Manuel Mujica Láinez
Un cuento fantástico del libro“Misteriosa Buenos Aires”
La casa cerrada, siempre estaba cerrada (NADIE ENTRABA). La “casa cerrada” estaba cerrada por un secreto, que un joven
descubrió. Era una madre viuda que se “encarceló“ junto a sus dos hijas porque escondían a un ser deforme (el hermano) y el
joven que las conocía de su niñez, lo mató durante la batalla por la defensa de Bs. As. en 1807. Nunca pudo olvidar el alarido de
la madre, que aún lo persigue.
Detrás de esa sombra, vi al ser horrible. ¿Necesito
describírselo Reverendo Padre? Se trataba indudablemente de
un hombre. De hombre, tenía la cabeza barbuda, pero su
cuerpecito diminuto era el de un niño, con excepción de las manos grandes, cubiertas de
vello, obscenas. Clavó en mi los ojos malignos, y por ello
reconocí su parentesco con las muchachas. Era su hermano.
Ese monstruo era su hermano.
Eran tan hermosas, Reverendo Padre con
una hermosura blanquísima, de
ademanes lentos; casi irreal. Las
mirábamos desde la altura escondidos
por un enorme jazminero, y se dijera
el perfume penetrante ascendía
de sus cabelleras negras, lustrosas,
tendidas al sol.
Detrás, en la sombra vi, al ser horrible. Su cuerpecito diminuto era como el de un niño con excepción de las manos grandes, cubiertas de vello. La madre se echó a
llorar. Gruñó el monstruo.
Hasta hoy me persigue el
alarido de la madre,
hasta hoy , como me
persiguió el 5 de julio de
1807 en mi fuga por la
calle de Santo Domingo
negra y roja de
cadáveres, lejos de la
casa cuyas puertas había
arrancado...“
En una ocasión – ellas tendrían alrededor de quince años – pude ver el rostro de
mis jóvenes vecinas.
Allí estaban sentadas en el brocal del aljibe, peinándose. Eran muy hermosas con una hermosura blanquísima, casi irreal. Las miramos desde la
altura, escondidos por un enorme jazminero, y se dijera que el perfume
penetrante descendía de sus cabelleras negras, lustrosas,
tendidas al sol.
Hice un movimiento para aproximarme y sosegarlas, y las tres retrocedieron hacia
el fondo del cuarto que yacía en penumbra.
Detrás de ellas se levantó algo que no puedo definir sino como un gruñido, un
angustiado gruñido de animal.
Detrás de la sombra vi al ser horrible. Se
trataba, indudablemente de un
hombre. De hombre tenía la cabeza
barbuda, pero su cuerpecito diminuto
era el de un niño, con excepción de las manos grandes,
cubiertas de vello.
Cuando me detuve para cargar el arma, me di cuenta de que a mi
lado estaba la señora. La acompañaban sus dos hijas. Me
miraban con ojos dementes. Hice un movimiento para
aproximarme y sosegarlas, y las tres retrocedieron al fondo del cuarto que yacía en penumbra. Detrás de ellas se levantó algo
que no puedo definir sino como un gruñido, un angustiado
gruñido de animal.
¡Cuánto nos intrigó a mis hermanos y a mi la casa cerrada!
No necesito decirles quienes
habitaban allí. Con seguridad, si hace
memoria, la recordará usted.
Harto lo sabíamos nosotros: eran una
viuda todavía joven, de familia
acomodada, y sus dos hijas.
Todavía me quedaba una bala
en el fusil. Reverendo Padre, cualquier hombre hubiera hecho lo que hice. Un tiro seco, un solo tiro
seco…
Yo con mi fusil y una última bala. Las mujeres
con sus ojos me dicen dispárele y le disparé.
Cayó la cabeza espantosa como en un
juego.
Hasta hoy me persigue el alarido de la madre, hasta hoy como me
persiguió el 5 de julio de 1807 en mi fuga por la calle Santo Domingo
negra y roja de cadáveres, lejos de la
casa cuyas puertas había arrancado...
"Todavía me quedaba una bala en el fusil. Reverendo Padre, cualquier hombre
hubiera hecho lo que hice.
Un tiro seco, un solo tiro seco..."
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