COLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOALCOLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOAL
Jacqueline Balcells y Ana María GüiraldesJacqueline Balcells y Ana María Güiraldes
PEDRITO
EL ARRIERO
PEDRITO
EL ARRIERO
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Estimados amigos,
En el valle del Alto Cachapoal, al igual que en casi todos los
valles cordilleranos de Chile central, el hombre es un actor
importante. En un principio de nuestra historia, como cazador
recolector, luego como ganadero, agricultor y minero. Hoy día los
usos que el hombre da al valle son múltiples, y uno de ellos es la
utilización de los ríos en la generación de energía para iluminar
nuestros hogares y quizás esta lectura. Además, y no menos
importante, el valle es fuente de inspiración a la contemplación, a
la reflexión y al deleite de su belleza.
En estas montañas y valles se encuentra gran parte de nuestra
historia y de nuestra chilenidad. Es aquí donde subsisten algunas
de las tradiciones, con sus mitos, leyendas, bailes, música y
poesía, que definen nuestra identidad. Tal vez, una de las
actividades tradicionales que más profundamente ha marcado la
cultura de todos los valles cordilleranos de Chile central es la
ganadería extensiva, donde su protagonista principal es el arriero.
Sin embargo, esta práctica, que además cumple una importante
función ecológica, comienza a desaparecer bajo las presiones de
los mercados de la carne, altamente industrializados, y de las
actuales aspiraciones en los modos de vida.
En este cuento conoceremos a Pedrito, niño nacido y criado en
la montaña, conocedor del valle como pocos. Esta historia nos
invita a conocer y hacernos parte del enfrentamiento entre dos
mundos; el de los arrieros, ganaderos trashumantes, como su
padre y su abuelo, y el de las legítimas oportunidades que brinda
la ciudad y la modernidad.
Los invito a disfrutar y conocer el mundo de los arrieros, un
mundo del que Pedrito tiene mucho que contarnos.
José Antonio Valdés
Gerente General
Pacific Hydro Chile
PEDRITO,
EL ARRIERO
Esa mañana Anselmo amaneció preocupado. El
verano se venía encima y él seguía con ese dolor en
la costilla.
-¡Buen dar con mi mala suerte!- murmuró, mientras
miraba por la ventana el travesaño quebrado de la larga
escalera aún sin reparar. Comenzaba la veranada,
Juano y el Negro ya habían partido con los animales y él
tenía que seguirlos con el piño de su corral.
-¡Quién me manda subir al techo!- reclamó.
Salió del dormitorio y caminó muy lento hacia la cocina.
-¿Quieres un té, viejo?- preguntó Ema, solícita.
Anselmo asintió con la cabeza y se sentó frente a
la mesa de tablas pulidas.
-¿Y tú, no das los buenos días? –preguntó a su hijo.
Ahí estaba Pedrito, de trece años, que como siempre
tenía la cara enterrada en un libro y no contestó.
- Tu padre te habla- murmuró Ema.
-¡Ah, sí, buenos días!
El muchacho levantó la cabeza y sus ojos y pelo
negro brillaron bajo los tibios rayos del sol de
octubre que entraban por la ventana.
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Anselmo refunfuñó por lo bajo, mientras sorbía su té.
Ahí estaba otra vez ese chiquillo leyendo. ¿Qué le verá
tanto a los libros?, se preguntó. Pensó que en vez de
fijar los ojos en un papel debería ocuparlos en ayudarlo
a cuidar los animales; y en vez de sostener un lápiz para
escribir quién sabe qué cosa, debería sostener bien las
riendas para conducir las ovejas. Tan entusiasmado que
estaba de más chico y ahora que era un muchachote
grande y sano, no se interesaba en el arreo.
-Oye, niño- dijo, golpeando con su mano en la mesa
para llamar su atención-, vas a tener que ayudarme.
-¿Qué pasa?- respondió Pedro, y volvió sus ojos a la
novela que había sacado de la biblioteca de su escuela.
-¡Tendrás que ayudarme con los animales!- exclamó
Anselmo alzando la voz.
-¿Qué?
-Lo que oyes. Así es que
vamos preparando los
arreos- Anselmo tosió
e hizo un gesto
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de dolor apretándose el costado con sus manos callosas.
-Me habías dicho que este verano podía quedarme
abajo- alegó el muchacho.
-A mí nadie me dijo que me iba a caer del techo. ¿Es
que no puedes perder tres días?
Ema, atenta a la conversación, contuvo un suspiro y
comenzó a cortar el zapallo para la cazuela del almuerzo.
Ella sabía que su Pedrito no quería subir a la montaña.
Cuando chico era el primero en pedirle a su padre y a
su padrino que lo llevaran a las veranadas y a las
invernadas, y ya a los diez años silbaba y voceaba como
grande para llamar la atención de los animales; también
era capaz de arrearlos y de ayudar a las ovejas a parir.
Sin embargo ahora, junto con la voz que le estaba
cambiando y el bigote que
ya asomaba, le estaban
gustando más las niñas,
la música en inglés y
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las juntas con sus amigos en las tardes veraniegas de
Coya. Pero la madre sabía que la gran pasión de su hijo
era algo que tenía muy escondido para que sus amigos
no se rieran de él: leer y escribir. Ella lo intuyó esa vez
que para su cumpleaños le escribió una poesía que
rimaba tan bonito y que la hizo llorar porque la
comparaba con la luz blanca de la luna y con la luz
amarilla del sol. Todavía tenía el papelito guardado en el
cajón de su velador.
De esas cosas no entendía su marido. Claro, también
tenía razón: había que trabajar.
-Arregla esa cara, niño. Les haré pancito amasado y
llenaré un termo con caldo de cazuela para el frío de la
noche. Y también irán unos alfajores- añadió guiñándole
un ojo.
El muchacho no contestó y dio un resoplido.
-Y no te olvides de mi tinto para la fatiga- recordó
Anselmo.
Así fue como al día siguiente, el chiquillo montaba a
Pimienta que trotaba tras el caballo de Anselmo, mientras
Moneda, Cara y Sello ladraban y saltaban nerviosos.
El sol brillaba sobre el ancho sendero que tan bien
conocían los arrieros. Los piños de vacas, cabras y
algunas ovejas caminaban lento. Cien cuerpos
blancuzcos se entrechocaban unos con otros; los que
iban por los bordes se rozaban con los arbustos y la
gran mancha clara y movediza llenaba de balidos y
mugidos la Cuenca del Cachapoal.
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Pedrito iba con el ceño fruncido. Ya se había
resignado a pasar dos noches en la cordillera, aunque
habría preferido mil veces estar acostado en su cama
viendo tele, que echado en el suelo mirando patas de
animales. Trató de animarse recordando las tardes en
que luego de compartir un buen asado o saborear un
charqui sabroso se dormía alrededor del fuego
escuchando las conversaciones de los hombres y
mirando las estrellas que allá en lo alto brillaban tanto
que llegaba a dar miedo. Una vez hasta le habían dado
un par de sorbos de vino y en ese momento se sintió
todo un hombre. Pero ahora tenía muy claro que era
otra la vida que soñaba. Había descubierto que leyendo
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era como mejor lo pasaba y se había dado cuenta de que
escribiendo se sentía poderoso: se adueñaba de las
palabras e inventaba mundos con ellas. Su profesor de
lenguaje le había contado que Pablo Neruda era hijo de
un maquinista de trenes. Y que Gabriela Mistral vivía en
un pueblito pobre que tenía nombre de animal. ¿Por
qué entonces un hijo de arriero no podría hacerse
famoso escribiendo poemas?
Ya llevaban dos horas de viaje y comenzaba a hacer
calor. Dos cóndores parecían tocar con sus alas la
inmensa muralla de la cordillera cuando cruzaron un
puente. Luego vadearon el río, treparon el cerro,
descansaron y vuelta a seguir subiendo. Aún les
quedaban seis horas para llegar a los Morros Azules,
lugar de encuentro con los otros arrieros.
Al rodear una quebrada sombría,
Pedrito recordó que ahí fue cuando él y
su padrino vieron la jaula dorada.
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Era la primera vez que subía a una veranada. Tenía
ocho años y se sentía muy importante montado en su
caballo. Los demás se adelantaron y él y su padrino,
conversando, se habían quedado atrás. Era ya de noche
y no había luna que alumbrara. De pronto el hombre
lanzó una exclamación y el muchacho siguió la dirección
de la mano que apuntaba hacia el suelo. Allí, entre las
matas negras, brillaba como si fuera de oro una jaula
del porte de un conejo grande. El padrino ya levantaba
su pierna para desmontar, cuando desde lejos el grito
de Anselmo para que se apuraran lo hizo recapacitar.
“No podemos separarnos, a la vuelta la recogemos”,
dijo el padrino.
Pero al regreso, cuando el sol ya alumbraba, no había
ni sombra de la jaula. “Aprende cabro: era una tentación
de la cordillera, que le gusta engañar al hombre para
que se pierda”, le dijo el padrino en voz baja.
Así, poco a poco, entre miedos y cosas inexplicables,
Pedrito había entendido que la cordillera estaba llena
de secretos y que no se podía andar solo. No era llegar
y subir en busca de las mejores vegas para los animales.
Había que conocer los caminos, porque de
pronto la ruta se hundía en un voladero de
cientos de metros o se enfrentaba a un
laberinto de sendas de las que era imposible
salir a menos de elegir la correcta. Y eso sin
hablar de la nieve que los pillaba en invierno y
les nublaba la visión . Por eso, los arrieros de la
cordillera no podían perderse de vista.
-¡Espabílate, niño, que andas como dormido!- gritó
Anselmo, indicándole tres ovejas y un corderito overo
que se habían alejado-. Y corretea a la mula, que tiene
ganas de arrancarse.
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Pedrito espoleó a Pimienta y silbó a los perros. Luego
con un trote seguro avanzó hacia los rezagados y con la
ayuda de Moneda, Cara y Sello fue vadeando a los
dóciles animales hacia el piño. Varias veces tuvo que
repetir la maniobra: la mula era un poco porfiada y el
corderito overo insistía en separarse de su familia, cerro
arriba, para ramonear las puntas de las ramas tiernas
caídas lejos de la ruta. Cada vez que tuvo que ir a
buscarlo Pedrito miró con simpatía a ese
cordero que, como él, se resistía a
hacer lo mismo que los demás.
Por su parte Anselmo observaba desde lejos y con
una sonrisa lo bien que su hijo manejaba a los animales.
Luego de ocho horas de viaje sólo interrumpido por tres
breves descansos, estaban por llegar al campamento.
Intuyendo la cercanía de hombres y bestias que los
esperaban, las dos mulas apuraron el tranco haciendo
sonar su cargamento de chocas, cobijas y ollas.
Cuando padre e hijo llegaron al campamento
atardecía y el grupo de arrieros
instalados frente al refugio
de palo con paredes
de pizarreño ya
había encendido
una fogata.
Un silbido
largo y dos
cortos de
Anselmo
anunciaron su
llegada. Allá
abajo, cientos de
animales pastando las
hierbas frescas parecían el
oleaje blanco de un mar verde. Los
silbidos de respuesta no se hicieron esperar y mientras
el rebaño de Anselmo corría por la ladera flanqueado
por los perros que ladraban, padre e hijo hincaron los
ijares de sus caballos.
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-La costilla me está matando- se quejó Anselmo al
desmontar. Se sacó la chupalla y abanicó con ella su
rostro sudoroso.
-Aquí está listo su mate, para que recobre las fuerzas-
dijo un hombre de rostro curtido y ojos pequeños y
negros, pasándole al recién llegado
una choca humeante.
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Y agregó, con una sonrisa: -¡Miren, si hasta vino
el chiquillo!
-Hola don Negro: buena la fogata - saludó Pedrito, al
viejo amigo de su padre.
-Ojalá dure, porque pocazo olivillo va quedando acá
arriba para hacer fuego- respondió el arriero y añadió
con un gesto desanimado-: Y qué decir del cacho de
cabra: encontramos apenas una que otra matita huacha.
Juano, que fumaba un cigarrillo echado
cara al cielo, se levantó para ayudar a
los recién llegados a descargar las
mulas. Minutos más tarde, cada uno
ponía a disposición del grupo los
alimentos que había traído y en
medio de una parca conversación
compartieron un humeante caldo de
cazuela, trozos de carne, dos presas
de pollo, tomates con cebolla y
cilantro, arroz y pan amasado. Entre
bocado y bocado se pasaban la botella
de vino tinto. Luego Pedrito, recogió las
sobras para dárselas a los perros, que se
movían inquietos esperando sus raciones.
Junto con la puesta del sol los perfiles
de las montañas se recortaron azules en
el cielo y poco a poco una leve y
sorpresiva neblina comenzó a cubrir el
estrecho valle.
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-¿Dónde vas, hijo?- preguntó Anselmo, al ver que su
hijo se alejaba de la fogata.
-A buscar agua a la veguita.
-Cuidado, que encontramos güesamentas de animales
por ahí. No sea cosa que ande el puma … -advirtió Juano.
-Todavía hay luz, vuelvo altiro- contestó Pedrito,
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encaminándose hacia un sendero que se abría entre una
fronda de matorrales bajos.
Recordaba el lugar y le dio curiosidad ver las
osamentas de las que había hablado Juano. Los perros,
entusiasmados con los restos de carne, no levantaron
cabeza cuando se alejó. El muchacho comenzó a caminar
aspirando hondo esa frescura que la vegetación soltaba
al anochecer mientras la neblina, como si quisiera pasar
inadvertida, seguía cayendo con lentitud sobre Los
Morros Azules.
Se internó a grandes zancadas entre
maitenes y olivillos que lo ocultaban del
claro donde estaba el campamento y muy
pronto el olor del agua llegó a sus narices. Ahí
estaba la veguita que conocía bien: un hilo brillante que
se estiraba en un brazo largo sobre las piedras.
Boca abajo, usando sus manos como cuenco, Pedrito
bebió varios sorbos de agua fresca y se mojó la cabeza.
Luego llenó su pequeña cantimplora y como ya estaba
casi oscuro, olvidó las osamentas y apuró el regreso. Pero
la neblina, que ahora caía espesa, no lo dejaba ver ni sus
propios pies. Siguió adelante cuidando no desviarse del
sendero barroso por el que había llegado. Sabía que
tenía que seguir derecho y que el tramo era corto, pero
no era fácil pisar sobre piedras y hendiduras resbalosas
del suelo sin perder el equilibrio. Hasta que lo perdió. De
pronto se vio en el suelo y se quedó ahí sentado,
sintiéndose como un tonto.
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En ese momento el balido débil de un animal muy
joven llegó a sus oidos. Venía de muy cerca, a su derecha.
Más que un balido le sonó a un quejido largo y
prolongado, tan largo y prolongado como la cinta de agua
que había desaparecido entre las sombras y la niebla.
Pedrito dio un suspiro resignado, se puso de pie con
dificultad y se internó entre los matorrales, pisando con
tiento para no volver a resbalar. El corderito, como si
quisiera guiarlo, seguía lanzando uno tras otro sus
llamados. Volvió a recordar las osamentas y pensó con
horror la posibilidad de que el inquieto corderito cayera
preso entre las fauces hambrientas del puma. Tenía
que ser él quien llegara primero.
Y llegó primero.
Como siempre, no había puma.
Caminó hacia la mancha parda que seguía gimiendo
encogida bajo las ramas de un olivillo. Animal y árbol
aparecían y desaparecían entre la niebla que, tan
silenciosa y rápida como había llegado, comenzaba
ahora a disiparse.
Al verlo llegar, el corderito levantó la cabeza y lo miró.
Los balidos cesaron y sus ojos brillantes mostraron
confianza. El muchacho se acercó y en un impulso abrazó
al animal por el cuello y lo estrechó contra él. Sintió la
entrega total de ese cuerpo lanudo y tibio y lentamente
una emoción nueva fue naciendo en su interior.
-Todo está bien, todo está bien – susurró. Y se quedó
ahí quieto, hablando por lo bajo hasta que el animalito
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dejó de estremecerse. Entonces lo levantó, lo acomodó
sobre sus hombros y emprendió el regreso. Arriba ya
brillaban las estrellas y la luna alumbraba el camino
casi como si fuera de día. El muchacho, cada cierto
tiempo levantaba la cabeza y fijaba sus ojos en ese
cielo brillante e infinito que sólo la Cuenca del
Cachapoal, lejos de ciudades y pueblos, podía regalar.
Ese cielo, que cuando era chico le daba miedo de tanta
inmensidad y luz, ahora lo llenaba de palabras. Su
imaginación comenzó a trabajar y el poema brotó de su
boca como si lo estuviera escribiendo:
“Soy arriero de estrellas
pastor de montañas
marcador de abismos
amo del silencio
guía de animales
y amansador de sombras”
Cuando terminó de recitar quedó un poco
sorprendido. ¿Era posible que el simple contacto de un
corderito perdido lo hiciera pensar tantas cosas? ¡Casi
sin darse cuenta estaba planeando su futuro!
Y así lo supo. Eso sería él: conduciría el ganado y
sería poeta. Pero poeta de la cordillera.
Con su carga lanuda en los hombros y silbando por lo
bajo, llegó al campamento. Soltó al animal que corrió a
reunirse con el rebaño y él se sentó frente a la fogata
junto a su padre, Juano y el Negro, tal como lo seguiría
haciendo durante mucho tiempo.
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Los arrieros son pastores por naturaleza y tienen un gran
conocimiento de los animales y de las montañas. Los primeros
hombres que llegaron a la zona del Cachapoal se encontraron con
piños de guanacos que vivían en un eterno subir y bajar de la
montaña en busca de pastos verdes, según la estación del año. Los
arrieros se adaptaron a esta naturaleza y montados en sus caballos
comenzaron a realizar el arreo de sus animales hasta las altas
estepas de valles verdes en primavera y a bajarlos en busca de
vegetales antes de que llegara la nieve. Y así nacieron las
"veranadas", que es el período en que suben al
ganado, entre octubre y abril, y el de las
"invernadas", cuando lo bajan.
Los arrieros son hombres duros,
pacientes y conocedores de las
altas montañas, donde los acechan
peligros y los sorprenden visiones.
Hoy día, las espectativas de la
vida moderna hacen que los hijos
de los arrieros busquen horizontes
distintos a los de sus padres y abuelos,
como en un momento pensó en hacerlo el
Pedrito de nuestra historia. Y los altos
estándares que impone el mercado de la
carne hace que cada día la ganadería de
extensión sea menos rentable y que el
trabajo del arriero vaya
desapareciendo.