HABLAR Y CALLAR: LA LIBERTAD DE LEONISA Y DE DOÑA ESTEFANÍA1
J. Ignacio Díez [email protected]
(Universidad Complutense, España)
Resumen: La complejidad de una narración, y aún más en el caso de Cervantes, no se corresponde con el mero recuento de intervenciones de los personajes. Tampoco el uso del estilo directo es garantía de libertad en quien habla. Los casos de Leonisa, de El amante liberal, y de doña Estefanía, de El casamiento engañoso, demuestran lo decisivos que son otros factores, como el contexto, o el tipo de narrador. Leonisa es manipuladora y sus dos discursos finales no sirven para defender su libertad. Doña Estefanía está completamente dentro del relato del alférez Campuzano, por lo que sus intervenciones están tan mediatizadas que su recuento es inútil. Cabe pensar, incluso en que doña Estefanía es una pura invención del narrador. En ambas novelas las protagonistas mantienen una relación de contraste: la mujer que elige marido no es libre mientras la prostituta, real o inventada, sí lo es.
1. Contar y callar
Contar es un procedimiento sencillo y cómodo. No en la segunda acepción del
diccionario de la RAE, “referir un suceso, sea verdadero o fabuloso”, sino en la primera:
“numerar o computar las cosas considerándolas como unidades homogéneas”. ¿Es útil
valorar la importancia de las mujeres en la producción de Cervantes (y cabe preguntarse
también si en la obra de cualquier escritor) contando sus intervenciones?
Es cierto que el terreno movedizo en el que crecen y se desarrollan las obras
literarias genera una inseguridad que se vuelve extrema en autores de la ambigüedad de
Cervantes. También lo es que la angustia, no ya de la página en blanco (que suele
atenazar al escritor), sino la de la página llena de palabras (que puede preocupar al
investigador), se combate cómodamente con las seguridades que proporcionan los
números. Los hechos tienen fuerza, sobre todo si esos hechos son números. Sin embargo
el procedimiento de contar y solo contar apenas permite posponer el acceso de la
angustia, pues tras los cálculos, quizá costosos, el estudio o el análisis no puede limitarse
a la exposición o enumeración de los hechos (como cuando se cuentan los tipos de versos
y estrofas en el teatro y se calculan los porcentajes de unos y otras), sino que debe
interpretar o valorar esos resultados, con lo que el estudioso vuelve a la casilla de salida,
si bien ahora no debe enfrentarse directamente al texto que llena las páginas sino a los
cómputos que llenan esas otras páginas. 1 Este trabajo se inscribe dentro del Proyecto de Investigación FFI2010-19841: Pampinea y sus descendientes: novella italiana y española frente a frente, dirigido por la Dra. Isabel Colón Calderón.
¿Se puede calcular la importancia de un personaje en una novela contando el
número de sus intervenciones, contando el número de líneas de cada una de ellas? El
resultado sería muy tosco, pues las decididas intervenciones de uno de los personajes —
decididas y escuetas— pueden tener un valor superior a las largas y quizá correosas
parrafadas de otro. Un personaje que no habla nunca, que nunca aparece, al que todos se
refieren puede ser el centro de una obra literaria. En una historia con un narrador
interpuesto ¿tiene sentido contar cuánto hablan los personajes principales? Parece claro
que el peso de un personaje debe calcularse mediante otros procedimientos, pues, aunque
contar sus intervenciones sea cuando menos curioso, la obra literaria dispone de técnicas
que permiten manifestar sus intereses de maneras mucho más sutiles. Si el autor es
Cervantes, con más motivo. Y si, además, se trata de una colección de novelas cortas, en
las que el narrador exhibe un arte novedoso, en el que la limitación de espacio es un
elemento decisivo, contar cuántas veces interviene un personaje tal vez resulte un
elemento que desenfoque el sentido o el lugar de ese personaje.
Las consideraciones de un tipo distinto de las literarias pueden estar en la base de
este tipo de valoraciones sobre la importancia de los personajes femeninos en un texto.
¿Alguien se entretendría en contar las intervenciones del cura o del barbero para calibrar
su importancia real en el Quijote? ¿Habla más don Quijote o lo hace más Sancho?
Probablemente hay que saber que “en el texto del Quijote de 1605 hay catorce mujeres
que hablan” (Redondo, 2005: 446), aunque convertir ese dato en un hilo crítico del que
tirar puede ser muy problemático. También lo es obtener ideas unívocas a partir del
silencio de los personajes femeninos. En el caso de Preciosa ya es un lugar común
establecer la pérdida de su libertad en la concatenación de hablar (en estilo directo) y ser
libre:
Preciosa ha perdido su cara gitana de engaño y de silencio. Ya no puede
andar con libertad y creatividad. A partir de este punto, no se oye ninguna
palabra de la boca de Preciosa, y este silencio viene de la pasividad y de la
adhesión de las verdades auto-evidentes que pertenecen al centro —el sitio
en que Preciosa ahora se ubica (Koch, 2008: 85).
Pero ¿por qué no habla Preciosa al final de la novela? El narrador tiene sus propósitos y
explica, en una sola frase, que “en el tiempo que él faltó [el padre de Preciosa recién
descubierto] dio cuenta Preciosa a su madre de todo el discurso de su vida” (Cervantes,
2001: 104). El lector no tiene acceso a un discurso o relato en estilo directo porque sería
redundante. Es cierto que el nuevo estatus de Preciosa impone unas condiciones, como le
ocurrirá a Leonisa en la novela siguiente, por eso cuando su madre le pregunta “si quería
bien a don Juan de Cárcamo”, la respuesta de Preciosa se inserta en esas obligaciones de
obediencia, nuevas para ella pero muy bien asimiladas, en una conversación privada entre
madre e hija: “Ella, con vergüenza y con los ojos en el suelo, le dijo que por haberse
considerado gitana […] pero que, en conclusión, ya había dicho que no tenía otra
voluntad de aquella que ellos quisiesen” (Cervantes, 2001: 104-105). Preciosa habla,
aunque el lector no escuche sus palabras; y lo hace dentro de su nuevo rol social, no como
la supuesta gitana que ya no es.
Parece olvidarse que en la conclusión de La gitanilla, en más de página y media,
el narrador no permite que nadie hable en estilo directo, nadie, sin duda porque deben
realizarse muchas y rápidas acciones ante los ojos del lector, que ya conoce la identidad
de Preciosa-doña Costanza de Meneses, y solo espera el feliz o fatídico desenlace de la
boda. ¿Tiene entonces alguien, incluida Preciosa, algo que decir? En el momento de las
bodas, tras cumplir los preceptos de rigor, aquí también muy abreviados narrativamente,
“se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas” (108). No se busca
silenciar a Preciosa, sino acelerar la narración, que se ha vuelto poderosamente colectiva.
¿No contaría Preciosa su propia vida? ¿No la escuchamos porque el narrador la silencia
por noble o, más bien, porque ese relato ya nos es bien conocido? ¿Qué más debería
añadir Preciosa? ¿Qué más deberían decir los otros personajes, después de que el autor ha
cerrado su historia?
Más que el cómputo del espacio que ocupan las palabras de los personajes
femeninos o la constatación de la ausencia de estilo directo (que en la conclusión de La
gitanilla afecta a todos los personajes, sea cual sea su sexo o su género), resulta, en mi
opinión, mucho más útil ponderar varios factores que, si son complejos, no por eso son
menos necesarios en un análisis. Elementos como el tipo de narrador, la posible forma
discursiva de la intervención, el contexto en que se produce, las hipotéticas pulsiones
realistas del autor o de la escena, y, cómo no, las exigencias del género al que se adscribe
el relato, entre otros2.
Si solo se atiende a la voz de los personajes, se producen distorsiones muy
profundas, como ocurre con el caso de Luscinda, en el Quijote, ensombrecida por el texto,
por Dorotea y por la crítica que tan celosamente sigue los deseos de Cervantes (Díez,
2 Sobre la sobrina y el ama en el Quijote véase Díez, 2005.
2007: 88). Es evidente que no es posible prescindir del contexto literario en el que se
insertan los hechos de habla. A veces la puesta en escena, poco menos que teatral, es una
precisión muy necesaria porque es la presión bajo la cual los personajes se ven
compelidos a revelar secretos o a anunciar decisiones de gran calado, como le ocurre a
Marcela. El relato de los hechos puede proceder de un narrador único o de varios de muy
distinto pelaje, y en uno y otro caso es conveniente valorar su fidelidad o infidencia. No
es posible olvidar que el retrato de Luscinda se confía en buena parte a la perspectiva
limitada del relato de Cardenio, ni que ocurre lo mismo en la presentación de Leonisa, ni,
finalmente, que toda la historia de doña Estefanía procede de un narrador juguetón y
fantasioso como es el alférez Campuzano. En suma, los intereses de la novela, cervantina
o no, se encuadran dentro del marco literario, con unas leyes propias, conformadas, en
buena parte, por los intereses del autor.
Por todo ello, al examinar las relaciones entre el habla de los personajes femeninos
y su libertad, cuestiones ambas muy ligadas en los estudios de género, quizá resuenan
menos actuales que nunca estas palabras que cumplen más de un siglo: “Después de lo que
se ha publicado sobre las Novelas ejemplares de Cervantes, imaginarán muchos que es
punto menos que imposible escribir de ellas algo que merezca ser leído” (Icaza, 1928: 35).
Como ilustración de las dificultades metodológicas que planeta el simple recuento de las
intervenciones, y también como muestra de las dificultades que rodean el modelo narrativo
de Cervantes, analizaré dos situaciones que, ancladas al comienzo y al final de la
colección, tienen mucho más en común de lo que parece. Dos situaciones que tienen como
núcleo a dos mujeres, muy distintas, como son Leonisa, de El amante liberal, y Estefanía,
de El casamiento engañoso. Conviene no perder de vista que en buena parte de la primera
novela y en toda la segunda la información sobre las protagonistas procede de los futuros
maridos, que son también los narradores. Eso no es obstáculo para que el lector vea (y
oiga) cómo hablan Leonisa y Estefanía. Ellas hablan, se casan y siguen trayectorias muy
diferentes. De hecho, la segunda funciona como contrafigura de la primera (y también de
otras, como Preciosa), y su historia, recogida en la penúltima novela de las Ejemplares
cierra con una conclusión especial el conjunto de historia, no solo por la conocida unión de
las dos novelas finales, el Casamiento y el Coloquio, ni tampoco por la tan apreciada
broma del diálogo de los dos perros, cuestiones todas ellas bien conocidas, sino por la
extraña figura de doña Estefanía, mujer que no se corresponde con ninguna de las
protagonistas anteriores.
2. Manipulación y elección en Leonisa
No hay sido, tradicionalmente, muy apreciada por la crítica3 la novela El amante
liberal, y cuando se ha ocupado de ella lo ha hecho para detenerse en el retrato del mundo
musulmán y bucear en las posibles conexiones con la biografía de Cervantes o para
discutir la vinculación con la novela bizantina o de aventuras. Solo de manera más
reciente los estudiosos se han ocupado del papel de Leonisa, sobre todo en la escena final,
con la que culmina la novela, en la que Ricardo y Leonisa enderezan dobles y sendos
discursos al respetable. Desde la perspectiva que cree que quien habla es libre, habría que
concluir que Leonisa lo es4. Pero los matices son esenciales y apuntan en otra dirección.
3 Hart comienza su capítulo recordando la opinión de Dunn: “the least attractive” (1993: 41). Cardaillac y sus colaboradores abren el trabajo de un modo similar: “El amante liberal nunca ha suscitado el entusiasmo de los críticos” (1980: 13). La novela es “[...] one that has been largely overlooked by modern readers” (Davis, 1993: 107).4 “Leonisa is empowered when she affirms the control over herself” (Thompson-Weightman, 1992: 71).
De la perspectiva explicativa del título de la novela, que pasaba necesariamente
por el vistoso cambio de Ricardo en sus dos discursos contradictorios, hasta los matices
sobre la liberalidad, la libertad y el decisivo papel de Leonisa hay un trecho crítico que
me interesa mucho ahora. Considera con acierto Clamurro que “although seemingly a
passive object, and often ´objectified´, Leonisa takes on an axial significance as we
review the entire story” (2009: 223). El cambio que justifique un matrimonio que ha
sido visto como cercano a la poética del cuento de hadas ha encontrado algunos
engarces más realistas, pero no sé si más justificados. Así, García López remite a El
Saffar para comentar el “lento enamoramiento —un avance pausado y complementario
del movimiento de Ricardo” (Cervantes, 2001: 779) que experimentaría Leonisa a lo
largo de los avatares antes de elegir a su vecino como marido. Otros prefieren encontrar
una manifestación rotunda de un ejercicio de libre disposición, pues “Leonisa tiene en
todo momento conciencia clara de ser este galardón […] Es, pues, su virtud y su
libertad lo que entrega al darse como premio” (Flores, 1983: 36). También Hutchinson5
piensa que Leonisa es libre y “no hay que considerarla una pobre víctima de la retórica
de Ricardo: participa plenamente en la misma justa verbal y sabe lo que está en juego.
Es más, si quisiera, podría decirle que no, podría no reconocer su endeudamiento o por
lo menos minimizarlo” (2001: 92). Irigoyen, por su parte, rechaza la tesis voluntarista
con el argumento de “la sombra del chantaje” (2008: 182) e insiste en la idea de que
Ricardo habría fabricado una deuda falsa que obligaría irremediablemente a Leonisa6.
Si en algunos personajes cervantinos, como Marcela o Ana Félix, los discursos
reúnen los elementos determinantes para su caracterización, en otros casos, abundantes
en las Novelas Ejemplares, al uso del o de los discursos hay que añadir la presentación
previa como factor determinante para valorar esos discursos. A pesar de la sensación de
inverosimilitud que los discursos pueden provocar en el lector actual, hay que aceptar que
seguramente fueron mucho más apreciados por los contemporáneos de Cervantes (García
López en Cervantes, 2001: 75). Pero antes de discutir los dos discursos en los que
Leonisa opone su parecer al que Ricardo ha proyectado a su vez en sus dos discursos
previos, creo que hay que rastrear en la novela los datos que se ofrecen sobre la
personalidad de Leonisa. Es cierto que en la novela bizantina “la caracterización del
personaje está relegada a un lugar muy secundario” (Zimic, 1996: 82), así como que en
5 “Es significativo que quien cierra el trato sea ella misma, no su padre” (Hutchinson, 2001: 92).6
“Si Halima tiene algo en común con Leonisa, con Cornelio y hasta cierto punto con el narrador, es el silencio, la incapacidad de delatar las deudas y artimañas de Ricardo en un relato completamente fiscalizado por él” (Irigoyen García, 2008: 176).
el espacio del que dispone el narrador de las novelas al estilo italiano el retrato
psicológico de los personajes queda muy reducido. En El amante liberal no hay que
perder de vista que la presentación de la protagonista se inserta en el relato con el que
Ricardo, con lágrimas recientes, inaugura el texto. No es posible trazar un retrato
objetivo y completo de Leonisa antes del rapto, pero la novela sí ofrece algunos atisbos.
En su relato, Ricardo se detiene y la novela con él, durante toda una página, en ponderar
la increíble belleza de Leonisa (Cervantes, 2001: 113-114) y, con menos calma pero de
manera memorable, en señalar cierto carácter salvaje de la bella mujer, aunque solo
afecta a Ricardo: “esta Leonisa, para mí leona, y mansa cordera para otro” (114).
Desde la perspectiva de la conclusión, con los dos elaborados discursos de Leonisa, y
desde los hechos que ocurren durante su vida entre los musulmanes, es posible entrever
en esa disposición acaso un doble carácter, aunque me parece mucho más probable una
férrea voluntad que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. Ricardo, que insulta a
Leonisa presa de sus celos (“cruel […], soberbia y mal considerada doncella”, 116),
también contempla cómo Leonisa se desmaya en cuanto él desenvaina su espada. Es
fácil notar que algunas reacciones de Leonisa parecen obedecer a un prototipo muy
extendido, pero también hay que constatar que Leonisa sabe callarse. Así cuando es
raptada Ricardo nos informa de que “todo esto estaba mirando Leonisa, que ya había
vuelto en sí, y viéndose en poder de los corsarios, derramaba abundancia de hermosas
lágrimas y torciendo sus manos delicadas, sin hablar palabra, estaba atenta a ver si
entendía lo que los turcos decían” (119). Ricardo y los lectores enseguida comprueban
que también puede decidir hablar, y por lo tanto es dueña de sus silencios e
intervenciones. Es más, sabe modular sus argumentos para, con el temple que exige la
situación, salvar a Ricardo de la horca con la posibilidad de un rescate. Y esa
desenvoltura, que podría explicar la urgencia, se revela en el texto como un fundamento
de la personalidad de Leonisa, quizá reforzada por el poder de las extraordinarias
circunstancias. Es de una especial relevancia el pasaje en que, cauta de nuevo y esta vez
dentro del relato general y no de la historia que narra Ricardo, le pide a éste que calle
cuando se reconocen, y lo hace con estas palabras:
Púsose Leonisa en esto el dedo en la boca, por lo cual entendió Ricardo
que era señal de que callase o hablase más quedo […] Habla paso, Mario,
que así me parece que te llamas ahora, y no trates de otra cosa de la que yo
tratare; y advierte que podría ser que el habernos oído fuese parte para que
nunca nos volviésemos a ver. Halima, nuestra ama, creo que nos escucha,
la cual me ha dicho que te adora; hame puesto por intercesora de su deseo.
Si a él quisieres corresponder, aprovecharte ha más para el cuerpo que
para el alma; y cuando no quieras, es forzoso que lo finjas, siquiera porque
yo te lo ruego, y por lo que merecen deseos de mujer declarados (141 y
142, mi cursiva).
La cita constituye una buena prueba de que Leonisa controla el espacio y sabe
actuar y sabe tomar decisiones y es, más que prudente, astuta. Aparentemente, es un
problema para la crítica reconocerlo, pues esta actitud choca frontalmente con la imagen
idealizada que de Leonisa ha trazado Ricardo, que es precisamente la que la crítica
recoge7. El “pragmatismo” que subraya Rodríguez-Luis “no es incompatible con la idea
de un perfeccionamiento en la protagonista” (Vitali, 2007: 45) y no lo es, claro está,
aunque la novela también puede interpretarse desde otra perspectiva toda ella muy
pragmática. Leonisa habla sin problemas a lo largo del relato8, hasta que se casa; igual
que Preciosa o, dicho de otro modo, hasta el final de la historia. Leonisa cuenta sus
aventuras, con extensión, manifiesta sin mayores problemas sus dudas y propone una
actuación engañosa que le permita sobrevivir: “No sé qué te diga, Ricardo […] ni qué
salida se tome al laberinto donde, como dices, nuestra corta ventura nos tiene puestos.
Sólo sé decir que es menester usar en esto lo que de nuestra condición no se puede
esperar, que es fingimiento y engaño” (Cervantes, 2001: 145)9. Las circunstancias
mandan en casi todo, aunque eso no impide una afirmación radical de su condición de
virgen, como explica con toda claridad a Ricardo: “porque no quiero que pienses que es
de tan pocos quilates mi valor que ha de hacer con él la cautividad lo que la libertad no
7 Quizá la explicación de Rodríguez-Luis sobre la petición de fingimiento porque Leonisa no está “como el pobre Ricardo, enamorada” (1980: I, 17; e insiste en ello en 21) se encuadra aquí, aunque al mismo tiempo reconoce “un completo dominio de la situación” por parte de ella.8 Habla Leonisa con Mahamut para expresarle su buena disposición hacia el supuestamente muerto Ricardo (“Dios perdone a quien fue causa de su muerte, que fui yo, que yo soy la sin ventura que él lloró por muerta, y sabe Dios si holgara de que él fuera vivo para pagarle con el sentimiento que viera que tenía de su desgracia el que él mostró de la mía”, Cervantes, 2001: 135) e incluso le pide consejo al renegado: “[…] por lo cual os ruego, señor, siquiera por la sangre de cristiano que tenéis, me aconsejéis en mis trabajos; que puesto que el ser muchos me han hecho algo advertida, sobrevienen cada momento tantos y tales, que no sé cómo me he de avenir con ellos” (135; mi cursiva).9 Aunque Güntert subordina el fingimiento e incluso la teatralidad a un objetivo (“No cabe duda de que el juego de simulaciones y exhibiciones tiene por objetivo la conquista de la libertad y la salvación del amor”, 1993: 142), me parece mucho más interesante la constatación de que ambos protagonistas, Leonisa y Ricardo, se ven obligados (aunque creo que simplemente saben hacerlo) a “esconder su voluntad individual y a simular obediencia al Discurso social para salvar su relación amorosa” (142). Lo decisivo, pienso, es una adaptación cuyos límites son difíciles de fijar pues podrían, y pueden en mi opinión, llegar hasta el final de la novela.
pudo; como el oro tengo de ser, con el favor del cielo, que mientras más se acrisola,
queda con más pureza y más limpio” (145).
Por eso el lector no se sorprende de la justeza con que Leonisa es capaz de
evaluar las convenciones sociales en la teatral escena con la que la novela se resuelve y
concluye. Allí, más que sentirse presionada por la envolvente retórica de Ricardo,
Leonisa percibe que toda la comunidad de Trápani asiste a un acontecimiento, que es
también espectáculo, de gran trascendencia para ella. Un hipotético “no” a Ricardo
quedaría, más incluso que como una deuda no pagada —real o falsa—, como la puerta
para una permanente sospecha sobre la vida que ha podido llevar Leonisa entre los
infieles, con la consecuente ausencia de pretendientes. Leonisa evalúa la situación con
mucho acierto y la resuelve de la única manera posible: carece de libertad real, y echa
su cuarto a espadas con un doble discurso que, paradójicamente, representa la capacidad
de elección. Leonisa no solo despliega aquí un sorprendente autocontrol, sino que lo ha
hecho a lo largo del texto10.
Díaz Migoyo ha insistido en la representación final y sus valores, una puesta en
escena dirigida por Ricardo, en la que “todos los repatriados están disfrazados de turcos
y su conducta se asemeja a la de unos actores: algo así como la representación de una
escena de retorno más que como un retorno genuino” (1985: 53). Leonisa aparece vestida
con el mítico aderezo con que ha seducido a los personajes más importantes de la novela
y precisamente aparece así por indicación de Ricardo: el traje realza su belleza y una
exuberante sexualidad, pero también simboliza su sometimiento, su falta de libertad,
pues el vestido de mora recuerda que ha sufrido un rapto y toda una enrevesada
peripecia que la ha arrastrado por el Mediterráneo oriental. Con ese traje todos sus
convecinos contemplan a la hermosísima Leonisa, a la que ya conocían en esa
condición, pero también ven a la mujer que fue raptada y posiblemente vendida y quizá
violada. Al principio no habla Leonisa, como ocurre al comienzo de la novela, pero sus
palabras se convierten en el proceso que clausura el texto y la boca de Ricardo y la de
todo el pueblo con sus dos discursos. Esa presión del respetable es importante social y
antropológicamente.
Por eso, cuando el lector llega a la magnífica conclusión de la novela y, tras
escuchar a Ricardo entregar a Leonisa y corregirse no tan liberal como lógicamente, ese
lector puede apreciar mejor los dos discursos que Leonisa dirige a Ricardo y a todos los
10 “[…] her verbal and emotional self-control. Her very reticence serves as her primary weapon of defense” (Clamurro, 2009: 223). Pero, en mi exposición, queda claro que sus palabras son también una “primary weapon of defense”.
asistentes a ese sorprendente encuentro en el puerto de su ciudad. Se han resaltado hasta
la saciedad las palabras de autofirmación de Leonisa: “Esto digo por darte a entender,
Ricardo, que siempre fui mía, sin estar sujeta a otro que a mis padres, a quien ahora
humilmente, como es razón, suplico me den licencia y libertad para disponer de la que
tu mucha valentía y liberalidad me ha dado” (Cervantes, 2001: 158). Pero el discurso
debe completarse con un segundo, una vez que los padres, dentro del relato, han dado su
consentimiento, y una vez que han añadido, con la evidente satisfacción del narrador, la
cautela de que lo que ocurra ahora será el resultado del buen uso de la “discreción” para
que “redundase en su honra y en su provecho”. Leonisa lanza ahora públicamente una
suerte de paradójica proclama de la elección libre:
Pues con esa licencia […] quiero que no se me haga de mal mostrarme
desenvuelta, a trueque de no mostrarme desagradecida; y así, ¡oh valiente
Ricardo!, mi voluntad, hasta aquí recatada, perpleja y dudosa, se declara a
favor tuyo; porque sepan los hombres que no todas las mujeres son ingratas,
mostrándome yo siquiera agradecida. Tuya soy, Ricardo, y tuya seré hasta la
muerte, si ya otro mejor conocimiento no te mueve a negar la mano que de
mi esposo te pido (Cervantes, 2001: 158).
No se puede decir que Leonisa no hable, ni que pierda la voz al final del texto, ni
que no haya sido libre en su condición de mujer de clase alta. Leonisa, a diferencia de
Preciosa, no tiene unos padres que recuperar ni una nueva identidad robada que retomar.
Leonisa es la mujer activa que pide ella misma la mano de su futuro esposo, la respetuosa
del modelo (para no pasar por alto la presencia de los padres), la que proclama su
virginidad, la que es ejemplo contra la mala fama de las mujeres (manipuladoramente al
ofrecerse por todas las demás), la que conoce la condena a la desenvoltura, pero sabe
también que esta circunstancia es especial. No es, evidentemente libre, pues solo puede
elegir una cosa y hacer, como predica el sabio estoico, de la necesidad virtud11. Carece de
elección real, como Halima, quien después de ayudar a Ricardo, no puede echarse atrás:
“Independientemente del hecho de que gane o pierda regresando a Chipre o yendo a
tierra de cristianos, la cuestión es si realmente puede hablarse de posibilidad de
11 Díaz Migoyo tampoco ve la libertad de Leonisa (“Portarse Leonisa como ingrata en este momento sería no ya cruel o injusto sino discursivamente inconsecuente pues sería desconocerse a sí misma al creerse, equivocadamente, independiente”, 1985: 69), aunque por razones que no comparto (pues ella está “de tal modo hecha visible a sí misma que su manifestación de mayor autonomía consista en entregarse: un acordarse con la voluntad del seductor que es un acordarse consigo misma, reconocerse en él”, 69).
elección” (Irigoyen García, 2008: 173). No hay muchas posibilidades tampoco para
Leonisa y la novela avanza por ese camino: “the fact that Ricardo has no plausible rival
and Leonisa no viable mate other than he. Thus their marriage is little more than a
convenient inevitability” (Martín, 1999: 163). Pero Leonisa lo sabe y aprovecha su
conocimiento, su fina percepción de lo que está en juego delante de todo el mundo, para
hacer una aparente elección, con sus palabras, muy claras y afirmativas. ¿Es eso ser libre?
Lo paradójico, al menos desde una perspectiva de género, es que son las palabras
de Leonisa las que, de todos los personajes, resuenan en el cierre de El amante liberal,
pues tras su elocuente doble intervención es Ricardo quien no puede hablar (“Quedó
como fuera de sí a estas razones Ricardo, y no supo ni pudo responder con otras a
Leonisa, que con hincarse de rodillas ante ella y besarle las manos, que le tomó por
fuerza muchas veces, bañándoselas en tiernas y amorosas lágrimas”, 159). El narrador,
como es casi preceptivo y necesario técnicamente, se hace cargo de la apretada
conclusión, en la que la felicidad invade a los presentes (“Todos, en fin, quedaron
contentos, libres y satisfechos”, 159) y se construye un happy end imprescindible, con
hijos para Ricardo y Leonisa, y una catarata de prestigiosos sustantivos para disipar
dudas y vestir a Leonisa con un ropaje cristiano, pues “fue ejemplo raro de discreción,
honestidad, recato y hermosura”. El narrador no subraya lo que el lector ya sabe:
Leonisa fue también, en esa impagable circunstancia en la que fija su felicidad,
“ejemplo raro” de habilidad retórica, de astucia para sobrevivir y de oportunidad para
elegir lo único que puede12.
3. Doña Estefanía mediatizada
La crítica también ha solido ser unánime en su desinterés por el Casamiento
engañoso, seguramente a causa del oscurecimiento provocado por el Coloquio, quizá
por su escasa extensión, o quizá también porque el tema y los personajes no son de la
clase que manda en las Ejemplares. Las dos novelas quedan incómodamente unidas en
un capítulo (Boyd, 2005), siguiendo quizá lo que Zimic considera la idea dominante
entre los cervantistas: el Casamiento y el Coloquio son una sola novela. El resultado es
que los trabajos ignoran el relato del Casamiento, que no pasa de ser una introducción a
12 No me parece que “los dos amantes gozan de una iniciativa igual y de una libertad igual” (Cardaillac, 1980: 20). Rodríguez-Luis solo comprueba “una cierta frialdad” de Leonisa, “resultado de su insistencia en que el único móvil de su decisión es el no querer mostrarse ingrata, lo que a su vez manifiesta el recato propio de una doncella antigua” (1980: I, 27).
lo que verdaderamente interesa: el inverosímil y realista diálogo de los dos perros13.
Puede ser significativo que en el pasado El amante liberal y El casamiento engañoso
hayan compartido un desinterés que la bibliografía más reciente se esfuerza en anular.
El Casamiento parece que resulta incómodo, que se vuelve problemático por
ambiguo y por su diferencia con las otras novelas de la colección: es la más corta, es la
temporalmente más limitada y no tiene un final feliz o, al menos, tan clara o
estereotipadamente feliz como el de las novelas precedentes. Es muy evidente que la
novela oncena de las Ejemplares, antes de dar paso a una ácida y milagrosa
conversación entre dos perros, cierra la visión edulcorada de los modelos femeninos con
un tipo nuevo de mujer que por su edad y su pasado está muy lejos de Leonisa o
Preciosa (Díez, 2009: 68). Pero doña Estefanía comparte algunos rasgos con las heroínas
cervantinas previas, como su capacidad retórica y su dominio del discurso y eso la
aproxima —guardando esas enormes distancias que marcan la edad, la belleza en un grado
más común, y una vida vivida— a Marcela, Dorotea, Preciosa y también a Leonisa.
Estefanía no tiene familia, y no la va a encontrar en una anagnórisis más o menos
elaborada. El “primo” que la acompaña no tiene parentesco con ella. ¿Es una mujer
deseable? Lo es para el alférez, en cuanto ve y oye, y este último aspecto es importante
en mi argumentación, pues el alférez queda cautivado por la seductora voz de la casi
treintona doña Estefanía. Otras mujeres de las Ejemplares son también persuasivas, al
menos Preciosa y Leonisa, pero Estefanía convence con la voz, además de persuadir con
un discurso bien elaborado. La habilidad retórica es menos inverosímil que en el caso de
Preciosa, que no ha aprendido sino que dispone de una suerte de código genético propio,
según explica el texto, y menos sorprendente que en el caso de Leonisa, cuyas maneras
se ponen de relieve en situaciones excepcionales. Doña Estefanía sabe convencer,
incluso a la crítica, con unas palabras que pueden parecer profesionales o sinceras. No
conviene descartar que todo sea una estrategia del alférez para hablar de algo menos
material y menos inusual.
El Casamiento engañoso es considerada una “picante historia” (Icaza, 1928:
237), etiqueta que también podría de algún modo compartir El celoso extremeño,
aunque la primera novela recibe el marbete de manera más concentrada y directa. La
crítica ha buscado situar la historia en una tradición literaria, como la picaresca o “the
soldier’s tale” (Rupp, 2001), pero no suele tener muy en cuenta que en esta ocasión todo
13 Zimic también funde en un solo capítulo el supuesto estudio de ambas novelas, con la peculiaridad de que solo se detiene en el Coloquio.
el relato descansa en las palabras de un narrador, mucho más que infidente, fantasioso que
entrelaza dos historias en creciente grado de inverosimilitud: la primera para explicar que
su contagio de la sífilis se debe a su codicia y no a su lujuria, y la segunda para dar por
bueno ese contagio pues le ha permitido vivir una experiencia única. Es obvio el rechazo
que provoca en el licenciado Peralta esa escalonada estrategia14: dudas con la primera
historia y burlas con la segunda y, de paso, incredulidad sobre la historia de doña
Estefanía. Esta historia supone un planteamiento bien pensado para que el oyente o el
lector se apiade del alférez, que reconoce su codicia, que ha sido un caso más de engaño a
manos de una mujer (siempre mucho más astuta que un hombre) y que consigue dar una
explicación diferente de la forma de granjearse una buena sífilis: “¿Qué mucho que el
taimado contara en crudo cómo le burló aquella doña Estefanía, a quien, conociendo por
pecadora, se vendió como marido, en esperanza de haber unos dos mil y quinientos
ducados de muebles […] Hasta virtuoso parece el tal alférez […] y al quejarse se queja
de sí mismo” (Icaza, 1928: 242). Efectivamente, el alférez en su relato “hasta virtuoso
parece” y eso es un motivo más para sospechar de una historia que sirve para exculpar al
pecador que la relata. No sorprende que no haya castigo, ni rechazo, pues el alférez pasa
con rapidez (e interés) hacia otro tema, cuya extensión e insólitas características ayudan
en ese juego de manos, en ese truco que el alférez en cuanto narrador parece compartir
con el arte de Cervantes. No deja de ser muy sugestiva la posibilidad de ahondar en esta
hipótesis de la manipulación del relato para llegar a una posible construcción de un
personaje inventado por otro, a una mujer inexistente o que solo existe en la
imaginación y en el relato del alférez, una que pueda dar carta de naturaleza al contagio
de la sífilis del alférez Campuzano (Díez, 2009). De este modo, el contraste con
Preciosa y Leonisa se explica mejor: ellas dos son criaturas literarias netas, del género
que exige esta novela corta de amor y de fulfilment, mientras Estefanía es una creación
de segundo grado, tan fantástica como Dulcinea, aunque en nada parecida a ella, del
mismo modo que el alférez tampoco se aproxima mucho a don Quijote excepto en su
imaginación desbordante. Y estas nuevas circunstancias narrativas, estas necesidades de
un personaje convertido en narrador todopoderoso, explican muy bien por qué doña
Estefanía es tan distinta de las demás protagonistas femeninas de las Ejemplares. No se
trata solo de ver la “gracia” de esta novela15, o de valorar el ambiente picaresco o
14 “[...] le daré cuenta de mis sucesos que son los más nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida” (Cervantes, 2001: 523).15 “La narración, en cuanto a la forma literaria, es de lo más gracioso, natural y bien parlado que de la pluma de Cervantes ha salido” (Icaza, 1928: 242).
realista de las dos novelas imbricadas que cierran la colección, sino que es importante
apreciar que estas dos novelas son dos relatos, uno escrito (el segundo) y otro oral (la
historia de doña Estefanía), que un nuevo narrador con extraordinarios poderes
compone para gozo del licenciado Peralta, pero también como guiño a los lectores que
han disfrutado con diez historias más al uso, con todas sus peculiaridades (que son
muchas), pero más influidas por las exigencias del género y del mercado, llenas de
personajes femeninos aparentemente prototípicos, si bien con rasgos de personalidad
muy intensos (como Leonisa). Ahora una compleja prostituta y dos perros hablan todos
ellos de otra realidad, a través de la pluma y la boca de un soldado sifilítico con un
magnífico buen humor.
Pero para el principal propósito de mi trabajo lo que hay que constatar es que
todos los comentarios, abundantes, de doña Estefanía están dentro del relato del alférez y
su retrato procede precisamente de esos comentarios, de sus supuestas palabras. Como en
otras narraciones que componen las Ejemplares, también en el Casamiento engañoso la
historia acaba en un silencio: doña Estefanía pronto deja de hablar, al menos en estilo
directo, pero se entiende bien que el narrador, de modo semejante a esas otras novelas, es
el que controla su relato. Ese silencio no impide una rápida y brillante actuación, pues
doña Estefanía “se había llevado cuanto en el baúl tenía sin dejarme en él sino un solo
vestido de camino” (Cervantes, 2001: 532). Libertad no le falta, aunque le falten las
palabras.
Previamente y para rizar el rizo, doña Estefanía, como otras protagonistas
cervantinas, explica en un discurso sus propósitos (“Señor alférez Campuzano,
simplicidad sería si yo quisiese venderme a vuesa merced por santa”, 525), un discurso
que deja casi mudo al alférez, que solo acierta a aceptar: “sin hacer otros discursos de
aquellos a que daba lugar el gusto, que me tenía echados grillos al entendimiento, le
dije que yo era el venturoso y bien afortunado” (526). La necesidad de un relato que
cuenta o inventa16 el alférez con él como protagonista le obliga a darle mucha
importancia a la contraparte, femenina, lista, con buena voz y gracia expresiva (“No era
hermosa en estremo, pero éralo de suerte que podía enamorar comunicada, porque
tenía un tono de habla tan suave, que entraba por los oídos en el alma”, 525). El efecto
de esta nueva mujer es grande en Rodríguez-Luis que, frente a los que motejan a doña
16 El argumento de que “si aceptamos la existencia del alférez que se tropieza durante su paseo con el licenciado Peralta, tenemos también que aceptar la historia de su casamiento” (Rodríguez-Luis, 1980: II, 39) cae por su propio peso: no hay más resto de esa supuesta doña Estefanía que el hecho cierto de que el alférez ha contraído la sífilis, enfermedad que normalmente no se adquiere por contagio de una esposa.
Estefanía de una prostituta más, se esfuerza en poner de relieve su estatuto novedoso,
realista en el mejor sentido:
Ni verdaderamente hermosa, ni distinguida, ni brillante en su discreción,
doña Estefanía es una mujer como casi todas, cuya capacidad de enamorar
reside en virtudes imponderables que caen, por lo tanto, fuera de las
exigencias del tipo de novela más frecuente en la colección cervantina,
donde jóvenes caballeros de apostura y virtud ideales se enamoran sin
remedio y para la eternidad de doncellas que reúnen toda la belleza,
discreción y honestidad posibles [...] Doña Estefanía no es un personaje
antipático, sino una mujer inteligente y franca, ama de casa ejemplar y
esposa amantísima (1980: II, 43 y 48)17.
En el encuentro con doña Estefanía el alférez se difumina, como un pelele, se
autodifumina de manera inexorable en un contexto tan positivamente adverso que le
permite dar una increíble explicación de sus sudores en el hospital de la Resurrección.
Este relato tan poco verosímil introduce otro aún más increíble para dibujar, para
autodibujarse, como escritor sumamente imaginativo: un creador.
4. Libertades literarias
Las dos novelas que empiezan y acaban las Ejemplares son un buen ejemplo de
lo importante que es hablar: en una habla una gitana muy salada y en la otra lo hacen
dos perros de gran tamaño. ¿Cuándo se ha escuchado en la literatura la voz de una
gitana y dos perros? Aquí hablan y hablan. ¿Son libres? En cierto modo. Por eso asociar
sin más el derecho a hablar y la manifestación efectiva de ese derecho con la idea de
libertad requiere muchas consideraciones, entre ellas una previa y muy básica sobre la
propia idea de libertad. Con esa palabra se abarca un concepto muy amplio y cambiante,
antes de la Revolución Francesa y después. En las Novelas Ejemplares, en Cervantes, en
los Siglos de Oro no se trata de la libertad política, ni de otras libertades modernas, sino
17 “Doña Estefanía no es, sin embargo, una prostituta al estilo de la Cariharta o de la falsa Cornelia, pues tiene casa, y quizá tampoco realmente una mujer de virtud tan ligera como las que mencionamos antes, sino una dama independiente que dispone de su propia vida según su arbitrio, tipo nuevo en las Novelas” (Rodríguez-Luis, 1980: II, 42). Complica algo más las cosas que doña Estefanía y doña Clementa Bueso “en efecto, son grandes amigas” (Cervantes, 2001: 531). Sobre la idea de libertad de las prostitutas hay que remitir a la extensa libertad de la Lozana en el texto de Delicado.
de una concepción más primaria o más directa: la libertad de decidir, de actuar. ¿Son
libres las mujeres de Cervantes? Los dos conocidos ejemplos de Marcela y Preciosa
podrían indicar que sí, con esas declaraciones contundentes sobre la libertad, pero
examinadas más de cerca implican, en el primer caso, la libertad de vivir en soledad, y la
libertad de elegir el matrimonio católico, en el segundo (Díez, 2004: 129-130 y 135-136).
Son libertades, sin duda, pero mucho más limitadas de lo que las declaraciones de los dos
personajes permitirían suponer. Cuando Preciosa dice que “estos señores bien pueden
entregarte mi cuerpo, pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto
que yo quisiere” (Cervantes, 2001: 74), su autoafirmación no tiene los contornos de los que
disfruta la libertad moderna. Esa voluntad libre o libertad del alma que defiende Preciosa
no se corresponde con la libertad individual.
En el caso de Leonisa su libertad se instala en un territorio no muy amplio, pues,
como ha visto la bibliografía, siente una deuda que quizá no es tal, una deuda que Ricardo
ha ido fabricando hábilmente. Pero mucho más importante es el peso de la comunidad en
ese retorno orquestado y teatral, o simplemente público, donde todos contemplan a una
hermosa mujer ataviada al estilo musulmán, después de haber estado expuesta a los
peligros imaginables y comprobables de un secuestro por los turcos. Leonisa debe
reivindicar muchas cosas y de una sola vez ante una comunidad expectante y ansiosa
quizá de noticias morbosas. Por eso Leonisa sigue un orden preciso: la reivindicación de
su honra (tanto con el amante anterior, allí presente, como en las aventuras corridas), el
consentimiento de sus padres, el pago de la deuda a Ricardo. Leonisa parece repasar en
ese minuto dorado sus posibilidades, rescatada por Ricardo de los piratas, dotada de todos
los bienes que le cede Ricardo (aunque ella no hace ninguna referencia a ese donativo
auténticamente overwhelming), vista por todos sus paisanos… ¿Cuáles son sus
posibilidades de vivir en Trápani? ¿Soltera? ¿Casada? ¿Con quién? ¿Realmente tiene una
posibilidad de elegir?
La novela corta, en su brevedad, debe ajustarse de manera precisa a lo que suele
llamarse la economía del relato: más importante que el retrato de los personajes es la
narración y los diálogos están subordinados a ella. Es evidente una búsqueda del
contraste entre dos personajes, a menudo hombre y mujer, o una proximidad no tan
evidente, como la de un alférez y uno de los muchos tipos de prostituta. Por eso también
es excesivo exigir un retrato psicológico. El producto es otro y en él dominan, en mi
opinión, las constricciones del género (entre ellas las del espacio), la presión del mercado,
la siempre presente fuerza del contexto social (pasada por el selectivo tamiz literario), y
desde luego el genio del escritor, menos cuantificable, pero siempre sujeto a la admiración
que pueda merecer.
Los personajes, masculinos y femeninos, gozan de peculiaridades que los
definen, a veces extremas (una gitana jovencísima y sapientísima, una mujer que
enamora al hablar a pesar de edad, un viejo celosísimo, un alférez que cuenta sin
sonrojo que la sífilis se la contagió su mujer), pero esos caracteres están en función de
los objetivos del narrador y son aprovechables, incluso en su parte más convencional,
por otros géneros y otros contextos18. Por eso el cómputo de las intervenciones no arroja
resultados relevantes o de interés. No parece tan importante el número de líneas o de
intervenciones, cuanto la calidad de las mismas: los discursos, tantas veces ponderados
de inverosímiles, permiten unas explicaciones, unos matices de gran utilidad para
definir al personaje. Y el contexto es fundamental, pues a menudo esos discursos
femeninos vienen antecedidos por discursos masculinos, como ocurre con Preciosa,
Marcela y Leonisa. No sucede lo mismo, por las razones indicadas, con doña Estefanía.
Si se pudiera practicar un cómputo del silencio, tropezaría con similares
problemas, pues siempre hay que recurrir a la interpretación. “La Rochefoucauld
distinguished the silence of eloquence, the silence of mockery, and the silence of
respect, while Morvan de Bellegarde listed no fewer tan eight varieties: prudent, artful,
complaisant, mocking, witty, stupid, approving and contemptuous” (Burke, 1993: 129).
Aparentemente el silencio femenino tiene menos valores, pues “women in early modern
Europe, as in ancient Greece, were expected to keep quiet […] silence was associated
with ´shame´or ´modesty´[…] the quality which defined respectable women” (130 y
131). Pero en las Novelas ejemplares esas asociaciones no son simples, pues están
intermediadas por múltiples elementos que matizan o contradicen unos esquemas más
bien elementales.
En suma, no parece recomendable olvidar la complejidad de una obra literaria, y
mucho más en la producción cervantina, con juegos y duplicaciones, insólitos espejos y
repeticiones. Tanto en El amante liberal como en el Casamiento engañoso son las
mujeres las que solicitan a su futuro esposo; en ambas los protagonistas masculinos
quedan en un muy expresivo silencio; ambas, en ese momento, parecen
extraordinariamente libres. Pero en los dos casos la manipulación de los narradores es
18 “Leocadia, Constanza, Teodosia, Cornelia, esas rubias de quince años que llevaban la ternura y la abnegación amorosa hasta el sacrificio, encarnaban a maravilla en la poética de los grandes dramáticos ingleses” (Icaza, 1928: 312-313).
vital y algunos personajes lo saben19. El autor manda, aunque no sea el narrador20. No
sorprenderá a ningún lector de la colección de doce novelas que son las Ejemplares la
evidente presencia de un autor, muy vivo en el texto. No se trata ahora solo de la famosa y
tan comentada “mesa de trucos”, ni de las ambigüedades de las novelas, ni siquiera del
sentido general de la colección, sino de que al examinar dos novelas, una muy ligada a la
apertura y otra tan íntimamente asociada a la conclusión que se confunde con ella, se
percibe un sentido constructor, organizador, dispositivo, como lo muestra la aproximación
a las dos protagonistas de las novelas, Leonisa y Estefanía. El autor, a través del narrador,
habla o calla y hace que los personajes hablen o callen a su conveniencia, a la del narrador
y a la del autor sobre todo, sean o no sean libres, aunque lo parezcan o no, en un tejido
compacto y resistente a suposiciones esquemáticas y poco adaptadas a la finura y a los
numerosos matices con los que el discurso literario compone su matizado juego.
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19 “[…] Mahamut es consciente de las convenciones discursivas que Ricardo despliega para manipular el relato” (Irigoyen-García, 2008: 178).20 “Cervantes circumscribes happiness, freedom, and satisfaction within a circle of authority that has its social roots in the father as arbiter of the family, and its literary roots in Cervantes himself as author, in the control of purpose which he announces in the prologue” (Sears, 1993: 101).
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