Universidad de Buenos Aires
Facultad de Filosofía y Letras
Maestría de Literaturas Española y Latinoamericana
Seminario de profundización del área 4 – Área de Historia
“Historia y Lenguaje. Conceptos políticos clave en la era de las revoluciones
(Iberoamérica, 1750-1850)”
Profesores: Noemí Goldman y Fabio Enrique Wasserman
Segundo Cuatrimestre 2010
Trabajo Final:
Entre el espanto y la esperanza
El concepto de pueblo en Esteban Echeverría
Sandra Fernández Gómez
DNI 16.824.086
Julio de 2011
Lo que se expresa lingüísticamente es siempre más o menos que aquello que está
o estuvo presente en la historia real. Y lo que la historia contiene es siempre más o
menos que lo que puede ser dicho lingüísticamente1. Al interior de esta dualidad
asimétrica, la escritura de Esteban Echeverría resulta excesiva o insuficiente de cara a
una realidad que se rechaza pero se apuesta a cambiar. En géneros ambiguamente
literarios o políticos, entre reediciones autoimpulsadas y textos inexplicablemente
silenciados, sus palabras nos dicen de la dificultad de buscar correspondencia entre
conceptos y realidad. Experiencia y lenguaje no terminan de encontrarse en la escritura:
en la palabra pueblo no está el pueblo.
Autor del primer cuento argentino, opta por dejarlo inédito: “El matadero” no
encuentra lugar en una literatura cuyo propósito es la fundación de una cultura nacional,
para el cual la ficción aparece como antagónica con el uso político de la literatura2. La
violencia narrada y descripta por el costumbrismo espantado de esas páginas3 no es
conciliable con la propuesta dogmática de la soberanía del pueblo, de la democracia. Se
describe al pueblo, se lo narra, pero no se lo nombra –y entonces se trata apenas de la
“chusma”-, ni se publica el relato de sus proezas. Por los mismos años -1838, 1839- las
Palabras simbólicas que resumen el ideario de la Asociación de la Joven Generación
Argentina se abren paso a la circulación a pesar de la clandestinidad, y devienen Código
o Declaración de los principios que constituyen la creencia social de la República
Argentina, luego Dogma Socialista; este texto es reeditado, prologado, defendido, con
una insistencia que da muestras del interés de Echeverría por hacer pública una doctrina
que reserva para el pueblo un rol protagónico.
El concepto de pueblo es uno de los que se incorporan a la terminología
sociopolítica latinoamericana a partir de los procesos de ruptura con la monarquía
española. Si bien la palabra es de antigua data, en el período de las independencias
americanas adquiere centralidad y se modifican algunos de sus sentidos en forma
radical4. Es un momento de cambios políticos: la relación de tensión entre la sociedad y
sus conceptos5 se agudiza, porque los conceptos ya no sirven solamente para concebir
1 Koselleck, Reinhart, “Historia de los conceptos y conceptos de historia”, en: Fernández Sebastián, Javier y Fuentes, Juan Francisco (eds.), Dossier Historia de los Conceptos, Ayer, Revista de Historia Contemporánea, N 53, 2004 (1), p. 39-40.2 Piglia, Ricardo, “Echeverría y el lugar de la ficción”, en La Argentina en pedazos, Buenos Aires, Ediciones de la Urraca, 1993.3 Kohan, Martín, “Las fronteras de la muerte”, en: Laera, Alejandra y Kohan, Martín (Comps.), Las brújulas del extraviado, Beatriz Viterbo, Rosario, 2006.4 Monográfico Iberconceptos en Anuario de Historia de América Latina (Jahrbuch), 45/2008, p. 247.5 Koselleck, Reinhart, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993, p.106.
los hechos de tal o cual manera, sino que se proyectan hacia el futuro: se pre-formula
lingüísticamente lo que se quiere alcanzar. De este modo, el contenido referido a la
experiencia disminuye en el concepto, al mismo tiempo que aumenta proporcionalmente
la pretensión de realización que contiene, su ámbito de esperanza6. En los usos del
concepto “pueblo” que escribe Echeverría puede leerse algo de esa tensa relación entre
la experiencia de habitar Buenos Aires –y Montevideo- en la primera mitad del siglo
XIX, y el tamaño de su esperanza.
Las palabras y el estado de las cosas
Para que la experiencia sea acumulable, entendible, relatable, se necesitan
conceptos. A la vez, no hay conceptos sin experiencias. Además, los conceptos
producen experiencias, y resultan indispensables para pensar el problema del cambio.
Pero los conceptos y las realidades cambian a diferentes ritmos, ya que tienen sus
propias historias que, aunque relacionadas entre sí, se transforman de diversas maneras.
Por eso, el uso de una palabra nunca establece una relación de correspondencia exacta
con la realidad7. En el estudio de esa tensión se sitúa la historia conceptual, disciplina
que parte de la premisa de que no existe ninguna sociedad sin conceptos en común y,
sobre todo, no podría existir unidad para la acción política sin ellos. Para investigar
estructuras a largo plazo, resultan imprescindibles los métodos de la historia social, pero
la reflexión sobre los conceptos puede clarificar la relación temporal entre el
acontecimiento y la estructura, o la sucesión de permanencia y cambio, a partir del
estudio histórico de la terminología sociopolítica relevante para el acopio de
experiencias de la historia social8.
Cada concepto depende de una palabra, pero cada palabra no es un concepto
social y político. Los conceptos sociales y políticos contienen una concreta pretensión
de generalidad y son siempre polisémicos. Es el caso de la palabra “pueblo” a
comienzos del siglo XIX: se convierte en concepto porque la totalidad de un contexto de
experiencia y significado sociopolítico pasa a formar parte globalmente de esa palabra,
que reúne la pluralidad de la experiencia histórica y una suma de relaciones teóricas y
6 Id., p. 111.7 Koselleck, “Historia de los conceptos…” p. 28, 29 y 36.8 Koselleck, Futuro pasado, p. 106 y 125.
prácticas de relaciones objetivas en un contexto que, como tal, sólo está dado y se hace
experimentable por el concepto9.
Sin embargo, entre el concepto y el estado de cosas existe una tensión, que por
momentos se supera, irrumpe de nuevo, o parece irresoluble. Continuamente se puede
advertir un hiato entre las situaciones sociales y el uso lingüístico que tiende a ellas o
que las trasciende. La transformación del significado de las palabras y la transformación
de las cosas, el cambio de situación y la presión hacia nuevas denominaciones, se
corresponden mutuamente de formas diferentes. Por lo tanto, la investigación de un
concepto no puede limitarse a los significados de las palabras y su modificación; debe
también tomar en cuenta otras denominaciones para estados de cosas que se presumen
semejantes10. En el caso de los escritos de Echeverría, la palabra “pueblo” es usada con
varios significados, y además se incorporan “chusma” y lo “indígena” en zonas
textuales en las que podría aparecer “pueblo” o “popular”: la pregunta es si se trata de
un estado de cosas semejantes.
Afirma Koselleck que desde la Revolución Francesa se ha modificado
estructuralmente la lucha semántica por definir posiciones políticas o sociales para, en
virtud de esas definiciones, mantener un orden o imponerlo. En la época moderna la
diferencia entre experiencia y expectativa va aumentando progresivamente, y los
conceptos ya no sirven solamente para concebir los hechos de tal o cual manera, sino
que se proyectan hacia el futuro11. La relación del concepto con lo conceptualizado se
invierte, se desplaza a favor de anticipaciones lingüísticas que deben señalar el futuro;
de este modo, surgen conceptos cuya referencia va mucho más allá de lo empíricamente
realizable12. En el siglo XVIII, el número de nuevos conceptos se incrementó,
contribuyendo a la transformación radical de la vieja realidad. Entre ellos, surge una
clase de conceptos, los singulares colectivos, que ya no se apoyan únicamente en las
experiencias, sino que más bien pretenden alguna clase de cambios sociales. El
concepto de pueblo se cuenta entre los de este nuevo tipo. Koselleck los llama
“futuribles” porque sólo podrán realizarse en el futuro13. El “pueblo” de Echeverría es
un futurible y el escritor lo usa según la ley enunciada por Koselleck: cuanto menor sea
9 Id., p. 116-117.10 Id., p. 119.11 Id., p.111.12 “Un texto fundacional de de Reinhart Koselleck. Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en lengua alemana”, traducción y notas de Luis Fernández Torres, Anthropos, 223, 2009, p. 98.13 Koselleck, “Historia de los conceptos…”, p. 36-37.
el contenido de experiencia de un concepto, tanto mayor será la expectativa que se
deriva de él14.
Una palabra muy vieja con un futuro enorme
La palabra “pueblo”, del latín “populus”, tenía en el siglo XVIII algunos de los
significados que siguen vigentes. En primer lugar, una acepción que podríamos llamar
geográfica la hacía sinónimo de “poblado”. En segundo lugar, era un sustantivo
colectivo que se refería al conjunto de los habitantes de determinado lugar, sinónimo de
“población”. En tercer lugar, se usaba para referirse a una clase particular de ese
conjunto, diferenciada de los nobles: la “plebe”. En cuarto lugar, como nombre
colectivo de los habitantes de un país, era sinónimo de “nación”. Según la edición de
1780 del Diccionario de la Lengua Castellana de la RAE, la palabra “pueblo” puede ser
entendida “a la vez como el lugar poblado de gente, como el conjunto de habitantes, y
en particular aquellos definidos como ‘la gente común y ordinaria de alguna ciudad, o
población, a distinción de los nobles’”. Por su parte, el Diccionario Castellano con las
voces de Ciencias y Artes de 1786–1788 la define como “nombre colectivo, conjunto
de muchas personas que habitan un país, y componen una Nación”.15
Hacia 1808-1810, momento de quiebre de la monarquía española después de los
acuerdos de Bayonne, y del inicio de los procesos de independencia en América
española, se consagran sentidos de la palabra “pueblo” que se distinguen de forma
bastante radical de muchos de sus antiguos usos, dado el papel que va a desempeñar
como instancia legitimadora del proceso de refundación social y política. La apelación
al “pueblo” se generaliza en el discurso político y el “pueblo” pasa a ser entendido
como fuente de soberanía. En España se produce “el descubrimiento del pueblo como
protagonista de la historia, con un hasta entonces insospechable acervo de virtudes
-valor, abnegación, patriotismo-, por parte de las elites sociales y culturales que dirigen
la resistencia nacional contra los franceses”16. En el Río de la Plata, el Cabildo Abierto
de Mayo de 1810 “invocó el concepto de reasunción del poder por parte de los pueblos,
noción que remite a la antigua doctrina del ‘pacto de sujeción’ por la cual, suspendida la
14 Koselleck, Futuro pasado, p. 356.15 Citado en Iberconceptos, p. 250-251.16 Fuentes, citado en Iberconceptos.
autoridad del monarca, el poder vuelve a sus depositarios originales”17. La palabra
deviene en este período concepto sociopolítico: adquiere una nueva centralidad, pasa de
los márgenes al centro del vocabulario político.
Como todo concepto, el de “pueblo” es polisémico en tanto forma parte de la
lucha política. En primer lugar, la reasunción del poder por parte del “pueblo” por
intermedio de los cabildos se inscribe en el debate entre las ideas de la Ilustración y las
de las corrientes neoescolásticas. En el caso de Buenos Aires, la Junta Provisional
dirigió, en 1810, una circular al “pueblo” manifestando el deseo de que “los pueblos
mismos recobrasen los derechos originarios de representar el poder, autoridad y las
facultades del Monarca”. En esa formulación subyace la doctrina del “pacto de
sujeción”. Así lo entiende el secretario de la Junta, Mariano Moreno, quien prefiere el
concepto de “soberanía popular”, que permite fundamentar el derecho a emancipación.
Por lo tanto, en el nuevo protagonismo del concepto ya coexisten concepciones tan
distintas como la forma moderna en que se entiende la “soberanía popular” a partir de
las ideas de la Ilustración y las antiguas doctrinas pactistas del origen del poder
soberano de los reyes, de cuño neoescolástico. En este período puede observarse una
confrontación entre singular y plural: “pueblos” designaba unidades básicas de
legitimidad del poder soberano; sustentaba una concepción plural de la soberanía
opuesta a la concepción centralista de una soberanía única y ya formaba parte del léxico
político de la antigua América española. Este significado cae en desuso en la medida en
que se van consolidando gobiernos centralistas en las nuevas repúblicas americanas.
El “pueblo”, de este modo, se transforma en un singular colectivo, en la medida
en que ya no designa solamente realidades empíricas –poblado, población, cabildo-,
sino una instancia de legitimidad a construir: se aleja de la experiencia y, como
expectativa, se abre al horizonte de un orden político deseado pero inexistente. La
tensión más significativa en torno al uso de este concepto –hasta el día de hoy- surgirá
cuando la politización de la palabra alcance a la tercera acepción citada: pueblo como
un sector diferenciado, definido negativamente en relación a los nobles y las clases
altas. Que pueblo sea sinónimo de plebe resulta conflictivo, desde las primeras décadas
de los gobiernos americanos. Por un lado, la influencia de las ideas ilustradas, que
parecen oscilar entre considerar al pueblo como ignorante, fanático y propenso a la
violencia y una actitud paternalista que defiende la felicidad de los “pueblos” y su
instrucción, deriva en una visión a la vez compasiva y despreciativa; en consecuencia,
17 Goldman, Noemí, citado en Iberconceptos.
expresiones peyorativas como “bajo pueblo”, “plebe” y “canalla” pasan a ser
consideradas “impolíticas”. Pero por otro lado, a poco andar el proceso de
emancipación, la inquietud popular y la ausencia de ilustración política del pueblo
fueron representadas como amenazas. Se llega entonces a trazar una línea divisoria en el
concepto de “pueblo” que supone la existencia de “pueblos sanos” que se contraponen a
“pueblos insanos” que “se orientan y permiten ser orientados por demagogos carentes
de toda virtud”18.
En el Río de la Plata la antinomia pasa por la contraposición entre “verdadero
pueblo” considerado como “los vecinos, la gente decente”, y la “plebe”. La frontera
entre uno y otro está lejos de ser fija; durante las guerras de independencia, la línea
oscila en función del protagonismo público de las clases populares y de su apoyo a
diferentes movimientos políticos.19 A partir de la estabilización política el problema de
la diversidad social del “pueblo” se disputa en otro terreno decisivo: el de la capacidad
electoral. Las leyes electorales fluctúan entre la ley de sufragio de 1821, que concedía el
derecho de voto a “todo hombre libre mayor de 20 años”, y la restrictiva redefinición
que, en 1824, impone la exclusión de “criados, peones, jornaleros, soldados de línea y
vagos”. El argumento es que “por democrático que sea el gobierno republicano, nunca
puede comprender a todos. Es indispensable excluir a todos aquellos que no tienen
todavía una voluntad bastante ilustrada por la razón, o que tienen una voluntad sometida
a la voluntad de otros”20. De la apelación urgente al “pueblo” como fuente de
legitimidad política en el período de las independencias, se pasa a la desconfianza y al
debate sobre quién puede incluirse en esa categoría, base del sistema representativo.
La escritura de Esteban Echeverría, contemporánea de estas disputas en torno al
concepto de “pueblo”, permite leer un modo de articular la polisemia del término que, si
bien se inscribe en las tensiones de la época, presenta matices particulares. En el
recorrido que propondremos por textos producidos entre 1830 y 1846, abordaremos
obras de distintos géneros y con diferentes temáticas, a partir de la hipótesis de que esta
diversidad nos facilitará el encuentro de la variedad de significaciones que la palabra
“pueblo” convoca.
Una (falsa) autobiografía
18 Serrano, citado en Iberconceptos.19 Goldman/Meglio, citado en Iberconceptos.20 Id.
Echeverría escribió a comienzos de los 30 Cartas a un amigo, texto que
mantiene inédito. Juan María Gutiérrez, en la edición póstuma, considera esta obra
como autobiográfica. Sin embargo, Jorge Myers afirma que se trata de una especie de
ejercicio realizado a partir del Werther: “constituyen una suerte de palimpsesto a la obra
de Goethe […] Todo parecería indicar que este manuscrito haya representado un ensayo
literario, un ejercicio de aprendizaje de su oficio, por parte de Echeverría”. A pesar de
eso, “generaciones enteras de críticos han sido engañados por la presuposición errónea
de Gutiérrez de que se trataba de un texto autobiográfico y no de una ficción”21.
En esta narración epistolar modélicamente romántica, el concepto de “pueblo”
-en tanto categoría sociopolítica- está ausente, aunque hay una aparición de la palabra,
como sinónimo de “poblado”: “Mis relaciones en este pueblo son aún muy escasas”22.
Por otro lado, se menciona al “vulgo”, que podría considerarse sinónimo de pueblo en
su acepción social restrictiva -“plebe”. En este caso, lo que se destaca es la ignorancia
de ese sector, cuya consecuencia es el sometimiento al terror: “¡Y luego tanta luciérnaga
ambulante, el murmullo del arroyo y esos fuegos fatuos que se levantan, se acercan, se
alejan y desaparecen dando pábulo a la fantasía y aterrorizando al vulgo!”23
Por otra parte, más allá de la terminología, y desvinculada de la problemática
sociopolítica, hay en el relato cierta idea de mérito en relación con el parecer de las
mayorías, cuando el narrador habla sobre una mujer que aún no vio: “Desearía, lo
contesté, conocer una señorita tan cordialmente encarecida, pues creo que el aprecio
general es el mejor garante del mérito de las personas y de la bondad de las cosas.”24
Pocas páginas después, la dama elegida con criterio tan democrático se transformará en
el “ángel tutelar” del protagonista, poniendo un final abiertamente feliz a una historia
que había comenzado signada por la melancolía. Alejado del debate político, este texto
sólo usa la palabra “pueblo” en su acepción geográfica, se muestra compasivo con el
“vulgo” y busca el camino hacia la felicidad según el saber de las mayorías, aunque en
el amor.
Reflexiones estéticas y proyectos culturales
21 Myers, Jorge, “Un autor en busca de un programa: Echeverría en sus escritos de reflexión estética”, en: Laera y Kohan (Comps.), Op. Cit., p. 62-63.22 Echeverría, “Cartas a un amigo”, en Prosa literaria (selección de R. Giusti), Buenos Aires, Estrada, 1944, p. 107.23 Id., p. 93.24 Id., p. 125.
“Clasicismo y romanticismo” también fue editado póstumamente por Gutiérrez.
Es un escrito breve sobre arte y literatura que adapta algunas de las ideas difundidas en
Europa por Madame de Stäel, entre otros. No hay opiniones políticas, y la palabra
“pueblo” está ausente. Sin embargo, en la caracterización del romanticismo y su
contraposición con el clasicismo aparece como nota destacada la relación del primero
con lo que podría denominarse “cultura popular”; Echeverría prefiere usar términos
como “cultura de las naciones” o “primitivas tradiciones europeas”25. Esto es así
inclusive cuando toma argumentos en los que se habla de “popular” en Alemania: “[las
poesías que imitan a los antiguos] son raramente populares porque no tienen en los
tiempos actuales nada de nacional. […] Shakespeare es tan admirado en Inglaterra por
el pueblo como por la clase superior”26. Para Madame de Stäel, el romanticismo es
doblemente popular: es autóctono, y su difusión trasciende las diferencias de clase.
Cuando Echeverría adapta la comparación entre literatura francesa e inglesa, escribe que
“las doctrinas clásicas de Boileau […] En Inglaterra, donde el romanticismo era
indígena, mal podía medrar a la sombra de Shakespeare”27. Lo autóctono se denomina
como “indígena”.
Lo mismo sucede en “Proyecto y prospecto de una colección de canciones
nacionales”, el cual aclara Gutiérrez que abortó hacia 1836. El breve texto editado
póstumamente explicita la intención de reunir, o en su defecto crear, canciones
nacionales. El proyecto tiene que ver, entonces, con la cultura autóctona. Nuevamente,
se la denomina “indígena”: “era menester que existiesen tonadas indígenas”28.
Decepcionado por “la falta de obras originales de este género”, el autor explica la
importancia de la canción con relación a otras culturas. En esos casos sí aparece la
palabra “pueblos”, en plural y referida a otros que sí tienen canciones:
“Se origina de aquí, sin duda, el general interés con que se miran las
canciones populares de casi todos los pueblos y la importancia histórica que
adquieren, por cuanto son la expresión más ingenua de su índole, de su modo
de vivir y sentir, y no sólo dan indicios de su carácter predominante en cada
siglo, sino también, en cierto modo, de su cultura moral y del grado de
aspereza o refinamiento de sus costumbres”29
25 Echeverría, “Clasicismo y romanticismo”, en Id., p.149. 26 Madame de Stäel, Alemania, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1947, p. 68-69.27 Echeverría, Op. cit., p. 153.28 Echeverría, “Proyecto y prospecto de una colección de canciones nacionales”, en Op. cit., p. 182.29 Id., p. 185.
El programa de Echeverría se alinea con las ideas de Herder, quien en Filosofía
de la historia afirma que cada pueblo tiene su propio carácter. Las canciones que el
escritor se propone coleccionar serían expresión de ese carácter y cumplirían además
una función cultural y política: “popularizar algunos sucesos gloriosos de nuestra
historia y algunos incidentes importantes de nuestra vida social”30. En este texto, en el
que ya no se trata sólo de cultura, “indígena” convive con “popular”, “pueblo” y
“popularizar”. La distribución de estos términos parece reservar para el primero lo
estrictamente cultural –lo cual es coherente con su uso en “Clasicismo y romanticismo”-
mientras que los derivados de “pueblo” se corresponderían con el aspecto político.
Además, el “pueblo” no es el pueblo de acá, sino otros pueblos, o una categoría
abstracta, el nombre de algo que se imagina pero no se ve: “Vista la importancia que en
sí tienen las canciones, y que le otorgan los pueblos cultos, debemos nosotros aplicarnos
a enriquecer con este delicada joya de la poesía nuestra literatura naciente”31
El cuento de la chusma y el poder
“El matadero” narra episodios concretos, locales, políticos, y describe una
cultura autóctona que sí existe. Sin embargo, la palabra “pueblo” es usada sólo tres
veces, al comienzo del cuento, como sinónimo de “población”: “el pueblo de Buenos
Aires atesora una docilidad singular”; “la abstinencia de carne era general en el pueblo”;
“si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope”. El concepto de
“pueblo”, en la dimensión sociopolítica moderna, está ausente. Y es una ausencia
notable.
Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, proponen leer este texto como un “borrador
de sociología rioplatense” 32, un “ensayo narrativo sobre un espacio cultural de frontera
que elige el género y los procedimientos de la ficción” para presentar “un diagnóstico
social que la generación del 37, en un comienzo, pretendió evitar presentándose como
síntesis y como puente entre dos mundos, el ilustrado y el bárbaro”: el diagnóstico de la
“división tajante entre ‘ellos’ y ‘nosotros’”. Sin embargo, la escritura parece, en la
30 Id., p. 182.31 Id., p. 187.32 Sarlo, Beatriz y Altamirano, Carlos, “Prólogo”, en: Echeverría, Esteban, Obras escogidas, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991, p. XXIV y subsiguientes.
referencia a los grupos sociales, deliberadamente ambigua. No hay “plebeyos”, ni
“plebe”, ni “vulgo”, sino “chusma”.
Por otra parte, Noé Jitrik llama la atención sobre los diálogos, que “son realistas,
es decir que mediante ellos no sólo se transmite una peculiaridad sino que también se
interpreta un modo de ser”. Afirma que Echeverría, al transmitir el mundo bárbaro y
federal, obtiene un resultado expresivo “riguroso, preciso, viviente, vigoroso, plástico”.
En una nota al pie recuerda los “devaneos guitarrísticos y arrabaleros” del autor en su
juventud, y sugiere la hipótesis de que se conformó “su mundo afectivo de alguna
manera en ese momento”.33 De este modo, las particularidades lingüísticas del texto
pondrían en cuestión la identificación del autor con “los letrados”.
Otra lectura propone Martín Kohan, quien afirma que “El matadero” es “una de
las representaciones más exasperadas que la literatura haya hecho de la violencia
popular en el siglo XIX, y una de las versiones más dramáticas acerca de las dificultades
que se ofrecen al propósito político de neutralizarla y de ponerla bajo control”34. A pesar
del minucioso análisis textual que propone el crítico, es necesario aclarar que
Echeverría no califica como “popular” esta violencia que, en la ficción, opera más bien
como mecanismo de control por parte del poder. Si bien es legítimo ubicar la
producción de la generación del 37 en el proyecto nacional de los futuros funcionarios
salidos de sus filas –Gutiérrez, Alberdi, Mármol, Sarmiento-, en este texto de fines de
los 30 la violencia queda subordina al poder –los “desbordes” no son más que parte de
su funcionamiento habitual- y frente a ella sólo se puede resistir –cuando sorprende- o
denunciar –cuando se toma la palabra para narrar.
“El matadero” es una ficción; en palabras de Ricardo Piglia, una figura del país
alucinada por un escritor que “debe leerse a contraluz de la historia ‘verdadera’ y como
su pesadilla”35. La habitual puesta en relación con Facundo ha condicionado la
clasificación de sus personajes en dos bandos, y la identificación de esos bandos en
términos de civilización y barbarie. Sin embargo, de los múltiples participantes de ese
bullicioso mundo, sólo están individualizados quienes detentan el poder –Matasiete, el
Juez, el Restaurador- y las víctimas de su violencia –el niño, el toro, el gringo, el
joven36. En el abigarrado ámbito en el que sucede la historia, también se mueven las
33 Jitrik, Noé, “Forma y significación de El matadero”, en El fuego de la especie, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 91.34 Kohan, Op. cit., p. 174.35 Piglia, Op. cit., p. 8.36 Habitualmente se menciona a este personaje como “el unitario”. Considero más adecuado usar el apelativo elegido por el narrador que repetir el que le dan los torturadores, que aparece cuestionado en el
“negras rebusconas de achuras”, los “muchachos”, la “pequeña clase proletaria peculiar
del Río de la Plata”, que, al igual que los perros y las gaviotas, disputan su presa para
sobrevivir en medio de la inmundicia, entre palabras obscenas y “vociferaciones
preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos”.
Son feos y groseros, pero el narrador no los llama violentos. Al final de la matanza,
cuando “la poca chusma que había presenciado hasta el fin” se retiraba, aparece el
joven. Sobre él cae en tropel “toda aquella chusma”, es decir, la que quedó de la poca
que había. Cuando el Juez ordena, todos obedecen. De un lado, el poder, del otro, un
sujeto inerme. Como en esas pesadillas en que se grita y no sale la voz, el cuento queda
inédito.
Echeverría no menciona en este texto al pueblo –más allá de las tres frases
transcriptas en que el significado es “población”- ni a lo popular ni a la plebe. Sí
aparece la “chusma” como sustantivo abarcador de grupos que por momentos se
particularizan. De indudable matiz despectivo, el significado de la palabra resulta tan
difuso como su referencia: en ningún momento se dan datos, ni siquiera imprecisos,
acerca de cuántas personas conforman la chusma –y no sabemos cuántos de ellos entran
a la casilla-; si por momentos parece un grupo homogéneo, en otros se desagrega, o se
dispersa. La indeterminación acerca de quiénes la conforman hace suponer que podría
abarcar a los carniceros, pero difícilmente al Juez, aunque esto no se basa en enunciados
del narrador sino en la lectura de la trama: la chusma no actúa, obedece y procura su
supervivencia. El joven califica al subgrupo que lo agrede como “esclavos”. “Chusma”,
a pesar de su imprecisión, es un sustantivo concreto y por lo tanto en relación con la
experiencia. El pueblo, como concepto sociopolítico, no está en este texto: para
pensarlo, será necesario imaginar la ausencia del Amo.
“Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro
país las cuestiones y los derechos individuales y sociales”. Jitrik dice que esta idea es
prácticamente un compendio de lo que el Dogma socialista se propone remediar: es
“una síntesis, un resultado de una prolija observación de la realidad que engendrará no
sólo el movimiento de denuncia sino el trabajo minucioso de preparación de una
ideología adecuada para exterminar sus causas y poner coto a sus consecuencias”37. Y
en el Dogma socialista sí está el pueblo.
final del cuento: “Llamaban ellos salvaje unitario…”37 Jitrik, Op. cit., p. 77.
Pueblo de mi esperanza
Si “El matadero” es el relato mudo de una pesadilla, el Dogma socialista es su
contracara, el sueño de un país idílico que se cuenta y se repite para invocar su realidad.
Poco antes o después de guardar el cuento inédito, Echeverría, como presidente de la
Asociación de la Joven Generación Argentina, propone “la adopción de quince palabras
simbólicas que, a modo de emblemas, debían resumir su ideario”38. El texto, redactado
casi íntegramente por él, comenzó a circular como manuscrito en forma clandestina,
luego fue editado por el quincenario El Iniciador en Montevideo a principios de 1839,
bajo el título de Código o Declaración de los principios que constituyen la creencia
social de la República Argentina, y finalmente fue reeditado por Echeverría en forma de
libro en 1846, con el título Dogma Socialista de la Asociación de Mayo, precedido de
una ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37.
En estos escritos, el concepto de pueblo insiste página tras página, asociado a otra serie
de conceptos sociopolíticos tales como democracia y soberanía.
Echeverría se inspira en las ideas en boga en Francia y Estados Unidos, pero si
bien predomina la amalgama como procedimiento, según señalan Sarlo y Altamirano,
hay, sin embargo, en torno a las condiciones de la democracia en Argentina, “una
problematización que refleja –mejor que en relación a ningún otro tema- el trabajo de
reflexión y no sólo el de glosar, adaptar y amalgamar”39. Fabio Wasserman indica
también la diferencia entre el escritor y sus contemporáneos románticos:
“las nociones de nación o de patria no remiten a un suelo, un pueblo,
tradiciones autóctonas o alguna esencia telúrica, como cabría esperar en un
escritor romántico, sino a principios y valores universales ligados a la idea de
ciudadanía tal como puede advertirse en la Proclama: ‘Los esclavos, o los
hombres sometidos al poder absoluto, no tienen patria; porque la patria no se
vincula en la tierra natal, sino en el libre ejercicio y pleno goce de los
derechos de ciudadano’.”40
Esta desvinculación del concepto de “patria” con relación al territorio, la puesta
en primer plano de la libertad y los derechos como definitorios de la pertenencia al 38 Wasserman, Fabio, “Política, escritura y nación (La primera lectura en el Salón Literario y El Dogma Socialista)”, en Laera y Kohan (Comps.), Op. cit., p. 213.39 Sarlo y Altamirano, Op. cit., p. XLIII.40 Wasserman, Op. cit., p. 215.
colectivo, puede observarse también con relación al concepto de “pueblo”. Ya vimos
que el escritor prefería no usar esa palabra ni sus derivados para referirse a la cultura
autóctona –lo “indígena”-, ni para nombrar a los ignorantes aterrorizados por fuegos
fatuos –el “vulgo”- ni a los feos y groseros habitués del matadero –la “chusma”. En sus
otros escritos el pueblo es un poblado, una población o una nación culta y lejana. El
concepto sociopolítico se reserva para los textos doctrinarios, en los cuales se reflexiona
explícitamente sobre los alcances del término.
Desde la primera palabra, “Asociación”, se delimitan significados: hay un
pueblo “insensato” y un pueblo sano, el que respeta los derechos de todos. Con respecto
al “Progreso”, segunda palabra, se dice que es una de las notas definitorias del pueblo,
“la ley de su ser”. Anuncia la resurrección del pueblo en el parágrafo dedicado a las
glorias de la revolución de Mayo -octava palabra. El texto va configurando un relato del
pueblo en el que, a pesar de los datos negativos de la experiencia, se espera un futuro
promisorio: aunque el pueblo, como asociación que debe respetar los derechos de los
individuos y buscar su progreso, haya muerto, se anuncia que resucitará.
La novena palabra desarrolla las “tradiciones progresivas de la revolución de
Mayo”: cita estatutos revolucionarios para sentar la premisa de que “sólo el pueblo es el
origen y el creador de todo poder”. Sin embargo, relata, “la inteligencia del Pueblo no
estaba en sazón para valorar su importancia”; este sustantivo devenido nombre propio se
diferencia de la “muchedumbre”, que se deja confundir por los “tiranuelos”. Pero el
pueblo “se ilustrará”.
La palabra número doce desarrolla la “Organización de la patria sobre la base
democrática”. Al principio, vincula democracia con “igualdad de clases”, y la define
como “el gobierno de las mayorías, o el consentimiento uniforme de la razón de todos”.
Esto constituye “la soberanía del pueblo”, aunque el pueblo “no es soberano de lo que
toca al individuo”. Luego establece una distinción entre la “voluntad colectiva” –ciega,
caprichosa, irracional- y la razón del pueblo, que es donde reside la soberanía. De allí se
hace necesaria una redefinición de democracia: “no es el despotismo absoluto de las
masas, ni de las mayorías; es el régimen de la razón”. Quedan excluidos, entonces, del
soberano, “los que por su falta de luces son incapaces de discernir el bien del mal” y “el
holgazán, el vagabundo, el que no tiene oficio”. En los párrafos siguientes, la palabra es
sustituida por “clase proletaria” y “masas ignorantes” –que “no tienen sino instintos”,
deben ser educadas y moralizadas. Reaparece “pueblo” en relación con el legislativo,
que representa su razón. Sin embargo, “el legislador no podrá estar preparado si el
pueblo no lo está”; también es necesario ilustrarlo. Echeverría habla del “legislador
futuro”, y la tercera definición de democracia pertenece al ámbito de la expectativa: “el
gobierno del pueblo por sí mismo”. Para esto es preciso tener “fe en el porvenir”.
Con relación a decimocuarta palabra, “Fusión de todas las doctrinas
progresivas…”, vuelve a partir de la “igualdad de clases” y la “emancipación de las
masas” como principios que se busca realizar, pero retoma el argumento de la necesidad
de “preparar al pueblo y al legislador” y afirma que “el sufragio universal es absurdo”.
Discute la frase de los franceses a quienes califica como “ultra-demócratas” –todo para
el Pueblo y por el Pueblo- y la reformula: “todo para el Pueblo, y por la razón del
Pueblo”. A partir de allí, la palabra “pueblo” desaparece: se la sustituye por “la familia
argentina” y “nuestra sociedad”, términos aparentemente menos políticos y por lo tanto
menos polémicos para referir una experiencia a la cual resulta tan conflictivo adaptar la
expectativa.
Ojeada retrospectiva comienza relatando la situación de 1837. Dice que la
facción federal vencedora se apoyaba en las “masas populares”, aunque no habla de
“pueblo” hasta fines del capítulo II, al retomar la cuestión de la “soberanía del pueblo”.
En el capítulo III señala al pueblo como destinatario del Dogma: “no era para los
doctores, que todo lo saben; era para el pueblo, para nuestro pueblo”; el no saber,
connotado positivamente, pone una nota de afecto en el vínculo entre escritor y público,
que a través del posesivo adquiere carácter concreto. De ahí en adelante la palabra
abunda, y continúa prevaleciendo lo concreto y particular: varias veces se menciona
“pueblo argentino”. El “Pueblo” con mayúsculas se usa para referirse al “legítimo
dueño” del poder. Hacia el final del capítulo define el concepto:
“por pueblo entendemos hoy como entonces, socialmente hablando, la
universalidad de los habitantes del país; políticamente hablando, la
universalidad de los ciudadanos: porque no todo habitante es ciudadano, y la
ciudadanía proviene de la institución democrática”.
Luego de esta distinción entre lo social y lo político que constituyen la diferencia
entre habitante y ciudadano al interior del concepto de pueblo, aparecen otras
diferenciaciones. En el capítulo IV, entre filósofos y pueblo: “A vosotros, filósofos,
podrá bastaros la filosofía; pero al pueblo, a nuestro pueblo, si le quitáis la religión,
¿qué le dejáis? Apetitos animales, pasiones sin freno”. En el capítulo V, se diferencia
del pueblo de Estados Unidos, con relación al sufragio universal: “¿cómo parangonar
nuestro pueblo con aquel ni con ninguno donde existía esa institución?”.
Una vez delimitado el concepto de “pueblo” –no es docto, necesita la religión
para frenar las pasiones, no es como otros pueblos porque no todos los habitantes
pueden ser considerados ciudadanos- vuelve a analizar el problema de haber otorgado
derecho al sufragio a un pueblo que “no sabía lo que era sufragio”. Pero nuevamente se
apoya en las expectativas para relatar la experiencia: dice que el error consistió en que
el partido unitario “no tenía reglas locales de criterio socialista”, por lo tanto “no tuvo
fe en el pueblo”, no lo organizó. Luego, cuando Rosas asumió la suma del poder, “el
pueblo, los sufragantes” legitimaron “aquella sanción monstruosa de una turba de
cobardes, de imbéciles y de traidores”. También de ellos distingue al pueblo, más
víctima que victimario, ya que la consecuencia fue “el suicidio del pueblo por sí
mismo”. La esperanza –mesiánica, según han señalado varias lecturas- está en los
“pensadores y escritores”, cuya función es “educar, inocular creencias en la conciencia
del pueblo”. De este modo, vendrá el tiempo en “que el Pueblo comprenda que es
preciso exigir a los charlatanes y a los aspirantes al poder […] capacidad real para el
poder”.
En los escritos doctrinarios, el concepto de pueblo resulta de una centralidad
constatable por la cantidad de ocurrencias por página. Sin embargo, cuando en el relato
de la experiencia el sector social referido por el término protagoniza hechos y
situaciones que resultan poco asimilables desde las expectativas democráticas, la
palabra suele ser reemplazada por “muchedumbre” o “turba”, o bien por “familia
argentina” o “nuestra sociedad”. Cuando se usa como sustantivo concreto, “nuestro
pueblo”, aparecen un matiz afectuoso y una mirada paternalista que parecen habilitar la
función del escritor como educador. El concepto sociopolítico, explícitamente
analizado, definido, desglosado, delimitado, permanece como abstracto. Denegado en el
ámbito de la experiencia, resta casi intacto para la esperanza.
Bibliografía
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