención de regresar al instituto y

lograr salir adelante como un ciudadano sólido, un miembro que aporte algo a su comunidad —dijo Betty. Me dio una palmada en el hombro—: ¿No es así, cariño?

—Así es —dije—. Te lo aseguro.—Bueno, no he cruzado el Atlántico a este país inglés extranjero dejado de la

mano de Dios para cotorrear —dijo Horace—. ¿Dónde están tus cosas, Alfred? Nos marchamos.

—No tengo nada —dije—. Salvo esto.Les mostré la espada negra de Bennacio. Horace intentó coger la espada y le

dije que no la tocara: la hoja estaba muy afilada. Además, tampoco quería que la tocara porque la sola idea de que Horace Tuttle tocara la hoja del Ultimo Caballero de la Orden de la Espada Sagrada me producía arcadas.

—Nunca lograremos pasar esto por la aduana —dijo él.—Entonces no me iré —les dije—. No me iré sin ella.Y no lo hice. Metí la espada en el bolso de Horace y, cuando los detectores se

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volvieron locos con ella, le mostré al supervisor la tarjeta de Abigail Smith. Hizo una llamada y en cinco minutos habíamos pasado la aduana.

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Así fue cómo terminé de vuelta en Knoxville, Tennessee, después de salvar el mundo y a todos los que lo habitan, incluyendo a los Tuttle.

Una semana más tarde, yo estaba de regreso en el instituto, pero mi foto había dado la vuelta al mundo después del incidente de Stonehenge y ahora yo era algo así como una celebridad. No sé qué llamadas se hicieron o quién le dijo qué a quiénes, pero yo estaba de vuelta en el instituto como si nada hubiera ocurrido. Corría el rumor de que yo era un terrorista internacional porque así era como me habían llamado en la tele, pero supongo que algunas personas simplemente no pueden pillar los matices.

En mi primer día de vuelta a clase, Amy Pouchard quiso hablar conmigo después de mates. Ella estaba mascando con fuerza un trozo de chicle fresco, lo cual me recordaba a Mike Arnold, y de pronto no me gustaba Amy Pouchard tanto como yo creía.

—Tú desapareciste, explotaste algo, y ahora regresas —dijo ella.—Yo no exploté nada —le dije—. Aunque sí maté a alguien.Sus ojos se abrieron de par en par.—¡Venga ya!—Pero él se lo buscó.—¿Era un terrorista o algo así?—No, pero podríamos llamarlo un agente de la oscuridad.—Guau. ¡Súper guay! —Me tocó el antebrazo con la mano. Su mano estaba muy

fría, y me pregunté si tendría un problema de circulación—. ¿Le disparaste?—Lo decapité.Su boca se abrió ligeramente y vi el trocito color verde claro del chicle entre su

lengua y sus dientes.—¡Kropp! ¡Tú! ¡Kropp!Era Barry Lancaster, empujando a la gente a un lado del atestado pasillo para

llegar a mí.

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—¿Todavía eres su novia? —le pregunté a Amy Pouchard.—Algo así. Realmente, no. Quiero decir, él nunca ha decapitado a nadie ni ha

hecho nada parecido. ¿Quieres el número de mi móvil?Para entonces, Barry había llegado hasta donde yo estaba. Me dio un fuerte

empujón en el hombro derecho y dijo:—¿Qué estás haciendo aquí, Kropp? ¿No se supone que deberías estar en la

cárcel o algo así?—De hecho —dije— debería estar en clase de ciencias sociales.—Pero en cambio estás hablando con mi novia. Muy estúpido, Kropp.—Ella no es tu novia, Barry.—Como si tú supieras.Me empujó otra vez.—No me empujes otra vez, Barry.—¿No? ¿Quién me lo va a impedir, Kropp?Me empujó otra vez.—Barry —dijo Amy Pouchard—. Déjalo.Ya se había reunido un grupo. Sonó el timbre pero nadie prestó atención.—Este es el momento en el que debería decirte que el último tío que me empujó

de esta forma terminó decapitado —le dije a Barry.—Se te llena la boca —me gruñó, y luego se lanzó sobre mí.Realmente él no tenía ninguna posibilidad. Caminé de lado hacia la derecha, y le

clavé un puñetazo fulminante en la sien de su rubia cabeza, mientras pasaba volando.Barry se cayó y se quedó tumbado y supongo que, si yo hubiese sido Barry, le

habría dado una patada en las costillas, pero yo no era Barry Lancaster. Yo era Alfred Kxopp, no exactamente un caballero sujeto al código de la caballería, pero sí el descendiente de uno de los más grandes caballeros que jamás haya existido. Además, supongo que morir te da una perspectiva sobre las cosas por las que vale la pena pelear.

Levanté la mano.—Esto es una locura, Barry —dije—. Nos van a expulsar a los dos.—Eso fue sólo un golpe de suerte —dijo jadeando y luego me apartó la mano de

un golpe.—Las probabilidades dicen lo contrario —contesté—. Nunca he tenido mucha

suerte.Tiré de él hasta ponerlo de pie y me dijo bruscamente:—Eres un bicho raro.No intentó empujarme de nuevo o pegarme, y después de eso, nadie volvió a

burlarse de mi tamaño o a hacer un comentario sobre mi coeficiente intelectual. La gente me dejó en paz. Incluso mis profesores mantuvieron la distancia e hicieron el esfuerzo de dejarme a mi bola. Por supuesto, se comentó por todo el colegio que yo había admitido haber asesinado a alguien y persistió el rumor de que yo era un terrorista.

Pasaba la mayoría de las tardes en Oíd City, el barrio viejo de la ciudad, caminando sin cesar o sentado en el Ye Olde Coffee Shop, donde había conocido a Bennacio. Siempre me sentaba en el último taburete, al fondo de la barra, y sorbía lattes, mirando a la gente pasar a través del ventanal.

Algunas veces sacaba la tarjeta que Abigail Smith me había dado en Londres y

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la miraba fijamente. Aunque la mayoría de las veces sólo me quedaba observando a través de la ventana. Siempre me fastidiaba tener que volver a casa de los Tuttle. Estar sentado en la cafetería me hacía sentir cerca de Bennacio, lo más parecido a un padre que nunca tuve, y algunas veces escuchaba su voz en mi cabeza: No te preocupes tanto por culpas y penas, Alfred. Ninguna batalla se ha ganado, ninguna hazaña se ha logrado jamás, por sumirse en la culpa y la pena.

Comencé a entender que había reclamado algo más que la Espada de Reyes en la Cueva de Merlín. Había reclamado algo mucho más poderoso y escalofriante.

Me había reclamado a mí mismo.Una tarde, después de terminar mi café, miré el reloj y me di cuenta de que eran

casi las seis en punto. La cena ya habría terminado en casa de los Tuttle para cuando yo llegara, y la señora Tuttle me armaría un escándalo y se preguntaría dónde me metía todas las tardes en lugar de venir a casa y estudiar como un buen chico. Horace pisaría con fuerza, gritaría y temblarían las delgadas paredes de la pequeña casa.

Yo me comería las sobras y me retiraría a la pequeña habitación que compartía con Lester y Dexter. Al día siguiente iría al instituto y ésa sería mi vida, la vida de Alfred Kropn Heredero de Lancelot, Hijo de la Sagrada Orden, Amo de la Espada de Reyes y Extraordinario Aventurero.

Salí de la cafetería y me di la vuelta en Central para dirigirme a la calle Jackson, pero en lugar de caminar hacia la parada de autobús, me fui directo al teléfono público que estaba calle y media más abajo, y marqué el número 900 que aparecía en la tarjeta.

Cuando ella contestó, no pareció nada sorprendida.—Soy Alfred Kropp, Abby... Abigail... Señorita Smith, Doctora Smith, Señora. Y

he estado pensando sobre lo que me dijiste. Sobre, umm, la necesidad de talento fresco...

FIN