Universidad de los Andes
Facultad de Artes y Humanidades
Departamento de Humidades y Literatura
Borges y la memoria eterna del lenguaje atemporal
Tesis para optar al grado de la Maestría en Literatura
Presentado por: Pablo Obando Guzmán
Dirigida por: Camilo Hernández
Noviembre de 2015
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Agradecimientos
A Camilo, porque su guía y su ayuda exceden este texto.
A mi familia, por sentir mis logros como propios.
A Martín, porque escribe conmigo.
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Tabla de contenidos
1. Introducción [5]
2. Tiempo y eternidad [8]
Interpretación del tiempo [9]
Construcción de la eternidad [11]
Tiempo circular [14]
Infinitos matemáticos [15]
3. Lenguaje: rememoración y representación [17]
La metáfora [20]
Autoridad atemporal: original y traducciones [23]
Espejos: la presencia de lo ausente [26]
Lengua y distancia [27]
Lenguaje y eternidad [28]
4. Fuentes transversales [29]
Idealismo: de Parménides a Borges [30]
Borges: autor y lector, uno y todos [39]
5. La memoria, después de todo [41]
¿Mnēmē o anamnēsis? [42]
Memoria y eternidad [44]
Memoria e imaginación [45]
6. Borges: escritura apócrifa [46]
Jugando con Borges [46]
Eternización de lo escrito [48]
7. Inconclusiones [50]
“Arte de injuriar”: lenguaje y circularidad [51]
Historiar la eternidad. Eternizar la historia [53]
Obras citadas [56]
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“Lo demás es literatura, sintaxis”
Borges, “Arte de injuriar” 752.
“Ibbûr se llama esa variedad
de la metempsicosis”
Borges, “El acercamiento a Almotásim” 748.
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1. Introducción
De entrada, Borges incomoda. Llegar a sus textos buscando comodidad es, tal
vez, saltar el primer obstáculo que lo hace tan atractivo. Y para mí, temeroso hasta hace
muy poco de enfrentármele, encontrarme frente a la incomodidad de un título como
Historia de la eternidad fue transformar ese temor en una especie de morbo inmediato,
en un placer por su escritura y por las múltiples preguntas que me planteaba sin siquiera
haber empezado. La primera, la pregunta que surge a partir de la reflexión inmediata de
pensar en la eternidad como opuesto de lo temporal: ¿cómo sería posible historiar la
eternidad? Seguramente no habría habido ningún morbo si, en el título, “Historia”
tuviera antes un artículo previo que me despojara de la incertidumbre por la mayúscula:
“La historia de la eternidad” o “La Historia de la eternidad” ya me hubiera entregado
una comodidad, una certidumbre que no me interesaba recibir. El placer a priori estaba
justamente en esa polisemia indefinida, en esa ambigüedad primaria que me permitía
seguir transformando la pregunta inicial. La imposibilidad de hacer Historia de algo que
no tiene ni inicio ni final dejó de ser, entonces, la única preocupación: como ejercicio
lineal que da cuenta de sucesión, de una temporalidad, ¿cómo sería posible que hubiera
lenguaje en la eternidad? Y, finalmente, eso me llevó a la segunda transformación de mi
incomodidad: la memoria. Historiar supone, necesariamente, un ejercicio de
rememoración: tomar y buscar –o encontrar– ciertos recuerdos para darle un orden
determinado a un sujeto, un objeto, un concepto, etc. Entonces, en la aparente
imposibilidad lingüística y conceptual que suponía el título, mi pregunta terminó
convirtiéndose en: ¿cómo podía hacer Borges memoria –un ejercicio plenamente
temporal– de la eternidad y, además, inscribirlo como lenguaje? Así, bajo estas
incomodidades –que suponía extensibles para otros lectores– surgieron en mí la
necesidad y el gusto por entrar a ese texto.
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Escrito en 1936 y editado en 1953 por Emecé editores, el texto de Historia de la
eternidad nos enfrenta de entrada, entonces, con la problemática de cómo construye
Borges el concepto de memoria en la eternidad y, asimismo, cómo hace que su lenguaje
no contradiga esta construcción. La respuesta parece estar justamente ahí, en la ruptura
de las características “tradicionales” bajo las que generalmente se asume la
temporalidad y, consecuentemente, el lenguaje. El prólogo con el que contamos en la
edición de Emecé nos anuncia esta ruptura:
No sé cómo pude comparar a “inmóviles piezas de museo” las formas de Platón y cómo
no entendí, leyendo a Schopenhauer y al Erígena, que éstas son vivas, poderosas,
orgánicas. El movimiento, ocupación de sitios distintos en instantes distintos, es
inconcebible sin tiempo; asimismo lo es la inmovilidad, ocupación de un mismo lugar
en distintos puntos del tiempo. ¿Cómo pude no sentir que la eternidad, anhelada con
amor por tantos otros poetas, es un artificio esplendido que nos libra, siquiera de manera
fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo? (Borges, “Prólogo” 689).
Acá, de entrada, Borges nos entrega ya algunas primeras, si no respuestas, al menos
pistas, posibilidades: las referencias que, podríamos decir, están inscritas en una misma
tradición; la temporalidad que no es excluyente con la inmovilidad; la eternidad como
artificio; el cuestionamiento de lo sucesivo. Y, sumado a esto, si finalmente entramos a
Historia de la eternidad, nos encontramos con otra incomodidad: sólo el primero de los
ocho textos que componen a su obra homónima habla explícitamente de la eternidad y
de su historia. Después tenemos, en este orden, uno sobre un tipo de escritura
escandinava, otro sobre la metáfora, dos sobre concepciones no lineales del tiempo, uno
sobre traducción y dos notas, una sobre un texto árabe y otra sobre cómo se debe
insultar. Esta heterogeneidad temática, nuevamente, abre muchas más preguntas que
respuestas. Lo que veremos, entonces, es que la construcción y el sustento de esas
primeras afirmaciones del prólogo están precisamente posibilitadas en textos que, en su
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variedad, dan cuenta de unos planteamientos que los atraviesan y, en última instancia,
los unen. Así, lo que aparece como una aparente contradicción en el título, se
transforma desde esa variedad temática en la posibilidad de que memoria, tiempo y
eternidad se encuentren y se construyan finalmente como mecanismos y artificios del
lenguaje.
Bajo estos presupuestos, es pertinente antes aclarar que lo que busco acá no es
dilucidar los conceptos de tiempo, eternidad, memoria y lenguaje en Borges o en su
obra; es entenderlos dentro de Historia de la eternidad para poder ver si, contrario a
como pareciera ser desde su título, el texto no es una contradicción en sí mismo. En esta
medida, no recurriré a otros textos del autor argentino –salvo cuando me sirva como
referencia externa para algún tema o materia puntual y no como una respuesta que
complemente el análisis– porque, primero, más allá de poder encontrar patrones,
intentar dilucidar este tipo de conceptos en una obra tan extensa sería encontrarse con
construcciones que cambian de un texto a otro, de un Borges a otro. No pretendo acá
determinar y establecer qué entendía él –o ellos– por estos conceptos, sino dilucidar
cómo están construidos en Historia de la eternidad para entender cómo funciona y
opera esa obra, con las incomodidades y problemáticas que nos plantea su lenguaje y la
heterogeneidad de los textos que la componen. Es por esto que, indistintamente, saltaré
de texto en texto para construir mi análisis. Y segundo, porque lo que quiero ver es
justamente si el texto tiene un sentido propio, más allá del resto de la obra de Borges. Ni
siquiera se trata de explicar el contenido de cada texto, sino de entender a qué responde
su inserción dentro de la obra. Así, salirme de ese texto y recurrir a otros sería,
simultáneamente, renunciar a la posibilidad de entenderlo como un todo que es
significante por sí mismo.
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2. Tiempo y eternidad
Lo primero es entender cómo Borges define tiempo y eternidad dentro de
Historia de la eternidad. Pero antes, la primera aclaración necesaria es que no se pueden
definir ambas bajo los mismos criterios. No es que uno no sea antónimo del otro, sino
que pertenecen a categorías epistemológicas distintas: “oscuridades inherentes al
tiempo: misterio metafísico, natural, que debe preceder a la eternidad, que es hija de los
hombres” (Borges, “Historia” 691). El tiempo es natural, es un fenómeno cuyo
entendimiento sigue escapándosele a nuestro entendimiento. Y, en contraposición, la
eternidad es un artificio, un concepto que el ser humano crea y construye a partir del
tiempo. Así, “Historia de la eternidad”, el primer texto, inicia como una respuesta, un
desacuerdo frente al planteamiento de Plotino en el que la eternidad antecede al tiempo.
Pero su inconformidad responde a la jerarquización, al orden bajo el que las presenta el
filósofo, no frente a su separación como categorías distintas.
Hecha esta aclaración, el autor argentino hace explícita su intención: “la
eternidad es una imagen hecha con sustancia de tiempo. Esa imagen, esa burda palabra
enriquecida por los desacuerdos humanos, es lo que me propongo historiar” (Borges,
“Historia” 691). Desarticulemos ahora esta cita porque entenderla como conjunto es
limitar sus posibilidades de significación. Lo primero que se nos presenta es la primera
definición que tenemos de la eternidad: “imagen hecha con sustancia de tiempo”.
Hablar de una imagen implica pensar en una representación y, asimismo, en una
distancia. No sabemos de qué es representación la eternidad, ni con respecto a qué hay
una distancia, pero la consciencia de que es una representación y de que hay una
distancia ya es suficiente para entender que, cuando hablamos de eternidad, hay una
construcción mediada por la subjetividad. De hecho, también se abre la posibilidad de
que la eternidad sólo exista como imagen, sin un referente que la determine, pero para
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esto no tenemos todavía suficiente información. La que sí tenemos es que esa imagen
está hecha de tiempo, sea cual sea su sustancia, característica que inevitablemente la
condiciona a la imposibilidad de salirse de esa temporalidad: la eternidad, acá, no es una
construcción atemporal. O tal vez lo es, pero no como tradicionalmente asumimos
atemporalidad. La segunda parte de la cita determina a la eternidad no sólo como una
imagen, sino como una palabra que, además, es “burda”. Sin embargo, esta
descalificación es inmediatamente contrapuesta con las posibilidades que se abren en el
encuentro de múltiples subjetividades que también intentan construirla y determinarla:
la eternidad es lenguaje y se enriquece en la polisemia de su propia ambigüedad. Y la
tercera parte de la cita nos muestra cuál es, al menos en ese primer texto, la intención de
Borges. Y esta búsqueda histórica implica dos cosas. Primero, aunque nos quede la
pregunta por la obra homónima, sí podemos entonces asumir que, si se añadiera un
artículo, este primer texto se llamaría “La Historia de la eternidad”. Y segundo, como
parte de un ejercicio de rememoración activo sobre el que se construye el concepto, es
posible empezar a aclarar la contradicción que el título suponía. La imposibilidad estaba
dada por el absurdo de hacer Historia de algo que, en su atemporalidad, no podía tener
una linealidad. Más allá de cómo se construya esa eternidad, lo que nos dice Borges es
que su intención es historiar el concepto mismo: quiénes y cómo han hablado de él. Sin
embargo, sí hay un primer guiño del autor frente a lo que representa el ejercicio
histórico: historiar la eternidad es volverla lenguaje, inscribirla, apropiarnos de ella
como artificio.
Interpretación del tiempo
Partamos de que el tiempo no se construye. Es un fenómeno que atraviesa al ser
humano indistintamente; no opera de una manera u otra de acuerdo a un propósito o a
una subjetividad. Está allí, permanente e inmutable, sujeto únicamente a cómo lo
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interprete quien busque definirlo. Lo que cuestiona Borges no es, entonces, su
naturaleza, sino la forma en la que se ha interpretado tradicionalmente: “Una de esas
oscuridades, no la más ardua pero no la menos hermosa, es la que nos impide precisar la
dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero
no es más ilógica la contraria” (Borges, “Historia” 691). Más allá de la imposibilidad de
resolver este problema de su “dirección”, lo importante acá es abrir la posibilidad de la
no-linealidad –o al menos preguntarse por la certeza de la linealidad–. Asumir una
dirección es darle una respuesta a uno de los muchos misterios del tiempo aún por
resolver. Por un lado, pensar en un tiempo que vaya del futuro –o del porvenir, como lo
llama Borges– al pasado es igualmente posible, como nos dice Borges que propone
Miguel de Unamuno en el soneto LXXXVIII: “Nocturno el río de las horas fluye desde
su manantial que es el mañana eterno…” (Borges, “Historia” 691). No sólo es la
posibilidad de un tiempo con una dirección distinta, sino también la de un tiempo sin
una dirección determinada, ni lineal ni no-lineal: “Aceptada la tesis de Zarathustra [la
del eterno retorno], no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de
aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nada?” (Borges, “La
doctrina” 726). El tiempo puede superponerse, funcionar también como una agregación
de instantes, como una simultaneidad en la que convergen temporalidades: sin
dirección, pasado, presente y futuro se fusionan en un momento: en la instantaneidad.
La repetición eterna, la no-linealidad no implica la atemporalidad que conocemos: no
como ausencia de tiempo sino como la ausencia de la certeza de linealidad. Asumir,
entonces, un curso del tiempo es limitar sus propias posibilidades. Y, nuevamente,
Borges no busca –ni yo, mediante este análisis– llegar a una respuesta frente a la
dirección del tiempo, sino la apertura a distintas posibilidades que responden a la
imposibilidad de definir una dirección del tiempo.
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Construcción de la eternidad
Definidos los límites –o la ilimitación– de las posibilidades interpretativas que
surgen a partir del misterio del tiempo, y como artificio que parte de ese misterio, es
ahora posible analizar cómo construye Borges la eternidad dentro del texto. La primera
reflexión –dada implícitamente ya en este punto– es que la eternidad no es singular.
Como concepto, y sobre todo como concepto historiable, debemos entender que no hay
eternidad, sino eternidades: “Ninguna de las varias eternidades que planearon los
hombres –la del nominalismo, la de Ireneo, la de Platón– es una agregación mecánica
del pasado, del presente y del porvenir. Es una cosa más sencilla y más mágica: es la
simultaneidad de esos tiempos” (Borges, “Historia” 692). Las eternidades han sido
“planeadas”. Es decir, no sólo son una construcción sino que su creación responde a un
plan, a una intención, a un propósito particular. Y, como las que busca historiar, la de
Borges supone una convergencia temporal; los tiempos no se suman para crear un
tiempo eterno, sino que se encuentran y se vuelven uno.
Hecha esta aclaración de pluralidad, Borges nos da dos pistas sobre las
características de la eternidad que él está construyendo que, si no la definen, al menos
nos dan un panorama cercano del concepto. Primero, y siguiendo con la agregación de
temporalidades, tres veces en “Historia de la eternidad” –aunque, en la tercera, sólo la
segunda parte– cita Borges a Hans Lassen Martensen: “Aeternitas est merum hodie, est
immediata et lucida fruitio rerum infinitarum” (Borges, “Historia” 696, 698, 701).
Rolando Costa Picazo e Irma Zangara, anotadores de la Edición crítica de las Obras
completas de Emecé, lo traducen de dos maneras distintas: “La eternidad es sólo el
presente, es la inmediata y lúcida fruición de las cosas infinitas” (Costa Picazo &
Zangara 781) y “La eternidad es sólo el presente, es la inmediata y luminosa fruición de
los bienes infinitos” (Costa Picazo & Zangara 782). Más allá de la diferencia –tal vez
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muy técnica, casi inútil para nuestro propósito– entre “bienes” y “cosas” y “lúcida” y
“luminosa”, nos permite ver, por un lado, que esa simultaneidad temporal antes
planteada es, en otras palabras, el presente; que la inmediatez en la que vivimos es,
entonces, eterna. Y, por otro lado, que esa eternidad presente supone un goce en el
encuentro de esas cosas o bienes infinitos. No hay que olvidar que este placer está
enmarcado en un contexto religioso en el que “La eternidad quedó como atributo de la
ilimitada mente de Dios” (Borges, “Historia” 698). Pero la repetición del enunciado
dentro del texto no es gratuita, por lo que volveremos más adelante tanto sobre el goce
como sobre ese “presente eterno”. Y la segunda pista que nos da, refiriéndose al cielo
que plantea Plotino en las Enéadas donde “todo es todo”, es: “Ese universo unánime,
esa apoteosis de la asimilación y del intercambio, no es todavía la eternidad; es un cielo
limítrofe, no emancipado enteramente del número y del espacio” (Borges, “Historia”
693). La protesta de Borges está en que la presencia del número –de un orden, de una
forma de sucesión– y del espacio –un referente, un arquetipo– no es una forma de
eternidad sino, tal vez, un límite de lo temporal. La liberación de cualquier espacio y de
cualquier número son requisitos que Borges propone para la eternidad y que,
consecuentemente, formarán parte de su propia construcción del concepto.
Y, después de dar algunas características de la eternidad que él está
construyendo –que, más que definir qué es, determinan qué no es– desde la Historia del
concepto, nos acerca finalmente a su propia teoría de la eternidad: “Sólo me resta
señalar al lector mi teoría personal de la eternidad. Es una pobre eternidad ya sin Dios, y
aun sin otro poseedor y sin arquetipos” (Borges, “Historia” 701). Antes de ver cuál es
esa teoría, es evidente que aquí recoge los atributos de los que ya venía hablando: es
sólo una de las muchas eternidades, es subjetiva, no es estática y –acá nos responde– no
tiene referentes. Su eternidad sí es, entonces, imagen; es lenguaje, capaz de
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autorreferenciarse. Paso, entonces, a la experiencia de eternidad narrada por Borges al
final de “Historia de la eternidad” y experimentada ocho años antes de su registro en
este último. Su primer objetivo, nuevamente, es histórico:
Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches (…) Se trata de una
escena y de su palabra: palabra ya antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con
entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar
que la declararon.
La rememoro así (Borges, “Historia” 702).
Desde acá, desde esta simple anécdota, veremos entonces las características de tiempo,
eternidad, memoria y lenguaje que atravesarán todo el texto de Historia de la eternidad.
Claro, sólo las señalaré para, después, desde los demás textos que conforman la obra,
reafirmar su permanencia como elementos constitutivos significantes de la misma. La
eternidad no como fenómeno, ni siquiera como concepto, sino como lenguaje que le da
significancia a una experiencia; la necesidad de historiarla y, como anécdota, la ruptura
de la distancia asumida entre Historia e historia; la memoria como su posibilidad de ser
recreada, escrita y, así, registrada, inscrita. Sigamos con la anécdota:
El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas
aproximativas palabras y se profundizó a realidad (…) No creí, no, haber remontado las
presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o
ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa
imaginación. La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos
(…) no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin
parecidos ni repeticiones, la misma (Borges, “Historia” 702).
La eternidad, nuevamente, como convergencia de temporalidades, como superposición
de instantes que se encuentran, se igualan y, así, se eternizan. Eternidad, además, como
sensación, como experiencia de la imaginación. Y para, además, confirmar la
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concepción de la eternidad como imagen de sí misma, Borges habla de “pura
representación”: lenguaje autorreferencial que sólo existe así, como lenguaje. Y sigue:
”El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e
inseparabilidad de un momento en su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan
para desintegrarlo” (Borges, “Historia” 702). La eternidad supone, en su concepción, la
ruptura de la linealidad temporal, que no es sinónimo de atemporalidad, sino de
reformulación de la dirección del tiempo. Y, finalmente, también en relación con su
necesidad de ser registrada, nos dice el autor: “Quede, pues, en anécdota emocional la
vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de
éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara” (Borges,
“Historia” 703). Volvemos entonces a Martensen y a su afirmación de la eternidad, de
las experiencias de infinitud como goce: el placer inmediato y fugaz de la inmortalidad,
de la eternidad.
Tiempo circular
El cuestionamiento borgiano de la sucesión no se queda allí, en una refutación
del tiempo lineal. Como parte de Historia de la eternidad aparecen más adelante “La
doctrina de los ciclos” y “El tiempo circular” como continuación y complemento de este
cuestionamiento:
El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito,
y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de
permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser
alcanzado, y el universo tiene que repetirse (Borges, “La doctrina” 720).
Esta circularidad, entonces, no se contrapone con la eternidad. Al contrario, la finitud de
la materia y su inevitable –lejana o no– repetición plantean una eternidad circular que
supone que eventualmente habrá otro final y, consecuentemente, que también habrá un
nuevo comienzo. En otras palabras –citando a David Hume, sobre quien volveremos
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más adelante–, “Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido
elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente” (Borges, “El
tiempo” 728). Infinitos inicios e infinitos finales suponen lo que en otro contexto
parecería una redundancia sin sentido: infinitas eternidades. Pero, como Borges, “Marco
Aurelio afirma la analogía, no la identidad, de los muchos destinos individuales. Afirma
que cualquier lapso –un siglo, un año, una sola noche, tal vez el inasible presente–
contiene íntegramente la historia” (Borges, “El tiempo” 729). Es decir, no son
momentos infinitos que son iguales al otro: son los mismos momentos que se repiten al
infinito. Y como la anécdota de la eternidad, estos momentos de eternidad reúnen el
tiempo y permiten que el pasado y el futuro (o, en palabras de Borges, el momento ya
aniquilado y el que será reelaborado) se encuentren con el presente no como suma del
otro sino como simultaneidad. En las eternidades que, en su circularidad, se repetirán
infinitamente, convergen las temporalidades.
Infinitos matemáticos
Pero Borges no se conforma con el planteamiento teórico y deductivo de la
pluralidad de las eternidades y apoya su teoría en los conjuntos de Georg Cantor.
Pongamos el ejemplo de las series numéricas para entender que, también desde la
matemática, no podemos hablar de infinito sino de infinitos. Tenemos, entonces, los
números naturales: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8… Hasta el infinito. Simultáneamente tenemos
todos los números reales que hay entre 1 y 2. Es decir, 1,00000… con infinitos ceros
hasta 1,99999… con infinitos nueves que eventualmente llegarían a 2. De esta manera,
hay un infinito de números naturales en el primer conjunto, pero también hay un infinito
de números reales en la segunda serie que, sin embargo, está contenida en la primera. La
primera y la segunda serie son infinitas pero, al contenerla, es mayor la primera que la
segunda, lo que no quiere decir que la primera no sea infinita. En esta explicación
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simple de los infinitos se encuentra esa eternidad que ya hemos ido dilucidando: “la
realidad y aun vulgaridad de números infinitos, pero que se dan de una vez, por
definición, no como término “final” de un proceso enumerativo sin fin. Esos guarismos
anormales de Russell son un buen anticipo de la eternidad, que tampoco se deja definir
por enumeración de sus partes” (Borges, “Historia” 692). Aparece acá, incluso desde
series matemáticas, ese requisito inicial de la eternidad borgiana: la liberación total de
los números y del espacio porque, justamente, estos infinitos no son entendidos como
números sino como conjuntos. Como cada entero puede convertirse, entonces, en un
infinito, cada instante es transformable en eternidad. Este recurso matemático al que
recurre Borges, además, le ayuda también a sustentar la no-linealidad del tiempo:
La serie de los números naturales está bien ordenada: vale decir, los términos que la
forman son consecutivos; el 28 precede al 29 y sigue al 27. La serie de los puntos del
espacio (o de los instantes del tiempo) no es ordenable así; ningún número tiene un
sucesor o un predecesor inmediato (…) Podemos siempre intercalar otros más, en
número infinito. Sin embargo, debemos procurar no concebir tamaños decrecientes.
Cada punto “ya” es el final de una infinita subdivisión (Borges, “La doctrina” 722).
La infinita subdivisión refuta la posibilidad de darle un orden a esos números porque
siempre hay, de una u otra manera, un espacio, una distancia entre un número y otro. Es
decir, nunca un número realmente sucede al otro. Esta imposibilidad de ordenar –pero
que igualmente ordenamos, o intentamos ordenar– responde a la misma intención de
darle una dirección lineal al tiempo que no es de ninguna manera demostrable. Son,
simplemente, características sustraídas de nuestra necesidad de ordenar la realidad. Sin
embargo, hay un punto en el que las eternidades de Borges y estos infinitos no son
equiparables: la circularidad. La materia finita que representa la posibilidad de ese
eterno regreso se pierde en la infinitud de términos matemáticos de estos infinitos: “Si
el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un
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número infinito de combinaciones –y la necesidad de un Regreso queda vencida. Queda
su mera posibilidad, computable en cero” (Borges, “La doctrina” 722). La respuesta
inmediata ante esta imposibilidad podría ser un cuestionamiento al argumento de
Borges. Sin embargo, al contrario, estos infinitos se adhieren a la intención histórica del
autor argentino como otras eternidades.
3. Lenguaje: rememoración y representación
Entendida la interpretación del tiempo y definidas las eternidades bajo los que
opera Historia de la eternidad¸ es pertinente ver que el lenguaje juega un papel
preponderante dentro de estos planteamientos no sólo como inscripción y registro de
ellos, sino como posibilitador de los mismos. Lo primero es entender cómo el lenguaje
mismo es un índice de la operatividad lineal de esa temporalidad: “podemos entender
como un deseo de capturar, mediante lo que se llama, no por nada, “tiempos verbales”,
la presencia de lo temporal en la lengua misma” (Jitrik 94). Pasado, presente y futuro y
sus diferentes formas están dados por el lenguaje. Lo que llamamos “tiempo” es
simplemente una palabra, un nombre para el movimiento –sin una dirección
determinada, como ya vimos– que se vuelve tiempo en el momento en el que lo
volvemos lenguaje. Aunque ese movimiento sea un fenómeno natural, su denominación
es un artificio humano dado desde el lenguaje. Por esto, haciendo referencia a la
traducción de Alejandro Vigo de Física IV de Aristóteles, Ricœur dice: “percibimos el
tiempo al percibir el movimiento; pero el tiempo sólo es percibido como diferente del
movimiento si los “determinamos (horizonem)”” (Ricœur 34). Y si, como ya vimos, la
eternidad nace a partir del tiempo y no al revés, ésta también es la verbalización de una
experiencia de simultaneidad temporal: “los modos potenciales del verbo pudieron
ingresar en la eternidad” (Historia, Borges 699). Pensemos, por ejemplo, en el pretérito
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imperfecto del verbo haber: hubiera. Desde esa conjugación, se encuentren el pasado (lo
que no pasó), el presente (la reflexión que se mueve entre lo que sí pasó y lo que no) y
el futuro (las consecuencias que hubiera traído lo que no pasó). La eternidad es la
experiencia cuya simultaneidad sólo puede ser asumida al volverla lenguaje; el tiempo
es el movimiento que sólo entendemos como “tiempo” porque así lo hemos
determinado desde el lenguaje. Si volvemos, entonces, a la narración de la experiencia
de eternidad de Borges, vemos que allí habla del registro de “una escena y su palabra”
(Borges, “Historia” 702). El evento como tal es una cosa y su narración, los nombres
que le demos, son otra distinta. Y tanto en el modo potencial del verbo como en la
narración de la experiencia de eternidad de Borges hay un elemento común que los
atraviesa y, de hecho, los posibilita: la rememoración. En ambos casos hay
necesariamente una búsqueda de recuerdos que, de hecho, son simples “archivos” de un
proceso de movilidad –o de inmovilidad– anterior que reaparecen y se traen al presente
en el momento en que los verbalizamos y los volvemos eso: recuerdos. Y este ejercicio
de rememoración puede ser justamente lo que permite la eternidad:
¿Cómo fue incoada la eternidad? San Agustín ignora el problema, pero señala un hecho
que parece permitir una solución: los elementos del pasado y de porvenir que hay en
todo presente. Alega un caso determinado: la rememoración de un poema. “Antes de
comenzar, el poema está en mi anticipación; apenas lo acabé, en mi memoria; pero
mientras lo digo, está distendiéndose en la memoria, por lo que llevo dicho; en la
anticipación, por lo que me falta decir. Lo que sucede con la totalidad del poema,
sucede con cada verso y con cada sílaba. Digo lo mismo, de la acción más larga de la
que forma parte el poema, y del destino individual, que se compone de una serie de
acciones, y de la humanidad, que es una serie de destinos individuales”. Esa
comprobación del íntimo enlace de los diversos tiempos del tiempo incluye, sin
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embargo, la sucesión, hecho que no coincide con un modelo de la unánime eternidad
(Borges, “Historia” 701).
En la rememoración del poema, entonces, se encuentran pasado, presente y futuro como
memoria, dicción y anticipación respectivamente. Y esta convergencia temporal es
trasladada al destino individual y al destino de la humanidad. En ellos, las acciones
individuales y los destinos individuales que las componen corresponderían a esa dicción
presente del poema. Acciones y destinos que tienen, ya sea en su rememoración o en su
anticipación, la misma operatividad que San Agustín plantea para el poema. No
obstante, al final Borges acusa que esta eternidad daría cuenta de una sucesión que,
como ya vimos, es excluyente con su propuesta de eternidad. Más allá de si esta
rememoración da cuenta o no de una sucesión, lo importante acá es la evidencia de que
esa convergencia de temporalidades es posible no sólo desde el lenguaje, sino que el
hecho de que esta posibilidad aparezca desde un texto no es gratuito: en y desde el
lenguaje se construyen las eternidades.
Es desde la verbalización de las experiencias y los fenómenos que es posible dar
cuenta de ellos. Desde el lenguaje es que el tiempo es tiempo, la memoria memoria y la
eternidad eternidad. Sin él, el primero es movimiento, flujo sin dirección; la segunda,
un almacenamiento arbitrario de ese movimiento; y la tercera, de hecho, no es. La
eternidad sólo es desde el lenguaje: como imagen, como representación autorreferencial.
Pero esta no es la única forma en que la eternidad se construye desde el lenguaje.
La polisemia, la ambigüedad, la interpretación, la reescritura, la capacidad de significar
desde la ausencia son también, entre muchas otras características de lenguaje, como
posibilidades de significación, posibilidades de eternización que otorga el lenguaje. Y es
en la metáfora en donde Borges justamente encuentra este universo infinito de
significados.
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La metáfora
No es gratuito que Borges le dedique dos textos (“Las Kenningar” y “La
metáfora”) en Historia de la eternidad a la metáfora, más allá de que no establezca de
manera explícita una relación con la eternidad. El primero, para quien lo desconozca,
nos presenta las kenningar: una serie de juegos semánticos de la poesía islandesa con
una estructuración rígida pero infinitamente mutable desde las palabras que las
componen: “Bástenos reconocer por ahora que fueron el primer deliberado goce verbal
de una literatura instintiva” (Borges, “Las Kenningar” 704). Es decir, estas kenningar
suponen la primera búsqueda de placer desde juegos lingüísticos. No es que su literatura
previa no generara placer, sino que, en lugar de ser una finalidad, era simplemente una
consecuencia de sus narraciones. Así, lo que hacen estas kenningar es jugar con la
ausencia de un concepto desde la presencia del lenguaje. En otras palabras –vale la pena
ya decirlo–, son metáforas, ubicadas una tras otra:
Los teñidores de los dientes del lobo
prodigaron la carne del cisne rojo.
El halcón del roció de la espada
se alimentó con héroes en la llanura.
Serpientes de la luna de los piratas
cumplieron la voluntad de los Hierros (Borges, “Las Kenningar” 704).
Sobre estos versos de Egil Skalagrímsson dice Borges: “Lo que procuran transmitir es
indiferente, lo que sugieren nulo. No invitan a soñar, no provocan imágenes o pasiones;
no son un punto de partida, son términos. El agrado –el suficiente y mínimo agrado–
está en su variedad, en el heterogéneo contacto de sus palabras” (Borges, “Las
Kenningar” 705). Su construcción no está supeditada a la búsqueda de un contenido. El
contenido es, de hecho, su forma, el lenguaje con el que están escritas. Su valor no está
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en qué nos digan, sino en la heterogeneidad con la que nos lo digan. Es por esto que
antes hablé de metáforas distribuidas una tras otra, no de sucesión; porque allí radica
justamente su valor: no son metáforas sucesivas porque su orden no es lo que importa.
Esta ruptura con la sucesión lingüística desde el lenguaje mismo (que en otro contexto,
tal vez, sonaría como algo descabellado) es lo que les da un lugar dentro de Historia de
la eternidad: como metáforas, la presencia de su significado está precisamente dado por
su ausencia; y como metáforas, además, no sucesivas, no-lineales¸ carentes de un
comienzo o de un final propios, encuentran su valor en la ambigüedad infinita de su
contenido. Ahora, tal vez el lector se llevaría la misma sorpresa –decepción, incluso–
cuando sepa que Borges nos informa sobre la existencia de un catálogo (Borges, “Las
Kenningar” 707-711) de interpretación de cada una de las metáforas. Es decir, “luna de
los piratas”, “voluntad de los Hierros” o “dientes del lobo” tienen un significado
puntual, ya dado por unas lecturas correctas del verso. Esto, aparentemente, limitaría
sus posibilidades de significado y de significación. Sin embargo, si el lector alguna vez
se ha enfrentado o se enfrenta a una de estas kenningar, se dará cuenta de cuánto goce
hay en dejarse llevar por el juego de la ambigüedad y la polisemia; el placer de
enfrentarse a ellas sin recurrir al catálogo e intentar entender qué es lo que allí dice o,
aunque más difícil, leerlas y no buscarles un significado. Simplemente encontrarse con
el lenguaje por y para el lenguaje. Pero, si no es así, Borges también nos dice que “Los
escaldos manejan puntualmente esas mismas figuras; su innovación fue el orden
torrencial en que las prodigaron y el combinarlas entre sí como bases de más complejos
símbolos” (Borges, “Las Kenningar” 713). La infinidad de sus posibilidades
significantes no se reduce con este catálogo porque, de hecho, sus posibilidades están en
la combinación. La aliteración está allí, permanentemente presente con metáforas que se
repiten. Lo que no se repite es su orden: allí, de hecho, es donde está su potencialidad:
22
en el no-orden. No es un desorden que alude a una ausencia de orden y que, en esa
medida, cuente con la referencia previa de un orden; es casi un accidente, una
contingencia que no tiene un ordenamiento determinado anterior ni ulterior. Vive y
sobrevive de sí mismo, de su propia lógica lingüística no-lineal. Es por esto que estas
metáforas exceden incluso a las que Aristóteles funda sobre las cosas y no sobre el
lenguaje: “los tropos conservados por Snorri son (o parecen) resultados de un proceso
mental, que no percibe analogías sino que combina palabras” (Borges, “La metáfora”
717). No son metáforas que tengan un referente en las cosas y que busquen un
significado o un contenido puntuales; son metáforas en el lenguaje, simples juegos de
forma que, entonces, no se inscriben como tiempo, sino como movimiento. Son
accidentes móviles que se eternizan permanentemente en significados infinitos. Y aun
así, la infinitud de las metáforas no se cuestiona –volviendo a pensar en los conjuntos de
Cantor, son simplemente un infinito menor, o tal vez mayor, al de las kenningar–:
El primer monumento de las literaturas occidentales, la Ilíada, fue compuesto
hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades
íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que transcurren, etcétera),
fueron advertidas y escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya
agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar estas secretas
simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su virtud o flaqueza está en
las palabras (Borges, “La metáfora” 719).
Las metáforas, en sí, ya son ilimitadas. La forma de representar un objeto está sujeta a
contingencias ilimitadas que lo pueden modificar: subjetividad, contexto social,
contexto temporal, contexto espacial, tradición, capacidades lingüísticas, inclinaciones
políticas, lengua, estados de ánimo, recuerdos, expectativas… Y podría seguir,
infinitamente (pero seguro hacia un infinito de un tamaño distinto al de las metáforas).
Su barrera real está en el lenguaje, en las limitaciones que suponen un ordenamiento del
23
lenguaje que, para funcionar, debe valerse de materia finita. La eternidad del lenguaje
no está en sus palabras, sino en sus posibilidades de significación desde la ausencia de
las mismas.
Autoridad atemporal: original y traducciones
La alusión a Homero nos lleva directamente a la autoridad y a las reservas que
tiene Borges con el concepto singular de autor. Aunque enmarcadas bajo unos
presupuestos religiosos, estas palabras de Borges nos pueden empezar a dar una luz de
su postura: “…que la conservación de este mundo es una perpetua creación y que los
verbos conservar y crear, tan enemistados aquí, son sinónimos en el Cielo (Borges,
“Historia” 700). Volvemos sobre dos caminos que ya hemos recorrido acá: la infinita y
permanente destrucción y recreación del mundo y la construcción de la realidad desde el
lenguaje. Parece, entonces, una cita que simplemente repite o reitera lo que ya he dicho
anteriormente, pero no lo es si dejamos de concentrarnos en el lenguaje y nos centramos
en quien se vale y juega con este artificio: nosotros, sus creadores, sus autores. Acá
aparece entonces la razón de que la obra que estamos analizando contenga un texto
sobre “Los traductores de “Las mil y una noches””.
Pero antes de concentrarnos en la traducción, que es lo que acá me interesa
analizar, es pertinente detenernos un poco y no dejar pasar que el texto sobre el que se
piense la traducción acá sea justamente Las mil y una noches. Como el relato
enmarcado por excelencia, este texto árabe contiene múltiples historias provenientes de
tradición oral cuyo marco es otra historia y que, probablemente, sean ellas mismas el
marco de otras. Estas dos características suponen, de entrada, eternidad: primero, la
tradición oral implica que son textos que no se terminan de fijar, sino que son
eternamente transformados y transformables por quien asuma la posición de narrador; y
segundo, su enmarcación acude justamente a un modelo de infinitud en el que una
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historia contiene a otra y es, simultáneamente, contenedora de otra, y la primera
enmarca otra y la última está enmarcada por otra. Y así, hasta el infinito. De hecho, el
nombre de Las mil y una noches ya da cuenta de la eternidad que el texto supone:
“Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las innumerables
noches. Decir “mil y una noches” es agregar una al infinito” (Borges, “Siete noches”
377). El texto no se completa ni se completará. Al contrario, su construcción y su
propósito son estar eternamente abierto a acoger, a hospedar nuevos relatos; el marco
siempre puede crecer y, al mismo tiempo, siempre puede hacerse más pequeño. Hablar
de la traducción de Las mil y una noches es hablar de un infinito que contiene al otro.
Ahora sí: la traducción. Más allá de los análisis extensos sobre qué implica
traducir –llevar un texto de una lengua a otra–, lo que quiero resaltar acá es cómo este
proceso da cuenta para Borges de la imposibilidad de pensar en un único autor y,
asimismo, en un original:
¿Qué son las muchas [traducciones] de la Ilíada, de Champan a Magnien, sino diversas
perspectivas de un hecho móvil, sino un largo sorteo experimental de las omisiones y de
énfasis? No hay esencial necesidad de cambiar de idioma; ese deliberado juego de la
atención no es imposible dentro de una misma literatura. Presuponer que toda
recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer
que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H –ya que no puede haber
sino borradores–. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al
cansancio (Borges, “Historia” 650).
Las traducciones no son simples transcripciones: son procesos que suponen
modificaciones en el texto que, no obstante, no se entienden como mejores o peores a
sus antecesores o a los venideros. Son versiones y, como tales, dan cuenta de la eterna
movilidad del texto. Así, todo texto termina siendo una versión del anterior, y aquél del
anterior, y así: “Las antesalas se confunden con los espejos, la máscara está debajo del
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rostro, ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuáles sus ídolos. Y nada de eso
importa; ese desorden es trivial y aceptable como las invenciones del entresueño”
(Borges, “Los traductores” 744). Sobre los espejos volveré un poco más adelante. Por
ahora, lo importante es que no hay un original ni un texto cerrado; son historias
infinitamente abiertas, eternas. Es decir, los traductores son, en otras palabras, autores;
autores cuya subjetividad en cada texto se superpone con una tradición que los enmarca.
Todo texto forma parte de un proceso de escritura plural. Todo texto es, al final, un
palimpsesto. De esto, sin duda, hay múltiples ejemplos en “Los traductores de “Las mil
y una noches””, pero el que me pareció ser el más sencillo e ilustrativo al mismo tiempo
es este: “las versiones de Burton y Mardrus, y aun la de Galland, sólo se dejan concebir
después de una literatura. Cualesquiera sus lacras o sus méritos, esas obras
características presuponen un rico proceso anterior” (Borges, “Los traductores” 743).
Aquí están contenidos tres de los autores que Borges cita como traductores del texto y a
los tres los sitúa en una misma categoría como “continuadores” de textos anteriores y,
por supuesto, como antecesores de futuros e interminables autores venideros.
Y en esta cadena del lenguaje en la que unos infinitos enmarcan a otros, hay otra
extensión que no podemos ignorar: el lector. El papel del lector es el de un intérprete
que está condicionado por interminables situaciones –tanto ajenas como propias– que
determinan su lectura. Tal vez la que más se presta para textos literarios es la que señala
Borges: “Nosotros, meros lectores anacrónicos del siglo xx” (Borges, “Los traductores”
731). Los juicios anacrónicos son permanentes dentro de la crítica literaria: nuestra
lectura está inevitablemente supeditada al contexto espacio-temporal que nos enmarca.
Pero el papel del lector va más allá de la lectura misma. Entenderlo como lo propone
Jaime Alazraki es esclarecedor: “Escribir es releer un texto anterior, es reescribirlo. Es
lo que hace Pierre Menard con la novela de Cervantes. Es lo que hace Borges con la
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literatura” (Alazraki 281); pero lo es aún más con las palabras de Saúl Sosnowski: “La
lectura pasa a ser hija de nuestras entonaciones; el texto, provisoria versión de una
verdad literaria“(Sosnowski 94). Cada autor es, simultáneamente, un lector. La
literatura –tal como le sucede al mundo con las eternidades– es permanente e
infinitamente aniquilada y reestablecida.
Espejos: la presencia de lo ausente
Volvamos dos páginas atrás en donde vimos que Borges decía que “las antesalas
se confunden con los espejos” para ahondar un poco en ese fascinante concepto del
espejo. Podemos pensarlo primero simplemente desde la intuición: un objeto que refleja
otro objeto y lo proyecta en sí mismo. Es decir, es un objeto que, como canal de
representación permanente, se vuelve el objeto reflejado cada vez que se ve obligado a
operar. El espejo funciona como una permanente y eterna posibilidad de copia, de
imagen con un referente inmediato. Dejemos la idea por ahí, por ahora, y vayamos a
Borges. Haciendo alusión a Schopenhauer –sobre quien también volveré más adelante–,
dice: “ante ese único León, multiplicado en los espejos del tiempo” (Borges, “Historia”
694). No me interesa acá pensar en el tiempo o en ese León, ni siquiera en la
significante inclusión de esa mayúscula; mi interés es la preposición para los espejos.
La multiplicación no es “por” los espejos, sino en ellos. No son algo instrumental que
otorga una cualidad inmediata y fugaz; son objetos que, en su funcionamiento, terminan
conteniendo a otros. Todo lo que se refleje en ellos se vuelve ellos y, simultáneamente,
está supeditado a perder su propia identidad porque el espejo se vuelve su reflejo por un
momento. Es en los espejos en donde se es y no es al mismo tiempo:
En el libro tercero de las Enéadas, leemos que la materia es irreal: es una mera y hueca
pasividad que recibe las formas universales como las recibiría un espejo; éstas la agitan
y la pueblan sin alterarla. Su plenitud es precisamente la de un espejo, que simula estar
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lleno y estar vacío; es un fantasma que ni siquiera desaparece, porque no tiene la
capacidad de cesar. Lo fundamental son las formas (Borges, “Historia” 693).
Más allá de la referencia a Plotino, lo importante es el análisis al espejo como,
nuevamente, algo que es y no es simultáneamente. Los espejos son una simulación de
contenido cuando su contenido es eterna e inevitablemente nulo. Son copias,
representaciones que funcionan como un “fantasma” –es, sin duda, la palabra precisa–
que no puede dejar de aparecer. Es una imagen que se eternizará allí: sujeta a su propia
y evidente ausencia. En los espejos se hace presente aquello que está ausente, pero
también se ausenta una presencia: son, en este sentido, superficies eternamente
significantes. Incluso el lenguaje empieza a jugar un papel fundamental: “Nos
encontramos con el juego de espejos enfrentados. La palabra cobra valor mágico; puede
independizarse del objeto al ejercer un influjo abrumador desde su papel de espejo de lo
real hasta reducirlo a la imagen que de él presenta” (Perilli 153). Se ordena una
habitación y, accidentalmente, la mesa queda dentro del rango del espejo. Esa mesa se
desdobla: su sentido ha sido eternizado. Porque, ¿sigue siendo mesa o es en tanto es
reflejo en el espejo? O mejor, ¿es el reflejo del espejo, ahora, la mesa? Claro, la mesa se
mueve y saldrá del espejo, pero su individualidad ha sido infinitamente alterada. Ya es y
no es; ya es referente y representación; ya es su fantasma, ausente y presente. La mesa,
como imagen, es ahora lenguaje: su capacidad de significar es ahora infinita.
Lengua y distancia
Y hay aún otro elemento del lenguaje que juega un papel preponderante en la
literatura de Borges: la lengua. Aunque su lengua materna fuera el español, su infancia
estuvo marcada por viajes que sembraron en él una fascinación por el inglés y, sobre
todo, por el alemán, lo que se reflejaría en toda su literatura: “Siempre Borges ha
profesado el amor del alemán. El que este idioma conserve las declinaciones lo acerca a
la perfección de las lenguas clásicas, como ya sostuvo Schopenhauer” (Paoli 194). Más
28
allá de las razones que lo llevaran a preferir un idioma u otro, es en “Las Kenningar” en
donde, aunque tenuemente, podemos ver estas reflexiones que atraviesan su obra. Allí,
después de mostrarnos diversos ejemplos de palabras compuestas en ambos idiomas,
dice: “A tales aventuras pueden conducir el inglés y un conocimiento nostálgico del
alemán” (Borges, “Las Kenningar” 713). Estas reflexiones están marcadas por su propia
traducción de las kenningar al español: “Antes de condenarlas, conviene recordar que su
trasposición a un idioma que ignora las palabras compuestas tiene que agravar su
inhabilidad” (Borges, “Las Kenningar” 713). Es un reclamo sutil del español y, al
mismo tiempo, casi una invitación a que no nos quedemos con su traducción, sino que
vayamos a los idiomas originales. Sin embargo, como cualquier otra traducción, las
suyas son versiones, que pierden en los límites del español pero que tal vez ganan en sus
propias características. Es decir, todas las posibilidades que vimos del lenguaje
encuentran una nueva extensión en las diferentes lenguas en las que se escriba.
Probablemente para Borges la mayor cantidad de ilimitaciones están en el alemán y en
el inglés, pero eso no excluye que el español dé cuenta también de la eternidad. Las
lenguas son, entonces, nuevas y múltiples eternidades que se suman al movimiento
perpetuo del lenguaje.
Lenguaje y eternidad
No hay un autor, un original, un comienzo. O tal vez sí: ese uno somos todos,
que comple(men)tamos eternidades lingüísticas permanentemente. La literatura –como
el tiempo– es movimiento sin dirección, sin principio ni final determinados. No hay
posibilidad de encontrar dónde comenzó y mucho menos de advertir cuándo o cómo va
a terminar. Las posibilidades y contingencias que en ella se concentran son
interminables. Su capacidad de jugar permanentemente con la ausencia, con lo que no
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está presente en ella es, simultáneamente, su propia incapacidad de encontrar límites: es,
en otras palabras, su eternidad.
its transmission creates its object, that there is always more to say, that after it
has been spoken about it will need to be spoken about again. Here once more we
see that endless tendency to cancel and correct that defines immortality, in that it
is the very narration of immortality that then needs to be narrated. Immortality is
this process of passing from one narrator to another in an endless series: an
endless succession of narratives or, better, an endless succession of postscripts
(…). There is no final version of immortality (Butler 197).
Las eternidades, las inmortalidades y los infinitos son contradicciones en sí mismas. Sus
nombres son límites para lo ilimitado. La palabra –como eso, como palabra– les otorga
una linealidad que no les es propia. Y, sin embargo, su existencia está supeditada al
lenguaje. Determinarlas, nombrarlas es nuestra posibilidad de experimentarlas y su
propia capacidad de ser. Entonces, como artificios, no podemos entenderlas como
eternidades, inmortalidades e infinitos, sino como un movimiento ilimitado de
significados cuya presencia está posibilitada justamente desde su propia ausencia. El
lenguaje, como artificio lineal, contiene su propia capacidad de salirse de la sucesión; el
lenguaje se excede, y encuentra sus posibilidades allí donde deja de ser lenguaje.
4. Fuentes transversales
Aunque no necesariamente explícitos, hay ciertos referentes que atraviesan toda
la obra de Borges y que, asimismo, la condicionan. Historia de la eternidad no se
escapa de esto, y la presencia de algunos autores se ve reflejada en su contenido. Es
decir, no podemos ignorar que los autores o disciplinas a los que permanentemente hace
referencia no responden a decisiones gratuitas, accidentales o simplemente utilitarias;
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acudir a ellos, al contrario, evidencia que éstas son consecuencia de sus propias
inclinaciones filosóficas y teóricas. Esto no sería posible si no hubiera la posibilidad de
encontrar un patrón de formas de pensamiento que lo certificara. Las fuentes aisladas, la
que no se inscriben entre una lógica transversal al texto no serán, entonces, tenidas en
cuenta –al menos en este capítulo–.
Ahora, no parece tan claro el propósito que hay detrás de esto para nuestros
intereses. Primero, como veremos, posiciones y planteamientos de estos autores están
íntimamente relacionados con Borges y su interpretación de tiempo y sus
construcciones de las eternidades, el lenguaje y la memoria que ya hemos venido
desarrollando. Son, así, factores que nos permiten seguir entendiendo cómo es que
Historia de la eternidad no es una contradicción en sí misma sino que opera como un
proceso lógico y preciso de pensamiento. Y segundo, el autor argentino –ya en este
punto es más preciso hablar de “autor”, sin darle un nombre– crea una tradición de
pensamiento y la construye de tal manera que se incluye en ella. La veracidad de esto es
inútil, innecesaria; lo que nos importa es si logra hacerlo verosímil como parte de la
obra que acá nos interesa.
Idealismo: de Parménides a Borges
Más allá de los diversos nombres a los que acude Borges para sustentar cada una
de sus propuestas, hay una serie de autores que responden a un patrón de pensamiento
idealista. Claro, sus respuestas son múltiples y muchas veces contrarias, pero todos
forman parte de una misma tradición que, después de todo, parte de una misma
pregunta: ¿qué es un objeto? Muy brevemente, el idealismo es una corriente de
pensamiento filosófico que, más allá de su heterogeneidad y subdivisiones, puede al
menos converger en dos fundamentos transversales:
31
1. something mental (the mind, spirit, reason, will) is the ultimate foundation of all
reality, or even exhaustive of reality, and
2. although the existence of something independent of the mind is conceded,
everything that we can know about this mind-independent “reality” is held to be so
permeated by the creative, formative, or constructive activities of the mind (of some
kind or other) that all claims to knowledge must be considered, in some sense, to be
a form of self-knowledge. (Guyer & Hortsmann).
Bajo el propósito de este capítulo, no es necesario ahondar más en el concepto. Su mera
identificación como la búsqueda en el pensamiento del sujeto es suficiente para entender
cómo cada uno de estos autores forma parte de una misma cadena de pensamiento
filosófico desde el texto de Borges. Mostraré acá, entonces, cómo el argentino va
construyendo desde las fuentes a las que acude permanentemente una breve tradición
idealista en la que él también se termina inscribiendo: su tradición idealista. Antes, dos
aclaraciones. Primero, no se trata acá de develar con demasiada especificidad el
pensamiento de cada uno de los autores; al contrario, la intención es simplemente
entender cuál es puntualmente la relación que tienen con Borges y, así, cómo todos
forman parte de la construcción final de Historia de la eternidad. Y segundo, el orden
en el que los pondré corresponde a un orden cronológico y no a su ubicación dentro de
la obra. De hecho, su inclusión está justamente justificada desde su continuidad –
implícita o explícita– referencial a lo largo del texto.
El primero en la lista es Parménides. Dice Borges: “En el principio hablo de la
filosofía platónica; en un trabaja que aspiraba al rigor cronológico, más razonable
hubiera sido partir de los hexámetros de Parménides ("no ha sido nunca ni será,
porque es")” (Borges, “Historia” 689). Es pertinente entonces recurrir al Poema de la
naturaleza de Parménides para entender cuál es la razón de este reproche que Borges le
hace a su propio texto: “Sólo un relato de una vía/ queda aún: que es. En ella hay
32
muchísimos signos:/ que siendo ingénito es también imperecedero,/ total, único
inconmovible y completo./ No fue jamás ni será, pues ahora es todo junto,/ Uno,
continuo” (Parm. 81B). Ya desde antes de Platón, por el siglo VI a.C., en el filósofo se
encontraban la idea de una temporalidad única y simultánea en el presente que negaba
cualquier posibilidad de pasado o futuro; y la de una presente “imperecedero” e inmóvil
pero continuo: eterno. Se encontraba, además, la consciencia de que esa eternidad no
era ajena al lenguaje:
ninguna otra cosa es ni será/ aparte de lo que es, ya que el Destino lo ató/ para que sea
un todo e inmóvil. Por ello es (mero)/ nombre/ todo aquello que los mortales han
establecido/convencidos de que es verdadero:/ generarse y perecer, ser y no ser,/
cambiar de lugar y mudar de color resplandeciente (Parm. 836B).
Lo concebido como “verdadero” desde el lenguaje no es más que eso: lenguaje; porque
éste supone un cambio y un movimiento que no son propios de aquello que es real. La
realidad está dada por el pensamiento, no por información sensible. Es decir, todo
aquello que muta es, según Parménides, aparente; todo lo que no está en reposo, no es.
Heráclito de Éfeso, casi contemporáneo con Parménides, es una de las más
importantes y permanentes referencias en la obra de Borges. En Historia de la
eternidad¸ sin embargo, no hay referencias explícitas (con explícito me refiero a que
aparezca directamente su nombre en el texto), mas sí hay una implícita –aunque
evidente– que ya analizaremos. Antes, aclaro: el que no sea una referencia explícita y el
que sólo haga alusión a una implícita no quiere decir que su presencia en Borges no sea
permanente. De hecho, para entender su importancia, me valdré acá de un texto ajeno al
de nuestro análisis para evidenciar su importancia. Lo primero es, entonces, ir al
fragmento 91 de los Fragmentos auténticos de Heráclito según Diels-Kranz:
No es posible ingresar dos veces en el mismo río, según Heráclito, ni tocar dos
veces una sustancia mortal en el mismo estado; sino que por la vivacidad y rapidez de
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su cambio, se esparce y de nuevo se recoge; antes bien, ni de nuevo ni sucesivamente,
sino que al mismo tiempo se compone y se disuelve, y viene y se va (Heraclit. 91).
Traerlo acá es, tal vez, un gesto romántico, porque debe ser uno de los fragmentos más
reconocidos y analizados de la literatura occidental: la metáfora del río que fluye y,
como la vida, es en tanto movimiento que está en perpetuo cambio. Su constancia es, de
hecho, su inconstancia; su cualidad es ser y no ser en simultáneo. Ahora retomaré
algunos fragmentos de “Arte poética”, uno de los poemas más reconocidos de Borges
que es, por qué no decirlo, un homenaje a Heráclito, un canto a sus planteamientos
filosóficos:
Mirar el río hecho de tiempo y agua
Y recordar que el tiempo es otro río,
Saber que nos perdemos como el río
Y que los rostros pasan como el agua. (…)
Ver en la muerte el sueño, en el ocaso
Un triste oro, tal es la poesía
Que es inmortal y pobre. La poesía
Vuelve como la aurora y el ocaso. (…)
También es como el río interminable
Que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
Y es otro, como el río interminable. (Borges, “El hacedor” 335).
Al fragmentar este poema y analizarlo podríamos volver casi sobre todos los temas que
hemos tratado acá. Pero no se trata de eso. Esta rememoración responde simplemente a
ver, por un lado, cuánta importancia tiene Heráclito en la obra de Borges; y, por otro
lado, ver que “todas las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos
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y vidas que transcurren)” (Borges, “La metáfora” 719) es una –una de las muchas–
alusión a esas metáforas de Heráclito.
Platón es quien sigue en la lista. Las referencias son permanentes y dar cuenta de
todas sería exhaustivo tanto para mí como para el lector e innecesario para nuestro
propósito; por ello, simplemente retomaré algunas que nos permitan tener un mapa
general. En una de las primeras alude a él para contradecirlo cuando dice que en el
Timeo ha propuesto –como después hará Plotino– al tiempo como imagen de la
eternidad y no al revés (Borges, “Historia” 691), como más adelante propondrá Borges.
Es decir, el problema es que Platón entiende a la eternidad como un arquetipo, como
una forma de la que se deriva el tiempo; como una forma objetiva que “no incluye los
destinos individuales” (Borges, “Historia” 699). Sin embargo, sí hay una lugar
importante en donde las eternidades de Borges y la de Platón se encuentran: la
simultaneidad, la convergencia de las temporalidades (Borges, “Historia” 692): “esos
arquetipos platónicos o causas primordiales o ideas, que pueblan y componen la
eternidad” (Borges, “Historia” 693). Sin embargo, toda su protesta frente a las formas
platónicas parece venirse abajo años después (1989) para él cuando dice en el prólogo a
la edición de Emecé: ”No sé cómo pude comparar a “inmóviles piezas de museo” las
formas de Platón [Borges, “Historia” 693] y cómo no entendí, leyendo a Schopenhauer
y Erígena, que éstas son vivas, poderosas y orgánicas” (Borges, “Prólogo” 689).
Después de explorar su eternidad, Borges nos muestra que también Platón estaba
pensando en la no-linealidad del tiempo: “en el trigésimo noveno párrafo del Timeo,
afirma que los siete planetas, equilibradas sus diversas velocidades, regresarán al punto
inicial de partida” (Borges, “El tiempo” 727). La de Platón es la primera de las tres
formas de Eterno Regreso en las que apoya Borges su texto. Sin embrago, más allá de la
relación que pueda tener esto con su eternidad, no deja de llamar la atención la precisión
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de la referencia. Es inevitable conjeturar que el argentino fue un lector asiduo de Platón
y que, más allá de sus acuerdos o desacuerdos con sus planteamientos, sí encuentra en
ellos una fuente primaria de reflexiones múltiples que, de hecho, estarán presentes en
toda su vida y obra. No olvidemos, por último, el mito de la caverna (VII, 514a-517c):
el mito fundacional de la representación y, por supuesto, de las ideas que le dan vida a
este breve recuento.
Recapitulemos un poco, antes de seguir: como respuesta a qué es un objeto,
Parménides entiende que aquello que es constante es lo inmutable y que el ser está dado
por el pensamiento, no por la información sensorial; Heráclito que lo constante es, por
el contrario, lo inconsistente, el movimiento, y que en ese sentido el ser es el flujo
permanente; Platón, finalmente, separa el mundo sensible como flujo y el inteligible
como aquello que es permanente: las formas, las ideas. Sin embargo, como ya nos dijo
Borges, este mundo inteligible no es estático, es también móvil como lo es el sensible.
Ahora, un salto temporal: idealismos inglés y alemán. En esta búsqueda de la
organización del mundo, aparece esta corriente representada por grandes filósofos desde
dos lugares cumbre de la filosofía. En el de Inglaterra prima la subjetividad: lo que
ocurre se queda en el sujeto no para que construya el mundo, sino su mundo. Un mundo
privado en el que se privilegia la primera persona sobre cualquier otra cosa. En el de
Alemania, por el contrario, prima la objetividad: lo que le da existencia al mundo es un
espíritu que tiene voluntad y degrada la mente a ser mera representación. Se construye
una relación dialéctica en la que el mundo necesita al espíritu para ser tanto como el
espíritu necesita al mundo.
Empecemos por George Berkeley como uno de los precursores del idealismo
inglés y uno de los más influyentes filósofos en la obra de Borges. Aunque su presencia
nominal es nula en Historia de la eternidad, la teórica es permanente y evidente. Así
36
que, como con Heráclito, en la aparente ausencia de referencias recurro directamente a
sus textos para, desde allí, demostrar su relación con los planteamientos borgianos y,
asimismo, justificar su presencia en este listado. En él aparece la percepción de los
objetos como su posibilidad de existencia:
Es muy fácil saber, como resultado del más ligero examen de nuestros propios
pensamientos, si nos sería posible entender lo que se quiere decir con la existencia
absoluta de objetos sensibles en sí mismos, o sin la mente. Para mí, es evidente que esas
palabras denotan o una contradicción manifiesta, o nada en absoluto (…) la existencia
absoluta de cosas no pensantes son palabras sin sentido o que incluyen una
contradicción (Tratado 24 (p. 67)).
Es decir, es la percepción subjetiva –idealismo inglés, no lo olvidemos– la que
construye el mundo: el mundo sólo existe en tanto es percibido. El mundo sensible es,
entonces, la actividad de la mente. La experiencia y las ideas no están separadas porque,
de hecho, aquello que se percibe es, en sí mismo, el contacto con la idea. Y justamente
de acá también nace su interpretación del tiempo: “Percibimos una sucesión continua de
ideas; unas se producen de nuevo, otras se transforman o desaparecen totalmente”
(Tratado 25 (p. 68)). El tiempo está construido como una sucesión permanente de ideas
desde la percepción de un mundo que se construye desde cada subjetividad.
David Hume aparece en el siglo XVIII construyendo la identidad del sujeto
también a partir de la sucesión. Como nos dicen Picazo y Zangara, el conocimiento en
Hume es alcanzado a partir de la experiencia, que a su vez se divide en impresiones
(conocimiento inmediato desde la experiencia) e ideas (copias de esas impresiones,
propias del pensamiento). El pensamiento sólo modifica lo que le llega por la
experiencia, por la memoria o por la imaginación. Niega, entonces, la existencia
continua de los objetos, la identidad personal porque somos una reunión de
percepciones y el tiempo es una sucesión de momentos indivisibles (Picazo & Zangara
37
497). Sin ir demasiado lejos, retomemos el pasaje de Hume ya citado que traduce el
mismo Borges en “El tiempo circular”:
Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas transposiciones; en una
duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito
de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido
elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente (Borges, “El
tiempo” 728).
La eternidad es sucesión temporal: la infinitud no está en la materia constitutiva del
mundo sino en la perpetua repetición de su finitud. En otras palabras, esa infinitud está
dada no –como en Borges– por una convergencia temporal, sino por la circularidad que
implica la sucesión que propone el filósofo inglés.
Finalmente aparece Arthur Schopenhauer a finales del siglo XVIII como
representante del idealismo alemán y como el más querido y seguido filósofo por
Borges. Como con Platón, las referencias son múltiples y es innecesario presentarlas
todas. Sólo acudiré a aquellas que evidencien la cercanía filosófica de los dos porque, de
hecho, es en el alemán en donde más claramente se ve la relación con el tiempo y las
eternidades de Borges. Para el primero, Borges cita el numeral 54 del primer tomo de El
mundo como voluntad y representación: “La forma de aparición de la voluntad es sólo
el presente, no el pasado ni el porvenir: éstos no existen más que para el concepto y por
el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en
el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida”.” (Borges, “El
tiempo” 729). La traducción de Borges –lo delata el “porvenir”– nos muestra cómo el
filósofo alemán niega las temporalidades fuera del presente: pasado y futuro son
construcciones, conceptos amarrados a la razón. Y, coherente con la objetividad del
idealismo alemán, su planteamiento no está supeditado a un sujeto; al contrario, su
propia escritura denota su generalidad, su aplicabilidad fuera del individuo. Mas esta
38
concepción del tiempo no se queda allí. Como Borges, Schopenhauer construye el
concepto de eternidad a partir de su interpretación del tiempo: “antes de mi nacimiento
ha transcurrido un tiempo infinito; ¿qué era yo durante todo ese tiempo? Desde el punto
de vista metafísico, se podría quizás contestar: «Yo era siempre yo: en efecto, todos los
seres que durante ese tiempo dijeron “yo” eran justamente yo»” (Mundo II, 40 (p.519)).
En este fragmento –también citado por Borges en la primera parte de “Historia de la
eternidad”– tal vez lo menos importante es la presencia de la eternidad. O mejor, lo
menos significativo es su presencia porque lo que quiero señalar acá es qué implica esta
construcción: la superposición de la identidad es, simultáneamente, la negación de la
temporalidad lineal. El tiempo es una ilusión, y ese “yo” se convierte en “todos”, y
“todos” se convierten en ese “yo”; la historia de un hombre es, al mismo tiempo, la de
todos.
No hay duda de que en este listado se evidencia que la cercanía de Borges con
Berkeley y Schopenhauer es mucho mayor a la que tiene con los demás autores. De
hecho, en su poema “Amanecer” dice: “reviví la tremenda conjentura/ de Schopenhauer
y de Berkeley/ que declara que el mundo/ es una actividad de la mente,/ un sueño de las
almas,/ sin base ni propósito ni volumen (Borges, “Fervor” 40). Claro, esto puede
responder una mayor cercanía temporal, pero eso es lo de menos; lo que llama acá la
atención es cómo esa “actividad de la mente” que construye el mundo está también
presente en Borges, aunque sea de manera distinta. En él, probablemente –y después de
todo lo que hemos dicho– esa actividad correspondería al lenguaje y a sus posibilidades
performativas1: el mundo, en Borges, es desde el lenguaje.
1 Con “performativas” aludo al término que J. L. Austin empleó en How to Do Things with
Words en 1962: “The term 'performative' will be used in a variety of cognate ways and
constructions, much as the term 'imperative' is. The name is derived, of course, from 'perform',
the usual verb with the noun 'action': it indicates that the issuing of the utterance is the
performing of an action –it is not normally thought of as just saying something (Austin 6).
39
No sobra aclarar que, además, Borges recurre a fuentes científicas para apoyar
sus argumentos: Cantor y Russell y los infinitos matemáticos como sustento para la
pluralización de las eternidades borgianas; el tiempo como movimiento permanente y
sin dirección; Nietzsche y su apoyo en las leyes de la termodinámica (Borges, “La
doctrina” 725), entre otros.
Borges: autor y lector, uno y todos
Este listado puede parecer una irrupción arbitraria dentro de la argumentación.
De hecho, lo es: deliberadamente. La intención primaria y más básica es seguir
construyendo el sentido de Historia de la eternidad apoyado ahora sobre unos
fundamentos teóricos sólidos que forman parte de toda una cadena de pensamiento. Es
decir, es justamente desde la evidencia de unos referentes filosóficos y científicos que la
interpretación del tiempo, la construcción de eternidad y la operatividad y
consecuencias del lenguaje de Borges se pueden volver más claros para el lector. Mas,
como ya dije, esta es la más precaria de las intenciones detrás de esto. La búsqueda real
detrás de este aparataje es doble. Por un lado, evidenciar cómo Borges construye su
tradición idealista en la que, además, se incluye. Artificio o no, acertada o no, es esta la
construcción teórica que Borges sigue. En otras palabras, es la replicación de su
intención histórica inicial con un elemento nuevo y que, desde allí, empieza a
reformular esa búsqueda: la ficción. No sabemos hasta qué punto es verídico incluirse
en esta tradición, lo que importa es la verosimilitud –ya evidenciada– con la que esto se
construya. Con esto sigue con su reformulación de la historia, pero para dilucidarla
tendremos que esperar a tener aún más elementos. Por el otro lado, la importancia detrás
de sumarse en una tradición filosófica no es la rigurosidad argumentativa o cognitiva.
De hecho, “La metafísica de Borges, si así queremos llamar su idea del mundo, es una
combinación de elementos, a veces muy homogéneos, a veces contradictorios. No puede
40
exigírsele esa coherencia que se le pide a un filósofo sistemático” (Paoli 176). La
significación real detrás de esta estrategia narrativa es dar cuenta de lo que se explicitó a
partir de “Los traductores de “Las mil y una noches”” pero que ha estado rondando todo
el texto: el cuestionamiento de la autoría. Como ya vimos, el concepto de “autor” se ha
reevaluado y su pluralización es imperativa; y la presencia de autores rompe, entonces,
toda posibilidad de original. Propone, al contrario, la eterna reescritura de cada texto.
Borges se constituye así no como el autor de Historia de la eternidad, sino como uno de
los infinitos coautores de una obra que ni comienza ni termina en el argentino. Desde
Parménides –y probablemente más atrás– hasta usted, lector, que está hoy releyéndola,
se está restituyendo el texto. Es su propia propuesta de eternidad en ejecución, al
servicio del texto. Y no hay que olvidar a Nietzsche, Erígena, Marco Aurelio, Plotino,
Unamuno, San Agustín, los poetas escandinavos y muchos otros que se quedaron sin
referenciar en el listado. No porque no sean importantes, sino porque Borges acude a
ellos no como autores que han ayudado a construir sus planteamientos filosóficos, sino
como fuentes pertinentes para fundamentar ciertas proposiciones puntuales dentro del
texto. Son, podríamos decirlo, referencias secundarias dentro de una obra en la las
alusiones autorales no parecen tener un fin determinado. Todos y cada uno de ellos es
autor del texto en tanto que Borges es también lector de ellos; nosotros somos autores
de esta tradición en tanto que interpretamos sus textos desde nuestra subjetividad. Y si
no hay un autor sino autores, si no hay original sino versiones, entonces todos los
autores son uno solo y todas las versiones son, al mismo tiempo, el original: el uno y
todos se encuentran y se eternizan desde su unificación. Borges soy yo, y es usted, y un
próximo lector será también Heráclito o Parménides, o por qué no un poeta
escandinavo.
41
5. La memoria, después de todo
Después de todo este recorrido y de, tal vez, dilucidar los papeles que juegan el
tiempo, la eternidad y el lenguaje en Historia de la eternidad, llegamos finalmente a la
memoria. Aún nos queda esa pregunta por resolver: ¿qué papel juega acá la memoria?
¿Cómo hay memoria dentro de esta interpretación del tiempo, dentro de esta
construcción de la eternidad? Lo primero, entonces, es aproximarnos a un
entendimiento básico de la memoria para después llevarlo a la obra de Borges.
Dos características constitutivas bastarán para este propósito. La primera: en la
memoria –como la eternidad, como el lenguaje– convergen pasado, presente y futuro.
Desde el presente recordamos: volvemos al pasado y nos encontramos con ese
almacenamiento de recuerdos que, por supuesto, siguen perteneciendo a ese pasado: “La
memoria es del pasado” (Ricœur 22), nos cuenta Ricœur que dice Aristóteles en Parva
naturalia. Pero el acto de volver a ellos es, entonces, volver al pasado. Y se traen al
presente con, tal vez, alguna función futura. Acá podemos, de nuevo, volver al lenguaje,
a los “modos potenciales del verbo”. Pensemos, por ejemplo, en cuando decimos: “si
hubiera tenido…”. Es efectivamente un ejercicio de rememoración en donde se vuelve
sobre el pasado desde el deseo de que ese recuerdo –ya almacenado, ya pasado– fuera
otra cosa: el recuerdo, entonces, de posibilidades. Posibilidades que, naturalmente,
apelan a un futuro, a lo que puede ser, pero que son acá deseos que traemos al presente
como un recuerdo que ya es parte del pasado. Y la segunda: la memoria es –
nuevamente– traer al presente aquello que ya no está, que ya no es; es la presencia de lo
ausente. Los recuerdos son, de hecho, imágenes –ya hemos visto qué implica entenderse
como “imagen”– que se nos presentan al acudir al pasado pues la “problemática del
eikōn subraya principalmente el fenómeno de la presencia de una cosa ausente
42
quedando implícita la referencia al pasado” (Ricœur 22). Si hacemos directamente la
analogía con una imagen artística y presente podemos aclarar esta noción:
Tomemos, dice Aristóteles, un ejemplo: la figura pintada de un animal. Se puede
realizar de este cuadro una doble lectura; considerarlo en sí mismo, como simple dibujo
pintado sobre un soporte, o como un eikōn (…) Se puede hacer esta lectura porque la
inscripción consiste en dos cosas a la vez: es ella misma y la representación de otra cosa
(allou phantasma); aquí, la terminología de Aristóteles es precisa: reserva el término
phantasma para la inscripción en cuanto ella misma, y el de eikōn para la referencia a lo
otro distinto de la inscripción (Ricœur 35).
La imagen inscrita –que ya no está: afantasmada, espectral– que pertenece al pasado es
ese referente, ese lugar al que recurrimos para llegar al recuerdo, a la representación de
esa imagen inscrita. Claro, ya no tenemos la imagen misma, sólo una representación de
ella que, como recuerdo –después de todo–, se vuelve la imagen misma para ser, de allí
en adelante, la presencia de una ausencia.
¿Mnēmē o anamnēsis?
Ahora, no hay una forma única para acceder a los recuerdos. No siempre es
necesario rememorar para encontrarse con un recuerdo. Los griegos tenían dos palabras
que distinguían dos formas de memoria:
“mnēmē y anamnēsis, para designar, por una parte, el recuerdo como algo que aparece,
algo pasivo, en definitiva, hasta el punto de caracterizar como afección –pathos- su
llegada a la mente, y por otra parte, el recuerdo como objeto de una búsqueda llamada,
de ordinario, rememoración, recolección” (Ricoeur 19).
Pensémoslo en español: no es lo mismo recordar algo y acordarse de algo. El primero
sugiere un ejercicio, una actividad en la que prima no qué se recuerda, sino cómo se
llega a ese recuerdo; el segundo, por el contrario, es un acontecer, una pasividad sobre
la que, eventual e indistintamente, aparece un recuerdo. Acá, naturalmente, no hay
43
ningún “cómo” porque no hay una actividad consciente que haya buscado ese recuerdo.
Lo que importa es, entonces, qué se recordó. Recordar o rememorar es análogo a
anamnēsis, mientras que lo que para nosotros es “acordarse” era mnēmē para ellos.
Desde acá, con esta información, la pregunta se transforma, y pasa a ser: para
construir Historia de la eternidad, ¿Borges hace un ejercicio de anamnēsis o en él
acontece aquello que los griegos llaman mnēmē? En principio, todo ejercicio histórico
supone inevitablemente un proceso de rememoración, una búsqueda activa de recuerdos
que constituyen la posibilidad de historiar. De hecho, salvo lo que algún romántico
todavía llame “inspiración”, todo acto de escritura es también un ejercicio de
anamnēsis. Memoria, historia y lenguaje son, entonces, artificios que necesariamente
operan en simultáneo, alimentándose y complementándose recíprocamente. No
obstante, todo esto se construye bajo un precepto de direccionalidad temporal que, como
ya vimos, Borges cuestiona y replantea. Si, entonces, no se asume la linealidad temporal
y se construye un lenguaje que (se) inscribe (en) la eternidad, la operatividad de la
memoria se reformula: “En un sentido general, “los actos de rememoración se producen
cuando un cambio (kinēsis) llega a producirse después de otro”” (451b 10)” (Ricœur
36). Sin linealidad, recordar, escribir e historiar son movimiento, actos meramente
presentes sin una dirección determinada. Actos que, además, se repetirán eventual e
infinitamente dentro de la construcción de eternidad borgiana.
Borges, entonces, ni hace un ejercicio de anamnēsis ni está siendo acontecido –
podríamos decir– por un proceso de mnēmē porque ambas nociones son construidas
como posibilidades inscritas en una temporalidad sucesiva. La memoria y los ejercicios
de rememoración dentro de Historia de la eternidad son movimiento, presente inscrito –
como el lenguaje– dentro de la construcción de la eternidad.
44
Memoria y eternidad
El movimiento de la memoria y el de la eternidad no son, entonces, excluyentes.
Son, de hecho, análogos:
El hombre enternecido y desterrado que rememora posibilidades felices, las ve sub
specie aeternitatis, con olvido total de que la ejecución de una de ellas excluye o
posterga las otras. En la pasión, el recuerdo se inclina a lo intemporal. Congregamos las
dichas de un pasado en una sola imagen; los ponientes diversamente rojos que miro
cada tarde, serán en el recuerdo un solo poniente. Con la previsión pasa igual: las más
incompatibles esperanzas pueden convivir sin estorbo. Dicho sea con otras palabras: el
estilo del deseo es la eternidad (Borges, “Historia” 701).
Sin sucesión, las posibilidades de rememoración –y los alcances de la memoria– son
infinitos porque todo forma parte de un presente eterno en el que las imágenes del
pasado pueden ser, simultáneamente, las del futuro. O mejor, no son ninguna de las dos,
porque las dos se han cancelado en la eternidad: son repeticiones potenciales que podrán
ser otra de las infinitas eternidades simultáneas que acontecen.
Borges, sin embargo, lo lleva aún más lejos. No es una simple equiparación de
términos o de conceptos:
Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa
facultad comporta la idiotez. Cabe pensar lo mismo del universo. Sin una eternidad, sin
un espejo delicado y secreto de lo que pasó por las almas, la historia universal es tiempo
perdido, y en ella nuestra historia personal –lo cual nos afantasma incómodamente
(Borges, “Historia” 701).
La memoria individual es la eternidad del universo. La posibilidad de volver sobre
nosotros mismos, de construirnos como imagen especular es también la del universo
desde la eternidad historiada. El universo es, pues, uno, y es todos; y cada uno de
nosotros y todos al tiempo somos el universo. Nuestra memoria es la suya: la eternidad.
45
Memoria e imaginación
Queda siempre la pregunta de la distancia entre recordar e imaginar. Ambas son
mecanismos artificiales que se valen de imágenes para operar. Noé Jitrik se pregunta:
Desde luego, la memoria es también una retención, una acumulación a la que solemos
referirnos como si estuviera ahí nomás, al puro alcance de la evocación, sea individual,
sea colectiva. Pero ¿es lo mismo que el imaginario que es, de una manera que podría ser
análoga, una acumulación? (Jitrik 98).
La respuesta no está dada. De hecho, le suma otro problema a la formulación de la
pregunta en tanto que eso que llamamos imaginario podría ser también una
acumulación, un almacenamiento como lo es nuestra memoria. Atravesado por la
limitación de asumir el tiempo como lineal, Paul Ricœur sí tiene una respuesta para
esto:
A contracorriente de esta tradición de degradación de la memoria, en los márgenes de la
crítica de la imaginación, debe procederse, lo más que sea posible, a la separación de la
imaginación y la memoria. La idea guía es la diferencia, que podemos llamar eidética,
entre dos objetivos, dos intencionalidades: uno, el de la imaginación, dirigida hacia lo
fantástico, la ficción, lo irreal, lo posible, lo utópico; otro, el de la memoria, hacia la
realidad anterior, ya que la anterioridad constituye la manera temporal por excelencia de
la “cosa recordada”, de lo “recordado” en cuanto tal (Ricœur 22).
Como objeto de estudio, en las primeras páginas de La memoria, la historia, el olvido
separa tajantemente la memoria de la imaginación. Para él, la memoria se vale de lo
histórico; la imaginación, de lo ficcional. Sin embargo, y a pesar de más de seiscientas
páginas de análisis, su separación y la confirmación absoluta de la linealidad temporal
siguen estando abiertas: “En la historia, la memoria y el olvido. En la memoria y el
olvido, la vida. Pero escribir la vida es otra historia. Inconclusión” (Ricœur 647). No
hay una conclusión posible para este problema, y el francés es consciente de ello; tan
46
consciente como lo es Borges y debemos ser nosotros con Historia de la eternidad.
Despojarnos de la arrogancia de la sucesión y des-temporalizar el lenguaje para
construir la eternidad es, al final, romper la distancia entre la imaginación y la memoria.
Suzanne Nalbantian lo entiende muy bien, y nos dice: “For Borges, the memory process
is the triage by which words survive as selected fragments that fertilize the imagination”
(Nalbantian 133). No importa si estamos recordando o imaginando, si estamos haciendo
Historia o inventando una historia: ambas operan como lenguaje constitutivo de la
eternidad. Es justamente la equiparación entre estos términos lo que posibilita esa
eternidad en la que cada H/historia es, simultáneamente, h/Histórica.
6. Borges: escritura apócrifa
Hemos analizado Historia de la eternidad y hemos, de alguna manera,
dilucidado cómo construye Borges el texto para que eso que parece una contradicción
en el título sea un postulado lógico. Sin embargo, sólo hemos tomado seis de los textos
que componen la obra. Aún nos quedan “El acercamiento a Almotásim” y “Arte de
injuriar”, las dos notas con las que termina el libro. En este punto, y después de un
análisis detallado de la obra, parece una tarea casi inútil incluir estos dos textos que
aparentemente no tienen un punto de encuentro claro y lógico con los anteriores. Pero el
problema está justamente allí, en buscar hacerlo desde nuestra lógica y no desde la que
hemos construido con el texto de Borges. Entonces, como él, finalizaré la
argumentación con “El acercamiento a Almotásim” para, al final, “cerrar” con “Arte de
injuriar”.
Jugando con Borges
Obstinados, caemos permanentemente en el error de aferrarnos a una lectura
demasiado “seria” de la obra de Borges. No quiero que esto se malinterprete: no es que
47
no debamos leerlo con el cuidado y el detenimiento que semejante autor merece, sino
que debemos entender que muchas veces él mismo quiere jugar con nosotros –casi
burlarse, podríamos pensar– y con nuestra credulidad, con nuestro empecinamiento
logocéntrico. No debemos olvidar la frase de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: “Juzgan que la
metafísica es una rama de la literatura fantástica” (Borges, “Ficciones” 836). La
literatura filosófica o la filosofía literaria, no importa; se trata de que todo lo podemos
leer como una ficción, incluso la más cientificista y rigurosa filosofía. No estoy
diciendo que Historia de la eternidad sea una obra filosófica o una literaria; lo que
quiero recalcar es que una lectura ficcional no es, de ninguna manera, errada. Es esta la
razón de que Borges se enfrente tan asiduamente con la crítica:
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo; ya que a nadie le
gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los repetidos pero
insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odiseea homérica, siguen
escuchando –nunca sabré por qué– la atolondrada admiración de la crítica; los de la
novela de Bahadur con el venerado Coloquio de los pájaros de Farid ud-din Attar,
conocen el no menos misterioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta
(Borges, “El acercamiento” 748).
La alusión a Johnson no es gratuita. De hecho, entender el pasaje se facilita si acudimos
al segundo epígrafe de Historia de la eternidad, también de Johnson: “…nor promise
that they [lectores] would become in general, by learning criticism, more useful,
happier, or wiser.” Johnson; Preface to Shakespeare, 1765.” (Borges, Historia 687). La
crítica –que podemos relacionar directamente con esa lectura “seria”– no supone una
buena comprensión lectora. De hecho, muchas veces es en esta seriedad en donde se nos
escapan, lectores, componentes críticos esenciales para la comprensión de una obra. La
lectura no sólo se debe pensar en términos de crítica; también de juego, de ficción, de
artificio, etcétera.
48
Eternización de lo escrito
“El acercamiento a Almotásim”, penúltimo texto de Historia de la eternidad, es
una narración ficcional que centra toda su historia en “El acercamiento a Almotásim”,
un libro inexistente de Mir Bahadur Alí –también inexistente– que cuenta la historia de
un estudiante que se va en busca del hombre (Almotásim, efectivamente) que es “igual
a esa claridad” que él ha visto reflejada en otro hombre. Su inexistencia, sin embargo,
no lo excluye de verosimilitud. Alude, de hecho, a referentes reales que permiten el
juego permanente entre la realidad y la apariencia. Con “El acercamiento a Almotásim”,
entonces, casi como un guiño de Borges, lo apócrifo aparece al final cerrando Historia
de la eternidad para desacreditar, tal vez, todo lo que ha dicho a lo largo de todo el texto
–y, simultáneamente, lo que acá se ha dicho–. En él se condensa todo lo que viene
diciendo pero desde una historia apócrifa. No retomaré todo lo que analizamos
previamente, sólo lo que considere significativo para ilustrar esta estrategia.
El narrador nos dice:
Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de una alma a través de los
delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una
sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la
imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de
cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos
(Borges, “El acercamiento” 747).
Un abrebocas: esa “alma” es el protagonista, un estudiante que no tiene nombre, que no
puede tener nombre porque él es nosotros, su búsqueda es la de todos; él somos todos, y
todos somos uno. Así, la presencia de todo lo que venimos analizando está acá
contenida: la construcción metafórica de una historia, el juego de espejos, reflejos y
representaciones; las distintas distancias a un siempre inalcanzable original. En
concordancia con esto último, no podemos olvidar el papel de la traducción:
49
Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que tituló The Conversation with a Man
Called Al-Mu’tasim y que subtituló hermosamente: A Game with Shifting Mirrors (Un
juego con espejos que se desplazan). Esa edición es la que acaba de reproducir en
Londres Victor Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con omisión –quizá
misericordiosa– de las ilustraciones (Borges, “El acercamiento” 745).
El libro que nos llega a nosotros –lectores– al principio es, de hecho, The Approach to
Al-Mu’tasim. Es decir, esa es ya una traducción de la primera versión, probablemente
árabe. La traducción al español aparece después como una nueva distancia con ese
“original”. Y después aparece esta versión de la que nos habla la cita, con el subtítulo
que incluye “espejos” y la decisión editorial de ciertas omisiones. Las distancias que
implican las cadenas de traducción de “Las mil y una noches”, por ejemplo, aparecen
acá como parte de una historia mediada por decisiones y modificada con cada nueva
versión. De hecho, un poco más adelante en el texto, el narrador nos dice: “En la
versión de 1934 –la que tengo a la vista– la novela decae en alegoría: Almotásim es
emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos
del alma en el ascenso místico” (Borges, “El acercamiento” 747). No sólo es otra
versión, sino también una interpretación completamente distinta a lo que se nos ha
venido presentando. Claro, hay un juicio de valor por parte del narrador, pero que sea
mejor o peor con respecto a sus versiones anteriores no es lo que nos interesa, sino la
apertura de significado del texto: la ambigüedad, la polisemia, su eternidad.
Volvemos, recaemos repetidamente en la eternidad. Y, por supuesto, Borges es
quien nos conduce a ello: no podía dejar al tiempo y a la eternidad por fuera de su
narración: “la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y
ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el
Fin –o mejor, el Sinfín– del Tiempo, o en forma cíclica” (Borges, “El acercamiento”
747). El tiempo cíclico como repetición infinita de eternidades, nuevamente. El pasaje
50
puede referirse a la infinita repetición de la materia en la eternidad o la infinita
repetición del tiempo en ciclos. Nuevamente, la respuesta no importa: lo que nos
interesa es la polisemia. Lo que llama la atención acá, tal vez, es la presencia de las
mayúsculas. Me atrevo a conjeturar que es una forma de equiparar “Todopoderoso”, los
tres “Alguien”, “Fin”, “Sinfín” y “Tiempo” como evidencia de su repetición infinita en
la eternidad. Correcta o no, esta tesis responde a esa regresión al infinito que propone
acá el narrador desde el lenguaje. No en vano se nos cuenta el final de ese libro
inexistente del que parte la historia, “El estudiante golpea las manos una y dos veces y
pregunta por Almotásim. Una voz de hombre –la increíble voz de Almotásim– lo insta a
pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye”
(Borges, “El acercamiento” 747). En esa regresión al infinito, el lenguaje se acaba en el
momento en que se llega al original, en que la repetición eterna deja de ser una
posibilidad. Y con el lenguaje muere todo: el tiempo, la historia, la eternidad.
Allí acaba “El acercamiento a Almotásim” de Mir Bahadur Alí, pero no el de
Borges: la narración continúa. Su final es una nota, un apéndice de la historia que
termina diciendo:
Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de
ellos y todos. (También Plotino –Enéadas, v, 8, 4– declara una extensión paradisiaca del
principio de identidad: “Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier
cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y
el sol”.)” (Borges, “El acercamiento” 748).
En esta nota final volvemos sobre el Uno: Simurg, el estudiante, todos. Pero esto ya lo
hemos señalado. Lo que llama la atención acá es que vuelve a Plotino, con quien
comenzó todo: “En aquél pasaje de las Enéadas…” (Borges, “Historia” 691). Es la
circularidad, la repetición. Es la forma que tiene Borges para eternizar también su
propio texto, para mostrarnos que la historia de Almotásim es también la historia de la
51
eternidad contenida en “Historia de la eternidad” y contenida, a su vez, en Historia de la
eternidad, que se constituye así como una serie de eternidades que se repiten y vuelven
sobre sí mismas.
Lo apócrifo no es más que otra versión de lo que pensamos era verídico. Es el
juego final que nos propone Borges para seguir construyendo el sentido de su texto; es
el guiño final para que entendamos que esa eternidad que nos ha historiado se puede
ampliar aún más como otra eternidad. Porque, de hecho, están dentro del libro: forman
parte también de su intención por hacer una historia de la eternidad. La imposibilidad de
conciliar las dos lecturas –lo veraz y lo apócrifo, podríamos llamarlas– es justamente su
argumento final. Tal vez todo es una metáfora, o tal vez todo es en serio. No sabemos,
no importa, y lo importante es no encapricharse en la búsqueda de esta respuesta porque
su riqueza está en la ambigüedad, en las posibilidades, en la eternidad.
7. Inconclusiones
Parece extraño que lleguemos a este punto cuando aún nos falta incluir el último
texto de Historia de la eternidad en nuestro análisis. Pero lo que permite “Arte de
injuriar” es justamente que volvamos sobre los siete textos anteriores. No es casual que
Borges cierre su obra con un texto metalingüístico cuyo interés y análisis sea el lenguaje
mismo. No es gratuito, de hecho, que cuatro de los ocho textos que componen Historia
de la eternidad se centren en el lenguaje.
“Arte de injuriar”: lenguaje y circularidad
Como hemos visto, el lenguaje es lo que posibilita los artificios de la eternidad y
la memoria cuando nos hemos despojado de la certeza del tiempo sucesivo. De hecho, si
nos devolvemos un poco sobre la obra, el mismo Borges dice que su “clave es de
carácter gramatical, casi diré sintáctico. Nietzsche sabía que el Eterno Recurso es de las
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fábulas o miedos o diversiones que recurren eternamente, pero también sabía que la más
eficaz de las personas gramaticales es la primera” (Borges, “La doctrina” 723). Lo
primero que sobresale es el juego de palabras con el Eterno Regreso sobre el que trata
“La doctrina de los ciclos”: es la evidencia de que la posibilidad de eternidad está
justamente en el lenguaje. Es decir, la consciencia de la importancia del lenguaje es,
simultáneamente, la consciencia que es desde su buen uso que se posibilita la
construcción de la realidad no-lineal que está proponiendo el argentino. Un texto sobre
el “Arte de injuriar” es, entonces, analizar el lenguaje desde una forma sintáctica tan
cotidiana y aparentemente fútil como los insultos. Y es justamente allí donde está mi
interés: incluso desde algo tan cotidiano como esto, es desde el lenguaje que se puede
construir. Pertenecer al lenguaje diario y no a lo que podríamos denominar como
“lenguaje formal” no lo aísla ni lo despoja de las mismas características que tiene el
segundo. De hecho, es el mismo Borges quien dice que, como forma sintáctica –y como
el lenguaje literario– una injuria “tiene además que ser memorable” (Borges, “Arte”
752). La memoria no es un mecanismo aislado, que pueda ser sin un medio para operar.
El lenguaje remite a la memoria: ser memorable no es simplemente ser tan bueno como
para ser recordado, sino funcionar él mismo como rememoración.
Y, como no podía ser de otra forma, “Arte de injuriar” y, asimismo, Historia de
la eternidad, no terminan, no tienen un final. Acaba su narración, pero en su apertura
quedamos lectores y lenguaje para seguir historiando y formando parte de las
eternidades: ““Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya seguiremos
discutiendo en la eternidad”.” (Borges, “Arte” 752). Pronunciadas por Miguel Servet
antes de morir en la hoguera, estas palabras dan cuenta de la circularidad de la
repetición; de un texto que empieza y termina en la eternidad. La muerte es un acontecer
más en una realidad no-lineal en la que el lenguaje ha construido y certificado el
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artificio de la eternidad. La clave está en el uso del lenguaje. La imposibilidad de definir
el tiempo es, simultáneamente, la posibilidad de construir eternidades; la eternidad es la
posibilidad de sentirse, de ser en la muerte.
Historiar la eternidad. Eternizar la historia
Desde el principio es evidente que en el texto hay una intención histórica. Lo
que no es tan evidente es que lo que nosotros entendemos por “histórico” cuando nos
enfrentamos al texto es muy diferente a lo que entenderá Borges. Sea como sea, esta
intención atraviesa Historia de la eternidad. No en vano su primer epígrafe es
““…Supplementum Livii; Historia infinita temporis atque aeternitatis…” Quevedo:
Perinola, 1632.” (Borges, Historia 687). Desenredemos entonces cada uno de sus
componentes. Primero, la oración suelta forma parte de Perinola, una obra de Francisco
de Quevedo –uno de los principales referentes literarios de Borges– que está construida
como un listado que representa una burla y una acusación de todos los robos de Juan
Pérez de Montalbán. Es decir, desde allí están evidenciados los problemas de autoría y
de original: un lenguaje robado es un lenguaje sin dueño, pero también uno con una
nueva distancia de representación. Segundo, es importante no sólo saber que Tito Livio
es uno de los historiadores romanos más importantes de la antigüedad, sino que sus
textos, aunque históricos, estaban construidos con un lenguaje literario. Y, ahora, los
dos títulos: “El suplemento de Livio” e “Historia infinita del tiempo y de la eternidad”
(Picazo & Zangara 755). Como parte de una lista son dos textos aislados: uno que habla
del suplemento histórico y otro que habla de una historia no necesariamente histórica.
Sin embargo, la decisión de aislarlos de los demás como una construcción conjunta los
presenta como el suplemento que necesita ser añadido al historiador para completarse.
Con este juego de opuestos que aparenta el encuentro de dos textos que en su original
simplemente se encuentran uno al lado del otro como parte de un listado, Borges nos
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muestra dos cosas. Por un lado, la infinitud de significados en el lenguaje con una
simple manipulación; y, por otro, el encuentro de lo que tradicionalmente se piensa
como Historia y la negación de esa posibilidad desde la infinitud y la eternidad.
Ponerlos juntos no es enfrentarlos; al contrario, es equipararlos. Historia e historia son
una misma construcción:
Es una poética [la Historia y la historia] en el sentido de que se relaciona continuamente
con la polisemia de las palabras, comenzando por la homonimia que hemos cotejado
incesantemente con el término “historia”, y, más generalmente, con la imposibilidad de
establecer el lugar de la historia en el discurso; entre la ciencia y la literatura, entre la
explicación erudita y la ficción engañosa, entre la historia-ciencia y la historia-relato
(Ricœur 443).
Es por esto que la intención de Borges permanece y atraviesa toda la obra. Porque no es,
como pensaríamos al principio, una intención historiográfica; es histórica. Historiar
como ejercicio literario que da cuenta de la eterna repetición es la posibilidad de
construir la realidad. No es un acto de rememoración, es un acto de creación meramente
presente que imagina/rememora para eternizarse/eternizarnos/eternizarlos: “Algún día
se escribirá la historia de la metáfora y sabremos la verdad y el error que estas
conjeturas encierran” (Borges, “La metáfora” 719). Historiar, y además historiar ese
mecanismo de significación infinito que encierra la memoria, es –sería– la posibilidad
de develar cualquier misterio que se nos presente hoy como inalcanzable. Es en la
metáfora donde el lenguaje se desvanece para volverse posibilidad, para constituirse
como significación y polisemia infinitas. Historiar la metáfora sería historiar la
presencia del significado desde su ausencia; sería dar cuenta de nuestra eternidad desde
la presencia del lenguaje.
Nuestra memoria es la del universo, rememorar e imaginar son sinónimos,
nuestro lenguaje y sus artificios son también las de todos. Nuestra historia, cada
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historia, y la Historia, no son separables. La historia de la eternidad es todas y cualquier
historia. Como con el original, la mayúscula se omite y, de alguna manera, se reemplaza
por la palabra completa. No hay original porque todos también lo somos, no hay
Historia porque todo es esa misma historia. Hacer historia del tiempo sí sería, en
cambio, una contradicción en tanto que lo que llamamos tiempo requiere una linealidad
que se pierde con la omisión de la mayúscula. Hablar de atemporalidad en Borges no es,
entonces, ausencia de temporalidad: es la ausencia de la linealidad, de la sucesión que
nos hemos impuesto. Y este simple giro lingüístico le da coherencia a ese título que
tanto me incomodó en un principio; esta simple restitución desde el lenguaje atemporal
posibilita, después de todo, las eternidades.
Borges busca incomodar: es esta la razón de la inconclusión de este texto. Un
análisis de Borges que le dé comodidad al lector es contradictorio, es negar su propia
capacidad crítica. Las incomodidades, como vimos, se pueden solucionar, pero aún más
importante es ver y entender que son esas incomodidades las que constituyen el texto.
El problema no es la no-linealidad del tiempo, es asumir su linealidad. La ambigüedad
y la polisemia son la significación: la del lector, la mía, la de todos; son la eternidad del
lenguaje.
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Buenos Aires: Emecé, 2009.
----------. “La metáfora” en Obras completas I 1923-1949: Edición crítica. Buenos
Aires: Emecé, 2009.
----------. “La doctrina de los ciclos” en Obras completas I 1923-1949: Edición
crítica. Buenos Aires: Emecé, 2009.
----------. “El tiempo circular” en Obras completas I 1923-1949: Edición crítica.
Buenos Aires: Emecé, 2009.
----------. “Los traductores de las mil y una noches” en Obras completas I 1923-
1949: Edición crítica. Buenos Aires: Emecé, 2009.
----------. “Dos notas” en Obras completas I 1923-1949: Edición crítica. Buenos
Aires: Emecé, 2009.
----------. “El hacedor” en Obras completas II 1952-1972: Edición crítica. Buenos
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Emecé, 2014.
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