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AAmmoorroossooss yy ddiissppaarraattaaddooss
Rodolfo Alpízar Castillo
Ediciones Extramuros La Habana, 2001
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Edición: Dulce M. Sotolongo Carrington
Dirección artística: Roberto Casanueva
Ilustración de cubierta: Eduardo Moltó
Composición computarizada: Marta Elena Gil
© Rodolfo Alpízar Castillo, 2001
© Sobre la presente edición:
Centro Provincial del Libro y la Literatura, 2001
ISBN 959 – 266 – 007 – 7
EDICIONES EXTRAMUROS
Centro Provincial del Libro y la Literatura, 2001
Zanja no. 732 e/ Hospital y Aramburu
Ciudad de La Habana
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A ese sentimiento que tantos encuentran ridículo, por miedo
o incapacidad de sentirlo.
A la Mujer, eterna razón y sentido de la vida y la obra: Las
que me hicieron soñar o rabiar. Las que quise. Las que no
quise e igual estuvieron. Las que un día dejaron de marchar
a mi lado. Las que se llevaron pedazos de mí.
A ti.
Para Alhoyma.
Para Nancy y Pablo.
Para Ale y Rodo, único amor constante.
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VIOLONCELO1
El hombre de negro golpea por tres veces con la batuta y
comienza a marcar el compás. La orquesta ataca la pieza, al
principio en forma casi inaudible, mas de inmediato con
toda la fuerza. El auditorio se estremece.
Otro movimiento de los brazos del director, y la música
fluye delicada como un viejo río.
Los instrumentos se asordinan poco a poco, y de repente te
das cuenta de que solo escuchas uno: el violoncelo. Son
cuatro ejecutantes, mas tan sincronizados que parecieran
uno solo. Paseas la vista por ellos y entonces la descubres.
La descubres y ya no hay músicos, ni director, ni orquesta.
Una pareja de bailarines no despliega las galas de su arte
sobre el escenario, y ni siquiera hay escenario, público ni
teatro. No hay nada más que ella y el arco en su mano
derecha que arranca al instrumento notas que puedes ver en
todos sus colores y palpar en todas sus aristas. Música que
invade uno a uno los sentidos y a cada cual entrega su parte
alícuota.
Hay un momento en que ni siquiera es la música, ni el
1Publicado en Revista Casa de las Américas. Nro 216, 1999.
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violoncelo, ni tampoco ella. Eres tú que has dejada de ser tú
para ser una parte de ella transformada en notas que se
elevan al éter y en él desaparecen.
Notas que otra vez descienden y se unen, hasta que vuelven
a ser ella y tú, sin orquesta ni auditorio. Solo ella y tú, y la
música, y el arco que rasga las cuerdas, y la suavidad de un
adagio que nunca termina.
Y es ella a solas contigo, cubierta apenas con sus cabellos
que alcanzan el suelo, mientras la escuchas en éxtasis
religioso, acuclillado y rogando que nunca concluya la
ejecución.
De repente es el silencio real de la orquesta, el público de
pie que aplaude y exclama "¡Bravo!" No se sabe si agradece
a los músicos, a los bailarines, o al sueño que cada cual
vivió durante unos minutos.
Después son las luces que se encienden, los pasos que se
alejan por calles inamistosas, el teatro que se pierde a la
vuelta de una esquina.
Al final eres tú de regreso a tu habitación de solitario donde
ella nunca estuvo y nunca estará. Tú y el rincón donde vives
con tu soledad ahora henchida por la música que le
escuchaste.
Pero jamás sabrás que allá, en el teatro, al concluir la
función, también ella despertaba entre aplausos de un
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extraño sueño en que, desnuda en mitad de la habitación de
un solitario, arrancaba jirones de alma al violoncelo, en
tanto un hombre desnudo y en éxtasis la adoraba,
acuclillado frente a ella.
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UNA MUJER DE EXTRAORDINARIA BELLEZA
Amor no llega demasiado tarde
a quien se siente demasiado solo
AGUSTÍN ACOSTA
A Isaura y sus cartas
Te equivocaste, amiga. No apareció nunca esa mujer de
extraordinaria belleza que me prometiste. "Será de una
belleza tal, y será un amor tal, que nunca habrás conocido
nada semejante”.
No importarían para nada las miserias materiales, ni el
dolor acumulado, ni los años de espera y búsqueda
infructuosa.
"Es un amor distinto, algo que nunca has conocido. Lo
verás. Ese día te vas a acordar de mí”.
Y me acuerdo de ti, amiga, este día en que acaso no habrá
más días, en esta habitación blanca, como este frío que me
anda en el pecho y presiento es el recuerdo de una muerte
que aún no llega pero ya está presente.
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"¿No serás tú quien se equivoca?".
En este dormir y despertar en que me encuentro, sin
horarios, sin habla, casi sin vista y sin oído, ya no sé cuándo
es sueño y cuándo es real, solo sé que espero, que los
médicos esperan, que la familia espera.
"Abre los ojos y mira”.
Vuelto hacia dentro o hacia afuera, apenas importa. Hacia
afuera ya nada me queda, casi no muevo las manos; las
piernas desde cuándo no responden. Y por dentro es el
silencio, la sangre que avanza despacio por arterias y venas,
el corazón que no las impulsa, los órganos que se van
apagando.
"Pero abre los ojos, te digo”.
Y para qué abrirlos, si ya no les cabe la luz. Pero los abro y
te veo, mujer de extraordinaria belleza. Y cómo no serlo si
eres una y eres todas. Eres todos los rostros y ninguno. De
los poros transpiras un nuevo fulgor que no hiere los ojos
sino los cura. Exhalas de tu boca nueva música, voz de
todas las voces que fueron, y sanas con ella oídos decaden-
tes, que ahora escuchan mensajes de amor antiguos que
resultan novedosos.
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"Soy yo quien se equivoca”.
Porque ahora siento el corazón que se contrae y dilata, se
contrae y dilata, se contrae y dilata. Escucho a la sangre
correr por arterias y venas, y a los órganos despertar y
acordarse los unos con los otros. Muevo las manos para
alcanzar las tuyas que extiendes hacia mí.
"Ven”.
Domino mis piernas, soy dueño de mis pasos. "Vamos”.
Nos vemos en la mirada asombrada de todos, que no entien-
den qué ha pasado; mas tengo prisa en ir contigo y no me
detengo a explicarles. Atravesamos puertas, paredes,
espacio, tiempo. Nos alejamos, ya por siempre juntos, por
siempre ambos en uno, y lo descubro, que toda la vida
estuviste conmigo, mujer de extraordinaria belleza, amor
que tuve y nunca hube conocido, porque estabas en todas.
Y todo era solo un único y grande amor que fue repartido
en muchos pedazos porque era demasiado.
Es un amor distinto, algo que nunca he conocido.
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Amor que solo hoy se ha juntado, en mi recuento, en esta
cama, mi cama definitiva, mi lecho de muerte.
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OFELIA
Tocó a mi puerta hace justamente un año. "¿Es usted
Oscar?". Y ante la respuesta afirmativa: "Yo soy la mujer de
Roberto. Mi nombre es Ofelia”.
Ofelia... Roberto...
Mira que suceden cosas. ¿Cuánto tiempo habrá pasado
desde la última ocasión en que te vi? ¿Y por qué, después
de tantos años sin noticias tuyas, al escuchar ese nombre en
boca desconocida no pensé en ninguno de los Robertos
posibles, sino en ti? "A saber…”, habrías respondido a mi
pregunta.
¿Recuerdas? Durante tres cursos fuimos inseparables. Los
supercuates, como solías decir, gustoso de lo que oliera o
supiera a mexicano. México, uno de tus grandes amores. "Y
pensar que nunca estuve allí”. Los otros eran las mujeres,
claro, y el estudio de las leyes.
Siempre te he recordado como amigo de bromas y jaranas,
y fértil improvisador de corridos y espinelas; nunca, en
nuestras correrías estudiantiles, hubiera podido adivinar
quién eras en realidad. Acaso por entonces solo eras tú en
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potencia, y al regresar a tu país lo mejor de ti se manifestó.
Una tarde nos encontramos en la calle, luego de tres
semanas de no vernos, y me pediste dinero para un taxi, sin
más preámbulos, como si no hubiéramos estado separados
todos esos días. Nada especial observé, salvo que llevabas
mi mejor camisa, y tu modo de actuar no me sorprendió,
pues contigo cualquier cosa podía ocurrir. Y ocurrió que
ese día era el de nuestra despedida.
"Esa camisa él la guardó como recuerdo hasta el día en que
nos agarraron presos", fue el único comentario de Ofelia
cuando le conté la anécdota.
No hizo falta más que aquella presentación para que me
entregara por completo a la misión de ayudarla.
Ella me contó que durante mucho tiempo la había instruido
en la forma de localizarme, por si los azares de la vida la
llevaban en algún momento a poner los pies por estas
tierras. "Ese es mi hermano, él te va a sacar adelante",
repetía. Entonces lo tuvo como una extravagancia más de
las suyas, pero sucedió.
Una casualidad hizo que en el periódico oficialista
aparecieran ella y tú junto a un conocido jefe policíaco en el
lugar donde los capturaron. El fotógrafo tuvo que buscar
otro empleo, pero aquella foto les salvó la vida. Después,
una campaña internacional, sumada a ciertas circunstancias
nacionales muy especiales, logró que ella saliera de la
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cárcel junto con otras personas y marchara al exilio. Tú
quedaste en prisión, pero ya no te pudieron asesinar. Ofelia
terminó por cumplir tu previsión: Cayó por acá, me buscó y
me encontró.
Al poco tiempo de frecuentar su trato, supe que algo muy
profundo se estaba arraigando en mí. No una pasión
corriente, no una pequeña excoriación en la piel del alma,
sino un amor sin medianías.
Hice todo lo posible por impedir que la semilla brotara, y
fracasé; luego intenté arrancar la plantita aún tierna, y
tampoco lo logré. Finalmente, me rendí a la evidencia de
que un gigantesco árbol había afirmado sus raíces en mi
vida, y que entre sus ramas me encontraba prisionero de un
sentimiento al que todos mis principios como ser humano
me gritaban que no debía ceder.
Procuré repetidas veces dejar de verla, pero siempre he
encontrado un pretexto conmigo mismo para no hacerlo. He
hecho esfuerzos desesperados para poner sordina al
retumbar de mi corazón y mis sentidos cuando estoy cerca
de ella, pero a duras penas lo logro.
A punto he estado mil veces de confesarle todo, de olvidar
que existes y que fuimos hermanos. Pero ni en el momento
más propicio he dado el salto. Como un muro de vidrio,
invisible pero espeso, has estado todo el tiempo presente,
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entre los dos, cerrándome el camino. "Roberto", siento en
los oídos cada vez que he estado a punto de apretarla contra
mi pecho. En ocasiones, hasta he creído adivinar en sus ojos
un brillo especial, como el reclamo de que rompa el vidrio,
de que acabe con esta situación ambigua, de que dé el paso
que ella no se decide a dar.
Ahora me anuncia que mañana mismo se marcha. Las
presiones internacionales han obligado a tu gobierno a
dictar una amnistía, y pronto saldrás de la cárcel. Al fin
conocerás a México, hacia donde tienes que emigrar. Y
hacia allá parte ella, para encontrarse contigo.
El golpe ha sido demasiado sorpresivo. En todo momento
supe que alguna vez ocurriría, pero no imaginé que me
afectaría de modo tan tremendo. He sentido como un
estallido interior, y de repente el muro invisible se ha
quebrado. Ya nada detiene a las palabras, que se desatan a
correr y a expresar todo lo que en este tiempo han ocultado.
"Siempre lo supe", declara Ofelia cuando, exhausto,
termino mi confesión. "Y te agradezco mucho lo que
hiciste. De otro modo habría sido muy duro para mí. Pero a
veces lo deseé; si no estuviera Roberto, hace tiempo sería tu
mujer”. Calla y me mira fijamente a los ojos.
Ahora, lentamente, comienza a soltarse la blusa.
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PENÉLOPE
Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba
espejuelos para ver de cerca... ¡Pero era él!
Crónica de una muerte anunciada
G. GARCÍA MÁRQUEZ
El me está hablando de amor.
Despacio y como desgranándose, con pasión y total sinceri-
dad, me está hablando de amor.
Es el momento que he ansiado toda una vida, acaso desde
antes de conocerlo, acaso desde antes de nacer.
Ha perdido la altivez de la mirada y buena parte del cabello.
Sus músculos de atleta comienzan a ceder ante la presencia
impertinente de la grasa. Su voz ya no es aquella de antes,
trueno armonioso que estremecía los oídos femeninos:
Tiembla ligeramente y se quiebra por momentos.
Pero es él..., y me está hablando de amor.
Lo he esperado treinta años. Vigilando siempre su vuelo,
vigilando el instante en que su mirada descubriera mi
presencia. Pero a la vera de su camino, jamás en el centro.
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Sin molestar. Siempre amiga a mano para la confesión o el
consejo, nada más. Nunca adivinó mis desmayos interiores
ante el ardor de las historias contadas.
Un día echó a volar y lo perdí de vista.
Al cabo, el tiempo le ha quebrado las alas y regresa al lugar
de partida, a encontrar la amiga esperando.
Siento miedo.
Temo a tantas cosas que no sabría decir cuáles.
Por ejemplo, a estar soñando una vez más, despertar y
sorprenderme a solas con la almohada.
A dar rienda suelta a tanto sentimiento y tanto sueño, a tanta
lágrima acumulada, a tanto beso y tanto deseo en busca de
entrega, a tanto hijo en mi vientre nunca convertido en
realidad.
Miedo a que todo sea mentira.
Miedo a que sea verdad.
En su caída ha descubierto que no sabía mirar. Ahora sabe
y encuentra un madero a que asirse en el gran naufragio en
que se pierde.
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Y me está hablando de amor.
Sus ojos se abren con mirada de huérfano, con tristeza sin
fondo, como solo un hombre derrotado. Y he aguardado
treinta años por este hombre.
Son treinta años de espera que desfilan en minutos. Treinta
años de repetirme casi a diario las variantes del discurso
más trascendental de mi vida. Reproches, reclamos,
perdones, juramentos de fidelidad eterna y entrega absoluta.
Treinta años que resumo en un enunciado breve.
Una oración de dos palabras. Ni sujeto ni verbo. Oración
brevísima con todo el sentido del mundo:
— Demasiado tarde.
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LUZ DE LUNA
Desde niño me gustó mirarla. Ella, la mujer de la Luna,
siempre ha estado ahí. Una mujer muy pálida, mirándome a
su vez. Noche a noche. Año tras año. Un rostro de mujer
con el cabello recogido en moño sobre la nuca. El vestido
negro, de cuello alto. La mirada profunda y triste. Como
esperando.
Como una foto de antiguo medallón.
Me bañaba en su luz cada noche, antes de ir para la cama.
Desde que recuerdo, desde siempre. Era como bañarme en
amor, como bañarme en vida.
Sentía la caricia de su mirada; me poseía su mirada. Yo le
pertenecía. Pero estaba en lo alto, lejana, ajena. No mía. No
para mí.
O acaso sí, pero demasiado alto.
Aquella noche me bañé en ella como nunca. Como nunca
sentí la voluptuosidad de la luz en la piel, en los ojos, en el
alma. Hasta agotarme. Después dormí profundamente.
Desperté con la rara sensación de que alguien estaba cerca
de mí: No vi a nadie. Solo la luz de la Luna penetraba a
través de la ventana y me alcanzaba en el rostro. Nada más.
Ya no pude dormir. Volví los ojos a lo alto. La Luna
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brillaba como nunca. Pero algo trascendente debió de haber
pasado. No creí a mis ojos: Había desaparecido.
Estaba el astro, ciertamente.
Estaba su luz, multiplicada.
Pero no su rostro.
Presentí que algo mágico estaba al suceder.
Pasaron las horas. De repente tuve la sensación de que
alguien se detenía al otro lado de la puerta, pero no llamaba.
Alguien que llegaba de un largo viaje, deseaba entrar y
podía hacerlo, pero por alguna razón se detenía.
El corazón me dio un salto y se desató a latir alocadamente.
En un golpe de inspiración, me levanté y abrí. Me sonrió
una mujer, con sonrisa de luna.
Una mujer muy pálida. Una mujer de negro. El cabello
recogido en moño sobre la nuca. La mirada profunda y
triste.
Como una foto de antiguo medallón.
"¿Quién eres?", pregunté. "Luz de Luna", respondió.
"Vengo de muy lejos. Tú me esperas”.
Vinieron entonces cinco noches en que no vi más la luz de
la Luna. Cinco noches y cuatro días casi sin sueño ni
descanso. Solo amor. Sin más ansias que la de amar. Cuatro
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días y cinco noches como un único, interminable, sublime
orgasmo compartido.
Al quinto amanecer desapareció. Sin preámbulos. Simple-
mente. Miré hacia ella y ya no estaba a mi lado. Sentí que
algo se me cortaba en dos, mas no la busqué. Al instante
comprendí que no la hallaría. No estaba y ya.
Un pedazo de alma se desgajó de mí.
Nunca supe de dónde vino, nunca supe a dónde fue. Quién
sabe si regrese.
Solo sé que estuvo, que no la soñé, que la tuve y me tuvo,
que irremediablemente la esperaré.
Mientras tanto, allá, en lo alto, la mujer de la Luna sigue
observándome. Y yo a ella. Noche a noche. Año tras año.
Una mujer muy pálida. Una mujer de negro. El cabello
recogido en moño sobre la nuca. La mirada profunda y
triste.
Como esperando a su vez.
Como una foto de antiguo medallón.
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ÉLINA
La expedición fue un éxito.
Las dificultades para que la autorizaran, y lo accidentado
del viaje, no son ahora más que anécdotas para condimentar
futuros relatos de regreso. Los detractores del Profesor
tendrán que admitir que sus hipótesis eran correctas: Este
planeta, diminuto y poco estimado por los científicos, tiene
características similares a las de la Tierra, con formas de
vida muy semejantes.
También con vida humana. Esto fue lo más sorprendente, y
creo que ni el Profesor pensó que la hubiera; por lo menos,
nunca defendió que los seres superiores del planeta fueran
tan desarrollados y parecidos a los terrícolas.
Estábamos convencidos de que encontraríamos humanos o
humanoides en algún rincón del Universo, aquí o en
cualquier otra parte, pero nos imaginábamos las más
diversas modificaciones en los aparatos respiratorios, en los
órganos de la locomoción o de la vista, y habíamos
elaborado en nuestras computadoras una infinitud de
mutaciones y adaptaciones biológicas. Nunca concebimos
algo como lo encontrado.
El Profesor nos alertaba contra el exceso de fantasía, y
repetía que la vida no cree en esquemas prefijados de
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desarrollo y gusta de dar sorpresas.
Y bien que nos sorprendió esta vez: Salvo un ligero retraso
tecnológico que no ha permitido aventuras como la que
nosotros llevamos a cabo, estos hombres y mujeres son
como los terrícolas.
De una de esas mujeres quiero tratar ahora.
Élina es unos pocos centímetros más alta que yo, que no soy
muy bajito que digamos. Su piel, fuertemente bronceada,
recuerda una de aquellas antiguas esculturas africanas que
en la escuela primaria estudiábamos. Con esto quiero decir
además que su cuerpo se adorna de curvas muy
pronunciadas, de esas a que somos históricamente
aficionados los varones de la pequeña isla donde nací. Sus
ojos, claros y ligeramente almendrados, miran de forma que
lo traspasa a uno.
Pero no sé para qué describo tanto, si no soy escritor.
Digamos que es una hembra muy bien plantada, y cada cual
hágase más o menos una idea de lo que con ello pretendo
expresar. Agréguese a esto que cuenta veinticinco años,
según la tabla universal de equivalencias temporales del
Profesor.
No tengo que decir que enseguida me enamoré de ella. En
realidad, todos los hombres de la expedición se han
enamorado su poquitín, incluso el Profesor, aunque él, fiel a
sí mismo, mantiene en todo momento una actitud muy
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comedida. Comedida en extremo, diría yo, y eso es lo que
me hace sospechar.
Ella está al frente del equipo de colaboradores facilitado por
el Consejo Supremo de Gobierno del planeta. Están inte-
resados en nuestros conocimientos tecnológicos, que
significan una revolución en sus concepciones sobre
astronáutica y construcción de naves, y nosotros
necesitamos su ayuda para completar la información
recogida por los aparatos y perfilar mejor las hipótesis del
Profesor. De manera que trabajamos con mucha armonía.
Tuve la fortuna de que me destinaran a realizar
investigaciones directamente con Élina. Llevamos más de
un mes juntos. Hemos viajado bastante, hemos
confraternizado, nos hemos identificado. Me he enamorado
de ella en serio, no como al principio. He descubierto que
es la persona a quien quisiera encontrar a mi lado cada
mañana al abrir los ojos. Estaría dispuesto hasta a dejar el
equipo si no quiere ir con nosotros, y quedarme aquí con
ella, ayudando a su gente a desarrollar la técnica espacial.
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Élina también se ha enamorado de mí. No lo oculta, aunque
no ha expresado nada. He supuesto que en este mundo
todavía se conserva aquella costumbre que existió en la
Tierra, de que fueran los varones quienes primero hablaran
de tales asuntos,
Hace dos días inicié una conversación al respecto. Se echó
a reír y me dijo que no los creyera tan atrasados, que la
única desventaja de ellos es tecnológica, en lo demás están
tan desarrollados como cualquiera en el Universo. Pero yo
no deseaba entablar discusiones teóricas, sino pedirle que
fuera mi mujer, perdonen el vocabulario anticuado. Y lo
hice.
De inicio se negó. "Por ninguna razón en particular",
aclaró. Simplemente, pensaba que algo saldría mal. No por
gusto nuestros planetas están tan distantes. El argumento no
me convenció; por lo visto hasta ahora, nada hay diferente
entre nosotros. Los estudios genéticos aún no han
concluido, pero, en todo caso, con no tener descendencia
bastaría, y nos arreglaríamos para criar algún hijo. Pero ella
insistió, "Algo puede quedar mal, algo va a salir mal".
Observé que su boca expresaba una cosa y sus ojos otra:
Me suplicaban que la convenciera, que no me dejara vencer
por sus temores. Quise hacer lo que me pedían, pero en eso
interrumpieron y ya no pude insistir en mi propósito.
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Hoy ha sido mi gran oportunidad. Estamos solos, y sin
riesgo de que alguien llegue a molestar, al menos en las
próximas tres horas. "¿Entonces?, pregunto, levantando los
ojos de unas notas suyas que ando revisando. No digo más:
ella sabe a qué me refiero. "Nada", responde con voz
decidida, aunque sus ojos me ordenan seguir adelante. Esto
del lenguaje de los ojos es conocido en la Tierra desde hace
milenios, pero estoy por asegurar que en este planeta tiene
mayor relieve que allá. Aquí casi se siente salir las palabras
de la mirada de la gente. Y la de Élina está entre las más
expresivas que he percibido.
"¿Entonces?", repito. Me levanto y voy hacia ella. Escucho
la misma respuesta, esta vez no tan firme. La abrazo y
percibo su estremecimiento. No sabría distinguir si me da
un pequeño empujón o si, por el contrario, me incita a
redoblar el impulso.
Le beso el rostro con profusión, y siento en la boca un
indefinible sabor metálico, muy tenue y más bien agradable.
Su cuerpo exhala un olor muy peculiar, parecido al sabor
que he percibido. Ese olor y ese sabor aumentan mi
excitación y la de ella. En mi mente cobra forma la idea de
que he descubierto una diferencia entre estos humanos y
nosotros. "¿Será por esto que el Profesor me encomendó
este trabajo?". "¿Seremos Élina y yo conejillos de Indias?"...
En tal caso, agradecido, Profesor.
Estoy convencido de que nunca fui besado como ahora me
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ha besado ella. Esta experiencia es por completo novedosa.
Nunca había sentido tal fuerza de succión sobre mis labios.
Jamás esta dulzura, jamás esta sensación de blanda fuerza
que me transporta y me arranca de mí, esta ingravidez, este
olvidar mi propia existencia física.
Su torso es perfecto. Hundo el rostro en sus pechos y
desfallezco entre ellos. Caemos al suelo. "¿Qué es esto?",
escucho que dice, cuando mi sexo ansioso busca entre sus
muslos. Sonrío, halagado, y continúo procurando. Mas
estoy torpe, no alcanzo el camino que busco. "¿Qué es
esto?", repite, y siento su mano que me revisa. Imagino que
intenta facilitarme la tarea, pero es una palpación extraña,
no habitual, hasta se me antoja el reconocimiento de un
objeto fuera de lugar. "¿Qué es esto?", insiste. No quiero
oírla más, me empieza a molestar. Le tomo la mano, la
conduzco yo mismo...
Pero no encuentro. El tacto me indica que todo está como
debe estar, pero falta algo. Algo que no aparece o no está en
su sitio.
Me voy desesperando. "¡Tú no tienes...!, comienzo a decir,
espantado, pero no me deja concluir. "¡Sí tengo, sí tengo!
¡Siénteme!". Y me abraza con fuerza fuera de lo común.
Sus besos se hacen cada vez más ardientes, su vientre se
aprieta contra el mío y se agita como en un espasmo.
Una sensación de cosquilleo comienza a ganarme el
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abdomen. Hay más fuerza en el abrazo y los movimientos
de Élina, y siento como si en la parte superior de la pelvis
me succionaran por varios puntos. Es una sensación
agradable pero extraña, y no acabo de dar con lo que he
buscado. Me aparto, irritado y perdiendo concentración.
Ella, en cambio, está en total éxtasis, ajena a la realidad,
casi inconsciente.
Sin proponérmelo, repaso su cuerpo con los ojos. La mirada
se desliza sobre los pechos, acariciándolos, y desciende,
desciende...
Contemplo el vientre, el pubis...
Un poco más arriba del pubis, un pliegue se ha formado en
la piel: junto a él un grupo de pequeñas ventosas se agitan,
procurando afanosas unirse a algo que no encuentran.
Procurando afanosas unirse a algo que, sencillamente, en
mí no existe.
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ENSAYO SOBRE EL DESENTENDIMIENTO
HUMANO
FELIPE
ama a Lourdes,
que quiere a Ruperto,
que adora a Lázara,
que idolatra a Gonzalo,
que está enamorado de Nancy,
que está apasionada con Rodrigo,
que está prendado de Clara,
que está loca por Gustavo,
que se derrite por Victoria,
que ni bebe ni come por Francisco,
que no le halla sabor a la vida sin Míriam
que suspira de amor por Pedro,
que sueña con conquistar el corazón de Margarita
que se muere por Joaquín,
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que desfallece por Maritza,
que muere de pena por Ramón,
que se ha echado al abandono por Carmen,
que no quiere vivir sin Gregorio,
que está que no vive por Pilar,
que está al cortarse las venas por Nelson,
que tiene roto el corazón por Mirela,
que no sabe cómo vivir sin Fernando,
que se consume por Sonia,
que se bebe los aires por Antonio,
que está loco por Clementina,
que sueña con el amor de Carlos,
que no tiene ojos más que para...
¡FELIPE!
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LO BUENO, LO MALO, EN FIN...
LO BUENO fue habernos encontrado en las primeras horas
de aquella mañana de verano.
LO MEJOR fue habernos hecho el amor durante toda la
tarde.
LO MALO fue enterarme esa misma noche de que había
muerto.
LO PEOR fue conocer que había muerto cincuenta años
antes.
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POR EL AMOR DE ELISA
Elisa me ha dicho que no hará más el amor conmigo.
Mi primera decisión ha sido suicidarme, para cumplir mi
vocación romántica.
La segunda, hacer el amor con una puta parecida a Elisa,
para cumplir mi vocación mundana.
Ojos como Elisa.
Cabellos como Elisa.
Cuerpo como Elisa.
Andar y amar como Elisa.
Para llenar ambas vocaciones, estoy haciendo el amor cada
día con esta puta casi parecida a Elisa.
Casi parecida, porque Elisa no tenía el sida.
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FORASTERA
Nadie supo cuándo ni por dónde llegó. Una tarde la vieron
pasar por la calle principal, y fue como un paréntesis en la
vida de todos. De repente variaron las conversaciones de
sobremesa, los chismes se detuvieron. Solo un motivo de
comentarios existía: La forastera.
Durante los seis meses que duró su presencia, no hubo
hombre o mujer, anciano o niño, que no interrumpiera lo
que estuviera haciendo para contemplarla al pasar.
Vestía un largo traje blanco, de cuello muy alto, como una
dama antigua extraída de un daguerrotipo. Mantenía el
cabello recogido en moño sobre la nuca, y se protegía con
un quitasol también blanco adornado de encajes. Un halo de
irrealidad la circundaba, y al andar parecía flotar, estar más
allá del espacio y del tiempo.
A poco de su llegada, comenzaron a suceder hechos extra-
ños.
Primero fue un hombre que había perdido la visión de un
ojo. Al volverse para mirarla, se dio cuenta de que estaba
curado. Luego dos ciegos de nacimiento: se volvieron,
como si la vieran, y efectivamente vieron.
Al tiempo no quedó tullido, jorobado, enfermo o simple
borracho que no hubiera sanado de su mal, solo de pasar
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frente a ellos. Si no llegaban en romería gentes de lugares
lejanos, era porque, sin mediar acuerdo alguno, todos
impedían que la noticia traspasara los límites del pueblo, y
evitaban tratar del caso ante extraños o parientes que no
fueran del lugar. Solo los vecinos, conocieron de su
existencia.
Fui quien más recibió del magnetismo que emanaba de su
persona. Con tantos adultos que la admiraban, solo a mí,
púber recién estrenado, dirigió la atención, ya desde el
primer día; solo a mí distinguió, solo a mí hablo, con su
manera extraña, sin despegar los labios, emitiendo apenas
una sonrisa enigmática que llevaba más de tristeza que de
alegría. Sonrisa como la de la Monna Lisa. O como la cara
de la Luna.
Descubrí que la amaba. Y descubrí que me amaba, aunque
su amor y el mío no tuvieran nada de semejantes. Yo ardía,
con la pasión de un sexo por desplegar: Ella me tomaba de
las manos, me miraba suavemente, y me volvía de revés con
los ojos antes de besarme.
Después me sentía ligero y puro, como un recién nacido.
Un día desapareció. Tal como vino. Estaba y dejó de estar,
simplemente.
Desperté esa mañana y lo sentí. Corrí a su casa, con la
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sensación de que algo tremendo, como un cataclismo en
sordina, estaba al ocurrir.
La casa era la misma, pero diferente. Apenas de mirarla,
todo me dijo que ya no estaba ni estaría.
La puerta se abrió sin que la tocara. Algo sucedió entonces:
En mi interior, escuché como una orden que llegaba de muy
lejos, y comencé a palpar, como un ciego, todo lo que
estaba a mi alrededor: muebles, adornos, lámparas, cuadros.
Según posaba las manos sobre los objetos, se iban
deshaciendo, convirtiéndose en arena, hasta que no quedó
más que montones de arena por todas partes. Por último, la
casa también se fue pulverizando. Huí despavorido.
Durante mucho tiempo, me dediqué a buscar a las personas
que cada día la habían mirado al pasar. Acudí a los que
había sanado y les pregunté: Nadie había conocido a la tal
forastera, y su casa nunca había existido. En aquel pueblo
nunca había habido ciego, tullido, enfermo o simplemente
borracho, Nadie sabía de ella, nadie había oído habla de
ella.
Nadie podía tampoco dar razón de qué había sucedido en
los últimos seis meses.
Seis meses se habían borrado de la vida del pueblo.
36
Transcurrieron los años.
Del paso de la forastera nunca nadie habló. Solo yo guardo
memoria de ella, mas callo para no ser tenido por loco. Y la
espero.
Porque no todo lo suyo se volvió arena:
Pendiente de una cuerda atada a mi cuello, desde un peque-
ño relicario obsequio del primer día de amor, la imagen de
la mujer de la Luna mira a todas partes y sonríe.
37
GEOMETRÍA EUCLIDIANA
El hombre lleva prisa, detiene el taxi colectivo, pregunta.
En efecto, va en su dirección. Abre la portezuela, se instala
en el asiento trasero.
Cincuenta metros antes, la mujer que lleva prisa ha detenido
el taxi colectivo, que va en su dirección, ha abierto la
portezuela y se ha instalado en el asiento trasero.
Ahora el hombre y la mujer están sentados uno al lado del
otro.
Buenas tardes. Buenas tardes.
Otra persona toma el taxi, él debe aproximarse un poco a
ella.
¿Me disculpa? No se preocupe.
Una mutua sonrisa de simpatía. Una mutua mirada, muy
rápida, de reconocimiento.
Qué mujer más elegante. Qué hombre más educado.
38
Tiene un porte interesante. No parece vulgar.
En realidad no es bonita, pero es atractiva. No es ningún
galán, pero tiene algo.
Esas ojeras le sientan bien. Tiene un lindo bigote.
Tiene la piel tersa, pero las arruguitas a los lados de la
boca significan años, ¿qué edad tendrá? Su aspecto es
juvenil, pero esas canas están diciendo que no es
ningún muchacho.
Debo mirar mejor, sin que se dé cuenta. Debo mirar
mejor, pero sin que se dé cuenta.
Ni siquiera ha mirado para acá, no le intereso. Parece
como si no se hubiera fijado en mí, no le intereso.
Me gustaría conocerla. Me gustaría conocerlo.
Si al menos me mirara. Si me dijera algo.
Debiera decirle algo. ¿Por qué no me dice nada?
No se me ocurre ningún pretexto para hablarle. Si me
hablara con algún pretexto.
No comprendo qué me pasa, me he puesto nervioso. ¿Por
qué estaré tan nerviosa?
Él carraspea. Ella también.
39
La mira disimuladamente. Lo mira disimuladamente.
Él hace ademán de decir algo. Ella hace ademán de decir
algo.
Pero él ha llegado a su destino y lleva prisa: Debe bajarse.
Da dos pasos en la acera, lentamente, como si los pies le
pesaran. El taxi avanza unos metros y se detiene: Han
puesto la luz roja. Dirige la vista hacia él, como al descuido,
¿estará mirándome?
Ella lo está mirando. Esta vez sin disimulo.
Cambia la luz, el conductor pone el vehículo en
movimiento.
Él se ha quedado detenido en la acera, mirándola.
Ella, desde el taxi, lo sigue mirando. Se miran fijamente.
Los labios de ambos se entreabren, como esbozando un
adiós que no se pronuncia.
El taxi se aleja con ella dentro.
El punto que forman él y la acera va quedando atrás.
40
El taxi se aleja.
Se aleja.
¿Será verdad que las líneas paralelas se unen en el
infinito?
41
NO DEBO SEGUIR LEYENDO A PESSOA
Para Alhoyma
Ocurrió de repente, poco tiempo después de mi regreso de
un congreso en Portugal: Cristina recibió un extraño
mensaje, acompañado de un ramo de claveles.
Serás quien yo quiera. Haré de ti un ornamento de mi
emoción, puesta donde quiero, y como quiero, dentro
de mí. Contigo no tienes nada. No eres nadie, porque
no eres consciente; apenas vives.
Cristina era la más bella muchacha de nuestro grupo:
Alegría juvenil, rostro afilado, pelo largo y negro casi
siempre recogido detrás en forma de cola, ojos brillantes y
risueños. Ocioso resulta afirmar que varios de sus colegas
estábamos perdidamente enamorados de ella, aunque en
verdad dudo que alguien la amara tanto como yo.
Había quedado trastornada por el mensaje, pues no era
capaz de descifrarlo, y nos mostró el texto a todos, por si
alguien lograba entender qué le habían querido expresar.
42
Cualquiera que fuera el autor de la broma, si de broma se
trataba, lo que había escrito no era original, sino estaba
tomado de alguna obra literaria que en otra ocasión yo
había leído; aunque de momento no podía precisarlo, estaba
seguro de conocer la procedencia: Ese fragmento había
estado antes frente a mis ojos.
Leí repetidas veces la nota, tratando de recordar y de
descifrar la intención del remitente. En cuanto a lo último
no cabía duda; aunque no era suficiente para llegar a una
conclusión, me resultaba evidente que no se trataba de una
amenaza, por más que el mensaje pudiera ser inquietante y
oscuro: No imagino que nadie amenace enviando claveles.
Nuevos textos, con los correspondientes ramos, fueron
incorporándose a la rutina de Cristina, que los encontraba
en los distintos espacios donde acostumbraba estar:
Tú no existes, bien lo sé, ¿pero acaso sé yo si existo?
¿Yo tendré más vida real que tú, que la propia vida
que te vive?
43
Soy como alguien que busca al azar, sin saber dónde
fue escondido el objeto que no le dijeron qué es.
¡Quién pudiera crear el Nuevo Mirar con que te viera,
los Nuevos Pensamientos y Sentimientos que hubieran
de poder pensarte y sentirte!
Cuando junté los diversos fragmentos y tuve el conjunto
ante mí ya no albergué duda alguna: Los conocía muy bien,
porque más de una vez los había leído en otro tiempo. Claro
que no podían ser ninguna amenaza, todo lo contrario: Eran
una manera especial de referirse a un amor que habría de
ser sublime. Al comprenderlo tuve celos de quien era capaz
de acudir a tales frases para enamorar a la mujer que yo
amaba. A pesar de que Fernando Pessoa era un autor muy
leído por mí, nunca se me hubiera ocurrido que con El libro
del desasosiego pudiera enamorarse a alguien.
Haré de soñarte el ser fuerte, y mi pluma, cuando diga
tu Belleza, tendrá melodías de forma, curvas de
estrofas, esplendores súbitos como los de los versos
inmortales.
44
Nada más tengo para decirle. Crea que la admiro
tanto cuanto puedo. Me sería agradable que pensara
en mí algunas veces.
Comencé a sospechar de Tobías como el oculto remitente.
Aunque no tuviera la certeza de que fuera aficionado a la
literatura portuguesa, para mí parecía el más a propósito, el
único capaz de tal procedimiento. Y sentí unos celos
inmensos.
Él era algo tímido y muy reservado, como lo soy yo, y como
yo escribía versos que a nadie mostraba. Si conocía esto
último no era por confidencia suya, desde luego, sino por la
casualidad de un golpe de aire que en cierta ocasión hizo
volar las hojas en que supuestamente escribía un informe. Y
a mí no se me escapaba que bebía los vientos por Cristina.
Como yo, una vez más.
Debo creer que ella supuso lo mismo, porque comenzó a
fijarse en Tobías, lo cual nunca antes había hecho. Parece
que hasta llegó a invitarlo al ballet, pues no imagino que él
haya sido capaz de hacerlo, y me consta que los vieron salir
45
un par de noches juntos. Con las veces que he ansiado ser
yo quien la acompañe. Pero yo ni le envío flores, ni la
enamoro a escondidas con las palabras de Pessoa, ni la
acompaño al ballet. Apenas enrojezco cada vez que se
acerca a mostrarme un nuevo mensaje y a preguntarme si
soy capaz de adivinar de dónde procede.
Si soy exacto en mi exposición, debo admitir que gracias a
los claveles y los mensajes también se fijó en mí.
Claro que en mi caso fue por motivo bien diferente.
Hacia Tobías la inclinaba el sospechar que fuera su amante
oculto y misterioso en una época en que el romanticismo
está más que pasado de moda y muchas mujeres se ofenden
si les ofreces el brazo para ayudarlas a cruzar un charco.
Hacia mí la inclinaba el hecho de haber descubierto la
procedencia y la intención de los textos. Me miraba como el
experto que podría hacerla confirmar la identidad del
admirador secreto.
Aunque era un buen conocedor de Pessoa y sus
heterónimos, comencé a leer o releer cuanta obra suya
46
encontré. Quería encontrar la vía lógica que seguía Tobías,
para intentar sorprenderlo en el momento de colocar su
mensaje. Porque hay que explicar algo que contribuía a
aumentar mi curiosidad, y seguramente la de Cristina: No
era posible determinar en qué momento las flores y el
consabido texto eran puestos a su alcance. Por qué querría
yo llegar a ese descubrimiento no es fácilmente explicable.
Acaso apenas procuraba romper el encanto de la situación,
pues nada ganaría con que Cristina confirmara que era
Tobías. Tal vez en el fondo albergara la esperanza de
descubrir que no lo fuera.
Mientras yo continuaba escribiendo a escondidas ardientes
versos que jamás mostraría a su inspiradora, y ella a su vez
continuaba teniéndome como el mono sabio que podía
hacerla a conocer al amante oculto, los mensajes se iban
volviendo más claros y directos, más dirigidos ahora a
expresar la idea del amor de un hombre por una mujer.
Amor lleno de una espiritualidad casi religiosa:
Junta las manos, ponlas entre las mías y escúchame,
mi amor.
Que nuestro amor sea una oración... Úngeme de
47
verte...
Quiero rezar contigo, mi voz con tu atención, la
letanía de la desesperanza.
Cristina se sentía cada vez más impresionada por los
mensajes, como es de suponer. Yo también, pero por causa
muy diversa. Comencé a tener la vaga sensación de que
estaban incluyéndome de alguna manera. El remitente
adivinaba mis pensamientos y traveseaba conmigo, no me
cabía duda. No de otro modo me explicaba el hecho de que
los fragmentos entregados a Cristina comenzaron a estar
muy cerca de mis lecturas actuales de Pessoa.
Llegó un momento en que no soporté más:
¿Cómo no adorarte, si solo tú eres adorable? ¿Cómo
no amarte si solo tú eres digna del amor?
Que tus manos de tocadora de arpa me cierren los
ojos, los párpados, cuando yo muera de haber dado,
construyéndote, mi vida.
48
Cuando Cristina me entregó la última nota, me percaté de
que formaba parte de unas páginas que yo acababa de leer
la noche anterior. Más exactamente, se trataba del párrafo
en que me había detenido poco antes de dormir. No podía
imaginar cómo, pero de alguna manera el desconocido tenía
acceso a mis lecturas, y, no sé por qué, llegué a la
conclusión de que Tobías tenía algo que ver en ello.
Imposible adivinar cómo lo lograba.
Solo había una forma de averiguarlo: Decidí seguirlo donde
quiera que fuera.
Durante una semana no le perdí pie ni pisada; llegué a
memorizar cada minuto de su existir cotidiano. Solo que en
ese tiempo no lo vi hacer nada especial: Ni leer a Pessoa
constantemente como hacía yo, ni acudir al menos a una
florería a comprar claveles. Mas Cristina continuó
recibiendo claveles y textos de Bernardo Soares. Entonces
realicé mi primer gran descubrimiento: Tobías no era el
amante misterioso.
No podía serlo, bajo ninguna circunstancia:
49
Lo seguí hasta la estación de trenes, lo vi subir al coche,
esperé a que la locomotora arrancara. Partió hacia otra
ciudad, por unos días no estaría entre nosotros.
Pero al día siguiente Cristina recibió claveles y mensaje
como de costumbre, esta vez con un texto que era casi un
reto amoroso:
Hace un indefinido número de meses que me ve
mirarla constantemente, siempre con la misma mirada
incierta y solícita. Yo sé que se ha fijado en eso.
No podía confesarle a Cristina que había estado siguiendo a
Tobías, ni podía admitir que me daba cuenta de que ella lo
tenía por el autor de los mensajes amorosos, pero
aproveché cualquier pretexto fútil para comentarle que lo
había visto salir de viaje en tren. Ella inferiría el resto.
Por otra parte, respiré aliviado al leer el texto, por más que
de él se podía deducir que el fantasmal enamorado era
alguno de los que componíamos el círculo de sus relaciones
50
cercanas. Pero al tener la certeza de que no era Tobías el
hombre misterioso mis celos desaparecieron de repente. No
me afectaba la idea de que se enamorara de él, siempre que
no fuera él quien enviara las flores y los mensajes. Podía
aceptar incluso que se casaran, tuvieran hijos, fueran
felices, pues para mí el problema no era quién pudiera estar
físicamente con ella: Que fuera Tobías o cualquier otro, qué
importaba. El rival trascendente era el amante sin identidad
y casi etéreo, porque era a este a quien Cristina amaba, no a
Tobías, no a mí, el mono sabio, ni a ninguna otra persona
real.
Lo amaba a él, que ya directamente le hablaba de un amor
realizado en sueños:
¡Cuántas horas he pasado en plática secreta con la
idea de usted!
¡Nos hemos amado tanto, dentro de mis sueños!
Era él, el inasible, mi real y único competidor, mi
adversario, el ser a quien detestaba sin remedio.
51
Solo que resulta difícil detestar a alguien de quien no se
conoce siquiera la figura que tiene. Necesitaba verlo cuando
menos una vez, para dar alimento a mi animadversión. Mas
no por metáfora dije que era inasible: En verdad actuaba e
iba de un lugar a otro cual si viajara con el viento, como un
ente inmaterial, como un espectro a cuyo paso no quedaran
huellas.
Si quería atraparlo tendría que aprender a pensar y actuar
como él, tendría que ser él.
52
Algo se había evidenciado desde los primeros momentos:
Él conocía al dedillo los hábitos de Cristina; cómo lo había
logrado era otro misterio, pero dilucidarlo me resultaba
secundario a estas alturas. Comencé por anotar horario y
lugar donde ella había encontrado los claveles y las notas.
Después la estuve siguiendo discretamente unos días,
durante los cuales, por cierto, él no dio señales de vida,
como si supiera lo que yo hacía.
Cuando lo tuve todo memorizado, al punto de poder
predecir casi minuto a minuto por dónde andaría ella y que
estaría haciendo, me determiné a adelantarme a él y
sorprenderlo en plena acción. Sentía que conseguirlo era
absolutamente imprescindible para mí, como si la vida me
fuera en ello. No tenía la menor idea de lo qué haría en el
instante en que ello sucediera, ni mucho menos podía
imaginar qué provecho me vendría de lograrlo, pero
experimentaba la total necesidad de hacerlo.
Como reza el adagio, con paciencia se llevan adelante las
empresas, y yo debí armarme de mucha para satisfacer mi
designio. Hasta que lo logré.
O casi.
53
Digamos que fue una pequeña primera victoria, de la que
no había que vanagloriarse demasiado. Calculé casi al
segundo el momento en que él se acercaría con su ramo al
lugar donde media hora después estaría Cristina, y llegué
antes que él. Eso lo logré. Pero no fui tan listo que
alcanzara a sorprenderlo. Es más: Quedé con la sensación
de que él había adivinado que yo estaría presente, y de
manera intencional se acercó hasta el punto donde yo
pudiera verlo, pero sin mayores precisiones, solo de manera
difusa. Porque no puedo asegurar que lo vi, apenas que lo
entreví, que vislumbré un tanto su silueta: Al punto
desapareció.
Ya no me quedó duda de que jugaba conmigo, aunque el
porqué lo hacía escapaba a mi entendimiento. Solo que en
su juego había omitido un detalle: Soy bastante bueno
dibujando, y podría afirmarse que, hasta cierto punto, tengo
mirada de pintor. Aunque mi ser consciente no hubiera
reconocido a la persona de que se trataba, dentro de mí, en
algún rincón del cerebro, debieron quedar registradas con
mayor definición sus facciones. Corrí a mi casa, tomé unos
creyones y puse sobre el papel la figura que había quedado
guardada en mi entramado neuronal. Lo hice de un tirón,
temiendo que si me ponía a intentar rememorar los rasgos
no saldría nada.
54
Una vez que terminé, me puse a contemplar el resultado de
mi trabajo. No había, es cierto, mucha definición; para otro
que no fuera yo acaso hubiera sido imposible encontrar a mi
dibujo parecido con alguien. Pero lo que yo veía era la
repetición de una imagen que conocía muy bien: Un
hombre de mediana edad, de nariz bastante pronunciada y
bigote pequeño pero espeso y muy negro, con sobretodo y
sombrero, y los ojos cubiertos por grandes lentes de miope.
Había dibujado la figura de Fernando Pessoa.
Fue la primera vez que sospeché que la lectura continuada
de Pessoa me estaba afectando. Yo había tenido conmigo,
durante muchos días, un volumen de poemas suyos que
contenía, hecha a pluma, esa misma figura. ¿Qué confusión
se había producido dentro de mí para mezclar de esa
manera a la persona real que había visto, aunque mal, con
el dibujo de la cubierta de un libro? ¿Sería que la persona
real, por alguna razón que no se me alcanzaba, se
caracterizaba como Pessoa? Tomando en cuenta que había
acudido a sus textos para llegar a Cristina, sería una
explicación atendible. Tal vez él fuera un fanático del gran
poeta que acudía a una suerte de fetichismo literario para
alcanzar su objetivo amoroso. Acaso, sabiendo que yo
también tenía afinidad por él, y adivinando que procuraría
55
sorprenderlo, quiso burlarse gastándome esa broma. Si esto
último era cierto, el dejarse entrever por mí no habría sido
descuido.
Esta última posibilidad me pareció muy admisible, por lo
que me exigí mayor escrupulosidad en los pasos que daba.
Reconsideré mi plan en todos sus pormenores y preví todas
las alternativas. Una vez más analicé su comportamiento
desde el primer día, pero esta vez procuré no ceñirme en
exceso a las acciones que según la lógica de sus
desplazamientos iría él a emprender, sino dejé ciertos
resquicios a la improvisación. Tampoco intenté darle
alcance de inmediato, aunque en ocasiones llegué a adivinar
el momento y el lugar exactos en que actuaría. Logré estar
tan cerca de él que parecía que podría agarrarlo si me lo
proponía. Mas yo sabía que esto era falso: En último
instante se escabulliría.
Varias semanas estuvimos en ese pasatiempo: Él me
permitía acercarme hasta un punto. Yo poco a poco
procuraba que ese punto estuviera más próximo a él. Le
daba confianza. Él, quizás, se divertía.
Cristina había dejado de ser importante para los dos. Lo que
56
interesaba era solo nuestro juego.
Un par de veces más lo dibujé, pero en realidad ya no era
necesario; aunque nunca le hubiera visto el rostro de frente,
tenía su imagen grabada en mi cerebro, y no me cabía duda:
Quien fuera, imitaba en todo el aspecto externo de Pessoa.
Pero nadie puede alargar tanto un juego que no concluya en
algún momento. Y ese momento llegó el día que, por
probar qué sucedía, demoré en aparecer. Al no sentirme
cerca, en lugar de seguir su rutina, quedó confuso, como
esperando mi presencia para actuar. Lo encontré sentado,
muy erguido en una silla, la pierna derecha cruzada sobre la
izquierda, en todo semejante al Pessoa del café La
Brasileira, fumando y como concentrado en espera de algo.
O de alguien que era yo.
Algo me impulsó a sentarme frente a él. Me acerqué a la
mesa, con intención de hacerlo. Mas en el instante final
intenté volverme atrás: A partir de este momento, Cristina
57
no recibiría más claveles ni poemas, y acaso yo no los
escribiría más. El misterio acabaría. Acabaría el
pasatiempo.
Era demasiado tarde. “Hola”, me dijo, con expresión
neutra, sin sonrisa ni ningún otro signo de vida en la cara.
Me pareció estar frente a la estatua sedente de La
Brasileira, y que ella me había hablado. Lo miré fijamente.
Ni sombra de duda. Era la misma cara de Pessoa. Era la
cara de Tobías. Era la cara que cada mañana veía reflejarse
en mi espejo.
58
COMPAÑERA QUERIDA2
La nota del periódico es muy escueta, apenas unos datos
imprescindibles: un hecho, un país, un nombre de mujer,
Un nombre de mujer perdido entre las páginas de un
periódico y tantos años transcurridos desde que oí por única
vez ese nombre. Regreso al pasado: largos pasos uno al
lado del otro, conversaciones sobre política internacional y,
sobre todo, el amor flotando entre las frases generales
acerca de la lucha armada o los bellos paisajes del lejano
país de donde vino.
Un nombre de mujer unido a una despedida, a una
presencia imposible y un reencuentro nunca realizado.
Primero fue la espera. Impaciente. Acudir a los amigos
comunes, que nunca supieron o nunca dijeron nada, y que
por fin desaparecieron también. Después fue el paso del
tiempo y el recuerdo relegado a las noches de insomnio. Y
finalmente una especie de serenidad cubriendo la esperanza
muerta, otros nombres de mujer, una compañera cariñosa,
los hijos: casi el olvido.
Y ahora una noticia leída casualmente una tarde de ocio y el
aluvión de recuerdos que me arrastra al pasado como una
vieja película vista de nuevo.
2 Publicado. Revista Mujeres, Nro. 2, año 25, febrero de 1985.
59
Fue la nada romántica coincidencia de un molar cariado que
a ambos nos condujo el mismo día y a la misma hora ante el
mismo especialista, los dos con un mismo miedo. Fue la
equivocación de una empleada que a ambos nos dio el
mismo turno. Fue, en fin, que sin haberlo pensado
comenzamos una charla corriente, matizada de referencias
al mutuo terror ante la silla rodeada de aparatos que se
vislumbraban siempre que un paciente entraba o salía.
De inmediato sentí que un magnetismo inexplicable me
llamaba hacia ella. La pronunciación extranjera y las
facciones aindiadas, más mi natural curiosidad, me llevaron
a preguntarle su nacionalidad. Pienso que ese fue el
principio. El nombre de su país me estremeció. Mis
impresionables veinte años estaban llenos de romanticismo,
ilusiones y ansias de aventura, y el nombre que pronunció
era por entonces para mí como un símbolo que
representaba todo aquello. Por alguna razón que no hubiera
podido explicar, la imaginé como muchas veces había
deseado verme a mí mismo: fusil en mano, por entre selvas
y montañas, abriendo nuevos senderos al mundo. “¿Eres
guerrillera?”, le pregunté, ingenuo e indiscreto.
Desapareció la expresión risueña. “Esas cosas no se
preguntan”. Hubiera deseado que la tierra me tragara, sentí
que ardía de vergüenza.
Ella comprendió mi turbación y sonrió benévola, como
60
disculpándome y disculpándose por la repentina seriedad.
Pedí perdón incontables veces, pero sus ojos más que sus
labios me dijeron que estaba perdonado. Siguió sonriente,
contándome historias de su país, hasta que llegó el
momento de ingresar en lo que habíamos convenido en
llamar la “cámara de torturas”. Casi al cerrar la puerta, se
volvió y dijo, con una indefinible expresión en el rostro:
“¿Sabes?, en mi país se tortura de verdad en sillitas como
esa”.
Llegó mi turno. Me senté, con aspecto resignado. Pero al
acercarse la asistente tuve un sobresalto; asombrada,
exclamó: “Oiga, no se altere tanto, que ni lo he tocado”.
Pero a mí no me preocupaban ya la muela o el dolor, sino el
pensar que había cometido la torpeza de no preguntarle
nombre y dirección, de ni siquiera haberle insinuado la
posibilidad de encontrarnos.
Durante el tiempo que permanecí allí estuve maldiciendo
mi distracción y mi falta de iniciativa al hablar con aquella
muchacha. ¿Pero era en realidad una muchacha? No
hubiera podido afirmarlo. A simple vista parecía algo
mayor que yo, sin que se pudiera precisar cuántos años.
Cuando menos, seguramente contaría con muchas más
cosas vistas y vividas que yo, y quién sabe con cuánta carga
de sufrimientos. Era algo que se evidenciaba a los primeros
minutos de conversación. Sin embargo, cuando me sonrió
en forma de despedida, tal vez por infundirme valor, lo hizo
61
con tal simpatía que ante mis ojos apareció como una
colegiala.
El tratamiento concluyó, pero permanecí sentado unos
minutos, pensativo, repasando nuestra conversación. No
conseguía adivinar la manera de volver a encontrarla.
“Bueno, primero no quería ni que lo tocaran, y ahora parece
que no se quiere ir”, me trajo a la realidad la enfermera.
“Mire, vaya con esta tarjeta a que le den un turno para el
próximo miércoles”. “¡El próximo miércoles!”, exclamé.
No sé qué idea se habrá formado la muchacha, pero se veía
que estaba divertida con mi exabrupto, sin poder entender
lo que ocurría dentro de mí. “Claro, el próximo miércoles,
eso es, muchas gracias”. Me dirigí a la salida, me detuve de
pronto, hice como que me acordaba de algo de repente y
volví sobre mis pasos. “Por cierto, ahora que me acuerdo,
esa joven que entró antes que yo, la que parece extranjera,
¿tiene el mismo tratamiento?”. “Sí, el mismo, ¿por qué?”.
“Por nada, por nada; es que estuvimos conversando antes
de entrar y parece que los dos teníamos el mismo problema
y en la misma muela”. “Así es, ella también tiene que seguir
viniendo. Está citada para el miércoles, como usted”.
¡El próximo miércoles! ¡Pero como falta! ¡Una semana
entera esperando!
62
Entre la desesperación por el tiempo que demoraban los
días y las horas en transcurrir, y el consuelo de que aunque
tuviera que esperar era casi seguro que volvería a verla,
finalmente pasaron los siete días que los humanos han dado
en llamar semana, y me dispuse a encontrarme con ella, en
aquel lugar que por la magia de su presencia ya no me
parecía más un centro de torturas.
No quería que ninguna confusión tonta frustrara el
reencuentro, así que llegué dos horas antes de la señalada.
A pesar de mi impaciencia que crecía, las manecillas del
reloj de pared realizaban su trabajo con evidente pereza, y
no se esforzaban por llegar adonde yo quería. Al comienzo
leí algunos poemas de Vallejo, pero al cabo del tiempo ya
no sabía si leer o lanzar el libro por la ventana. Para colmo,
parecía como si ella también entrara en la conspiración de
los relojes, pues no se dio ninguna prisa, no me hizo el
regalo de llegar siquiera media hora antes. Viene. No viene.
No, ya no viene. Pero llegó, ¡al fin!, cuando apenas faltaban
unos minutos para que comenzaran las llamadas.
En todo segundo encuentro parece que es inevitable hacer
un recuento del primero, por lo que, en contra de mis
propósitos, me vi envuelto en la larga enumeración de las
respectivas impresiones de la consulta anterior. Con
desesperación miraba el reloj, que ahora, y evidentemente
con intención de molestarme, se había llenado de un súbito
amor por la velocidad y se acercaba a toda prisa a la hora
63
señalada en mi tarjeta, sin que yo hubiera podido encaminar
la conversación por las vías que me interesaban. Por suerte,
las horas marcadas en los turnos son solo aproximadas, y en
definitiva el tiempo alcanzó para todo lo que había deseado:
me dio su nombre, aclarándome que no era el verdadero,
me dio la dirección del apartamento donde vivía con otras
compañeras, y hasta me informó que se encontraba de paso,
cumpliendo una misión de su organización.
Después nos vimos repetidas veces, al principio en forma
irregular, pues yo me sentía cohibido de robarle parte de su
tiempo, ya que en varias ocasiones me dijo que no le
alcanzaba para la cantidad de actividades que debía
realizar. Tampoco andaba yo abundante de dinero, por estar
estudiado, y no tenía recursos para invitarla a lugares que
implicaran gastos. No obstante, encontramos la forma de
conversar mucho. Conocí a algunos de sus compatriotas, y
comenzamos a salir en grupo a playas y parques y a dar
paseos a pie por la ciudad. Durante seis meses estuve casi a
diario en contacto con ella. En ese tiempo me ayudó a
fortalecer mis ideas y a comprender que a mi entusiasmo
juvenil le hacían falta maduración y meditación.
Después fue la separación, la ausencia de noticias hasta
hoy.
No sé si la amé desde el primer momento, o si el amor
surgió como fruto natural al contacto cercano con ella,
según la conocía y crecía en mí la admiración. Sí puedo
64
asegurar que en su manera de ser había algo que me prendó
al instante de dirigirme a ella por primera vez. Tampoco
podría asegurar si fue o no atracción física lo primero que
sentí. Sus atractivos eran de corte muy especial. Ni siquiera
después de verla casi a diario me hubiera atrevido a afirmar
o negar que era bella. En ocasiones, al mirarla me parecía
adorable: qué rasgos, que mirada, sobre todo, qué luz en la
sonrisa. En otros momentos me parecía mustia, como
envejecida y casi fea. Decididamente, por dentro le andaban
mundos que yo no podía adivinar.
Sentía que la pasión comenzaba a consumirme, y llegó el
momento en que la timidez se batió en retirada, en que no
pude callar y se lo dije todo: mi vida trastornada desde que
la conocí, mis sueños de amor con ella como centro, mi
decisión de ir donde ella fuera, de estar donde ella
estuviera, y de morir, si fuera necesario, donde ella muriera.
Me miró en silencio y bajó los ojos. Un chispazo de alegría
me recorrió la espalda y me golpeó el cerebro. “Es mi
oportunidad, ahora o nunca”.
Y reinicié el asedio, ingenuo y falto de tacto como el
primer día. Juré, rogué, volví a rogar. “No sigas”, dijo de
repente, disgustada, y me miró profundamente. No podía
distinguir si en sus ojos había verdadera contrariedad o
insondable tristeza. Solo sé que me desarmó, que mi
locuacidad perdió las alas y me sentí avergonzado y
ridículo. Durante unos segundos nos observamos en
65
silencio, como estudiándonos. No sé qué mecanismo de
autodefensa funcionó en mí, pero en ese momento, apagado
el brillo de la mirada que tanto le conocía, la vi carente de
belleza y casi vieja. Pero fue solo un instante: alguien
dentro de mí me gritó cuánto me gustaba. “Mira”,
recomenzó ella la conversación, “en primer lugar, olvida
esas historias de guerrilleros, Ni tú puedes andar por esos
mundos haciendo las revoluciones de los otros, ni siquiera
me conoces bien, a pesar de lo mucho que hemos
conversado, ni yo soy libre. Yo tengo un hombre que me
espera”.
Sentí que sobre mis ilusiones se derramaba el clásico
chorro de agua fría. En realidad, sus primeras palabras
habían resbalado por mis oídos sin mayor consecuencia,
pero me estremeció lo último que había dicho “un hombre
que me espera…”. “Tú nunca me dijiste que tuvieras...”,
aventuré. “Nunca hizo falta”, interrumpió bruscamente.
“Nunca hubo necesidad de hablar de eso”. Y se marchó.
Durante dos semanas evité encontrarme con ella. En parte
me sentía dolido por el lamentable fin de mis ensueños, y en
parte avergonzado por haber declarado un amor que ahora
se me antojaba una traición a la amistad y a la confianza
que me había brindado. Estaba convencido de que aquella
confesión había marcado el final del afecto que me había
mostrado. Me sentía mezquino e indigno de ella.
Un día me la encontré en el camino a casa: me estaba
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esperando. Sostuvimos una larga conversación. Me pidió
que la perdonara por haber sido ruda conmigo, no había
sido su intención herirme, y agregó que pensaba que por su
culpa yo había dejado de ser su amigo. “Y yo quiero que
sigas siendo mi buen amigo, mi amigo querido”.
No supe qué responder. Me deshice en disculpas y
promesas de que nunca más volvería a hacer alusión a mis
sentimientos y todo iba a continuar igual que antes. La
sonrisa triste con que me miraba mientras yo hablaba
parecía decir que daba poco crédito a mis promesas, pero
me comprendía y perdonaba.
El tiempo siguió su curso. Aunque no de una manera
ejemplar, intenté cumplir mis promesas, y aparentemente
volvimos a ser los de siempre. Sin embargo, yo percibía, y
estaba seguro de que ella también, que en nuestras
conversaciones flotaba la tristeza como una impertinente
neblina. Y cuando por alguna razón yo la tomaba por un
brazo o le rozaba un hombro, captaba un ligero
estremecimiento en su piel, un imperceptible movimiento
de fuga.
Hasta que llegó el día de la despedida.
En los últimos tiempos yo había percibido ente sus
compañeros un ambiente especial, tenso, como de espera de
grandes acontecimientos, y en ella cierto extrañamiento que
no le había conocido. Y de repente me llegó la explicación,
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sin rodeos, como le era habitual: “Hoy es el último día que
nos vemos. Me voy”.
Sentí como un mazazo en la cabeza y las rodillas me
temblaron. “¿Qué dices, estás jugando?”. Fueron esas mis
palabras, aunque pudieron ser otras. Podría simplemente
haberle preguntado la hora o no decir nada. Comprendí mi
pequeñez, mi inutilidad, mi impotencia, lo ridículas que
podrían sonar mis frases, y me di cuenta de que estaba
desesperado. Callé y sufrí. Sufrí como nunca imaginé que
hubiera podido sufrir. Habló ella, mientras yo sentía sin
vergüenza que las lágrimas me rodaban por las mejillas.
Por primera vez me dijo su nombre verdadero. “Aunque me
hayas conocido con un nombre falso, quiero que nunca
olvides este que te digo ahora, que es el que me dio mi
madre. Y no quiero mentirte más. Quizás no debiera
hacerlo, quizás te haga daño esto que te voy a decir, pero no
puedo callarme más tiempo. No me espera ningún hombre.
Si te dije lo contrario fue porque me pareció que lo que
pretendías no tenía sentido, que no valía la pena forjar una
ilusión condenada al fracaso. No sé si me equivoqué..., tal
vez hubiera sido mejor robarle un par de meses de felicidad
a la vida... Te quiero como jamás podrás imaginarte. Pero te
hubieras convertido en una amarra de la que hubiera sido
casi imposible soltarme. Y eso no puede ser de ninguna
manera. Sigue tu vida, que yo tengo que seguir la mía. Si
hoy nos hemos encontrado, ha sido consecuencia de mi
lucha. Tal vez mañana la misma lucha nos vuelva a reunir.
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Si ocurre, pienso que será definitivamente. Siempre te
querré, hasta el último de mis días, amigo querido…”.
Han pasado tantos años desde entonces, y la nota del
periódico es tan escueta. Tal vez hasta yo esté equivocado.
Pero ni este pensamiento, ni las canas que ya peino, ni los
hijos que retozan a mi lado, impiden que vuelvan a mí los
recuerdos de aquellos interminables paseos, para mí tan
breves, cuando me hablabas de tu tierra, amiga, compañera,
cuando te amé con toda la fuerza de mis veinte años... Y
aquí estás tú, estas son tus señas, no hay equivocación
posible. Es tu nombre verdadero, y es el de tu país, y hasta
la edad aproximada. Pero no es así como quería que
volvieras.
Se han borrado los años; otra vez tengo veinte y te oigo
decir “amigo querido”, pero ahora es una aguja que me
traspasa el corazón una vez y otra... Y corro a esconderme
de mi familia, porque no quiero que vean cómo destrozo el
periódico, cómo lloro a todo llorar, amiga, compañera
querida, cómo me desgarro por dentro cuando veo aquí
escrito, con tan frías palabras, como una noticia más, que ya
nunca será posible el reencuentro, que definitivamente tu
lucha no nos reunió, que eres tú esta legendaria jefa
guerrillera muerta de que hablan los diarios.
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ÍNDICE
Violoncelo
Una mujer de extraordinaria belleza
Ofelia
Penélope
Luz de Luna
Élina
Ensayo sobre el desentendimiento humano
Lo bueno, lo malo, en fin...
Por el amor de Elisa
Forastera
Geometría euclidiana
No debo seguir leyendo a Pessoa
Compañera querida
70
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