Ciudadanía, comunicación y patrimonio histórico-artístico Pablo Ferrand
Hablar en la Casa de los Poetas es un privilegio. Poetas eran el Rey Sabio, Bécquer
y Romero Murube. Los tres defendieron el patrimonio sevillano. El primero protegió la
Giralda, el segundo se adelantó a las actuales leyes de salvaguarda con una visión
integradora muy completa de los centros históricos: el urbanismo y la naturaleza, la
importancia de la trama urbana y de la arquitectura popular que la conforma. Y el
tercero, ya se sabe, defensor mítico de Sevilla, murió probablemente por los disgustos
que le daba esta ciudad.
Toca ahora hablar de los ciudadanos, la prensa y su relación con el patrimonio local,
y dentro de esa actitud de la sociedad por las cosas sevillanas y su reflejo en la prensa,
hemos repasado algunos aspectos que evidencian un compromiso activo con el
patrimonio histórico: el esfuerzo, muchas veces ingrato, de la denuncia y defensa de los
bienes culturales que siempre han estado en peligro aún hoy día. Es la respuesta a los
intereses especulativos y egoístas que degradan la ciudad. Es la necesidad de suplir el
enorme vacío que produce la falta de responsabilidad de políticos e instituciones
culturales con respecto a lo que debiera ser la verdadera gestión y tutela del patrimonio.
Por eso, la aparición del voluntarismo ciudadano en defensa de la ciudad en el último
tercio del siglo XX y su proliferación y consolidación a lo largo de las dos últimas
décadas, además de un síntoma –de que las cosas no han cambiado-, es un hecho
trascendente y beneficioso cuyos frutos ya se están viendo en la esperanza de que la
situación cambie.
Voces de alerta aisladas o en pequeños círculos comprometidas con el patrimonio
las ha habido siempre, pero casi nunca han sido bien vistas por su incorrección política,
y en muchas ocasiones se han considerado negativas para el desarrollo de la ciudad.
Otras, las de las tertulia de salón, no suelen salir de las cuatro paredes. “Las cosas de
Joaquín” decían de Romero Murube cuando clamaba en la prensa contra el corte del río
o por los sentenciados palacios de la Plaza del Duque de la Victoria. Cosas de poetas,
que de haberse tenido en cuenta, sería esta una ciudad bien distinta, menos contaminada
y con más patios y jardines. Entre las voces que clamaron en el desierto de la insensible
Sevilla, hay que destacar, aparte de las ya aludidas, la del humanista Mateos Gago, que
hizo lo imposible por salvar, sin conseguirlo, el templo de San Miguel de la destrucción
por la Junta Revolucionaria de 1868. El periódico La Andalucía informó sobre ello y de
su dimisión como miembro de la Comisión de Monumentos, organismo fundado en
1844.
De todos los expolios que ordenó la “gloriosa” (iglesias, conventos y puertas de la
ciudad) dio cuenta José María Tassara y González en sus documentados Apuntes para
la historia de la Revolución de 1868. Más caso le hicieron al arquitecto y arqueólogo
Demetrio de los Ríos, que al igual que Mateos Gago, era miembro de la Comisión de
Monumentos en 1868, pues logró evitar el derribo de la Torre del Oro y el de varias
iglesias mudéjares. Sevilla le dedicó una calle pero no siguió su ejemplo y fue a finales
de la década de 1990, de noche, cuando se oyeron los primeros golpes de piqueta que
acabaron de echar abajo su casa de la calle Francos, el patio de columnas, la fachada y,
con ella, los azulejos en recuerdo de su hija, la escritora Blanca de los Ríos. Los trabajos
arqueológicos revelaron que Demetrio de los Ríos, que tanto hizo por Itálica, vivía
sobre una basílica romana. Sevilla, tan lapidaria, conserva muy pocas casas de sus hijos
y residentes ilustres, al contrario que otras ciudades europeas como Weimar, donde la
gente paga por ver las de Goethe, Brueghel, Bach o Nietzsche, perfectamente cuidadas,
entre una larga lista.
En cuanto a la Torre del Oro, nunca estuvo realmente fuera de peligro. Resultó
dañada por el terremoto de 1755, y dos años después, un grupo de sevillanos, con ayuda
del Rey, frenó el proyecto de derribo firmado por Francisco Sánchez de Aragón, a
propuesta del marqués de Monte Real, que consideraba la Torre almohade un obstáculo
para la ampliación del paseo de coches de caballos.
La serie Casco Antiguo
Todo esto ha tenido su eco en la prensa, cuyo papel con respecto al patrimonio ha
sido relevante como medio de información y foro de debate. Los criterios que ha
seguido varían según el momento histórico y la sensibilidad de la persona que dirige
cada medio. La prensa ha tenido etapas más cercanas al desarrollismo destructivo y
otras más alejadas, pero no debe olvidarse su contribución a la divulgación y defensa de
los bienes culturales. Ejemplo de ello es la monumental serie Casco Antiguo, que
firmaba en ABC de Sevilla Abel Infanzón, pseudónimo de Antonio Burgos, desde 1977
a 1984. Son miles de páginas que, una vez encuadernadas, ocupan siete tomos donde
hay de todo sobre la memoria de la ciudad. Burgos logró establecer un vínculo dinámico
muy importante con los lectores a los que alentaba a colaborar en la divulgación de
distintos aspectos de la historia, el arte y la vida cotidiana de Sevilla, con recuerdos,
fotografías, leyendas y testimonios, tanto orales como escritos, que enviaban a la
redacción. Muchos de ellos inéditos. Y al ser de publicación diaria, dominaba la
actualidad, donde nunca faltó la denuncia en una ciudad llena de solares y casas en
peligro de derribo; o el elogio a lo bien hecho, pues se había iniciado ya una corriente
de restauraciones y rehabilitaciones a la que ciertamente contribuyó Casco Antiguo. Y
no es de extrañar que la reconstrucción del patio y la escalera del convento de San
Buenaventura por orden de la Comisión de Patrimonio, tras su demolición ilegal en
1977, se llevara a cabo por influencia de esta página. Todo ello, lo negativo y lo
positivo, tenía cabida en Casco Antiguo, pues fue también tribuna pública de las
aportaciones de historiadores, arquitectos e incontables amantes de Sevilla. Hoy,
transcurrido el tiempo, cobra mayor importancia este tesoro del legado material e
inmaterial hispalense. En la actualidad, Burgos sigue tomándole el pulso a la ciudad
mediante la crítica y la defensa de sus valores.
El historiador Joaquín González Moreno, siempre cámara en mano, dejó en el diario
ABC constancia de los estragos de la piqueta durante los años cincuenta y sesenta, y
gracias a su espléndido archivo fotográfico podemos ver cómo era la escalera barroca
del Convento de San Antonio (demolido en 1954), los patios de San Pablo (demolidos
en 1956) o el interior del convento de la Concepción (destruido en 1957), entre otras
muchas imágenes de la incuria local. También, el erudito Santiago Montoto, en ese
mismo periódico, se ocupó de los edificios monumentales que estaban en trance de
desaparecer o que ya lo habían hecho, como es el caso lamentable del Teatro San
Fernando o del Colegio de San Hermenegildo. Escribió, además, sobre el Monumento
Eucarístico del Jueves Santo de la Catedral, del siglo XVII, cuando, en 1960, dejó de
montarse definitivamente y comenzó el proceso de abandono y degradación.
Exceptuando estas voces y algunas otras de la prensa anterior a la democracia, ha
habido, sin embargo, algunos pequeños debates ciudadanos sobre reformas urbanas,
como por ejemplo el que se suscitó con motivo del proyecto de Forestier del Parque de
María Luisa, en los primeros años del siglo XX. A pesar de ser un trabajo respetuoso
que mantenía la mayoría de los grandes árboles del palacio de los jardines de San
Telmo, surgieron críticas por algunas sustituciones arbóreas que Forestier consideraba
necesarias para la ejecución de los nuevos jardines. En 1912 se demolió el acueducto
romano conocido como los Caños de Carmona.
Ya en la década de 1970 la prensa recogió algunas opiniones a favor de dejar
visibles los jardines del Alcázar mediante una verja y, en consecuencia, eliminar todo el
caserío de la calle San Fernando. Por fortuna para su mantenimiento y respeto al
carácter íntimo de los jardines, el proyecto quedó en el olvido, y tampoco prosperó otro
coetáneo, más agresivo, que sustituía las edificaciones por otras de línea funcional.
Naturalmente, los movimientos ciudadanos de defensa del patrimonio con entidad
propia no aparecen hasta el comienzo de la etapa democrática. Nacieron como respuesta
progresista a las destrucciones masivas realizadas durante los años del desarrollismo.
No obstante, para comprender la aparición de estas iniciativas conservacionistas y su
proyección en la prensa, es preciso no olvidar la parte oscura de la gestión política de
ese legado, que trae consigo la destrucción de la ciudad.
Las ciudades bien conservadas, tan escasas en España, son generalmente las que se
han mantenido firmes ante la ola destructiva de la etapa desarrollista. Estos casos
ejemplares han sido posibles desde la administración gracias, principalmente, a la labor
de una determinada persona en cada lugar, con la suficiente cultura, sensibilidad y amor
a su tierra, como para evitar su destrucción. Es el caso del marqués de Lozoya en
Segovia, Martín Almagro y Antonio Jiménez en Albarracín, o la del recordado Manuel
Rodríguez-Buzón en Osuna. A Sevilla, sin embargo, le ha faltado un dirigente sensible
y valiente que haya demostrado firmeza frente a los derribos, aunque es justo reconocer
los gestos positivos durante el mandato de algunos de ellos. Y en esta línea habría que
recordar al alcalde Luis Uruñuela y sus avances para detener la actividad de la piqueta;
o a la alcaldesa Soledad Becerril, sensibilizada con las zonas verdes.
Manipulación del patrimonio
Tradicionalmente, en Sevilla, el patrimonio histórico-artístico tiene un significado
muy especial. Como teoría se nos recuerda continuamente lo que debiera ser: un
conjunto de bienes irrepetibles que debe ser preservado y que a todos pertenece; sin
embargo, en la práctica sigue siendo, sobre todo, un bien económico al servicio de los
intereses de la política, cualquiera que sea su color. Concretamente, el patrimonio
arquitectónico que conforma la fisonomía de la ciudad, con todos sus elementos y
valores consustanciales, sirve de moneda de cambio para que la ciudad prospere bajo
una idea caduca de falso progreso y modernidad. Podría decirse que la edificación
histórica es considerada aquí una reserva energética no renovable que se utiliza para que
la ciudad siga creciendo sobre sí misma. Pero no al estilo de las ciudades europeas
culturalmente avanzadas, que generan riqueza conservando y restaurando sus bienes
culturales con beneficios permanentes, sino mediante la combustión de estos bienes: el
expolio sistemático del casco histórico y del paisaje urbano ya consolidado por el
tiempo.
Lo grave es que este peculiar concepto hispalense de la rentabilidad del patrimonio,
sigue tan arraigado en la sociedad, que lejos de evolucionar, se ha convertido en algo
natural y hasta genético, alimentando intereses de muy distinta índole. Por ejemplo, esta
mentalidad es indispensable para que organismos como la Comisión Provincial de
Patrimonio Histórico o la Gerencia de Urbanismo del Ayuntamiento sigan en su
quehacer rutinario, colaborando y funcionando conforme a esta idea caduca de
progreso: revisar proyectos sin que se detenga la acción de la piqueta. Por algo la
piqueta simboliza el desarrollo y la modernidad tal como se entiende en Sevilla desde la
época de los ensanches del siglo XIX, y por eso se ha aclimatado perfectamente a esta
tierra. Su significado va más allá de su propio uso. Es, por tanto, un instrumento
íntimamente relacionado con la gestión del patrimonio sevillano. En Sevilla patrimonio
y piqueta son dos conceptos inseparables. Lo que se deja arruinar por dejación del deber
del mantenimiento termina destruyéndose por “seguridad”.
La piqueta es un emblema obsoleto que produce beneficios económicos no siempre
a favor de la ciudad, pues muchas veces lo hace a costa de ese patrimonio que va
menguando, a pesar de los deseos de Joaquín Romero Murube cuando escribe: “El
mejor negocio de Sevilla es conservarla”, porque sabía que eliminar su patrimonio era
“matar la gallina de los huevos de oro”.
El control del patrimonio arquitectónico es un signo de poder. En Sevilla, su
manipulación implica casi siempre el sacrificio de una buena parte de ese legado que se
reserva a la acción de la piqueta, como ha pasado en las restauraciones de las iglesias
mudéjares de San Isidoro, San Vicente o San Bartolomé. Hay dos imágenes muy
representativas de la estrecha relación entre la piqueta y el patrimonio, escogidas entre
otras fotografías de la vida diaria que indican con qué naturalidad actúa en Sevilla esta
herramienta. Las dos imágenes son el mejor reflejo de la mentalidad novelera y
desarrollista sevillana, a la vez que resaltan el escaso interés que generalmente han
demostrado las autoridades por el patrimonio cultural. En la primera foto, Miguel Primo
de Rivera, entre la muchedumbre y subido a la altura de la espadaña del convento de
Santo Tomás, alza la mano y da la señal del primer piquetazo, el 16 de enero de 1927.
Era el gesto definitivo para rematar el ensanche de la actual avenida de la Constitución,
que hizo caer los muros, patios e iglesia de este monumento para el que Zurbarán pintó
El triunfo de Santo Tomás, hoy en el Museo de Bellas Artes. La segunda imagen es
todavía más completa en sus atributos, pues es el propio alcalde, Isacio Contreras, el
que agarra con fuerza la piqueta e inicia la demolición del convento del Pópulo el 14 de
septiembre de 1935. En su lugar se encuentra ahora el mercado del Arenal, obra de Juan
Talavera.
Leyes ineficaces y falta de control
La historia local nos demuestra que las leyes y los instrumentos de protección del
patrimonio cultural producen en Sevilla el efecto contrario que persiguen. A mayor
protección más degradación del casco histórico, debido a las innumerables formas que
existen aquí para interpretar la normativa sin anular nunca el protagonismo de la
piqueta, que tantos beneficios y satisfacciones sigue aportando a Sevilla. La piqueta se
fortalece ante la falta de control, cuando el control se convierte en su aliado. De ahí su
permanencia. Los argumentos que la defienden varían con el tiempo. En la actualidad
son más ambiguos y contradictorios, pero el resultado es el mismo que durante el
desarrollismo de la década de 1960, y en ocasiones, peor. El expolio no cesa. Se siguen
cometiendo agresiones con dinero público en monumentos declarados bienes de interés
cultural, ahora cuando más se sabe y las figuras de protección son algo más precisas, es
decir, pese a todos los avances teóricos sobre la tutela del patrimonio cultural, que se
apoyan en una innumerable documentación de leyes, cartas internacionales y libros
específicos, más la proliferación de instituciones, fundaciones y organismos asesores,
consultivos y de control.
En Sevilla todo esto sirve de muy poco; la inercia de su relación con la piqueta
viene de muy lejos, forma parte de una estructura bien planeada y asentada, y obedece a
una manera de pensar que es independiente muchas veces del nivel cultural e incluso de
la posición de las personas que conforman las instituciones culturales, salvo alguna
excepción admirable. Así, las voces que deberían surgir contra la destrucción de la
ciudad quedan neutralizadas por un silencio cómplice, que en el ámbito académico hace
más patente el vacío que produce lo que no es propio de la ciudad del ruido. Llama la
atención el silencio de los sabios, pero como bien apunta el historiador Vicente Lleó
Cañal, una cosa es la erudición y otra la sensibilidad; o como dice el arquitecto Rafael
Manzano, el problema está en ser insensible a la fealdad.
Dijimos en cierta ocasión que no sería extraño que en un futuro cercano, la piqueta -
bañada en plata- forme parte del escudo de la ciudad. Se lo merece de pleno derecho la
“muy noble y heroica piqueta de Sevilla” que renovó, ensanchó, drenó e higienizó la
ciudad; la que fuera instrumento utilísimo en manos de la Junta Revolucionaria de 1868
(y en la de otras juntas venideras), para sanear sus calles, liberarla del cinturón de las
murallas y de sus vetustas puertas y de paso quitar de en medio unas cuantas iglesias,
como la de San Miguel, que impedían el progreso.
Ya hemos visto que la creación de las Comisiones de Monumentos en 1844
significó un avance en la salvaguarda del patrimonio histórico, aunque no sirviera de
mucho ante los desmanes de 1868. Lo grave es que un siglo más tarde, en 1964, el año
que se publica la Carta de Venecia, siguiera vigente en Sevilla la misma mentalidad,
coincidiendo con su declaración de conjunto histórico-artístico, cuando se suponía que
la ciudad iba a estar más preservada. “Por fin tenemos de alcalde a un historiador del
arte que protegerá Sevilla”. Y fue, precisamente, cuando la piqueta cobró su mayor
protagonismo. Se produjeron grandes olas de derribos y muchos palacios y casas de
interés desaparecieron para siempre. Algunas plazas quedaron irreconocibles hasta la
vulgaridad, como la del Duque de la Victoria, sin sus casas señoriales; o la Magdalena,
tan unida a la Generación del 27, que aun careciendo de especiales valores
arquitectónicos, si poseía una unidad y un ambiente sereno y agradable, digno de
haberse conservado, que magnetizaba al paseante. A ello contribuía el hotel Madrid,
antiguo palacio de los Gelves, cuya portada de la calle Moratín se halla instalada en el
Alcázar. Para el poeta Valery Larbaud, la Magdalena era la plaza más bella de Sevilla,
según cuenta Jacobo Cortines.
La destrucción de un barrio medieval
Hay que tener presente que el mayor atentado urbanístico se había producido tan
solo dos años antes de la declaración de conjunto históricio-artístico. En 1962, en plena
guerra de intereses, el barrio de San Julián desapareció del mapa como por efecto de una
bomba, quedando arrasado por las excavadoras su entramado medieval. Ni casas ni
arqueología ni nada. De la brutal embestida sólo sobrevivió un tiempo la cervecería
Baturones. El inmenso solar, llamado oficialmente polígono de San Julián, se llenó de
bloques sin las zonas verdes prometidas, y la aceleración del proceso destructivo
alcanzó un grado tal que ya no hubo voluntad política de pararlo, ni Comisión de
Patrimonio que detuviera esta locura. Y así hasta hoy.
Basta una ojeada al plano de protección de 1964 para comprender su verdadero
significado: trazos arbitrarios que reservaban grandes zonas a la especulación del suelo:
Triana entera, San Bernardo, San Vicente y otras que estaban fuera de la protección real
como la Alameda o las plazas antes citadas del Duque o de la Magdalena, porque la
línea discontinua del plano es menos resistente y permite las fugas. Aunque en la
práctica da exactamente igual que estuvieran dentro de los contornos de mayor
preservación. Puro surrealismo. Uno de esos contornos asemeja la caricatura de un
cerebro pensante, como esos garabatos que se hacen con los trazos de dos números, uno
encima del otro, y su perfil, en este caso, parece mirar lo irremediable.
De esta forma, por la particular interpretación que los munícipes hicieron de este
mapa-jeroglífico, cayeron casas de gran interés como la de los marqueses de Alcalá de
la Alameda, donde hoy está la zona residencial de los Azahares; la del Conde del
Águila, en la antigua plaza de los Carros; la de los Céspedes, en la calle San José; la del
asilo de San Fernando y la del instituto San Isidoro. Eliminaron la iglesia del convento
de la Asunción, en la paza del Museo, y, entre otras muchas, dos célebres casas
interesantísimas: la de los Levíes y la de los Tavera. De la primera sigue en pie la
Carbonería, que era la parte trasera, gracias a Paco Lira. La fuente puede verse hoy en la
Casa de los Pinelo, y la logia, en el Alcázar. A la segunda, que era colegio de las
Carmelitas, citada por Lope de Vega en La Estrella de Sevilla, se le dio licencia de
derribo el 22 agosto de 1964, dos días después de que la superiora solicitara su
demolición aludiendo ruina. Lo cuenta Enrique Barrero en un artículo (ABC de Sevilla,
9 de abril de 1980). “El propio alcalde titular –escribe- firmó la licencia, sin tramitación
y sin haber oído dictamen alguno”. Lo más curioso es que hasta 1972 la Comisión de
Patrimonio Histórico no manifiesta haber tenido conocimiento del derribo, lo cual
indica la ineficacia y falta de control que siempre ha demostrado este organismo. Una
de las techumbres de la Casa de los Tavera figura en el Museo de Bellas Artes de
Sevilla, y la balaustrada del patio se conserva en las Jerónimas de Granada. Había que
salvar una parte del todo para tranquilizar las conciencias.
Años después, el Ayuntamiento dio licencia de derribo a la espléndida casa del deán
López Cepero, conocido por su célebre colección de pinturas, en la plaza de Alfaro. El
jardín quedó intacto, y fue uno de los que visitó Forestier cuando que se ocupaba del
Parque de María Luisa. En la década de 1970, el regionalismo no estaba valorado,
aunque pensándolo bien, casi nada lo estaba, a tenor de lo que ocurría. Permitieron que
la piqueta hiciera de las suyas en el edificio del Colegio de los Escolapios, el que fuera
palacio de los duques de Arcos, despojándolo de la hermosa fachada de Juan Talavera y
otras zonas historicistas; se perdieron artesonados del XVI y XVII y apenas quedó del
edificio primitivo el reconstruido patio central, la escalera y una logia. Y tal como
ocurría antes con el arte barroco, tampoco la arquitectura decimonónica solía ser del
gusto de los estudiosos y, claro está, el teatro San Fernando y el mercado de la
Encarnación, fueron reducidos a escombros. Las fotos que captó del primero el
arquitecto Antonio Barrionuevo son de un dramatismo que hiere la sensibilidad: la sala
aparece sin la cubierta y desvencijada pero todavía con la decoración de las zonas altas
y los palcos, y en el centro, una hoguera humeante donde se echaban los restos del
expolio. Proyectado por los ingenieros franceses P. Robault y G. Steneider, se había
construido en 1847 y era anterior al Liceo de Barcelona y al Teatro Real de Madrid.
Algunas pinturas se encuentran hoy en el pequeño teatro de El Escorial. De la
Encarnación, obra de Melchor Cano, dijo Fernando Chueca Goitia que era el mercado
más moderno de su época.
Los edificios del regionalismo nos evocan otros tiempos de notables cambios
urbanísticos, entre el fin de siglo y la Exposición Iberoamericana de 1929-1930. El cine
Lloréns, de José Espiau, 1913, ocupa el lugar del convento de las Mínimas. Los jardines
de Cristina acabaron mutilados al erigirse allí el hotel del mismo nombre, que tanto
disgustó al Rey Alfonso XIII por la vista que se había perdido. Se demolieron edificios
tan significativos como el convento de Santo Tomás y el antiguo Colegio de Santa
María de Jesús para el ensanche de la Avenida. Fueron derruidos también el Convento
del Pópulo y la antigua casa del Corso, del siglo XVI, en la Puerta de Jerez, donde hoy
está la de Yanduri. La nueva arquitectura regionalista, que entonces llamaban de “estilo
sevillano”, cambió el semblante de muchas calles. Luego le llegó la hora fatídica a la
obra de Aníbal González, Talavera, Espiau, Traver y otros autores del regionalismo y,
como contrapartida, se formó, a fines de los setenta, una nueva conciencia de
revalorización de esta etapa de la arquitectura que debemos, sobre todo, al historiador
Alberto Villar Movellán. Pese a ello, todavía con motivo de las obras de la Expo’92,
algún académico pidió la demolición del puente de San Bernardo, pero eso sí,
recomendando que las farolas de Talavera fueran reutilizadas en la avenida resultante,
en sintonía con la práctica habitual hispalense de permitir derribos salvando la fachada o
solo algunos elementos, ya fueran portadas, escudos, algún artesonado o las columnas
de un patio, que al final quedan siempre fuera de contexto. En este sentido cabe recordar
algunos aprovechamientos algo forzados como el de las columnas de la casa de los
Céspedes, en la calle San José, reutilizadas en la fachada del hotel que se levantó en su
solar. O la que había en la calle O’Donnell, 24, a cuya portada, que ahora es cuadrada,
hubo que añadirle varias piezas de piedra para ensanchar el entablamento y así ajustarla
a la embocadura del pasaje Manuel Alonso Vicedo.
Contaba Eduardo Ybarra que el primer derribo importante previo al desarrollismo
de los sesenta fue el de la Aduana en 1945, en cuyo solar el arquitecto oficial de
entonces, José Galnares Sagastizábal, levantó el edificio de la Delegación de Hacienda.
La elegancia que transmitía la fachada neoclásica –siglo XVIII- de la antigua Aduana,
presente en tantas postales, hubiera bastado para su indulto, pero es que dentro, y eso es
lo más grave, quedaban intactas varias naves de las Atarazanas Reales, que fundó el Rey
Sabio, y de cuya destrucción hay imágenes en la Fototeca del Laboratorio de Arte de la
Universidad Hispalense. Otra prueba más del culto a la piqueta es que después de casi
70 años de esta escandalosa agresión al patrimonio, se sigue especulando con la
integridad de lo que queda –poca más de un tercio- de esta catedral laica del siglo XIII
que es las Atarazanas, olvidándose el enorme valor que su potente estructura posee en sí
misma, tal cual, sin necesidad de juegos de artificios que alteren y modifiquen sus
hermosas proporciones. A punto han estado las Atarazanas de convertirse en el
vestíbulo de un centro comercial con mirador incluido para que se vea la Giralda, la
misma utilidad que se le ha querido dar a las Setas de la Encarnación para justificarlas.
El monumento pide a gritos que se le libere de los seis metros de tierra que impiden la
visión de sus pilares mudéjares y así recuperar lo que es uno de los espacios más
atrayentes de la arquitectura medieval sevillana. El giro dado por el Ayuntamiento
permite albergar cierta esperanza sobre su futuro.
Mucho se ha escrito sobre las consecuencias de los planes urbanísticos de los años
sesenta y setenta, pero ya en las dos décadas anteriores, sobre todo en la de 1950, fueron
incontables los despropósitos que desfiguraron el conjunto histórico. Y todo ello viene
del descabellado plan general de 1946, pensado para lucimiento de la piqueta, que
ensanchaba el casco antiguo en dos grandes ejes norte-sur y este-oeste. El intento se
quedó en el quiero y no puedo de la calle Imagen, pero también supuso el inicio de la
desfiguración total de la fisonomía de uno de locas sectores urbanos con más carácter de
la ciudad: la zona comprendida entre la Gavidia y la Campana. El expolio empezó con
el derribo del antiguo convento de San Hermenegildo -luego cuartel del Duque-, a
excepción de la iglesia, de planta elíptica, salvada gracias a los desvelos de Romero
Murube que consiguió que fuera declarada monumento cuando se disponían a iniciar su
derribo. Poco podía hacer el poeta ante los desmanes cada vez más acelerados que
observaba en las calles de Sevilla. Hubo años, en los sesenta, que cayeron hasta
trescientas casas, de ahí que, hablando sobre la Feria, Romero Murube dijera en 1967
que “la caseta, que es una copia de la casa sevillana, se convertirá en algo falso y
arqueológico cuando ya no exista la casa típicamente sevillana, lo que está a punto de
ocurrir”.
Y es que por entonces, muchos sevillanos se trasladaron de la casa unifamiliar de
toda la vida al piso funcional y más reducido de los nuevos barrios. La falta de espacio
obligó a diversas familias a deshacerse de gran cantidad de objetos antiguos, pinturas y
obras de arte que se guardaban de padres a hijos, más los elementos decorativos que
formaban parte de cada construcción: artesonados, rejas, azulejos, columnas, capiteles,
puertas y vigas que pasaron al mercado anticuario. Sólo con la venta del contenido de la
casa de Sánchez Dalp vivieron durante años muchos sevillanos.
Durante el desarrollismo la maquinaria que movía el crecimiento urbano, tan
descontrolado, era demasiado potente. El ensanche de Triana seguía su curso en los
terrenos de la huerta del convento de los Remedios, plan que tuvo su origen en 1921
cuando se llevó a cabo la “donación de los Remedios”, uno de los casos más
escandalosos del urbanismo de esos años, según apunta el profesor Villar Movellán. En
plena vorágine derribista de los sesenta, la atención de los sabios hispalenses adscritos
al poder se centraba en la polémica originada por la construcción de la torre de los
Remedios, un juego de niños al lado de la torre Pelli, símbolo de la prepotencia. Fue,
entonces, a principios de los sesenta, cuando el profesor Diego Angulo Íñiguez entró en
el Departamento de Historia del Arte de la Universidad Hispalense y, con el gesto frío y
grave que emanaba de su autoridad, dejo mudo a sus colegas al pedirles que se dejaran
de discusiones y prestaran más atención a lo que estaba pasando en el centro de Sevilla.
De hecho, don Diego había redactado un informe académico defendiendo el valor de la
Plaza del Duque. Pero tuvo que ser Joaquín González Moreno, en presencia de dos
miembros de la Comisión de Monumentos, José Hernández Díaz y Antonio Sancho
Carbacho, el que desvelara la fecha de los alfarjes del Palacio de los Medina Sidonia, el
más importante de la plaza, reformado en el siglo XIX por el marqués de Palomares. Y
a esta época ecléctica se atenía la Comisión para justificar el derribo del palacio, cuando
González Moreno, aprovechando que ya estaban desmontando los techos, pidió
descubrir los ladrillos que tapaban una parte del central, y apareció la fecha de 1539.
Estaban derruyendo una mansión del siglo XVI, que tenía su origen, según González
Moreno, en el siglo XIV. Uno de los alfarjes del palacio se halla en el convento de las
Jerónimas de Granada, y el otro en el de Constantina de la misma orden.
El momento histórico, bajo el franquismo, no era el más propicio para el desarrollo
del movimiento ciudadano. Años después, en 1984, en un artículo del diario El País, el
musicólogo y escritor Federico Sopeña, tan preocupado siempre por la protección del
patrimonio, lamentaba lo que se había hecho con Madrid al “quitarle lo más distinguido
de su memoria”, es decir, el Paseo de la Castellana, cuyo estado actual consideraba
“símbolo de la falta de presión social”. Sopeña echaba en falta en los encuentros de
intelectuales un mayor interés por la cultura global y por el papel que el ciudadano
debía desempeñar frente al patrimonio. Decía que en España “la riqueza del patrimonio
artístico no ha estado nunca bien salvaguardada, porque las leyes no han sido lo
suficientemente claras como para que el cumplimiento de esa conservación sea eficaz”.
El abogado y experto en medio ambiente, Jesús Vozmediano, afirma que “ha sido una
constante en la historia de España aprobar una extensa y confusa legislación, incluyendo
las Constituciones, que ha sido sistemáticamente incumplida”.
La piqueta entra en la Universidad y en San Telmo
Pero en Sevilla se ha ido más allá. Aquí los edificios declarados BIC (bien de
interés cultural) no tienen garantizado su conservación. Uno de los ejemplos más
dolorosos fue la demolición completa de la Universidad Literaria, antigua Casa Profesa
de los Jesuitas. En 1969 fue declarada monumento histórico-artístico y a principios de
los setenta se levantó el nuevo edificio para Facultad de Bellas Artes. Se aniquila
cultura para crear cultura. La iglesia de la Anunciación sigue en pie, pero la portada
secundaria, obra de Hernán Ruiz, quedó parcialmente oculta por una de las escaleras de
acceso a las aulas.
En nuestros días, la costosa rehabilitación del Palacio de San Telmo para sede de la
Presidencia de la Junta de Andalucía ha supuesto su destrucción parcial, la de los patios
y galerías que han alterado la planta heredada y la del jardín histórico donde se ha
construido un aparcamiento subterráneo. Sin embargo la situación más crítica fue en
1968, año en que fue declarado monumento histórico-artístico por vía urgente ante la
amenaza de derribo para la construcción de un hotel. Tan descabellada idea se la
comunicaron al arquitecto Rafael Manzano en el Palacio Arzobispal, con la intención de
que buscara un lugar idóneo para instalar la portada. Sorprendido, llamó enseguida a
Florentino Pérez Embid, el entonces Director General de Bellas Artes que tanto hizo por
la ciudad, quien puso en marcha la incoación como monumento del palacio barroco.
Entre lo mucho que le debe Sevilla a Rafael Manzano por la recuperación de tantas
casas y monumentos, figura el haber contribuido a salvar de la piqueta el Coliseo
España en 1971, al menos los muros exteriores, en unión a los deseos del alcalde
Fernández García del Busto. Para tal fin se recurrió a una figura infrecuente: la de
monumento de interés local. La prensa de la época se hizo eco de la campaña ciudadana
originada.
Si los sevillanos se volcaron con el Coliseo, no fue así con el Colegio de San
Miguel, edificio de los siglos XVII y XVIII, arquitectónicamente de mayor valor que el
teatro regionalista. Rafael Manzano veía ese edificio muy idóneo para museo
catedralicio, pero la piqueta fue implacable; la nueva edificación se organiza en torno a
una plaza, la del Cabildo, algo cursi y de traza poco afortunada, aunque vistosa, para
residencia de canónigos y mercadillo dominguero de sellos, monedas y tarjetas postales.
Entre esas postales no son pocas las que muestran lo que un día fue el gran Colegio de
San Miguel, propiedad de la iglesia sevillana. En esta plaza de las viejas fotos que
remueven el morbo y la nostalgia hispalense, puede aplicarse aquella frase de la
profesora Ana Ávila, máster de Patrimonio y ex presidenta de la asociación Ben Baso:
“Sevilla es conservacionista pero del recuerdo de lo que fue”.
Tampoco la ciudad hizo mucho por el Teatro San Fernando, antes citado, con toda
la carga popular y folclórica como allí resonó en las últimas décadas, además de haber
sido templo capillita de los pregones, sala de cine, teatro y, sobre todo, escenario
musical de grandes intérpretes y de los mejores cantantes de ópera, como Capsir,
Tamagno, Barrientos, Fleta y Schippa.
Ante este cúmulo de atentados al patrimonio cultural sevillano, que es una constante
en su historia, cabe preguntarse si son eficaces los inventarios y los catálogos como
instrumentos principales de protección. Y la experiencia nos dice que no. Basta repasar
las páginas del libro Arquitectura civil sevillana, de Francisco Collantes de Terán y Luis
Gómez Estern, para comprobarlo. La aparición de este libro-catálogo en 1976 fue una
sorpresa para el que esto escribe. Allí había un Sevilla distinta, caracterizada por una
arquitectura variada y sorprendente que ya tenía poco que ver con la de finales de los
años setenta. ¿Cómo es posible que dejaran destruir tantas construcciones singulares
que databan del siglo XVI hasta las regionalistas del XX? La obra la editaba el
Ayuntamiento, que es la institución que había realizado el catálogo, iniciado a partir del
plan de ordenación urbana de 1946. Había fotos y planos de fachadas e interiores
desconocidos. Todas las que tenían una “D” estaban destruidas. En la siguiente edición
de esta obra, las “D” de derribo habían proliferado y el número de casas abandonadas,
en ruina o demolidas, con respecto a la primera edición, se acercaba a los dos
centenares. El mismo Ayuntamiento que cataloga da las licencias de derribo con la
ayuda inestimable de la Comisión Provincial de Patrimonio Histórico. Y más que un
catálogo para preservar, este libro viene siendo la guía de orientación inmobiliaria que
indica al especulador cuántos metros cuadrados puede edificar en cada casa-palacio una
vez obtenida la licencia de derribo.
Catalogación y destrución
La labor del historiador es fundamental para dar conocer y valorar lo que debe
respetarse, o en último lugar para dejar constancia del patrimonio condenado a
desaparecer. La labor catalogadora del estudioso es absolutamente compatible con la del
técnico que da la licencia. Cada cual ejerce su trabajo, aunque a veces haya sido el
estudioso, el académico, el que haya dado la licencia. Y que venga luego el golpe de
grúa, la ruina, el derribo por seguridad, por abandono, por insensibilidad al edificio… El
historiador Santiago Amón, uno de los impulsores del voluntarismo ciudadano en
defensa del patrimonio, dijo en Sevilla en 1979 que “cuando un Ayuntamiento edita un
catálogo, como de hecho ha ocurrido en esta ciudad, debe ser para proteger esos
edificios, y no para saber cómo era la ciudad hace quince años”. Dijo también que el
cincuenta por ciento de los edificios catalogados ya estaban demolidos. Y en cuanto a
los casos de demolición por “ruina inminente”, aseguró que un noventa por ciento de los
casos era ruina inexistente, y en el restante diez por ciento, ruina provocada.
No hay, pues, catálogos en Sevilla, tanto de bienes inmuebles como inmuebles sin
las “D” de destrucción. El libro La Casa sevillana, de Joaquín Hazañas, publicado en el
primer tercio del siglo XX por la imprenta Gómez Hermanos, es un pequeño muestrario
de casas notables que fueron posteriormente demolidas. La Casa en Sevilla, de José
Ramón Sierra, es un nostálgico catálogo de 367 páginas e incontables fotografías y
planos (recogidos entre 1976 y 1995) de la arquitectura más frágil y castigada de la
ciudad: la casa popular tradicional, prácticamente desaparecida, por el poco valor que
generalmente dan los arquitectos e historiadores a esta arquitectura sin arquitectos; su
conjunto era parte esencial de la fisonomía de Sevilla. Es la casa-patio, hueca, irregular,
de poca altura con entrantes y salientes.
La Arquitectura del Regionalismo en Sevilla (1900-1935), de Alberto Villar
Movellán, aunque revalorizó sin duda las edificaciones de este período, muestra ya en
las páginas de su última edición más casas desaparecidas. Lo mismo ocurre con
Arquitectura sevillana del siglo XVIII, de Antonio Sancho Corbacho -1952- donde
figuran casas y retablos que ya no existen, como el del Hospital de los Viejos. Y no
digamos de los catálogos de cada uno de los distintos planes de protección del conjunto
histórico y, por supuesto, los de la Junta de Andalucía y los que viene elaborando el
Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico. Así, dentro de los bienes muebles, se echan
en falta, al menos, una decena de órganos de los templos de Sevilla y su provincia, años
después que José Enrique Ayarra elaborara el catálogo completo, editado por la Junta; y
las pinturas catalogadas de Pedro Villegas Marmolejo, entre otras obras de arte, que han
desaparecido de la iglesia del Hospital de San Lázaro, como advierte el profesor Joaquín
Egea.
Capítulo aparte merecen los catálogos sectoriales del conjunto histórico sevillano
elaborados por la Gerencia de Urbanismo del Ayuntamiento. Cuando el arquitecto
Fernando Mendoza terminó el de Triana, ya habían desaparecido más de 40 casas
catalogadas por él en el nuevo trabajo. Encontró un corral de vecinos sin acceso,
encerrado entre edificaciones, y el número de edificios de los siglos XVII y XVIII en
pie no llegaba a la veintena, pues en las últimas décadas se demolieron más de cien.
Luego vino el plan especial de Triana que, influido por el “síndrome calle Castelar” de
una acera conservada y otra no, deja la calle Pagés del Corro semidesprotegida al
catalogarse solo las casas de los números impares. Algo similar ha ocurrido en la
Avenida de la Palmera, pese a estar incluida en la ampliación del conjunto histórico.
El despertar del voluntarismo ciudadano
La sociedad civil, al margen de determinadas campañas concretas, empieza a
despertar en los años setenta, aunque de forma más patente en la etapa de la transición.
El Colegio Oficial de Arquitectos de Andalucía Occidental y Badajoz y su Centro de
Estudios y Servicios (CEYS-Sevilla) pasan a primer plano gracias a las inquietudes de
un grupo de jóvenes arquitectos que, preocupados por los problemas urbanísticos de la
ciudad, suscitan un importante debate sobre el Prado de San Sebastián. Periódicos como
El Correo de Andalucía, ABC, Pueblo o Sevilla dedican numerosas páginas a este
espacio verde, desde 1972 a 1975. La opinión, el debate y las propuestas sobre el futuro
del Prado abren una nueva etapa participativa en la que tienen cabida no sólo los
arquitectos y urbanistas sino también los ciudadanos, con implicación de instituciones
políticas y culturales. Todo ello queda reflejado en un libro, El Prado, que edita el
Colegio de Arquitectos en 1975. De todas las ideas que se han barajado desde entonces,
al final se hizo lo que Miguel Fisac opinaba en una entrevista de Manuel Ponce para el
diario Pueblo, publicada el 12 de marzo de 1974: “Yo lo dejaría como tal Prado. Habría
que hacer algo así como jardines, zonas de juegos de niños, algo que fomente la
convivencia”.
Los arquitectos del CEYS, bajo una óptica medioambiental y conservacionista
entonces muy avanzada, siguieron generando debate e interés por Sevilla y, entre otras
actividades organizaron una exposición con el título La corta de la Cartuja. ¿A quién le
interesa? Se oponían a las 30.000 viviendas proyectadas en la Cartuja y a la destrucción
del paisaje ribereño de la cornisa del Aljarafe, y pedían su reconversión en zona de
esparcimiento, jardín forestal y jardín botánico. Por otro lado, el CEYS alertó contra la
degradación del centro histórico y los estragos del Plan de Reforma Interior del Casco
Antiguo, el célebre PRICA, que permitía cambios de alineación en la trama urbana y
obras de nueva construcción con patios abiertos a la calle, como la que se hizo en el
solar del Corral del Agua, en el barrio de San Bartolomé. Y mandaron a los periódicos
fotografías de edificios en peligro, caso del Palacio de Altamira, o diversas
construcciones del regionalismo, como Villa Pepita, en la Palmera, que no se salvó de la
piqueta. Estas consideraciones quedaron plasmadas en la muestra La destrucción de la
ciudad.
Editaron fichas del patrimonio construido, como la del Puente de Triana, que estuvo
a punto de ser desmantelado por completo. El CEYS creó conciencia ciudadana,
mediante exposiciones, publicaciones, comunicados de prensa, y su ejemplo se difundió
por España. Así, la revista 2C Construcción de la Ciudad, editada en Barcelona,
dedicaba su número 11 de junio de 1978 casi enteramente a Sevilla: “En torno a la casa
sevillana” con un plano de Olavide plegado dentro y un colofón acerca de la destrucción
de la ciudad, donde Antonio Barrionuevo y Francisco Torres, afirmaban que lo
acelerado de este grave proceso de deterioro “en la actualidad, hace temer por su
destrucción total”. La revista estaba dirigida por Salvador Tarragó, arquitecto experto en
Cerdá y en los jardines, fundador de S.O.S. Monuments. Tarragó es un referente del
voluntarismo civil en favor del patrimonio cultural y el medio ambiente; es el núcleo
que mantiene unida la labor de muchas asociaciones españolas en pro del patrimonio, y
prueba de ello son las distintas reuniones que ha mantenido con colectivos de otras
ciudades históricas, de donde han salido, por ejemplo, la Carta de Toledo y la Carta de
Sevilla, entre otras. Ha colaborado con el CEYS y sigue siendo conservacionista,
después de que el poder político acallara tantas voces de arquitectos que se
pronunciaron contra la piqueta.
El impulso que abrió el debate ciudadano tuvo su continuidad y su consolidación en
1977, en las ya citadas páginas de Casco Antiguo, de Antonio Burgos en el diario ABC
de Sevilla. De aquella época hay que destacar un hecho insólito: la restauración integral
del Retablo Mayor de la Catedral hispalense, realizada por Francisco Arquillo y otros
restauradores de la Facultad de Bellas Artes. Este gran proyecto fue posible gracias a
José María Benjumea Fernández de Angulo. La comisión creada por él para tal fin fue
el germen de la Asociación de Amigos de la Catedral (1980-1997) que tantas obras de
arte ha recuperado del principal templo sevillano.
En 1976 nació la mítica asociación ecologista Andalus, de gran influencia en la
conservación del Parque de Doñana y otros espacios naturales. Supuso un cambio de
conciencia con respecto a la naturaleza y al medio ambiente. Uno de sus fundadores, y
muchos años presidente, Jesús Vozmediano, creó poco después la sección de Ecología
Urbana, que entre las campañas a favor de la ciudad, figura su contribución al rescate de
los Jardines del Valle. En 1977, varios estudiantes saltaron la tapia e hicieron fotos para
denunciar la inminente construcción de viviendas en estos jardines. La ciudad se
movilizó y el alcalde, Fernando Parias, denegó la licencia de obras en enero de 1978.
Fue uno de los primeros logros del empuje social a comienzos de la democracia.
Por entonces, en Sevilla aumentaban las casas abandonadas y multitud de solares.
Era el momento adecuado para la fundación de Adelpha-Sevilla, cuya presentación fue
el 27 de marzo de 1979 en la Casa de Pilatos. Allí habló, con la claridad que le
caracterizaba, el vicepresidente de Adelpha-Madrid y crítico de arte, el inolvidable
Santiago Amón, ante los políticos alcaldables, arquitectos, historiadores, miembros de
la Comisión de Patrimonio y sevillanos amantes de la ciudad. Posiblemente estuviera
también José Luis Souto, que más adelante sería presidente de Adelpha. Y, por
supuesto, Ignacio Medina, duque de Segorbe, mecenas de nuestro tiempo y un
adelantado en la visión y gestión del patrimonio. Fundó Pro Sevilla, la sociedad que le
ha servido para salvar de la ruina y restaurar numerosas casas que van desde el siglo XV
al XIX. Acababan de derribar entonces una casa mudéjar en Santa Marina, catalogada
en el libro Arquitectura Civil Sevillana. Y no pasó nada. Lo que dijo Amón en la Sala
del Pretorio, recogido en ABC de Sevilla por José Joaquín León, fue políticamente
incorrectísimo. Se detuvo en el significado de casa, del alma de la casa; habló de la
noción de centro histórico y de cómo la arquitectura contemporánea tiende a uniformar
y borrar las peculiaridades del caserío tradicional. Afirmó que la ley está para “hacerla
cumplir y, en primer lugar, por los delegados de Cultura, que tienen legalmente
protección gubernativa y apenas la solicitan”. Acabó con unos datos alarmantes
recogidos por miembros de la asociación: trescientas casas cerradas pendientes de
derribo. Adelpha-Sevilla tuvo una vida corta pero intensa, con más aciertos que fallos,
si bien la campaña contra Rafael Manzano por la restauración del Patio de las Doncellas
del Alcázar –intervención a nuestro juicio acertada- fue excesiva e injusta, ante el
silencio de muchos colegas del insigne arquitecto, que contó, por otro lado, con el
apoyo de los profesores Ramón Carande, Juan de Mata Carriazo y Francisco Morales
Padrón, entre otros. Tanto en el Alcázar como en Medina Azahara, Rafael Manzano
hizo descubrimientos y restauraciones de gran trascendencia que ayudan a entender
mejor ambos conjuntos monumentales. Al cabo de los años, en 2010, el reconocimiento
internacional de Manzano le ha venido confirmado con el prestigioso premio Richard
Driehaus de Arquitectura Clasica, otorgado en Chicago.
Adelpha y el duque de Segorbe salvaron el Palacio de Altamira, declarado entonces
bien de interés cultural. Los planteamientos conservacionistas, en la línea europea de
Francia e Italia, incidieron sin duda en el primer Ayuntamiento democrático, el del
alcalde Luis Uruñuela (1979-1983). Lo cuenta Antonio Burgos: “Si luego Víctor Pérez
Escolano o Luis Uruñuela pudieron desde el Ayuntamiento detener el proceso de
destrucción de la ciudad, fue porque antes con Adelpha y los adélfilos, Santiago Amón
había creado una mentalidad conservacionista en Sevilla”.
Efectivamente, del PRICA se pasó al Plan reformado del PRICA de 1981, que era
muy avanzado y novedoso en España, pues tomándose como modelo la experiencia
conservacionista de la ciudad italiana de Bolonia, se inició la catalogación de los
inmuebles del conjunto histórico con distintos grados de protección. A Víctor Pérez
Escolano y su equipo se debe este cambio de criterio tan significativo frente a la
tendencia desarrollista anterior. Había ya un caldo de cultivo con las acciones de
Adelpha, la página diaria de Burgos en el ABC que dirigía Nicolás Salas y la
proliferación de noticias sobre patrimonio en este y demás medios de comunicación. Al
mismo tiempo, el duque de Segorbe seguía rescatando antiguas casas sevillanas. En los
ochenta Alfonso Jiménez y José María Cabeza restauraron la Giralda, y el primero de
ellos dio a conocer la Carta del Restauro. Carlos Ortega nos reveló a todos la cara de la
Giganta de bronce y así se empezó hablar más del Giraldillo que de la Torre.
Aumentaron las rehabilitaciones de edificios (corrales, casas señoriales…) y la piqueta
se relajó lo suficiente como para que enseguida se oyeran protestas de los que veían en
la nueva tendencia un retroceso de la política urbanística.
El efecto Expo
Los prolegómenos de la Expo’92 no tardaron en llegar. Cayó Adelpha-Sevilla en la
ciudad de la piqueta, y la serie de Casco Antiguo dejó de publicarse en los inicios de
1985. Los nuevos planteamientos urbanos eran ya menos sensibles al patrimonio
arquitectónico. Sevilla, hipnotizada por la tecnología y la arquitectura-espectáculo, se
volcó con la Isla de la Cartuja, olvidándose el casco histórico. Reaparece el concepto
decimonónico de higienización aplicado al urbanismo: ensanche, drenaje,
modernización… y se reducen los obstáculos que dificultan este proceso. Así, con
objeto de agilizar las licencias de derribo para la construcción de edificios en el casco
histórico se rebajó el nivel de protección de muchas casas catalogadas que hoy ya no
existen. Las dos zonas más afectadas han sido el barrio de San Bernardo y San Luis-San
Gil. Vinieron nuevas oleadas de demoliciones y la ciudad, cegada por el “efecto Expo”,
rindió culto al diseño.
Dejando aparte todo lo positivo que aportó la Expo en infraestructura urbana, lo que
nos interesa ahora es ver la incidencia de los nuevos criterios de restauración y
rehabilitación arquitectónicas en los monumentos sevillanos y la reacción de la sociedad
civil. El “efecto Expo” es en realidad una moda que se origina en torno al
acontecimiento de 1992 y se desarrolla en los años posteriores al certamen hasta hoy
día. El protagonismo desde el ámbito profesional y político que este tipo de muestras
internacionales generan, la influencia de las revistas de arquitectura y, en algunos casos,
un excesivo presupuesto que ha de justificarse, unido a la falta de control, tienen como
consecuencia intervenciones que buscan la impronta personal y el contraste entre lo
antiguo y lo nuevo, a costa de la integridad del edificio histórico. Las nuevas tendencias
no sólo alteran la estructura y fisonomía de los monumentos, sino también al paisaje
urbano protegido, bien por el impacto de un edificio singular que ha sido modificado
exteriormente –la nueva fachada del Monasterio de San Isidoro del Campo-, o bien por
la inclusión de construcciones inapropiadas como “las Setas” de la Encarnación o la
Torre Pelli. Como este tipo de intervenciones se ha prolongado más allá de la propia
Expo, no es de extrañar que sea en estas últimas décadas cuando haya surgido un mayor
número de asociaciones en defensa del patrimonio, hecho que puede considerarse todo
un fenómeno social en Sevilla.
Para analizar este periodo es necesario algo más de la perspectiva que nos da el
tiempo, pues son muchos los casos y los factores que entran en juego. Pero,
sintetizando, el primer ejemplo de esta tendencia que nos lleva al “efecto Expo” quizás
sea el de las obras realizadas en la década de 1980 en la Nave del Lagarto y la
Biblioteca Colombina del Patio de los Naranjos de la Catedral. Ni que decir tiene, que
en este proyecto nada tuvo que ver el maestro mayor de la Catedral, Alfonso Jiménez.
Lo traumático de esta remodelación salta a la vista: se eliminó una entreplanta y la
escalera, hubo cambio de rejas antiguas por otras de diseño y, aparte de distintos
caprichos estéticos innecesarios, se retiró el artesonado (original del convento de Santo
Tomás) que sostenía el Lagarto, y esta figura quedó colgada entre las nuevas vigas de
hierro como un jamón en un secadero. El colofón fue el hundimiento de la cubierta de la
Colombina, a punto de terminarse la rehabilitación. Las fotos captadas por Ruesga Bono
y Díaz Japón de las viguetas caídas sobre los libros incunables enterrados entre los
cascotes no pueden ni deben olvidarse. Como tampoco puede olvidarse la remodelación
llevada a cabo en el Monasterio de la Cartuja, donde prima el diseño sobre el
monumento, con eliminación de partes originales y la destrucción de la casa de los
Pickman. Se salva del conjunto la Capilla de Afuera, restaurada con esmero por
Fernando Mendoza.
Con la Expo se adulteró la zona más antigua del Palacio Arzobispal: las cocinas,
algunas salas, el patio trasero y la fachada posterior, completamente destruida; el
Palacio de Altamira quedó desnaturalizado, al igual que diversas zonas del monasterio
de San Isidoro del Campo, y la marca del momento hizo mella en conventos, iglesias,
casas singulares y arquitectura industrial. Se destruyeron numerosos edificios del XVII,
XVIII y XIX, dejándose a veces la fachada y calles tan irreconocibles como Parra, Sol,
Arrayán, Relator o Divina Pastora, mientras se permitía por parte de Urbanismo y la
Comisión de Patrimonio, la construcción de innumerables áticos que no cumplían la
normativa, hasta tal punto que el exceso de volumetría ha desfigurado en gran medida la
fisonomía de lo que se conoce como la quinta fachada, es decir, la ciudad de los tejados
y azoteas a vista de pájaro.
Ni siquiera la ley de Patrimonio Histórico de 1985 y la autonómica de 1991
(artículo 32.2), sobre los planes sectoriales de protección y los especiales en los
conjuntos históricos, concretados luego en el Plan Especial de Protección del Conjunto
Histórico, han servido para preservar el caserío y detener la especulación destructiva del
suelo. Los avances proteccionistas de la época de Uruñuela marcaron una antes y un
después, pero la inercia imparable de la piqueta impidió que una mentalidad avanzada
pudiera desarrollarse en la teoría y en la práctica.
En lo que a urbanismo se refiere, el mayor retroceso fue la aprobación, a finales de
1985, del avance del nuevo Plan General de Ordenación Urbana, que suponía una vuelta
al intervencionismo agresivo basado en la higienización: derribos, ensanches, aperturas
de nuevas calles y plazas, que en definitiva trajo consigo la destrucción de este barrio de
trazado medieval. El plan, difundido por la prensa –ABC de Sevilla, 1 de diciembre de
1985-, fue rechazado con duras críticas por diversos sectores profesionales y
ciudadanos y, una vez corregido y suavizado, se aprobó en 1987.
La situación de la zona norte del casco antiguo no mejoró. La rehabilitación seguía
sin ser una prioridad para el Ayuntamiento, que de hecho ya había rebajado
considerablemente la protección de los edificios catalogados en el plan de 1987. El
abandono y la piqueta, sobre todo en esta zona de San Luis y San Gil, ocasionaron
verdaderos estragos. En plena vorágine de la Expo, un estudio de la Gerencia de
Urbanismo alertaba del preocupante deterioro del centro histórico, pues solo en la zona
norte se habían contabilizado 280 edificios en lamentable estado de conservación. Este
informe venía a justificar la redacción del mal llamado Plan Especial de Rehabilitación
de San Luis, heredero del de 1987, que fue aprobado en 1994 para que pudiera acogerse
a las ayudas del Programa Urban de la Unión Europea. Por un lado es verdad que
gracias al Plan Urban se rescataron de la ruina la Casa de las Sirenas y el Palacio de los
Marqueses de la Algaba, pero fue nefasto para la zona norte. De nuevo aflora la vieja
táctica higienizante: “drenar, registrar y regularizar”, pues no era más que un proyecto
especulativo disfrazado de rehabilitador, que acabó desfigurando la trama urbana
medieval. Oxigenar le llaman los técnicos a la acción de destruir casas centenarias y
adarves, a las nuevas alineaciones y otros disparates urbanísticos como la aparición de
una vía muy ancha en la trasera de la iglesia de San Luis, entre dos calles estrechas.
Hay fotos con el templo al fondo que parecen sacadas de un bombardeo. El
Ayuntamiento propone y la Junta da el visto bueno: el resultado es la destrucción
pacífica de un modelo urbano dentro de un conjunto histórico protegido por la ley. El
barrió se movilizó con el Consejo Urban, formado por 15 asociaciones, y se creó la
Plataforma de Afectados por el Urban y la revista SubUrban.
El “efecto Expo” se había adueñado del centro histórico bajo sus distintas
manifestaciones. Una de las pérdidas más dolorosas fue el derribo, en 1994, del
convento de Santas Justas y Rufina, del siglo XVI, y del colindante corral del
Trompero, propiedad de la Junta de Andalucía, tras ocho años con un cartel en la
fachada que indicaba que se estaba restaurando. En su lugar la Junta construyó un
edificio de viviendas que fue objeto de polémica por la agresividad de su diseño en
plena judería. En la restauración de monumentos, Urbanismo seguía entonces una línea
conservacionista, pero a veces faltaba el rigor. El 4 de noviembre de 1994, Tomás
Balbontin escribía en ABC de Sevilla sobre la polémica suscitada a causa de
restauraciones pétreas en las portadas de tres iglesias mudéjares: Santa Marina, San
Juan de la Palma y Santa Catalina. Cuando la Junta paralizó las obras, los daños ya eran
irreparables. Algo parecido ocurrió posteriormente en el templo de San Román, pero fue
el edificio de la antigua Fábrica de Tabacos –la actual Universidad Hispalense- el que
sufrió los peores daños, debido a una limpieza muy abrasiva a base de chorros de arena
en un tiempo record. La piedra exterior quedó erosionada y la portada principal de la
Fama perdió su peculiar pátina satinada, casi translúcida. Veinte años después ha tenido
que ser restaurada. Tampoco fueron adecuadas las obras del Ayuntamiento, que gracias
a la intervención y asesoramiento del duque de Segorbe, siendo alcalde Alejandro Rojas
Marcos, se logró paralizar y reponer lo que se había eliminado. Eran las prisas del 92
aplicadas a los monumentos, que, como tales, deben tratarse con rigor científico y un
tempo bien distinto.
También en 1994 se aprueba el Plan Especial de Protección del Conjunto Histórico,
que no es un plan sino 27 planes sectoriales, con sus consiguientes catálogos de
edificios protegidos, que a medida que se aprueban se desvinculan de la tutela de la
Junta. El proceso, excesivamente lento, no es beneficioso. Han pasado casi 20 años y
aún quedan sectores por aprobar.
Los años finales del siglo XX no parecen tener en cuenta los avances en materia de
patrimonio. En década de 1990, Sevilla podría haberse beneficiado de todo el
conocimiento acumulado sobre el cuidado, conservación y técnicas de restauración
reversibles desarrolladas específicamente para el patrimonio edificado. Faltan equipos
verdaderamente interdisciplinares. Salvo contadas excepciones, los criterios más
habituales no tienen en cuenta el respeto que la ley exige para asegurar la integridad de
los valores del monumento, produciéndose alteraciones, destrucciones parciales para la
inclusión de elementos ajenos –material y diseño- en el edificio restaurado. Muchas
veces prima la renovación sobre la restauración. En este sentido, el historiador Rafael
Cómez, una de las pocas voces críticas de la Hispalense junto con Víctor Fernández
Salinas, Vicente Lleó, María Fernanda Morón, Enrique Valdivieso y María Dolores
Ruiz de Lacanal, afirma: “En la práctica actual, bajo el marchamo de renovar o restaurar
se aniquila la sustancia histórica impunemente. La destrucción aterradora de las
superficies de los muros alterando revoques y pátinas nos conduce al convencimiento de
que conservar es necesario, restaurar, a veces, en condiciones específicas, y renovar
resulta claramente incompatible con la doctrina de defensa del patrimonio”. Los cursos
y conferencias del recordado Emilio Quilez, profundo conocedor de la cal y de todo tipo
de morteros, estucos y revestimientos naturales, han contribuido al renacimiento de
estas técnicas tradicionales.
La lista de despropósitos en estos años es inacabable y todos recordamos las
lamentables intervenciones en las los templos de San Bartolomé y San Vicente, y otros
monumentos como el Palacio de Altamira, San Laureano, Casa de los Artistas, donde en
las últimas obras han desaparecido los alfarjes góticos; la antigua Escuela Francesa,
muy adulterada, la Casa de los Leones o los derribos de la Casa de los Medina,
(conocida por casa del Infantado), la Pirotecnia e innumerables casas de los siglos XVI
al XIX. En octubre del año 2000, el profesor Joaquín Egea, presidente de la asociación
Adepa, y el historiador Juan Ramón Barbancho denunciaban en una rueda de prensa en
el Ateneo que en diez años se había perdido el 25 por ciento de los inmuebles de la zona
San Gil-Alameda. Los 1025 edificios protegidos se redujeron a 762, de los cuales 88
(los del nivel de protección E) podían ser demolidos, pese a su valor ambiental. Ese
mismo año, en un simposio internacional del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico,
el arquitecto Antoni González fue políticamente incorrecto al declarar que “hoy se
destruye más que hace treinta años”. Una década después, en 2011, el duque de Segorbe
resumía así la situación en una entrevista de María Jesús Pereira en ABC: “En Sevilla se
destruye una casa del siglo XVII todos los días”.
Las Setas y la Torre Pelli: dos atentados urbanísticos
Y así, sin apenas control y el silencio de las instituciones culturales, llegamos a
rozar el “todo vale” con la destrucción hace unos años de unos hornos almohades que
estaban en perfecto estado durante unas obras en la Puerta de Jerez, y como queda
reflejado en el Metropol Parasol -las Setas gigantes de la Plaza de la Encarnación-
sobre una yacimiento romano maltratado por las obras; el desmantelamiento de la zona
portuaria romana con calzada incluida y el derribo parcial del Palacio de San Telmo y
sus jardines (declarados bien de interés cultural) en la rehabilitación efectuada para sede
de la Presidencia de la Junta; en la polémica remodelación de la Alameda de Hércules, y
en la construcción del rascacielos conocido como Torre Pelli, llevada a los tribunales
por la sociedad civil por vulnerar 10 puntos de la legalidad vigente.
Intervenciones positivas
En el polo opuesto a las costosas obras faraónicas de las últimas décadas debe
destacarse la ejemplar labor realizada en Alcázar por José María Cabeza, que ha
demostrado que se puede conservar y restaurar el patrimonio con el máximo respeto y
sin malgastar el dinero público en renovaciones y diseños innecesarios que atentan
contra la integridad del monumento. En esta línea se puede encuadrar la restauración
integral de la iglesia del Salvador realizada por Fernando Mendoza -tras la voz de
alarma del diario ABC-, que se inció por una campaña de suscripción popular
encabezada por Joaquín Moeckel y coordinada por el canónigo Juan Garrido Mesa, y la
de San Luis llevada acabo por el mismo arquitecto y la intervención del restaurador de
la piedra Doménico Luis. Muy estimable es la intervención de Alfonso Jiménez Martín
y Pedro Rodríguez en el Hospital de las Cinco Llagas para Parlamento de Andalucía y
todo el trabajo que el primero viene desarrollando en la Catedral en su cargo de Maestro
Mayor. Del mismo modo, es también admirable el esfuerzo de muchos particulares en
conservar y rehabilitar sus casas y, especialmente, el de Ignacio Medina, duque de
Segorbe que, entre otras muchas cosas y pese a las constantes trabas de la
administración, ha logrado recuperar en el barrio de San Bartolomé 19 casas que forman
parte del hotel Casas de las Judería. Este proyecto le ha valido el premio Rafael
Manzano Martos 2013 de arquitectura clásica y restauración de monumentos, junto al
arquitecto Luis Fernando Gómez-Stern, que otorga Richard H. Driehaus en la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Sergobe continúa con las
campañas de restauración integral de la Casa de Pilatos, que coordina el restaurador
Javier Barbasán. Más reciente es destacable el éxito de la campaña promovida por el
profesor Enrique Valdivieso para la restauración de las pinturas de Pedro de Campaña
del retablo principal del templo de Santa Ana, o la recogida de firmas en la Hispalense
organizada por el historiador Antonio Albardonedo para solicitar la declaración de la
Alameda de Hércules como bien de interés cultural. Cabe mencionar también los
estudios sobre el color y los morteros de la arquitectura tradicional que lleva a cabo el
profesor Antonio Villena con muy buenos resultados en las restauraciones emprendidas
por él.
El papel de la prensa
Es lógico que en estas décadas neodesarrollistas que tienen como eje cronológico el
cambio del siglo XX al XXI se produzca el auge del movimiento ciudadano, con la
aparición de nuevas asociaciones de defensa del patrimonio cultural (histórico, artístico
y natural). Pero, además, resulta muy significativo que sea en este momento cuando se
crean distintas plataformas compuestas por un número variable de asociaciones que se
agrupan para casos concretos y para otros más generales y estables. Todo ello tiene en la
prensa el principal canal de difusión. La prensa también ha contribuido al nacimiento y
desarrollo de esta presión social. Con respecto al diario ABC de Sevilla, es justo
mencionar la etapa de Manuel Ramírez como director, y la de Álvaro Ybarra, que sigue
llevando las riendas del periódico. Y en cuanto, al Diario de Sevilla, la etapa dirigida
por Manuel Jesús Florencio, Premio Andalucía de Periodismo, ha sido relevante por la
propia línea marcada por este periodista -ya desde sus trabajos en ABC-, y los artículos
de Carlos Colón, Juan Luis Pavón, Carlos Navarro Antolín y Luis Sánchez Moliní.
Deben añadirse también los escritos sobre patrimonio de Juan Miguel Vega y Javier
Recio en El Mundo, y en general la presencia en ABC de Ángel Pérez Guerra, José
María Aguilar, Álvaro Pastor, Francisco Robles, Félix Machuca, Gloria Gamito,
Joaquín Vázquez Parladé y Tomás Balbontín, sin olvidar los artículos en la prensa
sevillana de Íñigo Ybarra; los espacios en radio y televisión de José Antonio Rodríguez
Benítez y Manuel Jesús Roldán, además de las fotografías en ABC de Manuel
Sanvicente, la familia Serrano, Ángel y Raúl Doblado y Tomás Díaz Japón por citar
sólo algunos nombres.
Consolidación del asociacionismo
Hay, pues, un periodo clave a finales de los noventa que coincide plenamente con el
efecto Expo y es cuando se fundan varias asociaciones de patrimonio: la Asociación de
Profesores para la Difusión y Protección del Patrimonio “Ben Baso”, la Asociación para
la Defensa del Patrimonio Histórico de Andalucía (Adepa) y la Asociación Demetrio de
los Ríos, fundada por Isabel Gómez Oñoro. Las dos primeras siguen muy activas.
Uno de los grandes obstáculos con el que se han enfrentado las asociaciones es la
Delegación de Cultura de la Junta, concretamente la Comisión de Provincial de
Patrimonio Histórico, organismo que por su carácter esencialmente político y nada
transparente, ha visto siempre con recelo el interés y la implicación real de la sociedad
civil en el patrimonio, como aparece en algún informe del Defensor del Pueblo. A pesar
de todo, las asociaciones consiguieron con ayuda de la prensa estar representadas
durante algunas etapas (con voz pero sin voto) en la Comisión, después de varios años
de insistencia. La experiencia fue frustrante al comprobarse cómo se informaban
favorablemente aquellos proyectos de interés político como las Setas de la Encarnación
o el enlosado y reforma de la Alameda, y tantas rehabilitaciones destructivas, remontes
en casas catalogadas, así como numerosos derribos en Sevilla y provincia. Las
asociaciones consiguieron también que el Ayuntamiento creara la Comisión de Paisaje
Urbano y formar parte de ella en el tiempo que estuvo vigente.
Tras muchas peticiones no les ha sido fácil a las asociaciones conseguir las actas de
la Comisión de Patrimonio, que se facilitaban a veces de forma intermitente. Más
complicado resulta el acceso a la documentación de proyectos que afectan a bienes de
interés cultural y a edificios catalogados. La consulta de documentos públicos no
siempre se consigue y supone una dura batalla por el miedo de los políticos al debate y a
la polémica por las irregularidades que pueda haber. La Comisión de Patrimonio
responde muchas veces a intereses políticos y económicos, desatiende denuncias y
adolece de falta de control. En la práctica se reduce a un grupo consultivo elegido
cuidadosamente, con representación de las empresas constructoras (Gaesco). Debería
ser un organismo verdaderamente interdisciplinar, como vienen pidiendo las
asociaciones, pero no en el que sólo decida el delegado político de turno. Ante la
ineficacia de la Comisión de Patrimonio habría que preguntarse cómo establecer unos
mecanismos de tutela y control del patrimonio que no estén sujetos a los intereses
políticos.
Son muchas las campañas emprendidas por la sociedad civil; algunas, muy pocas,
se han ganado, como la de los jardines del Prado, gracias a la movilización de los
vecinos y a la Plataforma Sevillana por los Parques y Jardines, compuesta por más de
30 asociaciones, con José Miguel González Cruz al frente. Varias sentencias
consecutivas les han dado la razón, y la zona ilegalmente desforestada deberá reponerse
en su totalidad. Una de estas asociaciones, los Amigos de los Jardines de la Oliva,
presidida por Jacinto Martínez, sobresale en Sevilla por la cantidad de actividades que
organiza a favor de la conservación de las zonas verdes. Canalizan multitud de
denuncias sobre talas de árboles y actos vandálicos, y han contribuido a la creación de
parques y jardines. Solo en un año, cuando las talas de la Avenida de la Constitución, se
contabilizaron en Sevilla más de 1200 árboles talados. Son muchos los colaboradores de
este grupo, entre ellos, Sally Crane, portavoz de la asociación sevillana Amigos de los
Jardines y el Paisaje, y su marido, el escritor Aquilino Duque, la ceramista Marisol
Buero y Jorge Palma, profesor experto en botánica muy sensibilizado con los problemas
medioambientales.
El colectivo Adepa surge en realidad a partir del Pacto por la Sevilla Histórica, que
había promovido Joaquín Egea, que a su vez tiene su raíz en una exposición sobre la
Casa de los Artistas inaugurada en el Museo de Bellas Artes de Sevilla el 25 de octubre
de 1997. El Pacto reunió a asociaciones, académicos, profesores, representantes de la
cultura y ecologistas y fue presentado por Eduardo Ybarra, cuando era director de la
Academia Sevillana de Buenas Letras, el 29 de enero de 1998. Ybarra, como buen
amante y conocedor de la ciudad, apoyó el manifiesto revelando los principales
problemas del casco histórico y la degradación del caserío tradicional.
Al año siguiente, en 1998, Joaquín Egea y un grupo de amigos fundaron Adepa,
entre ellos, David Gómez, Jesús Vozmediano, Javier Pérez Embid, Álvaro López y el
que esto escribe, que enseguida formaría un primer núcleo con Teresa Lafita, Víctor
Fernández Salinas, Enrique Carmona, Emilio Quiles, Juan Luis Benítez y José Manuel
Borrás, entre otros. El historiador Javier Pérez Embid fue el primer presidente de la
asociación, seguido del abogado Álvaro López. Desde su origen la voz de esta
asociación ha estado presente en la ciudad, ofreciendo colaboración y alternativas a los
problemas relacionados con el urbanismo y el patrimonio histórico. En estos 15 años
han sido mucho los obstáculos que ha habido que sortear en una ciudad políticamente
tan indiferente con su legado artístico. Y ya se sabe, la piqueta siempre lleva ventaja,
pero al menos se ha contribuido –y esto es extensible a las demás asociaciones- a un
caldo de cultivo que ha dado sus frutos: se sigue luchando por el caserío tradicional que
aún queda y por los bienes muebles, por los monumentos sin uso: los conventos de San
Agustín y Santa Clara, Fábrica de Cañones, y la iglesia del Hospital de San Lázaro.
Adepa ha conseguido mediante informes y alegaciones algunos cambios de la
normativa urbanística, contra la ruina y los remontes que alteran la volumetría de la casa
tradicional sevillana. Ha organizado varios seminarios sobre derecho y patrimonio. Las
denuncias y los recursos no han cesado en este tiempo y los tribunales le han dado la
razón con algunas sentencias positivas: la de 2003 del Tribunal Superior de Justicia de
Andalucía sobre la ilegalidad de los cambios en las alineaciones urbanas; y la de 2013
del Tribunal Supremo que ratifica un fallo de Tribunal Superior de Justicia de
Andalucía y que a su vez anula 12 artículos del Plan General de Ordenación Urbana que
afectan a cuatro sectores del conjunto histórico. Adepa ha apoyado diversas campañas
de defensa del patrimonio promovidas por otras asociaciones y forma parte de varias
plataformas ciudadanas que se han pronunciado, entre otras cosas, contra el proyecto
Metropol Parasol o la Torre Pelli. Su presidente, Joaquín Egea, tan abierto al
mecenazgo, predica con el ejemplo y hay que agradecerle a él y a Soledad Rojas,
franciscana seglar, que ahora la Capilla de la Orden Tercera de San Pedro de Alcántara
pueda verse completamente restaurada tras una laboriosa búsqueda de recursos y
contribuciones económicas. La labor se centra ahora en el templo principal de San
Pedro de Alcántara, para cuya restauración Egea viene organizando una serie de
conciertos de música clásica. Egea vive en una casa del siglo XVII que salvó de la ruina
mediante una restauración integral y respetuosa.
La asociación Ben Baso, fue fundada en noviembre de 1997 al hilo de unas
Jornadas Europeas de Patrimonio Histórico. Nació, como Adepa, en un momento
decisivo para recoger las inquietudes y preocupaciones ciudadanas sobre la falta de
tutela del patrimonio. Desempeña una labor importante y bien organizada. Sus
respectivos presidentes, Esteban Moreno, Ángela Espín, Ana Ávila, Jorge Palma y José
Juan Fernández Caro han sabido mantener desde el inicio el carácter didáctico, de
difusión y protección del patrimonio, intensificando a los largo de estos años las
campañas de denuncia por las agresiones que este legado viene sufriendo. Ben Baso
realiza jornadas abiertas a los ciudadanos, foros de debate, visitas guiada a Sevilla y la
provincia, e intercambio con otros colectivos de dentro y fuera de nuestras fronteras.
En la prensa, la asociación Ben Baso ha destacado siempre por sus campañas,
enfocando su atención en aquellos bienes culturales que más lo necesitan en cada
momento, como el monasterio de San Isidoro del Campo, los dólmenes de la provincia
(abandono y expolio), el templete de San Onofre (abandono y degradación), el
yacimiento tartéssico de El Carambolo (abandono y expolio), la degradación del Parque
de María Luisa y el expolio de las esculturas barrocas de los Jardines de las Delicias, así
como la campaña “Queremos ver, queremos saber”, que criticaba la ocultación
mediante vallas de los trabajos que se realizaban en el yacimiento romano de la
Encarnación para la construcción del Metropol Parasol, más conocido por “las Setas”.
Esta fue una actividad realizada conjuntamente con Adepa, Ecologistas en Acción y el
Grupo de Expertos.
En el mundo asociativo faltaba un grupo centrado en la pintura, y así surgió en 2006
Velázquez por Sevilla, impulsor de la campaña que tuvo como resultado la compra para
esta ciudad de la Santa Rufina de Velázquez. Atentos a las distintas cuestiones del
patrimonio cultural que afectan a la ciudad, sus representantes Manuel Valdivieso, José
Andrés Vicente, Guillermo Caballero y Enrique Arias, contribuyeron a que finalmente
el Museo de Cerámica sevillana fuera una realidad, mediante un homenaje en Madrid al
donante de la colección: Vicente Carranza.
Hay asociaciones que tienen como principal objetivo unos entornos concretos
aunque su labor se extienda a otros compromisos más amplios. Es el caso de la
asociación Histórica Retiro Obrero (Ahro), fundada por Basilio Moreno, su presidente,
que lleva años trabajando con intensidad por la conservación del barrio Retiro Obrero,
ejemplo de proyecto urbanístico del regionalismo arquitectónico, debido a José Gómez
Millán en los años de la Exposición Iberoamericana de 1929. Ahro ha logrado que hoy
se valore más la antigua Fábrica de Vidrios, influyendo en su catalogación. Por su parte,
la asociación Copavetria, fundada por José María Luján, nació para defender los patios
y corrales de Triana.
En esta eclosión de asociaciones diversas hay una que tiene por objeto la defensa de
una construcción singular como es el Puente de Alfonso XIII, conocido por el Puente de
Hierro. Es la asociación Planaute, que Carlos Fernández Marín preside desde el
desmantelamiento y traslado del puente. Hubo otra entidad para defender la pervivencia
de la Fábrica de Sombreros, y otra, llamada La Noria que se ocupa del Huerto de la
Casa del Rey Moro. Caso interesante es el de Francisco Rodríguez, carnicero del
mercado de la Encarnación y premio de la asociación Ben Baso por su intensa
dedicación a la defensa del mercado y su entorno. Desde hace muchos años escribe
varios artículos a la semana sobre el mercado. Es destacable también la labor de Ángel
López Hueso, comprometido con diversas campañas a favor de la ciudad.
Y podríamos hablar además de la sociedad Biosfera, creada por Jesús Vozmediano
que, aunque enfocada a asuntos de gran importancia relacionados con la naturaleza y el
medio ambiente, también se ha preocupado de asuntos que afectan al patrimonio
histórico y el paisaje urbano de Sevilla, así como de otros aspectos como la
contaminación. Y en esta combinación de todas las vertientes del patrimonio histórico,
medio ambiente y naturaleza, se mueve Baetica Nostra Andalucía con Francisco
Navarro al frente, formando una activa red de acciones y denuncias en toda la
comunidad. Con tendencias similares encontramos en la provincia de Sevilla, entre
otras, la sociedad ecológica Alwadi-ira, en Alcalá de Guadaira, y más centrado en el
patrimonio histórico, los Amigos de Écija, la asociación de este tipo más antigua de
Sevilla y provincia, fundada en 1979. Concede premios y organiza jornadas de
protección del Patrimonio dirigidas por el historiador Antonio Martín Pradas y la
arqueóloga Inmaculada Carrasco Gómez. En Santiponce tuvo mucha presencia en los
años noventa la asociación Amigos del Monasterio de San Isidoro, preocupados por el
abandono que estaba sufriendo tan significativo monumento. Por otro lado, Ricardo
Marqués a través de la asociación A Contramano ha influido en la feliz implantación del
carril-bici, donde es justo citar al principal gestor de esta iniciativa: José Antonio García
Cebrián.
Plataformas hay muchas en Sevilla. Algunas, como la Plataforma para la
Recuperación del Patio de los Naranjos o la Plataforma de Artesanos del Casco Antiguo
a favor de los corralones, tuvieron su momento. En la red se puede seguir la impulsada
por José Javier Comas para la restauración del templo de Santa Catalina. La de la
Sevilla Histórica engloba a los principales colectivos sobre patrimonio y, entre ellos,
figura el Centro de Estudios Históricos de Andalucía, que de la mano de Rafael
Sanmartín, se ha implicado en temas tanto de patrimonio histórico-artístico como
natural, en defensa de los árboles y zonas verdes de la ciudad. En la zona del Aljarafe
destacan al menos tres plataformas: Aljarafe Habitable, Valencina Habitable,
preocupadas por el medio ambiente, la arqueología y los dólmenes, y Plataforma
Ciudadana Forestier y su presidenta, Isabel Medrano. En esta línea cobra importancia el
manifiesto impulsado por Francisco Morilla en 2006 contra el expolio del patrimonio
histórico, arqueológico y natural del Aljarafe.
Lugar especial merece la Plataforma por la Casa de Pumarejo, constituida en el año
2000, que ha movilizado a todo un barrio a favor de una casa, de sus moradores y de
una forma de vida, logrando que este palacio del siglo XVIII sea declarado bien de
interés cultural. La Casa de Pumarejo se ha convertido en un foro social y cultural, es un
ejemplo de constancia, solidaridad y supervivencia, digno de haber traspasado las
fronteras locales.
La fuerte polémica originada por la eliminación de elementos arqueológicos en el
yacimiento romano de la Encarnación y el anuncio de un aparcamiento rotatorio en ese
lugar, ocupó mucho espacio en la radio, la televisión y los periódicos, antes del
desaguisado de las inexplicables Setas. Y se originó lo que podría llamarse Plataforma
de Bruselas, constituida por al menos treinta entidades ciudadanas, como las vecinales
Cardo, Entorno Regina, Areneros de San Gil, de consumidores, como Facua; de
patrimonio y medio ambiente, como Ben Baso, Adepa, Grupo de Expertos y Ecologistas
en Acción, más la presencia y adhesión de partidos políticos y de algunas otras
asociaciones españolas de patrimonio cultural como el Arca de Noé, fundada en Burgos
por la geógrafa Begoña Bernal, y S.O.S. Monuments de Barcelona, que presidía
entonces Salvador Tarragó. El 25 de noviembre de 2002 los representantes sevillanos
fueron recibidos en Bruselas por Gino Gimelli, presidente de la Comisión Peticiones del
Parlamento Europeo, a quién se le entregó un manifiesto y una extensa documentación
que iba más allá del tema central de la Encarnación. Se le pedía que mediara para la
solución de los problemas de tráfico y contaminación que aumentarían con una serie de
aparcamientos rotatorios previstos en el casco antiguo, y así conseguir una ciudad más
habitable y con más respeto a su patrimonio. Algunos aparcamientos no se hicieron,
pero sí el de la Avenida de Roma, junto a los Jardines de Cristina que supuso la
destrucción del puerto romano de Hispalis.
Luego está la federación Cais: Coordinadora de Asociaciones Independientes de
Sevilla, que desde 2003 aglutina decenas de entidades vecinales, sociales, culturales y
deportivas, con José Baena y Domingo González Pulido al frente. En 2013 el profesor
Julián Sobrino impulsó Fabricando el Sur: Coordinadora Andaluza de Entidades de
Defensa del Patrimonio Industrial.
Nuevas palabras para justificar los derribos de siempre
En palabras de Ana Ávila, “las asociaciones recogen la preocupación y necesidad
que hay en la calle de defender el patrimonio”; por lo tanto su presencia activa en la
sociedad es muy necesaria, sobre todo mientras siga en peligro el patrimonio. El
profesor Enrique Valdivieso estima que el patrimonio artístico destruido en Sevilla
supera el cincuenta por ciento. Y es que la piqueta se justifica con los mismos
argumentos de hace cincuenta años: progreso, modernidad, ruina y seguridad. Pero
cuando actúa lo hace muchas veces de forma más sutil, amparada bajo un léxico
eufemístico, suave, pedante y engañoso. A los derribos se les denomina ahora
sustitución arquitectónica, y cuando afecta a algún edificio singular, no es que se haya
demolido sino desmontado, como se dijo en la Expo cuando eliminaron la Casa de los
Pickman junto al monasterio de la Cartuja. En lo sostenible, políticamente hablando,
siempre hay intención especulativa, por eso no es de extrañar que el proyecto las Setas
de la Encarnación recibiera un premio de arquitectura sostenible por parte de una
conocida empresa de cementos. Pero la expresión más ambigua y equívoca es el de la
puesta en valor, que en lenguaje piquetero significa todo lo contrario, es decir, dejar
irreconocible un edificio tras una intervención que no respeta –aunque sea un
contrasentido- el valor de lo que se restaura o se rehabilita. Uno de los ejemplos más
claros lo tenemos en la nueva fachada del Corral de la Encarnación en la calle Pagés del
Corro, declarado bien de interés cultural. Cuando interesa que prospere alguna
aberración arquitectónica o urbanística basta con concederle al proyecto la categoría de
icono o hito. Y así ha ocurrido con la Torre Pelli.
En definitiva, es como ha dicho en alguna ocasión, por aquello de que la historia se
repite, David Gómez, experto en urbanismo, arquitectura y mantenedor del ecosistema
asociativo urbano: “Cambia el discurso pero la dinámica sigue siendo la misma”. Esta
involución recae sobre el voluntarismo ciudadano, cuya labor desempeñada se vuelve
no pocas veces frustrante y con signos de desgaste. Pero mientras continúe el
vandalismo en los jardines, sigan las talas de árboles, continúe degradándose el caserío
tradicional de Sevilla y su provincia –ahí está el caso de Écija, Morón o el Arahal-, y
sigan los expolios arqueológicos, las asociaciones serán necesarias con su difusión en la
prensa. Sin la ayuda de la prensa no hubiéramos conseguido la eliminación del tráfico
contaminante en la Avenida de la Constitución, que tanto dañaba a la Catedral, ni que
los políticos aceptaran la donación de la Colección Carranza de cerámica trianera, ni
muchas restauraciones que han salvado palacios, templos, pinturas y retablos. La de la
propia Plaza de España.
David Gómez, con su famosa colección de “cromos” de lo bueno y lo malo y de
cómo los políticos hacen y deshacen la fisonomía de la ciudad, sigue aportando buenas
ideas y soluciones a los problemas urbanísticos, en algunos casos con premio, como el
tranvía ligero y flexible que nunca se aprobó. Y lo hace desde varios ámbitos, su taller
de Ecología Urbana, desde la Plataforma Pumarejo, desde Adepa y a través de
numerosas asociaciones, plataformas e iniciativas vecinales o incluso desde la propia
Escuela de Arquitectura. La labor docente y la implicación en el patrimonio quedan
reflejadas en muchas otras personas, caso de la profesora Ana Ávila y el profesor de
Geografía Humana de la Hispalense Víctor Fernández Salinas, ambos miembros de
Icomos, que han trabajado en multitud de campañas e iniciativas patrimoniales. El papel
de ambos conjuntamente con la Plataforma Túmbala, contra la ubicación de la Torre
Pelli, fue muy relevante, adheriéndose al manifiesto que lanzaron los arquitectos
Fernando Mendoza y José García Tapial sobre el rascacielos lamentablemente erigido.
Quedan muchos asuntos por resolver y los monumentos de siempre continúan sin
uso: Convento de San Agustín, las Atarazanas, la Fábrica de Artillería (con algunas
alternativas interesantes), el templo del Convento de San Hermenegildo o el Monasterio
de San Jerónimo de Buenavista. Y que no se deje perder la colección pictórica que
Mariano Bellver quiere destinar a Sevilla.
Adepa, que ha recibido en 2013 el premio del Cabildo Alfonso X el Sabio, sigue
elaborando informes para llamar la atención sobre el estado de conservación de distintos
edificios singulares de Sevilla de distinta índole, viejos conventos, casas señoriales,
arquitectura industrial y teatros históricos cerrados y sin uso, más otros muchos
edificios olvidados como el Café Madrid y los pocos inmuebles tradicionales anteriores
al siglo XIX que aún permanecen en pie. Nos queda la voz de los ciudadanos y las
innumerables denuncias del inagotable Joaquín Egea.
Ante los traumáticos estragos como el de la Torre Pelli o las Setas de la
Encarnación, uno se acuerda siempre de lo que piensa Don Perplejo, el personaje que el
escritor y dibujante Manuel Ferrand, tan sensible a las cosas de Sevilla, creó con su
estilográfica: “Hay cosas que no se explican a primera vista. Luego, si se medita
profundamente sobre ellas, se explican menos todavía”.
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