Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (ciclo B)
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los Sacramentos
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─ Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
─ Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
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DEL MISAL MENSUAL
LA LENGUA DEL MUNDO CANTARÁ
Is 35, 4-7; Sant 2, 1-5 Mc 7, 31-37
Cuando el profeta Isaías anuncia el final del exilio recurre a imágenes del mundo vegetal para afirmar que el cambio no solamente afectará la vida de los repatriados sino que también los montes y plantas traslucirán la presencia salvadora de Dios. Los israelitas jamás pensaron que la naturaleza fuese divina, pero afirmaron que la gloria del Señor se manifestaba en su creación. Además de dichas imágenes, Isaías describe la salvación a través de una serie de imágenes encaminadas a retratar la mejora en las condiciones de vida de los pobres y los enfermos. El pueblo de Israel asoció su fe religiosa con la mejorado sus condiciones de vida. La salud, la libertad, la paz de los hijos de Israel no estaban expuestas a la incertidumbre, al contrario, Dios se encargaría de auxiliarlos y sostenerlos en su búsqueda de mejores condiciones de vida.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 118, 137. 124
Eres justo, Señor, y rectos son tus mandamientos; muéstrate bondadoso con tu siervo.
ORACIÓN COLECTA
Señor, Dios, de quien nos viene la redención y a quien debemos la filiación adoptiva, protege con bondad a los hijos que tanto amas, para que todos los que creemos en Cristo obtengamos la verdadera libertad y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...
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LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán.
Del libro del profeta Isaías: 35, 4-7
Esto dice el Señor: “Digan a los de corazón apocado: ¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos’.
Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará.
Brotarán aguas en el desierto y correrán torrentes en la estepa. El páramo se convertirá en estanque y la tierra seca, en manantial”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 145
R/. Alaba, alma mía, al Señor.
El Señor siempre es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; El proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo. R/.
Abre el Señor los ojos de los ciegos y alivia al agobiado. Ama el Señor al hombre justo y toma al forastero a su cuidado. R/.
A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo. Reina el Señor eternamente, reina tu Dios, oh Sión, reina por siglos. R/.
SEGUNDA LECTURA
Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos herederos del Reino.
De la carta del apóstol Santiago: 2,1-5
Hermanos: Puesto que ustedes tienen fe en nuestro Señor Jesucristo glorificado, no tengan favoritismos. Supongamos que entran al mismo tiempo en su reunión un hombre con un anillo de oro, lujosamente vestido, y un pobre andrajoso, y que fijan ustedes la mirada en el que lleva el traje elegante y le dicen: “Tú, siéntate aquí, cómodamente”. En cambio, le dicen al pobre: “Tú, párate allá o siéntate aquí en el suelo, a mis pies”. ¿No es esto tener favoritismos y juzgar con criterios torcidos?
Queridos hermanos, ¿acaso no ha elegido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que lo aman?
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Mt 4, 23
R/. Aleluya, aleluya.
Jesús predicaba el Evangelio del Reino y curaba las enfermedades y dolencias del pueblo. R/.
EVANGELIO
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Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 7, 31-37
En aquel tiempo, salió Jesús de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la región de Decápolis. Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos. Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “¡Effetá!” (que quiere decir “¡Ábrete!”). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más se lo mandaba, ellos con más insistencia lo proclamaban; y todos estaban asombrados y decían: “¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Señor Dios, fuente de toda devoción sincera y de la paz, concédenos honrar de tal manera, con estos dones, tu majestad, que, a1 participar en estos santos misterios, todos quedemos unidos en un mismo sentir. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 8, 12
Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Concede, Señor, a tus fieles, a quienes alimentas y vivificas con tu palabra y el sacramento del cielo, aprovechar de tal manera tan grandes dones de tu Hijo amado, que merezcamos ser siempre partícipes de su vida. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
La lengua del mudo gritará de júbilo (Is 35,4-7)
1ª lectura
En este pasaje se está cantando el enaltecimiento de Sión, la ciudad santa. Se presenta una
visión de la Jerusalén restaurada con un lenguaje grandioso que recuerda la renovación anunciada en
Is 11 y 12. Dios, que manifestó su cercanía y protección al pueblo en el éxodo, cuando Israel salió de
Egipto, repetirá sus prodigios en el retorno de los redimidos a Sión. Les mostrará y allanará su
camino de regreso y les acompañará como en una procesión solemne hacia la morada del Señor (v.
8). Así como en Babilonia había un «Camino Santo» decorado con esculturas de leones y dragones
que conducía hacia el templo de Marduc, los redimidos tendrán un «Camino Santo» de verdad que
los conducirá hacia la Casa del Señor en Jerusalén. La alegría y regocijo de los repatriados se
reflejará en la curación repentina de ciegos, sordos y cojos (cfr 29,18-19); es un anticipo de los
tiempos mesiánicos.
Los milagros de Jesús testimonian que el momento de la verdadera redención anunciado entre
sombras en los profetas ha llegado a su plenitud (cfr Mt 11,2-6). San Justino, mostrando al judío
Trifón que esta profecía se cumple en Cristo, señala: «Fuente de agua viva de parte de Dios brotó
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este Cristo en el desierto del conocimiento de Dios, es decir, en la tierra de las naciones: Él, que,
aparecido en vuestro pueblo, curó a los ciegos de nacimiento según la carne, a los sordos y cojos,
haciendo por su sola palabra que unos saltaran, otros oyeran, otros recobraran la vista; y resucitando
a los muertos y dándoles la vida, por sus obras incitaba a los hombres a que le reconocieran. (...) Él
hacía eso para persuadir a los que habían de creer en Él que, aun cuando alguno tuviere algún defecto
corporal, si guarda las enseñanzas que por Él nos fueron dadas, le resucitará íntegro en su segunda
venida, y le hará con Él inmortal, incorruptible e impasible» (Dialogus cum Tryphone 69,6).
Dios escogió a los pobres del mundo (St 2,1-5)
2ª lectura
Entre los cristianos a quienes se dirige la carta parecía darse un abuso: la acepción o
discriminación de personas por razón de su nivel social (vv. 1-4). Se trataba de una manifiesta
incongruencia entre la fe y la conducta. La Ley de Moisés (Dt 1,17; Lv 19,15; Is 5,23; etc.)
condenaba la discriminación de personas (vv. 8-11), opuesta también al Evangelio (vv. 5-7), ya que
Jesucristo corrigió las interpretaciones restringidas de esa Ley. Se señala que ese modo de
comportarse será severamente castigado por Dios en el juicio (vv. 12-13).
La carta recuerda la predilección de la Iglesia por los pobres (v. 5; cfr Mt 5,3; Lc 6,20) e
invita a luchar decididamente por la justicia: «Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo
que afectan hoy a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con el Evangelio de
Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de ningún cristiano» (Congr. Doctrina de la Fe,
Libertatis conscientia, n. 57). El fundamento se encuentra en la Sagrada Escritura: el amor al prójimo
resume la Ley y los mandamientos. Jesucristo llevó este precepto a la plenitud (cfr Mt 22,39-40) y
formuló el «mandamiento nuevo» (cfr Jn 13,34). Además, tanto en la Antigua Ley (vv. 10-11) como
en la Nueva, «transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros. No se puede honrar a otro
sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son sus
creaturas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2069). Y, como comenta San Agustín, «quien
guardare toda la ley, si peca contra un mandamiento, se hace reo de todos, ya que obra contra la
caridad, de la que pende la ley entera. Se hace, pues, reo de todos los preceptos cuando peca contra
aquella de la que derivan todos» (Epistolae 167, 5,16).
Hace oír a los sordos y hablar a los mudos (Mc 7, 31-37)
Evangelio
El Señor realiza ahora una curación con unos gestos simbólicos que indican el poder salvador
de su naturaleza humana. La liturgia de la Iglesia recogió durante un tiempo estos signos en la
ceremonia del Bautismo, significando que Cristo abre los oídos del hombre para escuchar y aceptar
la palabra de Dios: «El sacerdote, por tanto, te toca los oídos para que se te abran a la explicación y
sermón del sacerdote. (...) Abrid, pues los oídos y recibid el buen olor de la vida eterna inhalado en
vosotros por medio de los sacramentos. Esto os explicamos en la celebración de la ceremonia de
“apertura” cuando hemos dicho: “Effeta, esto es, ábrete”» (S. Ambrosio, De mysteriis1,2-3).
Éste es el tercer milagro que recoge Marcos en el que Jesús prohíbe que se divulgue el hecho.
Antes, lo había prohibido en la curación de un leproso (1,44) y en una resurrección (5,43); ahora lo
hace con un sordomudo (v. 36), y poco después lo hará con un ciego (cfr 8,26). Son prácticamente
los mismos signos con los que, en otra ocasión, indicó a los discípulos del Bautista que Él era el
Mesías (cfr Mt 11,2-5; Lc 7,18-23 y notas). San Marcos recoge el mandato del silencio en todos
estos lugares para recordar que Jesús quería que se entendiera su misión de Mesías a la luz de la cruz.
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Sin embargo, el mandato no fue obedecido (v. 36). San Agustín, al observar la aparente
contradicción entre el mandato de silencio de Jesús y la desobediencia del sordomudo, dice que de
esta forma el Señor «quería mostrar a los perezosos con cuanto mayor afán y fervor deben anunciarlo
a Él aquellos a quienes ordena que lo anuncien, si aquellos a quienes se prohibía hacer publicidad
eran incapaces de callar» (De consensu Evangelistarum 4,4,15).
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CATENA AUREA (www.iveargentina.org)
Marcos 7, 31-37
Dejando Jesús otra vez los confines de Tiro, se fue por los de Sidón, hacia el mar de Galilea,
atravesando el territorio de Decápolis. Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que
pusiese sobre él su mano (para curarle). Y apartándole Jesús (del bullicio) de la gente, le metió los
dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y
díjole: “Efetá”, que quiere decir: “abríos”. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó el
impedimento de la lengua, y hablaba claramente. Y mandóles que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto
más se lo mandaba, con tanto mayor empeño lo publicaban, y tanto más crecía su admiración, y
decían: “Todo lo ha hecho bien: Él ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos”. (vv. 31-37)
Teofilacto
No quería el Señor detenerse entre los gentiles, ni dar motivo a los judíos de que lo creyeran
transgresor de la ley por mezclarse con aquéllos, por lo cual se vuelve luego, según estas palabras:
“Dejando Jesús otra vez”, etc.
Beda, in Marcum, 2, 31
Decápolis es el país de las diez ciudades al otro lado del Jordán, al oriente, frente a Galilea.
Cuando dice que el Señor llegó al mar de Galilea hacia el centro de Decápolis, no quiere decir que
entró en Decápolis ni que atravesó el mar, sino más bien que en el mar llegó hasta un punto desde
donde alcanzaba a ver el centro de Decápolis a lo lejos, más allá del mar.
“Y presentáronle un hombre sordo”, etc.
Teofilacto
Lo cual se pone con razón después que fue librado el poseído, porque aquella enfermedad
procedía del demonio.
“Y apartándole Jesús”, etc.
Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum
Separa de la gente al sordo y mudo, para no hacer públicos sus milagros divinos,
enseñándonos así a despojarnos de la vanidad y del orgullo; porque no hay nada en el poder de hacer
milagros que equivalga a la humildad y a la modestia. Le metió los dedos en las orejas, pudiendo
curarle sólo con su voz, para manifestar que su cuerpo unido a la Divinidad estaba enriquecido con el
poder divino, así como sus obras. Y como por el pecado de Adán la naturaleza humana cayó en
muchas enfermedades y en la debilidad de los miembros y los sentidos, Cristo demostró en sí mismo
la perfección de esta naturaleza, abriendo los oídos con su dedo y dando el habla con su saliva: “Y
con la saliva le tocó la lengua”.
Teofilacto
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Esto demuestra que todos los miembros de su sagrado cuerpo son santos y divinos, como la
saliva con que dio flexibilidad a la lengua del mudo. Porque es cierto que la saliva es una
superfluidad; pero todo fue divino en el Señor.
“Y alzando los ojos al cielo, arrojó un suspiro”, etc.
Beda, in Marcum, 2, 31
Alzó los ojos al cielo, para enseñarnos que es de allí de donde el mudo debe esperar el habla,
el sordo el oído y todos los enfermos la salud. Y arrojó un gemido, no porque para demandar algo a
su Padre tuviera necesidad de ello, El que satisface, con su Padre, a todos los que lo piden, sino para
hacernos ver que es con gemidos como debemos invocar su divina piedad por nuestros errores o los
de nuestros prójimos.
Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum
O bien: gimió tomando a su cargo nuestra causa y compadecido de nuestra naturaleza, viendo
la miseria en que había caído el género humano.
Beda, in Marcum, 2, 31
La palabra epheta, que significa abríos, corresponde propiamente a los oídos, porque han de
abrirse para que oigan, así como para que pueda hablar la lengua hay que librarla del freno que la
sujeta. “Y al momento se le abrieron los oídos”, etc. Aquí se ven de un modo manifiesto las dos
distintas naturalezas de Cristo; porque alzando los ojos al cielo como hombre, ruega a Dios gimiendo
y, en seguida, con divino poder y majestad cura con una sola palabra.
“Y mandóles, continúa, que no lo dijeran a nadie”.
San Jerónimo
Con esto nos enseñó a no glorificarnos en nuestro poder, sino en la cruz y la humillación.
Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum
Mandó, pues, que callaran el milagro, a fin de no hacer que los judíos perpetrasen por envidia
su homicidio antes de tiempo.
Pseudo-Jerónimo
Una ciudad situada en la cima de un monte, y que se ve de todas partes, no puede ocultarse; y
la humildad precede siempre a la gloria (Pro_15:33). “Pero cuanto más se lo mandaba, prosigue, con
tanto mayor empeño lo publicaban”, etc.
Teofilacto
En esto debemos aprender, cuando hagamos un beneficio a cualquiera, a no buscar el menor
aplauso o alabanza; a alabar a nuestros bienhechores y publicar sus nombres, aunque ellos no
quieran.
San Agustín, de consensu evangelistarum, 4, 4
¿Para qué, pues, El, que conoce la voluntad de los hombres tanto la presente como la futura,
les mandaba que no dijeran nada, sabiendo que habían de decirlo tanto más cuanto más les encargaba
el secreto, si no fuera para mostrar a los perezosos con cuánto estudio y fervor deben anunciarle
ellos, a quienes manda que lo anuncien, cuando así lo hacen aquellos a quienes ordena el secreto?
Glosa
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La fama de las curas que Jesús había obrado aumentaba la admiración de las gentes y el
rumor de los beneficios que había hecho. “Y tanto más, sigue, crecía su admiración, y decían: Todo
lo ha hecho bien: Él ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos”.
Pseudo-Jerónimo super Et iterum exiens de finibus
En sentido místico, Tiro, que significa lugar estrecho, simboliza la Judea, a quien dice el
Señor: “Porque el lecho es angosto” (Is 28); por lo cual se traslada a otras naciones. Sidón significa
caza: la bestia salvaje es nuestra nación y el mar la inconstancia que nunca cesa. Porque es en medio
de Decápolis, en cuya palabra se interpretan los mandamientos del Decálogo, a donde fue el
Salvador para salvar a las naciones. El género humano, compuesto de tantos miembros y consumido
por tan diversas enfermedades como si fuera un solo hombre, se encuentra todo en el primer hombre:
no ve teniendo ojos, no oye teniendo oídos, y no habla teniendo lengua. Le rogaban que pusiera su
mano sobre él, porque muchos justos y patriarcas querían y deseaban la Encarnación del Señor.
Beda, in Marcum, 2, 31
O bien es sordo y mudo el que no tiene oídos para oír la palabra de Dios, ni lengua para
hablarla; y es necesario que los que saben hablar y oír las palabras de Dios ofrezcan al Señor a los
que ha de curar.
Pseudo-Jerónimo
Porque siempre el que merece ser curado es conducido lejos de los pensamientos turbulentos,
de las acciones desordenadas y de las palabras corrompidas. Los dedos que se ponen sobre los oídos
son las palabras y los dones del Espíritu Santo, de quien se ha dicho: “El dedo de Dios está aquí”
(Éx. 8:19). La saliva es la divina sabiduría, que abre los labios del género humano para que diga:
Creo en Dios, Padre omnipotente, y lo demás. Gimió mirando al cielo, así nos enseñó a gemir y a
hacer subir hasta el cielo los tesoros de nuestro corazón; porque por el gemido de la compunción
interior se purifica la alegría frívola de la carne. Se abren los oídos a los himnos, a los cánticos y a
los salmos. Desata el Señor la lengua, para que pronuncie la buena palabra, lo que no pueden impedir
las amenazas ni los azotes.
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FRANCISCO – Ángelus 2015
Escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) relata la curación de un sordomudo por parte de Jesús, un
acontecimiento prodigioso que muestra cómo Jesús restablece la plena comunicación del hombre con
Dios y con los otros hombres. El milagro está ambientado en la zona de la Decápolis, es decir, en
pleno territorio pagano; por lo tanto, ese sordomudo que es llevado ante Jesús se transforma en el
símbolo del no-creyente que cumple un camino hacia la fe. En efecto, su sordera expresa la
incapacidad de escuchar y de comprender no sólo las palabras de los hombres, sino también la
Palabra de Dios. Y san Pablo nos recuerda que «la fe nace del mensaje que se escucha» (Rm 10, 17).
La primera cosa que Jesús hace es llevar a ese hombre lejos de la multitud: no quiere dar
publicidad al gesto que va a realizar, pero no quiere tampoco que su palabra sea cubierta por la
confusión de las voces y de las habladurías del entorno. La Palabra de Dios que Cristo nos transmite
necesita silencio para ser acogida como Palabra que sana, que reconcilia y restablece la
comunicación.
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Se evidencian después dos gestos de Jesús. Él toca las orejas y la lengua del sordomudo.
Para restablecer la relación con ese hombre «bloqueado» en la comunicación, busca primero
restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo alto, que Jesús implora al Padre;
por eso, eleva los ojos al cielo y ordena: «¡Ábrete!». Y los oídos del sordo se abren, se desata el
nudo de su lengua y comienza a hablar correctamente (cf. v. 35). La enseñanza que sacamos de este
episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la
humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y
nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace
hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la
persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran «constructor de puentes» que construye
en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre.
Pero este Evangelio nos habla también de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y
encerrados en nosotros mismos, y creamos muchas islas inaccesibles e inhóspitas. Incluso las
relaciones humanas más elementales a veces crean realidades incapaces de apertura recíproca: la
pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada, la patria cerrada… Y esto
no es de Dios. Esto es nuestro, es nuestro pecado.
Sin embargo, en el origen de nuestra vida cristiana, en el Bautismo, están precisamente aquel
gesto y aquella palabra de Jesús: «¡Effatá! – ¡Ábrete!». Y el milagro se cumplió: hemos sido curados
de la sordera del egoísmo y del mutismo de la cerrazón y del pecado y hemos sido incorporados en la
gran familia de la Iglesia; podemos escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra a cuantos
no la han escuchado nunca o a quien la ha olvidado y sepultado bajo las espinas de las
preocupaciones y de los engaños del mundo.
Pidamos a la Virgen santa, mujer de la escucha y del testimonio alegre, que nos sostenga en
el compromiso de profesar nuestra fe y de comunicar las maravillas del Señor a quienes encontramos
en nuestro camino.
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BENEDICTO XVI – Homilías 2006 y 2009 – Ángelus 2012
Explanada de la Nueva Feria de Munich
El Dios que necesitamos
10 de septiembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
(…) Acabamos de escuchar las tres lecturas bíblicas que la liturgia de la Iglesia ha elegido
para este domingo. Todas ellas desarrollan un tema doble, que en el fondo es un único tema,
acentuando un aspecto u otro según las circunstancias. Las tres lecturas hablan de Dios como centro
de la realidad y centro de nuestra vida personal. “Mirad a vuestro Dios”, dice el profeta Isaías en la
primera lectura (Is 35, 4). La carta de Santiago y el pasaje del Evangelio dicen a su modo lo mismo.
Quieren guiarnos hacia Dios, llevándonos por el camino recto de la vida.
Sin embargo, al tema de Dios va unido el tema social: nuestra responsabilidad recíproca,
nuestra responsabilidad para que reine la justicia y el amor en el mundo. Esto se expresa de modo
dramático en la segunda lectura, en la que nos habla Santiago, un pariente cercano de Jesús. Se dirige
a una comunidad en la que algunos comienzan a ser soberbios, porque en ella se encuentran también
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personas acomodadas y distinguidas, mientras existe el peligro de que disminuya la preocupación por
el derecho de los pobres.
Santiago, en sus palabras, deja intuir la imagen de Jesús, del Dios que se hizo hombre y, a
pesar de ser descendiente de David, es decir, de linaje real, se hizo un hombre como los demás; no se
sentó en un trono, sino que al final murió en la pobreza extrema de la cruz. El amor al prójimo, que
es en primer lugar preocupación por la justicia, es el metro para medir la fe y el amor a Dios.
Santiago lo llama “ley regia” (St 2, 8), dejando vislumbrar la palabra preferida de Jesús: la realeza de
Dios, la soberanía de Dios.
Esto no indica un reino cualquiera, que llegará más tarde o más temprano; significa que Dios
debe llegar a ser ahora la fuerza decisiva para nuestra vida y nuestro obrar. Esto es lo que pedimos
cuando oramos: “Venga a nosotros tu reino”. No pedimos algo lejano, que en el fondo nosotros
mismos ni siquiera deseamos experimentar. Por el contrario, pedimos que la voluntad de Dios
determine ahora nuestra voluntad y así Dios reine en el mundo; pedimos, por consiguiente, que la
justicia y el amor se transformen en las fuerzas decisivas en el orden del mundo.
Esa oración, como es natural, se dirige en primer lugar a Dios, pero también toca nuestro
corazón. En el fondo, ¿lo deseamos de verdad? ¿Estamos orientando nuestra vida en esa dirección?
A la “ley regia”, la ley de la realeza de Dios, Santiago la llama también “ley de la libertad”: si todos
pensamos y vivimos según Dios, entonces somos todos iguales, somos libres, y así nace la verdadera
fraternidad. Isaías, en la primera lectura, al hablar de Dios —”Mirad a vuestro Dios”— habla al
mismo tiempo de la salvación para los que sufren, y Santiago, hablando del orden social como
expresión irrenunciable de nuestra fe, lógicamente también habla de Dios, del que somos hijos.
Pero ahora vamos a centrar nuestra atención en el evangelio, que narra la curación de un
sordomudo por obra de Jesús. También aquí encontramos de nuevo dos aspectos del único tema.
Jesús se dedica a los que sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y, abriéndoles así la
posibilidad de vivir y decidir juntamente con los demás, los introduce en la igualdad y en la
fraternidad.
Esto, como es obvio, nos atañe también a todos nosotros: Jesús nos señala a todos la
dirección de nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin embargo, todo el episodio presenta
también otra dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de relieve con insistencia y que
también nos concierne de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan de los hombres y para los
hombres de su tiempo. Pero lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los hombres modernos.
No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe
un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros,
simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan
nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro
tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos
también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una
percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa
percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la
realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante.
El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco
de su saliva en la lengua del enfermo y dijo: “Effetá”, “Ábrete”. El evangelista nos conservó la
palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese
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momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin embargo, no pertenece a un pasado
lejano: eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy.
En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo: “Effetá”, “Ábrete”,
para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero
este acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un
camino.
Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce
en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido
hablar de él (cf. Jn 1, 18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su
escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo
progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una
mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación.
El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de
percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo
demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para
escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un
modo normal. Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en
nuestra vida y en nuestro mundo?
La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo
conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. En ese
caso, sobrevienen pronto los mecanismos de la violencia, y prevalece la capacidad de destruir y
matar, el afán de conseguir el poder, un poder que debería llevar más tarde o más temprano al
establecimiento del derecho, pero que en realidad nunca será capaz de lograrlo.
De este modo se aleja cada vez más la posibilidad de la reconciliación, del compromiso
común en favor de la justicia y del amor. Entonces se pierden los criterios según los cuales la técnica
se pone al servicio del derecho y del amor. Pero precisamente todo depende de estos criterios, que no
son sólo teorías, sino que iluminan el corazón, haciendo así que la razón y la acción avancen por el
camino recto.
Las poblaciones de África y de Asia ciertamente admiran las realizaciones técnicas de
Occidente y nuestra ciencia, pero se asustan ante un tipo de razón que excluye totalmente a Dios de
la visión del hombre, considerando que esta es la forma más sublime de la razón, la que conviene
enseñar también a sus culturas. La verdadera amenaza para su identidad no la ven en la fe cristiana,
sino en el desprecio de Dios y en el cinismo que considera la mofa de lo sagrado un derecho de la
libertad y eleva la utilidad a criterio supremo para los futuros éxitos de la investigación.
Queridos amigos, este cinismo no es el tipo de tolerancia y apertura cultural que los pueblos
esperan y que todos deseamos. La tolerancia que necesitamos con urgencia incluye el temor de Dios,
el respeto de lo que es sagrado para el otro. Pero este respeto de lo que los demás consideran sagrado
exige que nosotros mismos aprendamos de nuevo el temor de Dios. Este sentido de respeto sólo
puede renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo la fe en Dios, si Dios está de nuevo
presente para nosotros y en nosotros.
Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La
fe sólo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la libertad de los hombres pedimos que se abra a
Dios, que lo busque, que lo escuche. Nosotros, aquí reunidos, pedimos al Señor con todo nuestro
corazón que pronuncie de nuevo su “Effetá”, que cure nuestro defecto de oído con respecto a Dios, a
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su acción y a su palabra, y que nos haga capaces de ver y de escuchar. Le pedimos que nos ayude a
volver a encontrar la palabra de la oración, a la que nos invita en la liturgia y cuya fórmula esencial
nos enseñó en el padrenuestro.
El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En la
primera lectura, el profeta se dirige a un pueblo oprimido, diciendo: “Llegará la venganza de Dios”
(Is 35, 4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se imaginaba la gente esa venganza. Pero el
profeta mismo revela luego en qué consiste: en la bondad de Dios, que vendrá a sanarlos. Y la
explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en
la cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su
“venganza” es la cruz: el “no” a la violencia, el “amor hasta el extremo”.
Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no
faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso
su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y
superación. A él dirigimos nuestra súplica, para que esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus
testigos creíbles. Amén.
***
Valle Faul - Viterbo
Educación y testimonio de la fe – atención a los signos de Dios
6 de septiembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
(…) Queridos hermanos y hermanas, cada asamblea litúrgica es espacio de la presencia de
Dios. Los discípulos del Señor, reunidos para la santa Eucaristía, proclaman que él ha resucitado,
está vivo y es dador de vida, y testimonian que su presencia es gracia, es tarea, es alegría. Abramos
el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia. En la primera lectura de este domingo, el
profeta Isaías (35, 4-7) anima a los “cobardes de corazón” y anuncia esta estupenda novedad, que la
experiencia confirma: cuando el Señor está presente se despegan los ojos del ciego, se abren los
oídos del sordo, el cojo “salta” como un ciervo. Todo renace y todo revive porque aguas benéficas
riegan el desierto. El “desierto”, en su lenguaje simbólico, puede evocar los acontecimientos
dramáticos, las situaciones difíciles y la soledad que no raramente marca la vida; el desierto más
profundo es el corazón humano cuando pierde la capacidad de oír, de hablar, de comunicarse con
Dios y con los demás. Se vuelve entonces ciego porque es incapaz de ver la realidad; se cierran los
oídos para no escuchar el grito de quien implora ayuda; se endurece el corazón en la indiferencia y
en el egoísmo. Pero ahora —anuncia el profeta— todo está destinado a cambiar; esta “tierra árida”
de un corazón cerrado será regada por una nueva linfa divina. Y cuando el Señor viene, dice con
autoridad a los cobardes de corazón de toda época: “¡Ánimo, no temáis!” (v. 4).
Aquí se enlaza perfectamente el episodio evangélico, narrado por san Marcos (7, 31-37):
Jesús cura en tierra pagana a un sordomudo. Primero lo acoge y se ocupa de él con el lenguaje de los
gestos, más inmediatos que las palabras; y después, con una expresión en lengua aramea, le dice:
“Effatà”, o sea, “ábrete”, devolviendo a aquel hombre oído y lengua. Llena de estupor, la multitud
exclama: “Todo lo ha hecho bien” (v. 37). En este “signo” podemos ver el ardiente deseo de Jesús de
vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a
una “nueva humanidad”, la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la
comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad “buena”, como es buena toda la creación
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de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones —como advierte el apóstol Santiago
en su carta (2, 1-5)—, de forma que el mundo sea realmente y para todos “espacio de verdadera
fraternidad” (Gaudium et spes, 37), en la apertura al amor al Padre común, que nos ha creado y nos
ha hecho sus hijos y sus hijas.
Querida Iglesia de Viterbo, que Cristo, a quien vemos en el Evangelio abrir los oídos y
desatar el nudo de la lengua al sordomudo, abra tu corazón y te dé siempre la alegría de la escucha de
su Palabra, la valentía del anuncio de su Evangelio, la capacidad de hablar de Dios y de hablar así
con los hermanos y las hermanas y, por último, el valor del descubrimiento del rostro de Dios y de su
belleza. Pero para que esto pueda suceder —recuerda san Buenaventura de Bagnoregio, adonde iré
esta tarde—, la mente debe “ir más allá de todo con la contemplación e ir más allá no sólo del mundo
sensible, sino también más allá de sí misma” (Itinerarium mentis in Deum VII, 1). Este es el
itinerario de salvación, iluminado por la luz de la Palabra de Dios y alimentado por los sacramentos,
para todos los cristianos.
De este camino que también tú, amada Iglesia que vive en esta tierra estás llamada a recorrer,
quisiera ahora retomar algunas líneas espirituales y pastorales. Una prioridad que interesa mucho a tu
obispo es la educación en la fe, como búsqueda, como iniciación cristiana, como vida en Cristo. Es
el “ser cristianos” que consiste en el “aprender a Cristo” que san Pablo expresa con la fórmula: “Ya
no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). En esta experiencia están involucradas
las parroquias, las familias y las diversas asociaciones. Están llamados a comprometerse los
catequistas y todos los educadores; está llamada a dar su aportación la escuela, desde la primaria
hasta la Universidad de Tuscia, cada vez más importante y prestigiosa, y en particular la escuela
católica, con el Instituto filosófico-teológico “San Pedro”.
Hay modelos siempre actuales, auténticos pioneros de la educación en la fe en quienes
inspirarse. Me complace mencionar, entre otros, a santa Rosa Venerini (1656-1728) —a quien tuve
la alegría de canonizar hace tres años—, verdadera precursora de las escuelas femeninas en Italia,
precisamente “en el siglo de las Luces”; y a santa Lucia Filippini (1672-1732), quien, con la ayuda
del venerable cardenal Marco Antonio Barbarigo (1640-1706), fundó las beneméritas “Maestras
Pías”. De estas fuentes espirituales se podrá felizmente seguir bebiendo para afrontar con lucidez y
coherencia la actual, ineludible y prioritaria “emergencia educativa”, gran desafío para cada
comunidad cristiana y para toda la sociedad, que es precisamente un proceso de “Effatà”, de abrir los
oídos, el nudo de la lengua y también los ojos.
Junto con la educación, el testimonio de la fe. “La fe —escribe san Pablo— actúa a través de
la caridad” (Ga 5, 6). Desde esta perspectiva se hace visible la acción caritativa de la Iglesia: sus
iniciativas, sus obras son signos de la fe y del amor de Dios, que es Amor, como he recordado
ampliamente en las encíclicas Deus caritas est y Caritas in veritate. En este ámbito florece y se
incrementa cada vez más la presencia del voluntariado, tanto en el plano personal como en el
asociativo, que halla en la Caritas su organismo propulsor y educativo. La joven santa Rosa (1233-
1251), co-patrona de la diócesis, cuya fiesta se celebra precisamente en estos días, es ejemplo
brillante de fe y de generosidad hacia los pobres. ¿Cómo no recordar además a santa Jacinta
Marescotti (1585-1640), que promovió en la ciudad la adoración eucarística desde su monasterio y
dio vida a instituciones e iniciativas para los encarcelados y los marginados? Tampoco podemos
olvidar el testimonio franciscano de san Crispín, capuchino (1668-1759), que todavía inspira
presencias asistenciales beneméritas.
Quisiera aludir, por último, a una tercera línea de vuestro plan pastoral: la atención a los
signos de Dios. Como hizo Jesús con el sordomudo, de igual modo Dios sigue revelándonos su
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proyecto mediante “hechos y palabras”. Escuchar su palabra y discernir sus signos debe ser, por
tanto, el compromiso de todo cristiano y de toda comunidad. El signo de Dios más inmediato es
ciertamente la atención al prójimo, según lo que dijo Jesús: “Cuanto hicisteis a uno de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Además, como afirma el concilio
Vaticano ii, el cristiano está llamado a ser “ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del
Señor Jesús, y signo del Dios vivo” (Lumen gentium, 38). Debe serlo en primer lugar el sacerdote, a
quien Cristo ha escogido todo para él. Durante este Año sacerdotal, orad con mayor intensidad por
los sacerdotes, por los seminaristas y por las vocaciones, para que sean fieles a la llamada.
Asimismo, toda persona consagrada y todo bautizado debe ser signo del Dios vivo.
Fieles laicos, jóvenes y familias, ¡no tengáis miedo de vivir y testimoniar la fe en los diversos
ámbitos de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana! Viterbo también ha
tenido al respecto figuras prestigiosas. En esta ocasión es un deber y una alegría recordar al joven
Mario Fani de Viterbo, iniciador del “Círculo Santa Rosa”, que encendió, junto a Giovanni
Acquaderni, de Bolonia, la primera luz que después se transformaría en la experiencia histórica del
laicado en Italia: la Acción católica. Se suceden las estaciones de la historia, cambian los contextos
sociales, pero es inmutable y no pasa de moda la vocación de los cristianos a vivir el Evangelio en
solidaridad con la familia humana, al paso de los tiempos. He aquí el compromiso social, he aquí el
servicio propio de la acción política, he aquí el desarrollo humano integral.
Queridos hermanos y hermanas, cuando el corazón se extravía en el desierto de la vida, no
tengáis miedo, confiad en Cristo, el primogénito de la humanidad nueva: una familia de hermanos
construida en la libertad y en la justicia, en la verdad y en la caridad de los hijos de Dios. De esta
gran familia forman parte santos queridos para vosotros: Lorenzo, Valentino, Hilario, Rosa, Lucía,
Buenaventura y muchos otros. Nuestra Madre común es María, a quien veneráis con el título de
Virgen de la Encina como patrona de toda la diócesis en su nueva configuración. Que ellos os
conserven siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las
obras, la presencia y el amor de Cristo. Amén.
***
Ángelus 2012
Hablar el lenguaje del amor
Queridos hermanos y hermanas:
En el centro del Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) hay una pequeña palabra, muy importante.
Una palabra que —en su sentido profundo— resume todo el mensaje y toda la obra de Cristo. El
evangelista san Marcos la menciona en la misma lengua de Jesús, en la que Jesús la pronunció, y de
esta manera la sentimos aún más viva. Esta palabra es «Effetá», que significa: «ábrete». Veamos el
contexto en el que está situada. Jesús estaba atravesando la región llamada «Decápolis», entre el
litoral de Tiro y Sidón y Galilea; una zona, por tanto, no judía. Le llevaron a un sordomudo, para que
lo curara: evidentemente la fama de Jesús se había difundido hasta allí. Jesús, apartándolo de la
gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua; después, mirando al cielo, suspiró y dijo:
«Effetá», que significa precisamente: «Ábrete». Y al momento aquel hombre comenzó a oír y a
hablar correctamente (cf. Mc 7, 35). He aquí el significado histórico, literal, de esta palabra: aquel
sordomudo, gracias a la intervención de Jesús, «se abrió»; antes estaba cerrado, aislado; para él era
muy difícil comunicar; la curación fue para él una «apertura» a los demás y al mundo, una apertura
que, partiendo de los órganos del oído y de la palabra, involucraba toda su persona y su vida: por fin
podía comunicar y, por tanto, relacionarse de modo nuevo.
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Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no depende sólo de sus
órganos sensoriales. Existe una cerrazón interior, que concierne al núcleo profundo de la persona, al
que la Biblia llama el «corazón». Esto es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos capaces
de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. Por eso decía que esta pequeña palabra,
«Effetá» —«ábrete»— resume en sí toda la misión de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre,
que por el pecado se volvió interiormente sordo y mudo, sea capaz de escuchar la voz de Dios, la voz
del Amor que habla a su corazón, y de esta manera aprenda a su vez a hablar el lenguaje del amor, a
comunicar con Dios y con los demás. Por este motivo la palabra y el gesto del «Effetá» han sido
insertados en el rito del Bautismo, como uno de los signos que explican su significado: el sacerdote,
tocando la boca y los oídos del recién bautizado, dice: «Effetá», orando para que pronto pueda
escuchar la Palabra de Dios y profesar la fe. Por el Bautismo, la persona humana comienza, por
decirlo así, a «respirar» el Espíritu Santo, aquel que Jesús había invocado del Padre con un profundo
suspiro, para curar al sordomudo.
Nos dirigimos ahora en oración a María santísima, cuya Natividad celebramos ayer. Por su
singular relación con el Verbo encarnado, María está plenamente «abierta» al amor del Señor; su
corazón está constantemente en escucha de su Palabra. Que su maternal intercesión nos obtenga
experimentar cada día, en la fe, el milagro del «Effetá», para vivir en comunión con Dios y con los
hermanos.
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
Cristo, el médico
1503. La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda
clase (cf Mt 4,24) son un signo maravilloso de que “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16) y de que
el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de
perdonar los pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que
los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse
con ellos: “Estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25,36). Su amor de predilección para con los
enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los
cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a
infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.
1504. A menudo Jesús pide a los enfermos que crean (cf Mc 5,34.36; 9,23). Se sirve de signos para
curar: saliva e imposición de manos (cf Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución (cf Jn 9,6s). Los
enfermos tratan de tocarlo (cf Mc 1,41; 3,10; 6,56) “pues salía de él una fuerza que los curaba a
todos” (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa “tocándonos” para sanarnos.
1505. Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que
hace suyas sus miserias: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8,17;
cf Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios.
Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la
Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (cf Is 53,4-6) y quitó el “pecado del mundo” (Jn
1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz,
Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con él y nos une a su
pasión redentora.
Los signos asumidos por Cristo, signos sacramentales
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1151. Signos asumidos por Cristo. En su predicación, el Señor Jesús se sirve con frecuencia de los
signos de la Creación para dar a conocer los misterios el Reino de Dios (cf. Lc 8,10). Realiza sus
curaciones o subraya su predicación por medio de signos materiales o gestos simbólicos (cf Jn 9,6;
Mc 7,33-35; 8,22-25). Da un sentido nuevo a los hechos y a los signos de la Antigua Alianza, sobre
todo al Éxodo y a la Pascua (cf Lc 9,31; 22,7-20), porque él mismo es el sentido de todos esos
signos.
1152. Signos sacramentales. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo realiza la santificación a través de
los signos sacramentales de su Iglesia. Los sacramentos de la Iglesia no anulan, sino purifican e
integran toda la riqueza de los signos y de los símbolos del cosmos y de la vida social. Aún más,
cumplen los tipos y las figuras de la Antigua Alianza, significan y realizan la salvación obrada por
Cristo, y prefiguran y anticipan la gloria del cielo.
La misericordia de Dios
“Te compadeces de todos porque lo puedes todo” (Sb 11,23)
270. Dios es el Padre todopoderoso. Su paternidad y su poder se esclarecen mutuamente. Muestra, en
efecto, su omnipotencia paternal por la manera como cuida de nuestras necesidades (cf. Mt 6,32); por
la adopción filial que nos da (“Yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas,
dice el Señor todopoderoso”: 2 Co 6,18); finalmente, por su misericordia infinita, pues muestra su
poder en el más alto grado perdonando libremente los pecados.
271. La omnipotencia divina no es en modo alguno arbitraria: “En Dios el poder y la esencia, la
voluntad y la inteligencia, la sabiduría y la justicia son una sola cosa, de suerte que nada puede haber
en el poder divino que no pueda estar en la justa voluntad de Dios o en su sabia inteligencia” (S.
Tomás de A., s.th. 1,25,5, ad 1).
_________________________
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Effeta, ¡Abrete!
El fragmento evangélico nos refiere una hermosa curación, realizada por Jesús: «y le
presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él,
apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y,
mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effeta”, esto es: “Ábrete”. Y al momento se le abrieron los oídos,
se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad».
Jesús no realizaba estos milagros como quien acciona una barita mágica y hace chasquear los
dedos. Aquel «suspiro», que se deja escuchar en el momento de tocar las orejas del sordo, nos dice
que se ensimismaba con los sufrimientos de la gente, participaba intensamente en su desgracia, se
hacía cargo. En una ocasión, después de que Jesús había curado a muchos enfermos, el evangelista
comenta:
«Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades».
Ante un sordo, «que, además, apenas podía hablar», esto es, un sordomudo, nosotros
frecuentemente nos comportamos con ironía; Jesús, por el contrario, con solidaridad y compasión.
Ya en esto encontramos una primera enseñanza. No está en nosotros poder decir a los sordos, con los
que vivimos o con quienes nos encontramos, «Effeta», esto es: «Ábrete», y darles de nuevo
milagrosamente el oído; pero, hay algo que nosotros sí podemos hacer a la par y es aliviar el
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sufrimiento, educarnos al respeto, a la delicadeza en el tratar con quien está afectado por esta
disminución física.
Lo de ironizar o bromear sobre la sordera de otros debe ser una costumbre tan antigua cuanto
existe el mundo, porque ya en el Antiguo Testamento encontramos esta advertencia: «No maldecirás
a un mudo, ni pondrás tropiezo a un ciego, sino que temerás a tu Dios» (Levítico 19,14). Notaba una
persona sumergida en la sordera: «Un sordo no da ni compasión, al contrario, da fastidio, enojo,
porque obliga a repetir más veces las mismas cosas, y así se crea el distanciamiento, la marginación
y aquel tremendo “¿He entendido, sí o no?”, que tanto nos intimida. El sordo está aislado del mundo
de las personas».
No es necesario haber estudiado psicología para entender cuáles son las cosas que pueden dar
placer o disgusto a una persona sorda. La finura más elemental es hablar claramente, con un tono
sostenido, de frente, de manera que él vea el movimiento de los labios y el gesto, cosas que ayudan
mucho a quien no oye bien. Si es necesario repetir, hay que hacerla con dulzura, sin dar signos de
fastidio, y no con un tono todavía más bajo que la primera vez. Hay que evitar hablar en voz baja con
otros en presencia del sordo o hacer señas a sus espaldas. La sordera por su naturaleza lleva a la
persona a sospechar que se habla mal de ella y que se le toma el pelo. Cuando el hecho de no oír crea
cualquier equívoco en la conversación, no acentuarlo para provocar hilaridad, humillando más al
pobre sordo. Son delicadezas humanas y cristianas, al menos, actuales. ¿Quién no tiene en el entorno
familiar o entre los conocidos a alguna persona afectada, en medida más o menos grave, por este
impedimento, especialmente entre los ancianos?
Pero, esto no es lo único que el Evangelio de hoy tiene que decimos acerca de la sordera. ¿Por
qué los evangelistas nos traen, en este caso, la palabra de Jesús en la lengua original? Effeta es
palabra aramea, la lengua hablada por Jesús; es más, es casi su dialecto. Es una de aquellas palabras
(junto con Abba, Amen), que los historiadores llaman la mismísima voz, la voz reiterada por Jesús.
Son las «verdaderas» reliquias, que nos quedan de él. El motivo del realce dado a aquella palabra es
que ya la primitiva Iglesia había entendido que esta palabra no se refería sólo a la sordera física, sino
también a la espiritual. Por esto, la palabra entró bien pronto en el ritual del bautismo, en donde ha
permanecido hasta nuestros días. Inmediatamente después de haber bautizado al niño, el sacerdote le
toca los oídos y los labios, diciendo Effeta, ¡ábrete!, pretendiendo con ello decir: ábrete a la escucha
de la palabra de Dios, a la fe, a la alabanza, a la vida.
Así, de golpe, descubrimos que el Evangelio de hoy no se refiere sólo a los sordos-sordos,
sino también a los sordo-mudos, a los que, al igual como los ídolos, «tienen orejas y no oyen; tienen
ojos y no ven» (Salmo 115,5-6). Del mismo modo, el corazón tiene sus oídos para oír y sus ojos para
ver. Esto forma parte de las convicciones humanas más universales y se expresa igualmente en
algunos modos corrientes de decir. ¿No decimos nosotros de una persona que tiene el corazón
«abierto» o, al contrario, que es «sordo de corazón»?, ¿que está «cerrado» a toda compasión?
Effeta. ¡Ábrete! es, por lo tanto, un grito dirigido a todo hombre (no sólo al sordo) y a todo el
hombre. Una invitación a no encerrarse en sí mismo, a no ser insensible a las necesidades de los
demás; positivamente, a realizarse estableciendo relaciones libres, bellas y constructivas con las
personas, dando y recibiendo de ellos. Aplicado a nuestras relaciones con Dios, «ábrete» es una
invitación a escuchar la palabra de Dios, que se nos ha transmitido por la Iglesia, a hacer entrar a
Dios en la propia vida. En este sentido, un eco fuerte del Effeta de Cristo fue el grito que Juan Pablo
II elevó el día de la inauguración de su ministerio pontificio: «¡Abrid las puertas a Cristo!»
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San Pablo dice que «la fe viene de la predicación» (Romanos 10,17). No hay fe posible sin
esta escucha profunda del corazón. Muchos justifican el hecho de no creer diciendo que la fe es un
don y ellos, sencillamente, no han recibido este don. Es verdad, sin embargo, que antes de estar
seguros de que se trate precisamente de esto, sería necesario preguntarse si es verdad que se le ha
dado a Dios la posibilidad de hablarnos; si alguna vez hemos dicho como Samuel: «Habla, Señor,
que tu siervo escucha» (1 Samuel 3, 10).
A veces, va bien cerrar los oídos del cuerpo para abrir mejor los del alma. Aquella persona
aturdida por la sordera, de la que hablaba antes, decía también: «Hay muchachas que escogen la
clausura para vivir intensamente la vida y buscar la eternidad. Mi clausura es la sordera. Viviendo
cotidianamente el silencio, aislado del mundo externo, de sus ruidos, de los tiempos medidos, he
alcanzado la serenidad y la madurez de la vida. El Effeta de Jesús ha acontecido ya en mi vida,
porque me ha abierto el corazón y la mente a su palabra». La sordera ha llegado a ser, para esta
persona, una especie de clausura luminosa, en la que, al resguardo del fragor de la vida moderna, ha
descubierto un mundo más verdadero y más hermoso. En otro plano, es lo que le sucedió también a
Beethoven, el más famoso de los sordos. Fue precisamente después de haber llegado a estar sordo,
cuando escribió sus melodías más hermosas, comprendido el himno a la alegría de la Novena
Sinfonía.
Pero, yo no he dicho que se deba pasar por fuerza a través de la sordera física para descubrir
este otro mundo. Se puede llegar a ser sordos también como elección, sordos selectivos. La sordera
selectiva consiste en saber escoger qué escuchar y qué no escuchar. El antiguo mártir san Ignacio de
Antioquía recomendaba a sus fieles: «Sed sordos cuando alguno os habla mal de Jesucristo».
Nosotros podemos añadir: sed sordos cuando alguien os habla mal del prójimo. Sed sordos cuando
alguien os adula o intenta corromperos con promesas de ganancias deshonestas. Sed sordos cuando
la radio o el tocadiscos os proponen canciones obscenas y blasfemas, lenguaje indecente y vulgar.
Debemos ser sordos a veces, asimismo, cuando alguno nos ofende o habla mal de nosotros,
dejando caer al vacío las palabras, más que refutarlas siempre golpe tras golpe. Un salmista decía
estas palabras, que la Iglesia ha aplicado a Cristo sobre la cruz, el cual, insultado, no respondía con
ultrajes: «Yo como un sordo, no oigo; como un mudo, no abro la boca» (Salmo 38, 14). ¡Cuántos
males, especialmente en familia, se evitan de este modo, como si no fueran escuchados, dejando caer
al vacío las palabras dichas en un momento de ira!
Recojamos, por lo tanto, la sugerencia de aquella nuestra hermana sorda y hagámonos,
también nosotros, nuestra pequeña clausura. Hagámonos sordos para oír mejor. En el mundo, en el
que vivimos, esto está llegando a ser una necesidad casi fisiológica, si no queremos ahogarnos en la
orgía del bullicio y de palabras inútiles, que nos asedian por todas partes. Entre las formas de
contaminación ambiental se incluye del mismo modo hasta la contaminación de ruidos. Un día,
Moisés dijo al pueblo: «Guarda silencio y escucha Israel» (Deuteronomio 27,9). Nosotros os
decimos: «¡Guarda silencio y escucha, oh cristiano!»
El fragmento evangélico de hoy termina con este elogio entusiasta que las muchedumbres
hacen de Jesús:
«Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
(Un predicador, pobrecillo, una vez se confundió y dijo: «He hecho hablar a los sordos y oír a
los mudos», lo cual, evidentemente, no es un gran milagro). Después de lo que hemos dicho, este
elogio de Jesús puede ser leído también de esta forma: «El Evangelio hace bien cada cosa: hace oír a
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los que son sordos, cuando es bueno escuchar, y hace sordos a los que oyen, cuando es bueno no
oír».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Hablar y escuchar
En otras ocasiones hemos meditado acerca de los milagros de Jesús, sobre su sentido
salvador, en cuanto que manifiestan su divinidad, suscitan nuestra fe y además resuelven de ordinario
un problema personal, como en este caso la curación de un hombre que era sordo y mudo. Esto
último, con ser lo más estimado por la gente, no es, sin embargo, la razón primera de los milagros,
como manifestó en alguna ocasión el mismo Cristo. Como un detalle más del Evangelio –que es
“Buena Noticia”–, los prodigios obrados por Cristo eran otra manifestación de que Dios había venido
a los hombres. Los milagros reclaman nuestra fe en la divinidad de Jesús.
Podemos hoy fijarnos en el milagro que nos presenta la liturgia: devolver la capacidad de
escuchar y de hablar a un hombre. ¿No nos sucederá con cierta frecuencia a nosotros que somos un
poco sordos y mudos? Porque más de una vez hacemos oídos sordos a la voz de nuestra conciencia,
sobre todo cuando nos inquieta reclamando un mayor empeño en el cuidado de lo cotidiano: tal vez
en el modo de trabajar; o en nuestras relaciones con los demás, demasiado bruscas en ocasiones o
poco generosas; en la intensidad y en el tiempo que dedicamos a la oración; en la sinceridad de
nuestro examen de conciencia para reconocer en qué podemos y debemos mejorar, porque así lo
espera Dios; en la dedicación efectiva al apostolado, intentando con acción y corazón la felicidad de
muchos acercándolos a Dios...
Se hace necesario escuchar esa suave voz de Dios en el interior de cada uno manifestándonos
su querer. Después viene la respuesta al requerimiento divino. Se tratará, por una parte, de reconocer
nuestras culpas en el clamoroso silencio de una oración sincera: Señor, he sido perezoso en aquella
ocasión y en esta otra; fui egoísta porque me costó ayudar a aquel y no quise darle parte de mi
tiempo; en todo el día me acordé muy poco de tu Madre... Y así, casi sin querer, sale el propósito.
Esa respuesta que espera el Señor es la consecuencia, movidos por la Gracia, de haber escuchado su
voz suave y amorosa aunque exigente en nuestro corazón.
Pero la eficacia del arrepentimiento y del propósito es mucho mayor si tiene lugar en la
Confesión sacramental. Toda la fuerza de Jesucristo resucitado agranda el arrepentimiento e impulsa
el propósito gracias a que es el mismo Cristo –por la persona del sacerdote– quien declara: “Vete en
paz”. En el Sacramento de la Penitencia quedamos verdaderamente justificados de nuestras faltas y
fortalecidos para una nueva lucha, en la guerra de paz que debe ser la vida cristiana.
Guerra de paz. Porque Cristo, Nuestro Señor, predicó incansablemente la paz –la paz os
dejo, mi paz os doy– pero no un estado consecuencia de la apatía o de la pereza. Se expresa, de
hecho, con términos enérgicos, intransigente sobre la que sería su actitud: Fuego he venido a traer a
la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué
ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os
digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos
contra tres, se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija
y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.
El discípulo de Cristo siente esas ansias de su Maestro. No se conforma. Está impaciente
mientras tal vez todavía la sociedad y más en concreto su ambiente familiar y social viven de
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espaldas al Evangelio. Por eso hay una auténtica división; debe haberla sin violencia, entre los que
viven para Dios y los que tienen en sus afanes privados egoístas el objetivo de sus vidas. Si
queremos ser cristianos auténticos no podremos rebajar la exigencia que el Señor nos propone,
acomodando la conducta a ciertos hábitos más en boga, tampoco por razones de amistad o
parentesco. Pensemos que, con la Gracia de Dios, esa lealtad nuestra a Jesús es quizás la única
posibilidad que tienen esos otros de encontrarse con la Verdad que salva al mundo.
Todos, en cierta medida, somos también aquel hombre sordo y mudo que curó Cristo. Si
queremos oírle en nuestro corazón y que nuestra lengua manifieste la gloria que vino a este mundo,
debemos reconocer nuestros males con humildad: Señor, que no te escucho; que no entiendo la
grandeza de tu vida y que viniste a compartirla con nosotros; que tampoco oigo el clamor mudo de
tantos que no quieren saber de Ti; Señor, que me cuesta hablar; que parece que no valoro lo que
tengo con tu Gracia, porque paso inadvertido como cristiano en mi ambiente.
No se hará esperar mucho el Señor, si nuestro pesar es sincero. Enseguida, animados por
nuestra Madre, nacen propósitos francos, aunque sean pequeños. A Dios, como buen Padre, le
agradan porque son de sus hijos. Y a la Virgen también.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
La elección de los pobres
La palabra de Dios de esta Misa encamina nuestra reflexión hacia un tema de gran actualidad
que podemos resumir así: Dios, en Jesucristo, eligió a los pobres, se inclinó sobre quienes están
afligidos por la enfermedad y sobre los de corazón triste, y ahora nos pide a nosotros, discípulos de
Jesús, que hagamos la misma elección. La primera parte de este mensaje –aquella, por decirlo así,
histórica o narrativa– está contenida en el Evangelio; la segunda –la parenética o exhortatoria– está
contenida en la segunda lectura sacada de la carta de Santiago.
Santiago nos está acompañando en estos domingos en calidad de comentarista incisivo y
sagaz de la palabra de Dios, que él ayuda maravillosamente a hacer caer sobre las circunstancias
concretas de la vida. No se trata del “apóstol” Santiago, como dicen nuestros misales al repetir la
tradición, sino de Santiago “el hermano del Señor”, de quien nos habla muchas veces el Evangelio
(cfr. Mc. 6, 3; Jn. 7, 5), y que fue el primer obispo de la comunidad de Jerusalén (cfr. Gál. 2. 9; Hech.
12, 17 etc.). Sin equivocarse, la liturgia recurre a él para el tema de hoy, que es: los ricos y los pobres
en la comunidad; en efecto, él se ha ocupado muchas veces (cfr. 1, 9-11; 2, 1-5; 5, 1-6) y siempre
con gran pasión por este tema que ya debía ser urticante en su época y en las comunidades a las
cuales dirige su carta.
Comenzamos entonces a ver cómo se muestra el tema en el Evangelio de hoy. Este nos
presenta a Jesús en el acto de socorrer a un sordomudo. Se trata de uno de aquellos infelices que,
especialmente en la antigüedad, en ausencia de toda forma asistencial, son los verdaderos
marginados; uno de aquellos que se dejan vivir, perennemente acurrucados en el zaguán de la casa;
verdaderos deshechos humanos. Jesús no se limita a “imponer las manos” sobre él, a decirle
“¡Coraje!” y a bendecirlo –como le han pedido quienes lo condujeron hasta él para seguir su camino
con rapidez. Se detiene, lo lleva aparte, olvidando por un instante a la multitud que lo espera; le toca
con los dedos las orejas y la lengua, casi como para comunicarle con el contacto su propio oído y su
propia palabra: después grita: ¡Ábrete!, y el sordomudo habló y oyó.
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Delante de Jesús, cara a cara con él, aquel hombre se ha vuelto una criatura humana con toda
su dignidad: de veras “ha adquirido una voz”, y no sólo la física. Así ocurre muchas veces en el
Evangelio: Jesús se acerca a los pobres y abandonados –el ciego de Jericó, los leprosos, el paralítico–
; acercándose a ellos, los eleva, los cura, los hace volverse criaturas humanas, los enriquece de
esperanza y de fe. Les revela el Reino, aún más, les revela que el Reino es para ellos.
Asistimos así a la realización de aquella visión mesiánica esbozada por Isaías en la primera
lectura: Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; entonces
el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. En Jesús se ha
manifestado el Dios “que hace justicia a los oprimidos, que da el pan a los hambrientos y que libera a
los prisioneros”, cantado por el Salmo responsorial.
Al reflexionar acerca de esto y otros episodios análogos, Santiago, en la segunda lectura,
formula aquel gran principio que echa tanta luz sobre la acción de Dios en la historia de la salvación:
¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos
herederos del Reino? Santiago piensa seguramente en las palabras de Jesús: Felices los que tienen
almas de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos (Mt. 5. 3); mejor aún, es él quien
mejor destaca el verdadero sentido de esta bienaventuranza evangélica y la paradoja escondida en
ella. Tanto Jesús como “su hermano” Santiago hablan con el mismo esquema: humillación-
exaltación del pobre; exaltación-humillación del rico (cfr. 1. 9: El hermano pobre se vanaglorie de su
altura y el rico se vanaglorie de su humillación).
El establece una sucesión que es al mismo tiempo cronológica y de valor: la humillación de
ahora será, para el pobre, la gloria de mañana; la gloria de hoy será, para el rico, su humillación de
mañana. Es el esquema usado por Jesús en la parábola del rico epulón. Se trata de un verdadero
vuelco de valores (¡la paradoja de la cual se hablaba!): ¡una riqueza que es pobreza y una pobreza
que es riqueza!
No obstante su aire de moralista y de predicador del Antiguo Testamento, Santiago da un
fundamento exquisitamente cristológico al problema “riqueza y pobreza”; él nos conduce de nuevo
al Evangelio del cual hemos partido. En efecto, es en Jesús donde se ha revelado, con toda su luz,
aquella “elección que Dios hace de los pobres”. Jesús se ha casado con la suerte y la causa de los
pobres. El mismo ha sido pobre; Pablo dice: Ha elegido la pobreza (cfr. 2 Cor. 8, 9), y ha señalado a
los pobres como destinatarios privilegiados de su Evangelio: Dios me envió a llevar la Buena Noticia
a los pobres (Lc. 4, 18).
Esta idea llenaba de alegría el corazón mismo de Jesús, haciéndole exclamar: Te agradezco,
Padre, porque has revelado es tas cosas a los pequeños (cfr. Mt. 11, 25): es decir, se las has revelado
a quienes tienen poca importancia a los ojos de los hombres, a quienes no tienen respaldo, que son y
se sienten humildes y que, por eso, se confían solamente a Dios. Sí –como dice Santiago– Dios eligió
verdaderamente a los pobres del mundo para hacerlos ricos, san Pablo podía decir con justicia a sus
fieles: Lo que en el mundo carece de nobleza y lo que es despreciado en el mundo, es lo que Dios ha
elegido (cfr. Cor. 1. 28).
Esa elección de Dios no quedó sin respuesta por parte de los hombres. De hecho, al anuncio
evangélico respondieron, al principio sobre todo los pobres, los marginados: mujeres, esclavos,
trabajadores, cargadores del puerto, toda gente pobre: Miren a su al rededor –podía decir el Apóstol–
: no hay entre ustedes muchos sabios, muchos poderosos o muchos nobles (cfr. 1 Cor 1, 26). Y
también hoy es aquella inmensa asamblea de pobres que se llama “el tercer mundo” la que responde
mejor que ninguna otra al anuncio evangélico.
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Hoy existen en el mundo otras fuerzas que también dicen elegir a los pobres. Por eso, se ha
hecho necesario precisar bien en qué consiste la elección de los pobres realizada por Jesús y en qué
cosa se distingue de todas las otras. La de Jesús es una elección ante todo religiosa, aun cuando tenga
consecuencias precisas y profundas en el plano social y político; la otra –por ejemplo, la marxista– es
una elección política, aun cuando no necesariamente en el sentido negativo del término. Jesús ama y
privilegia a los pobres, a los que sufren, a los marginados: ¿pero por qué lo hace? No porque odie al
rico, sino porque sabe qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios (Lc. 18, 24). En el
fondo, está el plan misterioso de Dios de salvar con la debilidad (es decir, con la locura de la cruz) a
la debilidad, echando por tierra la lógica humana del más fuerte, que es una lógica despiadada y
deshumanizadora (aquella, por ejemplo, que produjo la clase pobre y el sexo débil).
Pero en este punto es necesario ser bien precisos para no quedar en el equívoco. En el
Evangelio no se trata de recompensar la pobreza con un premio ultraterrenal: una especie de sustituto
para lo que no se consigue darles acá (como supusieron en forma equivocada los marxistas); se trata
simplemente de la mejor posición en que ellos se encuentran para conocer a Dios y elegir los
verdaderos valores, aquellos que están encerrados en el Reino de Dios. Tanto es así que ese premio
no está reservado exclusivamente al pobre; la historia del rico epulón demuestra que es difícil para
los ricos conquistarlo, no que les resulte imposible. Es suficiente que ellos también vuelvan a entrar
en la categoría de los “pobres de espíritu”, es decir, de aquellos que eligieron volverse pobres o, al
menos, ayudar a los pobres. Bastaba que el rico epulón hubiera actuado en forma distinta con el
pobre Lázaro que estaba frente a su puerta, que hubiera utilizado de otra forma sus riquezas antes que
hacer espléndidos banquetes todos los días y vestirse de púrpura y lino (cfr. Lc. 16, 19).
Por lo tanto, en este sentido Dios ha elegido a los pobres. ¿Qué significa para nosotros esta
precisa elección de Dios manifestada en Jesús?
Dos cosas: primera, que nosotros seremos elegidos por Dios si estamos entre los pobres, en el
sentido que el Evangelio da a esta palabra; segunda que, por nuestra parte, también nosotros
debemos elegir, como Dios, a los pobres. Cuando digo “nosotros”, pretendo decir antes que nada
nosotros en cuanto Iglesia, luego nosotros en calidad de cristianos individuales. Las lecturas
escuchadas y la conciencia actual de la Iglesia nos hacen detenemos hoy especialmente en el
segundo punto: nuestra elección de los pobres.
La Iglesia, en su conjunto, ha hecho esta elección en forma solemne en el Concilio Vaticano
II. Ha dicho: “Como Cristo fue enviado por el Padre a dar la Buena Noticia a los pobres (Lc 4.18),
así también la Iglesia rodea de afectuosos cuidados a lo que están afectados por la debilidad humana,
aún más, reconoce en los pobres y en los dolientes la imagen de su Fundador, pobre y doliente, y se
apresura a aliviar en ellos la indigencia y en ellos quiere servir a Cristo” (LG n. 8).
Pero esta elección ahora espera traducirse en acto en virtud de los miembros individuales que
constituyen la Iglesia. Hoy se habla mucho de la elección de los pobres; habitualmente, con eso se
intenta empujar a la Iglesia institucional a ponerse del lado de los proletarios, a defender los derechos
de los oprimidos, a denunciar los atropellos del poder político y económico en contra de ellos.
También ésta es, por cierto, una forma evangélica de preocuparse por los pobres, cuando no está
inspirada por la parcialidad política y tiene como mira realmente la liberación de los pobres y no
usarlos como instrumento. Pero por sí sola es insuficiente, más aún, no es nada. Porque puede
transformarse en una coartada que haga ver sólo lo que los otros (las estructuras y las instituciones)
deberían hacer, y no lo que deberíamos y podríamos hacer nosotros, comenzando por el ahora y el
aquí.
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Santiago, en su carta, nos llama con fuerza y sagacidad a lo concreto en la elección de los
pobres. Supone un caso muy real: en una reunión litúrgica, entra un rico vestido en forma espléndida
y, junto con él, un pobre vestido miserablemente. Al primero se le asigna un lugar importante,
mientras al segundo se lo invita a sentarse en el suelo junto a un banco. La observación de Santiago
formula una acusación contra nuestras asambleas. Por suerte, hoy ya no existen en la iglesia las filas
de bancos reservados y las tribunas de honor; somos todos iguales. Ahora nos falta dar vida a esta
igualdad o, mejor aún, romperla, pero romperla esta vez en favor de los pobres, de los ancianos, de
los dolientes; los humildes deben ser entre nosotros los benjamines, los preferidos, el objeto de
nuestra atención y de nuestro cuidado.
Lo que dice Santiago encuentra, naturalmente, muchas otras aplicaciones en la vida cotidiana.
Tratemos de descubrirlas y encontraremos muchos motivos para ruborizamos. Es tan fácil y natural
elegir a los ricos y a los poderosos, dirigir la propia atención hacia las personas brillantes y
simpáticas, mientras es tan poco común que se dirija una verdadera atención hacia los pobres y no se
les falte el respeto, y si prestan a aquellos de quienes quieren recibir –dice Jesús–, ¿qué mérito
tienen? (Lc. 6. 34); si invitan a quien a su vez puede invitarlos, ¿qué mérito tienen?
Nosotros nos acercaremos dentro de poco a la Eucaristía, es decir, a quien ha dicho haber sido
enviado a los pobres. Nuestra comunión de hoy con el Señor Jesús, para ser verdadera y plena, debe
incluir esta comunión en su elección de los pobres; pidámosle que nos comunique su exquisita
“inteligencia de los pobres”, es decir, aquella sensibilidad y aquella capacidad suya de
comprenderlos y de acercamos a ellos para hacerles el don de nuestro amor fraterno.
_________________________
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Le presentaron un sordo...”. A nuestro alrededor hay personas que, sin excluirnos en
ocasiones a nosotros, están como sordos a la voz liberadora de Dios, ese murmullo eterno y amoroso
que, como el viento, procede del Padre y del Hijo: la voz del Espíritu Santo. Personas a las que
debemos conducir hasta el Señor, yendo nosotros delante. El Espíritu Santo Digitus paternae
dexterae, la diestra de Dios, como lo llama la Liturgia, abrirá el oído para que muchos amigos
nuestros escuchen y escuchemos también nosotros la Verdad que no pasa.
Hay una sordera del alma que al desoír las continuas llamadas del Señor endurece el corazón,
porque como la discordancia entre lo que la conciencia dice y lo que en realidad se hace no se
soporta sin remordimiento, se buscan excusas y aflora la auto justificación. Este modo de obrar, al
hacerse casi crónico, cauteriza la conciencia que se vuelve sorda a los requerimientos divinos. La
soberbia violenta a la memoria, la oscurece: el hecho se esfuma, o se embellece, y se encuentra una
justificación para cubrir de bondad el mal cometido, que no se está dispuesto a rectificar; se
acumulan argumentos, razones, que van ahogando la voz de la conciencia, cada vez más débil, más
confusa (S. Josemaría Escrivá).
“No quisiera que ignoraseis, hermanos míos, de qué modo se baja o, por mejor decir, se cae
en estos caminos. El primer escalón es el disimulo de la propia flaqueza, de la propia iniquidad...,
perdonándose el hombre a sí mismo, auto consolándose, se engaña. El segundo escalón es la
ignorancia de sí, porque después de que en el primer grado cosió el despreciable vestido de hojas
para cubrirse, ¿qué más lógico que no ver sus llagas, especialmente si las ha tapado con el solo fin de
no verlas? De esto se sigue que, aunque se las descubra otro, defienda con tozudez que no son llagas,
dejando que su corazón se abandone a palabras engañosas para buscar excusas a sus pecados” (S.
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Juan Crisóstomo). Deslizarse por esta pendiente es fácil ya que “el mismo Satanás se transforma en
ángel de luz” (2 Co 11, 14).
S. Marcos nos ha conservado la palabra aramea: effethá, ¡ábrete! Hay que hablar, abrir el
alma en la dirección espiritual. “No te apoyes en el consejo de cualquiera. Trata sí con un varón
piadoso que sabes que guarda los preceptos de Dios, cuyo corazón es semejante al tuyo. Y
permanece en lo que resuelvas, porque ninguno será para ti más fiel que él. El alma de ese hombre
piadoso ve mejor las cosas que siete centinelas en lo alto de una atalaya. Y en todas ellas ora por ti al
Altísimo para que te dirija por la senda de la verdad” (Eccl 37, 14-19).
Necesitamos asesoramiento, contrastar nuestros enfoques y directrices con quien tiene ciencia
y piedad y así afrontar con criterio cristiano los variados problemas que la vida presenta. ¡Effethá!,
abrirnos a la voz del Señor con la asistencia a unos medios de formación, la lectura, la charla con un
buen amigo, un sacerdote, aparcando esa manida excusa de “no tengo tiempo” y que aboca a la
sordera del alma.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Cuando hables, serás un signo para ellos y sabrán que yo soy el Señor”
Eran demasiadas las calamidades sufridas por el pueblo como para mantener fácilmente la
esperanza. El profeta dice que Dios se sigue acordando de ellos, y se dirige especialmente a los más
débiles, “a los cobardes de corazón”. La profusión de imágenes de las que se sirve Isaías revela que
gran parte de lo prometido se cumplirá en los días de Jesús.
No es infrecuente que Jesús haga signos “sacramentales” (la saliva; tocarle la lengua, etc.)
que servirían como elementos catequéticos en la comunidad primitiva. La palabra hebrea “Effetá”,
“ábrete”, evoca a Ez 24,27: “Tu boca se abrirá, y hablarás”.
La expresión “con más insistencia lo proclamaban ellos” es una manera de mencionar la
predicación evangélica en los primeros momentos... y el “todo lo ha hecho bien” puede ser una
evocación del Génesis.
Nuestro tiempo es el de las grandes comunicaciones. Pasará a la historia como la época de los
grandes medios. La cultura de la comunicación pretende hacer llegar todo y lo más pronto posible a
cualquier lugar, de manera que en cualquier punto de la tierra esté la noticia de modo casi
instantáneo. Pero, a la vez, se comprueba el incremento de la incomunicación y de la soledad. ¿Será
que la gente a fuerza de oír no escucha? ¿Será que ha llegado a la conclusión de que no merece la
pena atender?
— “La verdad de la palabra, expresión racional del conocimiento de la realidad creada e
Increada, es necesaria al hombre dotado de inteligencia, pero la verdad puede también encontrar
otras formas de expresión humana, complementarias, sobre todo cuando se trata de evocar lo que
entraña de indecible, las profundidades del corazón humano, las elevaciones del alma, el Misterio de
Dios” (2500).
— “A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar: saliva e
imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo «pues salía de Él una fuerza
que los curaba a todos» (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa «tocándonos» para
sanarnos” (1504; cf. 1503).
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— “En su predicación, el Señor Jesús se sirve con frecuencia de los signos de la creación para
dar a conocer los misterios del Reino de Dios. Realiza sus curaciones o subraya su predicación por
medio de signos materiales. Da un sentido nuevo a los hechos y a los signos de la Antigua Alianza
porque Él mismo es el sentido de todos esos signos” (1151).
— “La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de
información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el
bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje
discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está
obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla” (2489).
— “El recto ejercicio de este derecho exige que, en cuanto a su contenido, la comunicación
sea siempre verdadera e íntegra, salvadas la justicia y la caridad; además, en cuanto al modo, ha de
ser honesta y conveniente, es decir, debe respetar escrupulosamente las leyes morales, los derechos
legítimos y la dignidad del hombre, tanto en la búsqueda de la noticia como en su divulgación (IM
5,2)” (2494).
El hombre es oyente de la Palabra de Dios porque Dios siempre quiso comunicarse Él mismo
y su Buena Noticia.
___________________________
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Oír a Dios y hablar de Él.
– El milagro de la curación de un sordomudo.
I. La liturgia de la Misa de este domingo es una llamada a la esperanza, a confiar plenamente
en el Señor. En un momento de oscuridad, se levanta el Profeta Isaías para reconfortar al pueblo
elegido que vive en el destierro1. Anuncia el alegre retorno a la patria. Decid a los cobardes de
corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona,
resarcirá y os salvará. Y el Profeta vaticina prodigios que tendrán su pleno cumplimiento con la
llegada del Mesías: Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un
ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la
estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial. Con Cristo, todo el hombre es sanado, y
las fuentes de la gracia, siempre inagotables, convierten el mundo en una nueva creación. El Señor lo
ha transformando todo, pero las almas de modo muy particular.
El Evangelio de la Misa2 narra la curación de un sordomudo. El Señor lo llevó aparte, metió
los dedos en sus orejas y con saliva tocó su lengua. Después, Jesús miró al cielo y le dijo: Effethá,
que significa: ábrete. Al instante se le abrieron sus oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y
hablaba correctamente.
Los dedos significan una acción divina poderosa3, y a la saliva se le atribuía cierta eficacia
para aliviar las heridas. Aunque son las palabras de Cristo las que curan, quiso, como en otras
ocasiones, utilizar elementos materiales visibles que de alguna manera expresaran la acción más
profunda que los sacramentos iban a efectuar en las almas4. Ya en los primeros siglos y durante
1 Is 35, 4-7. 2 Mc 7, 31-37. 3 Cfr. Ex 8, 19; Sal 8, 4; Lc 11, 20. 4 Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, vol. VI, Los sacramentos, p. 50 ss.
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muchas generaciones5, la Iglesia empleó en el momento del Bautismo estos mismos gestos del Señor,
mientras oraba sobre quien iba a ser bautizado: El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a
los mudos, te conceda a su tiempo escuchar su Palabra y proclamar la fe6.
En esta curación que realiza el Señor podemos ver una imagen de su actuación en las almas:
libra al hombre del pecado, abre su oído para escuchar la Palabra de Dios y suelta su lengua para
alabar y proclamar las maravillas divinas. En el momento del Bautismo, el Espíritu Santo, Digitus
paternae dexterae7, el dedo de la diestra de Dios Padre, como lo llama la liturgia, nos dejó libre el
oído para escuchar la Palabra de Dios, y nos dejó expedita la lengua para anunciarla por todas partes;
y esta acción se prolonga a lo largo de nuestra vida. San Agustín, al comentar este pasaje del
Evangelio, dice que la lengua de quien está unido a Dios “hablará del bien, pondrá de acuerdo a
quienes no lo están, consolará a los que lloran... Dios será alabado, Cristo será anunciado”8. Esto
haremos nosotros si tenemos el oído atento a las continuas mociones del Espíritu Santo y si tenemos
la lengua dispuesta para hablar de Dios sin respetos humanos.
– No debemos permanecer mudos ante la ignorancia religiosa.
II. Existe una sordera del alma peor que la del cuerpo, pues no hay peor sordo que el que no
quiere oír. Son muchos los que tienen los oídos cerrados a la Palabra de Dios, y muchos también
quienes se van endureciendo más y más ante las innumerables llamadas de la gracia. El apostolado
paciente, tenaz, lleno de comprensión, acompañado de la oración, hará que muchos amigos nuestros
oigan la voz de Dios y se conviertan en nuevos apóstoles que la pregonen por todas partes. Ésta es
una de las misiones que recibimos en el Bautismo9.
No debemos los cristianos permanecer mudos cuando debemos hablar de Dios y de su
mensaje sin trabas de ninguna clase: los padres a sus hijos, enseñándoles desde pequeños las
oraciones y los primeros fundamentos de la fe; el amigo al amigo, cuando se presenta la ocasión
oportuna, y provocándola cuando es necesario; el compañero de oficina a quienes le rodean en medio
de su trabajo, con la palabra y con su comportamiento ejemplar y alegre; el estudiante en la
Universidad, con quienes tantas horas ha pasado juntos... No podemos permanecer callados ante las
muchas oportunidades que el Señor nos pone delante para que mostremos a todos el camino de la
santidad en medio del mundo. Hay momentos en los que incluso resultaría poco natural para un buen
cristiano el no hacer una referencia sobrenatural: en la muerte de un ser querido, en la visita a un
enfermo (¡qué horizontes podemos abrir a quien sufre al pedirle, como un tesoro, que ofrezca su
dolor por una intención, por la Iglesia, por el Papa!), cuando se comenta una noticia calumniosa...
¡Qué ocasiones para dar buena doctrina! Los demás la esperan, y les defraudamos si permanecemos
callados.
Muchos son los motivos para hablar de la belleza de la fe, de la alegría incomparable de tener
a Cristo. Y, entre otros, la responsabilidad recibida en el Bautismo de no dejar que nadie pierda la fe
ante la avalancha de ideas y de errores doctrinales y morales ante los cuales muchos se sienten como
indefensos. Los enemigos de Dios y de su Iglesia, manejados por el odio imperecedero de satanás,
se mueven y se organizan sin tregua.
5 Cfr. A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, Herder, 3ª ed., Barcelona 1986, p. 596. 6 Cfr. RITUAL DEL BAUTISMO, Bautismo de los niños. 7 Cfr. Himno Veni Creator. 8 SAN AGUSTIN, Sermón 311, 11. 9 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 33.
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Con una constancia “ejemplar”, preparan sus cuadros, mantienen escuelas, directivos y
agitadores y, con una acción disimulada –pero eficaz–, propagan sus ideas, y llevan –a los hogares
y a los lugares de trabajo– su semilla destructora de toda ideología religiosa.
–¿Qué no habremos de hacer los cristianos por servir al Dios nuestro, siempre con la
verdad?10. ¿Acaso vamos a permanecer impasibles? La misión que recibimos un día en el Bautismo
hemos de ponerla en práctica durante toda la vida, en toda circunstancia.
– Hablar con claridad y sencillez; también en la dirección espiritual.
III. Como anuncia el Profeta Isaías en la Primera lectura, llega el tiempo en que se
despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la
lengua del mudo cantará... Estos prodigios se realizan en nuestros días con una hondura
inmensamente mayor que aquella que el Profeta había previsto; tienen lugar en el alma de quien es
dócil al Espíritu Santo, que el Señor nos ha enviado. Pidamos fe y audacia para anunciar con claridad
y sencillez las magnalia Dei11, las maravillas de Dios que hemos visto cerca de nosotros, como
hicieron los Apóstoles después de Pentecostés. San Agustín nos aconseja: “si amáis a Dios, atraed
para que le amen a todos los que se juntan con vosotros y a todos los que viven en vuestra casa. Si
amáis el Cuerpo de Cristo, que es la unidad de la Iglesia, impeled a todos para que gocen de Dios y
decidles con David: Engrandeced conmigo al Señor y alabemos todos a una su santo nombre (Prov
21, 28); y en esto no seáis cortos ni encogidos, sino ganad para Dios a cuantos pudiereis con todos
los medios posibles, según vuestra capacidad, exhortándolos, sobrellevándolos, rogándolos,
disputando con ellos y dándoles razón de las cosas que pertenecen a la fe con toda mansedumbre y
suavidad”12. No quedemos callados cuando es tanto lo que Dios quiere decir a través de nuestras
palabras.
San Marcos nos ha conservado la palabra aramea que utilizó Jesús, effethá, ¡ábrete! Muchas
veces, el Espíritu Santo nos ha hecho llegar de distintas maneras, en la intimidad del alma, este
mismo consejo imperativo. La boca se ha de abrir y la lengua se ha de soltar también para hablar con
claridad del estado del alma en la dirección espiritual, siendo muy sinceros, exponiendo con sencillez
lo que nos pasa, los deseos de santidad y las tentaciones del enemigo, las pequeñas victorias y los
desánimos, si los hubiera. El oído ha de estar libre para escuchar atentamente las muchas enseñanzas
y sugerencias que nos quiera hacer llegar el Maestro a través de la dirección espiritual13.
Con sinceridad y docilidad la batalla está siempre ganada, por muy difícil que se presente;
con la doblez, el aislamiento y la soberbia del propio criterio, está siempre perdida. Es el Señor quien
cura y utiliza los medios que quiere, siempre desproporcionados. San Vicente Ferrer afirmaba que
Dios “no concede nunca su gracia a aquel que, teniendo a su disposición a una persona capaz de
instruirle y dirigirle, desprecia este eficacísimo medio de santificación, creyendo que se basta a sí
mismo y que por sus solas fuerzas puede buscar y encontrar lo necesario para su salvación... Aquel
que tuviere un director y le obedeciere sin reservas y en todas las cosas –enseña el santo–, llegará a la
meta más fácilmente que si estuviera solo, aunque poseyere muy aguda inteligencia y muy sabios
libros de cosas espirituales...”14.
10 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 466. 11 Cfr. Hech 2, 1. 12 SAN AGUSTIN, Comentarios a los Salmos, 33, 6-7. 13 Cfr. R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 295 ss. 14 SAN VICENTE FERRER, Tratado sobre la vida espiritual, II, 1.
Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (B)
27
En la Santísima Virgen tenemos el modelo acabado de ese escuchar con oído atento lo que
Dios nos pide, para ponerlo por obra con una disponibilidad total. “En efecto, en la Anunciación
María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando “la obediencia de la fe” a aquel que
le hablaba a través de su mensajero y prestando “el homenaje del entendimiento y de la voluntad”
(Const. Dei Verbum, 5)”15. A Ella acudimos, al terminar nuestra oración, pidiéndole que nos enseñe a
oír atentamente todo lo que se nos dice de parte de Dios, y a ponerlo en práctica.
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Rev. D. Óscar MAIXÉ i Altés (Roma, Italia) (www.evangeli.net)
Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la
mano sobre él
Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la curación de un hombre «sordo que,
además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32). Como en muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida,
el ciego de Jerusalén, etc.), el Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos. Los
Padres de la Iglesia ven resaltada en este hecho la participación mediadora de la Humanidad de
Cristo en sus milagros. Una mediación que se realiza en una doble dirección: por un lado, el
“abajamiento” y la cercanía del Verbo encarnado hacia nosotros (el toque de sus dedos, la
profundidad de su mirada, su voz dulce y próxima); por otro lado, el intento de despertar en el
hombre la confianza, la fe y la conversión del corazón.
En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús realiza van más mucho allá que el mero
paliar el dolor o devolver la salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera,
la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una verdadera comunión
de fe y de amor.
Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores del don divino es la
de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban»
(Mc 7,36). Dan testimonio del don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de
una profunda y genuina gratitud.
También para todos nosotros es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados
por Dios, la certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad
y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de realizarse
en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el
paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso
que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la
capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.
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15 S. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 13.
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