Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico:
Una lectura del proyecto antropotécnico de Peter Sloterdijk
Julio Andrés Cifuentes Chauta
Pontificia Universidad Javeriana
Maestría en Filosofía
Facultad de filosofía
Bogotá, 19 de enero de 2015
Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico:
Una lectura del proyecto antropotécnico de Peter Sloterdijk
Julio Andrés Cifuentes Chauta
Trabajo de grado para optar al título de Magister en filosofía
realizado bajo la dirección del Dr. Luis Fernando Cardona Suárez
Pontificia Universidad Javeriana
Maestría en Filosofía
Facultad de filosofía
Bogotá, 19 de enero de 2015
In memoriam de mi madre, a quien aún en la eternidad le seguiré amando, pues ni
la clausura en su vientre ni su temprana partida de este mundo, impedirán que
sigamos unidos por ese cordón umbilical que excede cualquier longitud humana
imaginable y medible. Sus abnegados cuidados, sus sabios consejos,
su paciente escucha, su consabida bondad, su gran amor a Jesús y María,
lograron dar sus frutos esperados al sembrar no sólo en mi corazón
sino también en mi mente, el temor a Dios.
Agradezco de manera especial a Carlos, mi papá; Roberto y Laura, mis hermanos;
Mari y Cristián, mis sobrinos; Evelin, mi novia; y a todos mis familiares,
en quienes siempre pude encontrar una voz de aliento y un sublime
impulso para poder dar fin a este pendiente en mi vida, no sólo
profesional sino también personal, y sobretodo, a Fernando Cardona,
que con su gran sabiduría, rigurosidad, compromiso y
comprensión hizo de este gran sueño una feliz realidad.
Bogotá, 19 de enero de 2015
Profesor
DIEGO ANTONIO PINEDA
Decano Académico
Facultad de Filosofía
Pontificia Universidad Javeriana
Estimado profesor Pineda
Reciba un cordial saludo. Presento el trabajo del estudiante Julio Andrés Cifuentes Chauta,
titulado Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico: Una lectura del proyecto
antropotécnico de Peter Sloterdijk, para optar al título de Magister en Filosofía.
En este trabajo Julio Andrés examina con suficiencia las implicaciones antropológicas de la
crítica de Peter Sloterdijk a la ontología heideggeriana, mostrando cómo la deconstrucción de la
metafísica moderna debe terminar en una ontoantropología. Este paso le permite a Sloterdijk
arriesgar una novedosa comprensión de la tarea ética en clave acrobática, siguiendo un claro
gesto nietzscheano que consiste en resaltar el papel del ejercicio en la configuración de nuestro
astro ascético, nuestro planeta. Julio Andrés enmarca su lectura del imperativo acrobático, ¡Has
de cambiar tu vida!, en el contexto polémico de la confrontación de Sloterdijk con Heidegger en
su texto Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger. Su lectura de los textos de Sloterdijk es
juiciosa y sugerente.
Una vez revisado el manuscrito final considero que cumple con creces lo esperado por la
Facultad y, por ello, solicito que se inicien los trámites para su evaluación y, posterior,
sustentación pública.
Cordialmente
Luis Fernando Cardona Suárez
Profesor Titular Facultad de Filosofía
Tabla de contenido
Introducción 1
1. La pregunta por la esencia del hombre 10
1.1 El hombre como «dueño de lo ente» 18
1.2 El hombre como «pastor del ser» 27
1.3 La pregunta por la esencia del hombre 37
2. El hombre como producto y resultado 50
2.1 La cultura post-humanística como fin del humanismo 55
2.2 El hombre como producto de sí mismo 74
2.3 El hombre como producto de los otros 95
3. Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico 101
3.1 Auschwitz: una situación extrema que no hay que olvidar 103
3.2 La era de la información en el mundo homeotécnico 112
3.3 La ética acrobática como retorno del hombre 117
Conclusiones 133
Bibliografía 135
Índice de Abreviaturas
CB Heidegger, M. Caminos de bosque. Versión de Helena Cortés y Arturo Leyte.
Alianza Editorial, Madrid, 1995.
CFM Heidegger, M. Los conceptos fundamentales de la Metafísica. Mundo, finitud,
soledad. Trad., Alberto Ciria. Alianza Editorial, Madrid, 2007.
CH Heidegger, M. De camino al habla. Versión española de Yves Zimmermann.
Odós, Barcelona, 1987.
Esf. I. B. Sloterdijk, P. Esferas I. Burbujas. Microsferología. Trad., Isidoro Reguera.
Siruela, Madrid, 2003
Esf.III.E. Sloterdijk, P. Esferas III. Espumas. Esferología plural. Trad., Isidoro Reguera.
Siruela, Madrid, 2006.
H Heidegger, M. Hitos. Versión castellana de Helena Cortés y Arturo Leyte.
Alianza Editorial. Madrid, 2000.
HCV Sloterdijk, P. Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica. Trad., Pedro
Madrigal. Pre-textos, Valencia, 2012.
IyT Sloterdijk, P. Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico. Trad., Miguel Ángel Vega y
Elena Serrano. Siruela, Madrid, 2010.
MAP Sloterdijk, P. Muerte aparente en el pensar. Sobre la filosofía y la ciencia como
ejercicio. Trad., Isidoro Reguera. Siruela, Madrid, 2013.
P Heidegger, M. La pobreza. Traducción de Irene Agoff. Amorrortu, Buenos
Aires, 2008.
SM Sloterdijk, P. El sol y la muerte. Investigaciones dialógicas. Coautor: Hans-
Jürgen Heinrichs, Trad., Germán Cano. Ediciones Siruela, Madrid, 2004.
SS Sloterdijk, P. Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger. Trad., Joaquín
Chamorro. Ediciones Akal, Madrid, 2011.
SyT Heidegger, M. Ser y Tiempo. Trad., prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera.
Trotta, Madrid, 2003.
TyS Heidegger, M. Tiempo y ser. Trad., Manuel Garrido, José Luis Molinuevo, y
Félix Duque. Tecnos, Madrid, 1999.
1
Introducción
“La condición del hombre es una condición de guerra de
todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado
por su propia razón […] y las pasiones que inclinan a los
hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las
cosas que son necesarias para una vida confortable y la
esperanza de obtenerlas por medio del trabajo” (Hobbes)
Hay dos situaciones que marcaron de manera decisiva el rumbo del destino de la historia
europea contemporánea: las dos guerras mundiales y los avances biotecnológicos. Aquellos
lamentables sucesos de extrema violencia acaecidos a principios del siglo XX, trajeron
consigo desolación, miseria, atrocidad, resentimiento, sufrimiento, vergüenza y dolor a la
humanidad entera. A pesar de haberse creado organizaciones post-conflicto de índole
mundial para alivianar las tensiones entre los diferentes países y evitar así un nuevo
enfrentamiento entre ellos, los ecos que hablan de la proximidad de una tercera guerra
mundial no se han disipado del todo. Esta inevitable posibilidad que amenaza, de hacerse
realidad, con destruir la vida sobre la faz de la tierra, se acrecienta aún más con los
irreversibles daños causados en el medio ambiente por los desaforados procesos
industrializados que llevan a cabo tanto los países desarrollados como los que están en vía
de desarrollo. El conflicto y la guerra son el alimento diario de nuestra cotidianidad. Basta
con sintonizar algún noticiero en sus secciones nacionales o internacionales, o con leer
algún periódico o semanario de circulación nacional o regional, para enterarnos de los
últimos asaltos a mano armada a alguna persona del común o a algún supermercado o
entidad financiera, del incremento en la violencia de género, de las inevitables riñas
producto del alcohol, de los maltratos físicos y psicológicos en muchos hogares, de
masacres en nuestros campos, de enfrentamientos sangrientos entre grupos al margen de la
ley y la fuerza pública, y de balaceras indiscriminadas en las calles de las ciudades, entre
otras tantas formas de violencia que aquejan al hombre actual, independiente del lugar en el
que éste habite y la época en que viva.
La violencia, cualquiera sea su manifestación y alcance, ha estado presente no sólo en la
formación de los diferentes pueblos y naciones, sino también, en muchos casos, en su
destrucción misma. Es, por decirlo de una manera más emblemática, la marca indeleble de
2
la historia humana. Echando un breve vistazo a la filosofía política moderna encontramos a
Hobbes, para quien, en el marco de su teoría sobre el origen de la sociedad y el poder, el
hombre es un lobo para el propio hombre. Aun cuando este filósofo parte de la igualdad
natural de todos los hombres, considera también que cada individuo, al depender la
búsqueda de su propia conservación y seguridad del egoísmo que le es innato, genera un
estado natural de guerra de todos contra todos. Sólo para garantizar la paz común y evitar
su autodestrucción, los hombres hacen un pacto, según Hobbes, por el que transfieren su
poder y su fuerza a un solo hombre o a una sola asamblea. Con ello, no sólo la violencia
sino también el egoísmo, aparecen como rasgos esenciales de nuestra condición humana
que, con el pasar de muchas generaciones, han llegado a convertirse en fuerzas destructivas
de tal magnitud, que podemos concluir tristemente que el otro ser humano representa para
nuestros intereses personales una amenaza indiscutible, a la que hay que atacar y acabar si
se interpone en nuestro camino. Conforme a este diagnóstico, pues, podemos decir que
somos violentos por naturaleza y no en virtud, como parece sostener Sloterdijk, de nuestra
capacidad innata por buscar y mantener siempre la comodidad y el lujo.
Un panorama tal, no puede más que llenarnos de pesimismo y desolación. Las corrientes
humanistas, que se han levantado a través de la historia, han sido conscientes de esta
problemática que nos atañe como humanos que somos, y con sus discursos reformistas,
abrieron una nueva luz de esperanza a todas las generaciones, y no sólo a aquellas en las
que tuvieron lugar. Pues, desde la exaltación de la razón humana, apuntaron, de manera
decisiva, a proponer diversidad de estrategias con las cuales oponerse efectivamente a esas
cualidades negativas que nos identifican histórica y naturalmente. Sin embargo, lo
lamentable de esta situación, como bien lo señaló Heidegger y Sloterdijk en su momento, es
que el remedio ha resultado ser peor que la misma enfermedad. En lugar de disminuir y
acabar con la violencia, los diferentes humanismos la han alimentado y fortalecido, al
convertir el mundo y todo lo que lo integra, en objeto claro de dominación y explotación,
tras fundarse en una metafísica clásica, la cual, como es bien conocido desde antaño, se
desarrolla en virtud tanto de una lógica bivalente como de una ontología monovalente.
Muestra de ello son las dos guerras mundiales y las guerras civiles que han sucedido al
interior de muchas naciones, en las que se evidencia que el hombre debe imponerse a como
3
dé lugar sobre todo lo otro, sin importar los medios para hacerlo, y los daños que pueda
ocasionar, incluso en contra de sí mismo y de su bienestar en este mundo.
Además de esta situación de guerra que vivimos en la actualidad, y que define al ser
humano como un ser violento por naturaleza, hay otra situación que no debe en modo
alguno desconocerse, si lo que se pretende es ahondar en el conocimiento de la verdadera
esencia del ser humano y comprendernos a la luz de los nuevos, y cada vez más complejos,
sucesos actuales. El conocimiento humano, se ha desarrollado últimamente, de tal manera,
que hoy no solamente podemos estar más comunicados entre nosotros mismos y mejor
informados de lo que pasa en cualquier rincón del mundo, sino, además, tener la
expectativa de intervenir y mejorar la raza humana. Vivimos tan aceleradamente en una era
de la informática y la información, en la que los avances científicos y tecnológicos, cada
vez más sorprendentes, son una muestra clara del incalculable e ilimitado potencial
cognitivo y creativo que posee el ser humano. Por ejemplo, el descubrimiento del genoma
humano, la clonación, los trasplantes de órganos, la aplicación de células madre para la
regeneración de órganos y la reproducción in vitro, entre otros tantos avances científicos
como se han desarrollado en la actualidad gracias a la ingeniería genética y la
biotecnología, han generado, contrariamente a lo que se esperaba, más que expectativa,
histeria colectiva entre los sectores más conservadores y tradicionalistas de la sociedad,
hasta el punto de que llegan a calificar todos estos desarrollos científicos, simplemente de
demoníacos, y a las personas que los implementan o defienden, de antihumanistas.
Para hacer esos reproches y, tener las reservas que tienen frente a la ciencia y la técnica,
aquellos discursos tienen presente lo ocurrido en la Alemania nazi, donde la teoría
eugenésica fue incluida en la política de estado y, además, sirvió de justificación para atacar
y querer exterminar a todo un pueblo: el de los judíos, por el hecho simplemente de que era
judío y de que la raza aria debía imponerse sobre la raza inferior. Asimismo, creen que la
ciencia y la tecnología son simplemente ese tipo de producciones humanas que buscan
destruir y dominar y, con ello, ocupar el lugar, hoy deshabitado, de los dioses. Pero olvidan
lo más importante, que en esto es posible también ahondar más profundamente en nuestra
comprensión como seres humanos, y de esta manera, asumir, desde una postura
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antropológica adecuada e incluyente, los nuevos retos que nos imponen la ciencia y la
tecnología. Las producciones humanas no están dadas para aniquilarlas, sino para
reorientarlas, reinterpretarlas y beneficiarnos de ellas.
Pero no sólo la violencia y el poder hacer nos definen como seres humanos, sino también el
temor constante a la muerte y la búsqueda de una vida lujosa y confortable, que hace que
nosotros, como bien lo señala Sloterdijk, seamos productos de sí mismos y de los demás
temores que nos afectan. El hombre moderno, y el filósofo en particular, debe, en
consecuencia, sin olvidar lo antedicho, plantearse la cuestión ¿qué es lo que nos define
como hombres?, desde una perspectiva totalmente distinta a como se ha venido haciendo
hasta el momento, donde se le señale el camino que debe seguir para su propia realización y
que en modo alguno vaya en perjuicio de los otros. Precisamente esto, es lo que hace Peter
Sloterdijk, que partiendo de una postura ontoantropológica, plantea la humanitas en
términos antropotécnicos y, a su vez, la historia del claro en términos tecnógenos. Las tres
categorías que confluyen en el poder ser humano y que están ampliamente ilustradas por la
astronáutica: la de la inmanencia, la de la artificialidad y la del impulso ascendente (Esf. III.
E. 246), según nuestro filósofo, sólo pudieron llegar a desarrollarse armónicamente gracias
a las llamadas antropotécnicas. Empero, en algún momento esta historia maravillosa que
llevó al homínido a hacerse hombre, tomó rumbos erráticos, por lo cual, se hace necesario
reencausarla para que éste encuentre su verdadero destino y su propia esencia. La única
manera de hacerlo, según Sloterdijk, es que un mundo homeotécnico se instaure entre
nosotros y se procure el desarrollo de una ética acrobática, con la cual el hombre no sólo
busque la mejora de sí mismo sino también la mejora del mundo que él mismo configura.
Esta es la tesis que se defiende en el presente trabajo, y que consta de tres partes.
En la primera se muestra que el planteamiento de la pregunta por la esencia del hombre que
hace Heidegger en el marco de su crítica al humanismo y a la metafísica clásica, lleva
necesariamente a pensarlo como el pastor del Ser, esto es, a vincularlo nuevamente, de
manera originaria, a la cercanía y a la verdad del Ser, para lo cual se hace indispensable que
el hombre se supere a sí mismo como el sujeto trascendental de la época moderna, en torno
al cual giraba todo. Para Heidegger, la palabra ‘humanismo’, influenciada como está, de la
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metafísica clásica, lleva no sólo al olvido del Ser, sino también al ocultamiento de la
verdadera esencia de la humanitas. Esto exige, por ende, que se replantee la pregunta por el
sentido del Ser. Así lo hace nuestro filósofo en su Carta sobre el humanismo. Y, lo hace, en
relación con el lenguaje, en tanto considera que éste es el lugar donde habita y se manifiesta
el Ser. Por supuesto, un lenguaje no entendido ya como mero instrumento de comunicación,
sino más bien, desde una perspectiva ontológica fundamental, como el vehículo originario
del pensar en el que se despliega a cabalidad la relación del Ser con la esencia del hombre.
Esto implica que el lenguaje ha de ser liberado de la gramática y la lógica en sus formas
tradicionales, y puesto, por ende, en un orden esencial más originario, a saber: en el ámbito
del poetizar y el pensar, donde el poeta y el pensador son reclamados por el Ser para decir
su verdad. Al adueñarse destinatalmente el Ser del pensar y el poetizar, les regala su propia
esencia para que éstos puedan ser lo que son, mostrando en cada instante que es su
elemento propio sin el cual nada pueden ser, con lo cual el poeta y el pensador son
convertidos así, en custodios de su verdad. Esta relación originaria de apropiación recíproca
entre el Ser y el hombre, que es entregada por aquél en el lenguaje y ofrecida por el pensar
a él, define el modo de ser propio del hombre. El lenguaje como unidad ontológica de
llamada del Ser y respuesta del hombre, permite pensarlo en su esencia misma, a saber:
como pastor del Ser, y no ya como un ente humano privilegiado sobre los demás entes.
Como pastor del Ser, el hombre es un ser noético, esto es, un ser en el que el pensar es
interpretado como el elemento propio del hombre y que tiene la particularidad de partir del
Ser, recaer sobre el Ser y terminar en el Ser, a diferencia del pensar representativo, que aun
cuando parte del Ser, termina siempre en lo ente. Teniendo esto presente, Heidegger afirma
que lo propio del modo de ser hombre es su exsistencia, o lo que es lo mismo, el ser capaz
de soportar el ser-aquí en tanto que apertura del ser para que las cosas sean lo que son. Ese
cuidado, al tener la particularidad de haber sido entregado destinalmente al hombre por el
Ser mismo para que guarde intacta su verdad, es el que configura al hombre, a través del
lenguaje, en el pastor del Ser. Al definir así al hombre, lo que Heidegger pretende es que
volvamos al Ser mismo, en tanto que dimensión extática de la exsistencia, que la ciencia
moderna ocultó y olvidó tras hacer del mundo una imagen, y de la verdad, un mero
representar. Esto implica que el hombre sea devuelto a la verdad del Ser, para que allí
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encuentre su verdadera esencia; y ello sólo es posible, superándose a sí mismo como sujeto
trascendental. Superación que, en modo alguno, es una tarea fácil, máxime cuando, por un
lado, son años de profundo arraigo en esa concepción metafísica de sí mismo y que, por
otro, hacerlo supondría abandonar su relación de poderío y dominación que mantiene con lo
ente. Por eso, tendrá que configurarse a sí mismo en un acróbata, donde el ejercicio
continuo y repetido, lo lleve a ser lo que verdaderamente está llamado a ser: un ejercitante,
un pensador y un asceta.
En un segundo momento, se muestra cómo la crítica de Sloterdijk a la postura ontológica de
Heidegger sobre la esencia del hombre lo lleva a concebir una historia natural y social del
claro, y en esa medida, a definir al hombre como el resultado de la técnica sobre sí mismo y
de las técnicas de domesticación de los otros sobre él. En Normas para el parque humano,
Sloterdijk asume el reto de Heidegger de repensar la esencia del hombre y lo hace,
justamente, teniendo como marco de referencia la revolución biotecnológica actual que se
originó por aquellos avances científicos que tienen que ver con la manipulación genética.
Como hombre visionario de su tiempo, y con la agudeza mental que lo caracteriza para
interpretar las señales de los tiempos, nuestro filósofo anuncia la nueva cultura post-
humanista, esa que gira en torno a los medios masivos de comunicación y los nuevos
avances tecnológicos y biotecnológicos, como el fin del humanismo. En su opinión, el
humanismo no es más que un fenómeno literario que sirvió, hasta no hace mucho tiempo
atrás, para hacer amistades alrededor de cierto canon de textos escritos, a fin de
contrarrestar las tendencias irracionales y violentas que le son naturales al ser humano. Pero
que, por los efectos discriminatorios y excluyentes que trajo consigo este movimiento tras
la conformación de círculos elitistas de alfabetizados por todas partes, y ser un mecanismo
ineficaz e insuficiente para rescatar a los hombres de la barbarie, ha caído en desgracia,
hasta el punto de desaparecer. Más aún, cuando en su lugar, se alza una cultura post-
literaria que hace de la tradición escrita algo claramente obsoleto.
Es curioso que Sloterdijk emprenda su crítica contra el humanismo, por un lado, resaltando
su ineficacia para contrarrestar las tendencias bestializadoras del hombre, y por otro,
conciba la violencia y la barbarie, de la que es capaz el hombre para hacerse con el poder o
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conseguir satisfacer sus intereses personales, como meras consecuencias de su estar con el
otro, y no como lo que son: características naturales del ser humano. Sin duda, esto
constituye una debilidad en su argumentación. Pues cualquier reflexión que busque aclarar
la esencia del hombre debe poder erigirse en función de esta peculiaridad humana que ha
irrumpido, sin medida y en repetidas ocasiones, en el devenir histórico de los pueblos. Se
queda simplemente en señalar que el tema central del humanismo es la domesticación del
hombre, la cual, en últimas, es una cuestión ligada al poder de selección de los medios de
amansamiento, y no en lo que, a nuestro parecer, es más relevante, el cómo rescatarlo
eficazmente de la barbarie a la que está condenado por su misma naturaleza violenta y
egoísta. Esto lo lleva, además, a considerar al mismo Heidegger como un humanista más,
no al modo del humanismo clásico o burgués, claro está, pues la intención de éste en su
Carta no es la de hacer amigos a la distancia, sino la de rescatar la pregunta por la esencia
del hombre que la metafísica ha ocultado y olvidado tras definirlo como animal racional y
erigirlo luego en sujeto trascendental, lo cual lleva a colocar el problema de la
domesticación en el ámbito ontológico, y no ya en el pedagógico.
Siguiendo a su maestro, y reclamando una revisión técnico-genética de la humanidad,
Sloterdijk plantea, la pregunta por la esencia del hombre en términos no sólo ontológicos,
sino también antropológicos. Pues considera que el claro del Ser tiene una historia, que al
ser develada, debe mostrarnos la verdadera esencia de la condición humana: a saber: que el
hombre es esencialmente un ser antropotécnico. Para poder hacer frente a su deficiencia
natural, y siguiendo su impulso hacia lo inmenso e inquietante, el homínido se valió de
cuatro mecanismos tecnógenos, que al funcionar sinérgica y circularmente, y al estar él tan
arraigado, como de hecho lo sigue estando, en el espacio primitivo, le permitieron venir al
mundo, esto es, devenir por su misma producción sobre sí mismo en homo sapiens. Poco a
poco se fue instalando en las llamadas esferas, y desde allí forjó coordinada, estratégica y
metódicamente un caparazón inmunológico por medio del cual pudo finalmente reducir las
exigencias de su adaptabilidad fisiológica e intensificar sus relaciones con los otros, lo cual
hizo de ellas, verdaderos espacios de crianza, cada vez más amplios y complejos que
replican las funciones del útero materno. En un lugar como éste, dispuesto como estuvo por
la intervención del hombre desde su mismo interior, es que se dio el paso definitivo hacia el
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salir extático de la humanidad. Por eso, la clausura del vientre materno en modo alguno
debe entenderse como un salir en sentido espacial del hombre, sino como un seguir-siendo
igualmente extático en la isla antropológica, la cual debe cuidar a como dé lugar, a fin de
garantizar su supervivencia y continuar ahí con su vida de confort. Acción ésta que implica
la utilización tanto de técnicas para dejarse operar como de técnicas para autooperarse, ya
que por naturaleza propenden hacia la mejora y optimización del comportamiento humano
que es capaz de vivir civilizadamente. Como la crianza de humanos supone el problema de
la selección, Sloterdijk considera que es necesario asumir responsablemente el rol activo
del selector, con lo cual se postula una nueva ética en un mundo homeotécnico, que desde
la igualdad, pluralidad y libertad, debe impedir que el hombre vuelva a ser dueño de lo ente
y contrarreste así su esencia violenta.
Y, en la tercera parte, por último, se muestra que, sucesos tan vergonzosos y lamentables
como los que ocurrieron en los campos de concentración nazi, junto con los últimos
adelantos en el campo de la ingeniería genética y la biotecnología, hacen necesario que la
historia humana sea repensada y se busque la manera de corregir la senda que conduzca
finalmente al hombre hacía el encuentro consigo mismo. A diferencia de Heidegger, para
quien esta historia errática del acontecer humano es simplemente un ir sin regreso,
Sloterdijk sostiene que ese retorno es del todo posible. La clave está, precisamente, en su
opinión, en reinterpretar y aprovechar el potencial ultra desarrollado de la inteligencia
humana, ese que, en las últimas décadas, ha dado sus mayores y más cuestionados frutos.
Máxime cuando el derrumbe de la metafísica clásica es evidente y el humanismo ilustrado
ha entrado en crisis. El saber y el poder-hacer, abren indudablemente la esperanza de un tal
regreso, sin desconocer, por supuesto, que la época del código digital y la revolución
genética han hecho, casi que impensable, que el lenguaje vuelva a ser originariamente
como en Heidegger, el punto de amistamiento con la exterioridad. Pues cabe la posibilidad
que lo que el hombre puede-hacer y hace es a sí mismo, con lo cual es lícito pensar que en
ese hacer pueda él, finalmente, estar consigo mismo.
Para Sloterdijk ese volver del hombre al encuentro consigo mismo, que no es otra cosa que,
hacer que el pensar entre de nuevo en intimidad con el Ser, sólo es posible en un mundo
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homeotécnico, ya que, de una parte, permite pensar a aquél desde una lógica polivalente y
proponer así una ética novedosa sin perjuicio del otro, y de otra parte, tener siempre
presente, el estado y avance actual de la técnica. Un mundo que da cabida a la cibernética y
a los adelantos científicos de la biología moderna, no puede más que develar la existencia
de una realidad compleja, que escapa a toda comprensión que se haga desde una lógica
aristotélica y una ontología antigua. Y, desde ahí, nos permite, además, reconocer la esencia
autopoiética del ser humano y el origen tecnógeno del claro, puesto que nos lleva a pensar
lo propiamente humano en relación con el estado de la técnica; hasta el punto de que
podemos afirmar, sin reserva, que entre mayor sea el avance técnico, mayor será la
comprensión del hombre de sí mismo. El modo propio de ser hombre implica una
transformación autotécnica de sí mismo hacia el confort y el lujo. Para evitar que el hombre
en sus operaciones antropoplásticas vaya en perjuicio del otro y se procure una ética que
propenda hacia el bienestar de la humanidad y conduzca al hombre de vuelta a sí, el mundo
homeotécnico tiene como su mayor precepto el que las cosas son y pueden llegar a ser por
sí mismas, y donde las relaciones están dadas en virtud más de un cooperativismo que de
un dominio esclavizador. El problema que ello genera es saber hasta qué punto esta norma
basada en la coexistencia es del todo vinculante, máxime cuando somos por esencia
violentos, egoístas, y ansiamos el poder. Con todo y esto, Sloterdijk considera que sólo en
un mundo inteligente como el homeotécnico es que puede surgir una ética acrobática que
procure nuestra propia autosuperación y la mejora de nuestro entorno con base en la
ejercitación continua, sin que dicho proceso técnico nos lleve a un neodespotismo ilustrado
o a una guerra de todos contra todos por el conocimiento. La conquista de lo improbable,
que es la finalidad de la ética acrobática que Sloterdijk propone en su libro Has de cambiar
tu vida, tiene como consecuencia inmediata la ruptura con lo habitual, en tanto hace surgir
un hombre capaz de hacerse cada día mejor al catapultarlo desde la fuerza de su sí interior.
El planeta de los acróbatas no entenderá las mejoras que cada uno de sus miembros hace
consigo mismo, si éstas van en perjuicio de lo otro. El bienestar que concibe y procura
racionalmente, es el bienestar de todos, y esto se proyecta en la configuración de un mundo
cada vez mejor.
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1. La pregunta por la esencia del hombre
“…por ausencia de este don, no sólo permanecería el ser
oculto, sino que el hombre quedaría excluido del
alcance de la regalía del: Se da el ser. El hombre no sería
hombre” (Heidegger).
En ninguno de sus escritos Heidegger tematiza expresamente el humanismo, excepto en el
que se publicó por primera vez en 1947 bajo el título de Carta sobre el humanismo1. En
esta carta Heidegger responde algunas de las preguntas que su alumno francés Jean
Beaufret le planteó en una misiva que le envió en el otoño de 1946, en particular aquella
que indaga por cómo dar un nuevo sentido al humanismo después de los acontecimientos de
la terrible Segunda Guerra Mundial. En esta pregunta se evidencian dos supuestos: en
primer lugar, que ese término ha perdido el sentido noble que al principio tenía por los
abusos y vejámenes realizados en su nombre a principios del siglo XX, y, que por ello, en
segundo lugar, es menester devolvérselo o reformularlo a fin de seguir manteniéndolo
intacto. Con la contestación que Heidegger le da se reafirma el primer supuesto, no así el
segundo. Pues, para nuestro filósofo, la palabra ‘humanismo’ está cargada de un lenguaje
metafísico tradicional que oculta la verdadera esencia de la humanitas, la cual jamás podrá
manifestarse restableciendo el sentido de ese término o sustituyéndolo por alguna de las
doctrinas terminadas en -ismo que sobreabundan en la modernidad y que tienen la
peculiaridad de contraponerse entre sí y superarse mutuamente. Es más, ni siquiera
1 Esta carta fue escrita por Heidegger en el otoño de 1946 y, posteriormente, publicada por primera vez en
edición revisada y ampliada en algunos de sus pasajes en el año de 1947. Con ocasión de su primera edición
en Alemania, en el año de 1949, Heidegger hace dos anotaciones importantísimas que nos adentran de
inmediato en el contenido de su carta: en primer lugar, que fue escrita en el transcurso de su intento por decir
la verdad del ser, cuyo inicio puede datarse entre los años de 1936 y 1937, cuando pronunció en Roma y
Alemania su conferencia sobre Hölderlin y la esencia de la poesía, y sobre El origen de la obra de arte,
respectivamente; y en segundo lugar, que fue escrita, además, valiéndose de un lenguaje todavía metafísico y
dejando atrás conscientemente y a sabiendas el otro lenguaje, aunque se mantiene en el transfondo. Esta
última observación es bien inquietante, pues anuncia la utilización en su obra de dos lenguajes simultáneos y
superpuestos: el metafísico y el «otro». Aquél sin duda es el lenguaje instrumental del ente en cuanto ente, y
éste el lenguaje del ser en cuanto tal. La pregunta que puede plantearse en este momento es: ¿por qué se vale
Heidegger en esta carta del lenguaje metafísico para desocultar la verdad del ser, siendo consciente como es,
de la existencia de un lenguaje más idóneo y preciso para tal fin como el que menciona como «el otro
lenguaje»? (H. 259, 313, nota 1). Las citas que se hagan a la Carta de Heidegger tendrán en cuenta la versión
al castellano de Helena Cortés y Arturo Leyte, publicada en Hitos, en tanto conservan lateralmente la
paginación de la versión alemana del tomo 9 de la Gesamtausgabe publicada por la editorial Klostermann.
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otorgándole un nuevo nombre o título podrá aparecer de nuevo el humanismo en su
máximo esplendor. Puesto que ninguno de estos ismos o rótulos, por novedoso que sea,
puede recoger al ser en sus múltiples manifestaciones, que es la noción fundamental de la
que parten todos los conceptos, en especial, el de ‘humanitas’2. De esta manera, y siguiendo
el proceder mismo de los griegos que pensaron sin recurrir a títulos, Heidegger considera
que no será necesario, por tanto, buscar un nuevo nombre para referirse a la humanitas o
vaciar de contenido la palabra ‘humanismo’ y proveerle de un significado nuevo, y menos
aún, cuando el hacerlo es de suyo improcedente, en tanto, en su opinión, los títulos sólo
tienen cabida tan pronto como el pensar originario llega a su fin y su lugar lo ocupa un
pensamiento vulgar3. La propuesta de Heidegger, como es sugerido hasta ahora, es
llevarnos directamente al ámbito del ser, a la experiencia de su apertura, a esa que la
metafísica tradicional ha ocultado desde el mismo momento en que surgió en los albores
del pensamiento griego.
A diferencia de lo que sucede en Ser y tiempo, en donde la propuesta estrictamente
heideggeriana sobre el ser se resuelve en la temporalidad del Dasein, en tanto horizonte
2 Frente a lo innecesario que resulta el asignar nombres a las investigaciones filosóficas, que buscan
originariamente dar cuenta de su objeto o de su forma de tratarlo, vale la pena mencionar el caso de la
expresión ‘fenomenología’. Según Heidegger, al final del relato que hace en Tiempo y ser sobre lo que ha sido
su trayectoria en la fenomenología, afirma que tan pronto como se experimenta ésta en su esencia misma,
siendo como es, la permanente posibilidad del pensar, es lícito prescindir de dicho rótulo para dar paso a “la
Cosa del pensar, cuya revelabilidad sigue siendo un misterio” (TyS. 124). Esto es, que tan pronto como
tenemos contacto con aquello que la fenomenología -entendida como método- permite que se nos muestre en
su mismidad, es posible retirar cualesquier título sugerido para designarla. Pues ella se configura a partir de
las necesidades objetivas de la pregunta conductora que guía su investigación y de la forma de tratarla tal y
como es exigido en su confrontación originaria con las cosas mismas (SyT. §7, 47, 27). Por ende, dicho
término sólo sirve para expresar una máxima que puede ser formulada así «¡a las cosas mismas!», esto es,
para indicar la forma particular (de directa mostración y justificación) como se debe mostrar y tratar los
fenómenos (SyT. §7, 48, 28; 55, 35). Con ello Heidegger pretende evitar lo que sucede incluso en muchas
disciplinas teóricas que, en su afán de hacer responder a sus exigencias ya dadas y conceptualizar todo bajo
términos sólo aparentemente rigurosos, caen en lo que podría considerarse una manipulación técnica al
designar sus objetos de investigación en su contenido quiditativo propio (SyT. §7, 48, 28; 54, 34). 3 Respecto al uso de los nombres Heidegger es mucho más radical y sostiene que, si queremos alguna vez
volver a estar en las proximidades del ser resulta indispensable aprender a vivir prescindiendo de nombres,
puesto que esta empresa exige que antes que todo el hombre se deje interpelar por el ser, con el riesgo que al
hacerlo, tenga poco o nada que decir, quedándole como única alternativa, guardar silencio y dejar que la
fuerza callada del ser hable en lugar suyo (H. 263, 319). En consecuencia, Heidegger llevará la cosa al
extremo de evitar hacer uso del término alemán Menschheit (humanidad), y en su lugar hablará de
Menschentum, que es una voz que en alemán se emplea para referirse a “la dignidad o modo de ser hombre”
(Duque, 2002, 69).
12
desde el cual se comprende lo que es ser, en la Carta sobre el humanismo esta cuestión está
explícitamente referida al lenguaje, pues según Heidegger éste es el lugar donde habita y se
manifiesta el ser, siendo como es: “la casa del ser” (H. 259, 313). Pero cómo sea dicha casa
o morada, nada dice al respecto Heidegger, tan sólo que ella se debe al ser, lo que supone
que el lenguaje no ha de entenderse como un mero refugio construido por el hombre para
que el ser lo habite, pues es más que eso, ya que señala “el cruce mismo entre lo dicho y el
decir, entre lo que se revela y lo que queda oculto, entre un adentro y un afuera” (Leyte,
2005, 242)4. Afirmar que el lenguaje sea la casa del ser es, pues, una clara invitación que
nos hace Heidegger a buscar en el lenguaje el sentido originario del ser, o lo que es lo
mismo, el modo particular de su darse. Con ello se pone de manifiesto lo que autores como
Vattimo (1993, 94) han considerado como el tránsito que hace Heidegger -por la búsqueda
de un sentido del ser alternativo del de la metafísica- desde la analítica existencial de Ser y
tiempo y de la reflexión sobre la historia de la metafísica (correspondiente al primer
Heidegger) a la época que culmina con la obra de Nietzsche (correspondiente al segundo
Heidegger). Situados aquí, por tanto, poco interesa ya establecer la comprensión del ser en
el tiempo y sí, más bien, en relación con el lenguaje. Pero un lenguaje entendido no ya,
desde una concepción metafísica tradicional, como instrumento de comunicación5 que
articula y desarrolla la apertura del ser ya abierta en su mismo manifestarse, sino desde una
4 Aunque en el ensayo ¿Y para qué poetas? Heidegger también afirma que el lenguaje es la casa del ser, es
ahí aún más enfático, pues sostiene que es el recinto o templo del ser (CB. 231, 286). Con ello busca dejar en
claro que el lenguaje es un lugar sagrado que despunta en medio del uso cotidiano de la palabra, esto es, lo
más íntimo del espacio del corazón donde se patentiza la esencia misma del habla, ya sea como experiencia
silenciosa, como experiencia poética o como experiencia pensante. 5 Para Heidegger, el habla es natural al hombre, hasta el punto en que nada hay que haga, o que no haga, que
no esté permeado por el lenguaje en sentido amplio. Su ser reside en ser siempre, y en todo momento, un
hablante, esto es, llevado a su permanecer encomendado al son del silencio -que es la esencia del habla- a
partir del hablar mismo del habla (CH. 22). Pues, según Heidegger, “sólo el habla capacita al hombre ser
aquel ser viviente que, en tanto que hombre, es” (CH. 9). Por ende, en modo alguno el lenguaje,
contrariamente a lo que se sostiene comúnmente, puede considerarse como una facultad que el hombre posee
por naturaleza, y con la cual se ubica por encima de los demás seres vivos. Una facultad, por demás, que
consiste, por un lado, en la exteriorización fonética de estados de ánimo y, por otro, en la representación
simbólica y conceptual de lo que considera real e irreal. El habla está al acecho, de todas partes nos viene al
encuentro. Está “arraigada en la vecindad más próxima al ser humano” (CH. 9). La única forma de llegar al
lenguaje en su esencia es adentrándonos en su interior, morar ahí, y dejar que hable en su hablar, no en el
nuestro. Pues sólo en sus profundidades podremos hallar lo que parece ser una mera tautología: el habla es el
habla y nada más. Así es como se manifiesta en el acontecimiento propio (Ereignis), no como actividad
humana ni como expresión suya.
13
perspectiva ontológica fundamental, esto es, en íntima relación con el ser y el pensar, ya
que el pensamiento se mueve en un plano en el que está presente de modo fundamental, y
ante todo, el ser (Vattimo, 1997, 95). Profundizar en el sentido de esa estrecha relación que
liga al ser con el hombre es la tarea que emprende Heidegger en su Carta sobre el
humanismo, tal y como salta a la vista tan pronto como iniciamos la lectura de sus primeras
líneas, donde afirma que “lo que ante todo «es» es el ser”, y que es el pensar el que “lleva a
cabo la relación del ser con la esencia del hombre” (H. 259, 313).
Ahora bien, el desarrollo del pensamiento heideggeriano, que culmina con la superación de
la noción metafísica del ser, supone, por un lado, liberar al lenguaje de la gramática y la
lógica en sus formas tradicionales6, y, por otro, como resultado de esto, obtener un orden
esencial más originario7, lo cual sólo es alcanzable por la senda del pensar y el poetizar.
Pues, según Heidegger, los únicos que tienen la capacidad –en su decir y hablar propios- de
6 La lógica y la gramática que han venido estructurando el lenguaje en la filosofía se fundan en la subjetividad
trascendental propia de la metafísica, lo cual supone que en toda investigación el sujeto es el que tiene la
última palabra. Esto impide, como es evidente de suyo, llegar a la verdad del ser de los entes. El camino que
Heidegger propone para liberar al lenguaje filosófico de su influencia metafísica y, de esta manera, captar el
ente en su ser es el que está señalado por el método fenomenológico. En su comprensión formal, encontramos
que a este método le es esencial confrontarse con las cosas para que sean ellas las que se muestren en sí
mismas desde ellas mismas y, en consecuencia, hacerlas ver en cuanto tal en su decir propio, desocultando así
su verdad originaria (SyT. §7, 54, 34). Para dicha tarea muchas veces faltan las palabras, y más aún, como
afirma Heidegger, una gramática adecuada, ya que de lo que se trata es de hacer ver el ser de los entes (SyT.
§7, 59, 39). 7 Se trata aquí de orden que nos lleva a pensar la historia de la filosofía no desde ella misma, no en su mero
acontecer histórico, sino buscando aquello que la hizo posible, que desplazó la investigación metafísica por el
ser hacia la búsqueda de la esencia de la filosofía, esto es, al sentido del ser. Con dicho desplazamiento se
autodefine el carácter y la naturaleza de la filosofía en Heidegger, a saber: como un proyecto inacabado,
inconcluso, imposible, cuyo primer momento apareció bajo la forma de la obra de Ser y tiempo. Una obra que,
fundamentalmente, puede verse como un programa inicial que vino a ser desarrollado en dos momentos al
modo de una aproximación a aquello que, sin embargo, siguió constituyendo el origen del pensar: la
investigación por el sentido del ser (Leyte, 1996, 186). La unidad de la filosofía heideggeriana puede
entenderse desde la consideración del epígrafe que aparece en Caminos de bosque, pues allí, al parecer, la
filosofía puede considerarse como un bosque en el que sus múltiples vías (ensayos, fragmentos), por un lado,
no conducen a ninguna parte en el sentido de no tener final porque van inevitablemente hacia el origen, y por
otro, surgen al momento en que empiezan a pensarse, por lo cual son de suyo siempre singulares (CB. 1995,
epígrafe). De este modo, la filosofía no es ya un territorio arraigado en certezas y en la razón, sino más bien
un camino y trayecto que va tras de aquello que “está más allá o antes del ser, es decir, de aquello que
posibilitó la ontología misma como teoría del ser, que posibilitó incluso la misma referencia al Dasein (Leyte,
1996, 189). Esto es, tras la pregunta por el sentido del ser, o lo que es lo mismo, por la verdad del ser, que
como fuente originaria puede hacer comprensible como fenómeno cualesquiera de las manifestaciones
culturales y determinar cuál es su origen. Una verdad que es, ante todo, un proceso de des-encubrimiento de
lo ente y encubrimiento de sí misma para dar paso al ser entendido como ente.
14
desplegar plenamente las múltiples manifestaciones del ser son los pensadores y los poetas,
en tanto permiten que su pensamiento sea reclamado por el ser para decir su verdad8, y por
eso mismo, son también los únicos llamados a ser los custodios del lenguaje (H. 259, 313).
Los primeros, en tanto tienen por tarea dejar que aparezca el ser en cuanto tal; y los
segundos, en tanto tienen la obligación de impedir que el lenguaje quede reducido a un
mero enunciado y se entienda como simple sistema universal de signos y significados. De
este modo es claro que sólo en las producciones del poeta y de los pensadores es posible
descubrir la esencia del pensar, esa en la que subyace un compromiso ineludible por el ser y
para el ser, y que puede expresarse concisamente en la fórmula heideggeriana: “pensar es el
compromiso del ser” (H. 260, 314).
Mediante el genitivo de esta expresión, Heidegger pone de manifiesto que la relación entre
el pensamiento y el ser es tanto subjetiva como objetiva: lo primero, en cuanto el
pensamiento le pertenece al ser, y lo segundo, en consecuencia de lo anterior, en cuanto el
pensamiento está a la escucha del ser. Que el pensamiento le pertenezca al ser implica, por
un lado, que todo acto libre del hombre presupone la libertad originaria u horizonte en el
que éste se encuentra en relación con los entes y consigo mismo para poder ser lo que es; y,
por otro, que esté a la escucha del ser involucra no sólo que el conocimiento y la
comprensión de lo ente presupone la comprensión del ser, sino también que la verdad
óntica tiene por base la verdad ontológica. Por tanto, el pensar es aquello que es posible
según su procedencia esencial, es decir, aquello de lo que el ser se ha adueñado
destinatalmente al regalarle su propia esencia para que sea lo que es, al modo como el
amante ama a su amada, que al hacerlo, entrega lo más profundo de su ser para que sea
plenamente lo que es (H. 261, 316). Dicha entrega pone de manifiesto que la auténtica
esencia del ser está en su darse como elemento del pensar, como acontecimiento propio que
hace que el pensar sea posible y se manifieste mostrando siempre su origen. De suerte que
si el pensar se aleja de su elemento, o lo que es lo mismo, no dice la verdad del ser, estará
8 En el ensayo sobre El origen de la obra de arte de 1936 Heidegger, como nos lo recuerda Vattimo, deja en
claro que la obra está puesta por virtud de la verdad y como apertura del ente en su totalidad, y señala además
que en la poesía como arte de la palabra está la esencia inventiva de todas las demás artes, por cuanto ella
misma es novedad radical, creación, institución de algo nuevo, que no proviene del ente sino de la nada del
ente, esto es, de la apertura del ser (1993, 111).
15
condenado a validarse fuera de sí, a interpretarse técnicamente como “instrumento de
formación y por ende como asunto de escuela y posteriormente empresa cultural” (H. 262,
317). Y esto sería, sin duda, la ruina del lenguaje y del pensar.
Que el ser sea el acontecimiento propio del pensar implica, en consecuencia, que éste es
destinado esencialmente por aquél a desplegar a cabalidad la relación originaria que
sostiene con la esencia del hombre9. Relación que, por supuesto, el pensar en modo alguno
puede hacer o producir, sólo ofrecérsela al ser en cuanto le ha sido dada por el ser mismo,
con lo que se ratifica una vez más el carácter lingüístico de la apertura de la verdad del ser,
ya que, para Heidegger, ese ‘ofrecer’ no es más que el advenimiento del ser al lenguaje
convirtiéndolo en su morada, en donde al hombre le es destinado habitar en sentido propio
(H. 259, 313). Ambos, hombre y ser, habitan así el lenguaje y son a partir de él, por lo que
compartirán también su mismo carácter: inseguridad, desequilibrio, desprotección,
intemperie, ocultamiento y desocultamiento. Por ende, la relación entre el ser y el hombre,
en la que el hombre se liga al ser y el ser se entrega al hombre (por lo que puede ser
definida como una relación de apropiación recíproca), estará marcada esencialmente por
este hecho. Más aún si tenemos presente que el lenguaje es tanto algo de lo que disponemos
como lo que dispone de nosotros.
En cuanto hablamos el lenguaje nos es entregado, y de inmediato se apropia de nosotros, en
cuanto con sus estructuras delimita nuestra experiencia de mundo. Pues, como nos dice
Vattimo, “sólo en el lenguaje las cosas se nos pueden manifestar y sólo en el modo en que
el lenguaje las hace aparecer” (1993, 114). Hablar presupone, por tanto, que el lenguaje
haya ya abierto el mundo y que a nosotros nos haya colocado en él. En suma, el lenguaje
como morada del hombre y como lugar del advenimiento del ser es, asimismo, el lugar
donde se instaura la apertura en la que el hombre, como proyecto arrojado y en el que, por
eso mismo, acontece en él el ser mismo, entra en relación consigo mismo y con los entes, al
ordenarlos en un mundo y hacerlos aparecer en la presencia del ser. De ahí que la relación
9 No olvidemos que en Ser y tiempo el hombre como Dasein es un proyecto arrojado, siendo ésta su
peculiaridad esencial; pero en la Carta sobre el humanismo Heidegger va más allá y precisa que quien lanza
dicho proyecto es el ser mismo, por lo cual, la relación entre el ser y la esencia del hombre se resuelve aquí a
favor de aquél. Este es el añadido que en dicho escrito define el rumbo de la argumentación heideggeriana en
relación con el modo de ser del hombre.
16
con el ser sea radical y profundamente constitutiva del Dasein10
del hombre. Cuando en Ser
y tiempo se afirma que hay ser sólo en cuanto hay Da-sein no significa que el ser sea un
mero producto del hombre y de su representar11
, sino que en su mismo acontecer, el ser se
entrega al hombre, siendo decreto del ser mismo.
Como en la superación de la metafísica el ser sólo puede aparecer como evento, no ya
simplemente como presencia, será concebido como aquello que se apropia del hombre
entregándose a él, y en esa medida, como lo que hace aparecer las aperturas históricas del
ser de las cosas. Este movimiento de expropiación y al mismo tiempo de apropiación del
ser se da con exclusividad en el hombre y sólo en él. Este es el camino que Heidegger sigue
desde Ser y tiempo hasta su Carta sobre el humanismo, con la salvedad que dicho camino
no debe entenderse como el tránsito de un estado a otro totalmente diferente, pues el
desarrollo del pensamiento heideggeriano no es más que el acontecer mismo del ser, que en
10 Dasein es un término alemán que combina las palabras ser (sein) y ahí (da), significando existencia, y que
emplea Heidegger para indicar el modo de existir propio del ser humano. En Ser y tiempo Heidegger afirma la
primacía óntica-ontológica del Dasein al tratar de indagar por el sentido del ser en general. Esta primacía
óntica-ontológica está dada porque el Dasein es el único ente que puede preguntarse por el ser mismo. Es
necesario, por tanto, indagar por el ser a partir del único ente que tiene una compresión vaga y general del
mismo. El olvido del ser es debido a la misma ex–sistencia, ese estar fuera de sí, del Dasein, en cuanto se
vuelca a una vida inauténtica (ante su propia temporalidad y muerte). Para Heidegger, se hace necesario ante
todo desarrollar en un primer momento una analítica existencial del Dasein para tener así una comprensión
del ser que se diluya en la temporalidad. El Dasein deberá sacar del olvido al ser, reconociéndose en su más
propia existencia y cuidado de sí ante la muerte, es decir, ante la posibilidad más fundamental de su no-ser ya
más. 11 En la segunda conferencia de Holzwege, titulada La época de la imagen del mundo, Heidegger afirma que
la Edad Moderna en sus diversas manifestaciones, desde un punto de vista filosófico, no es más que una
imagen del mundo fundamentada en una concepción metafísica de lo ente y de la verdad (CB. 63, 69). En ese
respecto, la ciencia o investigación científica no sería sino la confirmación de sus propias anticipaciones; por
lo cual, en modo alguno, puede ella llegar a constituirse en una explicación o descripción real del mundo.
Pues, por un lado, las proposiciones matemáticas, que están en su base, constituyen simplemente el marco
definitorio a priori de ella; y por otro, las leyes y reglas físicas, que son su producto más notable, no son más
que las hipótesis dadas en un experimento para producir los hechos que las confirman o niegan (CB. 68, 75).
En este sentido, la imagen que tenemos del mundo sería sólo el resultado de los prejuicios que sobre él
tenemos gracias a los resultados especulativos de la metafísica, lo cual sólo es posible mediante la
objetivación de lo ente. Pues, según el mismo Heidegger, “representar quiere decir traer ante sí eso que está
ahí delante en tanto que algo situado frente a nosotros, referido a sí mismo, al que se lo representa y, en esa
relación consigo, obligarlo a retornar a sí como ámbito que impone las normas” (CB. 75, 84). Por tanto, el
mundo convertido en imagen sólo puede ser de tal modo y llegar a ser desde el instante en que el hombre lo
representa y lo produce, antes es imposible. Que la ciencia moderna interprete el carácter de imagen del
mundo como la representabilidad de la totalidad de lo ente implica que lo ente se le presenta al hombre como
objeto, y sólo en ese respecto, recibe su ser. Con esto se configura la producción representadora del hombre,
en virtud de la cual él lucha por imponerse como ese ente que da la medida a todo ente y pone todas las
normas.
17
la época de la metafísica se dan en la simple forma de la presencia y del olvido y que ahora
se da como evento.
La historia de la metafísica no es otra cosa que un modo particular del determinarse del ser
mismo, por lo que se integra esencialmente en la historia del ser, una historia que es de
suyo venidera y que tiene la peculiaridad de sostener y determinar toda condición y
situación humana. El resultado de esta historia es que no sólo el hombre no puede ser sin el
ser, sino que también el ser nunca puede darse sin el hombre. Entran en una relación tal que
el ser necesita del hombre para acontecer, siendo ese acontecer el ser mismo y el hombre
necesita del ser para ser lo que es. Por lo que en el proyecto de elaboración del problema
del sentido del ser ha de buscarse un modo nuevo de ejercitar el pensamiento mismo, uno
que no se considere ya, frente al ser, como elaboración de conceptos adecuados y, más
bien, uno en el que esté principalmente y ante todo el ser (Vattimo, 1993, 94). Es decir, uno
en el que esté expuesta la relación entre el ser y el hombre de modo tal que la eventualidad
del ser se manifieste como unidad de llamado y respuesta. Por esta razón, es insostenible
afirmar la historia del ser por un lado y la historia del hombre por otro. Empero, el que el
ser sea aquello que decreta todo no significa que el hombre sea pura pasividad o recepción,
pues los modos históricos de determinarse el ser ocurren ciertamente en la actividad propia
del hombre y de algún modo por obra suya (Vattimo, 1993, 97).
El problema reside en entender que el hombre sea algo y que tenga una esencia objetiva,
cuando lo que qué sea el hombre sólo es posible cuando éste es interpelado por el ser
mismo. Se trata, por tanto, más que de pensar el hombre, pensar el Da-sein, pero no ya al
modo de la subjetividad trascendental que lo objetiva como el ente humano, sino como el
Da, el aquí, el claro del ser. En otras palabras, se trata de ver al hombre en la proximidad
del ser, que se deja reconocer en el lenguaje esencial, ese que se entiende como la casa del
ser en la que se permite al hombre entrar. Ese entrar del hombre a la casa del ser puede
entenderse de dos maneras diferentes y antagónicas, que Heidegger formula mítica y
literariamente como «el dueño de lo ente» y como «el pastor del ser». Cuál sea la forma
correcta de entrar es tarea que nos ocupara en lo que sigue.
18
1.1. El hombre como «dueño de lo ente»
Afirmar que el hombre es el «dueño» de «lo ente» implica establecer entre ambos términos
una relación de dominación y subordinación, que nos remonta de inmediato a los
consabidos mitos creacionistas, esos en los que un dios -o varios dioses, según sea el caso-,
aparece como el dueño y señor de lo que crea. Su autoridad y potestad sobre lo que produce
están justificadas por el sólo hecho de ser su creador, siendo evidente de suyo que nada hay
por encima de ese poder. En efecto, lo que emana de él es suyo, le pertenece y, por tanto,
puede ejercer legítimamente su total e irrestricto poderío sobre lo otro. Como creador del
mundo, el dios no se entrega ni se debe en absoluto a éste. Eso es lo que lo hace ser su
dueño y estar siempre por encima de su obra creadora.
Que en la actualidad se diga que es el hombre quien posee ese dominio, y no una deidad, no
cambia nada en absoluto la situación, pues funciona bajo la misma lógica de la producción
y la dominación propia de estos mitos. Empero, es de resaltar que ese dominio vinculado al
hombre, a diferencia del que se vincula a la deidad, se hizo cada vez más fuerte y creciente
en virtud de las herramientas que éste forjó para la dominación y la explotación del mundo,
cuando se reconoció a sí mismo lleno de poder, esto es, cuando fue plenamente consciente
de su situación y poderío. El examen que Heidegger realiza de la modernidad gira,
precisamente, en torno a esta concepción que hace del hombre «señor» y/o «dueño de lo
ente», puesto que desde que la metafísica lo elevó a la dignidad de la subjetividad, el
hombre ejerce toda su potencia sobre la totalidad del ente de manera absoluta, apartándose
de su verdadera esencia.
Cuando Heidegger enfrenta los modelos metafísicos de la subjetividad trascendental,
dichos modelos ya estaban en desprestigio, pero lejos de proponer uno alternativo, lo que
hace es ahondar en los presupuestos que han permitido y catapultado el establecimiento de
dichos modelos. De ahí que nuestro filósofo los presente, junto a sus subsiguientes
equívocos, como síntomas y fenómenos desviados de un rasgo fundamental del hombre que
se establece bajo la concepción antropológica moderna según la cual el hombre es el sujeto
último de predicación y de existencia, esto es, que el hombre ha de entenderse como
19
aquello para el que la realidad es o se da, a la vez que él no es ni está para nada ni para
nadie (Duque, 2002, 67). En otras palabras, esto significa que ha de considerarse
fundamentalmente como el dueño de sí mismo, capaz de autocontrolarse, y en esa medida
digno de dominar el resto. Conforme a esto, no es que Heidegger esté en contra del hombre,
sino de esa doctrina que cae bajo el nombre de humanismo y que pretende abstraerlo y
generalizarlo, hasta el punto de concebirlo como el sujeto trascendental en el que el ‘ser
genérico’ se compenetraría indistinta e íntimamente en cada uno de los individuos que caen
bajo esa misma especie. Así pues, el hombre como «dueño de lo ente» es, en últimas, el
sujeto moderno que se centra en sí mismo, que es autónomo y autosuficiente y, por ende,
absolutamente responsable de sus actos, realizados a conciencia y con plena y libre
voluntad, lo cual lo convierte en un ser inalienable de valor absoluto. Un ser en abstracto
que es tendencialmente igual a cualquiera de los miembros de la humanidad con
independencia de sus especificaciones genéticas y culturales.
Lo propio del humanismo12
, por tanto, y que es un punto central en la crítica de Heidegger,
es que presupone y da por sobreentendido la esencia más universal del ser humano, a saber:
la de entenderlo como animale rationale (H. 265, 322). Aunque Heidegger afirme que
dicha determinación no es en principio falsa, considera necesario prescindir de ella en tanto
está indiscutiblemente condicionada por la metafísica, siéndole imposible en cuanto tal
llegar a la verdad del ser. Pues, si bien la metafísica representa a lo ente en su ser, esto es, si
bien piensa el ser de lo ente desde la perspectiva siempre de lo ente, no puede empero
pensar el ser como tal, ni la diferencia entre ambos. Por cuanto sólo interroga a lo ente en
cuanto ente, la metafísica permanece indiscutiblemente junto a lo ente y no se vuelve hacia
el ser en cuanto ser. Por eso le es imposible pensar el propio ser (H. 300, 366). Y al no
poder preguntar por la verdad del ser, tampoco puede preguntar por el modo en que la
esencia del hombre le pertenece a la verdad del ser. De esta manera, mientras se insista en
comprender al hombre como un ser vivo racional, se lo seguirá comprendiendo desde la
12 Ese que se entiende como el meditar y el cuidar de que el hombre sea humano en lugar de no humano, y
que tiene su origen en el encuentro de la época republicana romana con la cultura de la Grecia tardía, y que,
en opinión de Heidegger, es eminentemente metafísico como lo es también el pueblo alemán, pues presupone
la interpretación de lo ente sin plantear la pregunta por la verdad del ser, a la vez, que no pregunta tampoco
por la relación del ser con el hombre (H. 265, 321).
20
perspectiva metafísica, la cual hace parte de su propia naturaleza (H. 301, 368). Pero el
humanismo no simplemente pone como base sustantiva suya la definición clásica del
hombre como animal racional, sino que da un paso más y hace de la subjetividad
centralizadora, autorreferencial y dadora de sentido de todas las cosas su base formal
(Duque, 2002, 71). Ambas comprensiones del hombre, entrelazadas y fundamentadas entre
sí en la modernidad llevan a que aquél olvide que él es, ante todo, un ser arrojado y, por
ende, a que su «fuerza», esa en virtud de la cual actúa, no le sea propia sino que le haya
sido dada por otro. Pero más que eso, a que, habiendo olvidado su origen terrenal, y
entendiendo como productos de ciertas fuerzas naturales o sociopolíticas lo que él solidifica
como ‘cosas’ o ‘entes’, considere también que pueda controlarlas gracias a la técnica y
ponerlas a su pleno e irrestricto servicio (Duque, 2002, 77). En este sentido, la modernidad
lleva a que el hombre suplante esas fuerzas, junto con sus productos, y configure de esta
manera el mundo a su imagen y semejanza.
Al lenguaje le fue imposible sustraerse de ese dominio de la subjetividad, hasta el punto de
quedar también convertido en un mero instrumento de dominación13
. En cuanto tal, su lugar
por antonomasia será el mundo del comercio de las cosas, ese en el que lo que prevalece es
justamente la eficacia del instrumento y su rentabilidad. De ahí que funcione dentro de él
como un medio de comunicación más, entendiendo ésta como el proceso técnico de los
mensajes, de los signos que se consumen en una sociedad igualmente consumista. Proceso,
por demás, que doblega al lenguaje y al pensamiento por mor de las reglas económicas
preestablecidas y el orden de la información que subyace a la opinión pública. En su Carta
sobre el humanismo Heidegger denuncia esa consabida dictadura de la opinión pública, que
llega a invadir incluso el ámbito privado, el cual, en su opinión, no es más que un apéndice
de aquella, en tanto surge simplemente como negación suya, a la vez que se alimenta de su
retirada fuera de lo público (H. 262, 317). Así pues, la existencia de la esfera privada es
sólo una constatación más de la rendición del pensamiento y del lenguaje a los dictados de
13 Al respecto dice Heidegger que “el lenguaje se abandona a nuestro mero querer y hacer a modo de
instrumento de dominación sobre lo ente” (H. 263, 319), por cuanto es real, y en esa medida, por cuanto hace
parte del entramado de causas y efectos. En el diagnóstico que hace del estado actual del lenguaje encuentra,
por tanto, que el desprestigio en el que éste se encuentra es consecuencia del proceso por el cual va cayendo
fuera de su elemento y se va colocando bajo el dominio de la metafísica moderna de la subjetividad.
21
la opinión pública que en tanto procede del dominio de la subjetividad está
indiscutiblemente condicionada por la metafísica14
, convirtiéndose en institución y
autorización de la objetivación absoluta e incondicionada de todo desde la apertura de lo
ente (H. 262, 317). Esa es la forma como, según Heidegger, el lenguaje cae bajo la
dictadura de la opinión pública, poniéndose al servicio de los medios de comunicación por
los que se extiende sin límites a todos la objetivación. El hombre como «dueño del ente»
sucumbe, en consecuencia, a la inclinación de su propia naturaleza que lo lleva a ponerse
por encima de lo que considera inferior, y a estructurar una concepción instrumental e
informacional del lenguaje (Duque, 2002, 109).
Al quedar reducido a una mera expresión técnica de lo ente, el lenguaje se sumergió de
inmediato -de manera fundamental- en el entramado metafísico del olvido del ser, ese por
el que el pensamiento, que se creía soberano15
, y que permaneció incuestionado durante un
largo período de tiempo, divagó por múltiples vías del olvido de sí, y en pro de sus propias
conquistas y elaboraciones relegó al lenguaje a un lugar donde ya no se le reconoce en lo
que es verdaderamente, al ser concebido -bajo una representación externa- como expresión
lógico-gramática y fenómeno fonético-semántico (Duque, 2002, 112). En esa medida, el
lenguaje queda reducido a una serie de productos que se asemeja a la configurada por una
potencia de cálculo, cuyo fundamento último descansa en la omnímoda voluntad de poder,
es decir, de perpetuación y acrecentamiento ilimitado de todo ese esquema en una sociedad
en la que el poder de lo religioso se alía con frecuencia al poder laico del capital y la
máquina. En fin, el lenguaje se asume como un medio de comunicación que le permite al
hombre ejercer su dominio, tal y como lo podemos percibir en los relatos metafóricos de la
14 Así como se puede constatar en los usos teórico-prácticos del lenguaje (correspondientes a diversas formas
particulares de vida), que tienen su fuente en la metafísica, cuya base reposa sobre las ideas de identidad,
producción, y dominio, esto es, en “la presencia de un Ente supremo que juzga, dirige y dispone a los demás
entes” (Duque, 2002, 84). La metafísica se adueñó desde sus comienzos de la interpretación del lenguaje, de
la manera como se iba estructurando la lengua según las figuras familiares de la lógica y la gramática
occidentales. Era obvio, en consecuencia, que el pensamiento se dejara impregnar por la metafísica en tanto
veía cómo se le concedía la soberanía absoluta en nombre de la subjetividad (Duque, 2002, 108). 15 Cuando el pensar llega a su fin por haberse alejado de su elemento, reemplaza esa pérdida procurándose
una validez en calidad de téchne, esto es, como instrumento de formación y de empresa cultural (H. 260, 314).
Dicha interpretación técnica del pensar tiene su origen en Platón y Aristóteles, pues, según Heidegger, para
ellos el pensar no es más que el procedimiento de una reflexión vista bajo la perspectiva de la práxis y la
poiesis y puesta, por eso mismo, al servicio del hacer y el fabricar (H. 260, 314).
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creación que caen bajo la tradición judeo-cristiana. En efecto, si observamos el libro del
Génesis, encontramos ese mandato que dirige Dios al hombre de someter todo a beneficio
propio: “henchid la tierra y someterla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y
en todo animal que repta sobre la tierra” (Gn. 1, 28), lo cual sólo es posible mediante la
posibilidad que da el lenguaje de nombrar: “Yahvé Dios formó del suelo todos los animales
del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y
para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera” (Gn. 2, 19). El uso
técnico de su lenguaje en el específico acto de nombrar, hace así al hombre dueño de lo que
nombra. En ello radica su pleno señorío, porque nombrar es ya dominar.
Heidegger critica expresamente esas vías trazadas por las concepciones tradicionales del
lenguaje, y en esa medida, también los diferentes modelos en que se estructuran y que
tienen por fundamento a la historia de la metafísica. Pues pretende que renunciemos a toda
teoría de la significación propuesta en la filosofía del lenguaje16
, y que comprendamos que
el hombre no es este o aquel ente que posee el lenguaje y la palabra, sino, de nuevo, el lugar
donde se dice el discurso del lenguaje (Bucher, 1993, 105). El lenguaje, por ende, no debe
ser más concebido como ese instrumento fantástico en las manos del hombre y con el cual
éste se ha vanagloriado por varios milenios frente a sus semejantes por saberlo manejar. El
hombre poco a poco debe renunciar a su ilusorio dominio que cree ejercer sobre la lengua y
aprender la acogida y docilidad que lo sumergirán por fin en el hablar auténtico. La
búsqueda de la esencia del lenguaje supone, por tanto, alejarnos de la filosofía del lenguaje
y hacer una ruptura radical con la representación metafísica dominante en ella, lo cual sólo
será posible cuando el lenguaje convencional sea destronado y aniquilado por completo por
la revolución del pensar esencial (Bucher, 1993, 108). Empero, mientras se insista en
permanecer en un objetivismo metafísico que separa lo físico de lo no físico (sujeto-objeto),
que afirma igualmente la preexistencia y absoluta independencia de las cosas, esto es, que
degrada el lenguaje en una función meramente instrumental propia de una subjetividad
16 La ciencia lingüística, la psicología o la filosofía del lenguaje no cesan de acumular conocimientos
objetivos sobre el lenguaje en tanto reflexiones meticulosas sobre el fenómeno del lenguaje, lo cual lleva
inevitablemente a la objetivación y a la proliferación de metalenguajes que hasta llegan a imponerse y
contraponerse a las llamadas lenguas naturales. Lo que prima en estas disciplinas es un deseo tecnicista de
dominio del lenguaje como herramienta de la información (Bucher, 1993, 110).
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representativa, será imposible comprender el sentido de un pensamiento original que
describe todo el lenguaje como el templo o el recinto del ser donde todos los entes se
encuentran alojados. Insuficiente será toda explicación o descripción que reduzca las
palabras a su función expresiva o significativa o aun a su función propiamente significante
(Bucher, 1993, 117). Pues la palabra, según Heidegger, no es ni un signo que ocupa el lugar
de la cosa que sustituye en el lenguaje, ni un signo que se invente, que se fabrique y que en
seguida se ponga en circulación como un objeto cualquiera de mercancía17
. Se trata
entonces de liberar al lenguaje de la servidumbre en la cual lo mantiene la metafísica,
verdadera industria de dominación sobre el ente, que sólo es posible cuando hace del
lenguaje un instrumento de comunicación y de transmisión y finalmente de subyugación, es
decir, un mero instrumento de opresión (Bucher, 1993, 112). En consecuencia, si queremos
volver a experimentar la esencia del pensar, basta simple y puramente con liberar al
lenguaje de la gramática, esto es, de la interpretación técnica del pensar, que trae consigo el
abandono del ser como acontecimiento propio del pensar.
Para descubrir, por tanto, la esencia del hombre debemos hallar primero la esencia del
pensar y, de esta manera, tener presente que el hombre es algo más que lo que está
contenido en su definición clásica como animal racional. Con ese «más» Heidegger no
pretende falsear dicha definición o sugerir que debe ser sustituida por una mejor, a pesar de
su consabido uso acrítico. Lo que pretende, más bien, es dejar en claro que ésta es derivada
17 Para Heidegger, la palabra, y sólo ella, es la que deja ser a la cosa como cosa (CH. 170). De modo que si
faltase la palabra, ninguna cosa podría ser como cosa; es decir, la palabra ausente lleva consigo la
desaparición de la cosa misma a la que ella se refiere. Pues sólo la palabra es la que tiene la propiedad de
mantener las cosas en su presencia, puesto que, es quien las busca y las trae para resguardarlas en sí misma.
Así mostrada la palabra, en absoluto ha de entenderse como un mero medio de representación de lo que está
delante de nosotros, y sí más bien como “lo que otorga la venida en presencia, es decir, el ser, aquello en que
algo puede aparecer como ente” (CH. 168). Sin embargo, una palabra así, dice Heidegger, se halla realmente
ausente, a pesar de hacerse ver tal cual, de manera repentina, ante el poeta. Lo cual, con todo, no implica que
desaparezca y se desintegre en la nada aquello a que la palabra se refiere. Pues el poeta no puede, en modo
alguno, renunciar al decir, porque su renuncia, que es un negarse a sí, es “un decir que se dice a sí: ninguna
cosa sea donde falta la palabra” (CH. 169). Su renuncia, por tanto, no es un rechazo al decir ni un mero
enmudecer, sino, ante todo, verdadera renuncia, esto es, que en tanto negación de sí a pretender a algo, la
renuncia sigue siendo un decir, sólo que ahora perteneciente a un reino superior: el del canto. Tras dicha
renuncia, la palabra poética resuena en el sonido del canto, esto es, el decir se transforma en eco casi
inaudible de un Decir indecible; ese que únicamente deja que la cosa esté en presencia como cosa, o lo que es
lo mismo, que el «en-cosamiento» de la cosa sea posible en el mostrar de la palabra (CH. 172). En fin, lo que
Heidegger busca dejar en claro con la esencialidad de la palabra, es que “el poeta debe renunciar a tener bajo
su dominio la palabra en tanto que nombre representativo de lo que es puesto como ente” (CH. 169).
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de algo más originario y más esencial, que por eso mismo la soporta y le da sentido. En ese
«más» despunta lo enigmático, a saber, que el hombre es-xiste en la condición de estar-
arrojado, esto es, que el hombre en cuanto es-xistente es «más» que el animal racional y a la
vez «menos» que el sujeto trascendental (Duque, 2002, 72). Es más que el simple animal
racional en tanto al animal le corresponde de suyo estar ligado a un nicho ecológico
específico, al que responde instintivamente; y si a la conducta animal se le añade
racionalidad entonces cabe dos posibilidades: que el hombre sea ‘superanimal’ (donde la
razón es puesta como instrumento para adaptar mejor la conducta al entorno hostil) o
‘antianimal’ (donde la razón es puesta en nombre de una manera de ser más digna para
sobreponer la conducta a un mero conducirse instintivo). Por lo tanto, el hombre sería
entonces lo presupuesto entre esos dos extremos que se yuxtaponen en una lucha incesante
por alcanzar su primacía: qué sea el hombre es lo que se presupone, siendo lo que se
pretende establecer (Duque, 2002, 74). De otra parte, es más que un sujeto en tanto la
subjetividad pretende fundarse a sí misma. Tanto el conocimiento como el criterio de
acción se fundan en el Yo, al que puede accederse mediante introspección trascendental. De
ahí se sigue el egoísmo trascendental moderno y la idea de libertad en tanto responsabilidad
por las propias acciones, lo que permite al mundo ser doblegado por la acción humana a fin
de mejorarlo, cambiarlo y acondicionarlo en beneficio de sí misma. Empero, esto no es, de
hecho, como nosotros actuamos (Duque, 2002, 74).
Para Heidegger, el hombre no es, en consecuencia, esencialmente un animal. Hay quienes
confunden al hombre con el animal por cierta semejanza entre la conducta animal y el
comportamiento humano, a saber: que responden a los estímulos externos de acuerdo a una
predisposición genética: estímulo y respuesta podría decirse, se corresponden mutuamente
y hasta copertenecen (Duque, 2002, 75). Empero, es justamente ese mundo, según nuestro
filósofo, el que los separa pues mientras el animal simplemente se limita a actuar
automáticamente frente a los estímulos que provienen del exterior, el hombre configura
mundo y se configura en él18
. La modernidad ha sublimado esto último, hasta el punto de
18 Esta afirmación del hombre como aquel ente que configura mundo y se configura en él, la hace Heidegger
en el marco de la investigación que busca mostrar el fenómeno del mundo como problema. Según él, desde
una consideración comparativa, es posible sostener tres tesis fundamentales: “la piedra (lo material) es sin
25
constituir al hombre en un sujeto, al mismo tiempo señor y siervo del mundo, aun cuando
lo siga considerando un fragmento del mundo, olvidando así que el mundo no es más que el
conjunto dinámico de «proyectos deyectados»: rechazos e incitaciones, logros y
frustraciones, “la integral de los diferenciales de poder, de violencia y de resistencia que
«componen», «descomponen» y «recomponen» continuamente eso que cómodamente
hemos llamado cosas” (Duque, 2002, 76). Esta imagen de mundo está lejos de la que han
conseguido y consolidado por mucho tiempo los científicos modernos y que Heidegger
cuestiona abiertamente.
Ahora bien, desde la perspectiva de una determinación esencial del hombre, no importa
cómo se defina la «razón» del animal y del ser vivo, por cuanto su esencia se funda en “el
hecho de que para toda aprehensión de lo ente en su ser, el ser mismo se halla ya siempre
aclarado como aquello que acontece en su verdad” (H. 266, 323). Algo similar sucede con
mundo; el animal es pobre de mundo; el hombre configura mundo” (CFM. §42, 226). Lo primero que
tendemos ingenuamente a hacer, en el planteamiento de la pregunta por el ser, es tratar uniformemente los tres
entes como si estuvieran en el mismo nivel. Pero si seguimos el método del poder transponerse o del
acompañar lo otro en su que es y cómo es, esto es, preguntando: ¿podemos transponernos en un animal, en
una piedra, en un hombre?, es evidente que dicha uniformidad es sólo aparente. Pues, respecto a si es posible
transponer el hombre en el animal, la respuesta de inmediato es que fundamentalmente sí lo es; no así
respecto de la piedra, donde la respuesta sería entonces un no absoluto; y qué decir respecto del hombre, pues
dicha pregunta es de por sí absurda y superficial, por cuanto en la esencia del hombre, en su ser hombre, está
ya el estar transpuesto en el otro, en un ser-con con otros (CFM. §49, 258). Teniendo en cuenta que es
legítimo transponer el hombre en el animal, y que ello constituye una orientación esencial para comprender el
sentido de las tres tesis, vamos a detenernos en la tesis intermedia, por cuanto ahondar en la esencia de la
pobreza de mundo del animal, redundará de inmediato en la comprensión de las otras dos. En primer lugar,
hay que decir que la transponibilidad del hombre en el animal significa fundamentalmente un estar con este
ente, no en tanto co-existiendo con él, puesto que un animal no existe, simplemente vive. Un acompañar, así
entendido, supone que el hombre deja que los animales se muevan en su mundo. Empero, esto, a su vez, no
implica que la transponibilidad original con relación a los animales, que forma parte de la esencia del hombre,
nos traslade a un supuesto mundo animal o a considerar que el animal tiene en general mundo (CFM. §50,
261). Pues, en el caso del animal, su posibilidad de conceder la transponibilidad en él, va unida a un tener que
denegar un acompañar por parte del hombre. Esto es, que en el animal se da en lo esencial tanto un tener
mundo como un no tener mundo, que en su poder tener, esto último significa carecer de algo, ser pobre de
mundo. El asunto es establecer ¿qué significa exactamente que el animal sea pobre de mundo? Al respecto
Heidegger considera que no es posible satisfacer suficientemente esta pregunta en cuanto para ello se exige, o
bien saber con antelación qué es mundo, y esto no es posible hasta tanto no se establezca primero cuál es la
esencia del hombre y su consabida configuración de mundo, a lo que dicho concepto está ligado
esencialmente; o bien saber –desde la esencia de la animalidad- qué y cómo el animal carece de tal cosa que
nosotros llamamos mundo, y esto no es posible hasta tanto no se acuda a las tesis fundamentales de la
zoología sobre la animalidad y la vida (CFM. §50, 262). Con todo, bástenos decir, por el momento, que
carecer de mundo respecto del animal y configurar mundo respecto del hombre, en modo alguno puede
interpretarse en términos de una gradación tasadora, pues lo único que expresa es una relación y una
diferencia con el mundo.
26
el término «animal», en el que la vida es ya interpretada metafísicamente como fundada en
una preconcepción de lo ente como zoe y physis dentro de la que aparece lo vivo. La
pregunta que surge y que es preciso plantear es si acaso la esencia del hombre puede
buscarse de una manera inicial y por anticipado en la dimensión de la animalitas, esto es,
como un ser vivo entre otros, diferente de las plantas, los animales y Dios. Si bien es cierto
que podemos entender al hombre como un ente entre otros, por este camino nos es
imposible llegar a la esencia del hombre, por cuanto ello nos lleva indiscutiblemente a
relegarlo al ámbito esencial de la animalitas, aun cuando le concedamos una diferencia
específica que lo ponga por encima del animal. Pues se pensará siempre en el homo
animalis y, en consecuencia, se le asumirá como persona, como sujeto, como espíritu. Este
modo particular propio de la metafísica nos aleja de la esencia del hombre, al no pensarla
en su origen esencial. Pues como dice Heidegger, “la metafísica piensa al hombre a partir
de la animalitas y no lo piensa en función de su humanitas” (H. 267, 323).
En fin, la esencia del hombre, en opinión de Heidegger, no consiste en ser un organismo
animal. Aún cuando es de resaltar que dicha interpretación no se puede arreglar
simplemente aduciendo que el hombre está dotado de un alma inmortal o de una facultad de
raciocinio o del carácter de persona, pues en esta formulación estaremos, simplemente,
basándonos en el fundamento propio del proyecto metafísico, lo cual está por encima de la
esencia misma del hombre (H. 267/8, 325). Por ende, en modo alguno el hombre puede
interpretarse como el «dueño de lo ente», y sí más bien como el «pastor del ser». En otras
palabras, no como el hombre dianoético, en el que el pensar es entendido como una simple
actividad psíquica, objetivamente plasmable en signos lógico-lingüísticos, esto es, como
técnica (techné), bien sea práctica, poética o teorética (Echarri, 1997, 169); sino más bien
como el hombre noético, en el que el pensar es entendido como el elemento propio del
hombre por medio del cual se relaciona esencialmente con el ser, por cuanto parte del ser,
recae sobre el ser y termina en el ser. Esto constituye una clara diferencia con el pensar
técnico del hombre dianoético, pues, si bien se apoya en el ser, no termina en él, sino en lo
ente. Empero, es de resaltar que todo pensar representativo, que es de suyo metafísico, no
está del todo lejos del ser, puesto que, si bien piensa acerca del ente partiendo del ente, lo
27
hace a través del ser, dado que todo partir del ente y todo retornar al ente, se sitúa ya en el
claro del ser (H. 272/3, 331).
1.2. El hombre como «pastor del ser»
Heidegger introduce la definición del hombre como «pastor del ser» teniendo en cuenta,
por un lado, la recordada definición del hombre como animal racional, a fin de dejar en
claro que la esencia del hombre es «más» que eso, por cuanto ésta es una definición del tipo
obscurum per obscurius, es decir, en la que se yuxtapone lo inferior y lo superior al hombre
a fin de establecer como definido lo que justamente hemos de definir: el hombre; y por
otro, la concepción moderna del hombre como sujeto, a fin de dejar en claro que el hombre
es «menos» que la mera subjetividad enraizada en la metafísica, por cuanto ésta pretende
autofundamentarse, lo cual lleva indiscutiblemente al desarraigo del hombre de su contexto
particular. Entre esos dos extremos aparece la postura heideggeriana de que el hombre no
es esencialmente un animal, aun cuando la conducta de éste y el comportamiento de aquél
tengan cierto grado de similitud, a saber: responder en virtud de las huellas y surcos que ha
ido dejando el «mundo» en ellos. Empero, éste es un mundo que en lugar de unirlos, los
divide y los separa radicalmente. Pues, mientras el animal es esencialmente «pobre de
mundo» en cuanto él está enclaustrado en él y destinado a él, obedeciendo casi sólo
instintivamente “a leyes e improntas de conducta que definen y distinguen una especie de
otra” (Duque, 2002, 75), el hombre configura mundo y se configura en él. Esto último en
razón a que el hombre es ante todo un ser arrojado a un mundo que no está lleno de cosas,
sino que es esencialmente un conjunto móvil de numerosas y variadas relaciones, logros y
frustraciones, rechazos e incitaciones. Es, como lo define Duque, “la integral de los
diferenciales de poder, de violencia y de resistencia que «componen», «descomponen» y
«recomponen» continuamente eso que cómodamente hemos llamado «cosas» (2002, 76).
Un mundo entendido así, no se da como una cosa más entre otras de modo directo y en
tiempo presente, pues de suyo es un caótico flujo y reflejo absolutamente indeterminado del
28
que surgen los entes y al que incesantemente regresan, que “genera desde sí lugares y
tiempos, espacia y da tiempo al tiempo” (2002, 77).
Que el hombre no sea considerado «el pastor del ser», sino «el señor de lo ente», se debe
fundamentalmente al olvido del ser por causa de la metafísica, lo cual no es otra cosa que el
olvido de la fuerza donada por el ser al hombre y sobre la cual actúa. Pues dicho olvido
lleva al hombre a considerar que los entes, que proceden de fuerzas de diversa índole,
pueden ser manejados sin ningún problema gracias a la técnica, y por ende, puestos a su
servicio. Con esto pretende el hombre hacer del mundo un lugar hecho a imagen y
semejanza suya, esto es, configurarse como el amo y señor de lo ente.
En contra de ese olvido, Heidegger afirma que la esencia del hombre reside en algo sencillo
y simple: «ser-el-ahí» (Dasein), o más exactamente, el Da del ser (eso dado con antelación
sin ser algo determinado, que “sin tener un lugar asignado, sirve en cambio de lugar desde
el cual configurar espacios y tiempos”) (Duque, 2002, 78). Por tanto, el rasgo fundamental
del hombre como pastor del ser debe ser “el cuidado y la promoción de las medidas y
proporciones por las que cada cosa es lo que es” (Duque, 2002, 78). Esto nos conduce
indiscutiblemente a la noción de existencia, es decir, del estar determinado por tal o cual
propiedad, con la salvedad, claro está, de que dicha propiedad en relación con el hombre es
la determinación en general. Por ende, la ex-sistencia (el estar en el claro del ser) no es una
característica específica más del hombre en medio de otras, sino su modo peculiar de ser.
Esto en virtud a que es el único que está implicado en el destino de aquélla al ser destinado
a pensar la esencia de su ser.
Ahora bien, si la esencia extática (su estar dentro estando fuera) del hombre reside en su ex-
sistencia, la ex-sistencia entonces no sólo es el fundamento de la posibilidad de la razón y
de la parte de la animalitas que comúnmente se le atribuye al hombre, sino también aquello
“en donde la esencia del hombre preserva el origen de su determinación” (H. 267, 324). En
consecuencia, queda así excluida definitivamente cualquier pretensión por buscar en lo
orgánico la esencia del hombre. Es más, Heidegger ni siquiera concibe el cuerpo del
hombre como un organismo animal, por cuanto es algo esencialmente distinto a ello, no
siendo posible explicarlo meramente de manera científica. Para superar la definición
29
biologista del hombre como organismo animal no basta, una vez más, con añadirle a su
parte corporal un alma inmortal o una facultad de raciocinio, o darle un carácter de persona,
pues estaríamos inmersos en el fundamento mismo del proyecto metafísico al recaer
inevitablemente en lo fáctico para explicarlo (H. 268, 325).
Empero, la ex-sistencia no sólo se diferencia de la existentia en cuanto a su contenido sino
también en cuanto a su forma, pues es pensada extáticamente (como un estar dentro estando
fuera), por lo que significa básicamente “estar fuera en la verdad del ser” (H. 269, 326).
Por contra, la existentia es un concepto metafísico que significa actualitas o lo que es lo
mismo, realidad efectiva de lo real, en contraste con el de la essentia, que significa
posibilidad de una idea. Por ende, cuando Heidegger afirma en el §9 de Ser y tiempo que
“la esencia del Dasein consiste en su existencia” (SyT. 67, 42), no está pensando esta frase
desde una perspectiva metafísica, en cuyo caso, el concepto amplio de ‘existencia’
vincularía el modo propio de ser hombre a lo fáctico, a la realización de una esencia, lo cual
es un absurdo, sino extáticamente. Por ende, con dicha frase lo que se quiere significar es
que “en cuanto ex-sistente, el hombre soporta el ser-aquí, en la medida en que toma a su
«cuidado» el aquí en cuanto claro del ser” (H. 269, 327). Con la salvedad, claro está, de que
ese ser-aquí se presenta como arrojado por el ser en “lo destinal que arroja a un destino” (H.
269, 327).
En otras palabras, que el modo en que el ser del hombre se manifiesta es el «aquí»,
siéndole, por eso mismo, atribuible exclusivamente el rasgo fundamental de la ex-sistencia,
a saber: “el extático estar dentro de la verdad del ser” (H. 268, 325). Pues siendo como es,
el hombre es el único ente que está en la verdad del ser y puede preservar en dicho estar lo
que se presenta de su ser, a diferencia de cualquier otro ser vivo o ente (H. 268, 326). Su
esencia, por tanto, es extática y reside en la ex-sistencia, donde ésta designa “la
determinación de aquello que es el hombre en el destino de la verdad” (H. 269, 326). De ahí
que cuando se formule la pregunta por la esencia del hombre, quede como única respuesta
la de que el hombre ex-siste (H. 269, 327).
Del hecho de que el hombre está arrojado por el ser, no se sigue, en modo alguno, la
aceptación de que éste esté determinado por una herencia fija, aunque sí, de un conjunto de
30
posibles que se dan en y a través del «Ahí» del ser, lo cual constituye el ser mismo del
hombre. Así, el «cuidado» o Sorge por el cual el hombre se relaciona con todo lo demás
para dejarlo ser como es, que es ya cuidado de sí mismo, es ante todo y con antelación,
«cuidado» o Sorge por el Ser que se entrega al hombre. Entrega que, indiscutiblemente,
marca y afecta al hombre. Pero eso que lo afecta, que podemos llamar genéricamente la
«tradición», es un cúmulo de posibilidades siempre nuevas que él debe asumir y readaptar a
su manera. En otras palabras, el «Ahí» del ser en el que el hombre se da, se muestra como
factor de apertura de todo lugar. Para ello, Heidegger se vale de la expresión ‘el claro del
ser’ (Lichtung), que en opinión de Duque, tiene que ver más con la levedad (leicht) que con
la luz (lichtung) (2002, 79). El claro del ser, es así, la condición de posibilidad de toda
determinación. Por lo cual puede identificarse con la expresión ‘despejamiento’, tras lo cual
puede entenderse como aquello que a fuerza de estar ahí deja ver lo existente. El ser se da
en un pliegue constante de despejamiento y retracción, al modo de una historia compuesta
de muchas historias, no todas conmensurables entre sí, y sobre todo, en un pueblo histórico,
entendido éste como tradición entreverada de múltiples tradiciones y usos.
La esencia del hombre consiste en ser más que el mero hombre considerado como ser vivo
dotado de razón, esto es, que de modo más originario, el hombre ex-siste en la condición de
estar-arrojado-en-y-por-el-ser, entendido como acontecimiento propio (H. 342, 281). Es
decir, el hombre es el pastor del ser; nunca, de modo esencial, el señor de lo ente. Al ganar
la esencial pobreza del pastor19
, el hombre llega a la verdad del ser. Empero, su
dignificación reside en “ser llamado por el propio ser para la guarda de su verdad” (H. 342,
281); llamado que, por supuesto, se da en cuanto su esencia consiste en estar-arrojado.
19 Pobre en cuanto no carece absolutamente de nada excepto de lo no-necesario, o lo que es lo mismo, en
cuanto se mantiene en relación con el Ser, que al dejar desde siempre al ente ser lo que es y como es, es lo
liberante. Que el Ser sea lo liberante significa que deja a algo reposar en su propia esencia protegiéndolo, esto
es, guardándolo de cualquier coacción de la necesidad apremiante -o penuria en sentido propio-. Cuando el
hombre entra en relación con el Ser, éste preserva su esencia, es decir, se esmera en que retorne al reposo de
su propia esencia, con lo cual aquél se vuelve pobre en sentido propio. Siguiendo una conocida sentencia de
Hölderlin, Heidegger en su conferencia de 1945 (esa que dirigió a un pequeño grupo de amigos en la casa
forestal del castillo de Wildenstein) afirma que el habernos vuelto pobres nos ha hecho ricos (P. 113). Esto
significa que en la esencia de la pobreza está nuestra propia riqueza. Pues al congregarnos en la relación del
hombre con el Ser y mantenernos congregados en él, “tenemos de entrada todo, nos mantenemos en la
sobreabundancia del Ser, que desborda por anticipado todo lo necesitante de lo necesario” (P. 115). De esta
manera, ser-pobre es en sí mismo ya el ser-rico.
31
Conforme a la historia del ser, la esencia del hombre consiste en que es un ente cuyo ser
radica en habitar en la proximidad al ser, o lo que es lo mismo, cuyo ser consiste, en cuanto
ex–sistente, en ser el vecino del ser. El paso crucial que da Heidegger para poder pensar
atentamente la dimensión de la verdad del ser que reina en la esencia del hombre es,
justamente, abordando la cuestión del cómo atañe el ser al hombre y cómo lo reclama (H.
271, 329). Este darse cuenta de ello, esta experiencia esencial, como la llama Heidegger,
ocurre en el momento preciso en que tomamos conciencia de que el hombre es en la medida
en que existe, o más exactamente, que la ex-sistencia del hombre es su substancia. Esto es,
que el modo particular “en que el hombre se presenta al ser en su propia esencia es el
extático estar dentro de la verdad del ser” (H. 271, 330). Esta determinación esencial del ser
humano en modo alguno rechaza las consabidas interpretaciones humanísticas del ser
humano que se han dado a lo largo y ancho del destino de la historia occidental del ser,
antes bien, las incluye y les confiere un sentido auténtico, dejando por sentado que por sí
solas y en el contexto metafísico en el que surgieron no logran aún experimentar la
auténtica dignidad del hombre (H. 272, 330). Esa de la que él mismo se ha apropiado y que
le ha sido dada a él y sólo a él en propiedad por el ser. El asunto ahora para el hombre, es si
es o no capaz de encontrar aquello que responde satisfactoriamente al destino del ser y que
le constituye en su esencia, esto es, guardar la verdad del ser (H. 272, 331). En cuanto ex-
sistente el hombre debe guardar esa verdad y constituirse así en pastor del ser. Como
pastor, sólo se espera de él que en cuanto existencia extática «cuide» del ser (SyT. §44).
Por cuanto el ser es el que mantiene junto a sí a la ex–sistencia, a la vez que la recoge junto
a sí como el lugar de la verdad del ser en medio de lo ente, es que la esencia de la ex–
sistencia es destinalmente extático-existencial (H. 274, 333). De ahí que el hombre, en
cuanto ex-sistente, al principio no reconozca la verdad del ser como la proximidad misma
del pensar y, en su lugar, se quede con lo ente. En otras palabras, en virtud de su ex–
sistencia, el hombre, que llega a estar en una relación extática (a la que el ser se destina a sí
mismo) con la verdad del ser, esto es, soportando extáticamente a éste, -o lo que es lo
mismo, adjudicándoselo bajo su cuidado-, asume al principio lo ente como lo más próximo,
y no a la verdad del ser, que es la proximidad misma (H. 273, 332). Ese olvido de la verdad
del ser la llama Heidegger en Ser y tiempo: ‘caída’, en tanto es el ocultamiento de la
32
vinculación esencial del hombre con el ser inscrita dentro de la relación extática del hombre
con la verdad del ser (273, 332). El llamado (el ser interpelado por el ser) por el cual el
hombre sólo puede presentarse en su esencia, le indica a éste que el lugar donde reside su
esencia es el lenguaje, en tanto él le preserva el carácter extático de su esencia (H. 267,
323). Según Heidegger, “el lenguaje es advenimiento del ser mismo, que aclara y oculta”
(H. 269, 326). Por tanto, no ha de ser entendido como algo añadido al ser humano o como
expresión de un ser vivo en general.
Que los animales y las plantas carezcan de lenguaje es en virtud a que carecen de mundo,
viven atados a su entorno, a diferencia del hombre que se haya libremente dispuesto en el
claro del ser, esto es, forjando mundo (H. 269, 326). De ahí que la esencia del lenguaje no
pueda hallarse ni a partir de su carácter de signo ni de su carácter de significado, sino en
relación con la esencia extática del hombre. En consecuencia, la auténtica proximidad antes
develada sólo puede ser el propio lenguaje (H. 274, 333). Así pues, a una interpretación
metafísica e instrumentalista del lenguaje le será vedada siempre su esencia, tal y como le
es oculta a la humanitas del homo animalis, la ex–sistencia, y con ella, la relación del
hombre con la verdad del ser. Una vez más, la exacta comprensión del lenguaje está en
concebirlo como la casa del ser, acaecida y acontecida por el ser mismo. Por eso, su esencia
debe pensarse a partir de su correspondencia con el ser, y en esa medida, también como
morada del ser humano. Decir que el lenguaje es la casa del ser es afirmar por eso mismo
que al habitarla el hombre ex-siste, y en consecuencia, que al guardar éste la verdad del ser
le pertenece enteramente a él. Ahondar en este punto nos dará claridad sobre la
interpretación del hombre como pastor del ser. En primer lugar, «casa» no es una mera
metáfora, por cuanto no es un recurso metafísico con el cual Heidegger pretenda presentar
una cosa ahí delante para remitir a su través a otra inteligible, sino “«un espacio-[hecho]-
de-tiempo»: una familia arraigada en una región, con su historia y su descendencia”
(Duque, 2002, 81). El lenguaje, de esta manera, acoge las diversas maneras del darse el ser,
las relaciona entre sí, y además cuenta su historia. Empero, tal acogida no se hace del modo
como una casa acoge dentro de sí personas, muebles y enseres, en cuyo caso el lenguaje
funcionaría metafóricamente como la casa del ser, y no sería, sin más, la casa del ser. El
lenguaje no es en absoluto un conteiner, ni el ser un conjunto de entes. Hay una marcada
33
co-pertenencia de lenguaje y ser, pues son el uno para el otro. En segundo lugar, esa
relación intima entre el lenguaje y el ser puede quedar aún más clara si atendemos, como lo
hace Duque, al símil que relaciona una cabaña y su paisaje circundante: “la cabaña centra y
encuadra el paisaje, remitiéndolo al fondo y como fondo, permitiendo así establecer
direcciones, lejanías y cercanías; por ello lo hace ser como tal, como un vivo entramado
que, por su parte, acoge a la cabaña y la pone de relieve, la pro-duce en el sentido literal y
antiguo de «sacarla ahí delante». De este modo cabe decir que la cabaña es del paisaje en
cuanto que hace paisaje” (2002, 81/2). Análogamente, podemos decir también del lenguaje
que es el lenguaje del ser, en el sentido del genitivo subjetivo, entendido claro está, como la
combinación de usos y costumbres condensados en la palabra y la obra del poeta, por un
lado, y reunidos en y por el pensar en un decir simple, por otro, en y por lo cual se le
confiere identidad a un pueblo. El lenguaje del poeta y del pensador, por tanto, es el único
que permite que en su palabra se muestre esencialmente el pliegue de exposición y de
retracción del ser, dejando ver y haciendo ver a lo ente. Que el lenguaje sea el lenguaje del
ser, lo expresa explícitamente Heidegger al final de su Carta sobre el humanismo: “el
lenguaje es el lenguaje del ser, como las nubes son las nubes del cielo. Con su decir, el
pensar traza en el lenguaje surcos apenas visibles. Son aún más tenues que los surcos que el
campesino, con paso lento, abre el camino” (H. 297, 364).
La comparación con las nubes del cielo y los surcos del campo, le sirve a Heidegger para
dejar entrever una relación originaria entre el lenguaje y el ser que nada tiene que ver con el
dominio y la posesión, ni con la producción ni con la fabricación, y sí más bien con la
coopertenencia entre ambos. Las nubes, por un lado, realzan el cielo al hacer que éste se
vaya al fondo, se retraiga, así como los surcos hacen con el campo, el cual será tal sólo en
tanto sea labrado. El cielo, por otro, despeja y sostiene a las nubes que lo articulan y
escanden. Tal es la relación también entre el lenguaje y el ser, los cuales están en abierta y
absoluta coopertenencia, siendo imposible que el uno se dé sin recurrir al otro y viceversa.
Por ende, decir que el lenguaje es la casa del ser y que el lenguaje es del ser es señalar
siempre lo mismo: que el lenguaje deja ser (permite que surja) al ser, al igual que las
palabras dejan ser a los entes (Duque, 2002, 83). Empero, este «dejar ser», tiene un carácter
de posibilitar, de hacer que algo sea, más no de hacer que algo exista, en un sentido causal,
34
por el propio poder del agente, por la intrínseca capacidad de algo para hacer las cosas. La
descripción del lenguaje como la casa del ser y del lenguaje del ser no tiene otra finalidad
que la de hacer un poco más clara la definición del hombre como pastor del ser. Pues, en
primer lugar, hace evidente que la metafísica y los usos lingüísticos derivados de ella no
permiten que el lenguaje del ser se dé, al estar influenciadas por ideas de identidad,
producción y dominio, con lo cual se lleva a entender al hombre como el señor de lo ente.
Y, en segundo lugar, que el ser no es un conjunto de entes o algo así como un rebaño. En
consecuencia, no decimos que el hombre sea el pastor del ser al modo como lo es el dueño
de un rebaño ni como conductor de una manada, sino como aquél que ha sido destinado por
el ser mismo a cuidar y guardar su verdad en el lenguaje, esto es, en su simple decir.
La pregunta que se plantea ahora es ¿qué es el ser? A lo que responde de inmediato
Heidegger diciendo que el ser es él mismo (H. 272, 331). En eso tan sencillo y simple, pero
a la vez tan enigmático, es en lo que consiste el ser. En relación con lo ente, el ser es lo más
próximo (en el pensar auténtico) al hombre, y a la vez, lo más lejano (en el pensar
corriente) a éste. Pero esa proximidad es lejanía para el hombre, atado como está a lo ente,
pues como dice el mismo Heidegger: “el hombre se atiene siempre en primer lugar y
solamente a lo ente” (H. 272, 331). Cuando habla del ser, lo hace siempre en apariencia, en
tanto su representar es siempre metafísico, esto es, va desde lo ente y hacia lo ente, con
algún atisbo al ser. De donde se sigue que, por un lado, su pensar es meramente de lo ente
como tal y jamás del ser como tal, y por otro, que la pregunta por el ser, en realidad es la
pregunta por lo ente. Que en el representar metafísico haya un atisbo al ser queda en
evidencia cuando se asiente en que toda salida y retorno desde y hacia lo ente se encuentra
ya inmerso en el claro del ser. Sin embargo, permanece oculto a la metafísica, puesto que
ella sólo puede concebirlo como el horizonte donde tienen lugar sus representaciones de los
entes, más no como el ser mismo20
. Con todo, es ese horizonte el único que atrae la mirada
20 La pregunta por el ser es lo que da origen a la investigación que Heidegger desarrolla en Ser y tiempo.
Pregunta esta que, por supuesto, está planteada en relación con la pregunta por lo ente. Pues es una pregunta
que tiene que ver esencialmente con el ser del ente, esto es, con su modo de ser, que en absoluto ha de
considerarse como un ente más. Si bien es cierto que nos movemos en una comprensión del ‘es’, y estamos
familiarizados de una u otra manera con lo ente, esto no significa que el sentido del ser esté plenamente
clarificado, por lo cual es menester plantear de nuevo la pregunta por el sentido del ser. Y ese es el propósito
general de este tratado en mención. Aun cuando se tenga como el concepto más universal, y lo más obvio, el
35
del hombre hacia el ser, ya que éste es el que hace posible que aquél se dé como algo
retenido y mantenido dentro del destino del ser de la metafísica, cuando el hombre busca
acceder a lo ente mediante sus percepciones.
Así pues, es impropio decir que el ser «es», no así que el ser hace ser al darse. En ese
mismo sentido, hay que decir que el ser no se da en lo ente, por cuanto no es ni un ente ni
un sujeto, sino pura donación21
. El ser es en esencia dar, no tal cosa o tal otra, sino el
ámbito espacio-temporal de toda donación. Esto es, dar el don y su recusación: la vida y la
muerte, dejar ser y dejar de ser, no en cuanto es decisión del ser sino en cuanto le concierne
al ente. Al decir que el ser «se da», lo que se quiere decir es que «eso» que se da, eso
impersonal e irreflexivo que transita hacia los donados, sin identificarse con ninguno de
ellos, es el propio ser. Eso indeterminado e indeterminable, que todo lo determina y destina
y a todo se determina y destina, es el ser mismo como el acaecer de su ser. El ser como
«acontecimiento propio», Ereignis, en cuanto dona «acaecer», propicia acontecimientos,
esto es, deja que acaezcan sucesos del mundo sin que él mismo acaezca, sin que él mismo
ser es en realidad, nos dice Heidegger, lo más oscuro y lo más necesitado de discusiones ulteriores. Empero,
esta problemática no puede ser resuelta directamente, ya que “el ser, en cuanto constituye lo puesto en
cuestión, exige, pues, un modo particular de ser mostrado, que se distingue esencialmente del descubrimiento
del ente (SyT. §2, 29). Y esta labor reclama eo ipso abordar también otra problemática más particular, a saber:
indagar por la temporalidad como el horizonte de posibilidad para poder comprender el ser en general (SyT.
epígrafe, 23). Asunto que, si bien aparece incluida en el propósito general del tratado y es exigida por él, en
modo alguno ha de considerarse como de poca monta, pues es –en sí mismo- definitivo en la comprensión
adecuada del ‘ser’. 21 La conferencia Tiempo y ser publicada en 1962 inicia estableciendo como teorema fundamental de la
ontología heideggeriana que el ser se caracteriza prioritariamente por estar presente, esto es, por estar
“determinado como presencia por el tiempo” (TyS. 20). En contra de los griegos, Heidegger alega que, si bien
ellos descubrieron la presencia de los entes, olvidaron así mismo fijarse en el ser mismo como presencia. Ese
fue su más grande error. Para salir de este olvido, nuestro filósofo afirma que debemos volver al lenguaje
natural. En él encontramos que sólo nos es lícito decir de los entes que «son», no así del tiempo ni del ser, por
cuanto en modo alguno son entes o cosas de ese género. El verbo que mejor se ajusta a ellos para develar su
esencia es el impersonal «se da», «hay», en alemán «es gibt», quedando validadas así las expresiones «se da
el ser» y «se da el tiempo». Pero más allá de la expresión verbal, ¿qué significa este «Se da»? Lo primero que
afirma Heidegger al respecto es que “en este dar se torna claro cómo haya de determinarse ese dar, que como
relación interna que es entre uno y otro [el tiempo y el ser], los mantiene a ambos en su recíproca pertenencia
y los dispensa como don” (TyS. 24). En virtud a que el estar presente se muestra como un dejar-estar-
presente, se sigue que “el ser Se da como el desocultar [traer a lo abierto] del estar presente” (TyS. 25). El ser
como don, como donación de este Se da, queda retenido en el dar, y en consecuencia, anclado históricamente
en el despliegue de la plenitud de transformaciones del estar presente, esto es, en el destino del ser; ese en el
que el ser es captado y conceptualizado por los grandes pensadores de cada época. Un destinar así entendido,
significa simplemente que el ser como presencia es “un dar que se limita a dar su don, su dádiva, y que, sin
embargo, se reserva a sí mismo y se retira […] por referencia a la fundamentación de lo ente” (TyS. 28).
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sea un suceso. A través del hombre, el ser como acontecimiento propio genera historia: abre
espacio y da tiempo al tiempo. De ahí que podamos decir que, en todo momento, se da el
acontecimiento propio. Sólo los pensadores y poetas se percatan de lo descrito hasta ahora,
por lo cual sólo ellos pueden, tras interpretarlo, vivir de una determinada manera, a saber:
aquella que es conforme al ser.
Ahora bien, si del ser no se pueda decir que «es», ni que «existe», siendo como es, la nada
de lo ente, y por eso mismo, lo indeterminable e indefinible, cabe plantearse la pregunta:
¿de qué es, entonces, el hombre pastor? Pues bien, si tenemos presente que entre el ser y el
pensar hay una relación ineludible de copertenencia, según la cual el pensar, por un lado, se
deja llevar por el ser para decir su verdad y, por otro, permite en el lenguaje que el ser deje
ser a los entes, se sigue que, el hombre en cuanto pastor del ser, está también destinado a
congregar, distinguir, clasificar no un cúmulo de cosas, sino ante todo, respectos y
relaciones, un movimiento puro, una historia de la diferencia entre la relación
«exposición/retracción», esto es, al ser puro. En consecuencia, definir al hombre como el
pastor del ser, como lo hace Heidegger, no debe interpretarse desde una perspectiva de
resonancia cristiana o desde una encubierta declaración fascista, en cuyo caso sería algo así
como el dueño o amo de un rebaño (como en el caso de Jesús, el buen pastor que cuida a
sus ovejas y las conduce hacia fuentes tranquilas) o como el guía de una manada (como el
caso del Führer, que guía a los alemanes al dominio del mundo) (Duque, 2002, 84). Pues
como se dijo ya, el ser no es ni puede ser un ente, como sí lo es un rebaño o una manada
cualquiera, sino la dádiva que se dona a sí misma sin darse a sí misma, esto es, el dar
absoluto, que es pura donación. Lo único que Heidegger quiere expresar con el término “el
hombre es el pastor del ser”, es que éste está destinado a hacer justo lo que hace un pastor:
guardar y cuidar lo que se le ha encomendado sin dañar su esencia.
En fin, lo que Heidegger busca al definir la humanitas del hombre como ex–sistencia, como
pastor del ser, es que lo fundamental no sea ya el ser humano, sino el ser mismo en tanto
dimensión de lo extático de la ex–sistencia (H. 274, 334). Lo cual exige superar el olvido
del ser, iniciado y mantenido por la metafísica que hace del hombre un ente más, entre
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otros, aun cuando sea el más privilegiado, y desde el cual los demás puedan interpretarse
como tales en medio de su actividad dominadora, esa que le es propia de manera esencial.
1.3. La pregunta por la esencia del hombre
En la investigación científica, según Heidegger, se puede observar mejor el proceso de la
objetivación del ente y el sometimiento del ser –en cuanto apertura- a una imagen suya que
lo sustituye, o metafísicamente hablando, en donde se nos permite apreciar mejor la
consolidación del paso del ser al ente. La ciencia moderna, por tanto, es la responsable de
que se haya obstaculizado el conocimiento del mundo y que la esencia de la realidad no
pueda ser contemplada como realmente es, y en consecuencia, que se haya incrementado el
olvido del ser, cayendo justamente en el olvido del olvido. Olvido que se hace manifiesto
tan pronto como el científico de la Edad Moderna hace del mundo una imagen, y se pone él
mismo como fundamento suyo, dejando así por fuera la esencia de lo real, puesto que al ser
él, quien produce y se representa esa imagen, está en la capacidad de imponerle sus propias
condiciones de existencia, hasta el punto de llegar a consolidarse a sí mismo como esas
mismas condiciones, tal y como afirma García (2007). Esta transformación del hombre
tiene necesariamente que cuestionarnos frente al modo de ser propio del hombre. La
pregunta por la esencia del hombre, por tanto, surge en respuesta a ese olvido del ser que
tuvo cabida en la Edad Moderna, cuando la ciencia, una de sus manifestaciones más
notables, hizo del mundo una imagen, y de la verdad, la certidumbre del representar. De
esta manera, tratar de determinar la esencia de la Edad Moderna implica asimismo
adentrarnos en el instante aquél en el que la pregunta por la esencia del hombre, surgida del
ser mismo, se convirtió en una necesidad apremiante.
El escrito por excelencia en el que Heidegger hace un análisis detallado de la esencia de la
Edad Moderna, y que vale la pena examinar aquí, es justamente el que lleva por nombre La
época de la imagen del mundo. Lo primero que en él se recalca es que dicha época, junto
38
con cada una de sus manifestaciones22
, tiene como fundamento una interpretación
metafísica de lo ente y una determinada concepción de la verdad. De modo que, según
Heidegger, si se llega al fundamento metafísico de la ciencia moderna, será posible llegar
también a conocer su esencia y la de la época en la que se enmarca, por cuanto “la
metafísica funda una época al darle un fundamento de su figura esencial” (CB. 63, 69).
Empero, dicha búsqueda no puede hallarse fuera de la metafísica, ya que en su interior
opera la reflexión sobre la esencia de lo ente y la decisión sobre la esencia de la verdad.
Una reflexión que, por demás, desde el punto de vista ontológico, cuestiona al ser, siendo el
ser lo que más requiere ser cuestionado (CB. 79, 89). Advertir eso cuestionable y que
“soporta y vincula desde el fundamento un crear en dirección al porvenir, dejando atrás a lo
que está ahí para que la transformación del hombre se convierta en una necesidad surgida
del propio ser” (CB. 79, 89), sólo es posible si se busca comprender la esencia de la Edad
Moderna desde la verdad del ser que reina en ella. Sin embargo, es necesario tener en
cuenta que, aun cuando esta reflexión encuentre en el cuestionar por el ser la extrema
resistencia, ello mismo es lo que le impele a tomarse en serio lo ente desde su propio modo
de ser (CB. 79, 89).
22 Las manifestaciones esenciales que caracterizan la Edad Moderna, según Heidegger, son: (a) la ciencia, (b)
la técnica mecanizada, (c) el arte colocado en el horizonte de la estética, (d) la concepción del obrar humano
como cultura, y (e) la desdivinización o pérdida de los dioses (CB. 63/4, 69/70). Empero, no a todas les da la
misma importancia ni las coloca en el mismo nivel, pues considera que la díada ciencia-técnica, a la que se le
añade también la metafísica, conformando así un único bloque (metafísica-ciencia-técnica), puede explicar
por sí sola, y de manera esencial, la Edad Moderna; razón por la cual prescinde en su análisis del pensamiento
moderno, de los otros cuatro fenómenos, los cuales simplemente menciona rápidamente, aunque son objeto
directo de otras obras. Ahora bien, lo que permite equiparar e identificar entre sí esos tres elementos es que se
aplican sobre lo mismo, a saber: conceptos-verdad, y no sobre realidades-objetos, como podría pensarse. Por
lo cual, las diferencias entre ellos en modo alguno serán esenciales, esto es, no podrán tenerse como una
cuestión de fondo; a lo sumo como un asunto de visibilidad. Pues como afirma el mismo Heidegger: “la
técnica mecanizada es, por sí misma, una transformación autónoma de la práctica, hasta el punto de que es
ésta la que exige el uso de la ciencia matemática de la naturaleza. La técnica mecanizada sigue siendo hasta
ahora el resultado más visible de la esencia de la técnica moderna, la cual es idéntica a la esencia de la
metafísica moderna” (CB. 63, 69). Con ello, se invierte el esquema tradicional con el que se venía analizando
la Edad Moderna, ese que relaciona estos tres elementos entre sí como pertenecientes a una misma estructura
organizada casi jerárquicamente (la metafísica fundamento de la ciencia que, en su aplicación práctica, da
origen a la técnica), quedando configurado un nuevo esquema, a saber: ese que hace depender a la ciencia de
la técnica y a la metafísica de la ciencia; el cual, con todo, no se superpone al anterior, eliminándolo o
sustituyéndolo, sino que se le añade con el fin de tener una visión más completa y esencialista del
pensamiento moderno.
39
La esencia de la ciencia moderna no debe buscarse, dice Heidegger, ni en comparación con
la doctrina y scientia de la Edad Media ni en comparación con la episteme griega. Pues
cada una de ellas, por un lado, se basa en una interpretación diferente de lo ente y, por otro,
determina de modo distinto su modo de asegurar y cuestionar los fenómenos naturales. No
es lícito, por consiguiente, buscar la esencia de la ciencia moderna en relación con la
ciencia antigua, y menos aún, si se tiene como criterio la cuestión de grado desde una
perspectiva del progreso. En concordancia con esto, Heidegger afirma, sin más, que la
esencia de la ciencia moderna es la investigación, es decir, el proceder anticipador del
conocimiento que se instala en un ámbito de lo ente, ya sea en la naturaleza o en la historia,
para proyectar sobre él un rasgo fundamental de los fenómenos naturales, y de esta manera,
poder dominar su sector propio de objetos dentro del ámbito del ser (CB. 65, 71). Ejemplo
claro de ese proceder anticipador es la física moderna. Lo primero que Heidegger nos dice
es que ella procede matemáticamente, es decir, que gracias a ella y en virtud a ella, “algo se
constituye por adelantado y de modo señalado como lo ya conocido” (CB. 65, 72). Decide
un rasgo fundamental de los fenómenos naturales en el ámbito de la naturaleza y, a partir de
ahí, destina todo proceso natural a ser visto en cuanto tal, junto con la forma adecuada de
asegurarlo. Lo proyectado en la naturaleza determina la forma en que el proceder
anticipador de la investigación física debe vincularse con su sector de objetos, a saber: la
exactitud, lo cual se constituye a su vez, en el rigor de la investigación. De este modo,
podemos señalar entonces que “todos los procesos que quieran llegar a la representación
como fenómenos de la naturaleza han de ser determinados de antemano como magnitudes
espacio-temporales de movimiento” (CB. 66, 73).
Pero no sólo el rigor y la exactitud son lo que caracteriza de manera fundamental a la
ciencia moderna, sino también el que ella es explicativa y especializada, lo cual sólo es
posible en virtud de su propio método, ese que despliega y hace ser lo que son, al proyecto
de la naturaleza y al rigor mismo (CB. 66,73). Para que haya una investigación de los
hechos en el ámbito de la naturaleza, esto es, para que el ámbito proyectado llegue a ser
objetivo, es necesario obligar a éste a salir al encuentro en toda la multiplicidad de sus
niveles y ramificaciones y, dejar libre la mirada al proceder anticipador para que capte la
mutabilidad de lo que se encuentra. Y ello sólo es factible mediante la exposición y
40
preservación de reglas y leyes, o lo que es lo mismo, presenciando y asegurando que, por
un lado, los hechos estén fijados y que su variación sea constante en sí, y por otro, lo
constante de la variación se represente en la necesidad de su transcurso (CB. 67, 74). De
esta manera, en el proceso de objetivación, son la regla y la ley, los que llegan a esclarecer
los hechos en cuanto tales, convirtiendo, de este modo, la investigación científica en el
mero esclarecimiento y observancia de la regla y de la ley.
La única forma en que dicho proceso de objetivación puede manifestarse en todo su
esplendor es a través de la explicación, esto es, de ese proceso que fundamenta lo
desconocido por medio de lo conocido, a la vez que “garantiza eso conocido por medio de
eso desconocido” (CB. 67, 74). Así pues, la realidad se desdobla en el dato, convirtiendo,
en consecuencia, a la representación de un sector de objetos en una explicación de datos,
“con las características que el sujeto conocedor le asigna, para quedarse con la positividad
del ente” (García, 2007, 206). Este tipo de explicación, dice Heidegger, se lleva a cabo por
medio del experimento. A diferencia del experimentum medieval, éste inicia poniendo por
fundamento una ley en la perspectiva del rasgo fundamental del sector de objetos
establecido; de donde se sigue, que es éste, el que ofrece la medida de lo comprensible y se
determina a sí mismo a ser dominado por medio del cálculo en el representar anticipador.
Esta representación, por tanto, en modo alguno es una imaginación arbitraria. Sus
fundamentos se han desenvuelto desde el ámbito de la naturaleza y han quedado
circunscritas en él. Pues, el experimento no es otra cosa que ese procedimiento “llevado y
dirigido en su disposición y ejecución por la ley que se establece como hipótesis a fin de
producir los hechos que confirman o niegan una ley” (CB. 68, 75).
De otra parte, el que la investigación científica se funde en el proyecto de un sector de
objetos delimitado de la naturaleza, lleva consigo que podamos considerarla también como
un proceder necesariamente particular. Lo cual implica que por su propio desarrollo y
método específico se especialice cada vez más en determinados campos de la investigación
científica, ya sea de la naturaleza, el espíritu o la historia. Por tanto, como dice Heidegger,
la especialización en modo alguno ha de tenerse como la consecuencia más inmediata del
progreso que le es propio a toda investigación, sino por el contrario, como su causa (CB.
41
69, 77). En este sentido, la investigación científica no se especializa ante la imposibilidad
de abarcar todos los resultados de su proceder, sino en tanto le corresponde de suyo
hacerlo, dada su misma naturaleza. Es decir, no es la multiplicidad de lo real lo que impone
la especialización científica, sino que es la propia ciencia moderna la que impone la
especialización, al serle inherente a la investigación un dominio particular de la realidad.
Como principal consecuencia de esa especialización, Heidegger considera que la
investigación científica está determinada por un tercer rasgo fundamental, a saber: el
modelo empresarial. Así como una empresa moderna, que funciona bajo un esquema
económico de producción capitalista en el que cada operario tiene asignada una labor
específica (y sólo una) dentro de un proceso complejo que escapa de su control individual,
la ciencia moderna funciona también bajo un esquema organizativo de institutos dedicados
a la academia y a la investigación, y que están fragmentados en múltiples áreas específicas
del saber, donde el sabio es sustituido por el investigador, que trabaja en algún tipo de
investigación afín a su disciplina particular. Esto último en razón a que la modernidad no
exige del científico una explicación o descripción fenoménica de la realidad, sino tan sólo
meros resultados que convaliden sus propias anticipaciones y que sirvan, a su vez, de base
para futuras investigaciones, esto es, hechos que confirmen o nieguen sus hipótesis. Y, es
precisamente, ese “tener que regirse por los propios resultados, como camino y medio del
método progresivo”, el que Heidegger considera, “es la esencia del carácter de empresa de
la investigación” (CB. 70, 77).
En consecuencia, “no es que la investigación sea una empresa porque su trabajo se lleve a
cabo en los institutos, sino que dichos institutos son necesarios porque la ciencia en sí, en
tanto que investigación, tiene el carácter de una empresa” (CB. 69, 77). En este mismo
sentido podemos decir, con Heidegger, que la ciencia moderna goza de prestigio y puede
ser reconocida en cuanto tal, sólo mientras tenga la posibilidad de cultivarse en una
institución dedicada a la investigación y, por eso mismo, a la vez determinada por alguna
entidad editorial que promueva y divulgue sus resultados, pues sólo así podrá incorporarse
a la sociedad. Son los editores quienes deciden qué investigar y qué publicar, en tanto su
trabajo tiene la forma de un procedimiento planificador que se organiza, de tal modo, que el
42
público recibe sólo el mundo que se ajusta a su propia imagen y que se afirma en cada una
de las publicaciones autorizadas por ellos (CB. 80, 91).
Un asunto que reviste especial importancia respecto del carácter de empresa de la ciencia
moderna es que permite ver por primera vez cómo es que el proyecto del ámbito de objetos
se inscribe en lo ente, dándose de este modo un total aseguramiento de la supremacía del
método frente a él, así como su plena objetivación en el transcurso mismo del proceso
investigativo (CB. 70, 78). Gracias a su carácter de empresa, la ciencia moderna ha podido,
por tanto, progresar y establecerse como paradigma de la Edad Moderna. Su planeación
respecto del método a emplear en una investigación, su dominio y planificación de los
resultados esperados, su regulación en el intercambio de las fuerzas de trabajo, su extensión
y especialización cada vez más profunda, son todas ellas medidas que la ciencia moderna
emplea como consecuencia directa de su esencia empresarial. De donde se sigue que dichas
disposiciones, en absoluto han de ser consideradas como aquello que lleva a entender la
ciencia moderna bajo un modelo empresarial, y sí más bien como señales inequívocas de su
carácter esencial de empresa.
Y, es precisamente, este particular proceder institucional de la investigación científica el
que lleva a que las ciencias adquieran ahora cierta unidad y pertenencia recíproca. La
universidad, por ejemplo, ya no es el centro de acopio intelectual y de erudición por el que
antaño era reconocida y diferenciada de las demás instituciones sociales, sino la empresa
intelectual que efectiviza y potencializa de un modo exclusivo la tendencia de las ciencias a
separarse y especializarse cada vez más, al ser empujada dentro de la esfera de lo netamente
operativo. El académico se ha convertido hoy, en el decir de Sloterdijk, que más tarde
examinaremos detenidamente, en una especie de entrenador dispuesto a que sus discípulos
alcancen con relativa rapidez logros cada vez más altos, pues los acompaña en su rutina de
ejercicios diaria, que tiene ahora una dimensión decididamente antropotécnica. Ese
inevitable y decisivo desplegarse del moderno carácter de empresa de la ciencia es el que
lleva finalmente, por tanto, a configurar un nuevo tipo de hombre: el investigador, cuyo
proceder anticipatorio, encerrado y determinado por sus resultados, es lo que le confiere a
su trabajo un carácter riguroso y de exactitud. El asunto es que ya no se puede ir en contra
43
de esto, pues es la única forma que la universidad tiene de continuar siendo eficaz y ser
efectivamente real en la época actual, y más aún, si tenemos en cuenta que con ello se le
confiere el derecho de diseñar y organizar, desde su interior mismo, la unidad que le
corresponde y de estructurar a los sujetos que la habitan (CB. 71, 79).
Cuanto más se concentre la ciencia en la puesta en marcha y control de su modo de trabajo,
cuanto más se configuren sus centros e institutos de investigación especializados como
empresas genuinas, tanto más se alcanzará la plenitud de su moderna esencia. Y, en esa
medida, inevitablemente y de manera inmediata, dichas instituciones se pondrán a sí
mismas al servicio de la utilidad general, obligándose, por eso mismo, a dirigir sus
esfuerzos y producciones al público en general. De esta manera, queda claro entonces que
lo que lleva a la ciencia a transformarse en investigación y configurarse como un verdadero
sistema es, en últimas, su carácter de empresa. Lo cual, sin embargo, no implica que los
otros dos rasgos mencionados sean irrelevantes, pues los tres, tomados como un todo,
constituyen conjuntamente la esencia de la ciencia moderna. No sólo el proceder
anticipador y la objetivación de lo ente, sino también el rigor y la exactitud, la
especialización y el carácter de empresa, es lo que constituye la esencia de la ciencia
moderna y la convierten en investigación. Lo que sucede es que “las fuerzas esenciales de
la ciencia moderna se vuelven efectivamente reales en la empresa de modo inmediato y
evidente” (CB. 71, 79).
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento metafísico que está a la base de la ciencia moderna? O
lo que es lo mismo, ¿qué concepción de lo ente y de la verdad hacen posible que la ciencia
moderna se transforme en investigación? Según Heidegger, la respuesta a estos
interrogantes sólo puede encontrarse en la actitud que al interior de la ciencia debe tomarse
en relación con lo ente interpretado como objeto que resulta de las planificaciones propias
de su proceder anticipador. En ella encontramos, en primer lugar, que lo ente es ente en
tanto se deje interpelar por el investigador, en tanto éste pueda calcularlo por anticipado y
también a posteriori, es decir, en tanto convierta la naturaleza y la historia en objeto de la
representación explicativa. De aquí se sigue que únicamente donde lo ente se ha convertido
en objeto del representar puede hallarse el ser de lo ente, aun cuando dicho hallazgo no sea
44
más que una pérdida (CB. 82, 94). Y, en segundo lugar, que la verdad de lo ente sólo es
posible cuando ésta se transforma en certeza de la representación. Pues sólo el investigador
puede estar seguro de lo que está delante de sí en la representación en la que tiene lugar la
objetivación de lo ente, con lo cual la ciencia se convierte en investigación. En otras
palabras, la ciencia se transforma en investigación única y exclusivamente cuando lo ente
se configura como la objetividad de la representación y la verdad, por su parte, como su
certeza misma, lo cual es presentado tal cual, por primera vez, en la filosofía de Descartes,
como respuesta a la aspiración del hombre moderno a tener un fundamento incondicionado
y absoluto de la verdad que reposara sobre sí mismo y que fuera inquebrantable (CB. 86,
98). Y este juego alternante y necesario que mantienen entre sí la objetividad y la
subjetividad, en tanto que polos opuestos de lo real, es lo que define finalmente la Edad
Moderna.
Con todo, lo realmente importante y decisivo en la investigación sobre la esencia de la
Edad Moderna no es haber encontrado su fundamento último en la ciencia moderna, sino el
haber constatado la transformación que allí sufre la esencia del hombre, cuando éste es
interpretado metafísicamente como subjectum. Pues desde ese mismo instante él no sólo se
convierte en aquel ente privilegiado que fundamenta todo otro ente en lo tocante a su modo
de ser y su verdad, sino también en el presupuesto metafísico de la futura antropología,
independientemente de cuál sea su orientación y método específico (CB. 72, 81). Empero,
es de aclarar que la palabra subjectum (hypokeimenon), que significa “lo que yace ante
nosotros y que, como fundamento, reúne todo sobre sí” (CB. 73, 81), no estaba
originariamente referida al hombre, sino a los entes, ya que lo ente era concebido como
aquello que yace por sí mismo ahí delante de nosotros y se configura como fundamento de
sus propiedades cambiantes. Este término llega a circunscribirse al hombre, de manera
esencial, como respuesta a la liberación que lleva a cabo en la modernidad respecto de la
certeza de la salvación otorgada por la revelación, ya que dicha certeza implicaba
necesariamente sustituirla por otra “en la que el hombre se asegurase lo verdadero como
aquello sabido por su propio saber” (CB. 86, 99). Y, esto, sólo era posible siempre y
cuando él mismo se hiciera garante de la certeza de lo que podía ser sabido. Para que todo
lo demás obtuviese la certeza exigida, por tanto, era necesario que el hombre moderno, que
45
cada vez más se iba consolidando en el centro de referencia y medida de todo lo ente como
tal, terminara inevitablemente interpretándose como el primero y auténtico subjectum desde
la consciencia misma (CB. 89, 102). Y, como es evidente de suyo, esto sólo fue posible tan
pronto como se modificó sustancialmente la concepción de lo ente en su totalidad, o dicho
en otras palabras, cuando por primera vez, por un lado, el mundo como totalidad de lo ente
fue visto como imagen y, por el otro, el hombre fue co-representado en la certeza
fundamental, esa que representa simultánea y necesariamente al hombre representador con
lo ente representado, es decir, con lo objetivo.
Que el mundo se haya convertido en imagen significa fundamentalmente, como lo señala el
mismo Heidegger, que lo ente en su totalidad se le presenta al hombre como aquello de lo
que él puede, abierta y decisivamente, disponer, pero tal y como ello está respecto de
nosotros (CB. 73, 82). O dicho más exactamente, que el hombre sitúa ante sí eso que está
ahí delante suyo para contemplarlo tal cual se le presenta y, seguidamente, obligarlo a
retornar a él en cuanto ámbito que le impone sus propias normas; esto es, poder así
preservarlo siempre en esa misma posición. Lo decisivo en todo este proceso representador
“es que el hombre ocupa esta posición por sí mismo, en tanto que establecida por él mismo,
y que la mantiene voluntariamente en tanto que ocupada por él y la asegura como terreno
para un posible desarrollo de la humanidad” (CB. 75, 84). Esto último en virtud a que el
hombre se representa lo ente como unidad estructural desde la certeza de su representar
anticipador, en todo lo que le pertenece y le es propio en cuanto objeto. Por lo cual, es lícito
decir que sólo él puede decidir qué cosas deben valer como objetos, en tanto ello forma
parte “de la subjetividad del subjectum y del hombre como sujeto” (CB. 88, 101).
Pero no sólo la interpretación de lo ente como sistema que ejerce dominio sobre la
investigación misma, es lo que podríamos decir que confiere novedad a la Edad Moderna
frente a cualquier otra época anterior o futura, sino, además, la noción misma de valor. Esa
que surge cuando el ser de lo ente se pierde en la representabilidad de lo ente y es
reemplazado allí mismo asignándole a lo ente un valor, que por ser parte de la actividad
humana, se asume como valor cultural, y que en cuanto tal, inmediatamente se “convierte
en la expresión de las supremas metas del crear al servicio de un asegurarse el hombre
46
como subjectum”23
(CB. 82, 94). Así pues, la principal consecuencia de que el mundo sea y
pueda llegar a ser lo que es en relación con el hombre radica en que éste se convierte en el
único ámbito de medida sobre aquél y el cumplimiento para el dominio de lo ente en su
totalidad (CB. 74, 83). Entendiendo medida, por supuesto, como el proceder por medio del
cual algo puede pasar por verdadero, esto es, por algo existente.
A diferencia de lo que sucede en la Edad Moderna, la esencia del hombre en la cultura
griega no gira ya entorno de la representabilidad de lo ente sino entorno de la percepción.
Para los primeros filósofos lo ente era interpretado como aquello que está presente (que
surge y se abre) y que se da al hombre a partir de sí mismo en esta región en tanto éste está
igualmente presente desde el mismo instante en que lo percibe. Por cuanto la percepción de
lo ente es algo que el ser mismo exige, determina y reclama para sí, es que podemos
afirmar que lo ente accede necesariamente al ser. Pues, contrariamente a lo que podríamos
pensar, lo ente no accede al ser en cuanto es contemplado por el hombre, sino en tanto la
percepción de lo ente le pertenece esencialmente al ser. Teniendo esto en la mira,
Heidegger señala que el hombre se abre a la presencia de lo ente. Pues, inicialmente,
tenderíamos a pensar que dicha apertura se da cuando el ente es contemplado por el
hombre, olvidando que, es en realidad, gracias a que éste es contemplado por aquél que tal
asunto es posible (CB. 74, 83). En consecuencia, la esencia del hombre en la cultura griega
es aquello que es contemplado por lo ente y, por eso mismo, contenido y soportado de este
modo por él en su espacio abierto y además también “involucrado en sus oposiciones y
señalado por su ambigüedad” (CB. 74/5, 83/4). Una esencia que, por supuesto, encontrará
su realización en la percepción de lo ente, es decir, en la capacidad actualizada del hombre
de reunir eso que se le presenta en su espacio abierto, para salvarlo, mantenerlo y cuidarlo,
y de esta manera, seguir estando expuesto a todas las oposiciones y ambigüedades que le
son propias (CB. 75, 84). Así pues, el hombre griego será en tanto perciba lo ente.
23 A partir de ese momento el valor mismo se va transformando poco a poco en objeto. Pues él es meramente
la objetivación de las metas de toda actividad humana que propende a instalarse en la imagen del mundo
como representadora. En un primer momento, dice Heidegger, el valor pareciera expresar que lo valioso está
dado en virtud de la recíproca relación con él, pero no es así, pues “el valor es justamente el impotente y
deshilachado disfraz de una objetividad de lo ente que ha perdido toda relevancia y transfondo” (CB, 82, 94).
47
Lo que en la actualidad ha impedido ver la esencia del hombre griego, según Heidegger, es
la costumbre tan arraigada que tienen los modernos de contemplar el mundo griego desde
una óptica metafísico-subjetivista, que les obliga a conferirle estabilidad a lo ente
únicamente como objeto, y de esta manera, otorgarle ahí el sello de su ser (CB. 83, 95).
Aun cuando Platón y Aristóteles sean indirectamente los pioneros de la inversión del
pensamiento griego respecto a lo ente y el hombre, no se pueden sacar sus investigaciones
ontológicas y antropológicas de la comprensión fundamental de lo ente propia del
pensamiento griego. Pues no sólo ellos, sino también otros pensadores insignes de la época,
consideraron que el ser es presencia y la verdad desocultamiento. Razón por la cual para
ellos, ni el mundo puede transformarse en imagen ni el hombre interpretarse como sujeto
representador. A pesar de que Protágoras diga expresamente que el hombre es medida
(metrón), ello no implica que esté aceptando de alguna manera algún tipo de subjetivismo u
objetivación de lo ente, pues cuando el hombre capta lo presente abierto, lo único que hace
es restringirse al círculo del desocultamiento donde éste se manifiesta tal cual es, ese que se
ve limitado en cada caso, sin transgredirlo, como lo hace el investigador mediante el
cálculo que le es esencial a su labor técnica y operativa sobre lo real, por cuanto tiene la
capacidad de imaginar “lo ente como aquello objetivo dentro del mundo como imagen”
(CB. 86, 98).
Como el hombre moderno es indiscutiblemente ya un sujeto de modo general y esencial,
cabe plantearle expresamente la pregunta de si es su deber ser así o cabe también la
posibilidad de ser algo totalmente distinto, en cuyo caso, será lícito preguntarle
seguidamente, si quiere o no continuar siendo lo que es actualmente. Pues allí donde el
hombre es ya esencialmente sujeto, cabe la posibilidad de que caiga en un individualismo
absoluto, a la vez de que pueda luchar abiertamente contra él y a favor de la comunidad
como meta de todo su esfuerzo y beneficio propio. Como el fenómeno fundamental de la
Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen y la transformación del hombre en
sujeto representador, es claro que sólo allí era posible que surgiera un humanismo como el
que históricamente conocemos, y del que Heidegger está abiertamente en contra; ese que es
consecuencia de la “interpretación filosófica del hombre que explica y valora lo ente en su
totalidad a partir del hombre y para el hombre” (CB. 76, 86). Sólo en este momento
48
histórico es que la pregunta por la esencia del hombre adquiere sentido y validez. Antes era
imposible hacerlo. Ni la antigüedad griega ni la Edad Media podían haberlo hecho. Pues en
ambas épocas, conservando sus particularidades, por un lado, le era ajeno a lo ente todo
proceso de objetivación, y por otro, el hombre se manifestaba en estrecha relación de
apertura con lo ente, sin ejercer ningún tipo de decisión sobre él. Y más aún, si tenemos
presente que la interpretación del mundo está cada vez más arraigada, y de manera casi
exclusiva, en la teoría del hombre moderno, haciendo eo ipso que toda posición del hombre
respecto de lo ente se comprenda esencialmente como visión del mundo. Sin embargo,
como afirma Heidegger, al hombre moderno por sus propias fuerzas le será imposible dejar
ese destino marcado por su esencia moderna o quebrantarlo por un acto de autoridad. A lo
sumo, lo único que puede hacer es desestimar al sujeto representador como la única forma
válida para interpretar al hombre en la modernidad (CB. 89, 103).
En cuanto el hombre ha llevado su vida misma en tanto sujeto a la posición central en
medio de lo ente, se sigue que, en realidad, esa visión del mundo no es más que una visión
de la vida. En efecto, lo ente sólo vale como algo que es desde el momento en que se torna
vivencia para el hombre que lo configura en su representación, esto es, en el instante aquél
en que aquello recibe sobre sí todas las planificaciones, cálculos y normas del hombre en
general. Al existir tantas visiones de mundo como hombres hay, las confrontaciones entre
ellas no se harán esperar en la moderna relación del hombre con lo ente. Por lo cual la
esencia del hombre estará impregnada necesariamente de este inagotable halo de discusión
y oposición, siendo la forma natural y concreta por excelencia en que el hombre de ciencia
se instala a sí mismo en el mundo.
Así pues, en la esencia misma de la Edad Moderna es que debemos buscar el camino que
nos lleve indefectiblemente al modo de ser propio del hombre. Instalarnos en la tradición,
en cuanto negación de esta época, en poco o nada ayudará a este propósito. La grandeza de
la planificación, el cálculo, la disposición y el aseguramiento, en tanto que rasgo esencial
de la ciencia moderna, hace que lo calculable se convierta por eso mismo en lo incalculable
(CB. 78, 88). Lo incalculable, por tanto, será esa sombra invisible que rodee todas las cosas
de misterio, y que exija, para poder ser descifrado, ejercitarse en la meditación. Para lo cual
49
será necesario ubicar el mundo moderno en un lugar que escape a la representación, y que
de este modo, “le preste a lo incalculable su propia determinabilidad y su carácter
históricamente único” (CB. 78, 88). Un lugar que indiscutiblemente ponga al hombre en
una situación incómoda y vinculante, esto es, entre el estar incluido en el ser y a la vez el
seguir siendo un extraño dentro de lo ente. Esto implica superar la metafísica moderna.
Superación que en modo alguno significa aniquilarla o destruirla en sus fundamentos
mismos, sino más bien, y antes que todo, plantear originariamente la pregunta por el
sentido del ser, “es decir, por el ámbito del proyecto y, en consecuencia, por la verdad del
ser, pregunta que indiscutiblemente se desvela al mismo tiempo como pregunta por el ser
de la verdad” (CB. 81, 92). Pues el hombre se determina esencialmente como hombre, nos
dice Heidegger, cuando no rehúsa al hecho de que la presencia (el ser, o lo que es lo
mismo, su determinación unitaria a estar presente y dejar estar presente) le importe o ataña,
por cuanto en esa importancia él mismo se abre, se hace presente, a su manera, a todo lo
que está presente y ausente (TyS. 32). Atingencia que en cuanto supone el aguardar y el
seguir aguardando en la permanencia que le es propia al estar del estar presente, es que
permite que la presencia nos importe a nosotros mismos como humanos, se nos dé como
dádiva, como ese dar que limita a dar su don. Y, sobretodo, en tanto el hombre es el
constante receptor de lo ofrendado en ese don, en cuya ausencia, no sólo el ser continuaría
estando oculto sino que, además, el hombre quedaría marginado de la regalía del se da el
ser, en donde encuentra la plenitud de su esencia. De donde se sigue que, única y
exclusivamente cuando el hombre sea devuelto a la verdad del ser es que él encontrará su
verdadera esencia, y ello sólo es posible cuando se supere a sí mismo como sujeto, es decir,
cuando deje de interpretar a lo ente como objeto. Esto supone obviamente el trabajo de un
acróbata.
50
2. El hombre como producto y resultado
“Si «hay» el hombre, es sólo porque una técnica lo
produjo a partir de la prehumanidad. Ella es la que
propiamente hace que haya el hombre” (Sloterdijk).
A modo de comentario a la Carta sobre el humanismo de Heidegger, y con ocasión de un
seminario que tuvo lugar en Suiza a los pocos años de la muerte de Levinas, Peter
Sloterdijk pronunció una conferencia titulada Normas para el parque humano24
. Desde el
momento en que fue publicada en el año de 1999 en Die Zeit bajo la supervisión de Frank
Geerk, el mismo que dos años atrás había organizado el evento en un conocido teatro de la
ciudad de Basilea, al que asistió Sloterdijk como conferencista, se convirtió en uno de los
escritos más importantes de la actualidad, gracias a la polémica que suscitó entre algunos
de los intelectuales alemanes contemporáneos más sobresalientes, en especial en Habermas.
Cuando fue pronunciada por primera vez, nos dice Sloterdijk, fue recibida por los asistentes
al evento, incluyendo a los demás conferencistas, en un incuestionable clima de serenidad y
gran receptividad, en razón, según él, al innegable tono irónico, y a la vez serio, en que ésta
fue presentada (SM. 105). Pero lo que en unos provocó risa, en otros pronto causó gran
estupor. La polémica, insiste él, se debe fundamentalmente a una lectura ligera y poco seria
del texto -o si se prefiere, de una no lectura- por parte de algunos periodistas
pertenecientes, al parecer, a la órbita intelectual frankfurtiana, deseosos de generar un
24 Esta conferencia fue pronunciada el 17 de julio de 1999 en el castillo bávaro de Elmau, en el marco del
Simposio Internacional que tuvo por título “«Filosofía al final de siglo. Más allá del ser. Exodus from Being.
El giro ético-teológico de la filosofía después de la destrucción heideggeriana de la ontología»”, y que
correspondía, como es evidente de suyo, a una serie de encuentros académicos sobre la situación de la
filosofía a finales del siglo. En ese encuentro participaron filósofos no sólo de Alemania, sino también de
Argentina, Estados Unidos e Israel. La versión inicial de Sloterdijk a la que se alude aquí fue expuesta el 15
de junio de 1997 en la ciudad de Basilea en un encuentro sobre la actualidad del humanismo. En su libro El
Sol y la Muerte, que tiene como coautor a Hans-Jürgen Heinrichs, Sloterdijk nos recuerda, como dato curioso,
que dicha conferencia no fue leída por él, sino por un locutor profesional, debido a que por esa época padecía
de una afección en su voz que le impedía hablar (SM. 105). El texto fue publicado en su forma definitiva por
la editorial Schwabe de Basilea en el año de 1999. Este discurso ha sido publicado en español en varias
versiones y ediciones populares de manera aislada (Normas para el parque humano. Una respuesta a la Carta
sobre el humanismo de Heidegger, Madrid, Ediciones Siruela y Revista Observaciones Filosóficas, 2000 y
2005, respectivamente); nosotros seguiremos la presentación de esta conferencia publicada en el 2001 en el
texto Sin Salvación. Tras las huellas de Heidegger, en su versión alemana, y en el 2011, en su versión
española, debido a que aquí es presentada en el marco de una reflexión más general sobre la filosofía después
de Heidegger, donde el mismo Sloterdijk quiere enmarcar no sólo su propuesta filosófica general, sino ante
todo su comprensión del problema del humanismo hoy.
51
escándalo mediático; y del riesgo que, en nuestro tiempo, lleva el contestarle a Heidegger
desde sus mismos presupuestos teóricos, máxime si se le pone a dialogar junto con Platón y
Nietzsche (SM. 104). Pues, por un lado, quienes entran en la polémica olvidan que se trata
fundamentalmente de un escrito de respuesta a un texto presentado previamente como carta
por Martin Heidegger; y por otro, la recepción de este filósofo en la Alemania de la
postguerra (ya fuese para adherírsele o rechazarlo) ha estado indiscutiblemente viciada por
una lectura moralizante de sus escritos, que ha llevado a sus lectores no sólo a tergiversar
profundamente su pensamiento, sino también a asociarlo íntimamente, de una u otra
manera, a la ideología nacional socialista alemana (SM. 104)25
. La sugerencia de Sloterdijk
25 La conexión que se ha hecho de Heidegger con el pensamiento nazi es un rumor que se ha extendido a todo
el universo académico desde hace mucho tiempo atrás. Rumor que se acreciente hoy con la aparición de uno
de sus escritos llevado hace poco a la imprenta. Antes de morir, nuestro filósofo indicó a la editorial el orden
exacto que debía seguirse en la publicación de sus escritos, siendo los que llevan por nombre Cuadernos
negros, los destinados a ser puestos al final, como coronación de toda su obra. Las notas allí escritas por
Heidegger entre los años treinta y finales de los años setenta, poco antes de su muerte, son indudablemente las
más polémicas de toda su extensa obra, por cuanto, muchas de ellas ponen claramente de manifiesto las
convicciones antisemitas que había sostenido durante la dictadura de Hitler, tal y como lo afirma el propio,
Peter Trawny, encargado de la edición de dicha publicación. La Revista Semana, en su publicación del 13 de
enero de 2014, dedica un artículo en su sección de cultura a este escrito de Heidegger, en el que se afirma
categóricamente que dicho texto no es más que la confirmación de ese viejo rumor. Allí se le señala a
Heidegger no sólo de ser un pensador antisemita, sino, además, de haber apoyado activamente la ideología de
Hitler. Se dice, por ejemplo, que en cierta página Heidegger “«se ofrece como guía “para acompañar al
Führer” y ayudarle a construir su ideología antisemita»”, y que, “«aunque rechaza la línea racista del nazismo,
le atribuye al pensamiento de Hitler una “grandeza y verdad interna” y comparte su rechazo y hostilidad hacia
los judíos»”, y lo que es más cuestionable, que “«se refiere a él como un “salvador carismático” capaz de
superar “el olvido del ser”»”(Restrepo, 2014, 70). Aunque es de aclarar, claro está, que, en esa misma
publicación, tras entrevistar on-line a Emmanuel Faye, crítico de Heidegger, y al mismo Peter Trawny editor
de estos cuadernos, se advierte que los estudiosos aún no han llegado a acuerdos concluyentes sobre si los
pasajes allí escritos, abiertamente antisemitas, constituyen la piedra angular de su pensamiento filosófico o si,
por el contrario, sólo son una pequeña muestra temporal de su desafortunado extravió. Aun cuando no sea una
publicación científica, o académica seria, vale la pena considerarla en tanto pone de relieve nuevamente este
debate en torno a las convicciones políticas de Heidegger que ensombrecen sus posiciones filosóficas. Y, más
aún, si tenemos en cuenta el libro Heidegger y el nazismo de Víctor Farías, un conocido estudioso de
Heidegger de habla hispana, en el que se afirma, entre otras cosas, que hay evidencia documental suficiente
que relaciona la persona de Heidegger con el pensamiento nazi, hasta el punto de ser imposible comprender
su obra al margen del compromiso fanático y xenófobo, que tenía con la pretendida superioridad espiritual de
los alemanas, esto es, sin poner de manifiesto el germen de su proclive inhumanidad discriminadora (1998, 4).
Según él, si se hace el recorrido, como lo hizo él mismo, de descubrir primero los antecedentes históricos de
la filiación de Heidegger al nacionalsocialismo presentes ya en sus escritos de juventud, y de analizar luego el
compromiso político del filósofo a la luz de su ulterior evolución política y filosófica, será posible ver la
filiación antedicha que el documenta ampliamente y que relaciona radicalmente con el pensamiento de
Heidegger (1998, 18-19). De donde se sigue, en consecuencia, que no es posible desligar, como hacen a su
juicio algunos, la persona miserable de la grandeza de una obra, aun intocada e intocable. En esa misma línea
argumentativa Emmanuel Faye, publica un libro que lleva por título Heidegger: la introducción del nazismo
en la filosofía, que a diferencia del de Farías, se centra sólo en escritos inéditos que Heidegger habría escrito
52
para menguar dicha polémica es volver a leer su discurso en el contexto en el que fue
pronunciado, pues considera que sólo así, éste podrá gozar nuevamente de un ambiente
favorable en su recepción, impidiendo, por tanto, cualquier tipo de tergiversaciones
malintencionadas en sus palabras26
.
Empero, la polémica sigue todavía abierta, aun cuando se atienda a la indicación de
Sloterdijk. Y esto no podrá prontamente darse de manera distinta, por cuanto hablar del
hombre en nuestro tiempo, teniendo como telón de fondo no sólo las catástrofes mundiales
que han afectado profundamente la comprensión de la naturaleza humana, sino también, y
de manera muy especial, los avances resientes de la ingeniería genética, supone cargar
inevitablemente cualquier discurso, al respecto, de una gran dosis de afectividad y de
posturas político-ideológicas de diversa índole. Y, más aún, si se está tan cerca, como
abiertamente lo está Sloterdijk, del pensamiento de filósofos como Platón, Nietzsche y
Heidegger, que la izquierda alemana, como nos lo recuerda también Santiago Castro, hoy
acepta, no sin reservas y desconfianza, por su cercanía mediática (como en el caso de los
dos primeros) o directa (en el caso de éste último) al nazismo y a sus inaceptables prácticas
eugenésicas (2012, 64).
Una de esas tantas controversias que vale la pena resaltar, como preámbulo del presente
trabajo, dada su pertinencia para el mismo, es la que se dio entre Habermas y Sloterdijk
hacia el año 1999 en el marco del debate sobre los usos de la biotecnología genética y del
futuro del humanismo, que tuvo como protagonistas reconocidas figuras de la escena
intelectual alemana de la época. El problema que subyace en dicha polémica involucra, por
tanto, las condiciones actuales en las que se debe dar nuestra autocomprensión de la propia
entre los años 1933 y 1935. Bástenos, al respecto, únicamente mencionarlo a fin de incluirlo en futuras
discusiones sobre el tema que nos ocupa en este apartado. Todo este episodio es, sin duda, un asunto
altamente polémico, del cual aún no se ha dicho la última palabra y, tal vez, no se podrá dar. 26 En este punto, sin embargo, es de resaltar que, al parecer, no todos los asistentes al evento tuvieron la
misma impresión favorable del discurso de Sloterdijk, tal y como él mismo nos afirma. Pues, Martin Meggle,
en el artículo que publicó en la Frankfurter Rundschau, a los pocos días del evento en Elmau, dice que los
judíos que asistieron a éste recibieron con intranquilidad y malestar las palabras de nuestro filósofo, en tanto
perciben en ellas “una velada insinuación a favor de un programa eugenésico de cría de humanos con el
apoyo de la biotecnología” (Arenas, 2003, 74). Esto también es un asunto que hoy está provocando una gran
polémica que cubre a nuestro filósofo con un velo de sospecha, al igual que lo que sucedió antes con
Heidegger, pues se le acusa de promover un programa eugenésico.
53
especie. Se trataría, en efecto, de saber qué tan plausible es que nuestra imagen del ser
humano cambie tan radicalmente en virtud de los últimos resultados de la biotecnología y
los postulados que de ellos se siguen en lo que respecta a la manipulación genética.
Lo interesante de la polémica entre estos dos ilustres pensadores alemanes contemporáneos
es que, como lo señala Arenas, se desarrolla en tres escenarios de discusión distintos,
abiertamente imbricados entre sí: i)- el nivel político, ya que la propuesta educativa de
Sloterdijk en su discurso, frente al poder que va ligado a la manipulación genética,
pareciera conducir a la defensa de una selección genética en la domesticación y cría de los
seres humanos conducente a la formación de una clase élite de humanos27
; ii)- el nivel
cultural, ya que al parecer Habermas se resiste a perder algo de la influencia que ha tenido
en el ámbito cultural europeo desde la época de la postguerra, en parte por la gran acogida
que han tenido las ideas e insinuaciones de Sloterdijk en su texto, por lo cual él se cree en la
obligación de alertar al mundo sobre la peligrosidad mediática de éste, sin importar los
medios para hacerlo, así vayan en contravía de un diálogo democrático, que es una de las
improntas más significativas de la teoría crítica que él mismo defiende; y, iii)- el nivel
personal-académico, ya que reviven una vieja pugna académica en torno a la pertinencia
del humanismo ilustrado como medio civilizatorio, entre Heidegger y Adorno, siendo como
son, discípulos y admiradores de estos, Sloterdijk de aquél, y Habermas de éste último
(2003, 71-72). El enfrentamiento sumará, además de estos tres niveles, el ya mencionado
interés teórico, que en nuestra opinión es el aspecto más interesante y revelador para el
interés del presente trabajo, pero del que nos ocuparemos in extenso sólo en el último
apartado de este segundo capítulo. Esto no significa, sin embargo, que la carga emocional
27 En este punto es necesario reconocer que Sloterdijk, en su conferencia, en absoluto defiende algo así como
una eugenésis positiva. Cuando él habla acerca de los efectos que tendrán lugar en el futuro, producto de los
avances científicos inherentes al acelerado proceso civilizatorio de la humanidad actual, entre los que cabe
mencionar: la reforma genética de las propiedades características de la especie humana y la implementación
inevitable de una antropotecnología de avanzada que propende hacia la manipulación genética de los seres
humanos, lo que realmente está poniendo de manifiesto es que la humanidad por venir tendrá necesariamente
que decidir sobre las políticas de la especie, a fin de que se encaucen de nuevo procedimientos efectivos de
autodomesticación, y que, al respecto, hoy todo es confusión y desconfianza (SS. 215/6). En pro de hacerle
justicia a las palabras de Sloterdijk, no hay tampoco que olvidar que fue un discurso cuyo tema central era
saber si el humanismo sigue siendo en la actualidad un modelo adecuado de formación para el ser humano del
futuro, y de ninguna manera, como sostienen algunos de sus críticos malintencionados, un esfuerzo por
defender la selección genética prenatal.
54
que está a la base de esos tres niveles sea de poca monta, y menos aún si tenemos presente
que la disputa se desarrolla, de una u otra forma, teniendo siempre como referencia la
conciencia alemana, cada vez más escindida entre “los que pretenden que es inmoral
olvidar la responsabilidad de Alemania en el holocausto y los que consideran que la culpa
de un pueblo no puede ser perpetua” (Arenas, 2003, 73).
El que Normas para el parque humano fuera pronunciada precisamente en julio de 1999, a
puertas del nuevo milenio en el que hoy ya estamos inmersos, sólo puede indicarnos una
cosa: que la problemática de la que ahí se habla se torna ineludible para toda reflexión
futura, de índole filosófico, que se quiera mover en el marco de una ontología del presente,
máxime si es el presente de una época como la nuestra, signada no sólo por la barbarie que
trae la guerra y la violencia en todas sus formas y en todas las naciones donde tiene cabida,
sino también por una revolución biotecnológica de indiscutible trascendencia ética y
política (Quintanas, 2009, 158). Se trata de una revolución que obviamente ha renovado
también las formas de hacer la guerra y promover la paz. La indicación de Sloterdijk, por
tanto, es que no ignoremos el momento histórico que estamos viviendo, sino que, antes
bien, le prestemos la debida atención, por lo que representa para el futuro de la humanidad.
Esto supone no tanto que centremos nuestra atención en la posibilidad, que tiene nuestra
época, de aniquilar, modelar, intervenir o manipular genéticamente al ser humano, sino lo
que es más importante en los debates de gran envergadura y de diversa índole que van a
generarse a su alrededor.
Sobre el trasfondo de esta problemática actual Sloterdijk asume el reto de repensar el
humanismo. En su momento, ya antes Sartre y Heidegger lo habían hecho; el primero para
reivindicarse humanista, el segundo para renunciar a serlo, pero ambos para evidenciar
como nunca antes sus implicaciones y consecuencias de gran calado. Fundamentalmente se
cuestiona, por un lado, la competencia moral del ser humano para lograr un mundo
compartido y evitar así el embrutecimiento y el sufrimiento ocasionado por la acción de
unos hacia otros; por otro, la posibilidad misma de un sujeto ilustrable capaz de autonomía
y responsabilidad, que es el ideal de proyección ética y antropológica por antonomasia del
humanismo moderno (Nájera, 2008, 19).
55
Es innegable que la entrada de Sloterdijk al debate sobre la situación del humanismo hoy
no está al margen de esta crisis epocal y de otros tantos antecedentes filosóficas que
reavivan la discusión, sino que antes bien se vale de todo ello para proponer una nueva
definición del ser humano en relación con la genética y, sobre todo, para anunciar el fin del
humanismo y la imposición de una nueva cultura post-humanística que gira en torno a los
medios masivos de comunicación. Fracaso que se debe tanto al incumplimiento de sus
promesas culturales, pedagógicas y éticas con las que había de regir los destinos de
Occidente, como a los nuevos rumbos que ha llegado a tomar la humanidad gracias a los
últimos avances biotecnológicos y científicos. Esta tarea crítica no la hace Sloterdijk en
solitario, sino de la mano de Nietzsche, que ya había denunciado antes los intereses
espurios del proceso civilizatorio y la instrumentalización de la enseñanza académica por
parte de los cuidadores de hombres, que es lo que define el proyecto humanista moderno
(SS. 212). En las páginas que vienen a continuación, vamos a seguir los pasos que da
Sloterdijk en su crítica al humanismo, y que le llevan a definir al hombre como producto de
sí mismo y de los otros, y sobre todo, a aventurarse a dar algunas indicaciones para una
ética afín a la nueva cultura post-humanista, en la que ya estamos irremediablemente
instalados.
2.1. La cultura post-humanística como fin del humanismo
Sloterdijk abre Normas para el parque humano enunciando la esencia y la función del
humanismo: “ser una telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio
de la escritura” (SS. 197). Es, por tanto, en su opinión, un fenómeno que va ligado
estrechamente al desarrollo del lenguaje escrito en la medida que surge como consecuencia
de la alfabetización o, más exactamente, de una cultura organizada alrededor de unas obras
clásicas en la historia del pensamiento occidental, a saber, un canon. Y, sobre todo, en el
que se pone de manifiesto que los libros no son más que cartas voluminosas enviadas a los
amigos que yacen en la distancia, ya sea que históricamente estén ya presentes o vayan a
estarlo en el futuro, ya sea que geográficamente estén muy cerca o demasiado lejos, para
56
hacerlos partícipes de los pensamientos, los miedos y los ideales de quien las escribe. Al
funcionar como cartas abiertas los libros van consolidando poco a poco una cadena
epistolar que traspasa fronteras, siendo como es, su principal efecto, que un grupo
desconocido de destinatarios se vaya agremiando involuntaria y espacio-temporalmente en
torno a las temáticas de las que tratan y que les son afines. Al convertirse en lectores a la
distancia, aceptan de inmediato la propuesta de cordialidad y de adhesión que va implícita
en cada libro escrito y enviado con rumbo desconocido. De esta manera, el humanismo se
configura, como tradición de las letras clásicas, en un modo en el que se corresponden entre
sí los amigos lejanos y por venir, que con el pasar del tiempo, harán parte de una misma
comunidad de letrados, sin importar la época ni el lugar donde se ubiquen.
El eslabón más importante, y que está a la base de toda esta cadena epistolar relacionando
generaciones entre sí, fue la correspondencia grecolatina, esto es, la lectura que los romanos
hicieron de los textos griegos, en la medida que es gracias a ello que no sólo su legado se
extendió a todo el Imperio Romano sino también a todos los pueblos europeos posteriores
(SS. 197). Si no hubiera sido por esa peculiaridad que le es propia a la filosofía de generar
amistades, esto es, si los lectores romanos no hubieran tenido la disposición excepcional
que tuvieron de entablar relaciones amigables con los envíos griegos, así como intérpretes
griegos que les ayudaran a descifrar éstos, si los griegos no se hubieran atrevido a dejarnos
su legado plasmado en el medio escrito y no hubieran tenido presente que la primera regla
de la cultura escrita es que el destinatario en modo alguno puede ser previsto, no hubiera
existido jamás el humanismo como fenómeno literario. Si todo esto no hubiera concurrido
alguna vez del modo que sucedió, nunca se hubiera podido entonces hablar, como se hace
hoy, en lenguas nacionales y desde hace ya mucho tiempo atrás, de cosas humanas, y
menos aún, conformar círculos de amistades en torno a este referente común.
Empero, es precisamente ese ‘fantasma comunitario’, que está a la base de todo
humanismo, hasta el punto de caracterizarlo esencialmente, el que Sloterdijk critica, por
cuanto ello crea una línea divisoria entre los que saben leer y escribir y los que no. Los
primeros humanizados serían, de esta manera, aquellos miembros pertenecientes a esa secta
o club de los alfabetizados que se reunía alrededor de lecturas canónicas; lo cual llevaría
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con el pasar del tiempo a conformar una especie de élite envuelta de un halo de misterio y
con pretensiones abiertamente expansionistas y universalistas. En adelante, ellos serán los
cuidadores de una lectura cada vez más selectiva, en la que no todos serán igualmente
competentes para interpretarla, pero en la que se le guardará siempre especial devoción a
aquellos que anteriormente la inspiraron. Esto tiene incuestionable y abiertamente efectos
discriminatorios y excluyentes.
Cuando este humanismo, así entendido, se impuso programáticamente como ideología
dominante en los liceos de los Estados nacionales burgueses en los siglos XIX y XX, “el
modelo de la sociedad literaria se extendió convirtiéndose en norma de la sociedad política”
(SS. 199). Pues a partir de entonces cada nación se estructuraría siguiendo ese modelo de
asociación forzosamente amistosa, que seguirá teniendo por núcleo una serie de lecturas
vinculantes comunes, a fin de formar conciencia nacional en cada uno de sus miembros.
Esta labor, encargada a las editoriales y a las instituciones educativas, implica no sólo
seguir esforzándose por mantener vigentes los primeros clásicos grecolatinos sino, además,
seleccionar y sumarle a éstos los libros que prontamente llegarían a ser los clásicos
nacionales y modernos, adquiriendo de este modo, el rasgo de cartas públicas fundadoras
de naciones. En suma, las naciones modernas han de entenderse, según Sloterdijk, como
asociaciones de amigos completamente alfabetizadas que se configuran en torno a ciertas
lecturas canónicas y a la exigencia de cierta competencia hermenéutica para interpretarlas
correctamente conforme al sistema ideológico imperante, generando exclusión y elitismo al
interior de sus mismos límites estatales.
Pero la crítica de Sloterdijk al humanismo burgués de los Estados nacionales no se queda
sólo en ese señalamiento de exclusión y elitismo, sino que le suma también el de ser
ineficiente para cumplir con su objetivo fundamental: rescatar a los hombres de la barbarie
(SS. 201), ya que los hunde, más bien, en una gran barbarie que se incrementa a medida
que avanza el nuevo proceso de alfabetización. Tanto Heidegger como Sloterdijk
consideran que la historia del humanismo, desde la época de la república romana hasta la
época de la postguerra, responde fundamentalmente al homo barbarus, es decir, que la
oposición del homo humanus al homo barbarus es lo que pone en marcha cualquier
58
tendencia humanística que quiera globalizarse. De ahí que cuando la violencia adquiere
dimensiones de gran proporción y es denunciada abiertamente en todos los medios de
comunicación, se exija pública y desesperadamente a los actores en conflicto gestos claros
de humanidad y se rechace a aquellos que critican al humanismo, hasta el punto de
acusarlos de defender una postura antihumanista, como en efecto le ocurrió a Heidegger
luego de publicar su Carta sobre el humanismo. Desde esta perspectiva, la humanitas se
hace impensable sin el control y la abstención de la cultura agresiva de las masas y de las
naciones.
En la Roma Imperial, por ejemplo, donde hacían parte de la vida cotidiana de los romanos
los anfiteatros, el coliseo, las peleas de animales, los juegos de lucha a muerte, los
espectáculos de ejecución, se acogieron algunos de los textos filosóficos de la Grecia tardía,
que prontamente serían incluidos en su naciente programa formativo, a fin de humanizar
ese un tanto basto y sanguinario espíritu romano. Aquí, por primera vez, la humanitas se
expresa y se proyecta como aspiración de una época tras el encuentro de la romanidad con
la cultura griega en su forma tardía. Al menos hasta la Ilustración, los textos y las artes
plásticas de la antigüedad greco-latina fueron considerados clásicos y reforzados con el
estudio de las humanidades: filosofía, retórica y teología (Duque, 2003, 17). Sin embargo,
las tendencias violentas del ser humano, presentes en todas las épocas y en todos los lugares
del globo terráqueo, no han podido ser contrarrestadas eficazmente mediante esa educación
de tipo humanístico. No hace mucho el mundo se estremeció con dos guerras mundiales,
sin contar con las innumerables guerras civiles que afrontan continuamente nuestros
pueblos, los ataques terroristas a la población civil, las torturas cruelmente planificadas en
modos diferentes, el sicariato que atemoriza en las calles, el vandalismo que acecha en las
grandes ciudades, y la invocación del humanismo y de los valores humanitarios ha
resultado en vano.
Estos acontecimientos no pudieron dejar de causar más que extrañeza y espanto entre
algunos de los filósofos de las primeras décadas del siglo XX, por cuanto las conmociones
de los tiempos llegaron hasta lo más íntimo de los discursos profundos. El pensamiento
contemporáneo no puede abstraerse del terror que ocasionan comportamientos atroces y
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sangrientos como los que proliferan por doquier en la actualidad. En el pasado hubo un
grupo de intelectuales, liderado por Jean-Paul Sartre, que no fue ajeno a su época, y que no
sólo consolidó toda una generación resistente al horror de la guerra sino que, además,
produjo una “literatura de las situaciones extremas” en contra de la cuestionada,
“literatura de las situaciones medias” producida por la cultura burguesa, que fue un tanto
tolerante y condescendiente con los sucesos reprochables de su tiempo (SS. 96), aunque no
pudo evitar justamente la debacle. Tal radicalismo literario y filosófico sólo es explicable a
partir del llamado expresionismo que, con el uso de expresiones hiperbólicas, exigía
responder a las monstruosidades acaecidas en la Europa de la primera mitad del siglo XX.
De ahí que esta coyuntura epocal en la que confluyeron tanto motivos internos como
externos tuviera gran impacto en la acción revolucionaria de algunos grupos subversivos de
este siglo. Esto es un ejemplo de lo que los pensadores del siglo XXI deben y no deben
hacer, máxime cuando las cosas no han cambiado, y antes bien, tienden a empeorar, pues
cualquier guerra de índole mundial que se desencadene en la actualidad, inevitablemente
hará uso de armas biológicas y químicas de destrucción masiva.
Sloterdijk lamenta que dicha postura no haya perdurado hasta el día de hoy y que, por el
contrario, gracias al surgimiento de ciertas tendencias ideológicas de postguerra, como la
del neomarxismo, seamos nuevamente tolerantes con el terror que la violencia produce en
cualquiera de sus manifestaciones (SS. 97). Y, lo que es peor, que a causa de las múltiples
revoluciones acaecidas en las sociedades actuales y cambios súbitos de paradigmas se haya
entrado en una época de profunda apatía con las situaciones extremas, por cuanto ello
impide que surja una apropiación crítica de los invaluables resultados obtenidos en la época
del radicalismo. Para nuestro filósofo, aquella época, más conocida bajo el nombre
genérico de la postmodernidad, no es más que un estado postextremista y neoescéptico en
el que se despliega con fuerza un pensamiento de las situaciones medias o complejas, y en
el que va impreso un innegable y a la vez cuestionable gesto civilizador, al proclamar la
búsqueda y la defensa continua de un estado de seguridad, según el cual todos los hombres
quieren y deben vivir asegurados, contribuyendo de esta manera a la normalización y
estabilización que le es característica a cualquier sistema democrático (SS. 98). La crítica
de Sloterdijk a esta época se centra, en últimas, en la supresión que ella hace de la
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radicalidad que le es esencial al pensamiento filosófico tras ocuparse de reflexiones sobre
situaciones medias y en consecuencia a condenarlo nuevamente al ya conocido autismo
académico de los intelectuales que se encuba detrás de un escritorio. Está reclamando, por
tanto, un volver al pensamiento de las situaciones extremas acorde a los acontecimientos
presentes en el mundo euroamericano actual, esto es, una reflexión radicalista, que bajo
formas distintas a como cuando se presentó por primera vez en la primera mitad del siglo
XX, sea capaz de hacerle frente a la tendencia de las potencias mundiales a emplear armas
químicas y biológicas a fin de hacerse con el poder; que de llegar a darse efectivamente
algún día, amenaza con destruir totalmente la humanidad que habita sobre la faz de la tierra
(SS. 99). En otras palabras, quiere resaltar una vez más el original espíritu crítico de la
cultura que animó a la primera Escuela de Frankfurt y que con el paso masmediático de la
cultura liberal fue perdiendo su potencial crítico.
Esa reflexión que Sloterdijk reclama para nuestro tiempo la encontramos ya en Heidegger
cuando describe la esencia del filosofar enfatizando en el éxtasis ontológico, es decir, en la
meditación que no se agota en los entes particulares o situaciones concretas, sino que pasa
“de los datos particulares al acontecer de la donación del mundo en su totalidad” (SS. 93).
De ahí que, a pesar de haber surgido del extremismo expresionista, afirmará siempre para sí
una actualidad inextinguible al no depender de las condiciones que la hicieron brotar. Que
la reflexión filosófica se entienda como una visión general del acontecer de la apertura es
algo que por naturaleza no se puede aprender bajo reglas estrictas del discurso en una
escuela, y menos aún si tenemos en cuenta que hace parte del ámbito de los estados
anímicos que exige reorientar nuestra mente hacia el ser-mundo en general. En cuanto
estado anímico está muy cerca del éxtasis musical que estremece el espíritu, no sólo de
quien interpreta una bella melodía sino también de quien la escucha atentamente, por
cuanto exige hacer un viraje radical desde la actividad media de la inteligencia al estado de
excepción filosófico (SS. 94). El camino hacia el pensamiento filosófico estará atravesado,
en consecuencia, por la angustia y el tedio que desvulgarizan al sujeto común, en la medida
que, por un lado, el mundo se pierde tal y como se le presenta al entendimiento ordinario y,
por el otro, hay también una pérdida de sí mismo. Así pues, ambos impulsos llevan a que el
hombre se rebele contra la trivialización de lo monstruoso que yace oculto en la
61
cotidianidad y que se disponga a la vez a “meditar sobre el lado tremendo de la situación
fundamental, que es el ser-en-el-mundo como tal”, llenándolo de espanto y extrañeza, que
es la condición preracional de todo filosofar verdadero que propenda hacia la comprensión
esencial de la realidad y quiera hacerle frente a los acaeceres atroces por los que atraviesa
su propia época (SS. 94).
Ahora bien, esta propuesta de Sloterdijk de una reflexión filosófica al estilo heideggeriano
podría interpretarse como un intento de solventar la deficiencia manifiesta del humanismo
de ser incapaz de hacer frente al homo barbarus, en tanto exige reorientar la mente hacia
las situaciones extremas que hoy nos agobian. Sin embargo, esto no es así. Pues no ve la
barbarie de la que es capaz el hombre como algo consustancial a él y a la que hay que
atacar para humanizarlo, sino como una monstruosidad característica de las sociedades
humanas que se dibuja de manera diferente en cada época, como producto del encuentro
con el otro y del ansia desmedido de poder (SS. 98/9, 201). Es decir, la historia del Ser en
clave heideggeriana sería entonces para Sloterdijk la historia de la monstruosidad o historia
de la ira28
. A nuestro entender la apelación heideggeriana a una historia esencialmente
28 En su libro Ira y tiempo, Sloterdijk afirma que la historia de Occidente, marcada en las últimas décadas por
el terrorismo, es el resultado de los distintos modos en que se ha instrumentalizado socialmente la ira, la cual
interpreta como un factor psicopolítico de gran influencia, inherente a la condición humana. Por ejemplo,
entre los antiguos griegos el influjo decisivo de la ira se hace presente de forma relevante, ya como portadora
de desgracias, ya, por esa misma vía, como generadora de heroísmo, al inspirar arrojo (thymós) frente a las
injusticias, tal y como aparece reseñado en las primeras páginas de la Ilíada. En ello se deja entrever una
admiración profunda por aquello que irrumpió naturalmente en la vida de los mortales y que no es inferior, en
modo alguno, a su manifestación, en la que se reparten golpes a diestra y siniestra en una batalla campal (IyT.
12). Pero tiempo después, en las tradiciones culturales posteriores, la ira fue perdiendo poco a poco dicho
influjo, hasta el punto de quedar su accionar reducido a situaciones muy concretas. Por ejemplo, en el
cristianismo la ira es asumida como aquel impulso que da paso al odio, el rencor y el resentimiento, por lo
cual debe ser encauzado y administrado correctamente para evitar situaciones catastróficas entre los seres
humanos. Y, luego, siguiendo con ese mismo carácter de ‘economía de la ira’ de la iglesia, el comunismo, tras
proclamar la muerte de Dios, lleva a que los distintos movimientos revolucionarios se conviertan en una
especie de banco mundial de la ira, a la que alimentan con pasiones como la venganza, el rencor y la envidia,
a fin de instaurar nuevamente la justicia social en sus territorios. Es decir, la ira como impulso timótico propio
del hombre, con el pasar del tiempo, quedó convertida en aquello que, precisamente, debía ser administrado y
encauzado bajo la influencia del resentimiento, como en el caso del cristianismo y el consumismo. Y, lo que
es peor, como sucede en la sociedad consumista actual, aquello que debe ser compensado con una gran dosis
de neurosis y resentimiento del yo. La tesis de nuestro filósofo es, por tanto, que hay una especie de olvido de
la ira como factor psicopolítico decisivo en Occidente y que la única forma de enmendar dicha ausencia, es
justamente a través de la implementación de lo que él llama ‘ejercicios’ de equilibrio entre los impulsos
eróticos y thimóticos, pues, según él, sólo así es posible impedir eficazmente todo tipo de batallas superfluas
(como las que se han sucedido hasta el día de hoy), y retomar el curso del mundo, al abrir “a los hombres
caminos por los que ellos son capaces de afirmar lo que tienen, pueden, son y quieren ser” (IyT. 26).
62
metafísica es un error. Si tenemos presente la teoría contractualista de Hobbes, donde se
describe al hombre como un ser egoísta y violento por naturaleza, encontramos que
cualquier teoría antropológica y ética debe hacer hincapié en este aspecto y no pasarlo por
alto o restarle importancia. Que el hombre está ligado esencialmente a la violencia, es algo
que el sentido común nos pone de manifiesto por doquier y que la historia nos refuerza a
cada instante en el análisis que hace de cada acontecimiento humano. El ser violento, por
tanto, no es una característica que se presuma ocasionalmente en el hombre, sino una
peculiaridad esencial suya, que lo define y que marca el devenir de su desarrollo histórico
en medio de los otros.
Aun cuando Sloterdijk es consciente de esa condición humana, le resta toda importancia en
el diagnóstico y la crítica que hace del humanismo y desplaza el asunto a otra parte, pues,
en su opinión, si hoy tenemos en cuenta el contexto en el que éste surgió y preguntamos por
los destinos de la humanidad y los medios de humanización, lo que se quiere saber, en
últimas, es “si cabe abrigar alguna esperanza de domeñar las actuales tendencias que
embrutecen al hombre” (SS. 201). Se trata de esas tendencias que van ligadas al uso
desmedido del poder y que se presentan, ya como atrocidad imperialista o bélica, ya como
bestialización en lo cotidiano, favoreciendo la industria del ocio y del entretenimiento. Para
Sloterdijk, el humanismo es, por tanto, un fenómeno, por un lado, cuyo tema central es la
domesticación del hombre y, en modo alguno, el cómo rescatarlo de la barbarie a la que
está condenado por su misma naturaleza violenta, y, por otro, un fenómeno en el que se
impone el prejuicio de que las lecturas adecuadas amansan como guía indispensable para
tratar de cumplir con esa función domesticadora (SS. 202). Esto nos lleva a reconocer que
en el hombre subyacen dos potencias influyentes, que actúan simultáneamente sobre él para
desarrollar su propia naturaleza y que, a la vez, son contradictorias entre sí, a saber: «las
influencias desinhibidoras o bestializadoras», cuya función es la de propiciar un
embrutecimiento mediático y de ocio en las masas para deshumanizarla, y «las influencias
inhibidoras o amansadoras», cuyo proyecto, por su parte, es contrarrestar el efecto nocivo
de las primeras con otras que se presumen que no sólo son mejores sino indudablemente
correctas para rehumanizar eficazmente a la gente.
63
Sin embargo, en la lectura que hace Sloterdijk del humanismo como fenómeno literario,
encontramos que el asunto que reviste la mayor importancia no es tanto reconocer que el
hombre es un ser sometido a influencias, sino que es necesario seleccionar “los medios
amansadores y prescindir de los medios deshinhibitorios” (SS. 203), a fin de moldear
correctamente la plasticidad humana. La cuestión del humanismo es, en definitiva, una
lucha de medios ligada siempre al desarrollo del poder. En efecto, de lo que se trata es de
ejercer poder sobre los medios formativos, ya sea que se presenten como fascinaciones
embrutecedoras o como correctivos indispensables, pues es preciso optar siempre por estos
últimos de acuerdo con la convicción, de que los libros pueden ejercer resistencia a
cualquier mecanismo deshumanizador, incontinente y efervescente, como el del anfiteatro
romano, que es propio de la cultura de las masas.
De acuerdo con la lectura que hace Sloterdijk del humanismo en Normas para el parque
humano, tenemos entonces que su objetivo último es la domesticación de la fiera humana
“con la ayuda de las pautas morales selectivas que impone el juego de la lectura-escritura”
(Nájera, 2008, 23). Se trataría, en consecuencia, insiste Nájera, de un proyecto pedagógico
que propende hacia el control social del hombre mediante el uso de todo un engranaje
metodológico en el que se ventila como fundamental la pregunta: ¿de qué manera el
hombre, a pesar de su disposición biológica y ambivalencia moral, puede llegar a ser un
hombre verdadero y real, esto es, auténticamente humanizado? (2008, 23). Pregunta que,
como es evidente de suyo, hace énfasis de nuevo en la importancia que tienen los medios
de amistamiento y de comunicación en el proceso de autoformación que siguen los seres
humanos para llegar a ser lo que pueden ser y serán (SS. 203). Es decir, el
desenvolvimiento histórico de la antropotécnica se da necesariamente como despliegue de
toda la maquinaria educativa en su natural proceso de culturización a través de la lecto-
escritura. Ahora bien, que el humanismo sea interpretado como fenómeno literario que
busca fundamentalmente domesticar al hombre, lleva a Sloterdijk, contrariamente a lo que
se podría pensar habitualmente, a considerar al propio Heidegger como un humanista más.
Pero con la salvedad, claro está, de que lo es no al modo de aquellos que justamente él
estaba criticando en su Carta sobre el humanismo. La estrategia de la que allí se vale para
entablar amistades, junto con el concepto de amistad, difiere claramente de lo que ocurre
64
con el humanismo clásico y renacentista, donde, por un lado, la comunicación se da entre
personas cultas y, por otro, la comunión que se deriva necesariamente de ella se establece
entre un público nacional y un autor clásico. Heidegger no escribe su discurso para ser
enviado a unos amigos en la lejanía, pues luego de los acontecimientos que le siguieron a la
Segunda Guerra Mundial, era casi imposible que aún le quedaran amigos con los cuales
pudiera interactuar, sino para encontrar un receptor favorable a su mensaje, como
efectivamente sucedió con Beaufret, un joven francés admirador suyo.
Con esto se estaría anunciando, por tanto, un tipo de humanismo muy distinto, que no sólo
implicaría asumir otra manera de inhibición y amansamiento con la palabra del otro, sino
que, además, se colocaría radicalmente en todo el centro de la meditación ontológica, y no
ya, como hacían los humanistas clásicos, en el campo de la pedagogía. Pues no hay que
olvidar que nuestro filósofo rechaza cualquier tipo de reduccionismo del pensar a la
filosofía escolar, esa que se define como paideia griega y/o como humanitas romana. Dicha
novedad se hace aún más latente, si tenemos en cuenta que este humanismo se inscribe en
el marco de un pensamiento transhumanístico o posthumanístico, ya que en su escrito de
1946, que pretendía ser formalmente una carta, Heidegger pone “al descubierto las
condiciones del humanismo europeo y las somete a preguntas que las excedían”29
,
indicando con ello, el camino que deberían seguir las subsiguientes reflexiones sobre el
hombre (SS. 204). Reflexiones que parten de la inmediata recepción de esta misiva en la
Europa de posguerra y que llegan a las consideraciones de Sloterdijk sobre la
antropotécnica.
29 Para Sloterdijk, la historia de los pueblos europeos, tal y como es vista por Heidegger, puede interpretarse
como el escenario donde tuvieron lugar los diferentes humanismos militantes, es decir, como el lugar en el
que la subjetividad humana asumió la toma de poder sobre todo lo ente, convirtiéndose de esta manera, en la
matriz desde la cual se fraguó todo tipo de atrocidad y tergiversaciones en nombre del bien de la humanidad.
Por lo cual, según él, era indiscutible que en ese contexto se plantease nuevamente la pregunta por el
fundamento de la domesticación y el modelado del hombre, esto es, que se preguntase por aquello que aún
puede domesticar o educar al ser humano, cuando se sabe muy bien que el humanismo ha fracasado como
escuela de modelar al ser humano (SS. 208). Este cuestionamiento, como es evidente de suyo, va más allá del
dominio propio de todo pensamiento humanista, máxime si se enlaza con la pregunta sobre “¿qué domestica o
educa al hombre cuando, tras todos los experimentos anteriores de educar al género humano, sigue sin estar
claro quién o qué educa a los educadores y para qué?” (SS. 209). En mi opinión, son preguntas válidas desde
la interpretación que Sloterdijk hace del humanismo, pero no así, desde la perspectiva de Heidegger, que tan
sólo estaba asumiendo el tema en cuestión desde una perspectiva eminentemente ontológico-existencialista,
sin vincularlo, como sugiere expresamente aquél, a un asunto de domesticación o formación humana.
65
Pero qué sea lo propio del “humanismo heideggeriano” es una tarea que sólo puede
resolverse, si atendemos a aquello que motivó la redacción de dicha carta, a saber, el olvido
de la pregunta por la esencia del hombre. Heidegger insiste, una y otra vez, que el
humanismo clásico y renacentista olvidó y ocultó la verdadera esencia del hombre tras
definirlo fundamentalmente como un animal racional, y elevarlo, por eso mismo a la
categoría de amo y señor de todo lo existente, hasta el punto de que tanto el cristianismo
como el marxismo y el existencialismo que, en su opinión, son simplemente variantes
atroces de este fenómeno, constituirían “tres modos de evitar la radicalidad extrema de la
pregunta por la esencia del hombre” (SS. 205). Por tanto, para reivindicar la dignidad
perdida del hombre se hace necesario tomar distancia de la metafísica europea que lo llevó
a definir desde esta perspectiva zoológica con un añadido espiritual o metabiológico y,
sobretodo, a renunciar a la palabra “humanismo”. Es decir, se hace indispensable volver a
experimentar, en su forma originaria y en su propia inevitabilidad, la verdadera tarea del
pensar y formular, asimismo, la pregunta por la esencia del hombre en términos correctos,
que no puede ser otra que de modo existencial ontológico, o lo que es lo mismo, de modo
onto-antropológico (SS. 205).
Desde esa perspectiva metodológica Heidegger es implacable y rechaza el mencionado y
equivocado rebajamiento metafísico del ser del hombre, que buscaba establecer prima facie
una comunidad ontológica entre éste y el animal. En este sentido, el análisis existencial
muestra que hay una diferencia ontológica, no genérica ni específica, entre el ser humano y
el resto de los demás seres vegetales y animales, a saber, que “el hombre tiene mundo y
está en el mundo, mientras que la planta y el animal están insertos en la tensión de sus
correspondientes circunmundos” (SS. 206). Por esta razón, los hombres tienen lenguaje, no
como un mero instrumento de comunicación o de domesticación mutua, como se afirma en
la modernidad, sino como el lugar que ellos habitan y deben cuidar. Pero en cuanto morada,
el lenguaje es muy distinto a los demás recintos que cumplen esa misma función de
alojamiento, siendo como es: la casa del ser. Pues cuando el hombre la habita, él existe, y
se le impone de inmediato la tarea de guardar el ser y corresponderle sólo a él, en lo cual
descubre su verdadera esencia: ser el pastor del ser. Con la inclusión de esta imagen idílica,
frecuentemente citada y ridiculizada por muchos intérpretes, lo que Heidegger busca es
66
señalar que el hombre debe cuidar serenamente “el mundo como entorno abierto” (SS.
206), y sobre todo, dejar en claro que esta no es una tarea que el hombre asume por
iniciativa propia, sino por encargo directo del Ser mismo. El lugar donde esta obligación se
lleva a cabo, por ende, no puede ser otro que en el claro del Ser, esto es, en el “puesto en el
que el Ser sale a la luz como lo que está ahí” (SS. 207).
Y, es precisamente, esa interpelación que hace el Ser al hombre para que habite en su
morada y cuide de su verdad la que le confiere la dignidad a éste, y que justo Heidegger le
reprochaba al humanismo clásico y renacentista haber ocultado y perdido. En tanto pastor y
vecino del Ser, el hombre entra en una correspondencia tal con él que es llevado no sólo a
asumir un comportamiento extático, que trasciende la introspección exigida en la lectura de
los clásicos, sino también a permanecer inevitablemente en cercanías de la casa; y además,
como consecuencia de ello, a estar expuesto a un conocimiento que exige mayor quietud,
atención callada y pertenencia, de lo que cualquier tipo de formación pudo exigir antes.
Este habitar silencioso la casa implica que el hombre debe estar expectante de lo que el
propio Ser le encomiende decir, esto es, que asuma una actitud más sumisa y dócil de la
que un buen humanista pudiese tener frente al texto clásico. De esta manera, “el
humanismo heideggeriano” presenta un tipo de amistamiento totalmente diferente, en el
que ningún autor ha de entenderse ya, a sí mismo, como tal, sino más bien como el medio
enaltecido a través del cual el Ser mismo es el que habla. Pues allí el Ser es elevado a “la
categoría de autor exclusivo de todas las cartas esenciales” (SS. 207), y por consiguiente,
cualquier pensador o poeta que habite la casa será entendido simplemente como su
secretario más cercano y confiable. A diferencia de lo que acontecía con el humanismo
burgués del siglo XIX, las cartas que constituyen este nuevo humanismo, en consecuencia,
no pueden establecer ya lazos de amistad conducentes a la formación de naciones, pues no
hay un autor nacional que las escriba ni un pueblo histórico cuya tradición las emita, puesto
que el Ser mismo es el autor esencial de ellas y el único que las puede enviar a “amigos
presentes en espíritu, a vecinos receptivos, a pastores recogidos y callados” (SS. 207). El
círculo de pastores y amigos del Ser están muy lejos de querer formar pueblos históricos o
estados-naciones, máxime si tenemos en cuenta que las cartas esenciales no defienden ni
67
promueven ideología alguna, a no ser que las señas, los balbuceos y los silencios del Ser se
consideren como tal.
En este punto, la crítica que claramente dirige Sloterdijk contra Heidegger es que éste no
precisa cómo estaría constituido ese círculo conformado por amigos y vecinos del Ser que
callan y hablan sólo lo que el hablante quiere decir, si al modo de una iglesia invisible de
miembros dispersos o de un grupo silencioso unido sólo espiritualmente, o de algún otro
modo imaginable. Al respecto, sólo nos resta afirmar que un tal círculo o sociedad no
podría existir jamás, dada su peculiaridad y restricción radical en el comportamiento de sus
posibles miembros. Es más, si alguien entra a este círculo no podría ser consciente de ello,
lo cual anularía inmediatamente su militancia callada. Con todo, siguiendo el análisis de
Sloterdijk, podemos simplemente caracterizar el “humanismo heideggeriano” como ascesis
meditativa, en la que se quiere un hombre desplazado de su centralidad que sea más sumiso
que un buen lector y, en la que la posible sociedad de los meditativos, contrarreste
eficazmente las atrocidades y barbaries del presente, las cuales, de una u otra manera, han
sido toleradas y promovidas por las sociedades literarias excluyentes que han colocado a la
subjetividad en todo el centro, tras encubrir y explicar al hombre metafísicamente.
Encubrimiento que hoy está desplegado en forma de un idioma nacional.
Esa peculiar forma en que Sloterdijk presenta la comunidad ascética de pastores del Ser nos
lleva también a entender el “humanismo heideggeriano” como un proyecto político, que es
capaz no sólo de reconocer la debilidad ontológica del hombre, sino, además, de impedir
con ello el rearme histórico de la subjetividad. Ese que ha permeado y sigue permeando a
toda Europa. Para Heidegger, el mundo europeo no es más que la afluencia aterradora de
humanismos militantes de toda índole, en el que se resalta notoriamente el fascismo, por su
evidente mezcla paradójica de inhibición y desinhibición, convirtiéndose de esta manera en
cómplice de todo ese tipo de vejámenes que se han cometido en nombre de la humanidad.
De este modo, cada facción política o ideológica que ha acaecido en nuestro territorio, en
las últimas décadas, no sería realmente distintas entre sí, pues estructuralmente tendería a
una sola cosa: ensalzar al hombre, de tal manera, que no sólo pueda asumir un poder
irrestricto sobre todo lo ente, sino que además pueda seguir ejerciendo una misma violencia
68
antropotécnica como hasta el momento lo ha venido haciendo a lo largo de su historia. Con
esta particular presentación Sloterdijk, como discípulo de Heidegger en la distancia, no
oculta su interés de continuar el proyecto ontológico y político de su maestro, pero, claro
está, despojándolo de todo exceso de originalidad que aún sea deudor de una metafísica de
la identidad como sucede con él, pues como él mismo dice, “hay una historia,
resueltamente ignorada por Heidegger, de la salida del hombre al claro, una historia social
de la susceptibilidad del hombre de ser tocado por la cuestión del Ser y una moción
histórica en la apertura de la diferencia ontológica” (SS. 209).
Por último, vale la pena resaltar también que el haber interpretado el humanismo como un
fenómeno literario no sólo nos permitió incluir en éste el proyecto ontológico político de
Heidegger, sino que, además, frente al desarrollo de los pueblos del presente que coexisten
sobre bases muy distintas a las impuestas por las sociedades literarias, nos lleva a concebir
la llamada postmodernidad como una época decididamente posliteraria, postepistolar, y en
consecuencia, posthumanista, esto es, como el momento histórico que pone fin a todo tipo
de humanismo así entendido. Lo cual es aún más evidente, cuando a partir de las
sociedades de masas actuales, podemos seguir preguntando con Heidegger, una y otra vez,
en tono de reproche, ¿qué sentido tiene hoy tratar de reconceptualizar la palabra
‘humanismo’, si con ello se estaría justificando, de una u otra manera, la barbarie y la
violencia humana en cualquiera de sus manifestaciones históricas y/o proyectivas? Y, dicha
época, pone fin al humanismo desde dos perspectivas, a saber: una, como instauración de
los medios masivos de comunicación, y otra, como surgimiento de una revolución
permanente a nivel tecnológico y biológico.
Las sociedades contemporáneas ya no se rigen por la lectura de los textos clásicos
canónicamente organizados con fines nacionalistas en cada uno de sus espacios
territoriales, y mucho menos descubren en esa actividad su común amor hacia los
remitentes que los inspiraron, y que alguna vez, las llevaron efectivamente a configurarse
en estados nacionales. A diferencia de lo que aconteció con los estados nacionales
burgueses de los siglos XIX y XX que, siguiendo el modelo de las sociedades literarias, se
erigieron con base en un canon de lecturas de autores antiguos y modernos, los cuales, por
69
su innegable contribución a la formación de un espíritu nacional, fueron prontamente
elevados a la categoría de clásicos por la industria de las editoriales y las organizaciones
políticas del momento. Aun cuando aquellas sociedades sean el resultado de una época de
la humanidad no sólo alfabetizada sino también armada, ya no pueden seguir estableciendo
lazos de amistamiento entre sus integrantes por medio de la lectura, pues los tiempos han
cambiado radicalmente.
En las últimas décadas el desarrollo tecnológico ha sido de tal magnitud que los pueblos
hoy en día marchan al ritmo y velocidad que ello impone y que impregna indudablemente
su normal progreso. Y, sobre todo, cuando cuenta con la globalización como su mayor
aliado en su creciente y rápida expansión. Por ejemplo, los medios masivos de
comunicación, como el internet, la televisión y la radio, han marginado indudablemente la
cultura escrita a un lugar poco honroso. Hoy tiene más acogida el contenido frívolo que
prolifera sin control en las redes sociales, las revistas de circulación nacional e
internacional con informaciones y análisis poco profundos, los programas televisivos de
entretenimiento, y los videojuegos, que un buen libro de carácter histórico, filosófico, o
científico, hasta el punto de que sea improcedente, siquiera, el plantearse la pregunta por el
sentido y el alcance que podría tener un nuevo canon de lecturas en las sociedades actuales.
Con ello, sin embargo, no se está sugiriendo, como podría parecer prima facie, que la
lectura hoy en día no tiene cabida alguna, sólo que su impacto, en la fundación de
comunidades y en la comunión de personas, ha sido grandemente reducido. Esto en virtud a
que, “por muy profesional que fuera el ejercicio del arte de escribir cartas inspiradoras de
amor a una nación de amigos, dicho arte no podría ya ser suficiente para preservar los lazos
de la unión telecomunicativa entre los habitantes de la moderna sociedad de masas” (SS.
200). Los intereses de los jóvenes son muy distintos y de muy diversa índole, que, en
general, premian lo banal, lo inmediato y lo que está de moda. Por ejemplo, dedican gran
parte de su tiempo a la rumba, a estar conectados continuamente en las redes sociales, a ver
películas de cine-ficción, suspenso, y demás géneros de esta misma índole, entre otras
cosas. De esta manera, resulta evidente que los nuevos medios de comunicación son hoy los
que ocupan una posición rectora, reduciendo a modestas dimensiones la síntesis social,
cultural y política con base en la lectura y la escritura. Con la instauración de los nuevos
70
medios de telecomunicación, la época posthumanista en la que estamos viviendo
actualmente, como dice Sloterdijk, pone fin al “humanismo moderno como modelo escolar
y educativo porque no es posible sostener por más tiempo la ilusión de que las
macroestructuras políticas y económicas podrían organizarse según el modelo amable de la
sociedad literaria” (SS. 200/1). Y, no es posible revivirlo, por cuanto, como se dijo
anteriormente, las sociedades han cambiado estructuralmente y se proyectan con base en el
uso de las nuevas tecnologías.
A esa misma conclusión que marca el fin del humanismo podemos llegar también, si
atendemos al otro frente en que la época posthumanista se manifiesta en la actualidad. Pero
esta vez, en tanto dicha época sobrepasa los propios límites sobre los que aquél se asienta.
Hoy en día la humanidad entera se ve continuamente amenazada por el uso de armas
biológicas y/o nucleares por parte de las grandes potencias y sus aliados, de entrar alguno
de ellos, claro está, en conflicto, a pesar de los tratados internacionales firmados luego de
las dos primeras guerras mundiales y de las organizaciones que surgieron en ese mismo
momento a fin de garantizar la paz entre los países que las integran. La tensión entre los
países desarrollados es constante y de darse una guerra entre ellos no ocasionaría daños
sólo en sus respectivos territorios sino que iría más allá, hasta el punto de que sus efectos
no sólo se sentirían en el presente, sino que incluso afectaría inevitablemente a las futuras
generaciones, a las que muy probablemente se les dejaría en herencia solamente un espectro
de proporciones apocalípticas, que pasaría desde una hambruna generalizada hasta llegar a
la devastación de pueblos enteros y, finalmente, del planeta mismo. El panorama mundial
es, en consecuencia, nada alentador, y menos aún, cuando a diario escuchamos noticias de
que tal o cual país está desarrollando armamento nuclear de destrucción masiva, y lo que es
peor, que no se descarta una guerra entre algunos de ellos, de no llegarse a dar prontamente
una salida diplomática. Vivimos en tiempos verdaderamente conmocionados, esto es, en
una tensa calma mundial tan frágil que en cualquier momento puede resquebrajarse, lo cual,
en absoluto, constituye un estado de excepción, sino antes bien, el rasgo característico del
mundo contemporáneo.
71
La época posthumanista se viste de esta manera de una revolución permanente, propia de
todas las sociedades avanzadas, que giran en torno al “dinero, las aspiraciones y la envidia,
y en las que más pronto o más tarde se suscitará una contrarrevolución de lo político contra
la primacía de lo económico” (SS. 99). Y, lo que es más cuestionable, hace entrar a las
diferentes potencias en lo que podríamos llamar ‘el juego del holocidio’, ese en el que cada
uno de los participantes puede tomarse como rehén mutuamente. En el presente, por los
nuevos avances en la tecnología biológica del núcleo celular, el juego se hace aún más
interesante y peligroso. Pues la potencia que disponga de esta tecnología de punta, se pone
inmediatamente en la mira de las otras potencias que están al acecho y con ansias de
hacerse con el poder a nivel mundial, sin importar, en absoluto, los medios que requieran
para alcanzar ese objetivo, y tampoco, si con ello, quizás, gran parte de la humanidad tiene
que desaparecer y que la tierra quede convertida en un lugar desolado e inhabitable. Con
todo, la amenaza que representa para la humanidad la tecnología nuclear y que define el
rumbo de la época posthumanista, es sólo una parte del asunto (quizás, claro está, la más
visible y sonora), la otra es la que tiene que ver con la tecnología e ingeniería genética. Los
avances científicos como la síntesis biológica, la selección genética y los conocimientos de
los mecanismos hereditarios a escala molecular, han resultado realmente efectivos para
resolver muchos de los problemas que aquejan a la humanidad actual, sobre todo en lo que
se refiere a la alimentación, la cría de animales y el tratamiento de muchas enfermedades.
Es innegable el aporte de la ingeniería genética al desarrollo de la agricultura, la ganadería
y la medicina, siendo lo que se conoce como ‘manipulación genética’ o cambio artificial en
el material genético, lo que más la ha hecho brillar en las últimas décadas. Este desarrollo
científico, quizás el más revolucionario y profundo de nuestra era y que irrumpió a
principios del siglo XX con la teoría cromosómica de la herencia y luego con el
descubrimiento de que el ADN es la molécula que contiene toda la información genética,
ha incrementado considerablemente el conocimiento que se tenía hasta el momento sobre
las bases moleculares del código genético, de la transcripción, de la traducción y de la
regulación genética en muchas de las especies animales y vegetales.
La importancia de esta nueva tecnología y su influencia en la sociedad es innegable. Así
como sus inmensas posibilidades de desarrollo y aplicaciones a todo nivel, que van desde la
72
producción de plantas y animales transgénicos para la alimentación humana hasta la terapia
génica, que inciden directamente en la vida del hombre, y de una manera muy directa, en lo
que constituye uno de los puntos mal álgidos e importantes en el pensamiento filosófico, la
ética. El problema de todos estos descubrimientos e investigaciones científicas es el uso
irresponsable que podría hacerse de ellos, si no media ningún tipo de control social y ético,
pues contrariamente a sus objetivos trazados inicialmente podría llegar a ser instrumento de
selección artificial no sólo para mejorar las especies vegetales y animales, sino también la
raza humana. La clonación de seres humanos no es algo inimaginable, y menos aún, con el
descubrimiento de la secuencia del genoma humano que tuvo lugar no hace mucho. Esto
constituye uno de los problemas éticos más relevantes que despierta todo tipo de interés en
la actualidad, como se evidencia con el auge que han tenido los debates académicos en todo
el mundo sobre Bioética y su gran impacto en los medios de comunicación. Por esta razón,
la producción artificial de organismos cada vez más resistentes cumple, de una u otra
manera, el sueño de dar vida, crear seres perfectos y procurarse una raza pura cada vez más
fuerte.
De esta manera, podemos afirmar que la nueva tecnología genética, que está en todo el
centro de la época posthumanista y que constituye una gran amenaza para la humanidad, al
otorgar a las potencias mundiales la facultad de manipular la intimidad biológica del ser
humano y alterar el medio ambiente, sobrepasa todo dominio posible del humanismo como
fenómeno literario. Y, decir esto, es una forma de sentenciar una vez más el final del
humanismo en nuestro tiempo. Aun cuando se resista a desaparecer totalmente o llegue a
experimentar en algún momento un renacimiento tardío, el modelo humanista no puede
tener cabida ya en la época posthumanista, por cuanto resultaría verdaderamente extraño e
inadmisible impedir los avances de la ingeniería genética y/o regresar de los horrores de la
guerra para incentivar de nuevo la formación de sociedades literarias o lo que es lo mismo
seguir afirmando la potencia civilizadora y humanizadora de la lectura de los clásicos, y
menos aún, cuando los medios de comunicación se imponen cada vez más en las
sociedades contemporáneas y dirigen sus rumbos hacia actividades de amansamiento y
entretenimiento menos profundas y silenciosas que la lectura y la escritura, como se
advirtió anteriormente.
73
Sloterdijk denuncia así el fin del totalitarismo metafísico y de esa antropología filosófica
que se asienta sobre la herencia de la Ilustración y la creencia del progreso, a la vez que
abre una brecha en la reflexión filosófica para discutir, entre otros tantos asuntos, sobre el
papel que juegan los diferentes medios de comunicación y las nuevas tecnologías, incluida
la genética y la biotecnología, en la concepción postmoderna del mundo, el hombre y la
historia en general. La crisis del humanismo erudito y el reclamo de nuestro autor de
incluir, en la nueva constitución ontológica de la condición humana, no sólo a los otros
seres humanos sino también a los animales y a los artefactos tecnológicos, irrumpe con
gran fuerza en la tradición cultural de occidente, entendida como una gran red epistolar,
haciéndole cambiar de perspectiva.
Lo que se pretende es que el envío epistolar trascienda las condiciones contingentes, supere
los viejos vicios académicos y que el pensamiento circule libremente y no siga ya limitado
como hasta ahora a ciertos departamentos universitarios, aislados, herméticos y constituidos
como sociedades secretas, “con sus propias retóricas, sus propios ritos de iniciación e
incluso sus propios santones” (Vásquez, 2008, 17). Así, cada libro, cada ensayo, cada texto
que se escriba, valiéndose de cualquier medio informativo, no ha de entenderse ya como
una carta enviada a los amigos, sino como una invitación abierta al público en general, que
movido por la misma sensibilidad del autor, se haga participe con su respuesta del mensaje
allí contenido. En este nuevo marco es el que hay que inscribir la vasta y prodigiosa obra de
Sloterdijk.
Por último, es de resaltar que en ese mismo marco de crisis del humanismo erudito y de
utopía domesticadora del ser humano, en particular, en lo que atañe al llamado ‘humanismo
heideggeriano’, Sloterdijk reclama una revisión genético-técnica de la humanidad. Con
Heidegger comparte la tesis de que el hombre es un ser que no puede ser recluido en el
mero territorio de la animalidad, puesto que es un ser destinado a la exsistencia, esto es, a
vivir en la apertura del mundo. Pero le critica, el que considere que dicha estancia del
hombre en el claro, donde es interpelado por el Ser, sea en realidad una relación ontológica
originaria, no susceptible de una indagación ulterior y de su historia natural. Según
Sloterdijk, hay una historia “social de la susceptibilidad del hombre de ser tocado por la
74
cuestión del Ser y una moción histórica en la apertura de la diferencia ontológica” (SS.
209). Una historia que, por supuesto, al adentrarnos en ella, promete fundamentar una
reflexión del hombre más profunda y menos problemática que la proporcionada hasta ahora
por el humanismo. A él le interesa ver al ser humano en su dimensión productiva y de
autoproducción que exceda todo límite imaginable. En lo que sigue, vamos a rastrear el
camino que hizo Sloterdijk a la salida del hombre al claro del Ser a fin de precisar la
explicación que allí nos ofrece de cómo el animal sapiens llegó a ser homo sapiens, y de
esta manera, saber cómo ha de ser entendida hoy la condición humana. Una definición, que
esperamos, esté acorde a la nueva fisionomía que está adquiriendo la época postmoderna y
que, por supuesto, redunde aún más en el debate en torno a los límites y capacidades del ser
humano, de modo que amplíe las posibilidades de mejora y domesticación del ser humano
que anteriormente estaban restringidas sólo a la expresión leída y escrita.
2.2. El hombre como producto de sí mismo
Para Heidegger, ‘el-ser-en-el-mundo’ del Dasein es un punto de partida originario. Por eso,
una indagación ulterior sería simplemente absurda e innecesaria. No así, para Sloterdijk,
que, en su tarea de establecer la verdadera condición actual del ser humano, encuentra que
el dramático ‘venir-al-mundo’ del Dasein tiene una historia muy particular, compuesta por
dos tipos de relatos muy diferentes entre sí: uno, de índole natural, y otro, de índole social o
cultural. En estos relatos el hombre es presentado, en últimas, como el resultado de
prolongados procesos de formación e innegables realizaciones suyas, siéndole imposible,
conforme a su propia esencia, darse en cuanto tal en la pura naturaleza. Es decir, su
‘aparecer’ en el mundo, en contra de lo afirmado por Heidegger, ha de entenderse como
una situación tecnógena, en la que confluyen aspectos de diversa índole, tanto naturales
como simbólicos. De ahí que el claro o despejamiento deba entenderse entonces como la
síntesis entre la historia de la naturaleza y la historia de la cultura, y en modo alguno, de
una u otra historia, sino de las dos a la vez, sopena de que nuestro entendimiento quede
atrapado en los hechos culturales e históricos o en lo meramente óntico, impidiéndonos así
ver al hombre en su exsistencia concreta, esto es, en su ser formador del mundo. Sin
75
olvidar, claro está, que la historia cultural también depende ontológicamente de la historia
natural.
Lo primero que hay que resaltar de la historia natural del claro, de la apertura del Dasein
como exsistente, esto es, como existencia de carácter excéntrico, es que es interpretada por
nuestro filósofo como aquel precipitarse de manera prematura del homínido fuera del
medio ambiente en el que habitaba, tras fallar en su esfuerzo por ser y permanecer siendo
un animal (SS. 210). Se trataría, pues, del relato del híper-nacimiento del hombre, o lo que
es lo mismo, de la consideración del paso que el pre-humano tuvo que dar para dejar de ser
un lactante y llegar a convertirse en un mundante. Al ganar ontológicamente el mundo, el
pre-humano encontró no sólo la forma de satisfacer sus propias necesidades en ese medio
en el que vivía y que le resultaba realmente hostil y peligroso, dada su innegable desventaja
e inmadurez natural frente a los demás animales, sino también lo que lo catapultaría
decisivamente en esa inevitable carrera hacia lo que debería llegar a ser un día: un homo
sapiens. Así pues, “este extático venir al mundo y este «traspaso a la propiedad» del Ser”,
para Sloterdijk, “le vienen dados al hombre desde la cuna por herencia histórica de la
especie” (SS. 210), por lo cual hablar del ‘claro del Ser’ y la ‘hominización’ no es otra cosa
que hacer referencia a dos expresiones de lo mismo: la historia natural del claro.
En consecuencia, si damos un vistazo al largo período de tiempo primitivo en que se
desarrolló el apasionante y misterioso proceso de la hominización, podremos hallar, con
toda seguridad, el instante aquel en que el nacimiento biológico del homínido pre-humano
estalló en un desconcertante acto de ‘venir-al-mundo’ del Dasein o, en palabras del propio
Sloterdijk, podremos saber, con cierto grado de exactitud, “cómo se produjo el relámpago
con cuya luz el mundo pudo aclararse como mundo30
” (SS. 101). En las primeras páginas
30 Para Sloterdijk, el mundo o el claro, a diferencia del circunmundo o jaula ontológica en donde subsisten los
seres vivos y las cosas y que es, por ende, conditio sine qua non de todo lo existente, es el lugar propio del ser
humano, cuya particularidad es que se configuró luego de que el pre-humano no sólo fuese sensible a la
totalidad, sino, además, capaz de transgredir decisivamente los límites tan estrechos que encerraban a aquél
(SS. 104). Lo que hizo posible que el pre-humano deviniera extático fue entonces su orientación natural hacia
la verdad, claro está, si esta se entiende, como lo hace Sloterdijk, como la “respuesta adecuada a las
condiciones de existencia de individuos y culturas” (SS. 107, 8). Una vez se instaló en el exsistir, el hombre
de inmediato planteó la pregunta por la verdad, con lo cual no sólo se definió el cómo debería de ser su
relación con el mundo, sino también el mecanismo por medio del cual todo llegaría a convertirse en mundo.
Pues esta capacidad por la verdad es lo que, en últimas, hace que todo se convierta en mundo y que el ser
76
del texto La domesticación del Ser (por una clarificación del claro)31
, donde nuestro autor
hace algunas reflexiones sobre Heidegger como el pensador del éxtasis existencial a través
de la estrategia metodológica del ‘reconstructivismo fantástico’32
, podemos ver que la
historia del claro fue escrita por un animal de tal modo desanimalizado e inmenso que llegó
a exsistir en el claro, en virtud de cuatro mecanismos muy distintos entre sí, pero que
articulados como están, forman una única estructura que se desarrolló –y se sigue aún hoy
desarrollando- a partir de causalidades circulares de carácter antropotécnico. Como sostiene
el mismo Sloterdijk, la reflexión sobre el hombre y su posibilitación histórica debe entonces
girar siempre en círculo de modo que podamos volver, una y otra vez, al punto de partida:
el éxtasis existencial, no siendo posible abandonarlo jamás, por cuanto es lo que en nuestro
tiempo nos permite sumergirnos en esa apertura radicalizada que constituye nuestra
conditio humana (SS. 102). Estos son: “el mecanismo de la insulación, el mecanismo de la
exclusión corporal, el mecanismo de la pedomorfosis o de la neotenia, con que se designa
humano sea, sin más, un ser-en-el-mundo, al permitirle a éste romper el círculo biológico que encierra el
circunmundo. En este contexto, la diferencia ontológica entre el circunmundo y el mundo, que es fundamental
para entender al ser humano, reside, por tanto, en que aquél es el espacio vital que encierra las cosas y a todos
los seres vivos, de modo tal que pueden interactuar entre sí y estar abiertos, única y exclusivamente, a aquello
con lo que coexisten habitualmente y se orientan imperturbadamente, mientras que éste último es el lugar de
la apertura radicalizada del hombre, que al darse en relación con aquél, se debe entender simplemente como el
mundo circundante deslimitado, por cuanto tiene la particularidad de fijar un horizonte delante de lo ilimitado
y salvaguardar así la verdad de toda instrumentalización. 31 Este texto hace parte de los diferentes ensayos de Sloterdijk que conforman el libro titulado Sin salvación.
Tras las huellas de Heidegger, que estamos analizando en el presente escrito. Ocupa el tercer lugar en dicha
obra, páginas 93-152, y se articula en virtud de cuatro apartados: i) situaciones extremas, ii) etsi homo non
daretur, iii) pensar el claro, y iv) el hombre autooperable, siendo principalmente el tercero de ellos el que
ocupará nuestra atención en lo que sigue por cuanto aborda, de manera amplia y explícita, todo lo referente a
la historia natural del claro. 32
Para Sloterdijk, el tema que está tratando en el escrito en mención no puede aparecer bajo la forma de un
ensayo ni de una especulación filosófica, ya que de lo que se trata es de reconstruir “un producto de la
evolución del tipo hombre-en-la-historia”, esto es, la situación que dio lugar a la formación del hombre” (SS.
101). Y, esto, según él, sólo puede hacerse mediante el discurso que él mismo denomina “fantasía filosófica”,
en cuanto es la única forma desde la perspectiva filosófica de superar aquellas dificultades que se le presentan
a cualquiera de las teorías evolucionistas al no permitir que se suponga, en modo alguno, ni al hombre para
luego reencontrarlo en niveles pre-humanos, ni al mundo como algo abierto y dispuesto desde siempre para
que éste lo habite. Y, sobretodo, por cuanto no se queda en la mera constatación del tipo: ‘ser consciente de
que se está en el claro’ ni en el estado actual de la civilización, sino antes bien, lo trasciende y lo asume como
un resultado absolutamente revisable y superable (SS. 101). De lo que se trata, por tanto, es de empezar las
reflexiones sobre el claro con una auténtica prehumanidad y una auténtica premundaneidad a fin de que
podamos reinterpretar el éxtasis existencial en términos onto-antropológicos. La forma idónea para hacerlo,
en opinión de nuestro filósofo, es dar testimonio retrospectivamente de esta situación existencial que
llamamos ‘claro’ con la ayuda del ‘reconstructivismo fantástico’ o ‘fantasía filosófica’ (SS. 102-110).
77
la progresiva infantilización y el retardo de las formas corporales, y el mecanismo de la
transferencia, que explica cómo el hombre pudo estar «de camino hacia el lenguaje»” (SS.
114), como también lo señala de manera reiterativa Heidegger, para quien ‘este estar de
camino’ es, además, ‘una forma de ser con otros’. Detengámonos pues, en lo que sigue, en
el funcionamiento de cada uno de estos mecanismos, cuya sinergia motivó tanto la
hominización como la salida del claro, a fin de encontrar pistas sobre la verdadera esencia
de la condición humana.
El primer mecanismo es el de “la insulación contra la presión de la selección”, el cual es un
concepto que Sloterdijk retoma del biólogo Hugh Miller para mostrar que la vida humana
desde sus orígenes prehistóricos es el resultado de una praxis de carácter autopoiético. Lo
introduce en el marco de la pregunta que está a la base de toda esta reflexión onto-
antropológica que hemos venido esbozando hasta este momento, a saber: ¿qué fue lo que
hizo posible que el animal gregario del todo prehumano viniera al mundo, o mejor aún,
habitara la casa del Ser? La clave de la respuesta a este interrogante está justamente en
concebir la hominización como un asunto de carácter doméstico y la domesticación como
uno de carácter ontológico-cultural. Lo que Sloterdijk quiere mostrar es que fue el modo
peculiar de habitar en el espacio de esos primates que habitaban las estepas de África, lo
que llevó a la autoincubación del homo sapiens, en tanto fue lo que configuró el efecto
invernadero que les permitió vivir en una situación climática distinta (Esf. III. E. 277). La
convulsión provocó una inseguridad natural tal que sólo podía ser compensada por una
nueva seguridad: la cultura. Esto dio lugar a una situación inmune del todo originaria,
convirtiendo la estancia en motivo y fundamento para el claro del Ser y, por tanto, también
para la hominización, por cuanto el habitar implica la producción de un lugar dispuesto
para ello (SS. 112). Fueron los mismos seres humanos quienes concibieron y dispusieron
del medio en que vinieron a vivir más tarde.
Son dos factores los que definen a una isla: el asilamiento y la configuración de un clima
insular. Como dice el mismo Sloterdijk, “las islas constituyen enclaves climáticos dentro de
las condiciones generales de aire; son, dicho con una expresión técnica, atmotopos, que se
configuran siguiendo sus propias leyes bajo el efecto de su aislamiento marítimo” (Esf. III.
78
E. 240). La isla antropógena33
que aparece, por un lado, como el implante de un mundo en
un no-mundo y, por otro, como un biotopo en el que coexisten simbiontes humanos y no-
humanos, es lo que explica a sus habitantes (Esf. III. E. 375). Es ese lugar originario
primitivo del que se está hablando, o mejor aún, el lugar en el que comienza una aventura
protoarquitectónica que va unida a la sinergia de construcción animal de nidos y nichos y
luego al funcionamiento homínido en campamentos, hasta llegar a la casa en sentido
arquitectónico, chozas, pueblos y ciudades, y demás configuraciones espontáneas de
espacios cada vez más complejos. Por ende, el concepto de espacio aquí involucrado no es
algo trivial, ni físico, ni geométrico34
, sino lo esencialmente primitivo, lo más antiguo a
toda dimensionalidad y tridimensionalidad usual y, eo ipso, la condición de posibilidad de
cualquier tipo de espacio, ya sea interior o exterior35
. A este espacio insular Sloterdijk le
concede también el nombre de ‘esferas’. Pues un ‘espacio esférico’ no es más que una
33
Desde un punto de vista genético es posible encontrar tres tipos de islas, que son el producto de una praxis
técnica en cuanto delimitan un ámbito de objetos e irrumpen el continuo de la realidad: i) las islas separadas o
absolutas, que surgen cuando se radicaliza el principio de la formación de enclaves, que atañe al elemento que
hay alrededor, por lo cual presuponen siempre un aislamiento tridimensional y se convierten en una isla
móvil, su clima sólo es posible como interior absoluto; ii) las islas climáticas que son “invernáculos en los que
la situación atmotópica excepcional de la isla natural se sustituye por una imitación técnica del efecto
invernadero” (Esf. III. E. 241), y iii) las islas antropógenas en la que la coexistencia entre seres humanos y lo
demás genera un efecto retroactivo de la incubadora materna. Estas tres formas de construcción de islas
hacen, de la idea técnica general que implican, fundamentalmente un mero sustituir o protetizar (Esf. III. E.
243). Lo que se hace es replicar técnicamente los rasgos esenciales de las islas naturales mediante
correspondencias uno a uno con excepcional rigurosidad. Las islas absolutas o estaciones espaciales y las islas
relativas o invernaderos son autorrepresentaciones de la isla antropógena en modelos amplificados (Esf. III. E.
374). Con las primeras, que suponen la inversión del medio ambiente en el espacio vacío, se deja en claro
desde el principio que algo característico del hecho humano es el poder gozar de un espacio interior, esto es,
que está obligado a vivir en confort. Además, que la naturaleza ha de concebirse como lo no-exterior a las
islas humanas, sino como lo que desde siempre cohabita con los seres humanos en el interior del invernadero
antrópico. 34 Basándose en algunas palabras y expresiones claves del pensamiento heideggeriano en relación con el
lenguaje y el Ser, Sloterdijk formula su teoría del espacio no trivial o dimensional. Encuentra en palabras
como casa, cercanía, patria, habitar, estancia, dimensión y plan, y en expresiones como que ‘el Ser y el plan
son lo mismo’ y ‘todo lo espacial «se deja ser» en lo dimensional’, una piedra de toque para comprender lo
que es el espacio en sí mismo, esto es, qué es lo que da su extensión a una dimensión cualquiera (SS. 111).
Con ello lo que se está dejando en claro es que el exsistir humano, el éxtasis en lo abierto, el alojar y el ser
consigo mismo, están dados en virtud de la espacialidad más que en el de la temporalidad (SS. 112). La
exsistencia, de esta manera, se concibe como el estar-fuera-estando-dentro de una dimensión espacial. 35 De ahí que el habitar (la relación fundamental del ser-en-el-mundo) sea más antiguo que la casa en sentido
literal de la palabra, y el recinto habitado más antiguo que el hombre mismo, ¡claro está!, si tomamos la esfera
primitiva como la casa esférica en la que aconteció la hominización y el habitar como la actividad
originariamente aislante del ser humano (Esf. III. E. 241).
79
‘envoltura protésica’ que protege al ser humano de las condiciones naturales tanto internas
como externas, inmunizándolo contra ellas, al eliminar lo externo desde el interior, desde la
climatización-simbólica que denominamos cultura. En otras palabras, las esferas son esas
membranas entre el interior y el exterior, que hacen las veces de una zona intermedia,
permitiendo a sus moradores localizarse tanto en la dimensión de la cercanía como en la
dimensión de lo dramático de la apertura y de la exterioridad del mundo (SS. 113). Por lo
cual, además de tener el estatus de una «interapertura», las esferas también tienen el de ser
«intercambiadores» entre las formas de coexistencia animales-corporales y las humanas-
simbólicas.
El caparazón inmunológico originario, como también puede denominarse a la esfera
primitiva, surgió, según Sloterdijk, como producto de la marginación biológica de los seres
vivientes prehumanos, que al ser obligados a habitar en las periferias provocaron un efecto
invernadero de primer grado sobre quienes permanecieron en el centro de la comunidad.
Los primeros beneficiados de esa ventaja climática fueron las hembras y sus crías, por
cuanto el muro viviente que se formó generó hacia su interior un clima más favorable para
ellos, menos helado quizá, reduciendo considerablemente así las exigencias de su
adaptabilidad fisiológica e intensificando sus relaciones entre sí (SS. 115). Se crea así un
espacio madre-hijo como tal, en donde se configura un nuevo tipo de comportamiento cada
vez más refinado y participativo que perduraría en el tiempo gracias a las condiciones de
seguridad para la crianza de la prole surgidas en los primeros espacios interiores36
. Se
podría decir entonces, en consecuencia, que la principal consecuencia de la insulación fue
la transformación de la cría en infante. Para Sloterdijk, esta forma arriesgada de vida que se
impuso en la senda evolutiva del ser humano hace de la selección de especies darwiniana
una teoría eludible e inoperante en su autocomprensión (SS. 116). Las comunidades serían
así, no tanto el resultado de variaciones evolutivas adaptativas propias de los grupos, sino el
36 La función de esta esfera originaria es entonces la crianza de los seres humanos. Esto significaría como lo
hace Castro, que la horda primitiva es “una máquina esférica de producción de hombres que en virtud de
viejas y nuevas destrezas alimentan a su vez la autoproducción de la horda misma” (2012, 66). Se transmiten
habilidades técnicas que permiten salvaguardar la horda misma. Es una incubadora técnico-natural “en la que
ese ‘marginado biológico’, que es el hombre va incrementando sus habilidades para poder sobrevivir” (2012,
66). En ellas se adquirirán las destrezas y habilidades antinaturales que conducirán a la producción de culturas
superiores.
80
resultado de las condiciones de seguridad en los espacios interiores para la crianza de la
prole. Estos espacios íntimos, que dan lugar a espacios cada vez más amplios y abarcantes,
crearon principalmente “un elevado estándar de sensibilidad y comunicatividad entre los
beneficiarios del ambiente materno-filial” (SS. 116), que con el tiempo se desarrollarán y
tendrán efectos de grandes proporciones.
Ahora bien, si las técnicas de climatización fueron las que llevaron a los prehumanos a
producir estos primeros efectos invernaderos, se sigue que estos son la condición sin la cual
aquellos jamás podrían haber llegado a convertirse en lo que un día llegarían a ser: homo
sapiens. Fueron entonces ellos mismos en virtud de su ‘ser deficitario’ que autógenamente
produjeron esa atmósfera artificial para poder sobrevivir37
, a la que Castro insistentemente
asimila con el clima-simbólico del espacio común “en el que nace y crece la especie
humana” (2012, 67). El hombre produjo, en consecuencia, ese espacio vital en el que
habita, donde lo exterior no es más que una figura del interior. Esto marca definitivamente
el devenir de las sociedades humanas en el sentido de que pone de manifiesto que desde su
interior mismo ellas se protegen. Es decir, los hombres habitan el espacio que ellos mismos
producen, por lo cual, todas las sociedades humanas han de entenderse como verdaderos
proyectos inmunológicos. De ahí que Sloterdijk describa la historia natural y social del ser
humano como el tránsito de esferas desde el mínimo íntimo hasta el máximo imperial,
siguiendo su impulso a lo inmenso e inquietante (Vásquez, 2008, 22).
En fin, lo que Sloterdijk concluye a partir de este mecanismo de la insulación es que este da
cuenta de lo que el hombre llegará a ser: un producto de sí mismo con independencia del
mundo orgánico inmediato. Nuestro filósofo insiste en que si el hombre es un producto,
37 En este punto Sloterdijk es deudor de Arnold Gehlen, para quien al hombre le es imposible vivir en el
circunmundo dado su ser carencial por naturaleza, por lo cual se ve abocado a hacer modificaciones prácticas
de su entorno natural. Para poder sobrevivir en su entorno el prehumano tuvo que implementar una serie de
acciones coordinadas, estratégicas y metódicas que le permitieran afrontar con eficiencia los abates de su
medio ambiente. El hombre pudo disponer de su medio y someterlo a sus necesidades gracias a que por
naturaleza es un ser técnico. La técnica, al igual que el lenguaje, no es, en este sentido, agregativa en el ser
humano sino un componente esencial suyo. Gehlen ve en la técnica un atributo humano que le fue dado para
compensar su ser deficitario. Gracias a la técnica es que el prehumano pudo producir un medio ambiente
artificial, que Sloterdijk denominó ‘esferas’, como ya se había dicho antes (Castro, 2012, 65). Desde ese
entonces es que no podemos decir que disponemos del mundo natural en sí mismo, sino técnicamente. Y esta
disposición es algo natural en nosotros, en términos de Gehlen, nuestra segunda naturaleza.
81
que en absoluto ha de suponerse, es necesario, por tanto, que se tenga bien presente el lugar
de su producción, esto es, las situaciones que intervinieron en el devenir del hombre y que,
por eso mismo, son al mismo tiempo medios y relaciones de producción (SS. 114), tal
como lo señala Marx. La metáfora de la casa tiene la ventaja de representar un lugar que
permite establecer una diferencia entre un clima exterior y un clima interior; esto permite
pensar el aire acondicionado como producto técnico y las condiciones interiores como
realizaciones suyas. La casa representa, así, ese lugar de aislamiento que nos brinda
seguridad y protección en un espacio interior; por esta razón, solemos llevar con nosotros el
hogar.
Sloterdijk interpreta, por tanto, la hominización y el salir al claro a partir de la metáfora de
la casa, y con ello, logra ver la senda evolutiva hacia la construcción de la casa en sentido
arquitectónico. Para esto, era necesario encontrar ya en los prehumanos algo así como un
interior y una construcción de casas antes de la invención de las casas en el sentido literal
de la palabra (SS. 114). Es decir, los prehumanos tuvieron que preparar el interior en que
un día darían el paso definitivo hacia la humanidad. Y, el efecto invernadero, fue ese
interior, ya que hizo posible que floreciera un día el éxtasis humano. Este es el resultado al
que llegó Sloterdijk a través de la genealogía de la antropogénesis o proceso que muestra
cómo los hombres generaron una segunda naturaleza que les permitió autoproducirse y
autocriarse” (Castro, 2012, 67).
La idea de una antropogénesis implica el ejercicio genealógico que nos ubica en la esfera
primitiva, en donde empieza el distanciamiento técnico frente a la naturaleza por parte de
los homínidos y que fue iniciado por Nietzsche y retomado luego por Sloterdijk bajo la
dirección de Gehlen (Castro, 2012, 66). Esa horda es ya un entorno primitivo
artificialmente producido, una esfera en la que el prehumano habita rodeado de un cerco de
distanciamiento frente a la naturaleza pura y hostil. En este sentido es que podemos decir
que en la esfera primitiva el prehumano estaba como un animal ser-en-el-circunmundo-
invernadero. Con el término esfera Sloterdijk asegura que ha encontrado cómo llenar la
laguna existente en la teoría del espacio, en tanto encuentra ese ‘entre’, esa situación
intermedia que posibilita el cambio del encierro en la jaula del circunmundo (denso estar
82
envuelto del animal) y el terror de estar confinado en lo indeterminado (diáfano apocalipsis
del Ser), teniendo presente que ser-en-el-mundo puede interpretarse como un salir extático
a lo abierto-iluminado. Esta teoría de la ontogénesis del espacio interior nos permite
describir el tránsito desde ‘la clausura de la madre’, de la que el ser humano surge cuando
nace, hasta el despliegue del espacio como lugar donde se ve psicológicamente expuesto y
vulnerable (Vásquez, 2008, 22).
A pesar de producir y enfatizar en el espacio materno-infantil, con el que a su vez se allanó
el camino evolutivo hacia la construcción de la casa en sentido arquitectónico, el primer
mecanismo es aún insuficiente para dar cuenta del movimiento que motivó el paso hacia las
formas físicas próximas a las que poseen hoy los humanos, así como de los
comportamientos culturales que van ligados a lo abierto. Es así como Sloterdijk introduce
el mecanismo de la exclusión corporal para comprender dicho paso. Este segundo
dispositivo38
, que había sido tematizado antes por el paleontólogo Alsberg, es considerado
por nuestro filósofo como la verdadera clave de la antropogénesis, en tanto produce el
primer espacio en el que cierto tipo de homínidos manipula, primero casualmente y luego
de manera mucho más elaborada, objetos del circunmundo con una intencionalidad
evidente, aun cuando fuese todavía muy precaria. Y esto sólo fue posible, gracias a que allí
tuvieron lugar las primeras transformaciones de la isla antropógena: las garras animales
llegan a ser manos humanas, convirtiendo a los homínidos en quiroprácticos (Esf. III. E.
38 En Sin salvación, tras las huellas de Heidegger, en el capítulo que estamos tratando, Sloterdijk asume la
exclusión corporal como el segundo mecanismo que llevó a la hominización, mientras que en Esferas III,
Espumas, Esferología plural, la considera como la primera de las nueve dimensiones que conducen a
configurar el mundo, esto es, la antroposfera, y es más, le da el nombre de quirotopo, en tanto incluye el
ámbito y la disposición de la acción manual en sentido literal. Con el cambio de nombre pareciera que
Sloterdijk estuviese hablando de dos cosas distintas que contribuyeron a la formación de la antroposfera, pero
en realidad no es así, pues lo que quiere aquí mostrar es siempre lo mismo, sólo que de manera distinta: en el
primer texto muestra el efecto invernadero o formación de la isla ontológica desde una perspectiva dinámica,
por lo cual habla de mecanismo, mientras que en el segundo lo hace desde una perspectiva estática, por lo cual
habla de nueve dimensiones. Ellas son: “el útil a la mano, el espacio sonoro, el mundo maternal generalizado,
la esfera de confort, el ámbito de los deseos y anhelos, las cooperaciones con los demás, el requerimiento por
la verdad, la afección por los dioses y la tensión por las exigencias de la ley” (Esf. III. E. 380). Pero háblese
de dimensiones o de mecanismos, en todo caso lo que debe quedar en claro es que el hombre es un producto
de sí mismo. Es decir, las acciones y las experiencias con las que el grupo de homínidos hizo grietas en el
circunmundo llevaron pronto al hombre a convertirse en hacedor de una técnica de distanciamiento que
repercutió irreversiblemente en su proceso de formación en humanos
83
280). Y, las cosas existentes, por su parte, con la acción manual, o lo que es lo mismo, con
la manipulación de lo que está ahí en derredor, son transformadas en objetos utilizables.
Estamos pues frente no sólo a la primera producción técnica objetiva de los homínidos, sino
también al primer acto de producción del mundo, pues “donde hay útiles cerca, no puede
estar lejos el mundo” (Esf. III. E. 281).
Son tres las categorías de útiles que Sloterdijk resalta y que contribuyeron, de manera
decisiva, a la separación de la isla ontológica del circunmundo. La primera de ellas es la de
los útiles para lanzar. Cuando el homínido agarra un objeto con la mano y lo lanza lejos
con un fin específico, lo que está haciendo es liberarse de la fuerte presión somática de su
medio y colocándose, además, en circunstancias en las que se le exige estar en contacto
físico o enfrentase a animales más grandes, una alternativa distinta al deseo permanente de
huir. Esta capacidad de actuar a la distancia, primera capacidad ontológicamente adquirida
en la isla antropógena, que le viene dada al homínido cuando coge con su mano una piedra
o elemento contundente, abre un campo de acción en el que es posible ubicarse
espacialmente, y del que se es relativamente consciente. Esta abertura que tiene el
homínido delante de sí, le permite observar las piedras arrojadas y con ello quizás también
predecir los resultados de sus lanzamientos en esa nueva esfera. Así es como surge una
nueva habilidad radicada en el organismo: la actitud teórica. Mediante esta disposición
originaria, los aciertos y los fallos de los lanzamientos pueden considerarse como el
antecedente primario y auténtico de lo verdadero y lo falso en sentido práctico,
respectivamente. De ahí que este mecanismo tenga “un carácter originariamente concedente
de mundo y eo ipso formador del hombre” (SS. 117). Con todo, quizás uno de los efectos
más relevantes del distanciamiento en los homínidos radica en que pudieron permanecer sin
problema en su medio circundante, aun cuando siguiesen siendo marginados biológicos, al
ser sustituida su adaptabilidad orgánica, necesaria para sobrevivir en un medio para el que
no se estaba dispuesto naturalmente, por el empleo constante de utensilios. De ahí que, con
la formación definitiva de la mano humana, el resto del cuerpo continuara sin sufrir
mayores cambios físicos y, antes bien, se le facilitara a éste el lujo de la comodidad.
84
La segunda categoría que contribuyó a producir ese efecto antropógeno fue la de los útiles
para golpear. Además de coger piedras con la mano, el homínido se sirvió también de otros
elementos, igualmente duros, como la madera y los huesos, pero esta vez, no para lanzar
sino para producir unos nuevos, tras colocarles a aquéllos, mangos y sujeciones, con lo cual
tuvieron una mejor manipulación, logrando así, una mayor producción. Lo significativo de
esta nueva categoría es, por tanto, el empleo de utensilios en sentido estricto, y junto con
ello, el tener la experiencia “de cómo el material más duro obliga a ceder al menos duro”
(Esf. III. E. 284). Con estas producciones se da así, un paso definitivo hacia la apertura del
claro, que aparece inicialmente, como el espacio en sí donde sólo puede haber resultados.
Pues la isla antropógena se convierte ahora en el escenario de las operaciones desveladoras
del Ser, y del tener conciencia de cómo algo deviene en un ser ahí, esto es, en “un utensilio
conseguido, el arma destructora, el adorno brillante, y el signo comprensible” (Esf. III. E.
286). Es decir, con las producciones de los homínidos el estrecho horizonte del entorno,
ahora da cuenta de un espacio de expectativa, que con el tiempo y el cúmulo de
experiencias cada vez más significativas, dará lugar a lo que se más tarde se llamará:
mundo. El cual es un lugar, a penas presentido por los isleños, como el espacio de lo
inquietante, donde concurre lo nuevo, entendido como el producto de sus propias acciones,
y donde todo se expresa a través de signos y está a la mano. La elaboración de artefactos
trajo consigo, además de la apertura del mundo, el trabajo cooperativo de los homínidos
tendiente a un fin común, con lo cual se anticipa la acción requerida de los otros y se la
complementa con la propia, según sea el caso y el momento oportuno para hacerlo.
Por último, la tercera categoría que llevó a consolidar el clima antropógeno fue la de los
útiles para cortar. Al percatarse de que las piedras y los huesos disponían de filamentos, el
homínido inició la historia cultural del corte, y con ella, la de la razón como “potencia
divisora, porcionadora, y diseccionadora” (Esf. III. E. 289). Con esta nueva capacidad
técnica de corte, el homínido está en condiciones de ver más allá de lo que se le presenta,
esto es, el interior de las cosas que son susceptibles de cortar y que antes sólo se le
presentaban bajo la figura de cuerpos compactos. La importancia del elemento de corte
está, por tanto, en sacar a la luz lo que pertenece al transfondo, esto es, “poner al
descubierto lo ausente, plegado y cubierto” (Esf. III. E. 289); es decir, al permitir, al igual
85
que los utensilios de lanzamiento, la inserción de lo humano en el ámbito teórico, en la
medida en que se asume el investigar como un parcelar y diseccionar la realidad, lo cual se
constituye claramente en una prefiguración del juicio analítico39
.
El uso de las piedras para lanzarlas, golpear o cortar, se convirtió de este modo, al aplicar
por vez primera el principio de eliminación del cuerpo y sustituirlo por presencias del
circunmundo, en el mecanismo fundamental para producir la salida al claro. Así se abre la
ventana en la que los homínidos pueden observar y juzgar tanto las primeras producciones
como sus propios resultados y, sobretodo, percatarse de que éstas son producto de su obrar.
En esa abertura los aciertos y los fallidos van ligados a ese obrar y prontamente al lenguaje
mismo. Es así como las afirmaciones imitaran “lanzamientos, golpes y cortes exitosos,
mientras que las negaciones, lanzamientos errados, golpes fallidos y cortes frustrados” (SS.
119). Con esta tríada de operaciones la verdad primitiva se manifiesta, por tanto, como
adecuación con el hacer exitoso y la falsedad, por su parte, con el fracaso, lo cual lleva a
fijarse nuevamente en el horizonte como el lugar “inalcanzable en torno a todo, lo que
confiere a todo lo que existe y sucede una síntesis última, lo que ningún lanzamiento
alcanza, ningún golpe quiebra y ningún corte hiere” (SS. 120). Desde esta perspectiva, el
lenguaje no sólo se manifiesta como un dispositivo para reproducir logros y fracasos sino
también como la producción más pura en el acto mismo del hablar. Ello empuja cada vez
más lejos a los homínidos de su circunmundo y los acerca aún más a la esfera de los
aciertos. La sensibilidad de la lejanía es ahora despunte del éxtasis, esto es, del espacio de
acción en lo abierto. Esta situación evolutiva singular con la que el presapiens pudo
liberarse de la fuerte presión de su entorno, sin necesidad de adaptarse orgánicamente a
éste, fue, en consecuencia, efecto del uso de utensilios. Por lo cual, podemos afirmar con
toda certeza que si la técnica de la distancia del homínido para evadirse del circunmundo
repercutió en la larga fase de la formación de lo humano, al aportar la ventana de
39 Pero el utensilio cuchillo no sólo hace presente la muerte de aquello que se disecciona, sino que además,
marca, de una u otra manera, el camino de violencia que seguirá el hombre en las postrimerías del mundo
actual y que va ligado a su esencia misma, como ya se ha mencionado anteriormente, y sobre el cual
volveremos más tarde. Una reflexión, como la nuestra, que apunte a establecer la verdadera condición del ser
humano no puede en modo alguno desconocer esta realidad. Pues pronto el utensilio para cortar, pronto se
convirtió en arma para matar, no sólo a animales sino también a sus congéneres. El conflicto entre homínidos
por algún territorio o comida deseada desencadenó la muerte de los más débiles.
86
observación y los valores de verdad primitivos, el hombre es, en realidad, producto del
medio contundente (SS. 117). Y, en esa misma línea argumentativa, podemos también
señalar que la hominización ha de entenderse siempre bajo la protección y dirección de la
prototécnica.
A pesar de que es gracias a este segundo mecanismo que se desencadena el acontecimiento
primario de la antropogénesis: la producción de un resultado en un espacio observable, hace
falta empero algo más para hacer salir definitivamente a los homínidos del circunmundo. Y,
ese algo lo encontramos en la técnica misma del distanciamiento. Si bien, es cierto que con
esta técnica se le abre una gran grieta al circunmundo, también lo es que la exclusión
corporal en modo alguno impidió el desarrollo fisiológico y morfológico de la especie de
homínidos que evolucionó hacia lo humano. Sólo que ahora sus cuerpos comienzan a
desenvolverse en un ambiente de “refinamiento, benignidad y variación” (SS. 122), desde
donde se debe empezar a observar la hominización. Es decir, con la eliminación corporal
los mecanismos adaptativos no dejan de funcionar, sólo que ahora se potencializan y
enfatizan al interior de la antroposfera, produciendo así un mayor distanciamiento del
circunmundo e influenciando drásticamente en la organización fisiológico-mental del homo
sapiens. Así es como surge el mecanismo de la pedomorfosis o progresiva infantilización y
retardo de las formas corporales en los homínidos, cuyo término fue acuñado por el
ictiólogo Walter Garstang. Contrariamente a lo afirmado por Darwin en su libro El Origen
de las especies40
, Sloterdijk afirma que la fisiología de los habitantes de la isla ontológica
no muestra, en modo alguno, que es el más fuerte en el circunmundo el que sobrevive o el
40 En 1859 el científico y naturalista inglés Charles Darwin publicó su obra fundamental titulada El Origen de
las Especies, en donde expone la tesis biológica, para ese entonces muy polémica, de la selección natural o
supervivencia de los más aptos, la cual va en contra de la bien conocida teoría creacionista defendida por los
más fundamentalistas teólogos de ese tiempo, que sostiene que el hombre ha sido realmente el resultado de un
largo proceso evolutivo, en el que sólo sobrevive el que esté naturalmente más apto, y el que no lo está, se
extinguirá inevitablemente; o en palabras de él mismo, que “cada nueva variedad, y, finalmente, cada nueva
especie, está producida y mantenida por tener alguna ventaja (según lo determine su medio ambiente) sobre
aquellas con quienes entra en competencia, y de que casi inevitablemente sigue la extinción consiguiente de
las formas menos favorecidas” (1981, 349). Esta teoría de la conservación de las variaciones y diferencias
individualmente favorables y la destrucción de las que son perjudiciales reviste especial importancia en
cuanto fue la base de la moderna teoría sintética de la evolución, que en la actualidad goza de gran aceptación
en el espacio académico a la hora de explicar el desarrollo, la desaparición y la aparición de miles de especies
a lo largo de toda la historia natural.
87
que saca provecho de la ventaja adaptativa, sino el que más ha sabido aprovechar las
condiciones climáticas y las oportunidades que se le brindan en su interior, y que son
producto de su obrar (SS. 122).
Los habitantes de la isla ontológica no están instalados en una casa o en una tierra, sino en
un espacio de confort. Habitar hoy el invernadero es, ante todo, tener el privilegio de poder
disponer de toda clase de beneficios, aun cuando se continúe en estado de inmadurez. Esto
último, es quizás uno de los principales efectos de la isla antropógena que se puede apreciar
sin más en la fisionomía del homo sapiens, la cual, según Sloterdijk, es inexplicable desde
el punto de vista biológico (SS. 123). Un rostro desprovisto de pelo, un cuerpo cubierto por
una piel delgada, un cerebro de grandes proporciones, unas formas femeninas exuberantes,
sólo pueden ser efectos de un medio que premia las variaciones estéticas favorables y
cognitivamente más potentes. Lo singular de los seres humanos es, entonces, haberse
podido estabilizar por largos períodos de tiempo en sus refinamientos, conservando formas
juveniles, e incluso fetales, hasta la fase adulta, en el espacio extrauterino. El cual, de no
haberse convertido en un útero técnicamente dispuesto por el obrar de sus primeros
habitantes, no habría podido servir entonces de incubadora para los aún no nacidos. La isla
ontológica es, por tanto, ese recinto que alberga a los homínidos y albergándolos los
produce imperceptiblemente, hasta convertirlos en seres humanos. En esa forma de vida
básica de los homínidos como seres-en-el-recinto, por tanto, está la clave para entender la
permanencia de rasgos intrauterinos, dado que muestra que la permanencia somática de
ciertos rasgos fetales en la etapa adulta, se debe fundamentalmente a la tolerancia del modo
de ser-y-vivir humano a las variaciones bioestéticas. En este sentido, en palabras de
Sloterdijk, “el éxtasis humano debe concebirse más bien como algo propio del organismo
humanizado que ha preformado en sí su ser-en-el-mundo y su poder-ser-con-las-cosas y
que actualiza su éxtasis según le proponen las circunstancias” (SS. 127/8).
Esa prematuridad del nacimiento humano y la larga postergación de la madurez son, en
realidad, dos procesos concomitantes de índole endocrino-cronobiológicos, que muestran,
en su funcionamiento, que el rasgo distintivo de la tendencia evolutiva del homo sapiens es
la conservación de rasgos fetales en la fase adulta. Tendencia de la que hace parte también
88
la exuberancia de la cerebralidad, premiada, quizás, por el incremento de la inteligencia al
sobreponerse los homínidos a los requerimientos prácticos exigidos por el circunmundo
para poder habitarlo. El aumento del volumen del cerebro, el desarrollo acelerado del
neocórtex y el riesgo que representaba el crecimiento intrauterino del cráneo, hizo
necesario el nacimiento prematuro del presapiens, que pudo seguir desarrollándose, gracias
a que encontró un espacio estabilizado que garantiza las funciones del útero materno.
Razón por la cual, la cerebralización siguió manteniendo esas formas fetales en ese nuevo
espacio o incubadora hasta la fase adulta. No sólo los recién llegados, sino también los
adolescentes y los adultos del grupo, al beneficiarse del clima de la isla antropógena,
tendieron irreversiblemente también al retardo de las formas maduras. De donde se sigue
que, el ser humano es, en últimas, el resultado de la sinergia de inteligencia y confort. El
papel de la cerebralización en la formación del hombre fue, en consecuencia, tan decisivo
que nuestro filósofo le confiere el título de órgano general del claro. Y, no era para menos,
si tenemos presente que la mayor parte del desarrollo cerebral ocurrió en la incubadora, lo
cual lo dispuso a recibir información no innata y, sobretodo, ulteriores variaciones
conducentes al lujo, hasta el punto de llegar a concentrar en sí infinidad de posibilidades de
apertura que transcienden su mero estar ahí. La incubadora es pues ese recinto abierto y
ampliado, en el que la inteligencia humana está llamada no sólo a compendiar el texto del
mundo, sino, además, a seguir escribiéndolo a través de sus múltiples vivencias. Quien sale
al mundo encuentra que en esa situación es posible encontrar siempre “algo que está más
allá de lo que ve a su alrededor, de lo presente, de lo descubierto. La revelación nunca es
completa, y la sospecha de que hay algo que está velado, algo que no aparece, nunca
cesará” (SS. 133). A la desocultación le seguirá inagotablemente la ocultación, como su
cara opuesta, tal y como se concibe cuando se piensa en el Ser.
Esos refinamientos y acomodamientos lujosos, tanto a nivel mental como fisiológico, que
tuvieron lugar en el largo proceso de formación de los homo sapiens, ponen al descubierto
un hecho incuestionable a la hora de comprender la condición humana desde la onto-
antropología: que antes de poder ser extáticos, ellos fueron originariamente seres
domésticos. La isla antropógena es ante todo el recinto que los homínidos produjeron y
consolidaron a través del uso de medios técnicos, tanto de los elementales como de los
89
refinados, para distanciarse del circunmundo y crear un clima que replicara las funciones
del útero. De ahí, que la clausura del vientre materno, en modo alguno, deba interpretarse
como un salir fuera en algún sentido espacial, como si el recién llegado viniera a un lugar
extraño. Es tan sólo un salir extático, que hace del habitar en el receptáculo artificial, un
estar-siendo igualmente extático, cuyo principal efecto es la producción de un ser
acomodado en su habitación. Este habitar original, en consecuencia, trajo consigo efectos
de domesticación en los homínidos, al canalizar y conducir de manera dramática las
características propias de la especie decadente hacia adaptaciones de toda índole, que eran
necesarias para poder estar en la incubadora. La acomodación progresiva y refinadora de
los homínidos en sus espacios autoincubadores fueron pues preparación de la futura
apertura de los hombres al mundo. De donde se sigue que, la domesticación antecedió y
proyectó el ser extático del hombre, o en palabras más profundas de Sloterdijk, que “la
constitución esférica de su permanecer «en el mundo» lo hace capaz de existir consigo
mismo «afuera»” (SS. 130). El habitar así, es con mucho anterior a la casa en sentido
arquitectónico, o mejor aún, la comunidad simbólica más antigua que el suelo que pisamos.
En la tendencia a priori de los homo sapiens a conservar los lujos psicosomáticos hay,
empero, dos riesgos innegables que ponen en evidencia otro rasgo esencial del ser humano:
su tendencia violenta y autodestructiva. El primer riesgo se hace presente tan pronto como
el potencial de la inteligencia obliga al cuerpo del homínido, cada vez más infantilizador, a
preocuparse por su envoltura cultural, tanto la actual como de la futura, por cuanto en ello
es consciente así de dos asuntos de gran envergadura para la continuidad del desarrollo
evolutivo que conducirá un día al homo sapiens: los límites del refinamiento al interior de
la incubadora y la amenaza que subyace en el exterior para la permanencia del confort
producido. El homínido, si quiere conservar esa vida de lujo producida por él mismo por un
tiempo prolongado, debe aprender a defenderla de manera explícita, ya sea mediante el
establecimiento de leyes o la implementación de fuerza pública, según sea el caso, lo cual
exige que haya una constante retroalimentación entre sus contribuciones culturales, creando
así una especie de inmunización en la antroposfera. Tarde que temprano, esto
desencadenará el uso de la fuerza o de medios violentos para poder hacer dicha defensa, ya
sea al interior de la isla ontológica o en su exterior. De este modo, los homínidos se
90
convirtieron en cuidadores del invernadero de cultura, el cual, para ser estabilizado y
prolongado indefinidamente en el tiempo existencial, requirió de seres ofensivos y
dispuestos a la guerra, llegado el caso.
El segundo riesgo se hace presente cuando la coexistencia de homínidos en la incubadora
pone al descubierto el carácter inestable, erótico, celoso, impulsivo y veleidoso de ellos, por
cuanto les insta a tomar “sobre sí programas innatos de estrés en las situaciones de
desarrollo cultural” (SS. 129), lo cual es otra forma de decir que a los grupos humanos les
es propio la guerra en su tarea de vencer el estrés y el deseo irrefrenable. Aun cuando
Sloterdijk no niega que la violencia sea parte de la condición humana (SS. 131), considera
también que todo aquello que implique virtudes guerreras masculinas y hasta rudezas
arbitrarias son sólo aspectos secundarios, y en modo alguno, sustancial. Pues, para él, lo
sustancial del ser humano es su decadencia, esto es, su lujo psicosomático y su
inestabilidad. Y, en consecuencia, su ser modelables. La necesidad de vencer el estrés llevó
a los humanos a ingeniarse una serie de procedimientos de automodelado simbólico y
disciplinario41
, que en último término los llevará, a la vez, a hacer parte de una misma
cultura o civilización anclada de manera originaria en el confort. Empero, como
mostraremos en el tercer capítulo y que ya ha aparecido enunciado más arriba, la violencia
marca el devenir de lo que somos y, en este sentido, en modo alguno exageraba Hobbes
cuando en el Leviatán sostenía que en el estado natural el hombre es un lobo para el propio
hombre, ni Calicles cuando en diálogo con Sócrates exaltaba la ley del más fuerte sobre la
bondad del nomos42
.
41 Sloterdijk le da el nombre de ‘antropotécnicas’ a esta serie de ordenaciones y modificaciones formadoras
de hombres. Las clasifica en dos grupos: las antropotécnicas secundarias, que son ese tipo de fuerzas
formadoras primitivas que el homínido implementó sobre sí mismo para hacer posible la autodomesticación,
por lo cual es evidente que operaron siempre de manera indirecta e inconsciente, cuando abrieron el horizonte
donde aquél pudo devenir genéticamente en hombre; y las antropotécnicas primarias que corresponden a las
fuerzas que compensan y elaboran de manera directa y consciente la plasticidad del hombre al imprimirle
características propiamente civilizadoras. Ambas antropotécnicas se complementan entre sí, se retroalimentan
y se requieren mutuamente para hacer del homínido lo que un día llegó a ser de manera excepcional: un homo
sapiens (SS. 132). Todo ese refinamiento al que estuvo sometido el homínido durante largos períodos de
tiempo, fue lo que lo capacitó finalmente para ser formador de mundo, esto es, ser capaz de “conjuntar las
cosas con las que se coexiste en algo capaz de englobarlas” (SS. 133), mientras sale a su encuentro. 42 En el Gorgias, que es uno de los diálogos más modernos de Platón, aparece como personaje principal
Calicles, del cual no se sabe con certeza si es un personaje histórico o producto de la creación literaria, pero
91
Por último, el mecanismo de la transferencia, que tiene que ver con la clausura en la madre
y nuestro exsistir siempre en esferas, es lo que catapulta los resultados de los mecanismos
anteriores hacia la formación final del hombre. Cuando por adquisiciones evolutivas
histórico-naturales el cuerpo femenino se convierte en el lugar del retoño, es decir, de la
interiorización de la puesta de huevos, se aminora entonces el riesgo de la puesta en lugares
externos, a la vez que se incrementa el riesgo interno de la incubación y del parto mismo
(Esf. III. E. 298). Con todo, la ventaja de esa transacción en la evolución de los homínidos
no tiene precedente alguno. Esta circunstancia, junto con la de la evolución fetal en el útero
produjo una nueva situación de apertura: el nacimiento. El dramático abandonar el cuerpo
materno, esto es, el salir afuera, exige a la cría asumir cambios radicales de lugar y de
situación en su comportamiento habitual.
En este sentido, no es simplemente un mero ser parido como sucede con el resto de
mamíferos, sino de un dramático venir-al-mundo. La isla antropógena debe proveerle al
naciente el clima requerido para que éste pueda hacer semejante transferencia de ser-en-el-
mundo, o lo que es lo mismo, ser-afuera. Por lo cual, el entorno debe de estar ya
configurado como la totalidad de cosas para el recién llegado. Este exsistir, en el caso de
los seres humanos, antecede ontológicamente al morar en sí, por cuanto hace énfasis en la
exterioridad frente a todo tipo de morada o envoltura. Como hay más espacio exterior del
que realmente pueda poseerse, los “seres humanos están condenados a la producción de
espacio interior” (Esf. III. E. 301). De donde se sigue, que para exsistir, deben poder
transferir situaciones interiores; lo cual sólo es posible, si el exterior funciona “como
sí, que es incluido en el diálogo para encarnar la posición sofista más radical en la concepción sobre la ley. En
su opinión, con respecto al tema que se estaba tratando con Sócrates de si es mejor cometer o sufrir
injusticias, y haciendo una fuerte oposición entre physis y nomos es, desde el punto de vista de la naturaleza,
mejor cometer injusticias a sufrirlas. Sólo desde el punto de vista de la ley, es que aparecería como
justificable el sufrir injusticias. Para él, la ley la hacen los débiles y la multitud para contrarrestar la
superioridad de los más fuertes e igualarlos a ellos, en contravención clara con lo estipulado por la naturaleza,
donde, en su opinión, se demuestra que “es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el
que no lo es” (Gorgias, 483c-d). Esta teoría de la fuerza y el poderoso alcanza en este diálogo su formulación
más descarada, hasta el punto de ser elevada a ley, donde el individuo queda a merced de sus pasiones,
placeres, y beneficio propio, y en modo alguno, al de la ciudad o de la comunidad. La ley de la ciudad, no
sería más que la máxima injusticia contra la naturaleza, que no tiene otras leyes que la del más fuerte y la del
placer individual. En esa misma línea estará el también sofista Trasímaco, para quien lo justo es lo que
conviene al más fuerte. Por ende, en la ciudad los más fuertes, los más astutos y hábiles, son los que deben
imponerse, tal y como ocurre en la naturaleza.
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receptáculo para la repetición de interioridad en otro lugar” (Esf. III. E. 301). El fenómeno
de la transferencia primitiva puede, entonces, interpretarse como la reproducción reiterativa
de un estado interior previo en una situación exterior posterior. Y, como el carácter de la
transferencia es colectivo, los coexistentes dispondrán siempre para sí de un interior común
en un exterior común, esto es, en un escenario que hace las veces del vientre materno.
Mientras permanezcan aferrados al mismo territorio, podrán disponer siempre de los
beneficios que les brinda el nuevo estado fetal en el interior del grupo, pues gozan de la
misma procedencia común. Y más aún, cuando hay situaciones recalcitrantes que amenazan
su estabilidad.
La clausura en el vientre de la madre es tan sólo la esfera más primitiva que el hombre
produjo para poder vivir; luego le siguieron muchas más, entre las cuales siempre es
necesario hacer un proceso de transferencia. Del paso de una esfera a la siguiente, en tanto
son espacios animados y vividos, se presentan conflictos, crisis y catástrofes, que marcan el
devenir dramático que tiene que sufrir el ser humano en su proceso formativo. Siempre se
tiene que abandonar un recinto en el que se está inmerso para adentrarse en otro, sin saber
si el nuevo receptáculo le brindará las mismas posibilidades de confort que le brindaba el
anterior. Es un riesgo que hay que tomar, pues como sentencia el mismo Sloterdijk, “no hay
vida sin esferas” (Esf. I. B. 14). Cuando se pierde el antiguo albergue, el hombre tiene que
aprender a vivir en el nuevo espacio y sus fuerzas socializadoras deben acomodarlo a ello,
pues el nuevo clima antropotécnico puede resultar asfixiante y peligroso, trayendo consigo
efectos tan funestos como la psicosis individual, los pánicos y desórdenes sociales, y demás
problemas mentales y emocionales que aquejan al hombre de hoy.
Las estructuras de vida en común están destinadas, entonces, a sufrir alteraciones,
modificaciones y transformaciones, exigiéndole al hombre transferir espacios internos
como los del útero materno en espacios externos, cada vez más amenazantes, para
continuar con una vida lujosa y de refinamiento como la vivida hasta el momento,
desencadenando muchas veces, actos violentos y fuertes tensiones. Cuando ocurre un
dramatismo de grandes proporciones, producto de una situación externa expansiva, el
hombre se ve obligado a recurrir, “después de los colapsos, a un repertorio de recuerdos y
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rutinas que permitan una repetición, de alguna manera modificada, de estados anteriores de
orden y de integridad” (SS. 135), para solucionar el problema de su nueva desnudez y
devastación venida de afuera. Con ello empieza a producir mecanismos de inmunización
simbólica, que pronto llegarán a convertirse en la conditio sine qua non en la que es posible
permanecer y regenerarse en medio de tanta dificultad y catástrofe como las que consumen
y retroalimentan continuamente la historia humana. Así es como irrumpen las grandes
religiones reparadoras o mecanismos regeneradores, cuya fortaleza está en transferir
situaciones estables de épocas anteriores a situaciones posteriores a la debacle.
El mecanismo de transferencia, en tanto se encarga de que lo propio del espacio primitivo
se traslade siempre a las nuevas situaciones externas y extremas, de que las formas y
mecanismos culturales perpetúen y consoliden la raza humana sobre la faz de la tierra, abre
paso a la historia cultural del claro en tendida como historia de la ontología que subyace a
este proceso. Y, más aún, si tenemos en cuenta que en la metáfora del lenguaje como «la
casa del Ser» de Heidegger, nuestro filósofo encuentra el órgano esencial de esa
transferencia. Pues, según él, el lenguaje es el que aproxima lo desemejante a lo semejante,
lo inhóspito y extraño a lo íntegro y estable, hasta hacer de nuevo todo habitable, inteligible
y revestido de empatía (SS. 137). El venir al mundo del hombre sólo podía, en
consecuencia, tomar la forma de un entrar en el lenguaje y, por eso mismo, también en la
historia de la cultura. La historia del claro, con la que se va diseñando progresivamente el
ser del hombre, no ha de entenderse, por tanto, como una relación ontológicamente
originaria sino como un progresivo exponerse del hombre en el claro para poder ser
solicitado por el Ser. Desde esta perspectiva genealógica, como señala Quintanas, el claro
ha de entenderse como “un acontecimiento producido en el punto de cruce entre la historia
natural del proceso de hominización y la historia de la cultura” (2009, 162). La historia
natural que permitió que el hombre se abriera al mundo, sólo puede entenderse así a la luz
de la historia social de la domesticación y ésta, a su vez, sólo puede encontrar su
fundamento último en esa historia de la especie en la que tuvo lugar la revolución
antropogénica. Por esta razón, Sloterdijk añade que la historia del claro es una historia que
aún se sigue escribiendo y que continuará escribiéndose por mucho tiempo.
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Con todo, lo que realmente Sloterdijk está tratando de mostrar a través de todo ese proceso
antropogónico esbozado anteriormente, es que el hombre es un producto de sí mismo. Fue
el hombre quien produjo la incubadora primitiva para salir de la fuerte presión del mundo
circunmundo y hacerse a un clima favorable, el que con la técnica del distanciamiento
corporal produjo los primeros resultados de su obrar y fijó su atención en el horizonte
donde éstos podrían fácilmente percibirse, el que forjó la antroposfera en la cual pudo sacar
beneficio progresivo de su inadaptación animal y seguir en esa línea evolutiva de
refinamientos conducente a la procura de una vida lujosa y de confort, y, el que, finalmente,
transfirió lo afable del espacio interior primitivo al espacio exterior inhóspito y peligroso
para poder seguir viviendo de manera tranquila y confortable. La violencia, el conflicto, la
agresividad, que caracteriza a las sociedades humanas, no los coloca Sloterdijk en la
esencia del ser humano sino en la necesidad misma de defender a como dé lugar la
tendencia a priori hacia el lujo y el confort, que es lo que finalmente caracteriza y define su
modo de vivir humano en su opinión. Contrariamente a lo que sostenemos en el presente
trabajo, y que está en clara consonancia con el surgimiento del humanismo mismo. Es más,
nuestro filósofo pareciera estar a favor de nuestra tesis de que lo que caracteriza al ser
humano es su tendencia hacia la violencia contra sus congéneres, pues afirma que le es
natural a él cierta susceptibilidad psíquica y emocional, cierta inestabilidad emocional, y
ciertos desasosiegos que le llevan a desatar esa impulsividad que lleva dentro y a definir su
dinámica grupal, la cual es “capaz de desencadenar una violencia paranoica, orgiástica y
autodestructiva” (SS. 131), como la que aconteció en los campos de concentración nazi o la
que se manifestó brutalmente con los bombardeos atómicos en el marco de las dos grandes
guerras mundiales o el incremento de la violencia que continua hoy bajo la amenaza
biológica y el terrorismo.
Dejando este punto de lado por un momento, y volviendo a la historia del claro, en
particular en lo que atañe al morar del hombre en las casas del lenguaje, es preciso incluir
otro episodio fundamental en la comprensión del ser del hombre: la construcción de casas
en sentido arquitectónico. En su conferencia, Sloterdijk centra la atención en ese tipo de
edificaciones que el hombre construyó y en las que habitó desde que se dio su tránsito hacia
la vida sedentaria por la importancia que este suceso reviste. Pues el hombre empezó a ser
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lo que es desde que pudo estar alojado dentro del lenguaje, y sobre todo, añade nuestro
filósofo, desde que empezó a escribir su historia de la domesticación, esa que se produjo
tan pronto cuando habitó las primeras viviendas que edificó con sus propias manos y que
tiene que ver no sólo con su relación con los animales domésticos, sino también con la cría
y el adiestramiento del hombre mismo, y que ya se evidenció cuando hablamos de la crítica
que él le hizo al humanismo ilustrado, desde que apareció hasta que entró en crisis. Sólo
con un modo de vida humano más resguardado y asegurado, pudo surgir la teoría como
contemplación, y forjar así los mecanismos blandos con los cuales el hombre pudo seguir
configurándose como tal, entre los cuales vale la pena resaltar la ciencia y la reflexión
filosófica. Sin embargo, la historia del claro ligada íntimamente al sedentarismo, supone
también un momento dramático que le es igualmente esencial al de la serenidad, por cuanto
“el claro es al mismo tiempo un campo de batalla, un lugar de decisión y selección” (SS.
211). En este punto se apoya en el diagnóstico que hace Nietzsche del hombre de su tiempo
en el texto titulado De la virtud empequeñecedora, y que devela a un ser que ha de
entenderse como “una potencia domesticadora y criadora” (SS. 212), que oculta tras de sí
toda una “política de crianza exitosa e inadvertida hasta entonces” (SS. 212). Este es el
asunto del que nos ocuparemos a continuación, y en el que el hombre mismo aparecerá
también como producto del amansamiento de los otros.
2.3. El hombre como producto de los otros
Los invernaderos antrópicos primitivos no poseían ni techos ni paredes físicos, sino sólo, de
manera alegórica, paredes de distancia y tejados de solidaridad. El primate marginado se
alzó y desarrolló entonces en un espacio abierto, hasta el día en que por su peculiar forma
de comportarse y autoproducirse, logró alcanzar la perspectiva del horizonte, y de esta
manera, devenir progresivamente en un ser sedentario (Esf. III. E. 277). Sólo en dicho
momento esos invernaderos adquirieron significado ontológico y se convirtieron en
plantaciones en las que se “cultivan y programan cerebros y manos del tipo-sapiens” (Esf.
III. E. 374), a las cuales se atrae con la característica incomparable de apertura y
transferencia del mundo. El hacer edificaciones y dejarse abrigar por el lenguaje, como
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resultados propios del sedentarismo, es lo que dio inicio a la domesticación y el
adiestramiento de algunos animales, entre los cuales se incluye al hombre. Esto pone de
relieve la complejidad que se requiere para comprender adecuadamente la pertenencia y
permanencia en las islas antropógenas, cuya principal función será, en consecuencia, la de
la crianza de los seres humanos. Es decir, entre los diversos grupos humanos habrá una
gran preocupación por transmitir a las nuevas generaciones no sólo las viejas, sino también
las nuevas destrezas psicofísicas antinaturales que permitan la salvaguarda del invernadero,
a fin de garantizar su sobrevivencia y continuar con su vida de confort en ese medio
ambiente creado y producido técnicamente. En este contexto aparecen las prácticas
inmunológicas que desarrolla el hombre para poder autoproducirse y autocriarse, y a las
que Sloterdijk denomina ‘antropotécnicas’. Ellas son fundamentalmente técnicas de
inmunización que el hombre, de diferentes culturas y períodos históricos, ha desarrollado y
que apuntan en dos direcciones, a la vez contradictorias y complementarias entre sí, a saber:
una, a la producción de unos hombres por otros hombres con el fin de propiciar un interior
afable y confortable para las comunidades residentes y desde ahí contrarrestar la amenaza
constante de los agresores externos, son las llamadas técnicas para dejarse operar; y otra, a
la producción de hombres a partir de sí mismos con el fin de hacer frente al destino y los
avatares propios de la vida, son las llamadas técnicas de autooperación. En ambos casos, lo
que se busca es modificar y optimizar técnicamente el comportamiento humano.
El primer tipo de antropotécnicas lo encontramos ampliamente expuesto por Sloterdijk al
final de su conferencia sobre Normas para el parque humano. Una vez el hombre ha
levantado casas, erigido pueblos, naciones y hasta imperios, surge un problema en relación
con las disposiciones que se deben tomar frente al comportamiento de los hombres que las
habitan: saber qué programa de domesticación y qué potencia domesticadora ha de elegirse
para que el efecto invernadero perdure y sea cada vez más afable. El proceso de
culturización que se deduce del ser sedentario implica, por tanto, un mecanismo
permanente de selección. Las formas específicas de comportamiento social que se requieren
son establecidas a partir de relaciones jerárquicas de poder, donde se tiene la potestad y la
obligación de inhibir aquellos comportamientos que se consideran peligrosos para el grupo,
a la vez que desinhibir aquellos que se consideren beneficiosos. “Inhibición y
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desinhibición”, como muy bien lo señala Castro, son “los filtros artificiales de selección
que hacen posible la crianza de un ser capaz de vivir civilizadamente” (2012, 68). Esta
zona oscura del claro como lugar de decisión y selección aparece ya señalada por Nietzsche
en uno de sus textos clásicos de Así habló Zaratustra, a saber: aquel en el que el profeta
vuelve a su pueblo y encuentra que en este el hombre se iba volviendo cada vez más
diminuto en razón de la resignación que había impulsado a sus lugareños a abrazar una
pequeña felicidad y a aceptar como doctrina fundamental que “la virtud es para ellos lo que
vuelve modesto y manso: con lo que el lobo se ha convertido en perro, y el hombre mismo
en el mejor animal doméstico del hombre” (1993, 240).
Según Sloterdijk, con ese texto Nietzsche nos hace tomar conciencia de lo retorcidos e
imbricados que pueden llegar a ser los procesos en torno a los cuales giran los diferentes
intentos de producción humana. En sus sentencias deja al descubierto lo que la tradición
humanista ocultaba detrás de su pretendida inocencia y carácter inofensivo, y que desde ese
entonces nadie puede atreverse hoy a negar: las duras luchas que deben librarse “en torno al
derecho de la crianza humana y en torno a los diferentes intentos por monopolizarlo o
gestionarlo” (Quintanas, 2009, 164). Este conflicto entre los criadores del hombre, y que
atañe directamente a las orientaciones sobre la recta crianza, no podía en modo alguno
develarse desde el humanismo mismo, pues este sólo podía apuntar a lo que concierne a los
medios requeridos e indispensables para domesticar, adiestrar y educar, y que se ligaban
uno a uno con las actividades de leer, estar sentado y amansar, sin entrar a cuestionar jamás
el concepto mismo de ‘hombre’ (SS. 221). Es la disputa, en últimas, que en términos
nietzscheanos se presenta entre los criadores del hombre que buscan empequeñecerlo (los
humanistas) y los que buscan engrandecerlo (los superhumanistas).
En este sentido, el humanismo ilustrado, que sería el primer ejemplo en el que el hombre es
domesticado y amansado por otro hombre con el fin de contrarrestar su instinto salvaje, es
enmarcado por el filósofo de la sospecha en todo un proyecto premeditado de índole
clerical y paulino, a diferencia de lo que afirma Sloterdijk, para quien esa cría de hombres
jamás requirió de un criador, al ser simplemente una deriva biocultural a-subjetiva, es decir,
que en modo alguno supuso para darse, algo así como un autor o asociación planificadora
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de ningún tipo. El humanismo funcionaría, en consecuencia, como una técnica de gobierno
de unos sobre otros, en la que la minoría de letrados seleccionaría cierto tipo de lecturas
filosóficas y teológicas conducentes a hacerle resistencia al avance de la cultura iletrada de
masas que se reunía asiduamente en los anfiteatros. Lo que subyace a la humanitas, por
tanto, más que una cuestión de amistamiento es una cuestión de poder, de un enorme poder
del hombre sobre el hombre en virtud de un saber selectivo. Aun cuando se afirme de
nuevo con el humanismo que la lectura amansa, es más preciso decir que la selección es lo
que está detrás fundamentando esta tesis, es decir, el poder detrás del poder. Decirlo es ya
afirmar que “los hombres son aquellos animales de los cuales unos crían a sus semejantes,
mientras que los otros son los criados” (SS. 215).
Sloterdijk ve también en la reflexión sobre el Estado y la educación que hace Platón en
algunos de sus Diálogos, un segundo ejemplo de cómo unos hombres son puestos al
cuidado y la cría de otros. En El Político tiene lugar una conversación poco convencional
entre dos personajes atípicos: el joven Sócrates y un Extranjero, a saber: la selección de un
hombre de Estado y la consecuente planificación del pueblo para ese Estado. Sloterdijk
considera que en ese discurso está el origen de toda una politología pastoral europea, en la
que unos cuantos hombres, capaces de formular un código de antropotécnicas, tienen la
potestad de gobernar y orientar los destinos de las mayorías ignorantes en su territorio.
Código que, al funcionar como conjunto de reglas racionales transparentes, convierte la
comunidad humana en un parque zoológico y temático gobernada por una élite
domesticadora de sabios (SS. 217). La pertenencia a estos parques humanos es desde
entonces inevitable. Los hombres necesitan no sólo ser mantenidos en esos parques sino
también mantenerse en su interior por ellos mismos, dado que “los hombres son seres que
se protegen y se cuidan a sí mismos, y que generan en torno a ellos un efecto de parque en
el que quepa siempre el regular su automantenimiento” (SS. 217). Un asunto que Sloterdijk
devela en torno al zoo platónico y su implementación, y que es de vital importancia en la
cría y domesticación de hombres, es si la diferencia existente entre los gobernantes y los
gobernados es esencial o sólo funcional. Según Platón, el verdadero cuidador lo será en
virtud del saber que posee, por lo cual la diferencia será de índole esencialista,
contrariamente a lo que sostienen los pseudoestadístas o sofistas, para quienes, al pretender
99
alzarse con el poder, insistirán en la igualdad que debe haber entre el pastor y el rebaño. En
consecuencia, a partir de este texto fundacional de la política occidental estaría claro que la
desigualdad real entre los hombres respecto al conocimiento es fuente innegable de poder.
Y, sobretodo, si tenemos en cuenta que, en el parque humano expuesto por Platón, el arte
de la política tiene que, además, vérselas con el control genético de la cría, es decir, con “un
saber de expertos del tipo más inusual y más juicioso” (SS. 218), que consiste en
seleccionar y combinar de la manera más adecuada las cualidades óptimas (fortaleza
guerrera, por un lado, y sensatez filosófico-humana, por otro) de la especie humana para
producir una clase regia de gobernantes que procure siempre el bien de la comunidad, no
sin antes haber separado las naturalezas inadecuadas de las naturalezas aptas.
Sin embargo, nos advierte Sloterdijk que estas reflexiones sobre el parque humano en modo
alguno deben remitirnos ni a la época de los liceos humanistas burgueses ni a la de la
eugenesia fascista, pues lo único que Platón pone sobre la mesa, para ser meditado luego, es
el programa de una sociedad humanística orientada por “un señor del arte regio del
pastoreo” (SS. 220), que debe de ser el producto de una planificación y combinación
adecuadas de las cualidades humanas más excelsas por mor de la totalidad y del bien
supremo. Los avances de la ingeniería genética y la biotecnología, que podrían tener en sus
haberes la posible planificación de las características de los seres humanos, no es, por tanto,
un asunto central en estas reflexiones pastoriles, sino simplemente, develar y recalcar el
hecho de que el ser humano siempre ha sido, desde sus mismos orígenes, el resultado de
determinadas programaciones y actos de domesticación. Antes fueron las antropotécnicas
de índole religioso, educativo o político las que cumplieron con esta labor de cría y
domesticación del hombre, ahora, en nuestro tiempo, es algo que se deja en manos de la
revolución biotecnológica. El hecho, valga decirlo nuevamente, es que el hombre es un
producto de sí mismo y de los otros, tal como lo hemos indicado antes. Sin negar por ello,
que la tecnociencia puede llegar efectivamente a afectar la estructura misma de nuestro
código genético hasta el punto de llegar algún día a manipularla, lo cual abre sin duda las
puertas a un gran y álgido debate, que debe darse en algún momento, de índole moral y
político sobre la regulación que debe tener el pastoreo y la cría humana.
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Por todo ello, junto con el conflicto entre criadores del hombre que Nietzsche develó en el
humanismo ilustrado, este asunto de la cría humana es, y debe de ser, uno de los temas más
importantes que no se deben olvidar en la palestra política ni ética de las sociedades
contemporáneas, por cuanto afecta indiscutiblemente el destino mismo de la humanidad.
Vivimos en una época de profundos cambios, en los que la técnica y las antropotécnicas se
imponen cada vez más, que demanda de nosotros asumir un rol activo en la selección, esto
es, ponernos del lado del selector. Queda mal, en una época en la que las circunstancias son
favorables para ejercer el poder de elegir, no hacerlo, y en su lugar, continuar dejando esa
loable labor a los otros, y de esta manera, permitiendo que el hombre se siga imponiendo
sobre el hombre mismo. Sloterdijk nos hace así una invitación, que es más la postulación de
una nueva ética, a existir no meramente como objeto de selección, sino como sujetos de
ella, no de los otros sino de nosotros mismos, en el marco de una comunidad homeotécnica
(SS. 215). La sociedad post-epistolar ya no tendría entonces la marcada influencia religiosa
y educativa de antes; pareciese como si los sabios y los dioses se hubieran retirado, dejando
al hombre solo ante sí mismo, desnudo como en sus orígenes, con la cuestión siempre
imperiosa de qué hacer de su vida, en un horizonte biotecnológico abierto e incierto como
el actual, pero que afortunadamente, mantiene a aquél en igualdad de condiciones con los
demás hombres. Cada hombre debe inventarse y narrarse a sí mismo, y al tener que elegir,
estará simplemente eligiéndose a sí mismo. De esta manera, Sloterdijk nos está llevando al
terreno de las antropotécnicas por medio de las cuales el hombre opera sobre sí mismo para
mejora de sí. El adiestramiento y crianza no es ya entonces de unos hombres sobre otros
sino del individuo a partir de sí mismo, cuyo fundamento está en las prácticas ascéticas de
la Antigüedad. Como todo proceso de domesticación implica un fundamento ético, éste lo
encuentra Sloterdijk en la postulación de una ética acrobática en un mundo homeotécnico,
que desde la igualdad, la pluralidad y la libertad, ha de contrarrestar las tendencias violentas
del ser humano, y que la historia ha mostrado a través de lamentables sucesos hasta dónde
pueden llegar sus alcances desbordados y monstruosos, que exigen pensar al hombre desde
esa perspectiva conflictiva y desde una nueva mirada ética, como veremos enseguida.
101
3. Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico
“… el pensamiento moderno no alumbrará ninguna ética
mientras su lógica y su ontología permanezcan sin
aclarar” (Sloterdijk).
Vivimos en tiempos difíciles, y si se quiere, apocalípticos, donde la complejidad de lo que
ocurre a diario en cada continente, nación y pueblo, exige de los pensadores
contemporáneos repensar la historia humana y buscar enderezar el camino del hombre
hacía sí mismo. Una época marcada por masacres, guerras, injusticias sociales, profundos
cambios religiosos y políticos, desastres naturales, alteraciones climáticas producto del
calentamiento global y, sobre todo, desarrollos científicos y tecnológicos de avanzada,
aplicados en todos los ámbitos de la vida humana y del planeta. Una época, en fin, donde lo
monstruoso de la violencia humana, que genera desolación y muerte por donde se
manifiesta, va de la mano del potencial ultra desarrollado de la inteligencia humana, que
genera expectativa y vida donde se impone. Es la historia del errar, como lo señaló ya
Heidegger, por cuanto es el devenir de una exsistencia que no está consigo misma y que se
abre paso a través de lo que le es impropio, ya sea para volver de nuevo a casa, o
simplemente, para deambular sin rumbo fijo (SS. 140). La dispersión y la apatridad, junto
con el olor de la fatalidad epocal, marcarían así el destino mismo de la historia del Ser, que
se pierde entre los continuos e insospechados yerros, convertidos por su mismo ímpetu, en
configuradores de la aprehensión de sí del hombre moderno.
Con el derrumbe de la metafísica clásica y la pérdida de influencia del humanismo ilustrado
en nuestro tiempo, Sloterdijk ve en la mengua necesaria de esa historia del errar, una
profunda transformación y una esperanza inevitable de enderezar el camino de la especie
humana. Es más, considera el pesimismo de Heidegger presente en su interpretación del
curso del mundo como un errar permanente sin regreso dispuesto por el destino de origen
gnóstico, como sospechoso y equivocado, máxime cuando en la actualidad hay un
incremento cada vez mayor del saber y del poder hacer, con lo cual se abre indudablemente
la expectativa de un tal regreso. Regreso que supondría indiscutiblemente para el hombre
actual, encontrar su verdadera humanitas más allá de todo humanismo posible, antiguo o
102
nuevo, sin importar cual sea su nuevo rostro y la época en la que suceda, pues a la postre,
conservará siempre su misma esencia.
Sloterdijk no desconoce que la situación actual de las sociedades contemporáneas ha
llevado al hombre, en su inevitable proceso de civilización y domesticación, a que la ilusión
de estar consigo mismo sea cada vez más lejana. Eso es una realidad y un síntoma de la
época actual que no puede ocultarse ni negarse, y menos aún, cuando ha afectado de tal
manera la relación del hombre con el mundo, que el lenguaje no puede entenderse ya como
la ‘casa del Ser’, esto es, donde lo lejano se hace próximo y el claro brilla con todo su
esplendor. La historia moderna de la técnica ha llevado al lenguaje y a la escritura a ser
meros instrumentos de comunicación, y en ese sentido, a que la vieja ‘casa del Ser’ no
pueda ser ya habitada por el hombre. La época del código digital y la revolución genética a
nivel global, hace simplemente impensable el encasamiento del lenguaje, alejando con ello,
toda posibilidad de amistamiento con la exterioridad. Esta apatridad había sido denunciada
también ya por Heidegger como característica ontológica del modo de ser del hombre
contemporáneo (SS. 139). Desde su punto de vista, por tanto, sólo nos quedaría un hombre
perdido en medio de un mundo cosificado y abrumado por la técnica, a diferencia de lo que
pensaba Hegel en su tiempo, para quien la historia es un salir y un llegar, siendo el punto
culmen: el extremo Occidente. “En él, el ser consigo mismo habría adquirido forma
definitiva”, y de esa manera, el “errar habría encontrado ya su final” (SS. 139), nos dice
Sloterdijk.
Para Heidegger, ese errar no puede dejar de darse jamás. No hay lugar para un completo
volver a sí, y menos cuando en el diagnóstico que hace de la historia europea, el actuar
humano, guiado por la técnica, apunta desde ese entonces a conseguir en el futuro mayores
y más deslumbrantes hazañas que las conseguidas hasta ese momento. En este contexto, el
hombre se entiende a sí mismo como el hacedor desbordante e insuperable que jamás haya
existido sobre el globo terráqueo, lo cual le obliga, según Sloterdijk, a preguntarse “si lo
que él puede hacer y hace es también realmente a sí mismo y si en este hacer está consigo
mismo” (SS. 140). Es decir, donde sólo hay fatalidad y pesimismo, nuestro filósofo ve un
camino que llevaría indiscutiblemente al hombre contemporáneo a volver hacia sí mismo, y
103
este no puede ser otro, que el que está indicado ya por la historia natural y social del claro,
expuesta en el capítulo anterior, a saber: “que el hombre es una posibilidad regional del
claro y una energía local de unión” (SS. 145). Pero para pensar adecuadamente esa relación
íntima del hombre y el Ser, con lo cual cabe la posibilidad de acabar con la violencia propia
del ser humano e incluir los avances tecnológicos como benéficos para la humanidad, es
preciso abandonar la ontología monovalente y la lógica bivalente de toda reflexión
filosófica, y que nos quedaron como el legado más preciado de la metafísica clásica. Este
será el hilo conductor de lo que sigue en el presente escrito. Para ello, en primer lugar,
vamos a detenernos en un caso lamentable que no hay que olvidar y que muestra las
atrocidades de las que es capaz de cometer el hombre contra el hombre mismo, y que exige
nuevas categorías para pensar no sólo la humanitas, sino también la ética: Auschwitz. En
segundo lugar, mostrar que pensar la historia contemporánea como la época de la
información en la que la humanitas depende del estado y avance de la técnica, es ya hablar
de un mundo homeotécnico, en el que es factible que el hombre vuelva a sí, al ser posible
pensarlo desde una lógica polivalente. Y, en tercer lugar, como ejemplo de que la técnica
opera en la producción y formación humana, y puede hacerlo sin que el hombre pueda
hacer mal uso de la biotecnología y demás avances tecnológicos, nos centraremos en la
postulación de la ética acrobática que nos presenta Sloterdijk en su libro Has de cambiar tu
vida.
3.1 Auschwitz: una situación extrema que no hay que olvidar
Citando a Foucault, Reyes Mate sostiene que la biopolítica es la marca indeleble de la
Modernidad por cuanto se centra en la especie y en el individuo como mero cuerpo viviente
(2003, 71). Esto no significa que antes el cuerpo haya pasado totalmente desapercibido,
sino que sólo ahora es que es asumido explícitamente como el centro de la vida humana. Se
inicia así, una nueva etapa en el proceso de politización del cuerpo en la que el poder tiene
la capacidad de intervenir en la vida humana. La cuestión que surge en este momento es
saber cuál es el concepto actual de vida, y cuál debe ser su camino filosófico, político, y
metafísico. La cultura occidental ha seguido ese camino mediante la defensa de la vida en
104
todas sus formas, tal y como aparece en los debates actuales, donde lo importante es
salvaguardarla en un proceso que lleve a los derechos individuales, la salud generalizada, y
el progreso social, lo cual pone en evidencia la nuda vida, que puede ser interpretado como
un concepto médico en el que la vida está desprovista de toda cualificación, pero más que
eso, como una categoría filosófico-teológica que ha tenido un desarrollo tal, que ha llegado
a convertirse hoy en el centro de la reflexión filosófica y política.
A diferencia de Foucault, Agamben sostiene que lo que caracteriza la política moderna no
es la inclusión de la vida en la política y el hecho de que ésta se haya convertido en su
centro, sino más bien el proceso histórico que, de manera progresiva, fue haciendo coincidir
el espacio de la nuda vida –que originariamente estuvo situado al margen del orden
jurídico- con el espacio político hasta el punto de entrar en una zona de irreductible
indiferenciación (1998, 18-19). Esta inclusión de la nuda vida en el espacio político nos la
podemos representar no tanto como el objeto de la política, sino como algo implícito en
ella, algo que está latente en ella y que sólo excepcionalmente, llega a ser objeto directo.
Sólo en casos de excepción la política puede reducir al hombre a nuda vida. Considerar al
hombre no como sujeto sino como cuerpo vivo, y más allá, como vida en un cuerpo sobre
el que el poder puede intervenir, es muestra de que ha llegado la hora en que la biopolítica
coincida íntegramente con la política, y el estado de excepción con el estado. La
consecuencia de considerar al hombre como mera vida, es que ésta puede ser
descontextualizada y tratada como mero residuo, donde su aniquilamiento en modo alguno
entra en la esfera de lo punible. El momento privilegiado del alcance universal de la
biopolítica son los campos de exterminio nazi. Agamben aborda este asunto en Lo que
queda de Auschwitz, lugar en que, dentro del espacio jurídico de un estado y al mismo
tiempo fuera de él, la vida es tratada como materia sin forma humana. Esta circunstancia
límite, y singular por sus características, somete a una dura prueba todos los referentes
éticos y políticos válidos hasta el momento, e incluso el concepto mismo de hombre.
En las primeras páginas de su texto Homo Saccer III, Agamben sostiene que en la
actualidad lo relacionado con las circunstancias históricas que envolvieron el exterminio de
los judíos cuenta con suficiente ilustración y profundidad, no así, el problema de su
105
significado ético y político –aquello que se refiere al sentido y las razones que guiaron el
comportamiento tanto de los verdugos como de las víctimas- y de su comprensión (2000,
7). Los hechos allí ocurridos son de tal envergadura, que ambas cuestiones son de difícil
resolución, pero a la vez, ineludibles. Es posible que las palabras no logren en modo alguno
referir lo que sucedió realmente en Auschwitz, por lo que su comprensión escapará
inevitablemente a nuestra propia capacidad mental43
. Pero con todo, es una obligación
nuestra recordar lo que sucedió allí, no sólo para que acontecimientos como los que
tuvieron lugar allí no se vuelvan a repetir jamás, sino también para redimir de una u otra
manera a las víctimas. Para abordar dicha labor, Agamben se sitúa, como él mismo dice, en
la divergencia que existe entre los que quieren comprender demasiado y con excesiva
rapidez y los que se niegan a comprender todo bajo el espectro de lo sacro, con lo cual
quiere dejar de manifiesto, por un lado, que la imposibilidad de comprender lo que sucedió
en Auschwitz no es sólo un asunto de imposibilidad lógica, sino también de imposibilidad
material que pertenece a la estructura misma del testimonio, y por otro, que a pesar de lo
espantoso e infame que pudiese parecernos tal situación, es justo ubicarla en el terreno de lo
propiamente humano (2000, 9). El resultado que Agamben espera obtener es que la ética
sea entendida de una manera distinta a como tradicionalmente se ha entendido, pues lo
ocurrido en los campos de concentración nazi exige que sea repensada y actualizada
conforme a ello, y que el hombre pueda pensarse también desde la irracionalidad de sus
actos y comportamientos concretos. Para tal fin será preciso identificar el lugar y el sujeto
del testimonio. En la figura del testigo es posible identificar ciertos términos éticos y
políticos fundamentales que deben ser corregidos, sustituidos o comprendidos de modo
distinto a como se ha hecho hasta el momento. Pero antes de dar este paso, centrémonos en
la singularidad que le es propia a Auschwitz.
Hay quienes han optado por referirse a este lamentable episodio de la historia humana
contemporánea como el holocausto nazi, desconociendo lo impropio del término y
43 Agamben hace notar esta dificultad citando el testimonio escrito de Salmen Lewental, uno de los
integrantes del Sonderkommando, pues según éste, lo que sucedió con exactitud en los campos de exterminio
nazi jamás podrá saberse, porque esa experiencia es de suyo incomunicable e inimaginable, pues lo que ha de
saberse excede con todo sus mismos elementos fácticos (2000, 8).
106
buscando justificar lo injustificable. Agamben hace un breve recorrido por la etimología del
término ‘holocausto’ y encuentra, en resumen, que éste está ligado inicialmente a una
compleja doctrina sacrificial inherente al pueblo judío -el pueblo elegido por Dios-, y
luego, de manera metafórica, también al suplicio de los mártires cristianos (2000, 28-29).
El punto es que el significado actual del término ‘holocausto’ refiere indiscutiblemente a un
sacrificio hecho en honor a alguna divinidad o ser superior en el marco de una celebración
litúrgica, por lo cual, referido a los campos de exterminio, rodea de un halo sacro lo que en
realidad es profano, e impide dimensionar con certeza la infamia acaecida allí por seres tan
humanos como lo fueron las propias víctimas y sus victimarios (2000, 29).
Por las dimensiones del sistema de campos de concentración nazi es evidente que
Auschwitz tiene el carácter de único y de indecible en su género de terror, tal y como lo ha
hecho notar Levi en sus testimonios y reflexiones. Sin embargo, es de aclarar que al
emplear los eufemismos ‘incomprensible’, ‘indecible’, ‘inenarrable’, para referirnos a los
campos de concentración en modo alguno implica rendirle tributo o contribuir a su gloria,
tal y como se supondría cuando estos términos se aplican a Dios (2000, 32). Lo único que
se pone de manifiesto es que es una situación que en modo alguno puede subsumirse en
unas cuantas frases o referencias fácticas analógicas; las experiencias allí vividas por las
víctimas y los supervivientes no dejan ver otra cosa que Auschwitz es la encarnación viva
del mal, donde fijar nuestra mirada supone entendernos a nosotros mismos en nuestra
naturaleza humana (2000, 32). Esto es descrito claramente por Hanna Arendt a través del
término ‘la banalidad del mal’, con lo cual se pone de manifiesto la relación existente entre
el hombre normal y el hombre criminal.
Para comprender el sufrimiento de Auschwitz, por tanto, no es necesario buscar en las
profundidades insondables de la perversión humana, sino detenerse en la complicidad de la
vida cotidiana con el crimen. No es que con dicha expresión se esté desconociendo la
infamia del crimen, al contrario, se está maximizando el horror nazi perpetrado contra el
pueblo judío en los campos de concentración. Pues pone en evidencia que Auschwitz es
una verdadera industria de la muerte, “que puede pasar sin inconveniente alguno de la
normalidad al crimen, de la organización industrial convencional a una fábrica de muerte
107
con sólo activar un mecanismo muy presente en la estructura humana que consiste en
someter el bien y el mal a la activación del poder, esto es, en situarse más allá del mal y del
bien” (Mate, 2003, 125).
El mal en Auschwitz se expresa en esa irreflexibilidad propia de los nazis, en ese particular
modo de pensar capaz de generar conocimientos, pero a la vez, incapaz de distinguir entre
lo bueno y lo malo, y de reconocer los límites entre lo propiamente humano y lo
propiamente inhumano. La singularidad de Auschwitz, en consecuencia, sólo puede
definirse en virtud de ese grado de maldad allí acaecido, por demás inédito, al ser posible
distinguirlo cualitativamente de cualquier otra barbarie conocida. En primer lugar, el
exterminio nazi constituyó un fin en sí mismo, no un medio; se buscaba acabar con el
pueblo judío porque era judío. En segundo lugar, es un Estado el que decide acabar con la
totalidad de un pueblo haciendo uso de los medios técnicos de que se disponían en el
momento. En tercer lugar, la barbarie nazi no tuvo límite alguno. Y, en cuarto lugar, el
crimen fue organizado de tal manera, que no era posible que quedaran rastros de su
existencia, al estar previsto la aniquilación tanto de los testigos como de sus restos
humanos, a fin de que la responsabilidad quedara diluida.
Con todo, dicha singularidad no reside sólo en poner tristemente al descubierto lo que hay
de humano en el ser humano, y que lo lleva a cometer toda clase de vejámenes, sino en ser
regla paradigmática de un estado de excepción, cuyo ejemplo más recalcitrante lo
encontramos en los campos de concentración nazi. Allí se suspende la norma vigente de
suerte que el prisionero es privado de absolutamente todos los derechos que en una
situación normal le serían reconocidos, para así apoderarse absolutamente de su vida. El
prisionero queda así, a merced de la decisión del soberano y de cada uno de sus subalternos,
quienes comparten junto con él una misma ideología y regla de comportamiento. Aquél es
tratado como no-sujeto, como ser carente de todos los derechos que le son propios al ser
humano, y por tanto, como mera nuda vida. El derecho queda así suspendido, para dar paso
a la decisión del soberano, con lo cual se impone un nuevo orden de cosas donde se pone en
evidencia la absoluta indefensión del individuo y la poderosa activación del poder político.
108
Ahora bien, la memoria de Auschwitz no puede perder el punto de vista de las víctimas, si
lo que se pretende algún día es comprender ese horror nazi y así alcanzar su verdad. Por eso
la guía inevitable para ese difícil recorrido es el testigo, o más exactamente, su narración de
lo vivido en los campos de exterminio nazi. Hay una dificultad en ello, y es que el testigo
aparece como el sujeto que da a conocer en su relato ‘la voz de otro’ que, en definitiva,
nunca podremos oír porque es la voz de la muerte. Los supervivientes son todos
potencialmente testigos. A fin de esclarecer la esencia del testigo, Agamben nos remite a la
etimología del término. Según él, hay dos modalidades del testigo: testis y superstes.
Mientras que con el primer término se refiere a la persona imparcial que presencia el litigio
entre dos contendientes, el segundo remite al que hace un relato en primera persona de algo
previo que ha experimentado y que es confirmado por su testimonio (2000, 15). El testigo
que le interesa rescatar a Agamben es el superviviente que, por mor de sus vivencias, no le
es posible estar vinculado a ningún proceso judicial que pretenda el perdón o el castigo del
verdugo, sopena de que el sufrimiento de Auschwitz, lo inimaginable, lo indudable, quede
liquidado de una vez para siempre. La figura del testigo, fundamental para conocer lo que
en verdad sucedió al interior de los campos de concentración, presenta una dificultad: él
tiene necesidad de hablar, pero es consciente de que nunca podrá darse a entender
verdaderamente, que jamás se sabrá lo que allí ocurrió, porque esa experiencia es de suyo
incomunicable. Esto es así en tanto el verdadero testigo, y el que nos puede dar a conocer lo
que en realidad ocurrió en Auschwitz es el musulmán, el hundido, el testigo integral, que
irónicamente es el que no ha hablado y al que le es imposible hablar por cuanto sólo podía
vivir carente de conciencia (2000, 33). Esta figura es, por tanto, bien compleja, pues pone
de manifiesto que si, por un lado, no hay verdad de la realidad si falta ese testimonio,
también es cierto, por otro, que la verdad escapa indiscutiblemente a su testimonio.
Con la figura del testigo integral, se pone en evidencia no sólo la laguna –el sin sentido-
que hay en la estructura misma del testimonio, sino también, y lo que es más importante, la
identidad y la credibilidad de los testigos (2000, 33). Esto último en tanto el testimonio de
ordinario, dice Agamben, tiene por función contar la verdad y hacer justicia, por lo cual, el
relato de los supervivientes en relación con los musulmanes no puede ser veraz ni aplicar
justicia, perdiendo así autoridad como testigos (2000, 34). Para Agamben, la imposibilidad
109
lógica deviene en imposibilidad material, esto es, que primero está la no lengua antes que la
lengua, el balbucido inarticulado antes que el sonido articulado, el musulmán antes que el
superviviente. La razón de ser de éste está en la preexistencia de aquél, así como el profeta
está para develar la verdad del verbo, sin ser él mismo verbo. El profeta existe para
anunciar la verdad, antes de que la verdad sea pronunciada, pero sin la cual no podría
existir (2000, 40). La solución a esa paradoja lógica queda así prefigurada. Pues de lo que
se trata es de escuchar e interpretar el lenguaje no articulado de los testigos integrales que
nos ha llegado por voz de los pseudotestigos; en meditar y reflexionar su lenguaje oscuro y
mutilado que se acerca más al gemino proferido por cualquier moribundo antes de morir
que a cualquier lenguaje reconocido (2000, 37). En consecuencia, Auschwitz es del tipo de
situaciones que por su singularidad, puede calificarse de ‘acontecimientos sin testigos’. Allí
no es posible saber la verdad porque no hay quien la diga, ni desde adentro ni desde afuera.
Empero, podríamos decir que la ciencia forense podría darnos un acercamiento a esa verdad
mediante el estudio de los restos humanos de esos no supervivientes. Sería otra forma de
ser testigos por delegación -en primera persona- en búsqueda de la verdad de Auschwitz al
ser los restos inertes del testigo integral los que de una u otra forma hablarían, o mejor,
testimoniarían lo intestimoniable sin hacer uso de la voz. El problema es que dentro de la
fábrica de muerte, todo resto humano estaba destinado también a desaparecer sin dejar
rastro alguno.
De otra parte, Agamben propone la llamada ‘zona gris’ como el escenario de la verdad y de
la reflexión ética y política de Auschwitz (2000, 16). Que este sea el lugar natural de
aquella verdad queda manifiesto si atendemos, por un lado, a que al superviviente le
corresponde por naturaleza encaminar su relato y sus acciones más allá o más acá de
cualquier proceso judicial por la singularidad de Auschwitz, y por otro, que por naturaleza
en el derecho, ni la justicia ni la verdad son su finalidad. El que en esta zona se excluya el
juicio, no significa que los culpables no deban comparecer ante un tribunal para pagar por
lo que hicieron, sino que lo sucedido en Auschwitz no puede ni debe agotarse en el
derecho. Esa ‘zona gris’ es descrita por Agamben como el lugar de lo humano –o mejor
aún, de lo demasiado humano-, donde no importa en qué lado se esté, pues los límites entre
el verdugo y la víctima no están bien definidos. Ambos son igualmente innobles, cada uno
110
de ellos comparte una única y despreciable miseria humana (2000, 16-20). Por eso,
Agamben define la zona gris como el lugar donde se manifiesta en todo su esplendor la
banalidad del mal (2000, 20).
La figura insigne de esta zona gris es el Sonderkommando, porque en ellos se encarna la
aberración y el horror del oficio exterminador que los nazis obligaban a ejecutar a un grupo
de deportados en contra de los que eran menos útiles. Si bien se dijo anteriormente que en
esa zona no se distinguían claramente las víctimas de los verdugos, se podría decir con
firmeza que sí hay una diferencia: que son más desdichados los que en este caso son
verdugos por cuanto están obligados a ejecutar un delito atroz sin mayor pretensión que la
de poder sobrevivir para poder testimoniar lo allí visto, no tanto con fines jurídicos, en
tanto su relato tendría más cercanía “a un lamento, una blasfemia, una expiación, un intento
de expiación, de recuperación de sí mismo” (2000, 24). Ese horror es aún más insoportable
sabiendo que habían momentos del día donde ese grupo de deportados departían un partido
de fútbol con soldados de las SS, pues el peso de la costumbre hacía que por un momento
se volvieran indolentes frente al sufrimiento de los otros. De ahí que, con Agamben,
podamos decir que esa zona gris es atemporal y omnipresente; aparece siempre que la
normalidad cotidiana se impone frente al horror perpetrado por los seres humanos entre sí
(2000, 25). No importa la época o el lugar. En ella confluyen como consecuencia necesaria
la angustia y la vergüenza. Lo primero en tanto lo humano está ausente44
, y lo segundo, por
cuanto nos acostumbramos al sufrimiento, al dolor de los otros, siéndoles indiferentes.
Toda esta atrocidad perpetrada por hombres en contra de hombres ha llevado a tal
confusión, que incluso las categorías éticas y categorías jurídicas, tal y como se han
pensado tradicionalmente, han contribuido a que la verdad de Auschwitz haya quedado
oculta durante todos estos años. Siguiendo a Kafka, Agamben afirma que en su libro El
proceso estaba ya intuida la naturaleza autorreferencial del juicio dentro del derecho, pues
según él, al tener la ley, como fin último, el proceso judicial y nada más, todo el derecho
44 Valdría la pena preguntar aquí: ¿qué es lo propiamente humano si no, el ser violentos por naturaleza, y
buscar vivir en una incubadora artificial para no morir a manos de la intemperie o del otro? Tal vez esta
incubadora es justamente expresada en el proyecto antropotécnico desplegado en las formas de dominación e
inculturación nazi.
111
quedaba reducido a derecho procesal, sin importar lo que se siguiera de él, ni siquiera la
pena o la absolución; es más, la pena haría parte esencial del juicio mismo (2000, 17-18).
Ahora bien, darse cuenta que en el derecho procesal no se agota el problema es hacer del
derecho un proceder insuficiente para aclarar situaciones como las presentadas en
Auschwitz.
Una de esas primeras categorías que examina Agamben es la de ‘responsabilidad’. Sostiene
que es un concepto que está contaminado por el derecho, por lo cual debe ser corregido si
ha de tenerse como categoría ética válida (2000, 19). Podríamos con Agamben diferenciar
entre responsabilidad jurídica y responsabilidad moral, diciendo que el terreno de aquella es
exclusivamente el derecho y que el terreno de esta última es la ya mencionada “zona gris” o
zona de no-responsabilidad (2000, 19). Con esto, como el mismo Agamben aclara, no se
incurre en la afirmación en dicha zona de impunidad alguna; sólo se especifica que es un
tipo de responsabilidad mucho más amplia que la responsabilidad jurídica y que se
caracteriza por tener una condición de inasumible.
La distinción entre responsabilidad jurídica y responsabilidad moral puede precisarse
incluso atendiendo a la etimología misma del término. La palabra responsabilidad viene del
latín responsum, que es el supino del verbo latino respondere (dar correspondencia a lo
prometido). Ahora bien, como este verbo se forma con el prefijo re- sobre el verbo latino
spondere (prometer, obligarse y comprometerse con algo), la responsabilidad vendría a ser
la cualidad de aquel que es capaz de responder a sus obligaciones -o en su defecto, a
garantizar una reparación en el caso de que tal cosa no se dé-, lo cual inevitablemente
vincula esta categoría con el ámbito jurídico más que con el ético (2000, 21). Por tanto, en
opinión de Agamben, cualquier doctrina ética que pretenda erigirse sobre este término, y su
correlativo, el de la culpa, está destinada a quedar imbricada en terrenos que no son los
propios, y llenarse así, de cierta insuficiencia y opacidad (2000, 21). No deben confundirse
entonces ambas categorías, la de la responsabilidad moral y jurídica, ni la de sus
respectivos correlativos, y más aún, si se tiene en cuenta que la ética después de Auschwitz
debe entenderse como el terreno de la no-culpa y de la no-responsabilidad a fin de
encontrar su pretendida verdad. De esta manera es claro que, para Agamben, incluso sería
112
impropio hablar de algo así como responsabilidad moral o culpa moral, sopena de
contaminar la ética con aspectos o categorías que le son impropias. Estas reflexiones, sin
lugar a dudas, son un punto ineludible a la hora de tratar cualquier asunto ético, y
sobretodo, aquel que toca directamente al estatus mismo de la ética. Y, menos aún, si estas
van ligadas al esclarecimiento de la verdadera condición humana, como es nuestro caso.
Por último, partiendo del caso paradigmático de Auschwitz, es claro que el ejercicio de la
violencia desde los mismos inicios de la humanidad hasta nuestros días, sólo muestra una
cosa: que el ser humano es un ser violento por naturaleza. Esa es nuestra verdadera
condición humana. Y, eso es lo que cualquier ética o reflexión antropológica debe asumir
en serio para hacerle frente de manera efectiva. Siguiendo a Glaucón, hay quienes sostienen
que ningún hombre es por naturaleza ni por voluntad propia justo. Lo es sólo por cuanto no
tiene el poder de cometer injusticias. Tras un experimento mental, en el que se le da tanto al
justo como al injusto el poder hacer lo que sus inclinaciones naturales le conduzcan a hacer,
encuentra como resultado que ambos tenderían hacia el mismo camino: el de la injusticia:
“no hay nadie tan íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el
abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos, cuando podría tanto apoderarse impunemente
de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que
prefiriera, y tanto matar a unos como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y
hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres” (República, Libro II, 360b2-c3,
90). Sin olvidar lo expuesto hasta aquí, vamos a considerar la posibilidad de un mundo
homeotécnico, como el que considera probable Sloterdijk con la aparición de las máquinas
inteligentes, haber si en él habría una ética repensada después de Auschwitz, y cómo sería
en sus fundamentos mismos.
3.2 La era de la información en el mundo homeotécnico
Sloterdijk considera que la historia del errar se debe fundamentalmente a una descripción
falsa de la relación entre el hombre y el Ser, y que tiene su base en una gramática
metafísica que presupone una ontología monovalente al mejor estilo de Parménides y una
113
lógica bivalente al estilo de Aristóteles. Con el acontecer cotidiano en la historia del
hombre contemporáneo tanto lo uno como lo otro no pueden tenerse ya como categorías
válidas ni para tener un conocimiento científico de las cosas naturales ni para describir
adecuadamente los hechos culturales, entre los que vale la pena mencionar los campos de
concentración nazi, como ya se evidenció en el apartado anterior. Las concepciones y
divisiones conceptuales tradicionales son simplemente insostenibles e insuficientes para
interpretar el acontecer y actuar histórico del hombre actual. A este respecto, dice
Sloterdijk, que “todos los objetos culturales sin duda son, por su constitución, híbridos con
un componente espiritual y otro material, y todo intento de decir lo que propiamente son en
el marco de la lógica bivalente y la ontología monovalente termina irremisiblemente en
reducciones estériles y restricciones destructivas” (SS. 141). Desde esta perspectiva, el errar
humano simplemente sería una clara manifestación de los límites de una gramática hoy del
todo inoperante, y que se erigió desde la antigüedad con el fin de dominar la totalidad de lo
existente. Dividir la realidad entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo humano (lo anímico) y
lo no-humano (la materia), sólo podría apuntar a que aquello que se consideraba superior
estuviera por encima de lo que era desde todo punto de vista inferior, como es el caso de lo
inanimado.
En la obra de Hegel, Sloterdijk encuentra un instrumental lógico que permite, por un lado,
pensar la realidad de modo totalmente distinto, acorde a su dinamismo y complejidad
actuales y, por otro, resaltar de manera especial el status que hoy poseen los artificios
culturales. Cuando Hegel habla de ‘espíritu objetivo’, según nuestro filósofo, pone de
manifiesto en relación con lo objetivo, lo que no puede encasillarse ni en lo subjetivo ni en
lo absoluto (SS. 142). Con la incursión de la cibernética y los adelantos científicos de la
biología moderna, que obligan a describir tanto lo natural como lo artificial, ese concepto
hegeliano se convirtió en el principio mismo de la información. Un artificio no sería, en
este sentido, sino la materialización de una reflexión. Es decir, el concepto ‘espíritu
objetivo’, combinando una lógica por lo menos bivalente con una lógica al menos
trivalente, hace posible sostener consecuentemente enunciados tales como que ‘hay
negaciones afirmadas’ y ‘afirmaciones negadas’ realmente existentes, o lo que es lo mismo,
que ‘hay información’. Estos conceptos plenos de realidad, que se hacen presente con la
114
aparición de las inteligencias artificiales y los sistemas autosostenibles, llevan a que las
distinciones metafísicas queden sin fundamento y que, en su lugar, las partes implicadas
queden reducidas simplemente “a diferencias regionales de estados de información y su
procesamiento” (SS. 143).
Siguiendo algunas conclusiones del antropólogo Günther, Sloterdijk sostiene que un
esquema metafísico como el antedicho para explicar actualmente la realidad es del todo
insostenible, no sólo por cuanto está fundada en una lógica hoy ya demostrada inoperante,
sino, además, por cuanto atribuye a lo anímico propiedades y capacidades que le son
inherentes realmente a los mecanismos, al tiempo que le niega a lo material propiedades
que un detallado análisis mostraría que posee verdaderamente (SS. 143). Para comprender
adecuadamente los objetos culturales y naturales es preciso, por tanto, salir de ese esquema
tradicional y proponer uno nuevo y más prometedor. Indudablemente, con la incursión y
avances de las tecnologías genéticas, este ataque a la subjetividad podría interpretarse como
algo realmente monstruoso y hasta diabólico, al creerse que en el futuro será factible que se
produzcan seres humanos en serie en un laboratorio. Lo cual es del todo altamente
improbable por cuanto, según Sloterdijk, los genes sólo guardan información útil para la
síntesis de las moléculas de las proteínas (SS. 144).
Dichos temores, que han llevado a rechazar a los defensores de estas incursiones genéticas
en el ámbito humano, y hasta tacharlos de antihumanistas, al considerar que con ello se
impide que el sujeto se apropie de su mundo como debe ser e integre lo exterior a su propio
yo, son claramente infundados y contradictorios con esto mismo que pretenden. Pues llevan
a que el yo se sumerja en lo cósico y se pierda ahí, olvidando que el hombre “no es una
instancia que deba, o pueda, elegir estar enteramente consigo mismo y estar fuera de sí
mismo” (SS. 145). El hombre es ante todo una posibilidad regional y real del claro capaz de
unir la verdad del Ser y el poder humano, en lo que no sólo radica su superioridad sino
también su pobreza. Es natural al exsistir humano abrirse a lo inmenso (en ello está su
grandeza), pero también estar a merced de eso mismo (en ello está su pobreza). La histeria
antitecnológica, entonces, sólo sería válida si el pensamiento se sigue afianzando en las
divisiones conceptuales tradicionales ya superadas con la incursión de máquinas
115
inteligentes y con ello se deja de lado la esencia autopoiética del ser humano y origen
tecnógeno del claro. Pensar el homo humanus es disponer la humanitas en relación con el
estado de la técnica, por lo cual dicha histeria sólo puede llevar al hombre actual a alejarse
de su propia autocomprensión y perderse el camino que lo regresa a sí. Cuanto mayor sea
el avance técnico, mayor debe ser la propia autocomprensión del hombre, pues como se
advirtió en el capítulo anterior, la incubadora humana “es producida por las técnicas de los
medios contundentes y climatizada por las técnicas de los medios blandos” (SS. 146). En
consecuencia, no hay motivo para temer que el ser humano sea sometido en el futuro a
innovaciones y manipulaciones. Antes fueron instituciones como la Iglesia y la escuela las
que llevaron a cabo este proceso, ahora es el turno de las tecnologías genéticas. La
evolución humana implica una transformación autotécnica hacia el confort y el lujo, sin que
en ello haya algo perverso o contradictorio. Por esta evolución, nos dice Sloterdijk, “sigue
siendo la plasticidad una realidad fundamental y una tarea ineludible” (SS. 147).
Al respecto, nuestro filósofo nos hace una advertencia. Para evitar que haya una
desproporción irracional en las operaciones antropoplásticas y que pueda surgir una ética
que procure el bienestar de la humanidad y conduzca al hombre de vuelta a sí, es necesario
que se elimine del todo el esquema metafísico tradicional, sopena de que el hombre intente
nuevamente imponerse sobre la materia –en este caso, los genes- al modo de un amo
subjetivista tirano que no sólo doblegue los objetos naturales hasta someterlos
profundamente a sus disposiciones, sino también tome a los otros hombres como esclavos y
los reduzca a meros instrumentos puestos a su servicio. Esto es, a que el saber y el poder
hacer, que marcan el destino de nuestro tiempo, sean puestos al servicio de la tendencia
egoísta y violenta que le es natural al ser humano, con lo cual se alzarían pueblos contra
pueblos en guerras catastróficas para la humanidad tras el uso de armamento biológico y
atómico, y el mundo de las cosas quedaría reducido a una nueva esclavitud ontológica. El
potencial que marca el saber y el poder hacer actuales debe poderse ejercer bajo la
dirección de la sabiduría de los maestros que reza que no debemos forzar las cosas (SS.
148), y la enseñanza paulina de que no todo lo que se puede hacer conviene que lo
hagamos. Esto sólo es posible, en opinión de Sloterdijk, si hacemos del mundo de la vida
un mundo homeotécnico, por cuanto en su naturaleza misma está el respetar lo que las
116
cosas son, bajo el precepto de que “las cosas son o pueden llegar a ser por sí mismas” (SS.
148), tal como Heidegger lo había anotada antes al resaltar la serenidad (Gelassenheit) para
con las cosas. En un mundo así entendido, en consecuencia, cualquier manipulación u
operaciones que se hagan sobre las cosas o personas mismas debe desarrollarse en virtud de
la máxima idoneidad de estas.
Para nuestro filósofo este mundo es del todo factible gracias a la aparición de las
tecnologías inteligentes, pues afirma ingenuamente que con ellas se acabará la forma
tiránica de la operatividad antigua y la técnica adquirirá un carácter positivo en la mejora de
uno mismo y del mundo también (SS. 148). En el mundo homeotécnico sólo se puede
avanzar por el camino llano de la no violentación de lo existente tras ser posible atender
únicamente a la información realmente existente y compleja. Y sobretodo, si tenemos
presente que en él toda operatividad implica siempre el uso de estrategias co-inteligentes y
co-informativas, o en palabras del mismo Sloterdijk, que “su carácter es más de
cooperación que de dominio, incluso en relaciones asimétricas” (SS. 148). En este sentido,
las técnicas desarrolladas en el futuro deben interpretarse como inteligencias encarnadas
que se desarrollan autónomamente. Empero lo que amenazaría la consecución e
implementación de un mundo inteligente por excelencia, se encuentra en la definición
misma de la técnica como medio de desocultación. Pues al permitir logros y
descubrimientos fascinantes, en medio de un mundo regido por la economía y el poder
político, llevaría sin duda a que la competencia entre los hombres sea malsana, esto es, que
se busque por todos los medios hacerse inteligente antes que los otros, a los que se tendría
por enemigos y rivales. En este contexto, una técnica podría caer en manos enemigas y con
ello ser posible encontrar perjuicio en lugar de beneficio.
A pesar de ello, y de que fácilmente se puede asociar la tecnológica con la perversión
humana como lo ha demostrado la historia europea reciente, Sloterdijk confía en que un
mundo homeotécnico, que ya empezó a forjarse en civilizaciones tecnológicas y
comunicativamente más avanzadas, sea del todo una realidad en el futuro. Incluso, se atreve
a conjeturar que la complejidad de las cosas mismas lleva a que las perversiones alotécnicas
del pasado no afectarán en modo alguno el dominio homeotécnico. Y, es más, a ver en el
117
pensamiento homeotécnico la posibilidad de crear una ética de las relaciones no hostiles y
no dominadora, en tanto, éste se enfatiza más en las condiciones internas de lo que tiene en
frente y que coexiste con él, que en la cosificación u objetivación de lo otro. Pero, quizás,
lo que más seguro le lleva a estar a nuestro filósofo de la existencia de un mundo
inteligente, es la creencia de que un mundo globalizado como el nuestro no admite
apariciones tiránicas, tan sólo teorías y sucesos que pueden traer algún tipo de beneficio a la
humanidad misma (SS. 150). En este mundo se acepta y premia a los que trabajan
mancomunadamente, son promotores y propenden hacia el bienestar común.
Una civilización homeotécnica es, entonces, condición necesaria para que un nuevo estado
de cosas se instaure en nuestro tiempo y donde una ética del bienestar sea la que rija los
destinos de los hombres y de las naciones. Pues lleva a que la historia del errar mengue
considerablemente y que en su lugar se formen procesos de liberación real y aumenten los
enlaces positivos, que llevarán al hombre a encontrarse consigo mismo y a aceptar como
benéfico sólo aquello que demuestre serlo en generaciones futuras, esto es, que puede
mejorar continuamente y ser autosostenible. En este contexto polivalente, colaborativo y
pluralista es que Sloterdijk se atreve a prefigurar una ética acrobática, de efectos no sólo
beneficiosos para los hombres que logren autosuperarse a sí mismos, sino también para las
culturas o civilizaciones que se inmunicen a partir de estos hombres, matrices de esta nueva
era posthumanista. Esto será lo que vamos a encontrar expuesto en el siguiente apartado, y
con lo cual se evitaría la guerra cognitiva anunciada por los reaccionarios a estas tendencias
homeotécnicas o, lo que es lo mismo, la instalación de un nuevo humanismo ilustrado y
despótico.
3.3 La ética acrobática como retorno del hombre
Lo que pretende Sloterdijk en la primera parte de su libro Has de cambiar tu vida, es
presentar el programa de ejercicios que deben seguir los hombres pertenecientes a la alta
cultura para conquistar lo improbable, y de esta manera, presentar como consecuencia de
sus respectivos análisis, una ética acrobática. Ese programa inicia con la referencia
118
anecdótica al planeta de los seres ejercitantes hasta llegar a los campamentos de base
inmovilizados por la fuerza de la costumbre, desde donde se continua hasta el develamiento
de los hombres de la alta cultura o testigos conscientes de su ser superior. El punto central
de este programa radica en el paso que dan algunos individuos -pertenecientes a esos
campamentos de base- al monte de lo improbable, en la medida que es ahí donde tiene
lugar el movimiento que lleva a lo que está por encima de lo ordinario, a la ruptura de lo
habitual, al surgimiento del hombre que es capaz de hacerse cada vez mejor, al catapultarse
a sí mismo desde su interior.
Una ética acrobática, por tanto, deberá responder a la pregunta de cómo “el pensamiento de
lo que trasciende lo habitual pudo adueñarse de individuos señalados”, para indicar luego el
camino que deben seguir los demás residentes -de cualquier campamento de base regido
por los hábitos- para escalar la cima del perfeccionamiento humano al modo de aquéllos
(HCV. 248). Una cima que, una vez alcanzada, tiene la particularidad de instar al hombre
de la alta cultura a seguir escalando cumbres cada vez más altas y a no querer regresar
jamás de donde partió. Es por tanto, un ser escindido entre lo que es y lo que fue, un ser
reubicado junto a su sí mismo -un sí verdadero y auténtico-, un ser capaz de mirar hacia
atrás sin nostalgia de lo que dejó y, en adelante, con la mirada puesta en la cumbre próxima
a escalar. En lo que sigue mostraremos los aspectos más relevantes del final de ese
recorrido que hace Sloterdijk, desde el planteamiento de la problemática de los
campamentos de base hasta la formulación del hombre como un verdadero atleta de lo
improbable. Para ello expondré, en primer lugar, el camino que lleva a la autocomprensión
del individuo como ser poseído en los campamentos de base enredados en la costumbre; y
en segundo lugar, el camino que lleva a la comprensión del hombre como atleta de lo
improbable.
Sloterdijk inicia la problemática de los campamentos de base haciendo referencia al
psiquiatra suizo contemporáneo Binswanger, en tanto fue el que por primera vez hizo del
análisis existencial una ciencia empírica, que consiste en una aproximación antropológica al
carácter esencial individual del ser humano. Según él, a diferencia de la autorrealización
humana en la vida cotidiana -que se desarrolla en las dimensiones de la angostura y la
119
anchura-, la autorrealización espiritual y artística, se desarrolla en las dimensiones de la
profundidad y la altura. El movimiento existencial en lo horizontal dejaría entrever una
relativa simetría entre el camino de ida y el camino de regreso, mientras que el movimiento
existencial en lo vertical dejaría entrever una relativa asimetría entre la subida y la bajada,
al ser posible la caída. El problema que Sloterdijk ve en esta postura existencial de
Binswanger, es que según él, por un lado, incluso en lo horizontal es posible percibir una
especie de caída, a saber: cuando la ida no tiene regreso, y por otro, las trágicas asimetrías
en lo vertical no se refieren propiamente a la altura como tal sino a la poca destreza que
tienen algunos individuos para escalar (HCV. 229). Quien sube tiene que bajar sin ningún
inconveniente en casos normales, a no ser que tenga una incapacidad o irreflexión
manifiestas en las condiciones periféricas de sus habilidades.
Lo que Sloterdijk percibe en los trabajos de Binswanger, en lo que se refiere a la caída, es
una clara referencia al problema del campamento de base, soslayado ampliamente ya en los
trabajos de Nietzsche. Cuando Zaratustra, profeta insignia de la ascensión del hombre por
encima y más allá de sí mismo, habla al público en general45
sobre el último hombre46
, lo
que está poniendo de manifiesto es la primera versión del problema de campamento de
base, que reza de la siguiente manera: “la estancia en el campamento de base y su
prolongación en ella hace superflua cualquier clase de expedición hacia las cumbres”
(HCV. 231). Quienes habitan un campamento como este, en absoluto quieren abandonarlo;
la seguridad y la tranquilidad que les ofrece, les resta todo espíritu aventurero y de
esfuerzo. Para Sloterdijk, la filosofía del siglo XX estaría marcada indiscutiblemente por las
equiparaciones entre los campamentos de base y las cumbres, tomando una postura clara
frente a dicha problemática. Ninguno de los filósofos contemporáneos, según esto, abriga la
esperanza de que la horizontalidad se vea irrumpida por una acción vertical que vislumbre
la llegada una cumbre alta y externa. El único que sale de ese grupo es Nietzsche, quien al
abogar por la primacía de la verticalidad, es llevado a considerar “el campamento de base
45 El público al que se dirige Zaratustra está conformado por un grupo de individuos que no quieren hacer más
de lo que son, que quieren tener lo que tienen, pero de un modo cada vez más confortable y sin el más mínimo
esfuerzo. 46 El último hombre del que habla Zaratustra en su discurso es aquel que rechaza la innovación técnica y
simbólica, o en otras palabras, ese que se niega avanzar o salir de sus limitaciones personales y/o culturales.
120
como el punto de partida para expediciones a cumbres cada vez más altas y desconocidas”
(HCV. 232).
Para Sloterdijk, un concepto fundamental en la problemática del campamento de base es el
de habitus, héxis o costumbre. Quien lo trata de manera sistemática en la contemporaneidad
es el sociólogo francés Bourdieu, que lo define como el conjunto de esquemas generativos
a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Estos esquemas
generativos, por un lado, están socialmente estructurados y, por el otro, son estructurantes.
Lo primero en tanto han sido conformados a lo largo de la historia de cada sujeto y suponen
la interiorización de la estructura social, del campo concreto de relaciones sociales en el
que el agente social se ha conformado como tal; y lo segundo, en tanto son las estructuras a
partir de las cuales se producen los pensamientos, percepciones y acciones del individuo.
Será a partir del habitus, por tanto, que los sujetos producirán sus prácticas y conservarán
sus condicionamientos sociales específicos. Al incorporarse como esquema de percepción y
apreciación de prácticas, el habitus operará como mecanismo de defensa contra el cambio,
al rechazar sistemáticamente, por un lado, toda nueva información que cuestione los
esquemas sociales de cada individuo y, por otro, al limitar la exposición del individuo sólo
a aquellas experiencias sociales, a aquellos grupos sociales, en los cuales sus esquemas se
adecuen perfectamente. Entendido así el concepto de habitus, según Sloterdijk, no cabe
duda que Bourdieu sería el prefecto intelectual de un campamento de base definitivo al
rechazar de manera categórica toda tendencia a hacer expediciones hacia las cumbres más
altas, aquellas que van más allá de las relaciones sociales en las que se enmarca la
personalidad de cualquier individuo (HCV. 233).
Se requiere así de una teoría crítica social alternativa, que por un lado, elimine de sus
juegos lingüísticos la pesada carga económica con que se formula la crítica del poder
marxista, y por otro, dé cuenta de una lógica de la dominación sin dominadores, tal y como
lo exige el fenómeno de la globalización, en el que emergen organizaciones que obligan a
abrir cada vez más las fronteras de los estados-nación. La intuición de Bourdieu es que para
fundar una teoría crítica alternativa es necesario profundizar en la base, restringida en el
marxismo a lo económico, hasta descender desde el plano de los procesos productivos a las
121
realidades de orden psicofísico (HCV. 234). Como resultado de ese particular proceder está
la inclusión del concepto de habitus, que no es más que la conciencia de clase somatizada,
adherida al individuo de tal forma que no le quedaría otra forma de ser-actuar, que como la
clase a la que pertenece le condiciona. Aquí resuena con seguridad el eco de la voz popular
que dice que el que es, no deja de ser. Para quienes actúan de una manera distinta a como
deberían actuar, la teoría del habitus ofrece una sorprendente ventaja: tranquiliza su
conciencia moral al recordarles que sus orígenes no pueden traicionarse jamás, en tanto la
clase ha sido incorporada en la naturaleza humana de tal modo que constituye el
fundamento de su ser social o sociológico (HCV. 236).
El concepto de hombre que está aquí en juego es el de un ser poseído por la clase a la que
pertenece, por ese mecanismo corporeizado y prepersonal que lo domina y lo hace
dominante, esto es, actuante según este condicionamiento. Su lugar de residencia no puede
estar más allá de un campamento de base configurado a partir de una estricta sociedad de
clases, en el que está vetado a sus habitantes cualquier expedición más allá de sus fronteras,
siendo inimaginable incluso, albergar cualquier esperanza de ascensión o subida a cimas
ubicadas fuera de su alcance. Sloterdijk considera sin más que un hombre así no sería más
que el hermano menor del ‘último hombre’ del que se habla en el Zaratustra. Como para él
cualquier diferenciación sólo sería posible hacerla en relación con la sociedad de clases,
siéndole negado cualquier ir más allá, las dimensiones de ‘altura’ y ‘bajada’ no serían en
realidad más que diferenciaciones pseudoverticales y cualquier crítica suscitada
espontáneamente más que aparente (HCV. 241). En fin, es un hombre que se conforma con
su estar en ese campo de base, y al que nada le causa asombro, al que nada le hace ya
pestañear, excepto el conjunto de relaciones sociales que le son inherentes al individuo que
vive junto con otros en un mismo espacio vital (HCV. 242).
Entre las desventajas que Sloterdijk considera de rebajar la dimensión basal a las
estructuras psicofísicas del individuo vale la pena destacar: una, que es un concepto
ineficaz para explicar con suficiente claridad los juegos de las tensiones verticales en los
múltiples ámbitos del espectro social, y otra que es un concepto también ineficaz para
captar las particularidades en los proyectos de vida individuales, en la medida que cualquier
122
proyecto existencial evocaría siempre la preexistencia de la clase. Para Bourdieu, por tanto,
la autenticidad de la existencia humana estaría dada por el habitus, y la superestructura -
conformada por las ambiciones, competencias y atributos distintivos del individuo- sólo
seria un añadido a la base. Sloterdijk va en contra de esta ontología política del
pensamiento de la praxis, por cuanto considera que en muchas ocasiones lo añadido tiene
más potencial real, que aquello a lo que ha sido añadido; y de no ser así, en su opinión, la
intervención formativa-educativa no sería posible en realidad, sino tan sólo en apariencia
(HCV. 237). La crítica de Sloterdijk al concepto de habitus de Bourdieu descansa en última
instancia en que para él este sociólogo francés en modo alguno esclarece la región de la
costumbre, es decir, no aborda el problema de cómo es que la costumbre configura la
existencia humana. Su olvido se debe a que con la utilización de dicho concepto sólo
pretendía hacer una crítica del poder desde una ontología política del pensamiento de la
práxis, por lo cual restringió su análisis sólo a las costumbres que constituyen los
sedimentos de la ‘clase que hay dentro de nosotros’ y sus efectos preconscientes sobre
nuestra configuración existencial. Esta crítica, sin embargo, es válida si, como hace
Sloterdijk, se insiste en proponer una teoría del habitus como entrenamiento, en allanar el
camino para una teoría general de la antropotécnica, como efectivamente lo hace, ya que lo
fundamental es, para él, saber cómo es que el sujeto humano se configura eficientemente
mediante “el ejercicio, el entrenamiento y la habituación” (HCV. 238).
Sloterdijk considera que dicha teoría del habitus como entrenamiento tiene sus raíces en el
concepto clásico de habitus, expuesto inicialmente por Aristóteles bajo su equivalente de
héxis, y posteriormente por Tomás de Aquino. A diferencia de la interpretación ligada al
fenómeno de las clases sociales que hace Bourdieu de ese concepto, tanto Aristóteles como
Tomás de Aquino lo enmarcan en una antropología aretológica, esto es, en una doctrina
sobre la incorporación y formación de las virtudes, que supone a la vez la visión clásica del
hombre como un atleta. Lo que está a la base de esta interpretación es la posibilidad de
explicar lo ‘eficiente en nosotros’ o, incluso, hasta de ‘lo bueno en nosotros’ (HCV. 239).
La buena costumbre sería, por tanto, una disposición adquirida que prepara a los individuos
para acciones virtuosas, o en su defecto, para acciones malvadas, si la costumbre es mala.
Por su parte, los escolásticos conciben el habitus -o el poder de la costumbre- no sólo
123
como una ‘disposición potencial’ que se ha ido configurando a partir de actos anteriores,
sino también como una ‘disposición actualizada’ en actos renovados. El concepto clásico
de habitus, así como lo entiende Sloterdijk, por tanto, no sería otra cosa que un principio
generador de la acción anclado en la naturaleza humana, un término medio del
comportamiento humano entre la determinación social extrema y una espontaneidad
individual ilimitada (HCV. 238/9)47
. Con ello, el comportamiento humano podría
explicarse desde algo determinado y determinante, actuado y actuante, dispuesto y
disponente, o en general, como algo que es posible desde un principio, a la vez, pasivo y
activo. La función de la costumbre sería hacer normal y fácil lo que de otra forma no podría
serlo, ayudando a que, por un lado, se conserven nuestras capacidades constituidas y, por
otro, se abra la posibilidad de que sigan creciendo con nuevas adquisiciones. Su fuerza
residiría en hacer de la consecución de ‘lo bueno y valioso en sí’ un logro admirable fácil
de alcanzar, sin el mayor costo de esfuerzo. Y es en este punto, en el que Sloterdijk
vislumbra el inicio de una teoría general de la antropotécnica48
, pues sólo mediante un
permanente ejercicio será posible remover poco a poco la improbabilidad de lo bueno,
haciendo parecer esto como una actividad sencilla y fácil; y más aún, cuando permite captar
en dicho concepto la eficiencia de las tecnologías internas del hombre, las tensiones
verticales inherentes a cualquier tipo de capacidades constituidas, esas que llevan a
considerar la atracción de una capacidad aún más alta de la que se posea en la actualidad
(239/41). Por tanto, quien se ejercite adecuadamente habrá ganado a la improbabilidad del
bien y hará que ser virtuoso sea una condición humana espontánea y natural, gracias a la
cual éste podrá mantenerse en lo alto como un acróbata de la virtud, expuesto siempre al
peligro, al riesgo de la innovación y lo siempre mejor, a la búsqueda de alturas cada vez
47 Esa que, según Sloterdijk, emerge tan pronto como eliminamos del concepto de habitus su restricción al
conjunto de relaciones sociales al modo de Bourdieu, pues al hacerlo queda al descubierto la “multitud de
disposiciones a la acción habitual acumuladas en cada individuo [….] el sinnúmero irresumible de
“costumbre” elaborables, o bien de módulos de capacitación susceptibles de entrenamiento, de los que están
“compuestos” los individuos reales” (HCV. 242). 48 O más exactamente de una teoría del habitus como entrenamiento. Para Sloterdijk, el análisis clásico del
concepto de habitus puede sin ningún problema ser empleado como el lenguaje natural de la psicología del
entrenamiento. De esta forma se explicaría de una manera apropiada “los condicionamientos psicofísicos de la
posibilidad de la actuación correcta, adecuada y capacitada a un nivel alto”. Permitiría abordar el problema de
cómo es que se puede incorporar a la existencia humana la disposición para llevar a cabo lo bueno, justo y
adecuado, asumiendo esto como algo excepcional pero con atuendos de normalidad (HCV. 240).
124
más altas. El hombre será así, el portador de una capacidad moral convertida en fuerza de
trabajo social y artístico.
Otro aspecto que vale la pena destacar en relación con el análisis que hace Sloterdijk del
concepto clásico de habitus, es la función trascendental que deben cumplir los pedagogos-
filósofos en la escuela actual para hacer surgir hombres con la esperanza de ascender a
cumbres cada vez más altas. Lo que queda de lo descrito anteriormente es que el hombre
del campamento de base es un ser poseído por las pasiones49
y las costumbres50
, tras lo cual
es preciso hacer algo, y ello no es posible sin sopesar la función de la escuela (HCV. 243).
Lo primero que debemos tener en cuenta es que la escuela es un campamento de base –con
independencia de que sea la escuela tradicional o contemporánea- en el que lo fundamental
es conservar lo tradicional, siendo como es, su peculiaridad, el resistirse al cambio o
progreso más allá de ella misma. Los primeros filósofos-pedagogos ven en la costumbre, en
lo psicosomáticamente incorporado, en el modo de portarse de los individuos, la raíz o
imposibilidad de aceptar lo nuevo, de asumir riesgos. La costumbre es aquí concebida
como la “posesión fáctica de la psique por parte de un bloque de cualidades ya adquiridas e
incorporadas de una forma más o menos irreversible, en el cual además hay que incluir la
masa pertinaz de opiniones que arrastran” (HCV. 243). Si esas cualidades permanecen
inamovibles, cualquier proceso reeducativo de los individuos de una sociedad no podrá
gestarse jamás, en cuanto las circunstancias que rodean la pereza interior, que es la
principal cualidad presente en los individuos de nuestro siglo, hacen difícil cualquier
movimiento o seguimiento de instrucciones.
La identidad, personal o colectiva, es aquí asumida como el conjunto de posesiones inertes
e irrevisables -personales y/o culturales- que configuran la personalidad de los individuos y
las particularidades de las diferentes sociedades actuales. Nada más avasallador para el
cambio que la identidad asumida como valor fundamental. Nada hay que añadir, todo está
ya configurado en el individuo o sociedad idénticos. Sus posesiones son lo que definen su
49 Como fuerza impulsiva, violenta, constituida por el complejo de sentimientos que emergen en su interior,
por lo cual el hombre es un ser que se conduce de manera maniático-depresiva. 50 Como fuerza de inercia, tranquila, constituida por el complejo de costumbres y que se han sedimentado en
su interior, por lo cual el hombre es un ser rutinario, mecanizado.
125
ser. Los individuos contemporáneos con identidad se consideran ya acabados, a diferencia
de los estoicos, quienes se preocupaban por esculpir su propio yo durante toda su vida a
través de ejercicios constantes (HCV. 245). Una vez se ha conseguido este estado de cosas,
los custodios de ese campamento de base ponen el complejo sistema de identidades bajo
protección cultural, de modo que cualquier expedición en lo vertical es tomada como una
amenaza a los valores enmarcados en él. Con ello se elimina todo tipo de corrientes
progresistas o tendientes al cambio. En su inercia y confort, los individuos o sociedades con
identidad están sordos al imperativo: ¡Has de cambiar tu vida! Estas son palabras sin
sentido para un individuo o una sociedad que se considera a sí misma como ya hecha y que
ve en lo tradicional su mayor valor cultural y social. El asunto que vale aclarar en este
punto es el siguiente: ¿qué se debe hacer para que dicho bloque de cualidades sea
resquebrajado y acondicionado para acoger, sin más, las nuevas disposiciones o
aprendizajes? O dicho de otro modo, ¿qué debe hacer el hombre sobre sí mismo con el fin
de romper con el peso de la costumbre y lanzarse hacia la mejora de sí mismo, y de esta
manera volver a sí?
Los primeros filósofos-pedagogos hablan principalmente de las formas habituales de tal
posesión, esto es, del ser dominado por un mecanismo corporeizado (HCV. 222). La
superación de este estado doble de la posesión implícito en la historia del pensamiento
antropológico y pedagógico europeo es idéntica a una secularización progresiva de la
psique –a un paso de la lógica de los estados de posesión a los programas disciplinares-, en
la que el primer tipo de posesión es reformulado en distintos grupos de entusiasmo que sólo
pueden ser refrenados mediante la disciplina, y en la que el segundo tipo de posesión es
reformulado en términos de autoeducación por cuanto un hábito sólo puede ser vencido por
otro hábito (HCV. 223). Hay hombres que han salido de esos campamentos de base
enraizados en la fuerza inerte de lo habitual, por lo cual se ubican en un nivel superior al de
sus demás congéneres. En adelante las sociedades estarían configuradas en dos clases: la
clase superior y la clase inferior. En aquélla estarán todos los hombres que hayan
conquistado por sí mismos la cima, que hayan salido de ese letargo cultural ceñido por la
fuerza de los hábitos, gracias a la escucha atenta del imperativo ¡Has de cambiar tu vida!, y
a la resolución de su espíritu para buscar una vida mejor. Y, en ésta última, estarán aquellos
126
que, o bien escucharon ese mismo imperativo y no le prestaron atención, o bien jamás lo
han oído, y quienes se conforman con admirar a quienes están por encima de ellos.
Sloterdijk destaca en esta nueva división social el surgimiento de la historia del testigo
consciente o del observador (HCV. 249). Cuando ese ser enredado en los hábitos da ese
crucial paso hacia la cima, nada hay que lo detenga y lo haga devolver. Su cambio de vida
empieza tan pronto como es consciente de la naturaleza habitual del comportamiento
humano, pues no puede descubrir las costumbres sin distanciarse de ellas, sin sostener un
combate cuerpo a cuerpo con ellas, y con esfuerzo, salir vencedor51
. Una vez da el paso,
asume la condición de observador de sus antiguos congéneres y desde ahí empieza a
configurar una nueva forma de vida, con un lenguaje propio y unas actitudes nuevas frente
a su estar y su conducirse en el mundo. Una vez dado el paso, no hay marcha atrás, pues
considera que vivir pegado a los hábitos no es vivir verdaderamente; considera, además,
que no se puede vivir con lo que es ajeno a la vida interior y, mucho menos, vivir
subyugado a ello, en este caso, a las costumbres. En este contexto, es claro que, este nuevo
hombre no deja de estar poseído por el daímon de dos caras, sino que gracias a su nuevo
programa de entrenamiento convierte las pasiones y las costumbres en disposiciones
manejables y mejorables. Así pues, los antiguos filósofos-pedagogos que advirtieron la
secularización de la psique o producción de un nuevo arte de maniobrar la vida o
ejercitamiento se convierten así, en maestros, en seres capaces de forjar un nuevo futuro, de
señalar el camino para ir por encima de lo habitual (HCV. 249).
Sin embargo, estos esfuerzos de humanización no sólo han sido individuales, sino también
colectivos. China, la India, Persia, Palestina y Grecia, son los lugares donde ha sucedido
por primera vez el progreso en la espiritualización de la alta cultura. Desde ese momento en
las comunidades humanas no sólo su interior se ve escindido entre los que hacen parte de la
clase superior y los que hacen parte de la clase inferior, sino también en su exterior, siendo
51 En este punto vale la pena resaltar que no todos los que toman conciencia de la naturaleza habitual del
comportamiento humano, sino sólo los iluminados, los maestros espirituales, los sabios, los que pueden dar el
paso decisivo hacia la cima una vez son conscientes del estar enredados los hábitos, pues hay quienes a pesar
de ser conscientes de eso mismo están tan complacidos con la situación de confort en la que viven que no les
interesa dar un paso más hacia adelante (HCV. 249). Justifican su quietud, su actitud pasiva y reprochable,
amparados en una actitud conservadora, según la cual la fuerza de la costumbre es invencible y demoledora.
127
posible diferenciar entre sociedades más humanizadas y sociedades menos humanizadas. El
abismo natural que deviene a esa escisión es cada vez más grande e irreversible, pues los
que permanecen enredados en la inercia de las costumbres caminan sin avanzar y los que
han escalado más alto imprimen indefectiblemente una aceleración a su marcha. Más aún,
si tenemos en cuenta que los hombres de la alta cultura, esos que se dedican a aprender y a
ejercitarse, buscan asentarse en un lugar nuevo, que rompe absolutamente con lo habitual, y
al que, en consecuencia, no pueden acceder todos, dada la naturaleza misma del programa
de ejercicios que allí es practicado. Según Sloterdijk, lo que aceleró la marcha de la
humanidad hacia la conquista de la alta cultura fue la escritura, en tanto obligó a los que la
ejercitaban a dejar atrás los hábitos de los que no escribían y, sobretodo, a practicar nuevas
disciplinas como la lógica, la gimnasia, y la música, entre otras. Esta nueva cultura del
ejercicio pone a la cabeza nuevas figuras modélicas de la espiritualidad: los sabios, los
iluminados, los atletas, y los maestros en general, con lo cual se perfila el horizonte que han
de seguir las nuevas generaciones que quieran ser más humanas, esto es, que quieran
ejercitarse contra las inercias de las culturas heredadas o enredo de las costumbres y el
influjo perturbador de las emociones y volver a sí a de la verdadera condición humana.
Ahora bien, los hombres que pertenecen a la alta cultura, encuentran en su comprensión y
explicación de sí mismos que no sólo deben iniciar un programa de ejercicios52
contra la
inercia de las costumbres y el ímpetu desbordante de las pasiones, sino también contra los
pensamientos confusos. Deben buscar pasar al otro lado de esos tres sucesos repetitivos, es
decir, deben convertirse en dominadores de las pasiones, poseedores de las costumbres y
pensadores con ideas lógicamente estables. Deben en suma, convertirse en verdaderos
filósofos ascetas y acróbatas, esto es, en hombres que por su empeño de clarificación y de
ejercicio, hagan del imperativo ¡Has de cambiar tu vida!, su principal norma de conducta, y
de esta manera, se configuren a sí mismos como seres superiores a su vida pasional, a su
vida de hábitos y a su vida de representaciones. Para Sloterdijk, por tanto, esta
52 A ese programa de ejercicios Sloterdijk lo denomina sin más, programa ético, y lo equipara al conjunto de
actividades que Platón denominaba artificialmente como Filosofía. Como ésta implicaría una clara alusión a
dos virtudes propias de los atletas: el amor al honor y el amor al esfuerzo, Sloterdijk no duda en presentarla
como el arte de la ascética y la acrobacia, siguiendo con ello, la intuición filosófica de los cínicos, quienes se
presentaban a sí mismos como los filósofos del ascetismo total, esto es, como los verdaderos atletas.
128
transformación no tiene que ver en absoluto con un cambio de creencias por otro, sino ante
todo, con la salida de un modo de vida pasivo a un modo de vida activo, donde la actividad
ascética es incesante e imprescindible (HCV. 253). Sentadas así las cosas, ese nuevo mundo
donde habitan las élites superiores y la alta cultura ha de ser denominado, siguiendo a
Nietzsche, el astro de la ascesis, o más exactamente, el astro de las acrobacias, por cuanto
sus habitantes, gracias a su continuo ejercitarse a un nivel superior, estarán siempre sujetos
a la tensión propia del acróbata, que hará aparecer lo difícil como fácil y la práctica de lo
imposible como algo de suyo habitual y realizable sin el más mínimo esfuerzo (HCV. 254).
La cuestión que surge en este momento es la siguiente: ¿cómo llegan esos hombres de la
alta cultura a transformarse en acróbatas condenados a dirigir, ejercitarse y pensar? La
respuesta es sencilla, dice Sloterdijk, pues sólo basta con atender a la emergencia de la
antropotécnica en los primeros sistemas de ejercitación mencionadas más arriba (HCV.
256). Tan pronto como el individuo es consciente de que está poseído, inicia de inmediato
el tránsito al otro lado de los sucesos repetitivos. En este desplazamiento ocurre un
descubrimiento importantísimo, a saber: que en la naturaleza misma de la repetición, si se
siguen ciertas reglas específicas, se encuentra la clave de su propia superación. Como la
repetición no es sólo pasividad (repetición repetida) sino también actividad (repetición que
hace repeticiones), es claro que para contrarrestar las fuerzas inertes de lo habitual sólo
basta con servirse de ellas para poder superarlas. El hombre de la alta cultura es consciente,
por tanto, de que en su interior hay una profunda escisión entre el que se alza como
sintiente, ejercitante y pensante frente al que permanece como sentido, ejercitado y
pensado, y que como ser transformado es capaz él mismo de hacer repeticiones ejercitadas
y disponerse para librar una lucha contra las fuerzas inertes de lo habitual sirviéndose de
ellas mismas (HCV. 256).
Tan pronto como los primeros-pedagogos perciben que la inercia de lo habitual es
resistente a la enseñanza, proveen a la humanidad de una serie de medidas, bajo el nombre
de paideia, para liberarse ella misma de ese yugo. Esa intervención que se lleva a cabo
inicialmente entre los jóvenes se convierte en “el arte de dirigir la desaparición de las
costumbres y de construir un conjunto de complejas competencias sobre una base de
129
ejercicios automatizados” (HCV. 257). Si bien, en sus orígenes la enseñanza pareciera
asemejarse en algo al adiestramiento, no se queda ahí, sino que va más allá, pues capacita a
los discentes a que, entre los diversos programas de ejercicios que se les presentan, puedan
escoger el que más les beneficie (HCV. 257). La mecánica pedagógica así entendida, se
fundamenta en el principio de la antropotécnica antigua de que se debe aplicar la costumbre
para su propia superación, y de esta manera transformar lo que en un momento era un
principio de oposición en un factor de colaboración y superación. Las disminuidas fuerzas
humanas son ahora puestas para alcanzar lo improbable, al ser multiplicadas y
contrarrestadas suficientemente por una amplia serie de ejercicios (HCV. 268). El maestro,
entenderá su labor formativa, como un mandato a conducir a sus discípulos hacia el muro
de la verticalidad para orientarles desde ahí la escalada hacia lo improbable (HCV. 259).
La mayor conquista que debe alcanzar el sujeto del poder de la ejercitación en el ámbito de
lo improbable, es el sometimiento de la tiranía de la muerte, pues ésta es la que en gran
medida empuja al hombre hacia la pasividad absoluta (HCV. 260). Quien logre arrojarse a
la muerte para integrarla al dominio de sus capacidades, habrá mostrado que dentro de las
posibilidades humanas está el superar lo insuperable o identificarse con lo más amenazante
para la supervivencia de la humanidad. Para ello, debe iniciar una serie de entrenamientos
muy duros, ya sea mediante la ayuda de esfuerzos ascéticos que conduzcan a una actitud de
poder morir dignamente (al modo de la escena de la muerte de Sócrates), o mediante la
conducción de una vida íntegra con la firme convicción de cumplir la voluntad de un Dios
vivo y de que su alma se eleve al reino de los cielos (al modo de la escena de la pasión de
Jesús en el Gólgota). Estas prácticas enseñan que la única forma de emanciparse a la tiranía
de la muerte sería absorbiendo cualquier coacción externa en la propia voluntad o
transformando el tener que morir en el poder querer morir. En el caso de Sócrates, la
pasividad que debe doblegarse -o coacción externa de la que se debe apropiar- tiene que ver
con la injusticia de su condena a muerte, pues la asume de manera voluntaria, no sólo en lo
que atañe a la elección que hizo del modo particular en que iba a morir, amparado en la
constitución ateniense, sino también al asumir una actitud colaborativa en la ejecución del
procedimiento condenatorio impuesto por quienes desde la base sentía que su presencia era
una amenaza. En el caso de Jesús, la pasividad que debe doblegarse –o coacción externa de
130
la que se debe apropiar- tiene que ver con la crueldad de su muerte al modo romano, pues la
asume de manera libre en observancia de la voluntad divina y el cumplimiento definitivo de
las Escrituras.
Para Sloterdijk es, con todo, más ejemplarizante y más significativa la pasión de Jesús. Lo
primero, en tanto muestra a los ejercitantes espirituales de manera cruda “la transformación
de una obligación impuesta desde afuera en un poder inalienable del propio sujeto” (HCV.
263). Y, lo segundo, en tanto permite ver de manera dramática el surgimiento del primer
atleta de la muerte, lo cual es de gran utilidad en el proceso de desespiritualización de la
ascesis iniciado ya desde Nietzsche. En efecto, la última expresión de Jesús en la cruz,
momentos antes de morir, de que ¡todo está consumado!, mostraría, según Sloterdijk, la
aparición -en su propia persona- de una especie de atletización de la muerte redentora, por
lo cual, la expresión originaria debería más bien ser sustituida por la expresión: ¡se ha
conseguido¡ o mejor todavía: ¡se ha llegado a la meta! Jesús estaría autocomprendiéndose
como el mesías –como el ejecutor de una misión encomendada por Dios- que debía morir
en una muerte de cruz conforme a lo escrito en las profecías mesiánicas de la antigüedad.
La enseñanza acrobática de Jesús para dominar la muerte no termina, sin embargo, con la
superación de la pasividad de la muerte mostrada en la cruz. El no sólo muere, sino que
resucita y asciende a la presencia eterna del Padre. Vence realmente la muerte, pues su
cuerpo material es transfigurado en cuerpo celestial. Con ello muestra que, si se camina
acrobáticamente sobre el cable de la creencia de que la vida misma es eterna, es posible
transitar por la vida transgrediendo sus propios límites (HCV. 264). Así lo entendieron los
primeros cristianos que vieron en el martirio la corona merecida para una vida llena de
sacrificios y como culmen de su peregrinación por este mundo rumbo al reino de los cielos.
Tertuliano, en su condición de entrenador espiritual, insta a los cristianos presos en las
mazmorras de Vienne y Lyon a que se preparen para el martirio al modo como hacen los
atletas antes de una competencia. Sólo así podrán padecer con decoro la muerte impuesta y
rendirse sólo hasta el final; con un entrenamiento riguroso las fuerzas no se extinguirán
fácilmente ante los tormentos más dramáticos. Con ello deja claro para los atletas cristianos
de la muerte que es gracias a la ascesis y a la dureza con uno mismo que lo difícil se hace
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fácil, que lo improbable es posible. Y, es improbable, ciertamente, en la medida que
muestre ser absurdo, ilimitadamente paradójico y absolutamente imposible (HCV. 266).
Y, por último, dice Sloterdijk, que el ejemplo del martirio cristiano sirve para ilustrar el
atletismo de los seres ejercitantes de la alta cultura, no tanto por sus connotaciones
religiosas o teológicas, sino por su hacer de lo imposible algo posible de realizar: como la
emancipación de la muerte, de un modo tal que parece que es una práctica habitual y fácil
de lograr. Dicha hazaña fue alcanzada por cuanto abrigaron en su interior la creencia en la
vida eterna, que dejaba, por un lado, en vilo el suspenso de la tragedia humana y, por otro,
tendía la cuerda entre el mundo de acá y el mundo de allá a fin de cruzarla. Empero, aunque
no se tenga una tal creencia, es posible tender cables por los que es preciso transitar para
alcanzar el estado de vida de los ejercitantes. Caminar acrobáticamente por dicho cable
tendido no significa otra cosa que atreverse a dejar lo que se era en el pasado, sin volver la
vista atrás. Cada paso será un paso nuevo, cada logro, una conquista nueva, un improbable
más alcanzado, pues la existencia vivida acrobáticamente destrivializa la vida “poniendo la
repetición al servicio de lo irrepetible” (HCV. 268). La serie de ejercicios que se requieren
para caminar por el cable tendido sería simplemente la puesta en marcha de ese imperativo
que se escucha desde el interior. La vida no sería, por tanto, más que una gran escuela en la
que no sólo se aprende a vivir la vida de la vida sino también el arte de acabarla
ejemplarme mediante un riguroso entrenamiento.
Para que una ética así entendida, no propicie un ambiente tiránico por parte de los hombres
atletas, que se han autosuperado a sí mismo, y mostrado que es posible que el hombre
vuelva a sí, cesando toda esa historia errática que denunciaba ya Heidegger, es
indispensable que se implemente una esfera como la del mundo homeotécnico. Pues la
mejora de sí mismo podría fácilmente desencadenar en lo que en la modernidad se llamó
despotismo ilustrado. No hay que olvidar que el hombre en su esencia misma es un ser
violento y egoísta, que controla muy bien estos apetitos en tanto el proceso de civilización
lo ha llevado a actuar heterónomamente. La observancia de la ley es lo que lo mantiene en
un pacto de no-agresión con el otro implícito en todo vivir en sociedad. Sin embargo, ello
por sí sólo no impide que los hombres se enfrenten entre sí o que naciones se levanten
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contra naciones. Se requiere algo más. Algo así como una ética del todo vinculante que
garantice la paz y evite atrocidades como las que se presentaron en la imborrable y
lamentable historia de la Europa moderna en los campos de concentración nazi, del que
Auschwitz es un claro ejemplo. En este sentido, la postulación de un mundo homeotécnico
y de una ética acrobática es aún insuficiente para atacar la verdadera condición del ser
humano: ser violento. En esto no se equivocaron los humanistas, quienes idearon toda una
estructura de amistamiento a partir de la tradición escrita, pero igualmente insuficiente para
lograr su cometido. Por eso, hoy con gran preocupación, tememos caminar en las calles, no
sea que nos maten por robarnos, o lo que es peor, que una tercera guerra mundial tenga
lugar y la tierra quede totalmente desolada. Ser el producto de la técnica, no es la esencia
humana como tal, sino la condición que tenemos para controlar nuestros impulsos
ambiciosos y violentos.
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Conclusiones
A los caminos de la filosofía se llega por azar, no por convicción. Y mi transcurrir por este
camino tortuoso de la reflexión filosófica no ha sido la excepción. Nunca antes le había
permitido al filosofar un lugar en el espacio vital propio. Siempre le había atribuido a esta
loable labor una tarea erudita y especulativa, alejada de las fibras más íntimas del existir
humano. La filosofía estuvo siempre relegada a mi quehacer como profesor de filosofía en
los colegios donde he trabajado. Sin embargo, gracias a mi paso fortuito por la PUJ, en el
Programa de Maestría en Filosofía, esta perspectiva cambió radicalmente. Gracias a las
materias que inscribí en mi proceso formativo en dicho Programa, entendí que la filosofía
tiene que ver también con el sentido mismo de la existencia humana. Las capacidades
intelectivas que nos son propias en tanto que seres humanos, no están dadas sólo para
conocer lo externo y extraño a nosotros mismos, sino, sobre todo, para encontrar nuestra
verdadera esencia y lugar en el mundo, o lo que es lo mismo, darle sentido a cada uno de
nuestros días ya vividos y los venideros, y experimentar así, la dicha de poder respirar y
tener la esperanza de mejorarnos a nosotros mismos y mejorar el mundo que construimos a
través de símbolos y signos. Se trata de hacer posible un mundo que se encasa
originariamente y de manera fundamental en el lenguaje, pero no en el lenguaje vulgar
cotidiano, sino en el que se expresan tanto los pensadores como los poetas. Si a todo esto
le sumo la trágica partida del ser que me dio la vida, y el dolor que me causa su ausencia,
junto con el peso que genera el tener que vivir en una sociedad como la nuestra y el temor
inevitable a la muerte, es claro que la filosofía debe allanar para nosotros, los que vamos en
búsqueda de la sabiduría, el camino para hacer de la máxima Haz de cambiar tu vida, una
norma de vida y lo que le da sentido a nuestro exsistir.
De la mano de Sloterdijk, podemos decir que, en nuestro poder está el forjar nuestro propio
destino; que no todo está perdido, que es posible volver a ser lo que en la apertura del claro
es posible ser; que las esferas humanas emergen a costa del retroceso de seguir siendo
animales. Si podemos desarrollar técnicas de autooperación y asumir un papel activo en el
ámbito del selector, y un mundo homeotécnico es del todo posible, es claro que nosotros
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podemos cambiar radicalmente nuestras vidas, llegar cada vez más cerca de la cima de lo
improbable y habitar, por tanto, el astro de los acróbatas. Dejar el campamento de base, de
confort en el que nos encontramos y que desprende un insoportable hedor a mediocridad y
costumbre, no es una tarea fácil. Exige de nosotros superarnos a nosotros mismos, ser
disciplinados al modo de los antiguos ascetas y sobre todo hacer de lo improbable nuestra
cotidianidad misma. La lucha es interna, de nosotros contra nosotros mismos, de lo que
somos contra lo que queremos ser y podemos ser.
La cuestión humana entonces debe estar a la base de toda filosofía. Sloterdijk nos indica el
camino a seguir. Si queremos ahondar no sólo antropológicamente sino también
ontológicamente en la esencia de lo que somos en verdad, basta atender la sugerencia que él
nos hace de que las afirmaciones sobre insulamientos son imprescindibles en cualquier
teoría contemporánea sobre el hecho humano. La cultura no es otra cosa que la producción
de atmósferas por parte de los hombres para poderse producir y poder seguir viviendo en el
confort y el lujo. Los factores climáticos internos sólo sirven entonces para uso humano tras
una modificación y ajuste especial. Empero, ello no significa que la producción atmosférica
sea meramente una reelaboración de diseños de modelos existentes, sino más bien una
producción originaria “por la que los hechos humanos son llamados a la existencia” (Esf.
III. E. 378). Pero para evitar excesos en esa producción humana y que el hombre se levante
contra los otros hombres, se hace necesario que todo proceso se desarrolle en un mundo
homeotécnico, esto es, inteligente y cooperativo.
Y, por último, es necesario recordar siempre que el mundo no debe entenderse como lo
externo a nosotros. Antes bien, debe ser lo primero que debemos tener en cuenta en nuestra
pretensión de esclarecer nuestra humanitas. El entorno ha sido desplazado por la aparición
de la isla de la alerta y la verdad, y quienes la habitamos estamos obligados a centrarnos en
lo que acontece en el ámbito interior, no tanto en los acontecimientos del entorno exterior.
Esto fue lo que hizo surgir alguna vez un tipo de inteligencia libre y extática; a ello
debemos volver si queremos dar fin a la historia del errar. Luego de este largo proceso que
hoy termina con la presentación de este trabajo, puedo exclamar con mi gran maestro
Fernando, a mi madre, en el no-lugar donde se encuentra: ¡Hemos cumplido!
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