Esposa Intocable
(Pure and untouched)
A los treinta y cuatro años, el Duque de Ravenstock se enamora pero sufre un
desengaño al descubrir, poco antes de la boda, que su futura esposa mantiene un
apasionado romance con un amigo de él.
El duque planea una cruel venganza y viaja a París para pedir a su hermana mayor,
que es Madre Superiora en un convento, que le presente a una novicia pura e inocente para
que la despose.
Y así el duque conoce a Anoushka, quien presa de un extraño y misterioso pasado
que guardó en secreto desde que, a los ocho años, la dejaron abandonada en la puerta del
convento, no sabe nada del mundo exterior.
Cómo accede ella a casarse con el duque y cómo él consigue su venganza, es lo que
relata esta apasionante novela de Barbara Cartland.
Barbara Cartland Esposa Intocable
~2~
CCaappííttuulloo 11
SSe abrió la puerta de la biblioteca y el señor Matthews, secretario privado y
contralor del Duque de Ravenstock, cruzó en silencio la habitación hacia un escritorio junto
a la ventana, donde su jefe escribía.
Se quedó de pie esperando con respeto a que el duque notara su presencia y, algunos
segundos después, éste levantó la cabeza para preguntar con impaciencia:
– ¿Qué desea, Matthews?
– Pensé que debía informarle, su señoría, que acaba de llegar un regalo procedente de
la Casa Marlborough; lo envían sus Altezas Reales, el Príncipe y la Princesa de Gales.
Por un momento, el duque pareció interesado.
– ¿Y qué es?
– Un jarrón para rosas, su señoría.
El duque lanzó un gruñido.
– ¿Otro más?
– – Es un ejemplar muy fino de plata, de estilo georgiano, señor.
– Eso significa otra carta más que tendré que escribir personalmente.
– – Me temo que sí, su señoría.
– Bueno, auméntala a la lista y procura que sea breve. No es mi intención pasar mi
luna de miel escribiendo cartas.
– Estoy seguro, su señoría, de que los que tengan que esperar sus cartas de
agradecimiento comprenderán la razón de la tardanza.
El duque sonrió, lo que provocó una expresión tan atractiva en su rostro que el señor
Matthews pensó que era comprensible que tantas mujeres lo consideraran irresistible.
Alto, de hombros anchos y sumamente apuesto, no era sólo el hombre más atractivo
de Londres, sino también el más discutido.
Sus hazañas en el hipódromo, los relatos de sus escapadas, que cuando llegaban a
oídos de la reina, recluida en el Castillo de Windsor, causaban su indignación, y más que
nada las murmuraciones sobre sus innumerables aventuras amorosas, eran la comidilla de
los periódicos más escandalosos, así como tema de conversaciones susurradas con voz
baja, tanto en los elegantes salones de Mayfair como en las salas de estar de los suburbios.
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No había duda de que al duque lo divertía su notoriedad y no prestaba atención a sus
críticos, aprovechando su propio nombre para hacer del negro el color predominante de
sus carruajes y de sus caballos de carreras.
En todos los eventos que participaba algún caballo del duque, siempre era el favorito.
Y cuando galopaba hacia la meta, se escuchaban los gritos de: "¡Raven negro!", o sea
"cuervo negro", como un eco que sacudía las tribunas.
Se le conocía como seductor de mujeres, las que estaban más que deseosas de ser
seducidas por él.
Y esto era sólo parte de lo que sus detractores llamaban "escandalosa maldad", pero
que sus amigos consideraban "irresistible fascinación".
Ahora, por fin, cuando ya todos aquellos que lo querían, incluyendo a su familia,
habían abandonado la esperanza de que algún día sentara cabeza y se casara, se había
enamorado.
Durante años todos habían esperado que su esposa fuera una de las pocas bellezas
disponibles en el exclusivo círculo donde él se movía.
Las candidatas más probables eran, invariablemente, viudas, ya que a los treinta y
cuatro años no era factible que el duque se interesara en las jovencitas, por la simple razón
de que no conocía a ninguna.
El Príncipe de Gales había impuesto la muestra de conducta con sus romances, entre
los que se incluían la bella Lily Langtry y, por ahora, se sabía que estaba enamorado con
locura de la fascinante Lady Brooke.
Los romances del duque cubrían una amplia gama, que iba desde las actrices más
espectaculares hasta las damas de compañía de la reina, y cada nueva relación aventajaba a
la anterior en el número de cejas levantadas por la indignación y las exclamaciones
escandalizadas.
Sin embargo, el duque navegaba con serenidad por la vida y cada vez se aburría más
rápidamente de las mujeres que se rendían con tanta facilidad; en cuanto a aquellas que lo
asediaban, además de frustrarlas, las hacía muy infelices.
"Me gusta ser el cazador", se dijo, pero había muy pocas mujeres que, después de
verlo, estuvieran dispuestas a dejarlo pasar sin darle caza.
Le bastaba dirigirles esa expresión de inquisitivo interés para que extendieran sus
blancas manos hacia él y, casi antes de saber sus nombres, ya las tenía a sus pies.
– ¿Qué diablos tienes, Ravenstock – le preguntó en una ocasión el Príncipe de Gales –
que yo no tenga?
Raven, en inglés, significa "cuervo" (NdT)
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– ¡Impertinencia, señor! – contestó el duque.
El príncipe se rió mucho ante esa afirmación.
– ¡Creo que ésa es la respuesta adecuada! – dijo riendo de buena gana.
Aun así, cuando las aventuras amorosas del duque comenzaron a ser cada vez más
breves y las líneas de su rostro denotaban mayor cinismo, aquellos amigos que le tenían un
afecto genuino se preguntaron qué podía hacerse.
La respuesta a su inquietud parecía ser Lady Cleodel Wick.
El duque la conoció por casualidad cuando formaba parte de un grupo, encabezado
por el Príncipe de Gales, que se hospedaba en el Castillo de Warwick, cercano al castillo
propiedad del Conde de Sedgewick.
El conde, la condesa y su hija, Lady Cleodel, llegaron a cenar y el duque, a quien le
tocó sentarse junto a la joven de diecinueve años, quedó fascinado por su belleza, con una
intensidad que no experimentaba desde hacía muchos años.
El luto evitó que Lady Cleodel fuera presentada al mundo social, así que era un año
mayor que las otras debutantes con las que sería presentada a la corte a principios de abril.
El duque sabía que si hubiera visto a esa belleza de cabellera dorada y ojos azules
entre la multitud del Salón del Trono, en el Palacio de Buckingham, no la habría podido
olvidar.
Al observarla a la luz de los candelabros de plata que estaban sobre la mesa, pensó
que sería imposible que hubiera otra mujer más adorable.
Como su cabellera era de reluciente tono dorado, resultaba notable que sus ojos
azules estuvieran enmarcados por pestañas oscuras.
Al escuchar los cumplidos del duque, ella explicó que lo debía a un ancestro irlandés.
Hablaba con voz suave y algo temblorosa, que le hubiera parecido seductora en
extremo si no se hubiera dado cuenta de que Lady Cleodel era muy joven y pura.
Charló con ella durante la cena, ante el notorio disgusto de la dama que se encontraba
sentada a su izquierda, y cuando los caballeros se reunieron con las damas en el salón de
visitas, se dirigió directamente hacia Lady Cleodel para decirle que la visitaría al día
siguiente.
La joven no se había mostrado tan contenta y agradecida como lo harían otras
mujeres en su lugar. En cambio, le dijo:
– Debo preguntar a mi madre si estaremos en casa. Tenemos muchos compromisos
por la tarde, aunque vivamos en la campiña.
Barbara Cartland Esposa Intocable
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El duque se aseguró de que la condesa lo recibiría y tan pronto volvió a Londres
acudió a la Casa Sedgewick donde, para su sorpresa, encontró que Lady Cleodel no
siempre estaba disponible.
En varias ocasiones, a pesar de saber que él iría, salía de la casa.
Bailó con ella en todas las fiestas a las que ambos habían asistido; pero el duque, por
primera vez en su vida, tenía que esperar su turno para ser pareja dé Lady Cleodel y una
noche, para su asombro, no le fue posible obtener un solo baile porque ella tenía todo su
programa cubierto.
Cuando dos semanas más tarde le propuso matrimonio y fue aceptado, le pareció
que, incluso en esa ocasión, ella se mostraba elusiva.
Todas las mujeres parecían anhelantes por besarlo, incluso antes que él se lo pidiera;
pero algunas veces le parecía que ella, si bien no rehusaba del todo sus besos, sin duda
trataba de evitarlos.
El duque buscaba cualquier oportunidad para estar a solas con su prometida, pero
ella siempre lo mantenía a distancia.
– No, no, no, no debes tocarme – le decía cuando intentaba tomarla en sus brazos –
Sabes que mi madre no aprobaría que estuviéramos solos, si lo supiera.
– ¿Por qué iba a saberlo?
– Si mi cabello estuviera un poco revuelto y en mis labios se notara que me han...
besado... se enfadaría conmigo.
– Pero deseo besarte – insistía él.
– Yo también – respondía Cleodel con voz suave, levantando hacia él los ojos bajo sus
oscuras pestañas – pero mamá podría disgustarse y nos impediría que estuviéramos solos
de nuevo.
Eso era algo nuevo entre las experiencias del duque y tenía que conformarse, aunque
en su interior se burlaba de su propio autocontrol cuando besaba los dedos de Cleodel en
lugar de sus labios.
Se dijo que como era muy joven debía tenerle paciencia y ser comprensivo con ella.
Al mismo tiempo, la gracia con que se movía, las cosas que decía con su voz suave y
que le indicaban lo mucho que tenía que enseñarle acerca de la vida y del amor, lo hacían
sentirse más enamorado.
Los Sedgewick no ocultaban su alegría ante la perspectiva de tener un yerno tan
distinguido y rico.
Aunque el conde poseía una extensa propiedad, no era un hombre rico, y siempre
había esperado que, por su belleza, su hija hiciera un buen matrimonio.
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Lo que él y su esposa no habían previsto era que Cleodel subyugara al soltero más
codiciado en todo el país, un noble cuya posición social sólo estaba un grado más abajo que
la del príncipe real.
Y si ellos estaban sorprendidos, su sorpresa no era nada comparada con el asombro
de los demás. Y fue sólo el amigo más íntimo del duque, Harry Carrington, quien tuvo el
valor suficiente para hablar claro con el futuro novio.
Acababa de volver de Escocia, donde había pasado una temporada dedicado a la
pesca del salmón, y al principio creyó que se trataba de una broma.
– Siempre me dijiste que seguirías soltero hasta que las piernas ya no te sostuvieran –
le dijo cuando lo encontró solo en la Casa Ravenstock.
– Esa era mi intención – contestó el duque – hasta que conocí a Cleodel.
– Ya me han dicho que es muy bella, pero... ¿cómo va a ponerse a tu nivel si sólo tiene
diecinueve años?
– No necesita hacerlo.
Advirtió la sonrisa de incredulidad en el rostro de su amigo.
– Sé que dije que no me casaría y si lo hice fue no sólo porque pensaba que no podría
encontrar ninguna mujer que no me aburriera al poco tiempo, sino también porque no
tenía intenciones de tener una esposa que besara a mi mejor amigo en cuanto yo volviera la
espalda.
– ¿Intentas insultarme?
– No, sólo mencionaba hechos. Las esposas de mis mejores amigos siempre han
estado dispuestas a que yo las enamorara y, aunque no suelo rehusar los favores que se
presentan en mi camino, no voy a pretender ante ti que pienso que ésa es una manera
deseable de vivir.
Harry lo miró como si hubiera perdido la razón.
– Querido Raven – dijo al fin – No tenía idea de que esos fueran tus sentimientos.
– Para serte franco, no fue algo que me preocupara demasiado, hasta que conocí a
Cleodel.
– ¿Preocuparte? – exclamó Harry – Lo que yo pienso de esas encantadoras criaturas
es que...
El duque levantó la mano.
– Por favor, ahórrame los recuerdos, ya que como sabes, jamás hablo de mis
aventuras románticas.
– Eso está muy bien. Pero dime en qué es diferente Lady Cleodel.
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– Lo verás por ti mismo – fue la evasiva respuesta del duque.
Cuando Harry conoció a Cleodel ese mismo día, comprendió.
Además de ser bella, su rostro tenía lo que él percibió como una apariencia de pureza
que, sin duda, era muy diferente a la de las mujeres superficiales y experimentadas con las
que el duque se había relacionado en el pasado.
Observándolos juntos, se dijo que el duque se mantendría alerta para protegerla de
los requerimientos de otros hombres como él, y sería, por lo tanto, un cazador furtivo que
se convierte en guardián.
Ello evitaría que le hicieran daño, pensó Harry con satisfación, y como en realidad
tenía un profundo afecto por su amigo, estaba encantado de que hubiera encontrado la
felicidad.
Debido a que no había ninguna razón para un compromiso largo y los Sedgewick
estaban aterrados ante la idea de perder al duque, la fecha de la boda se fijó para fines de
junio, antes que terminara la temporada social.
Debía llevarse a cabo después de la carrera real de Ascot, pues en ella participaban
varios caballos del duque, y como sería muy incómodo que la boda se realizara en el
campo durante la temporada, se decidió que la ceremonia se efectuaría en la iglesia de San
Jorge, en la Plaza Hannover.
Cleodel estaba tan ocupada en la compra de su ajuar nupcial, que al duque le
resultaba muy difícil verla, y en ocasiones se quejaba de que lo descuidaba demasiado.
– No deseo hacer nada tan... incorrecto – le aseguró Cleodel – pero necesito vestidos
con los cuales verme bella para... ti.
– ¿En realidad los compras para mí?
– ¡Por supuesto! Todos me han dicho lo exigente que eres y siento un gran temor... de
defraudarte.
– Eres perfecta tal como eres y todo lo que deseo es que ya estemos casados para
poder estar lejos y a solas contigo y decirte lo adorable que eres.
– Eso me parece... muy emocionante.
– Te haré emocionarte. ¡Y será para mí lo más maravilloso que he hecho en mi vida!
Hablaba con tal sinceridad que se sorprendió a sí mismo.
Entonces rodeó a Cleodel con sus brazos y la besó con suavidad, porque sabía que si
se mostraba aunque fuera un poco apasionado, ella se asustaría.
En una ocasión lo había alejado diciéndole:
– Por favor... por favor.
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– No es mi intención asustarte, mi amor – se apresuró a decir el duque.
– No es que en realidad me asustes; pero como nunca me habían besado, siento como
si me convirtieras en tu cautiva y que ya no soy yo misma.
– Soy yo quien está cautivo. Perdóname, mi adorada, no volveré a ser brusco contigo.
Le besó las manos y las volvió para besarla en las suaves y rosadas palmas; al hacerlo
pensó que ninguna mujer podía ser más atractiva y, al mismo tiempo, más difícil de
capturar.
Las mujeres que lo habían amado en el pasado, consideraban su comportamiento
incomprensible y también irritante.
– Raven es el diablo más fascinador que jamás habitara en Londres – dijo una de ellas
– pero disfrazado de santo me parece deprimente.
– Estoy de acuerdo contigo – comentó otra de las ex amantes del duque – aunque no
dudo que esa pollita recién salida del cascarón lo habrá perdido antes de Navidad.
– Estoy dispuesta a apostar que ni siquiera durará tanto.
Por extraño que pareciera, la única persona que no admiraba a Cleodel era Harry;
pero tenía demasiado tacto como para decírselo al duque o a sus amigos mutuos, quienes,
estaba seguro, repetirían cualquier crítica que él hiciera a la futura duquesa.
En su interior, Harry pensaba que había algo en ella que no era del todo natural.
No sabía con exactitud qué era, sólo que su inocencia era demasiado buena para ser
verdad.
El duque, sin embargo, volaba en alas del embeleso y contaba las horas en que vería a
su futura esposa de nuevo, como un chiquillo con su primer amor.
Como la Casa Ravenstock en Park Lane era más grande que la que el conde poseía en
la calle Green, se decidió que la recepción se realizaría en la primera, y el duque, con su
acostumbrada pasión por la perfección, la organizaba con todo detalle.
Se recibiría a los invitados en el salón de baile, que se abría al jardín.
Los regalos se exhibirían en la galería de pinturas y el duque planeaba que toda la
casa se decorara con flores traídas de sus propiedades en la campiña y arregladas por sus
propios jardineros.
Sería imposible recibir a todos los trabajadores de sus propiedades, a sus inquilinos y
granjeros en Londres, así que dio órdenes de que asistiera sólo un representante de cada
departamento.
En la campiña se levantaría una gran tienda, para que todos los demás iniciaran la
celebración a media tarde.
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Ello significaba que si el duque y su esposa, después de la recepción de Park Lane
viajaban directo hacia Ravenstock en su tren privado, llegarían a tiempo para recibir sus
felicitaciones y buenos deseos.
El diría un breve discurso para agradecer sus atenciones y después habría un enorme
despliegue de fuegos pirotécnicos.
La pareja debería pasar la primera noche de su luna de miel en Ravenstock; pero al
duque eso le parecía muy adecuado, ya que la primera noche de casados llevaría a su
esposa al hogar de sus ancestros.
Nunca le había inquietado no tener heredero, en cambio ahora se decía que nada
podía ser mejor o más perfecto que el hecho de que su hijo naciera de dos seres que se
amaban tanto como él y Cleodel.
– Dime que me amas le había pedido con insistencia la tarde anterior, mientras
estaban sentados en el jardín de una mansión en Devonshire, en la cual asistían a un baile.
– Te he... dado... mi corazón – le contestó Cleodel. – ¡Y es algo que atesoraré para
siempre!
Incluso había pensado escribirle un poema, pero decidió que sería mejor enviarle a su
casa una carta en la que alababa todas sus perfecciones, junto con un enorme ramo de
azucenas.
Pensó que esa flor era la que mejor la identificaba, por su delicadeza y aroma, y
porque había algo muy juvenil en ella, ya que nunca florecía del todo, como la rosa.
Acababa de terminar la carta cuando apareció el señor Matthews.
– ¿De qué se trata ahora, Matthews? – preguntó el duque.
– Lamento molestarlo de nuevo, su señoría, pero la Condesa viuda de Glastonbury
acaba de llegar y sé que querrá verla.
El duque se levantó enseguida del escritorio.
– ¡Por supuesto! No tenía idea de que mi abuela venía a Londres.
Dejó la carta y se encaminó hacia el salón de visitas, donde su abuela materna lo
esperaba.
A sus ochenta años, la condesa viuda se mantenía erguida como una vara y era
imposible no percatarse de que en su juventud debió haber sido una gran belleza.
Su cabellera ya era blanca y tenía el rostro surcado de arrugas; pero sus facciones
clásicas no habían cambiado.
Cuando el duque apareció, alargó los brazos hacia él y lanzó una exclamación de
gusto.
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– ¡Abuela! No tenía idea de que estuvieras tan bien como para venir a Londres. ¿Por
qué no me avisaste?
– No me decidí hasta el último momento – contestó la condesa viuda – Pero cuando
recibí una invitación de la reina para quedarme en Windsor durante las carreras de Ascot,
no pude resistir y acepté.
El duque la besó en la mejilla y retuvo su mano mientras se sentaba a su lado.
La miró con ojos sonrientes al decir:
– Esa es una excusa muy débil, abuela. Tengo la sensación de que la verdadera razón
de que hayas venido a Londres es para conocer a mi futura esposa.
– ¡Confieso que es verdad! No podía creer que una jovencita hubiera logrado al fin
pescar a "Casanova" después de que él se libró, por años, de los múltiples cebos y señuelos
que le tendieron.
– Fui una presa muy dispuesta.
– ¡Eso es lo que me parece imposible de creer! – Permíteme decirte, abuela, lo
encantado que estoy por tu presencia y, por supuesto, te quedarás conmigo.
– ¡Por supuesto! No conozco a nadie que tenga una casa más cómoda que ésta, ni una
servidumbre más atenta y eficiente.
– Me siento honrado por tus halagos.
La condesa viuda lo miró con ojos penetrantes.
– ¿Es verdad que has entregado tu corazón?
El duque sonrió.
– Espera a que conozcas a Cleodel y lo entenderás.
– Lo dudo. Y creo que, como todas las demás mujeres que has amado, voy a echar de
menos al bucanero invencible y al pirata que siempre capturaba su presa.
El duque soltó la risa.
– ¡Abuela, eres un tesoro! Nadie me habla como tú, con ese lenguaje tan divertido.
Pero este pirata ha arriado su bandera y ahora va a sentar cabeza.
– ¡Pamplinas! Y, sin duda, tendrás que buscar algo que tome el lugar de las mujeres
en tu vida.
– Eso lo hará Cleodel.
La condesa viuda no contestó porque en ese momento entraban los sirvientes con el
servicio de té.
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Cuando ya habían puesto la mesa con el servicio de plata y toda clase de delicias para
comer, el duque hablaba de los regalos que habían recibido y de los lugares que visitarían
en su luna de miel.
Su abuela lo escuchaba atenta en tanto pensaba, tal como Harry lo había hecho, que
parecía increíble que después de todas las hermosas y brillantes mujeres que habían
atraído al duque, sucumbiera al fin a la fascinación de una jovencita, que por adorable que
fuera, no tenía mucho que ofrecerle, excepto su juventud.
Si hubiera sido un hombre mayor, se dijo la condesa viuda, habría podido opinar de
él que "no hay mayor tonto que un viejo tonto". Sin embargo, el duque todavía era joven,
excepto, tal vez, si se lo comparaba con la muchacha con quien iba a casarse.
Después se dijo que lo único que importaba era que fuera feliz.
Ella siempre había amado a "Raven", como lo llamaba desde que era pequeño, más
que a sus otros nietos.
Era por la picardía que mostraba casi desde que estaba en la cuna y que tanto la
divertía, ya que ella, educada durante el periodo de la Regencia, sentía que la solemnidad
de los victorianos era muy aburrida.
Siempre había pensado que el duque se habría sentido más a sus anchas con Jorge IV,
y cuando oía que lo criticaban, lo excusaba porque otorgaba diversión y algo de aventura a
una época no sólo puritana, sino también hipócrita.
Otro de sus nietos le había comentado que estaba escandalizado por la forma de vida
de su primo y sus innumerables romances, pero la condesa lo miró de arriba abajo y
contestó con desprecio:
– Lo que pasa es que tienes celos. Si tuvieras la apostura o el valor suficientes, te
comportarías como Raven, ¡te lo aseguro! En cambio, te limitas a crujir los dientes y a
desear estar en sus zapatos.
Como el duque tenía tantas cosas de qué hablar con su abuela, no la dejó hasta que
ella se retiró a sus habitaciones, por lo que ahora debía darse prisa para vestirse.
Esa noche cenaba en la Casa Marlborough, y cuando bajaba la escalera,
resplandeciente en su ropa de etiqueta cuajada de condecoraciones, recordó que no había
firmado la carta para Cleodel. La había dejado en la biblioteca, junto con el ramo de
azucenas que deseaba enviarle.
Se dirigió con rapidez a su escritorio, añadió una frase de amor y la puso en un sobre.
Y en el momento que tomaba el ramo que el cochero, según él había decidido pedirle,
entregaría a Cleodel después de dejarlo a él en la casa Marlborough, se le ocurrió una idea.
Esta hizo aparecer una sonrisa en sus labios y se preguntó cómo no había pensado en
ello antes.
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CCon las azucenas en las manos, mientras el carruaje lo conducía a la casa
Marlborough, el duque pensaba en Cleodel y en que le había sido imposible verla en todo
el día.
El día anterior se habían reunido para dar un breve paseo por el parque y después se
vieron de nuevo en un baile, mas en ninguna de esas ocasiones había podido besarla.
Descubrió que anhelaba verla con una intensidad que lo sorprendió.
Había besado a muchas mujeres y siempre sintió que un beso era muy semejante a los
demás; pero con Cleodel era diferente.
Pensó que quizá se debía a que era tan joven e inocente que nunca se rendía por
completo a él.
Como aún no despertaba a la vida y tal vez era un poco tímida, siempre levantaba
una barrera entre los dos.
Y era una barrera que tenía toda la intención de derribar en cuanto se casaran. Pensó
de nuevo en lo emocionante que resultaría despertarla al amor y convertirla en toda una
mujer.
"¡La deseo! ¡Dios sabe que la deseo!", se dijo. Y cuando llegó a la Casa Marlborough
continuaba pensando en ella.
Al apearse, le indicó a su palafrenero:
– Dejé unas flores y una carta dentro del carruaje. No las toquen y regresen dentro de
tres horas.
– Muy bien, su señoría.
Al duque lo recibió el Príncipe de Gales y varios de sus amigos, así como varias
mujeres bellas que en el pasado habían despertado su interés durante un breve tiempo.
Como siempre, el grupo de la Casa Marlborough era divertido y la conversación en
extremo amena.
Durante la cena, el duque estuvo sentado junto a una de sus antiguas enamoradas,
quien en cuanto sirvieron la comida, le preguntó:
– ¿Es verdad, Raven, que te has reformado?
– ¿Te sorprendería si te contesto que sí?
– ¿Y qué tiene de especial esa criatura con la que estás comprometido, que nosotras,
las que te hemos amado durante años, no tenemos?
– Cleodel es la persona más adorable que he conocido.
Kitty lanzó un gemido.
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– Eso no es un consuelo, cuando otra mujer ha tenido éxito donde yo fracasé.
Discutieron hasta que la cena terminó y como la Princesa de Gales estaba presente, no
hubo juegos de azar y antes de medianoche los invitados comenzaron a retirarse.
– ¿Vas a ganar la Copa de Oro, Raven? – preguntó el príncipe cuando el duque se
despedía.
– Así lo espero, señor.
– ¡Demonios! Eso quiere decir que mi caballo no tiene ninguna oportunidad –
refunfuñó el príncipe.
– Siempre es cuestión de suerte.
– La tuya nunca te ha fallado hasta ahora, así que si lo que buscas es consolarme, no
vale la pena que te escuche.
Como el Príncipe de Gales sentía mucho afecto por el duque, le puso la mano sobre el
hombro al acompañarlo a la puerta.
Tan pronto el duque subió a su carruaje, indicó a su cochero que lo llevara hacia la
calle Green.
Al detenerse el vehículo, se bajó rápidamente con las flores y la carta para Cleodel en
las manos.
– Vete a casa – indicó al cochero – Yo regresaré caminando.
El aludido se sorprendió primero, y después lo consideró divertido. Debido a sus
muchos años de entrenamiento no demostró sus sentimientos y pudo mantener el rostro
inexpresivo.
El duque esperó hasta que el vehículo estuviera fuera de su vista y después caminó
por las caballerizas que desembocaban en la parte trasera de la Casa Sedgewick.
Sabía que detrás de las casas de la calle Green había un jardín, en el que solía sentarse
con frecuencia cuando asistía a los bailes y besaba a sus parejas bajo los discretos arbustos
o a la sombra de un árbol frondoso.
Una puerta de los jardines daba a las caballerizas, pero siempre se mantenía cerrada
con llave.
Como el duque era un excelente atleta que mantenía su buena condición física con
equitación, esgrima y boxeo, a pesar de lo ceñido de su ropa de etiqueta saltó con facilidad
sobre el muro para caer dentro del jardín.
Con satisfacción pensó al hacerlo, que ni siquiera se habían arrugado sus medias de
seda, y ahora se movía a través de los arbustos que ocultaban esa parte del jardín hacia la
casa Sedgewick .
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Era la última casa de la calle y bastante diferente de las otras porque era más antigua.
En la planta baja estaba el comedor, un atractivo salón de visitas con tres ventanas
francesas que se abrían hacia el jardín, y junto a él había una pequeña sala donde a veces le
habían permitido estar a solas con Cleodel.
Arriba de esa sala estaba su dormitorio, con un balcón igual al que, en el otro extremo
de la casa, tenía el de su madre.
El duque bromeó una vez con ella acerca del balcón, diciéndole que una noche
Romeo le cantaría una serenata desde el jardín.
Cleodel lo había mirado temerosa.
– Si lo... hicieras, mi madre podría oírte y pensaría que es... una forma muy
incorrecta... de comportarte.
– Tal vez, pero muy romántica, mi amor, y así es como me haces sentir.
– Me agrada que seas romántico, como un caballero de cuento de hadas que se
enfrenta al dragón por mí.
– Por supuesto, y sabes que derrotaría a todos los dragones, por feroces que fueran.
– Así es como quiero que sientas.
El duque pensó entonces que a Cleodel le parecería muy romántico encontrar al día
siguiente, el ramo de azucenas y la carta en su balcón.
Por la forma en que estaba construida la casa, él sabía que no le sería difícil escalar el
muro hasta el balcón para dejar las flores donde quería.
Pensó que cualquier mujer apreciaría el trabajo que se tomaba para complacerla y
sabía que si hubiera hecho algo semejante en el pasado, la dama en cuestión no sólo se
hubiera enternecido por su hazaña, sino que lo habría invitado a entrar.
Luego se preguntó qué sucedería si, al llegar al balcón, llamaba a Cleodel y la
despertaba.
Estaba seguro de que era absurdo el temor que ella sentía de que su madre los
escuchara.
La condesa era bastante sorda y todo el centro de la casa separaba ambos dormitorios,
así que aunque le gritara a Cleodel, era poco probable que su madre lo escuchara.
El duque caminó entre los arbustos con el ramo en las manos y, bajo la luz de las
estrellas y de una luna creciente, vio la casa con toda claridad.
Entonces se detuvo.
Durante un momento pensó que debía tratarse de una ilusión de óptica.
Barbara Cartland Esposa Intocable
~15~
Pero pronto confirmó, sin sombra de duda, que un hombre subía por una escalera
que estaba apoyada en un lado del balcón.
El extremo de la misma llegaba justo a la orilla de la balaustrada de piedra que
rodeaba el balcón.
Debido al lugar donde se encontraba, el hombre estaba protegido por las sombras.
El duque pensó que se trataría de un ladrón que intentaba asaltar a Cleodel y sintió
que era una gran fortuna haber llegado en el momento preciso para evitarlo.
Así tendría la oportunidad de probar que en realidad era un caballero que protegía a
la mujer que amaba de los desagradables dragones.
Mientras se acercaba en silencio, pudo ver que el ladrón vestía de etiqueta, lo que le
pareció extraño, y cuando el hombre llegó al extremo de la escalera y se impulsó sobre la
balaustrada, el duque logró ver su rostro.
Una vez más se detuvo en seco, incapaz de creer lo que veía.
El hombre a quien creía un ladrón era, en realidad, un amigo, un miembro de su club,
y apenas la noche anterior, cuando bebían juntos, Jimmy Hudson había levantado su vaso
al decir:
– ¡Buena suerte, Raven, y que siempre tengas tanto éxito!
El duque se lo había agradecido y ahora, al observar a
Jimmy levantar la pierna por sobre el balcón, sintió que debía estar soñando.
En aquel momento, en la ventana del dormitorio apareció alguien de blanco.
Sin duda era Cleodel, y el duque estaba seguro de que se escandalizaría y asustaría
por la presencia de Jimmy.
Esperó a que ella gritara, pero entonces decidió que debía aparecer y decirle a Jimmy
lo que pensaba de él, para que se arrepintiera de haber intentado algo tan ultrajante.
Cuando se disponía a subir por la escalera para enfrentarse a Jimmy, a menos que
éste se retirara ante la furia de Cleodel, observó que, inesperadamente, ambos se habían
lanzado uno en brazos del otro.
El rostro de Cleodel estaba unido al de Jimmy y se besaban con una pasión que a él
no le había permitido mostrar, con sus protestas, y porque temía asustarla.
Fue un beso largo, que el duque observó inmóvil, petrifica. do, casi incapaz de
respirar.
Entonces Cleodel, casi renuente, le pareció al duque, se separó de Jimmy Y lo tomó de
la mano para conducirlo hacia la oscuridad de su dormitorio.
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Al hacerlo sonreía, y la luz de la luna iluminó su rostro con un súbito resplandor, que
la hizo aparecer más bella de lo que nunca la había visto.
Luego el balcón quedó vacío, con la escalera apoyada sobre él, lo que fue suficiente
para que el duque se sintiera seguro de lo que había visto y de lo que ella había hecho.
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~17~
CCaappiittuulloo 22
DDurante lo que le pareció un largo rato, aunque pudieron ser sólo unos
minutos, el duque permaneció contemplando el balcón vacío y, mientras lo hacía, como un
rompecabezas que tomara forma, comprendió cómo lo habían engañado y atrapado.
No sólo era muy inteligente, también tenía una excelente memoria.
Le había sido muy útil tanto en Eton como en Oxford, ya que con poco trabajo
lograba premios y trofeos.
Ahora, al ver desfilar su pasado ante sus ojos como si tuviera ante sí una linterna
mágica, apareció Jimmy Hudson, cuando eran huéspedes en el Castillo Warwick,
diciéndole que el conde de Sedgewick tenía muy buenos caballos y que él iba a pedir uno
prestado para competir en la carrera de obstáculos de la localidad.
– Sé un buen amigo y no entres, Raven – le suplicó – lo quiero ganar.
El duque había sonreído.
– ¿Cuál es el premio? – preguntó.
– Mil libras esterlinas, una copa de plata y un palpitante corazón joven – contestó
Jimmy con animación.
El duque rió y aceptó no participar en la carrera, puesto que sabía que aunque el
"palpitante corazón joven" podía resultar tentador, para Jimmy eran mucho más
importantes las mil libras esterlinas.
Jimmy Hudson, con quien había estudiado en Eton, era hijo de un noble que tenía
una propiedad muy pequeña.
Al dejar la escuela, cuando el duque se fue a Oxford, Jimmy sirvió durante cuatro
años en la Brigada de Guardias, pero entonces comprendió que no tenía suficiente dinero
para permanecer en el regimiento, y que eso no le permitiría lograr nada.
Decidió que para llevar la vida que deseaba, lo único que podía hacer era casarse con
una heredera.
Logró que lo presentaran a una de las anfitrionas más renombradas de Londres, que
tenía dos hijas bastante feas, pero muy ricas.
Sólo que James Hudson no previó lo que lograría atraer.
Era sumamente atractivo y cuando combinaba su encanto con sus buenos modales,
las mujeres lo encontraban irresistible.
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Sin embargo, en esa casa en particular, no fueron las hijas quienes sucumbieron a su
encanto, ¡sino la madre!
Después de escoltarla de fiesta en fiesta, como era invitada a las reuniones más
exclusivas en las que entre los invitados se encontraba el Príncipe de Gales, Jimmy logró
un lugar en la sociedad que ni en sus más atrevidos sueños hubiera imaginado.
Decidido a hacerse agradable no sólo a las damas hermosas sino a todos y además era
un buen jugador de cartas, un excelente jinete y un divertido narrador de sobremesa, se
convirtió en parte del grupo de la Casa Marlborough.
Sus ganancias en el juego le permitían pagar algunas de las cuentas de su sastre y dar
propinas a los sirvientes de las casas en que se hospedaba como invitado. Pero todo lo
demás que deseaba lo conseguía gratis.
Las damas que encontraban en él a un ardiente amante lo surtían de mancuernillas de
oro y otros muchos pequeños lujos que jamás podría obtener de su escasa cuenta de banco.
Al igual que el duque antes de conocer a Cleodel, Jimmy no tenía ninguna intención
de convertirse en un hombre casado.
Limitarse a una sola mujer, cuando era bien recibido en los brazos de muchas
bellezas, sería un error ahora que se encontraba en la cresta de la ola social, para asombro
tanto de sus amigos como de sí mismo.
Al pensar en retrospectiva, el duque comprendió que debió haber sido antes de
solicitar los caballos del conde de Sedgewick para competir en la carrera de obstáculos, que
Jimmy, había conocido a Cleodel.
No habría sido usual para él interesarse en alguien tan joven, pero Cleodel, como bien
sabía el duque, era diferente, y el año que había pasado de luto debió haberla hecho
sentirse ansiosa de emociones.
Pudo haber sido Jimmy, pensó furioso, quien la instruyera en la forma de atraer y
capturar al partido de más brillo social en el país.
Muchas veces habían discutido sobre la forma en que las mujeres facilitaban los
romances que ambos tenían con tanta frecuencia y cómo, al hacerlo así, eliminaban toda la
emoción de la conquista, y la excitación de ser el triunfador en una hazaña difícil.
El duque jamás mencionaba el nombre de ninguna mujer, ni indicaba que se refería a
alguien en quien estuviera o había estado interesado, sino que generalizaba al decirle a
Jimmy:
– ¡Vamos, desearía que me lo pusieran más difícil!
Ambos se habían reído de buena gana.
Ahora acudían a su memoria otras conversaciones semejantes entre ambos.
Barbara Cartland Esposa Intocable
~19~
Comprendía que Jimmy había entendido con exactitud lo que él deseaba y lo que le
resultaría fascinante por ser una experiencia nueva.
En el momento que Cleodel contuvo sus avances, cuando se mostró poco ansiosa de
verlo, las ocasiones en que se sintió frustrado por su indiferencia y su negativa a bailar con
él... todo había resultado un reto que encontró irresistible.
Debió haber sido Jimmy, pensó, quien le dijo que aunque comprometieran lo
mantuviera siempre a distancia; por supuesto, ahora sospechaba que como estaba
enamorada de Jimmy no tenía deseos de estar cerca de ningún otro hombre.
El hecho de que lo hubieran humillado y hecho pasar por tonto, hizo que el duque
sintiera deseos de subir por la escalera y enfrentarse a Cleodel y a Jimmy de tal manera que
los hiciera sentir avergonzados.
Luego se dijo que ésa sería una venganza demasiado sencilla. Además, daría lugar a
un escándalo mayúsculo y, como no quería que el mundo se enterara de que había sido
burlado por uno de sus mejores amigos, todo parecía indicar que debía seguir adelante con
la boda y convertir a Cleodel en su esposa.
De pronto su boca se hizo una mueca de desprecio y se dijo que jamás se casaría con
una mujer que actuara como Cleodel lo hacía en esos momentos. El solo hecho de pensarlo
lo hizo sentir tan furioso, que le pareció ver toda la casa, y especialmente el balcón, teñidos
de sangre.
Decidió que debía ser más sutil y lastimar a Cleodel y a Jimmy como ellos lo habían
hecho.
Forjó un plan en su mente y se volvió con lentitud hacia la puerta del jardín que daba
a la calle.
Tal como lo esperaba, era posible abrirla desde el interior, así que salió y comenzó a
caminar por el camino desierto.
Se dio cuenta de que todavía llevaba en las manos el ramo y la carta. Aplastó las
flores hasta deshacerlas, rompió en mil pedazos la carta y arrojó ambas cosas a la basura.
Al reiniciar su caminata, en su rostro se marcaban nuevas líneas duras, que lo hacían
aparecer mayor de lo que era.
AA la mañana siguiente, el duque cruzó el canal en su yate, que siempre estaba
listo para zarpar en el muelle de Dover.
La eficiencia que esperaba de sus empleados y que resultaba en una organización casi
perfecta de sus casas y propiedades, fue puesta a prueba cuando, al volver a la Casa
Ravenstock después de medianoche, envió a buscar al señor Matthews.
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El lacayo que estaba de servicio durante la noche se apresuró a subir a avisarle y, en
menos de diez minutos, el señor Matthews se reunió con su amo en la biblioteca.
Las órdenes que dio de forma breve y cortante ocasionaron que se despertara a un
buen número de sirvientes que pasaron la noche haciendo maletas, que un mensajero
saliera hacia Dover al amanecer y que el vagón privado del duque se enganchara a uno de
los primeros trenes que salieran hacia Dover.
Después de dar sus órdenes como un general que se prepara para la batalla, el duque
se retiró a sus habitaciones.
Al día siguiente bajó a desayunar vestido con elegancia; pero con una expresión en el
rostro que sus sirvientes no le habían visto desde que se enamorara.
Cuando el señor Matthews le entregó su pasaporte y una importante suma de dinero,
le preguntó:
– ¿Puedo preguntarle, su señoría, qué debo decir a los que me pregunten por su
paradero?
– Después de que envíe la noticia al "Gazette", al "Times" y al "Morning Post", como le
indiqué, de que mi boda con Lady Cleodel se ha pospuesto, no tiene más que decir.
– ¿Nada, su señoría? – preguntó nervioso el señor Matthews.
– ¡Nada!
– Si Lady Cleodel y el conde... – comenzó a decir el secretario.
– ¡Ya escuchó lo que dije, Matthews! – lo interrumpió el duque.
– Muy bien, su señoría, cumpliré sus órdenes y veré que todo el personal de la casa lo
haga también.
El duque no contestó. Se limitó a dirigirse hacia el carruaje cerrado que lo esperaba
para conducirlo a la estación.
Después de cruzar el canal, varios altos oficiales del ferrocarril lo escoltaron hasta su
vagón privado, que se hallaba enganchado al expreso de París.
Su casa de los Campos Elíseos estaba lista para recibirlo y a la mañana siguiente, un
carruaje tirado por cuatro finos caballos lo condujo fuera de París, por un camino en
dirección de Versalles.
Su destino final no era la residencia de antiguos reyes. Sus caballos se detuvieron en
una pequeña villa, frente al convento del Sagrado Corazón.
A cualquiera que conociera al duque le hubiese parecido un extraño lugar para que él
lo visitara. Sin embargo, otra vez lo esperaban y una sonriente monja abrió la pesada reja
de hierro y lo condujo a través de los pasadizos del claustro hasta una habitación con vista
al jardín.
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– Su señoría, el duque, Reverenda Madre – anunció la monja al abrir la puerta.
Una mujer vestida de blanco, que escribía en el escritorio junto a la ventana, se puso
de pie y lanzó un pequeño grito de alegría.
Le ofreció ambas manos al duque y, al tomarlas entre las suyas, él se inclinó para
besarla en la mejilla.
– ¿Cómo estás, Marguerite?
– Estoy encantada de verte, Raven, pero es una gran sorpresa. Pensé que estarías
demasiado ocupado en Londres para visitar París, a menos que lo hicieras en luna de miel.
Al hablar notó que los ojos de su hermano se ensombrecían y que una mueca
distorsionaba su atractivo rostro.
Perceptiva, como había sido siempre, Lady Marguerite se apresuró a preguntar:
– ¿Qué problema tienes? ¿Qué ha sucedido?
– Es de lo que vengo a hablar contigo. ¿Nos sentamos?
– Por supuesto. Ordené para ti vino y algunos de los panecillos que, como recordarás,
son una de las especialidades de mi convento.
El duque sonrió aunque no tuvo oportunidad de contestar porque en ese momento
entraba en la habitación una monja con una bandeja que contenía el vino y los panecillos.
La colocó a un lado del sofá, hizo una respetuosa reverencia y se retiró.
El duque miró a su hermana.
jAunque era quince años mayor que él, todavía parecía una mujer joven y aún
conservaba la belleza que la había convertido en un éxito social cuando hizo su debut.
El finado Duque de Ravenstock y su esposa tenían absoluta confianza que su única
hija, Marguerite, hiciera un brillante matrimonio.
Al baile ofrecido en la Casa Ravenstock no sólo habían asistido todos los solteros
aristócratas elegibles, sino también varios hijos jóvenes de monarcas reinantes y príncipes
extranjeros.
El hecho de que Lady Marguerite se enamorara del hijo mayor de Lord Lansdown no
era lo que ellos habían esperado, pero sí aceptable.
Era un poco más grande que ella y había logrado renombre en el ejército. Tenía un
carácter serio, era bastante reservado y poco sociable. Su nombre jamás se había
relacionado con ninguna mujer y se sabía que se dedicaba por entero a su regimiento.
En el momento que vio a Marguerite, comprendió que sería la única mujer a quien
podría amar y le entregó su corazón sin reservas.
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El duque y la duquesa accedieron a la boda y se arregló que tuviera lugar seis meses
después.
Marguerite, que sentía que caminaba en las nubes y vivía en el paraíso, estaba
dispuesta a aceptar todo con tal de que le permitieran casarse con el hombre que amaba.
Pasaban juntos todos los momentos que Arthur Lansdown podía alejarse de sus
deberes en el regimiento. Entonces, dos meses antes de la boda, lo enviaron al extranjero a
una misión especial en Sudán, lugar donde corrían rumores de revuelta entre las tribus.
Como las hostilidades no se habían iniciado, no existía ni la más ligera probabilidad
de peligro. Desgraciadamente, fue asesinado por el puñal de un loco que buscaba vengarse
de algo que sólo existía en su imaginación.
Para Marguerite, el mundo terminó. No escuchaba a nadie, ni aceptaba ningún tipo
de consuelo que se le ofreciera.
Como no soportaba permanecer en ningún lugar donde antes hubiera estado con
Arthur, abandonó Inglaterra y, a pesar de todas las protestas, ingresó en un convento en
Francia.
Fue aceptada en la Iglesia Católica y, pese a que sus padres le rogaron casi de rodillas
que se diera tiempo para reponerse de su pena, no quiso escucharlos.
Antes de cumplir los veintitrés años tomó los votos irrevocables.
Debido a que poseía una inteligencia fuera de lo común, y era también muy rica, a
medida que los años pasaron ascendió, de novicia, a superiora de un convento en las
afueras de París.
Lo ocupaban monjas que provenían de familias de importancia similar a la de su
padre, así como novicias que según la iglesia debían pensar y meditar antes de tomar los
votos definitivos y renunciar a su libertad para dedicar su vida a la oración y la castidad.
Lady Marguerite logró, además de la aprobación y admiración de su Cardenal en
Francia, la del Papa y de otros dignatarios del Vaticano.
El duque sabía que ella brindaba, a su manera, un servicio único en la iglesia, al dar a
quienes eran inteligentes y bien nacidas como ella, la oportunidad de servir a Dios sin
desperdiciar sus habilidades.
Algunas de las monjas del convento de su hermana habían escrito libros que
despertaban la admiración del mundo exterior. Lo mismo sucedía con los bordados y el
encaje que se hacían en el convento.
Cada vez que visitaba a su hermana, el duque comprendía que a pesar de que el
mundo social pensaba que había desperdiciado su vida, Marguerite, en realidad, era una
mujer muy feliz y por completo autosuficiente.
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Y su vocación le había otorgado un poder de comprensión que lo hacía sentir que era
posible acudir a ella en cualquier emergencia; por eso ahora estaba allí.
Lady Marguerite le sirvió vino y después se sentó a su lado para preguntarle con
ternura:
– ¿Qué ha sucedido, Raven?
– No deseo hablar de ello. Lo que quiero es que me encuentres una esposa que sea
pura e inmaculada.
Si su propósito había sido desconcertar a su hermana, lo logró.
Lady Marguerite no lanzó ninguna exclamación. Sólo lo miró con una expresión de
sorpresa en sus ojos azules, que después se convirtió en piedad.
– ¿Por qué has acudido a mí, Raven?
– Porque sé que sólo aquí, entre las jóvenes que te rodean y que meditan acerca de su
vocación, podré encontrar alguna que no esté contaminada por el mundo. ¿O debo decir
por otros hombres?
La amargura de su voz le reveló a Lady Marguerite, sin necesidad de explicaciones, lo
que había sucedido.
Dejó caer las manos sobre su regazo y desvió la vista antes de decir:
– Si alguna vez dudé de la eficacia de la oración, ahora me convences de que siempre
recibe respuesta.
El duque guardó silencio. Esperó que su hermana continuara.
– He orado durante algún tiempo para resolver cierto problema y, cuando menos lo
esperaba y sentía que la solución se encontraba en otra dirección, llegas tú.
– ¿Puedes darme lo que pido?
Su hermana lazó un suspiro.
– Podría. Pero al mismo tiempo, tengo miedo. No sé si deba hacerlo.
– ¿Por qué no me explicas lo que piensas y la razón de tus ,raciones?
Como si se perturbara su habitual serenidad, Lady Marguerite se puso de pie y se
dirigió hacia la ventana.
El duque esperó y un poco después, como si ya hubiera tomado una decisión, su
hermana volvió junto a él.
– Hace diez años – comenzó a decir volviendo a sentarse – dejaron a una criatura en
las puertas del convento. La trajeron en un carruaje, pero en cuanto tocaron la campana, se
alejaron. Una monja abrió la puerta y me la trajo. En su mano llevaba un sobre que
contenía cinco mil libras esterlinas y una cuantas palabras escritas en un pedazo de papel.
Barbara Cartland Esposa Intocable
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– ¿Cinco mil libras esterlinas? – exclamó el duque.
– Era una gran cantidad de dinero y la carta, que te mostraré, decía:
Su nombre es Anoushka. Su padre es inglés y desea que ustedes la eduquen. Sin
embargo, no deberá tomar el velo hasta que tenga veintiún años y sólo si así lo desea. Se
proporcionará el dinero para que tenga los mejores profesores.
Marguerite calló y el duque preguntó:
– ¿Eso era todo? ¿No tenía firma?
– No, nada. La letra correspondía a una persona educada y creo que la escribió un
inglés.
El duque levantó la ceja y su hermana no pudo evitar reír.
– Es sólo una suposición. Lo he pensado durante todos estos años, sin llegar a
ninguna conclusión.
– ¿Cuántos años?
– Anoushka tiene casi dieciocho años y mi problema ha sido qué hacer con ella.
– ¿No tienes intenciones de conservarla hasta que cumpla veintiún años para que se
convierta en monja?
– No.
– ¿Por qué?
– Por dos razones. Primero, porque no creo que la vida de claustro sea para ella.
Posee una brillante inteligencia; es muy talentosa y tiene un carácter extraño que me
resulta difícil de entender.
Lady Marguerite hizo una pausa y el duque preguntó:
– – ¿Y cuál es la otra razón?
– – Hace dos años recibí la suma de setenta mil libras esterlinas. Desde entonces no ha
llegado nada más.
– ¿Habías recibido otras sumas antes?
– Sí, cada dos años, desde que llegó, recibí cinco mil libras. Por supuesto, no todo se
ha gastado; además, con las setenta mil libras, Anoushka es una joven de cuantiosa
fortuna.
– ¿Y qué intentas hacer con ella?
Barbara Cartland Esposa Intocable
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– Ese era mi problema y pensaba seriamente en solicitar a alguna de nuestras
familiares que la presentara en sociedad, para que conociera el mundo que existe fuera de
los muros de este convento.
Lady Marguerite dirigió a su hermano una mirada no exenta de súplica.
– He orado y orado en busca de lo correcto, y ahora apareces tú.
– Todo parece indicar que soy la solución a tu problema y la respuesta a tus
oraciones.
Lady Marguerite permaneció en silencio.
– Pero te inquieta mi reputación – prosiguió el duque – y, por supuesto el hecho de
que recientemente haya anunciado mi boda con otra mujer. Permíteme poner en claro que
ese compromiso ya no existe.
Al no recibir comentario alguno de Lady Marguerite, el duque siguió hablando:
– En cuanto a mi reputación, la familia, como sabes, tiene años suplicándome que
tenga un heredero. Esa es ahora mi intención; pero mi esposa debe ser, como dije antes,
pura e incólume. No toleraré que ninguna mujer que no lo sea lleve mi nombre.
Nuevamente, la voz del conde hizo que su hermana comprendiera con claridad lo
que había sucedido.
– No puedo imaginarme a Anoushka casada con alguien como tú – comentó después
de un momento – Tenía la esperanza de que encontrara un hombre que la amara y a quien
ella amara, sin olvidar que una de las dificultades sería que no tiene apellido.
El duque levantó los hombros.
–¿Qué importa eso?
– En sociedad ése es un problema que puede causar inconvenientes.
– Quienquiera que sea ella, creo que habría poca gente con el suficiente valor para
indagar acerca de los antecedentes de mi esposa, si yo no quiero que se hable de ellos.
Lady Marguerite sabía que eso era verdad.
– También tenemos que pensar en la familia, Raven. Aunque estoy absolutamente
convencida de que Anoushka es una aristócrata en el más amplio sentido de la palabra y
de que su sangre es tan azul como la nuestra, debemos encarar el hecho de que puede ser
bastarda.
– Hay un buen número de bastardos que son orgullo de la historia, en especial en
Francia.
Lady Marguerite lanzó un breve suspiro.
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– Siento como si se tratara de resolver un problema que es demasiado grande para
mí. ¿Cómo podía imaginar, mientras oraba por el futuro de Anoushka, que se encadenaría
al tuyo?
Miró suplicante a su hermano al decirle:
– ¿Hago lo correcto, Raven? ¿O me he dejado llevar por tus palabras? Tal vez me
equivoco al pensar en una vida para ella fuera de estos muros. Al mismo tiempo, mi
experiencia me ha enseñado a saber si la vida del claustro es adecuada para una joven o si
debe vivir de manera diferente y, sobre todo, conocer la felicidad de tener un esposo y...
niños.
Un ligero temblor recorrió a Lady Marguerite cuando pronunció la última palabra, lo
cual indicó al duque que, si bien él no se había percatado antes de ello, continuaba fiel al
recuerdo del hombre con quien había estado comprometida.
Por haber conocido lo que parecía un amor completo y perfecto, nunca lo olvidaría.
– Creo, Marguerite, que contestaste tus propias preguntas y que en lo que se refiere a
la joven puedes confiar en tu instinto, que con frecuencia brinda mejor guía que la lógica
que nos ofrece nuestro propio cerebro.
Lady Marguerite sonrió.
– Gracias, Raven. Es un cumplido y me agrada pensar que tienes razón. Mi instinto
me indica que Anoushka pertenece a un mundo más amplio que el que puedo ofrecerle. Al
mismo tiempo, debes darte cuenta de que ella no sabe nada de la vida que llevas y a la cual
la conducirás.
De pronto, Lady Marguerite se levantó de la silla y agregó:
– Ahora hablamos como si todo estuviera decidido entre nosotros. Me concentré en lo
que me pedías y no razono como es debido. ¿Cómo es posible pensar en que te cases con
una muchacha a la que jamás has visto y que no te conoce?
– Ahora escuchas a tu razón y no a tu instinto. Sabes tan bien como yo que en muchos
países orientales los novios no se conocen hasta el día de la boda. Pero aunque la conociera,
dudo de que la joven, y quienes la tuvieron a su cargo, tú en este caso, rehusaran la
oportunidad de que se convierta en duquesa.
– Eso es cinismo, Raven.
– Y también un punto de vista práctico.
– Todavía no puedo explicarme cómo, después de que llegaste con una petición tan
absurda, nos hayamos sentado a discutirla como si se tratara de algo usual y frecuente.
– Puede ser algo extraño, pero no es ridículo. Y resulta que yo acudo a ti en busca de
ayuda y tú tienes precisamente lo que necesito.
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– ¡Espera! Vas demasiado rápido. Primero debes conocer a Anoushka. Después debes
decidir si puedes casarte con una joven que no tiene apellido sin que la familia haga un
escándalo porque no se la consultó.
– Pongamos las cosas en claro. ¡No pienso consultar a nadie en lo que se refiere a mi
matrimonio! Y no me importa la familia ni nadie más. Mi intención es casarme de
inmediato. No voy a explicarle mis razones, a ti ni a nadie. Sóló diré que es algo que voy a
hacer y nadie podrá impedirlo.
Había algo tan imperioso en la voz del duque y cierta inflexión que hicieron que Lady
Marguerite lo mirara con aprensión.
Por primera vez, le pareció que su hermano se mostraba implacable y cruel.
Sus ojos tenían una expresión que jamás le había visto y que la hizo comentar:
– Sin importar qué te haya lastimado, Raven, no permitas que te amargue la vida.
Hiciste muchas cosas que es imposible no desaprobar; pero siempre fuiste amable y
generoso y, como has sido feliz, brindaste felicidad a los demás.
Puso la mano sobre el brazo de su hermano.
– Sé que sufres – continuó con suavidad – pero los que son inocentes de lo que te
lastimó, no deben sufrir por ello.
– No sé a qué te refieres – respondió el duque a la defensiva.
– Creo que sí lo sabes. Y recuerda, el odio es un boomerang que siempre, con el
tiempo, vuelve para lastimarnos.
– No he aceptado odiar a nadie. Sólo intento vengar un insulto de una manera que me
parece muy efectiva.
– ¿Provocarás la infelicidad de alguien?
– Con toda sinceridad, así lo espero.
– Tú no eres así, y quizá porque has sido tan afortunado en la vida, llegó el momento
en que debes pagar, como todos, por lo que has recibido.
– Has olvidado lo que dice tu Biblia – dijo el duque, burlón – : "Ojo por ojo y diente
por diente". ¡Eso es justicia!
– Si lees unos cuantos versículos más, encontrarás que dice que debes perdonar a tus
enemigos.
– Tal vez lo haga, pero sólo después de que reciban su castigo.
Lady Marguerite suspiró.
– Tengo la sensación, Raven, de que juegas el papel de juez y verdugo, lo cual es un
error.
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– ¿Cómo puedes estar segura? Ahora lo único que deseo es conocer a Anoushka.
Al hablar comprendió que Lady Marguerite lamentaba haberle hablado de ella; que
incluso se arrepentía de las oraciones que había elevado en busca de una solución para su
problema.
El duque tomó entre las suyas una de las manos de su hermana.
– Deja de preocuparte, Marguerite. Como dices, he cometido muchos actos
reprobables en mi vida y me he ganado una reputación que, sin duda, ha escandalizado a
los miembros mayores de la familia. Pero nunca, hasta donde recuerdo, he hecho nada
sucio ni me he comportado de una forma deshonrosa con una mujer que me brindara su
confianza.
La inflexión de profunda sinceridad que contenía la voz del duque hizo que su
hermana lo mirara con atención. Entonces sonrió.
– Sé que es verdad lo que dices, Raven, así que confiaré en ti. Por supuesto, eres tú
quien debe decidir si deseas casarte con Anoushka, si ella es la persona adecuada para ti.
– ¡Así es! – exclamó el duque.
Su hermana se puso nuevamente de pie.
– Iré a buscarla. Si no es lo que esperas o lo que deseas, tendrás que buscar en otro
lugar.
El duque no contestó y cuando su hermana salió de la habitación se sirvió otra copa
de vino y fue hacia la ventana.
No veía el sol brillante, ni a las monjas que, con sus ligeros hábitos blancos, parecían
flores en el bien cuidado jardín. En cambio, le parecía tener frente a sus ojos el rostro de
Cleodel a la luz de la luna sonriéndole a Jimmy mientras lo conducía desde el balcón a su
dormitorio.
Los dedos del duque se cerraron con fuerza sobre el tallo de su copa, y sólo cuando
escuchó un leve crujido se dio cuenta de que lo había roto.
Y mientras intentaba evitar que se derramara el vino sintió deseos de tener entre sus
manos el cuello de Cleodel, para estrangularla.
Por primera vez en su vida se sentía capaz de asesinar a alguien y comprendió que lo
que deseaba era, sin duda, "ojo por ojo", como pago del asesinato de sus ideales.
Porque eso era lo que Cleodel había matado: los ideales que con su juventud y belleza
había resucitado en su interior, después de que los perdiera con su vida disipada y
aventurera.
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Porque ella se había mostrado poseedora de todo lo que él buscaba como ideal en una
mujer, la había colocado en un pedestal dentro de su corazón, que siempre había estado
vacío.
Pero lo había defraudado y la odiaba con una violencia superior a cualquier emoción
que hubiera sentido antes.
El día anterior, en el vagón que lo llevaba a París, imaginó la satisfacción que hubiera
sentido si hubiese seguido su primer impulso y saltado al balcón para entrar en el
dormitorio de Cleodel.
Hubiera golpeado a Jimmy y a ella la hubiese aterrorizado hasta que le pidieran
piedad de rodillas.
No obstante, se daba cuenta de que esa forma primitiva de venganza quizá lo hubiera
rebajado al mismo nivel de ellos.
Lo que planeaba era mucho más sutil, mucho más inteligente y mucho más doloroso.
Estaba seguro de que Cleodel ya se encontraría desconcertada y preocupada por no saber
qué había pasado y por qué no se había comunicado con ella.
Más tarde, esa misma mañana, su padre habría abierto las páginas de alguno de los
periódicos más importantes y visto el anuncio de que el matrimonio se posponía.
Al duque le hubiera gustado ver su reacción de asombro y su consternación.
Ya imaginaba las preguntas, las suposiciones, las explicaciones que el conde y
Cleodel tratarían de dar. Después enviarían una carta a la Casa Ravenstock y el conde iría
con la exigencia de verlo y de recibir una explicación.
El duque estaba seguro de que el señor Matthews seguiría sus instrucciones al pie de
la letra.
Los Sedgewick no podrían hacer otra cosa que esperar y tratar de encontrar respuesta
a todas las preguntas que deseaban hacer, mientras los regalos de boda continuaban
llegando.
El duque lanzó una carcajada. Pero no fue un sonido agradable.
Sí, la venganza que había planeado era mucho más inteligente y con ella lograría
mucho más que con la violencia física, y cuando diera el siguiente paso de su plan,
entonces sí surgirían la consternación y las especulaciones hasta convertirse en un
torbellino que envolvería a Mayfair.
Cleodel, que se encontraría en el centro de ese torbellino, adivinaría, con el tiempo, la
razón de la desaparición de su prometido.
La sonrisa se extendió sobre los labios del duque.
Escuchó que la puerta se abría a su espalda y se volvió.
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Como había estado mirando hacia la luz del sol, por un momento le resultó difícil ver
con claridad hacia el interior, pero oyó la voz de su hermana que decía:
– Aquí está Anoushka.
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CCaappiittuulloo 33
LLady Marguerite caminó hacia su hermano y al llegar a su lado, seguida por la
joven, le dijo:
– Anoushka, te presento a mi hermano, el Duque de Ravenstock.
Anoushka hizo una reverencia. Como el sol le daba en el rostro, el duque podía verla
ahora con toda claridad y no era como esperaba.
Se había sentido tan fascinado con Cleodel que suponía que cualquier joven con la
que decidiera casarse sería, de alguna manera, una réplica de ella: rostro juvenil, cabello
claro, ojos azules con ese aire de inocencia.
Pero Anoushka era muy diferente.
Era esbelta, más alta que lo común y su rostro, enmarcado por el transparente velo de
novicia, era tan especial que no recordaba haber conocido a ninguna mujer que se le
pareciera.
Era preciosa de una manera diferente y, aunque él sabía que era muy joven, no lo
parecía.
Tenía una especie de belleza sin edad, de esas que sólo pueden encontrarse en una
estatua griega o tal vez en los murales de las tumbas egipcias.
En su rostro predominaban los grandes ojos, que parecían algo misteriosos y que no
hubiera imaginado en alguien tan joven.
Al observarla se dio cuenta de que su nariz recta y clásica y sus labios, podían haber
sido esculpidos por un artista de la antigua Roma.
Lo que no esperaba, y le resultaba muy sorprendente, era que parecía vibrar con una
personalidad que sólo había visto en personas de gran distinción dentro de un ambiente
muy exclusivo.
Se percató de que de ella emanaban una fuerza y un poder que eran imposibles de
traducir en palabras; pero cuya presencia era innegable.
A la primera mirada comprendió por qué constituía un problema para su hermana y
por qué no se la debería confinar dentro de los muros de un convento.
El duque tuvo la extraña sensación de que era un pájaro exótico preso en una jaula
demasiado pequeña para él.
Barbara Cartland Esposa Intocable
~32~
Entonces se dijo que era una idea tonta. Todo lo que había pedido era una joven pura
e inmaculada y eso era lo que le ofrecían.
Como sabía que se esperaba que hablara, dijo:
– Mi hermana me ha dicho que ha vivido aquí desde hace diez años.
– – Así es, monseñor.
Notó que le daba el título reservado a los príncipes de la Iglesia y comprendió que era
un cumplido, aunque no estaba seguro de si iba dirigido a él o a su hermana.
– ¿Y ha sido feliz aquí?
– Muy feliz, monseñor.
– Tal vez el ambiente le pareció extraño, después de la vida que había llevado
anteriormente.
Anoushka no contestó y el duque comprendió que no titubeaba o que no encontraba
palabras para responder, sino que mantenía silencio con toda deliberación.
El duque miró a su hermana y Lady Marguerite dijo:
– Cuando Anoushka llegó aquí me informó que había recibido instrucciones de no
decir jamás de dónde venía y las ha cumplido al pie de la letra.
El duque deseó preguntar por qué tenía que ser tan misteriosa y entonces pensó que
ésa era la palabra para describirla. Era misteriosa, un enigma que intrigaba, aunque podía
ser en extremo irritante.
Después de un momento, observó:
– Me pregunto, Marguerite, si sería posible que charlara a solas con Anoushka. Creo
que te gustaría explicarle la razón de mi presencia aquí, pero es algo que prefiero hacer yo
mismo.
Su solicitud la sorprendió, por lo que Lady Marguerite lo miró, confusa, antes de
preguntar:
– ¿Crees que es... adecuado... hacerlo... tan pronto?
– No veo razón para esperar, además, no tengo mucho tiempo.
Los ojos de su hermano escudriñaron su rostro.
Sabía que estaba preocupada, casi angustiada. Pero al mismo tiempo, como era el jefe
de la familia y a pesar de todo lo respetaba, le era difícil rehusarse.
– Puedes confiar en mí – le aseguró el duque con una sonrisa – no haré nada que
moleste a Anoushka, ni a ti.
Lady Marguerite contuvo el aliento.
Barbara Cartland Esposa Intocable
~33~
– Es, como bien sabes, poco convencional, pero los dejaré a solas diez minutos.
Se dirigió hacia la puerta, pero antes que el duque pudiera moverse, Anoushka se
apresuró, la abrió y le hizo una reverencia mientras la Madre Superiora la cruzaba.
Después cerró la puerta con suavidad y se volvió para mirar al duque. Mantuvo sus
ojos, que eran oscuros, fijos en su rostro.
Le dio la sensación de que no lo contemplaba como un hombre apuesto y ello lo
sorprendió, ya que seguramente no había visto muchos de ellos, y menos como él.
Era como si su mirada penetrara más allá de la superficie, casi como si escudriñara su
alma.
– ¿Nos sentamos? – – preguntó el duque.
Se acercó a él con una gracia que le hizo recordar a algunas mujeres orientales a las
que había visto caminar sosteniendo jarras de agua sobre la cabeza y que, sin embargo, se
movían como reinas.
Con la mano le indicó el sofá y cuando Anoushka se sentó, con la espalda recta y los
ojos fijos en él, tomó un sillón frente a ella.
Se dio cuenta de que la joven tenía esa misma calma y serenidad que siempre había
admirado en su hermana. Después de un momento, le dijo:
– Mi hermana me ha contado su extraña historia y dice que ha decidido que ahora
que ya tiene usted dieciocho años, debería salir del convento y ver algo del mundo
exterior.
– Me gustaría mucho.
– ¿No desea tomar los votos y convertirse en monja?
– Es algo en lo que he pensado; pero es difícil emitir un juicio correcto sin haber visto
ese mundo, del cual conozco muy poco.
– Es comprensible, y como mi hermana estaba preocupada y oraba por encontrar lo
mejor para usted, creo tener la respuesta a sus oraciones y a su problema.
Esperó que Anoushka le preguntara cuál era, pero ella permaneció callada, mientras
lo miraba escrutadora como si, pensó él, sopesara cada palabra que decía.
Como deseaba sorprenderla y tal vez asombrarla, declaró de súbito:
– ¡Lo que sugiero es que se case conmigo!
Era indudable la incredulidad que expresaban sus extraños ojos y sólo después de un
largo silencio, preguntó:
– ¿Me pide, monseñor, que sea su esposa?
Barbara Cartland Esposa Intocable
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– Espero poder hacerla feliz y, en caso de que no lo comprenda, su posición como mi
esposa, la duquesa, será una de las más importantes en Inglaterra.
– ¿Y considera que soy adecuada para esa posición?
– Por supuesto, tendrá mucho que aprender; pero estaré con usted para enseñarle y
evitar que cometa errores.
Mientras hablaba, pensó que lo había propuesto como si se tratara de un negocio, de
forma demasiado seca y directa para ir dirigida a una jovencita.
Pero tenía la sensación de que Anoushka prefería escuchar la verdad de modo
directo, más que adornada con bellas frases, aun cuando no podía entender qué le había
producido esa idea.
Esperó su respuesta, en tanto pensaba con cinismo que la mayoría de las mujeres se
habrían sentido embelesadas si él intentara convertir a alguna de ellas en su esposa.
– Jamás pensé en casarme – respondió Anoushka con voz suave.
– Si no está ansiosa por convertirse en monja, entonces el matrimonio es su mejor
alternativa cuando abandone el convento.
– Es una materia que no se encuentra entre mis estudios.
– En ese caso, espero que lo medite. Deseo casarme enseguida por razones que no le
explicaré, y como estamos en París puedo proporcionarle con facilidad un guardarropa
nupcial que a cualquier mujer joven le encantaría, después de usar el hábito que ahora
lleva.
Pensó que ésa era una tentación a la cual no podría resistirse ninguna de las mujeres
que conocía.
París era el centro de la moda, y los vestidos de Frederick Worth que el duque había
comprado para muchas de sus amantes, significaban tanto para ellas como las joyas que
lucían en el cuello y en los lóbulos de las orejas.
Sin embargo, en los ojos de Anoushka no apareció la emoción que él buscaba.
– Dijo – señaló con su suave y clara voz – que me enseñará cómo ser su esposa. Pero
suponga que fracaso y usted se desilusiona.
El duque comprendió que lo consideraba como a uno de los maestros que, según le
contara su hermana, habían contratado en especial para ella, porque había dinero con qué
pagarlos.
– Me han dicho lo excepcionalmente inteligente que es usted. Así que no creo que le
resulte difícil aprender lo que a ambos nos parecerá interesante y divertido, y le aseguro
que tengo una gran experiencia en las materias que estudiaremos juntos.
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Sonrió al hablar porque le parecía una manera ridícula de describir la unión entre un
hombre y una mujer.
Pero entonces se dio cuenta de que para Anoushka todo lo que le decía era muy en
serio y que ella razonaba sobre eso.
Y de pronto comprendió que, debido a la educación que había recibido, todas sus
emociones estaban sometidas a su intelecto, por lo que se preguntó cuánto tiempo sería
necesario para que le respondiera no como a un maestro, sino como a un hombre.
Se hizo evidente que Anoushka meditaba sobre lo que le había dicho, cuando le
preguntó:
– ¿Tengo la opción de decidir o ya ha decidido la Reverenda Madre que deje el
convento y me vaya con usted, lo quiera o no?
El duque se asombró.
– Estoy seguro de que mi hermana jamás la obligaría a hacer algo que no deseara – le
respondió – También debo decirle que lo que le ofrezco es algo que la mayoría de las
mujeres se mostraría ansiosa por aceptar.
– Tengo la sensación de que cualquier otra mujer a quien usted le pidiera que fuera su
esposa, monseñor, no sería tan ignorante e inexperta como yo. Por lo tanto, le sería mucho
más sencillo cumplir con lo que usted necesitara de ella.
– Ya le he dicho que yo evitaré que cometa errores. Y como no volveremos a
Inglaterra durante un largo tiempo después de casados, tendremos oportunidad de
conocernos mejor, lo que hará todo más sencillo de lo que sería en otras circunstancias.
De nuevo se hizo el silencio. Al fin, Anoushka lo rompió:
– ¿Puedo tomarme un poco de tiempo, monseñor, para pensarlo?
– Por supuesto, pero creo que lo que quiere decir en realidad es que desea rezar.
Anoushka le dirigió una ligera sonrisa.
– Aquí, en el convento, ambas cosas son lo mismo, y es más fácil pensar en la capilla.
El duque se puso de pie.
– Muy bien. Entonces sugiero que vaya a la capilla. Yo esperaré aquí hasta que esté
lista para darme una respuesta.
Sintió que la presionaba. Pero era lo que necesitaba para cumplir su propósito, que
era llevar a cabo lo más pronto posible su venganza contra Cleodel.
– Trataré de no tomar más tiempo del necesario – respondió Anoushka con su voz
suave y tranquila.
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Lo miró directamente a los ojos mientras hablaba, hacía una reverencia y se dirigía a
la puerta.
El duque no se la abrió, se quedó inmóvil observándola alejarse, porque pensaba que
jamás había tenido una conversación tan extraña con ninguna otra mujer.
Después se dirigió hacia la ventana, que estaba abierta, como si necesitara aire.
Una vez más, a medida que planeaba su siguiente paso, que resultaría sumamente
desagradable para Cleodel, aparecía en su rostro una expresión implacable.
Antes de cinco minutos, volvió Lady Marguerite.
– Encontré a Anoushka que se dirigía a la capilla. Me dijo que iba a pensar acerca de
la proposición que le hiciste.
El duque dirigió una cínica sonrisa a su hermana.
– En verdad es poco usual que una mujer quiera rezar por una proposición que yo le
hago.
– Anoushka es diferente, como te dije antes. Y yo también lo he pensado.
– ¡Y, por supuesto, has rezado!
Su hermana ignoró el comentario y prosiguió:
– Si Anoushka decide casarse contigo, aunque siempre existe la posibilidad de que se
rehúse...
– ¿En serio, Marguerite – la interrumpió el duque – sugieres que una joven de
dieciocho años pueda negarse a convertirse en Duquesa de Ravenstock?
– Tú y yo sabemos lo que eso significa; para Anoushka es sólo un nombre. Recuerda,
Raven, que ella no sabe nada del mundo, excepto lo que ha aprendido en los libros y te
aseguro que los que entran en este lugar se seleccionan con mucho cuidado.
El duque no contestó y ella continuó:
– Para Anoushka será como llegar de un planeta lejano, donde no se sabe nada de las
cosas ordinarias que conforman tu vida diaria, como las carreras de caballos, los naipes, los
bailes, las cenas y el teatro.
Hizo una pausa antes de seguir.
– Tú y yo sabemos lo que es eso y cuando hablo de ello vienen a mi memoria los
recuerdos de lo que hemos visto y hecho. ¡Pero para Anoushka no son más que palabras de
dos o más sílabas!
Lady Marguerite se interrumpió para ver si su hermano le prestaba atención, antes de
terminar:
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– No puede, por mucha imaginación que tenga, hacerse una idea de lo que son esas
actividades o de la gente que participa en ellas.
Su hermano no contestó, así que prosiguió:
– Ahora que he tenido más tiempo para pensarlo, la idea me parece absurda. Vete,
Raven, y encuentra a otra joven que haya sido educada como lo fuimos nosotros.
Su voz se suavizó al añadir:
– Sé que algo te ha lastimado; pero no creo que el casarte con Anoushka te haga sentir
más feliz ni le brinde a ella la felicidad que merece.
– Mi intención es casarme con ella.
Había una entonación inflexible en su voz, que le indicó a su hermana que sería difícil
convencerlo de lo contrario.
– No debí haberte mencionado ese asunto. Si se va de aquí, deseo que encuentre la
felicidad.
– Y pareces muy convencida de que yo no se la podría brindar.
– Permíteme que te lo diga de otra manera. Deseo que encuentre el amor, el amor que
yo conocí con Arthur, el amor que es tan glorioso cuando un hombre y una mujer
descubren que lo han recibido como regalo de Dios.
El duque se movió inquieto por la habitación.
– ¿Y si ella no encuentra ese amor ideal que, como sabes, sólo llega a unos cuantos
seres? ¿No sentirás que la has privado de ocupar su sitio por el cual la mayoría de las
mujeres estarían dispuestas a dar sus ojos?
– Entiendo lo que dices y así es, por supuesto. Al mismo tiempo, Raven, tengo miedo.
Por primera vez en muchos años me siento confusa y no sé qué es bueno y qué es malo. Me
haces perder la confianza en mí misma.
– Escúchame, Marguerite. Vine a pedirte ayuda y me has proporcionado la que
deseaba.
Lady Marguerite desafió al duque con la mirada, y luego, como si no pudiera
combatirlo más, cedió.
– Muy bien, Raven, te permitiré que te cases con Anoushka, si ella está de acuerdo,
con una condición.
– ¿Cuál?
– Debido a que eres un hombre de mucha experiencia, mundano y con bien ganada
reputación, quiero que me des tu palabra de honor, que sé no romperás, de que te casarás
Barbara Cartland Esposa Intocable
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con Anoushka sólo de nombre y que ella permanecerá durante tres meses, según tus
propias palabras, pura e inmaculada, antes de hacerla tu esposa.
– ¿Te parece que es una medida acertada? Yo siempre pensé que para que un
matrimonio tenga oportunidad de ser un éxito, debe iniciarse como es debido.
– El matrimonio que pretendes no es normal desde un principio. No es normal que
llegues aquí y exijas una esposa que ha sido educada como novicia.
Su voz se agudizó al proseguir diciendo:
– Tampoco es normal que una persona en nuestra posición se case con alguien que no
es de su clase o, si lo prefieres, de su círculo social y, sin duda, no es nada común que
encuentres esperándote, como por obra del destino, a una chica como Anoushka.
Como el duque no respondió, Lady Marguerite insistió:
– Prométemelo, Raven, por favor, prométemelo. Así harás que la paz vuelva a mí y
creo que, con el tiempo, eso los ayudará a ti y a Anoushka a lograr un mejor entendimiento
mutuo.
Su voz se quebró al añadir:
– Porque te quiero, siempre he deseado que encuentres la felicidad de una manera
muy diferente a como lo has hecho hasta ahora.
– No es sabio pedir demasiado.
– Bueno, pero ni tú ni yo nos conformaríamos con algo menos que lo mejor.
– Es verdad – contestó el duque.
Y pensó que eso había estado a punto de aceptar con Cleodel: algo menos que lo
mejor, aunque bien disfrazado para engañarlo.
Recordó lo cerca que había estado de convertirla en su esposa y lo que habría sentido
más tarde, cuando descubriera que lo habían traicionado y no pudiera hacer nada. Sintió
que debía estar más agradecido que furioso.
– ¿Necesitas dinero, Marguerite? – preguntó de pronto – Supongo que debo
expresarte mi gratitud, como siempre.
Lady Marguerite negó con la cabeza.
– Todavía soy una mujer muy rica, Raven, que es una de las razones por las que me
permiten manejar el convento casi a mi total arbitrio. Pero me puedes agradecer con tu
promesa, que todavía no me das.
– Muy bien, lo prometo.
– Y puedes romperla sólo si Anoushka te lo pide.
– Gracias – respondió el duque, con sarcasmo.
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Y pensaba que jamás había conocido a una mujer que no lo invitara, con cada palabra
que le decía, con cada mirada y cada movimiento de sus labios, a besarla y algo más.
Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes que Anoushka siguiera el ejemplo de todas
sus predecesoras, con excepción, por supuesto, de Cleodel.
¡Pero ella tenía a Jimmy!
El debió enamorarla mientras le pedía prestados sus caballos a su padre. Y quizá
todas las noches que habían pasado en Londres había utilizado la escalera para subir a su
balcón y compartir su cama.
Una vez más, el duque vio todo rojo y sintió que la rabia hacía presa de él.
Entonces oyó que llamaban a la puerta.
– ¡Adelante! – ordenó Lady Marguerite.
Era Anoushka. Entró en la habitación, cerró la puerta y caminó, sin apresurarse, hacia
donde se encontraba Lady Marguerite.
Hizo una pequeña reverencia y se quedó de pie, derecha y tranquila, esperando
recibir permiso para hablar.
Lady Marguerite la miró.
– ¿Has encontrado la respuesta que buscabas, Anoushka?
– Sí, Reverenda Madre.
– ¿Quieres decirme cuál es?
– He decidido que me gustaría aceptar la proposición de monseñor, pero sólo si
usted, Reverenda Madre, me considera capaz de cumplir los requisitos necesarios para
ocupar la posición de su esposa.
– Estoy segura de que lo harías de forma muy adecuada, querida.
Lady Marguerite miró a su hermano, quien se sentía como si tomara parte en una
obra de teatro, en la cual no estaba seguro de si su papel era el de héroe o el de villano.
El duque se acercó a ellas, tomó la mano de Anoushka y se la llevó a los labios, con
respeto.
– Me siento muy honrado de que me haya aceptado como esposo y haré todo lo que
esté en mis manos por hacerla feliz.
AAl volver a su casa en los Campos Elíseos, el duque envió a buscar a su
secretario, el señor Jacques Tellier, quien manejaba todas sus posesiones francesas, y le
hizo saber lo que requería.
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Cuando escuchó que el duque deseaba casarse a la mañana siguiente, el señor Tellier
se sorprendió mucho, pero no dijo nada.
– Felicitaciones, señor duque – fue su cortés respuesta – Enseguida haré los arreglos
para la ceremonia civil. – Después habrá una sencilla ceremonia en la capilla del convento
del Sagrado Corazón.
Recordó que antes de dejar el convento, había comentado a su hermana:
– Supongo que Anoushka es católica.
– Asiste a nuestros servicios y recibió instrucción del padre que oficia en el convento.
– ¿Qué quieres decir? – preguntó el duque, para quien la respuesta resultaba evasiva.
– Siempre tuve la impresión de que antes de venir aquí, a Anoushka la educaron
dentro de la iglesia ortodoxa rusa. – Su nombre es ruso, así que su madre pudo haber sido
rusa. Pero ella te habrá dicho algo.
Lady Marguerite suspiró.
– Como ya te dije, aunque Anoushka tenía sólo ocho años cuando llegó aquí, había
recibido instrucciones de no hablar nunca de la vida que había abandonado, y debido a
que es tan diferente a las demás criaturas, lo ha cumplido.
– ¿No te ha dicho nada?
– Nada, ni de su religión, ni de dónde vivía, ni quiénes eran sus padres... ¡nada!
– ¡No puedo creerlo!
– Es increíble. Primero pensé que como aún sufría por la separación, no debía
presionarla para que me dijera nada, porque todo surgiría con el paso del tiempo.
– Pero no fue así.
– Jamás ha dicho una palabra, ni mostró señal de reconocer nada, ni de saber algo
más de lo que aprendió aquí.
– Me es difícil creerlo.
– También a mí, pero como te he dicho, es diferente a todos los niños que he
conocido.
– Así que tú crees que su religión es la ortodoxa rusa. – Sólo lo supongo.
– En realidad es muy extraño. Supongo que no se opondrá a casarse en la iglesia
católica con un protestante.
– Se lo preguntaré, aunque no creo que se oponga. Sin duda ya sabe que no eres de
esta fe, porque aquí todos están enterados de que yo cambié de religión cuando llegué a
Francia. Sonrió antes de añadir:
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~41~
– Como comprenderás, las novicias jóvenes siempre están muy interesadas en saber
cómo fue mi vida cuando tenía su edad.
– ¿Y se lo dices?
– Les digo lo que es bueno que sepan – contestó Lady Marguerite y él se rió.
Al dejar el convento, el duque envió a un lacayo a uno de los más exclusivos talleres
de confección de París.
No valía la pena pedirle al señor Worth un vestido, pues él diseñaba modelos
originales para cada una de sus clientes.
Eso, decidió el duque, lo harán después. Por lo pronto deseaba que cuando Anoushka
dejara el convento abandonara el hábito de novicia y se convirtiera, aunque fuera
superficialmente, en una joven de mundo y llevara el tradicional vestido de novia.
"Será el comienzo de su nueva vida", pensó, "y así deseo que continúe".
La presencia de Anoushka no era indispensable para la ceremonia civil, así que el
duque asistió a ella con su secretario como representante de la novia.
Cuando los documentos quedaron listos y sellados, el oficial le estrechó la mano
calurosamente y le deseó una larga vida y muchos hijos.
El duque se preguntó lo que opinaría el francés si supiera que había prometido que
su esposa se conservaría pura e inmaculada durante los tres primeros meses de
matrimonio, tal como había salido del convento.
Esa noche, cuando se retiró a dormir, se dijo que, en un sentido, era una buena idea.
No deseaba tener relaciones con nadie por el momento y pensó que incluso besar los
labios de Anoushka le haría recordar a Cleodel y la pasión que había sentido por ella.
"¿Cómo podré olvidarla?", se preguntó, y sintió que lo perseguiría como un fantasma
durante el resto de su vida.
Cuando bajó a desayunar envió por el señor Tellier y le dio instrucciones para enviar
una nota a los periódicos franceses con la solicitud de que se telegrafiara la noticia a
Londres.
Era el momento que esperaba y el punto principal de su venganza.
Había escrito la nota con mucho cuidado.
Su señoría, el Duque de Ravenstock, se casó ayer en una sencilla ceremonia en
París. El duque y la duquesa, después de pasar unos días en la capital francesa,
continuarán su viaje de bodas por el sur de Francia, hacia Niza.
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El duque la había escrito con su puño y letra, después la leyó y releyó para asegurarse
de que era lo que deseaba.
Lo único que hubiera querido era ver y escuchar la consternación que el anuncio
produciría cuando se publicara en los periódicos ingleses.
Al principio, pensó, sus amigos no lo creerían.
Después se darían cuenta de que había algo extraño, ya que estaba muy reciente la
noticia de que su boda con Cleodel se había pospuesto.
No tardarían en descubrir que la novia no era la hija del Conde de Sedgewick.
Entonces los rumores se esparcirían en Mayfair como la pólvora.
¿Qué pudo haber sucedido?"
¿Quién pudo ser ella?"
"¿Por qué no se le dio ninguna explicación a los Sedgewick?"
"¿Cómo pudo el duque, por voluble que sea, tratar así a Lady Cleodel?"
Ni siquiera sus amigos más cercanos, corno Harry, sabrían la verdadera respuesta;
quizá sólo Jimmy sospecharía la razón de su desaparición de Londres y su rápido
matrimonio con otra mujer.
Estaba seguro de que las mujeres que se habían sentido celosas de Cleodel por
obtener éxito donde ellas habían fracasado y a quienes ella disgustaba porque era joven y
bonita, empezarían poco a poco a adivinar lo que había sucedido.
¿Por qué habría él de huir, si eso era contrario a su manera de ser, a menos que
hubiera tenido una buena razón para hacerlo? La respuesta sólo podía estar en la mujer
que abandonaba.
Era una venganza sumamente cruel y dolorosa porque Cleodel no podría decir ni
hacer nada.
Todo había sucedido con demasiada rapidez, para que pudiera fingir que había sido
ella quien cambiara de parecer en el último momento; ni siquiera podría alegar que ella y
el duque habían reñido.
Al principio estaría demasiado aturdida para que ella, o sus padres, pudieran
encontrar una excusa creíble al súbito cambio de planes y el duque no dudaba de que lo
único que podrían hacer era salir de Londres y retirarse al campo.
Eso significaría que, de nuevo, Cleodel no asistiría a los bailes en los cuales había sido
una brillante figura.
Tampoco podría asistir a las demás actividades que eran parte de la temporada social.
Por supuesto, tenía a Jimmy.
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Pero el duque, con cinismo, suponía que Jimmy tendría graves sospechas sobre la
razón de su ausencia y no haría ningún esfuerzo por consolar a la joven, a la que tan
hábilmente había adiestrado.
Era una venganza, se felicitó a sí mismo, que pocos hombres hubieran tenido la
inteligencia de preparar, y aun menos la audacia de llevar a cabo.
Para asegurarse de que nada saliera mal, envió a su secretario de regreso a Londres
para que le confirmara que los periódicos habían publicado el anuncio, tal como él lo había
redactado.
Después de pasar dos días en la Casa Ravenstock, debía regresar para rendirle un
informe de lo ocurrido.
– ¿Y si alguno de los amigos de su señoría desea visitarlo en París, qué les digo,
señor? – preguntó el secretario.
– Dígales que estoy de viaje de bodas y no necesito la compañía de nadie más que de
mi esposa – indicó el duque – Y no conteste ninguna pregunta que le hagan acerca de ella,
por mucho que lo presionen.
Como quería asegurarse de que no tendría, en efecto, nada que decir, lo hizo salir de
París antes de la ceremonia y se preguntó en qué forma lo abordaría el conde, vacilante
entre la furia y el soborno, con el objeto de obtener la información que deseaba.
En el rostro del duque apareció una expresión que su hermana habría calificado de
cruel, cuando, resplandeciente en su ropa de etiqueta para la boda, su carruaje lo conducía
por los Campos Elíseos.
Como estaba decidido a comenzar su matrimonio con Anoushka con lo que
consideraba "el pie derecho", lucía la Orden de la Jarretera sobre el hombro.
La jarretera también brillaba bajo su rodilla y, cuando se vio en el espejo antes de
salir, pensó que era una lástima que Cleodel no pudiera verlo y darse cuenta de lo que se
había perdido.
Ahora comprendía que, bajo su suave y tierna apariencia, no era más que una
ambiciosa oportunista decidida a llegar hasta el punto más alto de la escala social, que
tantas otras habían deseado sin lograr alcanzar.
¡Y ella casi lo había conseguido!
Eso era lo que enfurecía más al duque: saber que él, que siempre se había
enorgullecido de su cerebro, de su intuición y casi infalible percepción cuando se trataba
de fingimientos, hipocresía y engaños, hubiera caído en una de las trampas más viejas del
mundo.
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No había hombre que no se sintiera protector y caballero con una muchacha joven e
inocente; no había hombre que no se soñara un paladín de brillante armadura, preparado
para combatir y matar al dragón que atemorizaba a la virginal doncella.
El duque se escarnecía a sí mismo por haber sido tan ingenuo; pero Cleodel, en
realidad, había interpretado su papel con mucha inteligencia y, por supuesto, Jimmy había
sido un excelente maestro.
"¡Malditos! ¡Malditos!", hubiera querido gritar pensando con qué cuidado debieron
planear cada paso de un juego en el cual él era el premio a ganar.
Sin embargo, sabía que ahora que había logrado ser el último en reír, su venganza
marcaría a Cleodel tanto como si los puritanos le hubieran puesto la "A" de adúltera a
fuego sobre su blanca piel.
Podía verla de nuevo, con la luz en los ojos y una radiante sonrisa en los labios, al
mirar a Jimmy en el balcón y comprendió que, hasta ese momento, su venganza no le había
ayudado a olvidar.
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CCaappííttuulloo 44
EEl duque esperó en el elegante salón de su residencia a que Anoushka bajara a
cenar.
Una vez más lucía la elegante ropa de etiqueta con la que se había casado, aunque sin
las condecoraciones, ni la Orden de la Jarretera.
Mientras bebía una copa de champaña pensó que era indudable que su boda había
sido bastante extraña y del todo diferente a como siempre pensó.
La boda que había planeado con Cleodel habría sido uno de los principales
acontecimientos sociales de la temporada; la iglesia de San Jorge hubiera estado repleta de
la gente más distinguida del país y a la cabeza de los invitados estarían el Príncipe y la
Princesa de Gales.
La reina habría enviado su representante y numerosos miembros de varias familias
reales europeas estarían presentes, lo que significaría que tan distinguida ocasión se
comentara durante largo tiempo.
La recepción en la Casa Ravenstock habría llenado el salón de baile y, como algunos
de sus invitados preferirían pasear por el jardín, hacía meses que sus jardineros trabajaban
sin descanso para conservarlo perfecto.
En cambio ahora, los únicos testigos de su boda con Anoushka fueron su hermana
Marguerite y una anciana monja que tocó el órgano con notable habilidad.
Había pensado que las demás monjas del convento estarían presentes. Más tarde se
dio cuenta de que ello las distraería de una vida tranquila y quizá haría surgir ideas
inquietantes en el espíritu de las novicias.
Así que al llegar al convento una monja lo condujo directamente a la capilla, donde su
hermana lo esperaba.
– Creo que te gustará saber, Raven, que el arzobispo de París ha venido
especialmente para casarte. Lo ayudarán nuestro sacerdote y dos acólitos. Por lo demás,
sólo nosotros estaremos en la capilla.
El duque sonrió.
– Una ceremonia sencilla, Marguerite, tal como la deseo.
– Entra, yo iré a buscar a Anoushka.
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El duque fue hacia el interior de la capilla, que le dio la sensación de estar perfumada
por la fe de los que acudían a ella a rezar.
El arzobispo y el otro sacerdote vestían casullas exquisitamente bordadas,
seguramente por las monjas del convento, el altar estaba cubierto de flores.
El órgano tocaba suavemente y cuando sólo llevaba unos minutos esperando, su
hermana avanzó por el pasillo con Anoushka a su lado.
El duque se volvió para mirarlas y comprendió que, al lucir el traje de novia que le
había enviado, Anoushka usaba, por primera vez desde que tenía ocho años, ropa que no
fuera de novicia.
El vestido tenía suaves drapeados al frente, que en la parte de atrás se unían a las
capas de gasa que formaban tanto el polisón como la cauda.
También había ordenado un fino velo de encaje que cubría su rostro y en la cabeza
lucía una corona de azahares.
No llevaba el ramo que le había enviado sino un libro de oraciones con cubierta de
madreperla que, el duque sospechó, pertenecía a su hermana.
Notó que Anoushka caminaba orgullosa, con la cabeza erguida, y sus ojos no miraban
al suelo, como era lo usual en las novias que se acercaban al altar y al novio.
En cambio, a través del velo, podía notar que lo observaba, y se preguntó qué
pensaría.
La ceremonia se inició y, como era una boda de religiones mezcladas, fue muy breve.
El arzobispo los bendijo con tanta sinceridad que avergonzó al duque.
Su matrimonio se llevaba a cabo por un acto de venganza y no podía olvidar las
palabras de su hermana sobre sus deseos de que Anoushka encontrara el amor, como el
que ella había conocido con Arthur Lansdown.
"Seré gentil con ella y le daré todo lo que desee", prometió el duque, pero al mismo
tiempo sabía que hacía algo en extremo deshonesto.
Cuando la boda terminó y el duque salió de la capilla con Anoushka de su brazo,
comprendió que su hermana esperaba que se marcharan enseguida.
– El carruaje espera, Raven, y sólo puedo ofrecerles mis mejores deseos y rezar
porque ambos sean muy felices.
Miró al duque mientras hablaba y él entendió el mensaje silencioso. La besó primero
en la mejilla y después en la mano.
– Gracias, Marguerite.
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Ayudó a Anoushka a entrar en el carruaje cerrado que los esperaba y tan pronto
iniciaron la marcha se volvió para mirar a su esposa, pensando que hasta ese momento no
había tenido oportunidad de hacerlo.
Tenía el velo echado hacia atrás, así que podía ver su cabello por primera vez. Le
pareció que era oscuro, pero observó que tenía un tono indefinido, y difícilmente podía
clasificarlo.
Tal vez, pensó, era el resultado de que sus padres fueran de diferentes
nacionalidades. Parecía tener rayos plateados contra un tono que no era ni oscuro ni claro
y le hacía pensar en las cenizas de un fuego apagado.
Una vez más comprendió lo diferente que era su belleza de la de todas las mujeres
que había conocido.
Mientras la observaba, sus ojos se encontraron y ella preguntó ansiosa:
– ¿Me... veo... bien? Me siento... muy extraña, y cuando vi el vestido por primera vez,
sentí deseos... de reír.
– ¿De reír?
Le sonrió como nunca la había visto hacerlo y de pronto su rostro pareció iluminarse
y transformarse.
– Me pareció gracioso que un vestido tuviera tantos adornos atrás y tan pocos al
frente – le explicó.
– Así es el estilo impuesto por el señor Worth, quien es el actual rey de la moda.
Se dio cuenta de que Anoushka lo miraba como si no hablara en serio.
– ¿Quiere decir que un hombre confeccionó este traje?
– Lo diseñó – la corrigió el duque – pero tiene más de cien personas que trabajan para
él.
Anoushka se rió y a él le pareció un sonido muy hermoso, claro y espontáneo, por
completo, diferente a la risa afectada de las otras mujeres que conocía.
– No me puedo imaginar a un hombre diseñando vestidos para mujeres; pensé que
era una ocupación decididamente femenina.
Fue el duque quien rió ahora y ella agregó:
– Anoche pensaba en que tengo muchas cosas que aprender, pero si todas van a ser
como mi vestido, me resultarán muy divertidas.
Era verdad, pensó el duque, y si Anoushka se sorprendería de lo que veía y oía, él
estaba asombrado por sus reacciones ante el nuevo mundo, ya que, como decía su
hermana, era como si llegara de otro planeta.
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La primera vez que hablaron estaba vestida de novicia y se comportaba con gran
seriedad ante la disyuntiva de casarse o no con él.
Por lo tanto, había supuesto que tendría esa misma actitud ante todo lo que fuera
descubriendo, como si fuera una atenta alumna recibiendo una importante lección.
Sin embargo, había tantas cosas que parecían divertirla que pronto el duque se unió a
sus risas y la tarde pasó de una manera muy diferente a lo que había esperado.
Descubrió que, cuando estaba animada, en especial cuando reía, su rostro adquiría
una nueva belleza que lo intrigaba, mientras que el brillo de sus ojos nublaba por
momentos el misterio que se adivinaba en ellos.
Pero más que nada, le encantaba el sonido de su risa.
A media tarde, de pronto recordó que Cleodel casi no reía y, cuando lo hacía, su risa
era sólo un titubeante y bajo sonido, como si lo obligara a salir de sus labios, del mismo
modo que fingía una voz tímida, juvenil y un tanto nerviosa.
Al pensar en ella, el duque frunció el ceño y sus labios se comprimieron.
Anoushka, que en ese momento estaba admirando las pinturas que había en la casa,
se volvió para hacerle una pregunta acerca de una en especial, sobre la cual habían
discutido, pero las palabras murieron .en sus labios.
– ¿Qué... dije... de malo? – preguntó.
– No escuché lo que me preguntabas – confesó el duque.
– Pero... estás molesto.
– No contigo – le contestó con rapidez – Fue sólo por algo que pensé.
Trató de cambiar su expresión y trató de sonreír, pero se dio cuenta de que Anoushka
lo miraba de la misma forma en que lo había hecho en el convento, sintió que penetraba en
su mente y ahondaba en su alma.
Como no podía evitar sentir curiosidad, le preguntó:
– ¿Qué piensas?
Ella no le respondió y volvió la cabeza para mirar el cuadro.
– Te hice una pregunta, Anoushka.
– No... no deseo... responderla... porque puede ser... algo que no quieras escuchar.
– Creo que ahora y para siempre debemos establecer que, ya que estamos casados,
sería un error no ser sinceros el uno con el otro. Me has pedido que te enseñe, así que
tendré que decirte con franqueza si dices o haces algo mal y espero que ello no te ofenda.
– No, por supuesto que no.
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– Y lo mismo aplica para mí. No me ofenderé ni me perturbará nada que me digas y
te pido que seas sincera. Lo único que no toleraré es que me mientas.
Hablaba casi con furia al recordar cómo le había mentido Cleodel.
– No mentiré. Y la respuesta a tu pregunta es que lo que pensabas era... feo y, en
cierta forma... te rebaja.
– ¿Qué quieres decir?
– Se te ve magnífico, pero no es sólo tu apariencia. Creo que eres noble, amable y
compasivo, por eso es que accedí a... casarme contigo.
Hizo una pausa y como el duque no encontraba cómo responderle, prosiguió:
– Pero ahora parecías... diferente y pensé... que hay algo que debes controlar y
superar.
El duque quedó sin habla.
Anoushka se dirigía a él de una manera casi impersonal y se percató de que era la
forma en que él se dirigía a ella.
No había nada íntimo en ello, nada del suave encanto que podía esperarse que
existiera entre un hombre y una mujer, aunque no hubiera entre ellos ninguna atracción
especial.
En cambio, era un razonamiento lógico y desapasionado, y él tenía suficiente
inteligencia para reconocerlo así.
– Comprendo lo que dices y te agradezco tu sinceridad.
– Eres como tus cuadros y no puedo tolerar la idea de que ninguno de ellos sufra
algún daño.
Y como si el tema ya estuviera agotado, le hizo preguntas acerca de varios finos
ejemplares de porcelana rosa de Sévres; el duque le relató la historia de cómo madame
Pompadour había iniciado una industria de porcelana china.
Lo escuchó con atención y después comentó:
– Leí un poco acerca de madame Pompadour en uno de mis libros de historia, pero
cuando le pregunté al maestro quién era ella, se negó a contestarme y dijo que era una
mujer de la que yo no debía ocuparme. ¿Por qué sería?
El duque pensó que ése era un obstáculo que tendría que saltar tarde o temprano, así
que contestó.
– Era la amante de Luis XV.
– ¿Y qué significa eso?
– ¿No tienes idea?
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– No muy clara. En los libros de historia de Francia parece haber muchas mujeres que
tuvieron gran poder, pese a que no pertenecían a la aristocracia. ¿Cómo voy a entender, si
nadie quiso explicármelo, por qué eran tan importantes?
El duque lo pensó durante un momento y después dijo:
– Los reyes de Francia, como los reyes de todos los demás lugares, eligen sus esposas
por razones políticas, de modo que la unión de dos familias reales fortalezca su trono o su
país.
Hizo una pausa.
– Pero como también son hombres con deseos normales, los reyes suelen elegir
mujeres atractivas para que les hagan compañía.
Al decir aquello, escudriñaba el rostro de Anoushka y, por la expresión de sus ojos,
adivinó que intentaba comprender con exactitud lo que le decía.
– ¿Así que el rey ama a la mujer que es su amante?
– Por lo general. Y Luis XV no sólo amaba a madame Pompadour, sino que le era fiel,
lo cual no es usual.
– ¿Quieres decir que algunos reyes tienen más de una amante?
– Me ocuparé de que leas algo acerca de Carlos II de Inglaterra, quien tuvo muchas
amantes, todas ellas muy hermosas. Una de las más importantes fue una francesa. En mi
casa de la campiña tengo un retrato de Louise de Keroualle, que es uno de los mejores que
se pintaron.
Anoushka guardó silencio. Después preguntó:
– Si los reyes tienen amantes, ¿también los hombres comunes las tienen?
– Sólo si pueden pagarlo.
– ¿Son costosas? ¿Por qué?
– Una amante espera que se le recompensen sus servicios – comenzó a explicar el
duque.
– ¿En qué consisten esos servicios? – lo interrumpió Anoushka.
El duque lo pensó durante un momento. Le parecía que sería un error ahondar tan
rápido en esa conversación. Sin embargo, comprendía que habría que hacerlo tarde o
temprano, ya que era parte del mundo en que viviría Anoushka.
– La amante trata de corresponder a las atenciones de su protector lo mejor que puede
y, como aprenderás, Anoushka, espera que se le pague con dinero o con joyas por los besos
y otras muestras de afecto que el hombre le solicite.
Anoushka lo pensó en silencio, después comentó:
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– Me parece... extraño. Siempre pensé que el amor era algo que se daba sin esperar...
ningún pago por él.
El duque apreció la brillantez de su mente, pero dijo:
– Sugiero que dejemos este tema. No es algo que debamos discutir el día de nuestra
boda.
Anoushka lo miró.
– Me parece que lo que quieres dar a entender es que has tenido amantes y no deseas
que yo sepa sobre ellas.
– Si las tuviera, no es algo que discutiría con mi esposa.
Su voz era dura y comprendió que había cometido un error.
– Lamento... si hice... algo mal – dijo humildemente Anoushka – pero... dijiste... que
debíamos ser... sinceros... el uno con el otro.
El duque se sintió como si hubiera entrado en un laberinto y no encontrara la salida.
– Y lo decía en serio, sólo que en este día especial quiero que conozcas cosas bellas,
como mis cuadros y muchos otros objetos de esta casa.
– Entiendo y todo lo que me dices me interesa.
El duque sabía que era verdad y un poco más tarde, después de haber dado a
Anoushka una serie de explicaciones en las que consideró haber desplegado una gran
habilidad, le dijo:
– Mañana deseo llevarte a que conozcas al señor Worth para que te diseñe algunos
vestidos que expresen tu personalidad. Sólo él puede hacerlo y ésa es la razón de que se le
considere un genio.
Al ver que Anoushka parecía complacida, prosiguió:
– Más tarde, cuando subamos a cambiarnos para la cena, encontrarás varios vestidos
que ordené para que uses hasta que estén listas las creaciones de Worth y espero que los
sombreros y demás accesorios que los acompañan sean de tu agrado.
– Y yo espero que haya alguien que me enseñe a usarlos.
– Una experimentada doncella lo hará y un peinador, el más famoso de París, vendrá
a arreglarte el cabello; creo que pronto empezarás a sentirte una persona diferente a la que
has sido durante los últimos años.
– ¿Un peinador?
El duque sonrió.
– ¡Sí, otro hombre! Henri es el peinador más famoso de París. Aparte de ser difícil
obtener sus servicios, cobra sumas astronómicas por ellos.
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– Veo que es algo muy costoso ser una dama de sociedad. Sólo espero que pienses
que lo valgo.
Debido a que sus ojos eran tan expresivos el duque pudo leer sus pensamientos:
pensaba que al aceptar tanto de él, era como si fuera su amante.
Se preguntó lo que diría si le explicaba con exactitud lo que se esperaba de una
amante, y también de una esposa.
Entonces recordó la promesa que había hecho a su hermana y pensó que como tenían
ante sí tres meses de castidad, sería un error hablar ahora de temas que podrían hacer
difícil mantener esa promesa.
LLa puerta del salón se abrió para dar paso a Anoushka. Lucía otro bello vestido
que la favorecía, aunque no tenía ese toque especial que sólo Worth podía dar.
Era de tul rosa en un tono muy suave, con polisón y los hombros al descubierto; el
duque notó por primera vez que eran de un blanco aperlado.
Estaba tan adorable cuando caminaba hacia él que sintió deseos de aplaudirla.
Henri había creado una obra de arte con su cabellera. La había enrrollado alrededor
de su rostro en el estilo que la Princesa de Gales había puesto de moda en Inglaterra, lo que
acentuaba ese aire griego que el duque notó en ella desde la primera vez que la vio.
Al mismo tiempo, pensó que aunque no tenía nada del encanto juvenil en rosa y
blanco, casi infantil, de Cleodel, también parecía muy joven, pura e inmaculada, de una
forma que era más espiritual que física.
Se dirigió hacia él y al llegar a su lado se rió.
– Tenías razón. Me siento como si no fuera yo. Al verme en el espejo pensé que se
trataba de alguna extraña. Pero hay algo que me inquieta.
Su risa se desvaneció y lo miraba con nerviosidad.
– ¿Qué es?
– ¿Es correcto y no... impúdico... que cubra tan poco... mis brazos y mi pecho?
– Descubrirás – le contestó – que, por el contrario, parecerías muy extraña si tus
vestidos de noche no fueran como el que llevas, hasta con escote más profundo.
– ¿Cuál es la razón? – preguntó Anoushka – Si hace más frío en la noche que en el día,
sería más sensato que fueran más cubiertos, sobre todo, durante el invierno.
– Pero no serían tan atractivos. Cuando veas un salón de baile lleno de mujeres
vestidas como lo estás tú ahora, te darás cuenta de que se ven hermosas, como cisnes que
se deslizan sobre el agua, y los hombres que las acompañan admiran la blancura de su piel.
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No esperó la respuesta de Anoushka y prosiguió:
– Como yo admiro la tuya. Tengo un regalo para ti. Tomó un estuche de terciopelo de
la mesa que estaba a su lado y se lo entregó.
– ¿Es... para mí?
– Mi regalo de bodas. Y como nos casamos con tanta premura, tengo el gusto de
decirte, que tenemos que escribir cartas de agradecimiento por flores, bandejas o
candelabros de plata que no necesitamos.
– ¿Es lo que la gente suele enviar cuando uno se casa?
– Por docenas – respondió el duque mientras pensaba en los regalos que habían
quedado en la Casa Ravenstock.
– ¿Y el novio y la novia se dan regalos? Yo no tengo nada para ti.
– Podrás comprarme uno después, si quieres.
– Pero... no tengo dinero.
– ¿No te explicó mi hermana que eres una mujer muy rica?
– ¿Es... verdad? Entonces... pa...
El duque se dio cuenta de que había estado a punto de pronunciar la palabra "papá",
pero se detuvo.
– Me gustaría que terminaras esa frase, Anoushka.
Ella negó con la cabeza.
– Me pareció que ibas a hablar de tu padre.
Anoushka contemplaba el estuche que tenía en las manos. Lo abrió y encontró un
juego de collar, brazalete, pendientes y anillo de brillantes.
El duque comprendió que no intentaba responderle.
– Espero que te complazcan – le dijo – Son tuyos; además, hay una extensa colección
de joyas finas pertenecientes a la herencia que usan todas las Duquesas de Ravenstock.
– Son. . muy hermosos, y jamás pensé poseer nada así, a pesar de que he visto joyas
en libros y cuadros.
– Estas son tuyas y te enseñaré cómo usarlas.
Le colocó el collar alrededor del cuello y con relativa facilidad, lo cerró, en tanto
pensaba en las innumerables veces en que había obsequiado collares a mujeres ansiosas
por poseer joyas, mientras que en esta ocasión, era la primera vez que lo ofrecía a una
mujer que jamás había tenido uno.
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Cuando le colocaba el segundo pendiente, se dio cuenta de que Anoushka podía
verlo reflejado en el espejo que estaba sobre la chimenea y observaba lo que hacía.
Entonces lanzó una de sus espontáneas y alegres risas al decir:
– Si tuviera una corona, me sentiría como una reina.
– ¿Insinúas que deseas una tiara?
Antes de responderle, lo miró para ver si hablaba en serio.
– No podría pedir nada más, pues has sido ya muy generoso conmigo, y sé lo que es
una tiara. ¿Tendré que usarla cuando asistamos a las fiestas, ahora que soy tu esposa?
– Sin duda. En Londres, todas las mujeres llevan tiara en los grandes bailes y
recepciones y, en especial, cuando cenan en la casa Marlborough, con el Príncipe y la
Princesa de Gales.
Por un momento le pareció que Anoushka se ponía nerviosa. Pero entonces comentó,
como para calmarse ella misma:
– Bueno, en realidad no es más que un sombrero enjoyado.
El duque rió.
– Muy buena descripción, pero no hay motivo para ponerse nerviosa. Yo te diré lo
que debes usar en cada ocasión.
– Eso es lo que espero que hagas, y me gustará. Ahora que ya has elegido los vestidos
que tengo, me pregunto cómo sabes tanto sobre lo que debe usar una mujer, cuando estoy
segura de que la mayoría no tiene ni la menor idea de cómo debe vestirse un hombre.
Hablaba como si pensara en voz alta y después añadió, apresurada:
– No contestes. Estoy segura que digo tonterías. Sin embargo, me pareció extraño,
pues como siempre viví entre mujeres que no saben de los hombres, jamás se me ocurrió
pensar que ellos supieran algo de nosotras.
– No acerca de las monjas, sólo acerca de las mujeres ordinarias con las cuales yo,
como la mayoría de los hombres, solemos pasar mucho tiempo disfrutando de su
compañía.
– ¿Por qué?
– Porque las mujeres me parecen muy atractivas, me gusta mirarlas, admirarlas y.. .
El duque titubeó. Después corrió el riesgo.
– ...algunas veces, hacerles la corte.
– ¿Aunque no estén casados?
El duque asintió con la cabeza.
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– Entonces, ¿las damas a quienes cortejas son tus amantes?
– No siempre. Y como te dije, creo que hoy es demasiado pronto para entrar en
detalles de un asunto tan complicado.
Pensaba que le resultaría difícil expresar con palabras la diferencia entre una amante
cortesana y una dama con quien se sostuviera un romance.
Sin embargo, se salvó de responder a más preguntas de Anoushka, ya que cuando
terminaba de abrocharle el brazalete, el mayordomo anunció que la cena estaba servida.
Después de disfrutar de los excelentes platillos que les sirvieron en el comedor
alumbrado con velas, sobre una mesa decorada con flores blancas, el duque no se
entretuvo en beber su oporto, prefirió acompañar a Anoushka al salón.
– – Como la noche todavía es joven, pienso que te gustará visitar algunos de los
lugares de diversión de París. Hay muchos de los que estoy seguro, jamás habrás oído
hablar y mañana podríamos ir al teatro.
Los ojos de Anoushka se agrandaron.
– ¿En realidad podemos hacerlo?
– Nada podría impedírnoslo, a menos que tú no quisieras ver alguna obra o escuchar
una ópera.
– ¡Me encantarían ambas cosas!
– Se cumplirán tus deseos. Esta noche te llevaré a un restaurante donde también se
baila y se puede cenar.
– ¿Te das cuenta de que no sé bailar?
– Recibirás lecciones en cuanto pueda arreglarlo; entre tanto yo te enseñaré algunos
pasos.
– Me parece muy emocionante, pero no sé qué opinaría la Madre Superiora.
– Ya no estás en el convento, y la única persona responsable de tu comportamiento es
tu marido.
– Me siento bastante avergonzada de ser tan ignorante de todas las actividades que
acostumbras hacer y también de las que hablas.
– No hay razón para que te sientas así. Te prometí que te enseñaría, y déjame decirte
que he descubierto que es una tarea muy interesante, principalmente porque reaccionas
ante todas las cosas nuevas que descubres de una manera diferente a la que yo esperaba.
– ¿Qué esperabas?
El duque lo pensó durante un momento.
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– Una joven asustadiza, puritana, a la que le parecerían reprobables casi todas las
cosas que yo sugiriera.
Anoushka sonrió.
– No deseo desaprobar nada. Lo que pasa es que todo me parece tan extraño, pero a
la vez tan gracioso.
– ¿Qué es lo gracioso ahora?
– Pensaba en lo graciosos que parecen los sirvientes vestidos con esas complicadas
libreas y también me divirtió que la comida se sirva en bandejas de plata, que deben ser
muy valiosas. Y que tengas varias casas cuando eres un hombre solo, sin una esposa que te
atienda y sin niños.
– Eso es algo que puede remediarse en el futuro.
– ¿Podríamos tener niños?
– Sinceramente, así lo espero.
– A mí me gustaría, pero... ¿cómo vamos a lograrlo? En el convento siempre hablaban
de que éramos "hijos de Dios", pero nunca nos explicaron cómo llegamos al mundo
teniendo padres mortales.
– Como es un tema para discutir con más tiempo, propongo que lo dejemos por el
momento. El carruaje nos espera para llevarnos a disfrutar de las brillantes luces de París.
Anoushka sonrió y él pudo ver el brillo que apareció en sus ojos. Un lacayo trajo una
capa adornada con piel que hacía juego con su vestido y al duque le colocaron sobre los
hombros otra forrada de seda roja, en tanto tomaba su sombrero de copa, sus guantes y un
bastón con empuñadura de marfil de manos de otro lacayo.
Una vez en el carruaje, Anoushka le preguntó:
– ¿Por qué usas bastón? No vamos a caminar.
– Es lo correcto en la noche.
– ¿Como los abanicos de las damas?
– ¡Exacto!
– Es gracioso.
– Nunca había pensado en ello – reconoció el duque – ; supongo que es igualmente
inútil llevar guantes que casi nunca te pones.
– Yo me puse los míos. ¿Es correcto?
– Por supuesto, ya que una dama jamás debe tener las manos descubiertas a menos
que esté en su casa.
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– ¿Se usan siempre?
– Se vería mal que tuvieras las manos descubiertas.
– Pero no, en cambio, el pecho.
– Puede parecer algo incongruente, pero yo no dicto la moda, que se inició desde que
Eva eligió la hoja de parra como vestimenta.
Anoushka soltó la risa.
– ¿Crees, sinceramente, que existía la moda en el Jardín del Edén? Cada vez que los
sacerdotes nos relataban la historia de cómo Adán y Eva fueron lanzados del paraíso
después de que se dieron cuenta de que estaban desnudos, parecían apresurarse al hablar
de cómo se cubrieron al salir.
– Estoy seguro que les resultaba embarazoso hablar sobre la desnudez con jovencitas.
– No puede tener nada de malo, ya que nacimos desnudos – replicó Anoushka.
– No he dicho que sea malo, pero tendrías frío si salieras sin ropa y, con seguridad, te
sentirías muy desilusionada cuando te dieras cuenta de que alguien a quien has admirado
mucho cuando estaba vestido con elegancia, como lo estás tú ahora, tiene piernas feas o
una cintura muy gruesa.
Anoushka se rió de nuevo.
– En el convento no nos permitían hablar de nuestras piernas; pero yo noté que
algunas de las chicas las tenían muy gordas. Me alegro de que las mías sean delgadas.
El duque se preguntó si debía atreverse a decir que estaba ansioso por verlas, mas
decidió que era un tema demasiado íntimo.
Se daba cuenta de que Anoushka le hablaba con naturalidad, como habría hablado
con otra muchacha, y pensó que cuando pidió una esposa que fuera pura e inmaculada
bien podía haber agregado: "sin despertar".
Eso era lo que pasaba con Anoushka, que no había despertado al hecho de que un
hombre podía ser atractivo, y que sus sentimientos hacia uno en especial podían ser muy
diferentes a los que había experimentado por los sacerdotes, que era el único tipo de
hombre que había conocido.
A menos, claro, que recordara a los hombres que conociera antes de ingresar en el
convento.
Recordó el momento en que casi había mencionado a su padre, cuando él le dijo que
era rica, y estaba seguro de que estuvo a punto de decir que si tenía dinero eso significaba
que aquél había muerto.
A medida que avanzaban, se dijo que tarde o temprano la haría hablar de su pasado
para descubrir con exactitud quién era.
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Sería interesante averiguar de dónde venía, quiénes eran sus padres y cuál era su
apellido.
Si había algo de lo que el duque disfrutara, era enfrentar w 111 un reto, ya fuera para
probarse en el campo deportivo o para usar su cerebro de una manera ingeniosa.
Por lo tanto decidió que, por difícil que fuera, descubriría el secreto de la cadena de
sucesos que habían hecho llegar a Anoushka al convento, quién había pagado su educación
y le había dejado su cuantiosa fortuna.
Por lo que ella estuvo a punto de decir, estaba casi seguro de que debió haber sido su
padre; pero en ese caso, ¿por qué nunca acudió a verla?
¿Por qué la había ocultado con tanto misterio?
Resultaría más comprensible que hubiera sido su madre, quien al tener una hija del
amor, no del matrimonio, la habría enviado a un convento para su seguridad y se las
hubiera arreglado para proporcionarle esa importante suma de dinero.
"Debo llegar al fondo del asunto", se dijo el conde.
Sintió un súbito entusiasmo por la tarea que se había propuesto y que por un
momento borró de su memoria el recuerdo de Cleodel.
EEl duque llevó a Anoushka a uno de los restaurantes más respetables de París,
donde después de la cena retiraban las mesas del centro y una orquesta tocaba música
popular.
A ellos les asignaron una en un reservado de los que rodeaban la mitad de la pista y
que se elevaban un poco por sobre las mesas, así que tenían una mejor vista de los
bailarines.
Como habían cenado tan bien en casa, el duque sólo ordenó champaña y un poco de
caviar, pues estaba seguro de que Anoushka nunca lo había probado.
Cuando lo sirvieron ella lo miró, sorprendida, y él le explicó:
– Es caviar. Viene de Rusia y es una de las especialidades preferidas por los gourmets.
– ¡Caviar! – exclamó Anoushka, y en su voz había una rata entonación que no pasó
desapercibida para el duque.
– ¿Lo conocías?
– ¡Pensé que jamás lo volvería a comer!
El duque guardó silencio, comprendiendo que había dado con una nueva pista, y
muy útil.
Dedujo, por lo que su hermana le había dicho, que la madre de Anoushka era rusa.
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Recordó que cinco años antes, cuando visitó San Petersburgo, las mujeres que conoció
en el Palacio de Invierno eran muy bellas y muchas tenían esos grandes y misteriosos ojos
que bien podían ser réplica de los de Anoushka.
Al mismo tiempo, su esposa no parecía del todo rusa, y comprendió que eso se debía
a que su padre era inglés.
Era la combinación de ambos lo que la hacía parecer tan especial.
Esperó hasta que ella terminara su porción de caviar, que comía con avidez, sin
aceptar la galleta que le ofrecieron para acompañarlo.
– ¿Quieres más?
– ¿No pareceré una glotona si acepto?
– Quiero que disfrutes y me alegro de que te guste el caviar. A mí también me gusta y
estoy seguro de que es algo que no te daban en el convento.
– Pienso que, con excepción de la Reverenda Madre, ninguna de las monjas ha oído
hablar de él.
– Me sorprende que te gustara cuando eras sólo una criatura – dijo, el duque, con lo
que le pareció bastante sutileza. Anoushka no contestó.
Se limitó a mirar a los danzantes y después de un momento comentó:
– Creo que la Reverenda Madre se escandalizaría al ver que un caballero pone su
brazo alrededor de la cintura de una dama.
– Pero la Reverenda Madre no está aquí, sino yo. Y creo que, a pesar de que
acordamos ser sinceros, evades mis preguntas.
Lo miró antes de responder:
– Por favor... no debes molestarte conmigo... pero es algo... que no debo... contestar.
– ¿Por qué no?
– Porque di mi palabra.
– ¿A quién?
– Es otra pregunta que no puedo... responder. – Entiendo que guardes tu promesa
con todos, menos con una persona.
– ¿Con quién?
– Tu esposo. Debes darte cuenta de que el servicio nupcial de hoy nos convirtió en
una sola persona y, por lo tanto, nos debemos lealtad el uno al otro, y a nadie más.
Anoushka guardó silencio un momento antes de preguntar:
– ¿Estás... seguro... de que... así es?
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– Así es como yo interpreto la ceremonia del matrimonio y estoy seguro de que si se
lo preguntas a tu padre confesor, te dirá lo mismo.
Anoushka suspiró.
– Creo que debes explicarme lo que se espera de uno cuando se casa, ya que las
monjas y novicias no tienen esposos y no se les permite hablar de ello.
– Pero ahora estás casada y yo tengo que explicarte lo que significa un esposo, y
también lo que una esposa debe y no debe hacer.
Anoushka no lo miraba a él, sino a los bailarines, pero se daba cuenta de que lo
escuchaba con atención.
Entonces, el duque pensó otra vez que sería un error sumergirse en una conversación
tan difícil después de tan poco tiempo de casados.
Y, sin embargo, sabía que, a pesar de su ignorancia, Anoushka tenía una mente
rápida e inteligente, así que sería difícil limitarse a charlas banales cuando había tantos
temas profundos e interesantes ante ellos, todos los cuales abrirían a ella horizontes nuevos
que ni siquiera había soñado.
Y comprendió entonces que no sólo era adorable, sino única.
Había notado las miradas que le dirigían cuando entraron y el interés con que los
hombres de las mesas cercanas la observaban sin cesar.
Sabía que ella no se daba cuenta de la admiración que despertaba a su alrededor,
interesada sólo en ver lo que sucedía con una curiosidad infantil.
"En muchos aspectos es sólo una niña – se dijo el duque – pero también tiene una
mente que cuando se desarrolle hará aparecer como tontos a muchos hombres."
La pista de baile estaba repleta y cuando una pareja que, evidentemente había bebido
demasiado tropezó con otra, la mujer cayó al suelo.
Anoushka soltó una risa ahogada.
– ¿Acaso la pista es muy resbalosa? – le preguntó.
– No, lo que sucede es que esa gente ha bebido mucho y no se mantiene firme sobre
sus pies.
– He oído hablar de los efectos de la bebida, pero no sabía que dificultaran caminar y
bailar.
– La mayor parte de las veces, además, hacen que la gente se ría demasiado y se
comporte ruidosamente.
Advirtió que Anoushka retiraba su copa de champaña, como si temiera beber de más.
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– No necesitas inquietarte porque eso pueda sucederte a ti. Ya te dije que yo te
cuidaría.
– Te suplico que lo hagas. ¡Me sentiría horrorizada si alguna vez llego a comportarme
como la mujer que cayó al suelo!
El duque observaba a la aludida, a quien dos hombres trataban de ayudar a ponerse
de pie, mientras ella reía sin cesar. Los demás bailarines la observaban con expresión
despreciativa, y las cejas levantadas, encogiéndose de hombros.
– Me parece que es... degradante – observó Anoushka – que una mujer se... porte así.
No me gusta… verlo. ¿Podemos irnos?
El duque puso algunos billetes sobre la mesa y se levantó.
– Por supuesto. En realidad, fue un error traerte aquí.
Salieron del restaurante para abordar el carruaje que los esperaba y el duque pidió
que bajaran la capota.
Poco después, cuando viajaban bajo la luz de las estrellas, Anoushka dijo, con voz
nerviosa:
– Tal vez... hice mal en pedirte que me sacaras... del restaurante. Lamento si... te
arruiné... la diversión.
– No lo hiciste. Lo que acabas de ver es algo que sucede en raras ocasiones en ese
sitio. Fue mala suerte, pero no será algo que verás con frecuencia.
Al terminar de decir aquello, se percató de que Anoushka no lo escuchaba.
En cambio, contemplaba las estrellas con la cabeza echada hacia atrás. El duque pudo
apreciar, a la luz que alumbraba la calle, su largo cuello de belleza clásica que le daba una
apariencia etérea.
Después de permanecer en silencio unos minutos, Anoushka comentó:
– El cielo es tan bello de noche, que me parece extraño que los hombres y las mujeres
no salgan a contemplar las estrellas en lugar de bailar en lugares cerrados y llenos de
gente.
– Bailan porque desean estar cerca el uno del otro. Además, las estrellas están muy
lejos.
Anoushka volvió la cabeza para mirarlo.
– ¿Quieres decir que los hombres y las mujeres que vimos bailar juntos esta noche
quieren estar cerca porque están... enamorados?
– No, por supuesto que no. Pero la mayoría de las mujeres solteras buscan marido y a
los hombres les gusta bailar con todas las mujeres que les parecen atractivas.
Barbara Cartland Esposa Intocable
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Anoushka meditó y después dijo:
– No creo tener deseos de bailar, pero si lo hiciera, me parecería mucho más
agradable bailar sola.
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CCaappííttuulloo 55
EEl día siguiente, estuvo iluminado por las risas de Anoushka.
El duque se sorprendía ante la gran cantidad de cosas que la divertían y que para él
jamás habían tenido la menor gracia.
Primero, quedó tan fascinada con los Campos Elíseos como cualquiera de los niños
que jugueteaban por allí en las mañanas.
Verde y pintoresco, con lujosas mansiones privadas esparcidas entre los árboles,
ofrecía muchos otros atractivos, tales como espectáculos de marionetas, tiovivos, carruajes
en miniatura tirados por cabras y casetas donde se vendían juguetes, galletas de jengibre y
globos.
Al observar el brillo en los ojos de Anoushka y sus exclamaciones de alegría,
comprendió que todo aquello no había formado parte de su infancia.
Ansiaba hacerle preguntas; pero sabía que si lo hacía, ella podía replegarse en esos
silencios que él no podía romper. Prefirió llevarla a conocer París en un carruaje
descubierto. La Torre Eiffel, a medio terminar, también la hizo reír.
– ¿A quién pudo habérsele ocurrido un monumento tan monstruoso? – preguntó
cuando le explicó que sería el punto central de una exhibición.
– Estoy de acuerdo en que no es particularmente bello, pero cuando lo terminen se
tendrá una magnífica vista desde lo alto.
Cuando llegaron al Sena, Anoushka no se rió; le fascinaron las barcazas alegremente
decoradas con banderines y listones.
Al pasar por los anchos bulevares, rió nuevamente por la extraña gente sentada en las
afueras de los cafés, los dandies y las damas, tanto del monde como del demi-monde, que
vestían lo más nuevo y extravagante de la moda.
Finalmente, el duque la llevó a conocer a Frederick Worth en la Rue de la Paix.
Estaba acostumbrado a que las mujeres a quienes había regalado ropa, hablaran de
Worth como si fuera un dios.
Lo trataban con tal reverencia, que al duque le parecía que estaban a punto de caer de
rodillas y adorarlo si creaba para ellas los vestidos que deseaban. Por lo tanto, no estaba
preparado para la reacción de Anoushka.
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Ahora que veía, a través de los ojos de ella, al gran hombre que llegó de Lincolnshire
y que durmió debajo de una mesa cuando era sólo un aprendiz, el duque pudo
comprender por qué temblaban las comisuras de la boca de Anoushka y el púrpura de sus
pupilas se encendía con un irreprimible destello.
Con su abrigo de terciopelo adornado de piel, la boina que usaba siempre sobre su
cabello gris y su rimbombante manera de hablar, Worth, cuando se le veía como a un
hombre común, resultaba bastante gracioso.
Conociendo la riqueza del duque, el famoso diseñador estudió con mucho cuidado a
Anoushka.
Permanecía en silencio mientras caminaba a su alrededor, observándola desde todos
los ángulos, y cuando habló, en su voz había una inflexión de absoluta sinceridad.
– Será un placer y un privilegio vestir a alguien cuya belleza es tan distinta a la de
todas mis otras clientes.
Anoushka miró al duque para ver si le había complacido lo que dijo Frederick Worth.
– Eso fue lo que pensé – contestó el duque con voz suave – y mi esposa necesita un
ajuar completo lo más pronto posible.
Entonces, Anoushka vio al genio en acción.
Sus asistentes se apresuraron a traer sedas, tules, terciopelos, brocados, encajes y
gasas. El lo colocaba todo sobre el hombro de Anoushka, lo ceñía a su cintura o probaba
todos los colores de la gama del arco iris contra su piel.
Después, se puso a garabatear diseños en un pedazo de papel, pidiendo más y más
satenes, lentejuelas, orlas y plumas, hasta que Anoushka sintió que quedaría anulada por
su ropa, sin quedar nada de su propia personalidad.
Fue el duque quien revisó los dibujos, escuchó las explicaciones del señor Worth y
decidió lo que debía hacerse.
Cuando al fin salieron, Anoushka sintió que debía respirar hondo para resucitar, y
comenzó a reírse.
– ¿Cómo te atreves a reírte del hombre más aclamado de París? – le preguntó el
duque con fingida severidad.
– ¡Es tan chistoso! – contestó Anoushka – ¡Y toda esa gente que corría como hormigas
a la más mínima orden que él daba, como si estuviera creando el mundo, no unos simples
vestidos!
– Cometes una grave ofensa – la reconvino el duque – Si él lo supiera se negaría a
diseñar para ti. ¿Y qué harías entonces?
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– Tal vez, como Eva, me pondría a buscar hojas de parra, pero en el Bois en lugar de
en el jardín del Edén – contestó Anoushka, y el duque rió divertido.
La llevó a almorzar al "Pre Catelan", en el Bois, porque deseaba saber qué opinaba de
las bellas amazonas que cabalgaban entre Porte Dauphine y Champ des Courses,
deteniéndose en ese lugar para refrescarse y entregarse al intercambio de chismes.
No recordó, hasta que llegaron que, conociendo tanta gente en París, sería inevitable
verse rodeado de amigos y Anoushka, por lo tanto, se convertiría en el centro de su intensa
curiosidad.
La presentó a varias personas y después la llevó apresuradamente hacia una mesa
oculta bajo los árboles.
– Tomaremos un almuerzo ligero, porque esta noche quiero llevarte a un restaurante
donde no se baila, pero la comida es extraordinaria, así que quienes cenan allí no pueden
pensar más que en ella.
– Creo que la comida debe ser muy importante para los franceses.
– Es verdad. De hecho, tienen dos pasiones que los absorben por completo.
– ¿Cuál es la otra?
– El amor.
Ella lo miró sorprendida.
– ¿Quieres decir que lo consideran casi como si fuera un tema de estudio?
– Para los franceses es un arte, tan importante como la pintura, la música, la escultura
o la comida.
– Debe haber mucho que aprender acerca del amor.
– A un francés le toma toda la vida dominarlo.
El duque notó que Anoushka estaba intrigada por lo que le habla dicho. En ese
momento, tres personas se acercaron a la mesa y lanzaron exclamaciones de alegría al
verlo.
Al frente iba una dama inglesa con quien el duque había vivido un intenso y
tempestuoso romance, que sólo terminó cuando a su esposo, que era diplomático de la
Corte de St. James, lo enviaron a otro país.
La Condesa de Portales era una mujer muy hermosa y lo sabía.
Su cabellera rojiza y sus ojos verdes habían cautivado a muchos hombres, y los dos
franceses que la acompañaban eran amigos del duque y estaban encantados de verlo.
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– Pensaba visitarte esta tarde – le dijo la condesa – para ofrecerte mis felicitaciones y,
por supuesto, mis mejores deseos de que sean muy felices. Sabes bien, Raven querido, que
deseo sinceramente tu felicidad.
Pero la mirada que le lanzó decía con toda claridad que dudaba mucho de que lo
lograra, excepto con ella.
– Estás más hermosa de lo que te recordaba, Madelaine – dijo cortésmente el duque,
mientras llevaba su mano a los labios.
Ella le sonrió provocativa antes que él continuara:
– Permíteme presentarte a mi esposa. Anoushka, la Condesa de Portales, una
irreparable pérdida para Londres desde que se marchó.
Anoushka hizo una breve reverencia y mientras los dos hombres estrechaban la mano
del duque y lo felicitaban por su boda, la condesa la examinó de arriba abajo de una
manera muy diferente a como había mirado al duque.
Entonces, como si decidiera dejar algo en claro, dijo:
– Me sorprendió mucho saber que el duque se había casado. Como ha sido un amigo
muy querido y cercano pensé que debía haberme informado de sus intenciones.
Anoushka la miró con interés, pensando que era comprensible que el duque la
admirara.
Era sumamente hermosa, sin embargo, por instinto, Anoushka presintió que en el
fondo no era una buena mujer y que la actitud que mostraba hacia ella encubría hostilidad.
– Deben visitar mi casa – continuaba la condesa – y no debe inquietarse, duquesa, si
su esposo y yo tenemos mucho que decirnos. Como ya le dije, es muy amigo mío.
Anoushka percibió una inflexión amarga en la voz de la condesa. Se dio cuenta de
que la dama estaba molesta porque se había casado con el duque.
Y de pronto, la razón de ello se hizo evidente.
– ¿Fue usted amante de mi esposo, señora? – preguntó.
La otra mujer se quedó paralizada y durante unos minutos el asombro no le permitió
hablar. Después reaccionó furiosa.
– ¿Cómo se atreve a preguntar tal cosa? Jamás en mi vida me habían insultado de esa
forma!
Levantó la voz y el duque y los dos hombres que hablaban con él volvieron la cabeza
para ver qué ocurría.
Como la condesa se alejaba, moviendo el polisón como la cola encrespada de un pavo
furioso, ambos murmuraron algunas disculpas y se apresuraron a seguirla.
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El duque miró a Anoushka.
– ¿Qué sucedió? ¿Qué dijiste que la molestó tanto?
– Lo... lo siento... creo que dije... algo... incorrecto.
Abatida por lo sucedido, se dejó caer en la silla y el duque también se sentó.
– ¿Qué fue lo que la molestó? – le preguntó de nuevo.
Anoushka dirigió la vista hacia donde se había alejado la condesa, que hablaba con
tono airado y gesticulaba con las 1 manos, mientras persistía en su deseo de irse, a pesar de
que los dos caballeros trataban de convencerla de que se quedara.
– No tenía idea de que lo que dije... la molestaría... tanto... o que fuera... un... insulto.
– ¿Qué fue lo que dijiste?
– Me dijo cuánto... se estimaban ustedes, y yo... pregunté... si había sido... tu amante –
respondió Anoushka con voz muy baja.
Al hablar miró suplicante al duque y le pidió que comprendiera que no había querido
ser grosera ni insultarla, sino que le pareció la explicación más lógica a la forma en que la
condesa le hablaba.
Durante un instante, el duque se quedó atónito, pero después soltó una carcajada.
– ¿No... estás... enfadado?
– Fue mi culpa. Comprendo que todo derivó de la conversación que sostuvimos
acerca de madame Pompadour. Debí haberte prevenido sobre que jamás debe decírsele a
una mujer que es una amante, ya que no es ningún halago, en especial cuando se trata de
una dama que, si tiene algunos romances, procura mantenerlos en secreto y todo mundo
finge que no sabe nada.
– ¿Pero fue tu amante?
– Es una pregunta a la que no puedo contestar, porque no es honorable que un
hombre traicione los secretos de una mujer ni que diga su nombre en público.
– ¿Ni a su esposa?
El duque sintió que, de nuevo, estaba atrapado en un laberinto.
Apenas la noche anterior le había dicho a Anoushka que no debía haber secretos
entre ellos y ahora él mismo decía que debía guardar uno.
Se preguntó cómo le había sido posible pasar por la vida hasta ese momento, sin
darse cuenta de lo difíciles que eran de explicar las leyes inevitables del buen
comportamiento social.
Como permanecía en silencio, Anoushka le dijo:
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– Lamento, lamento mucho... haber hecho... algo incorrecto, pero te advertí que...
como soy tan ignorante, no era... el tipo de esposa... que te conviene.
– Lo que hagas o digas por ahora no tiene nada que ver con nuestro matrimonio – le
aseguró el duque – Es como si dijeras que tu escuela es mala y no debes permanecer en ella
porque te dieron mal una lección. Lo que en realidad está mal, es la ineficiencia de tu
profesor.
Anoushka sonrió y la preocupación desapareció de sus ojos.
– No creo que ni tu peor enemigo pudiera llamarte ineficiente, porque eres un
hombre muy inteligente.
– ¿Te crees capacitada para juzgarme? – le preguntó el duque con sarcasmo.
– Sólo puedo compararte con la gente que he conocido, los maestros que fueron al
convento especialmente para instruirme y que, según me dijeron, eran los mejores de París.
Y, por supuesto, también recibíamos enseñanzas de los prelados más importantes de
Francia. Incluso el cardenal nos visitaba una o dos veces cada año.
– ¿Y creíste poder apreciar sus talentos y su inteligencia porque recibías sus elogios? –
observó con cinismo el duque.
De inmediato se dio cuenta de que la había lastimado y se apresuró a añadir:
– Créeme, Anoushka, me complace y me honra que admires mi intelecto.
– Fui... una... presumida al opinar y compararte... con otra gente.
El duque se percató de que ella tenía la suficiente percepción para comprender que
por su mente había pasado la idea de que era una impertinencia que una jovencita
ignorante, recién salida del convento, se atreviera a criticarlo, aunque fuera de forma
favorable.
Luego comprendió que, desde el punto de vista de ella, era el mayor halago que
podía brindarle.
A pesar de que había estado encerrada entre muros, había estudiado con gente
notable en su profesión y que, a diferencia de la mayoría de sus propios amigos, sabía
hacer buen uso de su cerebro.
No se había dado cuenta de que, mientras pensaba en ella, Anoushka le leía el
pensamiento, ya que después de unos momentos le dijo:
– Ahora ya me disculpaste y me alegro... mucho. Por favor... no permitas que...
arruine tu almuerzo... y te prometo que nunca más volveré a decir algo así.
Se le veía tan adorable suplicando, que el duque pensó que tenía que haber estado
hecho de granito para no acceder de todo corazón a lo que le pedía.
– Olvídate del asunto. No tiene importancia.
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– Pero tu amiga... la condesa...
– Le enviaré unas flores y una disculpa. Y no tengo ninguna necesidad de verla de
nuevo.
– Tal vez quieras hacerlo más tarde... y si es así... yo podría quedarme en casa
mientras tú la visitas... solo.
– No deseo hacerlo – contestó el duque y, para su propia sorpresa, descubrió que era
cierto.
Después del almuerzo pasearon por el Bois. Luego, como hacía mucho calor, el duque
llevó a Anoushka a casa y se sentaron en la terraza que miraba hacia el jardín, para
disfrutar de la brisa que provenía del Sena.
– Aquí está más fresco – comentó Anoushka, al mismo tiempo que un lacayo les
servía una refrescante bebida de limón en altos vasos.
– A mí me molesta el calor – comentó el duque – Mañana partiremos hacia el sur de
Francia, donde hará aún más calor; pero gozaremos de la brisa del mar y no tendremos
otra cosa que hacer que disfrutar del sol mientras llega mi yate.
– ¿Tu yate?
– Ordené que me lo enviaran a Niza y creo que tal vez hagamos un crucero por el
Mediterráneo. Podemos detenernos en cualquier país que te interese.
La observó antes de continuar:
– Están Italia, Sicilia, Grecia y, por supuesto, si queremos ser muy aventureros,
podríamos seguir hasta Constantinopla y el Mar Negro.
Le pareció que Anoushka contenía el aliento, aunque no estaba muy seguro.
– Por favor, hagámoslo. Es algo que me gustaría por sobre todas las cosas. Y no me
mareo a bordo.
El duque pensó que era una pista importante, aunque ella no lo había advertido, pero
no lo comentó. En cambio dijo:
– Recibiremos los vestidos de Worth más tarde; creo que uno o dos estarán listos
mañana. Además, ya mandé hacer otros por las modistas que hicieron el que traes puesto.
– Me temo que te estoy costando mucho dinero.
– Te olvidas de que podrías pagarlos con tu fortuna.
– ¡Es cierto! Lo había olvidado porque en el convento nunca teníamos dinero. Pero
hay algo más importante que debo hacer.
– ¿Qué es?
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– Dijiste que te podía comprar un regalo y pagarlo yo misma. Quiero que sea algo
muy, muy costoso, puesto que tú me has dado tanto.
– No tanto como es mi intención – le aseguró el duque – Encuentro fascinante vestir a
una mujer que me deja decidir a mi antojo, sin replicar.
Debió haber adivinado, pensó después de, hablar, que Anoushka no dejaría pasar ese
comentario.
– Creo que lo que quieres decir es que en el pasado has vestido a otras mujeres. ¿Eran
tus…?
La palabra "amante" le quedó en la punta de la lengua, pero calló.
El duque sonrió para sus adentros. Pensó en cuántas decenas de vestidos se había
visto obligado a adquirir para las mujeres que le habían brindado sus favores.
También pieles, armiños y martas, y joyas, numerosos collares, pendientes, brazaletes
y broches, hasta perder la cuenta.
Sabía bien que todas las mujeres a quienes había enamorado, eran damas de la
aristocracia o demi – mondaines, y pensaban que, como era muy rico, tenía el deber de
brindarles, por sus privilegios, lo más que pudieran obtener de él.
Por supuesto, también le retribuían sus obsequios, pero siempre con cosas pequeñas y
sin ningún valor material.
Para él era algo nuevo que una mujer quisiera pagarle lo que gastaba en ella, con la
misma generosidad que él mostraba.
– Lo que deseo sería darte algo que no tuvieras. Aunque sé que eso es imposible si
todas tus casas son tan espléndidas como ésta. Mas he pensado en algo, si me ayudas a
elegirlo.
– ¿Y qué es?
– Un caballo. Los que tienes aquí en París son muy finos y, por lo que me has contado
sobre tu cuadra en Inglaterra, creo que los que posees allá son aún mejores.
La miró sorprendido en tanto ella proseguía:
– Quisiera que eligieras uno soberbio, tan fino y bueno que ganara muchas carreras.
Entonces, al pagar por él, sentiría que resiste la comparación con los diamantes y los
vestidos que me has regalado.
El duque se sentía divertido, pero también conmovido.
– Gracias, Anoushka. A nadie más se le ocurriría darme un caballo como regalo de
bodas y es lo que me gustaría por sobre todas las cosas.
Anoushka batió palmas como si fuera una niña.
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– ¿Cuándo podemos elegirlo? ¿Y dónde?
– Tan pronto como volvamos a Inglaterra. Hay un lugar especial de venta en Londres
que se llama Tattersalls. También podemos visitar algunos de los criaderos para ver qué
tienen para ofrecer.
Los ojos de Anoushka brillaron al exclamar:
– ¡Tenía razón! Pensé que sería lo que te iba a gustar. ¡Me siento muy contenta!
– Lo escogeremos juntos y hay otra cosa que quiero preguntarte.
– ¿Qué es?
– ¿Sabes montar?
– No tan bien como para hacerlo contigo – le respondió con voz baja – Solía pensar
que lo hacía muy bien... pero eso fue... hace mucho tiempo.
– ¿O sea que montabas antes de llegar al convento?
El duque advirtió que la había tomado por sorpresa y no encontraba qué responder.
Entonces, como si sintiera que no hacía mal al aceptar la verdad, le confesó:
– Sí... pero estoy segura que montar es... algo que no se... olvida.
– Pronto lo averiguaremos, aunque preferiría que comenzaras en casa y con mis
propios caballos y no aquí, en París.
– Sí, por supuesto – se apresuró a decir Anoushka – Sería muy humillante si me
cayera en el Bois, donde hay tanta gente y... por favor... ¿Me enseñarás tú mismo?
– Por supuesto. Y estoy seguro, a juzgar por tus movimientos ágiles, de que serás una
buena amazona.
– Montar es algo que todos los ingleses deben saber hacer muy bien.
El duque se percató de que pensaba en su padre y le dijo:
– Espero que siempre pienses así, y como inglesa, Anoushka, y mi esposa, tendrás
que aprender a cazar, ya que es algo de lo que disfruto mucho durante el invierno y tengo
mi propia jauría.
– Explícame, explícame en qué consiste. Alguna vez lo supe, pero puedo haberlo
olvidado.
Cuando se reunieron de nuevo para cenar, el duque pensó que jamás había pasado
una tarde como ésa, tanto diferente como intrigante.
Comenzaba a parecerle fascinante descubrir los extremos contrastes que existían en
los conocimientos de Anoushka. Sobre algunos temas, los académicos, sabía tanto, si no
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más, que él mismo: pero sobre otros tenía inmensas lagunas de ignorancia que le pedía
llenara y él trataba de hacerlo.
Entendió entonces por qué a los padres les gustaba contestar a las preguntas que sus
hijos les hacían, leerles e instruirlos.
Pero Anoushka no era una niña y poseía una aguda inteligencia gracias a la cual
jamás se le escapaba un detalle, y una memoria tan retentiva que todo lo que le decía lo
recordaba y lo catalogaba para su uso futuro.
Cuando la vio entrar en el salón para reunirse con él antes de dirigirse a cenar, pensó
que era ridículo que con esa apariencia se concentrara tanto en el desarrollo de su mente y
que, además, él también lo hiciera con ella.
Cada vez que cambiaba de vestido le parecía que adquiría una belleza distinta, ya
que los colores se reflejaban en tonos diferentes en sus ojos.
El peinador también probaba diversos estilos y al duque le costaba trabajo decidir
cuál le agradaba más.
Esa noche llevaba un vestido de color plata y blanco, que le había comprado porque
le parecía muy adecuado para una novia.
El plata hacía juego, pensó, con los extraños reflejos plateados de su cabellera y
alrededor del cuello, en lugar de brillantes, lucía un collar de grandes perlas orientales que
le había enviado a su habitación y que resplandecían contra la blancura de su piel.
Al cruzar la habitación hacia él, lo miraba y observaba la expresión de su rostro. Sabía
que esperaba su aprobación y que estaba nerviosa por si había algo equivocado en su
atuendo.
Se detuvo un momento, esperando a que él hablara, hasta que le oyó decir:
– ¡Te veo preciosa! ¿Es lo que deseabas que te dijera o ya te lo dijo el espejo?
Ella lanzó una pequeña carcajada antes de comentar:
– ¿Cómo sabías que me miré en él esperando que me dijera la verdad?
– Es lo que hacen todas las mujeres cuando estrenan un vestido y si no te hubiera
gustado lo que veías, te hubieses cambiado y yo habría tenido que esperarte.
– No me hubiera atrevido a retrasarme... y sí me habría perturbado si no hubieras
aprobado mi aspecto.
– Ya casados, quizá te canses de mis cumplidos.
– Me agradan mucho, porque jamás en mi vida había recibido ninguno – confesó
Anoushka.
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– Supongo que es cierto. Además de otras, ésa será una de las razones por las que
preferirás estar con hombres, más que a solas con otras mujeres.
– ¿Todos los hombres les hacen cumplidos a las mujeres?
– Te aseguro que recibirás una enorme cantidad de ellos antes que empieces a
envejecer.
Pronto se probó la verdad de su aseveración, porque cuando llegaron al Grand
Vevour, un restaurante pequeño y muy exclusivo, dos de sus amigos franceses se
apresuraron a acercarse a su mesa en cuanto se sentaron.
Cuando el duque les presentó a Anoushka le besaron la mano y en fluido inglés le
dirigieron una serie de cumplidos que la hicieron mirarlos con los ojos muy abiertos.
– ¿Cómo fue que Raven, que siempre nos derrota en las carreras de caballos, logró
conseguir un premio tan fascinante y exquisito, sin permitirnos ni siquiera competir? –
preguntó uno de ellos.
– ¿Significa que yo soy el premio? – preguntó Anoushka, . con ingenuidad.
– Por supuesto, duquesa, aunque "premio" es una palabra inadecuada. Es usted una
estrella brillante y fuera de nuestro alcance; la luna por la que anhela todo hombre y un sol
que ahora Raven ha convertido en exclusividad suya, aunque, en realidad, usted debería
desplegar su brillo en beneficio de todos los hombres.
Le dijeron mucho más antes de volver a su mesa, y cuando se retiraron, Anoushka
comentó, con voz alegre:
– Tenías mucha razón. Disfruto de los cumplidos y espero recibir muchos más.
– Los dos caballeros que acabas de conocer, suelen hablar en un estilo poético que no
es muy usual – declaró con seque ad el duque – Un inglés te dirá solamente que eres "una
hermosa mujer" o "guapa". Y aun en ese caso, sentirá que es muy efusivo.
Anoushka se rió. Después preguntó:
– ¿Y tú cómo halagas a las damas que admiras... y amas?
– Es algo que no debo decirte.
– ¿Es un secreto?
– No precisamente; pero es una indiscreción y algo que provocaría celos en la
mayoría de las esposas.
– ¿Es decir que... si tú... admiras a otra mujer... yo debo ponerme celosa? – preguntó
Anoushka.
– Es lo que harían casi todas las mujeres.
– Pero. . ¿por qué?
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– Porque soy tu esposo, y se supone que sólo me interesas tú y, por supuesto, que
debo serte fiel.
– ¿Y la dama que conocimos hoy no era casada cuando ustedes fueron, como ella lo
llama, "amigos muy cercanos"
El duque pensó que de nuevo había caído en su propia trampa, pero se sintió aliviado
porque en ese preciso momento llegó el camarero y empezó a servirles uno de los exóticos
platillos que habían pedido, lo que interrumpió la conversación sobre temas tan íntimos.
No obstante, debió haber adivinado que sus palabras seguían siendo procesadas en el
cerebro de Anoushka, y cuando terminó la cena y sólo tenían ante sí las tazas de café y una
copa de brandy para el duque, se dirigió a él.
– ¿Puedo... hacerte... una preguntá?
– Por supuesto.
– Ahora que estamos casados, si ves una mujer que te parece bella y atractiva... y
quieres decirle cosas bonitas... ¿debo fingir... que no sé... lo que sucede?
– Esperemos que tal cosa no suceda – contestó el duque – pero si así fuera, debería
procurar que no te enteraras de ello y, por supuesto, tendrías todo el derecho a interferir.
– Pero dijiste que la mayoría de las esposas se pondrían celosas.
– Creo que todas las mujeres tienen celos de sus rivales – fue la evasiva respuesta del
duque.
Después de un silencio, Anoushka preguntó:
– ¿Entonces, si yo escuchara los halagos de otro hombre y me parecieran interesantes,
tú fingirías no darte cuenta?
– ¡Por supuesto que no! – comentó el duque – Eso es algo que no debe suceder. Eres
mi esposa y, como tal, debes comportarte con decencia y propiedad, lo que significa que en
tu vida no debe haber más hombre que yo.
Al hablar, pensó de nuevo en Cleodel, y se sintió seguro de que si se hubiera casado
con ella, después de la boda su romance con Jimmy hubiera continuado.
La sola idea le disgustó de tal manera que sin, darse cuenta, su voz se hizo dura y
aguda y le respondió a Anoushka casi molesto.
Al terminar de hablar pensó que la había asustado y que debería tranquilizarla por si
la hubiese herido. Pero antes que pudiera hablar la oyó decir con voz tranquila:
– ¡No me parece justo!
– ¿Justo?
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– Que a un hombre se le permita hacer algo y a la mujer no. Si es correcto para el
marido, también debería serlo para la esposa, y viceversa.
El duque se dio cuenta de que protestaba por la idea misma, no porque se involucrara
ella en lo personal.
Al mismo tiempo, se dijo que después de lo que había sufrido con Cleodel, debería
poner las cosas bien en claro desde un principio.
Tomó un pequeño sorbo de su brandy antes de decir:
– Hay algo que deseo decirte, Anoushka
– ¿Qué es?
– Cuando llegué al convento buscaba una esposa que fuera diferente a todas las
mujeres que he conocido.
– ¿Diferente en qué?
– Le pedí a mi hermana que me encontrara una joven que, por haber sido educada
como novicia, fuera pura e inmaculada. Fue entonces cuando te sugirió a ti.
Después de un silencio, habló Anoushka
– Me parece que... lo que me quieres decir... es que las jóvenes y las mujeres que
conociste... fuera del convento, en el mundo en que vives... no son ninguna de ambas cosas.
Al duque le pareció que era una conclusión bastante apresurada y de amplios
alcances y mintió al responder:
– Es difícil estar seguro, y aun cuando uno cree que se les ha educado para
mantenerse castas hasta que se casan, siempre existe la posibilidad de que las haya
vencido. la tentación y en consecuencia, cometido una... indiscreción.
– ¿O sea que pudieron haber conocido hombres de los cuales sus padres no sabían y
que las... besaron?
– Así es. Hay chicas, incluso entre las familias más aristocráticas que, por ejemplo, se
interesan en su maestro de equitación o en otros hombres que son empleados de sus
padres. También hay hombres sin escrúpulos que se sienten atraídos por las jovencitas.
Una vez más su voz se agudizó al pensar que eso había sucedido entre Jimmy y
Cleodel.
– Dijiste que no me querías hablar de lo que había sucedido en el pasado – comentó
Anoushka con voz muy baja – pero me parece que te han lastimado... herido... y que es
algo que tienes... que olvidar si quieres... ser feliz... de nuevo.
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El duque no pudo encontrar palabras para responderle. Sólo sabía que tenía un
extraordinario poder de percepción en lo que se refería a él y que le sería imposible negar
nada de lo que le había dicho.
Prefirió cambiar de tema y le habló del palacio real en el que se encontraba situado el
Grand Vevour. Le describió cómo era cuando solía ser el hogar del Duque de Orleáns y
cómo, de la noche a la mañana, éste se enriqueció al convertirlo en un lugar de diversión,
con casinos y restaurantes.
Anoushka lo escuchaba con los ojos muy abiertos.
– ¿En aquellos días los hombres venían aquí a cenar con sus esposas?
– ¡Por supuesto que no! Las damas no asisten a lugares así, y cuando nos marchemos
de Francia para ir a Inglaterra, no podrás cenar en restaurantes.
– ¿Por qué no?
– Porque es algo que una mujer de tu posición, una dama de sociedad, no debe hacer.
– ¿Pero hay restaurantes donde tú sí puedes cenar?
– Sí , – asintió el duque.
– Con una mujer que sería tu amante.
– Hablando en lo general, no en lo personal, la respuesta es afirmativa.
– Me parece que las mujeres de las que se supone no debo hablar, se divierten
bastante más de lo que yo lo haré.
– Ya lo he oído decir antes, pero depende de lo que tú llames diversión. Tú,
Anoushka, al ser una duquesa, ocupas una posición social muy elevada. Serás anfitriona
de la gente más importante e interesante del país. Serán nuestros huéspedes en la campiña
y cenarán con nosotros en Londres.
Al ver que lo escuchaba con gran interés, prosiguió:
– La gente te admirará y te brindará un trato especial, sobre todo en mis propiedades.
Sólo en Ravenstock, sin contar otras propiedades, doy empleo a dos mil personas. Ellos
esperarán que te intereses por su bienestar y los atiendas.
– ¿Cómo puedo hacerlo?
– Mi madre los visitaba en sus casa. También pedía que le avisaran cuando alguien
estaba enfermo. Les ofrecía una fiesta en Navidad y creo no exagerar al asegurarte que
todos la amaban.
– ¿Y crees que a mí también me amarán?
– Estoy seguro.
– ¿Y a ti te aman?
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– Así lo espero. Sé que me respetan y me admiran y yo siempre seré justo y generoso
con ellos.
El duque sonrió y continuó diciendo:
– Las mujeres de las que no quiero que hables no pueden tener nada de eso, así como
tampoco hijos que lleven mi apellido. Y mi primogénito heredará mi título.
En la voz del duque surgió una inflexión de satisfacción.
Al hablar del tema con Anoushka, pensó por primera vez, que disfrutaría al tener un
hijo, o varios. Les enseñaría a tirar, a cabalgar, y a disfrutar de sus cuadras y propiedades
como él mismo lo hacía.
– Si tenemos hijos – la voz de Anoushka era muy tenue – ¿no tendríamos que
separarnos nunca de ellos?
– ¡Jamás! – afirmó el duque.
Sabía que ella pensaba en que la habían separado de sus, padres, y comenzó a
reflexionar en el misterio de por qué la habían llevado al convento y la habían
abandonado. Como le pareció que sería mejor no hacerle preguntas, continuó:
– Nuestros hijos crecerán a nuestro lado, pero los varones, cuando crezcan, deberán ir
a un internado para estudiar. Por supuesto regresarán a casa para las festividades y en
vacaciones. También podremos visitarlos en Eton para asegurarnos de que los atienden
bien y de que tienen todo lo que necesitan.
Hizo una pausa antes de proseguir.
– Pienso que tienes razón, Anoushka. Es gracioso, y tal vez esté mal, que un hombre
tenga tantas casas para vivir solo cuando deberían estar llenas de niños que rían como ríes
tú, que jueguen y descubran lo emocionante que es la vida.
– Si me puedes dar hijos a mí – quiso saber Anoushka – ¿por qué no puedes dárselos
a las damas cuyos nombres no me permites mencionar?
El duque pensó que ésa era una de las preguntas que surgirían tarde o temprano, y
de nuevo la evadió.
– Creo que ya debemos irnos – dijo – ¿Quieres ir a algún otro lugar o prefieres que
regresemos a casa con el carruaje descubierto? Debemos irnos a dormir temprano porque
mañana partiremos a primera hora.
– Sí, por supuesto.
Volvieron a casa bajo la luz de las estrellas, y el duque, al ver que Anoushka las
contemplaba como lo había hecho la noche anterior, tuvo la extraña sensación de que se
había olvidado de su existencia.
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Sabía que cualquier otra mujer se habría acurrucado contra él, le habría estrechado las
manos bajo la manta que les cubría las piernas y esperaría que le susurrara palabras de
amor en el oído con voz apasionada.
En cambio Anoushka se sentaba erguida, con la cabeza echada hacia atrás, mientras
recorrían en silencio el camino que los conducía a los Campos Elíseos.
Entonces, como si de pronto se acordara de él, volvió la cabeza y le preguntó:
– ¿En realidad te vas a dormir ahora o tienes intención de buscar a tus amigos en los
lugares a los que no me llevarías?
El duque se sobresaltó, no tanto por lo que ella decía, sino porque otra vez leía sus
pensamientos.
A decir verdad había estado cavilando sobre si debería ir al Maxims, ya que como era
el restaurante de moda en París, sin duda conocería, al menos, a la mitad de los hombres
que se encontraban en él.
Las mujeres serían las más hermosas y populares demimondaines de la ciudad y lo
recibirían, anhelantes de sus atenciones.
Pero pensó que su presencia en Maxims durante su luna de miel, sería un agravio
para Anoushka y también, para su propia sorpresa, descubrió que realmente no sentía
ningún deseo de tolerar la alegría superficial de ese ambiente, por lo que respondió con
sinceridad.
– No, Anoushka, me retiraré a dormir y, como tú, pensaré en todas las cosas
interesantes que haremos cuando lleguemos al sur. Estoy seguro de que tienes cientos de
preguntas que hacerme, para las cuales necesitaré encontrar respuestas.
– ¿No te importa tener que contestarlas? – preguntó ansiosa Anoushka.
– Te juro que es algo que disfrutaré, aun cuando me pone bastante nervioso mostrar
mi ignorancia.
Anoushka rió.
– Jamás lo harás, y tienes que enseñarme con rapidez, para que no corneta errores
como el que cometí hoy.
– Te dije que lo olvidaras.
– Lo intento, pero sé que aunque tú me hayas perdonado, la dama a quien se lo dije
me detestará y eso está mal, porque soy tu esposa.
– Y como tu esposo, te puedo asegurar que no me inquieta y no tiene, en realidad,
ninguna importancia.
Se bajaron del carruaje y como ya era pasada la medianoche, el duque no se dirigió al
salón para beber otra copa sino que prefirió acompañar a Anoushka hasta su habitación.
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Sus dormitorios estaban uno al lado del otro, con una puerta de comunicación que
había permanecido cerrada.
Se detuvieron frente a la primera puerta, que era la del, cuarto de Anoushka.
– Muchas gracias por la espléndida y deliciosa cena y por hablar conmigo.
– Soy yo quien debo agradecértelo. Tu conversación me ha parecido muy interesante
y, más que nada, original.
– ¿O sea que hubiera sido diferente si hubieses estado con otra persona?
– Muy diferente – sonrió el duque – y por eso es algo tan especial ir conociéndote y,
creo que debo decir, casi desconcertante.
– Así que no te has... aburrido.
– ¡Claro que no! Y puedo asegurarte con toda sinceridad, que no ha habido un solo
momento que pasáramos juntos en que me haya sentido aburrido o haya surgido en mí el
más ligero deseo de estar en otro lugar que no fuera a tu lado.
La sonrisa de Anoushka era radiante y después lanzó una breve carcajada.
– Ahora hablas como un francés. Pensé que me habías dicho que los ingleses nunca
hacen cumplidos.
– Soy la excepción.
– Por supuesto. Y... por favor... como me gusta oírlos... ¿me dirás muchos... muchos, y
te olvidarás de que eres inglés?
– Sólo si son sinceros.
– Sabré si lo son. De cualquier manera, cualquier cumplido es mejor que ninguno.
El duque se rió y le tomó una mano para llevarla a sus labios.
– Déjame decirte una vez más que me gusta la agilidad de tu mente y que disfruto
mucho de tu risa.
Le besó la mano, con los labios cálidos sobre la blanca piel.
Al hacerlo, se preguntó si debía besarla en los labios. Pero consideró que era
demasiado pronto y Anoushka había mencionado que no deseaba que la tocaran.
Levantó la cabeza y sin soltarle la mano, dijo:
– Buenas noches, Anoushka. Duerme bien. Mañana habrá nuevas emociones que
estoy ansioso por disfrutar contigo.
– Será muy... emocionante. .. también para mí. Hablaba con intensidad, aunque con
voz tenue, y retiró su mano de la del duque.
Le sonrió cuando abría la puerta de su dormitorio.
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El esperó hasta que se cerrara antes de dirigirse hacia su habitación.
Tenía la sensación de que perdía algo que no debía haber permitido que se le
escapara.
Pero se dijo que se dejaba llevar por la imaginación.
Más tarde, mientras su valet le ayudaba a desvestirse, pensaba en Anoushka.
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CCaappííttuulloo 66
AA medida que el yate entraba en el Mar Negro, el duque observaba el rostro de
Anoushka con la sensación de que en los ojos de ella asomaba un tipo diferente de
emoción.
En su intento por encontrar pistas de su pasado, había descubierto una de curioso
significado al llegar a Niza.
Se habían bajado del vagón especial enganchado al tren y encontraron que, como era
costumbre, el mensajero que había partido antes que ellos había arreglado todo para que el
carruaje del duque, tirado por sus propios caballos, los estuviera esperando en la estación.
La luz del sol hacía imperativo que el vehículo estuviera abierto, pero había un
pequeño toldo de lino para protegerlos.
En su recorrido, Anoushka pudo admirar el mar azul. Entonces, después de haber
cruzado la población y empezar a ascender las colinas que estaban sobre Niza, hacia donde
se encontraban las villas privadas, el duque la escuchó lanzar un súbito grito ahogado.
– ¡Cipreses! – exclamó fascinada.
Había pronunciado la palabra casi entre dientes, pero él alcanzó a escucharla y notó
la expresión de sorpresa en sus ojos.
Contra el fondo azul del cielo se levantaban varios cipreses que apuntaban, como
dedos, hacia lo alto, y él advirtió que los – ojos de ella estaban fijos en los árboles y no en
los Alpes, que se distinguían en la distancia.
El duque ya había comprendido que no debía hacerle preguntas que la turbaran,
porque sabía que no iba a contestarlas.
Se limitó a observarla y se sorprendió intrigado e interesado de una forma que nunca
había experimentado.
Cuando estaba a solas se ponía a pensar por qué los cipreses tenían tanta importancia
para ella.
Había muchos en Francia y en Italia. De pronto tuvo un pensamiento que le sirvió de
gran ayuda.
Recordó que cuando visitó Rusia leyó mucho acerca de la historia del país y sus zares.
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Ahora, desde lo más recóndito de su memoria, surgía el recuerdo de que un libro
decía que los altos y románticos cipreses habían sido plantados por la Emperatriz Catalina
durante su viaje con Potemkin a sus posesiones del sur.
De ellos se reprodujeron los numerosos cipreses que adornaban las avenidas que, con
los años, se habían convertido en un rasgo típico del panorama de Crimea.
Y la parte que más se relacionaba con los cipreses era Odessa.
El duque se sintió tan orgulloso como si hubiera ganado una difícil carrera de
caballos o vencido a un oponente en el boxeo.
"¡Iremos a Odessa!", decidió, pero se cuidó de no mencionárselo a Anoushka. Le daría
una sorpresa.
Después de pasar sólo dos días en su villa de Niza, se sintió tan impaciente de probar
su teoría que al día siguiente, muy temprano, zarparon hacia Villefranche como primer
puerto de su recorrido.
Era una brillante mañana que pronto se tomó calurosa, pero la brisa del mar
refrescaba el ambiente.
Anoushka estaba encantada con el yate, como lo había estado con el vagón privado
del duque.
A partir de pequeños comentarios, él comprendió que ella había viajado antes en
barco, pero evidentemente, no en uno privado.
No tenían prisa, así que zarparon con lentitud rumbo a la costa de Italia.
Ocasionalmente se detenían en algunos puertos pequeños para bajar a tierra y admirar los
panoramas locales.
Por el momento, el duque no deseaba llevar a Anoushka a Roma o a Nápoles. Incluso
consideró que Pompeya podía esperar para otra ocasión.
Cuando llegaron a las islas griegas reconoció que ello se debía a que deseaba estar
solo con ella, sin compartirla con las multitudes o los turistas.
En aquel momento, al fin admitió que se estaba enamorando.
Al principio no le pareció posible. Al abandonar Inglaterra, cuando el odio que sentía
por Cleodel distorsionaba su visión del futuro, se había sentido muy seguro de que nunca
más le importaría una mujer, ni sentiría el más mínimo afecto por ninguna.
Y, sin embargo, mientras observaba a Anoushka, escuchaba sus preguntas y trataba
de contestarlas, comprendía que todo en ella era fascinante.
No sólo lo atraía su belleza sino algo muy diferente.
Pensó ahora que debió haber percibido el cambio en sus sentimientos cuando, el día
antes que salieran de Niza, el mensajero que había enviado a Londres volvió para darle el
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informe de lo ocurrido después de que el anuncio de su boda había aparecido en los
periódicos.
El hombre le había descrito el asombro entre sus amigos, las escenas que había hecho
el Conde de Sedgewick en la Casa Ravenstock y las dificultades a las que se enfrentaba el
señor Matthews con él y con gran número de visitantes.
Aunque el duque podía imaginarlo todo con claridad, descubrió sorprendido que no
le brindaba ninguna de las satisfacciones que había esperado.
De pronto parecía no importarle lo que se había dicho o hecho, e Inglaterra se le
antojaba muy lejos.
Por supuesto, entonces no se había dado cuenta de cuál era la verdadera razón para
ello. Y ahora, a medida que el yate navegaba hacia Constantinopla, reconoció que amaba a
Anoushka como nunca había amado a nadie, aunque todavía se sentía muy confuso sobre
qué hacer al respecto.
Durante toda su larga experiencia jamás había estado con una mujer por tanto tiempo
sin que ella se enamorara de él.
Y como ahora él estaba enamorado, no podía ignorar la verdad de que los
sentimientos de Anoushka hacia su persona no eran más que los que tendría una alumna
hacia un maestro muy admirado.
Escuchaba con atención cuanto le decía, con los ojos fijos en el rostro del duque y con
una serenidad que él admiraba y que sólo había conocido en su hermana Marguerite.
Cuando discutían sobre temas académicos, Anoushka mostraba notables poderes de
concentración y, si tenían divergencias, el duque sentía que debía desplegar toda su
capacidad mental para mantenerse a la par de ella, ya ni siquiera para derrotarla.
En otros sentidos era tan infantil que a veces sentía que sería un error despertarla
para que adquiriera nuevos puntos de vista.
Y, sin embargo, no podía ocultarse a sí mismo que la deseaba como mujer, y que no
era una niña la que hacía que su sangre hirviera en las venas o que su corazón comenzara a
latir con violencia y surgiera en su interior un deseo que, con frecuencia, le parecía
incontrolable.
Sin embargo, como el duque tenía una larga práctica en la autodisciplina,
desempeñaba su papel con un admirable dominio.
Sólo a veces se preguntaba, frenético, si sería capaz de resistir un mes, ya no tres, sin
tomar a Anoushka entre sus brazos.
Mas le había dado su palabra de honor a Marguerite y sólo podría romperla si
Anoushka le pedía que la hiciera suya.
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Y como ella no tenía la menor idea de lo que eso significaba y no lo consideraba un
hombre deseable, pensó, desesperado, que eso jamás sucedería. Entre los dos existía una
barrera que no encontraba la forma de derribar.
¿Qué voy a hacer?", se preguntaba abatido por las noches, después de que Anoushka
se retiraba a su camarote.
Como no podía dormir solía quedarse en cubierta mirando las estrellas y sintiéndose
más solo que nunca en su vida.
Pensó en las mujeres que habían intentado todos los trucos posibles para llamar su
atención y que habían urdido miles de formas para tenerlo sólo para ellas.
Jamás hubiera creído que se encontraría en la situación de no poder atraer a una
jovencita y sin siquiera lograr que le dirigiera una expresión de afecto con los ojos o los
labios.
– Ahora que has visto algo más del mundo, ¿qué opinas? – le había preguntado a
Anoushka.
Sentía una genuina curiosidad por conocer su respuesta.
Para entonces ya habían dejado atrás Constantinopla sin detenerse, habían cruzado el
Bósforo y entrado en el Mar Negro. Estaban sentados cómodamente uno junto al otro en
sillas de cubierta, después de un exquisito almuerzo preparado por uno de los chefs más
experimentados del duque.
Pensaba que Anoushka, vestida de muselina blanca, parecía una de las flores
silvestres que había visto crecer en las islas griegas y de las que ella había dicho que debían
haber brotado de las huellas dejadas por los pies de los dioses.
– ¿Qué esperas que sienta cuando todo lo que me has mostrado es tan bello? – le
contestó Anoushka – Cuando estaba en el convento solía tratar de imaginarme los lugares
acerca de los cuales leía y se convertían en parte de mis sueños. Ahora pienso que debo
estar soñando.
– ¿Había gente en tus sueños?
– Algunas veces.
– ¿Gente de verdad?
Al duque le pareció que titubeaba antes de responder de nuevo:
– Algunas veces.
– ¿Crees que en el futuro yo estaré en tus sueños?
Se burló de sí mismo al hacer la pregunta porque sabía que era algo que jamás había
preguntado, porque todas las demás mujeres con las que había hablado le habrían
contestado al instante que estaba constantemente en sus sueños.
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– ¿Cómo voy a saberlo hasta que no sueñe contigo? – preguntó Anoushka con esa voz
suave que, desde tiempo atrás, el duque había reconocido como la que usaba al tratar
temas impersonales.
– Me molestaría mucho no estar en tus sueños – le dijo con tono ligero – Después de
todo, soy el único hombre que conoces.
– ¿La mayoría de las mujeres sueñan con un hombre?
– Invariablemente. La mujeres no se sienten completas cuando están solas. Necesitan
a un hombre a su lado, no sólo en la vida diaria, sino también cuando duermen.
Hizo una pausa, y como ella no dijera nada, continuó:
– El hombre de sus sueños es el que siempre buscan encontrar en su corazón.
– ¿Y se quieren casar con él?
– Por supuesto.
– ¿Y qué sucede cuando ya están casados?
El sonrió para sus adentros al pensar que era una pregunta que debía haber esperado.
– Lo ideal sería que una mujer casada soñará siempre con su esposo, pero me temo
que no sea lo que siempre sucede.
– Pero tú dijiste que una mujer casada, si se comporta con corrección, nunca debe
interesarse en otro hombre más que en su marido.
– Eso es lo que un esposo espera y lo que yo espero de ti.
– Pero no podrás controlar mis sueños, y si sueño con otro, yo sería la única en saber
que he soñado algo malo.
– Me sentiría muy molesto y lastimado si sospechara que sueñas con otro hombre –
contestó el duque eligiendo cada palabra con cuidado.
– Entonces lo guardaría como un secreto. Supongo que a ti se te permite que sueñes
con la mujer que quieras sin que yo deba sentirme molesta o lastimada.
– ¿Y no te sentirías así?
Anoushka miraba el mar y él comprendió que pensaba seriamente en lo que le había
preguntado. De pronto, lanzó una de sus inesperadas y alegres risas.
– Es una conversación graciosa – dijo – ¿Cómo es posible que seamos tan tontos como
para preocuparnos por nuestros sueños? Los míos algunas veces son muy complicados.
Anoche soñe que volaba sobre el mar...
– ¿Sola?
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– Creo que sí. Era una sensación maravillosa cruzar el cielo como un ave y me sentí
muy desilusionada cuando desperté. El duque lanzó un suspiro.
Una vez más la conversación se había desviado y sabía que Anoushka no pensaba en
él más que como un acompañante que era una fuente de información.
– ¿No has olvidado – le preguntó ella – que me prometiste que cuando llegáramos al
Mar Negro me llevarías a pasear en velero? Nunca he estado en uno y pienso que tal vez se
parezca a volar.
– Lo haremos dentro de una hora, en cuanto refresque un poco más – le prometió el
duque.
Ya había dado instrucciones al capitán de que anclaran en una de las pequeñas bahías
que había a lo largo de la costa.
No quería llegar a Odessa hasta la mañana del día siguiente, cuando pudiera contar
con tiempo suficiente para observar las reacciones de Anoushka al ver por primera vez
frente a ellos los cipreses, las agujas y las torres de la ciudad.
La llevaría a tierra y quizá entonces podría descubrir el secreto que ella había
ocultado durante tanto tiempo y el cual aún no se decidía a confiarle.
Tal vez, pensó optimista el duque, cuando cayera esa barrera que se erguía entre los
dos, Anoushka se sentiría más cerca de él de lo que estaba en ese momento y las dudas se
disiparían poco a poco.
A medida que cavilaba sobre esto, la observaba y le parecía cada vez más adorable.
Súbitamente sintió tal deseo de tocarla, que sólo muchos años de disciplina
impidieron que la tomara de las manos, la hiciera ponerse de pie y la estrechara entre sus
brazos.
Había sido una agonía, pero también un placer, cuando una semana antes, en una
pequeña bahía al sur de Italia donde se habían detenido para pasar la noche, una banda
musical que consistía en dos violines y un hombre que tocaba los tambores, un címbalo o
hacía sonar unas campanillas, actuaba en el muelle.
Ellos se encontraban en el salón con las portillas abiertas para recibir la fresca brisa
del mar.
Anoushka había corrido hacia una de ellas lanzando exclamaciones de deleite, no
sólo por la música sino también por la extraña manera en que vestían los músicos.
Entonces el duque dijo:
– Creo que es una excelente oportunidad para que te enseñe a bailar.
Como supuso, ella aprendía con rapidez y era tan ligera que le parecía estar bailando
con algún ser mítico más que con una mujer.
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Bailaron a través del salón y, cuando la música cesó, ella aplaudió y solicitó que
siguieran.
Cuando adquirió un poco más de habilidad y pudo seguir los pasos de él sin
dificultad, el duque la acercó un poco más y entonces advirtió que su cercanía lo afectaba
más de lo que pudiera imaginarse.
Al terminar otro romántico vals ambos se quedaron quietos; el duque mantuvo su
brazo alrededor de ella y bajó la vista para mirar sus ojos levantados hacia él.
– Ahora podemos bailar juntos.
Dijo aquello con emoción y cualquier mujer con una poca más de experiencia, habría
reconocido la nota apasionada en su voz.
– Es muy emocionante – contestó Anoushka.
– ¿Te gustaría volver a hacerlo?
– ¡Por supuesto! ¡Una y otra vez! – le respondió – En ocasiones las chicas del convento
solían decir que les gustaría bailar, y las que ya lo habían hecho intentaban describir cómo
era, pero nunca imaginé algo así.
– ¿Cómo?
– Que sería parte de la música, que aparte de escucharla podría mover mis pies y mi
cuerpo al compás de sus notas.
El duque hubiera querido decirle: "Sentirás lo mismo con el amor" , pero sabía que
Anoushka no lo comprendería.
Se apartó de él y corrió hacia la portilla.
– Debemos hacer señas a nuestra pequeña banda musical – le dijo – y decirles lo
mucho que hemos disfrutado de su música.
Movía las manos al hablar para saludar a los ejecutantes y el duque oyó decir a los
hombres que se encontraban en la orilla del muelle:
– Gracias, señora, muchas gracias.
Anoushka se volvió para sonreírle y descubrió que estaba muy cerca de ella.
– Yo debería decirte lo mismo, gracias, muchas gracias, señora.
Ella hizo una pequeña reverencia.
– Gracias a usted, señor.
Sus ojos sonreían al mirarlo, aunque no reflejaban la expresión que el duque deseaba
ver en ellos.
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Los marineros ya habían colocado un mástil en el más ligero de los botes salvavidas,
con una brillante vela roja que se hinchaba con el viento.
Anoushka se sentó en la popa, el duque tomó su lugar de tripulante, y comenzaron a
deslizarse sobre el agua.
– ¡Qué emoción! – exclamó ella – ,¿A qué velocidad podemos navegar?
– Depende por completo del viento. El capitán opina que soplará con mayor fuerza
más tarde.
– Espero que tenga razón.
Anoushka levantó la vista para mirar el cielo, que era claro, aunque el sol ya no
brillaba tanto como unas horas antes.
– Lo que tienes que hacer – le indicó el duque – es silbar. Todo marinero sabe que
debe silbar para llamar al viento.
Anoushka se rió y plegó los labios.
La forma en que lo hizo provocó en el duque deseos de besarla, pero se abstuvo de
hacerlo y para distraer sus pensamientos, se mantuvo ocupado ajustando la vela, de modo
que el botalón se balanceara hacia afuera. Así, empezaron a adquirir más rapidez porque el
viento los impulsaba.
– ¡Funciona, funciona! – gritó Anoushka – ¡Mi silbido atrajo el viento!
En realidad parecía haber sido efectivo y el pequeño velero aumentó su velocidad a
medida que la vela se arqueaba y se convertía en una mancha roja contra el azul oscuro del
mar.
– ¡Más rápido, más rápido! – gritaba Anoushka, y el duque timoneó con gran
habilidad el velero hasta alcanzar lo que pensó que era una velocidad poco usual.
Llevaban cerca de media hora en el velero cuando él levantó la vista y se dio cuenta
de que el sol se había desvanecido y el cielo, en lugar de claro y transparente, estaba gris y
algo turbulento.
El duque miró por encima de su hombro.
En su intento por complacer a Anoushka se había alejado más de lo que se proponía y
comprendió que el yate ya no estaba a la vista y que necesitarían de algunas horas para
regresar a él.
– Mantén la cabeza inclinada – le indicó a Anoushka, y volvió el botalón hacia el lado
contrario para iniciar lo que requeriría de toda su pericia y experiencia para manejar el
velero.
El duque había practicado mucho y era un experto en ese deporte que le encantaba.
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El año anterior había ganado un considerable número de carreras en Cowes, en la isla
de Wight, y cuando estaba en el sur de Francia siempre competía con deportistas tan
experimentados como él.
Ahora pensó, con cierto temor, que el clima empeoraba con rapidez y comprendió
que había cometido un error al alejarse tanto, porque en esos lugares el viento y el mar
podían ser imprevisibles y traicioneros.
– ¿Todo está bien? – preguntó Anoushka.
– Me concentro en tratar de volver al yate – le contestó, tratando de no preocuparla.
– El mar se está agitando.
– Ya lo noté. Pero me dijiste que eras un buen marinero.
– Al menos lo era, y me sentiría muy humillada si ahora resulta que estoy
equivocada.
– Uno nunca debe confiar en el Mar Negro, aunque sea de mi color.
Mientras hablaba se preguntó qué pensaría Anoushka cuando oyera que las
multitudes gritaban: "¡Raven negro, Raven negro!", al acercarse sus caballos como un rayo
a la meta.
Siempre le complacía confirmar su popularidad entre la multitud aficionada a las
carreras, pues sabía que tenía un instinto especial, que fallaba muy pocas veces, para saber
si un hombre era o no un buen deportista.
– ¿Por qué el negro es tu color? – preguntó Anoushka.
– Me pareció adecuado a mi nombre, Raven.
– No me parece apropiado para ti.
– ¿Por qué?
– Porque si tuviera que compararte con una ave, lo haría con un águila. Esta mañana
estuve observando dos cuando salimos a cubierta después del desayuno.
– Yo también las vi, pero ¿por qué crees que me parezco a ellas?
– Porque además de ser magníficas, por algo las llaman rey de las aves, también son
imperiosas y desdeñan a los simples mortales, como si pertenecieran a un mundo superior
al nuestro.
– ¿Y crees que yo soy así?
– Creo que eres imperioso y sospecho que, aunque tomas parte en las actividades de
diferentes esferas sociales, jamás pertenecerás por completo a nada o a nadie, excepto a ti
mismo.
– ¿Qué te hace pensar eso?
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Anoushka no respondió, y después de que él ajustó una cuerda, insistió:
– Estoy esperando escuchar tu respuesta a mi pregunta.
– Es difícil explicártelo, sólo sé que tengo la impresión de. que eres autosuficiente y
que no necesitas, como la mayoría de la gente, que otros te inspiren, te guíen, te conduzcan
o te conforten.
– Supongo que lo que dices es, de cierta forma, un halago. Al mismo tiempo, si lo
tomas al pie de la letra, ello me convertiría en un ser muy solitario.
– Lo que quiero decir, en realidad, es que la gente te necesita a ti, pero tú a ella no. No
requieres que te ayuden, como otro hombre lo necesitaría.
El duque se preguntó lo que diría Anoushka si le confesara lo mucho que la
necesitaba.
Una vez más, era demasiado pronto.
Ahora, al ver el cielo encapotado comprendió que no tendría tiempo de pensar más
en Anoushka porque debía concentrarse en controlar el velero, en lo que evidentemente
sería una lucha contra los elementos.
Demasiado tarde, recordó que las tormentas del Mar Negro podían desatarse en
cuestión de minutos, y eso era lo que estaba sucediendo en ese momento.
El viento aumentaba y se veía obligado a utilizar toda su fuerza para mantener el
curso del bote. De pronto, las ligeras olas de cresta blanca se convirtieron en elevadas y
devastadoras.
El duque observó a su alrededor: la tierra más cercana consistía en altos acantilados y
acercarse a ellos significaría estrellarse contra las rocas.
Entonces, justo a un lado del velero, divisó lo que semejaba una pequeña bahía y
cerca de ella una playa con árboles que casi llegaban a la orilla del agua.
– Nos dirigiremos a tierra – decidió, y tuvo que gritar para que Anoushka lo
escuchara.
Ella se encontraba sentada en el fondo del bote. No le contestó, pero le dirigió una
sonrisa que pareció iluminar su rostro.
El duque no tuvo tiempo de mirarla de nuevo.
Trataba desesperadamente de maniobrar el bote hacia la playa. Sabía que debía evitar
los acantilados y las rocas y acercarse a la bahía o a la playa.
Era un proceso lento y peligroso.
El viento casi lo dominaba y el velero se balanceaba de un lado a otro o se elevaba y
se hundía una y otra vez.
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El duque ponía todo su empeño para ganar cada centímetro, pero apenas si
avanzaban. Entonces comenzó a llover.
Parecía diluviar y en unos cuantos segundos estaban empapados. La gruesa cortina
de agua impedía al duque ver el rumbo que llevaban y sólo podía esperar a que
continuaran en la dirección correcta.
Le resultaba imposible hablar con Anoushka y lo único que podía hacer era tratar de
mantener el bote a flote mientras la lluvia caía con tal violencia que incluso a través de su
chaqueta le lastimaba los hombros.
Cuando intentaba ver qué dirección llevaban, el bote, de súbito, sufrió una violenta
sacudida.
Escuchó el ruido de algo que se rompía y comprendió que habían tocado tierra o
golpeado contra una roca.
Mientras se preguntaba, frenético, qué debía hacer y cómo podría salvar a Anoushka,
una rafaga de viento, con la fuerza de un torbellino, hizo que el botalón cambiara
bruscamente de dirección, tomándolo por sorpresa.
Lo golpeó con tal violencia que lo dejó indefenso y cayó inconsciente al fondo del
bote.
Después, reinó oscuridad.. .
EEl duque recobró el conocimiento como si surgiera del fondo de un profundo
túnel.
Primero se percató de que podía, pensar. A lo lejos le parecía percibir un destello de
luz.. .
Sentía como si estuviera luchando por respirar, luchando por vivir y, sin embargo, no
podía moverse.
Entonces escuchó una voz que reconoció como la de Anoushka, pero no podía
entender lo que decía.
Estaba confundido y, por un momento, se preguntó si no se habría vuelto loco.
Entonces se dio cuenta de que hablaba en un idioma extraño y comprendió que era ruso.
Su voz era tranquila, suave y clara, pero en ocasiones titubeaba como si intentara
recordar una palabra. Después continuó hablando y un hombre le respondía en el mismo
idioma.
Parecía tener mucho qué decirle y su voz era lenta y profunda. El duque, vagamente,
pensó que parecía la de un hombre educado.
Luego, volvió a sumirse en la inconsciencia.
Barbara Cartland Esposa Intocable
~92~
CCuando volvió de nuevo en sí, reinaba el silencio y sintió fuerte dolor en la
parte de atrás de la cabeza. En aquel instante lo invadió un angustioso temor de haber
perdido a Anoushka.
Intentó abrir los ojos, pero lo envolvió una oscuridad que parecía salir del fondo del
túnel y no pudo evitar que lo dominara.
PPor fin abrió los ojos.
Cerca de él había una luz brillante y después de un momento comprendió que se
trataba del reflejo de las llamas que brotaban de gruesos troncos.
Trató de hablar, de llamar a Anoushka, y entonces la vio junto a él.
La miró, tratando de enfocar la vista en su rostro, y al hacerlo, notó que estaba
acostado en una cama a un lado del fuego.
Era una cama baja, casi cerca del piso, y Anoushka parecía alta como una torre, hasta
que se arrodilló a su lado.
– ¿Puedes hablar? – le preguntó.
– ¿En dónde... estoy?
– Estás bien, pero tenía miedo... mucho miedo. ¿Puedes... hablar?
– Sí... puedo hablar – contestó el duque con voz un poco más alta – ¡Y tú no estás
lastimada!
Ella le sonrió y vio que tenía el cabello suelto, lo que lo intrigó.
– ¿Qué... sucedió?
– Chocamos contra una roca, pero un hombre amable y valiente nos salvó. Te sacó del
bote. Yo tenía miedo... de que pudieras... ahogarte.
El duque percibió la tristeza que reflejaba su voz y quiso estirar la mano hacia ella. Al
intentar hacerlo se dio cuenta de que, bajo las tibias mantas, estaba desnudo.
Como si adivinara lo que estaba pensando, Anoushka le explicó:
– Tuviste suerte, mucha suerte. El hombre que te salvó es doctor. Esta es su casa de
descanso, junto a la orilla del mar.
– ¿En dónde... está... él?
– Fue a la villa de pescadores más cercana para arreglar que en cuanto sea de día y el
mar se calme, alguno de ellos vaya en su bote hasta el yate para decirles que se reúnan aquí
con nosotros. Ha sido muy amable en hacerlo.
– Muy, muy amable. Pero tú... ¿estás bien?
Barbara Cartland Esposa Intocable
~93~
– Sí, no me sucedió nada. Por fortuna ya estábamos muy cerca de la orilla. Sólo tenía
miedo por ti.
– El botalón me golpeó la cabeza.
– Sí, lo sé. Te dejó inconsciente. Por fortuna no tienes ninguna fractura. El doctor te
examinó con mucho cuidado y dijo que aunque estarás molesto durante varios días, eres
muy fuerte. Y te recuperarás.
El duque intentó sentarse, pero el esfuerzo le provocó un fuerte dolor.
– No, quédate acostado – le indicó Anoushka, impidiéndole que se moviera.
Con sorpresa, el duque advirtió que llevaba puesta una camisa de hombre con las
mangas arremangadas.
Ella se rió.
– Por favor... no me mires. . como ambos estábamos empapados hasta los huesos, el
doctor insistió en que, mientras él te desvestía, yo también me desvistiera. Nuestra ropa se
está secando y aunque esté hecha una ruina, mañana ya podremos usarla.
– ¿Estás segura de que no te pasó nada?
Hablaba casi sin darse cuenta, porque pensaba sólo en lo bella que estaba, con el
cabello cayéndole sobre los hombros y la camisa de algodón abierta casi hasta la cintura.
Debido a que estaba arrodillada, no podía ver el largo de la camisa, pero tenía la
sensación de que cuando se pusiera, de pie podría verle las piernas.
Una vez más Anoushka le leyó el pensamiento.
– No me cambié hasta después de que el doctor se fue. – le explicó – Traté de
encontrar una bata o algo que me hiciera parecer más respetable. Estuve exprimiendo mi
vestido. Y quedó hecho una garra.
– No me quejo – sonrió el duque – me doy cuenta de que tu amigo el doctor no pudo
proporcionarnos nada para mí.
– Tuvimos suerte de que estuviera aquí. Yo no hubiera podido sacarte del agua, y
menos aún desvestirte.
Hablaba sin ninguna turbación y su voz tenía un tono divertido al añadir:
– Tengo instrucciones de mantener vivo el fuego toda la noche y de asegurarme de
que descanses. Si tienes hambre hay algo de comida y, por supuesto, té. ¿Qué ruso podría
prescindir del té?
– Me gustaría tomar un poco.
Barbara Cartland Esposa Intocable
~94~
Advirtió que estaban en una pequeña cabaña de madera y de que era el tipo exacto de
lugar donde un profesional desearía pasar sus días de descanso, siempre y cuando no
tuviera esposa ni hijos.
Consistía en una sola habitación con una gran chimenea y una cama formada por
varios colchones apilados cerca del fuego.
Era bastante grande, suficiente para dos personas, y el duque pensó que si el doctor
era soltero, sin duda, como todos los rusos, tendría compañía para compartir su cama con
frecuencia.
Había una mesa con dos sillas adosada a uno de los muros y un gabinete del cual
colgaban utensilios de cocina, así como un anaquel para acomodar platos y tazas.
En otro muro había una pistola, varias cañas de pescar y un telescopio.
Todo estaba escrupulosamente limpio y ordenado. Anoushka, que observaba sus
reacciones, rió alegre.
– No es tan grandiosa como tu casa de los Campos Elíseos o tu villa en Niza, pero
creo que nunca me he sentido tan contenta de tener un techo donde cobijarme como
cuando el doctor nos pescó en el mar.
– Yo también le estoy muy agradecido.
A medida que hablaba pensó que su suerte no le había fallado.
Había corrido muchos peligros durante su vida, y en dos ocasiones estuvo a punto de
morir; pero siempre lo salvaban en el último momento. Parecía que la providencia o el
destino estuvieran de su lado, o tal vez era su buena suerte que siempre lo acompañaba.
Podía imaginarse lo que hubiera sucedido si su salvador no hubiese estado allí.
Aunque se hubieran salvado de ahogarse, hubiesen tenido que pasar una fría noche a la
intemperie, lo que fácilmente habría podido provocarles una pulmonía.
"¡Gracias a Dios por mi buena suerte!", pensó el duque para sí.
Y casi era una plegaria, porque no pensaba en él, sino en Anoushka.
– Te prepararé té – le dijo ella – ¡Y ahora podrás ver con tus propios ojos que tengo
piernas delgadas!
El duque rió.
– Eso es algo que he estado ansioso de ver.
Ella se levantó alegremente y el duque notó que la camisa que llevaba puesta, y que,
evidentemente pertenecía a un hombre alto, le llegaba más abajo de las rodillas.
Se la había atado en la cintura con lo que a él le pareció que era una corbata, y con su
larga cabellera suelta sobre los hombros y su esbelta y fina silueta, el duque pensó que
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estaba muy hermosa, aunque no al estilo de las damas de sociedad o de las mujeres
atractivas.
Por el contrario, parecía un espíritu que había surgido de los bosques de Rusia, o
incluso del mar.
Mientras estaba ocupada con el samovar pudo observar sus grandes ojos y, una vez
más, se dio cuenta de que parecía una diosa mitológica.
La cama era tibia y confortable, ya que el colchón superior y las almohadas estaban
rellenos de plumas de ganso y, cuando observaba a su esposa preparando el té, notó que el
golpe en la cabeza ya no le dolía tanto.
Al verla utilizar el samovar con relativa facilidad, comprendió que era algo que ya
había hecho en el pasado.
– ¿Tienes hambre? – le preguntó Anoushka.
– Por ahora no, sólo sed, como tú, me imagino.
– Ya estoy ansiosa de tomar té.
– No lo habías preparado así desde que tenías ocho años – señaló él.
Ella no contestó pero le dirigió una mirada un tanto traviesa, como si,
deliberadamente, deseara que él sintiera curiosidad.
Después tomó dos tazas, las llenó, y se sentó a un lado de la cama.
– ¿Cuánto tiempo estará ausente nuestro anfitrión? – preguntó el duque.
– Dijo que la caminata hasta la villa de pescadores era bastante larga – contestó
Anoushka – y que no pensaba volver hasta mañana para poder traernos más comida.
– Muy considerado de su parte.
– Es mi hombre muy gentil. Me dijo que es de Odessa y tiene tanta clientela que a
veces le es difícil separarse de su trabajo.
– Fue una suerte que pudieras conversar con él.
Anoushka lo miró sorprendida. Después se rió.
– ¿Me oíste hablarle en ruso?
– Sí.
– ¿Te sorprendió?
– Con un nombre como Anoushka, es un idioma que debes ser capaz de hablar.
– Sí... claro.
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Se volvió para mirar el fuego y él no la presionó. Se conformaba con permanecer
acostado mientras sentía que la tibieza del té bajaba por su garganta y observaba las llamas
reflejada en las hebras plateadas de la cabellera de su mujer y en los contornos de su rostro.
– Te he visto vestida de varias maneras – comentó un poco después – Como novicia,
como novia, como una dama de sociedad en París y, ahora, como una campesina rusa.
– Si yo no estoy vestida con elegancia... ¿qué me dice de usted, su señoría?
– ¿Qué puedo ser, Adán en el paraíso con Eva?
Anoushka soltó la risa.
– Siempre tienes una respuesta rápida. Eres un hombre muy inteligente y me encanta
estar a tu lado porque nunca puedo adivinar qué vas a decir.
– Es lo mismo que me sucede contigo y, como dices, resulta encantador – bostezó y
comprendió que aunque deseaba charlar con Anoushka, el té y el calor del fuego lo hacían
sentirse somnoliento.
Anoushka le retiró la taza vacía.
– Debes dormir. El doctor dijo que tienes que descansar y es importante que lo hagas.
– Me siento fatigado – reconoció el duque.
– Entonces, duérmete.
Dejó la taza a un lado y cuando él cerró los ojos, sintió que los dedos de ella le
frotaban la frente, con movimientos lentos, casi hipnótica.
Entonces pensó que era la primera vez que lo tocaba y en tanto intentaba reflexionar
en la emoción que ello le provocaba, el mundo pareció esfumarse y se quedó
profundamente dormido.
CCuando el duque despertó, todo estaba en completo silencio. Le pareció, aunque
no estaba seguro, que antes que se durmiera había una vela encendida en la mesa.
Ahora sólo se veía la luz del fuego de la chimenea. No había que temer que se
consumiera, ya que aún había varios leños gruesos que todavía no empezaban a arder.
El duque buscó a Anoushka y al principio no la encontró. Luego se dio cuenta de que
estaba a su lado en la cama, con la cabeza en la otra almohada, tranquilamente dormida.
Por un momento se quedó muy asombrado. Después, comprendió que era lo único
sensato que ella podía hacer y sólo le sorprendió que lo hubiera aceptado con tanta
naturalidad.
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No había ningún otro lugar donde dormir, a menos que se hubiera quedado sentada
en alguna de las incómodas sillas de madera, y como la cama era grande y él estaba en la
orilla cercana al fuego, había bastante espacio entre ambos.
El duque se dio vuelta con mucha suavidad para quedar de lado y mirar a Anoushka.
Dormida parecía muy joven, con las oscuras pestañas resaltando sobre la blancura de
sus mejillas y la cabellera desordenada sobre la almohada y sobre sus hombros.
Todavía llevaba puesta la camisa que le había prestado el doctor. Tenía los brazos
desnudos y uno de ellos, con los dedos de la mano extendidos, descansaba encima de la
manta.
El duque la contempló durante largo tiempo y después, sin poder evitarlo, porque
todo parecía estar muy lejos, como en otro mundo, se incorporó y se inclinó hacia ella.
Con gran suavidad, casi como si besara a una criatura, sus labios se posaron en los de
Anoushka.
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CCaappííttuulloo 77
SSus labios eran suaves, dulces e inocentes, y aunque el duque tenía la intención
de ser muy tierno no pudo evitar que la presión de los suyos aumentara, hasta que sintió
que Anoushka se movía y abría los ojos.
– Estaba... soñando... contigo – murmuró somnolienta, y él comprendió que no se
había dado cuenta de lo que sucedía.
– No pude evitar besarte – le explicó – porque es algo que deseaba hacer desde hace
mucho tiempo.
Y volvió a besarla con insistencia, exigente y a la vez tierno.
Se percató de que todavía estaba medio dormida, pero instintivamente movió su
cuerpo hacia él. Entonces la abrazó, manteniéndola ceñida contra sí, mientras sus labios
retenían los de ella.
Y en ese instante comprendió que nunca, en toda su vida, había sentido esa alegría
extraña y maravillosa al besar a una mujer.
Aun cuando se sentía físicamente excitado, sabía que en su amor había algo espiritual
que jamás había conocido.
Deseaba a Anoushka como mujer, y al mismo tiempo sentía que la veneraba. Deseaba
protegerla, luchar por ella, y evitar que estuviera en contacto con nada que fuera malo o la
lastimara.
Era difícil expresar sus sentimientos en palabras y, sin embargo, sabía que tenía entre
sus brazos algo tan perfecto, tan inmaculado, que lucharía con todas las fibras de su ser
para evitar que el mundo al que la había introducido, la hiciera cambiar o la dañara.
El sabía, de alguna forma, que ella se había acostado a su lado sin pensar nada de
ello, puesto que era el único lugar disponible para dormir.
No había siquiera pensado, ya que no tenía ninguna idea de lo que un hombre podría
sentir por una mujer o una mujer por un hombre, que hubiera algo vergonzoso en estar
cerca de él.
Esta era la pureza auténtica que él anhelaba, esa pureza no sólo del cuerpo sino
también de la mente.
Entonces levantó la cabeza para mirarla. Anoushka tenía los ojos abiertos y decía casi
en su susurro:
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~99~
– No... no tenía idea. . de que un... beso... fuera así.
– ¿Cómo? – preguntó el duque con voz ronca y un poco :vacilante.
– Como... lo que siento... cuando... rezo.
– ¡Te amo, Anoushka! Trataba de no decírtelo hasta que tú también me amaras, pero
ahora que estás junto a mí no pude dejar de besarte.
Había una nota de ansiedad en su voz al agregar:
– Me dijiste que no te gustaba que te tocaran, pero me fue imposible no hacerlo.
Ella sonrió y para él fue como si un rayo de luz iluminara la cabaña.
– Me gusta que me toques – respondió con sencillez – y me agradaría que me besaras
de nuevo.
Los brazos del duque se cerraron un poco más alrededor de ella. Y cuando sus labios
estaban cerca, le dijo:
– Dime, mi amor, lo que sientes por mí. He esperado con paciencia a que me ames
como hombre.
– No sé… lo que la gente siente... cuando está... enamorada – contestó Anoushka –
pero cada día que he pasado contigo ha sido como estar en el cielo y cada noche... aunque
no te lo dije... soñaba contigo.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Porque no sabía que me amabas y pensé que como alguna mujer te había lastimado,
te sería difícil volver a amar.
– ¡Te amo! Te amo como nunca antes amé, pero fui un estúpido al no adivinar que tú
existías en alguna parte del mundo y que sólo necesitaba buscarte.
– ¿Realmente... crees que... soy diferente?
– Muy diferente, tan diferente, mi adorada, que me tomará toda una vida hacerte
comprender lo felices que seremos y lo distinta que eres, en todos sentidos, de cualquier
mujer que haya conocido.
Sonrió antes de agregar:
– Hasta ahora he sido tu maestro. Ahora estoy listo para convertirme en tu alumno y
para que me enseñes cómo es el amor que sientes por mí y que dices es parte del cielo.
No esperó que le respondiera, unió su boca a la de ella y la besó hasta que sintió que
se estremecía entre sus brazos y se acercaba más a él. Entonces comprendió que el fuego
que ardía en su interior había encendido una llama en ella.
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A pesar de que su corazón latía enloquecido y su cuerpo palpitaba de deseo, el duque
recordó la promesa que había hecho a su hermana y comprendió que como había dado su
palabra, no podía romperla.
Levantó la cabeza y al mismo tiempo uno de los troncos se hundió en el fuego.
Las llamas se elevaron y a su luz pudo ver con claridad el rostro de Anoushka.
Al mirarla, encontró en la expresión de sus ojos lo que tanto anhelaba ver y supo que
por fin, después de una espera que le había parecido que duraba un siglo, ella despertaba
al amor.
También advirtió que tenía los labios abiertos y que su respiración era entrecortada,
por lo que su pecho subía y bajaba bajo la delgada camisa de algodón.
Con mucha suavidad, para no asustarla, retiró la tela para descubrir un hombro.
Después la besó en el cuello, en la blanca piel del pecho y en los suaves senos.
Comprendió que la hacía experimentar sensaciones que jamás imaginó que existieran
y cuando la miró de nuevo, la oyó decir:
– El amor... es maravilloso... ¿por qué nadie me dijo... que era... así?
– ¿Qué sientes?
– Como si todas las estrellas brillaran en mi corazón – le respondió – Y cálidas olas
recorren mi cuerpo, lo que me inquieta y a la vez... me pone muy... muy excitada.
– ¿Y qué quieres cuando te sientes excitada?
– Quiero que me beses y estar muy... muy cerca... de ti... más y más cerca hasta que...
como dijo el obispo cuando nos casó... seamos como una sola... persona.
El duque comprendió que no entendía del todo lo que _ pedía, sino sólo que trataba
de expresar su deseo con las más bellas palabras que él había escuchado y de una manera
que lo hacía sentir como si él también tuviera estrellas dentro de su corazón.
– ¡Te amo! ¡Te adoro! – exclamó – Y al` mismo tiempo, mi amor, no puedo hacerte
mía hasta que tú me lo pidas.
Anoushka lo miró, desconcertada.
– ¿Qué tengo que pedirte?
– Cuando te saqué del convento – le explicó el duque – como mi hermana quería que
encontráramos el amor que ella conoció antes de hacer los votos, me hizo prometerle que,
aunque fueras mi esposa de nombre, no te poseería durante tres meses a menos que tú me
lo pidieras antes.
– No comprendo. ¿Quieres decir que puedo estar aún más cerca de ti de lo que estoy
ahora... y que ser tuya es más... que besarme?
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– Mucho, mucho más.
– ¿Y puedo... pedirte... que lo hagas?
– Si así lo deseas...
Anoushka rió, y el duque pensó que sólo ella podría reírse en un momento así.
– Por supuesto que quiero que me ames. Por favor. .. por favor... enséñame qué es... el
amor... ese amor que me convertirá... en tu verdadera esposa y que... nos convertirá a los
dos... en una sola persona.
La voz de Anoushka reflejaba una pasión que nunca había demostrado.
Y cuando el duque ahogó con besos sus últimas palabras, sintió que las estrellas caían
del cielo y los envolvían, y el amor que sentían los transportaba a un lugar remoto del
universo donde no existían nada más que ellos y su amor.
EEl duque despertó y vio que amanecía.
La luz comenzaba a penetrar en la cabaña a través de las cortinas que cubrían las
pequeñas ventanas.
El fuego se había consumido y sólo quedaban cenizas y algunas brasas ardientes,
pero el lugar estaba cálido. Comprendió que como ya había amainado la tormenta, sin
duda sería un día muy caluroso.
Después notó que Anoushka estaba acurrucada a su lado, con la cabeza apoyada en
su hombro y el cabello cayendo sobre su brazo.
La miró y pensó que era imposible que hubiera un hombre más feliz que él.
La noche anterior, cuando la hizo suya, ambos habían alcanzado alturas
insospechadas de placer, que él, a pesar de toda su experiencia, ignoraba que existieran.
Había tenido la intención de ser muy gentil con ella, pero la pasión los transportó
fuera de sí, a un lugar donde no había espacio ni tiempo, y quedaron cegados por la
maravilla.
Mucho tiempo después, hasta que le fue posible pensar con coherencia, el duque le
había preguntado:
– ¿No te lastimé, mi amor?
– Te amo... te amo... – había contestado Anoushka – te amo... y deseo decirlo una y
otra vez porque es... tan glorioso, que hasta decirlo es como escuchar música.
– Eso es también lo que yo pienso y, preciosa mía, me siento muy agradecido por
estar vivo y aún más por estar aquí, a solas contigo.
Le besó la cabellera antes de añadir:
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– Pero jamás imaginé que te haría mía por primera vez en una cabaña de madera y
con sólo mantas en la cama.
– ¿Importa eso? ¡Para mí es el lugar más maravilloso del mundo! Tal vez es un
planeta al cual logramos... volar y que, por lo tanto, sólo nos pertenece a nosotros.
El duque sonrió.
Recordaba cuando su hermana le había dicho que salir del convento sería para
Anoushka como llegar a otro planeta.
– Todo lo que sé es que porque estamos aquí no pude evitar hablarte de mi amor,
aunque era algo que tenía que hacer tarde o temprano.
– Me alegro de que lo hicieras – repuso Anoushka arrellanándose más cerca de él –
porque de otra manera hubiesen pasado más días, y hasta semanas, sin que me besaras.
Entonces no habría conocido lo hermosos que son tus besos.
– ¿Y qué sentiste cuando te hice por completo mía?
– No tengo palabras con qué explicarlo. Sólo sé que me `convertí contigo en una sola
persona y que tú no eras un hombre sino un dios del Olimpo, o quizá un arcángel. ¿Ahora
te pertenezco... realmente y nadie... puede separarme... de ti?
El duque la abrazó con más fuerza y dijo con pasión:
– ¡Mataría a quien lo intentara! ¡Eres mía, Anoushka! ¡Mía ahora y por toda la
eternidad, y jamás te perderé!
– Es lo que quería... que dijeras.
Levantó la vista hacia él y aunque había una sonrisa en sus labios, sus extraños ojos
mostraban cierta ansiedad.
– Me dijiste que debería sentir celos de ti... pero no.. lo entendí. Ahora lo comprendo.
Si amaras... a alguien más que a mí... creo que desearía morir.
– No hay necesidad de que tengas miedo de eso. Antes que a ti no había amado a
nadie de forma verdadera. Ahora comprendo que en el pasado me conformaba con algo
menos y eso nunca volverá a suceder.
Anoushka le puso su pequeña mano sobre el pecho.
– ¿Cómo puedes ser tan maravilloso? – le preguntó – ¿Cómo es posible que exista en
el mundo un hombre como tú, y que me ame?
– No has conocido muchos hombres, querida. Pero aunque lo hubieras hecho, me
gustaría pensar que me considerarías único.
– Pero sí lo eres, porque creo que cuando Dios nos creó, nos hizo el uno para el otro...
¿es incorrecto... que piense... así?
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– No, es lo que debes pensar, y yo también. Fuimos hechos el uno para el otro,
Anoushka, y sólo puedo sentir una inmensa gratitud por haberte encontrado.
Anouhska lanzó un pequeño grito ahogado.
– ¿Y si no hubieras ido al convento? ¿Y si te hubieras casado con otra?
Por la mente del duque pasó como una ráfaga el recuerdo de Cleodel y entonces supo
que ya no era más que un fantasma en su vida y que le era difícil aun recordarla.
– Debimos haber confiado en el destino y saber que existe un poder que rige nuestras
vidas.
Hablaba con sinceridad y pensó que era algo que jamás hubiera dicho tiempo atrás.
Se había considerado tan autosuficiente, tan dueño de su propio destino...
Ahora sabía que el poder del que hablaba lo había salvado de la destrucción
provocada por un matrimonio basado en el engaño y lo había guiado, por medio de su sed
de venganza, hasta el convento donde había encontrado a Anoushka.. Se volvió para poder
acercarla más a él.
– Ninguno de los dos volverá a recordar el pasado – le dijo – He hecho muchas cosas
que no deseo discutir contigo, mi amor, ni tampoco que las sepas. Sólo deseo pensar en el
futuro... nuestro futuro juntos.
– Yo también lo deseo, y cada segundo, cada minuto y cada hora del día, trataré de
hacerte feliz.
Al hablar levantó sus labios hacia él y cuando el duque la besó de nuevo sintió
renacer en su interior el fuego del amor, pero al mismo tiempo sentía que ambos estaban
santificados por su confianza en el poder de Dios, como nunca lo habían estado.
Anoushka era de él, con su cuerpo, su corazón y su mente. Mientras la hacía suya una
vez más, el duque pensó que sus almas, de algún modo que no podía explicar, eran parte
de lo divino que los había reunido.
EEl sol brillaba cuando el duque abrió las ventanas y la puerta de la cabaña.
Vestido con una camisa que pertenecía al doctor y unos pantalones que eran
demasiado largos para él, pensó que el mundo parecía resplandecer con una nueva luz que
provenía tanto de él como de Anoushka.
Ella llevaba la misma camisa que había usado durante la noche y su cabellera caía
como cascada de seda sobre su espalda.
Al duque le pareció encantadora mientras ponía tazas y platos en la mesa y
preparaba la comida que les había dejado. el doctor.
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Sus ropas ya estaban casi secas, pero el duque dijo que prefería dejarlas un poco más
bajo los rayos del sol antes que se las pusieran.
– Después del desayuno – le dijo a Anoushka – voy a nadar en el mar.
– ¿Estás seguro de que el ejercicio no hará que te duela la cabeza?
– Había olvidado mi cabeza. Y creo que amarte, preciosa mía, es un remedio más
eficaz que cualquiera que recetara el doctor.
Anoushka rió, y dijo:
– ¡Le puedes sugerir que lo pruebe en sus otros pacientes!
El duque se retiró de la puerta y se acercó a Anoushka para tomarla en sus brazos.
– Cada vez que te veo eres más adorable que el momento anterior. Creo que sería un
error desperdiciar tiempo y dinero volviendo a la civilización. Vivamos aquí el resto de
nuestra vida y usa sólo lo que llevas puesto ahora, aunque en realidad, a mí me gustas más
sin nada.
Ella se rió con él sin ninguna malicia.
– En el invierno suele hacer mucho frío – le contestó – Los inviernos rusos, incluso en
Odessa, pueden ser muy rigurosos.
El duque la miró.
– ¿Me revelarás ahora tu secreto?
– No en este momento. Creo que tuviste razón para traerme a Odessa y será aquí
donde te cuente lo que jamás le he dicho a nadie.
– Será como tú quieras, mi adorada – accedió el duque, y la besó, con suavidad al
principio, y después con una pasión intensa y exigente que parecía provenir del sol.
AAl día siguiente, el yate los condujo hasta la bahía de Odessa.
El doctor había cumplido su palabra y envió pescadores al yate para avisar dónde
estaban los duques. La embarcación llegó a la pequeña bahía cercana a la cabaña a las
cuatro de la tarde.
El médico había vuelto a medio día y después de que le dieron las gracias, se fue a
pescar, así que se quedaron de nuevo solos en la cabaña.
– Soy tan feliz... que no quiero que me... rescaten – dijo Anoushka.
– Tampoco yo.
Cerró la puerta, echó el cerrojo, y la llevó de nuevo a la cumbre del éxtasis. Varias
horas después miraron hacia el mar y vieron que el yate se aproximaba.
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El duque nunca había estado en Odessa, pero resultó tal como esperaba.
Más alla de la bahía, que era muy hermosa, podía ver varias torrecillas, agujas y
cúpulas de los edificios que, debido a que había estudiado la historia de Rusia, sabía que
habían sido construidos por el Príncipe Voronzov cuando se convirtió en gobernador
general de la Nueva Rusia y de Bessaravia.
Bajo su guía, la tierra de Odessa había florecido.
Al duque le interesaba ver lo que había leído acerca de la ciudad pero, al mismo
tiempo, le era difícil pensar en nada que no fuese en Anoushka.
Sabía, a juzgar por el brillo de sus ojos, que estaba emocionada y, sin embargo,
cuando deslizó su mano en la de él, comprendió que también sentía temor.
Había descubierto que le brindaba pequeños gestos afectuosos que nunca hubiera
esperado de ella después de haberse acostumbrado a su comportamiento sereno, inocente
e impersonal.
Apretando con fuerza sus dedos, pensó que todo lo que Anoushka hacía o decía le
producía una felicidad nueva, y que jamás hubiese imaginado que podría sentirse tan
diferente o tan completo como hombre.
Comprendía que todavía tenía mucho que enseñarle sobre el amor, y que ella era
como el botón de una flor, cuyos pétalos apenas comienzan a abrirse a la luz del sol.
El hecho de ser el sol para Anoushka, le hizo sentir un gran orgullo. Pero también se
sintió humilde, con una humildad tierna que jamás había experimentado en el pasado.
– ¡Te amo! – le repetía una y otra vez.
Sin embargo comprendía que las palabras no eran suficientes para expresar la
intensidad de su amor, que crecía a cada minuto que pasaba con ella.
Bajaron la pasarela y el duque vio que uno de los marineros se apresuraba hacia el
muelle.
Había recibido instrucciones de conseguirles una troika que los condujera al lugar
adonde Anoushka quería ir. Varios minutos después lo vieron aproximarse al barco.
Tres caballos tiraban de ella y estaba pintada y tallada con motivos típicos de la
región.
El cochero, de larga cabellera, bigote y barba, se quitó el extraño sombrero en un
gesto de cortesía y Anoushka le explicó en ruso, adónde quería que los llevara.
No le dijo al duque hacia adónde lo conducía, pero cuando los caballos iniciaron la
marcha con paso rápido, colocó el brazo alrededor de él y exclamó:
– Esto es algo que jamás soñé que sucedería.
Barbara Cartland Esposa Intocable
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– ¿Regresar aquí?
– El que pudiera hacerlo sin sentir miedo.
– ¿Miedo?
– Nadie puede hacerme daño ahora que soy tu esposa, ¿verdad?
– ¡Nadie! Te protegeré, lucharé por ti y no permitiré que nada, ni nadie, te asuste.
– Sabía que así pensabas – dijo ella con sencillez – y eso me hace sentir diferente de
como me he sentido todos estos años.
El duque no le pidió una explicación. Ahora ascendían desde la parte baja de la
población, donde se hallaba la bahía, hacia lo alto de los acantilados que se alzaban junto al
mar, en cuyo sitio se situaban los hermosos edificios erigidos por el Príncipe Voronzov.
Pasaron por el palacio y después llegaron a otro elegante edificio. La expresión en el
rostro de Anoushka le indicó al duque que tenía algún significado especial para ella.
La troika se detuvo y ambos se bajaron. Pensó, equivocadamente que entrarían por el
frente del edificio, pero ella lo condujo hacia una parte lateral donde había una capilla.
Era de construcción muy ornamentada y, al estilo ruso, estaba pintada de brillantes
colores, con un domo dorado que resplandecía bajo la luz del sol.
El duque abrió la puerta y sintió el olor a incienso. Observó que la capilla, a pesar de
ser pequeña, era muy bella.
De los muros colgaban iconos, lámparas de plata y había flores, velas y una innegable
atmósfera de santidad.
Anoushka avanzó por el pasillo seguida por el duque, quien advirtió que frente al
altar se encontraba arrodillado un sacerdote.
Era evidente que se encontraba sumido en sus oraciones, y como Anoushka se detuvo
junto a él, como si esperara que la notara, el duque también se quedó inmóvil.
Entonces, como si la presencia de ella lo hiciera volver a la realidad, el sacerdote se
puso de pie y se volvió.
Durante un momento Anoushka permaneció quieta. Después, corrió a arrodillarse
frente a él.
El sacerdote dijo algo y el duque se imaginó que le habría preguntado a Anoushka
qué se le ofrecía.
Entonces ella levantó el rostro y le contestó en ruso:
– No me reconoce, padre, y eso no me sorprende.
El duque observó que era un hombre anciano, con el cabello blanco, y supuso que tal
vez su vista andaba mal. Luego lo oyó exclamar, primero en ruso y después en francés:
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– ¡No puede ser... pero lo es! ¡Anoushka, mi pequeña! ¿Eres tú, en realidad?
– Sí, padre, estoy aquí, y he traído a mi esposo para presentárselo.
– ¡Tu esposo!
Anoushka se puso de pie y cuando el duque se acercó le dijo:
– Te presento al padre Alexis, quien me bautizó cuando nací, me instruyó en mi fe y
me educó hasta que me fui al convento.
El duque extendió la mano y el sacerdote se la estrechó.
– Soy el Duque de Ravenstock, padre, y como le informó Anoushka, estamos casados.
– Rezaré porque sean muy felices. Y debes contármelo todo, mi niña. Vengan
conmigo.
Los condujo por una puerta, hacia la sacristía, y después los llevó por otra que el
duque pensó que sería la de su propia casa.
Era pequeña y austera, pero al mismo tiempo muy bella. Los hizo pasar a una
habitación en la que, aunque el mobiliario era escaso, había iconos muy valiosos.
Anoushka lanzó una exclamación de alegría.
– ¡Aquí era donde usted me daba clases y, hasta que llegué al convento, no me di
cuenta de lo bien que me había enseñado!
El sacerdote sonrió.
– Me alegro, pero déjame mirarte, Anoushka. Eras una linda criatura, ahora te has
convertido en una mujer muy bella.
Anoushka no contestó. Miraba al sacerdote como si esperara que le dijera algo más. Y
como si él lo comprendiera, añadió:
– Te pareces mucho a tu madre.
– Eso era lo que quería escucharle decir – exclamó Anoushka – aunque creo que
también me parezco un poco a papá.
– ¿Cómo podía ser de otra manera cuando ambos te amaron tanto? – preguntó el
sacerdote – Pero toma asiento.
Les indicó dos sillas colocadas una junto a otra y, después de que se sentaron, les dijo:
– No me sorprende que te hayas casado. Siempre tuve la sensación de que no
tomarías los votos y que, si era la voluntad de Dios, El te proporcionaría una vida diferente
a la de las monjas.
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– Dios ha sido muy generoso conmigo – le contestó Anoushka – Y ahora, por favor,
ya que he mantenido el secreto de mis padres durante todos estos años, ¿quisiera contarle
a mi esposo lo que sucedió, pues como podrá imaginar, él siente una gran curiosidad?
El sacerdote sonrió.
– Lo comprendo. Y aunque eras muy pequeña, Anoushka, siempre fuiste muy
adelantada para tu edad y sabía que jamás traicionarías a tu padre, ni harías nada que
fuera peligroso para él.
– No me fue difícil guardar el secreto hasta que me casé. Al hablar dirigió al duque
una dulce sonrisa y él dijo:
– Estoy ansioso por conocer ese secreto.
– Permítame comenzar por el principio. La madre de Anoushka nació en 1830 y era
sobrina del Zar Nicolás.
– ¿Su sobrina? – murmuró el duque, en tanto se percataba de la importancia de su
posición.
– Su Serena Alteza, la Princesa Natasha, nació en un ambiente de lujo y poder que
estoy seguro de que no necesito describirle a su señoría.
El duque inclinó la cabeza para indicar que comprendía y el sacerdote continuó:
– Al crecer, su Serena Alteza resultó ser muy diferente a los demás cortesanos,
amantes de los placeres, que constituían la nobleza de San Petersburgo. Cuando cumplió
veinte años se decidió que debía contraer matrimonio y se le eligió un esposo sin
consultarla, lo que como su señoría sabe es tradicional.
– Por supuesto.
– Sin embargo, la princesa estaba abatida por los sufrimientos de los siervos y la
pobreza de los habitantes de San Petersburgo, y como le desagradaba el hombre que le
habían elegido como esposo, decidió renunciar al mundo y entrar en un convento.
El duque escuchaba atento, sin interrumpir, y el sacerdote prosiguió:
– Como pensó que nadie la escucharía mientras permaneciera en la corte, se fugó
hacia Odessa, donde su padre tenía un palacio que nunca usaba y que con el paso de los
años se había deteriorado bastante. Cuando la princesa llegó era tan bella, tan joven y tan
llena de vida, que le dije que me parecía un error que renunciara al mundo y que debía
pensar seriamente en lo que iba a hacer antes de entrar en el convento.
El sacerdote le sonrió a Anoushka y se dirigió a ella:
– Tal vez recuerdes, mi niña, que tu madre era muy decidida y me dijo que ya había
aceptado la idea. Creo que también tenía miedo de que si no hacía algo rápido, el Zar la
obligara a volver a San Petersburgo.
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– El Zar, en esa época, era Nicolás, ¿verdad? – interrumpio el duque.
– Así es, su señoría. Un tirano cruel y perverso cuyos crímenes han dejado una huella
imborrable en la historia de nuestro país.
Al decir aquello, el padre se santiguó y después continuó:
– El Zar envió a la policía secreta a Odessa, pero cuando ésta llegó, la princesa ya
había tomado el velo en la pequeña comunidad de monjas trabajadoras. Yo pude detenerla,
diciéndole que Su Alteza ya pertenecía a Dios y que ni siquiera el Zar tenía autoridad sobre
ella.
El sacerdote hizo una pausa antes de proseguir.
– Eso, Dios me perdone, no era verdad. Desde el momento que la acepté en la iglesia
la hice tomar votos revocables, porque de esta forma, cuando así lo quisiera, podría
reintegrarse al mundo.
– Pero el Zar lo ignoraba.
– Nadie lo sabía, excepto la princesa y yo. Después de algunos años, la pequeña
comunidad de monjas se mudó de la incómoda casa que tenían como convento, al palacio.
Su padre había muerto y se lo dejó como parte de su herencia.
– Así que el palacio se convirtió en convento.
– Exacto. Y fue más conveniente para ellas y para mí. Hasta contamos con espacio
suficiente para construir un hospital en una de las alas del palacio.
– ¿Eran monjas enfermeras?
– Todas ellas, y son las únicas enfermeras que hay en todo el sur de Rusia. Le puedo
asegurar que nuestros médicos, se sienten muy felices de contar con sus servicios.
El duque sabía que era muy raro que una mujer fuera enfermera, tanto en la guerra
como en la paz, y por haber sido soldado, conocía lo ineficientes que eran algunos doctores
y ordenanzas militares, lo que causaba que un mayor número de soldados muriera debido
a la falta de cuidados más que por las heridas recibidas.
– Todo transcurrió en paz hasta 1865, cuando Sir Reginald Sheridan llegó a Odessa.
– ¡Papá! – exclamó Anoushka.
– Sí, tu padre. Había sido un viajero incansable que dio la vuelta al mundo varias
veces, pero la fatiga de sus recorridos minaba su salud y compró una casa en las afueras de
la ciudad con la intención de escribir un libro de relatos sobre sus viajes y también para
pasar el resto de su vida en un clima que le fuera favorable.
– Me parece recordar a un autor de ese nombre – comentó el duque.
– Tengo ejemplares de tres de sus libros y se los daré, a su señoría.
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– Muchas gracias.
– Sir Reginald no sólo era un hombre muy distinguido, sino también muy interesante,
y tengo el honor de decir que nos convertimos en muy buenos amigos. Pero después de
haber pasado aquí dos inviernos, enfermó de gravedad.
El duque asintió que podía adivinar el final de la historia.
– Estaba tan enfermo – prosiguió el sacerdote – que la princesa, al pensar que no se
salvaría, hizo que lo trasladaran al convento, o palacio, como quiera llamarle, donde se le
asignó una habitación alejada y tranquila con vista al jardín y al mar. Pensamos que allí
alcanzaría su último suspiro.
– ¡Pero vivió! – exclamó Anoushka, emocionada.
– Se salvó gracias a los cuidados de tu madre – contestó el padre – y durante el
tiempo en que lo atendía, se enamoraron.
Se detuvo un momento antes de proseguir.
– Juntos encontraron una felicidad que sólo podía provenir de Dios, y me
preguntaron qué debían hacer.
– ¿Y qué les respondió? – preguntó el duque.
– Los casé. Por supuesto, tuvo que ser un matrimonio secreto, porque si el Zar se
enteraba, aunque ya no era el cruel Nicolás sino Alejandro II, no hubiera permitido la
alianza de la princesa, ni siquiera con un personaje tan distinguido como Sir Reginald.
– Lo comprendo – afirmó el duque.
El sacerdote suspiró.
– No creo haber conocido jamás a una pareja tan feliz. Les era muy fácil mantener el
secreto porque todos pensaban que Sir Reginald continuaba demasiado enfermo para
volver a su casa. Así que podían estar a solas sin que nadie se percatara de ello.
– Ahora comprendo – dijo Anoushka con voz muy baja – por qué eran tan felices.
Miró al duque mientras hablaba y él comprendió que se refería al éxtasis que habían
descubierto juntos en la pequeña cabaña.
Le dirigió una sonrisa y se esforzó por dedicar nuevamentesu atención a lo que decía
el sacerdote.
– Tus padres fueron sumamente dichosos durante algún tiempo, hasta que la princesa
descubrió que esperaba un hijo.
– ¿Qué edad tenía? – preguntó el duque.
– Faltaba un mes para que cumpliera cuarenta años, por lo que ni ella ni Sir Reginald
imaginaban que algo así pudiera suceder.
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– ¿Qué hicieron?
– Las amplias vestiduras que ella usaba le permitieron ocultar su estado casi hasta
que la criatura estaba a punto de nacer.
El sacerdote guardó silencio, como si recordara las largas discusiones que debieron
haber sostenido entre los tres.
– Entonces avisamos que el doctor que atendía a Sir Reginald deseaba que se
trasladara a Constantinopla para solicitar una segunda opinión médica sobre su
enfermedad. Por supuesto, como estaba muy enfermo no podría viajar solo, así que lo
acompañarían la Reverenda Madre y su doncella, quien era una mujer anciana que hubiera
dado la vida por la princesa.
– Así que Anoushka nació en Constantinopla.
– Quisiera poder recordarlo – se lamentó ella. – Después de tu nacimiento, tu padre y
tu madre volvieron contigo a Odessa.
– ¿Y cómo explicaron esa nueva presencia en el convento?
– Me temo que para hacer creíble la historia de la aparición de Anoushka, tuvimos
que decir muchas mentiras, por las que he realizado una gran penitencia.
– ¿Qué fue lo que dijeron? – insistió el duque.
– Sir Reginald anunció que mientras estaba en Constantinopla había encontrado a
una parienta lejana que estaba a punto de dar a luz. Su reciente viudez y falta de dinero le
habían impedido volver a Inglaterra y había sufrido mucho. Por desgracia, al nacer la
criatura, ella murió.
– Una historia muy ingeniosa.
– Para hacerla más convincente – prosiguió el sacerdote – Sir Reginaid anunció que
había adoptado a la criatura como propia, por lo que cuando Anoushka aprendió a hablar,
pudo llamarlo "papá".
– Adoraba a mi padre – lo interrumpió Anoushka – y aunque nadie me dijo que había
muerto, lo supe antes que mi esposo me informara que me había dejado todo su dinero.
– ¿Y cómo lo supiste?
– Es difícil de explicar. De súbito sentí una sensación de pérdida y, cuando oraba en
la capilla, lo sentí junto a mí, tan cerca que comprendí que era una realidad y que ya no
estaba en Odessa sino en otro mundo desde el cual podía llegar hasta mí.
– Fuiste bendecida, mi niña, con su presencia. Sé que todo el tiempo pensaba en ti, y
si le hubiera sido posible se hubiese reunido contigo.
– Lo que no puedo comprender – comentó el duque – es por qué Sir Reginaid tuvo
que enviarla lejos.
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– A eso iba, su señoría. La princesa murió inesperadamente cuando Anoushka tenía
ocho años. Creo que debido a que tenía más edad que la mayoría de las mujeres que dan a
luz y a que el médico que la atendió no era muy eficiente, sufría dolores que no revelaba a
nadie. Se puso muy delgada y se le dificultaba comer.
– ¡Ignoraba eso! – exclamó Anoushka.
– También tu padre. Ella era feliz con ustedes dos y jamás hubiera permitido que
ninguna nube oscureciera su cielo. Durante mucho tiempo yo sospeché que no estaba tan
bien como debía. De todas maneras, su muerte fue un golpe muy doloroso.
– Lo recuerdo – murmuró Anoushka.
Su voz revelaba tanta tristeza, que el duque la tomó de la mano para reconfortarla.
– Fue entonces cuando me di cuenta del impacto que causaría su muerte. Y
comprendí que Anoushka correría peligro si permanecía aquí.
– ¿Peligro ?
– Sí. Yo debía informar al Zar de la muerte de un miembro de su familia y sabía que
en cuanto recibiera la noticia, enviaría, además de oficiales de la corte, a la policía secreta
para efectuar indagaciones sobre la causa de la muerte de la princesa. Tanto Sir Reginaid
como yo sabíamos que, sin importar quién fuera su padre, Anoushka era una rusa noble de
alta jerarquía, nieta de un archiduque y prima del Zar.
– ¿O sea que podían habérsela llevado?
– Lo más probable hubiera sido que así fuera. La hubiesen llevado a San Petersburgo
para educarla en el ambiente del cual había huido su madre.
– Ahora entiendo.
– Por eso fue que Sir Reginald, aunque significara una profunda pena para él, sólo
pensó en el bien de Anoushka y la llevó a Francia.
– ¿Usted conocía el convento del Sagrado Corazón del cual mi hermana es la Madre
Superiora?
– Un sacerdote católico con quien mantuve correspondencia durante toda la vida, me
había hablado de él y, además, Sir Reginaid conocía a algunos miembros de la familia de
su señoría. Fue idea mía, pero Sir Reginald estuvo de acuerdo con que era el lugar más
seguro y mejor para ella.
– Me dolió mucho despedirme de papá – dijo Anoushka con tristeza.
– Lo comprendo – replicó el duque – pero te salvaba de una vida peor. No creo que
hubieras sido feliz en San Petersburgo.
– Mamá siempre lo mencionaba con horror y sé que la atemorizaba la policía secreta.
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– No hay en Rusia quién no le tenga miedo, incluso ahora. Y aunque las cosas han
mejorado, sería un error, su señoría, que alguien de aquí conociera la verdadera identidad
de Anoushka.
– Estoy de acuerdo con usted y le prometo que en lo que a mí concierne, nadie
conocerá el origen ruso de Anoushka, aunque me imagino que ya no hay razón, puesto
que su padre ha muerto, para no decir que era su hija.
– En Inglaterra no, pero preferiría que en Odessa no se supiera.
– Así será – prometió el duque – y ahora que la he traído y he descubierto lo que
quería saber, me llevaré de nuevo a Anoushka.
Hizo una pausa antes de decir:
– Antes que partamos, padre, me gustaría pedirle que bendiga nuestro matrimonio,
pues aunque estamos casados por la Iglesia Católica, sé que a mi esposa la hará feliz recibir
una bendición especial de la Iglesia a la que pertenece.
– Nada me haría más feliz, su señoría.
Cuando el duque se puso de pie, Anoushka apoyó su mejilla un momento contra su
hombro y murmuró en un susurro que sólo él podía escuchar:
– ¡Entendiste! ¡Oh, mi amado y adorable esposo, me entendiste!
EEsa noche, después de la cena, el duque y Anoushka salieron a cubierta para
admirar las luces de Odessa.
El yate ya no se encontraba anclado junto al muelle, sino a la entrada de la bahía,
desde donde tenían una vista panorámica de la ciudad, con los altos cipreses frente a ellos.
Durante el día era un bello panorama; pero ahora, en la noche, tenía una gloria
mística que se acentuaba por el brillo de la luna reflejada en los domos dorados y las luces
de las casas, que semejaban estrellas que hubieran caído a tierra.
Las verdaderas tachonaban la bóveda del cielo encima de ellos, y la luna enviaba
rayos de luz que resplandecían sobre el agua, formando un conjunto que el duque pensó
que jamás podría olvidar.
Anoushka permanecía a su lado en silencio y se volvió para mirarla. Sabía que
ninguna belleza, por inmensa que fuera, podría fascinarlo mientras la tuviera consigo.
Como si lo necesitara, ya que la vista del lugar donde había vivido con sus padres y
lo que había escuchado horas antes la habían puesto melancólica, se acercó más a él.
Comprendió que deseaba que la reconfortara, por lo que la abrazó con fuerza y la retuvo
muy cerca de él.
– ¿Qué piensas? – le preguntó con voz profunda.
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– Que ninguna mujer podría tener un pasado tan misterioso y emocionante. Pero, mi
amor, aunque será un secreto entre nosotros, jamás deberemos olvidarlo.
– Sabía que ésos serían tus sentimientos.
– Lo maravilloso es que mis padres se amaron con intensidad... así que yo nací del
amor.
El duque no habló, pero posó los labios sobre su cabellera y ella añadió:
– Eso es lo que quiero para mis hijos, que nazcan de un amor tan grande como el de
ellos y el nuestro, para que, a su vez, también puedan brindar amor, como el que yo te doy.
– Y yo a ti, mi adorable y pequeña esposa.
El duque contempló el cielo durante un momento. Después agregó, conmovido:
– Pedí una mujer pura e inmaculada y eso fue lo que encontré. Además, me dieron a
alguien tan perfecto que desearía caer de rodillas para mostrar mi gratitud.
Anoushka lo miró, ya sin ojos misteriosos, sino profundos y oscuros por otra
emoción.
– Me refiero a ti, mi amor. Te amo tanto que no hay palabras para expresar la
profundidad, la intensidad y la duración de mi amor, así que sólo me queda dedicar mi
vida a demostrarte lo que significas para mí.
Anoushka lanzó una exclamación ahogada, de inmensa felicidad.
Después levantó los brazos para atraer la cabeza de él hacia su rostro.
– ¡Te amo, te amo! ¡Y si Dios te bendijo a ti, a mí también! Ningún otro hombre me
podría entender como tú lo haces. Y nadie más puede ser tan maravilloso.
Sus labios buscaron los del duque y por un momento, mientras lo besaba, se sintió tan
conmovida, por lo que le había dicho, que su beso fue tan espiritual y etéreo como la luz de
la luna.
Mas, cuando sintió que su cuerpo se pegaba al de él, el fuego que nunca estaba lejos
de la superficie surgió en ambos, y ya no era la luz de la luna la que los envolvía, sino el
dorado calor del sol.
El duque la besó hasta que sus corazones latieron con violencia, las llamas crecieron
más y más dentro de ellos y sólo encontraron una forma de expresar la gloria y la
profundidad de su amor.
– Te amo – murmuró Anoushka – Enséñame a... lograr tu... amor.
– Creo que es imposible amarte más de lo que ya te amo. Pero quizá la noche me haga
descubrir que me equivoco.
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Lanzó una última mirada a la luna, a las estrellas, a las luces de la ciudad y cuando
conducía a Anoushka hacia el interior, pensó que la belleza del panorama los acompañaba.
Todo era parte, como ellos mismos, del amor de Dios, que es la única y verdadera
pureza.
FFIINN