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Curs: Societat i Medi Ambient. Nau Gran. Universitat de València. Reproducció de l’article de Tom C.
Avendaño amb fotografies de Felipe Fittipaldi, publicat en El País, 24/03/2018.
Enlace: https://elpais.com/internacional/2018/03/21/america/1521644037_873076.html
DENTRO DE LA DESTRUCCIÓN SECRETA
DE LA GRAN SABANA DE BRASIL
Durante décadas y mientras nadie miraba se ha deforestado la mitad de la
sabana más rica del mundo. EL PAÍS viaja a sus esquinas más profundas
TOM C. AVENDAÑO / FOTO: FELIPE FITTIPALDI
Balsas (Maranhão) / Forquilha (Piauí) / Sussuarana (Tocantins)
24 MAR 2018 - 22:16 CET
Balsas (Estado de Maranhão)
La cascada de Macapá no está precisamente a mano pero así es como debería ser
en opinión de los integrantes de esta comunidad de pequeñas granjas al noreste de
Brasil. Para que un extranjero se acerque a ella tiene que llegar al aeropuerto más
cercano, el de Imperatriz, al sur del Estado de Maranhão; hacer 400 kilómetros de
carretera hasta Balsas, una ciudad de 90.000 habitantes y tres concesionarios de
tractores, y allí conseguir transporte para recorrer dos horas de caminos de tierra.
En cuanto el paisaje pase de un borrón anaranjado a una serie de árboles
desnudos, hay que pasar tres puentes de madera, la escuela que el Gobierno
prometió y dejó a medio construir, y, sobre todo, el enorme candado que cierra la
finca de doña Raimundinha.
“Meu Deus do céu, qué sobresalto”, exclama atropelladamente este manojo de
nervios de metro y 20, 59 años e incontables arrugas al abrir la verja. E insiste
durante el camino a su casa. “A veces viene gente de fuera y no sabemos si son de
la hidroeléctrica. Ay, no pueden venir aquí, meu Deus do céu”.
Como casi todo el mundo en Macapá, doña Raimundinha vive con su familia y sus
animales: los primeros en una casa de paredes de barro y tejado de paja, los otros,
libres por el terreno arenoso y despoblado que lleva décadas en manos de su
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familia. Y en ella quiere que siga, según cuenta, aún inquieta, meciéndose en su
salón por el que desfilan unos pollitos con su madre gallina. “Esto era de mi padre,
que murió, y se lo dio a mi hermano, que murió. Yo ya lloré por sus muertes, para
que luego llegue alguien y me eche. Sin dinero ni lugar al que ir, meu Deus do céu”.
Se tapa la cara con las manos.
También como casi todo el mundo en Macapá, Doña Raimundinha vive bajo una
amenaza invisible. Una compañía eléctrica quiere usar la famosa catarata para
generar energía: a cambio, tendrían que expropiar a las 70 familias que viven ahí.
Prácticamente nunca han puesto pie fuera de sus propias tierras. Mudarse sería
más que traumático, sería una pérdida de todo lo que entienden como el mundo. La
clave es no dejar que se acerquen a la cascada a hacer estudios de viabilidad, y el
único camino fácil es el de esta finca. De ahí la importancia del candado de doña
Raimundinha.
Doña Raimundinha en un descanso de vigilar el candado FELIPE FITTIPALDI
Y aquí está ella, como una guardiana de cuento con moño y ansiedad, controlando
el mundo en mitad de la nada, sin más que hacer que saltar cuando oye un coche.
Dice que nunca baja la guardia. Que vive sobresaltada. Que la amenaza de la
hidroeléctrica le consume la vida. “Los de la ciudad viven bastante bien, mientras
nosotros bregamos de una generación a otra, nunca hacemos nada, nos criamos
con el sudor de nuestros brazos, ¿por qué no pueden dejarnos en paz? Meu Deus do
céu”, clama. Vuelve a esconder la cara en las manos.
“Me lo dicen mis vecinos, me lo dice el cura. Que no podemos bajar la guardia, que
tenemos que luchar”, insiste. “Y eso hacemos, eso es todo lo que hacemos. Hasta
que se rindan. O hasta que… Meu Deus do céu...”.
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Brasil suele evocar la imagen de playa o selva pero tiene una sabana de dos
millones de kilómetros cuadrados. El llamado Cerrado [Sertão] es una franja que
atraviesa el mayor país de América Latina por la mitad: empieza en Maranhão, en
el nordeste, y va bajando en diagonal a lo largo de ocho Estados hasta la frontera
con Paraguay el sudeste. Separa el clima tropical y las selvas del norte de los
bosques y las ciudades del sur. Lo que hay en medio es sabana pura. Sol, polvo y
monotonía interrumpida solo por plantaciones industriales gigantescas. Hay tantas
que uno creería estar en las planicies de Misuri; hace tanto calor que parece
Tombuctú. Y sin embargo, en este mundo sepia y áspero está ocurriendo uno de los
atentados a la biodiversidad menos atendidos de nuestros tiempos.
El Cerrado tiene más de 12.500 especies de plantas, de las cuales más de 7.300 solo
se pueden encontrar aquí. Alberga a mil especies de peces y más de 250 de
mamíferos: de ellas, 18 son autóctonas. Es la sabana más rica del mundo. Luego
están las otras cifras, las preocupantes. Desde 1970, se ha deforestado el 47% de
este lugar. Solo en 2015, último año del que se tienen datos, se devastaron 9.483
kilómetros cuadrados: por compararlo con algo, ese mismo año la comunidad
científica se indignó porque la deforestación en el Amazonas se había disparado
hasta unos 6.207 kilómetros cuadrados. El Cerrado es la verdadera tragedia
medioambiental brasileña.
También es la menos conocida: ese dato de 2015 es de los pocos que ha revelado el
Gobierno brasileño. Apareció un día del pasado julio en la web del Ministerio de
Medio Ambiente. Estaba escondido dentro de una serie de gráficos que celebraban
las nuevas formas de monitorear la naturaleza.
João Carlos Coelho Cardoso en una de sus plantaciones FELIPE FITTIPALDI
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¿Cómo es posible mantener un secreto de estas dimensiones? “Creo que es una
cuestión arraigada en la sociedad brasileña”, explica David M. Lapola, investigador
de cambios ambientales en la Universidad de Campinas. “Quizá porque el Cerrado
tiene una vegetación menos exuberante que el Amazonas. Quizá porque los medios
solo cubren asuntos relacionados con el Amazonas o los bosques. Quizá sea porque
no hay grandes mamíferos como en las sabanas africanas. Pero cuando se hizo la
Constitución brasileña [en 1988], el Amazonas y otros biomas se consideraron
patrimonio nacional. El Cerrado no”. Mauricio Voivodic, presidente de WWF Brasil,
recuerda: “El Amazonas tuvo un gran apelo mundial por parte de gobiernos
extranjeros y artistas sobre la importancia de la conversación. El Cerrado, sin
embargo, es un caso de enorme desatención”.
Solo el 3% del Cerrado está protegido, según la revista Nature Ecology and
Evolution. Al ritmo al que se está acabando con él, y con la cantidad de especies que
contiene, en 2050 habrán desaparecido de la faz de la tierra 1.140 de sus plantas
endémicas. Desde 1500, que se empezó a registrar la población de plantas del
mundo, hasta ahora, se han extinguido 139. “De los puntos calientes de la
biodiviersidad del planeta, el Cerrado es el quinto que más especies ha perdido”,
alerta Tim Newbold, que publicó un artículo sobre el tema en Science, en 2016.
Como ocurre con la granja de doña Raimundinha, esta sabana se ha convertido en
un suelo muy goloso para la industria agropecuaria, que ya controla más del 75%
de la tierra cultivable de Brasil. Y a diferencia de doña Raimundinha, los pequeños
granjeros han ido cediendo a las presiones para malvender su 25%. “Pero si vas a
Minas Gerais, o a Goiás [Estados al sur del Cerrado], ves que los que se fueron no
han ido a mejor”, alerta un vecino de Raimundinha, Tancredo, con cierta
despreocupación. 51 años, alto, delgado, sin camiseta y con sombrero de vaquero.
Está sentado bajo un árbol en su finca: 38 hectáreas de polvo, huertos y gallos. Una
casa de barro y un pozo hechos por él mismo. Aquí vive con su mujer y aquí crio a
sus tres hijos. Comen de lo que plantan.
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Tancredo en la casa que él mismo se construyó en la comunidad Macapá (Maranhão) FELIPE FITTIPALDI
“La solución no es irse, es quedarse. Es quedarse y es pelear. Este terreno es
grande pero también es pequeño [en comparación con la industria agropecuaria] y
por eso hay que estar siempre alerta. Hay que seguir a las personas que tiran de las
comunidades”, insiste Tancredo. Señala al granjero serio, recto y callado que tiene
sentado al lado.
El Gobierno brasileño no hace casi nada por el Cerrado, pero existe un grupo de
personas que sí. Son los dueños legales de las tierras fuera de la industria. Los que
llevan toda la vida en estas granjas, hoy lentas, anticuadas e ineficaces. Los que
tienen las escrituras de las tierras. Apenas saben de leyes (muchos no saben ni
escribir) y no son expertos en ecología. Pero su supervivencia es la de miles de
otras especies. Algunos solos, algunos con ayuda de asociaciones, se han
convertido en los últimos guardianes del viejo Cerrado.
Como el hombre sentado al lado de Tancredo. Se llama Paulo Coelho Cardoso.
* * *
La avioneta fue como un pájaro de mal agüero. Casi todos los vecinos de Macapá la
vieron sobrevolar sus fincas, como un anuncio de problemas por venir. Paulo
también. El hombre que acababa de heredar la principal finca de la comunidad (y
con ella, la responsabilidad de protegerlas todas), descifró enseguida su
significado. “Estaba ahí haciendo parte de un estudio topográfico”, recuerda hoy.
“Estaba ahí porque no habían podido entrar persona y no pensaban desistir”.
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“Ellos” son PEC Energía, un holding de empresas hidroeléctricas que desarrolla
proyectos en nueve Estados brasileños, y al que los vecinos de aquí consideran su
archienemigo. Quieren aprovechar la cascada de Macapá para construir una
pequeña central hidroeléctrica que alimentará a las grandes granjas de la región
pero que les obligará a ellos a irse a otro lado. Perderán su casa, o sea, todo, y el
impacto ambiental sería incalculable. “Todo esto solo beneficia al fazendeiro de al
lado”, protesta Paulo. Fazendeiro es todo dueño de un latifundio. “Quiere más luz
para instalar más dispositivos de riego y con ellos dar de comer a más ganado.
Tiene cinco dispositivos ya”. Alza la mano, bien separados los cinco dedos, y pone
cara desafiante, como si el gesto fuese una ofensa. PEC Energía contestó a todas las
llamadas de EL PAÍS diciendo que no tenían nada que comentar de este proyecto.
Paulo Coelho Cardoso en la finca que un día fundó su padre y que él debe defender ahora FELIPE
FITTIPALDI
Paulo es agricultor y vive de vender coco, calabaza, maíz, sandía y judías en Balsas.
Pero su dedicación real es esta causa. En 2008, unos representantes de la empresa
se plantaron en las fincas: los vecinos llamaron esas visitas “intimidatorias”. Con
miedo, empezaron a unirse alrededor de Paulo. Entonces se decidió: PEC Energía
no pondría un pie en estas tierras. Sin visitas no hay estudio y sin estudio no hay
hidroeléctrica que valga.
2011 fue la prueba de fuego. Ante la insistencia de la empresa, los vecinos
quemaron los puentes de madera que dan acceso a sus tierras. Acamparon en
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puntos estratégicos. Dos semanas, 150 hombres. Pareció dar resultado. Pero luego
llegó la avioneta: el mal agüero. PEC Energía no iba desistir. Iba a por todas las
esferas, de la judicial a la política. El líder que defendiese esta comunidad iba a
tener que entregarse en cuerpo y alma.
* * *
Que el peso de la lucha recayera sobre Paulo era inevitable. Porque estaba
dispuesto, porque es hijo de Raimundo Cardoso de Morais, el “hombre importante”
del lugar, y Raimundo ahora está muerto. Cuando esto era la nada, en 1956,
Raimundo había comprado 200 hectáreas y contratado a todo el mundo que
viviera cerca para cultivar las tierras. Aquellas familias prosperaron, pero la suya
más: tuvo 11 hijos, que crecieron viendo la comunidad girar alrededor del
patriarca. Los problemas se comentaban en la entrada de la casa y se resolvían en
la cocina. En 2009, con 75 años, Raimundo ejecutó su testamento. Paulo heredó la
parte con la vivienda, y con ella, el flujo de los problemas de la comunidad. En
2016, el patriarca se cayó del caballo y murió. Tenía 82 años. Colgaron su foto
sobre la silla de la entrada de la casa.
El retrato de Raimundo Cardoso de Morais colgado sobre la silla que ocupaba en el porche; su viuda está
sentada en ella FELIPE FITTIPALDI
“Mi padre era un hombre importante”, recuerda Paulo. Está en su cocina, sentado
en la mesa con capacidad para 20 personas, en un porche de cara a la finca. Antes,
el mundo cambiaba ahí fuera y se solucionaba aquí dentro.
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Paulo señala la finca al otro lado del porche. “Nací y crecí aquí. Ese suelo tiene mi
rastro de donde correteaba cuando era pequeño. No tiene precio algo con un valor
sentimental tan increíble. No tiene precio”. Desde aquí se puede ver a su sobrino de
tres años, David, rubio, con el pelo a tazón y alborotado, subido a bicicleta, dejando
marcas por la tierra. “Tengo tres hijos, de 20, 13, y 7 años y ellos van a heredar esta
tierra, como mi padre me la dio a mí”, promete.
Pero los imperativos no son solo sentimentales. “Todos salimos perdiendo”, avisa
João Carlos, hermano pequeño de Paulo. Él heredó una finca de 40 hectáreas a un
par de kilómetros, donde cultiva azúcar y coco. “Ese dinero nunca va a ser justo.
Para estar donde estoy yo ahora ha hecho falta la vida entera de mi padre y 20
años de la mía. En ese tiempo, he perfeccionado la producción de cachaça
[aguardiente brasileño que se produce con azúcar], y ahora saco 10 veces más que
cuando empecé. El coco también hay que plantarlo cuatro años antes de poder
venderlo. Todo eso se pierde si nos vamos”.
Un detalle de la casa de Tancredo FELIPE FITTIPALDI
Paulo está arropado por una serie de asociaciones que le ayudan a abrirse camino
por los labertinos judiciales y políticos donde se maneja su enemigo. Pero también
hace lo suyo: hay que motivar a los vecinos para que no se rindan y no vendan sus
terrenos. “Solo podemos evitarlo [lo peor] si estamos todos unidos”, repite con
frecuencia, mientras conduce por las fincas, rebotando en el asiento de conductor
mientras la furgoneta se paso sobre los caminos de tierra, envuelta en una
polvareda. Su misión es visita a los vecinos y reavivar su interés en la lucha.
Recordarles que hay una reunión dentro de poco, una nueva estrategia, una nueva
salida. Que sepan que se está haciendo cosas. Tancredo, Doña Raimundinha. Todos.
“Tenemos que estar unidos”, repite.
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Lo cierto es que cada solución que se les ha ocurrido hasta ahora ha sido temporal.
Interpusieron una demanda contra PEC y la perdieron. El juez les obligó a dejar
que los representantes de la hidroeléctrica entrasen a la finca: ellos se negaron. En
febrero de 2017, la PEC comenzó una nueva embestida. Ellos aseguran que aunque
vengan con todos los papeles en regla, se negarán a dejarles pasar. La lucha se
peleará físicamente si hace falta. Por ahora, todo depende de que la Secretaría de
Medio Ambiente de Maranhão le niegue a la empresa la licencia para hacer el
estudio. Nada apunta a que la decisión vaya a ser favorable.
Pero en el fondo nada lo ha apuntado hasta ahora y han llegado hasta aquí. Tienen
el progreso, el dinero y la industria en contra y eso no les detiene. Saben que no
hay solución definitiva. Aquí solo hay lucha. Constante. Como estilo de vida. La vida
del perdedor, en fin. “Nunca he pensado lo que haría si me tuviese que ir. No me lo
planteo”, niega Paulo con la cabeza. “Planteárselo ya es una derrota”.
La cascada de Macapá vista desde lo alto FELIPE FITTIPALDI
Visitar a Dona Raimundinha tiene el lado positivo de que es la ruta a la cascada. Un
camino de polvo que poco a poco se convierte en un paraíso de vegetación
frondosa. Y entonces uno se encuentra ante un precipicio de 70 metros por donde
no para de caer una cantidad enorme de agua. Tan grande que las palmeras de la
orilla parecen minúsculas. Es la caída más alta del Estado. Aqui PEC Energía ve su
hidroeléctrica pero también aquí Raimundo vio una comunidad cuando nadie veía
nada. Y ahora, en el mismo lugar Paulo intenta desesperadamente que esa visión,
que es su vida entera, no pierda sentido.
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“Podría estar haciendo cualquier otra cosa y ganaría más dinero. Viviría de otra
manera”, reflexiona Paulo. “Pero el valor de esta tierra no tiene precio. No puede
ser que todo en esta vida lo mueva el real”.
-La responsabilidad de continuar la lucha, ¿cansa?
-Es difícil a veces y... Bueno. Sí.
Pistolas, fuego y sangre en la tierra de la deforestación silenciosa
Esta es una guerra nueva. Durante siglos y hasta hace relativamente poco, el
consenso era que el Cerrado no valía nada. De aquel suelo ácido y sin nutrientes no
podría nacer algo de valor. Pero en 1973, durante la dictadura militar brasileña, los
generales que dirigían el país fundaron Embrapa, la Empresa Brasileira de
Pesquisa Agropecuária (Empresa Brasileña de Investigaciones Agropecuarias) y le
pusieron como prioridad lograr lo imposible: convertir ese terreno yermo en algo
fértil.
Lo imposible se logró en cuatro pasos. Primero, regaron el suelo con cantidades
ingentes de caliza para reducir la acidez. Segundo, trajeron de África una hierba
llamada brachiaria y la cruzaron hasta obtener brachquiarinha y después
braquiarão, variedades que medraban en el nuevo suelo. De repente, esta tierra de
nadie podía ser pasto de todos. Tercero, cruzaron tipos de soja, un cultivo de
latitudes templadas, hasta obtener una versión que creciese bajo el sol abrasador,
en los suelos ácidos, y en dos cosechas anuales. Y cuarto, popularizaron la idea de
que la soja se recoge cortándola del tallo, no arando la tierra; si el tallo se pudre en
el suelo, este absorbe los nutrientes. El resultado fue impresionante. Donde no
tenía nada, Brasil pasó a tener cientos de miles de kilómetros cuadrados de suelo
fértil esperando a dar beneficios. De la sabana africana había salido un medio oeste
americano, un paraíso para alimentar un mundo superpoblado y enriquecer a
quien se diese prisa. Aun hoy se llama a esto se le llama El Milagro del Cerrado.
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Uno de los vecinos de la comunidad de Forquilha (Piauí) contempla el río que rodea la isla donde vive
FELIPE FITTIPALDI
La industria se disparó. Brasil, que hasta entonces exportaba comida, se convirtió
en un gran exportador. En 1996 la producción agrícola alcanzó los 23.000 millones
de dólares. En 2006 fueron 108.000. Aquel año se entregó el World Food Prize a
los ingenieros que habían trabajado en Embrapa: la organización describió el
Milagro del Cerrado como “uno de los mayores logros del siglo XX en ciencia
agricultural”. En 2017 Brasil fue el segundo exportador de soja del mundo, con una
cosecha récord de 242 millones de toneladas. El país ha visto cómo la agricultura
industrial ocupa el 23% del PIB, su puesto más alto en 13 años: en parte por los 51
millones de toneladas de soja que le vendió a China. Brasil es una economía adicta
a sus cosechas y el Cerrado es una pieza fundamental de la maquinaria.
Hay una pega. El milagro se diseñó pensando a lo grande en una tierra de
habitantes pequeños. “Embrapa no ha adaptado estas prácticas a los granjeros, que
están más preocupados en mantener sus tierras que en aumentar su eficacia”,
alertó en 2010 Joerg Priess, del alemán Centro de Investigaciones Ambientales
Helmhotz. El Ministerio de Agricultura se niega a dar datos exactos, si es que los
tiene, pero se cree que el éxodo de agricultores familiares ha sido dramático. El
último censo, de 2006, muestra que el 90% de las granjas ocupa el 25% de la
tierra. Eso mientras las granjas menores de 10 hectáreas están desapareciendo
desde 1985 (el resto de granjas no para de multiplicarse). Son datos vagos pero es
todo lo oficial que hay en el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística. “Y hay
bastante discusión sobre su fiabilidad”, matiza David M. Lapola, de la Universidad
de Campinas.
La propia extensión de la zona, y su falta de infrasestructuras lo complican todo
aún más. “Estas comunidades pequeñas están en áreas remotas y eso complica el
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unirlos y movilizarlos. Las integran personas pobres, negras, indígenas. Gente
excluida, históricamente”, alerta Gerardo Cerdas, representante de la organización
internacional ActionAid en el comité directivo de la Campaña de Defensa del
Cerrado. “Para poner una denuncia, algunos tienen que viajar mil kilómetros de ida
y otros tantos de vuelta”.
Al transformar el suelo se cambió cambió el carácter de la zona entera. El Cerrado
empezó a ser cada vez menos para quien lo quisiera protegerlo. De esto se dio
cuenta un hombre, Marcone Ramalho, cuando la policía dejó morir a su vecino.
Forquilha (en el Estado de Piauí)
En esta isla, al este del Estado de Piauí, hubo durante décadas una sola una regla:
se hacía lo que decía Renato Miranda Carvalho. Él era el dueño de la tierra, que se
encuentra en el cruce de dos ríos. Las 19 familias que viven en ella desde hace
décadas podían quedarse, en sus casas desvencijadas, sin pagar, pero tenían que
trabajar para él. Él tenía 3.000 hectáreas, ellos 500. Él era respetado; ellos,
pacíficos. Entonces llegó un hombre de fuera, cuestionó la regla, y Renato sacó las
pistolas.
Esta es una historia de violencia en el Cerrado, donde los conflictos territoriales se
resuelven antes con una pistola que con una sentencia judicial. Pero esta es la
historia de la comunidad que resistió. Es más, hoy es casi todo lo que es, aunque
sea por cuánto conviven con el trauma. “¿Ves ella? Aún sufre ataques de ansiedad
cuando ve por aquí una furgoneta que no conoce”, el joven de 29 años señala a una
vecina negra reunida con otras en un porche. Él, Marcone Ramalho, es el contador
de historias no oficial de la comunidad. Su familia lleva dos generaciones en esta
isla.
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Un vecino pasa por una de las casas de Forquilha (Tocantins) FELIPE FITTIPALDI
Si en la finca de Paulo todo estaba a kilómetros de distancia, en Forquilha todas las
casas están cerca la una de la otra, como en un pueblo. Parece una zona de batalla,
marcada por el antes y un después “del conflicto”, como lo llaman aquí. Hay casas
viejas de barro y nuevas, de ladrillo. Hay construcciones a medio hacer; algunas
porque son ruinas, otras porque son proyectos de la nueva era. Entre todas pasean
cabras, perros y gallinas tan sueltos que cuesta saber de quiénes son.
De hecho hay unas cabras escondiéndose de Marcone en una de las casas derruidas
mientras este pasea por los escombros. “Un día de 2010 Renato empezó a plantar
eucalipto”, recuerda. ”Nunca había visto ese árbol antes y no entendía nada. ‘¿Qué
será eso, qué frutos dará?’. Porque siempre hemos comido de lo que sale de la
tierra. Luego entendí que esos árboles eran una plaga, que los había plantado para
que chuparan nuestro agua. El río se secó. Que era por el desarrollo de Brasil,
decían. Al poco llegaron los pistoleros. Empleados suyos que se plantaban en
nuestras casas con armas, pidiendo de comer. Nosotros les dábamos gallina y no se
la cobrábamos. Decían: ‘El patrón ha comprado la tierra, se os ha acabado el vivir
aquí por la gorra’. Derribaron esta casa, del tío de mi mujer”.
Marcone sale de las ruinas y se encamina a otra construcción: “Un hombre se
plantó en mi casa una noche, con la culata de un revólver asomándose bien visible
por el cinturón. ‘Vamos a resolver esto ya, os tenéis que ir hoy’. Y no nos fuimos. Al
día siguiente vimos que se habían llevado el ganado. Lo secuestraron y no le dieron
de comer durante 16 días. Cuando nos los devolvieron, estaban muertos de
hambre. Otro día a las siete de la mañana ya estaban ahí, pegándoles una paliza a
los animales. A una chica que estaba cortando coco en el campo le preguntaron si
no le daban miedo las balas. La policía no venía cuando la llamábamos. Solo
respondía a las llamadas del cacique. Así, un susto tras otro, durante años. Y peor
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era el tiempo entre los sustos, la tensión. Somos personas de campo, no sabemos
cómo lidiar con eso”.
Marcone Ramalho en uno de los campos de eucaliptos que ahora absorben el agua de los ríos de
Forquilha (Piauí)
Se acerca a otra casa desierta. “Aquí vivía Luis de Nerán, uno de nuestros mayores.
Se murió su tía, quién sabe si del estrés del conflicto. Fuimos todos al velatorio,
menos Luis, que se quedó. Fue él quien vio cómo venía alguien y prendía fuego a
los eucaliptos. Murió de un infarto. Le enterramos junto a su tía. Los mayores son
importantes. Saben cosas de plantíos que nosotros no sabemos. Eso también lo
perdimos”.
El camino de vuelta le lleva por una casa grande de ladrillo. Es la del forastero que
se considera el detonante de todo esto.
* * *
Maciel Bento dos Santos -39 años, seco como el suelo en Piauí-, nunca tuvo tierra,
por eso sabe lo que implica trabajar la de otros. Sus padres, del interior del Estado,
iban arrastrando a sus ocho hijos de terreno en terreno, según consiguiesen
trabajo. Él era el menor: a los siete años ya daba muestras de inteligencia y le
mandaron a vivir con su tío a Uruçuí, una ciudad al lado de Forquilha, donde
alcanzó un grado superior. “Yo quería saber cosas, no quería quedarme quieto”,
recuerda hoy. Lo que hizo también fue dejar embarazada a una chica de Forquilha.
Al poco, estaban viviendo juntos.
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El culto a Renato que vio entonces no le sedujo. “Él no era tan bueno. Venía con
documentos sobre la propiedad de la tierra que no tenía validez alguna y obligaba
a todo el mundo a votar al Partido del Movimiento Democrático Brasileño, donde
tenía amigos en el ayuntamiento. Si no ganaba, y una vez no ganó por 14 votos,
abría el arroz para que se lo comiesen los bichos”. Aquella comunidad necesitaba
un guía. Maciel comenzó hablar con todas las familias por separado. Les dijo que
las cosas no tenían que ser así. En unas elecciones les hizo votar a otro partido. Ahí,
explica, comenzaron las tensiones. Primero, Raimundo, el patriarca, le dejó de
hablar, por agitador. Luego llegaron los pistoleros.
Maciel Bento dos Santos sostiene una estatua de la Virgen Aparecida en su casa en Forquilha (Tocantins)
FELIPE FITTIPALDI
“Un día, paseando, mi cuñado me dijo que nos seguía una moto. Fue cuando supe
que había pistoleros pendientes de mí. Estaban en todas partes, en la ciudad, en las
tiendas, en la finca”. No le importó especialmente: era el precio de la lucha. Hasta
que un día de 2015 recibió una llamada en la gasolinera en la que trabajaba.
“Habían entrado unos cuantos en mi casa y no salían. Estaban con mis hijos y mi
mujer. No les dejaban salir. No se iban…”. Aquí no hay sequedad que valga: Maciel
empieza a sollozar de agobio. “Tenía 14 personas con escopetas de gran calibre en
el salón de mi casa, con mis niños. El pueblo había llamado a la policía pero no
venían. Llamé a un agente de la policía de Uruçuí y fuimos corriendo en moto”. Esa
tarde comprendió hasta qué punto estaba metido en el conflicto de Forquilha. Dejó
el trabajo y se dedicó a luchar contra Renato. Todo el día, todos los días.
Su estrategia fue pedir ayuda fuera, a quien le respondiese, lo más lejos de
Forquilha posible. Renato controlaba el municipio pero a diferencia de los demás,
Maciel conocía el mundo fuera de él. Pidió ayuda a Asociaciones religiosas, como la
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Comissão Pastoral da Terra, a organizaciones internacionales como Action Aid, a
sindicatos, a la policía de Uruçuí.. Acabó teniendo un todo lo suficientemente fuerte
para hacer frente a Renato. Hoy, él está desaparecido de la tierra. Y Forquilha se
está reconstruyendo. Hay nuevos proyectos y Maciel ayuda con la construcción
Maciel Bento dos Santos cruza uno de los ríos de Forquilha (Piauí)
Uno de ellos es una casa para trabajar la harina. Y una escuela, para que las
siguientes generaciones estudien, como Maciel, y no vuelvan a caer en manos de un
cacique. Luego vendrá un puesto de salud. El futuro pinta bien. Hasta que llegue
otro hombre grande a esta tierra de pequeños y lo lo arruine.
“Veo que mi hijo va a sufrir por mantener su pedazo de esta tierra”, reflexiona
Marcone en otro de sus paseos. “Ganamos, pero no me siento como un ganador”.
Sussuarana (en el Estado de Tocantins)
Con las historias del Cerrado pasa como con las familias felices: casi todas se
parecen. Son relatos de opresión y a veces solo cambia el nombre de quién hace de
David y quién de Goliat. Se habla obsesivamente de la lucha contra la industria,
como en Cataluña se habla de independencia y en Estados Unidos de Donald
Trump. Es una región del tamaño de un país y, cada vez más, esta es su cultura. Y
como toda cultura, tiene sus artistas. Está Pedro, de 47 años: él sobre el papel no
hace nada, fuera de algún trabajillo puntual para que alguien le pague la gasolina
de la moto de su hijo mayor, que él usa. Con ella se desplaza envuelto en una nube
de polvo por Sussuarana, al este del Estado más central de Brasil, Tocantins. Él
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mismo admite, con un irreductible deje de picaresca aún queriendo sonar serio,
que aunque lleva 30 años en esta comunidad rural no trabaja la tierra. Su mujer,
sentada detrás de él, asiente con gesto severo).
Pedro, el líder de seis familias en Tocantins, sobre la moto de su hijo FELIPE FITTIPALDI
Pero en Sussuarana, a Pedro se le considera fundamental: conoce a todo el mundo
y todo el mundo que le conoce habla de la lucha. “Los demás están trabajando y no
tienen tiempo para pelear y yo quiero dejarle a mis hijos lo que se merecen”, aduce
él. Él es quien va a los tribunales (no sabe leer, pero sabe esgrimir un mapa ante un
juez) y quien mantiene la causa en boca de todos. “Digamos que hago esto por mi
gran corazón”. Y sonríe, como si la idea le hubiese gustado.
Esta comunidad nació cuando se entregaron las tierras a 36 familias de la región,
en un programa de protección oficial. Desde entonces, las condiciones se han
endurecido, los fazendeiros han hecho sus sesiones de persuasiónacompañados de
pistoleros y las expropiaciones se han ido convirtiendo en alternativas cada vez
más apetecibles. Hoy quedan seis familias. Todas tocan al compás de Pedro.
“No es que quiera hacerme el héroe, es que si no lo hago yo, no lo hace nadie.
Nunca imaginé que fuera a tener tanto arrojo”, añade. Su mujer niega con la cabeza.
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La mujer de Pedro, ante la casa en la que vive en Sussuarana (Tocantins) FELIPE FITTIPALDI
Su papel conlleva reunir a sus vecinos en algunas de las casas, donde
supuestamente se discuten estrategias para el futuro. Cuando ese tema se agota, la
conversación vuelve al pasado. Hoy toca en casa de João José. Hay un círculo de
sillas de jardín. Lo ocupan Pedro, João José, su hermano, Alexandre, y otro vecino.
También están sus mujeres, que miran en silencio y sirven limonada.
Comienza el intercambio de historias hasta que todas parecen la misma. Siempre
hay un papel que falta para zanjar un trámite, un fazendeiro que se saltó parte de la
legislación, un ayuntamiento en connivencia con algún empresario. Siempre hay un
detalle. Tan pequeño que ningún tribunal lo admitiría como prueba pero que
aplasta a toda la comunidad. João José y su hermano cuentan cómo heredaron esta
finca de su padre. Pedro está reclinado en su silla, tripa hacia afuera, los brazos tras
la nuca.
Alexandre concluye: “En 2002 me quitaron la tierra de mis padres. Nos dejaron 80
hectáreas para cada uno”.
Interviene Pedro: “¡Cien! Y sin lucha habría menos”.
João José: “Y nos las quitaron diciendo que no había nadie ahí…”.
Alexandre: “Y la madre de mi padre había muerto aquí. Era el año 1968”.
João José: “1963”.
Alexandre: “No, 1965. Y nos las querían quitar igual”.
Una comunidad próspera puede forjar su propia cultura. Una pobre y amenazada
está obligada a mantener una mentalidad concreta, la que le ayude a sobrevivir. En
el caso de Sussuarana, como en casi todo el Cerrado, esa cultura es la lucha. Están
obligados a que invada su tiempo libre, sus conversaciones, sus canciones, y hasta
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su modo de ver la vida. No pueden perder la guardia. Por eso Pedro es un
personaje fundamental. Es quien mantiene esa cultura vigente.Quien alarga la
sombra del enemigo y hace que las historias viejas suenen nuevo otra vez.
Pedro: "El agua está bajando, ¿habéis visto?".
Alexandre: “Si hubiera justicia en Brasil se reconocería que los hijos de la tierra se
quedasen en ella. Pero Brasilia, y el gobierno, y el Estado, y el municipio están en
contra”.
Pedro: "¡Y los medios!".
Alexandre: "Si los jueces trabajasen como nosotros lo entenderían".
João Jose: “Mi sobrina tiene diez años. Ahora nos siguen amenazando porque no
tenemos dinero y solo vale quien tiene dinero”.
El paisaje en Sussuarana (Tocantins) FELIPE FITTIPALDI
Alexandre: “El problema, está bien claro, es que no hay justicia en Brasil”.
João José: “No hay justicia en Brasil”.
La historia sigue, de una boca a otra, rumbo a ninguna parte. Fuera todo está
inmóvil. No hay brisa. El sol abrasa la tierra. El ronquido de un cerdo desde su
charco es lo único que delata el paso del tiempo. Son las cinco de una tarde más en
el Cerrado. Mañana sigue la lucha.
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