Yo, Dracula - Silver Kane

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Las manos se alzaron.

Parecía como si se movieranlentamente.

Pero en realidad no era así. El gestofue fulminante. Kramer tuvooportunidad de comprobarlo porqueen seguida las encontró en sucuello.

Los dedos eran largos y duros.

Parecían de acero.

Kramer apenas pudo balbucir:

—Noooo…

Una boca ávida y experta fue hacia

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el lado izquierdo de su cuello. Elviejo borracho no supo defenderse.Las fuerzas le fallaban. Todo seguíadando vueltas en torno suyo.

Y entonces se dio cuenta de lahorrible verdad.

Nunca lo había sospechado, cuandoaquel ser le habló del asunto enuna sucia taberna de Bucarest.Había pensado que era un asuntode contrabando. Nunca llegó aintuir la terrible realidad.

Pero ahora lo veía claro.

Estaba sirviendo de alimento a unvampiro.

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Silver Kane

Yo, DráculaBolsilibros: Selección Terror -

74

ePub r1.0Titivillus 15.03.15

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Título original: Yo, DráculaSilver Kane, 1974Diseño de cubierta: Alberto Pujolar

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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PARTE PRIMERA

TRES ENCUENTROS CONLA MUERTE

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CAPÍTULOPRIMERO

Kramer, el viejo borracho, alzó labotella, bebió a chorro un abrasantetrago que le devoraba la garganta, yluego, eructó satisfecho. Lo que acababade beber era un mejunje tan fuerte queseguramente hubiese bastado acercar asu boca la cabeza de un fósforo para queéste se encendiese por combustiónespontánea. Pero sin embargo, Kramerrefunfuñó:

—Bah… Estos licores de ahoracada día son más flojos.

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Y exhibió el pase que le autorizaba aentrar en el almacén.

Eran más de las doce de la noche.Una luna casi irreal de tan hermosa,flotaba sobre las aguas del gran río.Sólo unos cuantos rumores apagadosllegaban hasta aquel lugar que parecíacompletamente apartado del mundo.

Era como un inmenso cementerio.Kramer avanzó, haciendo sonar sus

gruesos zapatones sobre las baldosas depiedra. Y en aquel rincón, apenasalumbrado por la lámpara, vio los dosataúdes.

Se pasó el dorso de la mano por laboca.

—Uf… —gruñó—. Menudo

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viajecito me habéis dado procurandoque nadie os molestara. Pero gracias avosotros he podido regresar, porqueestaba sin blanca…

Luego la mano que se había pasadopor los ojos se la pasó por la boca. Nopodía negar que se estaba mareando.Hasta la medianoche había ingerido casidos litros de alcohol, de modo que lológico era que tuviese el estómagoperforado. Lo menos que le podía pasarera marearse. Pero de todos modos élatribuyó lo que le estaba ocurriendo atodo lo contrario.

—Claro —dijo—. Me he pasado eldía completamente seco. Lo que necesitocon urgencia es un trago.

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Y volvió a empinar el codo hastaque dejó la botella vacía.

Todo en él abrasaba.Entonces se acercó a uno de los

ataúdes, el más lujoso de los dos, y sedispuso a meter en la cerradura la llaveque había guardado celosamentemientras gruñía:

—Bueno, voy a despedirme devosotros. Mi contrato ha terminado.Seguro que no nos veremos nunca más…

Y alzó la tapa.Inmediatamente sintió algo así como

un espasmo.¿Qué pasaba?En realidad Kramer no lo advirtió

hasta momentos después. Se trataba de

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que al hombre metido en el ataúd, lohabía visto él con los ojos cerradoscuando bajó la tapa tres semanas antes.Y ahora aquel hombre estaba con losojos abiertos.

Por lo demás, su inmovilidad eraespantosa.

La rigidez de su cuerpo era larigidez de un cadáver.

¿Pero por qué sus ojos mirabanentonces con aquella diabólica fijeza?¿Por qué sus manos se alzaban un poco?¿Por qué pareció como si dirigiese aKramer una satánica sonrisa?

Kramer se hizo estas preguntas deuna forma maquinal, pero la verdad fueque no pensó gran cosa más. En todo

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caso lo único que pensó fue lo único quevenía pensando desde treinta años antes:

«Necesito un trago».Y llevo maquinalmente la derecha

hacia uno de sus bolsillos, en busca deotra botella.

Pero esta vez no tuvo tiempo.Verdaderamente no tuvo tiempo de nada.El caballero vestido de negro quereposaba en el fondo del ataúd se alzópoco a poco. Quedó sentado en él sinque las piernas perdieran su rigidez y suinmovilidad. En cierto modo hizo unaflexión de verdadero atleta.

Las manos se alzaron.Parecía como si se movieran

lentamente.

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Pero en realidad no era así. El gestofue fulminante. Kramer tuvo oportunidadde comprobarlo porque en seguida lasencontró en su cuello.

Los dedos eran largos y duros.Parecían de acero.Kramer apenas pudo balbucir:—Noooo…Una boca ávida y experta fue hacia

el lado izquierdo de su cuello. El viejoborracho no supo defenderse. Lasfuerzas le fallaban. Todo seguía dandovueltas en torno suyo.

Y entonces se dio cuenta de lahorrible verdad.

Nunca lo había sospechado, cuandoaquel ser le habló del asunto en una

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sucia taberna de Bucarest. Habíapensado que era un asunto decontrabando. Nunca llegó a intuir laterrible realidad.

Pero ahora lo veía claro.Estaba sirviendo de alimento a un

vampiro.Estaba hundido en un pozo de

tinieblas, en un mundo de horror quecreyó que ya no existía.

Pero pensó irónicamente:«Mi sangre, que está empapurrada

de alcohol, no le servirá de grancosa…».

Poco a poco todo fue cediendo en él.Cayó de rodillas.Las imágenes que daban vueltas en

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torno suyo fueron quedando fijas, con laterrible fijeza de la muerte.

El hombre vestido de negro lanzóuna suave risita.

Era una risa suave, lenta, corrosiva,que parecía llegar desde más allá deltiempo.

La sangre que acababa de ingerir ledaba nuevas fuerzas. Su aspecto pálido,terriblemente blanco y hasta demacrado,iba cambiando velozmente.

Arrastró el cuerpo de Kramer hastael lugar en que yacían unos bultos y sedispuso a ocultarlo. Su propósito eraque tardasen al menos tres días enencontrarlo, hasta que empezase a oler,pero para eso necesitaba trabajar unos

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minutos. Había que cambiar de sitiounos bultos y situar detrás el cadáver.

No tuvo tiempo.Inmediatamente sonaron unas voces

en la puerta del almacén. Alguien seacercaba. Las grandes puertas se estabandescorriendo.

—¡No hay derecho! —gruñía alguien—. ¡Hacernos trabajar a estas horas!

—El traslado tiene que hacerseinmediatamente —dijo una vozautoritaria—. Hay peligro de que elmaterial se estropee.

El hombre tuvo que dar un saltohacia atrás.

Sus movimientos eran ágiles ydotados de una increíble precisión.

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Quizá otro se hubiese aturdido,puesto que los hombres que iban apenetrar en el almacén ya estabanmaterialmente en el umbral. Pero él no.Él no hizo un solo movimiento en vano ypareció como si calculara susmovimientos segundo a segundo.

Tuvo el tiempo justo para meterse denuevo en el ataúd.

Bajó la tapa.Pero antes retiró la llave, que estaba

en la cerradura, para que no pudierancerrar otra vez. Inmediatamente seoyeron los gritos.

—¡Dios santo!—¡Es ese tipo que llegó hace poco!—¡El que olía a alcohol!

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—¡Y está blanco como el papel…!Se produjo un brusco silencio, como

si todos respiraran el horror quebruscamente había pasado a rodearles.

Al fin alguien musitó:—No lo entiendo…—¿Por qué? ¿Qué pasa?—Parece obra del conde Drácula…

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CAPÍTULO II

Los dos sepultureros terminaron deabrir las fosas. Aparecían sudorosos ycasi jadeantes, pese a lo habituados queestaban a aquella clase de trabajos. Sóloel que ha hecho a pico y pala cimientosen una casa o ha abierto sepulturas deocho palmos de profundidad sabe loreventado que puede encontrarse unhombre después de una tarea semejante.

Como habían trabajadosincronizadamente, los dos acabaroncasi al mismo tiempo. Asomaron lascabezas y luego salieron de las fosas.

No tenían el menor interés en

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quedarse en ellas.Las dos sepulturas estaban apenas

separadas por cinco pasos de distancia.Correspondían a los dos ataúdescolocados uno junto al otro.

Uno de los hombres gruñó:—¡Uf! ¡Menos mal!Y el otro:—Ya estaba harto de este trabajo.—Pues no debieras haberte cansado

ni más ni menos que otras veces. Estástan acostumbrado como yo.

—No es lo mismo. Y te diré por qué.—¿Qué te pasa?—Es la luna —dijo el que se había

quejado—, la maldita luna. Yo llevoaños trabajando en los cementerios,

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pero siempre lo he hecho a la luz delsol.

El otro intentó reír, aunque la risa noacabó de salirle.

—No me dirás que tienes miedo —murmuró.

—No se trata de eso. Je, je… ¡Si losabré yo! Pero de todos modos no megusta trabajar en un cementerio denoche.

—A mí me es igual. Pero oye…¿Sabes una cosa? ¿Sabes lo que meinquieta?

—¿Qué?—Lo de las monedas.Y mostró cinco relucientes monedas

de oro que llevaba en uno de sus

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bolsillos. Mientras las contemplaba conadmiración, pues sabía lo mucho quevalían, gruñó:

—Cuando anoche las recibí en micasa, en un pequeño paquete enviadopor Correos, tuve una condenadasorpresa. La misma clase de condenadasorpresa que debiste tener tú.

—Sí… Cinco monedas a cada uno,enviadas dentro de un paquete, para queenterrásemos por la noche los dosataúdes de color ceniza que nos seríanentregados hoy. No querían que losenterrásemos a la luz del día ni que losabriésemos por ningún concepto. Segúndecía el firmante de la carta, se tratabade un asunto familiar y altamente

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sentimental.—Pues a mí no me extraña tanto —

dijo el otro—. La muerte es lo másimportante que hay, muchacho, y la gentereacciona ante ella de forma muydiversa. ¡Tendría tantas cosas quecontar! Desde aquella mujer que queríapagarme para que desenterrara elcadáver de su marido en el primeraniversario de su muerte. ¡Imagínate…!Hasta aquel hombre que pocas horasantes de morir me dio mil dólares paraque cuidase de su perro y, cuando elperro muriese, lo enterrara con él, aunsabiendo que eso está prohibido. En fin,a mí no me extraña tanto ese capricho deun familiar que no ha querido dar la

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cara. ¡Y me he ganado cinco monedas deoro, qué cuerno!

—Bueno, es eso lo que queríadecirte… Verás. Esta mañana he ido alBanco para saber lo que valían. Yo notengo ningún dinero allí, pero mi mujertiene unos pequeños ahorros.

—¿Y qué?—Ha pasado una cosa increíble. A

mí, un pelanas, me ha recibido elmismísimo director. Me ha dicho queesas monedas eran muy antiguas. Me hadicho también que pertenecieron a lacorte de… No sé, me lo he tenido queapuntar en un papel. Ah, sí… ¡A la cortede Bizancio!

—¿Y dónde está eso?

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—No sé. Se ve que fue un reino queexistió. La primera vez que el tío hapronunciado ese nombre, yo creí que meinsultaba.

—¿Y qué más?—Ha ofrecido comprármelas.—¿Por cuánto?—Por ochocientos dólares, las

cinco.—¿Queeeé…?—Una fortuna, chico.—Y tú no se las has vendido, por lo

que veo.—No, porque no me fío de los

banqueros. Yo sé que si el tío me ofreceocho es porque valen veinte. De modoque he preferido poner un anuncio en los

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periódicos y venderlas directamente aun coleccionista. Mañana mismo meocupo de eso.

Y mientras se secaba el sudor de lafrente, sin salir aún de la sepultura,añadió:

—Pero el director del Banco se hacabreado.

—¿Sí…?—Ha empezado a hacer preguntas

idiotas sobre el modo como yo habíaconseguido esas monedas. De maneraque como yo soy un ciudadano libre ytrabajo más que él, le he dicho no sé quéde su madre y me he largado. ¡Puesestaría bueno! ¡A ver si encima de tenerque abrir una sepultura de noche he de

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darle explicaciones a ese tío!El otro emitió una risita gutural

mientras sacaba más aún la cabeza porel borde de la fosa.

—Oye, he tenido una idea.—¿Cuál?—Pues verás… Si un familiar ha

tenido una colección de viejas monedaspara dar ese gusto a los muertos, ¿quiénsabe lo que habrá en los ataúdes?

—¿Quieres decir que…?—Te haré un poco de historia. He

repasado los papeles cuando nos hanentregado los féretros en laadministración del cementerio.

—¿Venían consignados aquí?—Sí. Desde Rumanía. Los trajo un

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tal Kramer.—¿Dónde está Rumanía?—¡Y yo qué sé! Pero no está a la

vuelta de la esquina, eso seguro.Tendrías que ver lo que costó eltransporte.

—Bueno, ¿y qué has deducido detodo eso?

—El tal Kramer murió asesinado. Lapalmó en el almacén donde estabandepositados esos dos ataúdes.

—Pues sí que…—Por lo que sé, nadie ha

descubierto al asesino. Pero como losataúdes estaban consignados en regla ytodos los gastos habían sido pagados, lamisma policía se ocupó de hacerlos

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llegar hasta aquí.—Me parece muy normal. ¿Pero qué

deduces tú de eso?—Hombre…, ¿y tú?Los ojillos de los dos hombres se

habían iluminado a un tiempo.Uno dijo:—Caray… La conclusión está clara.

Eso significa que pudieron matar al talKramer para robar lo que había en losataúdes, pero la policía llegó antes deque los asesinos tuvieran tiempo.

—Ujú.—Y desde entonces nadie ha podido

tocar los féretros.—Ujú.—Y ahora los tenemos aquí.

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—Ujujú jujurujú.—Sin que nadie nos moleste.Los dos rieron a la vez.Se habían entendido a la perfección.Tenían toda la noche para registrar a

los muertos y adueñarse del mejorobjeto de valor que hubiese en losataúdes.

Volvieron las cabezas para mirarlos.—Mira —dijo uno—. Ahí los

tenem…No acabó la frase.De repente palideció como si fuera

uno de los muertos con los que cada díatenía que tratar.

El otro ni eso fue capaz de decir.Quedó con la boca abierta,

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aterrorizado, jadeante.Los dos ataúdes se estaban abriendo.Los dos a la vez.Las tapas chirriaban.Dos manos largas, afiladas, surgían

de allí suavemente.La luz espectral de la luna iluminó a

los dos seres fantasmales que surgíandel fondo de la muerte.

Un hombre y una mujer.Los dos vestidos de negro.Con las facciones color ceniza.Sobre todo la mujer.La mujer era espantosa.Parecía tener mil años. Y sin

embargo…¡Sin embargo, había en ella algo

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inexplicable! ¡Algo que espantaba y queseducía a la vez!

Los dos sepultureros chillaron a untiempo.

A pesar de su experiencia, estabanaterrorizados. Sus manos se aferraron alos bordes de las sepulturas en las queaún estaban metidos. De sus gargantasescapaban unos sonidos guturales que noeran nada, ni siquiera un grito.

Los dos cuerpos fantasmalesacabaron de salir.

Y entonces ocurrió algo que parecíamás inexplicable aún.

Alzaron sus ataúdes.Parecían flotar en el viento, parecía

como si para ellos nada absolutamente

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tuviese el menor peso.Con dos gestos maestros y

sincronizados volcaron los ataúdessobre los dos hombres, uno en el interiorde cada fosa. El peso y el aturdimientohicieron que los sepultureros quedasenpor un momento aplastados contra latierra del fondo.

Cuando reaccionaron ya era tarde.Intentaron salir, pero el peso del

ataúd y la estrechez de la fosa no lespermitían moverse. Además empezó aocurrir algo espantoso apenas unossegundos después.

¡La tierra caía sobre ellos!¡Les estaban enterrando vivos!Trabajando con una enorme rapidez

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y con una admirable maestría, el hombrey la mujer llenaban de tierra las dosfosas. Como la tierra estaba depositadaal borde, no tenían materialmente másque empujarla. En un instante los dossiniestros huecos estuvieron llenos otravez.

Ni quedaba rastro de los dossepultureros.

Ni de los ataúdes.Cualquiera tenía motivos para

suponer que la inhumación se habíarealizado perfectamente, puesto que eldar sepultura a los dos ataúdes habíasido encargado por la administracióndel cementerio y además suemplazamiento estaba señalado en los

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registros. Y aquello ya no se tocaríamás. Quizá no se tocaría en diez o doceaños.

La mujer susurró:—Lástima.—¿Por qué?—Necesitaba alimentarme. Nunca te

ocupas de mí.—Tú sabes que sí que lo hago, Opal.

Lo que ocurre es que necesitábamosactuar aprisa para que esos dosbastardos no huyesen. Y necesitábamosactuar, además, de forma que no quedaserastro.

—¿Qué pensará la gente mañana,cuando ninguno de los dos aparezca?

—Ya has oído a uno de ellos. Ha

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estado en un Banco preguntando el valorde las monedas que yo envié por correola otra noche.

—¿Crees que relacionarán una cosacon otra?

—Claro que sí. Todo se sabe enasuntos de dinero. Las propias familiascreerán que esos dos desgraciados, quenunca habían visto ochocientos dólaresjuntos, se han largado a disfrutarlos conmujerzuelas y con alcohol. Durantealgunas semanas esperarán que vuelvan.Luego, cuando la policía investigue enserio el asunto, ya se habrán perdidotodos los rastros. En todo caso, anosotros jamás nos buscarán.

Sonó una leve risita.

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La mujer, pese a la edad que ahoraaparentaba, tenía una dentaduramaravillosamente perfecta.

—Vamos —dijo al fin—. Nopodemos perder tiempo.

—Cierto. No nos queda más que estanoche…

Y se alejaron los dos.Flotaban como sombras.Se movían como el viento…

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CAPÍTULO III

La casa era de piedra y estabamagníficamente situada en lo alto de unapequeña colina, a la que se subía por uncamino de herradura. No había máscasas en las cercanías, aunque seestaban ya abriendo los cimientos dealgunas. Un cartel indicaba en letrasrojas:

CENTRO RESIDENCIAL DE RUGCENTER

Pero era la casa lo que llamaba laatención; la única casa que existía en

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aquellos contornos. Construida muchotiempo antes, tenía esa solidez de lasedificaciones antiguas; esa solidez delos castillos.

Un camino enarenado llevaba hastala puerta.

El camino se iniciaba con unacancela blanca, en la cual otro cartelmás pequeño indicabapresuntuosamente:

DOMINIOS PARTICULARES DELORENA CUNIGAM

PROHIBIDO EL PASO

En verdad que los dominiosparticulares eran bastante extensos,

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pues la pared que rodeaba la casa seperdía casi de vista. Pero todo estabaalgo descuidado, como si LorenaCunigam no se ocupara demasiado de supropiedad. O quizá era porque viajabacontinuamente.

Flotaba en aquel ambiente algoirreal.

Incluso hubiérase dicho que algosiniestro.

Sobre las dos almenas que formabanel tejado de la casa señorial empezabaya a flotar la luna.

Un ruido de cascos de caballos seoyó de pronto llegando del camino deherradura. La luz casi irreal y mágica deaquella noche permitía distinguir incluso

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a buena distancia el magnífico carruajeque llegaba desde lo que iba a ser RugCenter.

Se trataba de un vehículo cerrado,muy sólido, del que tiraban dosmagníficos alazanes. Un cocherocompletamente vestido de negro losanimaba de vez en cuando con su látigopara que no vacilasen al remontar lacuesta.

Por fin se detuvo ante la cancela.Descendió y la abrió para que el

carruaje pudiera pasar. Luego trepó denuevo hasta el pescante y siguió sucamino, para detenerse justamente antela entrada de la casa.

Abrió la puerta.

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Dentro del vehículo había una solamujer vestida de negro. Sus ojos eranquietos, profundos y un tantomisteriosos. Tenía una edad indefinible,pero había en ella algo que no estaba enla cara de las demás mujeres: distinción,señorío, clase.

El cochero musitó:—Señorita Lorena…—¿Ya hemos llegado?—Sí. Ya está en su casa.Tendió la mano para ayudar a bajar a

la mujer. Ésta contempló la casa vacía,solitaria, aquella casa de la que sedesprendía algo así como un soplohelado y siniestro.

Negros nubarrones empezaban a

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flotar en el horizonte.Algunos tapaban la luna.—No sé como se atreve a estar sola

en esta casa, señorita Lorena —dijo elcochero—. No lo entiendo, ¿sabe? Daescalofríos…

—Al fin y al cabo es mi hogar.—Sí, ya sé…—Fue la casa de mis padres.—Oh, por supuesto.—Y de mis abuelos.—Perdone si he dicho algo que no

debí decir, señorita Lorena. Pero meparecería mejor quedarme aquí conusted. Yo dormiría en las caballerizas,naturalmente.

Lorena Cunigam pareció pensarlo.

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Al fin se encogió de hombrosmientras decía:

—Está bien. Mejor será que novuelva a la ciudad y así dará descanso alos caballos. No sé cómo estarán deprovisiones las caballerizas, peroimagino que hay lo necesario. Ocúpesede todo.

—Sí, señorita.El corpulento hombretón se alejó

con el carruaje hacia el otro lado de lacasa, mientras Lorena Cunigam abría lapuerta principal.

Un cierto olor a cerrado la recibióen seguida.

Pero a ella, pertinaz visitante detodos los museos y de todos los

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anticuarios del mundo, aquel olor no lepareció desagradable, sino todo locontrario. Para ella era un olor de hogar.

Encendió una lámpara de petróleo,pues aquel sistema era el único quepodía utilizarse en la casa.

Un verdadero tesoro formadodurante generaciones se mostraba allí.Los Cunigam, maniáticos coleccionistas,se habían casi arruinado, comprando lomejor y lo más artístico que el mundopodía ofrecer. Sobre todo LorenaCunigam, que era la última descendientey no necesitaba ahorrar para nadie.

Había allí desde tallas románicas deEspaña, todas de rigurosa antigüedad,hasta mármoles sacados del Foro de la

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vieja Roma, pasando por iconos rusos yapuntes de dibujos realizados por Rafaely por Leonardo de Vinci. Si los ladroneshubiesen sabido lo que valía todoaquello era posible que hubieran entradoen la casa aprovechando la ausencia desu dueña. Pero en una región tandespoblada nadie entendía de objetos dearte…

¿Nadie…?¿Por qué tuvo entonces Lorena

Cunigam la sensación de que alguienhabía pasado por allí poco antes?

El borde de una de las alfombrasestaba doblado, como si lo hubierapisado alguien. Y el polvo no se habíadepositado aún en aquel borde, lo cual

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indicaba que seguramente lo habíandoblado sólo un par de días antes.

La mujer notaba también otrosdetalles que no acababan de gustarle.

Como por ejemplo un jarróncambiado de sitio. La marca de suantiguo emplazamiento se marcabatodavía en el mueble.

O como, por ejemplo, una ventanamal cerrada a la que el viento haciaoscilar.

Lorena Cunigam oyó el sonido delos recios zapatones en el umbral de lacasa.

Se volvió.El cochero estaba allí. La larga capa

le daba un aspecto casi fantasmal. Sus

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ojillos duros y penetrantes brillaban enla penumbra.

Lorena se estremeció. No supo porqué.

Pero preguntó con un soplo de voz:—¿Qué hace aquí?—Acabo de dejar a los caballos en

la cuadra, señorita. Y antes deinstalarme yo, quiero saber si necesitaalgo. Por ejemplo que le encienda fuegoen alguna chimenea.

—Sí… Tiene razón. Hace fríoaquí…

—Iré a buscar leña, señorita.La presencia del fornido cochero

tranquilizó a Lorena Cunigam. Si alguienestaba en la casa, tendría que enfrentarse

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no sólo con ella, sino con aquelcorpulento tipo acostumbrado a tratar alos caballos más rudos. De modo que,mientras el otro se alejaba, ella fue a versi aún seguía intacto en la casa uno delos tesoros que más apreciaba.

Abrió la puerta que daba al sótano, yque estaba junto a una gran chimenea.Descendió por unos gastados peldañosde piedra.

Todo aquello era muy antiguo.Lo habían construido sus abuelos en

la época de la Declaración deIndependencia.

Mientras avanzaba, Lorena ibaencendiendo las lámparas de petróleoque encontraba a su paso. Y así hizo que

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una luz amarillenta y funeraria llegasehasta el último extremo del sótano.

Los dos ataúdes estaban allí.Intactos.Nadie se había atrevido a tocar

aquellas joyas que parecían proceder delos últimos confines del tiempo.

Lorena Cunigam sabía lo mucho quele había costado encontrar aquellosataúdes, los cuales había estadobuscando por todos los rincones de losviejos castillos de Transilvania. Sabíalo mucho que le había costadotrasladarlos a su país. Y estabaconvencida de que eran los auténticossarcófagos del conde Drácula y suesposa.

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Claro que estaban vacíos.Quizá el conde Drácula y su esposa

no existían, ya desde hacía siglos. Quizáaquellos dos ataúdes eran su últimorecuerdo.

Lorena Cunigam fue a regresar.A pesar de su afán de coleccionista y

a pesar de lo mucho que le gustabaaquello. Se sentía deprimida en laatmósfera siniestra de aquel sótano.

Se dispuso a salir.Y entonces oyó un crujido.Fue un raaac, muy leve.Como si algo se alzase.Lorena Cunigam se detuvo.Sentía frío en la sangre.Volvió la cabeza poco a poco, muy

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poco a poco.El raaaaac se reprodujo.Y entonces vio que se alzaba la tapa

de uno de los dos ataúdes.Una mano larga, blanca, distinguida,

de afilados dedos, surgía de allí.Y eso no fue todo.La tapa se alzó completamente.El hombre vestido de negro se sentó

con una suave flexión, como si tuvieralos músculos de un atleta.

Sus ojos quietos y profundosmiraban fijamente a Lorena Cunigam, tanfijamente como si la hipnotizasen.

Se trataba de un hombre sin edad.Un hombre que estaba más allá del

tiempo y que no parecía de este mundo.

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Y entonces Lorena Cunigam se diocuenta de la terrible verdad. El ataúddel vampiro no estaba vacío… ¡Elpropio conde Drácula acababa deaparecer allí, ante sus ojos!

Tendió hacia ella sus largas, finas yblancas manos.

Salió del ataúd poco a poco,flotando como si su cuerpo estuvieseformado de aire.

Lorena Cunigam sintió que aquelhorror venía hacia ella, que sus brazosparecían envolverla como un mortalanillo. Corrió alocadamente hacia lapuerta del sótano, pensando sólo en huir,pero se equivocó.

En lugar de abrir aquella puerta

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abrió la de una pequeña habitación casicontigua donde se guardabanherramientas.

Y entonces el cadáver pareció saltarhacia ella.

Se derrumbó como una cosa flácciday que sin embargo trataba de enlazarlacon sus brazos. Sus facciones estabanespantosamente blancas.

Diríase que aquel cadáver no habíatenido sangre nunca.

Y entonces Lorena Cunigamcomprendió la horrible verdad. Como enuna serie de chispazos, desfiló ante ellalo que había ocurrido.

Imaginó al ladrón entrando en lacasa.

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Lo imaginó doblandoinadvertidamente una alfombra. Ycambiando un jarrón de sitio.

Imaginó a aquel hombredescendiendo al sótano, pues debíapensar que allí se guardaban losprincipales tesoros de la casa.

Y lo imaginó… ¡encontrándose conel propio conde Drácula!

Aquél había sido el resultado. Uncuerpo sin sangre y que había sidodepositado en un armario hasta que sedescompusiese.

Pero Lorena Cunigam ya no pudopensar más.

Los brazos del vampiro estaban allí.Allí estaba su boca.

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Sus largos dientes…Allí estaba la muerte.Notó un terrible dolor cuando los

incisivos se hundían en su arteria. Y enseguida un suave sopor la fue venciendo,la fue dominando, la fue doblando…

Aquello, al fin y al cabo, no era másque la muerte.

Pero Lorena Cunigam aún no losabía.

* * *

El corpulento cochero, al entrar enla casa, oyó una especie de débil

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gemido en el sótano. Se detuvo aescuchar mientras mantenía entre losbrazos los gruesos troncos con los quepensaba encender la chimenea.

El gemido ya no se repitió. Por elcontrario, le pareció oír un crujido en eldormitorio que había al otro lado, a laderecha de la chimenea.

—Señorita Cunigam… —llamó—.¡Señorita Cunigam!

Nadie le respondió.El silencio más mortal parecía

haberse enseñoreado de la casa.Cada vez más extrañado, el hombre

dudó entre ir al dormitorio o ir alsótano, pero al fin se decidió por elprimero ya que era el que tenía más

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cerca. Soltando todos los troncos menosuno, puesto que podía servirle comomagnífica arma, empujó la puerta demadera noble.

Lo primero que vio fue que la camaestaba intacta.

Pero había unas prendas junto a ella.Unas prendas femeninas de rarasuavidad, depositadas en el respaldo delas butacas.

El cochero las miró con asombro.Quizá nunca había visto unas prendas tanfinas y al mismo tiempo tan pasadas demoda. El corsé de mujer, por ejemplo,era demasiado alto y demasiado rígido.Pero tenía una rara suavidad, unaespecie de dulzura que parecía situada

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más allá del tiempo.¿Y qué decir de las medias? ¿Y de

aquella camiseta casi transparente?«Pero esto no puede ser de la

señorita Cunigam… —pensó—. Nopuede ser…».

Oyó entonces aquella lenta risita asu espalda.

Era una risita chirriante y burlonaque parecía llegar desde muy lejos.

Se volvió.Nunca había visto una mujer con tan

poca ropa y al mismo tiempo una mujertan extraña. La más violenta seducciónse mezclaba en ella a un no sé qué querepelía.

Llevaba unos largos cabellos que

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casi le cubrían la desnuda espalda. Susojos eran profundos y quietos. Reía,pero sin abrir la boca.

Los labios intensamente rojosmostraban una mueca burlona yseductora a la vez.

El cuerpo era curvilíneo y tentador,pero sin que se supiese por qué, no eracomo el de las demás mujeres.

Avanzó hacia él.Una voz dulce y que parecía llegar

desde lo más profundo del tiemposusurró:

—Ven…El hombre estaba como hipnotizado.No se movió.El tronco que había de servirle de

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arma cayó pesadamente a tierra.La mujer tendió los brazos hacia su

cuello. Había en aquel gesto algo deamoroso y de horrible a la vez. Pero elhombre, completamente aturdido,completamente hipnotizado, no supomoverse.

Los labios fueron hacia su cuello.Nunca una mujer había tratado de

besarle con tanta dulzura.Pero de pronto sintió aquel violento

dolor. Notó que unos dientes largos eincisivos como puñales se hundían en sucuello.

Trató de gritar.Pero ya no pudo. Era tarde para

todo, era tarde incluso para tratar de

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luchar.Sintió que, de pronto, una brusca

flojedad se apoderaba de él.Sintió que se le doblaban las

rodillas.Que una brutal indiferencia se

apoderaba de él.Y tampoco él, como Lorena

Cunigam, se dio cuenta de que aquelloera la muerte.

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PARTE SEGUNDA

LES VOY A HABLAR DE MIVIDA

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CAPÍTULOPRIMERO

Siempre he pensado que ChristieWoods es una de las mujeres másapetitosas que he conocido. Y ahora,cuando la veo ante mí, aterrorizada yjadeante, lívida e incapaz de resistir,pienso que he tenido razón, que he hechobien al seleccionarla a ella entre ochentao cien muchachas a las que podía haberatacado.

Durante casi diez minutos la heperseguido por los jardines solitarioshasta que ella no ha podido más, hasta

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que se ha declarado vencida. ChristieWoods está un poco llenita y no hacedemasiado ejercicio. Eso no quieredecir que no sea una mujercitamaravillosa, llena de encantos queningún hombre ha descubierto todavía.Pero entre la falta de costumbre y elmiedo que la ha impedido respirar bien,se ha cansado tanto en diez minutos queahora la tengo ante mí incapaz de dar unpaso más apoyada en el tronco de unárbol centenario, mirándome con ojossuplicantes donde se leen por un lado elterror y por el otro la confusión másabsoluta.

Me he acercado poco a poco.Nadie nos ve, nadie nos rodea.

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El edificio más cercano se halla aveinte minutos de carrera, pues heempezado a perseguir a Christie en unlugar completamente deshabitado. Nonos van a interrumpir. Las luces que nosalumbran son muy lejanas y apenasrasgan las sombras.

Voy acercándome poco a poco.Mis ojos están fijos en su cara.Yo ya sé muy bien que mis ojos

asustan al principio, pero despuéshipnotizan y en cierto modo tranquilizana las víctimas. En algunos casos, mipresencia hasta les proporciona unaespecie de placer. Christie Woods, queal principio estaba completamenteenloquecida, y que chillaba

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repetidamente, se ha ido calmando.Mientras me aproximo a ella me doycuenta de que la confusión estásustituyendo al miedo. Sí, eso es… Esconfusión lo único que siente ahora.

Me coloco a dos pasos, mientrasella sigue apoyada en el tronco delárbol. Le corto la retirada. Pero no hagoningún gesto brusco, ningún movimientomás veloz que el otro, porque de locontrario se vería sacudida por unanueva crisis de miedo.

Con una voz tranquilizadora, llenade suavidad, esa voz que he estadoensayando durante siglos, le digo a pocadistancia:

—Vamos… Es una tontería ponerse

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así. Después de todo, entre tú y yo nadava a ocurrir que no haya ocurrido milesde veces.

—Pero es que tú…—¿Yo qué?—Tú nunca te habías mostrado más

audaz que los otros, nunca me habíasperseguido…

—Quizá es que sea más educado queel resto —he dicho.

—Te limitabas a ser amableconmigo —ha murmurado ella, mientrasrecobraba el ritmo normal de larespiración—. Sí, eso es: amableconmigo. Pero nunca te habías fijado enmi cuerpo ni dicho nada que noestuviera bien.

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—Siempre he considerado tu cuerpoel mejor de todos, Christie.

Ella ha mirado, como si no sereconociera a sí misma, sus ropas deterciopelo largas hasta los pies, sucollar largo hasta el pecho, su anchocinto de cuero que más bien parece uncinturón de castidad puesto por fuerza.Esas ropas de gran dama del siglo XVIIIle han impedido correr bien y la hanfatigado mucho más de lo que se hubierafatigado en otras circunstancias. Por miparte yo he mirado mis ropas negras, milarga capa, mis botas charoladas quedelatan unos pies demasiado agudos,incluso un poco raros porque hasta noparecen de ser humano. Pero, por

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fortuna, en ellos la gente no se fija.Christie Woods ha dicho:—Nunca me habías insinuado que te

gustara.—Hay cosas que no hace falta

decirlas.—Pero es que yo…, yo reconozco

que no soy guapa.He estado a punto de reír, pero no lo

he hecho porque entonces ella habríanotado la anormalidad de mis dientes.Con una lenta cabezada me he limitado asusurrar:

—Claro que eres guapa. Y eres,entre otras cosas, la más saludable detodas las muchachas que conozco.

Eso de saludable no le ha acabado

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de hacer gracia. Lo he notado. Una chicade su edad quiere ser algo más quesaludable. Pero al mismo tiempo me hedado cuenta de que se tranquilizaba. Eltono apacible de la conversación le hahecho olvidar el terror de la carrera.

—¿Por qué me has perseguido? —hapreguntado.

—Porque me gustas.—Pero…—Sé razonable, Christie.—También te pido que seas

razonable tú —ha dicho—. Reconozcoque lo de hace unos momentos, cuandocorríamos los dos, ha sido ridículo. Yoenloquecida metiéndome en el bosque ytú detrás mío. Pero es que… no sé lo

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que me ha pasado. Cuando, al principiode todo, me has puesto la mano en elhombro de repente, me ha parecido quela mano no era tuya.

—¿Te has asustado?—Sí, y no sé por qué. ¡Qué tontería!

Ni que fueses el conde Drácula…Yo he sentido otra vez unos

vehementes, unos tremendos deseos dereír, pero me he aguantado porque misdientes son una especie de tarjeta deidentidad que no estoy dispuesto aenseñar hasta el último momento.

—Seamos razonables —ha dichoChristie—. Seamos sensatos… Si tantote gusto no tengo inconveniente en que teacerques a mí, pero hay un límite del

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cual no quiero que pases Ya sé que otraschicas lo pasan, pero eso no me importa.Podemos pasar un rato juntos antes deregresar, pero hay cosas que no estoydispuesta a perder, ¿entiendes?

He dicho que sí con una cabezada.En realidad, la misma Christie

Woods me ha propuesto con voz dechica razonable todo lo que necesito.

Sólo necesito que se esté quieta.Que me deje estrecharla en mis

brazos.Luego…La he abrazado con fuerza, pero el

grueso vestido de terciopelo, largo hastalos pies, estorbaría los movimientos decualquier amante. Ella ha dicho con voz

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trémula: «Qué estorbo, ¿verdad? Quélata…».

—Sí… Estos vestidos no dejanhacer nada.

—Me lo puedo quitar.—Eres muy complaciente,

Christie…—Bueno, pero sólo eso.Ha sonreído. Yo me he acercado a su

cuello, lentamente, con muchaparsimonia.

Estamos a tan poca distancia queapenas distingo su expresión, pero hevisto la sorpresa en sus ojos.

Christie Woods esperaba que labesase en la boca.

¿No es eso lo lógico?

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Pero en lugar de eso tan natural, esoque esperaba, me he acercado a sucuello. Ella ha musitado, con ciertogesto de chica resignada:

—Qué manera de empezar…Vicioso…

Y ha añadido:—Pero no me muerdas…De pronto ha notado aquella cosa

extraña. Ha notado aquella cosaincreíble que estaba en su piel yempezaba a estar en su sangre. Hacaptado ese olor que yo desprendo, elolor inconfundible a muerto que sólo sepercibe cuando me encuentro apoquísima distancia.

Los dientes han penetrado en sus

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arterias.Yo sé bien lo que pasa con ese gesto

repetido miles de veces. Al principio hasentido un dolor muy vivo, como si auno le clavaran una inyecciónintravenosa sin tener cuidado, peroinmediatamente después el dolor hacesado para ser sustituido por lasorpresa. Yo sé muy bien, además, quela mayoría de las mujeres, la inmensamayoría, no se dan cuenta al principiode que me estoy bebiendo su sangre.Sencillamente, es que no lo puedenimaginar siquiera. Cuando lo advierten,ya es demasiado tarde. No sólo porqueya no suelto mi presa, sino porque elhorror y la pérdida del precioso líquido

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las hace desmayarse en seguida.Mi trabajo es más sencillo de lo que

muchos creen. Todo consiste en sereducado, en mantener un cierto tono y enno precipitarse.

Pero Christie Woods se ha dadocuenta en seguida. Su ingenuidad demuchacha que ha crecido en el campo leha hecho darse cuenta de la increíbleverdad. Bruscamente, con sus fuertesbrazos llenos de salud, me ha arrojadohacia atrás y me ha situado a casi cincopasos.

Y entonces lo ha visto.Todo.Mis dientes afilados y que

sobresalen por encima de los labios

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cuando los hago trabajar.La sangre resbalando por mi

barbilla.Los ojos que se me salen de las

órbitas.Las manos tensas, formando garras.La sangre que a ella le brota del

cuello y que le llega a resbalar entre lospechos.

Se ha dado cuenta de algo que jamáscreyó, ha visto la muerte con sus propiosojos, se ha enfrentado a un lejano horrordel que le hablaron en sus días de niña,pero que nunca tomó en serio. Y ahoraestá aquí. Ese horror soy yo. Desde elfondo del tiempo he saltado porque lanecesito a ella y porque no quiero

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perder mi presa.Se ha revuelto desesperadamente,

tratando de rodear el árbol. Pero no lahe dejado. Me he arrojado sobre ellacon esa habilidad que sólo yo tengo, conesa experiencia adquirida en miles desituaciones semejantes y que ya nopuedo olvidar.

El vestido se ha desgarrado.Tiene bonitas piernas la tal Christie

Woods. Seguro que los chicos de suedad no la aprecian todo lo que ellamerece. Y con sus medias cortas demujer del siglo XVIII tienen un aspectonuevo y excitante que quizá meilusionaría incluso si yo no tuviera eneste instante una necesidad mucho más

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perentoria:Hambre.Deseo absoluto de vivir.Mientras ella intentaba chillar

desesperadamente, le he puesto unamano en la boca y le he clavadosabiamente los dientes en el cuello,buscando la herida que conducedirectamente a la arteria. Como unsusurro, como una súplica lejana quellegara desde el fondo de sudesesperación le he oído decir:

—Por favor… No…Pero ya es mi prisionera.De los dos que estamos aquí,

rodando por la hierba húmeda, sólo yodebo vivir.

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La he sujetado fuertemente por elpelo.

Así ya no puede moverse.Y he hincado mis dientes más y más,

hasta que sus ojos se han desorbitado.He devorado materialmente la vida deesa muchacha sana, de esa robustacampesina donde varias generacionespusieron lo mejor de su savia. Mientraslo hacía, he notado que un nuevo vigorme llenaba por completo, que el que mehinchaba de vida era yo. Lo que estoyhaciendo me permitirá vivir al menosdos semanas en plenitud de facultades,pero no debo descuidarme ni llegar elúltimo límite, como había hecho ahora.Desde mañana tendré que empezar a

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fijarme en una nueva víctima y desdepasado mañana tendré que empezar aprepararla para el gran sacrificio.

Me he puesto en pie.La sangre aún gotea desde mi

barbilla.Ha manchado la cara de Christie.La piel pura, limpia y blanca de la

muchacha.Tan blanca…Es terrible ver esa falta de color. Sé

que los que la descubran seestremecerán, pero yo ya estoyacostumbrado. También es terrible versus ojos desencajados, su boca donde haquedado cristalizado un rictus deangustia como si aún gritara: «¡No…!».

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Con sus propias ropas, me helimpiado la mandíbula bien, de formaque no se nota en absoluto que he bebidosangre. Tampoco se nota en mis ropas,pues mi experiencia me impidemanchármelas. Unos minutos despuéssoy otra vez un caballero impecable quepasea por el bosque.

Me he alejado del cuerpo sin vidade Christie Woods.

De sus piernas que la gente no hasabido apreciar.

De su boca crispada.De sus ojos desencajados donde mi

cara ha quedado retratada hasta el fin delos tiempos…

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CAPÍTULO II

A poca distancia del sitio dondeyace Christie Woods está el castillo deRaimangen. Se trata de una fantásticafortaleza teutónica, con sus almenas y sutorre del homenaje, con su puentelevadizo y con su caudaloso río que casila rodea y que le sirve de foso. No haynadie en ella. Sobresaliendo por encimade los árboles del bosque produce unefecto espectral, alucinante, como sihubiera brotado del fondo de la noche.

Los caballos de los guerrerosteutónicos se encuentran a pocadistancia. Sólo distingo a un vigilante

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que cuida de ellos, un hombre alto yvestido casi enteramente con malla deacero. Su casco puntiagudo termina enuna auténtica flecha.

Lleva una lanza de más de dosmetros de larga, una auténtica alabardacuyo extremo podría deshacerme elpecho con sólo un leve empujón. Laapunta hacia mí. Por un instante noto elacero acariciándome casi las costillas ycapto la mirada penetrante del guerrero.Pienso si no se habrá dado cuenta dealgo, si no querrá inmovilizarme allíhasta que lleguen los otros.

Pero en lugar de eso ha dicho:—¿Tienes un cigarrillo?—¿Emboquillado? —he preguntado

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yo—, ¿o sin emboquillar?—Un Players me gustaría mucho. Ya

me he dado cuenta de que tú siemprefumas tabaco inglés.

He extraído el paquete y se lo hedado entero. Yo fumo muy poco porquedicen que el tabaco acaba perjudicandolos pulmones y la sangre. Luego hemirado desde el ángulo en que está él, laimponente fortaleza de Raimangen.

Quizá nunca he visto una cosa mejorhecha.

El cartón imita tan perfectamente lapiedra que el efecto resultasobrecogedor. Toda la fortaleza esfachada, todo es una fantásticabambalina de decoración

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cinematográfica, pero a la distancia aque yo me encontraba antes nadiehubiera dudado de que se trataba de unafortaleza auténtica. El hombre que ahorafuma a mi lado es un estudiante de leyesque se gana algún dinero como extrapara pagarse las matrículas. La mismaChristie Woods había sido contratadacomo dama de honor porque unosdólares le hubiesen venido bien, a pesarde lo que le enviaba cada mes la familiadesde la próspera granja de Iowa.

Casi todos los extras para lapelícula de gran espectáculo Loscaballeros de la Cruzada Negra hansido contratados en la Universidad deClayville, a la que pertenezco. No sólo

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los escenarios naturales eran que nipintados para la acción del filme, sinoque los promotores han pensado queentre los alumnos de la Universidadcercana siempre tendrán un abundantenúmero de extras bastante inteligentes,baratos y, sobre todo, sin líos sindicales.

El de la lanza me ha dicho:—¿Has visto a Christie?Me he estremecido un momento.

Desde hace siglos me plantean preguntasacerca de mujeres a las que he visto porúltima vez, y, sin embargo, no helogrado acostumbrarme del todo.Siempre pienso que se ha de ver en micara la señal de la sangre. Pero me heencogido de hombros y he contestado:

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—¿Christie? ¿Christie Woods? Nosalgo con ella.

—Es que en realidad con ella nosale nadie. Tiene miedo de que le metanmano.

—Pues no sabe lo que se pierde —he dicho yo, aunque sé de sobras queesos goces, repartidos desde el primerdía del mundo, son muchas veces purafantasía.

Yo, que he asistido a las costumbressexuales de la alta burguesía francesadel siglo XIX, por ejemplo, o de losgrandes caballeros ingleses del sigloXVIII, me doy cuenta de que toda esacaterva de jóvenes melenudos y chicasmasculinizadas que pueblan hoy las

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discotecas no son más que unosdesgraciados que se limitan aacariciarse en los coches mientras ponenuna cassette con música de moda.

Pero uno ha de habituarse al tiempoen que vive.

Con gesto de indiferencia heañadido:

—Se habrá ido a dar un paseo. Yavendrá cuando llegue la hora de rodar.Falta poco, ¿no?

—Media hora. Se está preparando elataque a la fortaleza y yo debo dar laalarma. Las máquinas las instalarán allí.

—Bueno —he dicho—, entonces noquiero estorbar. Como no estoycontratado, me largo.

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—Oye… Parece como si vinieras deuna fiesta…

—¿Por qué?—Ese traje negro…—Siempre visto de negro —le he

contestado con cierto tonillo de dignidad—. Y, en efecto, vengo de una fiesta.Buenas noches.

Y me he dirigido hacia los terrenosde la Universidad, en cuyo borde mismotrabajan los técnicos de la United Films.Todo está envuelto en la noche, y sólolas ventanas brillan como luciérnagas.Las clases nocturnas han terminado.Porque yo estoy matriculado en lasclases nocturnas, como pueden imaginarustedes. Durante el día no me ha visto

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nadie jamás, desde el principio deltiempo.

He salido a la carretera que lleva aRug Center, la ciudad donde vivo. Unapequeña localidad donde habitanmuchos universitarios que no hanencontrado alojamiento en la propiainstitución docente.

Por fortuna no me he entretenidomucho con Christie Woods. Aún hellegado a tiempo de alcanzar el autobúsde las once cuarenta. El cobrador meconoce y me ha saludadoafectuosamente.

—Parece que venga de una fiesta…—Sí. Y no sabe usted qué fiesta —

he dicho.

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Me siento fuerte como nunca. Mesiento lleno de deseos de brincar ycantar. Pero he de ser astuto porque lagente no tiene que notar en mí el menorcambio de carácter.

He llegado así, en el autobús casivacío, al extremo sur de Rug Center,donde está mi casa, una elegantemansión de un solo piso, edificada sobreuna elevación del terreno, lo que le dauna magnífica perspectiva. Es una casafuncional, moderna y donde parece viviruna persona amante de las últimasmodas. Con paso tranquilo heatravesado la calzada, he sacado elllavín y he entrado en la casa.

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CAPÍTULO III

Ruth, con la alegría de sus doce añosbrincándole en los tacones, ha venido enseguida a mi encuentro.

—¡Tío George! ¡Tío George!Se ha colgado de mi cuello y me ha

besado. Yo he notado su sangre caliente,palpitante, circular por debajo de la finapiel.

De todas las personas del mundo alas que podría atacar, de todas lasmujeres que podrían alimentar misansias de vida, ésta, Ruth, a sus doceaños, es la que me resultaría más fácil yhasta más apetitosa, puesto que está

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llena de savia nueva. Pero yo soy muypráctico y tengo una experiencia desiglos. Cuando ataco a alguien, tiene queser para lograr un chorro de vida que mellene y me dure un largo tiempo. Unaniña de doce años es el equivalente delo que le ocurriría a un cazadorhambriento que, pudiendo cazar unjabalí, se dedicara a una liebre. Demodo que he besado también a Ruth, lehe dado un cachetito y le he preguntado:

—¿Ya has estudiado algo?—Sí, tío George.—Pues adelante.Hemos entrado en la sala. Allí están

las otras cuatro personas con las queconvivo habitualmente, las que todas las

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noches llenan, por decirlo así, mi vidade hombre solitario.

La primera es Evelyn, prima deRuth. Evelyn tiene diecinueve años yrepresenta para mí una presa tanapetecible, tan deseable que hasta ahorano me he atrevido ni a rozarla. Es miobjetivo supremo, pero no puedoatacarla ahora porque se desharía todala combinación. Mientras tenga otraspresas a las que atacar, Ruth y su familiame proporcionan una magnífica pantallade persona honorable.

Ella está sentada junto a la mesa,como de costumbre, y me enseña mucholas piernas. Como ha intuido, con sutípica perspicacia femenina, que yo soy

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un hombre de gustos antiguos, no llevamedias panty, sino de las otras. Laexhibición que me ofrece todas lasnoches podría enloquecer a cualquiera.

No imagina que yo soyabsolutamente distinto de todos losdemás. Tengo una vida eterna si sécuidarla, pero no tengo sexo. No puedoreproducirme. Las formas de las mujeresdespiertan en mí una gran admiración,porque soy un viejo amante de labelleza. ¿Quién puede haber visto tantabelleza como yo a lo largo de lostiempos? Me estaría horas y horasadmirándolas, porque para mí son lasesculturas más perfectas de la Creación.Pero, en contra de lo que Evelyn piensa,

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las mujeres no despiertan en mí ningunapasión. Unas preciosas piernas con unasbonitas medias me admiran, pero no meexcitan. Jamás haré lo que ella piensaque un día puedo hacer, porque no meinteresa ni lo deseo. Ni podría hacerlo.Si Evelyn supiese de mí lo que hansabido otras mujeres, chillaría dehorror.

Junto a ella está Heston. Heston esun profesor ya maduro que vienesolamente para oírme hablar. Su buenafe resulta admirable. Ha descubierto depronto que un alumno de la Universidadsabe bastante más que él. Me admira yme llama maestro, cuando en realidad esél quien tiene el título de maestro

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oficialmente, no yo.Por fin están las otras dos mujeres,

además de Evelyn. Una de ellas esMónica, una viuda de unos treinta añosque está llena de secretas ansias. Yo lasitúo, en el orden de mis preferencias,detrás de Evelyn, por lo cual la tengoperfectamente marcada para cuando eldía llegue. Pero por el momento es sólouna alumna que toma apuntes para unlibro que está escribiendo sobre lahistoria de los primeros inmigranteseuropeos a los Estados Unidos.

Yo creo que está un poco celosa deEvelyn. A la viuda también le gusto,porque dice que me encuentra distinto.Dice que ya no se encuentran señores

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como yo. Y los encantos con los queintenta llevarme a su órbita sonconstantes atenciones, pequeños regalosy cortesías, porque sabe que en cuestiónde piernas nunca podrá competir conRuth. Pero me las enseña, de todosmodos, y me pone de manifiesto a cadamomento que ella, a sus treinta años,tiene muy pocas cosas desdeñables.

Por fin está Nelly. La buena ysimpática Nelly, a sus veintiocho, es deuna ingenuidad encantadora, porque nose ha dado cuenta del tejemaneje que sellevan las otras dos mujeres en estacasa. Su salud envidiable, su juventud,su sangre poderosa han hecho que yotambién la admita en mi círculo porque

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sé que un día voy a necesitarla. Pero notrata de provocarme ni se fija demasiadoen mí, quizá porque no soy yo quien leda la clase. Ella está preparando unlibro de cocina bajo la dirección de miesposa Opal… Pero Opal, mi mujer, nose encuentra en este momento.

Heston me ha saludadorespetuosamente al verme entrar, comohace siempre.

—George, maestro —me ha dicho—, ¿sería posible que mañana le llevasea dar una conferencia a la Universidadde Indiana?

—La Universidad de Indiana no estálejos de aquí —le he dicho—. ¿A quéhora?

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—A las doce del mediodía.—Imposible, profesor Heston. Lo

siento.—Hay cosas de usted que no

entiendo, George.—¿Cuáles, por ejemplo?—Está matriculado en las clases

nocturnas cuando tiene el día libre. O almenos nadie sabe que durante el díahaga usted nada.

—Duermo —he contestado.—¿Duerme desde que sale hasta que

se pone el sol? Pero eso no puede sersano de ninguna manera…

—Es una costumbre —he dicho—.Ya sé que tengo la piel algo blanca paralas costumbres de ahora, pero los

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antiguos no creían en los efectosbeneficiosos del sol, a los que por elcontrario atribuían ciertos daños. Hoydía los médicos ya insinúan que losrayos solares producen cáncer en lapiel. Puede que yo esté equivocado,pero me atengo a las viejas normas.Además también hay vigilantes,policías, enfermeros y periodistas queduermen de día y trabajan de noche.

—Pero no pierden tantasoportunidades como está perdiendousted, George, maestro. Si hay que daruna conferencia, la dan. Usted es uno delos hombres que más saben sobre elsiglo XVIII, en Europa y sin embargo estámatriculado como un modesto alumno en

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una universidad de segunda categoría.Podría ser famoso si acudiese a Indianay a otros sitios que yo le recomendaría.

—Es que no me interesa la fama,profesor Heston.

Evelyn me ha dicho insinuantemente:—¿Y las mujeres…?He preferido no contestar.—Lo que me interesa de una manera

esencial es la ciencia —he dicho—.Concretamente la historia. Como todosustedes saben, he estudiado hasta hacepoco en París y en Berlín, y habloveinticuatro idiomas, algunos de loscuales están ya en desuso. Pero meinteresa conocer el concepto que deciertos hechos históricos se tiene en

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Norteamérica y por eso estoy aquí.—Con veinticuatro idiomas se

podría usted ganar la vidafabulosamente bien —me ha dicho laviuda—. Sería el técnico de la ONUmejor pagado del mundo.

—No me interesa el dinero. Sólo laciencia, ya lo he dicho. Con lo que mepagan ustedes por unas clases nocturnastengo suficiente para vivir.

Y he empezado mi trabajo de todaslas noches. Éste es sencillo para mí,porque me limito a repetir cosas que heido aprendiendo a lo largo de los siglosy que los libros no cuentan. Por ejemplo,yo he vivido en la corte de Federico dePrusia. Yo he seguido día a día las

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campañas de Napoleón. He paseado conlos grandes burgueses del París de LuisXVIII y de Carlos X, cuando existían elauténtico lujo y la auténticadepravación, pues algunos de misconocidos corrompían a las aprendizasdel baile de la Opera cuando éstas sólotenían doce años. Podría explicar sobrela génesis de la Revolución rusa cosasescandalosas que harían tambalearsemuchos prestigios, pues estaba en SanPetersburgo cuando se produjo el asaltoal Palacio de Invierno. Todo eso notiene en mí ningún mérito. Son cosas quehe visto.

Pero comprendo que a un hombrecomo Heston eso le parezca

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maravilloso. Escribe un libro con lo queyo le cuento, y lo que lamenta —pues esun buen hombre— es que el libro noquiera firmarlo yo. Evelyn prepara sulicenciatura en Historia y, gracias a loque yo cuento por las noches, obtiene lasmáximas calificaciones posibles.Mónica, la viuda, escribe ahora unatesis doctoral, que el hecho de casarseno le dejó terminar.

La pequeña Ruth nos acompaña porser prima de Evelyn, a fin de que ésta noregrese sola a casa. En cuanto a Nellyvive aquí, con nosotros. Es la única quevive en la casa del horror y no lo sabe.Ni le daremos tiempo para que lo sepanunca.

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Evelyn ha musitado:—Hace dos noches entré en tu clase

cuando el profesor explicaba el Siglo deOro español. Tú estabas dormido.

—Puede que sí —confesé—.Algunas veces me duermo.

—Sin embargo, luego te hizo un parde preguntas y le apabullaste. Le disteuna lista no sólo de todas las obras deTirso de Molina, sino de una serie deideas y escritos inéditos que seencuentran en el Archivo de Indias. Elpobre hombre creyó incluso que leengañabas e hizo una rápida consulta enla sección de microfilmes. Bueno, puesresultó que habías dicho la verdad.

—Es que George es un genio de la

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Historia —elogió Heston—. Deberíaestar enseñando y no aprendiendo. Conlas cosas que decimos nosotros, lospobres profesores imbéciles, no meextraña que se duerma.

—¿Qué edad tiene, tío George? —me preguntó Ruth.

He sonreído sin abrir la boca.Siempre son las niñas inocentes las

que hacen las preguntas máscomprometedoras para uno.

—¿Tú cuántos crees, Ruth?—Yo diría que treinta.—Eso es —he dicho—. Justamente

treinta. Recuerda que mañana te dé undólar por haberlo adivinado.

—Tu edad es indefinible —ha dicho

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la viuda con sus ojos entrecerrados—.Absolutamente indefinible. Quizá poreso tienes algo…

Me he limitado a no hacer caso,como siempre, porque ya durante laguerra franco-prusiana de 1870, lasmujercitas de París me decían esomismo. Si hubiese de hacer caso de lasinsinuaciones de ciertas damiselas,estaría listo. Por ello me he limitado aterminar mi clase y a despedirlos atodos cuando estaban a punto de dar lasdoce.

Entonces he quedado solo.Bueno, sólo con Nelly.Ella es la única que vive en la casa,

como he dicho. Nelly está a sueldo de

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una editorial que le ha encargadoescribir una verdadera Enciclopedia dela Cocina. Ese trabajo es muy difícil,porque de casi ningún plato antiguo seencuentra la auténtica receta. Hasta quede pronto el destino la llevó a conocer aOpal.

Opal fue una auténtica revelaciónpara ella.

Sabía todos los platos, todas lasrecetas. Parecía como si se hubiesemetido en las cocinas de doscientosaños atrás, cosa que era cierta, aunqueNelly estaba lejos de imaginarlo. Tanentusiasmada se sentía que se habíaquedado a vivir en la casa, y nosotros nonos habíamos atrevido a echarla. Bien

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pensado, Nelly daba allí una gransensación de normalidad, de casa comolas otras, y como era asombrosamenteingenua, no había notado ningún detalleque le llamase la atención.

Claro que, ¿cómo podía imaginar laverdad? Porque la verdad esinimaginable cuando está demasiadolejana.

La puerta se cerró.Todas las puertas de aquella

habitación estaban cerradas.Lo recuerdo muy bien.Nelly lanzó entonces un gritito.Le había ocurrido como otras veces.

Opal no tenía la menor prudencia. Opalacababa de aparecer allí como otras

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veces, sin que ninguna puerta se abriera,brotando de repente ante los ojos deNelly como algo sobrenatural. No sedaba cuenta de que algún día aquelloestallaría por algún sitio, no se dabacuenta de que determinadas cosas no sepodían hacer.

Pero siempre recordaré a Opal talcomo estaba aquella noche. La videmacrada, delgada, envejecida, comosi de repente el polvo de los siglos sehubiera depositado sobre ella. Fue en sutiempo la mujer más bonita de Austria,pero ahora no lo parecía. Inclusojadeaba un poco, y temí que enseñaselos dientes.

Nelly gimió:

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—No lo entiendo… Siempreaparece usted como si pudiera pasar através de las puertas…

—Es que he abierto yo —dije—.Usted no se ha dado cuenta, Nelly,porque estaba de espaldas.

—Perdone… —susurró Nelly, sinpensar ya más en aquella serie decasualidades—. ¿Pero qué le pasa,Opal? Tiene usted muy mala cara. Alcontrario que su hermano, que está másjoven que nunca…

Para los demás, Opal y yo somoshermanos. De común acuerdo decidimoshace ya mucho tiempo que esocompromete menos. Y yo me di cuentacon un sentimiento de temor de lo que a

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Opal le estaba ocurriendo.Nos habíamos descuidado mucho.Llevaba dos semanas sin

alimentarse.Yo tenía que haberle proporcionado

una víctima. Lo acordado era que trajesea Christie Woods a la casa parautilizarla los dos, pero las cosas nohabían rodado bien. Ahora Opal estabaansiosa, intranquila. Podía morir.

Movió las largas mangas de suvestido negro.

—Venga al cuarto de baño, Nelly —dijo—. Quiero enseñarle cómo secolorea un plato con jabón de tocador.

—Nunca lo había oído decir.—Es una vieja especialidad

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francesa ya en desuso, pero usted mismaverá que resulta admirable. Lo hepreparado todo allí. Acompáñeme.

—Claro…Nelly la siguió.Una de las cosas que debía haber

llamado la atención a Nelly era que elcuarto de baño estaba siempreperfectamente limpio de todo residuoorgánico, porque nosotros nonecesitábamos utilizarlo. También debíahaberle sorprendido que cerrásemos contanto cuidado la puerta de nuestrodormitorio y que la única ventanatuviese la persiana atornillada a lapared. Y el hecho de que Opal nuncaprobase un solo plato de los que hacía.

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Pero lo que hubiese debido pensarera tan inimaginable que no habíapasado por su mente ni un solo instante.De modo que entró en el cuarto de baño.

Yo hice una seña desesperada aOpal.

No nos convenía.No, no era el momento de

aprovechar una víctima tan fácil, cuandopodíamos conseguir otras. La muerte deNelly nos comprometería mucho. Eramejor tener paciencia, era mejor que…

—¡Opal! —grité—. ¡No lo hagas!Nelly no lo entendió.Yo había empleado un dialecto turco

usado por los musulmanes cuandodominaban en gran parte de Rumanía.

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Pero Opal sí que lo entendióperfectamente. Y sin embargo, sus labiosfueron hacia el cuello de la mujer.

Ella se sorprendió.—¿Por qué va a besarme? —dijo.Y de pronto vio algo turbio en los

ojos de Opal. De pronto vio algo que nohabía visto nunca. Pero lo interpretó alrevés, porque la auténtica verdad nopodría imaginarla nunca.

—Déjeme… —dijo—. Usted nopuede ser de ésas… No puede ser unamujer extraviada de las que buscan a lasde su propio sexo… Y menos aquí,delante de su hermano…

Me di cuenta de que ya era tarde.Después de la primera sospecha de

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Nelly, aunque ésta fuera equivocada,Nelly tenía que morir.

No nos convenía ningún comentarioen la vecindad.

Y además nadie hubiera podidodetener ya a Opal y su sed de sangre.Opal estaba como enloquecida. Hundiósus poderosos incisivos en el cuellopalpitante de Nelly mientras ésta gemía:

—¡No…!Pero aún seguía sin imaginar la

verdad.Yo le sujeté la boca para que no

gritase. También la atenacé por mediode una llave mil veces ensayada y queme permitiría tenerla rigurosamentequieta.

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Convenía que la arteria no escapasede la boca ávida de Opal.

Si la víctima se mueve demasiado,se pierde sangre.

Y no nos convenían las manchasdelatoras, aunque para eso había traídomi mujer a Nelly hasta el cuarto debaño.

La oí gorgotear.Su festín era casi repugnante.

Gozaba demasiado con él. Y como yo yaestaba harto, me pareció inclusomacabro.

Pero la ayudé manteniendo quieta aNelly, ya que de lo contrario Opal nohubiese podido darse aquel festín. Opal,al contrario que yo, no tenía demasiada

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fuerza ni podía enfrentarse a una mujersana y bien alimentada de las que hayahora. Lo suyo eran las niñas.

Por eso yo solía ayudarla.Y ahora lo hice también, aunque de

vez en cuando rechinaran mis dientesporque me daba cuenta de quecometíamos un terrible error.

Por fin de Nelly no quedó nada.Fue una cosa blanca, fláccida.La dejé caer en la bañera para que

acabase de perder la poca sangre que lequedaba sin manchar nada importante.

Opal, por unos momentos, estuvorepulsiva. La sangre le manchaba la carapor completo. Y ahora se pasó la lenguapara aprovecharla mejor.

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Yo sentía una especie de náusea.No puedo tolerar la mala educación.

Ni la gula. No comprendo de qué lehabían servido a Opal tantos siglos demoverse en los mejores ambientes delmundo.

—Más vale que te limpies —dije.Ella me obedeció.Jamás Opal se ha atrevido a discutir

mis órdenes, aunque esta vez el miedo amorir la hubiese hecho abalanzarsesobre Nelly en contra de mi voluntad.

—Ha sido un terrible error —dije alcabo de unos instantes—. Esta mujer nosproporcionaba una magnífica fachada denormalidad.

—Tonterías. Hubiera acabado

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sospechando algo.—No lo creo. En todo caso ahora

será peor. Tenemos que justificar sudesaparición de una forma u otra.

—Ya pensaré algo —dijotranquilamente Opal—. No es la primeravez que nos encontramos en unasituación semejante.

—Y habrá que hacer desaparecer elcuerpo…

—También me ocuparé de eso; notemas.

—No, yo no temo —dije—. Lo queocurre es que podía haberteproporcionado mañana una víctimamejor.

—No sé si hubiese llegado a

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mañana… Últimamente te has estadoocupando sólo de ti. Incluso esta nochete habías dado un festín. Lo he notado enseguida en tu cara.

—Es cierto. Y pensaba atraer a laestudiante hasta esta casa, pero no hasido posible.

—Quizá no hubiese llegado amañana —insistió Opal sombríamente,mientras su cara cambiaba poco a poco—. Esta vez había agotado demasiadotodos los límites. Ya no podía más y poreso me he lanzado.

Me encogí de hombros.De nada servía discutir. En todo

caso, era evidente que disponíamos detoda la noche para pensar algo.

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Opal movió los mecanismos deldespertador.

Había despertadores en toda la casa.Y todos de las mejores marcas y de unaperfecta exactitud.

No servían para despertarnos, porsupuesto.

Pero sonaban en todas partes mediahora antes de que apareciese el sol.Cada día los adelantábamos oretrasábamos, según la latitud en queestuviéramos y según la estación delaño. Ningún observatorio del mundotenía tan bien estudiadas las horas delsol como nosotros. Un descuido en esteaspecto, un solo descuido de minutos,nos costaría la vida.

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Opal susurró:—Tenemos veinticuatro horas de

tranquilidad por delante. Más vale quedescansemos y nos vayamos reponiendo.

Como mucha gente sabe, Opal y yosolemos descansar después de unbanquete. No es exactamente unadigestión, puesto que nosotros nodigerimos nada. Todo lo queconsumimos está ya elaborado. Pero nosconviene una especie de letargo, unashoras durante las cuales quedamosadormilados y en perfecto reposo. Esesa satisfacción del que está ahíto y veel mundo con los colores más risueños.

Algunos han comparado nuestroreposo al de las serpientes después de

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tragar una víctima. No estoy de acuerdo,y considero que la comparación esrepugnante. Mi rango y el de Opal,nuestra forma aristocrática deconducirnos, impiden que se nos puedacomparar a animales tan bajos yrepulsivos.

Ella, como todas las mujeres, sepuso un poco pesada. Insistió:

—Vamos a descansar.Yo sabía muy bien lo que quería.

Aunque hemos perdido nuestro sexo, unaserie de caricias mutuas, un sentirnoscerca uno del otro hace que nuestrashoras se hagan más llevaderas y que noscomportemos en cierto modo como unmatrimonio normal. Pero yo no admití

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sus palabras esta vez.La visión de Nelly en la bañera, me

aturdía. Por descontado que en cuantosaliese el sol quedaríamos inutilizadospor completo. Y al ocultarse el sol aldía siguiente, ya casi estarían llegandolos alumnos para las clases. Measustaba pensar en lo que ocurriría sialguno de ellos deseaba utilizar elcuarto de baño.

—No puede ser —dije—. Hay queaprovechar esta noche. No creas que nossobran demasiadas horas para hacerdesaparecer ese cuerpo.

—Podríamos irnos de aquí —dijoella—. Desaparecer… ¡Al fin y al cabohemos vivido en tantos sitios

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distintos…! Y te confieso que no acabande gustarme los Estados Unidos, con suferoz materialismo.

—A mí sí —dije—. Es el lugar delmundo donde he visto que las mujeresson más confiadas. Una chicadesaparece y durante tres meses almenos los padres piensan: «Bueno, sehabrá ido con cualquier novio. Ya daráseñales de vida. ¡Mientras no vuelvaembarazada…!». Eso nos da magníficasposibilidades de acción. ¿Y qué decir dela salud de las chicas de aquí? La sangrede todas ellas es de primera. Han sidobien alimentadas desde que nacieron.No sé si te habrás dado cuenta de queuna sola sesión de aquí nos sirve como

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dos de las que hemos tenido en otrossitios.

—Entonces, si nos quedamos aquí,¿cómo hacemos desaparecer a esagolfa?

—Tendré que convertirme en unhonrado seductor —le he dicho—. Noes que la cosa me guste, pero tampocopuedo elegir. Voy a fugarme con esapobre idiota…

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CAPÍTULO IV

Una de las cosas que he aprendido alo largo de los siglos es a maquillarme ytransformar mi personalidad conauténtico arte. Creo que, en este sentido,muy pocas personas saben actuar tanbien como yo. Además dispongo de unabundante guardarropía que cuido derenovar en todas las ciudades, pues unade las cosas que debe procurar es notener el mismo aspecto en todos loslugares, al menos al principio.

De modo que una hora después yoestaba convertido en un joven deportistaal que no faltaba ni el saco con los

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instrumentos del golf. Un tinte moreno enmanos y rostro me ha dado un aspectotan saludable que lo hubiesen envidiadoen cualquier playa de Miami.Precisamente el tinte moreno es lo quemás debo cuidar, pues todos los que meconocen saben que tengo la piel muy finay soy muy blanco.

Luego he salido a robar un coche enlas cercanías, cosa que no me haresultado demasiado difícil. He elegidoun elegante modelo station-wagonsituado cerca de un hotel, y que sin dudacorresponde a uno de los viajeros quemañana ya estarán muy lejos. Con él mehe situado en la parte posterior denuestro jardín.

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He colocado el cadáver de Nelly enel asiento delantero.

Y he partido a moderada velocidaden dirección a la autopista de Detroit,pues tengo interés en que nos vean en lataquilla de peaje. Efectivamente nos hanvisto, pues he pagado mientras sosteníaapretada contra mi pecho a Nelly, comosi fuera una chica con la que acabara defugarme.

Mi coartada ha tenido un detallemás. Me he detenido junto al primerpatrullero que he encontrado en la ruta,después de hacer la señal convenida yrespetar escrupulosamente las leyes detráfico.

El hombre ha introducido casi la

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cabeza por la ventanilla al detenermeyo.

—¿Qué desea, señor?Me ha podido ver perfectamente a

mí, y ha podido ver también a Nelly conla cabeza apoyada en mi hombro y lasmanos en mi cintura. Lleva la falda muyarriba, como si hubiésemos estadohaciendo cosas indecorosas hasta pocoantes. Su cara se ve bastante bien, comosi durmiese. Y como también le heaplicado tinte, no se aprecia su colorespantosamente blanco.

—Perdone, pero quiero saber si hayalguna estación de servicio cerca —hedicho—. No están anunciadas.

—Tiene una a cinco millas.

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—Muchas gracias, agente.—Oiga…—¿Sí? —he preguntado con una

tranquila sonrisa.—No es asunto mío si usted tiene

una aventura con esta señorita, pero nodebe conducir así. Ella no deba ponerlelas manos en la cintura porque podríaprovocar un accidente.

—Tiene razón, agente. Es que se hadormido, ¿sabe? ¡Eh, Nelly! ¡Nelly!¡Despierta!

Y he arrancado mientras tanto,simulando con el codo que ella seincorporaba.

Quizá de día la cosa no hubierasalido bien del todo. Pero de noche ha

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resultado perfecta.El de la taquilla de peaje de la

autopista ha visto a Nelly. El agentejunto al que me he detenido la ha vistotambién, y además ha oído su nombre.

Tres horas y media después estabade nuevo junto a Opal, tras haber dejadoel coche rigurosamente bien aparcado enel sitio en que lo encontré. Supongo quemañana estará muy lejos. Incluso le herepasado un poco el carburador, quetenía el reglaje mal. Yo trabajé en elturno de noche de la casa Daimler hacemuchos años, cuando empezaban afabricar ese tipo de carburadores, y loconozco mejor que muchos mecánicos.Luego he vuelto al calor del hogar.

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Opal me ha mirado de una formainterrogativa.

Está preciosa otra vez.Está resplandeciente.Antes de ser mi compañera había

adornado la cama de más de un rey, yestoy completamente seguro de queahora, con lo que sabe, podría volver aenloquecer a cualquier hombre. Su tez esmaravillosamente limpia. Su camisatransparente apenas vela unas formasturbadoras y opulentas, que no me dejanindiferente ni siquiera a mí.

—¿Y bien…? —ha preguntado.—Nelly está en el fondo de un pozo

seco. Tardarán quizá meses endescubrirla, y cuando la descubran nadie

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podrá saber de qué ha muerto.—¿Pero cómo justificaremos su

desaparición?—Una fuga —le he explicado—. Ya

podías imaginarlo cuando me hedisfrazado de esta manera. Una fuga conalguien que no se parece para nada a mí.Nos han visto no sólo en la taquilla depeaje de la autopista, sino también unpolicía.

—Eres un genio… Mañanadenunciarás su desaparición, ¿no?

—Sí. Hay que guardar lasapariencias.

—Siento haberme precipitado. Peroes que lo necesitaba, ¿sabes? No podíamás.

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—Todo lo que tú haces está bien,Opal. No te lo reprocho.

Ha entreabierto los labiosseductoramente.

—Quisiera recompensarte por elmal rato que te he hecho pasar —hamusitado—. Ven…

Yo me he acercado a ella.Hay momentos en que Opal me

hipnotiza, no puedo evitarlo. Después detantos años juntos, aún siento en muchasocasiones la emoción de la primera vez.

La he recibido en mis brazos.Y entonces se han puesto a sonar a la

vez todos los despertadores de la casa.Entonces aquel campanilleo insistente,monótono, nos ha indicado que faltaba

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media hora para la salida del sol.—¡Maldita sea! —he dicho—.

¡Cada día se vive más agitadamente! ¡Nitiempo le queda a uno para estar con sumujer!

Pero no podemos arriesgarnos, demodo que hemos ido hacia nuestrodormitorio. Allí no puede entrar elmenor resquicio de luz, pues ya he dichoque la única ventana tiene la persianaatornillada y la puerta la cerramos conel mayor cuidado. Pero aun así, mientrasestamos dormidos durante el día,seríamos demasiado vulnerables, demodo que hemos descendido al sótano.Un sótano cuya existencia todo el mundoignora y que además explica nuestra

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presencia en los Estados Unidos.Opal ha movido un resorte en uno de

los decorados de la chimenea. Un huecopor el que puede pasar una personainclinada se ha abierto detrás de losleños apagados siempre. Yo los hehecho girar en su propio soporte yhemos pasado los dos. A continuaciónhe puesto los leños bien, he tocado denuevo el resorte y la trampa se ha idocerrando con la suficiente lentitud parapermitirme retirar el brazo.

Luego hemos descendido por unasgastadas escaleras.

Esas escaleras son mucho másantiguas que la casa.

Puede que tengan dos siglos. Más o

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menos pertenecen a la época en que, entorno a la llamada «Campana de laLibertad», se declaró en Filadelfia laindependencia de los Estados Unidos.

Todo el mundo ignora eso, peroentonces existía ya aquí una magníficacasa con un espacioso sótano. Pordescontado que todo lo demás estabadespoblado y Rug Center no existía. Lacasa era un lugar señorial donde vivíauna de las familias más ricas del país, lade los Cunigam.

Aproximadamente por los años quesiguieron a la primera Gran Guerra, delos Cunigam sólo quedaba unadescendiente, una mujer joven yextremadamente rica que se dedicaba a

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sus dos pasiones favoritas: los hombresy el coleccionismo. Un viaje a Rumanía,para comprar objetos antiguos en losentonces destartalados castillos deTransilvania, la puso en contacto connuestros ataúdes. Entonces Opal y yoestábamos en Ziskraya Gora, reposandodespués de una larga expedición porRusia.

Nuestros ataúdes son unosejemplares magníficos, son de lo mejorque ha producido el arte de la viejaTransilvania. Por eso Lorena Cunigamse enamoró de ellos, y como enapariencia no pertenecían a nadie, se losllevó. No hizo maldito caso de losconsejos de los campesinos del lugar,

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según los cuales los ataúdes llevabanvarios siglos allí, y su presenciasignificaba la muerte.

Nosotros no estábamos la noche enque descubrió los ataúdes ni la noche enque los robó. Hasta Opal y yo, pese anuestra inmensa sabiduría, podemos serengañados por la mala fe de las gentes.En el castillo habíamos vivido muytranquillos, sabiendo el temor queinspiraba nuestra presencia a loscampesinos, los cuales no se atreveríana acercarse al castillo. Incluso, para noenfurecerlos demasiado y tenerlossumidos en un respetuoso temor, sólomatábamos a una mujer o un hombre delas villas cercanas una vez cada cuatro o

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cinco años. El alimento habitualsolíamos buscarlo en sitios másanónimos. Incluso a veces nosdesplazábamos a Bucarest, en algunosde cuyos barrios obreros era posibledarse festines que duraban semanasseguidas.

Así teníamos atemorizados a loscampesinos, pero no losdesesperábamos, no los invitábamos aatacarnos.

Pues bien, cuando regresamos alcastillo nos enteramos de que nuestrosataúdes habían desaparecido. Y nonecesito decir la angustia, que se adueñóde Opal y de mí.

Los vampiros no necesitamos

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nuestros ataúdes cada noche, pero nopodemos estar sin ellos indefinidamente.Acabaríamos perdiendo gran parte denuestro poder. El sitio de nuestro reposonos llega a ser tan necesario comonuestra sangre.

Por eso Opal y yo tuvimos queaveriguar dónde estaban aquellasmaravillosas obras de arte. Por esotuvimos que obtener unos certificados dedefunción falsos, unos certificadoscorrespondientes a dos ciudadanosnorteamericanos que habían muerto enRumanía. Y tuvimos que pagarespléndidamente a otro ciudadanonorteamericano, un viejo borrachollamado Kramer, para que nos

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transportara a los Estados Unidos en unbarco, diciendo que eramos sus únicosparientes. Durante casi tres semanas,Opal y yo, metidos en unos suciosataúdes de alquiler, hicimos el viaje enuna bodega del trasatlántico Aquitaniahasta el puerto de Nueva York. Ni quedecir tiene que nunca surgieronproblemas y que pasamos sin peligro lasinspecciones sanitarias, pues tanto Opalcomo yo estamos realmente muertos yademás magníficamente conservados. Laúnica condición que impusimos alborracho de Kramer fue que no nosdesembarcaran hasta ser de noche. Y esotambién resultó fácil, pues ya se sabeque en los trasatlánticos siempre sacan a

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los fiambres después de la puesta delsol, cuando no hay apenas gente, paraevitar el mal efecto.

Una vez en el territorionorteamericano, nos convenía librarnosde Kramer. No se podía correr el riesgode que hablara. Aunque siempre estababorracho, podía llegar un momento enque verdaderamente se diese cuenta delo que acababa de hacer.

Lo liquidamos en los mismosmuelles. Luego hubimos de volver aocultarnos en los ataúdes a causa de lairrupción de la policía, pues aquél era elúnico sitio en el que nadie nosmolestaría. Nuestros ataúdes, en elinterior de los cuales estábamos

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realmente muertos, nos libraban de todasospecha.

¿Pero he dicho nuestros ataúdes?No, la verdad no es ésa. Los

auténticos sarcófagos de los Dráculaestaban en una casa de piedra situadacerca de Detroit. Y hacia allí teníamosque ir si no queríamos perder todo loque habíamos hecho.

Por fortuna, los documentosfalsificados merecieron el mayor créditode la policía, que ordenó el traslado delos dos cuerpos a un cementerio situadocerca de Detroit, como indicabanaquellos papeles. Y así, durante algunosdías, rodamos en sucios vagones demercancías, corriendo un peligro mortal,

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como era el que alguien descerrajase losataúdes en pleno día. Pero maldita lagracia que le hace a la gente descubrir aun par de muertos, de modo que nosdejaron en paz.

La noche en que llegamos a lapequeña estación contigua alcementerio, hube de actuar con rapidezporque un descuido podría significarnuestro fin. Me enteré de que sólo habíaen el pueblo dos sepultureros, cosa quepude averiguar bebiendo en una de lastabernas sin que nadie sospechase de mí.Me tomaron por un forastero muy raroque había llegado desde muy lejos.

Una vez conocidas las direccionesde aquellos dos sepultureros, seguí

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moviéndome con la mayor rapidez, fui aCorreos y envié dos paquetes urgentes,dando una propina especial para que lorepartieran aquella misma noche. Encada uno de ellos había cinco monedaspertenecientes a mi tesoro particular,junto con unas instrucciones para que losdos ataúdes que esperaban en el trenfuesen sepultados de noche.

Yo estaba seguro de que los dossepultureros obedecerían, como así fue.Conozco muy bien a los hombres. En elfondo ambos pensaban lo mismo:saquear los ataúdes. Sólo necesitabanhablar de ello y ponerse de acuerdo.

Y saquear los ataúdes sólo podíanhacerlo de noche, de modo que mis

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instrucciones les venían como anillo aldedo.

El modo como aquellos dos hombresdesaparecieron no lo entendió nadiejamás. En las cercanías de Detroit seignoró siempre que yacían debajo de losviejos ataúdes llegados en barco y entren desde la remota Transilvania.

Después de eso, Opal y yo notuvimos problemas para llegar a la vacíacasa de Lorena Cunigam. Y nosinstalamos en ella.

Todo era paz allí. Nuestrossarcófagos estaban intactos. En lossótanos de la casa podíamos sentirnostan seguros como en el viejo castillorumano.

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Algo vino a turbar, sin embargo,nuestra paz. Un ladrón quiso robar partede las magníficas obras de arte que seguardaban allí y tuvimos que eliminarlepara que no nos descubriera. He deconfesar, sin embargo, que su llegadaresultó tremendamente oportuna, puestanto Opal como yo empezábamos ya aestar absolutamente necesitados desangre. Aquella víctima nos dio unrespiro muy valioso.

Luego la suerte continuó.Llegó la propia Lorena Cunigam.Vino acompañada por un corpulento

cochero cuyas energías podían hacer lasdelicias de la sedienta Opal.

Los dos cuerpos desaparecieron

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también, y junto con el del estúpidoladrón fueron enterrados en tres nichosque Opal, y yo abrimos en las propiasparedes del sótano. Luego, durante añosy años, nadie se acercó por allí.

Una noche dejé en libertad a loscaballos, cerca de unas yeguas que ibande viaje. Estaba seguro de que losanimales las seguirían y así se perderíapor completo un rastro que podíacomprometernos.

El carruaje en el que había llegadoLorena lo conservé en la cuadra. Al fin yal cabo había otros dos allí, de modoque no existían motivos para quellamase la atención.

Por supuesto que la policía visitó un

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par de veces la casa, pero no se metióen el sótano. Fue una cosa rutinaria.Estaban absolutamente convencidos deque Lorena Cunigam había salido deviaje otra vez y de que volvería cuandomenos lo pensaran.

Por aquellos días, además, losEstados Unidos crecíandesmesuradamente. La Primera GuerraMundial les había proporcionado unagran riqueza. Por las cercanías deDetroit no hacían más que instalarsefábricas y más fábricas y la vida sematerializaba. Nadie se preocupaba denadie.

Fueron unos años tranquilos paraOpal y para mí, pues teníamos un refugio

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seguro y que nos gustaba. De tarde entarde salíamos después de la puesta delsol, viajábamos hasta casi el amanecer ymatábamos a un par de víctimas a ciertadistancia de allí, para que nadie noslocalizase en Rug Center.

La ciudad iba creciendo en torno ala casa, y ello significaba un gravísimopeligro. Tarde o temprano, algún lejanopariente de Lorena Cunigam llegaríaallí, se desprendería de todos losobjetos artísticos que adornaban aquellamagnífica mansión y acabaríavendiéndola a buen precio, para que laderribasen. Sus gruesas paredes ya noresultaban confortables para nadie, y porotra parte el terreno había subido tanto

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en aquella zona de Rug Center que sinduda querrían aprovechar el solar.

Durante más de un año, pues, Opal yyo hicimos reformas en la casa. Lapuerta que daba al sótano desapareció yéste quedó completamente tapado.Debajo de la casa había algo que todo elmundo ignoraba. Parecía que la mansiónno tuviera sótanos.

Claro que eso significaba quenosotros tampoco podríamos salir, perono importaba. Mientras no gastemosenergías y permanezcamos en perfectaquietud, podemos estar sumidos enletargo durante años y años.

Y eso fue lo que nos salvó cuando lacasa fue derribada y en su lugar se

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procedió a construir una modernaresidencia de nueve plantas, de esas enlas que todo son cristales y planchas deacero. Por fortuna elevaron la casasobre unos soportes de cemento armado,de forma que apenas hicieron cimientosy no perforaron el sótano. Luego eledificio quedó vacío en espera de uncomprador.

Opal y yo despertamos de nuestroletargo. Teníamos que ponernos a actuarsi no queríamos reventar allí parasiempre.

Lo primero que hubimos de hacerfue abrir un hueco que nos permitierasalir a la nueva casa. Vimos que lasviejas escaleras del sótano daban a un

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salón con una elegante chimenea. Ladistribución se parecía bastante a la quehabía tenido la magnífica casa de LorenaCunigam.

Durante algunas noches febriles,trabajamos intensamente. Opal y yohemos estado en tantos viejos castillosque conocemos a la perfección latécnica —hoy ya completamenteolvidada—, de las entradas secretas.Valiéndonos de los adornos de la viejachimenea, construimos una. A partir deaquel momento, podíamos entrar y salirde nuestro refugio cuando nos pareciera.

La suerte nos siguió acompañando.Los nuevos dueños de la casa,

quienes al parecer la habían comprado

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amueblada, viendo sólo unas fotografíasy los títulos de propiedad, sepresentaron una noche en un magníficoautomóvil para tomar posesión de ella.Creo que en Rug Center nadie los vio.Las circunstancias me demostraronluego que así había sido.

Se trataba de un matrimonio con unaniña.

Aquella noche, mientras dormían,actuamos Opal y yo.

Ella se encargó de la niña.Su pobre cuerpo quedó convertido

en una masa algodonosa y que resultabadifícil mirar.

Luego al unísono, nos encargamosdel matrimonio. Fue un festín

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inolvidable, fue una auténtica noche deorgía. Lástima de la muerte de la niña,porque en cierto modo ella nonecesitaba morir.

Los cadáveres los sepultamostambién en unos agujeros del sótano. Y apartir de aquella noche. Opal y yoaparecimos ante todo el mundoregularmente.

En Rug Center en seguida nosconocieron.

Éramos los nuevos dueños de lacasa.

Para dar una completa sensación denormalidad, yo me matriculé en laFacultad de Historia de la más cercanaUniversidad y asistí regularmente a las

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clases. Además me convertí en profesorparticular de una serie de alumnos. Esome daba ante todos los habitantes deRug Center unos medios normales devida, mientras me permitía observar quépersonas serían las víctimas más fácilescuando llegase el momento.

Y ésta era exactamente nuestrasituación cuando Nelly murió. Asíestábamos aquella noche, cuando nosencerramos en el dormitorio como tantasy tantas otras veces.

Los ataúdes nos sirvieron de cobijo.Opal susurró:—¿Enfadado?—No —dije—. Mañana empezarán

a buscar a Nelly, pero creerán que se

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fugó con un joven deportista. De todosmodos hemos corrido un peligroinnecesario. Creo que te hasprecipitado.

—Perdóname…Y me ha sonreído mientras me tiende

la mano. Opal tiene la pielmaravillosamente fina otra vez. Estaguapa como en sus mejores tiempos,cuando la perseguían los reyes de casitoda Europa.

Por un momento me he sentido triste.Tantos años junto a Opal, tanto tiempolibre junto a su belleza y…

En fin, normalmente no me acuerdode eso, pero hoy lo he sentido.

Es una lástima que los vampiros no

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tengamos sexo.

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CAPÍTULO V

—¡Tío George! ¡Tío George!Ruth ha venido a mis brazos como

todas las noches cuando regreso de laUniversidad. La he acogido en ellos y lehe dado un beso, mientras mis labiosnotaban bajo la piel el fluir de la sangrejoven y palpitante. Luego la he alzadocasi hasta el techo y la he depositado enla silla.

—Tienes mucha fuerza, tío George.—Hum… Es que a los treinta años

uno es muy joven, Ruth.El profesor Heston me ha mirado

con curiosidad.

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—¿Viene de la Universidad,maestro? —ha preguntado.

—Sí, como siempre.—¿Se ha dado cuenta del enorme

despliegue de policías que hay?—Eso parece. Lo menos he contado

cinco coches patrulleros en el campus.Pero no he podido averiguar por qué. Yasabe usted que me trato poco con lagente.

—Oh, pero sin duda habrá notado lafalta de una de sus condiscípulas, unamuchacha llamada Christie Woods.

—¿Christie Woods? No la conozco.—Una llenita, joven, que da una gran

sensación de salud…—Ah, sí, ahora me parece

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recordarla.—Pues bien —ha continuado Heston

—, Christie ha sido hallada muerta enuno de los bosques cercanos al sitio enque se rueda esa maldita película.Estaba completamente desangrada, perola policía aún no ha podido averiguarcómo. Y lo que no se entiende es dóndeestá la sangre que le falta.

—La habrá absorbido la tierra —hedicho.

—No, no es posible.—Pues quizá se trate de un

experimento científico. Por ejemplo unasesino maniático que haga pruebas conla sangre de las personas.

La viuda ha susurrado:

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—Dios mío…Evelyn ha permanecido quieta y

mirándome fijamente. No sé qué tiene sumirada tan intensa que me intranquilizaesta noche.

Pero el profesor Heston hacontinuado, impasible:

—Eso es lo mismo que creo yo: unasesino maniático puede estar rondandopor la comarca. Quizá lo han traído esostipos de la película. Siempre he dichoque del mundo del cine no puede salirnada bueno.

—No sé por qué piensa así.—Por Nelly.—¿Nelly…?—Sí —ha dicho Heston—. Estoy

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seguro de que la engatusó uno de esosartistas y se largó con él. Ya ve… Unamujer seria y a la que todos queríamos.Supongo que esto les habrá afectadomucho a su esposa y a usted.

—Oh, claro… ¿Pero por qué diceque Nelly se largó con un artista?

—Por lo que sabe la policía. Heoído rumores por ahí… Un agente detráfico la vio claramente cuando selargaban los dos muy arrimaditos en uncoche station-wagon, que puede servirde cama. Quién lo hubiera pensado…También los vio uno de los taquillerosde la autopista. La policía está haciendoinvestigaciones por ahí y estoy segurode que pronto obtendrá resultados.

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—Yo también —he dicho—. Yotambién estoy seguro de que obtendráresultados. Pero me siento intranquiloesta noche, ¿saben? Reconozco que lode Nelly me ha desquiciado un poco.

—Sería mejor que suprimiéramos laclase, ¿no? —ha dicho Heston.

—Se lo agradecería de verdad. Nome siento muy bien esta noche.

Eso es falso, porque me sientoperfectamente, pero no quieroarriesgarme a que alguno de los queestán aquí haga alguna pregunta que mepille desprevenido. Mañana habrápasado más tiempo y veré las cosas conmayor tranquilidad.

Después de alejarse todos, he salido

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un rato a pasear por el magnífico jardínque rodea la casa. Todo está algodescuidado, porque ni Opal ni yo locuidamos durante el día, como es lógico.Y no queremos contratar a ningúnjardinero para evitar indiscreciones.

Nelly se ocupaba un poco dearrancar las hierbas a veces, pero ahoraNelly ya no lo hará más. No sé por qué,me ha entrado una cierta nostalgia. Ellase ocupaba de muchas cosas de las queahora nadie se ocupará.

Entonces he visto el viejo pabellón.Aquello sí que está todo igual.Cuando se construyó la nueva casa

no se tocó nada de lo que habían sidolas cuadras. Y éstas siguen en pie, como

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estaban hace cien años, perocompletamente envueltas por la hiedraque ha ido creciendo y creciendo hastaahogarlas.

He penetrado en el viejo edificio. Laluz de la luna se filtra allí por unasventanas y permite ver con claridad. Mehan llamado la atención los viejoscoches de caballos que yacen en elfondo de lo que habían sido cuadras.Brillan como si acabaran de salir deltaller. Están intactos después de tantotiempo.

Los coches de caballos me gustan.No en vano yo me he paseado con

ellos por las mejores cortes de Europa.Por eso, de vez en cuando, he

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limpiado esos viejos carruajes, lomismo que ha hecho Opal. Ésa es larazón de que aparezcan tan relucientes.

Me he acercado a uno de ellosdistraídamente.

Y de pronto mi cuerpo se ha puestotenso.

Alguien se mueve en él. Alguienparece espiarme desde detrás de laspuertas con cortinillas de seda.

Me he acercado más.Mis nervios vibran.Porque aunque mis nervios parezcan

helados a veces, lo cierto es que tienenmás sensibilidad que los de los otrosseres.

Y he visto que es una mujer la que

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me mira desde la ventanilla.Bruscamente el tiempo ha parecidoretroceder en torno mío, bruscamente mehe visto enfrentado a la hora ya lejana enque Lorena Cunigam llegó a la casa enaquel mismo carruaje, pocos minutosantes de que sonase para ella la hora demorir.

Nadie comprenderá la clase derecuerdos que ese vehículo tiene paramí. Nadie lo comprenderá, y muchomenos la mujer que desde allí me sonríey que tanto se parece, a la luz de la luna,a Lorena Cunigam.

Pero no es ella.Mientras me acercaba lentamente he

susurrado:

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—Evelyn…Porque, en efecto, es Evelyn, con sus

hermosos y atrevidos diecinueve años,la que me espera allí. Me ha sonreídomientras abre la puerta del todo ymuestra sus preciosas piernas.

—¿Qué haces aquí? —hepreguntado.

—Ya ves. Quería hablar contigo.—¿Pero de qué?—No seas arisco, profesor…—Yo no soy profesor de nada. Sólo

soy un alumno.—Ni Heston sabe tanto como tú. Ni

el decano de la Facultad, qué diablos.¿Te apetece un cigarrillo?

—Sabes que no fumo.

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—Son buenos. Son ingleses…—No. No fumo.—No tienes ningún vicio, y eso es lo

que más me desconcierta. Ni siquieraeres vanidoso. Te han ofrecido darconferencias en algunas universidades,ante un público muy selecto, y hasta esolo has rehusado siempre.

—No me interesa la fama.—¿Y el dinero?—Tengo lo suficiente para vivir.—¿Y las mujeres?Se ha puesto a reír pícaramente. La

muy condenada y maldita Evelyn… Lamujer más provocativa que he conocidoen tantos y tantos años… ¡Cómo se estávolviendo la juventud de ahora…!

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Yo también he reído, pero sin abrirla boca.

—¿Por qué preguntas eso?—No sé… Me parece que tus

relaciones con las mujeres son un pocofrías.

—Creo que no tienes ningún derechoa decir eso, Evelyn.

—Por supuesto que no, pero todo loque se relaciona contigo me interesa. Meinteresa muchísimo, ¿sabes? Espero queno te moleste.

—Oh, no… ¡Qué tontería!—No hables así, como si estuvieras

por encima del bien y del mal. Todo elmundo tiene sus pasiones y susproblemas.

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—No sé qué entiendes tú por amor.—Pues estar una persona junto a otra

a la que quiere y usar ambos de suscuerpos.

—Ésa es una definición que tehabrán dado en la Universidad. Yo tengootra.

He querido desconcertar a Evelyn,pero ella ha vuelto a reír otra vez. No heconseguido nada. Estas chicas modernasson el diablo. Ella ha sabido leer en misojos lo que nadie ha leído: que entiendotanto de mujeres que podría escribir lahistoria de todas ellas con sólodirigirles una ojeada. Y se ha dadotambién cuenta de que no soy un hombrepuro, sino un depravado que sabe

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mantener sus secretos.Lo que ella ignora es en qué

consisten mis depravaciones. Si losupiera se pondría a chillar de horror.

—Bueno —ha dicho—, tú no debesde ser un angelito.

—Tal vez no, Evelyn.—¿No te has dado cuenta de que me

gustas?—Quizá no.—Pues, hijo, más exhibiciones no he

podido hacer. Hasta me he puesto ropade la que creo que a ti te gusta.

—Tienes una gran intuición, Evelyn.—No soy tonta.—En efecto, me gusta la ropa que

usas. Y me gustan muchas cosas en ti.

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Pero soy incapaz de traicionar tuvirginidad…

—No seas anticuado, hombre.Y ha descendido del carruaje de un

salto. Ha mostrado mucha más agilidady gracia de la que en su día mostróLorena Cunigam, una perfectadesconocida para ella, y que fue laúltima en usar ese vehículo sin queEvelyn lo sospeche.

—¿Por qué no pruebas? —hapreguntado.

—¿A qué?—A nada grave. A besarme. No creo

que por eso te vayas a asustar.Y me ha ofrecido sus labios

entreabiertos, palpitantes, rojos.

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He sentido miedo. No me dominaahora la necesidad de sangre, pero si enel momento en que la siento palpitarjunto a mi tuviera la tentación demorder… ¿qué pasaría? No me convienede ninguna manera matar a otra mujer tancerca de este lugar. Mi supervivencia seha basado hasta ahora en que raramentehe llamado la atención buscando dosvíctimas en el mismo sitio.

Pero Evelyn insiste:—Bésame…Lo he hecho. Eso de no tener las

mismas necesidades que los otroshombres me priva de pasión y da a mismovimientos una cierta falsedad, porquepara mí un beso nada significa. Creo que

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ella lo ha notado.Evelyn se ha apartado de mí.—Qué raro —ha dicho.—¿Raro por qué?—Adivino que no sientes ninguna

necesidad de mujeres.—Quizá es la falta de costumbre.—Pues yo he de conseguir hacerte

vibrar de pasión. Yo he de conseguirhacerte feliz. ¡Si supieras las cosas quepienso por las noches! Cuanto másextraño es un hombre, más meentusiasma. Bésame otra vez…

Y ha añadido riendo:—Pero sin cerrar tanto la boca…Me molesta su insolencia, pero he

obedecido. No quiero llamar demasiado

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la atención. La he sentido desmadejarseen mis brazos.

Pero todo ha durado un segundo.Quizá dos…De pronto he visto el relampagueo

del acero.De pronto he sentido como Opal

hundía por dos veces el largo cuchilloen la espalda de la muchacha.

Ésta ha saltado hacia atrás mientraserguía el cuerpo. Ni siquiera ha debidodarse cuenta de lo que sucedía. Depronto ha empezado a girar poco a poco.

Y ha visto a Opal.Pero con los ojos ya nublados.Cubiertos con una capa de sangre.Opal le ha dado otro corte. Éste muy

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sabio y dirigido a la yugular. Luego la hasujetado poniéndose a beberincansablemente.

Yo he vuelto a sentir una especie denáusea.

Opal es demasiado ansiosa.Por eso he vuelto la espalda hasta

que ella ha terminado del todo, hasta queno ha quedado más sangre que la quemancha ligeramente los vestidos de lavíctima.

Luego ella ha susurrado:—Era necesario…—¿Necesario? ¿El qué?—Esa zorra de los prostíbulos de

Atenas quería apartarte de mí.—Los prostíbulos de Atenas ya no

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existen —he dicho con desprecio—. Aveces vuelves a los viejos tiempos y teolvidas de la época en que estás, Opal.Y esa muchacha no podía apartarme deti por la sencilla razón de que no soy unhombre como los otros.

—Pero te sabe mal que hayaacabado con ella…

No he contestado.Y por primera vez he leído en los

ojos de Opal una lucecita distinta, unalucecita recelosa, como si pensara queentre nosotros algo puede cambiar.

—De un modo u otro —ha dichosecamente—, se estaba metiendodemasiado en tu vida. Habría acabadosospechando.

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—Tal vez —he dicho de mala gana.—Por eso está mejor muerta. Y al

mismo tiempo eso me da unas reservasque tal vez llegue a necesitar.

—No te lo discuto, pero hemoscometido un error. Y lo lamentable esque se trata del segundo en dos días.

—¿Error…?—Otra desaparición entre las

mujeres que frecuentaban esta casa…¿Te das cuenta de lo que va a pensar lapolicía?

Opal se ha sobresaltado, porque laverdad es que no debía haber pensadoen ello. Realmente las mujeres nuncapiensan. Pero en seguida me ha miradocon expresión suplicante mientras

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musitaba:—La haremos desaparecer… Quiero

decir que ya idearemos algo para quenadie sienta sospechas.

—Lo único que se me ocurre —hedicho— es dejar que lo descubran todo.Pero nosotros estaremos ocultos en elsótano, no nos encontrarán jamás. Alcontrario, no nos buscarán en la casa,sino por todas las carreteras y en todoslos aeropuertos de los Estados Unidos.

La idea le ha gustado.De pronto ha dicho con nostalgia:—Descansar…—He de pensarlo —he murmurado

con expresión reconcentrada—.Disponemos de toda la noche. He de

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pensarlo antes de que suenen losdespertadores otra vez.

Y he salido bruscamente.Por primera vez Opal no se ha

atrevido a seguirme. Por primera vez haparecido como si se hubiera roto algoentre los dos.

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CAPÍTULO VI

Realmente ahora las cosas se hancomplicado tanto que he de hacer algopara que no nos atrapen a Opal y a mí. Alo largo de los siglos he estado muchasveces en peligro, tantas veces queconozco todas las tretas, pero losmétodos de la policía son ahora tanperfectos que necesitaré aguzar miinteligencia al máximo. Despistar a unridículo burgomaestre de una ciudadaustríaca hace doscientos años resultabamuy sencillo. Hoy, en cambio, la policíatiene detectores que quizá logren dar conel paradero de nuestros ataúdes incluso

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a gran distancia. Es eso lo que me llenade horror.

Si uno de esos detectores noslocaliza durante el día, si llega a abrirseun hueco en el sótano donde reposamosy en él penetra la luz del sol, estaremosabsolutamente perdidos Opal y yo.Incluso no tendremos la menoroportunidad de defendernos, puesnuestro sueño se transformará en nuestramuerte.

Me devano los sesos tratando debuscar una solución.

Por lo pronto eliminaré las partesmetálicas de nuestros ataúdes, que sonlas más fácilmente localizables por losdetectores. Pero no puedo destruirlos

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porque nuestros sarcófagos deben estaren situación de recomponerse otra vez.Ello significa que deberé desmontarlospieza a pieza, y como no soy un experto,el trabajo me ocupará más allá de lanoche. Cierto que mientras el sótano estécerrado no voy a morir, pero la simpleexistencia de los rayos del sol más alláde las paredes me debilita tanto que nopuedo trabajar.

Además, hay que hacer un hueco enel sótano para el cadáver de lamuchacha. Nuestro sótano, el dulcehogar, que compartimos Opal y yo, seestá convirtiendo por muchos motivos enun cementerio.

Por fin, cuando más angustiado

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estaba ante las perspectivas que seavecinan, un suceso fortuito ha venido aayudarme.

Alguien ha llamado a la puerta.He abierto, creyendo que se trataba

de un mensaje de la Universidad, aunquees raro que alguien venga a estas horas.

Y me he encontrado cara a cara condos policías que exhiben sus revólveresnegligentemente colgados del cinto.

Durante mi existencia he vistomuchos policías, pero pocos son tanestúpidos como los patrullerosnorteamericanos, que se limitan a recibirórdenes por radio y raramente piensan.Estos dos, sin sospechar ante quién seencuentran, se han llevado las manos a

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las gorras haciendo un saludo lleno dehastío.

—¿Está aquí Evelyn? —hapreguntado familiarmente uno de ellos.

—¿Evelyn? No…Y me he sentido vacilar por unos

instantes. No comprendo cómo hanpodido averiguar con tanta rapidez quealgo ha sucedido. ¡Pero si Evelyn nolleva ni dos horas muerta…! ¿Habré decambiar el concepto que tengo dealgunos policías de los Estados Unidos?

—Nos han dicho que recibía clasesaquí —ha murmurado uno de lospatrulleros mientras echa una ojeada porencima de mis hombros.

—Cierto, pero se ha ido.

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—Siempre sale con una sobrinitallamada Ruth, ¿no es cierto?

—Exactamente: Ruth.—Sin embargo, la pequeña ha vuelto

hoy sola a casa. Parece que Evelyn le hadicho que no la acompañaría porquetenía una cita.

He apretado los labios por unmomento. Una cita… una cita conmigo,naturalmente. Evelyn ha despistado a lapequeña porque quería esperarme en laantigua cuadra. Por un momento hepensado que las palabras de la pequeñapueden estropearlo todo. Si Evelyn, porejemplo, le ha dicho que quería verme amí y la pequeña lo recuerda…

Pero el otro patrullero me ha

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tranquilizado sin saberlo.—Verá… —ha dicho—. Nos

tememos que esa muchacha desaparezcade su domicilio. Por lo menos lospadres están intranquilos. Dicen quehace días la viene rondando unindividuo con el cual la chica hahablado algunas veces.

—¿Y qué tengo que ver con eso?—Nada, amigo, nada… Sólo

queremos comprobar si la muchachaestuvo aquí hoy y si salió normalmente.

—Que estuvo ya lo saben ustedes,puesto que debe habérselo dicho lapropia Ruth. En cuanto a salirnormalmente, supongo que también. Yono vigilo a nadie, compréndanlo. Pero

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estoy convencido de que ella se marchócomo las otras veces.

Los dos policías han asentido conaspecto de tipos que ya tienen la pistaque andaban buscando.

—De acuerdo, amigo —ha dichouno de ellos—. Entonces está claro quese ha largado con ese fulano del coche.Como es menor de edad empezaremos abuscarla mañana, pues hay que dejar unpoco de margen. Es posible quesimplemente pase la noche con eseguarro, en cuyo caso aparecerá dentrode unas horas y no habrá ocurrido nada.Perdone la molestia.

Y se han largado.He suspirado con alivio después de

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cerrar la puerta. Confieso que por unmomento me he sentido casi perdido,porque ¿imaginan lo que sucedería si seme llevaran a la Estación de Policíasólo para una comprobación rutinaria?¿Imaginan lo que sucedería si meatrapase el amanecer allí?

Las cosas sencillas que para otrosseres no resultan en absoluto peligrosas,para mí pueden resultar catastróficas.Pueden significar mi muerte.

Apenas cerrar la puerta he vistoaparecer detrás de mí a Opal. Opal hacultivado mucho la facultad de filtrarsepor los sitios, cosa que yo no he hechonunca. A veces incluso me sobresalta,porque la veo en lugares o habitaciones

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donde no podía esperarla.Sus ojos brillan.Está más hermosa que nunca.Pero me doy cuenta también de que

se siente llena de vigor, y por lo tanto sesiente audaz. Las últimas experiencias lahan excitado. No quiere sumirse en elletargo, sino vivir intensamente como loestá haciendo ahora.

En otro tiempo Opal y yo tuvimostantas servidoras en nuestro castillo queella podía elegir. Opal siempre ha sidosensual, siempre ha sido algo extraña.Elegía las más hermosas. De pronto, unanoche, cualquier muchacha aparecíadesangrada en las almenas y todos loscampesinos del lugar sabían lo que

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había ocurrido. Se persignaban contemor, pero al mismo tiempo seresignaban a lo inevitable.

Fueron años muy intensos para Opal,hasta que el castillo fue destruido enparte y la gente se rebeló contranosotros, principalmente debido a lasextravagancias de mi esposa, pues yosiempre he sido más prudente. Comotodo el mundo sabe, nos salvamos pormilagro. Pero a Opal siempre le haquedado la nostalgia de aquellos añosmaravillosos, y cuando está ahíta desangre sueña con volver a ellos.

Casi he tenido miedo al verla.Puede echarlo todo a rodar.—Prudencia —le he dicho en voz

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baja—. Hemos de calcular cualquierpaso que demos. Déjame hacer a mí.

—¿Qué querían ésos?—Hemos tenido suerte. Creen que

Evelyn se ha fugado con un hombre quela cortejaba y mañana empezaran ainvestigar.

—Eso nos da tiempo…—Sí, claro —he dicho—, pero hay

que deshacerse del cadáver. Tenemosque abrir un hueco más en el sótano.

—Imposible.—¿Imposible por qué?—Tardaríamos demasiado tiempo y

quizá alguien podría oír el ruido por lasnoches. Tú sabes que las partesrelativamente blandas ya están

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perforadas. Lo que ahora queda es laroca viva que rodea los cimientos de lacasa. Nos será imposible perforarla connuestras solas fuerzas.

He hecho un gesto de preocupación.De preocupación sincera, pues para míes tan difícil trabajar en la roca vivacomo puede serlo para un auténticoseñor acostumbrado a todos los lujos ycomodidades. Yo he sido siempre unmiembro de la alta nobleza de Rumanía.Jamás he hecho trabajos físicosimpropios de mi rango. La perspectivade pasarme las noches golpeando con uncortafríos me parece casi aterradora.

—Entonces hemos de pensar otracosa —he decidido—. El cadáver de

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esa chica tiene que aparecer, pero encircunstancias que nos alejen decualquier sospecha.

—¿Y qué es lo que se te ocurre?—Sólo una cosa, Opal. Espera…

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CAPÍTULO VII

Han pasado varios automóviles porla carretera comarcal, pero todos ellostransportan a más de una persona. Opalllevaba casi una hora, agazapada entrela maleza, cuando sus ojos de halcón handescubierto por fin uno que le conviene.Inmediatamente ha saltado al borde de lacarretera y ha hecho la señalinternacional de autostop. El potenteautomóvil se ha detenido con un chirridode frenos.

La verdad es que Opal llama laatención. Parece una gran dama que hayasalido de una fiesta, y se encuentre en

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apuros. Su edad es indefinible, pero estáradiante de hermosura. Por fuerza tieneque impresionar a cualquier hombre.

Y el que va al volante se haimpresionado. Por eso ha frenado enseco.

—¿Qué pasa, muñeca?Opal ha dicho a través de la

ventanilla:—Por favor…—¿Estás en un apuro?—He salido de una fiesta donde

había bastantes borrachos. Me persiguendos hombres…

—Pues sube, preciosa. No teperseguirán más.

Opal se ha sentado junto al

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conductor de forma que se vea bien sufalda rasgada por dos sitios. Da lasensación de una mujer que acaba desufrir alguna violencia. Como suspiernas son espléndidas, y más ahora,cuando está bien nutrida, los ojos delconductor han brillado intensamente.

Mientras arrancaba ha dicho:—¿Han intentado abusar de ti?—Por suerte he podido evitarlo.—¿Quieres que vayamos a la

policía?—Oh, no… Por suerte no ha pasado

nada grave. Me bastará con que medejes en mi casa.

El conductor ha reído suavemente.—¿Vives sola?

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—No. Con mi marido…—Pues hace mal en dejarte sola.

Eres una mujer muy… muy…—¿Muy atractiva?Opal ha sonreído de un modo que

sólo sabe utilizar ella. En este momentotiene la perfecta cara de una chicaingenua que acaba de salir de un apuro yestá dispuesta a cualquier cosa parademostrar su gratitud al hombre que laha salvado. Él ha captadoinmediatamente la onda.

No puede apartar sus ojos de laspiernas de Opal. Tanto que ha estado apunto de tomar mal las curvas yestrellarse dos veces.

—Cuidado…

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—No temas… Soy un buenconductor. Pero es que me sorprendes,¿sabes?

—¿Por qué?—Llevas una ropa interior un poco

anticuada.—Oh, perdón…Y ella se ha tapado inmediatamente,

como si no se hubiera dado cuenta. Elconductor ha vuelto a reír.

—No, no lo hagas. Si a mí megusta…

—¿De veras?—Mucho…—Es que reconozco que voy vestida

de un modo algo anticuado. Mis prendasíntimas son un poco pasadas de moda,

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eso sí. Lo siento.El coche se ha detenido tras girar en

seco por un camino de tierra que lleva aun bosque. Su dueño ha apagadoinmediatamente las luces de situaciónpara que nadie pueda ver el vehículo.

Opal ha preguntado, con un falsoterror:

—¿Pero qué haces…?—Nada, nena, nada… ¿Conoces tú

este modelo de coche?—No…—¿Sabes que tiene unos magníficos

asientos reclinables?—No, no lo sabía.—Pues prueba, anda, prueba…Y el hombre ha movido el resorte

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central que hace oscilar hacia atrás losdos asientos a la vez. Opal ha lanzadoun gritito que no se sabe si es de júbiloo de miedo, mientras intencionadamenteeleva las piernas un poco.

El hombre se ha lanzado a besarla.—No lo hagas —ha suplicado Opal

con un falso gesto de resistencia.—Calla, tonta… Tú no sabes lo que

es bueno. Se nota que tu marido no te loha enseñado nunca…

Y la ha besado apasionadamente.Quizá entonces —sólo entonces— hatenido la sorpresa de notar que la pielde Opal desprende un olor indefinible,un olor inexplicable, un olor que no es amuerto, pero que lo parece. Pero el

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hombre lo ha atribuido a un perfume demal gusto que sólo podría usar unamujer anticuada como es ella.

Inmediatamente esta sensación hacesado.

Porque Opal se ha vuelto apasionadade pronto.

Ha abrazado al hombre con todassus fuerzas, en el silencio del coche, y leha besado en el cuello.

Él ha reído con suficiencia.—Nena… Je, je… ¡Si sabré yo

cómo domar a las mujeres…! ¡Si sabíaque te gustaría! ¡Je, je…!

De pronto su risa ha cesado. No hasido miedo, sino sorpresa. Lo que leocurre es que jamás ha encontrado una

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chica tan apasionada como aquélla.—Pero, nena, no me muerdas.

¿Todas las mujeres anticuadas sois así?Je, je…

De pronto se ha tensado.No entiende lo que le pasa.Esto no es… Esto no es morder.ES ALGO MÁS.Sin entenderlo, sin comprender

absolutamente nada de lo que pasa, elhombre ha lanzado un gemido. Y depronto ha notado que unas uñas muyafiladas se clavaban en su cara,impidiéndole moverse. Opal le hagolpeado también con una rodilla en elbajo vientre, dejándole transido dedolor.

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Todo ha durado menos de dosminutos.

Si el hombre quisiera explicarlo,quisiera decir lo que siente, no podríahacerlo. Es como si una enorme bombale fuera succionando la sangre con granrapidez. Es como si las fuerzas le fueranabandonando progresivamente y ledominara un sueño atroz, que le dejasumido en una total indiferencia.

De pronto ha quedadoespantosamente quieto.

Ahora la que ríe es Opal.Está viviendo más intensamente que

nunca. De su garganta escapa aquellarisita viscosa que yo apenas puedosoportar.

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Pero todo es un plan convenido entrenosotros. Opal aparta el cadáver, sepasa la lengua por los labios y ocupaella el lugar del conductor. Ahora correpeligro, lo sabemos los dos. Es el puntoflaco de nuestro plan, porque si unpatrullero la detiene todo se irá aldiablo. Y basta simplemente con que lavea en ese coche para que todo se vayaal diablo también.

Pero todo plan tiene su partearriesgada y hemos de aceptarla. Demodo que Opal conduce con seguridad,buscando los caminos más apartados,hasta llegar al sitio en que tiene queencontrarse conmigo. Le hago señaspara que se detenga cuando el automóvil

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se mete en el sendero del bosque.Miro ansiosamente hacia el interior.La simple visión del cadáver me

demuestra que todo ha ido bien. Y lacara de felicidad de Opal es tanexpresiva que no necesito hacerpreguntas. Con rapidez sitúo al hombreen el puesto del conductor y siento a sulado el cadáver de Evelyn, que hetransportado hasta allí según el planconvenido.

—Ahora vamos a tener que empujarun poco los dos, Opal.

Por fortuna nos sentimos fuertes yllenos de vida, de modo que arrastramosel coche en punto muerto hasta el bordede un precipicio en que el bosque

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termina. Si un solo coche pasara por ahíen estos momentos todo se iría alinfierno, pero tenemos suerte y nadiepasa. Entonces situamos el vehículoprácticamente en el mismo borde, ya conlas ruedas delanteras fuera, y destapo eldepósito de la gasolina. Paso a suinterior un fósforo encendido mientrasgrito:

—¡Empuja!Opal lo hace con todas sus fuerzas y

yo la ayudó. También aquí corremos ungrave peligro, porque si nos retrasamospodemos convertirnos en cenizas. Peroel coche se hunde por el desnivel antesde estallar, y cuando llega al fondo seproduce una terrible llamarada. Un

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minuto después estamos escapando atoda velocidad.

—Dentro de poco encontrarán loscadáveres carbonizados —dice Opal.

—No notarán que los dos tienen lasvenas vacías de sangre.

—Y creerán que ese tipo del interiorfue el que se llevó a Evelyn.

—Claro que sí… La policía nodudará de que se estaban dando un loteen el bosque cuando se despistaron ycayeron por el desnivel.

—Todo ha resultado perfecto,Opal…

En realidad así es. Podemos estarcontentos. Podemos considerarnossalvados, ya que nadie nos culpará de

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esos crímenes.Una sensación de dulce seguridad

nos invade cuando llegamos a lo queahora es nuestro hogar.

Podemos seguir matando para vivir.Podemos seguir nuestra plácidaexistencia.

Cuando descendemos a los ataúdes,Opal se permite incluso el lujo de reírsuavemente.

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PARTE TERCERA

DEJEN QUE LES HABLEDE MI MUERTE

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CAPÍTULOPRIMERO

Como había supuesto, la policíacayó en la trampa que Opal y yoacabábamos de tender. A la mañanasiguiente fue hallado el cochecompletamente destrozado con los doscuerpos carbonizados dentro. A duraspenas pudo ser identificada lamuchacha, y en cuanto al hombre, comoera un forastero que viajaba por la zona,nadie le reconoció. Además tuvimos lasuerte de que el coche que Opal pudodetener fuese bastante parecido al del

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hombre que habían visto cortejando aEvelyn. De modo que hubo testigos quelo identificaron como el mismo, y elatestado de la policía se cerró con estasreveladoras palabras:… «Se mataronaccidentalmente cuando se dedicaban acometer actos inmorales en lugarsolitario y dentro del coche».

Todo esto permitió que Opal y yosiguiéramos libres de sospechas, pero laverdad era que nuestro grupo nocturnose había reducido. En este momento sólonos visitaban ya Mónica, la viuda de 30años, el profesor Heston y la pequeñaRuth, de 12 años, quien seguía viniendoaunque ya no tuviese que acompañar aEvelyn.

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Por mi parte seguí haciendo una vidaperfectamente normal, como si nadahubiera ocurrido. Durante el díadescansaba con Opal en el ataúd. Por lanoche iba a las clases de la Universidady pasaba unas horas con mis alumnos,explicando temas de Historia. Acontinuación, y hasta que losdespertadores indicaban la llegada delalba, Opal y yo paseábamos por loscampos solitarios o escuchábamosmúsica. Mi colección de cantosgregorianos y de himnos de funeral esuna de las más completas del mundo.

Durante dos semanas nada turbóaquel ritmo apacible, suave, en que sedesenvolvía nuestra existencia. Yo

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notaba que la policía vigilaba la zonamás que de costumbre, pero como nadiesospechaba de mí, podía estar tranquilo.En realidad, desde los años de loscastillos de Transilvania, no habíamosvivido Opal y yo una época tan buena.

Esto duró aproximadamente, comodigo, quince días. Transcurridos loscuales, supe perfectamente lo que iba aocurrir. Y ocurrió sin remedio.

Opal empezó a impacientarse. Sumagnífico aspecto había decaído unpoco. Sus fuerzas fallaban.

No era un problema puramentefísico, pues en otras ocasiones habíamosestado bastante más tiempo sinalimentarnos. Se trataba de un problema

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más bien moral. Ya se sabe: cuando unose acostumbra a un cierto nivel de vidaes muy difícil sacarle de él. Sobre todosi ese nivel de vida resulta excitante.

Opal, que hasta entonces habíaestado sometida a mis órdenes, se dabacuenta de que en los Estados Unidosteníamos un magnífico campo deactuación. Al principio había estadocomo intimidada por el ritmo infernal deaquel país, tan distinto de los lugaresque habíamos frecuentado siempre. ¡Yeso que vivíamos en una poblaciónpequeña, en pleno campo, y sólosalíamos de noche! Pero un par deviajes nocturnos en tren ya le habíandado una idea de lo que aquello era.

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Además, se oían continuamente ruidosde aviones, de camiones y de coches.

Pues bien, ese país que la intimidabase estaba convirtiendo ahora para Opalen una tierra maravillosa. Allí nadie sepreocupaba de las personas quedesaparecían, sobre todo si se trataba degente joven. Una muchacha de diecisieteaños decía, por ejemplo: «Me voy avivir mi vida». Y durante cincuenta ocien semanas sus padres desconocíanpor completo su paradero. Si duranteesas cincuenta o cien semanas seencontraba con Opal o conmigo, su pistaya se perdía para siempre y la policíaarchivaba el caso. Eso quería decir queen cualquier cruce de caminos teníamos

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magníficas oportunidades que nohubiésemos tenido en ningún otro lugardel mundo.

Yo sabía todo eso, pero eraprudente. Sólo atacaba a personas a lasque antes hubiera vigilado con muchaatención. Y Opal esperaba a que yo letrajese las víctimas a la puerta para nocorrer ningún riesgo.

Pero ahora decidió actuar por sucuenta.

Estaba ansiosa.Decía que yo no sabía vivir. Que

estaba desaprovechando magníficasoportunidades. Que no sabía amoldarmeal país en que habitábamos ahora. Por lotanto se decidió a aprovechar las

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oportunidades ella.Y sucedió lo de Kitty.

* * *

Kitty Ransom, que estaba trabajandopara unos editores de Filadelfia, seadentró en el bosque y preparó eltrípode con su cámara fotográfica de altaprecisión. El trabajo que la muchachahacía era sencillo y complicado a la vez.Para un libro de Historia Natural, teníaque fotografiar todas las variedades depino norteamericano. Esto la habíallevado desde el Yukón hasta California,

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en una larga y hermosa peregrinación através de los bosques.

Aquella mañana preparó su cámara,hizo dos magníficas fotografías de unejemplar que tenía más de cien años y semarchó. Pero al disponerse a hacer elrevelado, en la furgoneta que le servíade laboratorio y vivienda, se dio cuentade que había olvidado en el bosque unpaquete con una enorme cantidad depelícula virgen. Y como la película no laregalaban, pensó que valía la penavolver.

Giró el volante y circuló de nuevopor los empinados caminos hacia el sitioen que había estado por la mañana.

Cuando llegó, habían caído ya las

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sombras de la noche.Todo estaba sumido en tinieblas.Pero se veía la luz de la luna

rielando sobre el bosque que ofrecía unaperspectiva maravillosa y tal vez única.Los pinos centenarios, el arroyo colorplata, la hierba que parecía barnizada, eloscuro sendero que se perdía en milvericuetos… Kitty quedó comomaravillada, como fascinada ante lavisión de aquel bosque que horas antesle había parecido tan igual a los otros.

Y aunque ella hacía un trabajo pordecirlo así científico y carente deinspiración, tenía alma de artista. AKitty no le hubiesen encargado lasfotografías de aquel libro caso de no ser

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una mujer capaz de impresionarse anteuna flor recién abierta. Por lo tantodecidió tomar para su colección aquellafoto que le ofrecía unos matices de luzcasi únicos.

Como la claridad de la luna erabastante intensa y su cámara muysensible, decidió que podría conseguirunas buenas vistas con gran apertura dediafragma y una exposición algoprolongada. Situó, por tanto, su máquinaen el trípode y estuvo trabajando durantediez minutos. Obtuvo cuatro placas.Luego volvió con ellas a la furgoneta,acampó en las cercanías y se dispuso arevelarlas.

Estaba ansiosa por ver el resultado.

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Y el resultado, en verdad, la sorprendió.Le hizo arquear las cejas mientrasmiraba aquello sin acabar de creerlo.

¿Quién era aquella mujer?¿Qué hacía allí?Porque lo cierto era que la cámara

había captado la imagen fugitiva de unamujer solitaria que espiaba desde detrásde uno de los troncos. Era una mujer deuna rara belleza, una mujer deapariencia casi irreal, que tenía algoimposible de captar en las otras mujeresdel mundo.

Vestía de negro y con ropas queparecían largas y anticuadas. Su tez eramuy blanca, tan blanca que casisobrecogía. Pero, sin embargo, eso no

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perjudicaba su belleza.La edad resultaba indefinible.Parecía una estampa recortada del

fondo del tiempo.Pero, sobre todo, ¿qué hacía allí?

¿Cómo había ido a parar a aquel bosquesolitario? ¿Qué buscaba?

Kitty ignoraba en este momento queOpal estaba tras su pista. Ignoraba quelos ojos de Opal ya se habían clavadoen ella. Que la maldición ya se habíaposado en su carne.

Obsesionada por aquella visión,decidió regresar al bosque.

Tenía que hacerlo.Tenía que encontrar a aquella mujer

y fotografiarla de nuevo. Existía en ella

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algo que no se podía definir y queconvertiría aquella foto en un ejemplarúnico.

Por tanto regresó con la furgoneta ytrepó por el camino. Sus ojos,habituados a la oscuridad, hurgaronentre los árboles.

Tenía que estar allí… Si era unaaparición del bosque tenía que estar enaquel mismo sitio…

Oía los mil susurros del viento entrelos árboles…

Oía los rumores del campo queparecía misteriosamente vivo, veíamoverse la hierba como si unas manosla acariciasen en la oscuridad.

En cambio, no vio ni oyó a Opal. No

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se dio cuenta de que la tenía a laespalda. No llegó a captar todo aquelhorror hasta que oyó el grito alucinantehendiendo la noche.

Era un grito de triunfo.Un grito salvaje que anunciaba la

victoria.Los brazos de Opal la rodearon.Su vestido negro la cubrió como las

alas de los cuervos cubren a la piezaque están devorando.

Los dientes se hundieron en sucuello.

Kitty gritó horrorizada.Pero su grito se transformó pronto en

un gemido, en un estertor cada vez másdébil, mientras caía a tierra y Opal

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montaba sobre ella ansiosamente.Los dientes seguían clavados en su

cuello.Se hundieron profundamente en las

arterias. Buscaron la fuente misma de suvida.

Pronto Kitty Ransom quedóespantosamente quieta.

Rígida.Mientras por su piel tostada por el

sol rodaban unos últimos hilillos desangre…

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CAPÍTULO II

Opal volvió aquella noche a casamás satisfecha que nunca. Yo ya habíanotado que escapaba sola al salir la lunay que se negaba a pasear conmigo, peronunca creí que cometiera unaimprudencia de aquella clase. Atacar auna víctima que no hubiese seleccionadoyo, de la que no estuviese bien seguro,era una locura.

Hermosa y radiante como si acabarade cumplir quince años, Opal susurró:

—Era deliciosa…Su tono de voz ligeramente viscoso

no me gustó. Además se estaba

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volviendo una mujer muy sensual, que yano sólo mataba para subsistir. Ella yaencontraba placer en aquello.Comprendí que muy pronto cometeríauna insensatez tras otra y que entoncesestaríamos perdidos.

Sintiendo deseos de zarandearla,grité:

—¿Pero no te das cuenta de quepuedes echarlo todo a perder? ¿Qué hashecho con el cadáver?

—Lo he dejado en el bosque.—¡Estás loca! ¡Harán

investigaciones y se darán cuenta de quees un caso de vampirismo! ¡Empezarán ahurgar por todas partes! ¡Darán connosotros!

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Tengo la sensación de que Opal nisiquiera me escucha. Ella ha encontradosu propio camino y es enormementefeliz. He de apelar a toda mi calma, hede recordar los siglos que hemos pasadojuntos antes de decidirme a preguntarcon voz que quiere ser indiferente:

—¿La acompañaba alguien?—No. Iba sola en una furgoneta.—¿Y dónde ha quedado la

furgoneta?—Allí, junto al bosque…Su inconsciencia me aterra. Opal

todavía cree que estamos viviendo en lavieja Transilvania, donde la actuaciónde los vampiros se considerabainevitable, y donde si alguna víctima

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aparecía desangrada la gente sesantiguaba y nada más, limitándose a novolver a pasar por aquel camino. Aquíhay policía científicamente organizada yque no suelta su presa. ¿Es que no lo haentendido aún…?

—¿En qué bosque ha sido? —pregunto con expresión ansiosa.

—En el de Newcombe, cerca de lacarretera 202. Ella ha salido de la 202para tomar un camino secundario que vahacia el norte.

He salido a toda la velocidad quepermiten mis piernas, corriendo endirección a aquel bosque. Sé que cadaminuto cuenta, porque falta ya poco parael amanecer. No puedo exponerme a

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usar un automóvil porque alguien puedeverme rodar hacia aquel sitio, y encambio nadie me verá si ando por losatajos. Cuando llego junto al lugardonde yace Kitty, estoy tan reventadoque mis pulmones estallan.

Hay gente que cree que podemosadoptar la forma de un murciélago yvolar. No, eso no es cierto. Lo queocurre es que a veces nos ocultamos ensitios donde hay murciélagos, y de ahíviene esa fantasía. Además, de nada nosserviría transformarnos en esos pájaros,que son estúpidos y de vuelo muy corto.

He entrado en la furgoneta, viendolas fotos reveladas. Me estremezco dehorror. Opal no ha tenido la precaución

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de mirar nada, y sin embargo, allí está,retratada claramente, como si quisieradecir a la policía: «¡Seguidme!».

Mis labios se separan bruscamentepara decir:

—Estúpida…Nunca la he aborrecido tanto como

ahora. Nunca, a pesar de todo lo que nosune. Me guardo las fotografías y losnegativos para destruirlo todo más tardey hasta me llevo la película que aúnqueda en el carrete. Luego arrastro elcadáver hasta unos matojos, donde cabela esperanza de que tarden en hallarlo.Ojalá esté lo bastante descompuestopara que los forenses no puedandictaminar la causa de la muerte.

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Queda un último detalle: alejar lafurgoneta, ya que si aparece por allíserán investigadas las cercanías yencontrarán el cadáver. Para eso lapolicía actúa con perros especializados.De modo que me siento ante el volante yconduzco aun sabiendo lo que arriesgo.Mi corazón se contrae cuando recorro untrecho de la 202, temiendo que de unmomento a otro encontraré lospatrulleros. Pero nada sucede. Medesvío de la carretera en un trechofavorable, hundo la furgoneta en elpequeño río Lawrence y yo salgo anado. Sé que durante una semana almenos estarán buscando a Kitty Ransomen el curso de agua, y ese tiempo bastará

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para que el cuerpo empiece adescomponerse en serio y los forensesno sepan ya qué ha ocurrido.

Pero con todo esto estoy corriendoun riesgo mortal.

Va a amanecer.No tengo los relojes, no tengo nada

que me haya avisado, y ahora seinsinúan por las colinas las primerasluces de la aurora. Si no me doy prisa enmeterme en algún sitio absolutamenteseguro, moriré sin remedio. Quedaréconvertido en polvo.

Miro ansiosamente en todasdirecciones.

Campos vacíos y árboles que prontoestarán bañados por la luz. Allá lejos

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una casa, pero la casa estará habitada.Una sensación de vacío me rodeamientras la claridad se hace más y másintensa en los bordes de las colinas.

La angustia me ahoga.No recuerdo haber pasado jamás un

momento así. Siempre he tenido lapreocupación de no arriesgarme a lahora del alba. Durante siglos me heatenido a unas normas elementales…¡que ahora he roto por culpa de unaestúpida mujer…!

Corro enloquecido por los camposhúmedos que ya empiezan a brillar conel rocío.

¡La luz se eleva minuto a minuto!¡Avanza!

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¡Me convertiré en sucio polvoapenas se pose sobre mí el primer rayode sol!

Ansiosamente me pongo a trabajarcon mis propias manos, mientras lospulmones me estallan. En un borde delbosque abro un hueco, una especie deagujero de topo, que me permiteintroducir el cuerpo. Nunca he trabajadotan aprisa, nunca he sentido tanto doloren las uñas rotas mientras los rayos delsol avanzan…, avanzan…, ¡avanzan!

Me doy cuenta de que estoy perdido.Sudo copiosamente.Las fuerzas me fallan…Pero consigo hacer un hueco lo

bastante grande para poder meter en él

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mi cuerpo hecho un ovillo, mientras tapola entrada con hierbas y piedras. Cuandome introduzco en el hueco, la casitotalidad de la aurora ilumina todos loscontornos. Y quedo como extasiado,como maravillado ante aquelespectáculo que quizá significa mimuerte.

Porque nunca he visto un amanecer.Porque no sé lo que es la luzderramándose sobre los campos. Porqueen mis largos siglos de vida nunca hevisto jamás la salida del sol.

Quedo extasiado por unosmomentos.

Pero reacciono.Esto va a ser mi muerte. Lo sé.

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Tengo que moverme…, moverme…,¡moverme!

Voy acumulando piedras en laentrada. Las hierbas me ocultarántambién, puesto que el agujero estáhecho en el borde de un montículo.Claro que la tierra queda fuera y alguienpuede notar que algo extraño ocurre allí,en cuyo caso estaré perdido. Pero he deconfiar en la suerte. No tengo otroremedio…

Pongo la última piedra, la queimpedirá el paso de la luz. Mi manoizquierda la afianza durante unossegundos. Y entonces notó un dolorpenetrante, insoportable, atroz, como side repente me la hubiesen cortado con

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una cuchilla.La introduzco vivamente en la

oscuridad. No puedo verla, pero la toco.Y noto… ¡mientras lanzo un gemido dehorror noto que mi mano izquierda ya noexiste! ¡La he tenido demasiado tiempofuera y la ha alcanzado el primer rayo desol!

Lloro silenciosamente.Mis nervios están rotos.No he llorado durante siglos, pero

ahora me siento vencido. Tengo lasensación de que mi cuerpo se va apartir en pedazos. Sin mi mano izquierdame voy a convertir en un trasto inútil. Yal mismo tiempo mi orgullo ha sidoultrajado, mi orgullo de ser el noble más

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viejo de todos los que habitan la Tierra.El que más cosas podría contar…

El sueño y la fatiga me vanvenciendo. Al fin y al cabo siempre hedormido al amanecer, de modo que mevoy quedando quieto. Eso es una suerte,porque alivia mis sufrimientos. Almenos una cosa ha sido absolutamentefija en mí durante siglos: no ha habidoquien hiciera madrugar al condeDrácula…

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CAPÍTULO III

Estoy rabioso, estoy convertido enmi propia piltrafa cuando regreso a casaal caer la próxima noche. He limpiadocomo he podido mis ropas, pero, aun asípresentan muchas manchas de tierra. Yaún puedo estar contento de que nadie hainvestigado por las cercanías de mihoyo, porque si no…

Abro la puerta.—¡Tío George…!La pequeña Ruth ha corrido para

venir a mis brazos. La he acogido enellos, la he levantado con fuerza y la hebesado, sintiendo la sangre caliente

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circular por debajo de la piel tan fina.No sé qué me ocurre con esa chiquilla,pero ella es como una nota musical quesiempre me alegra. La dejo en el suelo yentonces ella me mira con expresión dehorror y de asombro a la vez.

—¡Tío George…!—¿Qué pasa?—¡Has tenido un accidente! ¡Te falta

la mano derecha por completo!Me mira aterrada, sin comprender.

Yo casi me había olvidado de aquelloporque la mano dejó de dolerme casi enel instante de desaparecer, de sertragada por la luz. Pero comprendo quehe de dar una explicación, y por lo tantohe puesto cara de buena persona que

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perdona a sus enemigos.—Un…, un atracador que quiso

robarme. Mejor dicho, eran dos… Unollevaba una pistola. El otro un hacha…

—Pero…, ¡pero es horrible, tíoGeorge!

—No te preocupes. Ya no duele.—¿Has avisado a la policía?No contesto en el primer momento.

Estoy mirando en torno mío, asombradode que en la casa no haya nadie más.Pero Ruth pregunta entonces:

—¿Quieres que avise yo?Me sobresalto. Si Ruth avisa,

estamos perdidos. Cualquier médiconotará que mi herida no se parece aninguna que pudiera haber sido causada

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por un instrumento inventado por elhombre. En todo caso tendrá que pensarasombrado en una especie de rayo láser.

—Claro… —digo riendo—. Claroque he avisado a la policía… No tepreocupes. ¿Pero cómo has venido túsola esta noche? ¿Dónde están los otros?

—Han ido a una fiesta. Hoy es lafiesta de la Universidad.

—¡Ah…!—¿Cómo no has ido tú, tío George?—Pues… En fin, lo había olvidado.

Y además las fiestas no me gustan, tú yalo sabes.

—Sí, siempre has dicho que no tegustan. Por eso he venido, ¿entiendes?Porque me sabe mal que estés solo.

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Y ha sonreído, apretándose contramí. Esta chiquilla que nada sabe, quenada presiente, es el único cariño puro ysencillo que he tenido a lo largo de lossiglos. Nadie me ha querido jamás.Nadie me ha buscado. En realidad,nadie me ha conocido. Y aquí, en uncontinente nuevo y que hasta hace pocome resultaba extraño, he tenido queencontrar el primer cariño limpio de miexistencia. La primera persona que deverdad confía en mí…

—Te lo agradezco mucho, Ruth…De verdad. Si pudiese hacer algo por tilo haría, te lo juro…

—A mí también me gustaría haceralgo por ti, tío George. Debes aburrirte

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mucho.—¿Por qué?—Nunca sales de día…He sonreído, aunque no me gusta esa

conversación. La verdad es que, conotra persona, semejante tema measustaría, pero con Ruth todo me inspiraconfianza. Me parece que nada malotiene que suceder…

—Es que estoy acostumbrado atrabajar de noche —le contesto—. Eldía no me ha gustado nunca, y además lonecesito para descansar.

—Pero… ¡hay cosas tan hermosas!Ni siquiera has visto cómo están lasflores cuando empieza el día. Y eso quetenéis un jardín muy bonito, pero no lo

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cuidáis.Ha lanzado una alegre carcajada

mientras añadía:—Si quieres, puedo yo cuidarlo…—No, Ruth. No hace falta que te

acerques de día por aquí, ¿comprendes?No hace falta…

Y la he vuelto a levantar en brazospara sentarla ante la mesa.

Ha sido entonces cuando hetropezado en la puerta con la mirada deOpal. Es la suya una mirada caliente, unpoco viscosa, ligeramente húmeda. Esuna mirada que está cargada deansiedad. Piensa en algún placerespecial, un placer que sólo ellaadivina, y teme que alguien se lo

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arrebate.Ni siquiera se ha preocupado de mi

mano.Con voz opaca ha dicho:—Ven…Yo he encendido maquinalmente la

televisión para que Ruth vea el últimoprograma y no nos moleste, y he ido trasella. Detrás de las puertas cerradas,bajo la luz amarilla de las lámparas, meparece que los ojos de Opal brillan deuna forma más viscosa que nunca.

—¿Has llegado a tiempo de borrarlas huellas? —me ha preguntado.

—Sí. No creo que la policíaencuentre nada, pero has cometido unaterrible imprudencia. Y esa

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imprudencia, al tener que agotar yo hastael último minuto, me ha costado la manoizquierda. Pude haber muerto. Unsegundo más y me convierto encenizas…

La perspectiva no la ha emocionadoen exceso. Es terrible, pero hastanosotros, que somos inmutables,cambiamos con los tiempos. Ya no meobedece ni me ama. Ya no es una esposacomo en otro tiempo fue. Lo único queanhela es vivir, divertirse, llenar sushoras…

—Jamás volverás a encontrarte enuna situación así —me ha dicho—. Note preocupes.

—De nada serviría preocuparse. El

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mal ya está consumado.—Pues estate preparado, porque

otros males van a venir.—¿Otros? ¿Qué intentas insinuar?—Esa pequeña…Me ha estremecido su voz. Me ha

estremecido también el brillo glauco desus ojos.

—¿Qué pasa con ella?—Ha visto que no tienes mano

izquierda.—¿Y qué? También lo verán los

otros.—Pero los otros son más discretos.

Esa chiquilla no. Avisará a la policía.Ya verás cómo avisa…

—No, no lo hará…

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—¿Por qué tienes tanta fe en ella?—Porque ella hace lo que yo le

digo. Porque cree en mí.—¿Cree en ti? ¿Desde cuándo ha

creído alguien en el conde Drácula?Vamos, no me hagas reír…

Pero se ha reído. Ha reídosordamente y con un matiz burlón queme ha pinchado la piel. Luego ha dichosordamente:

—Verás cómo nos está espiando…Y ha salido de nuevo a la sala

principal. Pero Ruth, la pobre, no nosestá espiando. Ya sé yo que se puedeconfiar en ella. Mira el programa denoticias políticas de la televisión apesar de que eso no debe interesarle

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nada.Opal la ha tomado entre sus brazos.—Oh, Ruth… ¡Qué aburrida debes

estar! ¡Ruth…!Ha empezado a besarla. Desde el

dintel de la puerta, mientras mis nerviosvibran, yo he visto con horror el carizque van tomando sus besos. Al principioha sido sólo curiosidad, pero luego haido buscando su cuello. Ruth no se dacuenta de nada. No sospecha. No sabeque tiene junto a su piel tibia los dospoderosos incisivos que destrozarían suvida en un momento.

Opal se entusiasma.Vuelve a haber algo viscoso en su

mirada.

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—Está bien —he dicho de pronto,secamente—. Deja que Ruth veatranquila la televisión. Vamos.

De mala gana me ha obedecido, peronoto una vibración secreta en su piel.Hace siglos, desde que mataba a algunasmuchachitas de Transilvania, que no hatenido una víctima así. Lo fácil y lotierna que debe resultar le enardecen.Noto que está temblando.

Encerrados en otra habitación, conlas ventanas bien herméticas y unasgruesas cortinas que no dejarían entrarla luz, aunque fuese pleno día, la hemirado, fijamente. Sus ojos brillan conintensidad al decir:

—Hemos de eliminarla. Es un

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peligro…—¿Ruth?—Sí. Cada vez estoy más

convencida de que te comprometerá.—Ni lo sueñes, Opal. A Ruth no se

le va a hacer ningún daño.Me ha sujetado por las solapas. Sus

manos duras y febriles casi me hacendaño. Está bien alimentada y por esotiene más fuerza que yo. Pero la heapartado con desprecio porque no estoyacostumbrado a que una simple mujerme hable de esa manera.

Opal me ha mirado con ojosbrillantes.

—Tú no lo comprendes —ha dicho—. No puedes comprenderlo.

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—¿Qué es lo que no puedocomprender?

—Nos será imposible salir a buscaralimento por las cercanías ynecesitaremos una víctima fácil. Ruth loes. Pronto necesitaré sangre nueva,¿entiendes? Pero tú nunca piensas enmí…

He hecho un gesto de desaliento.Ella, convencida de que el tiempotrabaja a su favor, me ha miradoburlonamente.

—Ya volveremos a hablar —hadicho—. Ahora conviene quedescansemos. Hemos tenido unasúltimas horas muy agitadas…

Y ha movido el resorte de la

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chimenea que lleva a nuestro refugio delsótano. Parece haberse olvidado porcompleto de Ruth, pero yo sé que no esasí. La conozco bien. Como sabe queestoy más cansado que ella, esperará aque me hunda reventado en mi ataúd. Yentonces…

Sí. Claro que sí. Ruth aún estaráarriba, viendo la televisión.

No quiero ni pensarlo.Me he hundido en el confortable

fondo del ataúd y he cerrado los ojos.La fatiga me vence, pero trato demantenerme alerta, fingiendo dormir.Con los ojos cerrados, oigo que Opal semueve al cabo de unos instantes. Sé queme mira.

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Silenciosamente, sale del ataúd.Va hacia la puerta.Ruth no puede ni siquiera sospechar

el horror que se mueve bajo sus pies, enlas entrañas de la casa.

Yo también me muevosilenciosamente. Sabía que esto iba aocurrir. Sé que Ruth está condenada. Losdientes de Opal se clavarán en su cuello,y como es imposible que tengademasiado apetito trabajará lentamente.La hará sufrir, sufrir…

El pensamiento me resultainsoportable.

Sé que voy a hacer algo que un serde mi clase nunca haría, porque en elmundo sólo quedamos Opal y yo. Sé que

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debemos defendernos uno al otro. Opalya no me defiende, sino que se hatransformado en mi peor enemiga. Opalsólo piensa en su supervivencia y en suplacer. Si ella vive, moriremos los dos.

Eso es lo que me estoy diciendo a mímismo, pero en realidad es una excusa.O al menos lo es en parte. Lo que yoquiero es que no le suceda nada malo aRuth. Que no muera, como va a moriresta noche. Que no caiga entre las uñasde Opal…

Ella ya abre la puerta.Yo extraigo con dedos ágiles uno de

los clavos de mi ataúd. Los clavos sonde plata, como corresponde a nuestracategoría, y con los siglos han ido

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cediendo hasta casi caerse solos. Lo heextraído y he avanzado con él. Es unclavo largo, sólido. Brillante a la luzamarilla, parece una espada.

De repente he asestado el terriblegolpe, clavando hasta el fondo gracias ala presión de mi muñeca izquierda.

Opal ha lanzado un grito, un gritosordo, ronco, pero creo que no haatravesado las paredes del sótano-tumbaen que estamos metidos los dos. Yo séque un clavo de plata en el corazónpuede matarla, pero la verdad es quehasta ahora no se me había ocurrido quelos de mi propio ataúd pudieran servir.La he visto caer a mis pies mientras medomina un sentimiento de terrible

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congoja.Después de tanto matar, después de

ver tantas víctimas a mis pies, éste es elprimer crimen que realmente meimpresiona. Ahora me sientodesesperadamente solo. Ahora me doycuenta de que sólo tengo a Ruth.

Parece mentira, pero después de vertantos centenares de muertos es laprimera vez que veo un muerto de miclase. Y me sorprende que Opal siga tanhermosa, tan intacta, como si nadahubiera ocurrido en ella. Tanto que meinclino para saber si está muerta y letomo el pulso con dedos temblorosos.

Está muerta. La punta del clavo deplata se le ha hincado en el corazón. Con

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pasos lentos, apagados, arrastrando lospies, he subido al dormitorio y luego hepasado a la sala donde sigue Ruth.

La niña me mira sonriendo. Latelevisión ya ha cerrado sus programas,pero ella aún me espera allí.

—Tío George…—Hola, Ruth.—Creí que te habías ido a dormir…

Casi tenía un poco de miedo.Pienso que tendría realmente miedo

si supiera la verdad. Saldríaenloquecida de aquella casa. Pero comoestá lejos de sospechar nada, me limitoa tranquilizarla y a acariciarle loscabellos con un gesto suave.

—La que se ha ido a dormir es Opal

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—digo—. Y ahora tú debes marchartetambién. Tus padres estarán intranquilos.

Ruth sonríe con un guiño decomplicidad.

—No te preocupes, tío George.Nada de eso… He dicho que estaría enla fiesta de la Universidad con doschicas a las que tenemos alquiladas unashabitaciones. Y la fiesta no terminaráhasta que amanezca.

—Pero es una tontería que te quedesaquí…

—Quiero hacerte compañía, tíoGeorge.

—¿Por qué?—Porque has tenido un accidente y

nadie te compadece. Porque adivino que

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esta noche eres muy desgraciado.Parece mentira las dotes de

psicología que puede llegar a tener lamirada de una niña y la caridad quepuede llegar a sentir. En efecto, estanoche soy más desgraciado que nunca.Esta noche se derrumba todo en tornomío. He salvado a Ruth, pero ¿a cambiode qué? ¿Qué haré ahora?

La pequeña sujeta mi mano herida.—Además quiero darte una sorpresa

—dice.—¿Qué clase de sorpresa?—Ya lo verás. Si te lo dijese ahora,

no tendría gracia.—Lo que debes hacer es irte a tu

casa, Ruth. Si quieres te acompañaré.

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—No… No hace falta que vuelvahasta el amanecer, tío George. Ya te lohe dicho.

He sonreído hacia otro lado paraque no vea mis dientes. En eso delamanecer no hay peligro de que nosequivoquemos. Todos los despertadoressonarán a tiempo. Entonces será cuandole diré a Ruth que se vaya.

Las horas que siguen son las horasmás extrañas que he pasado en mi vida.No sé por qué, pero recuerdo como silas viviese otra vez las aventuras que hepasado. Miles de personas, desdecampesinos rumanos hasta policíasyanquis, han tratado de matarme sinconseguirlo. Sé que soy inmortal y eso

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me da una magnífica sensación desuperioridad y de poder. Lo único quenecesito es compañía. Si yo pudiera conRuth… Si yo pudiera…

Un pensamiento maligno cruza mimente.

Trato de luchar contra él.Pero no, no puedo. Yo sé que, según

como se trate a una persona, se la puedeconvertir en vampiro también. Hastaahora jamás me había preocupado deeso porque bastante trabajo me dabaOpal, pero a partir de este momentotodo será distinto. Necesitarécompañía… La necesitaré… De modoque si lograse convertir a Ruth… Sipudiese hacerla de las de mi clase…

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La pequeña ríe suavemente. Por lovisto le extraña verme tan abstraído.Mientras me señala una carta de labaraja con que estamos jugando dice:

—Tío George… ¿Qué te pasa? Otravez has tirado mal…

—Es verdad…, estoy muy distraídoesta noche. Perdona.

La verdad es que he perdido lanoción del tiempo. Mis pensamientos meabruman. No sé cuántas horas llevamosjugando así, mientras Opal está muertaabajo. Ruth hace esfuerzosconmovedores para animarme, pero nolo consigue porque la semilla delveneno ya está en mí. Porque el malditopensamiento ya ha entrado en mi mente.

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He de convertirla a ella también… Hede convertirla…

Le digo que se acerque.Ella, con su inocencia, se sienta en

mis rodillas.—¿Qué quieres, tío George?—Nada… Sólo estar contigo.Yo sé que si la muerdo levemente en

el cuello, pero sin aspirar la sangre,sólo procurando que mi saliva llegue asu pequeña herida, puedo convertirla enun pequeño vampiro. Claro que no esseguro, pero debo probar… Aunque laidea no me seduzca, pienso que lo queva a suceder también será bueno paraRuth. Así no morirá nunca…

Voy a aproximar mi boca a su cuello.

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Veo que se sobresalta.No lo entiende.Una súbita lucecita de sospecha se

enciende en sus ojos claros, en sus ojostiernos…

Quizá ha visto por un momento misdientes. Quizá…

—¿Qué vas a hacer, tío George?—Nada… Estate tranquila. Nada…Y voy a insistir de nuevo, usando mi

máxima suavidad. Pero en ese momentolos tres despertadores que había en lasala se ponen a zumbar comoenloquecidos. Yo tengo un sobresaltocomo si me hubieran sorprendido enmitad de un crimen. Suelto a Ruth y mepongo en pie.

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—Va a amanecer —le digo—.Debes irte.

Sé que, después de sonar losdespertadores, queda un margen deseguridad de casi quince minutos. Opaly yo teníamos las cosas calculadas bien.Por supuesto, como no podemosexponernos, todas las ventanas estánrigurosamente cerradas y echadas lascortinas. Por tanto el amanecer es unacontecimiento completamente exteriorque podría pillarnos por sorpresa. Perolos relojes avisan.

—Vete —le digo cariñosamente—.Anda, vete ahora y vuelve mañana conlos otros.

Andamos hacia la puerta.

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Ella sonríe. Está más encantadora ymás simpática que nunca. Con unaexpresión de cariño que yo no sabríadefinir, me dice suavemente:

—Tío George, voy a irme, peroantes quiero que conozcas la sorpresa.No quiero que seas desgraciado. Tútienes derecho a ser tan feliz como lasdemás personas.

—Está bien… Veamos qué sorpresaes ésa…

—Abre.He abierto de golpe la puerta

exterior. Sé que me queda un margen deseguridad de doce minutos largos. Fueraaún tiene que estar todo oscuro. Aúntiene que…

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Y de pronto he lanzado un grito dehorror.

Todo mi cuerpo vibra.Duele hasta el paroxismo.Se retuerce.¡Estalla!Porque fuera estalla también la luz

de un magnífico día. Porque fuera relucela apoteosis del sol. Al menos hace unahora que ha amanecido. Y todo el jardínestá cambiado. En él, delante de lapuerta, están plantadas flores y másflores, flores, flores…

Ruth, que me ha acompañado, mesuelta la mano rápidamente. Estáasustada. No entiende nada… Oigo quegime:

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—Pero, tío George…, ¿qué te pasa?Quería darte una sorpresa porque sé queno ves amanecer nunca… No tienesflores en ningún sitio… Por eso las heplantado… Y he atrasado losdespertadores una hora, porque un díame dijiste que te acostabas al oírlos…Así sabía que me acompañarías y veríasesto… ¿Pero qué te pasa? ¡Tío George!¡Tío George! ¡Tío George!

Sus últimas palabras son unlacerante grito.

Pero yo apenas lo oigo ya.Sé que está destrozada por el horror,

sé que está a punto de desmayarse demiedo.

Y lo siento. Por primera vez en mi

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vida siento algo que hace daño a losotros. Intento verla, intento decir que sevaya…

Pero ya no puedo.Mis ojos ya no existen.Ni mis manos.Pronto no existirá mi cara. Me

vuelvo para que no la vea. Y oigo suúltimo grito, sus pasos que se alejan, suspasos, sus pasos, sus pasos, sus pasos,sus pa…, pasos hacia el infinito.Pasos… pa… pasos…

F I N

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FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA(Barcelona, 1927-2015) fue abogado,periodista y escritor.

El primer reconocimiento le llega en1948 cuando gana, con SomersetMaugham y Walter Starkie en el jurado,el Premio Internacional de Novela

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gracias a Sombras viejas. Pero la obrapremiada es censurada por el régimenfranquista y se frustra el prometedorfuturo del autor.

Coartado por la dictadura, GonzálezLedesma empieza a escribir, bajo elseudónimo de Silver Kane, novelaspopulares para Editorial Bruguera.Desencantado de la abogacía, estudiaperiodismo e inicia una nueva etapaprofesional en El Correo Catalán y, mástarde, en La Vanguardia, alcanzando enambos periódicos la categoría deredactor jefe.

En 1966 fue uno de los doce fundadoresdel Grupo Democrático de Periodistas,

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asociación clandestina durante ladictadura en defensa de la libertad deprensa.

En 1977, con la consolidación de lademocracia en España, publica LosNapoleones y en 1983 El expedienteBarcelona, novela con la que quedafinalista del Premio Blasco Ibáñez y enla que aparece por vez primera supersonaje emblema, el inspectorMéndez. En 1984 obtiene el PremioPlaneta con Crónica sentimental en rojoy la consagración definitiva.

Como abogado ha recibido el premioRoda Ventura y como periodista elpremio El Ciervo. En 2010 se le otorgó

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la Creu de Sant Jordi por su trayectoriainformativa y por la calidad de su obra,de proyección internacional.