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EL HOMBRE QUE AMABA

A AMY WINEHOUSE

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EL HOMBRE QUE AMABA

A AMY WINEHOUSE

JULIO BARRIGA

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Barriga, JulioEl hombre que amaba a Amy Winehouse1ra. Edición – La Paz, Bolivia: Editorial El Cuervo, 2014.164 p. ; 21 x 13 cm. – (Narrativa)

ISBN: 978–99974–833–1–7

© Julio Barriga1ra. EdiciónDiseño de portada: www.lepopurri.com.ar (Leandro Escobar)Fotografía de portada: Edmundo BejaranoDiagramación: Paola Bacherer

© Editorial El Cuervo, 2014e-mail: [email protected]: editorialelcuervo.blogspot.comwww.editorialelcuervo.comLa Paz – Bolivia

Depósito Legal: 4–1–2981–14 ISBN: 978–99974–833–1–7Impreso en: Vogel Diseño y Producción Gráfica S.R.L.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o fotocopia, sin permiso previo del editor.

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ÍNDICE

El otro señor Barriga, por Fernando Barrientos 9

Prólogo con Tanqueray y altura 27

IEn el principio y antes 31Memoria patamarilla 34Hace tanto y aquí cerca 43Pabellón infantil 45Viceversa 48Mistelas y pajaritas 49Mi perro dinamita 51El descarrilamiento 55De fusilamientos 57De paso 59El resplandor 60La mano del muerto 63Fiebre 66Sobrenatural 68

IILa cámara de gas 73La Sapía 76El Averno 79El Putunku 82Cuento homenaje con hueco en forma del Piscazo 84 Periféricos en el centro 88

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Los ajedrecistas del alcohol 90Fiesta solitaria 93Mucho rocanrol con la misma camisa 94Vida/obra 97Astra vs. San Pauli 98

IIIDías de ajenjo y poesía 103Misión imposible en Samaipata 108Crónica del tiempo desencontrado 111La gira sin fin y el largo weekend de la anarquía 115

IVLa Bolita 129Élite ignara o chusma ilustrada 133Billetes sellados para rescatar el tiempo 135¡Basura! o apuntes para una arqueología del futuro 137Amor de lejos amor de pendejos 141Cosas regaladas 143Encuentros con la muerte o Todos mis muertos 147Amigos y abismos 151

VTexto de amor para Amy Winehouse 159

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El otro señor Barrigapor Fernando Barrientos

“Prácticamente me han obligado a vivir en el Cementerio”, dice Julio Barriga con ese tono entre sardónico y resignado que caracteriza su voz. El Mirador de la Loma de San Juan —sitio clave en su infancia y primera adolescencia— fue derribado junto a la mayoría de sus árboles para construir una mole de cemento. Como Barriga no usa electricidad hace tres años —desde que se peleó con un vecino del conventillo en el que vive— se ha refugiado bajo la luz sosegada del Cementerio General de Tarija en busca de calmar uno de sus vicios más acentuados: la lectura, tomando apuntes siempre. El Cementerio es de los pocos lugares en la ciudad que se ha mantenido sin mayores cambios ni perturbaciones. Caminamos hasta llegar al fondo del pasillo principal. Miro a Barriga y pienso que está más calvo, más flaco y más viejo. De pronto se desvía veloz y lo sigo mientras pisa tumbas olvidadas buscando velas sin consumir, que embolsilla pese a mis reclamos. Reanudamos el tour hasta detenernos frente a un pequeño mausoleo que en su interior guarda una batería en miniatura —con platillos y todo— lista para un concierto. Barriga sonríe. Al llegar a la sección más antigua señala hacía un sector indefinido de nichos y tumbas: “Acá

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siguen descansado los jailones”. Reímos rompiendo el silencio sepulcral. Dice que por unos mangos oficiaría de guía del Cementerio. Sería un recorrido divertido.

Al salir, Barriga traspasa las rejas y se mete en uno de los jardines públicos, saca su navaja y corta una rosa roja que lleva entre los dedos mientras volvemos por la calle D’Orbigny. En las tres cuadras que restan hasta su cuarto algunos vecinos lo saludan por su nombre y él apenas responde con un movimiento de cabeza o un balbuceo displicente. ¿Cuántos en este su querido barrio jodido sabrán que es un poeta?

Llegamos hasta el conventillo de fachada de adobe de la calle Ballivián —uno de los últimos que quedan en el centro de la ciudad— donde Barriga vive en un cuarto, solo. Entramos. Sobre el catre de una plaza deja la mochila roja en la que carga libros y anotaciones en papeles sueltos (y a veces frutas o vodka). Pone la caldera para tomar mate. El cuarto —de techos altos pero apenas separados por el piso de madera de la planta superior— desprende un olor denso producido por la mezcla de muchos olores ácidos, agudos y pesados en encierro. Es un ambiente chocante e indefinible que golpea el olfato que intenta recuperarse. La temperatura es algunos grados más baja que en la calle. El hueco del vidrio roto de una de las dos minúsculas ventanas de la puerta de entrada es la única fuente de luz natural y ventilación. Ófrico sería la palabra que él mismo usaría —si se lo pidieran— para definir este cuarto. Hay dos largos estantes en los que cabe toda su biblioteca (que él mismo ha fumigado con insecticida para exterminar la plaga bibliófila), una vitrina con unos cuantos platos, vasos y periódicos

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viejos, un tocador con espejo que sirve de perchero y ropero, una cocina y una garrafa de gas, una mesa de comedor familiar con unos papeles anotados a mano, cinco botellas de vodka vacías, dos pluma fuentes, una sobaquera de metal, una computadora apagada hace tres años. En un rincón privilegiado ha montado con un poster trucho, un candelabro en el que coloca y enciende la vela usada y una botella de plástico que oficia de florero del que saca la negra rosa muerta y la remplaza con la rosa robada hace unos minutos, un altar para Amy Winehouse (con la devoción que sólo puede poseer un viudo para siempre enamorado). Se planta frente al altar en silencio, como si rezara por el alma de su musa. Aprieta play en el flash memory, y de unos parlantes minúsculos sale “Back to Black”. En la calle el tráfico aumenta a medida que anochece.

***

Ya acostumbrado a la atmósfera del cuarto, escucho a Barriga, que se lamenta con rabia de que los escenarios más queridos de su infancia estén siendo destruidos sistemáticamente. Así Barriga —que detesta el psicoanálisis, entre tantas cosas— se apega al pie de la letra a la sentencia freudiana que analiza el rol de la infancia como tema poético y sustitución del cobijo original perdido: “un poderoso suceso actual despierta en el poeta el recuerdo de un suceso anterior, perteneciente casi siempre a su infancia, y de éste parte entonces el deseo, que se crea satisfacción en la obra poética, la cual del mismo modo deja ver elementos de la ocasión reciente y del antiguo

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recuerdo.” La infancia, como la república de la que no pueden ser expulsados los poetas.

Julio Barriga nació el 17 de agosto de 1956 en San Lucas, un pequeño y deshabitado pueblo en el sur de Chuquisaca. A ese perdido paraje habían sido destinados sus padres, Walter Barriga y Mercedes Cabezas, maestros de escuela, que se trasladaban allá donde el magisterio los llamara con todos sus hijos: Coco, Deby, Ely y nuestro poeta. Así vivirían en Entre Ríos y luego en San Lorenzo (a quince kilómetros de Tarija) donde Barriga suele situar la inauguración de su memoria: una infancia feliz y bucólica, la revelación de los signos a través de la lectura, un hogar humilde pero concurrido por el cariño y los relatos de sus mayores —en especial su abuela y su tío Marcelo, luego internado en el siquiátrico, de quien cree haber heredado la grafomanía y a quien dedicó una prosa que se perdió hace algunos años. Recuerdos desgastados por tantas visitas.

—Mi madre me comunicó esto de chico: ‘Mirá, vos no sos lindo, no sos trabajador, no sos inteligente, lo único que te queda es la alta cultura’. Feo, débil, estúpido: la alta cultura era lo mío.

Así el niño Barriga, precoz mercenario de atención, empezó declamando versitos clásicos en las horas cívicas escolares y devorando las Reader’s Digest, Leoplan y los libros que había en su casa. “Cuando leo tengo la sensación de que hago lo correcto”, dice haciendo silbar las eses en su boca.

Fue scout, aspiró a monaguillo. En el traslado hacía Bermejo —donde vivió durante dos años con toda su familia y que recuerda como una época plena de

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calor y felicidad— su perro Pibe escapó y llegaron desconsolados a la nueva casa. Dos meses después, Pibe, hecho un despojo debido a la travesía, los encontró en Bermejo. Ahora Barriga detesta los perros.

La adolescencia lo sometió a la conversión de época —pantalones ridículos, cabellos largos y el rock más duro de los setenta— y se fue haciendo notoria su tendencia libertaria. Concluyó el bachillerato en una escuela nocturna. Barriga sostiene que la muerte de su madre, en marzo de 1974, lo afecta hasta ahora: “Trabé entrañable amistad con mi madre, hasta que se murió.” Pese a esto, en su poema “Himno de los mamíferos para el 27 de mayo”, se dedica a consignar ironías sobre la figura materna: “Cuánto pudor cuesta hablar de la madre: ¿una sola madre basta, Edipo?”.

Al año de que murió su madre, Barriga se fue a vivir solo a una casa que alquilaba habitaciones a estudiantes. No estudiaba nada, pero gracias a su amigo Marco Alandia empezó a leer cuatro libros por semana. Un día de 1979, la policía entró a su cuarto y encontró semillas de marihuana y fue apresado por tres meses. Cuando sus hermanas y sus amigos lo visitaban en la cárcel le llevaban libros y revistas. Barriga, que ahora ve su reclusión como una feliz vacación de verano, siempre cuenta que el día que le otorgaron libertad se negó a salir porque un reo cumplía años y lo había invitado al festejo.

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Luego de la breve estadía en la cárcel, Barriga decidió marcharse hacia La Paz sin un plan claro, como huyendo. Al día siguiente de su llegada, acompañó a un primo suyo para ayudar en la mudanza de un vocal de la Corte de Justicia con veleidades literarias que le ofreció trabajar como policía judicial. “Bueno, trabajar… el verbo es excesivo, diría Borges” comenta Barriga. De un día a otro había pasado de su pequeña ciudad a la capital, de ser infractor a guardián de la ley. Pese a que empezó en plena dictadura de García Meza, su trabajo era monótono y burocrático. En la noche paceña conoció a Humberto Quino, Jorge Campero (a ambos les escribió un poema publicado en su primer libro), Adolfo Cárdenas y otros artistas que protagonizaban la bohemia politizada de esos años. Bienvenido de inmediato, Barriga se integró a la febril actividad que desarrollaban sus nuevos amigos de la infancia: extravagantes revistas que ellos mismos diseñaban e imprimían artesanalmente (Vidrio molido, Papel higiénico, Dador, Camarada Mauser y otras), grupos estéticos que nacían y morían en una noche —creados sólo para provocar polémica o confundir al enemigo— y performances saboteadoras de las presentaciones del mainstream literario local de la época. Un joven y aguerrido Humberto Quino comandaba todas estas operaciones: “Para pelear con el grupo de René Bascopé [líder del grupo y revista Trasluz] Humberto sacó ‘Venganza Surrealista’. Humbertito”.

Barriga alquiló una habitación, contigua a la del poeta Jorge Campero, en el altillo de una vieja casona republicana en la calle México (altillo que se desmoronaría una noche de lluvia de 2004). Eran vidas desmesuradas de bajo presupuesto, el caso

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latinoamericano que Roberto Bolaño retrató en muchas de sus obras. El joven poeta compraba libros que a veces equivalían a todo su salario. Fueron años de descubrimientos, excesos y anécdotas inverosímiles que vuelve a contar hasta ahora (las calamitosas farras en El Averno o el Putunku o la portación de armas entre los líderes de los grupos literarios enfrentados). La ciudad lo vivía, lo cambiaba. Conocer y tratar a escritores de su misma edad lo alentó a escribir sus primeros textos. En esos primeros poemas ya estaba patente su peculiar voz:

Quiero una escandalosa canción de sangre y espuma para celebrar los turbios esponsales de un odioso destino y una andrajosa sombra erguida como un eructo y orgullosa de haber encontrado lo que siempre creía haber perdido; igual al que halla una gorda araña en el bolsillo, y la guarda para mejores hambres. (“El fuego está cortado”)

Cuando volvió la democracia Barriga se mantuvo en su puesto laboral y en el de la bohemia. En el trabajo conoció una chica, se enamoró y se casó. Poco tiempo después la chica le comunicó que estaba embarazada. La criatura se llama Alejandra (por la Pizarnik, de la que entonces Barriga era fan y ahora la niega). Meses después el matrimonio se rompió.

Para 1984 ya habían pasado cuatro años de la llegada de Barriga a La Paz. Comenzó a perder los cabellos, los dientes y ese año también perdió a su padre que murió de un infarto. “Había muerto mi padre y por fin podría empezar a morir yo.” Ese mismo año en Antofagasta, Chile, publicaron cuatro poemas suyos en la revista La Covacha. Barriga se fue de La Paz sin saber que Humberto Quino ha incluido su texto “El fuego está cortado” en la antología Fosa Común.

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Recostado en su cama, Barriga examina unos nuevos textos para entregarme. Se queja de que los lentes le lastiman la nariz. Cuenta que los ha comprado ayer en el mercado central a veinte pesos: “son más ordinarios que milanesa de bofe”. Seguir leyendo como siempre y no usar electricidad —en las noches se las arregla con velas o linternas— ha acelerado el avance de la miopía. Me entrega la fotocopia de un texto en prosa para el libro que viene escribiendo casi sin querer desde mediados de los ochentas: una autobiografía incompleta y seguro con algo de ficción, como todas.

Barriga se casó de nuevo cuando volvió a Tarija. En 1985 nació su hijo César. A finales de ese año inició su larga travesía, con idas y venidas, a la Argentina. Se fue a Salta, donde siguen viviendo unas tías suyas, para trabajar de peón, albañil o jornalero en el campo, como miles antes lo habían hecho y siguen haciendo. Al terminar esas extensas y agotadoras jornadas se quedaba leyendo y anotando hasta que se le cerraban los ojos. No tenía amigos: no sabía de qué hablar con sus compañeros de labor y despreciaba las poses de la gente de clase media que conocía. Se autoimponía una vida austera y solitaria que interrumpía cada vez que volvía a Tarija con lo poco que lograba ahorrar. Barriga podría haber evitado esa inmolación de sí mismo, pero para él esos años tienen una función: “Yo siento que en esa época estaba solamente acumulando experiencia vital. Ahora ya no, hippies de mierda.”

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En los noventas, mientras Barriga llevaba casi en secreto su experiencia como poeta, en La Paz se vivía la poesía como una fiesta multitudinaria: cientos de “poetas” surgían adocenados como hongos en las míticas noches paceñas, lecturas hasta el amanecer en boliches hasta ahora legendarios, revistas efímeras, libritos olvidables. En 1992, los poetas Rubén Vargas y Jorge Campero publicaron la enorme revista El Cielo de Las Serpientes, en formato tabloide y en papel periódico, que recopilaba alta poesía del país y del continente. Como separata se adjuntaba un librito sin tapas, era El fuego está cortado, armado con los poemas que Barriga escribió durante su estadía paceña y los que había dejado en su última visita. El autor no se enteraría hasta meses después de publicado el libro.

El fuego está cortado inicia con un verso robado a Dylan Thomas: “oh make me a mask” (oh, hazme una máscara). Barriga hace de la máscara su ars poética: la cita desviada, la soledad, el estatuto relativo de la identidad y el rol de la experiencia para el poeta:

Oh, hazme una máscara pues estoy muy solo y quiero estar más solo todavíanunca prestar a nada ni las manos ni la lenguavivir poemas antes que escribirlosporque mis últimas visiones se avecinanun golpe de tu mirada me desplumaángeles golpean la puerta traserala lluvia desamarra música y cataclismomi editor llora de la risaun tic tac conecta cuchillos y gargantasel fondo del abismo bate alas

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como si empezara a descreer de los milagros o un quieto torbellino me borrara los ojos.

En este primer libro ya está el registro particular de Barriga: el tono confesional construido en base al cruce de “alta cultura” y “cultura de masas”, robos y préstamos de la Literatura, pero también de la oralidad, el refranero, la publicidad, etc. Esa lengua deforme se mantiene pero los temas varían: las políticas de la amistad (“los bárbaros sagrados, bajo su mirada / cada cosa es de repente redimida / pero previamente incinerada”), el misterio del propio cónyuge (“mi mujer teme verme como al último amante / nunca supo qué quiere pero teme perderlo”), la ciudad de La Paz (“ciudad fábrica de desengaños / sórdidos laberintos conventillos colmenares / donde incontables vidas se intrincan y desgastan”), la soledad (“laberinto donde quizás otro espera / para devorarse mutuamente y nacer”), el gallo (“Oh, valiente entre los viriles pese a tu muerte de gallina. / Oh, sustento de la industria avícola”), la calvicie (“Ni tricóferos, ni Circes, ni Merlines / podrán brotar de nuevo mi unduosa pelambrera”), su exilio paceño (“olvida tus hermanos ven al frío / en la vertebral cordillera que divide / el sueño de los hombres del sueño en que existen”).

En 1994 Barriga publicó Aforismos desaforados en la colección Cuadernos del oficio, que dirigía Hugo Amicone, poeta tucumano radicado en Tarija. Si bien su intención es humorística —trasladar a la página la ironía corrosiva que practica Barriga— sólo algunas ocasiones alcanza la genialidad que la aforística exige como género: “¿Qué haría si fuera Dios? Renunciaría”; “Si el folklore es lo que el pueblo sabe, prefiero la riqueza de lo que el pueblo ignora”.

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Por entonces, Barriga alternaba su permanencia en la ciudad argentina de Mendoza con temporadas en Tarija. En 1996 dirigió el suplemento literario del periódico El País, al que nombró, proféticamente, Eventual —duró sólo cuatro números. En la última entrega del fugaz suplemento publicó un poema suyo que me impresionó mucho— era la primera vez que leía un autor local que sentía mi contemporáneo y expresaba mi desazón. Le pregunté a Julián “Chiquis” Cartagena —un anómalo ejemplar de militante troskista que había inaugurado meses antes el inolvidable Caretas, un café–teatro donde al calor del vino barato se hermanaban artistas, militantes y otros especímenes hartos de la monocroma noche tarijeña— si acaso lo conocía. “Claro”, respondió el buen Chiquis, “cuando venga te lo presento”. El Barriga que conocí entonces se parecía mucho a Poe (“Edgar Allan me mira desde lejos / en realidad es mi reflejo en los espejos”) andaba casi siempre en bicicleta y no tenía ganas de atender a fans postadolescentes. Sin embargo, con el trato y el tiempo nos fuimos haciendo amigos. Barriga vivía aún en la casita familiar de la Fray Manuel Mingo —bajo ese techo estaba preparándose su segundo divorcio— vendida hace ya diez años y ubicada a una calle de donde ahora está ubicado su actual cuarto.

De 1998 a 2001 no supe nada de Barriga, salvo lo que me contaban los amigos en común cuando yo volvía a Tarija de vacaciones. Las noticias eran que Barriga no la estaba pasando bien en Mendoza: la soledad o su reciente divorcio lo deprimieron hasta el punto de ser internado en un hospital. Al poco tiempo de recuperarse, una tarde lluviosa que volvía en la bici del trabajo a su casa, se salió del carril y

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chocó de frente contra un camión. Había sobrevivido a múltiples accidentes en los años que llevaba trabajando (por ejemplo, ser enterrado por escombros mientras trabajaba en una construcción y rescatado con rasguños apenas o haberse electrocutado por tropezar con unos cables cuando trabajaba de sereno en una obra y se dirigía rumbo al baño) pero esto era un verdadero milagro.

***

El colombiano Fernando Vallejo, una de las más recientes filias que Barriga ha contraído, alguna vez dijo que con un poeta por cada millón de habitantes es más que suficiente. De Tarija, que apenas se acerca al medio millón, Barriga sale sobrando por partida doble.

Barriga decidió volver a Tarija el 2001 y cerrar el ciclo de los trabajos manuales. Entró a trabajar como corrector de estilo en el periódico Nuevo Sur, pero sólo resistió unos meses. En 2002 fue a La Paz a visitar a parientes y amigos, pero más que nada a publicar su Aforismos desaforados II (la aguja en este pajar para mí es “Tarijeño: no escribas. ¡Lee!”).

Regresaría a La Paz en 2004, esta vez con la intención de librarse del peso de más de veinte años de escritura y publicar Versos perversos, una voluminosa colección de poemas que en realidad podrían ser tres libros: “el testimonio de un periplo espirituoso y geográfico, un encuentro con la desdicha y también con la ilusión”. Siguiendo la construcción de su estilo con

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todos los estilos a mano, —pese a los cambios de temas, registros y cortes, persiste la impresión de que en realidad leemos un solo poema largo o el mismo poema ensayado de varias maneras— Barriga apelaba a la letanía para dar cuenta de su vida como poeta: un catálogo de sus flaneos, temblores y lecturas (“compilando nostalgias de la muerte / cuadernos plagados de horrores”). En esta especie de diario de su desasosiego, Barriga volvía una y otra vez sobre seres, cosas y recuerdos: “Nada es cuando lo vives sino cuando lo revives”. Poemas sobre el oficio de poeta, (“soy sólo yo que me mando / cartas urgentes a mí mismo”), sobre la presencia constante del alcohol (“en un país de seres proteicos y disformes / donde todos hablan de lo mucho que tomamos / pero ninguno de la gran sed que nos consume”), sobre su nomadismo impenitente (“irme para encontrarte, oh Tarija”), autorretratos (“como el gato de Alicia, mis dientes de plástico seguirán sonriendo luego que yo desaparezca”), sobre su condición de ciclista (“soy el centauro de la soledad/ y soy los anteojos de la carretera, Ramón”), sobre la acechanza de la muerte (“morir será un arte a lo Sylvia Plath”). Una rapeada interminable con la voz seseante de Barriga que a veces recurre a la lengua privada que usa para entenderse con los amigos.

A fines de 2004, Barriga le donó su riñón derecho a su hermano Coco, lo cual aceleró su vejez ya de por sí prematura y le hizo perder peso. Pero esto no disminuyó su extraordinaria capacidad para resistir alcoholes, drogas y bacterias, que lo acompaña hasta ahora.

En abril de 2007, a los sesenta y nueve años, murió Roberto Echazú (a quien todos llamábamos Robertito, contagiados de su particular manera de

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hablar siempre en diminutivos) uno de los mayores poetas bolivianos de la segunda mitad del siglo pasado. Robertito había elaborado una poesía transparente y concisa que se ocupaba de encontrar el último sentido escondido en las cosas y seres simples (los padres, los hijos, los sin nombre, el zaguán, el patio, la tienda) y que con el paso de los años se fue haciendo más breve, como telegramas urgentes al más allá. A la vez, su carácter, su vida, su forma de estar en el mundo, complementaban el gesto genuino de su obra. Con la muerte de Robertito se interrumpió la conversación, siempre regada con vinos, que sostenían con Barriga desde fines de los noventa.

Meses después, Barriga apareció en La Paz para mostrarme su nuevo libro, Cuaderno de sombra. Era un homenaje al “Héroe del Silencio” —como lo había rebautizado— en el que no sólo hablaba sobre o con Robertito (“Y tú, Roberto, iluminas / la oscuridad de otros / menos la tuya propia.”. “Y qué triste ha de ser, Robertito / entrar a una ciudad desierta / a un bar vacío y sentarse solo / a beber el vino del olvido”. “Y tú también Roberto eres / un pájaro en la noche un sueño en la distancia / y cuán vivo estás, como un remordimiento / hecho de pura ausencia / y como aún pervuelas / la necia indiferencia de tus sobrevivientes.”), sino que también tomaba prestada su voz, su aliento corto para continuar con sus propios temas (“Podría penetrar cualquier existencia / evadiendo de la mía / sin traicionar mi soledad, sin cambiarla / por luces y fulgores”. “Y vino la pequeña hermana muerte en mi ayuda / manteniéndome en estado de despedida permanente”. “Revelaciones que me reservo / para escribir un poema infinito / sobre la maldad de la belleza”. “Vivir prendido a las palabras / ese es el riesgo de la soledad”. “De repente empiezo a tenerles

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más confianza a mis muertos / y a serles más fiel, desde la soledad / del Mirador me viene una nostalgia tuya / como un vapor que la ciudad allá abajo exhala.”). El estilo de Barriga se abreviaba y depuraba hacía una expresión más justa y lacónica. Robertito regresaba de entre los muertos por boca de Barriga —claro que modificado por su medium. Una operación que se aproximaba a la figura del apofrades (o retorno de los muertos) que señala Harold Bloom como la última forma de procesar la influencia poética de los precursores: “Los muertos fuertes regresan, tanto en los poemas como en nuestras vidas, y no retornan sin oscurecer a los vivos”. Luego de impreso el libro, el primero de editorial El Cuervo, lo presentamos en La Paz, Cochabamba, Santa Cruz y Tarija.

Barriga descubrió a la cantante Amy Winehouse en 2009 y empezó su fanatismo tan fiel como fervoroso.

En 2010 Barriga dejó de desplazarse cual quijote sobre su rechinante bicicleta (demasiados accidentes), se tornó aún más misántropo y hablaba con añoranza de su muerte cercana. Como Edmundo Bejarano (cineasta tarijeño afincado en Berlín, especializado en films sobre escritores) llegaba en la navidad de ese año le propuse que lo filmáramos, a ver qué salía. Lo grabamos durante tres días siendo él mismo: visitando el cementerio, bebiendo con los amigos, escuchando y hablando de Amy Winehouse, y también leyendo algunos de sus poemas. El documental (con canciones de El mató a un policía motorizado y Shaman y los hombres en llamas) se llamó La última navidad de Julius. Por suerte, no fue la última navidad para el grinch de la calle Ballivían.

Barriga escribió “Carta de amor para Amy Winehouse” a finales de 2010 (el texto circuló gracias a los fans

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de la cantante en distintos sitios web). Cuenta que se enteró de la muerte de Amy el 25 de julio de 2011 (dos días después de que falleciera), cuando encontró en la calle un pedazo de periódico con la noticia. Se encerró a escucharla y a emborracharse por tres días. Muerta Amy, Barriga tenía la excusa perfecta: el amor sin la necesidad del objeto del amor.

Luego de más de veinte años, salió en 2013 (en el “Taller de autogestión”, un proyecto de corte anarquista con sede en Tarija) la segunda edición de El fuego está cortado, que traía de bonus track una nueva sección: “Luciérnaga sangrante”, siete poemas que homenajeaban a Amy (“Trajinando descalza por mis interiores / apasionada como una rosa luxemburgo / con susurros de una ferocidad / tajante como una puñalada”. “Y la noche no es un jaguar azul ni mierda / es una pantera con ojos en la piel / con ojos de Amy Winehouse / chequeando desde lo insólito y trivial.”) y a otras cosas desaparecidas, como las rosas muertas (“Nunca estarán tan plenas / y en unas horas habrán muerto / su fantasma flotará en el aire / sobre el olor demoníaco o de amoníaco.”). Por segunda vez, este libro es difícil de conseguir.

***

Ahora Barriga luce como en las últimas fotos de Macedonio Fernández. Su hija está embarazada así que pronto va a ser abuelo. Rara vez abandona su rutina de largas caminatas y lecturas en penumbras, pero en mayo de 2014 apareció en la Feria del Libro de Santa Cruz de la Sierra —ataviado de un

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sombrero que él mismo fabricó con el cuello de una chamarra que había encontrado en la calle— y se comportó distante y huraño frente a los interesados en conocerlo o escucharlo leer sus poemas. Lo verdaderamente extraño es que no quiso beber ninguna de esas noches.

Barriga, que conserva inéditos el poemario Cosechar tempestades y un tercer volumen de aforismos, expresa que con su nuevo libro quiere demostrar que un poeta no es sólo “un imbécil que no sabe expresarse en prosa”. Aclara que eso es una cita de Oscar Wilde (luego corrige que es de Groucho Marx, aunque ya estas alturas estoy seguro que es un rejunte suyo). El hombre que amaba a Amy Winehouse recoge los textos autobiográficos en prosa que Barriga ha escrito desde mediados de los ochenta hasta la fecha —algunos publicados en diarios o revistas, la mayoría circulando en fotocopias entre los amigos. Desde los recuerdos de su niñez en San Lorenzo y en Tarija hasta sus incursiones como etnógrafo de bares de mala muerte, las confesiones sobre sus demonios y adicciones, pero también el recuento de todos sus muertos, su devoción por Amy Winehouse como emblema de la intensidad efímera de la poesía. Siendo su obra en verso esencialmente autoreferencial, estas prosas conmemorativas y testimoniales son la continuación del ajuste de cuentas consigo mismo: dejar todo cortado, medido y embalado para el final.

Antes de despedirnos recibo el sobre con papeles que me entrega y me dice “hacé lo que quieras, Flaco”. Luego Barriga me da la espalda y camina hacia su cuarto, o hacia el cementerio, o hacia su futuro, aunque cualquiera de estos tres lugares pueden ser el mismo lugar.

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Prólogo con Tanqueray y altura

Como dicen Los Orozco, los prólogos son horrorosos. No obstante, arriesgo que en este libro hay años de vida y hectolitros de bebida, sin estar lejos de la mentira tampoco está cerca de la verdad.

Puede resultar la aplicación de mi trabajo poético a elementos seudo biográficos. Lo he escrito a lo largo y ancho de más de treinta años hasta acabar por escribirme, por hacerme a mí, el texto. Otro autor, ¿o el mismo?, dijo: “ojalá que las cosas como deberían ser no perjudiquen a las cosas como son”. Es también la oportunidad de deshacerme de supersticiones que podrían traer mala suerte. ¿Un espejo roto concitando siete años de desgracia?

El Tanqueray nos lo bebimos con El Cuervo en las alturas y estoy completamente agradecido.

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Pabellón infantil

Desde esta oscuridad y en el silencio de pronto ha vuelto un suceso de mi infancia. En un tiempo imprecisable, situado en las inmediaciones del origen de la conciencia, empecé a extremar un huraño mutismo casi autista. Mi abuela paterna, que no me quería para nada, me auscultó pese a mi resistencia hasta dar en la coronilla, bajo selvática pelambrera, con una gorda pústula que apretó violentamente produciendo un chisguetazo de pus y sangre infecta pringándole el vestido ante su escándalo e ira acompañados de mi dolor y humillación. Más o menos rápidamente fui internado en la clínica de la CNSS, cuyo pabellón infantil daba a la calle Santa Cruz casi esquina Potosí. Allí purgué quizás dos o tres eternas semanas. E insisto en la imprecisión y elasticidad de esa materia en la que se entretejen las existencias. Tiempo puntuado por las fugaces visitas médicas, las dolorosas curaciones e inyecciones, las comidas, que por malas que fuesen nunca pudieron haber sido peor que las que había en casa, comidas que me inducían a recorridos hasta el altísimo y oscuro baño donde todos mis fantasmas me esperaban con uñas y dientes, las interminables noches de mayor sensación de soledad y abandono que las habituales

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inauguradas con la cena a las seis de la tarde… ¿por qué no me visitaban mi madre ni mi más maternal y amada abuelita? Quizás no estaban en la ciudad, tal vez lo proscribía alguna circunstancia como la intolerancia de mi señor padre, quien sí me visitó con unos globos para entretenerme y una bella enciclopedia de las que siempre hubo abundancia en una casa donde otras cosas faltaban. Deduzco de lo anterior que era alrededor del carnaval y que ya transitaba mis primeras letras y empezaba a ser el animal de biblioteca devorador de signos impresos que hasta ahora soy. Esa enciclopedia fue un oasis en el desierto, más importante para mí que toda la humanidad que allí me había abandonado… y volvía de un secreto modo. Y en esa soledad y abandono me enamoré de emergencia y a rajatabla de una enfermera físicamente parecida a mi madre. Ella me ofrendó compadecida y tierna solicitud resultando no ser enfermera sino una empleada auxiliar todo servicio… y más aún, resultó ser luego la madre de mi principal amigote ¡Ulises! Por supuesto que siendo la ingratitud mi mayor atributo la olvidé de inmediato al abandonar el citado nosocomio y no presté atención a su muerte acaecida hará unos diez años. Y vuelven nítidamente a mi memoria algunos otros penados del pabellón, nunca más de tres o cuatro. Así un llockallita sanlorenceño, cuya curiosidad lo hizo asomarse al pozo que cavaba el bruto de su padre recibiendo un azadonazo en la cabecita que lo volvió más loco que una cabra, más bien como un mono pues en los raros quiebres de la atroz monotonía lo vuelvo a ver robando el enorme frasco de las vitaminas comunes gambeteando ágilmente el frenético y no menos demente acoso de enfermeras y demás personal trepado a los tabiques que separaban las camas y de

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ahí a las maderas y fierros que sostenían el techo. Yo observaba fascinado con terror, con admiración… y con envidia pues entretanto el prófugo devoraba las horribles vitaminas a puñados como si fueran caramelos. Y recuerdo al querido Justino: un hermoso y admirado muchachito precipitado por travieso de un alto árbol quedando convertido en un pequeño y contrahecho Quasimodo. Y otro niño padcayeño aquejado de un absceso endomolar que extrañamente le había trasladado la materia del ojo izquierdo, pequeño y cerrado hasta casi desaparecer, hacia el derecho: globular y enorme como un huevo frito. Lo que le valió el apodo cruelmente ingenuo de “Ojo de burra”. ¿Cuántos quedaron al inicio del trayecto en esos años de subdesarrollo y Alianza por el Progreso? ¿Cómo sobrevivimos al infame desamparo? ¿Cómo y por qué sobreviví con mi mala salud de acero, con un mitridatismo que me hace adicto a los venenos a los que soy inmune? No lo sé, no lo sé, no lo sé. En una triple negación al modo Winehouse.

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Mi perro dinamita

Nunca me han gustado los perros, no puedo comprender a la gente que los adora (Roberto, Alfonso), sin embargo yo también tuve uno en mi niñez, lo amé y fue el fiel y obligatorio compañero de un viaje iniciático al dejar la infancia y adentrarme en la adolescencia. Pibe era un perrito negro de escasa alzada y bastarda raza chapi o thampulli, como también se conoce. No sé desde cuándo aparece en mi familia con su bella enseñanza de un ánimo siempre alegre por sobre cualquier circunstancia adversa. Fue el leal compañero de juegos, el consuelo de las pequeñas tragedias infantiles y el feroz guardián de nuestra pobreza. Su inteligencia y buena voluntad proverbiales le permitieron acompañarnos en nuestras rurales peregrinaciones a San Lorenzo; en los campamentos scouts cuando mi hermano mayor y yo incursionamos en ésa actividad, aprendió espontáneamente juegos y gracias, y aún le sobraba afecto para ser reconocido y querido hasta la envidia por parientes y vecinos. Así transcurrieron varios años de lo que desde aquí me parece una primigenia felicidad hasta que al empezar los setentas nos tuvimos que mudar a Bermejo, donde mis padres encontraron una mejor colocación en el magisterio petrolero

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y sin duda todos progresaríamos en ventajosas condiciones de vida. En el cataclismo doméstico de los preparativos, el perrito sufrió el sobresaltado pánico de ver removidos los ámbitos de su existencia y al instante de abordar el carro contratado y lleno de tiliches hasta la baranda, huyó despavorido, no pudimos encontrarlo en las cercanías pese a nuestros correteos de angustia y como la paciencia no es virtud de camioneros, nos fuimos sin el Pibe. En todo el trayecto tuvimos las miradas dolidas pegadas al camino que íbamos dejando. Pasó un tiempo (dos meses) y ya instalados en el subtrópico tarijeño, las novedades habían casi logrado hacernos olvidar a nuestro querido compañero… ¡cuando lo vimos aparecer con el pelaje completamente estropeado!, la lengua colgante y exangüe, las patitas hechas girones y otras señales de doscientos fragorosos kilómetros recorridos en no podemos imaginarnos qué condiciones, guiado por el olfato o vaya uno a saber cuál instinto pertinaz. Con júbilo y lágrimas emocionadas dimos la bienvenida a este miembro tan querido de la familia, a la que se restituyó de inmediato sin rencores ni reclamos, con el mismo ánimo juguetón de toda su existencia.

Otros años pasaron y volvimos a Tarija, siempre con nuestro bienamado Pibe, que ya contaba con más de diez años de edad, longevidad inusual para su menuda especie. La vejez le fue privando de los dientes, la vista y otras facultades a la vez que encenizaba drásticamente su pelaje. Y como hace notar Leopardi en la tragedia de un hombre cuyo cuerpo tiene noventa años pero cuya alma conserva los quince, salía a perrear y aventurar con otros compañeros de avería, hasta que una pelea lo

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lastimó seriamente y se pasó botado bajo un banco macetero varios días sin probar bocado y sufriendo estoicamente. Entonces yo recurrí a un primo que me prestó una pistola calibre 22. Llevé en brazos al despojo de perrito al baldío cercano, por donde ahora se ha abierto la calle Ballivián y le disparé dos balazos, pues el primero se escurrió por su flácido pellejo. El segundo le hizo estallar la cabeza y me manchó la ropa con sangre y sesos. Volví a casa luego de enterrarlo bajo el molle de nuestra infancia y nuestros juegos con esa indiferencia y frialdad que nos concede la falsa sabiduría de la juventud, justo a tiempo de ver a mi padre huir a recluirse en una habitación del fondo reprimiendo ineficazmente los sollozos. En ese momento íntimamente censuré lo que me pareció una debilidad pueril de viejo, sin embargo hoy que los años han pasado y mi padre tampoco está, me he sorprendido llorando solo por mi padre, por mi perro, por mí mismo que ya no tengo ni perro que me ladre.

En varias civilizaciones, el perro es el acompañante que los dioses de la muerte proveen al alma en su último viaje. Poco antes de morir Roberto Echazú, una de sus perras queridas murió en no sé qué circunstancias y la otra huyó y no volvió más. Entonces un feísimo quiltro callejero y él se adoptaron mutuamente, murió tres días antes que su amo y sin duda lo esperaba para la postrera etapa.

Quiero mencionar a Konrad Lorenz, premio Nobel, que desde la Etología escribió las más bellas y necesarias páginas sobre estos entrañables y calientes compañeros desde las heladas cavernas neolíticas.

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A Céline, que dice en El viaje al fin de la noche que el amor es el infinito puesto al alcance de los perros.

Y a Jack London, que en Colmillo Blanco hizo la novela arquetípica perruna, así como al Piola, un perro que me impresionó, dentro de lo poco que pueden interesarme los bichos incomibles, hacía honor a su nombre en la convivencia de mis amigos Mariela y Fer y se merecía ese título de Nietzsche: humano, demasiado humano.

A Los Redonditos.

Y basta ya de perros.

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El Averno

Los que entráis aquí abandonad toda esperanzaDANTE

En la ínclita ciudad de La Paz, cuna y tumba de artilleros y tiranos, existe desde el año del caldo El Averno, cantina vieja como olvido de elefante ubicada en la decrépita zona de San Pedro, al fondo a la izquierda del angosto callejón Caracoles, en una casita para nada distinta a las deterioradas y encorvadas de adobe y tejados como retorcidos espinazos que se suceden dibujando tortuosos laberintos y empedrados caparazones fósiles por donde los duros tambalean llegando a rasparse sienes y frente en los muros.

Conspicuos personajes visitaron el Averno y adquirieron rango de avernícolas, algún vicepresidente de la nación promovido al cargo inmediato, el lúgubre Jaime Saenz y —créase o no— Claudia Cardinale, que en la elaboración de un olvidable libro de fotografías viajeras, se hizo retratar con el Cerbero y amo del lugar a quien pasamos a presentar sin más preámbulo: le llamábamos Anfibio, Sapo, Batracio, Salamandra o similares (sin que escuche) en razón de cierta sangre fría, su falta de cuello y sus lentes como redondos coleópteros mirando impávidos (¡Minos sarcástico!) tras del mostrador en la piecita

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que antecedía al saloncito dividido en privados por tabiques. Todo pintado con oleo sanguinoso; aquí y allá fotos semipornográficas y al fondo un mural de pésimo gusto y peor factura con escenas infernales. Víctor nos cobró natural cercanía hasta llegar al crédito ilimitado y las confidencias más o menos escabrosas de una vida bohemia abundante en lances hamponescos resueltos con astucia y fortuna.

Y es que arrastramos nutrida concurrencia reclutada entre la más heterogénea fauna; así extranjeros de todo pelo y color, hippies, embajadores autonominados de la comunidad ácrata, fotógrafos de avión, cantantes desorejados, chicas aburridas que se quieren divertir, revolucionarios encantados y desencantados, locos del mundo, uníos, y tantos sin catálogo posible hasta echar a perder completamente el lugar antes exclusivo de la forajidez y el malevaje y volverlo antro de travestidos, salvadores de la patria, oficinistas, putas pobres (¡pobres putas!) malavidas y snobs en general que forzarían cambiar la música —anacrónicos long plays del mudo, Javier Soliz, valses peruanos— por las estridencias modernas, y los meseros —artilleros decanos— por morenas flores de fango de engañosa inocencia que en la penumbra se nos antojaron atractivas.

Para mejor, o peor, el trago no cambió nunca: H2O y alcohol de lata, cauterizante sabiamente entreverado con caliente infusión de sultana (¡cascarilla, macho!), garantía de distorsiones sensoriales y apocalíptico malestar al día siguiente. Tiempo de la UDP. Una democracia con un hígado joven.

Allí supimos desentonar a grito herido coreados por el pueblo hebreo y subir a las mesas a zapatear

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sevillanas posesionados por la gracia de una euforia rayana en lo impúdico.

En los pliegues de ese cuasi sueño o sonambulacro perdimos libros, plumas, prendas diversas y valores, amores y amistades, aun casi la vida y tantas cosas ya robadas, ya arrojadas lejos en ofrenda a los dioses, perdimos la conciencia y la vertical descalabrándonos en lesiones que dolían al día siguiente. Convertidos en Caronte turístico, guiamos con indisimulable orgullo a cuanto personaje conocimos seguros de suscitar escándalo y asombro como ocurrió siempre.

Con el sol alto en el cielo más puro de América se abrían gimiendo las puertas y penetraban luz y aire lacerantes como exorcismos a donde habíamos entregado la razón a los demonios. Entonces huíamos enceguecidos por el resplandor como una masa de murciélagos que se disgrega a retazos de sombra buscando los rincones para acogernos a los sarcófagos de la resaca.

La Paz, 1994

Nota a 1997.— Una iniciativa municipal de los nuevos populismos (la Moni) arrasó con la fuerza del progreso y las topadoras, las zonas de El Averno y aledañas de dulce, sórdida y penúltima raigambre saenziana. Enterraban una leyenda a la vez que la inauguraban; y si hay un cielo para los lugares, allá deberá estar El Averno pues era un bar bien bueno. Descanse en paz.

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El Putunku

Cuando autodesterrado por unas triviales tragedias pueblerinas emigré a La Paz al inicio de los ochentas, ésta aún era un caos próspero y feliz para quien tuviera un mínimo asidero en la realidad; pero algunas cosas empezaban a alterarse como un anticipado inadvertible preludio de la crisis. ¿Cuál momento no está cambiando el mundo? dirá alguno ante mi subjetiva aseveración, pero es que en caso de El Putunku sin ruido fenecía una tradición: la del pianista de bar que complacía a los parroquianos rescatando arpegios y trinos de Simón Roncal y Adrián Patiño, valses de la brumosa época republicana, tangos de la vieja guardia altiplánica de un malevo y canyengue Sopocachi y otras curiosidades acariciadas con amor digno y malpagado y destreza excesiva para el local casi siempre lleno de empleados comerciales y judiciales y aun medianos y altos funcionarios acudidos desde el ominoso caserón de las diosas Themis y Arbitrariedad a sacudir el aburrimiento en un cubilete y despuntar el vicio con esa cerveza que constituye importante atractivo regional. Cuántas veces habré visto a algún Dalence en ciernes entablando un charlestón con litigiosos importantes sin prestarles mayor atención.

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El nombre oficial del Putunku es El Subterráneo, que viene a ser lo mismo. Abre sus estrechas puertas a los lustrosos adoquines de la calle Potosí a espaldas de la Catedral. Es un viejo subsuelo remozado afortunadamente en medio de la atestada zona comercial; a una cuadra del ya citado Poder y a otra de la plaza Murillo —corazón de la ínclita y de un país disperso a sus confines— tiene asegurado éxito perpetuo.

Al incurrir yo en sus historiadas profundidades empezaba a hacer mutis el pianista de traje oscuro y largas manos melodiosas; al piano bien pronto lo remplazó una rockola monedera.

Varias veces elaboramos nostálgicas mentiras de borrachos acerca del misterioso músico en ese lugar agradable la mayoría de las veces, pero llegó a sernos inaccesible económicamente (UDP) y rumbiamos el arduo ocio alcohólico hacia zonas más plebeyas

Ahora vivo a más de mil kilómetros de allí y rememoro bares y cantinas por las que pasé, o me pasaron a lo largo y ancho de mi singladuras, y tomo posesión de lo que he perdido.

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Amigos y abismos

Lector, dame compasión, yo a cambio te daré sinceridadORHAN PAMUK

En mis noches de insomnio y angustia, he intuido o deducido reflexivamente, a veces por algo que pienso es libre asociación —cuya libertad es absolutamente relativa— una teoría sobre mi método de realización personal o trabajo poético, que consistiría en arrojarme a un abismo para luego rescatarme.

Desde muy tiernas edades, he ingerido regularmente alcohol en cantidades que me producen estados de exaltación y luego dolor y angustia, entonces, para no morir, para mantenerme a flote y retornar, necesito escribir o expresar algo sustraído del fondo de mí mismo, que ha quedado al desnudo. Sólo puedo escribir con el cerebro en llamas. Ese es mi riesgoso procedimiento basado en el programa de cierta vanguardia desde el siglo XIX y antes; esta descarada confesión no es agradable de hacer y seguramente desanimará a potenciales lectores y soy el primero en lamentar que la única vez que estoy en contacto con mi materia poética es en las precitadas condiciones. Para mí, el poeta se hace vidente mediante un largo, intenso y razonado desorden de los sentidos, según le toca comprobar a Rimbaud en una Temporada en el Infierno y legislan los surrealistas radicales, los de verdad, el siglo XX.

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Quiero traer a cuento aquello que dice Apollinaire en el enigmático poema “El Músico de Saint Merry”:

Yo no canto a este mundo ni a los demás astrosCanto todas las posibilidades de mí mismo fuera de este mundo y de los astrosCanto la alegría de vagar y el placer de morir errante.

Pero de un modo amplio y general, metafórico, la vida, ¿no es un arrojarse diariamente al mundo y sus circunstancias para luego rescatarse y reconstituirse al fin de la jornada? Y la noche, ¿no es el más perfecto grande y oscuro de los abismos a donde con fatigado terror o júbilo, regularmente nos lanzamos sin saber si volveremos a salir a la orilla de un mañana en la playa de la cama? Recuerdo a Tomás Merton, que versiona un poema chino clásico, Chuang Tzé o algún otro viejo poeta vagando por la montaña sin plan definido, se encuentra con un aduanero que tiene su puesto de control en aquellas soledades. El funcionario es un diletante y le pregunta si no conoce cierto antiguo texto clásico (probablemente nada menos que El Libro de las Transformaciones o I Ching). El poeta le contesta que sí, además podría transcribirle un libro suyo de glosas y comentarios. El hombre va a proporcionarle papel y tinta, alojamiento confortable en un hermoso paisaje, comerán de las truchas que pesca en las corrientes vecinas y astutamente alude a un cántaro de vino excelente que posee, a tiempo de irse, a cambio de la copia le proveerá de unas medidas de arroz. El maestro tendrá el sustento y la vivienda asegurados por unas semanas en un bello lugar y el aduanero es hombre de trato afable. En este punto el texto exalta la grandeza del poeta que posee tesoros de belleza y

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sabiduría. Pero celebra luego al aduanero, sin cuyo concurso la obra no se conservaría para el futuro. Idealmente hay que ser como el poeta, pero en igual medida hay que ser como ese aduanero aficionado.

En otra versión, para dar un ejemplo, indica que una jarra no es sólo vidrio o metal sino también el espacio vacío que contiene y le da forma. Una ventana no es solamente madera y geometría, sino igualmente el mundo que vemos a través de ella. Así, según el zen, lo lleno se complementa con lo vacío y ninguno de ellos podría existir sin el otro.

Volviendo al principio, en este insensato oficio de tinieblas o extreme sport de despeñarme y rescatarme cada vez desde una más atroz distancia, tengo una pequeña cantidad de amigos que me ayudan a sostenerme a flote impidiendo que me abandone a mi naufragio, me convidan comida, bebida y cosas sanctas y non, me alojan, curan mis heridas y consuelan mis penas. Me han obsequiado o prestado libros, dinero, ropa, objetos, que a veces omito devolver, me han permitido devorar sus bibliotecas, me apoyan y alientan en mis extravagantes actividades u opiniones. Deploro la inmodestia de mencionarlo pero ejerzo un pequeño socratismo6, compran mis libros y los leen y difunden sin asco, me tienen paciencia infinita en mis crónicas estupideces, en mis trances de embriaguez sagrada, en mis frecuentes manías depresivas y suicidas e incluso me defienden (de palabra y obra) y justifican con muchas personas, pues soy un zaparrastroso tan poco convencional dedicado con entusiasmo y afán dignos de mejor causa a destruir mi cuerpo y todo cuanto milenios

6 A mí la cicuta me la pueden dar con vodka que me la voy a chupar nomás.

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de humanidad han puesto en mi ser, que ando muy mal en boca y criterio del común de la gente bien, crónicamente irritada u ofendida con mi facha, opiniones y/o actitudes. Algunas personas, con su sola belleza, me ayudan a sobrellevar la existencia, seres que son la poesía viva del mundo… y en definitivo me han salvado de lo peor, la soledad, posibilitándome la vida, pues me he alejado sideralmente de la sociedad, la familia y demás tucuymas, habiendo, a causa y efecto de mi metodología, perdido el amor y toda posibilidad de reencontrarlo. A ellos todos les debo mi existencia (actual) tanto como se la debo a mis padres en principio.

Estos amigos y valedores míos, incluyo en el lote muy especialmente a mis hermanas y tías de Salta; están en Tarija y dispersos en las ciudades capitales de Bolivia y aun en dos de la Argentina, no son más de dos o tres personas en cada lugar, a veces los he cambiado o abandonado pues soy un intolerante, a veces los he presentado entre sí y entonces los he perdido, aunque no consigno sus nombres, cada uno de ellos sabe puntualmente a quienes me refiero y escribo esto porque nunca se los he expresado de ningún modo pues me caracteriza una fantástica capacidad para la ingratitud personal. A ellos dedico mi vida, mi obra y mis negligentes esfuerzos, que son uno y lo mismo pues qué puedo pensar o decir sin esperanza de los que me escuchen, y es con el amado rostro de todos y cada uno de ellos en mí que un día espero bajar a la tumba; o subir al nicho, según sea el caso cómo encare el abismo definitivo.

Veo con alguna alarma que a partir de cierta edad, mis textos inevitablemente acaban por asumir la forma y el contenido del De Profundis, un subgénero

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autobiográfico, en mi opinión, que obedece al género más amplio y siempre bien nutrido de las Confesiones. No por nada el De Profundis de Quincey y el de Oscar Wilde son textos que me conmueven fuertemente y a los que vuelvo con frecuencia.

En este arrojarse a lo cotidiano, en este caer sin fin de la vida, nos entrecruzamos o chocamos con otras partículas en precipitación, con general indiferencia, a distintas velocidades, algunos parecieran flotar, otros se desploman vertiginosamente, algunos nos tomamos y sostenemos en la caída… y entonces nos imagino trabando cuerpos y miembros extraños, complicadas figuras como los equipos de paracaidismo olímpico.

Pienso, seguro por haberlo leído por allí, que paradójicamente, nadie es más dueño de su existencia que aquél que la arriesga continuamente. Sólo serían verdaderas vidas aquellas que están regaladas a la muerte.

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